La invención de la literatura [1 ed.] 8483063972

Os gregos e os romanos da Antiguidade: liam por gosto de ler? Qual era sua atitude diante da recitação de um poema? Como

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La invención de la literatura [1 ed.]
 8483063972

Table of contents :
Introducción. Por un uso diferente de la Antigüedad: la alteridad fundadora - 7

I. La cultura de la ebriedad: cantar para decir nada - 29
1. La canción de Cleobulo - 37
2. La invención de Anacreonte - 71

II. La cultura del beso: hablar para no decir nada - 135
3. Los juegos de Catulo - 149
4. Besos a la griega y cocina romana - 171

III. La cultura del cuento: libros para no ler - 227
5. Los cuentos de El asno de oro - 237
6. La escritura entre dos voces - 269

Conclusión. Entropía de los cambios culturales - 325

Anexo. Documentos curiosos. Traducciones del fragmento 2 (357) - 339

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Así, no garantizo teza alguna si m a t a conocer hasta qué punto lieg < ?stös momentos I ento que tengo, Que no se fijen {ue tes doy. Que vean, por lo qiu ■con qué realzar mi tema. Pues hçÆ dieari puedo decir tan bien, ya sea por l por la pobreza de mi juicio. No cuentM ^l.^^M rm ^É^iM /^W io.W si hubiera querido hacer valer el número, habría cargado con el doble, lodos son, o casi todos, de nombres tan fam osos y antiguos que no necesitan presentación. De las razones e ideas que trasplanto a mi solar y que confundo con las mías, a veces he omitido a sabiendas el autor, para sujetar las riendas a la temeridad de esas sentencias apresuradas que se lan: suerte de escritos, espécialmente sobre los jóvene de autores aún vivos y en lengua vulgar ,; que perm i\ todo el inundo y parece.. acu Uiión e ¡mención. Quiero

FLORENCE DUPONT

quiero decir con ch Wmicio Wiedimme la simple distinción de la fuerza y la bM eA aË m -.s id A. Ρ^Λνο. que por fa lta de memoria no puedo | p i s ^ ^ l a s , c g j^ ^ n ie n to natural, me ís de aue m. modo ricas ha me engaño y de si hay vanidad y vicio en mis juicios que yo no sienta o que no sea capaz de sentir al ponérmelo ante los ojos. Pues a menudo se les escapan las faltos a nuestros ojos, mas la enfermaedad del entendimiento consiste en río poder verlas cuando otro nos las descubre. Pueden la ciencia y la verdad alojarse en nosotros faltando y puede·,- ttsmiisn#), estar presente el juicio sin ellas; sí, y el reconocer la ignQrançia es una de las más herniosas y seguras pruebas de juicio que. pueda encontrar. No tengo más sargento de banda para ordenar mis piézas que e ^k a r. Amontono mis fantasías "-idida que hacen acto de preseu^m; ora se apelotonan en masa, vienen en fila. Quiero q u e s J B a m i andar natural y ordinario, desgarbado que sea. Ù éjcÆ t llevar tal y como estoy; por ello lay aquí materia que- no/cjJf n u m itido ' ivnorar o hablar de de form a casual y temeraria. Mucho me agradaría tener un ¿cimiento más p etft$ ¡f£ ¿ ^[y^¡¿ £ ¿ ^p a s no quiero comprarlo

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Florence Dupont es profesora en la Uni­ versidad de Nancy II y miembro del Centro Louis Gemet en París.

Los griegos y los romanos de la Antigüedad: ¿Leían por el gusto de leer? ¿Cuál era su actitud durante la recitación de un poema? ¿Cómo entendían el acto literario? ¿Inventaron ellos la Literatura? Este libro se centra en contarnos cuáles y cómo eran las relaciones de los antiguos griegos y romanos con esos textos que hoy llamamos Literatura. Integrando la antropología histórica y el análisis lingüístico, se propone reconstruir la cul­ tura viva — «la cultura caliente»— de los antiguos, la de la «fiesta» y el «banquete», normalmente oculta por la cultura monumental y académica — «la cultura fría»— , la de las bibliotecas y escuelas. Tendiendo puentes entre la Antigüedad y el tiempo contemporáneo, relacionando, por ejemplo, el symposium con el flamenco, también nos obliga a recordar que prácticas culturales populares y minoritarias hoy en Europa, sean tradicionales o no, son las herederas, quizá más cabales que nuestra cultura literaria, de aquellas culturas griegas y romanas «vivas».

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FLORENCE DUPONT

LA , INVENCION DE LA LITERATURA

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FLORENCE DUPONT LA INVENCIÓN DE LA LITERATURA

E D I T O R I A L

DEBATE

Primera edición: abril 2001

Versión castellana de JUAN ANTONIO MATESANZ Revisión de la traducción de RODRIGO VILLARROEL

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidas la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella, mediante alquiler o préstamo público.

Título original: L’i nvention de la littérature © Éditions La Découverte, 1994, 1998 9 bis rue Abel - Hovelacque, 75013 Paris © De la traducción, Juan Antonio Matesanz, 2001 © Florence Dupont, 1994 © De la presente edición, Editorial Debate, S. A., 2001 O’Donnell, 19, 28009 Madrid Publicado con la colaboración del Ministerio de Cultura de Francia I.S.B.N.: 84-8306-397-2 Depósito legal: B. 10.649-2001 Diseño de la cubierta, J. M. García Costoso Compuesto en Versal A. G., S. L., Juan de Arólas, 3, Madrid Impreso en A & M Gráfic, S. L„ Santa Perepétua de Mogoda (Barcelona) Impreso en España (Printed in Spain)

Para Emmanuelle, Pierre, Raphaelle, Thierry, Catherine, Arnaud, Sandrine, Stéphane, Romain, Estelle, Emmanuel, Françoise, Franck, M arie-Donny, Marc, Florence, Michéle, N athalie, Damien, Sophie, Éric, Claire, Claire-Akiko y los otros «seminaristas» de los martes y luego de los miércoles. G racias por vuestra paciencia y vuestras objeciones. G racias por vuestros trabajos sobre la lectura, las epísto­ las, la creación del poeta, el am or masculino, e l teatro, la peste, los jardines, la memoria o el exilio, que me han sido ú ti­ les en innumerables ocasiones a l escribir este libro.

In t r o d u c c ió n

POR UN USO DIFERENTE DE LA ANTIGÜEDAD: LA ALTERIDAD FUNDADORA

Invitación a l v ia je En este fin de siglo los viajes geográficos raramente nos lle­ van m uy lejos. Dentro de poco, sólo nos quedarán los viajes en el tiempo para comprobar que Yo soy Otro. N uestra historia occi­ dental es rica en exotismos; los m edievalistas, en particular, sobresalen en este redescubrimiento de la pluralidad de mundos sumergidos en nuestro pasado. Resucitar la hum anidad de esos ancestros que tan poco se nos parecen es como descubrir que esta­ mos emparentados con otras civilizaciones que creíamos total­ mente ajenas, desde las profundidades de África hasta las orillas del Pacífico. Hoy en día, Grecia, y sobre todo Roma, vuelven a estar de moda entre los editores; pero esta moda es engañosa cuando exal­ ta sin m edida la pretendida modernidad de los antiguos Es de temer que, al exaltar sus orígenes griegos y romanos, nuestra época trate de aliviar un presente harto incierto: al presentar a la Antigüedad como inventora de la literatura, la filosofía y la his­ toria, del humanismo, de los derechos del hombre y de la demo­ cracia, se la está conminando a ser el testigo de los siglos ante 7

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nosotros, los europeos d e . hoy, certificando que nuestra civ ili­ zación no puede ser mortal, puesto que es la civilización. Según esto, Sófocles y Sócrates, Séneca y Cicerón serían nuestros con­ temporáneos y su eternidad sería la nuestra. Pero cabe otro uso de la A ntigüedad, más extrañador. Este libro quisiera invitar a descubrir la ajenidad de los antiguos y, de este modo, reencontrarnos a nosotros mismos en nuestra diversi­ dad inhibida. Un viaje por el Mediterráneo de hace dos m il años nos ayudaría a descubrir otras realidades humanas en esos griegos y en esos romanos de los que nos consideramos herederos. Nos sería bastante difícil reconocernos en aquellos hombres cuya vida cotidiana está tejida por la ritualidad, en la que la religión no es una fe sino la acumulación de animales sacrificados, la m anipu­ lación de entrañas sanguinolentas m ediante las que se comunican con los dioses; antiguos para quienes creer en una vida ulterior en un mundo después de la muerte constituye una superstición digna de galos bárbaros, una fábula que sus sacerdotes difunden entre los espíritus ingenuos para que los guerreros no teman a la muerte. ¿Qué podríamos comprender nosotros de esa gente sin interioridad, cuya identidad pasa para cada uno por la m irada de los otros, el único espejo que se les ofrece para cobrar conciencia de sí mismos, precisamente nosotros que hacemos de la intros­ pección una práctica casi nátural? ¿Qué podríamos compren­ der nosotros de esta ciudad romana en la que la identidad de un hombre está compuesta exclusivamente de relaciones interperso­ nales, incluidas las de su identidad cívica? Roma no fue un Esta­ do de derecho en el sentido en el que nosotros lo entendemos; en ella, el individuo no se definía sólo ante la ley. ¿Qué podemos pensar de los nobles atenienses, para quienes la droga y la pede­ rastía son formas superiores de la cultura y de la herencia de la elite? ¿Qué pensar de los romanos, que consideran un defecto la esperanza y para quienes el verdadero valor en un naufragio no estriba en colgarse para sobrevivir sino en dejarse hundir lo más deprisa posible? Si quisiéram os enum erar las curiosidades de los antiguos, no acabaríamos nunca. Este libro lim itará su exploración a los

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modos no menos curiosos de em plear la oralidad y la escritura por parte de los griegos y los romanos, continuando así un libro precedente dedicado al banquete homérico y al canto del aedo 1.

