La familia en la historia: propuestas para su estudio desde la «nueva» historia cultural

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Ensayos 168 Historia Serie dirigida por José Andrés-Gallego

MARÍA ANTONIA BEL BRAVO

La familia en la historia Propuestas para su estudio desde la «nueva» historia cultural

© 2000 María Antonia Bel Bravo y Ediciones Encuentro, S.A.

Diseño de la colección: E. Rebull

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A mi madre, a mi padre y a mis hermanos Mª Luisa, Nanín, Javier, Quique, Carlota, Nuria y Jesús

La familia en la historia

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN de José Andrés-Gallego . . . . . . . . . . . . . .

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INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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I. PLANTEAMIENTOS TEÓRICOS PREVIOS: HACIA UN NUEVO ENFOQUE EN LA HISTORIA DE LA FAMILIA 1. REVISIÓN HISTORIOGRÁFICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La familia en la historiografía francesa e inglesa . . . . . . . . La familia en la historiografía española . . . . . . . . . . . . . .

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2. UNA HISTORIA DE LA FAMILIA DESDE LOS PLANTEAMIENTOS ACTUALES . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Los estructuralismos: objetivismo y cuantificación . . . . . Pero la historia es también una «ciencia de la interpretación»: la subjetividad del historiador . . Rescatar al individuo de la fuerza determinante de las estructuras: rechazo de las categorías colectivas y enfoque individualista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Porque la historia siempre tiene —debe tener— un sentido autorreferente: la capacidad de una síntesis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El diálogo presente-pasado: una posición coherente con la «concepción del mundo» en cada época . . . . . .

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Índice

II. LAS FUENTES DOCUMENTALES PUEDEN APOYAR NUESTROS PLANTEAMIENTOS 3. MUJER Y FAMILIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Un poco de historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Objetivos del feminismo . . . . . . . . . . . . . . . . La mujer en la familia . . . . . . . . . . . . . . . . . La familia: unidad económica y educativa . . El trabajo de la mujer en el ámbito familiar Labor educativa de la mujer en la familia .

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4. INFANCIA Y VIDA COTIDIANA . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 La infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El nacimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los juegos infantiles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La educación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La casa y sus moradores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Una intimidad desprotegida: primera aproximación a la importancia de la vecindad . . . . . . . . . . . . . La práctica religiosa: ¿Descristianización? . . . . . . . . Individuos que comen y se visten . . . . . . . . . . . . . .

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5. EL MATRIMONIO, BASE DEL ORDEN SOCIAL MODERNO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 158 Hacia la consolidación del matrimonio legal en la época moderna: El concilio de Trento . . . . . . . . . . Matrimonios clandestinos: el valor de la palabra dada . . . Cuando las cosas se complican… Un ejemplo significativo . Otras preocupaciones pastorales: velaciones, amonestaciones y segundas nupcias . . . . . . . Impedimentos para contraer matrimonio . . . . . . . . . . . . . Matrimonio indisoluble: todo beneficios para el orden social . Fidelidad: más sobre la vecindad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La honra. De nuevo la mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Exaltación del matrimonio frente al problema de la despoblación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . «Criar a los hijos en buena educación». Algunos apuntes más

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Índice

III. ECOLOGISMO Y FAMILIA: UNA PROPUESTA DE FUTURO 6. LA FAMILIA ANTE LOS RETOS DE LA POSMODERNIDAD . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221 La modernidad, un proyecto acabado . . . . . . . . . . . Coordenadas temporales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Consecuencias vitales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Traducción política: «centralismo» y «progreso» . . . La posmodernidad: mujer, familia, sociedad . . . . . . La mujer, sujeto activo en la promoción de la paz La educación, pilar básico de la posmodernidad . ¿Familia versus trabajo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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7. UN HORIZONTE PARA LA FAMILIA . . . . . . . . . . . . . . . 249 La familia hoy . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Algo más que unidad tradicional de reproducción El mantenimiento de funciones esenciales . . . . . . . Decididamente, un nuevo enfoque para la «historia de la familia» . . . . . . . . . . . . . .

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EPÍLOGO de José Andrés-Gallego . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273 FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289

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PRESENTACIÓN

Es raro encontrar en un mismo libro los tres aspectos principales que se ofrecen en éste: una reflexión de método (sobre los modos en que se estudia y se debe rehacer la historia de la familia), un relato propiamente histórico (sobre historia de la familia en la España, principalmente, de los siglos XVII-XVIII) y una suerte de prospectiva acerca de nuestro tiempo y del inmediato futuro. Las dos relaciones que implica todo esto me parecen felicísimas: me lo parece la reflexión metodológica unida al relato histórico, porque la historia de la familia es un asunto nuevo —todavía— y, como tal, requiere maduración y acierto. No sólo en este tema, en todos, la historiografía española es una historiografía «dependiente» en buena medida: hace ya años, se abandonó por fin el solipsismo de hablar tan sólo de nosotros —los españoles—, descubriendo mediterráneo tras mediterráneo sólo por ignorar la historiografía de otros países, con los que cabía compararse. Pero eso no llevó solamente a esto, a la comparación estricta, en igualdad de condiciones y en paridad de consideración, sino a una suerte de ampliación del yo del solipsismo, de manera que, en España, habría sucedido, por principio, lo que en Francia o en Inglaterra, que nos brindaban los modelos. Una parte demasiado notable de la historiografía española se queda sólo en esto: comienza por examinar la bibliografía inglesa o francesa, asume sus conclusiones y pasa a comprobar cómo sucedía lo mismo también en España, dando por supuesto que sucedía; de suerte que lo español queda reducido a ilustrar lo que sabíamos por historiadores de esos otros países.

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Presentación

Esto es un mero síntoma de retraso, ya lo sé. Pero no se resuelve simplemente con ganar tiempo. Porque lo que se asume, con esos usos de que hablo, no es solamente lo que otros concluyen, sino también lo que presuponen. Quiero decir que la historiografía francesa e inglesa parte de presupuestos epistemológicos concretos, como partimos todos, y esto, en una época como la nuestra, de desorientación precisamente epistemológica —antropológica, filosófica—, y en universos mentales como el francés y el británico (en los que predominan las soluciones historicistas), equivale a asumir mucho más que una conclusión. Equivale a asumir una concepción de lo humano. No paramos mientes en que es la nuestra —la de cada historiador—, y no la ajena, la concepción del ser humano que debe impregnar la historia que escribimos. Lo advertí hace seis años en Recreación del humanismo, desde la Historia 1, y —María Antonia Bel excluida, entre otros— no hay manera de que la advertencia termine de imponerse. En María Antonia Bel, sí; María Antonia Bel asume plenamente ese problema y hace suyo ese reto: examina las corrientes historiográficas principales de la historia de la familia en Inglaterra, Francia y España y, partiendo de su propio punto de vista —de su propia antropología—, señala las carencias que a su juicio se ponen de relieve en lo que hasta ahora se ha escrito. No adelantaré sus conclusiones. Léase el libro. Sólo diré que es un paso adelante en el —ya feliz— La mujer en la historia, que apareció en esta misma Colección y que roturó de la misma forma esa otra parcela —tan cercana a la de la familia— de nuestro conocimiento. Y que es un reto que no deben eludir los historiadores españoles —e hispanos—, aunque sólo sea por el hecho de que —muchos de nosotros— tenemos una idea de lo humano que da soluciones, pensamos que mejores, a los problemas de hoy, también a la luz de los problemas de ayer. (En cierto modo, he de confesar que para esto ha nacido esta Colección: para albergar otra u otras maneras de concebir la Historia, distintas de las políticamente correctas y caracterizadas por ser coherentes con maneras originales de concebir la existencia.) 1

Editorial Actas, Madrid 1994, 189 pp.

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Presentación

Pues bien, María Antonia Bel da un gran paso adelante con este nuevo libro: no sólo porque temáticamente es ya un paso en sí mismo, sino porque, además, hay un claro avance en su madurez como historiadora; avance que se aprecia sobre todo en la mayor independencia metodológica de la que acabo de hablar y —algo fundamental— en el estilo literario, que ha empezado, en María Antonia Bel, profesora de Historia moderna de la Universidad de Jaén, a perder academicismo y a ganar en soltura. La otra ligazón que me parece feliz es la que relaciona historia y prospectiva, pasado y futuro. Pero déjeseme glosarla como epílogo y no como una presentación que se adelantaría y, en cierto modo, «robaría» el tema a la autora, que es a quien corresponde el mérito y la responsabilidad de esta obra. José Andrés-Gallego

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INTRODUCCIÓN

¿Por qué la familia? La respuesta es doble: por su importancia como célula básica de la sociedad y por su supuesta crisis actual. Esta última cuestión fue la que me impulsó a plantearme si también constituyó —o no— un problema en siglos anteriores y, si lo fue, cómo se resolvió. El origen de estas páginas hay que situarlo en una Conferencia Internacional celebrada en septiembre de 1997, en la ciudad de Córdoba, con el título Hacia un nuevo Humanismo, en la que participó la autora de este trabajo. Al margen de sus indudables logros y después de haber intervenido en algunos de sus coloquios, concluí que el humanismo planteado entre los preciosos muros del Palacio de Congresos y Exposiciones de Córdoba estaba inmerso en planteamientos un tanto anquilosados, y era bastante estrecho para admitir todas las novedades generadas por la historiografía de los últimos diez años. Fue entonces cuando lo que inicialmente se había planteado como una comunicación admitió el desarrollo que se presenta en este trabajo. Con él no se pretende hacer una «historia de la familia general», sino ofrecer las propuestas que, a la vista de la evolución historiográfica de los últimos años, parecen más adecuadas para confeccionar aquélla. En cierto modo la situación actual obliga, ante todo, a empezar planteando la cuestión directamente sobre el núcleo de la propia familia: el matrimonio, tratando de averiguar si es un interrogante o es más bien una respuesta. Lógicamente no es lo mismo preguntarse por el matrimonio que preguntarse por la fórmula de comunicación sexual óptima para la especie humana. Y no es lo mismo, entre otras cosas, porque esta segunda pregun-

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ta es más extensa que la primera. Sin embargo, más importante todavía es constatar que el matrimonio y la familia no son preguntas. En realidad son una respuesta. Y la crisis —o la supuesta crisis— no es más que un aspecto de la condición humana. Los animales se aparean y se reproducen sin haber elegido racionalmente la fórmula sexual más conveniente. Su conveniencia es dictada única y exclusivamente por la ley del instinto. No tienen criterio. En cambio, el hombre enjuicia, examina, revisa de continuo las ideas sobre las cosas. Esa actividad crítica, que es signo de vida, es la normal. Es, pues, un mito creer en la «anormalidad» de la crisis matrimonial o familiar —como aparentemente indican las circunstancias actuales—, porque en realidad constituye un signo de vitalidad. El matrimonio y la familia son la respuesta o solución más ampliamente aceptada a lo largo de la Historia. A no ser que se considere progreso o adelanto, síntoma de madurez históricopsicológica, imitar a los animales en materia sexual. En efecto, la poliandria, la poligamia, el matrimonio monógamo, el patriarcado, el matriarcado, el repudio, el divorcio, el misogenismo, la partenogénesis, el mito del Andrógino, el tercer sexo, la homosexualidad, el lesbianismo, el matrimonio libre, el amor libre, la promiscuidad, el comunismo sexual, etc., no son ninguna novedad histórica. «Es sólo el cambio de circunstancias sociales, económicas y políticas que ocurren en cada época, el que permite reargumentar lo viejo como si fuera nuevo», en palabras de J. Viladrich. Carece de seriedad y rigor histórico la presentación del matrimonio y de la familia como fórmulas propias y limitadas a épocas pasadas. En todos los tiempos han tenido su protagonismo y se han puesto, asimismo, en tela de juicio. El hecho de que hayan soportado todas las controversias más bien induce a pensar que se trata de fórmulas valiosas, ya que después de ser ampliamente probadas, resisten el paso de los tiempos. Es el deseo de mejorar los fallos y lacras de generaciones anteriores el que conduce en nuestro tiempo a revisar una vez más la situación. Pero esa revisión es auténtica cuando tiene talante reformista y no rupturista. A lo largo de los siglos, las rupturas han conducido —en estos temas, como en muchos otros— a los esquemas anteriormente descritos, ya que en materia sexual la humanidad se repite continuamente. Al hombre contemporáneo, que vive tan inmerso en artificialidades, le cuesta —en definitiva— el contacto con las realidades

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Introducción

naturales, porque se ha acostumbrado a informarse de lo que pasa —e incluso de sus propios sentimientos— por la vía intelectual y no por la de la experiencia directa: hemos acabado creyendo que sabemos más del matrimonio, de la familia y de la sexualidad cuantos más libros hayamos leído sobre estos temas. Eso por no introducirnos en el ignoto reino de los tópicos: hoy es «políticamente correcto» quien defiende, en pie de igualdad con la familia, distintas uniones de modelos sexuales cuasi prehistóricos. Desde hace un par de décadas el tema de la familia viene siendo atractivo para los historiadores. Impulso considerable ha recibido, sin duda, gracias al puente tendido entre nuestra disciplina, la historia, y otras como la sociología y, sobre todo, la antropología social. Colaboración que viene dando frutos con mayor o menor acierto desde los años ochenta —conviene no olvidar que junto con aportaciones de variado calado a la historia de la familia desde la antropología, otras lamentablemente son sesgadas y por este hecho pierden toda su fuerza para la investigación1—. El reverso de esta moneda es el grado de dificultad para elaborar una síntesis con toda la información recabada, más leña para el fuego de la fragmentación que ya atraviesa la propia historia por cuantas formas de escribirla se han ensayado —aunque las diferencias epistemológicas no sean tan decisivas como aparentan en principio—. Dedicaré el primer bloque de este trabajo a la exposición de estas cuestiones, a lo que se ha hecho hasta hoy en historia de la familia y también a los nuevos planteamientos historiográficos desde los cuales pienso que debe hacerse a partir de ahora. Mi propuesta se basa precisamente en estos últimos, sin que ello suponga menospreciar cuanto de valioso hay en los resultados obtenidos hasta este momento. Propongo abordar el tema desde los parámetros que nos permite adoptar la historiografía más reciente, la microhistoria o historiografía posmoderna. En primer lugar, aceptando una inevitable dimensión subjetiva y convencidos de que la historia es también —aunque obviamente no se limita a ello— una ciencia de la interpretación. Posición ésta a la que ha conducido la ruptura del objetivismo y de los planteamientos estructurales, llevada a cabo por el giro lingüístico y, en particular, por lo que se ha conocido como deconstruccionismo. En segundo lugar, parto de mi preferencia por el enfoque individualista, que ha sido —y es cada vez más— un espacio reivindicado por los historiadores.

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Pienso que un campo de aplicación idóneo sería el denominado «individualismo metodológico», en cuya raíz norteamericana, sobre todo —no tanto en el caso italiano—, permite destacar el peso de la acción humana, con el correlativo debilitamiento de la fuerza determinante —o simplemente operativa— de las estructuras. Desde esta postura se puede intentar que prevalezca la realidad sobre el modelo —esto ha sido lo realmente inalcanzable por los estructuralismos, y tal vez la causa primera de su propio «cansancio»—. Para ello, el tratamiento metodológico basado en la sistematización debe ser entendido como un estudio sustantivo de casos y no como una acumulación numérica. Las investigaciones deben plantear la necesidad de seguir las estrategias individuales, tratando que la prospección histórica en los documentos no descuide los silencios, las repeticiones, los engaños, las manifestaciones de percepción y sentimientos, etc., que carecen de importancia en apariencia, pero que en realidad son indicios de la intencionalidad del sujeto, por lo que constituyen pistas valiosas desde el campo de la interpretación. La historia de la familia se presta aún más a un posible desconcierto. No sólo, como de entrada advierte James Casey, porque su mismo atractivo la convierte en peligrosa, o, si se quiere, inabarcable por su amplitud, sino también por la facilidad con que se aplican modelos, imprescindibles por otra parte a la hora de comenzar un trabajo científico. La idea de razón ilustrada nos ha llevado al prevalecimiento de los modelos sobre la realidad, obviando las peculiaridades regionales, y a menudo la propia identidad española; esto se aprecia con claridad en el estudio de la familia —y hay autores que así lo han advertido—. En este sentido, mi aportación quiere establecer algunas directrices para el estudio de estas «peculiaridades» en la sociedad española. La visión mantenida hasta hoy en los estudios sobre la familia ha estado orientada fundamentalmente hacia funciones de socialización, establecimiento de redes de parentesco y alianza, de herencia y de acceso al poder. Se ha descuidado, cuando no se ha olvidado, esa otra perspectiva sobre el papel moral y educativo de la familia, que tanta preocupación suscitó en España y en el resto de Europa desde finales de la Edad Media. Se trata de esa otra visión que, dada por excepcional respecto del modelo, se suele dejar al margen de manera incorrecta, porque no se ha evaluado todavía su alcance en el pasado. Todo un conjunto de valores se transmitía a través del

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Introducción

microcosmos familiar en la sociedad moderna, y la comprensión de ésta exige el análisis de aquéllos. En mi opinión, el rico patrimonio documental de Jaén no sólo hace posible este análisis, sino que ofrece un marco adecuado e incluso privilegiado para llevarlo a cabo. En este trabajo quiero precisamente aproximarme desde esta perspectiva, deteniéndome para ello en un aspecto concreto: cómo algunos principios que dan carne y vida al esqueleto estamental de la sociedad —sobre todo el honor, en el que se inscribe la honra—, durante el Seiscientos y parte del Setecientos, se concretan en el origen mismo de una familia —su principal vehículo de transmisión—, actuando en ocasiones como elementos matizadores de las estrategias matrimoniales que vienen captando la atención de los investigadores. Como resultado la sociedad adquiere unos rasgos específicos que no pueden ignorarse, y que complementan la visión que sobre ella nos ha proporcionado en buena medida el llamado hispanismo. Ahora bien, esto no es posible sin que el «diálogo entre presente y pasado» haya captado el sentido autorreferente de quienes nos han precedido en el tiempo. Y ello sólo puede hacerse conociendo su filosofía —sus concepciones vitales— para contextualizar en ésta nuestras interpretaciones y evitar el anacronismo —que casi siempre se considera superado pero que se advierte con bastante frecuencia—. A la vista de esto, como punto de partida fundamental creo que es necesario conceder a la llamada «nueva» historia cultural el lugar que le corresponde. Lo cual, a mi juicio, equivale a decir que es necesario que las mentalidades o la historia cultural estén de forma omnipresente a lo largo de todas las cuestiones que nos ocupan. A fin de cuentas, ese «cambio de circunstancias sociales, económicas y políticas que ocurren en cada época», que hoy ha transformado la imagen tradicional de la familia, no es sino el resultado de un primer motor que obra a través de los modos de pensamiento de la gente —¿o negaremos todo lo dicho por la historiografía reciente sobre este tema, cuya demostración en el pasado ya es un hecho?—. Estas cuestiones, analizadas en la sociedad española (especialmente giennense) de los siglos XVII y parte del XVIII —y sin olvidar la necesaria conexión entre historia regional e historia general— son las que inspiran el segundo bloque de este trabajo. Partiendo, pues, de aquellas premisas historiográficas que constituyen el cuerpo del primer bloque, el estudio trata de evaluar acto seguido la viabilidad de las mismas apoyándose en la

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abundante documentación de los archivos giennenses. Para ello se hace un recorrido por la vida matrimonial —destacando el papel de la mujer—, la infancia y, en definitiva, el grupo familiar en su existencia cotidiana como garante del orden social. Por último, es preciso señalar que como el historiador es una persona de su tiempo, le plantea al pasado sus propias preguntas, las preguntas de su tiempo, por ello el último bloque quiere ser algo más que un mero epílogo o un «a modo de conclusión». En él se analizan los retos con que se enfrenta la sociedad actual, las posibles respuestas y el papel de la familia en éstas. De la misma forma que la Ecología nos está pidiendo a gritos que respetemos los límites de la naturaleza animal y vegetal, sería importante plantearse qué hace falta en el terreno de la naturaleza humana. De entrada, mi hipótesis inicial en este sentido consiste en conocer aquello que es «esencialmente» familiar, susceptible de cambios pero no de quedar obsoleto con el paso del tiempo. La importancia del análisis histórico queda, pues, sobradamente justificada. En el capítulo de agradecimientos he de citar especialmente a Manuel Jesús Cañada, alumno de Doctorado de la Universidad de Jaén, por sus valiosas sugerencias y aportación documental al tema del matrimonio. También, cómo no, se halla presente desde el principio al final del trabajo, la influencia de José AndrésGallego y su personalísimo hacer historiográfico. Además he de agradecerle que haya querido prologar este estudio y enriquecerlo con un magnífico epílogo. Jaén, enero del año 2000. Notas 1 En mi opinión, son significativos de esto —por deterministas— los planteamientos de Jack Goody, La evolución de la familia y del matrimonio en Europa, Herder, Barcelona 1986. Cuando antepone los intereses económicos sobre los puramente teológico-doctrinales, el autor no considera que la propia dinámica de la sociedad —caracterizada por un fuerte contenido religioso en la época a que se hace referencia, no lo olvidemos— articula puntos de reflexión filosófica sobre la moral y sobre las obligaciones del hombre. Puesto que en principio concierne al fuero interno y al respeto humano, la definición de aquella moral —a partir de la cual se proyecta en el orden jurídico, es decir, en el establecimiento de estas obligaciones— depende de la función decisoria del propio hombre de acuerdo con su contexto geográfico e histórico. En este sentido, hacemos alusión a fórmulas mentales e incluso culturales, a menudo regidas por sentimientos y, en cualquier caso, fruto de acciones libres.

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I PLANTEAMIENTOS TEÓRICOS PREVIOS: HACIA UN NUEVO ENFOQUE EN LA HISTORIA DE LA FAMILIA

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I REVISIÓN HISTORIOGRÁFICA

Durante los últimos tiempos la historia de la familia viene ocupando una posición privilegiada entre las líneas de investigación más innovadoras. Sus caminos han sido preparados desde el comienzo por la historia demográfica1. Como punto de partida pueden tomarse los trabajos llevados a cabo en la Francia de los años cincuenta y sesenta. La trayectoria posterior ha servido de escenario para un permanente reajuste en métodos y técnicas de análisis, que ha abierto un complejo y enriquecedor debate interdisciplinar. Progresivamente la historiografía francesa como centro de innovación ha sido sustituida por la inglesa, el otro gran punto de referencia tradicional en los estudios sobre la familia. En la actualidad, también contamos con referentes españoles de enorme calado y variada perspectiva2. La familia en la historiografía francesa e inglesa Los trabajos de innovación puestos en marcha desde Francia son clasificables en dos tipos bien diferenciados. De un lado, las propuestas metodológicas diseñadas por Michel Fleury y, sobre todo, Louis Henry3 sobre la reconstrucción de las familias, que forman la entraña de la historia demográfica gracias a la influencia mundial del Institut National d’Études Démographiques. Según aquéllas, la mejor fuente para el conocimiento de la demografía de un país sería el estudio exhaustivo de sus registros parroquiales, en los cuales se refleja diáfanamente el pulso diario

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de todo núcleo de población, de donde procede el poder reconstruir las familias. La imposibilidad de manejar al completo el conjunto de documentación que tales registros representan debía ser paliada por sondeos en algunos de ellos, de manera que se facilitara la observación y el análisis contrastando una serie de fenómenos generales. El método fue concebido para el estudio de la fecundidad. De este modo, las monografías parroquiales renovaron el conocimiento sobre las actitudes y los mecanismos de reproducción, aunque escaparan de su control otras cuestiones como, por ejemplo, el óbito de los adultos que habían permanecido solteros4. En Francia, el método de reconstitución de las familias sería puesto en práctica de forma inmediata por Pierre Goubert en su tesis sobre el Beauvaisis5, permitiéndole llegar a conclusiones que luego tendrían gran influencia en otros estudios —en España, como es sabido, debemos la introducción temprana del método en la historia demográfica al profesor Jordi Nadal i Oller6—. De otra parte, las investigaciones de Philippe Ariès7 en torno a los temas de la infancia y la vida familiar —de las que nos ocuparemos acto seguido—. Las reacciones no se hicieron esperar, e inmediatamente los resultados fueron seguidos muy de cerca por el espíritu crítico de otros investigadores, procedentes no sólo de la historia, sino también de la psicología y de la sociología8. A partir de entonces se desbordaría el número de publicaciones ampliándose, de paso, el horizonte temático y los enfoques desde donde abordarlo9. Para Philippe Ariès, durante el siglo XVIII se produjo el proceso por el cual la familia se retira de la calle, de la plaza, de la vida colectiva, para recluirse dentro de una casa mejor defendida contra los intrusos, mejor preparada para la intimidad. Dicho proceso, que define una nueva manera de concebir, vivir y preservar la existencia privada, no es en absoluto una evolución lineal, regular y unívoca. Posteriormente el mismo autor ha propuesto una división en la que no distingue secuencias estrictamente sucesivas, sino formas de afianzamiento de lo privado que se superpusieron o disociaron de manera gradual, y cuya aparición fue más precoz en unos casos y más tardía en otros10: 1. En primer lugar, la búsqueda de cierto individualismo de costumbres, que separa al individuo de lo colectivo.

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Revisión historiográfica

2. Luego la multiplicación de grupos de convivencia social, que permiten escapar tanto de la multitud como de la soledad, y que son más restringidos que la comunidad de existencia en su totalidad —el pueblo o el barrio, la condición o el oficio—, pero más amplios que la familia. 3. Por último, la reducción de la esfera de lo privado a la célula familiar, que se convierte en el principal ámbito, cuando no en el único, en que se deposita la afectividad y se salvaguarda la intimidad. En el plano cronológico, se pueden proponer dos épocas de referencia, dos situaciones históricas11. La primera coincide con el final de la Edad Media. En ella encontramos un individuo inserto en solidaridades colectivas y esencialmente comunitarias, en el interior de un sistema que más o menos funciona: las solidaridades de la comunidad señorial, las solidaridades del linaje. Los vínculos de vasallaje encierran al individuo o a la familia en un mundo que no es ni privado ni público en el sentido que nosotros damos a tales términos, como tampoco en el sentido que se les dio, con otras formas, en la época moderna. Aquí, lo privado y lo público se confunden, en el sentido de que muchos actos de la vida privada se realizan —se realizarían aún durante mucho tiempo— en público. La comunidad que rodea y limita al individuo, la comunidad rural, la ciudad pequeña o el barrio, constituye un medio familiar en el que todo el mundo se conoce y más allá del cual se extiende una terra incognita12, habitada por unos personajes de leyenda. Era el único espacio habitado y regulado según cierto derecho. Además, este espacio comunitario no era un espacio lleno, ni siquiera en las épocas de poblamiento fuerte. En él subsistían vacíos que ofrecían un espacio de intimidad precario, pero reconocido y más o menos preservado. El otro extremo cronológico es el siglo XIX. La sociedad se ha convertido en una vasta población anónima en la que las personas ya no se conocen. El trabajo, el ocio, el estar en casa, en familia, son desde ahora actividades absolutamente separadas. El hombre ha querido protegerse de la mirada de los demás, y ello de dos maneras: a) mediante el derecho a elegir con mayor libertad —o a tener la sensación de hacerlo— su condición, su tipo de vida; y b) recogiéndose en la familia, convertida en refugio, centro del espacio privado.

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Hay que señalar, no obstante, que todavía a principios del siglo XX persistían, particularmente entre las clases populares y rurales, los antiguos tipos de sociabilidad: la taberna para los hombres, el lavadero para las mujeres, la calle para todos13. ¿Cómo se pasó del primero al segundo de los modelos que acabamos de esbozar? Cabe imaginar dos enfoques diferentes14: 1) el modelo evolucionista; y 2) el modelo que consiste en modificar la habitual división en períodos, y en plantear como principio que desde mediados de la Edad Media hasta finales del siglo XVII no hubo cambio real de las mentalidades profundas. Sin embargo, hay demasiados cambios en la vida material y espiritual, en las relaciones con el Estado, y también con la familia para que el período moderno no sea tratado aparte como período autónomo y original, teniendo presente tanto lo que debe a una Edad Media revisada como lo que anuncia de los tiempos contemporáneos, sin ser por ello la simple continuación de aquélla ni la preparación de éstos. ¿Cuáles son, desde el punto de vista de Ph. Ariès, y el mío, algunos de los acontecimientos que van a modificar las mentalidades, en particular la idea que las personas tienen de sí mismas y de su papel en la vida diaria de la sociedad? Tres acontecimientos externos, pertenecientes a la gran historia política y cultural, entraron en juego: Los nuevos planteamientos estatales que, sin entrar a valorarlos, no dejaron de imponerse desde el siglo XV con modos, representaciones y medios diferentes. El Estado y su justicia van a intervenir con más frecuencia, al menos nominalmente, e incluso cada vez con más frecuencia efectivamente durante los siglos XVII y XVIII, en el espacio social que antes quedaba abandonado a las comunidades. Esto no es obstáculo para que, en muchos casos, el propio Estado «delegue» en la familia, de forma similar a como lo había hecho en épocas anteriores, algunas cuestiones de seguridad o educativas y asistenciales que él se encuentra incapaz de asumir de forma inmediata. El desarrollo de la alfabetización y la difusión de la lectura es el segundo punto, en particular gracias a la imprenta. Las nuevas formas de religión que se establecen en los siglos XVI y XVII es el tercero. Dentro de la actitud reformista que mantiene la Iglesia católica a lo largo de toda su existencia, el concilio de Trento constituye un hito importante. La necesidad de curar una herida como la que había producido la herejía protes-

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tante invitó al mundo católico a una revisión profunda de la religiosidad. Se desarrolla una piedad interior, el examen de conciencia en la forma católica de la confesión o en la puritana del diario íntimo, sin excluir, sino todo lo contrario, otras formas colectivas de la vida parroquial. La oración adopta con más frecuencia, entre los laicos, la forma de la meditación solitaria en un oratorio privado o, simplemente, en un rincón de la cámara, sobre un mueble adecuado a este uso: el confesionario. ¿Por qué caminos van a penetrar estos acontecimientos en las mentalidades? La Literatura es uno de los buenos indicadores del cambio, porque en ella se ve la transformación de los usos caballerescos medievales en reglas de buena crianza y en código de cortesía15. En ella se alumbra gradualmente la modernidad. Otro indicador de una voluntad más o menos consciente, a veces obstinada de apartarse, de conocerse mejor uno mismo, es mediante la escritura, sin que necesariamente haya que comunicar ese conocimiento a otros que no sean los propios hijos para que conserven el recuerdo, y con mucha frecuencia manteniendo en secreto las confidencias y exigiendo a los herederos su destrucción: es el diario íntimo o las cartas, las confesiones, la literatura autógrafa en general, que da fe de los avances de la alfabetización y del establecimiento de una relación entre lectura, escritura y conocimiento de uno mismo. Son escritos sobre uno mismo y, con mucha frecuencia, para uno mismo y sólo para uno mismo. El gusto por la soledad. Antes no era conveniente que un hombre distinguido estuviera solo, salvo para rezar —y esto seguirá así aún por mucho tiempo—. La peor de las pobrezas era el aislamiento; por eso el eremita lo buscaba como privación y disciplina. La soledad engendra el tedio, es un estado contrario a la condición humana. Esto ya no es así a fines del siglo XVII. La amistad. Esa disposición a la soledad invita a compartirla con un amigo querido, retirado del círculo de los asiduos, por lo general amo, pariente, sirviente o vecino, pero elegido de manera más especial, separado de los demás. Otro yo, alter ego. La amistad ya no es únicamente la fraternidad de armas de los caballeros de la Edad Media; no obstante, queda mucho de ella en la camaradería militar de estas épocas en las que las guerras ocupan a las gentes desde la más tierna edad. Sin duda, sólo excepcionalmente es la gran amistad que se encuentra en Shakespeare o

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en Miguel Ángel. Es un sentimiento más de urbanidad, un trato afable, una fidelidad apacible, de la cual existe además toda una gama de variedades y de intensidad. Todos estos cambios —y muchos otros— convergen en una nueva manera de concebir y disponer la vida diaria, no ya según el azar de las etapas, la utilidad más trivial o incluso como complemento de la arquitectura y del arte, sino como una exteriorización de sí mismo y de los valores que uno cultiva en sí. Esto lleva a conceder mucha atención y a dedicar muchos cuidados a lo que ocurre en la vida diaria, en el interior de la casa o en el comportamiento propio, y a introducir en ello exigencias de refinamiento que llevan tiempo y acaparan el interés; es el gusto que entonces se convierte en un verdadero valor. Ahora es preciso preguntarse cómo se reunieron en la vida diaria todos esos elementos dentro de estructuras coherentes, dotadas de fuerte unidad, y cómo pudieron evolucionar dichas estructuras. Advertimos tres fases importantes, que coinciden esencialmente con la opinión de Ph. Ariès: 1. La conquista de la intimidad individual. Los siglos XVI y XVII marcan el triunfo de cierto individualismo de costumbres en la vida diaria. Los espacios sociales que el nuevo Estado ha dejado libres, así como también los retrocesos de la sociabilidad de la comunidad —que también dejan bastantes espacios libres— van a ceder el puesto al individuo para instalarse aparte, en la sombra. Evidentemente, la búsqueda de la intimidad suele estar ligada a la conquista de un amor, pero no siempre. Otro lugar privilegiado, nuevo en este caso, pues corresponde a un reacondicionamiento de la cámara y de la cama, es la antecámara o antesala, lugar tanto de las confidencias amorosas como de las políticas o de las referentes a negocios; lugar del secreto, en definitiva16. Este individualismo de costumbres declinó desde finales del siglo XVIII en provecho de la vida familiar. Debió de haber resistencias, adaptaciones, pero la familia absorbió todas las preocupaciones del individuo, incluso cuando le dejaba un espacio material. 2. La segunda fase es la formación de grupos de convivencia social, entre los siglos XVI y XVII, en los medios que no pertenecían a la corte y que estaban por encima de las clases

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populares; grupos que desarrollaron una verdadera cultura de «pequeñas sociedades» consagradas a la conversación, y también a la correspondencia y a la lectura en voz alta. Las memorias y las cartas de este período abundan en ejemplos. 3. Tercera fase. En realidad, otra forma de vida diaria ha invadido entonces el espacio social, poco a poco, en todas las clases sociales, tendiendo a concentrar todas las manifestaciones de la vida privada. La familia cambia de sentido. Ya no es —o al menos ya no es sólo— una unidad económica, a cuya reproducción ha de sacrificarse todo. Ya no es un lugar de coacción para los individuos, que únicamente podían encontrar libertad fuera de ella, lugar del poder femenino. Tiende a convertirse en lo que nunca había sido anteriormente: un lugar de refugio en donde uno escapa de las miradas del exterior, un lugar de afectividad en donde se establecen relaciones de sentimiento entre la pareja y los hijos, un lugar de atención a la infancia. Al desarrollar sus nuevas funciones, la familia, por una parte, absorbe al individuo, al que recoge y defiende; por otra parte se separa más claramente que antes del espacio público, con el cual se comunicaba. Su expansión se produce a expensas de la sociabilidad anónima de la calle y de la plaza. Con todo, sólo se trata del comienzo de una evolución que triunfará en los siglos XIX y XX, y los factores de resistencia o de sustitución son todavía muy potentes. El fenómeno queda circunscrito a determinadas clases sociales y a determinadas regiones de la ciudad, sin que logre eliminar la sociabilidad anónima que subsiste en sus formas antiguas —como en la calle— o en formas nuevas, tal vez derivadas de la convivencia social del período anterior. Habrá que buscar la emergencia del cometido de esta estructura tan vieja, que poco a poco se transformó por completo, en el corazón de una comunidad que se mantiene y en competencia con las nuevas formas de convivencia social que se desenvuelven hasta crear una cultura mixta que se desarrollará a lo largo de los siglos XIX y principios del XX. No es preciso retroceder demasiado en el tiempo17 para comprobar que un historiador que se ocupase de la familia a partir del siglo XVI nos habría hecho asistir al lento ascenso en Europa de la familia nuclear moderna bajo el efecto de las transforma-

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ciones económicas y de la acción «modernizadora» de los Estados. La idea del tránsito de la familia tradicional —caracterizada por grupos domésticos extensos y complejos— a la familia nuclear actual —en la que el grupo de residencia se limita a la célula conyugal, a un tiempo unidad de producción biológica y de reproducción social— era una idea común a la mayor parte de las teorías sociológicas. Algunos veían en ello el signo de una decadencia —Le Play, 1875—, otros el desarrollo más o menos benefactor del progreso —Tönnies, 1887; Durkheim, 1893; Parsons, 1937—. Esta visión evolucionista parecía verificarse gracias a los conocimientos aportados por la historia de las mentalidades y por la demografía histórica. En cambio, Philippe Ariès, que fue uno de los primeros en subrayar la diversidad de tradiciones familiares en Francia, veía asentarse una nueva concepción de la infancia en el siglo XVIII en los comportamientos educativos y afectivos de las élites. Este cambio de sensibilidad correspondía, según él, a la afirmación de los valores burgueses que separaban más claramente tanto los grupos de edad como las clases sociales y aislaban la célula conyugal de tradicionales solidaridades de parentesco o de vecindad. Volviendo la espalda al desorden expresivo y comunitario, a lo que este autor denomina el «abigarramiento» de la sociedad tradicional, esta nueva mentalidad postulaba el repliegue en torno al grupo conyugal. Eran precisamente familias nucleares lo que la demografía histórica obtenía por el método suscitado por Louis Henry de «reconstrucción de familias» a partir de una base documental —los registros parroquiales— que proporcionaban series ininterrumpidas desde mediados del siglo XVII. Al mismo tiempo, las familias reconstruidas, reducidas a su historia biológica, procuraban al demógrafo un cómodo observatorio desde el que estudiar in vitro los ritmos y los mecanismos de reproducción de las poblaciones tradicionales. Debido a una tendencia natural en consagrar el instrumento que habían construido, los historiadores demógrafos acababan por actuar como si las familias reconstruidas fuesen reales y por pensar que todas las familias en la Edad Moderna tenían una estructura nuclear. Ésta sería la conclusión a la que llegaría la historiografía francesa en su conjunto18. Por su parte, en la historiografía inglesa, el estudio de la organización familiar introducido por Peter Laslett19 destruyó definiti-

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vamente el mito de que antes de la Revolución Industrial existiera, por lo general, una familia patriarcal extensa. Las aportaciones efectuadas por los antropólogos sobre la familia troncal no eran integrables dentro del sistema demográfico del Viejo Mundo —el new pattern—. Laslett y sus seguidores, fundamentalmente el Cambridge Group for the History of Population and Social Structure20 —formado en 1964—, demostraron que la norma de vida habitual en Inglaterra, hasta las fechas más remotas que la documentación permitía explorar, era la familia nuclear, formada por una pareja y sus hijos. Una vez más era derrumbado el viejo tópico evolucionista, que hacía surgir la célula nuclear moderna de la familia extensa y compleja, como un subproducto de la Revolución Industrial. No obstante, los historiadores ingleses estaban peor provistos que sus colegas franceses para estudiar la familia como célula de reproducción biológica. A causa del carácter fragmentario de sus registros parroquiales, prefirieron explotar los recursos de sus censos, más antiguos y más numerosos que los de la monarquía francesa, para analizar la familia como grupo doméstico. Tal vez por esto guardaron ciertas reservas antes de generalizar alguno de los dos tipos de composición familiar, deseando saber a qué atenerse, dónde hablar de familia extensa y dónde de familia nuclear. Con tal motivo se celebró en Cambridge el Coloquio Household and Family in Past time (1969), sobre el tema de la historia comparada del hogar y de la familia21. Tal vez los resultados más importantes fueron descubrir nuevas fuentes de datos —los padrones civiles, universalmente accesibles y aplicables, complementarios de los eclesiásticos— y establecer el utensilio que habían estado esperando los historiadores para aplicar algún tipo de esquema clasificatorio de las estructuras familiares: el hogar, que aún hoy sigue siendo el marco de referencia por definición. Los resultados fueron todavía más interesantes. Laslett parecía haber establecido la existencia del hogar nuclear y conyugal en ciertas áreas de Europa antes incluso del siglo XVI, cuando la sociedad aún no había experimentado signos de modernización. El esquema de clasificación original fue posteriormente refinado por Hammel y el propio Laslett22. Atendiendo a su tamaño, la familia nuclear habría dominado desde la Edad Media en gran parte de Europa. Y considerada la estructura de las familias, es decir, la mayor o menor complejidad de las formas de cohabita-

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ción, se ponía de manifiesto que desde la Edad Media habían coexistido en Europa modelos familiares que presentaban diferentes formas de organización y de distribución de la autoridad. Desde finales de los años sesenta, varias publicaciones inevitablemente abordaban esta problemática23. Las reacciones de la historiografía francesa fueron dispares: de aprobación para la zona del norte, y de reservas para la Francia meridional24. Con el tiempo, los trabajos que han adoptado la perspectiva suscitada inicialmente por Laslett han experimentado un crecimiento casi exponencial, permitiendo dar un nuevo impulso de renovación al estudio cuantitativo sobre las formas familiares en Europa25. Como contrapartida, los intentos para elaborar una síntesis han encontrado un nuevo obstáculo en su camino. No obstante, entre éstos conviene destacar el esfuerzo —casi heroico— de John Hajnal26. Según este autor, existen dos tipos de formación y funcionamiento de las familias en la Europa de los siglos XIII al XVIII: La zona noroccidental estaría caracterizada por la existencia de la familia nuclear, asociada a un matrimonio muy tardío y poco intenso. Se trataría de un mecanismo de colaboración entre familias basado en la circulación de los jóvenes solteros y en la existencia de acuerdos entre padres e hijos con una doble finalidad: 1) facilitar el relevo de las generaciones en la explotación agrícola; y 2) asegurar el retiro de los primeros. Como característica propia del pattern matrimonial anterior a 190027, los hombres y las mujeres que se casaban lo hacían en edad más avanzada de lo que en un principio se creía —hacia los 27 y los 25 años, según el sexo— y de lo que venía siendo habitual en la segunda mitad del siglo XX. Lo cual permitió afirmar a su vez que el retraso en la edad del matrimonio fue la verdadera arma anticonceptiva de la Europa clásica28. El resto de Europa tendría como característica común la familia extensa, basada fundamentalmente en: 1) pautas de matrimonio más precoz; 2) ausencia de mecanismos de intercambio de jóvenes adultos entre familias; y 3) los mayores no se retiran. La síntesis de Hajnal fue audaz, pero en absoluto contradecía lo que había anticipado Laslett. Como primera observación en esta teoría, al menos es discutible la pretendida asociación entre familia nuclear-matrimonio tardío y familia compleja-matrimonio precoz. Y es discutible en cuanto a los hechos. Existen pruebas

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numerosas que hacen entrever cómo los jornaleros de las zonas de grandes explotaciones agrícolas del sur de Europa se casaban a una edad temprana, aunque formaban familias nucleares. De igual modo, la edad con que las mujeres de la Toscana del siglo XVII accedían al matrimonio no era inferior a la de las inglesas en el mismo período, pero las primeras solían vivir a menudo en familias complejas y las segundas no. Podrían hacerse más observaciones como éstas, aunque el nivel de crítica más importante atañe a la misma estructura del argumento: lo que realmente ha preocupado en la visión desde Laslett hasta Hajnal es el haber considerado la organización de la familia como una suerte de invariante social. Esto es, como un factor que parece explicarse más por las costumbres que por razones de necesidad económica inmediata, lo cual lleva hasta una sobrevaloración del papel de determinadas formas familiares en la dinámica y en la evolución de las sociedades29. En la historiografía inglesa Lawrence Stone30 merece una mención aparte. El autor partía de evidencias, incluso individuales: documentos personales, diarios, autobiografías, memorias, correspondencia doméstica y columnas de lectores en los diarios; manuales sobre el comportamiento doméstico, escritos tanto por teólogos morales como por seglares; informes de visitantes extranjeros; literatura imaginativa, como, por ejemplo, las novelas más populares, las obras de teatro, los poemas del día; el arte, especialmente las piezas de conversación y las caricaturas; los planos arquitectónicos de las casas que muestran los patrones de circulación y uso del espacio; los documentos legales, tales como los testamentos, los inventarios, los contratos matrimoniales y los litigios sobre divorcio y desviación sexual; y, por fin, las estadísticas demográficas sobre nacimiento, matrimonio, muerte, concepción prenupcial y bastardía. A partir de ellos, Stone proponía una tarea de interpretación en la que consideraba más de un problema implicado, especialmente la dificultad para cotejar de forma crítica materiales tan personales y subjetivos, «a menudo muy indiosincráticos, que reflejan los caprichos y sutilezas de la psique individual del autor, así como las normas compartidas de comportamiento moral de las personas de su clase social, educación y tiempo»31. Según Stone, una de las claves para comprender cómo sucedieron en realidad los cambios en la familia residía en la difusión

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de las nuevas ideas y prácticas por estratos sociales: «Por tanto, deben estudiarse las generalizaciones sobre el cambio familiar a través de una cuidadosa definición del grupo de estrato o clase que esté bajo discusión, del sector alfabetizado o analfabeto, de los devotos apasionados o de los conformistas casuales. Los patrones de comportamientos presentes en los sectores dominantes del cambio de valor, es decir, las clases acomodadas y profesionales, no se aplican necesariamente a la aristocracia de la corte, a la clase urbana media baja, a los pequeños propietarios rurales o los jornaleros sin tierras»32. Tal vez éste constituya —al menos en mi opinión— uno de los aspectos más controvertidos de su argumento: el haber reservado a las élites la capacidad de inventar nuevas maneras de sentir y de pensar, y el haber concebido la difusión de modelos culturales tan sólo como transmisión de las clases superiores a las inferiores. No obstante, y a tenor de cuanto se viene exponiendo, el postulado hasta cierto punto sorprendente de Stone lo constituye el haber trazado un esquema en tres etapas: 1) la familia «de linaje abierto»; 2) la familia «reducida patriarcal»; y 3) la familia «nuclear cerrada». Este esquema integra todos los indicadores de cambio en una evolución global y postula un tránsito progresivo de la familia de una estructura extensa a otra reducida. Según el autor, la característica más notable de la familia al final de la Edad Media y comienzos del siglo XVI fue el haber estado separada de otras definiciones de espacio social más amplias sólo por unas fronteras muy débiles. Hasta entonces, el núcleo familiar había estado abierto a una influencia externa cuyos agentes variaban según el estrato social: los parientes y el good lord entre la élite de hacendados; los vecinos entre campesinos, artesanos y trabajadores33. Por el contrario, a lo largo del siglo XVII se produciría un debilitamiento en el grado de esta apertura, gracias a una seguridad mayor en la sociedad, y se desarrollaría una familia más cerrada y privada, hasta llegar a imponerse la familia nuclear que caracteriza los últimos años de esa centuria y, sobre todo, la siguiente. Postulado hasta cierto punto sorprendente, cuando se piensa en la insistencia con la que Laslett y el Cambridge Group quisieron poner de manifiesto la antigüedad del modelo nuclear o reducido como tipo de familia predominante en la sociedad inglesa. Ahora bien, a diferencia de la historiografía francesa

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Stone no parece concebir esta evolución como una progresión lineal e ineluctable hacia un mayor respeto por la autonomía individual y hacia unas relaciones más armoniosas entre individuos. El tránsito a la familia patriarcal, por ejemplo, reforzó la sumisión, la subordinación de los hijos y de la mujer al cabeza de familia así como al carácter jerarquizado de sus relaciones. Además piensa que el reforzamiento del poder monárquico, la difusión de las ideas humanistas sobre el Estado de Derecho y la soberanía, transfirieron a la persona del rey o a la nación una gran parte de los lazos de afecto y de lealtad que ligaban al individuo a su linaje y al buen lord que le protegía. De forma paralela, la doctrina anglicana del matrimonio tratando de exaltar el vínculo conyugal hace del soberano el jefe religioso del reino y del marido el jefe religioso de la familia. Un tercer punto de controversia: la mayor ambigüedad en los planteamientos de Stone reside en que, a pesar de dedicarse esencialmente al análisis de las actitudes familiares, utilizó para descubrirlas términos que designaban las estructuras y las formas organizativas. Lo cual ha permitido revisar los parámetros de su tipología, así como el proceso con que la explica. Según el autor, los cambios culturales en la Inglaterra de 1500-1700, cuyo eje sería el «individualismo afectivo», produjeron modificaciones en la forma con que los miembros de la familia se relacionaban entre sí, en términos de convenios legales, estructuras, costumbres, poder, afecto y sexo. Las características de la familia moderna, que fueron arraigando a lo largo de la época moderna pero cuya difusión aguardó hasta finales del siglo XIX, serían fundamentalmente: intensificación del lazo afectivo del núcleo central, en detrimento de la vecindad y el parentesco; fuerte sentido de la autonomía individual y del derecho a la libertad personal en la búsqueda de la felicidad; debilitamiento de la relación placer sexual y culpa o pecado; y deseo cada vez más intenso de privacía física. No parece haber diferencias sustanciales entre éstas y las ideas —que ya se han expuesto— avanzadas por Philippe Ariès en 1960 y recapituladas posteriormente en la Historia de la vida privada34. No obstante, existen aspectos que distorsionan esta interpretación. Por ejemplo, la importancia de la vecindad que, como implícitamente señaló el mismo Stone, ni mucho menos se diluye desde finales del siglo XVII; sigue constituyendo un elemento

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de influencia sobre el núcleo familiar, aunque los rasgos de esta influencia puedan haber cambiado35. Mi propia investigación ha podido comprobarlo en Jaén, como tendré oportunidad de exponer a lo largo de este trabajo36. Y es que, a fin de cuentas, persistía —sobre todo en el extenso mundo rural— «ese conjunto de temores casi intemporales, vinculados de hecho a la naturaleza humana (el temor a la noche, al lobo, a los espíritus, a la luna)», que proporcionaba inseguridad y que reforzaba aún las relaciones de vecindad37. Los aspectos distorsionantes se acentúan cuando se considera que Stone no planteó la extensión de la familia premoderna con base en un elevado número de hijos, cuya existencia serían casos excepcionales38, sino en términos de esa influencia externa a que hacía referencia, y que en el fondo vemos que no se debilita tan drásticamente como el autor proponía. Independientemente de la tasa de natalidad, la media de hijos en la familia premoderna debía enfrentarse con elementos de signo negativo que impedían que su número fuera elevado. En primer lugar, según el propio Stone, el largo intervalo entre los nacimientos —24 y 30 meses—, bien por desgaste fetal a través de abortos, partos muertos y posiblemente abortos inducidos; bien por el efecto anticonceptivo natural de la lactancia —que duraba 18 meses o más y provocaba amenorrea en la mayor parte de los casos, especialmente en aquellas mujeres cuya dieta era deficiente—; bien por el envejecimiento de los progenitores. En segundo lugar, una edad de acceso al matrimonio muy tardía, frente a la menopausia que comenzaba a aparecer cerca de los 40 años —acto seguido desarrollaré la opinión del autor sobre este punto y el tercero con mayor extensión, puesto que ambos guardan más relación con el contenido de este trabajo—. Stone también señaló que esa avanzada edad media se trataba de una característica «extraordinaria y única» de las civilizaciones noroccidentales de Europa39. En esto coincide con el resto de autores, desde Laslett y los primeros trabajos del Cambridge Group hasta el posterior intento de síntesis de Hajnal, ya mencionado40. Si el matrimonio ya había sido tardío en el siglo XVI, la costumbre entre los humildes —es decir, la mayor parte de la sociedad— siguió aumentando a lo largo de las dos centurias siguientes, pasando de 27 a 28 años en el caso de los hombres y de 25 a 27

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en el de las mujeres. En cambio, parte de la originalidad de Stone tal vez se encuentre en las razones —que se pueden compartir o no— con que explicó este retraso generalizado en la edad para contraer matrimonio: — Los padres se hallaban dispuestos a dejar que sus hijos escogieran pareja con más libertad, lo que significó permitir que éstos llegaran a la madurez antes de que fueran obligados a decidirse. — Existían opiniones médicas que desaconsejaban la procreación a una edad inmadura —tales como que la descendencia disminuía su estatura física, que dar a luz era excesivamente peligroso para las mujeres muy jóvenes, etc.—. — Entre los herederos de la baja nobleza y sus esposas, la educación superior era cada vez más prolongada, de modo que los jóvenes de este estrato se mantenían ocupados hasta los veintiuno o veintidós años. — En los hijos menores de la nobleza —este problema no lo tenían los primogénitos ni las hermanas— el casarse a edad avanzada podía deberse a la necesidad: antes de contraer matrimonio necesitaban acumular, mediante su esfuerzo personal, el capital suficiente para mantener el estilo de vida en el que habían crecido, puesto que estaban excluidos del patrimonio en favor de la primogenitura. — Entre los grupos más humildes existía la práctica de poner a pupilaje a los adolescentes como sirvientes solteros en otras casas, o comprometerlos como aprendices de oficios. Además, el establecimiento de un hogar propio requería determinados componentes materiales: ahorrar el dinero suficiente para comprar lo necesario, estar en posición económica —por mínima que fuera— para sostener una familia, etc. Todo ello requería tiempo para individuos pobres; incluso si el problema se solucionaba por la herencia de los progenitores había que esperar a que ésta llegara41. — Finalmente, señala que el cristianismo después de la Reforma tal vez favoreciera el matrimonio tardío, fomentando el ascetismo y la sobriedad, y al núcleo familiar sobre los parientes, mientras que en otras civilizaciones se fomentaba el matrimonio precoz —Stone reconoce en este punto la imposibilidad de demostrarlo plenamente—.

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Entre las consecuencias de este patrón de matrimonios tardíos, a juicio de Stone destacan: 1) freno del crecimiento demográfico; 2) tendencia a que las familias se formaran de manera consecutiva, más que simultánea —en primer lugar, la familia de los progenitores y, casi coincidiendo con la muerte de alguno de éstos, la propia familia, en segundo lugar—; y 3) la población más «dinámica» o «entusiasta», los jóvenes, se acumulaba sin las obligaciones propias de una familia, provocando serios problemas de control social —en la medida de lo posible este problema trató de resolverse entre las clases bajas haciendo que los jóvenes vivieran en las casas como trabajadores, aprendices o sirvientes, más que solos—. En relación con el matrimonio, Stone también señaló cómo a lo largo de la época moderna hubo tendencia hacia la soltería entre los propietarios de casas rurales medianas y grandes. La proporción de hijas registradas que llegaron a los 50 años y nunca se casaron aumentó un 10% en la Inglaterra del siglo XVI, a 15% a principios del XVII y casi a 25% entre 1675-1799. Un aumento similar experimentó la proporción de hijos menores que nunca se casaron durante los siglos XVI y XVII. «Con seguridad en el siglo XVIII los contemporáneos pensaban que realmente estaba aumentando la proporción y este incremento en el número de solteros provocó que Daniel Defoe se quejara sobre el consecuente aumento de solteronas y prostitutas. En la actualidad se ignora si también hubo una disminución en la nupcialidad de los hijos del patriciado urbano, lo cual no es improbable»42. De igual modo, detectó el aumento de la soltería en las clases menos pudientes. A finales del siglo XVII el 9% de las mujeres mayores de treinta años eran todavía solteras. Lo cual provocaría un subsiguiente descenso en la natalidad, en opinión del autor, puesto que aproximadamente el 10% de las mujeres se retiraba del grupo reproductivo, hecho que además corroboraría la baja tasa de hijos ilegítimos que muestran los registros parroquiales de ese momento. El tercer elemento que, siguiendo a Stone, cabe señalar como causa que impedía un elevado número de hijos en el seno de la familia era la elevada tasa de mortalidad infantil43. Junto con los agentes de mortandad que afectaban a la población en su conjunto —especialmente las enfermedades endémicas, como la peste y la viruela, y la ignorancia sobre la higiene personal y

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pública—, los recién nacidos y los niños de poca edad tenían sus propios peligros: fiebre al salir los dientes, parásitos intestinales, etc. El mismo parto era una experiencia muy peligrosa, no sólo para los niños, en este caso también para las mujeres. Las parteras eran ignorantes y estaban mal preparadas, y la fiebre puerperal fue una secuela frecuente por la falta de precauciones higiénicas44. El avance del conocimiento sobre la obstetricia, la «profesionalización» de los parteros y la aplicación de avances técnicos —voltear el cuerpo de la criatura en el vientre de la madre si no venía de cabeza y desarrollo de forceps eficaces—, la vacunación paulatina contra la viruela, el aumento del abasto de leche de vaca en las ciudades, etc., figuran entre las causas con que Stone explica la disminución de la mortalidad infantil en Inglaterra a partir de 1750, a lo que habría que añadir la preocupación por la salubridad personal y pública a finales del siglo XVIII con el subsiguiente aumento en las expectativas de vida. Junto a las causas físicas, conviene destacar el descuido de los progenitores como explicación de la elevada tasa de mortalidad infantil, sobre todo entre los pobres, por cuanto nos conecta con el ámbito de las relaciones paternofiliales. En opinión de Lawrence Stone, durante las primeras semanas de vida —ya críticas por sí mismas— los niños estaban expuestos a falta de atención materna, al destete prematuro, a ser aplastados accidentalmente por sus padres en la cama, a tener que ser puestos bajo el cuidado de una nodriza —lo cual podía significar un aumento de las posibilidades de muerte por descuido—, etc. A todo ello se unían otras circunstancias que, por desconocimiento, podían causar la muerte de la criatura: una lactancia inadecuada por la madre o la nodriza, el envenenamiento por platos de peltre y pezoneras de plomo, la falta de aire fresco y el exceso de fajas, etc. Por otra parte, existía la práctica de abandonar la criatura en la puerta de templos, hospicios o casas de expósito, donde el descuido resultaba a menudo tan letal —aunque sí menos ofensivo para la gente— como el espectáculo de los niños muertos por simple abandono en las calles. Posteriormente Jean-Louis Flandrin45 ha insistido sobre esta cuestión. Ha demostrado que las razones médicas e higiénicas no bastan para explicar la disminución de la mortalidad infantil en el siglo XVIII. El autor se inclina más por el aumento de los cuida-

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dos paternos y por el cese de lo que Ph. Ariès llama —contradictoriamente, a nuestro entender— «infanticidio tolerado», la negligencia en la vigilancia y salvaguarda de la vida de los niños para evitar accidentes como, por ejemplo, morir ahogados en la cama de sus progenitores, con quienes dormían. Lo cual, a su vez, sería consecuencia de la considerable transformación en las costumbres que —como se ha expuesto más arriba— el mismo Ariès señaló haber tenido lugar desde finales del siglo XVII, al amparo de la gran moralización llevada a cabo por los reformadores católicos y protestantes. Un proceso que acabaría convirtiendo la familia en lo que antes no era, en un lugar de afecto necesario entre esposos y entre padres e hijos, manifiesto principalmente en la importancia que adquiere la educación46. En opinión de Stone, la elevada tasa de mortalidad infantil habría tenido consecuencias en la actitud de los padres hacia sus hijos, en el sentido de limitar el grado de relación psicológica con los hijos pequeños para tratar de conservar su propia estabilidad mental. Sería un sentimiento necesario ante la posibilidad de perder a la criatura. Pero esa distancia afectiva explicaría también la negligencia a la hora de cuidar al recién nacido, e ilustra la aceptación resignada de lo sacrificable que llegaban a ser los hijos, sobre todo cuando eran considerados una carga económica. En esta misma línea de explicación, el aumento de las oportunidades de empleo para los niños durante las primeras etapas de la industrialización debió permitir que los padres con recursos escasos encontraran incentivos para conservar a sus hijos, los desearan más y comenzaran a tener más cuidado al alimentarlos y mantenerlos vivos. Pero esto ya sería una característica de la familia moderna. En cualquier caso, el tema de las relaciones paternofiliales admite otras interpretaciones que me obligan a mantener algunas reservas sobre las ideas que se acaban de exponer. Llegado el momento ofreceré mis propios planteamientos. Elevada tasa de mortalidad infantil, inestabilidad de los matrimonios —bien por muerte de alguno de los progenitores o por divorcio—, etc., son elementos de juicio que, en opinión de Stone, permiten concluir que, estadísticamente hablando, la familia premoderna fue una asociación transitoria y temporal, donde el afecto no está presente o se trata de un componente muy secundario, tanto entre esposos como entre padres e hijos: «En el naciente período moderno, esta combinación de matrimonio tar-

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dío, baja expectativa de vida y crianza fuera de la casa de los hijos sobrevivientes desde temprana edad daba como resultado una familia conyugal que en su composición era de corta duración e inestable. Sus miembros hacían pocas demandas, por lo que era una institución poco importante y sin exigencias y podía sobrevivir la inestabilidad con relativa tranquilidad»47. Una familia conyugal que, como se señaló más arriba, era extensa por las influencias externas. Éste era el punto de partida de Stone, tal vez a «diferencia» del resto de autores aquí citados, hacia una meta compartida con éstos: la familia nuclear como característica de la Europa moderna, o al menos de su parte noroccidental. El punto de encuentro entre todos ellos parece ser el desarrollo de la privacidad y el «individualismo afectivo». Coinciden en señalar que antes del siglo XVIII establecer lazos emocionales íntimos fue muy difícil para la mayoría de los individuos. La correspondencia personal y los diarios que se conservan sugieren que las relaciones sociales en ese período tendían a ser frías y hasta hostiles, marcadas por una extraordinaria cantidad de violencia física y verbal48. Los registros legales y de otro tipo muestran claramente que los hombres y mujeres eran irascibles en extremo. Los desacuerdos más triviales terminaban a golpes con demasiada frecuencia. La mayor parte de la gente llevaba consigo armas. La sospecha mutua y un bajo nivel de interacción y compromiso emocional acompañaban a la violencia de la vida diaria. La desconfianza en el semejante era una característica predominante en la visión del carácter humano —¿y en España?—. Si esto se producía en el edificio social tal vez fuera porque no hubo de ser menos en la pequeña piedra familiar. Ni las relaciones conyugales, ni las paternofiliales ni las fraternales se caracterizaron precisamente por su carga de afectividad —afirma buen número de los autores citados—. Bajo un concepto de «negocio» y «transacción» para el matrimonio, una elevada tasa de mortalidad infantil y una primogenitura en detrimento del resto de los hermanos, generalmente había una atmósfera psicológica de distanciamiento, manipulación y respeto. El intercambio caracterizaba las relaciones familiares, por lo que era fácil sustituir a una esposa o un hijo, circunstancia que además estaba de acuerdo con las reglas externas de conducta. Más que por lazos afectivos, el grupo familiar se mantenía unido por intereses políticos y de posición económica. La estructura de la familia se caracterizaba

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por su distribución jerárquica del poder, el matrimonio arreglado y la crianza de los hijos fuera de casa. Carente de fronteras estables, según Stone, era parte de una red más amplia de relaciones, unida a los parientes por lazos de dependencia, lealtad, reciprocidad y ayuda mutua, y al patrón por una red de alianzas basadas en el principio del «buen señorío». A su juicio, ésta era la clase de familia totalmente apropiada para el mundo social y económico del siglo XVI. De ser realmente así, no cabría más posibilidad que compartir la opinión de Philippe Ariès: «La familia ha pasado a ser una sociedad cerrada donde a uno le gusta permanecer y que evoca con agrado (...) No ha sido el individualismo el que ha ganado, sino la familia. Pero esta familia se difundió en la medida en que la sociabilidad se retiraba. Parece como si la familia moderna pasase a sustituir las deficiencias de las antiguas relaciones sociales, para así permitir al hombre librarse de una insoportable soledad moral». A lo largo de este trabajo trataremos de analizar algunas de las cuestiones que, como se ha expuesto en estas páginas, han ocupado la atención de los historiadores de la familia desde sus comienzos —aunque algunas de ellas no están presentes en la investigación española, como tendremos oportunidad de apreciar a continuación—. Veremos hasta dónde nos llevan y si las interpretaciones enunciadas más arriba pueden ser compartidas o no, y en qué grado. La familia en la historiografía española Aproximadamente en los años cincuenta las novedades historiográficas que llevaban algún tiempo desarrollándose en el extranjero comienzan a entrar lentamente en nuestro país. Annales en primer lugar, y más tarde los grupos marxistas francés e inglés, fundamentalmente, pueden considerarse como los más influyentes, aunque por supuesto no agotan el flujo que llegaba, sobre todo, de la mano de Jaume Vicens Vives y otros historiadores formados directamente en París con Fernand Braudel —Vázquez de Prada, Ruiz Martín y Castillo—. Sería deformación de la verdad no advertir que, en realidad, parte de aquella asimilación en los estudios históricos disponía de bases con cierta consistencia gracias a una tradición científica en nuestro suelo49.

