La obra clara : Lacan, la ciencia, la filosofía
 9789509515987, 9509515981

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JEAN-CLAUDE MILNER

La obra clara Lacan, la ciencia, la filosofía Traducción de Diana Rabinovich

MANANTIAL

Título original: L ’GEuvre claire. Lacan, la Science, la philosophie © Éditions du Seuil, febrero de 1995

Diseño de tapa: Estudio R

Impreso en la Argentina Hecho el depósito que marca la ley 11.723 © Abril de 1996, Ediciones Manantial SRL Av. de Mayo 1365, 6e P. (1085) Buenos Aires, Argentina Tel. 383-7350 383-6059 FAX. 813-7879

ISBN 950-9515-98-1

índice

In tr o d u c c ió n ....................................................................................

7

CAPÍTULO I. C o n sid e ra c io n e s so b re u n a o b r a ....................

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CAPÍTULO II. E l d o c trin a l de c ie n c ia ..................................... 1. La ecuación de los sujetos y la ciencia............................ 2. La teoría de lo moderno....................................................... 3. La estilística historicista..................................................... 4. La episteme antigua.............................................................. 5. Que el historicismo no es necesario.................................. 6. Literalidad y contingencia..................................................

35 35 39 45 48 56 63

CAPÍTULO III. E l p r im e r c la sicism o la c a n ia n o ................... 1 El lenguaje del corte............................................................ 2. El paradigma de la estructura............................................ 3. Lo serio de la estructura..................................................... 4. Hacia una lectura trascendental.........................................

81 81 95 105 112

CAPÍTULO IV. E l seg u n d o c la sicism o la c a n ia n o ............... 1. Las inestabilidades del prim er clasicism o....................... 2. El m aterna............................................................................... 3. La m atem ática........................................................................ 4. L a visibilidad de lo literal................................................... 5. La antifilosofía......................................................................

123 123 129 138 147 153

CAPÍTULO V. L a d e sc o n stru c c ió n ............................................

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introducción

No me propongo esclarecer el pensamiento de Lacan. No tengo ni la autoridad ni la calificación para ello. Además, el proyecto de una tal dilucidación no parece especialmente ur­ gente. Lacan es, como él mismo lo dice, un autor cristalino. Basta leerlo con atención. Tales lecturas exigen ser guiadas, lo creo de buen grado, pero hay para ello instituciones serias y textos excelentes. A decir verdad, la bibliografía lacaniana se distingue por la cantidad y calidad de sus títulos. Si se conside­ ran las necesidades presentes, los comentarios de los que hoy se dispone son ya perfectos. Con la salvedad de que los mejo­ res no son ni los más accesibles ni los más conocidos. Es verdad que un Lacan según el orden de las razones no existe. Fueron necesarios dos siglos para que Descartes fuera expuesto de acuerdo con los principios que él mismo había for­ mulado. Kant requiere en cada período relecturas atentas; por más encorsetada que fuese la forma escolástica que le legó Wolf, ella no impidió los desvíos. Se puede suponer, por lo tan­ to, que algún día, quizá cercano, habrá que retomar a Lacan, como Lacan mismo debió retomar a Freud. El error de lectura es aquí previsible y, sin duda, necesario; forma parte de la se­ riedad de los destinos. Además hay que darle tiempo para des­ plegarse. En Francia, en todo caso, faltó tiempo (no diré lo mismo de las Américas, pero no escribo para ellas). No es oportuno, por ende, dar una presentación de Lacan

que lo capte en su lógica interna -y a sea ésta de hecho consis­ tente o n o - y lo exponga de manera tan completa que se corri­ jan eventuales contrasentidos. Mi designio es harto diferente: no esclarecer el pensamiento de Lacan ni rectificar lo dicho sobre él, sino hacer que se constate claramente que hay pensa­ miento en Lacan. Pensamiento; es decir algo cuya existencia se impone a quien no lo pensó. Los servidores de la exactitud y la claridad suponen dada esta existencia. Tienen razón. Suponen también que el mejor método es, para ellos, esclarecer a Lacan por Lacan; tienen nuevamente razón. Cualesquiera que sean las obras, las dilu­ cidaciones más irreprochables obedecen a dicho principio. Sin embargo, cuando la existencia no se da por supuesta, hay que proceder de otra manera. El único soporte que da fe de la existencia de un pensa­ miento son las proposiciones. Decir que hay pensamiento en Lacan es decir, por ende, que existen en él proposiciones. Pe­ ro nada existe si no tiene propiedades. Y nada tiene propieda­ des si éstas no son, parcialmente al menos, independientes del medio. Hay que establecer que existen en Lacan proposicio­ nes suficientemente sólidas como para ser extraídas de su pro­ pio campo, para soportar cambios de posición y modificacio­ nes del espacio discursivo. Sin embargo, no es necesario ser exhaustivo; basta con que algunas propiedades de ese tipo sean reconocidas para algunas proposiciones. Así caracteriza­ do, el programa se define en exterioridad y en incompletud. Intento tan sólo restituir ciertas articulaciones; intento ade­ más no reinsertarlas en un dispositivo de conjunto que preten­ diese descubrir la construcción general de la obra (se verá en qué sentido la palabra «obra» puede entenderse aquí). Me ve­ ré llevado, por ejemplo, a otorgar cierta importancia a la cues­ tión de la ciencia. Se sabe que Lacan la abordó con alguna in­ sistencia; sin embargo, no es cierto que a partir de ella pueda deducirse, en su detalle, el conjunto de los conceptos funda­ mentales del psicoanálisis. Además, acerca de esta cuestión, Lacan no cesa de no autorizarse por sí mismo. Como si la

cuestión de la ciencia fuese decisiva -a l punto que se ha de volver a ella de manera repetida- y cual si fuese suficiente­ mente ajena, empero, a lo esencial, como para que un garante externo -Koyré, principalmente- sea suficiente. De manera comparable, el paradigma de la lingüística estructural revistió la importancia que se conoce y, no obstante, en ningún mo­ mento llega uno a persuadirse de que Lacan haya frecuentado los trabajos propios de esta disciplina: como si su mera y sim­ ple existencia fuese suficiente, glacis exterior que cierra y protege los espacios por conquistar. Ahora bien, sostengo que hay un buen uso de la exteriori­ dad. Lacan mismo la puso en práctica; es legítimo ponerla en práctica en lo que le atañe. La doctrina lacaniana de la ciencia deriva de Koyré, al que utiliza empero para fines que le son ajenos. Debido a ello, manifiesta propiedades de la doctrina de Koyré que a veces permanecían en estado latente en los textos de referencia. De igual manera, Lacan hace surgir propiedades de la doctrina estructural, en la medida exacta en que se mantiene, respecto de ella, en una paradójica posición de inclusión externa. Si, por el contrario, se parte de la doctrina de la ciencia y de la estructura, haciendo el esfuerzo de desplegar por sí mismas sus tesis discriminantes, su exterioridad permite violentar el lugar natural de las proposiciones lacanianas; aparecen de esta manera propiedades objetivas y cuasi materiales. Para darse de cabeza contra la pared no es necesario, decía Lacan, conocer el plano de la casa. Digamos más aún: para en­ contrar los muros allí donde están, más vale no conocer el pla­ no o, si por ventura se lo conoce, más vale no tomarlo en cuen­ ta. Hay dos maneras de reconocer la figura de un objeto. Se puede partir del interior de ese objeto y, por una ley o compo­ sición de leyes, generar sus contornos. De este modo procede el geómetra, trazando un círculo; de este modo procede el lin­ güista, construyendo una gramática. También se puede partir de los lados y del exterior; tomar en cuenta la presencia de cuerpos vecinos; establecer el modo como esos cuerpos, por

su disposición lateral, determinan la forma de un espacio en el que se aloja el objeto. De esa manera proceden los ríos y las ciudades, materialmente organizados por los obstáculos que los rodean y los ignoran. Se ha elegido aquí la segunda vía; describir algunos relieves exteriores con los que tropezó el discurso lacaniano y que este discurso contorneó, erosionó, no sin recibir su forma y no sin conferirles una. Se puede lla­ mar a esto un materialismo discursivo. Después de todo, de este modo se legitiman, efectivamen­ te, las técnicas de lectura tan características de Freud o de La­ can. Desplazar los acentos para que se escuche mejor lo real de la matriz rítmica. Romper los vínculos visibles a fin de re­ velar mejor los vínculos reales. Hacer que se desvanezcan las significaciones articuladas y completas, para hacer que emer­ ja el sentido, siempre lacunar. Aún un detalle: no se requiere exhaustividad. Admitida la exterioridad del punto de vista, se estimará satisfecho el ma­ terialismo discursivo y ejecutado su programa, siempre y cuando hayan sido halladas algunas propiedades de algunas proposiciones. No ha de causar asombro, por ende, que se di­ gan pocas cosas acerca de puntos manifiestamente primordia­ les en lo concerniente a una lógica doctrinal interna. No se abordarán ni el deseo ni el objeto a ni el falo ni, de manera general, nada que legitime la existencia de proposiciones clí­ nicas. Si algo falta, empero, ello no será un defecto, y no lo será sobre todo si lo que falta es indispensable. La grandeza de todos los materialismos auténticos está en no ser totalizantes. Que De natura rerum y El Capital estén inacabados, es obra del azar y, por esta razón, es tributario de una necesidad sistemática. Su incompletud autoriza a quí también se los trate de manera parcial. A las obras no totali­ zantes les convienen lecturas no totalizantes. Si está permiti­ do comparar grandes cosas con grandes cosas, el Lacan que propongo se descubrirá confirmado si se descubre tan incom­ pleto como Lucrecio o Marx. Consecuencia última: ningún compromiso personal ha de

ser percibido. Ni temor ni esperanza. Ni admiración ni desdén ni indiferencia. Ni memoria ni olvido. No creí adecuado dar a entender lo que pienso personalmente de Lacan o, gracias a Lacan, de la coyuntura que lo incluye y que él esclarece. Ha­ bía que adoptar el punto de vista de la corriente de agua, que hace existir al paisaje. No es, necesariamente, que no piense nada sobre las cosas de las que hablo -m e explayé al respecto en otras circunstancias-, pero un pensamiento personal no ten­ dría aquí ninguna pertinencia. Suponiendo que alguna vez tenga alguna. En efecto, estoy cada vez más convencido de que el pensamiento es cosa de­ masiado seria como para dejársela a las personas, salvo a títu­ lo excepcional. Lacan, sin duda, es una de esas excepciones; hay algunas otras; por definición, sólo valen por su rareza. En todo caso, dispensan a quienes hablan del pensamiento, de exigir para sí la más mínima excepción. Si ha de haber pensa­ miento en el curso corriente del mundo, considero que es una máxima ética aceptable actuar de manera tal que haya lo más posible. Lo que implica también que su existencia se imponga al mayor número posible de seres pensantes. Tal es, a decir verdad, la única justificación que puede darse para que exista algún texto, más bien que ninguno. Con una condición, empe­ ro: que, salvo excepción, el pensamiento sea únicamente el de los objetos.

CAPÍTULO I

Consideraciones sobre una obra

Lo que se llama habitualmente la obra de Lacan se presenta bajo dos formas. Se dispone, por una parte, de los textos escri­ tos por Lacan para ser publicados; se dispone, por otra, de los seminarios transcriptos y editados por otros que Lacan; algu­ nos de ellos bajo el control directo de Lacan. Los textos ante­ riores a octubre de 1966 han sido reunidos en un volumen titu­ lado Escritos', los textos posteriores más importantes -aunque no todos- fueron publicados en la revista Scilicet¡ Considero que todos los textos escritos para la publicación tienen un esta­ tuto comparable, cualquiera que sea su lugar o su fecha; me tomaré la libertad de llamarlos a todos en su conjunto: los Scripta. Alrededor de los seminarios se han suscitado diversas querellas; por razones de fondo, que aparecerán rápidamente, me atendré a la edición en curso de publicación en Seuil, cuyo título es El Seminario, constituyendo cada volumen un libro de ese conjunto unitario, identificado por un número romano y un título1. Es imposible no interrogarse acerca de la relación enire es­ tas dos masas de textos. Lo que equivale, en verdad, a interro­ garse sobre lo que se llama la obra de Lacan. No sólo sobre lo que la compone materialmente, sino más radicalmente sobre lo que autoriza a que se hable de obra a propósito de Lacan. Hice como si esta pregunta fuese simple. Ahora bien, ella me­ rece un examen atento.

La noción de obra es moderna. Al menos si se la toma en un sentido estricto, como ese principio de unicidad que permi­ te introducir en lo múltiple de la cultura2 un balance y dife­ renciaciones. Esta unicidad se centra en tomo de un sistema de nominaciones -e l nombre del autor y el título de la obraque subsumen producciones materiales, texto en particular, bajo el régimen del Uno. La cuestión de saber si hay uno o varios textos es, por lo demás, totalmente secundaria, dado que es la nominación la que los constituye en Uno: en otras palabras, la obra no es necesariamente un libro, ni siquiera ne­ cesariamente un libro. La obra no es una materia, es una for­ ma, y es una forma que la cultura organiza. Un marxista consecuente consideraría que la obra es, en el orden del pensamiento, el equivalente de la forma mercancía en el orden de las cosas. Así como la riqueza de las socieda­ des en las que reina el modo de producción capitalista se anuncia como una inmensa acumulación de mercancías (se habrá reconocido la primera frase del primer libro de El Capi­ tal), la cultura para los modernos se anuncia como una inmen­ sa acumulación de obras; cada una de ellas cuenta como una, a través de la garantía que confiere a esa unicidad la asocia­ ción de un autor (generalmente nombrado, pero el anonimato es una variante admisible) y de un título (generalmente puesto por el autor, aunque no siempre); en el orden de los escritos esta asociación es estabilizada por la publicación, que pone de manifiesto la homología de la obra y la mercancía: así como la mercancía sólo existe propuesta para el intercambio, así mismo, en sentido estricto, sólo hay obra una vez publicada. No siempre fue así. Pero, en los tiempos modernos, el dispo­ sitivo que se acaba de describir prevalece e incluso se extiende, mutatis mutandis, a todas las partes de la cultura; las diferentes artes están sometidas en lo sucesivo a la forma de obra, deter­ minando cada una qué funciona para ella como equivalente de la publicación (representación teatral, exposición, salida por te­ levisión, censura, etc.). Es posible escapar a este dispositivo,

mas ha de pagarse un precio: renunciar a inscribirse en la cultu­ ra. Se puede entonces hablar de locura; de esta manera ha de entenderse la definición de Foucault: la locura como ausencia de obra. Se define así, al mismo tiempo, a la locura como límite externo de la cultura. Lo que no significa, evidentemente, que la cultura no tenga energía para reabsorber las producciones de la locura; le basta para ello con reinscribirlas en la forma de obra, pero, en ese mismo instante, el nombre de locura dejará de ser pertinente. Los ejemplos, se sabe, sobreabundan, y el ró­ tulo de art brut no fue inventado con otros fines. Sin embargo, la locura, con su cortejo de sufrimientos y dramas, no es lo único en cuestión. Al revés de lo que podría creerse, sectores enteros de los escritos modernos se desplie­ gan, con toda tranquilidad, al margen de la forma de la obra. Globalmente, los que dependen de la ciencia y de su paredro, la técnica. En este sentido, en efecto, se debe tomar la creen­ cia recurrente de que ni la ciencia ni la técnica pertenecen a la cultura. Muy lejos de tener que denunciar esto como un pre­ juicio de ignorantes o de humanistas (lo que no siempre fue lo mismo), hay que discernir al respecto una relación estructural: la mutua exclusión de dos sistemas que se definen por esta misma exclusión. Una consecuencia: lo que actúa en la cien­ cia no se inscribe en la forma de obra; esa forma, es verdad, adviene a veces, pero en un tiempo ulterior, cuando la eficacia como ciencia cesó. Einstein se constituye en obra sólo en el instante en que la ciencia considera que, habiéndolo absorbi­ do, tiene derecho a olvidarlo. Tan sólo entonces la cultura, co­ mo fuera-de-ciencia, toma el relevo de la amnesia sistemática de la ciencia en progreso, como fuera-de-cultura3. Basta entonces que un moderno se descubra convocado a la vez por la ciencia y por la cultura para que la cuestión de la obra se le plantee y requiera una decisión. Entre ambas, la elec­ ción fue en ciertas oportunidades crucial. Tal era la opción que se les proponía a los alumnos de Saussure. Es sabido que se inclinaron por la obra, considerando que la sola recopila­

ción de los trabajos científicos no bastaría para salvar un nombre propio al que se sentían ligados. De allí nació ese «to­ do orgánico» llamado Curso de lingüística general, sin que se sepa si este título fue concebido como un singular o como un plural*. El éxito de los editores se marca justamente en el he­ cho de que el singular se impuso para todos (se dice el Cur­ so); en lo sucesivo hay, en efecto, una obra de Saussure, cons­ tituida por la asociación de un nombre de autor y de un texto, percibido como unitario; en lo sucesivo, Saussure asume su puesto en la cultura4. En cuanto a Freud, debió elegir por sí mismo. Se le puede atribuir, incluso, una estrategia; todo sucede cual si hubiese preferido el rodeo por la forma de obra para establecer lo que la publicación propiamente científica no le permitía. Al res­ pecto, el sueño de la monografía botánica (L’Interprétation des reves, París, PUF, 1967, cap. V, págs. 153 y sgtes.) mere­ ce ser recordado. «Escribí la monografía de cierta planta. Ese libro está delante de mí, paso precisamente una página, etc.». Las asociaciones giran alrededor de un fracaso: «hice en otro tiempo algo así como la monografía de una planta; era un tra­ bajo sobre la coca, atrajo la atención de K. Koller sobre las propiedades anestésicas de la cocaína. Yo mismo había indi­ cado esa utilización, pero sin profundizar en el tema...» (ibíd.). Así le llegaron a Koller la gloria y el éxito que el vo­ lumen conmemorativo que Freud acaba de recibir esa misma mañana testimonia. Freud piensa entonces con melancolía en su propio libro (la Traumdeutung misma) que tarda en termi­ nar: «si pudiera [...] verlo terminado delante de mí» (pág. 155). Finalmente, evoca su propia pasión juvenil por los li­ bros: «quería coleccionarlos, tener muchos...» (pág. 155). Interpretación: la monografía y el libro están en conjun­ ción-disyunción; el sueño descifra la renuncia a la monogra­ fía, es decir a la ciencia normal, en la que existen jubileos y * La palabra cours en francés es válida tanto para el singular como para el plural (n. del t.).

laboratorios, y la preferencia otorgada al libro, es decir a la forma de obra y a la cultura; de ello, como libro, dará testimo­ nio la Traumdeutung. De hecho, la monografía y el libro se fundan en el mismo paradigma -p o r ello la primera puede «representar» al segundo-, pero, fundándose en el mismo pa­ radigma, se oponen mutuamente, como lo harían dos fone­ mas. Su oposición repite la de la ciencia y la cultura, en el punto de la obra. Freud había partido, ciertamente, a la con­ quista de la ciencia biológica (flectere Superos); con dicho fin usó el arma de la monografía; pero se lo rechazó o, al menos, se lo desdeñó. A su estrategia inicial debió sustituir la del li­ bro, pero el libro es aquí tan sólo el testimonio empírico de la forma de obra, inscripta en el campo fúnebre de la cultura (Acheronta movebo). Se conoce la continuación: la cultura fue suficientemente fuerte como para imponerse a la ciencia y a la técnica médi­ cas. La forma de obra había vencido a la monografía. No sin un precio muy caro: el de la «banda salvaje» a la que Freud debió acomodarse; él, que soñaba con el laborato­ rio, con la honesta colaboración científica, con alumnos fieles y jubileos. Se sabe también que Freud se dedicó por todos los medios a adecuar el psicoanálisis a la ciencia normal; la con­ quista del universo moderno exigía ese tributo. La Internacio­ nal fue el medio electivo de esta estrategia. Que fuese una figura adecuada a la ciencia normal puede ciertamente ser puesto en duda; en muchos aspectos, la ciencia normal se distingue precisamente por ser suficientemente ro­ busta como para no tener necesidad de crear instituciones tales; la nitidez de los paradigmas, unida a la red heredada de las uni­ versidades medievales y, digámoslo, de la Iglesia, eran sufi­ cientes para determinar todo. Más que en la ciencia, a decir ver­ dad, la IPA de los siete anillos5 hace pensar en los juegos de estadio -con sus cinco anillos olímpicos- y en sus imperiosas federaciones. Sin embargo, se puede asegurar lo siguiente; por exorbitante que fuese respecto de las buenas costumbres de la ciencia normal, la Internacional -según Freud al menos- debía

ocupar el lugar de esas costumbres. Se puede resumir el mapa de la siguiente manera: ni en el psicoanálisis ni en la ciencia habrá obra, fuera de la de Freud; sólo habrá monografías. Lacan, también, tuvo que elegir. Al final de la Segunda Guerra, la Internacional salía exitosa; el psicoanálisis estaba inscripto en el universo organizacional de la ciencia normal y, como toda ciencia digna de este nombre en el universo mo­ derno, había secretado su propia técnica. ¿Debía consentirse, pues, con la sola monografía? Se sabe que, más advertido y más auténticamente modesto que muchos otros, Lacan dudó. A favor del silencio, a veces: «y después de Fontenelle me he abandonado al fantasma de tener los puños llenos de verdades para cerrarlos mejor sobre ellas» (A c e rc a d e la c a u sa lid a d p s íq u ic a , E ., pág. 142). A favor también de la revista erudita; que fue durante largo tiempo su modelo - L a P sy c h a n a ly se se asemeja todo lo posible a la breve y majestuosa empresa de las R e c h e rc h e s p h ilo so p h iq u e s, con la que Lacan estuvo aso­ ciado en los años ’30. Ahora bien, este modelo se opone dia­ metralmente al de la obra: toda revista digna de ese nombre se funda en la forma monografía. Ahora bien, los E s c rito s se publican en el horizonte de la obra. Lacan había, pues, elegido. Al mismo tiempo, afirmaba que habría al menos una obra más en el psicoanálisis. El gesto sorprendía tanto más cuanto que iba en contra de un movi­ miento propio de Lacan. Lacan desarrolló el tema de la « p o u b ellica tio n » . Encubre una doctrina de la obra: considerar que la publicación depen­ de del basurero [p o u b elle ], es considerar que lo publicado de­ pende del desecho; como sólo hay obra publicada, se conclu­ ye que toda obra, en cuanto tal, depende del desecho. Se reconoce ahí una teoría de la civilización, surgida de Bataille: pertenecer a la civilización, en oposición al bárbaro que la re­ húsa o al loco que se exceptúa de ella, es saber tratar la basura y el excremento. La cultura, como elemento de la civilización, la obra como elemento de la cultura, la publicación como di­ mensión de la obra, el papel como soporte electivo de lo pu­

blicado y de las heces, se dejan descifrar a esta luz. Que el de­ secho sea lo mismo que el brillo apropiado para enganchar al deseo es ciertamente decisivo (teoremas Jel objeto a), pero poco importa aquí. Ahora b- :n, Lacan aceptó publicar; es decir que consintió en la obra, es decir que consintió en la basura. Sus motivos te­ nían que ser graves. Sólo las exclusiones de 1963 revisten la gravedad requeri­ da. Un vez más la ciencia normal había cerrado sus puertas, aunque fuese bajo los rasgos de imitadores no confesos; una vez más había que recurrir a la cultura para romper los sellos; una vez más Orfeo debió cantar para cruzar el Aqueronte. A ello responden los Escritos de 1966, es decir el libro, en lo que tiene de más clásico. Como Freud antes de él, Lacan necesitaba de la cultura pa­ ra hacerse escuchar. Más netamente que Freud, sabía que era elegir la vía de lo fúnebre y del desecho. No sólo la lápida que cada libro presenta, con su tapa que lleva, cual un epitafio, el nombre de un individuo, sus títulos (el del texto hace las ve­ ces de todos los demás), una fecha, un lugar; no sólo el cadá­ ver de papel (caro data vermibus), sino lo que no tiene nom­ bre en ninguna lengua: el libro en tanto que funtor de olvido (poublier, dice también Lacan*). Más abiertamente aún que en el caso de Freud, la elección había sido impuesta por la de­ cisión explícita de una Autoridad6. Lacan tuvo éxito contra la Internacional. Se puede afirmar que hay, en el psicoanálisis, al menos una obra fuera de la de Freud: la de Lacan. Esto es lo que marca la verdadera victoria de Lacan y la verdadera derrota de la Internacional. No tengo que pronunciarme acerca de la cuestión empírica de saber si habrá otras obras. No tengo que pronunciarme acerca de la cuestión teórica de saber si una obra puede dejar de serlo. Fal­ ta establecer solamente qué hace obra en Lacan. * 3scritura homofónica de publier, «publicar», que incluye oublier, «olvidar» (n. del t.).

¿Es acaso el conjunto de las publicaciones, Scripta y Semi­ nario tomados en su doble integridad? ¿Es acaso el solo con­ junto de los Scripta, si no incluso el volumen único de los Escritos? ¿Acaso es la sola serie de los seminarios, por el contrario? Bajo ciertas querellas subalternas que se han decla­ rado, se puede de esta manera restituir una pregunta real. Creí durante largo tiempo que El Seminario de Lacan era una obra; que era, a decir verdad, la única verdadera obra de Lacan. Aprobaba por lo tanto el título general que su editor le había dado -sustantivo singular y artículo definido-; aprobaba que las divisiones fuesen presentadas como «libros» numera­ dos y titulados; que las subdivisiones de esos libros no fuesen presentadas como «sesiones» o «lecciones» sino como capítu­ los, ellos mismos numerados y dotados de un título; que estos capítulos fuesen a su vez subdivididos en partes, también ellas numeradas; aprobaba el plan de publicar su texto siguiendo las reglas más probadas de la filología erasmiana (exhaustividad, precisión, exactitud), pues la filología forma parte de la emergencia de la obra: confiere el estatuto de obra a aquello de lo que trata, al menos en la época en que lo trata (de esta manera Erasmo debe insertar los Evangelios en la forma de obra, desde el momento en que los somete a las reglas de la filología; es por ello, para Lutero, un impío radical); como contrapartida, la forma de obra requiere de la filología para asegurar su aprehensión sobre cualquier texto (la obra de un contemporáneo -Bretón, Proust, A ttali- estará realizada como obra a partir del día en que se hayan planteado y reglado, en lo que la concierne, los problemas filológicos clásicos -fechajes, establecimiento del texto, clasificación de las variantes, relevamiento de las imitaciones y préstamos, etc. Tal es la función usual de La Pléiade*). Quedaba aún el sentimiento de una inadecuación. ¿Qué * Colección especial de la editorial francesa Gallimard destinada a publicar a autores clásicos y modernos consagrados (n. del t.).

obra, en sentido estricto y moderno, permanece vinculada di­ rectamente a una enseñanza hablada y a un calendario anual explícitamente publicado? ¿Qué relación hay entre los Scripta y los Seminarios? Si los segundos, pese a su multiplicidad sin orden visible, eran tributarios de la obra, ¿podían serlo por las mismas razones? ¿Si para nada lo eran, qué eran? Los precedentes más convincentes venían de la Antigüe^ dad. Tomados en conjunto, también Platón y Aristóteles ha­ bían producido comentarios y escritos tributarios de dos esta­ tutos diferentes. Documentos antiguos, ciertamente, pero la filología tal como se constituyó en el Renacimiento, y la cul­ tura tal como se constituyó en el siglo XIX, se apoyan, ambas, por principio, en un anacronismo: verdadero o falso, hay que actuar como si la Antigüedad fuese también pasible de la for­ ma de obra. La comparación estaba, pues, autorizada. Pero pensar en Platón y Aristóteles es, de inmediato, pen­ sar en la combinación de dos distinciones: la distinción entre enseñanza escrita y enseñanza oral, por una parte; la distin­ ción entre escritos exotéricos y escritos esotéricos, por otra. Admitiendo que la relación entre ambas distinciones se esta­ blece del siguiente modo: lo exotérico es escrito, lo esotérico es oral (eventualmente transcrito). Se sabe que la cuestión de lo esotérico le importaba a La­ can, quien evoca a menudo la famosa lección sobre el Bien, núcleo de lo que para cierta tradición constituye la enseñanza N e c re ta y no escrita de Platón. De igual manera, sentía el más vivo interés por la cuestión del Aristóteles perdido7, tesis ésta que se resume así: la mayor parte de lo que Aristóteles escri­ bió se ha perdido; esos textos adoptaban, la mayoría de las ve­ ces, ia forma del diálogo y eran considerados un milagro de la lengua griega; desarrollaban una enseñanza exotérica; lo que leemos bajo el nombre de Aristóteles no fue escrito por él y constituye una transcripción, hecha por sus discípulos, de la sola ensenanza oral y esotérica. De ello se deduce una oposi­ ción simple entre Platón y Aristóteles: del primero se conoce toda la obra escrita exotérica y nada de la obra esotérica (su­

poniendo que ésta haya existido); del segundo sólo se conoce la obra esotérica, aparte de algunos fragmentos exotéricos re­ transmitidos por la tradición manuscrita. La oposición, conocida por todos, anuncia en ciertos aspec­ tos lo que distingue a Freud de Lacan: dado que del primero sólo se tienen escritos, sólo existiría en lo que a él respecta lo exotérico (Las A c ta s de la Sociedad de Viena, publicadas tar­ díamente, no revelan aparentemente nada demasiado nuevo); dado que del segundo no sólo se cuenta con los escritos sino con una enseñanza oral, se tendrían de él dos enseñanzas: lo exotérico de los E scrito s, lo esotérico del S em in a rio , cuyo pe­ so material no cesa de crecer con el paso de los años. La distinción entre exotérico y esotérico, es cierto, es cual­ quier cosa menos clara. Desde un punto de vista descriptivo existe acuerdo acerca de lo siguiente: la enseñanza exotérica de Aristóteles se dirige a quienes están fu e r a de la filosofía (exo ) y no han elegido (¿todavía?) el modo de vida teórico; la enseñanza esotérica se dirige a quienes están en la filosofía (eso), y han elegido el modo de vida propio de ella y realiza­ do ya el recorrido que se supone necesario. Respecto del con­ cepto, en los escritos exotéricos no podría haber nada más completo o más preciso o más claro que en las transcripciones esotéricas; al contrario, en las transcripciones esotéricas pue­ de haber algo más completo, más preciso, más claro. Si hay algo más en los escritos exotéricos respecto de las transcrip­ ciones esotéricas, ese algo más no podría responder al con­ cepto sino a otra cosa, cuyo nombre se conoce: la p ro tré p tic a . Es decir, ese procedimiento discursivo cuya función es arran­ car al sujeto de la d o xa para volverlo hacia la th eo ria . Esto es exactamente lo que Aristóteles, según los antiguos, habría lo­ grado y llevado a su punto de perfección más alto (cf. W. Jaeger, A r is tó te le s * Fondo de Cultura Económica, México, 1984, cap. IV). También, dicen algunos modernos, constituye la apuesta única de los diálogos de Platón. Admitido todo esto, sostenía yo que E l S e m in a rio de Lacan

era, en efecto, respecto de los S crip ta , como el texto conser­ vado de Aristóteles respecto del Aristóteles perdido (o la eventual enseñanza perdida de Platón, respecto del Platón conservado): era esotérico, mientras que los S c rip ta eran exo­ téricos. Concluía, por ende, que E l S e m in a r io era indispensa­ ble para la interpretación de los S c rip ta y, en consecuencia, para la terminación de la obra. Como la publicación de E l S e ­ m in a rio estaba incompleta, ello significaba que la obra tam­ bién lo estaba; su interpretación no podía, por lo tanto, preten­ der nada definitivo; nada de los S c rip ta podía esclarecer E l Sem inario', sólo E l S e m in a rio podía, por derecho, esclarecer E l S e m in a rio y sólo se podían utilizar los S c rip ta para hacer conjeturas sobre la parte aún no publicada de E l S em in a rio . Al respecto, estaba de acuerdo con el conjunto de los intér­ pretes. Algunos llegaban aún más lejos; no temían dar a enten­ der que, en tanto escritos, los S c rip ta eran tributarios de una instancia inferior, en comparación con la enseñanza hablada -la famosa Palabra que, desde Sócrates o Jesucristo, hace dis­ cípulos y encierra un tesoro incomparable-. Ésta es la razón de los comentarios indefinidos sobre las marcas del habla, que se suponían constitutivas del S em in a rio . A partir de este punto se pasa fácilmente a la Presencia y a la figura de un Maestro cuya Apología se trata de hacer; cuyo Proceso, cuando no su Pasión, se trata de conmemorar, y cuyos gestos o dichos me­ morables se trata de comunicar. Hoy, después de haber leído atentamente y en varias opor­ tunidades lo que se ha publicado del S e m in a rio , considero que me había engañado. Los seminarios de Lacan son exotéricos y no esotéricos, los S c rip ta son los esotéricos -e n el sentido en que lo es el corpus aristotélico-. Los primeros están tejidos de protréptica -alusiones, ornamentos literarios o eruditos, diatri­ bas, desconstrucción de la d o x a - , los segundos tienden a des­ pojarse de ella. Los primeros buscan capturar al oyente (pro­ yectado, por la transcripción, a la situación material de lector, pero poco importa) en el punto de imaginario donde la coyun­ tura del momento lo ubicó; habiéndolo capturado, buscan de­

salojarlo de ese sitio natural por un movimiento violento que, en Lacan, a diferencia de Platón, asume preferentemente la forma de la diatriba, cuando no de la invectiva: diálogos mo­ nologados y descorteses8. Los segundos pueden entrañar cier­ tamente la protréptica, pero lo que tienen de decisivo es indi­ ferente a ella: el lector (que tiene todo por hacer, menos proyectarse como oyente ficticio) debe descifrar, eventual­ mente entre líneas, una tesis de saber. Es cierto que los seminarios se dirigen a los analistas y á los analizantes. Se podría, pues, suponerles esa forma de clau­ sura interna que caracterizaba a lo esotérico de las escuelas griegas. Sin embargo, el punto es que Lacan estima que sus oyentes no han logrado ocupar su posición en el análisis. La finalidad general de cada seminario particular es que el ana­ lista se ponga por fin en analista y el analizante en analizante, que cada uno entre verdaderamente en análisis. Supone un movimiento muy exactamente análogo al que, en la protrépti­ ca, hace pasar de lo exterior del b io s th eo retiko s (exo) al inte­ rior (eso ). En los S crip ta , se estima que el movimiento ya se ha realizado. Existe, pues, en Lacan, al igual que en Aristóteles, lo esoté­ rico y lo exotérico: existe también lo escrito y lo hablado. Pero, de Lacan a Aristóteles, la relación se entrecruzó y propiamente se invirtió: lo esotérico es escrito, lo exotérico es hablado y transcrito. Por lo tanto, cabe concluir: desde el punto de vista del pensamiento, no hay ni habrá nunca en los seminarios nada más que en los Scripta. Pero siempre puede haber algo más en los S crip ta que en los seminarios. Nada en los seminarios pue­ de modificar la interpretación de los S crip ta , todo en los Ser >ta es importante para la interpretación de los seminarios. De ello se sigue una consecuencia inevitable en lo que con­ cierne a la obra de Lacan. Si dicha obra existe, está entera­ mente en los S crip ta . Ahora bien, por definición, todos los S c rip ta han sido publicados. Es decir, la obra existe desde el vamos toda entera en el momento en que escribo, pese a la publicación inacabada de los seminarios.

líl singular gramatical y el artículo definido del título El Siminario no deben ser leídos como las marcas de la obra. I tollgnan solamente la unicidad de uní institución que se nlintuvo, en sitios diversos, a lo largo de los años. Si se pienempero, en los textos transcritos, el plural sería más adei Uado: de este modo, yo hablaría más bien de los seminarios. I in el contrario, el plural gramatical del nombre Scripta toma cu cuenta solamente la dispersión material de los textos; no debe prejuzgar acerca de la existencia o la inexistencia de la obra, que depende tan sólo de criterios de pensamiento. oQuién no anhelaría leer el conjunto de los diálogos de Aristóteles? De igual manera, la publicación de los seminarios teviste una importancia documental incomparable. Sin embar­ go, no es seguro que pueda facilitar el acceso a los Scripta por vías protrépticas, pues la protréptica es circunstancial; una vez pasadas las circunstancias, puede transformarse en opacidad listo es lo que sucedió con los diálogos de Platón, que devi­ nieron oscuros en lo que tienen de exotérico. Por lo tanto, es posible que los seminarios oscurezcan los Scripta (así como, después de todo, la Teodicea es menos clara que la Monadología, o los Prolegómenos menos claros que la Crítica de la ra­ zón pura, o la Correspondencia de Flaubert menos clara que Un corazón simple, o los Pastiches menos claros que la Bús­ queda). Nadie cuestionará que en esto mismo puede residir una fuente de interés apasionado, pero conviene no equivocar­ se acerca de la naturaleza de las cosas. Es cierto que la división entre exotérico y esotérico exige ella misma ordenamientos. Supone una repartición clara entre los textos. Pero esa repartición se deja restituir con menos ni­ tidez de la que expresé. Para ser exactos, hay que considerar que la línea divisoria recorre los Scripta y los seminarios mis­ mos. En cada uno de los dos conjuntos se puede reconocer la copresencia de proposiciones tributarias de la protréptica y de proposiciones tributarias de la doctrina. Las primeras, a dife­ rencia de Platón y Aristóteles, no asumen la forma del diálo­ go9, cosa que se explica fácilmente: la técnica del diálogo se

perdió, sencillamente porque, en los modernos, toda técnica literaria es obsoleta. Norden (D ie a n tike K u n stp ro sa , Leipzig, 1898, I, pág. 48) había planteado como teorema que ningún escrito antiguo es un a tech n o n ; la recíproca es verdadera: to­ do escrito moderno, al menos por ser moderno, es un a te c h ­ non. Ello hace que sea siempre único en su género, donde se reencuentra la marca del Uno insustituible, característico de la forma de obra. Ahora bien, Lacan es un moderno. Usa, por lo tanto, libre­ mente los poderes del a te c h n o n y de lo insustituible. Semejan­ te en esto a André Bretón, cuya N a d ja constituye el horizonte, apenas percibido mas sin embargo determinante, de todo es­ crito lacaniano. El a te c h n o n reina, pues, ya se trate de los se­ minarios o de los escritos. Lacan st inclina a dejar de lado hasta el residuo de las te c h n a i escolásticas, legado por la tra­ dición universitaria (partes, capítulos, párrafos en tanto, que distintos de las frases) -n o por ignorancia ni por desprecio, si­ no porque no serían pertinentes-. La protréptica asume, en el espacio del párrafo escrito, la forma atécnica de la conversa­ ción erudita, tomada de Macrobio, por intermedio de La Mothe Le Vayer (citado por ejemplo en K a n t c o n S a d e, E ., pág. 766). Y como esta conversación no puede asumir ya la forma del diálogo, sólo le queda la forma que no lo es: el e x c u r su s10. En el espacio de la frase, la protréptica negativa sólo dispo­ ne de los recursos de la acusación y la diatriba para desalojar, en su movimiento violento, a la d o xa adormecida de su lugar de reposo. Aparecen entonces los procedimientos calificados habitualmente de «gongorinos». Un mínimo de conocimientos basta para percatarse de que nada tienen que ver con Góngora. Desde el estricto punto de vista de la historia de los estilos, se trata mucho más de la escritura artista, mantenida viva desde los Goncourt, en el ámbito confinado del mundo hospitalario, gracias al cuidado de los médicos cultos, aficionados a las co­ sas bellas (Clérambault, Du Boulbon). Excepto que Lacan la utiliza con otros fines; el lexema raro, el semantema inhabi­ tual, la sintaxis tortuosa han de impedir al lector abandonarse

tt su inclinación de lengua, hacerle desconfiar de las sucesio­ nes lineales y de las disposiciones simétricas, obligarlo al sa­ ber que vendrá. A los excursus incesantes, a las frases complejas que pre­ paran las vías del saber, se anudan las proposiciones tributa­ rias de la transmisibilidad del saber. Son muy diferentes11. Su diferencia salta a la vista cuando Lacan recurre a las escrituras matemáticas. Pero, ya antes del materna propiamente dicho, la proposición transmisible se deja reconocer -señalada por su sintaxis (lo más sencilla posible) y por su recurrencia. Es có­ modo designarla con el nombre de logion, término tomado de la filología de los Evangelios, pero con fines totalmente lai­ cos. Se concluirá, de la existencia de los logia, que Lacan, lec­ tor de Leo Strauss12, no practicaba sistemáticamente el arte de escribir y no exigía las técnicas de lectura que Leo Strauss afirmaba haber restituido. Esas artes y esas técnicas suponen, en efecto (1) que las proposiciones verdaderamente importan­ tes aparezcan en forma completa muy pocas veces en una obra (eventualmente nunca); (2) que, por regla general, las proposiciones frecuentemente repetidas no lo sean sin cierta variación, eventualmente ínfima, pero siempre reveladora; (3) que las proposiciones repetidas en forma estrictamente idénti­ ca (cuando existen) se designen por dicho carácter como inesenciales o fragmentarias; (4) que el carácter principal de las proposiciones repetidas (con o sin variación) sea casi siempre su chatura, su inadecuación grosera respecto de los datos más evidentes, cuando no su incoherencia (éstos son los rasgos que han de suscitar la atención y justificar una lectura de «se­ gundo tiempo»); (5) que una obra compuesta de esta manera esté tejida mayoritariamente de proposiciones inesenciales, anodinas e ilógicas (en esto reside el enigma que ha de desen­ trañarse); (6) que en general toda proposición de una tal obra, para ser referida a lo importante, coherente y no trivial, deba ser leída como un fragmento por completar; el método consis­ te en conectarla con otras proposiciones de la obra, aparente­

mente poco compatibles, si no contradictorias, con la proposi­ ción estudiada, pero igualmente parciales13. Nada de todo esto es verdad de los logia: son a la vez recu­ rrentes, verídicos, esenciales y susceptibles de ser interpreta­ dos íntegramente por sí mismos. No son ni anodinos ni incon­ sistentes ni incompletos. No son enigmáticos. Si le parecen tales a un lector no cuidadoso, es porque su afirmación está siempre en anticipación del pensamiento (aserción de certi­ dumbre anticipada). No son estenogramas de pensamientos establecidos, sino más bien hologramas de pensamientos por venir; se leen en futuro anterior. Son ellos mismos la fuente de su propia luz; la transparencia les llega por un incansable retomar lo idéntico y por una manipulación repetida y cuasi material -Lacan mismo inicia ese trabajo, a ello se debe la recurrencia-, no por una puesta en conexión. Los logia depen­ den del bien decir. Es verdad que, por otra parte, Lacan practicó el «mediodecir» (cf. infra, pág 177); esto implica que ciertas proposi­ ciones de saber sólo se dejan leer separadas de lo verdadero y fragmentadas; también implica que algunas otras - a veces las mismas- mezclan tesis de saber y procedimientos protrépticos (digresiones, escritura artista). Ni unas ni otras son, pues, lo­ gia y no hay, en el orden del saber, sólo logia en Lacan. Pero el medio-decir mismo está subordinado al bien decir. No es más que una vía de acceso a él. El bien decir (ya sea a través de un lapsus, de una agudeza* o de una expresión feliz), pues, se juega en una única tirada. Sólo hay logion si hay una tirada ganadora, pero al juego del logion sólo se gana o se pierde ju­ gando una única vez14. Es verdad que el arte del bien decir es difícil; quizá sólo pueda subsistir a título de mandamiento ético (Télévision, pág. 65**); quizás el medio-decir es el único prudente. A ve* Agudeza, Witz, mot d ’esprit (n. del t.). ** A diferencia de los otros textos, con Télévision y Radiophonie no se usó la traducción en castellano (n. del t.).

