La idea de América: origen y evolución
 9783954879151

Table of contents :
Índice
Agradecimientos
Introducción
Capítulo I. La investigación sobre la idea de América
Capítulo II. El origen de la palabra «América»: su consideración como entidad geográfica e histórica
Capítulo III. La diferente colonización entre el norte y el sur de América
Capítulo IV. La determinación de América como unidad política
Capítulo V. La identidad hispanoamericana: una toma de conciencia
Capítulo VI. La reacción antipositivista
Capítulo VII. El arielismo como expresión filosófica del modernismo
Capítulo VIII. Rubén Darío: conciencia máxima del arielismo
Capítulo IX. El pensamiento de Ortega y Gasset y su influencia en América
Capítulo X. José Gaos y la Historia de las Ideas en Hispanoamérica
Capítulo XI. El sentimiento de lo autóctono en el ensayo hispanoamericano: México
Capítulo XII. El sentimiento de lo autóctono en el ensayo centroamericano: Guatemala, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, El Salvador
Capítulo XIII. El sentimiento de lo autóctono en el ensayo del Caribe: República Dominicana, Puerto Rico, Cuba
Capítulo XIV. La realidad peruana en el ensayo contemporáneo
Capítulo XV. Los problemas de la Gran Colombia: Colombia, Venezuela, Ecuador
Capítulo XVI. El cono sur: Argentina, Uruguay, Chile
Capítulo XVII. Los países mediterráneos: Paraguay y Bolivia
Capítulo XVIII. El modelo brasileño
Capítulo XIX. Los problemas del indigenismo
Capítulo XX. La idea de América durante la «guerra fría»
Capítulo XXI. El proceso de «globalización»: su incidencia en la idea de América
Capítulo XXII. El «ser» de América
Epílogo

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José Luis Abellán

La idea de América Origen y evolución

TIEMPO EMULADO HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA La cita de Cervantes que convierte a la historia en «madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir», cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su «Pierre Menard, autor del Quijote», nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España.

Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires) Nigel Townson (Universidad Complutense de Madrid)

José Luis Abellán

La idea de América Origen y evolución

Iberoamericana • Vervuert • 2009

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Índice

Agradecimientos......................................................................... 9 Introducción............................................................................. 11 Capítulo I La investigación sobre la idea de América............................ 17 Capítulo II El origen de la palabra «América»: su consideración como entidad geográfica e histórica.................................... 25 Capítulo III La diferente colonización entre el norte y el sur de América......................................... 39 Capítulo IV La determinación de América como unidad política........... 53 Capítulo V La identidad hispanoamericana: una toma de conciencia... 69 Capítulo VI La reacción antipositivista..................................................... 87

Capítulo VII El arielismo como expresión filosófica del modernismo.. 103 Capítulo VIII Rubén Darío: conciencia máxima del arielismo.................. 113 Capítulo IX El pensamiento de Ortega y Gasset y su influencia en América..................................................... 127 Capítulo X José Gaos y la Historia de las Ideas en Hispanoamérica....141 Capítulo XI El sentimiento de lo autóctono en el ensayo hispanoamericano: México...............................159 Capítulo XII El sentimiento de lo autóctono en el ensayo centroamericano: Guatemala, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, El Salvador...................... 171 Capítulo XIII El sentimiento de lo autóctono en el ensayo del Caribe: República Dominicana, Puerto Rico, Cuba......................... 185 Capítulo XIV La realidad peruana en el ensayo contemporáneo............. 195 Capítulo XV Los problemas de la Gran Colombia: Colombia, Venezuela, Ecuador............................................. 203 Capítulo XVI El cono sur: Argentina, Uruguay, Chile...............................217 Capítulo XVII Los países mediterráneos: Paraguay y Bolivia..................... 229

Capítulo XVIII El modelo brasileño............................................................... 237 Capítulo XIX Los problemas del indigenismo.............................................. 245 Capítulo XX La idea de América durante la «guerra fría»..................... 251 Capítulo XXI El proceso de «globalización»: su incidencia en la idea de América...................................... 259 Capítulo XXII El «ser» de América................................................................. 267 Epílogo..................................................................................... 285

Agradecimientos

Las investigaciones que me he visto obligado a realizar para traer esta segunda edición de mi libro hasta la actualidad, se han visto beneficiadas de la colaboración de muchas personas que me han facilitado esa tarea de muy diversas maneras. Quiero expresar mi agradecimiento públicamente a aquellos que se han destacado en esa ayuda. En primer lugar, a doña Ana Ballester, directora actual de la Biblioteca del Ateneo de Madrid; a doña Josefina Sánchez Nasarre, fautora de las diversas visitas que he realizado a las embajadas iberoamericanas en Madrid; a la profesora Marta Casaús, que me ayudó a buscar la bibliografía pertinente de los estados centroamericanos, y en este aspecto también al profesor Aman Rosales Rodríguez, que me aportó información pertinente sobre Costa Rica, y a Gabriela Candanedo que lo hizo sobre Panamá; no menos agradecimiento merece don Tomás Mallo, que me puso al día en lo concerniente a la Comunidad Iberoamericana de Naciones. Mi particular agradecimiento al profesor Raúl Fornet-Betancourt, por la fructífera lectura que hizo de algunos capítulos de mi libro. De forma muy especial, al actual embajador de Uruguay en Madrid, Ricardo González Arenas, y al agregado cultural de dicha embajada, doctor Jorge Dotta.

Introducción

Mi experiencia americana, desde que llegué a aquellas tierras por primera vez en 1961, provocó un interés apasionado por el, en su día, llamado Nuevo Mundo. Ese interés no ha desaparecido con los años; en todo caso, se ha incrementado y estimulado a través de viajes, lecturas y contactos personales. El desarrollo de ese interés fue pasando por diversas etapas que, de alguna forma, han marcado mi itinerario biográfico. Empezó siendo un interés por el exilio español después de la Guerra Civil acogido en países latinoamericanos y por aquellos protagonistas personales del mismo, que fui conociendo en mi período americano: José Gaos, Jorge Guillén, Pau Casals, José Ferrater Mora, Vicente Lloréns, Manuel Andújar, María Zambrano…, por citar sólo algunos nombres conocidos. El testimonio de ese interés han sido varias investigaciones y algunos libros que probablemente el lector conoce1. Del interés por el exilio pasé a otro, más amplio, por los pensadores y filósofos más eminentes del inmenso mundo americano, fijando sobre todo mi atención en los grandes ensayistas, virtuosos de una prosa de gran riqueza y atractivo que me enamora. Muchos de ellos aparecen en este libro. El resultado de este interés fue la puesta en marcha de una disciplina nueva titulada «Historia de las Ideas americanas», que estuve impartiendo durante veinte años (1968-1988) en la entonces llamada Los dos más importantes son El exilio filosófico en América. Los trasterrados de 1939. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1998; y la obra colectiva dirigida por mí El exilio español de 1939, 6 vols. Madrid: Taurus, 1976-1978. 1 

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La idea de América

Facultad de Filosofía y Letras (Departamento de Historia de América), de la Universidad Complutense. En ese marco nació el libro La idea de América2, del cual éste que el lector tiene entre manos puede considerarse una reedición, aunque muy ampliada, corregida y actualizada. Me voy a detener aquí en algunas de las novedades que puede representar esta edición respecto de la anterior. El hilo conductor de todas mis investigaciones ha sido siempre la Historia de las Ideas, y desde el primer momento me atrapó la «idea de América». ¿Cómo se fue forjando la idea de una unidad continental en un territorio habitado por pueblos y culturas muy diversas y dispersas —aztecas, mixtecas, taínos, caribes, mayas, incas, chibchas, guaraníes, mapuches, etc.—, con frecuencia aislados por inmensas distancias geográficas? A contestar esta pregunta trata de contribuir este libro, mediante una meditación a la que he dedicado muchas horas de mi vida. Es evidente que el proceso de esa forja de la idea de América no ha sido fácil y aún hoy ofrece interrogantes que no admiten una contestación sencilla y unánime. Durante siglos se ha contrapuesto la «América latina» a la «América sajona», pero tampoco eso está claro. Se argumenta que México pertenece a la América del Norte y que el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, cambia la situación estratégica del país azteca; de modo que aquello que tanto se ha dicho —que América Latina comienza al sur de río Bravo— es hoy en día discutible. Ahora mismo la división entre lo «latino» y lo «sajón» está en entredicho también por la emergencia de un cierto protagonismo de los pueblos de origen africano: se pone de moda la santería, el vudú, el candomblé, el rastafarismo, la poesía afroantillana, y esto ocurre con pueblos que pueden hablar español, portugués, inglés o francés indistintamente. Las tesis que fundamentan esta indefinición de «América» se basan en el origen europeo del término y del mismo concepto. Según esta opinión, «América» es un producto del relato histórico europeo que trató de asimilarse los nuevos territorios en detrimento de las poblaciones aborígenes, lo que traducido en términos prácticos viene a configurar a América como una inmensa superficie de tierras ricas en recursos naturales y con abundante mano de obra barata. Por supuesto, los españoles y los portugueses, primero, y los criollos, después, fueron los protagonistas de dicho proceso, 2 

Aparecido en Madrid: Ediciones Istmo, 1972.



Introducción

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lo que, en definitiva, viene a reafirmar el predominio social, económico y cultural de los colonos. Ése es el punto de vista de Walter D. Mignolo en su reciente libro, donde dice: Vista desde la perspectiva de la colonialidad, la singularidad de América también radica en el hecho de que es el espacio donde una población de criollos de ascendencia europea logró independizarse de la metrópoli imperial y reprodujo en los nuevos gobiernos independientes del Norte y del Sur la lógica de la colonialidad en desmedro de las poblaciones indígenas y de origen africano. En consecuencia, la población criolla de ascendencia europea en América del Sur y el Caribe asumió el papel de amo, si bien al mismo tiempo fue esclava de Europa Occidental y Estados Unidos3.

La opinión me parece excesivamente unilateral, y deja de lado el hecho básico que configura básicamente la estructura socio-cultural del continente americano: el mestizaje, tanto biológico como cultural, constructor de un territorio con personalidad propia. El cómo se ha desarrollado y evolucionado dicha personalidad constituye el objetivo básico que nos hemos propuesto en este libro. La idea de que América tiene una personalidad propia quedó ampliamente demostrada durante el período de la guerra fría, a lo largo del cual América Latina supo mantener el pulso y defender su identidad propia, frente a los diferentes intentos de «satelización». La verdad es que, como hemos dedicado un capítulo entero al tema, aquí no voy a insistir más en ello. El problema es que justamente ahora cuando el proceso de «globalización» se ha puesto en marcha, todo eso empieza a ponerse en duda. Pero precisamente por eso ha llegado el momento en que América se reencuentre consigo misma; creo que esto lo han comprendido los pensadores que ahora hablan de «segunda independencia», a los que también dedicamos atención en el último capitulo. La tesis fuerte que aquí defiendo es que la idea de América como unidad continental es un producto hispánico por excelencia, en la medida que nuestra cultura está especialmente dotada para la síntesis y la integración, y por eso es una idea que ha tenido especial desarrollo en los pensadores y ensayistas iberoamericanos. El mejor ejemplo de lo que decimos es que en Estados Unidos no se acepta esta idea: en todas las geografías que he 3  Walter D. Mignolo (2007): La idea de América Latina: la herida colonial y la opción decolonial. Barcelona: Gedisa, p. 71.

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manejado en inglés se habla reiteradamente de dos continentes, divididos por el istmo de Panamá; jamás en estos libros se habla de unidad continental, como lo hizo en su día Simón Bolívar. Un problema distinto es si puede seguir hablándose de América Latina y, sobre todo, distinguiéndola tajantemente de la América sajona. La idea de que México está acercándose cada vez más a Estados Unidos y alejándose del resto de los países latinoamericanos es un hecho real, hasta el punto de que se está produciendo paralelamente un proceso de reagrupación de los países del sur de América. Se habla de «Unión Sudamericana», y en este proceso de reagrupamiento Brasil está ocupando un liderazgo indiscutible. He aquí una polarización —México/Brasil— que puede ser peligrosa; de lo que no parece haber dudas es de que lo «latinoamericano» como ideología está perdiendo peso. El crecimiento demográfico de lo «latino» en Estados Unidos es otro fenómeno que hay que tener en cuenta. No sólo aumenta la población latina, sino los periódicos, las radios, la televisión, el peso del voto hispánico en las elecciones a la Presidencia, hasta el punto de estar diluyéndose la vieja identidad norteamericana —blanco, anglosajón, protestante— por otra más amplia y de contenido indefinido. Es muy posible, pues, que la expresión «América Latina» esté perdiendo la importancia y la precisa definición que tuvo en otros momentos. No olvidemos que también el vocablo, como dije antes, es de origen europeo y que fue un francés, Michel Chevalier, quien acuñó la expresión en 1836, para, de alguna forma, justificar la política de Napoleón III. Está dentro de lo admisible, si de lo que se trata es de alejar toda sospecha de eurocentrismo en la denominación del continente, que la expresión se quiera rechazar; en cualquier caso, no podemos dejar de señalar lo polémico de la denominación. Un hecho queda para mí inaccesible a toda crítica, y es la pervivencia de la palabra «América» para designar al continente del que los europeos tuvieron conciencia por primera vez en el período de 1492 a 1504. No podrá obviarse nunca el hecho de que se produjo entonces un encuentro brutal en que lo europeo dejó una huella perdurable y continua sobre las nuevas tierras, las cuales se configuraron como un inmenso sincretismo cultural por el que quedaron incorporadas a Occidente. La realidad es que, si ahora México se siente más cerca de Estados Unidos que de España, es posible que se convierta en el país mediador por excelencia entre los países del sur y los del norte de América, ami-



Introducción

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norando las tensiones seculares entre unos y otros. En cualquier caso, si estos países no quieren ser enteramente absorbidos por Norteamérica, deberán enfatizar sus actividades de reafirmación propia, mediante eso que algunos llaman ahora «segunda independencia»; sólo de esta forma culminará el proceso de una identidad cultural propia frente a Europa, alejándose de cualquier mimetización eurocéntrica. Se reafirmará así la idea que defendemos aquí: la de que «América» es una unidad continental, provisoriamente anticipada por una cultura de síntesis y de integración. Se realizará así —de verdad, y no sólo retóricamente— aquello tan viejo de «América para los americanos». Pero… para todos.

Capítulo 1

La investigación sobre la idea de América

La investigación sobre la idea de América hay que encuadrarla dentro del concepto general de historia de las ideas, y por ello, el núcleo de esta investigación —qué es y en qué consiste América, y cómo se ha ido forjando la idea que los americanos tienen de ella— sólo es comprensible dentro del concepto general de «Historia de las Ideas». La Historia de las Ideas es una disciplina relativamente reciente, que trata, en general, de las actividades de la inteligencia humana en cuanto tal. Esta definición es tan amplia que, en principio, casi todo cabe dentro de ella, y debemos concretarla posteriormente. De momento, señalemos que su importancia está en estrecha relación con la toma de conciencia del papel que las ideas desempeñan en el devenir histórico y cultural del hombre. Al principio, hubo bastante resistencia a admitirla como campo propio de investigación, por no considerarla suficientemente científica, especialmente cuando se la compara con el contenido de disciplinas como la Historia política, social, económica, etc. En general, la Historia de las Ideas trata de descubrir la difusión y la penetración de las obras y los movimientos intelectuales —es decir, las ideas—, en una sociedad determinada, así como la relación existente entre ellas y otros factores no meramente intelectuales —intereses, necesidades, instintos, impulsos— de la sociedad y del individuo. En general, se puede delimitar esta disciplina, aunque sea de modo somero, por su atención preferente a los documentos de índole ideoló-

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gica, ya sean orales o literarios, es decir, a los aspectos más teóricos del quehacer humano, utilizando el término «teoría» en general y en su más amplio sentido. Sin embargo, disciplinas que se ocupan de la teoría o, si queremos, de la ideología, hay muchas, y queda, por lo tanto, el problema de distinguir esta disciplina de la Historia de la Filosofía, de la Historia de la Literatura, de la Historia de la Ciencia y de otras ramas afines de la cultura. De todas ellas, la Historia de la Filosofía es la que ofrece una mayor similitud con la Historia de las Ideas, hasta el punto de constituir ésta, especialmente cuando nos referimos a la Historia de las Ideas filosóficas, una concepción moderna de la Filosofía frente a la tradicional de la misma. Se nos impone, pues, distinguir la Historia de la Filosofía, propiamente dicha, de la Historia de las Ideas. Para la primera, la Filosofía constituye el conjunto de concepciones y de teorías que, con la pretensión de adquirir verdades últimas para el hombre, han elaborado los filósofos a lo largo del tiempo. Para la segunda, las ideas constituyen uno de los instrumentos, si bien quizá el más importante, que el hombre utiliza en su lucha por la vida y en sus necesidades vitales de adaptación al medio. Desde este punto de vista, el historiador de las ideas se encuentra frecuentemente con el mismo conjunto de ideas filosóficas que el historiador de la filosofía; pero en vez de dirigir su atención al núcleo más teórico y abstracto de dichas ideas, la enfoca hacia el aspecto que ofrecen y los cambios que sufren, cuando pasan a formar parte del acervo social o individual. ¿Cuáles son los caracteres que distinguen a la moderna concepción de la Historia de las Ideas frente a la tradicional Historia de la Filosofía? En primer lugar, aquélla aparece como una disciplina menos pretenciosa, más modesta, y de carácter histórico testimonial, frente a la megalomanía metafísica de la Filosofía, es decir, frente a su pretensión de encontrar una serie de verdades eternas, que descubran el sentido último de la historia del hombre. La Historia de las Ideas, pues, no hace más que recoger lo que el hombre ha pensado a lo largo del desarrollo histórico en las diversas circunstancias de su vida. Otra característica es el ser algo más social e incluso más vital, es decir, más entroncado con la vida del hombre, dentro del curso vulgar y cotidiano de su existencia; frente a la abstracción de lo puramente filosófico —donde sólo se da importancia al juego dialéctico de las ideas entre sí, sin relación con la sociedad—, la Historia de las Ideas se presenta, por un lado, como algo unido al resto de los elementos no



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culturales, y, por otro, algo más amplio que la Historia de la Filosofía, puesto que recoge elementos culturales muy diversos, entre los cuales no sólo entran las ideas filosóficas propiamente dichas, sino también las políticas, sociales, estéticas, etc. Un nuevo carácter diferenciador de la Historia de las Ideas frente a la Historia de la Filosofía nos la presenta como algo menos sistemático y, sin embargo, más científico. Se explica claramente esta característica, dado que al estudiar las ideas se suelen tener en cuenta una serie de elementos diversos —impulsos, necesidades, intereses—, que no tienen que ver con ellas mismas, y al recogerlas es inevitable que la coherencia sistemática y estructurada de su expresión sufra un detrimento, que va en beneficio de mayor riqueza y vitalidad. Así, al comparar la Historia de las Ideas con el carácter concreto de la Historia social, política, económica, etc., da la impresión de ser algo más vago y difícil de determinar, como parte de la vida real que es. Si bien es cierto que la Historia de las Ideas se distingue de la Historia de la Filosofía mediante los rasgos enumerados, no cabe duda de que la importancia de las ideas filosóficas, dentro del conjunto de la historia en general, es muy grande. En pocas palabras: dentro del desarrollo general de las ideas, las filosóficas tienen una importancia especial, y yo llegaría más lejos diciendo que el origen de la Historia de las Ideas está relacionado con la Historia de la Filosofía, y es, en cierto modo, un producto de los cambios que ésta ha sufrido en los últimos tiempos. Estos cambios se deben fundamentalmente a dos hechos: el primero es la crisis que la metafísica ha sufrido durante los últimos dos siglos, y que ha llevado en el presente a una devaluación general de la Filosofía como «pensamiento débil»; hoy en día no es raro oír hablar entre los historiadores de un ocaso de la Filosofía, y así encontramos a un Ortega y Gasset que nos habla de una total desaparición de esta disciplina y de su sustitución por otra posible forma de conocimiento, o el caso de Martin Heidegger, que viene realizando a través de sus estudios un intento de construcción de la Filosofía para remontarse a sus orígenes más prístinos e incontaminados. En el caso de Ortega y Gasset, este pensador ha dejado muy claro que «todo texto se nos presenta por sí mismo como fragmento de un contexto. Pero texto y contexto, a su vez, suponen y hacen referencia a una situación en vista de la cual todo aquel decir surgió […]. La situación real desde la que se habla o escribe es el contexto general de toda

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expresión. El lenguaje actúa siempre referido a ella, la implica y reclama». Y enseguida añade: Eso que pasa con la expresión acontece en grado aún mayor con la idea misma. Ninguna idea es sólo lo que ella por su exclusiva apariencia es. Toda idea se singulariza sobre el fondo de otras ideas y contiene dentro de sí la referencia a éstas. Pero además ella y la textura o complejo de ideas a que pertenece, no son sólo ideas, esto es, no son puro ‘sentido’ abstracto y exento que se sostenga a sí mismo y represente algo completo, sino que una idea es siempre reacción de un hombre a una determinada situación de su vida. Es decir, que sólo poseemos la realidad de una idea, lo que ella íntegramente es, si se la toma como reacción a una situación concreta. Es, pues, inseparable de ésta.

Ortega y Gasset lo traduce a continuación al lenguaje de su propia filosofía con esta ecuación: «Pensar es dialogar con la circunstancia; nosotros tenemos siempre, queramos o no, presente y patente nuestra circunstancia»1. La conclusión es de una coherencia absoluta: «No hay, pues, ideas eternas. Toda idea está adscrita irremediablemente a la situación o circunstancia frente a la cual representa su activo papel y ejerce su función». Por si hubiese duda, añade: Sólo si hemos reconstruido previamente la concreta situación, y logramos averiguar el papel que en función de ella representa, entenderemos de verdad la idea. En cambio, tomada en el abstracto sentido que siempre, en principio, nos ofrece, la idea será una idea muerta, una momia, y su contenido la imprecisa alusión humana que la momia ostenta. Pero la filosofía es un sistema de acciones vivientes, como puedan serlo los puñetazos, sólo que los puñetazos de la filosofía se llaman ideas.

Esta concepción orteguiana de una Historia de la Filosofía que sea actual y a la altura de los tiempos coincide punto por punto con la concepción de la Historia de las Ideas tal como se entiende hoy. Así lo entiende también el filósofo José Gaos, discípulo de Ortega, cuando viene a coincidir con su maestro cuando dice: «La historia de la filosofía y la

1  José Ortega y Gasset (1983): Obras Completas, tomo VI. Madrid: Alianza Editorial/ Revista de Occidente, pp. 390-391.



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historia del pensamiento resultan partes de la historia de las ideas»2. Y en este sentido, la Historia de las Ideas nos da la oportunidad de hacer justicia filosófica no sólo a las que Ortega llamaba «épocas deslucidas», sino también a los «pensadores deslucidos» y hasta a los «países deslucidos». En esta dirección hay que enmarcar la proliferación surgida de historias de las ideas referidas a países iberoamericanos: historias de las ideas argentinas, mexicanas, colombianas, venezolanas, bolivianas, etc., lo que hace evidente que esa fecundidad a que antes aludíamos no sea puramente retórica. El hecho resulta obvio. Si la «Historia de las Ideas» tiene como fundamento un diálogo del pensador con su circunstancia inmediata, es obvio que la circunstancia «nacional» o «continental» tiene que ocupar un primer plano en esa consideración. José Gaos lo dice de forma muy expeditiva: «Al hablar de la historia de las ideas es obligado decir en-donde sea»3. En nuestro caso, la circunstancia que hemos acotado para nuestro estudio es la circunstancia misma de América en su sentido más específico. El otro hecho que ha influido en la importancia de la Historia de las Ideas, frente a la filosofía tradicionalmente entendida, es la expansión de las Ciencias Sociales en los dos últimos siglos, y concretamente de la Antropología Cultural y de la Sociología del Conocimiento. La Antropología Cultural lleva a una relativización de la Filosofía y, con ello, las ideas filosóficas, aunque muy importantes, quedan cargadas también de una gran dosis de relativismo, impuesto mediante la nueva valoración y el nuevo lugar que, en general, se asigna a la cultura occidental. No podemos olvidar que la Filosofía, en ese sentido tradicional en que se ha solido entender, está estrechamente ligada a la cultura occidental y es una manifestación predominante de dicha cultura; el hecho es que la cultura occidental queda relativizada a la luz arrojada por los modernos antropólogos. Al estudiar las culturas de otras sociedades muy alejadas de la nuestra, se ha visto que, de alguna manera, el hombre occidental vive dentro de su cultura, como el pez dentro del agua, para utilizar una imagen muy manida, y que, por lo tanto, no es consciente de ella, de la misma forma que el pez no es consciente del medio en que vive, hasta que el pescador lo saca del agua. En este caso, el pescador es el antropólogo José Gaos (1952): En Torno a la filosofía mexicana, vol. 1. México, D. F.: Porrúa y Obregón, p. 17. 3  Ídem. 2 

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cultural, que al ponerse en contacto con otras culturas nos ha hecho conscientes de que esos otros pueblos viven con una cultura, unos usos y unas costumbres que suponen una peculiar escala de valores, que no tienen nada que ver en muchos casos con la estructura socioeconómica, la organización política y la escala de valores en que vivimos los hombres de Occidente. La otra disciplina que ha tenido un gran impacto sobre la concepción de la Filosofía es, como decíamos antes, la Sociología del Conocimiento. Es ésta una disciplina que estudia la base social o económica de lo que, en términos generales, podemos llamar conocimiento, o con palabras de nuestro tiempo, la base social de las ideologías, englobando dentro de éstas toda clase de saber. En general, todas las manifestaciones culturales del hombre, sean cuales fueren, caen bajo el ángulo de estudio de esta disciplina, que por eso se ha llamado también Sociología de la Cultura. Analiza y estudia ésta los impulsos, intereses, instintos, necesidades que están por debajo del conocimiento y de la cultura humana, y que actúan en su formación. Al ser las estructuras sociales y económicas aquellas que recogen de forma directa la expresión de dichos impulsos biológicos, la Sociología del Conocimiento ha de prestarles especial atención, puesto que de alguna forma condicionan al saber humano en su más amplio sentido, y al saber filosófico en un sentido más restringido. Por eso, los problemas que el historiador de las ideas debe plantearse, siendo esencialmente filosóficos, se asemejan cada vez más a los problemas del sociólogo, y así, el paso de la Sociología del Conocimiento a la Historia de las Ideas se hace cada vez más frecuente y familiar, si bien no debemos olvidar que el historiador de las ideas es siempre más un pensador que un narrador4. De acuerdo con estos dos puntos críticos de la Historia de la Filosofía, es decir, la crisis de la misma y la variación de su sentido por la expansión de las Ciencias Sociales, podemos decir que la Filosofía, entendida como Historia de las Ideas, no es la ciencia de las verdades eternas e inmutables, del ser en cuanto ser, de los primeros principios, o de todas las cosas a la luz del ser o de los primeros principios —definiciones todas ellas que se han dado tradicionalmente de la Filosofía—, sino simplemente el Quien desee una aclaración y ampliación de estos conceptos, puede consultar con provecho el libro de I. L. Horowitz (1964): Historia y elementos de la Sociología del Conocimiento. Buenos Aires: EUDEBA. 4 



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momento de máxima conciencia intelectual que de sí adquieren determinadas culturas, grupos o clases. Así ha podido definirla Jean Paul Sartre como aquel conjunto de ideas que, en un momento determinado dan expresión al movimiento general de la sociedad. De hecho, la Filosofía se sustituye por las filosofías, aunque en cada momento y en cada grupo, no exista más que una filosofía determinada5. La investigación sobre la idea de América entra de lleno dentro de esta disciplina, cuya definición y sentido estamos tratando de exponer. Se trata aquí de su aplicación a un caso concreto: la idea de América, su origen, su desarrollo, su evolución; perseguir ésta a través del tiempo y de los pensadores que más han contribuido a su forja —los ensayistas y pensadores hispanoamericanos—, es el propósito del trabajo que aquí ofrecemos. Es una investigación de carácter fundamentalmente filosófico, puesto que la idea de América ha sido desarrollada por los filósofos y por los pensadores; al menos, la idea de América como entidad histórica, ya que como entidad geográfica ha tenido un desarrollo distinto, como veremos en el próximo capítulo.

He aquí cómo comienza Sastre sus «Cuestiones de método» de la Crítica: «La Filosofía se les presenta a algunos como un medio homogéneo: los pensamientos nacen y mueren en ella, los sistemas se edifican para después hundirse. Para otros es cierta actitud que siempre tenemos la libertad de adoptar. Para otros, en fin, un sector determinado de la cultura. Para nosotros, la Filosofía no es; la consideremos de una manera o de otra, esta sombra de la ciencia, esta eminencia gris de la humanidad no es más que una abstracción hipostasiada. De hecho, hay filosofías. O más bien —porque no se encontrará más de una que esté viva—, en ciertas circunstancias muy definidas, una filosofía se constituye para dar expresión al movimiento general de la sociedad, y mientras vive, ella es la que sirve de medio cultural a los contemporáneos» (Jean-Paul Sartre [1963]: Crítica de la razón dialéctica. Buenos Aires: Losada, tomo II, p. 15). 5 

Capítulo II

El origen de la palabra «América»: su consideración como entidad geográfica e histórica

El origen de la palabra «América» no nos interesa aquí, tanto en el sentido conocido por todos, como en el que históricamente ha ido adquiriendo. Primero, al señalar la evolución del contenido semántico de la palabra, observaremos que tiene un significado distinto en España que en Estados Unidos; tradicionalmente, cuando un español hablaba de América se refería a Hispanoamérica, a los países afines de América del Sur; contrariamente, cuando un norteamericano habla de América se refiere a su propio país: los Estados Unidos. Seguramente, en España, en los últimos tiempos, está sucediendo lo mismo, es decir, que cuando hablamos de América nos referimos a Estados Unidos, quizá por influjo del protagonismo político y económico adquirido por dicho país en el mundo entero. En cualquier caso, es evidente, a través de estas observaciones, que se ha pasado de un sentido general de la palabra «América», como expresión de la unidad del continente, a un sentido restringido. Sin embargo, este sentido restringido tiene un carácter más universal entre los españoles y los hispanoamericanos, porque expresa la conciencia de una unidad cultural capaz de extenderse al resto del continente. ¿Por qué y cómo se ha producido este fenómeno? Eso es algo que nos gustaría aclarar en esta investigación: para ello es necesario enfrentarse con el término «América», no como tal vocablo, sino en cuanto «idea», es decir, en cuanto dicho

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término expresa un concepto con unas características y peculiaridades determinadas. Un enfrentamiento fecundo con dicho concepto exige tomar una postura historicista ante la cuestión que nos ocupa. Desde este punto de vista, el historicismo, supone una revolución en la historiografía americana. Se pasa de una concepción estática y positivista de la Historia documental, social, política y económica, a una concepción dialéctica en la que impera el concepto de «devenir». De acuerdo con este concepto, enfocaremos el tema que nos ocupa: América como entidad geográfica y como entidad histórica. Pero, naturalmente, partiremos de la primera, que nos servirá de orientación y base, para llegar al concepto de América como entidad histórica. Por lo demás, esta parte será más fácil, puesto que ya ha sido realizada por un eminente investigador mexicano, Edmundo O’Gorman, en su libro La invención de América1, cuyas conclusiones seguiremos aquí. En su investigación, parte de dicha postura historicista para acercarse al problema geográfico y, como expresión y aclaración de lo que dicho enfoque significa, comienza analizando la frase archiconocida con que suelen empezar los libros de Historia de América, la frase: «Colón descubrió América», o mejor, «Colón descubrió casualmente América». En esta frase se supone: primero, que existe una entidad, un objeto en sí mismo considerado y plenamente constituido, que es América. Segundo, un acto, el descubrimiento de América, como autónomo e independiente de la intencionalidad con que se realiza. Y, tercero, un sujeto, Colón, con la intencionalidad de descubrir América, que tampoco tuvo, porque Edmundo O’Gorman (1958): La invención de América; el universalismo de la cultura de Occidente. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica. La edición más reciente, con el título La invención de América: investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir, fue publicada por la misma editorial en 2006. O’Gorman nació en Coyoacán, México, en 1906 y falleció en Ciudad de México en 1995. Se licenció en Derecho en 1928 y ejerció esta profesión durante diez años. En 1948 se graduó en Filosofía, doctorándose en Historia tres años después. Fue historiador del Archivo General de la Nación desde 1938 hasta 1952 y profesor de Historia en la Universidad Nacional Autónoma de México desde 1940 hasta la década de 1970. Más tarde sería profesor emérito y director del Seminario de Historiografía de la Facultad de Filosofía y Letras de la citada universidad. Destacado conferenciante, perteneció a numerosas sociedades nacionales e internacionales. Entre sus obras más importantes citaremos: Fundamentos de la Historia de América (1942), Crisis y porvenir de la Ciencia Histórica (1947), La idea del descubrimiento de América (1951), La invención de América (1958), La supervivencia política novohispánica (1969) y Dos concepciones de la tarea histórica (1955), que contiene la polémica entablada con Marcel Bataillon. 1 



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previamente se ha supuesto la existencia del objeto, «América», que trata de descubrir. De hecho, no existía en aquel momento un objeto independiente llamado América, sino una nebulosa —unos cuantos datos difusos e indeterminados— que, poco a poco, se fue concretando; tampoco podía darse por supuesto la intención de descubrir algo cuya existencia se ignoraba. Es absurdo, por tanto, adjudicarle a Colón una intencionalidad que no podía tener. En la historiografía tradicional, se parte ya de la existencia de América; en el enfoque historicista, de la situación mental y cognoscitiva de los hombres de aquel tiempo, que, por supuesto, no tenían ni la menor idea de su existencia. Por lo tanto, el problema se debe plantear en estos términos: ¿cómo y cuándo aparece América, ya sea como entidad geográfica, ya como entidad histórica, en la conciencia de la humanidad? Para contestar la pregunta, tenemos que partir de la concepción del mundo de Cristóbal Colón y de cómo ésta fue ampliada y superada en virtud de los nuevos descubrimientos. En primer lugar, observaremos que la concepción de Colón era, en líneas generales, la concepción del mundo compartida por los hombres de su tiempo, aunque difiere en varios puntos, cuyas características podemos resumir. Primero: la Tierra aparece en el centro del globo cósmico como algo inmóvil y esférico, pues todavía no ha sido superada la concepción geocéntrica del universo. Sin embargo, para Colón, la Tierra no era absolutamente esférica; consideraba que tenía forma «periférica» (es decir, de pera); sobre eso nos habla Colón en el Libro de las Profecías2, donde señala la forma de umbo o pezón de pera, que tiene la Tierra en la parte que él consideraba fin del Oriente; dice Colón: Allí está el Paraíso Terrestre, hacia el Golfo de las Perlas, entre la boca de la Sierpe y el Dragón, donde no puede llegar nadie, salvo por Voluntad Divina. Sale de este sitio del Paraíso una inmensa cantidad de agua, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan hondo. El Paraíso no es una montaña escarpada, sino una protuberancia de la esfera del globo,

Recogido por Martín Fernández de Navarrete (1945-1946): Colección de los viages y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo xv, con varios documentos inéditos concernientes á la historia de la marina castellana y de los establecimientos españoles en Indias, 5 vols. Buenos Aires: Editorial Guaranía, vol. II. 2 

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hacia la cual, desde muy lejos, va elevándose poco a poco la superficie de los mares».

Las ideas de Colón sobre el asunto constituyen una extraña mezcla entre cosmografía, profecía y mística. En carta dirigida a los Reyes Católicos, en octubre de 1498, dice Colón: Yo no temo que el paraíso terrenal sea en forma de montaña áspera como el escribir dellos nos amuestra, salvo que sea en el colmo, allí donde dije la figura del pezón de pera, y que poco a poco andando hacia allí desde muy lejos se va subiendo a él… Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de estos santos y sanos teólogos; asimismo, las señales son muy conformes que yo jamás leí que tanta cantidad de agua dulce fuera así adentro e vecina con la salada; y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia, y si de allí el Paraíso no sale, parece aún mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan fondo.

Es obvio que aquí se refiere Colón a la desembocadura del río Orinoco, en el que, debido a su envergadura, el agua dulce se mezcla con la salada durante varios kilómetros mar adentro. Pero, de todas maneras, es evidente también la mezcla de experiencias reales con fantasías místicas, el conjunto de las cuales constituyen las ideas colombinas, no compartidas por la mayoría de las personas cultas de su época. Así, Pedro Mártir de Anglería, en la primera década De Orbe Novo, califica estas ideas de «fábulas en que no hay para qué detenerse». Otra característica peculiar de la concepción de la Tierra que tenía Colón se refiere al tamaño de la esfera, que él consideraba bastante más pequeña de lo que los astrónomos de su época calculaban. Por lo demás, tengamos en cuenta que la Tierra no era considerada entonces, en toda su extensión, el domicilio natural del hombre; éste era la Ecumene, es decir, una parte situada al norte del globo, que se aceptaba como el mundo habitado y habitable por los hombres. Aparte de esta Ecumene, se pensaba en la existencia de tierras desconocidas o, si queremos decirlo así, en la existencia de otros mundos, que no eran ni habitados ni habitables. La Ecumene estaba dividida en tres partes: Europa, Asia y África, que eran las entonces conocidas. Estas tres partes del mundo se correspondían con la organización cualitativa y jerárquica de la Ecumene, en conformidad con la concepción místico-religiosa de la época. La división tripartita



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Mapa de Juan de la Cosa, realizado en 1500 en el Puerto de Santa María (Cádiz). Es la representación más antigua del continente americano que se conserva.

Mapa de Macrobio, que representa la imagen del mundo anterior al descubrimiento de América. Fue impreso por primera vez en Brescia en 1483.

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de la tierra está de acuerdo con el carácter simbólico y alegórico de una concepción del mundo donde la religión lo era todo. Desde este punto de vista, no era difícil señalar el paralelismo entre las tres partes del mundo y las tres personas de la Santísima Trinidad; el reparto del mundo entre los tres hijos de Noé: Sem, Cam y Jafet; la adoración del Niño Dios por los tres Reyes Magos: Melchor, Gaspar y Baltasar, a quienes se consideraba embajadores de las tres partes del mundo y, por lo tanto, representantes de toda la humanidad. La perfección mística del número tres está, pues, patente en la concepción religiosa y geográfica de aquella época3. Esta concepción trinitaria afecta también a ultratumba, donde Cielo, Infierno y Purgatorio se reparten el «más allá», como vino a plasmarlo literariamente Dante Alighieri en su Divina Comedia, dividida en tres partes y escrita en tercetos4. En esta imagen del mundo, Asia tenía particular interés; era el continente del exotismo, donde todas las fantasías tenían cabida. Los viajes de Marco Polo y sus descripciones, así como los de Sir John de Mendeville, estimulaban la imaginación al hablarnos de un país fastuoso, rico y misterioso. La misma geografía asiática no era bien conocida, y las diferentes Se comprende a la vista de lo anterior la enorme diferencia que hay entre el descubrimiento de América y la llegada de los norteamericanos a la Luna, el 21 de julio de 1970, que con tanto empeño se han venido comparando. Mientras el primero fue producto del azar, de la imaginación y de la aventura, la segunda es consecuencia de un gran conocimiento científico y de un enorme desarrollo técnico; si en el descubrimiento de Colón casi todo es imprevisto, en la hazaña norteamericana prácticamente todo está controlado, sin apenas dejar margen al azar. Por otro lado, el descubrimiento de América rompió todos los esquemas mentales de la época, y no sólo en lo que se refiere a la concepción geográfica de la Tierra, sino en la medida que ésta se imbrica con la concepción teológico-religiosa, como hemos visto, en algo que afecta a toda la armazón psíquica e intelectual de su concepción del mundo; de aquí la enorme resistencia que ofrecen los contemporáneos, empezando por el mismo Colón, a aceptar la existencia de un cuarto continente, que rompía esa mística del número tres, a la que hemos aludido en el texto. El descubrimiento de América representó el derrumbamiento de toda esa concepción tradicional del mundo, donde los datos geográficos, el sistema teológico y las ideas religiosas formaban una unidad indisoluble, y la negación de una parte ponía en entredicho todas las demás. Por el contrario, en el caso del arribo a la Luna lo único que se esperaba era la confirmación de las previsiones científicas realizadas anteriormente, dejando sólo un margen razonable a las novedades que lógicamente debe presentar la llegada a un lugar que el hombre pisa por vez primera. 4  De hecho, toda la cultura medieval gira en torno a los números tres y cuatro, como viene a demostrar que todo el saber de la época se resuma en el famoso trivium y quadrivium. 3 



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opiniones sobre la misma, dieron lugar a equívocos, que influyeron en los viajes y descubrimientos de españoles y portugueses. En el mapa (Fig. 2) que hemos dibujado, vemos las dos opiniones geográficas más extendidas en la época: la diferencia fundamental está en admitir o no admitir una península más aparte del Quersoneso Áureo.

África

ASIA

Océano Índico

Catayo Mangi

Quersoneso Áureo

En este mapa vemos las dos opiniones geográficas más extendidas en la época: la de los que creen en la existencia del Quersoneso Áureo como península única, o la de los que admiten, además, la existencia de una segunda península. A la primera llama O’Gorman «tesis de la península única», y se refleja en el mapa por un trazo continuo; la segunda, a la que denomina «tesis de la península adicional», se obtiene añadiendo a la figura anterior el trazado de línea discontinua.

Esta divergencia de opiniones influirá en los proyectos de Colón que, en principio, consistían en alcanzar la costa de Asia, a través del océano Atlántico, partiendo de España. Este viejo proyecto (pues se remonta a Aristóteles) se basaba en dos equívocos: el primero, la enorme extensión de Asia y el segundo, la pequeñez de la esfera terrestre; equívocos que Colón había recogido de la Imago Mundi, de Pedro d’Ailly, libro que había leído una y otra vez. Con estas ideas emprendería Colón su primer viaje (1492-1493). Como entre los científicos no había seguridad en estos puntos, los Reyes Católicos no se decidieron a emprender el proyecto de Colón, hasta que influidos por la rivalidad con Portugal dieron el visto bueno, si bien con el carácter de exploración oceánica. En las Capitula-

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ciones de 1492 no hay ninguna finalidad asiática del viaje; se trataba de ejercer un acto de soberanía sobre los mares oceánicos y posibles tierras descubiertas. En la noche del 11 al 12 de octubre, Colón, sin embargo, está seguro de haber llegado a Asia. El hecho geográfico indudable es que Colón llegó a unas tierras desconocidas, si bien interpretó ontológicamente el «ser-asiático» de las mismas. ¿Cómo se produce la evolución del «serasiático» al «ser-americano» de dichas tierras? Esto es lo que veremos en este capítulo. Aunque en el primer momento los Reyes Católicos creerían la tesis colombina, poco después les invaden las dudas, reflejadas en la bula Inter Caetera, de 3 de mayo de 1493, que habla de «islas y tierras firmes en las partes occidentales del mar Océano, hacia las Indias», como hipótesis admisible mientras los hechos no demuestren lo contrario. El escepticismo, sin embargo, estaba bastante extendido, como lo atestigua la actitud de Pedro Mártir de Anglería, que en sus Decadas habla de «un nuevo mundo», siendo el primero que lo hace cuando le llama a Colón «novi orbis repertor». Dado este escepticismo, generalmente extendido, a Colón se le exigen pruebas, y desde ahora los viajes colombinos tendrán como propósito el encontrar estas pruebas. Fundamentalmente, las pruebas consistirán, aparte de recoger productos naturales, plantas y animales propios de Asia, en dos: primero, encontrar islas próximas a la tierra firme, y, segundo, encontrar el paso marítimo que utilizó Marco Polo entre el océano Índico y el Atlántico. En el segundo viaje (1493-1496), cuando Colón llega a la que llamó «Tierra de Cuba», se plantea el problema de la insularidad o continentalidad de la misma, llegando a la conclusión de que Cuba es tierra firme, identificándola con el «Quersoneso Áureo»; de esta manera se adhiere a la tesis de la península única. Sin embargo, aún le falta demostrar la segunda prueba, es decir, encontrar el paso al océano Índico; éste es el objetivo del tercer viaje de Colón (1498-1500): alcanzar la costa firme de Asia y encontrar el citado paso. Al llegar a la isla de Trinidad, Cristóbal Colón encuentra una gran masa de agua dulce, que supone la cercanía de ríos y, por tanto, de una masa continental. Se ve obligado, así, a admitir la existencia de un continente distinto del asiático y situarlo al sur del «Quersoneso Áureo»; es ésta la que Colón llamará «Tierra de Paria». Ahora bien, esta supuesta masa



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continental podía ser Asia también, si se admite la tesis de la península adicional, y ésta será después la hipótesis de Américo Vespucio. De esta forma, Colón, que sólo había creído en la existencia de Asia, admite la existencia de un continente desconocido. Por el contrario, Vespucio creía que ambas masas continentales eran un solo continente, y que el paso hacia el Índico estaría más al sur. Con objeto de demostrar esta hipótesis, emprende Américo Vespucio su tercer viaje de navegación, bajo el patrocinio de la monarquía portuguesa. En este viaje, iniciado el 14 de mayo de 1501, Américo Vespucio recorre todas las tierras al sur de la «Tierra de Paria», descubierta por Colón, hasta el punto en que acababa la jurisdicción portuguesa y empezaba la castellana (Fig. 3). Legalmente debería dar por terminada la expedición, pero como era absurdo interrumpirla en aquel momento, decidió proseguir como viaje de tránsito, llegando así hasta las regiones tempestuosas del Antártico, sin que apareciese en ningún momento el paso al océano Índico, por lo que decidieron regresar a Lisboa en septiembre de 1505. Paralelamente al viaje de Vespucio, Colón inicia su cuarto viaje (15021504), en el cual llega a una costa (hoy, Honduras), que creyó ser el «Quersoneso Áureo», sin encontrar el paso al Índico, hasta que llegó al cabo, que llamó Gracias a Dios; allí, algunos indígenas le hablaron de minas de oro, que identificó con las de Ciamba, de que habla Marco Polo, y le hablaron también de una opulenta provincia, rica en oro, joyas y especies, que identificó con la de Ciguare; todo lo cual convenció a Colón de no estar allí el paso al Índico y considerar que todas aquellas tierras eran Asia, pasando a identificarse con la tesis de la península adicional, de la que, en principio no había sido partidario. Esta tesis de Colón está especificada en la «Lettera rarísima», del 7 de julio de 1503.

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Azores

Cabo Verde



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1. Tratado de Alcaçovas (1479) (a 100 leguas de las islas de Cabo Verde). 2. Bula Inter Caetera, de Alejandro VI (1493) (a 100 leguas de las islas Azores). 3. Tratado de Tordesillas (1494) (a 170 leguas de la anterior). El mapa representa los diversos trazados por los que España y Portugal se repartían los dominios del mar Océano. El Tratado de Alcaçovas daba a Portugal todos los dominios comprendidos al este de una supuesta línea imaginaria trazada 100 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. Una vez descubiertas las nuevas tierras, se impone una revisión: por la bula Inter Caetera, de Alejando VI, se corre la línea imaginaria a 100 leguas de las Azores; y por el Tratado de Tordesillas, a 170 leguas de estas últimas. Esta solución concedía ya una parte de América al dominio portugués, que con el tiempo constituiría Brasil, como se ve en la zona punteada del mapa.

Américo Vespucio, que había considerado al iniciar su viaje que ambas masas de tierra firme serían el continente asiático, se ve obligado a cambiar de hipótesis, lo que manifiesta claramente en su tercera carta,



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conocida con el nombre de «Mundus Novus»5. Nos habla aquí Vespucio, refiriéndose a los territorios descubiertos, de un «nuevo mundo», en el sentido de Ecumene, es decir, de mundo habitado y habitable; no sólo se trata, pues, de nuevas tierras, sino de una nueva Ecumene, como la admitida por los antiguos. Desde este punto de vista, podemos admitir que no es absolutamente una injusticia que América lleve el nombre de este navegante. Como decíamos, en esta carta advierte Vespucio la imposibilidad de seguir considerando aquellas tierras como asiáticas. Habla de un nuevo continente septentrional, y considerando que el paso al Índico estaría en la separación entre ambas tierras. Se pasa así Vespucio a la tesis de la península única sin que todavía quede resuelto de forma definitiva el problema de la configuración exacta de aquellos territorios, problema reflejado en el mapa de Juan de la Cosa de 1500. Es significativo que, al componerlo, su mismo autor interrumpiera el trazado del litoral justo hacia la mitad, para introducir una representación de San Cristóbal, patrón de los navegantes, tanto como de Colón mismo, en prueba inequívoca de la diversidad de teorías reinantes precisamente en esa parte de la costa, donde algunos consignaban la existencia del paso al océano Índico, mientras que otros lo negaban. Juan de la Cosa se abstiene prudentemente de dar la razón gráfica a ninguno de los contendientes, como vemos en la reproducción del famoso mapa (véase p. 29). La situación, después de los viajes de Colón y Vespucio, es la siguiente. Por un lado, Colón sale a probar la existencia de una masa continental 5  Es evidente que nosotros, de acuerdo con O’Gorman en este punto también, aceptamos como auténticas tanto la epístola «Mundus Novus» como la «Lettera» a Soderini del 4 de septiembre de 1500, rechazando la tesis de Alberto Magnaghi, y adhiriéndonos a la de Roberto Levillier (América la bien llamada. Buenos Aires: Editorial G. Kraft, 1948). Ya en Américo Vespucio: el enigma de la historia de América (Madrid: Editora Nacional, 1968), Vicente D. Sierra aportaba importantes argumentos en contra de la tesis aquí mantenida. Quiero hacer constar, sin embargo, que aun en el caso de que fuese cierta dicha tesis, ello no variaría lo mantenido en este capítulo, pues, fuesen apócrifas o no las cartas citadas, el efecto histórico que han surtido permanece inalterable, y éste es el que aquí nos interesa fundamentalmente, en cuanto preocupados por el origen histórico de América, y de su denominación como tal. El éxito en tal caso —éxito histórico, por supuesto— no le correspondería a Américo Vespucio, sino al apócrifo autor de la superchería. Por descontado, que lo que sí sería injusto es la denominación, atribuida a alguien que no tuvo parte en la misma, pero en cualquier caso resultaría una vez más lo que estamos hartos de saber: que, en la historia, la justicia no decide sobre los hechos. Véase también Américo Vespucio: el hombre que dio su nombre a un continente, de Felipe Fernández-Armesto (Barcelona: Tusquets, 2008).

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desconocida, y vuelve creyendo que todo era Asia, según la tesis de la península adicional. Por el contrario, Vespucio sale a comprobar que todo era Asia y vuelve convencido de la existencia de un continente austral desconocido, pasándose a la tesis de la península única. A través de esta interpretación vemos la necesidad de Colón de salvar su idea apriorística de que aquello era Asia, idea obsesiva de la que no puede deshacerse en todo el resto de su vida. Los datos de la experiencia no exigían la explicación colombina. Por el contrario, la desahuciaban al no encontrarse el paso marítimo con tanto afán buscado. Es evidente que si no existe el paso marítimo, la masa septentrional de la tierra puede ser o no ser Asia; todo lo contrario de la idea de Colón, que supone que al no existir dicho paso y, por lo tanto, ser todas las tierras una sola, tienen que ser forzosamente Asia. La teoría de Vespucio, vemos, pues, que trasciende la premisa de la excesiva longitud de Asia, quedando las tesis de Colón desfasadas, si bien para su corroboración definitiva, Vespucio debe superar dos hipótesis: primero, negar la existencia del paso y, segundo, incorporar la masa de tierra septentrional a la masa de tierra meridional. Esto lo hará Vespucio en su «Lettera», fechada en Lisboa el 4 de septiembre de 1504, donde habla de «nuevas tierras desconocidas por los antiguos». Abandona así Vespucio su anterior idea, considerando que ninguna de las nuevas tierras son el continente asiático. Se trata de una unidad geográfica separada y distinta de Asia, e indeterminada ontológicamente, pues desecha el concepto de «nuevo mundo»; es el mismo mundo en que vivían los europeos, si bien una parte del mismo desconocida hasta entonces. De esta forma, se acepta, superando la concepción antigua, la tierra entera como domicilio cósmico del hombre. Esta nueva entidad geográfica, distinta de Asia, es una cuarta parte del mundo, que rompe la mística del número tres, en que se basaba la antigua concepción. Y así aparece la representación gráfica del nuevo continente, en el folleto de 1507 Cosmografiae Introductio, donde se incluye la «Lettera», de Vespucio y el Mapamundi, de Martin de Waldseemüller6. Este nuevo continente, o cuarta parte del mundo, recibe, pues, el nombre de «América», que quiere decir «Tierra de Américo», por ser él el primero que Waldseemüller, Martin (1507): Cosmographie Introductio. Universatis Cosmographia secundum Ptholomaei Traditionem et Americi Vespucii aliorumque lustrationes. Gimnasio Vosgiense de Saint-Die. 6 



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toma conciencia de la realidad de la misma; de ella dice Waldseemüller, que, «habiendo sido descubierta por Americus puede llamarse Amérige, tierra de Américo o América». Al darse cuenta de la injusticia cometida, propuso llamarla Terra Incógnita, lo que no hizo fortuna. Nosotros hemos mostrado aquí cómo el nombre de «América» no es una completa injusticia histórica. He aquí el camino recorrido en la determinación de la imagen geográfica de América: se parte de la consideración colombina del ser-asiático de las nuevas tierras, se pasa después a no ser-nada, pues no se sabe lo que las nuevas tierras son, y se llega por fin al ser-americano de las mismas, si bien se desconoce lo que dicho ser-americano pueda todavía albergar. Estamos, pues, ante un «continente» sin «contenido»; éste será un posterior descubrimiento de la historia, no de la geografía. En cualquier caso, lo que queda patente es cómo surge la entidad geográfica que llamamos América. Después de todo lo expuesto, está claro que la determinación del ser de América sólo podrá hacerse cuando se estudie América como entidad histórica; al conformar su ser a lo largo de una evolución en el tiempo, ser e historia se confunden. Ahora bien, tengamos en cuenta que Europa representa frente a América un estadio más avanzado en el devenir histórico. Desde este punto de vista, Europa asume el sentido de la historia. Se trata de hacer de América otra Europa, como modelo concreto a que aspira el ser americano, y esta concepción de América por Europa, se manifiesta bajo una doble actitud: primero, como inmenso territorio apropiable y explotable, en beneficio propio, y, segundo, como mundo de liberación de promesa y de futuro. En este último aspecto, América viene a ser lugar propicio para implantar y ensayar ideas y utopías, consideradas irrealizables en el viejo continente7. Recordemos el caso de Vasco de Quiroga, que trata de realizar en el Nuevo Mundo la utopía de Tomás Moro, o la trascendencia en el descubrimiento de nuevas tierras que tienen los mitos de El Dorado y la Fuente de la Eterna Juventud, la leyenda de las Siete Ciudades o el prestigio de las inmensas riquezas que, se suponían, existentes en Perú. A la vista de todo lo anterior, está clara la razón que tiene O’Gormann para hablar más de una «invención» de América que de un «descubri7  Véase Beatriz Fernández Herrero (1994): La utopía de la aventura americana. Barcelona: Anthropos.

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miento», puesto que la palabra descubrimiento alude a la aparición de un ente, dotado con contenido propio desde el primer momento, mientras que la palabra «invención» es un modo de explicar el paulatino surgimiento de un ente —en este caso, América— en el ámbito de la historia occidental; ente que va adquiriendo contenido específico a medida de su aparición, de modo que su mismo ser depende de la forma en que ésta se realiza. Eso es lo que trataremos de ver en el resto del libro.

Capítulo III

La diferente colonización entre el norte y el sur de América

Una de las ideas fundamentales que nos proponemos es hacer ver cómo la idea de América es producto y creación de la mente hispanoamericana, debido a una situación y un horizonte cultural completamente distinto, en lo que llamamos el norte y el sur de América, entendiendo aquí norte y sur en sentido idiomático, más que geográfico. Desde este punto de vista, el sur de América es para nosotros todas las tierras que están al sur del río Grande, mientras el norte sería Estados Unidos y Canadá1. Ahora bien, esa distinta situación cultural es, en gran parte, producto de una diferente colonización, y de la peculiar escala de valores que dichas colonizaciones llevan consigo. Resultará, pues, muy esclarecedor examinar en qué consisten ambas. La colonización del norte, llevada a término por Inglaterra, es consecuencia de las persecuciones que Jacobo I realizó contra los puritanos; es sabido que de los dos barcos que salieron de las costas de Inglaterra: el Speedwell y el Mayflower, solamente el segundo llegó al litoral de América, en el año 1620; en él iban los pilgrim fathers, con el afán no sólo de huir 1  Los geógrafos norteamericanos, cuando hablan de América, siempre se refieren a dos continentes —nunca a uno—, entendiendo por tales a las tierras divididas por el canal de Panamá, que actúa como línea divisoria entre el norte y el sur; el continente norte tiende a ser considerado, desde el punto de vista político, como «zona de seguridad» de los Estados Unidos.

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de la persecución religiosa, sino de poner en práctica sus creencias en el nuevo continente. La colonización completa de las nuevas tierras es, no obstante, muy tardía, por ser muy lenta, hasta el punto de que sólo en 1848, ya muy entrado el período de la Independencia, se produce la adhesión de los últimos territorios (Nuevo México, Arizona y la Alta California), que en la guerra con México completan la casi totalidad del territorio de los Estados Unidos2. Es decir, que prácticamente la colonización del norte de América se prolonga durante un período de casi dos siglos y medio, que es lo que tardan los nuevos colonos en llegar a las costas del Pacífico. Desde el primer momento, la colonización anglosajona tiene un carácter fundamentalmente religioso y comercial. Los habitantes de las llamadas Trece Colonias del Norte (Massachussets, Nueva York, Rodhe Island, New Hampshire, Pennsylvania, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Connecticut, Georgia, New Jersey, Delaware), con su religión individualista y atomizada, se dedican al trabajo y a la explotación de la tierra y sus reservas. Su afán fundamental es poblar, y esto es lo que pretendían en su larga marcha hacia el Oeste, presidida por la necesidad de nuevas tierras para la población que aumentaba, y por la mejor explotación agrícola de las mismas. Por ello, se ha comparado la colonización anglosajona a una mancha de aceite, que se extiende paulatinamente, y verdaderamente la conquista completa del Oeste sólo se produce en el siglo xix con la revolución técnica de los nuevos transportes. El cine ha recogido, por ejemplo, como casi todos hemos podido ver, la importancia que el tendido de un nuevo ferrocarril tenía en dicha empresa. En el afán de trabajar sin estorbo la tierra y cultivar su religión puritana sin interferencias, los colonos no tenían ningún reparo en perseguir y matar a los indios, hasta casi su total exterminación, de acuerdo con el famoso refrán de que «el mejor indio es el indio muerto» (the best indian is the dead one), y los pocos que quedan son, más que otra cosa, piezas de museo en las famosas «reservas» (reservations). El objetivo de estos colonos, pues, está muy claro. Se trata de reproducir en el Nuevo Mundo, destruEn 1847 los Estados Unidos plantaron guerra a México, lo que culminó el 2 de febrero de 1848 con el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, por el que el gobierno mexicano, al mando del general Santa Anna, cedía a la potencia norteña casi el 50% de su territorio: California, Arizona, Nevada, Utah y parte de Colorado, Nuevo México y Wyoming. 2 



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yendo los obstáculos que se opongan a ello, el ideal puritano y capitalista en que se habían educado. La colonización ibérica, es decir, española y portuguesa, tiene un signo completamente distinto: se realiza bajo una Monarquía católica y universalista, que imprime carácter casi cósmico al hecho del descubrimiento, y, posteriormente, de la conquista y la colonización. Cuando en 1492 Colón llega a las Indias, se van a producir una serie de tanteos geográficos —algunos de los cuales vimos en el capítulo anterior—, que culminarán en el año 1519 con el viaje de Magallanes alrededor del mundo. Este viaje, y el descubrimiento de Núñez de Balboa, en 1513, de la costa del Pacífico, constituyen los dos hitos culminantes de este período de tanteo. Después de las primeras vicisitudes, que vimos en el capítulo anterior, al llegar a 1519 ya no hay ninguna duda de lo que son las nuevas tierras; se tiene la plena convicción de haber llegado a un nuevo continente, y ese continente es la América que genialmente había anticipado Américo Vespucio. A partir de 1519 termina el período de tanteos y empieza, fundamentalmente, el de la conquista de los imperios: Nueva Castilla y Nueva España. Este período termina hacia 1550. Podemos decir que en ese momento se cierra la etapa de los conquistadores y empieza la de la colonización, propiamente dicha. En esos treinta años aproximados, los ibéricos, especialmente los españoles, recorrieron en todos los sentidos los 24 millones de kilómetros cuadrados de un territorio cuyos límites habían podido fijar. Entre la colonización de los descendientes del Mayflower, que para penetrar 2.000 kilómetros tierra adentro habían necesitado dos siglos, y la colonización ibérica, que en treinta años recorre 24 millones de kilómetros, hay una diferencia que responde a dos formas radicalmente diferentes de entender la vida y el mundo. Esto es lo que veremos a continuación. De acuerdo con estos hechos se ve claramente que la colonización anglosajona se va produciendo a medida que aumenta la necesidad de tierra de los nuevos colonos. La colonización anglosajona es poblar y explotar; poblar las nuevas tierras y explotarlas adecuadamente, según su conveniencia. Por el contrario, la conquista y colonización ibérica es incorporar y salvar; incorporar un mundo nuevo a la órbita del imperio católico y salvar almas para Cristo. La voluntad de España en los siglos xv y xvi fue hacer del mundo el cuerpo de su Estado y de su Estado el cuerpo de Cristo. Se trata de una visión religiosa y misional de la colonización, que la dotó de un sentido humano del que careció la

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colonización anglosajona; para los españoles «colonizar» y «evangelizar» apenas se distinguían. No es que los españoles no fuesen crueles o no cometiesen barbaridades propias de toda conquista, sino que el objeto primordial de toda la empresa ibérica fue el hombre y, especialmente, su alma. Así, en el caso de la colonización anglosajona, los indígenas eran un obstáculo para el fin propuesto de reproducir en el Nuevo Continente la vida que llevaban en el Viejo; en cambio, para la colonización ibérica el prójimo era una auténtica necesidad, puesto que era el fin primordial de la misma. Se necesitaba al prójimo para convertirlo y aun para vivir y convivir con él, como en el caso de los matrimonios y uniones que fueron base del mestizaje iberoamericano. No olvidemos el dato importante de que los puritanos viajaban con sus familias, mientras que los españoles casi siempre las dejaba en casa o eran solteros. No olvidemos tampoco otro dato importante, y es que el colonizador español iba más en busca de oro que de tierras, y desde este punto de vista, necesitaba también de la ayuda del indígena, que conocía los yacimientos donde se hallaba el mineral. Sean cuales fueren las causas, unas altruistas y otras egoístas, el hecho es que el colonizador español necesitaba del hombre y lo respetaba. Y ello dio pie a lo que nadie podrá dejar de considerar como uno de los éxitos de la cultura hispanoamericana: el haber puesto las bases para una solución humanista y fraternal del problema racial que ha permanecido vivo y sangrante durante muchos años en los Estados de Norteamérica. Se deduce de toda esta serie de hechos la profunda unidad de fondo que tiene el orbe hispanoamericano, y que proviene del intento y del afán de incorporación de los primeros conquistadores y pobladores. Esta unidad subsiste, aun dando por supuesto la pérdida de la hegemonía católica en aquellos países, en el idioma, en la cultura y en las actitudes espirituales. En este sentido, se ha hablado humorísticamente de los Estados Unidos del Norte y de los Estados Desunidos del Sur. Desde el punto de vista en que aquí lo hemos enfocado, nada más erróneo. La humorística frase puede ser cierta en el ámbito político y administrativo, pero en un sentido cultural y espiritual más profundo, se observa en Hispanoamérica una unidad orgánica más trabada que la que pueda darse en los Estados Unidos, donde, por el contrario, predomina el sentido atomizado e individualista de la vida a todos los ámbitos, desde la simple construcción de casas unifamiliares —y de aquí la estructura inorgánica de las ciudades—,



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Cuzco, capital del reino del Perú en el Nuevo Mundo, en Civitates orbis terrarum. Apareció primero en Navegaciones y viajes de Ramusio, 1556.

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Ciudad de México en Civitates orbis terrarum. El plano es reproducción del que figura en un «islario» de Benedetto Bordone, publicado en 1528.



