La fantasía organizada 9502304055

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) creó en 1949 la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), como centro

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La fantasía organizada
 9502304055

Table of contents :
Introducción 11
I. Los aires del mundo 13
II. Fuga hacia la planicie 35
III. El manifiesto de los periféricos 47
IV. El descubrimiento de Brasil 57
V. La dinámica del sistema centro-periferia 63
VI. La ruta real 71
VIL El gran heresiarca 87
VIII. Goliat y David 97
IX. La alegría límpida de crear 109
X. Selva ardiente 125
XL Confrontación en campo abierto 137
XII. El caballero andante 155
XIII. Las cuentas del pasado 177
XIV. La cena de Navidad 191
índice onomástico 201

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CELS

ORGANI

Furtado, Celso La fantasía organizada / Celso Furtado, trad. por Eleono­ ra Osla Ptak. —Ia ed. de la ed. en portugués, 1985. — Buenos Aires: EUDEBA, 1988. 208 p. — (Problemas del Desarrollo) ISBN: 95O-23-O4O5-5

Sistema de Biblioleeas y de Información —SISB1— UBA

LA FANTASIA ORGANIZADA

ROBLEMAS DEL DESARROLLO P(COLECCIÓN

CELSO FURTADO

LA FANTASIA ORGANIZADA

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EDITORIAL UNIVERSITARIA DE BUENOS AIRES

Dibujo de tapa: Carlos Pérez Villamíl

Traductora ELEONORA OSTA PTAK

©• Celso Furtado Derechos adquiridos por la Editorial Paz y Tierra S/A

Ia edición de la 5a edición en portugués de 1985. Buenos Aires, EUDEBA, 1988

EUDEBA S.E.M. Fundada por la Universidad de Buenos Aires

©1988 EDITORIAL UNIVERSITARIA DE BUENOS AIRES Sociedad de Economía Mixta Rivadavia 1571/73 Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN 950-23-0405-5 IMPRESO EN LA ARGENTINA

A Juan Noy ola Jorge Ahumada José Antonio Mayobre José Medina Echavarría Oscar Soberón, compañeros de la Orden Cepanna de Desarrollo, que ya no responden. Y a Raúl Prebisch, quien nos guió a todos, fallecido después de la publicación de este libro.

Ne sommes-nous pas une fantaisie organisée? une incohérence qui fonctionne, et un désordre qui agit?

Paul Valéry: L’áme et la danse

INTRODUCCION En una época en que se derrumbaron las barreras entre los géneros litera­ rios, las explicaciones de un autor sobre la naturaleza de un libro son perfecta­ mente dispensables. Sólo importa que el mensaje transmitido justifique el empleo del tiempo que exige su lectura. Thomas Mann ya hábía observado que un género literario contiene a todos los otros, si se alcanzan los límites de sus posibilidades. Las siguientes páginas se originan en notas sobre el gran debate de la déca­ da de 1950 acerca del subdesarrollo, fenómeno que acababa de ser descubierto y causaba perplejidades. Las notas evolucionaron hacia un ensayo de historia de las ideas, pero en el camino se transformaron en reflexión sobre las circuns­ tancias en que una sociedad toma conciencia de las opciones que tiene delante de sí, aprendiendo que el destino también depende de ella. No obstante, ese des­ vío ambicioso fue corregido a tiempo, canalizándose el discurso hacia un simple testimonio personal. El riesgo de desvío hacia lo autobiográfico también fue evitado. La vida personal tiene el misterio de esos tesoros de fábula que, una vez expuestos a la luz, pierden su verdadero significado. El testimonio personal cobra importancia cuando es introducido en el contexto histórico, en particular si el cronista es personaje del drama.

Así como la historia de las ideas se transmutó en reflexión sobre el papel de las ideas en la Historia, el testimonio se transformó en vivencia, compromiso personal con la Historia. Los géneros se habían confundido, quizá porque la idea central fuera abarcadora: especular sobre la relación entre la Historia y los individuos que, motivados por la casualidad o por la necesidad, la alimentan con ideas. Cerca de un decenio separa las dos etapas universitarias en Europa que de­ limitan la materia aquí tratada: la primera nace del espíritu de aventura —el de­ seo de exponer corazón y cabeza a los aires del mundo, como dijera el poeta—; la segunda conduce al deseo de participación, con el retorno a nuestros orí­ genes. 11

Todas las referencias a personas están expresadas en tiempo pasado y no pretenden tener validez en el presente. Mi agradecimiento a Rosa Freire d’A guiar, quien me dio coraje para escri­ bir este libro y colaboró en la preparación final del texto.

Vista Soberbia, Río, febrero-mayo de 1985. C.F.