i;es, para que la mesa no quede vacía, hay que dividir la ■puesta, fingir que se coincide con Leo Strauss, quien cree só­ lo en el medio-decir y reserva el logion a Dios. En consecuen­ cia habrá partidas más modestas, en las que sólo se gana al multiplicar los intentos. De esta manera, se entrelazarán las frases de estatuto dife­ rente: rodeos protrépticos y proposiciones de saber. Pero su anudamiento, siendo en sí mismo atécnico, sólo puede reali­ zarse de manera inestable; por eso sólo puede ser leído en la forma debilitada de la yuxtaposición (digresión, desvío, esca­ pada). Para quien se dedica al saber, lo protréptico se presenta como un tejido conjuntivo, que parasita el hilo de la transmi­ sibilidad. Para quien se dedica a las conversaciones eruditas, rebosantes de atisbos geniales, de indicaciones luminosas, de erudición dominada, de audacias estilísticas, la proposición matematizada parecerá opaca y esquelética. Le toca al lector demostrar su tacto, tal como Lacan se lo aconsejaba al analis­ ta, y no confundir la naturaleza de los comentarios. Se comprende entonces la verdadera relación de los Scripta y los seminarios: los dos conjuntos contienen proposiciones de saber y proposiciones protrépticas, pero, desde el punto de vis­ ta del saber, nada hay en los seminarios que no esté en los Scripta15', desde el punto de vista de la protréptica y de la con­ versación erudita, puede haber cosas diferentes en los Scripta y en los seminarios; si hay algo en los segundos que no se en­ cuentra en los primeros, ese algo es tributario siempre de la conversación erudita, no del saber; pero la inversa no es verda­ dera En todo caso, quien se interese en el saber siempre tiene el derecho, pero no el deber, de dejar de lado los seminarios. En esta disposición general, la conclusión se impone: si los Scripta hacen la obra, y no los seminarios, esto quiere decir que Lacan se fió enteramente de lo escrito (y no de lo trans­ crito) para transmitir su doctrina. Un dato no cuenta para na­ da: la palabra de Lacan. Se rechazará, pues, definitivamente la constelación espiritualizante que se anclaba en ella: Palabra,

Presencia, Maestro, Discípulos, Rememoración. A decir ver­ dad, toda la doctrina del materna estará hecha para oponerse a una tal puesta en escena (cf. infra, cap. IV). Sólo la mitificación de un dato en bruto suscitó el teatro sacramental: Lacan enseñó oralmente. Pero, ¿quién no lo hizo desde que la Universidad devino la institución de acogida de toda doctrina? Es verdad que Lacan habló como pocos de sus contemporáneos, pero podría decirse lo mismo de algunos otros. No tendré la crueldad de recordar las disquisiciones elegiacas de Alain sobre la palabra viviente de Lagneau o las de C. M. Des Granges sobre la de Brunetiére. Que se escuchen en las transcripciones algunas singulari­ dades provenientes de lo oral ¿qué tiene de sorprendente y que se necesite subrayar tanto? A decir verdad, el hecho de que Lacan haya tenido una enseñanza oral es más bien lo que lo confundiría con el universitario usual y no lo que lo distin­ guiría de él; Sartre, por haberse mantenido tanto tiempo a dis­ tancia de toda palabra pública de transmisión es, al respecto, infinitamente más sorprendente. Como máximo, se podría convenir que entre escrito y ha­ blado Lacan mantuvo una disyunción que los universitarios supuestamente no se autorizan. Se cuenta que Dumézil había dado a Foucault este consejo: «No escribir nada que no haya sido pronunciado; no pronunciar nada que no esté destinado a ser escrito». Está permitido reconocer en esta regla de proyec­ ción biunívoca una costumbre de universidad (con la que mu­ chos universitarios franceses se arreglan torpemente, tanto por agrafía como por grafomanía, tanto por afasia como por logo­ rrea; ésta es una de sus menores inferioridades). Lacan cierta­ mente la transgrede pero, de nuevo, no más y quizá menos que Sartre. Nada sería, en todo caso, más desubicado que evocar a Pla­ tón. Cualquiera que haya sido el pensamiento de Platón sobre lo escrito, que es menos unívoco de lo que se dice, pertenece a un mundo donde la escritura es todavía problemática, en lo que respecta, al menos, a la relación con la verdad16. Con La-

can es distinto: se sitúa enteramente en un universo donde la relación de la verdad con lo escrito ya no es problemática. Es cierto que él la reproblematizó -e n el psicoanálisis freudiano, la Verdad habla, no escribe—, pero el movimiento, en su punto de partida y en su término, supone justamente la inversa de Platón. Lo cual, obviamente, no significa que lo escrito, como tal, se sitúe necesariamente en la forma del libro; se sabe que al respecto Lacan estuvo, primero por coerción, luego por elec­ ción. fuera del libro; compartió este rasgo con otros: André Bretón —N a d ja , dijimos, es una obra, en tanto que es un a tech non, ¿pero es acaso un libro?- o Jakobson. Como ellos, y a diferencia de Freud, hizo surgir la obra ¿n un lugar de fractura entre forma larga y forma breve, entre alocución permitida y alocución refrenada. Pero esto no afecta el punto: leer a Lacan es leer lo que está escrito y, singularmente, los S crip ta , de­ sembarazándolos de las oscuridades que arroja ocasionalmen­ te en ellos el hablar protréptico. NOTAS 1. Las referencias se indicarán de manera abreviada de la siguiente forma: (a) Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanáli­ sis, E., pág. 227 = «Función y campo de la palabra y el lenguaje en psi­ coanálisis», Escritos, Siglo XXI, Buenos Aires, 1985, pág. 227. Luego de la primera mención, la sigla E. podrá ser omitida; (b) El Atolondradicho, Esc., 1, pág. 17 = «El Atolondradicho», Escansión, 1, pág. 17, Paidós, Buenos Aires, 1984. Luego de la primera mención, la sigla Esc. podrá ser omitida; (c) S., XX, pág. 9 = El Seminario, libro XX, Paidós, Buenos Aires, 1981, pág. 9. 2. En este capítulo, cultura será usado sistemáticamente en el senti­ do francés y no como equivalente de la palabra Kultur. 3. Dejo de lado, voluntariamente, la cuestión de la Universidad. Es una cuestión no trivial el saber si las producciones profesionales de los universitarios (tesis, memorias, etc.) se inscriben en la forma de obra. La tradición francesa responde por la afirmativa; la tradición alemana o inglesa, por la negativa. Lo que no significa, evidentemente, que to­

das las tesis francesas (me refiero a las de estilo antiguo) sean obras ni que ninguna tesis alemana o inglesa lo sea. 4. Nada prueba mejor el carácter estrictamente formal de la noción de obra: el título del Cours es equívoco entre singular y plural; no fue dado por Saussure; el texto fue retrabajado hasta el punto de que nin­ guna de sus páginas puede ser atribuida, en ese estado, a la mano de Saussure; Saussure nunca tuvo la intención de publicar ningún curso. Sin embargo, hay una obra y, en consecuencia, un autor, porque están reunidos los criterios formales. Cf. J.-C. Milner, «Retour á Saussure», Lettres sur tous les sujets, 12, abril de 1994. 5. El 25 de mayo de 1913, durante la primera reunión del Comité de la IPA, Freud ofreció a cada uno de sus cinco colaboradores una piedra griega grabada a hueco, que estos montaron en un anillo. Freud mismo llevaba un anillo semejante y, en 1920, un nuevo miembro recibió el mismo regalo. O sea, en total siete anillos. Los interesados y Freud mismo no disimularon lo que el procedimiento tenía de romántico. Cf. E. Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, Hormé, Buenos Aires, 1989. Internacionalismo, anillos, Grecia, puerilidad, una referencia a Coubertin no es inverosímil. 6. De que se trata de una decisión, y explícita, no cabe duda; basta leer los documentos. Cf. Escansión, Excomunión, Disolución, Manan­ tial, Buenos Aires, 1987. Que su estilo sea tan eclesiástico como se ha dicho es menos seguro. Lacan (S XI, pág. 12) evoca la excomunión mayor, pero marca en seguida la diferencia: la Iglesia de Roma no ful­ mina con una excomunión sin esperanza de retomo; evoca luego la sentencia de Schammatha pronunciada por la sinagoga de Amsterdam contra Spinoza, que agrega, efectivamente, la imposibilidad de un re­ tomo. Pero no hay ni podría haber una sinagoga universal. Se podría evocar asimismo La letra escarlata, pero tampoco existe una parroquia calvinista internacional. Una vez más, se piensa más bien en los diver­ sos International Boards, a la vez omnipotentes y frívolos, que rigen la diversión mundial. 7. Lacan mismo me señaló en 1964 el opúsculo en el que J. Bidez presentaba al público de lengua francesa los trabajos de W. Jaeger y de E. Bignone: Un singulier naufrage littéraire dans l’Antiquité. A la recherche des épaves de VAristote perdu, Bruselas, 1943. Por lo demás, parece que W. Jaeger y Lacan tuvieron contactos. 8. Lacan había desarrollado una técnica que se puede llamar de pro­ tréptica negativa: incitar al sujeto a arrancarse de la doxa regañándolo. La técnica no es nueva: los cínicos la habían practicado; se la encuen­

tra en Lewis Carroll, donde la excelente Alicia, amable y desvaída por­ tadora de la más victoriana opinión, no cesa de hacerse propiamente in­ sultar por los representantes del nonsense, que es síntoma de lo real; se la encuentra, por último, en los surrealistas y en Groucho Marx. 9. Cf. la introducción de La instancia de la letra, E., pág. 473, don­ de Lacan presenta su propio texto como a «medio-camino» entre el es­ crito y la palabra. Sin embargo, es llamativo que el punto de partida sea una entrevista pedida por el grupo de filosofía de la Federación de Estudiantes de Letras, en 1957. 10. Obviamente, se piensa en Montaigne. El nombre de Diderot surge también; uno de los pocos, en Francia al menos, que usó la digre­ sión en sus novelas; también uno de los pocos modernos que escri­ bieron grandes diálogos, no empero por herencia platónica, sino por in­ vención y genialidad. Uno cree a veces, leyendo tal o cual seminario de Lacan, encontrar el tono de un Sueño de D ’Alembert, en el que sólo se escucharían las réplicas, entremezcladas en un único texto, de D ’Alem­ bert y Bordeu, mientras que el oyente -m udo o casi—ocuparía la posi­ ción de una infortunada Lespinasse, suscitada a la existencia por las meras ofensas que se le infligen. 11. La estilística de Lacan se articula de esta manera siguiendo los puntos de referencia funcionales que constituyen la protréptica y la transmisión integral. F. Regnault propuso una tipología más «intrínse­ ca» a la estructura de la doctrina («Traits de génie», en M.-P. de CosséBrissac y cois., Connaissez-vous Lacan?, Seuil, París, 1992, págs. 219230). La diferencia en el método autoriza interesantes diferencias en los resultados. 12. La Persécution et l’Art d ’écrire es citado, en su edición ameri­ cana de 1952, en La instancia de la letra, pág. 489 (texto de 1957). Una traducción fue publicada luego (Presses de la Cité, París, 1989). 13. A ello se debe la consecuencia de que una obra escrita siguien­ do estas reglas (supuestamente antiguas y olvidadas) debe de parecerle a un moderno una especie de galimatías desordenado de proposiciones no interesantes. Y más aún cuanto más importante es la obra. Sólo que­ da entonces el argumento de autoridad: una obra antigua, célebre anti­ guamente, no puede haberse vuelto célebre por malas razones; si, en­ tonces, parece no interesante y mal construida es porque se la lee mal o, más exactamente, sin cuidado. Recíprocamente, ninguna obra anti­ gua verdaderamente importante puede haber sido desconocida; porque existían otrora lectores cuidadosos. En lo que respecta al autor moder­ no, éste puede anhelar lectores tales; no puede cerciorarse de que exis­

ten. Incluso frecuentemente deberá suponer que no existen. Al mismo tiempo, escribe siempre bajo la condición de la obra desconocida. La­ can, desde este punto de vista, es efectivamente un moderno. 14. En principio, es posible hacer un relevamiento exhaustivo de los logia. También han de existir logia fallidos. Tendrán la forma sin­ táctica requerida, pero la certeza anticipada que los marcaba se disipó en el instante ulterior. En el registro del tiempo lógico es una moción suspendida para siempre. Un índice: Lacan no retoma, una vez hecha la jugada; por este hecho se constituye el efecto de enigma. Ahora bien, no hay lugar legítimo para el enigma en Lacan. Si hay enigmas, de hecho señalan un fracaso. Propongo, a título de ejemplo, el manda­ miento «no ceder sobre su deseo», que se creyó poder extraer del Se­ minario VII. 15. Una excepción, sobre la que habrá que volver (cf. infra, cap. V, págs. 174-175): el seminario XX, que constituye la cima del segundo clasicismo lacaniano. Tiende a anular la diferencia entre esotérico y exotérico; o, lo que es equivalente, prescinde a menudo del estilo protréptico. 16. Se leerá sobre este punto Détienne, Los maestros de verdad en la Grecia Arcaica, Taurus, Madrid, 1985, no sin aclararlo con Roubaud, La invention du fils de Leoprepes, Circé, París, 1993.

CAPÍTULO II

El doctrinal de ciencia

1. La ecuación de los sujetos y la ciencia Lacan plantea una ecuación: «el sujeto sobre el que opera­ mos en psicoanálisis no puede ser sino el sujeto de la ciencia» (La ciencia y la verdad, E., 2, pág. 837). Esta ecuación de los sujetos enuncia tres afirmaciones: (1) que el psicoanálisis opera sobre un sujeto (y no, por ejemplo, sobre un yo [moi]; (2) que hay un sujeto de la ciencia, y (3) que estos dos sujetos hacen uno. Las tres afirmaciones tienen en común el hecho de que ha­ blan del sujeto', lo que ha de entenderse por ello depende de lo que se puede llamar el axioma del sujeto: ‘hay algún sujeto, distinto de toda forma de individualidad empírica1’. Este axioma de existencia usa un término y una distinción enteramente homónimos de proposiciones que forman parte de la metafísica kantiana y poskantiana; que sean sinónimos de ellas es una cuestión que, por el momento, será dejada en suspenso. La tercera afirmación, que se apoya en correlaciones histó­ ricas, aunque éstas no la funden, constituye la ecuación como tal. La primera afirmación concierne a la práctica analítica (es lo que indica el verbo operar)-, no es para nada trivial; su vali­ dez le es conferida por la autoridad de un enunciador supuesto

saber en lo tocante al psicoanálisis, y específicamente de lo que al respecto hizo Freud. La segunda afirmación utiliza un concepto, que Lacan toma en un sentido preciso, el de «sujeto de la ciencia», concepto que, empero, sólo en parte es lacania­ no. La definición de la ciencia aquí invocada no se debe a La­ can -quien se explica suficientemente al respecto-, sólo perte­ nece a Lacan la afirmación de que de esa definición de la ciencia se deduce una figura particular del sujeto (tal como el axioma del sujeto plantea su existencia). Ahora bien, ésta es, hablando estrictamente, una hipótesis. Se puede y se ha de considerar, entonces, que la ecuación de los sujetos depende de esa hipótesis, a la que se llamará en lo sucesivo hipótesis del sujeto de la ciencia: ‘la ciencia moderna, en tanto ciencia y en tanto moderna, determina un modo de constitución del sujeto’. De ella se extrae la definición del sujeto de la ciencia: ‘el sujeto de la ciencia no es nada salvo el nombre del suje­ to, toda vez que, por hipótesis, la ciencia moderna le determi­ na un modo de constitución’. Se observará que la ecuación de los sujetos nada dice del psicoanálisis como teoría. En particular, no se afirma de ma­ nera alguna que el psicoanálisis mismo sea una ciencia. Lacan es explícito sobre este punto: el hecho de que «su praxis no implica otro sujeto sino el de la ciencia» ha «de distinguirse de la cuestión de saber si el psicoanálisis es una ciencia (si su campo es científico)» (ibíd., pág. 842). Se ve que la palabra praxis es explícita. Incita a evocar la figura de la theoria. Re­ sulta llamativo, por ende, que Lacan no diga que la ecuación de los sujetos concierne a la theoria del análisis. Esto no sig­ nifica que dicha ecuación no sea una proposición de theoria, significa que se sitúa en el punto de paso de la praxis a la theoria. Podría decirse que articula una theoria en estado na­ ciente, captada en el movimiento de una reflexión esbozada sobre la praxis. En conclusión, todas las proposiciones de la theoria lacaniana suponen la ecuación de los sujetos, porque

suponen que el movimiento de reflexión sobre la praxis ha culminado. La ecuación asegura, pues, una función seminal. Lo que indica hasta qué punto importa que no sea vacía. Sólo escapa al vacío con una condición: que la hipótesis mis­ ma del sujeto de la ciencia no sea vacía. Esto supone dos co­ sas: que la noción de ciencia constituya el objeto de una teoría suficientemente determinad? y que, una vez admitida dicha teoría, se pueda vincular a ella cierta constitución del sujeto. Existe, efectivamente, una teoría de la ciencia en Lacan. Es muy completa y no trivial2. Para restituir su coherencia se pue­ de establecer, en primer término, lo que ella no es, partiendo de la diferencia que separa a Freud de Lacan. Pues también hay una teoría de la ciencia en Freud. Ella es harto breve, y si se pregunta por qué la hay, la respuesta es simple. Reside en lo que se acuerda en denominar el cientificismo de Freud3, que no es más que el asentimiento que otorga al ideal de la ciencia. Ese ideal funda, suficientemente, el anhelo de que el psicoanálisis sea una ciencia. Digo, en efecto, ideal de la ciencia. Se trata, efectivamente, de un punto ideal -exterior o infinitamente dis­ tante- hacia el que tienden las rectas del plano y que, al mismo tiempo, les pertenece a todas y en el que nunca se encuentran. No es la ciencia ideal, la cual «encama», de manera variable, el ideal de la ciencia: determinación estrictamente imaginaria, re­ querida para que las representaciones sean posibles4. Es verdad que el hombre siempre necesita representacio­ nes; en particular, es difícilmente evitable, cuando uno se le­ gitima en el ideal de la ciencia, como lo hacía Freud, crearse una representación de lo que debe ser la ciencia, que es ya una ciencia ideal. Por lo general, se toman los rasgos de una cien­ cia ya constituida en el momento en que se habla, después se pregunta: ¿qué debe ser el psicoanálisis para ser una ciencia adecuada al modelo?; a partir de ese instante, los rasgos se han transformado en criterios. Se abre, al mismo tiempo, el camino a otro cientificismo: no el del ideal de la ciencia, sino el de la ciencia ideal. Freud lo sigue, tomando de otros, más

calificados que él a su entender, la fisonomía de la ciencia ideal. Citemos a Helmholtz, Mach y Boltzmann, para atener­ nos a los más grandes5. Es cierto que se agrega, reconstituible en el hilo de los tex­ tos freudianos, una teoría transversal de la ciencia; no sólo una teoría de lo que debe ser una ciencia, sino una respuesta a la pregunta: ‘¿por qué hay ciencia, en lugar de no haberla?’. Sin embargo, esta teoría, precisamente, permanece dispersa, y no es seguro que Freud aceptase reuniría, tal como lo hizo con su teoría de la religión. Respecto de la pregunta del porqué de la ciencia, Lacan no hace más que retomar los aforismos de Freud, que resume del siguiente modo: la ciencia es, al nacer, una técnica sexual (cf. S., XI, pág. 158). Agrega además cierta prudencia. Así como introduce cierta prudencia al responder a la pregunta: ‘¿por qué hay psicoanálisis, en lugar de no haberlo?’. Cualquiera que sea el caso, no se encontrará acerca de estas cuestiones de ori­ gen un cuerpo de doctrina íntegramente constituido. La teoría lacaniana de la ciencia trata de otra cosa. Fiel a Freud en lo que se refiere al punto precedente, Lacan se separa de él en lo tocante a la cuestión del ideal de la ciencia. No cree en él. Más exactamente, no cree en él para el psicoa­ nálisis. Contrariamente a lo que podría suponerse, esto es lo que entraña la ecuación fundadora. Respecto de la operación analítica, la ciencia no desempeña el papel de un punto ideal -eventualmente alejado al infinito-; en sentido estricto, no le es exterior; por el contrario, ella estructura de manera interna la materia misma de su objeto. Si nos atenemos al lenguaje geométrico, el campo del psicoanálisis puede ser concebido como el plano que determinan las rectas de sus proposiciones (es, después de todo, volver a encontrar, mediante un despla­ zamiento calculable, la interpretación que daba Queneau de Hilbert); si el punto de la ciencia no es exterior a ese plano, no podría estructurarlo como una regulación. No tiene senti­ do, pues, preguntar en qué condiciones el psicoanálisis sería

una ciencia. Tampoco tiene sentido presentar alguna ciencia bien constituida como un modelo que el psicoanálisis debería seguir. En otros términos, dado que no hay ideal de la ciencia en lo tocante al psicoanálisis, tampoco existe para él una cien­ cia ideal. El psicoanálisis encontrará en sí mismo los funda­ mentos de sus principios y de sus métodos. Más aún, se descubrirá suficientemente seguro como para poder interrogar a la ciencia. «¿Qué es una ciencia que inclu­ ya al psicoanálisis?» pregunta Lacan en 1965 (reseña para el anuario de la Escuela Práctica de Altos Estudios, en Reseñas de Enseñanza, Manantial, Buenos Aires, 1984, pág. 28). De suerte tal que la ciencia misma podría revelarse la forma más consistente de una actividad que se llamará el análisis, y que se encuentra, a la vez diversificada e idéntica a sí misma, en todas las regiones del saber. De ese análisis, el psicoanálisis propondría una especie de punto ideal, organizador del campo epistemológico, y que permite orientarse en él (a ello se debe el tema de la «orientación lacaniana»). Lejos de consentir al ideal de la ciencia, le toca construir para la ciencia un ideal del análisis. Los Cahiers pour Vanalyse, en su época, determinaron un punto tal, agregando tan sólo que el marxismo podía y debía ordenarse en función de él. Se comprende que, en un mismo movimiento, se hayan apoyado en el psicoanálisis y en la epistemología. Partiendo del ideal del análisis se llega, fácil­ mente, al análisis ideal, cuyo maniquí se dedicarán a erigir los pequeños lacanianos: remodelar la matemática, la lógica, la física, la biología, etc., de manera tal que le quepan a medida. Poco importa todo esto, salvo socialmente.

2. La teoría de lo moderno La primera característica que se le puede reconocer a la teoría lacaniana de la ciencia se explica de la manera siguien­ te. Ha de hacer aparecer esa conexión singular gracias a la

cual la ciencia es esencial para la existencia del psicoanálisis y, por esta misma razón, no se sitúa frente a él como ideal. La relación más adecuada para este fin se presenta en términos homónimos a los de los operadores históricos: sucesión y cor­ te. También se apoya en Koyré, leído a la luz del muy historizante Kojéve. Con fines de claridad, es aceptable adoptar aquí las cos­ tumbres de los geómetras, que razonan mediante axiomas y teoremas. Veamos los más importantes: - Teoremas de Kojéve: (i) ‘hay entre el mundo antiguo y el universo moderno un corte’; (ii) ‘ese corte se debe al cristianismo’. - Teoremas de Koyré: (i) ‘hay entre la episteme antigua y la ciencia moderna un corte’; (ii) ‘la ciencia moderna es la ciencia galileana, cuyo tipo es la física matematizada’; (iii) ‘al matematizar su objeto, la ciencia galileana lo des­ poja de sus cualidades sensibles’. - Hipótesis de Lacan: Tos teoremas de Koyré son un caso particular de los teore­ mas de Kojéve’6. - Lemas de Lacan: (i) ‘la ciencia moderna se constituye por el cristianismo, en tanto éste se distingue del mundo antiguo’; (ii) ‘dado que el punto de distinción entre el cristianismo y el mundo antiguo depende del judaismo, la ciencia moderna se constituye por lo que hay de judío en el cristianismo’7; (iii) ‘todo lo que es moderno es sincrónico con la ciencia galileana, y sólo es moderno lo que es sincrónico con la cien­ cia galileana’. También adecuado a este dispositivo es el tratamiento de la hipótesis del sujeto de la ciencia. Pasa por Descartes. Se sabe que Lacan comentó y analizó incansablemente el Cogito carte­ siano (cf. en particular La instancia de la letra, E., págs. 496-

497; La ciencia y la verdad, E., págs. 835-837 y pág. 843). Es­ ta insistencia reposa, en última instancia, en la tesis de que Descartes es el primer filósofo moderno, en tanto moderno. Esta proposición fue formulada, por cierto, en varias oca­ siones, y principalmente por Hegel. Falta aún ponerse de acuerdo acerca de qué significa moderno. En el sentido estric­ to que Lacan le da a esta palabra (lema (iii)), sólo puede signi­ ficar lo siguiente: se supone que Descartes da a ver, por el or­ denamiento interno de su obra, aquello que el nacimiento de la ciencia moderna requiere del pensamiento. Ahora bien, el edi­ ficio cartesiano se apoya de manera crucial en el Cogito. El pensamiento de la ciencia, por ende, necesita aquello que el Cogito testimonia. El hecho de que el autor de las Meditacio­ nes sea, asimismo, el creador de la geometría analítica y el au­ tor de una Dióptrica, constituye ciertamente una prueba de pe­ so. También es necesario que éste no sea un dato contingente. Un conjunto de proposiciones que articulan lo que se puede denominar el cartesianismo radical de Lacan lo sostiene: ‘si Descartes es el primer filósofo moderno, lo es debido al Cogito'\ ‘Descartes inventa el sujeto moderno’; ‘Descartes inventa el sujeto de la ciencia’; ‘el sujeto freudiano, en la medida en que el psicoanálisis freudiano es intrínsecamente moderno, no podría ser otro que el sujeto cartesiano’. Sin duda, no se trata tan sólo de una correlación cronológi­ ca; se supone además un parentesco discursivo. La lista de ar­ gumentos es la siguiente: la física matematizada elimina todas las cualidades de los existentes (teorema (iii)); una teoría del sujeto que anhele responder a una física como ésta deberá, ella también, despojar al sujeto de toda cualidad. Ese sujeto, constituido de acuerdo con la determinación característica de la ciencia, es el sujeto de la ciencia (definición, pág. 36). No le sentarán las marcas cualitativas de la individualidad empíri­ ca, ya sea ésta psíquica o somática; tampoco le sentarán las propiedades cualitativas de un alma: no es ni mortal ni inmor­

tal, ni puro ni impuro, ni justo ni injusto, ni pecador ni santo, ni condenado ni salvado; tampoco le sentarán las propiedades formales que durante largo tiempo se creyó que eran constitu­ tivas de la subjetividad en cuanto tal: no tiene ni Sí mismo ni reflexividad ni conciencia. Tal es, justamente, el existente que el Cogito hace emerger, si al menos se ^oma en serio el orden de las razones. En efec­ to, en el instante en que es enunciado como cierto, está en dis­ yunción, por hipótesis, respecto de toda cualidad, siendo éstas revocables, pues, colectiva y distributivamente, por la duda El pensamiento mismo por el que se lo define es estrictamente cualquiera; es el mínimo común de todo pensamiento posible, porque todo pensamiento, cualquiera que sea (verdadero o falso, empírico o no, razonable o absurdo, afirmado o negado o puesto en duda), puede brindarme la oportunidad d< con­ cluir que yo soy. Correlato sin cualidades supuesto a un pensamiento sin cualidades, se aprecia en qué ese existente -nombrado sujeto por Lacan, no por Descartes- responde al gesto de la ciencia moderna. Es verdad que Descartes no se detiene allí; pasa sin esperar y cual de prisa a la conciencia y al pensamiento cualificado. Pues se trata, efectivamente, de pensamiento cualificado una vez planteada la sinonimia: «una cosa que piensa, es decir una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina y que siente» (Meditación Segunda, CEuvres philosophiques, Gamier, París, 1967, II, pág. 421). Se comprende, pues, que Lacan nunca se apoye en lo que se puede llamar la «avanzada» extrema del Cogito y que, por todos los medios, se dedique a suspender el paso del primer tiempo al segundo. Con este fin, encierra al Cogito en su enunciación estricta, y cierra, además, esa enunciación so­ bre sí misma, haciendo de la conclusión («luego, yo soy»), el puro pronuntiatum de la premisa («yo pienso»): «escribir: yo pienso: ‘luego yo soy’, con comillas alrededor de la segunda cláusula» (La ciencia y la verdad, pág. 843). Se asegura así la

insistencia del pensamiento sin cualidades, detenido justo an­ tes de polimerizarse en duda, concepción, afirmación, nega­ ción, etcétera8. Ahora bien, el pensamiento sin cualidades no sólo es ade­ cuado para la ciencia moderna. Lacan demuestra que también es necesario para fundar el inconsciente freudiano. El pivote del programa de Freud reside en esta constatación que el he­ cho del sueño (factum somnii) parece imponer: hay pensa­ miento en el sueño. De ello se sigue el razonamiento: si hay pensamiento en el sueño (en la agudeza, en los malogros de la vida cotidiana, etc.), entonces el pensamiento no es lo que di­ ce de él la tradición filosófica; principalmente, no es un coro­ lario de la conciencia de sí. Por lo tanto, hay pensamiento en el sueño (en la agudeza, en los malogros de la vida cotidiana, etc.; lo establecen la Traumdeutung y Jas obras ulteriores); en­ tonces, etcétera. Si se admite que la proposición negativa ‘la conciencia de sí no es una propiedad constitutiva del pensamiento’ se esteno­ grafía con el nombre de inconsciente, se obtiene el teorema: ‘si hay pensamiento en el sueño, hay un inconsciente’. Se obtiene a su vez el lema: ‘el sueño es la vía regia del inconsciente’ y la definición que se deduce del teorema y del lema: ‘afirmar que hay inconsciente equivale a afirmar ello [ga] piensa’. Lacan agrega solamente la proposición, extraída de Des­ cartes y extendida a Freud: ‘si hay pensar, hay algún sujeto’. El razonamiento es verdadero, no obstante, sólo con dos condiciones. Hace falta, primero, que pueda haber sujeto en él, aun cuando no haya conciencia ni Sí mismo -esto requiere una teoría no trivial del sujeto-; hace falta, segundo, que el pensamiento que constituye el paño del sueño y del malogro esté disyunto de toda cualidad. De esta manera se salvarán los fenómenos9. El freudismo, según Lacan, se apoya en la triple afirmación

de que hay inconsciente, que éste no es ajeno al pensar y que, por lo tanto, no es ajeno al sujeto de un pensar. Si lo fuese, el psicoanálisis sería ilegítimo de derecho y, sin duda, imposible como práctica. En efecto, un inconsciente ajeno al sujeto que piensa es somático, pero lo somático no tiene que ver ni con la verdad ni con la palabra; sin embargo, el psicoanálisis tiene que ver con la verdad y con la palabra. El inconsciente, en tanto que el psicoanálisis tiene que ver con él, no es, pues, ajeno ni al sujeto ni al pensamiento. Como contrapartida, ni el sujeto ni el pensamiento exigen la conciencia. No obstante, decir que el sujeto no tiene la conciencia de sí como propiedad constitutiva es rectificar la tradición filosófi­ ca y, señaladamente, a Descartes. Entendamos: al Descartes del segundo tiempo, tan apurado por dejar el punto álgido del Cogito como ciertos prisioneros su prisión. A la luz de Freud, la conciencia de sí deviene únicamente una marca de la indi­ vidualidad empírica, que la filosofía había introducido indebi­ damente en el sujeto, tan cuidadosamente filtrado, empero, por sus cuidados. El psicoanálisis entiende, pues, el axioma del sujeto más estrictamente que cualquiera otra doctrina. Con una nitidez sin igual, separa dos entidades; en una, la concien­ cia de sí puede ser supuesta, sin contradicción, como no esen­ cial; en la otra, la conciencia de sí no puede, sin contradic­ ción, ser supuesta no esencial. Sólo la primera responde exactamente a los requerimientos de la ciencia; y sólo ella cae dentro de los límites fijados por el axioma del sujeto; se lo llamará, pues, con toda legitimidad, sujeto de la ciencia. Se comprende ahora cómo es, a la vez, sujeto cartesiano y sujeto freudiano10. En lo referente a la segunda entidad, el nombre de Yo [Moi] puede convenirle igual que cualquier otro. La teoría de la ciencia deriva ae Koyré y Kojéve, la inter­ pretación unitaria de Descartes sabio y metafísico se apoya en Koyré, la interpretación del Cogito es dependiente de Gue­ roult, el axioma del sujeto es retomado, en homonimia o sino­ nimia, de la tradición poskantiana, pero la hipótesis del sujeto

de la ciencia, la ecuación de los sujetos, la interpretación que implica de Freud y la articulación del conjunto son específicas de Lacan. Por ello es justo hablar, a propósito de Lacan, no de una teoría de la ciencia, ni siquiera de una epistemología, sino de un verdadero doctrinal de ciencia. Se designará así, especí­ ficamente, la conjunción de las proposiciones sobre la ciencia y de las proposiciones sobre el sujeto.

3. La estilística historicista A primera vista, el doctrinal de ciencia es fundamental­ mente historizante en cada una de sus partes. Lo es en lo con­ cerniente a la hipótesis del sujeto de la ciencia: «...cierto mo­ mento del sujeto que considero como un correlato esencial de la ciencia: un momento históricamente definido [...], aquel que Descartes inaugura y que se llama el Cogito» (La ciencia y la verdad, pág. 835). Lo es en lo concerniente a la ciencia: «esa mutación decisiva que por la vía de la física funda La ciencia en el sentido moderno...» (ibíd., pág. 834). Lo es en lo concerniente a la articulación de la ciencia con el sujeto: «Pa­ ra todo eso nos parece ser radical una modificación en nuestra posición de sujeto, en el doble sentido de que es allí inaugural y de que la ciencia la refuerza más y más. Koyré es aquí nues­ tro guía...» (ibíd., pág. 834). El historicismo es tanto más acentuado cuanto más en deta­ lle se sigue a Koyré. De sus propios teoremas extrajo él mis­ mo, en efecto, dos discriminantes, adecuados a su juicio para distinguir una ciencia galileana en el conjunto de los discur­ sos que se presentan como ciencia; el primero se enuncia: ‘es galileana una ciencia que combina dos rasgos: la empiricidad y la matematización’. Este primer discriminante, es verdad, podría interpretarse en términos no históricos; basta para ello que se dé una inter­ pretación general del término ‘empiricidad’ y que se responda a la pregunta: ‘¿en qué se reconoce que una proposición es

empírica?’. Pero Koyré mismo no dice nada semejante. A fin de esclarecer el primer discriminante io completa con un se­ gundo, igualmente historizante: ‘admitiendo que todo existente empírico es tratable median­ te alguna técnica y que la matematización constituye el para­ digma de toda teoría, la ciencia galileana es una teoría de la técnica y la técnica es una aplicación práctica de la ciencia’. El valor de este discriminante cabe por entero, aparente­ mente, en su capacidad de describir exhaustivamente y expli­ car lo que todos pueden observar hoy: «...la forma galopante de su [= de la ciencia] inmixión en nuestro mundo», «las reac­ ciones en cadena que caracterizan lo que podemos llamar las expansiones de su energética» (La ciencia y la verdad, pág. 834). De esta manera Lacan otorga a las expediciones lunares valor de índice: («el LEM alunizante, o sea la fórmula de Newton realizada en aparato...», Radiophonie, Se., 2-3, pág. 75, cf. igualmente, Télévision, pág. 59). Ahora bien, ‘éstas son pruebas de un historiador del presente, en el sentido exac­ to en que el primer discriminante se apoya de hecho en prue­ bas de historiador del pasado. Se pueden sacar algunas consecuencias del primer discri­ minante: la ciencia tiene como objeto el conjunto de lo que existe empíricamente -se lo puede llamar universo- y lo trata con tanta precisión como las disciplinas literales tratan el su­ yo. En otros términos, la ciencia literalizada es, en tanto que tal, una ciencia precisa. Ahora bien, esto también se deja in­ terpretar en términos de historia. Sea el aforismo de Galileo: «[el gran libro del universo] está escrito en lengua matemática y sus caracteres son los triángu­ los, círculos y otras figuras geométricas» (II Saggiatore, § 6; ci­ tado según la edición de C. Chauviré, L ’Essayeur de Galilée, París, 1980, pág. 141, traducción modificada). Sólo se com­ prende cabalmente referido al humanismo (Florencia fue mu­ cho tiempo su capital y Galileo es toscano). Hablar del libro de la Naturaleza o del mundo o del universo es, en sí, una figura de estilo muy antigua, pero que adquiere un nuevo alcance lúe-

go de que la edición impresa se transformó en un arte erudito y una vez que el establecimiento de los textos recibió reglas coer­ citivas; hablar de los caracteres de ese libro es volver a encon­ trar a Demócrito, Epicuro y Lucrecio (Redondi señaló la impor­ tancia, casi reveladora, de este parentesco11), pero es también decir algo diferente, luego de que la tipografía en cuanto tal se hubiese sometido a las formas geométricas y que se revelase que la enmienda podía depender de la forma de una letra. En otros términos, la literalidad dilucida la captura de la matematización. Esta es al mismo tiempo su índice y su me­ dio, en lo tocante a la Naturaleza; empero deviene inmediata­ mente algo más: una demanda de precisión. A través del hu­ manismo, el conjunto de las disciplinas de la letra (digamos: la filología) constituye la ciencia ideal en lo concerniente a la precisión. Que el físico sea tan preciso respecto del universo (e igualmente libre de las trabas heredadas) como lo fue Estienne respecto del texto de Platón o Lorenzo Valla respecto del texto de la Donación de Constantino o Erasmo respecto del texto de los Evangelios, ésa es la exhortación que se oculta en la propia palabra libro. Esto significa que el paso aparentemente directo de la lite­ ralidad a la precisión sólo se explica integralmente a través de una historia. Lo mismo sucede con el paso, aparentemente di­ recto, de la precisión a la instrumentación. A juicio de Galileo, la matemática y la medida son los medios -algunos de los me­ dios, como lo revelará lo que sigue- que le permitirán a la hu­ milde física igualar un día aquello que, por la ciencia del len­ guaje (la gramática) y por la ciencia de los documentos escritos, la prestigiosa filología había realizado hacía mucho. Es cierto que la precisión en lo referente al material empírico requiere instrumentos que sean ellos mismos materiales, harto diferentes de los que puede usar la filología y, sin duda, en opi­ nión de Galileo, muy inferiores en dignidad. La ciencia moder­ na, en tanto empírica, no es tan sólo experimental; es instru­ mental12.

Aquí interviene el segundo discriminante. Desde siempre, la técnica fue tratamiento material, mediante instrumentos materiales, de lo empírico material; a partir del momento en que la ciencia toma lo empírico como objeto, la técnica puede y debe proporcionarle sus instrumentos; dado que, finalmente, esa ciencia que toma lo empírico como objeto es también una ciencia literal, es decir una ciencia precisa, los instrumentos proporcionados por la técnica pueden y deben devenir los ins­ trumentos de la precisión. Ahora bien, resulta que el progreso técnico lo permite a partir de entonces, gracias a los célebres ingenieros del Renacimiento: ésta es, nuevamente, una tesis histórica. El universo de la ciencia moderna es, al mismo tiempo y en el mismo movimiento, un universo de la precisión y un universo de la técnica. Ahora bien, la ciencia sólo es precisa literalmente si los instrumentos producidos por la técnica se lo permiten materialmente. Es cierto que, en opinión de Gali­ leo, éstos sólo permiten la precisión en la medida en que la ciencia preside su concepción y su ejecución. Éste es el ver­ dadero sentido del telescopio y de la relación con los ingenie­ ros. El universo moderno se configura de la siguiente manera: una unión tan íntima y tan recíproca entre la ciencia y la téc­ nica, que se puede decir igualmente que se trata siempre de una misma entidad bajo dos formas: o bien una ciencia, a ve­ ces fundamental, a veces aplicada, o bien una técnica, a veces teórica, a veces práctica13.

