Las palabras
 9500306824

Citation preview

Las palabras

Las palabras JEAN-PAUL SARTRE

Traducción de Manuel Lamana

Clásicos Losada Primera edición: diciembre de 2005 © Librairie Gallimard, París, 19 64 © Editorial Losada, S. A., 1964 Moreno 3362 - 1209 Buenos Aires, Argentina Fuencarral 45, 2º G, 28004, Madrid, España T +34 915 234 618 T +34 915 241 122 www.editoriallosada.com Distribuido por Editorial Losada, S. L Calleja de los Huevos, 1, 2º izda. - 33003 Oviedo Impreso en la Argentina Título original: Les mots Tapa: Peter Tjebbes Maquetación: Taller del Sur Queda hecho el depósito que marca la ley 11. 723 Libro de edición argentina Tirada: 3.000 ejemplares

Sartre, Jean-Paul L1s palabras. t • ed. - Buenos Aires: Losada, 2005. 216 p.; 18 x 12 cm. (Biblioteca Clásica y Contempor.inea. Clásicos Losada; 386) -

Traducido por: Manuel Lamana ISBN 950-03-0682-4

L_

l. Narrativa Francesa. Autobiografía. trad. 11. Título. CDD 843.3

l.

Lamana, Manuel,

Índice

l.

Leer

II. Escribir

ll

119

A la sefzora de

Z.

I Leer

En Alsacia, alrededor de 1 8 50, un maestro agobia do por tantos hij os como tenía decidió hacerse tendero. Pero el exclaustrado quiso una compensación: ya que renunciaba a formar las mentes, uno de sus hijos for­ maría las almas; habría un pastor en la familia y sería Charles. Charles se escapó, prefirió correr por los ca­ minos detrás de una amazona. Se volvió su retrato de cara a la pared y se prohibió pronunciar su nombre. ¿A quién le tocaba ? Auguste se apresuró a imitar el sacrificio paterno: entró en el negocio, que le gustó. Quedaba Louis, que no tenía ninguna predisposición acentuada; el padre se apoderó de este muchacho tranquilo y le hizo pastor en un a brir y cerrar de ojos. Louis llevó su o bediencia hasta engendrar a un pas­ tor a su vez, Albert Schweitzer, cuya carrera se cono­ ce. Pero ocurrió que Charles no había encontrado a su amazona; el hermoso gesto del padre le había de­ j a do huella : durante toda su vida mantuvo el gusto por lo sublime y puso todo su empeño en fabricar grandes circunstancias con pequeños hechos. Como puede verse, no pensaba en eludir la vocación fami­ liar: quería entregarse a una forma atenu ada de espi­ ritualidad, a un sacerdocio que ie permitiese relacio­ narse con amazonas. Su salida fue el profesorado; Charles digió enseñar a lemán. Sostuvo una tesis soII

JEA N-PA U L S A RTRE

bre Hans Sachs, optó por el método directo, del cual más tarde se llamó inventor; publicó, con la colabo­ ración de M . Simonnot, un Deutsches Lesebuch esti­ mado, hizo una carrera rápida: Macon, Lyon, París. En París, en la distribución de premios, pronunció un disc urso que alcanzó los honores de la separata : "Se­ ñor ministro, señoras y señores, queridos niños: nun­ ca sabríais de qué os voy a ha blar hoy. ¡ De música ! " Era excelente haciendo versos de c ircunstancia . En las reuniones de la familia tenía la costumbre de de­ cir: "Louis es el más piadoso; Auguste el más rico; yo soy el más inteligente " . Los hermanos se reían, las cuñadas se m ordían los la bios. En Macon , Charles Schweitzer se ha bía casado con Louise Guillemin, hi­ ja de un a bogado católico. Louise a borreció el viaje de novios; Charles l a ha bía raptado antes de termi­ nar la comida de bodas y metido en un tren. A los se­ tenta años Louise seguía habl ando de l a ensalada de puerros que les ha bían servido en un comedor de es­ tación: "Se comía todo lo blanco y me dej aba lo ver­ de" . Pasaron quince días en Alsacia sin dejar la mesa; los hermanos se contaban en su dialecto historietas escatológicas; el pastor se volvía hacia Louise de vez en c uando y se las traducía, por caridad cristiana. No tardó en conseguir los certificados especiales que la dispensaron del comercio conyugal y le dieron el de­ recho de tener habitación aparte . Hablaba de sus do­ lores de ca beza, adquirió la costum bre de quedarse en la cama, se puso a odiar el ruido, la pasión, los entusiasmos, toda la vida gruesa, grosera y tea tral de lo s Schweitzer. Esta mujer viva y maliciosa pero fría, pensaba derecho y mal, porque su marido pensaba 12

·

LAS PAL A B R A S

bien y torcido; como él era mentiroso y crédulo, ella dudaba de todo: " Pretenden que la tierra gira; ¡ qué saben ellos ! " Como estaba rodeada de virtuosos co­ mediantes, aborrecía la comedia y la virtud. Esta rea­ lista tan fina, perdida en una familia de groseros es­ piritualistas, se volvió volteriana por desa fío, sin haber leído a Voltaire . Era graciosa y rellena, cínica y alegre ; se volvió la negación pura . Con un movi­ miento de las cej as o una sonrisa imperceptible con­ vertía en polvo todas las grandes actitudes, por sí misma y sin que nadie se diese cuenta . La devoraron el orgullo negativo y el egoísmo de rechazo. No veía a nadie porque tenía demasiado orgullo como para pelear por el primer lugar, demasiada vanidad para contentarse con el segundo. Como ella decía: " Sabed dej aros desear" . La desearon mucho, luego cada vez menos y, como no la veían, acabaron por olvidarla. Entonces apenas dejó el sillón o la cama. A los Schweit­ zer, naturalistas y purita nos -esta combinación es menos rara de lo que se puede pensar-, les gustaban las palabras crudas que, a un rebajando muy cristia­ namente al cuerpo, manifestaban su amplio consen­ timiento en cuanto a sus funciones naturales; a Loui­ se le gustaban los sobreentendi·d os; leía muchas novelas 1 igeras en las que, más que la intriga, apre­ ciaba los velos transparentes en que estaba envuelta� "Es atrevida, está bien escrita -decía con un aire de­ licado-. ¡ Deslizaos, mortales, pero no os apoyéis ! " Esta muj er de nieve pensó que se iba a morir de risa al leer La filie de feu, de Adolphe Belot. Le gustaba leer historias de noches de bodas que siempre termi­ naban mal: unas veces el marido, con su prisa brutal, 13

J E A N-PAUL S A RTR E

rompía el cuello de su mujer contra la madera de la ca­ ma, y otras l a j oven recién casada a parecía por la ma­ ñana refugiada encima del armario, desnuda y l oca . Louise vivía en la penumbra; Charles entra ba en su ha bitación, corría las persianas, encendía todas las l ámparas; ella gemía llevándose las manos a los ojos: " ¡ Charles, me ciegas ! " Pero su resistencia . no iba más allá de los límites de una oposición constitucio'n al; Charles le inspiraba temor, una tremenda desazón, ·a veces también amistad, con. tal de que no la tocase Ella cedía en todo en cuanto él se ponía a gritar. É l le hizo cuatro hij os por sorpresa : una hij a que murió muy pronto, dos hij os.y otra hij a . Por indiferencia o

.. ·

por respeto, permitió que los educasen en la religión católica . Louise, que no era creyente, los hizo creyen­ tes por a sco del protestantismo. Los dos hijos toma­ ron el partido de la madre; ella los alej ó suavemente del voluminoso padre; Charles ni siquiera se dio cuenta . El mayor, Georges, entró en l a Polytechni­ que; el segundo, Émile, se hizo profesor de alemán. É ste me intriga : sé que quedó soltero pero que, aun­ que . no quisiese a su padre, le imita ba en todo. Padre e hij o aca baron por pele�rse; hubo reconciliaciones memora bles. É mile oculta ba su v .i da; a dora ba a su ma dre y, hasta el final , guardó la costumbre -de ha­ cerle visitas clandestinas� sin prevenirla; l a llenaba de besos y de caricias y después se ponía a hablar del pa­ dre, a l principio irónica mente, luego con ra bia , y se iba dando un portazo. Yo creo que ella le quería, pe­ ro le tenía miedo; esos dos hombres rudos y difíciles le cansaban, y más que a ellos prefería a Georges, que nunca �staba con ella . Émile murió en 1 927, l oco de 14

LAS PA L A B R A S

soledad; encontraron un revólver debajo de su almo­ hada, y cien pares de calcetines agujereados y veinte pares de zapatos viejos en el fondo del baúl . Anne-Marie, la hij a menor, pasó la infancia en una silla. La enseñaron a aburrirse, a estar derecha, a coser. Tenía dotes; creyeron que era distingu ido de­ j arlas sin cultivar. Brillo; tuvieron el cuidado de ocul­ társelo. Estos burgueses modestos y orgullosos opi­ naban que la belleza estaba por encima de sus medios y por debaj o de su condición ; la permitían en las marquesas y en las putas. Louise tenía el más árido de los orgullos; por temor a ser engañada, negaba en su marido, en sus hij os, en ella misma las cualidades más evidentes . Charles no sabía reconocer la belleza en los demás; la confundía con la salud. Desde que su mujer se declaró enferma, se consolaba con unas idea­ listas robustas, bigotudas y llenas de colores y de buena salud. Anne-Marie, al repasar cincuenta años después las páginas de un álbum de la fa milia, en­ contró que ha bía sido bella . Casi por el mismo tiempo en que Charles Sch­ weitzer conocía a Louise Guillemin, un médico de pueblo se casó con la hija de un rico propietario del Périgord y se instaló con ella en la triste calle mayor de Thiviers, enfrente de la farmacia. Al día siguiente de la boda se descubrió que el suegro no tenía ni un centavo . El doctor Sartre, furioso, pasó cuarenta años sin dirigir la palabra a su muj er; en la mesa se expresaba por gestos; ella acabó por llamarle " mi pensionista " . Sin embargo, compartía su lecho, y de vez en cuando, sin una palabra, la dej aba embaraza­ da. Le dio dos hijos y una hija . Los hijos del silencio 15

J E A N - PA U L S A RTRE

se llamaron Jean-Baptiste, Joseph y Hélene. Hélene se casó andando los años con un oficial de caballería que se volvió loco; Joseph hizo su servicio militar con los zuavos y se retiró bastante pronto con sus padres. No tenía oficio; entre el mutismo de uno y los chilli­ dos de la otra, se volvió tartamudo y se pasó la vida luchando con las palabras. Jean-Baptiste ingresó en la Escuela Naval para ver el mar. En 1 904, en Cherbur­ go, siendo ya oficial de madna y teniendo las fiebres de Cochinchina, conoció a Anne-Marie Schweitzer, se a poderó de esta muchachota desampa rada, se casó con ella, le hizo un hij o al galope, a mí, y trató de re·

fugiarse en la muerte. Morir no es fácil; la fiebre intestinal subía sin pri­ sa, a veces baj aba. Anne-Marie le cuidaba con dedi­ cación, pero sin llegar a la indecencia de amarle. Louise le h a bía p revenido contra la vida conyugal : tras l a s bodas d e sangre, era una serie infinita d e sa­ crificios, corta da por trivialidades nocturnas. Si­ guiendo el ej emplo de la madre, prefirió el deber al placer. No ha bía conocido mucho a mi padre, ni an­ tes ni después de la boda, y a veces tenía que pregun­ tarse por qué a ese extraño se le ha bía ocurrido mo­ rir en sus brazos. Le llevaron a una granj a que estaba a unas legua s de Thi viers . Su p adre iba a visitarle to­ dos los días con un cochecillo. Las vigilias y las preo­ cupaciones agotaron a Anne-Marie, se le cortó l a leche, m e pusieron un ama, n o lej os d e allí, y m e dis­ puse a m orir a mi vez, de enteritis y tal vez de resen­ timiento. A los veinte años, sin experiencia ni conse­ j os , mi madre se destrozaba entre dos mori bundos desconocidos. Su boda de conveniencia encontra ba 16

LAS PAL A B R A S

su verdad en la enfermedad y en el luto. Yo me apro­ veché de la situación . En aquella época las m adres daban el pecho ellas mismas y mucho tiempo; si no hub iera tenido la suerte de encontrarme con esta do­ ble agonía, me habría visto expuesto a las dificulta­ des consiguientes a un destete tardío. Enfermo, des­ tetado por fuerza a los nueve meses, la fie bre y el entontecimiento impidieron que sintiera el último ti­ jeretazo que corta los lazos de la madre y del hij o; me sumergí en un mundo confuso, poblado por alucina­ ciones simples e ídolos groseros. Al morir mi padre, Anne-Marie y yo nos despertamos de una pesadilla común; yo me curé. Pero éramos las víctima s de un malentendido: ella volvía a encontrar con amor a un hi­ jo que realmente nunca había dej ado; yo recobra ba el sentido en las rodillas de una extraña. Anne-Marie, sin o ficio ni beneficio, decidió vol­ ver a vivir con sus padres . Pero la insolente muerte de mi padre había disgusta d o a los Schweitzer; se parecía demasiado a un repudio. Mi ma dre, por no haber sabido ni preverlo ni prevenirlo, fue decreta ­ d a culpa b l e . Se había casado sin pensarlo con u n mari do q ue no h a b ía hecho u s o d e e l l a . To d o e l mundo fue perfecto c o n l a a lta Ariadna q u e volvió a Meudon con un hij o en sus brazos. Mi a buelo h a b ía pedido la j ubilación, pero volvió a tra bajar sin decir una pa la bra; también mi a b uela fue discreta en s u triunfo. Pero por muy poco. Para obtener s u perdón, se afanaba sin medida; llevó la casa de sus padres en Meudon y luego, en París, se hizo niñera, enfermera, m ayordomo, señora de compañía, sirvienta, sin po­ der deshacer la m u d a impaciencia de su m a dre. 17

J EAN-PAUL S A RTRE

Louise encontraba fastidioso h acer el menú tod a s l a s mañanas y las cuentas todas las noches, pero so­ portaba mal que a lguien lo hiciese en su lugar; se de­ j a ba descargar de sus obligaciones irritándose a l perder sus prerrogativas. Esta mujer cínica y que en­ tra ba en la vej ez n o tenía más que una ilusión: se creía indispensable. La ilusión se desvaneció: Louise se puso a tener celos de su hija . ¡ Pobre Anne-Ma rie ! Si hubiese sido pasiva, la h abría acusado de ser una carga; activa, sospechaba que quería regentar la ca­ sa. Para evitar el primer escollo, necesitó todo su va­ lor, y toda s u humildad para vencer el segundo. No tuvo que pasar mucho tiempo para que la j oven viu­ da se volviera otra vez menor: una virgen mancilla­ da. No se le negab a el dinero para sus gastos menu­ dos, pero se olvidaban d e d árselo; gastó su ropa hasta h acerla trizas, sin que su pa dre pensara en re­ novársela . Apena s toleraba que la hij a saliera sol a . Cuando la invitaban a cenar s u s antiguas amigas -ya casadas casi todas-, tenía que ped ir permiso con varios días de antici pación y prometer que la lleva­ rían de vuelta a ntes de las diez. El dueño de la casa tenía que l evanta rse a mitad de la comi d a p a ra a compa ñarla en coche. M i a buelo, entre tanto, se p asea ba por el dormitorio en camisón, con el reloj en la mano. Empezaba a grita r en cuanto daba l a úl­ tima campanada de las d iez. Las invitaciones se vol­ vieron más raras y m i madre se sustrajo de tan cos­ tosos placeres. La muerte de Jean-Baptiste fue el gran aconteci­ miento de mi vida: hizo que mi madre volviera a sus cadenas y a mí me dio la libertad. 18

LAS PAL A B R AS

Como dice la regla, ningún padre es bueno; no nos quejemos de los hombres, sino del lazo de pater­ nidad, que está podrido. ¡Qué bien está hacer hijos: pero qué iniquidad es tenerlos! Si hubiera vivido, mi padre se habría echado encima .de mí con todo su pe­ so y me habrfa aplastado. Afortunadamente, murió joven; en medio de los Eneas que llevan a cuestas a sus Anquises, pasé de �na a otra orilla, solo y detes­ " tando a esos genitores invisibles, instalados encima . de sus hijos para toda la vida; dejé detrás de mí a un muerto joven que no tuvo el tiempo de ser mi padre y que hoy podría ser mi hijo. ¿Fue un mal

o

un bien?

No sé; pero acepto con gusto el veredicto de un emi­ nente psicoanalista: no tengo superyó. Morir no basta: hay que morir a tiempo. Más tar­ de, me hubiera sentido culpable; un huérfano cons­ ciente se perjudica: los padres, ofuscados al verle, se han retirado a sus departamentos del Cielo. Yo esta­ ba encantado; mi triste condición imponía respeto, fundaba mi importancia; consideraba mi luto como una de mis virtudes. Mi padre había tenido la galan­ tería de morir perjudicándose a sí mismo; mi abuela no hacía más que repetir que se había sustraído a sus obligaciones; mi abuelo, justamente orgulloso de la longevidad de los Schweitzer, no admitía que nadie pudiese desaparecer a los treinta años; en vista de lo sospechosa que era esa muerte, se puso a dudar de que su yerno hubiera existido alguna vez, y al final lo olvidó. Yo ni siquiera lo tuve .que olvidar; al despe­ dirse_ a la francesa, Jean-Baptiste me había negado el placer de conocerle. Aún hoy me extraña lo poco que sé sobre él. Sin embargo, amó, quiso vivir, se vio

·

JEAN-PAUL SARTRE

morir; suficiente p ara que se forme todo un hombre. Pero nadie en mi fa milia supo hacer que yo tuviera curiosidad por ese hombre. Durante varios años, p u­ de ver, encima de mi cama, el retrato de un pequeño oficial de ojos cándidos, con l a cabeza redonda y cal­ va y grandes bigotes; el retrato desapareció a l casar­ se mi madre otra vez. Más tarde heredé unos libros que le habían pertenecid o : uno de Le Dantec sobre el p orvenir de la ciencia, otro de Weber titulado Vers le positivisme par l'idéalisme absolu. Leía libros ma­ los, como todos sus contemporáneos. En los márge­ nes descubrí unos garabatos indescifrables, signos muertos de una pequeña iluminación que fue viva y danzarina en los alrededores de mi j uventud. Vendí los libros: el difunto me concernía muy poco . Lo co­ n ocía de oídas, como a la Máscara de Hierro o al Caballero de Eón, y l o que sé de él nunca tiene rela­ ción conmigo: nadie sabe si me quiso, si me tuvo en bra zos, s i volvió hacia s u hij o sus oj os claros, hoy comidos. Son penas de amor perdidas. Ese padre ni siquiera es una sombra, ni siquiera una mirada. Du­ rante algún tiempo, pisamos él y yo en la misma tie­ rra . Y nada más. Me dieron a entender que, más que el hij o de un m uerto, era el hij o de un milagro . Sin duda de aquí proviene mi increíble ligereza . Ni soy un j e fe ni a spiro a serlo. Mandar y o bedecer es l o mismo. El m á s a utoritario manda en nombre d e otro, de un parásito sagrado -su padre-, transmite l a s a bstractas violencias que p a dece. Nunca en mi vida h e dado una orden sin reír, sin hacer reír; es que no me corroe el chancro del poder: no me enseñaron a o bedecer. 20

L A S PAL A B R A S

¿A quién o bedecer ? Me muestran a una j oven gi­ gante y me dicen que es mi madre. Por mí, más bien la tomaría por una hermana mayor. Veo que esta vir­ gen con residencia vigilada, sometida a todos, está ahí para servirme. La quiero. ¿ Pero cómo la respeta­ ría, si nadie la respeta ? En nuestra casa hay tres habi­ taciones: la de mi a buelo, la de mi a buela y la de los " niño s " . Los " niños " somos nosotros, igualmente menores e igualmente mantenidos. Pero todas las consideraciones son para mí. Han puesto una cama de muchacha soltera en mi habitación. La m uchacha soltera duerme sola y se despierta castamente; aún duermo yo cuando corre a tomar su " tu b " en el cuar­ to de baño; vuelve totalmente vestida que terminara con mis "remilgos". Y yo me indignaba aún más porque sospechaba que tam­ bién se burlaba de mi abuelo: era "el Espíritu que nie­ ga siempre". Yo le contestaba, ella exigía que me dis­ culpase; como esta ba seguro de que me apoyarían, yo no lo hacía . Mi ab uelo aprovechaba la ocasión para mostrar su debilidad : tomaba mi partido contra su mujer, que se levanta ba , ultrajada, para encerrarse en su ha bitación. Mi madre, inquieta , temiendo los ren­ cores de mi abuela, ha blaba bajo, negaba suavemente la razón de su padre, que se alzaba de hombros y se iba a su escritorio; finalmente, me suplicaba que fue­ se a pedir perdón a mi a b uel a . Yo gozaba con mi po­ der: era san Miguel y h a bía vencido al Espíritu del mal. Para terminar, iba a disculparme como sin que­ rer. Aparte de esto, naturalmente, la adora ba porque era mi abuela. Me ha bían sugerido que la llamase Ma­ mie, y que llamase al jefe de familia por su nombre al­ saciano, Karl. Karl y Mamie, eso sonaba mejor que Romeo y Julieta , que Filemón y Baucis . Mi madre me repetía cien veces por día, con cierta intención: "Nos esperan Karl imami; Karlimami estarán contentos, Karlimami . . . ", evocando con la íntima unión de las cuatro sílabas el perfecto acuerdo de las dos personas. Yo me dejaba engañar a medias, pero me las arreglaba 32

L A S PA LA BRAS

para parecer que me dej aba del todo; podía mantener a través de Karlimami la unidad sin fallas de la familia y hacer que cayeran sobre la cabeza de Louise buena parte de los méritos de Charles. A mi abuela, suspicaz y pecaminosa, siempre a punto de flaquear, la retenían los ángeles, el poder de una palabra. Hay malos auténticos: los prusianos, que nos han quitado Alsacia-Lorena y todos nuestros reloj es de pared, menos el de péndulo de mármol negro que adorna la chimenea de mi a buelo y que le regaló, pre­ cisamente, un grupo de alumnos alemanes; nos pre­ guntamos dónde lo robaron. Me compran los libros de Hansi, me eriseñan las estampas; no siento ningu­ na antipatía por esos hombres gordos de azúcar rosa que se parecen tanto a mis tíos alsacianos. Mi abue­ lo, que ha bía elegido a Francia el 71, va de vez en cuando a Gunsbach, en Pfaffenhofen, a visitar a los que se habían quedado. Me llevan. En los trenes, cuando un revisor alemán le pide el billete, cuando en el café un mozo tarda en preguntarle lo que desea, Charles Schweitzer se pone roj o de cólera patriótica; las dos muj eres se agarran a sus brazos: " ¡ Charles, qué vas a hacer ! ¡Nos echarán y no habrás logrado nada ! " Mi a buelo alza el tono: " ¡ A ver si se atreven a expulsarme ! ¡ Estoy en mi casa ! " Me empuj an hacia él, yo le miro con aire suplicante, se calma : "Por el ni­ ño " , suspira, acariciándome la cabeza con sus dedos secos. Estas escenas me indisponen contra él sin que los ocupantes me indignen. Por lo demás, Charles, en Gunsbach, no dej a de encolerizarse con su cuñada; tira su servilleta varias veces por semana y se va del comedor dando un portazo; no obstante, ella no es 33

J E A N -PAUL S A RT R E

alemana. Después de comer, nos vamos a gemir y a sollozar a sus pies; nos opone una frente de bronce. ¿ Cómo no suscribir el j uicio de mi a buela de que " Al­ sacia no le sienta bien; no debería volver con tanta frecuencia " ? Por lo demás, no me gustan mucho los a lsacianos, que me tratan sin respeto, y no me im­ porta que nos las hayan quitado. Parece que voy con demasiada frecuencia a ver al tendero de Pfaffenho­ fen, el señor Blumenfeld, y que le molesto para nada. Mi tía Caroline lo "considera " con m i madre; se me comunica; por una vez somos cómplices Louise y yo: odia a la familia de su marido. En Estrasburgo, en la ha bitación del hotel donde estamos, oigo unos sones agudos y lunares; corro a la ventana; ¡ los soldados ! Me siento feliz al ver desfilar a Prusia al son de esa m úsica pueril; aplaudo. Mi a buelo, que se ha queda ­ do sentado, murmura; mi a buela viene a decirme al oído que tengo que dej ar la ventana. Yo obedezco re­ zongando un poco. Odio a los alema nes, caramba, pero sin convicc ión . Por lo demás, Charles sólo se puede permitir un poquito de patrioterismo; dej amos Meudon en 19 1 1 y nos instalamos en París, en el nú­ mero 1 de la calle Le Goff; se ha bía j u bilado y fundó, para que pudiésemos vivir, el Instituto de Lenguas Vi­ vas: se enseña francés a los extra njeros que están de paso. Con el método directo . Los alumnos, en su ma­ yor parte, vienen de Alemani a . Pagan bien; mi abue­ lo se mete en el bolsillo de la cha queta los luises de oro sin contarlos nunca; m i a buela , que padece in­ somnio, se desliza por la noche hacia el vestíbulo pa­ ra cobrarse su diezmo " a hurtadillas " , como ella mis­ ma dice a su hij a . En una palabra, nos mantiene el 34

LAS PA LABRAS

enemigo. Una guerra franco-germana nos devolvería Alsacia, pero arruinaría el Instituto: Charles es parti­ dario de mantener la paz. Además, hay alem anes buenos que vienen a almorzar a casa: una novelista coloradota y peluda a quien Louise llama, con una ri­ sita celosa, " l a Dulcinea de Charles " ; un doctor cal­ vo que empuj a a mi madre contra las puertas y que trata de besarla; cuando mi madre se quej a tím ida­ mente, mi abuelo estalla: " ¡ Hacéis que me pelee con todo el mundo ! " Se alza de hombros y concluye: "Hija mía, has tenido visiones" , y entonces es ella la que se siente culpable. Todos esos invitados com­ prenden que se tienen que extasiar ante mis méritos y me so han dócilmente; es que a pesar de sus orígenes poseen una oscura noción del Bien. En la fiesta de ani­ versario de la fundación del Instituto hay más de cien invitados; toman tisanas de champaña; mi ma dre y Mlle. Moutet tocan Bach a cuatro ma nos; yo, con un vestido de m u selina azul, con estrellas en el pelo, con alas, voy de uno a otro ofrec iendo mandarinas en una cesta. Dicen: "¡Realmente es un á ngel ! " Vamos, no son tan malos. Claro que no hemos renunciado a vengar a la Alsacia mártir; entre nosotros, en voz ba­ ja, como hacen los primos de Gunsbach y de Pfaffen­ hofen, matamos a los boches poniéndolos en rid ícu­ lo. Nos reímos cien veces seguidas, sin cansarnos, de esa estudiante que acaba de escribir en u n tema fran­ cés: " Charlotte était percluse de douleurs sur la tom­ be de Werther" 1, de ese joven profesor que en una ce­ na contempló su raj a de melón con desconfianza y "Carlota estaba paralítica de dolores sobre la tumba de Werther".

35

JEAN-PAUL SARTRE

acabó por comérsela entera, comprendidas las pepi­ tas y la corteza . Estos yerros hacen que me incline a considerarlos con indulgencia: los alemanes son unos seres inferiores que tienen la suerte de ser nuestros vecinos; les daremos nuestras luces. Un beso sin bigotes, se decía entonces, es cómo un huevo sin sal; yo añado: y como el Bien sin el Mal, como mi vida entre 1905 y 1 9 1 4. Si sólo nos defini­ mos por oposición, yo era lo indefinido de carne y hueso; si el odio y el amor son el anverso y el reverso de la misma medalla, no quería nada ni a nadie. Es­ taba bien: a nadie se le puede pedir que odie y guste a la vez. Ni gustar y amar. ¿ Soy, pues, un Narciso ? Ni siquiera; tengo tanta precaución por seducir que me olvido del resto. Des­ pués de todo, no me divierte tanto hacer montoncitos de arena , gara batos, mis necesidades naturales; para que adquieran un valor para mí, es necesario que por lo menos una persona mayor se extasíe ante mis pro­ ductos. Afortunadamente los apla usos no fa ltan; los adultos tienen la misma sonrisa de degustación mali­ ciosa y de connivencia cuando escuchan mis charlas o el Arte de la Fuga . Lo que demuestra que en el fon­ do soy un bien cultural. La cultura me impregna, y yo la devuelvo a la familia por radiación, como los es­ tanques, por la noche, devuelven el calor del día .

Empecé mi vida como sin duda la acabaré: en medio

de los libros. En el despacho de mi abuelo había li­ bros por todas partes; estaba prohibido limpiarles el polvo salvo una vez por año, en octubre, antes del co-

L A S PALA B R A S

mienzo de las clases. No sabía leer aún y ya reveren­ ciaba esas piedras levantadas: derecha s o inclinadas, apretadas como l adrillos en los estantes de l a biblio­ teca o noblemente espaciadas formando avenidas de menhires; sentía que la prosperidad de n uestra fami­ lia dependía de ellas. Se parecían todas; yo retozaba en un santuario minúsculo, rodeado de monumentos rechonchos, antiguos, que me habían visto n acer, que habían de verme morir y cuya permanencia me ga­ rantizaba un porvenir tan tranquilo como el pasado. Yo las tocaba a escondidas para honrar a mis manos con su polvo, pero no sa bía qué hacer con e llas y asis­ tía ca da día a unas ceremonias cuyo sentido se me es­ capaba. Mi abuelo, tan torpe de costumbre que mi abuela le abrocha ba los guantes, manej aba esos obj e­ tos culturales con una destreza de oficiante . Le he vis­ to mil veces levantarse con un aire a usente, dar la vuelta a la mesa, cruzar la habitación de dos zanca­ das, tomar un volumen sin dudar ni lo más mínimo, sin tener el tiempo de elegir, hoj earlo mientras volvía a su sillón, con un movimiento combinado del pulgar y del índice, y luego, apenas sentado, abrirlo de gol­ pe por " la página buena " , haciéndolo cruj ir como un zapato. A veces me acercaba para observar esas cajas que se hendían como ostras y descu bría la desnudez de sus órganos interiores, unas hoj as descoloridas y enmohecidas, ligeramente infladas, cubiertas de ve­ nillas negras que bebían tinta y olían a seta . En la habitación de mi a buela los libros estaban tumbados; se los prestaban en una biblioteca y nun­ ca vi más de dos a la vez. Esas baratijas me hacían pensar en los confites de Año Nuevo, porque sus ho37

JEAN-PAUL SARTRE

j as flexibles y con reflej os parecían recortadas en pa­ pel "glacé " . Vivas , blancas, casi nuevas, servían de pretexto para unos ligeros misterios. Todos los vier­ nes mi abuela se vestía para salir y decía: "Los voy a devolver " ; a la vuelta , después de ha berse quitado e] sombrero negro y el velo, los sacaba de su manguito y yo me pregunta ba , chasquea do: " ¿ Son los mis­ mos ? " Ella los " forra ba " cuidadosamente y luego, tras ha ber elegido uno de ellos, se instalaba j unto a la ventana , en la poltrona , se calzaba Jas gafas, suspira­ ba de felicidad y de lasitud, baj aba los párpados con una fina sonrisa voluptuosa, que después encontré en los la bios de la Gioconda; mi madre se caJlaba , me pedía que . me callase, yo pensa ba en la misa, en la muerte, en el sueño; me llenaba de un silencio sagra­ do. Louise solta ba una risita de vez en cuando; lla­ ma ba a su hija , señala ba una línea con el dedo y las dos mujeres intercambiaban una mirada de complici­ dad. Sin em bargo, no me gustaban esos li bro� con en­ cuadernación demasiado distinguida; eran unos in­ trusos y mi abuelo no oculta ba que eran obj eto de un culto menor, exclusivamente femenino. El domingo entra ba por hacer a lgo en Ja habitación de su mujer y se plantaba delante de ella sin tener nada que decirle; todo el mundo le mira ba, él tambori lea ba en el vidrio y al final, c uando ya no podía inventar nada, se vol­ vía hacia donde estaba Louise y le quita ba la novela de las manos. " ¡ Charles -gritaba ella, furiosa-, me vas a perder la página ! " Él, con las cej as levantadas, ya estaba leyendo; de pronto golpea ba el li bro con el índice: " ¡No entiendo ! " " ¿ Pero cómo quieres enten­ der -decía mi a buela-, si lees para adentro ? " Acaba-

LAS PAL A BRAS

ba tirando el libro e n l a mesa y se iba alzándose de hombros. Como era del oficio, seguramente tenía razón. Yo lo sabía, me había enseñado, en un estante de l a bi­ blioteca, unos gruesos volúmenes encuadernados cu­ biertos con una tela oscura . " Esos, pequeño, los ha hecho tu abuelo . " ¡ Qué orgullo ! Yo era el nieto de un artesano especializado e n la fabricación de o bjetos santos, tan respetable como un fa bricante de órga­ nos, como un sastre de clérigos. Yo le vi manos a la obra : todos los años reeditaba el Deutsches Lese­ buch. En las vacaciones toda la familia esperaba las pruebas con impaciencia; Charles no soportaba la inacción y se enfadaba para pasar el tiempo. Por fin el cartero llegaba con unos paquetones blandos, cor­ tá bamos los cordeles con unas tijeras; mi abuelo des­ plegaba las galeradas, las extendía encima de la mesa del comedor y las acuchi llaba con rayas roj as; cada vez que había una errata blasfema ba entre dientes, pero sólo gritaba cuando la muchacha pretendía po­ ner la mesa . Todo el mundo estaba contento. Yo, su­ bido encima de una silla, contemplaba con éxtasis esas líneas negras estriadas de sangre. Charles Schweitzer me enseñó que tenía un enemigo mortal: su editor. Mi a buelo n unca ha bía sabido contar; pródigo p or despreocupación , generoso por ostentación, acabó por caer, mucho más tarde, en esa enfermedad de los octogenarios que es la avaricia, efecto de la impoten­ cia y del miedo a la muerte . En aquella época una ex­ traña desconfianza la anunciaba; cuando recibía , en un giro, el monto de sus derechos de autor, elevaba los brazos al cielo gritando que le cortaban el cuello 39