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I. LOS AIRES DEL MUNDO La reconstrucción de los países devastados por la Segunda Guerra Mundial resultó ser tarea todavía más ardua de lo que se había inicialmente imaginado. A diferencia de lo ocurrido en la Primera Gran Guerra, cuando las destruc­ ciones se circunscribieron a ciertas áreas, la devastación dentro de los sistemas de producción y fuera de ellos había sido de tal orden que el sacrificio de toda una generación parecía inevitable. Las instituciones creadas en Bretton Woods para enfrentar la situación —el Banco Internacional de Reconstrucción y Fo­ mento (B1RF) y el Fondo Monetario Internacional (F.M.l.) —quedaron sueltas en el aire por la insuficiencia de recursos y los medios de acción inadecuados. Las transacciones comerciales internacionales se reconstituían lentamente, sien­ do escasos los excedentes exportables e inexistentes —fuera de los Estados Uni­ dos— los medios de financiación. La economía alemana, en torno de la cual gi­ raba en el pasado gran parte del comercio intraeuropeo, fue desarticulada por el esfuerzo de la guerra y se encontraba totalmente postrada. Dos años después del cese de hostilidades atravesé gran parte de Europa occidental y central, encontrando un panorama desolador. No había mucha di­ ferencia con respecto a lo que vi hacia el final de las hostilidades, cuando re­ corrí el norte de Italia y gran parte del territorio francés. El cuadro en Alemania era realmente tétrico; ciertas poblaciones parecían haber retrocedido hasta la Edad de Piedra. El invierno de 1946-1947 fue extremadamente riguroso y casi por todas partes las raciones alimenticias estaban por debajo de lo que lo ha­ bían estado en los peores momentos de la guerra. Tomé la decisión de volver a Europa, fascinado por lo inusitado de la esce­ na social y humana que allí se había montado, ciertamente sin precedentes, por su amplitud y complejidad, en la historia de los hombres. Reuní algunos ahorros y consideré que el mejor regalo que me podía hacer era proporcionar­ me los medios para observar de cerca el drama europeo. Finalmente el mundo de mi generación sería moldeado por fuerzas que prevalecerían en el proceso de reconstrucción de Europa, en particular de Europa occidental. No siempre se puede testimoniar la gestación del futuro de toda una generación. Lo cierto es que me atrapaba el deseo de observar las transformaciones en curso. 13

Mi plan inicial era quedarme por algún tiempo en Londes, de donde irra­ diaba en esa época la fama de una Escuela de Economía que se daba el lujo de tener a Karl Mannheim, el creador de la sociología del conocimiento, en su equipo de profesores. Pero en poco tiempo percibí que me había equivocado. En Inglaterra todo era medido y contado, y las escuelas superiores estaban prácticamente cerradas para quien no fuera veterano de las Fuerzas Armadas de Su Majestad. Además, los ingleses, que todavía se tomaban por ciudadanos privilegiados de un gran Imperio que salía victorioso de una guerra mundial, vendrían a ser los últimos en percibir los cambios que estaban en curso en el mundo. No había arrogancia en reconocer lo patético de la situación en que se debatía ese pueblo de tan grandes virtudes cívicas e innegable genio político. Me sentí como Orwell cuando, al refugiarse en un subterráneo para escapar de un ataque aéreo, se encontró con un periódico del día, el cual publicaba un aviso de empleo de mayordomo. No había hasta allí nada de anormal, pero el choque que sufrió fue mayor que el susto que provocaron las bombas alemanas. Las le­ yes que gobiernan la decadencia de los pueblos todavía no han sido estudiadas, y a nadie se le ocurriría calificar de decadente a un pueblo que acababa de mu­ dar el curso de la historia humana, reuniendo la bravura de Leónidas y la argu­ cia de Alcibíades. Pero la verdad es que, con la independencia de la India, el Imperio entró en una franca dispersión sin que ninguno de los dos grandes partidos políticos tomara conciencia del tema y lo tuviera en cuenta en el debate sobre el futuro del país. El duro esfuerzo que se exigía de la población estaba aparentemente orientado hacia la reconstitución del pasado. Era admirable el esfuerzo que se estaba realizando para aumentar la tasa de inversiones, con miras a recuperar la posición de gran exportador de productos industriales, a fin de compensar la pérdida de activos en el exterior y enfrentar el excesivo servicio de la deuda contraída durante la guerra. Y más admirable era la disciplina espartana con que la nación se empeñaba en ese esfuerzo. Pero no había visión de los cambios en curso en el mundo, o de las repercusiones que éstos tendrían en la posición internacional de la metrópoli imperial. Se repetía el error que cometiera Clemenceau después de la Primera Gran Guerra, cuando defendió para Francia una posición dentro de Europa,incompatible, con su peso, en las esferas econó­ micas y demográficas. El peso de la deuda a corto plazo acumulada durante la guerra tornaba po­ co viable a la liberalización cambiaría incluida en un acuerdo firmado con el go­ bierno de los Estados Unidos en contrapartida de un gran préstamo. De la mis­ ma forma en que se dejara sorprender por los acontecimientos, siendo arrastra­ da a una guerra para la cual no estaba preparada, Inglaterra estaba enfrentando la posguerra carente de toda perspectiva de medio y largo plazo. Los gastos mi­ litares, que se desdoblaban en una vasta área, no podían ser fácilmente reduci­ dos, pues eran la garantía de una retirada en el frente colonial que se intuía ine­ vitable, por más que se deseara postergarla. Asimismo, siendo un observador 14