4. La episteme antigua El historicismo se acentúa aún más cuando se toma en cuenta la pertinencia de la referencia antigua. Ahora bien, ella es primordial. Si la ciencia deviene teoría de la técnica y la técnica aplicación práctica de la ciencia (ver el segundo dis­ criminante), se supone que el par teoría/práctica se superpone exactamente con el par ciencia/técnica. Para comprender el al­

cance discriminante de esta superposición, ha de suponerse que no es obvia. El medio más simple de asegurarse de ello consiste en establecer que no siempre fue verdadera. Por va­ riación geográfica (es la cuestión de la ciencia china) o por variación temporal. Koyré eligió la segunda. Descubre, en el mundo antiguo, el par theoria!praxis, enteramente independiente del par episteme/techne. Pero, con eso, se puede articular aquello que a los modernos les parecía una paradoja de ese mundo pasado: la existencia de una episteme, la existencia de technai y, parale­ lamente, la inexistencia de las máquinas productivas. La doc­ trina de Koyré concluye, pues, en hipótesis sobre cuestiones propiamente historiadoras, referentes al mundo antiguo: la es­ clavitud, el maqumismo y el trabajo14. No es ésta una extensión que Koyré hubiese podido evitar. Afecta, aparentemente, al núcleo duro de sus teoremas, tal co­ mo él mismo los formuló. Tomados en su versión de origen, ellos son, se ha visto, fundamentalmente diferenciales. Hablan de la ciencia galileana, pero los rasgos distintivos que le con­ fieren sólo son aprehendidos plenamente por una relación de oposición y diferencia. Ahora bien, los dos términos opositivos y diferenciales son presentados en lenguaje histórico. A decir verdad, la oposición de la Antigüedad con los Tiempos Modernos constituye el pivote de lo que llamamos la Historia, y muchos sostienen la recíproca: hablar de Antigüedad y de modernidad sólo tiene sentido si se admite la Historia. La ciencia galileana sólo se comprende completamente si se comprende lo que ella no es, pero en la teoría de Koyré, lo que ella no es puede construirse solamente en un espacio his­ tórico. Koyré no sólo es historizante, lo que a fin de cuentas sólo sería asunto de estilo; es historiador. La episteme se descubre lograda únicamente en el instante en que ha expuesto aquello por lo cual un objeto no puede ser, por necesidad total y por toda la eternidad, diferente de lo que es. Con más exactitud aún, lo que hay de episteme en un dis­

curso es tan sólo la reunión de lo que ese discurso capta de eterno y de necesario en su objeto. De lo que se deduce que un objeto se presta tanto más naturalmente a la episteme, cuanto más fácilmente deja revelarse lo que en él lo hace eter­ no y necesario; de tal suerte que no hay ciencia de aquello que puede ser de otra manera de la que es y que la ciencia más lo­ grada es la ciencia del objeto más eterno y más necesario. De ello se deduce, también, que en el hombre la ciencia sólo pue­ de sostenerse en lo que emparienta al hombre con lo eterno y lo necesario; ello tiene un nombre: es el alma. La que se dis­ tingue del cuerpo, instancia que emparienta al hombre con lo pasajero y lo contingente. De ello se deduce, por último, que la matemática propone a la ciencia un paradigma de elección. Pues la matemática heredada de los griegos depende de lo necesario y de lo eterno. Figuras y Números nunca pueden ser diferentes de lo que son y, a la vez, no pueden ni llegar a ser ni cesar de ser, siendo como son de toda eternidad. La necesidad de las demostraciones sólo vale en la medida exacta en que es connatural con la necesidad en sí. Así como las trayectorias de los cuerpos celestes cristalizan para los ojos corporales la figura más adecuada de lo eterno, de igual manera el camino que parte de los principios y axiomas para llegar a las conclu­ siones cristaliza, para los ojos del alma, la figura más adecua­ da de lo necesario. A la inversa, lo empírico en lo que tiene de diverso no cesa de llegar a ser o de cesar de ser, siendo por lo tanto incesante­ mente diferente de lo que es. Es, pues, intrínsecamente rebel­ de a la matemática. Si la matemática, empero, puede llegar a aprehender algo en esa diversidad, este algo será entonces lo que se deja reconocer en ella como idéntico a sí mismo y eter­ no: lo Mismo en cuanto tal. Ya se trate de ciertos objetos que, apareciendo ante los sentidos, se dejan matematizar integral­ mente, suponiéndoselos en sí seres eternos, como por ejemplo los cuerpos celestes o las armonías. Ya se trate de ciertos sen­ tidos que emanan más directamente del alma, como es el caso de la mirada15. Ya sea que se pueda y deba hacer surgir algún

destello de eternidad de todo objeto que caiga ante algún senti­ do cualquiera. Si uno concuerda en llamar Idea a ese destello oculto en cada ente, se comprende que ciertos antiguos hayan podido definir las Ideas por los Números, y que los Números no sean más que una vía de acceso a lo Mismo. Es por ello que son importantes, y no por los cálculos que sin embargo permi­ ten eventualmente. Más aún cuando el Número no es la única marca de lo Mismo. Más fundamental todavía es la necesidad en las de­ mostraciones. La episteme griega se funda en ellas y tan sólo en ellas; la matematicidad no es más que su consecuencia se­ gunda. El gesto radical y definitorio consiste en extraer prin­ cipios seguros y axiomas evidentes de las conclusiones, de acuerdo con las reglas del razonamiento, respetando a la vez las apariencias fenoménicas. Ahora bien, la matemática pro­ pone el tipo más puro de una demostración, aun cuando haga falta una disciplina específica, llámesela lógica o dialéctica, para exponer sus reglas: (a) el principio de la unicidad del ob­ jeto y de la homogeneidad del dominio: todas las proposicio­ nes de la ciencia han de concernir a los elementos de un mis­ mo dominio y referirse a un objeto único; (b) el principio del mínimo y del máximo: las proposiciones de la ciencia son o bien teoremas o bien axiomas; un número máximo de teore­ mas debe ser deducido de un número mínimo de axiomas, ex­ presados por un número mínimo de conceptos primitivos; (c) el principio de la evidencia: todos los axiomas y conceptos primitivos han de ser evidentes, lo que exime de demostrarlos y definirlos16. La matemática es soberana, porque propone el tipo más puro de demostración; lo propone porque los seres de los que trata, números o figuras, son lo que más se acerca a lo eterno y a lo perfecto. Nada sensible llega a alterar la necesidad de sus logoi. Es, pues, el paradigma formal de la episteme como tal -d e lo que hay en cada episteme particular que la hace episteme en sí misma, de lo que hay en todo discurso que lo hace episteme particular (de ahí la utilidad del more geometri-

co para volver visible, fuera incluso de la matemática, la arti­ culación de episteme)—. A la vez, se comprende que la matemática es ese paradig­ ma formal en la medida exacta en que no es la episteme su­ prema. No es la episteme suprema porque su objeto no es el objeto supremo; pero propone un modelo, porque su objeto, despojado al máximo de la sustancia sensible, se asemeja al máximo, por sus propiedades de forma, al objeto supremo. Si lo que hay de ciencia en un discurso depende de lo eterno, lo perfecto y lo necesario que ese discurso capta en su objeto, y si, por otra parte, existe un objeto del que puede decirse que es el más necesario, el más perfecto y el más eterno, porque de hecho él no es más que lo necesario, lo perfecto y lo eterno en sí mismo, la única ciencia plena y entera es aquella que, de acuerdo con el paradigma matemático, recae sobre ese objeto, que está por encima y más allá de toda matemática: a saber, Dios, si se acuerda nombrar así el ser necesario, perfecto y eterno, y, por ende, el más necesario, el más perfecto y el más eterno. El Número puede dar acceso a él, el mejor de los acce­ sos, quizás incluso el único, pero el Número no es Dios. La matemática alude a lo que ella no es, en el instante mismo en que establece su reino, pero dicha alusión debe desviar las mi­ radas hacia un Ser supremo. Paralelamente, la posibilidad de la ciencia en el hombre nace de lo que en él lo emparienta con lo necesario y lo eter­ no. El nombre de ese parentesco, se dijo, es el alma, ya sea ésta una región localizable en el hombre o un lugar casi geo­ métrico de puntos en el que el parentesco se realiza. En cuan­ to al cuerpo, que marca al hombre con lo contingente y lo pa­ sajero, es alternativamente alusión y obstáculo: alusión, por aquellas de sus partes que más se asemejan, en su materiali­ dad, a materialidades que por sí mismas aluden a lo necesario y a lo eterno (la mirada que se asemeja a la luz, la belleza pro­ porcionada que alude a las simetrías enumerables); obstáculo, por doquier en todo lo demás. A partir de allí se requiere un filtrado capaz de extenuar las opacidades que provienen del

cuerpo; a ello llevan las vías de la pureza. Sólo hay, por lo tanto, episteme lograda para un ser dotado de un alma y un cuerpo, y que los ha sometido a los ejercicios apropiados. Llegado al término de los ejercicios, el sapiente reconocerá que la necesidad lógica en la ciencia misma no es sino la mar­ ca que imprime en el discurso la necesidad del ser de cada en­ te. Aristóteles no desmiente en este punto a Platón. Cuando define el silogismo -es, recordémoslo, el nombre general del razonamiento, antes de ser el nombre técnico de una forma particular-, y dice: «un discurso en el que, habiendo sido plan­ teadas ciertas cosas, una cosa diferente [...] resulta necesaria­ mente» (ex anankes), hace eco al Timeo, que anuda el pensa­ miento reglado con el decurso de los cuerpos celestes: «si Dios inventó la visión para nosotros y nos la dio, es con el fin de que, observando las revoluciones de la inteligencia en el cielo, podamos servimos de ellas para reglar los circuitos del pensamiento en nosotros, que con ellas se emparientan, pero estando éstos perturbados y aquéllas no; gracias a ese estudio y participando de esta manera en los procesos de pensamiento naturales en su rectitud, podremos imitar los movimientos di­ vinos, que están absolutamente exentos de error, para ordenar los movimientos aberrantes que hay en nosotros» (Timeo, 47 b)17. La Academia y el Liceo testimonian, ambos, el movi­ miento propio de la episteme antigua, tal como la suponen el teorema de Koyré y el doctrinal de ciencia. La necesidad en los logoi, en tanto que necesidad, es el punto en el que se rea­ liza, en la ciencia, la semejanza entre el ser necesario del ente y el ser necesario del sapiente; recíprocamente, la ciencia no es nada si no es la realización de dicha semejanza que, por las vías del alma purificada, une al hombre dotado de un cuerpo con el Ser supremo, incorporal: sólo hay ciencia de lo necesa­ rio. Más generalmente aún que el envolvimiento del microcos­ mos por el macrocosmos (por más recurrente que sea este es­ quema de imaginación), la búsqueda de la semejanza en el punto de lo necesario constituye el motor primero del saber. La peripecia galileana se aclara por contraste: en primer

término, que la matemática, en la ciencia, pueda descifrar to­ do lo empírico, sin tomar en consideración ninguna jerarquía del ser, sin ordenar los objetos en una escala que iría de lo menos perfecto -intrínsecamente rebelde al Número- a lo más perfecto -casi enteramente enumerable-; en segundo término, que la matemática, descifrando todo lo empírico, intervenga por lo que tiene de literal, es decir por el cálculo, más que por la demostración (la emergencia de la ciencia es también el de­ clinar inexorable del mos geometricus); en tercer término, que la matemática descifre lo empírico como tal, en lo que tiene de pasajero, de no perfecto, de opaco. Se comprende entonces que la ciencia se articule con la téc­ nica18. No es que el mundo antiguo no haya conocido la técni­ ca. Pero si se le cree al doctrinal de ciencia, no la vincula de manera electiva a la episteme. Más exactamente, se dispone de dos pares: techne!episteme, theoria/praxis. El universo mo­ derno los superpone. Salvo que, obviamente, las palabras al mismo tiempo dejan de ser lícitas. En el mundo antiguo, los pares no tienen ninguna razón para superponerse exactamente. Si se combinan, pueden más bien entremezclarse de manera tal que un término antiguo parezca reagrupar rasgos que hoy se considerarían incompatibles. Esto significa que, en el sistema griego, hay una parte de theoria en la techne y una parte de praxis en la episteme. Por ello Sócrates interroga a los artesa­ nos, a fin de obligarlos a desprender por filtradu el núcleo de theoria de la que son soportes; por ello efectivamente los so­ portes de la episteme deben también actuar puramente -ciencia ligada a la conciencia, que gobierna las acciones (praxeis)-. La ruptura moderna requiere, pues, que la matemática, en cierta medida, deje de entenderse con lo eterno. Los entes matematizables (y, por excelencia, los cuerpos celestes) no son ya, por ello, supuestos eternos ni perfectos; siempre es posi­ ble considerarlos tales, lo que dependerá de otras razones, y si se ha de cesar de suponerlos así (si se han de discernir man­ chas en el Sol), esto no afectará la posibilidad de matematizar

su declinación. De igual manera, siempre es posible que la ne­ cesidad de las demostraciones matemáticas exponga supuesta­ mente la necesidad del Ser, pero no será una analogía divina y, sobre todo, no valdrá para el uso que de ella se hace en la ciencia. Allí, los números ya no funcionan como Números, claves de oro de lo Mismo, sino como letras y, como letras, han de captar lo diverso en lo que tiene de incesantemente otro. Lo empírico es literalizable en tanto empírico, la letra no lleva el objeto hacía el cielo de las Ideas; el cielo no es el despliegue visible de la esfera infinita del Ser; la literalización no es idea­ lización. La peripecia no está, pues, en que la ciencia moderna de­ venga matemática; la ciencia antigua ya lo era y, en ciertos as­ pectos, la ciencia moderna lo es menos que ella. Más que ma­ temática, hay que decirla, en efecto, matematizada. De la matematización, el mecanismo primero es el número, como letra y, por lo tanto, el cálculo -n o la buena forma lógica de las demostraciones-. Para los griegos la ciencia es matemáti­ ca; en su matematicidad, que no es matematización, no parti­ cipa el número en tanto permite la cuenta, sino aquello por lo que el Número es un acceso a lo Mismo en sí; entiéndase el logos, en tanto demostración necesaria. Ahora bien, el rodeo por la episteme no sólo le importa a Koyré. Es también uno de los momentos más importantes del dispositivo lacaniano. Si el psicoanálisis está comprometido en la emergencia del universo moderno, ésta es muy evidente­ mente una de sus condiciones positivas, pero el doctrinal de ciencia dice más aún; esconde asimismo una condición nega­ tiva: la desaparición de la ciencia antigua. En otros términos, hay algo en la episteme que se anuda muy radicalmente con el psicoanálisis para poder impedirlo; comprender la episteme es entonces, también, comprender el psicoanálisis. No ya sola­ mente a través de un contraste, sino por una relación íntima de exclusión mutua.

Pero si la episteme no es más que una figura histórica, en­ tonces la comprensión del psicoanálisis es radicalmente historicista. Ahora bien, la historia, a juicio del mismo Lacan, es falaz. ¿Ha de concluirse entonces que el doctrinal de ciencia, tal como se lo ha desplegado, es él mismo falaz? ¿Que, por ende, la hipótesis del sujeto de la ciencia, que anuda al psi­ coanálisis con la ciencia moderna, es una apariencia a des­ truir? Como máximo, un modo de hacerse entender, que se trata de rechazar una vez utilizado: «Tira mi libro», decía Gide; «hay que tirar la escalera luego de haberla subido», decía Wittgenstein, ¿es ésta la última palabra del doctrinal? 5. Que el historicismo no es necesario No creo inevitable, sin embargo, la consecuencia. La figura de la episteme proporciona justamente su prueba más sólida. La persistencia de su pertinencia, respecto del psicoanálisis, no depende de la rememoración sino del presente. Más exactamente, depende de una lógica. Una figura de la episteme ha sido determinada; ella tiene características distin­ tivas, que se apoyaron en testimonios de archivos. Pero este lastre, por más cómodo e incluso exacto que sea19, nada tiene que ver con los principios. Basta con que la figura que se di­ buja en él sea consistente y responda a discursos que se pue­ dan efectuar. No es necesario que, de hecho, el período referi­ do a la Antigüedad sólo haya conocido dicha figura; tampoco es necesario que dicha figura sólo se constate durante ese período. Quien mostrase la existencia, en Grecia o en Roma, de discursos a la vez matematizados y empíricos20 debilitaría a Koyré; no debilitaría necesariamente al doctrinal de ciencia. Quien demostrase la existencia, en el universo moderno, de discursos conformes a las reglas de la episteme, ni siquiera debilitaría los teoremas de Koyré. El razonamiento sería igualmente válido para las correla­ ciones geográficas. Parecería, efectivamente, que en ninguna

parte, fuera de Occidente, se ha desplegado un discurso con­ forme al doctrinal de ciencia. Sin embargo, no le es indispen­ sable a Lacan que éste sea el caso. De hecho, en el dispositivo en el que Lacan se ubica, la episteme de la que la ciencia mo­ derna se separa es más una figura estructural que una entidad propiamente histórica. Se caracteriza por un conjunto de tesis, no de fechas, aun cuando se pueda establecer entre tesis y fe­ chas una relación natural. Las tesis definitorias se desplazan sobre el estatuto de la matemática y sobre la relación de lo contingente pasajero con lo eterno necesario. Ahora bien, la potencia de esas tesis no se ha desvanecido. Ateniéndose al nivel más simple de los datos de observación, ¿quién puede dudar de que aún hoy subsisten los rasgos de la demostración euclideana en las figuras de la ciencia ideal? Muchos discursos recientes se apoyan abiertamente en una epistemología del mínimo y el máximo, cuya única fuente es griega; tal es, se verá, uno de los rasgos paradójicos del estructuralismo. Si el alma está, como sostiene Lacan, apoyán­ dose en el doctrinal de ciencia, íntimamente correlacionada con la episteme y sus principios constitutivos, ¿quién puede negar que el alma es recurrente en los comentarios más coti­ dianos? ¿No se podría sostener que el discurso corriente de la democracia civilizada encuentra en el alma su núcleo más só­ lido? En las religiones, en el partido de lo espiritual, en la gesticulación humanitaria, en el Tartufo político, no se dis­ cierne, contrariamente a lo que suele creerse, el asidero de lo judeocristiano (variante progresista de lo judeomasónico), si­ no mucho más el dispositivo de lo Mismo, venido de los anti­ guos. Que el demiurgo del Timeo, que el Primer Motor de Aristóteles hayan caído al rango de Papá Noel, que se supone restituirá todo daño visible a los ojos del cuerpo por una ga­ nancia visible tan sólo para los ojos del alma, es algo que pue­ de prestarse a la risa o el llanto, mas no es incomprensible. En lo tocante a la ciencia, por más ornada que esté con sus modernidades, ¿la demanda más insistente que se le dirige no es acaso que esclarezca las conciencias? Está viva aún la

creencia de que le corresponde al gran sabio una magistratura moral. A condición solamente de que devuelva cual un eco lo que cualquiera ya pensó por sí mismo, en los instantes, al me­ nos, en que él no piensa: es lo que se denomina, con un nom­ bre proveniente también de los griegos, la ética. No discutiré si alguna ética es legítima en el universo moderno21. No obs­ tante, una cosa es segura: si la ética existe, la ciencia nada tie­ ne que decir acerca de ella y, sin duda, en tanto que ciencia, nada tiene que hacer respecto de ella. Se puede razonar todavía, ciertamente, en términos historicistas; se puede retomar el lenguaje de Gramsci: el hombre moderno nunca es contemporáneo de sí mismo («somos ana­ crónicos en nuestro propio tiempo», escribía en su prisión, cf. A. Gramsci, CEuvres choisies, Editions sociales, París, 1959, pág. 19). Pero Lacan es más radical, vale decir, más freudiano. En un texto célebre (Introduction á la psychanalyse [= Vorlesungen zur Einführung in der Psychoanalyse], Payot, París, 1922, Lección 18, pág. 266), Freud menciona tres «heridas que la ciencia infligió al ingenuo amor propio de la humani­ dad» (trad. Jankélévitch, modificada): Copémico por el cuestionamiento del geocentrismo; Darwin y Wallace por la selec­ ción natural, y el psicoanálisis. Explicaba así la hostilidad desmesurada que suscitaba en ese entonces este último, com­ parable en su opinión a los furores despertados por sus gran­ des predecesores. Poco importa, después de todo, que tuviese razón en el detalle histórico (Lacan, por su parte, lo dudaba, privilegiando a Kepler a expensas de Copémico). Más allá de este detalle, hay que restituir la tesis de fondo: hay un anticopemicanismo recurrente, vinculado al Yo [Moi]. El término de Eigenliebe que Freud utiliza conlleva, cierta­ mente, un matiz moral (hace pensar en el amor sui, si no en el amor-propio de Las Máximas), pero se lo despoja fácilmente de él para devolverlo a su núcleo material, que es el Yo [Moi]. Ahora bien, el Yo [Moi] es de estructura, porque no es más que el nombre de la función de lo imaginario. Esto afecta a la cosmología moderna, se atribuya ésta a Copémico o a Kepler.

El heliocentrismo del primero importa menos por el supuesto derrocamiento de la Tierra que por la falta de armonía radical que instala entre el centro geométrico del sistema planetario y el centro de observación, que permanece en los parajes del hombre; el paso del segundo promueve, a expensas del círculo de centro único, la elipse con dos focos, uno de los cuales es­ tará irremediablemente vacío. En ambos casos, la buena for­ ma del círculo, en el que todo centro coincide con todo centro, cede a una mala forma22. Al respecto, el anticopemicanismo es de estructura, dado que el Yo [Moi] y lo imaginario, por su ley propia, privilegian toda buena forma. Es cierto, pues, que la episteme como figu­ ra histórica ha desaparecido, pero algunos de sus rasgos ca­ racterísticos permanecen, porque el Yo [Moi] permanece, cua­ lesquiera que sean las periodizaciones. A ello se deben las siguientes proposiciones, que se ex­ traen a la vez de Freud y Lacan: ‘el Yo [Mo¡] tiene horror de la ciencia’; ‘el Yo [Moi] tiene horror de la letra como tal’; ‘el Yo [Moi] y lo imaginario son gestaltistas’; ‘la ciencia y la letra son indiferentes a las buenas formas’; ‘lo imaginario como tal es radicalmente ajeno a la ciencia moderna’; ‘la ciencia moderna, en tanto literal, disuelve lo imaginario’. Se puede, de aquí en más, evaluar mejor el vocabulario de la periodización tal como aparece en Lacan y, muy cercano al estilo neohegeliano de Kojéve, el vocabulario del estableci­ miento de relaciones masivas. Mediante estos dos vocabula­ rios les es fácil a los hábiles articular una de las respuestas posibles a la cuestión de saber por qué Lacan requiere una teoría de la ciencia. No es, dirán, por cientificismo, pues La­ can no cree en el ideal de la ciencia para el psicoanálisis y menos aún en la ciencia ideal. Será, aparentemente, por tesis historizantes: ‘la emergencia de la ciencia galileana hizo posi­ ble el psicoanálisis’ o ‘el psicoanálisis no se concibe sin la su-

turación que opera la ciencia moderna respecto del sujeto (de la que el Cogito es una huella documental)’ o ‘el psicoanálisis sólo podría desplegarse en el universo infinito de la ciencia’, etc. El problema es que estas respuestas en sí mismas no sig­ nifican nada; sólo reiteran la pregunta bajo otra forma. De manera más general, no hay que dejarse cautivar dema­ siado por el Lacan que establece relaciones masivas; es un Lacan de la conversación erudita y de la protréptica, mas no es un Lacan del saber. En esta ocasión, la periodización tiene una función precisa: romper respecto del psicoanálisis la pertinencia del par ideal de la ciencia/ciencia ideal. ¿Qué más eficaz al respecto que los operadores de sucesión y de corte, cuya moneda corriente son un relativismo y un nominalismo de buen tono? Osaré avanzar lo siguiente: Freud debió, para abrir el camino al psicoanálisis en una coyuntura dominada por el idealismo filosófico, apo­ yarse en el cientificismo del ideal de la ciencia; el precio por pagar no era otro que el cientificismo de la ciencia ideal. En una coyuntura en la que las instituciones psicoanalíticas se ha­ bían dejado dominar por el cientificismo de la ciencia ideal, Lacan debía, para abrir el camino del psicoanálisis, relativizar y nominalizar; el precio por pagar era el discurso periodizador. En ambos casos se trata de asegurar, por medios diferentes, una función similar, que depende, en ambos casos, de la pro­ tréptica. Ahora bien, si se quiere acceder al núcleo de saber, conviene transformarlo en lógicamente independiente de toda protréptica. En esta ocasión, se trata de independizarlo de las sucesiones y simultaneidades cronológicas. De este modo, no se hace más que seguir a Lacan. Pues se hizo todo para aliviar los costos y desprenderse de la novela histórica. A partir del momento en que el lenguaje periodizante ha logrado su efecto, una vez que, gracias a él, el doble espec­ tro ciencia ideal/ideal de la ciencia se descubre sin fuerzas, de inmediato se dedica Lacan a decantar la teoría del corte. Ésta es la función de la teoría de los discursos, desplegada a partir

de 196923: poner al descubierto las propiedades de un discurso en general (recordemos que el discurso, en Lacan, es lazo so­ cial) y, al hacerlo, manifestar que la heterogeneidad y la multi­ plicidad le son intrínsecas. Éstas no son simplemente los efec­ tos, en discurso, de períodos o de épocas, que serían en sí mismos extrínsecos a los discursos. En particular, no se pro­ yectan simplemente en el eje de las sucesiones («No ha de tomarse en ningún caso como una secuencia de emergencias históricas», S., XX, pág. 25). Mediante una doctrina de la plu­ ralidad de lugares, de la pluralidad de términos, de la diferencia entre propiedades de lugar y propiedades de términos, de la mutabilidad de los términos relativamente a los lugares, se ob­ tiene lo que podría llamarse una articulación no cronológica y, más generalmente, no sucesiva del concepto de corte. Sin duda, la emergencia de un nuevo discurso, el paso de un discurso al otro (lo que Lacan llama el «cuarto de vuelta», Allocution, pág. 395), desplazado, en suma, pueden hacer acontecimiento; sin duda, esos acontecimientos son un objeto que los historiadores se dedican a captar bajo la forma de la cronología. Pero no son lo que los historiadores dicen de ellos. Toda historia, en este as­ pecto, es del orden de la falacia, y la primera adulteración resi­ de justamente en la homogeneización mínima que supone la seriación temporal. En sí mismo, el cuarto de vuelta no tiene que inscribirse en una serie annalística*. Una vez admitido que la teoría de los discursos es una lite­ ralización de los lugares y los términos, el corte, en primera instancia, puntúa un imposible literal. Imposible que un siste­ ma de letras sea otro; imposible que un sistema de letras pase sin perturbación a otro sistema de letras. En otras palabras, no hay transformación interna a un sistema; toda transformación es paso de un sistema a otro. * El autor alude con el término annalistique a los historiadores que se agruparon alrededor de la revista Anuales, vinculada a las figuras de Lucien Févre y Femand Braudel. El término será traducido de aquí en más como annalística(o) (n. del t.).

Más profundamente, se puede sostener que un discurso así definido no es en sí mismo más que un conjunto de reglas de sinonimia y no-sinonimia. Dos discursos serán diferentes en­ tre sí en la medida exacta en que sus reglas definitorias tam­ bién sean diferentes. La naturaleza del corte discursivo se de­ termina desde entonces de la siguiente manera: ‘decir que hay corte entre dos discursos, es decir solamente que ninguna de las proposiciones de uno de ellos es sinónima de ninguna de las proposiciones del otro Se concluirá que sólo puede haber sinonimias -si existendentro de un mismo discurso, y que entre discurso? diferentes las únicas semejanzas posibles se deben a la homonimia. En una teoría como ésta, la noción de corte y la noción de discurso se copertenecen, por ende, enteramente: entre dos discursos realmente diferentes, la única relación es la de corte, pero el corte no es más que el nombre de su diferencia real. La con­ clusión se impone: ‘un corte no es fundamentalmente cronológico’. Se la puede decir de otra manera, generalizando su alcance: ‘la teoría de los discursos es una antihistoria’. De ello surge que, en este caso, la sincronía no significa contemporaneidad. Se la debe entender más bien en el sentido en que se dice que dos relojes están sincronizados. Que entre formulaciones de igual fecha, que en el seno de una misma for­ mulación, haya no-sincronía, es algo que se concibe entonces fácilmente. De igual manera, el paso de un discurso a otro no induce sucesiones unívocas; formulaciones sincrónicas de la episteme pueden suceder en el tiempo a formulaciones sincró­ nicas de la ciencia, y a la inversa. Más profundamente, la doc­ trina no cronológica del corte implica que una sucesión nunca es sino imaginaria. No hay última instancia real que legitime los órdenes seriales. La lectura historizante del doctrinal de ciencia sólo es nece­ saria en el caso de atenerse a fines protrépticos; es radicalmen­

te insuficiente si se toma en cuenta la construcción de un saber. Conviene, pues, enunciar más explícitamente los rasgos es­ tructurales e intrínsecos de la ciencia galileana y no atenerse a una referencia annalística a Galileo y sus sucesores. Reapare­ ce aquí, finalmente, una preocupación de Koyré mismo, quien propuso tesis sobre este punto. Lacan las usó y, sin ser siempre enteramente explícito, emitió otras que las completan.

6. Literalidad y contingencia Es posible leer a Koyré eliminando sus operadores históri­ cos. Más exactamente, es posible decantar la lectura que de ellos propone el doctrinal lacaniano. Combinando la matematicidad y la empiricidad, reagrupando la theoria y la praxis, la episteme y la techne, los dis­ criminantes de Koyré realizan múltiples operaciones. Se pue­ de resumirlas, empero, en una sola. Para comprenderlo es suficiente recurrir a una epistemología aparentemente muy alejada de Koyré, en especial a la de Popper. Una proposición de la ciencia debe ser refutable, dice este autor, determinando de esta manera, con el nombre de «demarcación», lo que tam­ bién se puede llamar el discriminante de Popper. Ahora bien, una proposición sólo puede ser refutable si su negación no es lógicamente contradictoria o no está materialmente invalidada por una observación simple. En otros términos, su referente debe poder -lógica o materialmente- ser diferente de lo que es. Pero esto es la contingencia. En suma, sólo una proposi­ ción contingente es refutable; sólo hay, por lo tanto, ciencia de lo contingente. Recíprocamente, todo contingente puede y debe ser aprehensíble por la ciencia, tanto teórica como aplicada. El con­ junto de los contingentes en tanto que la ciencia los aprehen­ de, en la teoría y en la práctica, es el universo. Éste es el dispositivo en el que se inscribe verdaderamente

Lacan. Su término medio es lo contingente. A través de él, el discriminante cronológico de Koyré y el discriminante estruc­ tural de Popper se dejan combinar24. El doctrinal de ciencia se revela descansando en un lema oculto: ‘el discriminante de Koyré y el discriminante de Popper son sinónimos, a condición de que se los capte desde el punto de la contingencia’. Una primera consecuencia se impone: cualquiera que haya sido la formulación dada originalmente, el teorema de Koyré no es fundamentalmente una proposición histórica; si el psi­ coanálisis depende de él, no es por razones de historia (y, so­ bre todo, no por razones de cronología). Una segunda consecuencia, más profunda, plantea que la ecuación de los sujetos se reescribe como sigue: ‘el sujeto sobre el que opera el psicoanálisis, siendo un co­ rrelato de la ciencia moderna, es un correlato de lo contin­ gente’. En esta reescritura se revela que Popper le es necesario a Lacan. Es verdad que Lacan no se refiere casi a él (en quien se interesó tardíamente y sin pasión); no obstante, es efectiva­ mente la palabra contingente lo que Lacan atrapa en Kojéve y Koyré, los que empero no la profieren exactamente: «la bóve­ da de los cielos ya no existe y el conjunto de los cuerpos celes­ tes [...] se presenta asimismo como pudiendo no estar allí -su realidad está marcada esencialmente [...] por un carácter de facticidad; son fundamentalmente contingentes» (S., VII, pág. 151). En la cadena de razones que lleva de las proposiciones de Koyré y Kojéve a tal encumbramiento de la contingencia, es legítimo, aun tomando en cuenta la ignorancia de Lacan respecto de Popper y la de Popper respecto de Lacan, restituir el eslabón faltante. Si se anhela empero atenerse a lo que Lacan podía pensar explícitamente, ¿es acaso ir más allá de lo legítimo el evocar aquí a Mallarmé? A decir verdad, si se admite que lo propio de la letra moderna consiste en captar lo contingente en tanto contingente, la primera divisa de la edad de la ciencia se enun­

cia: nunca letra alguna abolirá el azar. Y la segunda enuncia: toda letra es una tirada de dados. La letra es como es, sin razón alguna que la haga ser como es; al mismo tiempo, no hay razón para que sea diferente de la que es. Y si fuese diferente de la que es, sería solamente otra letra. A decir verdad, a partir del instante en que es, permane­ ce y no cambia («el único Número que no puede ser otro»). Como máximo, un discurso puede, no cambiarla, sino cam­ biar de letra. Así, mediante un giro que se presta al engaño, la letra reviste rasgos de inmutabilidad, homomorfos de los de la idea eterna. Sin duda, la inmutabilidad de lo que no tiene razón de ser como es, no tiene nada que ver con la inmutabili­ dad de lo que no puede, sin violar la razón, ser diferente de lo que es. Pero el homomorfismo imaginario permanece. De ello se deduce que la captación de lo diverso por la le­ tra le da, en tanto éste puede ser diferente de lo que es, los rasgos imaginarios de lo que no puede ser diferente de lo que es. Es lo que se llama la necesidad de las leyes de la ciencia. Se asemeja, en todos sus puntos, a la necesidad del Ser supre ­ mo, pero más se le asemeja cuanto menos tiene que ver con ella. La estructura de la ciencia moderna se apoya enteramen­ te sobre la contingencia. La necesidad material que se recono­ ce a las leyes es la cicatriz de esa contingencia misma. Cada punto de cada referente de cada proposición de la ciencia apa­ rece, en un instante relampagueante, pudiendo ser infinita­ mente diferente de lo que es, desde una infinidad de puntos de vista; en el instante ulterior, la letra lo fijó como es y como no pudiendo ser diferente de lo que es, salvo cambiando de letra, es decir de partida. Pero la condición del instante ulterior es, en efecto, el instante anterior. Manifestar que un punto del universo es como es, requiere que se tiren los dados de un universo posible donde ese punto sería diferente de lo que es25. Al intervalo de tiempo en que los dados giran, antes de volver a caer, la doctrina le dio un nombre: emergencia del sujeto, que no es el tirador (el tirador no existe), sino los da­ dos mismos en tanto que son inciertos. En el vértigo de esos

posibles mutuamente excluyentes, estalla por fin, en el instan­ te ulterior en que los dados vuelven a caer, el flash de lo im­ posible: imposible, una vez que han vuelto a caer, que lleven otro número en su cara legible. Se ve así que lo imposible no está en disyunción con la contingencia, sino que constituye su núcleo real. Faltaría aún, para verlo, que no se cesase de pasar de lo an­ terior a lo ulterior. Ahora bien, esto es lo que no se puede, pues habría también que no cesar de remontarse de lo ulterior a lo anterior. La ciencia en todo caso no lo permite; una vez fijada la letra, sólo permanece la necesidad e impone el olvido de la contingencia que la autorizó. Lacan llama sutura a lo inoportuno de ese retomo de lo contingente. La radicalidad del olvido es lo que Lacan llama forclusión (La ciencia y la verdad, pág. 853). Dado que el sujeto es lo que emerge en el paso del instante anterior al instante ulterior, sutura y forclu­ sión son necesariamente sutura y forclusión del sujeto26. Admitir que una proposición contingente y empírica, en tanto empírica y contingente, sea matematizable es, en el hori­ zonte de la letra, desgarrar y volver a coser de manera entera­ mente inédita, incesantemente precaria e incesantemente resta­ blecida, las facetas de lo inmutable y lo pasajero. El conjunto integral de los puntos a los que refieren las proposiciones de la ciencia se denomina habitualmente universo. Dado que cada uno de esos puntos ha de dejarse captar como una oscilación de variación infinita, dado que basta con que una sola varia­ ción afecte uno solo de sus puntos para que dos universos po­ sibles sean distintos, dado que por ello los universos posibles son infinitos en número, dado que el universo no existe para la ciencia sino por el rodeo de esos universos posibles, el uni­ verso es necesariamente infinito y no dejaría de serlo, aun cuando los puntos que lo constituyen fuesen, por ventura, en número actualmente finito. Casi, diríase, infinito cualitativo más que cuantitativo. Ahora bien, este infinito llega al universo únicamente por

la contingencia, y le llega desde su propio interior. Lo cual, una vez más, trastorna las relaciones acostumbradas, que anu­ dan fácilmente el infinito con un lugar exterior, trascendente al universo. El universo, como objeto de la ciencia y como objeto contingente, es intrínsecamente infinito27: ‘el infinito del universo es la marca de su contingencia radical ’. Por lo tanto, es en él y no fuera de él donde han de encon­ trarse las marcas de esa infinitud. La tesis moderna por exce­ lencia se dirá, pues: ‘la finitud no existe en el universo’, y como todo existe en el universo, se dice también: ‘la finitud no existe’. Pues: ‘no hay nada que exista fuera del universo’. De ello se deduce, en particular, que el sujeto no es un fuerade-universo. Cómo, a pesar de ello, puede y debe ser distinto del universo, es el objeto de la teoría del sujeto. Se comprende que ésta recurriera en particular a la teoría matemática de lo interno y lo externo, es decir a la topología. Se comprende que de la topología se hayan retenido singularmente todas las variantes de la exclusión interna (La ciencia y la verdad, pág. 840). Éstas son las consecuencias necesarias del doctrinal de ciencia. Se comprende también que el doctrinal de ciencia de­ ba articularse con hipótesis sobre el sujeto, independiente­ mente de toda correlación histórica. La hipótesis del sujeto de la ciencia puede considerarse en disyunción respecto del historicismo. Que no haya nada fuera del universo, se revela difícil de imaginar. A ello se debe la recurrencia, en las representacio­ nes, de las figuras fuera-de-universo. Dios, el Hombre, el Yo [Moi] a los que se atribuye alguna propiedad específica que los exceptúa del universo y constituye a este universo en un Todo. Esta propiedad de excepción recibe nombres diversos; largo tiempo la filosofía hizo valer aquí el alma, instancia en

el hombre de lo que lo emparienta con Dios. Pero el alma vie­ ne del mundo antiguo y de la episteme. Cuando esta última debió ceder ante la ciencia moderna, el alma poco a poco tuvo también que ceder el paso. Llegó entonces la conciencia. Éste es el punto de incidencia del psicoanálisis. Éste reto­ ma el problema del universo y lo resuelve del siguiente modo: el concepto de que hay un universo, de que nada queda excep­ tuado de él, ni siquiera el Hombre, es el concepto que dice no a la conciencia, es el inconsciente. Se esclarece así el nombre de inconsciente y su constitución negativa. Si la conciencia y, más precisamente, la conciencia de sí reúnen los privilegios del hombre como excepción al Todo, la negación con que Freud afecta a la conciencia tiene una única función: volver obsoletos esos privilegios. A través de este movimiento se afecta asimismo al alma. Se aclara así el duelo esforzado por el que Lacan, dando un paso más que Freud, se bate contra el alma: ver Télévision, págs. 16-17. Despliega solamente uno de los efectos ocultos en la palabra ‘inconsciente’. Al mismo tiempo que el alma, se verá afectada la figura de Dios, en tan­ to sería el fuera-de-universo por excelencia. Se comprende entonces el logion de Lacan, «Dios es inconsciente»; significa en primer término lo siguiente: el nombre de inconsciente es­ tenografía la inexistencia de cualquier fuera-de-universo; aho­ ra bien, el nombre de Dios designa un tal fuera-de-universo; el triunfo del universo moderno sobre los mundos antiguos es, pues, que el inconsciente haya triunfado incluso sobre Dios. Pero ese logion mismo está articulado enteramente con la ciencia moderna y con el dispositivo del universo. Que la cien­ cia requiera el universo, que el universo vuelva imposible to­ do fuera-de-universo, esto puede estenografiarse en la sola pa­ labra de inconsciente, por la que son atetizados al mismo tiempo el alma y Dios. A la inversa, un sistema de proposicio­ nes que apuntase a un objeto definido como inconsciente sólo puede encontrar su culminación en la ciencia moderna y en el universo que ella funda. Rabelais había dicho: ciencia sin conciencia y, por esta sola razón, ruina del alma. O, todavía

más precisamente, la ciencia sólo se realiza volviéndose cien­ cia de la ausencia de conciencia y de alma28. Es estrictamente cierto, como lo afirmaba Freud, que el psi­ coanálisis hiere al Yo [Moí] y que en esto consiste su alianza con Copémico, o sea, con la ciencia moderna. Pero, para com­ prenderlo, hay que agregar que el narcisismo se reduce siempre a una demanda de excepción para uno mismo, y recíprocamen­ te. La hipótesis del inconsciente no es más que otra manera de afirmar la inexistencia de esas excepciones; por esta misma ra­ zón, no es nada más ni nada menos que una afirmación del uni­ verso de la ciencia. El inconsciente, de esta manera, no sólo realiza el programa que Rabelais temía, sino que incluso se re­ vela asumiendo muy precisamente las funciones del infinito. Por lo demás, las dos palabras tienen la misma estructura: se dice unbewusst como se dice unendlich. Lo infinito es lo que dice «no» a la excepción de la finitud; el inconsciente es lo que dice «no» a la conciencia de sí como privilegio. Lacan comentó, sin duda a menudo desfavorablemente, el carácter negativo de la palabra unbewusst. Se puede reconocer allí una doctrina cartesiana: el infinito es primero y positivo, lo finito es segundo y se obtiene, en cierto modo, por una extracción; igualmente, el inconsciente explica lo consciente y no a la in­ versa. Estenografía una afirmación y no una limitación. Se discierne, sin embargo, que la negación tiene sus virtudes. Más aún, la lengua alemana le agrega algunas. El prefijo un -n o es siempre en ella tan ramplonamente negativo como el prefijo latino in—, no se restringe a delimitar lo complemen­ tario del dominio significado por lo positivo. De esta manera, Unmensch no es un no-humano, sino un hombre deshecho, un monstruo; el Unkraut es una hierba (Kraut), pero una hierba mala, parásita; el unheimlich no es lo inverso de lo familiar, sino lo familiar parasitado por una inquietud que lo disper­ sa29. Asimismo, podría decirse fácilmente que, en el universo moderno, no hay una distinción de dominio entre lo finito y lo infinito, sino que lo infinito parasita incesantemente lo finito; en la medida en que todo finito, en tanto que la ciencia se

apropia de él, se plantea primero como pudiendo ser infinita­ mente diferente de lo que es. Por lo demás, no se alejaría así demasiado del Descartes teórico de las verdades eternas. En el psicoanálisis, paralelamente, el inconsciente parasita incesan­ temente a lo consciente; lo manifiesta como pudiendo ser dife­ rente de lo que es y establece, sólo a este precio, en qué justa­ mente no puede ser diferente. El prefijo negativo es solamente el sello de ese parasitismo. El psicoanálisis, en su fondo, es una doctrina del universo infinito y contingente. De esta manera se esclarece su doctrina de la muerte y de la sexualidad. No se puede ignorar que, en opinión de la mayoría, la muerte es la marca misma de la finitud. Pero el lema moderno considera que la finitud no existe y el psicoanálisis sigue ese lema. Da, incluso, una versión específica de él: ‘en tanto marca de finitud, la muerte no es nada en el aná­ lisis’; o: ‘la muerte sólo cuenta en el análisis en tanto es una marca de infinitud’; o: ‘la muerte no es nada, sino el objeto de una pulsión’. Tal es el fundamento del concepto de pulsión de muerte. Se concluirá, de lo que antecede, que la palabra muerte es un fo­ co de homonimias entre finito e infinito. Pero, también, que es incompatible con la posibilidad del psicoanálisis toda filo­ sofía donde la muerte cuente justamente por el motivo inver­ so: en tanto marca de la finitud. Una conclusión particular: si la filosofía de Heidegger está entre éstas, si el ser para la muerte es ser para la finitud, entonces, a pesar de los inter­ cambios epistolares y las visitas privadas, a pesar incluso del peso que hay que otorgar, en lo tocante a la doctrina de la cu­ ra, a una definición de la verdad como develamiento, la doc­ trina de Lacan, en tanto doctrina del psicoanálisis, es antinó­ mica de la filosofía de Heidegger, y recíprocamente.

El psicoanálisis tiene que ver con lo que los modernos lla­ man sexualidad. Ésta es la cosa más conocida del mundo. Sin embargo, está permitido preguntarse por qué y en qué tiene que ver con ella. Es inútil afirmar que la sexualidad existe empírica­ mente y que es necesario que algún discurso hable de ella razo­ nablemente. No es trivial, justamente, que la sexualidad exista; que una región determinable de la realidad lleve ese nombre. Es tan poco trivial que hoy se ha hecho insoportable, al parecer, que la cuestión se formule. Foucault sintió cuánto costaba ser revisionista en este punto. Supongamos que la sexualidad existe como se dice que existe, no es evidente que el psicoanálisis ha­ ble de ella directamente. Se sabe cuántos espíritus cultos -Jung era cualquier cosa menos un ignorante- lo negaron. Sostendré que la sexualidad, en la medida en que el psicoa­ nálisis habla de ella, no es sino esto: el lugar de la contingen­ cia infinita en los cuerpos. Que haya sexuación en lugar de no haberla, es contingente. Que haya dos sexos en lugar de uno o varios, es contingente. Que se esté de un lado o del otro, es contingente. Que a una sexuación le estén ligados tales carac­ teres somáticos, es contingente. Que le estén ligados tales ca­ racteres culturales, es contingente. Por ser contingente, esto toca al infinito. Por ello, algo no cesa de ser literalizable. Ya que los nom­ bres de hombre y mujer son primero una manera de contarse en el seno de un conjunto al mismo tiempo contabilizable y abierto, y a este recuento responde cierto tipo de lógica. En 1945, El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada (E:, págs. 187-203) la llama lógica colectiva y propone una versión dialéctica de ella, propicia para una dramatización cuasi sartreana (Huís clos no está lejos); reaparece, desdrama­ tizada y formalizada en un estilo cuasi russeiliano, en las es­ crituras de El Atolondradicho. Se comprende que la cuestión del límite sea un pivote de estas últimas. Se comprende tam­ bién que esté anudada a la cuestión del infinito. Las escrituras sexuales conciernen a un Todo infinito, en tanto afectado por la existencia o inexistencia de un límite.

El inconsciente freudiano en tanto sexual, es el inconscien­ te en tanto podría ser diferente de lo que es; es también el in­ consciente en tanto es como es, y del cual, a partir del instante en que es como es, la letra enuncia que de allí en más sólo puede ser lo que es. Pero, por otra parte y en el mismo movi­ miento, el inconsciente es lo infinito. En su sitio se cruzan, por ende, como conviene, lo infinito y lo contingente. Ahora bien, la sexualidad también está parasitada por lo infinito; lo está por obra de la pulsión de muerte, del goce, de la contin­ gencia también, de las chicanas del Todo. Por eso la reversibi­ lidad es total: el inconsciente es la captura del pensamiento del ser hablante por el universo infinito, pero en tanto tal sólo puede ser sexual; la sexualidad es la captura del cuerpo del ser hablante por el universo infinito, pero en tanto tal ella sólo puede ser inconsciente. Se vuelve a encontrar, entonces, la ciencia moderna. El psicoanálisis no puede autorizarse en el doctrinal de ciencia sino a condición de apoyarse sobre la sexuación como fenómeno y sobre la sexualidad como región de la realidad donde ese fenómeno puede captarse. El doctri­ nal de ciencia, a su vez, no es sino otro nombre de la sexuación como tirada de dados, es decir, como letra.