J E A N - PAUL S ARTRE

o entraba en la habitación de mi abuela y declaraba sombríamente: "Mi editor me roba como en u n bos­ que " . Yo descubrí, estupefacto, la explotación del hombre por el hombre. Sin esta a bominación, feliz­ mente circunscrita, el mundo habría estado bien he­ cho: los patrones daban según sus posibilidades a los o breros según sus méritos. ¿ Por qué tenían que de­ sordenarlo los editores, esos vampiros, bebiéndose la sangre de mi pobre a buelo ? Aumentó mi respeto por aquel hombre de Dios cuya dedicación no encontra­ ba la merecida recompensa . Muy pronto me encon­ tré listo para considerar el profesorado como u n sa­ cerdocio y la literatura como una pasión. Aún no sabía leer pero ya era lo bastante snob pa­ ra exigir mis libros . Mi abuelo se fue a ver al pícaro de su editor e hizo que le diesen Les Contes del poeta Ma urice Bouchor, relatos sacados del fol klore y transcritos para el gusto de los niños por un hombre que, según decía , ha bía conserva do ojos de niño. Yo quise empezar enseguida las ceremonias de apro ba­ ción . Cogí los dos pequeños volúmenes, los olí, los palpé, los a brí cuidadosamente por " la págin a bue­ na " , haciendo que cruj iesen. Era en vano: no tenía el sentimiento de poseerlos. Sin lograr mayor éxito, in­ tenté tratarlos como muñecas, los mecí, los besé, los golpeé. A punto de echarme a llorar, acabé poniéndo­ selos en las rodillas a mi madre. Ella levantó la vista de su labor. " ¿ Qué quieres que te lea, queridín ? .¿ Las Hadas ? " Yo pregunté, incrédulo: ¿ Están ahí dentro las hadas ? " Esta historia me resulta ba familiar; mi madre me la conta ba muchas veces, cuando me arre­ glaba, interrumpiéndose para friccionarme con agua

LAS PA L A B R A S

de Colonia, para recoger, debajo de la bañera, el ja­ bón que se le había escapado de las manos, y yo escu­ chaba distraídamente el relato tan conocido; yo no te­ nía oj os más que para Anne-Marie, esa muchacha de todos mis despertares; sólo tenía o ídos para su voz turbada por la servidumbre; me gustaban esas frases inconclusas, esas palabras siempre retrasadas, su brusca seguridad, rápidamente deshecha y que se vol­ vía derrotada para desaparecer con unas hilachas me­ lodiosas y recomponerse después de un silencio. Ade­ más de todo eso estaba la historia: era el lazo de los soliloquios. Hablaba todo el tiempo de que está ba­ mos solos y clandestinamente, lej os de los hombres, de los dioses y de los sacerdotes, como dos corzas en el bosque, con las otras corzas, las Hadas; yo no po­ día creer que se hubiera compuesto todo un libro pa­ ra que en él apareciese ese episodio de nuestra vida profana, que olía a jabón y a agua de Colonia . Anne-Marie m e hizo sentar frente a ella, en m i si­ l lita; se inclinó, bajó los párpados, se durmió. De esa cara de estatua salió una voz de yeso. Yo perdí la ca­ beza : ¿ quién conta ba, qué y a quién ? Mi madre se ha­ bía ido: ni una sonrisa, ni un signo de connivencia, yo estaba exiliado. Y además n o reconocía su lenguaj e. ¿ De dónde sacaba esa segurida d ? Al cabo de un ins­ tante había entendido: el que hablaba era el libro. Sa­ lían de él unas frases que me asusta ban; eran verda­ deros ciempiés, hormigueaban de sílabas y de letras, estira ban l os diptongos, hacían vibrar a las conso­ na ntes dobles; cantarinas, nasa les, cortadas por pau­ sas y por suspiros, ricas de pala bras desconocidas, se hechizaban con ellas y con sus meandros sin preocu-

J E A N - PA U L S ARTRE

parse por mí. A veces desaparecían antes de que hu­ biera podido comprenderlas, y otras veces las enten­ día por a delantado y seguían rodando n oblemente hacia su terminación sin hacerme la merced de una coma . Seguramente ese discurso no me estaba desti­ nado. En cuanto a la historia, se ha bía endomingado: el leñador, su mujer y sus hij as, el hada, todo aquel mundo menudo, nuestros semej antes, ha bían adqui­ rido maj estad; se hablaba de sus harapos con magni­ ficencia , las palabras se desteñían sobre las cosas, transformando las acciones en ritos y los aconteci ­ mientos en ceremonias. Alguien se puso a hacer pre­ guntas: el editor de mi a buelo, especia lizado en la pu­ blicación de obras escolares, no perdía la ocasión de ejercitar la j oven inteligencia de sus lectores. Me pa­ recía que se interrogaba a un niño: ¿ qué habría hecho en lugar del leñador ? ¿ Cuál de las dos hermanas pre­ fería ? ¿ Por qué ? ¿ Aprobaba el castigo de Ba bette ? Pe­ ro ese niño no era yo del todo y me daba miedo con­ testar. Sin embargo contesté, mi débil voz se perdió y sentí que me convertía en otro. También Anne-Marie era otra , con su aire de ciega extralúcida; me parecía que yo era el hij o de todas las ma dres y que ella era la ma dre de todos los hijos. Cuando aca bó de leer, le quité rápidamente los libros y me los llevé debaj o del brazo sin darle las gracias. A la larga aca bó por gustarme ese momento que me arra nca ba de mí mismo: Maurice Bouchor se in­ clinaba so bre la infa ncia con la sol icitud universal que tienen los j efes de sección con los clientes de los grandes a lmacenes; eso me ha laga ba. Acabé por pre­ ferir los relatos prefa bricados a los relatos improvi42

LAS PA LABRAS

sados; me volví sensible a la sucesión rigurosa de las palabras; volvían en todas las lecturas, siempre las mis­ mas y con el mismo orden; yo las esperab a . En los cuentos de Anne-Marie, los personaj es vivían a l a buena d e Dios, como ella misma ; ahora, adquiriendo destinos. Yo estaba en misa : asistía a la eterna vuelta de los nombres y de los acontecimientos. Entonces tuve celos de mi madre y resolví quitar­ le su papel. Me apoderé de una obra titulada Tribu­ laciones de un chino en China y me la llevé a la habi­ tación de los trastos; allí, encaramado en una cama plegable, hice como que leía : seguía con los ojos las líneas negra s sin saltar una sola y me contaba una historia en voz alta, teniendo el cuidado de pronun­ ciar todas las sílabas. Me sorprendieron -o hice que me sorprendieran-, lanzaron exclamaciones y deci­ dieron que ya era hora de enseñarme el alfabeto. Fui diligente como un catecúmeno; llegué incluso a dar­ me clases particulares: me encaramaba en lo alto de mi cama plegable con Sin familia, de Hector Malot, que me sabía de memoria y, medio recita ndo, medio descifrando, recorrí una tras otra todas las páginas; cuando volví la última, ya sa bía leer. Estaba enloquecido de alegría . ¡ Era n mías esas voces secadas en sus pequeños herbarios, esas voces que mimaba mi abuelo con su mirada, que él enten­ día, que yo no entendía ! Yo las escucharía , me llena­ ría de discursos ceremoniosos, sa bría todo. Me dej a­ ron vaga bundear por la biblioteca y me l ancé al asalto de la sabid uría humana. Eso es lo que me cons­ truyó . Más tarde, he oído cien veces a los antisemitas reprochando a los j udíos que ignoran las lecciones y 43

J E A N - PA U L S A RT R E

los silencios de la naturaleza; yo contestaba: "En tal caso, soy más j udío que ello s " . En vano buscaría en mí l a dulce sinrazón y la proliferación de recuerdos de las infancias campesinas. Nunca be arañado l a tie­ rra ni buscado nidos, n o he hecho herbarios ni tirado piedras a los páj aros. Pero los libros fueron mis páj a­ ros y mis nidos, mis animales d omésticos, mi establo y mi campo; la biblioteca era el mundo atrapado en un espej o; tenía el espesor infinito, la variedad, la im­ previsibilidad. Yo me lancé a unas aventuras increí­ bles; tenía que trepar por las sillas y las mesas co­ rriendo el riesgo de provocar unos aludes que me ha brían sepultado. Durante mucho tiempo no logré a lcanzar las obras del estante superior; otras me las quitaron de las manos cuando apenas las ha bía des­ c ubierto; y otras se escondía n : yo las ha bía cogido, había empezado a leerlas, creía ha berlas dej ado en su sitio y después necesita ba una semana para volver a encontrarlas. Tuve encuentros horribles : a bría un ál­ bum y caía sobre una lámina en colores donde unos insectos asquerosos bullían ante mí. Tumbado en la a l fombra, emprendí unos viajes áridos a través de Fontenelle, Aristófanes, Rabelais; las frases se me re­ sistían como cosas; ha bía que observarlas, seguirlas de una a otra punta, fingir que me alej a ba y volver a ellas bruscamente p a ra sorprenderlas descuidadas: la mayor parte de las veces guardaban el secreto. Yo era La Pérouse, Magallanes, Vasco de Gama; descubrí extraños indígenas: " Heautontimorumenos" en una traducción de Terencio en a lej andrinos, "idiosincra­ sia " en una obra de literatura comparada. Apócope, Quiasma, Parangón, otros cien cafres impenetrables 44

LAS PALA B R A S

y distantes surgían al volver una página y su sola apa­ rición dislocaba todo el párrafo . El sentido de esas palabras oscuras y negras sólo lo conocí diez o quin­ ce años después y aún hoy guardan su opacidad: es el humus de mi memoria . La biblioteca apenas a lbergaba otra cosa q u e los grandes clásicos de Francia y de Alemania. Había también gramáticas, a lgunas novelas céle bres, los Cuentos escogidos, de Ma upassant, unos li bros de arte -un Rubens, un Van Dyck, un Durero, un Rem­ brandt- que le habían regalado a mi a buelo los a lum­ nos en algún Año Nuevo. Magro universo. Pero para mí la Enciclopedia Larousse era todo. Cogía un tomo al azar, detrás de la mesa , en el penúltimo estante, A-Bello, Belloc-C h o Ci-D, Me le-Po o Pr-Z ( estas a sociaciones de síla bas se ha bían vuelto nombres propios que designa ban a los sectores del saber uni­ versal: esta ba la región Ci-D, la región Pr-Z, con su fauna y su flora, sus ciuda des, sus grandes hombres y sus batallas ) ; yo lo ponía con mucho esfuerzo en la . carpeta de mi a buelo, lo abría, descubría los verda­ deros páj aros, caza ba verdaderas mariposas posadas en flores verdaderas. Esta ban allí, personalmente, hombres y animales: los grabados eran sus cuerpos, el texto era su a lma, su esencia singular; fuera de las paredes se encontraban vagos esbozos que se acerca­ ban más o menos a los arquetipos sin alcanzar su per­ fección; en el Jardín de Aclimatación, los monos eran menos monos; en el Jardín del Luxemburgo, los hombres eran menos hombres. Platónico por estado, iba del saber a su objeto; encontraba más realidad en la idea que en la cosa, porque se daba a mí antes y 45

J E A N - PAUL S A RTRE

porque se daba como una cosa. Encontré el universo en los l i bros: asimilado, etiquetado, pensado, aún te­ mible; y confundí el desorden de mis experiencias li­ bresca s con el azaroso curso de los acontecimientos reales. De ahí proviene ese idealismo del que me cos­ tó treinta años deshacerme. La vida cotidiana era límpida ; nos veíamos con personas asentadas que ha blaban alto y claro, funda­ ban sus certidumbres en sanos principios, en la Sabi­ duría de las Naciones, y no se digna ban distinguirse de lo común más que por cierto amaneramiento del alma al que yo esta ba perfectamente acostumbrado. Sus opiniones me convencían apenas emitidas por una evidencia cristalina y simple: si querían justificar sus conductas, da ban unas razones tan a burridas que no podían dej ar de ser ciertas; sus casos de concien­ cia, complacientemente expuestos, me confundían menos que lo que me edifica ban: eran falsos conflic­ tos resueltos por adelantado y siempre los m ismos; sus fa ltas de ra zón, cuando las reconocía n , apenas pesa ban: la precipitación, una irritación legítima pe­ ro sin duda exagerada, ha bían alterado su j uicio; fe­ lizmente se ha bían dado cuenta a tiempo; las fa ltas de los ausentes, más graves, nunca eran imperdona bles: no ha bía maled icenci a; entre nosotros se veían con aflicción los defectos de carácter. Yo escucha ba, com­ prendía , aprovecha ba, sentía tranquilizadoras esas pala bra s, y no me equivoca ba, ya que tra taban de tranquilizar; nada dej a de tener remedio y en el fon­ do nada se mueve, las vanas agitaciones de la super­ ficie no d�ben escondernos la calma mortal que a ca­ da uno nos toca.

LAS PA L A B R A S

Se despedían n uestras visitas, yo me quedaba so­ lo, me evadía de aquel cementerio trivial, iba a reu­ nirme con l a vida, con l a locura e n los libros. Me bastaba con abrir uno para descubrir en él ese pensa­ m�ento inhumano, inquieto, cuyas pompas y tinie­ blas superaban a mi entendimiento, que saltaba de una a otra idea, tan rápidamente que se me escapaba cien veces por página, y aturdido, perdido, dej a ba que se fuera. Asistía a unos acontecimientos que mi a buelo seguramente habría j uzgado inverosímiles y que, sin embargo, tenían la deslumbrante verdad de las cosas escritas. Los personajes surgían sin avisar, se amaban, se pelea ban entre sí, se degollaban mu­ tuamente; el sobreviviente se consumía de pen a , se unía en la tumba con el amigo, con la tierna amante a la que aca baba de asesinar. ¿ Qué ha bía que hacer ? ¿ Estaba yo destinado, como las personas mayores, a censurar, felicitar, absolver ? Pero esos extravagantes no tenían en absoluto el aspecto de guiarse según nuestros principios, y sus motivos, incluso cuando los daban, se me escapa ban. Bruto mata a su hij o, y es lo que hace también Mateo Falcone. Era a lgo que parecía , pues, bastante común. Sin embargo, en mi derredor nadie lo ha bía hecho. En Meudon habían reñido mi abuelo y mi tío Emilio, y les ha bía oído gri­ tar en el j ardín; sin embargo, no parecía que hubieran pensado en matarse. ¿ Cómo juzgaba mi abuelo a los padres infanticida s ? Yo me abstenía . Mi vida no co­ rría peligro, porque era huérfano, y esos ases inatos aparatosos me divertían, pero, en los relatos que ha­ cíamos de ellos, sentía cierta aprobación que me des­ concerta ba. Tenía que violentarme para no escupir 47

J E A N - PA lJ L S A RTRE

en el gra bado que mostra ba a Horacio con el casco, la espada desnuda, corriendo detrás de la po bre Ca­ mila . Karl a veces canturreaba:

On n' peut pas et' plus proch' parents Que frere et soeur assurément . . .

1

Era a lgo que me turbaba; si por suerte me hubie­ ran dado una hermana, ¿ ha bría sido más cercana a mí que Anne-Marie ? ¿Y que K arlimami ? Entonces ha bría sido mi amante. Amante aún no era más que una palabra tene brosa que encontraba con frecuen­ cia en las tragedias de Corneille. Unos amantes se be­ san y se prometen que van a dormir en la misma ca­ m a (costumbre extra ña; ¿ por qué no en dos camas gemelas, como hacíamos mi madre y yo ? ) . Yo no sa­ bía nada más, pero bajo la luminosa superficie de la idea, presentía una masa velluda. D e ha ber sido her­ mano, ha bría sido incestuoso. Soñaba con ello. ¿ De­ rivación ? ¿ D isimulo de sentimientos prohibidos ? Tal vez . Tenía una hermana mayor, mi madre, y quería tener una hermana menor. Aún hoy -19 63- es sin du­ da el ú nico lazo de parentesco que me conmueve 2 • Seguramente no se puede ser parientes más cercanos que hermano y herma na. (N. del T. ) 2 Cuando tenía unos diez años me deleitaba leyendo Les Tra11satla11ti­ q ues: a parecen un pequeño americano y su hermana, de lo más inocentes por lo demás. Yo me encarnaba en el ni1i o y amaba, a través de él, a Biddy, la niña. He pensado mucho tiempo en escribir un cuento sobre dos niños perdidos y discretamente incestuosos. En mis escritos pueden en­ contrarse las trazas de ese fantasma: Orestes y Elcctra en Las moscas, Bo­ ris e lvich en Los caminos de la libertad, Franz y Leni en Los secuestra­ dos de Alto11a. Esta última pareja es la única que llega a las vías de hecho.

LAS PAL A B R A S

Cometí el grave error de b uscar muchas veces entre las muj eres a esta hermana que nunca tuve: se me de­ negó, quedé condenado a pagar las costas . Lo que no impide que al escribir estas líneas resucite la cólera que tuve contra el asesino de Camila; es tan fresca y tan viva que me pregunto si el crimen de Horacio no es una de las fuentes de mi a ntimilitarismo: los mili­ tares matan a sus hermanas. Yo le hubiera dado una buena a ese soldadote. Para empezar, ¡al cadalso ! ¡Y doce tiros ! Volvía la página; unas letras de imprenta me demostra ban mi error: había que absolver al fra­ tricida. D urante unos instantes resoplaba, p ateaba en el suelo, como un toro decepcionado por la capa . Y después me apresuraba a echar ceniza en mi cóle­ ra . Así eran las cosas; tenía que optar; los números alej andrinos que habían quedado herméticos para mí o que me había saltado por impaciencia, establecían precisamente la necesidad de esta a bsolución. Me gustaba esta incertidumbre y que la historia se me es­ capase por todas partes; eso me desconcertaba. Releí veinte veces las últimas páginas de Madame Bovary; al final me sabía de memoria varios párrafos enteros sin que se hubiese vuelto más clara la cond ucta del pobre viudo; si encontraba unas cartas, ¿ era una ra­ zón para dej arse crecer la barba ? Echaba una mirada triste a Rodolphe, y por eso le guardaba rencor. ¿ Por qué, después de tod o ? ¿ Y por qué le decía : "No le tengo rabia, Rodolphe " ? ¿ Por qué Rodolphe le enL o q u e m e seducía en esre lazo de familia no era tanro la tentación amorosa como la prohibición de hacer el amor: hielo y fuego, delicias y frustración mezcladas, el incesto me gustaba si seguía siendo platónico.

49

J EAN- PA U L S A RTRE

con traba " cómico y un poco vil " ? Después Charles Bovary se moría : ¿ de pena ? , ¿ por enfermedad ? ¿ Y por qué l e opera ba e l doctor, s i todo había terminado ya ? Me gustaba esa resistencia coriácea que n unca acababa de vencer; chasqueado, cansado, disfr utaba de la a mbigua voluptuosidad de comprender sin comprender: era el espesor del mundo; encontraba al corazón humano, del que con tanto gusto hablaba mi a buelo cuando estaba con la familia, soso y hueco en todas partes, menos en los libros. Mis humores esta­ ban condicionados por unos nombres vertiginosos; me h undían en el terror o en una melancolía cuyas razones se me escapa ban. Decía " Charbovary " y en ninguna parte veía a un barbudo gigantesco y hara­ piento paseando dentro de un cerco : no era soporta­ ble. En los orígenes de estas ansiosas delicias esta ba la combinación de unos miedos contradictorios. Te­ mía caer de ca beza en un universo fa buloso y errar por él sin cesar en compañía de Horacio, de Charbo­ vary, sin ninguna esperanza de volver a encontrar la calle Le Goff, a Karlimami ni a mi madre. Y, por otra parte, adivinaba que esos desfiles de frases ofrecían a l os lectores adultos unos significados que se me esca­ paban. Introducía en mi ca beza, por medio de los ojos, unas pala bras venenosas infinita mente más ri­ cas que las que conocía . Una extrafia fuerza, que sur­ gía a través de las historias de unos furiosos que no me concernía n, reconstruía dentro de mí una pena atroz, el desca la bro de una vida; ¿ no iba a infectar­ me, a morir envenenad o ? Al a bsorber el Verbo, a b­ sorbido por la imagen, yo, en definitiva , sólo me sal­ va ba por l a incompatibilidad de esos dos pel igros 50

L A S PA L A B RAS

simultáneos. Al caer el día , perdido en una j ungla de palabras, estremeciéndome al menor ruido, tomando por interjecciones los cruj idos del suelo, creía descu­ brir el lenguaje en estado natural sin los hombres. Con qué cobarde alivio, con qué decepción, volvía a encontrar la vulgaridad familiar cuando entraba mi madre y encendía la luz gritando: " ¡ Pobre hijo mío, estás arrancándote los oj os ! " Azorado, saltaba, gri­ taba, corría, hacía el bufón. Pero en esta infancia re­ cuperada seguía preocupado: ¿ De qué hablan los li­ bros ? ¿ Quién los escribe? ¿ Por qué ? Conté estas preocupaciones a mi a buelo, y él, después de pensar­ lo, opinó que ya era hora de libertarme, y lo hizo tan bien que me dej ó marcado . Durante mucho tiempo me ha bía hecho sa ltar en su pierna tensa cantando: " A caballo en mi j amelgo; cuando trota se tira pedos " 1 , y yo reía escandalizado. No cantó más; me sentó en las rodillas y me miró a los ojos: " Soy hom bre -repitió con voz de hom bre público- y nada de cuanto es humano me es extra­ ño " . Exageraba mucho; como Platón hizo con el poe­ ta, Karl expulsa ba de su república al ingeniero, al mercader y probablemente al oficial. Las fábricas le es­ tropeaban el paisaje; de las ciencias puras sólo le gus­ taba la pureza. En Guérigny, donde íbamos a pasar la segunda quincena de j ul io, mi tío Georges nos l leva­ ba a visitar las fundiciones; hacía calor, nos empuj a­ ban unos hombres brutales y mal vestidos; aturdido En castellano hay canciones de otra tónica que se util izan en circuns­ 1 tancias similares; he preferido hacer la traducción literal para que la reac­ ción del niño y el contraste posterior con la situación creada no pierdan su sentido total. (N. del T.)

JEAN-PAUL SARTRE

por unos ruidos gigantescos, yo me moría de miedo y de a burrimiento; mi a buelo miraba el metal fundido silbando, por educación, pero sus ojos no tenían bri­ llo. En Auvergne, por el contrario, en el mes de agos­ to, husmeaba a través de los pueblos, se plantaba de­ lante de las construcciones añej as, golpeaba los ladrillos con la punta del bastón: " Eso que ves, pe­ queño -me decía muy animado-, es un muro galorro­ mano " . También apreciaba la arquitectura religiosa y, aunque a bominaba de los papistas, nunca dej aba de entrar en las iglesias cuando eran góticas; en cuan­ to a las románicas, dependía del humor que tuviese. Ya casi no iba a los conciertos, pero ha bía ido; le gus­ taba Beethoven, su pompa, sus grandes orquestas; también le gustaba Bach, pero sin entusiasmo. A ve­ ces se acercaba al piano y, sin sentarse, lograba con sus dedos entumecidos algunos acordes; mi abuela decía con una sonrisa cerrada: " Charles está compo­ niendo. " Sus hij os -Georges sobre todo- se ha bían vuelto buenos ejecutantes que odia ban a Beethoven y preferían so bre todo la música de cámara; esta s di­ vergencias no molestaban a mi a buelo; decía, con ca­ ra de bueno: " Los Schweitzer han nacido músicos. " Ocho días después de mi nacimiento, como parecía reír al oír una cuchara, decretó que tenía oído. Vitrales, arbotantes, portales esculpidos, coros, crucifixiones talladas en madera o en piedra . Medi­ taciones en verso o armonías poéticas: esas Humani­ dades nos llevaban directamente a lo Divino. Y aún más porque había que añadirles las bellezas natura­ les. Las obras de D ios y las grandes obras h umanas esta ban modeladas por un mismo soplo; el mismo ar-

LAS PAL A B R A S

co iris brillaba en la espuma de las cascadas, y se re­ flej aba entre las líneas de Flaubert, lucía en los cla­ roscuros de Rembrandt: era el Espíritu. El Espíritu hablaba a Dios de los hombres, y a los hombres les daba testimonio de Dios. Mi abuelo veía en la Belle­ za la presencia carnal de la Verdad y la fuente de las más nobles elevaciones. En algunas circunstancias excepciona les -cuando esta llaba una tormenta en una montaña, cuando estab a inspirado Victor Hu­ go- se podía alcanzar el Punto Sublime donde lo Ver­ dadero, lo Bello y el Bien se confundían. Yo ha bía encontrado mi religión: nada me parecía más importante que un libro. En la biblioteca veía un templo . Como nieto de sacerdote, vivía en el techo del mundo, en el sexto piso, encaramado en la rama más alta del Árbol Central; el tronco era el hueco del ascensor. Iba, venía por el balcón, lanzaba una mira­ da a vuelo de páj aro sobre la gente que pasa ba, salu­ daba, a través de la verj a , a Lucette Moreau, mi veci­ na, que tenía mi edad, mis bucles rubios y mi j oven feminidad, volvía a mi cella o al pronaos, nunca ba­ j aba de allí personalmente; cuando mi madre me lle­ vaba al Luxemburgo -es decir, todos los días-, yo ·p resta ba mis harapos a las regiones bajas, pero mi cuerpo glorioso no baj aba de sus alturas, y hasta creo que aún está allí. Todo hombre tiene su lugar natural; no fij an su actitud ni el orgullo ni el valor: decide la infancia. El mío es un sexto piso parisino con su vis­ ta sobre los tej ados. Durante mucho tiempo me aho­ gaba en los valles, me agobiaban los llanos;· era como si me arrastrase por el planeta Marte, me aplastaba la gravedad; me bastaba con subir una topera para es53

J E A N - PAUL S A RTRE

tar contento otra vez: volvía a estar en un sexto piso simbólico, respira ba otra vez el aire enrarecido de las Letras , el Universo se escalonaba a mis pies y todo, humildemente, solicitaba un nombre; dárselo era a la vez crearlo y tomarlo. Sin esta ilusión capital, no ha­ bría escrito nunca . Hoy, 22 de abril de 1963 , corrij o este manuscrito en el décimo piso de una casa nueva. Por la ventana a bierta veo un cementerio, París, las colinas de Saint­ Cloud, azules. Cuál no sería mi obstinación. Sin em­ bargo, todo ha cambiado. Aunque de niño haya que­ rido merecer esta posición elevada, habría que ver en mi gusto por los palomares un efecto de la ambición, de l a vanidad, una compensación por mi pequeña es­ tatura . Pero no; no se trataba de trepar a mi árbol sa­ grado: yo estaba allí y me nega ba a bajar; no se tra­ ta ba de situarme por encima de los hombres: quería vivir en pleno éter entre los aéreos simulacros de las Cosas. Más adelante, en lugar de queda r enganchado a los globos, hice lo imposible por hundirme m uy a bajo: tuve que calzarme con suelas de plomo. Con un poco de suerte, llegué a veces a rozar, en las arenas desnudas, algunas especies submarinas cuyos nom­ bres tuve que inventar. Otras veces no podía hacer nad a; ha bía una ligereza irresistible que me retenía en la superficie. Para terminar, se me ha roto el altí­ metro; unas veces soy ludión y otros buzo, y con fre­ cuencia las dos cosas a la vez, como corresponde a n uestra condición: vivo en el aire por costum bre y husmeo abajo sin demasiadas esperanzas. Pero tuvieron que ha blarme de los a utores. Mi a buelo l o h izo con tacto, sin calor. Me enseñó los 54

LAS PALA BRAS

nombres de esos hombres ilustres. Cuando yo estaba solo, me recita ba la lista, desde Hesíodo hasta Hugo, sin una falta: eran los Santos y los Profetas . Charles Schweitzer, según decía , les consagraba un culto. Sin embargo, le dirigían. Su inoportuna presencia le im­ pedía atribuir directamente al Espíritu Santo las o bras del Hombre. Así es que tenía una preferencia secreta por los anónimos, por los constructores que ha bían tenido la modestia de no a parecer delante de sus catedrales, por el innombrable autor de las can­ ciones populares. No le disgustaba Shakespeare, cu­ ya identidad no estaba establecida . Ni Homero, por la misma razón. Ni algunos otros que no esta ba muy seguro de que hubieran existido . En cua nto a los que no ha bían querido o sabido borrar los ra sgos de su vida, los disculpaba a condición de que se hubiesen muerto. Pero condenaba en su conju nto a sus con­ temporáneos, a excepción de Anatole France y de Courteline, que le divertían. Charles Schweitzer go­ zaba orgullosamente de la considerac ión que se le mostraba por su mucha edad, por su cultura, por su belleza , por sus virtudes; luterano que era no dej aba de pensar muy bíblicamente que el Eterno había ben­ decido su Casa. A veces, en la mesa, se recogía para reco rrer muy li bremente su vida y concluir: " Hijos míos, qué bueno es no tener nada que reprocharse. " Sus arrebatos, su maj estad, su orgullo y su gusto por lo sublime cubrían una timidez de espíritu que debía a su religión, a su siglo y a la Universidad, su medio. Por esta razón sentía una repugnancia secreta por los monstruos sagrados de su biblioteca, hombres de vi­ da airada, cuyos libros, muy en el fondo, tenía por in55

J E AN - PA U L S A RTR E

congruentes. Yo me equivocaba, tomaba por severi­ dad de j uez la reserva que aparecía baj o un entusias­ m o impuesto; su sacerdocio le eleva ba por encima de ellos. D e todas formas, me sopla ba el ministro del culto, el genio sólo es un préstamo; hay que merecer­ lo teniendo grandes sufrimientos, atravesando por ciertas pruebas firmemente, modestamente; se acaba por oír unas voces y se escribe al dictado. Entre la pri­ mera revolución rusa y la Primera Guerra Mundial, quince años después de la muerte de Mallarmé, en el momento en que Daniel de Fontanin descu bría Los alimentos terrestres, un hombre del siglo XIX impo­ nía a su nieto las ideas que corrían baj o Luis Felipe. Según se dice, así se explican las rutinas campesinas: los padres se van al campo y dej an a los hijos en ma­ nos de los a buelos. Yo empezaba con un hándicap de ochenta años. ¿ Debo quej arme ? No lo sé; en nuestras socieda des en movimiento, los retrasos a veces pro­ curan alguna ventaj a . De una manera o de otra, me largaron ese hueso y tan bien lo he roído que veo la luz a su través. Mi a buelo, disimulad amente, ha bía querido asquearme de esos intermed iarios que son los escritores. O btuvo el resultado contrario: confun­ dí el talento y el mérito. Esa buena gente se me pare­ cía : cuando yo era muy bueno, cuando aguanta ba valientemente los dolores, tenía derecho a los laure­ les, a una recompensa; era la infancia . Karl Schweit­ zer me mostraba a otros niños, como yo vigilados, sufridos y recompensados que ha bían sa bido conser­ var mi edad durante toda su vida. Como yo no tenía ni hermano, ni hermana, ni compañeros, los conver­ tí en mis primeros a migos. Había n amado, sufrido

LAS PAL A B R A S

con rigor, como los héroes de sus novelas, y s obre to­ do habían terminado bien; yo evocaba sus tormentos con una ternura un poco a legre: qué contentos de­ bían de estar los muchachos cuando se sentían des­ graciados; se decían : " ¡ Qué suerte, va a nacer un her­ moso verso ! " Para mí n o estaban muertos, o por l o menos no del todo: se habían metamorfoseado en libros. Cor­ neille era un coloradote, grande, rugoso, con lomo de cuero, que olía a cola. Ese personaje incómodo y se­ vero, de palabras difíciles, tenía unos bordes que me lastimaban los muslos cuando lo transportaba. Pero en cuanto lo ha bía a bierto, me ofrecía sus gra bados, oscuros y dulces como confidencias. Flaubert era uno pequeño forra do de tela, inodoro, con pecas. Víctor Hugo, el múltiple, esta ba encaramado en todos los estantes. Todo eso en cuanto a los cuerpos; en cuan­ to a las almas, esta ban en las obras: las páginas eran ventanas, una cara se pegaba a los vidrios por fuera, a lguien me vigilaba; yo hacía como que no me daba cuen ta, seguía leyendo, con la vista pendiente de las pala bras baj o l a mirada de fuego de Chateaubriand. . Esas inquiet udes no dura ban: el resto del tiempo, adoraba a mis compañeros de j uego . Los puse por encima de todo y se me contó sin que me extrañase que Carlos Quinto había recogido el pincel de Ticia­ no. ¡Vaya cosa ! Para eso están hechos los príncipes. Sin embargo, no los respeta ba; ¿ por qué hubiera de­ bido ala barles el ser grandes ? No hacían más que cumplir con su deber. Yo critica ba a los otros por ser pequeños. En una palabra, ha h ía comprendido todo al revés y había convertido a la excepción en regla : la 57

JEAN-PAUL S A RTR E

especie humana se volvió un comité restringido rodea do por a nimales afectuosos. Sobre todo mi a buelo obraba mal con ellos para que pudiera tomarlos to­ talmente en serio . Había dejado de leer desde la muerte de Victor Hugo; cuando no tenía nada que hacer, releía . Pero su oficio era traducir. En lo más ín­ timo de su corazón, el autor del Deutsches Lesebuch tenía a la literatura universal por su material. De la­ bios para afuera, clasificaba a los autores según sus méritos, pero esta j erarquía de fachada no llegaba a ocultar sus preferencias, que eran utilitarias: Mau­ passant proveía las mej ores versiones para los alum­ nos alemanes; Goethe, que ganaba por una cabeza a Gottfried Keller, era iniguala ble para los temas. Co­ mo humanista que era, mi abuelo estimaba poco las novelas; como profesor, le gusta ban mucho por el vo­ cabula rio. Aca bó por no soportar más que los trozos escogidos y le vi, unos años después , deleitarse con un extracto de Madame Bovary hecho por Miron­ neau para sus Lectures cuando Flaubert entero espe­

·

raba desde hacía veinte a ñ os para sa tisfacerlo. Yo sentía que él vivía de los muertos, lo que no dej aba de complicar mis relac i ones con ellos; con el pretexto de consagrarles un culto, los tenía atados con cadenas y los corta ba a taj adas para tra nsportarlos más cómo­ damente de una a otra lengua. Yo descubrí al mismo tiempo su grandeza y su miseria . Méri mée, para su desgracia, convenía al Curso Medio; en consecuen­ cia, tenía una vida doble: en el cuarto estante de la bi­ blioteca , Colomba era una fresca paloma con cien alas, helada, ofrecida e ignorada sistemáticamente; nunca la desfloró ninguna mirada. Pero en el estante