Escritura u oralida d: razón u tilita ria y razón sim bólica Así pues, vimos que el redescubrimiento de la Grecia arcaica representó la oportunidad de criticar una historia de la escritura basada en la razón u tilitaria2 y que convertía la escritura en una téc­ nica cuyo descubrimiento revolucionó supuestamente la cultura de quienes tuvieron acceso a ella, y cuyos progresos, paso del ideogra­ ma al silabario y, a continuación, del silabario al alfabeto, acompa­ ñaron en principio los avances de la civilización3. Gracias a la escri­ tura, los hombres habrían tenido acceso a la democracia, la historia, la literatura y la filosofía, en una palabra, a la razón. De este modo, la escritura habría arrancado a Grecia, y después a Roma, del mito, lo irracional, la religión, la sumisión, la barbarie, la Edad Media (sic). Los monumentos de ese milagro en los orígenes de la civilización serían la lita d a y la Odisea, las tragedias de Sófocles, las Odas de Horacio, las Bucólicas de Virgilio y las comedias de Terencio. Desde hace algún tiempo, esta concepción ya ha sido puesta en tela de juicio por los historiadores y los lingüistas: la historia de los signos gráficos no es la de una técnica, sino la de los diferen­ tes papeles que cada civilización ha podido decidir confiar a una memoria objetivada en inscripciones de naturalezas d istin tas4. 1H omère et Dallas. Introduction à u n e critiq ue anthropologique. Hachette, Paris, 1991. 2 Este término fue propuesto por el grupo Mauss, y la noción fue desarrollada por Alain CAILLÉ en C ritique d e la raison utilitaire, La Découverte, Paris, 1989. 3 Éric A. HAVELOCK, Aux origines d e la civilisation écrite en O ccidente, Maspéro-La Découverte, Paris, 1981. A pesar del innegable interés de este libro, el autor sigue viendo en la escritura alfabética una técnica de memorización que ha reem­ plazado a la memoria oral. 4 Véase en Écritures II (Anne-Marie Christin, ed.), las contribuciones de

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Por ejemplo, las tablillas descubiertas en Creta o en Pilos, archi­ vos de los almaceneros reales, no son los ancestros balbucientes de las leyes o de los poemas de Solón, habida cuenta que los grie­ gos habían «olvidado» la escritura al cabo de decenios de inva­ siones (¿) y de regresión cultural (?), la famosa «Edad M edia griega» donde se sitúa también la epopeya homérica. Como si una colectividad humana que u tiliza una forma de escritura para un campo de actividad hubiera de em plearla automáticam ente para todos los terrenos en que nosotros, gentes del siglo X X , la u ti­ lizamos. Conviene pasar de una concepción u tilitaria de la escri­ tura a una concepción sim bólica5. En Homère et D allas pretendimos mostrar que la epopeya homérica quedaba enteramente en el ámbito de la oralidad, en el sentido en que un canto de aedo fue siempre una recomposición improvisada en el propio sentido del banquete. La epopeya homérica, que es sin duda la palabra gu ía de la cultura griega arcaica, no puede conservarse bajo la forma de un enunciado único, fijo y definitivo, es decir, bajo la forma de un texto, sin que pierda su razón de ser6. Porque la epopeya griega arcaica pone a los hombres en relación con Mnemósine, la Memoria divina del mundo, en el marco ritual del banquete sa crificial, por interm e­ diación del aedo, cantor de epopeya, tañedor de cítara y sacerdo­ te de las Musas. Ese saber divino al que acceden de este modo no es un saber humano, un saber de la m ism a naturaleza que una lista de mercancías establecida por un alm acenista de Pilos, des­ contando instrumentos aratorios y jarras colmadas de cereales o de aceite. Es un saber efímero y m usical, sólo accesible a los hom­ bres en un banquete ritual, y no puede atesorarse como mera mercancía. La escritura es una lengua diferente de la palabra. El hecho de que la cultura homérica sea exclusivamente oral, y sólo eso, no se debe a una carencia de escritura, sino al papel que se Dominique C h a r p in , Jean-Marie DURAN y Pascal VERNUS; cf. igualmente Mar­ cel DETIENNE (ed.), Les Savoirs d e l ’é critu re en Grèce ancienne, Presses Universitai­ res de Lille, Lille, 1988, «Introduction» de Marcel DETIENNE. 5Jack GODOY, La Raison graphique, Ed. De Minuit, Paris, 1979. 6 Gregory N agy , Le M eilleur des Achéens, trad, francesa, Le Seuil, Paris, 1994. 10

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confirió entonces a la escritura, un papel profano y económico — a diferencia de los jeroglíficos egipcios, que son una lengua sagrada— ; de ahí que, en Grecia, la relación con los dioses pase a través de la palabra. Pero la elección de los poemas homéricos, y más concretamente de la Odisea, acaso no sea la mejor para refle­ xionar sobre la oralidad y la escritura en la Grecia antigua. Pues el texto que poseemos no es la transcripción de un resultado real, sino un montaje de varios resultados aédicos, destinado a pro­ porcionar un texto escrito para las recitaciones solemnes. Así, la llía d a y la Odisea que poseemos ya habían sido transformadas en monumentos del helenismo por un tirano ateniense, aunque ese montaje no parece que haya afectado a las técnicas de composi­ ción del poema, cuya fabricación es deudora de la enunciación épica tradicional. Así pues, cuando hablamos de epopeya homé­ rica se trata de la epopeya tal como se la practica en los poemas homéricos y no de la Odisea y de la llía d a como ahora las posee­ mos. Por tanto, el texto de Homero es al mismo tiempo dem a­ siado oral y demasiado escrito como para ser el mejor punto de partida de esta reflexión. Demasiado oral, puesto que el canto aédico es resultado de una oralidad tradicional que nada debe a la escritura, lo que en la ciudad griega clásica e incluso arcaica ha desaparecido; demasiado escrito, ya que los enunciados épicos que poseemos no son las huellas de una enunciación épica real. Nos proponemos, pues, renunciar a esta ruptura engañosa entre una Grecia pre o protohistórica sin escritura y una Grecia histórica provista de escritura, pasando de la tradición oral, pro­ pia de los pueblos prim itivos, a una memoria escrita, caracterís­ tica de los pueblos civilizados. Los griegos y los romanos, como nosotros mismos, siempre utilizaron, si bien de manera diferen­ te, lo oral y lo escrito sim ultáneam ente, aunque en proporciones y con usos diversos según las épocas. De todas maneras, no con­ viene em itir juicios globales, ya que cada tipo de palabras ha modificado su relación con la escritura a lo largo del tiempo y en fechas distintas. Si tomamos el ejemplo de la epopeya, la falla no se produce entre una cultura arcaica y oral y una cultura evolucionada y 11

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escrita, resultado de una mutación histórica (el «m ilagro grie­ go »), una que recita y otra que lee al mismo Homero, sino entre una cultura que opta por confiar en cantores inspirados por su memoria activa, que diviniza, sin dejar por otra parte de utilizar la escritura, y esta m ism a cultura que toma sus distancias res­ pecto de esa tradición, y fija determinadas palabras de esos sacer­ dotes cantores, empleando el mismo sistema gráfico que el que le sirve para publicar sus leyes. Desde luego, ese tránsito no se ha podido realizar sin cierta conmoción tanto en el terreno de lo oral como en el de lo escrito, ya que semejante mutación de la memo­ ria épica supone también un cambio en el uso de la escritura, que, después de haber servido en un principio para las inscrip­ ciones, se utiliza para las transcripciones. El canto homérico de los banquetes griegos no está registrado en la lita d a o en la Odi­ sea y conservado después merced a los papiros de los gramáticos de Alejandría; se trata de tres realidades diferentes: un canto ritual de posesión, inasequible por medio de la escritura, la reci­ tación solemne en Atenas de dos textos fijados por la escritura y un libro guardado en el fondo del palacio de los Tolomeos. De manera global, la cultura griega poshomérica es tan oral como la de la Grecia homérica, y, al propio tiempo, escrita, aun­ que ambas lo sean de forma distinta. H ay que ir mirando caso por caso, dado que hay escrituras y oralidades, m ultiplicidad que se corresponde con funciones simbólicas distintas. Baste un ejem ­ plo: no podríamos confundir la escritura-transcripción, que sirve para hacer hablar a las cosas mudas, a los objetos, a los muertos, al pueblo, con la escritura-inscripción, que sirve para registrar palabras vivas y conservarlas.

O ralidad, escritura-lectura y cultura griega A sí pues, este libro se propone descubrir una doble tradición en el origen de nuestra cultura europea. Por un lado, una tradi­ ción de escritura, más reciente, sin duda más lim itada de lo que se ha pretendido; por otro lado, una tradición de poesía (oral), 12

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una poesía ritual que se inscribe en la relación que mantienen los hombres con los dioses y que, como el sacrificio, define su iden­ tidad de hombres civilizados, griegos o romanos. En el seno de esta doble tradición, veremos que la prioridad sim bólica se dio siempre a lo oral, mientras que la escritura aparece a menudo como su auxiliar. Esta cultura poética no es solamente oral en el sentido técnico, apela a todo el cuerpo de los cantores y de los auditores — que suelen ser los mismos— movilizando sus senti­ dos, y crea un vínculo social, a veces efímero, entre todos los par­ ticipantes. ¿Hasta dónde se extendía la oralidad griega? Mucho más allá de la poesía. Se halla en el corazón del «m ilagro griego ». La filo­ sofía era una enseñanza oral. Pitágoras rechazaba cualquier forma de escritura. Sócrates hablaba pero no escribía — conocemos el famoso pasaje del Pedro sobre este p unto7; además, esta enseñan­ za filosófica se hacía dentro de un espacio ritual e im plicaba prác­ ticas religiosas8. El propio Aristóteles, al fundar el Liceo, creó una asociación cultural. Los peripatéticos tienen un santuario, cele­ bran banquetes sa crificiales y constituyen un colegio religioso — un tbyas— . Ciertamente, la enseñanza de Aristóteles es doble, exotérica y escrita para los profanos, pero sus libros no son sino saber clasificado, esotérico y oral para los iniciados — lo que nosotros poseemos de ellos son tan sólo notas tomadas por su auditorio— . De lo cual se deduce que la escritura ha de servir exclusivamente para archivar un saber de almacenista y no para transm itir un discurso problemático que edifica un conocimiento. La m ism a democracia griega se fundó sobre una palabra polí­ tica esencialmente o ral9, y la escritura servía únicam ente para las 7 P la t ó n , Phèdre, 275 y ss., y su comentario en Jacques D e r r id a , La D isém ination, Seuil, París, 1972: «La pharmacie de Platon», págs. 71-197. [Existe versión española de ambas obras: Fedón. Fedro, Madrid, Alianza Editorial, 1997. Traduc­ ción de Luis Gil Fernández. La disem inación, Madrid, Editorial Fundamentos, 1975. Traducción de José Martín Arancibia.] 8 P. M. F r a se r , P tolem aic Alexandria, 3 vols., Oxford, 1972, I, pág. 314. ’ C la u d e CALAME, Le R écit en G rèce ancienne, K in ck sieck , Paris, 1986, y E. A. H avelo ck , op. cit., p ág. 13.

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cartas de los embajadores, para los testimonios en los procesos y para la publicación de las leyes. También en este caso la célebre divergencia entre leyes escritas y humanas, y leyes orales y d i­ vinas, es una bonita fábula que conviene devolver al país de los sueños10. En general, la Grecia clásica desconfía de la escritura cuando pretende transcribir y conservar la palabra de los vivos, y recela asimismo de la lectura que somete al lector a la voluntad del escritor, ya que la función más antigua de la escritura griega no fue la de registrar las palabras de los hombres sino hacer hablar a las cosas mudas, copas o estelas funerarias, merced a una oralización de la inscripción por el le cto r11. Recelo justificado, puesto que la escritura aparece en la época de Alejandro como un ins­ trumento de poder y de dominación, un medio de conquistar el mundo, y la promoción del libro, soporte y vehículo de la cultu­ ra griega, es indisoluble del fin de la libertad: el im perialism o macedonio triunfa en la biblioteca de Alejandría. También aquí, cuidado con ver en la m ultiplicación de los libros a través del Mediterráneo, Alejandría, Pérgamo o Roma — esta lo cu ra12 denunciada por Séneca bajo el Imperio romano— una m ultiplicación de los lectores, y cuidado con hacer comenzar la literatura a partir del reinado de Alejandro, pues habría que pro­ bar todavía que esos lectores potenciales fueron lectores «lite ­ rarios». Conocemos muchos ejemplos de esas «literaturas sin lector». Por ejemplo, en la biblioteca de Asurbanipal se descubrió un cor­ pu s de textos que, a ojos contemporáneos, hubieran podido pasar por «literarios», hasta el día en que se demostró que se trataba de textos profilácticos, destinados a ser recitados ritualmente en deter­ 10 Marcel DETIENNE, Les Savoirs d e l ’é critu re en Grèce ancienne, op. cit., págs. «L’espace de la publicité», y Giorgio C a m a s s a , ibid., págs. 1 3 0 -1 5 5 . " Sobre la representación de la lectura en la Grecia antigua, cf. el libro funda­ mental de Jesper SVENBRO, Phrasikléia. A nthropologie d e la lecture en Grèce an cien ­ ne, La Découverte, Paris, 1988. 12 SÉNECA, D e breuitate uitae, XIII, 3. [Existe version española: De la brevedad d e la vida, Madrid, Mediterráneo, 1985.]