NOTAS 1. Formulado explícitamente en La ciencia y la verdad, E., pág. 854. Las citas textuales serán señaladas, en lo sucesivo, por comillas dobles; las comillas simples aíslan proposiciones doctrinales, que pue­ den no encontrarse expressis verbis en las fuentes. 2. Remito al libro de F. Regnault, Dios es inconsciente, Manantial, Buenos Aires, 1986; al que se agregará la intervención realizada en la Escuela de la Causa el 15 de octubre de 1989, «Entre Férdinand y Léopold», La sexualidad en los desfiladeros del significante, Manantial, Buenos Aires, 1990. Estos trabajos permitirían prescindir de otros, en caso de que existiesen, acerca de este tema. 3. Habrá que explicar algún día a partir de qué manipulaciones esta palabra es considerada tan generalmente como insultante. No lo es

más, en mi opinión, que por ejemplo las palabras materialismo, ateís­ mo o irreligiosidad (cito al azar). Es constante que Lacan se refiera al cientificismo de Freud (cf. en particular La ciencia y la verdad, págs. 835-837); aun cuando se trataba, para él, de marcar una diferencia, no parece haber entendido que hacerlo implicaba rebajar a aquel a quien quería retomar. 4. La disyunción-conjunción del ideal de la ciencia con la ciencia ideal fue introducida en los Cahiers pour l’Analyse, N2 9; ella se ade­ cúa, muy evidentemente, a la disyunción-conjunción del Ideal del Yo con el Yo ideal, tal como Lacan la articulaba, a partir de D. Lagache, en Observación sobre el informe de Daniel Lagache «Psicoanálisis y estructura de la personalidad», E., págs. 627-664, ver en particular págs. 650-662. De una tal analogía estructural se deducirán fácilmente los efectos de espejismo que opera el nombre de ciencia-, existen, de­ ben ser disipados, pero la ciencia no se reduce a ellos. 5. Un dato entre otros: Freud había cofirmado en 1911 un manifies­ to que reclamaba la creación de una sociedad en la que se desarrollaría y difundiría una filosofía positivista. Entre los firmantes se encuentran los nombres de E. Mach, D. Hilbert, F. Klein, A. Einstein. La indica­ ción es doble; el hecho de que Freud haya puesto su firma dice algo acerca de sus posiciones en un momento en que publicaba la tercera edición de la Traumdeutung, acababa de fundar la Internacional y el Zentralblatt fü r Pyschoanalyse; por otra parte, cuando se conocen los filtros que acompañan por lo común a este género de operaciones, el hecho de que el nombre de Freud haya sido aceptado, si no incluso so­ licitado, permite medir también su éxito social en el seno del medio positivista de lengua alemana. Ver sobre este punto la importante intro­ ducción histórica realizada por A. Soulez para la recopilación Manifes­ té du cercle de Vienne et autres écrits, PUF, París, 1985, pág. 32. 6. Kojéve mismo, en «L’origine chrétienne de la Science modeme», L'Aventure de V esprit (= mélanges Alexandre Koyré), II, Hermann, Pa­ rís, 1964, págs. 295-306, enuncia una proposición semejante, pero al parecer Lacan efectivamente tiene la prioridad, pues formula su hipóte­ sis ya en 1960. Además, no es seguro que ambas proposiciones sean exactamente sinónimas. Cf. la nota siguiente. 7. Ver S., VII, pág. 151: « ...la ciencia moderna, la de Galileo, sólo había podido desarrollarse a partir de la ideología bíblica, judaica, y no de la filosofía antigua y de la perspectiva aristotélica». Aquí aparece la diferencia que separa a Kojéve de Lacan; el primero atribuye al cristia­ nismo y muy especialmente al dogma de la Encamación (Kojéve, ibíd.,

pág. 303) un papel decisivo en la emergencia de la ciencia; ahora bien, ese dogma es precisamente lo que separa al cristianismo del judaismo y justifica que el primero reivindique el espíritu contra la letra; Lacan atribuye un papel decisivo al judaismo y a lo que en el cristianismo perdura del judaismo - a saber, justamente, la letra—. Esto quiere decir que la hipótesis de Lacan (1960) no se superpone con la de Kojéve (1964), aunque ambas sean casi homónimas. 8. El comentario de Lacan, como es obvio, depende ampliamente de la interpretación instantaneísta de Gueroult, aunque no enteramente, y Gueroult podría ser refutado en este punto (cf. J.-M. Beyssade, La Philosophie premiére de Descartes, Flammarion, París, 1979) sin que la reescritura lacaniana resultase radicalmente invalidada. De igual ma­ nera, no es dirimente que Descartes, en las Meditaciones, no retome la formulación del Discurso del método o de los Principios: «Yo pienso, luego yo soy», «Cogito, ergo sum» (cf. E. Balibar, «Ego sum, ego exis­ to. Descartes au point d ’hérésie», comunicación a la Sociedad Francesa de Filosofía, 22 de febrero de 1992). Se podría sostener incluso que la reescritura de Lacan sigue muy exactamente la letra de las Meditacio­ nes: «esta proposición: Yo soy...». 9. Al igual que la coherencia de los textos. Pues hay una contradic­ ción aparente; ella opone la letra de Freud y la letra de Lacan: el pri­ mero plantea que el trabajo del sueño, en lo que tiene de específico y por ser la forma mayor del inconsciente, no piensa (L’Interprétation des reves, VI, pág. 432 de la edición PUF, París, 1967); el segundo plantea que el inconsciente, en lo que tiene de específico y por ser el sueño una de sus formas, es el estenograma del enunciado «ello pien­ sa». Agreguémosle la contradicción que opone a Freud consigo mismo, cuando afirma, ora que el sueño es una forma de pensamiento, ora que no piensa (ibíd., pág. 431). Todo, sin embargo, es claro. El pensamien­ to que Freud rehúsa al inconsciente es el pensamiento cualificado; el pensamiento que le otorga y por el que Lacan lo define es el pensa­ miento sin cualidades. Para lo cual el Cogito es necesario. Para Freud, rehusarle el pensamiento al trabajo del sueño es rehu­ sarle las modalidades del pensamiento: la suputación y el juicio («el trabajo del sueño no piensa ni calcula; de manera general, no juzga», ibíd., pág. 432). Vale decir, todo lo que establece una diferencia cuali­ tativa entre polos opuestos. Es legítimo cotejar el texto de la Traumdeutung y el de las Meditaciones; Descartes considera que una cosa que piensa es una cosa que duda, que concibe, que afirma y niega, que quiere y no quiere, que imagina y que siente; es esencial en este análi­

sis su carácter diferencial, no sólo entre las modalidades, sino en el se­ no de éstas, entre sus polos (afirmar/negar, etc.)- Si el trabajo del sueño es lo que Freud dice que es, entonces, de acuerdo con este análisis, no es el trabajo de una cosa que piensa. Si, en cambio, se considera que el sueño es una forma del pensamiento, hay que admitir, entonces, que hay pensamiento allí mismo donde la diferencia entre duda y certeza, entre afirmación y negación, entre querer y rehusar, entre imaginación y sensación, es problemática, si no está incluso suspendida. Freud, aún moderado en la Traumdeutung (cuyo estado final alcanza a 1911) será explícito en el artículo sobre la negación (1925): hay pensamiento, aun cuando no haya emergido ninguna polaridad y, en consecuencia, nin­ guna cualidad. Se concibe que Freud haya pensado que este pensa­ miento sin cualidades esté regido por las solas leyes de la cantidad (energética). Se verá que el significante propondrá leyes no cualitati­ vas, que no serán, por ello, cuantitativas. Cf. infra, cap. III, pág. 96 y cap. IV, págs. 143-144) Desde un punto de vista más general, saber si el pensamiento sin cua­ lidades, tal como se constituye aquí, es también un pensamiento sin propiedades, sigue siendo una cuestión abierta. Podría suceder que tu­ viese propiedades «mínimas». Nuevamente, la teoría del significante propondrá para esta pregunta una respuesta específica. 10. Helmholtz había planteado explícitamente, ya en 1855, la cues­ tión de un pensamiento sin conciencia de sí («ein Denken ohne Selbstbewusstsein»)\ cf. H. v. Helmholtz, «Über das Sehen des Menschen», Vortráge und Reden, 1896, II, pág. 110. La articulación histórica entre cientificismo e inconsciente es así reconocida. Más exactamente aún, al introducir una teoría del inconsciente, Freud no se separa del cienti­ ficismo, sino que realiza su programa. 11. P. Redondi, Galilée hérétique Gallimard, París, 1985, págs. 6975. Este autor considera a Galileo un atomista; se opone en este punto a Koyré, que hace de Galileo un platónico (Études Galiléennes, Hermann, París, 1939, III, 267-281). Es cierto que ambas interpretaciones no son necesariamente inconciliables (cf. F. Hallyn, Le Sens des fo r ­ mes, Droz, Ginebra, 1994, págs. 296-297). 12. Debo subrayar, para ser exacto, que la articulación de la preci­ sión con la literalidad no es explícita en Koyré. Dejo de lado, pese a su importancia histórica, la referencia baconiana, donde el paradigma lite­ ral sigue siendo pertinente, pero referido a la criptografía más que a la filología. De los encuentros memorables entre filología y ciencia mo­ derna, cabe citar la correspondencia que mantuvo R. Bentley (erudito

editor de Horacio) con Newton (ver A. Koyré, Études newtoniennes, Gallimard, París, 1968, págs. 245-265. Acerca de la distinción entre «experimental» e «instrumental», cf. G. Simón, Le Regará, l’Etre et l’Apparence dans l’optique de VAntiquité, Seuil, París, 1988, pág. 201). Según este autor- la óptica antigua era experimental; no era ni podía ser instrumental. 13. La situación de hecho es, obviamente, más complicada: ¿hay si­ nonimia exacta entre ciencia y teoría de la técnica, entre técnica y cien­ cia aplicada? Se lo puede discutir. También se puede discutir si se en­ cuentra efectivamente lo mismo yendo «de derecha a izquierda», de la ciencia hacia la técnica, o yendo de «izquierda a derecha», de la técni­ ca hacia la ciencia. Se ve bien, hoy incluso, bajo la presión del temor y la esperanza, que al anudar la investigación en biología con el descu­ brimiento de las vacunas, se hace de la ciencia una pura y simple técni­ ca teorizada. Tan libre como se quiera respecto del objeto que teoriza, mas teniendo, empero, ese objeto como tal: no la Naturaleza sino la na­ turaleza tratada por la técnica; dado el caso, no configuraciones de mo­ léculas, sino esas configuraciones en tanto modificables por procedi­ mientos voluntarios con fines de tratamiento médico. Alrededor del sida, la controversia se toma furiosa. Un número creciente de investi­ gadores afirma que sólo se encontrará la vacuna no buscándola. Lo que implica que los créditos sean destinados a otras cosas y no a la investi­ gación de la vacuna. Es un koyreísmo ortodoxo. A los enfermos de si­ da les cuesta adherir a esta posición. 14. Ver los dos artículos que cierran los Études d ’histoire de la pensée philosophique, «Les philosophes et la machine» y «Du monde de l ’á-peu-prés á l’univers de la précision», A. Colin, París, reed. Galli­ mard, 1971. Ambos textos fueron publicados originalmente en Critique, en 1948. 15. A ello se debe el estatuto eminente de la astronomía, la óptica y la armonía. Cf. G. Simón, ibíd., págs. 182-183. Se les opondrá, si­ guiendo a E. Garin (Moyen Age et Renaissance, Gallimard, París, 1969), la astrología erudita que pretendía justamente captar los acci­ dentes de un destino en lo que tiene de más individual, a través de las configuraciones de los astros eternos y los cálculos de número. Por ello el escándalo que pudo suscitar en ciertos filósofos antiguos (bien resu­ mido en el discurso de Favorinus, relatado por Aulo Gelio, Noches áti­ cas, XIV, 1) y su insistencia en su carácter «extranjero» (caldeo). 16. Cf. H. Scholz, «Die Axiomatik der Alten», artículo de 1930, re­ tomado en Mathesis Universalis, Darmstadt, 1969, págs. 27-44.

17. Es interesante que H. Scholz, en su breve Esquisse d ’une histoire de la logique (Aubier, París, 1968, pág. 47, la primera edición ale­ mana data de 1931), cita este pasaje y considera que determina aún hoy la grandeza de la lógica como disciplina. Nos encontramos aquí no só­ lo en las antípodas del positivismo lógico, sino también de la ciencia moderna. Debe recordarse que Scholz era no solamente lógico y filóso­ fo, sino también teólogo. Más ampliamente, se observará hasta qué punto la atención dada a la lógica matemática puede conducir a ciertos filósofos a borrar el corte galileano; recíprocamente se sabe que Koyré no tenía estima alguna por la lógica matemática (testigo de ello es su Epiménide le Menteur, Hermann, París, 1947). 18. E. Garin (ibíd., págs. 121-150) llega a afirmar que la combina­ ción de lo matemático y lo empírico, característica de la ciencia moder­ na, fue posibilitada por el retomo de la astrología erudita, de nuevo ac­ cesible a partir del siglo XII y floreciente en los siglos XV y XVI. Al igual que la magia, como acción sobre el mundo regulada por princi­ pios teorizables, brinda los primeros elementos de la relación moderna que une a la ciencia, como teoría de la técnica, con la técnica, como práctica y aplicación de la ciencia. 19. Una pregunta empírica permanece abierta: ¿las proposiciones de Koyré acerca de la ciencia antigua son incontrovertibles? Los espe­ cialistas discuten al respecto, aun cuando, en conjunto, lo esencial de la presentación es mantenido por autores serios; cf. T S. Kuhn, «Tradition mathématique et tradition expérimentale dans les sciences physiques», La Tensión essentielle, Gallimard, París, 1990, págs. 69-110; G. Simón, ibíd. 20. Por ejemplo, Arquímedes y Lucrecio, según M. Serres, La Naissance de la physique dans le texte de Lucréce, Minuit, París, 1977. In­ dependientemente de las tesis propias de M. Serres, se supone a menudo que la figura de Arquímedes ilustra una tal combinación de lo matemá­ tico y lo empírico, no sin aplicaciones tecnológicas. Cf., entre otros, G. Lloyd, La Science grecque aprés Aristote, La Découverte, París, 1990, págs. 54-62; págs. 112-115. Por lo demás, lo que se sabe de las posicio­ nes doctrinales de Arquímedes confirma que era adepto de los princi­ pios fundamentales de la episteme antigua. Cf. su obra inacabada, titu­ lada La Méthode y dirigida a Eratóstenes (fragmento citado en Lloyd, ibíd., págs. 59-60). 21. Es la pregunta que Lacan plantea en el Seminario VII. De esa toma de palabra exotérica no hizo, empero, un escrito. Esto prueba que consideraba no haber llevado hasta su término lo que requiere un saber,

cosa que la lectura del seminario confirma. Lo confirma igualmente la ausencia de relación en lo que se propone en él acerca de la ética y lo que, ulteriormente, será propuesto como la ética del Bien-decir (ver, por ejemplo, Télévision), Poco se sabe, pues, sobre la ética lacaniana. Sólo se sabe que sería legítima, de derecho. La cuestión de la moralidad en un universo infinito, matematizado y preciso es, obviamente, la que plantea Kant. Remito en este punto a G. Lardreau, L a Véracité, Verdier, Lagrasse, 1993 (cf. principalmente el segundo libro, 1® sección -págs. 130-275—y el conciso examen al que es sometida la intervención lacaniana, págs. 159-160 y nota 16) y a J. Aiillemin, L ’Intuitionnisme kantien, Vrin, París, 1994, pássim. So­ bre la cuestión general de la ética en un universo donde la matemática es ciencia del Ser y no sólo lengua de la ciencia, se leerá a A. Badiou y, singularmente, L ’Éthique, Hatier, París, 1993. 22. Gracias a Copémico, escribe Freud, se demuestra «que la Tie­ rra, lejos de ser el centro del universo, sólo forma una parcela insignifi­ cante del sistema cósmico» (ibíd.). Lacan, autorizándose en Koyré (La Révolution astronomique, París, Hermann, 1960) considera «mítica» esta presentación; a su juicio, el paso revolucionario fue realizado no por .Copémico sino por Kepler, y concierne no al geocentrismo sino a la sustitución del círculo por la elipse. Cf. Subversión del sujeto y dia­ léctica del deseo en el inconsciente freudiano, E., págs. 776-777; Radiophonie, Se., 2-3, pág. 73; S., XX, págs. 54-57. Cualquiera que sea el caso, se discierne en Lacan una preocupación por la precisión histórica que lo aleja justamente del historicismo —que procede por grandes ma­ sas-. Acerca de un rechazo galileano de la Gestalt, en un dominio harto diferente, cf. J.-C. Milner, Introduction á une Science du langage, Pa­ rís, Seuil, 1989, págs. 632-633. Si a uno le importa disputar con Freud sobre los datos, se le puede también reprochar el haber citado a Wallace junto a Darwin. Pues so­ bre el punto preciso del amor propio de la humanidad, Wallace, apa­ rentemente, hizo mucho por reasegurarlo (cf., por ejemplo, S. J. Gould, «Selección natural y espíritu humano; Darwin contra Wallace», en El pulgar del panda, Hermann Blume, Barcelona, 1983). 23.. Cf. S ., XVII (en su conjunto); Radiophonie, Se., 2-3, págs. 9699; Allocution prononcée pour la clóture du congrés de l ’École freudienne de Paris, el 19 de abril de 1970, ibíd., págs. 391-399; Télévi­ sion, pássim; S., XX, págs. 25-26. Cf. aquí mismo cap. III, págs. 94-95. 24. Al respecto, se consultarán los trabajos de Kuhn y en particular

su recopilación La Tensión essentielle, Gallimard, París, 1990, más ex­ plícito sobre la confrontación con Popper que La estructura de las re­ voluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, México, 1971. 25. Se encontrará en S. Kripke la articulación de la letra, del uni­ verso posible y de la tirada de dados; cf. en particular, La Logique des noms propres (traducción de Naming and Necessity), Minuit, París, 1982, págs. 167-168. Muy evidentemente, no se tomará en cuenta el horror que podría inspirar a Kripke un acercamiento con Mallarmé o Lacan, suponiendo incluso que supiese de quién se trata. 26. En otros términos, la doctrina de la letra reposa en una lógica de dos tiempos. El lector podrá verificar que la fórmula de Lacan Si(Si(Si(Si—»S2» ) -se la encuentra en el S., XX, pág. 173- no es más que la literalización de esa lógica. 27. ¿De qué infinito se trata? En última instancia, del infinito literalizable, el de los matemáticos, es decir el de Cantor. Pero llegó tarde. En el origen de la ciencia galileana, la paradoja quiere que, en el ins­ tante mismo en que ella se declara matematizada y refiere el universo al infinito, no exista matemática de lo infinito. Sobre este fondo de histéresis, se estructura la oscilación entre infinito positivo e indefinido negativo, del que Descartes es la primera señal. 28. Cf. El Atolondradicho, págs. 21-22: «Por ser el lenguaje más propicio para el discurso científico, la matemática es la ciencia sin con­ ciencia que convierte en promesa nuestro buen Rabelais [...]; esto ale­ graba a la gaya ciencia que presuponía por ello la ruina del alma». 29. W. Benjamín relata este comentario de Leiris (sin que los edito­ res alcancen a discernir si se trata de Michel Leiris o de Pierre Leyris): «la palabra “familiar” estaría llena de misterio e inquietud en Baudelaire» (Charles Baudelaire, Payot, París, 1982, pág. 236). Que no debe separarse de «No importa dónde fuera del m undo...» y de lo no-familiar como refugio.

CAPÍTULO III

El primer clasicismo lacaniano

1. El lenguaje del corte El conjunto del doctrinal de ciencia, de sus teoremas, hipó­ tesis y lemas es de gran alcance. Permite balizar con más exactitud que la habitual el espacio de las proposiciones doc­ trinales lacanianas. Tomado en serio, podría constituir un ver­ dadero analizador de lo que a veces se denominó el pensa­ miento de los años sesenta. Pues dicho pensamiento, entre otras varias características, coincidía en particular en una tesis axiomática: ‘hay cortes’1, a la que entendía de modo historizante. Es cierto que el doctrinal, más tarde, la entenderá de otra forma. Es cierto también que, en los años sesenta, com­ partía la interpretación común. El axioma de existencia de cortes y su lectura cronológica no tienen en sí nada de novedoso. Luego de las fulgurancias de san Pablo anunciando el final del mundo antiguo, al cual él mismo ponía un término («En cuanto a los griegos, ellos bus­ can la sabiduría...», Cor., I, 1, 22), se encuentran, bajo dife­ rentes formas, en numerosos autores. Los letrados de lengua francesa comentaron incesantemente en esos términos el antes y el después de la Revolución, de tal suerte que el axioma de los cortes se transformaba para ellos en una especie de sello de la política; afirmarlo valía, para algunos, casi lo mismo que un compromiso. Los años sesenta propusieron tan sólo una versión particular de la operación.

En El grado cero de la escritura, Barthes enuncia en sus­ tancia la tesis: ‘la Literatura es intrínsecamente moderna’. Tiene, pues, un antes y, quizás, un después. Esta modernidad es fechable, grosso modo, a partir del advenimiento como cla­ se dominante, a la vez económica y política, de la burguesía. En Francia, al menos. De ello se sacará fácilmente la conclu­ sión de que la literatura francesa es el prototipo de la Literatu­ ra, así como, para algunos, la Revolución Industrial inglesa es el prototipo de la industria capitalista. Según la lógica misma de Barthes, el corte cuyo nombre es la Literatura puede y de­ be articularse con otros: se mencionan el corte político y so­ cial del siglo XVI y el de finales del siglo XVIII; nada exclui­ ría que el corte koyreano le resultase pertinente. Simplemente, él no construyó su relación. Le tocará a L. Althusser hacerlo o, al menos, plantear los términos que permitirían hacerlo. Su empresa se funda en la siguiente hipótesis: ‘el universo de la ciencia moderna es coextensivo del mer­ cado mundial’. De ello se deduce que dilucidar los fundamentos materiales del segundo es esclarecer los fundamentos de legitimidad del primero, y recíprocamente. Ahora bien, la noción de ciencia y la noción de universo se copertenecen, ninguna de las dos se sostiene sin la otra; la teoría del universo no puede ser sino la ciencia; el objeto de la ciencia no puede ser sino el universo. Una teoría completa del mercado mundial, paralelamente, sería una teoría del capitalismo. De esta manera, la teoría del capitalismo y la doctrina de la ciencia moderna están mutua­ mente relacionadas. Al contrario de lo que sostuvo a veces Al­ thusser mismo, no sólo porque Marx, al escribir El Capital, se inscribe en el movimiento de la ciencia; en sí esto es induda­ ble, pero insuficiente. La relación es más fundamental y afecta a las condiciones de posibilidad de la obra misma de Marx; más exactamente: a los fundamentos de su programa de inves­ tigación y a la definición de su objeto2. Se dispone de este modo, por intermedio de Marx, y de

una manera que nada le debe al progresismo sartreano de los años cincuenta, de una constelación de tesis mutuamente co­ nexas. Se ve entonces que lo propio de los años sesenta no consiste en una afirmación de los cortes, sino en la función discursiva que se reconoce a dicha afirmación. Los cortes mis­ mos, explícitamente o no, son pensados como análogos, en el universo de los pensamientos, a las cesuras históricas cuya teoría proponía el marxismo. Permitían conservar una relación formal con el marxismo, sin tener empero que permanecer sustancialmente sujetos a él. No es éste el sitio para retomar la mecánica discursiva gra­ cias a la cual se pasó, a través de etapas sucesivas, del progre­ sismo político, representado singularmente por Sartre, a propo­ siciones que establecían cada vez más la disyunción entre elecciones políticas y elecciones intelectuales3. Es suficiente establecer de qué modo el doctrinal de ciencia, aun cuando no sea fundamentalmente historizante, exhibe en consistencia y completud, lógicas que se encuentran en otros lados, bajo for­ mas explícitamente historizantes. Para llegar a ello, conviene pasar por Foucault. Sólo él, en efecto, operó en la coyuntura pertinente una variación signifi­ cativa. Puede creerse que, mejor que cualquier otro, había comprendido las alianzas que indico. Que, por el contrario, haya aceptado el doctrinal de ciencia o, más simplemente, los sistemas de conexiones que el doctrinal permite engendrar, merece algún examen. A decir verdad, ni siquiera es seguro que haya aceptado el axioma de la existencia de cortes. O, más bien, lo aceptó, para disolverlo de inmediato en una familia de problemas: ¿qué es un corte, en qué se lo reconoce, hay diversas especies de cor­ tes? El programa de Foucault construye así una tipología ge­ neral de todos los cortes discursivos posibles: una suerte de topología del concepto, si la topología es, efectivamente, la ciencia de los bordes, de los exteriores y los interiores, de los recubrimientos. Foucault, finalmente, no se dio la Historia. Aun cuando

mantiene una última instancia de seriación cronológica, de modo tal que hay en él una seriación discursiva que ha de ser siempre homologa a una sucesión temporal y que la compati­ bilidad de los discursos ha de dejarse proyectar en proximidad (en período), persiste el hecho de que sus pivotes se han vuel­ to frágiles. Los nombres de Antigüedad, de Edad Media, de Tiempos Modernos, dado el caso aparecen, pero están afecta­ dos por una sospecha de principio, que no impide su uso, pero que requiere someterlo a controles, de preferencia inopinados. Es cierto que, manteniendo la cronología, Foucault mantiene también el nombre de historia, pero banalizado y de algún modo sujeto al genitivo que le sigue: historia de la locura, his­ toria de los cuerpos, historia de las prisiones, historia de la se­ xualidad; estos sintagmas recubren y descubren una insolencia dirigida a los empleos absolutos, singular («pensar la Histo­ ria», «hacer la Historia») o plural («biblioteca de Historias»), Prefirió darle a su método el nombre de arqueología, a la vez esclarecedor y arriesgado. Esclarecedor, pues ese nombre no es justamente el de historia, que diría al respecto más de lo que es legítimo; arriesgado, porque vincula estrechamente la teoría general del corte a una teoría de los estratos y los recu­ brimientos. Que una discontinuidad sea necesariamente re­ cubierta por un estrato que la enmascara, es una hipótesis no trivial. No puede decirse que haya sido demostrada; es con­ sustancial, empero, a la palabra «arqueología» misma. Cualquiera que sea el caso, la teoría general de Foucault no es suficiente para el doctrinal de ciencia; no es, pues, sufi­ ciente para autorizar el discurso de Lacan. No es suficiente en sentido estricto: no contiene todos los axiomas que Lacan ne­ cesita. Esto significa que, desde el punto de vista de Foucault, Lacan contiene axiomas en exceso. No se trata de la Historia: Foucault no se la otorga, pero Lacan se la rehúsa. Nada hay de incompatible aquí. El punto de herejía está en otro lado. Concierne a los cortes en tanto tales. En efecto, la teoría de Foucault se quiere radicalmente es­ céptica respecto de ellos -no, digámoslo nuevamente, respec­

to de su existencia (suponiendo incluso que no sea axiomáti­ ca, se la considera probada por el éxito de las investigaciones que la suponen), sino respecto de sus tipos posibles; son re­ chazadas, consciente y voluntariamente, las tesis, juzgadas inútiles y aventuradas, de Kojéve y Koyré: sólo se acepta su­ poner lo que supone, axiomática o no, la afirmación de exis­ tencia ‘hay cortes’; el resto es asunto empírico-. Pues bien, esta afirmación, según Foucault, plantea sola­ mente (1) que existen heterogeneidades entre los discursos y (2) que dichas heterogeneidades dejan huellas localizables y fechables en el archivo (cronología, más que historia). No supone que esas huellas se agrupen en simultaneidades generales. Si­ gue siendo perfectamente posible que la cesura de heterogenei­ dad que afecta a cierto discurso A, no afecte al mismo tiempo a cierto discurso B, compatible empero con A. Ahora bien, la combinación de las proposiciones de Koyré y Kojéve parece afirmar, en efecto, que cierto corte es adecua­ do para afectar no solamente a dos discursos (por ejemplo, la ciencia y la metafísica), sino a todos los discursos compati­ bles. Esto es lo que implica, evidentemente, el uso de términos totalizantes, mundo y universo («el mundo del “aproximada­ mente”», «el universo de la precisión»). Llamemos mayor a un corte como éste. El doctrinal de ciencia se reformulará así: ‘el corte entre episteme y ciencia moderna es un corte ma­ yor’. Tal es al menos la lectura que le da Lacan; ella se impone si el doctrinal debe incluir una teoría del sujeto moderno (hi­ pótesis del sujeto de la ciencia); se impone con aún más fuer­ za si, como parece que lo anheló Lacan, ha de adjuntársele, a título de lema, la hipótesis de Althusser (Lacan no se interesó directamente en Barthes, aunque él mismo haya formulado proposiciones acerca del estilo y éstas sean, según Norden, ampliamente compatibles con El grado cero) Lo que puede decirse de manera diferente: según Lacan, la palabra «moderno» no estenografía nada si no estenografía un corte mayor.

Se puede discutir, ciertamente, acerca de los elementos de ese corte, pero no es dudoso que, si se lo supone, se supone que afecta a todos los discursos compatibles: ninguno es inmu­ ne a él, al menos en tanto es moderno. Ni la economía material (hipótesis de Althusser), ni las letras (hipótesis de Barthes e hipótesis equivalente de Lacan), ni las filosofías políticas (L. Strauss o C. Schmitt), ni las imágenes (Panofsky), ni la filoso­ fía especulativa (Heidegger). Ni, finalmente, la conciencia: el psicoanálisis, en su emergencia, testimonia que la vida interior no es inmune al corte, el sujeto no es un imperio en un impe­ rio- hay un sujeto moderno (ya sea que se lo diferencie de una subjetividad antigua o que se suponga que la subjetividad nace con la modernidad misma); de su instauración el psicoanálisis es, a la vez, prueba y efecto. En otros términos, es tiempo de subrayarlo, el dispositivo del doctrinal de ciencia se funda en un axioma de existencia suplementario: ‘no solamente hay cortes, sino que hay cortes mayores’. Ahora bien, Foucault, justamente, no supone esto, supone incluso, aparentemente, lo contrario. Todo su desarrollo se apo­ ya en la posible no-coincidencia y no-homología de los cortes; a las que se deben los desenganches constantes, los contratiem­ pos, los efectos de turbulencia que es preciso no desatender. Así, el cristianismo puede constituir un corte en la historia de la sexualidad, pero no necesariamente en la de la locura. El galileanismo de inicios del siglo XVII puede constituir un cor­ te en la ciencia de la naturaleza, pero no en los discursos que afectan al habla, a la clasificación, al intercambio. Estos últi­ mos están marcados por otro corte que data de fines del siglo XVIII y que parece indiferente a la física matematizada. Aun­ que sean igualmente radicales, cada uno de estos cortes retira a cada uno de los otros las propiedades de un corte mayor. In­ cluso cortes contemporáneos (o casi contemporáneos) entre ellos -p o r ejemplo el galileanismo y el Gran Encierro—no es­ tán necesariamente articulados entre sí. La ilusión característi­ ca del discurso «psi» (del que el psicoanálisis, según Foucault,

forma parte) es creer incluso en una tal articulación entre la teoría de lo íntimo y la teoría de los procesos públicos. De manera general, siempre es posible que algún discurso sea inmune a los cortes reputados como mayores por la vulgata: cristianismo, capitalismo, ciencia moderna. Siempre es pe sible que los cortes estén desincronizados entre sí, aunque para la annalística fuesen simultáneos. No habría, por lo demás, que extremar demasiado la consistencia de Foucault para des­ cubrir en él una sospecha política: la figura del corte mayor re­ viste todos los rasgos de lo que el discurso político llamó «Re­ volución». Digamos más: así como se supone a la ciencia moderna nacida de una revolución científica, el discurso políti­ co moderno se caracteriza por haber construido el prototipo de la Revolución, en relación con el cual se mide todo objeto po­ lítico posible. Ahora bien, según Foucault, la Revolución no existe; creer en ella conduce, en la práctica y en la teoría, a la catástrofe. La figura discursiva del corte mayor, paralelamente, por poco culpable que sea (no se le puede atribuir, aparente­ mente, ninguna masacre), no es menos engañosa. Así pues, el corte es radicalmente múltiple o, más bien, es lo múltiple mismo. A menudo innominado - a Foucault no le gustaba hablar de corte-, se aloja en el núcleo de las nomina­ ciones, cuyo sistema articula. Foucault, primero que nadie, había remitido el discurso al solo régimen de los nombres; primero que nadie había, de manera consecuente, trabajado en balizarlo por sus solas compatibilidades e incompatibilidades. Sin embargo, no cedió a la tentación que siempre acecha en un gesto como éste: la de que, en última instancia, siempre hay un único discurso, pues todo nombre vale por otro. Nunca cedió sobre lo discursivo múltiple, es decir sobre la heteroge­ neidad de los nombres, es decir su desigualdad. El corte no designa otra cosa. El corte es sólo lo que dice «no» a la sinonimia proliferan­ te, y que proliferará al ritmo entrecortado de lo que niega. Se esclarecerá así el aforismo de René Char, que Foucault colocó en la contratapa de su Historia de la sexualidad: «La historia

de los hombres es la larga sucesión de los sinónimos de un mismo vocablo. Contradecirla es un deber». En otros térmi­ nos, los cortes son rebeliones discursivas; su surgimiento es tan disperso como los desórdenes; tienen más que ver con el ’68 que con el ’ 17; el axioma de existencia cede ante un man­ damiento indistinguiblemente ético y político: «siempre se tiene razón al rebelarse contra los sinónimos»4. Si no hay cortes mayores, entonces hay sistemas de cortes independientes unos de otros y no sincrónicos. Para todo dis­ curso afectado por un corte habrá siempre al menos otro que, en ese instante, no lo será. Mediante una metodología inteli­ gente, si no astuta, cada discurso puede servir, vez a vez, a al­ gún otro como sólido de referencia. No hay ninguna necesi­ dad de suponer un Punto de Referencia absoluto que esté, por esencia, fuera del corte, porque las desarmonías y turbulen­ cias bastan para localizarse mutuamente. Al menos que, por ventura (pero son las circunstancias las que deciden), cierto efecto de pasión constituya, en el espacio de un instante, a una configuración empírica en Punto de Re­ ferencia. Se puede comprender así la función de intervención que a menudo asumió Foucault vía el Diario. Depende entera­ mente de su axiomática doctrinal (‘no hay cortes mayores’), pero corregida por una proposición práctica -e n el sentido kantiano de la palabra-: ‘hay circunstancias tales que, en el instante de una pasión, hacen efecto de corte mayor y de Pun­ to de Referencia’. A este efecto, que se asemeja a un efecto de verdad, aunque no lo sea, Foucault le dio un nombre. Durante su trabajo sobre las prisiones había desarrollado su concepto de «indagaciónintolerancia»: sacar a luz por la vías de la indagación más ri­ gurosa, un objeto empírico (actividades de un aparato, comen­ tarios de tal o cual de sus agentes; decisiones francas u ocultas, etc.) que despertara el punto de intolerancia en aque­ llos que tomaban conocimiento de él -e l juicio, anterior a todo enunciado, de que eso, eso que se ve, no es tolerable-. La úni­

ca máxima ética del intelectual es proterir los enunciados ca­ paces de dar nacimiento a ese juicio en quienes nada profieren. Se comprenden ahora ese gesto y ese lenguaje; de ese punto de intolerancia, suscitado dentro de los límites de la indaga­ ción, retomar cual si se retomase de un punto exterior, situado más allá de un corte mayor (salvo que no hay exterior ni corte mayor) sobre la integral de los discursos (salvo que esta inte­ gral no es pasible de ser construida) y juzgarla (salvo que ese juicio se autoriza tan sólo en su puro y simple proferimiento; él mismo efímero). Si Lacan, en cambio, tiene razón, si existen realmente cor­ tes mayores, entonces las delimitaciones mutuas son imposi­ bles; es necesario, pues, un sólido de referencia que sea inmu­ ne a los cortes. Ese sólido debe permitir al menos tratar las homonimias y las incertidumbres de sinonimia a que remiten los cortes en sus formas más simples. La cuestión del sitio de inmunidad no es tratada específicamente ni por Koyré ni por Kojéve ni por Lacan. En una lectura historizante, aquella provoca sin embargo una primera respuesta, aparentemente simple: hay al menos un conjunto de realidades que permanecen inmunes a los cor­ tes: se trata de las lenguas. En lo concerniente a los discursos y sus desplazamientos y soluciones de continuidad, una len­ gua dada es el lugar donde las homonimias se dejan captar. De hecho, sólo una lengua puede constituir ese sitio. En otros términos, la suposición de que hay cortes mayores es también la suposición de que éstos no afectan a la lengua. Pero esto no es otra cosa que lo que Stalin había querido esta­ blecer. Puede sostenerse incluso que en el modelo escolástico marxista que era el suyo, lo había logrado, a tal punto que se puede hablar de un verdadero teorema de Stalin5. En la doctri­ na marxista se enuncia (con su recíproca): ‘hay cambios de la infraestructura que no acarrean cambios en la lengua; hay cambios en la lengua que no dependen de cambios en la in­ fraestructura’; pero, dada esta doctrina, todo cambio en la infra­

estructura afecta, directa o indirectamente, de manera más o menos perceptible, a cada una de las instancias superestructü| rales, sin excepción alguna; lo que significa que todo cambia de infraestructura es un corte mayor. A su vez, el marxismo clásico supone que sólo un cambio de la infraestructura pued© producir un corte mayor; se puede, pues, reformular el teorema de Stalin: ‘la lengua es inmune a los cortes mayores’ (o, en lenguaje político, ‘la lengua es inmune a las revoluciones’)6. Este teorema no es verdadero, evidentemente, más que de la lengua como forma-, para todo lo que en la lengua no es formal sería fácil refutarlo, cosa que Stalin ignoraba menos que nadie. Supone, pues, que existe la lengua como forma, que es pasible de ser opuesta a la lengua como sustancia. Ahora bien, la lengua como forma es lo que la lingüística, en la época de Stalin, llamaba la estructura. De manera tal que Jakobson se reconoció en el teorema y lo aceptó. Refiriéndose a la estructura («el inconsciente está estructu­ rado como un lenguaje»), Lacan se pronuncia, pues, sobre la cuestión del Punto de Referencia. Lo hace, aparentemente, del mismo modo que Stalin. Lo que no agota, obviamente, el al­ cance de su relación con el estructuralismo. Lo cierto es que ella también tiene ese alcance. Por ello, la relación que Lacan creía poder construir: si lo que Lacan dice de la lengua es verdadero, entonces el marxis­ mo también puede ser verdadero, aun cuando no lo sea nece­ sariamente. Si lo que el marxismo -es decir, Stalin- dice de la lengua, es verdadero, entonces Lacan es necesariamente ver­ dadero7. Pero, a decir verdad, la relación es más estrecha aún: no se trata sólo de la lengua sino, en efecto, del doctrinal de cien­ cia; en su lectura historizante, éste requiere el teorema de Sta­ lin (como también lo que se puede llamar el lema de Stalin: ‘la lengua, en tanto forma, es el punto de referencia que per­ mite constatar los cortes mayores’). Lo requiere en la medida exacta en que depende del teorema de Kojéve. Se aprecia que, a pesar de lo que él mismo pensaba, Kojéve depende del teó­

rico Stalin y no sólo de su figura mítica de emperador del mundo moderno. Hay más. Yendo más allá de los textos mismos y, sin duda, de la conciencia clara de los autores, se puede descubrir en el teorema de Stalin con qué solucionar una dificultad del doctri­ nal. Muchos autores señalaron cuán problemático era el estatu­ to de la matemática y de la lógica. Una pregunta sigue abierta: ¿está la matemática misma sometida al corte galileano? La respuesta generalmente más admitida es negativa. No hay, de acuerdo con la mayoría de las autoridades (Bourbaki, por ejemplo) una ruptura absoluta entre la matemática griega y la matemática cartesiana o cantoriana; diferencias, ciertamente, pero para nada comparables a la relación que mantienen las fí­ sicas pregalileanas y posgalileanas. Esto equivale a afirmar que la matemática está, justamente, en posición de funcionar como un punto de referencia respecto del corte mayor. La matemática no es una ciencia galileana; no es una cien­ cia poppereana; lo contingente no le concierne. Ello explica, precisamente, el papel que desempeña en el corte. La inmuni­ dad de la matemática respecto del corte mayor está en el prin­ cipio del corte mismo. Se ve, entonces, que la matemática tiene estrictamente el estatuto de una lengua, tal como lo instituye el teorema de Sta­ lin. Se sabe, por lo demás, que la definición lenguajera de las matemáticas se volvió prevaleciente entre los modernos. Es verdad que ya está presente en Galileo: hacer de la matemática el alfabeto (y no ciertamente el jeroglífico) del universo, es conferirle in nuce un estatuto que se revelará, al término de un recorrido sinuoso, bastante aceptado en general. Que la mate­ mática sea una lengua (la mayoría de los modernos sostiene además que le toca a la lógica enunciar sus reglas, a condición, empero, de que la lógica misma se enuncie en lengua mate­ mática) es una afirmación que se anuda de manera elegante con el doctrinal de ciencia y resuelve la paradoja de que sólo se pueda reconocer un corte por aquello que se exceptúa de él.

No es éste el sitio para determinar si esta posición es sostenible. Por el momento, lo importante es reconocerla como una versión desconocida del teorema de Stalin. Desde esta perspectiva, interpretar el doctrinal de ciencia en términos historizantes, atribuir a las matemáticas una con­ tinuidad inmune a los cortes mayores, reconocerles una impli­ cación constituyente en el corte mayor del universo moderno, definirlas como una lengua, ser stalinista en materia de len­ gua, se revelan como cinco decisiones solidarias. La teoría foucaultiana es harto diferente; puede integrar perfectamente la hipótesis de que las lenguas no escapan a los cortes disyuntos y turbulentos, cuya teoría hace la arqueolo­ gía. Antistalinista en teoría política, Foucault lo es también en lo tocante a la lengua. Más exactamente, se abstiene, en lo re­ ferente a las lenguas, de pronunciar juicio alguno: imposible determinar si para él son o no superestructuras. Es verdad que los pequeños foucaultianos mostraron menos reserva, pero poco importa. Ello explica que Foucault nunca haya usado, salvo con prudencia, razonamientos que eran frecuentes entre sus cole­ gas: colegir de la aparición o desaparición de las palabras la aparición o desaparición de las cosas. Que una palabra co­ mience a existir o cese de existir es un dato del que hace uso, pero con una discreción que asombra. A decir verdad, se po­ dría afirmar que algunos de los trabajos mayores de Foucault se apoyan en la hipótesis inversa: la misma palabra «locura» y la misma palabra «prisión» aparecen a ambos lados del cor­ te que afecta a los discursos en que estas palabras aparecen. Es cierto que otras proposiciones, más regionales, se apoyan en la hipótesis exactamente inversa; de este modo, la emer­ gencia del grupo nominal enfermedad mental constituye una señal que el método conserva. Ni la lengua ni el lenguaje, ya se los considere en su forma o en su sustancia, le importan a Foucault. Es verdad que la lingüística le había proporcionado conceptos y soportes, pero

cabe dudar de que éstos fuesen algo más que analogías, autori­ zadas por la coyuntura de los años ’60. Es también cierto que las palabras y las frases constituyen la causa material de los discursos. Pero los discursos tienen su propia ley, que no debe nada a las leyes eventuales que gobiernan las palabras y las frases. La ley de los discursos se reduce a una sola: ‘hay dis­ continuidades’ o ‘se ha de decir no a las sinonimias’. Éste es el único objeto que se puede tratar, por una especie de física de los torbellinos, donde no existe nada que amerite ser consi­ derado absoluto. En el sentido en que Descartes sólo admite movimientos relativos. En contraste, se calibra mejor la naturaleza de la doctrina lacaniana: no sólo hay discontinuidades, sino que hay discon­ tinuidades tales que afectan a todos los discursos. Esto supone que hay algo así como movimientos absolutos y, por ende, al­ go semejante a un Punto de Referencia absoluto. Se evocó, con todo derecho, a Stalin. Pues éste es el nom­ bre que cabe descifrar bajo el de Jakobson, lingüista: la afir­ mación de que el Punto de Referencia absoluto, independiente al mismo tiempo de la infraestructura y de las superestructuras, es la estructura de las lenguas naturales, las que, por este mis­ mo hecho, son integrables en un concepto formal único: el len­ guaje. Ahora bien, con Stalin, aunque estuviese enmascarado por Jakobson, se permanece en la Historia. Pero Lacan no cree en la Historia, aunque admite los cortes mayores. La articulación es aquí inexorable. Si el corte mayor es in­ terpretado en términos historizantes, entonces Stalin es nece­ sario; sólo se lo puede evitar si se construye una interpreta­ ción no historizante. Por esta razón, en efecto, Lacan se preocupó precisamente de no detenerse en el lenguaje. Lo evoca explícitamente, para dejarlo en el instante en que se detiene en él. El Punto de Re­ ferencia absoluto no es el lenguaje en sí mismo ni las lenguas en las que se polimeríza, sino aquello de lo que el lenguaje, reducido a su real, «hace-las-veces»*. Es decir, el sujeto.