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La preparación del propio Vicens Vives en su trayectoria antes de su presencia en el Congreso Internacional de Ciencias Históricas —París, 1950— puede ser ejemplo de ello. La incorporación de la familia entre los nuevos temas de investigación ha sido relativamente tardía incluso en el extranjero, tanto más en España50. Mientras que en Europa los grupos de París y Cambridge impulsaron un vigoroso acercamiento a esta temática a partir de los años sesenta, en nuestro país comienzan a proliferar las investigaciones en la década de los años ochenta51. Y más tardío y reducido aún ha sido el interés prestado por la historia en comparación con otras ciencias sociales como la antropología, la sociología e incluso la psicología52. A finales de los años ochenta, el profesor Francisco Chacón Jiménez todavía señalaba el descuido existente en el estudio de la familia por parte de la historiografía peninsular, tanto por la escasez de trabajos como por la pobreza de métodos empleados53. En su opinión, la mayoría de las obras obtenidas hasta entonces eran fruto de un seguimiento poco meditado de las iniciativas metodológicas y de los aires de investigación puestos en marcha décadas atrás por Laslett, Hajnal y el Cambridge Group. En el curso 1982-83 se había fundado el Seminario Familia y élite de poder en el reino de Murcia. Siglos XV-XIX en la Universidad de Murcia, bajo la dirección del mismo profesor Chacón Jiménez, que ha dado numerosos frutos a lo largo de su trayectoria54. Entre sus actividades más recientes destaca el congreso internacional Historia de la Familia. Nuevas perspectivas sobre la sociedad europea, celebrado en Murcia en diciembre de 199455. También la publicación del monográfico de Studia Historica (1998) a que aludí en la nota 2 ha resituado de nuevo el tema. Entre los mayores aciertos del congreso tal vez hubiera que señalar el haber ampliado las perspectivas sobre la familia, insertando el tema en un marco historiográfico capaz de atraer a investigadores de otras áreas, especialmente la historia de las mentalidades y en cuanto al monográfico habría que señalar la inserción de la familia en la renovación de la demografía histórica. «En cualquier caso, familia, comunidad, Estado, comienza a plantearse como una necesaria articulación a tener en cuenta en el análisis de la organización social»56. El grupo de historiadores de la familia dirigido por el profesor Antonio Eiras Roel en Santiago de Compostela nos ha ofrecido,

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entre otros, los trabajos de Hilario Rodríguez Ferreiro, Isidro Dubert García y María del Carmen Burgo López. En la Universidad de Cantabria, el grupo dirigido por el profesor José Ignacio Fortea Pérez también dispone ya de trabajos publicados, como son, por ejemplo, los de Ramón Lanza García. Desde la Universidad de Extremadura se han llevado a cabo por el profesor Ángel Rodríguez Sánchez, junto a investigaciones publicadas de Isabel Testón Núñez y María Ángeles Hernández Bermejo. En Cataluña destacamos sobre todo los trabajos sobre las economías familiares, tanto de naturaleza industrial como doméstica campesina, llevados a cabos por investigadores como Llorenç Ferrer i Alòs, Enriqueta Camps Cura, Ramón Garrabou, J. Pujol, J. Colomé, E. Saguer, E. Vicedo i Rius. Sin olvidar las aportaciones realizadas por el antropólogo mallorquín Joan Bestard y, por fin, las del profesor James Casey, de la University of East Anglia, dentro de un bosquejo muy somero sobre la situación actual de las investigaciones en nuestro suelo. Todo ello, junto a la corriente de gran renovación historiográfica y metodológica que se está experimentando y la multitud de caminos sugeridos para abordar el tema, hace que los estudios sobre la familia en España abunden cada vez más, y recoger el listado de títulos comienza a ser una tarea difícil. Por supuesto aquí sólo ofrecemos una muestra a mi juicio significativa —y, en cualquier caso, la bibliografía consignada en las notas durante el desarrollo de todo el trabajo puede completar esta primera aproximación—. En cuanto a la escala espacial se refiere, todavía no tenemos una visión de conjunto —como sí ocurre en otros países57— frente al crecimiento vertiginoso de análisis regionales y locales58. Es cierto que se han publicado estudios con mayor capacidad, pero como señalan sus mismos autores es problemático el camino hacia una síntesis que logre interrelacionar las distintas variables analizadas y ofrecer una imagen general59. Quizá sea debido precisamente a esa reciente incorporación, razón por la cual pudiera parecer prematura una imagen global. Y, sobre todo, puede deberse a que «la peculiaridad de lo que entendemos por España, no hace posible buscar correspondencias y tampoco hallar muchas correlaciones. Aplicar los modelos familiares establecidos —y

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muy discutidos— para Europa, aunque se haya hecho en muchas ocasiones con brillantes análisis, revela una falta de reflexión sobre las identidades propias, que están suficientemente descubiertas, y que son muy importantes. No se trata tanto de someter el modelo propio ajustándolo, hasta donde es posible, con la comparación, cuanto de proyectarlo como tal»60. Los esfuerzos por conocer la institución familiar en la historia española no podrán perder de vista la presencia de aspectos muy peculiares, cuyo origen estaría en el mestizaje cultural característico de la Península Ibérica. Diversas formas muy arraigadas de contemplar el mundo y la sociedad se dieron cita en ella al menos hasta principios del siglo XVII, y desvirtúan el cómodo intento de enmarcar el grupo familiar español dentro de modelos o categorías. Por este motivo Francisco Chacón consideraba como una entelequia vacía de contenido la expresión «familia mediterránea»61. Al mismo tiempo, otros autores señalaban la imposibilidad de aplicar un modelo común de familia en la Europa meridional, aunque por este camino se hayan obtenido frutos de carácter general en otras regiones —por ejemplo, los estudios de Peter Laslett—62. Otro inconveniente puede proceder, en cierta medida, del análisis interdisciplinar que rodea a la familia como institución —objeto de estudio común a demógrafos, historiadores, antropólogos, sociólogos, etc.—, cuya unidad sigue siendo bastante ilusoria en aspectos fundamentales63. Este problema se acentúa en campos transferidos directamente desde aquellas disciplinas hasta la historia. Tal parece ser el caso del parentesco, que desde la antropología se define, en términos generales, como «un sistema ideal de posiciones relativas que sirve de marco donde se ordena la reproducción y, en muchos pueblos, también la producción»64. Pese a que su importancia como una forma de organizar las relaciones sociales básicas ha decrecido en las sociedades desarrolladas, buen número de historiadores siguen considerando el parentesco como un objeto de estudio fundamental para comprender la reproducción del sistema social y político en el pasado65. En relación directa con las alianzas matrimoniales como «estrategia familiar», plantean como una vía de acercamiento al parentesco uno de sus síntomas más conocidos: la consanguinidad66. No obstante, entre las conclusiones obtenidas destaca que

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el número de matrimonios consanguíneos nunca fue muy elevado, no tanto a causa de las prohibiciones eclesiásticas y reticencias de carácter moral como por la propia supervivencia de los linajes, aspecto éste ya advertido en estudios etnológicos anteriores67. Tal vez por ello, mientras que los antropólogos muestran fundamentalmente las relaciones de consanguinidad y filiación que se pueden establecer en el seno de la familia, junto a esta dimensión real los historiadores se han interesado más por el conocimiento del linaje, una construcción mental organizada en torno al parentesco, de tipo espiritual, organizada por principios como la lealtad, la amistad, el reconocimiento o el patronazgo68. En palabras de James Casey69: «el linaje no es tanto una institución por derecho propio, con límites que se definen con toda claridad, por así decirlo, al dibujar un árbol genealógico, como algo parecido al vidrio o el metal fundido que toma la forma del molde donde se vierte. La responsabilidad cívica en la sociedad preindustrial se basa en gran medida —en ausencia de un intercambio de servicios masivo o del dominio ‘racional’ de un gobierno centralizado— en el concepto de casta, que significa simplemente pureza u honor. El orgullo y el respeto por los antepasados eran formas de mantener esa pureza». En el contexto de este tipo de estudios, el matrimonio se entiende generalmente como una estrategia patriarcal destinada a la consecución de objetivos como la continuidad de la línea masculina, la preservación intacta del patrimonio o su incremento, la obtención de alianzas políticas útiles en el sistema de poder local, etc.70. El recurso a enlaces consanguíneos testimoniaría su importancia como mecanismo de protección económica y de salvaguardia patrimonial, sobre todo para la nobleza71. El matrimonio se concibe así como la variable más sociológica de la población, puesto que entran en juego decisiones e intereses particulares, determinadas estrategias culturales, sociales, patrimoniales, de parentesco, etc.72. Lo cual sitúa directamente la atención de los investigadores ante aspectos como las relaciones entre política matrimonial y política de la comunidad, o también ante los objetivos de lo que ha venido en llamarse «dirigismo familiar»73. Respecto a esto último interesa el enfrentamiento entre la patria

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potestad y los medios de control establecidos por la Iglesia: la sustitución del consentimiento mutuo de los contrayentes por el consentimiento requerido de la patria potestad; el deterioro de los impedimentos por lazos de parentesco o por vínculos espirituales contraídos, de cara al establecimiento de alianzas; la conversión del matrimonio en una cuestión patrimonial, en virtud de lo cual la patria potestad destinaba a unos hijos a la vida familiar y a otros los detraía del mercado matrimonial, etc.74. Junto a todas estas manifestaciones del «dirigismo familiar», otro campo de interés en la investigación está constituido por la conflictividad que aquél produce en el seno de la familia75 y por la puesta en marcha de estrategias individuales para contrarrestar las prácticas del dominio familiar. En este sentido, la noción del «consentimiento» viene siendo nodal en los estudios más recientes, sobre todo por lo que se refiere al papel de la mujer en el ámbito familiar76. Se reconoce así que no todas las fisuras que agrietan la dominación de la patria potestad —masculina— adoptan la forma de rupturas espectaculares, ni se explican siempre por la irrupción de un discurso de negación y de rebelión. A menudo nacen en el interior del consentimiento. El hecho de la dominación no permite excluir posibles desviaciones y manipulaciones que, por la apropiación femenina de modelos y de normas masculinas, transformen en instrumento de resistencia las representaciones forjadas para asegurar, en principio, la dependencia y la sumisión77. Entre las consideraciones sobre el matrimonio en la España moderna comienzan a abrirse camino cada vez más otras facetas del rechazo a la dominación de la patria potestad, que entran en el campo del conflicto. Sin perder de vista la importancia de la perspectiva patrimonial y el establecimiento de alianzas, foco peligroso de enfrentamientos entre la satisfacción del individuo y el deber para con la familia, se entiende que no pueden excluirse otros puntos de vista. Desde la Edad Media en la Europa cristiana comienza a cobrar carta de naturaleza la noción del «matrimonio como unión de dos almas, fundación de una casa que más que patrimonio, será hogar y semillero de virtudes morales. La Iglesia abogaba por la libertad del matrimonio, y a través de sus tribunales y sus escritores y confesores podía influir poderosamente en el desarrollo de las mentalidades»78. Se percibe la necesidad de profundizar en la relación de la familia con los modos

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de pensamiento y con los sentimientos, y no exclusivamente con las variables económicas y políticas: la honra, el valor de la palabra dada, los matrimonios clandestinos, la educación, el amor, los sentimientos paternofiliales, la ilegitimidad, etc.79. En definitiva, temas cuya presencia es apreciable cada vez más, aun no siendo novedosa80. Hasta fechas relativamente cercanas podría suponerse que los trabajos sobre algunos de estos temas tendrían un carácter periférico en el ámbito de la historia de la familia. No obstante, esta idea depende de un punto de vista muy rígido de lo que es el ámbito familiar y las relaciones personales que tienen lugar en su interior, que considera la familia como un mero esquema institucional o un organigrama intelectual. Por el contrario, un buen número de investigadores han planteado desde hace algunos años la necesidad de complementar los enfoques demográficos y sociológicos para comprender lo que fue en realidad la familia moderna. Es decir, evitar permanecer en una problemática estrecha para, por el contrario, tratar de demostrar la complejidad de lo vivido y también —¿por qué no?— la complejidad de historiarlo81. Esto requiere enmarcar el trabajo dentro de la «nueva» historia cultural. Junto a las perspectivas descritas hasta ahora, se hace preciso poner igual énfasis, al menos, en otra perspectiva que nos hable, por ejemplo, del papel moral y educativo de la familia, de aquellos aspectos que constituyeron el tema de un número creciente de tratados tanto en España como en el resto de Europa desde finales de la Edad Media82: entre otras, las obras de Luis Vives, Pedro de Luxán, Francisco Manuel de Mello, etc. Antes del concilio de Trento, y mucho más después de su celebración, se produjo una importante literatura legislativa, doctrinal y moral —instrucciones, diálogos, cartas, tratados y manuales de confesores y predicadores, etc.— preocupada por educar a cada miembro de la familia conforme a los patrones preestablecidos: desde la corrección a la hora de elegir estado hasta la autoridad indiscutible de la patria potestad, pasando por reglamentar la conducta de los esposos, la educación de los hijos y las relaciones paternofiliales83. En el prólogo al volumen de una de las sesiones del ya mencionado congreso internacional Historia de la Familia, organizado en Murcia en 1994, los profesores Ángel Rodríguez Sánchez y Antonio Peñafiel Ramón advirtieron la urgencia de organizar y

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relacionar este tipo de literatura. En apariencia estos textos reiteran tópicos que los investigadores consideran, sin apenas crítica, como elementos conformadores de los modos de pensar y de actuar de buena parte de la sociedad. En opinión de estos autores, existen matices suficientes para descartar que la admisión y respeto hacia la doctrina moral y hacia las leyes sobre la familia fueran generalizadas: «Quizás sea porque los historiadores tendemos a manipular y cristalizar los discursos más conocidos que percibimos del pasado sin caer en la cuenta de que no existen modelos familiares homogéneos, ni estáticos, y que la comprensión histórica de los papeles que desempeñan los componentes de cada familia ni es una foto fija, ni obedece enteramente al dictado ideológico del cristianismo. En cortos espacios de tiempo se producen modificaciones importantes en la forma de entender las relaciones familiares»84. En mi opinión, es evidente la necesidad de abordar la historia de la familia desde la historia cultural. Pero no mediante enfoques que hagan bascular el trabajo hacia el anacronismo. El hecho de que existan desavenencias familiares y transgresiones de la fidelidad conyugal no permite concluir una falta de admisión y respeto hacia la doctrina moral y hacia las leyes sobre la familia. Convendría no perder de vista, como advierte el profesor Manuel Bustos Rodríguez, que los cauces por los que discurría la moral en el ámbito de la honra o deshonra de las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer estaban muy delimitados. El matrimonio como centro de la vida sexual convertía ésta, cuando era extraconyugal, en un objeto de prohibición y de crítica o de reprobación social. En tales casos, como es sabido, los transgresores ocultaban sus «pecados» —o «delitos», pues ambos conceptos se confunden— por miedo a la presión social consiguiente, «pero también por un reconocimiento de los mismos hacia unas normas sociales, que a pesar de la transgresión a que las han sometido, deben ser respetadas. Se trata de la reintegración de una conducta asocial en el todo que regula la vida de los individuos entre sí. De ahí que, con mayor o menor arre-

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pentimiento según los casos, la simulación desempeñe un papel fundamental: es importante manifestar ante el resto de la sociedad que las normas se cumplen, aunque, en la práctica, las conductas personales no siempre lo corroboren. Las formas, en definitiva, son importantes y la afloración del escándalo debe ser evitada a toda costa, aun a riesgo de una cierta hipocresía social. La libertad personal viene de nuevo atenuada, limitada, por un conjunto de usos sociales y de normas que el tiempo consagra»85. Este trabajo trata de enmarcarse en la «nueva» historia cultural, pero sin perder de vista esto último. La historia de la familia ha alcanzado el reconocimiento y la posición que merece dentro de la historia social. Ha llegado el momento de plantearse su futuro desde una reflexión necesaria sobre el momento historiográfico que vivimos en la actualidad, marcado sin duda por la vuelta del individuo como protagonista indiscutible de la Historia y por el auge del análisis microhistórico, cuyos pequeños indicios como paradigma científico tienen una clara similitud con la «descripción densa» que la antropología social considera como su propia perspectiva86. A dicha reflexión se dedicarán las páginas que siguen a continuación, conscientes de que la aportación de soluciones sólo puede llevarse a cabo desde la experimentación continua, no desde un corsé metodológico estrecho e inmutable. El triángulo familia-historia-antropología se cierra una vez más, pero tal vez ahora con la posibilidad de encontrar frutos mucho más enriquecedores. Notas 1 Cf. David Herlihy, «Avances recientes de la demografía histórica y de la historia de la familia», en VV.AA., La Historiografía en Occidente desde 1945. Actitudes, tendencias y problemas metodológicos, EUNSA, Pamplona 1985, pp. 223-245. La «reconstrucción de familias», ideada por Louis Henry, se ha considerado normalmente un método específico de la demografía histórica, pero lo cierto es que desde el comienzo demostró ser una clave muy valiosa para la comprensión científica de la función reproductora desempeñada por las familias. De ahí que la demografía histórica y la historia de la familia hayan sido campos complementarios, influenciados mutuamente. Véase Louis Henry, «Une richesse démographique en friche: les registres paroissiaux», en Population, VIII (1953), pp. 281-290.

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Revisión historiográfica 2 Veáse Studia Historica, vol. 18, 1998, que está dedicado casi en su totalidad a la historia de la familia, así como M. A. Bel Bravo: «Nuevos parámetros para el estudio de la familia en la Edad Moderna: algunos ejemplos giennenses», en Hispania Sacra, vol. LI (1999), pp. 207-228. 3 Michel Fleury y Louis Henry, Des registres paroissiaux à l’histoire de la population. Manuel de dépouillement et d’exploitation de l’état civil ancien, Institut National d’Études Démographiques, París 1956. 4 Cf. Louis Henry, «Étude de la mortalité à partir de la reconstitution des familles», en Société de démographie historique. Bulletin d’information, 18 (1976), pp. 4-20. 5 Beauvais et le Beauvaisis de 1600 à 1730. Contribution à l’histoire sociale de la France du XVII, SEVPEN, París 1960. Ya antes el autor había publicado: «En Beauvaisis. Problèmes démographiques du XVIIe siècle», en Annales ESC, 1952; Familles marchandes sous l’Ancien Régime: les Danse et les Motte, de Beauvais, SEVPEN, París 1959. 6 El punto de partida sería su artículo en colaboración con Emili Giralt, «Ensayo metodológico para el estudio de la población catalana de 1553 a 1717», en Estudios de Historia Moderna, III (1953), pp. 239-284. Una parte de su obra ha sido recopilada en Jordi Nadal, Bautismos, desposorios y entierros. Estudios de historia demográfica, Ariel, Barcelona 1992. 7 L’enfant et la vie familiale sous l’ancien régime, Librairie Plon, París 1960. Traducción castellana a partir de la 2ª ed. francesa (Seuil, París 1973): El niño y la vida familiar en el antiguo régimen, Taurus, Madrid 1987. 8 En el prólogo a la segunda edición francesa, el mismo Ph. Ariès señala a A. Besançon, «Histoire et psychanalyse», en Annales ESC, 19 (1964), p. 242, n. 2; Jean-Louis Flandrin, «Enfance et société», en Annales ESC, 19 (1964), pp. 322-329; Natalie Z. Davis, «The reasons of misrule: youth groups and charivaris on sixteenth century France», en Past and Present, 50 (1971), pp. 41-75. 9 Por citar sólo algunos ejemplos, F. Lebrun, La vie conjugale sous l’ancien régime, París 1973; Jean-Louis Flandrin, Orígenes de la familia moderna. Barcelona 1979; Jean-Louis Flandrin, Le sexe et l’Occident. Évolution des attitudes et des comportements, Seuil, París 1981; J. Mulliez, «Droit et male conjugale: essai sur l’histoire des relations personelles entre épous», en Revue Historique, 278 (1978). 10 Véase Philippe Ariès, «Para una historia de la vida privada», introducción a Philippe Ariès y Georges Duby (dirs.), Historia de la vida privada; t. 5: El proceso de cambio en la sociedad de los siglos XVI-XVIII, Taurus, Madrid 1991 (1ª ed. francesa de 1985), pp. 7-19. 11 Ib. 12 Ib. 13 Ph. Ariès lo destaca especialmente para Francia, pero la realidad es que en España se produce con más fuerza aún si cabe. Véase José N. Alcalá Zamora (ed.), La vida cotidiana en la España de Velázquez, Temas de Hoy, Madrid 1989. 14 Disyuntiva propuesta por el mismo Ph. Ariès en «Para una historia…», op. cit. 15 Cf. Alexander A. Parker, La filosofía del amor en la literatura española, 1480-1680, Cátedra, Madrid 1986.

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La familia en la historia 16 Sobre la nueva organización del espacio privado véanse las ideas de Philippe Ariès, El niño…, op. cit., pp. 25-28, donde el autor cita el artículo de Richard A. Golthwaite, «The Florentine palace as domestic architecture», en American Historical Review, 77 (1972), pp. 977-1.012. 17 Como señalan André Burguière y otros (dirs.), Historia de la familia; t. II: El impacto de la modernidad, Alianza, Madrid (1ª ed. francesa de 1986) 1988, pp. 19 y ss. 18 «Familia constituida por la pareja y los hijos que permanecían en el hogar. Yo no creo que la familia amplia (de varias generaciones o de varios grupos colaterales) haya existido fuera de la imaginación de moralistas tales como Alberti en la Florencia del siglo XV, o de sociólogos tradicionalistas franceses del siglo XIX, salvo en ciertas épocas de inseguridad cuando el linaje debía reemplazar, bajo ciertas condiciones económico-jurídicas, al poder público claudicante». Philippe Ariès, El niño…, op. cit., p. 10. 19 The World We Have Lost, Methuen, Londres 1965. El incremento de estudios en la propia historiografía inglesa condujo a numerosas reimpresiones revisadas de esta obra y una 2ª ed. ampliada en 1971. Finalmente, en 1983 vio la luz una 3ª ed., una vez más revisada y notablemente ampliada, con el título The World We Have Lost - further explored, cuya traducción al castellano empleamos en nuestro trabajo: El mundo que hemos perdido, explorado de nuevo, Alianza, Madrid 1987. 20 Entre las publicaciones más importantes destaca E. A. Wrigley y R. S. Schofield, The Population History of England, 1541-1871: A Reconstruction, Edward Arnold, Londres 1981. 21 Véase Peter Laslett y Richard Wall (eds.), Household and Family in Past Time, Cambridge University Press, Cambridge 1972. Especialmente interesante es la «Introduction» del propio Laslett en pp. 1-90. 22 Eugene Hammel y Peter Laslett, «Comparing household structure over time and between cultures», en Comparative Studies in Society and History 16 (1974), pp. 73-103. 23 I. Pinchbeck y M. Hewitt, Children in English Society, t. I. Londres-Toronto 1969; K. A. Lokridge, A new England town, Nueva York 1970; J. Demos, A little Commonwealth, Nueva York 1970; D. Hunt, Parents and Children in History, Nueva York 1970. Cit. por Philippe Ariès, El niño…, op. cit, p. 28, nota al pie n. 16. 24 Philippe Ariès, ib., p. 29, nota al pie n. 17, cita tres números de la revista Annales ESC en los que se recapitulaban, entre otros, estos problemas: 24, n. 6 (1969), pp. 1275-1430; 27, nn. 4-5 (1972), pp. 799-1233; 27, n. 6 (1972), pp. 1351-1388. 25 Al mismo tiempo, el hecho de que muchos aspectos de los postulados originales de Laslett, y sus inmediatos seguidores, siguen constituyendo aún hoy el centro de un animado debate, puede quedar ejemplificado en los artículos de Steven Ruggles, «The transformation of American family structure», en American Historical Review 99-1 (1994), pp. 103-128; y Daniel Scott Smith, «The curious history of theorizing about the history of the western nuclear family», en Social Science History 17-3 (1993), pp. 325-353. 26 «Two kinds of preindustrial household formation system», en Population and Development Review 8-3 (1982), pp. 449-494.

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Revisión historiográfica 27 Véase del mismo John Hajnal, «European marriage patterns in perspective», en D. V. Glass y D. E. C. Eversley (eds.), Population in History. Essays in historical demography, Arnold Ltd., Londres 1965, pp. 101-146. 28 Pierre Chaunu, La civilisation de l’Europe classique, Arthaud, París 1966, p. 204. 29 Cf. Daniel Devolder, Cycles démographiques et cycles économiques de longue période dans les pays occidentaux XVe-XXe siècles, Tesis doctoral, Institut d’Études Politiques de Paris. Cit. por el mismo autor en colaboración con Àngels Torrents, «Aparcería y familia compleja», en Francisco Chacón Jiménez y Llorenc Ferrer i Alòs (eds.), Familia, casa y trabajo, Universidad de Murcia, Murcia 1987, pp. 497-509. 30 Lawrence Stone, The family, sex and marriage in England (1500-1800), Londres 1977. Por razones de extensión, el aparato crítico y el texto mismo sufrió una drástica modificación en la edición abreviada de 1979, que fue traducida al castellano y que empleamos nosotros: Familia, sexo y matrimonio en Inglaterra (1500-1800), Fondo de Cultura Económica, México 1990, pp. 20-21. 31 Ib. 32 Ib., p. 19. 33 Ib., pp. 59-74. 34 Véase nota al pie n. 9. 35 Ib., pp. 63-65. 36 Algo aparentemente tan simple como el miedo a supuestos fantasmas, por ejemplo, refuerza la vecindad. AHDJ, criminales, leg. 111-A, doc. 1, año 1678. 37 Cf. José Andrés-Gallego, Historia general de la gente poco importante. América y Europa hacia 1789, Gredos, Madrid 1991, pp. 38-41 (la cita procede de aquí). 38 Lawrence Stone, Familia…, op. cit., pp. 42-45. 39 Ib., pp. 34-37. 40 Desde luego nuestra propia investigación corrobora que se trata en todo caso de una característica de la zona norte de Europa. En Jaén, al menos, la edad de acceso al matrimonio suele ser muy temprana, como veremos llegado el momento (cap. 4 de este trabajo). 41 «En las sociedades en donde las jóvenes se casan poco después de la pubertad se soluciona este problema si la pareja recién casada vive en la misma casa de alguno de los padres durante algunos años. En el noroeste de Europa era una costumbre que la pareja recién casada estableciera su propia casa inmediatamente o poco después del matrimonio. No se sabe cuándo y por qué esto se volvió costumbre, pero bajo estas condiciones, eran requisitos necesarios para el matrimonio el largo período de ahorro o la muerte o retiro del padre». Lawrence Stone, Familia…, op. cit., p. 36. Volveremos sobre estas cuestiones llegado el momento. Aquí sólo apuntaremos que algunos autores han creído que las conclusiones de Stone sobre el factor de co-residencia y la edad de acceso al matrimonio pueden hacerse extensibles a España. Sin embargo, los documentos giennenses demuestran mayoritariamente lo contrario (caps. 4 y 5 de este trabajo). 42 Ib., p. 33. 43 Ib., pp. 45-54. 44 Ib., p. 54.

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Le sexe…, op. cit., pp. 172-175. Cit. por Philippe Ariès, El niño…, op. cit.,

p. 18. Philippe Ariès, ib., pp. 482-535. Lawrence Stone, Familia…, op. cit., p. 40. 48 Ib., pp. 65-77. 49 Partiendo de los autodidactas del siglo XIX —Hinojosa, el P. Fita, Cordera y, sobre todo, Menéndez y Pelayo—, la primera generación de sus discípulos había logrado institucionalizar su labor durante el primer tercio de nuestro siglo, con la llegada a España del método crítico aplicado a la historia política, institucional y cultural. Esto ha permitido hablar de cierta continuidad en la historiografía española de nuestro siglo, aun sin menospreciar el «tremendo hachazo» que supuso la Guerra civil; véase Ignacio Olábarri Gortázar, «La recepción en España de la revolución historiográfica del siglo XX», en VV.AA., La historiografía…, op. cit., pp. 87-109. 50 Una síntesis de la historiografía sobre la familia en España en Francisco Chacón Jiménez, «Nuevas tendencias de la demografía histórica en España. Las investigaciones sobre la familia», en Boletín de la Asociación de Demografía Histórica, IX (1991), pp. 79-99. 51 Como ejemplos sirvan el monográfico «La familia en España. Siglos XVIXVII», en Historia 16, 57 (1981), y el informe «La familia a la Catalunya de l’Antic Règim», en L’Avenç 66 (1983). 52 Véase el acercamiento general de M. Anderson, Aproximaciones a la historia de la familia occidental (1500-1914), Siglo XXI, Madrid 1988. 53 Francisco Chacón Jiménez, «La familia en España: una historia por hacer», en VV.AA., La familia en la España Mediterránea (siglos XV-XIX), Centre d’Estudis d’Història Moderna Pierre Vilar-Crítica, Barcelona 1987, pp. 12-35. 54 Véase la «Introducción» a Juan Hernández Franco (ed.), Familia y poder. Sistemas de reproducción social en España (siglos XVI-XVIII), Universidad de Murcia, Murcia 1995, pp. 11-18. 55 Actas publicadas en tres volúmenes: Universidad de Murcia, Murcia 1997. 56 Francisco Chacón Jiménez en la «Presentación» (p. 25) del monográfico de Studia Historica que se reseña en nota 2. 57 El caso inglés puede ser el más representativo, como ya se ha visto en el epígrafe anterior. 58 James Casey, «Household Disputes and the Law in Early Modern Andalusia», en J. Bossy (ed.), Disputes and Settlements, Cambridge 1983; James Casey, «La familia en la Andalucía del Antiguo Régimen», en Historia 16, 57 (1991); Francisco Chacón Jiménez (ed.), Historia social de la familia en España. Aproximación a los problemas de familia, tierra y sociedad en Castilla (siglos XVXIX), Instº. de Cultura Juan Gil-Albert, Alicante 1990; I. Dubert, Historia de la familia en Galicia durante la Época Moderna, 1550-1830. Estructuras, modelos hereditarios y conflictividad, La Coruña 1992; A. Hernández Bermejo, La familia extremeña en los tiempos modernos, Diputación Provincial, Badajoz 1990. 59 Francisco Chacón (ed.), Familia y sociedad en el Mediterráneo occidental. Siglos XVI-XIX, Murcia 1987; Ángel Rodríguez Sánchez, La familia en la Edad Moderna, Arco Libros, Madrid 1996. 60 Ángel Rodríguez Sánchez, La familia…, op. cit., p. 54. 61 «La familia en España…», op. cit. 46 47

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Revisión historiográfica 62 Véase Robert Rowland, «Matrimonio y familia en el Mediterráneo Occidental: algunas interrogaciones», en Francisco Chacón (ed.), Familia y sociedad…, op. cit., pp. 243-261. 63 J. Bestard, «La Historia de la Familia en el contexto de las Ciencias Sociales», en Quaderns de l’Institut Catalá d’Antropologia 2 (1980), pp. 154-155. 64 A. González Echevarría, T. San Román y R. Valdés, Tres escritos introductorios al estudio del parentesco, Universidad Autónoma de Barcelona (Publicaciones de antropología cultural), Barcelona 1987, p. 7. 65 Véase el prólogo de James Casey y Juan Hernández Franco (eds.), Familia, parentesco y linaje, Universidad de Murcia, Murcia 1997, pp. 13-16. 66 Francisco Chacón Jiménez y Juan Hernández Franco (eds.), Poder, familia y consanguinidad en la España del Antiguo Régimen, Anthropos, Barcelona 1992; Estrella Garrido Arce, «Familia, parentesco y alianza en la huerta de Valencia, siglo XVIII. La estrategia familiar de la consanguinidad», en Estudis 18 (1992), pp. 217-238. 67 F. Zonabend, «Le très proche et le pas trop loin. Réflexions sur l’organisation du champ matrimonial des sociétés à structures de perenté complexes», en Ethnologie Française XI-4 (1981). 68 Cf. Juan Hernández Franco, «Consideraciones y propuestas sobre linaje y parentesco», en James Casey y Juan Hernández Franco (eds.), Familia…, op. cit., pp. 19-29, donde se hace una valoración de las comunicaciones sobre este tema presentadas a la sesión del mencionado congreso Historia de la Familia, que corresponde con este volumen. Véase también Vicente Montojo Montojo (ed.), Linaje, familia y marginación en España (ss. XIII-XIX), Universidad de Murcia, Murcia 1992. 69 Historia de la familia, Espasa-Calpe, Madrid 1990 (original inglés de 1989), p. 71. 70 Véanse Ángel Rodríguez Sánchez, «El poder y la familia. Formas de control y de consanguinidad en la Extremadura de los tiempos modernos», en Alcántara 12 (1987); Francisco Javier Lorenzo Pinar, «La Familia y la Herencia en la Edad Moderna Zamorana a través de los testamentos», en Stvdia Historica 9 (1991); José Manuel Pérez García, «Estructuras familiares, prácticas hereditarias y reproducción social en la Vega Baja del Esla (1700-1800)», en Stvdia Historica 16 (1997), pp. 257-289. 71 Jorge Antonio Catalá Sanz, «El coste económico de la política matrimonial de la nobleza valenciana en la época moderna», en Estudis 19 (1993), pp. 165-189. 72 Vicente Pérez Moreda, «Matrimonio y familia. Algunas consideraciones sobre el modelo matrimonial español en la Edad Moderna», en Boletín de la Asociación de Demografía Histórica 4-1 (1986), pp. 3-51. 73 Ángel Rodríguez Sánchez, «El poder familiar: la patria potestad en el Antiguo Régimen», en Chronica Nova 18 (1990), pp. 365-380. 74 Cf. Isabel Testón Núñez, Amor, sexo y matrimonio en Extremadura, Universitas Editorial, Badajoz 1985. 75 Francisco Javier Lorenzo Pinar, «Conflictividad social en torno a la formación del matrimonio (Zamora y Toro en el siglo XVI)», en Stvdia Historica 13 (1995), pp. 131-154; James Casey, «La conflictividad en el seno de la familia», en Estudis 22 (1996), pp. 9-25.

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La familia en la historia 76 Véase Francisco Chacón, Juan Hernández y Antonio Peñafiel (eds.), Familia, grupos sociales y mujer en España (ss. XV-XIX), Universidad de Murcia, Murcia 1991. 77 Máximo García Fernández, «Resortes de poder de la mujer en el Antiguo Régimen: atribuciones económicas y familiares», en Stvdia Historica 12 (1994), pp. 235-248. 78 James Casey, «La conflictividad…», op. cit., p. 15. 79 A. R. Firpo, Amor, familia, sexualidad, Barcelona 1984. Véase también M. H. Sánchez Ortega, La mujer y la sexualidad en el Antiguo Régimen, Akal, Madrid 1992; María Antonia Bel Bravo, «Algunos aspectos de la mentalidad de los giennenses en los siglos XVII y XVIII», en B.I.E.G. 149 (1993), pp. 117-128; Isabel Morant Deusa y Mónica Bolufer Peruga, «Sobre la razón, la educación y el amor de las mujeres: mujeres y hombres en la España y en la Francia de las Luces», en Stvdia Historica 15 (1996), pp. 179-208. 80 Por ejemplo, véase J. García González, «El incumplimineto de las promesas de matrimonio en la Historia del Derecho Español», en Anuario de Historia del Derecho Español 23 (1953); C. Rodríguez-Arango Díaz, «El matrimonio clandestino en la novela cervantina», en Anuario de Historia del Derecho Español 25 (1955). 81 Gerard Delille, «La historia de la familia en Italia: trabajos recientes y problemas metodológicos», en Francisco Chacón (ed.), Familia y sociedad…, op. cit., p. 264. 82 Sin olvidar aquella otra dimensión que hace referencia a las representaciones ideológicas de la familia desarrolladas por los tratadistas españoles en el Antiguo Régimen. Es decir, las realizaciones teóricas del aspecto mental y cultural de la familia, como trasuntos de la ideología en torno al orden sociopolítico imperante en la época. Un ejemplo en Francisco José Aranda Pérez, «Familia y sociedad o la interrelación casa-república en la tratadística española del siglo XVI», en James Casey y Juan Hernández Franco (eds.), Familia, parentesco…, op. cit., pp. 177-186. Véase también Manuel Jesús Cañada Hornos, Pensamiento económico en la España moderna: las denuncias sociales en torno al sentimiento de «declinación», Memoria de Iniciación a la Investigación defendida el 7-5-1997 en la Universidad de Jaén. Directora: Profesora Dra. Dª. María Antonia Bel Bravo. Sin publicar, pp. 154-169. 83 Un ejemplo de este tipo de estudios, M. C. Barbazza, «L’espose chrétienne et les moralistes espagnols des XVIe-XVIIe siècles», en Mélanges de la Casa Velázquez 24 (París 1988). 84 Ángel Rodríguez Sánchez y Antonio Peñafiel Ramón (eds.), Familia y mentalidades, Universidad de Murcia, Murcia 1997, p. 13. 85 Manuel Bustos Rodríguez, Europa, del viejo al nuevo orden (del siglo XV al XIX), Sílex, Madrid 1996, pp. 92-93. 86 Aunque en algunos planteamientos el autor nos parece poco acertado, véase esta reflexión en Miguel Ángel Hidalgo García, «Una propuesta metodológica para la historia de la familia», en Francisco Chacón Jiménez y Llorenç Ferrer i Alòs (eds.), Familia, casa…, op. cit., 1997, pp. 65-72.

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II UNA HISTORIA DE LA FAMILIA DESDE LOS PLANTEAMIENTOS ACTUALES

En una primera lectura, el epígrafe de este capítulo puede parecer un tanto pretencioso, aunque no quiere serlo en absoluto. Obedece a la convicción de que la historia de la familia ha venido haciéndose, en términos generales, desde parámetros poco coherentes con un humanismo integral, auténtico. Se ha desarrollado casi de forma exclusiva desde una óptica de relación entre coyuntura, ciclo vital, estrategia, movilidad social, reglas de herencia, mercado e ideología del sistema social dominante. Pero se han dejado a un lado cuestiones tan importante como son el amor, la amistad o cualquier otro tipo de sentimientos. Entiendo que los parámetros historiográficos actuales reivindican —a gritos— la presencia de estas últimas variables, aunque no deban perderse de vista aquellas otras. En realidad, parecen conciliables dentro de una síntesis coherente y abierta. Sin negar por ello la dificultad intrínseca que conlleva afrontarla, considero que el camino tendría menos obstáculos si se precisara bien el enfoque desde el que hay que abordar esa síntesis. A la exposición de aquellos parámetros —viejos y nuevos— y a la reflexión sobre ésta dedicaré mi atención acto seguido. Muchas de las cuestiones que se exponen a continuación han sido revisadas desde hace algún tiempo —de ello me ocuparé en el segundo epígrafe—. Sólo he pretendido ofrecer rasgos muy generales, aquellos que me han parecido más útiles para el objeto y el marco teórico de este estudio, por lo cual necesariamente el ejercicio ha de estar incompleto. Lo contrario requeriría no un capítulo, sino una obra muy voluminosa. Pese a todo, consi-

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dero que el rasguño de las siguientes páginas servirá para hacerse una idea de conjunto. Tras su lectura podrán parecer demasiado teóricas —e incluso osadas, sobre todo en el último epígrafe—. Pero no olvidemos que la situación de nuestra disciplina en la actualidad obliga a teorizar sobre ella más que nunca, y que esta propuesta no podría desarrollarse posteriormente sin toda esta primera arquitectura de reflexión1. Los estructuralismos: objetivismo y cuantificación Aun a riesgo de exponer lo que es sobradamente conocido, en primer lugar convendría hacer un breve repaso de cuanto supuso la irrupción de los planteamientos estructurales en el campo científico. Y esto porque, en el estudio de la familia como en otros muchos temas, los historiadores se han encontrado una vez más con sus vecinos los antropólogos sociales, en cuya trayectoria ha sido determinante el paradigma de los estructuralismos —sería inapropiado el empleo del singular—. Durante mucho tiempo la antropología, razonando en términos de categorías universales, creyó superar conceptos a los que la historia no podía renunciar2, y abrigó otros que la historia no podía compartir, al menos de la misma forma3. A lo largo de todo el proceso de acercamiento de los historiadores hacia la antropología social —y otras disciplinas—, a sus problemas teóricos y a sus preocupaciones empíricas, ya posiblemente se guardara escondido el mismo instrumental con el que, tiempo después, la historiografía trataría de librarse de una «agresión» incómoda. La fragmentación del conocimiento en el mundo moderno condujo a un laberinto de disciplinas aparentemente caótico, en el que las ciencias sociales y las físicas parecían estar reñidas. Como respuesta se planteó la necesidad de buscar principios unificadores a través de la multiplicidad. La comunidad científica asistía con cierto sosiego a la sustitución de aquella atomización por los planteamientos estructurales, o lo que es igual, a la del individualismo por el universalismo. Los trabajos de varios sociólogos alemanes de la Gestalt —Volkalt, Wertheimer, Koffka, Köhler—, y sobre todo la aparición en 1916 de Course de Linguistique générale, obra de Ferdinand de Saussure4, suelen tomarse como punto de partida. En realidad, mucho antes Marx

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ya había desarrollado la noción de estructura en economía —Ökonomische Struktur—5. Spencer había hecho lo propio en sociología. Y hablando en términos amplios, ciertas claves metodológicas de los planteamientos estructurales también residían en el estudio de las constantes humanas preconizado por Rousseau, en las investigaciones comparadas de Humboldt o en la filosofía natural de Goethe. Frente a las explicaciones historicistas, para Saussure el lenguaje era concebido como un sistema de signos basado en la relación de éstos entre sí. Aunque nunca empleó el término, a partir de él la lingüística comenzó a estudiar el lenguaje como un conjunto de elementos interrelacionados que constituían —ahora sí— una estructura6. El concepto no tardó en extenderse a los ámbitos de las ciencias sociales. Los objetos de investigación científica se concibieron entonces como estructuras, formadas por elementos cuyas partes eran funciones unas de otras, sin que existiera independencia entre ellos. Desde la historiografía española, Maravall definió el concepto con las siguientes palabras: «Estructura histórica, decíamos, es para nosotros la figura —o construcción mental— en que se nos muestra un conjunto de hechos dotados de una interna articulación, en la cual se sistematiza y cobra sentido la compleja red de relaciones que entre tales hechos se da (...) Siempre que un conjunto se nos ofrece como una totalidad distinta de la sucesión de sus datos, estamos en presencia de una estructura»7. Sería desatinado negar la existencia de algunos resultados metodológicos. Pero su generalización, y la búsqueda de terminología común para realidades muy distintas —biología, etnografía y antropología, historia, psicoanálisis, arte, literatura, arquitectura, matemáticas, economía, música, etc.—, acabaron por transformar el método en una filosofía de perfil borroso y no exenta de contradicciones. Aplicados tanto a la organización del universo material como al análisis del pensamiento y conducta humanos, al cabo sus planteamientos universalizaban las leyes de la física como rectoras de todo cuanto concierne al hombre. Ahora bien, sólo interesaba como relevante para el estudio aquello que cupiera ceñir a leyes objetivas. Lo demás era cuerpo de indiferencia, en el mejor de los casos, por cuanto constituían juicios subjetivos —contenidos filosóficos, morales, intelectuales, estéticos y un largo etcétera—. Pienso que es innecesario pro-

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fundizar en cómo esta orientación teórica presupone un ser humano y sus acciones desprovisto de mente y corazón. Quizás hubiera convenido advertir entonces que tras todo aquel tipo de aseveraciones, después de todo, había un componente subjetivo como punto de partida intrínseco, y que sólo podrían ser plausibles o convincentes en la medida en que también pudieran penetrar las barreras de la subjetividad de los demás. El rechazo de todo cuanto abrazan los principios básicos en todo humanismo que se precie —la belleza, la verdad, el bien, etc.—, considerándolos innecesarios o inválidos —anacrónicos incluso—, sitúa esta postura en un campo gravemente restringido, en el que la idea de valor en concreto se hace enormemente materialista. Es obvia la razón por la que el marxismo tuvo cierto atractivo para buen número de los estructuralistas. Otros, en cambio, se encontraron con las limitaciones impuestas por el materialismo y el determinismo económico8. A su vez, para la metodología marxiana de raíz historicista resultó un escollo insalvable considerar su objeto de estudio como una estructura autónoma y ahistórica, que debía estudiarse a partir de las relaciones entre sus partes y sus leyes internas. Inevitablemente el diacronismo marxista entraba en conflicto con el sincronismo estructuralista9. Esto es, con la concepción de la historia como conjuntos lineales que poseyeran la potencia de lo enumerable. No faltaron quienes trataron de conciliar ambas posturas en una síntesis original10 —Louis Althusser figura entre los más nombrados—, pero tal vez el intento evidenciara aún más la dificultad de acuerdo11. Por otra parte, los métodos estructurales pretendían tener ante todo el carácter de «científicos» por excelencia. Entendieron que las relaciones sociales sólo eran la base para la construcción de modelos, a partir de los cuales quedaría manifiesta la estructura social existente. De este modo las categorías del pensamiento, puestas de manifiesto metodológicamente, se identificaban con los diversos niveles racionales de la realidad. Las estructuras mentales no sólo preexistirían independientemente de los modelos teóricos, sino que además mediarían en la capacidad de éstos para la formulación de otras estructuras que pertenecieran al mundo de lo real. El modelo se convertía así en el instrumento que permite al investigador traducir la realidad en estructura. Previamente era necesario explicitar las reglas precisas para una interpretación teóricamente válida, dada la posibilidad de elabo-

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rar múltiples modelos —lo cual tampoco parecía ser novedoso por completo—: «Pero estas técnicas sólo adquieren su sentido dentro del marco de una teoría global que permita pasar del análisis económico-estadístico a la ‘historia razonada’, conquista que Schumpeter atribuye justamente a Marx. (...) Para hacerlo correctamente es necesario guiarse por el conocimiento teórico del modo de producción dominante en la época observada, y entendemos por ello el conocimiento de la lógica del funcionamiento social, que expresa la totalidad de las relaciones sociales observadas en su interdependencia. Merece la pena disponer de un modelo teórico que exprese esta lógica de funcionamiento, aunque sólo sea para ver hasta qué punto refleja el mayor número de hechos observados»12. La fragilidad del planteamiento es evidente con sólo una primera reflexión sobre toda esta «ontología estructuralista»: la noción de estructura social no está referida a la realidad, sino a los modelos construidos a partir de ella. Se me permitirá la licencia de no creer que un elefante se columpie en la tela de una araña. Para el caso, tanta desconfianza suscita la postura «empirista», que buscaría las raíces del razonamiento concreta y exclusivamente en el objeto observado, como otra «idealista» que de antemano sólo viera estructura en la construcción misma de los modelos. De la cita anterior se desprende que el modelo adecuado sería aquel que, dentro de su simplicidad, explicara todos los hechos considerados por el investigador. Aquel que, de manera segura y «científica» —esto es, dejando el menor número de variables sin respuesta—, permitiera reconstruir «empíricamente» el conjunto a partir de un fragmento. Lo cual dependía de una determinada concepción sobre la materia histórica: «Los hechos históricos —entendía Maravall— no son cosas; su realidad ante la historia como ciencia es su posición en un proceso de relaciones. El enunciado de esa posición tiene valor de ley, y puede considerarse como una ley en cuanto nos da la posición de todos y cada uno de los hechos en relación con todos los demás»13. En cambio, pues, el objeto de la historia como ciencia sería la dinámica

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de las sociedades humanas. Incluso cuando la aplicación sistémica de la noción estructura en las ciencias sociales hubo declinado, la utilidad del concepto —aunque tras una reformulación dudosa— sería restringida, precisamente, al tratarse de la materia histórica: «(...) propuse definir la investigación histórica como investigación de los mecanismos que vinculan la sucesión de los acontecimientos a la dinámica de las estructuras —estructuras de los hechos sociales, por supuesto—. (...) No diré que la noción de estructura esté ‘de moda’. Tendría un aire peyorativo y no sería ninguna justificación. Lo que ha estado ‘de moda’ (y lo está ya un poco menos) es una manera determinada de descubrir el ‘estructuralismo’ como un método nuevo en el análisis científico, cuando en realidad no ha existido nunca un análisis científico, sea de lo que sea, que no haya supuesto, implícita o explícitamente, que la materia analizada tenía una estructura»14. Por aquella razón, todo modelo debía reunir unas propiedades formales que hicieran posible su comparación. Y ahí es donde entraba la cuantificación, con el subsiguiente deterioro y abandono de las formas narrativas tradicionales15. Al negar la historia tradicional de los acontecimientos a favor de una historia estructural y cuantificada, sus cultivadores pensaron que habían acabado con las falsas apariencias de la narración y con la proximidad, grande y dudosa, entre historia y fábula. Interpretaciones posteriores —las de Paul Ricœur, entre ellas— han demostrado cuán ilusoria era esta proclamada cesura16. Aunque como metodología los estructuralismos no comportaran una codificación estricta, lo cierto es que dieron con la necesidad de una formalización compatible con un tratamiento matemático —«galileano», según designación de Carlo Ginzburg17—. Partiendo de la idea de que en matemáticas todos los conjuntos son solidarios y coherentes, en las otras ciencias la búsqueda de «estructuras» equivalía a dar una expresión matemática a un conjunto, puesto que el mundo social se entendía escrito en ese lenguaje. La cuantificación de los fenómenos, la construcción de series y el empleo de estadísticas permitían formular rigurosamente las relaciones estructurales, que eran objeto mismo de una

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historia consagrada a establecer sus leyes. Lo cual, a su vez, hacía imprescindible el conocimiento exhaustivo de las modalidades concretas del objeto de estudio, para poder construir la pirámide de relaciones lógicas de oposiciones y correlaciones, alternativas y distribuciones que constituyen las estructuras18. Convendría recordar que «el dato, cuando se nos ofrece puro y duro, tiene algo de dogmatismo y cierra o, al menos, limita el debate, el intercambio; corta el diálogo entre presente y pasado»19. Un ejemplo conocido del peso estructuralista en historiografía está representado por la llamada «segunda generación» de los Annales20. Tal vez se tratara de un estructuralismo aligerado y difuso, pero desde luego estuvo adecuado frecuentemente a las técnicas cuantitativas más comunes. De hecho, buena parte de la histoire des mentalités —Duby, Le Goff, Mandrou, Ariès, etc., entre los más nombrados— fue durante muchos años una aplicación clionométrica —metodológicamente un tanto imprecisa— en el estudio social del pensamiento y los sentimientos, entendidos éstos como algo colectivo y no individual. Dentro de la dificultad para definir los contornos teóricos y metodológicos de este modo de escribir la historia —sus mismos promotores apenas se ocuparon de ello, e incluso la expresión francesa tiene una traducción confusa en otros países—, está claro que casi siempre es estructural, serial y cuantitativo. Frente a la historia intelectual clásica, seguida paralelamente por historiadores anglosajones y alemanes, el objeto de estudio para los «annalistas» pasa a ser la mentalidad. Es decir, una construcción siempre colectiva y social, impuesta desde fuera, involuntaria e inconsciente. Más aún, una función que regula las representaciones y los juicios de los actores sociales sin exclusión posible, y sin que ellos mismos lleguen a saberlo. La posición estructural se evidenciaba a través de una serie de conceptos clave, presentes incluso en los primeros textos de la corriente21. Todo ello vino acompañado por la irrupción de las técnicas cuantitativas, compartidas con la economía, la sociología e incluso la historia «teórica» alemana. Lo mental —lo automático y colectivo— podía ser contabilizado, y reclamaba con urgencia esa labor. Las críticas no tardaron en llegar. Tampoco faltaron historiadores que simplemente dudaron que esta nueva historia de turno fuese la panacea. Geoffrey Elton en Inglaterra, Jack Hexter en

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Estados Unidos, Konrad Repgen y Klaus Hildebrand en Alemania, etc. —entre otros ejemplos—, defendieron desde el punto de vista teórico la denostada historia tradicional. Y lo hicieron inteligentemente porque, sin dejar de reconocer lo que había de aprovechable en las nuevas corrientes historiográficas, también señalaron sus limitaciones. Al mismo tiempo, rechazaron la interpretación maniquea de quienes estaban convencidos de haber encontrado el elemento que haría por fin de la historia una verdadera ciencia, despreciando la tradición historiográfica en su conjunto22. En este clima científico la antropología cobró su tributo a una historiografía que reclamaba el papel de ciencia social en el juego lentamente fraguado desde la Ilustración. Un tributo que también pagó a otras influencias, como, por ejemplo, la de determinados psicólogos23. Como se apuntaba al comienzo de este epígrafe, siguiendo el ejemplo de la lingüística algunos grupos de relaciones en la etnología —estructura de los mitos, por ejemplo—, y las formas inconscientes de la psicología —Gestalpsychologie—, se concebían como lógicas de signos que podían ser asimiladas a «lenguajes». La historia de la familia, aunque no ha sido el terreno exclusivo de aproximación entre historiadores y antropólogos, evidencia esta impronta en torno a cuestiones que distan de estar resueltas. Los antropólogos asumieron de hecho una transposición formal del método estructuralista, considerando esa estrecha analogía entre la lingüística y su propia disciplina. Igual que los fonemas, otros hechos culturales —actitudes de parentesco, organización social, etc.— también constituían elementos de significación, siempre que estuvieran integrados en sistemas que, por fuerza, habrían de ser el resultado de leyes generales, en tanto que elaborados inconscientemente por la mente humana. Puesto que el origen de la cultura residiría en el pensamiento simbólico24, la meta de la antropología estructural sería aquello específicamente cultural que está en la estructuración inconsciente de cada orden. De esta manera el objeto pasa a ser la cultura entera, pues toda cultura sería estructura. De entrada, sus cultivadores parecieron olvidar que no existen productos culturales sin hombres y mujeres que los produzcan. Y que estos productores de cultura no son exclusivamente agentes pasivos de la sociedad, sino también activos.

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No obstante, para los investigadores más recientes de la historia de la familia no serían válidos algunos de estos planteamientos —algo que afecta en general a su consideración sobre las investigaciones pioneras—. Así, por ejemplo, en los años setenta y ochenta muchos antropólogos, sobre todo de raíz angloamericana aunque no de forma exclusiva —Needham, Schneider, Kuper, Geffray—, pusieron en tela de juicio la universalidad de conceptos como matrimonio, familia, parentesco, filiación, incesto, etc., en que se habían basado los estudios clásicos durante más de cien años —McLennan, Morgan, Radcliffe-Brown, Evans-Pritchard, Fortes, Kroeber, Lévi-Strauss, Murdock, etc.—. De forma genérica han pasado a ser considerados como particularidades de nuestra propia cultura, imposibles de hacer extensivas salvo mediante una proyección etnocéntrica25. En cierto sentido, les incomoda el hincapié de aquéllos en la reconstrucción de las culturas como un todo, definido y visible en su entorno histórico, cuyos elementos podrían ser clasificados según ciertos principios generales o estructuras. El creciente número de estudios locales demuestra la existencia de una gran variedad de formas familiares. Adaptadas a un entorno particular, no cabe duda que dificultan la extracción de resultados concluyentes con carácter general. En parte el problema se presenta con un trasfondo metodológico, enraizado en la «sociología comparada» que defendiera Radcliffe-Brown26. Como efecto más inmediato, no queda sino disentir de la aplicación de los modelos estructuralistas, pretendidamente universales en un principio. Entendemos con Kurt Lewin que no hay nada tan práctico como una buena teoría. Completamente cierto. Pero no menos certeza hay en afirmar que lo ideal es el contraste permamente de las teorías generales a la vista de la base de datos y de las variaciones locales. La búsqueda de explicaciones monocausales no es sino un sofisticado tropiezo en el dilema —tan vetusto como irresoluble— por saber si antes fue el huevo o la gallina. Algo contra lo que se aconseja insistentemente, pero que no deja de estar presente en muchas investigaciones. Para la historia resultaba difícil asumir todo el campo conceptual que la antropología manejaba cómodamente. En opinión de James Casey, «es el antropólogo social quien ha tratado de

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observar con más cohesión las relaciones familiares en un contexto social amplio. Mientras que la historia de la familia suele sorprender por un motivo u otro —por ser tan especializada y, en última instancia, marginal para la comprensión de la sociedad que intenta describir, o por ser tan general, repetitiva y anecdótica— el estudio antropológico posee una estructura teórica que nos permite ver con detalle en un ámbito general»27. Opinión que no es compartible, al menos en su totalidad. Es cierto que una de las desventajas de la historia de la familia ha sido la inclinación a tratar el tema como un campo de investigación abstracto, bien por no considerar la familia como una institución, bien por no buscar sus anclajes en un contexto determinado. Pero esto puede haber afectado tanto a nuestra disciplina como a la antropología. En principio, es lógico que los historiadores se sintieran más cómodos trabajando cerca de las fuentes. En primer lugar, porque el método cuantitativo exigía la búsqueda de aquello que se puede medir. En segundo lugar, y fundamentalmente, porque la historia siempre —también entonces, tal vez más entonces— está constituida por hechos enclavables en el tiempo y en el espacio, que como tales se pueden probar. La historia no consiste en esos hechos, aunque la cuantificación casi hubiera logrado identificarlos —olvidando que éstos son producto de la voluntad humana, libre y regida por ideas y sentimientos—, pero indiscutiblemente sí son su materia prima. Desprenderse totalmente de los hechos —como aquel otro extremo de dejarse tiranizar por ellos— sería desvirtuar la historia misma y trabajar con cuentos o ciencia ficción. De cara a la exploración del contexto social en sus estudios, frente a la especulación por los orígenes de una costumbre determinada, el propio Radcliffe-Brown confesó su afecto hacia una historia documentada, no «especulativa». Por su parte los historiadores habrían de sentir una atracción especial por su método, de cara a mostrar el modo en que estructura y proceso divergían en el tiempo y se modificaban28. No es de extrañar, por tanto, que los historiadores finalmente optaran por reducir el enfoque al grupo doméstico, que sí puede medirse —de lo cual dudan los antropólogos—, puesto que figura en el registro histórico como unidad identificable. De este modo quedaba establecido un puente entre historia de la familia y demografía29.