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minadas ocasiones. «Podemos leer un relato sobre peste como un relato, pero no era ése su destino sino que tenía una función de conjuro» 13. Escribir es un prim er acto cuya finalidad sólo se reve­ la por el segundo que im plica generalm ente, leer, y hay muchos tipos de lectura. Un texto profiláctico no se puede leer como una obra literaria, si no es ocultando su verdad histórica. Un ejemplo más: si el libro XIII de los Epigramas de M arcial se vendía bien en las librerías de Roma, era porque se trataba de una colección de cortos poemas que acompañaban a los regalos, los xenia; los romanos compraban el libro de M arcial no con idea de leerlo sino para extraer de él dedicatorias poéticas destinadas a sus envíos, ya copiaran sin más los versos de M arcial o hicieran alguna im ita­ ción de circunstancias. A sí pues, la cuestión de la cultura escrita y de la cultura oral en la Grecia antigua, como en cualquier sitio, no es una cuestión de datación — este libro nunca anunciará de manera teatral: «H e aquí el día en que comenzó la literatu ra»— si se tienen en cuen­ ta únicamente los actos de escritura, puesto que la escritura supo­ ne una lectura y existe gran variedad de aquéllos. Un estudio que se instale de manera resuelta en la distancia histórica debe reconstruir las prácticas de lectura de los antiguos para tratar de averiguar si verdaderamente, en uno u otro momento, leer un libro o una inscripción dio a un griego o a un romano el placer total que le ofrecían las prácticas culturales «orales» asociando a las palabras la música y otros placeres del cuerpo.

La invención de la litera tu ra Desconfiemos, pues, de esas «literaturas sin lectores», de esos escritos que no estaban destinados a un público literario. Esto nos lleva a definir sim ultáneam ente la literatura desde el punto de vista de su producción y desde el punto de vista de su recep­ 13 Dominique C h a r pin , «L’Appropriation de l’oral», Cahiers Textuels, Univer­ sité de París-VII, pág. 58. 15

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ción, una recepción inscrita y prevista en una escritura que se da como tal y propone una lectura organizada de antemano. La exis­ tencia de la literatura supone una secuencia abierta por una escri­ tura específica, y cerrada por una lectura no menos específica. En otras palabras, sólo hay literatura donde existe, dentro de un horizonte de expectativas, una institución literaria. Es una de las propuestas de M ichel Charles en La R hétorique de la lecture 14. En ella critica la idea adm itida generalm ente de que en todo texto escrito, cualquiera que sea, la literatura «ya está ahí» n. Precisa que «la literatura forma parte del texto, se halla inscrita en é l» , no podemos imponerla desde el exterior si no se encuentra ya en él. No todo texto es legible. «En la lectura, por la lectura, un texto equis se constituye en literario; poder exorbi­ tante, pero compensado porque el texto “ordena” “su lectura”» y «si lo que convierte a un texto en texto literario es la lectura que hacemos de él, esta lectura está plasm ada de modo colateral en el texto y como tal es reconocible» l6. Por consiguiente, ninguna lectura transformará una palabra registrada en la escritura en un texto literario, «ya que un texto legible im plica procedimientos textuales que posibilitan su lectura». Por tanto, tam bién leer a Homero o a Plauto como textos literarios depende estrictam ente de la invención, es una fantasía pura, una desviación, aunque siempre sea posible reivindicarla como tal y que esa desviación tenga efectos creativos en los lectores, como cualquier procedi­ miento im aginario. La institución literaria establece un contrato social entre el escriptor ausente y su lector, contrato que es el único que da acce­ so al texto Ese contrato se inscribe en el texto y perm ite que el texto leído no sea el mensaje de nadie a cualquiera. Ciertamente, la retórica de un texto literario impone un tipo de enunciado m uy particular que pre-existe gracias a la institución literaria y que será la única que dé vida al enunciado. El texto va a convenMMichel CHARLES, La R hétorique d e la lecture, Le Seuil, París, 1977. 15 Ibid., pág. 79. 16 Michel C h a r le s , La R hétorique d e la lecture, op. cit., págs. 9 y 61. 16

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cer al lector de que pertenece a la literatura, que merece conser­ varse una vez leído para que pueda ser releído. «El modelo de lec­ tura de un texto literario debe re-actualizar constantemente el proceso de transformación (que es la lectura), darse no sólo a leer sino a releer» 17. Y es que el texto literario se presenta en aparien­ cia inacabado, es una palabra privada de «su padre», por em ­ plear la expresión de Platón, o, como diríamos nosotros, un enun­ ciado sin sujeto de enunciación. Pero, en vez de que esta ausen­ cia sea una carencia, la desaparición del sujeto del enunciado, que deja entonces de decir la ausencia del sujeto de la enunciación, perm ite la instalación de otro sujeto y de otra enunciación, la lec­ tura y el lector. El lector se apropia del enunciado según las reglas que le indica la retórica del texto, aquí y ahora. De este modo, la literatura se instala entre insignificancia y polifonía, el doble des­ tino de toda palabra registrada, que por sí m ism a no dice nada y a la que el lector puede hacerle decir todo lo que él quiera. Efec­ tivamente, la escritura literaria indica al lector los caminos de su hermenéutica, ya que sólo él fabrica el discurso significante a partir del enunciado escrito, pero esos caminos todavía son m úl­ tiples — corresponde al lector elegir el suyo— , a diferencia de la escritura epistolar, que es monológica, gracias a la definición de los dos actores de la enunciación, que perm ite instaurar entre ambos una situación de comunicación socialmente definida. Así pues, la literatura instaura una situación de enuncia­ ción que deberá renovarse constantemente, re-encontrando el tiempo de la repetición propia de la oralidad. Con ello, no obs­ tante, habrá sustituido los cuerpos m utuam ente presentes, y su respectiva evidencia, por la búsqueda infinita del sentido, la frus­ tración perpetua del lector. «El efecto literario es a la vez susten­ to del deseo de leer y su satisfacción. Hay que estim ular la lectu­ ra, hay que defraudar a la lectura» 18. La invención de la literatura, en el sentido histórico del tér­

17 Ibid., pág. 61. 18 Michel CHARLES, La R hétorique d e la lecture, op. cit., pág. 62 17

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mino «invención», es precisamente esto: escribir textos que no sólo exigen ser leídos — pues todas las inscripciones destinadas a hacer hablar a las cosas mudas contienen la m ism a exigencia— sino que ponen al lector en situación de ser el sujeto de la enun­ ciación, y no el instrumento de una oralización. Al convertirse el lector en el padre del escrito leído es capaz de defenderlo y comentarlo, domina la lengua que lo produce y, por consiguien­ te, su sentido. Se comprende que cualquier otro modelo de lec­ tura carezca de este efecto literario, y este trabajo nos llevará a comprobarlo: los antiguos conocieron muchas maneras de leer un libro, pero, por lo visto, nunca esta lectura literaria, sino bajo la forma de una re-escritura, lo que denominamos un remake. Escri­ bir la Eneida era, seguramente, para V irgilio la única lectura lite ­ raria posible de Homero, el único modo para él de situarse como sujeto de enunciación.

Una duda sistem ática ¿Por qué me he lanzado a esta indagación? ¿Por qué haber dudado de la existencia de las literaturas antiguas? A fuerza de frecuentar los textos antiguos, griegos y latinos, y de enseñarlos; a fuerza de querer reconstituir su realidad histórica, me sobrevi­ no una inquietud que fue creciendo con los años. Todos esos tex­ tos manifestaban una excesiva plasticidad; con un poco de cos­ tumbre y otro poco de habilidad era posible hacerles decir abso­ lutam ente todo lo que se quisiera, como a las profecías de Nos­ tradamus. Cuanto más se prestaban a una exégesis histórica, más parecía que su lectura literaria se mostraba como puro artificio. Con lo que se nos impuso una duda: puede que las literaturas griega y romana no sean sino una invención moderna. ¿No habríamos desviado, en beneficio de una historia litera­ ria puramente fantasmal, jirones de palabras cuyo destino hubo de ser bien distinto? A fin de cuentas, la institución literaria es relativam ente reciente dentro de nuestra propia historia y nada perm ite afirmar a p riori que existiese tam bién en la época de 18

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Tucídides o de Mecenas. Nada perm ite afirmar a p riori que la lec­ tura fuese en Grecia y Roma el modo privilegiado de la transm i­ sión de valores y de saberes comunes. Y aun en el caso de que existiesen libros y bibliotecas, habría que ver cuál era el uso que se hacía de ello, tendríamos que re-descubrir lo que los antiguos confiaban a sus libros y lo que buscaban en ellos. Esa duda sistem ática chocará con algunas convicciones. Des­ de hace algunos años, la noción de autor se ha visto fuertemente sacudida, lo que facilita la ruptura con la idea de una literaturaconfidencia, de una literatura-m ensaje, pero en cambio no hay tanta facilidad para desembarazarse de la noción de escritura. Nuestra época ha perdido la lectura biográfica de la literatura, pero ha recibido en compensación una panoplia de lecturas tex­ tuales: las obras habrían dejado de ser la expansión de almas excepcionales para convertirse en máquinas que trabajan sign ifi­ cancias. De ahí que nuestros contemporáneos sean bastante reti­ centes a aceptar al mismo tiempo la pérdida del autor y la in sig­ nificancia de la escritura, m uy reticentes a renunciar a una semió­ tica del texto, y todavía más reticentes a revisar la propia noción de textualidad. En una palabra, raramente se muestran dispues­ tos a utilizar las categorías de la oralidad cuando se trata de monumentos de la cultura occidental cuidadosamente conserva­ dos en sus bibliotecas. Y sin embargo es ahí a donde nos condu­ cirá este estudio: a descubrir personajes de la A ntigüedad a q uie­ nes repugnaba hallarse en la posición del lector, y unas escrituras griega y romana que llevarán por siempre el luto de la oralidad.