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hasta las instituciones y organismos que sólo representan a grupos muy concretos y particularizados. Por el contrario, en Hispanoamérica, quizá fallen las instituciones y los organismos, pero se mantienen esa unidad profunda que se observa en la actitud hacia los individuos, que aquí no son considerados como tales, como en Norteamérica, sino como personas, que tienen un puesto y un sentido dentro del orden social y cultural. La incorporación de que hablábamos antes, objetivo de los primeros conquistadores y colonizadores, ha dado lugar aquí a la integración orgánica con el mundo y la vida, por un lado, y a la integridad personal de cada hombre consigo mismo, por otro. Vemos, pues, que nuestra afirmación del principio, de que la distinta forma de colonización entre el norte y el sur influye en la diferente actitud espiritual y cultural de ambas partes, es algo absolutamente evidente. Y como creemos que la aportación española es, en este aspecto, superior a la anglosajona, vamos a citar en nuestro apoyo la opinión de un norteamericano. Se trata del famoso hispanista Waldo Frank 3, que en su libro América Hispana dice lo siguiente: España, inferior a Europa en la contribución intelectual, es superior a ella y a los Estados Unidos, vista como un cuerpo social orgánico que da el ejemplo de su vida individual. Los líderes intelectuales de España —Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, etc.— guardan bajo sus diferencias un espíritu unánime. Un espíritu desgraciadamente raro en Europa y casi desconocido en los Estados Unidos. Se le podría llamar espíritu «católico» si se despoja a la palabra de toda asociación dogmática y clerical (Jacques Maritain, T. S. Elliot, y todos los llamados pensadores católicos de la Europa Moderna carecen en absoluto de él). Tiene dos rasgos principales este espíritu: simpatía por todas las manifestaciones de la vida humana, una simpatía activa y creadora que viene de la experiencia de Waldo D. Frank (1889-1967) había nacido en Long Branco (New Jersey). Estudio en Lausanne (Suiza) y, posteriormente, en la Universidad de Yale. En Nueva York, en unión con otros escritores de su generación, Brooks y Oppenheim, fundó la revista The seven arts (1916), cuyos esfuerzos dice que «convergen hacia un programa nacional a lo Whitman, mediante el cual América habrá de convertirse en un centro creador del mundo moderno». Viajó por Europa y América. Escribió numerosas novelas, pero su obra sobresale en el ensayo. Nuestra América (1919) fue el primero sobre un tema que habría de preocuparle hondamente. Rediscovery of America (1929; ed. esp. 1947) es una ampliación y superación del anterior. Posteriormente, escribió y publicó otros temas parecidos o afines: Ustedes y nosotros, América Hispana, Viaje sudamericano, Primer mensaje a la América Hispana, La pasión de Israel, Cuba: isla profética. 3 

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la conexión orgánica, e integridad personal (que falta casi completamente también en los intelectuales del otro lado de los Pirineos y del otro lado del Atlántico). Estos escritores españoles (aun los más europeizantes, como Ortega y Gasset) han conservado, a pesar del desmoronamiento del mundo cristiano, una integridad y un contacto inmediato cono el mundo, que sólo puede venir del sentido verdadero de la persona. Este espíritu es común, en realidad, al labriego de Castilla, al obrero de Cataluña y al trabajador de Andalucía. El español moderno es el producto de la voluntad mediterránea de Isabel por integrar el ideal católico y la tierra en un cuerpo activo y universal. Las formas del ideal se han deshecho, el mundo que España sostuvo en sus manos, se ha desvanecido; pero la voluntad unitaria tenía tanta virtud que ella ha conservado al español individual. Su integridad no es, desde luego, la integridad activa y consciente de la verdadera persona (si fuese así, España sería de otro modo). Su integridad, acaso, no es más que una predisposición heredada hacia esta completa consciencia, una forma cultural en suspenso y guardando la chispa y el combustible para ponerse en acción. Lo cual es bastante para hacer de España uno de los protagonistas en el drama del nacimiento atlántico4.

La diferente colonización entre el norte y el sur marca, pues, las diferencias psicológicas y caracterológicas entre las dos Américas. Así lo ve otro norteamericano, William R. Crawford, al final de su estudio sobre El pensamiento latinoamericano de un siglo, donde reconoce que «el hombre universal ha sido menos eminente en nuestra vida nacional que en la América del Sur», y se hace eco de la queja común de «nuestros vecinos [que] nos reprochan constantemente nuestra tendencia a especializarnos y a dejar de ver por ello la vida en su totalidad»5. La comprobación de esas diferencias ha provocado una enorme bibliografía sobre el tema, que es prácticamente constante en los autores hispanoamericanos, objeto de este libro. En este capítulo, sin embargo, queremos añadir el testimonio de otros autores, que, por no ser hispanoamericanos, pueden ofrecer una mayor garantía de objetividad. Apartando de nosotros el interesante libro de Vianna Moog Bandeirantes y pioneros6, que por afectar a un país y un tema —Brasil y lo brasileño— que aquí hemos dejado de lado, supondría Waldo Frank (1959): America Hispana. Buenos Aires: Editorial Losada, p. 295. William Rex Ceawford (1966): El pensamiento latinoamericano de un siglo. México, D. F.: Limusa/Wiley, p. 309 (traducción de A century of Latin-american thought. Cambridge: Harvard University Press, 1961). 6  Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1965. 4  5 



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«The Mayflower Compact», el «pacto del Mayflower», primer documento de gobierno de los posteriores Estados Unidos. Fue firmado el 11 de noviembre de 1620 en las costas de lo que hoy es Provincetown.

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Redacción del «Mayflower Compact» a bordo del Mayflower. Abajo: Convoy de pioneros hacia el Oeste.



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un esfuerzo de atención poco rentable, nos fijaremos en la opinión de dos autores distintos: un norteamericano y un español. En su libro Angloamérica e Hispanoamérica: estudio de dos civilizaciones, E. S. Urbanski7, realiza una comparación muy completa entre ambos mundos en sus múltiples aspectos. De dicho libro, extraemos las siguientes generalizaciones: «Los hispanoamericanos se distinguen por su carácter contemplativo, doctrinario y apasionado, mientras los angloamericanos, por el suyo pragmático, desapasionado y realista. Los hispanoamericanos son visionarios, dotados de conceptos filosóficos y culturales con cierta tendencia romántica, mientras que los angloamericanos se caracterizan por su empirismo, racionalismo y positivismo, que les llevan hacia fines concretos, tanto en la esfera cultural como en la materia»8. Al ir explayando estas diferencias, acompañado del testimonio de otros autores, Urbanski va señalando el carácter emocional de los hispanoamericanos, frente al utilitarismo de los habitantes del norte; si a los primeros les caracteriza la extraversión y el donaire, a los segundos, lo hace la introversión y el convencionalismo. En todo el ensayo se muestra bien a las claras el carácter pragmático y técnico de los norteamericanos, frente a los intereses estéticos, religiosos y más filosóficos de los americanos del sur. Así, llega a afirmar tajantemente: «el pensamiento idealista está muy arraigado en el alma hispana y sirve de motivación principal a sus múltiples actuaciones»9. Muy parecidas son las conclusiones a que llega el profesor español Juan Roura-Parella en su ensayo El sentido del tiempo en las dos Américas, la del Norte y la del Sur10, donde hace ver, a través de un fino análisis psicológico, que «el motor principal de la voluntad del hombre del Norte 7  Edmund Stephen Urbanski fue profesor de Western Illinois University. Vivió en España y en Hispanoamérica durante largas temporadas de estudio y de visita. Se doctoró en 1964 en la Universidad Nacional de México. Tuvo activa participación en las exploraciones arqueológicas de la zona azteca del lago de Texcoco en 1940. En 1959 la OEA le concedió una beca para realizar un viaje de estudios por Perú, Colombia, Ecuador, Chile y parte de Centroamérica. Entre sus publicaciones más importantes destaca su monografía Studies in Spanish American Literatura and Civilization (1964). 8  Edmund Stephen Urbanski (1965): Angloamérica e Hispanoamérica: análisis de dos civilizaciones. Madrid: Studium, p. 67 9  Ibíd., p. 71. 10  México, D. F.: Revista Interamericana de Sociología, pp. 131-172. Juan RouraParella (1897-1983) nació en Tortellá (Gerona). Estudio en Barcelona, Madrid y Berlín. Enseñó en las Universidades de Barcelona, México y de Wesleyan (Connecticut), en

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es mucho más el triunfar, el tener éxito que el fin en sí mismo». De este modo, el norteamericano pone su acento en el futuro más que en presente o en el pasado, frente al latinoamericano, que vive más la tradición o el presente, con un gran sentido de lo que de creador tiene el ocio. Así se van poniendo de relieve otras diferencias, como es que la vida individual en el norte está centrada en lo económico y lo utilitario, mientras en el sur se basa mucho más en el amor y en la amistad, y de aquí que en el latinoamericano el corazón ocupe un lugar que en el hombre del norte sólo lo ocupa la voluntad. «La América Latina —dice— es tierra del amor, de la religión y de la aventura». Y aun añade: En el hombre del Sur, el sexo está entretejido con otras formas superiores del amor, mientras que en el Norte es una función fisiológica, como la satisfacción del hambre. Es el hambre del amor. La personalidad del norteamericano está organizada en forma de compartimentos estancos, constituye una Gestalt débil. Por el contrario, en el latinoamericano, como en el español, todas las funciones están estrechamente relacionadas; constituyen una Gestalt fuerte.

Es muy significativa la comparación que realiza entre el salón francés, lugar de ejercicio intelectual, a través de la conversación, el party, cuyo gasto principal cae de lado del alcohol, y la fiesta, donde —por medio, sobre todo, de la danza— se viven momentos eternos, en medio de un tono orgiástico. Muy bella es la descripción de la siesta, como institución típica del mundo hispánico: En el mediodía, cuando el tiempo alcanza su punto más alto, el devenir detiene de repente su marcha, y la eternidad surge en este momento. La naturaleza duerme. En esta hora nos sobrecoge el sentimiento de estar fundidos con el todo. Es un sentimiento panteístico de plenitud y perfección. Es la hora en que el latino se sale del flujo del tiempo, gozando de la tan vituperada siesta. Toda preocupación, toda angustia queda cancelada. Y mientras el hombre del Sur participa en la existencia del dios Pan y experimenta un tiempo sin finalidad alguna (Zeit ohne Zief ), esto es, un tiempo que corta toda relación con el futuro, el hombre del Norte va a su lunch para hablar de negocios o para oír una conferencia, y vuelve en seguida a su trabajo, esto es,

Estados Unidos. Entre sus libros más importantes figuran: Educación y Ciencia (1940) y Tema y variaciones de la personalidad (1950).



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a vivir un tiempo con una finalidad concreta, que ni a la hora del almuerzo puede superar.

Y es que el norteamericano vive su vida polarizada hacia el futuro, centrado casi siempre sobre su profesión. Este hombre es un especialista y ello le cierra a otras incitaciones de la vida y de la cultura. «En cambio —dice Roura—, la real profesión del hombre del Sur es ser un ser humano. Este es su propio negocio». De aquí que, frente a los móviles del hombre del Norte —impulso de conservación del grupo, afirmación de la vida colectiva, intenso afán de reconocimiento, fuerte tendencia a imponerse a los demás, necesidad absoluta de éxito—, el latino tiene una visión más universal de la vida y del hombre, hasta el punto que, en él, individualidad, universalidad y totalidad vienen a estar estrechamente vinculados. Así, la visión caracterológica de este profesor español viene a coincidir, casi plenamente, con la mantenida por los norteamericanos Frank, Crawford y Urbanski, con lo que vemos ampliamente reforzado nuestro propio punto de vista.

Capítulo IV

La determinación de América como unidad política

El problema que planteábamos en el capítulo anterior sobre la diferencia entre ambas Américas, tiene su expresión más visible en dos símbolos caracterizadores de las dos culturas. El símbolo más propio de América del Sur quizá sea la catedral, alrededor de la cual se agrupa el núcleo urbano, y bajo cuyo amparo vive la mayoría de la población. Por el contrario, el símbolo visible más característico de América del Norte será, seguramente, la autopista o carretera (highway). Pero, ¿existe, por debajo de estas diferencias culturales, una auténtica unidad? Y, sobre todo, ¿existe una auténtica unidad política de América? La contestación, obviamente, es que no. Sin embargo, ¿podemos decir que existe al menos una unidad histórica? La contestación, aquí, ya sería más dudosa. Hay un libro del famoso hispanista Lewis Hanke1, donde se plantea el problema de la unidad histórica de América. En él se recoge la tesis de H. E. Bolton, que afirma dicha unidad en su ensayo «La Epopeya de la Gran América»2, al tiempo que otros especialistas importantes la discuten. Son éstos: Edmundo O’Gorman, A. Withtaker, W. Binkley, G. Arciniegas. En la citada investigación, Bolton reacciona contra la historia nacionalista en que fue educado durante su juventud. En una ocasión llega a escribir lo siguiente: Do the Ameritas have a common history? New York: Alfred A. Knopff, 1964. Hay traducción española: ¿Tienen las Américas una historia común? México, D. F.: Diana, 1966. 2  En: American Historical Review, XXXVLII (1933), pp. 448-474. 1 

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en el ambiente de mi infancia, las perspectivas eran típicamente americanas, yankis, o sea, provincianas y nacionalistas. Entre mis convicciones históricas indiscutibles se encontraban las siguientes: los demócratas estaban condenados de antemano; los católicos, los mormones y los judíos debían ser mirados con desdén. Los norteamericanos vencieron a Inglaterra; vencieron a los indios; los mejores indios son los que están muertos; los ingleses llegaron a América para fundar sus hogares; los españoles, con el único fin de explotar y buscar oro. España fracasó en el nuevo mundo; los ingleses, siempre triunfaron; sus sucesores, los norteamericanos, eran los elegidos de Dios; toda la historia americana se desarrolló entre el paralelo 49 y el río Bravo; los norteamericanos expulsaron virtualmente a los mejicanos de Nuevo México, Colorado, Tejas, Arizona y las demás regiones y, subsiguientemente, construyeron un gran imperio. Cada uno de estos conceptos es falso en su totalidad o en parte, pero necesité media vida para descubrirlo3.

A través de la reacción ante esa concepción norteamericana de la historia, expresada en «La Epopeya de la Gran América», Bolton sostiene la teoría de la unidad histórica del continente, señalando que, a pesar de las diferencias nacionalistas que puedan encontrarse en la historia de cada país, existe una unidad superior en el continente americano; unidad que se expresa a través de las etapas que ambas Américas han recorrido: descubrimiento, colonización, independencia, constitución de las nacionalidades, etc. La tesis de Bolton fue muy discutida y lo sigue siendo. Es más, a lo largo del libro de Hanke, al que estamos aludiendo, se ve que no prevalece la unidad en la tesis ni el mismo criterio entre los distintos investigadores. Pero, en cualquier caso, resulta para nosotros evidente que si dicha unidad histórica existe ha de ser consecuencia de una unidad ontológica más profunda, que sólo ha sido captada por la mente hispanoamericana. La idea de América que desarrollaremos aquí es, por tanto, un producto hispanoamericano, y ello, en parte, porque sólo los hispanoamericanos han sabido elaborar la contraposición entre la idea de América y la idea de Europa. Este supuesto que se halla bajo la tesis de Bolton, fue visto mucho antes y más profundamente por los hispanoamericanos. Por lo dicho anteriormente, a esta altura de la investigación conviene señalar algunas de las diferencias más patentes entre Europa y América. Al objeto de no extendernos demasiado, vamos a concretarnos sólo en tres 3 

Hanke, op. cit., p. 17.



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aspectos: Por lo que se refiere a la Geografía física, debemos señalar las enormes extensiones y distancias americanas, la majestuosa grandeza del paisaje de aquel continente, que contrasta con la naturaleza casi doméstica a estilo europeo, donde hablamos familiarmente del «campo». Pensemos, para poner un ejemplo, el que tenemos más a mano, en la diferencia entre el sentimiento de la naturaleza expresado por Horacio y el que se manifiesta en la poesía de Walt Whitman. Un ejemplo de la grandiosidad de esta naturaleza pueden ser las Montañas Rocosas, en Estados Unidos, o las cataratas de Iguazú, en Sudamérica. Desde el punto de la Geografía urbana, el fenómeno europeo más característico es la ciudad, como núcleo social de vida, donde una comunidad se agrupa, primeramente, en torno a la catedral y al ayuntamiento, mientras que en Estados Unidos la población se aglutina en torno a grandes autovías, y esto lo vemos claramente en las metrópolis norteamericanas, donde, a excepción de cuatro o cinco centros cosmopolitas (Nueva York, Filadelfia, Boston, Chicago, San Francisco, etc.) la mayoría de ellas no son más que lugares de paso, cuyos ejes lo constituyen las grandes carreteras. El protagonista de la vida urbana en Norteamérica es el automóvil, lugar de reunión familiar y casi de vida social. A ese propósito, y de forma anecdótica, recuerdo la enorme cantidad de conocimientos y la intensa vida social que practiqué en los Estados Unidos, cuando los amigos me trasladaban de uno a otro automóvil. Desde un ángulo más profundo, recordemos que hasta el cine, el teatro, la iglesia, los bancos, pueden ser frecuentados sin salir del automóvil: los famosos drive-in-cinema, drivein-bank, drive-in- church… Es cierto que esto no ocurre con la misma intensidad, ni mucho menos, en las ciudades de América del Sur; aquí la impronta española ha quedado en la ciudad, donde el peatón es protagonista, y el eje no lo constituye la autopista, sino la plaza mayor. La reciente modernización de muchas ciudades hispanoamericanas ha contribuido a hacerlas un híbrido entre la ciudad europea y la típicamente norteamericana. Aun así, estas ciudades conservan un carácter urbano, que no tienen las del norte; con todo, se distinguen de la típica ciudad europea, aunque no sabemos por cuánto tiempo, dada también la creciente americanización del Viejo Continente. Desde el punto de vista de la Historia, ambas Américas se caracterizan por su juventud y, en consecuencia, por la falta de historia frente a Europa. El peso histórico europeo es evidente para cualquiera de nosotros; el lastre del pasado, manifestado a través de monumentos, edificios antiguos,

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costumbres ancestrales, experiencias intensamente vividas por nuestros pueblos, es enormemente poderoso. Un amigo nicaragüense me decía: «Ir a América es ponerse una camisa nueva». Efectivamente, para un europeo que llega a América, la sensación de liberación de un pasado histórico es enorme. Allí nos sentimos libres, nos creemos capaces de emprender una nueva vida y una experiencia insospechada anteriormente. América es tierra de posibilidades y, por ello, tierra de libertad. Las democracias han triunfado en América, no por simple azar histórico, sino porque la democracia va ínsita en el mismo ser americano. Estas tres notas que caracterizan este continente frente al europeo, desde el punto de vista de la Geografía física, de la urbana y de la Historia, nos dan una idea de la unidad de América: lo que hemos llamado aquí la idea de América ha sido desarrollada por los pueblos iberoamericanos, debido al carácter filosófico y abstracto de su cultura frente al pragmatismo de la norteamericana. Este distinto carácter de una y otra es lo que hizo fracasar la unidad política del continente, si bien este fracaso debemos considerarlo más de Hispanoamérica que de los Estados Unidos: un fracaso de Hispanoamérica por culpa de los Estados Unidos, del carácter pragmático y particularista de su cultura, pero que dice mucho de la grandeza del ideal hispanoamericano. Y no sólo dice mucho, sino que hace esperar mucho de él, dado que si el triunfo político de los Estados Unidos ha sido el triunfo como nación, el triunfo político de Hispanoamérica ha de ser el triunfo como continente, y, en definitiva, del hispanoamericanismo. Este se identifica con el bolivarismo, es decir, con el sentido universal de la cultura hispanoamericana, y de aquí que, si es cierto que Hispanoamérica fracasa como entidad política, este fracaso redundará en una rica expresión cultural posterior, cuya manifestación más alta es la idea de América, que aquí tratamos de investigar. La verdad es que este último movimiento —el hispanoamericanismo— no sólo se identifica con el bolivarismo, sino que es lo que de fondo continúa dándole sentido. Nadie como Simón Bolívar4, supo ver el destino de Simón Bolívar (1783-1830) nace en Caracas en una familia criolla de origen vascongado, de la que se conserva recuerdo en el pueblo de Bolívar (Guipúzcoa). Después de estudiar las primeras letras en su ciudad natal, con Simón Rodríguez, viajará a España, donde continúa estudios superiores. En Madrid, contrajo matrimonio con doña Teresa Rodríguez, sobrina del marqués de Toro, enviudando muy pronto en Venezuela, a donde regresó en 1802. Vuelve otra vez a Europa, viajando por España, Italia, Francia. En 1810, la Junta Suprema, que había derribado al capitán general don Vicente Emparán, le envía 4 



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solidaridad americano cuando, en 1818, proclamaba «que nuestra divisa sea Unidad en la América meridional»5, y asegura que «una sola debe ser la patria de todos los americanos»6. La idea había quedado expresada con el mayor énfasis en 1815, cuando escribe: Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre si y con el todo. Ya que tienen un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente tener un sólo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; más no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! («Carta de Jamaica»).

El ideal de Bolívar hubiera sido la unidad política, y a pesar de lo difícil no dejó de trabajar en esa línea, utilizando como perspectiva la del «pacto americano», de tal modo que: «formando todas nuestras repúblicas un cuerpo político, se presente la América al mundo con un aspecto de majestad y grandeza, sin ejemplo en las naciones antiguas»7. En esta línea se inscribe su «Carta de Jamaica» y la propuesta del Congreso de Panamá: lograr una unidad republicana de América frente a la amenazante Europa monárquica (si antes era el poder político español quien se cernía sobre aquellos pueblos, ahora era la guerra económica de la Inglaterra en misión económica a Londres, junto con Andrés Bello. De regreso a Venezuela, se une a la «primera república», que no tardará en ser derrotada por las fuerzas reales. Desde Nueva Granada, adonde huye, inicia sus campañas militares que le harán famoso; en 1814 es nombrado capitán general de las Fuerzas de la Unión, pero la división de los patriotas le hace embarcar a Jamaica, desde donde escribirá muchos artículos para atraer la atención mundial sobre la causa hispanoamericana. En 1816 está nuevamente en Venezuela, donde une a su actividad militar una constante actividad política. En 1819, el Congreso Constituyente de Angostura le nombra presidente. Sus victorias militares eran cada vez más importantes: Boyacá (1820), Carabobo (1821). Sin embargo, los últimos años serán una lucha imposible contra el desorden y la inestabilidad política de aquellos países, retirándose a Santa Marta en 1829, y muriendo allí pocos meses después. (Simón Bolívar [1950]: Obras completas. La Habana: Lex.) 5  Simón Bolívar (1950): Obras completas, 2 vols. La Habana: Lex, vol. II, pp. 11221123. 6  Ibíd., vol I, p. 294. 7  Ídem.

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en expansión). Sin embargo, el Congreso del Istmo, que se reunió en Panamá el 22 de junio de 1826, fue de hecho boicoteado por los Estados Unidos, que enviaron con retraso a su delegación, negándole, además, plenos poderes. El Congreso fue un fracaso, como ya entonces vio el mismo Bolívar, y aun así, su proyecto ha servido de «programa ideal de convivencia para las futuras generaciones hispanoamericanas»8. De aquí que afirmemos —subrayando lo que arriba decíamos— que el fracaso de Hispanoamérica, como unidad política, redundara en una rica expresión cultural posterior, cuya manifestación más alta es la idea de América. En este sentido, podemos asegurar que si Bolívar fracasó como líder, no ha fracasado el bolivarismo, en cuanto expresión del carácter de universalidad de la cultura hispanoamericana. A pesar de lo dicho, el fracaso político de Bolívar fue sólo relativo; en definitiva, y aunque fracasase en su idea de unidad, de él proviene y él supo conformar el orden político de las futuras naciones hispanoamericanas. Ciertamente, es una ironía de la historia que hoy lleve su nombre una parte —Bolivia— de lo que él pretendía que fuese un todo, pero no es menos cierto que, si hoy las naciones de América son repúblicas y no monarquías, y si en ellas se alberga el espíritu liberal, aunque sea maltrecho, ello no deja de ser fecunda herencia del «Libertador». La admiración por el mundo clásico y por el régimen republicano que adoptaron en su vida política las naciones antiguas es lo que le llevó a oponerse rotundamente a los ideales monárquicos del general San Martín y los estadistas del sur, a quienes fue capaz de imponer sus ideas, consagrando la república como forma de gobierno definitiva en Hispanoamérica. Y su admiración, a la vez, por el pensamiento moderno de Voltaire, Montesquieu y Rousseau, fijó definitivamente la democracia liberal, si bien ésta haya vivido en precario durante largas etapas de la vida política hispanoamericana, con su acechanza de caudillismo, pronunciamientos, regímenes de poder personal, etc. Ahora veamos las distintas peripecias que dicha idea de América ha sufrido, desde el punto de vista político, tras el hundimiento del gran ideal continental de Simón Bolívar. El fracaso del hispanoamericanismo ha traído, después, el panamericanismo y el interamericanismo. El primero de éstos se basa en la doctrina del presidente J. Monroe, del 2 de diciembre de 1823, y cuyos principios pueden resumirse así: 8 

Simón Bolívar (1969): Escritos políticos. Madrid: Alianza Editorial, p. 43.



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Simón Bolívar. José Francisco de San Martín.

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Autopistas estadounidenses: el símbolo visible más característico del país.



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1. Impedir futuras colonizaciones en América, expresado en la siguiente declaración: «Los continentes americanos, por la condición libre e independiente que han asumido y mantienen, no se deben considerar sujetos, en lo sucesivo, a futura colonización por ninguna potencia europea». 2. La incompatibilidad del sistema político americano con el europeo, que se manifiesta en esta frase: «Consideramos peligroso para nuestra paz y seguridad, cualquier esfuerzo realizado por ellas [las potencias europeas], para hacer extensivo su sistema a cualquier parte de este hemisferio». 3. El llamado principio de no intervención de Europa en América, es decir, lo que se ha resumido en la famosa frase de «América para los americanos», cuya interpretación hará correr ríos de sangre, pues ya sabemos el sentido evidentemente egoísta que los Estados Unidos dieron a la doctrina de Monroe, y que ya se adivinaba en estas frases de su redacción: «Es imposible que las potencias aliadas extiendan su sistema político a cualquier parte de uno u otro continente sin poner en peligro nuestra paz y seguridad; ni puede nadie creer que nuestros hermanos del sur, si se les dejara solos, lo adoptasen voluntariamente. Es igualmente imposible, por tanto, que observemos con indiferencia semejante intervención, sea cual fuere su forma». Es cierto que, desde 1881, los Estados Unidos mantienen una actitud de acercamiento a los países del sur, y así, en la I Conferencia Internacional Americana de 1889, en plena era de los «pan-ismos» (recordemos el paneslavismo y el panhelenismo), se acuña el vocablo «panamericanismo». Pero ya en 1902, en la II Conferencia Internacional Americana, se observa la adaptación de la política exterior estadounidense a las necesidades del momento, y si en los primeros años de vida independiente a los Estados Unidos les conviene una política de neutralidad y aislamiento para consolidarse como nación, posteriormente van a necesitar a los países del sur para comerciar y expandirse por ellos. De esta forma se pone de manifiesto, según las necesidades de los mismos Estados Unidos, dos tendencias dentro de la doctrina monroísta: la tendencia del particularismo nacionalista, basada en el derecho de la propia conservación, y la tendencia a la expansión continental, basada en la cláusula de «la nación más favorecida», patente en la interpretación de la política estadounidense, en las tres fórmulas que después hará famosas Theodor Roosvelt: la política del «destino manifiesto», del «garrote» y de la «diplomacia del dólar» (manifest destiny, big stick y dollar diplomacy). Así vemos que, si el hispanoamericanismo se identifica con el bolivarismo, el panamerica-

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nismo se puede identificar con el monroísmo. Esto, necesariamente, había de llevar a los actos más arbitrarios, a menos de haber estado equilibrado por el principio de «no intervención», cosa a la que se negaron los Estados Unidos en la Conferencia Interamericana de la Consolidación de la Paz (Buenos Aires, 1936). De la interpretación política de la doctrina Monroe, se pasa, pues, a medida que el país lo requiere, a una interpretación económica en la que Estados Unidos pasa de un capitalismo industrial a un capitalismo financiero. Es cierto que habían abierto mercados en Asia y Oceanía, pero necesitaban también los mercados hispanoamericanos para sus productos y, sobre todo, para formar una entidad continental comercial frente a Europa (así se incentiva el monocultivo y la monoproducción en cada país). En 1888-1889, se constituye una Oficina Comercial en Washington, organizada por el secretario de Estado norteamericano, y mantenida por cuotas de todas las repúblicas participantes, cuyos objetivos eran: fomento de relaciones recíprocas para asegurar mercados a los productos respectivos; formación de una unidad aduanera americana; adopción de un sistema uniforme de pesas y medidas; adopción de una moneda común de plata, acuñada por cada uno de los países; y un plan general de arbitraje. El proyecto quedaba en manos de una sola potencia y, por ello, fue desechado. Sólo se aprobó una asociación con el nombre de Unión Internacional de Repúblicas Americanas, para la pronta compilación y distribución de datos sobre el comercio; se instaló, para su funcionamiento, una oficina en Washington, bajo la dependencia del secretario de Estado, que ha reunido una información muy útil de los países representados. Esta oficina se convertiría, posteriormente, en la Unión Panamericana (1889), que ha quedado como culminación del movimiento panamericanista. Desde 1945, el anterior movimiento fue sustituido por el «interamericanismo», que adquiere su perfil definitivo en la Conferencia de Bogotá, en 1948. Podemos definirlo como la fusión del racionalismo panamericano con el universalismo hispanoamericano; es el triunfo, al menos en el papel, de la tendencia bolivarista. Esta tendencia empieza en la Conferencia de Buenos Aires, de 1936, a la que asistió personalmente Franklin D. Roosvelt. La labor de ésta se completó en la VIII Conferencia Internacional Americana, celebrada en Lima, en diciembre de 1938. En la declaración de Lima, máxima expresión de solidaridad interamericana, se pasa de una unilateridad monroísta a la multilateridad de principios interamericanos.



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En este sentido, la historia de este movimiento es la historia de la posible igualdad de trato entre los Estados Unidos y el resto de los países hispanoamericanos, que siempre ha quedado rota por dos causas: primero, por la supremacía económica, y su correspondiente repercusión política, de los Estados Unidos; y segundo, por la superioridad política internacional estadounidense, debido a su condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, y su consiguiente derecho de veto. La historia del interamericanismo se va a plasmar en tres realidades jurídicas, que son: 1. Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, también llamado Tratado de Río de Janeiro, 1947. 2. Tratado Americano de Soluciones Pacíficas (Pacto de Bogotá, 1948). 3. OEA (Carta de Bogotá, de 1948). El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca tiene como objetivo primordial la seguridad colectiva del continente, y sus cláusulas encierran una doble vertiente jurídica, según la agresión de un país a otro sea un ataque armado o no, y según el agresor sea un Estado americano o no. El Órgano de Consulta de este tratado es su instrumento ejecutivo más importante, y tiene como función la gestión diplomática, para evitar los conflictos o solucionar los que surjan. El lado perjudicial del tratado es que los presupuestos de los países participantes quedan gravados por una fuerte inversión bélica y que, por otro lado, debido a la dependencia estratégica de los Estados Unidos, el resto de los países miembros han de adquirir allí las armas, lo que hace evidente la falta de reciprocidad en el trato. Por lo demás, tengamos en cuenta que el tratado fue firmado en un período de auge de la «guerra fría», tras la Segunda Guerra Mundial, lo que hace muy sospechosa su intencionalidad. El Tratado Americano de Soluciones Pacíficas es resultado de la IX Conferencia Internacional Americana, que es la más importante en la historia de las relaciones entre los Estados americanos. Además de este pacto, se tomaron acuerdos en dicha conferencia para redactar la Carta de la OEA, el Convenio Económico de Bogotá, la Convención Interamericana sobre la Concesión de los Derechos Políticos de la Mujer, la Convención de Concesión de Derechos Civiles de la Mujer, y hasta 46 resoluciones, relaciones, declaraciones, votos y censuras. De todo ello,

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lo que más nos interesa es el llamado Pacto de Bogotá, de 1948, que es un documento técnicamente perfecto para la solución de los conflictos fronterizos, en cuanto incorpora a su articulado todos los medios de solución pacífica hasta el momento. Su casuismo es casi exhaustivo, y en los casos en que no llega a agotar las soluciones propone someterse al Tribunal Internacional de Justicia. El gran fallo de este documento es la serie de reservas norteamericanas que a él se opusieron, con lo cual el tratado alcanzó muy pocas ratificaciones. A este respecto, comenta Antonio Gómez Robledo: Mientras convenios como el Pacto de Bogotá no sean sinceramente aceptados por la mayor potencia en el Continente, no habrá verdaderamente paz en América, la paz profunda que nace de la confianza mutua y de la sumisión de todas las diferencias a la justicia y al derecho. Mucho se ha hecho desde los días lejanos de nuestra emancipación por aproximar entre sí a ambas Américas, pero mucho falta por hacer aún —es ésta una melancólica, pero ineludible conclusión— para que nuestra convivencia sea algo más que un régimen internacional de policía, que esto y no otra cosa es la llamada seguridad colectiva y el mero compromiso, cuya fórmula es la no intervención, de no hacernos mal9.

La tercera realidad jurídica interamericana es la Carta de la OEA. Sobre el boceto establecido en la IX Conferencia Interamericana, se redactó la Carta de Bogotá, de 1948; carta constitucional de la Organización de los Estados Americanos, y cuya preocupación esencial consiste en el establecimiento de un sistema definitivo de convivencia política. Aquí fue de gran importancia la diplomacia mexicana, cuyo objetivo era establecer unas normas pacificas de convivencia, en la libertad y la democracia. Los fines de la Organización se establecen en el artículo primero, que dice así: «Los Estados Americanos consagran en esta Carta la organización internacional que han desarrollado para lograr un orden de paz y de justicia, fomentar

A. Gómez Robledo (1958): Idea y experiencia de América. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, p. 220. Es interesante también consultar el capítulo V del libro de M. Hernández Sánchez-Barba (1961): Tensiones históricas hispanoamericanas del siglo xx. Madrid: Editorial Guadarrama, que en algunos puntos hemos seguido aquí, aunque la obra fundamental sobre el tema siga siendo la de Gómez Robledo. También fundamental es la referencia a G. Connell Smith (1971): El sistema interamericano. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica. 9 



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su solidaridad, robustecer su colaboración y defender su soberanía, su integridad territorial y su independencia». La carta está dividida en tres partes. En la primera se exponen la naturaleza, propósitos y fines de la Organización; los derechos y deberes de los Estados americanos que sean miembros de la misma, y luego una serie de normas generales sobre solución pacífica de las controversias, seguridad colectiva y cooperación cultural y económica. En la segunda parte se establecen los órganos de la OEA y su esfera de competencia. Estos órganos son: la Conferencia Interamericana, la Reunión de Consulta de los ministros de Asuntos Exteriores, el Consejo de la Organización y las conferencias especializadas sobre diversos temas, así como los organismos especializados. La Unión Panamericana queda relegada a una Secretaria General, que es fundamentalmente un órgano de consulta. El órgano supremo es la Conferencia Interamericana, a la que se someten las decisiones más importantes. En la tercera parte se incluyen toda una serie de disposiciones protocolarias. Desde el punto de vista jurídico, esta Organización es técnicamente perfecta y constituye una base de superación de las grietas del panamericanismo. Sin embargo, desde el punto de vista práctico, su labor ha venido siendo imposibilitada por la potencialidad estadounidense, la dependencia hispanoamericana de los Estados Unidos en muchos aspectos y la justificada actitud recelosa de los países hispánicos, que a pesar de la llamada good neighbour policy o de la good partnership policy, no ha dejado de manifestarse a favor de los intereses de los mismos Estados Unidos, sin comprender los intereses de la otra parte. Es imposible terminar este capítulo sin dedicar alguna atención a José Martí10, gran figura cubana de proyección continental. Si es cierto que Martí no sobresale como filósofo ni aun como pensador —hecho que José Martí (1853-1895) nace en La Habana de padres españoles. A los diecisiete años, en 1870, es deportado a España por sus escritos revolucionarios en un periódico. En España estudiará Derecho en Zaragoza y Madrid, graduándose en 1874. En 1875 se traslada a México; después, a Guatemala. En 1880 se establece en Nueva York, dedicándose a formar un movimiento nacionalista cubano entre los exiliados; en 1892 funda el Partido Revolucionario Cubano y su órgano de difusión Patria, donde escribirá miles de artículos. En los años que siguen, prepara con el general Máximo Gómez la revolución; en 1891 lanzan el Manifiesto de Montecristi, desde Santo Domingo, llamando a las armas al pueblo cubano. En abril de 1895 desembarca en Cuba con una pequeña fuerza y al mes siguiente muere en una escaramuza en Dos Ríos. Martí es también un gran escritor y un gran poeta, que alcanza un sobresaliente relieve en el movimiento modernista. Es autor de una novela y de muchos poemas; sus trabajos periodísticos están en su mayoría 10 

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explica el que su nombre no suela aparecer en las exposiciones o historias de la filosofía11— no es menos cierto que su influencia ideológica y política ha transcendido con fuerza avasalladora a toda América, lo que ha hecho de él una figura sólo comparable a la del Liberador, Simón Bolívar, y por esto merece aquí nuestra particular atención. Aunque la vida y la obra de Martí se hallan inseparablemente vinculadas a la independencia cubana, su pensamiento y hasta su misma acción se hallan a mil leguas de todo nacionalismo. En realidad, con la independencia de Cuba y Puerto Rico —fin de sus objetivos inmediatos— lo que él pretende es realizar un ideal de justicia, equilibrando políticamente una balanza, que ha inclinado exagerada e injustamente uno de sus platos hacia el norte. «Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son dos islas las que vamos a liberar», dice en 1894. La misma idea se repite en el Manifiesto de Montecristi o en Nuestra América; este último ensayo se convertirá con el tiempo en un mensaje ideológico de valor continental. Y es que el fondo maritiniano es un cristianismo de tendencia universalista, que predica el amor a todos los hombres y a todas las naciones como tan bellamente supo decirlo en verso:

Cultivo una rosa blanca en junio como en enero, para el amigo sincero que me da su mano franca. Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardo ni oruga cultivo: cultivo una rosa blanca.

Si Martí, pues, ataca a España, a quien ataca es a un colonialismo y a una dominación injusta; lo mismo ocurre cuando fustiga a los Estados Unidos. En realidad, su vida y su obra están llenas de admiración y de cariño hacia ambos países, a pesar de las frases despectivas que tamencaminados a lograr la independencia hispanoamericana. (José Martí [1946]: Obras completas. La Habana: Lex.) 11  El hecho puede comprobarse examinando el libro de Medardo Vitier (1948): La filosofía en Cuba. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica; o el de Humberto Piñera Llera (1960): Panorama de la filosofía cubana. Washington, DC: Unión Panamericana. Por supuesto, la misma comprobación tendremos si repasamos las distintas historias continentales de la filosofía o el pensamiento.



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bién abundan aquí o allá; de ello, puede dar fe quien consulte sus dos interesantes antologías sobre ambos temas12. No debemos confundir el anticolonialismo y el antiimperialismo, de que siempre hizo gala, con ningún tipo de nacionalismo o de estrechez mental o espiritual. Por el contrario, es una forma —la única posible en su situación— de afirmar la igualdad y la justicia para todas las naciones; en otras palabras, es una forma de amor. El amor cristiano, que en él no era incompatible con cierto anticlericalismo y un decidido rechazo de toda religión organizada, es el núcleo de la actitud martiniana. Este amor que le lleva a ponerse siempre de parte de los oprimidos y los expoliados, sean hombres o naciones, le acerca a un cierto socialismo. El mismo Cole, en su Historia del pensamiento socialista, viene a reconocerlo así: Los revolucionarios cubanos no eran socialistas. Tampoco su principal teórico, José Martí, expresó una doctrina específicamente socialista. Era un nacionalista revolucionario más que un socialista; pero su nacionalismo era muy radical, tanto que lo asocia a los posteriores desarrollos del socialismo y al comunismo en América Latina. Reconoció la necesidad de fundar su movimiento revolucionario en las clases trabajadoras y, especialmente, en los trabajadores de los ingenios; y rechazó siempre el programa de los autonomistas, que deseaban rescatar a la isla de la opresión española, para ponerla bajo la protección de los Estados Unidos. Fue un fuerte opositor del «colonialismo», y durante su residencia en Nueva York escribió vigorosamente condenando al capitalismo norteamericano, especialmente en sus aspectos imperialistas. Su política, no obstante, fue de colaboración entre la clase trabajadora, en la que confiaba principalmente, y la clase media nacionalista, que podía ser inducida a unirse a aquélla contra la aristocracia terrateniente, sobre la base de no discriminación entre las razas. Abogaba, también, por una legislación social avanzada y, por todo esto, merece un lugar en esta historia13.

En el tema propio de este capítulo —la idea de América como unidad política—, José Martí ocupa un lugar central e insoslayable; con él termina la emancipación política del dominio español y empieza la lucha por la Sobre España. Madrid: Editorial Ciencia Nueva, 1967; y En los Estados Unidos. Madrid: Alianza, 1968. 13  G. H. Cole (1964): Historia del pensamiento socialista. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, vol. IV, p. 287. 12 

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emancipación económica respecto del poderío norteamericano; de aquí que, después, en 1959 pueda ser reivindicado por el castrismo. En este aspecto, Martí se nos aparece como una figura profética y misional, más ligada al futuro que al pasado del continente; de aquí que con frecuencia se le llame «el Apóstol». Por ello, ha sido considerado como el Segundo Libertador de América; si Bolívar lo fue del dominio político español, Martí es el símbolo de una futura emancipación económica. Y en este aspecto, no hace más que seguir una tradición intelectual española, a la que aludiremos en otros capítulos de este libro.

Estatua de José Martí en Cuba.

Capítulo V

La identidad hispanoamericana: una toma de conciencia1

La búsqueda de la propia identidad por los países hispanoamericanos es algo que se produce casi desde los primeros momentos de su existencia, como consecuencia de la peculiar colonización y actitud de la metrópoli respecto a sus colonias, como ya adelantamos en el capítulo II de este libro. Esta búsqueda de la identidad, que en este libro analizamos a la vista de su función en la elaboración de la idea de América, ha sido también estudiada desde otros ángulos por diferentes autores2. Ahora nos interesa ver cómo esa especifica formación cultural que llamamos Hispanoamérica, empieza ya a manifestarse por una original relación entre España y América, que no es la típicamente colonial, hasta el punto de que ha podido decirse que «las Indias no fueron colonias»3. Y esto lo veremos con más claridad 1  En este capítulo somos especialmente deudores de los siguientes autores y obras: Jaime Delgado (1957): Introducción a la historia de América. Madrid: Ed. Cultura Hispánica; C. Barcia Trilles (1924): La política exterior norteamericana de la posguerra. Valladolid: s. e.; M. Hernández Sánchez-Barba (1961): Tensiones históricas hispanoamericanas en el siglo xx. Madrid: Guadarrama; Abelardo Villegas (1963): Panorama de la filosofía iberoamericana actual. Buenos Aires: Editorial Universitaria. 2  El más interesante de los libros dedicados al tema quizá sea el de Martín S. Stabb, profesor en su día del Departamento de Lenguas Románicas de la Universidad de Missouri, In quest of Identity. Patterns in the Spanish American essay of ideas, 18901960 (Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1967). La traducción española lleva el titulo de América Latina en busca de una identidad (Modelos del ensayo ideológico hispanoamericano, 1890-1960). Caracas: Monte Ávila, 1969. 3  Véase el libro de Ricardo Levene (1951): Las Indias no eran colonias. Buenos Aires: Espasa-Calpe Argentina.

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si examinamos, aunque sea brevemente, la política española e inglesa en las colonias americanas. Por lo que respecta a la política española, se comprende que lo característico hispanoamericano fuera definido por España desde el primer momento de acuerdo con su triple punto de vista sobre la colonización: doctrinario, jurídico y contractual. Según el primero, España acepta una base teológica absolutamente nueva sobre las relaciones entre los pueblos, elaborada por diversos teólogos juristas, como el padre Las Casas, Francisco Suárez y, especialmente, Francisco de Vitoria4. Desde el punto de vista jurídico es particularmente interesante la incorporación que hizo Carlos I, en 1519, de los reinos de Indias a la Corona de Castilla, como lo proclama en solemne declaración: Y porque es nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado que siempre permanezcan unidas, para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas [de las Indias], y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra Real Corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo, o parte, ni sus ciudades villas, ni poblaciones, por ningún caso, ni a favor de ninguna persona y damos nuestra fe y la palabra Real por Nos y los Reyes nuestros sucesores, de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas en todo o en parte, ni sus ciudades, ni sus poblaciones, por ninguna causa o razón, o a favor de ninguna persona…

Esta situación jurídica de los reinos descubiertos tendrá su manifestación específica en las Leyes de Indias, cuerpo jurídico con contenido propio y adaptado a esos países. Sobre esa base se realiza una organización administrativa muy compleja, en la que los primitivos adelantados y gobernadores fueron sustituidos por una complicada maquinaria que tuvo como órgano supremo al Consejo de Indias, del que dependían jerárquicamente: virreyes, audiencias, capitanías generales, corregidores y universidades. Esta compleja maquinaria se puso en marcha en 1542 por iniciativa de Carlos V.

4  No me extiendo en este importantísimo punto, pues ha sido tratado por muchos autores en diversas ocasiones. El lector interesado puede consultar con provecho el libro de Venancio D. Carro, quizá el más importante sobre el tema, La teología y los teólogos juristas españoles ante la conquista de América. Salamanca: s. e., 1917. Como referencia puede utilizar también mi Historia crítica del pensamiento español, tomo II. La Edad de Oro. Madrid: Espasa-Calpe, 1986.



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Libro primero de Política indiana (1647), de Juan de Solórzano Pereira, minuciosa descripción y glosa del derecho castellano aplicado a los territorios del Nuevo Mundo.

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De español y mestiza, castiza, Miguel Cabrera (1763), Museo de América, Madrid. A través de la llamada «pintura de castas» se intentaba ilustrar la mezcla de razas existentes en el Nuevo Mundo.



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De lobo y d’ india, albarazado, Miguel Cabrera (1763), Museo de América, Madrid.

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Indios gentiles, Miguel Cabrera (1763), Museo de América, Madrid.



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Desde el tercer punto de vista, esta especificidad propia de las Indias —especificidad de carácter jurídico y doctrinario— se eleva a la categoría contractual en el siglo xviii, mediante el Tratado de 1750 firmado con Portugal y en el cual, al objeto de preservar aquellos territorios de los conflictos coloniales típicos, se neutralizan con carácter perpetuo; por ejemplo, en el artículo 21, se dice expresamente que, si estallase la guerra entre ambas potencias, los vasallos y habitantes de los territorios americanos se mantendrían en paz y sin hostilidad de ningún tipo como si no hubiese guerra entre los soberanos de las respectivas metrópolis. A través de estos tres puntos de vista, vemos, pues, que lo específico y propio de Hispanoamérica tiene ya una primera base en la actitud y en la política que España sigue con respecto a los territorios descubiertos. Esto se verá con mayor claridad, si se examina la política inglesa, aunque Inglaterra careció de una política colonial claramente formulada. En realidad, la única colonia fundada por la Corona fue la de Georgia, que surgió ante la necesidad de colocar una especie de estado-tapón ante el peligro de la Florida. Posteriormente, Inglaterra se incautó de Jamaica, antigua colonia española; Nueva York, que era holandesa, y Nueva Escocia, francesa. El resto de las colonias surgió de la iniciativa personal, principalmente por dos motivos: las persecuciones religiosas contra puritanos y calvinistas y el deseo de lucro y beneficio, sin que en ningún caso la Corona dictara normas doctrinales o jurídicas, como hemos visto en el caso de España. Estas colonias surgieron y se impusieron bajo el sistema de compañías, y así vemos que Virginia, Massachussets y Plymouth son compañías inglesas; Delaware es una compañía sueca; las dos Carolinas, New Jersey y Pensylvannia se impusieron por el sistema de propiedades, mientras otras plantaciones tuvieron su origen bajo la iniciativa de individuos aislados, que trataban de escapar a las severas normas de otros colonos. De aquí que se haya dicho que las colonias inglesas eran «flores de estufa [invernadero] transplantadas» desde la metrópolis. En cualquier caso, responden al modelo anglosajón de la «factoría». Es evidente que la colonización inglesa estuvo encauzada más hacia las cosas que hacia las personas, y que la materialidad comercial constituye la esencia de su colonización, en vinculación directa con la metrópoli. Así, se puede ver que, en el siglo xviii, la Guerra de los Siete Años tuvo perfiles estrictamente coloniales y se desenvolvió, principalmente en tierras americanas.

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De español e yndia, mestizo, pintura de castas de Andrés de Islas (1774), Museo de América, Madrid.



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De mestiza y español, castizo, pintura de castas de Andrés de Islas (1774), Museo de América, Madrid.

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De yndia y cambujo, tente en el aire, pintura de castas de Andrés de Islas (1774), Museo de América, Madrid.



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Las Trece Colonias se vieron obligadas a formar su propia personalidad por medio de una serie de guerras, como, por ejemplo, la Guerra de la Independencia, la Guerra de Secesión y la Primera Guerra de los Siete Años, en la que Francia e Inglaterra se disputan la posesión de América. Era evidente, ya en aquellos momentos, que la creciente intervención de Inglaterra en la explotación agrícola y comercial de las colonias iba produciendo un malestar cada vez más acentuado, que llevaría a la Independencia. Hay cuatro circunstancias que influyeron decisivamente en las Trece Colonias Británicas, hasta llevarlas a un convencimiento de la necesidad de la Independencia, y son las siguientes: 1. El progresivo rigor económico de la metrópoli. 2. Las Leyes fiscales, principalmente la Ley de Impuestos, de 1764 y la Ley del Timbre, de 1765, que limitaron los horizontes de las colonias. 3. La clausura del Oeste, es decir, el control por la Corona de las tierras adquiridas a partir de 1763, que se retiraban de la jurisdicción de los gobernantes coloniales. 4. La prohibición a los colonos de la posibilidad de intervenir en dichas tierras. Estas cuatro circunstancias, que culminan, como vemos, en 1764, llevan a la realización del Primer Congreso Continental, al que asisten representantes de todas las colonias, y donde se plantea ya una abierta rebeldía contra la Corona. La reacción de Inglaterra fue implantar una serie de leyes coercitivas y restrictivas, que no podían por menos de agravar la situación. En 1776, dos años después, se reúne el Segundo Congreso Continental, que aprobó dos declaraciones de independencia: la del 6 de abril, que supone la independencia económica, y la del 4 de julio, que era ya una clara independencia política y un llamamiento a las armas. A partir de ese momento George Washington fue nombrado primer presidente de los Estados Unidos. ¿Cuál era la justificación de esta actitud por parte de los colonos? En primer lugar, señalaban que esa serie de medidas tan perjudiciales para las colonias provenían del Parlamento inglés, y que al no tener ellos representación en dicho Parlamento, no se sentían obligados a aceptar las decisiones del mismo, y, en consecuencia, declaraban su exclusivo acata-

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George Washington.



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miento a la Corona; pero si ésta se comportaba tiránicamente, como era el caso, quedaba justificado el derecho a la resistencia, según la doctrina inglesa de John Locke. La Declaración de Independencia rompía, por lo tanto, automáticamente el contrato entre las colonias y el soberano. Así, se produce el primer período de independencia, caracterizado por una política de aislamiento, que culminará en 1823 con la doctrina de Monroe, pero que ya había sido formulada en 1776 por John Adams en la famosa frase: «Paz y neutralidad con todas las naciones europeas»; es decir, nada de compromisos o alianzas que pudieran resultarles perjudiciales. Más adelante los presidentes Washington y Jefferson prestaron apoyo a la misma política. La política colonial inglesa lleva, pues, a la creación de los núcleos particularistas americanos, que es la diferencia fundamental entre la colonización hispana y la anglosajona. La iniciativa privada e individual, que predomina en la colonización anglosajona, lleva al dinamismo particularista y al activismo creador típicamente americano, de carácter individual. La peculiaridad de la América del Norte es impuesta por ellos mismos, desde su actitud propia, mientras que la de Hispanoamérica le viene impuesta desde fuera, por el carácter más pasivo que tomaron las colonias, y la imposición, también desde fuera, de un orden doctrinal, jurídico y contractual, como se ha visto. Hay también, sin embargo, una nota en el carácter hispanoamericano, que es no sólo producto de la impronta española, sino que es una creación de su propia mentalidad, al tomar ésta conciencia plena de sí misma en la Independencia. Debe señalarse, en primer lugar, que las causas de la independencia hispanoamericana, o por lo menos algunas de ellas, están dentro de la tradición española. No son causas ajenas a ésta, sino que forman parte del entramado de circunstancias que se vienen produciendo en la península. Así, por ejemplo, sabemos hoy que la invasión francesa del territorio español por Napoleón constituyó un factor de primera importancia en la independencia de aquellos países. Cuando José Bonaparte concede a los españoles la llamada Constitución de Bayona, en 1810, declara en el artículo 2º lo siguiente: «La Corona de España y de las Indias será hereditaria en nuestra descendencia directa, natural y legitima, de varón en varón, por orden de primogenitura y con exclusión perpetua de las hembras». A ello contestarán los diputados de las Cortes de Cádiz en 1812, de forma tajante y también en el artículo 2º para que la referencia sea más explícita: «La

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Nación española es libre independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona». Recordemos, para mayor fuerza de la afirmación, que en Cádiz estaban reunidos en pie de igualdad españoles e hispanoamericanos. Los hispanoamericanos se rebelaban no tanto contra la Corona española como contra la misma invasión francesa y la posibilidad de quedar bajo el dominio tiránico de Napoleón. Por eso no fue una casualidad que la independencia de aquellos países se iniciase alrededor de 1810, uno de los momentos álgidos de la guerra española contra los franceses. No fue una casualidad, tampoco, que durante el primer período de la lucha independiente (1808-1815), España mantuviese su autoridad, excepto en Argentina y Paraguay, y sólo en el segundo período (1815-1825), con la vuelta al absolutismo de Fernando VII, se recrudeció la guerra y alcanzaron prontamente éxito los anhelos de independencia. De hecho, los hispanoamericanos se sublevan, primero, contra el posible domino francés y, después, contra el tiránico dominio del rey español. Si España hubiese dado autonomía y libertad a las que se llamaban provincias americanas, la independencia de aquellos países se habría retrasado muchos años, y una prueba de ello se puede encontrar en el apasionamiento y entusiasmo con que las delegaciones de muchos países hispanoamericanos intervinieron en la elaboración de la Constitución de Cádiz de 1812, como puede verse en la expresiva fachada de San Felipe de Neri, donde se celebraron la mayoría de los debates. Naturalmente, no fue ésa la única causa de la independencia de Hispanoamérica, sino que también fueron muy importantes las influencias inglesa y francesa, que extendieron la ideología liberal por todo el continente americano. En realidad, la influencia del pensamiento francés e inglés sobre el territorio constituye un capítulo aparte muy interesante de la historia de las ideas hispanoamericanas. Una tercera causa de la independencia que se puede encontrar, sin pretender ser exhaustivos5, es la admiración hacia el orden político norteamericano, especialmente desde que éste había adquirido carta de naturaleza con la Constitución de 1776.

Había que estudiar aquí, por ejemplo, la difusión del pensamiento liberal español por tierras americanas, o la marginación política y administrativa a que se hallaban sometidos los criollos, etc. 5 



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Fray Bartolomé de las Casas.

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Esta serie de causas de la Independencia van a sedimentar en torno a una ideología positivista, pudiendo decir, sin ambages, que el positivismo es, en los países hispanoamericanos, la ideología de la ruptura con el pasado, bien patente en el número y la importancia de sus representantes. Desde este punto de vista, debemos hacer hincapié en que el positivismo fue, en estos países, algo más que una doctrina filosófica; constituyó un modo de instalación de las nuevas sociedades, que se rebelaban contra la escolástica y la metafísica, es decir, todo aquello que representaba el mundo antiguo, desde el punto de vista intelectual y filosófico. Con ello, pretendían los hispanoamericanos advenir a la modernidad, situarse en la vanguardia de la civilización, o por lo menos, al mismo nivel que las naciones que marcaban la pauta en el mundo, es decir, Francia, Inglaterra, Estados Unidos. Esta influencia del positivismo se observa hasta en los mismos partidos políticos, aunque sea de forma difusa. Por ejemplo, los liberales hablan siempre del progreso científico positivo, y los conservadores tienden a implantar dictaduras, también de carácter científico. En lo que se refiere a esta concepción del positivismo como actitud y postura ante la vida, podemos resumir sus tesis en cuatro puntos fundamentales: 1. El rechazo de una cosmovisión, en la que el concepto de Dios era el centro, es decir, el rechazo de la escolástica católica. El concepto de Dios fue, casi siempre, sustituido por el de Naturaleza, con lo que las leyes del universo, incluso las morales, se consideraban como leyes físicas. Así, la filosofía escolástica, representante de la época colonial, quedaba sustituida por la filosofía positivista, alrededor de la cual se aglutinaban los ideales del período de la Independencia. 2. Una vinculación del positivismo con el liberalismo en contra de lo que postulaba el sistema comtiano, que había tomado una actitud crítica contra el régimen liberal; aspecto en el que fue rechazado por algunos pensadores, como Valentín Letelier, en Chile; Enrique José Varona, en Cuba; y Manuel González Prada, en Perú. Hay, sin embargo, otros pensadores que no rechazaron la crítica liberal del positivismo, sirviendo, en este caso, para justificar algunas de las dictaduras que se establecen en los nuevos países. El caso más significativo es el de la dictadura de Porfirio Díaz en México, sostenido ideológicamente por el positivismo de un Gabino Barreda y de un Justo Sierra, en su primera época.



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3. El intento de fundar una moral de base científica, que se identifica con el naturalismo, rehuyendo así los extremos metafísicos del catolicismo o los anárquicos del liberalismo. Muchos pensadores se inclinan hacia un determinismo liberalista, e incluso otros lo hacen a un darvinismo social, en el que el principio de la relación natural ocupa un lugar central, hasta caer, en alguna ocasión, en el racismo. 4. La exaltación del industrialismo, por admiración a los países muy industrializados, e incluso hacia todas las formas de vida del sajonismo, por considerar a los países anglosajones como los más avanzados en la vía del desarrollo industrial, así como de las actitudes, organizaciones y pautas de comportamiento que dicho desarrollo industrial lleva consigo. Estos cuatro puntos de la doctrina positivista van a ser compartidos, en general, por todos los países hispanoamericanos, como se demuestra en los pensadores y las grandes figuras intelectuales que expresan el movimiento positivista. Al azar, citemos los nombres de Gabino Barreda y Justo Sierra, en México; Tobías Barreto, en Brasil; Carlos Octavio Bunge, Juan Bautista Alberdi y José Ingenieros, en Argentina; Alcides Arguedas, en Bolivia; Manuel González Prada, en Perú; Juan Montalvo, en Ecuador; José Victoriano Lastarría y Francisco Bilbao, en Chile; igual significación tendrán Enrique José Varona, en Cuba, y Eugenio María de Hostos, en Puerto Rico, aunque estos dos ya en época posterior. En conclusión el positivismo se convierte en un elemento ideológico de aglutinación, y constituye una primera toma de conciencia de ser algo peculiar y específico, frente al período colonial. Es el inicio de una nueva vida, en la que se quiere significar la ruptura con el pasado colonial y las bases de una concepción que inspire la vía del futuro, expresando la característica propia de los países hispanoamericanos. Por esto decimos que el positivismo es la primera toma de conciencia en su búsqueda de identidad y, en consecuencia, el primer paso hacia una expresión original de esa idea de América que vamos buscando.

Capítulo VI

La reacción antipositivista

La ideología positivista, como veíamos en el capítulo anterior, es el primer aglutinante de los países hispanos recién independizados, pero al cabo de aproximadamente un siglo se vio que esa ideología no daba expresión a la verdadera idiosincrasia y la auténtica particularidad de dichos países. El positivismo sirvió como elemento de ruptura frente al pasado colonial; frente a la concepción escolástica, metafísica y católica de la monarquía española, la concepción positivista, atea, antimetafísica y materialista, constituía un buen elemento de lucha contra dicho pasado colonial y, al mismo tiempo, un punto de polarización y de unión de los diversos países hispanoamericanos entre sí; se forjó así una actitud que vinieron a llamar de «emancipación mental». Sin embargo, pronto se vio que dicha concepción positivista no respondía a la forma de ser y a la peculiaridad hispanoamericana. Por el contrario, el positivismo constituía una copia y una imitación de la filosofía anglosajona, opuesta al verdadero espíritu de su filosofía y de su cultura. Así, la conciencia de este hecho, alrededor de 1900, inicia una reacción antipositivista que busca expresión de lo específico hispanoamericano como primer acercamiento a la idea de América con contenido propio. Esta expresión tiene su precursor en la gran figura de José Enrique Rodó y adquiere consistencia en los pensadores mexicanos José Vasconcelos y Antonio Caso.

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José Enrique Rodó1, en su ensayo El que vendrá, expone ya su teoría del profeta y maestro que vendrá a hablar a los hispanoamericanos para dirigirles y mostrarles la ruta auténtica. En realidad, toda su obra está movida por el ideal hispanista, tema constante en él que le lleva a un estudio concienzudo del significado y sentido de la cultura hispanoamericana, expuesta especialmente en sus libros Ariel y Los motivos de Proteo, pero que ya le preocupaba en fecha tan temprana como 1896, cuando en una carta a su amigo Manuel Ugarte escribe: «Grabemos como lema de nuestra divisa literaria, esta síntesis de nuestra propaganda y nuestra fe: por la unidad intelectual y moral hispanoamericana». De todos sus libros, el que más nos interesa aquí es Ariel, el famoso discurso publicado en 1900, que ya en 1926 había alcanzado dieciocho ediciones. Este hecho estuvo, en parte, provocado por los acontecimientos políticos, pues recordemos que en 1898 España había perdido las últimas colonias contra Estados Unidos, y el libro fue magníficamente recibido en la Península, ya que venía a ser una defensa de su causa frente a la de los norteamericanos, como lo manifiesta la crítica que Leopoldo Alas «Clarín» hizo al libro en El Imparcial, el 27 de abril de 1900. El ensayo toma la forma de una parábola en la que Próspero, maestro, dirige un mensaje «a la juventud americana» —así está dedicado el libro—. Se aprecia aquí el simbolismo del libro, a través de los personajes, que están tomados de La Tempestad, de Shakespeare. En realidad, donde más se inspira Rodó es en el drama Calibán (1878), de Renán que lo incluye entre sus «Dramas filosóficos». Renán, una de las admiraciones más persistentes de Rodó, escribe su drama como una continuación del de Shakespeare. Allí, Próspero, de vuelta ya en Milán, es el maestro, Ariel representa el espíritu y la belleza, y Calibán, el enemigo del espíritu y de la belleza, destituye a Próspero, bajo el pretexto de que los derechos del hombre son los mismos para todos, y defiende su actuación política, negando el valor 1  Rodó (1871-1917) nació en Montevideo, hijo de español y uruguaya. Fundó la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales (1895), donde publicó El que vendrá, obra que le dará a conocer. Otras obras suyas son: Liberalismo y jacobinismo (1906), Los motivos de Proteo (1909), El mirador de Próspero (1913). Además de escritor desempeñó otras actividades: fue catedrático de Literatura en la Universidad de Montevideo, director de la Biblioteca Nacional de Uruguay, diputado por Montevideo, embajador en Chile, redactor del Diario de la Plata y corresponsal en Europa (1916) de Caras y Caretas. Murió en Palermo (Italia) de tifus. Desde el punto de vista filosófico su libro fundamental es Los motivos de Proteo.



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de la ilustración. En el acto II Calibán gobierna sin límites y expulsa a la sabiduría y al Espíritu Ideal de la nueva República. Ariel tiene que huir y buscar un lugar apartado como representación del idealismo y del espíritu, que ha sido expulsado de dicha sociedad. Por eso, en el libro de Rodó, la estatua de Ariel está detrás de Próspero, como iluminando su palabra e inspirando su actitud. Aunque la obra constituye un todo indiviso, se pueden apreciar en ella varias partes, dentro de las cuales nos interesa aquí, especialmente, la que ataca al utilitarismo de los Estados Unidos. En realidad, constituye una crítica del modelo sajón, que a través del positivismo constituía el ejemplo a imitar de los países hispanoamericanos. Rodó habla de una «nordomanía», y se rebela contra ella, bajo el supuesto de la incompatibilidad y de la inadecuación del positivismo a la mentalidad hispanoamericana. De esta forma, explica el fracaso de casi un siglo de positivismo en estos países. Hablando de esa «nordomanía», dice: No veo la gloria ni en el propósito de desnaturalizar el carácter de los pueblos —su genio personal— para imponerles la identificación con un modelo al que ellos sacrifiquen la originalidad irremplazable de su espíritu; ni en la creencia ingenua de que eso puede obtenerse alguna vez por procedimientos artificiales e improvisados de imitación. Ese irreflexivo traslado de lo que es natural y espontáneo en una sociedad al seno de otra, donde no tenga raíces, ni en la naturaleza, ni en la historia, equivalía, para Michelet, a la tentativa de incorporar una cosa muerta a un organismo vivo.

Por eso, Rodó critica el modelo positivista norteamericano, tratando de buscar un camino propio e independiente para los países hispanoamericanos, y así afirma: «El cuidado de la independencia interior —la de la personalidad, la del criterio— es una principalísima forma de respeto propio». Rodó tiene una enorme fe en los pueblos hispanoamericanos, y cree que su historia y su futuro deben marchar por el camino de su tradición sin limitaciones extrañas, que le apartarían de su verdadero destino. En este sentido, escribe: «Tenemos —los americanos latinos— una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando en nuestro honor su continuación hacia el futuro». Sin embargo, antes de señalar ninguna crítica, hace gala de admiración y de respeto por los americanos del norte; quiere decir que, aunque diferentes y adversarios, constituye un pueblo noble, y antes de atacarles debe rendírseles «la formalidad caballeresca de

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José Eugenio Rodó a la edad de 21 años.