Se vuelve a encontrar la teoría de los cuatro discursos y se mide mejor su importancia. No solamente propone una teoría no cronológica de las discontinuidades, no solamente propone una teoría de las propiedades absolutas de tales o cuales dis­ cursos, no solamente admite el movimiento absoluto («el cuar­ to de vuelta»), sino que determina y nombra el Punto de Refe­ rencia absoluto en el que se apoya. El doctrinal de ciencia supone ese Punto de Referencia ab­ soluto, por el solo hecho de que requiere los cortes mayores. Pero, por otra parte, se combina con la teoría de los discursos según la cual ningún corte es cronológico. Afirma, pues, que los cortes mayores no lo son. Respecto de ellos, el Punto de Referencia absoluto no tiene, pues, la propiedad distintiva de escapar a lo cronológico. Mientras que la teoría no cronoló­ gica de los cortes tiene como apoyo crucial una teoría de los lugares, la propiedad del Punto de Referencia absoluto ha de residir en su atopia: su capacidad de ocupar un lugar cualquiera al que adviene por insistir. El único real que presenta, por defi­ nición y construcción, dicha propiedad de atopia y de insisten­ cia, es el sujeto del significante. Por esta razón, los teoremas de Koyré y Kojéve sólo están completamente fundamentados si se admite conjuntamente la hipótesis del sujeto de la ciencia y la definición del sujeto como sujeto de un significante: la ciencia moderna, en tanto ciencia y en tanto moderna, determi­ na efectivamente un modo de constitución del sujeto. Falta aún deshistorizar radicalmente esta hipótesis misma. La teoría del discurso psicoanalítico lo permite. Sostener que hay cortes mayores es sostener que, desde el punto del sujeto, hay una incertidumbre integral de las sinonimias. La doctrina de la interpretación -la de la cura- encuentra de esta manera sus títulos de legitimidad; no podría tener otros. Una interpre­ tación no es sino eso: proferir la palabra que hará que entre el antes y el después nada será ya sinónimo. Una palabra sólo lo logra si alcanza al sujeto. Sólo hay interpretación desde el pun­ * En francés, tenant-lieu (n. del t.).

to del sujeto. Ese punto del sujeto, empero, es lo mismo que requiere una doctrina general de los cortes, en tanto un corte es indecisión de las sinonimias. El doctrinal de ciencia se alia a lo que se propone como el núcleo más íntimo de la práctica freudiana, cuya matriz expone la teoría de los discursos, bajo el acápite del discurso psicoanalítico. Se puede repetir, pero comprendiendo, por fin, su alcance, la ecuación de los suje­ tos: ‘la praxis del psicoanálisis es interpretación; el sujeto que el psicoanálisis requiere -e n tanto el psicoanálisis interpretaes el sujeto que requiere la ciencia en tanto ésta se constituye por un corte mayor; todo corte mayor tiene la estructura de una interpretación’8. Sólo de esta manera se supera la potencia de Stalin, es de­ cir, la de Marx.

2 El paradigma de la estructura Se revela que, en el dispositivo de Lacan, lo que Stalin y Jakobson proponían bajo el acápite de las lenguas o del len­ guaje no es sino aquello que estrictamente hace-las-veces del sujeto, del cual ni Stalin ni Jakobson están en condiciones de hablar adecuadamente. La doctrina del inconsciente, en tanto estructurado como un lenguaje, permite pasar de las lenguas al sujeto. Comprenderlo es comprender la relación con el estructuralismo. Lacan es una figura del estructuralismo. Si uno se atiene a la opinión, esto no es dudoso. Falta esclarecer qué se entiende por ello. Esto supone explicar, más claramente de lo que suele hacerse, cómo se insertaba Lacan en el programa estructuralista, lo cual supone, a su vez, explicar, más claramente de lo que suele hacerse, en qué consistía ese programa. Lacan mismo juzgó útil reafirmar su propia doctrina en los inicios de su di­ fusión más amplia: «Esta corrección -decía en 1965- tiene que ver con el destino de todo lo que se agrupa, ya en forma exce­

siva, bajo el rótulo del estructuralismo» (Reseña para el anua­ rio de la EHESS, cf. S., XI [Reseñas de enseñanza, Seminario XI, Manantial, Buenos Aires, 1984, pág. 29]). El movimiento recíproco fue ejecutado rara vez9. Es oportuno retomarlo hoy. El estructuralismo constituyó, más allá del entusiasmo de moda, una figura de la ciencia: un momento en que se pensó que la jurisdicción de la ciencia moderna podía y debía exten­ derse mucho más allá de los límites que se le habían recono­ cido durante mucho tiempo. Considérese el ideal de la ciencia, como ciencia matematizada del universo. Considérese también, para representar a la ciencia ideal, la figura surgida en el siglo XIX y en los co­ mienzos del XX; desde esta perspectiva, sólo podía proponer­ se, de la matematización, una única prueba asequible, la me­ dida cuantitativa exacta; en lo sucesivo, un discurso empírico se tendrá por matematizado si y sólo si sus proposiciones im­ plican medidas o puntos de referencia cifrados. Después de Galileo, las ciencias que tomaron como objeto sectores del reino de la naturaleza se regularon de acuerdo con esta defini­ ción; cuando se trata de objetos sociales o más generalmente humanos, se requieren adaptaciones. Las hubo de diversos ti­ pos: conservar el ideal de la medida (usando principalmente procedimientos estadísticos), abandonarlo y reemplazarlo por otra figura ideal, renunciar a toda figura ideal, etcétera. El estructuralismo se inscribe en ese desacuerdo; se recla­ ma del ideal de la ciencia, pero propone una figura nueva de ésta; respecto de la ciencia ideal se caracteriza por una doble modificación. Una recae sobre los objetos empíricos: el es­ tructuralismo se dedica a objetos humanos, razón por la cual la oposición naturaleza-cultura concierne a sus principios. La segunda modificación recae sobre la matematización, que será entendida, en lo sucesivo, en un sentido nuevo: ya no se trata de medida stricto sensu, sino de una literalización y una disolución no cuantitativa de lo cualitativo. Es una rein­ terpretación del teorema (iii) de Koyré (cap. II, pág. 40).

Cabe recordar que la ciencia moderna, en su comparación con la física aristotélica, se descubre persiguiendo un designio tenaz: eliminar de la ciencia las cualidades. No sólo las cuali­ dades prácticas -bien, mal, útil, placentero, etc.- sino también, y sobre todo, las cualidades sensibles: rápido, pesado, colori­ do, cálido, etc. Éste es el primer gesto; no basta para una ma­ tematización, pero le es necesario. Gracias a él únicamente, las proposiciones matemáticamente literalizadas podrán deve­ nir primeras. Una vez terminado todo, las cualidades no po­ drán aparecer salvo a título de estenogramas segundos, salidos de la lengua usual. La física no dice nada directamente acerca de lo caliente o de lo frío; dice algo acerca del movimiento de las moléculas, al­ gunas de las cuales pueden asociarse a la propiedad sensible llamada usualmente lo caliente. De igual modo, no dice nada sobre lo claro y lo oscuro; dice algo, empero, acerca de la luz y las configuraciones que pueden asociarse a las propiedades sensibles usualmente llamadas lo claro y lo oscuro. Nada dice de los colores, pero algo dice acerca de aquello que los suscita en un ser dotado de sensibilidad ocular. De una manera que le es propia, el estructuralismo en lin­ güística es él también un método de reducción de las cualida­ des sensibles. Esta característica sólo puede revelarse de ma­ nera limitada, puesto que las lenguas naturales sólo conciernen a la materia sensible en un único dominio: la forma fónica. En ese dominio, empero, el método tiene efectos evidentes. Consideremos un efecto que se hizo famoso: el tratamiento propuesto por Troubetzkoy de las finales oclusivas en alemán. Una palabra como Rad («rueda») es homófona de Rat («con­ sejo»); en ambos casos, la fonética registra una [t], [rat]. La notación ortográfica, empero, hace aparecer una d en la pri­ mera y una t en la segunda; se confirma, además, por el plu­ ral: Ráder («ruedas»), donde la /d/ es audible, y Ráte («conse­ jos»), donde la /t/ es audible. Si, como parece que debe decirse, Rad en singular y Ráder en plural son una sola y mis­

ma palabra, hay que decir algo sobre lo que sucedió con la /d/. Algunos lingüistas dirán entonces: «la /d/ en alemán se vuelve sorda al final de palabra». En estricto método, objeta Troubetzkoy, esta proposición es inexacta e imprecisa: la oclusiva final de Rad y Rat es, ciertamente, materialmente sorda, pero no lo es desde el pun­ to de vista de la ciencia. En efecto, no puede oponerse a una oclusiva materialmente sonora, porque justamente éstas no aparecen en dicha posición. Ahora bien, las propiedades lin­ güísticas sólo subsisten en la estricta medida en que forman parte de una oposición distintiva. El elemento final de Rad y Rat es, en sentido estricto, neutro y sin propiedades respecto de la sonoridad. De manera general, una entidad fónica no es, desde el punto de vista de la ciencia, sorda (o sonora o labial o dental, etc.) por sí misma; sólo lo es por la diferencia que la separa de alguna otra entidad. En el ejemplo Rad!Rat, se dirá que la final es una entidad llamada archifonema, que no entraña ningún valor desde el punto de vista de la propiedad opositiva sorda/sonora, cuya notación, en mayúscula, es /T/. La notación de las dos formas, entonces, es: /raT/10. Decirlo es no tomar en cuenta para nada el dato sensible, registrable por los aparatos fonéticos. Pues sigue siendo ver­ dad que el elemento fónico final de Rad y Rat es «objetiva-* mente» sordo, es decir sordo para el oído. Los practicantes de la fonología estructural, empero, lo recuerdan: estaban entre­ nados para no considerar esa cualidad. Se vuelve a encontrar aquí el gesto de la física matematizada, si no incluso estrictamente galileana11. La cualidad, cierta­ mente, no es remitida a la cantidad; no por ello deja de disi­ parse; no está reducida, ciertamente, a figuras geométricas, pero se inserta en un cuadro en el que se pueden determinar distancias, proporciones, simetrías; no es expresada, cierta­ mente, por una notación de cálculo numérico, mas no deja de ser aprehendida mediante una literalización: el solo hecho de escribir con una mayúscula /T/ el archifonema es una decisión

que depende de un sistema de notación, tan riguroso como una notación algebraica, aunque incomparablemente menos sofisticado. Se tiene derecho a hablar en este caso de una matematiza­ ción extendida, que se quiere rigurosa y coercitiva, pero tam­ bién autónoma respecto del aparato matemático stricto sensu -geometría, aritmética, álgebra, teoría de conjuntos, ingenua o abstracta, teoría de las estructuras, etc.—. Se sabe que la lin­ güística de los años ’20 se dedicó a esta tarea. Al final del pro­ ceso, en los años ’50, llegó a ser considerada una disciplina tan literal como el álgebra o la lógica, aunque enteramente inde­ pendiente de ellas. Sobre la base de estos fundamentos, cono­ ció éxitos empíricos. El conjunto de las lenguas naturales era considerado aprehensible, en su extensión y detalle, a través de su método. Se consideraba, por lo tanto, que se comportaba es­ trictamente como ciencia galileana de su objeto. Galileanismo extendido, por ende, fundado en una matemática extendida, y extendido a objetos inéditos. Pues ese objeto era el lenguaje, es decir, lo que en primer rango separa a la especie humana del reino de la naturaleza, tal como al menos se lo entiende en general12. De igual modo, la antropología lévi-strausseana parecía mostrar que, aplicados a objetos eminentemente no naturales -los sistemas de paren­ tesco-, métodos comparables conducían a una presentación exhaustiva, exacta, precisa y demostrativa de los funciona­ mientos. El apoyo que Lévi-Strauss encontraba en la lingüísti­ ca reside en una analogía de procedimientos; reside sobre todo en una analogía de los puntos de vista constituyentes. Se sabe que sobre este doble fundamento, lingüístico y an­ tropológico, se desplegó un movimiento de pensamiento; con­ trariamente a lo que solía sostenerse, no cabe duda de su uni­ dad metodológica. Tampoco ha de caber duda acerca de su importancia epistemológica. Que Lacan, cuya relación con el galileanismo es de principio y que, por otro lado, capta su ob­

jeto más del lado de la cultura que de la naturaleza (cosa que no era necesariamente igual en Freud), haya sido incluido en­ tre los estructuralistas, es algo eminentemente explicable. Desde esta perspectiva ha de leerse el discurso de Roma. Puede ser considerado como un verdadero manifiesto. Un lec­ tor atento no deja de escuchar en él el tono de la célebre carta de Rabelais: «La época era aún tenebrosa y se vivía aún la in­ felicidad y la calamidad de los Goths, que habían destruido toda buena literatura. Pero la luz y la dignidad le fueron de­ vueltas a las Letras. Ahora todas las disciplinas han sido resti­ tuidas, las lenguas instauradas...» (Pantagruel, cap. VIII). Es cierto que Rabelais acude a la ciencia antigua; no podría ser, con causa, galileano, pero es - y el corte, en ciertos aspectos, no puede dejar de serlo- erasmiano. Vale decir que es porta­ dor, en una época en la que el estudio de la naturaleza tiene todavía la marca del «aproximadamente», del ideal de preci­ sión literal. Se sabe que, de Erasmo a Galileo, la transición es buena. Más aún cuando, por las virtudes del estructuralismo lin­ güístico, podría creerse que tras tantos siglos de separación ambos se reunían. Nunca antes el ideal de precisión en las lenguas y el ideal de precisión en la naturaleza se habían acer­ cado a tal punto y habían sido proclamados simultáneamente. La hora de un segundo Pantagruel había, en efecto, llegado. Anunciaba el nacimiento de un galileanismo de tipo nuevo, más extensivo que el antiguo, pues incluye la cultura; funda­ do al igual que él en los «caracteres matemáticos» de los que habló Galileo. Esas letras, empero, no son las de la medida, son la de un cálculo. Es verdad que, entre tanto, la matemáti­ ca misma, tomada en su determinación más estricta, se pre­ sentó como un simbolismo coercitivo, en disyunción de la cantidad. Bourbaki es el testigo electivo. De su literalismo explícito a la literalización de los lingüistas y antropólogos, la alianza es estimada, por Lacan, admisible. No ha de concluirse, poi ende, que la matemática se «aplica», adaptándose a objetos nc

mensurables, o que son posibles, en lingüística o antropolo­ gía, formalizaciones diferentes de las matemáticas; hay que concluir, más bien, que la matemática extendió su imperio sin ceder nada de su esencia. Se trata, claramente, de un gali­ leanismo extendido: más extensivo que el primero, pero tam­ bién más riguroso, porque se autoriza en una matemática lle­ vada, finalmente, a su literalismo absoluto. La lingüística, cuya reputación es la de una ciencia consumada, sólo cuenta en la medida en que propone una matemática13. El Lacan lin­ güista es, de hecho, un Lacan matemático. Es verdad que sólo la lingüística estructural le interesó a Lacan verdaderamente. Sin embargo, no era la única, entre las formas de lingüística posibles, que se presentaba como una matematización. Otras, incluso antes de Chomsky, podían de­ sempeñar ese papel de referencia. Después de todo, la gramá­ tica comparada, tomada en su aspecto incisivo, bastaba para ello. Es evidente, además, que después de Chomsky la lingüísti­ ca contó cada vez menos para Lacan; o si contó, no lo hizo ya de la misma manera. Más allá de la relación de amistad que mantenía con Jakobson, más allá de la relación de estima que lo unía a Benveniste y que eran, ambas, independientes del paradigma particular en que cada uno de ellos podía ins­ cribirse, ha de discernirse una alianza más intrínseca con la lingüística estructural. Deben considerarse las tesis específi­ cas que caracterizan a la lingüística estructural en oposición a otras lingüísticas -eventualmente más recientes- que también podrían ser candidatas a representar un galileanismo de la lengua. La lingüística estructural se funda en tres tesis minimalistas: (1) un minimalismo de la teoría: una teoría se acercará más al ideal de la ciencia cuanto más se imponga usar, para una potencia descriptiva máxima, un número mínimo de axiomas y de conceptos iniciales;

(2) un minimalismo del objeto: sólo se conocerá una len­ gua imponiéndose considerar en ella únicamente las propieda­ des mínimas que hacen de ella un sistema, pasible de ser des­ compuesto en elementos ellos mismos mínimos; (3) un minimalismo de las propiedades: un elemento de un sistema tiene como únicas propiedades aquellas que están de­ terminadas por el sistema. La tesis (1) es, verdaderamente, el resurgimiento de la axiomática antigua. Que los teóricos de la lingüística -y prin­ cipalmente el primero de ellos: Saussure- no hayan tenido cla­ ra conciencia de esta genealogía, parece indudable; ello se de­ be, sin duda, a que parecía obvia. No lo es para nada. Muy por el contrario, fue rechazada por los doctrinarios de la ciencia moderna: por Koyré implícitamente, por Popper explícitamen­ te. No deja de tener consecuencias, por ende, que haya resurgi­ do de esta manera. De tal suerte que la lingüística que Lacan utiliza se inscri­ be como paradoja: supuestamente portadora de una forma nueva de galileanismo, se apoya en una figura pregalileana de la ciencia. La ciencia ideal no es sincrónica con el ideal de la ciencia que ella cree, empero, representar. Ahí reside un ele­ mento de inestabilidad por el que el galileanismo extendido se revelará afectado. Lo cierto es que Lacan, en su primer movimiento, no parece haber sido sensible a ello. La tesis (2) queda vacía, evidentemente, si no se dice nada generalizable acerca de lo que constituye un sistema. La res­ puesta es conocida, se remonta a Saussure: hay un sistema si y sólo si hay diferencia; dada la tesis minimalista, nada habrá de tomarse en cuenta, salvo la diferencia, para conocer una lengua. Se aceptará que estructura es un nombre del sistema reducido a su relación mínima; el nombre de estructuralismo designa su teoría. Planteado lo que precede, ha de ser evidente que un sistema definido de esta manera, en términos mínimos, no tiene nada

específico de las lenguas. El estructuralismo es, pues, por prin­ cipio, extensible a otros objetos; de hecho, al conjunto de obje­ tos de la cultura. El precepto general se dice entonces: dado un objeto de la cultura, sólo se lo conocerá adecuadamente impo­ niéndose considerar tan sólo las propiedades que se analizan, en última instancia, en relaciones de diferencia. Se trata, en efecto, de un sistema mínimo, porque las pro­ piedades son reducidas a un tipo único; se trata también de un sistema cualquiera, porque puede y debe valer para objetos materialmente variados: fonemas, bienes, mujeres. La tesis (3) es mucho más fuerte que la tesis (2). Quizá la lingüística es la única que la puso en práctica. Combinada con la tesis (2), significa lo siguiente: si se plantea la cuestión de la existencia (an sit), un elemento del sistema sólo subsiste, en tanto elemento, como término en una relación de diferen­ cia; si, estando resuelta esta’cuestión, se plantea la pregunta por las propiedades del elemento (quid sit), las únicas propie­ dades que tendrá son las que confluyen en una relación de di­ ferencia. Todos los practicantes de la lingüística estructural conocen estas proposiciones y las consideran triviales. No lo son. Equivalen a invertir el orden habitual entre proposiciones y relaciones. Por lo común, en efecto, un existente está dado; le son atribuidas propiedades (por análisis sensorial o perceptivo o conceptual, poco importa); luego, sobre ese fundamento, se podrá respecto de otro existente, analizado de manera paralela e independiente, concluir que ambos mantienen una relación de semejanza o de diferencia (completa o parcial). En este caso, el camino es muy diferente: la diferencia está dada de entrada y es ella quien autoriza las propiedades. Eso sólo puede significar una única cosa: existe una relación de diferencia que nada debe a las propiedades de los términos, pues les es anterior. Por lo demás, esto es, efectivamente, lo que el lingüista estructuralista consecuente concluye: hay ob­ jetos lingüísticos cualitativamente semejantes y que cuentan

por dos (en otros términos, se rechaza el principio leibniziano de los indiscernibles); hay objetos lingüísticos cualitativa­ mente desemejantes y que cuentan por uno. De esta manera, Benveniste sostuvo que dos palabras griegas domos, de igual forma fónica y que se refieren a la misma cosa significada (lo que llamamos una casa) eran lingüísticamente dos entidades separadas («Homophonies radicales en indo-européen», BSL, 51, 1955, págs. 21-22); a la inversa, el razonamiento por va­ riación libre plantea que dos entidades fónicamente deseme­ jantes son una desde el punto de vista lingüístico: la r fuerte y la r no fuerte en francés; el razonamiento por variación contextual plantea que la desemejanza perceptible entre la [m] del inglés pimp y la [n] del inglés pint no afecta a la unidad de estas dos nasales: el carácter labial de la primera repite só­ lo el carácter labial de la /p/ que le sigue y el carácter dental de la segunda repite solamente el carácter dental de la /t/ que le sigue; no hay, a decir verdad, en este caso, más que una única entidad nasal que asume dos formas desemejantes aun­ que no distintas, determinadas por el contexto. Más técnico es el razonamiento por distribución complementaria: así el IchLaut y el Ach-Laut del alemán cuentan como un solo fonema, precisamente porque difieren el uno del otro y nunca se en­ cuentran en el mismo contexto14. Decir que la /b/ sólo es sonora porque es diferente de la /p/, es decir que la afirmación de la diferencia precede a la atribu­ ción de la propiedad «sonora». Como, además, sólo hay pro­ piedades atribuidas sobre la base de la diferencia, ello quiere decir que la diferencia misma está en disyunción respecto de toda propiedad. Incluso está en disyunción respecto de la existencia positi­ va, porque, como lo señala Saussure: «la lengua puede con­ tentarse con la oposición de algo a nada» (Cours de lingüista que générale, pág. 124). De tal suerte que una nada de materia sonora puede ser un término en una relación de diferencia y, sobre este único fundamento, recibir propiedades. Es la teoría del signo cero, que todos los estructuralistas, lingüistas o no,

usaron, pero cuyos elementos sólo los lingüistas plantearon. Con la tranquila inconciencia del genio, Saussure barrió de un manotazo con un axioma que la metafísica clásica considera­ ba indispensable: «la nada no tiene propiedades15». Por el contrario, que la nada pueda tener propiedades es esencial pa­ ra la noción general de estructura; Lacan lo recordará en la teoría del sujeto y del deseo (sin perjuicio de estenografiar con el nombre d&falta, tomado de discursos sin embargo aje­ nos a la estructura, una ruptura discursiva debida solamente a la estructura). La lingüística estructural usa, de este modo, lo que se po­ dría llamar la diferencia pura. Se ve que ella no podría ser lo dual de la semejanza, contrariamente a la doctrina usual. Para decir las cosas de otra manera, la lingüística estructural no co­ noce la relación de semejanza; nada tiene que hacer con ella; dispone sólo de una relación de diferencia, homónima de lo que se llama usualmente «diferencia», pero que está en dis­ yunción respecto de ella, dado que no tiene opuesto.

3. Lo serio de la estructura Lacan nunca se pronunció explícitamente sobre el minima­ lismo del método. No parece haberlo rechazado nunca, aun cuando jamás se haya impuesto a sí mismo ni el more geomé­ trico ni el orden de las razones, aunque más no fuese como obligaciones estrictamente estilísticas. En todo caso, nunca condenó las tentativas, esporádicas, es verdad, que apuntan a someter su enseñanza a los principios del máximo y del míni­ mo demostrativos. Se puede hablar aquí de estricta neutrali­ dad, si no de indiferencia. La cuestión, entonces, será dejada de lado. Lacan creyó en el minimalismo del objeto. Se encuentra su análogo en el apéndice a La carta robada (.E., págs. 38-55): comprender el inconsciente considerando el funcionamiento de

un sistema al que se le supone el mínimo de propiedades posi­ bles. Aparece entonces que, por intermedio de términos inicia­ les estrictamente diferenciales (se reducen a entidades abstrac­ tas desprovistas de toda propiedad y cuya notación es +/-) y de operaciones extremadamente poco especificadas (de hecho, se reducen a circunstancias aleatorias y a sucesiones de tales cir­ cunstancias), se pueden hacer aparecer regularidades, linca­ mientos, concreciones; en suma, una suerte de paisaje material y estructurado. Un sistema al mismo tiempo cualquiera y reducido a sus propiedades mínimas, asume el nombre de cadena; en ese nombre no se leerá la concatenación, en tanto operación for­ mal; tampoco se leerá en él lo unidimensional como tal; está ahí sólo para aludir, por el carácter mínimo de su dimensión única, al minimalismo del sistema. En el mismo movimiento, las dimensiones como horizontalidad, verticalidad, profundi­ dad, sólo desempeñan un papel figurado. Por lo tanto, si la estructura es el nombre del sistema cual­ quiera, la cadena es el nombre de la estructura mínima. Se comprende, por ende, que el estructuralismo en lingüística pueda expresarse así: ‘se conocerá el lenguaje (una lengua na­ tural dada) imponiéndose considerarlo únicamente como una cadena’. La lingüística estructural brinda, pues, la prueba de que una teoría metodológicamente pura de la cadena es a la vez posible y fecunda, incluso aunque no use directamente la noción de cadena. Considerar un elemento cualquiera sólo bajo el ángulo de las propiedades mínimas que le atribuye un sistema, reducido él mismo a sus propiedades mínimas de sistema, considerar un sistema cualquiera sólo desde el punto de vista de los ele­ mentos mínimos en los que se divide, es lo que estenografía el nombre de significante: este nombre está tomado, cierta­ mente, de Saussure, pero se distancia de él, dado que es arran­ cado del acoplamiento simétrico significante/significado en el que Saussure lo insertaba. Enuncia, por lo tanto, dos proposi­

ciones divergentes: (i) que la lingüística es reinterpretada, si no desviada, y (ii) que, por intermedio de esta reinterpreta­ ción, se prueba que a partir de la lingüística es legítimo un análisis estructuralista para objetos diferentes de la lengua. Que haya, por parte de Lacan, un forzamiento meditado, no cabe duda. Todos los lingüistas estructuralistas16 conside­ ran insuficiente la cadena; la completan generalmente con una organización en estratos: cada uno de los estratos es, cierta­ mente, una cadena, pero hacen falta varios estratos para captar la empiria de las lenguas. En Lacan, por el contrario, los es­ tratos no existen. En otros términos, la lingüística sólo es pro­ batoria una vez desplazada. Se habla como ella, pero para de­ cir otra cosa que ella. Se comprende, por fin, que en la noción de cadena signifi­ cante todo se copertenece: sólo en una cadena hay significante y, para que un sistema forme cadena, es necesario que esté constituido por significantes. Lacan también creyó en el minimalismo de las propieda­ des. Lo expresó incluso de manera particularmente explícita. Entender que no hay más propiedades que las inducidas por el sistema es entender, cuando se define el sistema como estruc­ tura, que toda propiedad es tan sólo efecto de la estructura. Por lo tanto, que la estructura es causa. Y, cuando el elemento de toda estructura es definido como significante, esto quiere decir que el significante no tiene propiedades, sino que las hace-, es acción. Lacan retoma así la letra gramatical del par saussureano (retomado quizá del griego: semainonta/semainomena): «acción pura del significante, pasión pura del significado», el comentario se descifra a la luz del participio activo y del parti­ cipio pasivo (cf. La significación del falo, E:, pág. 668). La diferencia pura, que nada debe a las propiedades porque, al fundarlas, les es anterior, es lo que Lacan resume bajo el nombre del Otro. La mayúscula inicial, al igual que el epíteto «gran» que lo precede, originaron muchas derivas teologizan­ tes17. El asunto, empero, es otro: se trata de dar a entender que

aquí hay que vérselas con un otro que no es lo dual de lo mis­ mo, que no es ni su límite ni su opuesto ni uno de sus casos particulares. Ese Otro, sin opuesto, no se funda en diferencias de propiedades, pues en su registro ninguna propiedad es toda­ vía atribuible18. Que haya Otro es lo que autoriza a plantear un significante y otro, mientras que, en tanto significantes, están por fuera de lo semejante y de lo desemejante; esto es lo que también establece el factum linguce, dado que ese factum mis­ mo -en una época se supuso que la lingüística estructural daba fe de é l- depende de que haya alguna diferencia que preceda a las propiedades. El Otro es garante, pero no es Dios; su garan­ tía se reduce a lo siguiente: si no se pudiese considerar que hay Otro, entonces ello no hablaría. Ahora bien, ello habla. Minimalismo del objeto y minimalismo de las propiedades combinados tienen una consecuencia: el logion «el inconscien­ te, estructurado como un lenguaje» es tautológico. En efecto, un lenguaje, por hipótesis, sólo tiene propiedades de estructu­ ra, pero, también por hipótesis, esas propiedades de estructura son necesariamente mínimas. Ahora bien, si son mínimas, to­ do lo que está estructurado las presentará: todo lo estructura­ do está, pues, necesariamente estructurado como un lenguaje. Además de ser tautológico, el logion es también contradicto­ rio, pues parece suponer, al usar el artículo un, que hay varios lenguajes estructuralmente distinguibles; pero si un lenguaje en tanto lenguaje tiene sólo propiedades mínimas, ningún len­ guaje puede distinguirse estructuralmente de otro. El logion, por lo tanto, dice solamente que el inconsciente está estructu­ rado. A partir de esto, una de dos: o bien uno se limita a repe­ tir que adopta la tesis estructuralista y que se atendrá al méto­ do de ella derivado, en cuyo caso el logion no tiene más que un contenido social (adhesión al estructuralismo); o bien se exhibe una propiedad estructural determinada, que será verda­ dera para cualquier estructura, que distinguirá a toda estructu­ ra, en tanto tal, de lo que no lo es, pero que no distinguirá a ninguna estructura, en tanto tal, de ninguna otra.

Único, quizás, entre todos los estructuralistas, Lacan eligió conscientemente la segunda vía. Fue el único, quizá, que cap­ tó su necesidad. Ella equivale a admitir lo que se puede llamar la conjetura hiperestructural: ‘la estructura cualquiera tiene propiedades no cualesquiera’. Aunque nunca haya sido explicitada formalmente, esta conjetura concierne al núcleo duro de la doctrina lacaniana. Se encuentra en el fundamento de algunas de sus partes más im­ portantes. Más exactamente todavía, revela que uno de los ob­ jetos fundamentales de la doctrina puede y debe consistir en elaborar una teoría de la estructura cualquiera. Uno de los teoremas de esta teoría es que, entre las propie­ dades no cualesquiera de una estructura cualquiera, al menos en tanto se la considera únicamente como estructura y en tanto se la reduce a sus propiedades mínimas, está la emergencia del sujeto. Es necesario y suficiente, recíprocamente, para cons­ truir una teoría del sujeto, enumerar las propiedades que le confiere la estructura cualquiera. Sea un teorema provisorio: ‘la estructura mínima cualquiera contiene en inclusión ex­ terna cierto existente distinguido, al que se llamará el sujeto’. Como el significante no es más que el elemento mínimo de la estructura cualquiera, la definición del significante debe in­ cluir esta emergencia. De ahí el logion: «el significante repre­ senta al sujeto para otro significante» (Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano, E., pág. 799); que se analiza en cuatro tesis definitorias: (i) un significante no representa sino para; (ii) aquello para lo que representa sólo puede ser un signi­ ficante; (iii) un significante sólo puede representar al sujeto; (iv) el sujeto es solamente lo que un significante representa para otro significante. Las tesis (i)-(iii), tomadas en conjunto, no son otra cosa que una definición de la cadena. Esta definición está entera­ mente contenida en la relación «X representa a Y para Z». La

relación, como se ve, es ternaria; se distingue por ello de la relación clásica de representación, tal como Foucault, princi­ palmente, la había aislado (Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México, 1968), y que es binaria; se distingue igualmen­ te de la definición saussureana del significante, donde la rela­ ción de representación no desempeña papel alguno. El sujeto deviene una propiedad intrínseca de la cadena; es la tesis (iv): toda cadena significante, en cuanto tal, incluye al sujeto; pero el sujeto mismo tiene como única definición el ser el término Y en una relación ternaria en la que X es un significante y Z otro significante. El sujeto es segundo con respecto al signifi­ cante (S., XI, pág. 147)19. De la conjetura hiperestructural y de la teoría de la estruc­ tura cualquiera se sigue, pues, una tesis que se puede llamar hipótesis del sujeto del significante: ‘sólo hay sujeto de un significante’. Admitida, por otra parte, la hipótesis del sujeto de la cien­ cia, la ecuación de los sujetos es una consecuencia automática: ‘el sujeto de la ciencia, el sujeto cartesiano, el sujeto freudiano, si son sujetos, sólo pueden ser el sujeto de un signifi­ cante; no son ni pueden ser sino uno’. La conclusión va de suyo, pero puede ser confirmada. El sujeto cartesiano puede y debe ser instituido como sujeto de un significante; para ello, es necesario y suficiente con reescribir el Cogito como una cadena: yo pienso «luego yo soy»20. El sujeto freüdiano, es decir el sujeto capaz de inconsciente, puede y debe ser instituido como sujeto de un significante: es necesario y suficiente para ello que el inconsciente sea pensa­ do como una cadena, lo que el logion ‘el inconsciente, estruc­ turado como un lenguaje’ asegura. El sujeto de la ciencia matematizada puede y debe ser instituido como sujeto de un significante: es necesario y suficiente para ello que la mate­ mática sea pensada como la forma eminente del significante, disyunto de todo significado, lo que permite el galileanismo extendido: se presume que el logion «la matemática del signi­ ficante» (E., pág. 840) es adecuado para caracterizar a toda

ciencia y debe leerse en forma reversible: el significante es in­ trínsecamente matemático, la matemática es intrínsecamente del orden del significante. Para poder hacer una ecuación completa entre el sujeto cartesiano y el sujeto freudiano, se requiere solamente que haya sujeto ahí donde ello piensa, aun cuando es imposible que el sujeto articule entonces «luego yo soy» («C’est á la lecture de Freud...», Cahiers du Cistre Ne 3, 1977, pág. 14); es necesario y suficiente para ello que el suje­ to no sea más que lo que incesantemente emerge y desaparece en una cadena significante. Ahora bien, ese sujeto es también el sujeto sin cualidades que la ciencia requiere; el pensamien­ to sin cualidades, cuyo correlato supuesto se deja exhibir po­ sitivamente como las leyes no cualesquiera del significante -leyes sin cualidades, pero también fuera de la cantidad-. La serie de razones se cierra así sobre sí misma, cada una confir­ mando a la otra. En su forma inicial (cap. II, págs. 40-42) la identidad de constitución entre sujeto cartesiano y sujeto freudiano sólo es­ taba demostrada parcialmente. Quedaba en la sombra la consti­ tución propia del sujeto de la ciencia con el que ambos, por se­ parado, eran identificados; se lo afirmaba tan sólo despojado de toda cualidad, exceptuando un pensamiento despojado él mismo de toda cualidad. En lo sucesivo, la teoría de la estruc­ tura cualquiera permite articular una tesis positiva. Esta tesis, además, ya no es histórica; la ecuación de los sujetos ya no de­ pende de un régimen de condiciones discursivas y de sucesividad. Ya no es necesario suponer que el advenimiento del Cogi­ to permite en el encadenamiento annalístico de los discursos la emergencia del inconsciente. La correlación es de estructura.

4. Hacia una lectura trascendental Se ve que, en estas condiciones, pueden desprenderse dos proposiciones: (i) la cadena significante es nada menos que la definición

más general posible del pensamiento, reducido a sus propie­ dades mínimas; en otros términos, el significante es el pensa­ miento sin cualidades; (ii) reducido a sus propiedades estructurales y despojado de las cualidades que le son ajenas (dependen, como mucho, del alma), todo sujeto metafísico se deja descifrar como el su­ jeto de un significante. La conjetura hiperestructural da crédi­ to, pues, a la metafísica. A decir verdad, se deja leer de manera homónima como una filosofía trascendental. El parentesco es profundo. Alber­ to el Grande llamaba transeendentia a las propiedades que convienen a todo objeto, en oposición a las propiedades «or­ dinarias» que nunca convienen sino a un subconjunto de obje­ tos, que se puede oponer a otro. Más aún, una propiedad P só­ lo está bien definida si permite distinguir entre los objetos que tienen esa propiedad y los que no la tienen. Las propieda­ des trascendentes, si existen, son la excepción: todo objeto las presenta y ninguna de ellas permite distinguir un objeto de otro; convienen al objeto cualquiera. Alberto el Grande reco­ nocía tres propiedades trascendentes: la propiedad de ser un unum, la propiedad de ser un verum, la propiedad de ser un bonum21. Es, pues, trascendental una propiedad que toma como objeto una u otra de estas propiedades. La filosofía kantiana es trascendental en este sentido estricto. Pero se aprecia la consecuencia: admitir que hay propiedades «trascendentes», que no sean ni indefinibles ni vacías, es admitir que el objeto cualquiera tiene propiedades no cualesquiera. Un método trascendental consistirá en despojar a un objeto de sus propiedades particulares, en hacerlo de la manera más sistemática posible y llegar, empero, a descubrir que, a pesar de ese despojo, justo antes de que cese de ser simplemente pensable, el objeto revela no ser ni totalmente vacío ni total­ mente sin estructura. Las propiedades residuales no pueden ser otras sino las que son, porque si, por ventura, fuesen otras, el objeto cesaría de ser o de ser pensable. No están afectadas por lo diverso, dado que se las obtiene por eliminación de lo

diverso. Sin embargo, permitiendo captar ese mínimo por el que un objeto es o es pensable, permiten también captar en qué lo diverso es o es pensable. Va de suyo que Lacan no adopta la lista de las propiedades trascendentes de Alberto el Grande; se podría incluso sostener que la contradice punto por punto. La doctrina del significante da fe de ello. Si nos atenemos a la letra de Saussure, el ser de un significante entre otros sólo se sostiene por la multiplici­ dad de todos los otros; tal es la consecuencia más directa de la definición por las solas diferencias. El ens aquí no es un unum. En lo tocante a lo arbitrario que se supone rige la rela­ ción del significante con el significado, poco importa su natu­ raleza exacta (ha sido discutida tanto por los lingüistas como por Lacan); una cosa en todo caso está asegurada: con lo arbi­ trario se elimina toda pertinencia, en lo concerniente al signi­ ficante, del Bien y lo Verdadero. Al respecto, la definición la­ caniana del significante no hace más que acentuar la ruptura saussureana: en tanto modo de ser, un significante, para Saus­ sure como para Lacan, no es ni uno, ni bueno, ni verdadero, en el sentido en que lo entiende la tradición filosófica y, em­ pero, no deja de ser. Sin embargo, surge una duda. Que Lacan niegue sistemáti­ camente las propiedades trascendentes legadas por la tradi­ ción, es cosa cierta; pero, ¿es cierto que admite propiedades de ese tipo, aunque fuesen otras que las propiedades de la tra­ dición? No lo afirmaré. No obstante, salta a la vista la analo­ gía entre las propiedades trascendentales del objeto cualquiera y las propiedades mínimas del sistema cualquiera. Por poco que se acuda a la lengua filosófica - a Lacan, en ese entonces, no le repugnaba hacerlo-, esa analogía deviene una homoni­ mia; redobla y confirma la homonimia que marca al axioma del sujeto (cap. II, pág. 35). Se puede considerar que el pro­ grama de Cahiers pour l’Analyse se fundó en esta doble ho­ monimia; más exactamente, se propuso convertirla en sinoni­ mia. El programa se dice entonces: ‘la hipótesis del sujeto del significante no es sólo una con­

secuencia de la conjetura hiperestructural; es su consecuencia m ayor’ o ‘la conjetura hiperestructural es la forma moderna de la cuestión trascendental’. Se dice también: ‘el sujeto del significante es el sujeto metafísico moderno’. Se dice, finalmente: ‘¿qué puede y debe una metafísica moderna?’. Moderna, en lo siguiente: así como Kant integraba la cien­ cia galileana (en la versión de Newton), igualmente la metafí­ sica inducida por la conjetura hiperestructural integra el nue­ vo galileanismo, del que Lacan es al mismo tiempo la prueba y el heraldo. Así como Kant escribió los Primeros principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza, igualmente se pue­ de imaginar que alguien escriba «Primeros principios del aná­ lisis», donde el análisis designa lo que tienen en común el psicoanálisis, la ciencia galileana extendida y, con ello, la me­ tafísica que ésta supone. Su medio electivo es la teoría del significante, en tanto el significante es solamente el elemento cualquiera de la estructura cualquiera; en tanto, por la conje­ tura hiperestructural, se lo supone portador de propiedades no cualesquiera, y en tanto, por la teoría del sujeto, esas propie­ dades no cualesquiera incluyen la emergencia de un elemento distinguido, denominable sujeto. Entre las disciplinas consti­ tuidas, le convienen en primer término las que depuran su ob­ jeto de toda sustancia y que, en su método, respetan las leyes del minimalismo axiomático: en otros términos, la lógica. A ello se debe el nombre de lógica del significante que se atri­ buirá a la teoría del significante. Esta lógica incluye tanto la lógica matemática propiamente dicha como la ontología formal: platónica, neoplatónica, fichteana. El resultado previsto: engendrar de manera axiomática (respetando el minimalismo del método) la lista exhaustiva de las propiedades mínimas no cualesquiera de un significante cualquiera.