Cuestiones de método Nuestra investigación parte del examen de tres textos ejem ­ plares, cuyos «autores» son considerados como héroes fundadores de la literatura occidental: una oda de Anacreonte, un poema de Catulo y una novela de Apuleyo. Tres enunciados en prim era per­ sona donde los modernos han querido ver tres textos dirigidos por sus autores a la hum anidad y por ende a sí mismos, a través 19

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de los siglos, gracias a la escritura y a la lectura. A sí pues, la cues­ tión previa era la siguiente: esos escritos, ¿son legibles al día de hoy?, ¿permiten una recepción literaria, una lectura merced a la cual el lector cree para sí belleza y significación, recuperando de ese modo una lectura idéntica a la de los antiguos? ¿Podemos tra­ tarlos como un poema de Ronsard, de La Fontaine o de Verlaine, una novela de Voltaire o de Stendhal? Este libro se propone mostrar que esos tres textos son, en tér­ minos literarios, ilegibles. La demostración arranca de una reconstitución de lo que era la enunciación de cada uno dentro de su contexto histórico y que lleva a la constatación de que ningu­ no estaba destinado a una lectura literaria tal como la practica­ mos nosotros: — la oda de Anacreonte ha conservado las palabras de una canción ritual que sólo tuvo realidad en el marco de un sympósion aristocrático; — el poema de Catulo afirm a que la ebriedad poética está en otra parte, en la oralidad, y que la escritura poética sólo puede ser el atestado de una enunciación oral que se le escapa, sólo puede dar testimonio del cuerpo ausente; — El asno de oro, de Apuleyo, se tiene también por un enun­ ciado escrito: el prefacio presenta un papiro cubierto de caracte­ res latinos, como una m áquina de producir cuentos, destinada probablemente no tanto a lectores-consumidores como a un lec­ tor-contador que los recompondrá, compondrá otros a partir del original con el fin de decirlos en el marco donde se dicen los cuentos. Este libro, que de forma abusiva los modernos han deno­ minado novela, parece haber sido con toda certeza un interm e­ diario entre dos oralidades. Para apoyar esas tres demostraciones y prolongarlas — ya que esos tres ejemplos no tienen nada de excepcional— , este libro asocia a cada una algunas prácticas griegas o romanas, haciendo intervenir la escritura, la lectura y la oralidad. Junto a la oda de Anacreonte hemos colocado la biblioteca de A lejandría; junto al poema de Catulo, las compilaciones helenísticas y romanas; junto a los cuentos de Apuleyo, las lecturas públicas bajo el Imperio. 20

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El método seguido es el utilizado en Homère et D allas: intro­ dujim os entonces determinadas categorías de análisis que nos habían servido para reflexionar sobre las prácticas de oralidad; las recordaremos ahora con algunas más tomadas un poco de aquí y de a l l í 19. Decíamos del canto del aedo homérico que se trata de una actuación única y singular, un acontecimiento, cuya realización depende tan sólo de la competencia del cantor. Este acontecimiento está organizado en torno a un acto de palabra, una enunciación que constituye el tiempo de vida del enunciado. Este enunciado no es textualidad, es decir, aislado de su enunciación por la escritura ni transformado en monumento. En la cultura oral, en efecto, cada enunciación es una recomposición o una dicción·, por consiguiente, los resultados orales no son susceptibles de intertextualidad: el enun­ ciado no resulta fabricado a partir de otros enunciados. Enunciación y enunciados tienen significaciones diferentes, ya que es conve­ niente distinguir la significación pragm ática obtenida mediante la reconstitución del acontecimiento, la enunciación, y la significación semántica, obtenida por el análisis del enunciado, tratado como un texto. Un ejemplo sencillo tomado de la conversación corriente es la fórmula de cortesía «¿Cómo está usted?», cuyo sentido semán­

19 Nuestras referencias conceptuales esenciales son Jesper SvENBRO, Phrasikléia. A nthropologie d e la lecture en G rèce ancienne, op. cit.-, Gregory N agy , Le M ei­ lleu r des Achéens, op. cit., y P in da r’s Homer, John Hopkins University Press, Baltimore y Londres, 1990; Paul ZUMTHOR, Introduction à la poésie orale, París, 1983, y La Poésie d e la voix dans la civilisation m édiévale, Paris, 1984; Domini­ que M a in g u e n e a u , Pragm atique p o u r le discours littéraire, Bordas, Paris, 1990; François R e can ati , Les Énoncés perform atifi, Ed. de Minuit, Paris, 1981; Claude CALAME, Le R écit en Grèce ancienne, op. cit.; Bernard C e r q u i GLINI, Éloge d e la variante, Le Seuil, Paris, 1989; Jack GOODY, La logique d e l ’é criture. Aux origines des sociétés humaines, Armand Colin, Paris, 1986 [existe version española: La lógi­ ca d e la escritura y la organización d e la sociedad, Madrid, Alianza Editorial, 1990. Traducción de Inmaculada Álvarez Puente]; John SCHEID y Jesper SvENBRO, Le M étier d e Zeus. M ythe du tissu et du tissage dans le m onde gréco-rom ain , La Décou­ verte, Paris, 1994; a los que hay que añadir las interminables discusiones con JeanLouis Durand, helenista y africanista, adepto de la oralidad practicada. 21

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tico es una pregunta dirigida a un interlocutor acerca del buen fun­ cionamiento de sus intestinos, y cuyo sentido pragmático es la puesta en evidencia de una situación de comunicación, que indica que las dos personas se conocen, al menos de una manera señalada (esta forma de saludo sigue a veces inmediatamente a una presen­ tación). La pregunta no es tal y sobre todo no requiere una res­ puesta auténtica, que pondría a quien pregunta en situación emba­ razosa. El sentido pragmático siempre es socializado y presupone una situación de enunciación precisa, definida en el tiempo y en el espacio. Dicho de otro modo, la oralidad impone un uso contextualizado de la lengua, y la escritura permite la apropiación de un saber descontextualizado. Eso no im plica que la escritura sea siempre descontextualizada — no es el caso en el intercambio epistolar— ; no im plica tampoco que la oralidad no pueda descontextualizarse en otras civilizaciones — sí es el caso del registro sonoro o la cita— . En suma, si bien la escritura descontextualiza, la lectura recontextualiza necesariamente el escrito. La escritura sólo per­ m ite desglosar una prim era enunciación im plicada por la pro­ ducción y una segunda enunciación im plicada por la recepción. La escritura y la lectura de un texto sólo tienen en común el enunciado escrito-leído. La secuencia escritura-lectura puede ser regulada por una institución social, como la epistolaridad en Roma o la literatura en nuestra cultura contemporánea. Podría decirse que un texto literario que se da a leer como tal es un enunciado en busca de enunciación, con el fin de que su sentido semántico sea investido de un sentido pragm ático me­ diante su imbricación en una relación entre escritor y lector, defi­ nida socialmente en el tiempo y en el espacio. Sólo hay textualización, es decir, puesta en práctica de una hermenéutica que per­ m ita construir un sentido discursivo m ediante la elim inación de las ambigüedades y los dialoguism os, cuando se realiza a través de esta lectura-enunciación. El texto no está producido por la escri­ tura; ésta propone un enunciado a lecturas que constituirán un texto. Dado que cada lectura nueva — en la m edida en que es una nueva enunciación para el mismo enunciado, puesto que el suje­ to y las condiciones cambian— propone un nuevo sentido prag­ 22

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mático, puede que sea preciso todavía que esta lectura literaria se adecúe a este enunciado. Incluso, puede que no dependa de otra enunciación que le confiera ya un sentido pragm ático — co­ mo ocurre, por ejemplo, con respecto de los textos de teatro— , puede tratarse también de un texto «inacabado», como diría M ichel Charles, y no el atestado de un acontecimiento real o fic­ ticio. La lectura de un enunciado que es la huella de un aconte­ cimiento sólo puede ser la conmemoración de ese acontecimiento, una cita; en ningún caso puede ser una lectura literaria. La cita no es más que la oralización del enunciado; actualiza el significante sin interesarse por el significado; es un monumento oral. Por otra parte, el modelo de escritura que sirve para registrar actos de palabra es bastante conocido y se utilizó en la A ntigüe­ dad para fabricar enunciados a partir de enunciaciones ficticia s. La enunciación rea l que preside su recepción es por tanto una forma de lectura que carece sistem áticam ente del sentido pragmático implicado por la enunciación ficticia. Es el caso, por ejemplo, de las epopeyas homéricas en la m edida en que no existe para ellas ningún contexto enunciativo, ninguna práctica del canto épico. Dependen del pretexto falso en lo relativo a su producción, de la cita en lo que afecta a su recepción. Conviene destacar que la noción de enunciación ficticia aleja la hipótesis de una im itación interpretada necesariamente en términos de intertextualidad. Por lo demás, ¿cuándo podemos hablar de intertextualidad respecto de los textos antiguos? Pues la intertextualidad no es sólo un pro­ cedimiento de escritura, sino tam bién de lectura. Cuando un poeta griego o latino re-escribe un enunciado precedente, aplica los principios antiguos de la im itación, pero para que exis­ ta intertextualidad es preciso además que el lector construya su interpretación del nuevo texto de referencia, que escuche la Enei­ da a partir de la Odisea y de la lita d a , por ejem plo20. Ahora bien, eso está por probarse, ya que pudiera suceder que las referencias virgilianas a Homero no tengan el valor de cita, con el objetivo 20 Pietro PUCCI, Odysseus Polutropos. Intertextual R eading in the Odyssey an d the Illiad, Cornell University Press, Ithaca, 1987. 23

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de afirmar una im itación técnica sin ningún efecto semántico interno en el texto. Estas contraposiciones entre oralidad y escritura-lectura, acon­ tecim iento y monumento, enunciación y enunciado, acto de pa­ labra y texto, recomposición y cita, sentido pragm ático y sentido semántico, que se perfilan sin solaparse, configuran una nebulo­ sa organizada a partir de dos polos asintóticos que hemos deno­ minado la cu ltu ra caliente y la cu ltu ra fr ía . La cultura caliente, como el vino y los besos que queman a los bebedores romanos de la comissatio, como la ebriedad que embarga a los bailarines del cornos y a los cantantes del sympósion, como el placer consensual del pú­ blico romano en el teatro. Caliente como una fiesta flam enca. Una cultura fría como la losa funeraria, el libro-monumento don­ de se inscribe el nombre del poeta, como una reunión de am i­ gos que asisten a la lectura pública del panegírico de Trajano, como un tratado de historia natural. Fría como la soledad del lector.