LAS PA L A B R A S

de abajo se encarcelaba a esta misma virgen en un li­ brito oscuro, sucio y maloliente; no habían cambiado ni la historia ni la lengua, pero ha bía notas en alemán y un léxico; me enteré, además, para escándalo ini­ gualado desde la violación de Alsacia-Lorena, de que lo habían editado en Berlín. Mi abuelo metía ese li­ bro dos veces por semana en su cartera, lo había l le­ nado de manchas, de rayas roj as, de quemaduras, y yo lo odiaba: era Mérimée humillado. Con sólo a brirlo me moría de a burrimiento: cada una de las sí­ labas se destacaba ante mis oj os, como hacía , en el Instituto, en la boca de mi a buelo. Esos signos, im­ presos en Alemania, para ser leídos por a lemanes, ¿ qué eran sino el remedo de las pala bras francesas ? Un asunto de espiona j e más: hubiera bastado con rascar para descubrir, debaj o del disfraz galo, las pa­ la bras germánicas al acecho. Aca bé por preguntarme si no había dos Colombas, una feroz y verdadera , la otra falsa y didáctica, como hay dos !soldas. Las tribulaciones de mis pequeños camaradas me convencieron de que yo era como ellos. No tenía ni sus dotes ni sus méritos y aún n o pensa ba en escribir, pero como era nieto de sacerdote les gana ba por mi naci miento; sin duda alguna esta ba predestinado, no a sus marti rios, que siemp re eran un poco escandalo­ sos, sino a algún sacerdocio; como Charles Schweit­ zer, sería centinela de la cultura . Y, además, yo esta­ ba vivo, y muy activo; a ún no sa bía cortar a taj adas a los muertos, pero les imponía mis caprichos: los co­ gía en brazos, los l leva ba, los dej aba en el suelo, los abría, los volvía a cerrar, los saca ba de la nada y a la nada l os devolvía; esos hombres-troncos eran mis 59

J E AN -PAUL S A RTRE

muñecas, y me daba lástima esa supervivencia para­ lizada que se llamaba su inmortalidad. Mi abuelo a lentaba esas familiaridades: todos los niños están inspirados y no tienen nada que envidiar a los poetas, que no son otra cosa que niños. Me encantaba Cour­ teline, perseguía a l a cocinera hasta la cocina para leerle en voz alta Théodore cherche des allumettes. Se divirtieron con mi pasión, la desarrollaron con mu­ cho cuidado, hicieron de ella una pasión publicada. Un buen día mi abuelo me dij o como quien no quie­ re la cosa: " Co urteline debe de ser u n buen mucha­ cho. Si tanto te gusta, ¿ por qué no le escribes ? " Le es­ cribí. Charles Schweitzer me guió la pluma y decidió dejar varias faltas de ortografía en mi carta. La han reproducido unos periódicos hace unos años y la he releído con cierta desazón. Me despedía con fas pala­ bras " su futuro amigo " , que me parecían de lo más naturales. ¿ Cómo podría negarme su amistad un es­ critor vivo, si Voltaire y Corneille eran como de la fa­ milia ? Courteline la negó e hizo bien; al contestar al nieto habría caído en el abuelo. En aquellos tiempos opinamos con dureza sobre su silencio. "Acepto -di­ jo Charles- que tenga mucho tra baj o, pero así le ron­ dara el dia blo, a un niño se le contesta . " A ú n hoy mantengo ese vicio menor q u e e s l a fa­ miliaridad. A esos ilustres difuntos los trato como a compañeros de colegio; me expreso sin rodeos so bre Baudelaire o Flau bert, y cuando se me critica, siem­ pre tengo ganas de conte star: " No se metan con nuestras cosas. Sus genios me han pertenecido, los he tenido en mis manos, los he amado con pasión, con toda irreverencia. ¿ Me voy a poner guantes para tra60

LAS PALABRAS

tarlos? " Pero del humanismo de Karl, de ese huma­ nismo de prelado, me deshice el día en que me di cuenta de que todo hombre es todo el hombre. Qué tristes son las curas: el lenguaje se desencanta; los hé­ roes de la pluma, mis antiguos pares, despojados de sus privilegios, están en su lugar; estoy doblemente de luto por ellos. Lo que acabo de escribir es falso. Verdadero. Ni verdadero ni falso, como todo lo que se escribe sobre los locos, sobre los hombres. He contado los hechos con toda la exactitud que me ha permitido la memo­ ria. ¿ Pero hasta qué punto creía en mi delirio? Es la cuestión fu ndamental y, sin embargo, no la decido. He visto después que podíamos conocer todo de nuestros afectos, excepto su fuerza, es decir, su since­ rida d . Los actos mismos no servirá n de muestra a menos que se haya probado que no son gestos, lo que no siempre es fácil. Más bien vean: solo entre adultos, era un adulto en miniatura , y tenía lecturas ad ultas; eso suena a falso ya, porque era niño al mismo tiem­ po . No pretendo que fuese culpable: era así y nada más, lo cual no impide que mis exploraciones y mis

cazas formasen parte de la comedia familiar, que se encantaran con ello, que yo l o supiera : sí, lo sa bía, todos los días un niño maravilloso desperta ba los li­ bros mágicos que su abuelo ya no leía . Vivía por en­ cima de mi edad como uno vive por encima de sus medios: con esfuerzo, con fatiga , trabaj osamente. Apenas abría la puerta de l a biblioteca, me encontra­ ba con el vientre de un viej o inerte: la mesa , la carpe­ ta, las manchas de tinta , roj as y negras, en el secante rosa, la regla, el tarro de cola, el olor a tabaco viej o y, 61

JEAN-PAUL SARTRE

en invierno, el enrojecimiento de la salamandra, los cruj idos de la mica, era Karl en persona, reificado; no necesitaba más para encontrarme en estado de gracia y corría a los libros. ¿ Sinceramente ? ¿ Qué quiere de­ cir eso ? ¿ Cómo podría fij ar -sobre todo después de tanto tiempo- la inasible y movediza frontera que se­ para la posesión de la representación ? Me tumbaba boca a bajo, de cara a las ventanas, con un li bro a bierto delante de mí, un vaso de agua enroj ecida a mi derecha , y a mi izquierda, en un plato, una reba­ nada de pan con mermelada. Yo representa ba hasta cuando esta ba solo: Anne-Marie y Karlimami ha bían vuelto esas páginas mucho antes de que yo hubiese nacido, y lo que se extendía ante mis oj os era su sa­ ber; por la noche, me habían de preguntar: " ¿ Qué has leído ? ¿ Qué has entendido ? " , ya lo sabía, estaba de parto, pariría una pala bra de nifio; huir de las per­ sonas mayores por medio de la lectura era la mej or manera de comulgar con ellas; si esta ban ausentes, su futura mirada entraba en mí por el occipucio, volvía a salir por mis pupilas, recorría a nivel del suelo esas fr ases leídas cien veces y que yo leía por vez primera . Visto, yo me veía; me veía leer como uno se oye ha­ blar. ¿ Ha bía cambiado mucho desde que fingía desci­ frar "el chin o en Chin a " a ntes de conocer el alfabe­ to ? No; seguía el juego . Detrás de mí se a bría la puerta, venía n a ver " qué esta ba haciendo " ; yo enga­ ñaba, me levanta ba de un salto, dej aba a Musset en su sitio y enseguida iba, de puntillas, levantando los brazos, a coger e l pesado Corneille; se medía mi pa­ sión por mis esfuerzos, oía detrás de mí una voz des­ lumbrada que murmura ba : " ¡ Pero cuánto le gusta

L A S PA L A B RA S

Corneille ! " Y no me gustaba; los alejandrinos me re­ sultaban rechazantes. Afortunadamente, el editor só­ lo había publicado in extenso las tragedias más céle­ bres; de las otras daba el título y el argumento analítico; es lo que me interesaba: " Rodelinde, mujer de Pertharite, rey de los lombardos y vencido por Grimoald, está acuciado por Unulphe para que dé su mano al príncipe extranjero ... " Conocí a Rodogune, Théodore, Agésilas antes que al Cid, antes que a Cin­ na; me llenaba la boca con nombres sonoros, el cora­ zón con sentimientos sublimes, y cuidaba de no per­ derme con los lazos de parentesco. También decían: " ¡ Qué sed de instrucción tiene este niño; devora el Larousse ! " , y yo les dej aba que dijesen. Pero apenas me instruía : ha bía descu bierto que e l diccionario contenía el resumen de las obras de teatro y de las no­ velas; yo me deleita ba con esos resúmenes. Me satisfacía gusta r y quería tomar baños de cul­ tura; todos los días me recarga ba con nuevos aspec­ tos sagra dos. A veces distraída mente; me basta ba con prosternarme y volver las péiginas; las obras de mis peq ueños amigos con mucha frecuencia me sir­ vieron de tara billa de oraciones. Al mismo tiempo tu­ ve espantos y satisfacciones de verdad; me ocurría que se me olvidaba mi papel y que me iba a toda ve­ locidad transportado por una ballena loca que no era nada más que el mundo. ¡ Sa quen una concl usión ! De cualquier manera, mi mirada tra baj aba con las pala­ bras; ha bía que e nsayarlas, decidir su sentido; a la larga, la comedia de la cultura me cultiva ba. Sin embargo hacía lecturas verdaderas: fuera del santuario, en nuestra ha bitación o deba j o de la mesa

J E A N-PAUL S A RT R E

del comedor; de éstas no le hablaba a nadie y nadie, salvo mi madre, me hablaba de ellas. Anne-Marie ha­ bía tomado en serio mis falsos arrebatos. Conta ba sus preocupaciones a Mamie. Mi a buela fue una alia­ d a segura : " Charles no es razona ble -decía-. Es él quien empuja al pequeño, lo he visto. Aviados estare­ mos cuando este niño se haya quedado seco " . Las dos mujeres evocaron también el agotamiento men­ tal y la meningitis. Hubiera sido peligroso y vano ata­ car a mi a buelo de frente; dieron un rodeo. En uno de nuestros paseos, Anne-Marie se detuvo como por ca­ s ualidad delante del quiosco que está todavía en la esquina del bulevar Saint-Michel y la calle Soufflot; vi unas estampas maravillosas, me fascinaron sus co­ lores chillones, las reclamé, las o btuve; ya estaba la broma hecha: quise que me comprasen todas las se­ manas Cri-Cri, L'Épatant, Les Vacances, Les Trois B oy-scouts de Jean de la Hire y Le Tour du Monde en aéroplane de Arnould Gal opín, que aparecían en cuadernillos los jueves. De uno a otro j ueves, pensa­ ba en el Águila de los Andes, en Marcel D unot, el bo­ xeador de puños de hierro, en Christian, el aviador, mucho más que en mis amigos Rabelais y Vigny. Mi madre se puso a buscar obras que me devolviesen a la infancia; al principio me dieron " los libritos rosa " , luego selecciones d e cuentos d e hadas, y poco a poco

Los hijos del capitán Grant, El último mohicano, Ni­ colás Nickleby, Las cinco monedas de Lavadere. An­ tes que a Jules Veme, que era demasiado ponderado, prefería las extravagancias de Paul d'Ivoi. Pero, cual­ quiera que fuera el autor, adoraba las obras de la co­ lección Hetzel, teatritos cuya capa roj a con borlas de

LAS PAL A B R A S

oro imitaban el telón; la luz del sol en el canto eran las candilejas. A esas cajas mágicas y no a las equili­ bradas frases de Chateaubriand debo mis primeros encuentros con la belleza . Cuando las a bría me olvi­ daba de todo . ¿ Era leer ? No, sino morir de éxtasis. De mi abolición nacían en el acto indígenas armados de lanzas, la maleza, un explorador con casco blan­ co. Yo era visión, inundaba de luz las hermosas mej i­ llas oscuras de Aouda, las patillas de Philéas Fogg. Una felicidad que no dependía de nadie, perfecta, na­ cía a cincuenta centímetros del suelo. La pequeña maravilla, entregada a ella misma, se dej aba conver­ tir en pura sorpresa. El Nuevo M undo parecía en un primer momento más inquietante que el Antiguo: se roba ba, se mataba, corría la sangre a chorros. Indios, hindúes, mohicanos, hotentotes rapta ban a l a mu­ chacha, amarra ban al viej o padre y se prometían ma­ tarlo con los más atroces suplicios. Era el Mal puro. Pero sólo aparecía para prostern arse frente a l Bien; en e l capítulo siguiente se resta bl ecer ía todo . Unos bla ncos val ientes harían una ma tanza de salvajes, cortarían las ataduras del padre que se uni ría en un abrazo con su hij a . Sólo morían los malos -y algunos buenos muy sec undarios cuyo deceso figuraba entre los gastos imprevistos de la historia. Por lo demás, hasta la muerte se ha bía hecho aséptica : caían con los brazos en cruz, con un pequeño aguj ero redondo de­ bajo del seno izquierdo o, si aún no se había inventa­ do el fusil, los culpables eran " pasados a cuchi llo " . Me gusta ba este giro; m e imaginaba u n relámpago recto y blanco: la hoj a se hundía en el cuerpo como si fuera de manteca y salía por la espalda del fuera-de-

JEAN - PAUL S A RTRE

la-ley, que caía sin perder n i una gota de sangre . A veces la muerte era risible; por ej emplo, la del sarra­ ceno que en La Filleule de Roland, creo, lanzaba su caballo contra el de un cruzado; el paladín le descar­ gaba en l a cabeza tal sablazo que le hendía de arriba abajo; una ilustración de Gustave Doré representaba esta peripecia . ¡ Qué d ivertido era ! Las dos mita des del cuerpo, separadas, empezaban a caer, describien­ do cada una de ellas un semicírculo a partir del estri­ bo; el caballo, extrañado, se enca britaba. D urante varios años no pude ver el grabado sin echarme a reír hasta saltárseme las lágrimas. Al fin tenía lo que me hacía falta: el Enemigo, odioso pero después de todo inofensivo, ya que sus proyectos n unca llega ban a nada y que incluso, a pesar de su astucia dia bólica , servían a la causa del Bien; noté, en efecto, que la vuelta a l orden suponía un progreso, muestras de ad­ mi ración, dinero; gracias a su i ntrepidez se conquis­ ta b a un territorio, se sustraía un obj eto de arte a los i n d ígenas y se transporta ba a nuestros m useos; la m uchacha se enamoraba del explora dor que la ha bía salvado y todo terminaba en boda. De esas revistas y de esos l ibros he sacado mi fantasm agoría más ínti­ m a : el opti mismo. Estas lecturas fueron clandestinas durante mucho tiempo; Anne-Marie no necesitó prevenirme; como era consciente de su indignidad, no decía ni palabra a mi a buelo. Yo me engolfa ba, me tomaba l i ber�ades, pasaba unas vacaciones en el burdel, pero no olvida­ ba que mi verdad se había quedado en el templo. ¿ Pa­ ra qué escandalizar a l sacerdote con el relato de mis perdiciones ? Karl aca bó por sorprenderme; se enfa66

L A S PA L A B R A S

dó con las dos mujeres y éstas, aprovechando u n mo­ mento en que recuperaba la respiración, me cargaron con todo : había visto las revistas y las novelas de aventuras, las había buscado, requerido, ¿ podían ne­ garse ella s ? Esta hábil mentira ponía a mi a buelo en­ tre la espada y la pared: era yo y solo yo quien enga­ ñaba a Colomba con esas bellacas excesivamente pintadas. Yo, el niño profético, la j oven Pitonisa, el Eliacín de las Letras, manifestaba una furiosa incli­ nación por la infamia . É l tenía que e legir; o yo no profetizaba o h abía que respetar mis gustos sin tra­ tar de comprenderlos . De haber sido padre, Charles Schweitzer lo ha bría quemado todo; como era a bue­ lo, eligió la indulgencia . Yo no pedía otra cosa y seguí apaciblemente mi doble vida . Que no ha terminado: aún hoy leo con más gusto las novelas policíacas que a Wittgenstein.

En mi isla aérea yo era el primero, el incomparable; en cuanto me sometieron a las reglas comunes, caí hasta la última fila . Mi a buelo ha bía decidido inscribirme en el Liceo Montaigne . Me llevó una mañana a ver al director e hizo un panegírico de mis méritos; mi único defecto era estar demasiado adelantado para mi edad. El d i­ rector se dio por vencido en todo y me pusieron en octavo 1 ; yo creí que iba a reunirme con los niños de mi eda d. P ues no: después del primer dictado, la adr

Corresponde al penúltimo ai1o de la enseña n zá primaria francesa.

Los alumnos l o cursan hacia los nueve años de edad. (N.

67

del T.)

JEAN-PA U L S A RTRE

m1mstrac10n convocó urgentemente a mi a buelo; volvió a casa furioso, sacó de su cartera un papel lle­ no de garabatos y de manchas y lo tiró encima de la mesa : era la prueba que yo había entregado. Le ha­ bían hecho observar l a ortografía -"le lapen �ovache eme le ten " 1 - y habían tratado de que Comprendiese que mi lugar estaba en la clase décima preparatoria 2 • Mi madre, al leer " lapen �ovache " no pudo aguantar la risa; mi a buelo se la cortó con una mirada terrible. Empezó a acusarme de mala voluntad y me riñó por primera vez en su vida; luego declaró que me había conocido mal . Al día siguiente me sacó del colegio y se peleó con el director. Yo no ha bía entendido nada de toda la cuestión y mi fracaso no me afectó en absoluto: yo era un niño prodigio que no sa bía ortografía, y nada más. Ade­ más no me molesta ba volver a mi soledad; me gusta­ ba mi dolencia . Sin darme cuenta había perdido la ocasión de volverme verdadero: encargaron a un maes­ tro parisién, el señor Liévin , que me diese clases par­ ticulares; venía casi todos los días. Mi a buelo me ha­ bía compra do una mesita personal formada por un banco y un pupitre de madera blanca . Yo me sentaba en el banco y el señor Liévin se pa sea ba mientras dic­ ta ba . Se parecía a Vincent Auriol y mi a buelo preten­ d ía que era un Hermano Tres Puntos. " Cuando le doy l os buenos días -nos decía con la medrosa re­ pugnancia de un hombre decente ante las proposicio1 Ortografía normal: "Le lapin sauvage aime le thym " {Al conejo sal­ vaje le gusta el tomillo). 2 Primer curso de l a ensetianza primaria francesa. (N. del T.)

68

LAS PALA B R A S

nes de un pederasta-, con el pulgar me hace en l a pal­ ma de la mano el triángulo masónico . " Yo le odiaba porque se olvidaba de mimarme; creo que, no sin ra­ zón, me tomaba por un niño retardado. Desapareció no sé por qué; tal vez contara a alguien la opinión que tenía de mí. Pasamos algún tiempo en Arcachon y fui a la es­ cuela municipal; lo exigían los principios democráti­ cos de mi abuelo. Pero también quería que me tuvie­ ran separado del vulgo. Me recomendó al maestro con las siguientes pala bras: " Mi querido colega , le entrego lo que más quiero en el mundo. " El señor Ba­ rrault llevaba una barbita y le nte s ; fue a beber vino de moscatel a nuestra villa y declaró que estaba hala­ ga do por la confianza que mostraba tener en él un miembro de la enseñanza secundaria. Hacía que me sentase en un pupitre especial, al lado de su mesa, y d urante los recreos me mantenía j unto a él. Me pare­ cía legítimo este trato esp ecial ; i gn oro lo que pensa­ ban los " hij os del p ueblo " , aun q ue creo q ue les tenía sin c u i d a do A mí me cansaba su turb ulencia y en­ contrab a di st in guido a bu rrirme j unto al señor Ba­ rrau lt mientras ellos j ugaban al escondite. .

Yo tenía dos razones para respetar a mi maestro: deseaba el bien para mí y tenía el aliento fuerte . Las personas mayores deben ser arrugadas, feas, i ncómo­ das; cuando me levantaba en brazos, no me d isgusta­ ba tener que sobreponerme a cierto desagrado: era la prueba de que la v irtud no era cosa fácil . Había goces simples, triviales: correr, saltar, comer pasteles, besar la piel suave y perfumada de mi madre; pero daba más importancia a los placeres estudiosos y comple-

J E A N -PAUL S A RTRE

jos que sentía en compañía de los hombres maduros: el rechazo que me inspiraban formab a parte de s u prestigio. Yo confundía el desagrado c o n el espíritu de lo serio. Era un snob. Cuando se inclinaba sobre · mí el señor Barrault, su aliento me infligía unas mo­ lestias exquisitas, respiraba con entusiasmo el ingra­ to olor de sus virtudes. Un día descubrí una inscrip­ ción recién hecha en la pared del colegio; me acerqué y leí: " El tío Barrault es un imbécil " . Los latidos del corazón se me hicieron tan fuertes que me pareció que se me iba a romper; la estupefacción me dej ó cla­ vado en el suelo; tenía miedo. " Imbécil " no podía ser más que una de esas " palabras feas" que pululaban en los baj os fondos del voca bulario y que no encuen­ tra nunca un niño bien educado; tenía la horrible simplicidad de los animales elementales. Demasiado era que l o hubiese leído. Me prohibí pronunciarlo, aunque fuese en voz baj a . No quería que me saltase a la boca esta cucaracha pega da a la pared para meta­ morfosearse en el fondo de mi garganta en un trom­ petazo negro. Si simulaba no haberlo leído, tal vez se metiera por un agujero de la pared. Pero si volvía a mirar, era para ver el infame a pela ti vo " el tío Ba­ rra ul t" , que me asusta ba aún más; después de todo n o hacía más que suponer el sentido de " imbéci l " ; pero sabía d e sobra a quien s e llamaba " tío Tal " en mi casa: a los j ardineros, a los carteros, al padre de la muchacha , es decir, a los viej os pobres . Alguien veía al señor Barrault, al maestro, al colega de mi a buelo, con el aspecto de un pobre. Este pensamiento enfer­ mo y criminal rodaba por algún l ugar de una cabeza . ¿ De qué cabeza ? Tal vez de la mía . ¿ No bastaba con 70

LAS PALABRAS

h aber leído la i nscripción blasfematoria para ser cómplice de un sacrilegio ? Me parecía que u n loco cruel se burlaba de mi educación, mi respeto, mi en­ tusiasmo, y de la satisfacción que sentía todas las ma­ ñanas cuando me quita ba la gorra y decía : " Buenos días, señor maestro " , y que a la vez yo mismo era el loco, que las palabras fea s y los pensamientos feos pululaban en mi corazón . Por ej emplo, ¿ qué e s lo que me impedía gritar a voz en cuello: " Ese mono viejo apesta como un cerdo " ? Murmuré: " El tío Barrault apesta " , y todo se puso a dar vueltas . Me fui lloran­ do. A partir del día siguiente volví a encontrar mi de­ ferencia por el señor Barrault, por su cuello de celu­ loide y su lazo de paj arita . Pero cuando se inclinaba sobre mi cuaderno, yo volvía la cabeza reteniendo la respiración. En el otoño siguiente mi madre tomó la decisión de cond ucirme a la Institución Poupon . Ha bía que subir una escalera de madera, entrar en una sala del primer piso; los niños se agrupaban en semicírculo, silenciosamente ; senta das en e l fon do de la habita ­ ción, derechas y con l a espalda contra la pared, las madres vigilaban al profesor. El primer deber de las po­ bres muchachas que nos enseña ban consistía en re­ partir por igual los elogios y las buenas notas en nuestra academia de prodigios. Si una de ellas tenía un movimiento de impaciencia o se mostraba excesi­ vamente satisfecha por una buena contestación, las señoritas Poupon perdían a lumnos y ella perdía su puesto. É ramos unos treinta académicos que nunca tuvimos el tiempo de dirigirnos la palabra. A la sali­ da, cada una de las madres se apoderaba ferozmente 71

J EA N-PA U L S A RTRE

del suyo y se lo lleva ba a toda velocidad, sin saludar. Al cabo de un semestre, mi madre me retiró del cur­ so: apenas si se tra baj a ba y además ha bía acabado por cansarse de sentir sobre ella el peso de las mira­ das de sus vecinas cuando me tocaba a mí el turno de que me felicitasen. La señorita Marie-Lo uise, una muchacha ru bia, con lentes, que tra baj aba dura nte ocho horas a l día con un salario de hambre en la Ins­ titución Poupon, aceptó darme clases particulares a domicilio, a escondidas de sus directoras . A veces in­ terrumpía los dictados para aliviarse con profundos suspiros; me decía que no podía más, que vivía en una soledad espantosa, que hu biese dado cua lquier cosa por tener un marido, el que fu ese. Ella también acabó por desaparecer; decían que no me enseña ba nada, pero yo creo que sobre todo mi abuelo la en­ contra ba calamitosa. Este hombre j usto no se negaba a aliviar a los misera bles, pero le repugnaba invitar­ los bajo su tech o. Ya era hora; la señorita M arie­ Louise me desmoralizaba. Yo creía que los salarios eran proporciona les a los méritos y me aseguraban que ella tenía méritos; entonces, ¿ por qué le paga ban tan mal ? Cua ndo se tenía u n empleo, uno se sentía digno y orgulloso, feliz de tra baj ar; si ten ía la suerte de tra baj ar ocho horas al día , ¿ por qué hablaba de la vida como de un mal incurable? Cuando contaba sus penas, mi a buelo se echaba a reír: era demasiado fea como para que la quisiese un hombre. Yo no me reía : ¿ se podía n acer condena d o ? Entonces me ha bían mentido, el orden del mundo tenía unos desórdenes intolera bleS; Se me pasó el ma lestar en cuanto ella se marchó. Charles Schweitzer me encontró otros pro72

LAS PALABRAS

fesores más decentes. Tan decentes que me he olvida­ do de todos. Hasta los diez años me quedé solo, con un viej o y dos muj eres.

Mi verdad, mi carácter y mi nombre estaban en ma­ nos de los adultos; yo había aprendido a verme con sus oj os; yo era u n niño, ese monstruo fa bricado con sus pesares . Cuando esta ban au sentes, dej a ban tras de sí su mirada, mezclada con la luz; yo corría , saltaba a través de esa mirada que me conservaba la naturaleza de nieto modelo, que seguía ofreciéndo­ me mis j uguetes y el universo. En mi lindo boca l, en m i alma, mis pensamientos gi ra ban, cualq uiera po­ día segu ir sus vueltas, no había ni la menor sombra . Sin embargo, sin palabras, sin formas ni consistencia, diluida en esta inocente tra nsparencia, una certeza transparente lo estropeaba todo: yo era un impostor. ¿ Cómo interpretar un papel sin sa ber que se está ac­ tuando ? Las claras aparienc ias soleadas que compo­ nían mi personaje se denunciaban por sí solas, por u n defecto d e ser q u e no podía ni comprender d e l todo ni dej ar de sentir. Me vo lvía hacia las personas ma­ yores, les pedía que garantizasen mis méritos: así me s umía en la impostura . Como estaba con denado a gustar, me daba unas gracias que se march itaban en­ segu ida; arrastra ba por todas partes mi fa lsa senci­ l lez, mi importancia desocup ada, a l acecho de una nueva oportunidad; yo creía asirla, adopta ba una ac­ titud y acababa encontra ndo en ella la inconsistencia de l a que quería escapar. Mi a b uelo dormita ba, en­ vuelto en su manta ; veía debajo de las brozas de su 73

J EAN-PAUL S ARTRE

bigote l a desnudez rosa de sus labios; afortunada­ mente se le resbalaban los a nteojos y yo corría a reco­ gerlos. Se despertaba, me levantaba en brazos y hacía­ mos nuestra gran escena de amor; ya no era lo que yo h abía querido. Pero ¿ qué había querido yo ? Me olvi­ da ba de todo; hacía mi nido en los arbustos de su bar­ ba . Entraba en la cocina, declaraba que quería revol­ ver la ensala d a ; y venía n los gritos, las carcaj adas: " ¡ Así! María, ¡ ayúdele ! Pero qué bien lo hace " . Era un falso niño, tenía una falsa fuente de ensalada; sen­ tía que mis actos se cambiaban en gestos. La comedia me hurtaba el mundo y los hombres . No veía más que papeles y accesorios; si por bufonada servía en las em­ presas de los adultos, ¿ cómo iba a tomar en serio sus preocupaciones ? Me prestaba a sus deseos con una prontitud virtuosa que me impedía compartir sus fi­ nes. Aj eno a las necesidades, a las esperanzas, a los placeres de la especie, para seducirla me dilapidaba fríamente; era mi público, me separa ban de ella unas candilejas en llamas que me dej a ban en un exilio or­ gulloso que enseguida se convertía en angustia. Lo peor era que sospechaba que los a dultos eran unos farsantes. Las palabras que me dirigían eran ca­ ramelos; pero hablaban entre ellos con otro tono . Y a demás les ocurría que rompían contratos sagrados; ·

hacía yo la mueca más a dora ble, de la que esta ba más seguro, y me decían con una voz verda dera : " Anda a j uga r más lejos, que estamos hablando . " Otras veces tenía el sentimiento de que me utiliza ban. Mi madre me lleva ba al Luxemburgo; el tío É mile, que estaba peleado con toda l a familia, surgía de pronto; mira ba a su hermana con un a ire triste y le decía secamente: 74

LAS PAL A B R A S

"No estoy aquí por ti; he venido a ver al niño . " En­ tonces explicaba que yo era el único inocente de l a fa­ milia, el único que nunca le había ofendido delibera­ damente, ni le había condenado por hechos falsos. Yo sonreía, molesto por mi poder y por el amor que había encendido en el corazón de este hombre triste. Pero ya estaban hermano y hermana enzarzados en la discusión de sus cosas, enumerando los agravios recíprocos; Émile atacaba a Charles, Anne-Marie le defendía , cediendo terreno; se ponían a hablar de Louise, y yo quedaba olvidado entre sus sillas de hie­ rro. Estaba preparado para admitir -si hubiese esta­ do en edad de comprenderlas- todas las máximas de la derecha que me enseña ba con su conducta un hombre viej o de izquierda : que la Verdad y la Fábula son lo mismo, que hay que j ugar a la pasión para sen­ tirla, que el hombre es un ser de ceremonias. Me ha­ bían convencido de que se nos creaba para hacer co­ media; y yo lo aceptaba , pero exigía ser el personaje principal ; ahora bien, en unos m omentos rel a mpa­ gueantes que me dej aban anonadado, me da ba cuen­ ta de que desempeñaba un " falso-papel-principal " , con u n texto, mucha presencia, pero sin escena "mía " ; en una palabra, daba la réplica a las personas m ayores. Charles me halagaba para a blandar su muerte; Louise encontraba la j ustificación de sus ra­ bietas en mi petulancia; y Anne-Marie la de su hu­ mildad. Y, sin embargo, sin mí, mi madre ha bría sido recogida por sus padres y su delicadeza la ha bría en­ tregado sin defensas a Mamie; sin mí, Louise ha bría rabiado, Charles se habría maravillado ante el mon­ te Cervino, los meteoros o los hij os de los otros. Yo 75

JEAN-PAUL SA RTRE

era la causa ocasional de sus discordias y de sus re­ conciliaciones; las causas profundas estaban en otra parte: en Macon, en Gunsbach, en Thiviers, en un viej o corazón que se e nsucia ba, en un pasado muy anterior a mi nacimiento. Yo les reflej a ba la unidad de la familia y sus antiguas contradicciones; usaban mi divina infancia para llegar a ser lo que eran. Yo vi­ ví en u n estado de malestar; en el momento en que sus ceremonias me convencían de que no hay nada que exista sin razón y que cada uno, desde el mayor al más pequeño, �iene su lugar en el Universo, mi ra­ zón de ser, la mía, se hurta ba, y yo descubría de pron­ to que era como si fuera manteca, y mi presencia in­ sólita en este mundo en orden me avergonza ba. Un pa dre me habría lastrado con algunas obstina­ ciones duraderas; me ha bría habitado al hacer de sus h umores mis principios, de su ignorancia mi saber, de sus rencores mi orgullo, de sus manías mi ley; ese res­ peta ble inquilino me ha bría dado el respeto por mí mismo. Yo ha bría fundado mi derecho a vivir en ese respeto . Mi genitor ha bría decidido mi porvenir: si hubiese sido politécnico de nacimiento, ha bría esta­ do tranquilo para siempre. Pero si Jean-Baptiste Sar­ tre ha bía conoci do mi destino, se ha bía llevado con­ sigo el secreto; mi madre sólo recordaba que había dicho: "Mi hij o no entrará en la Marina . " A falta de informes más precisos, nadie, empezando por mí, sa, bía qué había venido a hacer a este suelo. Si me hu­ biera dej ado bienes, mi infancia ha bría cambiado; yo no escribiría porque sería otro . Los campos y la casa � dan al j oven heredero una imagen esta ble de sí mismo; se toca en su casquij o, en los vidrios en forma de

LAS PA L A B R A S

rombo de su galería y hace de su inercia la sustancia mortal de su alma. Hace unos días, en el restaurante, · el hij o del patrón, un niño de siete años, gritaba a la cajera : "Cuando no está mi padre, el Dueño soy yo. " ¡Eso e s u n hombre! Yo a s u edad n o era dueño d e na­ die y nada me pertenecía. En los pocos minutos de di­ sipación que teníamos, mi madre murmuraba: " ¡Ten cuidado, que no es nuestra casa ! " Nunca estuvimos en nuestra casa : ni en la calle Le Goff ni después, cuando se volvió a casar mi madre. Yo no sufría por eso, por­ que me prestaban todo; pero seguía siendo abstracto. En cuanto al propietario, los bienes de este mundo re­ flej an lo que es: yo no era consistente ni permanente; yo no era el continuador futuro de la obra paterna, yo no era necesario para la producción del acero; en una pala bra, no tenía alma. Ha bría sido perfecto si yo hubiera formado una buena parej a con mi cuerpo. Pero la verd ad es que éramos, él y yo, una parej a de lo más curiosa . Cuan­ do está en la miseria , el niño no se interroga: su in­ justificable condición, resentida corporalmente por las necesidades y las enfermedades, j ustifica su exis­ tencia; son el hambre y el perpetuo peligro de muerte los que fundan su derecho a vivir: vive para no morir. Yo no era lo suficientemente rico para creerme pre­ destinado ni lo bastante pobre para sentir mis deseos como exigencias. Cum plía con mis deberes alimenti­ cios y Dios a veces -raras- me enviaba la gracia que permite comer sin desagrado y que se llama apetito. Respiraba , digería, defecaba con · despreocupación y vivía porque ha bía empezado a vivir. Ignoraba la vi o­ lencia y las salvajes exigencias de mi cuerpo, ese com77

J E A N-PAUL S A RTRE

pañero cebado que sólo se hacía conocer por una se­ rie de malesta res delicados, muy solicitados por las personas mayores. En tiempos, una familia distingui­ da debía tener por lo menos un hijo delicado. Yo era un buen sujeto, porque había pensado morir al nacer. Me acechaban, me toma ban el pulso, la temperatura, me obligaban a sacar la lengua : " ¿ No te parece que está un poco paliducho ? " " Es l a luz. " " ¡Te aseguro que está más delgado ! " " Pero, papá, si le pesamos ayer. " Yo, baj o esas mira das inquisidoras, sentía que me convertía en obj eto, en la flor de un florero. Para terminar, me metían en la cama . Agobiado de calor, asado debaj o de las sábanas, confundía mi cuerpo con su malestar; de los dos, ya no sa bía cuál era in­ desea ble.