El anudamiento del programa trascendental y del programa minimalista no ha de sorprender. Ciertamente, el minimalismo de los estructuralistas es a menudo un fenomenismo, ligado a un firme empirismo (ésta es la posición de Martinet), pero se sabe que el paso del fenomenismo al idealismo trascendental no es para nada imposible. Además, entre un minimalismo empirista y un minimalismo metafísico, la alianza es fuerte: no suponer del objeto nada que esté en exceso respecto de lo que es necesario para describirlo empíricamente; no suponer del objeto nada que esté en exceso respecto de lo que es necesario para pensarlo; descubrir que, al despojar al objeto de sus pro­ piedades, no se descubre un vacío, sino que subsiste una roca irreductible de propiedades no cualesquiera. El programa de Cahiers pour l’Analyse no se debe a Lacan; quien no lo hizo suyo, aunque tampoco lo desaprobó (cf. Discours á l’EFP, Se., 2-3, pág. 17). Se puede, por lo tanto, usarlo como un revelador; se reconocen en él, bajo una forma más aventurada y, debido a ello, más legible, ciertas propiedades importantes de lo que llamaré el primer clasicismo lacaniano. Los Escritos, tomados en su conjunto, menos los textos presentados explícitamente como «antecedentes» (sección II de los Escritos), son el monumento mayor de ese clasicismo. Este constituye el desarrollo progresivo y casi sistemático del programa articulado en el discurso de Roma, en 1953. Apoya la hipótesis hiperestructural en la evidencia supuesta de los estructuralismos, como formas contemporáneas de un nuevo galileanismo; el que ha de ser considerado como una exten­ sión del galileanismo estricto; esta extensión mantiene o, más exactamente, depura la ecuación de los sujetos y la hipótesis del sujeto de la ciencia que es su pivote. Sus partes constitu­ yentes están claras en este momento: - el doctrinal de ciencia incluye específicamente la hipóte­ sis del sujeto de la ciencia; - el galileanismo invocado en el doctrinal asume una forma particular, fundada en una extensión de la noción de matemati-

zación y en una extensión del universo a objetos no propia­ mente naturales; es el galileanismo extendido; - el galileanismo extendido incluye al psicoanálisis, me­ diante el logion ‘el inconsciente está estructurado como un lenguaje’, pero este logion mismo requiere la conjetura hiperestructural; - la conjetura hiperestructural, en tanto teoría de la estruc­ tura cualquiera, y en tanto esa teoría incluye la emergencia del sujeto, es un modo de resolución de la hipótesis del sujeto de la ciencia; debido a este hecho, se articula con el axioma del sujeto, homónimo y eventualmente sinónimo de la metafí­ sica clásica. El edificio es majestuoso. Se comprende que, presentándo­ se a las miradas bajo la forma del libro, haya logrado un efec ­ to de obra. Sin embargo, no estaba destinado a extenderse y a adornarse con nuevos agregados que respetasen su ordena­ miento; su destino fue ser trastrocado. Se puede aceptar que participaran en esta peripecia ciertos acontecimientos, pero las causas intrínsecas son las únicas determinantes: por ma­ jestuoso que fuese, el edificio era inestable. NOTAS 1. Se consultará E. Balibar, Lieux et Noms de la vérité, Éditions de l’Aube, 1994. 2. Sobre Althusser, cf. la recopilación Politique et Philosophie dans l’ceuvre de L. Althusser, S. Lazaras (comp.), PUF, París, 1993. 3. Me permito remitir a mi propia Archéologie d’un échec, Seuil, París, 1993. 4. Se leerán los comentarios, algo diferentes, que desarrolla P. Veyne, René Char en ses poémes, Gallimard, París, 1990, pág. 499. 5. Agrego que la demostración es un hermoso ejemplo de razona­ miento apagógico. 6. Tal era una de las cosas en juego. Lacan lo subraya más clara­ mente que cualquier otro (cf. Instancia de la letra, E., pág. 476, n. 6). Los más grandes poetas de lengua rasa, en los años ’20 (lo que quiere

decir en ciertos aspectos los más grandes poetas del mundo) estaban convencidos de que la Revolución exigía una lengua nueva y que les correspondía construirla. Stalin les dijo que no. Antes incluso de que el teorema fuese formulado explícitamente (data de 1950), la política efectiva se inspiró en él. Esta era la razón de la desesperanza de Maiakovski, quien murió a causa de ella; que explica las relaciones estricta­ mente ambivalentes, entre protección y ferocidad, que Stalin mantuvo con los poetas, a quienes se exigía cambiar la cultura no cambiando la lengua, a hacer del no cambio de la lengua el medio mismo del cambio en la cultura. Stalin sabe muy bien que sólo lo lograrán imaginándose poder cambiar la lengua. Su ilusión es, por lo tanto, a la vez criminal y necesaria para su éxito. En consecuencia, hay que perseguirlos si fraca­ san y hay que perseguirlos si triunfan. 7. «Sólo mi teoría del lenguaje como estructura del inconsciente puede ser considerada como implicada por el marxismo, siempre y cuando vuestra exigencia no vaya más allá de la implicación material» (Cahiers pour VAnalyse, 3, mayo de 1966, «Réponses á des étudiants en philosophie», pág. 10). Se recordará que la relación «A implica mate­ rialmente a B» sólo es falsa si siendo A verdadera, B es falsa; es verda­ dera en todos los otros casos. En otros términos, los que consideran ver­ dadero al marxismo (eran muy numerosos en esa época), deben considerar verdadero a Lacan; pero la falsedad del marxismo no obliga a considerar falso a Lacan y la verdad de Lacan no obliga a requerir la verdad del marxismo. Se observará que Lacan sólo habla del lenguaje; se recordará que, sobre el lenguaje, el marxismo, a juicio de Lacan, se reduce a Stalin. 8. Lo que explica la proposición del S., XX, pág. 25 : «de que hay emergencia del discurso analítico cada vez que se franquea el paso de un discurso a otro». Todo paso discursivo es un corte mayor; todo cor­ te es interpretación; toda interpretación se inscribe en la matriz del dis­ curso analítico. 9. Pero cf. J.-A. Miller, «Encyclopédie», Ornicar?, 24, otoño de 1981, págs. 35-44 (retomado del artículo «Jacques Lacan», de la Encyclopcedia universalis, 1979, véanse especialmente las págs. 41-42). [Edición en castellano: «Recorrido de Lacan», en Recorrido de Lacan, Manantial, Buenos Aires, 1984], 10. El archifonema ¡T/ es no distinto de la /t/ o de la /d/. Por esto, el singular Rat (que entraña ÍTf) y el plural Rader (que entraña /df) no son distintos desde el punto de vista de la oclusiva dental: se capta así, pues, la unicidad de la palabra entre singular y plural.

11. El acercamiento con Galileo se impone aún más si uno se remi­ te a L’Essayeur, § 48 (ibíd., págs. 239-243; ver también el comentario de Redondi, ibíd., págs. 65-67). Aparece ahí que la reducción de las cualidades sensibles las devuelve a las propiedades relaciónales: figura (en tanto limitada por un exterior), posición espacial (a través de una doctrina del espacio relativo), tiempo (a través de una doctrina del tiempo relativo), contacto con otros cuerpos, etc. Ahora bien, también la lingüística estructural consiste en reducir toda propiedad a una rela­ ción: la oposición distintiva. Se puede llevar más lejos aún la analogía: un sistema fonemático dado puede ser considerado como un sistema inercial; aun cuando cambiase en su materialidad fonética, se lo esti­ mará idéntico a sí mismo si las relaciones de diferencia internas son las mismas (por ejemplo, el sistema fonológico francés sigue siendo el mismo, sea la /r/ «fuerte» o no, porque sus relaciones internas no son afectadas por esta variación). La ausencia de simultaneidad entre siste­ mas inerciales independientes deviene: no hay fonemas homófonos en­ tre sistemas fonemáticos separados (aun cuando, en efecto, la fonética atribuya a su soporte propiedades sensibles idénticas). 12. Ver las proposiciones siguientes, extraídas de La instancia de letra, pág. 476: (1) «el lenguaje es lo que distingue esencialmente a la sociedad humana de las sociedades naturales», (2) «el lenguaje con­ quistó su estatuto de objeto científico», (3) «la lingüística se presenta en posición de piloto en ese dominio alrededor del cual una nueva cla­ sificación de las ciencias señala una revolución del conocimiento». La proposición (3) usa la palabra «revolución» asociada a Copérnico y de manera más general al corte galileano; la proposición (2) habla de cien­ cia del lenguaje; la proposición (1) enuncia que el lenguaje no pertene­ ce a la naturaleza. 13. «La forma de materialización en que se inscribe el descubri­ miento del fonem a...» (Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis, E., pág. 273). 14. Quisiera señalar de pasada cuán sorprendente es este razona­ miento: se concluye en la identidad a partir del solo hecho de que hay desemejanza de las cualidades y exclusión mutua. El razonamiento sólo es válido si el conjunto de las unidades fonemáticas y si el conjunto de los contextos son finitos. A partir del momento en que el conjunto es in­ finito (por ejemplo en lo que concierne al léxico), el razonamiento vaci­ la. Se encuentra una versión mítica, extraña e inquietante, de este razonamiento en el cuento de Borges Los teólogos: dos teólogos sos­ tienen doctrinas opuestas y se combaten, sin encontrarse nunca. Uno

obtiene la condena del otro, que muere en la hoguera. Aparece, al final, que para Dios, «el ortodoxo y el herético, el que odiaba y el que era odiado, el acusador y la víctima, eran una misma persona». Eran, diría­ mos, como dos variantes combinatorias en distribución complementa­ ria. Se observará que la cuestión teológica suscitada por el cuento es justamente la de saber si el tiempo se compone en un orden cerrado. De manera más amplia, la doctrina de la identidad que aquí se oculta puede enunciarse así: si dos entidades pueden estar copresentes, hay que concluir que son diferentes; si dos entidades son idénticas, enton­ ces están separadas; en particular, lo que es idéntico a sí mismo está se­ parado de sí mismo y, a la vez, no tiene Sí Mismo al que ser idéntico. Se reconocen aquí en germen ciertos teoremas fundamentales de la teo­ ría del sujeto. Se reconoce también la dramatización del Tiempo lógico: los hombres se reconocen entre ellos por ser hombres; a partir de ese instante, se reconocen en disyunción entre sí. En suma, la identidad es real, pero separadora; la semejanza une, pero es imaginaria. 15. Se sabe que este axioma es esencial para el cartesianismo, tanto en metafísica como en física. Funda en particular la afirmación de que no puede haber vacío. Es interesante observar que la física epicúrea, en la que la analogía del alfabeto y de las combinaciones de caracteres es tan prevaleciente, plantea -quizá por esta razón- la existencia del vacío. 16. El azar quiso que Lacan no conociera la obra de Harris, que lo­ gra, más plenamente en ciertos aspectos que la obra de Jakobson, una teoría metodológicamente pura de la cadena lingüística. 17. Lacan se opuso radicalmente a ellas por su doctrina dei Otro ba­ rrado. No siendo más que el significante de la diferencia pura, el signiT ficante del Otro es también el significante de que hay significante, pues sólo hay significante si hay diferencia pura. Recíprocamente, el con­ cepto de Otro sólo puede estar intrínsecamente marcado por la diferen­ cia constitutiva que articula a un significante con el otro. Estamos aquí en las antípodas de la idea de Dios, que no podría admitir sin contra­ dicción una diferencia interna como ésta. 18. Paralelamente, es un Mismo, sin opuesto, que no se funda en la semejanza de las propiedades. Es, muy exactamente, ese Mismo cuya teoría hace Kripke en La Logique des noms propres. A ese Mismo, La­ can recurre en la teoría de la repetición («lo real es lo que vuelve siem­ pre al mismo lugar», S., XI, pág. 57). Pero la lingüística estructural no dispone de su uso, no es de ella de donde Lacan puede deducirlo. No disponiendo en ese momento de la referencia kripkeana, deja a este Mismo sin teoría completa hasta la teoría del nudo RSI.

19. Es posible, aunque no seguro, que haya habido encuentro con los trabajos de Queneau sobre la relación ternaria «X toma a Y por Z»; cf. C. Berge, «Pour une analyse potentielle de la littérature combinatoire», Oulipo, Gallimard, París, 1973, pág. 56, y R. Queneau, «La relation X prend Y pour Z», ibíd., págs. 62-65. Es verdad que las fechas aparentes no concuerdan, dado que la presentación de Queneau en Ou­ lipo es de 1965, mientras que el logion de Lacan es de 1960. Pero la investigación merecería ser profundizada. Una vez dicho esto, las dife­ rencias son tan instructivas como las semejanzas. De esta manera, es crucial para Queneau que X pueda ser idéntico a Y o Z; es crucial para Lacan que la diferencia entre X, Y y Z (cualquiera que sea su naturale­ za) subsista. Es crucial para Queneau que X, Y, Z sean variables no es­ pecificadas; es crucial para Lacan que X e Y sean especificados como significantes y Z como sujeto. Esto explica por qué en el Seminario XVII se desarrollará, a partir de la relación de tres términos, una escri­ tura de variables especificadas; SI y S2 para X e Y J para Z. De ello se sacará, por una deducción suplementaria, un cuarto término a. Para más detalles, cf. infra, pág. 136. 20. «...en la prueba de escribir: pienso: "luego soy’’, con comillas alrededor de la segunda cláusula, se lee que el pensamiento no funda el ser sino anudándose en la palabra donde toda operación toca a la esen­ cia del lenguaje» (La ciencia y la verdad, pág. 843). Que hay ahí una cadena significante de dos anillos, el del pensamiento y el del ser, es lo que prueba el empleo del verbo anudarse (no sin forzamiento sintácti­ co; el sujeto del anudarse tiene como antecedente discontinuo la con­ junción «pensamiento + ser» y se es recíproco, más que reflexivo). En otros términos, el Cogito es integrado a la teoría de la estructura cual­ quiera y mínima. Es lo que implica también la reescritura entre comi­ llas. El Cogito releído por Lacan es, hablando estrictamente, la enuncia­ ción «luego yo soy»; de dicha enunciación, concentrada en un signifi­ cante unitario y segundo (sum), se plantea, por retroacción, un signi­ ficante primero «yo pienso» (cogito)', el sujeto real insiste en la oscilación (del segundo al primero, del primero al segundo) de estos dos significantes. Oscilación señalada por la caducidad alternante del «luego» (ergo), ya presente, ya ausente. Se comprende que, ulteriormente, estando reducida toda cadena significante a su mínimo de un significante y de otro, SI y S2, el signi­ ficante dos sea el del saber. Se vuelve a encontrar ahí la función misma del «yo soy», que se supone funda, según los comentadores, la posibi­

lidad de algún saber cierto, por intermedio, recordemos, del paso al pensamiento cualificado. Pero S2 es, justamente, ese paso mismo. La teoría de los discursos y la doctrina del seminario XX (lecciones 8 y 11) se apoyan en este análisis del Cogito. Se observará, de paso, que, en una presentación tal, el Cogito es un ejemplo de lenguaje privado en el sentido de Wittgenstein (como el in­ consciente mismo si el inconsciente está estructurado como un lengua­ je); es pasible, por ende, como todo lenguaje privado, de la paradoja de Wittgenstein-Kripke. Se puede resumir la paradoja así: ¿quién asegura que el Dios engañador no es capaz de cambiar las reglas de empleo del lexema sum y las del operador de conclusión ergo, entre el instante en que comienzo a enunciar «luego yo» y el instante en que termino «soy»? El baño de Diana de Klossowski se propone como el mito ovidiano de esta eventualidad. El Presidente Schreber da ejemplo de proferimientos que se limitarían al «luego yo» (cf. De una cuestión preli­ minar a todo tratamiento posible de la psicosis, E., págs. 521-522. Una interpretación instantaneísta puede, ciertamente, escapar a tales obje­ ciones, pero no a su variante extrema: ¿qué me garantiza que el Dios engañador no mantuvo en el mismo estado las reglas de empleo de los lexemas, salvo justamente en el instante singular en que acabo de pro­ ferir «luego yo soy»? 21. Santo Tomás lo resume: «omne ens est unum, verum, bonum». Véase al respecto H. Scholz, «Einführung in die kantische Philosophie», Mathesis universalis, pág. 172.

CAPÍTULO IV

El segundo clasicismo lacaniano

1. Las inestabilidades del primer clasicismo Si el primer clasicismo es inestable, ello se debe a la ver­ sión que da del doctrinal de ciencia. El diagnóstico es fácil de establecer: - Inestabilidad debida al historicismo: en su lógica interna, el doctrinal de ciencia no es historizante; la existencia de una teoría del sujeto lo testimonia. Pero el despliegue de las corre­ laciones no ha culminado aún en 1966. La versión dada en los Escritos recurre al vocabulario de la emergencia inaugural, de la sucesión, de la contemporaneidad; es historiadora, incluso si se trata cada vez más abiertamente de una estilística histori­ zante y aun cuando nada sustancial dependa ya de ella. Al res­ pecto, el primer clasicismo no es sincrónico consigo mismo: la teoría del corte y la teoría del sujeto no se corresponden1. - Inestabilidad debida a la noción de matematización. Esta última ha de ser entendida como literalización no cuantitativa. Lo permite, se dijo, la evolución de la matemática misma: principalmente, el bourbakismo. Ahora bien, el bourbakismo es sólo una de las formas de un movimiento más general que reconstruye el conjunto de la matemática sobre fundamentos lógicos seguros. En otros términos, el bourbakismo afirma tres

cosas en lo tocante a la matemática: (1) es autónoma respecto de la ciencia galileana; (2) la esencia no es la cantidad, puede extenderse a objetos no cuantitativos; (3) hay una lógica mate­ mática. Ahora bien, Koyré supone exactamente lo contrario: (1’) sea lo que fuere en sí misma, la matemática es considera­ da tan sólo como la sirvienta de la matematización; (2’) debe ser entendida en el sentido estricto que, a juicio de Koyré, es el único que interesa a la ciencia moderna: la cantidad; (3’) no hay lógica matemática (cf. Epiménide le Menteur). La afirmación (3’) puede ser juzgada idiosincrásica y superflua para las tesis sobre la física (por mi parte no lo creo, pero poco importa). No deja de ser menos cierto que, admi­ tiendo incluso la legitimidad de la lógica matemática, un koyreano consecuente considera que la matematicidad de ésta no tiene importancia alguna para la matematización de que se trata en la ciencia. En suma, el doctrinal de ciencia, reducido a sus fundamentos, no podría otorgar la más mínima impor­ tancia a la lógica matemática en particular y a la axiomatización de la matemática en general. Ahora bien, ésta es una posición que el primer clasicismo lacaniano, en su forma consumada, no puede sostener. A cau­ sa, ya lo dijimos, del galileanismo extendido: es importante que la matemática sea literal y no cuantitativa, cosa que sólo la axiomatización permite. A causa, igualmente, de la teoría de la estructura cualquiera: se supone que la lógica matemática desempeña un papel determinante en ella. El primer clasicismo necesita de la lógica matemática: de su existencia general y de algunas de sus proposiciones particulares (por ejemplo, el teo­ rema de Gódel). Necesita también del doctrinal de ciencia. Ahora bien, las dos vías divergen, una vez que se las recorre con suficiente perseverancia. Inestabilidad debida a la contradicción entre la ciencia ideal del estructuralismo, surgida de la episteme griega, y el ideal de la ciencia del doctrinal de ciencia, que rechaza esa misma episteme. La contradicción se acentúa si el doctrinal de

ciencia es interpretado de manera no hisiorizante; entonces, en efecto, la sinonimia del discriminante de Koyré y del dis­ criminante de Popper deviene decisiva. Ahora bien, el discri­ minante de Popper se opone directamente a la axiomática an­ tigua y a toda forma de axiomática del mínimo. La paradoja es que la lectura no historizante es justamente inducida por el estructuralismo. - Inestabilidad debida a las insuficiencias de precisión que marcan la noción de letra. Esta es constitutiva del galileanis­ mo extendido, sólo ella permite pasar armoniosamente de la matemática a las ciencias de la cultura y de éstas al psicoaná­ lisis. No constituye, empero, el objeto de una teoría autóno­ ma, respecto de la teoría del significante. El texto canónico que es, desde este punto de vista, La instancia de la letra, enuncia las dos teorías como distintas, aunque también en co­ rrelación recíproca. Por ello, muchas de las proposiciones for­ muladas en términos de letra y de literalidad parecen poder ser formuladas, de manera equivalente, en términos de signifi­ cante, y recíprocamente. Tomada en lo serio del minimalismo, esa equivalencia debería volver redundante una de las dos teorías. Si, en cambio, no hay redundancia, la reciprocidad de la correlación habrá de revelarse errónea. Ningún error, empe­ ro, se trasluce. La ausencia de decisión sobre este punto hace que las nociones de letra y significante se oscurezcan mutua­ mente; ni el carácter significante ni el carácter litera] de la matemática podrían recibir un estatuto enteramente determi­ nado. Al mismo tiempo, afirmar que la matematización es una literalización no es claro ni distinto. - Inestabilidad debida a la evolución de la lingüística. En la época de Roma, aparece como ciencia completa, en los dos sentidos del término: a la vez consumada y estéril. Lacan la considera al mismo tiempo como metodológicamente ejem­ plar y como incapaz de enseñarle nada nuevo, respecto de su época de oro de Ginebra Moscú y Praga («carencia del lin­

güista», dice Radiophonie, pág. 62, a propósito de la funda­ ción de La Psychanalyse en 1953). Esta doble creencia, disi­ mulada por las relaciones de estima o de amistad respecto de Benveniste o Jakobson, es característica, no obstante, del pri­ mer clasicismo: la lingüística desempeña el papel de garante, pero a título de sus contribuciones pasadas; en lo sucesivo, nada se espera de ella. Ahora bien, dos acontecimientos, inversos el uno respecto del otro, se producirán. Por un lado, el descubrimiento de los anagramas de Saussure (en 1964) y, más importante todavía, la consecuencia de este descubrimiento sobre Jakobson: éste se juzgó de allí en más con derecho a fundar, en términos de lingüística, una poética enteramente nueva, digna a su juicio de ser incluida en el rango de las grandes innovaciones dél si­ glo XX. Por otro, la emergencia de Chomsky a partir de los años ’60, que probaba que la lingüística estructural no era una ciencia acabada; que hay otras vías para el galileanismo en materia de lenguas; que algo nuevo era posible en la ciencia del lenguaje. Pero, al mismo tiempo, todo estaba trastrocado. Pues los anagramas y la poética se revelarán de importan­ cia para el psicoanálisis, pero también conteniendo algo ajeno al galileanismo, aun extendido. En lo referente a Chomsky, éste adhiere al galileanismo, pero en una versión no extendi­ da, que finalmente conduce a renaturalizar el lenguaje (tema del órgano, comentado en la sesión del 9 de diciembre de 1975, Ornicar?, 6, 1976, págs. 13-14). No sólo nada en su método concierne ya al significante, ni a la cadena, ni a la es­ tructura cualquiera, sino que nada de lo que ese método tiene de nuevo agrega algo al baconismo y nada de lo que dice del lenguaje es compatible con el hecho del psicoanálisis. Más vale, por ende, volverse hacia las ciencias de la naturaleza. El galileanismo extendido no resistirá estas inestabilidades multiplicadas. Se puede considerar que en 1970 el proceso de transformación está ampliamente iniciado. Comienza una se­ gunda fase. La llamaré el segundo clasicismo lacaniano.

Su programa nunca fue expuesto completamente. No se dispone, en los años ’70, de un equivalente del discurso de Roma, aunque el seminario XX recupera, esporádicamente, algunos acentos celebratorios. Si se toma como origen el pri­ mer clasicismo, se pueden, empero, descubrir desplazamien­ tos, supresiones y agregados, cuya suma se revela coherente y esboza la nueva configuración. Si la pertinencia del doctrinal de ciencia ha de subsistir pa­ ra el psicoanálisis, este doctrinal debe, en ausencia del galilea­ nismo extendido, ser reformulado. Se puede pensar incluso que, por una paradoja que se diría fácilmente dialéctica, el fin observable del estructuralismo condujo a la explicitación del antihistoricismo al que el estructuralismo conducía en las épo­ cas de su mayor fuerza. En 1953 (antes de que comenzase su excesiva difusión, denunciada en 1965), el estructuralismo, o más bien sus primicias, podían pasar por la emergencia, fechable, de una figura nueva de la ciencia moderna. Se podía creer más aún en las lecturas historizantes en la medida en que se era simultáneamente testigo de una Historia: el ’45 no estaba demasiado lejos. Ahora bien, en 1968, el estructuralis­ mo ya no está; la emergencia era una falsa emergencia. Agre­ guemos que, aparentemente, Lacan había deducido de las ba­ rricadas que la Historia no existía (o que había dejado de existir). A ello se debe su escepticismo, no respecto de lo mo­ derno sino de sus lecturas annalísticas. En la medida exacta en que el doctrinal de ciencia es a la vez depurado del historicismo y despojado del galileanismo extendido, queda un único fundamento: la literalización. Una teoría autónoma de la letra se vuelve, pues, no sólo deseable, sino indispensable. La teoría de la matemática no dejará de verse afectada por ella. Bourbaki había establecido la sinoni­ mia de la literalización con la matematización; lo que permi­ tía, en un primer tiempo, esclarecer la primera por la segunda; surgirá que, a su vez, la segunda puede ser esclarecida por la primera. Si la conjetura hiperestructural debe ser mantenida, estará

en la situación paradójica de no poder ya apoyarse en un mo­ vimiento estructuralista. Mucho más que antes, la doctrina de Lacan debe contar con sus propias fuerzas para desarrollar la teoría de la estructura cualquiera y la teoría de la diferencia pura, en disyunción respecto de toda propiedad cualitativa. Por más conceptual que sea su formulación, esas dos teorías no podrían ya alcanzar lo trascendental; sólo el estructuralismo autorizaba la homonimia entre los minimalismos; desapa­ recido el estructuralismo, el minimalismo del objeto y de las propiedades no dará crédito alguno a la metafísica moderna. De manera súbita, la lectura sinonímica del axioma del sujeto perderá su fecundidad; el axioma mismo perderá su importan­ cia, así se lo reduzca a una homonimia. El segundo clasicis­ mo, a diferencia del primero, puede mostrar desparpajo hacia la filosofía. También la lingüística perderá importancia. Quedan sola­ mente algunos practicantes electivos. Lacan los tratará como testigos invalorables, no de una ciencia sino de un arte, que encuentran en la materia que tratan las fallas del sujeto -sus propia fallas, a decir verdad-. En lo referente a Jakobson, maestro de las lenguas, el lingüista cederá en él su lugar al es­ tudioso de la poética, y Lacan, contrariamente a Jakobson, no pensará siempre que son el mismo. El teorema de Stalin, co­ rrelativamente, será acantonado en lo adventicio. Marcar la lengua, hacerla en un instante otra que la que había sido, es en lo sucesivo el gesto que vale. Maiakovski más que Stalin, Joyce más que cualquier otro. La revolución nunca cambia la lengua, habían dicho políticos y científicos: revolución o no, algún sujeto a veces cambia la lengua, dirá Lacan muy pronto. Se puede considerar que el conjunto de los Scripta poste­ riores al ’68 se funda en este programa, mediando algunos es­ critos de transición retrospectiva (pienso en Radiofonía) o prospectiva (pienso en las últimas lecciones del seminario XX). Pese a la ausencia de una exposición sintética, hubo, por lo tanto, una puesta en obra.

2. El materna La noción de materna es el pivote del segundo clasicismo. Sólo ella permite articular entre sí las proposiciones relativas al doctrinal de ciencia, la letra, la matemática y la filosofía. Fue desarrollada por Lacan a partir de 1972. Las fuentes prin­ cipales son El Atolondradicho (Esc., 1, págs. 15-69) y el semi­ nario XX. Algunas citas podrán esbozar el examen: «...ese lenguaje de puro materna, y por ello entiendo lo único que puede enseñar­ se. ..» (El Atolondradicho, pág. 43); «El materna se profiere del único real reconocido primero en el lenguaje: a saber, el núme­ ro» (ibíd., pág. 53); «...un decir como el mío [...] se postula como enseñable sólo depués de haberlo yo matematizado según los criterios menónicos...» (ibíd., pág. 55); «Lo no enseñable, lo hice materna con asegurarlo de la fixión de la opinión verda­ dera, fixión escrito con x, pero no menos venero de equívoco», (ibíd., pág. 55); «La formalización matemática es nuestra meta, nuestro ideal. ¿Por qué? porque sólo ella es materna, es decir, transmisible íntegramente» (S., XX, pág. 144). Conviene distinguir de entrada dos cuestiones: la cuestión particular del materna, de su función y de su forma; la cues­ tión general de la matemática y de su estatuto. Estas dos cues­ tiones se cruzan porque la noción de materna se apoya en una tesis que concierne a la matemática y porque cada materna en particular consiste en una extracción especificada, realizada (no sin alteración a veces) sobre el conjunto de las escrituras matemáticas. La distinción, empero, permanece: hay en Lacan referencias a la matemática que no dependen de la doctrina del materna. Aunque más no fuese por una razón cronológica: los Escritos preceden en seis años a El Atolondradicho. La cronología, además, se redobla con diferencias estructurales. En otras palabras, el surgimiento de una doctrina explícita del materna modificó la relación que Lacan mantenía con la mate­

mática y, por esta razón, con la matematización. El doctrinal de ciencia se ve afectado en su principio. 2.1. La función y la forma del materna La función y la forma del materna en Lacan están determi­ nadas por dos afirmaciones: (a) el materna asegura la transmisibilidad integral de un sa­ ber; (b) el materna se adecúa al paradigma matemático. La proposición (b), si uno se atiene a los términos mismos que la articulan, implica lo siguiente: el materna será a la ma­ temática lo que el fonema es a la fonemática: un átomo de sa­ ber, como el segundo es un átomo de fonía. Recíprocamente, la matemática será al materna lo que la fonemática es al fone­ ma: una teoría de las condiciones generales de correcta forma­ ción de un materna, como la segunda es una teoría de las con­ diciones generales de correcta formación de un fonema. Esto supone que la fonemática sepa definir qué es la fonematicidad en tanto tal; supone, paralelamente, que la matemática sepa definir qué es la matematicidad en tanto tal. Para comprender el alcance de la proposición (a), hay que apreciar que la transmisibilidad integral entraña una apuesta, que vuelve a llevar al doctrinal de ciencia. Durante largo tiempo se supuso necesaria para la transmi­ sión de un saber, o al menos para su transmisión integral, la intervención de un sujeto insustituible -lo que se llama un maestro-, que dispensase a sus discípulos mediante su Pala­ bra (una de cuyas formas puede ser el silencio) y su Presencia (una de cuyas formas puede ser la ausencia) el plus-de-saber. Sin este plus-de-saber, que llaman sabiduría y que ha de inspi­ rar una forma de amor, y sin el maestro que es su soporte, nin­ guna transmisión podría realizarse integralmente. Se reconoce aquí el dispositivo antiguo, vinculado a la episteme. Esto es justamente lo que la doctrina del materna excluyensi se puede admitir que no es una consecuencia necesaria del

doctrinal de ciencia, es cierto, en cambio, que lo requiere co­ mo su condición sine qua non. Afirmar (a) es, de hecho, afir­ mar proposiciones del tipo: ‘no hay maestros’, o: ‘no hay discípulos’, o: ‘no hay sabiduría’, o: ‘no hay ni Palabra ni Presencia’, o: ‘no hay sabiduría más allá del saber’. Estas exclusiones son lo propio del universo moderno. Co­ sa que se comprende mejor si se combinan (a) y (b). Mediante esta combinación se obtiene la tesis subyacente: ‘la matemática es el paradigma de la transmisibilidad inte­ gral’. Si la transmisión de la ciencia moderna no requiere maes­ tros (sino, como mucho, profesores), es porque justamente confía enteramente en los funcionamientos literales de la ma­ temática. Recíprocamente, si la ciencia moderna se confía en­ teramente en los funcionamientos literales de la matemática, en consecuencia, ella no es una sabiduría (escándalo que los comités de ética y las Iglesias frenan con premura). Otra de sus consecuencias es que en el universo de la ciencia no hay maestro o, lo que equivale a lo mismo, que el nombre de maestro designa sólo una posición. En virtud del teorema de Stalin, las lenguas no cambian aun cuando la infraestructura cambie; del mundo antiguo al universo moderno, el nombre de maestro subsiste, por ende, pero a costa de una homonimia. El maestro antiguo era maes­ tro en tanto término insustituible y lo seguía siendo fuera de toda posición en el lazo social; sus propiedades de término (sus virtudes) eran esenciales para calificarlo positivamente (Sócrates, tal como lo determinaba el oráculo de Delfos). El maestro moderno sólo es maestro porque ocupa una posición,

en la que es infinitamente sustituible por cualquier otro, y sus propiedades de término son inesenciales y fundamentalmente negativas; basta con que no lo descalifiquen. De ello resultan, entre otros, ciertos rasgos, aparentemente anecdóticos, de lo que se llama la ciencia normal. Por ejemplo, el estatuto precario de los nombres propios: sólo son admitidos en la ciencia a título de estenogramas de las proposiciones que se les atribuyen, en ningún caso señalan un insustituible. Otro ejemplo es la absorción, lenta pero ineludible, de la ciencia por la universidad: todo científico es sustituible como científico por otro, pero por esto mismo es homomórfico del profesor. En el mismo sentido, el ascenso del profesor al poder, designa­ do para efectuar la transmisión (literalizada cuando se trata de la ciencia, no necesariamente literalizada cuando se trata de otros saberes); por poco que el individuo, instituido como me­ dio de esa transmisión, asegure correctamente su función, no se estimarán como virtudes ninguna de sus características per­ sonales, salvo aquellas que, por su transparencia y su inocui­ dad, podrán no alterar su buen funcionamiento; a causa de este hecho es fácilmente reemplazable. Olores marchitos, co­ lores grisáceos, modales anodinos, esto es lo que se espera cuando todo es asunto de posición, no de sujeto2. En lo tocan­ te a la ciencia que se hace, a la ciencia de las rupturas y de las revoluciones, evidentemente sucede otra cosa, pero no habla­ mos aquí de ello. En Lacan, la doctrina del materna se articula, por ende, con una doctrina del maestro como pura determinación posicional. Esta última es la única compatible con el doctrinal de ciencia; es expuesta en la teoría de los cuatro discursos, donde la dis­ tinción entre términos y posiciones se despliega completa­ mente3. Pero, si nos atenemos a la vía negativa, la ausencia de toda figura antigua del maestro estaba ya implícita en el retor­ no a Freud. Una consigna tal se apoya en una tesis oculta: si, para volver a captar el verdadero objeto del psicoanálisis, conviene retomar a Freud, eso implica que algo del psicoaná­

lisis es inmune a la diferencia del alemán al francés. Hablando estrictamente, no se trata de un asunto de buena o mala traduc­ ción; más exactamente, se puede traducir a Freud mejor de lo que lo está pero, en ausencia de traducción apropiada, se pue­ de, a través del comentario y la interpretación, dispensarse de una traducción que hiciese ley (ahí se sitúa, fuera de toda anécdota, el punto de división con J. Laplanche). La tesis es todavía más llamativa pues, por otro lado, se considera que el objeto del psicoanálisis está totalmente atravesado, no sólo por el lenguaje, sino por las lenguas; lo que no impide, empe­ ro, que exista de Freud, quien habla y piensa en alemán, a Lacan, quien habla y piensa en francés, una posibilidad de trans­ misión integral. La lucha contra la Internacional (la primera al menos, diri­ gida contra la Internacional de Londres y su establishment fa­ miliar; la segunda lucha, dirigida contra la Internacional US, es de otra naturaleza) amplía la proposición: dado que Freud no es un maestro (aunque ocupe su posición), la participación en su Presencia y su Palabra no constituye un título. En parti­ cular, Melanie Klein puede ganarle a Anna Freud. Igualmente Lacan, que nunca se encontró con Freud, puede ganarle a Marie Bonaparte, quien lo frecuentaba. Cuando, bajo la forma del materna, la letra devino necesaria y suficiente para la transmisión, la pareja maestro-discípulo, con su cortejo de in­ fidelidades y traiciones, deja de existir; los únicos aparea­ mientos son literales: «Marx y Lenin, Freud y Lacan, no están apareados en el ser. Por la letra que han encontrado en el Otro, proceden en tanto seres de saber, de dos en dos...» (5., XX, pág. 118). Se puede afirmar que con el materna y con la determina­ ción estrictamente posicional del maestro se articula el estatu­ to de la Escuela. Ésta no es más que el correlato institucional del materna y su función mayor consiste en asegurar una transmisión integral. Por esto, la Escuela tendrá como expre­ sión una recopilación de maternas, titulada Scilicet (glosa: ‘tú puedes saber’, scil. ‘gracias al materna’)- En esa recopilación,

la pertinencia del modelo retórico de Bourbaki salta a la vista: anonimato de los textos, con una única excepción (Bourbaki en un caso, Lacan en el otro), ese anonimato-menos-uno testi­ monia un «intelectual-colectivo», del que un nombre único -con un referente ficticio o no, poco importa- estenografía el principio de reunión; lejos de ser una coquetería, como lo era en los decires de Marx el hegelianismo de El capital, la imita­ ción de Bourbaki sella la captura de la matemática sobre la transmisión del saber en la Escuela Freudiana. A decir verdad, ese formato singular manifiesta un proyecto: reescribir «mate­ máticamente» el psicoanálisis, así como Bourbaki entendía reescribir «matemáticamente» la matemática. Que se haya preferido elegir el nombre de Escuela al de Sociedad o Insti­ tuto se debe, pues, a un elemento no trivial de la doctrina4. ‘Yo no soy un maestro, ocupo su posición’. Estas son las conclusiones que Lacan no pudo dejar de sacar él mismo, en el momento en que se desplegó más completamente el dispositivo de su matematización. A esta tesis ha de remitirse el calambur: «...lean a Salomón, es el maestro de maestros, es el senti-maestro, un tipo como yo...» (S., XX, pág. 139), donde se escuchará el significante «antimaestro», análogo estricto de la antifiloso­ fía. Tanto más estricto cuanto que la filosofía y el dominio* es­ tuvieron largo tiempo estrechamente relacionados. 2.2. La letra ¿Por qué la matemática es el paradigma de la transmisibilidad? A causa, dijimos, de la letra. Ahora bien, la letra no es el significante. Su distinción pu­ do permanecer confusa en el primer clasicismo (ver principal­ mente La instancia de la letra)', ella se acentúa y perfecciona en el curso del segundo (ver principalmente el seminario XX). Éstos son los elementos principales.

* Maítrise en el original (n. del t.).

El significante no es más que relación: representa para y es aquello para lo cual eso representa; la letra mantiene, ciertamente, relaciones con otras letras, pero no es únicamente rela­ ción. El significante, no siendo más que relación de diferen­ cia, carece de positividad; pero la letra es positiva en su orden. Siendo la diferencia significante anterior a toda cuali­ dad, el significante es sin cualidades; la letra es cualificada (tiene una fisonomía, un soporte sensible, un referente, etc.). El significante no es idéntico a sí mismo, no tiene sí mismo al que pueda vincularlo una identidad; pero la letra, en el discur­ so en el que asume su lugar, es idéntica a sí misma. Estando el significante definido enteramente por su lugar sistémico, es imposible desplazarlo; pero es posible desplazar una letra; por esto, la operación literal por excelencia corresponde a la per­ mutación (testigo, la teoría de los cuatro discursos). Por la misma razón, el significante no puede ser destruido: como mucho puede «faltar en su lugar» pero la letra, con sus cuali­ dades y su identidad, puede ser tachada, borrada, abolida5. Nadie puede encerrar un significante en su mano, pues és’te no es sino por otro significante; pero la letra es manejable, si no empuñable (« ...este escrito, que se resume con esas cinco letritas escritas en el cuenco de la mano...», así comenta Lacan la fórmula de la gravitación universal, S., XX, págs. 56-57). Sien­ do desplazable y pudiendo ser empuñada, la letra es transmi­ sible; por esa transmisibilidad propia, transmite, en el seno de un discurso, aquello de lo que es el soporte; un significante no se transmite y no transmite nada: representa al sujeto para otro significante en el punto de las cadenas en que se encuen­ tra. El significante no es de institución; que se lo diga arbitra­ rio (Saussure) o contingente (Lacan), ciertamente no es equi­ valente, pero importa poco respecto de lo que se dice en ambos casos: que el significante no tiene razón alguna para ser como es y, en primer término, porque no es como es; porque no tiene identidad consigo mismo; porque no tiene sí mismo; porque todo sí mismo es reflexivo y el significante no podría ser reflexivo, sin ser de inmediato su propio segundo y otro

significante. La letra, en cambio, corresponde siempre a una declaración; en este sentido, siempre tiene una razón para ser lo que es, aunque esa razón sea siempre una pura y mera deci­ sión; por ello depende siempre de un discurso («La letra es, ra­ dicalmente, efecto de discurso», S., XX, pág. 47); ella no es nada sin las reglas que constriñen su manejo, pero estando da­ das esas reglas, cada letra es lo que es, como ella es; la reflexividad le está permitida; tiene un sí mismo. Ahora bien, las reglas del manejo pueden decirse («lo escrito [...] no subsiste si no empleo para presentarlo la lengua que uso», S., XX, pág. 144); quien las dice ocupa por ello mismo, mientras las diga, la posición del maestro del juego de letras, si no de un inven­ tor: Palamedes o Cadmo, Claudio o san Cirilo. No hay maes­ tro de los significantes; su inventor no existe (salvo Dios, si ese género de cosas existiese). En lenguaje de escuela, el significante corresponde a la so­ la instancia S; pero la letra anuda R, S e I, que son mutuamen­ te heterogéneos. Por eso, todo lo que concierne al significante se dirá en un vocabulario de la cadena y de la alteridad; redu­ cido a su esqueleto, se resumirá en SI (un significante), S2 (otro significante); $ (el sujeto tachado por la pulsación de SI a S2); a (lo que cae por efecto de la barra)6. Pero todo lo que concierne a la letra se dirá en un vocabulario del encuentro, del arrinconamiento, del contacto, del entre-dos. Estos voca­ bularios son múltiples: la geometría de la línea, la topología, la lógica de los cuantificadores sirvieron alternativamente. Sirvieron, principalmente, para articular la doctrina del mate­ rna, en tanto que, precisamente, el materna depende de la letra. Se comprende de esta manera que Lacan le defina una orthe doxa, se comprende al menos si se remite el concepto de orthe doxa a su fuente platónica. (Rep. 476c-478d; Menón, 97b-99b). Se trataba ahí de trazar en una línea un segmento intermedio entre dos heterogéneos: agnosia y episteme. Una versión topológica, antilineal y dramática, de la geometría li­ neal de Platón, es el cross-cap de El Atolondradicho (pág.

54): coser a ambos heterogéneos entre sí, un pedazo esférico sobre un pedazo aesférico, una arandela sobre una banda de Móbius. Hay una versión lógica de un choque análogo: son las paradojas del Todo, en las que se escribe la doctrina de la sexuación. Dos líneas se topan en ellas; una anota, en una simbólica inspirada en Russell, la estructura del Todo como limitado, combinando sus dos proposiciones apareadas: sólo se puede decir «para todo x, x» si se puede decir también «hay un x tal que no-x»; la otra anota, en una simbólica antirrusselliana, la estructura de lo ilimitado, al que no le cabe el nombre de Todo: si se debe decir «no hay x tal que no-4>x», entonces la marca del todo ha de ser tachada: para no-todo x, x». El materna no consiste en ninguna de las proposiciones tomada aisladamente, en ninguno de los pares tomado aislada­ mente, sino en la confrontación de dos pares irreconciliables7. De esta manera se constituye el tipo más general del mate­ rna, que da a leer la necesidad de lo heteróclito en el cálculo sexual, pero también que la necesidad y la posibilidad del materna en general surgen del hecho de que el ser hablante es sexuado. En la referencia a la orthe doxa, hay, sin embargo, más para descifrar que la estructura de un choque de heterogéneos. Pla­ tón, se recordará, opone la orthe doxa a la episteme por el lazo: «es por ello que la ciencia tiene más valor que la opinión recta; es por el lazo que se distingue [la primera]» (Menón, 98a). Ahora bien, lo propio de los maternas del psicoanálisis es que no hacen lazo entre ellos. No sólo cada uno de ellos cose entre sí a heterogéneos, sino que cada uno es heteromorfo res­ pecto de cada uno de los otros. La estructura con la que se forman varía. No hay paso literal del uno al otro: imposible calcular un materna a partir de otro por un manejo de las le­ tras. La permutación que estructura a la teoría de los cuatro discursos es interna a un materna único: el que constituyen, tomados en su conjunto, las cuatro fórmulas y la regla que h a ­ ce pasar de una a otra. Ninguna de las cuatro líneas del mate-

raa sexual se obtiene por transformación a partir de algún otro; funcionan en copresencia. No hay ninguna transición li­ teral de uno de esos maternas al otro. E r suma, los maternas no se adicionan en un cuerpo de ciencia. La conclusión se impone: en el materna, Lacan toma todo del paradigma matemático, salvo precisamente la deducción. El materna se propone como un cálculo local; se puede, cierta­ mente, sacar de él todas las proposiciones que autoriza por el manejo de sus propias letras, pero sólo ellas se pueden sacar. Admitiendo, además, que de un materna no se puede sacar nin­ gún otro materna, esas proposiciones nuevas sólo podrían ser no matemáticas y puramente descriptivas: un materna lacaniano, en tanto que literal, funciona idealmente como una matriz de producción de proposiciones empíricas. Sólo se puede y se debe sacar de él contingencias sublunares8. El materna dice la captura formal de la matemática sobre el psicoanálisis, pero de la matemática sólo retiene la literalidad, en disyunción con el encadenamiento de las razones. O, más exactamente, el cálculo local -e l fragmento indivisible de sa­ ber- que permite la letra (littera scire licet) sólo está permitido por la suspensión que impone la letra a las cadenas de razones.

3. La matemática La doctrina del materna, por más nueva que sea, se revela apoyada, por lo tanto, en una característica común al conjunto de los préstamos, numerosos y variados, que Lacan toma de las letras matemáticas. Lacan retiene en esas letras lo que ellas ar­ ticulan de suspensivo, es decir de imposible: lo infinito como inaccesible, la teoría del número como atravesada por la grieta incesante del cero, la topología como teoría de un «no-espacio*», que arranca a la geometría de toda estética trascendental.

* N ’espace en el original (n. del t.).