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Portada del número extraordinario que dedicó a Rodó la revista Nosotros en 1917.

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un saludo». Habla de su gran sentido de la libertad, de su fabulosa capacidad de trabajo, de la excelencia de su civilización material, de su instinto de curiosidad insaciable, pero a continuación añade que «su cultura está lejos de ser refinada y espiritual». Y de aquí que la enorme voluntad de este pueblo, su aspiración insaciable de dominio, su pasión infinita por el trabajo, le lleve a una preocupación eminentemente práctica y utilitaria, como si la utilidad fuera el fin último y el objetivo supremo de la vida, de su cultura y su civilización. Va en busca de la prosperidad y el triunfo material, exclusivamente, y ello hace que, en conjunto, produzca «la impresión de insuficiencia y de vacío». Huérfano de tradiciones muy hondas que le orienten —dice—, ese pueblo no ha sabido sustituir la idealidad inspiradora del pasado con una alta y desinteresada concepción de porvenir. Vive para la realidad inmediata del presente, y, por ello, subordina toda su actividad al egoísmo del bienestar personal y colectivo.

En las líneas siguientes, Rodó, criticando el modelo norteamericano, haciendo ver la insuficiencia del mismo en el orden de las facultades ideales, señala la magnificencia y la suntuosidad de su creación, pero echa de menos en ella el buen gusto y la calidad artística, llegando a afirmar que el verdadero arte sólo surge allí a título de rebelión individual —caso de Emerson y Poe—; echa de menos, también, la búsqueda del ideal de la verdad, pues el pensamiento norteamericano no puede prescindir de la finalidad práctica inmediata ni de su aplicación utilitaria. En el orden de la religión viene a ocurrir lo mismo, y es que —dice— la religiosidad de este pueblo no es más que «una fuerza auxiliadora de la legislación penal», y pone como ejemplo más alto de esa moral la de Franklin, a la que considera «una filosofía de la conducta que halla su término en lo mediocre de la honestidad, en la utilidad de la prudencia, de cuyo seno no surgirá jamás la santidad y el heroísmo». Y, en definitiva, viene a reconocer Rodó que el ideal supremo y la medida de todas las cosas para el pueblo norteamericano es el éxito en cualquiera de sus manifestaciones. Sin embargo, no desprecia por completo la obra del positivismo norteamericano; considera que sus aportaciones al bienestar material, a lo útil y al desarrollo tecnológico deben ser el primer paso de una plataforma encaminada a los fines superiores de la vida: la Verdad y la Belleza. Cree



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que los Estados Unidos superarán un día su actual postura, si bien aún queda mucho para ello, debiendo renunciar, de momento y por mucha que sea nuestra benevolencia, a ver allí otra cosa que «un boceto tosco y enorme, que aún pasará por muchas rectificaciones sucesivas antes de adquirir la serena y firme actitud con que los pueblos que han alcanzado un perfecto desenvolvimiento de su genio presiden el glorioso coronamiento de su obra». De momento, la semilla de ese mundo superior está, más que en el positivismo norteamericano, en el orbe de los países hispánicos, donde el simbolismo de Ariel encuentra su plena justificación: «Ariel, triunfante —afirma—, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en la moral, buen gusto en el arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres». Y esta magnífica expresión de Ariel, es la que Rodó cree ver encarnar en la juventud de América, la que habrá de triunfar en el porvenir de esos países en los que tiene confianza ciega, y que inspiran su último sueño: «Yo suelo embriagarme —dice en las últimas líneas del discurso— con el sueño del día en que las cosas reales harán pensar que la cordillera que se yergue sobre el suelo de América ha sido tallada para ser el pedestal definitivo de esta estatua, para ser el ara inmutable de su veneración». A través de esta exposición vemos la reacción en contra de un positivismo que no cuadraba a los países hispanoamericanos. La imagen de Ariel, como símbolo, da origen al arielismo, punto de partida de todos los movimientos que van a polarizar la atención hacía una idea de América, en que ésta se expresa a través de la unidad y de la peculiaridad del orbe hispanoamericano. Desde luego, la expresión colectiva fundamental de este antipositivismo, que tiene su precursor en Rodó, será la fundación, en México, del Ateneo de la Juventud, en octubre de 1909, con lo que sus fundadores —Pedro Heríquez Ureña, Alfonso Reyes, José Vasconcelos y Antonio Caso—, reaccionaron contra el positivismo, que informaba la dictadura de Porfirio Díaz. Porfirismo y positivismo se hallan tan ligados, que el destino del uno seguiría inmediatamente al del otro, y por ello podemos considerar que los citados fundadores del Ateneo fueron los precursores intelectuales de la revolución de 1910, lo que expresamente fue reconocido por Vasconcelos, cuando dice en su Ulises criollo que la

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reacción antipositivista del Ateneo «inicio la rehabilitación del pensamiento de la raza»2. Un antecedente inmediato de la fundación del Ateneo fue la conferencia de Justo Sierra3, en el Teatro Abréu (1908), con motivo del cincuentenario de la introducción del positivismo en México por Gabino Barreda. Sierra, que había sido ministro de Instrucción Pública con Porfirio Díaz, y uno de los alentadores del positivismo en su país, realizó en ese discurso una crítica del papel de la ciencia positiva en el futuro de la cultura. En un momento del discurso, afirma cosas como ésta: Dudemos: en primer lugar, porque si la ciencia es nada más que el conocimiento sistemático de lo relativo, si los objetos en sí mismos no pueden conocerse, si sólo podemos conocer sus relaciones constantes, si ésta es la verdadera ciencia, ¿cómo no estaría en perpetua evolución, en perpetua discusión, en perpetua lucha? ¿Qué gran verdad fundamental no se ha discutido en el terreno científico o no se discute en estos momentos?4.

El discurso del Teatro Abréu fue un antecedente inmediato e importante —importante por el momento y por la personalidad de quien lo pronunció— de la reacción antipositivista, que tendría plena expresión en la nueva generación de escritores e intelectuales que, si primero se agrupó en torno a la revista Savia moderna, de Alfonso Cravioto, pronto lo haría en torno a la influyente Revista Moderna, hasta la fundación del Ateneo de la Juventud. En todo ello no dejó de prestarles su colaboración el influyente La mejor edición del Ulises criollo es la crítica de Claude Fell, Nanterre et al.: Colección Archivos, 2000 (ALLCA). La cita corresponde a la página 463. 3  Justo Sierra (1848-1912) nació en Campeche; estudió en Mérida y en México, donde se graduó como abogado en 1871. Desde muy joven inició su carrera política, en la que fue diputado, magistrado de la Suprema Corte de Justicia, ministro de Instrucción Pública y ministro plenipontenciario en España, donde murió en Madrid. Esta actividad política estuvo marcada por una constante preocupación cultural, procurando siempre el estímulo de todo lo que fuera a favor de la misma: fundación de la Revista Nacional de Letras y Ciencias (1889-1890), la dirección de la Academia Mexicana o la nueva organización de la educación pública, que culminaría con la fundación de la nueva Universidad Nacional (1910). Escribió numerosas obras y ensayos de carácter histórico y literario, que a su muerte se hallaban dispersos en revistas, periódicos y obras colectivas. Agustín Yánez recogió todo ello en varios tomos de Obras completas (México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México, 1948). 4  José Gaos (1945): Antología del pensamiento de lengua española en la edad contemporánea. México, D. F.: Editorial Séneca, p. 801. 2 



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Justo Sierra, que en 1910 patrocinó, en unión de su entonces secretario, Ezequiel A. Chávez, unas conferencias rememorando el Centenario de la Independencia. Aunque inauguradas por Sierra, en aquel momento ministro de Porfirio Díaz, las más resonantes fueron las pronunciadas por Antonio Caso y José Vasconcelos; en general, en todas ellas se manifestaba de manera evidente un nuevo espíritu de independencia ideológica frente a la pasada etapa positivista. Aquí, al examinar esa reacción en lo que de algún modo afecta al desarrollo de la idea de América, dejaremos a un lado el interesante sistema filosófico de J. Vasconcelos5, para centrarnos en lo que, a nuestro parecer es más importante: el examen de su ensayo La raza cósmica, que lleva como subtítulo Misión de la raza iberoamericana. En la primera parte del mismo expone Vasconcelos el origen y objeto del continente americano, apoyándose en la vieja teoría de la Atlántida según la cual la gran civilización que aquí se desarrolla fue degenerando hasta decaer en los imperios aztecas, maya e inca, momento en que se produce el descubrimiento y conquista de América, y, en consecuencia, la llegada del hombre blanco, cuyo predominio considera Vasconcelos que será temporal, pues su misión no es otra que servir de puente para la formación de una «quinta raza universal». En momento posterior contrapone Vasconcelos la «latinidad» al «sajonismo», atribuyendo a la primera un sentido universal que no tiene el segundo, pues este último busca el predominio exclusivo de la raza blanca, mientras aquélla tiene como misión la formación de una nueva raza: raza de síntesis que aspira a expresar y englobar todo lo humano en forma de constante superación. 5  José Vasconcelos (Oaxaca, 1881-México, 1959). Estudió Derecho en México, graduándose en 1907 con una tesis sobre «Teoría dinámica del Derecho». En 1910 forma parte del grupo que fundó el Ateneo de la Juventud; poco después participa en la revolución mexicana, bajo el maderismo, primero, y después bajo otros caudillos. Fue ministro de Educación y más tarde rector de universidad. Posteriormente (1921-1924), vuelve a ser ministro de Educación Pública, realizando una gran labor: organización de la educación popular, creación de bibliotecas, ediciones de clásicos, fomento de la pintura mural, etc. En 1924 se presentó a candidato como presidente de la República, fracasando. Vivió varias veces exilado en Europa, Estados Unidos y América del Sur. En 1940 regresó a México definitivamente; alejado de la política fue director de la Biblioteca de México, académico de la Lengua y miembro del Colegio Nacional. En 1959 murió, dejándonos una serie de obras muy importantes como pensador: El monismo estético (1919), Estudios indostánicos (1920), La raza cósmica (1925), Indología (1927), Bolivarismo y monroísmo (1935), Ulises criollo (1936), y varias otras.

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La misión del pueblo sajón, sin embargo, se ha cumplido mucho antes que la del pueblo latino, pues el imperio del hombre blanco está constituido, y su marcha se asemeja a la de otros pueblos victoriosos: un ininterrumpido y vigoroso allegro de marcha triunfal. Por el contrario, la raza iberoamericana, que tiene como misión llevar al último destino la latinidad, asemeja su marcha más bien a la de un scherzo, de una sinfonía infinita y honda; su simpatía para con los pueblos extraños implica la decisión de asimilar y convertir todos los hombres a un nuevo tipo. De Iberoamérica saldrá la raza definitiva, la raza síntesis o integral, hecha con el genio y la sangre de todos los pueblos y, por ello, más capaz de verdadera fraternidad y de auténtico sentido universal. El destino y misión de Hispanoamérica es la forja de una auténtica raza cósmica, pues frente al pecado sajón de destruir las razas disímiles, Iberoamérica las asimila, atribuyéndose así el derecho a la esperanza de una misión sin precedentes en la historia. Según Vasconcelos, el lugar natural de ubicación de la raza cósmica será el trópico americano (Brasil, Colombia, Venezuela, Ecuador, parte de Perú y de Bolivia, y algo de Argentina). Cuando la técnica domine la fiebre, el bochorno, las alimañas y los insectos del trópico, la humanidad se derramará por él, y creará una nueva civilización sobre la base de una nueva raza, producto de la mezcla de todas las demás. La conquista del trópico por esta quinta raza universal dará lugar a una vida completamente nueva, que estará centrada sobre el Amor y la Belleza. El elemento espiritual que habrá de dirigir esta gran empresa pasará por tres estadios distintos, de acuerdo con lo que Vasconcelos llama la ley del gusto. El primer estadio, el material o guerrero, supone el triunfo de la materia y de la violencia. En el segundo estadio, el intelectual o político, se produce el triunfo de la razón, la fórmula y el cálculo; es lo que ha hecho triunfar a la raza blanca en el mundo. El tercer estadio, el espiritual o ascético, será el que realice la raza iberoamericana; en él, la base de la conducta será el sentimiento creador y la belleza, y las normas las dará la fantasía y el gusto. Por ello, en la formación de la raza, la selección por el gusto decidirá la elección de la pareja; frente a la selección darwiniana de los más aptos, Vasconcelos propone la selección de los más bellos. La misión de la raza iberoamericana, de acuerdo con esta ley que hemos expuesto, supone el triunfo último del cristianismo como religión no sólo



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de las almas, sino de los seres completos de carne y hueso, realizada en el amor y en la fraternidad universal. Es imprescindible dedicar aquí unas líneas a otro de los fundadores del Ateneo de la Juventud, Pedro Henríquez Ureña6 apasionado buscador de la esencia de lo americano, a través de sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión (Madrid, 1928), donde se plantea el problema de la posible originalidad americana. Sin rechazar las corrientes europeas, da énfasis a lo criollo, y propugna el cultivo de los temas nativos. Afirma que, aunque en las «formas» somos herederos de Europa, y de aquí que en lo formal, la cultura americana sea parecida a la europea, si bien hay que reconocer que «el carácter original de los pueblos viene de su fondo espiritual, de su energía nativa»7. Sin embargo, y a pesar de su defensa de todo lo autóctono, insiste en la necesidad de aspirar a lo universal, a través de lo nacional. En esta línea está inspirado su libro La utopía de América (La Plata, 1925), en que basándose en lo que América ha tenido de utopía para las mentes europeas, afirma el ideal americano como una unidad espiritual e intelectual, cuya expresión corresponde a lo que él llama «hombres magistrales» —Sarmiento, Alberti, Hostos—, «verdaderos creadores o salvadores de pueblos» y, en definitiva, fundadores de la vida espiritual del continente. Este ideal utópico, que consiste en la libertad perfecta del hombre individual y social viene a ser el fuego inspirador de estos hombres y forjadores de un argumento que da sentido al conjunto de América Latina: 6  Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), aunque nació en Santo Domingo, vivió casi toda la vida fuera de su patria, a causa de la dictadura de Trujillo. En La Habana residió de 1904 a 1906, desde donde se traslado a México, en cuya universidad se graduó de abogado (1914). Estudió también en la Universidad de Minsessota (1916). De 1917 a 1918 vivió en España, a donde regresó en 1919-1920, tras una corta estancia en Estados Unidos para enseñar en la Universidad de California, durante el verano de 1918; de estos viajes a España saldrá su libro de reivindicación de la cultura española: En la orilla, mi España (1922). Desde 1921 residió en México, si bien en 1923 se trasladará con su familia (se había casado un año antes) a Buenos Aires, donde fijó la residencia hasta su muerte. No fue ello obstáculo para interrumpir sus viajes, pues visitó Santo Domingo (1931-1933) y Boston (1940-1941). En Buenos Aires fue profesor de la universidad y colaborador del Instituto de Filología. Entre sus obras más importantes citaremos: Horas de estudio (1910), Tablas cronológicas de la literatura española (1933), Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928), Las corrientes literarias en la América hispana (1945), Historia de la cultura en la América Hispánica (1947). 7  Henríquez Ureña (1960): Obra crítica. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, p. 251.

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la unidad de su historia, la unidad de propósito en la vida política y en la intelectual, hacen de nuestra América una entidad, una magna patria, una agrupación de pueblos destinados a unirse cada día más y más. Si conserváramos aquella infantil audacia con que nuestros antepasados llamaban Atenas a cualquier ciudad de América, no vacilaría yo en compararnos con los pueblos, políticamente disgregados pero espiritualmente unidos, de la Grecia clásica y la Italia del Renacimiento. Pero sí me atreveré a compararnos con ellos para que aprendamos, de su ejemplo, que la desunión es el desastre.

El sentido universalista de América predomina, pues, en la investigación de Henríquez Ureña, dejando al mismo tiempo bien claro que la universalidad no es el descastamiento: en el mundo de la utopía no deberán desaparecer las diferencias de carácter que nacen del clima, de la lengua, de las tradiciones, pero todas estas diferencias, en vez de significar división y discordancia, deberán combinarse como matices diversos de la unidad humana. Nunca la uniformidad, ideal de imperialismos estériles; sí la unidad, como armonía de las multánimes voces de los pueblos8 .

A continuación, vamos a analizar la postura de Antonio Caso9 en relación con la idea de América, que supone un paso más avanzado respecto a los anteriores. Si en Rodó y Vasconcelos la expresión de esa idea supone, como hemos visto, hacer un parangón con el modelo de la cultura sajona para extraer las peculiaridades propias del hispanoamericanismo, en Antonio Caso se da ya el salto a lo universal, pues en su obra no sólo interesa lo americano o lo mexicano como tal, sino en la medida que forma parte de lo humano y puede contribuir al enriquecimiento de la humanidad, según lo indica en sus Nuevos discursos a la nación mexicana.

8  Confróntese en la edición realizada por Rafael Gutiérrez Girardot: La utopía de América. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1978. 9  Antonio Caso (México, 1883-1946). Una vida dedicada por entero a la filosofía y a la Universidad Nacional, de la que fue rector y director de tres de sus escuelas y maestro ilustre. Perteneció a la generación de fundadores del Ateneo de la Juventud, con Vasconcelos y Henríquez Ureña; fue académico de la Lengua y miembro fundador del Colegio Nacional. Entre sus obras más importantes, aparte de la citada en el texto, destacaremos: Problemas filosóficos (1915), Discursos a la nación mexicana (1922), El concepto de la historia universal (1922), El acto ideatorio (1934), La persona humana y el estado totalitario (1941), El peligro del hombre (1942), México, apuntamientos de cultura patria (1943), etc.



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Entre la Idea de Patria y la de Humanidad —dice— se interpone la de Cultura. Directamente el hombre se relaciona con su nación y su cultura; y a través de ellas con la humanidad… Amando la cultura vernácula, se ama, como Spinoza, intelectualmente a la Patria misma, y se prolonga ésta hacia la humanidad; pero así no se abdica de lo que se es como grupo humano, sino que se afirma la individualidad de la nación, dentro de una unidad más vasta10.

En su libro filosófico fundamental La existencia como economía, como desinterés y como caridad, Antonio Caso hace una incursión por los que considera tres niveles de la existencia. El primero de ellos, el de la economía, se corresponde con el mundo biológico, cuya característica específica es la apropiación y asimilación del medio ambiente por la alimentación; por ello, economía y violencia van juntas y, en definitiva, no son sino expresión del impulso que gobierna el mundo biológico: el egoísmo, ya sea inconsciente, como en la bestia, ya sea consciente, como ocurre en el hombre. En el segundo nivel, el del desinterés, el hombre ya no se mueve por ningún impulso egocéntrico, sino por el puro altruismo de conocer las cosas como son; no hay aquí finalidad práctica ni utilitaria de ningún tipo, sino una mera contemplación de las cosas en su realidad. El artista y la intuición artística es, en consecuencia, lo más propio de la existencia como desinterés. Si el nivel económico era el propio del mundo biológico, el del desinterés es el propio del mundo del arte. El artista logra superar el egoísmo inicial de la economía. Aún, sin embargo, hay un tercer nivel, el de la existencia como caridad, único en que el hombre desarrolla plenamente su humanidad. «La Caridad —dice Caso—, consiste en salirse de uno mismo, en darse a los demás, en brindarse y prodigarse sin miedo de sentir agotamiento». Es opuesto al egoísmo del mundo biológico; si en aquél la regla de oro es «máximo de provecho con mínimo de esfuerzo», en el de la caridad muy bien pudiera ser lo contrario, es decir «máximo de esfuerzo con mínimo de provecho». En este nivel de caridad, el hombre logra la verdadera y la más alta libertad que le es dable alcanzar en este mundo: aquella que se rebela contra las leyes de lo biológico y se impone a las mismas contrariándolas. Y así, 10 

México. D. F.: Librería Pedro Redondo, pp. 65 y ss.

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frente al mundo del desinterés y de la contemplación, Caso opone el mundo de la caridad, es decir, de la acción, lo que llega a proponer taxativamente cuando dice: «La inteligencia suprema no está en la inteligencia, sino en la acción». Al principio de la tercera parte, se dirige al lector y lo conmina imperativamente: «Ve y comete actos de caridad». Y es que Antonio Caso vincula su sistema de filosofía al desarrollo histórico mexicano. Así, la existencia como economía tiene su expresión en el positivismo con que se identificó la etapa del Porfiriato. El positivismo y lo biológico, con su radical ceguera ante la propia realidad, vienen a confundirse con el período histórico en que el pueblo mexicano no se conoce y acepta lo que viene impuesto de fuera. Al surgir la revolución entra en la conciencia mexicana el sentimiento de la existencia como desinterés. He aquí las palabras del historiador Abelardo Villegas: una vez derrotado el porfirismo, el pueblo mexicano puede levantar la cabeza y vislumbrar un ideal, pero sin perder de vista sus propias determinaciones; y así como el mexicano, en su liberación, puede ver claro, también el hombre desinteresado, despojado de un egoísmo que le cegaba, puede ver lo que es y pensar en la posibilidad de un orden superior. De esta manera, la revolución y el desinterés son, a la vez, lucha y clarividencia11.

Ahora bien, el ideal de la revolución y, por tanto, su destino no puede ser otro que la existencia como caridad, ya que sólo en ésta se da, como decíamos antes, su culminación. Así, «si el porfirismo fue economía, la revolución tiene que ser caridad», según nos dice, en fino análisis de la actitud de Caso, el historiador acabado de citar, que termina afirmando: «Si la revolución debe ser caridad, si nuestra individualidad debe realizarse por la revolución, nuestra individualidad, nuestra originalidad será nuestra humanidad; nuestra particularidad residirá en nuestra universalidad». En una palabra, «que el destino del mexicano es ser profundamente humano»12. Y, ¿no es éste, o al menos debería ser, el destino de todos los pueblos hispanoamericanos, e incluso de todos los pueblos sin más? En esta línea se mueven, al menos, todos los pensadores hispanoamericanos que reaccionaron contra el positivismo: el grupo que Francisco Abelardo Villegas (1960): La filosofía de lo mexicano. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, p. 60. 12  Ibíd. 11 



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José Vasconcelos. Abajo: Alfonso Reyes en la «Capilla Alfonsina».

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Romero tuvo el acierto de llamar «Los Fundadores», entre los que junto a los tres autores aquí examinados menciona al uruguayo Carlos Vaz Ferreira, al peruano Alejandro Deustúa, al argentino Korn y al chileno Enrique Molina. No es necesario que nos ocupemos de ellos, pues vienen a tener, en sus respectivos países, un significado similar al que en México tuvo Antonio Caso. Son el paso de lo particular a lo universal; de una preocupación por la particularidad hispanoamericana frente al modelo sajón, como vemos en Rodó y Vasconcelos, a una inquietud por los temas universales de la filosofía. El camino recorrido en la elaboración de la idea de América es ya sustancial a esa altura de nuestra investigación. Como unidad política ya vimos que fue producto del sentido filosófico de la mente hispanoamericana, dotada para las abstracciones y para las generosas creaciones del espíritu, sobre todo, a través de la creación del gran proyecto de Simón Bolívar en el Congreso del Istmo, de 1826, recogiendo el fondo, al menos aparente, de la declaración de Monroe en 1823. El fracaso de la unidad política, a causa de la actitud norteamericana, lleva a la preocupación filosófica y metafísica sobre el tema. Se duda de si hay unidad en América. Política, ya se ve que no; pero, ¿y cultural? De la contraposición al modelo sajón, hecha por Rodó y Vasconcelos, se desprende que, al menos, hay una unidad cultural y espiritual entre los pueblos hispanoamericanos. Y de aquí, la búsqueda de las peculiaridades propias y de la actitud ante la vida de los mismos, iniciada por estos autores. Las preguntas derivadas de este planteamiento —¿cuál es esa supuesta unidad hispanoamericana y en qué consiste?—, van a ir siendo contestadas en formas diversas, si bien en medio de un fondo común. De la reacción antipositivista y de la preocupación histórica y cultural sobre el tema de América, que dicha reacción provoca, se pasará después a un acercamiento metafísico en el que la indagación ontológica sobre el «ser» de América y la historia de ese «ser» cobra carta de naturaleza.

Capítulo VII

El arielismo como expresión filosófica del modernismo

Como puede desprenderse fácilmente de la lectura del anterior capítulo, la figura de Ariel quedó como símbolo inmarcesible de la identidad latinoamericana, convirtiéndose en expresión filosófica del modernismo. Al publicarse el libro en el año 1900 —el eje de cambio entre el siglo xix y el xx—, se constituye en referencia insustituible de ese proceso que hemos dado en llamar modernismo, y sobre todo y fundamentalmente en lo que éste tuvo de reacción contra el positivismo. Es esto lo que, en definitiva, constituye el nervio del arielismo. En esto una vez más tenemos que acudir a la gran e influyente personalidad de José Enrique Rodó, que expresó esta actitud con toda precisión en un texto donde dice así: el positivismo, que es la piedra angular de nuestra formación intelectual, no es ya la cúpula que la remata y corona; y así como, en la esfera de la especulación, reivindicamos, contra los muros insalvables de la indagación positivista, la permanencia indómita, la sublime terquedad del anhelo que excita a la criatura humana a encararse con lo fundamental del misterio que la envuelve, así, en la esfera de al vida y en el criterio de sus actividades, tendemos a restituir a las ideas, como norma y objeto de los humanos propósitos, muchos de los fueros de la soberanía que les arrebatara el desbordado empuje de la utilidad1. 1  José Enrique Rodó (1956): «Rumbos nuevos», en Obras Selectas. Buenos Aires: Ateneo, p. 588.

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Ese reconocimiento del cambio operado le lleva a toda una declaración de principios: Yo soy un modernista, yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas2.

Por lo demás, Rodó reconoce que este «neoidealismo» no puede ser igual que el de los románticos de 1830 o los utopistas de 1848, pues entre aquéllos y su generación se interponen los progresos de la filosofía positivista; aceptando su deuda con ésta, admite que están en una onda intelectual y espiritual distinta. La iniciación positivista —dice— dejó en nosotros, para lo especulativo como para lo de la práctica y la acción, su potente sentido de relatividad; la justa consideración de las realidades terrenas; la vigilancia e insistencia del espíritu crítico; la desconfianza para las afirmaciones absolutas; el respeto de las condiciones de tiempo y de lugar; la cuidadosa adaptación de los medios a los fines; el reconocimiento del valor del hecho mínimo y del esfuerzo lento y paciente en cualquier género de obra; el desdén de la intención ilusa, del arrebato estéril, de la vana anticipación. Somos los neoidealistas, o procuramos ser3.

La crítica actual —tras recorrer numerosos vericuetos y un camino zigzagueante— ha venido a reconciliarse con este punto de vista. Giovanni Allegra reivindica el nombre de «idealismo» otra vez, aunque tomado no como un verdadero sistema filosófico, sino como una guía espiritual contraria a todo lo que había traído el pensamiento, la cultura y la mentalidad propias del siglo xix. Con la crisis del «sentido común» sobreviene también la de algunos postulados que en la misma época se consideran rigurosamente asociados a la noción de «modernidad»: positivismo, optimismo histórico, concepción ‘horizontal’ —sin preguntas metafísicas— de la vida y del mundo, darwinismo proyectado sobre diferentes niveles del juicio, cientificismo o «superstición científica», para decirlo con Unamuno. 2  3 

José Enrique Rodó (1956): «Rubén Darío», en Ibíd., p. 197. Ibíd., p. 588.



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Por el contrario, y en consonancia con lo que sucede en el resto del continente, surge una vasta corriente cultural, cuyas incongruencias —inevitables, dado el carácter sincretista que siempre preside los comienzos de una «mentalidad»— no son análogas a las que caracterizan la época romántica4. Es, en cierto modo, la misma opinión de Octavio Paz al considerar el modernismo como continuación de la parábola inscrita por el romanticismo, exaltadora de lo simbólico y metafórico, tanto como de las fuerzas mágicas y espirituales del universo: El modernismo fue la respuesta al positivismo, la crítica de la sensibilidad y el corazón —también de los nervios— al empirismo y el cientismo positivista. En este sentido, su función histórica fue semejante a la de la reacción romántica en el alba del siglo xix. El modernismo fue nuestro verdadero romanticismo y, como en el caso del simbolismo francés, su versión no fue una repetición, sino una metáfora: otro romanticismo5.

Bajo esta óptica, el modernismo se aparece, no ya distinto de la «modernidad», sino incluso opuesto a ella en algunos aspectos importantes. Si la «modernidad» se identifica con el sentido inmanente de la vida y sus secuelas inmediatas —desarrollo científico y optimismo histórico—, los valores prácticos derivados de la misma son: exaltación del trabajo, crecimiento industrial, impulso a la urbanización, tendencia a la especialización y al desarrollo tecnológico. El modernismo, por el contrario, es un intento de recuperar la trascendencia y el sentido trascendente de la vida con los valores que le son anejos: sabiduría, eternidad, sentido lúdico de la vida, desarrollo del espíritu contemplativo, cultivo de la memoria colectiva y de los ideales artísticos; esto, desde un punto de vista práctico, supone denunciar como «males» el industrialismo, la gran ciudad, el sentido económico y burgués de la vida, la uniformidad de los paisajes humanos, la producción en serie, el triunfo de lo útil frente al ideal de belleza… Estamos, pues, ante una nueva rebelión romántica, que ensalza y enaltece valores sustraídos a los de la modernidad cuando no opuestos a ella, aunque, en otras ocasiones, de lo que se trata es de aspirar a una auténtica Giovanni Allegra (1986): El reino interior. Premisas y semblanzas del modernismo en España. Madrid: Ediciones Encuentro, pp. 54-55. 5  Octavio Paz (1974): Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia. Barcelona: Seix Barral, p. 110. 4 

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y verdadera modernidad, prescindiendo de todo lo que de negativo ha arrastrado la modernidad recibida. En la caracterización que hemos hecho ocupa lugar central la aspiración a la belleza, pues es general a los modernistas rechazar la herencia del realismo atenida a la «poesía de las cosas» y a la retórica de los «hechos». Es a esta luz como puede entenderse en su plena significación la frase de Juan Ramón cuando define el modernismo como «el encuentro de nuevo con la belleza, sepultada durante el siglo xix por un tono general de poesía burguesa»6, ya que no sólo se adivina en ella lo que en la reacción modernista había de respuesta a la uniformidad y a la mediocridad heredadas del siglo positivista por antonomasia, sino que aquí el concepto de belleza está tomado como uno de los trascendentales clásicos —unidad, bondad, belleza—, según podemos apreciar examinando los textos más significativos del modernismo latinoamericano, revelando en esto su deuda con el arielismo. El ejemplo más claro lo tenemos en el propio Rodó, para quien la belleza es aspiración suprema y ocupa un lugar equivalente al sentimiento moral de la bondad. Por eso dice: de todos los elementos superiores de la existencia racional, es el sentimiento de lo bello, la visión clara de la hermosura de las cosas, es el que más fácilmente marchita la aridez de la vida limitada a la invariable descripción del círculo vulgar… La emoción de belleza es al sentimiento de las idealidades como el esmalte al anillo… […] aunque el amor y la admiración de la belleza no respondiesen a una noble espontaneidad del ser racional y no tuvieran, con ello, suficiente valor para ser cultivados por sí mismos, sería un motivo superior de moralidad el que autorizaría a proponer la cultura de los sentimientos estéticos, como un alto interés de todos. Si a nadie es dado renunciar a la educación del sentimiento moral, este deber trae implícito el de disponer el alma para la clara visión de la belleza. Considerad al educado sentido de lo bello el colaborador más eficaz en la formación de un delicado instinto de justicia. La dignificación, el ennoblecimiento interior, no tendrán nunca artífice más adecuado. Nunca la criatura humana se adherirá de más segura manera al cumplimiento del deber

6  Juan Ramón Jiménez (1962): El modernismo. Notas de un curso (1953). Edición, prólogo y notas de Ricardo Gullón y Eugenio Fernández Méndez. Madrid: Aguilar.



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que cuando, además de sentirle como una imposición, le sienta estéticamente como una armonía7.

Ahora bien, si dejamos a un lado al fundador del arielismo y acudimos a la figura de José Vasconcelos, veremos confirmada la misma hipótesis, hasta tal punto que este ilustre pensador desarrolla toda su doctrina en torno a lo que él llamó «el monismo estético», título de uno de sus libros más importantes. En esta obra, que es el epicentro de su doctrina filosófica, Vasconcelos hace de la estética la vía privilegiada para un acercamiento a Dios que dé sentido a la vida. Así lo viene a decir en la introducción al libro: creo que ha llegado la era de las filosofías estéticas, de las filosofías fundadas, ya no en la razón pura, ni en la razón práctica, sino en el misterio del juicio estético. El principio unificador, capaz de participar de las tres formas de actividad, la intelectual, la moral y la estética, lo busco en la crítica kantiana del juicio estético, en el pathos especial de la belleza. Por eso he adoptado el nombre de monismo estético, y sueño con un tratado, que a semejanza de la Ética de Spinoza, pero más acomodado a los tiempos, resuma el mundo en una Estética Fundamental 8.

El tratado quedó sin escribir, pero los ensayos incluidos en el libro son bastante explícitos para entender lo que constituía el germen de un sistema filosófico que, a través de la estética, culminaba en un sincretismo donde recoge elementos de las tradiciones filosóficas orientales, y así viene a confirmarlo al exponer lo que él llama «síntesis mística»; de acuerdo con dicha síntesis, Cristo representa el Amor; Buda, el conocimiento; y Brahma, lo absoluto. En la misma línea se define Pedro Henríquez Ureña cuando resalta la importancia y los beneficios del arte, la necesidad de desarrollar el sentido de la belleza como una de las virtudes que hacen grandes a los pueblos y mejores a los individuos. Enseñanza muy necesaria en la América española, en donde pocas veces se armoniza la labor artística con el funcionamiento de las otras actividades de la vida, dando por resultado que, por una parte, los artistas son generalmente individuos faltos de sentido práctico, y por otra parte, los no-artistas desheredados de la gran imaginación que define Bunge 7  8 

José Enrique Rodó (1991): Ariel. Madrid: Espasa Calpe, pp. 72-73. José Vasconcelos (1918): El monismo estético. México: s. e., p. 13.

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e incapaces de ver en el arte, como los norteamericanos, un poder efectivo, llegan a concebirlo como ejercicio vano, completamente inútil e indigno de ocupar su atención9.

Un asunto importante también, habitualmente dejado de lado por la crítica, es la sola consideración poética del modernismo, cuando en el «modernismo hispánico» el lugar ocupado por la prosa tiene una singular relevancia. La injusticia cometida con José Martín es aquí patente y ya ha sido puesta de manifiesto por algún crítico10, pues es en la prosa del cubano, entre 1875 y 1882, donde aparecen por primera vez las nuevas formas expresivas. Una vez más, «la figura monumental de Darío y sus hiperbólicas consideraciones críticas»11 han desorientado a los historiadores. Hoy, sin embargo, es evidente que Martí era modernista mucho antes de que Rubén Darío escribiera su Azul, y que lo era en un sentido «hispánico», dada su insistencia sobre lo americano. Todo lo cual viene a confluir sobre un hecho que viene ganando terrero en la consideración crítica: la existencia de un modernismo con raíces hispánicas —sobre todo, de los grandes maestros del Barroco español— que surge en la América de la lengua española como reacción ante el positivismo y el naturalismo dominante. En esta línea es fundamental, pues, reivindicar la importancia de Martí, de la que el propio Martí era consciente en 1882 cuando dice: «De América soy hijo; a ella me debo. América, a cuya revelación, sacudimiento y fundación urgente me consagro». Como dijo muy bien Federico de Onís: la lucha de su vida es por la libertad suya y de todos, de su patria y de América, no sólo la libertad política en las relaciones de los hombres y los pueblos, por que se luchó en el siglo xix, sino otra más honda y absoluta: la libertad de ser lo que se es y de expresar sin trabas la íntima originalidad12.

Por eso, Martí no pertenece sólo a su patria; es un hombre de dimensión universal y como tal pertenece —lo dijo muy bien Rubén Darío— «a toda Pedro Heríquez Ureña (1978): La utopía de América. Edición de Ángel Rama y R. Gutiérrez Girardot. Caracas: Biblioteca Ayacucho, p. 329. 10  Cintio Vitier (1969): «En la mina martiana», en I. A. Schulman y M. P. González: Martí, Darío y el modernismo. Madrid: Gredos, pp. 9-21. 11  Ibid., p. 28. 12  Federico de Onís (1961): «Martí y el modernismo», en España en América. Río Piedras: Universidad de Puerto Rico, p. 629. 9 



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una raza, a todo un continente; pertenecía a una briosa juventud que tiene en él quizá al primero de sus maestros; pertenecía al porvenir»13. Esto lo vemos muy bien hoy al hablar de la trascendencia cultural de su obra, y ya lo anticipó en su momento Onís cuando dijo: «su personalidad y su obra, no sólo la literaria, sino la política, tienen amplitud continental, y aun diría que hispánica»14. El fenómeno del arielismo como primera manifestación del modernismo desde el punto de vista filosófico es, evidentemente, una toma de postura ideológica, muy contrariamente a lo que tantas veces se ha repetido, al presentarlo como una revolución formal de los parnasianos y simbolistas franceses. El modernismo responde básicamente a una búsqueda de la identidad cultural propia. El testimonio de José Enrique Rodó, que se consideraba modernista ya en 1899, es aquí precioso, pues es precisamente en el plano filosófico donde sentía su hermandad con Rubén Darío: Yo tengo la seguridad de que, ahondando un poco más bajo nuestros pensares —decía hablando del vate nicaragüense—, nos reconoceríamos buenos camaradas de ideas… No hay duda de que la obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido superior: es en el arte una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque no lo sea —porque no tiene necesidad para ser nada serio— la obra frívola y fugaz de los que le imitan, el vano producir de la mayor parte de la juventud que hoy juega infantilmente en América al juego literario de los colores15.

Al morir Rubén Darío en 1916, la revolución ideológica y artística está hecha y Rodó saluda su figura: «Apareció cuando era necesario que repercutiese, en lengua de Góngora y Quevedo, un movimiento de liberación y aristocracia artística que había triunfado en casi todo idioma culto»16.

Rubén Darío (1950): Obras completas (3 vols.). Madrid: Afrodisio Agrado, vol. II, p. 483. 14  Federico de Onís (1961): Antología de la poesía española e hispanoamericana. New York: Las Americas Publising Co., p. 34. 15  José Enrique Rodó (1956): «Rumbos nuevos», en Obras Selectas. Buenos Aires: Ateneo, p. 197. 16  Ibíd., p. 818. 13 

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Esta visión del gran poeta de América pone de relieve lo que tuvo de profeta en la reivindicación de una concepción del mundo que no era la del formalismo francés —por mucho que el mismo protagonista se empeñase en lo contrario— y se erigía, en definitiva, como defensora de una originalidad cultural propia y no una simple copia traslaticia de la literatura europea —y sobre todo, francesa— del momento. Es ahí donde Rodó y Darío aparecen hermanados por el mismo interés y un fondo ideológico común. Por muchos préstamos literarios que en ese fondo se detecten —y los hay numerosos, evidentemente—, un crítico imparcial no puede relegar lo que en él existe de reacción ante la propia realidad cultural y emerge espontáneamente del subsuelo compartido. Como dice Schulman: «Esta visión del arte modernista rubeniano desmiente la trillada y superficial afirmación de que el modernismo refleja comúnmente el arte francés, siendo en el fondo una trivial manifestación traslaticia hispanoamericana de modas, formas y temas del París literario»17. El fenómeno abarcó tanto a Iberoamérica como a España, y de ahí vino el sentimiento de una fraternidad compartida, que tuvo una vez más en Rubén Darío su exponente más alto, como veremos en el próximo capítulo. Aquí nos bastará con aludir al tema y comprobar una vez más que el resto de los fundadores del modernismo compartieron esa actitud. José Enrique Rodó fue también pionero de ella cuando nos habla de la Magna patria. Patria es para los hispanoamericanos —decía—, la América española. Dentro del sentimiento de la patria cabe el sentimiento de adhesión, no menos natural e indestructible, a la provincia, a la región, a la comarca; y provincias, regiones o comarcas de aquella gran patria nuestra, son las naciones en que ella políticamente se divide. Por mi parte siempre lo ha entendido así18.

Ese sueño de la gran patria se extiende a España cuando dice: Soñemos, alma, soñemos un porvenir en que a la plenitud de la grandeza de América corresponda un milagroso avatar de la grandeza española, y en que el genio de la raza se despliegue así, en simultáneas magnificencias, a Iván A. Schulman y Manuel Pedro González (1974): Martí, Darío y el modernismo. Madrid: Gredos, p. 29. 18  José Enrique Rodó (1991): «Magna patria», en Íd., edición de José Luis Abellán. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica, pp. 105-108. 17 



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este y aquel lado del mar, como dos enredaderas, florecidas de una misma especie de flor, que entonasen su triunfal acorde de púrpuras del uno al otro de dos balcones fronteros19.

Este sentimiento se fue afianzando en la clase intelectual de América Latina, hasta el punto de sentirse orgullosa de lo que muchos de ellos aportaron a la cultura común, como cuando Rubén Darío se ufanaba de haber influido en la reforma poética que se filtró en la métrica española. A ese fenómeno lo llamó Max Henríquez Ureña «el retorno de los galeones», titulo de un libro suyo20. De la misma manera respira su hermano Pedro, que ha sabido vencer sus viejas reservas y al dar la bienvenida a la II República, dice solemnemente: España se nos muestra hoy, además, amplia y abierta, más que nunca, para todas las cosas de América. El antiguo recelo ha cedido el lugar a la confianza; la nueva Constitución, al crear la doble nacionalidad, española y americana, aunque desconcierte al antiguo criterio jurídico, place a la buena voluntad. Sobre la buena voluntad se cimenta la obra de confraternidad hispánica. En esta obra debemos todos unir nuestro esfuerzo, para que la comunidad de los pueblos hispánicos haga, de los vastos territorios que domina la patria de la justicia universal a que aspira la humanidad 21.

El modernismo puede considerarse así, desde este punto de vista, como devolución enriquecida de lo que España llevó al continente descubierto. Y la principal riqueza —aparte las novedades formales, literarias, estéticas— fue el descubrimiento y afirmación de una solidaridad compartida. Rubén Daría canta a la «sangre de Hispania fecunda» y elogia los «mil cachorros sueltos del León español», mientras al otro lado del Atlántico, José Ortega y Gasset mantenía una postura parecida afirmando «la existencia de un nuevo ingrediente en la historia del planeta: la raza española, una especie de España mayor, dentro de la cual, nuestra península es solo una provincia»22. Ídem. Max Henríquez Ureña (1930): El retorno de los galeones. (Bocetos hispánicos). Madrid: Renacimiento. 21  Pedro Henríquez Ureña (1978): «Raza y cultura hispánica», en Ángel Rama y R. Gutiérrez Girardot (eds.): La utopía de América. Caracas: Biblioteca Ayacucho, p. 17. 22  J. Ortega y Gasset (1983): El espectador II, en Obras completas. Madrid: Alianza Editorial, vol. II, p. 131. 19 

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En México ese sentimiento de solidaridad ha arraigado profundamente y por eso José Vasconcelos llega a proponer una «Liga de Naciones de habla española», de la que vieja la metrópoli entraría a formar parte como una más. El ideal de Simón Bolívar vuelve a resucitar, aunque ahora con un signo distinto; en un artículo publicado en la revista España y América llega a decir: «Queremos la unión de los pueblos ibéricos sin excluir a España y comprendiendo expresamente al Brasil, y tenemos que excluir a los Estados Unidos, no por odio, sino porque ellos representan otra expresión de la historia humana». Y concluye: «En este punto Bolívar no podía pensar como nosotros; acababa de sacudir el yugo español, y llevado de un exceso natural de sentimiento, se inclinaba a simpatizar con el inglés, el ancestral enemigo de España y de la raza española; en cambio, ahora, sentimos que vuelve a ser nuestro enemigo el que lo sea de España»23. Cuando en ese mismo año de 1925, Vasconcelos publique La raza cósmica, esas ideas han cuajado plenamente; dos años después publica una interpretación de la cultura iberoamericana titulada Indología (1927), donde lo español tiene clara prioridad. Cualquiera que sea el juicio —dice— que sobre nuestra mentalidad hispano-americana deba recaer, creo que hasta la fecha es indudable que dicha mentalidad debe ser clasificada dentro del temperamento español en primer término y en último término… Por muy abundantes que sean nuestras importaciones culturales, queda firme el hecho de que somos castellanos y latinos de temperamento y de mentalidad, aunque no lo fuéramos de sangre24.

El modernismo vino a convertirse así en la conciencia de una identidad compartida, y en cuya elaboración el gran poeta de Nicaragua vino a convertirse en portavoz definitivo.

José Vasconcelos (1925): «Palabras de un Gran Hispanófilo», en España y América, Revista Comercial, n.º 155 (julio), p. 75. 24  José Vasconcelos (1927): Indología. Barcelona: Agencia Mundial de Librería, p. 130. 23 

Capítulo VIII

Rubén Darío: conciencia máxima del arielismo

En la línea que estamos exponiendo es fundamental atender a la figura de Rubén Darío (Metapa, Nicaragua, 1867-León, id., 1916), pues en la cultura del «modernismo hispánico» es de tal magnitud que no nos sorprenden las interpretaciones hiperbólicas y las fantásticas tergiversaciones a que ha dado lugar. El mismo genio nicaragüense no facilitó las cosas al insistir una y otra vez en su «galicismo mental». Un examen global y omnicomprensivo del conjunto de la obra rubeniana no autoriza, sin embargo, a ver un Rubén Darío exclusivamente afrancesado, por mucha influencia que en él tuvieran las técnicas literarias de parnasianos y simbolistas. Temáticamente, en el genial vate se dan las tres corrientes principales del modernismo: la extranjerizante o francesa; la americana, como poeta que fue del continente; y la hispánica, en cuanto portavoz del modernismo que constituyó un momento privilegiado en la conciencia intelectual de los pueblos que hablan la misma lengua a uno y otro lado del Atlántico. Como ha notado Schulmann, «en la obra de Darío, al lado de Bouquet, Garçonnière, Dream, Tant mieux, Toast, encontramos Caupolicán y Canto a la Argentina; y, asimismo, una preocupación y dedicación por lo hispánico: Un soneto a Cervantes, Cyrano en España, A Maestre Gonzalo de Berceo, Letanía de Nuestro Señor don Quijote». Y aún recalca Schulmann el valor de este último: «En la temática, como en lo lingüístico y lo estilístico, lo hispánico se impuso como norma expresiva, sin que por eso desapare-

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cieran los elementos extranjeros que tanto contribuyeron a la renovación modernista en sus etapas primigenias»1. La dimensión americana del modernismo creo que no necesita ser recalcada; nadie —ni autores ni críticos— la ha negado nunca. Al contrario, para muchos, la dimensión más propia del modernismo es la americana, pues será en América donde encuentre mayor extensión y fecundidad; y así lo reafirma Schulman: La disparidad entre la expresión hispánica de ambos lados del Atlántico se explica en términos del carácter efímero del modernismo peninsular en contraste con su perdurabilidad hispanoamericana. El modernismo americano se prolonga, como el barroco anteriormente, y su ascendencia y legado se perciben más allá de los límites temporales de su período de mayor florecimiento2.

Ricardo Gullón matiza la cuestión haciendo reflexiones como las que siguen: Se considera como característica del modernismo, como una de las características del modernismo, el americanismo. Verdad a medias, verdad incompleta. Americanismo, castellanismo, catalanismo…, provincianismos (con perdón), en suma, compensando el cosmopolitismo de Darío, las versallerías, como él decía, y ese mundo intemporal de cisnes y princesas aludido al principio. El americanismo, que en el mediocre Chocano exhibe visos ostentosos y casi agresivos, como elemento de contraste frente a la tendencia exótica, afrancesada y universalista de Rubén. Rodó, por su parte, dio al modernismo una ideología hispanoamericanista; pero entre él y Chocano hay poco de común, porque éste solía lanzarse a visiones exuberantes y a descripciones de suma riqueza verbal, mientras Rodó pretendió, en su prosa burilada, advertir a los hispanoamericanos la necesidad de conducirse con rectitud y justicia, organizando la existencia en el continente austral bajo normas de libertad y orden3.

Iván Schulmann (1974): «Reflexiones en torno a la definición de modernismo», en Íd. y Manuel Pedro González: Martí, Darío y el modernismo. Madrid: Gredos, p. 53. 2  Ibíd, p. 56. 3  Ricardo Gullón (1971): Direcciones del modernismo. Madrid: Gredos, pp. 16-17. 1 



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Desde este punto de vista, Darío es la conciencia máxima del arielismo, pues en él alcanzan los aspectos ideológicos una expresión poco reconocida. Hay una imagen estereotipada y falsa cuando se le presenta como el poeta de las princesas y de los cisnes; incluso en su poesía misma hay elementos ideológicos hasta ahora poco atendidos. En cualquier caso, debemos poner en tela de juicio la tesis de que el modernismo es ante todo una cuestión poética, dando tanta importancia a la prosa como a la poesía. Carlos Arturo Torres lo identifica con «una tendencia intelectual», mientras Roberto Brenes Mesén lo caracteriza como «una manifestación de un estado de espíritu contemporáneo, de una tendencia universal, cuyos orígenes se hallan profundamente arraigados en la filosofía trascendental que va conmoviendo los fundamentos de la vasta fábrica social que llamamos el mundo moderno»4. Iván A. Schulman, al estudiar a los diversos autores que se han ocupado del tema, constata «una tendencia a establecer nexos entre el modernismo como expresión literaria y aspectos filosóficos, ideológicos y sociales de la época»5. El estado de la cuestión en torno al modernismo hispánico vuelve cada vez con mayor ahínco los ojos a la caracterización que en 1935 hizo del modernismo Juan Ramón Jiménez, cuando escribió: El modernismo no fue solamente una tendencia literaria: el modernismo fue una tendencia general. Alcanzó a todo. Creo que el nombre vino de Alemania, donde se producía un movimiento reformador por los curas llamados modernistas. Y aquí, en España, la gente nos puso ese nombre de modernistas por nuestra actitud. Porque lo que se llama modernismo no es cosa de escuela ni de forma, sino de actitud. Era el encuentro de nuevo con la belleza sepultada durante el siglo xix por un tono general de poesía burguesa. Eso es el modernismo: un gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza6.

Esta definición confirmaba la que un año antes había dado Federico de Onís como la forma hispánica de la crisis universal del espíritu Citado por Iván A. Schulmann en «Reflexiones en torno a la definición de modernismo», ob. cit., p. 31. 5  Ibíd., p. 33. 6  El texto apareció en el diario La voz (Madrid, 18 de marzo de 1935) y posteriormente fue recogido en Ricardo Gullón (1962): «Juan Ramón Jiménez y el modernismo», introducción a Juan Ramón Jiménez: El modernismo: notas de un curso (1953). Madrid: Aguilar. 4 

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que inició hacia 1885 la disolución del siglo xix, prolongada de algún modo hasta 1932. La riqueza multifacética, contradictoria y evolutiva, exige prolongar su estilo epocal durante todo ese período que Schulman califica de «medio siglo modernista»7. La expresión había sido utilizada con anterioridad por Ricardo Gullón, aunque él difiere ligeramente en las fechas, que sitúa entre 1890 y 19408. Más interesante que fijar fechas —con una exactitud matemática imposible, por otro lado— es caracterizar su fondo ideológico. Todos los críticos vienen a coincidir en este punto en la inutilidad de establecer criterios rígidos, siguiendo en esto la declaración que ya en su día hizo Rubén Darío: «Porque proclamando, como proclamo, una estética acrática, la imposición de un modelo o un código implicaría una contradicción»9. En efecto, la disparidad estética e ideológica del modernismo impide atribuirle un rasgo definitorio único; los críticos coinciden en que la sola nota común es «la exploración de nuevos senderos expresivos y la busca de renovadas formas estilísticas frente al academicismo de ribetes neoclásicos»10. Como ha escrito Ángel del Río, el único punto de encuentro entre tendencias y directrices tan diferentes son «los anhelos innovadores, nacidos de la inquietud universal de la época»11, caracterizada de modo general por «la combinación de intelectualismo y esteticismo»12. Esta inquietud general, el anhelo impreciso de cambio y renovación, así como la naturaleza heterogénea del movimiento, prueban —en opinión de Schulman— «la futilidad de tratar de reducir a un esquema la expresión literaria de toda una época»13. Quizás sea ese fondo de agitación y de angustia espiritual el que alimenta la nostalgia metafísica del movimiento y a la que ya nos hemos referido en páginas anteriores, muy importante de constatar para nosotros, en la medida que rompe los cánones del formalismo estético y de la concepción puramente poético-literaria del modernismo. En realidad, así fue desde el primer momento, aunque luego determinados intereses críticos e ideológicos desvirtuasen aquellos Iván A. Schulmann, ob. cit., p. 34. Ricardo Gullón, ob. cit., p. 17. 9  Rubén Darío (2008): Prosas profanas y otros poemas. Madrid: Espasa Calpe. 10  Iván A. Schulmann, ob. cit., p. 38. 11  Ángel del Río (1961): Historia de la literatura española. New York : Holt, Rinehart and Winston, p. 239. 12  Ibíd., p. 234. 13  I. A. Schulmann, ob. cit., p. 39. 7  8 



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orígenes. José Enrique Rodó, uno de los exponentes más tempranos del modernismo hispánico, ya lo dijo en su día: «…en nuestro corazón y nuestro pensamiento hay muchas ansias a las que nadie ha dado forma, muchos estremecimientos cuya vibración no ha llegado aún a ningún lado, muchos dolores para los que el bálsamo nos es desconocido, muchas inquietudes para las que todavía no se ha inventado un nombre…»14. Desde el punto de vista tipológico, Darío sigue siendo el mayor ejemplo del nuevo espíritu, pues en él se dan las tres reacciones típicas del movimiento: contra el positivismo, enalteciendo la fantasía; contra el naturalismo, acudiendo a símbolos y metáforas; y contra la burguesía, ya que nadie más bohemio y antiburgués que el genio nicaragüense, que murió abrasado por el asenjo y otras bebidas alcohólicas. El arielismo es el sustento ideológico de esta actitud, como lo viene a confirmar el propio Rubén Darío cuando, al escribir en 1907 su prólogo a El canto errante, en un momento en que era ya plenamente consciente de la revolución literaria que —en parte a él debida— se estaba operando en la prosa literaria, rechazaba tajantemente que se tratara de una cuestión de formas. «No —decía con énfasis—. Se trata, ante todo, de una cuestión de ideas»15. La crítica actual vuelve a este punto de vista y, así, Giovanni Allegra se queja de que «la rica bibliografía sobre el modernismo, abundante en el análisis de las técnicas, del estilo, en la investigación sobre la incidencia y fortuna de una cierta imagen (raramente sobre su sentido), casi siempre ha despachado en pocas páginas el aspecto doctrinal correspondiente»16. El mismo libro de Allegra donde aparece la frase es una prueba contundente de que la tendencia se ha invertido. En realidad, no hace Rubén Darío sino ratificar la preocupación por el misterio que acongoja a los modernistas. La rebeldía estética contra el naturalismo y el realismo, la rebeldía filosófica contra el positivismo y la ciencia basada en la razón positiva («bancarrota de la ciencia») y la rebeldía contra el conformismo burgués, que lleva a la exaltación de la vida bohemia y la condena de la hipocresía, del «filisteo» y de la beatería cultual, una triple rebeldía bajo la cual subyace una rebeldía metafísica, muy alejada del 14 

J. A. Rodó (1956): «El que vendrá», en Obras selectas. Buenos Aires: Ateneo, p.

15 

Rubén Darío (1953): Obras completas. Madrid: Afrodisio Aguado, vol. V, p.

33. 951.

16  Giovanni Allegra (1985): El reino interior. Premisas y semblanzas del modernismo en España. Madrid: Encuentro, p. 12.

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mero esteticismo con que se ha querido identificar a los modernistas. José Martí escribe en una de sus prosas: «Las ciencias aumentan la capacidad de juzgar que posee el hombre, y le nutren de datos seguros; pero a la postre el problema nunca estará resuelto; sucederá sólo que estará mejor planteado el problema. El hombre no puede ser Dios, puesto que es hombre. Hay que reconocer lo inescrutable del misterio17. La misma preocupación por el misterio aparece en la poesía de Rubén Darío, que en «Lo fatal» se expresa con caracteres sombríos

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente. Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror… Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, ¡y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos…!18.

El tema se repite en José Asunción Silva:

¿Qué somos? ¿A do vamos? ¿Por qué hasta aquí vinimos? ¿Conocen los secretos del más allá los muertos? ¿Por qué la vida inútil y triste recibimos?19.

Los testimonios podrían multiplicarse, pero sólo servirán para darle la razón a Iván A. Schulman cuando señala, entre los mayores logros del José Martí (1955): Sección constante. Caracas: s. e., p. 401. Rubén Darío (1953): «Lo fatal», en Cantos de vida y de esperanza (XLI), Obras completas. Madrid: Aguado, vol. V, pp. 940-941. 19  José Asunción Silva (1963): «La respuesta de la tierra», en Poesías completas seguidas de prosas selectas. Noticia biográfica por Camilo Brigard Silva. Prólogo de Miguel de Unamuno. Madrid: Aguilar, p. 119. 17 

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modernismo, «una profunda preocupación metafísica de carácter agónico que responde a la confusión ideológica y la soledad espiritual de la época»20. Aunque la caracterización que acabamos de hacer del modernismo, con su inevitable vaguedad e imprecisión, puede aplicarse a todo el período cronológico abarcado por el mismo, según el computo de Federico de Onís, es decir, entre 1882 y 1932, lo cierto es que se aplica aún con mayor propiedad al período que dicho autor denomina con el epígrafe de «Triunfo del modernismo (1896-1905)». Como puede observar el lector, este lapso de tiempo viene a coincidir una vez más con el que hemos acotado nosotros para la «crisis de fin de siglo»; de nuevo, ésta coincide con aquél, lo que viene a demostrar la similitud de ambos, al menos para el «caso hispánico». Es precisamente en esa fecha de 1905 donde hay que encuadrar a Rubén Darío, que publica en ese año sus Cantos de vida y esperanza, convirtiéndose en abanderado de la revolución modernista, al hacer coincidir su mayor altura poética con su hispanización definitiva. Es sintomático que el libro empiece con una dedicatoria a José Enrique Rodó, dato bien expresivo de su arielismo. Volviendo a Rubén, máximo abanderado de la revolución modernista, es evidente que se inicia en él un cambio a partir de 1898 con su llegada a España en ese año como corresponsal de La Nación bonaerense, y que ese cambio consiste en una creciente hispanización, cuya culminación poética y humana alcanza en Cantos de vida y esperanza (1905), su mejor testimonio, como acabamos de indicar. Al cambio no fueron ajenos los factores políticos. No olvidemos que, en 1898, España pierde sus últimas colonias ultramarinas en guerra con Estados Unidos y que, en 1905, la estrategia política de dicho país logra un evidente triunfo para sus intereses en Centroamérica, reconociendo diplomáticamente al recién nacido Panamá, cuya independencia había favorecido militarmente. Donald F. Fogelquist ha reconocido que la creciente atracción de Rubén Darío por el mundo hispánico opera como «una reacción contra la guerra del 98 que tantas repercusiones tuvo en el

20  Iván A. Schulmann (1974): «Reflexiones en torno a la definición de modernismo», en ob. cit., p. 45.

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mundo hispánico»21, pero no es necesario apelar a ese testimonio, pues basta con asomarnos a las crónicas de la España contemporánea (1901) que Rubén Darío escribió desde la península. Es evidente que Darío se siente «ciudadano de la lengua», aunque «sin ser español de nacimiento», dice22, lo que le ayudará a fraternizar con los intelectuales y escritores que luchan por la «regeneración» de la patria española, muy especialmente los miembros de la llamada generación del 98. Como ha escrito Ángel del Río: La fusión entre lo que los nuevos escritores españoles pretenden y las corrientes de renovación poética que caracterizan a la escuela modernista se realiza ‘oficialmente’, por decirlo así, cuando Rubén Darío llega… Las influencias serán mutuas. El poeta americano —orientado hasta entonces hacia lo francés y hacia una poesía de tipo colorista, plástico, musical— acendra su espiritualismo latente en el contacto con estos jóvenes serios, meditadores, y se va hispanizando poco a poco23.

En esos años se produce, evidentemente, un diálogo entre Rubén Darío y los hombres del 98 que no ha sido aún bien estudiado24, dentro del cual ocupa un lugar excepcional la polémica con Unamuno25. Hoy parece claro que, si éste rechaza los aspectos más frívolos y superficiales del modernismo, no fue ajeno a lo que de honda y seria renovación literaria había en su fondo, pues ambos llegaron a admirarse mutuamente y dejaron escrita y razonada esa mutua admiración26. Donald F. Fogelquist (1974): «El carácter hispánico del modernismo», en Homero Castillo (ed.): Estudios críticos sobre el modernismo. Madrid: Gredos, p. 70. 22  Obras completas, ob. cit., vol. 5, p. 950. 23  Ángel del Río, ob. cit., vol. II, p. 242. 24  Gerardo Diego realizó en su momento un primer e importante acercamiento con su estudio «Los poetas de la generación del 98», en Arbor, n.º 36, 1948. 25  Los datos para la polémica se encontrarán, sobre todo en la correspondencia entre ambos autores recogida en Alberto Ghiraldo (1943): El archivo de Rubén Darío. Buenos Aires: Losada. A ello hay que añadir lo que cada uno de ellos escribió sobre el otro, que no es poco. 26  La última palabra de Darío sobre Unamuno aparece en el retrato crítico que le dedica en su libro Semblanzas (Obras completas, ob. cit., vol. 2, pp. 787-795), donde hace una muy elogiosa consideración de su poesía. En relación con lo que Unamuno escribió sobre Darío, véanse los siguientes artículos: «Una aclaración (Rubén Darío, juzgado por Unamuno)», «La España de hoy vista por Rubén Darío», «Un periodista argentino, presentado por Rubén Darío», «¡Hay que ser justo y bueno, Rubén!», y «De la correspon21 



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Rubén Darío. A la derecha, su casa natal en Metapa, Nicaragua, hoy convertida en Museo.

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Los críticos han enfatizado quizá en exceso la influencia francesa y la búsqueda de una belleza puramente formal que aparece en Prosas profanas, sin darse cuenta de que ese libro supone un momento de transición hacia la etapa de madurez representada por Cantos de vida y esperanza, al cual se refiere —al escribir «Historia de mis libros»— con estas palabras: Mi optimismo se sobrepuso. Español de América y americano de España, canté… mi confianza y mi fe en el renacimiento de la vieja Hispania en el propio solar y del otro lado del Océano… Hay, como he dicho, mucho hispanismo en este libro mío; ya haga su salutación el optimista, ya me dirija al rey Óscar de Suecia, o celebre la aparición de Cyrano en España, o me dirija al presiente Roosevelt… ¡Hispania por siempre! Yo había vivido ya algún tiempo y habían revivido en mí ancestrales alientos…27.

En sus contactos y diálogos con los hombres del 98, Darío no se dejó arrastrar por su pesimismo, ni por el tono de amargura y cansancio que destilaban sus producciones en prosa o en verso. Como ha dicho Gerardo Diego en el estudio citado: La esperanza en España, la fe en España en esos soberbios y luminosos versos —ningún poeta español ha cantado a España con inspiración tan soberana—, y poco después la sublime Salutación del optimista, que, con razón, consideraba Maeztu como el evangelio poético de nuestros destinos, convierten a Rubén Darío en el más alto poeta de cuantos cantaron a España, reaccionando con acentos de verdadera grandeza en medio de la desolación de la política y el derrotismo de la literatura. Con Rubén Darío entramos ya cronológicamente en los límites de la ‘generación del 98’. Cronológica y responsablemente, pues que el poeta de Nicaragua es el maestro directo de la mejor juventud contemporánea aficionada a la poesía. Nos interesa por eso su posición, tan adversa por positiva a la corrosiva abulia de los grandes prosistas del 9828.

Por lo demás, sus largas estancias en Francia no lograron despertar el reconocimiento del país. «Todo lo contrario le sucede en España —dice Folgelquist—, donde le acogen con mucha simpatía, y donde intima con dencia de Rubén Darío», todos ellos incluidos en Miguel de Unamuno (1966): Obras completas, vol. IV, Madrid: Escelicer. 27  Obras completas, ob. cit., vol. 1, pp. 216-217. 28  Gerardo Diego, ob. cit., pp. 440-441.