El señor Simonnot, cola b orador de m i abuelo, al­ morzaba los j ueves con nosotros. Yo envidiaba a ese cincuentón de mej illas de niña que se barnizaba el bi­ gote y se teñ ía el tupé. Cuando Anne-Marie, para que durase la conversación, le preguntaba si le gusta ba Bach, si le gustaba el mar, l a montaña, si tenía un buen recuerdo de su ciudad natal, se tomab a cierto tiempo para reflexionar y dirigía su m irada i nterior hacia el macizo granítico de sus gustos. Cuando ha­ bía encontrado la información pedida, se la comuni­ caba a mi madre, con una voz o bj etiva, saludando con la cabeza. ¡ Qué hombre feliz! y pensaba que to­ das las mañanas debía de despertarse lleno de gozo, verificar, desde a lgún Punto S ublime, sus picos, sus crestas y sus valles, y luego estirarse voluptuosamen78

L A S PA L A B R A S

te diciendo: " Si n duda soy yo, soy el señor Simonnot entero " . Naturalmente, cuando me preguntaban a mí, yo era ca paz de dar a conocer mis preferencias y hasta de a firmarlas; pero, en la soledad, se me esca­ pa ban; lej os de verificarlas, había que tenerlas y em­ puj arlas, i nsuflarles vida; yo ni siquiera estaba segu. ro ya de preferir el filete de vaca al asado de ternera . Cuánto hu biera dado porque se instal ase en mí un paisaj e atormentado, unas o bstinaciones rectas co­ mo acantilados. Cuando la señora Picard, usando con tacto un voca bulario de moda, decía de mi abue­ lo: " Charles es un ser exquisito " , o "No se conoce a los seres " , me sentía condenado y sin recurso. Las piedra s del Luxemburgo, el señor Simonnot, los cas­ taños, Karlimami, eran seres. Yo, no. Yo no tenía ni su inercia, ni su profundidad, ni su impenetrabilidad. Yo no era nada: una transparencia imborrable. Mis celos no tuvieron límites el día en que me dij eron que el señor Simonnot, esa estatua, ese bloque monolíti­ co, además era indispensa ble para el universo . Era fiesta . En el Instituto d e Lenguas Vivas l a gen­ te aplaudía baj o la movediza llama de una lá mpara Auer; mi ma dre tocaba Chapín , todo el mundo ha­ blaba en francés por orden de mi abuelo, un francés lento, gutural, con gracias marchitas y la pompa de un oratorio . Yo volaba de mano en mano, sin toca r el suelo; me ahogaba contra el seno de una novelista a lemana cuando mi a buelo, desde lo alto de su gloria, dej ó caer el veredicto que me llegó al corazón: " Aquí falta alguien, y es Simonnot. " Yo me escapé de los brazos de la novelista , me refugié en un rincón, desa­ parecieron los i nvitados; en el centro de u n a nillo tu79

J F A N -PAUL S A RT R E

multuoso vi una columna : al señor Simonnot mismo, ausente de carne y hueso. Esta a u sencia prodigiosa le tra nsfiguró. El Instituto no esta ba completo ni mu­ cho menos: algunos alumnos esta ban enfermos, otros se habían disculpado; pero sólo eran hechos ac­ cidentales y desdeña bles. Sólo

faltaba

el señor Si­

monnot. Había bastado con pronunciar su nombre; en a quella sala colmada, el vacío se h a bía hundido como si fuera un cuchillo. Yo me maravillaba de que un hombre tuviera su lugar: una nada cavada por la espera universal, un vientre invisi ble del que, de pronto, parecía que se pudiera renacer. Sin embargo, si hubiera salido del suelo, en medio de una ovación, i ncluso las muj eres se ha brían a ba la nzado para be­ sarle la mano, yo me ha bría desembriagado; la pre­ sencia carnal siempre es un excedente. Virgen, redu­ cido a la pureza de una escena negativa , mantenía la tra nsparencia incomprensi ble del diamante . Ya que me toca ba a mí estar en todo momento entre ciertas personas, en un determinado lugar de la tierra y ade­ más me sa b ía superfluo, quise faltar como el agu a , como e l pan, como e l aire a todos los otros hombres en todos los otros 1 ugares. Este deseo volvió todos los días a mis labios. Charles Schweitzer ponía la necesidad por todas par­ tes para tapar una angustia que nunca se me apareció mientras vivió y que apenas empiezo a adivinar. To­ dos sus colegas sostenían el cielo. Entre estos Atlas se conta ban gramáticos, filólogos y lingüistas, el señor Lyon-Caen y el director de la Revue pédagogique. Hablaba de ellos sentenciosa mente, para que nos dié­ ramos cuenta de su importancia : " Lyon-Caen sabe lo 80

L A S PAL A B R A S

que se hace; su lugar está en el Instituto. " O tam bién: " Shurer se vuelve viejo; esperemos que no hagan la tontería de j ubilarle; no sabe la Facultad lo que per­ dería . " Rodeado de ancia nos irreemplazables cuya próxima desaparición iba a sumir a Europa en una si­ tuación de duelo y tal vez de barbarie, qué no hubie­ ra dado yo por oír una voz fa bulosa que le comuni­ cara a mi corazón la sentenci a : "Este pequeño Sartre sa be lo que se hace; si llegase a desaparecer, ¡no sabe Francia lo que perdería ! " La infancia burguesa vive en la eternidad del instante, es decir, en la inacción; yo quería ser Atlas enseguida, pa ra siempre y desde siempre; ni siquiera concebía que se pudiera tra bajar sin llegar a serlo; necesita ba una Corte Suprema, un decreto que me resta bleciese los derechos. ¿ Pero dón­ de estaban los magistrados? Mis j ueces naturales ya no podían ser considerados, en vista de su bufonería; yo los rechazaba, pero no veía otros . Bich o estupefacto, sin fe, sin ley, sin razón ni fin, me evadía de la comedia fa miliar, que gira ba, co rría , vol a ba de impostura en impost u ra . Yo huía de mi cuerpo inj ustifica ble y de sus endebles confidencias; si el trompo tropezaba con un o bstáculo y se detenía, sería suficiente para que el pequeño comediante hu­ raño cayese en el estu por animal. Unas buenas a m i­ gas de mi madre le dij eron que yo esta b a tri ste, que me h a bían visto soñando. Mi madre me apretó con­ tra ella riéndose: " ¡ Tú que eres tan alegre, que siem­ pre estás cantando! ¿ De qué podrías quej arte ? Si tie­ nes todo lo que qu ieres . " Tenía razó n : un niño mimado no es triste; se a burre como un rey. Como un perro. 81

J EAN-PAUL S A RTRE

Yo soy un perro: bostezo, me corren las lá'grimas, siento cómo me corren . Soy un árbol, el viento se en­ gancha en mis ramas y las agito vagamente. Soy una mosca, trepo a lo largo de un vidrio, me caigo y em­ piezo a trepar otra vez. A veces siento la caricia del tiempo que pasa, otras veces -es lo más frecuente­ siento que no pasa. Se deslizan unos minutos temblo­ rosos, me tragan y no acaban de agonizar; corrompi­ dos pero vivos a ún , los barren , pero los sustituyen otros, más frescos, igualmente vanos; estos desagra­ dos tienen como nombre la felicidad; mi madre me repite que soy el niño más feliz de todos. Si es verdad, ¿ cómo no habría de creerla ? En mi desamparo, mm­ ca pienso; en primer lugar no hay ninguna pala bra para nombrarlo; y además no lo veo : no dej an de ro­ dearme. Es la trama de mi vida , el materia l de mis placeres, la carne de mis pensamientos. Vi la muerte. A los cinco años me acechaba; por la noche andaba por el balcón, pega b a el hocico a los vidrios, yo l a veía pero no me atrevía a decir nada. Nos encontramos con ella una vez en el Quai Voltai­ re : era una señora viej a, alta y loca, vestida de negro, que, al pasar yo murmuró: "A ese niño lo meteré en mi bolsillo. " Otra vez adoptó la forma de una exca­ vación; era en Arcachon; Karlimami y mi madre visi­ taban a la señora Dupont y a su hij o Ga briel , el com­ positor. Yo j ugaba en el jardín de l a villa, asusta do porque me ha bían dicho que Ga briel esta ba enfermo y se iba a morir. Juga ba a ser caba llo, sin mucho en­ tusiasmo, y caracoleaba a lrededor de la casa. De pronto vi u n aguj ero de tinieblas: habían a bierto la bodega; me cegó no sé muy bien qué evidencia de so-

LAS PA L A BR A S

ledad y de horror; di media vuelta y me escapé, can­ tando a voz en cuello. En aquellos tiempos tenía cita con ella todas las noches en mi cama . Era un rito: te­ nía que acostarme echado hacia la izquierda , de cara a la pared; yo esperaba, temblando, y ella a parecía, como un esqueleto muy conformista y con una gua­ daña; entonces tenía permiso para echarme hacia la derecha, ella se iba y yo podía dormir tranquilo. D u­ rante el día la reconocía, disfrazada de las más diver­ sas maneras: si ocurría que mi madre cantase en fran­ cés Le Roi des aulnes, yo me tapaba los oídos; por haber leído L'Ivrogne et sa femme, me quedé duran­ te seis meses sin a brir las fábulas de La Fontaine. A la muy bribona no le importaba : se escondía en un cuento de Mérimée, La Vénus d'Ille, y esperaba a que lo leyese para saltarme a la cara . No me preocupaban ni los entierros ni las tumbas; por entonces mi a b ue­ la Sartre se puso enferma y m urió; mi madre y yo l le­ gamos a Thiviers, avisados por un telegrama, cuando aún vivía . Prefirieron separarme de los lugares en que aquella existencia desgraciada acababa de deshacer­ se; unos amigos se ocuparon de mí, me aloj aron, pa­ ra que estuviese ocupado, me dieron unos j uegos de circunstancia, instructivos, enlutados de aburrimien­ to. Yo j ugué, leí, me preocupé por mostrar un recogi­ miento ejemplar, pero no sentí nada. Tampoco sentí nada cuando seguimos al coche mortuorio hasta el cementerio. La muerte brillaba por su ausencia. Fa­ llecer no era morir, la metamorfosis de aquella viej a en losa funeraria no me disgustaba; había una tran­ substanciación, una accesión al ser; en una palabra, todo ocurría como s i yo me h ubiese transformado

J EAN-PAUL SARTRE

pomposamente en el señor Simonnot. Por esta razón siempre me han gustado y me siguen gustando los ce­ menterios italianos: en ellos la piedra está atormen­ tada, es un hombre barroco, se incrusta un medallón, encuadrando una foto que recuerda al difunto en su primer estado. Cuando yo tenía siete años, encontra­ ba a la Muerte, a la Compañera, por todas partes, pe­ ro ahí nunca . ¿ Qué era ? Una persona y una a menaza. La persona estaba loca; en cuanto a la amenaza, las bocas de sombra se podían abrir en cualquier parte, en pleno día , baj o el sol más radiante, y zamparme. Había un revés de las cosas horribles, se veía cuando se perdía la razón, morir era llevar la locura h asta el extremo y ser tragado por ella. Viví envuelto por el te­ rror, fue una verdadera neurosis . Si busco la razón de todo esto, encuentro lo siguiente: niño mimado, don providencial, mi profunda inutilidad se me manifes­ ta ba aún más porque el ritual familiar me adorna ba constantemente con una necesidad forj ada. Me sen­ tía de más, luego tenía que desaparecer. Yo era un flo­ recimiento insípido en perpetua abolición. Con otras palabras, estaba condenado y la sentencia podía apli­ carse en cualquier momento. Sin embargo, la recha­ zaba con todas mis fuerzas, no porque qu isiese mi existencia, sino, por el contrario, porque no me inte­ resaba; cuanto más absurda es la vida, más soporta­ ble es la muerte. Dios me ha bría sacado de la pena : ha bría sido una obra maestra firmada; con la seguridad de tener mi lugar en el concierto universal, ha bría esperado pa­ cientemente a que Él me revelase sus deseos y mi ne­ cesida d. Yo presentía la religión, la espera ba, era el

L A S PA L A B RA S

remedio. Si me la h ubieran negado, la habría inven­ tado yo mismo. No me la negaron : me habían educa­ do en la fe católica y supe que el Todopoderoso me ha­ b ía hecho para gl oria suya : era más de lo que me atrevía a esperar. Pero después, en el Dios al uso que me enseñaron no encontré el que espera ba mi a lma; necesitaba un Creador y me daban un Gran Patrón; los dos eran uno, pero yo lo ignoraba; yo servía sin calor al ídolo farisaico y la doctrina oficial hacía que se me quitasen las ganas de buscar mi propia fe. ¡ Qué suerte ! La confianza y la desolación hacían que mi al­ ma fuese un terreno elegido para sembrar el cielo en él. Sin ese equívo co, yo habría sido fraile. Pero el len­ to movimiento de descristianización que había nacido en la alta burguesía volteriana, y que había tardado un siglo en alcanzar a todas las capas de la sociedad, ha bía tocado a mi fa milia; sin ese de bilitamiento ge­ neral de la fe, Louise Guillemin, señorita católica de provincias, hu biera hecho más remilgos antes de ca­ sarse con un luterano. Naturalmente que en n uestra casa todo el mundo creía : por discreción. Siete u ocho años desp ués del ministerio de Combes, la in­ cred ulidad declarada mantenía la violencia y la inde­ cencia de la pasión; u n ateo era u n loco, u n fu rioso a quien no se invita ba a comer, por temor a que "hicie­ ra una de las suyas " , un fanático lleno de tabúes que se nega ba el derecho a arrodillarse en las iglesias, de casar en ella a sus hij as y de llorar deliciosamente, que se imponía el pro bar la verdad de su doctrina por la pureza de sus costumbres, que se encarniza ba con­ tra sí mismo y contra s u felicidad hasta el punto de privarse del medio de morir consolado, un maniático

J E A N-PAUL S A RT R E

de Dios, que veía Su ausencia por todas partes y que no podía a brir la boca sin pronunciar S u nombre; en una palabra, u n señor con convicciones religiosas. El creyente no las tenía : las certidumbres cristianas ha­ bían tenido el tiempo suficiente de probarse en dos mil años, pertenecían a todos, se les pedía que brilla­ sen en l a mirada de un sacerdote, en l a penumbra de una iglesia, y que alumbrasen a las almas, pero nadie necesitaba tomarlas por su cuenta. Era el patrimonio común . La buena sociedad creía en Dios para no ha­ blar de É l . ¡ Qué tolerante parecía l a religión ! ¡ Qué cómoda era ! El cristiano podía faltar a misa y casar a sus hij os por l a iglesia, sonreír ante las moj igaterías de Saint-Sulpice y derramar lágrimas al oír la Marcha nupcial de Lohengrin; no tenía ni que llevar una vida ej emplar ni morir desesperado; ni siquiera tenía que hacerse cremar. En nuestros medios, en mi familia, la fe no era más que un nom bre de aparato para la dul­ ce libertad francesa ; me h a bían b autizado, como a tan tos otros, para preservar mi independencia ; si me hubiesen negado el bautizo, ha-brían creído que vio­ lentaban mi alma; al ser católico inscrito, era libre, era normal . " Más a dela nte -decían- hará lo que quie­ ra . " Entonces se j uzgaba que era mucho más difícil lograr la fe que perderla. Charles Schweitzer era demasiado comediante co­ mo para no necesitar un Gran Espectador, pero ape­ nas pensaba en Dios, salvo en los momentos de agu­ da tensión; como estaba seguro de encontrarlo en el momento de la muerte, lo tenía fuera de su vida. Pri­ vadamente, por fidelidad a nuestras provincias per­ didas, a la grosera alegría de los antipapistas, sus her86

L A S PA L A B R A S

manos, no perdía una ocasión de poner a l catolicis­ mo en ridículo: las cosas que decía en la mesa se pa­ recían a las de Lutero. Con Lourdes, nunca se cansa­ ba: Bernadette había visto "a una buena m ujer que se cambiaba de camisa " ; habían sumergido a un paralí­ tico en la piscina y al salir "veía con los dos ojos " . Conta ba l a vida d e san Labre, cubierto d e pioj os; l a d e santa María Alacoque, que recogía con l a lengua las deyecciones de los enfermos. Esos cuentos me hi­ cieron un favor: me inclinaba ta nto más a elevarme por encima de los bienes de este mundo cuanto que no poseía ninguno, y ha bría encontrado sin esfuerzo mi vocación en mi confortable desnudez; el m isticis­ mo les queda bien a los desplazados, a los hijos su­ pernumerarios; para precipitarme en él habría basta­ do con que me hubiesen presentado el asunto por la otra punta; corría el riesgo de ser una presa de la san­ tidad. Mi a b uelo me quitó las ganas para siempre : la vi por sus ojos, y esa locura cruel me repugnó por la in­ sipidez de sus éxtasis, me aterrorizó por el desprecio sádico del cuerpo; las excentricidades de los S a ntos apenas tenían más sentido que las del i nglés que se metió en el mar vestido de smoking. Al oír esos rela­ tos, mi a buela hacía como que se indigna ba, llamaba a su marido " descreído " y " calvinista " , le pega ba en los dedos, pero la indulgencia de su sonrisa aca ba ba de desilusionarme: ella no creía en nada; sólo s u es­ cepticismo le impedía ser atea. Mi madre tenía el cuidado de no intervenir; tenía " su Dios particular" y casi sólo le pedía que la con­ solase en secreto. El debate se proseguía e n mi cabe­ za, debilitado; otro yo mismo, mi doble oscuro, A U L S ARTRE

levantaba el brazo derecho , inclinaba la ca beza y murmurab a , ocultando mi meji lla de prelado en el hueco del hombro : " Adiós, a diós, querida Alsaci a . " En los ensayos decían que estaba comestible, lo que no me sorprendía . La representación tuvo lugar en el j ardín; el escenario estaba limitado por dos macizos de boneteros y por la pared del hotel; los padres es­ ta ban sentados en una silla de rota . Los niños se di­ vertían de lo lindo; menos yo. Como esta ba conven­ cido de q ue la suerte de la o bra esta ba entre mis manos, me esforzaba por gustar, entregado a la cau­ sa común; creía que todos los oj os me miraban. Me excedí; las preferencias fueron para Bernard, menos a ma nerad o que yo . ¿ Lo entendí? Al terminar la re­ presentación, pasaba la gorra ; yo me deslicé detrás de él y tiré de su barba, que se me quedó en tre las m anos. Era una ocurrencia de vedette, j usto para ha­ cer reír; me sentía exqu isito, y saltaba en uno y otro pie mostrando mi trofeo. Nadie se rió . Mi madre me cogió de la mano y me a lej ó con presteza . " ¿ Q ué has hecho ? -me pregun tó, afligida-. ¡ Una barba tan bo­ nita ! Todo el mundo ha lanzado un ¡ Oh ! de estupe­ facción . " Mi a buela se reunió con nosotros y traía las últimas noticias: la madre de Bernard había ha­ blado de celos. " Ya ves lo que se gana con p onerse por delante. " Yo me escapé, corrí a la habitación, me planté delante del armario de luna e hice m uecas du­ rante un rato. La señora de Picard opinaba que un niño puede leer cualqu ier cosa: "Un libro nunca h a ce daño si es­ tá bien escrito. " Ha bía pedido permiso, tiempo an­ tes, delante de ella, para leer Madame Bovary y mi 92

LAS PALA BRAS

madre ha bía adoptado su voz excesivamente musi­ cal: " Pero si mi hij ito lee este género de l i bros a su edad, ¿ qué va a hacer cuando sea mayor ? " " ¡ Los vi­ viré! " Esa contestación había conocido el éxito más franco y más dura dero . La señora de Picard hacía alusión a ella cada vez que nos visitaba, y mi madre exclamaba, regañándola , pero halagada : " Blanche, ¿ se quiere callar? ¡Mire que me lo va a estropear ! " Quería y desprecia ba a esa viej a mujer pálida y gor­ da, que era mi mej or público; cuando me anuncia ban su llegada, sentía que tenía genio: soñé que perdía las faldas y que le veía el trasero, lo que era una manera de rendir homenaje a su espiritualidad . En noviem­ bre de 1915 me regaló una li breta de cuero roj o con dorados en el lomo. Como no esta ba mi a buelo, nos ha bíamos insta lado en su despacho; las muj eres ha­ blaban ani madamente, aunque en un tono más baj o que en 1914, porque está bamos en guerra; se pega ba a las venta nas una bruma sucia y amarilla, olía a ta­ baco apagado. Yo a brí l a l ibreta y en un primer mo­ mento quedé decepcionado. Esperaba que fuera una novela, cuentos; leí el mismo cuestionario vei nte ve­ ces en unas hoj as m u lticolores . " Llénalo -me dijo- y haz que lo llenen tus amigui tos. Así vas a tener bue­ nos recuerdos . " Comprendí que me ofrecían una oportunidad de ser maravilloso; quise contestar en el acto, me senté en el sitio de mi a buelo, puse la libreta en el secante de la carpeta, cogí su pluma con mango de galalita , la h undí en el frasco de tinta roja y me pu­ se a escribir m ientra s las personas mayores cambia­ ban entre sí miradas divertidas. De un salto yo me su­ bí más arr i ba de mi alma, para cazar "contestaciones 93

J EA N-PAUL S A RT R E

p or encima de mi edad " . Desgraciadamente, el cues­ tionario no ayudaba; me preguntaban por lo que me gustaba y lo que me disgustaba, cuál era mi color preferido, mi perfume favorito. Yo inventaba predi­ lecciones sin entusiasmo cuando se me presentó la ocasión de brillar: " ¿ Cuál es su mayor deseo ? " Yo c ontesté sin dudar un momento: " Ser un soldado y vengar a los muertos. " Después, demasiado excitado como para poder seguir, salté al suelo y llevé mi o bra a las personas mayores. Se aguzaron las miradas, la señora de Picard se aj ustó los anteoj os, mi madre se inclinó sobre su hombro; las dos avanzaban los la­ bios con malicia. Las cabezas se levantaron al mismo tiempo : mi madre se había ruborizado, la señora de Picard me devolvió la libreta : " Hijo mío, sólo se es interesante cuando se es sincero . " Yo creía que me iba a morir. El error salta a la vista : pedían un niño prodigio y yo había dado un niño sublime. Para des­ gracia, aquellas señora s no tenían a nadie en e l fren­ te: lo sublime militar no tenía efecto en sus almas mo­ deradas. Desaparecí, me fui a hacer muecas delante del espej o . Cuando hoy recuerdo aquellas muecas, entiendo que asegu ra ban mi protección: me defendía con un bloqueo muscular contra las fulgurantes des­ cargas de la vergüenza. Y además, al llevar mi infor­ tunio hasta el l ímite, me libera ban de él: me hundía en la h umillación para esquivar la humillación, me priva ba de los medios de gustar para olvidar que los h abía tenido y que los había usado mal; el espejo era p ara mí una gran ayuda : le encarga ba que me hiciera s aber que yo era un monstruo; si lo l ograba, mis agrios remordimientos se transformaban en piedad. 94

LAS PA L A B R A S

Pero sobre todo, como el fracaso h abía descubierto mi servilismo, me hacía asqueroso para que fuera im­ posible, para renegar de los hombres y para que re­ negasen de mí. Era la Comedia del Mal contra la Co­ media del Bien; Eliacin hacía el papel de Quasimodo. Descomponía mi rostro por torsión y plegamiento combinados; me vitriolaba para borrar mis a nterio­ res sonrisas. El remedio era peor que la enfermedad: contra la gloria y el deshonor, había tratado de refugiarme en mi verdad solitaria ; pero no tenía verdad: en mí sólo encontra ba un sinsabor asombrado. La medusa cho­ caba ante mis oj os contra el vidrio del acuario, arru­ gaba blandamente el collar y se deshilacha ba en ias tiniebl as. Cayó la noche , se diluyeron en el espej o unas nubes de tinta, tragándose mi última encarna­ ción. Al carecer de coartada, caí en mí m ismo . En la osc uridad, adivinab3 u na duda indefinida , u n roce, unos latidos, todo un animal vivo -el más terri ble y el único que no me pudiese asustar-. H u í, volví a a rre­ batar a la luz mi papel de querubín deslucido. En va­ no. El espej o me había enseñado lo que siempre ha­ bía sabido:· era ho rriblemente natural . Aún no me he repuesto.

Idolatra do por todos, rechazado por todos también, era un dej ado-a-cuenta , y a los siete años sólo podía recurrir a mí mismo, que aún no existía , pa lacio de cristal desierto donde el siglo naciente reflej a b a su aburrimiento. Nací para co1mar la gran necesidad que tenía de mí mismo; hasta entonces sólo había co95

J EA N - PA U L S A RTRE

nocido las vanidades de un perro de salón; empuj ado hacia el orgullo, me volví el Orgulloso. Como nadie me reivindica ba seriamente, elevé la pretensión de ser indispensable para el Universo. ¿ Qué hay más sober­ bio ? ¿ Qué hay más tonto ? La verdad es que no podía elegir. Era un viaj ero clandestino, me había dormido en el a siento, y el revisor me sacudía : " ¡ El billete ! " Debía reconocer que no lo tenía . Ni dinero para pa­ gar en el acto el precio del viaje. Empezaba confesán­ dome culpable: no lleva ba encima mi documenta­ ción, ni siquiera record a ba cómo ha bía burlado la vigilancia del guarda de la estación, pero acepta ba que me ha bía metido en el vagón sin derecho. Lej os de discutir la autori dad del revisor, protestaba mu­ cho diciendo el respeto que tenía por sus funciones y me sometía a su decisión por adelanta do. En ese pun­ to extremo de la humildad, sólo podía salvar la si ­ tuación invirtiéndola : revela ba , pues, que ha bía unas razones impo rtantes y secretas que hacían que fuese a D ij on, que interesaban a Francia y tal vez a la hu­ manida d . Tomand o las cosas con esta perspectiva , no se ha bría encontrado a nadie en todo el tren que tuviese tanto derecho como yo a ocupar un asien to. Naturalmente, se trataba de una ley superior que contradecía al reglamento, pero si el revisor se hubie­ ra apoyado en él pa ra interrümpir mi viaje, ha bría incurrido en unas complicaciones muy graves cuyas consecuencias hubiera debido paga r él mismo; yo le pedí que lo pensase bien: ¿ era razonable que la espe­ cie entera cayese en el mayor desorden por el pretex­ to de mantener el orden en el tren ? Así es el orgullo; la defensa de los miserables. Sólo tienen derecho a ser

LAS PA L A B R A S

modestos los viaj eros provistos de billete. Yo seguía sin saber si tenía las de ganar: el revisor se mantenía en silencio; yo empezaba otra vez con mis explicacio­ nes; estaba seguro de que si seguía hablando acabaría por permitir que continuara mi viaj e . Quedamos frente a frente, el uno mudo, el otro inagota ble, en el tren que nos llevaba a Dij on. El tren, el revisor y el delincuente eran yo. Y era también un cuarto perso­ na je; éste, el organizador, sólo tenía un deseo: enga­ ñarse, olvidar, aunque sólo fuera durante un instan­ te, que él ha bía armado todo aquello. La comedia familiar me sirvió; me llamaban don del cielo, era pa­ ra reír y yo no dej aba de saberlo; como esta ba ceba­ do de ternura, lloraba fácilmente, pero tenía el cora­ zón duro : quise volverme un regalo útil en busca de sus destinatarios; ofrecí mi persona a Francia, al mundo. No me importa ban los hombres, pero como había que pasar por ellos, sus lágrimas de alegría me harían saber que el universo me acogía con agradeci­ miento . Podría pensarse que era mucha mi presun­ ción; no, era huérfano de padre . Como era hij o de nadie, fue mi propia causa , colmo de orgullo y colmo de miseria; me ha bía echado al mundo'el impulso que me llevaba h acia el bien. La relación parece clara : afeminado por la tern u ra materna, insípido por la ausencia del rudo Moisés que me h a bía engendrado, infatuado por la adoración de mi a buelo, era un pu­ ro obj eto, destinado por excelencia al masoquismo si hubiese podido creer en la comedia familiar. Pero no; sólo me agitaba en la superficie y el fondo 'iueda ba frío, inj ustificado; el sistema me horrorizó, aborrecí los pa smos felices, el abandono, aquel cuerpo tan 97

J EA N-PAUL SARTRE

acariciado, tan entregado, me encontré oponiéndo­ me, me arrojé al orgullo y al sadismo, o dicho de otra manera, a la generosidad. É sta, como la avaricia o el racismo, no es más que un bálsamo secreto para cu­ rar nuestras llagas interiores y que acaba por envene­ narnos; para escapar al abandono de la criatura, me preparaba la soledad burguesa más irremediable: la del creador. No se confunda este golpe de timón con una rebelión auténtica : las rebeliones se hacen contra los verdugos, y yo sólo tenía bienhechores. Durante mucho tiempo fui su cómplice. Por lo demás, ellos . eran los que me habían bautizado don de la Provi­ dencia; yo no hice más que emplear con otros fines los instrumentos de que disponía. Todo tuvo lugar en mi ca beza; como era un niño imaginario, me defendí con la imaginación. Cuando vu elvo a ver mi vida, de seis a nueve años, me llama la atención la continuidad de mis ej ercicios espiritua­ les. Cambiaron de contenido muchas veces, pero el programa no varió ; había hecho una entrada en fal­ so, me retiré detrás de un biombo y volví a empezar mi nacimiento en un punto dado, en el preciso mo­ mento en que el universo me reclamaba sil enciosa­ mente. Mis primeras historias sólo fueron la repetición del Páj aro Azul, del Gato con Botas, de los cuentos de Maurice Bouchor. Se conta ban solas, detrás de mi frente, entre los arcos supercili ares. Más adelante me atreví a retocarlas, a darme un papel en ellas. Cam­ biaron de naturaleza ; no me gusta ban las hadas: ha­ bía demasiadas a mi alrededor; las proezas reempla­ zaron a la magia. Me convertí en héroe; desnudé mis '

L A S PAL A B R A S

encantos; ya no se trataba de gustar, sino de impo­ nerse . Abandoné a mi familia: Karlimami y Anne­ Marie fueron excluidos de mis fantasías. Harto de gestos y de actitudes, hice verdaderos actos en sue­ ños. Inventé u n universo d'i fícil y mortal -el de Cri­ Cri, L'Épatant, el de Paul d'lvoi-; puse al peligro en lugar de la necesidad y del tra baj o, que ignorab a . Nunca estuve m á s lej os d e discutir el orden estableci­ do; como estaba seguro de vivir en el mej or de los mundos, me di l a misión de purgado de sus mons­ truos : polizonte y l inchador, cada noche ofrecía a una banda de bandidos en sacrificio. Nunca hice gue­ rras preventivas ni expediciones punitivas; mata b a s i n cólera ni placer, p o r arrancar d e la muerte a unas muchachas. Estas frágiles criaturas me era n indis­ pensables: me reclama ban. Desde luego que no po­ dían contar con mi ayuda, ya que no me conocían. Pero las arroj aba a unos peligros tan grandes que na­ die salvo yo hubiera podido sacarlas de ellos. Cuan­ do blandiesen los j enízaros sus cim i tarra s curvas, re­ correría el desierto un gemido y las rocas di rían a la arena: " Aquí falta alguien; es Sartre. " Entonces yo corría el biombo, hacía volar las cabezas a sablazos, nacía en un río de sangre. ¡ Felicidad de acero ! Estaba en mi sitio. Nacía para morir: salvada, la hij a se arroj aba en brazos del margrave, su padre; yo me alej aba, ha bía que volverse de nuevo superfluo o buscar nuevos ase­ sinos. Los encontraba. Como campeón del orden es­ tablecido, había puesto mi razón de ser en un perpe­ tuo desorden; ahoga ba el Mal en mis brazos, moría con su muerte y resucitaba con su resurrección; era 99

J EA N - PA U L S A RTRE

un anarquista ·de derechas. Nada salió a la superficie de esas violencias; seguí si�ndo servil .Y diligente: no se pierde tan fácilmente la costumbre de la virtud; pero todas las noches esperaba impaciente la terminación de la bufonería cotidiana, corría a la cama, largaba mi oración, · me metía entre las sábanas; tenía prisa por volver a encontrar mi loca temeridad. Envejecía en la oscuridad, me volvía un adulto solitario, sin pa­ . dre ni madre, sin casa ni hogar, casi sin . nombre. Iba por un tej ado en llamas, llevando en mis brazos a una mujer desvanecida; a baj,o la gente gritaba: no había duda de que se iba a derrumbar el edificio. En ese mo­ mento pronunciaba las pala bras fatídicas: " Conti­ nuará en el próximo número . " " ¿ Qué dices ? " , pre­ gunta ba mi madre. Yo contesta ba prudentemente . " Me dej o en suspenso . " Y el hecho es que me dormía en medio de los peligros y de una deliciosa inseguri­ dad. A la noche siguiente, fiel a la cita , volvía a en­ contrar el tej ado, las llamas, la muerte .s egura . De pronto me d a ba cuenta de' que había una canaleta que no había visto la víspera . ¡ Dios mío, salvados ! ¿ Pero cómo descolgarme sin soltar mi precioso far­ do ? Afortunadamente, la muj er recobra ba el sentido, yo la ca rgaba a mis espaldas y ella me echaba los bra­ zos al cuello. No, pensándolo bien volvía a dej arla in­ consciente: por poco que ella misma contribuyese a su propia salvación, disminuía mi mérito. Por suerte esta ba la cuerda aquella a mis pies; ataba fuertemen­ te víctima y salvador uno a otro y lo demás no era más que un j uego. Unos señores -el alcalde, el j efe de la p olicía, el ca pitán de los bomberos- me a braza­ ban, me besa ban, me daban una medalla y yo ya no 1 00

LAS PAL A B R A S

sa bía qué hacer: los a brazos de esos personajes im­ portantes se parecían mucho a los de mi abuelo. Bo­ rraba todo y volvía a empezar: era de noche, una mu­ chacha pedía socorro, yo me lanzaba . . . Continuará en el próximo número. Arriesga ba mi vida por el mo­ mento sublime en que cambiaría a un animal que pa­ saba por casualidad en transeúnte providencial, pero sentía que no podría sobrevivir a mi victoria, y me sentía feliz dej ándola para el día siguiente. Podrá parecer extraño que estos sueños con tan­ tas situaciones peligrosas se encuentren en un moco­ so destinado al clero; las inquietudes de los niños son metafísicas; para calmarlas no hay que derramar san­ gre. ¿ Nunca he deseado ser un médico heroico y sal­ var a mis conci udadanos de la peste o del cólera ? Confieso que no. Sin embargo, no era ni feroz ni gue­ rrero, y yo no tengo la culpa si este siglo naciente me volvió ép ico. La Francia vencida esta ba llena de hé­ roes imaginarios cuyas hazañas me curaban el amor propio . Ocho años a ntes de mi nacimiento, Cyrano de Bergerac ha bía " estallado como una chara nga con pantalones roj os " . Un poco después, a l Agu il ucho orgulloso y magullado le bastó con aparecer para bo­ rra r el recuerdo de Fachoda 1 • En 1 9 1 2 yo ignora ba todo de estos altos personaj es, pero esta ba en cons­ tante relación con sus epígon os: me gustaba el Cyra­ no del Hampa, Arsene Lupi n, sin sa ber que debía su fuerza hercúlea, su valor astuto, su i nteligencia tan fra ncesa, a nuestros descamisados de 1 8 70 . La agrei

Batalla en la que las tropas fr,rnccsas de Napoleón IV fueron derro­

tadas por el ejército prnsiano. (N. del T.)