' fito yo podía percibir que aquella gran nación, que contribuyó más que ne°lauier otra para formar la civilización tecnológica, ahora parecía jugar al f(ua yo ciego”. Los más astutos pensaban, como Churchill, que el mundo de la gsguerra estaría bajo la tutela de un consorcio de naciones de lengua inglesa, P°nfugándose la experiencia política de Albion con el poder económico yanqui, pero ese último sueño imperial rápidamente se desvanecería, transformando las relaciones “privilegiadas” con los Estados Unidos en una traba más en la bús­ queda de un nuevo lugar al sol. 4 La alternativa era quedarme en París, obtener una matrícula universitaria que justificara mi permanencia y, a partir de ahí, viajar por el continente con­ vulsionado donde ya eran visibles las primeras emanaciones de la Guerra Fría. Escribía para tres periódicos: la Revista da Semana, mi vieja casa; el semanario Panfleto, que iba dirigido hacia gran parte del público joven y motivado políti­ camente y el Observador Económico e Financeiro, con amplia circulación en la comunidad de los negocios y en el mundo oficial. Según las reglas en la época, mi formación de economista era la de un autodidacta, facilitada por estupenda afluencia de publicaciones que nos brindaba el Fondo de Cultura Económica, de México, y apoyada en mi formación jurídica y en estudios especializados de organización y finanzas públicas. Pero consideraba a la economía como un ins­ trumento para penetrar en lo social y en lo político y avanzar en la comprensión de la Historia, particularmente cuando ésta aún se exhibía como regalo a nuestros ojos. La verdad es que ya en Brasil había sido inducido a modificar mi plan de viaje por Europa. Imaginé poder extender mis incursiones a Europa del este, en particular a la Unión Soviética, cuya experiencia en planificación económica me parecía ser algo que no se debía ignorar. La guerra demostró claramente que una adecuada regulación del sistema económico podía asegurar el pleno empleo, aspiración mayor de pueblos que habían sido victimados por una depresión sin precedentes. En la Unión Soviética se demostraba que ese bien, por todos anhelado, también podía ser obtenido con la paz. En realidad, mi interés por la planificación iba más lejos que la economía. Estaba convencido de que el fascismo era una amenaza que se agitaba perma­ nentemente sobre las sociedades democráticas. ¿Cómo ignorar que las econo­ mías de mercado eran intrínsecamente inestables y que esa inestabilidad tendía a agravarse? Era lo que nos enseñaba la Historia. Tampoco podíamos tener du­ das de que la idea de Marx, de que la propia crisis engendraría una nueva for­ mación social “más racional”, era del reino de la utopía. Sabíamos por expe­ riencia que las clases dominantes disponían de medios para manipular y domes­ ticar a las masas, imponiendo un nuevo orden en el que cada uno encuentra se­ guridad al renunciar a sus aspiraciones más nobles. En ese espacio confinado medraba y florecía el poder burocrático, como lo previera Max Weber. Estaba convencido de que la inevitable concentración del poder económico produciría una reducción del espacio en el que se mueve el individuo, una atro­ 15

fia de la vida política, conduciendo a alguna forma de totalitarismo. En un es­ tudio hecho en 1946, que mereció el premio Franklin D. Roosevelt del Instituto Brasil-Estados Unidos, expresé de manera contundente ese punto de vista. “La trágica realidad a la que nos llevó la revolución industrial —decía— está en que nuevas técnicas sociales conducen implacablemente al dominio minoritario’’. Mostraba la dificultad, que por todas partes se presentaba, de compatibilizar las sociedades democráticas con las instituciones militares, que por definición no se pueden regir democráticamente. Y agregaba: “Este problema, que consti­ tuye un rompecabezas desde la Roma Imperial, ahora se reproduce con una nueva fisonomía y de forma más dramática en la sociedad industrial. ¿Cómo puede asegurarse la democracia de que las fuerzas económicas, organizadas [a semejanza] de las instituciones militares, no intenten adueñarse del Estado?”. Consideraba que la evolución en Estados Unidos se prestaba mejor a la obser­ vación porque allí, más que en cualquier otra parte, las formas de control de­ mocrático de raíz comunitaria permanecían vivas. También era así para Euro­ pa, empeñada en salir de los escombros y transformada7m¿z/gré elle-méme,en un laboratorio social, que me dirigía. Como estudioso de Mannheim, estaba convencido de que un amplio es­ fuerzo de reconstrucción institucional se tornaba indispensable, si el objetivo era preservar la libertad del hombre. Cabía prevenir las crisis y neutralizar los efectos sociales de la inestabilidad inherente a las economías de mercado. Los proyectos de providencia y asistencia social, que tuvieran en el Plan Beveredge su mejor expresión, constituían un valioso avance, mas no iban hacia la raíz del problema, pensaba entonces. La solución estaba en la introducción de una doble racionalidad, en el nivel de los fines y de los medios, lo que exigía una planificación. Mis estudios de organización de las actividades del sector público, basados en autores norteamericanos, y las ideas de Mannheim en su obra Man and Society in Age of Reconstruction (traducido al español con el título de Li­ bertad y planificación social), estaban transformando mi visión de las opciones con que se enfrentaba la Europa en reconstrucción. En la época, la soviética era la única experiencia de estabilización de una economía con base en la planificación. Pero prácticamente nada existía publi­ cado sobre ella. Los resultados de las investigaciones de Charles Bettelheim sobre el asunto (la primera edición de su libro, La Planification Soviétique, era de 1939) no había llegado hasta nosotros, y trabajos sobre finanzas públicas, como el de Gerhard Dobbert (Der Zentralismus in der Finanzverfassung der U.d.S.S.R.), se limitaban al período de transición entre la economía de guerra y la adopción de planes quinquenales. Partía del principio de que las implica­ ciones sociales de la planificación económica debían haber sido objeto de estu­ dio por los especialistas soviéticos. Todavía estaban próximos los días de la Gran Alianza, en que había imaginado vivir, en la posguerra, en un “solo mundo”, en el cual cada pueblo podría beneficiarse, en la formulación de su política, con los aciertos y desaciertos de todos los demás. 16