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Pero la historia es también una «ciencia de la interpretación»: la subjetividad del historiador Respecto a todo lo expuesto, no cabe duda que se ha producido una lenta pero potente transformación —hay quien habla de una «ruptura con la situación anterior»—30, como se desprende de los resultados obtenidos durante las tres últimas décadas. Para algunos ha tenido lugar una verdadera «revolución» historiográfica, precisamente operada en el seno de la historiografía sobre los tiempos modernos31. En cambio, para otros no estaría justificado hablar en estos términos desde un marco estrictamente teórico, aun reconociendo los logros a otros niveles32. Sea como fuere, el punto inevitable de encuentro es que la historia social ha renunciado a delimitar un objeto de conocimiento concreto y específico, ensanchando tanto su horizonte temático como sus métodos. En el camino tal vez haya ido perdiendo coherencia, pero sin duda ha ganado vivacidad. Hacia la década de los sesenta había nacido lo que ha venido en llamarse nouvelle histoire, New History, nueva historia33. El escenario original, en principio metodológico, había sido precisamente aquella histoire des mentalités afectada por el estructuralismo, tal vez gracias a tratarse de un modo de escribir la historia plural y difuso en sus implicaciones y referentes teóricos, así como de una plasticidad metodológica casi infinita. Comenzó cambiando la rotundidad de una «historia global» por la búsqueda en los sótanos antropológicos de lo «cultural», pero ahora mediante la reconstrucción de experiencias representativas partiendo del análisis de testimonios individuales34. De este modo, acabó planteándose como estrategia la opción por el enfrentamiento entre el mundo vivido —«interpretado»— y el mundo material —«real»—, cuya imagen nos ofrece la historiografía actualmente. Y precisamente ha sido una vez más la mecánica de la interacción científicosocial35 la que ha puesto a esta «nueva» historia social —o cultural, como prefieren llamarla otros, próxima a la microhistoria italiana— ante la pérdida de prestigio de todo tipo de explicación estructuralista y de la cuantificación —lo cual no quiere decir que la polémica en torno a muchas de estas cuestiones esté completamente resuelta en la práctica cotidiana de los historiadores—.

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En los umbrales de la década de los años ochenta —tal vez algo antes— las preocupaciones «científicas» de la historia social, que la habían despojado de muchos de sus instrumentos tradicionales, se habían diluido considerablemente. Pudo haber contribuido la influencia relativista de la antropología, severamente crítica consigo misma en el tema del objetivismo, aunque precisamente a esas alturas ya se detectaba aquella sensación de incomodidad que comentábamos al comienzo de este capítulo, producida por un acercamiento «excesivo» aun a riesgo de la historia como tal36. El debate ya no se producía entre la historia tradicional o clásica y la nueva historia, sino en el seno de esta misma. Todo ello en el contexto de otra mirada de atención hacia la lingüística, una vez más, cuyo giro en sentido contrario a la idea de Saussure irrumpía en el panorama científico con la visión deconstruccionista del posestructuralismo francés, la debatida «posmodernidad»37. Es decir, con esa otra idea que reduce el pensamiento a lenguaje, en cuyo seno no existen signos en el sentido saussureano, puesto que los significantes no están ligados a los significados38. El rechazo de la cuantificación vino acompañado de voces que añoraban la antigua elegancia literaria de las formas narrativas tradicionales —como se pone de manifiesto en los textos de la historia política durante esos años— y abogaban por su revival39. A las reflexiones pioneras de Michel de Certau siguió el gran libro de Paul Ricœur y, más reciente, la aplicación a la historia de la «poética del saber» de Jacques Rancière40. Paralelamente se comienza a percibir el desprecio por el término «explicación». El resultado actual es la aceptación de que la historia —en realidad, las ciencias sociales en su conjunto— comprende ante todo una labor de interpretación, aunque no deba limitarse a tal. Es decir, a partir de un conjunto de signos significativos, historiográficamente sólo es posible otorgar significados en el contexto de un sistema relacional. Por supuesto que esta percepción no es compartida por todos los autores —todavía quedan neopositivistas, neomarxistas, estructuralistas, etc.—, pero la tendencia ha crecido hasta alcanzar unas proporciones enormes. Evidentemente los soportes del objetivismo propugnado desde los planteamientos estructurales han caído. En parte, esta evolución puede ser comprendida en el declive del materialismo his-

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tórico como teoría científica, empeñada en mantener una férrea separación entre el mundo cognoscible y el sujeto cognoscente —aunque a cambio se enfangara en el concepto pantanoso de «ideología», que a fin de cuentas no era sino una barrera difícil de traspasar en los procesos intelectuales—. A todo ello acompaña el convencimiento de una dimensión subjetiva en el trabajo del historiador41, cuya visión ahora estaría próxima a la que se propugna desde la llamada antropología «posmoderna», representada, entre otros, por Geertz, Marcus o Clifford42. Según los primeros referentes etnológicos, el investigador pretendía alejarse del objeto, creyéndose poseedor de una mirada propia mediante la cual podía percibir los rasgos diferenciales de una cultura. Esta preocupación metodológica por el «distanciamiento» estuvo presente desde los orígenes científicos de la antropología, y se mantuvo tanto en sus desarrollos funcionalistas como en los más estructurales. Es cierto que este camino nos reintroduce de nuevo en el molde de otra disciplina, lo cual arriesga la propia identidad de la nuestra —la problemática y la macrohistoria, por ejemplo—. Pero digamos que la historia acude ahora sin modificar sus objetos, sus conceptos, sus procedimientos de investigación, etc.43. La «nueva» historia cultural recoge los enfoques de otras ciencias sociales y los transfiere al testimonio histórico, desplazando sus aplicaciones originales para hacer uso historiográfico de los mismos. Sin que por ello exista o deba existir alguna sensación de carencia o de inferioridad, dicho sea de paso. El tratamiento metodológico basado en la sistematización es entendido en la historiografía más reciente como un estudio sustantivo de casos y no como una acumulación numérica. Planteada la necesidad de seguir las estrategias individuales —como veremos acto seguido—, la prospección histórica en los documentos no debe descuidar los silencios, las repeticiones, los engaños, las manifestaciones de percepción y sentimientos, etc. Aquello que Bernard Bailyn llamaba latent events44, indicios que carecen de importancia en apariencia, pero que en realidad transmiten la intencionalidad del sujeto, muy presentes en el trabajo de los microhistoriadores. A partir de fragmentos minúsculos, el historiador debe estar capacitado para reconstruir el conjunto, la marginalidad o el choque con el sistema global que protagonizan determinados sujetos. La experiencia individual acaba siendo el

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centro de la cuestión, por lo tanto. La infracción de la regla en una conducta individual proporciona mayor entrada todavía a esa asignación de sentido, facilitando la localización del significado y ayudando a su interpretación de forma coherente. Lógicamente este mecanismo requiere la búsqueda de un instrumental metodológico apropiado y el hallazgo de una conceptuación común que, por supuesto, todavía está por terminar. Rescatar al individuo de la fuerza determinante de las estructuras: rechazo de las categorías colectivas y enfoque individualista En la elección y descripción de sus objetos la «nueva» historia cultural reivindica cada vez más al individuo —y no ya el estrato social—. O al menos se entiende la existencia de una amplia tolerancia respecto a la entidad y naturaleza de los objetos historiográficos, antes inconcebible —una pequeña comunidad, una familia o un solo individuo—. El enfoque individualista se entiende al socaire del rechazo progresivo que pesa sobre el tratamiento serial de los datos y sobre el empleo de categorías colectivas —proceder metodológico considerado ahora como una «objetivización» empobrecedora—. No se considera ya que el problema central de la historia deba ser el de las circunstancias que rodean al hombre, sino el del hombre en sus circunstancias. En realidad, la corriente de los años cuarenta ni siquiera se habían planteado detenidamente la posibilidad de obtener conclusiones legítimas y extensibles al conjunto partiendo de determinadas experiencias individuales. Mientras que, en realidad, «el estudio de un hombre aislado tiene que ser necesariamente social porque todo hombre lo es, no porque no pueda o no deba ser un hombre objeto de investigación»45. Tres décadas después, cuando las nuevas tendencias irrumpieron en los Annales, sin duda se demostraron equilibradoras, y hasta refrescantes para una historiografía que había atravesado el desierto emocional de lo cuantitativo y la preocupación por las fuentes seriales, masivas, socialmente representativas a través de sus datos homogéneos. Se trata del paso desde las categorías grupales a las individuales; de los modelos explicativos del cambio, estratificados y monocausales, a los interconectados y multicausales; de la cuantificación del grupo al ejemplo individual. He aquí uno de los principales pun-

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tos de contacto metodológico entre la historiografía francesa y la microhistoria italiana, que desde un principio apostó por lo cualitativo frente a la superioridad cifrada en el análisis cuantitativo. En palabras de Andrés-Gallego, desde el enfoque individualista no se trata de reconstruir la historia de todos los hombres, de tantas historias como hombres. Obviamente sería imposible. Consiste en algo más profundo; una forma distinta de concebir las realidades colectivas, forma en la que lo colectivo no se sobreponga a lo individual46. Una individualización de lo colectivo: «el enfoque individualista —personal— ha de entenderse como categoría del conocimiento, como punto lógico de referencia en virtud del cual el historiador ha de contar los hechos, cualquier hecho, sea económico, o social, cultural o político, de manera que al buscar sus raíces, trazar su gestación, describir su suceso y deducir sus consecuencias no emplee sólo las categorías humanas colectivas —burguesía, proletariado, nobleza, Francia, Alemania, ciudad, lugar, aldea— cuando haya que hablar de los hombres como sujetos, activos o pacientes, sino de éstos como individuos (...) conseguir que lo individual —personal— se constituya en el principal punto de referencia y contraste gnoseológico, entendiendo por tal el que, explícita o implícitamente, tiene todo historiador cuando valora y emplea los datos con que reconstruye la historia» 47. Precisamente una de las objeciones más oídas contra el método del materialismo histórico se refiere a la inclusión de unas categorías mucho más sociológicas que históricas —las clases sociales—, definidas sin unanimidad, de forma confusa y vaga difíciles de comprobar en las fuentes48. Más reciente aún, en la tercera sesión de la I Conferencia Internacional. Hacia un nuevo Humanismo, celebrada en Córdoba durante los días 10-13 de septiembre de 1997, se insistió en la misma necesidad de hallar nuevos enfoques para el análisis de los grupos sociales, puesto que las categorías empleadas hasta ahora no satisfacen los planteamientos de la investigación49. En el debate de la misma sesión, acerca de la imagen de conflictividad tan peculiar que ofrece la sociedad española de la Edad Moderna, uno de cuyos enigmas

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clásicos «es la relativa ausencia de revuelta popular», Henry Kamen opinaba que ya era el tiempo de contrastar otros enfoques, dejar de enfatizar el papel del Estado como el detonante de la revuelta e intentar considerar otras perspectivas: el papel de la comunidad en la evolución de la rebelión y la importancia de la ideología en la formación de actitudes. ¿Por qué no apostar por el enfoque individualista? Ciertamente la convergencia progresiva entre historia, sociología y antropología ha permitido no hablar de estructuras, sino de redes, no de sistemas de normas colectivas, sino de estrategias individuales y de situaciones vividas. Conceptos que siguen encerrando alguna contradicción respecto a los planteamientos que presumiblemente los originaron —por ejemplo, pensemos cómo habría que responder a la siguiente pregunta: ¿desde qué intereses o con qué fines deben ser entendidos los objetivos planteados de antemano, y que forman parte de la definición de estrategia? Obligadamente habría que superponer lo colectivo a lo individual en la respuesta—. Pero también conceptos que, en cualquier caso, preconizaban desde el principio la necesidad de capturar en el pasado al individuo como tal —sociable precisamente por ser tal individuo, pero libre—, y no las categorías humanas colectivas: «En términos generales, por estrategia puede entenderse toda selección de cursos alternativos de acción (recursos tácticos) por su virtualidad para producir resultados futuros (objetivos estratégicos) en situaciones de incertidumbre (...). Esta definición identifica los tres requisitos necesarios, que son, primero, la existencia de un margen de maniobra (...). Después, la existencia de unos objetivos a largo plazo (...). Y, por último, la existencia de alguna clase de incertidumbre en el entorno, sin la cual no hay acción estratégica, sino acto reflejo, hábito adquirido, rutina normativa o determinismo de la acción (...). Aplicada a la institución familiar, esta concepción del comportamiento estratégico permite definir las estrategias familiares como aquellas asignaciones de recursos humanos y materiales a actividades relacionadas entre sí por parentesco (consanguíneo y afín) con el objeto de maximizar su aptitud para adaptarse a entornos materiales y sociales»50.

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Desde la posición individualista de la que se habla aquí, el objeto general de la historiografía, y de la historia de la familia en particular, no puede consistir en la detección de las estructuras y de los mecanismos que regulan las relaciones sociales. Tal había sido la pretensión anterior, queriendo hacerlo al margen de cualquier apreciación subjetiva. Por el contrario, el objeto de investigación ahora estará constituido por la indagación más precisa posible acerca de qué tipo de racionalidad gobierna y conforma el desenvolvimiento cultural de comunidades, parentelas, familias, individuos, etc.51. La preferencia por este enfoque puede haber encontrado un campo de aplicación idóneo en el denominado «individualismo metodológico», en cuya raíz norteamericana, sobre todo —no tanto en el caso de los microhistoriadores italianos—, permite destacar el peso de la acción humana, con el correlativo debilitamiento de la fuerza determinante o simplemente operativa de las estructuras. En principio, la postura propone que toda teoría social es reducible a interpretaciones de carácter puramente individual. El análisis ha de hacerse «desde el interior de pequeños universos espacio-temporales, mediante estrategias conscientes que se aplican en el terreno demográfico (comportamientos familiares), en el microeconómico (ahorro, inversiones, innovaciones), en el ámbito social (relaciones de vecindad, alianzas familiares, sociabilidad), etcétera. En este contexto concreto (...) es en el que hay que entender, seguramente, la famosa expresión inaugural de Edoardo Grendi a propósito de lo ‘excepcional normal’»52. Porque la historia siempre tiene —debe tener— un sentido autorreferente: la capacidad de una síntesis Cuanto hemos expuesto en estas páginas nos sitúa ante otro «problema» historiográfico, llamémoslo así aunque no sea tal verdaderamente, en nuestra opinión, puesto que las diferencias epistemológicas en nuestra disciplina no son tantas como se cree. El incremento de los objetos de análisis, el cruce aleatorio de perspectivas, la cantidad ingente de información acumulada por distintos cauces y con distintos métodos, la abundancia de documentación que obedece a procesamientos diferentes y no sistematizada, etc., han derivado en una ingente fragmentación que hace dudar

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de la capacidad sintética de la historia. Ante todo ello falta una visión nueva de la historia como conjunto, pues «así como la historia clásica constituía una visión precisamente unitaria, la nouvelle histoire, la New History, no ha generado una visión semejante, una visión en la que se integren todos o muchos de esos enfoques (...) Lo cual no significa la eliminación de la historia clásica»53. El problema se agrava ante el oscurecimiento de los grandes paradigmas dominantes hasta fechas muy recientes, marxismo y estructuralismo, considerados como la panacea universal. Y se agrava aún más porque no sirven los esquemas clásicos. Ya se había detectado en la periodización. Ahora es la «compartimentación cuatripartita» —economía, cultura, sociedad, política—, que se había abierto camino en las síntesis históricas tradicionales, la que tampoco logra dar cabida a los enormes campos de investigación que con tanta abundancia llegaron a partir de los años sesenta. Como primera solución se añadía un compartimento más, el de las mentalidades. Lo que, a su vez, se ha comprobado como una torpeza aún mayor. La mentalidad, que grosso modo podemos enunciar como conjunto de hábitos que configuran el comportamiento de un grupo de personas de forma sistemática, no es un apartado más, independiente de los cuatro anteriores. Es, en sí y por sí misma, una visión nueva de la historia —de cada uno de los estancos clásicos de la historia, y al mismo tiempo de la íntima relación entre todos ellos—, que debe estar desde el principio hasta el final54. Con lo cual tampoco se resuelve la simultaneidad, pero sí se está más próximo a una articulación coherente. Desde luego, esta compleja situación afecta de lleno a la historia de la familia. La mayoría de autores tienen la sensación de se están produciendo una enorme cantidad de publicaciones sobre la familia al amparo de su popularidad en la temática de las ciencias sociales. Falta un criterio de organización o, en palabras de James Casey, «dar sentido a la proliferación de estudios detallados (...) Es hora de detenernos, recobrar la respiración y hacernos una pregunta: ¿Qué nos proponemos?»55. Si en los pioneros se asentaba sobre líneas teóricas relativamente simples —pero suficientes para separar la historia de la antropología—, ahora parece imposible abordar la historia de la familia sin cierto escepticismo ante una convergencia multidisciplinar creciente.

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Las palabras de Casey, repetidas y compartidas en gran número de libros y artículos sobre el tema, declaran el convencimiento de poder llegar a una visión de conjunto. Sin embargo, ocurre que se pretende alcanzar la uniformidad en las premisas del único marco teórico desde el que se nos dice ser posible. Circunstancia ésta que no nos extraña, por cuanto discurre por esa otra noción de lo políticamente correcto tan de moda en nuestros días. Sencillamente se comparte; existe reticencia a pensar que desde otro planteamiento teórico previo, en principio tan honrado y cumplido como cualquiera, se pueda desarrollar una investigación capaz de obtener el éxito deseado. Lo cual equivale a proponer que todos, absolutamente todos, debemos pensar de igual forma, lo cual sí que es verdaderamente imposible. Partiendo de aquella uniformidad teórica, las claves estarían «en la definición de la familia; pero no a partir de un concepto preciso y único como es el de residencia, sino a partir de las funciones que realiza: socialización, redes de parentesco y de alianza, poder, herencia» y todo aquello relacionado con la reproducción del sistema dominante, articulado en su respectivo contexto socio-económico y socio-cultural56. Por supuesto que la habitación común no es bastante como punto de referencia para evitar un concepto abstracto, pero tampoco convence la estrechez de una definición en base a funciones que delimitan la riqueza interpretativa del historiador. ¿Acaso no deben tener cabida y espacio propio otros temas como el amor —conyugal y paternofilial—, la educación, la amistad, etc.? ¿No habría que ampliar el espectro de aquellas funciones que definen la familia? ¿O de verdad creeremos que la cotidianeidad de estas cuestiones es característica sólo de un nivel de civilización reciente, que nos separa radicalmente de un pasado dominado generalmente por la carencia de sentimientos y de principios? Comparto con James Casey —no podría ser de otro modo— su afirmación de que las sociedades pasadas presentan formas alternativas de ordenar las relaciones personales —patronazgo, sociabilidad masculina—. Formas que no han sobrevivido en Occidente, pero que no permiten considerar la familia premoderna como una institución cuyo significado es igual al que tiene actualmente57. Sin embargo, precisamente por tratarse de formas alternativas, no puede obviarse el otro extremo del campo de visión, porque tal «seguridad» de análisis también sería falsa. Ese

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otro extremo estaría integrado por esa «sutil dimensión moral» que, acertadamente, advirtió Frédéric Le Play. Más allá de las afamadas cuestiones «empíricas», él y hombres como él aportaron tempranamente un abanico de otras muchas, cuyo punto de vista teórico era incluso más valioso que el de aquéllas. Lo cual ha llevado al mismo Casey a decir: «la familia se entiende mejor como sistema moral que como institución en el sentido estricto del término. Muy en línea con el pensamiento francés a partir de Montesquieu, opinaban que los valores morales no florecen en el vacío, sino que mantienen una relación delicada con las estructuras sociales. La familia es un vínculo crítico entre los dos. Definir la familia con demasiada precisión al comienzo, en términos de consanguinidad o grupo doméstico, reducirá el ámbito de la investigación»58. Por supuesto soy consciente de la dificultad que entraña capturar unos estados o valores, que en un principio pueden parecer heterogéneos, para una historia que quiere comprender los procesos de cambio, establecer las relaciones de continuidad o diferencias entre unas épocas y otras. A estas alturas de la historiografía hasta resulta baladí volver a la defensa de que tal ejercicio es posible, como se ha demostrado a lo largo de una trayectoria ya prolongada, uno de cuyos resultados más próximos nos ha llegado con la historia de la vida privada59. Lo cual nos obliga a querer buscar conclusiones más coherentes en el caso que nos ocupa: ofrecer la convivencia familiar con sus sombras, pero también con sus luces, gozos y preocupaciones, como punto básico para entender la sociabilidad en su conjunto. Dejarlos al margen, como viene haciéndose en buen número de análisis hasta el presente, supone dejar incompleta la definición de familia y, por tanto, caer en el error de considerarla un campo abstracto de investigación, sobre el que se ha advertido en repetidas ocasiones60. Habrá que interrelacionar, pues, aquello que hay hecho con esto otro que se trata aquí, y viceversa. Para muchos esta propuesta puede parecer ilusoria, y en cualquier caso un obstáculo más de cara a la síntesis perseguida, que sigue siendo posible y que se requiere más que nunca. Pero, en realidad, todo depende precisamente del enfoque y capacidad que quiera dársele a esa síntesis. Y no sólo respecto a la historia

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de la familia, sino a la historiografía actual en su conjunto. Comparto la opinión de Andrés-Gallego sobre la necesidad de hacer una síntesis que constituya una unidad de sentido y una visión global del pasado. Lo cual a su vez pasa inexcusablemente por un sentido autorreferente de la historia —sobre el que se ha hecho un adelanto implícito en el epígrafe anterior—. Porque, advierte el autor, «el problema no radica en la dispersión temática (que es en sí un enriquecimiento, como muy bien veía Bailyn en 1981), sino en el fundamento epistemológico que se le dé a esa ampliación de los elementos del juicio histórico. En último término, detrás de un juicio de esta naturaleza tiene que haber —la hay por necesidad— una idea del hombre, y la nuestra es una cultura vocacionalmente agnóstica»61 —en términos de crisis del racionalismo, de los fundamentos de la civilización occidental—62. El problema es filosófico, por lo tanto; o, eludiendo ambigüedades, un problema de teoría del conocimiento. Para evitar que la síntesis se convierta en una mera yuxtaposición o suma de conocimientos dispersos, es preciso que el historiador se someta y ajuste su trabajo a su propia antropología, a su propia posición en el mundo. El acercamiento a la historia supone la búsqueda de razones para comprender mejor la idea de lo humano. Ésta comienza precisamente por la concepción del historiador sobre sí mismo como hombre y sobre cuanto lo rodea: «Por eso digo que todo historiador —quienquiera que tenga que ver con la historia, investigador, divulgador, profesor, discípulo o lector— tiene que comenzar por ‘explicitar’ su propia concepción de la vida (en el mero sentido de hacérsela consciente a sí mismo). Esto es capital: toda persona que pretenda hacer historia (leer la historia, estudiar la historia o trazar una síntesis) debe partir de una ‘explicitación’, todo lo íntima que se quiera, escrita o no escrita, pública o silenciosa, de su concepción de la vida. Entre otras cosas porque toda opción histórica —quiero decir historiográfica, propia del saber llamado historia— es ética, cosa que no suele decírsenos y es, no obstante, fundamental»63. Adecuando su propuesta a la filosofía social de Pierpaolo Donati sobre los sistemas éticos64, el autor señala que las diversas concepciones del hombre pueden aportar fundamentos antro-

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pológicos que permitan la convivencia entre los historiadores, la construcción de la síntesis histórica, siempre que los partidarios de cada sistema sean coherentes, es decir, que tomen conciencia de su carácter subsistémico —relación entre lo que son y lo que hacen—. La incorporación de la «nueva historia» a la síntesis histórica, según Andrés-Gallego, no encuentra obstáculos sustanciales en los aspectos formales, un dilema superado y tal vez falso. La distinción entre análisis o narración carece de un sentido profundo, precisamente porque ambas formas de escribir la historia, como cualquier acción humana —en su acepción clásica, es decir, libre—, implican una ética65, responden a una teoría del conocimiento, lo cual es tanto como decir que implican un método de análisis concreto. Aceptado esto, el problema de fondo es franqueable cuando los historiadores participan de contenidos antropológicos comunes, susceptibles de acercamiento, es decir, capaces de agruparse en una síntesis. En consecuencia, ésta debe ser compartible, en el sentido de estar abierta a los diversos sistemas de ética66. Lo cual conduce a la necesidad de aceptar diversidad de enfoques, de no ver contradicciones donde sólo hay contrastes. Por demás, algo perfectamente asumible desde el pensamiento posmoderno, ante el que, no obstante, se ha querido permanecer asépticos en muchas ocasiones, tal vez por las implicaciones a que nos lleva su aceptación plena. A esto he pretendido ser fiel en el desarrollo de esta investigación. El diálogo presente-pasado: una posición coherente con la «concepción del mundo» en cada época El recurso a la literatura resulta imprescindible para abordar el estudio de la familia y de las relaciones que sus miembros protagonizaron en el seno de este espacio social. Hoy prácticamente todas las ciencias humanas coinciden en señalar la importancia de su presencia en esta labor. Cuanto más desde la historia, ocupada en aspectos a cuya complejidad intrínseca se añade la distancia temporal que nos separa de los sujetos en cuestión. No en vano la literatura ha sido siempre el marco preferido para la descripción —transmisión— de temas clásicos como el amor, las relaciones personales, las formas de educar, etc., reflejando el

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«quehacer» en este sentido de los personajes que el autor inventa o recrea. Pero no sólo para estudios sobre la familia, obviamente, sino para toda la historia social en su conjunto y, dentro de ésta, particularmente para cuestiones relacionadas con la vida cotidiana, formas y ritmos de vida, usos y costumbres —viejos y nuevos, y sobre todo en los procesos de cambio—, mentalidades, conductas, actitudes, etc.67. Todo ello puede dotar de una nueva dimensión al conocimiento de la sociedad en un período concreto, como ponen de manifiesto un número creciente de obras68. No obstante, hasta fechas muy recientes los historiadores no han acabado de aceptar el empleo de fuentes literarias para sus análisis. En la actualidad, dentro del contexto generalizado de reivindicación de la subjetividad que ha venido siendo reflejado en estas páginas, el debate acerca de la oportunidad o validez de las fuentes ya está abandonado o pasado de moda. Pero esto no obsta para que todavía siga habiendo cierta inseguridad sobre las fuentes literarias. Se objeta contra ellas el hecho de que giren en torno a la ficción. En su defensa, por el contrario, hemos de convenir que el tejido existencial recreado en las obras literarias procura reflejar la sociedad del momento histórico en que fueron escritas. Para el escritor siempre sería más fácil «transcribir» lo que vive, y en cuyos dominios se haya inmerso, que inventar algo diferente. El hecho de que podamos leer las obras literarias dando por ciertas las ideas que expresan significa, a mi entender, que su contenido debería tener significado en un determinado contexto histórico. Sin olvidar que la literatura ha sido en todo tiempo la expresión más vital de la experiencia humana, el mejor registro de sus aspiraciones, éxitos y fracasos. Por demás, la relación sociedad-literatura no es unívoca. Se trata de una interrelación en la cual las circunstancias históricas influyen en la literatura, al tiempo que ésta incide a su vez en la sociedad69. Menos duda cabe aún en asentir que los códigos de mentalidad transmitidos en las páginas literarias obedecen, por completo, a las concepciones que circundaban al autor, y ante las cuales éste siempre se ha sentido incapaz de permanecer insensible. En particular, quedaría reflejada la idea que las personas tienen de sí mismas y de su papel en lo cotidiano. Lógicamente la imaginación no sólo puede transformar una experiencia, sino que también

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puede inventarla y desarrollarla como si se hubiera vivido o se estuviera viviendo. Pero en lo que se refiere a los fines de una concepción vital, una experiencia imaginada por un escritor no es menos «cierta» y «sincera» que una «real». Hasta es probable que sea más significativa, puesto que añade toda su propia filosofía de la vida, adquirida por aprendizaje, contemplación y vivencias. Todo esto puede permitir que el historiador se sitúe en el contexto cuyo espejo roto, con tantos cristales dispersos, trata de restaurar en una visión globalizadora. Indudablemente encuentra un mayor número de soportes para su obligada tarea de obtener conceptos, toda vez se acepta un espacio propio para la dimensión interpretativa en el trabajo de las ciencias sociales. Lo cual no exonera en absoluto de la confrontación documental. Antes bien, las fuentes literarias deben ser utilizadas junto con otro tipo de documentación histórica —puesto que generalmente se complementarán—, y con un método capaz de contrastar diversas aportaciones. Por supuesto que el esfuerzo requiere precisar las herramientas metodológicas y multiplicar las posibilidades de análisis e interpretación de los datos extraídos. La temática de la ficción se agiganta ante nuestra mirada por su ambigüedad, complejidad, versatilidad, sensibilidad, etc. En definitiva, por pertenecer al horizonte creativo y simbólico del propio escritor, y por concurrir en ella la extraña paradoja de estar radicada, en realidad, más en el mundo de las sensaciones mudas que en el de las verbalizaciones —deseabilidad social, fiabilidad del pensamiento, ambigüedad formal, etc.—. Hasta es posible detectar la autoadulación del escritor por la calidad de su lenguaje —que puede ser desde poderosamente expresivo hasta intelectualmente débil o emocionalmente soso—, la hipocresía, etc. Aspectos que, a fin de cuentas, también quedan circunscritos en nuestro campo de interés. Todo ello dificulta la investigación empírica según los enfoques tradicionales y, desde luego, evidencia la imposibilidad de acceder a su conocimiento sólo a partir de técnicas cuantitativas, que ya hace tiempo se mostraron poco idóneas para muchos de los elementos sobre los que pretendían actuar. Por otra parte, la literatura siempre ha estado íntimamente asociada a las ideas y las emociones que han ido constituyendo «concepciones vitales». En el más amplio sentido, y de forma no especializada, ha estado asociada a la filosofía en cuanto interpretación

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de la existencia; esto es, al sistema que elabora una persona para regir su vida —entre las posibles definiciones—. Pero esta exploración del pensamiento y los sentimientos humanos, en relación con el encauzamiento de la vida individual, no tiene razón de ser cuando excluye su impregnación por el sentido del valor, de corrección e incorrección, de la bondad o maldad de sentimientos y actos. No se entiende aquí como moralismo, sino como el sentido del refinamiento de intenciones y emociones. Un sentido de ningún modo «infantil», sino coherente y maduro. Si ciertos conceptos fueron de primordial importancia para un gran escritor hace cuatro o más siglos, deberían poseer un valor intrínseco para nosotros. Cuando no esos conceptos mismos, el simple hecho de su importancia para quienes nos precedieron en el tiempo ya debe ser bastante significativo. Su comprensión precisará una aproximación empática, lo cual no significa aceptarlos. Significa darse cuenta de que pudieron ser aceptables en un cierto período histórico para hombres de inteligencia, sensibilidad e imaginación. Por supuesto, una empatía así nos obliga a llegar ante todos estos sistemas partiendo de sus propias premisas, e inmersos en sus respectivos contextos históricos. Se ha hablado mucho de decadencia en la España de las últimas décadas del siglo XVI y del siglo XVII. Para los autores de la época moderna la «declinación» fue un tema capital. Y no sólo para los hombres de nuestra literatura; también, y de manera muy especial, para los tratadistas económicos y los —mal— llamados moralistas de la época: Tomás de Mercado, Martín González de Cellorigo, Sancho de Moncada, Pedro Fernández de Navarrete, Miguel Caxa de Leruela, y otros como Pérez de Herrera, Saavedra Fajardo, etc. En el origen de todos los males perfilaron el desmoronamiento moral de la sociedad en que les había tocado vivir. No se limitaron a apreciar los trastornos en los precios y las oscilaciones de la moneda, la carestía y falta de productos, los desastres militares, etc. También consideraron las alteraciones en la familia como causa de despoblación, los vagabundos y grupos marginados, las desviaciones sexuales en número creciente, las epidemias y su incidencia social —no sólo demográfica—, el hambre, etc. Todo ello junto con otros componentes físicos que cobraban un cariz mágico-religioso para el conjunto de la sociedad, y que criticaron en sus obras respectivas70.

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En este sentido, para una comprensión cabal del contenido de sus obras —aunque se trate de doctrinas económicas (o pre-económicas, si se prefiere) en algunos casos— es preciso relacionar su concepto de decadencia con el sistema filosófico de todos aquellos autores —el cristianismo católico—, al cual nos remiten insistentemente. Esto es, a los fundamentos antropológicos que constituían sus concepciones y posiciones respectivas sobre el ser humano y cuanto lo rodeaba. La defensa de la vida familiar, la caridad, la tolerancia, la solidaridad, las formas de sociabilidad, la vida cotidiana, los modos de pensamiento, las actitudes ante la muerte, etc., se convierten así en elementos de juicio indispensables en cualquier análisis sobre sus ideas, incluso cuando ese análisis quiera ser estrictamente económico. En principio, sorprendería que un historiador como Bartolome Bennassar, iniciando su exposición sobre las resistencias mentales para explicar los orígenes del atraso económico en la España moderna, haya podido afirmar: «Lo económico no es suficiente para explicar lo económico: éste fue nuestro postulado inicial, que no merece más comentario pero que sirve sin duda de ilustración»71. En realidad, es algo perfectamente asumible en el marco de la historiografía más reciente. No se escandalice el lector con estas palabras. Entiéndase: la decadencia de la España moderna puede observarse de forma distinta a la convencional desde los nuevos parámetros historiográficos. Frente a la frialdad del dato político o económico podemos reivindicar la dimensión humana de unos problemas que, a fin de cuentas, fueron humanos. Tal vez ahora sea posible afirmar que las derrotas militares, la revolución de los precios, las oscilaciones del vellón, la escasez productiva, etc., carecen de importancia para nosotros como tales. Nos importan porque marcaron gravemente a los hombres que las vivieron. Por este camino lograremos ver la decadencia no sólo como una evolución negativa de variables empíricas, sino como un sentimiento desgarrador en la conciencia humana. No una simple constatación; sí un desgarramiento existencial en las vivencias cotidianas de las gentes. Se ha comentado en el epígrafe anterior el sentido autorreferente que debe tener todo historiador como sujeto del conocimiento. Ahora, una vez roto el distanciamiento pretendido por la postura del objetivismo, convendría no perder de vista ese otro

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sentido autorreferente que necesariamente hubo de tener el individuo —todo individuo, el objeto de conocimiento— en el pasado, su propio sistema ético, su propia concepción del mundo. Sea ésta cual fuere, y más o menos compartida con el resto de sus congéneres. En mi opinión, el diálogo entre ambos permitirá que aquel otro diálogo que compete a la historia —y sólo a la historia—, entre presente y pasado, discurra por los cauces correctos, y no falseará nuestras interpretaciones, toda vez que éstas forman parte de nuestra labor. En cierto sentido, como historiadores debemos dejarnos atrapar por el pasado, dejar que nos envuelva, por arriesgada e incluso osada que parezca tal aseveración. Probablemente ante ella muchos historiadores especializados permanecerán ajenos, en el mejor de los casos. Pero a la autora de estas páginas le parece inexcusable hoy por hoy. De lo contrario, ¿cómo hallar coherencia en el desarrollo de nuestra labor interpretativa? ¿O acaso vale todo y cualquier cosa, ya puestos a interpretar? Estoy convencida de que el nuevo humanismo, integral y auténtico, implica no sólo que hable el historiador, sino también que éste permita hablar al hombre de cuyo estudio se ocupa. Desde luego ahora sí que para muchos no estaré siquiera próxima a una historia de la familia. Pero, ¿no ha de ser válido mi enfoque para ésta? Sin duda la familia constituye, en efecto, el escenario crítico y más apropiado en el que los niños y niñas —los «pequeños ciudadanos»— construyen sus concepciones del mundo, sus planteamientos filosóficos, sus hábitos y valores, sus actitudes y creencias más íntimas de cara a las normas de convivencia y de relación entre los seres humanos. En esta perspectiva, es indudable la importancia que tiene conocer los entresijos e interacciones —por sutiles que fueran— de la compleja trama de vínculos familiares que tejen la personalidad de todo individuo, y lo apoyan en la construcción de su propio sistema ético. Cuando hablo de ética estoy haciendo referencia a puntos de reflexión filosófica sobre la moral —en la época moderna, por tratarse de una ética trascendente— y sobre las obligaciones del hombre. Puesto que en principio concierne al fuero interno y al respeto humano, la definición de esta moral —a partir de la cual se proyecta en el orden jurídico, es decir, en el establecimiento de estas obligaciones— depende, precisamente, del propio hombre de acuerdo con su contexto geográfico e histórico. En nuestro caso, la España posterior al concilio de Trento.

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Una tendencia de crítica pretendidamente «moderna» sería que tales planteamientos sólo pueden ser subjetivos y, por tanto, ineficaces. Pero esto mismo equivale a decir que el pensamiento, los sentimientos y los diversos cauces de expresión artística deben ser, por fuerza, objetivos en un sentido científico. En mi opinión, es preferible alimentar la mente y la sensibilidad propias, y construir una fe por la que vivir, valiéndonos para ello del arte y de los grandes pensadores del pasado. La validez que otorguemos a esta comunicación con el pasado no tiene por qué verse disminuida en modo alguno ante el hecho, evidente e inevitable, de que haya un componente de subjetividad en el enfrentamiento de todos los pensadores y los artistas con la vida humana. En este trabajo se sostiene esa creencia. El estudio de las ideas, la respuesta a los sentimientos y las emociones a través de la literatura conduce a una comprensión de la vida humana tal como se conformó a lo largo de nuestro desarrollo cultural. Dicha comprensión afecta a valores que pueden resultar pertinentes en la formación de nuestras vidas en el mundo actual. Finalmente, pienso que nuestra comprensión del presente depende de la comprensión del pasado, en cuyo seno se encuentran —es obligado que se encuentren— las ideas y los valores que los hombres consideraron importantes. Cualquier filosofía concreta de la vida debe juzgarse según sus méritos como tal filosofía, y no según el carácter y el comportamiento de aquellos que la profesaron o, aún hoy, la profesan. No olvidemos que el progreso de la civilización dio respuesta a la creencia humana de que un estado de perfección es concebible teóricamente y que, bajo este impulso, también es posible alcanzar cierto grado de éxito en la práctica. Notas Las páginas que siguen a continuación lógicamente son fruto de haber consultado la bibliografía citada en la notas. No obstante, para aquellos elementos meramente descriptivos he seguido algo más a Elena Hernández Sandoica, Los caminos de la Historia-Cuestiones de historiografía y método, Síntesis, Madrid 1995. En cambio, los aspectos más críticos son producto de mi reflexión personal y de conversaciones mantenidas con el Prof. José Andrés-Gallego, así como de la lectura atenta de la obra historiográfica de este autor: «La revolución historiográfica de los tiempos modernos», en VV.AA., Historia general de España y América, t. VIII, La crisis de la hegemonía española, Rialp, Madrid 1986, pp. XIII-XVIII; Historia general…, op. cit.; Recreación del Humanismo. Desde la Historia, Actas, Madrid 1

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Una historia de la familia desde los planteamientos actuales 1994. Puesto que en sus obras ha ido desarrollando con gran coherencia y cada vez más sus teorías historiográficas —que, en mi opinión, son revolucionarias—, podrá observarse el uso indistinto de una u otra obra en el transcurso de estas páginas. También ha sido importante la consulta de varios autores, entre otros él mismo, en José Andrés-Gallego (dir.), New History, nouvelle histoire: hacia una nueva historia, Actas, Madrid 1993; e Ignacio Olábarri y Francisco Javier Caspistegui (dirs.), La «nueva» historia cultural: la influencia del postestructuralismo y el auge de la interdisciplinariedad, Complutense, Madrid 1996. 2 Por ejemplo, Lévi-Strauss creyó poder explicar los procesos de cambio, dentro de los esquemas estructurales, considerando que estructuras de un mismo tipo podían coincidir a niveles muy diferentes de tiempo y espacio. Para ello negaba cualquier dependencia entre el modelo y la realidad que deriva. Existirían dos tipos de estructuras —sociales y mentales—. Estudiando las correlaciones entre éstas y la realidad social, se podría llegar a comprender los mecanismos que permiten evolucionar las estructuras en función de las ideologías o concepciones del mundo (metaestructura). Claude Lévi-Strauss, La antropología estructural, Eudeba, Buenos Aires 1968 (original francés de 1958). También véase la crítica de algunos contenidos al respecto de El pensamiento salvaje, en Pierre Vilar, Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Crítica, Barcelona 4ª ed. 1982 (original francés de 1980), pp. 56-59. 3 Puede hacerse una lectura comparada. Por ejemplo, VV.AA., Estructuralismo e historia. Miscelánea homenaje a André Martinet, Universidad de La Laguna, Santa Cruz 1958; E. Leach (et al.), Estructuralismo y antropología, Nueva Visión, Buenos Aires 1969. 4 Traducción castellana: Losada, Buenos Aires 1945. 5 En el prefacio de la Contribución a la crítica de la economía política (1859), Karl Marx había señalado que «en la producción social de su existencia los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política, y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia». Quizás el empleo del término en esta obra respondiera a simples imágenes tomadas del lenguaje cotidiano. Sería en El Capital, no con el vocabulario, sino con el conjunto de la obra, donde Marx desarrollara lo que había entendido por «estructura económica» mediante la construcción de un mecanismo abstracto de funcionamiento. En el prólogo había declarado que su intención era «descubrir la ley económica que preside el movimiento de la sociedad moderna (...) la ley natural con arreglo a la cual se mueve». Los textos, también reproducidos hasta la saciedad en muchas otras obras, están tomados de Josep Fontana Làzaro, Historia. Análisis del pasado y proyecto social, Crítica, Barcelona 1982, p. 145. 6 Umberto Eco, Introducción al estructuralismo, Alianza, Madrid 1976. 7 José Antonio Maravall, Teoría del saber histórico, Madrid, 3ª ed. 1967, pp. 134 y 189. En La cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica, Ariel, Barcelona 5ª ed. 1990 —1ª ed. 1975—, el autor declara que el utillaje metodológico y conceptual no pretende ser «del estimable —y con razón— estructuralismo» (pp. 11-20), entendiendo por otro concepto su noción de estructura. Pero

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La familia en la historia opiniones mucho más autorizadas que la nuestra han señalado la continuidad en la rigidez, y el carácter unilateral de esta interpretación sobre las repercusiones sociales de la cultura española durante el siglo XVII; véase Pere Molas Ribalta: «La historia social de la España moderna», en VV.AA., La historiografía…, op. cit., p. 307. 8 Algunos años antes de la Contribución a la crítica de la economía política, que se acepta generalmente como el primer esbozo y fundamentación del materialismo histórico y, por consiguiente, del determinismo económico, Comte había llegado a la solución inversa frente al problema de la cientificidad de la historia. Conviene no olvidarlo porque muchas soluciones planteadas al determinismo economico proceden del determinismo cultural. Véase Federico Suárez, La historia y el método de investigación histórica, Rialp, Madrid 2ª ed. 1987, pp. 39-48. Para una crítica de la actitud determinista, sea de la raíz que fuere, véase José Andrés-Gallego, Recreación..., op. cit., pp. 17-19. 9 «Si el interés se orienta sistemáticamente más a los fenómenos estables que a los cambiantes, más a la ‘sincronía’ que a la ‘diacronía’, más a las ‘estructuras’ que a los ‘cambios de estructura’ es evidente que se da la espalda al espíritu propio del historiador. Es obvio que, concebido así, el ‘estructuralismo’ inspiraría una desconfianza justificada en el historiador». Pierre Vilar, Iniciación…, op. cit., p. 52. 10 L. Sebag, Marxismo y estructuralismo, Siglo XXI, Madrid 1976. 11 Por citar sólo un ejemplo, recordemos la interpretación estructuralista de Louis Althusser, Montesquieu: la política y la historia, Ariel, Barcelona 1974. Reservamos el comentario a Josep Fontana Làzaro, op. cit., p. 283, n. 14: «Consecuente con sus hábitos filosóficos personales, Althusser se dedica a una lectura del Espíritu de las Leyes al margen de la sociedad y del tiempo en que se escribió, sin una fecha, sin una sola referencia concreta al hombre que compuso el libro. Con semejantes procedimientos se puede llegar donde se quiera: a Althusser le sale un Montesquieu que viene a ser un Poulantzas del siglo XVIII, que es lo que iba buscando». 12 Pierre Vilar, Iniciación…, op. cit., pp. 43-47. El autor advertía la imposibilidad de obtener resultados absolutamente acordes entre los modelos teóricos y la sociedad observada en un momento determinado de su existencia, así como otros peligros inherentes a la utilización de aquéllos. 13 José Antonio Maravall, Teoría..., op. cit., p. 87 14 Pierre Vilar, Iniciación…, op. cit., p. 51; véase la crítica del estructuralismo por el autor, y la reformulación de estructura, en pp. 51-77. Algunos aspectos no dejan de ser los mismos. 15 Una crítica de los paradigmas dominantes en historiografía y del método cuantitativo puede verse en Federico Suárez, op. cit., pp. 49-81. 16 Cf. Roger Chartier, «La historia hoy en día: dudas, desafíos, propuestas», en Ignacio Olábarri y Francisco Javier Caspistegui (dirs.), op. cit., pp. 22-24. Volveremos sobre esta cuestión más adelante. 17 Carlo Ginzburg, «Spie. Radici di un paradigma indiziario», en Miti, emblemi, spie. Morfologia e storia, Einaudi, Turín 1986, pp. 158-209. Cit. por Roger Chartier, ib., p. 20. 18 J. Pouillon (et al.), Problemas del estructuralismo, Siglo XXI, México 1967. 19 María Antonia Bel Bravo, La mujer en la historia, Encuentro, Madrid 1998, p. 13.

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Una historia de la familia desde los planteamientos actuales 20 Propongo éste entre muchos otros. El estructuralismo de llegada más reciente a la historia, por ejemplo, es el que procede directamente de la lingüística, en algunos aspectos deudor del antropólogo Clifford Geertz. Uno de sus máximos exponentes es el británico Gareth Stedman Jones, que precisamente ha tratado de conciliar estructuralismo y marxismo —véase su obra Lenguajes de clase. Estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa, Siglo XXI, Madrid 1989 (original inglés de 1984)—. 21 Pensemos, por ejemplo, en el concepto de outillage mental desarrollado por Febvre, cuyos primeros textos sugieren la existencia de «estructuras de pensamiento», aunque el mismo autor no emplee tal denominación. Véase Roger Chartier, «Outillage mental», en Jacques Le Goff (et al.), La Nouvelle Histoire, Retz, Paris 1978, pp. 402-423 y 448-452. Se permitirá que omita aquella otra visión —particular, sin duda, y desmarcable en estas valoraciones— de las estructuras como los elementos de longue durée, sobre la que tanto se lleva escrito, formulada en el célebre artículo de Fernand Braudel, «Histoire et sciences sociales: la longue durée», en Annales E.S.C. 4 (oct.-dic. 1958), pp. 725-753. Traducido al castellano en la recopilación: La Historia y las Ciencias Sociales, Alianza, Madrid 9ª reimp. 1995, pp. 60-106. 22 Ignacio Olábarri, «La recepción en España de la revolución historiográfica del siglo XX», en VV.AA., La historiografía…, op. cit., pp. 87-111. 23 Como ejemplifica a la perfección Robert Mandrou, Introduction à la France moderne, 1500-1640. Essai de Psychologie historique, Paris 1961. 24 Véase Claude Lévi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco, Paidós, Barcelona 1981 (original de 1948; ed. inglesa de 1969). 25 Un estado de la cuestión puede verse en Aurora González Echevarría, Teorías del Parentesco. Nuevas aproximaciones, Eudema, Madrid 1994, pp. 9 y ss. 26 A. R. Radcliffe-Brown, Structures and Fuctionin Primitive Society, Londres, 1952; véase James Casey, Historia…, op. cit., pp. 21-39. 27 James Casey, Historia…, ib., p. 25. 28 James Casey, Historia…, ib., pp. 30-33. 29 Cf. David Herlihy, «Avances recientes…», op. cit., pp. 223-245. 30 José Andrés-Gallego, Recreación…, op. cit., p. 15. 31 Véase José Andrés-Gallego, «La revolución…», op. cit. 32 Ignacio Olábarri Gortázar, «La recepción...», op. cit., p. 91. 33 Para un examen detallado y exacto del uso de esta denominación en las últimas décadas véase Ignacio Olábarri Gortázar, «La ‘Nueva Historia’, una estructura de larga duración», en José Andrés-Gallego (dir.), New History..., op. cit., pp. 29-81. 34 Ahora bien, el giro «deconstruccionista» y la creciente fragmentación del objeto de estudio no significa que haya un abandono del proyecto «historia global». La historiografía que habitualmente llamamos «posmoderna» lo reformula, pensándolo ahora en términos de profundización y no de extensión y acumulación: «Sea cual sea el nivel de análisis (...) es el complejo conjunto de las interacciones sociales el que se trata de captar siempre; pero, precisamente por esta razón, la acumulación de resultados no puede pensarse como un procedimiento simple, que se contentaría con la yuxtaposición o la suma». Ignacio Olábarri Gortázar, «La ‘Nueva Historia’…», ib., p. 69. Véase también Peter Burke, «Historia cultural e historia total», en Ignacio Olábarri y Francisco Javier Caspistegui (dirs.), La «nueva» historia…, op. cit., pp. 115-122. Sobre la capacidad sintética de la historia desde los parámetros actuales volveremos más adelante.

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La familia en la historia 35 En los años setenta el diálogo se había entablado sobre todo con la sociología y con la economía. A finales de los ochenta son evidentes los vínculos entre historia, antropología y literatura. Véase Natalie Z. Davis, «Las formas de la Historia social», en Historia Social 10 (1991), pp. 177-182. 36 «En realidad, no parece que tenga especial importancia que la historia sea ciencia, arte o cualquier otra cosa, con tal que nos enseñe, en la medida que le sea posible, la verdad de ese largo camino que han recorrido los hombres hasta el presente (...) Lo que no parece lícito es pretender convertirla en ciencia por asimilación a las de la naturaleza, a las de la naturaleza, a las llamadas «ciencias sociales» o a una suerte de explicación a horcajadas entre la filosofía, la economía y la sociología, porque en la medida en que se hace otra cosa deja de ser propiamente historia». Federico Suárez, op. cit., p. 48 (el desarrollo desde la p. 27). Las ideas del mismo autor sobre la objetividad de la historia (pp. 131-146) nos parecen menos convincentes. Aunque en parte exista conexión con ellas, sobre todo en lo que concierne a una teoría del conocimiento, nos inclinamos más por José Andrés-Gallego, Recreación…, op. cit., pp. 83-87. 37 Cf. Jesús Ballesteros, Postmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid 4ª reimp. de 1997. Según el autor, hay que analizar con precisión qué se entiende por posmodernidad. Considera que el uso más impropio del término ha sido divulgado precisamente por el posestructuralismo francés desde finales de los setenta —Barthes, Baudrillard, Deleuze, Derrida, Foucault, Lyotard—. Impropio porque en realidad se trata de un movimiento tardomoderno y no posmoderno, surgido con escasa originalidad «en un clima de escepticismo respecto a las posibilidades de ‘cambiar el mundo’, producido por el doble fracaso del Mayo francés y de la Primavera de Praga» (p. 85). Frente a los estertores de la modernidad —la «posmodernidad como decadencia»—, se encuentra la posición de quienes quieren trabajar en un nuevo proyecto histórico que, retomando todo lo valioso de la Era Moderna, escape de sus defectos constitucionales —la «posmodernidad como resistencia»—. 38 Véase José Andrés-Gallego, Recreación…, op. cit., pp. 81-83. 39 El caso más representativo es el debate entre Stone y Hobsbawn, mediante sendos artículos en la revista Past and Present (noviembre de 1978 y febrero de 1980, respectivamente). Nos remitimos a la reproducción en castellano publicada en Historia Oberta. Sobre las críticas inmediatas a la aparición del artículo de Stone, véase Ignacio Olábarri Gortázar, «La ‘Nueva Historia’…», op. cit., pp. 64-65. Además enmarca la aproximación entre historia y antropología posmoderna o simbólica —que veremos acto seguido—, y que ha ocupado la atención del propio Lawrence Stone, «History and Postmodernism», en Past and Present 131 (mayo 1991). 40 Michael de Certeau, L’Ecriture de l’histoire, Gallimard, Paris 1975. Paul Ricœur, Temps et récit, 3 vols., Editions du Seuil, Paris 1983-85. Jacques Rancière, Les mots de l’histoire. Essai de poétique du savoir, Editions du Seuil, Paris 1992. Todos cit. por Roger Chartier, «La historia hoy…», op. cit., pp. 22-24. En opinión de este último autor, el debate no estaría justificado porque en realidad nunca hubo cesura ni abandono de la narrativa. Incluso la historia más estructural estuvo constituida siempre a partir de las fórmulas que gobiernan la producción de las narraciones. Las entidades manejadas por los historiadores —sociedades, clases, mentalidades, etc.— eran «cuasi personajes» dotados implícitamente de propiedades equivalentes a las de los héroes singulares.

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Una historia de la familia desde los planteamientos actuales 41 En palabras de Andrés-Gallego —que se completarán a lo largo de estas páginas— se define del siguiente modo: «Y la selección de unos hechos y el desprecio de otros, que es en lo que consiste la tarea del historiador (como también la del lector de obras de historia; es decir: la de todo aquel que pretende conocerla, cualquiera sea su manera y razón), es una decisión radicalmente subjetiva. Entiéndaseme: no repito con esto el tópico de la relatividad de lo histórico, que es falsa (por lo mismo que es erróneo afirmar que son relativos las cosas o los actos de hoy cuya existencia podemos probar). Lo que quiero decir es que, siendo la tarea del historiador esencialmente seleccionadora, esa elección siempre se hace en función de una preocupación —curiosidad la llaman los traductores de Aristóteles—, la que sea, que es la del historiador concreto y no puede ser otra». José Andrés-Gallego, «La revolución…», op. cit., p. XXII. 42 Por ejemplo, véase Clifford Geertz, James Clifford (et al.), El surgimiento de la antropología posmoderna, Gedisa, Barcelona 1991. 43 En realidad, la brecha diferencial entre ambas disciplinas sigue abierta inevitablemente ante la falta de coincidencia conceptual, diferentes prácticas de encuestas y sociedades estudiadas, distinta relación con el tiempo, etc., entre otros aspectos. Véase Charles-Olivier Carbonell, «Antropología, etnología e historia: la tercera generación en Francia», en José Andrés-Gallego (dir), New History…, op. cit., pp. 91-100. 44 Bernard Bailyn, «The Challenge of Modern Historiography», en AHR 87 (1982), pp. 1-24. 45 José Andrés-Gallego, «La revolución…», op. cit., p. XXVII. 46 El análisis histórico más reciente desde esta perspectiva, aplicada a la historia de la mujer y sobre el concepto de género, lo ha llevado a cabo María Antonia Bel Bravo, La mujer…, op. cit. 47 José Andrés-Gallego, Historia general…, op. cit., p. 362. El mismo autor también desarrolla esta idea en Recreación…, op. cit., pp. 150-155. 48 «La teoría de las clases sociales que Marx añadió a su interpretación económica de la historia es lo menos valioso, salvo para fines de agitación; el esquema de las dos clases no es útil para el análisis serio; la acentuación exclusiva del antagonismo entre las clases es tan evidentemente erróneo —y tan patentemete ideológico— como la acentuación exclusiva de la armonía entre las clases, al modo de Casey y Bastiat...». Joseph Schumpeter, Historia del análisis económico, Ariel, Barcelona 1971 (original de 1954), p. 497. 49 De momento sólo han aparecido las pre-actas, en dos volúmenes: Universidad de Córdoba, Córdoba 1997. La ponencia de Kamen, lógicamente no su intervención en el debate posterior, junto con otras aportaciones muy interesantes de Teófilo F. Ruiz, en el vol. I, pp. 315-344. 50 Luis Garrido Medina y Enrique Gil Calvo (eds.), Estrategias familiares, Alianza, Madrid 1993, pp. 13-34 (cita en pp. 14-15). 51 Roger Chartier, «La historia hoy…», op. cit., pp. 21-22. 52 Elena Hernández Sandoica, op. cit., p. 152. 53 José Andrés-Gallego, «La Nueva...», op. cit., pp. 16-17. Sobre la cuestión que nos ocupa, el mismo autor ya se había pronunciado en «La revolución…», op. cit. 54 Véase José Andrés-Gallego, «Historia cultural e historia religiosa», en Ignacio Olábarri y Francisco Javier Caspistegui (dirs.), La «nueva» historia…, op. cit., pp. 175-188.