IOI

JEAN·PAUL SARTRE

sividad nacional y el espíritu de revancha convertían en vengad ores a todos los niños. Yo me volví venga­ d or como todo el mundo; seducido por la b urla, por el penacho, esos defectos insoportables d e los venci­ dos, ridiculizab a a los bandidos a ntes de romperles los riñones. Pero me a burrían las guerras, me gusta­ ban los suaves alemanes que visita ban a mi a buelo y sólo me interesa b a n las inj usticia s privadas; en m i corazón s i n odio, se transformaron las fuerzas co­ lectivas : yo las dediqué a a limentar mi heroísmo in­ dividual. No importa; estoy señalado; si en un siglo de hierro he cometido el l oco yerro de tomar l a vida como una epopeya, es que soy el nieto de la derrota . M aterialista convencido, mi i dealismo épico m e compensará hasta la m uerte una a frent� q u e n o su­ frí, u na vergüenza que no padecí, l a pérdida de dos provincias que volvieron a nosotros hace ya mucho tiempo .

L o s burgueses d e l siglo pasado nunca olvidaron l a primera noche q u e fueron a l teatro, y sus escritores se encargaron de com unicarnos las circunstancias. Cuando se levantó el telón, los niños creyeron que es­ taban en la corte. Los oros y las púrpuras, los fuegos, las pinturas, el énfasis y los artificios ponían a lo sa­ grado hasta en el crimen; en el escenario vieron resu­ citar a aquella nobleza que ha bían asesinado sus a buelos. En los descansos, la distribución en pisos de las galerías les ofrecía la i magen de la sociedad; les mostraron que en los palcos había espaldas desnudas y nobles vivos. Volvieron a sus casas estupefactos, 102

LAS PAL A B R A S

a blandados, insidiosamente preparados para unos destinos ceremoniosos, para volverse Jules Favre, Ju­ les Ferry, Jules Grévy. Desafío a mis contemporáneos a que me den la fecha de su primer encuentro con el cine. Entrábamos a ciegas en un siglo sin tradiciones que tenía que destacar entre los demás por sus malos modales y el nuevo arte, arte plebeyo que anticipaba nuestra barbarie. Nacido en una caverna de ladro­ nes, colocado por la administración entre las diver­ siones de feria, tenía unos modales populacheros que escandalizaban a las personas serias; era la diversión de las mujeres y de los niños; mi madre y yo lo ado­ rábamos, pero apenas pensábamos en ello y nunca lo comentá bamos; ¿ se habla del pan cuando no falta ? Cuando nos dimos cuenta de su existencia, hacía ya mucho tiempo que se había convertido en nuestra principal necesidad. Los días de lluvia, si Anne-Marie me pregunta ba qué quería hacer, dudábamos mucho entre el circo, el Chatelet, la Maison É lectrique y el Musée Grévin r ; en e l último momento, con una negligencia calcula­ da, decidíamos entrar en una sala de proyecciones. Cuando abríamos l a puerta de nuestro piso, mi abue­ lo apa recía en la de su despacho; pregunta ba: " ¿ Adónde van los hij os ? " " Al cine " , decía mi madre. É l fruncía las cej as y ella añadía rápidamente: "Al ci­ ne del Panthéon, que está a l lado, no hay más que cruzar la calle Soufflot. " Él dej aba que nos fuésemos alzándose de hombros; el j ueves siguiente diría al se­ ñpr Simonnot: "A ver Simonnot, usted que es un r

Célebre museo de figuras de cera. (N.

1 03

del T.)

JEAN -PAUL S A RTRE

hombre serio, ¿ comprende esto ? ¡Mi hij a lleva al ci­ ne a m i n ieto ! " , y el señor Simonnot diría con una voz conciliadora : " Yo no he ido nunca, pero mi mu­ j er a veces va " .

E l espectáculo estaba empezado. Seguíamos a la acomodadora tropezando, y yo me sentía clandesti­ no. Un haz de luz blanca atravesaba la sala por enci­ ma de nuestras cabezas, y se veía bailar en él el polvo y el humo; un piano relinchaba, unas peras violetas

estaban encendidas en las paredes, el olor acre de un desinfectante me atacaba a la garganta . El olor y las frutas de aquella noche mal habitada se confundían en mí: yo me comía las lámparas de auxilio, me lle­ naba con su gusto acidulado. Tropezaba con la es­ palda contra unas rodillas, me sentaba en un asiento chirria nte, mi ma dre desliza ba una ma nta d o b l a d a debajo de m i s nalgas, para ponerme m á s a lto; p o r fin mira ba a la p antalla, descu bría una tiza fl uorescente, u nos paisajes parpadeantes rayados por las lluvias; llov ía siempre, a u nque hiciese u n sol espléndido, a u nque fuese dentro de las casas; a veces atra vesa ba el s a lón de una baronesa u n asteroide echando fuego, sin q u e ella pareciese extrañarse. Me gusta ba esa l l u ­ via , e s a in quie t u d c o n s t an te q u e apare c ía en la pared. El pia nista ataca b a la o b e r tura de Las Grutas de Pin­ ga/ y todE> el mu n d o se daba cuenta de que iba a a pa­ recer eJ. crimina l : l a b aronesa esta ba mu erta de mie­ do. Pero su hermoso rostro acarbonado dej a b a el lugar a un letrero ma lva : " Fin de l a primera parte " . Era l a desi ntoxicación atropellada, l a luz. ¿ D ónde es­ ta b a yo ? ¿ En una escuela ? ¿ En una oficina ? No ha bía ni el menor adorno : unas filas de estra pontines que, 1 04

LAS PALA B R A S

por debaj o, dej aban ver sus resortes, unas paredes pintadas de color ocre, un suelo sembrado de colillas y de escupitaj os. Llenaban la sala unos rumores espe..: sos, se volvía a i nventar el lenguaj e, la acomodadora vendía a gritos caramelos i ngleses, mi m adre me compra ba, yo me los metía en la boca , chupaba las luces de emergencia. La gente se frotaba los ojos, ca­ da cual descubría a sus vecinos. Soldados, las muca­ mas del barrio; un viej o huesu do masca ba tabaco, unas obreras con la cabeza descubierta se reían muy fuerte: toda esa gente no era de nuestro mundo; a for­ tunada mente, colocados de trecho en trecho en aque­ lla platea de ca bezas, había unos grandes sombreros palpitantes que tranquilizaban. A mi difunto padre y a mi abuelo, acostumbrados al segundo piso de palcos, la jerarquía social del tea­ tro les había dado el gusto por la ceremonia: cuando hay m uchos hombres j untos, o se separa n por medio de ritos, o se matan unos a otros . El cine pro ba ba to­ do lo contrario: más que por una fiesta , aquel p ú bli­ co ta n mezclado parecía reunido por una catástrofe; muerta la etiqueta, se descubría por fin el verdadero lazo de unión entre los hombres : la adherencia. M e desagradaron l a s ceremonias y adoré a l a s multitu­ des; las he visto de muchas clases, pero no he vuelto a encontrar esta desnudez, esta presencia sin reserva de cada uno en todos, este sueño despierto, esta con­ ciencia oscura del peligro de ser hombre, como en 1 940, en el Stalag XII D . M i madre s e atrevió hasta llevarme a l a s salas del Bulevar: al Kinérama, a las Folies Dramati q ues, al Vaudeville al Gaumont Palace, que se llamaba enton105

J E A N-PAUL S A RT R E

ces Hippodrome. Vi Zigomar y

Fantomas, Las haza­ ñas de Maciste, Los misterios de Nueva York; los qo­

rados me estropeaban el placer. El Vaudeville, teatro venido a menos, no quería a bd icar de s u a ntigua grandeza : h abía una cortina roj a con b orlas de oro que ocultab a la pantalla h asta el ú ltimo momento; daban tres golpes para anunciar que la función iba a empezar, la orquesta tocaba una o bertura, se levan­ taba el telón, las luces se apagaban. A mí me moles­ taba aquel ceremonial incongruente, aquellas pom­ pas polvorientas que no tenían más resultado que el de alej ar a los personajes; en el primer piso, en el ga­ llinero, asombrados por la lámpara, por las pinturas del techo, nuestros padres no podían ni querían creer que les perteneciese el teatro; eran recibidos . Yo que­ ría ver la película lo más cerca posible. Aprendí con la incomodidad igualitaria de las salas de barrio que este nuevo arte era tan mío como de todos. Éramos de la misma ed a d mental, yo tenía siete años y sabía leer, él tenía doce y no sabía hablar. Se decía que es­ taba en sus comienzos, que tenía que hacer muchos progresos; a mí me parecía que creceríamos j untos. No he olvidado nuestra infancia común; cuando me ofrecen un caramelo inglés, cuando una mujer, j unto a mí, se pinta las uñas; cuando, en los retretes de cier­ to hotel de provincia , huelo determinado olor a de­ sinfectante; cuando, en un tren nocturno, miro, sus­ pendida del techo, la lámpara violeta, encuentro en mis oj os, en mi nariz, en mi lengua las luces y los per­ fumes de aquellas salas hoy en día desaparecidas; ha­ ce cuatro años navegando frente a las grutas de Fin­ gal, con mar gruesa , oía u n piano en el viento. 1 06

LAS PA LABRAS

Yo, que soy inaccesible para lo sagrado, a doraba la magia; el cine era una apariencia sospechosa que me gustaba perversamente por lo que a ún le faltaba. Ese fluir era todo, no era nada, era todo reducido a nada; yo asistía a los delirios de una muralla; a los cuerpos sólidos les habían quitado un aspecto macizo que me estorbaba en mi cuerpo, y mi j oven idealismo celebraba esta contracción infinita; más adelante, las rotaciones y las traslaciones de los triángulos me re­ cordaron el deslizamiento de las imágenes por la pantalla; me gustó el cine hasta en la geometría pla­ na. Yo hacía del negro y el blanco i mos colores emi­ nentes que resumían en sí a todos los demás y que só­ lo los revelaban a los iniciados; me encantaba ver lo invisible. Por encima de todo me gusta ba el incurable mutismo de los héroes. O más bien, no: no eran mu­ dos, ya que sabían hacerse comprender. Nos comuni­ cá bamos por medio de fa música; era el ruido de su vida interior. La inocencia perseguida hacía algo me­ j or que decir o mostrar su dol o r, me impregnaba con esta melodía que salía de ella; yo leía las conversacio­ nes, pero oía la esperanza y la amargura, sorprendía por medio del oído el orgulloso dolor que no se de­ clara . Yo esta ba comprometido; yo no era esa j oven viuda que llora ba en la pantalla y, sin embargo, ella y yo teníamos una sola alma: la marcha fúnebre de Chopin; me bastaba para que sus llantos moj asen mis ojos. Me sentía profeta sin poder predecir nada: la mala acción del traidor entra ba en mí aun antes de que la hubiese cometido; cuando parecía que en el castillo todo esta ba tranquilo, unos acordes sinies­ tros denuncia ban la presencia del asesino. Qué felices 1 07

JEAN-PAUL SARTRE

eran l os cow- boys, los mosqueteros, los policías; su porvenir estaba a llí, en aquella música premonitoria , y gobernaba s u presente. S e confundía con sus vidas, era un canto ininterrumpido que los arrastraba hacia la victoria o hacia la muerte, avanzando hacia su pro­ pio fin. A ellos los esperaban: la muchacha que esta­ ba en peligro, · el general, el traidor emboscado, el compañero atado a un barril de pólvora y que veía tristemente como corría la llama a lo largo de la me­ cha . La carrera de esta llama, la lucha desesperada de la virgen contra su raptor, el galope del héroe por la estepa, el entrecruzamiento de todas estas imágenes, de todas estas velocidades y, por debajo, el movi­ miento infernal de la " carrera hacia el a bismo " de La condenación de Fausto, adaptada para piano, todo eso no formaba nada más que una sola cosa: era el Destino. El héroe se baj aba del ca b allo, apagaba la mecha, el tra idor se arrojaba sobre él, empezaba un duelo a cuchill o , pero los trances de este duelo parti­ cipa ban también en el rigor del desarrollo musical: era n falsos trances que no llegaban a disimular el or­ den universal. ¡ Qué alegría, cuando coincidían la úl­ tima cuchillada y el último acorde ! Me encontraba pletórico, había encontrado el mundo y quería vivir, akanzaba el a bsoluto . Qué malestar, tam bién, cuan­ do volvíail' a encenderse las lámparas: me había roto de amor por aquellos personajes y ha bían desapa re­ cido, llevándose su m undo; había sentido su victoria en mis huesos y, sin embargo, era la suya y no la mía ; e n la calle, volvía a ser un supernumerario . Decidí perder la palabra y vivir e n la música. L a ocasión s e presentaba todas l a s tardes hacia l a s cin108

LAS PA L A B R A S

co. Mi abuelo daba sus clases en el Instituto de Len­ guas Vivas; mi abuela, en su habitación, leía a Gyp; mi madre me había dado la merien da, había prepara­ do la ce na y dado los últimos consejos a la muchacha; se sentaba al piano y t ocaba las Baladas de Chopin, una Sonata de Schumann, las var i aciones si n fó n icas

de Franck y a veces, cuando se lo pedía, la obertura de Las grutas de Fingal. Yo me colaba en el despacho; ya esta ba oscuro y ardían dos velas en el pia n o La penumbra me ayudaba, cogía la regla de mi abuelo, era mi tizona, y su cortapapeles era mi daga; me vol­ vía en el ac to la imagen chata de un mos q ue tero A .

.

veces la inspiración tardaba en llegarme; pnra ganar tiempo, decidía que, como era un espadachín impor­ tante, un asunto no menos importante me obligaba a guardar el incógnito. Tenía que recibi r los golpes sin devolverlos y emplear mi valor en fingir la cobardía . Daba vueltas por la habitación, con la mirada torva , la ca beza baja arrastrando los pies; con un sobresal­ to que tenía de vez en cuando, hacía ver que me ha­ bían pegado una bofetada o que me habían dado un puntapié, pero yo no reaccionaba : anotaba el nom­ bre de la pe rson a que me ha bía hecho el insulto . La . música, tomada en dosis masivas, actuaba al fin . El pi � no, como el tambor de un negro africano, me im­ ponía su ritmo . La Fantasía-Impromptu ocupaba el lugar de mi alma, me habita ba, me daba un pasado d esco nocido , un porvenir fulgurante y mortal; estaba poseído, me ha bía agarrado el demonio y me sacüdía como a un ciruelo. ¡A caballo ! Era yegua y caballero; montando y montado, atravesaba a l ga lope eriales, b arbechos, el despacho, de la puerta a la ventana. 1 09

JEAN-PAUL S A RT R E

" Haces mucho ruido, se van a q uej ar los vecinos " , decía m i madre sin dej ar d e tocar. Yo n o l e contesta­ ba porque era mudo. Veo al duque, me baj o del ca­ ballo, le comunico por medio de los silenciosos mo­ vimientos de los labios que le tengo por bastardo. Manda a sus guardias contra mí. Mis molinetes for­ man una pared de acero; de vez en cuando atravieso un pecho. De pronto doy media vuelta, soy el Espa­ dachín herido, caído, muero en l a alfombra . Después me retira ba suavemente del cadáver, me levantaba, volvía a tomar mi papel de caballero -errante. D a ba vida a todos los personajes: caballero, abofetea ba a l duque; giraba sobre mí mismo; duque, recibía la bo­ fetad a . Pero no encarnaba a los malos durante mu­ cho tiempo, esta ba siempre con l a impaciencia de volver a l papel principal, a mí mismo. Como era in­ vencible, triunfa ba contra todos. Pero , como hacía con mis relatos nocturnos, dej aba m i triunfo para las calendas por temor al marasmo que sobrevendría después. Protej o a una j oven condesa contra el propio her­ mano del rey. ¡ Qué carnicería ! Pero mi madre ha vuelto la hoj a . Toca un tierno adagio en l ugar del a/legro; termino rápidamente la carnicería y sonrío a mi protegida. Me ama; me lo dice la música . Y tal vez la ame yo también; se instala en mí un corazón ena­ morado y lento. ¿ Qué se hace cuando se ama ? La co­ gía del brazo, la llevaba a una pradera, pero no era ba stante . Me sacarían del problema los truhanes y los guardias, rápidamente reunidos; se lanzaban to­ dos contra nosotros, cien contra uno; mata ba a ho- · venta , los otros diez raptaban a la condesa. IIO

L A S PA L A B R A S

Es el momento de entrar en mis años sombríos: la mujer que me ama está cautiva, me persiguen todas las policías del reino; fuera de la ley, acosado, miserable, me quedan mi conciencia y mi espada. Andaba por el despacho con a ire de a batimiento, me llenab a de la tristeza apasionada de Chopin. A veces hojeaba mi vi­ da, saltaba dos o tres años para estar seguro de que to­ do había de acabar bien, que me devolverían mis títu­ los, mis tierras, una novia casi intacta y que el rey me pediría perdón. Pero salta ba haci a atrás enseguida y volvía a establecerme, dos o tres años antes, en la des­ gracia. Este momento me encantaba: se confundían la ficción y la verdad; vagabundo desolado en pos de la justicia, me parecía como un hermano al niño desocu­ pado embarazado consigo mismo, en busca de una ra­ zón para vivir, que deam bulaba dentro de l a música por el despacho de s u a buelo. Sin dej ar el papel, me aprovechaba del parecido para hacer una amalgama de nuestros destinos; como estaba seguro de la victoria final, veía en mis tribul aciones el camino más seguro para llegar a ella; veía a través de mi abyección la glo­ ria futura que era su causa verdadera . La sonata de Schumann acababa de .convencerme: era la criatura que desespera y el Dios que la ha salvado desde que el mundo es mundo. Qué alegría era poder amargarse de ta l manera; tenía el derecho de enoj arme con el u niver­ so entero. Como estaba cansado de los éxitos demasia­ do fáciles saboreaba las delicias de la melancolía, el ás­ pero placer del resentimiento. Obj eto de los más tiernos cuidados, ahíto, sin deseos, me precipitaba a un desenlace imaginario: ocho años de felicidad sólo ha­ bían terminado por darme el gusto del martirio. SustiI I I

J EAN-PAU L S A RTRE

tuía a mis j ueces ordinarios, todos predispuestos en mi favor, por un tribunal ceñudo dispuesto a condenarme sin oírme: le arrancaría la absolución, felicitaciones, una recompensa ejemplar. Habfa leído den veces, con la· pasión, la historia de Grisélidis; sin embargo, no me gustaba sufrir y mis primeros deseos fueron crueles: al defensor de tantas príncesas no le molesta ba pegar mentalmente en el trasero a su vecinita. Lo que me gus­ ta ba en este relato poco recomenda ble era el sadismo de la víctima y la inflexible virtud que acaba por arro­ j ar de rodillas ai marido verdugo. Eso es lo que quería para mí: hacer que los magistrados se arrodillasen a la fuerza , obligarles a que me reverenciaran para castigarles por sus prevenciones. Pero siempre dej aba la ab­ solución para el día siguiente: era un héroe siempre fu­ turo, m� moría de ganas de lograr una consagración que siempre dejaba para más adelante. Esta d o ble melancolía, sentida y actuada, creo que expresaba mi decepci. ón ; mis proezas, una tras otra , no eran más que un rosario de azares; en cuan­ to mi madre tocaba los últimos acordes de la Fanta­ sía-Impromptu, yo volvía a caer en el tiempo sin me­ m oria de l os huérfanos de pa dre, de los caballeros erra ntes privados de huérfanos; héroe o escolar, ha­ ciendo y rehaciendo los mismos dictados, las mismas proezas, seguía encerra do en la m isma cárcel: la re­ petición. Sin embargo, existía el porven ir, el cine me lo había revelado: yo soñaba con tener un destino. Los enojos de Grisélidis acabaron por cansarme; por m.u cho que retrasase indefinidamente el minuto his­ tórico de glorificación, no era un verdadero porvenir: sólo era un presente diferido. II2

L A S PA L A B RA S

Fue por entonces -1912 o 1913- cuando leí Mi­ Lloré de alegría: ¡ qué vida ejemplar! Para mostrar su valor, este oficial no tuvo que espe­

guel Strogoff.

rar a que tuviesen ganas los bandidos; le hab ía saca­ do de la oscuridad una orden superior, vivía para obedecerla y moría con su triunfo; porque esta gloria era una muerte: una vez vuelta la última página del li­ bro, Miguel se encerraba vivo en su pequeño ataúd con lomo dorado. Ninguna inquietud; esta ba j ustifi­ cado desde su primera aparición . Ni el menor a zar; verdad es que se desplazaba continuamente, pero grandes intereses, su valor, la vigilancia del enemigo, la naturaleza del terreno, los medios de comunica­ ción y otros veinte factores, dados todos por adelan­ tado, permitían que en todo momento se pudiese se­ ñalar su situación en el mapa. Ninguna repetición; todo cambiaba, tenía que cambiar sin cesar; le ilumi­ naba su porvenir, se guiaba con una estrella. Tres me­ ses después volví a leer esta novel a con las mismas sensaciones; pero no quería a Miguel, encontra ba que era demasiado bueno: tenía celos de su destino . Adora ba en él, oculto, al cristiano que me ha bían im­ pedido que fuese. El zar de todas las Rusias era Dios Padre; salido de la nada por un decreto singu lar, Mi­ guel, encargado, como todas las criatu ras, de una mi­ sión única y capital, atravesaba nuestro valle de l á ­ grimas, descartando las tentaciones y fra nqueando los obstáculos, probaba el martirio, se benefici a ba de la a yuda sobrenatural 1 , glorificaba a su Creador, y luego, al cabo de su misión, entra ba en la inmortali1

Salvado por el milagro de una lágrima.

I I3

JEAN-PAUL S A RTRE

dad. Para mí, ese libro fue como un veneno: ¿ enton­ ces había elegidos ? ¿ Les trazaban el camino las más a ltas exigencia s ? Me repugnaba l a santidad; en Mi­ guel Strogoff me fascinó porque había tomado las apariencias del heroísmo. Sin embargo, no cambié nada en mis pantomi­ mas, y l a idea de misión quedó en el aire, como un fantasma inconsistente que no llegaba a corporeizar­ se y del cual no me podía deshacer. Sin duda que mis comparsas, los reyes de Francia, estaban a mis órde­ nes y sólo espera ban una señal para darme ellos a su vez las órdenes. Yo no se las pedí. Si se arriesga la vi­ da por obediencia, ¿ en qué se convierte la generosi­ dad? Marcel D unot, boxeador con puños de hierro, me sorprendía todas las semanas, haciendo graciosa­ mente, más de lo que el deber le exigía; Miguel Stro­ goff, ciego, cubierto de heridas gloriosas, casi no po­ día decir que había cumplido con el suyo. Admira ba su valor, condenaba su humildad. Ese valiente no te­ nía nada más que el cielo por encima; entonces, ¿ por qué se inclinaba delante del zar cuando era el zar quien hubiera debido besarle los pies ? Pero, a no ser que uno se rebaj ase, ¿ de dónde podría sacar el m an­ dato de vivir ? Esta contradicción me hizo caer en un profundo embarazo. Algunas veces traté de sortear la dificultad: siendo un niño desconocido, oí hablar de una misión peligrosa; m e arroj aba a las plantas del rey, le suplicaba que me la diese . Se negaba: era de­ masiado j oven y el asunto demasiado grave. Me le­ vantaba, provocaba a duelo y batía rápidamente a todos sus capitanes. El soberano se rendía a la evi­ dencia: " ¡ Ya que lo quieres, ve ! " Pero mi estratagema 1 14

LAS PA L A B R A S

no me engañaba y me daba cuenta de que me h abía impuesto. Además, todos aquellos muñecos me desa­ gradaban: era un descamisado y u n regicida, mi a buelo me había prevenido contra los tiranos, ya se llamasen Luis XVI o Badinguet. Sobre todo, leía to­ das las mañanas en Le Matin el folletín de Michel Zévaco; este autor de ingenio h abía i nventado, por influencia de Hugo, la novela de capa y espada repu­ blicana. Sus héroes representaban a l pueblo; hacían y deshacían imperios, predecían desde el siglo XVI la Revolución Francesa, protegían por pura bondad a los reyes niños o a los reyes locos contra sus primeros ministros, abofeteaban a los reyes malos . El más grande de todos, Pardaillan, era mi maestro; muchas veces, por imitarle, soberbiamente plantado con mis piernas de gallo, a bofeteé a Enrique III y a Luis XIII. ¿ Me iba a poner a sus órdenes después de semej ante acción ? En una palabra , no podía ni sacar de mí mis­ mo el mandato imperativo que ha bría j ustificado mi presencia en la tierra ni reconocer que nadie tuviese el derecho de dármelo. Volví a mis caba lgatas, negli­ gentemente, me consumí entre peleas; era un mata­ dor distraído, un mártir indolente, y acabé como Gri­ sélidis, por no tener un zar, un D ios o simplemente un padre. Tenía dos vidas y las dos falsas. P ú b licamente, era un impostor, el famoso nieto del célebre Charles Schweitzer; solo, me hundía en un enoj o imaginario. Corregía mi falsa gloria con un falso incógnito. No me costaba ningún tra b aj o pasar de uno a otro papel. Justo en el momento en que iba a dar mi estocada se­ creta, giraba la llave en la cerradura , las manos de mi II 5

JEAN-PAUL SARTRE

madre, paralizadas de pronto, se inmovilizaban en el teclado, yo dej a b a la regla en la biblioteca e' iba a a rroj arme en brazos de mi a buelo, le adelantaba el si­ llón, le lleva ba las zapatillas forradas, le hacía pre­ guntas sobre l o que había hecho durante el d ía , lla­ mando a los alu m nos por sus nombres. Nunca me perdí en mis sueños, por muy profundos que fuesen. Sin embargo, sobre. mí, una amenaz a pesaba: mi ver­ · dad corría el grave riesgo de ser para siempre la al­ ternativa de mis mentiras. Ha bía otra verdad. En las terrazas del Luxem­ burgo j uga ban unos niños, me acercaba a ellos, me roza ban sin verme, los mira ba con oj os de pobre: ¡ qué tuertes y rápidos eran ! Ante esos héroes de car­

ne y hueso, yo perdía mi inteligencia prodigiosa, mi saber uniyersal, mi musculatura atlética , mi habili­ dad d e espadachín; me' recosta ba contra un árbol, es­ peraba. Con una pala bra, brutahn·ente dicha, del j efe de la banda : " Avanza, Pardaillan, te haré prisionero a ti " , yo ha bría abandonado mis privi legios. Me hu­ biera encontrado colmado hasta con tm papel mudo; ' ha bría aceptado con entusiasm o hacer de herido en una camilla, hacer .d e muerto . Pero no me dieron la ocasión; ha bía encontrado a mis verdaderos j ueces, mis contemporáneos, mis pares, y su indiferencia me condenaba. No logra ba que me descubrieran : yo era , ni maravilla ni medusa, un mequetrefe que no intere­ saba a na d ie. Mi madre no logra ba ocultar su indig­ nación; a esta a lta y hermosa mujer le parecía muy bien mi corta estatura , para ella era de lo más natu­ ral; los Schweitzer son altos, los Sartre son baj os, y yo me parecía a mi padre, nada más. A ella le gusta116

L A S PA L A B R A S

ha que, a los ocho años, yo fuese aún portable y de fácil manejo; mi formato reducido era para ella una primera edad prolongada. Pero a l ver que nadie me invitaba a j ugar, llevaba su amor hasta adivinar que yo podía tomarme por enano -lo que no soy del to­ do- y sufrir por ello. Para salvarme de la desespera­ ción, fingía tener impaciencia : " ¿ Qué estás esperan­ do, bobo? Pregúntales si quieren j ugar contigo. " Yo sacudía la ca beza. Podía aceptar las más bajas tareas, pero ponía todo mi orgullo en no solicitarlas. Señala­ ba a las mujeres que tej ían sentadas en los s.illones de hierro: " ¿ Quieres que hable con sus madres ? " Le ro­ gaba que no hiciera nada; me cogía de l a mano e íba­ mos de árbol en árbol, de grupo en grupo , siempre implorantes y siempre excluidos. Al llegar el crepúscu­ lo, volvía a encontrar mi altillo, los altqs lugares donde alentaba el espíritu, mis sueñós; me vengaba de mis contratiempos con seis palabras de niño y la muerte de cien guardias. No importa; las cosas no iban bien. Me salvó mi abuelo; me lanzó, sin quererlo·, a una nueva impostura que me cambió la vida.

I I7

II Escribir

Charles Schweitzer nunca se había tenido por escri­ tor, pero la lengua francesa le seguía maravillando aún a los setenta años, porque l a h abía aprendido con dificultad y no le pertenecía del todo; j ugaba con ella, le gusta ban las palabras, le gusta ba también pronunciarlas, y su implacable dicción no perdona ba ni una sílaba; cuando tenía tiempo, las j untaba en ra­ milletes. Ilustraba de buena gana los acontecimientos de nuestra familia y de la Universidad con obras de circunstancias: felicitaciones de Año Nuevo, de cum­ pleaños, para bienes en las comidas de bodas, discur­ sos en verso el día de San Carl omagno, sainetes, cha­ radas, versos de pie forzado, triviali da des a ma bles; en los congresos improvisaba cuartetas en a lemán y en francés. Al principio del verano, antes de que mi a buelo hubiera terminado los cursos, las dos muj eres y yo nos íbamos a Arcachon . Nos escri bía tres veces por semana: dos páginas para Louise, un post-scriptum para Anne-Marie, y para mí una carta entera en ver­ so. Para que mi felicidad fuese mayor, mi madre estu­ dió y me enseñó las reglas de la prosodia . Alguien me sorprendió garabateando una respuesta en verso, me animaron para que terminara, me ayudaron. Cuan­ do las dos muj eres echaron la carta, se reían a más no 1 19

J EA N-PA U L S A RT R E

poder, pensando en el estupor de mi a buelo. Recibí a vuelta de correo un poema a mi glori a ; contesté con otro poema. Al convertirse en costumbre, a buelo y nieto estaban unidos con un nuevo lazo; se hablaban, como los indios, como los chulos de Montmartre, con una lengua prohibida para las mujeres. Me die­ ron un diccionario de rimas y me hice versificador; escribía madrigales para Vevé, una rubita que no de­ j a ba su mecedora y que moriría unos añ,os después . A la niña le tenían sin cuidado: era un ángel; pero tne consolaba de esta indiferencia la admiración de un amplio pú blico. He encontrado algunos de estos poe­ mas. Cocteau dijo en 1 95 5 que todos los n i ños me­ nos Minou D rouet tienen ingenio. En 1 9 1 5 lo tenían todos menos yo; escribía por -imitaci ón, por ceremo­ nia, para ser persona mayor; escribía sobre todo por­ que era el nieto de Charles Schweitzer. Me dieron las fá­ bulas de La Fonta ine. No me gustaron: el autor las hacía como se le ocurría; yo decidí volver a escribir­ las en alejandrinos. La empresa supera ba mis fuerzas y hasta creí notar que hacía sonreír; fue mi úl tima ex­ periencia poética . Pero esta ba lanzado; pasé de los versos a la prosa y no me costó ningún trabajo volver a inventar por escrito las apasionantes aventuras que leía en Cri-Cri. Ya era hora : i ba a descu brir la inani­ dad de mis sueños. En mis cabalgatas fantásticas yo quería alcanzar la real idad. Cuando mi ma dre, sin quitar los oj os de la partitura , me preguntaba: "Pou­ lou, ¿qué estás haciendo ? " , a veces ocurría que rom­ piese el silencio contestando: "Estoy haciendo cine. " En efecto, trataba de arrancar las imágenes de mi ca­ beza y de realizarlas fuera de mí, entre mue bles y pa1 20

L A S PA L A B R A S

redes verdaderos, tan brillantes y visibles como los que chorreaban en la pantalla . En vano; ya no podía ignorar mi doble impostura : fingía ser actor fingien­ do ser un héroe. Apenas empecé a escri bir, dej é la pluma para re­ gocij arme. La impostura era la misma, pero ya he di­ cho que para mí las pala bras eran la quintaesencia de las cosas. Nada me turbaba más que ver a mis patas de mosca perdiendo p oco a poco su brillo de fuego fatuo en la deslucida consistencia de la materia. Era la rea lización de lo imaginario. Un león, un capitán del Segundo Imperio y un beduino, caídos en la tram­ pa del nombramiento, entra ban en el comedor; se quedaban allí para siempre, ca utivos, incorporados por los signos; creía haber anclado mis sueños en el

mundo con los arañazos de una pluma de acero. Hi­ ce que me d ieran ün cuaderno, un frasco de tinta vio­ leta ; puse en la tapa : " Cua derno de novelas " . La pri­

mera que terminé se llamaba Pour un papillon. Un sabio, su h ij a y un j oven explorador atlético suben el cu rso del Amazonas buscando una mariposa precio­ sa. El argumento, las personas, el deta lle de las aven­ tura s, hasta el títu lo estaban tomados de un relato il ustrado a parecido el trimestre anterior. Ese plagio consciente me li beraba de mis últimas inqu ietudes: todo era verdad forzosamente, ya que no i nventa ba nada. No tenía la ambición de que se publicase, pero me las había arreglado para que me i mprimiesen por adelantado, y no trazaba ni una línea que no estuvie­ se garantiza da por mi modelo. ¿ Me tenía por un co­ pista ? No. Por un autor original: retoca ba, rej uvene­ cía; por ejemplo, h abía tenido el cuidado de cambiar 1 21

J E A N -PAU L S A RTRE

los nombres de los personajes. Esas ligeras alteracio­ nes me autorizaban a confundir la memoria y la ima­ ginación. En mi cabeza se formaban unas frases nue­ vas y totalmente escritas con la implacable seguridad que se presta a la inspiración. Yo las transcribía , ellas tomaban para mí la densidad de las cosas. Si, como comúnmente se cree, el autor inspirado es, en lo más profundo de sí mismo, otro distinto de sí, conocí la inspiración entre los siete y los ocho años. Nunca me engañó esta " escritura automática " . Pero el j uego me gustaba también por sí mismo; co­ mo era hijo único, podía j ugar solo. A veces detenía la mano, fingía que dudaba para sentirme, con la frente ceñuda, con la mirada alucinada, un escritor. Por lo demás, por snobismo adoraba el plagio, y co­ mo vamos a ver, lo llevaba hasta el extremo. Boussenard y J ules Veme no pierden la ocasión de instruir; en los instantes más críticos, cortan el hilo del relato para lanzarse a la descripción de una plan­ ta venenosa, de un poblado indígena . Como lector, me salta ba esos pasajes didácticos; como autor, lle­ naba mis novelas con ellos; pretendía enseñar a mis contemporáneos todo lo que ignora ba; las costum­ bres de los fueguinos, la flora africana, el clima del desierto. Separados sin quererlo y luego embarcados sin saberlo en el mismo barco y víctimas del mismo naufragio, el coleccionista de mariposas y su hij a se aferraban a la misma boya, levantaban la cabeza, los dos daban un grito: " ¡ Daisy ! " , " ¡ Papá ! " D esgracia­ damente un tiburón buscaba carne fresca , se acerca­ ba, brillaba s u vientre entre las olas. ¿ Escaparían de l a muerte los desgraciados ? I b a a b uscar el tomo 1 22

L A S PAL A B R A S

" Pr-Z" del Larousse, lo llevaba penosamente hasta mi pupitre, lo a bría en la página correspondiente y copiaba palabra por palabra pasando a la otra línea : " Los tiburones son comunes en el Atlántico tropical. Estos grandes peces de mar muy voraces, alcanzan hasta trece metros y pesan hasta ocho toneladas . . . " Yo me tomaba el tiempo de transcribir el artículo; me sentía deliciosamente a b urrido, tan distinguido co­ mo Boussenard y, como a ún no había encontrado la manera de salvar a mis héroes, seguía tomándome el tiempo entre exquisitas angustias. Todo predisponía a hacer de esta nueva actividad una imitación más. Mi madre me prodiga ba ánimos, metía a los visitantes en el comedor para que sor­ prendiesen al j oven creador en su pupitre escolar; yo hacía como que estaba demasiado ocupado para dar­ me cuenta de la presencia de mis admiradores; se iban de puntillas murmurando que era monísimo, que era una delicia . Mi tío É mile me regaló una má­ quina de escri bir que no utilicé, la señora de Picard me compró un mapamundi para que pudiese seguir sin equivocarme el itinerario de mis globe-trotters. Anne-Marie volvió a copiar mi segunda novela, Le en papel glacé y la hicieron circular. Mamie también me animaba: "Por lo menos -decía- se porta bien, no hace ruido " . Afortunada­ mente la consagración se d ifirió por el descontento de mi a buelo.