Sumando estos préstamos y reduciéndolos a su carácter co­ mún, se obtiene la definición de la matemática como ciencia de lo real, en tanto que lo real nombra la función de lo imposible (5., XX, pág. 158). Muy evidentemente, el teorema de Gódel será citado a menudo al respecto, pero se observará que Lacan no hace de él un uso original. Se limita a vincularle lo que cualquier persona educada lee en él: la demostración rigurosa de que existen proposiciones indecidibles en aritmética. Sensi­ blemente más estructural es la referencia al intuicionismo. En la necesidad de no admitir en matemática sino lo que se deja intuir como producto de un construcción positiva, Lacan retie­ ne preferentemente, no la doctrina de la intuición, sino el rechazo de toda demostración apagógica9. Las apuestas son im­ portantes, dado que los filósofos de la matemática, y principal­ mente el más reciente y uno de los más grandes de ellos, sostu­ vieron que la legitimidad del razonamiento apagógico atañía a la esencia de la deducción matemática misma10. El rechazo de Lacan, empero, se explica fácilmente: lo apagógico se funda crucialmente en el encadenamiento de las razones; ahora bien, un tal encadenamiento es propio de lo imaginario. La matemática, en disyunción con la deducción y lo apagó­ gico, reducida a sus meras letras, esto es lo que funciona de hecho en las referencias dispersas y múltiples a la matemáti­ ca; el materna lo da a leer de manera enteramente explícita; es además, lo que parece constituir, en efecto, en opinión de La­ can, la pertinencia de la matemática respecto de la ciencia moderna. Pues el segundo clasicismo lacaniano no ha renunciado pa­ ra nada a Galileo. Muy por el contrario, reafirma el doctrinal de ciencia. Salvo que, en lo sucesivo, la matemática implicada en la matematización está depurada totalmente de todo lo que en ella quedaba de Euclides y del more geométrico. Devino profundamente no griega. Es importante, no por la cadenas de razón, sino por las zonas estrictamente circunscritas de litera­ lidad que autoriza -lo que se puede llamar el cálculo-.

No hay por qué temer articular aquí proposiciones radica­ les. La doctrina del materna le permite a Lacan no sólo reafir­ mar el gesto de la matematización; a decir verdad, esclarece los fundamentos del doctrinal de ciencia, tal como han de ser para que el psicoanálisis pueda fundarse en él. Que el materna del psicoanálisis sea fragmentado, local, encerrado en algunas letras restringidas, es algo que no se puede negar. En este punto, no es una excepción de lo que funciona en la matema­ tización requerida desde Galileo. Muy por el contrario, la po­ ne en claro de la manera más cruda. A esta luz, aparece que la ciencia moderna convoca a la matemática en su totalidad, pero le retira lo que, a juicio de los matemáticos fieles a su legado, constituía su esencia más preciosa: no sólo el more geométrico sino también la demos­ tración y toda especie de lazo. La medida misma no es más que un residuo. Sólo funciona en lo sucesivo el cálculo: «[...] escribir que la inercia es mv2/2 ¿qué quiere decir? si no es que, sea cual fuere el número de unos que pongamos bajo ca­ da una de estas letras, estamos sometidos a cierto número de leyes, leyes de grupo, adición, multiplicación, etcétera» (S XX, pág. 157). Entiéndase: todas las leyes regionales de un ti­ po particular de cálculo, pero también solamente ellas. Por una vía nueva, se vuelve a encontrar la línea divisoria que separa la episteme de la ciencia. En la primera el lazo es determinante; es lo que Platón dice explícitamente; más lo es cuanto menos localizado esté, y só­ lo un razonamiento de forma general le permitirá escapar a la dependencia tópica. Será importante, por ende, que una cien­ cia particular establezca las formas generales del razonamien­ to, se lo llame dialéctico o lógico. De estas formas generales, las costumbres euclideanas ofrecen la ilustración más depura­ da del amontonamiento de sustancia. «Largas cadenas de ra­ zones», las palabras han de tomarse por lo que dicen: vasta extensión de espacios de proposiciones, continuidad de lazos que las unen. En la segunda, atrevámonos a decir, no importan ni el lazo

ni la demostración por razonamiento, sino el cálculo, que es local (aun cuando su localidad se revele muy extendida). El cálculo opera sobre letras, fijadas por un discurso y combina­ das de acuerdo con reglas explicitables, a fin de producir una combinación literal nueva; pero esas reglas valen para un tipo dado de cálculo. La matematización lacaniana del psicoanáli­ sis da, al respecto, sólo un paso más: el cálculo literal se sepa­ ra tanto de toda deducción, su localidad se circunscribe tan restrictivamente, que su eficacia se limita al solo fragmento de escritura en el que se da a leer. ¿No es ésta, empero, una nada de matemática? La mayoría de los matemáticos y el conjunto de la tradición filosófica, aparentemente, responderían por la afirmativa; pero Lacan se separa de ellos. No sólo afirma que el uso que hace de la mate­ mática es lícito y adecuado para autorizar una matematización, sino que afirma mucho más: que ese uso esclarece la esencia misma de la matematicidad. Bajo las especies del materna, propone una definición, nueva y escandalosa, de la matemati­ cidad en cuanto tal, de lo que hace que la matemática sea la matemática. Esta definición se apoya en una localidad intrín­ seca, que se desprende de la letra. Lacan se piensa sostenido en su doctrina por la faceta más incisiva del proyecto bourbakista. De hecho, el programa enun­ ciado en la Introducción al Libro I de los Elementos de mate­ mática y los procedimientos utilizados en el capítulo I de ese mismo Libro I. Se recordó ya la importancia retórica de Bourbaki para el formato de Scilicet. Es tiempo de señalar una im­ portancia más sustancial: la doctrina del materna sólo se sos­ tiene si se admite una definición bourbakista de la matemática. O, al menos, la interpretación integralmente literalizante que Lacan da del programa bourbakista: una matemática fundada ella misma sobre el cálculo, en tanto que el cálculo no es una deducción, y sobre la letra, en tanto que la letra no es un sig­ no: «Pongamos juntos objetos [...]. Juntemos esas cosas abso­ lutamente heteróclitas, y arroguémonos el derecho de desig­

nar este conjunto con una letra. Así se expresa en sus comien­ zos la teoría de conjuntos, la que presenté la vez pasada, por ejemplo, bajo el acápite de Nicolás Bourbaki. No se dieron cuenta que dije que la letra designa un conjunto. Es lo que es­ tá impreso en el texto de la edición definitiva [.. ] [los auto­ res] ponen todo su cuidado en , decir que las letras designan conjuntos. Allí reside su timidez y su equivocación: las letras hacen los conjuntos, las letras no designan, son esos conjun­ tos, se les toma considerando que funcionan como esos con­ juntos mismos» (5., XX, pág. 61). A juicio de Lacan, Bourbaki no es, a decir verdad, suficien­ temente bourbakista. Por lo demás, se sabe que Bourbaki usa la deducción y también lo apagógico. Más aún, afirma la conti­ nuidad sin fallas de la demostración matemática desde los griegos: «lo que era una demostración para Euclides sigue siéndolo para nosotros» (Bourbaki, ibíd., pág. 1). Sin duda, propone una versión literalizada extrema de aquélla, que, se­ gún él, tan sólo desnuda la esencia misma del more geométri­ co. Ahora bien, Lacan rechaza, muy precisamente, dicha conti­ nuidad, aunque ese rechazo permanezca implícito en la afirmación: «las letras hacen los agrupamientos». Al decirlo instala, verdaderamente, en el sitio y en el lugar de Bourbaki, una figura fundamentalmente distinta, que podría más bien ca­ lificarse de hiperbourbakismo. Así como, antaño, había agre­ gado al estructuralismo una hipótesis hiperestructural Allí donde la matemática prebourbakista se autorizaba en la coherencia racional, tomada de los griegos, Bourbaki se autoriza en la sola :oherencia literal. Sin embargo, la estima homogénea de la precedente. Lacan, apoyándose en el hiper­ bourbakismo, da al garrote una vuelta suplementaria: aunque hubiese consistencia literal, ésta no dejaría de ser imaginaria, porque toda consistencia es siempre una variante del lazo; no hay, empero, consistencia literal, porque la literalidad no es del orden de la consistencia. La función específica de la matemática, en tanto que el

materna la aísla, puede resumirse del siguiente modo: tal co­ mo la articula Bourbaki y tal como Lacan, llegando hasta el hiperbourbakismo, la desarticula, propone un tesoro de mate­ riales para una teoría no imaginaria y no cualitativa del pensa­ miento. El problema general del psicoanálisis, cabe recordar, es que haya un pensamiento que no responda a los criterios imagina­ rios y cualitativos del pensamiento (coherencia, tercero exclui­ do, discursividad, negación, etc., en suma: Aristóteles). Sólo con esta condición se puede sostener la ecuación de los sujetos y, principalmente, su versión más ambiciosa: la identidad del sujeto del Cogito y del sujeto freudiano. El psicoanálisis debe, pues, construir una teoría del pensamiento que integre, no co­ mo una extensión adventicia sino como una propiedad consti­ tutiva, el pensamiento disyunto de las regulaciones imagina­ rias. En Freud, dicha teoría es casi enteramente negativa; lo que hay de positivo acerca de este punto no merece el nombre de teoría; como mucho, es un modelo energético o biológico. Se reconoce en Lacan la ambición de una teoría positiva que, más allá de lo imaginario del pensamiento, alcance su real. La matemática y todas las disciplinas formales son convo­ cadas para cumplir con este programa. Pero se sabe que su extensión varió. En el paradigma del primer clasicismo están incluidas las disciplinas mayores del galileanismo extendido. Se supone que la lingüística, prin­ cipalmente, desentraña los mecanismos de un pensamiento no reflexivo, no consciente, no aristotélico. La matemática bour­ bakista, obviamente, la lógica russelliana y posrusselliana, la antropología lévi-strausseana participan en el mismo desig­ nio. Cosa que no ha de asombrar, dado que la homogeneidad fundamental de sus formalizaciones fue justamente planteada como hipótesis en el discurso de Roma. En el segundo clasicismo la homogeneidad se ha quebrado. Sólo permanece la matemática, y permanece solamente en su lectura hiperbourbakista. Éste es el eje mayor de una teoría

del pensamiento no imaginario. El materna ilumina plenamen­ te su estatuto decisivo. Es cierto que nada hubiese sido posible sin el galileanismo extendido. Agreguemos que no hubiese sido posible sin Bour­ baki. Pues Bourbaki fue el único que investigó de manera con­ secuente por qué la matemática está disyunta de la cantidad. Suposición necesaria para que los estructuralismos y, singular­ mente, la lingüística, fuesen estimados matemáticos, aunque no entrañan ni medida y ni siquiera deducción lógico-matemá­ tica. Es cierto, pero también es verdad que algo cambió del in­ forme de Roma a El Atolond.rad.icho. Primero, Lacan, poco a poco, puso en disyunción lo simbó­ lico generalizado y la instancia específica de la letra; al mis­ mo tiempo, lo simbólico aún humanista de Roma11 se vio re­ ducido a su cuerpo desollado: la letra S en RSI. Segundo, tematizó cada vez más explícitamente el literalismo en la ma­ temática; esta última, aun entretejida con una racionalidad continua en Roma, se presenta solamente como un montón in­ consistente de escrituras dispersas. Tercero, restringió radical­ mente el gesto de la matematización en la ciencia moderna; que se supone toma al vuelo, en el montón de las escrituras, lo que le permitirá, en cada caso, transliterar alguna línea del universo; aun cuando la física matematizada estuviese unifi­ cada (cosa que no ocurre), la matemática de su matematiza­ ción no habría podido estarlo, porque la matemática misma no lo está. Cuarto, en lo sucesivo Lacan, en materia de letras de ciencia, no acepta ningún otro recurso que la matemática es­ tricta, la de los matemáticos puros. Releída, obviamente, si­ guiendo las reglas de la fragmentación hiperbourbakista. No sólo la lógica matemática está incluida, sino que brinda su tipo más depurado: a través de ella, debe devenir evidente que el euclideanismo no es nada y que la fuerza real de las pretendidas demostraciones es un cálculo sobre letras (llama­ do a veces deducción o prueba, lo que poco importa). Esa ló­ gica es con todo derecho llamada matemática, no por provenir de una de sus ramas (logicismo), no porque habla de la mate­

mática y legitima sus procedimientos (metamatemática), sino porque exhibe, con total desnudez, lo que en lo sucesivo defi­ ne a la matematicidad como tal12. Por eso, no es contradictorio decir que la ciencia de lo real sea, en variación libre, la mate­ mática o la lógica: en ambas expresiones se trata de la misma propiedad, la literalidad. Se está muy lejos, pues, de tener que compartir la hostili­ dad de Koyré respecto de la lógica, no conviene incluso ate­ nerse a la indiferencia de los partidarios más moderados del koyreísmo. La lógica matemática deviene por su sola posibili­ dad la prueba decisiva de la ciencia; no tanto por sus métodos y sus resultados particulares, sino porque revela la auténtica esencia de la matematicidad. Se descubre así reducida una de la graves inestabilidades que marcaban al primer clasicismo, (cf. cap. IV, págs. 123-124)13. Pero este éxito se paga con un cambio de discurso. En El Atolondradicho, la matemática no es más que letras, pero las letras de ciencia no son más que matemática estricta, es decir cálculo. La lingüística, Lévi-Strauss, el estructuralismo entero no testimonian ya nada que se sostenga frente a la más míni­ ma escritura matemática. El materna es el índice, el efecto y el nombre de ese cambio. Deviene, al mismo tiempo, lícito y ne­ cesario, en la medida en que el campo matemático no es más que literalización y que no existe ya literalización de ciencia fuera del campo explícitamente matemático. Jakobson había sido el heraldo de la matemática fuera de campo, habitualmente referida a lo simbólico. La sesión que el seminario XX le dedica es, en verdad, un adiós a esa anti­ gua figura. No a Jakobson mismo, devenido, por su fuerza de sujeto, portador de otras y nuevas luces, sino a Roma14. Es lo que indica el tema de la «lingüistería» [linguisterie] («mi lingüistería», dice Lacan); el nombre está formado como el nom­ bre de las conductas propias de los artesanados despreciados (piratería [piraterie], timo [escroquerie], trampería [tricherie\, farsa jfumisterie, que en francés significa, además, lite­ ralmente deshollinador]) y sobre la palabra lingüista [linguis-

te], más que sobre la palabra lingüística [linguistique]; la lingüistería no es justamente la linguistiquería. Los lingüistas re­ conocidos ya no son, como otrora, matemáticos; si fuesen abiertamente lo que son en secreto, se revelarían buscadores de oro, navegantes errantes y solitarios, saqueadores de ruinas más que científicos -sujetos en exilio-. El informe de Roma pensaba en una matemática tan con­ sistente consigo misma que podía extender sin temblor su im­ perio. De la teoría de conjuntos, correctamente axiomatizada, se concluía sin solución de continuidad en Freud, pasando por Jakobson o Lévi-Strauss: una verdadera alameda de reyes. Aun concluye con un cierre del portal; el nombre Bourbaki, luego de haber resumido todos los sésamos, se transforma en su contrario y sella definitivamente los secretos. El conjunto de los Escritos estaba sometido al programa de la matemática extendida. Ha de tenerse presente que nada de lo allí matematizado se ajusta directamente al materna. Ni el apéndice al se­ minario sobre La carta robada, ni las fórmulas de la metáfora y la metonimia, ni el esquema óptico del Comentario al infor­ me de Daniel Lagache, ni los grafos y las escrituras de Sub­ versión del sujeto son maternas, aunque procedan de una ma­ tematización. No solamente porque la noción de materna no había sido todavía formalmente construida, sino porque la no­ ción de materna determina una configuración radicalmente excluyente de lo que parecía anunciarse en 1953 y continuaba vigoroso en 1966. Hablando estrictamente, se podría incluso sostener que só­ lo hay materna con y luego de El Atolondradicho. En cuyo ca­ so, ni siquiera la teoría de los discursos respondería entera­ mente a las condiciones. Tratarla como materna, sin llegar a ser absolutamente ilegítimo, implicaría un forzamiento re­ troactivo; por lo demás, ese forzamiento es practicado con las letras del primer clasicismo, alternativamente reconfirmándolo o rectificándolo (cf., por ejemplo, S., XX, págs. 39-40). De esta manera, el segundo clasicismo puede aprehender al pri­ mero y reconvertirlo en maternas derivados. Sin embargo, no

habría en el psicoanálisis más que un solo materna primario: el de las escrituras sexuales. Se vuelve a encontrar así el hilo conductor freudiano: el psicoanálisis dice sólo una cosa, siempre la misma, hay algún sexo. De este modo se explica que Lacan se complazca en hablar del materna en singular, al igual que en plural. En el segundo clasicismo, la matematiza­ ción es requerida más que nunca; si se la supone posible, es por una matemática cerrada sobre su propia fragmentación; si se la logra, es por un puro golpe de letras.

4. La visibilidad de lo literal Ahora bien, existe algo que se llama el nudo borromeo. Tiene una propiedad definitoria: de tres redondeles anudados entre sí, basta que uno se suelte para que todos los demás se dispersen. Pero esto es lo propio de lo literal en cuanto tal y, más precisamente, de lo literal matemático. Apenas un año después de El Atolondradicho, que introdu­ ce el materna, nueve meses después de haberse dado una lectu­ ra hiperbourbakista de la matemática, el nudo es calificado de «el mejor soporte que podamos dar a aquello mediante lo cual procede el lenguaje matemático». ¿Por qué? Porque «lo propio del lenguaje matemático, una vez delimitado en cuanto a sus exigencias de pura demostración, es que todo lo propuesto so­ bre él, no tanto en el comentario hablado sino en el manejo mismo de las letras, supone que basta que una letra no se sos­ tenga para que todas las demás [...] se dispersen» (S., XX, pág. 154). Tres proposiciones se afirman de esta manera: pri­ mero, lo matemático en que se sostiene el materna es lo mate­ mático separado de la deductividad que, al mismo tiempo, se estima como adquirida y sin importancia: es lo que significa el inciso «una vez delimitado en cuanto a sus exigencias de pura demostración»; nos encontramos aquí en el núcleo del segundo clasicismo. Segundo, lo matemático, disyunto de la deductivi­ dad, consiste en un literal puro: el manejo de las letras y no el

comentario hablado, que remite a las cadenas de razones. Ter­ cero, de dicha matemática, el borromeísmo es el soporte, por­ que el borromeísmo es ni más ni menos que lo siguiente: basta con que un redondel se suelte para que los otros se dispersen# ahora bien, esta propiedad es juzgada el mejor y quizás único análogo de la propiedad definitoria de lo literal en cuanto tal. Por otra parte, y esto no es menos sorprendente, el nudo, en tanto borromeo, se revela adecuado para estructurar o, más exactamente, para matematizar una molécula doctrinal, siem­ pre retomada desde el primer clasicismo. A saber, el temario de lo real, lo simbólico y lo imaginario. En ciertos aspectos, se podría afirmar que en ese ternario se encuentra resumido el núcleo duro del programa de Roma; en todo caso, lo que sub­ siste de él en las perturbaciones infligidas al primer clasicis­ mo. Hasta entonces la doctrina podía, cada vez más precisa­ mente, determinar qué entendía por lo real, lo simbólico y lo imaginario; no podía, en cambio, articular nada sólido acerca de su modo de coexistencia. En lo sucesivo, el nudo borromeo revela, por esa buena suerte que a veces nos deparan las le­ tras, ofrecer la solución más clara y fecunda. Antes, las mayúsculas R, S, I podían considerarse simples abreviaturas cuya única regla de manejo era la comodidad des­ criptiva, cuya única legitimidad era la de ser iniciales. Trans­ formadas cada una de ellas en la etiqueta de un redondel borromeanamente anudado a otros dos, se descubren capturadas en una ley real que las constriñe. Permiten calcular categorías clásicas de la experiencia (inhibición, síntoma, angustia, goce, cf. «R.S.I.», Ornicar?, 2, págs. 95-105). Han devenido verda­ deramente letras. Lo que permanecía del primer clasicismo en el segundo, constituyéndose en el sustrato común a ambos, se deja inscribir en el dispositivo borromeo bajo una forma trilítera; la doctrina entera se deja declinar entonces a partir de una única matriz, infinitamente fecunda. Hasta la ecuación de los sujetos encuentra, por fin, su dilu­ cidación completa. Las tres afirmaciones en las que se des­ componía habían recibido todas, con el correr de los años, un

estatuto preciso. Todas, salvo la primera: Lacan había repeti­ do a lo largo de su obra que el psicoanálisis opera sobre un sujeto. Una vez admitido esto, todo lo demás está firmemente establecido: que ese sujeto sea el sujeto cartesiano, que esté determinado por la ciencia, que esté representado por un sig­ nificante para otro significante. Queda aún la afirmación mis­ ma: ¿qué significa exactamente? Justo después de introducir el nudo, y gracias a él, Lacan la despoja de sus velos. Esa afirmación es una hipótesis, la hi­ pótesis de Lacan: «En el inconsciente, no entro, igual que Newton, sin hipótesis. Mi hipótesis es que el individuo afecta­ do de inconsciente es el mismo que hace lo que llamo el suje­ to de un significante» (5., XX, pág. 171). De aquí en más, todo se ordena. L a ecuación de los sujetos identificaba al sujeto de la ciencia con el sujeto sobre el que opera el psicoanálisis: ambos eran uno, porque eran uno con el sujeto del significante; por la hipótesis de Lacan se com­ prende que la expresión «sujeto sobre el que opera el psicoa­ nálisis» puede desdoblarse: existe el individuo afectado de un inconsciente, que la práctica analítica encuentra en lo que tie­ ne de más técnico; y existe el sujeto tal como lo define la teo­ ría de la estructura cualquiera: es el sujeto de un significante. No hay dos sujetos que hacen uno, sino un solo sujeto y un in­ dividuo que, aunque radicalmente diferente del sujeto, coinci­ de con él. Decir esto es decir que la distinción es irreductible y que ser el mismo significa ser el Otro. Se ve la doctrina: - Premisa 1: ‘el sujeto de la ciencia es el sujeto de un sig­ nificante’ (hipótesis del sujeto del significante, formulada por el primer clasicismo, mantenida en el segundo). - Premisa 2: ‘el sujeto de un significante coincide con un individuo afectado por un inconsciente’ (hipótesis de Lacan, formulada solamente por el segundo clasicismo). - Premisa 3: ‘el psicoanálisis en su práctica opera sobre un individuo afectado por un inconsciente’ (hipótesis fundadora de Freud).

Conclusión: ‘el psicoanálisis en su práctica encuentra por coincidencia un sujeto’15. Dilucidación, dije. Se trata mucho más de una supresión, que ha de pensarse como una Aufhebung. La ecuación de los sujetos, de la que partió todo, se deshace en el instante mismo en que encuentra su estatuto. No es que el pivote no sea con­ servado; simplemente, lo que se enunciaba en términos de ecuación se enuncia en términos de coincidencia y de encuen­ tro. A quien hoy preguntase qué son una coincidencia y un encuentro, el nudo lo esclarecería: se trata del anudamiento borromeo de una determinación real (el sujeto), de una deter­ minación imaginaria (el individuo), de una determinación simbólica (el significante). A quien preguntase qué es un su­ jeto, la definición del significante le bastaría; «bastaría» quie­ re decir que no se necesita nada más y, especialmente, que no se necesita el sujeto metafísico. El axioma del sujeto (cap. II, pág. 35), ya no tiene estatuto ni utilidad, pues el sujeto está incluido de entrada en el significante como tal. Tengamos cuidado: no se trata de una inversión. El axioma y la ecuación distinguían individuo y sujeto; la teoría del nu­ do permite articular que individuo y sujeto se superponen. En la lógica borromea, empero, sólo pueden superponerse en la estricta medida en que son absolutamente heterogéneos. La hipótesis de Lacan, al hablar el lenguaje del encuentro, vuelve a decir lo que dice el axioma del sujeto en el lenguaje de la distinción, pero a la vez toma superfluo ese mismo axioma. Al ocaso del axioma del sujeto responde la no-pertinencia del sujeto metafísico. Debido a este hecho, la referencia al pensamiento pierde su urgencia: «el inconsciente no es que el ser piense» (S., XX, pág. 128); en efecto «el hombre piensa con su alma, quiere decir que el hombre piensa con el pensa­ miento de Aristóteles» (5., XX, pág. 135). En otras palabras, sólo hay pensamiento imaginarizado y cualificado (semejan­ zas, negación, tercero excluido, dictum de omni et nullo, cate­ gorías, juicio, duda, etc.), con el que el inconsciente nada tiene

que hacer. Si se lo enlaza con la proposición «el significante es necio» (S ., XX, pág. 30), se podría deducir la proposición ‘el significante no piensa’; en otros términos, no se admite ya que el significante articula el pensamiento sin cualidades. Porque ese pensamiento, de hecho, no existe; no hay otro pensamiento que el de Aristóteles. Recíprocamente, el «sin cualidades» requerido por la cien­ cia ya no se llama pensamiento. Así ha de entenderse que La­ can, volviendo a Freud, pero también a Marx, prefiera hablar en lo sucesivo de trabajo: el inconsciente como «saber que no piensa ni calcula ni juzga, lo que no le impide trabajar» (Télévisión, pág. 26). Nuevamente, la definición del inconsciente como un «ello piensa» no está aquí propiamente invertida, só­ lo está desplazada, con violencia. Para que el inconsciente sea un «ello piensa» hace falta, se sabe, que exista el pensamiento sin cualidades; el psicoanálisis logró establecer su existencia, salvo que en el instante mismo del éxito, se revela que ya no ha de hablarse de pensamiento. Si sólo existe el pensamiento de Aristóteles, entonces el «sin cualidades» debe cambiar de nombre. Marx es, al respec­ to, el recurso mayor. El trabajo del que se trata -trabajo del inconsciente, trabajo del significante- es el trabajo indiferenciado y sin frases cuya teoría se encuentra en el Libro I de El Capital. Es el trabajo sin cualidades. De este modo, el sujeto supuesto al saber inconsciente -sujeto sin cualidades- puede ser dicho «el trabajador ideal» (Télévision, pág. 26; Ou pire, Se., 5. pág. 9, evoca Der Arbeiter, ¿coquetería sin alcances con Jünger?). Si el significante está esencialmente disyunto del pensa­ miento y si en lo sucesivo este último es inseparable de las cualidades, el sujeto sin cualidades es estrictamente sujeto del significante y no sujeto del pensamiento; éste queda abolido, deviniendo individuo imaginario a partir del momento en que piensa cualquier cosa, señaladamente «yo soy». De allí en más, el Cogito, contrariamente a lo que sostenía el primer cla­ sicismo, no es emergencia, sino inmersión del sujeto. Al lo-

gion ‘ello piensa donde yo no soy’ se sustituye el logion o cuasilogion ‘Ahí donde ello habla, goza, y no sabe nada’ (co­ locado como exergo de la lección 9, S., XX, pág. 127). El ello habla y lalengua (en una sola palabra), que no es más que la forma sustantivada del ello habla, absorben el ello piensa. Descartes, inútil e incierto. La homonimia que vinculaba el axioma del sujeto a la me­ tafísica no alcanza ya ningún efecto de saber; en cuanto a los eventuales desarrollos sinonímicos, su acceso está cerrado en lo sucesivo. Lacan despide al cartesianismo radical y a las es­ capadas trascendentales. Los Cahiers pour l’Analyse reciben un rechazo definitivo. Gracias al nudo, el segundo clasicismo parece, pues, inte­ grar, ordenar y redefinir la herencia del primero. El nudo ab­ sorbe la matemática en lo que tiene de esencial para el psicoa­ nálisis: su literalidad. Al mismo tiempo, todas las dificultades vinculadas al doctrinal de ciencia pueden ser consideradas concluidas: el psicoanálisis está matematizado de derecho y sabe descifrar qué quiere decir «matematización». El gali­ leanismo extendido se confirma inútil. La teoría de la estruc­ tura cualquiera es absorbida; en lo sucesivo es la teoría regio­ nal del solo redondel S 16. Finalmente se esclarece y se deshace la ecuación de los sujetos, donde se encontraban el doctrinal de ciencia y la teoría de la estructura cualquiera. Se reconoce ahí el movimiento ideal que la historia de las ciencias celebra. Las inestabilidades que marcan un primer mo­ delo llevan a la emergencia de un segundo, en el que, a veces después de mucho tiempo, se encuentran resueltas. Considera­ do de esta manera, el nudo borromeo da fuerza y confirmación al materna. Su definición abre, en sentido propio, la vía regia del psicoanálisis, en su relación con la ciencia moderna1

5. La antifilosofía El psicoanálisis estableció que es discurso del sujeto. Pero ya no necesita a la filosofía para hacer oír qué es un sujeto. Si la filosofía le es inútil, entonces le es nociva, y debe ser seña­ lada como tal. Es el momento de la antifilosofía. La palabra sorprendió. La referencia a los filósofos parecía inseparable de la obra de Lacan. Ahí donde Freud permanecía más reservado -m ás austríaco que alemán al respecto—y siem­ pre más dispuesto a apoyarse en las letras y las artes que en la filosofía, Lacan citaba constantemente el corpus philosophorum. Hablando de antifilosofía, ¿había decidido acaso des­ mentirse a sí mismo? El tema, no cabe duda, está fechado. Nace con la reorgani­ zación, en 1975, del departamento de psicoanálisis de la Uni­ versidad de París-VIII. Resurge en 1980, en ocasión de una polémica comenzada por L. Althusser. Pero en este punto, co­ mo en otros, sería vano atenerse a las circunstancias anecdóti­ cas. No deja de tener importancia que la reorganización del departamento de psicoanálisis haya debido pasar por discusio­ nes curiosas y ofensivas con el departamento de filosofía, que, a su manera, haya reaparecido en esa ocasión un verda­ dero conflicto de facultades, por más inclinados que estemos hoy a sonreír frente a él. Pero ninguna anécdota basta para justificar la fabricación de una palabra tan violenta. Sólo pue­ de ser explicada enteramente por causas a la medida de su violencia. Aunque más no fuese por razones cronológicas, las causas han de buscarse en el dispositivo general del segundo clasicismo, es decir, en el materna. Se sabe que Lacan hesitó durante largo tiempo antes de inscribirse en el organigrama de la Universidad, satisfacién­ dose con el abrigo que ella podía brindarle en sus márgenes. Después de 1970 aceptó, y quizás anheló, que un departamen­ to se reclamase directamente suyo. Cambio cuyas causas son múltiples. No podrá dejarse de lado la conmoción propia su­

frida por la institución universitaria francesa en 1968. La cuestión es saber cómo la interpretaba Lacan. Hay razones pa­ ra pensar que la interpretaba como un mecanismo de decaden­ cia; precisamente por esa razón concluyó que no costaría de­ masiado utilizar los medios aún disponibles en el seno de una institución obsoleta (de la misma manera los cristianos no du­ daron en usar el Imperio, una vez seguros de que su crisis era incurable. Lo que no les impidió presentarse como s u e garan­ tes más seguros). No conviene, empero, atenerse a esto: la institución uni­ versitaria se funda en un acto de transmisión; la legitimidad de un departamento universitario de psicoanálisis sólo se sos­ tiene, por lo tanto, en una doctrina consolidada de la transmisibilidad del psicoanálisis. Si un departamento universitario pudo, de hecho, ser aceptado como un lugar apropiado para la enseñanza de Lacan (decisión nueva, recordémoslo), fue por­ que la doctrina del materna estaba completa ya entonces. La activación de la vía universitaria no solamente es contemporá­ nea del segundo clasicismo; lo requiere como su condición necesaria (lo que no quiere decir que sea en sí misma su con­ secuencia necesaria; sobre este punto los hábiles disputan). Ahora bien, la reorganización del departamento se resume bajo el acápite de la antifilosofía. Sólo el materna, por ende, puede legitimar esta palabra. Más aún, la antifilosofía es sola­ mente otro nombre del materna. La tesis es, por lo tanto: ‘hay exclusión mutua entre la filosofía y el materna del psicoanálisis’. El argumento es, a decir verdad, fácil de construir. Basta con tomar al pie de la letra lo que tantos filósofos (no todos) dicen de ellos mismos: que dependen, sin corte mayor, de la filosofía griega. Ahora bien, la filosofía griega está anudada radicalmente al mundo de la episteme. En ciertos aspectos, funda ese mundo. La episteme, en su estructura de theoria di­ ferenciada de la praxis, sólo está enteramente autorizada por

la filosofía. A su vez, el filósofo nunca podría ser indiferente a la posibilidad de que haya episteme (ya niegue o afirme di­ cha posibilidad): es decir, un saber que requiere al alma y la convoca. El nombre mismo de filosofía afecta a los fundamentos de un mundo tal. Lo necesario y sus pompas, la semejanza y sus deberes, el alma y sus purificaciones, esto es lo que desplie­ gan conjuntamente la filosofía y la episteme', quizás el nom­ bre más apropiado para resumirlas es el de sophia, esa sabidu­ ría que hay que amar como a sí mismo (philein). La ciencia moderna renuncia a ello precisamente. El psicoanálisis des­ pliega explícitamente esa renuncia. Es, pues, en sentido es­ tricto, lo inverso de la filosofía. Se concluye, entonces: ‘no hay filosofía que sea integralmente sincrónica de la ciencia moderna, aún cuando fuese su contemporánea’. Esto es conferirle, verdaderamente, grandeza. La filosofía contemporánea de la ciencia moderna testimonia ante ella dis­ positivos que le son ajenos; a ello se debe su alianza esencial con la matemática, siempre y cuando esta última no sea defi­ nida en términos lenguajeros. Aun cuando no niegue el corte mayor, la filosofía lo mantiene abierto y problemático: convo­ ca a pensarlo. Algunos dirían que está en posición de punto de referencia absoluto. Pero el psicoanálisis, en lo que a él respecta, es intrínseca­ mente sincrónico con la ciencia moderna; es, pues, de otro tiempo -lógico o cronológico- que la filosofía. Falta aún que pueda decir su propia sincronía. Después de Freud, sólo dis­ ponía para este fin del lenguaje adulterado de la ciencia ideal. Esto hace que, en el dispositivo del primer clasicismo, el psi­ coanálisis use a la filosofía. Se trata de insertar un lugar entre él y la ciencia ideal tal como la imaginaban Freud y los pe­ queños freudianos. El axioma del sujeto y su homonimia lo testimonian al más alto grado. Freud había confiado en la cultura humanística: literatura, historia, arqueología. Este recurso fue insuficiente; se podía

prever que bastaría aún menos luego del derrumbe institucio­ nal, militar, político y moral de las comarcas donde el huma­ nismo clásico había sobrevivido largo tiempo -la Alemania de Melanctón, la Austria de los jesuítas, la Francia de la Sorbona dreyfusiana-. Mientras, la ciencia ideal había ganado poder: estaba, desde el ’45, en el campo de los vencedores. La victo­ ria de la democracia liberal de los ingenieros y comerciantes era también la victoria de la más obtusa de las ciencias18. El retomo a Freud suponía, pues, el rodeo por regiones que Freud mismo se había prohibido. Contra el cientificismo des­ viado de la Internacional, las armas de la filosofía eran, en ese entonces, más fuertes que las armas de la cultura. Para hacei oír su pertenencia íntima al mundo de la ciencia, Lacan tenía que disolver primero la pertenencia falsa y estrictamente imi­ tativa que el psicoanálisis de lengua inglesa, lejos de las tie­ rras natales, había terminado constmyendo. Para este fin sólo la filosofía podía servir, porque sólo ella se presentaba, en el orden de la sistematicidad y la demostración, como Otra que la ciencia. El uso repetido que Lacan hace de la filosofía durante este tiempo no contradice para nada su relación de mutua exclu­ sión con el psicoanálisis. Muy por el contrario, supone dicha exclusión. Sólo ésta permite que la filosofía sea empleada pa­ ra sublevar a las masas imponentes de la ciencia ideal y de sus imitaciones institucionales. El uso de la filosofía es el re­ verso exacto de la antifilosofía. Lo que también significa que la segunda es el anverso de la primera. Lo cierto es que, con la creación de un nombre, se produje una inversión. Se pasó del anverso al reverso, de cara a cruz. Lacan, sin duda, juzgó ganada su primera batalla contra la ciencia ideal. La ciencia ideal de los WASP, al menos. Gracias quizás a 1968, que supuestamente habría establecido un punte de detención a su expansión indolora. Gracias quizá también al LEM alunizante que, en tanto irrupción de lo real lograda por la ciencia, la libera de sus lastres imaginarios para convo­ carla a su sola matematización («el discurso científico logra-

[do] el alunizaje donde se testimonia para el pensamiento la irrupción de un real. Esto sin que la matemática tenga otro aparato sino el lenguajero» (Télévision, pág. 59). A estas causas externas, que tienen valor de síntoma, se agrega una causa interna: la emergencia de la teoría del mate­ rna, consolidada por la puesta a la vista del nudo. En la época del segundo clasicismo, el nombre de antifilosofía concierne específicamente a la transmisión. En la época del primer cla­ sicismo no tiene que ser proferido porque el problema de la transmi sibilidad integral del psicoanálisis no ha sido aún abordado de frente. Es verdad que en ese período Lacan sos­ tiene como estandarte la relación del psicoanálisis con la cien­ cia moderna; es verdad que usa incesantemente objetos mate­ máticos, pero no dice que la única transmisión posible se opera por la letra matemática. Porque, de hecho, todavía no hizo enteramente autónoma la doctrina de la letra, y porque no define a la matemática por la letra. Una vez pronunciadas las tesis determinantes, referentes a la letra, la matemática y la transmisión, la inversión puede producirse. Por lo demás, basta citar: «Por ser el lenguaje más propi­ cio para el discurso científico, la matemática es la ciencia sin conciencia que convierte en promesa nuestro buen Rabelais, aquella ante la que un filósofo sólo puede quedar obtuso (El Atolondradicho, Esc., 1, págs. 21-22; las itálicas son mías); «El advenimiento de lo real, el alunizaje se produjo [...] sin que el filósofo que hay en cada uno de nosotros se conmovie­ se por ello a través del diario...» (Télévision, pág. 59, las itá­ licas son mías); «Yo me sublevo, por decirlo así, contra la filo­ sofía. De lo que no caben dudas, es de que es cosa terminada. Aunque me temo que le va a rebrotar algún retoño» ) («El se­ ñor A.», Esc., Nueva Serie, 1, 1989, pág. 26); las itálicas son de Lacan)19. No cabe asombrarse, pues, si luego de haber frecuentado incesantemente los textos filosóficos, luego de haberse forma­ do en el concepto por la lectura de Hegel, luego de haber tra­ ducido a Heidegger, comentado a Platón y Descartes, citado a

Aristóteles y santo Tomás de Aquino, Lacan invente una pala­ bra que los filósofos en su conjunto, debe decirse, considera­ ron una injuria. Al respecto, están en juego tanto la filosofía como la politica. Su copertenencia deviene un teorema: «La metafísica nunca fue nada y sólo podría prolongarse ocupándose de tapar el agujero de la política. Es su mecanismo», escribe Lacan en 1973, dirigiéndose principalmente a Heidegger («Introduction á l’édition allemande des Ecrits», Se., 5, pág. 13). Pues tam­ bién la política se revela radicalmente desincronizada del uni­ verso moderno. ¿Acaso es un azar si, al hablar de Estado, de democracia, de dominación, de libertad, aquélla hable griego y latín (aun­ que hable poco; lo más frecuente es que masculle)? Esta fun­ damental discronía llama al psicoanálisis a una indiferencia de principio. Porque ninguno de los dos pertenecen ni al mis­ mo mundo ni al mismo universo. Así como la ciencia y la política nada tienen que ver entre sí -salvo cometer crímenes- porque no pertenecen ni al mismo mundo ni al mismo universo, el psicoanálisis nada tiene que ver con la política -salvo decir tonterías-. Tal era, se recorda­ rá, la posición de Freud: «agnosticismo político», «indiferen­ cia» (La ciencia y la verdad, pág. 837)20. Antipolítica, podría decirse, paralela a la antifilosofía. La indiferencia, tomada en este sentido, no conduce nece­ sariamente a callarse en cuanto a los objetos de los que habla la política. Lacan no permaneció sistemáticamente mudo al respecto. Admitamos dejar de lado comentarios muy genera­ les sobre el curso del mundo; se encuentran dispersos en in­ tervenciones protrépticas que Lacan a menudo no desdeñó re­ tomar y en su mayoría se limitan al establecimiento de relaciones masivas: luminosamente inteligentes en relación con la opinión, pero de corto alcance en lo tocante al saber. Hay también otra cosa, entiéndase la teoría de los cuatro dis­ cursos. Constituye una intervención en el campo empírico de

los objetos de los que la política -com o práctica y como pen­ samiento- se ocupa. La cuestión no es si está o no lograda. Lo que cabe señalar es la naturaleza del comentario. Es evidente que no corrige en nada la radical indiferencia, la única autori­ zada por Freud, dado que los comentarios políticos más opues­ tos pueden aparecer como los valores distintos de una misma variable. Hay asimismo una radical indiferencia filosófica del psi­ coanálisis. Tal es de hecho el mecanismo de las sobreabundantes refe­ rencias al corpus philosophorum. Hay que ser profundamente indiferente en filosofía para usar con tanta libertad tantos con­ ceptos técnicos, alusiones explícitas o no; o lo que es igual, hay que considerar que la filosofía forma una constelación de textos fulgurantes, mas no un pensamiento. Reaparece la anti­ filosofía, bajo la forma de la cultura filosófica más amplia. Así como la indiferencia política no impide hablar ocasio­ nalmente de política (la indiferencia en política no es la indi­ ferencia a la política), la antifilosofía no debe impedir hablar de aquello de lo que habla la filosofía: la indiferencia en filo­ sofía no es indiferencia a la filosofía. A decir verdad, hay que ir más lejos: el psicoanálisis no sólo tiene el derecho sino el deber de hablar de lo que habla la filosofía, porque tiene exac­ tamente los mismos objetos. En Télévision, Lacan acepta res­ ponder a la pregunta que se le hace bajo el triple acápite de «saber, esperar, hacer»; no objeta que esa pregunta, legada por Kant, carezca de pertinencia. Se podría reconocer aquí, cierta­ mente, un simple encuentro de cultura. Sin embargo, la rela­ ción es más intrínseca. El punto de intervención del psicoanálisis se deja, en efec­ to, resumir así: el paso del instante anterior, en el que el ser hablante podría ser infinitamente otro de lo que es -e n su cuerpo y en su pensamiento- al instante ulterior en el que el ser hablante, debido al hecho de su contingencia misma, se transformó en algo muy parecido a una necesidad eterna.

Pues, finalmente, el psicoanálisis sólo habla de una cosa: la conversión de cada singularidad subjetiva en una ley tan ne­ cesaria como las leyes de la naturaleza, tan contingente como ellas e igualmente absoluta. Ahora bien, es verdad que la filosofía no cesó de tratar ese instante. En un sentido, se podría sostener que propiamente lo inventó. Pero, para describirlo, tomó generalmente las vías del fuera-de-universo. Ahora bien, el psicoanálisis no es nada si no mantiene, como pivote de su doctrina, que no hay fuera de universo. Allí y sólo allí reside lo que tiene de estructural y de no cronológica su relación con la ciencia moderna. Al mismo tiempo, se comprende que la filosofía y el psi­ coanálisis hablen exactamente de lo mismo, en términos tanto más idénticos cuantokque apuntan a un efecto opuesto. De es­ ta manera, la palabra «antifilosofía» se deja interpretar más completamente; está construida como el nombre de Anticristo -tal como lo presentaba san Juan, antes de Nietzsche—. «Sa­ lieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros; pues si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido entre no­ sotros» (1 Jn., 2, 19). Así podrían hablar los filósofos de los lacanianos; con más pertinencia, podrían recordar que el Anti­ cristo, en tanto tal, debe hablar exactamente como Cristo. Su discurso requiere el discurso con el que nada tiene que ver, se le parece absolutamente, habla de las mismas cosas, usando los mismos términos, y esto porque no tiene ninguna relación con él. La única diferencia con san Juan es que, al no creer los mo­ dernos en la finitud, no creen en el Juicio Final. Si el Anticris­ to y el Cristo buscan la desaparición uno del otro, es porque los tiempos están cercanos: «hay ahora muchos Anticristos; por eso sabemos que es la hora final», escribe el Apóstol (1 Jn., 2, 18). Para la antifilosofía y la filosofía, en cambio, los tiempos están infinitamente abiertos. En esa infinitud, su mu­ tua exclusión se convirtió en un envolvimiento recíproco; cada punto de uno tendrá su correlato invertido en el otro; cada uno será alternativamente el dios muerto y el sudario de púrpura.