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los escritores más renombrados del país. La solidaridad hispánica llega a ser una de sus mayores preocupaciones, y el amor a todo lo que tiene sabor hispánico es un sentimiento que impregna mucho de lo que escribe»29. Así es cómo Rubén Darío contribuyó a crear una conciencia de unidad hispánica, que encontró su mejor vehículo de expresión en el modernismo. En esto vienen a coincidir críticos muy dispares. En 1953 escribía Federico de Onís: Hay una correspondencia esencial entre el modernismo de España y el de América, que los une en comparación con el resto del mundo, y que de hecho se tradujo en contactos e influencias que por primera vez eran mutuos y en algunos aspectos predominantemente americanos […] Martí en América y Unamuno en España, o mejor dicho, los dos en España y América, representan desde el principio esta actitud esencial del modernismo, que es la busca y afirmación de lo propio a través de lo universal.

Y unas líneas después insiste: el modernismo [llevaba] dentro de sí algo muy específicamente español que era válido y fecundo en todos los países hispanoamericanos y en España misma. Habrá que encontrar el sentido hispánico que hay en los caracteres generales de esta revolución literaria, que tuvo la eficacia de cambiar tanto el fondo como la forma de la literatura en todos sus géneros, de modo tan hondo y general que ha quedado definitivamente incorporada a ella como una fase decisiva de su historia. El afrancesamiento, que es el carácter más aparente de la época, resultó paradójicamente significar la liberación de la influencia francesa30.

En realidad, ésta es la misma opinión que venía a defender Fogelquist unos años después: El modernismo hispanoamericano, lejos de ser el pálido reflejo de una gloria extranjera, es una verdadera manifestación de espíritu y genio hispánicos. Como herencia estética dejó a Hispanoamérica una literatura de rara

Folgelquist, ob. cit., p. 70. Federico de Onís (1968): «Sobre el concepto de modernismo», en Íd.: España de América. Río Piedras: Editorial Universitaria de Puerto Rico, p. 178. 29 

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e imperecedera belleza, y como herencia moral le dejó un legado de ideales nobles, elevados y universales. No hay valores más grandes que éstos31.

A la altura que nos encontramos de este capítulo, creo que podemos afirmar —y confirmar— lo que ya veníamos defendiendo con toda clase de argumentos: la plena integración —aunque sea con matices peculiares y diferenciales acusados— de la generación española del 98 dentro del movimiento modernista. Hablando precisamente de los miembros de la misma, dice Onís: Se ha tratado de reunirlos bajo la advocación de una fecha, la de 1898, y de sustraerlos a la unidad del modernismo hispánico. No puedo entrar en ese tema…, sólo diré que esa fecha de 1898, como todo lo tocante al modernismo, tiene una significación a la vez española e hispanoamericana, y más hispanoamericana que española. Está en el centro, y no en el principio del período modernista, y significa la culminación de dos hechos, de larga preparación anterior, que determinan un cambio fundamental en las relaciones de la América española con el mundo: la terminación del imperio colonial de España en América, y el principio de la expansión de los Estados Unidos hacia el sur del continente32.

Ésta es la misma opinión de Ángel del Río, al tratar del ensayo español sobre el concepto de España. Se expresa en esa ocasión con estos términos: En un estudio bien meditado —El problema del modernismo en España, un conflicto entre dos espíritus— ha establecido Pedro Salinas las divergencias que surgen pronto entre el rumbo esteticista que toma el modernismo en América y el tono meditativo de los ensayistas y poetas españoles. En América, patria y campo del modernismo, se crea una poesía brillante, cromática, exquisita, sensual. En España se desarrolla una literatura que busca ante todo la sencillez expresiva frente a los lujos refinados del modernismo. El análisis es exacto en un sentido estricto, reducido a la caracterización de una escuela pública. En sentido amplio, no invalida la existencia de un estado general de conciencia y de sensibilidad, al que podemos dar el nombre de modernismo, como se ha hecho en otros países. Así considerado, el concepto del modernismo reúne y explica todas las direcciones estéticas, morales, políticas, religiosas, histó31  32 

Fogelquist, ob. cit., pp. 73-74. F. de Onís, ob. cit., pp. 179-180.



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ricas y filosóficas de los comienzos de la época contemporánea, direcciones en muchas de las cuales lo americano y lo español van paralelas. En España, juntamente con la meditación sobre los temas históricos y la preocupación nacional que da unidad al movimiento, se crea un estilo rico en temas generales, en imágenes y un lenguaje de gran originalidad. En América, junto a la seducción de las sirenas parisienses y de las metáforas refulgentes, aparecen en Rodó, en muchos otros ensayistas y poetas, la conciencia de lo americano y un sentimiento espiritual de la vida. Españoles y americanos coincidirán también, y esto es acaso uno de los resultados más importantes de la nueva ideología, en buscar, cada uno desde su punto de vista, los lazos profundos que unen al mundo hispánico. En ambos continentes repercute a su manera el hundimiento simbólico del antiguo poderío español en la bahía de Santiago de Cuba33.

Y, como resumen de todo lo dicho en este capítulo, podemos concluir con las palabras de Roggiano: el Modernismo, como la ‘Generación del 98’, ya sin rótulos son una denuncia y una respuesta a esa crisis universal en que se disuelve la tortura mental y el engreimiento técnico de la concepción moderna. Y lo modernista no es sólo algo más profundo y, diría, funcional, puesto que concibe al mundo y al hombre como una posibilidad de constante superación. El mundo hispánico ha vuelto a tener su palabra universal: españoles e hispanoamericanos han salido otra vez a la búsqueda de la realidad más ideal, perfecta, espiritual y humana que la que ofrecía la segunda mitad del siglo xix, culminación del mundo racional y técnico de la época moderna 34.

33  Ángel del Río (1962): El concepto contemporáneo de España. Antología de ensayos, 1895-1931. New York: Las Americas Publishing Co., pp. 24-25. 34  Alfredo A. Roggiano (1962): «El origen francés y la valoración hispánica del modernismo», en Íd.: Influencias extranjeras en la literatura iberoamericana. México, D. F.: s. e., p. 39.

Capítulo IX

El pensamiento de Ortega y Gasset y su influencia en América

La indagación histórica y cultural sobre el tema de América producirá un enorme y creciente interés por la Historia de las Ideas, disciplina en la que, como vimos en el primer capítulo, hay que inscribir la presente investigación. Es necesario que dediquemos una detallada atención al origen y circunstancias en que dicho movimiento se produjo, lo que nos aclarará no sólo lo dicho hasta aquí, sino todo lo que hasta el final del libro diremos. Sin lugar a dudas, el factor fundamental en la creación y difusión de este movimiento de Historia de las Ideas es el legado filosófico de Ortega y Gasset. En 1914 había publicado este pensador su primer libro, Meditaciones del Quijote, con el que inicia la exposición de su «circunstancialismo». «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo», había dicho Ortega en ese libro. Éste supone una reacción violenta contra el neokantismo del que Ortega había sido imbuido en Alemania, en busca de una filosofía que aclare el sentido y el destino de lo español. Dios mío, ¿qué es España? —se pregunta—. En la anchura del orbe, en medio de las razas innumerables, perdida entre el ayer ilimitado y el mañana sin fin, bajo la frialdad inmensa y cósmica del parpadeo astral, ¿qué es esta España, esta como proa del alma continental? ¿Dónde está —decidme— una palabra clara, una sola palabra radiante que pueda satisfacer a un corazón honrado y a una mente delicada, una palabra que alumbre el destino de España?1. 1  José Ortega y Gasset (1956): Meditaciones del Quijote. Madrid: Revista de Occidente, pp. 76-77.

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En busca de una respuesta a esta pregunta angustiada, Ortega hace pie en la vida individual, a la que califica de realidad primaria o realidad radical, como gusta decir; radical, en el sentido de que todas las demás se hallan en ella radicadas, siendo, en cuanto separadas, algo abstracto, esquemático, secundario y derivado respecto a la vida de cada cual. Pero bien entendido que esta vida individual no es «conciencia», como en el idealismo, ni «cultura», como en el neokantismo, sino que consiste en el diálogo entre el «yo y sus circunstancias». Toda «la vida social, como las demás formas de cultura, se nos dan bajo la especie de vida individual», asegura 2; y la labor de la filosofía debe consistir, precisamente, en «radicar esa famosa cultura —que pretende serlo libre de espacio y tiempo: utopismo y ucronismo—, aceptando la servidumbre de la gleba temporal, la adscripción a un lugar y una fecha que es la realidad radical, que es la vida efectiva, haciendo de ella un principio frente a los principios abstractos de la cultura»3. Ahora bien, esta adscripción al espacio-tiempo es precisamente la búsqueda de la circunstancia, y en esto debe consistir el sentido de la vida para cada cual: la aceptación de nuestra circunstancia. Por eso puede decir Ortega que «la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre»4. Y en otro lugar: «cada cual existe náufrago en su circunstancia. En ella tiene que bracear, quiera o no, para sostenerse a flote»5. Idea que implica la salvación, como nos confirman sus propias palabras de que «el hombre no puede salvarse si, a la vez no salva su contorno». Es, por lo demás, obvio que la circunstancia, entendida orteguianamente como la vida individual, supone, al mismo tiempo, una perspectiva, y como tal tiene siempre un primer término, y tras éste, otros, hasta uno último. «Ahora bien —dice Ortega—, el primer término de mi circunstancia era España, como el último es… tal vez, la Mesopotamia»6. Por eso había escrito en las Meditaciones del Quijote: «Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el Campo de Ontígola. Este sector de la realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo a través de él puedo integrarme a ser plenamente

2  3  4  5  6 

Ibíd., p. 16. José Ortega y Gasset (1958): Prólogo para alemanes. Madrid: Taurus, p. 60. Meditaciones del Quijote, ob. cit., p. 18. Prólogo para alemanes, ob. cit., p. 62. Ibíd., p. 77.



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yo mismo»7. Muchos años después volvería a confirmarlo: «Mi destino individual se me aparecía y sigue apareciéndoseme como inseparable del destino de mi pueblo»8. Su doctrina de la «circunstancia», si por un lado lleva a Ortega a una nueva filosofía de lo español, por otro implica una preocupación por la historia de esa «circunstancia» y, sobre todo, de su evolución intelectual, es decir, a la Historia de las Ideas. Esta línea de preocupación por las circunstancias y, de forma primaria, por la circunstancia nacional, tenía tradición en España, en cuya literatura ideológica el tema había adquirido carácter predominante, desde Quevedo y Gracián, hasta Larra, Costa, Ganivet y, muy especialmente, la generación del 98, en la que Unamuno acababa de publicar Del sentimiento trágico de la vida (1913), último libro sobre el problema, puesto que de una nueva interpretación de lo español se trataba. Cuando al año siguiente aparecen las Meditaciones del Quijote, no nos encontramos sólo con un libro más sobre el mismo tema, sino con la justificación de una actitud intelectual que gozaba de larga tradición en nuestra patria. Ahora bien, si en el primer aspecto de elaboración de una filosofía de lo español, el libro de Ortega puede inscribirse en esa tradición de que hemos hablado, en el segundo aspecto, en cuanto ocupación y preocupación de la Historia de las Ideas de la circunstancia patria, inaugura un movimiento de incalculables consecuencias y de fecundidad pasmosa. Y, especialmente, en España, donde los pensadores progresistas han tenido por norma toda desvinculación con el pasado, para inspirar su afán renovador en fuentes extranjeras, como el tan cacareado programa de la «europeización»; así pudo escribir Menéndez Pidal, en 1947: «Las izquierdas siempre se mostraron muy poco inclinadas a estudiar y afirmar en las tradiciones históricas aspectos coincidentes con la propia ideología»9. La preocupación por la circunstancia humana, que es siempre histórica, lleva, lógicamente, a filosofar sobre esa historia, y dado que la circunstancia más próxima a la filosofía es su propia historia, ello supone una historia de las ideas tanto como de las circunstancias10. En esta inspiración tiene su origen Meditaciones del Quijote, ob. cit., p. 18. Prólogo para alemanes, ob. cit., p. 82. 9  R. Menéndez Pidal (1959): Los Españoles en la historia. Madrid: Espasa Calpe, p. 218. 10  Con parecidas palabras viene a decirlo José Gaos (1954): Filosofía mexicana de nuestros días. México, D. F.: Imprenta Universitaria, pp. 311-312. 7  8 

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el movimiento que surge en España durante la primera mitad del siglo xx, y en el que figuran como principales cultivadores José Gaos, María Zambrano, J. Recasens Siches, J. D. García Bacca y Joaquín Xiráu. De este último —cuyos libros sobre Vives, Lulio y Cossío son ya clásicos—, son las siguientes palabras: Para acabar con la enojosa e inútil polémica sobre el valor de la Filosofía Peninsular, íbamos a emprender en la Universidad de Barcelona —con un grupo de jóvenes y distinguidos colaboradores—, el estudio monográfico, minucioso y objetivo de las más destacadas personalidades del pensamiento hispano, con el objeto de incorporarlo, con sencillez, en la justa medida en que ello fuera preciso, en la evolución general de las doctrinas filosóficas11.

Si de España pasamos a América, nos encontramos con una serie de fenómenos paralelos. Una característica, en efecto, de la literatura hispanoamericana es la preocupación por lo autóctono y, en general, por sus diferentes circunstancias nacionales y de su destino como pueblo. En esta línea habrá que inscribir obras como Ariel, de Rodó; Facundo, de Sarmiento; Insularismo, de Pedreira; La raza cósmica, de Vasconcelos; Radiografía de la Pampa, de Martínez Estrada, y varias más. Lo mismo viene a ocurrir con la atención prestada a la Historia de las Ideas, de donde surgen libros como La evolución de las ideas argentinas, de Ingenieros; o la Historia de la Filosofía en México, de Samuel Ramos. La pregunta inmediata, a la vista de tales hechos, salta por sí sola: ¿qué relación guarda Ortega y Gasset con todo esto? Es evidente que algunos, bastantes, de estos libros fueron publicados antes de que la doctrina orteguiana del «circunstancialismo» fuese conocida en América y, en consecuencia, no pudieron estar inspirados por ella. El valor de dicha doctrina, más que servir de inspiración a tales productos intelectuales —como, en efecto, lo fue muchas veces— está en haber sabido recoger una faceta muy profunda y rica en el alma de los pueblos de habla española. La teoría orteguiana de la «circunstancia» es la justificación filosófica de ese quehacer intelectual, en muchos casos posterior, pero en otros tantos, anterior a la enunciación de dicha teoría. Y ésa ha sido, precisamente, la genialidad de Ortega: la de haber sabido captar inconscientemente 11  Joaquín Xiráu (1963): Obras de Joaquín Xiráu. México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México, p. 247.



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y justificar intelectualmente una actitud filosófica que es producto de la espontaneidad del hombre hispánico y de unas constantes literarias comunes, tanto a españoles como a hispanoamericanos. Esto no quiere decir, sin embargo, que en otros casos de la doctrina orteguiana no haya servido de estímulo directo para la realización de una obra. El caso más patente y sintomático es el de Samuel Ramos, que se había movido, precisamente, en los planos anteriormente citados. Con su Perfil del hombre y la cultura en México (1934), Ramos pretende un psicoanálisis adleriano del mexicano, al estilo con que tantos autores habían pretendido en la Península hacer un análisis e interpretación del hombre español. Su obra Historia de la Filosofía en México (1943) se mueve en el otro plano: el de la historia de las ideas de las circunstancias nacionales, con lo que Ramos ha cumplido con la inspiración orteguiana en las dos direcciones del «circustancialismo» de que hablábamos al principio. Y de aquí, el enorme asombro que recién llegado de México experimentó José Gaos con la lectura de la primera de estas obras; asombro del que nos dejó primera constancia en una nota de lectura12, pero sobre el que ha vuelto a insistir tantas veces como el tema ha salido al paso. Esta inspiración orteguiana de Samuel Ramos era algo perfectamente consciente y querido por el pensador mexicano; por ello, es interesante citar unas palabras suyas donde expresa esta actitud, dado sobre todo lo que tienen de antecedente de un movimiento que va a adquirir amplias dimensiones y repercusiones: Una generación intelectual, que comenzó a actuar públicamente entre 1925 y 1930, se sentía disconforme con el romanticismo filosófico de Caso y Vasconcelos. Después de una revisión crítica de sus doctrinas, encontraba infundado el antiintelectualismo pero tampoco quería volver al racionalismo clásico. En esta perplejidad, empiezan a llegar a México los libros de Ortega y Gasset y en el primero de ellos, las Meditaciones del Quijote, encuentra la solución al conflicto en la doctrina de la razón vital. Por otra parte, a causa de la revolución, se había operado un cambio espiritual que, iniciado por el año 1915, se había ido aclarando en las conciencias y podía definirse en estos términos: México había sido descubierto. Era un movimiento nacionalista En Letras de México, 15 de junio de 1939. Recogido en el volumen Pensamiento de la lengua española. México, D. F.: Stylo, 1945. Véase también José Gaos (2001): José Gaos. Introducción y antología de José Luis Abellán. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica. 12 

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José Ortega y Gasset saludando a Martin Heidegger en Darmstadt (Alemania) en 1951. Fotografía de Peter Ludwig cedida por la Fundación Ortega y Gasset.

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que se extendía poco a poco en la cultura mexicana…, la filosofía parecía no caber dentro de este cuadro ideal del nacionalismo, porque ella ha pretendido siempre colocarse en un punto de vista universal humano, rebelde a las determinaciones concretas del espacio y del tiempo, es decir, a la historia. Ortega y Gasset vino a resolver el problema mostrando la historicidad de la filosofía en El tema de nuestro tiempo. Reuniendo estas ideas con algunas otras, que había expuesto en las Meditaciones del Quijote, aquella generación mexicana encontraba la justificación epistemológica de una filosofía nacional13.

Ahora bien, en la mayoría de los casos, la influencia del pensamiento orteguiano sobre los pensadores hispanoamericanos, pasa por José Gaos y su peculiar interpretación de la doctrina del maestro. Es sabido que Gaos fue discípulo preferido de Ortega, en España, prácticamente hasta 1935, y aunque ya antes de esa fecha se habían vislumbrado pequeñas diferencias entre ambos autores, a partir de entonces las divergencias van acentuándose. Estas discrepancias, que al principio sólo fueron políticas —sobre todo en 1931, cuando Gaos se separa de la orteguiana Agrupación al Servicio de la República, para militar exclusivamente en el Partido Socialista—, se convirtieron, más tarde, en discrepancias filosóficas acerca de un distinto entendimiento de la filosofía y de su función. A partir de 1939, fecha de la llegada de José Gaos a México, las discrepancias a que hemos aludido anteriormente se hicieron ya francamente evidentes, en el sentido de que el «circunstancialismo» y «perspectivismo» orteguiano, que hemos visto antes, se van convirtiendo en su discípulo en un individualismo y personalismo cada vez mayores, sin que desaparezca nunca el fondo historicista y racio-vitalista de base. En esta línea de trabajo, Gaos va a hacer consciente la fecundidad de la doctrina orteguiana, en lo que concierne al estímulo y fundamentación de la Historia de las Ideas en los países de lengua española14. Este ha sido el gran mérito de Gaos, pues es claro que sólo cuando una doctrina se hace consciente recibe su plena capacidad creadora; de aquí que al adquirir tal conciencia, Gaos impulsa y potencia la filosofía de Ortega a su nivel más alto. Ahora Samuel Ramos (1943): Historia de la Filosofía en México. México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México, p. 149. 14  Sobre estos puntos véase con más detalle mis escritos: «José Gaos: De la filosofía de la Filosofía al personalismo escéptico», en Filosofía española en América (1936-1966). Madrid: Guadarrama, 1967; y «La contribución de José Gaos a la Historia de las ideas en Hispanoamérica», en DIANOIA, Anuario de Filosofía, Universidad Nacional Autónoma de México, 1970. 13 



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bien, esa conciencia supone una cierta reinterpretación y originalidad, que expondremos brevemente. En esta reinterpretación son claves las palabras de Gaos sobre la necesidad de salvación de sí propio, «intentando la salvación de la enorme circunstancia que para él era el maestro». En realidad, esta «salvación del maestro» hay que ponerla en relación con la polémica sobre el valor filosófico de la obra de Ortega, que muchos le negaban plenamente, considerándola de interés exclusivamente literario, todo lo alto que se quiera, pero sin pasar nunca las fronteras de la mera literatura. Esta tarea que inicia Gaos de la reivindicación de la filosofía orteguiana, le va a conducir a una reivindicación total de las formas peculiares del pensamiento hispánico, en general, y, en consecuencia, de este mismo. El caso de Ortega, en definitiva, se convertirá en paradigma de algo más profundo: la posibilidad misma de una filosofía hispánica, según los moldes con que ésta se había desarrollado en el pasado, y que parecen más adecuados a la idiosincrasia de nuestros países. El argumento de Gaos en este intento de reivindicar la posibilidad de una filosofía hispánica viene a concretarse así: Filosofía no es sólo la Metafísica de Aristóteles; la Ética de Spinoza; las Críticas, de Kant; la Lógica, de Hegel, etc., sino también Del sentimiento trágico de la vida, de Unamuno; los Motivos de Proteo, de Rodó; las Meditaciones del Quijote, de Ortega; La existencia como economía, desinterés y caridad, de Caso, etc., pues de no considerarse así, ¿cuándo habría que dar por terminada la Historia de la Filosofía? Efectivamente, tengamos en cuenta que los pensadores hispánicos citados —Unamuno, Rodó, Ortega, Caso, etc. — son del mismo tipo que los que la más conspicua filosofía occidental viene produciendo en los últimos siglos: los «ilustrados» franceses del siglo xviii, Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard, Sartre, etc. Y si no aceptamos a estos escritores como filósofos, la pregunta de Gaos tiene plena validez: ¿dónde y cuándo habrá que dar por terminada la filosofía occidental? Y si se aceptan, ¿por qué no aceptar también a los hispánicos antes citados? En cualquier caso, y sea cual sea la postura que adoptemos, el más elemental sentido lógico exige que tomemos una decisión consecuente: o todos o ninguno. La resolución de Gaos ya sabemos cuál fue. Así, vemos que la cuestión de la reivindicación de los valores y formas peculiares al pensamiento hispánico se enlaza con el problema que más a fondo le preocupó a Gaos durante toda su vida: el de las relaciones entre la filosofía y su historia. El problema se convierte entonces en el

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de hacerse una idea de la filosofía que admita la innovación, es decir, la historicidad de sí misma, pues si no se admiten los filósofos del tipo anteriormente examinado, la filosofía habría que darla por concluida hace ya tiempo. Ésta será la cuestión básica que servirá de origen e inspiración a toda la filosofía gaosiana; el problema de la unidad y pluralidad de la filosofía, que es el problema de su historia. A través de su preocupación por el pensamiento hispánico, Gaos desemboca en lo que ha sido el eje de su actividad intelectual: una Filosofía de la Filosofía, que dé razón de sí misma y de la historicidad que comporta sin dejar fuera ninguna de sus manifestaciones. «De lo que se trata —dice—, en el fondo es nada menos que de lo siguiente: de confinar a la Filosofía en ciertas formas pasadas, o de dejarle abierta la posibilidad de nuevas formas en el futuro»15. No se trata, pues, tanto de justificar la actividad filosófica del pensamiento hispánico, como de hacer posible la innovación y, con ello, la historicidad de la filosofía misma. Este intento es lo que le lleva a reinterpretar la teoría orteguiana de la «circunstancia», desde un punto de vista historicista. El programa de salvación de las circunstancias, propuesto por Ortega, no puede realizarse más que por medio de la cultura y, sobre todo, por la razón, como expresión suprema de cultura. Pero bien entendido que si lo que hay que salvar es una circunstancia, dicha razón no puede entenderse como razón pura, sino como razón circunstanciada —un «logos del Manzanares», dice Ortega—, o, para emplear su expresión definitiva: una «razón vital». Y esto en primer nivel; porque, posteriormente, la circunstancia inmediata que es «nuestra vida», se revela constitutivamente histórica y, en consecuencia, la razón humana, se convierte en «razón histórica», mediante la cual va dando cuenta de sí misma y de la historia humana de que forma parte16. Quizá esta reinterpretación gaosiana esté bastante de acuerdo con la evolución general del pensamiento de Ortega, a pesar de las vacilaciones que él mismo manifestó, pero no cabe duda que, mientras Ortega fue José Gaos (1958): Confesiones profesionales. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, p. 114. 16  Sobre las vacilaciones de Ortega entre los conceptos de «razón vital» y «razón histórica» véase mi libro Ortega y Gasset en la filosofía española. Madrid: Tecnos, 1966, pp. 78-87. En lo que toca a la evolución orteguiana del «circunstancialismo» hacia una teoría general de la vida humana y de su historicidad, véase todo el capítulo VI de dicho libro. 15 



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moviéndose cada vez más hacia una teoría de la vida humana, en general, y de su historicidad17, Gaos reinterpreta todo ello a la luz de su «circunstancialismo» y «perspectivismo» primerizo, tomando la circunstancia en su mayor concreción, de acuerdo con un desarrollo cada vez más «personalista» de la filosofía de su maestro. Esto parecía en conformidad con las declaraciones del propio Gaos, que se tienen por discípulo predilecto de Ortega durante la primera época, pero alejado de él físicamente —¿y en qué medida esa «circunstancia» pudo afectar a la asimilación de la filosofía del maestro por el discípulo?— durante la segunda. En cualquier caso, es evidente que esta interpretación gaosiana de Ortega está fuertemente influida por el «circunstancialismo» de la primera época del maestro, mientras que la posterior evolución orteguiana se reinterpreta a la luz de dicha época. Por lo demás, con ello habría conseguido Gaos resolver su problema: salvar la enorme circunstancia que para él era el maestro Ortega y, a su vez, con ello, salvar las formas peculiares del pensamiento hispánico, a la vez que salvaba la historicidad misma de la filosofía. Así, hablando de la forma periodística en que Ortega solía exponer algunas de sus mejores y más profundas ideas, afirmó: No por tal forma de su obra no ha sido Ortega filósofo. Por ella ha sido del linaje de los filósofos, que figuran en la Historia de la Filosofía y que se sirvieron de las mismas formas, o de las equivalentes en sus circunstancias, para fines a los que son comparables los de Ortega. Pienso, preferentemente, no exclusivamente, en los filósofos del siglo xviii, y tampoco exclusivamente, en los franceses. Aquellos filósofos concibieron, ejecutaron y publicaron su filosofía como un medio de rehacer, conforme a los dictados de la razón, del señorío de la luz sobre sí mismo y su contorno, la organización, la vida toda, de sus países y aun de todos los países. Y acaece que tales filósofos son los verdaderos antecesores de los que llamamos «pensadores» en nuestros países, desde un P. Feijoo hasta un Unamuno y un Ortega, en España; desde un Andrés Bello hasta un Martí, un Rodó, un Antonio Caso, en esta América. Estos pensadores fueron desde los primeros, siguen siendo los aún vivos, verdaderos padres de las respectivas patrias, y aun cada uno de las patrias de los demás, de las patrias hispánicas todas, en el sentido de maestros de los respectivos

José Gaos (1957): Sobre Ortega y Gasset y otros trabajos de historia de las ideas en España y la América española. México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México, p. 107. 17 

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pueblos, de maestros de los pueblos todos hispánicos. En este sentido, Ortega no es sino uno más entre los integrantes de tan ilustre casta18.

El ciclo ha sido cerrado: de la salvación de Ortega a la justificación o salvación de la peculiaridad del pensamiento hispánico, en general. El mismo Gaos lo ve así claramente, con una claridad como no lo vio ni vislumbró siquiera Ortega: El programa —dice— de salvaciones de las circunstancias españolas, de salvación de la circunstancia española, era un programa original y de fecundidad indefinida, de filosofía española, expresamente; potencial o virtualmente, hispanoamericana, en general: la filosofía de lo español, la filosofía española; la filosofía de lo hispanoamericano, la filosofía hispanoamericana19.

Ahora, sí; ahora el camino está libre para lo que va a constituir la ocupación y preocupación principal de Gaos, desde su instalación en América, el año 1939, como lo reconoce él mismo: «lo que en España no había pasado aún de un inicio, se convirtió aquí, en México, en la parte de mi labor, que personalmente estimo como principal»20. Y nosotros con él. Como ve el lector, hemos hecho recaer nuestra atención sobre el papel de Ortega —a través de Gaos— en las ideas, sin que apenas nos hayamos detenido en la influencia directa del pensamiento orteguiano sobre la circunstancia americana. La realidad es que de forma personal esta influencia directa sólo se ejerció sobre un país: Argentina, y aun en él habría que matizar mucho sobre el carácter de la misma. Ortega escribió poco sobre América, y aunque este poco goza de su habitual perspicacia, no tiene la importancia suficiente para incluirlo aquí, máxime cuando los correspondientes textos escritos no han coadyuvado de ningún modo a la forja de la idea de América en los pensadores hispanoamericanos, que aquí vamos buscando. Estos textos son: «Carta a un joven argentino, que estudia filosofía» (1924), «Hegel y América» (1928) y «La pampa… promesas» (1929). La influencia de Ortega en América, que fue, sin lugar a dudas, enorme, no vino a través de estos textos, sino por otros escritos de carácter filosófico, que no suelen referirse a América. Y aun aquellos, yo diría que muy frecuentemente, pasados por la interpretación aquí 18  19  20 

Ibíd., p. 108. José Gaos (1945): Pensamiento de Lengua española. México, D. F.: Stylo, p. 75. Confesiones profesionales, ob. cit., p. 113.



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expuesta, que José Gaos dio a la filosofía orteguiana. Sobre ello —para que no quede ninguna duda— nos detendremos con máximo detalle en el próximo capítulo.

Capítulo X

José Gaos y la Historia de las Ideas en Hispanoamérica

Una vez conseguida la justificación teórica de su ocupación con la Historia de las Ideas en Hispanoamérica, Gaos va a realizar una tarea que perdurará como fundamental en la revalorización que durante la segunda mitad del siglo xx se ha hecho del pensamiento hispanoamericano. En esta tarea, la labor originaria y más importante se centra en torno al Seminario para el Estudio del Pensamiento en los Países de Lengua Española, que primero funcionó dentro de la Casa de España, en México, y después, en El Colegio de México, en que aquélla se transformó. La dirección del Seminario por Gaos culminó en la elaboración de tesis de donde salieron algunos de los mejores trabajos que sobre la Historia de las Ideas hispanoamericanas se han hecho: dos volúmenes de Leopoldo Zea, El positivismo en México y Apogeo y decadencia del positivismo en México. Los dos trabajos de Zea aparecieron después en un solo volumen, con el título de El positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia (1968). Además, publicaron sus tesis: Molisa Lina Pérez-Marchand, Dos etapas ideológicas del siglo xviii en México, a través de los papeles de la Inquisición; Bernabé Navarro, La introducción de la filosofía moderna en México; Olga Victoria Quiroz Martínez, La introducción de la filosofía moderna en España; Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México; Vera Yamuni, Conceptos e imágenes en pensadores de lengua española; Francisco López Cámara, La génesis de la conciencia liberal de México; Carmen Rovira, Eclécticos portugueses del siglo xviii y algunas de sus influencias en América.

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José Gaos.

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A lo largo de sus tareas en la dirección del Seminario, Gaos fue forjando, mediante su influencia personal en los alumnos, un grupo de intelectuales que van a seguir interesándose y trabajando sobre el pensamiento hispánico. Entre ellos, la mayoría mexicanos, pero algunos otros que no lo son. Por ejemplo, Monelisa Lina Pérez-Marchand, puertorriqueña, que ha sido durante años profesora en la universidad de su país; el brasileño Pero Adjucto Botelho; el norteamericano John L. Groves y, sobre todo, el peruano Augusto Salazar Bondy, que trabajó en el Seminario sobre su compatriota Hipólito Unanue, y autor, posteriormente, de una Filosofía en Perú: panorama histórico, una Historia de las ideas en el Perú contemporáneo, además de un librito cuyo título, ¿Existe una filosofía de nuestra América?, indica claramente su interés por el tema. Naturalmente la mayoría de los discípulos de Gaos fueron mexicanos: Edmundo O’Gorman, Justino Fernández, Manuel Cabrera, Luis Villoro se declararon discípulos del maestro español, aunque el más obviamente tal —por reconocimiento expreso de ambos— fue Leopoldo Zea1, que continuó con éxito creciente las tareas gaosianas de investigación sobre pensamiento hispánico. Aparte sus magníficos estudios sobre El positivismo en México, sobre América en la Historia y sobre muchos otros temas afines, Zea destaca como promotor de investigaciones sobre la Historia de las Ideas en América, dentro de la colección «Tierra Firme» del Fondo de Cultura Económica de México. Esta colección está compuesta por las investigaciones respectivas de los diferentes especialistas a quienes se encargó del trabajo para cada país de América: Arturo Ardao, para Uruguay; Guillermo Francovich, para Bolivia; Humberto Piñera, para Cuba; João Cruz Costa, para Brasil; Jaime Jaramillo Uribe, para Colombia; Angélica Mendoza, para Estados Unidos; Rafael Heliodoro Valle, para Centroamérica; Mariano Picón-Salas, para Venezuela; José Luis Romero, para Argentina; Luis Oyarzun, para Chile; Leopoldo Zea, para México. Este proyecto de investigación y publicaciones fue fruto de la colaboración Leopoldo Zea (1912-2004) nació y murió en Ciudad de México, y se inició en 1939 como discípulo de José Gaos. Fue profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde se licenció y doctoró en Filosofía. Entre sus obras más importantes figuran: El positivismo en México (1943), Ciencia y posibilidad del mexicano (1952), Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica (1949), Esquema para una historia de las ideas en Iberoamérica (1956), Latinoamérica y el mundo (1960), El pensamiento latinoamericano (1956), América en la historia (1957) y Latinoamérica en la formación de nuestro tiempo (1965). 1 

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entre el Comité de Historia de las Ideas en América, presidido por Zea, sección, a su vez, de la Comisión de Historia del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, y el citado Fondo de Cultura Económica, mediante la ayuda prestada por la Fundación Rockefeller. El plan es punto obligado de referencia y de consulta para el que se interese por la Historia de las Ideas en América. Pero no sólo a través del Seminario para el Estudio del Pensamiento de los Países de Lengua Española y de sus discípulos logra Gaos una influencia persistente en la creación de un clima de interés y dedicación a la Historia del Pensamiento hispanoamericano, sino también mediante contribuciones escritas personalmente, alguna de ellas de extraordinario valor. Entre ellas, y en primer lugar, citaremos la labor de crítica de las distintas obras publicadas sobre el tema. Si repasamos los índices de Sobre Ortega y Gasset y otros trabajos de Historia de las Ideas en España y la América española, vemos artículos dedicados a «La filosofía en Bolivia», «La filosofía en Cuba», y «La filosofía en Uruguay», que son notas críticas, dedicadas, respectivamente, a los libros que sobre el tema han publicado Guillermo Francovich, Medardo Vitier y Arturo Ardao. Pero ya mucho antes había dedicado Gaos artículos a diferentes aspectos —obras, autores, movimientos— del pensamiento hispánico, que habían sido recogidos en libros como Pensamiento de lengua española (1945), El pensamiento hispanoamericano (1944), o los dedicados al tema de México: En torno a la filosofía mexicana (dos volúmenes, 1952 y 53) y Filosofía mexicana de nuestros días (1954), de los que nos ocuparemos más extensamente después. Lo más importante de tales publicaciones es la situación y caracterización, tanto del pensamiento hispanoamericano en general, como del mexicano, en particular; temas ambos de tanta trascendencia que no tenemos más remedio que dedicarles un apartado, por separado, a cada uno de ellos. Por último, no queremos terminar estas notas sobre la concreta labor de Gaos en la potenciación de la Historia de las Ideas hispanoamericanas, sin hacer alusión a sus iniciativas de antólogo y autor de interesantes reediciones. Entre estas últimas citaremos la magnífica edición de la Filosofía del entendimiento, de Andrés Bello, con una introducción muy extensa, que es, sin duda el mejor estudio que existe sobre tal obra. Merece citarse también la traducción y selección de los Tratados, de J. B. Díaz de Gamarra, que Gaos hizo con toda meticulosidad, añadiendo un prólogo suyo y numerosas notas a pie de página. De las antologías, y dejando a un lado la breve sobre Pensamiento español (1945), por ser más bien un texto de



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lectura, es digna de nota la Antología del pensamiento de lengua española en la Edad Contemporánea (1945), pues la inclusión del pensamiento español e hispanoamericano juntos obedece a motivos muy profundos, de lo que ambos sean, de su caracterización y de un sentido en la historia; todo lo cual requiere el tratamiento por separado de que antes hablábamos al referirnos a las obras de Gaos sobre el tema. La actitud de Gaos ante el pensamiento mexicano es un caso particular de la que tomó ante el pensamiento hispanoamericano en general, pero que tiene especial interés por la atención y dedicación singular que le dedicó. Es indudable que en ello influyó decisivamente el haberse radicado el maestro español en México, pero no menos decisiva fue la espléndida recepción que dicho país hizo a los «refugiados» españoles de la Guerra Civil. En numerosos casos —podría decirse que siempre que la ocasión se le presentó— expresó Gaos su agradecimiento por la recepción mexicana, lo mismo a los políticos más altos, empezando por el entonces presidente de la República, Lázaro Cárdenas, hasta los intelectuales más conspicuos del momento —Antonio Caso, Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas, Jesús Silva Herzog— y los compañeros de la filosofía que en pie de igualdad compartieron con ellos tareas de enseñanza y edición en instituciones como la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de México; la Casa de España, en México, fundada por el presidente de la República, exclusivamente para patrocinar a los intelectuales españoles recién llegados al país, y que más tarde se convirtió en El Colegio de México; el Fondo de Cultura Económica; los Cuadernos Americanos y otras, de que Gaos ha hecho recuento en un ensayo digno de ser conocido2. Pero su agradecimiento a México no se limitó, en cualquier caso, a la mera expresión verbal, sino que puso lo mejor de sí mismo en la potenciación de la filosofía y de los filósofos mexicanos, al objeto de, según sus propias palabras, «poder pagar aún las deudas parciales de la total e impagable deuda con México»3. En todos sus prólogos se encuentra casi siempre la huella de esa conciencia deudora, si bien quizá nunca de forma tan expresa como en el siguiente párrafo: «México salvó la vida, la vida intelectual, que para el intelectual es la vida pura y simplemente, de los numerosos españoles de que se sabe. Sería para mí motivo de la más José Gaos (1945): Pensamiento de lengua española. México, D. F.: Stylo, p. 11. José Gaos (1954): «Los “trasterrados” españoles de la filosofía en México», en Íd.: Filosofía mexicana de nuestros días. México, D. F.: Imprenta Universitaria. 2  3 

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fruitiva satisfacción que se pudiera reconocer cómo de mi parte he hecho todo lo factible por corresponder, según era debido»4. Esta extraordinaria recepción mexicana no pudo menos de obrar en el ánimo de los españoles creando una peculiar vivencia que José Gaos ha expresado acertadamente con el neologismo de «trasterrados», por oposición al nombre acuñado de «desterrados»; con ello se pretende expresar el sentimiento peculiar de haberse instalado en una tierra, que sin ser como la abandonada, tampoco resulta ser completamente extraña, en la que la nueva vida se siente como una prolongación de la anterior. Esta adhesión de Gaos a los valores de su nueva tierra americana es sentida por él como una identificación con la nación mexicana, su lugar de asentamiento, según he expresado en otro lugar, al hablar del mismo tema, con palabras que recogeré aquí nuevamente: En esta identificación con la nación mexicana, Gaos ha llegado a formular su teoría de las dos patrias: la de «origen», que nos viene dada por un azar más allá de toda decisión personal, y la patria «de destino», libremente elegida, por coincidir con el proyecto de vida que voluntariamente nos hemos impuesto. Entre España, «patria de origen» y México, «patria de destino», Gaos parece complacerse en una aceptación espontáneamente vivida de la segunda5.

Esta aceptación espontánea de su destino le lleva a Gaos a interesarse por las producciones intelectuales mexicanas, origen de sus libros sobre el tema: En torno a la filosofía mexicana (1952-1953), Filosofía mexicana de nuestros días (1954), aparte de los trabajos incluidos en Pensamiento de lengua española (1945). Sería de indudable interés ir analizando una por una las contribuciones gaosianas a la Historia de las Ideas de México, en cada uno de estos libros; contribuciones que van desde la nota crítica sobre un libro —muy frecuentemente—, hasta un estudio serio y detallado sobre un tema, como el magnífico sobre «El sistema de Caso» (en Filosofía mexicana de nuestros días) o sobre «El pensamiento hispanoamericano» (en Pensamiento de lengua española), pasando por prólogos, conferencias, presentaciones de libros —actividades naturales todas ellas en un pensador «de circunstancias», como era y pretendía ser José Gaos—. Las numerosas actividades filosóficas y el interés apasionado que puso en ellas son prueba Ibíd., p. 14. José Luis Abellán (1998): El exilio filosófico en América. Los transterrados de 1939. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, p. 29. 4  5 



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de la fidelidad con que vivió su «circunstancialismo» filosófico. Y por muy deleznables que tales actividades puedan parecer, un repaso ligero a unas cuantas de ellas nos revelarán la densidad, la honradez y la extraordinaria fecundidad que las mismas pueden revestir. Para citar sólo una de ellas, una de las menos consideradas entre nosotros —la crítica de libros—, recordemos que al libro de Eduardo Nicol Historicismo y existencialismo, le dedicó dos estudios, uno de ellos de 53 páginas, densas y de letra menuda, y a los trabajos de lógica jurídica de García Maynez, cerca de 40, del mismo estilo, con las naturales y valiosísimas consecuencias para el lector o estudioso del libro, tanto como para el autor del mismo. Los límites que nos hemos trazado en este trabajo nos impiden ir deslizando y analizando un tema que habría de ser tan largo y minucioso como interesante y fructífero. Uno de los modos por los que la influencia de Gaos en México habría de ser más fuerte y perdurable es a través de sus alumnos y discípulos, de los que ya anteriormente hablamos. Entre ellos logró el maestro despertar un interés cada vez mayor por la historia del pensamiento y la filosofía mexicana, que ha ido concretándose en un tema: el de la filosofía de lo mexicano, que, como luego veremos, si logró la aquiescencia del maestro, fue con reparos y bajo ciertas condiciones. Aunque Gaos reivindica para Alfonso Reyes la prioridad en el movimiento que tiene como tema lo que podríamos llamar «búsqueda del alma nacional mexicana», y en Samuel Ramos un antecedente clarísimo del mismo movimiento, no deja de reconocer que es su discípulo Leopoldo Zea quien aglutina de forma consciente y radical sus distintas variantes, mediante la fundación del llamado «Grupo Filosófico Hiperión», con la colaboración de Ricardo Guerra, Joaquín MacGregor, Jorge Portilla, Salvador Reyes Nevárez, Emilio Uranga, Fausto Vega y Luis Villoro. Este movimiento filosófico, «Hiperión», dirigido por Zea, tiene como órgano de expresión la colección «México y lo mexicano», que tuvo su aparición pública en el volumen de Alfonso Reyes La X en la frente (Algunas páginas sobre México), al que siguió el libro de Zea Conciencia y posibilidad del mexicano. En el citado primer volumen hay una «Advertencia» de Zea, fundador y director de la colección, que dice, entre otras cosas: un sorprendente y cada vez más creciente interés de los mexicanos por México, lo Mexicano y el Mexicano, ha dado lugar a lo que los historiadores llaman un «clima» en torno a estos problemas. Tratase de un movimiento

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tendente a captar el espíritu de México, el sentido de lo mexicano y el ser o modo de ser del hombre de esta realidad. Este «clima» se ha desplazado del mundo puramente académico, llegando a través de diversas vías, al hombre llamado «común»… Esta popularización de los temas sobre México, lo Mexicano y el Mexicano, ha conducido, en muchas ocasiones a falsas interpretaciones, que han originado disputas y disputas sobre disputas. Por esta razón se hacía necesaria una Colección…, en la que se dispusieran, en forma concreta y asequible, los diversos enfoques que se han venido dando a estos temas, en esta etapa de conciencia de nuestra realidad».

El proyecto gozaba de la simpatía de Gaos, como lo manifestó en su ensayo «México, tema y responsabilidad»6, puesto que él mismo lo había alentado en cierto modo: ¿de dónde, entonces, esos reparos y condiciones de que antes hablábamos? Antes de contestar a esta pregunta será conveniente exponer, siquiera someramente, la actitud de Gaos respecto de la historia, en general, de la filosofía en México. A pesar de numerosos intentos realizados, no hemos podido conseguir, ni siquiera consultar, los dos tomos en que bajo el título En torno a la filosofía mexicana, Gaos expone su visión de la historia de la filosofía en México, teniendo, por tanto, que atenernos a lo que en su conferencia «Lo mexicano en la filosofía» dice sobre el tema; creemos poder así extraer, al menos, la esencia de su pensamiento. En primer lugar, debemos destacar la intención con que Gaos hace este repaso de la filosofía mexicana, y no es otra que la de verificar la verdad o falsedad de juicio que asegura que México no ha hecho ninguna aportación a la filosofía universal, habiéndose limitado a importar filosofías extranjeras. Duda, sin embargo, de que la importación de filosofías sea un hecho puramente receptivo, y no haya en él, al menos un mínimo de actividad aportadora. Bien pudiera considerarse así la mera importación de filosofía escolástica durante la primera época de la Colonia. No ocurre esto desde la segunda mitad del siglo xviii, en que los jesuitas y algunos que no lo son, como Gamarra, seleccionan con criterio electivo tales filosofías, y este criterio no puede ser otro que el de su valor para las necesidades y circunstancias del país. Este crucial momento del xviii marca dos etapas diferentes en el carácter importador de las filosofías extranjeras, que si primero se hacen desde fuera con espíritu metropolitano que se impone a la Colonia, en un segundo momento se importan desde dentro 6 

Filosofía mexicana de nuestros días, ob. cit., pp. 191-216.



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con espíritu de espontaneidad, independencia y personalidad nacional y patriótica creciente. Este criterio electivo es el que marca la importación de la filosofía liberal en la primera mitad del siglo xix, de la positivista en la segunda mitad de dicho siglo y de los movimientos espiritualistas y antipositivistas en las primeras décadas del siguiente. Pero estas importaciones activamente electivas no se limitan en muchos casos a ser sólo tales, sino que se adaptan a las peculiaridades culturales del país en su momento para lograr una plena y fecunda inserción en lo nacional. Y en casos relevantes —por ejemplo, el de Gabino Barreda en su oración cívica de Guanajuato, el 16 de septiembre de 1867— se pasó más allá todavía: a una inserción de lo nacional en lo innovador y hegemónico, lográndose así importaciones aportativas, entre las que Gaos destaca la filosofía de la existencia de Antonio Caso y la filosofía estética de José Vasconcelos, a las que considera dignas de figurar en cualquier Historia de la Filosofía, a pesar de la ignorancia que hasta los mismos mexicanos tienen de las mismas. «¿Cuál es la sinrazón de semejante injusticia de la Historia de la Filosofía con la filosofía mexicana, de los no mexicanos con los mexicanos, de éstos consigo mismos?». Y la contestación no se hace esperar: «Un doble hecho, político y cultural: la dependencia política de América respecto de Europa y la dependencia de las valoraciones culturales respecto de las políticas»7. Ahora bien, la reparación de una tal injusticia depende fundamentalmente de la evolución de la filosofía de México y de lo que los filósofos mexicanos hagan, actividad que necesariamente revertirá sobre su pasado y la valoración del mismo. Recordemos, sin embargo, que la actividad filosófica actual ha recaído sobre el empeño de articular una «filosofía de lo mexicano» a la que Gaos —aun siendo promotor de la misma— había puesto ciertos reparos. Estos reparos provienen en su totalidad de la motivación última que subyace bajo el afán de tal filosofía de lo mexicano, y dicha motivación no es otra que la pretensión de una filosofía mexicana original. «Mas es obvio —dice Gaos— que si sobre lo mexicano filosofasen no mexicanos, el resultado no sería la filosofía mexicana de que se experimenta afán». La mexicanidad de una filosofía no puede provenir del tema tratado, sino de la idiosincrasia nacional y personal de sus autores. Por ello dice Gaos, resumiendo su pensamiento: 7 

Ibíd., p. 348.

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Filosofía de mexicanos sobre cualquier objeto no puede menos de tener una especificidad característica, en la medida en que la filosofía tampoco puede menos de realizarse en filosofías expresivas de la personalidad, no sólo étnica, sino hasta individual, de los respectivos autores, y en que los mexicanos filosofantes tienen sin duda esta doble personalidad. La cuestión parecería ser, pues, que mexicanos filosofasen sobre cualquier objeto8.

Por lo demás, Gaos nada tiene que oponer al tratamiento del tema, cuando se deja de identificar filosofía mexicana y filosofía de lo mexicano, y ésta aparece como uno de los múltiples temas de las concéntricas circunstancias mexicana y universal, a que todo filósofo mexicano debe hacer frente. Es la línea seguida por Alfonso Reyes y por Leopoldo Zea en cuya competencia y buen sentido Gaos tiene plena confianza; ellos se ocupan también de problemas mexicanos, pero sin olvidar su inserción en la temática universal y sin creer que por hablar mucho de México y lo mexicano —filosofía de lo mismo— se es más mexicano que si no se habla de ello; la mexicanidad de la filosofía, como de lo demás, vendrá dada por la personalidad étnica e individual de los sujetos que traten temas —que no tienen por qué ser mexicanos—. En este punto Gaos no ha hecho más que aplicar lo que ya en los primeros años en México había hecho público en un «cuarto a espadas» sobre el tema que ya entonces se debatía ampliamente: «¿Filosofía americana?». Empieza dicho artículo con estas palabras: «A lo largo del año que acaba de morir se ha debatido en estos países americanos de lengua española el tema de la creación de una filosofía mexicana o argentina, o americana, como hay una filosofía francesa, alemana o europea». Y tras admitir lo que no parece tan claro —que sea deseable tener una filosofía propia—, concluye tajantemente en el mismo sentido anterior, aunque si antes se refería sólo a lo mexicano, ahora su argumento tiene un carácter más general: La filosofía griega o la francesa o la alemana no son tales, porque los filósofos griegos, franceses o alemanes se hubiesen propuesto que tales fuesen, ni menos la filosofía europea, porque se lo hubiesen propuesto los filósofos europeos, sino porque unos griegos, franceses, alemanes o europeos en general hicieron filosofía. La filosofía resulta de la nacionalidad o la «continentalidad», sit venia verbo, de sus autores, quizá incluso a pesar de ellos, sin más que ser 8 

Ibíd., pp. 351-352.



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filosofía, pero auténtica. Si españoles, mexicanos o argentinos hacen suficiente filosofía, sin más habrá filosofía española, mexicana, argentina, americana. ¿Perogrullada? Quizá necesaria… la filosofía ¿sería original de suyo, por su naturaleza? ¿Filosofía (si auténtica) = original?... La cuestión no está, pues, en hacer filosofía española o americana, sino en hacer españoles o americanos filosofía. De lo que hay que preocuparse no es, en fin, de lo español o lo americano, sino de lo filosófico de la filosofía española o americana9.

Sin embargo, estas afirmaciones parecen dar por sentado la no existencia de una filosofía americana propiamente dicha, lo que contradice afirmaciones posteriores de Gaos, como hemos visto ya, pero sobre todo como veremos con más detalle a continuación en la exposición de los caracteres del pensamiento hispanoamericano, lo que tácitamente implica la existencia del mismo. Ahora bien: ¿cuáles son esos caracteres? El lugar donde de forma más detallada expone Gaos su pensamiento sobre el tema es en el ensayo «El pensamiento hispanoamericano. Notas para una interpretación histórico-filosófica», incluido como trabajo principal del libro de que ya hablamos anteriormente, Pensamiento de lengua española (1945). En esta exposición va por grados de profundización sucesiva: de una localización histórica, a una caracterización formal y material, y a una interpretación de su significado filosófico. En la localización histórica hace una serie de consideraciones y delimitaciones geográficas, entre las cuales la de mayor interés para nosotros es la extensión que da al término «Hispano-América» en la que incluye tanto a la metrópoli como a la colonia, a España como a la que Gaos llamará la América española. En general, en los términos Ibero-América, Luso-América, Anglo-América, comprende, junto a las entidades del continente americano, las que fueron sus metrópolis europeas, reservando para aquéllas los nombres de América ibérica, América portuguesa y América inglesa10. Aquí nos limitaremos al caso de Hispanoamérica, en el que Gaos descubre una doble etapa histórica: la de la dependencia colonial de los países Pensamiento de lengua española, ob. cit., pp. 355-361. En lo que resta, cuando empleemos los términos «Hispanoamérica» o «hispanoamericano» lo haremos en el sentido gaosiano, es decir, incluyendo «España» o «español» dentro de su contenido. En este sentido, Hispanoamérica comprende todos los países de lengua española; es hispanoamericano todo habitante de un país de habla española, sea mexicano, argentino, español, etc. 9 

10 

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americanos con respecto a España y la de la independencia nacional de aquéllos. Ahora bien, la independencia política de las naciones americanas con respecto a la metrópoli española se da dentro de un movimiento general de independencia ideológica: de las colonias respecto de su pasado y de España respecto de sí misma. Este movimiento de independencia, que se origina en el siglo xviii, impulsado por la corriente europea de la Ilustración, tiene una misma dirección concordante: En España, un movimiento de renovación cultural, de reincorporación después de la decadencia inmediatamente anterior, de revisión y crítica del pasado que había concluido en aquella decadencia. En las colonias, en México señaladamente, un movimiento de renovación cultural así mismo, de independencia espiritual respecto de la metrópoli, de la consecuente tendencia, siquiera implícita, a la independencia política11.

Hemos hablado de la dirección concordante de ambos movimientos, pues, efectivamente, en ambos de lo que se trata es de lograr una independencia del pasado: la colonia respecto de la metrópoli y la metrópoli respecto de sí misma. Pero en la medida en que metrópoli y colonia se implican en un común espíritu imperial, de lo que tratan ambos es de huir del pasado imperial, del Imperio, en suma. El pensamiento hispanoamericano es, pues, liberal y antiimperialista. He aquí la dirección concordante a que aludíamos. Por eso cuando se trata de hacer una antología del pensamiento hispanoamericano, Gaos incluye dentro de la misma a la parte más representativa del pensamiento español, y así la nueva obra se llamará Antología del pensamiento de lengua española. Ahora bien, este movimiento de independencia espiritual conduce a la independencia política de los países americanos, mientras fracasa —como movimiento político— en la Península. «España —dice Gaos— es la última colonia de sí misma, la única nación hispanoamericana que del común pasado imperial queda por hacerse independiente, no sólo espiritual, sino también políticamente»12. Y habiendo identificado la nueva España, al menos en el plano político, con la Segunda República española, añade: «El movimiento que terminó con la Segunda República española

11  12 

Pensamiento de lengua española, ob. cit., p. 25. Ibíd., p. 28.



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practica rigurosa consecuencia histórica invocando el Imperio»13. Aun así, Gaos está convencido de que, hasta políticamente, la vieja España era ya la de menos fuerza, y el movimiento que triunfó contra la República nunca lo hubiera logrado sin contar con el apoyo de potencias extranjeras. Así orientada la evolución histórica, hay que sacar la consecuencia de que la verdadera separación a establecer no es la meramente geográfica entre metropolitanos y coloniales, sino la más compleja entre metropolitanos y coloniales representantes y partidarios del pasado, y los unos y los otros representantes y partidarios de un nuevo presente y futuro14. Este movimiento de independencia espiritual encuadrado, como antes dijimos, dentro del cuadro ideológico de la Ilustración, triunfa en Europa durante el siglo xviii, y tiene como nota radical la tendencia al «inmanentismo» creciente en la filosofía occidental. Este inmanentismo se caracteriza muy fundamentalmente por una ocupación con las cosas de este mundo y de esta vida, en su máxima concreción. Entre estas cosas destaca la preocupación por la realidad nacional y su cultura. «La Ilustración hace que en España se plantee, que España se plantee el tema «España»: el tema de la grandeza y decadencia de España, de la historia y la esencia de España, con las correspondientes crítica y terapéutica, la principal, la ilustración, la visión de las luces extranjeras como operación difusiva de ellas en el país»15. Lo mismo ocurre en el continente americano: los intelectuales de aquellos países —Bolívar, Sarmiento, Montalvo, Martí, Rodó, Vasconcelos— se plantean el tema «América»; en nuestro país, Larra, Costa, Ganivet, Unamuno, el 98, Ortega, se habrían planteado el tema «España». Sólo así, localizado en la historia, es posible caracterizar adecuadamente el pensamiento hispanoamericano. En esta caracterización destaca Gaos una serie de notas definitorias del pensamiento hispanoamericano, entre las que señala muy por encima de las demás el rasgo estético, tanto en su aspecto formal como material; característica que ha llevado erróneamente a tildar tal pensamiento de «meramente literario». Esta característica estética se da en las formas de expresión y comunicación preferidas por tales pensadores: las formas orales, como son la conferencia y el discurso, hasta la conversación y la tertulia, donde a veces tiene el pensador sus logros más plenos; los géneros 13  14  15 

Ibíd., p. 29. Ibíd., p. 32. Ibíd., pp. 45-46.

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más literarios: el ensayo, el artículo de revista y de periódico: y hasta el cultivo de la literatura de imaginación inseparable de la de pensamiento, en Unamuno, Ganivet, Vasconcelos, Martí, como en Europa tendríamos un caso similar en el Sartre de los años sesenta; la preocupación por el estilo, por un estilo literariamente bello, lo que origina que con frecuencia coincidan nuestros pensadores con nuestros mejores prosistas: Ortega y Martí, casos quizá más representativos. Ahora bien, esta característica estética no se da sólo en el aspecto formal, sino en el contenido doctrinal de los escritos, que en su mayoría cae dentro del ámbito de la estética concreta o aplicada (muy preferentemente la crítica literaria y de arte), pero también dentro de la doctrina y de las ideas estéticas, hasta llegar incluso a visiones del mundo y sistemas filosóficos de inspiración y culminación estética, como los de Deustúa y Vasconcelos. Por último, hay una tercera acepción que consiste en el tratamiento de lo estético, junto con lo no-estético, aunque con un proceder y una intención que no puede sino calificarse de estética. Además de esta nota, el pensamiento hispanoamericano tiene otras definitorias, quizá menos importantes, pero esenciales para una caracterización, si no completa, al menos suficiente. Estas notas son: la política y la pedagógica, ambas entendidas en un sentido amplio y no con la acepción restringida que se les suele dar. En lo que toca a lo político es clara la preocupación por la organización político-cultural, por el frecuente tratamiento de temas políticos y hasta por la intervención directa en la política activa: Costa, Unamuno, Ortega, en España; Bolívar, Sarmiento, Martí, en América, por poner tres ejemplos máximos en la Península y el continente. Y en lo referente a la nota pedagógica, entendida también en un sentido amplio, un repaso a los principales pensadores hispanoamericano nos hace ver enseguida una predilección por la literatura y la obra pedagógica, pero más todavía por un pedagogismo difuso en el espíritu general de su producción. Muchos de ellos fueron profesores, otros sintieron el anhelo de conducir a sus pueblos, pero todos ellos participaban del afán ético de la reforma, del cambio o de la «regeneración» nacional, como a finales del xix se decía en España, hasta originar un movimiento propio. Y si queremos ejemplos, el problema no es encontrarlos, sino seleccionar los más significativos: desde la Misión de la Universidad, de Ortega, o la educación popular, de Sarmiento, hasta el «magistral» Ariel, de Rodó, los Discursos a la nación mexicana, de Caso, o «Mairena habla a sus alumnos», de Machado.



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A través de estas notas definitorias, Gaos capta la unidad esencial y de característica radical del pensamiento hispanoamericano, que formula con estas palabras: una pedagogía política por la ética y más aún la estética; una empresa educativa, o más profunda y anchamente «formativa» —creadora o reformadora, de «independencia», «constituyente», o «constitucional», de «reconstrucción», «regeneración», «renovación»— de los pueblos hispanoamericanos, por medio de la «formación» de minorías operantes sobre el pueblo y de la directa educación de éste; por medio, a su vez, principalmente de temas específicamente bellos y de ideas, sino específicamente bellas, expuestas, como aquellos temas, en formas bellas, entre las cuales se destaca las de la palabra oral en la intimidad, la de la conversación16.

Y todo ello dentro de esa tendencia al «inmanentismo» que es propia de la filosofía occidental desde la Ilustración a nuestros días, en los que —por mucho que se hable de «renovación de la metafísica»— predomina el ametodismo, el asistematismo y lo antimetafísico, si no mero ametafisicismo. Una vez así caracterizado el pensamiento hispanoamericano, pasa Gaos a indagar sobre su significación filosófica. Y para ello parte de la alternancia señalada por Dilthey en la historia de la filosofía entre épocas metafísicas por el fondo y sistemáticas y metódicas por la forma, y épocas de filosofía aplicada a la moral y a los demás sectores de la cultura, frecuentemente ametafísicas o antemitafísicas, asistemáticas y ametódicas. «Este alterno ritmo no sería naturalmente casual —dice Gaos—. Sería el ritmo respiratorio, vital de la filosófica vida humana»17. Ahora bien, esta alternancia entre «trascendentismo» e «inmanentismo» a Gaos no le parece simplemente tal, sino de un predominio creciente del inmanentismo desde la época de los griegos hasta la edad contemporánea, siendo el pensamiento hispanoamericano una manifestación voluminosa y original de dicho inmanentismo. Desde este punto de vista, el juicio que nos merezca el pensamiento hispanoamericano, dependerá de la postura que tomemos ante el pasado, lo que indefectiblemente revertirá sobre el futuro. Efectivamente, si consideramos como filosofía a las «obras maestras» de la tradición filosófica donde 16  17 

Ibíd., p. 90. Ibíd., p. 96.

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se hallan los caracteres sistemático, metódico y metafísico, es evidente que el pensamiento hispanoamericano, con gran parte del pensamiento contemporáneo y hasta moderno, no puede ser considerado como filosófico. Pero muy bien pudiera ocurrir lo contrario, muy bien pudiéramos pensar que la filosofía no tiene que ver nada con tales caracteres, sino como antecedente prehistórico, y que las «obras maestras» de la filosofía no son aquellas donde se exponen «los grandes temas de la metafísica», sino todo lo contrario, las «superadoras» de la metafísica y del sistema, las monografías especializadas y ágiles de nuestro tiempo, donde se enfocan problemas concretos con una minuciosidad y una precisión, no por menos sistemática, menos rigurosa, siendo por el contrario «los grandes sistemas metafísicos» reliquias supervivientes de un «arcaico y megalítico pasado humano»18. En esta tesitura podríamos concluir todo lo contrario de lo que concluíamos anteriormente, de esta nueva forma: «El pensamiento hispanoamericano es filosofía; es así que sus obras no se parecen a las llamadas obras maestras de la filosofía; luego filosofía no es lo propio de estas obras»19. Lo definitivo de todo esto es que los juicios acerca del valor y la naturaleza del pensamiento hispanoamericano dependen de sí mismo, de lo que él decida en el presente respecto de su pasado. Según el criterio que apliquemos y según las posibilidades que en el presente actualicemos, el pasado, tanto como el futuro, será uno u otro. «La filosofía pasada será filosofía o no según las decisiones de la futura. Los maestros son hechos por los discípulos. El pasado, por el presente. Lo anterior, por lo posterior»20. Así es la historia. Y para terminar, empleando una frase de Gaos: «la solución del problema de la naturaleza y el valor, de la conceptuación del pensamiento hispanoamericano depende de la historia del pensamiento, presente y sobre todo futura, si ya no pasada»21. Ahora queda una pregunta: ¿cuál es la postura que Gaos adopta ante el dilema de dicho pensamiento? En una disección profesional y objetiva del problema, Gaos no puede ponerse en lugar de la historia y emitir un juicio profético, que estaría aquí fuera de lugar. Esto no quiere decir que no se vislumbren sus preferencias, máxime cuando por otras obras 18  19  20  21 

Ibíd., p. 100. Ibíd., pp. 100-101. Ibíd., p. 105. Ibíd., p. 106.



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y por su actitud personal sabemos que Gaos tomó partido decisivo por el inmanentismo y con ello por la reivindicación del pensamiento hispanoamericano, única forma de «salvar», con la teoría, su circunstancia de español-mexicano; que no hay contradicción en los términos, y en este caso incluso complemento: español por mexicano y mexicano justo por español, podríamos decir con un estilo muy suyo. Las preferencias gaosianas, sin embargo, se vislumbran, como decíamos antes, aquí y allá, y en algún momento se hace la ilusión de que el pensamiento hispanoamericano hasta pudiera tener «la originalidad y la plenitud de ser el extremo crítico del inmanentismo contemporáneo. El pudiera ser el llamado a decidir al menos para sí, eventualmente para el pensamiento contemporáneo, sobre este inmanentismo». Y añade: «De haber de decidirlo en una filosofía, parece que había de serlo en una expresa filosofía de sí mismo, en función de una filosofía de Hispanoamérica en general»22, con lo que Gaos se convierte de algún modo en propulsor de esa filosofía de lo americano, cuyos peligros había anunciado y cuyas exageraciones, en su versión mexicana, habría de exorcizar, como ya vimos. La influencia de Ortega y Gasset, y especialmente de José Gaos, es, pues, como vemos, decisiva, y no ya sólo en la fundamentación filosófica del movimiento de historia de las ideas hispanoamericanas, sino en algo que aquí nos importa más: en la preocupación por lo autóctono de cada país y de todo el continente en su conjunto, como una fase en la elaboración de la idea de América.