La exploración m ítica En fin, el estudio de Homero nos ha llevado, en Homère et D allas, a proponer la noción de exploración m ítica. El aedo homé­ rico dice la verdad de un mundo ordenado bajo la garantía d iv i­ na, el cosmos, donde cada uno, hombre, bestia o dios, tiene su sitio justo y recibe su justa parte. Decir el orden del mundo, este orden invulnerable en el tiempo y que depende del Ser, no con­ siste en enunciar leyes, en definir partes ni en enumerar elementos, la epopeya no es una física. La verdad del mundo sólo es accesi­ ble a los hombres desde el interior de su realidad humana, a tra­ vés de las contingencias de tiem po, lugares y personas. Nada existe ni acá ni acullá del accidente. El aedo revela, pues, a los hombres las conexiones invisibles que, en el acontecimiento, organizan la cultura de los hombres. Y es que el hombre de la epopeya sólo tiene acceso a lo que los físicos presocráticos llam a­ ron la N aturaleza a través de su cultura, que constituye su única 24

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manera de percibir el cosmos, en la m edida en que aquélla defi­ ne totalm ente su estatuto de hombre, es decir, su estar-en-elmundo. Mas, como las conexiones ocultas cantadas por el aedo no son inteligibles a través de la experiencia humana, en otras pala­ bras, desde el interior de la cultura, el aedo, para hacerlas apare­ cer, arrastra el im aginario del auditorio fuera de su experiencia cultural, inventa situaciones imposibles, acontecimientos ficti­ cios, como el encuentro de un marino y de un cíclope. El aedo cuenta historias inverosímiles porque tiene necesidad de crear ficciones, y todo el auditorio acepta reconocerlas como tales. Los viajes de U lises, la cólera de A quiles, una guerra de diez años al pie de las m urallas de Troya y las genealogías de los dio­ ses son construcciones narrativas destinadas a explorar el mundo fuera de la experiencia humana. Pero cada decir del aedo sólo puede cristalizarse en una secuencia de dichos, o sea, en saberes discursivos que los hombres capitalizarán, un canto épico que completará al precedente, el viaje de Jasón se añadirá al viaje de Ulises para construir un saber del viaje. Por el contrario, cada decir borra al precedente, cada canto épico es el primero. Este olvido del dicho no es el efecto de una insuficiencia de memoria, de la falta de una técnica para registrar esos dichos, como es la escritura; lo que pasa es que la escritura, que es archi­ vo, no registra más que el vacío, es incom patible con un saber circunstancial que no puede construirse por acumulación en una acronía y una atopía. Cada verdad nueva, cantada esa noche por un aedo, es heterogénea respecto de las demás. La que ha canta­ do ayer, la que cantará mañana y la que canten los otros aedos. Porque cada una se dirige a un público particular, en una cir­ cunstancia particular, y por lo tanto cada una es un recorrido den­ tro del Ser, único y siempre renovado. La ficció n exploratoria como principio de n a rra tivid a d aproxi­ ma los mitos griegos a la cultura caliente, en la m edida en que son prácticas narrativas y no relatos modelizados, enunciaciones y no enunciados. De este modo, los mitos escapan a la narratología como producciones significantes. La significación de un m ito no depende de la historia contada, ésta carece de toda significación 25

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por sí m ism a; su significación dependerá del campo cultural, par­ cial, donde se aplica esta historia, y en esta ocasión precisa. La historia puede ser repetida, exactamente igual, por ejemplo la his­ toria del homicidio de Electra cuando asesina a su madre con su hermano Orestes, pero cada actualización m ítica produce una significación nueva: Las Coéforas, de Esquilo, Electra, de Sófocles, E lectra, de Eurípides, una sola historia y tres mitos distintos. La noción de exploración m ítica ofrece un modelo de inter­ pretación de todos los relatos que se ofrecen como ficciones, in­ cluso al margen de la epopeya, ya se trate de una tragedia o de un cuento. Pero sólo es utilizab le si se tiene en cuenta la recepción del relato, puesto que únicamente el destinatario puede d istin ­ g u ir lo verdadero de lo no verdadero en función de un saber com­ partido con el narrador. Por consiguiente, conviene estudiar una exploración m ítica sólo después de haber reconstituido la enun­ ciación.

P ara reconciliarnos con el fu tu ro: la a lterid a d fu n d a d ora Al final del siglo X X , nuestra civilización tiene necesidad de redescubrir sus orígenes para evitar sucum bir al canto de las sire­ nas de la decadencia. Es importante darse cuenta, cuando se acen­ túa la desafección de la literatura y de todo lo que depende de la cultura de las obras maestras en beneficio de músicas mestizas y de mutaciones permanentes, que ese movimiento puede vivirse como una vuelta a nuestros orígenes griegos y romanos. Después del siglo X IX , nuestro siglo X X estaba en la creencia de que la institución literaria, que no es más que una forma efí­ mera y como cualquier otra de cultura, representaba para nuestra civilización y la civilización en general un logro irreversible del progreso humano y una forma de su realización. Esta convicción es tan fuerte que se inscribe en nuestro lenguaje ordinario. Cuan­ do hablamos de poesía sin más precisión, se supone que se trata de textos en verso conservados por escrito. Si es necesario, habla­ remos de poesía oral o de poesía cantada y acompañada de m úsi26

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ca. Pero Gregory N agy recuerda oportunamente, al comienzo de P in d ar’s Homer, que la poesía oral no es una poesía sin escritura; m uy al contrario, si nos situamos en la historia de la humanidad donde la excepción es la escritura, la poesía escrita es una poesía sin voz, como la poesía dicha es una poesía sin música; la caren­ cia, si hubiera tal, no vendría del lado de la oralidad ni de las poe­ sías tradicionales, sino más bien del de la escritura y la poesía libresca. De hecho, lo que se nos ha presentado como una cultura m ilenaria, que se inició con Grecia y Roma, la cultura literaria, apenas data de hace dos siglos y no es más que una invención del siglo X IX , ya que es éste el que ha generalizado esta religión del texto e instalado definitivam ente la noción de autor, que había emergido en el siglo x v i21. Como lo expresa aquí de manera sin­ tética Bernard C erquiglini, la noción de literatura es ideológica y se halla históricamente datada: «Ese privilegio del autor sobre el que vemos fundamentada la filología positiva será, después de M allarm é, revertida globalm ente sobre la escritura y el texto mismos, preparando así la epifanía textual final que constituyen para nosotros las teorías literarias desde el New C riticism .» Hoy en día vivimos un retorno de la oralidad y de lo efímero que no es anuncio del fin del mundo. Por lo demás, ¿acaso no es cierto que esta oralidad ha frecuentado siempre como una nostal­ gia nuestra cultura aplastada bajo el peso de sus escritos? Y la propia institución literaria, tal como la definió M ichel Charles, ¿no era ya un intento de re-introducir el acontecimiento en una cultura monumentalizada y recuperar la oralidad perdida? Y, por últim o, ¿es que la práctica del comentario que está en el corazón de nuestros estudios literarios no es una manera de recordar que Dios está ausente de las Escrituras? ¿Y si nuestros historiadores de la cultura realizasen una revo­ lución copernicana pensando de ahora en adelante nuestra cultu-

21 CERQUIGLINI (1989), págs. 19 y 91. (Las referencias entre paréntesis remi­ ten a la nota 19, pág. 19.)

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ra del registro a partir de la oralidad y no a la inversa, como lo hacían antes considerando por ejemplo la poesía (oral) como una pre-literatura? Al re-encontrarnos con nuestros orígenes orales, podremos proyectarnos hacia el futuro sin romper con nuestro pasado y enlazar con la cultura mundial, reconociendo así una a lterid a d fu n d a d o ra 22 que nos perm itirá también columbrar una rela­ ción diferente con la escritura.

u L a fó rm u la se en c u e n tra en C erquiG LIN I (1 9 8 9 ), p ág. 3 3 .

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I L a c u l t u r a d e l a e b r ie d a d :

CANTAR PARA NO DECIR N AD A

Riberas griega s A sí pues, vamos a explorar, como arqueólogos, palabras pro­ nunciadas otrora en las riberas del mar Jónico, en los tiempos de las más antiguas ciudades griegas. Ese regreso a las fuentes tiene por finalidad preguntarse sobre lo que, en definitiva, nos parece una de las grandes ilusiones de la historia literaria: la poesía lírica griega. Esta expresión designa un corpus de textos en verso, reunidos por los propios antiguos, y considerados legibles por nuestros contemporáneos. Legibles literariam ente hablando, es decir, susceptibles de transm itir un sentido a los lectores y a los m anipuladores de libros. Esos textos que se expresan siem pre en prim era persona son, pues, leídos hoy como mensajes enviados por sus autores a los hombres de siem pre y de cualquier parte, para comunicarles experiencias vividas, expre­ sarles su yo íntim o. Bajo los nombres de Anacreonte, Safo y algunos otros, se han conservado canciones en las que un Yo habla de amor, de vino y de poesía y que la historia de la literatura presenta como obras «rom ánticas», los primeros monumentos de la efusión sentimen­ tal y de la confesión conmovedora, y que se remontan al siglo VI a.C. Una vez traducidos, se entregan tal como están a los con­ temporáneos ansiosos. ¡Pensad! ¡Tienen cita con sus propios sen­ tim ientos, experimentados hace m iles de años por efebos con faldita! «¡Anacreonte sufría y amaba ya como nosotros! ¡Leed y comprobadlo!» 1 Desde luego, hay que hacer un poco de trampa, 1 Un ejemplo reciente de interpretación «romántica» de la poesía de Ana­ creonte donde el autor escribe que canta por frustración amorosa, y transforma sus fracasos de amante valetudinario en obras de arte donde expone su «visión per­ 31

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cambiar a veces el sexo de los amores de Anacreonte o de Safo para hacerlos más ortodoxos; olvidar que Eros, Dionisos, Afrodi­ ta o las Musas, presentes en esos cantos, eran exactamente dioses y no alegorías académicas; fingir ignorar que la poesía lírica, como su nombre indica, se cantaba acompañada con música de lira. ¿Quién, hoy en día, al leer el libreto de Don J u a n , pretende­ ría tener acceso a la ópera de Mozart? Esta percepción literaria de la lírica griega por Occidente es una de esas famosas «apropiaciones de lo o ra l» 2 por lo escrito que constituye uno de los grandes crímenes culturales de nuestra civilización. Crimen contra un pasado que olvidamos al en­ mascararlo, crim en contra nosotros mismos, ya que si buscamos nuestras raíces en la antigüedad griega, y por qué no, devolvamos al menos a esta cultura griega antigua su autenticidad. Este es nuestro proyecto. Para ello, no leeremos un texto que estaba desti­ nado a una cultura literaria, sino que trataremos de reconstruir el acontecimiento lírico cuya huella representa, con el fin de reen­ contrar su significación pragm ática. Y ese proyecto va a llevarnos a mostrar, a partir de una can­ ción de Anacreonte, que esos textos editados hoy bajo la rúbri­ ca «Poesía lírica griega» son de hecho ilegibles. Dicho de otro modo, el proceso de lectura al que les someten nuestros contem­ poráneos al considerarlos como obras literarias sólo puede produ­ cir vacío. Si el lector extrae de ello cualquier significación, será la que haya puesto él por su cuenta.

sonal del amor»: Patricia ROSENMAYER, The Poetics o fjm ita tio n . Anacreon an d the A nacreontic Tradition, Cambridge University Press, Cambridge-Nueva York, 1992, pág. 44. 2 La expresión sirve de título a una mesa redonda del centro Beaubourg (22 de abril de 1986) cuyas actas fueron publicadas por la universidad París-VII bajo la dirección de Danielle H ëBRARD y Annie P r a s SOLOFF en Cahiers Textuels, en 1990. 32