NOTAS 1. Lévi-Strauss había percibido esta discronía, sin situarla empero exactamente. Cf. El pensamiento salvaje, Fondo de Cultura Económica, México, 1975, cap. 9, págs. 355-390. Se pueden encontrar allí dos se­ ries de afirmaciones: (1) hay cortes mayores; al menos uno en todo ca­ so: el corte entre el pensamiento salvaje y el pensamiento de la ciencia moderna (págs. 356-357); (2) ese corte no es de naturaleza histórica; la historia es incapaz de captarlo; es además, por principio, incapaz de captar ningún corte mayor (pág. 344). En 1965, Lacan mismo observa hasta qué punto la doctrina de Lévi-Strauss no es compatible con Koyré; pero, no obstante, no la rechaza; lo que confirma que el historicismo, aunque proclamado, ya no es esencial, pero también que el disposi­ tivo de conjunto no es homogéneo; cf. La ciencia y la verdad, pág. 840. 2. Se comprende que el verdadero profesor, para siempre sustituible, es lo contrario del verdadero maestro, para siempre insustituible. Que en el lenguaje corriente se hable tan a menudo de «maestros» (se conoce la muy honorable y muy honrada «formación de maestros») para designar lo que en el mundo hay de más sustituible, no es más que un ejemplo del sentido opuesto de las palabras primitivas. 3. Los términos son SI, S2, $, a (cf. infra, n. 6); los lugares son: el agente, la verdad, el otro, la producción. Un ejercicio para el lector: con ayuda de la teoría de los cuatro discursos, resolver el equívoco que permite la homonimia entre maestro-amo* político y maestro de sabi­ duría. Un indicio: la cuestión de la pedagogía está involucrada en este equívoco. Se observará la sucesión cronológica. La teoría de los cuatro dis­ cursos es presentada en 1970.en El reverso del psicoanálisis (S., XVII); precede por poco a la doctrina del materna (1972) y, en cierta medida, la vuelve posible. 4. Se adivina que la teoría del materna cruza de manera dramática la cuestión de la posición del analista. ¿Se dirá, en efecto, que éste no in­ terviene en tanto sujeto? Pero, si interviene en tanto sujeto, ¿puede ne­ garse que sea insustituible? Pero, si es insustituible, ¿no es estructural­ * En francés, la palabra maitre tiene doble significación: «amo» y «maestro» (n. del t.).

mente heteromorfo del dispositivo de la ciencia moderna? Más precisa­ mente todavía, ¿no es acaso homomorfo de los Maestros de sabiduría (esto es lo que hay de profundo en la imagen de un Lacan-Gurdjieff)? Pero, si el analista es un Maestro, no hay, pues, materna del psicoanáli­ sis, el psicoanálisis es exterior al universo moderno y Freud no existe. Una parte esencial del programa lacaniano consiste en la resolución de la antinomia. 5. En otros términos, las operaciones chomskyanas de transforma­ ción conciernen a la letra y no al significante. Recíprocamente, la teo­ ría de los cuatro discursos, que es literal, se apoya de hecho en una téc­ nica de transformaciones. Esto va unido al hecho de que en ella los términos estén cualificados y no sean cualesquiera. Que cada transfor­ mación literal esté registrada, en una representación histórica, como una catástrofe (lo que Lacan llama un desplazamiento), es algo perti­ nente a la representación histórica. 6. El cuaternario es introducido por el seminario XVII. En el semi­ nario XX es reducido a una forma aún más mínima, donde sólo intervie­ nen SI y S2 (cf. S., XX, págs. 172-173 y supra, cap. II, n. 26). Se puede considerar que estos escritos son los maternas del significante. Para ser absolutamente exactos, esos maternas son del orden de la letra; captan, pues, al significante en letras. La captura se deja precisar: el significante como tal es no cualificado, pero en los maternas del significante, SI y S2 están cualificados: SI como Maestro-Amo y S2 como saber. Si hay cualidades, se está en el registro de la letra, no del significante. Para la cualificación de S2 como saber, cf., supra, págs. 120-121, n. 20. 7. Cf. El Atolondradicho, págs. 28 y 36, y pássim. Algunas explica­ ciones suplementarias: la sexualidad, en su esencia, no es más que el principio radical de un gesto consistente, para el ser hablante, en con­ tarse en las filas o fuera de las filas de un todo, sobre la base de una propiedad O cualquiera; las escrituras sexuales son, pues, un ejercicio de lógica colectiva, cf. supra, cap II, pág. 71. La primera línea, la del Todo, que se confirma por la constructibilidad de lo que la limita, tiene como estenograma el nombre Hombre: el artículo definido, que en francés es también artículo totalizante, es lícito en este caso: el Hom­ bre existe. La segunda línea, la del no-Todo, es decir de la ilicitud del Todo cuando nada le pone límite, tiene como estenograma el nombre Mujer; el artículo definido no es lícito en este caso: la Mujer no existe. ¿Qué relación hay entre estos nombres y lo que cualquiera llama los hombres y las mujeres? En la fonología estructural, ciertas propiedades de pura combinato­

ria tenían como estenograma el nombre ‘sordo’ (u ‘oclusivo’, ‘nasal’, etc.) y otras propiedades, igualmente combinatorias, tenían como este­ nograma el nombre 'no-sordo’ (‘no-oclusivo’, ‘no-nasal’, etc.). Estos nombres fonológicos son homónimos de los nombres fonéticos, que describen propiedades fónicas sustanciales que los fonetistas experi­ mentales observan. Los fonólogos, al usar estos nombres homónimos, afirmaban tres cosas: (i) que la fonología no es la fonética; que el nom­ bre ‘sordo’ en fonología resume propiedades estructurales y no dice na­ da en sí mismo de las propiedades fónicas; que el ser fonológico llama­ do ‘sordo’ no es, pues, necesariamente ‘sordo’ desde el punto de vista de su sustancia fonética; pero (ii) ocurre que el nombre fonológico ‘sordo’ y el nombre fonético ‘sordo’ coincidan, y (iii) que este caso su­ cede con más frecuencia que el contrario. De igual modo, la posición llamada Hombre (o Mujer) es estructu­ ral y no dice nada acerca de los caracteres somáticos masculinos (o fe­ meninos) del sujeto que la ocupa. Pero ocurre que las propiedades de la posición llamadít-Hombre (o Mujer) y las propiedades somáticas masculinas (o femeninas) del sujeto coincidan. La hipótesis (refutable) es que este caso sucede con más frecuencia que el contrario. 8. De esta manera, las escrituras sexuales predicen y explican que, en el pueblo, la mujer sea llamada la doña (El Atolondradicho, pág. 40). Es posible y legítimo continuar ejercicios de este estilo: observar por ejemplo que el inglés queen (nombre indoeuropeo de la mujer, análogo al griego gyne) designa a la vez la reina y la prostituta (hoy en día más especialmente al prostituto masculino afeminado), que Jean Genet da el nombre de Divina a una tante*, que Divina diga de sí mis­ ma «Yo soy la Toda Toda», que la guillotina sea la Viuda, y la mastur­ bación, la Viuda Puño; todo lo cual, aunque impalpable no por ello menos empírico, es calculable por el materna. Procedimientos compa­ rables obran para los cuatro discursos; ver el seminario XVII. Este ca­ rácter matricial desciende directamente de Freud («Yo, un hombre, amo a un hombre», «se pega a un niño», etc.) Pero Freud dispone, a tí­ tulo de cálculo, tan sólo de la gramática; la cual, respecto del materna, se descubre como siendo tan sólo una alusión a su verdadero principio: el cálculo literal. Es retomar a Freud, por ende, más decididamente to­ davía que en tiempos del primer clasicismo, el matematizar más abier­ tamente de lo que Freud nunca hizo. * En francés, «tía», usado popularmente para significar «homose­ xual» (n. del t.).

9. Su propia doctrina de la intuición es aparentemente antinómica de la de Brouwer. En la medida en que esta última pueda ser compren­ dida, es una doctrina de la plenitud del sujeto intuicionante (lo que fi­ nalmente autoriza todas las derivas, incluyendo las que terminan en Guénon o Evola; Brouwer mismo parece haberse abandonado a las peores); según Lacan, el instante de la intuición es un instante de va­ ciamiento* [évidement] del sujeto, lo que se lee en el nombre mismo de evidencia [évidence]. 10. Cf. el conjunto de los trabajos de Alain Badiou y, muy especial­ mente, L ’Etre et VEvénement, págs. 275-279. Se observará la diferencia radical entre Lacan y A. Badiou; el segundo se refiere a una matemática provista de procedimientos de deducción y capaz de razonamiento apagógico. En sus trabajos más recientes, Badiou tiende a acentuar la dife­ rencia y no a reducirla. 11. «El hombre habla pues, pero es porque el símbolo lo ha hecho hombre» (E pág. 265). Se podría sostener que el concepto de símbolo consiste precisamente en un indistinción entre letra y significante. Tal es, muy exactamente, su estatuto en Saussure (fragmento aparentemen­ te anterior a los cursos de lingüística general, citado por Starobinski, Les mots sous les mots, págs. 15-16): a la runa, entidad literal, le son conferidas propiedades de significante. En esta indistinción consiste la impasse de los anagramas. 12. Para una exposición clásica de la lógica matemática como cál­ culo de letras, cf. P. Rosenbloom, The Elements o f Mathematical L o­ gic, Dover, Nueva York, 1950, págs. II-III y págs. 152-180. 13. Recíprocamente, si la matematicidad de la matemática no es defi­ nida por la letra, entonces, por una cascada de consecuencias, el corte galileano es borrado. Un ejemplo ilustre entre todos e infinitamente ad­ mirable: A. Lautman. Según Lautman, la matematicidad reside en la contemplación de seres matemáticos objetivos (independientes de las le­ tras que por ventura los designan); consecuentemente, la posibilidad de la física matemática impone reescribir el Timeo. La ciencia moderna puede y debe reglarse por la episteme platónica. Cf., a causa de su clari­ dad, el debate entre Cavaillés y Lautman, reproducido en Cavaillés, CEuvres completes de philosophie des sciences, Hermann, París, págs. 593-630 y, principalmente, págs. 605-609. * Lacan juega con la presencia en los términos en francés de vide: «vacío» (n. del t.).

Consecuencia comparaole, si la logicidad de la lógica no es defini­ da por la letra, cf. supra, cap. II, n. 17. 14. Ver la segunda lección, titulada «A Jakobson», en la que se ha­ ce expresa referencia a El Atolondradicho. Su tema central es el «cam­ bio de discurso». Ver también, en estilo protréptico, la sesión del 9 de abril de 1977, titulada «Vers un significant nouveau», Ornicar?, 17-18, primavera de 1979, pág. 16. 15. Lema I: la expresión «sujeto del inconsciente» es impropia; só­ lo está legitimada por su comodidad: estenografía la coincidencia real entre sujeto e individuo. Dejo a cuidado de los doctos el establecer si cabe evocar la doctrina cartesiana de la unión del alma y el cuerpo. Le­ ma 2: dado que el individuo del que se trata es un individuo biológico (cf. E., pág. 854), el inconsciente que lo afecta es también biológico. La hipótesis de Lacan^se dice también: el inconsciente como entidad biológica coincide, articulación por articulación, con las cadenas signi­ ficantes. 16. Me permito remitir a mi libro Les Noms indistincts, Seuil, París, 1983. Se observará que la teoría del nudo trilítero no es una teoría de lo cualquiera. Es incluso todo lo contrario. No es suficiente para su fe­ cundidad que se haya aislado la propiedad borromea, aunque sea nece­ saria para su definición; es necesario, además, que cada redondel esté cualificado: las letras, R, S, o I, estenografían esas cualidades. Si los redondeles son cualificados, no son cualesquiera. El nudo trilítero se despliega en las antípodas de la estructura cualquiera, que no califica nada. Por esta misma razón, puede fundarla y legitimarla como teorí? regional 17. Les Noms indistincts se atiene a esta posición. 18. Éste es el núcleo de sentido del artículo «La psychiatrie anglaise et la guerre» (L’Évolution psychiatrique, 1947, págs. 293-312); se podría leer en él, a través de los elogios a Inglaterra, la descripción de un adversario por venir: el mundo WASP, sometiendo Inglaterra a los Estados Unidos y reuniendo en cada uno de los dos países, en nombre de la ciencia ideal, lo más contrario al pensamiento libre. Una versión de ese mundo: la IPA. En 1960, Lacan concluía: «desviaciones noto­ rias en Inglaterra y América» (Subversión del sujeto, E., pág. 774); la mención de Inglaterra prohíbe reconocer aquí una variante de la denun­ cia del american way o f Ufe. 19. Este texto, leído en el seminario del 15 de marzo de 1980, es ana respuesta a L. Althusser, designado bajo el nombre de «Sr. A., filó­ sofo». En contraste, Lacan señala el título de una obra de Tristán Tzara:

Monsieur Aa, Vantiphilosophe. Se observará la proposición «la filoso­ fía es cosa terminada y finita»; no es ilegítimo interpretarla: «la filo­ sofía no tiene lugar en el universo infinito». Le agradezco a F. Regnault el haber llamado mi atención a esta referencia. 20. Lacan remite aquí al Ensayo sobre la indiferencia, de Lamennais. La referencia se encuentra en el S., XI, pág. 272. Se observará que la indiferencia freudiana en política tiene límites que no es forzoso aprobar; ella no prohíbe un marcado favoritismo por el sistema político inglés. Por ser casi la regla en los letrados europeos desde el siglo XVIII, este prejuicio no deja de expresar cierta necedad y contiene en germen algunos desarrollos posteriores. Cf. supra, n. 18.

CAPÍTULO V

La desconstrucción

El materna, sin embargo, conocerá su propia terminación. El hilo de los acontecimientos testimonia el episodio. La doc­ trina del materna estaba ligada a un correlato institucional: la Escuela freudiana; esa escuela era llamada escuela y freudiana porque estaba fundada en la triple hipótesis de que algo se transmite integralmente a partir de Freud, de que el sitio de una transmisión integral es una escuela y de que el medio de una transmisión integral es el materna en un tal sitio; actua­ ba hacia el exterior a través de una revista titulada Scilicet («tú puedes saber qué piensa la Escuela freudiana», éste era el epí­ grafe; a completar, dijimos, «gracias al materna»); esa revista tenía como modelo a Bourbaki, porque la matemática es el modelo de la transmisión literal y porque Bourbaki es el mo­ delo de la matemática literal. Ahora bien, la escuela fue disuel­ ta, por un instante. Aunque una escuela surgió en el instante inmediatamente ulterior, no se puede hacer como si el instante de disolución no hubiese sucedido. La revista Scilicet desapa­ reció. Por su nombre y su forma (artículos firmados), las revis­ tas que le sucedieron manifiestan que se ordenan según otras reglas, más clásicas. Paralelamente, el bourbakismo es ya una figurá clasurada en matemática, y hasta un punto que Lacan no podía ignorar. Es impensable que los accidentes históricos sean suficientes para explicar la correlación de tantas discontinuidades. Más

aún, en la medida en que el querer institucional en Lacan es siempre el síntoma de un acontecimiento doctrinal. Muy aleja­ do de cierta herencia francesa que lleva a los pensadores a sa­ tisfacerse, poco o más o menos, con lo que existe, antes que a transformar un dispositivo cualquiera, estaba cercano en este punto a Mallarmé. Este último creía que le estaba permitido a un sujeto crear instituciones; creyó en ello mientras creyó en el Libro. Es cierto que tuvo escasa posteridad. Se sabe bien que el Libro no se inscribió en la Sociedad; Mallarmé mismo quizá terminó dudándolo; Valéry, en todo caso, el más devoto de los discípulos, se apresuró a profesar que, en materia de institucio­ nes, no hay, para los poetas, alternativa alguna al conformismo. El Seminario, por sí mismo, no era conformista. Era una creación institucional, no menos robusta que la Escuela freudiana, más audaz quizás. A cada paso se vuelve a encontrar aquí a Mallarmé (se sabe que los carteles de la Escuela debían algo a las aritméticas del Libro). Cito a Mallarmé, pero tam­ bién hay que citar, evidentemente, a Freud: que un hombre que invocaba el ideal de la ciencia hubiese creído posible crear, fuera de las academias, fuera de los poderes públicos, fuera de las Iglesias, fuera de las corporaciones profesionales, algo del orden de una profesión nueva y algo como la Internacional de psicoanálisis, es, cuando se lo piensa, propiamente exorbitan­ te; lo primero que aprende un científico moderno es que, en materia de oficios e instituciones científicas, la creación es di­ fícil y raramente exitosa. Resiste raramente a la muerte bioló­ gica o legal de sus fundadores. La voluntad institucional de Lacan, como la de Mallarmé y la de Freud, es una excepción. Sin embargo, sólo se legitima, a sus propios ojos, vinculada a una aseveración doctrinal. Ciertamente, le está permitido a un sujeto crear instituciones en el orden del saber; pero con una condición: que este sujeto pueda, sin escándalo ni irrisión, ser supuesto a algún saber. Conviene, por lo tanto, otorgar la mayor importancia a las tur­ bulencias institucionales. No dependen de la crónica cortesa­ na, sino del saber lacaniano mismo.

La Escuela freudiana encontraba su soporte doctrinal en la doctrina del materna, que explicaba en qué sentido estaba per­ mitido saber y en qué sentido, por ende, una escuela era sufi­ ciente (o necesaria) como medio de ejercicio de ese permiso. Que la escuela haya sido disuelta por un instante significa, pues, una única cosa: el materna también fue disuelto. Y, así como la escuela recompuesta tras la disolución no es la mis­ ma que la precedente, de igual manera el materna reafirmado no es el mismo. Los textos no desmienten la conclusión a la que conduce la secuencia de los acontecimientos. Está claro que el uso de la matemática cambia con el seminario XX. Para decirlo bre­ vemente, la referencia matemática se encuentra en lo sucesivo absorbida por la teoría del nudo borromeo. No sin razón. El nudo permite palpar propiamente lo tocante a la letra y singu­ larmente a la letra matemática. Esclarecer las leyes del borromeísmo es, por lo tanto, esclarecer los fundamentos del mate­ rna en cuanto tal; es poner al descubierto el principio de su eficacia. Es justo que todo el esfuerzo recaiga sobre el punto estimado como determinante; si hablar tan sólo del nudo es hablar de lo único necesario, cabe pues atenerse a ello. Desde el inicio, sin embargo, algo debía impactar: aunque existe un abordaje matematizante de los nudos, no es esto lo que Lacan retiene. Más precisamente aún, todo sucede como si Lacan no se interesase en el nudo más que por lo que tiene de refractario a una matematización integral: «no existe nin­ guna teoría de los nudos. Hasta hoy día, no se aplica ninguna formalización matemática a los nudos...» (5., XX, pág. 156). El nudo se revela, entonces, como algo muy diferente de los diversos objetos topológicos -banda de Móbius, crosscap- utilizados precedentemente. La teoría matemática de es­ tos últimos está hecha; aun cuando no sea retomada directa­ mente por Lacan, su posibilidad general permite no abandonar el horizonte de la matemática como teoría general de todo materna posible («[mi exposición topológica] podía hacerse

con una pura álgebra literal...», El Atolondradicho, pág. 43). Para el nudo, las trenzas, etc., la situación es muy diferente. Sin duda vienen de la matemática, pero más bien a título de curiosidades; el nudo se agota en su mostración incansable­ mente variada («algunos artilugios», S., XX, pág. 156) y no requiere, para legitimar su eficacia, estar integralmente escri­ to. Esto no prohíbe, ciertamente, que los matemáticos se dedi­ quen a matematizar el nudo. Algunos lo intentaron con brillo, bajo la mirada atenta de Lacan. Quizás, en el momento en que escribo, se confirme que ellos u otros han tenido un éxito completo. No obstante, el nudo no había esperado su esfuerzo para funcionar en el discurso. Hay precedentes, ciertamente. Recuérdese la paradoja que instituye el doctrinal de ciencia; fue necesario, después de Galileo y Descartes, admitir a la vez tres cosas: que el univer­ so es integralmente pasible de una ciencia matematizada, que es infinito y que el infinito no es, al menos cuando la ciencia galileana se construye, un objeto matemáticamente claro1. No obstante, con bastante rapidez, el infinito dio lugar a un cálcu­ lo y a escrituras matemáticas, por opaca que fuese su signifi­ cación, hasta Bolzano al menos. De tal suerte que se podría reconocer en su emergencia la victoria de lo literal en cuanto tal, mucho más que su derrota. Con el nudo es otra cosa; es antinómico de la letra y, por ello, antinómico del materna2. Pues una falla mayor se abrió: el nudo puede sostener letras (por ejemplo, R, S, I), su borromeísmo muestra qué es lo literal, pero él mismo no estaba completamente literalizado: «a los nudos no se aplica, hasta el día de hoy, ninguna formalización matemática...». En conse­ cuencia, le toca a un objeto no literal la tarea de dar a ver lo concerniente a lo literal en su esencia. La letra no encuentra en sí misma con qué literalizarse suficientemente. Se piensa, ciertamente, en los diversos temas de la incompletud radical, recurrentes en Lacan; sin ser abandonados, ha­ bían perdido aparentemente su intensidad dramática, al menos mientras se atuvo a una matematización coherente con los

anhelos lacanianos: dispersa, no deductiva, local. Ahora bien, el nudo señala el retomo de los dramas; se podría volver a en­ contrar, modificándolos apenas, algunos logia antiguos; no había Otro del Otro, ni metalenguaje; no hay materna del ma­ terna, ni letra de la letra; sólo existe el nudo, que permanece, por más que se avance en su literalización, rebelde a una literalización integral. No es que en la época de Aun se suponga que dicha rebeldía es irreductible para siempre; nada impide pensar que la mate­ mática integrará un día la propiedad borromea. Pero, a medida que el trabajo matemático avanza, siguiendo el hilo de los se­ minarios posteriores, se discierne no sólo que el éxito se esca­ bulle sino que, en el instante en que se lo alcanzaría, la propie­ dad habría perdido lo que le otorgaba su valor. No sólo el nudo no está matematizado, sino que sólo funciona por no estarlo. Si al menos la matemática en cuanto tal hubiese seguido siendo lo que parecía ser. Pero esto tampoco es verdad. En Bourbaki, reinterpretado de manera adecuada, la doctrina de la letra, en tanto diferente de la doctrina del significante, encon­ traba sus fundamentos. Ahora bien, el rumor se volvía ya insis­ tente; pronto se hará tan intenso que habrá que prestarle aten­ ción: ¿y si Bourbaki hubiese muerto3? Esto querría decir que la matemática tiene un porvenir en el que quizá la literalidad se volverá subalterna. A través de Bourbaki, el hiperbourbakismo también se vería afectado. La­ can quizá concibió la sospecha al finalizar el seminario XX. Supongamos que así sea; el nudo, en tanto soporte de la letra matemática, no sostendría ya nada esencial porque, por hipó­ tesis, la letra ya no es esencial para la matemática. Quedaría reducido a su propia ausencia de literalidad. Nada sería ya en el campo de la letra, sino una figura de duelo: el duelo de la letra matemática y de su potencia. No es que el nudo no diga nada de la letra, ni que no haya letra, ni que no haya matemá­ tica, pero el nudo sólo dice algo de la letra por exceptuarse de ella; con el nudo, la letra se encuentra en la dimensión de su

propio desfallecimiento; la matemática, si conserva alguna fuerza, no es la de lo literal. Leyendo los seminarios que si­ guen a Aun, uno no puede negar la convicción de que todo se despliega justamente de esta manera. Así como el bastón nudoso se convierte en serpiente bajo la mirada del faraón, el nudo, de sostén para la imaginación, se vuelve entonces animal destructor. Destructor de la letra. Lacan no renuncia a ella, pero si letra debe haber, en lo suce­ sivo ha de buscársela en otra parte. A la matemática, a las cu­ riosidades que ofrece, le suceden lugares nuevos; los pasos se dirigen a Joyce, hacia el poema, hacia las Letras, en suma. Este movimiento se esboza, sin duda, desde Aun. Pero en ese texto jubiloso, el materna está en su acmé y el poema sólo aparece para confirmarlo. Saussure y Jakobson, abandonados en tanto garantes del primer clasicismo, retoman en una posi­ ción nueva, la de sujetos lingüistas (ése es el alcance, se re­ cordará, de la lingüistería), capaces en tanto sujetos y en tanto lingüistas de asegurar una transitividad entre letras matemáti­ cas y poemáticas. Así, puede leerse en Aun, a propósito de Parménides, una equivalencia, en el registro de la letra, entre los dos dispositivos del materna y del poema: «Afortunada­ mente, Parménides en realidad escribió poemas. ¿Acaso no emplea -e n esto priva el testimonio del lingüista- aparatos de lenguaje que se parecen mucho a la articulación matemática, alternancia después de sucesión, encuadramiento después de alternancia?» (S ., XX, págs. 31-32). Se observará el adverbio: una buena fortuna hará que la letra venida de las Letras y la letra venida de los Números se respondan armoniosamente. Soberano de las simetrías, venido a hablar personalmente al Seminario, Jakobson testimonia una vez más. Como había testimoniado antaño, pero por razones nuevas: «se cambia de discurso» repite Lacan en su presencia, «un nuevo amor» agrega, citando a Rimbaud (ibíd., pág. 25). Después de Aun, sin embargo, la simetría se rompe. El poe­ ma consuela, ciertamente; ¿no podría, algún día, suponiendo

que el nudo se escabulla, proponer un soporte más sólido a la literalidad? Pero también el poema inquieta, pues prolifera. Si es lo que el lingüista dice («alternancia después de sucesión, encuadramiento después de alternancia»), surge con cada des­ tello que provocaría, en el cristal de lengua, el juego -aleato­ rio o n o - de alguna faceta apareada con alguna otra. Los ca­ lambures homonímicos con que se teje la exposición a partir de los años ’70, no son agudezas; están disyuntos de todo Witz; constituyen, uno por uno, forcluido de todo sujeto, una célula literal, un átomo de cálculo poemático4. Pensables ini­ cialmente como integralmente homomorfos con la letra mate­ mática (de esta manera en El Atolondradicho, en el instante en que el materna es introducido, el juego de homofonía ya está ahí, presente desde el título), son como maternas dados por lalengua misma, que responden a los maternas construidos por un discurso. Análogos estrictos de la Osa Mayor, que ins­ cribe en el cielo estrellado, por un golpe de azar, el Siete, exactamente el mismo número cuyo cálculo se puede hacer, brillan, en la galaxia de lalengua, como constelaciones: a la vez contingentes y arquitectónicos. Pero sucede que la matemática ya no es indudablemente li­ teral. La analogía se corrompe. Entonces, los homófonos de­ vienen la única marca de la literalidad que permanece, no ya simétricos, sino haciendo las veces de un materna extenuado. Su multiplicación contrabalancea la mostración silenciosa de los nudos. Pero, a cambio, la confirma y la repite. Pues cada uno de esos juegos devora al otro. Hasta el pun­ to en que cada uno se devora a sí mismo. El poema, polimerizado al infinito ilimitado de lalengua, explota fijamente sobre el abismo. De un lado, los nudos taciturnos; del otro, a la vez disyunto de él mismo y omnipresente, el poema, testimoniado y abolido por su propia proliferación. Cada uno de los juegos de homofonía, en los títulos de los seminarios, en los desarro­ llos escritos, en el retomo incesante a Joyce, es como una cápsula que encierra la posibilidad de una letra surgida de la sola lengua, muy distinta de lo que la matemática, desde aho­

ra desfalleciente, proponía, pero sin embargo encargada de funciones exactamente idénticas. Salvo que la opacidad ame­ naza incesantemente con triunfar. El olvido puede siempre es­ tremecer a las constelaciones. Simultáneamente, la mano se cierra, falange tras falange, sobre la materialidad de los hilos. Como otrora, se cerraba cierta mano sobre las verdades. Hasta que el último acto de una enseñanza incansablemente continuada durante tantos años, la última palabra de tantos conceptos cautivantes, de análisis fulgurantes, de escrituras audaces, de invenciones perpetuas, se transforma en un mane­ jo mudo, indistinguible, a ojos del vulgo, de la manía solitaria. Se distinguiría de ella, ciertamente, si a través de él pudie­ ra asegurarse la integral transmisión de lo literal. Pero enton­ ces la ratonera se cerraría. Si tuviese éxito, el nudo probaría, por su real, que hay al menos un caso en que una transmisión integral no pasa por el materna -porque, no siendo una letra, el nudo no es un materna-. Si fracasase, en cambio, nada de lo que hace que la letra transmita se transmitiría. Quedaría so­ lamente el cristal de la lengua, materializado en el poema Pro­ teo, indefinidamente multiplicado en calambures; pero enton­ ces, ¿será integral la transmisión? ¿Habrá comenzado alguna vez acaso? Al final del recorrido, el nudo devino desvío de la letra, salvo que, por ese desvío, la letra [carta] llegue a su destino. Devino, propiamente, una antimatemática. Después de la anti­ lingüística que oculta la doctrina del significante y que exhibe la doctrina de la homofonía, después de la antipolítica que in­ duce la teoría de los discursos, después de la antifilosofía que oculta el primer clasicismo y exhibe el segundo. Se consuma, en síntesis, la anacoresis discursiva. El nudo era, por ende, mortal. El seminario XX, que lo introduce, ocupa un lugar de ex­ cepción en la obra de Lacan. Por su alcance doctrinal: se rea­ liza en él el segundo clasicismo lacaniano,,al mismo tiempo en lo que tiene de diferente del primero y en lo que aún lo liga

a él (tal es el título del seminario: Aun). Por su forma: la dis­ yunción de lo esotérico y lo exotérico se descubre allí provi­ soria; la forma de obra se une a la eficacia protréptica. Por su inversión, finalmente, digna de las tragedias: en su perfección misma, contiene en germen el factor letal por el que El Semi­ nario en cuanto tal será deshecho, desde el primero hasta el último libro. Evidentemente, la conclusión es fuerte. No se la puede afirmar sin prudencia. Con todo, los testigos de los últimos seminarios debieran ser quienes están más cerca de dar ese paso. Pensar en el Lacan de esa época es, invenciblemente, pensar en el Wittgenstein del final del Tractatus: hay que ca­ llarse sobre lo que no se deja decir; hay que mostrar aquello que sólo se puede callar. Ahora bien, Lacan se calla y Lacan muestra5. Lo que se muestra en silencio es aquello sin lo cual la transmisión del psicoanálisis no podría realizarse integralmen­ te. ¿Cómo escapar al razonamiento inductivo? Si el materna es abolido, entonces ya no se puede decir, no queda sino mostrar; ahora bien, después del seminario XX, Lacan, progresivamen­ te, no hace más que mostrar; quiere decir que el materna ha si­ do abolido. Al mismo tiempo, fue abolido el galileanismo en psicoanálisis: «El truco analítico no será matemático. Por eso mismo, el discurso del análisis se distingue del discurso cientí­ fico» (S., XX, pág. 141). No azarosamente, Lacan volverá a encontrar formulaciones antigalileanas del tipo de «la Naturaleza tiene horror del nu­ do» (Seminario R, S, /, Ornicar?, 3, mayo de 1975, pág. 101). Además de su forma, verdadero blasón que la historia elemen­ tal de las ciencias presta a los adversarios aristotélicos de Galileo, un tal logion acarrea una consecuencia radical: si la na­ turaleza tiene horror del nudo y si el nudo era una letra matemática, entonces la naturaleza y alguna letra matemática podrían ser incompatibles, lo que se opone directamente al axioma fundador de la ciencia moderna. Una de dos: o bien se

supone abolida la ciencia matematizada, y entonces el conjun­ to del doctrinal de ciencia cae, arrastrando consigo al segundo clasicismo lacaniano, en lo que éste tiene de común con el primero; o bien el nudo no es una letra; no es, por ende, un materna, y entonces es abolido el segundo clasicismo, en lo que tiene de diferente del primero. Como con el o alienante, se pierde siempre. De esta manera, el segundo clasicismo pasó en el instante en que parecía culminar. Lacan mismo le puso un término. El seminario XX, que constituye su cima, desencadena asimismo el mecanismo de su desconstrucción. Toda está ya hecho pe­ dazos, cuando Lacan elige, cerca de 1980, callarse. El nudo por un lado, el poema por otro; la cuerda y la letra; el silencio y el calambur. Se piensa en Etiopía. Lo que no está tan alejado de Wittgenstein. No cabe aquí comenzar una puesta en relación sistemática. No hay dudas acerca de que Lacan leyó a Wittgenstein; que haya sacado de esa lectura pocas conclusiones explícitas, tampoco es dudoso. Se puede prever, por lo demás, que algunos se apuren a leer el uno a través del otro; para lo que la coyuntura se presta: algu­ nas alas nuevas se agregarán de este modo al Castillo de las nieblas. Me atendré aquí a lo más elemental. Démonos lo que lla­ maremos el problema de Wittgenstein. Supongamos que haya, tal como parece haber propuesto este último, antinomia entre decir y mostrar. Existe lo que se dice y existe lo que no se di­ ce; entre ambos, la frontera es real e inatravesable. Lo que no se dice se muestra y al respecto hay que callarse; lo que se muestra, se muestra mediante cuadros. En el rango de lo que no se dice, y en consecuencia se maestra mediante cuadros, está la verdad de lo que se dice. Es claro que Lacan, en casi toda su obra escrita, consideró que el problema de Wittgenstein era a la vez real y tratable. Que no conducía al deber del silencio. De hecho, Lacan en­ contró el silencio muy temprano, en su relación con la verdad

-y se alejó de él-. Ya hemos recordado (cap. I, pág. 18) la de­ claración de 1946, que no podría ser suficientemente subraya­ da: «Después de Fontenelle me he abandonado al fantasma de tener los puños llenos de verdades para cerrarlos mejor sobre ellas». ¿Cómo ser más explícito? Cerrar la mano sobre las verdades es un fantasma; prestarse a ello, un abandono; y La­ can continúa: «Confieso esta ridiculez porque marca los lími­ tes de un ser en el momento en que éste va a dar testimonio»6. Entonces, hay que abrir la mano, es decir develar, es decir, ha­ blar y decir la verdad. Más aún cuando el silencio es, en el registro de io real, im­ posible. De esta manera hay que escuchar la prosopopeya: «Yo, la verdad, hablo» (La cosa freudiana, E., pág. 391, texto de 1955). Aquí Fontenelle parece refutado para siempre: para qué cerrar la mano sobre la verdad, si ésta habla. Se piensa en las Joyas indiscretas. La indiscreción de la verdad es procla­ mada -¿acaso es un azar?- en Viena, ciudad de Freud y de Wittgenstein. En otros términos, Wittgenstein tendría razón, pero sólo si aquello de lo que no se puede hablar consintiera en callarse. El punto es que no consiente en hacerlo. El in­ consciente es justamente eso. Ahora bien, ¿cómo consentir en no hablar de aquello que no se calla, cualquiera que sea el im­ posible que se encuentre al intentarlo? Y, ¿se trata de consen­ tir, cuando el silencio le es imposible al sujeto? Imposible hablar, imposible no hablar. De ahí las estrate­ gias del entre-dos, del medio-decir, del no-todo. El aforismo «la verdad no se dice toda» no significa que la verdad no se diga: ella se dice, pero no toda. Y diciéndose, aun no toda, no tiene que ser mostrada. No hay tablas de verdad. A la dicoto­ mía de Wittgenstein la detiene la lógica de lo parcial, de lo in­ completo, del entre-dos, del heteros: decir, es reunir lo radi­ calmente extranjero a sí mismo. En el programa del primer clasicismo, el significante ya emergía en el entrechoque del velamiento y el develamiento. Entre los comentarios repetidos que Lacan propuso del frag­ mento 18 de Heráclito: «oute legei oute kruptei, alia semai-

nei», se retendrá el siguiente: «el dios de Delfos fabrica signi­ ficante». Como si el significante, y sólo él, permitiese atrave­ sar las columnas de Hércules, entre decir y no decir. En la época del segundo clasicismo, la ética del bien decir se plan­ tea en una inversa simétrica de la última tesis del Tractatus: «Wovon man nicht sprechen kann, darüber muss man schweigen», ‘Sobre aquello de lo que no se puede hablar, hay que guardar silencio’ (trad. Granger). Que existan x tales que no se pueda (kónnen) hablar de ellos, que haya (müssen) que ca­ llarse respecto de ellos, sea; supongamos, sin embargo, que se llegue al deber (sollen), entonces el deber es bien decir7. En realidad, bien decir es reunir lo que no puede ser reunido. Esta heterología recorre la obra. En su primera forma, la doctrina del nudo no es más que una de sus versiones entre otras. Se encontró, respecto del materna, la referencia a la orthe doxa platónica, al cross-cap, a las escrituras russellianas y antirrussellianas. Éstos son dispositivos radicalmente antiwittgensteinianos. En sentido estricto, se sitúan a ambos lados de una frontera, considerada real e inatravesable; es lo que Wittgenstein siempre rechazó: «para trazar una frontera al ac­ to de pensar, deberíamos poder pensar los dos lados de esa frontera (deberíamos, pues, pensar lo que no se deja pensar)» (!Tractatus, Prólogo). Pero, después de todo, ¿qué es el in­ consciente, sino precisamente una frontera al acto de pensar, que el psicoanálisis, desde Freud, se propone pensar de los dos lados a la vez? En lo más íntimo del objeto freudiano, re­ side esa pulsación real de la que el medio-decir lacaniano es el garante más fiel. Hay que considerar solidarias, si el psi­ coanálisis es verdadero, a la Spaltung que hiende al sujeto co­ mo pensante y se denomina inconsciente, y la heterología que escinde y vuelve a unir los dichos. Renunciar a una es renun­ ciar a la otra. Mostración por mostración, el nudo trabó al medio-decir en tanto medio del bien decir, pero las trabas del medio-decir y la inaccesibilidad del bien decir son una aboli­ ción del inconsciente. Si el silencio no sólo es requerido sino también posible (‘debes callarte, entonces puedes’), es que la

verdad no habla y el inconsciente no existe. No hay cosa freudiana. Si Wittgenstein triunfa, si el nudo triunfa sobre lo es­ crito, no sólo Lacan es destruido. Se creería que, a fin de cuentas, la doble renuncia, la aboli­ ción y el silencio, establecieron su imperio. ¿El Wittgenstein del Tractatus sería entonces el Amo-Maestro absoluto? ¿Los cuadros que muestra lo transformarían en el Signorelli del pensamiento? O, más allá de él, ¿Gorgias, contra Sócrates, ha­ bría triunfado («no es nada; por otra parte, si es, es incognos­ cible; por otra parte, si es y es cognoscible, no es mostrable a los otros»)? ¿O el Wittgenstein de Kripke, que quizás invalide el Cogito y quizá sea una leyenda? ¿O el escepticismo anti­ guo, que quizá sea también una leyenda8? Sin embargo, no concluiré esto. Concluiré solamente en un marchitamiento del segundo clasicismo. Como el primero, él también se marchitó. Este acontecimiento tiene una causa de doctrina: la emergencia del nudo. Por un efecto casi maquinal, esta emergencia desamarra la instancia de la letra, la que, flo­ tando cual un navio en estado de ebriedad, prolifera indefini­ damente -bajo el banderín de Joyce-. El programa, entonces, es claro; después del final del segundo clasicismo, sólo perdu­ ra un problema, ¿qué relaciones mantienen (incompatibilidad o no, equivalencia o no) el «es mostrado» y el «es escrito»? La solución no fue desarrollada; aflora empero en algunos Scripta (Lituraterre, por ejemplo), el problema mismo no es aquí articulado más que por un lector, uno entre otros. No se puso fin, pues, al destronamiento del segundo clasicismo. La aguja se detuvo entre dos posiciones. Esto significa solamente que la obra de Lacan está inacabada. Comparable, dije, a las grandes obras materialistas. El De natura rerum se cierra con la gran peste de Atenas; nadie sabe cómo hubiese continuado Lucrecio; nadie sabe si perdimos lo que escribió o si eligió callarse, o si lo obligó la muerte o la sinrazón. ¿Se dirá por ello que la verdad de Venus es la muerte de todos y la puru­ lencia de cada quien?

En cuanto a lo que podía relevar al segundo clasicismo, na­ die debe asegurar nada. Pero se puede afirmar que el segundo clasicismo estaba terminado y que no era la última palabra.

NOTAS 1. Los problemas históricos son, por supuesto, mucho más compli­ cados. Recuérdese principalmente que a Descartes le disgustaba usar el concepto de infinito a propósito del Universo. 2. Se observará la emergencia de la palabra pathema, en el semina­ rio R, S, I, dos años después de Aun y de El Atolondradicho (cf. en Ornicar?, 5, invierno de 1975-6, págs. 17-28, la transcripción de la sesión del 11 de marzo de 1975, bajo el título «Le pathéme du phallus»). No hay necesidad de ser gran erudito para escuchar allí el forclusivo pas* que afecta al materna, así como afecta al operador del todo en la doctri­ na de la sexuación (sin perjuicio de otras conexiones: con el pathein, por ejemplo). 3. La consigna apareció en el ’68. Según uno de sus autores (comu­ nicación personal), era prematura en esa fecha, pero también premoni­ toria. Cinco años después había devenido verdadera. 4. Muy reveladores, los desarrollos de la sesión del 19 de abril de 1977, titulada «Vers un significant nouveau», Ornicar?, 17-18, prima­ vera de 1979, págs. 15-16; apoyándose en los trabajos de F. Cheng re­ feridos a la poesía china escrita y renovando su homenaje a Jakobson, Lacan se dirige a los psicoanalistas: «¿Ser inspirado eventualmente por algo del orden de la poesía para intervenir en tanto psicoanalista? Es esto, en efecto, hacia lo que tienen que volverse [...]. No es del lado de la lógica articulada -aunque me deslice en ocasiones hacia ella- donde ha de sentirse el alcance de nuestro decir...». Difícil no leer, en lo que se dice de la lógica, un licénciamiento del materna. 5. Sobre la relación de Lacan con Wittgenstein, cf. E. Roudinesco, Histoire de la psychanalyse en France, 2, Seuil, París, 1986, págs. 563-565; Jacques Lacan, Fayard, París, 1993, págs. 469-470. 6. Vale la pena citar el dicho de Fontenelle en forma completa: «Aunque tuviese la mano llena de verdades, no la abriría para el pue­ * del t.).

«No», en francés, homófono de la sílaba inicial pa de patheme (n.

blo». Tal es al menos la versión que da de ella O. Guerlac, Les Citations frangaises, A. Colin, París, 1954. Se reconoce en ella la doctrina clásica de los letrados, a la que los modernos, en tanto tales, renuncia­ ron después de la Ilustración y la Revolución (cf. Leo Strauss). Se ve que Lacan depuró y despolitizó la cita; ello se debe a que es moderno (a causa, principalmente, del doctrinal de ciencia). Puede dudar entre abrir o cerrar la mano; pero no será, cualquiera que sea el caso, para mantener al pueblo a distancia. Como mucho, a los canallas (Télévi­ sion, pág. 67): no es la misma cosa. 7. Recordemos que la ética del Bien-decir es propuesta por Lacan como respuesta a la pregunta kantiana: «¿Qué debo hacer?» (Was solí ich turíT), Télévision, pág. 65. En Wittgenstein, el sollen depende de lo que no puede ser dicho, por lo tanto no se lo dice, se lo muestra (Tractatus, 6. 421). En Lacan, el sollen depende de lo que no puede ser dicho todo; por lo tanto, se lo debe bien decir. 8. La interpretación escéptica que Kripke da de Wittgenstein ha si­ do rechazada por autores competentes. La interpretación del escepticis­ mo antiguo, que Brochard principalmente volvió clásica, fue cuestio­ nada, con argumentos sólidos, por J.-P. Dumont. Poco importa aquí. Hay una figura del escepticismo en Lacan: «es sostener la posición subjetiva —no se puede saber nada», S., XI, pág. 231-. La considera al mismo tiempo como heroica y como irrepresentable para los moder­ nos. A causa, principalmente, de Descartes y del Cogito. Pero, ¿qué queda del Cogito en la época del nudo y de lalengua?

Impreso en octubre de 1999 en Talleres Gráficos Leograf SRL, Rucci 408, V. Alsina, Argentina