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La familia en la historia Historia…, op. cit., p. 19. Véase la introducción a Francisco Chacón Jiménez y Juan Hernández Franco (eds.), Poder…, op. cit., cita en p. 11. 57 James Casey, Historia…, op. cit., p. 22. 58 James Casey, Historia…, ib., p. 39. 59 Véase Philippe Ariès, «Para una historia…», op. cit., pp. 7-19. El conjunto de esta obra presenta una visión de síntesis considerablemente amplia, por cierto. En nuestra opinión, esa cobertura sólo es tangencial en André Burguière (et al. dirs.), Historia de la familia, Alianza, Madrid 1988 (original de 1986); tampoco ofrece amplias posibilidades el marco general de Georges Duby y Michelle Perrot, Historia de las mujeres, Taurus, Madrid 1992 (original de 1990). Lo cual no pretende desmerecer el esfuerzo y la importancia de ambas obras, sino tan sólo matizar que las expectativas originales han podido quedar reducidas a lo largo de sus páginas. 60 Véase James Casey, Historia..., op. cit., p. 237. También la introducción a Francisco Chacón Jiménez y Juan Hernández Franco, Poder…, op. cit., pp. 7-14. 61 José Andrés-Gallego, Recreación…, op. cit., p. 142. 62 José Andrés-Gallego, «La Nueva…», op. cit., p. 18. 63 José Andrés-Gallego, Recreación..., op. cit., pp. 158-161. En otras publicaciones suyas ha insistido en este aspecto como algo capital [«La Nueva Historia como reto», en José Andrés-Gallego (dir.), New History..., op. cit., p. 19]. 64 Véase José Andrés-Gallego, Recreación…, op. cit., pp. 183-185. 65 «La opción del historiador cuando escoge un método, cuando escoge una forma de aproximación al pasado, es una opción ética; implica una ética y una moral, si se quiere emplear la dualidad de palabras en el siguiente sentido: es una decisión ética y moral, porque implica un sistema de valores e implica la adecuación a ese sistema». José Andrés-Gallego, «La Nueva Historia…», op. cit., p. 20. 66 José Andrés-Gallego, «La Nueva Historia...», ib., p. 17. 67 María Antonia Bel Bravo, «El mundo social de Rinconete y Cortadillo», en Studia Aurea. Actas del III Congreso de la AISO, III (Tolouse-Pamplona 1996), pp. 45-53. 68 No vamos a entrar en una relación pormenorizada. Por ejemplo, José Antonio Maravall ha dedicado gran parte de su obra al estudio de la historia social y de las mentalidades con base en fuentes literarias. Prueba de ello es, entre otras, La literatura picaresca desde la historia social, Madrid 1986. También Guadalupe Gómez-Ferrer Morant, Palacio Valdés y el mundo social de la Restauración, Oviedo 1983. Cit. en ib., nota al pie n. 1. La misma autora ha defendido la literatura como fuente para la historia en repetidas ocasiones; véase María Antonia Bel Bravo y Miguel Luis López Muñoz, «Vida y sociedad en la España del siglo XVII a través del ‘Coloquio de los perros’ de Cervantes», en Anales Cervantinos, XXIX (Madrid 1991), pp. 125-166; y María Antonia Bel Bravo, «Un ejemplo de historia a través de la literatura: La Gitanilla», en Guadalbullón, V-7 (Jaén 1992), pp. 5-19. 69 María Antonia Bel Bravo y Miguel Luis López Muñoz, «Vida y sociedad...», op. cit., p. 126. 70 Manuel Jesús Cañada Hornos, Pensamiento económico…, op. cit. 71 Bartolome Bennassar (et al.), Orígenes del atraso económico español. Siglos XVI-XIX, Ariel, Barcelona 1985 (original francés de 1983), p. 147. 55 56

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II LAS FUENTES DOCUMENTALES PUEDEN APOYAR NUESTROS PLANTEAMIENTOS

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III MUJER Y FAMILIA

Parece un hecho irreversible que asistimos actualmente, al menos en los países occidentales, a la muerte de lo que se ha venido en llamar el patriarcado como estructura de dominación1. En realidad, su agonía viene de antiguo, paralela a la ampliación de las responsabilidades de la mujer en el seno de la familia2. En palabras de Golbert se trata de «toda organización política, económica, religiosa o social que relaciona la idea de autoridad o liderazgo principalmente con el varón y en la que el varón desempeña la mayoría de los puestos de autoridad y dirección. Algunos autores, influidos por la sociobiología, quisieron justificar ese esquema como una necesidad biológica. En realidad, se trata de un sistema cultural —y, por tanto, variable—, de organización familiar, educativa y social «androcéntrico», donde las coordenadas incuestionables son la capitalidad del varón y la subordinación de la mujer, relegada siempre al ámbito de lo privado, impidiéndole acceder al público y subordinada al varón también en el ámbito privado. Este marco de subordinación, tan fuertemente arraigado aún hoy, hace un flaco servicio a la familia, pues se sigue pensando que ésta va unida necesariamente a una jerarquía natural, y siempre será el reducto de la explotación económica o, en el mejor de los casos, refugio contra el mundo a costa de las mujeres. Sin embargo, la estructura familiar no tiene por qué unirse necesariamente a un modelo cultural concreto. El modelo deseable de familia es aquel donde cada miembro tiene su equipotencia y donde las relaciones se desarrollan en el ámbito de una comu-

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nión de personas de la que forma parte integrante el diálogo y la decisión conjunta. Sin embargo, estudiar a la mujer en la Edad Moderna «resulta casi imposible sin hacer referencia a la naturaleza misma de la familia y a las repercusiones que para ellas tiene la paulatina transformación de un modelo jerárquico y patriarcal en otro, también patriarcal, pero de relaciones asentadas sobre un mundo de compromisos, dependencias y sentimientos». Y, a la vez, «sólo la integración de las mujeres en el seno de esta institución permitirá entender el porqué de esta transformación», como ha señalado acertadamente M. V. López Cordón3. Un poco de historia La conversión de Europa al cristianismo supuso una notable mejoría en la consideración y estatus personal, familiar y social de la mujer. Fue decisiva la influencia de esta religión en la defensa del derecho a la vida de los hijos, y especialmente de las niñas, que en el mundo romano eran abandonadas en un número mucho más elevado que los niños. El respeto a los niños, a las mujeres y a los esclavos se extendió con el cristianismo. El matrimonio cristiano fue también una institución decisiva para mejorar la situación de la mujer en la familia y en la sociedad. Quizá por esta razón —entre otras— muchas mujeres contribuyeron muy directamente al desarrollo de la civilización cristiana europea. Desde un primer momento, en la época romana, muchas veces fueron las mujeres las primeras que se convirtieron y luego evangelizaron a sus familias. Posteriormente el Derecho canónico, aunque reconocía la autoridad del marido sobre la mujer, insistía también en la necesidad de que hubiera libre consentimiento por ambas partes para constituir un matrimonio válido, lo cual representaba un progreso muy importante para las mujeres, como veremos más detenidamente en otra parte de este trabajo. En los tiempos medievales, como demuestra R. Pernoud4, la mujer tuvo un papel determinante y dio origen a una literatura cortesana y caballeresca, donde se ensalzaba la belleza, la virtud, el amor, la lealtad y la ayuda a los pobres. Entre los siglos X y XIII las mujeres podían tener y administrar feudos, iban a las cruzadas, gobernaban, dirigían monasterios y abadías5, y algunas lle-

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garon a tener un gran poder político, económico y social, por sus tierras, cargo, parentesco o actividad. Existieron también numerosos monasterios y abadías femeninas que tenían un alto nivel cultural. En ocasiones también tenían escuelas de niñas y niños, hijos de familias nobles. Las abadesas no eran sólo educadoras y protectoras de la cultura; algunas también eran creadoras; el primer gran nombre de la literatura alemana en el siglo X es Roswitha, la abadesa de Gandersheim; en el siglo XII podemos recordar a Herrada de Landsberg e Hildegarda de Bingen6. Sabemos también por A. Macciochi7 que en la Escuela de Medicina de Salerno, fundada hacia 1230 por Federico II, operó por estas fechas la primera mujer cirujano que recuerda la historia, Trotula Ruggeri. Asimismo, en algunos monasterios y abadías con parte femenina y parte masculina, las abadesas tenían jurisdicción sobre monjas y monjes y dirigían además hospederías, leproserías u hospitales; buenos ejemplos son Fontevraud, Las Huelgas, etc. En general, se puede decir que las abadesas influían no sólo en la vida religiosa y cultural, sino también en la vida política de la zona. Una princesa bizantina, Ana Comneno, es la más completa historiadora de la Primera Cruzada (1095-1099), según nos cuenta Regine Pernoud8. Y no sólo eso, sino que ella misma, desde el principio de su relato, señala la presencia de mujeres. Presencia que en absoluto llama la atención de los distintos historiadores modernos —ni de las feministas— y que, sin embargo, ocupó un destacado lugar que, en ocasiones, resultó primordial. «Inmensas multitudes, hombres, mujeres y niños...», escribe nuestra cronista derribando el tópico generalizado de que eran los hombres solos los que partían a las Cruzadas. En realidad, lo normal, atendiendo a la documentación de la época, es ver partir a las parejas juntas. Existen excepciones naturalmente que vienen impuestas por motivos de salud o de economía —cuidado de las propias tierras, por ejemplo—, pero no dejan de ser casos aislados; lo normal es que la familia no se separe. Y esto por una razón profunda: no se trata tanto de una expedición militar, una guerra de conquista —como se nos ha querido hacer ver—, cuanto de una peregrinación. Peregrinación armada, pero peregrinación al fin y al cabo: «Todo Occidente, todas las naciones bárbaras que habitan los países situados entre la otra orilla del Adriático y las Columnas de Hércules, toda esa

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gente, emigraba en masa, caminaba por familias enteras, y marchaba hacia Asia, atravesando Europa de una punta a otra»9. Sin embargo, la situación de la mujer se deterioró a partir de los siglos bajomedievales y modernos, con la progresiva influencia del Derecho romano, los principios de la modernidad, y el Código Napoleónico de 1804, que copiarán otros países. Se empiezan a producir entonces situaciones injustas y discriminatorias, y algunas voces individuales se alzarán, señalando deficiencias y proponiendo diversas soluciones —Christine de Pisan, Marie de Gournay, María de Zayas, Feijoo, Condorcet, Sor Juana Inés de la Cruz, Elisabeth Sarah, Marion Scott y Dale Spender, precursoras de la educación para la mujer, etc.—. A finales del siglo XVIII, Olimpia de Gouges en Francia y Mary Wollstonecraft en Gran Bretaña criticarán la situación de las mujeres en sus famosas obras Declaración de los Derechos de la mujer y de la ciudadana y Vindicación de los derechos de la mujer. Será en el siglo XIX, sin embargo, cuando las propias mujeres comenzarán a unirse en organizaciones creadas expresamente para luchar juntas por la emancipación de su sexo. Surgen movimientos diferentes, con diversidad de programas y estrategias —aunque con algunos puntos de coincidencia— por lo que resulta más preciso hablar de movimientos feministas que de feminismo10. Junto a estos movimientos coexisten organizaciones y asociaciones de promoción de la mujer que no siempre se consideraban feministas y que realmente a veces no lo eran, aunque sus actividades sirvieran para mejorar la situación cultural, profesional y social de muchas mujeres. Las reivindicaciones feministas basadas en los principios hegemónicos de la modernidad —individualismo y voluntarismo, sobre todo—, formaron parte también de un movimiento intelectual y social más amplio, «que intentaba justificar la eliminación de las discriminaciones legales contra los individuos a causa de su nacimiento»11. Se habían reivindicado los derechos de los burgueses, los siervos, los judíos, los obreros, los esclavos... Era la hora de las mujeres. A las influencias ideológicas ya señaladas, se añadieron las también enumeradas anteriormente circunstancias políticas, económicas y sociales que discriminaron a las mujeres y favorecieron la revuelta feminista. Las contradicciones de la filosofía ilustrada —que desarrolló los conceptos modernos de naturaleza humana

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y derechos del hombre, mientras consagraba el sometimiento práctico de la mujer al varón— y, sobre todo, el modelo de desarrollo de la modernidad, iban a provocar fuertes tensiones. La revolución industrial y la urbanización modificaron profundamente los modos de vida y de trabajo, y favorecieron un proceso continuo de emigración campo-ciudad, país-colonias, que provocó importantes cambios familiares y sociales. En la sociedad de la España moderna la familia preindustrial sí era «extensa». Allí vivían varias generaciones en una unidad productiva donde casa y trabajo estaban profundamente unidos. Las mujeres de estas familias no podían sentir discriminación, pues colaboraban en los diversos trabajos, y eran conscientes de la centralidad y necesidad de su aportación. Después, los hombres de la familia se marcharon a la fábrica o a la ciudad, o a las colonias, a ganar el salario, y la mujer se quedó en casa, atendiendo a los niños y ancianos. Así pues, y a diferencia de lo que había sucedido en la Edad Media, las mujeres en la época moderna fueron excluidas de la participación en la vida política, económica y cultural. Hegel justificó teóricamente las causas de esa marginación señalando que «el varón representa la objetividad y universalidad del conocimiento, mientras que la mujer encarna la subjetividad y la individualidad, dominada por el sentimiento. Por ello, en las relaciones con el mundo exterior, el primero supone la fuerza y la actividad, y la segunda, la debilidad y la pasividad»12. El varón debía alcanzar su realización en el servicio de las tres actividades hegemónicas: ciencia, Estado, economía —las tres actividades que Weber13 consideraba patrimonio de la civilización occidental— mientras que el puesto de la mujer se reducía a la familia. Hegel y otros muchos intelectuales y políticos de entonces negaban la posibilidad de que las mujeres accedieran a esas tres actividades, advirtiendo que la presencia de las mujeres en ellas supondría su ruina. De todas maneras las mujeres influyeron, bien de forma directa bien de forma indirecta. Aunque su número fuera limitado, hubo efectivamente mujeres que tomaron parte destacada en el sistema de poder, incluso en épocas y regímenes de monopolio masculino. Pensemos en las revolucionarias «convencionales» como las francesas de 1789 o las españolas de 1936. Pero la verdadera capacidad de influencia de la mujer, atendiendo al número, pudo realizarse —y se realizó de hecho— de

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forma indirecta: mujeres que invadían a su manera la esfera del poder, que parecía serles ajena según los patrones de su época, con sus propios medios, incluso con la «pasividad» como manera de dominio sobre lo específicamente masculino. Tenemos un ejemplo extremo en los harenes de los aristócratas otomanos de los siglos XVIII y XIX, donde se descubren eficaces formas de intriga y de rebelión; como también es posible detectarlas en la Europa rural de nuestros días —la Galicia española, por ejemplo—. ¿Nos conduciría esto a comprender la política de un modo distinto?14. Por otra parte, Julián Marías15 ha analizado con profundidad la situación de la mujer en los siglos XVIII y XIX y su importante aportación social. La mujer —señala este autor— era depositaria de la vida privada y sus formas; influía decisivamente —desde su feminidad— en la vida y costumbres de los varones; inspiraba y colaboraba en la cultura literaria, artística y humanística; guardaba y transmitía valores religiosos y éticos; educaba a los hijos, y desarrollaba numerosos servicios sociales y asistenciales16. Su papel más importante fue la creación, cuidado y conservación de una vida familiar fuerte y estable, y la educación de los hijos. Muchas de estas mujeres son felices, pues se saben útiles y no conocen sus otras posibilidades. En el feminismo inicial hay dos momentos o fases sucesivas, que reciben el nombre de primer y segundo feminismo. El primer feminismo arrancaría de mitad del siglo XIX, para replegarse después de la Gran Guerra, en torno a los años 1920 o 1930, dependiendo de los países. Es conocido con el nombre de sufragismo por las pretensiones al voto de sus adeptas, hasta entonces privilegio exclusivo de los hombres. Los problemas de la Primera Guerra Mundial, las preocupaciones por reconstruir una Europa en ruinas, hicieron que aquellas voces se apagaran. Una obra de Virginia Wolf17, supone para Amalia Martín Gamero el final de este primer feminismo. El segundo feminismo aparece en la escena del mundo occidental por los años cincuenta-sesenta, pero en esta ocasión el brote es norteamericano. Concretamente se atribuye a Betty Friedan con su obra La ilusión femenina el resurgir oficial del feminismo, bajo el nombre genérico de Movimientos de Liberación de la Mujer. Aunque en Francia Simone de Beauvoir, que es considerada como la intelectual del feminismo moderno,

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había publicado en 1949 una obra que se convertiría en paradigmática para el feminismo posterior18, hemos de reconocer que el impacto mayor, cara a una difusión de la temática feminista, lo provocó la obra de Betty Friedan. Se podría calificar a esta segunda fase como la del feminismo radical —no en su sentido etimológico de ir a la raíz, sino en el de extremista—, en el que se alentaba a las mujeres a liberarse del hogar, ese «confortable campo de concentración» —en palabras atribuidas a Betty Friedan— que vedaba sus aspiraciones profesionales. En su obra incluso se justifica ese espacio vacío —lapsus de más de treinta años— como un episodio sin importancia, ya que las feministas de los años sesenta se consideraban a sí mismas como hijas o nietas de las sufragistas. A pesar de su indefinición y división, pues no se trata de una ideología ni de un partido —tal vez sí de una mentalidad—, podemos aventurar que hay dos formas o tendencias prioritarias dentro de este segundo feminismo, en torno a las cuales se agrupan las demás, aunque algunas se declaren abiertamente independientes. Estas tendencias vienen condicionadas, de un lado, por las ideologías que alientan detrás de ellas, la liberal y la socialista respectivamente, y de otro, están polarizadas, o más localizadas, en torno a los dos focos geográficos donde se originó el feminismo, los Estados Unidos en el caso de la tendencia liberal, Europa en el de la tendencia socialista. Aunque, evidentemente, no se puede hablar de exactitud matemática. Más acertado sería decir que ambas formas se presentan en una gradación que va del reformismo más moderado al maximalismo más radical, y que las tendencias moderadas se mueven en la órbita de las formas liberales, en tanto que las radicales giran en torno a la mentalidad socialista. Será, en última instancia, la dimensión política la que va a determinar las diferencias más señaladas entre las dos formas del feminismo. Así pues, podemos hablar de un feminismo apolítico y de otro político. En los Estados Unidos, por ejemplo, predominó inicialmente la tendencia apolítica, y no porque no aspiraran sus adeptos a modificar las leyes de los Estados para conseguir los objetivos que entendían como mejoras de la condición femenina, sino porque el ámbito de su actuación se centró prioritariamente en las asociaciones intermedias, de origen privado. En Europa, en cambio, el feminismo adquirió desde el principio un marcado tinte político.

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No eran ni son éstas las únicas diferencias entre las dos modalidades feministas. Por ejemplo, en Europa había y hay más activistas y menos intelectuales, eran más jóvenes —dato significativo por lo que supone de inexperiencia— y, sobre todo, eran mucho más agresivas y extremadas. Por otra parte, sus manifestaciones —casi siempre callejeras y agriamente reivindicativas— no eran ni son tomadas en gran consideración por un amplio sector de la opinión pública. Quizá por las formas con que se presentaban, por el tipo de léxico que empleaban y por el tono apasionado que demostraban. De todas formas, con el paso del tiempo se observó una evolución de las posturas agresivas hacia otras más moderadas. Betty Friedan publicó The Second Stage en el año 1981, donde advertía que el feminismo se había colocado al margen de las preocupaciones reales de las mujeres, y que debería atender a la armonización del hogar y el trabajo. Comenzaba así el cambio de mentalidad del feminismo. Objetivos del feminismo Hasta ahora hemos hablado de diferencias, pues bien podemos describir las semejanzas si elaboramos una lista de objetivos comunes a las variadas modalidades del feminismo, aunque no aparezcan ordenados en los textos consultados, ni menos aún formulados como tales. Aun así, se pueden rastrear hasta cinco tipos de objetivos concretos o de acción, que a su vez se vertebran en torno a dos macroobjetivos teórico-prácticos: 1. La REVOLUCIÓN SEXUAL, o cambio sustancial en la identidad femenina —disociación entre el sexo y la procreación—. 2. La REVOLUCIÓN SOCIAL, o transformación del rol social de la mujer —igualdad de derechos con el hombre, «autorrealización» femenina—. Las corrientes ideológicas que sustentan esta formulación se encuentran, en última instancia, en Freud y Marx, quienes, según Julián Marías19, confluyen en el tema de la mujer más de lo que parece a primera vista. Los pasos necesarios para conseguir ambos macroobjetivos son, según expone Ana María Navarro Ferrer20:

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1. La denuncia insistente de la supuesta condición de inferioridad a la que la historia y la cultura occidental han reducido a la mujer. Se hace esta denuncia planteándola como un supuesto básico o dogma previo, que va a condicionar la orientación de una serie de estudios antropológicos, sociológicos, psicológicos e históricos. La mujer habría desempeñado en todas las épocas ante el hombre —según este supuesto— un papel de mito (diosa, musa) o de esclava (proveedora, objeto sexual). Un ejemplo: en la Edad Moderna muchas personas disculpaban los malos tratos por parte de hombres a mujeres, incluso escritores de prestigio como F. de Osuna21. No obstante, esta interpretación sólo puede ser parcial, pues no es menos cierto que este mismo autor se queja y protesta cuando los jueces castigan a los maridos que azotan a sus mujeres, lo cual deja claro que la justicia no actuaba de acuerdo con la opinión pública. Este tema no es más que un trasunto del planteamiento dialéctico de la lucha de clases y, por tanto, tan inconsistente como éste debido a sus contradicciones internas22. Según este esquema, el mundo de los sexos se escindiría, en dos bandos irreconciliables: el hombre opresor y la mujer oprimida. «En el caso de la mujer trabajadora, se dice además que la opresión es doble, por razón de su sexo y por razón de su trabajo. El capitalismo, enemigo público del proletariado, impondría a la mujer un doble yugo. Relegándola al hogar se evitaban una serie de costes sociales tales como guarderías infantiles, servicios colectivos de restaurantes y lavanderías, hospitales y asilos para ancianos»23. Hombre opresor, sociedad patriarcal y capitalismo, se habrían aliado contra la mujer en una fabulosa conjura histórica internacional. Esa toma de conciencia explica la actitud un tanto revanchista de numerosos textos y actuaciones feministas, en particular aunque no exclusivamente, las del ámbito europeo. Una interpretación como ésta, elaborada exclusivamente en base a términos de oposición, puede ser calificada de poco valiosa, como de hecho ya se ha señalado en lo que se refiere a su inspiración marxista: «La teoría de las clases sociales (...) es lo menos valioso, salvo para fines de agitación; el esquema de las dos clases no es útil para el análisis serio; la acentuación exclusiva del antagonismo es tan evidentemente erróneo —y tan patentemente ideológico— como la acentuación exclusiva de la armonía entre las clases, al modo de Casey y Bastiat (...)»24. Valga

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también para la pretendida dialéctica que nos ocupa, en tanto que este tema ha sido muy revisado actualmente, y descartado como válido para el estudio de la mujer25. 2. La igualdad con el hombre. El segundo objetivo trata de conseguir algo: si la mujer ha sido discriminada26 hasta ahora, se pretenderá a partir de este momento una equiparación con el otro término de la comparación, con el hombre. Ahora bien, ¿cómo se puede llevar a cabo esta equiparación?: proporcionándole a la mujer igualdad... de oportunidades. Tener iguales oportunidades quiere decir recibir un trato igual en el plano de la acción: ante la ley, la educación y el empleo. Triple objetivo propuesto por la ONU para 1975, que fue el primer Año Internacional de la Mujer. En las últimas Conferencias de Naciones Unidas se trata de redefinir la igualdad en base a cuotas igualitarias de participación en las actividades de la esfera pública. Pero la realidad es que el tema de la igualdad de los sexos, visto en el sentido antropológico, es el verdadero trasfondo de la cuestión, aunque no preocupe más que al sector intelectual del feminismo, ya que las feministas que se mueven en las manifestaciones callejeras adoptan las propuestas teóricas que les llegan en forma de slogans, y los repiten sin preocuparse de problema teórico alguno. En el planteamiento feminista de la relación entre los sexos se diferencia lo biológico de lo cultural. No se menciona lo «natural» porque el término no se acepta desde el materialismo histórico, ni desde el existencialismo. «La mujer no nace, se hace», dice Beauvoir. «La mujer es producto de la costumbre, no de la naturaleza»27, insiste la misma autora. Se indica con ello que la actitud femenina de dedicación y generosidad abnegada a su familia, al esposo y a los hijos, tradicional a lo largo de los siglos, sería únicamente una señal de la sumisión de la mujer a una impostura social y cultural. Por este camino se llega a identificar el concepto «igualdad de los sexos» no con la mera imitación de la mujer al hombre, ni tampoco con el acceso a los campos que antes le estaban vedados y monopolizaba el hombre —trabajo, educación y política—, sino sencillamente con la autarquía femenina. Evidentemente no todas las posiciones defendían este objetivo. Las más moderadas reconocían las ventajas de la colaboración entre los sexos, y la necesidad de que ambos cooperasen en la sociedad y en la familia, pero las más radicales aspiraban a prescindir del hombre en lo posible, a veces también en lo imposi-

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ble, como es el plano de la procreación. Un ejemplo de esta última tendencia lo tenemos en el grupo Rivolta feminile. Las integrantes de este grupo, y sobre todo las firmantes de una declaración que publica el libro Escupamos sobre Hegel28, se declaran partidarias de la homosexualidad femenina, y contrarias al divorcio y al aborto, que serían, según ellas, signos de la opresión machista. «La igualdad de los sexos es el ropaje con el que se disfraza hoy la inferioridad de la mujer»29. 3. La libre disposición del propio cuerpo. Este objetivo postula la disociación entre sexualidad y procreación. Se incluye dentro de la equiparación al hombre, que está impedido por su propia biología para procrear. Tampoco es una iniciativa exclusiva del feminismo: es uno más de los principios básicos individualistas de la modernidad, y está asumido por un porcentaje bastante alto de las mujeres, a juzgar por el progresivo descenso de las tasas de natalidad. Ésta es, en palabras de Julián Marías, quizás la mayor revolución de nuestro siglo: «la difusión de un comportamiento malthusiano entre todas las capas sociales y todos los niveles económicos de mujeres». El mismo autor30 califica este hecho como la mayor transformación de nuestro tiempo. Se suelen usar otras dos expresiones más para desarrollar este objetivo: tener derecho a una maternidad libre y tener sólo los hijos deseados, argumentándose que son condiciones para la independencia personal de la mujer, en unos casos, y las carencias económicas, en otros. Para ambas situaciones se reclaman todo tipo de legalizaciones y apoyos sociales: creación de centros de planificación familiar, orientados preferentemente a difundir los diversos métodos de control artificial de la natalidad, y además a conseguir la cobertura económica de los gastos que comporten esas medidas, y —cómo no— la despenalización del aborto, la difusión masiva y de carácter propagandístico, a través de los medios de comunicación, de anticonceptivos, la supresión de cualquier tipo de restricciones por razón de edad, estado civil, etc. La mujer en la familia En cuanto a la familia, el feminismo ofrece una imagen meramente patrimonialista y funcionalista, muy revisada en la actualidad. Tiene razones históricas, sociales y políticas para constituir-

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se en un movimiento social importante. No en vano, para Marcuse31 el feminismo ha sido «el movimiento quizá de más importancia y potencialmente el más radical de los que existen en la actualidad». Sin embargo, el feminismo ha provocado el rechazo de muchas mujeres que no han logrado sintonizar con él, principalmente por dos razones: 1. La progresiva masculinización del discurso feminista —que consideraba que la liberación de la mujer pasaba exclusivamente por ocupar los «roles» sociales hasta entonces desempeñados sólo por el hombre—. 2. El rechazo visceral a la familia, ignorando la importancia real —que es lo verdaderamente histórico, porque algo no real, es decir, algo que no ha sucedido nunca en un espacio o en un tiempo, no es histórico— que para la mayoría de las mujeres tiene la maternidad, son algunas de las causas que explican el deterioro ideológico y el desprestigio del feminismo entre las mujeres. Así pues, en este apartado se estudiará en primer lugar la peculiar e importantísima relación de la mujer con la vida a través de su capacidad, factual o potencial, de ser madre, y a través también del «cuidado» que ha ejercitado a lo largo de los siglos con los más débiles en el marco de la familia y en el de otras organizaciones, poco conocidas y menos reconocidas. Se examinarán también algunas de sus actividades, profesionales o no, en el llamado ámbito de lo privado, es decir, en el puramente doméstico o familiar. Los primeros movimientos feministas van a defender la igualdad de derechos de la mujer, y su presencia en las tres actividades características de la modernidad, pero la defensa de los derechos de la mujer se hizo de acuerdo con los principios hegemónicos de la modernidad, tomando como modelo al varón y devaluando lo específicamente femenino, como la maternidad. El énfasis en la «igualdad» entendida como uniformidad, llevó a algunos movimientos a minusvalorar la riqueza de la «diferencia». El nuevo feminismo, llamado también Neofeminismo, quiere modificar —ampliando— los objetivos primitivos —rechazo a la progresiva masculinización de la mujer y apertura a la maternidad y la familia— y para ello ha de cambiar sus planteamientos —poner fin a las disyuntivas excluyentes; poner fin al tratamiento del tema sólo desde la identidad o sólo desde la diferencia—.

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Nos hallamos, pues, frente a un problema hermenéutico, un problema de interpretación. Se trata de entender suficientemente, sin anularla, la diferencia. De entender, por tanto, a la mujer en su ser personal; al hombre en su ser personal. En lo que se refiere a la mujer la interpretación ha jugado un decisivo papel. Tanto la caracterización que de ella se ha venido realizando, cuanto el lugar que habitualmente se le ha otorgado en la sociedad han sido fruto de una sesgada interpretación. En efecto, una determinada comprensión de la maternidad y de las consecuencias que conlleva, surgida de la experiencia, ha condicionado decisivamente tanto el modo de entender a la mujer —el modo en que ella se ha entendido y el modo en que ha sido entendida— cuanto el papel que ha desempeñado y se le ha otorgado a lo largo de la historia. Los tópicos nunca explican la realidad y habitualmente sólo contribuyen a dificultar su comprensión. En cierto modo, constituyen la esclerosis de la verdad. Pero más allá de ellos no parece difícil admitir que, «en buena medida lo diferencial en la mujer viene definido por la actual o posible maternidad. Ella la distingue y a la vez la identifica; la identifica respecto de sí misma y la distingue respecto del hombre»32. No se trata de una diferencia cualquiera, pues parece claro que muchas de las restantes a nivel orgánico, psicológico, temperamental, social, etc., vienen condicionadas desde aquí. La maternidad, como el ser mujer, no es una realidad que se pueda limitar sólo al plano corporal, abarca informando la totalidad de la persona; es toda la persona la que es mujer y lo es precisamente por esta real posibilidad. A partir del siglo XVIII, vivir con alegría y orgullo la maternidad ha sido un profundo cambio en las mentalidades que ha permitido a un gran número de mujeres alcanzar un desarrollo pleno, permitiéndoles exteriorizar un aspecto esencial de su personalidad. De todo ello se ha extraído además una consideración de la cual las madres no habían gozado antes: no sólo porque sus actividades se reconocieran ya como algo honroso, sino porque cada mujer —cada madre— aparecía ahora como irreemplazable. El hecho de que ni la esterilidad, ni la enfermedad, ni la renuncia al ejercicio de la sexualidad o la ausencia de hijos alteren a la mujer en su íntegra condición de tal, muestra hasta qué punto feminidad y maternidad forman parte de su ser personal. Para un ser humano de sexo femenino ser persona es tanto como

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ser mujer. Del mismo modo que para un ser humano de sexo masculino, ser persona es tanto como ser hombre. Por ello, lo que se acaba de decir atendiendo particularmente a la mujer, se puede decir atendiendo particularmente al hombre, aunque esto quizá no resulte tan evidente en un primer momento. Y es que está claro que la paternidad y la corporalidad no determinan al hombre tan decisivamente como a la mujer, pero del mismo modo que en el caso de ésta, en su caso ser persona es ser hombre y ser hombre es poder ser padre. Si se puede hablar del carácter personal del hombre y de la mujer es también —aunque no exclusivamente— porque los dos, cada uno de ellos, son dadores de vida; no simplemente porque pueden reproducirse, sino porque la generación establece la relación paternidad-maternidad-filiación. Desde aquí se pone de manifiesto hasta qué punto sería reduccionista aquella comprensión del hombre que infravalorase tal dimensión. Es, pues, netamente perceptible y concreto el hecho de que varón y mujer son diferentes. Las diferencias no necesitan ser niveladas o negadas. La capacidad de reconocer diferencias es por antonomasia la regla que indica el grado de distinción y cultura del ser humano. En este contexto se puede mencionar el antiguo proverbio chino, según el cual «la sabiduría comienza perdonándole al prójimo el ser diferente». Ahora bien, siendo tan importantes las dimensiones de la paternidad y de la maternidad, ser mujer, ser hombre, no se agotan en ser respectivamente madre o padre. Y, sin embargo, muy frecuentemente a lo largo de la historia la mujer, y sólo ella, ha sido vista exclusivamente desde este ángulo. Algo que constituye una notable insuficiencia, del mismo modo que lo sería limitar al hombre a su paternidad. Sería tanto como afirmar que su vida sólo tiene sentido, sólo se realiza si tiene hijos. Es más, que sólo por ellos y en función de ellos es persona. Pero parece que esto no es así. En cuanto personas tanto el hombre como la mujer —existencia y acción— tienen sentido en sí mismos. Una radicalización del discurso nos podría enfrentar a la aparente disyuntiva que supondría tener que elegir entre entender a la mujer exclusivamente desde la maternidad o el tener que entenderla prescindiendo de ella. Pero se advierte que la alternativa es falsa, precisamente porque la mujer es persona cuando es mujer, sea de hecho madre o no. En realidad, tal situación de

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perplejidad sólo se plantea cuando se acepta la oposición naturaleza y razón, cultura y libertad, propia de los presupuestos ideológicos ilustrados, que se vieron en el primer capítulo. Pero cuando se reconoce la falacia se puede entender que la corporalidad forma parte, en unidad, del ser personal; que el cuerpo humano no es algo separado del entendimiento y la voluntad; algo perfectamente controlable por una razón autónoma; que la libertad no puede destruir la corporalidad sin destruir la propia identidad. Es preciso asumir lo natural33, renunciando a la construcción de una pura idea; es preciso aceptar las leyes y condicionamientos que la naturaleza impone, sin voluntarismos baratos. Porque defender la diferencia es simultáneamente defender la identidad. Razones biológicas, antropológicas e históricas —la atención a la subsistencia y a las necesidades de la vida, la procreación, cuidado y educación de los hijos, entre otras—, que se remontan a nuestro pasado, contribuyeron a la configuración del espacio humano de vida y acción en dos ámbitos: el de lo público y el de lo privado. El primero incluiría todo lo relativo al trabajo, a la acción política en la ciudad y a su defensa, así como a la cultura. El segundo comprendería lo relativo a la vida familiar. Habitualmente la mujer vio circunscrito a lo privado su ámbito de acción; el hombre, por el contrario, al de lo público. Al estar circunscrita inicialmente a la casa y al ámbito de lo privado se le adjudicaron unas cualidades —intuición, amor por lo concreto, cuidado de los detalles, espíritu de servicio para atender a las personas singularmente, etc.— que han consagrado «el eterno femenino» y que no dejan de ser un tópico. No obstante, es posible que el tópico obedezca, antes de haberse enquistado y falseado, a una realidad más original y profunda. En efecto, no parece descabellado suponer que la peculiar relación que la mujer guarda con la vida haya generado en ella unas disposiciones particulares. Al reflexionar sobre su forma de vivir y sobre las funciones que la mujer ha desempeñado durante tantos siglos se entiende que haya desarrollado especialmente determinados hábitos intelectuales y capacidades: aquellos que tienen que ver directamente con la práctica. Frecuentemente su conocimiento se ha movido dentro del ámbito de lo que Aristóteles llamaba experiencia, puesto que además se le negó el acceso a la formación intelectual y al conocimiento científico.

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Esto explicaría, por ejemplo, ese curioso fenómeno de la «intuición femenina», ese ver sin necesidad de discurso, esa inteligencia que, en otro lugar, he denominado poliédrica34 porque es capaz de tener en cuenta todos los planos de la vida humana: no sólo los intelectivos, sino también los afectivos, que en tantos momentos condicionan de forma mucho más intensa a la persona35. Por contraste el hombre habría desarrollado, también durante generaciones, hábitos intelectuales más abstractos, los propios de la ciencia, no relacionados directamente con el cuidado del mundo de la vida. Y los hábitos culturales, según Aristóteles, constituyen una segunda naturaleza que conforma a la persona36. Si esto es cierto significa que tanto los hombres como las mujeres han desarrollado de forma reduccionista sus capacidades y han llevado a cabo una parcial comprensión del mundo. Es decir, no han desplegado plena ni adecuadamente su ser personal. Algo que supondría un empobrecimiento para ambos y de lo que sería muy lamentable enorgullecerse. No se trata de que los hombres atiendan al desarrollo de capacidades «femeninas» ni de que las mujeres realicen lo correspondiente con las «masculinas». Se trata de desbloquear una reduccionista concepción de lo específico y de lo no-específico de los hombres y de las mujeres. Algo que es sin duda necesario si realmente se desea que la incorporación de las mujeres al ámbito de lo público no suponga tener que renunciar a la diversidad por parte de unos y de otros. La familia: unidad económica y educativa En las sociedades preindustriales la familia era una manera de subsistir; sus formas predominaban en las estructuras organizativas artesanas y empresariales —prevalecían el taller familiar y el trabajo doméstico—, entre otras cosas porque la propia economía tampoco exigía más. El traspaso de los bienes se llevaba a cabo, en gran medida, mediante la dote y los sistemas de herencia, esto es, por cauces relacionados con la familia. Ésta desempeñaba un papel de primera importancia en el mantenimiento de un orden social cuya jerarquía parece depender, entre otros principios, del respeto hacia los mayores y los antepasados37.

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Por esto —y mucho más que no señalo, ya que no viene al caso—, la familia gozó de una importancia singular durante la época moderna: es la célula básica de la sociedad, y la constitución de ésta, incluida su naturaleza política, es una proyección analógica de la relación familiar. Así lo hicieron ver constantemente los tratadistas de la época. Esta conclusión de la filosofía perenne se percibe con claridad en las obras del momento: la familia se entiende como el pilar más importante del Estado Moderno o, si se prefiere, el Estado como una suma de familias, correspondiendo a la autoridad del monarca su justo gobierno como al cabeza de familia el del grupo doméstico. Así lo entendía Tomás Moro en Utopía38, llegando incluso a considerar el conjunto de la república como una familia a gran escala. Jean Bodin39 recoge la misma idea. Para el magistrado francés, de igual manera que «la administración doméstica es el recto gobierno de varias personas y de lo que les es propio, bajo la obediencia de un cabeza de familia», la «República es un recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano». En este sentido, la familia «constituye la verdadera fuente y origen de toda república, así como su principal elemento (...) Al igual que la familia bien dirigida es la verdadera imagen de la república, y el poder doméstico es comparable al poder soberano, así, el recto gobierno de la casa es el verdadero modelo del gobierno de la república». En España, y sin duda por influencia de Bodin, las ideas al respecto vienen a ser las mismas. Por ejemplo, según el licenciado Martín González de Cellorigo, la república «es un justo gobierno de muchas familias y de lo común a ellas con suprema autoridad»40. De ahí la importancia atribuida al respeto de la vida familiar —de lo que nos ocuparemos en el próximo capítulo—, desde donde deben ponerse en marcha los remedios que logren la restauración de España, en una relación vertical —familias-Estado—. Por esto Cellorigo exhortaba a la nobleza para que impusiera el cumplimiento de las leyes en el seno de sus propias familias, con lo cual darían ejemplo al resto del pueblo41. Volviendo al tema que nos ocupa de momento, como se ha demostrado en varios estudios42, no sólo en el ámbito cristiano, sino también en el ámbito judío y judeoconverso, las mujeres, depositarias y garantes de las tradiciones familiares, religiosas y culturales, desempeñaron una labor significativa —ya no sólo en el estricto marco familiar— de cara a conservar los fundamentos

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del judaísmo. Así, en los procesos contra judaizantes del siglo XV se percibe de modo claro que éstos tenían una idea completa de los dogmas y prescripciones de la religión mosaica. Los ayunos, las comidas especiales, las fiestas, los ritos, las ceremonias, etc., eran conocidos por sus nombres hebreos, y los escribanos del Santo Oficio dejaron en los mismos procesos un caudal de noticias que dan idea suficiente de los usos y costumbres judaicas. Esto es sencillamente porque entre conversos y judíos —sobre todo conversas y judías— existían muchos vínculos, que los primeros solían ir a los barrios de las poblaciones habitadas por los segundos, y que participaban en sus fiestas; que en ocasiones de las juderías les mandaban comidas de ritual; que ellos mandaban aceite a la sinagoga, etc. Los conversos del siglo XV conservaban, pues, casi todos, las costumbres de sus antepasados, merced a su trato con los judíos no convertidos, sus parientes. A partir de la expulsión, en los siglos XVI y XVII la vaguedad dogmática es, lógicamente, casi general. Se ha producido, por una parte, un efecto sincrético y, por otra, una reclusión más pronunciada en el ámbito hogareño. Fiestas, rituales dietéticos, etc., únicamente se conservarán dentro del estrecho marco doméstico, donde la mujer ha sido siempre y es la reina y garante de su estricta conservación. En este sentido, también la fuerte endogamia que se da entre ellos en esta época va encaminada a lo mismo: a preservar el judaísmo. Sin embargo, en Andalucía se observan algunos núcleos de judaizantes, grupos familiares de cierta extensión que conservaban la fe y los ritos con bastante rigidez. Y esto es, a nuestro juicio, no sólo por la actividad de algunas mujeres, que veremos ahora, sino también, entre otras cosas, por la relación que mantienen los judeoconversos españoles con sus hermanos de raza del exterior. Las redes comerciales europeas, tan magistralmente estudiadas por Jonathan Israel43, así lo demuestran, pues no son única y exclusivamente de carácter económico, sino auténticos medios de reeducación en el judaísmo. En el auto de fe, celebrado en Granada en 159344, el 70% son mujeres. De entre ellas destaca Marina de Mercado, portuguesa, que fue relajada en persona, como la responsable de haber mantenido el judaísmo en bastantes miembros del grupo, mujeres sobre todo, aunque también hombres. Al referirse a ella, el documento no precisa el alcance de su labor proselitista, pero en los

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testimonios de muchos que fueron reconciliados, se señala que fue ella la responsable de que no olvidaran nunca su condición de judíos: les enseñaba los ayunos, las oraciones y cómo habían de guardar las fiestas. En el mismo auto de fe también aparecen acusadas de realizar este tipo de labor Constanza de Herrera y Beatriz Hernández. Todavía se nombran a estas mujeres por algunos procesados en el auto de fe celebrado dos años más tarde, también en Granada, de manera que su radio de acción fue singularmente extenso y profundo. En Jaén, como señala L. Coronas45, y concretamente en Baeza, los portugueses descendientes de judíos que iban llegando a la ciudad en la primera mitad del siglo XVII, eran recuperados para el judaísmo por Catalina Correa, mujer de profunda fe judaica, que con gran entusiasmo hizo muchos prosélitos desde 1616 con ayuda de otras mujeres, entre las que destacaba Ana Pereira. En el citado año, merced a la labor de esas mujeres, se integraron en la criptojudería baezana Fernán Rodríguez, que ya practicaba el judaísmo en Portugal, junto con su mujer Jerónima Fernández y su hija Ana Fernández y María Álvarez, que ingresó cuando contaba ya con 72 años. En el año 1617 comenzaron a practicar ritos judíos Manuel Gutiérrez y su mujer Isabel López, integrándose en el círculo de Catalina Correa, como un año después lo hicieran Gonzalo Pérez y su esposa Ana López. En 1619 fueron recuperados para la Ley de Moisés Manuel Enríquez y sus hijos. Utilizaban como sinagoga la casa de Catalina Correa y, cuando ésta murió, las ceremonias religiosas pasaron a celebrarse en casa de Inés Márquez, también propagadora en Baeza del judaísmo. De manera que el tan traído y llevado asunto de que las mujeres judías no pudiesen ir a las sinagogas se ha demostrado un tanto aleatorio, puesto que en época de necesidad es en sus propias casas donde se instalan las sinagogas clandestinas. En la vida y la mentalidad de este pueblo no existe disociación entre ámbito privado y ámbito público, con la carga ideológica adicional de cada uno de ellos: vida pública como algo de reconocido prestigio y exclusivamente masculina y vida privada, por el contrario, como una función merecedora de ninguna categoría y exclusivamente femenina. El mundo «público» hebreo se nutre y depende intrínsecamente del mundo privado. Y la mejor prueba es que para que la mujer judía se incorporase al mundo público no se ha necesitado ningún tipo de reivindicación, ha

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bastado que fuese necesario a su patria, para lo cual hacía falta, evidentemente, tenerla —como se demostró en época antigua y se ha vuelto a demostrar en época contemporánea—, y de momento se ha incorporado, tanto al ámbito de la ciencia como al de la política y dentro de éste incluso al ejército. El trabajo de la mujer en el ámbito familiar A la vista de todos está el cambio radical que se ha producido en los últimos años en torno al papel de la mujer en la sociedad, papel muy distinto al de centurias pasadas, de ahí el interés de los historiadores por desentrañar los pormenores de la actividad femenina en épocas anteriores, liberando el tema de tópicos y examinando a fondo las causas de una posible marginación, y tratando de evitar en todo momento simplificaciones fáciles. La realidad es que las mujeres fueron ignoradas por la Historia cuando ésta se ocupaba preferentemente de las agrupaciones sociales que tenían alguna relación con lo público y con el poder, dentro de marcos institucionales. Y la acción de las mujeres sólo puede aparecer en la Historia si está abordada desde la perspectiva de la vida cotidiana. Pero resulta que la vida cotidiana no es algo marginal, no está «fuera» de la Historia, sino en el centro del acaecer histórico: es la verdadera esencia de la sustancia social. Las grandes hazañas no cotidianas que se reseñan en los libros de Historia arrancan de la vida cotidiana y vuelven a ella. Toda gran hazaña histórica concreta se hace particular e histórica precisamente por su posterior efecto en la cotidianidad. Y dentro de la cotidianidad se encuentran los múltiples trabajos en los que he hallado a la mujer, pues el trabajo femenino no se limitaba sólo al estrictamente doméstico, aunque se realizara la mayor parte de las veces dentro de las unidades familiares. Hubo actividades estimadas propias de la mujer, como las relacionadas con la industria textil —hilar, tejer— o acudir al horno. Las mujeres trabajaron en multitud de oficios. En las ciudades castellanas o andaluzas se conservan testimonios de la existencia de taberneras, cocineras cordoneras, bordadoras, lavanderas, administradoras de hospitales o cárceles, joyeras, fruteras, pescaderas, vendimiadoras, etc.

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La mujer no sólo se preparaba para el matrimonio, sino también para trabajar. El aprendizaje de labrar se hacía en unos casos en el propio hogar, mediante la enseñanza de la madre u otra persona de la familia; cuando se quería un mayor perfeccionamiento en la labor o se deseaban obtener ingresos por esos trabajos se realizaba el aprendizaje con una experta. Que había tales expertas lo comprobamos en un documento de 1662 en que se cita a las mujeres «que se dedicaban a enseñar el arte de labrar». La industria de la seda tenía una importante implantación en Jaén. A comienzos del siglo XVII era floreciente —como ha demostrado Luis Coronas—, englobaba diversos oficios, como los de torcedores, tejedores, tintoreros, etc., y como era mucha la demanda exportadora, la mano de obra masculina resultaba insuficiente, por lo que muchas mujeres de esta ciudad se dedicaron a la producción de tafetanes y otros tejidos de seda, compitiendo con éxito con el trabajo masculino, hasta el punto de que el gremio sedero se sienta amenazado e incluso perjudicado y denuncie la actividad sedera de la mujer en el Concejo municipal de 1611. El Concejo, después de haber estudiado el asunto, concluye que las mujeres trabajaban perfectamente y que de prohibirles esta labor sólo se conseguiría encarecer los tejidos de seda, lo que iría en perjuicio del pueblo. En la discusión entablada en la sesión capitular se planteó una cuestión difícil de resolver y era que las mujeres trabajaban sin ser examinadas, lo que significaba una violación de las ordenanzas gremiales. «Al fin se impuso la sensatez», comenta L. Coronas, seguramente obligada por la necesidad, pues el Ayuntamiento dispuso que no fuesen vejadas las mujeres que se dedicaban a la sedería y que no precisaban examen dada la perfección con que salían los tejidos de sus manos, añadiéndose que del aumento de tejedores no había perjuicio, sino beneficio para la población. Estaba tan extendida la actividad textil entre las mujeres que es rara la dote matrimonial que no incluye un telar como pieza de interés por cuanto significaba un ingreso complementario en la economía familiar. Si bien en el ramo del tejido se aceptó el trabajo de la mujer, en el torcido de la seda hubo mayor resistencia, posiblemente porque era más tímida la competencia de la mano de obra femenina. Pero el hecho de que no se aceptara no supuso que no existieran torcedoras de seda, sino todo lo contrario. También

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aparecen los tornos en las dotes de muchas mujeres. Se aceptaba el trabajo de la mujer como torcedora, dada la gran demanda existente. Muy diferente fue el trabajo de la mujer en lienzos. A medida que transcurre la Edad Moderna, la presencia femenina va superando a la masculina. Basta considerar que entre 1629 y 1637 se examinaron para tejedores de lienzo 11 hombres y 96 mujeres. Lo cual significa que el trabajo de tejer lienzos fue poco a poco monopolizado por la mujer, tema comprobado en muchas ciudades castellanas. La resistencia de los gremios al trabajo de la mujer se hizo muy fuerte en el caso de los sombrereros. Había mujeres que en sus casas se dedicaban a hacer sombreros. Así ocurría en el siglo XVI y ya iniciado el XVII aceptó el gremio que las mujeres pudiesen trabajar forrando sombreros, lo que era una excepción a la regla en vigor, que prohibía el ingreso de la mujer en el gremio. Pero no se quería que avanzase más la mujer en el trabajo del sombrero y por ello se opuso rotundamente cuando una mujer pretendió ser examinada como sombrerera. Pero el ayuntamiento se enfrentó al gremio y decidió concederle sin examen la licencia, dado que «hace sombreros y tiene aprendices... que ella y sus pasados (sic) los han labrado de ley». En este caso, como en otros, se trataba de mujeres que sus maridos o padres habían ejercido el oficio, lo conocían y habían trabajado en secreto para ellos que eran los agremiados. Como en el caso de los hombres, las comerciantes —regatonas— tenían mala fama en la sociedad, ya porque se pensaba que acaparaban productos de primera necesidad para venderlos después a precios abusivos, ya porque se las tenía por usureras —a veces porque el marido se dedicaba a esa actividad—. Dos trabajos especialmente desempeñados por mujeres en aquella época eran la venta de verduras y frutas y la del pescado. En los padrones figuran muchas mujeres dedicadas a la citada venta de verduras y fruta en pequeñas tiendas o a la puerta de sus domicilios. Al aparecer en los padrones figuraban como vecinos y, por tanto, con consideración de cabeza de familia, así como reconocida su actividad laboral. Otras muchas mujeres vendedoras de fruta y verdura no aparecían en los padrones, aunque tuvieran el establecimiento, porque carecían de su condición de cabeza de familia o vecino.

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Entre las disposiciones legales que aluden al trabajo femenino, las más abundantes hacen referencia a las amas de cría, encaminadas en un primer momento a evitar los contactos entre cristianos e infieles —moros y judíos—46, aunque contengan también disposiciones concretas sobre condiciones de crianza, sueldos a percibir, etc., y es que un trabajo muy extendido entre las mujeres de bajo nivel adquisitivo era el del servicio doméstico. La moza de servicio, como entonces se les llamaba, solía entrar muy pequeña a servir y normalmente lo que ganaba era destinado al ajuar, pues salía de la casa para contraer matrimonio. Es incluible en este apartado la actividad del ama de cría, muy desarrollada tanto en la época bajomedieval como en la moderna, y lo mismo para atender a niños de familias nobles que a expósitos. En la época, la mayoría de autores se pronunciaba en contra del empleo de amas de cría. Así, por ejemplo, don Diego Saavedra Fajardo, que lo atribuía a la vanidad de las madres, que no querían perder su hermosura: «con grave daño de la república, entregando la crianza de sus hijos a las amas. Ya, pues, que no se puede corregir este abuso, sea cuidadosa la elección en las calidades dellas (...) en darles amas sanas y bien acostumbradas e de buen linaje (...) e porque el tiempo de la crianza es más luengo que el de la madre, por ende no puede ser que non reciba mucho del contenente e de las costumbres del ama»47. Partiendo de esta concepción, las condiciones cómo deben desempeñar su trabajo están muy reguladas: en su casa o en la de la familia; dos años para amamantar a las niñas y tres para los niños; prohibición total de abandonar al niño que se cría salvo por muerte de éste o porque el ama se quede sin leche. En lugar de interpretar, como hace Badinter, que esto es simplemente un tema de indiferencia ante la infancia, se podría ver como un aspecto del patriarcalismo imperante. En el campo las mujeres desempeñaban diversas tareas: cultivo de trigales y viñedos, vendimia, trabajo en los huertos. Muchas de sus tareas eran estacionales, lo que provocaba en toda Castilla importantes desplazamientos, pero en la mayoría de los casos la mujer trabaja junto a su marido, labrando tierras propias. Se observa cierta jerarquización en este tipo de trabajos, pues algu-

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nos se entienden como específicamente femeninos: recogida de lino, cáñamo, etc. Por el catastro del marqués de la Ensenada podemos conocer parcialmente la situación laboral de la mujer en Jaén a mediados del siglo XVIII; trabajaban sin duda muchas más mujeres de las que aparecen en él, pero no todas las que ejercían un trabajo tenían la condición de cabeza de familia, que era la que les hacía figurar en dicho catastro. La mayoría de las mujeres que trabajaban por dinero eran, como en siglos anteriores, viudas que generalmente continuaban con el trabajo del marido. Antes de tratar sobre el trabajo de la mujer viuda debemos tener presente que, a lo largo de los siglos del antiguo régimen, es sorprendente el número tan elevado de viudas que aparecen en los padrones y censos y en el citado catastro, muy superior al de viudos, ya fuese porque éstos contrajesen nuevas nupcias con más facilidad que la mujer, ya porque existiera una mayor mortalidad masculina y por ello una esperanza de vida menor para el varón, ya fuese por guerras o por otras razones. El número tan elevado de viudas es un hecho extensible a toda España. Cuando mediaba el siglo XVIII, de 784 mujeres cabezas de familia en Jaén eran viudas 669. Entre ellas, además de las profesiones constatadas en el siglo anterior tenemos a una propietaria de botica, a una peluquera y a varias mujeres ganaderas. Con respecto al trabajo artesanal —exceptuando el hilado—, las mujeres siempre desempeñaban tareas de poca especialización hasta la segunda mitad del siglo XVIII, en que se pretende reanimar la actividad artesanal. Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, estimula su aprendizaje; las Reales Sociedades Económicas de Amigos de País se preocupan de llevar a la práctica la idea de Campomanes mediante la promoción femenina hacia el trabajo útil. Preparar a la mujer para esos trabajos significaba previamente preparar a las niñas, y por ello la Sociedad de Jaén convocó en 1788 un premio de 300 reales para la maestra que enseñara a mayor número de niñas, además de las primeras letras, el hilar a torno. También se concedían premios a las mejores alumnas mayores de 18 años. Esta actitud de la Sociedad Económica de Amigos del País de Jaén es paralela a la que tenían otras Sociedades, como la de Murcia o Madrid, como señala el deán Martínez de Mazas, miembro fundador de la Real Sociedad de esta ciudad y tan preo-

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cupado por la formación de la mujer, que dispuso en su testamento la fundación de una escuela de niñas pobres del barrio de San Ildefonso para la que dejaba 30.000 reales y una casa en la Carrera a la que se añadirían otras colindantes. Por último, me gustaría señalar a dos mujeres, Mariana y Teresa de Gámiz, hijas del giennense Gregorio Gámiz y Arce, maestre de campo, que fue caballerizo mayor del virrey del Perú, conde de Santisteban. Ambas mujeres vivieron y se casaron en Buenos Aires y por sus testamentos sabemos que poseían amplios patrimonios, en España y Argentina, y que los administraban competentemente. Labor educativa de la mujer en la familia Nada más ilustrador para comprender el papel educativo de la madre en la familia que un texto de Juan Luis Vives en su obra La mujer cristiana48: «Las delicias no hacen más que debilitar los cuerpos; por lo cual las madres pierden a sus hijos cuando los alimentan voluptuosamente. Amad como corresponde, de suerte que el amor no impida a los adolescentes apartarse de los vicios (...) Porque reís de las fechorías que cometen a causa de vuestra locura; les transmitís opiniones perversas y peligrosas (...) y con vuestras lágrimas y vuestra compasión culpable los empujáis a actos diabólicos; porque los preferís ricos o mundanos a buenos (...) teméis que a vuestros hijos el aprender virtudes les dé frío o calor, y los volvéis viciosos a fuerza de mimarlos; después lloráis y lamentáis lo hecho. Es conocida la fábula del adolescente que iba a ser ahorcado, que pidió hablar con su madre y le arrancó una oreja, por no haberlo castigado bastante cuando niño. ¿Qué cabría decir del frenesí o locura de las madres que aman a sus hijos viciosos, ebrios y atolondrados más que virtuosos, modestos, sobrios y pacíficos? (...) La madre suele querer más al peor de sus hijos». Los tratadistas de la época, no sólo Vives, tienen un concepto de naturaleza no enfrentado a la cultura —disyuntiva propia de la modernidad—, sino que entienden ésta como un despliegue

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de aquélla, que ha de ser siempre mejorada. «Como la naturaleza no está ‘antes de’ la cultura, sino más bien se desvela en los desarrollos culturales que son los que posibilitan al hombre actuar como tal, no cabe una descripción de la naturaleza humana que no asuma ya categorías culturales y morales. La concepción teleológica de la naturaleza excluye su concepción cuasimecánica. Lo natural no se desvela ‘fuera’ de los desarrollos culturales que posibilitan la conducta específicamente humana, sino justamente ‘en’ ellos. Lo natural no es lo primitivo, es lo mejor»49. Otra cosa es que los métodos parezcan inadecuados a los ojos de hoy. Pero, sin entrar en valoraciones carentes de sentido, los medios del pasado no tienen por qué ser compartibles —la mayoría no lo son de hecho— por nosotros. Es el fin lo que puede permanecer como deseable. Y desde luego, tanto ayer como hoy sigue siendo igualmente deseable que la naturaleza del niño alcance su máxima perfección, además de procurarle lo mejor. En nuestra opinión, sólo esto inspiró a Rousseau cuando afirma: «Habiéndolo evaluado, elegí para mis hijos lo mejor o lo que creí lo mejor. Yo hubiera querido, quisiera todavía haber sido criado y alimentado como lo fueron ellos»50. Pese a la opinión de Badinter51, comparto con Philippe Ariès que la madre y el padre entregan su afecto a través del lugar que otorgan a la educación, puesto que consideran el saber como un medio de promoción social, dentro del proceso de gran moralización que sólo fue posible gracias a «la complicidad sentimental de las familias». Y, en este sentido, no se pueden perder de vista otras opiniones de los tratadistas de la época que planteaban la necesidad de una educación en el seno de la propia familia. Siguiendo al mismo Luis Vives, consideraba que se equivocaban quienes enviaban a sus hijos a la escuela en la creencia de que recibirían una buena educación. No sólo porque las prácticas de muchos maestros eran terribles52, sino también, entre otros inconvenientes, porque los maestros no podían vigilar constantemente a los niños, de modo que éstos corrían el peligro de ser influidos por las malas compañías: «quippe magistri ferè in illis sunt auari, sordidi, spurci, tum morosi, difficiles, iracundi, sensu peruertissimo, interdum etiam, si deo placet, mulierculae (...) Mitti uerò ad publicam Academiam, ut nunc quidem sunt hominum mores, non passim expedit»53.