Marchand de bananes,

Karl no había admitido nunca lo que llama ba mis " malas lecturas " . Cuando mi ma dre le anunció que ha bía empezado a escribir, al principio le encantó, es­ perando, supongo yo, una crónica de nuestra familia 1 23

J E A N - PAUL SARTRE

con o bservaciones ingeniosas y con ingenuida des adorables. Cogió el cuaderno, lo hoj eó, hizo una mueca y se fue del comedor, molesto por e ncontrar, escritas por mí, las " tonterías" de mis periódicos fa­ voritos. Después mi obra dej ó de interesarle. Mi ma­ dre, mortificada, trató de hacerle leer varias veces por sorpresa

Le Marchand de bananes.

Espera ba a

que se hubiese puesto las zapatillas y sentado en el si­ llón: mientras descansa ba en el silencio, con la mira­ da fij a y dura, con las manos en las rodillas, ella se apodera ba de mi manuscrito, lo hoj eaba d istraída­ mente y de pronto� cautivada, se echaba a reír sola. Para terminar, se lo da ba a mi a buelo con un impulso irresistible: " ¡ Léelo, papá ! ¡ Es tan divertido ! " Pero él rechaza ba el cuaderno con la mano o , si le echaba un vistazo, era para notar, con mal humor, mis faltas de ortografía . A· la larga intimidó a mi madre: como no se atrevía a felicitarme y temía apenarme, dejó de leer mis escritos para no tener que ha blarme de ellos. Mis actividades literarias, apenas toleradas, man­ tenidas en sílencio, cayeron en una semicla ndestini­ dad. Empero yo las proseguí asiduamente: en las ho­ ras de recreo, los j ueves y los dom ingos y, cuando tenía la suerte de estar enfermo, en la cama; aún re­ cuerdo las convalecencias felices, con un cuaderno negro de cantos roj os que tomaba y dej aba como una tapicería . Hice menos cine: las no�las me colmaban. En u na palabra, escri bí para m i p ropia satisfacción . Mis intrigas se complicaron, hice que en mis li­ bros entrasen los m ás diversos episodios, puse en ellos todas mis lecturas, las buenas y las malas, m ez­ cladas, como en una bolsa para todo uso. Se notó en 1 24

L A S PALA B RA S

los relatos; sin embargo, salieron ganando: hubo que inventar las j unturas y, como consecuencia, me volví un poco menos plagiario. Y además me desdoblé. El año anterior " hacía cine " , desempeñaba mi propio papel , me lanza ba sin tra bas a lo imaginario y más de una vez hasta pensé hundirme en él totalmente. Co­ mo a utor, el héroe seguía siendo yo, y seguía proyec­ tando en él mis sueños épicos. Sin embargo, éramos dos: no tenía mi nombre y sólo hablaba de él en ter­ cera persona . En vez de prestarle mis gestos, le hice con pala bras un cuerpo que pretendía ver. Me hubie­ ra podido asustar esta " distanciación" repentina, pe­ ro me encantó; me alegró ser él sin que fuese yo del todo. Era mi muñeco, lo doblega ba a mis caprichos, podía ponerlo a prueba, darle un lanzazo en el costa­ do y cuidarle después como me cuidaba mi ma dre, curarle como ella me curaba. Mis autores favoritos, por un resto de vergüenza , se detenían a mitad de ca­ mino de lo sublime. Ni siquiera en Zévaco ha bía un héroe que desh iciese a más de veinte truhanes a la vez. Yo quise ri diculizar la novela de aventura s, dej é de lado la verosimilitud, multipliqué a los e nemigos, los peligros: el j oven explorador de Pour un papillon luchó dura nte tres días y tres noches con los ti buro­ nes para salvar a su futuro suegro y a su novia; a l fi­ nal el mar estaba roj o; él mismo, herido, se esca pó de un rancho ased iado por apaches, a travesó el desierto sosteniéndose las tripas con las ma nos y se negó a que se las cosieran hasta ha ber h ablado con el gene­ ral. Poco después, baj o el nombre de Goetz von Ber­ lichingen, derrotó a todo un ej ército. Uno contra to­ dos: era mi regl a ; puede buscarse la fuente de este 1 25

J EAN-PA U L S A RTRE

sueño deslucido y grandioso en el individualismo burgués que me rodea ba . Héroe, lucha ba contra las tiranías; demiurgo, me v olví tirano yo mismo, conocí tod as las tentaciones del poder. Era inofensivo y me volví malo. ¿ Qué me impedía reventar los ojos de Daisy? Muerto de mie­ do, me contesta b a : nada. Y se los reventaba como h abría arrancado las alas a una mosca . Escribí, la­ tiéndome el corazón: " Daisy se pasó la mano por los o j os: se había vuelto ciega " , y me quedé azorado, con l a pluma en el a ire; ha bía producido en el a bsoluto un pequeño acontecimiento que me comprometía de­ liciosamente. Yo n o era verdaderamente sádico; mi alegría perversa se cambiaba enseguida en pánico, anulaba todos mis decretos, los llenaba de correccio­ nes para que se volviesen indescifra bles: la muchacha recobraba la vista, o más bien nunca la ha bía perdi­ do. Pero el recuerdo de mis caprichos me atormenta­ b a durante mucho tiempo; me causaba muy serias in­ qu ietudes. El mundo escrito me inqu ietaba también; a veces, cansado de las dulces matanzas para niños, me dej a­ ba hundir, descubría en la angustia unas posibilida­ des espantosas, un universo monstruoso que no era más que el revés de mi o mnipotencia ; me decía : " ¡ to­ do p uede ocurrir ! " , y quería decir: "puedo imaginar­ lo todo " . Tembloroso, siempre a punto de romper la hoj a, conta ba unas atrocidades sobrenaturales. Si a mi madre le ocurría que l legaba a leer por encima de mi hombro, lanzaba un grito de gloria y de alarm a : " ¡ Qué imaginación ! " Se m ordía l o s l abios, quería hablar, no encontraba q ué decir y se iba bruscamen1 26

L A S PA L A B R A S

te; su derrota me colmaba de a ngustia. Pero no se dis­ cutía la imaginación; yo n o inventaba esos horrores, los encontraba, como lo demás, en mi memoria. En esta época, Occidente moría de asfixia; es lo que se llamó " la dulzura de vivir " . Como no ten ía enemigos visibles, la b urguesía se da ha el gusto de a sustarse de su sombra ; cambiaba su a b urrimiento por una inquietud dirigida. Se hablaba de espiritua­ lismo, de ectoplasmas; en la calle Le Goff, en el nú­ mero 2, enfrente de nuestra casa , hacían que girasen las mesas. Eso ocurría en el cuarto piso, " en casa del mago " , como decía mi abuela. A veces nos llamaba y llegá bamos a tiempo para ver u nos pares de manos en una mesita, pero alguien se acerca ba a l a ventana y echa ba las cortinas. Louise pretendía que ese mago recibía todos los días a unos niños de mi edad q ue l le­ vaban sus madres, "y lo veo -decía e ll a-; les hace la imposición de las manos " . Mi a buelo meneaba la ca ·· beza pero, aunque condenase esas prácticas, no se atrevía a bu rlarse de ellas; a mi ma dre le daban m ie­ do, y m i - a b u e l a , por una vez, parecía más intrigada que escéptica. Al final se ponía n de acuerdo : " Sobre todo no hay que ocuparse de eso, ¡ es a lgo que enlo­ quece ! " Las h istori as fa ntásticas esta ban de moda; los periódicos serios daban dos o tres todas las sema­ nas a ese p ú bl ico descristianizado que echaba de m e­ nos las e leg a nc i a s de la fe. El na rrador conta ba con toda objetiv i d a d un hecho perturbador; dej aba una posi bili dad a l obj etivismo: por extra ño que fuese, el suceso debía tener una explicación racional. El autor b usca b a esa e x p li c aci ó n , la encontra ba, nos la pre­ sentaba lealmente . Pero enseguida empleaba s u arte 1 27

J E AN - P A U L SARTRE

para que nos diésemos cuenta de la insuficiencia y la ligereza. Nada más: el cuento terminaba con una inte­ rrogación. Pero basta ba : el Otro Mundo esta ba allí, tanto más terrible cuanto que no se lo nombraba. Cuando abría

Le Matin,

me hela ba el espanto.

Entre todas las .historias, una me llamó la atención. Aún recuerdo su título : " Viento entre los árboles " . Una noche de verano, una enferma, sola en el primer piso de una casa de campo, da vueltas y más vueltas en la cama; las ramas de un castaño llegan hasta la ventana a bierta . En la planta baj a hay varias perso­ nas reunidas que hablan y ven cómo la noche cae en el j ardín. De pronto, alguien señala el castaño: " Va­ ya , vaya, pa rece que hay viento . " Se extrañan, salen a fuera ; no se nota nada; sin embargo, las ramas se agitan . En ese momento, ¡ u n grito ! El marido de la enferma co'rre por la escalera y encuentra a su j oven mujer ergu i da en la cama, señalando el árbol con el dedo, y cae muerta; el castaño ha encontrado su es­ tupor acostumbrado. ¿ Qué ha visto ? Del manicomio se ha esca pado un loco; sed él, escondido en el árbol, qu ien habrá mostrado su cara gesticulante. Es él, tie­ ne que ser él por la ú nica razón de que no hay ningu­ na otra explicación que pu eda valer. Y sin embargo . . . ¿ Cómo e s que no lo vie ron subir ? ¿ Ni baj ar? ¿ Cómo es que no ladraron los perros? ¿ Cómo le pudieron de­ tener, seis horas después, a cien kilómetros de la pro­ pieda d ? Preguntas sin respuesta . El narrador pasa ba a la línea siguiente y concl uía con descuido: " Si tene­ mos que creer a la gente del pueblo, quien sacudía las ramas del castaño era la m uerte . " Yo tiré el periódi­ co, golpeé con el pie, dij e en voz alta : " ¡ No ! ¡ No ! " 1 28

LAS PAL A B R A S

Me iba a estallar el corazón. Un día en que iba en el tren de Limoges creí que me iba a desmayar mientras hojeaba el a lmanaque de Hachette . Había caído en un gra b a do que era como para poner los pelos de punta: un muelle a la luz de la luna, una larga pinza rugosa que salía del agua agarraba a u n borracho y lo arrastraba a l fondo del mar. El grabado ilustra ba un texto que leí ávidamente y que terminaba, más o me­ nos, con las siguientes palabras: " ¿ Era una a lucina­ ción de alcohólico? ¿ Se habría abierto el infierno ? " M e dieron miedo e l agua , los cangrej os, los árboles. Sobre todo me dieron miedo los libros; maldije a los verdugos que poblaban sus relatos con esas figuras atroces . Sin embargo, los imité. Naturalmente, necesitaba una ocasión. Por ej em­ plo, al caer la tarde: la sombra invadía el comedor, yo empuj aba el pupitre contra la ventana, renacía la an­ gustia; la docilidad de mis héroes, infali blemente su­ blimes, desconocidos y reha bilitados, revelaba su in­ consistencia; entonces aquello llegaba: me fascinaba un ser vertiginoso, invisible; para verlo, tenía que describirlo. Terminé rápidamente la aventura, me lle­ vé a los personajes a una parte del globo completa­ mente distinta , en general submarina o subterránea, me apresuré a exponerlos a nuevos peligros: buzos o geólogos i mprovisados, seguían las huellas del Ser, las seguían y de pronto las encontra ban. Lo que en­ tonces me venía a la pluma -pulpo con oj os de fuego, crustkeo de veinte toneladas, araña gigante y que habla ba- era yo mismo, monstruo infa ntil, era mi a burrimiento de vivir, mi miedo a morir, mi insulsez y mi perversidad. No me reconocía ; la criatura in1 29

J EAN-PAUL S ARTR E

munda apenas engendrada se alzaba contra mí, con­ tra mis valientes espeleólogos, temía por su vida, se me embalaba el corazón, me o lvidaba de la mano y trazando palabras creía que las leía . Muchas veces, ahí quedaban las cosas; yo no entrega ba los hombres a l a Bestia, pero tampoco los sacaba de sus proble­ mas; en suma, bastaba con que los hubiera puesto en contacto; me levantaba, me iba a l a cocina, a la bi­ blioteca; al día siguiente dej aba una o dos páginas en blanco y lanzaba a mis personajes a una nueva em­ presa. Extrañas "novelas", siempre inconclusas, siem­ pre recomenzadas o continuadas, como se quiera , con otros títulos, revoltij o de cuentos negros y de aventuras blancas, de acontecimientos fantásticos y de artículos de diccionario; las he perdido y a veces me digo que es una lástima : si hubiera pensado e n guardarlas c o n llave, ahora m e entregarían toda mi infancia. Empezaba a descubrirme. Yo no era casi nada; a lo más, una actividad sin contenido, pero más no ha­ cía falta . Me esca paba de la comedia ; aún no tra ba­ j aba, pero ya no j ugaba, el mentiroso encontraba su verdad en la elaboración de sus mentiras. Nací de la escritura; antes de ella, sólo ha bía un j uego de espe­ j os; desde que hice mi primera novela supe que en el espacio de los espejos se había introducido un niño. Al escribir, existía, me escapaba de las personas ma­ yores; pero sólo existía para escribir, y si decía "yo" quería decir "yo que escribo " . No importa : conocí la alegría ; el niño público se dio citas privadas.

LAS PAi. A B RA S

Era demasiado hermoso para durar: habría sido sin­ cero si me h ubiera mantenido en la clandestinidad; me arrancaron de ell a . Llegaba a la edad en que los niños burgueses dan las primeras m uestras de s u vo­ cación; nos hab ían hecho saber desde hacía tiempo que mis primos Schweitzer, de Guérigny, serían inge­ nieros como su padre. La señora de Picard quiso ser la primera en descubrir la marca que tenía en la fren­ te. " Este pequeño escri birá " , dij o con convicción. Louise, impaciente, hizo su sonrisita seca . Blanche Picard se volvió hacia ella y repitió severamente: " ¡ Escri birá ! Está hecho para que escri ba . " Mi madre sa bía que Charles no me animaba mucho, temía las complicaciones y me consideró con sus ojos miopes. " ¿ Usted cree, Blanche, usted cree ? " Pero a la noche, al saltar yo a mi cama , en camisa, me a pretó los hombros con fuerzas y me dij o sonriendo: " Mi hom­ brecito va a escri bir. " A mi a buelo le informaron prudentemente, temía n u n estallido. Se contentó con mover la ca beza y el j ueves siguiente oí cómo decía al señor Simonnot que, en el crepúscu lo de la vida, na­ die asistía sin emoción al despertar de un talento. Si­ guió ignorando mis gara batos, pero cuando sus alumnos alemanes i ban a cenar a casa, me ponía la mano en el crá neo y repetía , separando las síl a bas para no perder una ocasión de enseñarles l ocuciones francesas con el método directo: "Tiene el bulto de la literatura . " N o creía n i una palabra d e lo que decía, ¿ pero qué importa ? El mal ya estaba hecho. Si lo combatían de frente, lo podían agravar: tal vez me empeñase en se­ guir con él. Karl proclamó mi vocación para tener IJI

J E A N-PA U L SARTRE

una posibilidad de que me apártara de ella. Era lo contrario de un cínico, pero envej ecía; sus entusias­ mos le cansaban; en el fondo de su pensamiento tenía un frío desierto poco visitado, y estoy seguro de que ahí se sabía qué pensar de mí, de la familia, de él mis­ mo. Un día en que yo leía, echado entre sus pies, en medio de uno de los interminables silencios petrifica­ dos que nos imponía, tuvo una idea que hizo que se olvidase de mi presencia; miró a mi madre con repro­ che: " ¿ Y si se empeñase en vivir de la pluma ? " Mi abuelo apreciaba a Verlaine, de quien tenía un libro de poemas selectos. Pero creía ha berlo visto, en 18 94, entrando " borracho como un cerdo" en una taberna de la calle Saint-Jacques; este encuentro le ha bía llenado de desprecio por los escritores profe­ sionales, taumaturgos risibles que pedían un luis de oro por mostrar su trasero . Mi madre puso cara de susto, pero no contestó; Charles tenía otras ideas sobre mí. En la mayor parte de los colegios, las cátedras de len­ gua alemana estaban ocupadas por alsacianos que ha bían optado por Francia y cuyo patriotismo ha­ bían querido recompensar; pero como se encontra­ ban entre dos naciones, entre dos lenguas, ha bían he­ cho estudios irregulares y su cultura tenía lagunas; su frían por ello; se quej aban también de que l a hosti­ lidad de sus colegas les tuviera al margen de la comu­ nidad enseñante. Yo sería un vengador, vengaría a mi a buelo; era nieto de a lsaciano y a l mismo tiempo francés de Francia ; Karl me procuraría un saber uni­ versal, yo seguiría la vía real; con mi persona, Alsacia mártir entraría en la Escuela Normal Superior, gana­ ría brillantemente las oposiciones del profesorado y 132

LAS PA LA BRAS

me convertiría en ese príncipe que es un profesor de le­ tras. Una noche anunció que me quería hablar de hombre a hombre; las mujeres se retiraron, me sentó en sus rodillas y me habló gravemente. Desde luego que escribiría, no había ni la menor duda; debía co­ nocerle lo bastante como para no temer que contra­ riase mis deseos. Pero había que ver las cosas de fren­ te, con lucidez: la literatura no daba de comer. ¿ Sa bía yo que algunos escritores famosos se habían muerto de hambre ? ¿ Que otros, para comer, se había n vendi­ do ? Si yo quería mantener mi independencia, debía elegir una segunda profesión. El profesorado dej aba tiempo libre; las preocupaciones de los universitarios eran similares a las de los literatos: yo pasaría cons­ tantemente de uno a otro sacerdocio; viviría en el tra­ to con los grandes autores; revelaría sus obras a mis alumnos y al mismo tiempo me inspiraría en ellas. Me distraería de mi soledad provincial componiendo poemas, una traducción de Horacio en versos libres; daría a los periódicos locales breves notas literarias, a la Revue pédagogique un ensayo brillante sobre la enseñanza del griego, y otro sobre la psicología de los adolescentes; al morir encontrarían tra bajos inéditos en mis caj ones, una meditación sobre el mar, una co­ media en un acto, algunas páginas eruditas y sensi­ bles sobre los monumentos de Aurillac, el material suficiente para hacer un pequeño volumen que se en­ cargarían de publicar mis antiguos alumnos. Desde hacía algún tiempo, cuando mi abuelo se ex­ tasiaba con mis virtudes, yo me sentía de hielo; fingía que escuchaba aún la voz que temblaba de amor al lla­ marme "regalo del Cielo " , pero había acabado por no 133

JEAN-PAUL SARTRE

oírla. ¿Por qué la escuché aquel día, en el momento en que más deliberadamente mentía ? ¿ Por qué malenten­ dido le hice decir lo contrario de lo que pretendía ense­ ñarme? Es que había cambiado; se había secado, endu­ recido, y la tomé por la del ausente que me había hecho nacer. Charles tenía dos caras: cuando j ugaba al abuelo, lo tomaba por un bufón de mi especie y no le respetaba. Pero si hablaba al señor Simonnot, a sus hi­ j os, si en la mesa se hacía servir por las mujeres, seña­ lando, sin decir ni una palabra, la aceitera o la canas­ ta del pan, entonces admiraba su autoridad. Me impresionaba sobre todo el gesto que hacía con el ín­ dice; tenía el cuidado de no extenderlo, de pasearlo vagamente por el aire, medio doblado, para que fuese más impreciso lo señalado y que las dos sirvientas tu­ viesen que adivinar sus órdenes; a veces, mi abuela, exasperada, se equivocaba y le ofrecía la compotera cuando él había pedido una bebida . Yo censuraba a mi abuela y me inclinaba ante esos deseos reales que más querían ser prevenidos que colmados . Si Charles hubiese gritado a lo lej os, abriendo los brazos: " ¡Aquí está el nuevo Hugo, el Shakespeare en flor! " , yo sería hoy dibujante industrial o profesor de letras. Pero tu­ vo cuidado; me encaré con el patriarca por primera vez; parecía triste y aún más venerable porque se ha­ bía olvidado de adorarme . Era Moisés dictando la nueva ley. Mi ley. Sólo ha bía mencionado mi vocación para insistir sobre sus desventajas; deduj e de su acti­ tud que me la daba por sentada. Si me hubiera predi­ cho que mojaría el papel con mis lágrimas o que roda­ ría por la alfombra, mi moderación burguesa se habría espantado. Me convenció de mi vocación al 134

LAS PALAB R A S

hacerme comprender que esos fastuosos desórdenes no eran para mí; para tratar de Aurillac o de pedago­ gía , desgraciadamente, no había necesidad de tener fiebre, ni de tumulto. Otros se encargarían de lanzar los llantos inmortales del siglo

xx.

Yo me resigné a no

ser nunca ni rayo ni tempestad, a brillar en la literatu­ ra por mis cualidades domésticas, por mi amabilidad y por mi aplicación. El oficio de escribir se me apare­ ció como una actividad de persona mayor, tan pesa­ damente seria, tan fútil y, en el fondo, tan desprovista de interés que no dudé ni un instante que me estuviera reservado; me dij e a la vez: "No es más que eso " y "tengo condiciones " . Confundí, como los visionarios, el desencanto con la verdad. Karl me ha bía vuelto como una piel de conej o: yo ha bía creído que escribía para fij ar mis sueños cuan­ do sólo soña ba, si le creía , para ej ercitar la pluma; mis angustias y mis pasiones imaginarias no eran más que ardides de mi talento, no tenían más razón de ser que la de hacerme volver cada día al pupitre y darme el tema de narración que convenía a mi edad esperando los grandes dictados de la experiencia y la madurez . Perdí mis fa bulosas il usiones: "Ah -decía mi abuelo-, no basta con tener ojos; hay que apren­ der a usarlos. ¿ Sabes qué hacía Flau bert cuando Maupassant era pequeño? Le instalaba delante de un árbol y le daba dos horas para que lo descri biera . " Entonces aprendí a ver. Predestinado a ser chantre de los edificios de Aurillac, miraba con melancolía los otros edificios: la carpeta, el piano, el reloj , que serían ta mbién -¿ por qué no?- inmortal izados por mis fu­ turas tareas. O bservé. Era un j uego fúnebre y decep135

JEAN-PAUL SARTRE

cionante: había que plantarse delante del sillón d e terciopelo e inspeccionarlo . ¿ Qué se podía decir ? Pues bien, que estaba cubierto por una tela verde y burda, que tenía dos brazos, cuatro patas, un respal­ do con dos pequeñas piñas de madera en lo alto. De momento eso era todo, pero volvería, lo haría mej or la siguiente vez, acabaría por conocerlo de memoria ; después lo describiría, dirían l o s lectores: " ¡ Qué bien o bservado está , qué bien visto ! ¡ Es realmente eso ! ¡ Son unos rasgos que no se inventan ! " Si pintaba ob­ j etos verdaderos con palabras verdaderas trazadas por una pluma verdadera , o se metía por medio el diablo o yo también me volvería verdadero. En una palabra , sabía de una vez por todas lo que había de cont�star a los revisores que me pidiera n el billete. Desde luego que aprecia ba mi felicidad. Lo malo es que no la gozaba . Esta ba titularizado, habían teni­ do la bondad de darme un porvenir y lo proclama ha encantador, pero, disimuladamente, lo a bomina b a . ¿ Había pedido y o este cargo d e escribiente ? L a rela­ ción con los grandes hombres me había convencido de que no se puede ser escritor sin volverse ilustre; pero cuando comparaba la gloria que me caía con los pocos opúsculos que dej aría detrás de mí, me sentí confundido; ¿ podía creer realmente que mis sobri­ nos-nietos me s egu Í rían leyendo y que se entusiasma­ rían con una obra tan pequeña y con unos temas que me a burrían por adelantado? A veces me decía que me salvaría del olvido gracias a mi " estilo " , esa enig­ mática virtud que mi a buelo negaba a Stendhal y que reconocía en Renan; pero estas palabras desprovistas de sentido no llegaban a tranquilizarme.

L A S PA L A B R A S

Sobre todo, tenía que renunciar a mí mismo. Dos meses antes era un espadachín, un atleta; ¡ se acabó ! Tenía que elegir entre Pierre Corneille y Pardaillan. Descarté a Pardaillan, a quien quería con toda mi al­ ma; opté por Corneille por humildad. En el Luxem­ burgo había visto a los héroes correr y luchar; abatido por su belleza, comprendí que pertenecía a la especie inferior. Hubo que proclamarlo, meter la espada en la fon.d a, j untarse con el ganado ordinario, hacer las pa­ ces con los grandes escritores, esos chiflados que no me intimidaban; ha bían sido unos hij os raquíticos, por lo menos nos parecíamos en eso; se habían vuelto adultos enfermizos, viej os catarrosos, en eso nos pare­ cíamos. Un noble había hecho que pegasen a Voltaire, tal vez me azotase a mí un capitán, antiguo matón de los jardines públicos. Me creí con condiciones por resignación; en el despacho de Charles Schweitzer, en medio de los li­ bros deslomados, desencuadernados, desparej os; el talento era la cosa menos apreciada del mundo. Es así como, bajo el Antiguo Régimen, muchos segun­ dones, que por nacimiento tenían que ded icarse a la clericatura, se ha brían condenado por mandar un ba­ tallón. Hay una imagen que durante mucho tiempo resumió para mí los fastos siniestros de la notorie­ dad: una mesa larga, cubierta por un mantel blanco y con botellones de naranj ada y botellas de espumoso encima; yo toma ba una copa, unos hombres de eti­ queta que me rodea ban -eran por lo menos quince­ brindaban a mi salud, yo adivinaba que detrás de no­ sotros esta ba la polvorienta y desierta inmensidad de una sala de alquiler. Ya se ve que de la vida sólo espe137

J E A N-PAUL S A RTRE

raba que resucitase para mí, con los años, la fiesta anual del Instituto de Lenguas Vivas. Así se forj ó mi destino, en el número uno de la ca­ lle Le Goff, en una vivienda del quinto piso, debaj o de Goethe y de Schil ler, encima de Moliere, de Raci­ ne, de La Fontaine, enfrente de Enrique Heine, de Victor Hugo, durante unas conversaciones recomen­ zadas cien veces; Karl y yo echábamos a las mujeres, proseguíamos al oído esos diálogos de sordos que me marca ban con cada una de sus palabras. Con peque­ ños toques bien colocados, Charles me persuadía de que yo no tenía ingenio. Y en efecto, no lo tenía , pe­ ro ya lo sa bía y me tenía sin cuidado; el heroísmo, au­ sente, imposible, era el único objeto de mi pasión; es la llama de las almas pobres, y mi miseria interior y el sentimiento de mi gratitud me impedían que renun­ ciase a él del todo. Ya no me atrevía a encantarme con mi gesta futura, pero en el fondo estaba aterrori­ zado: habían debido equivocarse o de niño o de vo­ cación. Como estaba perd ido, para obedecer a Karl acepté la aplicada carrera de un escritor menor. En una palabra , me lanzó a la literatura por el cuidado que puso en separarme de ella; hasta el punto de que aún hoy me ocurre que me pregunte, cuando estoy de mal humor, si no he consumido tantos días y tantas noches, llenado tantas hoj as de papel con mi tinta, lanzado al mercado tantos li bros que nadie deseaba con la única y loca esperanza de gustar a mi a buelo. Sería una farsa : más de cincuenta años después me encontraría embarcado, para cumplir la voluntad de un hombre muerto hace mucho tiempo, en una em­ presa que él no dej aría de condenar.

LAS PALABRAS

La verdad es q ue me parezco a Swann curado de su a mor y suspirando: " ¡ Y pensar que he estropeado mi vida por una mujer que no era de mi estilo ! " A ve­ ces soy un fastidioso en secreto: es una higiene rudi­ mentaria. Ahora bien, el fastidioso siempre tiene ra­ zón, pero sólo hasta cierto punto. Cierto es que no tengo condiciones para escribir; me lo han hecho sa­ ber, me han consid�rado fuerte en traducción y lo soy; mis libros huelen a sudor y esfuerzo, y admito que apestan para la nariz de nuestros aristócratas; muchas veces los he hecho contra mí, lo que quiere decir contra todos 1 , con una contención de espíritu que ha acabado por volverse hipertensión de mis ar­ terias. Me han cosido los mandamientos debajo de la piel; si me paso un día sin escribir, me quema la cica­ triz; si escribo con demasiada facilidad, me quema también . Esta ruda exigencia aún me golpea hoy por su rigidez, por su torpeza : se parece a esos cangrejos prehistóricos y solemnes que lleva el mar a las playas de Long Island; sobrevive como ellos a unos tiempos cumplidos. Envidié durante mucho tiempo a los por­ teros de la calle Lacépede, cuando la noche y el vera­ no les hacen salir a las aceras, sentados a horcaj adas en sus sillas; sus ojos inocentes veían sin tener la mi­ sión de mirar. Sólo que ocurre que aparte de algunos ancianos que moj an la pluma en agua de colonia y de algunos pequeños dandys que escriben como carniceros, los 1 Sed complacientes con vosotros mismos y los otros complacientes os amarán; desgarrad a vuestro vecino y los otros vecinos rei rán. Pero si azoráis a vuesrra alma, todas las almas gritarán.

139

JEAN-PAUL SARTRE

fuertes en traducción no existen. Eso es cosa de la na­ turaleza del Verbo: se habla en la propia lengua y se escribe en lengua extranj era. Concluyo de aquí que en nuestro oficio somos todos iguales: todos presi­ diarios, todos tatuados. Y además el lector ha com­ prendido · que detesto mi infancia y todo lo que sigue existiendo de ella; la voz de mi abuelo, esa voz gra­ bada que me despierta sobresaltado y que me hace ir a la mesa, es algo que no escucharía si no fuera la mía, si no hubiera tomado por mi cuenta, entre los ocho y los diez años, la arrogancia, el mandato lla­ mado imperativo que había recibido con humildad.

"Sé muy

bien que no soy más que una máquina de hacer libros. ,, (Chateaubriand)

Estuve a punto de declararme en quiebra. Como me parecía torpe negar del todo el don que Karl me re­ conocía de boca para afuera, en el fondo sólo veía un azar incapaz de legitimar otro azar: yo mismo. Mi madre tenía una voz hermosa, luego cantaba. No por eso dej aba de viajar sin billete. Yo tenía el bulto de la literatura, l uego escribiría, explotaría ese filón du­ rante toda mi vida. De acuerdo. Pero el Arte perdía -por lo menos para mí- sus poderes sagrados y yo se­ ría un vagabundo, un poco mej or provisto que lo usual, pero nada más. Para sentirme necesario habría hecho falta que me reclamasen. Mi familia me había mantenido durante algún tiempo con esta ilusión; me habían repetido que era un don del Cielo, m uy espe­ rado, indispensable para mi abuelo, para mi madre;

L A S PA L A B R A S

yo ya no lo creía, pero había conservado el senti­ miento de que se nace superfl uo, a menos que a uno se le eche al mundo especialmente para colmar una espera. Eran tales mi orgullo y mi desamparo por en­ tonces que quería o morir o ser necesario para la tie­ rra entera. Ya no escribía; las declaraciones de la señora de Pic;ard habían dado tal importancia a los soliloquios de mi pluma que no me atrevía a proseguirlos. Cuan­ do quise volver de nuevo a mi novela, y salvar por lo menos a la j oven parej a a la que había dej ado sin pro­ visiones ni casco colonial en mitad del Sahara, cono­ cí las angustias de la impotencia. En cuanto me sen­ taba, se me llenaba la cabeza de niebla, me mordía las uñas haciendo muecas: había perdido la inocen­ cia. Me levantaba, daba vueltas por la casa con alma de incendiario; desgraciadamente, nunca prendí el fuego; como era dócil por condición, por gusto y por costumbre, sólo más tarde llegué a la rebelión por ha­ ber llevado la sumisión hasta el extremo. Me com­ praron un "cuaderno de deberes" forrado con una tela negra y con los cantos roj os; no había ningún sig­ no exterior que lo distinguiese de mi "cuaderno de novelas" ; apenas lo miré, se fusionaron mis deberes escolares y mis obligaciones personales, identifiqué el autor con el alumno, al a lumno con el futuro pro­ fesor y era lo mismo escribir que enseñar gramática. La pluma, socializada, se me cayó de las manos y du­ rante varios meses no volví a cogerla. Mi a buelo son­ reía detrás de la barba cuando llevaba mi desagrado hasta su despacho; sin duda se decía que su política estaba dando sus primeros frutos.