Conociendo mis planes de viaje, mi hermana Aída, por ese entonces bibliotecaria en la Nacional, me dijo un día en que nos cruzamos en los salones de aquella augusta casa: “La hija del embajador de la Unión Soviética también es nuestra cliente y ahora está aquí haciendo investigaciones, ¿por qué no con­ versas con ella sobre tus proyectos?”. Hechas las presentaciones, Aída nos dejó a solas. Era una joven bonita, rubia, de mediana estatura, que se expresaba fluidamente en francés. Como para disculparse, me dijo que su padre fue por largo tiempo embajador en París. La conversación se dirigió naturalmente a esa ciudad, que ambos conocíamos y que la fascinaba. Cuando le expuse mi plan de viaje y mi interés en conocer de cerca la experiencia soviética de planificación, sus implicaciones sociales, etc., me miró con perplejidad, como si hubiese ma­ nifestado la intención de salir volando. Y comenzó a hablar sin rodeos: “No pierda su tiempo. Usted no tiene posibilidad alguna de entrar en la Unión So­ viética. No se puede viajar hacia allá como turista y para hacer estudios se nece­ sita una invitación especial, que de acuerdo con las presentes circunstancias es prácticamente imposible de obtener”. No me convencí del todo. Imaginé que aquella joven parisiense se empeñaba en ocultar la pobreza y el atraso de su país a los extraños y curiosos. En París tendría la oportunidad de obtener más infor­ maciones sobre todo aquello. No obstante fui reajustando mis planes, que a más de uno le parecían irrealizables. Algunos días después le conté sobre la entrevista a un amigo del Partido Comunista, quien advirtió: “Su punto de vista es el de un diplomático, que no quiere comprometerse. El camino más corto es entrar en el Partido y luego soli­ citar una misión que implique visitar a la Unión Soviética”. Me causó gracia la idea. En primer lugar no podía admitir tener que someterme a la tutela de un Partido que se escribe con letras mayúsculas, porque colocaba mi libertad de pensar por cuenta propia por sobre todo. En segundo lugar, no admitía recibir instrucciones para escribir sobre tal o cual cosa. Este amigo no volvió a insistir sobre el tema. De mis lecturas de Mannheim, me quedó alguna idea del papel social de lá intelligentsia, particularmente en las épocas de crisis. Me imaginaba por encima de las condiciones creadas por mi inserción social y estaba convenci­ do de que el desafío consistía en instilar un propósito social en el uso de esa li­ bertad: Mi amigo posiblemente veía en eso una manifestación de arrogancia o de ingenuidad, pero no se atrevía a decirlo, porque él deseaba preservar mi con­ fianza. Ese juego sutil era corriente entre los intelectuales tanto de izquierda co­ mo de derecha, en esa época en que apenas se lograba salir de la asfixia de una dictadura. No necesité de mucho tiempo para convencerme de la futilidad de mis pla­ nes originales, porque eran enormes las dificultades con que se encontraba cual­ quier persona que pretendiera desplazarse por una Europa devastada. Eso me indujo a dedicar más tiempo del que inicialmente había imaginado a la vida uni­ versitaria, en París, donde me quedé. Tuve la fortuna de entrar en contacto con el profesor Maurice Byé, que integró la misión francesa junto a la Facultad de 17

Filosofía de Río de Janeiro, donde se encontraba en el momento de la débácle de Francia. Me recibió con los brazos abiertos en su quinta de Clamart. “Tengo una gran deuda con Brasil”, me dijo después de haber hablado de muchas co­ sas, inclusive sobre lo que se había publicado recientemente en materia de eco­ nomía. Me explicó que el gobierno de Pétain lo privó de la ciudadanía francesa, por haber adherido a las Fuerzas Francesas libres comandadas por de Gaulle. “En ese momento difícil —agregó— recibí todo el apoyo de su país”. En reali­ dad, Byé permaneció poco tiempo entre nosotros, a raíz de esos acontecimien­ tos; después embarcó con destino al África para finalmente aliarse a las tropas de de Gaulle en Siria. Fue por oír su consejo que me inscribí para preparar una tesis de doctorado en economía. La verdad es que en esa época para nada me atraían los títulos, particularmente universitarios. No tenía sentido perder tiem­ po estudiando para preparar exámenes, desviando la atención de un mar de co­ sas importantes que estaban ocurriendo en un modo real delante de mis propios ojos. No me atraía ser un “profesional”, una pieza que busca ajustarse a un engranaje. Estudié economía, sociología, filosofía, en la búsqueda de subsidios para entender al mundo, convencido de que ésa también es una manera de ac­ tuar sobre él. Puede ser la manera menos eficaz, pero quizá sea la de efectos más duraderos. ¿Cuál influencia habría sido mayor: la de Alejandro o la de Platón? Si mi preocupación hubiera sido la de. actuar directamente sobre el mundo, habría permanecido en mi provincia natal, porque la política requiere el máximo de dedicación en la comunidad. Lo que me movía era el deseo de co­ nocer el mundo, el vasto mundo, convencido de que los reformistas sociales son movidos por ideas de pensadores que se anticipan a ellos. Por eso, además de preparar el Diploma de Estudios Superiores en Economía, me matriculé en el Instituto de Ciencia Política, en donde se dictaban cursos y seminarios que abarcaban un vasto horizonte. Me fascinaba estudiar la historia de las ideas, de la técnica y de la política en el siglo xix, porque estaba inclinado a pensar que el descarrilamiento de la humanidad tuvo allí su inicio.