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El symposion Una ciudad griega. El sol se pone sobre el mar vacío y negro. Es invierno. Unos hombres están reunidos en una casa particular. Recostados por parejas sobre lechos dispuestos en círculo, lava­ dos, perfumados, apenas vestidos con una faja y adornados con una corona de violetas. Celebran un sympósion, un banquete en el que no se come — han cenado ya— , sino que se bebe en «com ­ pañía» 3. En el centro de la estancia hay un gran vaso, la crátera. En ese vaso se ha mezclado vino con agua. El dios Dionisos está presente bajo esta forma en los sym pósia. Poseerá a quienes lo beban, con una ebriedad divina y peligrosa. El sympósion es un ritual colectivo de posesión en el cual el vino mezclado con agua sirve de droga. El sympósion, espacio de comunión y de m estizaje, acoge también a otros actores, a los tocadores de flauta y a las danzantes que algunos bebedores harán venir a su lecho, intro­ duciendo otros dos placeres, la música y el amor, pero siempre bajo la forma de una posesión ritual. Sym-pósion: «beber juntos»: el syn — conjunto— es esencial. En el banquete de Dionisos todo se hace conjuntam ente y esta conjunción es la salvaguarda de los bebedores porque perm ite un control colectivo de la ebriedad. Beber solo es beber como el cíclope de Eurípides, sucum bir en seguida a una ebriedad bestial, perder la posesión divina y hundirse en la inconsciencia. Duran­ te el sympósion el bebedor nunca está solo ni con su vino ni con su canto ni con sus amores. Su ebriedad, su deseo y su canto son compartidos por todos, y si se hunde, todo el banquete se hunde con él. Por eso, el bebedor del sympósion no vive jamás una aven­

3 El mejor libro en francés sobre el sym pósion es el de François LlSSARRAGUE, Un fl o t d ’images. Une esthétique du banquet grec, Adam Biró, Paris, 1987 (en ade­ lante: L isarra g u e [1987]). Todo este capítulo ha salido de ahí. Para una perspec­ tiva histórica, nos referiremos a Pauline SCHMITT-P ANTEL, La C ité au banquet, CEFR, 51, Roma-Paris, 1992 (en adelante: S c h MITT-Pa n t e l [1992]). Consúlte­ se también la obra colectiva dirigida por O. MURRAY, Sympósion on the sympósion, Clarendon Press, Oxford, 1990. 33

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tura solitaria y personal, busca por el contrario una comunidad de gestos, de placeres y de em ociones:4 Bebe conmigo, juega conmigo, ama conmigo, lleva conmi­ go una corona, conmigo cuando e s t o y loco, sé loco, y sabio con­ migo cuando y o lo s e a . La circulación de la copa que pasa de uno a otro, llena por el copero, un muchacho, el país, sirve de modelo a los demás reco­ rridos de espacio en el banquete. El amor circula como el vino y el canto, es el mismo para todos. Aunque cada cual lo sienta en su propio cuerpo, cuerpo de viejo o de joven, de Sileno obeso y calvo o de hermoso atleta ensortijado, por un efebo o por una intérprete de la música, se trata del mismo dios amor, idéntico amor griego que lo posee y se dice con las m ismas palabras pasan­ do de uno a otro. La individualidad se borra con las preocupacio­ nes de la vida exterior, gracias al vino del olvido. El sympósion, m uy lejos de ser la ocasión de una expresión personal, perm ite «la eclosión del principio de identificación», según la fórmula de Nietzsche. Dionisos está presente real y físicamente en el cuerpo de los bebedores; en este caso, la ebriedad es una posesión divina. No hay que ver en ello una manera distinta de llam ar a la patología de la ebriedad, ya que los griegos conocen bien esta patología y no la confunden con la posesión dionisíaca; en Grecia beber vino no siempre es una aventura sagrada; en general, los griegos beben un «vaso de vino», como nosotros, por la sed y por el placer, y algunos, que han bebido algo más de la cuenta, se encuentran por ello demasiado alegres, agresivos o em brutecidos5. Dionisos no está autom áticam ente donde hay vino, es necesario el ritual del sympósion para hacerlo acudir al cuerpo de los bebedores.

* Canto de banquete ateniense, anónimo, conservado por ATENEO, XV, 695 d. núm. 19 y traducido por L issa rrag u e (1987), pág. 11. 5 Valeria A n d o , «Vin et m ania», en B. FOURNIER y S. D ’O n o f r io (dirs.), Le F erm ent divin. Casa de las Ciencias del Hombre, París, 1991, págs. 167-179. 34

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El dios-vino no es el único en ser convocado ritualm ente al banquete. Están presentes otras divinidades, susceptibles tam ­ bién de poseer a los bebedores. El sympósion, como cualquier prác­ tica cultural, se hace en Grecia bajo la garantía de varias d iv in i­ dades, concernidas por esta práctica y que constituyen un micropanteón coyuntural6. Tienen en común su modo de presencia: se instalan en el cuerpo de los bebedores. Flanqueando a Dionisos encontramos con frecuencia a Eros y a las Musas. Como Dionisos es el dios-vino, Eros es el dios-de­ seo que penetra en el cuerpo de los jóvenes bebedores1. También Eros, al igual que Dionisos, es un poder brutal y sobrehumano que el hombre no puede afrontar en solitario y fuera de un ritual. Las Musas, divinidades de la m úsica, están presentes m ediante la lira y la flauta que tocan los bebedores y las concertistas profe­ sionales — que también son profesionales del amor— contratadas para la ocasión; por lo demás, son las únicas mujeres presentes en un sympósion. Las Musas son las diosas-canto, pues la música de los instrumentos, al poseer al cantor, le hacen componer una can­ ción llena de cháris, es decir, de belleza y de seducción, que en­ canta lo mismo a los hombres que a los dioses. A diferencia del aedo, que canta la epopeya, el bebedor de sympósion no es un pro­ fesional de la Memoria, su palabra no es inspirada, está vacía de todo saber superior, de ahí que sólo hable del banquete y de sus divinidades. La canción del bebedor jamás es m ítica, en general se lim ita a expresar el placer que se da participando en el sym pó­ sion, bebiendo, amando y cantando8:

6J.-P. VERNANT, «La société des dieux» en M ythe et société en Grèce ancienne, La Découverte, Paris, 1974, págs. 103-120. [Existe version española: M ito y sociedad en la Grecia antigua, Madrid, Siglo XXI, 1994. Traducción de Cristina Gázquez.] 7 Eros es el dios que propicia la erección a los adolescentes; el phallos derecho y turgente es una de las epifanías del dios, cf. Marcel DETIENNE, D ionysos à ciel ouvert, Hachette, Paris, 1986, págs. 89 y ss. [Existe version española: Dionisos a cielo abierto, Barcelona, Gedisa, 1986. Traducción de Margarita Mizraji.] f 8 SOLÓN, frag. 20 de la ed. Diehl, citado por PLUTARCO, El banquete d e los siete sabios. 55

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Ahora me complazco en las obras de la diosa nacida en Chi­ pre (Afrodita), de Dionisos y de las Musas. Con frecuencia, los cantos de banquete tienen ese carácter cir­ cular, el sympósion se encierra en sí mismo, lim itándose a celebrar su existencia. No obstante, si bien un sympósion es ritualm ente siempre el mismo sympósion, también es un acontecimiento distinto en cada ocasión. Las embriagueces que deben afrontar los bebedores son pruebas, siempre nuevas y siempre peligrosas. Varían en cada banquete según las circunstancias, la personalidad de los convi­ dados reunidos, la cantidad de vino bebido y su poder de mezcla, preparado según las instrucciones de quien ha sido designado «rey del banquete». El panteón de cada banquete varía en conse­ cuencia, y las tres divinidades del banquete no han de estar pre­ sentes, necesariamente, de la m ism a manera. Pueden añadirse otras, o reemplazar a algunas de ellas, como Afrodita, diosa del amor en pareja, o las Ninfas, divinidades de las aguas; sólo Dio­ nisos está siempre presente. Así pues, cada banquete es un acontecimiento y una aventu­ ra para cada uno de los bebedores. Cada canción va a fluir en una situación diferente, será un resultado singular, correspondiente con el modo en que, ese día, se ha realizado el ritual. Los actores de esta enunciación son los bebedores, los negociadores entre las reglas del ritual y la singularidad del acontecimiento. Sólo la sig ­ nificación pragm ática de la canción es siempre la m ism a, puesto que es la que dice y realiza el ritual simpático; su significación sem ántica es variable, ya que registra la singularidad del ban­ quete; se trata de una variante contextual.

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1 La canción de Cleobulo

Un interm ediario dudoso ¿Existió alguna vez Anacreonte? ¿Fue un poeta? ¿O fue más bien una manera jonia de cantar y de experimentar placer hace dos m il quinientos años? Como exploradores que se remontan en el tiempo, hallamos en antiguos libros mágicos algunas cancio­ nes reunidas bajo el nombre de Anacreonte. Tomemos un fragmento cualquiera1, las palabras de una ora­ ción a Dionisos, citadas por Dión Crisóstomo2, que lo presenta así: «Por eso [...] un rey no debe dirigirse a los dioses en sus plegarias (euchomenon) como lo hace el poeta (potetes) jonio Anacreonte: ΎΩναξ, ω δάμαλησ ’’Ερως

¡O h Soberano!, con quien Eros vencedor

καί Ννμφαι κνανώπιδες

Y las N infas de ojos sombríos

πορφυρή t ’Αφροδίτη

Y A frodita la deslumbrante

σ υ μ π α ίζ ο υ σ ιν επιστρέφω S

Ju eg a n como niños

νψ ήλω ν όρέω ν κορυφάς

Tú que recorres las cim as de las altas montañas

γαυνονμαί σε, σ ν δ ευμενής

Yo te suplico que me hagas el fa vo r

ελθοις μ ο ι κεχαρισμεω ης t

De venir a l oír

ευχωλής έπακοι>ων.

M i oración, que te agrada

' Frag. 2. 2 II, T l. Dión Crisóstomo es un retórico de finales del siglo I. 37

Florence Dupont Aconseja bien a Cleobulo

Κλευβούλφ δ άγαθοσ γενευ σ ύμβουλος τον εμόν y ερωτοί

ώ Δεύνυσε, δέχεσθαι.

Dio·

D ile que mi am or >f. tiene el deber de acogerlo

Plegaria vulgar, para el gusto de Dión Crisóstomo, que des­ honraría a quien la pronunciase, como esas canciones de taberna y esos refranes de beodo que se vociferaban en las borracheras ate­ nienses, esos poemas groseros apenas buenos, según él, para cam ­ pesinos de juerga y los banquetes anuales de los clubes sólo para hombres. Pero ¿qué sabemos de Anacreonte y del Dionisos de los ban­ quetes en el siglo i de nuestra era? Nuestro retórico ha leído el texto que cita, para él ese canto ya no es más una pieza de museo, un objeto de estudio. Dión vive en un mundo en el que la ciudad griega del siglo vi a.C. pertenece ya al im aginario de los oríge­ nes. Un intelectual del Imperio romano no es culturalm ente con­ temporáneo de las canciones de Anacreonte, tampoco es el bar­ quero inocente que nos trajera, como a su pesar, desde las pro­ fundidades del tiempo, una palabra intacta. Es uno de los muchos actores de la cadena que ha metamorfoseado una palabraacontecimiento en un texto-monumento. Uno de los que acredi­ taron la figura anacrónica de un Anacreonte poeta, es decir, en griego, un «fabricante». Para la argumentación del discurso en el que inserta su cita, Dión Crisóstomo necesitaba que Anacreonte fuese el inventor de esas palabras, con el fin de poder estigm atizar al autor de una im piedad. Le hacía falta un hombre que, por propia iniciativa, se hubiera dirigido a Dionisos por medio de esa oración dudosa, y, lo que es peor, le hacía falta que ese hombre hubiese dado a su plegaria la forma de una obra de arte y considerase ese canto como una obra maestra memorable, un monumento de la poesía griega. En resumen, para su demostración, Dión necesitaba que el sujeto del enunciado, el Yo del canto, fuese el único responsa­ ble de su palabra. Ya que si ésta había sido la palabra efímera de 3Trad, (francesa) de la autora. 38