22 

Ibíd., p. 111.

Capítulo XI

El sentimiento de lo autóctono en el ensayo hispanoamericano: México

La reacción antipositivista que hemos examinado en capítulos anteriores y la influencia del «circunstancialismo» orteguiano visto en los dos últimos, se aliaron de forma inextricable, hasta tal punto que no sabemos dónde llega el uno o el otro en la creación del interés por lo autóctono, que durante la primera mitad del siglo xx va a embargar a los más importantes pensadores y ensayistas hispanoamericanos, aunque encontremos ya antecedentes de esta preocupación a lo largo del siglo xix, como iremos viendo a continuación. El fenómeno está muy vinculado a ciertas derivaciones del modernismo, en lo que éste tuvo de neorromanticismo, pues es esa veta neorromántica la que empezó a valorar las tradiciones populares y nacionales de cada país. Se produjo entonces una exaltación emocional de la «nación» y de su valor moral. En España el impulso regeneracionista se tradujo, en manos de la generación del 98, en un canto a Castilla y un exacerbado nacionalismo castellanista. En América Latina la búsqueda de las raíces autóctonas se transformó en un culto a cada una de las naciones particulares del conjunto continental. Modernismo y nacionalismo se convirtieron así en dos movimientos paralelos e indiscernibles. El caso prototípico de esta situación es México, donde la revolución iniciada en 1910 viene a confundirse con el movimiento intelectual impul-

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La idea de América

sado por el «Ateneo de la Juventud». Es entonces cuando Samuel Ramos exclama: «México había sido descubierto», y ello como consecuencia del impulso nacionalista que encauzó la revolución. Pedro Henríquez Ureña lo explicó muy bien en su ensayo «La influencia de la revolución en la vida intelectual de México», donde dice lo siguiente: El preludio de esta liberación está en los años de 1906 a 1911. En aquel período, bajo el gobierno de Díaz, la vida intelectual de México había vuelto a adquirir la rigidez medioeval, si bien las ideas eran del siglo xix, «muy siglo xix». Nuestra Weltanschauung estaba predeterminada, no ya por la teología de Santo Tomás o de Duns Escoto, sino por el sistema de las ciencias modernas interpretado por Comte, Mill y Spencer; el positivismo había reemplazado al escolasticismo en las escuelas oficiales, y la verdad no existía fuera de él. Pero en el grupo a que yo pertenecía, el grupo a que me afilié a poco de llegar de mi país a México, pensábamos de otro modo. Éramos muy jóvenes (había quienes no alcanzaban todavía los veinte años) cuando comenzamos a sentir la necesidad del cambio. Entre muchos otros, nuestro grupo comprendía a Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Acevedo el arquitecto, Rivera el pintor. Sentíamos la opresión intelectual, junto a la opresión política y económica, de que ya se daba cuenta gran parte del país. Veíamos que la filosofía era demasiado sistemática, demasiado definitiva, para no equivocarse. Entonces nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón, que fue nuestro mayor maestro, hasta Kant y Schopenhauer. Tomamos en serio (¡oh blasfemia!) a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce. Y en la literatura no nos confinamos dentro de la Francia moderna. Leímos a los griegos, que fueron nuestra pasión. Ensayamos la literatura inglesa. Volvimos, pero a nuestro modo, contrariando toda receta, a la literatura española, que había quedado relegada a las manos de los académicos de provincia. Nuestros compañeros que iban a Europa no fueron ya a inspirarse en la falsa tradición de las academias…; al volver, estaban en aptitud de descubrir todo lo que daban de sí la tierra nativa y su glorioso pasado artístico1.

La preocupación por encontrar las raíces de lo más propio y auténticamente mexicano surgió espontáneamente produciendo una abundante literatura, de la que trataremos de dar cuenta, aunque sea en mínima proPedro Henriquez Ureña (1981): «La influencia de la revolución en la vida intelectual de México», en Íd.: Obra crítica. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, pp. 611-612. 1 



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porción. Uno de los iniciadores de esta literatura es el prolífico y erudito Alfonso Reyes2, que ya en su Visión de Anáhuac (1917) nos habla de una vinculación entre el hombre y su ambiente natural, lo que produce una misma disposición anímica, en el caso de México, entre el mexicano de hoy y el indio precolombino. Ahora bien, dado que la meseta mexicana se caracteriza por una «vegetación rala y estilizada, un paisaje organizado, una atmósfera de claridad extrema…», encuentra que el espíritu clásico es el más propio de Anáhuac. En otro famoso ensayo, Discurso por Virgilio (1935) donde despliega su interés por lo americano, afirma la existencia de una afinidad entre México y la literatura clásica, llegando a proponer las Humanidades, como «vehículo natural de expresión de todo lo autóctono». No debemos insistir, sin embargo, en este aspecto nativista, ya que el pensamiento de Alfonso Reyes es fundamentalmente ecuménico como ha mostrado en otros trabajos sobre el tema de América, en especial en sus Notas sobre la inteligencia americana (1937) y Posición de América (1942). En el primero dice: «Nuestra mentalidad, a la vez que tan arraigada a nuestras tierras, como ya lo he dicho, es naturalmente internacionalista». Y más adelante añade: «Nuestra América debe vivir como si se preparase siempre a realizar el sueño que su descubrimiento provocó entre los pensadores de Europa: el sueño de la utopía, de la república feliz». En el segundo de ellos —Posición de América—, recoge Reyes el esquema del antropólogo Ralph Linton, sobre los cuatro factores de toda cultura: universales, especialidades, alternativas y peculiaridades. 2  Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-México, 1959) perteneció a la generación del «Ateneo de la Juventud», en unión de Henríquez Ureña y Vasconcelos. En 1922 se le nombró secretario de la Escuela Nacional de Altos Estudios. En 1913 fue a Francia con un cargo diplomático, destituyéndosele por causas políticas al año siguiente. Pasó a España, donde vivió de 1914 a 1919. En Madrid colaboró, bajo la dirección de Menéndez Pidal, en el Centro de Estudios Históricos. En 1920 volvió a Madrid con nuevo cargo diplomático. Como ministro plenipotenciario de su país vivió en Madrid de 1924 a 1927. Fue también embajador extraordinario en Argentina y Brasil. Desde 1939 se retiró de sus actividades diplomáticas, viviendo en México dedicado a escribir y al fomento de actividades culturales. En 1940 funda El Colegio de México y en 1945 cooperó en la creación de El Colegio Nacional. En 1941 fue nombrado catedrático para el Seminario de Investigaciones Literarias de la Facultad de Filosofía y Letras. Entre sus obras en prosa destacan: Visión de Anáhuac (1917), Cuestiones estéticas (1911), Simpatías y diferencias (5 vols. 1912-1926), Capítulos de literatura española (1939 y 1945), Última Tule (1942), La experiencia literaria (1942), El deslinde: prolegomenos a la teoría literaria (1944), Tertulia de Madrid (1949). El Fondo de Cultura Económica ha publicado sus obras completas (12 vols., 1955-1960).

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Domingo Faustino Sarmiento.



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Octavio Paz.

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Señala la importancia, por encima de todo, de los factores universales de la cultura, si bien alimentados por las alternativas y peculiaridades de cada una de ellas. Así, una cultura mexicana verdaderamente universal, sólo puede establecerse sobre el desarrollo y el cultivo de lo más propiamente mexicano. Pero todo ello, como medio para el desarrollo de una auténtica cultura americana, que ha de ser una cultura de síntesis, donde se han de unir el saber hindú de salvación con el control psíquico y corporal; el saber culto de Grecia y China, y el conocimiento científico de la tradición occidental. Este equilibrio es el que «garantiza la lealtad a la tierra y el cielo. Tal es mi conciencia de América», dice. No dejó Alfonso Reyes de preocuparse por el tema de la «mexicanidad», y no por casualidad le invitó Leopoldo Zea a iniciar su famosa colección sobre el tema «México y lo mexicano», con el volumen La X en la frente. Es indudable, de todos modos que otros ensayistas han tocado el tema con mayor profundidad. Sin llegar al examen de Mito y magia del mexicano, de Jorge Carrión, ni de Análisis del ser mexicano, de Emilio Uranga, lo que alargaría excesivamente este capítulo, al menos no podemos dejar de prestar atención a dos ensayistas que han tocado el tema con rara profundidad. Me refiero a Samuel Ramos3 y a Octavio Paz; el primero, es autor del libro El perfil del hombre y la cultura en México (1934), donde realiza, a través de una serie de ensayos, una honda cala en el alma mexicana. Después de examinar el sentido imitativo de la cultura mexicana con respecto a Europa y, muy principalmente, a Francia, Ramos realiza un psicoanálisis del mexicano, que es, quizá, el capítulo más profundo y más debatido de su obra. Se detiene allí en el análisis del «pelado», como expresión más reveladora de la psicología mexicana y del carácter nacional; este hombre padece un exacerbado sentimiento de inferioridad, que le lleva a la necesidad de afirmarse a sí mismo con un lenguaje grosero y agresivo. El «pelado» busca la pelea como un medio de sentirse superior, aunque Samuel Ramos (1897-1959) se graduó como doctor en Filosofía en la Universidad de México. Amplió estudios en La Sorbona, en El Colegio de Francia y en la Universidad de Roma. Alternó la enseñanza con puestos importantes en la vida académica y política de su país, llegando a ser director de la Facultad de Filosofía y Letras. En 1952 se le nombró miembro de El Colegio Nacional. Pronunció conferencias en numerosos países y asistió a congresos y reuniones internacionales. Entre sus libros más importantes: El perfil del hombre y la cultura en México (1934), Hacia un nuevo humanismo (1940), Historia de la filosofía en México (1942), Filosofía de la vida artística (1950). 3 



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sólo sea por la afirmación de su virilidad, tema sobre el que casi siempre recaen sus groseras exclamaciones. En una palabra, el «pelado» se crea una personalidad ficticia para ocultar su sentimiento de inferioridad, lo cual le lleva a una total desconfianza hacia los demás y a una exacerbación de la susceptibilidad, pues se ve obligado a vigilar constantemente su «yo», desatendiendo la realidad. El mexicano —y el «pelado», como expresión más simple del mismo— es introvertido. Estas dos notas de desconfianza y susceptibilidad producen un enorme desorden en la vida mexicana. Así, dice Ramos: La vida mexicana da la impresión, en conjunto, de una actividad irreflexiva, sin plan alguno. Cada hombre, en México, sólo se interesa por los fines inmediatos. Trabaja para hoy y para mañana, pero nunca para después. El porvenir es una preocupación que ha abolido de su conciencia. Nadie es capaz de aventurarse en empresas que sólo ofrecen resultados lejanos. Por lo tanto, ha suprimido de la vida una de las dimensiones más importantes. Tal ha sido el resultado de la desconfianza mexicana 4.

Por otro lado, su susceptibilidad le lleva a estar siempre alerta y a la defensiva, con lo que se ve obligado a reñir constantemente; por susceptible, el mexicano es nervioso y, a menudo, violento, agresivo, carente de voluntad y control de sus movimientos. Esta impulsividad acentúa el aspecto de desorden que la vida mexicana ofrece. Por último, examina Ramos al burgués, que vine a coincidir, en esencia, con el análisis del «pelado», aunque su sentimiento de inferioridad se halla aquí modificado por dos nuevos factores: la nacionalidad y la posición social. Esta última, le lleva a disimular las formas groseras y a manifestarse con una cortesía casi exagerada, bajo la que oculta una agresividad profunda; por lo que se refiere a la nacionalidad su sentimiento de inferioridad le lleva a exaltar, como compensación, todo lo mexicano, y al ser mexicano mismo, basándose en la hombría que ellos se atribuyen de modo exclusivo. Así se dice que en México «somos muy hombres» o «muy machos», y todo consiste en «no rajarse». Este psicoanálisis que Ramos realiza, utilizando la metodología adleriana produjo una gran polémica, sobre todo porque se pensó que denigraba con ello a los mexicanos. Sin embargo, Samuel Ramos ha hecho ver, y en las posteriores ediciones de su libro lo ha reafirmado, que 4  Samuel Ramos (1951): El perfil del hombre y la cultura en México. Buenos Aires: Espasa Calpe Argentina, p. 59.

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el sentimiento de inferioridad del mexicano nada tiene que ver con su valor real; de hecho, se puede tener sentimiento de inferioridad sin padecer ninguna clase de inferioridad. La preocupación de Ramos por el ser mexicano proviene de una filosofía de las circunstancias, a la que no es ajena la influencia de Ortega y Gasset, como hemos visto en el capítulo anterior, la cual produjo una línea de preocupación por el tema, que trata de averiguar lo autóctono y lo más profundo del ser mexicano mismo. Dentro de ella han escrito numerosos pensadores mexicanos, de alguno de los cuales ya hemos hablado tanto en este capítulo como en el anterior, pero queremos detenernos, sobre todo, en Octavio Paz5, que es, quizá, el que más hondamente ha penetrado en el tema. En el magnífico libro El laberinto de la soledad (1950), realiza un penetrante análisis de México y lo mexicano, a través de ensayos dedicados al «pachuco», el día de fiesta, los hijos de la Malinche, la conquista, la colonia y la revolución. Aunque reconoce que México es parte de la tradición española, distingue entre una España universal y abierta al mundo, generalmente heterodoxa, y otra España, cerrada y dogmática. Sólo pueden aceptar y continuar los hispanoamericanos la primera, la que corresponde a la tradición universal española, y que concibe el continente como una unidad superior; es esta tradición la recogida por los mejores pensadores y ensayista mexicanos, entre los que Octavio Paz cita con preferencia a Vasconcelos y su filosofía de la raza cósmica, que mira al futuro más que al pasado. Al negar una España —la España cerrada, castiza y medieval—, los mexicanos realizaron un acto de ruptura con la Madre, sentimiento bien 5  Octavio Paz (1914-1998) ha sido uno de los primerísimos poetas en lengua española. Estudió en la Universidad de México, y en 1936 se trasladó a España, viviendo en ella algunos meses de la Guerra Civil, lo que le produjo hondo impacto. Desempeñó puestos diplomáticos en Francia, Suiza, Estados Unidos, India y Japón. En 1985 recibe el Premio Internacional Alfonso Reyes. En 1987 le es otorgado el I Premio Internacional Menéndez Pelayo. En 1990 recibió el Premio Nobel de Literatura. Entre sus obras poéticas más importantes destacan: Entre la piedra y la flor (1941), A la orilla del mundo (1942), Libertad bajo palabra (1949), Semillas para un himno (1958), Ladera este (1969), El mono gramático (1974), Vuelta (1976). Sus temas: la soledad, el amor, la comunión con los demás, el tiempo, la nada, aparecen también en sus libros de ensayos: El laberinto de la soledad (1950), El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957), Los siglos en rotación (1971), Corriente alterna (1967), Los hijos del limo (1974), El ogro filantrópico (1979), Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), Vislumbre de la India (1995), etc.



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analizado en su ensayo «Los hijos de la Malinche». Como todo el que surge a una vida autónoma, México tuvo que romper con su familia —la madre española— y con lo que ella representaba, produciendo en el mexicano un hondo sentimiento de orfandad, origen de todas sus tentativas políticas y sus conflictos sociales. «México está solo como cada uno de sus hijos», dice. Y aun añade más adelante: El mexicano y la mexicanidad se definen como una ruptura y negación. Y así mismo, como búsqueda, como voluntad por trascender ese estado de exilio. En suma, como viva conciencia de la soledad histórica y personal. La historia, que no nos podía decir nada sobre la naturaleza de nuestros sentimientos y de nuestros conflictos, sí nos puede mostrar ahora cómo se realizó la ruptura y cuales han sido nuestras tentativas para trascender la soledad6.

A esta conclusión llega Octavio Paz, tras analizar la importancia que el sentimiento de la Madre tiene en la formación de la conciencia mexicana, y ello, tanto en su expresión más denigrante, «la chingada», como en el de su expresión más sublime, la «Madre Virgen», representada por el culto a la Guadalupe. La contraposición con respecto a España se va así perfilando a través de un elemento diferenciador, que es la importancia de la violencia —«la chingada» es la madre repetidamente violada— en la formación del carácter mexicano, y que se observa también en las frases referentes al varón: la repetición, por ejemplo, del «yo soy tu padre», como expresión para humillar o para imponer una superioridad porque sí. En una palabra, la fuerza como poder arbitrario, sin freno y sin cauce, desligada de toda noción de orden, está muy unida al sentimiento de soledad y de agresividad de que antes hablábamos. Y es tal la fascinación que la muerte —como expresión máxima de la violencia— produce en el mexicano, que le lleva, incluso, a negarse a sí mismo o negar a los demás, «ninguneándole», haciendo de alguien, ninguno. En su fino análisis, contrapone Paz el «Don Nadie» español al «Ninguno» mexicano. Así, dice: Don Nadie, padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena el mundo con su vacía y vocinglera presencia. Está en todas partes y en todos los sitios tiene 6  Octavio Paz (1967): El laberinto de la soledad. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, pp. 79-80.

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amigos. Es banquero, embajador, hombre de empresa. Se pasea por todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo y en Londres. Don Nadie es funcionario e influyente y tiene una agresiva y engreída manera de no ser. Ninguno, es silencioso y tímido, resignado. Es sensible e inteligente. Sonríe siempre… Y cada vez que quiere hablar, tropieza con un muro de silencio; si saluda, encuentra una espalda glacial; si suplica, llora o grita, sus gestos y gritos se pierden en el vacío que Don Nadie engendra con su vozarrón. Ninguno, no se atreve a no ser: oscila, intenta una y otra vez ser Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde surgió7.

Y es que el «ninguneador» se ningunea también a sí mismo, y en cierto modo todos los mexicanos se ningunean. La sombra de Ninguno, dice Octavio Paz, se proyecta sobre todo México, haciendo que en ese país impere, sobre la historia, la muerte y el silencio. Pero, quizá, donde Octavio Paz penetre más profundamente en el carácter del mexicano es en el ensayo sobre el «pachuco», donde contrapone el modo de ser de estos hombres, de estos mexicanos típicos, con el modo de ser norteamericano. Frente a la seguridad y la confianza en la vida y en su propio mundo que manifiestan los norteamericanos, resalta Paz, la inseguridad y la complacencia en el horror o la importancia que los mexicanos dan a la muerte y al pecado. Si los norteamericanos tienen una preocupación por la higiene exacerbada, rechazando contactos humanos —demasiado humanos—, que ellos consideran impuros, los mexicanos, en cambio, creen en la fecundidad del contacto, en la comunión y en la fiesta; recordemos que Tlazolteotl es la diosa azteca de la inmundicia y la fecundidad, y aún en nuestros días el mismo catolicismo es comunión de unos con otros. He aquí un rasgo comparativo que este autor señala entre los mexicanos y norteamericanos: «Me parece que para los norteamericanos el mundo es algo que se puede perfeccionar; para nosotros, algo que se puede redimir». Y un poco antes hace una enumeración significativa, que reproducimos a continuación: Los mexicanos son desconfiados; ellos, alegres y humorísticos. Los norteamericanos quieren comprender; nosotros, contemplar. Son activos; nosotros quietistas: disfrutamos de nuestras llagas, como ellos de sus inventos. Creen en la higiene, en la salud, en el trabajo, en la felicidad, pero tal vez no 7 

Ibíd., p. 40.



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conocen la verdadera alegría, que es una embriaguez y un torbellino. En el alarido de la noche de fiesta, nuestra voz estalla en luces, y vida y muerte se confunden; su vitalidad se petrifica en una sonrisa: niega la vejez y la muerte, pero inmoviliza la vida8.

En este ensayo, Octavio Paz, realiza una verdadera penetración psicológica del carácter mexicano, que no ha sido superada y que constituye un paradigma de esa búsqueda de lo autóctono, que caracteriza a los modernos ensayistas hispanoamericanos.

8 

Ibíd., p. 22.

Capítulo XII

El sentimiento de lo autóctono en el ensayo centroamericano: Guatemala, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, El Salvador

El arco de tierra que constituyen los países centroamericanos —Guatemala, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica, Panamá— es un lugar estratégico que ha condicionado, tanto su historia como su literatura. Todos ellos —con excepción de El Salvador— tienen costas en el mar Caribe, y han estado sometidos a la voracidad colonial de potencias europeas enemigas de España. Piratas y corsarios que frecuentaban aquel mar hacían incursiones y apresaban tierras u hombres, siempre que les fuera posible. Entre esas potencias, Holanda, Francia o Gran Bretaña tenían un primer lugar, ocupando territorios que no eran desdeñables. Así surgen estados como la Honduras Británica o el territorio de Belice, en el continente; o islas como Jamaica, Trinidad, Tobago, de habla inglesa. Francia, que no estaba al margen de esa voracidad, consiguió que se constituyeran espacios de habla francesa en Haití, Martinica y Guadalupe1. 1  La esquemática descripción que hemos hecho de la situación de las Antillas está muy lejos de aspirar a una visión exhaustiva; deja fuera realidades tan importantes como las Bahamas o las Islas Vírgenes, y numerosas islas pequeñas como Antigua, Barbados, Granada, Curaçao, Aruba… En realidad, se trata de presentar el estado de fragmentación de la región y su influencia en los países centroamericanos, que, a pesar de todo, ofrecen una indudable unidad.

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El Imperio español tenía establecida una magnífica defensa, mediante las fortalezas amuralladas de La Habana, Puerto Rico y Cartagena de Indias, que constituían un triángulo defensivo de primer orden, pero ello no impidió que dentelladas sucesivas e imprevistas fragmentaran el dominio español con posesiones como las señaladas. El hecho milagroso es que la mayoría de aquellos territorios siguiera siendo español. Esta situación vino a cambiar de forma drástica cuando los Estados Unidos se convirtieron en una potencia industrial y política de primer orden en busca de su expansión. El 48% del territorio mexicano del que se apoderaron en 1848 y las frecuentes intervenciones que hicieron en Nicaragua a lo largo de dos siglos, certificaron la declaración de todo el continente, considerado Norteamérica, como «zona de seguridad nacional» y, por tanto, sometida a rigurosa vigilancia y control. Estas circunstancias históricas condicionaron de hecho el sentimiento de lo autóctono y el tipo de ensayo a que éste dio lugar, oscilando entre la búsqueda de la identidad y los anhelos de unidad supranacional. Desde este punto de vista el país que marca la pauta quizá sea Guatemala, orgulloso de su carácter mestizo, pero sin olvidar el sentido universal de su destino, como lo expresa en su extraordinaria prosa Luis Cardoza y Aragón2 con atinada precisión. Así lo dice en Guatemala, las líneas de su mano (1955): En Hispanoamérica se ha buscado una diferenciación integral de las nacionalidades, y nosotros habríamos de hablar de una guatemaltequidad. El asunto resulta estéril al menor descuido. Creamos grandes obras en los primeros siglos de nuestra Era. Hoy somos un pueblo semifeudal y semicolonial, con grandes diferencias económicas, con cierta psicología particular, debida al prolongadísimo crepúsculo colonial que nos penumbra todavía a las docenas de años bajo despotismos de increíble imbecilidad y a la opresión imperialista. La mezcla de opresión colonial y tiranía mestiza, ha sido rasgo peculiar hasta crear idiosincrasia colectiva.

2  Luis Cardoza y Aragón (Antigua, Guatemala, 1904-México, 1992) tuvo una formación muy completa, viajando y viviendo por numerosos países europeos. Ejerció la crítica de arte, donde sobresale por su interpretación del muralismo mexicano, y destacó como notable ensayista. Sin embargo, la poesía fue la constante de su profesión literaria. Desde 1953 se instaló en México, país donde murió.

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Al seguir meditando sobre el tema, Cardoza se rebela contra la búsqueda de la guatemaltequidad en lo pintoresco y folklórico, lo que él llama «las plumas del guacamayo», haciendo hincapié en que lo propio de su país, como lo propio de todo el continente, es lo mestizo, que debe ser llevado a trascendencia en lo social, lo político, lo económico y lo cultural, y todo ello, como vía de acceso a un sentido cada vez más humano y universal de lo meramente nacional. Si lo guatemalteco —dice— fuera tan específicamente singular que pudiera ser extraño a las otras culturas, ¿qué diablos tendríamos? Pero esto, es una absurda fantasía. Y nuestro patrimonio es el universo… No deseo idea preconcebida sobre el espíritu nacional ni sobre el guatemalteco: lo sé y lo ignoro viéndolo cada día. Comienza a evidenciarse la confianza, la espontaneidad, sin preocuparnos de cánones yanquis o europeos, sacudiéndonos la sumisión afirmada hasta el resentimiento… y si exaltamos la nacionalidad es por natural etapa de crecimiento, para defender lo nuestro: desde la raíz de la personalidad y la cultura, hasta la propia existencia libre y soberana. Anhelo de responsabilidad y definido propósito de maduración. No me afano sólo en que el guatemalteco sea guatemalteco, sino en que su destino sea el de hombre.

Esta tendencia a la universalidad cobra caracteres dramáticos en Nicaragua, un país convulso por las tensiones internas y externas. En lo que se refiere a las tensiones internas, ningún testimonio más significativo que el libro El nicaragüense (1969), de Pablo Antonio Cuadra3, que analiza la polaridad esencial del alma de su pueblo: «Dos sangres, dos culturas, junto al símbolo de los dos volcanes y en la tierra que habría concebido al ser humano como una dramática dualidad». Y añade un poco después: Hemos sido colocados en un centro mediterráneo: en el ombligo del nuevo mundo. En Nicaragua se traslapan y se juntan —y conviven— la flora y la 3  Pablo Antonio Cuadra (Managua, 1912-2002) pertenece a la generación de José Coronel Urtecho, con quien participó en la renovación de la lírica nicaragüense. Entre sus obras poéticas destacan Canciones de pájaro y señora (1929), Poemas nicaragüenses (1934), Poemas con un crepúsculo a cuestas (1949), etc. Pero Pablo Antonio Cuadra no fue sólo poeta, sino un gran escritor y un promotor de empresas culturales. En 1929 funda con Coronel Urtecho la revista Vanguardia; más tarde, fundará otras revistas: Cuadros del Taller de San Lucas y El pez y la serpiente, en la que se refleja el ímpetu creador de su país. Entre sus obras impresas destacaremos: Breviario imperial (1940), Promisión de México y otros ensayos (1945), El nicaragüense (1969), etc.

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fauna propias del Norte de América, y la flora y la fauna propia del Sur de América. El primer diálogo lo entabla la naturaleza. En las culturas precolombinas, aquí también se anudan las influencias chibchas y preincaicas del Sur, con las toltecas y nahuas del Norte. Ya un autor hizo notar que hasta en los vicios Nicaragua fue centro umbilical: hasta aquí bajó el tabaco, y hasta aquí subió la coca. La conquista hispana también se efectuó en Nicaragua aunando dos corrientes: una, venida del Norte, impulsada por México, y otra, venida del Sur, impulsada por Panamá, corrientes que aquí chocan, y de cuyo choque, precisamente, se construyó Nicaragua, en sus limites y en su unidad. Luego, la singular dualidad que dividió a Nicaragua en dos parcialidades localistas —Oriente y Occidente—, produciendo el fenómeno bastante original en la historia de América, de un país bajo la rectoría bicéfala de dos ciudades —León y Granada—, dualidad que terminó encontrando la solución en una nueva capital: Managua. Somos un país de dos estaciones: invierno —reino del fango— y verano —reino del polvo—. Escenario dual, que se agrava por un paisaje de lagos y volcanes. Pero ya Rubén llamó armonía áspera a esta fusión antagónica del ardor potente de nuestras tierras, con la serena placidez de nuestras aguas. El nicaragüense nace en el ángulo de una Y griega, en un vértice mediterráneo, que obliga a la incesante empresa de unir, fusionar y dialogar (pp. 12-13).

Estas características, bellamente descritas por Pablo Antonio Cuadra, desembocan en una profunda tendencia universalista del nicaragüense, que es agudamente analizada en un epílogo al libro de que tratamos por otro gran escritor del país, José Coronel Urtecho4. El escrito de Coronel Urtecho es una manifestación enfática de dicha tesis, que se revela ya en su mismo título: «Sobre la universalidad nicaragüense», presentando a ésta como paradigma de lo centroamericano. «La universalidad —dice— no sólo es la esencial de la cultura centroamericana, sino lo propiamente constitutivo de su unidad», hasta el punto de convertirse en cima de lo europeo, de modo tan significativo que «América es, en no pocos aspectos, una culminación de la historia de Occidente

4  José Coronel Urtecho (Granada, Nicaragua, 1906-1994) se educó en literatura norteamericana, aficionándose a Poe, Whitman y Frost, posicionándose a la vuelta a su país en la vanguardia literaria. Tuvo oscilaciones políticas muy destacadas, desde la extrema derecha (apoyó el régimen de Franco en España) hasta una izquierda muy próxima al sandinismo. Es una referencia indiscutible —junto con Pablo Antonio Cuadra— en el ámbito poético de su país. Tuvo varios cargos diplomáticos.

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y significa en cierto sentido un paso en el camino de lo occidental a lo universal». En esta línea de pensamiento recaba el carácter simbólico de la figura de Rubén Darío, a quien convierte en paradigma de la universalidad dentro de una exaltación retórica grandilocuente, al considerarle «el más nicaragüense, y el más salvadoreño, y el más guatemalteco, el más chileno y el más argentino, como también el más español de los nicaragüenses». Hemos hablado antes de tensiones internas y externas. En cuanto a las primeras fueron estimuladas, no sólo por la polaridad nicaragüense a la que ya nos hemos referido, sino por la imposibilidad de separar el sentimiento de independencia del de la nacionalidad, provocando oposiciones muy vivas entre la soberanía nacional y el impulso a subordinarla a la unidad centroamericana. En cuanto a las tensiones externas, terminada la presión de los ingleses, los Estados Unidos mantuvieron siempre una atención muy vigilante sobre el país. Aparte del aventurero William Walker, que en 1855 invadió el país con 12.000 filibusteros, sufrieron una ocupación en toda regla entre 1925 y 1928 por el ejército norteamericano, a la que supo poner coto César Augusto Sandino (1895-1934), mediante una bien planteada guerra de guerrillas. Aunque Sandino murió asesinado en 1934, dejó un legado político muy amplio —con vetas mesiánicas e izquierdistas envueltas en un mensaje nacionalista— que supo atraer a un importante sector de la población. El sandinismo —con la seducción arrebatadora del mítico Ernesto Cardenal5 — forma parte desde entonces de la conciencia nacional nicaragüense, habiendo dotado al país de una fuerte personalidad cultural, dentro de la cual el giro a la izquierda parece haberse consolidado. El Frente Sandinista de Liberación Nacional se fundó en 1961 y la revolución sandinista triunfó en 1979, dotando al país de una identidad propia, con tendencia de larga duración. Las últimas informaciones que nos llegan en 2008 es que el actual presidente sandinista, Daniel Ortega, ha traicionado sus principios, asumiendo conductas de Ernesto Cardenal (Granada, Nicaragua, 1925) es un hombre de inquietud literaria y religiosa poco común. Estuvo en un convento de la Trapa con Thomas Merton, recibiendo una fuerte influencia suya, tratando de fundir fe y activismo. Ministro de Cultura en uno de los Gobiernos sandinistas, se hizo sacerdote y ha estado muy ligado a la teología de la liberación; fundó un monasterio laico con el nombre de Nuestra Señora de Solentiname. Entre sus libros de poesía destacan Hora H, Canto nacional y Canto cósmico, uno de los más grandes poemas latinoamericanos del siglo xx. 5 

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un verdadero sátrapa. Las relaciones tiránico-sexuales con su propia hija —Zoila América— y la adulteración de las elecciones municipales en 2008, son manifestaciones explícitas de esa involución política. Entre los países centroamericanos, Costa Rica se nos aparece con una identidad cultural bien definida en torno a la imagen de paraíso tropical. En mitad de un territorio convulso por el enfrentamiento de fuertes intereses internacionales, esta pequeña franja de tierra, de poco más de 51.000 km², ha construido un edén envidiable caracterizado por una convivencia armoniosa, una paz idílica y una democracia sin mácula. El cuadro ha sido descrito con pinceladas acordes en el libro de Mario Sancho titulado Costa Rica, Suiza centroamericana (1935), si bien el conjunto de la imagen debió mucho a ensayistas diversos entre los que debemos citar a Manuel de Jesús Jiménez, Manuel González Zeledón, Aquiles J. Echeverria, Carlos Gagiri y Ricardo Fernández Guardias; todos ellos intelectuales y escritores nacidos entre 1850 y 1860, que conformaron una «elite letrada» a la que se llamó «generación del Olimpo» y que entre todos construyeron una influyente «mitología oficial costarricense, con sus héroes, gestas y monumentos; con su historia, su cultura y sus literaturas nacionales». Se creó así un estereotipo de la identidad cultural de la nación como un oasis de civilización y de paz, de igualdad y estabilidad política, en un medio continental regido por todo lo contrario. Este estereotipo ha venido siendo socavado por un conjunto de escritores, que entre 1935 y 1972 realizaron una importante labor crítica, con obras entre las cuales deben destacarse las siguientes: la ya citada Costa Rica, Suiza centroamericana (1935), de Mario Sancho; El ambiente tico y los mitos tropicales (1939), de Yolanda Oreamuno; Abel y Caín en el ser histórico de la nación costarricense (1957), de Abelardo Bonilla; Los ticos y la máscara (1962), de Mario Alberto Jiménez; Tres notas sobre el carácter costarricense (1971), de Luis Barahona Jiménez, y La isla que somos (1971), de Isaac Felipe Azofeifa. Esa labor crítica, que mantiene hoy en día su actualidad, viene a concluir que la imagen paradisíaca consolidada es producto de un elaborado reduccionismo en que se toma como modelo la vida del Valle Central, protagonizada por una oligarquía cafetalera, educada en los valores europeos de la Ilustración y la democracia y que ha ejercido las funciones de clase dominante durante un largo período de tiempo. El hecho real es que ese arquetipo de la nación costarricense se ha construido ignorando a importantes sectores del país: zonas de cultura indígena, regiones afrocaribeñas

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que viven del cultivo bananero en las costas atlánticas, espacios norteños dedicados a la ganadería y a la minería. El resultado de esa reducción no podía ser más que una imagen idílica del laborioso tico —así se suele llamar cariñosamente a los costarricenses—, en que éste aparece como un ser dotado de un alto valor para la libertad y la democracia, basado en su aptitud para el diálogo y el respeto a los otros, facilitando la solución negociada y armoniosa de todos los conflictos. La opinión del estudioso Amán Rosales Rodríguez, que dedica un amplio trabajo al desarrollo de la temática expuesta6, no puede ser más opuesta a esa conclusión. En su parecer —apoyado en la literatura critica ya mencionada— la realidad es que la familia costarricense no refleja esa armoniosa convivencia descrita por los escritores «olímpicos», sino un orden social autoritario traducido en una jerarquía de índole patriarcal dominada por el poder autoritario y castrante; en lo que toca a la psicología del costarricense medio, tampoco brilla por su actitud tolerante y cooperadora, más bien son individuos marcados por el egoísmo individual, su indiferencia hacia el destino nacional y su tendencia al absentismo político. El resultado es una idea bastante desdibujada del destino nacional. Amán Rosales recoge la opinión trazada por Abelardo Bonilla en su ensayo Abel y Caín en el ser histórico de la nación costarricense (1957), donde dice: El autor se pregunta si existen en la Costa Rica actual las condiciones necesarias que permitan hablar de un estado y un destino común de los costarricenses. Su respuesta, tajante, es negativa: «Es evidente que en nuestra nacionalidad faltan muchos nexos de tipo social. No es solamente el predominio del individualismo lo que nos caracteriza. No existe un dogma nacional. No hay intención ni propósitos comunes y los valores, inexistentes o muy esfumados, no han llegado todavía a imprimir su dinamismo en la marcha de la nación»7.

Entre Costa Rica y Colombia se extiende la actual república independiente de Panamá —(78.000 km²), cuya vida ha estado siempre vinculada al famoso canal interoceánico. Desde los primeros tiempos de la relación Amán Rosales Rodríguez (2007): «Malestares en la ‘Suiza centroamericana’, Interpretaciones de la identidad nacional en el ensayo costarricense», en The Latinoamericanist 50 (Spring), pp. 83-102. 7  Ibíd., p. 91. 6 

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con España y la intuición de que allí estaría el paso hacía Asia, Panamá ha visto involucrada su realidad en esa estratégica situación entre el Caribe y el océano Pacifico; de allí partió Vasco Núñez de Balboa para descubrir en 1913 este último y de ahí arranca también que la moneda panameña sea designada como «balboa». Aunque enmarcado dentro del territorio colombiano, los habitantes de Panamá siempre se sintieron con una personalidad independiente ajena a los intereses de la Gran Colombia. Las tribus indígenas que poblaban su territorio, por un lado, y el sentirse unidos al canal, por otro, les fueron dotando de identidad propia. A esos factores se sumaron las tensiones que provocó la construcción del canal. En 1846 Estados Unidos y Colombia firman el tratado Herrán-Hay para iniciar la construcción del canal, firmando una contrata con la compañía francesa de Fernando Lesseps, constructor del canal de Suez. El proyecto fracasó y las tensiones internas entre el gobierno colombiano y los independentistas panameños terminaron en ruptura. La declaración de independencia se ejecutó definitivamente en 1903, con el apoyo de Estados Unidos, por parte de Manuel Amador Guerrero, presidente de la república independiente, considerado como fundador del nuevo Estado. El tratado Herrán-Hay se renegoció, llegando a un acuerdo que cedió la soberanía de la llamada Zona Libre de Colón a Estados Unidos por cien años. En 1999 la relación se volvió a negociar mediante el tratado Torrijos-Carter, y finalmente se decidió revertir la soberanía panameña a la zona de Colón, que desde 2003 tienen el control autónomo mediante un organismo que se llama Autoridad del Canal de Panamá (ACP). La reivindicación de una identidad propia ha sido desarrollada pormenorizadamente por Ernesto Castillero (1889-1949)8 en sus libros: La emancipación de Panamá (1933) e Historia de los símbolos de la patria panameña (1946), donde viene a demostrar la identificación del pueblo con el canal y su vocación cosmopolita. Desde este punto de vista, resulta Ernesto de Jesús Castillero Reyes (Ocú, 1889-Ciudad de Panamá, 1981) fue maestro de primera enseñanza, inspector de Instrucción Pública, director de la Biblioteca Nacional, miembro de la Academia de la Historia de Panamá y autor de numerosos libros en torno a la historia y a la identidad cultural de Panamá. Entre sus oras destacan: Panamá en la gran Colombia, Historia de Panamá, Historia de los protocolos del Istmo, Guía histórica de Panamá, Bolívar en Panamá, La ciudad de Panamá, Breve historia de la Iglesia Panameña, Panamá y Colombia, Raíces de la Independencia de Panamá, El ferrocarril de panamá y su historia, etc. 8 

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admirable la resistencia a la presión norteamericana, que tiene quizá su expresión más significativa en lo ocurrido en la zona de Colón, un tema que desarrolla Castillero con todas sus implicaciones en el libro La isla que se transformo en ciudad (1962); resumimos la conclusión del mismo transcribiendo sus palabras: Tal es en sus aspectos generales la interesante historia de esta ciudad que surgió hace poco más de un siglo de una isla desértica, pantanosa y cubierta de manglares en la costa Caribe del Istmo de Panamá. Se originó por una necesidad del comercio y ha seguido cumpliendo su función de mercado internacional y de punto de cita de los mercaderes de las cuatro partes del globo. Pero un núcleo, numerosos ya, de panameños genuinos radicados en su recinto o nacidos allí, se ha encargado de imprimir a su sociedad los perfiles de nuestro nacionalismo y de desarrollar su cultura dentro de la modalidad característica de una ciudad latina, hispánica en su esencia, e invariablemente panameña.

Todo lo cual viene a ser apostillado por Miguel Ángel Ordóñez, un brillante hombre público que dice lo siguiente: «A lo largo de su historia republicana evidencias múltiples denotan que Colón piensa y siente en genuina panameñidad». Es lo mismo que ocurrió con el resto de Panamá, un pueblo unido en torno a su bandera, su escudo, su Constitución, proclamada en 1904, y sobre todo, orgulloso del canal interoceánico, como contó el mismo:

Del istmo el Acta santa Bolívar admiró incruenta fue la lucha que al pueblo redimió.

En realidad, Panamá nunca olvidó el Congreso del Istmo de 1826, sintiéndose lazo de unión y hermanamiento entre las dos Américas: la del Norte y la del Sur. Al comenzar este capítulo señalábamos cómo El Salvador es el único país que carece de costas en el océano Atlántico, estando todo él volcado hacia el Pacífico. Esta circunstancia, que parece meramente un accidente físico, va a tener una honda repercusión en su configuración identitaria, al dejarle a salvo de las agresiones que sufrían por mar el resto de los países centroamericanos. El Salvador ha sido siempre un país con una fuerte

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inclinación a la solidaridad continental. En 1823, apenas independizado de España, se integró en una Asamblea Nacional Constituyente, donde El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica se denominaron Provincias Unidas Centroamericanas. Es cierto que los anhelos nacionalistas de cada país rompieron el pacto, pero no es menos cierto que en varias ocasiones El Salvador intentó reconstruir la confederación. Este impulso confederal ha marcado siempre la literatura salvadoreña volcada insistentemente en la creación de una conciencia colectiva. Desde este punto de vista, Alberto Masferrer (1868-1932)9 es quizá el intelectual más representativo de esa tendencia, que hace muy explícita en su ensayo La misión de América (1945). La doctrina de Masferrer gira en torno a dos grandes mitos: la raza y la caballería andante. En relación con esta última, Masferrer considera que los grandes espíritus de la humanidad —Buda, Jesús, Confuncio, Pitágoras, San Pablo, Lao-tse, Platón— fueron nómadas, pero lo mismo ocurrió con los grandes líderes americanos, empezando por Bolívar y San Martín, y terminando por Rubén Darío, Ugarte, Vasconcelos, Haya de la Torre… Y cada vez surgirán a la vida nuevos y más esforzados caballeros andantes: porque la tierra de Indohispania es dilatada; porque sus pobladores son muchos y se multiplican; porque su lengua única hace grato y fácil el ir a decirles, mano a mano, la palabra que nos sale del corazón; porque sus pueblos, todavía muy niños y muy poco sabidos, necesitan que se les expliquen muchas cosas, que se les sugieran ideales y se les vigorice la fé; en fin, porque hallándose en muchas partes aherrojados y amenazados en otras, es indispensable que sus conductores les repitan, una y otra vez, esta palabra que encierra una virtud incontrastable: MAÑANA!...10

Ahora bien, el punto de mira de ese mañana es la unidad de todo el continente, basada en la unidad de la raza, en el mismo sentido que la entiende Vasconcelos. No es una concepción racista11, sino la búsqueda Alberto Masferrer (Tecaza, El Salvador, 1868-1932) fue orador, periodista, maestro y hombre de reconocido prestigio. Su prosa alterna entre la poesía y la reflexión filosófica, siendo muy famoso por Las siete cuerdas de la lira (1926). Hay una edición de Obras completas (1935-1945). 10  A. Masferrer (1945): La misión de América. San Salvador: La Unión, p. 27. 11  El lector debe consultar mi ensayo: «Una manifestación del modernismo: la acepción española de raza», en La filosofía como producto mediterráneo. Valencia: Institució Alfons el Magnanim, 2007. 9 

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de una raza universal que conduzca a la hermandad de todos los hombres: «una nueva civilización del pan y la equidad y la concordia, que es la misión de América»12. «Ésa es la raza —insiste— que hemos de formar, HOMBRES NUEVOS DE AMÉRICA. Y para forjar esa raza, se necesita un plan, un derrotero; un camino que se inicie en la purificación de lo que somos, y entre luego en la selección y distribución de los elementos raciales así purificados». Y todo ello porque América es el Continente destinado por la Providencia y la Naturaleza, para ensayar y realizar las nuevas formas de vida que la humanidad necesita y quiere. Todo lo que los hombres han soñado y anhelado para establecer una nueva vida, puede y debe realizarse en América, y sólo en América puede realizarse. […] América tiene una unidad territorial completa, y una unidad en formación de raza y de idioma que la capacita para el intento de la obra de fusión que ningún otro continente puede realizar. A lo largo de sus Andes, espina dorsal que va de polo a polo, se enlazan todos los climas, y surgen todos los productos. Y en cada trozo de su territorio, la montaña, erigiéndose sobre la llanura, hace un resumen del continente, en fuerzas y bellezas, en actualidad y potencialidad.

Un programa que conduce a lo que Masferrer llama la «Unión Vitalista centroamericana» y para lo cual elabora un proyecto de constitución, en cuyo primer artículo dice que su fin es: «Desarrollar en todos los pueblos de la Unión la conciencia viva de un destino común, el cual habrá de cristalizar en la creación de una nueva cultura, que traiga a los hombres una verdadera y más amplia justicia, una más extensa e intensa cordialidad»13. Esta tendencia a la cooperación y a la solidaridad supranacional explica que en San Salvador funcione la UCA, una universidad católica, regentada por los jesuitas, foco de irradiación de la teología de la liberación y faro al que dirigen sus miradas todos los grupos intelectuales que en América Latina están comprometidos en una visión de progreso y avance social. En este sentido, El Salvador está ejerciendo una función rectora de primer orden en las minorías que buscan una Centroamérica unida. 12  13 

La misión de América, ob. cit., p. 31. Ibíd., p. 32.

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La subida al poder en 2009 de Mauricio Funes, antiguo líder del FLFM (Frente de Liberación Farabundo Martí) puede coadyuvar a impulsos en esa dirección.

Bastión de las murallas de Cartagena de Indias. A la derecha, Ernesto Cardenal.

*** La breve exposición que hemos hecho de la problemática centroamericana en algunos de sus países, viene a confirmarnos en la conclusión que en su día sacara un ilustre político —al menos así lo consideramos por su alto valor moral—. Me refiero al nicaragüense Salvador Mendieta14, que vivió obsesionado por lograr la unidad política entre todos los países centroamericanos, aunque sus últimas aspiraciones tuvieran un ideal más alto: lograr la confederación iberoamericana en toda su plenitud. Así lo expone en unos de sus libros: Cuando haya conquistado la unidad política que exige la unidad social, económica y racial de sus componentes, deberá acometer la empresa com14  Salvador Mendieta (Diriamba, Nicaragua, 1882-1959) se graduó como abogado en la Universidad de Guatemala y dedicó toda su vida a crear una federación de repúblicas centroamericanas. Asistió en 1921 como diputado federal a la Asamblea Constituyente de Repúblicas de Centroamérica y en 1925 se la nombró ministro de la Guerra en su país. Estuvo perseguido por sus ideas políticas, habiéndosele encarcelado en 1913 y 1914; también se le confinó por temporadas en Diriamba, su lugar natal.

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plementaria de unir en una vasta confederación a todos los organismos nacionales —hoy separados— que forman todos los pueblos de habla española y portuguesa. Como nada se improvisa, no ha de buscarse el pronto y perfecto surgimiento de una confederación, sino que ha de comenzarse con inteligencias cordiales entre los países que se hallen en más propicias condiciones para llevarlas a cabo; después han de extenderse esas inteligencias a los otros países hasta lograr que la totalidad de pueblos iberoamericanos giren dentro de esa órbita; lentamente se han de ir estrechando los lazos por medio de tratados comerciales, ligas económicas e intercambio de toda clase de actividades; y por último, se dictarán bases generales de confederación, que comprendan las relaciones exteriores y los intereses generales dentro de un plan semejante a la nueva organización del imperio británico en reciente fecha15.

El ideario de Mendieta fue ampliamente expuesto por el mismo en sus libros: Alrededor del problema unionista de Centroamérica (1934) y La enfermedad de Centroamérica (1910). La tesis de ambos libros coinciden, pues del análisis resulta que el «problema» es la «enfermedad». El propio Mendieta resume su posición en pocas líneas: Sostengo en un libro que he dividido en tres partes, que mi patria CentroAmérica, padece de una dolencia que llamo abulia colectiva, profunda y crónica: quizá no sea sola mi patria chica la que sufre esa dolencia, sino que ella aqueje a todo el organismo de mi gran patria iberoamericana, que se extiende allende y aquende el Atlántico y que se prolonga a través del vasto Pacífico hasta las Marianas, Carolinas y Filipinas. Síntoma de esa abulia es la indiferencia con que se ven entre sí los varios países de habla española y portuguesa y el consiguiente mutuo desconocimiento en que viven los unos de los otros16.

La insistencia con que he mostrado en este capítulo el énfasis que cada país pone en reafirmar su identidad cultural, viene a confirmar la misma conclusión. Sin embargo, hemos podido observar a su vez que todos ellos dejan una puerta abierta a posiciones más amplias: tras el desarrollo de lo autóctono y la defensa del mismo, percibimos la apertura a lo universal. Así lo hemos visto en Cardoza y Aragón, en Coronel Urtecho, en Amán La enfermedad de Centroamérica, Barcelona: Maucci, 1934, vol. II, p. 669. Alrededor del problema unionista de Centroamérica, Barcelona: Maucci, 1934, vol. II, pág. 305. 15 

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Rosales, en Ernesto Castillero, y no digamos en Alberto Masferrer. Una vez más —en esto como en tantas cosas— Rubén Darío viene siendo el paradigma.

Capítulo XIII

El sentimiento de lo autóctono en el ensayo del Caribe: República Dominicana, Puerto Rico, Cuba

El mar Caribe está poblado por un gran número de islas, dentro de las cuales ocupan lugar privilegiado las Antillas. Es evidente que van a ser las Grandes Antillas —Cuba, Jamaica, República Dominicana, Puerto Rico— quienes obtengan el protagonismo en el área. Al iniciar el capítulo anterior sobre los países centroamericanos vimos cómo toda la región había sido objeto de asedio sistemático por parte de piratas, corsarios, filibusteros, e incluso por grandes potencias coloniales como Inglaterra. Esta situación se agrava a partir del momento en que Estados Unidos empieza su expansión colonial a fines del xix y principios del siglo xx. Es sorprendente, dada la situación descrita, que, a pesar de todo, las Grandes Antillas mantengan la identidad española, con la excepción de Jamaica. Y por ello resulta del mayor interés hacer un seguimiento de los avatares de esa identidad en cada uno de los países mencionados. El caso más sorprendente es el de la República Dominicana, que comparte el territorio insular con Haití, gracias al acuerdo entre Francia y España para ceder, por el Tratado de Basilea, una parte del territorio dominicano. Este hecho va a condicionar de forma definitiva la composición étnico-cultural de la República Dominicana, donde prácticamente no existen negros. La población dominicana es básicamente mulata, aunque también existan blancos en sectores minoritarios, lo que da como

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resultado una identidad cultural donde la dimensión hispánica no es discutida, sobre todo si a ello unimos el hecho de que la primitiva población indígena —los «lacayos»— desapareció muy pronto. Los dominicanos se sienten todos herederos de la «Hispaniola» que fundó Colón y muy orgullosos de haber tenido la primera catedral de América y ser el lugar donde se fundó la primera universidad en 1538. El resultado es que los dominicanos no sienten dudas sobre su identidad y en consecuencia no hay una literatura que la ponga en cuestión ni un ensayo que especule sobre la misma. Es sorprendente también que, mientras Cuba y Puerto Rico, que la escoltan, permanecieran unidas a la Corona española hasta 1898, en Santo Domingo se lanzara ya un grito de independencia en 1821. Es cierto, por lo demás, que ésta no fue fácil, ya que las presiones de los haitianos, por un lado, y la de Estados Unidos, por otro, colocaron al país en situación difícil, hasta el punto de volver temporalmente al dominio español entre 1861 y 1865. En 1924, al terminar la ingerencia norteamericana, que se había impuesto en 1914, la República Dominicana inicia su vida política independiente, aunque muy mermada por una deuda externa, que sólo en 1947 quedará cancelada. Los casos más sangrantes son los de Cuba y Puerto Rico, que tendrán que esperar hasta 1898 para librarse del dominio español. Ahora bien, esa liberación, como sabemos, es el resultado de una guerra entre España y Estados Unidos, por la cual la primera pierde los restos de su imperio ultramarino; es decir, las dos islas mencionadas, junto a las de Guam y Filipinas. En todo caso, por el Tratado de París (diciembre de 1898), Puerto Rico pasa a dominio norteamericano y Cuba queda en situación de semidependencia al tener que aceptar la Enmienda Platt y ceder la base de Guantánamo; con todo, Cuba consigue la independencia política, al haber mantenido una lucha por su liberación prácticamente desde 1878, el año de la fracasada Paz del Zanjón. De las tres grandes Antillas españolas, Puerto Rico es la que ha quedado en estado más deprimido por su dependencia de Estados Unidos, a pesar de lo cual ha conseguido, a partir de 1952, cierta autonomía política, con la creación por el gobernador Luis Muñoz Marín, del llamado Estado Libre Asociado, en el que la lengua española se ha impuesto con rotundidad. Ante los diversos intentos de anexión plena a Estados Unidos, la respuesta de los isleños ha sido siempre inequívoca: «la lengua no es negociable». Así han terminado siempre todas las negociaciones sobre



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su estatus político, que colocan a Puerto Rico en un estado de «vaivén» permanente, como refleja muy bien el escritor Luis Rafael Sánchez en su libro La guagua aérea (1986), donde Manhattan aparece como una extensión simbólica de la isla. Sin duda, debido a su pequeñez y al problema de su vida política, el ensayo puertorriqueño adolece de una gran preocupación por el tema de lo que Puerto Rico sea en el ajetreado fondo de su existencia histórica, tema que seguramente han tocado todos los escritores de la isla. Sin embargo, quizá, el ensayo fundamental sobre esta indagación de lo autóctono sea Insularismo (1934), de Antonio S. Pedreira1, que lleva el subtítulo «Ensayos de interpretación puertorriqueña». Es un importante trabajo, en el que se busca el sentido del alma portorriqueña a través de la geografía y de la historia, señalando también las tareas y las esperanzas de ese sufrido pueblo. A través del ensayo se va perfilando la idea de que el drama de Puerto Rico está en el aislamiento que produce su situación isleña, y haber vivido siempre baje el dominio y la imposición de políticas extrañas, ya sea la española o la norteamericana. De aquí, que Puerto Rico haya tenido una vida histórica ficticia, sin que nunca su conducta y sus reacciones surgieran del fondo de su conciencia colectiva. La tutela que otros pueblos han ejercido sobre la isla le han obligado a replegarse y a mantener una actitud defensiva, manifiesta en aquella frase de Damián López de Haro, obispo de Puerto Rico, cuando en 1644 escribió: «Aquí estamos tan sitiados de enemigos que no se atreven los puertorriqueños a salir a pescar en un barco, porque luego los coge el holandés». Y esta frase de «nos coge el holandés» ha quedado ya como una característica nacional de la actitud timorata y defensiva que el puertorriqueño toma ante los más diversos aspectos de la vida.

Antonio S. Pedreira (San Juan, 1899-1939) fue profesor de literatura española en la Universidad de Puerto Rico desde 1921. En la Universidad de Columbia (Nueva York) fue profesor de 1926 a1927. A partir de ese año hasta su muerte pasó a ocupar la dirección del recién creado Departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Puerto Rico, por cuya fundación había abogado intensamente. Se había doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid y ejerció la crítica literaria en el periódico El Mundo. En 1929 fundó, con otros puertorriqueños, V. Géigel Polanco, Samuel R. Quiñones y A. Collado Martell, la revista Índice de América (1923). Entre sus obras destacan Bibliografía puertorriqueña (1932), Insularismo (1934), La actualidad del jíbaro (1935), El año terrible del 87 (1937) y Un hombre del pueblo: José Celso Barbosa (1937). Póstumamente se publicaron El periodismo en Puerto Rico (1941) y Aclaraciones y críticas. 1 

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Caricatura alusiva a la Enmienda Platt y a la expansión imperialista estadounidense en América Latina. A la derecha, Luis Palés Matos.

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En esta línea de interpretación ha escrito recientemente René Marqués2, magnifico novelista puertorriqueño, un profundo ensayo, titulado El puertorriqueño dócil (1961), donde, partiendo de este ser del puertorriqueño, que él llama «aplatanado» o «ñangotado» —actitud del indio en cuclillas, que así evita los golpes del colono—, va penetrando en la actitud psicológica del puertorriqueño y sus derivaciones políticas y sociales, especialmente, a través del análisis de su literatura. El reflejo más exacto de esa actitud, quizá sea la «burundanga», de acuerdo con el famoso poema de Luis Palés Matos3.

Antilla, vaho pastoso de templa recién cuajada. Trajín de ingenio cañero. Baño turco de melaza. Aristocracia de dril donde la vida resbala sobre frases de natilla y suculentas metáforas. Estilización de costa a cargo de entecas palmas. Idioma blando y correoso —maney, cacao, guanábana— Cuba —ñañigo y bachata— Haití —vodú y calabaza— Puerto Rico —burundanga— 4.

2  René Marqués (1919-1979) estudió en Madrid y en Estados Unidos. Destacó como autor dramático con obras como La carreta (1952), El sol y los McDonald (1950), La muerte no entrará en palacio (1957) y otras muchas. Como novelista, su obra Víspera del hombre (1959) tuvo una gran resonancia. Como cuentista, su libro más importante es En una ciudad llamada San Juan. Fue importante ensayista también, y en este campo sin duda destaca el ensayo a que aludimos en el texto del libro. 3  Luis Palés Matos (1898-1959) nació en Guayama (Puerto Rico). Su primer libro es Azaleas (1915), pero desde 1926 empezó a escribir poesía negra o afro-antillana, movimiento del que se le considera iniciador. En esta línea publicó el libro Tuntún de pasa y grifería (1937), que le consagró definitivamente, junto a los nombres cubanos de Nicolás Guillén y Emilio Ballagas. En 1957 la Universidad de Puerto Rico publicó una bella edición de sus Poesías (1915-1956) con una magnífica introducción de Federico de Onís. 4  Luis Palés Matos (1957): Tuntún de pasa y grifería, en Poesía. Río Piedras: Universidad de Puerto Rico, pp. 256-257.

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El caso de Cuba es muy distinto, pues ya desde mediados del siglo xix empieza a formarse una conciencia nacional que formará cuerpo en la primera guerra de independencia en 1868, repercusión en la isla de la revolución española de ese año, cuando los liberales cubanos reclamaron autonomía para la isla. Es cierto que Cuba tenía personalidad propia desde tiempos muy anteriores, y la elevación a patrona de la isla de la Virgen de la Caridad del Cobre —un culto que se remonta al siglo xvii— lo demuestra muy claramente. Pero es a mediados del xix, con pensadores como Félix Varela (1787-1853), José Luz y Caballero (1800-1862) y José Antonio Saco (1797-1879), cuando la conciencia nacional se hace palpable. La liberación de esclavos que hizo Carlos Manuel de Céspedes (1819-1874) el 8 de octubre de 1868 en la central azucarera de «La Demajagua» es el símbolo más evidente de que la independencia se había hecho imparable, y el grito que allí se hace —«Vencer o morir» — se convierte en consigna hasta nuestros días. La muerte de José Martí en 1895 y la intervención de Estados Unidos en 1898 van a ser los dos hitos que marquen el futuro: José Martí como ídolo de la independencia y Estados Unidos como potencia dominadora que intenta frenarla por todos los medios serán los ejes de la política cubana durante todo el siglo xx. Al lector interesado en remontarse a los orígenes indígenas de la población cubana le recomendamos la lectura de El huracán (1947), de Fernando Ortiz, donde pone en evidencia que las primeras culturas siboney y arnoca fueron absorbidas por los taínos. En cualquier caso, Ortiz demuestra que los pueblos prehispánicos que habitaron Cuba estaban obsesionados por el peligro del «huracán», una expresión en la que resumían todas las formas en que el viento se manifestaba en la isla (ciclón, tempestad, tornado, tromba), y que necesitaban exorcizar, para lo que utilizaban una figura de representación muy rara, pero que era la más típica de Cuba. Es el símbolo cefalosignoideo, que es una figura lineal con brazos cruzados arriba y abajo y con una cabeza en el centro. El libro de Ortiz es un estudio antropológico exhaustivo de esta figura en sus diferentes manifestaciones, lo que nos indica cómo los fenómenos meteorológicos dominaban en la cultura indocubana anterior a la hispánica. La colonización española cambia la situación cultural de la isla, al hacer girar todo el sistema productivo en torno a la industria del tabaco y el azúcar, lo que exige una población negra creciente. La cultura indígena desaparece y, en cambio, surgen manifestaciones muy vinculadas a lo negro; entre ellas la difusión de la «santería» en amplios sectores de la



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población, donde las prácticas de la brujería son admitidas como algo casi normal. En la misma línea se desarrollan los valores de la «negritud» y su expresión dentro de la poesía afrocubana, en la que el Sóngoro Cosongo (1931), de Nicolás Guillén, aparece como paradigma. Las señas de identidad de la cultura cubana se van a perfilar así como una combinación entre lo criollo y lo negro, en un equilibrio no siempre fácil de delimitar. Como dice Mario Santí en un estudio perspicaz: «El control político del siglo xix muchas veces se reducía a una cuestión de equilibrio demográfico: impórtense suficientes esclavos como para diseminar la paranoia colectiva de la población blanca, pero no tantos como para hacer real la amenaza de una revuelta negra contra la autoridad blanca»5. Así se origina esa cultura mestiza que tan bien ha estudiado Fernando Ortiz, dentro de la cual hubiera podido imaginarse un tratamiento paralelo al que el poeta castellano hizo entre Don Carnaval y Doña Cuaresma en su Libro del Buen Amor. Ortiz sueña así con otra pelea: Don Tabaco y Doña Azúcar, lo que viene a resumir en este precioso párrafo de un libro, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), que, aunque largo, nos parece útil reproducir: La caña de azúcar y el tabaco son todo contraste. Diríase que una rivalidad los anima y separa desde sus cunas. Una es planta gramínea y otro es planta solanácea. La una brota de retoño, el otro de simiente; aquella de grandes trozos de tallo con nudos que se enraízan y éste de minúsculas semillas que germinan. La una tiene su riqueza en el tallo y no en sus hojas, las cuales se arrojan; el otro vale por su follaje, no por su tallo, que se desprecia. La caña de azúcar vive en el campo largos años, la mata de tabaco sólo breves meses. Aquella busca la luz, éste la sombra; día y noche, sol y luna. Aquella ama la lluvia caída del cielo; éste el ardor nacido de la tierra. A los canutos de la caña se les saca el zumo para el provecho; a las hojas del tabaco se les saca el jugo porque estorba. El azúcar llega a su destino humano por el agua que lo derrite, hecho un jarabe; el tabaco llega a él por el fuego que lo volatiza, convertido en humo. Blanca es la una, moreno es el otro. Dulce y sin olor es el azúcar; amargo y con aroma es el tabaco. ¡Contraste siempre! Alimento y veneno, despertar y adormecer, energía y ensueño, placer de la carne y deleite del espíritu, sensualidad e ideación, apetito que se satisface e ilusión que se esfuma, calorías de vida y humaredas de fantasía, indistinción vulgarota y Enrico Mario Martí (1996): «La invención de una nación: Cuba en el siglo xix, de Manzano a Martí», en Íd.: Pensar a José Martí. Notas para un centenario. Boulder: Society of Spanish and Spanish-American Studies, p. 125. 5 

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anónima desde la cuna e individualidad aristocrática y de marca en todo el mundo, medicina y magia, realidad y engaño, virtud y vicio. El azúcar es ella; el tabaco es él… La caña fue obra de los dioses, el tabaco lo fue de los demonios; ella es hija de Apolo, él es engendro de Proserpina… […] Para la economía cubana, también profundos contrastes en los cultivos, en la elaboración, en la humanidad. Cuidado mimoso en el tabaco y abandono confiante en el azúcar; faena continua en uno y labor intermitente en la otra; cultivo de intensidad y cultivo de extensión; trabajo de pocos y tareas de muchos; inmigración de blancos y trata de negros; libertad y esclavitud; artesanía y peonaje; manos y brazos; hombres y máquinas; finura y tosquedad. En el cultivo, el tabaco trae el veguerío y el azúcar crea el latifundio. En la industria, el tabaco es de la ciudad y el azúcar es del campo. En el comercio, para nuestro tabaco todo el mundo por mercado, y para nuestro azúcar un solo mercado en el mundo. Centripetismo y centrifugación. Cubanidad y extranjería. Soberanía y coloniaje. Altiva corona y humilde saco6.