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En la línea de esa inteligencia poliédrica que he defendido recientemente54 como propia de la mujer, y para entender la relación que ella pueda tener con la cultura, es preciso empezar haciendo una distinción básica entre instrucción y cultura. Naturalmente, toda cultura implica necesariamente un mínimo de instrucción, pero no ocurre lo mismo a la inversa: puede existir y existe de hecho como veremos, instrucción sin cultura. La instrucción tiene más bien un carácter acumulativo y externo. Es una acumulación de conocimientos que no implica necesariamente la participación interna, que no implica en definitiva a la propia identidad personal. La cultura, sin embargo, supone no sólo el conocimiento de un objeto, sino la participación vital del sujeto, que sabe dotar de inteligencia a la emoción. Basta examinar la propia etimología de la palabra. Cultura viene de colere, que hace referencia a la agricultura, a una tierra cultivada, que permite la germinación del grano. Los granos y las semillas no están ahí como en un depósito, sino que existe una colaboración entre la tierra y la planta. La tierra misma queda modificada por la existencia de la planta. De igual modo la persona cultivada forma un todo con la cultura, modifica y es modificada interiormente. En otras palabras, la instrucción es impersonal y la cultura es personal, es decir, integrada en la propia vida del individuo, forma parte de su propio ser. Por otro lado, la instrucción no conlleva diferencias de nivel: o se es instruido o no se es, o se tienen conocimientos o no se tienen; mientras que la cultura es susceptible de una continua profundización. El hombre culto, la mujer culta son los que establecen unas relaciones personales inéditas entre los distintos datos que la instrucción les proporciona. La cultura se profundiza continuamente, mientras que la instrucción sólo puede extenderse. Por eso, podemos hablar de una cultura profunda, pero nadie hablaría de una instrucción profunda, sino más bien de una instrucción amplia. La instrucción, pues, se refiere a la superficie del saber y la cultura a su densidad. La verdadera cultura aparece como una creación continua, mientras que la instrucción no es sino un inventario superficial. Así pues, hay una relación estrecha entre cultura y verdad, entre cultura e identidad personal. Las mujeres que aparecen en este trabajo nos remiten insistentemente a lo que podríamos llamar su propio sistema ético,

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esto es, a los fundamentos antropológicos que constituían sus concepciones y posiciones respectivas sobre el ser humano y cuanto le rodeaba. Las formas de sociabilidad, la vida cotidiana, los modos de pensamiento, las actitudes ante la muerte, etc., se convierten así en elementos de juicio indispensables para una verdadera comprensión de las ideas de la época. Se pueden estudiar, por tanto, a través de las poquísimas huellas documentales que han dejado, asuntos que están en la cresta de la ola de la historiografía actual, como son la familia, los grupos marginados y vagabundos, las desviaciones sexuales, la religiosidad popular, etc. Es posible analizar también los principales nexos que las mujeres de nuestros siglos XVI a principios del XX establecieron entre la España que vivieron y las pautas sociales y mentales de su tiempo, achacando a éstas en gran medida los problemas de aquélla y proponiendo las soluciones pertinentes. Pero ha sido preciso llegar al siglo XX para que, a raíz de las nuevas tendencias historiográficas, se contemplen las manifestaciones intelectuales de la mujer, un sector de la sociedad tradicionalmente silenciado a pesar de su elevado peso demográfico. La mujer es la «protagonista ausente» de la historia del mundo occidental. Su presencia en la escena histórica ha supuesto durante siglos un hecho excepcional protagonizado, generalmente, por un arquetipo de mujer: la masculinizada que de esta forma ha podido asomar tímidamente al escenario. La ausencia de la mujer en la documentación induce a dudar de la existencia de manifestaciones literarias o artísticas de la mujer en determinadas épocas, e incluso de su potencialidad intelectual y creadora, pero como ya he señalado en varias ocasiones, la historia ha sido escrita hasta ahora desde tres vertientes: la raza —blanca—, la clase —dominante— y el género —masculino—. Y, mientras que los dos primeros elementos están ya bastante superados, no ocurre lo mismo con el género. Aunque es multitudinaria la bibliografía sobre las mujeres, su entrada en las síntesis de historia general, en la escasa medida en que se ha dado, no ha superado la condición de apartheid. A lo sumo, se ha reducido a añadir un capítulo sobre lo femenino. No se ha llegado a rehacer el conjunto como algo masculino y femenino, obra de hombres y mujeres. Y ha llegado el momento en

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que ha de cesar el monopolio de lo masculino como categoría de conocimiento, entre otras cosas porque se trata de sólo una parte de la Historia. Ser padre o madre no tienen solamente una dimensión biológica: eso lo hacen los machos y las hembras de todas las especies. La paternidad y la maternidad humanas son algo que tiene otras dimensiones espirituales, que las constituyen como tales. La función reproductora es sólo uno de sus ámbitos, fundamental desde luego para trasmitir la vida, pero no el más significativo. Ser padre y ser madre afectan al ser y al actuar personal. En definitiva, son dos modos de amar y de proveer al bien de los demás. Paternidad y maternidad, que parecen radicar en el mismo ser personal del varón o de la mujer, son también dos modos de ser socialmente complementarios e irreductibles. Como consecuencia de la diversidad en el plano operativofamiliar, ante un mismo problema suelen encontrarse dos soluciones distintas y las dos válidas, o la misma solución gravitando en distinto centro, o bien enfocada desde perspectivas diferentes. Con la aportación de ambos se consigue gran eficacia. Un modo de ser ayuda al otro. De la misma forma que la aportación genética de cada progenitor —madre y padre— es homóloga —igual (23 cromosomas cada uno) y diferente a la vez— y acaba fecundando, esa fecundidad, en el caso del ser humano, se da no sólo en el plano biológico, sino en la educación y en todos los campos de la vida. Sólo desde la familia se puede contemplar la sociedad como una sociedad de personas. Sólo desde la familia es posible el enfoque del individualismo metodológico que hoy postula la ciencia historiográfica. Pieza fundamental para la educación es la complementariedad. Tanto el varón como la mujer son naturalezas humanas completas, pues no se agotan en la función generativa. Atañe la distinción sexual a aspectos más amplios y profundos de la persona —temperamento, sensibilidad, mentalidad, psicología, etc.— la cual, al actuar todas sus potencias, lo hace a través de la peculiaridad de su modalidad sexual. La inteligencia y la voluntad, por ejemplo, no son en sí mismas masculinas ni femeninas, pero la virilidad y la feminidad modalizan su ejercicio dándole tonalidades propias, que no significan mayor o menos inteligencia o voluntad, sino rasgos peculiares en el camino del entender

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y del querer. Esto es una elemental consecuencia de comprender que el ser personal —por igual poseído por la mujer y el varón— obra a través de las características propias de sus dimensiones, incluida la sexual y su modalización viril o femenina; y al obrar, ese obrar queda modalizado por el cauce de tales características, entre ellas la virilidad y la feminidad. Notas 1 Blanca Castilla y Cortázar, La complementariedad varón-mujer, Rialp, Madrid 1992. 2 Véase Elisabeth Badinter, ¿Existe el instinto maternal? Historia del amor maternal (Siglos XVII al XX), Paidós, Barcelona 1991. 3 Studia Historica, 1998,... op. cit., p. 132. 4 Regine Pernoud, Qué es la Edad Media, Aldaba, Madrid 1979, pp. 139 y ss. Cit. por María Antonia Bel Bravo, «Mujer y vida», en Anuario del Seminario Permanente sobre Derechos Humanos de la Universidad de Jaén, II (1995), pp. 207-217. 5 Regine Pernoud, La mujer en el tiempo de las catedrales, Granica, Barcelona 1982. 6 Ib. 7 En su obra La mujer de la maleta, Espasa-Calpe, Madrid 1988, p. 37. 8 En su obra La mujer en el tiempo de las Cruzadas, Rialp, Madrid 1991, pp. 31 y ss. 9 Ib. 10 Véase Ana María Navarro Ferrer, Feminismo, familia, mujer, EUNSA, Pamplona 1984. Cit. por María Antonia Bel Bravo, «El feminismo ayer y hoy: igualdad y diferencia», en Anuario del Seminario Permanente de Derechos Humanos de la Universidad de Jaén, I (1994), pp. 83-103. 11 Declaración Universal de Derechos Humanos (ONU, 10-XII-1948). 12 Cit. por Jesús Ballesteros, Postmodernidad…, op. cit. 13 En su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona 1969. 14 José Andrés-Gallego, Recreación..., op. cit.. p. 69. 15 La mujer en el siglo XX, Alianza, Madrid 1990, pp. 24-72. 16 Véase María Antonia Bel Bravo, «La mujer en Jaén a través de las crónicas de don Lope de Sosa», en Actas del II Congreso de Historia de Jaén, Jaén 1993, pp. 114-132. 17 En su libro Una habitación propia. Cit. por Amalia Martín Gamero, Antología del feminismo. Introducción y comentarios, Alianza, Madrid 1975, pp. 41-48. 18 El segundo sexo, París 1949. 19 En La mujer y su sombra, Alianza, Madrid 1986. 20 Feminismo…, op. cit. 21 En Norte de los estados en que se da regla de vivir a los mancebos, y a los casados, y a los viudos, y a todos los continentes y se tratan muy por extenso los

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Mujer y familia remedios del desastrado casamiento, enseñando que tal ha de ser la vida del cristiano casado. Sevilla, impreso por Bartolomé Pérez. 22 La evolución histórica verificada dialécticamente, a saltos, fruto de la oposición de las clases sociales, tiene una base muy precaria porque, como es sabido, Marx no llegó a tratar el tema detenidamente. Véase Federico Suárez Verdaguer, La historia…, op. cit., pp. 34-48. 23 Ib. 24 J. Schumpeter, Historia del análisis…, op. cit., p. 497. 25 «No es posible tomar el marxismo como marco teórico o instrumento de investigación para el estudio de la mujer, pues ha sido diseñado fundamentalmente pensando en el hombre», según Shirley Dix, «Issues of gender and employment», en Social History 13 (1988), nota n. 2. La autora defiende «otra forma de ver las cosas», distinta a la de los años sesenta. 26 Sin embargo, es conveniente precisar que diferencia no tiene por qué ser sinónimo de desigualdad como a veces se nos hace pensar cuando se trata de analizar la distribución de «roles» en la época moderna. Un ejemplo en Mariló Vigil, La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII, Siglo XXI, Madrid 1986, p. 5. 27 Op. cit., p. 42. 28 Cf. C. Lonzi. Cit. por Ana María Navarro Ferrer, Feminismo…, op. cit., p. 34. 29 Ib. 30 La mujer…, op. cit. pp. 14-15. 31 Cit. por Clemente Fernández, Los filósofos modernos, Madrid 1972. 32 Es la teoría apuntada por Carmen Segura en el Congreso El espacio social femenino, Pamplona 1995 (en prensa). 33 R. Spaemann, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989. 34 María Antonia Bel Bravo, La mujer…, op. cit. 35 Véase Carmen Segura, op. cit. 36 Ampliamente desarrollado por María Antonia Bel Bravo, La mujer..., op. cit., pp. 33-40. 37 Véase James Casey, Historia…, op. cit., cap. 2. 38 Con otro título apareció en Lovaina 1516, y definitivamente en Basilea 1518. Ed. P. Rodríguez Santidrián, Alianza, Madrid 1988, p. 136. 39 Los seis libros de la República, París 1576. Ed. P. Bravo Gala, Tecnos, Madrid 1985, caps. I-II, pp. 9-19. 40 Martín González de Cellorigo, Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república de España y estados de ella, y del desempeño universal de estos reinos, Valladolid 1600. Ed. José Luis Pérez de Ayala, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid 1991, p. 63. 41 Ib., p. 99. 42 Entre otras obras de la misma autora, véase María Antonia Bel Bravo, Sefarad. Los judíos de España, Sílex, Madrid 1997. 43 La judería europea en la era del mercantilismo, 1550-1750, Cátedra, Madrid 1992. 44 María Antonia Bel Bravo, El auto de fe de 1593. Los conversos granadinos de origen judío, Universidad, Granada 1988. 45 La Inquisición en Jaén, Diputación Provincial, Jaén 1994. 46 Criterio de valor propio de la época que desvirtúa, en cierto sentido, el análisis de Badinter (op. cit., pp. 65 y ss.) cuando trata de explicar la entrega de los niños a estas amas de cría o nodrizas por parte de sus madres. La autora lo

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La familia en la historia entiende sencillamente como una manifestación más del extendido despego maternal o indiferencia materna. Una vez más hay que insistir en que no se puede observar una época pasada con los criterios de hoy, porque quizás tuvieron más importancia otros valores y porque los conocimientos científicos no habían alcanzado los niveles actuales, aunque Badinter los utilice para interpretar épocas pasadas. 47 Diego Saavedra Fajardo, Empresas políticas. Idea de un príncipe políticocristiano, 1640. Ed. Quintín Aldea Vaquero, Editora Nacional, Madrid 1976, emp. 1, p. 75. 48 Estudio previo y traducción castellana de Lorenzo Riber, Aguilar, Madrid 1944. Cit. por Badinter en op. cit., p. 41. Utilizamos el mismo texto, pero desde una interpretación opuesta a la de esta autora. 49 María Antonia Bel Bravo, La mujer..., op. cit., p. 36. 50 Confesiones, libro VIII. Cit. por E. Badinter, p. 115, que califica esta actitud como «egoísmo». 51 Op. cit., p. 105. 52 Como denunciaban autores como Erasmo y Palmireno, por ejemplo. Véase Luis Gil Fernández, Panorama social del Humanismo español, Tecnos, Madrid 2ª ed. de 1997, pp. 127-135. Cf. también María Teresa Nava Rodríguez, La educación en la Europa moderna, Síntesis, Madrid 1992. 53 De tradendis disciplinis, liber secundus, en Io. Lodovici Vivis Valentini Opera..., Basileae anno MDLV, I, p. 454. Cit. por Luis Gil Fernández, ib., p. 127, nota n. 2. 54 Véase María Antonia Bel Bravo, La mujer…, op. cit.

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IV INFANCIA Y VIDA COTIDIANA

Dentro de lo que ya sabemos sobre la familia en la España del Antiguo Régimen, donde nuestra visión se difumina más quizás sea en el ámbito de la vida privada y de lo cotidiano. Y es aquí, en cambio, donde el estudio de las cuestiones consideradas a lo largo de este trabajo cobra pleno sentido y adquiere relevancia. No debemos olvidar que en los siglos XVII y XVIII, al fin y al cabo, sólo dentro del ámbito familiar, en lo privado y lo doméstico, tenían un espacio propio —salvo algunas excepciones— la condición femenina, la vida conyugal y otros aspectos que veremos a continuación, como el grado de atención de los padres hacia su prole, la preocupación por su salud, su educación o su futuro, etc. Temas durante tanto tiempo olvidados por la «Gran Historia». En virtud de ello, el análisis de algunos aspectos relacionados con ese transcurrir diario de la familia debe aproximarnos al conocimiento de cómo evolucionan los comportamientos internos y, en última instancia, cómo se estrecha la vinculación afectiva de sus miembros. Análisis éste que conecta a la historia de la familia con aquel otro descubrimiento temático de las últimas décadas: la historia de la vida cotidiana. El hogar primero, y la comunidad de habitantes después, constituían los dos círculos primarios de sociabilidad en los que se desarrollaba la mayor parte de la vida de los hombres y mujeres de la época. En ambos espacios se irán llenando las horas y los días: individuos que comen, se visten, trabajan, se divierten, etc. Por supuesto que no se trata de abarcar los temas que se rela-

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cionan a continuación en toda su complejidad. Cada uno de los epígrafes requeriría, por sí solo, un desarrollo mucho más extenso que el presentado aquí. Pero, a mi juicio, vale la pena sentar algunas directrices. La infancia Es desde la mentalidad propia de la época que estudiamos como se puede analizar el papel de la infancia. Badinter1 se explica la frialdad o ausencia de amor de los siglos XVII y XVIII porque no existe el instinto maternal, según ella. Por el contrario, yo prefiero pensar que la esperanza de vida era tan escasa que obligaba de alguna manera a los padres a no encariñarse demasiado con las criaturas y, por otra parte, la cercanía con la muerte y las arraigadas creencias religiosas motivaban que aquélla se viera tan sólo como un cambio de vivienda, y únicamente como una pérdida temporal2. El nacimiento Aunque por lo general se supone que los hogares anteriores a la época moderna estaban llenos de hijos, esto es un error porque en realidad eran casos excepcionales. La media de hijos en una familia normal —independientemente de la tasa de natalidad— debía enfrentarse con: — Una elevada tasa de mortalidad infantil. — Inestabilidad de los matrimonios, bien por muerte de alguno de los progenitores, bien por emigración, etc. — Largo intervalo entre los nacimientos —24 y 30 meses—, debido tanto al desgaste fetal a través de abortos o partos muertos como al efecto anticonceptivo natural de la lactancia —que duraba 18 meses o más, y que provocaba amenorrea en la mayor parte de los casos, especialmente en aquellas mujeres cuya dieta era deficiente—, entre otras cosas. Debido a la elevada tasa de mortalidad los padres mostraban mucha cautela a la hora de albergar sentimientos hacia su prole.

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Por la misma razón —mortalidad adulta— muchos hijos quedaban huérfanos de uno o de ambos progenitores. En muchos hogares coinciden dos familias por segundas nupcias de viudos, lo cual comporta matices en las relaciones entre padrastros-hijastros, hermanos, etc. Recordemos que Ana López Billena se quejaba de que su madrastra «le daba muy mala bida», habiéndole concertado un matrimonio que ella no deseaba sólo «para quitarla de su presencia»3. Cuando Diego de Ávila y Toledo4 marchó a Sevilla para visitar a su padre, el maestre de campo don Juan de Ávila Mesía, el cariz de las relaciones en casa de éste revela hasta qué punto la convivencia podía no ser posible en determinadas ocasiones, sobre todo cuando alguno de los progenitores había enviudado y vuelto a casar: «auiéndole reçiuido con cariño y teniéndole en sus casas, a poco tiempo doña María Guillén, muger del dicho maestre de campo, madrastra de mi parte, le cobró mucho odio y aborreçimiento, y se orijinaron muchas inquietudes i disgustos sobre diferentes reçelos de si era de mejor calidad la madre de mi parte i superior a la de la dicha madrastra (...) hallándose mi parte mui vltrajado i agrauiado con el mal tratamiento de obra i de palabra que le haçía la dicha su madrastra. Y asimismo el dicho su padre se hallaua fatigado, sin sauer qué hacerse, vnas veces diciendo a mi parte: ‘Diego, ¿qué quieres que haga, la he de matar a este demonio? Dios se lo perdone a tu madre’, dándole a entender el sentimiento de no estar casado con ella, i también diçiendo a mi parte no comiese cosa sin que la prouase primero, reçelándose no le quitara la vida la dicha madrastra (...) y otras veçes le deçía su padre que se fuese a la guerra, para que escriuiría a sus deudos i amigos i saldrían de aquel infierno»5. Un joven, Diego, en constante desavenencia con una madrastra celosa, y un padre cansado situado entre ambos. Puestas así las cosas, el protagonista de esta historia regresó a Jaén para vivir de nuevo en casa de sus tías, prefiriendo esto antes que mantener la situación en el hogar paterno. La característica que distingue a la familia de la Edad Moderna respecto a la actual es la presencia constante de la muerte, que afectaba a personas de todas las edades, no específicamente a los

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ancianos, como ocurre en nuestro tiempo. No obstante, la incidencia de la muerte sí estaba en relación con la clase social: «aquellos que vivían con comodidad, principalmente fuera de las ciudades, y que podían huir de las epidemias, tenían muchas más oportunidades de sobrevivir que los habitantes de los pueblos o los de clases sociales bajas. Sin embargo, aún ellos estaban a merced de la suerte, y su control de la vida era un juego perpetuo. Los afortunados sobrevivientes eran tratados con respeto, ya que eran muy pocos en comparación con la multitud que nacía y se quedaba en el camino»6. El siglo XVII fue un período especialmente insalubre, en el que la peste bubónica, sobre todo, fue el instrumento más eficaz de la muerte. Tenía una altísima tasa de mortalidad. Los grandes brotes de peste en la Península Ibérica a finales del siglo XVI y durante el XVII fueron tres, sobre todo: 1596-1602, 1647-1652 y 1676-1685. El primero de ellos comenzó en Santander, donde se contabilizaron 2.500 muertos sobre una población de 4.000 habitantes. Paulatinamente fue descendiendo hacia el sur. En 1599 Martín González de Cellorigo describía los estragos de la enfermedad a su paso por Valladolid, declarando angustiado que «a los que estábamos esperando su golpe nos parecía que traía nómina y padrón de los que habían de quedar vivos y de los que habían de ser muertos»7. En sólo cuatro meses murieron 6.500 personas en esta ciudad (el 18% de su población), y un poco más tarde 3.500 en Madrid (un 10%)8. La peste prosiguió su avance despiadado hacia Andalucía. En 1602 llegó a Jaén, donde ha sido analizada por el profesor Luis Coronas junto a los otros dos brotes señalados9. A los efectos de la mortalidad por causa de la peste habría que añadir el de otro tipo de epidemias más frecuentes —gripe, tifus, fiebre tifoidea, viruela o la cada vez más temida sífilis, etc.—. Así pues, los períodos de enfermedad estarían muy próximos unos de otros, reclamando casi persistentemente un elevado tributo de vidas humanas. La destrucción que generaba la peste no era sólo demográfica, sino también psicológica. En este sentido, el temor al contagio destruía los lazos de sociabilidad. En este sentido, el temor al contagio destruía sensiblemente las formas de sociabilidad cotidiana de aquellos lugares donde atacaba. En primer lugar, porque reforzaba las divisiones sociales entre sus moradores. Aunque no es posible generalizar en esta cuestión, parece que la

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gran mayoría de las víctimas de peste pertenecían a las capas inferiores de la población urbana, frecuentemente gente que vivía hacinada en suburbios muy pobres. Por el contrario, los más ricos eran menos débiles físicamente, y además hacían uso de su fuerza económica y social para adoptar medidas individuales con mayor o menor eficacia: escapar de los lugares apestados, comprar los servicios médicos, etc. El acento de las divisiones sociales era una realidad frecuente y extendida por toda Europa, como señaló Henry Kamen: «Cuando la peste atacó Bilbao a principios del otoño de 1598, dice una relación, ‘sólo los totalmente desposeídos se quedaron’ en la ciudad. La burguesía se trasladaba a otras ciudades, la nobleza a sus posesiones en el campo. Algunos de los ricos que se quedaban lo hacían en la convicción de que la peste discriminaba y ellos eran en gran medida inmunes. El banquero Fabio Nelli, escribiendo desde Valladolid en julio de 1599, en una semana en la que casi un millar de personas habían muerto de la peste, observaba que, en vista de que sólo habían fallecido nueve altos funcionarios del municipio, ‘yo no me pienso mover de aquí... no ha muerto casi nadie de importancia’»10. Después de la peste vino otra enfermedad, la viruela, que si bien no provocaba la muerte con tanta frecuencia, sí dejaba a muchos de sus sobrevivientes ciegos, marcados y desfigurados de por vida. Es probable que fuera una enfermedad del siglo XVIII, con una elevada tasa de mortalidad. El aislamiento físico no era seguro contra la viruela. Junto con las enfermedades endémicas actuaban otros agentes de mortalidad. Por ejemplo: la ignorancia sobre higiene personal y pública provocaba que los alimentos en descomposición y el agua contaminada fueran un peligro constante; las acequias de los pueblos, que a menudo estaba llenas de agua estancada, se utilizaban con frecuencia como letrinas; los carniceros arrojaban los desechos de las reses muertas a la calle, sin más; se dejaba que los animales muertos se pudrieran donde caían; los cementerios se hallaban en el recinto urbano, etc. Habrá que esperar a finales del siglo XVIII para que dé comienzo la preocupación por la salubridad personal y pública. Parece que las tasas de mortalidad descendieron durante los dos últimos tercios del siglo XVI, aunque se elevaron de nuevo hasta niveles muy altos a comienzos del siglo XVII. Contribuyó a

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ello la expansión del comercio mundial, entre cuyas mercancías transportaba también enfermedades hasta entonces desconocidas, nuevas cadenas de virus y bacterias para las que todavía no se había logrado la inmunidad. Además la viruela se extendió mucho más y se hizo más mortífera. La mortalidad afectaba mucho a los recién nacidos y a los niños menores de un año. Resulta difícil precisar los índices de mortalidad infantil en los siglos XVI y XVII, más aún si tenemos en cuenta que el registro de estas muertes en los libros parroquiales es inferior a su número real. En cualquier caso, los datos de que se dispone actualmente muestran un panorama sobrecogedor: aproximadamente uno de cada cuatro niños fallecía antes de alcanzar un año de edad. Pasado el primer año de vida, las expectativas de sobrevivencia mejoraban en forma significativa, aunque no drástica. Los niños pequeños eran más débiles ante diversidad de enfermedades: endémicas como la viruela, fiebre al salir los dientes, parásitos intestinales, etc. Hasta finales del siglo XIX, con los descubrimientos de la era pasteuriana y el inicio de las campañas de vacunación sistemáticas, la infancia siguió constituyendo el tiempo de la extrema debilidad física por definición, de la fragilidad atenazada por los peligros del parto, por las agresiones de las enfermedades, etc. En definitiva, por la trágica acentuación de todos los incidentes que golpeaban la vida cotidiana de los hogares11. A menudo se trataba de una mortalidad endógena: el niño era víctima bien de taras hereditarias, de malformaciones congénitas, de accidentes en el momento del parto, de la mala salud de la madre, etc. El parto era temido con razón. Las comadronas solían carecer de cualificación y estaban indefensas ante algún tipo de complicación. Por esta razón se recomendaban ciertas prácticas con el fin de asegurar un parto feliz y sin excesivos dolores, por ejemplo, encomendarse a la Virgen María o a santa Margarita yendo en peregrinación a alguno de sus santuarios. Había otras devociones relacionadas con aspectos de la familia. Así, por ejemplo, es sabido que en algunos lugares se tenía devoción a santa Ana bajo la creencia de que hacía fecundas a las mujeres estériles. También se creía que el famoso Niño de la Guardia curaba a los niños herniados, tullidos o con algunas otras dolencias12. Tras el primer mes, la mortalidad era esencialmente exógena, es decir, a causa de enfermedades contraídas: de carácter diges-

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tivo, sobre todo en el verano, respiratorio, sobre todo en el invierno, o epidémico, especialmente la viruela, el sarampión y la difteria. Incluso superado el primer año de vida el riesgo de muerte era muy elevado para el niño, especialmente en el momento de destete. Los juegos infantiles Los juegos infantiles son y han sido siempre un modo de aprendizaje físico e intelectual. De hecho, eran parte esencial de la educación del niño: el ajedrez, en la Edad Media, enseñaba principios de estrategia militar; distintos deportes formaban al futuro soldado. No obstante, en la primera infancia los juegos tenían, como siguen teniendo, más espontaneidad: campos abiertos a la imaginación y la fantasía. Desde los primeros días de vida el bebé era entretenido con pequeños sonajeros que, al igual que hoy, estimulaban los movimientos del niño. Posteriormente los juegos iban diversificándose para cubrir otras etapas de la vida del niño. Uno de los primeros objetos de interés para el niño eran los animales domésticos, perros, gatos, etc., a los que consideraban amigos muy cercanos. En los chicos, el mundo militar ejercía una fascinación especial que se hacía presente en la mayoría de sus juegos. Las niñas eran muy pronto dirigidas hacia otro tipo de juegos. La madre se convertía en fuente de inspiración, y sus quehaceres domésticos en materia esencial de sus juegos. No había niña que no tuviese una muñeca de madera, de tela o de otros materiales. En la Edad Media, bajo la dirección de su madre o de su educadora se dedicaban a aprender trabajos de aguja, aprendiendo la técnica del bordado. La música y la lectura eran también actividades en las que se iniciaban desde edad muy temprana. En el Renacimiento, el juego sería considerado como una actividad muy importante en el desarrollo intelectual del niño. Principio compartido por humanistas como Erasmo, Tomás Moro, Luis Vives o Montaigne. Sorprende la dimensión pedagógica de Nebrija cuando rechazaba que «la letra con sangre entra» y abogaba por los juegos para un buen aprendizaje. Por contra, el calvinismo, con su exaltación del trabajo, establecería una dimensión negativa de los juegos infantiles.

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Durante la Edad Moderna son numerosas las referencias literarias e iconográficas que tienen como referencia a los niños y sus diversiones. Se han individualizado aproximadamente ochenta y seis juegos infantiles mediante estas fuentes, especialmente a través de la obra de Pieter Brueghel. Muchos de los juegos representados por este pintor eran corrientes en la España del Siglo de Oro, aunque aquí hubiera juegos específicos que no se daban en otros lugares. Los juegos y los juguetes de la Edad Moderna marcaron cada vez más las diferencias sexuales y sociales. Una niña que acunaba su muñeca o un niño que jugaba con sus soldados de miniatura nos los demuestran sobradamente. Las muñecas aparecen con frecuencia en la literatura de los siglos XVII y XVIII. Las casas de muñecas, de origen alemán u holandés, serán miniaturas de la vida adulta y de su ideología: con sus habitaciones, sus pequeños personajes cuidando sus propios hijos, sus criados, enseñarán el rol a seguir. En la segunda infancia, numerosos fueron también los objetos y juguetes que atrajeron también la fantasía de los niños en la época que nos ocupa. La utilización de máscaras y disfraces, los títeres de cartón recortable, causaban furor entre los niños. Niños y adultos jugaban también juntos: juegos de cartas fáciles de aprender, juegos de sociedad, juego de la oca, etc. A través de ellos aprendían no sólo las reglas sociales y las normas vigentes, sino también historia, geografía, poesía y gramática. También las calles, desgraciadamente, para algunos niños se convertían en lugar de aprendizaje y de juegos turbulentos que solían alterar el orden: ensuciaban con fango calles y paredes; se peleaban a bastonazos y pedradas ocasionando daños a bienes y personas ajenas; ataban objetos a las colas de los perros y gatos, que corrían despavoridos por esta causa, etc. Eran juegos que requerían habilidad y fuerza física, y que estimulaban en el niño el atrevimiento en las disputas y la violencia. La educación La educación de los hijos tiene una importante dimensión actual. El peligro de «deshumanización» potencial de nuestra mente y sensibilidad es algo que se viene temiendo desde hace

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algún tiempo. El menosprecio de la filosofía, la historia, la literatura, etc., las Humanidades en su conjunto —pese a los últimos debates— hace que la educación infantil parezca haberse fijado como meta algo así como el dominio de un enorme programa de computadora que, teóricamente, ha deteriorado el mundo del pensamiento y del aprendizaje humanos. Desde el comienzo de nuestra civilización occidental con la Antigua Grecia, el ideal de una educación liberal comenzaba con el estudio del latín y el griego y se ampliaba con el estudio de textos «clásicos» en otros idiomas, incluso cuando las disciplinas educativas se extendieron más con la historia, las matemáticas y la ciencia con todas sus ramificaciones. El objetivo básico y universal de la educación era enseñar a los jóvenes a leer, a escribir y, sobre todo, a pensar. Pero cuando empleo los términos derivados de «educar» no quiero hacer mera referencia a una transmisión de conocimientos sin más; también, aun abarcando esto último, a toda la complejidad y amplitud de la socialización primaria, a la cultura, en definitiva, que depende incuestionable de la situación familiar y, sobre todo, de la mujer como madre. De la misma manera que en el capítulo relativo a la mujer se explicaba su conexión con la vida, ahora conviene no olvidar que esa conexión se prolonga en su labor educadora. La mujer no se limita a una función procreadora y de crianza. Y no lo hace porque no quiere, aunque Badinter atribuya esta dimensión educadora de la mujer a una «injusta» ampliación de responsabilidades en el siglo XIX, bajo la tutela de algunos pensadores. En línea con esa inteligencia poliédrica que he defendido varias veces13 como propia de la mujer, es necesario distinguir entre instrucción y cultura, porque la labor educadora de la mujer más que en instruir consiste en «cultivar». En el capítulo «Mujer y familia» ya se ha dicho que la cultura —del latín «colere», cultivar— implica necesariamente la existencia de instrucción, pero no ocurre lo mismo a la inversa. Frente al carácter acumulativo de conocimientos externos de la instrucción, la cultura implica necesariamente la participación interna y vital del sujeto, que sabe dotar de inteligencia a la emoción. Lo cual es tanto como decir que es la propia identidad personal la que está implicada en la cultura, lo que convierte a ésta en un proceso susceptible de una continua profundización. Como tal, la verdadera cultura aparece como una creación constante que guarda una estrecha

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relación con la verdad y está referida a la densidad del saber. Por el contrario, la instrucción no es sino un inventario superficial en el que no existen diferencias de nivel: se está instruido o no se está, se tienen conocimientos o no se tienen. Ahora bien, el hombre o la mujer son cultos en la medida en que establecen unas relaciones personales inéditas entre los distintos datos que la instrucción les proporciona. Estas nociones y su desarrollo primero y más importante en el seno de la familia es lo que parece haber cambiado en nuestro tiempo. Y éste parece ser, a su vez, el verdadero problema: la pérdida de un norte educacional en el seno de la propia familia. Todo ello a pesar de la existencia de la voluntad política por mantener el papel educativo de la familia como célula básica para cimentar todo el edificio social. O al menos así quedó de manifiesto en 1994, Año Internacional de la Familia, bajo el lema «Erigir la democracia más pequeña en el corazón de la sociedad». La familia constituye, en efecto —ha constituido siempre—, el escenario crítico y más apropiado en el que los niños y niñas, los «pequeños ciudadanos», construyen sus hábitos y valores, sus actitudes y creencias más íntimas de cara a las normas de convivencia y de relación entre los seres humanos. La persona humana ingresa en sociedad a través de la familia, porque ésta es el primer ejercicio de su sociabilidad natural. Como célula o fundamento de la sociedad, la familia de suyo prefigura la cohesión interna y la calidad moral de la sociedad entera. Acerca de una educación excepcional, la del príncipe, don Diego Saavedra Fajardo se expresaba en los siguientes términos: «La segunda obligación natural de los padres es la enseñanza de sus hijos (...) Pero, porque no siempre se hallan en los padres las calidades necesarias para la buena educación de sus hijos, ni pueden atender a ella, conviene entregallos a maestros de buenas costumbres, de sciencia y experiencia (...) sean también de gran valor y generoso espíritu»14. Sin duda es la filosofía que subyace en las disposiciones sinodales, que hacían especial hincapié en que los contrayentes de matrimonio supieran la doctrina cristiana, por cuanto eran futuros padres que deberían educar a sus hijos15. En el mismo sentido, también los maestros que quisieran enseñar primeras letras

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deberían ser examinados, puesto que la labor de educación no se entendía sin el contenido de una doctrina cristiana que equivalía a todo el conjunto de valores sociales16. Esto era lo primero que debía aprender el individuo, de forma paralela en la familia y en la escuela —quien fuera a ésta—. En pleno siglo XVII la filosofía y la teología manifiestan todavía —según Badinter17— un verdadero miedo a la infancia. Piensa esta autora que es porque la teología cristiana elaboró a través de la persona de san Agustín una imagen dramática del niño. «En cuanto nace, el niño es símbolo de la fuerza del mal, es un ser imperfecto, agobiado por el peso del pecado original». San Agustín, en La ciudad de Dios, describe a la criatura humana como un ser ignorante, apasionado y caprichoso, pero la idea del obispo de Hipona no está centrada, de forma única, en el pecado original, sino en la imperfecta o ineducada naturaleza de la criatura, mientras que Badinter, siguiendo a su vez a G. Synders, creyentes convencidos de la corrupción original —naturaleza corrompida protestante, no naturaleza dañada católica—, hacen una interpretación reduccionista del tema. No es exclusivo del pensamiento de san Agustín, pues, el empleo de la dureza en los métodos pedagógicos, sino que ésta es moneda de cambio en la época que nos ocupa, como ha quedado claro en otros lugares de este trabajo. En la perspectiva aquí defendida, pues, es indudable la importancia que tienen los entresijos e interacciones —por sutiles que fueran— de la compleja trama de vínculos familiares que tejen la personalidad de todo individuo. Sobre todo en la época moderna, cuando el modelo extenso no había sido suplantado por el nuclear de nuestros días. El concepto de familia en la actualidad, consolidado en la Europa de los siglos XIX y XX, podría resumirse en los términos de «unidad social básica integrada por personas vinculadas por lazos de matrimonio y descendencia y con residencia común»18. Basta sólo esta definición —por demás simplista— para hacernos una idea del estrecho círculo de convivencia al que nos referimos, comprendido generalmente por padres e hijos en un mundo íntimo, cerrado y cargado de actitudes, motivaciones y sentimientos confusos, difusos e intensos. Por el contrario, los lazos en el pasado desbordaban el perímetro de habitación —como se verá en el epígrafe siguiente—, englobando a otros individuos ajenos a las relaciones paternofiliales, que desempeñaban un

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papel activo en el seno del grupo doméstico, dentro del cual también deben ser considerados, por tanto, para comprender cabalmente su dimensión educacional. La casa y sus moradores Mientras que en otras zonas de la Península Ibérica la casa solía estar formada por un zaguán que daba a un salón oscuro, en Andalucía mantuvo por lo general el esquema de la vivienda romana: una planta cuadrada o rectangular cuyas dependencias se ordenaban en torno a un patio. El profesor Luis Coronas las describe «de fachada estrecha, de dos pisos, con pequeños huecos al exterior; las de mejor porte tenían la puerta adintelada con jambas labradas en sillares y un tercer piso con arcadas de medio punto; las casas señoriales a veces tenían torres. Un corral en la parte trasera de la vivienda, con salida siempre independiente servía de desahogo a sus moradores»19. Como en todo lo demás, el tipo de vivienda, las dimensiones, las condiciones de habitación, la propiedad, etc., dependía de las posibilidades económicas de cada familia. Además del corral, muchas casas incorporaban bajo el mismo tejado una cuadra y una bodega. Mediante un pequeño muestreo en el catastro del marqués de la Ensenada (1752) hemos obtenido algunos datos al respecto, que exponemos acto seguido. El extremo más suntuoso estaría constituido, evidentemente, por las casas-palacio de las familias nobiliarias de Jaén20, algunas procedentes del siglo XVI —Torres y Portugal, Garcíez, Quesada Ulloa— y otras construidas en el primer tercio del XVII —las de don Cristóbal Cobaleda Nicuesa, la de la familia Vilches y la de don Alonso Vélez Anaya y Mendoza—, caracterizadas por cierto empaque y, al menos, una portada señorial donde colocar el escudo. Contrasta con el estado ruinoso de muchas viviendas en el siglo XVII, correspondiente a la disminución de población. Algunas estaban en tal estado que no se podían arrendar, como ocurría en una casa con «dos cuerpos, que el primero se compone de portal y vna quadra y en ella vna bodeguilla; el segundo se compone de vna cozina, y en ella vn dormitorio; y sobre el portal, quadra y cozina dos camarillas; que todo está medio arruinado. Tiene también vn corral pequeño»21.

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Aunque no siempre, el modelo más extendido entre los estratos sociales más bajos parece haber sido el par de casas, una vivienda de dos plantas. Una excepción encontramos en una casa de la calle Maestra Baja, propiedad de doña Teresa Moraga, viuda de don Fernando de Arias, compuesta sólo de un piso en el que se disponen un zaguán, despacho y antedespacho, un patio con fuente principal de La Magdalena, dos pozos, tres bodegas, corral, cocina, cuadra, portal y tres cuartos bajos22. Las dimensiones de las viviendas oscilan bastante. Ésta tenía 19 varas de fachada y 14 de fondo. Una casa de 16 de fachada y 15 de fondo estaba arrendada por un boticario en 14 ducados23. Otras eran de dimensiones más reducidas: «8 varas de fachada por 7 de fondo, arrendada en 6 ducados»24. Incluso más pequeñas, como otra situada en la calle Maestra Baja, propiedad del conde del Donadío, que medía «3 varas de fachada y 6 de fondo; también tenía sólo un piso, nada más con portal, cuarto, cocina y terrado»25. Pero lo normal es que aparezcan dos pisos, como hemos dicho. Generalmente el piso superior estaba reservado para dormir, mientras que la vida diaria discurría en la parte baja. Lo cual explica que en ésta se dispusieran elementos como el portal, cocina y bodegas, mientras que arriba estaban las alcobas, a veces junto a un terrado y una o dos cámaras26. Aunque no siempre fuera así, de modo que también encontramos el ejemplo de una casa de 5 varas de fachada por 7 de fondo con «vn cuerpo, el que se compone de portal y cozina, y por ella se entra a vn dormitorio, baxo del qual tiene vna bodeguilla sin basos; sobre el portal, cozina y dormitorio tres camarillas correspondientes. Tiene vn corral a la parte de arriba, con el que linda a la calle»27. No faltaron familias que en verano utilizaban para vivir el piso inferior, donde se combatía mejor el calor, mientras que en invierno lo hacían en el piso superior, aprovechando que éste ofrecía mayor resguardo contra el frío y la humedad. Hay descripciones en las que se especifica esto: «dos cuartos baxos, y sobre ellos otros tres y vna sala habitazión de ymbierno y verano (...) vna cozina, vn patio con pozo y pila, vn cuarto baxo (...) y sobre éste vna cámara, vna cavalleriza y corral pequeños»28. En otras casas se intentaba sacar mayor rendimiento al espacio. En un solar de 11 por 12 había una casa con dos cuerpos: «el vno se compone de portal y cuadra, y en ella vna cozina, y vn pasadizo para vn patinillo que tiene con vna higuera; el segundo

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se compone de vna sala, y dentro dos pequeños dormitorios. Sobre el portal y cuadra hai dos cámaras, y otras tres sobre los dormitorios y sala, y baxo de esta vna cantina con tres basos de tenaxas quebrados. Tiene también vna caballeriza, e inmediato vn corral»29. En algunas viviendas se disponía incluso de un pequeño huerto: «dos cuerpos, su cozina, vna despensa, vna sala en alto con dos alcouas, sus cámaras, vn pozo dentro de dicha casa, su caualleriza, su patio por donde se entra a un huerto»30. Por otra parte, como es lógico el mobiliario también dependía de las posibilidades económicas de cada familia. Entre las clases bajas normalmente era pobre, a base de mesas, escaños, alacenas, arcones y lechos de madera con jergones de paja. En las casas más acomodadas los colchones podían ser de lana. Acompañaban algunas mantas, herramientas de trabajo y útiles de cocina (artesas, platos, etc.). Conforme ascendemos en los distintos estratos de la sociedad, comienzan a aparecer cobertores, armarios, etc. En Jaén es difícil encontrar ejemplos de bibliotecas, aunque hubiera algunas. Puesto que solemos manejar documentación administrativa, es frecuente hallar inventarios de bienes, sobre todo cuando se dispone su embargo. Pero, en cualquier caso, para conocer estas cuestiones de la vida cotidiana de las familias convendría hacer un análisis sistemático a través de una documentación tan valiosa como son los protocolos notariales. Debido a la puntualidad de este aspecto en el conjunto de este trabajo, aquí no ha sido llevado a cabo. Como simple complemento, válganos esta relación de bienes que fueron embargados a Juan Ballesteros31: «dos pistolas forradas de latón y una carabina; un capote de dos faldas sin acabar; una vara de paño frailesco, y dos y media de paño pardo; dos corbatas, una nueva y otra muy gastada; una silla y una mesita de pino; un colchón, con una sábana vieja y remendada, en una cama de pino pequeña, junto a dos almohadas». Volviendo sobre la dimensión de la familia —de la que ya nos habíamos ocupado al comienzo de este trabajo—, se ha dicho que ésta, en la España del Antiguo Régimen, era como la europea, «pequeña en cuanto a sus componentes, con un número medio de cuatro personas por hogar. La consideración jurídica de la familia se atenía, entonces, al grupo estrictamente doméstico, circunscrito a las personas que vivían en una misma casa: los cónyuges y sus descendientes, incluyendo a los hijos que tras

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contraer matrimonio permanecían en la casa paterna, cosa que no era demasiado frecuente»32. Sin embargo, en absoluto puedo compartir esta opinión, o al menos no en el caso de Jaén, donde la casa parece haber estado ocupada por más individuos. Como ha señalado el profesor Luis Coronas33, aunque en un principio las casas estaban concebidas como unifamiliares, en realidad llegaban a estar ocupadas por dos o más, ya que era frecuente que durante cierto tiempo los hijos casados siguieran viviendo en la misma casa a la muerte de sus padres. Lo cual contradice la opinión anterior. En realidad, y tomando como punto de partida nuestras propias investigaciones, la situación podía llegar a ser mucho más compleja. Por ejemplo, Juan Ballesteros vivía en la misma casa con sus hijos y nietos, pero además con su antigua amante y con el marido de ésta34. Otra cosa es que se confundan «moradores de una casa» con «familia», preferenciando el factor residencia como el criterio de definición, algo sobre cuya pobreza conceptual ya me he pronunciado en otra parte de este trabajo. A mi juicio, las relaciones entre los individuos que viven en una misma casa son las que pueden matizar esta cuestión, y ayudarnos a definir lo que se puede entender por familia. Hay individuos que en cierto sentido forman parte de la familia pero que no viven en la misma casa. Tal vez para comprender esta extensión de la familia uno de los argumentos más recurrentes sea el de los padrinos de bautismo. En un principio, cuando el bautismo era administrado en el templo —hecho que muchas veces equivalía a reiterar el que ya se había realizado en la casa, como se desprende de las constituciones sinodales— se admitía la intervención de un número considerable de padrinos. El recién bautizado y sus padres adquirían parentesco espiritual con ellos, lo cual se convertía en fuente de dificultades inacabables cuando la criatura llegaba a la edad de contraer matrimonio, porque los padrinos hacían uso de su autoridad sobre su ahijado o ahijada como pudieran hacerlo los propios progenitores. Éste fue uno de los motivos por los que se procuró disminuir el número de padrinos con el tiempo. En la diócesis de Sevilla, el cardenal González de Mendoza prescribió que el número de padrinos de cada niño o niña no excediera a cuatro35. En corto plazo se rebajó todavía más, llegando a ser sólo un padrino por bautizado —con o sin madrina—, como lo encontramos en el Jaén de

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Moscoso y Sandoval36. Los párrocos les advertían sobre el deber de educar al niño que apadrinaban junto con sus padres. Y no sólo quienes tenían algún tipo de parentesco. Bastaba la existencia de lazos de amistad para influir y entrar a formar parte de la esfera de decisiones que se tomaban dentro de la familia. Volviendo sobre el documento referente a Diego de Ávila y Toledo, fraile en el convento de descalzos de la Santísima Trinidad de Jaén, en 1682 solicitó que se declarara nula e inválida su profesión religiosa y se le liberase de sus votos, permitiéndosele en cambio «estar en el siglo con el háuito clerical del horden de señor san Pedro»37. Basaba su petición en que había sido coaccionado para ingresar en aquel convento contra su voluntad. Su padre, el maestro de campo don Juan de Ávila Mesía, que lo había tenido de forma ilegítima con una doncella de Jaén. Quiso reconocerlo cuando contaba con doce años de edad para que «como tal su hijo natural goçe de la nobleça y hidalguía que le toca, y aya y llebe y suceda en todos los bienes, derechos y açiones que le tocan y perteneçen»38. Palabras éstas que en cierto sentido corroboran mi perspectiva en las relaciones paterno-filiales que he comentado antes. El padre decidió que su hijo entrase en el ejército, pero éste se negó alegando que padecía «una enfermedad de hechar sangre o arenas por la orina», por cuya causa permaneció en casa de sus tías hasta que, tiempo después, quiso que tomara algún hábito religioso. Como Diego de Ávila se negara, sus tías comenzaron a amenazarle sin éxito. Cuando el padre —que por entonces residía en Sevilla— conoció su negativa, escribió una carta a su amigo don Fernando Cerón y Girón, caballero de Calatrava y veinticuatro de Jaén, «hombre de condiçión terrible i temido en la república», el cual, «mediante la amistad íntima que profesaua [con el padre] i que se tratauan por deudos, (...) aunque estaua de color para ir al cortijo del Atalaia, se vistió de negro i inuió a buscar a mi parte, i auiéndole visto le començó a reprender diçiéndole que si un hijo de su primo el maestro de campo auía de ser estercolero o çapatero, amenaçándole con muchos juramentos que lo auía de matar i haçer pedaços si no se metía fraile, que así se le escriuía su primo, i que más valía haçerlo que no que lo desonrase»39.

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Las amenazas de don Fernando lograron lo que el resto de la familia no había podido conseguir, aunque lo hubieran intentado privando a Diego del sustento, encerrándolo y asegurándole que no sería reconocido como hijo por su padre. El convento de la Santísima Trinidad, por su parte, alegó que el verdadero motivo por el que Diego de Ávila solicitaba abandonar su hábito era que el padre provincial había descubierto cómo, «con pretexto de yr a ver a el dicho su padre a la çiudad de Seuilla, donde vibía, llebaba colonias y listones desta çiudad a bender, y traía tabaco y chocolate y otros jéneros»40. También comerciaba con Cádiz y El Puerto de Santa María. El poder de influencia de don Fernando Cerón debió ser bastante y cierto como demuestra el hecho de que, pese a demostrarse verdaderos los argumentos del convento, Diego de Ávila pudo probar cada una de sus afirmaciones, permitiéndosele cambiar de hábito como solicitaba. Dentro de una misma casa también encontramos relaciones que no son paterno-filiales y cuya pertenencia al ámbito de la familia es susceptible de matizar. Un tema que ya ha llamado nuestra atención es el de la relación entre madrastras e hijastros. Igualmente reveladora sería la convivencia entre hermanastros, así como otro tipo de parentesco entre los moradores de una misma vivienda. Por ejemplo, aquí se ha podido seguir el rastro a la relación entre tías y sobrinos que viven juntos. Doña María Teodosia de Blanca, cuyo caso ya se ha comentado en otro capítulo, vivía en casa de una tía de su marido, doña Ana Calancha41. La convivencia entre ambas mujeres atravesó momentos muy difíciles. Por esta causa, y por las frecuentes visitas e influencia de otras tías de la mujer, el matrimonio acabó siendo anulado. Otro ejemplo: con la «cobijadera» Elvira de Ortega también vivía su sobrina, pero en este caso parece que la relación era más cordial42. Cuando Diego de Ávila y Toledo marchó a Sevilla para visitar a su padre, lo hizo huyendo de las vejaciones que según él había recibido de sus tías, con quienes había vivido durante tres años, tiempo en el que habían tratado que tomara hábito religioso. El hecho de que él estuviera molesto con sus tías ya es bastante significativo. La situación con éstas empeoró a su regreso. Las presiones para que tomara hábito religioso volvieron a empezar, encerrándolo varios días en un aposento «sin dexarle salir dél hasta que mi parte se arrojó por un valcón i fue a parar a una

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casa de juego». Tiempo después, cuando ya Diego había aceptado entrar en el convento de frailes descalzos de la Santísima Trinidad, siendo novicio protagonizó una escapada. Llegó a casa de sus tías con pretexto de visitarlas por algunos días, pero cuando advirtieron que su verdadera intención era dejar su hábito, «le començaron a tratar con maior despreçio y aspereça, proponiéndole maiores amenaças (...) y que no se satisfaçía su pundonor i crédito de mi parte si no se voluía a dicho conuento, porque siendo hijo natural sin sauer quién era su madre dirían que no se auía salido, sino que lo auían hechado por judío»43. Una intimidad desprotegida: primera aproximación a la importancia de la vecindad De nuevo el miedo al «qué dirán». Como ya se ha comentado en otro capítulo, las palabras de las tías de Diego de Ávila expresan el temor generalizado de la época. Un temor recíproco, porque «hoy por ti y mañana por mí». Cuando no hay algún agujero en la pared por el que observar la escena es porque la gente entra improvisadamente en los hogares ajenos. Las puertas de las casas no protegen la intimidad de la familia, mucho menos la del individuo. Alguien ha irrumpido sin previo aviso en casa del clérigo Simón Castellanos y lo ha cazado «en el acto yndezente y feísimo de hechar por sí mismo vn borrico a una borrica suia, ejecutando por sus propias manos lo que hacen los seculares que tienen tal exerzizio»44. Al honor del clérigo, ya de por sí mancillado por ser un jugador de naipes empedernido, que además gustaba de estar bebiendo hasta embriagarse entrada la noche «aun en sitios y lugares públicos», le han caído ahora los prejuicios sociales contra el trabajo y la búsqueda de lucro personal, porque ya se «a oído dezir a diferentes personas que por cada acto que tiene dicho su asno con las borricas le dan los dueños déstas su estipendio», y cumple su ministerio sólo «en los entierros y otras funciones por la gananzia». Es cierto que todo individuo que desea encajar en la espesa red social de la comunidad en que vive inmerso debe aceptar el mundo ideológico y religioso que rige ésta —de ahí la importan-

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cia que concedemos a la religiosidad acto seguido—. Al mismo tiempo surgirán normas y una microcultura capaces de crear desniveles internos, en tanto en cuanto que el comportamiento que se espera de algunos puede ser tomado como representativo de la relación de todo el grupo. Desafiar ese sistema sitúa a los individuos invariablemente en el ostracismo. Y lo importante en estos casos, perdida la integración en la comunidad como marco de referencia, es que el individuo acaba convirtiéndose en un paria, muchas veces obligado a marcharse, como le ocurrió a Simón de Morales45. No sería extraño que muchos hubieran tratado de evitarlo a toda costa, cuidándose de lo que hacían o recurriendo a mecanismos con algún grado de reconocimiento social para evitar las situaciones marginales. Esto último fue lo que hizo Cristóbal de Horno46. Tras haber pertenecido a la cuadrilla de bandoleros de Pedro de Escobedo y Juan de Frías, se eximió «de la jurisdicción real, y del castigo que correspondía a sus delectos, con hauerse ordenado subrepticiamente de orden sacro». Su trayectoria posterior siguió siendo escandalosa, y sucesivamente denunciada: intento de matar a un clérigo, tratos y comercios prohibidos, falsificación para apropiarse de ingresos del erario público, tenencia de una tienda de ropa y estanco de tabaco, vestir con trajes seculares, amancebamiento, y un largo etcétera. La práctica religiosa. ¿Descristianización? Ya se ha aludido al valor educacional de la familia como primera lección de sociabilidad del individuo. Lo cual en parte equivalía, durante la época moderna, a inculcar los valores éticos —morales, si se quiere— que regían el conjunto de la sociedad. Y aunque puede que los hombres y las mujeres no tuvieran un registro exacto de estos valores en su interior —algo que por lo demás es imposible conocer—, no cabe duda de su cumplimiento en aquellos elementos más «visibles» de cara a una sociedad en que la apariencia importa porque constituye, en definitiva, un trasunto del ser personal. Basta considerar el temor a ser excomulgados en la época para hacernos una idea. Entre esos elementos más visibles destaca, sin duda, la recepción de los sacramentos.

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Con el matrimonio, del que me ocuparé a continuación, daba comienzo una nueva familia. Los momentos más sobresalientes en la existencia de cada uno de sus miembros estaban sellados por la Iglesia mediante los sacramentos. De manera que éstos tutelaban todo el ciclo vital. Por todo ello he creído oportuno detenerme en cómo los miembros de la familia, a consecuencia de la educación —no siempre ortodoxa— recibida en el seno de ésta, vivían esa religiosidad que, a fin de cuentas, les unía al resto de individuos y los autorizaba para relacionarse con ellos como partícipes de una misma comunidad. Por supuesto que de esto no se ha dicho absolutamente nada hasta ahora en los estudios sobre la familia. La vida religiosa encontraba un espacio de manifestación propia en la comunidad, coronada por el campanario del templo. En este recinto tenían lugar todos los ritos en los que, desde el nacimiento hasta la muerte, participaban los individuos. La práctica de los sacramentos ocupó un puesto preferencial en la vida de la gente durante esta época. Como tendremos oportunidad de apreciar en el capítulo dedicado al matrimonio, no era extraño que el uso degenerara en abusos capaces de exponer su administración ante irregularidades notorias. Como cualquier otra manifestación espontánea del espíritu humano, la superstición inficionaba la religiosidad interior de los individuos47, del mismo modo que por lógica también lo hacía en las costumbres populares que cada uno de aquellos individuos compartía con sus congéneres más inmediatos. Máxime en una época de apasionamiento vital tan acentuado, capaz de trasladar al plano real gran parte de elementos originarios del plano creativo. Lo sobrenatural era vivido en lo cotidiano «como y junto a» cualquier acontecimiento natural48. Por ejemplo, en agosto de 1570 un sacristán anotó que «a las onze oras començó el sol a eclipsarse, y estuvo muncha cantidad muy negro, y parescieron estrellas, y duró el eclipse hasta más de las doze oras, de que muncha gente estubo con temor»49. Hasta los sucesos más cercanos a los individuos admitían esta interpretación. Diego de Ávila y Toledo —cuyo caso ya ha sido mencionado— hizo «una trabesura, como fue hechar una soga que tenía escondida sobre una viga para meçerse, i se caió medio corredor, i las dichas sus tías asustadas lo atribuieron a que era castigo de Dios porque mi parte no quería ser religioso»50.

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Definido en todas las fuentes como vínculo de unión con la sociedad eclesiástica, y haciendo especial hincapié desde el plano pastoral en sus efectos personales, el bautismo era el sacramento por antonomasia. Algunos aspectos relacionados con él ya han sido expuestos en otro lugar, por ejemplo, el número de padrinos y el parentesco espiritual que contraían con la criatura. Considerando la época en que nos movemos, la recepción de este sacramento no marcaba sólo el ingreso en la Iglesia, sino en la sociedad. Sin duda el momento era propicio, pues el concepto de «cristiandad» medieval cedía el puesto en España al de «monarquía católica» que no sólo había acabado con las minorías no cristianas de la Península Ibérica, sino que ahora, ante el peligro de infiltración protestante, aspiraba a convertirse en el brazo de la Iglesia católica en cualquier parte del mundo. Sólo este ideal —dicho sea de paso— puede explicar que fueran viables en aquella sociedad las conversiones de hijos de moros y judíos, cuya garantía de perseverancia era poco firme en la mayoría de los casos, y que abrigaban otros motivos sobre la voluntad sincera de convertirse51. El derecho propio de tener pila bautismal estaba reservado a los templos parroquiales52. De modo que el recién nacido se incorporaba a la sociedad bautizándose en la parroquia, lo que acentúa el papel de ésta como comunidad, el segundo marco de sociabilidad más próximo al individuo después de la familia. No obstante, y dada la elevada tasa de mortalidad infantil había que asegurar el hecho y la validez del bautismo. Cualquier comadrona o familiar del neonato podía administrarlo en el momento mismo del parto —era el «agua de socorro»—, sirviéndose para ello de materias y formas no siempre legítimas desde el punto de vista doctrinal. Por consiguiente, no es extraño que los sínodos diocesanos del período posconciliar pusieran empeño en controlar esta práctica. Toda la independencia y libertad infantiles eran bruscamente interrumpidas a partir de los seis o siete años de edad. A partir de aquel momento comenzaba una enseñanza formal y rigurosa, en letras o en oficios, y siempre en vida religiosa. La obediencia y la disciplina estrictas constituían una de las reglas esenciales de comportamiento. El niño mudaba su traje infantil por el de adulto. Recibía el sacramento de la penitencia por vez primera y, a partir de los doce o trece años, el de la eucaristía.