La invención de la literatura

un cantor que brindara a Dionisos según el ritual común a todos los banquetes de su tiempo, Dión tendría que haber renunciado a su cita, so pena de condenar globalm ente a toda la religión dionisíaca de la Grecia de entonces. Y habría sucedido lo mismo si Anacreonte hubiese sido un maestro, el creador de modelos en el seno de una tradición. En fin, el punto de vista de Dión aúna la pura subjetividad de la palabra del poeta con su pretensión de convertir aquélla en un objeto artístico. Eso era inconcebible en la A ntigüedad, y contiene ya su condena en sí mismo; ya que ele­ var a los dioses una oración que se inscribe en el marco de un ritual constituye una falta religiosa y cultural. Dión hace un flaco favor a Anacreonte. ¿M ala fe del retórico, tal vez? En absoluto: para Dión como para nosotros, esas palabras eran ya letra(s) muerta(s). Letra(s) en los dos sentidos de la expresión: inscripciones mudas sobre un soporte sin vida, recibidas como un mensaje dirigido a nosotros por un mundo enterrado. En el siglo i, esas palabras ya no son más que un texto para que el retórico analice, como lo haría hoy un estilista, en términos de comunicación, lo que introduce de entrada un contrasentido. Cree reconocer aquí un tipo de palabra que serviría a los hombres para dialogar personalmente con los dioses. Por lo tanto, según él, Anacreonte, al dirigirse a Dioni­ sos, debería respetar la jerarquía y emplear la cortesía humana exigida en tales circunstancias. En la continuación del texto, le opondrá la buena utilización de los héroes homéricos. El comentario de Dión ¿hace reír? No es más ridículo que un comentario literario contemporáneo al extasiarse ante la belleza poética de los versos de Anacreonte o la sutileza de su escritura. Una crítica m uy reciente, que responde a Dión a través de los siglos, afirma así, respecto de ese fragmento, que la forma de la oración oculta una solicitación erótica 4: «El texto m anipula al lector, ciertamente, produciendo un efecto humorístico más que una irreverencia o una inconveniencia respecto de Dionisos, pero el desenfado es innegable.» 4 P. ROSENMAYER, The Poetics o f Im itation, op. cit., pág. 43. 39

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Dión y nuestro helenista contemporáneo tienen en común leer esta canción y creen poder hacerlo con toda legitim idad. Uno reconoce en ella el diálogo de un poeta y de un dios cuyo enun­ ciado se bastaría por sí solo para que pudiésemos juzgarlo, y el otro la ve como una obra literaria destinada al placer de sus lec­ tores; ambos ignoran o pretenden ignorar la función ritual de esas palabras en el contexto en que están enunciadas, el banque­ te dionisíaco.

Un tiesto lin güístico Por nuestra parte, trataremos esas palabras griegas como un documento arqueológico conservado en la escritura, la huella dejada indirectam ente por bebedores jonios hace dos m il q u i­ nientos años, la impronta fragm entaria de palabras pronunciadas en un sympósion. Y es que el contexto religioso im plicado por ese manojo de versos evidencia que se trata de un banquete de bebe­ dores: Dionisos asociado a Eros no puede ser otro que el dios-vino de los griegos reunidos para «beber juntos». La forma m usical, la oda, y la atribución a Anacreonte, el cantor del banquete por excelencia en la tradición antigua, confirman esta interpretación religiosa. Por lo demás, todos los comentaristas están de acuerdo sobre este punto. El Yo de la canción es un bebedor de sympósion. Nuestro «tiesto lingüístico» es, pues, lo único que queda de un acto de habla inserto en un banquete y perdido en lo esencial. Palabra cantada cuya música está definitivam ente olvidada, aun­ que hayamos conservado la huella de esta m úsica gracias a la dis­ posición de las palabras en estrofas. Según una convención de escritura muy posterior al siglo VI a.C., esta disposición señala, en efecto, que nuestro casco era una «oda», es decir, en griego, «un canto ejecutado con una música de lira». Pero esta oda no perm ite, en el estado actual de nuestros conocimientos, restituir esta música. A sí pues, llamaremos a este texto, identificándolo a partir del único patronímico que en él se descifra, «la canción de Cleobulo». 40

La invención de la literatura

Éste es el origen de nuestro fragmento groseramente bosque­ jado. Pero la indagación no hace más que empezar. Como cada sympósion es un acontecimiento ritual, tratemos de reconstituir este acontecimiento. Desde luego, no insertándolo en una bio­ grafía de Cleobulo o de Anacreonte, lo que carecería enteramen­ te de sentido, sino en el desarrollo ritual de un sympósion, recupe­ rando su singularidad. Esta singularidad define las condiciones de enunciación de la canción de Cleobulo. Para hacerlo, seguiremos el método de los iconólogos, que trabajan con los vasos del banquete. Reconstruyen las series y resitúan el vaso estudiado en una serie en función del decorado5. Actuemos con este «tiesto lingüístico» como el iconólogo con su fragmento de copa pintada, resituando, antes de cualquier inter­ pretación, esta canción en el ritual del sympósion, y veamos si podemos ponerla en relación con una serie de actos de habla, de banquetes, del mismo tipo.

La apertura ritu a l: el prim er acto de com partir Entre las canciones de banquete que poseemos, existe una serie de odas asociadas a un gesto ritual bien conocido que sirve para abrir el sympósion: ese gesto se designa en griego con el nom­ bre de próposis, que viene del verbo propínein. El verbo signifi­ ca literalm ente «beber el primero, beber ofreciendo la m itad de la propia copa» 6. Los antiguos aportaron diversos comentarios

5 LlSSARRAGUE (1987), págs. 27 y 37. Si se trata, por ejemplo, de un fragmen­ to de copa para beber en la que podemos reconocer el perfil de un sátiro, el ico­ nólogo lo compara con otros decorados de sátiros. Centra su trabajo en la serie de los «vasos con sátiros» y define un semantismo del sátiro en el sympósion, a partir del cual puede luego interpretar cualquier imagen nueva donde figure un sátiro. Este método es el que siguen los iconólogos del centro Louis-Gernet (J.-L. Durand, F. Frontisi-Ducroux, F. Lissarrague y A. Schnapp). 6 La próposis ha sido estudiada por Giuseppe G ia n g ra n d e , «Sympotic Litera­ ture», en É pigrame grecque, Entrevistas de la Fundación Hardt, 1967, tomo XIV, págs. 121 y 147 y ss.

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más o menos concordantes al respecto7. Se trata de ofrecer una copa de vino al vecino de la derecha, interpelándole por su nom­ bre, para que la comparta. Preludio de los otros gestos mediante los cuales los bebedores hacen circular la copa a lo largo del ban­ quete y se invitan m utuam ente a beber8, la propósis se distingue de aquéllos porque es el prim er acto de compartir. El gesto de la próposis inaugura el sympósion: el prim er bebedor bebe, posion, y comparte, sym, tomando la iniciativa de introducir a Dionisos en el espacio colectivo sin correr el riesgo, cultural y religiosam ente inim aginable, de beber solo: ¡Vamos!, tráenos, muchacho, Una copa para que de un gran trago Abra yo el banquete (propio)9. La importancia de dar y com partir es tan grande en ese gesto, tan esencial, que el verbo propínein sirve para designar los demás dones que se hacen en el marco de la próposis, aunque no se trate de vino. Esos otros dones, puesto que pertenecen al universo del banquete, sólo pueden ser de canto o de amor: ¡Oh! Teodoro, recibe esta canción para beber (propinomenen poiésin) Sacada de mis poemas, te la mando pasar a la derecha A ti el primero tras mezclar en la copa de las Gracias, Las gracias del amor Y tú, tras aceptar este don, da por tu parte canciones Adornando el banquete...10 La canción, como la copa, es introducida en el círculo de los

498, y Escolio a las Olímpicas d e Píndaro, VII, 5. (1987), pág. 58 y fig. 41. ’ A n a c r e o n t e , frag. 76. 10 D io n is o s C a l h o s , citado por A t e n e o . XV, 669e. 7 ATENEO, XI,

8 L is s a r r a g u e

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La invención de la literatura

convidados; es ofrecida primero a uno de ellos, a fin de que circule seguidam ente entre todos. Dentro del modelo del vino compartido, el poema se ofrece como «bebida» y su seducción musical, cháris, se «mezcla» con la seducción del amor, como el agua con el vino. El que lo recibe rem ite a otro canto, como el bebe­ dor pasa la copa, una vez que ha bebido. El don de la próposis puede también ser erótico, como vemos en un fragmento de Anacreonte : .... pero invítanos a beber (propine), amigo, tus muslos esbeltos11. Pero el gesto de la próposis tiene ya, en sí mismo, potencial­ mente, una significación «afrodítica»: puede sellar una relación amorosa entre el que ofrece la copa y el que la recibe. En el vino se mezcla el nombre del amado, como agua, con las propias pala­ bras del que pronuncia los términos de la próposis. El mismo, al beber en esta copa después de haberla ofrecido, bebe el nombre del amado 12, y de esta manera se colma de este héroe que va a unirles. «Bebiendo el am or», dice un cantor, y otro: «Ofrece (pro­ pin e) una am able copa de palabras» 13. Esta copa de palabras mez­ cla el amor y el nombre del amado, el uno endulza al otro, como el vino y el a g u a 14. Ese vínculo erótico que puede crear la próposis se explica por­ que ésta instaura siempre una proximidad entre los dos primeros bebedores. Sin embargo, ésta no se puede lim itar a una relación de hospitalidad, a una alianza entre dos fam ilias. En este sentido, la próposis servía para concertar esponsales en el marco de un ban­ quete. Empero, la copa no es compartida entre los prometidos,

pág. 78. A ntología palatina, V, 1137. 13 Anacreónticas, frags. 450 y 60, 32-33. 14Más adelante veremos cómo la palabra articulada en el canto es como el agua en el vino, lo domestica, pero, reducida a sí misma, es como el agua que se bebe sin ebriedad; cf. infra, págs. 242 y ss. " A n acreonte, 12 M e l e a g r o ,

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sino entre el joven y su futuro suegro. Un pasaje de Píndaro m uestra esos fastos nupciales donde un cáliz de oro brilla en medio de un banquete en las gruesas manos de un opulento prín­ cipe, que lo tiende al joven hijo de fam ilia, pleno de vigor y de am bición15: Como un hombre opulento con una copa en la mano, reple­ ta del rocío de la viña, para obsequiarla al joven prometido, bebiendo (propinen) en nombre de su casa, a su salud, una copa de oro macizo, joya de sus tesoros. La próposis establece autom áticam ente una proxim idad mayor entre los dos primeros bebedores. Dado que el banquete debe inaugurarse compartiendo el vino, significándose así que ningún bebedor bebe solo, este acto de com partir vincula de manera p rivilegiada a esos dos primeros bebedores, que no deben seguir siendo uno más uno, sino constituir, al menos durante el tiempo del ritu al, una «p areja», como prim icia de la solidaridad de los otros co-bebedores del sym pósion. Esta solida­ ridad se verá fortalecida con la creación de parejas a lo largo del banquete, parejas amorosas o no. Todos los gestos se hacen por parejas16, como vemos en las pinturas de los vasos de banquete. Por eso, un invitado, cuando canta, se dirige siem pre a uno de los co-bebedores, apostrofándole. Si esas canciones, que las his­ torias de la literatura griega registrarán bajo la etiqueta de «poe­ sía lírica» — es decir, un género literario con la rémora perpetua del manido comentario sobre el «lirism o personal»— , utilizan el Yo y el Tú, se debe a que este uso corresponde al funciona­ miento social del sym pósion. Se trata de una colectividad consti­ tuida por parejas, donde cada uno es el igual de los otros convi­ dados: la disposición en círculo significa esta igualdad. Yo y Tú, el uno y el otro, se definen sólo por su presencia en el banquete

15 P ín d a r o ,

Olímpicas, V II,

1 -1 0.