J E AN -PAUL S A RT R E

Fracasó porque tenía la cabeza épica . Rota mi es­ pada, caído de nuevo en el estado llano, m uchas ve­ ces h ice el siguiente sueño ansioso: estaba en el Lu­ xemburgo, j unto a l estanque, frente a l Senado; tenía que proteger de un peligro desconocido a una niña rubia que se parecía a Vevé, que había m uerto el año anterior. La pequeña, tranquila y confiada, levanta­ b a hacia m í sus ojos graves; muchas veces tenía un aro. El que tenía miedo era yo, temía a bandonarla a unas fuerzas invisibles. Sin embargo, ¡ cuánto la que­ ría, y con qué amor desolado ! Aún l a quiero: la he b uscado, perdido, vuelto a encontrar, tenido en mis brazos, vuelto a perder: es l a Epopeya . A los ocho años, en el momento de resignarme, tuve u n sobre­ salto violento: para salvar a esta pequeña muerta me lancé a una operación simple y demente que desvió el curso de m i vida: entregué a l escritor los poderes s agrados del héroe. En u n principio h u b o un descubrimiento, o m á s bien u n a reminiscencia, porque había tenido el pre­ sentimiento dos años a ntes : los grandes a u tores se p arecen a los caballeros errantes en que tanto unos como o tros provocan muestras apasionadas d e gra­ t i tu d . Para Pardaillan ya no tenía que h a cerse l a prue b a : l a s lágrim a s d e l a s h uérfanas agradecidas h abían estragad o el dorso de s u mano. Pero s i �ree- . m o s al Larousse y las noticias necrológicas que leía �n los periódicos, el escritor no era más fa vorecido: a poco que viviese m ucho tiempo , i nvaria blemente aca b a ba p or recibir u n a carta de u n desconocid o q u e le d a b a l a s gracias; a partir de ese momento los agradecim ientos y a n o se d etenían , s e amontona-

LAS PAL A B R A S

han en s u mesa , llenaban su departamento; unos extranjeros llegaban de más allá de los m ares p ara saludarle; sus compatriotas se cotizaban, después de su m uerte, para elevarle u n m o numento; h abía calles con s u nombre en su ciudad natal, y a veces en la capital de su país. Esas gra tulaciones no me interesaban por ellas misma s : me record a b a n de­ masiado a la comedia familiar. Sin e m bargo, hubo u n grabado que me conmovió: el célebre n ovelista D ickens va a desembarcar unas horas después en Nueva York; a lo lej os se ve el b arco que lo trae: l a m u ltitud se amontona en el muelle p a r a recibirle, a bre todas sus bocas y agita mil gorras, es tan den­ sa que se a hogan los niños y, sin embargo, está soli­ taria, huérfana y vacía, despoblada por la a usencia del hombre que espera . Yo m urmuré: " ¡ Aquí falta alguien: e s Dickens ! " , y se me saltaron las lágrimas. Sin embargo, rechacé estos efectos, fui derecho a su causa : para ser tan enloquecidamente aclama dos, me dije, los hombres de letras tenían que enfrentar los peores peligros y tenían que rendir a la humani­ dad los servicios más eminentes . En m i vida ha bía a sistido una vez a un desencaden amiento de entu­ siasmo semej ante: vola b an los sombreros, las muj e­ res y los hombres gritaban " ¡ Bravo ! ¡ Hurra ! " : era el 14 de j ulio y desfila ba l a infa ntería argelin a . Este recuerdo acabó de convencerme; a pesar de sus ta­ ras físicas, de sus melindres, de su aparente femini­ dad, mis cofrades eran como soldados, arriesgaban l a vida como fra ncotiradores e n unos combates misteriosos; más aún que su talento, se aplaudía su valor militar. ¡ Entonces es verdad ! , m e dije . ¡ Se tie143

J E AN-PAUL S A RT R E

n e necesidad de ellos! S e les e sp era en P arís, en Nueva York, en Moscú, con a ngustia o con éxtasis, a ntes de que hayan p u blicado el primer libro, a ntes de que h ayan empezado a escribir, hasta antes de que hayan nacido . Pero entonces . . . ¿yo? ¿ Yo, que tenía la misión de escribir ? Bueno, pues me esperaban. Transformé a C orneille en Pardaillan; conservó las piernas torci­ das, el pecho estrecho y l a cara de cuaresma, pero le quité la avaricia y su apetito de ganancia ; confundí deliberadamente el arte de escribir y la generosidad. Después de eso para mí fue un j uego convertirme en Corneille y darme un mandato: proteger a la especie. Mi nueva impostura me preparaba un porvenir de lo más curioso; gané todo en el acto. Como había naci­ do mal, ya he dicho los esfuerzos que hice para rena­ cer: las súplicas de la inocencia en peligro me habían provocado mil veces. Pero era en broma; como era un falso caballero, hacía falsas proezas cuya incon­ sistencia había acabado por desagradarme. Pero ocu­ rría que me entregaban mis sueños y que se realiza­ ban. Porque mi vocación era real, no podía dudarlo, ya que lo garantizaba el gran sacerdote. Como niño imaginario, me volvía un verdadero paladín cuyas h azañas serían libros verdaderos. ¡ Yo era necesario ! Se espera ba mi o bra, cuyo primer tomo, a pesar de mis esfuerzos, no había de aparecer hasta 1935 . Ha­ cia 19 30 la gente empezaría a impacientarse, comen­ taría: " ¡ Cuánto tarda éste ! " " ¡ Hace veinticinco años que le alimentamos para que no haga nada ! ¿Nos va­ mos a morir sin ha berle leído ? " Yo les contesta b a c o n mi v o z d e 1913: " ¡ Eh, dejadme el tiempo de tra1 44

LAS PA L A B R A S

bajar ! " Pero amablemente; veía que necesitaban -Dios sabe por qué- mi ayuda y que esa necesidad me había engendrado a mí, único medio de s atisfa­ cerla. Me dediqué a sorprender en el fondo de mí mismo esta espera universal, mi fuente viva y mi ra­ zón de ser; a veces me creía a p unto de lograrlo y lue­ go, al cabo de algún tiempo, dejaba todo. No impor­ ta : me bastaban esas falsas iluminaciones. Una vez tranquilizado, miraba afuera: tal vez se me echase en falta ya en a lgunos lugares. Pero no, era demasiado pronto. Hermoso objeto como era de un deseo que aún se ignoraba, aceptaba alegremente mantener el por a lgún tiempo. A veces mi a buela me llevaba a su gabinete de lectura y veía d ivertido a unas señoras altas, pensativas , insatisfechas, desli­ zarse de una a otra pared buscando un autor que las saciase: seguía siendo inencontrable porque era yo, aquel niño que estaba entre sus faldas y al que ellas ni siquiera miraban. Me reía de malicia, lloraba de ternura; me había pasado mi corta vida inventando gustos y teniendo opiniones preconcebidas que se diluían enseguida. Pero ocurrió que me habían sondeado y que la sonda

incógnito

había encontrado la roca; yo era escritor como Char­ les Schweitzer era abuelo: de nacimiento y para siem­ pre. Sin embargo, ocurría que baj o el entusiasmo apareciese cierta inquietud: el talento que yo creía avalado por Karl negaba que fuese un accidente y me las había arreglado para convertirlo en mandato, pe­ ro al faltar quien me animase y que otros me necesi­ tasen realmente, no podía olvidar que me lo daba yo mismo. Este Otro que pretendía ser para los demás 145

JEAN-PAUL SARTRE

surgía de un mundo antediluviano en el momento en que me escapaba de la Naturaleza para volverme yo finalmente; miraba a mi Destino de frente y lo reco­ nocía: no era más que mi libertad , erigida ante mí por medio de mí mismo como un poder extraño. En una palabra, no llegaba ni a elevarme del todo. N i a desi­ lusionarme del todo . · Oscilaba. Mis vacilaciones re­ s ucitaron un viej o problema : ¿ cómo unir las certi­ dumbres de M iguel Strogoff con la generosidad de Pardaillan ? Yo era caballero, pero nunca hab ía to­ mado las órdenes del rey; ¿ había que aceptar ser au­ tor por orden ? El malestar nunca duraba mucho; era presa de dos místicas opuestas, pero me arreglaba muy bien con sus contradicciones. Hasta me arregla­ ba ser a la vez regalo del Cielo e hij o de mis obras. Los días de buen humor, todo provenía de mí, yo me había sacado de la nada por mis propias fuerzas para llevar a los hombres las lecturas que ellos deseaban: como niño sometido, obedecería hasta l a m uerte, p ero a mí. En las horas desoladas, cuando sentía el descorazonador sinsabor de m i disponibilidad, sólo podía calmarme forzando a la predestinación: con­ voca ba a la especie y le pasa ba la responsabilidad de mi vida; no era más que el producto de una exigencia colectiva . La mayor parte del tiempo administraba la paz de mi corazón teniendo el cuidado de no excluir del todo ni la libertad que exalta ni la necesidad que j ustifica . Pardaillan y Strogoff podía n a ndar bien juntos : el peligro estaba en otra parte, y me hicieron testigo de una confrontación desagradable que después me obligó a tomar precauciones. El gran responsable es

L A S PA L A B R A S

Zévaco, de quien yo no desconfiaba; ¿ quiso moles­ tarme o prevenirme ? El hecho es que un buen día , en Madrid, en una posada, cuando sólo tenía ojos para Pardaillan, que descansaba, el pobre , tomando una copa de vino bien ganada, este autor atraj o mi aten­ ción sobre un consumidor que era nada menos que Cervantes. Se conocen los dos hombres, sienten una estimación recíproca y van a tratar de hacer j untos un golpe de mano virtuoso. Y aún peor. Cervantes, feliz, dice a su nuevo amigo que quiere escribir u n li­ bro; hasta ese momento el personaje principal esta ba borroso, pero, a Dios gracias, Pardaillan había apa­ recido y le serviría de modelo. Se apoderó de mí la in­ dignación, estuve a punto de tirar el libro: ¡ qué fa lta de tacto ! Yo era escritor-caballero, me corta ban en dos, cada mitad se volvía un hombre entero, encon­ tra ba a l a otra y la ponía en duda. Parda illan no era tonto, pero no ha bía escrito el Quij ote; Cervantes se batía bien, pero no ha bía ni que pensar que él solo hi­ ciera huir a veinte guardias. Su amistad demostraba sus límites. El primero pensa ba: " Está un poco flacu­ cho, este pedante, pero no dej a de ser valiente. " Y el segundo: " Caramba, para ser soldado, este hombre no razona tan mal . " Ademá s, no me gustaba nada que mi héroe sirviera de modelo a l Caballero de l a Triste Figura . E n los tiempos d e l " cine" me ha bían regalado un Don Quijote expurgado, pero no ha bía leído más de cincuenta páginas; ¡ ridicul izaban mis proezas pública mente ! Y ahora Zévaco ... ¿ En quién confiar ? La verdad es que yo era una bellaca, una mujerzuela para soldados: mi corazón, mi corazón cobarde prefería el aventurero al intelectual; me da147

J E A N-PAUL S A RTRE

ha vergüenza no ser más que Cervantes. Para impedir el traicionarme hice que en mi cabeza y en mi voca­ bulario reinase el terror, perseguí a la palabra heroís­ mo y a sus sucedáneos, rechacé a los ca balleros errantes, me hablé sin cesar de los hombres de letras, de los peligros que corrían, de su pluma acerada que embroquelaba a los malos. Proseguí la lectura de

Pardaillan y Fausta, de Los miserables, de La leyen­ da de los siglos, lloré con Jean Valjean, con Évirad­ nus, pero una vez cerrado el libro, borraba sus nom­ bres de m i memoria y pasaba lista a m i verdadero regimiento. Silvio Pellico: encarcelado de por vida . André Chénier: guillotinado. É tienne Doler: quema­ do vivo. Byron: muerto por Grecia. Me dediqué con una pasión fría a transfigurar mi vocación vertiendo en ella mis viej os sueños; nada me hizo retroceder; re­ torcí las ideas, falseé el sentido de las palabras, me se­ paré del mundo por temor a los malos encuentros y a las malas comparaciones. A la vacancia de mi alma sucedió la movi lización total y permanente: me volví una dictadura militar. El malestar persistió baj o otra forma: aceché mi talento, nada mej or. Pero ¿ para qué serviría ? Me ne­ cesitaban los hombres, ¿para qué? Tuve la desgracia de interrogarme sobre mi función y mi destino. Pre­ gunté: " Finalmente, ¿ de qué se trata ? " , y, de momen­ to, lo creí todo perdido. No se trata ba de nada. No es héroe quien quiere; no bastan ni el valor ni el don, tiene que haber hidras y dragones. Y no los veía por ninguna parte. Voltaire y Rousseau ha bían peleado duro en su tiempo: es que aún ha bía tiranos. Hugo, desde Guernesey, ha bía ful minado a Badinguet, a

LAS PA L A B R A S

quien mi abuelo me había enseñado a detestar. Pero yo no e ncontraba ningún mérito en proclamar mi odio, porque ese emperador se había muerto hacía ya cuarenta años. Charles Schweitzer quedaba mudo cuando se trataba de la historia contemporánea . Era partidario de Dreyfus, pero nunca habló de él. ¡ Qué lástim a ! Con qué entusiasmo habría desempeñado el papel de Zola : me maltratan a la salida del Tribunal, me vuelvo en el pescante del coche, rompo los riño­ nes de los más excitados -o no, sino que encuentro una palabra terrible que hace que retrocedan-. Y na­ turalmente, yo me niego a huir a Inglaterra ; descono­ cido, abandonado, qué delicia es ser de nuevo Grisé­ lidis, andar por París sin dudar en ningún momento que me espera el Panteón 1 • M i abuela recibía todos los días L e Matin y, s i no me equivoco, el Excelsior; me enteré así de la exis­ tencia de la gente baj a, a la que odié, como le ocurre a toda la gente que es como es debido. Pero esos ti­ gres con cara humana no eran cosa mía; bastaba con el intrépido señor Lépine para dominarlos. Los obre­ ros se enfadaban a veces, los capitales volaban en el acto, pero no supe nada de eso y aún ignoro lo que pensaba mi abuelo. Cumplía puntualmente con sus deberes de elector, salía rej uvenecido del cuarto oscu­ ro, un poco fatuo, y cuando le incomodaban nuestras mujeres diciéndole: " ¡ Bueno, pero dinos por quién votas ! " , contesta ba secamente: " ¡ Es cosa de hom­ bres ! " Sin embargo, cuando se eligió al nuevo presi­ dente de la República nos dio a entender, en un mo1

En el Panteón sepultan en Francia a los hombres ilustres. (N.

149

del T.)

JEAN-PAUL S A RTRE

mento de a bandono, que deploraba la presentación de la candidatura de Pams. " Es un vendedor de ciga­ rrillos " , gritó enfurecido. Este intelectual pequeño burgués quería que el primer funcionario de Francia fuese uno de sus pares, un pequeño burgués intelec­ tual, Poincaré . Mi madre me asegura hoy que votaba por los radicales y que ella lo sabía muy bien. No me extraña: había elegido el partido de los funcionarios; además, los radicales se sobrevivían ya a sí mismos: Charles tenía la satisfacción de votar por un partido de orden dando su voto al partido del movimiento. En una palabra , si le creemos, la política fr ancesa no andaba nada mal. Todo esto me afligía ; me ha bía armado para de­ fender a la humanidad contra unos peligros terribles y todo el mundo me asegura ba que se encaminaba suavemente hacia la perfección. Abuelo me ha bía educado dentro del respeto a la democracia burgue­ sa: yo habría desenfundado por ella mi pluma fácil­ mente, pero baj o la presidencia de Fallieres votaron los campesinos también: ¿ qué más se podía pedir? ¿ Y . qué hace un republicano s i tiene l a suerte d e vivir en república ? Hace girar los pulgares o enseña el griego y describe los monumentos de Aurillac en los ratos perdidos. Yo había vuelto al punto de partida y creía una vez más que me iba a ahogar en este mundo sin conflictos que reducía al escritor a estar sin quehacer. Fue Charles también quien me sacó del a puro. Sin quererlo, naturalmente . Dos años antes, para abrir­ me los oj os al humanismo, me había expuesto unas ideas de las que ya no decía nada, por temor a animar mi locura, pero que se habían gra bado en mi mente.

LAS PAL A B R A S

Volvieron a adquirir su virulencia sin hacer ruido y, para salvar lo esencial, transformaron poco a poco al escritor-caballero en escritor-mártir. Ya he dicho có­ mo este pastor fracasado, fiel a la voluntad de su pa­ dre, había guardado lo D ivino para verterlo en la Cultura. De esta amalgama había nacido el Espíritu Santo, atributo de la Substancia infinita, patrón de las letras y de las artes, de las lenguas muertas o vivas y del Método Directo, blanca paloma que colmaba a la familia Schweitzer con sus apariciones, revolotea­ ba el domingo por encima de los órganos, de las or­ questas, y se posaba, los días laborables, en el cráneo de mi abuelo. Las viej as pala bras de Karl, reunidas, compusieron en mi ca beza un discurso : el mundo era la presa del Mal: una sola solución posible: morir en sí mismo, en la Tierra, contemplar las imposibles Ideas desde el fondo de un na ufragio. Como no podía lo­ grarse sin un enfrentam iento difícil y peligroso, se había entregado esta labor a un cuerpo de especialis­ tas. La clericatura tomaba a su cargo a la humanidad y la sa lva ba por la reversibilidad de los méritos: las fieras de lo temporal, pequeñas y grandes, tenían el tiempo de matarse entre sí o de llevar estúpidamente una vida sin verdad, ya que los escritores y los artis­ tas meditaban sobre la Belleza y el Bien en su luga r. Sólo hacían falta dos condiciones para arrancar a la especie de la animalidad: que se conservasen en loca­ les vigilados las reliq uias -telas, libros, estatuas- de los clérigos muertos: que quedase un clérigo vivo por lo menos para seguir la la bor y fabricar las rel iquias futuras. Sucias necedades: me las tragué sin comprender-

J E AN-PAUL S A RT R E

las demasiado y aún las creía a los veinte años. Por su causa he tenido m ucho tiempo a la obra de arte por un acontecimiento metafísico cuyo nacimiento inte­ resaba al universo. Desenterré esta feroz religión y la hice mía para dorar mi opaca vocación; absorbí unos rencores y unas acritudes que no me pertenecían a mí, ni tampoco a mi abuelo, y las viej as bilis de Fla u­ bert, de los Goncourt, de Ga utier, me envenenaron; s u odio a bstracto al hombre, introducido en mí bajo la máscara del amor, me infectó con nuevas preten­ siones. Me volví cátaro, confundí la literatura con la oración, hice un sacrificio humano. Decidí que mis hermanos me pedían, sencillamente, que dedicase mi pluma a su rescate; padecían una insuficiencia de ser que, de no haber sido por la intercesión de los Santos, les habría hecho caer permanentemente en la aniqui­ lación; si abría los ojos todas las mañanas, si al correr a la ventana veía pasar por la calle a unos Señores y a unas Señoras aún vivos, era que, desde el crepúsculo hasta el a lba, un tra bajador había luchado en su ha­ bitación para escribir una página inmortal que nos suponía la prórroga de un día . Volvería a empezar al caer la tarde, hoy, mañana, hasta morir por el des­ gaste; yo lo relevaría, yo también mantendría a la es­ pecie al borde del abismo con mi ofrenda mística , c o n mi obra; el militar dej aba suavemente s u lugar a l sacerdote : m e ofrecía de víctima expiatoria como u n Parsifal trágico. E l día e n que descubrí a Chantecler, se me hizo un nudo en el corazón, un nudo de víbo­ ras que ha necesitado treinta años para deshacerse: este gallo, desgarrado, sangrante, apaleado, encuen­ tra el medio de proteger a todo el gallinero, basta con

LAS PA LABRAS

su canto para derrotar a un gavilán y la multitud ab­ yecta lo inciensa después de ha berse burlado de él; una vez desaparecido el gavilán, vuelve al combate el poeta, la Belleza le inspira, multiplica sus fuerzas, cae sobre el a dversario y lo vence. Yo lloré; encontra ba reunidos en uno a Grisélidis, Corneille y Pardaillan: Chantecler sería yo. Todo me pareció simple: escribir es aumentar con una perla la cruz de las Musas, dejar a la posteridad el recuerdo de una vida ej emplar, de­ fender al pueblo contra sí mismo y contra sus enemi­ gos, atraer sobre los hombres la bendición del Cielo con una misa solemne. No se me ocurrió l a idea de que se pudiera escribir para ser leído. Se escribe para los vecinos o para Dios. Yo tomé el partido de escribir para Dios con la intención de sal­ var a mis vecinos. No quería lectores, sino agradeci­ dos. El desprecio corrompía mi generosidad. Ya , en la época en que protegía a las huérfanas, empezaba por quitármelas de encima haciendo que se escondie­ sen. Como escritor, no cambié; antes de salvar a la humanidad empezaría por vendarle los ojos; sólo en­ tonces me volvería contra los pequeños reitres negros y veloces, contra las palabras; cuando mi nueva huér­ fana se atreviese a quitarse la venda, yo ya estaría le­ j os; al principio, salvada por una proeza solitaria , no se daría cuenta del pequeño volumen nuevo que esta­ ría en un esta nte de la Naciona l y que l levaría mi nombre. Yo abogo por las circunstancias atenuantes. Hay tres. En primer lugar, ponía en tela de j uicio mi dere­ cho a vivir, a través de un fantasma límpido. En esta humanidad sin visado que espera a que tenga ganas

J E AN -PAUL S A RT R E

el Artista, se habrá reconocido a l niño ahíto de felici­ dad que se a burría en lo alto; acepté el mito odioso del Santo que salva al populacho porque después de todo el populacho era yo; me declaré salvador patentado de las multitudes para salvarme yo también y, como dicen los jesuitas, además. Y tenía nueve años. Era hijo único y no tenía ami­ gos; no me imaginaba que pudiera terminar mi aisla­ miento. Tengo que confesar que era un autor muy ig­ norado. Me había puesto a escribir otra vez. Mis nuevas novelas, como no podían ser mej ores, se pa­ recían a las anteriores línea tras línea , pero nadie se enteraba. Ni siquiera yo, porque me fastidiaba releer­ me; iba tan rápida la pluma que muchas veces me do­ lía la muñeca; tiraba al suelo los cuadernos llenos, aca baba por olvidarlos, desaparecían; no acababa nada por esta razón: ¿ para qué contar cómo termina una historia si se ha perdido el comienzo ? Además, si Karl se hubiera dignado echar un vistazo a esas pági­ nas, no h a bría sido lector, sino j uez supremo, y yo habría temido que me condenase. La escritura, mi trabajo forzado, no conducía a nada y, por lo mismo, se tomaba a sí m isma por fin . Yo escribía por escribir. No lo lamento. Si me hubiesen leído, ha bría tratado de gustar, me ha bría vuelto maravilloso . Como era clandestino, fui verdadero. Finalmente, el idealismo del escribiente se fundaba en el realismo del niño. Ya lo he dicho antes; descubrí el mundo a través del lenguaje, pero durante mucho tiempo tomé al lenguaje por el mundo. Existir era po­ seer una denominación controlada en alguna parte de las Ta blas infinitas del Verbo; escribir era grabar en

·

LAS PA LABRAS

ellas a seres nuevos o -fue mi más tenaz ilusión- atra­ par a las cosas, vivas, en la trampa de las frases: si combinaba ingeniosamente las palabras, el o bj eto se enredaba en los signos, y me hacía con él. En el Lu­ xemburgo empecé fascinándome con un brillante si­ mulacro de plátano; yo no lo observaba, sino que, por el contrario, confiaba en el vacío, esperaba; al cabo de un rato surgía su verdadero follaje con el aspecto de un simple adjetivo o, a veces, de toda una frase: había en­ riquecido al universo con un tembloroso verdor. Nunca deposité mis hallazgos en el papel; pensaba que se acumulaban en mi memoria . La verdad es que los olvidaba. Pero me da ban un presentimiento de mi función futura : impondría nombres. En Aurillac, des­ de hacía varios siglos, unos vanos montones blancos exigían contornos fijos, un sentido; yo haría de ellos unos monumentos verdaderos. Era terrorista y sólo quería alcanzar su ser: lo constitu iría por medio del lenguaj e; era retórico y sólo me gusta ban las pala­ bras: erigiría catedrales de pala bras bajo el ojo azul de la pala bra cielo. Construiría para varios milenios. Cuando cogía un libro, por mucho que lo abriese y lo cerrase veinte veces, veía que no se altera ba . Al desli­ zarse sobre esa su bstancia incorpórea que es el texto, mi mirada no era más que un minúsculo accidente su­ perficial, no desordenaba nada, no desgastaba en ab­ soluto. Yo, por el contrario, pasivo, efímero, era un mosquito deslumbrado, atravesado por las l uces de un faro. Salía del despacho, apagaba; el libro, invisi­ ble en las tinieblas, seguía brillando; para él solo. Yo daría a mis li bros la violencia de esos chorros de luz corrosivos y más tarde, en las bibliotecas en ruinas, 1 55

JEAN-PAUL SARTRE

sobrevivirían al hombre. Me complací en la oscuridad, deseé prolongarla , convertirla en mérito. Envidié a l o s presidiarios céle­ bres que escribieron en los calabozos en papel de es­ traza. Habían mantenido la obligación de rescatar a sus contemporáneos y habían perdido la de frecuen­ tarlos. Naturalmente, el progreso de las costumbres disminuía mis posibilidades de mostrar mi talento es­ tando recluido, pero no desesperaba del todo: la Pro­ videncia, asombrada por la modestia de mis ambi­ ciones, tendría interés en que se realizaran. Mientras tanto, me _secuestraba por anticipado. Mi madre, engañada por mi a buelo, no perdía una ocasión de pintar mis alegrías. futuras; para se­ ducirme, ponía en mi vida lo que falta ba en la suya : la tranquilidad, el tiempo disponible, la concordia; sería un j oven profesor, soltero todavía, y una señora de edad me alquilaría una ha bitación muy cómoda que olería a lavanda y a ropa fresca; iría al colegio de dos zancadas y así volvería : por la noche, me queda­ ría en el umbra l, charlando con la dueña de la casa, que estaría encantada conmigo; además me querría todo el mundo, porque yo sería cortés y bien educa­ do. Yo sólo oía una palabra: tu habitación, olvidaba el colegio, la viuda del oficial superior, el olor de pro­ vincia, ya sólo veía un círculo de luz en mi mesa; me inclinaba en el centro de una habitación en sombras, con las cortinas corridas, sobre un cuaderno de tela negra . Mi madre seguía su relato, saltaba diez años: me protegía un inspector general, me recibía la alta sociedad de Aurillac, mi mujer me quería tiernamen­ te, yo le hacía unos hijos sanos, dos hijos y una hij a ,

LAS PA L A B R A S

ella recibía una herencia, yo compraba un terreno j unto a la ciudad, edificábamos y la familia entera iba todos los domingos a i nspeccionar las obras. Yo no escuchaba nada; baj o, bigotudo como mi padre, in­ clinado sobre un montón de diccionarios, mi bigote encanecía, mi muñeca seguía moviéndose, los cua­ dernos caían al suelo uno tras otro. La humanidad dormía, era de noche, mi muj er y mis hijos dormían, a menos que hubiesen muerto, la viuda del oficial su­ perior también dormía; el sueño me había abolido en todas las memorias. Qué soledad: dos mil millones de hombres a lo largo y yo, por encima de ellos , co­ mo único vigía. El Espíritu Santo me miraba. Precisamente acaba­ ba de tomar la decisión de a bandonar a los hombres ' y subir a l Cielo; a mí sólo me quedaba el tiempo de ofrecerme, le enseñaba las l lagas de m i a lma, las lá­ grimas que empapaban el papel, él leía por encima de mi hombro y su cólera desaparecía . ¿ Se ha bía apaci­ guado por la profundidad de los sufrimientos o por la magnificencia de la obra ? Yo me decía que por la obra; y a hurtadillas añadía que por los sufrimientos. Claro está que el Espíritu Santo sólo apreciaba los es­ critos verdaderamente artísticos, pero yo había leído a M usset, sa bía que " los cantos más hermosos son los más desesperados " , y había decidido captar la Be­ lleza con una desesperación que fuera una trampa . La palabra genio siempre me había parecido sospe­ chosa; llegué a tenerle realmente asco. Si yo tuviera el don, ¿ dónde estaría la angustia, la prueba, la tenta­ ción frustrada o el mérito ? Soportaba mal tener un cuerpo y la misma cabeza siempre, no me dej aría en1 57

J E A N - PA U L SA RTR E

cerrar todo el tiempo en el mismo paquete. Aceptaba mi nombramiento a condición de que no se apoyase en nada, que brillase gratuitamente en el vacío abso­ luto. Sostenía conciliábulos con el Espíritu Santo. " Escribirá s " , me decía . Y yo me retorcía las manos: " Señor, ¿ qué tengo yo para que me hayas elegido ? " "Nada d e particular. " " Entonces, ¿ por qué yo ? " " Sin ninguna razón. " " ¿Tengo al menos alguna facilidad de pluma ? " "Ninguna . ¿ Crees acaso que las grandes obras nacen de las plumas fáciles ? " " Señor, si soy tan nulo, ¿ cómo podría hacer un libro ? " " Aplicándote. " " Entonces, ¿ cualquiera puede escribir ? " " Cualquie­ ra, pero te he elegido a ti. " Este truco me resultaba muy cómodo; me permitía proclamar mi insignifi­ cancia y al mismo tiempo venerar en mí al autor de futuras obras maestras. Yo estaba elegido, señalado, pero no tenía talento, todo llegaría por mi paciencia sin fin y mis sufri mientos; me nega ba toda singulari­ dad: los rasgos de carácter embarazan; yo no era fiel a nada, excepto al compromiso real que me cond ucía a la gloria por el suplicio. Pero h a bía que encontrar los suplicios: era el único problema, pero parecía sin solución porque me ha bían pri vado de la esperanza de vivir miserablemente. Oscuro o famoso, cobraría del presup uesto de la Enseñanza y nunca pasaría hambre. Me pro metí unas penas de amor a troces, a unque sin entusiasmo, porque no me gusta ban los amantes pasmados; Cyrano me escandaliza b a , era un falso Pardaillan que se volvía tonto con las muje­ res: el verdadero arrastraba a todos los corazones de­ trás de él sin ni siquiera darse cuenta ; a unque es j us­ to reconocer que la muerte de Violetta, su amante, le

LAS PAL A B R A S

había deshecho el corazón para siempre. Una viudez, una llaga incurable: por la causa de una. muj er, pero no por su culpa; eso me permitiría rechazar las insi­ nuaciones de todas las demás. Para siempre. Pero de todas formas, aun admitiendo que mi j oven mujer au­ rillaciense desapareciese a causa de un accidente, no sería una desgracia suficiente para ser elegido; sería al­ go fortuito y además demasiado común. Mi furia con­ siguió todo; algunos autores, burlados, maltratados, se habían estancado en el oprobio y en la noche hasta exhalar el último aliento, y la gloria sólo había coro­ nado sus cadáveres. Esto es lo que yo sería. Escribiría concienzudamente sobre Aurillac y sobre sus estatuas. Como era incapaz de tener odio, no trataría ni de re­ conciliar ni de servir. Sin embargo, mi primer libro provocaría un escándalo en cuanto apareciera, yo se­ ría un enemigo público; los . periódicos de Auvergne me insultarían, los comerciantes se negarían a servir­ me, unos exaltados tirarían piedras contra mis venta­ nas; tendría que huir para escapar del linchamiento. Aterrado, al principio pasaría meses enteros imbecili­ zado, repitiendo constantemente: "Sólo es un malen­ tendido. Si todo el mundo es bueno . . . " Y en efecto, só­ lo sería un malentendido, pero el Espíritu Santo no permitiría que se deshiciera. Yo me curaría; un día me sentaría ante mi mesa y empezaría un nuevo libro, so­ bre el mar o sobre la montaña. É ste no encontraría editor. Perseguido, disfrazado, tal vez proscrito, haría más, muchos más, traduciría a Horacio en verso, ex­ pondría ideas modestas y de lo más razonables sobre la pedagogía. Pero no habría nada que hacer: mis cua­ dernos se amontonarían en el baúl, inéditos. 1 59

JEAN-PAUL SARTRE

La historia tenía dos conclusiones; según el hu­ mor que tuviera, elegía la una o la otra. En los días desagradables, me veía morir en una cama de hierro, odiado por todos, desesperado, j usto en el momento en que la Gloria embocaba la trompeta. Otras veces me concedía un poco de felicidad. A los cincuenta años, escribía mi nombre en un manuscrito para pro­ bar una pluma nueva, pero el manuscrito se perdía poco después. Lo encontraba alguien, en un granero, en la calle, en una alacena de la casa que acababa de dejar, y lo leía, lo llevaba, conmovido, a Artheme Fa­ yard, el célebre editor de Michel Zévaco. Era el triun­ fo: diez mil ejemplares vendidos en dos días. Cuántos remordimientos en los corazones. Se lanzaban a bus­ carme cien periodistas, pero no me encontraban. Es­ taba aislado e ignoraba d urante mucho tiempo ese cambiQ de opinión. Un día, por fin, entro en un café para protegerme de la lluvia, veo un periódico aban­ donado y con qué me encuentro: "Jean-Paul Sartre, el escritor oculto, el chantre de Aurillac, el poeta del mar". En la página tres, a seis columnas, con letras mayúsculas. Me alborozo. No, estoy voluptuosa­ mente melancólico. De todas formas, vuelvo a casa y, con la ayuda de la viuda del oficial superior, cierro y ato el baúl de los cuadernos y lo mando a Artheme Fayard sin darle mi dirección. Me interrumpía en ese momento del relato para hacer unas combinaciones deliciosas: si enviaba el paquete desde la ciudad don­

de vivía, los periodistas encontrarían mi refugio en­ seguida . Entonces me llevaba el baúl a París y hacía que lo llevase un mandadero a la editorial; antes de tomar el tren, iba a los lugares donde había transcu1 60