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La confirmación en realidad era privilegio de unos pocos debido al absentismo general de los prelados o, cuando éstos residían en la sede de sus obispados, debido a la morosidad con que se tomaban las visitas pastorales a los pueblos de su jurisdicción. En el mejor de los casos, los fieles debían esperar a que apareciera un obispo o bien se asentara temporalmente en algún monasterio vecino. Sin embargo, como en tales ocasiones se actuaba sin licencia o incluso en contra de la voluntad del obispo titular, la presencia del prelado foráneo ofrecía muy pocas garantías de cara a la legitimidad con que debían celebrarse los sacramentos. Esto mismo evidencia que todos los sacramentos no gozaban de la misma consideración pastoral: la confirmación ocupaba un puesto muy secundario en la vida de la gente. El tema de la muerte ha dado para un inabarcable número de trabajos, dado el atractivo que ha tenido en los estudios sobre mentalidades y, concretamente, religiosidad popular. De todos es conocido que la liturgia en torno a este inevitable acontecimiento en la vida de cada individuo estaba profundamente arraigada. Pese a todo —como ya se ha dicho—, la extremaunción solía recibirse tarde a causa del contenido supersticioso que, desde épocas anteriores, había quedado impreso en las creencias populares. A lo cual se uniría sin duda el hecho de ser un sacramento tremendamente temido, por cuanto su recepción estaba asociada a la muerte. De ahí que los sínodos insistieran en destacar sus efectos, descalificando al mismo tiempo las creencias supersticiosas divulgadas entre el pueblo y, en cualquier caso, haciendo todo lo posible para obligar a su recepción. En el sínodo compostelano de 1565 se decía: «Amonesten los obispos a los párrocos y, si es necesario, oblíguenles con severidad a que se ocupen con diligencia de ayudar a bien morir, pues es conforme a su ministerio que estén a la cabeza de los agonizantes y que se pongan de lado de los que con sumo peligro están combatiendo al común enemigo»53. Las constituciones sinodales de Moscoso y Sandoval en Jaén iban todavía más lejos. Al igual que otras del mismo tenor, mandaban a los médicos que exigieran de sus enfermos la recepción de los sacramentos o, de lo contrario, que se negaran a atenderlos:

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«establecieron los sagrados cánones que los médicos en la primera visita amonesten a los enfermos, que reciban los sacramentos de la Iglesia, antes de aplicarles ninguna medicina corporal; y porque esto no se ha observado, la santidad de Pío Quinto por su motu proprio renovó la constitución antigua, y mandó a los médicos con nuevas penas, y censuras, que si antes de la tercera visita no huviese confesado, y comulgado el enfermo no le visitasen más»54. Pero con todo, es frecuente hallar en la documentación de los registros parroquiales del siglo XVII la muerte de bastantes personas que murieron sin haber recibido la extremaunción «por no permitirlo el aczidente»55. La ayuda a bien morir consistía en una especie de paraliturgia que figuraba en los devocionarios, como, por ejemplo, los libros de horas y el Hortulus animae. En España se hacía hincapié en la administración de la eucaristía en forma de viático, que por su mismo traslado procesional y solemne a veces menoscababa otras celebraciones religiosas. De este modo, los fieles solían interrumpir su asistencia a la misa cuando algún clérigo se acercaba al sagrario para llevar el Santísimo Sacramento a los moribundos. La asamblea salía entonces del templo y acompañaba al viático en una especie de procesión eucarística por las calles del pueblo; lo cual nos está indicando que este acto se tenía en mayor estima que el cumplimiento en la propia celebración de la misa. Los esfuerzos pastorales fueron encauzando la práctica de la comunión frecuente, ligada al sacramento de la penitencia. El concilio Lateranense IV había prescrito la confesión y la comunión al menos una vez al año, aunque la gente piadosa también acostumbraba por entonces a recibir ambos sacramentos en las dos pascuas —la fiesta de la Epifanía y, según las regiones, la de Todos los Santos o la de la Asunción de la Virgen—. No obstante, esta práctica había caído en desuso a comienzos de la época moderna, por desidia del clero y pereza de los fieles, hasta el punto de mantenerse sólo el cumplimiento pascual en la mayoría de las parroquias —y ello merced a la excomunión pública en que caían quienes incumplían este precepto—. El ambiente espiritual del Quinientos propiciaría un cambio en estas cuestiones. Desde mediados de esa centuria, y a lo largo de buena parte de la siguiente, la práctica de la comunión frecuen-

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te se desencadenó hasta el punto de alarmar a la misma jerarquía eclesiástica, que asistía con asombro a lo que interpretaba como un síntoma de ligereza espiritual, cuando no como un vestigio de alumbradismo. Precisamente esta perplejidad y las vacilaciones que se experimentaron para encauzar esta forma de devoción nos indican que estamos ante un fenómeno original en torno a 1550. El memorial español que se redactó para preparar el concilio de Trento informaba sobre ello con estas palabras: «En algunas partes ha crecido tanto la devoción a la comunión, que muchas personas seglares, hombres y mujeres, casados y por casar, frecuentan tanto la comunión que reciben cada día el Santísimo Sacramento, para lo cual en ninguna manera parece que puede haber el examen, preparación y devoción que se requiere. Y así como parece que ésta es demasiada frecuencia, así sería cosa digna de consideración si en este tiempo sería menester inducir al pueblo a que más de una vez en el año llegase al Santísimo Sacramento»56. El Concilio se abstuvo de imponer normas tajantes en esta materia, y mantuvo invariable el precepto de la comunión anual. No obstante, exigió la recepción de la penitencia antes que la eucaristía para quienes tuvieran conciencia de pecado mortal y dispusieran de un confesor57. En el caso concreto de España, puede decirse que desde finales del siglo XVI se concedía la comunión a quien lo deseaba si no existía impedimento notorio, aunque no por esto dejara de advertirse: «considerando algunos inconvenientes, que la experiencia ha mostrado, en comulgar algunas personas cada día, y el escándalo que se sigue (a veces con nota de los confesores) exortamos a todos los de nuestro obispado, que reparen mucho en dar a sus penitentes licencia de comulgar todos los días, o muy a menudo, especialmente a mugeres mozas, y no de aprobada virtud, que fácilmente se dexan llevar de vanagloria»58. La práctica se fue abriendo camino con grandes dificultades en los presos condenados a muerte, a quienes se les había facilitado confesar pero no comulgar hasta poco tiempo antes —Pío V

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envió un breve a su nuncio en España para obtener licencia de Felipe II que permitiera administrarles el viático, en todos sus reinos y señoríos, el día antes de la ejecución—. Entre otros, dos factores influyentes para que se produjera esta «explosión» en la práctica de la comunión frecuente parecen haber sido el ejemplo de maestros espirituales —como san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, san Juan de Ávila, etc.— y la veneración de la humanidad de Cristo, promovida por la devotio moderna. Conviene ser cautos en este punto, sin embargo. Es cierto que corrientes como la devotio moderna o programas de reforma individual —como el promovido por los benedictinos de Montserrat— no habían pasado en vano, pero atribuir a la masa del pueblo sencillo concepciones y prácticas características de una élite sería del todo erróneo. Por ejemplo, no es acertado pensar que existiera en el español medio de comienzos del siglo XVI una mentalidad erasmista, en virtud de la cual concluir que se produjo un repliegue hacia la religiosidad interior en todo el conjunto de la sociedad española. Esto afectó a un corto número de cristianos, aunque hayan saltado a un primer plano en la historia de la piedad por lo que había de nuevo en sus concepciones, y si conocemos éstas es merced a la calidad y cuantía de los materiales que sus protagonistas nos legaron. Antes al contrario, las ceremonias y ritos que habían caracterizado las manifestaciones religiosas de la Edad Media siguieron con plena vigencia en lo que se refiere a la «gente poco importante». De hecho se prolongaron hasta que los criterios de la Ilustración y del Liberalismo reavivaron el sentido crítico de los fieles, introduciendo a la vez el germen de la secularización a que se debe nuestro propio tiempo. Lo cual, no obstante, no debe ser interpretado apriorísticamente como ese proceso de déchristianisation, tendencia constante en la historia europea de los siglos XIX y XX, que en opinión de algunos autores habría ocurrido ya en el Setecientos. Fue Michel Vovelle, en una obra ya clásica59, quien observó en Provenza durante el siglo XVIII una reducción en las fundaciones de capellanías y mandas para misas por las almas de los difuntos, sobre todo entre la clase media de la segunda mitad de la centuria. Las mandas para misas habían proliferado a finales de la Edad Media. Abolidas en los países protestantes, recibieron un

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nuevo impulso en la Europa católica posterior al concilio de Trento hasta el extremo de alarmar a las autoridades eclesiásticas, preocupadas por ver al clero atado con más misas de difuntos de lo que podía garantizar. El estancamiento o descenso del número de clérigos durante el siglo XVIII sólo ayudó a empeorar la situación. El núcleo de los planteamientos de Vovelle fue corroborado por estudios sobre otras regiones de Francia60. Frente a ellos, otros estudios —que aquí recapitulamos en palabras de J. Andrés-Gallego61— coinciden en señalar que, «si la hubo, la evolución tuvo que ser tenue, por lo menos relativamente leve. Y donde se percibe una transformación no es fácil descubrir cuándo se trata de una descristianización estricta o de una evolución intimista de la religiosidad (...) Porque resulta que algunos escritores del siglo, entre ellos los fisiócratas, insistirán precisamente en la significación religiosa de la prosperidad, que podría estar en la base de algunos cambios». Por otra parte, la «revolución científica» a lo largo de la Edad Moderna supuso un indudable triunfo de la razón humana basada en la experiencia, frente a la cual quedaba en entredicho la autoridad de los «grandes sabios» tradicionales. Pero aunque contribuyeron sin duda a establecer lo que luego serían las bases de su desacralización, ni Copérnico, ni Kepler, Galileo o Newton se atrevieron a concebir un Universo sin Dios. Veían claro que lo misterioso no era muchas veces sino una tapadera de la pereza, el interés o el miedo del hombre para conocer la verdad. Luego la Ilustración haría de esto un tema capital62. La tendencia en España, a la luz de los estudios regionales llevados a cabo desde el primer momento, apunta para el siglo XVIII la permanencia en las actitudes religiosas del siglo XVII63 o, más aún, su intensificación: «una tendencia, ya confirmada en otras regiones españolas y opuesta al planteamiento voveliano en la Provenza francesa, del incremento importante en el siglo XVIII del número de misas por una sola vez en detrimento de las fundaciones perpetuas, lo que ha llevado a los estudiosos a situar el culmen de la religiosidad de la sociedad española en el siglo XVIII frente al expresado en el barroco francés, por lo menos en lo que se refiere a manifestaciones religiosas entre las que sobresale la manda de misas»64. En definitiva, y enlazando con la opinión de J. AndrésGallego, sólo podríamos hablar de las convicciones de unos

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hombres que, agobiados por el mal estado social y económico, juzgaron la religión como una ayuda poderosa para devolverles el sentimiento de su dignidad. «Pero esto con dos condiciones; la primera, que la religión reavive en el corazón el sentido del bien y del perfeccionamiento moral y lo aleje de las prácticas maquinales, puramente exteriores; la segunda, que pueda conciliarse con la razón, maestra soberana, y que no choque con ella a causa de ritos supersticiosos o de creencias absurdas, toleradas o aun favorecidas por los eclesiásticos en el rebaño ingenuo e ignorante de los fieles»65. Puede que esa «evolución intimista de la religiosidad» se apreciara con mayor visibilidad en los círculos españoles expuestos a la espiritualidad jansenista, pues no debemos olvidar que «los jansenistas son los defensores de una religiosidad íntima y personal»66. En cualquier caso, esto no era algo completamente novedoso en el pensamiento español, como tampoco lo había sido el sentimiento generado por la decadencia. Como ejemplo, sírvannos estas palabras de Saavedra Fajardo: «Suele el pueblo con especie de piedad engañarse, y dar ciegamente en algunas devociones supersticiosas con sumisiones y bajezas feminiles, que le hacen melancólico y tímido, esclavo de sus mismas imaginaciones, las cuales le oprimen el ánimo y el espíritu, y le traen ocioso en juntas y romerías, donde se cometen notables abusos y vicios (...) Conveniente es un vasallaje religioso, pero sin supersticiones humildes; que estime la virtud y aborrezca el vicio, y que esté persuadido a que el trabajo y la obediencia son de mayor mérito con Dios y con su príncipe que las cofradías y romerías, cuando con banquetes, bailes y juegos se celebra la devoción (...)»67. Individuos que comen y se visten Otro punto de interés sobre la familia y especialmente la infancia es la alimentación. Durante la época que analizamos ésta tuvo como productos base, fundamentalmente, los ajos, las cebollas y la cecina o embutido. También el queso y el bacalao. Pero, por encima de todo ello, el pan. La importancia de los cereales panificables daría lugar a una auténtica cultura del pan. Incluso el mundo de las

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fiestas se acomodaba a las fechas en que se iniciaba o terminaba la cosecha cerealista. El horno familiar, así como la masera, eran elementos primordiales en la economía doméstica —sobre todo en zonas campesinas—. Por su consumo destacan dos cereales: 1) el trigo, cuyo cultivo y planificación era el eje que hacía girar toda la vida agrícola, junto a la vid; y 2) la cebada, a la que se recurría menos debido a la idea de que el pan elaborado con este cereal era nocivo, pero que recibía un notable impulso cuando se estrechaban los mercados urbanos —por ejemplo, durante los años setenta del siglo XVII en Jaén, debido a la escasez68—, gracias a que su cultivo era menos exigente, y también por el hecho de poder servir como pasto para el ganado en determinadas circunstancias. En las ciudades también encontramos una situación parecida, a tenor de las opiniones de los economistas de la primera mitad del siglo XVII. Según éstos, una de las notas diferenciales de los campesinos, así como de las gentes acomodadas urbanas, era precisamente el alto índice de consumo de pan. El pan endurecido se aprovechaba frito o en sopa. Un producto sin el cual no se puede concebir la vida en la época moderna era el vino. Constituía una fuente de calorías imprescindible. Un gran número de casas, como se verá, poseían sus propias bodegas donde guardar este preciado alimento, que se compraba en los puestos de tabernas o de algún otro particular que vivía de una venta fraudulenta. Su consumo fue una de las notas características de la agricultura española en la época moderna. Aunque en Jaén se ha detectado una disminución del cultivo de la vid durante el siglo XVII, ello no parece haber repercutido en su consumo, que fue considerable69. La olla era el plato por antonomasia que reparaba las fuerzas al terminar la jornada, tanto para los campesinos como para las clases populares urbanas70. Se consumía en los días de invierno junto al calor del hogar —como se desprende de las descripciones aportadas, no existe un comedor; su función estaba desempeñada por la cocina—. La olla estaba constituida básicamente por legumbres —los garbanzos eran muy frecuentes—, productos porcinos, cebolla y ajos. También podía llevar repollo en verano y nabos en invierno. En las familias acomodadas rurales y en las poblaciones importantes parece que en la olla podía entrar carne de vaca o carnero, y en ocasiones gallina o caza. Sólo en las grandes ocasiones se hacía la suculenta olla podrida,

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compuesta de carnero, vaca, gallinas, capones, longaniza, ajos, cebollas, etc., todo cocido muy despacio hasta que casi llegaba a deshacerse, que conocemos a través de El Quijote71 y otras obras. No obstante, sabemos poco del consumo de la carne en Jaén72. Tal vez fuera escaso, como ocurría en la mayor parte de la Península Ibérica. Mientras que la literatura de género teatral que quiere exaltar la vida en el campo presenta la vida campesina como holgada y con un nivel alimentario muy alto y relativamente variado, en el que siempre había carne, por el contrario, otras descripciones ofrecen el tipo de alimentación campesina con rasgos muy pesimistas. Solía hacerse cecina con carne de oveja y de cabra, así como de vaca por san Martín. Pero los productos cárnicos más frecuentes eran obtenidos del cerdo. En la época, el tocino era prueba inequívoca de pertenencia a la casta de los cristianos viejos. El teatro de la época está lleno de insinuaciones en las que se asocia al campesino con la cultura del cerdo —crianza, matanza, ostentación de jamones y consumo de productos porcinos—, frente a los burgueses e incluso hidalgos de aldea sobre cuya limpieza de sangre no había seguridad. En tanto que la cría de otros animales —cabras, ovejas, vacas— se encaminaba a obtener en alguna manera esquilmos comerciables o fuerza de tracción, el cerdo se criaba fundamentalmente para el consumo familiar. Sin duda la gallina tuvo un papel importante en la alimentación, no tanto por producto cárnico cuanto por los huevos, cuyo consumo sería más elevado en Cuaresma junto al del pescado. Salvo el que se obtuviera por pesca fluvial, normalmente el pescado se comía en salazón en la España interior, sobre todo el bacalao. El aceite de oliva completaba la dieta de la gente durante esta época. La patata y el maíz entrarían tardíamente —mediados del siglo XVIII— en la dieta. Muy brevemente una última cuestión antes de terminar este capítulo: el vestido. La carta de dote de Isabel Ana del Castillo73, casada con Juan de Segura, comprendía una serie de bienes muebles, vestidos y alhajas —valorados conjuntamente en 4.227 reales—. Sin duda el documento llama la atención por su carácter excepcional —si lo comparamos con otros que ya nos han informado de algunas dotes en este mismo trabajo—. Varios cofres y arcas, una cama, un telar de listones, sartenes, calderos, una trébede, piezas de vidriado y asadores, varias sábanas y toallas,

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algunos manteles, cojines y almohadas, entre otros utensilios domésticos. Todo ello se completaba con cuatro camisas y faldas compañeras —de distinta calidad, algunas de ellas de seda negra con bordados en oro, confeccionadas con telas de Brabante—, dos tocas «de reina», una mantellina de bayeta de Flandes blanca con puntas negras, una pollera de rasilla, un jubón de tafetán, una mantilla —estos últimos de color negro—, un manto, una almilla blanca y dorada, unas medias de seda y algunas enaguas, entre otras prendas de vestir. Finalmente, algunos objetos de devoción —un rosario, una Cruz de Caravaca y una lámina circular de plata dorada «con vna Santa Berónica por anbas partes»— y joyas: un collar de coral con pendientes, dos zarcillos, seis sortijas y otros aderezos y bienes de lujo más, todos éstos realizados con metales nobles y engarzados con abundantes piedras preciosas. El documento es bastante significativo, aunque no debe llevarnos al equívoco de generalizar su contenido. Como sucede con la vivienda y el mobiliario, en la indumentaria también se produciría un contraste notable entre las gentes acomodadas y las humildes. Para los hombres eran usuales los calzones largos —parecidos a los pantalones actuales—, una camisa de lienzo, una capa de tejido basto —para el abrigo— y un sombrero de alas anchas y caídas. Los más pudientes mejoraban su vestir con el jubón, calzas de distintos tipos, el coleto —chaleco corto sin mangas— o la cuera —una prenda de origen militar que podía llevar mangas cortas—. En el caso de las mujeres el uso de faldas largas y lisas, sin adornos, combinadas con camisas sencillas, era lo básico. La pañoleta, la mantellina, la pollera eran prendas muy populares. Como ocurre con el ejemplo expuesto, el vestido era tanto más lujoso cuanto mayor fuera el estatus social. Un aspecto sí está claro: la preferencia por el color negro74. Notas ¿Existe el instinto maternal?..., op. cit. Muchos documentos corroboran que los lazos afectivos y la cohesión familiar superan la distancia entre vivos y difuntos. Véanse, por ejemplo, los testamentos del AHPJ, leg. 1814, escribano Blas Félix de Torres, año 1722. 3 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 4, año 1690. 4 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 1, año 1682. 1 2

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Infancia y vida cotidiana Ib., fs. 2-3. Lawrence Stone, Familia..., op. cit., p. 48. 7 Martín González de Cellorigo, Memorial…, op. cit., p. 180. 8 John Lynch, España bajo los Austrias, vol. II, Península, Barcelona 1984, p. 180. 9 Jaén…, op. cit., pp. 99-109. 10 Henry Kamen, El Siglo de Hierro. Cambio social en Europa, 1550-1660, Alianza, Madrid 1977, p. 49. 11 Véase Fe Bajo y José Luis Betrán, Breve historia de la infancia, Temas de Hoy, Madrid 1998. 12 William A. Christian, Religiosidad local en la España de Felipe II, Nerea, Madrid 1991, p. 322, nota n. 28. 13 La mujer en la historia, op. cit., pp. 103-106. 14 Diego Saavedra Fajardo, Empresas…, emp. 1, pp. 75-76. 15 CSJ, I, VIII, cap. V, f. 21vto.: «Que los que se huvieren de desposar sepan la doctrina christiana». 16 Ib., I, I, cap. V, f. 6vto.: «Que los maestros de escuela sean examinados». 17 ¿Existe el instinto maternal?, op. cit., pp. 39-47. Insistimos en que la forma de error más frecuente es interpretar un período histórico determinado partiendo de concepciones actuales. 18 Aurora González Echevarría, op. cit., p. 89. La cursiva es nuestra. 19 Luis Coronas Tejada, Jaén…, op. cit., p. 16. 20 Ib., pp. 17-20. 21 AHPJ, catastro del marqués de la Ensenada, lib. 7.919, f. 387vto. 22 Ib., lib. 7.792, f. 93. 23 Ib., lib. 7.919, f. 3vto.. 24 Ib., lib. 7.919, f. 325vto.. 25 Ib., lib. 7.792, f. 131. 26 Ib., lib. 7.791, f. 702. 27 Ib., lib. 7.919, f. 388. 28 Ib., lib. 7.919, f. 375. 29 Ib., lib. 7.919, f. 388. 30 Ib., lib. 7.919, f. 331. 31 AHDJ, criminales, leg. 113-B, doc. 4, año 1723. 32 Carlos Gómez-Centurión Jiménez, «La familia…», op. cit., p. 170. 33 Jaén…, op. cit., p. 17. 34 AHDJ, criminales, leg. 113-B, doc. 4, año 1723. 35 Ricardo García-Villoslada, Historia de la Iglesia…, op. cit., p. 360. 36 CSJ, I, II, cap. VI, f. 8vto.: «De los padrinos». La cuestión había sido tratada por el concilio de Trento, ses. XXIV, de reform. matrim., cap. 2. Igual parentesco espiritual con los padres y con quien recibía el sacramento contraían los padrinos de una confirmación (CSJ, I, III, cap. II, f. 10). 37 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 1. 38 Ib., f. 46. 39 Ib., f. 3. El subrayado es nuestro. 40 Ib., f. 85. 41 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 3, año 1680. 42 AHDJ, criminales, leg. 113-B, doc. 3, año 1718. 5 6

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La familia en la historia AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 1, f. 4. AHDJ, criminales, leg. 113-B, doc. 5, año 1719. 45 AHDJ, matrimoniales-ordinarios, leg. 448-C, doc. 33, año 1679. 46 AHDJ, criminales, leg. 112-B, doc. 2, año 1698. 47 Por ejemplo, era creencia divulgada que una vez se había recibido la extremaunción ya no se podía andar con los pies descalzos, ni hacer uso del matrimonio. Esta mentalidad respondía a la costumbre —para entonces ya desaparecida— de ungir los riñones, además de los cinco sentidos, como sede que se decían ser de la concupiscencia. Por esta circunstancia era frecuente diferir la recepción de este sacramento hasta el último instante. Ricardo GarcíaVilloslada, Historia de la Iglesia…, op. cit., p. 359. 48 No entramos en un tema tan amplio como es la «religiosidad popular», que en cierto modo escapa del espacio familiar en que hemos acotado nuestro análisis, aunque lógicamente dicho espacio estuviera influido por aquélla. Entre la enorme cantidad de obras con que ya cuenta la historiografía, nos remitimos a Carlos Álvarez Santaló, María Jesús Buxó i Rey y Salvador Rodríguez Becerra (coords.), La religiosidad popular, 3 vols., Fundación Machado-Anthropos, Sevilla-Madrid 1989; William A. Christian, Religiosidad local…, op. cit.; José Luis Bouza Álvarez, Religiosidad contrarreformista y cultura simbólica del Barroco, CSIC, Madrid 1990. 49 Archivo parroquial de san Pedro, Bautismos, III, f. 19vto.. Cit. por Manuel Jesús Cañada Hornos: «Creencias, parroquia, comunidad: delimitaciones para un análisis social (Torredonjimeno, ss. XVI-XVIII)», en Códice 13 (1997), p. 38. 50 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 1, año 1682, f. 3. 51 Por cierto, fueron los exponentes casi exclusivos de bautismos en edad adulta llevados a cabo en la Península —hecho que, como es lógico, se convirtió en un hecho normal en las Indias, obligando a su legislación por los sínodos americanos—. 52 CSJ, I, II, cap. III, f. 8: «Que nadie se bautize fuera de la parroquia». 53 Ricardo García-Villoslada, Historia de la Iglesia…, op. cit., p. 361. 54 CSJ, I, V, cap. XI, f. 17. 55 Esto puede constatarse con mirar rápidamente en algún Libro Registro de Defunciones de la época en cualquier archivo parroquial. 56 Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 9195, f. 29 (cit. por Ricardo GarcíaVilloslada, Historia de la Iglesia…, op. cit., p. 362). 57 Ses. XXII, cap. 6. 58 CSJ, I, IV, cap. IX, f. 12vto.. 59 Michel Vovelle, Piété baroque et déchristianisation en Provence au XVIIIè siècle, París 1973. 60 Antes que Vovelle había hecho una temprana aparición F. Lebrun, Les hommes et la mort en Anjou aux XVIIè et XVIIIè siècles. Essai de démographie et de psychologie historiques, París 1971. Después verían la luz, entre otros, Ph. Ariès, L’homme devant la mort, París 1977; P. Chaunu, La mort à Paris. XVIè, XVIIè, XVIIIè siècles, París 1978; R. Favre, La mort au siècle des lumières, Lyon 1978. 61 José Andrés-Gallego, Historia general..., op. cit., pp. 210-211. 62 Manuel Bustos Rodríguez, Europa…, op. cit., pp. 17-72). Ahora bien, como se desprende de la lectura de esta obra, esa «desacralización» científica 43 44

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Infancia y vida cotidiana no tiene nada que ver con la «descristianización» a la que hemos hecho referencia. 63 Por ejemplo, véase en Actas del II Coloquio de Metodología Histórica Aplicada (t. II, Santiago de Compostela, 1975) las aportaciones de Ricardo García Cárcel, «La muerte en la Barcelona del Antiguo Régimen», pp. 115-124; y también Domingo González Lopo, «La actitud ante la muerte en la Galicia occidental de los siglos XVII y XVIII», pp. 125-137. 64 Laureano M. Rubio Pérez, «Estructura social y mentalidad religiosa-colectiva en la ciudad de León durante los siglos XVII y XVIII (Estudio social diferencial)», en R.int.Sociol. 44-4 (1986), p. 635. 65 Jean Sarrailh, La España Ilustrada de la segunda mitad del siglo XVII, (Original francés de 1954), Fondo de Cultura Económica, 3ª reimp., México 1985, p. 661. 66 Antonio Mestre Sanch, Despotismo e Ilustración en España, Ariel, Barcelona 1976, pp. 182 y ss. En cuanto al perfil de los reformadores de nuestra Ilustración y su actitud ante la religión, recordemos que los hombres del siglo XVIII son contradictorios, puesto que su sustrato intelectual estuvo conformado por tres fuerzas diversas, cuando no divergentes y hasta radicalmente inconciliables —el catolicismo, la filosofía moderna y la mentalidad burguesa—, circunstancia que ayudaría a comprender por qué la religión y la fe, profesada con entusiasmo unánime, permanecieron intangibles ante cualquier crítica negativa, mientras que no así la Iglesia en su organización temporal. «El contraste aquí es grande, si tomamos como término de comparación la Ilustración francesa». Vicente Palacio Atard, Los españoles de la Ilustración, Guadarrama, Madrid 1964, p. 35. 67 Diego Saavedra Fajardo, Empresas…, emp. 27. Para observar cómo nuestros ilustrados inciden todavía más en esta crítica contra la exteriorización religiosa, véase Jean Sarrailh, La España Ilustrada..., op. cit., pp. 661-707. 68 Véase Luis Coronas Tejada, Jaén…, op. cit., pp. 72-73 y 345-359. 69 Ib., pp. 84-87. 70 Cf. Juan Ignacio Gutiérrez Nieto, «El campesinado», en José N. AlcaláZamora (dir.), La vida cotidiana…, op. cit., pp. 43-70. 71 Miguel de Cervantes, Don Quijote, II, xx, pp. 172-181, y II, xlvii, p. 374. 72 Luis Coronas Tejada, Jaén…, op. cit., pp. 76-78. 73 AHPJ, protocolos notariales, leg. 1.337, escribano don Diego Blanca de la Cueva, 1666. 74 Estas brevísimas pinceladas pueden completarse, entre otras muchas investigaciones, con José N. Alcalá Zamora (dir.), La vida cotidiana…, op. cit., y M. Deforneaux, La vida cotidiana en la España del Siglo de Oro, Argos-Vegara, Barcelona 1983.

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V EL MATRIMONIO, BASE DEL ORDEN SOCIAL MODERNO

No es ninguna novedad afirmar que uno de los problemas más serios que tiene planteados la sociedad actual lo constituyen las uniones de parejas al margen de los ordenamientos civiles y canónicos que han prevalecido en la historia; o lo que es lo mismo, las situaciones de «irregularidad en el matrimonio» —acepto el concepto y clasificación presentados por Aznar Gil como unos de los más adecuados1—. Se trata, sin duda, de una problemática en la que confluyen distintos planteamientos y que tiene repercusiones hondas y significativas. Es lógico, por consiguiente, que el tema haya generado un nutrido número de análisis, estudios y propuestas desde diferentes enfoques2. También es necesario establecer un balance y unas perspectivas de futuro, un ejercicio que en absoluto parece concluido hasta el momento. El fenómeno no es nuevo en cuanto a su configuración. Las situaciones de irregularidad han existido siempre en la historia, probablemente debido a la tensión que provoca el matrimonio por su ambivalente pertenencia al terreno de lo público y de lo privado. Pensemos, por ejemplo, en la distinción medieval entre el concubinatus admitido en el Decreto de Graciano —equivalente a la institución de la barraganía en Las Siete Partidas—, el matrimonio rato, pero clandestino y el matrimonio rato y legítimo, es decir, contraído según las costumbres de cada pueblo. Formas de vida al margen del matrimonio reconocido, con una cierta institucionalización, e incluso con algún reconocimiento legal, que la Iglesia aceptó como válidas y ante las cuales su ordenamiento tuvo que ofertar respuestas muy novedosas —conviene recordar frente a interpretaciones en contra—.

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El asunto sí es anómalo, en cambio, porque reviste algunas características que lo definen como algo radicalmente distinto de situaciones similares en épocas pasadas. En primer lugar, y sobre todo, una amplia difusión social, cuantitativa y cualitativa, que indica un cambio profundo en la institución matrimonial y —por tanto— familiar. En segundo lugar, precisamente sus crecientes dimensiones —gigantescas a partir de 1960— y el significado cultural que revisten, hacen que nos encontremos ante una nueva cultura o visión del matrimonio y de la familia que contradice en mucho la tradicional, y que se nos presenta como un producto de la tendencia a la privatización y al individualismo existentes en nuestro tiempo. Todo ello ha replanteado un interrogante crucial, que llevado al ámbito jurídico se formula en los términos de Marriage: un unnecessary legal concept?3. Hacia la consolidación del matrimonio legal en la época moderna: El concilio de Trento La doctrina de la sacramentalidad del matrimonio, implícita durante el primer milenio, fue abriéndose paso a partir del siglo XII en la teología —Anselmo de Laón, Hugo de San Víctor, santo Tomás de Aquino, que la formuló sistemáticamente— y en los documentos oficiales —concilio de Letrán II (1139); sínodo de Verona, presidido por Lucio III (1184); profesión de fe de Inocencio III (1208); concilio de Lyon II (1274)—. El decreto para los armenios del concilio de Florencia (1439) definía el matrimonio como el séptimo de los sacramentos, signo de la unión entre Cristo y la Iglesia4. Puesto que Lutero y los protestantes la habían impugnado, el concilio de Trento ratificó dicha sacramentalidad. A raíz del concilio de Trento, una de las luchas más largas y difíciles entabladas por la Iglesia sería precisamente la recepción del matrimonio por los fieles. No era inusual que se celebrara sin la asistencia del clero, y mediante formas muy variables a causa de la anarquía en que habían caído los rituales y libros de altar durante la Edad Media. Su reforma había sido tratada fundamentalmente en las sesiones conciliares XXIII y XXIV, celebradas en 1563. Como resultado se publicó el Decretum de reformatione matrimonii, al que seguían los doce cánones correspondientes, y

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el célebre decreto Tametsi sobre la reforma del matrimonio —que se había discutido ampliamente por la asamblea conciliar, y cuya importancia fue indudable— en diez capítulos5. Lógicamente las disposiciones establecidas sólo entraron en vigor allí donde los decretos conciliares pudieron ser promulgados; en los otros —Imperio, Holanda, Inglaterra— continuó vigente la antigua costumbre. Además de debatir y probar doctrinalmente la sacramentalidad del matrimonio, también se definió pastoralmente su validez cuando se celebrara ante un sacerdote competente y dos testigos como mínimo, y su clandestinidad en caso contrario. Se afirmaron definitivamente otras cuestiones que tampoco habían estado claras en la época precedente; se rechazó así la poligamia, se estableció la facultad de la Iglesia para señalar otros impedimentos matrimoniales y se declaró el principio de indisolubilidad. Finalmente, se proclamó la excelencia de la virginidad frente a la vida matrimonial. El concilio de Trento, pese a todo lo avanzado en torno al tema, no fijó las relaciones entre contrato y sacramento ni declaró abiertamente quién era el ministro en éste. No obstante, entre los teólogos prevaleció la doctrina de que todo matrimonio entre bautizados era un sacramento, y que los ministros eran los propios contrayentes. Ambas afirmaciones fueron refrendadas casi inmediatamente por el magisterio ordinario de la Iglesia. Desde finales del siglo XVI, las reformas tridentinas tuvieron que ser asimiladas por cada diócesis, en primer lugar, y compendiadas generalmente en pequeños códigos —constituciones sinodales— cuya elaboración y promulgación se produjeron lentamente a lo largo del siglo XVII e incluso del XVIII —1624 en Jaén, siendo obispo don Baltasar de Moscoso y Sandoval6—. Y luego realizándose con mayor o menor éxito según qué punto se tratara. Es preciso no olvidar que el carácter autárquico de las relaciones humanas en la época, debido a la prevalencia de lo vecinal sobre lo nacional, favoreció el desarrollo de un grado de autonomía suficiente para entorpecer los movimientos de reforma que se sucedieron en la Iglesia durante siglos. Incluso aquellos que solemos conocer más por sus planteamientos doctrinales de alcance general, las reformas gregorianas y más tarde el concilio de Trento, fueron al cabo esfuerzos por ganar terreno a la dispersión en favor de la uniformidad7.

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Para la mentalidad de la época que nos ocupa, determinadas actividades de la vida doméstica o familiar sólo podían llevarse a cabo después de haber contraído lo que entonces la moral ya consideraba como un vínculo indisoluble. No era cuestión exclusiva de una relación sexual ilícita —aunque ésta fuera un tema de preocupación específica—, sino de la frecuencia en cualquier acto de convivencia, visita, trato, comunicación, etc., que denotara una intimidad más allá de los límites aceptados socialmente8. Las autoridades eclesiásticas ordenaban al respecto «que antes de casarse no cohabiten los desposados, ni se traten con demasiada familiaridad»9. Una transgresión en esta materia provocaba alteraciones en el marco de referencia cotidiana más inmediato: el vecindario —basta la observación de los expedientes generados por esta causa para comprobarlo10—. Y es que entre las concepciones al uso, el matrimonio se entendía como el único espacio social capaz de conceder, por sus efectos sacramentales sobre el individuo, el auxilio necesario para sobrellevar las posibles cargas que derivaran de la unión conyugal y de la obligación de «vivir juntos, asistirse, obsequiarse, seguirse y criar los hijos con buena educación»11. En definitiva, toda familia tenía su origen en el matrimonio. De acuerdo con lo dicho, sirva como ejemplo la acusación hecha en 1629 contra el licenciado Francisco Ortiz, clérigo de menores, vecino de la villa giennense de Jódar12. Se le culpaba de amancebamiento durante sus estudios en la Universidad de Baeza con Isabel Montanos, mujer soltera de diecinueve años y vecina de esta ciudad. La acusación no se dirigía sólo contra una relación sexual; también hacía referencia a determinadas costumbres que estaban restringidas estrictamente en el ámbito de la familia: «comiendo y durmiendo juntos, como si fueran marido y muger, entrando y saliendo en su casa de día y de noche y a todas horas». Asimismo se denunciaba que Francisco Ortiz había enviado la comida y la cena a casa de la acusada con un criado en repetidas ocasiones, y que otras muchas había acudido personalmente, «con tanta libertad como si estuvieran casados (...), a comer, cenar, lavarse y aderezarse y lavar su ropa blanca». Los testigos del caso —entre quienes se encontraban personas que habían vivido en la misma casa— declararon cómo Ana Cárdenas, madre de la acusada, había tenido conocimiento de todo este asunto, puesto que «ella y los susodichos dormían juntos en vna cama»13, y además ambas mujeres «le guisan, le laban y enjabonan».

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Matrimonios clandestinos: el valor de la palabra dada Hacia el siglo XIII se habían logrado defender los principios de monogamia e indisolubilidad, precisar y prohibir el incesto, castigar la fornicación y el adulterio y hacer que los bastardos estuvieran excluidos legalmente en la herencia de propiedades. Pese a todo, aún faltaba una definición contundente sobre el matrimonio. Prácticas como la barraganía y los matrimonios clandestinos mantenían una extensión considerable. Así, por ejemplo, Las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio14 definían el matrimonio como «ayuntamiento de marido et de muger fecho con tal entención de vevir siempre en uno, et de non se partir guardando lealtad cada uno dellos al otro, et no se ayuntando el varon á otra muger, nin ella á otro varon veviendo amos á dos»15. Pero la misma ley también hablaba de la validez de un matrimonio hecho «por palabras de presente» cuando «fuese acabado ayuntándose carnalmiente». La misma ambigüedad aparecía en las leyes sobre desposorios, entendidos como el «prometimiento que facen los homes por palabra quando quieren casarse», pero en realidad rayanos al vínculo matrimonial en determinados aspectos16. Además, aunque quedaran establecidos como matrimonios encubiertos los que se hacían sin testigos, sin la aquiescencia de la patria potestad y sin las previas admoniciones en público donde los cónyuges fueran parroquianos, Las Siete Partidas sólo se limitaban a exponer las razones por las cuales la Iglesia defendía lo contrario, pero no negaban «que el casamiento fuese verdadero»17. Por cuanto se refiere a la barraganía, permitían su práctica a todo hombre que, no siendo religioso ni casado, quisiera recibir por barragana a una mujer que no fuera virgen, ni menor de doce años, ni de vida honesta —en caso contrario debería recibirla ante testigos—. Tampoco podría ser barragana de un hombre su parienta o cuñada hasta el cuarto grado, puesto que cometería incesto18. Finalmente, como se señalaba al comienzo de este epígrafe, hubo de ser en el concilio de Trento donde se estableciera la forma definitiva del matrimonio, proclamando su efectividad como recepción de un sacramento cuyo vínculo significa la unión entre Cristo y su Iglesia19. Hay quien ha definido esta sacramentalización del matrimonio como la institucionalización de una doble práctica del consentimiento20. En primer lugar, de carácter

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social: 1) el de los contrayentes, que acudían libres y por su propia voluntad —básico para el principio de indisolubilidad—; y 2) el de la sociedad, padres de los cónyuges incluidos, cuyo consentimiento tácito se demostraba por la falta de impedimentos en las admoniciones públicas —de ellas nos ocuparemos más adelante—. En segundo lugar, el de la Iglesia, que a partir de 1563 sólo legitimaría la cohabitación de los esposos —no sólo la consumación, sino también el compartir casa, mesa y cama, como se ha dicho— si la celebración matrimonial había gozado de las bendiciones «in facie Ecclesiae», empleando la expresión de la época. Esto es, el matrimonio era tenido por válido cuando —además de otros términos— hubieran estado presentes un sacerdote y al menos dos testigos, y se hubiera recibido íntegramente en sus dos tiempos: boda y velación, celebración matrimonial y bendiciones nupciales respectivamente, considerando esta última ceremonia como la que terminaba la recepción del sacramento. Desde finales del siglo XVI el matrimonio quedó institucionalmente bien definido, por tanto. Las constituciones giennenses de 1624 establecían con toda claridad que los párrocos tenían el deber de estar presentes en la celebración de los matrimonios con la autoridad y decencia debida —con sobrepelliz y estola—; no como ministros, porque éstos eran los propios contrayentes, sino como testigos de la Iglesia21. Asimismo los facultaban para conceder licencia a otro sacerdote que, en su nombre, asistiera a un matrimonio en su parroquia, no siendo válido en caso contrario22. Sin embargo, y como también se apuntaba al comienzo, entre los individuos aún había formas marginales de concebir algo que, a fin de cuentas, enraizaba con las costumbres de su existencia cotidiana. El sínodo diocesano de Jaén denunciaba el asunto con las siguientes palabras: «Los matrimonios clandestinos siempre han sido prohibidos, y odiosos en la Iglesia; y advirtiendo el santo concilio de Trento que las cautelas, y remedios del derecho no bastaban a impedirlos, antes cada día crecía más la inobediencia, ordenó próvidamente nuevas prohibiciones, y penas, que en parte han atajado el mal, pero no en todo, como la experiencia enseña (...); y declaramos propriamente clandestino, el que se contrae sin párroco, o testigos; e impropriamente, el que se hace sin las amonestaciones de la Iglesia»23.

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Lawrence Stone —puede servir a nivel comparativo— señaló en su conceptuación cómo las nupcias —un intercambio de promesas ante testigos—, cuando seguía cohabitación, constituían un contrato cuya validez legal era la misma que la ceremonia en la Iglesia, de acuerdo con el derecho canónico y aunque para muchos legos no fuera más que un contrato condicional24. El «unir las manos» siguió siendo para un buen número de pobres de Escocia, Gales y el extremo suroeste de las islas un vínculo con carácter obligatorio, aunque faltara la bendición de la Iglesia. También en España el margen de la doctrina ofrece un contraste evidente, aunque tal vez no tan acusado y con distinta lectura. Desde luego el tema obtuvo un puesto notable en la literatura de nuestro Siglo de Oro, casi siempre en torno al incumplimiento de la palabra dada y a la burla con que repercutía sobre quien había confiado en ella. Frecuentemente se trataba de una mujer cuya posesión carnal era solicitada por algún cortejador. En el siglo XVI, la idealización del amor —patrocinada por el neoplatonismo de origen italiano— se vio enfrentada progresivamente con las exigencias morales y sociales de la vida cotidiana. Sobre todo después del concilio de Trento, cuando la Iglesia se preocupó por imbuir a la literatura de los valores religiosos que contemporizaban con tales exigencias. Nuestros escritores retomaron entonces las críticas que, ya a comienzos de la centuria, habían emitido humanistas como Luis Vives y Juan de Valdés contra los libros de caballerías, por retratar situaciones ajenas a la naturaleza y experiencia humanas. Abogaban por sustituir las «falsas» novelas de caballerías y pastoriles mediante una literatura que fuera «verdadera», capaz de promulgar una visión cristiana de la vida y un sentido de responsabilidad ante los deberes sociales y las obligaciones morales25. Para ello debían presentar la naturaleza humana tal como creían que realmente era, en lugar de idealizarla. El ejemplo más recurrente para observar esta preocupación por la «verdad» puede ser La perfecta casada, de fray Luis de León. Por cuanto se refiere a la clandestinidad que nos ocupa, la densidad del listado sobre muestras literarias resultaría agotadora. Recordemos, por ejemplo, el episodio de Dorotea y don Fernando narrado por Cervantes en la primera parte de El Quijote (1605). La «hermosa doncella» se había entregado al noble galan-

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teador toda vez éste había dado su mano y promesa de convertirse en su esposo, apelando como testigos a los Cielos y a una imagen de la Virgen. Esta circunstancia era opuesta a las posteriores pretensiones de don Fernando hacia Luscinda, con quien había hecho lo propio Cardenio26. Recordemos también La ninfa del cielo (1613), subtitulada «La condesa bandido», obra de fray Gabriel Téllez, más conocido por Tirso de Molina27. La condesa Ninfa abandona la vida urbana y los frívolos amoríos a que impulsa, retirándose a su señorío cerca de Nápoles. Su concepto extremadamente fuerte de la dignidad de la mujer hace que viva apartada del sexo masculino. Un visitante ocasional que oculta su verdadera identidad, el duque de Calabria, maestro en las artes de la seducción, se muestra capaz de despertar toda la pasión y ternura que Ninfa ha estado reprimiendo. La condesa cede al fin tras solemne promesa de matrimonio. Posteriormente se descubre deshonrada y traicionada, por cuya causa jura odiar a todos los hombres desde entonces, y se convierte en cabecilla de un grupo de bandidos. Entre los prisioneros que caen en su poder perdona la vida a las mujeres, pero mata a los hombres para que todo su sexo pague la traición de uno de sus miembros. Todo un carácter cuya reacción, si bien ocupó un lugar sobre los escenarios, estuvo muy lejos de ser cierta en la realidad cotidiana de las mujeres, como tendremos oportunidad de ir viendo. El asunto también fue tratado por Mateo Alemán en la segunda parte de su Guzmán de Alfarache (1604), donde además recogió la variante en que la mujer es quien falta a su palabra de casamiento: el episodio amoroso de don Luis de Castro narrado por éste al condestable de Castilla don Álvaro de Luna28. Algunos trazos de esta misma trama se repiten en otros textos españoles, como El halcón de Federico, de Lope de Vega, y el «Cuento de una burla que hizo una dama a un caballero...», una de las Novelas en verso del licenciado Cristóbal de Tamariz. Aunque las fuentes originales del pasaje relatado por Alemán fueran italianizantes, partiendo de Boccaccio29, lo cierto es que el argumento de la palabra incumplida —en ambos sexos, aunque más por parte del hombre— halló un cauce propicio en nuestra literatura porque, si descendemos desde la ficción hasta la realidad documental, las cosas parecen cambiar poco. Abundan los casos en que se impide un matrimonio por este motivo. La movi-

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lidad geográfica de los sujetos fue sin duda un aliado favorable para mantener una conducta desordenada en este sentido —el control que finalmente se establecería sobre el matrimonio de los soldados pudo estar relacionado con ello—. De este modo, por ejemplo, Francisco Gómez había dado «palabra de casamiento» en Baeza a Magdalena de Águeda; después ésta hubo de amonestarlo en Jaén porque quería casar con Rosalía Torralvo, vecina de dicha ciudad30. Cuando las cosas se complican... Un ejemplo significativo Sin embargo, procuremos no caer en el anacronismo. En este tiempo ya nunca se identificó el matrimonio con la promesa de contraerlo. Hemos visto cómo aquél ya estaba perfectamente definido. En todos los casos como el de Francisco Gómez siempre se da por sabido que el matrimonio sólo es efectivo «según horden de la Santa Madre Yglesia» o «en faz de la Santa Madre Yglesia» —ambas fórmulas aparecen indistintamente en cuantos expedientes matrimoniales he consultado—. Lo cual no impide, por otra parte, que se conceda cierto carácter vinculante a la palabra otorgada antes de recibir el sacramento, y la justicia obligó en todo momento a cumplirla31. No cabe descartar que se produjeran abusos en este tema, como sucede cuando Alonso García —ahora se trata de un hombre—, vecino de Jaén, interpuso esta excusa para impedir que Catalina Muñoz se casara con Francisco de Elías González, confesando finalmente que todo lo había inventado con objeto de retrasar la boda32. En realidad, el concepto de matrimonio clandestino, celebrado en secreto sólo por los contrayentes y tal como se había entendido en épocas anteriores, ha desaparecido en la España de los siglos XVII y XVIII. Más bien parece quedar sólo un residuo de aquél, referido a la consumación sexual del compromiso. A veces servía como cierto «pretexto moral» para mantener una relación al margen del matrimonio, no legitimada por el conjunto de la sociedad y, en consecuencia, tampoco exenta de cautelas para encubrir su carácter furtivo. En el caso de Isabel Montanos —del que ya se ha hecho mención33—, al año de haber sido abierto el expediente compareció la joven acusada, que declaró conocer al

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licenciado Ortiz desde hacía tres años, aunque sólo llevaban uno con relación carnal y previo trato «debaxo de palabra de casamyento». Los testigos en el auto sabían de seguro que había nacido una criatura de aquella relación cuyo destino último desconocían, aunque la joven había intentado engañarlos diciendo que padecía «otro açhaque para disimular el parto». Finalmente ésta reconoció ante la justicia el alumbramiento de una niña, a la que llamaron Francisca y que «crió a sus pechos» la madre del acusado. Aproximadamente un año después, cuando todo hubo sido descubierto y la pequeña estuvo «destetada», la recogió en su propia casa. Otras veces no aparece esa extensión en el tiempo como característica de la relación entre el hombre y la mujer. Había individuos que, con la pretensión de mantener un episodio sexual fortuito, otorgaban su palabra de hacerlo estable en el futuro sólo para vencer la voluntad de la pareja en aquel instante. No era infrecuente olvidar todo después, aunque en muchas de esas relaciones la mujer quedara embarazada. En parte ya se apuntaba más arriba que un nutrido número de las muestras —tanto documentales como literarias— que podemos obtener sobre la palabra dada en la época hace referencia a estos casos. Frente a esta eventualidad y sus implicaciones sociales, la mujer «burlada» sólo podía recurrir a la justicia tratando de obligar al cumplimiento de la promesa. Para ello debía presentar una querella por estupro contra el «autor de su deshonra», mientras que la suerte de obtener una sentencia favorable en el pleito dependía de la existencia de testigos, lo cual no sería fácil porque lógicamente la concesión de palabra —de haber llegado a término— se habría hecho en la más absoluta intimidad. No nos extrañe, por tanto, que abunde el testimonio de vecinos que corroboran la promesa por haber presenciado la escena a través de agujeros que, casualmente, horadaban los tabiques de medianería. Éste es el caso de Ana Teodora Pérez, quien presentó una denuncia ante la justicia eclesiástica contra Andrés Rodríguez, por haber incumplido éste su palabra de casamiento y por estupro34. El maestro de sastre Bartolomé Velázquez y su esposa, así como otra mujer que había ido para contratar sus servicios, testificaron que vieron todo lo ocurrido a través de un agujero existente en el tabique que mediaba entre su casa y la casa de la demandan-

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te, y al cual se asomaron «llebados de la curiosidad y por el ruido que oyeron por causa de la dicha fuerza y biolenzia». La autoridad comprobó la existencia de este orificio en la pared. El caso originó un abultado expediente, debido al rumbo que las cosas adoptaron conforme se hacían los autos, por cuya causa es muy interesante para considerar varias cuestiones. La denuncia de Ana Teodora Pérez se fundaba en los siguientes términos: «vibiendo con Melchora de Medina, su madre, a espaldas de las casas obispales, el dicho Andrés Rodríguez la solizitó y galanteó, haziendo diferentes asistenzias en la calle con mucha nota y escándalo, y handando de día y de noche por las esquinas y ablando con mi parte (...) Estando vibiendo con toda onestidad y recato, como donzella onesta y recojida, en el día domingo de carnestolendas del año pasado de mil y seiscientos y nobenta y uno, hallándose sola por aber salido la dicha su madre, el dicho Andrés Rodríguez se arojó a las casas de mi parte, y entró en ellas con ánimo de forzarla y estruparla. En que abiendo entrado y quiriendo conseguir su boluntad de gozarla, enpezó a forzejear y a bregar con ella, a que se resistió mi parte todo lo posible, defendiéndose del dicho reo, diziéndole que cómo quería hazer vna cosa como esa con mi parte, siendo donzella; a que le replicó que porque se abía de casar con ella; a que le dixo le diese palabra de casamiento y mano con testigos; a que replicó dicho reo que si abía de yr a la calle a buscar testigos para ello, que él le daua palabra de casamiento y mano, como con efecto se la dio, y que Jesús Nazareno y la Virjen del Rosario le daua por testigos. Y con esto, abiéndole dado la mano, la echó enzima de la cama, y la gozó y ubo su birjinidad»35. Como en el episodio de Dorotea y don Fernando narrado por Cervantes, encontramos de nuevo el juramento ante Dios y la Virgen. Eso basta, o al menos eso dice la mujer que presenta esta demanda. Andrés Rodríguez trabajaba como veedor y medidor de las tierras de la catedral, en cuya obra se ocupaba también como cantero. Cuando hubo sido encarcelado trató de sobornar a dos testigos con sendos doblones, si declaraban en su favor diciendo que el día señalado habían salido al campo en su compañía por

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cuestiones de trabajo. Creyó poder hacerlo así porque sus oficios eran comunes. Se trata de Alonso Sánchez y, por mediación de éste, Juan Verrío Saeta, ambos fieles de los bienes del campo de Jaén. No aceptaron el soborno porque —dicen cuando testifican— «primero era su alma que quantos doblones y tesoros auía en el mundo»36. Fracasado en su primer intento, Andrés Rodríguez quiso entonces desacreditar a Ana Teodora Pérez mostrándola como una mujer liviana y calumniosa. Alegó que el hijo no era suyo, sino de Juan Fernández, lacayo y mozo de silla del obispo don Juan Asensio, que a la muerte de éste se había marchado de Jaén. Esta vez sobornó con éxito a otros criados del palacio episcopal, quienes declararon ser cierto que la mujer había tratado con el lacayo, y que lo había responsabilizado de su embarazo en conversaciones mantenidas con él37. El notario de la demandante trató de descalificar estos testimonios comparando sus propios testigos, «personas muy honradas, y muy buenos christianos, temerosos de Dios y de su conzienzia», con los del acusado, que además de «falsarios tienen el defecto de ser lacayos, y jente vmilde y de baja esfera»38. A esas alturas el vecindario ya comentaba las circunstancias de la «desdichada Teodora» con una mezcla de burla, censura y compasión. En cualquier caso, aparecen expresiones que nos dan una idea del ostracismo moral —la deshonra— en que se situaba a las mujeres cuando les ocurría esto, así como los dardos que debían soportar, privándoles sin duda de autoestima en aquellos momentos que más pudieran necesitarla. Finalmente, la defensa de Andrés Rodríguez, en manos de don Antolín Gómez, interpuso una querella contra el notario público que había instruido el sumario, don Francisco Luis de Requena. Acusaba a éste de haber hecho los autos al margen de la legalidad, de haber cometido numerosos errores en el interrogatorio y de haber dado fe sobre aspectos de cuya veracidad no se había cerciorado —entre otros, los domicilios de algunos testigos—39. La sentencia resultó desfavorable para Ana Teodora Pérez, por considerar que ésta no había probado su demanda, y Andrés Rodríguez quedó en libertad. La mujer apeló, pero tuvo que retirarse por falta de medios económicos para sostener el curso del pleito tras varios años. Tiempo después trató de reabrir su causa ante la justicia civil.

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Otras preocupaciones pastorales: velaciones, amonestaciones y segundas nupcias Cuanto se ha dicho sobre el incumplimiento de la palabra dada, nos proporciona una idea de cómo a la Iglesia tal vez le preocupara un posible abuso, y su utilitarismo para legitimar un comportamiento al margen del código moral en vigencia, más que la confusión social de esta práctica con lo que, en períodos anteriores a la época moderna, se había considerado como matrimonio clandestino. En cambio, hubo otros aspectos establecidos definitivamente por el concilio de Trento, pero todavía no asimilados en profundidad, ante los cuales la sociedad en su conjunto pudo mostrar cierta indiferencia, convirtiéndose, por tanto, en objeto de la mirada atenta del clero. La admisión de las bendiciones nupciales o, lo que es lo mismo, la velación fue una de las cuestiones sobre las que se estrechó la vigilancia pastoral. Como ya se ha señalado, esta ceremonia constituía el segundo tiempo del rito matrimonial, después de haber celebrado la boda —también llamada desposorio— poco tiempo antes. Con ella terminaba la recepción del sacramento y quedaba facultada la cohabitación de los esposos. No sólo la consumación del matrimonio, sino también el compartir mesa, casa, etc. Cuando faltaba, se entendía haber dejado la puerta abierta a la posibilidad de un divorcio extraño, puesto que el matrimonio no se había acabado; como no lo había unido Dios, sí lo podía separar el hombre. No obstante, en la práctica se produjeron anomalías en lo que a este asunto se refiere. A finales del siglo XVI, la pregunta undécima del Interrogatorio dispuesto por el obispo García de Galarza para la diócesis de Coria solicitaba esta información entre otras cosas: «E de algunos desposados que sin estar velados e aver recibido las vendiciones nunciales biban e coaviten juntos»40. En 1624, el sínodo diocesano de Jaén denunció tal descuido en la recepción de las bendiciones nupciales que casi rayaba el menosprecio. Las constituciones cuidaron de mandar «(...) que los desposados dentro de dos meses reciban las bendiciones nupciales; pena de un marco de plata, aplicado por tercias partes, y las han de recibir en la parroquia del desposado, o desposada, conforme a la costumbre que huviere; y

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ningún prior, o cura, o otro qualquier clérigo los vele en otra iglesia, hermita ni convento sin licencia nuestra, o de nuestro provisor (...); y las velaciones se hagan de día, a hora que se pueda decir misa, conforme a derecho, y estas nuestras constituciones; y no siendo la misa cantada, no haya en ella diáconos, ni el prior los consienta»41. Transcurrido el tiempo, tampoco se asimiló por completo esta práctica. En parte pudo deberse a que su recepción no estaba permitida en determinados tiempos del año litúrgico —Cuaresma y Adviento—, como las constituciones dejan entrever. Circunstancia que determina una de las características que se han señalado acerca del modelo matrimonial en la época moderna: su estacionalidad42. Ésta también incluiría la reducción de los matrimonios celebrados entre finales del mes de marzo y principios de otoño por la intensificación de los trabajos agrícolas, lo cual afectaría menos en las zonas urbanas. Y al contrario, determinados acontecimientos como las epidemias pudieron estar seguidos de un incremento en el número de matrimonios, como han sugerido algunos autores43, porque las gentes que habían sufrido aquella depresión demográfica quisieran reemplazar por alegría los gemidos y lágrimas recientes. De otro lado, también se debió sin duda a la indolencia de los propios feligreses, para quienes bastaba sólo la boda. Una consulta en los archivos parroquiales puede ser clarificadora al respecto. A finales de marzo de 1704, el párroco de San Pedro en Torredonjimeno, don Antonio de Torres y Rincón, informaba al vicario general y juez eclesiástico del partido calatravo de Martos «que muchos de las (sic) feligreses de mi parroquia, que se an desposado en tienpos proibidos para recebir las bendiziones nupziales, y aunque a muchos días que se desposaron y les e amonestado a que las reciuan y cunplan con su obligazión repetidas bezes, y no lo quieren ejecutar»44. El vicario, frey don Juan Ruiz Berriz de Torres, sentenció con excomunión mayor a quienes no fueran veladas antes de tres días. La medida surtió el efecto deseado y todas las parejas acudieron a la ceremonia, a excepción de don Miguel Carlos Medina, abogado de los Reales Consejos, y su desposada doña María Rafaela Vizcaíno. El primero pidió no ser excomulgado porque había tratado de convencer a la mujer, pero ésta se negaba «por

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ser de vn natural cauezón, terco y testarudo». La segunda decía, por el contrario, que ella era quien estaba «aguardando que su marido quiera para belarse, donde se descubre lo malizioso de la petizión que el dicho don Miguel Carlos a presentado». Tras varias semanas de dimes y diretes, finalmente la pareja fue velada, debiendo pagar los gastos ocasionados en los autos abiertos por su indecisión. Otro caballo de batalla para la Iglesia fue el de las amonestaciones, tal vez menos acusado porque desde épocas anteriores existía cierta obligación de realizarlas45. El concilio de Trento afirmó el carácter ineludible de hacer las amonestaciones de los contrayentes antes de celebrar su matrimonio46. No obstante, las constituciones sinodales de Jaén advierten sobre la existencia de anomalías en esta disposición, y mandan a los clérigos del obispado que no asistan al sacramento sin haber amonestado antes a los novios, bajo pena de castigo como si de un matrimonio clandestino se tratara. También explicitan la forma en que debían llevarse a cabo, facultando sólo a las parroquias y no a otro tipo de templos: «(...) que al publicar las amonestaciones, no se toquen chirimías, ni hagan otras fiestas, ni digan en ellas el señor, o la señora fulana, ni pongan títulos, más que el nombre, y sobrenombre de los que se huvieren de casar. Y porque es venido a nuestra noticia, que en algunos monasterios de religiosos, y de religiosas de nuestro obispado se hacen amonestaciones, en grave perjuicio de las parroquias, (...) mandamos, que las amonestaciones se hagan en las parroquias de los contrayentes a misa mayor, al tiempo del ofertorio; y no valgan las que se hicieren en conventos, hermitas, o otras qualesquier iglesias»47. El sentido de las amonestaciones dependía en gran medida de la distinción entre dos conceptos: naturaleza y vecindad. Con el primer término se hacía referencia al lugar en que se había nacido, mientras que con el segundo al lugar de residencia. De ahí que todos los documentos de la época moderna nos presenten a un individuo en función de ambas delimitaciones espaciales: natural de y vecino de, pudiendo tratarse de una misma población o de otra diferente. Era considerable el número de personas

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que, siendo natural de otros lugares, deseaban contraer matrimonio con un vecino o una vecina de Jaén48. El matrimonio podía efectuarse sólo si antes se verificaban las declaraciones de los contrayentes sobre no tener impedimentos para ello, como, por ejemplo, haber dado palabra de casamiento a otra persona o haber hecho voto de castidad —declaraciones que se repiten en todos los documentos, y que a veces eran falsas49—. En tales casos las constituciones sinodales obligaban a pedir una licencia, para cuya concesión se instruían unos autos entre los que era obligado amonestar al contrayente forastero en su lugar de origen, solicitar su partida de bautismo, presentar testigos, etc. Unos trámites que no eran del todo nuevos para la sociedad moderna. Esta medida afectaba por igual a quienes se habían establecido en la provincia desde muy pequeños: «Por los fraudes, que los forasteros suelen hacer en traer recaudos de su libertad para contraer matrimonio en nuestro obispado, mandamos, que ningún prior, o cura case a hombre, ni muger forasteros, aunque traigan despachos bastantes, y monestaciones hechas con licencia del ordinario sin la nuestra, o de nuestro provisor (...) aunque hayan venido en tierna edad a este obispado, y estando mucho tiempo en él (...)»50. Tal fue el caso de Blas Díaz, joven ciego de veinticuatro años que en 1680 quería contraer matrimonio con Isabel de la Muela51. Ambos eran vecinos de Jaén, pero aquél era natural del lugar manchego de Manzanares, donde «nazió y se crió en dicha su naturaleza, donde siempre estubo» hasta que salió de allí trece meses antes, fijando su residencia en la capital giennense desde entonces. El provisor del obispado pidió la partida de su bautismo a esta villa, a la sazón de la diócesis de Toledo, y solicitó que fuera amonestado en ella según el derecho, es decir, durante tres festivos. Así se hizo, presentando además testigos de ambos lugares que corroboraron el testimonio del contrayente acerca de su disponibilidad para casarse sin impedimentos en contra. Esto no afectaba a quienes habían nacido en ciudades o villas del obispado de Jaén. Si no existían otros obstáculos, en tales casos los contrayentes tenían vía libre para el matrimonio sin pasar por los trámites diocesanos, después de haber sido amonestados en la población de alguno de ellos:

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«(...) pero si los contrayentes fueran entrambos de nuestro obispado, aunque sean de diferentes arciprestazgos, permitimos, que los pueda casar el prior del desposado, o desposada, con las amonestaciones que se huvieren hecho en el lugar del otro contrayente, firmadas de su prior, y no de otra persona, y certificando que no huvo impedimento»52. Caso aparte era la comarca de la campiña sur, cuya jurisdicción para todos los efectos estaba en manos de la orden militar de Calatrava, con la villa de Martos como cabeza de partido53. A los contrayentes que habían nacido en alguna de sus villas o lugares también les era obligada la petición de licencia. Así ocurre, por ejemplo, con Alonso Gutiérrez, vecino de Jaén pero natural de Lopera, de donde salió con dos años de edad54. En 1680 solicita licencia para contraer matrimonio con María de la Paz, hija de la iglesia y natural de Mancha Real, de donde salió doce años antes para residir en Jaén con sus padres adoptivos. Ambos se conocen por ser vecinos en el Arquillo de la Puerta Noguera. Otro aspecto de la ordenación matrimonial relacionado con la movilidad geográfica de los individuos corresponde a las segundas nupcias. Según se desprende de las constituciones sinodales, en ocasiones sucedía «que estando ausente algunos de los casados, se tienen nuevas de su muerte, o no muy ciertas, o fingidas con deseo del sigundo matrimonio, sin reparar en el grave sacrilegio, que se comete»55. Una vez más la existencia del fraude contra la doctrina del concilio de Trento llevó, en tales casos, a disponer la obligatoriedad de licencia episcopal para contraer segundo matrimonio. Por ejemplo, en 1679 Águeda Rodríguez de Guzmán quería contraer segundas nupcias con Francisco Jurado56. Se tenía noticia de que la mujer era viuda de Simón de Morales, quien ocho años atrás huyó de la justicia giennense por haber pertenecido a la partida del bandolero Pedro de Balenzuela. Fijó su residencia en El Puerto de Santa María, donde cambió su nombre haciéndose llamar Luis de Quesada, y donde acabó sus días siendo apuñalado durante una pendencia en la plaza situada junto a la carnicería de la ciudad gaditana, aproximadamente dos años antes. En el lugar del asesinato fue colocada una cruz de piedra. El provisor de Jaén instruyó unos autos en los que constan los testimonios de vecinos de El Puerto que conocieron al difunto y

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los pormenores de su historia. También desde aquella ciudad testificaron algunos hermanos de la cofradía de la Santa Caridad, que se encargó de darle sepultura en el cementerio de la iglesia mayor, donde acostumbraba a hacerlo con los pobres desamparados. Finalmente, declararon Juan de la Cueva Moya y Juan de Almagro, ambos tejedores vecinos de Jaén en la parroquia de Santa María, que por razones de comercio viajaban hasta la zona gaditana y sabían con certeza la muerte de su paisano. Cuando todo hubo sido verificado se concedió la licencia para amonestar a los contrayentes en la parroquia de San Ildefonso, a cuyo vecindario pertenecían. Hubo que salvar otra eventualidad: el contrayente estaba en la cárcel. El provisor autorizó que, tras la segunda admonición pública sin impedimento, se hiciera el desposorio. La tercera amonestación quedó aplazada hasta que Francisco Jurado estuviera en libertad; entonces se amonestaría por tercera vez y sólo después recibirían las bendiciones nupciales. Todos aquellos trámites desaparecían lógicamente cuando el difunto había muerto en la misma ciudad. Amador Chamorro, viudo de Flora de la Torre, no tuvo que pedir licencia para contraer segundo matrimonio en 1680, pues su primera mujer había fallecido en la ciudad57. Sí tuvo que pedirla la contrayente, María de Martos, porque era natural de la villa calatrava del mismo nombre, de donde había salido con nueve años para residir desde entonces en Jaén. Impedimentos para contraer matrimonio Como ya se ha dicho, todos los expedientes matrimoniales consultados nos ofrecen, en primer lugar, las declaraciones de los contrayentes afirmando no tener impedimentos para casarse por voto de castidad u otro cualquiera de religión, ni por haber contraído esponsales con otra persona, ni por estar sujetos a excomunión, pecado y escándalo público. Se trata de los «impedimentos impedientes»58, en los cuales se incluye la falta de amonestaciones según lo dispuesto por el concilio de Trento. Al margen de éstos estaban los «impedimentos dirimentes», que ocuparán nuestra atención antes de terminar este capítulo. Por conditio se entendía una condición establecida antes de contraer matrimonio en contra de cualquiera de sus tres bie-

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nes —bonum prolis, bonum fidei y bonum sacramenti—59. Otro de ellos era el parentesco o cognatio. Podía ser espiritual en el caso de los padrinos de bautismo y confirmación, o legal, es decir, el que se contraía con alguna persona adoptada en la familia. Éstos no podían contraer matrimonio con sus ahijados. Pero el verdaderamente significativo en la época es el parentesco natural, objeto además de la mayoría de estudios que optan por estudiar la familia como reproducción del sistema social, establecimiento de alianzas de poder, etc., ya expuestos en el primer capítulo. Se entendían dos líneas de cognatio natural: 1) recta, es decir, de padres a hijos; y 2) transversal, que engloba a hermanos, primos carnales, primos segundos y terceros hasta el cuarto grado inclusive. Para conocer los grados de consanguinidad, «se han de contar las personas que hay, descontando una que es el tronco»60. El impedimento de parentesco podía salvarse pidiendo una dispensa. En el caso de familias pertenecientes a los estratos sociales más elevados, el matrimonio entre parientes pudo constituir —no siempre sería así— un instrumento al servicio de objetivos como la conservación y acumulación de propiedades, la formación de alianzas políticas, etc. Sin embargo, en los lugares de población reducida la razón parece haber sido más bien una endogamia geográfica61. Puesto que los efectivos demográficos son escasos, para cualquier hombre o mujer resultaría difícil encontrar con quien contraer matrimonio sin que hubiera algún lazo de consanguinidad por medio. Uno de los ejemplos más representativos puede ser Ibros62. Muchos documentos de esta localidad reflejan además que los contrayentes son tan pobres que ni siquiera pueden pagar los gastos de la dispensa —ésta se les concede mediante un «pago espiritual», consistente en algunos actos de penitencia y devoción—. También se hace constancia de que la dispensa es necesaria debido a los pocos habitantes, puesto que si los parientes no se casaran entre ellos no encontrarían otra persona con quien contraer matrimonio. Los contrayentes declaran abiertamente que no conocen a ningún hombre o mujer de la villa con quien no tengan algún lazo de consanguinidad. Otro impedimento dirimente era el error qualitatis, explicado por fray Francisco Larraga en los siguientes términos:

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«Pedro le dice a Juan, que si quiere casarse con su hija María, le dará mil ducados de dote; y Juan responde, que con essa condición se casará, y si no se los da, que no es su intención casarse con ella; cásase, y se halla que no tiene, ni le dan los mil ducados, es nulo el matrimonio»63. Se explica así que en muchos expedientes se perciba como preocupación casi constante la igualdad social de los futuros esposos. Doña Luisa de Biedma y Pareja, veinticuatro años y vecina de Jaén, no había hallado «barón de su ygual calidad o estado y condiçión con quien poder casar», hasta que en 1631 lo hizo con su pariente —cuarto grado doblado— don Martín de Nicuesa Cobaleda, viudo con treinta y tres años y vecino de la misma ciudad64. Diferente parece el caso de otros dos parientes —tercer grado—, Pedro de la Muela y Melchora de Cobo (1622), entre quienes sucede que ésta «no tiene dote competente para poder cassar con persona de su ygual estado, calidad y condiçión», pero aquél «se contenta con la poca dote que tiene, y la quiere dotar de sus propios bienes y caudal conpetentemente»65. En atención al error qualitatis era importante clarificar esta cuestión antes de contraer el matrimonio. Esto parece situarnos ante mecanismos que favorecían el matrimonio por conveniencia, cuya existencia es indudable. Sin embargo, desde otra perspectiva nos ayuda a comprender que sólo razones muy poderosas podían prevalecer por encima de estas disposiciones, como, por ejemplo, el amor sincero. De hecho, en la documentación consultada encontramos casos muy significativos, susceptibles de ser interpretados como matrimonios por amor. A medida que avanzan los tiempos modernos, es previsible que su número frente al condicionamiento de la igualdad social se haya elevado, si atendemos a la Pragmática del 23 de marzo de 1776. Nos encontramos aquí ante otro de los puntos más controvertidos entre los investigadores: el amor. Recurriendo al ejemplo más conocido y más empleado —a veces para generalizar—, el trágico final en la famosa historia de Romeo y Julieta, según la versión de Shakespeare, puede ser interpretado como el destino inexorable de quienes faltan a la obediencia paterna —Jack Goody66—, o bien como prueba de que el amor era necesariamente imposible en la sociedad que ambienta la obra —Elisabeth

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Badinter67—. Sin embargo, la compleja interrelación temática de tensiones y oposiciones que compone este drama permite interpretar, en mi opinión, la importancia central del amor como elemento que ensalza las características de intensidad, mutua sumisión e idealismo que afectan a los dos protagonistas frente al realismo, convencionalismo o tono moral que inspira al resto de los personajes. En definitiva, un llamamiento de Shakespeare en los albores de una nueva época con la que quiere enfrentar la sociedad de su propio tiempo. Matrimonios por amor pueden ser considerados prácticamente todos aquellos en los que resalta de alguna manera —a veces violenta— la oposición de los padres. De la obediencia a éstos podía depender la herencia futura allí donde los ordenamientos legales permitían al testador que dispusiera libremente de sus bienes68. Y sobre todo no debemos olvidar que el respeto y la obediencia a los padres —cuyo único freno debía ser la Ley de Dios— era la regla ética que a cada hombre y mujer se inculcaba dentro y fuera del respectivo hogar, especialmente desde que la catequesis tomó fuerza definitiva en las comunidades cristianas a partir del Quinientos69. De modo que raramente se faltaría al respeto a los padres si no era por razones muy importantes para el propio individuo, como, por ejemplo, el amor. Un ejemplo evidente de oposición encontramos en Ana de Vega, vecina de Jaén, que en 1751 solicita permiso a sus tutores, don Juan de Seijas y doña María Isabel Vázquez, para casarse con Sebastián de Peralta, quienes no sólo se lo niegan, sino que se la llevan a Bailén prácticamente secuestrada70. Mayor significado aún tiene la consulta que don Manuel de Mercado y doña Inés Hermoso efectuaron a las autoridades eclesiásticas del distrito episcopal de Jaén, en 1635, con el fin de cerciorarse sobre si podían o no casarse sólo por consentimiento mutuo71. Se enfrentaban a la oposición del padre y el hermano de la contrayente. Obtuvieron como respuesta que, no existiendo otros impedimentos sobre ambos para contraer un matrimonio canónico válido, éste no podía verse afectado por la oposición de nadie, ya estuviera dentro o fuera de la órbita familiar. Concluía que la única autoridad que el padre y hermano podían tener sobre doña Inés era puramente moral, y no efectiva jurídicamente ante ninguna instancia.

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Este ejemplo nos informa una vez más de cómo la Iglesia primaba la libertad personal de los contrayentes. Como también lo hace la querella que interpuso en 1690 Ana López Billena contra su marido72. Junto con el impedimento de coacción, parte de su argumento también se basaba en el error qualitatis, aunque esta vez con un contenido más personal: «estando mi parte bajo del dominio y patria potestad de Diego López de Billena su padre, y de Catalina de Almagro su madrastra, en la billa de Martos donde mi parte es natural, la susodicha le daba muy mala bida, por lo qual, y para quitarla de su presencçia, trató de casar a mi parte con Juan de Escalona sin berlo ni tener notiçia de su persona; (...) una noche la engañaron y la sacaron de las casas de su morada, siendo mi parte de treze años, y la llebaron con dichos engaños, y que era muy rico y galán siendo yncierto (...) y mi parte les decía: ‘Más quiero perderme que no casarme con el dicho Juan de Escalona, que ostedes me an engañado, y el matrimonio a de ser boluntario y no por fuerça, como ostedes lo quieren’». Finalmente aceptó casarse porque su padre no dejaba de amenazarla, a instancias y persuasiones de su madrastra. Después de un año y medio llorando y dando muestras de disgusto, «y que no quería coabitar ni consumar el matrimonio», su marido intentó matarla. El matrimonio fue anulado. Otro impedimento dirimente era el rapto. En mi opinión, constituye una muestra más de cómo los futuros esposos se enfrentaban en ocasiones con la oposición de sus progenitores, llegando al secuestro de la mujer para evitarla. En este caso, la simple formulación a los testigos de esta pregunta —«que no ha sido robada, forzada ni atemorizada por el susodicho [contrayente]»— en los expedientes matrimoniales podría estar más próxima al «temor» eclesiástico de equivocarse contra la voluntad de los padres que al interés por preservar la libertad de la mujer. El crimen —otro impedimento— tenía varias acepciones. La primera de ellas, que alguno de los cónyuges asesinara al otro para poder casarse con otra persona con la que hubiera cometido adulterio. Este matrimonio sería nulo. En segundo lugar, también sería nulo en caso de que un adúltero se casara con su

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amante a la muerte de su primera esposa si previamente hubiera pactado hacerlo así. La edad en que los individuos accedían al matrimonio apenas plantearía problemas, puesto que desde mucho tiempo atrás estaban perfectamente establecidas. En Las Siete Partidas de Alfonso X se había dispuesto que siete años era la edad mínima para desposarse, tanto para hombres como para mujeres, naciendo a partir de entonces «tal embargo deste desposorio si se partiese en vida ó moriese alguno dellos, que ninguno dellos non podrie casar con los parientes del otro (...) Mas para casamiento facer ha menester que el varon sea de edat de catorce años et la muger de doce, et si ante deste tiempo se cassasen algunos, non serie casamiento mas desposajas, fueras ende si fuesen tan acercados á esta edat que fuesen ya guisados para poderse ayuntar carnalmiente; ca la sabidoria ó el poder que han para esto facer, cumple la mengua de la edat»73. Esta disposición sobre la edad mínima para contraer matrimonio se mantenían en la época moderna: catorce años para el varón y doce años para la mujer. En caso de celebrarse antes de que los contrayentes tuvieran esa edad, dicho matrimonio sería nulo por «impedimento dirimente»74. Ahora bien, en términos demográficos se ha afirmado que el modelo de matrimonio común en el Occidente europeo, desde finales de la Edad Media, se caracterizó por un aumento progresivo de la edad de los cónyuges para contraer las primeras nupcias. La divergencia española es evidente en este punto: durante la época moderna, la edad media de los varones al llegar al matrimonio era aproximadamente de veinticuatro años, y la de las mujeres oscilaba entre los veinte y los veintidós75. Lo cual equivale a cuatro o cinco años más jóvenes que sus coetáneos en el norte de Europa. A la vista de algunas de mis propias consultas documentales, estas cifras requieren un matiz todavía mayor, al menos para el caso de Jaén. La edad de los varones coincide en la mayoría de los casos. Así, por ejemplo, Blas Díaz contrajo matrimonio con Isabel de la Muela cuando aquél tenía veinticuatro años76, e igual edad tenía Francisco Jurado cuando Águeda Rodríguez de Guzmán se

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casó en segundas nupcias con él77. Por supuesto hay excepciones: Alonso Gutiérrez contrajo su matrimonio con María de la Paz a la edad de diecisiete años, cuando ésta contaba con poco más de trece o catorce años78. Precisamente es en la edad de las mujeres donde, como acabamos de apreciar, existe un marcado desajuste. Ana López Billena fue obligada a casarse por su padre y madrastra también a los trece años79. Salvo excepciones, las edades más tardías oscilan entre los diecinueve y veinte años. Por ejemplo, Amador Chamorro, viudo de Flora de la Torre, contrajo segundas nupcias con María de Martos cuando ésta tenía diecinueve años de edad80. Poligamia, orden sacro y ligamen —que ya suponían el establecimiento de un compromiso, el primero con Dios y el segundo por estar casado con otra persona—, diferencia de credo, honestidad para con la familia política, impotencia perpetua, etc., componen el cuadro de los «impedimentos dirimentes». Matrimonio indisoluble: todo beneficios para el orden social Ya se ha hecho referencia a que la sociedad moderna entendía el matrimonio como el único espacio hábil para el desarrollo de la vida familiar. En mi opinión, la búsqueda de estabilidad —familiar y social— estaba en la base de esta concepción. Doctrinalmente los pilares para lograr esa estabilidad mediante el sacramento eran tres81: — Bonum prolis: toda relación matrimonial estaba llamada a la procreación, salvo que alguno de los cónyuges o los dos hubieran hecho voto de castidad. En consecuencia, se condenaban los métodos anticonceptivos. Los hijos debían ser alimentados y educados. — Bonum fidei: los esposos debían guardarse fidelidad y no atentar contra ella en ninguna forma. — Bonum sacramenti: el matrimonio era indisoluble; los esposos debían vivir juntos hasta la muerte de alguno de los dos. Tener hijos y educarlos bien, fidelidad e indisolubilidad; éstos eran los tres bienes del matrimonio mediante los que se creía posible alcanzar la estabilidad deseada en la familia y, por exten-

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sión, la buena marcha de la república —concebida como una gran suma de familias, dijimos—. Para alcanzar estos objetivos los cónyuges debían cuidar el modo de vida existente tras cada uno de aquellos puntos, lo cual no fue así en muchos casos, como es sabido. Y precisamente los atropellos contra los bienes del matrimonio fueron denunciados por muchos tratadistas de la época como una de las principales causas de la declinación de España, mientras que la literatura observaba aquel desmoronamiento moral con esa mezcla de sátira y dolor que atraviesa la filosofía del desengaño. Como contrato, el matrimonio se distinguía porque «ha de ser de hombre a muger; los demás contratos pueden ser de hombre a hombre, y de muger a muger»82. Había dos tipos: 1) matrimonio rato, cuando no se había consumado sexualmente y, por tanto, podía ser anulado con profesión religiosa o por dispensa pontificia; y 2) consumado, que no se podía anular, pero que admitía el divorcio —empleamos el término de Larraga— en dos maneras: perpetua o temporal. En ambos casos, las constituciones sinodales mandaban a los párrocos que no permitieran a los casados separarse sin licencia de juez eclesiástico, advirtiendo que se abusaba de esto en el obispado de Jaén83. El divorcio temporal podía concederse cuando alguno de los cónyuges era excesivamente rígido. También cuando su lujuria pusiera al otro en peligro de cometer pecados mortales. El divorcio perpetuo se podía conceder por causa de adulterio o por lo que hoy llamaríamos «incompatibilidad de caracteres», es decir, cuando el juez determinara que los cónyuges jamás vivirían en paz. Por adulterio «se entienden todas las especies de luxuria consumada, en que se divide la carne con otra; y assí se entienden también la cópula sodomítica y bestialidad; pero no se entienden la polución, los ósculos, tactos o abrazos impúdicos»84. Las penas del adulterio consistían en negar el débito al culpable, vivir apartados o entrar en religión el inocente. Me ocuparé de estas cuestiones en el epígrafe siguiente, centrándome de momento en los conflictos personales que a veces invadían la vida conyugal. En los albores de la época moderna el humanismo cristiano descubrió unas pautas nuevas para entender lo femenino, componente de la sociedad al que se le conferían tres funciones básicas: la ordenación del trabajo doméstico, la perpetuación de la

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especie humana y la satisfacción de las necesidades afectivas del varón. La realización de estas funciones se llevaba a cabo mediante el matrimonio, de modo que éste pasó a concebirse casi como un oficio femenino, un fin al que la mujer aspiraba como vehículo de realización personal —como en parte ya ha quedado dicho en otro lugar—. Posteriormente, ha sido en el ámbito matrimonial donde la consecución de cierta igualdad efectiva ha tenido uno de sus momentos de manifestación más importante. En esto también ha sido capital la enseñanza del cristianismo. En el plan de Dios la naturaleza aparece como un don con estructura propia, que el hombre debe cuidar y administrar respetando esta estructura. Tal es la clave de la ecología. Por su parte, la familia es la institución que responde de forma más inmediata a la naturaleza humana85. Es la primera estructura a favor de la ecología humana. El hombre se revela en ella como un don para sí mismo, dotado por Dios de una estructura propia que, dentro del proyecto divino, debe respetar y administrar como un regalo educativo para ser bien empleado. La responsabilidad de los varones debe consistir, por tanto, en la finalización de sus privilegios. La conversión de la potestas en obligación es análoga a la conversión del dominio en administración y a la conservación de los bienes para futuras generaciones. Partiendo de aquellas concepciones —que con el tiempo fundamentarían estas otras—, el matrimonio se entendía como una entrega total de la mujer al hombre. Éste podía disponer y someter desde entonces la voluntad de su cónyuge, puesto que la obligación principal de la mujer era el acatamiento de la autoridad ejercida por su marido, al tiempo que «regir bien su casa y su familia. Conviene, a saber: coser, labrar, y cocinar, y barrer, y fregar y todas las otras cosas que en casa son necesarias»86. Así pues, en las zonas rurales las mujeres combinaban las faenas agrícolas con las tareas del hogar. Había labores que eran específicamente femeninas, como la escarda, la vendimia o la recogida de aceitunas entre otras. Además las mujeres cuidaban del ganado y muchas trabajaban como hilanderas. Por tanto, se trataba de un trabajo duro y copioso, pero indispensable para la supervivencia familiar en el marco de una economía campesina subdesarrollada y fuertemente autárquica87. Lógicamente la situación variaba según el estatus social de la mujer y el medio en que viviera, fuera éste el campo o la ciudad.

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Por otra parte, en los territorios en los que el matrimonio se articulaba sobre régimen de gananciales, al marido le correspondía no sólo la administración de sus propios bienes después de los dieciocho años, sino también la de los bienes adquiridos después de la boda sin apenas restricciones88. Esta cuestión requiere un matiz, no obstante. Ha llegado a ser un lugar común afirmar que el marido acababa haciéndose cargo también de la administración de los bienes personales de su esposa y, por supuesto, de los aportados al matrimonio en concepto de dote, puesto que normalmente ésta no estaba autorizada para realizar contratos sin el permiso de aquél. La condición única para el marido, en tales casos, era rendir cuentas de su gestión cuando el matrimonio quedara disuelto por algún motivo. A veces sería así; el hecho de que muchas mujeres pidieran la separación alegando —entre otras cosas, como vimos en su momento— una mala administración del marido sobre sus dotes demuestra que aquéllos podían y hacían uso de éstas. Pero tales circunstancias no son generalizables. En el extremo contrario, mis investigaciones han podido constatar un considerable número de documentos en los cuales las mujeres deben autorizar a sus maridos para que éstos puedan hacer un uso de sus dotes. Por ejemplo, Ana López y María de Aguilar, vecinas de La Guardia, otorgaron un poder en 1666 a favor de sus respectivos maridos, Melchor de Medina y de Juan de Cobaleda, para que éstos pudieran disponer de sus dotes y parte en los bienes ganaciales con el fin de tomar a censo redimible del convento de Santa Clara de Jaén hasta en cantidad de cien ducados —cincuenta para cada parte—89. En virtud de ello, las mujeres compartirían las responsabilidades de pago junto a sus maridos. El importante papel de la mujer se descubre aún más en los documentos giennenses cuando ha enviudado. Un ejemplo muy representativo puede ser el de doña Lucía Jiménez de la Puente. Además de recibir su propia herencia, había sido nombrada tutora y administradora de todos los bienes de su hija en el testamento de su marido, don Luis de Navarrete Argote, vecino de Jaén en la parroquia de Santa María y jurado de la ciudad. Cuando muere su marido, la mujer lleva a cabo una intensa actividad dedicada a la administración del patrimonio de su familia —se convierte en cabeza de ésta—90.

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En cualquier caso, y por lo general, las facultades del marido en la época no dejaron de ser muy amplias —si bien no cabe decir que anulaban por completo el papel de la mujer—. Como contrapunto, tenía la obligación de atender y cubrir las necesidades de su esposa. Lo más importante, sin embargo, es que se esperaba de él un buen trato a la hora de entablar las relaciones conyugales. Si a esto añadimos la definición de lo que se entendía como república, anteriormente expuesta, hallaremos las claves por las que todo este conjunto de leyes, principios y valores se hallaban en la mente preocupada de los pensadores modernos. De ello dependía, en su opinión, el bienestar o malestar de todo el Estado. En palabras de Martín González de Cellorigo: «no hay cosa mayor ni más necesaria (…) para la conservación de las Repúblicas que la obediencia de la mujer al marido, así no debe el marido con título de serlo tratar mal a la mujer»91. Con todo, no faltarían quienes trataran de justificar el empleo de la violencia, afirmando que «aviendo causa legítima, lícito es al marido castigar, y aún poner manos en su muger moderadamente, a fin que se enmiende»92. Pero, a tenor de la documentación, esta conducta por parte del hombre constituía un motivo por el cual la mujer podía solicitar el divorcio. Obtenerlo dependía de varios factores, pero fundamentalmente convencer al tribunal sobre la veracidad de los cargos que presentaba en su denuncia. Veamos algunos ejemplos. En 1682, tras once años de matrimonio, Ana Moreno se querelló por malos tratos contra su marido, Juan López, solicitando su separación de él93. Los testigos corroboraron todos los puntos que presentó la mujer, aunque los autos no fueron más allá de la instrucción del sumario. La demanda es representativa, pues aparece en otros documentos del mismo tenor: «estando haçiendo vida maridavle, sirbiéndole y cuidándole de su persona y lo demás que era de su obligaçión, por ser como es mujer mui honrada, onesta y recoxida, quieta y pazífica y mui aplicada a trauajo, y debiendo el dicho su marido haçerla buenos tratamientos por ser mujer y de las partes referidas, no lo hiço así». De acuerdo con lo que se ha expuesto en los párrafos anteriores, la mujer había cumplido las funciones que se atribuían a su estado, mientras que el marido había faltado a las suyas. Además de haberle pegado e insultado en varias ocasiones, Juan López había malgastado todos los bienes del matrimonio, hasta los que ella aportó como dote —algu-

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nos muebles y alhajas en valor de unos 300 ducados, junto con ropa blanca—. Incluso había vendido los trajes de su mujer. Había llegado a amenazarla con un cuchillo —que el marido colocaba bajo la almohada por las noches— y con la espada. Con la intención de matarla en el camino, dispuso un viaje a Torredelcampo pretextando que asistirían a una boda. Finalmente la había echado de su casa, diciéndole «que no quería haçer bida con ella, que cuatro caminos avía, que tomase el que quisiese y se fuera de la ziudad». Por este motivo hubo de irse a casa de sus hermanos y cuñados, tratando de subsistir «con su trauajo e yndustria de sus manos». El marido, hombre «de áspera y terrible condiçión, y acostunbrado a poner en execuçión sus amenazas», la buscó tiempo después e intentó matarla en varios encuentros, viéndose el vecindario obligado a intervenir en defensa de la mujer. En una de estas ocasiones le arrojó una piedra que la hirió en la frente y le hizo perder el conocimiento. Fue entonces cuando el corregidor desterró al marido. Años más tarde regresó y volvió a atemorizar a su mujer, lo cual motivó la denuncia de ésta para obtener la separación. Con bastante frecuencia los parientes se inmiscuían en las relaciones conyugales. En 1680 don Melchor Francisco Calancha denunció que había sido separado sin motivo de su mujer, doña María Teodosia de Blanca94. El matrimonio vivía en casa de una tía del marido, donde «haçiendo vida maridable con la dicha su mujer, queriéndola y estimándola, dándole todo lo neçesario para sus alimentos y bestidos, portándose con la authoridad deuida a su estado y calidad (...) [tres tías de su mujer] dieron en ir y benir lleuando diferentes chismes de que mi parte no quería a la dicha su mujer, y que estaua amancebado, leuantándole otros testimonios a fin de que la dicha doña María Theodosia no uiuiese en casa de la dicha doña Ana Calancha ni hiçiese vida maridable con mi parte». Las tías de su mujer recurrieron a la justicia para que sacara a ésta de aquella casa, junto con algunos bienes del marido, y que permanecieran en depósito del abogado don Pedro Fernández Sedano hasta que se resolviera el pleito. El marido trató de persuadir a su mujer para que regresara, haciéndole ver que debía

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cuidar a dos hijos que tenían. Mas, por el contrario, la mujer denunció que su marido la había maltratado. La había injuriado con gran escándalo entre el vecindario, jurando ante todos «que estaba arrepentido de auerse casado con mi parte, y que la aborrecía de forma que no la podía ver delante sus ojos». La había abofeteado hasta hacerle sangrar por la nariz y la boca, porque le había replicado cuando él llamó a sus tías «jente bil y çanalla». Varias veces había tratado de estrangularla, una de ellas estando embarazada, y la había golpeado tanto que cuando nació la criatura ésta tenía la cintura lastimada. Una noche acudieron los vecinos porque ella gritaba mientras su marido la maltrataba en presencia de sus hijos: «¿No ay cristianos que me fauorezcan? ¡Ay, hijos míos, que quedáis sin madre!». Un año antes de presentar esta denuncia, cuando su marido pasó a Indias, volvió a golpearla. Derrochó la hacienda en «diversiones ilícitas», y hacía unos días que la había encerrado en una habitación toda una tarde con intención de matarla, sin lograrlo gracias a los vecinos, que acudieron para ayudarla. «Y asimesmo, debiendo guardar fe y lealtad a dicha su muger, obseruando la obligación de casado, no lo hace; antes bien a estado y está amancebado, y lo a hecho con tal desaogo que en muchas ocasiones a entrado lamiga (sic) en su casa, estando mi parte en ellas habitando, y le a pegado enfermedad de bubas, de que estubo a la muerte, y padeció dellas más de nueue semanas»95. Por todo ello solicitaba la separación, la restitución de su dote, que el marido le pagase cierta cantidad de dinero periódicamente para su sustento y que le costeara los gastos de una criada. También pedía que se prohibiera a don Melchor Francisco Calancha el que pudiera acercársele, y ser depositada «en la casa de aprobación del convento de Santa Úrsula» para su mayor seguridad. Sabemos que el convento de Santa Úrsula funcionaba como Casa de Penitencia para recogimiento de arrepentidas al menos desde mediados del siglo XVI96. A comienzos del siglo XVII el hospital de la cofradía de la Vera Cruz fue cedido para convertirse en Casa de Recogidas. En la práctica parece que estos lugares funcionaban como una prisión para mujeres de vida deshonesta, e incluso como una institución para acoger mujeres

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adúlteras a petición del marido. La función que se le atribuye aquí, por tanto, resulta novedosa en cierto sentido. La sentencia en el caso de doña María Teodosia de Blanca resultó favorable para ella. En los testimonios se percibe que, junto con un conflicto interpersonal, los parientes han influido sobre ambos cónyuges, especialmente las respectivas tías de cada uno de ellos. Fidelidad: más sobre la vecindad Las Siete Partidas97 habían condenado el adulterio con la muerte para el hombre, y con castigo público de azotes, encierro en un convento y pérdida de dote y arras para la mujer. Ésta podía ser perdonada por su esposo en el término de dos años; en caso contrario debía tomar el hábito del monasterio y permanecer en él para siempre. Si la mujer había cometido adulterio con su siervo, ambos debían ser quemados, además de conceder al marido la dote y arras. En el Valladolid del año 1600, el licenciado Martín González de Cellorigo recordaba con cierta nostalgia estos castigos, contrastando la legislación de Alfonso X con la situación de su tiempo, en la que observaba «el no ser castigados los delitos y excesos de las mujeres que quebrantan las leyes del matrimonio, con el rigor que tan grave pecado merece»98. El testimonio de González de Cellorigo no es único. En una época en que pecado y delito se confundían con bastante frecuencia —más si cabe en cuestiones de sexualidad—, era opinión generalizada que el adulterio, «aunque se pratica mucho, se castiga poco, que nunca faltan buenos y dineros con que se allane»99. Esta situación se atribuía a la ineficacia de la justicia, a la que se culpaba de malinterpretar las disposiciones de la ley del Reino al respecto. Según éstas, la pareja de adúlteros debía ser entregada al marido para que él mismo ejecutara la justicia, «haciendo que no le baste su afrenta sino que la manifieste delante del pueblo con el ejercicio del más vil oficio que hay en la República. Y así, de ley justa se ha reducido a la ley de escarnio y burla del acusador, y a por ello gozar los transgresores del injusto fruto de sus vicios sin el debido castigo, y quedar la República dispuesta a todo género de maldades y pecados que amenazan su ruina»100.

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Es cierto que la literatura jurídica insiste constantemente en cómo los jueces estaban obligados a hacer un uso diligente de la jurisdicción que les había sido transmitida, lo cual precisamente hace sospechar de su negligencia. Ésta aparecía en desacuerdo con el fin esencial de la función jurisdiccional, y, por consiguiente, suponía un grave perjuicio al estado. Sobre todo si la causa era la búsqueda de vanaglorias personales o un ánimo incapaz de ser estricto en el cumplimiento del deber, que requería por el contrario imparcialidad, objetividad y concisión. Una de sus formulaciones más exactas puede quedar reflejada en este comentario de Bobadilla: «aborrezca el juez al delito y no al delinquente, como el médico que aborrece la enfermedad y ama al enfermo: y assi el odio sea público y no particular»101. Los jueces de carácter maleable, piadosos antes que justos, son «peor que la propia crueldad en todos los casos de justicia que tocan a la satisfacción de los súbditos y el mal ejemplo de la República, cuyo interés es el castigo de los delitos». Tal vez la visión del licenciado Cellorigo y de un gran número de sus coetáneos fuera particularmente pesimista, puesto que el adulterio era castigado a tenor de los documentos. Por otra parte, bien por la ineficacia constatada en algunos detentores de la jurisdicción, o bien como un derivado de los propios mecanismos de sociabilidad cotidiana, lo cierto es que los hombres y mujeres de la época moderna dispusieron de otros medios para que los adúlteros —los transgresores de las normas socialmente aceptadas en general— desistieran en su conducta o, al menos, se guardaran de introducirla en ese espacio tan peculiar en la época moderna como fue lo «público y notorio». Fundamentalmente me refiero a la murmuración y al escándalo. En la documentación destaca este hecho como un agravante: «con mui poco recato, de todo lo qual, por ser como es [cosa] tan pública, a avido y ai en toda la vecindad mui grande nota, escándalo y murmuración». La fuerza que llegó a tener esta «censura» social puede ayudarnos a comprender hasta qué punto ciertos aspectos de la vecindad aparecen con pleno vigor en esta época. Por encima del respeto a la familia se percibe el miedo al «qué dirán», lo que a su vez podría ser indicio de la supremacía de ciertos códigos de comportamiento social sobre determinados sentimientos y afectos.

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La actitud de la comunidad en estos casos ha sido analizada desde la antropología como una agresividad que, en último término, puede contribuir a la estabilidad social, puede tener efectos cohesivos para la sociedad en su conjunto. Dicha agresividad ha sido considerada como una parte integral de las comunidades del sur de España102. La tesis es que el comportamiento agresivo —generalmente considerado en las ciencias sociales como algo destructivo y disfuncional— puede ser socialmente útil si se desplaza hacia formas de violencia simbólica —encubierta, disfrazada, dispositivos como la murmuración y otras sanciones informales de la opinión pública—. Mediante el sentimiento de hostilidad que hay en todo comportamiento agresivo, y el brote de conflictos interpersonales a que conduce, la comunidad logra prevenir algunas desviaciones al tiempo que salvaguarda e incluso refuerza la tradición. Y además, dada la inmediatez con que actúa, lo hace incluso con más eficacia que algunos dispositivos oficiales. A mediados del siglo XVII, el diplomático murciano don Diego Saavedra Fajardo retrataba la fuerza con que actuaba la murmuración señalando que ante ella se doblegaba incluso la cabeza del rey: «Lo que no alcanza a contener o reformar la ley, se alcanza con el temor de la murmuración, la cual es acicate de virtud y rienda que la obliga a no torcer del camino justo (...) aunque la murmuración en sí es mala, es buena para la república, porque no hay otra fuerza mayor sobre el magistrado o sobre el príncipe. ¿Qué no acometiera el poder, si no tuviera delante a la murmuración? (...) La murmuración es argumento de la libertad de la república, porque en la tiranizada no se permite. Feliz aquélla donde se puede sentir lo que se quiere y decir lo que se siente»103. Frente a este elogio de lo que, pasado un tiempo, evolucionaría hasta la libertad de opinión y el derecho de crítica —a partir del siglo XVIII las dos armas fundamentales de la modernidad política frente a la primacía del mercado104—, la murmuración entendida como «chismorreo» fue condenada con insistencia como un vicio en muchas obras del Siglo de Oro105. La vida cotidiana de cada individuo se desarrollaba ante el ojo avizor de los

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vecinos. Todo el mundo murmuraba libremente sobre los detalles íntimos de las relaciones privadas, y no dudaba en denunciar —a veces falsas— violaciones a las normas de la comunidad para que fueran investigadas por los tribunales eclesiásticos106. Son llamativas la frecuencia, la facilidad y la familiaridad con que la gente aparece en los documentos testificando sobre las supuestas faltas de los demás. Esto era sobre todo lo que más se lamentaba, el acecho entre vecinos, el vivir en un estado de policía sin cuartel: «Pónese la otra en su ventana y el otro a su puerta en asecho de la casa de su vecino, por saber quién salió antes del día o cuál entró a media noche, qué trujeron o qué llevaron, sólo por curiosidad, y de aquello averar o inferir sospechas, que por ventura son de cosas nunca hechas. Hermano, hermana, quítate de ahí. Ayude Dios a cada uno, si hace o no hace, que podrá ser no pecar la otra y pecar tú. ¿Qué te importa su vida o su muerte, su entrada o su salida? ¿Qué ganas o qué te dan por la mala noche que pasas? ¿Qué honra sacas de su deshonra? ¿Qué gusto recibes en eso?»107. Para evitar la murmuración y el escándalo los adúlteros se esforzaban siempre en ocultar sus relaciones, protegerse de la mirada inquisitorial de los vecinos. Lo cual era difícil, lógicamente, cuando no imposible. Con frecuencia el encubrimiento se procuraba mediante citas en la casa de algún proxeneta, normalmente una mujer que se ganaba la vida cediendo su vivienda para tales fines. En la época recibía el nombre de cobijadera, según Sebastián de Cobarrubias, «por ser encubridora de los fornicarios y adúlteros»108. El profesor Luis Coronas Tejada ha señalado la existencia de algunas de ellas en Jaén: «doña Úrsula de las Heras, mujer soltera, había convertido su vivienda en casa de citas por 1666 actuando ella de encubridora y además acogía ‘mujeres de mal vivir’; también María de Ortega hacía de su vivienda casa de lenocinio; otra casa de citas situada en la calle Maestra Baja era la de María de Guzmán en la que solían haber tanto festejos como alborotos»109. La existencia de estas cobijaderas fue constantemente denunciada. Siguiendo con Mateo Alemán, señalaba cómo «en muchas casas que se tienen por muy honradas, entran muchas señoras, que

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al parecer lo son, a dejarlo de ser, debajo de título de visita, por las dificultades que en las proprias tienen, y otras por engaño, que de todo hay, todo se practica. Y para la gente principal y grave no se descuidó el diablo de otras tales cobijaderas y cobijas»110. En realidad, no sólo la gente «principal» se valía de estos ardides. Por ejemplo, en 1718 los vecinos de Torredonjimeno denunciaron el adulterio que Juan de Arias cometía con Juana Perfecta Barranco en casa de una viuda, Elvira de Ortega, que obtenía el sustento de este modo111. Aguardaban para encontrarse a que hubiera alguna fiesta en la villa, de modo que las calles estuvieran lo más desiertas posible. Con todo, varios fueron los testigos que habían visto a la acusada caminar misteriosamente vistiendo una pollera y una mantellina con la que se cubría la cara. Otros la habían visto salir de su casa tapada con un manto, recorriendo las calles menos transitadas de la villa. Como vemos, el tapado no constituía la forma más eficaz, pero tal vez sí la más audaz con que las mujeres trataban de sortear la vigilancia habitual. Envueltas por una enorme capa sin mangas que las cubría desde la cabeza a los pies, el rostro oculto por un velo o por el extremo mismo de la capa, casadas y solteras trataban así de pasar en el anonimato más riguroso. Ya en tiempos de Felipe II, las Cortes de Castilla habían protestado «a causa de que, en aquesta forma, no conoce el padre a la hija, ni el marido a la mujer, ni el hermano a la hermana, y tienen la libertad, tiempo y lugar a su voluntad y dan ocasión a que los hombres se atrevan a la hija o mujer del más principal como del más vil y más bajo». Sin embargo, la práctica se mantuvo intacta durante todo el siglo XVII y parte del XVIII a juzgar por la cantidad de quejas y comentarios que siguieron lanzándose contra tapadas112. En el ejemplo que nos ocupa, algunos vecinos intentaron que la mujer del adúltero, Juana Gallegos, atrapara a la pareja de amantes en uno de sus encuentros, pero no lo consiguieron. El escándalo suscitado —tanto por la actitud de la alcahueta como por la de los adúlteros— fue tal que Francisco de Hoya, vecino en la misma calle, llegó «a decirle a la dicha Elbira de Ortega no recoxiera en dicha su casa para trato ilízito al dicho don Juan de Arias y a la dicha muger casada», entablándose una pendencia entre ambos que provocó la intervención inevitable de la justicia. Otros individuos ideaban medios con mayor ingenio para

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encubrir su conducta. Sucedió así, por ejemplo, cuando en el verano de 1678 el licenciado Alonso de Mora «las más de las noches muda de traje, vistiéndose en forma de fantasma para asombrar a las gentes, y con maior seguro entrar en diferentes casas de mugeres onrradas de la dicha villa [Torredonjimeno], a quererlas forsar y a otras desacreditar113. Entre los vecinos se extendió rápidamente la creencia en el supuesto fantasma. Por causa de éste, la gente evitaba permanecer sentada de noche tomando el fresco en las puertas de sus casas. Un día se descubrió todo gracias a la intervención de dos clérigos que, no creyendo en las historias que se rumoreaban, asaltaron a la figura que paseaba por las calles atemorizando a sus moradores. Capturaron al acusado vestido con «una túnica blanca, con su careta, con un capirote largo azia lo alto, con algunos tiznones en dicho capillo y cara (…) una traba de yerro rastrado para hazer rruido y amedrentar la gente». El licenciado Alonso trató de explicar su conducta a sus captores, diciéndoles que «por amor de Dios no lo dijesen a nadie ni se maravillasen, que eran cosas de honbres y que el diablo le había engañado, porque con dicho traje yba a entrar en casa de zierta muger, y por no ser conozido se bestía en dicha forma, para que los que estaban en las puertas tomando el fresco se rrecojiesen con temor de dicha fantasma». Anteriormente ya se ha comentado que la Edad Media había puesto fin a una etapa caracterizada por el escaso papel social de la mujer, derivado de un concepto negativo rayano en la misoginia. Esto no significa que el binomio hombre-mujer escapara del reparto de funciones característico de la sociedad estamental. Frente al intercambio de las mismas que se aprecia en la actualidad, en la Edad Moderna estaban expresamente determinadas las tareas específicas de cada sexo, «siendo tal vez las del hombre las más valoradas socialmente, si bien, como en el caso de los estamentos, existe un reconocimiento al menos teórico de las funciones de la mujer y de su carácter básico e insustituible»114. Ahora bien, como sabemos, en el matrimonio podían converger múltiples factores, entre ellos conveniencias familiares o razones de linaje, que en realidad solían convertir algunas uniones matrimoniales en meras imposiciones paternas. En tales casos es fácil sospechar que el amor ha sido relegado y, en último término, que se trata de matrimonios con muchas posibilidades de fracaso. El pretender evadirse de una situación que, con el tiempo, acabaría

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siendo tediosa pudo mover a determinado número de mujeres a cometer adulterio. Lo cual también explicaría el interés de la Iglesia por garantizar la libertad de los contrayentes a la hora de casarse. El matrimonio se empieza a concebir «como unión de dos almas, fundación de una casa que más que patrimonio, será hogar y semillero de virtudes morales»115. Como vías de escape a un posible fracaso matrimonial y a la sordidez que pudiera caracterizar las relaciones domésticas —a veces incluso con violencia—, las relaciones extraconyugales representaban, sin embargo, una solución compleja y mucho más arriesgada para la mujer que para el hombre. En la época, la culpabilidad última en temas de infidelidad se atribuía a todo lo femenino. Entre otras cosas porque —ya ha sido dicho— era en la mujer en quien se entendía la observancia de la autoridad impuesta mediante el matrimonio. De aquí que aquélla se perciba claramente en el centro de la vorágine que constituyen las críticas contra la infidelidad. De acuerdo con los últimos ejemplos documentales que se han empleado, las relaciones extraconyugales «eran cosas de honbres», había dicho Alonso de Mora para justificarse, y Francisco de Hoya distinguía entre Juan de Arias y «dicha muger casada», cuando en realidad ambos lo estaban. Alonso de Andrade resumía así las razones por las cuales el adulterio era más perjudicial y censurable en las mujeres: «por los inconvenientes que causan, ya en la hacienda, gastando lo que sus maridos ganan con el adúltero, ya en los hijos, suponiendo los que no son legítimos por legítimos, ocasionando muchas injusticias en los bienes temporales, ya en las honras, porque las quitan a sus maridos, a sus hijos y a todo su linaje; ya en las vidas, porque el día que abren puerta al adulterio, la abren al homicidio y a las guerras y discordias domésticas con los de casa y los de fuera»116. Por supuesto el adulterio nunca estaba justificado, su reprobación es evidente tanto para hombres como para mujeres. Pero la conducta de una esposa que es infiel a su marido siempre está acompañada por un escándalo mayor que el caso contrario. Un apunte más: los testimonios procuran mantener en el anonimato a Juana Perfecta Barranco, quien cometía adulterio en Torredonjimeno con Juan de Arias, como ha sido expuesto.

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Conocemos su nombre gracias a una carta confidencial que el alcalde mayor de la villa envió al tribunal y se adjuntó en los autos. En ello existe una intencionalidad eminentemente masculina: salvaguardar la honra del marido, de suerte que se procura mantener en secreto el nombre de la mujer «por su estado de casada». La incuestionable fidelidad de la esposa y la igualmente incuestionable virginidad de las hijas constituían los pilares sobre los que descansaba la honra del padre y, por extensión la honra del resto de los miembros de la familia. Era casi una exigencia que el cabeza de familia reaccionase de forma violenta ante la aparición de la infamia familiar, matando a la esposa o a la hija, puesto que sólo la venganza podía restaurar la honra perdida. Como decíamos al comienzo de este epígrafe, la ley sancionaba esta práctica violenta. Las Siete Partidas ya lo habían hecho, en buena medida117. Pero el procedimiento establecido disuadía en cierto modo al exigir el conocimiento público del asunto: la publicidad aumentaba aún más la infamia del ofendido, de modo que lo normal sería que los esposos engañados procuraran evitar su trascendencia antes que nada. Es cierto que han llegado hasta nosotros algunos asesinatos famosos por esta causa, pero precisamente el hecho de que fueran recordados, comentados e incluso llevados al teatro demuestra más bien que los mismos eran poco habituales. Además, algunos casos de venganza no solían atenerse a las disposiciones de los ordenamientos legales, y quienes los perpetraban se convertían en convictos de asesinato, siendo perseguidos por la justicia. En este sentido, un jesuita cuenta que en Jaén, en 1634, «mató un escribano a su mujer con menos causa; levantóse el género femenino de manera que para sosegarlo fue menester con presteza ahorcar al malhechor»118. La honra. De nuevo la mujer Cuanto se ha expuesto hasta aquí nos sitúa de nuevo ante la concepción de la mujer. La honra es un valor que atraviesa de vértice a vértice los entresijos de la sociedad en la España moderna. En parte, a lo largo de este capítulo ya ha sido necesario introducir algunas

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nociones que, explícita o implícitamente, hacen referencia a ella. Según Covarrubias119, la honra es la «reverencia, cortesía que se haze a la virtud, a la potestad, algunas vezes se haze al dinero», en cuyo caso cabe equipararla al honor, que en último término dependía de la sangre, del sexo y del estatus social. La obsesión colectiva por el honor constituyó una de las preocupaciones más típicas de la sociedad española del siglo XVII —sin apenas distinción de clases—. La huella que ha dejado en la literatura de la época es una prueba palpable de ello. Pero la aceptación individual de este código social a veces constituía una dura prueba, dando lugar a situaciones de rebeldía. No obstante, presentar la honra como honor parece una equivalencia de conceptos bastante desacertada. Es cierto que la honra formaba parte del cuadro del honor, pero éste no se limitaba a aquélla. La primera contiene una carga que relaciona directamente el prestigio del hombre con la conducta de la mujer, mientras que el segundo comprende muchos más aspectos —el trabajo, por ejemplo—. En principio, la sociedad moderna convierte a la mujer en depositaria de la honra de su propia familia. Un emigrante a Indias en el siglo XVI, Rodrigo del Prado, aconsejaba a su hermano con estas palabras: «os digo que abráis el ojo en mirar por nuestra hermana y se os ponga por delante que es mujer, y que su honra es la mía y la vuestra y la de todos»120. Puesto que el término «soltera» casi tenía una connotación peyorativa, doncella era la mujer que se preparaba para el matrimonio, aproximadamente desde los doce hasta poco más de veinte años121. Como al resto de sus componentes, la sociedad moderna había perfilado sus contornos: obediente, casta, modesta, vergonzosa y retraída. Así aparece retratada en los libros de doctrina: «con mucho orden y concierto, los ojos bajos, el rostro sereno, el paso grave, y no apresurado ni espacioso; en todo representando gravedad, honestidad y madurez»122. Callada y recluida, respetando la clausura doméstica que la guardaba, «cerradas a cal y canto todas las puertas, todas las portillas por donde pueda venir algún peligro», en atención a la honra familiar. Sin embargo, el «encierro doméstico» no fue una realidad generalizable en la época. Sobre todo afectó a mujeres que pertenecían a grupos sociales para los cuales el código del honor era

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inexcusable: las «clases» urbanas medias y altas. Por el contrario, y pese a la famosa «permeabilidad» de los ideales de las élites hacia la base de la pirámide social, las mujeres de estratos urbanos más bajos ni las mozas campesinas se vieron sometidas a él. Del mismo modo que había «encierro doméstico» para determinadas mujeres, también había recursos para ser evitado. Procesiones, fiestas religiosas o romerías brindaban ocasiones no sólo para escapar de casa, sino también para introducir en ellas a algún amante —ya hemos tenido oportunidad de ver algunos ejemplos documentales—. Uno de los ardides más denunciados por un nutrido número de autores de la época fue la visita a los templos. Éstos parecen convertirse a menudo en un escenario perfecto para los usos del galanteo. Los galanes paseaban por ellos para mirar y ser mirados, componiéndose para la ocasión. Hallamos abundantes ejemplos literarios: «Los galanes desean los domingos / para ver a sus damas en la iglesia», decía Agustín de Rojas Villandrando123. Guzmán de Alfarache, el personaje de Mateo Alemán, nos lo describe con estas palabras: «Amaneció el domingo. Púseme de ostentación y di el golpe con mi lozanía en la Iglesia Mayor [de Toledo] para oír misa, aunque sospecho que más me llevó la gana de ser mirado; paseéla toda tres o cuatro veces, visité las capillas donde acudía más gente, hasta que vine a parar entre los dos coros, donde estaban muchas damas y galanes»124. Además, la madre del pícaro literario se «había cursado» en la capilla de Nuestra Señora de la Antigua de la catedral de Sevilla, un lugar que tenía fama en este tipo de fines poco religiosos125. Las quejas morales contra esta costumbre eran constantes, y sobre todo se reprochaba con cierta amargura la ligereza de los jóvenes: «Mozos livianos que venís a las iglesias no sólo a ofender a Dios, y en sus barbas y en su casa estáis guiñando a la una y pellizcando a la otra, y haciendo señas y otros peores ademanes, poniéndoos en las puertas de las iglesias»126. Para los padres que querían preservar su honra en la persona de una hija doncella, el hacerlas acompañar a misa por un escudero o dueña podía ser un exceso de confianza. Por ejemplo, las dueñas, las mujeres que comúnmente «sirven con tocas largas y monjiles»127, eran uno de los dardos más encendidos de la literatura de nuestro Siglo de Oro: «suelen ser las tales ministros de Satanás, con que mina y postra las fuertes torres de las más cas-

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tas mujeres; (...) no habrá traición que no intenten, fealdad que no soliciten, sangre que no saquen, castidad que no manchen, limpieza que no ensucien, maldad con que no salgan»128. Cuando la mujer contraía matrimonio, también pasaba a convertirse en depositaria de la honra de su marido y de la familia de éste. Alonso de Belorado escribía a su cuñada tratando de hacerle ver el inconveniente de «quedar vuesa merced ahí sola, y ser vuesa merced en quien todos tenemos puesta y depositada nuestra honra. Pero (...) estoy muy cierto y seguro que todo el tiempo que mi hermano estuviere ausente, vivirá vuesa merced en el encerramiento, recogimiento y clausura que a todos importa»129. Mateo Alemán lo describía del modo siguiente: «Como si no supiésemos que la honra es hija de la virtud, y tanto que uno fuere virtuoso será honrado, y será imposible quitarme la honra si no me quitaren la virtud, que es el centro della. Sola podrá la mujer propria quitármela, conforme a la opinión de España, quitándosela a sí misma, porque, siendo una cosa comigo, mi honra y suya son una y no dos, como es una misma carne»130. Encontramos aquí uno de los pilares en que se basaba esta mentalidad: la concepción del matrimonio como unión de dos personas en una sola carne. Así pues, afirma un personaje en El Quijote: «Y tiene tanta fuerza y virtud este milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas sean una mesma carne (...) Y de aquí viene que, como la carne de la esposa sea una mesma con la del esposo, las manchas que en ella caen, o los defectos que se procura, redundan en la carne del marido, aunque él no haya dado, como queda dicho, ocasión para aquel daño (...) así el marido es participante de la deshonra de la mujer, por ser una mesma cosa con ella. Y como las honras y deshonras del mundo sean todas y nazcan de carne y sangre, y las de la mujer mala sean deste género, es forzoso que al marido le quepa parte dellas y sea tenido por deshonrado sin que él lo sepa»131. El arma más valiosa para que la honra familiar no llegara a

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estar mancillada era la educación de la mujer, dentro de los patrones socialmente establecidos en la época —una vez más se aprecia el valor de la mujer como madre que educa—: «Su puerta cerrada, su hija recogida y nunca consentida, poco visitada y siempre ocupada. Que del ocio nació el negocio. Y es muy conforme a razón que la madre holgazana saque hija cortesana y, si se picare, que la hija se repique y sea cuando casada mala casera, por lo mal que fue dotrinada. Miren los padres las obligaciones que tienen, quiten las ocasiones, consideren de sí lo que murmuran de los otros y vean cuánto mejor sería que sus mujeres, hermanas y hijas aprendiesen muchos puntos de aguja y no muchos tonos de guitarra, bien gobernar y no mucho bailar. Que de no saber las mujeres andar por los rincones de sus casas, nace ir a hacer mudanzas a las ajenas»132. Mateo Alemán volverá a insistir en el tema de la honra respecto a las viudas. Puesto que la mentalidad de la época concibe a la mujer como un ser débil por naturaleza e incapaz de hacerlo por sí misma, la familia debía arbitrar los medios para preservar su honra sin mancha, sobre todo cuando se trataba de viudas jóvenes. El concierto de un nuevo matrimonio y la vigilancia atenta hasta que éste se llevara a término era la mejor forma de mantener esa honra familiar inmaculada. Esto acaba constituyendo otra de las muchas paradojas de la sociedad moderna: a veces ocurría que las disposiciones familiares para el futuro de una viuda eran incompatibles con el respeto que, por otra parte, ésta debía a su difunto esposo. Por ejemplo, María de Soria, viuda vecina de Úbeda, deseaba contraer nuevo matrimonio en 1659 pese a la opinión de los padres de su anterior marido, que se oponían a que se casara tan pronto por haber enviudado hacía poco tiempo133. Parece haber sido frecuente en las sociedades agrarias tradicionales que las viudas tardaran en contraer segundas nupcias, atendiendo más al cuidado de los hijos. Por el contrario, los viudos tendían a hacerlo antes, sobre todo considerando que «muchos progenitores enviudados se enfrentaban a la responsabilidad de cuidar de los hijos y un nuevo matrimonio no sólo era de gran ayuda en la casa, sino también en el trabajo de la granja o el

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taller»134. En cualquier caso, el ejemplo de María de Soria nos permite observar el contraste con la práctica común entre la nobleza castellana de asignar a las mujeres cantidades anuales como pensiones de viudedad. Dichas pensiones se consignaban sobre la renta líquida de los mayorazgos del marido, y alcanzaron una cuantía tan considerable que a menudo la supervivencia de una viuda era muy costosa para el sucesor de los vínculos paternos. A partir del siglo XVIII esta práctica se hizo extensiva al resto de la Península135. La ausencia de este oneroso inconveniente entre la gente sencilla pudo ser un obstáculo menos para que la familia del difunto, en defensa del respeto hacia la memoria de éste, se opusiera a un nuevo matrimonio de la viuda, como parece ocurrir en el caso de María de Soria. Frente a la costumbre nobiliaria que acabo de reseñar, cuando no había testamento, según los ordenamientos castellanos heredaban los hijos o parientes con preferencia a la viuda. En todo caso a ésta se le devolvía su dote más la mitad de las ganancias. Sobre estas últimas las leyes del Estilo, confirmadas por Felipe II en 1566, mandaban que se adoptaran las costumbres de los pueblos, resolviendo que «los bienes que han marido y mujer (...) son de ambos por medio, salvo los que provare cada uno que son suyos apartadamente»136. De acuerdo con ello, determinadas mujeres podían gozar de un mayor beneficio, si tenemos en cuenta que el marido casi nunca había hecho el inventario de lo que exclusivamente era propiedad suya —salvo si se trataba de un labrador con tierras u otro miembro de la élite terrateniente—. Así pues, por lo general en los reinos de Castilla la viuda tenía derecho a llevarse como ganancias la mitad de todo lo que restaba del patrimonio conyugal una vez sacada la dote, independientemente de que hubiera o no pertenecido sólo al marido difunto. Por el contrario, la legislación de los reinos de Aragón era completamente diferente. La mujer tenía derecho a una viudedad equivalente a la mitad del precio de la dote —cantidad conocida como creix— que perdía en caso de que contrajera segundas nupcias, según habían dispuesto las Cortes de 1329137. En cierto sentido, el marido podía partir de esta vida con la confianza puesta en que su viuda lo pensaría bien antes de contraer un nuevo matrimonio. No faltaron espíritus críticos contra esta prác-

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tica, atentos más al peligro de deshonra que podía suponer: «—¿Cómo sus deudos consienten, si tan principal es, que una señora, y tal, esté con tanto riesgo? Porque juventud, hermosura, riqueza y libertad nunca la podrán llevar por buenas estaciones. ¡Cuánto mejor sería hacerla volver a casar que consentirle viudez en estado tan peligroso! Y díjome: —No lo puede hacer sin grande pérdida, pues el día que segundare de matrimonio, perderá la hacienda que de su marido goza, que no es poca, y siendo viuda, será siempre usufrutuaria de toda. Entonces dije: —¡Oh dura gravamen! ¡Oh rigurosa cláusula! ¡Cuánto mejor le fuera hacer con esa señora y otras tales lo que algunos y muchos acostumbran en Italia, que, cuando mueren, les dejan una manda generosa, disponiendo que aquello se dé a su mujer el día que se casare, que para eso se lo deja, sólo a fin que codiciosas della tomen estado y saquen su honor de peligro!»138. Exaltación del matrimonio frente al problema de la despoblación De acuerdo con lo que se viene exponiendo, la mentalidad de la época moderna culpó particularmente a la mujer, una vez más, del bajo índice de matrimonios. Cierto o no, éste se consideró como la causa inmediata de uno de los problemas más graves que los tratadistas observaban en España: la despoblación. Siguiendo con el memorial de Martín González de Cellorigo como ejemplo bastante representativo, el autor denunciaba que la verdadera catástrofe demográfica de su tiempo —por encima de epidemias, guerras, ciclos de hambruna, etc.— era la preferencia de la soltería en detrimento del «fruto virtuoso del matrimonio, con se fertilizar nuestra República de buena gente, habida y procreada de legítimos y honrados padres (...) huyendo del matrimonio desamparan la procreación y dan en extremos viciosos (...) de donde, si salen hijos, ni son criados ni sustentados y así se hace falta al aumento de la República»139. Sobre la cuestión de los hijos volveremos más adelante. De momento nos interesa conocer los factores a los que se atribuía esta situación. En la época moderna, es probable que España estuviera pró-