* * * Pasaba buena parte de mi tiempo entre los seminarios y la biblioteca del Instituto de Ciencia Política, lo que me permitió entrar en contacto con profe­ sores y alumnos. Allí se reunía lo más selecto de los jóvenes que serían los futu­ ros dirigentes del país, en gran parte hijos de profesionales de nivel universita­ rio, y también los remanentes de la antigua haute bourgeoisie. En Francia es más importante la inserción social que los ingresos, que son mucho menos con­ centrados que la riqueza y los privilegios no monetarios. Esos grupos sociales habían sufrido de lleno el impacto de la guerra y eran los más sensibles a la de­ cadencia francesa en el plano internacional. Había una mezcla de resentimiento y arrogancia, que luego asomaba a la superficie cuando el debate versaba sobre los Estados Unidos. 18

No es fácil para un pueblo portador de una gran cultura admirar a otro en una situación similar, particularmente si existe un pasado cargado de rivalidad y confrontaciones. Es de conocimiento general que los franceses tienen una imagen caricaturesca de los ingleses, y viceversa. Con respecto a Alemania la vi­ sión de los franceses es más equilibrada, tal vez porque durante siglos han visto en los pueblos germanos a discípulos aplicados, ansiosos por el reconocimiento. En relación con los Estados Unidos el problema es distinto. Los norteamerica­ nos fueron tratados, por mucho tiempo, como “pueblo joven’’, que todavía no tiene modales, que no sabe sentarse a la mesa. A eso se sumó la idea de que se habían enriquecido demasiado rápido, lo que despertaba envidia pero no admi­ ración. Ocurre que este pueblo “infantil” comenzó a ejercer una influencia cul­ tural en Francia en una escala sin precedentes. En la inmediata posguerra hubo, entre los franceses, un cierto pánico con respecto a la profundidad y a la natu­ raleza de esa influencia, porque las elites tradicionales no tenían experiencia en tratar con ese tipo de problema. Una colega del Instituto, a quien no le faltaba sentido del humor, me sorprendió un día con una invitación: “Si dudas de la superviviencia del buen gusto francés, ven conmigo al baile de George V”. No rehuí el desafío y pude apreciar a aquella sociedad, que juzgaba empobrecida, en grande tenue. Y no se trató sólo de bailar. Escuchamos atentamente y en si­ lencio a un pianista tocar Mozart y Ravel. Más adelante se interrumpió el baile para presenciar un desfile de haute couture que despertó evidente satisfacción entre los presentes. Y todo eso delicadamente regado con champagne. “Una ci­ vilización que alcanzó ese grado de refinamiento —le comenté a mi colega— siempre será recordada y admirada”. Pero no pude dejar de parafrasear a Bernard Shaw: “Amar al pueblo no significa desconocer su frecuente mal gusto”. Mi colega retrucó: “Esto que vemos aquí no es una frivolidad, es un estilo de vida; para crearlo fueron necesarios siglos; pero para destruirlo se necesitaría muy poco”. Y así seguía nuestro diálogo, en líneas paralelas. Pero la idea de viajar no me salía de la cabeza. Vivíamos los momentos más difíciles de la posguerra, cuando se sumaron a la penuria de todo un co­ mienzo de pánico creado por la inquietud social y los primeros estampidos de la Guerra Fría. El invierno de 1946-1947 fue el más duro que se había registrado y lo sucedió un prolongado estiaje, con proyecciones en la producción agrícola y en la generación de hidroelectricidad. Había cortes de luz durante parte del día y la ración de pan, en Francia, descendió a niveles que no se conocieron durante la guerra. La situación en Alemania era todavía peor. La producción industrial alemana de 1946 se situó entre un cuarto y un quinto del nivel anterior a la guerra. En todas partes había insuficiencia de fuentes de energía y carencia ali­ mentaria. Consultaba por todos lados para descubrir las posibilidades de pe­ netrar en el continente europeo. Me inscribí para participar en el denominado Festival Mundial de la Juventud a realizarse en Praga, lo que abría la posibili­ dad de cruzar Alemania e integrar una brigada francesa que debería participar de la construcción de un ferrocarril en Bosnia. Viajamos en vagones de ferro­ 19