En esta cultura ambivalente, empieza a entrar la toxicidad tropical, esa forma de dolce far niente que va a llamarse el «relajo cubano», a la cual se refiere Jorge Mañach7 en su libro Indagación del choteo (1940). Se refiere aquí Mañach a la tendencia exagerada de la gracia y del ingenio natural cubano, que le lleva al trato igualitario. Así lo dice: Ahora bien: se infiere claramente que una exageración del espíritu de la gracia puede conducir a la negación de todos los valores. El deseo de limar asperezas es susceptible de convertirse en un prurito de allanar relieves. Y empezándose por codiciar la comodidad vital de la alegría, se puede llegar a 6  Fernando Ortiz (1881-1969) fue un muy distinguido antropólogo y ensayista cubano que fundó en su día la Sociedad Hispano-cubana de Cultura (1927). Se ha interesado por el tema negro en libros como Los negros brujos (1906), Los negros esclavos (1916) y la cultura afrocubana en general. Muy interesante es El huracán: su mitología y sus símbolos (1947). La cita está tomada de Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Barcelona: Ariel, 1963, pp. 23-29), todo un clásico. 7  Jorge Mañach (1898-1961) es otro de los grandes escritores cubanos del siglo xx. Fue profesor en Columbia (Nueva York) y en La Habana, y autor de una muy prolífica obra. Se inició como profesor y colaborador de Federico de Onís. Se pronunció contra las dictaduras de Gerardo Machado y de Fulgencio Batista, lo que le llevó al exilio, en Estados Unidos (1934-1939) y en España (1955-1959). Colaboró en el Diario de la Marina y fue catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad de La Habana (1941-1961). He aquí algunos de sus libros: Goya (1928), Martí el apóstol (1933), Historia y estilo (1944), Para una filosofía de la vida (1951).



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exigir ese lujo vital que es la absoluta independencia de toda autoridad. Insensiblemente, en efecto, por obra de diversos factores, que en seguida veremos, la burla ligera y sana que nace de la gracia se pervierte con la sistematización hasta convertirse en choteo. […] Pero esto no es fatal. Suponer que esa perversión se opere en todos los cubanos es, por supuesto, una exageración absurda. La gracia misma no es privilegio de toda la especie tropical. Abundan más de lo que suele suponerse los cubanos solemnes, los cubanos serios e incapaces de choteo, como abunda también el andaluz dejado de toda gracia. Lo que sí puede y debe afirmarse es que hay en la idiosincrasia cubana rasgos peculiares que, originados unas veces y acusados otras por el clima o por las circunstancias sociales en que hemos venido desenvolviéndonos, tienden a facilitar esa perversión de la burla que llamamos choteo8.

Esta inclinación al choteo es consecuencia de dos rasgos psicológicos muy precisos: la ligereza y la independencia. Por el primero, el cubano tiende a la diversión y al juego, pronunciándose por una familiaridad en el trato, lo que en palabra cubana se llama «parejería». Por el segundo, la independencia le lleva al cubano a negar toda autoridad, el instituto natural a abolir toda jerarquía y a situar todas las cosas y valores en el mismo plano de confianza; se impone el tuteo y se llama a las personas por su nombre de pila. Y concluye Mañach: Estas dos disposiciones espirituales nuestras —la ligereza y la independencia— han sido, pues, el caldo de cultivo del choteo. Pero ellas no producen naturalmente más que un choteo benigno, por así decir, una cierta jocosidad irónica y escéptica que muy bien pudiera ser el substratum de la gracia criolla, como lo es de la gracia andaluza. Los conocedores de Andalucía nos aseguran que también allí se advierte un ambiente y una actitud parejos; y no podemos olvidar —aunque tampoco quepa atribuirle al hecho la desmedida importancia que a veces se le supone— que buen número de nuestros progenitores españoles fueron andaluces. Leyendo las comedias de los Quintero, notamos que la gracia cuajada en ellas tiene muchas semejanzas con ese benigno choteo criollo. Por lo pronto, no es una gracia de sentido universal, sino condicionada por el ambiente en que se produce. De ahí que las comedias de los Quintero, sean difícilmente traducibles: su comicidad, 8  Jorge Mañach (1969): Indagación del choteo. Miami: Memosyne Publishinq Inc., pp. 48-49.

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espolvoreada apenas de ingenio, no movería a risa a un escocés o a un alemán. Además, se trata también, como en Cuba, de una cierta sans façon, de un perenne desenfado, de un sentido independiente y hedonista de la vida, reacio a toda sujeción social excesiva. […] Pero también esa gracia bética, al igual que la nuestra, lleva en sí misma los gérmenes de una fermentación que hacen de ella, a menudo, algo tóxico y desbordante. Así como la exageración de la gracia criolla produce el choteo en su forma más perniciosa, la exageración de la gracia andaluza es lo que allí se llama «pitorreo», fenómeno regional casi idéntico al nuestro. El individualismo que informa la concepción española de la vida, unido a cierto sensualismo fatalista de procedencia africana y todo ello caldeado por un clima no muy distinto del nuestro, establece esa semejanza entre lo andaluz y lo cubano9.

Al final de su ensayo, Mañach nos habla de la «transitoriedad» de esta situación: la vigencia del choteo termina y da paso a otra etapa, donde hay un predominio del respeto y la disciplina. Quizá ese umbral se traspasó en 1959, con el triunfo de Fidel Castro y la revolución cubana, que en principio no fue sino una rebelión contra la dictadura de Batista, marcada por una corrupción que de algún modo había sido posible por un choteo que arruinaba todo sentido de responsabilidad y disciplina, permitiendo una venalidad que se traducía a favor de los intereses norteamericanos. Cuando se vio que éstos no cejaban en su afán de penetración colonial, es cuando el régimen fidelista se acercó a la Unión Soviética y se declaró comunista, pero los que hemos visitado la isla durante esos años, hemos visto que ése era un método para interferir en los anhelos coloniales de su vecino del norte, buscando una protección en el otro extremo de la balanza. El grito que veíamos repetido por todas partes —¡Patria o muerte!— nos recordaba el que lanzaron los primeros rebeldes de 1868. En una palabra, Cuba seguía en su lucha de liberación nacional, y no en otras aventuras que son ajenas a su modo natural de ser. Al momento de terminar de redactar este capítulo, la enfermedad de Fidel Castro y la prolongación de la dictadura bajo el mandato de su hermano Raúl, nos hablan de una próxima inflexión en la situación política de la isla, favorecida quizá por la elección de Barak Obama como presidente de Estados Unidos. 9 

Ibíd., pp. 58.59.

Capítulo XIV

La realidad peruana en el ensayo contemporáneo

La compleja realidad peruana exige que dediquemos a este país un capítulo independiente. Al peso del imperio inca, así como al de la posterior conquista española, se han sumado aportes demográficos de italianos (genoveses, sicilianos, napolitanos), de chinos y japoneses, para citar sólo los más importantes; también los hubo franceses, británicos y alemanes. El resultado es un país mestizo en el más amplio sentido de la palabra. Como resumen dice el gran estudioso Luis Alberto Sánchez1: «El Perú es una nación mezcolanza», y, si en algún momento tuvo que elegir entre chinos y japoneses, vuelve a resumir el mismo historiador: Nuestra gente del pueblo se aficionó a ambas razones financieras y quizá psicológicas. Hizo suya la dieta del culi. Por humorada o snobismo, las altas clases siguieron las huellas del proletariado. Cuando una casta carece de tradiciones propias, ha de resignarse a copiar usos ajenos. La comida china, el baile africano, la desconfianza india, la jactancia blanca, acabaron por tipificar al hombre del Perú. Empezó este a moverse en su complicado escenario llevando a cuestas una más difícil carga de adversos destinos étnicos, de encontradas psicologías, en dramático e inenarrable desconcierto. No ha variado hasta ahora 2. 1  Luis Alberto Sánchez (Lima, 1900-1994) fue abogado, jurista, historiador, diplomático y, político, llegando a ser senador por el Partido Aprista; también estuvo en el exilio en Panamá, Colombia y México. Entre sus obras destacan El pueblo en la revolución americana, Breve historia de América, Testimonio personal: memorias de un peruano en el siglo xx, Sobre la herencia de Haya de la Torre. 2  Luis Alberto Sánchez (1973): Perú: retrato de un país adolescente. Lima: Peisa, p. 84.

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José Carlos Mariátegui. Abajo, cubierta de la primera edición de los 7 ensayos.



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Esto, escrito en 1973, resulta igualmente válido pasado el umbral del siglo xxi. En esta inmensa variedad de tipos y razas hay que distinguir una diferencia específica entre la Costa y la Sierra, si bien tanto uno como otro encuentran su conjunción en Lima, la capital. En un laberinto de fuerzas opuestas y complementarias se han unido el resto de las provincias y allí se reproducen como en miniatura los desgarros del conjunto nacional. Quizá nadie ha visto esto con más clarividencia que Augusto Salazar Bondy3 en su libro Lima la horrible (1964). Se expresa en él con bello lenguaje y artística expresión el drama peruano por excelencia: la división insalvable entre el universo de los pobres y el de los ricos, si bien todo ello envuelto en una hermosa figura que el autor llama la Arcadia Colonial, un arquetipo impuesto por los criollos y sus descendientes. El cuadro de la estratificación demográfica que ello supone está perfectamente descrito: Entre la cúspide noble y rica y la base india y mestiza se localizó, al advenir la Patria, una cutícula de burócratas, artesanos, militares, pero la pirámide no sufrió trastorno estructural alguno: arriba, gobernando, los aristocratizantes burgueses —feudales, mineros, comerciantes—; abajo, gobernados, los siervos indígenas, los esclavos negros, los braceros chinos y los subproductos de las mezclas. Arriba los blancos, abajo los de color y entre éstos sus contrahechas discriminaciones (negro contra cholo, cholo contra chino, etc.). La capa intermedia —blanca o semi-blanca— decidió incorporarse a la causa de quienes por el origen y el tono de la piel se le ocurrieron sus semejantes4.

Una vez más la clase criolla y sus descendientes han forjado el modelo, como en tantos países de América Latina. Se crea así un estereotipo del pueblo limeño totalmente falso, pero que constituye un ejemplo de la capacidad moldeadora del criollismo en el que las grandes familias y la candorosa masa se funden en un magma unitario. Ese molde es lo que Sebastián Salazar Bondy (Lima, 1924-1964) fue un poeta, crítico, narrador muy relevante, a pesar de su muerte temprana. Quizá en vida fue más conocido por su labor como dramaturgo que por otras realizaciones; entre sus obras dramáticas destacan: No hay isla feliz, El fabricante de deudas y El tacto de la araña. Mostró gran interés por la pintura, llegando a ser director del Instituto de Arte Contemporáneo de Lima. Con su hermano Augusto fundo en 1965 el Movimiento Social Progresista (MSP), muy próximo a Haya de la Torre. 4  S. Salazar Bondy (1968): Lima la horrible. México, D: F: Era, pp. 29-30. 3 

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el autor llama Arcadia Colonial, muy bien definida en los siguientes términos: «La Arcadia Colonial es la envoltura patriotera y folklórica de un contrabando. Lima es por ella horrible, pero la validez de este calificativo depende de dónde nos situemos para juzgarla, qué código consultemos para medir sus defectos y vicios y a quienes sentemos en el banquillo de los acusados»5. El resultado es un estilo limeño propio, si bien ese estilo pudo extenderse para caracterizar al conjunto peruano. Se le ha llamado «lisura limeña» y queda muy bien definido en las palabras del autor: No la interjección airada, ni la palabrota rotunda, ni la escabrosa exclamación, ni el esperpento deforme, sino todo lo contrario, tanto que la habitual blasfemia española resulta un crimen si se la compara con esa maliciosa hechura del desahogo humoral que punza como el florete y que, sin embargo, formalmente, no acusa herida ni entraña ataque a cara limpia. Imposible definirla si no es describiéndola: «Es un modo de decir chispeante y ligero, que no alcanza nunca a ser pesado y malévolo, y que en las mismas lesiones que causa burla burlando pone, al mismo tiempo, el bálsamo que palia y cicatriza» (Max Radiguet). En síntesis, cura en salud y se contradice, pues golpea y acaricia, agravia y se excusa, afrenta y se rectifica6.

Esta descripción aguda y penetrante de Salazar Bondy viene a confirmar el juicio de un país dividido por una profunda injusticia social, pero donde resuenan los ecos de un socialismo indigenista que siente nostalgia del ayllu prehispánico. Nombres como los de Víctor Andrés Belaunde, Luis Alberto Sánchez o Antenor Orrego se hacen eco de esa nostalgia, hasta llegar a José Carlos Mariátegui7, quizá el representante por excelencia de ese indigenismo marxista en un libro que ha hecho historia: Siete ensayos Ibíd., p. 33. Ibíd., pp. 94.95. 7  José Carlos Mariátegui nació en Lima en 1895. Desde muy joven se dedicó al periodismo, trabajando en periódicos como La Prensa, El Tiempo y La Razón. A fines de 1919 emprendió un viaje por Europa que prolongó hasta mediados de 1923. En Italia residió más de dos años, donde se casó; estuvo también en Francia, Alemania, Australia y otros países. Desde 1918 había orientado su pensamiento hacia el socialismo, línea en la que profundizó durante su estancia en Europa. En este continente entró en contacto con otros peruanos, al objeto de comprometerse en una acción socialista. Al volver a Perú en 1923 se dedicó a escribir reportajes, artículos en la Federación de Estudiantes y en la Universidad Popular, etc. En 1924 sufrió una grave enfermedad, que le obligó a perder una pierna. Muy delicado de salud vivió ya hasta su muerte en 1930. 5  6 



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de interpretación de la realidad peruana (1928). El libro marca un hito en la literatura latinoamericana y va a tener una honda repercusión en todo el continente. En este sentido, y aunque la obra de Mariátegui es un enfoque netamente revolucionario de los problemas económicos, sociales y políticos peruanos, no deja de constituir una adaptación del socialismo marxista a las peculiares circunstancias histórico-culturales de los países hispanoamericanos. Así, se aprecia un particular respeto por el elemento religioso, que llega hasta la crítica del materialismo, y hasta del escepticismo y el nihilismo propios de la vida occidental. Y es que el radicalismo de Mariátegui es más humano que político; de aquí que la transformación total a que aspira en la vida de su país sabe que sólo puede lograrse mediante una nueva mitología: «Ni la razón ni la ciencia —dice— pueden satisfacer completamente la necesidad de infinito que hay en el hombre…, solamente el mito tiene el extraño poder de alcanzar las profundidades de su ser»8. Del mismo modo lo interpreta Francisco Posada en el lúcido examen que dedica a su pensamiento: Los orígenes del pensamiento marxista en Latinoamérica: Política y cultura en José Carlos Mariátegui, donde dice: El marxismo aparece como el mito de la época, el mito de la revolución moderna. La imagen apocalíptica de un mundo nuevo, frente al mundo prosaico, escéptico, nihilista y sin valores de la clase dirigente. Lo que más neta y claramente diferencia en esta época a burguesía y al proletariado es el mito. La burguesía no tiene mito alguno. Se ha vuelto incrédula, escéptica, nihilista. El mito liberal renacentista ha envejecido demasiado. El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacía ese mito se mueve con una fe vehemente y activa 9.

A la vista de esta peculiar interpretación del marxismo, adaptado a las necesidades de su pueblo, la doctrina de Mariátegui no puede considerarse al margen de ese indigenismo de que hablábamos antes, y cuyo sentido hay que buscarlo en la misma reivindicación de lo autóctono, que hemos visto en otros países. J. C. Mariátegui (1959): El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy. Lima: Amauta, p. 18. 9  Francisco Posada (1968): Los orígenes del pensamiento marxista en Latinoamérica: Política y cultura en José Carlos Mariátegui. Madrid: Ciencia Nueva, p. 32. 8 

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Muy próximo a Mariátegui, pero con una amplia formación internacional está Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1979), que vivió y estudió en la Unión Soviética así como en Inglaterra; en este país recibió lo más sólido de su formación económica a través de la London School of Economics. Su evolución ideológica le condujo a una doctrina socialista en la que trató de conjugar los intereses nacionales con los internacionales a través de una visión continentalista. Esa línea le llevó a la fundación de la APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) en 1924. El ideario que desarrolla su acción política está expuesto en libros como Por la emancipación política (1927), Ideario y acción aprista (1930), El antiimperialismo y el APRA (1935), Espacio-tiempo histórico (1948), etc. El conjunto de su obra es muy amplio y está recogido en una edición de Obras completas de siete tomos. El fondo ideológico del aprismo es un socialismo marxista de visión abierta, ya que en él se recogen elementos indígenas, nacionalistas y americanos. Por eso Haya de la Torre no se limitó a fundar un movimiento de acción continental, sino que, de forma paralela, creó un partido político nacional, el PAP (Partido Aprista Peruano), con el que desde 1931 intervino en la vida política de su país. Como político peruano esbozó un Estado antiimperialista promotor de un cooperativismo socialista. El ideario político de Haya de la Torre se completa con una teoría filosófica que expuso en su libro Espacio-tiempo histórico. Cinco ensayos y tres diálogos (1948), influido por sus lecturas de Marx y de Einstein, que le llevan a un relativismo respecto de la posibilidad de establecer verdades absolutas y principios eternos. Como él mismo dice: «esta hora de profunda revolución científica y de incontenible corriente relativista es precursora de nuevas y distintas afirmaciones fundamentales en todo orden». Establece una relación entre la dialéctica hegeliana y el materialismo marxista para promover una filosofía de la historia donde el principio relativista introduce una dinámica entre el espacio y el tiempo de cada pueblo como protagonista de un devenir en que se configura la conciencia de cada momento: «la historia propiamente dicha de un pueblo —dice— cuando este pueblo se eleva a la conciencia». Esta conciencia histórica de cada pueblo es una conjunción de la conciencia de su espacio y de su tiempo, que se constituye en espíritu. Al aplicar esta doctrina a su concepción del APRA, advierte: Es menester recordar que existe una profunda diferencia entre el marxismo interpretado como dogma y el marxismo en su auténtico significado



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de doctrina filosófica. En aquel todo es quietismo y parálisis; en este todo es dinamismo y revolución. El apotegma inmortal de Heráclito el Oscuro, recogido por Marx a través de Hegel, no debe olvidarse: todo se mueve, se niega, deviene; todo está en eterno retorno.

El aprismo considerado como movimiento continental se propuso impulsar un proceso de transformaciones económicas y políticas llevadas a cabo en distintos períodos que condujeran dinámicamente a una revolución socialista. El fondo del ideario estaba sostenido por un programa que incluía los siguientes puntos: 1. 2. 3. 4. 5.

acción contra todos los imperialismos unidad política y económica de América Latina nacionalización de tierras e industrias internacionalización del canal de Panamá solidaridad con todas las clases y pueblos oprimidos del mundo.

Este programa debería conducir a la unificación latinoamericana, que en la visión hayista debería incluir: un mercado común, una Corte de Justicia, una Carta Magna y un Parlamento latinoamericano. Una vez más advertimos, tras el análisis de la realidad peruana, la tendencia a lo universal. Ninguna visión identitaria de lo autónomo en cada país termina en sí misma. Como venimos observando en los distintos capítulos, todos ellos tienden a superar las fronteras nacionales, bien sea en una visión continental de América, o incluso, superando a ésta, en aspiraciones e ideales supracontinentales. Al final del presente libro, esta conclusión que adelanto aquí, espero que se vea ampliamente confirmada. Los acontecimientos vividos en los años posteriores a 1980 vienen a confirmar la valoración anterior. El ambiente de terror impuesto por Sendero Luminoso en dicha década y la reacción dictatorial de Fujimori, provocaron una revulsión patriótica, cuyos frutos han sido recogidos por Alan García. La inmigración masiva de la sierra a la capital, ha provocado un impacto sociocultural en Lima que, según todos los indicios, parecen favorecer la «normalización» del país.

Capítulo XV

Los problemas de la Gran Colombia: Colombia, Venezuela, Ecuador

Entre los muy variados países de América Latina quizá ninguno más representativo que Colombia de la problemática que abarca el conjunto del continente. Y esta afirmación puede referirse tanto a lo negativo como a lo positivo. El equívoco empieza con el nombre mismo, pues el país que hoy llamamos Colombia empezó siendo uno de los que constituyeron la Gran Colombia, denominación que tomó, tras la independencia de España, lo que había sido el Virreinato de Nueva Granada. Esos cuatro países fueron: Ecuador, Venezuela, Colombia, Panamá; nos ocuparemos aquí de los tres primeros, puesto que la cuestión de Panamá la tratamos ya al hablar de los países centroamericanos. El nombre de Colombia había sido ideado por Simón Bolívar para hacer justicia a Cristóbal Colón frente a los que invocaban el nombre de América, inspirándose en los descubrimientos cartográficos de Américo Vespucio. La idea de Bolívar era hacer extensible ese nombre a todo el conjunto del continente, en lo que hoy podríamos denominar la Magna Colombia, como viene a señalar Arturo Ardao: «La idea de la Magna Colombia suma así, a su interés intrínseco, el de ser, no sólo antecedente directo de la Gran Colombia, primero, e indirecto de la Colombia actual, después, sino también factor participante en el complicado proceso de gestación de la idea y el nombre de América Latina: No es la menor de sus

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significaciones»1. En 1814, Bolívar tenía clara la extensión del nombre al conjunto de países iberoamericanos, y por eso saluda a Caracas como «ciudad inmortal, la primera que dio el ejemplo de la libertad en el hemisferio de Colombia», es decir, en el todo continental que recibe ese nombre, como indica la palabra «hemisferio». La deseable aspiración a la Magna Colombia queda, pues, truncada y reducida a los cuatro países de lo que se llamará entre 1819 y 1930 la Gran Colombia, pero dividida después por los diversos regionalismos en cuatro países que hoy conocemos con su nombre respectivo. Son los que podemos llamar sin extrapolación de ningún tipo países bolivarianos, puesto que en ellos tuvo el Libertador su acción más destacada. Entre esos países ocupa primer lugar el que hoy llamamos Colombia, un territorio acotado por accidentes geográficos que le dan configuración propia: las tres importantes ramas de los Andes con sus correspondientes profundos valles. Por añadidura, Bogotá, la capital, está a una considerable altura, alejada de todo puerto practicable, acentuando el aislamiento del país, que ya era muy grande por las razones expuestas. Allí, protegida por el macizo colombino, tuvo lugar un extraordinario desarrollo de la cultura española del Siglo de Oro, que se tradujo en el castellano más puro hablado en toda la América española. Escritores como Francisco José Caldas, Antonio Nariño y Francisco Antonio Zea, de magnifica prosa castiza, son suficiente prueba de ello. El soberbio aislamiento de Colombia favoreció la tendencia separatista de regiones adyacentes: Panamá, Ecuador, Venezuela, y fue en gran parte producto del protagonismo de la clase criolla. Este fenómeno —general, en toda la América hispana— adquirió caracteres extraordinarios en el espacio colombiano dominado por Bogotá. Como ha escrito un agudo observador: «La guerra de la independencia fue obra de nobles criollos contra nobles de España, para reclamar la tiranía activa»2. Esta «tiranía activa» explica muchas de las cosas que van a ocurrir en la Gran Colombia y que sin ella no tendrían fácil explicación. La misma teoría sostiene el sociólogo Walter D. Mignolo cuando dice que «América Latina es el proyecto político de las elites criollas —de descendencia europea— que lograron la independencia de España y que a cambio contribuyeron a la reorganización de Arturo Ardao (1978): La idea de la Magna Colombia: de Miranda a Hostos. México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México, p. 6. 2  Fernando González (1934): Mi compadre. Barcelona: Editorial Juventud, p. 35. 1 



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El ecuatoriano Benjamín Carrión. Abajo, mapa de la Gran Colombia bolivariana.

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unos imperios sin colonias»3. La Gran Colombia fue uno de esos imperios sin colonias, que lógicamente acabaría por fragmentarse. Algunas de esas elites ni siquiera predicaban la separación de España, siempre que su dominación política quedase indiscutida. Como dice Alfonso López Michelsen: La Constitución de Cundinamarca de 1811, por medio de la cual se establecía el sistema monárquico de gobierno y se reconocía a Fernando VII como el legítimo rey de los cundinamarqueses, prueba de modo incontrovertible que el primer impulso de los granadinos no se encaminó a obtener la independencia política de España, sino una transformación económica y social de mucho más vasto alcance. El sistema de gobierno que debía implantarse, como la vinculación con la metrópoli, fueron para los patriotas de 1810 cuestiones adjetivas, si se comparan con problemas como el de determinar el origen de la autoridad, el principio de representación política de los asociados, la separación de los poderes públicos, la promulgación de una Constitución escrita y, sobre todo, la implantación como doctrina política el divorcio entre la vida política y la vida económica. Fue concretamente en este último aspecto que la revolución llamada de Independencia de 1810 partió en dos la historia de Colombia4.

El libro de López Michelsen —La estirpe calvinista de nuestras instituciones políticas (1934)— resulta sumamente esclarecedor. Atribuyendo al calvinismo concepciones políticas que son propias de la Revolución francesa y del Estado moderno, ataca la doctrina de la separación de la Iglesia y el Estado y hasta la misma existencia de partidos políticos: El partido político moderno no sólo es una consecuencia de las formas de gobierno impuestas por el calvinismo, sino que tiene en la vida política la misma configuración de las iglesias calvinistas en la vida religiosa. Del mismo modo que se forman congregaciones y presbiterios dentro de las iglesias, como una consecuencia del libre examen, practicado por los predicadores evangelistas, que buscan opinión para su doctrina, de igual manera los partidos políticos contemporáneos viven del postulado, hasta cierto punto

Walter D. Mignolo (2007): La idea de América Latina. Barcelona: Gedisa, p. 202. Alfonso López Michelsen (1934): La estirpe calvinista de nuestras instituciones. Bogotá: Tercer Mundo p. 83. 3 

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irracional, de que el mérito de una opinión depende del número de adeptos que la respalden5.

La historia de Colombia es la de dos sociedades muy distintas: una, tradicional, española, apegada a los valores de la colonia; y otra, liberal, progresista, y, en algunos casos revolucionaria. Esta división explica dos fenómenos muy alejados el uno del otro: la carencia de un ensayo de lo autóctono propiamente dicho, por un lado; y por otro, la existencia de movimientos revolucionarios como el de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), por mucho que éstos hayan evolucionado hacía el narcotráfico y la corrupción. La consolidación de una «guerrilla revolucionaria» se ve incentivada por el radicalismo de la oposición entre conservadores y liberales, que acaban provocando una profunda escisión del país proveniente ya desde el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, que propició, en 1948, el llamado «Bogotazo». En esa dicotomía entre lo tradicional-español y lo progresista-revolucionario van a encontrar hueco los dos regionalismo que darán origen a las naciones que se separan de la Gran Colombia. A este respecto, es curioso que el mayor panegirista del dictador venezolano Juan Vicente Gómez (1857-1935) sea un escritor colombiano como Fernando González (Antioquia, 1895-1964), abogado, diplomático, polemista, ensayista, que encuentra en aquél las virtudes más representativas de la raza. Y es que el dictador venezolano es colombiano de origen —aunque nacido en Táchira— y, por eso puede titular su biografía con un expresivo Mi compadre (1934); la verdad es que Gómez nació en una zona andina de quebradas montañas y fronteras poco precisas. En él encuentra González, paciencia, realismo, capacidad de sacrificarse para conseguir el fin propuesto, pero, sobre todo, su identificación con lo más típico del ser suramericano. «Con él —dice González— aparece el primer ensayo de autoexpresión de la raza suramericana… abandonando la sugestión europea, Suramérica es mestiza, sangre española e india con pinta negra, y en Venezuela, única parte donde ya están completamente mezcladas, comienza a autoexpresarse. Le corresponde esta gloria»6.

Ibíd., p. 78. Fernando González (1934): Mi compadre. Barcelona: Editorial Juventud, Barcelona, p. 14. 5  6 

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Las características de Colombia que hemos dibujado hacen de este país una nación de grandes escritores; dejando a un lado a novelistas magistrales como José Eustasio Rivera o Gabriel García Márquez, en el terreno del ensayo es obligado citar a Germán Arciniegas7, profundamente preocupado por lo americano, y que ya en su libro Este pueblo de América (1945), señala el carácter diferenciador de la personalidad americana, cuando afirma: «Por más que aquí nos creamos españoles o franceses, somos americanos; el continente nos imprime un aire, un acento, una luz, un color…». Sin embargo, este carácter diferenciador reside en una serie de lugares comunes, que vienen a concretarse en el afán de libertad y de democracia, a lo que Arciniegas llama «el deseo de una vida libre». Venezuela 8 nació al socaire de la Capitanía General de Venezuela, creada por Real Cédula de Carlos III el 8 de septiembre de 1777, evolucionando después hasta convertirse en territorio independiente. La invasión de la Península Ibérica por Napoleón Bonaparte será decisiva a ese respecto; para hacer frente al invasor se constituye una Junta Suprema de Venezuela el 19 de abril de 1910, que mantiene su independencia de España a título de conservadora de los derechos de Fernando VII; en octubre y noviembre de dicho año se constituye un Congreso General de Venezuela (con los diputados de Caracas, Barinas, Cumaná, Barcelona, Mérida, Trujillo y Margarita), que acabará proclamando la independencia de Venezuela, tal como refleja el acta de 5 de julio de 1811, donde se dice: Germán Arciniegas (Bogotá 1900-1999) es quizá el ensayista más importante de la literatura colombiana. Ha sido periodista, educador, ensayista, historiador y diplomático, ocupando puestos importantes en cada uno de estos campos: director del diario El Tiempo, cónsul de Colombia en Londres y embajador en varios países europeos y americanos, ministro de educación, etc., etc. Como ensayista ha destacado en el terreno de la sociología, de la historia, de la cultura, del arte y de la literatura en general. Algunos de sus títulos más famosos son: El estudiante de la mesa redonda (1932), América, tierra firme (1937), Entre la libertad y el miedo (1952), Este pueblo de América (1945), Biografía del Caribe (1945), Los alemanes en la conquista de América (1941) y El continente de siete colores (1965). 8  El nombre mismo de Venezuela parece que fue una ocurrencia de Américo Vespucio, al visitar en el golfo de Paria una población de palafitos indígenas, que sin duda, como italiano, le recordarían a la ciudad de Venecia. El nombre aparece ya consagrado hacia 1504 en una edición del mapa de Juan de la Cosa, y refrendado en 1513 por una declaración de Alonso de Hojeda ante el fiscal de Santo Domingo, donde habla del «golfo de Venecia». 7 



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Nosotros los Representantes de las Provincias Unidas de Venezuela, poniendo por testigo al Ser Supremo de la justicia de nuestro proceder y de la rectitud de nuestras intenciones, implorando sus divinos y celestiales Auxilios y ratificándolo, en el momento en que nacemos a la dignidad que su Providencia nos restituye, el deseo de vivir y morir libres, creyendo y defendiendo la Santa, Católica y Apostólica Religión de Jesucristo, como el primero de nuestros deberes; Nosotros, pues, a nombre, y con la voluntad y autoridad que tenemos del virtuoso pueblo de Venezuela, declaramos solemnemente al mundo que sus Provincias Unidas son y deben ser, de hoy más de hecho y de derecho, Estados Libres Soberanos e independientes y que están absueltos de toda sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dixeren sus Apoderados o representantes, y que como tal Estado libre e independiente tiene un pleno poder para darse la forma de gobierno que sea conforme a la voluntad general de sus pueblos, declarar la guerra, hacer la paz, formar alianzas, arreglar tratados de comercio, límites y navegación y hacer ejecutar todos los demás actos que hacen y ejecutan las Naciones libres e independientes.

Venezuela es un territorio caribeño, frente al carácter mediterráneo del dominado por Bogotá. La base territorial es la de la Capitanía General antes nombrada, que se constituyó en República de Venezuela a partir de 1811. La dictadura de Juan Vicente Gómez, al principio del siglo xx, será definitiva en este sentido, al desarrollar la explotación del petróleo como eficiente base de la economía del país, en sustitución del cacao y del café, como era tradicional. El espacio geográfico consolidado en torno a esos intereses es la base de la nueva nación separada de la Gran Colombia, y así lo ve también el historiador ya citado: La historia del nombre de Venezuela es desde entonces la historia de la tierra que lo lleva, y de sus habitantes, que van adquiriendo, a través de un largo y accidentado proceso histórico, el nombre de venezolanos. En sus comienzos era un nombre más dentro de los millares de nombres nuevos que las circunstancias del descubrimiento hicieron brotar sobre las tierras y las aguas del Nuevo Mundo. ¿Por qué se mantuvo y no naufragó? Lo que hoy se llama Venezuela pudo llamarse, con igual o mayor derecho, Coquibacoa, Curiana, Coro, Patria, Guayana, Caracas, etc. […] El nombre de una colectividad no nace de una imposición personal o arbitraria. Para que subsista necesita el consenso de las generaciones. A una

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persona se le asigna un nombre, al nacer o al bautizarla, y lo normal es que la acompañe a través de toda su existencia, oscura o gloriosa. Los nombres de la tierra son un producto de la historia, a la vez una elaboración y una expresión de su destino. ¿Cómo se entretejieron el destino y el nombre de Venezuela? El mantenimiento de nuestro nombre se debe, en primer lugar, a que la integración del país se produjo bajo la creciente hegemonía de la gobernación de Venezuela, que tenía a Caracas por capital, y en segundo lugar, a una larga y lenta labor de selección a través de la cual unos nombres se desvanecieron y otros triunfaron. Las vacilaciones respondían a un oscuro y oculto sentido estético. A través de los siglos la colectividad se sintió poco a poco identificada con su nombre, encarnada en él. De todos los nombres posibles, y a través de vicisitudes, vacilaciones y azares, triunfó el más hermoso, hasta hacerse consubstancial con el país y sus hombres9.

Desde el punto de vista de la geografía física, Venezuela no se diferencia de Colombia, países ambos dominados por una naturaleza impresionante, como muy bien lo han reflejado dos grandes escritores: La vorágine, de José Eustasio Rivera, puede paragonarse en este sentido con la Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos. El colombiano y el venezolano apenas se distinguen desde esta perspectiva; en los dos la naturaleza es protagonista, ya se vea ésta en las cumbres andinas, en la selva amazónica o en los grandes llanos. Es un sentimiento al que han sido sensibles desde los primeros tiempos de la independencia todos sus grandes espíritus. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en las silvas de Andrés Bello10, especialmente la Alocución a la poesía y La agricultura de la zona tórrida. Esta última, sobre todo, es Ibíd., pp. 51-52. Andrés Bello (Caracas, 1781-Santiago de Chile, 1865) fue un humanista de vasta cultura clásica y moderna. En su obra se agrupan los más variados aspectos: ensayos críticos, creaciones líricas, especulaciones filosóficas y tratados jurídicos. En su educación debe mucho a Humbolt, a quien acompañó en sus expediciones científicas. De 1810 a 1829 vivió en Londres, donde estudió la filosofía y literatura inglesa, relacionándose con el grupo de españoles allí residentes, presidido por la figura de Blanco-Withe. En 1829 se asentó definitivamente en Santiago de Chile, fundando la Universidad de Chile, de la que fue primer rector. Redactó el Código Civil Chileno, que luego serviría de modelo a los demás códigos del continente americano. Entre sus obras —Estudios sobre el Poema del Cid, Gramática castellana, Opúsculos gramaticales, Estudios críticos y literarios, Derecho internacional— sobresale su Filosofía del entendimiento, obra de psicología y lógica muy influida por el pensamiento inglés y escocés —Reid, Hamilton, Berkeley, Stuart Mill—, pero como carácter original. Andrés Bello es uno de los grandes prohombres americanos, en los que la cultura americana halló por primera vez sus intérpretes propios, y protagonista, por tanto, de la independencia espiritual de aquellas repúblicas. 9 

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una exaltación de la naturaleza del trópico americano, a través de la cual los hijos de Venezuela, encuentran sus sentimientos más propios:

¡Salve, fecunda zona, que el sol enamorado circunscribes el vago curso, y cuanto ser se anima en cada vario clima, acariciada de luz, concibes! Tú tejes el verano su guirnarla de grandes espigas; tú la uva das a la hirviente Cuba; no de purpúrea fruta, o roja, o gualda, a tus florestas bellas falta matiz alguno; y bebe en ellas aromas mil el viento; y greyes van sin cuento paciendo tu verdura, desde el llano que tiene por lindero el horizonte hasta el erguido monte, de inaccesible nieve siempre cano!

Sin embargo, a pesar de este temprano inicio de preocupación por la autoctonía, Venezuela va a entrar muy pronto por la vía de una superación de los sentimientos nacionales, identificándose con una tradición de vinculación a lo americano como tal, siguiendo la línea de Simón Bolívar, que se preocupa más por el destino de todo el continente que por el de un solo país. Este sentido tiene el ensayo de Mariano Picón-Salas11 Pequeño 11  Mariano Picón-Salas nació en Mérida, Venezuela (1901-1965), aunque vivió mucho tiempo en Chile, donde se formó y pasó muchos años (1923-1936). Allí fue profesor de universidad y fundo el grupo Índice (1930-1934). Al regresar a Venezuela en 1936, tras la caída del dictador Juan Vicente Gómez, ocupó la Dirección de Cultura del ministerio de Educación. Posteriormente, como miembro del cuerpo diplomático, viajó por toda Europa. Durante la dictadura de Pérez Jiménez residió en Estados Unidos, como profesor de varias universidades. Fue director de la Revista Nacional de Cultura, de Caracas, y profesor de la Universidad Central de Venezuela. En su obra destaca como crítico, periodista, novelista y, sobre todo, ensayista. En este ámbito, quizá sus obras más representativas son las siguientes: Hispanoamérica, posición crítica (1931), Formación y proceso de la literatura venezolana (1940), De la conquista a la independencia (1944), Crisis, cambio, tradición (1951), Suma de Venezuela (1965), Regreso de tres mundos (1959), etc.

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tratado de la tradición, donde frente a esa preocupación por encontrar el signo determinante de la «venezolanidad» propone una identificación con una tradición dinámica, en la que se produce una conciencia de continuidad histórica, que atiende al pasado críticamente, con vistas a configurar un presente y un futuro auténticos. Así, dice: Ojalá que con talento, veracidad y agudeza, los venezolanos logren convertir siempre en Historia, lo que a veces sólo incluimos como brumosa Mitología. Ojalá que el culto de la tradición, que ahora se invoca, no degenere en inútil y verboso ditirambo, en resentida xenofobia, en localismos aislador o en cuento de descendientes cansados, que se satisfacen en rememorar las proezas de los abuelos. Ojalá —en las vísperas de un país que ahora crece en dimensión velocísima— la inteligencia nacional, el trabajo del escritor, del historiador, del intérprete, que todavía cuenta socialmente menos que el del mercader afortunado, revele en nuestra tradición lo que todavía tiene vigencia y ejemplar contenido humano; lo que merece sentirse en presente y ayudarnos en la marcha hacia el futuro12 .

Y es que seguramente lo más propio de la «venezolanidad», es la búsqueda de lo americano y de lo que en lo americano hay de universal humano, término al que también conducían los ensayos de interpretación de lo autóctono en México, Argentina, Guatemala, Nicaragua, Perú, y el resto de los países analizados. En definitiva, la preocupación por lo autóctono culminará en una búsqueda del «ser» americano, como expresión de lo universal, que será tema de nuestra atención al final de este libro. Entre tanto, se ha producido en Venezuela la subida al poder de Hugo Chávez (1999), con su propuesta de un «socialismo bolivariano», que se inspira en los mismos ideales ya expuestos anteriormente, aunque la deriva autoritaria y populista en la que ha embarcado el presidente provocan el temor de una seria amenaza a la democracia aparentemente consolidada en el país. En el conjunto de lo que fue la Gran Colombia, Ecuador constituye un caso excepcional por su decantación hacia una cultura ilustrada que tuvo su figura señera y paradigmática en el gran Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo (1747-1795), el hombre más representativo de ese sentido ilustrado en un momento en que ni siquiera Ecuador era un país 12  Mariano Picón-Salas (1955): Historia de la cultura en Venezuela, 2 vols. Caracas: Universidad Central de Venezuela, vol. I, p. 244.



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independiente. Como médico se adelantó al descubrimiento de los microorganismos como productores de enfermedades, pero Espejo fue sobre todo un humanista amante de su país que ejerció una función esencial en el despertar de la conciencia nacional; en cierto modo fue un precursor de la independencia ecuatoriana. En este sentido, su libro Nuevo Luciano o despertador de ingenios (1779) constituyó una piedra angular, consolidada luego por la fundación del periódico Primicias de la Cultura de Quito (1792). No es ningún contrasentido, por lo tanto, llamarle «padre de la patria», aunque ésta no hubiere alcanzado todavía la plena independencia. Es muy significativo a este respecto que el retrato de Espejo fuese elegido para la Galería de Grandes Próceres de América, instalada en la Unión Panamericana de Washington. Desde este punto de vista, Ecuador constituye el país ilustrado por excelencia dentro de la Gran Colombia, hasta tal punto que llega a despreciar los valores propios para exaltar los ajenos: la cultura grecolatina, los enciclopedistas franceses, la cultura española clásica… Éste es un aspecto sobre el que han llamado la atención sus intelectuales más destacados, empezando por el ilustre Gonzalo Zaldumbide13, que, a principios del siglo xx daba cuenta del problema en sus «Vicisitudes del descastamiento» (1914). Muy agudamente lo señala también la profesora Nancy Ochoa Antich cuando, a propósito de Juan Montalvo, resalta la «innegable contradicción entre la España fecunda que produjo obras inmortales, entre ellas El Quijote y una España incapaz por causa de profundos vicios que le habían llevado, ya desde el Renacimiento en adelante, a ser un país negado para todo progreso. Como consecuencia de esto Montalvo, que se gloriaba de haber imitado ‘una obra inimitable’, se sumó a la calumnia de España»14. La escritora que tan agudamente señaló el problema, recoge una amplia muestra de la función que en esa actitud le estuvo reservando al arielismo y de forma muy especial al citado Gonzalo Zaldumbide, como viene a señalarlo otro gran estudioso de la cultura nacional: Gonzalo Zaldeumbide (1884-1966) fue, quizá, el modernista más destacado de Ecuador, una tendencia que desarrolló a partir de su admiración por Rodó y D’Anunzio. Se le puede considerar en este sentido un introductor del arielismo en Ecuador. Sus libros: De Ariel (1903), Égloga trágica (1956) y Significado de España en América (1963), tuvieron una gran difusión e influencia. 14  N. Ochoa Antich (1986): El arielismo en el Ecuador. Quito: Banco Central del Ecuador/Corporación Editora Nacional, p. 39. 13 

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No es novedad que el arielismo, importado por don Gonzalo Zaldumbide en la primera década del novecientos, expresaba el pensamiento de las burguesías americanas en trance de consolidarse mediante la afirmación de sus caracteres diferenciales frente a la ingerencia cada vez mayor de los Estados Unidos. Su carácter de clase, sin embargo, impedía a semejante pensamiento reivindicar sin más los valores originales de una cultura popular de raíces indígenas que se identificaban con la barbarie (Calibán). Reivindicaba, por tanto, la «espiritualidad» que se consideraba proveniente de la Europa latina (Ariel) y disolvía así la oposición al pragmatismo norteamericano en el sueño de una América española donde las diferencias regionales debían ser anuladas por la acción del espíritu sobre la barbarie15.

Una vez más la burguesía se convierte en ejecutora de los intereses nacionales, sin que ello suponga desconocer los intereses de sectores de la población muy distintos entre sí como fueron el Grupo América y el Grupo de Guayaquil, vinculados a dos zonas del país muy distantes entre sí: la situada en los lugares más altos de la sierra —incluyendo a Quito como capital del país— y los situados en la costa, animados por la actividad desbordante de un puerto como Guayaquil. Si el clima frío de la primera zona inclinaba a potenciar valores europeos y abstractos (Grecia y la cultura clásica; el Flandes de Erasmo y Rembrandt), el cálido ambiente de la costa propiciaba el «tropicalismo» y valores afines. En esta dialéctica, la burguesía procuró aunar las diferentes iniciativas hacia una «cultura nacional» omnicomprensiva, dentro de la cual se incluía la vuelta hacia España y los valores españoles como contrarios al concepto anglosajón de «colonia» como factoría. España asumió América como parte de un dominio legal, donde los virreinatos ocupaban un lugar administrativo similar a los territorios gobernados en la península por el rey. La burguesía ecuatoriana se propone así asimilar todo ese legado histórico sin renunciar a las influencias positivas que puedan venir del exterior. Así lo expresa Gabriel Cevallos: Nuestro caudal se ha formado por la acumulación de bienes o de posibilidades históricas aportadas, en primer lugar, por los gestos humanos asumidos en la planicie tórrida y en las montañas frías, cada vez que un nuevo torrente migratorio sobrevino y se colocó originalmente en el paisaje, o junto a los 15  Fernando Tinajero (ed.) (1986): Teoría de la cultura nacional. Quito: Banco Central del Ecuador/Corporación Editora Nacional, p. 62.



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grupos preexistentes, o a veces sobre ellos. En segundo lugar, por las fusiones de culturas, ya fueran persuasivas o violentas, ya despaciosas o súbditas, acaecidas antes del Incario, a lo largo de éste y, con mayor variedad y penetración, en los tres siglos del período hispánico; fusiones a las que deberíamos añadir la persuasión lenta de otros modos y estilos de vida que, durante la era republicana han venido a incrustarse, poco a poco, en nuestros gestos esenciales, aunque sin llegar a su raíz y sin afectar las maneras profundas de expresarse nuestra realidad. En tercer lugar, el caudal de posibilidades se ha acrecentado con el mestizaje racial que acabó por crear un tipo humano, si bien no invariable en su material contextura, dueño sí de un conjunto de potencias biológicas en las que nuestra ceguera o nuestro sectarismo político no nos ha permitido detenernos con lentitud, ni menos, nos ha permitido interrogarles o pedirles lo mucho que pueden dar de sí16.

El resultado es una afirmación de lo propio para dar expresión a esa cultura nacional que, sin abandonar su identidad, sabe recoger los aportes venidos de fuera. Así lo entiende el citado estudioso: Por nación somos un grupo humano en potencia de dar pasos decisivos que logren sobreponerse a las hostilidades frecuentes que nos asaltan en el camino, pasos que sean, a más de simple lección, el fundamento de una vida mejor para nuestros sucesores. Fusión cultural y mestizaje racial; he allí el hontanar de la calidad histórica de los pueblos hispanoamericanos, del ecuatoriano entre ellos; y de allí vendrá la mayor parte del caudal histórico manejable en nuestra convivencia, si quiere seguir siendo original y vigorosa. Por nación somos un pueblo mestizo, un pueblo fundido con ricos metales, un pueblo que no tiene razón alguna de ir a caza de extrañas definiciones simplistas para contener conceptualmente su convivencia múltiple y compleja. Por nación somos, pues, un pueblo rico y dueños de posibilidades múltiples17.

Por eso tuvo tanta importancia en Ecuador la fundación de la Casa de la Cultura (1944) que hizo Benjamín Carrión18, otro prócer americano Gabriel Cevallos García (1986): «Sobre la formación del espíritu nacional», en Ibíd., p. 253. 17  Ibíd., p. 254. 18  Benjamín Carrión (1897-1979) fue escritor, periodista, diplomático, profesor e intelectual destacado, aunque no dejara de provocar las tensiones propias de su influyente personalidad. Se le conoce como uno de los grandes introductores del arielismo en Ecuador, compartiendo sus rasgos más destacados: idealismo, moral cristiana, amor a la 16 

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de relevancia continental. El autor de la «teoría de la pequeña nación», lo deja bien claro: «tenemos que ser un pueblo grande en los ámbitos de la espiritualidad, de la ética, de la solidez institucional… Tenemos que ser, por esos caminos que sí están a nuestro fácil alcance, un ‘pequeño gran pueblo’ digno del respeto universal, de la consideración afectuosa y admirativa de todos»19. La Casa de la Cultura Ecuatoriana se encontraba en el corazón mismo de este proyecto del «pequeño gran pueblo». El papel de Carrión cobra especial relieve cuando el país, abatido por la humillación tras la guerra con Perú, se hunde en profunda frustración. Desde las primeras líneas del prólogo a Cartas al Ecuador Carrión señala que «Nos ha tocado vivir la etapa más dura por desorientada, por regresiva, por vergonzosa y trágica de todo nuestro vivir llamado republicano. La patria ha sido humillada y vencida. A los hombres libres del Ecuador les ha tocado presenciar, impotentes, el asesinato del pasado, la anulación del presente, la mutilación del porvenir nacional»20. Por consiguiente, como habían hecho otros intelectuales latinoamericanos en sus países respectivos, Benjamín Carrión también se propuso sondear las realidades ecuatorianas para descubrir los valores de la patria y, al exaltarlos, fomentar entre sus compatriotas el orgullo nacional y la esperanza en un futuro mejor21.

tradición grecolatina, panamericanismo y antiimperialismo. Tras la guerra contra Perú (1941) en que Ecuador perdió 200.000 km², se dedicó a exaltar los valores nacionales, muy deprimidos ya por la masacre de obreros ferroviarios en 1922. Esto le condujo a un socialismo que trató de hacer compatible con la más estricta fidelidad a la tradición humanista del país. En esta línea fundó su «teoría de la pequeña nación». Entre sus obras más destacadas pueden mencionarse los siguiente títulos: Los creadores de la Nueva América (1928), Cartas al Ecuador (1943), Trece años de cultura nacional: 1944-1957 (1957), Raíz y camino de nuestra cultura (1970), América dada al diablo (1981). 19  Benjamín Carrión (1957): Trece años de cultura nacional. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, pp. 10-11. 20  Benjamín Carrión (1988): Cartas al Ecuador. Quito: Banco del Ecuador/Corporación Editora Nacional, p. v. 21  Éste es el mejor resumen de su pensamiento, tal como lo realiza Michael Handelsmann (1995-1998): Diccionario Enciclopédico de las letras en América Latina, 3 vols. Caracas: Monte Ávila.

Capítulo XVI

El cono sur: Argentina, Uruguay, Chile

En el territorio de lo que fue el antiguo virreinato del Río de la Plata, surge lo más propio y específico de lo que hoy llamamos el Cono Sur1: Argentina, Uruguay, Chile; tres países donde el sentimiento de lo autóctono llega a su máxima expresión, a pesar de la continuidad física entre unos y otros. Han bastado dos accidentes geográficos, sin embargo, para que la brecha abierta entre ellos, dé lugar a tres expresiones muy distintas de la identidad cultural que define a cada uno. Entre Uruguay y Argentina la amplia desembocadura del río de La Plata y la ancha bahía a que ha dado lugar, basta para que la «orientalidad» del primero se defina como antiafirmación propia, mientras que la cordillera de los Andes se abre como muralla definitiva entre Argentina y Chile para constituir dos países muy distintos. El hecho de que Argentina se halle en el medio de ambos extremos, le da también una peculiaridad propia, como vemos con la publicación por Domingo F. Sarmiento2, de Facundo (1845), libro que marca el momento 1  La historiografía tradicional entiende por Cono Sur las llamadas Repúblicas Unidas del Río de L Plata (Argentina, Uruguay, Paraguay), pero nosotros hemos cambiado ligeramente la distribución para atenernos a un criterio más gráfico desde el punto de vista descriptivo. 2  Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), nacido en San Juan de la Frontera (Argentina), es un educador y escritor de la mejor veta. De origen humilde, pasó por los

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de despegue en esta preocupación. Aunque todo el libro es importante a los efectos que aquí nos interesan, pues la biografía de Juan Facundo Quiroga —tema central del libro—, constituye la expresión de una personalidad eminentemente argentina que lleva en sí los rasgos característicos de la argentinidad, lo más interesante es la primera parte. En ella nos describe Sarmiento el aspecto físico de su país y los caracteres, hábitos e ideas que engendra; según esta descripción, el rasgo típico de la Argentina es su enorme extensión y especialmente la de la Pampa, que contrasta con los reducidos y escasos núcleos urbanos. El mal que aqueja a la República Argentina —dice— es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, se le insinúa en las entrañas; la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son por lo general los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Allí la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo. Al Sur y al Norte acéchanla los salvajes, que aguardan las noches de luna para caer, cual enjambre de hienas, sobre los ganados que pacen en los campos y las indefensas poblaciones. En la solitaria caravana de carretas que atraviesa pesadamente la Pampa y que se detiene a reposar por momentos, la tripulación, reunida en torno del escaso fuego, vuelve maquinalmente la vista hacia el Sur al más ligero susurro del viento que agita las hierbas secas, para hundir sus miradas en las tinieblas profundas de la noche en busca de los bultos siniestros de la horda salvaje que puede sorprenderla desapercibida de un momento a otro3.

más variados empleos: minero, comerciante de vinos, periodista… llegando a general. En su madurez alcanzó la Presidencia de la República (1868-1874). Viajó por Europa y Estados Unidos, de lo que nos ha dejado imperecedero recuerdo en su libro de Viajes (1845-1847). En Estados Unidos fue embajador de su país desde 1865 a 1868. Murió en Asunción (Paraguay), donde pasaba largas temporadas en los últimos años, debido a su buen clima. Aparte del Facundo, escribió dos autobiografías: Mi defensa (1843) y Recuerdos de provincia (1850); este último quizá su mejor libro desde el punto de literario. Al final de su vida escribió un libro sociológico, de orientación positivista, Conflictos y armonías de las razas de América (1883), en el que defiende la inferioridad racial de la sociedad hispanoamericana y propone la imitación de los Estados Unidos, cuya civilización ha contribuido a la prosperidad material y al bienestar del pueblo. 3  D. F. Sarmiento (1967): Facundo. Buenos Aires: Espasa-Calpe Argentina, pp. 9-10.



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De esta idea de extensión simbolizada por la Pampa se desprende el sentimiento típico del carácter argentino: un sentimiento de superioridad, que da gran importancia al individuo, llegando a afirmar Sarmiento que los argentinos son gente arrogante y presuntuosa, dada la alta conciencia que tienen del valer como nación. A partir de esta idea de superioridad, Sarmiento analiza alguno de los caracteres argentinos más típicos, describiendo los rasgos del rastreador, ese gaucho grave, circunspecto, que es capaz de seguir las huellas de un delincuente hasta grados inverosímiles, y en cuyo testimonio se tiene tanta confianza que muchas veces servía de acusación; el baqueano, otro gaucho también grave y reservado, que conoce el terreno palmo a palmo, hasta el punto de constituir el topógrafo insustituible que ha de tener todo general en campaña; el gaucho Malo, perseguido por la justicia, habitante solitario de la Pampa, alimentándose de perdices y mulitas, bailando algún cielito con una muchacha cuando cae de improviso sobre el valle, robando caballos, pero no más depravado, en el fondo, que otros habitantes de las ciudades; y, finalmente, el cantor, especie de bardo o de trovador, que canta a los héroes de la Pampa, perseguidos por la justicia, es un cronista de la vida argentina que no tiene residencia fija y acampa siempre donde la noche le sorprende. Sin embargo, todos los caracteres argentinos son reunidos por Sarmiento en la figura de Facundo, en el que se da la mezcla característica de civilización y barbarie conjuntamente. Este último elemento se encuentra, según él, en el campo, mientras el civilizado se halla en las ciudades. A partir de 1810 y debido al dominio que Facundo Quiroga obtiene sobre las ciudades, la barbarie se extiende también a éstas, debido, sobre todo, al despótico dominio de Juan Manuel de Rosas, «que clava en la culta Buenos Aires el cuchillo del gaucho, y destruye la obra de los siglos, la civilización, las leyes y la libertad». La contraposición entre civilización y barbarie, que llena toda la obra de Sarmiento, va a ser manejada por otros escritores, que tratan de calar en la psicología y en la sociedad argentina. Quizá uno de los libros más interesantes sobre este tema es la Radiografía de la Pampa (1933), de Martínez Estrada4, donde dicha tesis se invierte. Si en Sarmiento la barbarie 4  Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) nació en San José de la Esquina (Santa Fe, Argentina). En su juventud fue empleado de correos; posteriormente (1924-1946) fue profesor en la Universidad Nacional de La Plata y en la del Sur (Bahía Blanca). Obtuvo numerosísimos premios literarios y colaboró en las revistas literarias más famosas de México, Argentina, etc. Viajó por Europa, Estados Unidos y casi toda Hispanoamérica.

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es propia del campo y la civilización lo es de las ciudades, en Martínez Estrada se habla, por el contrario, de la cultura del campo, frente a la incivilidad de la ciudad. Por otro lado, insiste en que, en la mayor parte de los casos, tanto civilización como barbarie se hallan entremezcladas, constituyendo un difícil equilibrio de fuerzas. Así, dice: Lo que Sarmiento no vio es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrifugas y centrípetas de un sistema en equilibrio. No vio que la ciudad era como el campo, y que dentro de los cuerpos nuevos reencarnaban las almas de los muertos. Esa barbarie vencida, todos aquellos vicios y fallas de estructuración y de contenido, habían tomado el aspecto de la verdad, de la prosperidad, de los adelantos mecánicos y culturales. Los baluartes de la civilización habían sido invadidos por espectros que se creían aniquilados, y todo el mundo sometido a los hábitos y normas de la civilización, eran los nuevos aspectos de lo cierto y de lo irremediable. Conforme esa obra y esa vida inmensas van cayendo en el olvido, vuelve a nosotros la verdad profunda. Tenemos que aceptarla con valor, para que deje de perturbarnos; traerla a la conciencia, para que se esfume y podamos vivir unidos en la salud5.

Sin embargo, uno de los puntos en que más insiste Martínez Estrada, como decíamos antes, es en la misma barbarie de las ciudades, debido al «imperialismo económico» de los comerciantes y técnicos extranjeros, que, hospitalariamente acogidos, se dedicaban a explotar las riquezas argentinas para beneficio de las compañías extranjeras. Desde muy poco después de la independencia, el capital inglés, principalmente con la construcción de los ferrocarriles, inundó la economía argentina, y solo posteriormente fue sustituido por el norteamericano, situación ante la que Martínez Estrada se rebela enérgicamente. Por lo demás, es imposible dar idea completa de este penetrante libro, que cala, quizá, como ninguno en el alma, en la tierra y en la vida argentinas.

Aunque destacó como poeta por sus libros Oro y piedra (1918), Nefelibal (1922), Motivos del cielo (1924) y Humoresca (1929), su fama principal la debe a sus importantes libros de ensayo Radiografía de la Pampa (1933), La cabeza de Goliat (1940), Sarmiento (1946), Muerte y transfiguración de Martín Fierro (1948), Análisis funcional de la cultura (1969), etc. 5  E. Martínez Estrada (1953): Radiografía de la Pampa. Buenos Aires: Losada, pp. 400-401.



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Una contrapartida optimista a la postura de Sarmiento la tenemos en la doctrina de Ricardo Rojas6, si bien su obra es algo anterior a la de Martínez Estrada. Ya en 1912, Rojas había opuesto a la antinomia de «civilización y barbarie» su formula: «indianismo y exotismo», de cuyos conceptos dice que «cifran la totalidad de nuestra historia, incluso la que no se ha realizado todavía»7. Indianismo es todo lo originario de la tierra, todo lo nativo, incluyendo en ello los productos del mestizaje con españoles, así como los fenómenos culturales e históricos derivados de todo ese fondo indígena. Exotismo abarca todos los elementos provenientes de culturas foráneas, ya sea la española o las traídas por otros pueblos. En esa línea exalta el valor de lo autóctono y de lo que Rojas llama genus loci, pues considera que «la raza es un fenómeno espiritual, de significación colectiva, determinado por un territorio, un idioma, o sea, por un ideal»8. Y, así, «el territorio nacional no es sólo una jurisdicción política, sino un crisol de fuerzas cósmicas, que obran sobre la raza, dándole un carácter regional y transcendiendo por el hombre a la historia»9. La adscripción a la tierra vemos, pues, que conduce a una exaltación de lo nacional, de la «argentinidad» —vocablo que en el futuro traerá otros similares, para designar lo más propio de cada uno de los países hispanoamericanos, pero cuya primacía cronológica hay que concederle a Ricardo Rojas—, lo que ha llevado a numerosos autores a considerar la doctrina de éste como un caso de jingoísmo. En Eurindia (1924), libro en que Rojas explaya con amplitud sus ideas, no cabe considerarle como tal, a pesar de la importancia que sigue concediendo a lo argentino. En esa obra, que subtitula Ensayo de estética sobre las culturas americanas, se propone una asimilación de lo europeo y una superación de lo americano, en 6  Ricardo Rojas (Tucumán, 1882-Buenos Aires, 1957) estudió en el Colegio Nacional de Santiago del Estero. Se dedicó, primero, al periodismo y, luego, a la enseñanza. Viajó por Europa en diversas ocasiones. Fue profesor de la Universidad de La Plata y de la de Buenos Aires, llegando a ser rector de esta última. En 1922 fundó el Instituto de Literatura argentina. Se retiró de la docencia en 1946 y, aunque en 1955, volvió a la misma, fue por muy breve tiempo, dado su delicado estado de salud. Aunque es autor de poesía y teatro, sobresale como ensayista, campo en el que destaca por obras como La restauración nacionalista (1909), Blasón de plata (1910), La Argentinidad (1916), Historia de la literatura argentina (1917-1922), Eurindia (1924) y El Cristo invisible (1927). 7  Ricardo Rojas (1912): Blasón de plata. Buenos Aires: s. e., p. 164. 8  Ricardo Rojas (1951): Eurindia. Ensayo de estética sobre las culturas americanas. Buenos Aires: Losada, p. 144. 9  Ibíd., p. 248.

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busca de un propósito universal de autonomía y civilización. Ahora bien, en esta búsqueda, Argentina ocupa un lugar especial por ser el órgano más fecundo de Eurindia, si bien dice que «lo argentino sólo es parte de lo americano»10. Hay una zona, la zona del arte, donde se descubren las afinidades profundas de todo lo americano. A través del análisis de tres símbolos —la Tierra, símbolo de la materia; el Árbol, símbolo de la vida, y el Templo, símbolo del Arte—, la evolución argentina nos va descubriendo la tradición social y cultural americana, profundamente artística y de hondo contenido creador, como Rojas nos va exponiendo con habilidad, a través de los artículos dedicados a la danza, la música, la arquitectura, la pintura, la escultura y la poesía. Ricardo Rojas es una personalidad imprescindible a la hora de fijar la consolidación del nacionalismo argentino. Educado en el rechazo al positivismo del siglo decimonónico, se afilia al nacionalismo romántico basado en la afirmación del Volksgeist. Su libro La restauración nacionalista (1909) es una pieza clave en la reafirmación de la nación argentina con un proyecto propio que toma como eje la historiografía y la filología; considera que la educación es un elemento básico para asentar en las nuevas generaciones el futuro de la nación. A la hora de enmarcarle en el panorama intelectual del siglo xx, hay que considerarle como uno de los representantes más definitorio de la generación del Centenario. La publicación de su libro La argentinidad. Ensayo histórico sobre nuestra conciencia nacional en la gesta de la emancipación, 1810-1816 (1916), marca un hito en la bibliografía nacionalista con pretensión divulgativa entre la juventud. Desde este punto de vista, Rojas es un paradigma del historiador con vocación pedagógica que busca los grandes mitos históricos como referencia inexcusable con un sentido político; no es casual que se fuera acercando cada vez más a la figura de Hipólito Irigoyen, llegando a militar desde 1930 en la Unión Cívica Radical; para esa época la república oriental de Uruguay lleva ya recorrido un largo camino de su independencia, conducido por el batllismo11. Cuando Uruguay se separa de las llamadas Repúblicas Unidas del Río de la Plata, una clase media de origen criollo bien asentada en el país decide Ibíd., p. 128. Sobre la figura de Rojas véase la tesis doctoral de Mª del Mar Garrido López (2005): Ricardo Rojas (1882-1957). Nacionalismo cultural y liberalismo en la Argentina Contemporánea. Madrid: Universidad Complutense de Madrid. 10  11 



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constituirse en república independiente con el nombre de República Oriental del Uruguay. Las señas de identidad que entonces se imponen son las de un país de «excepción», con el lema repetido hasta la saciedad de «como el Uruguay no hay» que configura el prototipo de una sociedad ideal: la «Suiza de América» El Uruguay es un país con una población homogénea, de raza blanca y mentalidad europea; una sociedad culta, sin indígenas ni negros, de carácter democrático y pacífico, que viene a constituir la realización de una utopía en un territorio —como el latinoamericano— convulso y atrapado en rivalidades continuas. Los principales servicios públicos estaban nacionalizados, existían avanzadas leyes laborales y un progresista derecho de familia (que incluía el divorcio por la sola voluntad de la mujer), de acuerdo con el modelo que había tenido por artífice a José Batlle y Ordóñez (1856-1929) en los primeros años del siglo xx; todo ello sustentado por una economía saneada basada en la buena cotización internacional de sus materias primas —carne y lana—, que permitía el funcionamiento de un Estado benefactor omnipresente. El tamaño del país favorece la realización de esa utopía; por un lado, tiene una superficie quince veces menor que la de Argentina y cuarenta y cinco inferior a la de Brasil, pero, por otro lado, es tan grande que permitiría situar en su interior a varios países europeos: Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Dinamarca, Suiza y Albania unidos cabrían dentro de su superficie (177.508 km²). Se construye así en el imaginario colectivo una nación que ha sabido combinar «nativismo» y «cosmopolitismo» en una fusión reconocible en la forma de preparar el mate, bailar la milonga o chaparrita, preparar el asado y el dulce de leche; incluso se mantiene la tesis de que el tango es de origen montevideano, y no bonaerense, como se defiende en Argentina. Todo ello basado en textos como los de Juan Zorrilla de San Martín, autor de La leyenda patria (1879) y La epopeya de Artigas (1910), en los que convierte a José Artigas en el héroe por excelencia de la independencia nacional. Se va definiendo así la «orientalidad» como el rasgo definitorio de lo uruguayo constituido por la vibración de un sentimiento nacional propio en que se confunden los principios teóricos con los ideales humanísticos de libertad, paz, democracia, elevados al más alto nivel. Esta imagen idílica sufrió un primer golpe con el crack neoyorquino de 1929 y se rompe definitivamente con la dictadura de Gabriel Terra (1933-1938), aventurando al país en una senda difícil y escabrosa, que no verá su fin hasta 1985. En 1999 todavía Eduardo Rodríguez Larreta podía escribir lo siguiente:

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Somos un país pequeño, un país no rico, de escasos recursos materiales que, entre los colosos de América que nos rodean, contábamos con una sola virtud: teníamos el orgullo, si se quiere la vanidad de ser superiores a ellos en cultura política y en civilización. Y bien: ese único orgullo, esa única satisfacción que nos permitía mediar en el concierto de las grandes potencias con alguna vanidad y con alguna satisfacción, ha sido enterrado en el día de hoy. Nuestro nombre irá a aumentarse con el de otras tantas pobres republiquetas de Sudamérica manejadas a golpes de sables y a bocinazos de cuartel12.