16 S c h m it t -P a n tel (1 9 9 2 ), p ág. 2 3 .

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La invención de la literatura

y su posición en el sistem a de circulación de la palabra. A dife­ rencia del aedo de la d a is homérica, que está situado en el cen­ tro del comedor y que, así, distribuye su palabra a todos por igu al, en tanto que aedo conocido, designado por su nombre de profesional, el cantante de sym pósion es un aficionado, que per­ manece en el círculo y dialoga con su compañero de lecho, pues él no ofrece directam ente su canto a la colectividad de los banqueteadores. A sí pues, conviene no hablar de «poesía en prim e­ ra persona», como si se tratara de la expresión de una experien­ cia íntim a y singular. M uy al contrario, el Yo del enunciado sirve para empezar a perorar sobre una situación ritual circuns­ crita en el tiem po y en el espacio, el sympósion, arrancando así al sujeto de toda interferencia biográfica, no es más que el Yo de la enunciación, el bebedor aq u í y ahora. La próposis es, pues, la apertura ritual del sympósion; se verifica a base de compartir la prim era copa del banquete entre los dos primeros bebedores. A este com partir el vino está asociado un don (o varios dones suplementarios) que también adopta la forma de un com partir y que refuerza el vínculo entre los dos bebedo­ res, don erótico m uy a menudo. Ese prim er acto de compartir sirve de preludio al com partir generalizado que caracteriza al sympósion. Unas palabras acompañan el gesto ritual; concreta­ mente, el que ofrece la copa pronuncia en voz alta el nombre del otro co-bebedor que participa en la próposis.

Instalación de un panteón ¿Cabe incorporar nuestra oda a las canciones de próposis? Des­ de luego, el cantor no pronuncia el verbo propino, pero la canción a Cleobulo refiere y participa de este gesto de apertura ritual. En resumen, ¿qué dice efectivamente? Se ofrece vino al tiempo que el amor a un tal Cleobulo; éste, al recibir del cantor este doble don, acogerá a Eros, a Dionisos, a Afrodita y a las Ninfas, y de este modo los instalará en el banquete en el que participa junto al cantor. Podemos deducir de esos efectos religiosos de la can­ 45

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ción, y del doble don de que se trata, que aquélla acompaña, sin nombrarlo explícitam ente, a un gesto de próposis. Esos efectos religiosos, es decir, la significación pragm ática de la enunciación, merecen ser examinados con detalle. En pri­ mer lugar, la canción se canta necesariamente al comienzo del sympósion. Puesto que convoca a Dionisos y a su cortejo de d iv i­ nidades, e introduce a los dioses del banquete, está claro que éstos todavía no se hallaban presentes en el espacio del sympósion, que, por lo tanto, estaba todavía ritualm ente abierto. El Yo del enunciado les invita a venir, precisando, por lo demás, que llega Dionisos: «Te suplico que vengas, por favor... Tú que recorres las cimas de las altas m o n tañ as...» Dionisos está en la montaña, es decir, para los griegos, en un espacio culturalm ente diferente del espacio donde se celebran los banquetes y que es del más extre­ mado refinamiento. De manera general, Dionisos nunca está pre­ sente durante mucho tiempo en un área civilizada, siempre es preciso ir a buscarlo en el mundo silvestre; así es como los ate­ nienses hacen venir su estatua desde los confines del A tica en medio de trágicos concursos. A sí pues, ese canto está ubicado en el momento de la apertu­ ra ritual de un sympósion, en el momento en que un prim er bebe­ dor instala a Dionisos y a los demás dioses que lo acompañan: «Con quien Eros vencedor y las Ninfas de ojos sombríos y Afro­ d ita la deslum brante juegan como niños...» El panteón instalado por la canción de Cleobulo va a dar su dimensión singular al acontecimiento: Dionisos surge acompa­ ñado de Eros y de Afrodita. Si Eros es el dios del deseo emergente de los jóvenes, sin un destinatario preciso, Afrodita, por su parte, es la diosa de las parejas, de los amores socializados, es decir, de los únicos amores humanos posibles: el deseo puro, como el vino puro, vuelve locos a los hombres, los transforma en bestias. Afrodita confiere un objetivo al deseo de los muchachos, lo transforma en amor, desde luego, con frecuencia efímero, para alguna de las mujeres o algu ­ no de los hombres de ese banquete. Desean en pareja, al igual que beben en pareja. 46

La invención de la literatura

Las Ninfas, que completan en este caso el coro de los dioses, son divinidades asociadas a las fuentes, como indica el epíteto que las caracteriza: kyampieles, «de ojos sombríos». Son el agua que se mezcla con el vino en la crátera, pero presiden también los amores salvajes y novicios. Y es que, si bien Afrodita es la don­ cella en el momento del m atrimonio, la nymphe es la joven de la luna de m ie l17. Pero conserva algo del salvajismo del puro deseo. Las Ninfas en los bosques son el erotismo salvaje en lo femenino. Penetran en los jóvenes y los vuelven locos — nymphid significa «d elirar»— . Conocemos la historia de Narciso. La presencia de esas Ninfas da al agua del banquete un inquietante poder; cier­ tamente, mezclada con el vino atenúa el fuego y modera la ebrie­ dad de los bebedores, pero aviva también su ardor amoroso por las jóvenes del banquete. Un panteón griego siempre es una estructura, los dominios de los dioses se definen en él cada uno con relación a los otros. La escritura sofisticada de los primeros versos de la canción perfila esta estructura. Por ejemplo, la oposición de los epítetos atrib u i­ dos a Afrodita y a las Ninfas construye la complementariedad de las divinidades en el sympósion de Cleobulo: Las Ninfas de ojos sombríos (kyandpides) versus Afrodita la deslumbrante (porphyre). Que esas diosas nos protejan de los desvarios «literarios» acerca de la belleza contrastada entre los ojos azules de las N in ­ fas y la tez rosa (sic)18 de Afrodita, y nos recuerden que la poesía

17Marcel DETIENNE, en D ictionnaire des m ythologies, Flammarion, Paris, 1981, tomo II, págs. 65 y 70. 18Así, el editor de la colección Loeb tradujo p o rp h y récomo rosy («rosado»), al igual que el gran helenista británico C. M. Bowra. Sobre esos desvarios literarios, cf. el anexo «Documentos curiosos». Como es sabido, el griego no tiene verdade­ ramente términos de color, señala tan sólo el brillo: kyanos designa lo que esta en sombra o gris como la muerte, los abismos marinos por ejemplo; porphyré, lo que relumbra al sol, como la nieve, el mar o la purpura. 47

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griega no es un arte de la ornamentación y lo bonito. En efecto, ese fragmento panteónico se refiere sim ultáneam ente a dos estructuras, cosmogónica y cultural, y proyecta la oposición cós­ m ica entre las aguas profundas que brotan en la oscuridad de los bosques y el estallido centelleante del mar, en dos imágenes eró­ ticas y opuestas de la joven, la Afrodita urbana y las Ninfas sal­ vajes. Ese m ini-panteón se reúne para el sympósion adoptando sus categorías sociales. Las divinidades «juegan juntas» o más bien «se comportan juntas como niños». Los comentaristas han insis­ tido mucho sobre el sentido erótico del verbo 19; sin rechazarlo, nosotros insistirem os más bien en el «conjunto», syn, que asocia esos dioses a la etiqueta ritual del acto de compartir, y sobre «el n m o » , país, que es también el que escancia el vino en las copas, y lo hace por prim era vez en la velada.

El vino y el am or ofrecidos a Cleobulo Por lo demás, la canción de Cleobulo alude claram ente a los gestos y a los dones de la próposis. El Yo cantor interpela, in d i­ rectamente, a otro invitado para establecer con él, por la inter­ mediación de Dionisos, relaciones amorosas. En efecto, el cantor le pide a Dionisos ser un buen consejero para Cleobulo — literalm ente, symboulos, «querer con»— para que él acoja su deseo-amor, tön emón érota. Ahora bien, ese D ioni­ sos, destinado a aconsejar a Cleobulo, al cual se dirige el cantor, debe estar presente religiosam ente, y sólo puede estarlo en el marco del banquete por el vino que se va a beber. De esta mane­ ra, Dionisos estará presente en Cleobulo. El cantor ofrece, pues, en el mismo gesto, al presentar la copa a su vecino de la derecha, el vino-Dionisos y el deseo-Eros, con el fin de que los compartan.

ls Cf. Simon G o l d h il l , «The dance of the Veils; reading five fragments of Anacreon», Eranos, 1987, pág. 14. 48

La invención de la literatura

Reconocemos el gesto religioso de una próposis. Cleobulo reci­ biendo la copa, y cum pliendo el prim er acto de compartir del sympósion, establece un vínculo amoroso con el cantor e inaugura el banquete. Por consiguiente, la canción de Cleobulo ocupa un lugar en la serie de las «odas de próposis». Acompaña y consuma el ritual de apertura del banquete. Con anterioridad, sirve para invocar a cuatro divinidades del sympósion en el momento en que son intro­ ducidas en el banquete, y justo a continuación establece el vínculo amoroso que unirá al cantor y a su vecino, Cleobulo, cuando el joven va a recibir la copa y a bebería. Las palabras pronunciadas acompañan a un don del vino y a un don de amor, y nombran al destinatario de la prim era copa, Cleobulo, introduciendo el pri­ mer acto de compartir, creando la prim era pareja. Tenemos, pues, nuestra canción devuelta a su lu gar ritu al, huyendo al tiem po de lo biográfico y de lo anecdótico. Porque, de este modo, los dos protagonistas ya no están definidos por una aventura com ún, exterior al banquete, el amor que les una será únicam ente el efecto de sus lugares respectivos en el ritu al, en la m edida en que constituyen la pareja actora de la próposis.

La bella canción ofrecida a D ionisos Hemos reconstituido el contexto en el que se cantaba «la can­ ción de Cleobulo», la próposis, para entender las palabras del can­ tor que acompañan al gesto que ofrece la prim era copa. Pero sola­ mente hemos escuchado palabras, no hemos entrevisto nada de la propia canción. La música forma parte del banquete dionisíaco en la m ism a m edida que el vino y el amor, si bien, en nuestra canción, las divinidades afectadas, las Musas, no son convocadas a la vez que las otras. La lira y la flauta, al igual que la crátera, la copa o el bello muchacho, definen culturalm ente un sympósion. En el momento de la próposis se puede ofrecer un canto, además, para