carril de segunda clase, atestados de personas, cada uno arreglándoselas para dormir como podía, lo que no impidió (o facilitó) que en seguida se creara entre aquellos jóvenes un clima de cordialidad y confraternidad. Esas iniciativas de movilización de jóvenes sin vinculación directa con par­ tidos políticos estaban lejos de ser inocentes. Formaban parte de la gran lucha ideológica que se libraba en Europa. Si no fuera el estalinismo un sistema torpe­ mente cerrado, la penetración de las ideas marxistas hubiera sido mucho más profunda en ese período. La idea de que el capitalismo engendraba sociedades que exacerbaban la competitividad entre individuos y, en última instancia, entre naciones, siendo la guerra un mal incurable del mundo capitalista donde pulu­ laban los marchands de canon, era suficiente para inducir a una juventud egre­ sada de una guerra monstruosa a desear la superación de ese régimen. ¿Cómo no repudiar un sistema económico a cuya inestabilidad cabía atribuir la emer­ gencia del fascismo y de guerras odiosas? La historia reciente había sido dema­ siado explícita sobre todo eso. Por momentos el marxismo parecía ser la única doctrina que prometía un mundo estable, sin desempleo y sin los pingües nego­ cios de ventas de armas. En los debates siempre se volvía a esos puntos, que brotaban de las profundas ansiedades que existían en todos. En el número de la revista Esprit, dedicado al “marxismo abierto contra el marxismo escolástico”, Emmanuel Mounier decía que el marxismo, en cien años, había muerto verbalmente cien veces más que el cristianismo a lo largo de dos siglos, y que todavía así su impacto en la conciencia humana persistía tan fuertemente como jamás lo había hecho. Para mí no había duda de que el hombre europeo estaba a la búsqueda de un camino que lo liberara de su pasa­ do, que le señalara un futuro que no abrigara tanto odio. Pero, ¿cómo se­ parar el marxismo de la experiencia soviética, en la que la asfixia del individuo se contraponía a lo más noble y permanente que había en la cultura europea... esa idea de que cada individuo lleva en sí un destino personal? La verdad es que Marx, como Aristóteles, escribió acerca de todo, lo permanente y lo cotidiano, lo que permite derivar de él líneas de pensamiento con implicaciones muy diver­ sas. Cada uno buscaba crear su propio marxismo, ese territorio tan propicio pa­ ra la construcción utópica. El problema de las doctrinas portadoras de un pro­ yecto de orden social está en que pretenden ignorar que no conocemos suficien­ temente al hombre para prever sus reacciones a los desagrados a los que será so­ metido por el nuevo orden. El capitalismo habrá exacerbado ciertos instintos destructivos del hombre, pero ciertamente no los creó. La Checoslovaquia de la época del Festival todavía era de Bénés y Jan Masaryk, hombres de comprobada tradición democrática. La simpatía por los so­ viéticos era enorme, lo que no era difícil de explicar, puesto que ellos no habían pactado con la destrucción del país en Munich, siendo vistos como los auténti­ cos libertadores. Los pueblos eslavos que había vivido durante siglos bajo el yu­ go germano alimentaban tradicionalmente una profunda simpatía por Rusia, sentimiento que en esa época todavía se mantenía intacto. Los jóvenes checos 20

con los que entré en contacto multiplicaban argumentos para demostrar que su país era democrático a la manera occidental, con una pluralidad de partidos y elecciones realmente libres, como si estuvieran en posición defensiva. La ani­ mosidad al idioma alemán era tan grande que se negaban a hablar esa lengua, que por cierto todos conocían. Atribuí a esa animosidad el hecho de no conse­ guir ninguna información sobre la presencia de Kafka en Praga, ciudad donde nació y vivió casi toda su vida. Durante el Festival no hubo ninguna posibilidad de contacto real con miembros de la delegación soviética que no fuera con unos pocos elementos destacados expresamente para ese fin. Se trataba de jóvenes entrenados en len­ guas extranjeras y con información sobre lo que ocurría en el país del interlocu­ tor, que discurrían con soltura sobre asuntos de orden general, sin muchos pe­ los en la lengua. El contacto con esos agentes transmitía la impresión de que entre los jóvenes soviéticos predominaban las mismas preocupaciones que entre nosotros,-habría un auténtico debate en torno de los grandes temas de la época, prevaleciendo el espíritu de contestación e irreverencia. Eso podía ser verdad, pero no nos era dado comprobarlo. Aquellos que intentaban tomar contacto con un soviético típico, luego se daban cuenta de la futilidad del esfuerzo. Ana Stella Schic, brasileña que contribuyó al brillo del festival con un bello concier­ to de piano, tuvo la posibilidad de aproximarse a las colegas soviéticas también concertistas. Me contó que aprovechó un intervalo para dirigirle la palabra a una de ellas, habiendo con eso provocado un brusco gesto de oposición, como «si se tratara de algo prohibido o que debía ser evitado por todos los medios. Ese comportamiento nos parecía inexplicable, porque todos nosotros, incluso aquellos que no se morían de entusiasmo por el régimen estalinista, teníamos mucho interés en conocer a la juventud soviética y era grande la admiración que despertaba en todos el pueblo ruso. La experiencia en Yugoslavia fue menos interesante porque la comunica­ ción con la población local se hizo difícil, dada la casi completa ausencia de per­ sonas que hablaran lenguas occidentales. Nuestra brigada era extremadamente disciplinada. Por la mañana se izaba la bandera tricolor y, por la tarde, había una nueva ceremonia para arriarla. Trabajábamos alegremente, chicas y muchachos, con piquetas y carretillas, abriendo trecho a una ruta. Acampába­ mos a orillas de un río, cercados por un huerto. La tarde era dedicada a excur­ siones, jugar ajedrez, debates o lectura a la sombra. En ese pic-nic pude cono­ cer a franceses de varias extracciones sociales, que allí se tuteaban con naturali­ dad. Todos estábamos impulsados por la idea de que debía haber más justicia social y de que la lucha por la paz debería ser una preocupación permanente. Un día vino a visitarnos un grupo de griegos que había atravesado la frontera. Eran guerrilleros, participaban de una guerra civil muy dura, detrás de la cual se perfilaba la confrontación soviético-norteamericana. Los rodeamos de sim­ patía, pero pocos demostraban su entusiasmo en el debate que se organizó 21