La restauración democrática de 1985 había obligado al país a entrar en un proceso de reflexión que le permitiera recuperar el pulso. Con todo, los analistas están acordes en que no se puede olvidar el pasado, sino, en todo caso, reconducir la «excepcionalidad» en una dirección inédita. Fernando Aínsa se pregunta «si el pasado puede ser un modelo ante los procesos de globalización en que estamos inmersos», y él mismo se contesta: «no puede concebirse otro futuro posible que no tenga en cuenta esa excepción, que no haga del acervo de ese imaginario desguazado el mejor trampolín para los desafíos pendientes de la modernidad inconclusa»13. Una conclusión muy parecida a la que obtiene Hugo Achugar, tras su repaso a lo ocurrido desde 1985 hasta hoy: El desafío pendiente para una descripción útil o productiva de los cambios culturales entre 1985 y 2005 me parece que podría ser —ahora que cierro estas páginas— la descripción de lo uruguayo presente en dichos cambios. Es decir, el desafío sería continuar construyendo la excepcionalidad del caso Uruguay; incluso a pesar de lo imaginado de la «excepcionalidad uruguaya». Una excepcionalidad que se da en pleno proceso de integración regional con el Mercosur y en un horizonte cultural, pero sobre todo político y social, que incluye la aspiración de una integración sudamericana. Quizás podría terminar sosteniendo que un modo de resumir los múltiples cambios ocurridos en el conjunto de escenarios socioculturales que es o ha sido el Uruguay de los últimos veinte años, sea el paso de una cultura nacional a un país donde la tradicional universalidad de la cultura nacional ha entrado en un proceso de reconfiguración14. 12  Citado por Fernando Aínsa Amigues (2007): «La utopía de la democracia en Uruguay», en América Latina hoy. Vol. 7. Salamanca: Universidad de Salamanca, p. 92. 13  Ibíd., p. 98. 14  Hugo Achugar (2005): «Veinte largos años. De una cultura nacional a un país fragmentado», en Gerardo Caetano (dir.): 20 años de democracia. Uruguay 1985-2005,



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Grupo de gauchos. A la derecha, Artigas en la ciudadela, óleo de Juan Manuel de Blanes (1884).

En el otro extremo del Cono Sur, limitando con el océano Pacífico, está Chile, una franja de tierra estrecha y alargada que se extiende de norte a sur. Está separado del resto del continente por la cordillera de los Andes, y tiene la virtud de abarcar todos los climas posibles, desde el desierto de Atacama en su zona septentrional hasta tierras polares muy próximas a la Antártida. Salvo negros, la población se compone de gentes de muy distinta procedencia pero generalmente de raza blanca, mezclada en algunas ocasiones con los mapuches originarios. Este conjunto demográfico se siente muy vinculado a la tierra en que nació y en esa variedad que constituye el país. Chile es mayor en extensión que cualquier país europeo, tiene las montañas más altas del mundo después del Himalaya, sus costas llenas de fiordos, de accidentes y de islas, son las más complicadas del mundo. El chileno se siente muy orgulloso de la tierra en que le ha tocado nacer, y el carácter nacional viene de alguna manera a quedar conformado por él, como viene a demostrar Benjamín Subercaseaux en su libro Chile o una loca geografía (1940); con sentido del humor viene a decirlo: Si en vez de ese carácter indolente y apático que es el nuestro, hubiéramos nacido con el espíritu entusiasta e imaginativo de los americanos del norte, Miradas múltiples, dirigido por Gerardo Caetano. Montevideo: Taurus, p. 434.

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ya tendríamos geografías, películas y novelas de aventuras, donde alternaran, en un ambiente tórrido y desértico, los morenos pampinos con los hieráticos indios de los solares atacameños; en el Pacífico, los canacas polinesios de la isla de Pascua y los pescadores del valle de Lord Anson, hijos de algún náufrago perdido en las playas de la isla de Robinson. Veríamos a los araucanos combativos y a las robustas mujeres que reman en los mares de Calbuco; a los chilotes, pequeños y locuaces, con sus caras de japoneses; a los alacalufes de los canales sombríos, navegando en sus canoas primitivas; a los cowboys de la pampa magallánica, con sus altas botas, su chaquetilla azul de mecánico y la gorra con la visera puesta atrás, luchando contra las ráfagas del pampero; seguiríamos a los buscadores de oro a través de la Tierra del Fuego; y en el canal de Beagle nos contarían las historias de los loberos, mezcla de pescadores, contrabandistas y piratas, que recorren en sus cutteres los canales del Lejano Sur, imponiendo su querer, sin otro freno que el de su propia ley… Hay un país vasto, imponente, que es el orgullo del geógrafo, del naturalista, del viajero. Un país, en una palabra, que es la satisfacción del hombre en su sentido más legítimo, y con más razón, del artista, que, a fin de cuentas, es el hombre en su máxima potencia de captación y de sensibilidad. Chilli, «donde se acaba la tierra», decían los aimaraes. Y tenían razón: a menos que sea donde comienza15.

Las palabras con que se inicia el párrafo citado sobre el carácter indolente y apático del chileno, no debemos echarlas en olvido, pues son ellas las que explican esa afección al «roto» (las clases más pobres del país) que analiza Luis Durand en su libro Presencia de Chile (1942). Esa especie de piedad hacia el caído explica muchas cosas de la solidaridad chilena, donde han faltado siempre estadistas, y han sobrado los políticos. Subercaseaux insiste en eso: Chile es una agrupación política, una ideología; algo citadino, local, que pretende desde ahí gobernar una buena lonja de este vasto planeta. La tierra es rebelde a las ideas; no sabemos qué hacer con ellas cuando enfrentamos el campo y sus hombres laboriosos y solitarios. En cambio, la tierra es sumisa al esfuerzo humano cuando éste la enfrenta en una labor sostenida y eficaz. «Chile es tierra de misiones», me decía un sacerdote que no creía mucho en

15  Benjamín Subercaseaux (1964): Chile, o una loca geografía. Buenos Aires: Editorial Universitaria, p. 32.



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procesiones ni parroquias. Parodiándole, diremos también: «Chile es tierra de pioners; no de comicios ni de partidos»…. Pero ya el veneno está ahí16.

Por eso Chile ha permanecido aislado, dando la espalda a América, mirando, encantado de sí mismo, hacia la vasta extensión del océano Pacífico, que le seduce, como le sedujo a Pablo Neruda en su paradisíaca residencia de «Isla Negra».

16 

Ibíd., p. 85.

Capítulo XVII

Los países mediterráneos: Paraguay y Bolivia

Todos los países latinoamericanos tienen algún acceso al mar, con la excepción de Bolivia y Paraguay; de aquí que se les denomine mediterráneos, en el sentido estricto de la palabra, ya que, por mucho que la palabra la asociemos habitualmente al famoso mar, etimológicamente el significado alude a un espacio geográfico rodeado de tierra. Esto es lo que ocurre con los dos países mencionados. En el caso de Paraguay podríamos en principio haberlo incluido en el capítulo dedicado al Cono Sur, puesto que formó en su día parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata, pero ha pesado más en mi ánimo el aislamiento que es peculiar a este país y que le da un carácter único, junto con Bolivia, en todo el continente. En ambos, la cultura indígena se ha mantenido viva y muy presente en la vida cotidiana, y en Paraguay la presencia omnímoda del guaraní en la lengua diaria imprime carácter, con la suavidad melodiosa de sus modulaciones, traducida en bellas canciones con arpa, que viene a ser el instrumento nacional. Aquellos de nosotros que hemos oído estas canciones cantadas por los indios, no las podemos olvidar nunca. Sobre todo el continente americano ha flotado la imagen de la utopía, pero en Paraguay ésta se ha visto reduplicada en vista del aislamiento; por eso, Viriato Díaz-Pérez la define así: «cultura restringida en su aislamiento mediterráneo»1. De hecho, son muchos los espíritus atraídos hacía 1  Viriato Díaz-Pérez (1980): Literatura del Paraguay, vol. II. Palma de Mallorca: Ripoll, p. 13.

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el país desde lugares lejanos: anarquistas australianos, mennonitas rusos, proto-nazis germanos (la hermana y el cuñado de Nietzsche) y algunos eminentes españoles de la generación del 98, como Rafael Barret o el ya citado Díaz-Pérez. Rubén Barreriro Sagnier lo dice muy bien: «El Paraguay ha sido, desde siempre, como un espejismo que atrae a los buscadores de utopía. Y no ha sido el deslumbramiento del oro o el centelleo de la piedra preciosa, pues el sueño del Dorado temprano se esfumó en la historia de la Provincia Gigante y pobre de las Indias»2. Allí situaron los jesuitas sus famosas “misiones”, pues allí consideraron que se podía establecer «el reino de Dios sobre la tierra»3. Esto no quiere decir que los paraguayos no tuvieran que luchar por su independencia y que no escribieran honrosas páginas al respecto; el heroísmo paraguayo es reiteradamente invocado por muchos de los que se han ocupado de sus gestas. Sin embargo, en todos ellos queda el trasfondo de la utopía y de forma muy elocuente cuando en 1913 se proclama oficialmente la República del Paraguay4. Desde años antes se venía hablando de su particular idiosincrasia como nación, como lo hace Rodríguez-Alcalá en El Banco Agrícola de Paraguay, con motivo de la Exposición Internacional de Agricultura que se hizo en Buenos Aires en 1910. El texto es una llamada de atención sobre el destino de la nación que va a servir de inspiración a un libro muy significativo de G. Cardus Huerta titulado Arado, pluma, espada (1911), donde critica la actuación de los conquistadores españoles que actuaron en dirección inversa: primero la espada, y luego todo lo demás. La propuesta, promovida por su admiración hacía el modelo yanqui, es justamente la inversa: primero el arado que abre surcos de riqueza; luego, la pluma que ennoblece; y después, la espada que defiende. Éste es el Paraguay que vio ya el profesor español Adolfo Posada y que inspiró su bello libro La República del Paraguay: impresiones y comentarios (1911); éste es el Paraguay que enamoró al escritor Díaz-Pérez, refugiado en el hermoso reducto de Villa Aurelia, donde descansaba y recibía a sus Rubén Barreiro Sagnier (1980): «Prólogo», en Viriato Díaz-Pérez: Literatura del Paraguay, ob. cit., p. 5. 3  José Luis Abellán (1981): Historia crítica del pensamiento español. Del barroco a la Ilustración (siglos XVII y XVIII). Madrid: Espasa-Calpe, pp. 390-405. 4  Veasé Efraín Cardozo (1964): «La proclamación de la República del Paraguay en 1913», en Boletín de la Academia Nacional de la Historia, vol. XXXIV, Buenos Aires, 1964. 2 



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amigos5. Desde allí desarrolló una amplia difusión de la teosofía, de la que era adepto desde sus tiempos en el Ateneo de Madrid a principios del siglo xx. Cuando en 1917 Manuel Domínguez publica su libro El alma de la raza, la imagen que hemos descrito está ya consolidada, y a ella se refiere directamente en el prólogo con que comienza su bello ensayo sobre «La Sierra de la Plata», donde dice: Y en el Paraguay la causa que orienta las expediciones, las deriva, las sostiene y explica sus milagros de energía, fue una luz que brotó del Occidente y fue enseguida estampa indeleble en la retina del godo, idea pertinaz en su cerebro —el espectro de la Sierra de la Plata—. Es el primer Dorado del Paraguay. Paseó con el explorador vagabundo y con él fue resbalando sobre ríos y montañas, a través de la selva pensativa y de la llanura líbica. Es el fantasma, dice Humboldt, que llamaba al conquistador a toda hora. En el fondo, la geografía lo explica casi todo y empieza diciendo lo que es el Chaco, Dragón que ha de devorar al argonauta, describo después el país que nomino Cólquide Americana, parte del Imperio del Rey Blanco, el Inca, donde estaba escondido el Vellocino, el cerro de Potosí, los Andes6.

El prologuista de la obra, Juan E. O’Leary, elogia en sumo grado la prosa de Domínguez, no tanto por su perfección formal, como por su capacidad de impactar al lector, parangonándola con las de Unamuno, Sarmiento o Alberdi, precisamente por habernos sabido transmitir esa esencia paraguaya con «el álgebra que preside su elocución»: «condensa sus tesis en verdaderos teoremas, que va desarrollando a escape para llegar

Viriato Díaz-Pérez (Madrid, 1875-Asunción, 1958) fue un escritor español que participó de muchas de las inquietudes de la generación del 98; sobre todo, de aquellos que tuvieron cierta relación con la teosofía. Emigró a Paraguay en 1906 y fundó allí un cenáculo La Colmena (1907) de gran éxito entre los escritores locales. En 1912 creó una rama de la Sociedad Teosófica con otros teósofos paraguayos. Sus Obras completas (30 vols.) se han editado en Palma de Mallorca por Luis Ripoll (1980-1998). Aparte de sus Estudios teosóficos, destaca, entre sus estudios históricos, una obra que constituye una gran aportación a la historiografía paraguaya: Las comunidades peninsulares en su relación con los levantamientos comuneros americanos y en especial con la relación de los comuneros en el Paraguay. 6  Manuel Domínguez (1946): El alma de la raza. Buenos Aires: Ayacuaho, pp. 231-232. 5 

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a una demostración indestructible»7. Así puede enunciar al final de un largo recorrido: El Paraguay reúne la mayoría de las condiciones psicológicas para ser nación: unidad religiosa, de lengua (el guaraní le da un sello propio), identidad de costumbres, y el pueblo que escribió la página más épica de los tiempos modernos, tiene en su pasado heroico, un rico legado de recuerdos. Es idólatra de su independencia, inteligente, sagaz, guerrero, sobrio, ágil y sufrido. Es una nación con el sentido de Derecho Público8.

Esta afirmación, hecha en la primera mitad del siglo xx, adquiere hoy, en la primera década del siglo xxi, más fuerza que nunca, tras haber superado una larga serie de dictaduras a lo largo de su historia: la del Dr. Francia (1811-1840) y la de Alfredo Stroessner (1954-1989). La victoria de Fernando Lugo en abril de 2008 abre nuevas perspectivas a la izquierda latinoamericana. Paraguay, una potencia acuífera y el primer productor mundial de energía eléctrica, está en disposición de superar la pobreza y la concepción que han consumido al país secularmente, sin sacrificar su independencia. Como predijo Augusto Roa Bastos, uno de sus más grandes escritores: «Paraguay será invencible mientras se mantenga cerrado compactamente sobre el núcleo de su propia fuerza». Una cerrazón semejante ha padecido también Bolivia, como consecuencia de su mediterraneidad, aunque el aislamiento boliviano tenga un carácter muy distinto al paraguayo, sobre todo por la fuerza que en este último país tiene la demografía indígena de aimaras y quechuas con una gran densidad de población. El hecho es que la identidad boliviana se ve claramente favorecida por esa fuerza de la cultura indígena, donde el sentimiento de lo telúrico se ha manifestado de forma muy rotunda. A ello se refiere uno de sus analistas más perspicaces —Guillermo Francovich— con el nombre de «mística de la tierra»; esta expresión es utilizada por dicho autor para referirse al hecho de que los procesos cósmicos y las influencias del paisaje andino dan al país —y por supuesto, al hombre que lo habita— una característica excepcional, que lo llevará, sin duda, a una función histórica también excepcional. En este movimiento Francovich, cita a varios pensadores, como Franz Tamayo, Jaime Mendoza,

7  8 

Ibíd., p. 11. Ibíd., p. 113.



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Roberto Prudencio, Humberto Palza, Fernando Díez de Medina y Federico Ávila9. Dentro de estos pensadores, Roberto Prudencio10, es, sin duda, el más importante, no sólo por la fundación de una revista que iba a ser expresión del movimiento de la «mística de la tierra», Kollasuyo, sino por la publicación dentro de ella, en 1939, del ensayo: «Sentido y proyección del Kollasuyo», que a pesar de su brevedad —sólo tiene ocho páginas— va a tener una enorme influencia; en realidad constituye una síntesis de las ideas que servían de base a dicha «mística de la tierra», por lo que nos pararemos a exponer su mensaje central. Empieza afirmando que «el paisaje modela al hombre», tanto desde un punto de vista físico, como desde un punto de vista psíquico e histórico, originando, así, las distintas culturas. «La cultura por ende —dice— no es sino la expresión formal de lo telúrico». Y más adelante, añade: «Cada región del mundo plasma sus propias formas, cada paisaje suministra sus peculiaridades expresivas». Desde esta base, Prudencio, analiza el alma del paisaje andino boliviano en sus dos modalidades más importantes: la montaña y el altiplano. La primera, representa un límite puesto al horizonte, mientras el altiplano representa, por el contrario, la extensión desnuda que quita a las cosas su definido perfil y le da al kolla —su habitante— su característica fundamental. De aquí que este hombre sombrío y concreto, capte con facilidad la esencia de las cosas y esté especialmente capacitado para la síntesis. Si por un lado, la altiplanicie le obliga a una obediencia, exigida por el dominio de la tierra, la montaña lleva al hombre a la acción, le convierte en un ser dominador y rebelde, ya que si «la montaña es la tierra huyendo

9  Guillermo Francovich estudia este movimiento en dos libros: La filosofía en Bolivia (Buenos Aires, 1945) y El pensamiento boliviano en el siglo xx (México, 1956). En el segundo no recoge dentro de este movimiento a los dos primeros autores citados, añadiendo, sin embargo, dentro del capítulo «Una mística de la Tierra», al último citado, que no aparece en el primer libro. 10  Roberto Prudencio, catedrático de historia del arte en la Universidad de La Paz, actuó en política y en la vida literaria del país. Con otros, fundó la Estrella de Hierro, agrupación socialista, que apareció por breve tiempo tras la Guerra del Chaco. El movimiento Nacionalista Revolucionario, al que perteneció después, lo eligió senador. En 1939 fundó la revista Kollasuyo, junto con Julio Alvarado y Augusto Pescador, a través de la cual pretendió dar expresión espiritual a su generación. Entre sus ensayos más importantes, aparte del citado en el texto, figuran: Los valores literarios y La esencia de la poesía.

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de sí misma», el hombre que la habita representa un «impulso de la tierra por dominar al cielo». Esta influencia del paisaje opera, decididamente, sobre la colectividad, pero el problema está en que el hombre boliviano ha perdido, durante la república, el contacto con la tierra, y de aquí la necesidad de recobrar las poderosas energías telúricas que para él representa la montaña andina y así termina su ensayo diciendo: «El nuevo Kolla, que ha de ser el criollo y el mestizo indianizado, tiene que cumplir su fin histórico, que es de forjar un nuevo ciclo cultural. Esta cultura, al inspirarse en las formas permanentes de la tierra, tendrá sus raíces en el milenario Tiahuanacu que perdurará así, a través de una nueva humanidad, la que sabrá arrancar al paisaje ancestral un nuevo sentido»11. El mismo Guillermo Francovich (1901-1990), aunque, lógicamente, no estudia su propio pensamiento dentro de los libros citados sobre el pensamiento boliviano, es un importante indigenista. Su libro Pachamama: diálogo sobre el porvenir de la cultura en Bolivia (Asunción, 1942) es un diálogo entre varios jóvenes que hablan sobre autonomía cultural de América, pero centrados, principalmente, en torno al problema del nativismo y el universalismo. A través de la conversación, se observa una exaltación del telurismo, simbolizado por la diosa Pachamama, que significa «madre tierra». Se habla a nivel metafísico, de una realidad vasta y superior, no accesible a la razón y estrechamente vinculada al cuerpo y a la tierra. A esto, se une una tendencia a cierto universalismo, expresada por Carlos, uno de los participantes, que afirma «la idea de personalidad, como expresión del espíritu y el predominio de la razón sobre el instinto y lo irracional». Esta interpretación indigenista de la identidad cultural boliviana es un producto de la llamada generación del Chaco, es decir, la que surgió después de la Guerra del Chaco (1932-1935), por la que Bolivia perdió una parte importante de su territorio frente a Paraguay. Como escribió un agudo analista: «Bolivia empieza a perder su insularidad a raíz del conflicto bélico del Chaco. La guerra ha sido un acicate, y va a ser una transformación». En efecto, todos los escritores mencionados al principio de estas líneas habían empezado a realizar dicha transformación, que lentamente

11  Citado por Guillermo Francovich (1945): La filosofía en Bolivia. Buenos Aires: s. e., p. 163.



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conducirá a la situación actual dirigida por el que ha sido llamado «primer presidente indígena de América»12, Evo Morales, elegido en 2005. La realidad es que Bolivia ha vivido secularmente dominada por la actitud feudal y autoritaria de sus dirigentes «llanos», de origen criollo, que sienten de forma agobiante el peso de la mediterraneidad, y para hacerle frente acuden a valores europeos que creen universales. El hecho es que esa minoría dirigente ha vivido por siglos ajena a la realidad étnica y demográfica del país —el 54% de la población son indios—; tanto en la educación como en la política se importan conceptos y criterios elaborados en realidades sociales y culturales que no tienen nada que ver con la composición social del país. Éste es el hecho que va a quedar descarnadamente descubierto por la Guerra del Chaco y al cual dan expresión los ensayistas ya citados. La conclusión que podemos establecer, después de leídas sus aportaciones, es que en Bolivia el peso de la geografía constituye un factor dominante, como consecuencia del cual la Bolivia republicana ha permanecido enclaustrada en el altiplano. Así, el indio se convierte en el componente esencial de lo boliviano, haciendo que el blanco se sienta desarraigado en su propia patria, pues, si el indio está telúrica y étnicamente adaptado al medio, no ocurre lo mismo con los blancos; como autobiográficamente dice Carlos Medinaceli: «Los que poco o nada tenemos de indio, los que por nuestra malaventura somos un retoño enteco y reseco del viejo tronco hispano, que esta agonizando en América, esos, resultamos ajenos al paisaje y vivimos con un alma sin tierra donde adherirnos»13. La conciencia crítica de los intelectuales de los años veinte va a cobrar fuerza dinamizadora con la revolución de 1952 hasta llegar al actual mandato de Evo Morales, donde el Movimiento al Socialismo (MAS) va a cobrar protagonismo inusitado. Se trata de impulsar una revolución democrática hacía un «Estado plurinacional comunitario» a través de una nueva Constitución. Éste es el pulso que mantiene el actual gobierno con los poderes oligárquicos tradicionales, refugiados en los departamentos ricos del país (Santa Cruz, Tarija, Beni, Pando). Se trata de construir una nueva cultura donde no sólo impere el mestizaje, sino que éste se traduzca políticamente en una ciudadanía compartida por todos los sectores sociaLa expresión resulta exagerada en la medida que ya hubo un antecedente en México con el indio zapoteca, Benito Juárez, que fue presidente de su país entre 1867 y 1872. 13  Carlos Medinaceli (1955): Páginas de vida, Potosí: Editorial Potosí, p. 55. 12 

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les. Esto supone dar una oportunidad a las clases que hasta ahora han desempeñado un papel subalterno y que dichos sectores sociales comiencen a estar representados en las esferas del gobierno y en los círculos de decisión. Mientras tanto algunos prototipos de la vieja oligarquía dominante, exclaman: «Pronto será necesario ponerse plumas para hacerse respetar en este país…». Como dijo en su día, de forma documentada y fidedigna el profesor Gómez-Martínez, Bolivia sigue siendo «un pueblo en busca de su identidad»14.

Imágenes de la Guerra del Chaco.

14  José Luis Gómez-Martínez (1988): Bolivia: un pueblo en busca de su identidad. La Paz: Los Amigos del Libro.

Capítulo XVIII

El modelo brasileño

Existe una tendencia a no hablar de Brasil cuando nos referimos a América Latina, dando un predominio absurdo a los países de habla española —Hispanoamérica o Iberoamérica—, quizá por la superioridad de su número frente a lo que es un solo país. Aunque esa tendencia se está corrigiendo de forma acelerada, debemos darla definitivamente por concluida, si atendemos al hecho que me gustaría dejar claramente establecido después de terminar este capitulo: Brasil es el país latinoamericano por excelencia. En primer lugar, porque ocupa territorialmente la mayor extensión del continente (es el segundo después de Estados Unidos), siendo en superficie el primero de origen hispánico. En segundo lugar, porque es el octavo país del mundo desde el punto de vista demográfico. Y en tercer lugar, porque es una nación ajena a toda superioridad étnica, donde impera de forma radical la democracia racial. Muy bien lo ha caracterizado Gilberto Freyre: El status nacional de Brasil no es la expresión de una conciencia de raza, pues no lo hizo una raza única, pura o casi pura. Ningún pueblo europeo de los que han colonizado América estaba menos animado por un com-

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La idea de América

plejo de superioridad racial o de pureza racial que el portugués. El status nacional de Brasil es étnicamente negativo. Pocas naciones modernas son tan heterogéneas desde un punto de vista étnico como la única república de habla portuguesa del Continente americano. En Brasil ninguna minoría o mayoría étnica ejerce realmente una dominación absoluta, sistemática y permanente, cultural y social, sobre elementos de la población política o económicamente menos activos. Tal puede ser el deseo de unos cuantos blancos con respecto a los muchos miembros de color de la comunidad brasileña; pero esos pocos están demasiado desarticulados como aristocracia étnica o cultural para que pueda considerárseles seriamente como una decidida influencia imperial sobe la política cultural interior del país o como un factor importante para decidir la política exterior de Brasil1.

El origen histórico de Brasil está en el Tratado de Tordesillas, cuando el papa Alejandro VI decide en 1494 correr la línea que separa los dominios portugueses de los españoles 170 lenguas al oeste de las islas Azores, con lo que una parte importante del continente cayó bajo el dominio de Portugal, y así fue ratificado por los Reyes Católicos, por el lado español, y por Juan II de Portugal, en lo que toca al país luso. El resultado de semejante origen es la colonización portuguesa de Brasil, pero con una característica muy peculiar, y es la presencia española en esa colonización. No olvidemos la estrecha relación de ambos —españoles y portugueses— en el territorio peninsular y mucho menos que entre 1580 y 1640 los dos países formaron una sola nación. Por eso puede ser considerada —afirma Freyre—, de entre todas las modernas sociedades hispánicas, como la más completamente hispánica: por lo que absorbió, en sus orígenes y en su formación, de los valores españoles al lado de los portugueses. Predominan los valores portugueses, aunque no son exclusivos de la formación brasileña, ni con relación a los españoles ni a los de otros orígenes —amerindios, africanos, italianos, alemanes, polacos, japoneses, ingleses, franceses, angloamericanos— que vienen contribuyendo al desenvolvimiento del Brasil en una de las más vigorosas civilizaciones modernas en los trópicos. Bajo algunos aspectos, quizá la más vigorosa 2.

Gilberto Freyre (1964): Interpretación de Brasil. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, p. 142. 2  Ibíd., p. 20. 1 



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El hecho es que Brasil se nos aparece como una sociedad hispanotropical de gran heterogeneidad racial y de profundo sentido democrático, no tanto en el aspecto político como en el más humano de la palabra: la proximidad física de unos seres a otros, que se hace proverbial en las celebraciones del Carnaval carioca. Al éxito de Brasil como nación contribuyeron de forma muy importante las poblaciones de origen árabe, así como los judíos. No olvidemos que moros y judíos tuvieron una considerable expansión en Portugal, sin que la represión sufrida hacía ellos tuviera el carácter dramático que tuvo en España. Especialmente la clase judía portuguesa adquirió un protagonismo muy significativo en la expansión atlántica de los portugueses. En primer lugar, porque los judíos tuvieron un papel decisivo en el incentivo al desarrollo naviero y a la aventura comercial basado en esa expansión marítima; y en segundo lugar, porque tuvieron la habilidad de comprometer en dicha aventura a numerosos sectores agrícolas de origen moro. Una vez más Freyre lo resume muy hábilmente: Los portugueses de la antigua cepa rural que vinieron a Brasil en el siglo xvi hubieran sido incompletos o unilaterales sin los llamados «enemigos de la agricultura», cuyo rasgo predominante fue su espíritu de aventura, su amor de las novedades, su inteligencia, su espíritu comercial y urbano, su genio de traficantes. Los agricultores, con su profundo cariño a la tierra y un profundo conocimiento de la agricultura, eran a veces engañados o explotados en Brasil por compatriotas cuya pasión era la aventura comercial y la vida urbana —la mayoría de ellos probablemente judíos—; pero en más de un respecto, ese antagonismo fue benéfico para la América portuguesa. Los judíos urbanos, con su genio mercantil, hicieron posible la industrialización del cultivo de la caña de azúcar en Brasil y el éxito en la comercialización del azúcar brasileño3.

Esta visión de la identidad cultural brasileña, tal como la desarrolla Gilberto Freyre en su libro Casa grande e senzala (1933), culmina en dos postulados no muy convincentes. El primero de ellos es la superioridad humana del portugués frente a otros pueblos colonizadores, por su sentido de la sociabilidad y su capacidad de difundir los valores propios a través del comercio internacional moderno, como se prueba en las numerosas palabras de origen portugués introducidas en los idiomas europeos: bam3 

Ibíd., p. 34.

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La idea de América

boo (árbol), verandah (galería), cobra (serpiente), jacaranda (palo de rosa), palanquin (silla de mano), pagoda (templete), caravel (barco), mango (fruta), samba (danza afrobrasileña), jaguar (felino), oporto, madeira (vinos), y un largo etcétera. Por otro lado, los portugueses —en esto igual que los españoles— no tuvieron prejuicios a la hora de mezclarse con otras razas. Y esto viene a coincidir con el segundo de los postulados: la tendencia a valorar positivamente el acercamiento étnico a los pueblos aborígenes mediante un mestizaje visto con buenos ojos; se dice que muchos brasileños llevan con orgullo sus apellidos indígenas, hasta el punto de buscarlos premeditadamente. En esto Freyre se pronuncia con exaltación, como puede verse en los siguientes párrafos: El ideal brasileño de la felicidad humana (un ideal afectado por muchas tradiciones y tendencias de su intelligentsia y de su pueblo) no se limita a las ganancias o las comodidades materiales; incluye el desarrollo de la personalidad humana por procedimientos que parecen haberse acentuado gracias al importante intercambio de valores intelectuales y morales que ha hecho posible el contacto democrático entre diversas razas y culturas […] Los brasileños jóvenes creen, cada día más firmemente, que es su deber oponerse a todas las formas del prejuicio racial que pudieran impedir que Brasil y la población de las regiones de habla portuguesa que hoy dirige culturalmente realizaran el vasto experimento de democratización étnica y social que está en marcha. A este respecto es instructivo observar que incluso la organización brasileña casi nazi o casi fascista, el llamado «Integralismo», no alzó su voz oficialmente contra los elementos raciales a la comunidad brasileña, hecho que sugiere el vigor de esa tendencia […] El hecho de existir ya en el Brasil una democracia étnica que, con todas sus imperfecciones o deficiencias, tal vez sea la más avanzada del mundo moderno, parece colocar a la nación brasileña en una posición ideal para que actúe como nación mediadora entre las naciones europeas y las nuevas naciones de las gentes de color, del África y del Oriente. Tal circunstancia debe ser aprovechada por los orientadores de la política exterior del Brasil en el sentido de hacer que la nación brasileña desempeñe una misión que, sin perjuicio de su condición de Estado americano que caracteriza a la vasta república de lengua portuguesa, proyecte su cultura y sus ejemplos de civilización moderna desarrollada por los brasileños, en parte mestizos, en área tropical, sobre otras áreas tropicales habitadas por poblaciones, también, en parte, mestizas4.

4 

Ibíd., pp. 168, 171-172.



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Esta interpretación de Brasil viene a coincidir con la de otros autores de la misma época, como Euclides da Cunha en su libro Os sertôes, o las expresadas en sus obras por Machado de Assis o Dacy Ribeiro, constituyendo un arquetipo en la fijación del ser brasileño, muy ligado, por lo demás, al ser una cultura desarrollada en zona tropical. Gilberto Freyre insiste mucho en esto, y define a la cultura brasileña como el más perfecto modelo de una democracia hispano-tropical.Quizá el más perfecto modelo de ello se da en el llamado jeito, descrito así por un gran conocedor: El orgullo y la vanidad brasileños privilegian un objeto: el jeito. Es por todos sabido, que tenemos un jeito para todo, en la existencia, lo político, lo físico o lo metafísico... Creo que el elemento constitutivo del jeito es la no radicalización. Un distanciamiento de las posiciones a ser tomadas, o que combina nuestro modo oblicuo de mirar las cosas y nuestro peculiar escepticismo [...] sumemos a eso la jeitosidad, la hábil conciliación de una teoría grandilocuente con una realidad, simplemente olvidada5.

La historia de Brasil está claramente definida desde su independencia en 1822, en dos grandes momentos: la Monarquía imperial hasta 1899, y el establecimiento de una república federal de carácter presidencialista a partir de dicha fecha. Como el resto de los países latinoamericanos, Brasil estuvo muy influido por el positivismo comtiano, hasta el punto de figurar en su bandera nacional dicho imperativo filosófico: «Orden y progreso»; eso no obsta para que, sobre todo a partir de la Semana del Arte Moderno, celebrada en 1922, Brasil iniciara una toma de conciencia de la identidad cultural propia, impulsada por la reacción anti-positivista. El presidente Getulio Vargas (1883-1954) realizó una importante labor de industrialización y modernización del país, que pondrá las bases económicas del Brasil actual; en ese proceso se contextualiza la citada reacción anti-positivista. Es obvio que Freyre está muy influido por el momento histórico en que él vive, cuando el modernismo ha triunfado en todos los países de América Latina como medio de afirmación de la personalidad propia; en este caso, paradigma de la «latinoamericanidad». Aunque no cabe duda de que este autor exagera, pues la democracia racial que él predica está

5 

Roberto Gomes (1987): Crítica da razao Tupiniquina. S. l: Criar Edições, p. 68.

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La idea de América

muy lejos de ser una realidad, tampoco podemos dudar de que ese ideal está inscrito en la conciencia intelectual del Brasil moderno. Esto puede verse muy claro en los recientes debates habidos en el país sobre esa supuesta democracia racial. Las estadísticas han puesto de manifiesto que los negros reciben un salario inferior al de los blancos y que los porcentajes de pobreza adquieren entre aquéllos dimensiones muy superiores a los de éstos, lo que revela una discriminación tácita hacia las razas de color. Una vez advertida esa diferencia, se iniciaron propuestas de discriminación positiva mediante cuotas, pero estas propuestas no fueron bien recibidas, habida cuenta de que en Brasil no existe odio racial ni mucho menos segregación formal como se da en Estados Unidos. Sin embargo, las estadísticas eran irrefutables: había una correlación clara entre raza y pobreza, lo que llevó al Partido de los Trabajadores a elevar al Congreso una ley con el nombre de Estatuto de la Igualdad racial, donde adquieren protagonismo los llamados afrobrasileños, una manera de eliminar las sutiles diferencias formales entre negros, pardos y petos, pero el problema de fondo es que en la convivencia cotidiana ese sentimiento discriminatorio no existe. Como decíamos al principio, el sentimiento de democracia racial es real y vivido, aunque luego el sentimiento quede desmentido por los hechos. El Estatuto de los Trabajadores incluye diez grandes capítulos vinculados a la población afrobrasileña: I) sobre los derechos de salud, II) derechos a la educación, III) libertad de creencia y cultos religiosos, IV) financiamiento de iniciativas para la igualdad racial, V) derechos de la mujer afrobrasileña, VI) propiedad territorial de los quilombos, VII) mercado de trabajo, VIII) sistema de cuotas, IX) medios de comunicación, y X) órganos específicos para investigar denuncias de discriminación. Estos diez capítulos dan una idea de la envergadura de la nueva ley, en la cual las cuotas son una más de las políticas sociales que se proponen6. Esta ley no ha sido aprobada por el Parlamento a la hora de escribir estas líneas, pues ha sido rechazada por amplios sectores de la población brasileña, que ven en ella una oficialización del racismo, en vez de combatirlo con políticas neutras. En cualquier caso, ha tenido una traducción muy positiva, que es dar visibilidad a un problema real: la existencia de 6  La información está recogida de Felipe Arocena/Jessica Elfstrom (2998): «Brasil, ¿democracia racial o igualdad social?», en Relaciones 288 (mayo).



El modelo brasileño

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una discriminación racial de carácter estructural, aunque no se perciba en la convivencia cotidiana. Ahora bien, el hecho de que esta misma consideración pueda aplicarse al resto de los países de América Latina —dominados por la clase criolla, como sabemos—, no resta un ápice a la afirmación que hacíamos al principio: la del modelo brasileño como país latinoamericano por excelencia. Con los datos que tenemos en la mano podemos afirmar todavía más: la de un posible liderazgo brasileño en el conjunto latinoamericano, hasta el punto de proponer su presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU. En el año 2003, los economistas del grupo Goldman Sachs señalaron a Brasil, junto con Rusia, la India y China (grupo BRIC), como los dominantes de la economía mundial hacia 2030. El hecho es que, bajo la dirección de Luiz Inácio Lula da Silva, Brasil está creciendo y desarrollándose a un ritmo acelerado. Su potencial en el mundo de la empresa minera —con el hierro a la cabeza— y su desarrollo del sector agroindustrial, unido al encuentro de nuevos yacimientos de petróleo y de gas, convierten al país en una vigorosa reserva de materias primas con pocos paralelos en el resto del mundo. Un experto en los estudios latinoamericanos, muy prudente en sus juicios, hace la siguiente afirmación: El progreso de Brasil durante los últimos 15 años se ha basado en un paciente desarrollo de consensos democráticos y ésta es la razón por la que parece sostenible. El crecimiento brasileño, a diferencia del venezolano, se basa más en la inversión privada que en el gasto público. Al contrario que Argentina, Brasil no está permitiendo que la inflación ponga en peligro la estabilidad económica. Con sus múltiples defectos, en muchos sentidos. Brasil está comenzando a comportarse como un país serio7.

Me parece que su prudencia es excesiva. Según datos de la asesoría McKinsey, entre 2000 y 2005, 40 millones de personas se sumaron a las clases medias, elevando de forma muy notable su bienestar social y económico, al mismo tiempo que supone un índice muy alto de estabilidad económica y social para el país, amenazado tradicionalmente por la pobreza. El a su vez tradicional alejamiento del resto de los países de su entorno también se está corrigiendo, al imponer, en el sistema educativo, el español como segundo idioma. Por otro lado, en la Península Ibérica, España y 7 

Michael Reid (2008): «Ya es mañana en Brasil», en El País, 19 de junio, p. 23.

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La idea de América

Portugal, que siempre se dieron la espalda, están embarcados en la Unión Europea con un proyecto común y compartido. No cabe duda de que esto también influye en las relaciones trasatlánticas y que todos debemos aprender de Brasil como modelo latinoamericano de integración social y cultural.

Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil.

Capítulo XIX

Los problemas del indigenismo

El término indigenismo se ha empleado de muy diversas maneras, provocando una multiplicidad de acepciones que lo convierten en algo tremendamente equívoco. El diccionario se remite a dos de estas acepciones: por un lado, la atención y el estudio de los pueblos indígenas iberoamericanos que hoy viven en las naciones colonizadas por España y Portugal y que, sin embargo, sobreviven a los criterios de civilización impuestos por éstas. Por otro lado, se entiende también por indigenismo a los distintos movimientos que apoyan las reivindicaciones políticas, sociales y económicas de dichos pueblos indígenas, o incluso los mestizos de sus diferentes mezclas (mulatos, zambos, prietos…). Es claro, sin embargo, que dichas acepciones son insuficientes, pues España mantuvo desde los primeros momentos una preocupación por los pueblos descubiertos, especialmente por parte de los misioneros que estudiaron sus culturas y sus lenguas (Las Casas, Motolinía, Sahagún…), y con todo no puede llamarse a esa actividad «indigenismo». En último término, esas actitudes no fueron sino antecedentes de lo que luego se llamó indigenismo, como pudieran serlo las crónicas de los historiadores de Indias o la revalorización de los pueblos «primitivos» (buen salvaje) que tuvo lugar con la Ilustración. En realidad, el indigenismo con carácter propio y específico es un movimiento que se originó en las primeras décadas del siglo xx y, de forma muy particular, durante el período de entreguerras (1918-1939), en el que convergen la preocupación por la identidad nacional con el interés por

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La idea de América

las culturas exóticas. Hay un cansancio de los valores civilizados que se traduce en un sentimiento «decadente» o de «degeneración». La atención se dirige hacía pueblos sanos y valores vitales: los encarnados en razas jóvenes y primitivas o, por lo menos, no sofisticadas por la civilización. Se vuelven los ojos a lo negro y a su cultura, lo que produce obras como el Decamerón negro, de Leo Frobenius, y Magia negra, de Paul Morand. Se habla de «negritud», se pone de moda la música de jazz; en España, García Lorca canta a los gitanos; en Iberoamérica se habla de «gauchismo» o de «criollismo»1. El tipo de literatura que se hace en América está vinculada al regionalismo, a la preocupación por lo autóctono, a la introspección social, a la presencia de lo telúrico. Así surge el vocablo «indigenismo», que luego se une al vanguardismo y a las técnicas narrativas del «realismo mágico». Se trata de un producto de época fácil de manipular y propenso, por tanto, a caer en las tergiversaciones a las que ya hemos aludido2. Es fundamental no caer en estos equívocos que puedan producir malentendidos de largo alcance, como veremos luego. Se impone, pues, no confundir las culturas indígenas con el «indigenismo». Las culturas indígenas están constituidas por la producción cultural y artística propia, mientras que el «indigenismo» es el resultado intelectual de una preocupación por lo indígena por parte de otros que no lo son. El indigenismo es un producto de la creatividad occidental que tienen por objeto la indagación sobre el universo indígena y los hombres que lo componen. Se trata de la revelación de una sociedad por los medios intelectuales y las categorías artísticas de otra; a ese mundo pertenece la obra novelística de Ciro Alegría, Jorge Icaza, Franz Tamayo, Alcides Arguedas, Armando Chirveches… Evidentemente, estas obras no son cultura indígena, pero permiten acercarse a ella e introducen pautas de comprensión y simpatía. A ello contribuyó sustantivamente el «indianismo» del siglo xix, un movimiento que puede considerarse como un primer acercamiento al indigenismo. La figura del «indio» representante de una cultura exótica y extraña a los cánones cristianos y occidentales de la nuestra aparece con frecuencia en el teatro de carácter romántico, pues efectivamente indianismo y José Luis Abellán (1971): «Examen de valores actuales en la poesía antillana», en La cultura en España. Madrid: Edicusa. 2  Earl M. Aldrich (1980): Regionalismo e indigenismo. Madrid: La Muralla. 1 



Los problemas del Indigenismo

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romanticismo aparecen estrechamente unidos. Un ejemplo muy típico lo tenemos en el drama del Duque de Rivas Don Álvaro o la fuerza del sino, todo él provocado por el origen inca del protagonista. Los críticos han insistido en la truculencia de la obra —cinco muertes en el escenario— o en la inverosimilitud de la acción, pero pocas veces han insistido en lo que, a mi juicio, es fundamental: la diferencia racial de don Álvaro, que —aunque no se conozca con exactitud— le hace sospechoso a todas luces. Don Álvaro el «otro», el diferente, el inasimilable… La sociedad encuentra en él una frontera insuperable, pues toca con ello su intangible «identidad». Es obvio que el Duque de Rivas no podía plantearlo con la claridad que aquí lo hacemos, pero el tema subyace a su drama. El «indianismo» —aunque muy matizado— cobra así presencia en el teatro español y aparece como un adelanto tímido de lo que luego será el indigenismo. A la caracterización que hemos hecho de este movimiento como un fenómeno de época, debemos añadir algunas consideraciones que me parecen pertinentes. La primera de ellas es que el movimiento tuvo la virtud de obligar a una toma de conciencia por parte de las élites latinoamericanas sobre las deficiencias de los pueblos indígenas en múltiples cuestiones políticas, culturales, sociales y económicas. Y ello a su vez llevó a la creación de instituciones indigenistas con clara vocación de superar lo que en el movimiento había de coyuntural. El paso dado en este sentido durante las primeras décadas del siglo xx fue trascendental: de una consideración depauperada del indio a otra donde éste conserva toda su dignidad y nobleza. En la constitución ecuatoriana de 1830 —la primera entre las varias que ha tenido el país— se nombraba a los curas párrocos como tutores y padres naturales de los indígenas, «excitando su ministerio de caridad a favor de esta clase inocente, abyecta y miserable». Estos adjetivos que rozan el desprecio, cambian de sentido un siglo después cuando, en 1940, se convoca el primer Congreso Internacional Indigenista en Pátzcuaro (México), con un cometido prioritario: «El principio básico —dicen las conclusiones— debe ser la igualdad de derechos y oportunidades para todos los grupos de población americana». La discriminación ha desaparecido, pues, y los indígenas aparecen como ciudadanos en igualdad de condiciones con los demás, aunque su problemática introduzca diferencias que deben ser tratadas con equidad. Desde esta óptica, el Congreso de Pátzcuaro marca el acta de nacimiento de un nuevo indigenismo, según el cual se proclama el deseo de que los

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La idea de América

gobiernos de las repúblicas americanas creen instrumentos eficaces para colaborar en la resolución de problemas comunes con las poblaciones indígenas, puesto que se reconoce que éstos son compartidos con muchos países del continente. Este cambio radical en la consideración del indigenismo fue en gran parte provocado por ese indigenismo de nuevo cuño que tuvo lugar en el período de entreguerras. El Instituto Indigenista Interamericano, que se crea a partir de entonces, ve reforzada su actividad con institutos indigenistas en los respectivos países, y con la comisión encargada de convocar los distintos congresos y realizar un seguimiento de las cuestiones indigenistas entre uno y otro. El objetivo común de esta infraestructura es conseguir el «respeto a la personalidad indígena, entendiendo por ella su dignidad, sensibilidad e intereses morales, así como sus hábitos positivos de organización social y sus manifestaciones típicas de cultura». La comunicación entre los promotores de estas iniciativas se realiza a través de la revista América indígena y de su complemento el Boletín indigenista. Aun así, no dejaron de aparecer enemigos declarados de este movimiento, presuponiendo que con ello se querría retrotraer el continente al pasado prehispánico. Uno de las más destacados representantes del indigenismo, el profesor Juan Comas, dio debida respuesta a los portavoces de dicha opinión con palabras que nos parece útil reproducir aquí: Existe un sector que, por desconocimiento del problema o deseo voluntario de tergiversarlo, clama contra el indigenismo, afirmando que sus defensores tratan simplemente de retroceder al indio a su situación precolombina, desterrando cuanto de Cultura Occidental posea hoy… En una palabra: enfrentan Indigenismo e Hispanidad, dando a ambos un sentido erróneo. Ningún indigenista consciente, y menos el indigenismo como doctrina continental han perseguido tal finalidad. El indigenismo intenta mejorar la suerte de treinta millones de seres, cuyo problema socio-económico, cultural y político es distinto del que confronta la masa de población no india de las naciones americanas y, por tanto, no puede resolverse con la aplicación de las leyes generales3.

El tema es tratado por los autores de Indigenismo americano con un criterio muy parecido: 3  Juan Comas (1953): «Panorama continental del indigenismo», en Ensayos sobre indigenismo. México, D. F.: Instituto Indigenista Interamericano, p. 272.



Los problemas del Indigenismo

México Honduras Nicaragua Guatemala El Salvador Costa Rica Panamá Colombia

Venezuela Guyana Suriname Guayana Francesa

Ecuador Brasil Perú Bolivia Alrededor del 40%

Paraguay

Chile

5-20% 1-4%

Uruguay

Menos del 1% Argentina

Porcentaje de la población indígena en América.

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La idea de América

Se diferencia, sí, el problema indio de la visión simple del conjunto de problemas socio-económico-políticos de cada país, a cuya solución está, desde luego, la suya condicionada, pero con la que no coincide. No se pretende resucitar el pasado, sino respetar lo que este pasado puede suponer de enriquecimiento del complejo cultural universal, al mismo tiempo que lo que es ya patrimonio respetable de grupos humanos. El indigenismo afirma la obligación de los gobiernos de ocuparse de estos grupos, pero, presuponiendo que los indígenas tienen que ser tratados teniendo en cuenta sus características culturales. No se pueden aplicar los mismos sistemas de soluciones a gentes distintas en su modo de ver las cosas, en su psicología. Es precisa una adaptación, evidente a todo educado, a la personalidad de cada individuo o pueblo, para poder promover los cambios necesarios a una elevación cultural y mejoría del nivel material y espiritual. No se puede perder de vista que, aunque las estadísticas parezca ofrecen a veces un índice bajo de gentes de raza india, en el porcentaje continental —disminución provocada por la existencia de naciones con población «blanca» en progresivo crecimiento, aumentado por la inmigración europea—, los millones de indios, concentrados en otras zonas, merecen tal atención y constituyen, en su estado actual, un obstáculo al progreso general4.

Una cuestión diferente es si se debe prescindir de las palabras «indio» o «indígena»; los que así piensan, arguyen que al utilizarlas se está diferenciando a este grupo de población, lo que provoca una cierta discriminación y nos aleja del ideal de la unificación. Por eso prefieren hablar de «campesinos» en general, más que de indios en particular. En la medida en que el indigenismo aspira a ser una etapa transitoria en el camino a superar todas las discriminaciones, no parece totalmente descartable dicha opción5. Esta postura es parcialmente compartida por aquellos que ven en el indigenismo una forma de ocultar la realidad autóctona de los pueblos americanos aborígenes. En este sentido, el indigenismo es una creación de la cultura occidental, una etiqueta que se aplica al «diferente» para asimilarlo. En esta línea se mueve la «filosofía de la liberación», de Enrique Dussel. Según este autor, el indigenismo es una forma sutil para 4  Manuel Ballesteros Gaibrois y Julia Ulloa (1961): Indigenismo americano. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica, p. 243. 5  Sobre este punto véanse los ensayos de Manuel Gamio: «Consideraciones sobre el problema indígena» (América indígena, vol. II; nº 2, pp. 17-23) y «La identificación del indio» (América indígena, vol. VI, pp. 99-103).



Los problemas del Indigenismo

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ocultar la realidad del «otro», preocupándose aparentemente por él. El «indigenismo» es una propuesta de la oligarquía dominadora para perpetuarse; por eso la filosofía de Dussel se manifiesta como anti-oligárquica, pretende una invalidación de lo hispánico y se vincula a un desarrollo del socialismo. El hecho real es que no deja de haber en el indigenismo una contradicción paradójica. Por un lado, se exalta la «raza» y los valores naturales —lo telúrico—, resaltando su significado regresivo, mientras por otro se autoproclama como una propuesta progresista y de avance social. Entre bandazos a uno y otro lado, el indigenismo ha logrado cuestionar los estereotipos hispanistas, generando una autoconciencia crítica de lo nacional. Por eso le hemos visto desempeñar un papel incuestionable en las reflexiones sobre la identidad cultural que hemos visto en los anteriores capítulos. Más allá de esta consideración, no cabe duda de que el indigenismo ha tenido tradiciones prácticas, como la de los katarinos en Bolivia o el llamado EZLN mexicano con el comandante Marcos al frente.

Capítulo XX

La idea de América durante la «guerra fría»

Aunque el proceso de «globalización» no va a tomar una fuerza impulsora decisiva hasta comienzos del siglo xxi, las dos Guerras Mundiales que tuvieron lugar en Europa entre 1914-1918 y 1939-1945 son claramente una expresión del proceso, manifestado, tanto o más que en el propio acontecimiento bélico, en los movimientos migratorios a que dieron lugar. Se hizo entonces evidente que un suceso ocurrido en cualquier lugar del planeta, podía tener repercusiones en muchos otros lugares del mismo, por alejados que estuviesen del centro originario. La interdependencia se hizo evidente. El fenómeno adquirió carácter general después del fin de la Segunda Guerra Mundial, es decir, durante la llamada «guerra fría»; entre 1945 y 1989 —con la caída del muro de Berlín— todos los países, al menos dentro del mundo occidental, quedaron adscritos a uno u otro polo. Estados Unidos y la Unión Soviética se repartieron sus respectivas zonas de influencia, mediante el fenómeno que se llamó de la «satelización». No se podía ser independiente: o se era satélite de Estados Unidos, o se era satélite de la Unión Soviética, con lo que ello representaba para la independencia de las respectivas naciones, afectadas por el fenómeno. Ello dio lugar a diferentes reacciones, como, por ejemplo, el movimiento de los países no alineados con su proclama del llamado Tercer Mundo. Era difícil para las naciones latinoamericanas tomar una postura semejante, situados bajo la égida de Estados Unidos; surge así en 1961 la llamada

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Alianza para el Progreso, auspiciada por la OEA, pero de hecho liderada por el coloso del norte. En esa tesitura, y de hecho para no caer definitivamente en el proceso de la «satelización», las elites intelectuales de América Latina se decantaron hacía teorías políticas que les alejaran de un más que previsible sometimiento. Es así como surge la teoría del imperialismo, según la cual el expansionismo norteamericano tendía a convertirse en la capa encubridora de un imperialismo declarado. En cualquier caso, se hizo evidente la existencia de una situación de dependencia de América Latina en general con respecto a la gran potencia del norte, manifestada en el apoyo al monocultivo y a la monoproducción de los distintos países. Aunque el término imperialismo tiene un origen europeo —se usó en la Francia de 1830 para los partidarios del imperio napoleónico—, fue apropiado por autores marxistas de forma sistemática para aplicarlo a situaciones de neocolonialismo socio-económico. Lenin —el autor que más contribuyó a su desarrollo teórico— definió el imperialismo como la fase monopolista del capitalismo y, en este sentido, como su etapa superior y única, aunque no definitiva, puesto que sus contradicciones acabarían derrumbándolo. A partir de aquí se desarrollaron la teoría clásica del imperialismo y posteriormente la teoría moderna o neomarxista, al constatar que los países ricos eran cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, dándose la circunstancia de que éstos eran los dominados. Es evidente que, desde este planteamiento, el paso a la «teoría de la dependencia» se hace inminente y casi automática. A ese paso contribuyó de forma decisiva la fundación de la CEPAL y los instrumentos conceptuales que, desde el punto de vista de la técnica económica, desarrolló dicho organismo, donde Raúl Prebish1 ejerció un papel de primer orden. Éste, en unión de Celso Furtado, Helio Jaguaribe, Aníbal Pinto, y otros, elaboraron la célebre teoría del centro-periferia. Según ésta, hay una falacia en la «teoría neoclásico del comercio internacional», pues no es cierta Raúl Prebish (1901-1986) fue un economista argentino que desarrolló su labor en la Universidad de Buenos Aires y posteriormente como presidente del Banco Central de Argentina. En 1948 fue nombrado secretario general de la CEPAL, desempeñando también importantes funciones para la Comisión de las Naciones Unidas de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD). Entre sus libros destacan: Hacia una dinámica del desarrollo latinoamericano (1963), Transformación y Desarrollo (1965), Capitalismo periférico: crisis y transformación (1981), etc. 1 



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su afirmación central de que «el futuro del progreso técnico del mundo industrializado tiende a repartirse parejamente por toda la colectividad, ya que el concepto de colectividad no se extiende a la periferia de la economía mundial». Por el contrario, la industrialización de la periferia tiende a traducirse en un deterioro de los precios en las exportaciones primarias de la región, o, en otras palabras, el sistema centro-periferia se proyecta dinámicamente en otra teoría sobre el deterioro de los términos de intercambio2. El hecho es que la «teoría de la dependencia» se generalizó en los años setenta, sirviendo de instrumento conceptual en los países latinoamericanos para defenderse de la «satelización» norteamericana. En esta línea se manifestó el movimiento cepalino, a través de uno de sus autores más eficientes, José Medina Echavarria, cuyo pensamiento resume muy acertadamente Maestre Alfonso3. Según éste, en la teoría de la dependencia se dan corrientes muy diversas con características y aportes plurales; pueden resumirse en las siguientes manifestaciones: 1. Análisis integrado de las diversas ciencias sociales. 2. Énfasis en lo estructural, mostrando los condicionamientos sociales del desarrollo y de los aspectos políticos. 3. Empleo del método designado como histórico-estructural, o dialéctico. 4. Consideración de la historicidad del objeto de conocimiento, y también del sujeto, ya que el observador es, él mismo, un producto de un medio social determinado que lo condiciona. 5. Crítica radical del estructural-funcionalismo, considerando que adopta el marco conceptual del equilibrio social. 6. Interés por el marxismo como teoría totalizante para explicar la realidad de la región.

Véanse los trabajos de Prebish «El desarrollo de América Latina y algunos de sus principales problemas» y «Problemas teóricos y prácticos del crecimiento económico», en Andrés Bianchi, et al. (1969): América Latina. Ensayos de interpretación económica. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, pp. 41-78. En el desarrollo de la teoría de la dependencia tuvo una aportación importante también el CEBRAP (Centro Brasileiro de Analise e Planeojemento), donde trabajaron Fernando Enrique Cardoso y Theotonio dos Santos. 3  Juan Maestre Alfonso (ed.) (1991): José Medina Echavarría. Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica. 2 

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7. Necesidad de examinar los fenómenos complejos de naturaleza internacional, lo que ha llevado a la utilización del concepto de dependencia. También el empleo de la categoría de dependencia, junto con el carácter primordial que se ha dado a los factores económicos, ha originado que los conceptos centro y periferia, unidos dialécticamente, se conviertan en una pieza esencial de los análisis sociológicos de esta escuela. Aunque la «teoría de la dependencia» desempeñó un papel estratégico fundamental durante los años de la guerra fría como un instrumento estructural de defensa de la individualidad cultural propia de los países latinoamericanos frente al proceso de «satelización», no cabe duda de que, desde el punto de vista de su estatuto teórico, era bastante débil. Creo que, en general, podemos hablar de una serie de análisis plurales de la dependencia dentro de un marco teórico confuso y a veces contradictorio, con base a un pensamiento común de tendencia marxista. Con todo y con eso, su influencia práctica fue decisiva a la hora de fundamentar la base sociopolítica de regímenes de orientación marxista, como fueron el de Salvador Allende (1970-1972), en Chile, o el de Fidel Castro (1959-), en Cuba. Es evidente que ello les defendió de una «satelización» definitiva; me llamó la atención en mi viaje a Cuba en 1996, cuando recorría el camino del aeropuerto a mi hotel, la repetición del llamado que aparecía en las vallas: «Patria o muerte». Desde entonces no me cupo la menor duda de que la «revolución cubana» era ante todo una lucha por la liberación nacional frente a los que pretendían apropiarse de la isla para su propio y exclusivo beneficio. Es claro que en todo el continente latinoamericano se generaron durante la «guerra fría» diversas estrategias en defensa de su identidad cultural. En este sentido hay que entender también el desarrollo del movimiento de la «teología de la liberación», un paralelismo a nivel religioso de la «filosofía de la liberación» de Enrique Dussel4. Enrique Dussel (Mendoza, Argentina, 1934), tras estudiar la licenciatura de filosofía en su ciudad natal, siguió estudios en Madrid (Universidad Complutense) y París (La Sorbona), doctorándose en Ciencias de la Religión. Ha sido profesor invitado en numerosas universidades de Estados Unidos y Europa. En 1975 se exilió a México, país en el que se ha enraizado y obtenido la ciudadanía. Es autor de más de cincuenta libros, entre los que pueden citarse: América Latina. Dependencia y liberación, Método para una filosofía de la liberación, Para una ética de la liberación latinoamericana, Filosofía de la 4 



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El gobierno de Salvador Allende en Chile y la dictadura de Castro en Cuba (la de mayor duración en el continente, y que se prolonga hasta hoy) supusieron sendos hitos de la guerra fría en América Latina.

La «teología de la liberación» parte de la llamada «opción por los pobres», dando fundamento a «comunidades de base» como expresión más propia de una Iglesia militante con carácter popular. Se desarrollan así una serie de teorías que tuvieron como exponentes a destacados pensadores como Gustavo Gutiérrez, Ignacio Ellacuría, Ion Sobrino, Leonardo Boff, etc., a través de los cuales tomó cuerpo una doctrina original que tenía dos directrices fundamentales: un catolicismo volcado hacía una interpretación espiritual de la pobreza en una línea muy española; y un marxismo metodológico inspirado en la lucha contra la explotación del hombre por el hombre. Esta línea intelectual fue interpretada por el Vaticano como un alejamiento de la ortodoxia católica, lo que provocó condenas y suspensiones a divinis. Pero, en realidad, la teología de la liberación ha sido fundamental para luchar contra la penetración de las liberación, El último Marx y la liberación latinoamericana, La ética de la liberación, 1942: el encubrimiento del otro, Historia de la Iglesia en América Latina, Historia de la filosofía y filosofía de la liberación, etc.

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sectas evangélicas, pentecostales, testigos de Jehová, y otras de origen protestante. Es probable que las autoridades vaticanas no cobraran en su momento conciencia de la importancia de este movimiento, aunque sin duda eso se está corrigiendo en los últimos años. Una prueba de ello sin duda es la recordación que se hizo en Roma en 1999 del Concilio Plenario de América Latina celebrado en aquella ciudad en 1899. Al tema han dedicado un libro Antón Pazos y Diego Piccardo, en cuya introducción se expresan así: Hasta la reunión conciliar —como veremos al analizar los años de preparación— no había conciencia de unión entre el episcopado americano. En Roma, sin embargo, se deseaba claramente mantener la unidad heredada de la corona española, con la adición de Brasil a partir de 1890, en que se proclamó la república y se rompió el férreo sistema de patronato, tan perjudicial para la vida religiosa brasileña. Uno de los logros del Plenario fue precisamente abarcar toda América Latina, ya que hubo que forzar de algún modo a episcopados renuentes, como el mexicano, el brasileño o el francés haitiano. […] El otro logro indudable del concilio —también impulsado por Roma— fue establecer una unidad legislativa para todo el continente. La unidad de lengua y costumbres, según la visión romana, debía ir acompañada de la correspondiente unidad disciplinar, como se había vivido en las posesiones españolas de América durante siglos. De hecho, la traducción de las Actas conciliares del latín al castellano no tuvo otra finalidad que la de difundir eficazmente una especie de vademécum canónico válido para toda América Latina 5.

El hecho que más ha llamado nuestra atención es que en dicho documento no se hace la más mínima alusión a un fenómeno tan importante como la teología de la liberación, lo que, en todo caso, nos parece dar la espalda a la realidad, con las implicaciones negativas que ello supone. En lo que a nosotros concierne —y como historiadores que somos—, consideramos que nuestro deber es dar cuenta de los hechos, en un tema de tanta trascendencia como la religión para el futuro de América Latina. Desde este punto de vista, no cabe duda que la Iglesia latinoamericana 5  Antón Pazos y Diego Piccardo (2002): El Concilio Plenario de América Latina. Roma 1889. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert.



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tiene un papel trascendental en la formación de la opinión pública y en la forja de la idea de América, aunque ese papel nos parece en este momento muy desdibujado, dados los avatares a que el continente está sometido en el actual proceso de «globalización». En cualquier caso, y como conclusión de este capítulo, no cabe duda que las estrategias elaboradas durante la «guerra fría» en América Latina tuvieron un efecto decisivo para defender su unidad cultural y política frente al impulso absorbente del norte. Desde este punto de vista, la idea de unidad latinoamericana como conjunto orgánico de naciones con una identidad compartida se vio fortalecida, y quizá ninguna prueba más concluyente de ello que el famoso boom de la novela latinoaméricana con nombres tan significativos como Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez (Premio Nobel 1983), Miguel Ángel Asturias (Premio Nobel 1967), Julio Cortazar, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llora. Y si a ello unimos el Premio Nobel de Poesía en 1971, Pablo Neruda, el cuadro de una identidad cultural bien definida no puede ser más expresivo. América Latina pudo salir adelante, pues, sin grave menoscabo en el proceso en la «guerra fría».

Capítulo XXI

El proceso de «globalización»: su incidencia en la idea de América

Los cambios producidos en América Latina durante la segunda mitad del siglo xx y la primera década del xxi han sido acelerados y son de tal calibre que algunos autores han llegado a hablar de «segunda independencia». Los indicadores económicos se acercan a los de los países desarrollados, pero la nota más destacada y raíz de esos cambios es su instalación en la democracia. Las dictaduras militares han pasado a la historia y los procesos democráticos han sido reconocidos en todos y cada uno de sus países. Este proceso de transición se desarrolló de manera acelerada entre 1978 y 1990. Esos doce años fueron decisivos para hacer desaparecer las dictaduras militares y, no cabe duda, que el ejemplo español de «transición pacífica a la democracia» ejerció una influencia muy positiva. Por lo demás, los procesos cambian mucho de unos países a otros, según sus condicionamientos históricos. La fuerte tradición democrática de Chile y Uruguay fueron factores decisivos en sus respectivos países, mientras que la carga autoritaria de Paraguay y los países centroamericanos (con la excepción de Costa Rica) constituyeron una rémora indiscutible. Entre unos y otros, países como Brasil y Argentina oscilaron entre fórmulas democráticas explicitas y reflejos autoritarios inherentes a su propia historia; la inercia del peronismo argentino, por ejemplo, es un saldo muy negativo en ese país.