LAS PA LABRAS

rrido mi infancia: calle Le Goff, calle Soufflot, Lu­ xemburgo. Me atraía el Balzar; recorda ba que mi abuelo -muerto después- me había llevado allí algu­ nas veces, en 1 9 1 3 ; nos sentábamos uno j unto al otro, nos miraba todo el mundo con aire de conni­ vencia, él pedía un bock y, para mí, una caña de cer­ veza; sentía que me querían. Cincuentón y nostálgi­ co, empuj aba la puerta y pedía una caña . En la mesa de a l lado, unas mujeres j óvenes y hermosas habla­ ban con viveza, pronunciaban mi nombre. " ¡Ah ! -decía una de ellas-, puede ser que sea viejo, que sea feo, pero qué importa; yo daría treinta años de mi vi­ da para cas arme con él " . Yo le dirigía una mirada triste y orgullosa, ella me contestaba con una sonrisa de extrañeza , yo me levantaba, me iba. Pasé mucho tiempo arreglando este episodio y cien más de que hago gracia al lector. Se habrán reconoci­ do en él, proyectados en un mundo futuro, mi infan­ cia, los inventos de mis seis años, los enfa dos de mis paladines desconocidos. A los nueve años seguía enfa­ dándome, cosa que me gustaba mucho; por enfado, siendo un mártir inexorable, mantenía un malentendi­ do que parecía cansar hasta al Espíritu Santo. ¿Por qué no decir mi nombre a esta deliciosa admiradora ? "Ah, me decía, ella llega demasiado tarde" . " ¿Pero si aun así me acepta ? " "Es que soy muy pobre . " " ¡Po­ bre ! ¡ Y los derechos de autor! " Esta objeción no me detenía: había escrito a Fayard que distribuyera entre los pobres el dinero que me correspondía. Sin embar­ go, había que terminar; pues bien, me apagaba en mi habitación, abandonado por todos pero sereno; mi­ sión cumplida. 161

JEAN-PA U L S A RT R E

Me llama la atención algo en este relato repetido mil veces: el día en que veo mi nombre en un perió­ dico, se rompe u n resorte, estoy terminado; gozo tristemente de mi renombre, yo no escribo más. Los dos desenlaces son _ lo mismo: el a petito de escribir encierra una negativa a vivir, ya sea muriendo para nacer a l a gloria, ya sea llegando l a gloria primero pero matándome. Por aquel tiempo me había con­ movido una anécdota que leí n o sé dónde: era en el siglo pasado; en una estación siberiana, u n escritor anda de un lado para otro mientras espera el tren . En el horizonte, ni una casa, ni un ser vivo . Al escritor le cuesta trabajo sostener su gruesa cabeza melancóli­ ca . Es miope, soltero, grosero, está siempre furioso, se a burre, piensa en su próstata, en sus dientes. Apa­ rece una j oven condesa, en s u coche, por la carretera paralela a las vías del tren: salta del coche, corre ha­ cia el viajero, a quien n unca ha visto, pero pretende que le reconoce por u n daguerrotipo que le han mos­ trado; la condesa se inclina, le coge la mano derecha y se la besa. La historia se detenía a hí y no sé qué es lo que quería darnos a entender. A los nueve años me marav_i ll a b a que ese a utor refunfuñón encontrara lectoras en la estepa y que una persona tan bella le recordara la gloria que tenía olvidad a : era nacer. Mas en el fondo, era morir; yo lo sentía , lo q uería así; u n p lebeyo vivo n o podía recib ir de una aristó­ crata semej ante testimonio de a dmiración. La con­ desa parecía dec�rle: " Si he podido l legar hasta usted y tocarle, es que ya ni siquiera hace falta mantener la superioridad del rango; no me importa lo que usted piense de mi gesto, ya no le tengo por u n hombre, si-

L A S PAL A B R A S

no por el símbolo de su obra . '' M uerto por u n besa­ manos, a mil verstas de San Petersburgo, a los cin­ cuenta años de s u nacimiento, u n viajero ardía, le consumía su gloria, de él sólo dej aba, con letras de llamas, el catálogo de sus obras. Yo veía a la conde­ sa s ubiéndose al coche, desapareciendo, y a l a estepa cayendo de n uevo en la soledad; en el crepúsculo, el tren pasaba de largo por la estación para recuperar el tiempo perdido; yo sentía en el hueco de los riño­ nes el estremecimiento del miedo, recordaba " Vien­ to entre los árboles " y me decía : " La condesa era la muerte " . Llegaría : un día, en un camino desierto, me besaría los dedos. La muerte era mi vértigo porque no me gustaba vivir; es lo que explica el terror que me inspiraba. Al identificarla con la gloria, hice de ella mi destino. Quise morir; a veces el horror congelaba mi impa­ ciencia aunque nunca por mucho tiempo; volvía a re­ nacer mi santa alegría, yo esperaba el instante fulgu­ rante en que ardería hasta los h uesos. Nuestras intenciones profundas son proyectos y fugas unidos inseparablemente: veo que la loca empresa de escri­ bir para que se me perdonase la existencia, a pesar de las fanfarronadas y de las mentiras, tenía alguna reali­ dad; la prueba es que cincuenta años después, sigo es­ cribiendo. Pero si me remonto a los orígenes, veo una fuga por delante, un suicidio a lo Gribouille 1 • Sí, más que la epopeya, más que el martirio, lo que buscaba era la muerte. Temía durante mucho tiempo terminar como ha bía empezado, en cualquier lugar, de cual1

Nombre popular, en este caso sinónimo de confusión. (N.

del T.)

JEAN-PAUL SARTRE

quier modo, y que esa vaga defunción no fuese más . que el reflej o de mi vago nacimiento. Mi voca ción cambió todo: los sablazos desaparecen pero los escri­ tos quedan; descubrí que en las Bellas Letras el Do­ nante se puede transformar en su propia Donación, es decir, en objeto puro. El azar me había hecho hom­ bre, la generosidad me haría libro; podría poner mi parloteo, mi conciencia, con letras de bronce, susti­ tuir los ruidos de mi vida por i nscripciones imborra­ bles, mi carne por un estilo, las muelles espirales del tiempo por la eternidad, aparecerme al Espíritu San­ to como un precipitado del lenguaje, volverme una o bsesión para la especie y ser o tro finalmente, ser otro disti nto de mí, otro distinto de los otros, otro d istinto de todo. Empezaría por darme un cuerpo que no se pudiera gastar y después me entregaría a los consumidores. No escribiría por el gusto de escri­ bir, sino para tallar ese cuerpo de gloria en las pala­ bras. Considerándolo desde lo a lto de mi tumba, mi nacimiento se me a pareció como un mal necesario, como una encarnación completamente provisional que preparaba mi transfiguración; para renacer ha­ bía que escribir, para escribir hacía fa lta un cerebro, oj os, brazos; una vez terminado el trabajo, esos ór­ ganos se reabsorberían solos; en los alrededores de 1 9 5 5 estallaría una larva , se escaparían veinticinco mariposas infolio batiendo todas sus páginas para ir a posarse en un estante de la Biblioteca Nacional . Esas mariposas n o serían nada más que yo. Yo: vein­ ticinco tomos, dieciocho mil páginas de texto, tres­ cientos grabados y entre ellos el retrato del autor. Mis huesos son de cuero y de cartón, mi carne apergami-

LAS PAL A BRAS

nada huele a cola y a moho, me contoneo muy ·a gus­ to a través de sesenta kilos de papel. Renazco, por fin me vuelvo todo un hombre, pensante, hablante, can­ tante, estruendoso, que se afirma con la inercia pe­ rentoria de la materia . Me toman , me a bren, me ex­ tienden en la mesa, me alisan con la palma de la mano y a veces me hacen cruj ir. Yo dej o que l o hagan y de pronto fulguro, deslumbro, me impongo a dis­ tancia, mis poderes atraviesan el espacio y el tiempo, fulminan a los malos, protegen a los buenos. No pue­ de olvidarme nadie ni dej ar de mencionarme; soy un gran fetiche, manej able y terrible. Mi conciencia está hecha migas; mej or. Me han tomado a su cargo otras conciencias . Se me lee, salto a la vista; se me h abla, estoy en todas las bocas, soy lengua universal y sin­ gular; me vuelvo curiosidad que progresa en millones de miradas; para el que sabe amar, soy su inquietud más íntima, pero, si me quiere tocar, me borro y de­ saparezco; no existo en ninguna parte, ¡soy, por fin ! , estoy e n todas partes; como parásito d e l a humani­ dad, mis beneficios la corroen y la obligan sin cesar a que resucite mi a usencia. Este j uego de manos tuvo éxito; envolví a la muer­ te en el sudario de la gloria, ya sólo pensé en ésta, nunca en a quélla, sin darme c uenta de que las dos eran la misma . En el momento en que escri bo estas lí­ neas sé que, años arri ba o a bajo, ya he cumplido mi tiempo. Por lo tanto, me represento claramente, sin mucha alegría, la vejez que se anuncia y mi futura de­ crepitud, y l a muerte de los que amo; mi muerte, nun­ ca . Me ocurre que diga a mis íntimos -algunos de los cuales tienen diez, veinte, treinta años menos que yo-

JEAN-PA U L S A RT R E

cuánto sentiré vivir más que ellos; se b urlan de mí, me río con ellos, pero nada lo consigue ni lo conse­ guirá; a los nueve años una operación me privó de los medios de sentir cierto patetismo que se dice que es propio de nuestra condición. Diez años después, en la Escuela Normal, ese patetismo despertaba sobre­ saltado, con espanto o con rabia, a algunos de mis mej ores amigos; yo roncaba como un campanero . Después de una grave enfermedad, uno de ellos nos aseguró que ha bía conocido las angustias de la ago­ nía, i ncluso el último suspiro; el más obsesionado era Nizan: a veces, en plena vigilia, se veía cadáver; se le­ vantab a con los ojos llenos de gusanos, cogía a tien­ tas su Borsalino y desaparecía; lo encontrábamos dos días después, borracho, con unos desconocidos. A veces, en una casa , esos condenados se contaban las

,

noches que ha bían pasado en vela, sus experiencias anticipadas de la nada; se entendían con medias pa­ labras. Yo los escuchaba, les quería lo bastante como para desear apasionadamente parecerme a ellos, pe­ ro por mucho que hiciese, no asía ni retenía más que lugares comunes de entierro: se vive, se muere, no se sabe ni quién vive ni quién muere; aún se está vivo una hora antes de la muerte. Yo no dudaba de que en sus pala bras hu biese un sentido que se me escapaba; me callaba, celoso exiliado. Al final, se volvían con­ tra mí, molestos por adelantado. " ¿ A ti eso te dej a frío ? " Yo separaba los brazos indicando mi impoten­ cia y mi humildad. Se reían de mi furia, deslumbra­ dos por la evidencia fulminante que no llegaban a co­ municarme: " ¿ No te has dicho nunca al dormirte que h abía gente que se moría mientras estaba durmien1 66

L A S PA LABRAS

do? ¿ No has pensado nunca, al limpiarte los dientes: esta vez ya está , es mi último día ? ¿ No has sentido nunca que ha bía que ir rápido, rápido, rápido y que faltaba el tiempo? ¿Te crees inmortal ? " Yo contesta­ ba mitad por desafío y mitad por entrenamiento: " Eso es, me creo inmortal. " No ha bía nada más fal­ so: yo me ha bía prevenido contra las muertes acci­ dentales, y nada más; el Espíritu Santo me ha bía or­ denado que hiciese una obra de largo aliento y tenía que dej arme el tiempo de cumplirlo. Muerte de ho­ nor, era mi muerte la que me protegía contra los des­ carrilamientos, las congestiones, la peritonitis: ella y yo teníamos una fecha fij ada; si yo me presenta ba a la cita demasiado pronto, no la encontraría; me po­ dían reprochar mis amigos que no pensase en ella: ig­ nora ban que no dej aba de vivirla ni un minuto . Hoy l es doy la razón: ha bían admitido todo de n u estra condición, incluso la inquietud ; yo ha bía elegido tra nquilizarme; y la verdad es que en el fon­ do me creía inmortal: me había matado por adelan­ ta do porque sólo los difuntos gozan de l a inmortali­ dad. Nizan y Maheu s a bían que sería n obj eto de una agresión salvaje, que los arrancarían del m undo vivos, llenos de sangre. Yo me mentía . Para q uitar s u barbarie a la m uerte, ha bía hecho que fuera ella m i fin y mi vida el ú nico medio conocido de m orir; yo i ba su ave mente hacia m i fin , no teniendo más es­ pera nzas ni deseos que los necesarios p a ra llenar mis l ibros, seguro de que el últi m o i mpulso d e mi corazón se inscribiría en l a ú ltima págin a del último tomo de mis o bras y que l a muerte sólo se llevaría a un m uerto . Nizan, a los veinte años, miraba a l a s 1 67

JEAN-PAUL S A RTRE

muj eres y a los coches, a todos los bienes de este mundo, con una precipitación desesperada: había que verlo todo, h abía que tomarlo todo en seguida. Yo también miraba, pero con más dedicación que deseo; y o no estaba en l a tierra para gozar, sino pa­ ra hacer u n balance. Era demasi a do cómodo: por ti­ midez de niño excesivamente bueno, por cobardía, h abía reculado a nte los riesgos de una existencia a bierta, libre y sin garantía providencial, me había persuadido de que todo estaba escrito por adelanta­ do, y aún más concluido. · Evidentemente esta operación fra udulenta no me evitaba la tentación de amar. Cada uno de mis ami­ gos, amenazado de abolición, se parapeta ba en el presente, descubría la irremplazable calidad de su vi­ da mortal y se j uzgaba conmovedor, precioso, único; cada uno se complacía consigo mismo; yo, el muerto, no me complacía , me encontraba muy ordinario, más aburrido que el gran Corneille y mi singularidad de sujeto no ofrecía para mí más interés que preparar el momento que me cambiaría en objeto. ¿ Era yo más modesto ? No, sino más astuto: encarga ba a m is des­ cendientes que amasen en mi lugar; yo tendría un día de encantamiento, un no sé qué, haría la felicidad de unos hombres y unas muj eres que no ha bían nacido aún. Era aún más malicioso que taimado; volvía en secreto a esta vida que encontra b a fastidiosa y que sólo había sabido convertir en instrumento de mi muerte; la mira ba a través de los oj os futuros y me parecía una historia conmovedora y maravillosa que había vivido para todos, que gracias a mí, nadie ten­ dría que vivir y que bastaría con contarla . Puse en 168

LAS PA L A B R A S

ello un auténtico frenesí: elegí como porvenir un pa­ sado de gran muerto y traté de vivir al revés. Entre l os nueve y los diez años, me volví totalmente póstumo. La culpa no es del todo mía: mi abuelo me había educado con ilusión retrospectiva. Por lo demás, tam­ poco él tiene la culpa y estoy muy lejos de sentirlo así; es un espejismo que nace espontáneamente de la cul. tura. Cuando han desaparecido los testigos, la muer­ te de un gran hombre dej a de ser para siempre un ra­ yo, el tiempo la convierte en rasgo de carácter. Un viej o difunto está muerto por constitución, lo está en el bautizo, ni más ni menos que en la extremaunción, su vida nos pertenece, entramos por un extremo o por otro, o por el centro en su curso, lo remontamos o descendemos a nuestro gusto; es que ha saltado el or­ den cronológico, es imposible restituirlo; ese persona­ j e no corre ya ningún riesgo y ni siquiera espera que los cosquilleos de su nariz aca ben en un estornudo. Su existencia ofrece las apariencias de un desarrollo, pe­ ro, en cuanto se le quiere dar un poco de vida, cae en la simultaneidad. Por m ucho que uno se quiera poner en l ugar del desaparecido, fingir que comparte sus pasiones, sus ignorancias, sus prej u icios , resucitar resistencias a bolidas, una pizca de impaciencia o de aprensión, no podrá dej ar de apreciar su conducta a la luz de resultados que no eran previsi bles y de infor­ maciones que él no poseía , ni de dar una particular solemnidad a unos acontecimientos cuyos efectos lo marcaron más tarde pero que él vivió con negligencia. É se es el espej ismo: el porvenir más real que el pre­ sente. No ha brá de sorprender: en una vida termina­ da, lo que se tiene por la verdad desde el principio es

J EA N-PAUL S A RTRE

el fin. El difunto queda a mitad del camino entre el ser y el valor, entre el hecho bruto y la reconstrucción; su historia se vuelve una especie de esencia circular que se resume en cada uno de sus momentos. En l os salo­ nes de Arras, un joven a bogado frío y melindroso lle­ va la ca beza bajo el brazo porque es el difunto Ro­ bespierre; la cabeza gotea sangre pero no mancha la alfombra; no la nota ninguno de los comensales, pero sólo ella es visible; faltan aún cinco años para que cai­ ga al cesto y, sin embargo, ahí la tenemos, cortada, di­ ciendo madrigales a pesar de su mandíbula colgante. Reconocido el error de óptica, no molesta; hay me­ dios para corregirlo; pero los letrados de la época lo ocultaban, alimentando así su idealismo . Insinuaban que cuando quiere nacer un gran pensamiento, requi­ sa en el vientre de una mujer al gra n hombre que lo sostendrá ; elige su condición, su medio, dosifica exac­ tamente la inteligencia y la incomprensión de sus pa­ rientes, regula su educación, lo somete a las pruebas necesarias, le compone poco a poco un carácter ines­ table cuyos desequilibrios go bierna hasta que esta lla el objeto de tantos cuidados, pariéndolo. Esto no es­ taba declarado en ninguna parte, pero todo sugería que el encadenamiento de las causa s cu bre un orden inverso y secreto. Yo usé este espej ismo con entusiasmo para acabar de garantizar mi destino. Tomé el tiempo, lo invertí y todo se aclaró. Todo empezó con un li brito azul os­ curo con guarniciones de oro un poco apagadas, cu­ yas espesas hojas olían a cadáver y que tenía por tí­ tulo L'Enfance des h ommes illustres; una etiqueta demostraba que lo había recibido m i tío Georges en

L A S PA L A B R A S

1 8 8 5 como segundo premio de aritmética . Yo lo ha­ bía descubierto en los tiempos de mis viajes excéntri­ cos, lo había hojeado y lo ha bía dej ado, molesto, porque aquellos j óvenes elegidos no se parecían en nada a los niños prodigios; a mí sólo se me parecían por la insulsez de sus virtudes y yo me preguntaba por qué se hablaba de ellos. Final mente el libro desapare­ ció; había decidido castigarlo escondiéndolo. Un año después revolví todos los estantes buscá ndolo; yo ha­ bía cambiado, el niño prodigio se había vuelto gran hombre atrapado por la infancia . ¡ Qué sorpresa ! : también el libro había cambiado. Eran las mismas pala bras, pero me hablaban de mí. Yo presentí que esta obra me iba a perder, lo detesté, me dio miedo. Todos los días, antes de a brirlo, me sentaba junto a la ventana: en caso de peligro haría que me entrase por los oj os la verdadera luz del sol. Hoy me hacen reír los que deploran la infl uencia de Fantomas o de An­ dré Gide; ¿ acaso puede creerse que los niños no eli­ gen ellos mismos sus venenos ? Yo me tragué el m ío con la ansiosa a usteridad de l os droga dos. Sin em­ bargo, parecía de lo más inofensivo. Se animaba a los j óvenes lectores: la bondad y la piedad filial llevan a todo, incluso a convertirse en Rembrandt o en Mo­ zart; se retrataban en unas narraciones breves las ocupaciones ordinarias de niños no menos ordina­ rios pero sensibles y piadosos, que se llamaban Juan Sebastián, Jean-Jacques o Jean Baptiste y que consti­ tuían la felicidad de su familia como yo constituía la de la mía . Pero aquí está el veneno: sin pronunciar nunca el nombre de Rousseau, de Bach o de Moliere, el autor ponía todo su arte en colocar por todas partes 171

J E A N-PAUL S A RTRE

alusiones a su futura grandeza, y en recordar descui­ dadamente, por medio de un detalle, sus obras o sus acciones más famosas, armando tan bien los relatos que no podría comprenderse el incidente más trivial sin referirlo á acontecimientos posteriores; hacía que sobre el tumulto cotidiano baj ase un gran silencio fa­ buloso que transfiguraba todo: el porvenir. Un tal Sanzio se moría de ganas de ver a l Papa, y tantas eran que le l levaban a la plaza pública un día en que pasa­ b a por allí el Santo Padre; el niño se ponía pálido, a bría mucho los ojos, le decían por fin : " ¿ Creo que estarás contento, Raffaello ? ¿ Por lo menos has mira­ do bien a nuestro Santo Padre ? " Pero él contestaba, azorado: " ¿ Qué Santo Padre ? ¡ Yo sólo he visto colo­ res ! " Otro día, el pequeño Miguel, que quería seguir la carrera de las armas, estaba sentado bajo un árbol y se deleitaba con una novela de caballería, cuando de pronto le hizo sobresaltarse un entrechocar de hie­ rros viejos; era un viej o loco de la vecindad, un noble arruinado que caracoleaba en un matalón y apunta­ ba con su lanza herrumbrosa a un molino. Al llegar la hora de la comida, Miguel contaba el incidente con unos gestos tan divertidos que hizo reír mucho a to­ dos; pero más tarde, solo en su habitación, tiró la no­ vela al suelo, la pisoteó y lloró mucho. Estos niños vivían en el error; creían que actuaban y hablaban por azar cuando sus menores pala bras te­ nían como auténtico fin anunciar su Destino. El au­ tor y yo intercambiábamos sonrisas enternecidas por encima de sus cabezas. Yo leía l a vida de esos falsos mediocres como la había concebido Dios: empezan­ do por el fin. Al principio estaba contentísimo: eran 172

LAS PA L A B R A S

mis hermanos y su gloria sería la mía. Y después to­ do se me caía: me encontraba del otro lado de la pá­ gina, en el libro; la i nfancia de Jean-Paul se parecía a las de Jean-Jacques y Juan Sebastián y no le ocurría nada que no fuese ampliamente premonitorio. Sólo que esta vez el autor les guiñaba el oj o a mis sobri­ nos-nietos. A mí me veían, desde la infancia hasta la muerte, esos niños futuros a los que yo no imaginaba y a los que no paraba de enviarles mensajes indesci­ fra bles para mí. Me estremecía, transido por mi muerte, verdadero sentido de todos mis gestos, des­ poseído de mí mismo, y trata ba de volver a atravesar la página en sentido contrario para encontrarme j un­ to a mis lectores, levantaba la cabeza, pedía socorro a la luz; ahora bien, también eso era un mensaje ; esa inquietud repentina, esa duda, ese movimiento de los oj os y del cuello, ¿ cómo los interpretarían en 20 1 3 , cuando tuvieran las dos l laves que habían de a brir­ me: la obra y la muerte ? No pude salir del libro: ha­ bía terminado su lectura hacía tiempo, pero quedé siendo uno de sus personajes. Me espiaba: una hora antes había estado charlando con mi madre : ¿ qué le ha bía anunciado ? Recordaba algunas de mis pala­ bras, me las repetí en voz alta, pero no me decían na­ da. Las frases se deslizaban impenetrables; mi voz re­ sonaba en mis propios oídos como una extraña, un ángel fullero me robaba los pensamientos hasta en mi cabeza y ese ángel no era más que un rubiecito del siglo XXX, que estaba sentado junto a la ventana y me observaba a través de un libro. Sentía con amor y ho­ rror cómo me atravesaba su mirada en mi milenario. Hice trampas por él: fa briqué frases con doble senti173

J EAN -PAUL SA RTR E

do que soltaba ante la gente. Anne-Marie me encon­ traba en mi pupitre, escribiendo, y me decía : " Está muy oscuro, ¡ te vas a quedar ciego ! " Era la ocasión de contestar inocentemente: "Podría escribir a un en la oscuridad. " Ella se reía, me llamaba tontuelo, en­ cendía la luz y ya estaba hecha la trampa; los dos ig­ norábamos que yo acababa de informar al año tres mil sobre mi futura enfermedad. En efecto, al final de mi vida, aún más ciego que sordo era Beethoven, confeccionaría a tientas mi última obra ; se encontra­ ría el manuscrito entre mis papeles, la gente diría, de­ cepcionada: " ¡ Pero es ilegible ! " Hasta se ha blaría de tirarlo a la basura. Para acabar de una vez, lo recla­ maría por pura piedad la Bibl ioteca Municipal de Aurillac, y allí quedaría durante cien años olvidado. Y luego, un día, unos j óvenes eruditos, por amor a mí tratarían de descifrarlo; no les bastaría toda su vida para reconstituir lo que, naturalmente, sería mi obra maestra . Mi madre ha bía salido de la habitación, yo esta ba solo, repetía para mí, lentamente, sin pensar­ lo sobre todo : " ¡ En la oscuridad ! " Se oía un ruido se­ co: mi sobrino-biznieto que cerra ba su libro allá arri­ ba: pensaba en la infancia de su tío- bisa buelo y le corrían las lágrimas por las mej illas: " Sin embargo, era verdad -suspiraba-, ¡ escri bió en las tinieblas ! " Yo me exhibía ante unos niños que tenía n que na­ cer y que se me parecían en todos los detalles, y dej a­ ba correr las lágrimas evocando las que les haría co­ rrer a ellos. Veía mi muerte con sus oj os; ha bía tenido lugar, era mi verdad: me convertí en mi noticia ne­ crológica. Tras ha ber leído lo que precede, un amigo me mi1 74

L A S PA L A B RA S

ró con aire inquieto: " Estaba u sted -me dijo- más lo­ co de lo que me imaginaba. " ¿ Loco ? No sé muy bien. Mi delirio era induda blemente forzado. Para mí l a cuestión principal sería más bien la de la sinceridad. A los nueve años esta ba más acá de ella; después me fui mucho más allá. Al principio yo era sano como el oj o : un pequeño tramposo que sabía detenerse a tiempo. Pero me apli­ qué; hasta cuando hacía farsa seguía siendo fuerte en traducción; hoy considero aún mis charlata nerías unos ejercicios espirituales, y mi insinceridad una ca­ ricatura de la sinceridad total que me rozaba sin cesar y se me escapa ba. Yo no había elegido mi vocación; me la ha bían impuesto otros . Pero de hecho no ha bía ocu rrido nada: palabras en el aire, lanzadas por una viej a y el ma quiavelismo de Chn rles. Pero basta ba con que estuviese convencido. Las personas mayores, implantadas en mi alma, señalaban mi estrella con el dedo; yo no la veía, pero veía el dedo, creía en ellas que pretendían creer en mí. Ellas me ha bían enseñado la existencia de los grandes muertos -uno de ellos fu­ turo : Napoleón, Temístocles, Felipe-Augusto, Jean­ Paul Sartre . Yo no lo duda ba : h u biera sido como du­ dar de ellas. Al último, sencillamente, me hu biera gustado encontrármelo cara a cara . Yo me embo ba­ ba, me contorsionaba para provoca r la intuición que me hu biera colmado, era como una mujer fría cuyas convulsiones solicitan y después tratan de sustituir el orgasmo. ¿ Se la llamará simulad ora o tan sólo dema­ siado aplicada ? De todas formas, no o btenía nada, es­ taba siempre antes o después de la visión imposible que me habría descubierto a mí mismo, y al final de 175

J E AN -PAUL S A RTRE

mis ejercicios me encontraba dudoso y sin haber ga­ nado nada, excepto. a lgunos enervamientos. Como estaba fundado en el principio de autoridad y en la in­ duda ble bondad de las personas mayores, no había nada que pudiese confirmar ni desmentir mi manda­ to: fuera de alcance, estampillado, seguía en mí pero me pertenecía tan poco que, aunque fuese un instan­ te, nunca había podido ponerlo en duda; era incapaz de disolverlo y de asimilarlo. La fe nunca es entera aunque sea profunda . Hay que sostenerla sin cesar o al menos hay que impedir que se arruine. Yo estaba predestinado, era ilustre, tenía mi tumba en el Pere-Lachaise 1 y tal vez en el Panteón, mi avenida en París, mis plazas y mis j ardi­ nes en provincias y en el extranjero : sin embargo, en el seno del optimismo, invisible, innominado, mante­ nía la sospecha de mi inconsistencia . En Sainte-Anne, un enfermo grita ba desde su cama: " ¡ Soy príncipe ! ¡ Que detengan al Gran Duque ! " Se acercaban a él, le decían al oído: " ¡ Suénate la nariz ! " , y se sona ba; le preguntaban: " ¿ Qué oficio tienes ? " , y contesta ba suavemente: " Zapatero " , y después se ponía a gritar otra vez. Nos parecemos todos a ese hombre, creo yo; por lo menos yo me parecía a él en los comienzos de mi noveno año: era príncipe y zapatero. Dos años después me ha brían dado por curado; el príncipe ha bía desaparecido, el zapatero no creía en nada y yo ni siquiera escri bía; los cuadernos de nove­ las ha bían sido tirados a la basura , se ha bían perdido o esta ban quemados, y habían dej ado su lugar a los r

Cementerio de París (N.

del T.)

L A S PAL A B RA S

de análisis lógico, dictado y cálculo. Si alguien se hu­ biera metido en mi cabeza, a bierta a los cuatro vien­ tos, habría encontrado algunos bustos, una tabla de multiplicar aberrante y la regla de tres, treinta y dos departamentos con las cabezas de partido pero sin las s ubpre fectura s 1 , una rosa llamada rosarosaro­ samrosaerosaerosa, monumentos históricos y lite­ rarios, a lguna s máximas de civilización grabadas en estelas y a veces, como una banda de bruma arras­ trándose por ese triste j ardín, un sueño sádico . De huérfano, nada . De esforzado y guerrero, ni l a menor traza. Las pala bras héroe, mártir y santo no esta ban inscritas en n inguna parte, ni repetidas por ninguna voz. El ex Pardaillan recibía todos los trimestres unos boletines de salud satisfactorios: niño de inteligencia media y de mucha moral, poco dotado para las cien­ cias exactas, imaginativo pero no demasiado, sensi­ ble: normalidad perfecta a pesar de cierto amanera­ miento cada vez más reducido. Pero ocurría que me ha bía vuelto loco del todo . Dos acontecimientos, uno públ ico y otro privado, me ha bían birlado la poca ra­ zón que me quedaba. El primero fue una verdadera sorpresa : en el mes de j ulio de 1 9 14, aún había algunos malvados; pero el 2 de agosto, bruscamente, la virtu d tomó el poder y reinó: todos los franceses se volvieron buenos. Los enemigos de mi abuelo se le echa ban en los brazos, unos editores se enrolaron, la gente sin importancia profetiza ba: nuestros amigo s recogían las gra ndes r

Departamento, cabeza de partido, subprefectura, son palabras que

corresponden a la división administrativa francesa. (N. del T.)

177

JEAN-PAUL S A RTRE

frases simples de su portero, del cartero, del plomero, y nos las contaban y todo el mundo se entusiasmaba, excepto mi abuela, que decididamente era sospecho­ sa. Yo estaba encantado: Francia me daba la come­ dia, yo hacía comedia para Francia . Sin embargo, l a guerra m e a burrió pronto: causaba t a n poca molestia a mi vida que sin duda la h ubiera olvidado; pero me desagradó cuando me di cuenta de que arruinaba mis lecturas. Mis publicaciones preferidas desaparecie­ ron de los quioscos: Arnould Galopín, Jo Valle, Jean de la Hire a bandonaron a sus héroes familiares, esos adolescentes, mis hermanos, que daban la vuelta a l mundo en biplano, e n hidroavión y que luchaban de a dos o de a tres contra cien; las novelas colonialistas de la preguerra dej aron el lugar a las novelas guerre­ ras pobladas de grumetes, de j óvenes alsacianos y de huérfa nos, mascotas de regimiento. Yo odiaba esas novelas n uevas. Tenía a los pequeños aventureros de la j u ngla por niños prodigio porque mata ban a los ind ígenas, que después de todo son adultos; como yo también era un niño prodigio, me reconocía en ellos. Pero con estos huérfanos de mi litares, todo ocurría al margen de ellos. Vaciló el heroísmo individual: con­ tra los salvajes estaba sostenido por la superioridad del armamento; ¿ qué podría hacer contra los caño­ nes de los alemanes ? Hacían falta otros cañones, ar­ tilleros, un ej ército. Entre los va lientes soldados que le acariciaban la ca beza y que le protegía n, el niño prodigio volvía a caer en la infa ncia; yo caía con él. De. vez en c uando, el autor, por lástima, me encarga­ ba llevar un m ensaj e, me capturaban los alemanes, les decía unas cuantas frases violentas y l uego me

L A S PA L A B RA S

evadía, volvía a nuestras líneas y cumplía con mi mi­ sión. Naturalmente, me fel icitaban, pero sin mostrar mucho entusiasmo; no encontraba en los ojos pater­ nales del general la mirada deslumbradora de las viu­ das y de los huérfanos. Había perdido la iniciativa: se ganaban las batallas y se ganaría la guerra sin mí; las personas mayores tenían de nuevo el monopolio del heroísmo, yo llegaba a recoger el fusil de un muerto y a disparar unos cuantos tiros, pero Arnould Ga lo­ pin y Jean de la Hire no me permitieron cargar la ba­ yoneta . Era un aprendiz de héroe y esperaba con im­ paciencia la edad necesaria para enrolarme. O más bien no, era un hijo de militar que esperaba, era el huér­ fano de Alsacia. Me separa ba de ellos, cerra ba el li­ bro. Escribir sería un largo tra baj o ingrato, lo sabía, tendría toda la paciencia necesaria . Pero l a lectura era una fiesta : quería todas las glorias en seguida. ¿ Y qué porvenir s e m e ofrecía ? ¿ Soldado ? ¡ Vaya cosa ! Cuando está a islado, el soldado no cuenta más que un niño. Se lanza al asa lto con los demás y el que ga­ na la bata lla es el regimiento. No me i nteresa ba par­ ticipar en batallas comunitarias. Cuando Arnould Galopín quería distinguir a un soldado, lo mej or que encontra ba era mandarlo a auxiliar a un capitá n he­ rido. Esa oscura hazaña me molestaba; el esclavo sal­ vaba al amo. Y adem