sobre el drama que vivía Grecia. El progreso social por la guerra no seducía a esa generación. A pesar de que el contacto directo que teníamos con los yugoslavos era casi nulo, la simpatía mutua era inmensa. Donde llegábamos nos recibían con flores y, al visitar sus ciudades destruidas, pensábamos en el inmenso sacrificio que habían hecho para liberarse de un invasor bestial. Otros pueblos también ha­ bían sufrido con la guerra, pero quizás en ninguna parte el pueblo haya pagado un precio tan elevado por no haberse sometido ni dejado subyugar. Ahora esta­ ban allí organizados y decididos a construir un futuro mejor. La regimentación de las personas no nos pasaba desapercibida, aunque estuviera enmascarada por un entusiasmo contagioso. Mis ideas daban vueltas y me inclinaba a modi­ ficar mis convicciones individualistas. En un artículo que escribí en esa época para la revista Panfleto, observé: “Es justo que se indague, confrontados a un mundo que se transforma tan violentamente, cuál es la posición y el valor de la persona humana... qué espacio le queda a la libertad personal para respirar”. Y finalmente concluía: “Los yugoslavos eran un pueblo de analfabetos, divididos por luchas fratricidas, cuyo trabajo alimentaba casas bancarias internacionales. Las bombas y las horcas alemanas operaron el milagro de su unión nacional. El ardor de la lucha los despertó para el trabajo. Y por primera vez los frutos de ese trabajo se tornan accesibles a aquellos que lo reajizan. Los yugoslavos, ma­ ravillados, se entregan a la colecta de esos frutos. ¿Qué derecho tenemos a reprenderlos y a juzgar su comportamiento?”. Ese relativismo histórico, que utilizaba como puerta de salida, exhumaba de alguna forma el paternalismo con que mis compañeros franceses observaban a ese “pueblo balcánico”. Pero también enunciaba una evolución que se daría en mi espíritu, en el sentido de la atenuación de la tendencia a sobreponer lo individual a lo social. Cierta influencia kantiana que me llegó con la formación jurídica y que solamente sería moderada en la medida en que comenzara a ahondar con mayor profundidad en las fuentes históricas.

* * * En esa época Hermann Hesse mereció el Premio Nobel de Literatura, con referencia especial a su libro publicado durante la guerra, El juego de abalo­ rios, ese esfuerzo ingente de un ego que crea un mundo aparte para escapar a la realidad trágica de la historia real. No admiraba El lobo estepario, del cual se instila un sutil temor a la vida que me parecía conducir a la sumisión. Durante la guerra, Hesse retornó a su refugio soleado de Ticino, en la Suiza italiana, más preocupado por “comprender a Alemania” que por abrir los ojos hacia los crí­ menes que cometían sus dirigentes. Hacía esas conjeturas mientras observaba a los alemanes, sucios y andrajosos, deambulando por las ruinas de Nuremberg. El individualismo puede conducirnos a la torre de marfil de Hesse, pero es la ra­ 22

zón histórica la que retrograda a la barbarie a un pueblo civilizado. ¿Cómo si­ tuarse entre esos dos polos? La verdad es que, si bien las heridas de la guerra continuaban abiertas _ las masas de semihambrientos se trasladaban de un lugar hacia otro y decenas de millones de personas continuaban “desubicadas”—, la cuestión de la paz y de la guerra ocupaba el centro de los debates, palpando en el aire la amenaza de un nuevo conflicto. Ése es el meollo del drama que vivía Europa. Los sistemas económicos, semidestruidos y desmantelados, parecían estancados en punto muerto. La reconstrucción avanzó hasta donde fue necesario para asegurar la supervivencia, pero el proceso de acumulación no se retomaba. ¿De dónde obte­ ner los recursos para financiar las inversiones exigidas por la vasta obra de re­ construcción? Europa occidental se presentaba como un inmenso engranaje averiado, operando con rendimiento extremadamente bajo. La situación de Ale­ mania occidental estaba agravada por millones de personas que emigraban de las regiones del este. En el pasado, la economía alemana operaba apoyándose en un importante intercambio con las áreas de Europa central y oriental, de donde recibía alimentos y materias primas. Esas relaciones comerciales se ha­ bían reducido a casi nada y no cabía esperar que vinieran a reconstituirse en los patrones del pasado. Era necesario encontrar una nueva fórmula de inserción para la economía alemana, que fuera antes de la guerra sin duda el principal parque industrial del continente. Durante la guerra surgió en los Estados Uni­ dos él llamado Plan Morgentau, cuyo objetivo sería forzar una regresión de la economía alemana en el sentido de una “ruralización”, lo que significaba pre­ tender rebajar definitivamente el patrón de vida de su población a niveles que prevalecían en los países pobres de la zona mediterránea. Bastaría tener en cuenta los reflejos negativos en las demás áreas de Europa que mantenían acti­ vo intercambio con Alemania, para percibir lo insensato de ese plan. En 1946 y la primera mitad de 1947 las cuatro potencias ocupantes de Ale­ mania occidental promovieron varias reuniones en busca de una salida que per­ mitiera restaurar un mínimo de normalidad a la vida de ese país. Ocurre que las posiciones de las dos principales potencias eran claramente asimétricas. La Unión Soviética fue brutalmente devastada por la guerra y estaba en busca de reparaciones, desmantelando usinas en la región que ocupaba para apropiarse de ellas. Se preocupaba por su propia reconstrucción y se esforzaba por cubrir el atraso que la separaba de las naciones industrializadas de Europa occidental. Los Estados Unidos veían en la prolongación de la miseria una amenaza a las instituciones y al orden social de los países capitalistas y esperaban sacar venta­ jas de la intensificación del intercambio, que traería consigo la reconstrucción. La divergencia de intereses llevaba a una impasse pero no podía caber duda de que la prolongación de ésta era desfavorable a los Estados Unidos. Para que Europa occidental se levantara sobre la base de su propio esfuer­ zo, habría sido necesario que la población aceptara ui\prolongado sacrificio, lo que presuponía considerable consenso en el plano político y social. Mientras 23