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El análisis de estos procesos evalúan de forma crítica las distintas experiencias, según variables diferentes. Se ha distinguido, por ejemplo, la liberalización y la democratización, haciendo ver el muy distinto peso según el caso analizado. En este sentido, se ha puesto mucho énfasis en el concepto de alternancia como factor decisivo para comprobar el grado de consolidación de la democracia en cada país. El resultado de esos análisis concluye que los factores socio-económicos son decisivos a la hora de consolidar una institucionalización democrática. La emergencia de clases medias con perspectiva de futuro resulta importante, aunque no tanto como la aminoración de la desigualdad entre pobres y ricos. En cualquier caso, constituye una experiencia compartida el hecho de que el ejercicio de la democracia da oportunidades inéditas a la evolución de las sociedades implicadas. Algunos analistas certifican que de este modo, se volvió atractiva, incluso para los movimientos guerrilleros, la opción de participar en la competencia política civil —dado que la estrategia de conquistar el poder por la fuerza cada vez ofrecía menos perspectivas de éxito. En muchos países latinoamericanos, las elecciones no constituyeron, en este sentido, el fin de la transición, sino que fueron elementos centrales de los procesos de democratización, influyendo en alto grado en su dinámica1.

El proceso de transición a la democracia en América Latina es un fenómeno imparable y constituye un cambio cualitativo de primer orden. El problema en los tiempos de «globalización» que estamos viviendo es la excesiva fragmentación del subcontinente, para el cual no hay otra alternativa que incentivar los procesos de integración regional, como ya se ha hecho realidad con Mercosur, el Pacto Andino y la Comunidad Centroamericana. Este movimiento cobró gran impulso con la creación de ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio), firmados en 1961 por Argentina, Brasil, Chile, México, Perú, Uruguay, y a la que se adhirieron posteriormente Colombia, Venezuela, Ecuador y Bolivia. El objetivo inmediato era disminuir gradualmente los aranceles, pero pronto se vio que el proceso era más complicado de lo que parecía en un principio, por lo que ALALC se sustituyó por ALADI (Asociación Latinoamericana de 1  Dieter Nohlen y Bernhard Thibaut (1995): Democracia y neocrítica en América Latina. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, pp. 46-47.



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Integración) en 1980, con el fin de utilizar métodos graduales y realistas en la consecución del objetivo final, y ese método no podía ser otro que buscar mercados comunes regionales; de hecho, en esa dirección ya se habían adelantado en 1960 los países centroamericanos —Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua— con la creación del Mercado Común Centroamericano (MEC) y el eje puesto en un Banco Centroamericano de Integración Económica. En esta línea de crear mercados comunes regionales, se firmó también en 1969 el Pacto Andino, que concretó sus realizaciones con la firma en 2003 de una «hoja de ruta» para integrarse en Mercosur (1990), protagonizado por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay, al que se unieron posteriormente Chile, Perú, Bolivia y Venezuela. Estas iniciativas no son bien vistas por Estados Unidos, pero resultan aceptadas y aprobadas por miedo al avance revolucionario, muy creíble desde la revolución cubana (1959). De hecho, llegaron a dar el visto bueno al «desarrollismo» impulsado desde la CEPAL cuyo eje era incentivar la inversión de capital estatal en los países más desarrollados. Así se hizo en el Brasil de Juscelino Kubitschek, en la Argentina de Arturo Frondizi, en el México de Adolfo López Mateos y en la Colombia de Alberto Lleras Camargo. Todos ellos sufrieron el experimento «desarrollista» con un balance negativo, dado que puso en evidencia el deterioro de los términos de intercambio. Es precisamente el fracaso del «desarrollismo» lo que va a impulsar los procesos de integración regional, con un saldo muy positivo para el año de 2008, donde los analistas hablan —como dije antes— de una «segunda independencia» de América Latina. Los datos proporcionados por el Latinobarómetro en 2007 son irrefutables; desde 2003 se ha producido una expansión sostenida, medida por un crecimiento medio del 5% y un PIB por habitante que ha superado el 20,6%, lo que equivale a un crecimiento superior al 3% en términos de promedio. El caso más llamativo de este crecimiento es Chile, que bajó el nivel de pobreza al 13,7% desde el 39% al recuperarse la democracia; la extrema pobreza se redujo al 3% cuando se venía del 20%. Un buen exponente de este progreso lo tenemos en el reciente libro de Michael Reid, Forgotten Continent: the battle for latinoamerica’s soul (Yale University, 2007), que Norman Gall resume así:

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Durante el último medio siglo el progreso ha sido enorme. Desde 1950 la población latinoamericana, incluyendo la de la región del Caribe, se ha más que triplicado; la esperanza de vida al nacer ha pasado de 51 a 73 años, y la mortalidad infantil se ha reducido en un 83%, cayendo desde 128 a 22 muertes por cada 1.000 nacimientos con vida. Los índices de alfabetización y de escolarización se han incrementado enormemente, aunque la escasa calidad de la educación desperdicia gran parte de la inversión pública por ese concepto. La mejora de los transportes hace que la gente pobre pueda recorrer grandes distancias para emigrar, hacer visitas o realizar actividades comerciales. El acceso prácticamente generalizado a la radio y la televisión proporciona a la población un entretenimiento y una información de los que nunca disfrutaron anteriormente. La ampliación del tendido eléctrico ha posibilitado a millones de familias la compra de frigoríficos y de otros electrodomésticos que mejoran la conservación de los alimentos, fomentando también una mejor nutrición y reduciendo las tareas domésticas. La mayor disponibilidad de teléfonos móviles baratos ha desarrollado las capacidades logísticas y la productividad de poblaciones con escasos ingresos, sobre todo en las grandes ciudades. Todas estas mejoras han favorecido la predisposición hacia la democracia 2.

Este relativo bienestar ha despertado las apetencias de cambio y de mejora en grandes sectores de la población, promoviendo emigraciones masivas, principalmente a España y a Estados Unidos. Es un fenómeno digno de un estudio sociológico detenido, que no podemos realizar aquí, pero que debe tenerse muy presente a la hora de abordar los grandes cambios traídos por la «globalización». Los inmigrantes envían remesas de divisas a los países de origen, contribuyendo a su desarrollo, pero sobre todo a aligerar el problema del desempleo. Por lo demás, estas poblaciones emigradas alteran la composición étnica de las naciones de acogida, contribuyendo a implementar cambios sociológicos e ideológicos, que modifican a su vez las identidades culturales. El multiculturalismo se ha instalado en las nuevas sociedades creadas a partir de estos fenómenos, proyectándose hacía pautas de conducta y nuevos estilos de vida y poniendo en entredicho tradiciones nacionales muy arraigadas. Los wasp (blanco, anglosajón, protestante), ya no son el eje constitutivo de la identidad cultuNorman Gall (2008): «El olvidado progreso de América Latina», en El País, 19 enero. Esta lectura debe completarse con «El despegue de América Latina», El País («Negocios»), 30 marzo 2008. 2 



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ral norteamericana, pero tampoco lo es en España el prototipo tradicional (católico, autoritario, conservador) de la esencia nacional. Es un hecho que el mundo está cambiando, pero quizá en América Latina más que en ninguna otra parte. A ello pueden contribuir sin duda las Cumbres Iberoamericanas que vienen celebrándose desde 1991, año en que se inauguraron en Guadalajara (México). Se trata de un proyecto para contribuir a la consolidación y fortalecimiento de la solidaridad entre los países miembros de la comunidad iberoamericana de naciones que hablan español y portugués. Las reuniones han sido anuales, aunque es probable que esa periodicidad se revise a partir de ahora. La reunión que tuvo lugar en Salamanca en 2005 supuso un salto cualitativo al aprobarse la creación de una Secretaria General Iberoamericana (SEGIB), que recayó en el prestigioso intelectual y economista Enrique Iglesias. Aun así, las Cumbres tienen serios problemas derivados de sus planteamientos iniciales: se atribuye a España un excesivo protagonismo, dando por supuesto que se utilizan como un instrumento de la política exterior española. Esta acusación no es del todo justa, pues, dando por supuesto que la iniciativa ha sido sobre todo española, no es menos cierto que España es un vínculo con la Unión Europea que beneficia a su vez a las relaciones exteriores de los países americanos. En la medida que la Unión Europea intenta establecer estrategias coordinadas a nivel internacional y aumentar su influencia política, no cabe duda que mantener relaciones privilegiadas con los países iberoamericanos, constituye un tema de interés común. A este fin se creó en su día la ALC-UE, con reuniones bienales en las que se tratan temas de interés conjunto. La próxima cumbre transoceánica tendrá lugar en España en 2010, durante la presidencia española de la Unión Europea. Es un buen momento para interrelacionar los dos organismos y convertirlos en un referente internacional para los procesos integradores de la «globalización» y afrontar problemas de máxima importancia: migraciones, cambio climático, derechos humanos, problemas de pobreza y exclusión social… Una cuestión de primerísima envergadura en relación con las Cumbres es también su escasa visibilidad desde el punto de vista social; los ciudadanos no las conocen ni se sienten interesados, y esto sin duda por el hecho de estar constituidas por altos mandatarios de la política. Al haberse tomado conciencia de ello, se ha iniciado una línea de actuación para implicar a las sociedades civiles o a organismos que las representan, como organizaciones empresariales o asociaciones cívico-culturales. La Fundación Carolina

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en España ha iniciado con buen pie este tipo de gestiones desde 2001, intensificando e incrementado su labor desde 2005. En estos momentos de cambio es fundamental que América Latina resuelva de una vez por todas los muchos conflictos fronterizos que deterioran las relaciones bilaterales y; en definitiva, perjudican a la política continental. Cuestiones limítrofes, por ejemplo, entre Chile, Bolivia y Perú; problemas irresueltos de carácter diplomático entre Venezuela, Colombia y Ecuador, que han provocado recientemente enfrentamientos muy duros. Todos ellos son problemas que deben ser resueltos en un mundo que camina hacía la «globalización» y donde América Latina debe desempeñar un papel cada vez más decisivo. Un punto de apoyo que puede constituir una palanca de acción importante con vistas al futuro latinoamericano está en prestar atención a la próxima celebración del Bicentenario de la Independencia americana, mediante una reflexión conjunta. Esto obliga a poner la vista en el programa común que ya elaboró la Constitución de Cádiz en 1812, cuando se expresaba así: «La Nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios». Es evidente que el tiempo ha pasado desde entonces, y hoy ya no podemos hablar de una nación con carácter excluyente. Hoy las naciones son plurales —incluyentes— y no se definen con caracteres esencialistas (raza, lengua, religión), sino operativos (comunidad, inmigraciones, mestizajes, alianzas). Desde esta óptica, nada más negativo que caer en visiones «nacionalistas» (del tipo que sean) que obstaculizan acuerdos con perspectiva de futuro. La «globalización» es el horizonte desde el cual hoy debe América Latina debe pensarse a si misma y cualquier otra orientación no puede interpretarse más que como obstruccionismo hacía el futuro. Así lo reconoce el ex presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti, con palabras muy oportunas: Los procesos de integración viven un momento de crisis, tanto en los Andes como en el Mercosur y sólo América Central parece encaminar su espacio comercial, luego de años de tanto desencuentro. El rumbo económico es aún materia de cuestionamiento agudo en asuntos básicos. Estado planificador y empresario o Estado administrador y regulador; política abierta a la inversión extranjera o sospecha ante todo lo foráneo; cooperación u hostilidad con el sistema financiero internacional; economías abiertas o espacios cerrados por mecanismos proteccionistas; creencia en las posibilidades de un desarrollo propio integrado al mundo global o retórico discurso sesentista, asentado en la teoría de la dependencia y un trasnochado tercermundismo. Estas dudas



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profundas son las que hoy están impidiendo aprovechar cabalmente el gran momento de la economía mundial, con las materias primas, los alimentos y el petróleo en sus cotas máximas de valor3.

Estas advertencias son muy necesarias, dado que se convierten en un obstáculo para la constitución de una América Latina poderosa y floreciente. Todas las reservas expresadas por Sanguinetti son también confirmadas por Arturo Andrés Roig en su ensayo «Necesidad de una segunda independencia» que ve un peligro mayúsculo en las grandes multinacionales de nuestro tiempo, reviviscencia de viejas plutocracias «que han entrelazado sus intereses con los centros mundiales de dominación económica, y para cuyos organismos lo nacional no es de ningún modo prioritario». Y ante esto sólo cabe lo que él dice: Frente a esta situación de dependencia acompañada de impunidad y corrupción, la tarea es doble; se hace urgente abrir un frente de lucha por el rescate de la independencia perdida y poner en marcha una segunda independencia, así como es necesario y urgente promover una emancipación mental, no sólo ante los modos de pensar y obrar de las minorías comprometidas con el capital trasnacional y las políticas imperiales, enfrentados a los intereses de la nación, sino ante la contaminación ideológica generada por las prácticas de una cultura de mercado en las que se subordinan las necesidades (needs) a las satisfacciones (wants)4.

Una actitud parecida es la de Estados Unidos, para quien tampoco lo nacional de cada país tiene el menor interés. Sabemos, por el contrario, que mantiene estrecha vigilancia sobre la región, a pesar de que no existen en ella tiranos con armas de destrucción masiva ni tampoco un peligro terrorista de alcance internacional o global. No importa; tienen miedo a un excesivo poder del sur, y así han constituido en 2007 un llamado «Comando Sur» (US Southdern Command) cuyo objetivo es «garantizar la seguridad, la estabilidad y la prosperidad en toda la región». En principio nada que objetar, si no nos costase que bajo esas expresiones se esconden los viejas amenazas encubiertas con la sutil denominación de «doctrina de la seguridad nacional», tanto más preocupantes si sabemos que en Brasil Julio María Sanguinetti (2007):·«El Bicentenario», en El País, 10 de septiembre. Arturo Andrés Roig (2007): «Necesidad de una segunda independencia», en América Latina hacia su segunda independencia. Memoria y autoafirmación. Buenos Aires: Indugraf, p. 45. 3 

4 

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se han descubierto nuevos e importantes yacimientos de petróleo, y que Brasil y Argentina han firmado sustanciales acuerdos en materia de energía nuclear. Dando por supuesto que Washington no acepta competidores internacionales de igual talla, sean amigos (Unión Europea), o no lo sean tanto (China), la situación no deja de suscitar evidentes reservas. Así lo ha entendido Lula da Silva que ha constituido en su país un Consejo de Defensa Regional, con vistas a la creación de UNASUR (Unión de Naciones Sudamericanas), bajo cuya invocación se reunieron doce países de la región que ratificaron su constitución5. Es evidente que la forja de un mundo «globalizado» bajo la hegemonía de un país que se arroga superioridad sobre todos los demás no es asunto fácil, pero en cualquier caso ésta es la situación que estamos viviendo. Naturalmente, que ello incide de forma particularmente grave en el caso de América Latina, sobre la cual siempre ha sentido Estados Unidos una especie de tutelaje, cuando no un impulso de dominación y vasallaje.

Sobre el asunto pueden verse loa artículos de «Estados Unidos vuelve a patrullar: la configuración de un problema», de Juan Gabriel Takatlian, y «La construcción de la soberanía regional», de Darío Pignotti, ambos en Le Monde Diplomatique, nº 153, julio de 2008. 5 

Capítulo XXII

El «ser» de América

Al llegar al final del largo recorrido que hemos realizado, conviene retomar el hilo conductor y extraer algunas conclusiones. Desde el «continente sin contenido» que era en los años del descubrimiento hasta el día de hoy, América se ha ido perfilando como una entidad con contenido propio en la que se forja una identidad cultural especifica con variantes significativas en el tiempo y en cada uno de los países que la componen. Una vez transcurrido el período colonial, durante el cual la metrópoli pretende reproducir en sus posesiones el modelo peninsular, el nuevo continente inicia su propio recorrido. La colonia no es el objeto específico de nuestra atención, pues en esos tres siglos la intención política no es sino hacer de América un espejo de España, convirtiendo el virreinato de «Nueva España» en paradigma del nuevo organismo. El origen de nuestras inquietudes se sitúa por eso en el momento en que los países iberoamericanos rompen con España, haciéndose independientes y proclamando su personalidad propia. Desde el punto de vista intelectual, es el momento de la «emancipación mental» y de la toma de conciencia de una identidad específica; el proceso se realiza a través de un positivismo compartido, que se define como ideología contrapuesta a la cultura colonial. Pero, al mismo tiempo que el positivismo representaba una reacción contra la metrópoli, también constituía un mimetismo con el mundo anglosajón. Estados Unidos era la nación libre, independiente y poderosa que todos

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querían ser; esa aspiración estuvo bien, hasta que el expansionismo norteamericano dejó ver su dimensión imperialista. En ese contexto hay que explicar la reacción antipositivista del modernismo —y su vinculación con el circunstancionalismo orteguiano— como expresión vehicular que alcanzó la búsqueda de identidades culturales propias para cada país latinoamericano. Ahora bien: esa inquietud por las identidades de cada nación, no anuló en ningún momento el interés por la unidad de América en su conjunto como entidad cultural con carácter distintivo y hasta con una ontología propia. Los pensadores que se han ocupado de este tema son innumerables, y es obvio que no podremos prestarles atención a todos ellos. Nos ocuparemos, por lo tanto, sólo de algunos, que nos parecen especialmente significativos. Aunque las diferencias entre estos autores son grandes, podemos, sin embargo, encontrar algo común entre ellos: la disponibilidad abierta del continente y la evidente preocupación hispanoamericana por el tema, como consecuencia de un destino, de una identidad y de un ideal común. La existencia de este ideal, marca, por lo demás, la diferencia con el mundo y la cultura de Norteamérica. El atomismo y la falta de unidad de esta cultura, es lo que la separa del mundo hispánico, y es aquí, precisamente, donde reside su precariedad: la falta de ideal, que implica ese mundo aparentemente democrático y libre. Nadie ha tratado este tema con la profundidad de Waldo Frank en su libro Redescubrimiento de América (1957), donde analizando a la sociedad norteamericana, dice: Cada parte creyó ser un todo. Las partes afines adyacentes se unieron para crear un sector. Y América, se convirtió en un centón de sectores. Hubo el sector puritano de Nueva Inglaterra, el más conservador de Nueva York y Nueva Jersey, el sector feudal del Sur, el sector disidente de las montañas meridionales, el sector del Mississipi, partidario de Jackson. Cada sector creó una doctrina propia, una rabiosa racionalización de sus intereses especiales y la idea de cada sector fue un apaño provisional, hecho con piezas de la despedazada Europa.

Waldo Frank nos hace ver cómo la sociedad norteamericana es un todo inorgánico, producto, de desecho del transplante europeo a aquel mundo, donde al prevalecer los intereses particulares se disolvió el carácter orgánico de toda sociedad sana. Por eso dice que «el individualismo y laissez-faire



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de Inglaterra se trocó en atomismo»; es decir, en el triunfo del hombre individual y anárquico: átomo de la sociedad, representación, en definitiva, de la barbarie, porque ese hombre está realmente solo, y sólo busca sus intereses egoístas, dándose el caso de que si se mueve colectivamente, lo hace como un rebaño. «América es un rebaño —dice textualmente—, que suspira ansiosamente por convertirse en una verdadera sociedad. Esa arcilla viviente, es una totalidad en potencia; y, o consigue su unidad orgánica, o se pudre y muere». El problema es que esta unidad orgánica tratan de conseguirla los americanos por el afán de poderío, el afán individual de preeminencia, que por ser producto del caos no puede hacer otra cosa más que perpetuarla. Y así, se entretiene Waldo Frank, en describirnos la sociedad de su país, como una selva, cuyo centro lo constituye la máquina, donde el hombre ha dejado de ser persona y se convierte en individuo, carente de verdadera libertad y de verdadera capacidad de crear, pues el poderío, lo que él llama la enfermedad del poderío, produce un fenómeno no menos enfermizo, que es la «americanización». Una manifestación de este fenómeno es la apropiación del nombre de «América» que hace el ciudadano norteamericano medio para referirse a su país. (I am from America, dice éste, identificando así a Estados Unidos, y dejando sin patria a millones de latinoamericanos.) Esa realidad del poderío no fue creada por los Estados Unidos, pero sí perfeccionada por ellos; de hecho, es un producto europeo, aunque sólo en América se convierta en un fenómeno virulento. Las características de esa enfermedad son: la voluntad individual, la máquina, la democraciarebaño, la industrialización, la reglamentación, el culto a la personalidad, el materialismo, etc. Son productos europeos que en América adquieren un grado de desarrollo tal que convierten el mundo norteamericano en esa selva de la que ya hemos hablado. La voluntad de poderío, llevada a ese último extremo en que se convierte en enfermedad peligrosa para el hombre y la sociedad es lo que Waldo Frank, aceptando el vocablo popular, llama «americanización». Europa trata de defenderse de ella por todos los medios y, en este sentido, corteja a todos los países para enfrentarse con el mundo norteamericano. Y no es eso lo peor, sino que entre esos países se encuentra toda Hispanoamérica; de esta situación, Hispanoamérica puede volverse hostil contra nosotros —dice Waldo Frank— y unirse al coro de protestas y de enemigos comunes. «Nuestros peligros irán en aumento —subraya—, nuestras esperanzas irán en disminución. Pronto nos hallaremos solos; con todo el mundo en contra de nosotros». Sin embargo,

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todavía hay algo peor y es que Hispanoamérica, entendiendo mal su propia defensa, lleve a cabo en su seno el mismo proceso de americanización, pues entonces desaparecerían las esperanzas de renovación humana que podía haber en aquellos países; si la mecanización no desaparece, sino se extiende aún a ellos, la misma civilización del hombre blanco se halla en peligro de muerte definitiva. Waldo Frank cree, a pesar de todo, que no será así, pues el destino de Hispanoamérica es decidirse por el amor, no por el poderío; por la vida y no por la muerte. En esta misma línea debe inspirarse la acción de los norteamericanos, siguiendo la tradición mística que se halla oculta en muchos de sus grandes hombres, y no la tradición práctica por la que se han dejado guiar. La esperanza de Waldo Frank es que, siguiendo esa tradición mística, América del Norte pueda convertirse en una nación sinfónica, guiada por elementos conscientes y que deje de ser una masa ciega y arrolladora. De cualquier manera, el porvenir del mundo está en América, de lo que en ella ocurra, tanto en el norte como en el sur. No deja, sin embargo, Waldo Frank, como hemos visto, de expresar su confianza y su esperanza en el poder creador de los países hispanoamericanos. El análisis de Frank es correcto en el momento en que él escribe, y hasta es posible que las cosas hayan evolucionado en el sentido que él indica. La masiva presencia de latinoamericanos en Estados Unidos —se habla de 40 millones— ha dulcificado la relación, a pesar de las dificultades de su integración con los mismos derechos y oportunidades que los ciudadanos norteamericanos de origen. En cualquier caso, parece que la situación está evolucionando, aunque un cambio drástico resulte difícil mientras la gran potencia mantenga su hegemonía internacional. Entre tanto, sigamos nuestro recorrido por lo que los grandes ensayistas y pensadores latinoamericanos piensan de su propio continente. El uruguayo Alberto Zum Felde, en su libro El problema de la cultura americana1, viene a coincidir con esa fe en el carácter creador de ésta, si bien parte de su momentánea indefinición y de lo que esa indefinición Buenos Aires: Editorial Losada, 1963. Alberto Zum Felde (1889-1976), uruguayo, aunque circunstancialmente naciese en Argentina, fue crítico, sociólogo y filósofo. Fue durante varios años director de la Biblioteca Nacional. En 1917 publicó El huana Sauri, primer esbozo de la doctrina americanista, que después desarrollará más ampliamente en El problema de la cultura americana (Buenos Aires, 1947). Otros importantes libros son: Proceso histórico del Uruguay y esquema de su sociología (1920), Estética del novecientos (1927), Alción y aula magna (1931 y 1938), Proceso intelectual de Uruguay: crítica de su 1 



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supone: un problema de entidad. «Cuando hayamos resuelto nuestro problema —el de nuestra entidad—, acaso nos convirtamos en un órgano universal de cultura, más plenamente que otro pueblo de esta edad lo haya sido en la historia. Tal nuestro seguro signo; y tal nuestra probable compensación». Hacia ello tiende el movimiento de emancipación cultural, que desde hace varias décadas mueve a los pueblos hispanoamericanos; movimiento que no es sino la expresión de una personalidad propia o de, como el mismo Zum Felde dice, «la unidad orgánica del estilo», que ha de manifestarse en una integración de lo universal en lo americano y de lo americano en lo universal, a través del proceso histórico de su propio devenir. Esta misma línea de confianza y de esperanza es la que vamos a ver en el resto de los pensadores hispanoamericanos, cuando tratan del «Ser de América». Y esto aun en aquellos casos en que predomina el aspecto negativo sobre el positivo, pues la preocupación por ese Ser de América indica ya una cierta esperanza: indica que no se ha caído en la desesperación total, y que cabe confiar en los recursos creadores del Occidente. Y esto lo vamos a ver a continuación, al recoger las opiniones de distintos pensadores, que agruparemos, fundamentalmente, en dos grupos: los que siguen una línea predominantemente negativa y la de aquellos, en que al tratar el tema, lo hacen positivamente. Desde este ángulo, el primero que descubrió la originalidad del ser americano fue el conde de Keyserling, en un libro que se hizo famoso y que no ha dejado de ser punto de referencia de todas las investigaciones que se han venido haciendo. Me refiero a las Meditaciones suramericanas (1933), donde el famoso aristócrata alemán concebía el continente sudamericano como un conjunto de fuerzas telúricas, en el que la vida biológica y natural predomina sobre la vida del espíritu. En América, predomina la naturaleza en sus más variadas manifestaciones: mineralidad, sangre fría, guerra ciega, hado, muerte, gana, reptilidad, miedo, tristeza y pasividad. Estas notas que definen la naturaleza americana, vienen a atribuirse, también, al hombre que las habita, especialmente en lo que éste tiene de encarnación de sus circunstancias naturales, y alejado, por lo tanto, del espíritu. Es más: el conde de Keyserling llega a afirmar que, si Europa es el continente del espíritu, América lo será de la naturaleza. En consecuencia, literatura (1930), La literatura de Uruguay (1938), Índice crítico de la literatura hispanoamericana (1955-1959), Cristo y nosotros (1959), La narrativa en Hispanoamérica (1964).

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esa naturaleza americana, gobernada por lo primordial, por lo primitivo y por lo instintivo, crea un hombre donde no prevalece el espíritu ni sus consecuencias inmediatas: la libertad y la historia. El mundo americano es un mundo ahistórico, según Keyserling, y esto quiere decir que al filósofo alemán se le escapó el análisis del hombre de aquel continente; sus meditaciones, en que abundan las categorías filosóficas aplicadas a lo natural, adolecen de la ausencia de otras categorías aplicables a lo espiritual; de aquí que los finos análisis de Keyserling no puedan servir para comprender al hombre hispanoamericano en su plenitud, sino solamente como algo derivado de la naturaleza. El argentino Héctor A. Murena 2, en El pecado original de América (1854), trata de buscar, bajo las características sociales de aquellos países, las causas metafísicas que los hacen ser como son. La principal de ellas consiste en que, en todos los países americanos se ha producido una ruptura histórica sin precedentes; una ruptura a partir de la cual se pierde el sentido tradicional de continuidad, habitual en la Historia. En su análisis, parte Murena del sentimiento de que nacer o vivir en América significa estar marcado por un segundo pecado original. Este pecado, que se manifiesta en ese sentimiento de ruptura con la tradición, viene dado por el hecho capital americano: la expulsión de una tierra espiritualizada a otra sin espíritu; es decir, la expulsión de un cierto paraíso —que es el paraíso europeo—, produce un sentimiento de culpa, que es estar bajo un segundo pecado capital, arrojados a una tierra, la tierra americana, donde se echa de menos la espiritualidad propia del viejo mundo, del paraíso perdido. De acuerdo con este sentimiento radical del ser americano, Murena señala unos modos arquetípicos, peculiares, en que dicha disposición se cristaliza, y que pueden resumirse en dos fundamentales:

2  Héctor A. Murena (Buenos Aires, 1923-1975) fue, desde sus comienzos, uno de los escritores más originales y polémicos de las letras argentinas del siglo xx. Publicó poemas, tanto como relatos, novelas o teatro. Entre los libros de poemas destacan El círculo de los paraísos (1959) y El demonio de la armonía (1964). De sus relatos: Primer testamento (1946) y El centro del infierno (1956). Algunas novelas: La fatalidad de los cuerpos (1955), Las leyes de la noche (1958) y Los herederos de la promesa (1965). Sin embargo, creemos que, por encima de estas actividades, sobresale como ensayista con sus libros: El pecado original de América (1954), Homo atomicus (1961), Ensayos sobre subversión (1962) y El hombre secreto (1969).



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1. El que se planta física o espiritualmente en Europa, con un sentimiento de admiración hacia las formas europeas que trata de imitar. Quien se sitúa en esta posición, parte siempre de cero, de la no Historia o de la falta de Historia del continente americano, para tratar de arraigarse, por la imitación, en el paraíso perdido, mediante una búsqueda inútil. 2. El de aquel que se comunica, o pretende comunicarse con su medio, mediante una inmersión en la tierra, haciendo irrumpir lo más instintivo y telúrico del hombre americano. Es esta actitud la que da lugar al nacimiento de los nacionalismos exacerbados y del indigenismo en general. En Argentina, que es el caso que más presente tiene Murena, origina la exaltación del gauchismo y la figura del hombre «bárbaro» unido a la tierra, como en el caso ejemplar de Martín Fierro. Analiza, posteriormente, Murena cuales son las características generales que se descubren, a través de tales arquetipos, en el hombre americano. Y esas características las resumen en dos: intelectualización y transobjetividad. Por la primera, intelectualización, entiende una actitud de separación del mundo, de colocarse fuera de su entorno inmediato, para enjuiciarlo, criticarlo o contemplarlo. Transobjetividad, en cambio, será aquella situación en que el hombre deja los objetos, y en general, todo objeto de conocimiento, detrás de la conciencia. Una vez poseído el objeto, especialmente en lo que se refiere a lo suyo, el hombre americano trata de abandonarlo para lanzarse a una recreación del mismo. Estos caracteres generales se manifiestan muy claramente en tres órdenes de la actividad humana: la ciencia, el arte y la relación interhumana. En el caso de la ciencia puede observarse el desinterés que con relación a la misma se ha manifestado en Hispanoamérica. La ciencia no ha preocupado en estos países como ha preocupado en otros, y aunque hay un plantel de buenos científicos éstos no dan la tónica. Lo mismo viene a ocurrir en Estados Unidos, donde aunque exista, evidentemente, un gran interés científico, se observa la constante necesidad de trascender su contenido en función de otros fines u órdenes de la realidad: principalmente la utilidad, que origina la grandiosa expansión de la técnica americana. En cuanto al arte, vemos el carácter de idealidad y de sonambulismo que éste adquiere en la mayoría de sus manifestaciones. A veces es pura fantasía que se expresa muy frecuentemente a través del barroco hispanoamericano, o

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está muy emparentado con el sonambulismo, como podemos apreciar en la novela hispanoamericana contemporánea (a título de ejemplo podemos citar Cien años de soledad, de García Márquez o Pedro Páramo, de Juan Rulfo). En el orden de la relación interhumana, señala Murena dos fenómenos muy típicos del hombre hispanoamericana: bien «la soledad inaccesible en que se halla encerrada el alma», o bien el apetito desmesurado de bienes materiales. Por una y otra razón, la relación interhumana se hace, a veces, muy difícil. Y la consecuencia de todo ello, en lo que afecta al fondo religioso más profundo que habita en la concepción de cada pueblo, es la poca religiosidad de América. América no es, a pesar de todo lo que se ha dicho, un continente religioso; pues si Cristo nos salvó del pecado original, ¿quién ha redimido al hombre americano de este segundo pecado original? No se ha dado una segunda venida de Cristo a América, y por ello el cristianismo queda desterrado de este continente. En este sentido, en el sentido en que nacer en América conlleva un segundo pecado original, esta tierra, dice Murena, permanece aún irredenta. Un punto de vista no muy alejado del que acabamos de exponer es el del pensador venezolano Ernesto Mayz Vallenilla3 en su interesente ensayo El problema de América: Apuntes para una filosofía americana (1956), en el que recoge la meditación de Murena y la lleva a un nivel ontológico. Mayz Vallenilla busca la originalidad propia del hombre americano, y para ello realiza un análisis existencial de la pre-ontológica comprensión de «ser-en-un-mundo-nuevo». Ahora bien, ¿qué es lo nuevo? Un temple de conciencia por el cual al morador del Nuevo Mundo, éste —el mundo— se le aparece como nuevo. Este temple de conciencia se descubre como una expectativa ante lo Advenidero, es decir, lo que aún no ha llegado. La expectación ante lo nuevo produce un sentimiento de «no-ser-todavía». Pero es que ¿no-somos-todavía? o ¿es que el ser más íntimo como americanos consiste en un reiterado y constante «no-ser-siempre-todavía»? 3  Ernesto Mayz Vallenilla (1925) se licenció en 1950 en la Universidad Central de Venezuela, doctorándose en la misma en 1954. Amplió estudios en las universidades alemanas de Gotinga y Friburgo (1950-1952) y de Munich (1960-1962). Ha sido profesor titular en la Universidad Central de Venezuela de Teoría del Conocimiento y Filosofía Contemporánea. Ha asistido a numerosos congresos internacionales de filosofía y ejercido diversos cargos administrativos: director de la Escuela de Filosofía y rector de la Universidad Simón Bolívar en Sartenejal (Baruta, Caracas). Como pensador está espacialmente influido por Heidegger, y entre sus libros destacan: El problema de América, De la universidad y su teoría, Fenomenología del conocimiento, Ontología del conocimiento, El problema de la nada en Kant, El hombre y su alienación, etc.



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La importancia del «siempre», incluido en esta oración, convertiría al hombre americano en lo-que-nunca-llega-a-ser. La cuestión está en saber si la Expectativa lo es para siempre y, por tanto, lo Advenidero no vendrá nunca; en una palabra, si lo que no es todavía es un-no-ser-todavía o un no-ser-siempre-todavía. El temple fundamental de América es ese «no-ser-todavía», que se define como un «existenciario», es decir, una categoría básica en la constitución del ser americano. Ese existenciario caracterizado por lo que «aúnno-es» no tiene porque identificarse con el «siempre». Lo que aún-no es puede advenir alguna vez, aunque pudiera ocurrir que no adviniera nunca, y éste es el real y verdadero problema de América: si el «no-ser-todavía» será simplemente tal o será un «no-ser-siempre-todavía». Por eso, aquellos que consideran que los problemas últimos de América son puramente sociales, políticos o económicos, no han calado en lo verdaderamente fundamental del ser americano, que es un problema básicamente ontológico. Y únicamente enfocándolo así, desde la ontología, podremos descubrir lo originario y lo original de América. En un estudio bajo el título de América bifronte (1961), Alberto Caturelli realiza lo que él llama un ensayo de Ontología y Filosofía de la Historia sobre el ser americano, donde como indica el título, analiza las dos caras de América: por un lado, su carácter abisal, telúrico, instintivo o primitivo; y, por el otro, la América desvelada, descubierta, reveladora del verdadero ser. En su interesante trabajo se ciñe Caturelli al examen de la lucha entre esas dos Américas: la que hemos llamado telúrica o primitiva, porque todo elemento de cultura lo succiona dentro de un magma original. Aunque no lo cita Caturelli, quizá el ejemplo clásico de esta América succionadora podría ser el templo maya de Bonampak, cuyos frescos aparecieron al cabo de los siglos, sumergidos en el crecimiento de la selva, que casi los había succionado, asimilándolos. La otra América, la desvelada por el hombre culto, es una América emergente, donde predomina el espíritu y a la que este autor identifica con la América cristiana; la cual es tan auténtica como la otra, aunque exige un esfuerzo humano para revelar su ser, y si ese esfuerzo se detiene, vuelva a caer en la América primitiva. Existen verdaderos islotes de cultura auténtica en América, pero son eso, islotes, que es necesario acrecentar en el verdadero sentido de lo americano, mediante el esfuerzo de los hombres. De aquí la inestabilidad de toda obra de cultura en América que ha de luchar contra un medio geográfico adverso, ya sea el trópico,

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ya sean las altísimas montañas, ya sea la Pampa interminable, ya sea un elemento humano poco evolucionado. Existen, por tanto, y así lo hace ver Caturelli, junto a una línea negativa en el tratamiento del tema, una línea positiva. Dentro de ésta, vamos a examinar brevemente las posturas de Víctor Massuh, A. Wagner de la Reina, Justino Fernández, J. Lezama Lima y Leopoldo Zea. Víctor Massuh en su interesante libro de ensayos América como inteligencia y pasión4 plantea el problema de las relaciones entre la naturaleza y la historia en América, señalando la plena historicidad del continente americano y la peculiar característica de la historia del que ha llegado a ser denominado Continente ahistórico. Y es que, efectivamente, la historia de América es la de una experiencia nueva para el hombre, y es esa misma experiencia la que determina una novedad radical del espíritu americano, sobre la que señala algunas notas interesantes. De estas notas es importante resaltar el hincapié de Massuh en que la originalidad americana no tiene porque oponerse a la cultura europea y que, por tanto, originalidad americana y fidelidad a Europa se complementan mutuamente. La postura de Víctor Massuh es una reacción optimista contra aquellas concepciones —principalmente la del conde de Keyserling y la de Murena—, que consideran a los países hispanoamericanos incapaces de crear cultura y de afirmar valores de una forma permanente. «No nos domina ninguna frustración metafísica —llega a decir textualmente—, ninguna culpa personal, ninguna inhibición histórica […]. Con ser la naturaleza un personaje importante en nuestro drama histórico, ella no cae sobre nosotros como una fatalidad». Y si es cierto que aparecen formas malignas en la cultura hispanoamericana, no hay por qué remitirse a raíces ontológicas, sino a simples defectos de sus creadores e intelectuales. La labor del hombre americano, por tanto, está en exigirse a ellos mismos el máximo posible; desde este punto de vista, su problema no es tanto, viene a decir Víctor Massuh, el de una preocupación por la originalidad, como el de un continuo y acentuado esfuerzo por buscar su expresión, con lo que viene a coincidir con el pensamiento de Lezama Lima, en su libro La expresión americana5. 4  Víctor Massuh (1955): América como inteligencia y pasión. México, D: F.: Tezontle. Massuh nació en Tucumán (1924) y fue profesor de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Entre sus libros figuran el ya citado y La libertad y la violencia (1968). 5  Madrid: Alianza Editorial, 1969. José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976), realizó una importante labor cultural desde la revista Orígenes (1944-1954), fundada



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José Lezama Lima, inteligente novelista cubano, señala en dicho libro que, precisamente, el complejo terrible del americano consiste en creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problematismo, cosa a resolver. Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos, busca en la autoctonía el lujo que se le negaba, y acorralado entre esa pequeñez y el espejismo de las realizaciones europeas, revisa sus datos, pero ha olvidado lo esencial, que el plasma de su autoctonía es tierra igual que la de Europa.

Entre los ensayos que componen el citado libro —«Mitos y cansancio clásicos», «La curiosidad barroca», «El romanticismo y el hecho americano», «Nacimiento de la expresión criollo» y «Sumas críticas del americano»—, quizá el más importante para nuestro propósito sea el último de ellos, donde el autor examina cómo la naturaleza americana se reduce al paisaje, a través de la expresión barroca. Es precisamente el barroco el movimiento cultural por el que el hombre americano se apropia de su tierra y crea cultura original. Es más: es precisamente la naturaleza americana la que ofrece una salida a una cultura europea, que empezaba a moverse en el caos; es lo americano un nuevo espacio que hace posible instaurar lo que el Renacimiento quería instaurar en Europa y no podía. «Mientras el barroco europeo —dice Lezama Lima— se convertía en un inerte juego de formas, entre nosotros el señor barroco domina en su paisaje y regala otra solución, cuando la escenografía occidental tendía a trasudar escayolada». En este sentido, el espacio americano constituye la prolongación natural de la cultura europea y, por eso, el espíritu occidental no pudo extenderse por África y Asia, mientras sí lo hizo en su totalidad por América. El espacio gnóstico americano y su exigencia vegetativa de cultura —y de cultura barroca— se ve claramente en que el pequeño número de colonizadores que poblaron el continente dieron el tono de la cultura americana y, por eso, en América, allí donde hay posibilidad de paisaje, por él, alrededor de la cual se integró un grupo poético de gran originalidad, entre cuyos nombres figuraron Cintio Vitier, Gaston Baquero, Eliseo Diego, Fina García Marruz. Como poeta es autor de Muerte de Narciso (1937), Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1954), La fijeza (1949) y Dador (1960). Renovó la novelística cubana con su gran novela Paradíso (1966), que es una búsqueda de sus propias raíces y las de su pueblo, a través de una gran erudición. Entre sus ensayos destacan los reunidos en el volumen citado en el texto: La expresión americana (1957).

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surge inmediatamente la posibilidad de cultura. Así, encontramos una cultura propia en el valle de México, en las coordenadas que coinciden en la bahía de La Habana, en la zona andina, sobre la que operó la cultura cuzqueña; en la Pampa, donde ya el autor duda si es paisaje o naturaleza. Este paisaje marca, definitivamente, los más puros ejemplares de la cultura americana, como un Francisco de Miranda, un José Martí, una sor Juan Inés de la Cruz, o la época barroca del Aleijandinho brasileño. Dentro de la concepción positiva, afirmativa, del carácter de la expresión americana, mantenido por Lezama Lima, vemos cómo ese criollismo que da el tono de la cultura iberoamericana es una peculiar forma de mestizaje. En una línea muy parecida viene a desarrollarse la postura de Alberto Wagner de Reyna en su libro Destino y vocación de Iberoamérica6 , donde partiendo de estos conceptos de «vocación» y «destino», analiza el problema de Iberoamérica, que no consiste en otra cosa que en ver si su «vocación» y su «destino» coinciden. El libro está escrito inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, y bajo el pesimismo que aquella época imponía en el mundo. De acuerdo con éste, Wagner de Reyna, considera que estamos al fin de una era y que, hasta que no empiece otra nueva era, viviremos en una etapa histórica de transición, a la que este autor llama «Interera», es decir, un período intermedio entre ambas eras, en el cual «la cultura occidental —dice— debe, pues, prepararse a invernar, a ir a las catacumbas, a recluirse otra vez en los claustros religiosos y profanos». En una palabra, «hay que crear monasterios del espíritu». En esta situación histórica, Wagner de Reyna se pregunta por la misión y el destino de Iberoamérica, un continente étnicamente mestizo, y la posibilidad de levantar sobre dicha base étnica una cultura, también mestiza, que podría configurar una fisonomía espiritual propia. Al examinar la postura indigenista y aquellas que la combaten, este autor llega a una posición intermedia, en la que lo indígena constituye el motor impulsor de su nueva cultura que ha de constituirse con una estructura espiritual propia. Está preconizando así, avant la lettre, el interculturalismo que Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1954. Alberto Wagner de Reyna (19152006) nació en Lima, donde se graduó en Derecho y en Filosofía. Amplió estudios en Alemania, donde fue discípulo de Heidegger. Fue profesor de la Universidad Pontificia de Perú (Lima) y desempeñó diversos cargos diplomáticos. Es autor de obras literarias y filosóficas; entre estas últimas las más importantes son: La ontología fundamental de Heidegger (1938), La Filosofía en Iberoamérica (1939), El concepto de verdad en Aristóteles (1952). 6 



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ahora estamos viviendo a través de las distintas migraciones. Ahora bien, la misión de Iberoamérica sólo podrá realizarse con la responsabilidad que su situación exige si se afirma como espiritualidad ecuménica, vivida realmente por el conjunto de todos sus pueblos. En la parte final del ensayo viene a coincidir con Lezama Lima al afirmar el carácter barroco de la cultura iberoamericana actual, a pesar de haber recibido, dice, lo barroco varios golpes. Primero, el positivismo y, posteriormente, el marxismo, tras los cuales, en realidad, el barroquismo iberoamericano lo que ha hecho es depurarse, conservando bajo los escombros una serie de manifestaciones visibles que le dan tono y carácter: 1). El fuerte personalismo, según el cual el hombre no es juzgado según el éxito de su profesión, sino en cuanto hombre, lo que implica una preocupación por la dignidad humana, y por su deformación: el guardar las apariencias. 2). Una preocupación por el detalle y la forma con todas las consecuencias naturales en el arte y en el modo de vida. 3). La presencia de la muerte, que se encauza por el catolicismo hacia una concepción cristiana del mundo, en contra de la afirmación que había hecho Murena anteriormente. 4). La agonía entre el estar centrado en sí mismo y el estar fundado en Dios, en medio de una tendencia dialéctica entre personalidad y religatio. De acuerdo con esto, el destino cultural de Iberoamérica es crear su propia cultura en línea con la tradición barroca —española y lusitana— y reasumiendo los elementos constructivos del último pasado. Y de esta forma, el «destino» de Iberoamérica puede ser también su «vocación», y cumplir así una misión: la misión de conservar durante la «Interera» la cultura occidental. Los iberoamericanos han de convertirse en cruzados durante una época nefasta para la Historia, que ha de reclamar un especial esfuerzo de ellos. Un intento semejante al de Lezama Lima, de encontrar el ser de América en su expresión, es el realizado por Justino Fernández en su libro Orozco: fuerza e idea7, donde trata de extraer de la obra del genial pintor México, D. F.: Editorial Porrúa, 1942. Justino Fernández (1904-1972) nació en México. Estudió en la Universidad Nacional de México y fue uno de los discípulos reconocidos de José Gaos. Fue profesor en dicha universidad y director del Instituto de Investigaciones Estéticas de la misma. Se dedicó fundamentalmente a la crítica de arte y a la estética, si bien casi siempre desde enfoques filosóficos. Entre sus obras destacan Semblanza de don Vasco de Quiroga (1937), El arte moderno en México (1937), José Clemente Orozco. Forma e idea (1942), Prometeo. Ensayo sobre pintura contemporánea (1945), Coatlicue. Estética del arte indígena (1954). 7 

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mexicano la idea de América contenida en la misma, conforme a las declaraciones que él mismo hizo en Darmouth College: «En toda pintura, como en cualquier obra de arte, siempre hay una idea, nunca una anécdota». De acuerdo con esta intención, Justino Fernández intenta extraer el contenido ideológico que allí expresa. Y éste puede resumirse en el contraste entre el bárbaro mundo indígena y la profunda idea de Quetzalcóatl, y el bárbaro mundo norteamericano olvidado de los valores espirituales. «Esta idea de América —dice Justino Fernández— como un mundo que ha abandonado sus principios espirituales es una crítica al monstruoso mecanicismo y cientifismo que hace de los hombres números abstractos del conjunto, no individuos luchando por sí propios; por eso el hispanoamericano —simbolizado en sus lienzos por el mexicano— está de pie allí con aspecto de guerrillero; estos individuos, solos y rodeados de peligro, en medio de los que han llevado a aguda crisis la moderna civilización, representan el único camino posible de salvación». En esos cuadros, lo mexicano viene a ser expresión simbólica de lo americano, de lo más profundamente americano, es decir, de lo universal. Los principios del mundo moderno, olvidados y desvirtuados en muchos casos por esas tergiversaciones del mundo americano, están presentes en la pintura de Orozco, pero siempre se encuentra en el centro una esperanza de salvación, y esa esperanza de salvación la representa la conciencia mexicana, americana y universal. Así lo cree Justino Fernández en el Dive bomber, donde aparece un mexicano que, en el corazón de Manhattan, en medio de la opresión y de los sufrimientos que encadenan a la humanidad, nos habla de dicha esperanza. En medio, pues, de un mundo que ha abandonado los fundamentos espirituales y está preso en el materialismo, América sigue siendo todavía un mundo en el que el hombre puede realizarse y realizar posibilidades. Y es que este continente está viviendo, según Justino Fernández, una conciencia universal, consciente de sí misma en la pintura de Orozco. Por ello dice su comentarista: «América se justifica al pensarse a sí misma, al expresar por primera vez en el arte con sentido universal sus propios temas». América alcanza su propia madurez latiendo al unísono con la conciencia europea, gracias a la genialidad del pintor mexicano que logra expresar de forma original los fundamentos de América; ya no sólo hay que conocer —dice— los grandes murales europeos del Renacimiento; hoy día es necesario conocer y comprender a fondo los grandes murales americanos, sobre todo los del México del siglo xx.



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Por último, vamos a referirnos a la investigación sobre América de Leopoldo Zea en su libro América en la Historia (1957), donde, si la reflexión del pensador mexicano no alcanza el nivel metafísico de otros pensadores, la penetración y profundidad de su mirada le hace especialmente apto para que terminemos con él este capítulo. En dicho libro parte Zea del hecho de que América se halle fuera de la Historia, se encuentre como desterrada de ella. Y eso por dos motivos distintos —dice— en el norte y en el sur; en el norte porque los sajones buscan la realización de un mundo imposible en Europa, y en el sur porque los íberos buscan incorporarse a la Historia y al espíritu que había hecho posible el mundo moderno, dando un salto histórico que les hace sentirse alejados de ella. Por ello, Hispanoamérica no trata de crear un mundo, sino de reproducir el antiguo. En este intento nuevo surge la comparación con Europa, y de dicha comparación la decepción y la sensación de desarraigo que ya había visto Murena en su libro sobre El pecado original de América. Así, la conciencia del destierro hispanoamericano es la antítesis del norteamericano. Mientras éste no acepta culpas ajenas y quiere comenzar de nuevo y por sí mismo la Historia, aquél no sólo quiere cargar con las culpas, sino que considerará una culpa no cargar con ellas. Y esto mismo le lleva a negar su pasado inmediato, queriendo con ello imitar a Europa que va progresando mediante negaciones. Sin embargo, el hispanoamericano no puede liberarse del pasado, no puede ser un inocente, y de aquí que su presente se transforme en la imposibilidad de su futuro, haciendo de éste una utopía; es decir, un futuro sin posibilidades. Por esta causa se dan, en dicho continente, pasado y futuro, como dos elementos de la Historia que caminan juntos sin entenderse, sin algo que les sirva de amalgama.

Al objeto de precisar su tema, Zea repasa la Historia fijándose especialmente en la universalidad de la cultura occidental y en el liberalismo democrático que la impulsa, aunque haciendo ver también la contradicción que implica el no aplicar dicho liberalismo a muchos de los nuevos países descubiertos. Se fija también en aquellas culturas que han vivido al margen de la cultura occidental: Rusia y España; especialmente esta última, cuyas peculiares características históricas son causa de la situación hispanoamericana. Sobre este punto se manifiesta con mucha claridad en otro de sus

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ensayos, Dialéctica de la conciencia americana8, donde examina la constante búsqueda de «sí mismo» que ha caracterizado a la cultura iberoamericana. A este fin repasa los textos de Francisco Bilbao, La América en peligro; de Juan Victoriano Lastarria, Influencia social de la conquista; de Sarmiento, Conflicto y armonía de las razas en América; de Juan Bautista Alberdi, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. Y llega a la conclusión de una diferencia fundamental entre la cultura sajona de los Estados Unidos y la que impera en la América íbera. En esta última, a pesar de todos sus defectos, la esclavitud y la discriminación han sido eliminadas, así como el amor al dinero por el dinero mismo; pues el fin de toda cultura está en el hombre. «El negro, el indio, el desheredado, el inferior, el débil —dice citando El Evangelio americano, de Francisco Bilbao— encuentran en nosotros el respeto que se debe al título y a la dignidad del ser humano»9, afirmando así el valor que lo humano en cuanto tal tiene para la civilización íbera. Pero anteriormente también había rechazado el catolicismo, la monarquía y la teocracia que los españoles habían impuesto en América. Y así, dice citando a Sarmiento: «La civilización yanqui fue obra del arado y de la cartilla; la sudamericana la destruyeron la cruz y la espada. Allí se aprendió a trabajar y a leer, aquí a rezar y a holgar. Allá la raza conquistadora introdujo la virtud del trabajo, aquí se limitó a vegetar en la burocracia y el parasitismo»10. En una palabra, que Zea rechaza algunos de los valores que los españoles habían impuesto en el Nuevo Mundo para afiliarse a un cristianismo ajeno a los dogmas católicos, y que tiene por norte el valor del ser humano y su dignidad. «Esto es lo que los iberoamericanos —dice—11 aportan a la balanza de la Historia. Esto es lo que consideran como propio. Algo que no han aprendido, algo que no han imitado, sino algo que les pertenece ya en el pasado. Algo que consideran que debe ampliarse y prolongarse en esta América», pues, efectivamente, no ha sido ajena España a estos valores en los que aparece el cristianismo concebido como humanismo: «el humanismo de los hombres que se saben de un mismo origen, dentro del cual carecen de sentido las desigualdades naturales sobre las cuales alzará su nuevo orden

8 

zuela.

Recogido en Latinoamérica y el mundo. Caracas: Universidad Central de Vene-

Ibíd., p. 155. Ibíd., p. 152. 11  Ibíd., p. 155. 9 

10 



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la modernidad»12. Se impone, pues, para los pueblos ibéricos un sentido comunal que no debe estar reñido con la libertad. Si los sajones han hecho del individuo el centro de sus relaciones sociales, nosotros solo podemos apoyarnos en un sentido de comunidad que nos es implícito; los primeros buscan el engrandecimiento del individuo, mientras nosotros buscamos la grandeza de la comunidad: una cultura con una meta común en la que el humanismo de sus mejores creadores prevalezca sobre el egoísmo individualista que lo invalida. Y así dice Zea en la última página de su libro América en la Historia: Los pueblos iberoamericanos no pueden ya seguir la vía de los pueblos occidentales, han llegado tarde a ese mundo; pero sí pueden actuar como una gran comunidad, la comunidad ibera, que haga respetar sus intereses al mismo tiempo que ésta respeta los de otros pueblos. Si estos pueblos, los iberoamericanos, no se unen, lo sabe Bolívar, no podrán llegar a ser otra cosa que pasto de los pueblos que han hecho de su crecimiento material y del enriquecimiento de sus individuos una de las principales metas de su expansión13.

Aunque la investigación de Leopoldo Zea se mantiene al nivel histórico, sin alcanzar la profundidad de otros autores examinados en este capítulo, hemos querido terminarlo con él por la importancia que para el significado y sentido de la cultura iberoamericana tiene, así como por lo que representa de incitación y meta para el futuro.

Ibíd., p. 161 Leopoldo Zea (1957): América en la historia. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, p. 161. 12  13 

Epílogo

El método de la Historia de las Ideas que hemos aplicado para rastrear el origen y desarrollo de la idea de América, creo que se ha manifestando fecundo en la investigación que hemos realizado, y no sólo por el resultado obtenido, sino por haber puesto de relieve una realidad: que las ideas en sí mismas son operativas con independencia del trasfondo socioeconómico que les sirva de soporte o infraestructura. Quizá la consecuencia más llamativa e interesante en esta línea es el haber revelado la importancia de las ideas en Iberoamérica. Es evidente que, si la idea de América ha surgido y se ha elaborado por los ensayistas y pensadores iberoamericanos, no es por pura casualidad, sino por lo que de consustancial con la vocación intelectual hay en ellos. Es un caso particular —significativo y sintomático como pocos, si se quiere— de la importancia de las ideas y de la función que las mismas ejercen en la evolución histórica y política de esa parte del continente. A título de ejemplo de lo que venimos diciendo, podemos observar el carácter que los intelectuales de la América española tienen como exponentes de la vida pública de sus países. Una inmensa mayoría de ellos han sido diplomáticos (casos de Octavio Paz, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Víctor Massuh) y han representado de algún modo a su país en alguna época de su vida; muchos han sido políticos y han llevado una intensa vida de acción política, y hasta un considerable puñado de ellos han llegado a la Presidencia de la República. Recordemos entre estos últimos a Sarmiento, en Argentina; a Juan Bosch, en Santo Domingo, al novelista Rómulo Gallegos, en Venezuela o al ideólogo Lázaro Cárdenas,

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La idea de América

en México. Por supuesto, esto no ocurre en Estados Unidos donde los intelectuales y los profesores suelen permanecer marginados socialmente y, por supuesto, sin apenas posibilidades para una carrera política, recluidos como están en sus respectivos departamentos universitarios. Las excepciones que a esto pudieran citarse —Jefferson, Wilson— más bien confirman la regla que la invalidan. Es un hecho que una intensa vida intelectual y una brillante carrera como escritor constituyen en Iberoamérica un buen escalafón para la vida política, mientras en Norteamérica, por el contrario, suponen una considerable merma. Una vez establecido lo anterior, quizá la manifestación más importante de ese predominio de las ideas en la cultura iberoamericana sea su carácter universalista, como hemos podido apreciar a lo largo de ese libro. Y ese carácter se observa de modo especial en un rasgo que consideramos fundamental: el sentimiento de continuidad con la cultura española. Este primer rasgo no es neutral, sino que viene vinculado a la frecuente dimensión de universalidad de que la propia cultura española se halla teñida. A ella alude, por ejemplo, Alfonso Reyes, cuando afirma que «una cosa es el sentido hispánico de la vida —hasta hoy jamás derrotado, sino lanzado siempre a nuevos rumbos en busca de aventuras—, y otra cosa es la configuración jurídica del Estado español, y que ha vivido regularmente en continuo vaivén de pérdidas y ganancias, como acontece con todos los estados». Por supuesto, Reyes entiende la cultura mexicana como una consecuencia de ese sentido hispánico de la vida, siempre «virgen», y no sujeto, por tanto, a la decadencia de los organismos políticos. Quizá, sin embargo, el pensador hispanoamericano que más ha tomado conciencia de este hecho sea Lepoldo Zea, como ya pudimos apreciar en el último capítulo de nuestro libro. Analizando lo que la herencia ibera ha significado para los pueblos hispánicos de América, viene a decir que éstos aceptaron el cristianismo universal de los erasmistas y liberales españoles, y los ideales de libertad espiritual y de dignidad humana a favor de todos los hombres, así como el sentido solidario de la existencia que hace de la sociedad expresión de una comunidad de personas, y no instrumento de fines puramente individuales. Pero, al mismo tiempo que afirmaban esto, los mismos pensadores se vieron forzados a negar la España ultracatólica e inquisitorial que trata de imponer por la fuerza esos ideales de libertad en evidente contradicción consigo misma, pues la libertad que se impone entonces no suele ser más que la de una minoría, que además la entiende a su modo. Según



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Zea, los pueblos hispanoamericanos se vieron impulsados a repudiar, en cumplimiento de esos mismos ideales, la técnica y los instrumentos con los que España trató de imponerlos en el Nuevo Mundo. El Estado español, con la Inquisición al frente, quiso organizarse al modo de un Estado totalitario, con lo que, tratando de conseguir coactivamente la unificación de la conciencia española, consiguió, precisamente, lo contrario: crear una división que desde entonces ha caracterizado a la cultura y a la historia de España: la conciencia de un desgarramiento interno. En el fondo, aquí Zea no hace más que dar expresión plena y consciente a lo que ya su maestro Gaos consideraba característica del movimiento ideológico de los pueblos hispánicos: independencia de las colonias con respecto de la metrópoli, así como de la metrópoli con respecto de sí misma, en una lucha emancipadora que no sólo abarcaba a los países hispanoamericanos, sino a España misma. Ese movimiento, que aunque originario de la Península, fracasa políticamente en ella, triunfará en América, y a él es al que se sienten ligados aquellos países. En ese sentido, y sólo en ese sentido, invocan una tradición española, de carácter universalista, que tiene pleno vigor para ellos. En este contexto hay que entender el concepto de América que hemos desarrollado en nuestra investigación: una América abierta al cambio, a la integración, a la solidaridad, al amor —como diría Waldo Frank—, y por tanto superadora de esa división —sin duda un tanto simplificadora— de «lo sajón» y «lo latino». Quizá en esa dirección se mueva ahora ese México que quiere integrarse en el abanico de una nueva América del Norte en pie de igualdad con Canadá y Estados Unidos como propone el Tratado de Libre Comercio entre los tres países. Es verdad que a ello ayudaría también la creciente población latinoamericana emigrada a Estados Unidos, anunciando una posible alteración de la composición étnica y demográfica de ese país. Pero no es menos cierto que la gran potencia debería dejar de apropiarse unilateralmente del término «América» para designarse sólo y exclusivamente a sí misma. La evidencia incontestable, más allá de toda discusión, es que América está cambiando y que el producto de ese cambio tendrá que ser el resultado de un profundo y amplio diálogo intercultural. Un fenómeno a tener muy en cuenta en la configuración de la nueva América es la deriva populista verificada en algunos de los regímenes políticos que han obtenido mayoría democrática en los países sudamericanos: Hugo Chávez y Evo Morales como prototipos. Se habla de triunfo de las

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La idea de América

izquierdas, pero el término hay que manejarlo con cuidado. Es evidente que desde la guerra fría hay una inclinación hacia el socialismo en los países latinoamericanos, y eso es consecuencia de una reinterpretación universalista del viejo humanismo de origen hispánico. Se trata de extender los ideales de libertad y de dignidad a todos los hombres, superando el mero humanismo de iure vigente en las democracias occidentales: igualdad de derechos en teoría, que por las diferencias en el reparto de la riqueza se convierte en la práctica en inadmisibles desigualdades de hecho. El humanismo bien entendido ha de partir de un mínimo bienestar económico, sin cuya base la igualdad jurídica es papel mojado. Si se quiere garantizar ésta hay que fomentar aquél, único camino de llevar a la práctica, sin hipocresías ni falsedades, ese humanismo universalista que propugna la cultura hispánica. Y en ello parecen acordar las tendencias más vivas del presente y futuro de Hispanoamérica, cuya base ya puso José Martí, llevando a sus últimas consecuencias el pensamiento de Bolívar, y que después recogería explícitamente José Carlos Mariátegui en aquellas famosas palabras: «Hispanoamérica, Latinoamérica, o como se prefiera, no encontrará su unidad en el orden burgués. Ese orden nos divide, forzosamente, en pequeños nacionalismos. Los únicos que trabajamos por la unidad de esos pueblos somos, en verdad, los revolucionarios. A Norteamérica toca coronar y cerrar la civilización capitalista. Pero el porvenir de América Latina es socialista». Ésta es la línea que parecen inspirar las actuales experiencias políticas de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Paraguay, con el peligro amenazante del populismo a que antes nos referíamos. El hecho flagrante es que América Latina está sumergida en un proceso de cambios profundos y acelerados que se maximizan cuando comprobamos que México se aleja cada vez más de sus hermanos del sur. Sin embargo, en todo el conjunto regional los indicadores económicos siguen desarrollándose a un ritmo acelerado y la idea de una «segunda independencia» se afianza. Es importante, con todo, que no se aparten de la ortodoxia democrática —al parecer, ampliamente admitida—, pues ello supondría retrotraerse a tiempos que deberíamos dar por definitivamente superados. Al finalizar este libro me gustaría extraer alguna conclusión indiscutible, pero la honradez me impide hacerlo. Son tiempos de cambios acelerados e inescrutables y, por tanto, de expectativas inciertas. Me gustaría poder afirmar que la unidad continental de los países que hablan la



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misma lengua se reafirma y consolida en el mundo de la «globalización» —creo, en efecto, que eso sería bueno para todos—, pero honestamente no me atrevo a hacerlo. El Escorial, 10 de agosto, 2008

T R E U V R E V

T R EVOR J . DA DSON

Los moriscos de Villarrubia de los Ojos (siglos XV-XVIII)

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Los moriscos de Villarrubia de los Ojos (siglos XV-XVIII)

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T R E V O R J . D A D S O N

Dadson, Trevor J. Los moriscos de Villarrubia de los Ojos (siglos xv-xviii). Historia de una minoría asimilada, expulsada y reintegrada. 2007, 1328 p., ISBN: 9788484892359 Amplia monografía histórica con tres grandes hilos argumentales: la historia de los moriscos de Villarrubia, la del propio pueblo de Villarrubia desde la Edad Media al s. xviii y la de dos de sus condes, Diego y Rodrigo de Silva. Andrews, George Reid Afro-Latinoamérica, 18002000. Traductor: Óscar de la Torre Cueva. 2007, 382 p., ISBN: 9788484893097 Síntesis de la historia de los afrodescendientes en el conjunto de América Latina, desde México y el Caribe hasta Argentina, y desde el paso de la esclavitud a la libertad a la actualidad. Sternfeld, Gabriela La organización laboral del Imperio Inca. Las autoridades locales básicas. 2007, 333 p., ISBN: 9788484893400 A partir de las huellas tradicionales indígenas contenidas en una selección de crónicas y documentos de los siglos xvi y xvii, reconstruye la organización y jerarquía de las comunidades que conformaron el Tawantinsuyu.

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