tanto, agudas tensiones sociales se manifestaban por todas partes: en ciertos países las mayorías responsabilizaban a las clases dirigentes por haber conduci­ do al país hacia la guerra, en otros por no haberse preocupado por defenderse y, en otros, por haber pactado con el ocupante. Lo que ocurría en Francia tendría ciertamente gran repercusión en otros países y ahí la confrontación se mostraba más violenta en razón del estrecho alineamiento del Partido Comu­ nista a la política externa de la Unión Soviética. Aumentar la inversión con el sacrificio del pueblo, para restaurar las estructuras tradicionales del poder, le parecía un abuso a gran parte do la población. Aumentar además de ciertos lí­ mites el control que el Estado ejercía sobre la economía era para la otra parte de la población el “camino de la sumisión”. Estas tensiones se traducían en huel­ gas, que paralizaban con frecuencia importantes segmentos de la actividad eco­ nómica, y en presión inflacionaria, que desalentaba al ahorro privado. El rendi­ miento del sistema económico era, por consiguiente, reducido. Cuanto más lenta fuera la reconstrucción, mayor sería el atraso tecnológi­ co vis-a-vis de los Estados Unidos y más difícil la recuperación de los mercados externos. ¿Cómo se podrían obtener saldos, exportando manufacturas, para pagar las importaciones de alimentos, materias primas y fuentes de energía? Había un problema de balanza de pagos y otro de insuficiencia de ahorros. Eso se sumaba al caos monetario que se había instalado en muchos países. Pe­ ro si esos problemas eran graves, había soluciones al alcance de la mano. Eso fue lo que comprendieron algunas personas en los Estados Unidos, entre ellas, George F. Kennan, jefe del recién creado Grupo de Planeamiento Político, del Departamento de Estado. Los integrantes de ese grupo se dieron cuenta de las limitaciones de la Doctrina Truman, que tendía a asimilar los problemas surgi­ dos de los desplazamientos causados por la guerra y de las tensiones del esfuer­ zo de reconstrucción en países derrotados, o que habían sido víctimas de la ocu­ pación, a simples “intrigas del comunismo internacional”. En un memorán­ dum que se tornaría público algunos años después, Kennan llamó la atención sobre el hecho de que la normalización de la vida económica en Europa podría ser al­ canzada en un período relativamente corto, sobre la base de una ayuda con­ centrada de los Estados Unidos, en forma de transferencias unilaterales. Ése fue el germen del Plan Marshall, que puso a disposición de los países europeos occidentales el complemento de poder de compra internacional y de ahorro, que necesitaban para ponerse de pie. Cuando los europeos hicieron sus cuentas, respondiendo al gesto norte­ americano, imaginaron que necesitarían una ayuda correspondiente de cerca del 40 por-ciento del valor de las importaciones, en cuatro años seguidos, para recuperar los niveles de producción anteriores a la guerra (o superarlo, en el ca­ so de Inglaterra), restaurar el equilibrio financiero y resolver el problema del déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos con el área del dólar. La ex­ periencia demostró que necesitaban menos ayuda, porque la tasa de ahorro luego se elevó, lo que les permitió superar las metas que se habían propuesto. 24

La creación de la Unión Europea de Pagos, en 1950, facilitaría considerable­ mente la solución del problema de liquidez internacional, dada la importancia considerable que asumió el comercio interregional. En ese mismo año fue cre­ ada la Comisión Europea del Carbón y del Acero (CECA) que, al uniformar los precios de dos de los más importantes insumos industriales, abrió el camino ha­ cia la Comunidad Económica Europea y, con ésta, a la reinserción de Alemania en la economía regional, como principal potencia industrial. * * *

Maurice Byé era especialista en comercio internacional. Se consideraba discípulo de Fran