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xima al modelo occidental en lo que se refiere a una elevada proporción del celibato140. Su alarmante extensión explica que fuera denunciado por los arbitristas e ilustrados una vez tras otra, llegando a constituir uno de los motivos de mayor preocupación durante los siglos XVII y XVIII por considerarlo un auténtico lastre demográfico y social. De hecho la ofensiva a favor del matrimonio, que había dado comienzo con los erasmistas y fue continuada después por los teólogos contrarreformistas —pese a las declaraciones del concilio de Trento sobre las excelencias de la virginidad frente al matrimonio—, obedecía a un paulatino desprestigio de la vida matrimonial y a la paralela exaltación idealizada de la «soltería feliz» masculina. El contraer matrimonio dependía en gran medida de las posibilidades económicas de los futuros cónyuges y, por tanto, de la posibilidad de encontrar un asentamiento independiente y disponer libremente de los bienes hereditarios. Por otra parte, el continuo flujo emigratorio de la población masculina hacia América, a los territorios europeos de la monarquía hispana o, incluso, hacia zonas más ricas de la propia Península Ibérica desequilibraban las tasas de masculinidad, lo cual provocaría una elevada proporción de celibato femenino. Además, aunque no llegara a ser una característica peculiar del siglo XVII, la crisis de los años centrales de la centuria contribuiría a propiciar la soltería, aumentando, en cambio, de forma alarmante las filas del clero. Este tipo de causas no fueron advertidas, por lo general. Para el licenciado González de Cellorigo existían varias razones por las cuales, en su tiempo, se prefería la soltería frente al matrimonio —opiniones que compartía con la mayoría de sus coetáneos, y de ahí que este memorialista sea representativo—. Algunas ya han sido anticipadas, como, por ejemplo, la existencia de amancebamientos —por los cuales, según el autor, había «muchos que, hallando anchurosa entrada a la deshonestidad de sus apetitos, no quieren venir al yugo del matrimonio»141—; también la falta de castigo para estos pecados o delitos, debido a la ineficacia de la justicia. Indefectiblemente la mujer era la responsable principal de lo primero —dice el autor—; más aún en adulterio, puesto que entonces ofrecía a un hombre que no era su marido la oportunidad de satisfacer sus apetitos carnales sin tener que contraer matrimonio, al tiempo que perjudicaba la honra del esposo. Esto último, concluye, repercutía en que muchos hombres indecisos no quisieran aventu-

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rarse en un «un estado que a tan grave dolor está dispuesto»142. Las imputaciones del licenciado González de Cellorigo contra la mujer de su tiempo como causante de la preferencia masculina de la soltería no acaban en el adulterio. En consonancia con la mentalidad general de la época, también denunció la ostentación y el lujo en los hábitos con que algunas mujeres deseaban vivir, en perjuicio de otras que demostraban ser más recatadas, como causa de que muchos hombres no desearan la vida marital, puesto que, atraídos por aquéllas, desestimaban el recogimiento de éstas: «las mujeres son gravemente costosas según el estado presente, y tales algunas que, por el desorden de su vida, pierden las muy nobles y honradas (…) doncellas muy virtuosas, por faltarles las dotes, se están arrinconadas perdiendo de su virtud por el exceso de las otras que, siguiendo sus apetitos desenfrenadamente en los gastos y en otras cosas ignominiosas, son causa que los hombres aborrezcan el matrimonio, por no ver en sus casas lo que ven en las ajenas»143. Vestidos costosos y abuso de cosméticos, perfumes y adornos son algunos de los puntos que el tratadista rechazaba radicalmente con estas palabras. Pero lo cierto es que los hábitos femeninos ofrecían un notable contraste entre la mujer humilde y las damas nobles o más acomodadas —el ejemplo con que finalizábamos el capítulo anterior no es generalizable, por supuesto—. Así pues, las palabras del licenciado deben atribuirse al ambiente en que vive más que a la propia realidad del país —en 1600, año en que aparecía el memorial, Valladolid recuperaba la Corte temporalmente—. No dejan de estar circunscritas en el criterio moralista que adoptaban otros autores del momento. Así pues, la literatura del Siglo de Oro abundó en el tema de las mujeres derrochadoras, a cuya causa atribuía el hecho de que un buen número de hombres desestimaran el matrimonio para evitar ser arruinados por la ostentación de su mujer. A lo cual en muchas ocasiones se añade —seguimos en el mundo literario— que este tipo de mujeres finalmente se cansaban de sus maridos y, cuando no les quedaba nada, levantaban falsas acusaciones para obtener el divorcio. El pícaro Guzmán, por ejemplo, en una de las etapas de su

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vida caracterizadas por una relativa estabilidad económica, contrae matrimonio con una mujer que lo acaba llevando a la ruina. Un problema agravado porque ella gasta el dinero del marido, pero quiere dejar intacta su dote, en grave perjuicio de la economía familiar. Al fin la mujer se cansa y acusa falsamente a su marido de amancebamiento para deshacer el matrimonio, murmurando y sobornando testigos para ello144. Finalmente, movido por el desengaño propio de su tiempo, el autor pone las siguientes palabras en labios del protagonista de su obra: «Si en este tiempo se hiciera la ley en que dieron en Castilla la mitad de multiplicado a las mujeres, a fe que no sólo no se lo dieran, empero que se lo quitaran de la dote. Debían entonces de ayudarlo a ganar; empero agora no se desvelan sino en cómo acabarlo de gastar y consumir»145. El gobierno se hacía eco de estas protestas, pero las pragmáticas que se dictaron para regular y controlar este aspecto tuvieron escasos efectos en la práctica. Para Martín González de Cellorigo la solución de muchos problemas consistía en «acortarles la ropa y excesivos trajes (…) moderarles las acciones, que divierten a los hombres del matrimonio, poniendo tasa al desorden de sus gastos, reduciendo este estado en cuanto es posible a la conservación del verdadero amor»146. Relacionado con todo ello, aunque en esta ocasión disculpando a la mujer, el autor del memorial acusa la importancia social atribuida a la dote como causa de despoblación, en tanto que perjudicaba al matrimonio y, por consiguiente, a la procreación. A su juicio, la constitución de dotes era un obstáculo porque los hombres valoraban el sacramento sólo en la medida en que les permitía vivir con la dote aportada por la mujer. Quienes carecían de medios para construir una dote cuantiosa quedaban marginadas de poderse casar: «tenidos los nuestros tanto a las dotes, que quieren mujeres que los sustenten y éstos que huelgueen y paseen, y está ya en tan poca estimación la virtud y el oro y la plata la contrapesan, de suerte que las que la siguen padecen y las que no la abrazan por medio del interés de sus dotes merecen»147. Asimismo opinaba que la construcción de dotes para ingresar en un convento religioso o para contraer matrimonio era uno de

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los males más perjudiciales de su tiempo. En el primer caso porque muchas doncellas que quisieran ingresar en alguna de las comunidades religiosas no pudieran hacerlo debido a la falta de medios con que ser dotadas148. En ambos porque suponían la división constante de bienes patrimoniales, con lo cual se agrava la situación económica. No es extraño, a tenor de este testimonio, que los padres más acomodados y los pequeños y medianos nobles con abundante descendencia femenina quedaran con más posición social que ducados en sus bolsas: «Las religiosas no sólo padecen en cuanto a las dotes, sino en cuanto a las necesidades de aquellos que con velo de justicia, religión, las hacen gastar lo poco que tienen (...) y apartan a muchas mujeres virtuosas y honradas de seguir este dichoso estado tan necesario a nuestra República, por no poder llegar sus dotes a tantos gastos como la impropiedad y abuso de estas causas ha causado (...) Lo que más han trabajado los antiguos Legisladores es (...) que por causa de las dotes las familias no fueses desmembradas como lo vemos en las más honradas casas de nuestra España, las cuales por medio de las facultades que para construir dotes se les han dado, han venido a consumir la mayor parte de sus rentas y quedar con la necesidad que las vemos»149. El autor, al igual que otros pensadores de la España Moderna, atisba la ventaja que otros países tenían sobre los reinos de España respecto a las dotes: «si en otras Repúblicas son dotadas, ellas son las que han de dotar los maridos [en la nuestra]»150. Y lo cierto es que sus advertencias en esta materia tal vez no fueran descaminadas. Hay autores que han señalado cómo en determinadas regiones de la Península, en una época de quiebra demográfica, de estancamiento productivo y de paulatino endeudamiento señorial, precisamente «son las dotes ofrecidas en el siglo XVII, y no las setecentistas, las que movilizan mayores capitales»151. El gobierno de la monarquía, no obstante, desatendió este tipo de consideraciones. Saavedra Fajardo desarrollará la misma idea entre los consejos que da al futuro Carlos II sobre la prioridad de mantener la solvencia económica de las familias nobiliarias, y aquéllas más acomodadas, como uno de los pilares básicos del Estado. Una de las medidas por adoptar en este sentido

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—dice el diplomático murciano— sería establecer límites en prácticas como la construcción de dotes. Desde una postura propia del humanismo, señala que con esto se eliminaría el principal obstáculo para contraer matrimonio, al tiempo que se valoraría a las esposas en virtud de sí mismas, y no por la mayor o menor cuantía de sus bienes: «Esta atención es grande en Alemania, y por esto antiguamente no se daba dote a las mujeres, y hoy son muy cortas, para que solamente sea su dote la virtud y la nobleza, y se mire a la calidad y partes naturales, y no a los bienes. Con que más fácilmente se ajusten los casamientos, sin que la cudicia pierda tiempo en buscar la más rica»152. El licenciado Martín González de Cellorigo apunta una última advertencia sobre los daños causados por no atender al buen curso de los matrimonios. En su opinión, gran parte de culpa debe atribuirse a los señores que no permiten que sus criados y siervos contraigan este estado, puesto que de ello deriva que muchos se entreguen a la promiscuidad. El caso se agrava cuando nacen hijos, puesto que suelen ser abandonados como expósitos: «Concierne a esto mucho el cuidado de criar los hijos, de que hay gran falta en nuestra España, particularmente en los expósitos, los cuales casi todos perecen (...) cuyo origen por la mayor parte toma el no procurar los que tienen en su casa, criados y sirvientes, casarlos y remediarlos. Porque antes les impiden su comodidad y quieren que no se casen, y haciéndolo ellos, los desamparan y echan de sus casas (...) Y así los sirvientes que pudieran tomar el estado se disponen a mala vida y a los pecados a que están dispuestos la gente moza»153. «Criar a los hijos en buena educación». Algunos apuntes más Entre las definiciones de la época sobre qué se entendía por matrimonio, figura la que lo establece como un contrato vinculante según el cual quienes lo otorgan «quedan unidos, y pueden pedir y pagar el débito, y están obligados a asistirse y criar a los

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hijos en buena educación»154. Puesto que ya se ha dedicado un apartado específico al tema de la infancia en la vida familiar, aquí sólo nos interesan algunos aspectos relacionados con la procreación. Junto con la educación, ambos aspectos eran entendidos como uno de los bienes del matrimonio entre las concepciones de la época moderna, y, por tanto, relacionados con la búsqueda de estabilidad social que venimos perfilando. La procreación nos sitúa ante uno de los temas que, por el atractivo que gozan en la reciente historiografía, han sido llevados a debate: la adopción de métodos anticonceptivos, infanticidios, supremacía de códigos de comportamiento social sobre sentimientos como la maternidad, relaciones entre padres e hijos, etc. De entrada, hay que decir que la Iglesia consideraba como uno de los «impedimentos dirimentes» para recibir el sacramento la conditio. Es decir, establecer alguna condición antes de contraer matrimonio en contra de cualquiera de sus tres bienes. En concreto contra el bonum prolis: «Casémonos, pero con condición, que hemos de seminar extra vas, o que tú has de tomar bebidas para abortar o hemos de matar los hijos»155. Para José Andrés-Gallego156 muchas propuestas en torno a estas cuestiones no aclaran suficientemente los objetivos que en un principio perseguían los distintos análisis que se han ocupado de ellas. El elevado índice de natalidad que nos muestra la época moderna, salvo excepciones, desacredita que hubiera un estancamiento demográfico ocasionado por la continencia sexual voluntaria de corte católico. Por otra parte, la coincidencia que parece existir entre el aumento de prácticas anticonceptivas y el descenso de la mortalidad infantil en determinados ámbitos lleva directamente a cuestionarnos: ¿se empieza a frenar artificialmente la natalidad allí donde la mortalidad desciende? Antes de aventurar una respuesta afirmativa en este sentido, el autor señala que no es posible despreciar muestras de verdadero amor paterno-filial. Como ya ha sido señalado aquí, sería erróneo considerar exclusivamente los argumentos en torno a los abandonos en hospicios o en las puertas de los templos —prácticas alternativas al aborto y al infanticidio—, al incremento de los servicios de nodriza, etc. Corroborando esta última idea, también cabe pensar que el niño era abandonado precisamente por la falta de recursos y el miedo de la madre a que muriera, en cuyo caso habría que eva-

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luar la situación en favor de los sentimientos propios de la maternidad. En el primer capítulo ya se han ofrecido algunas opiniones sobre este tema —Ariès, Stone, Flandrin—. Ahora basta señalar que el análisis de los niños expósitos nos permite analizar determinados códigos de comportamiento social que pudieron estar por encima de algunos sentimientos, por ejemplo, los embarazos fuera del matrimonio y el abandono de la criatura «ilegítima» para evitar la crítica social, siendo ésta más importante que los sentimientos maternales. Pero ese mismo análisis también debe mostrársenos como indicio de los problemas para subsistir. No se puede olvidar que un niño era una boca más que alimentar, tarea no siempre fácil que podía solucionarse dejándolo en la puerta de una iglesia, en cuyo caso cabe interpretar el abandono como una forma —paradójica— de ofrecer una oportunidad para vivir157. De hecho, no faltaron casos de padres que, pasado algún tiempo y superada su anterior pobreza, reconocieron al hijo o hija que habían abandonado en la puerta de alguna iglesia. Por ejemplo, en 1740 Francisco Callejón y su mujer Isabel Arrabal quisieron reconocer a un hijo al que habían abandonado en 1716: «por quanto allándose la dicha Ysabel de Arrabal mui preñada y en días de parir, y deseando ber a sus hermanos, por hallarse mui pobres y ber si les dauan alguna cosa para poder recoxer la criatura, (...) salieron desta ziudad [Jaén] por el mes de setiembre a pie, por no tener medios, y auiendo llegado a la villa de Martos y visto a sus parientes, pasaron a la villa de Torredonximeno (...) Y allándose sin conozimiento y fuera del lugar parió un niño, y no teniendo donde recoxerlo, por ser mui pobres, lo enbolvieron en un trapo, y aguardaron ora y lo pusieron en la puerta de la yglesia de señor San Pedro, de dicha villa. Y auiendo tenido cuidado de dicha criatura, supieron que se abía bautizado en dicha yglesia»158. Por supuesto existían otras circunstancias que podían «forzar» —por decirlo de algún modo— el abandono de la criatura. Antes se ha hecho referencia fundamentalmente al embarazo como resultado de relaciones sexuales extraconyugales. Una circunstancia que además escapaba de quienes pudieran haber querido

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controlar las estrategias matrimoniales en un principio, lo cual no suele decírsenos. Los posibles planes hechos para el futuro de una hija, hermana, criada, etc., podían desbaratarse ante un contratiempo como éste. Recordemos para el caso otro episodio narrado en El Quijote159: la dueña Dolorida, condesa Trifaldi, había «negociado» a espaldas del consentimiento paterno el amor entre don Clavijo y la infanta Antonomasia, con daño por la desigualdad social existente entre el primero, un «caballero particular», y la segunda, «heredera del reino de Candaya». Debido al embarazo de ésta, los amantes tuvieron que contraer matrimonio, y cuando todo fue descubierto «recibió tanto enojo la reina doña Maguncia, madre de la infanta Antonomasia, que dentro de tres días la enterramos». No cabe duda que nos hemos situado ante el extremo de la ficción literaria, además no exenta de una buena dosis de humor; pero el fondo del argumento es significativo. El primer recurso era intentar el encubrimiento del incidente y el abandono posterior de la criatura. Paralelamente o ya cuando las medidas para ocultar el suceso habían fracasado, el último recurso a mano era el matrimonio. Por esta causa Raimundo de Lantery, comerciante saboyano afincado en Cádiz, dispuso el casamiento de una de sus criadas160. Nacido un niño «ilegítimo», ordenó que de noche se llevara a la casa cuna, e indagó hasta dar con el culpable, obligándole a contraer matrimonio. Otros espacios, otros individuos, otras «formas»: en 1700 Lucas Calahorro, vecino de Torredonjimeno, se querellaba ante el alcalde mayor de la villa contra Cristóbal Estrella —veintidós años—, porque había dejado preñada a su hermana Isabel Ortega —viuda de veinticinco años—, y que ya estaba «de cinco meses»161. El acusado —que ahora había desaparecido— había estado galanteando con ella y engañándola bajo palabra de matrimonio cuando servía en casa del hidalgo don Manuel de Prado Valenzuela, que la había echado de su casa al conocer el asunto porque su mujer, doña Francisca, «tiene un natural intrépido». Tras haber sido hallado por la justicia, el culpable tuvo que remediar las afrentas contrayendo matrimonio. En ambos casos aparece la patria potestas, pero si en aquella ocasión la ejerce el señor de la casa, en ésta tuvo que hacerlo el hermano de la mujer «deshonrada», a falta de padre y porque su señor se desentiende del asunto. Como se puede apreciar, este ejemplo corrobora una opinión generalizada en la época, analizada aquí a través del pensamiento de Martín

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González de Cellorigo. Notas 1 Federico R. Aznar Gil, Cohabitación, matrimonio civil, divorciados casados de nuevo. Doctrina y pastoral de la Iglesia, Universidad Pontificia, Salamanca 1984, pp. 15-75. La elección de esta obra no es aleatoria. Considero que la concepción histórica del matrimonio no puede disociarse de la doctrina eclesiástica, porque aquélla depende íntimamente de ésta. 2 Como una muestra véase en Bibliografía adjunta las obras que se han empleado a lo largo de este trabajo sobre el tema. 3 Federico R. Aznar Gil, Cohabitación…, op. cit. 4 A. Fábrega, Historia de los concilios ecuménicos, Balmes, Barcelona 1960. 5 Ricardo García-Villoslada, Historia de la Iglesia en España; t. III-1, José Luis González Novalín, La Iglesia en la España de los siglos XV y XVI, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1979, pp. 359-363 y 473-486. 6 Constituciones Sinodales del Obispado de Jaén, hechas y ordenadas por el Ilmo. Sr. D. Baltasar de Moscoso y Sandoval, cardenal de la Santa Iglesia de Roma, obispo de Jaén, del Consejo de su Majestad, en la sínodo diocesana que se celebró en la ciudad de Jaén en el año de 1624. Jaén, 2ª impresión por Pedro Joseph de Doblas, 1787. Ejemplar conservado en la biblioteca de AHDJ. 7 Véase José Andrés-Gallego, Historia general…, op. cit., pp. 33-46 y 168. 8 En el siglo XVIII la Iglesia todavía advertía de los peligros inherentes en que los novios pudieran verse mientras duraban las admoniciones públicas, se visitaran en sus respectivas casas, se vieran en lugares apartados o se trataran en público con asiduidad. Archivo Diocesano de Cáceres, Libro de visitas, Riolobos, leg. 15, fs. 289-304, año 1736. Cit. por Ángel Rodríguez Sánchez, «El poder familiar…», op. cit., nota al pie n. 17. 9 CSJ, I, VIII, cap. VIII, f. 22vto.. 10 Nuestras afirmaciones se apoyan en la consulta realizada en la sección criminales del AHDJ. 11 Para hacer referencia a las muestras de los contenidos doctrinales y morales en la época a lo largo de este trabajo, hemos optado fundamentalmente por la obra del dominico fray Francisco Larraga, Promptuario de la Theología Moral muy útil para todos los que se han de exponer de confessores, y para la debida administración de el Santo Sacramento de la Penitencia, Madrid, 35ª impresión por Herederos de Juan García Infanzón, 1757 (Ejemplar del AHDJ, sign. 1-5-19). Tratado IX: «De el Sacramento del Matrimonio», f. 102. 12 AHDJ, criminales, leg. 56-A, doc. 1. 13 Importa tener en cuenta que el número de unidades espaciales de cada vivienda —de lo que hablaremos en su momento— era muy reducido por lo general, de modo que sólo una o dos cámaras se destinaban a dormir, «consecuencia de lo cual era lo que alguna vez se ha llamado la ‘cama común’, que, sin embargo, no respondía siempre sino a la costumbre y a la valoración que se hiciera de la intimidad y de las relaciones familiares (conyugales y paternofiliales)». José Andrés-Gallego, Historia general..., op. cit., pp. 67-70. 14 Empleamos una Antología seleccionada por Alejandro Bermúdez Vivas, Ediciones Orbis, Barcelona 1994. 15 Partida IV, tít. II, ley I: «Qué cosa es matrimonio».

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El matrimonio, base del orden social moderno Partida IV, tít. I, ley I: «Qué cosa es desposorio et onde tomó este nombre». «(...) porque si desacuerdo veniese entre el marido et la muger, de manera que non quisiese alguno dellos vevir con el otro, maguer que el casamiento fuese verdadero, segunt que es sobredicho, non podrie por eso la Eglesia apremiar á aquel que se quisiese departir del otro. Et esto es porquel casamiento non se podrie probar; ca la Eglesia non puede judgar las cosas encobiertas, mas segunt que razonaren las partes et fuere probado». Partida IV, tít. III, ley I: «En quántas maneras se facen los casamientos en encobierto, et por qué razones defendió Santa Eglesia que los non fagan ascondidamente». 18 Partida IV, tít. XIV, ley II: «Quién puede haber barragana, et en qué manera». En cualquier caso, y esto es importante advertirlo, parece que la tendencia final era estabilizar las relaciones entre el hombre y la mujer, como se desprende también de cita en la nota anterior. Esta misma ley concluía afirmando que «ningunt home puede haber muchas barraganas; ca segunt las leyes mandan, aquella es llamada barragana que es una sola, et ha menester que sea atal que pueda casar con ella si quisiere aquel que la tiene por barragana». 19 CSJ, I, VIII, cap. I, f. 20vto.: «Con mucha reverencia se debe tratar, y administrar el santo matrimonio, por ser uno de los sacramentos de la Iglesia, y grande en la significación del vínculo, y unión entre Christo Nuestro Señor, y su Esposa la Iglesia». 20 Ángel Rodríguez Sánchez, «El poder familiar...», op. cit., pp. 369-370. En mi opinión, la exclusividad con que el autor presenta esta cuestión desde aspectos puramente sociales relega cuantas aportaciones se debieron al progreso en la doctrina eclesiástica. De ahí que desarrollemos ésta algo más, tratando con ello de restablecer su importante papel en la evolución del matrimonio y, a su vez, de la familia. Del mismo autor véase La familia…, op. cit., pp. 19-25. 21 CSJ, I, VIII, cap. I, f. 20vto.. 22 Ib., I, VIII, cap. VIII, f. 22vto.. 23 Ib., I, VIII, cap. IX, f. 23. El concilio de Trento lo había tratado en la ses. XXIV, de reform. matrim., cap. 1. La repulsa y la prohibición de la Iglesia hacia el matrimonio celebrado sin la asistencia del párroco y dos testigos se fundaba en «los inconvenientes que se seguían de él; porque muchos ‘clandestine’ se casaban con una, e ‘in facie Ecclesiae’ con otra, y vivían y morían de esta suerte, sin que la Iglesia, por falta de testigos, pudiesse remediarlo; y hacían y dissolvían matrimonios por su antojo, contra Dios y contra sus almas, porque no podían dissolverlos». Fray Francisco Larraga, Promptuario…, op. cit., tratado IX: «De el Sacramento del Matrimonio», f. 124. El argumento mantiene la línea que ya establecían Las Siete Partidas, como puede apreciarse con toda claridad. 24 Lawrence Stone, Familia…, op. cit., pp. 17-29. Las nupcias ante testigos podían realizarse de dos formas: 1) per verba de futuro, una promesa oral para contraer matrimonio en el futuro, que si no se consumaba podía disolverse legalmente por mutuo acuerdo después, pero que si se consumaba era legalmente obligatoria de por vida; y 2) per verba de praesenti, la pareja intercambiaba ante testigos frases como «os tomo como mi esposa» y «os tomo como mi esposo», lo cual era considerado por el derecho canónico como un compromiso irrevocable que nunca podía romperse, y que anulaba cualquier matrimonio posterior por la Iglesia. 25 Si hasta aquel momento la literatura había aceptado sin discusiones la sen16

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La familia en la historia sualidad incorpórea del amor platónico divorciado de cualquier valor social, hasta transformarlo en un ideal absoluto —que pudo tener o no correspondencia en el ámbito de lo cotidiano—, ahora se pretendía su desarticulación. Precisamente este ideal absoluto era lo que Cervantes no podía tomarse en serio en su Vida del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, por ejemplo. En La Galatea, por el contrario, siempre muestra el amor con una intencionalidad encaminada hacia el matrimonio. Hasta que el amante se casase debería permanecer casto, devoto y leal. Finalmente, las propias limitaciones filosóficas del neoplatonismo servirían para que su concepción del amor idealizado no pudiera soportar el enfrentamiento con la realidad. De aquí, hasta la desilusión que sitúa a Quevedo o Calderón en el neoestoicismo, sólo había un paso. Véase Alexander A. Parker, La filosofía del amor en la literatura española, 1480-1680, Cátedra, Madrid 1986, pp. 127 y ss. 26 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, xxviii-xxix. Ed. John Jay Allen, Cátedra, 18ª ed., Madrid 1996, t. I, pp. 343-367. Aunque la narración revela por sí misma importantes aspectos de la sociedad española durante el siglo XVII —concretamente en este pasaje, por ejemplo, el linaje, el dinero y la cuestión social religiosa de las castas, de la limpieza de sangre, etc.—, hay autores que afirman incluso la base real de este episodio, relacionándolo con la casa de Osuna (véase la ed. de Francisco Rodríguez Marín, Atlas, Madrid 1947-1949). 27 En Obras dramáticas completas, Ed. Blanca de los Ríos de Lampérez. Madrid 1946-1958, t. I, pp. 794-838. 28 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, II, i, 4. Ed. José María Micó, Cátedra, Madrid 1987, t. II, pp. 87-96. El tema de la mujer burlada, a quien se le había dado palabra de casamiento para mantener relaciones extraconyugales con ella, y luego se incumplía quedando embarazada y soltera, también es objeto de esta obra en II, ii, 8, pp. 283-303. 29 Decamerón, II, iii y V, ix (véase Carroll B. Johnson, «Mateo Alemán y sus fuentes literarias», en Nueva Revista de Filología Hispánica XXVIII (1979), pp. 360-374). 30 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 535-A. Cit. por María Antonia Bel Bravo, «Algunos aspectos…», op. cit., nota n. 10. 31 Quizá por reminiscencia de la época feudal, en la que toda la vida, hecha de contratos y relaciones personales, se basaba en el cumplimiento de la palabra dada. En este sentido, tocamos con los dedos aquí lo que marca la diferencia fundamental de una época a otra, es decir, la diferencia de criterios, la escala de valores. Véase Regine Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?…, op. cit., p. 162. 32 AHDJ, matrimoniales, leg. 474-B. Cit. por María Antonia Bel Bravo, «Algunos aspectos…», op. cit., nota n. 11 33 AHDJ, criminales, leg. 56-A, doc. 1. 34 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 5, año 1693. 35 Ib., fs. 27vto.-28. 36 Ib., fs. 1-10. 37 En la época fue proverbial —aunque no por ello menos lamentable— «la facilidad con que los testigos se dejan sobornar», Juan Rufo, Las seiscientas apotegmas y otras obras en verso, Ed. Alberto Blecua, Espasa-Calpe, Madrid 1972, apotegma n. 20, p. 21. Los falsos testigos se emplearon sobre todo —aunque no sólo— para declarar en las informaciones de limpieza de sangre. Abunda su

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El matrimonio, base del orden social moderno presencia y censura en la literatura del Siglo de Oro, asociándolos frecuentemente con los mismos escribanos: «(...) acuden ellos a los consistorios y plazas de negocios, a los mismos oficiales de los escribanos, a saber lo que se trata, y se ofrecen a quien los ha menester (...) Testigos falsos hallará quien los quisiere comprar; en conserva están en las boticas de los escribanos (...) Allí los hay como pasteles, conforme los buscaren, de a cuatro, de a ocho [maravedís], de a medio real y de a real», Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, II, ii, 7, p. 265. La crítica de los escribanos venía de lejos, y aliada casi siempre a la burla o crítica global de la justicia y de sus oficiales. Sin salir del Guzmán puede verse en I, i, 1; I, i, 6; I, ii, 4; II, i, 8; II, ii, 2, 3 y 7; II, iii, 2 y 7. Francisco de Quevedo nos presenta en 1626 un escribano sobornado por el pícaro Pablos afirmando «que en nosotros está todo el juego, y que si uno da en no ser hombre de bien, puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras de balde, por mi gusto, que hay letras en el proceso», La vida del Buscón llamado don Pablos, III, 4. Ed. Domingo Ynduráin, Cátedra, 7ª ed., Madrid 1985, pp. 228-232. Sobre el tema véase A. G. de Amezcúa, «Apuntes sobre la vida escribanil en los siglos XVI al XVIII», en Opúsculos histórico-literarios, III, pp. 279-307. 38 AHDJ, doc. citado en nota n. 35, fs. 28-30. 39 Sobre el sistema judicial en la época y sus posibles discapacidades —de lo que nos ocuparemos más adelante—, véase J. García Marín, La burocracia castellana bajo los Austrias, Instituto García Oviedo, Sevilla 1976, pp. 126-146. 40 Archivo de la Catedral de Coria, leg. 75. Cit. por Ángel Rodríguez Sánchez, «El poder familiar...», op. cit., nota al pie n. 16. 41 CSJ, I, VIII, cap. VII, f. 22. 42 Carlos Gómez-Centurión Jiménez, «La familia, la mujer y el niño», en José N. Alcalá-Zamora (dir.), La vida cotidiana en la España de Velázquez, Temas de Hoy, Madrid 1989, p. 173. 43 Mariano Peset y José Luis Peset, Muerte en España. Política y sociedad entre la peste y el cólera, Seminarios y Ediciones, Madrid 1972, p. 29. 44 Archivo parroquial de san Pedro (Torredonjimeno), legajos y papeles, sin n., fs. 103-111. Estos documentos me han sido facilitados por D. Manuel Jesús Cañada Hornos. 45 Las Siete Partidas, partida IV, tít. III, ley I: «En quántas maneras se facen los casamientos en encobierto, et por qué razones defendió Santa Eglesia que los non fagan ascondidamente». 46 Ses. XXIV, de refor. matrim., cap. 1. 47 CSJ, I, VIII, cap. VI, fs. 21vto.-22. 48 De hecho, la mayoría de los documentos conservados en la sección matrimoniales-ordinarios del AHDJ tuvieron su razón de ser en esta causa. 49 Incluso pudo darse el caso de una pareja forastera que cohabitara como si ambos estuvieran casados, siendo falso. También este motivo preocupó en el sínodo diocesano de 1624. CSJ, I, VIII, cap. IV, f. 21. 50 Ib., I, VIII, cap. III, f. 21. 51 AHDJ, matrimoniales-ordinarios, leg. 449-A, doc. 2. 52 CSJ, I, VIII, cap. III, f. 21. 53 A mediados del siglo XVII quedaba delimitado del modo siguiente: «Vicaría de Martos: Este partido por la parte oriental, y meridional, y parte de la septentrional, confina con el arciprestazgo de Iaén, por la septentrional con el de

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La familia en la historia Andúxar, y por la occidental con el obispado de Córdoba. Sus lugares son las villas de Martos, Torreximeno, Xamilena, Porcuna, Lopera, llamada antes Bascena; Santiago, y la Higuera, y la encomienda del castillo de Bíboras, las ruinas del pueblo Bençalá, llamado por los antiguos romanos Batorense, y de otros muchos, que manifiestan aver sido más poblada que aora en otros tiempos esta tierra». Martín de Ximena Jurado, Catálogo de los obispos de las iglesias catedrales de la diócesis de Jaén, y annales eclesiásticos deste obispado, Madrid 1654. Ed. facsímil: Universidad de Granada, col. Archivum, Granada 1991, f. 5. No aparecen todas las villas y lugares que configuraban el brazo administrativo de la orden de Calatrava —partido—, pero sí las que caían bajo su jurisdicción en orden eclesiástico —vicaría—. Arjona, Arjonilla e Higuera de Arjona sí dependían eclesiásticamente del obispo de Jaén, aquéllas en el arciprestazgo de Arjona y esta última en el de Andújar. Por el mismo motivo, las constituciones sinodales tampoco regulaban las rentas de las iglesias erigidas en las poblaciones de la vicaría de Martos —que pertenecían a la mesa maestral de la orden militar—, mientras que sí las del resto, entre ellas las tres excluidas en la relación hecha por Ximena Jurado (como puede apreciarse en las CSJ). Obviamente no existían diferencias doctrinales ni pastorales, como hemos comprobado al hablar de las bendiciones nupciales en Torredonjimeno. La petición de licencia matrimonial en estos casos corresponde a los límites territoriales de la jurisdicción eclesiástica, en un principio para las diócesis y, a partir del concilio de Trento, también para las parroquias (véase Ricardo García-Villoslada, Historia de la Iglesia…, op. cit., pp. 355-358). 54 AHDJ, matrimoniales-ordinarios, leg. 449-A, doc. 3. 55 CSJ, I, VIII, cap. II, f. 20 vto.. La cuantía de documentos conservados en el AHDJ por esta causa ocupa el segundo lugar, después de los que hacen referencia a forasteros que solicitan su matrimonio. 56 AHDJ, matrimoniales-ordinarios, leg. 448-C, doc. 33. 57 AHDJ, matrimoniales-ordinarios, leg. 449-A, doc. 1. 58 Fray Francisco Larraga, Promptuario…, tratado IX: «De el Sacramento del Matrimonio», f. 113. 59 Ib., f. 115. 60 Ib., f. 117. 61 Aquí se mantiene esta opinión aunque requiere algunos matices. Según un análisis para la zona valenciana de Estrella Garrido Arce, «Familia, parentesco…», op. cit., pp. 227, «no existe una relación estable entre las variables de consanguinidad, endogamia y desarrollo demográfico (...) Evidentemente, siempre se puede hablar de una primera etapa, en comunidades reducidas, en la que existe una relación inversamente proporcional entre la cantidad de población y los niveles endogámicos y de consanguinidad; sin embargo, podemos hablar de un momento en el desarrollo demográfico en el cual el aumento de la población no trae consigo, como en principio era de esperar, un descenso de la consanguinidad, aunque sí de la endogamia, con lo cual, el equilibrio entre estas variables se ve notoriamente alterado». 62 AHDJ, matrimoniales-parientes, legs. 396-A y 396-B, años 1747-1794. 63 Ib., f. 114. 64 AHDJ, matrimoniales-parientes, leg. 515-B, doc. 2. 65 AHDJ, matrimoniales-parientes, leg. 515-B, doc. 4. 66 «Prólogo» a André Burguière y otros (dirs.), Historia de la familia…, op.

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El matrimonio, base del orden social moderno cit., p. 10. 67 ¿Existe el instinto maternal?…, op. cit. p. 35. 68 Al igual que la dote como posible coacción inicial, el testamento podía ser una pretensión perpetuadora de la patria potestad. Véase Ángel Rodríguez Sánchez, «El poder familiar...», op. cit., pp. 365-380. 69 Véanse José Andrés-Gallego, Historia general..., op. cit., pp. 22-26, y Ricardo García-Villoslada, Historia de la Iglesia…, op. cit., pp. 363-371. 70 AHDJ, sala IX, carpeta 879-C. 71 AHDJ, sala IX, carpeta 534-B. 72 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 4. Las Siete Partidas, partida IV, tít. I, ley VI: «De qué edat deben ser los que se desposan». 74 Fray Francisco Larraga, Promptuario…, f. 123. 75 Véase Vicente Pérez Moreda, «Matrimonio y familia…», op. cit., pp. 3-51. 76 AHDJ, matrimoniales-ordinarios, leg. 449-A, doc. 2, año 1680. 77 AHDJ, matrimoniales-ordinarios, leg. 448-C, doc. 33, año 1679. 78 AHDJ, matrimoniales-ordinarios, leg. 449-A, doc. 3, año 1680. 79 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 4, año 1690. 80 AHDJ, matrimoniales-ordinarios, leg. 449-A, doc. 1, año 1680. 81 Fray Francisco Larraga, Promptuario…, op. cit., tratado IX: «De el Sacramento del Matrimonio», fs. 104-105. 82 Ib., f. 103. 83 CSJ, I, VIII, cap. IX, f. 22vto.: «Que no se aparten los casados sin licencia de juez eclesiástico». 84 Fray Francisco Larraga, Promptuario…, tratado IX: «De el Sacramento del Matrimonio», f. 106. 85 Véase Jesús Ballesteros, Ecologismo personalista, Tecnos, Madrid 1995, p. 97. 86 P. de Luxán, Coloquios matrimoniales, 1550. Ed. de Madrid 1943, p. 26. 87 María Victoria López-Cordón Cortezo, «La situación de la mujer a finales del Antiguo Régimen (1760-1860)», en VV.AA., Mujer y sociedad en España (1700-1975), Ministerio de Cultura, Madrid 1982, pp. 47-107. 88 Gómez-Centurión Jiménez, «La familia, la mujer y el niño», en José N. Alcalá-Zamora (dir.), La vida cotidiana…, op. cit., pp. 170-171. 89 AHPJ, protocolos notariales, leg. 1.337, escribano Diego Blanca de la Cueva, poder con fecha 20/12/1666. 90 Ib., testamento con fecha 10/1666. En el resto del legajo a partir de esta fecha son numerosos los documentos en que aparece doña Lucía Rodríguez de la Puente gestionando el patrimonio familiar. Véase también el leg. 1.814, escribano Blas Félix de Torres, año 1722, en el que abundan los documentos que corroboran esta cuestión. 91 Martín González de Cellorigo, Memorial…, p. 63. 92 J. de Corella, Práctica de el confessonario y explicación de las LXV proposiciones condenadas por la Santidad de N.S.P. Inocencio XI, Madrid 1690, p. 39. Cit. por Ángel Rodríguez Sánchez, «El poder familiar…», op. cit., nota n. 12. 93 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 2. 94 AHDJ, matrimoniales-pleitos, leg. 533-A, doc. 3. 95 Ib., f. 13vto..

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La familia en la historia Luis Coronas Tejada, Jaén…, op. cit., p. 283. Partida VII, tít. XVII, ley XV: «Qué pena merece aquel que face adulterio, si le fuere probado». 98 Martín González de Cellorigo, Memorial…, p. 60. 99 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, II, ii, 4, pp. 209-210. 100 Martín González de Cellorigo, Memorial…, p. 60. 101 J. García Marín, La burocracia…, op. cit., pp. 129-146, la cita de Bobadilla en p. 143. 102 David D. Gilmore, Agresividad y comunidad. Paradojas de la cultura andaluza, Diputación Provincial, Granada 1995. 103 Diego Saavedra Fajardo, Empresas…, emp. 14, pp. 177-178. 104 Jesús Ballesteros, Postmodernidad…, op. cit., p. 11. 105 Entre otras: Viaje de Turquía (La odisea de Pedro de Urdemalas), ed. Fernando G. Salinero, Cátedra, Madrid 1980, p. 265; La Pícara Justina, ed. Antonio Rey Hazas, Editora Nacional, Madrid 1977, p. 111; Vicente Espinel, Vida de Marcos de Obregón, ed. Samuel Gili Gaya, Espasa-Calpe, Madrid 1922, passim; Jerónimo de Mondragón, Censura de la locura humana y excelencias della, ed. Antonio Vilanova, Selecciones Bibliófilas, Barcelona 1953, cap. XXI. 106 Desde hacía más de un siglo, éste había sido uno de los rasgos más notorios de la Inquisición: «su tendencia natural a engendrar un clima de desconfianza y de sospechas mutuas, especialmente propicio a los delatores y espías»; pese a lo cual «sería erróneo, sin embargo, suponer que la Inquisición era la única causa de coerción en la España del siglo XVI o que introdujo características totalmente nuevas en la vida española. Es evidente que pudo dominar de tal modo a la sociedad española precisamente porque daba sanción oficial a actitudes y prácticas ya existentes». John H. Elliott, La España Imperial (14691716), Barcelona 1996 (original inglés de 1963), pp. 262-264. 107 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, II, ii, 3, p. 198. 108 Tesoro de la lengua castellana o española, ed. Martín de Riquer, Barna, Barcelona 1943. 109 Luis Coronas Tejada, Jaén…, op. cit., p. 281. 110 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, I, i, 8, p. 234. 111 AHDJ, criminales, leg. 113-B, doc. 3. 112 José Deleito y Piñuela, La mujer, la casa y la moda (en la España del Rey Poeta), Espasa-Calpe, 3ª ed., Madrid 1966, pp. 286-289. 113 AHDJ, criminales, leg. 111-A, doc. 1. 114 Manuel Bustos Rodríguez, Europa…, op. cit., p. 78. 115 James Casey, «La conflictividad…», op. cit., pp. 15-18. El autor prosigue diciendo que la Iglesia abogó por la libertad del matrimonio, y que de hecho pudo influir poderosamente para que así fuera en el desarrollo de las mentalidades a través de sus tribunales, escritores y confesores. Algunos autores sostienen que la «libre elección de los esposos» o «privatización del matrimonio», que se desarrolla a partir del llamado «individualismo afectivo», es un rasgo europeo —otros consideran que sólo es característico de la familia inglesa— inspirado por la intervención de la Iglesia del que obtuvo beneficios para sus propios intereses económicos. Jack Goody, «Prólogo» a André Burguière y otros (dirs.), Historia de la familia, t. II: El impacto…, op. cit., p. 10. Estos planteamientos resultan poco claros. Véase además José Andrés-Gallego, Historia gene96 97

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El matrimonio, base del orden social moderno ral..., op. cit., pp. 33-37). 116 Cit. por Mariló Vigil, La vida de las mujeres…, op. cit., p. 142. 117 Partida VII, tít. XVII, ley XIII: «Quál home puede matar á aquel que fallase con su muger yaciendo, et quál non », y ley XIV: «Cómo el padre que fallare algunt home yaciendo con su fija que fuese casada, debe matar á amos ó non á ninguno dellos». 118 «Cartas de algunos padres de la Compañía de Jesús, sobre los sucesos de la Monarquía entre los años 1634 y 1648», en Memorial Histórico Español, Real Academia de la Historia, Madrid 1861, t. XIII y XVIII, p. 88. Cit. en Carlos Gómez-Centurión Jiménez, «La familia…», op. cit., p. 187. 119 Tesoro de la lengua…, op. cit. 120 Cit. por Manuel Bustos Rodríguez, Europa…, op. cit., p. 90. 121 Véase Carlos Gómez-Centurión Jiménez, «La familia…», op. cit., pp. 174-186. 122 Cit. por Vigil Mariló, La vida de las mujeres…, op. cit., pp. 20-21. 123 El viaje entretenido, «Loa del domingo». Ed. de Jean Pierre Ressot, Castalia, Madrid 1972, p. 410. 124 Guzmán de Alfarache, I, ii, 8, p. 343 y nota al pie n. 18. 125 Ib., I, i, 2, p. 153, nota al pie n. 45. 126 Cit. por Vigil Mariló, La vida de las mujeres…, op. cit., p. 159. 127 Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua…, op. cit. 128 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, I, i, 2, p. 145. 129 Cit. por Manuel Bustos Rodríguez, Europa…, op. cit., p. 90. 130 Mateo Alemán, El Guzmán de Alfarache, I, ii, 2, p. 278. Estas ideas se repiten bastante en la literatura de la época, por ejemplo Miguel de Cervantes, «La fuerza de la sangre», Novelas ejemplares, ed. Juan Bautista Avalle-Arce, t. II, Espasa-Calpe, Madrid 1982, p. 156. Véase C. Chauchadis, Honneur morale et société dans l’Espagne de Philippe II, París 1984, p. 88 y notas. 131 Miguel de Cervantes, El Quijote, I, xxxiii, p. 405. La lectura de todo el pasaje informa sobre cómo se concebía una mujer honrada. 132 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, II, i, 2, p. 66. 133 AHDJ, sala IX, carpeta 870-C. Cit. en María Antonia Bel Bravo, «Algunos aspectos…», op. cit., p. 119. 134 Jack Goody, La evolución de la familia y del matrimonio en Europa, Herder, Barcelona 1986, p. 257. 135 Jorge Antonio Catalá Sanz, «El coste económico…», op. cit., p. 184. 136 Nueva Recopilación, 5/9/1, cit. en James Casey, «La conflictividad...», op. cit., pp. 12-14. 137 Miguel de Molino, Summa de todos los fueros y observancias del Reyno de Aragón, Zaragoza 1589. Cit. por Monique Joly, «Du remariage des veuves: à propos d’un étrange épisode du Guzmán», en A. Redondo (ed.), Amours légitimes, amours illégitimes en España (XVe-XVIIe siècles), París 1985, p. 332, con citas literarias sobre el tema. A partir de 1707, esta práctica de la época foral será suplantada por las disposiciones del Derecho castellano, vistas en el párrafo anterior, extendidas para toda la Península por el triunfo borbónico. Véase también Jorge Antonio Catalá Sanz, ib., pp. 183-184. 138 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, II, iii, 1, pp. 338-339. 139 Martín González de Cellorigo, Memorial…, p. 58. Este tema está muy

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La familia en la historia bien estudiado en la Memoria de Licenciatura de Manuel Jesún Cañada Hornos, «Pensamiento económico en la España Moderna: las denuncias sociales en torno al sentimiento de ‘declinación’». Inédita. 140 Vicente Pérez Moreda, «Matrimonio y familia…», op. cit. 141 Martín González de Cellorigo, Memorial… 142 Ib., p. 59. 143 Ib., p. 58. 144 Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, II, iii, 3, pp. 378-388. 145 Ib., II, iii, 2, p. 371. El «multiplicado» eran los bienes gananciales, que según ley de 1566 pertenecían a ambos cónyuges por igual: «los bienes que han marido y mujer (...) son de ambos por medio». Cf. Novísima Recopilación de las leyes de España, X, iv, 4. Ed. facsímil, Boletín Oficial del Estado, Madrid 1975. 146 Martín González de Cellorigo, Memorial…, pp. 61-63. 147 Ib. 148 Consideración también muy presente en la mayoría de autores. Cf., por ejemplo, Mateo Alemán, El Guzmán de Alfarache, II, ii, 9, p. 310. 149 Martín González de Cellorigo, Memorial…, pp. 61-63. 150 Ib. 151 La cita procede del análisis para el caso de Valencia de Jorge Antonio Catalá Sanz, «El coste económico…», op. cit., pp. 171-175 (cita en p. 172). En opinión de este autor, «el capital reunido en las dotes del siglo XVII es de tal importancia que invita a reconsiderar la idea de una bancarrota generalizada de la nobleza valenciana después de la expulsión de los moriscos». 152 Diego Saavedra Fajardo, Empresas…, emp. 66, p. 648. 153 Martín González de Cellorigo, Memorial…, p. 65. 154 Fray Francisco Larraga, Promptuario…, tratado IX: «De el Sacramento del Matrimonio», f. 103. 155 Ib., f. 115. 156 Historia general..., op. cit., pp. 11-32. 157 Ib., pp. 15-18. Un estudio para Francia de Olwen H. Hufton, The poor of eighteenth-century France 1750-1789, Oxford 1974. 158 Archivo parroquial de san Pedro (Torredonjimeno), Bautismos, VIII, copia del protocolo notarial anexa, f. 1. 159 Miguel de Cervantes, El Quijote, II, xxxviii-xxxix. 160 El episodio lo cuenta el propio Lantery en sus memorias. Véase Manuel Bustos Rodríguez, Un comerciante saboyano en el Cádiz de Carlos II (Las memorias de Raimundo de Lantery, 1673-1700), Caja de Ahorros, Cádiz 1983. 161 Archivo municipal de Torredonjimeno, leg. XXIX, doc. 2.

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III ECOLOGISMO Y FAMILIA: UNA PROPUESTA DE FUTURO

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VI LA FAMILIA ANTE LOS RETOS DE LA POSMODERNIDAD

La crisis que presenta nuestro mundo debe llevarnos a la aceptación de que en el sistema social dominante existen importantes quiebras, averías como las denomina A. Llano, que son producto del esquema de la modernidad. La política y economía siguen orientadas a la guerra. Hay falta de paz, aunque se hable constante y continuamente de ella. Falta de paz que incide directamente en mujeres y niños, por tanto, en la familia. Hay descuido generalizado del medioambiente —aunque proliferen los «verdes»—, y múltiples formas de desprecio al «diferente», es decir, racismo. Ante la evidencia del fracaso de la idea de progreso como necesidad histórica, que invitaría a una actitud un tanto pasiva, «existe, sin embargo, otra postura bien distinta de la del decadentismo. La que se empeña en resistir contra la injusticia, inhumanidad y cretinismo creciente de nuestro mundo y coloca como metas fundamentales la lucha en favor de la paz y en contra de los bloques militares, la defensa de la frugalidad ecológica contra el despilfarro consumista y de la solidaridad ecuménica contra la indiferencia individualista»1. En esta posmodernidad como resistencia se sigue creyendo en la razón, en el progreso y en la democracia. Una razón integral y ampliada que se apoya en lo interdisciplinar y trata de satisfacer las necesidades humanas fundamentales, sin ver contradicciones allí donde sólo hay contrastes. Un progreso, como fruto del esfuerzo de la libertad humana, que parte de la convicción de que los grandes problemas de nuestro tiempo no son técnicos,

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sino éticos, y competen al homo qua homo. Una democracia que, lejos del etnocentrismo y del relativismo, busca ante todo el respeto a lo inalienable en la persona tanto frente al Estado como frente al mercado. La modernidad, un proyecto acabado De la misma forma que las escisiones propias de la modernidad han afectado —y mucho— a los individuos concretos en su personalidad, también han lacerado esa célula básica de la sociedad —compuesta por individuos— que se llama familia. Pero veamos un poco más detenidamente qué principios vertebraron esa época histórico-filosófica que tantos beneficios dejó en su momento, pero cuyas fisuras aún padecemos. Los principios fundamentales de la modernidad se podrían enumerar así: cientifización, interiorización, antropologización e historización. Los cuatro, a su vez, son susceptibles de resumirse en una progresiva radicalización y subjetivación de la libertad humana, entendida como desvinculación y autonomía. La libertad se realiza a sí misma en un proceso de autoliberación que pugna por llegar a ser absoluta, es decir, completamente desligada de la trascendencia y de los lazos estables que la tradición presentaba como naturales. Desde el punto de vista estrictamente político se caracteriza por una sustitución progresiva de la dispersión medieval por la centralización burocrática. Las principales etapas de este proceso serían el Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, en cuanto aplicaciones de la actitud liberadora a los terrenos del arte, de la religión y de la ciencia. A partir del siglo XVIII, con algún precedente —caso de Inglaterra, por ejemplo—, el proceso de creciente autonomía se decanta en el plano histórico-político, para dar origen sucesivamente al Estado nacional, al Estado de Derecho, al Estado democrático y, finalmente, al Estado del bienestar. Simplificando aún más, la cultura de la modernidad puede ser definida con las tres notas siguientes: 1. Pone una intensidad especial en la cuestión de las libertades individuales: que en las distintas circunstancias el hombre pueda actuar como desee.

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2. Potencia de manera primordial el individualismo. El hombre debe poder hacer en cada momento lo que quiera él, con plena independencia de quienes le rodean. Para ello ha de procurar no ligarse a nada ni a nadie de forma estable, pues toda ligazón, todo compromiso, puede restringir el ejercicio futuro de su libertad. 3. Tiene una fe ciega en el progreso y un desprecio total por la tradición. Más creída que comprobada, esta idea condujo a un entusiasmo descontrolado —que en cierto modo aún perdura—, y dio lugar a una sobrevaloración de la cultura como fuente de todo bienestar y, al mismo tiempo, a la incuestionabilidad de los propios presupuestos ilustrados, dada la universal validez de los mismos. En definitiva, los presupuestos «modernos» apuntaban hacia el logro de una felicidad que ya no dependiera del esfuerzo personal, ni estuviera expuesta a las vicisitudes de una historia imprevisible o de una naturaleza hostil. La felicidad vendría asegurada para todos por la aplicación de una rigurosa racionalidad que pondría al mundo en manos del hombre, convertido en señor de sus propios destinos. Pero la cuestión, claramente demostrada, es que ese señorío no sólo es amenazador para la naturaleza, sino también para el hombre mismo: ha suscitado mejoras técnicas de las que sería absurdo despedirse, pero contiene también un impresionante potencial de autodestrucción. Por su parte, la racionalización de la vida social nos ha deparado una sociedad democrática que, desde luego, es más justa y libre que la estamental. Pero también hemos advertido que ha generado una difundida desazón. El capitalismo industrial y el Estado burocrático —que son, según Berger2, los «portadores de la Modernidad»— no han alumbrado un mundo pacífico y sin tensiones. La lógica tecnológica y administrativa se ha proyectado sobre todas las relaciones sociales e incluso sobre la vida diaria. El anonimato y la funcionalidad se transfieren a las relaciones del individuo con los demás y, en último término, consigo mismo. La esfera de lo inmediato y entrañable se ve sofocada hasta el punto de que las personas se convierten en piezas intercambiables. La salida de esta crisis —cuya conciencia no ha hecho más que agudizarse desde entonces— no puede estar en una vuelta

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al irracionalismo, sino en una superación del cientifismo objetivista. El objetivismo es la actitud que rompe la unidad cultural e histórica de la vida. Es un racionalismo formalista que postula dogmáticamente el dualismo entre sujeto y objeto. Si los tiempos modernos —a pesar de sus indudables éxitos científicos y técnicos— han caído en una insatisfacción creciente, que llega al borde de la angustia, es porque se han aferrado a la unilateralidad de un método incapaz de conectar el idealismo de la ciencia con el campo del trabajo, sobre el cual los temas y los métodos científicos tienen sentido. Si la historiografía actual pretende la ruptura del objetivismo es, como veíamos en la primera parte de este estudio, porque no sirve como método para el trabajo histórico. A éste no le basta con medir, pesar y contar los objetos materiales, no le basta el mero cuantitativismo, le interesan, sobre todo, los sujetos, y éstos en su doble dimensión de materia y espíritu. «Son las propias paradojas de la Modernidad las que han conducido hasta unos límites fácticos que no se pueden superar con el mismo método que nos ha llevado a tal impasse. Es preciso —según Llano3— despedirse del ‘proyecto moderno’. Pero muchos logros y no pocas actitudes de los ‘tiempos nuevos’ forman ya parte inseparable de nuestro modo de comprender al hombre y de vivir en sociedad». Se trata más bien, a mi juicio, de salvar a la modernidad de sí misma; de rescatar las auténticas realizaciones humanas que le debemos, liberándolas de su interpretación modernista y de su consiguiente tendencia a la autoanulación. Una rectificación o, mejor, una superación de la modernidad hacia la auténtica contemporaneidad, significa advertir que es posible rescatar a la Ilustración de su propia versión ideológica, y ayudarla a que recupere el «sentido» perdido. Coordenadas temporales La presunta época moderna, de todas formas, no tiene una unidad demasiado marcada, ya que se pueden distinguir en ella al menos tres momentos. A la primera época podríamos llamarla científico-filosófica. Filosofía y ciencia marchan estrechamente unidas. Es una época en la que se tiene profunda sensación de innovar, pero no de crear. Aquí podrían situarse Copérnico,

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Kepler, Galileo, Descartes, Malebranche, Fenelon. Sus principios fundamentales son católicos. Un segundo momento es el que viene precedido sobre todo por Bruno y toma cuerpo con Spinoza y Leibniz, dos autores que están muy cercanos. Este momento es muy distinto al anterior porque se llegan a sostener tesis radicalmente opuestas, pero será el que acabe triunfando constituyendo la quintaesencia de la modernidad. Es la negación, explícita o implícita de la trascendencia y la aparición de la primacía de la conciencia. Y todavía sería necesario señalar un tercer momento, al que podríamos llamar romántico, en el que —aunque timidamente— ya se percibe la obsolencia de los principios modernos pero no se quiere renunciar a ellos. Es la época que Ballesteros llamaría «Posmodernidad decadente». La modernidad aparece, pues, allí donde la exigencia de precisión centralizadora va a ser presentada en el mundo políticoeconómico como única forma posible de organización. La geometrización del arte que se introduce con la perspectiva va a tener profundas consecuencias en el ámbito del pensamiento general, tratando de desvalorizar progresivamente «lo oral a favor de lo visual, lo cualitativo a favor de lo cuantitativo, lo analógico a favor de lo disyuntivo»4. Una exigencia que tendía a devaluar la dimensión cualitativa de los objetos, su valor simbólico, en favor únicamente de lo que se puede medir, contar o pesar. El desplazamiento de lo oral por lo visual se percibe con toda claridad en el pensamiento de Leonardo da Vinci5. Así como el de lo cualitativo a lo cuantitativo en la de Galileo, actitudes ambas claramente cientifistas que aceleran la homogeneización de la realidad. Se obliga a la naturaleza a que conteste con un sí o con un no a las preguntas impuestas por el sujeto. Toda experiencia que no sea planificable y repetible es considerada subjetiva. Sólo lo objetivo es real. A partir de ahora será necesario establecer una radical separación entre las realidades objetivas, susceptibles de ser conocidas con exactitud, como el número, la figura, la magnitud, la posición y el movimiento, y lo que es sólo posible de aprender subjetiva y aproximadamente: los sonidos, los sabores, los olores. Insistiendo en la tesis de Leonardo, subraya que el oído, el tacto y el gusto no pueden proporcionar conocimientos rigurosos, sino tan sólo confusos y ambiguos, que no merecen el carácter de científicos.

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El que hemos llamado primer momento de la modernidad culmina sin duda en la obra del filósofo francés Descartes (1596-1650), que sistematiza y explicita toda la evolución anterior. Su «idea clara y distinta» no es otra cosa que la dimensión de la exactitud que venía siendo buscada en los terrenos del arte y de la ciencia experimental. En él aparece la escisión entre sujeto y objeto, antes aludida, causante en primera instancia de los desgarramientos íntimos del hombre contemporáneo. En efecto, la exigencia de exactitud conduce a la sola aceptación de los conceptos unívocos y a la eliminación de los analógicos. De tal forma que el mismo sujeto aparece radicalmente escindido en dos, como res extensa, sometida al espacio y la geometría, y como res cogitans, o autoconciencia fuera del espacio y el tiempo. «Yo soy una cosa que piensa o una sustancia —dice en el Discurso del método—, cuya esencia es el pensar y carece de extensión. Tengo un cuerpo, que es una cosa extensa que no piensa. De ahí que mi alma, por la que yo soy, es completamente distinta de mi cuerpo y puede existir sin él». La realidad más inmediata y entrañable, la unidad psicosomática de la persona humana es impensable en la obra de Descartes, a partir del pensar disyuntivo y exacto, que niega la analogía. El pensar unívoco y exacto y la exclusión de la analogía serán responsables a partir de entonces y a lo largo de la modernidad de escisiones insuperables para la persona y el mundo, por ejemplo, a las falsas disyuntivas entre el individuo y la sociedad, origen de conocidas «contradicciones», individualismo o colectivismo; deber o felicidad, etc. Este dislocamiento del mundo, procedente de ver contradicciones allí donde sólo hay contrastes, es precisamente lo que en el plano epistemológico demuestra lo obsoleto de la modernidad en prácticamente todos los terrenos de la ciencia, y en concreto en la ciencia histórica. Consecuencias vitales Se trata ahora de analizar las consecuencias que en la vida cotidiana tiene la visión moderna del mundo, que conduce a la devaluación de los aspectos relacionados con la cultura y la política en favor de los estrictamente económicos, que pasan a ser

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considerados como la base de la civilización, provocando un claro empobrecimiento de las relaciones humanas. Desde los clásicos6 las necesidades humanas se ordenaban según su importancia y duración, dando origen a la distinción entre política y economía. La primera hacía referencia a las necesidades más elevadas, las que se relacionan con el «buen vivir» y que afectan a la necesidad que el hombre tiene de reconocimiento por parte de los demás. Tales necesidades suelen alcanzarse con el ejercicio de la palabra, ya que el hombre es el único animal que puede disfrutar de ella. La segunda, la economía, cuya raíz etimológica es la de «arte de distribuir recursos escasos», tiene por objeto prioritario no tanto las relaciones entre los hombres —aunque también—, cuanto las relaciones entre persona y cosa. Aquí lo que cuenta es la satisfacción de las necesidades humanas básicas, en este caso, de índole más estrictamente biológica y efímera (de todos los días), como el alimento, o algo más cultural y estable como el vestido y la vivienda. La actividad básica que caracteriza la economía es la utilización o el uso, y lo que Aristóteles pondera en estos efectos es esencialmente el cuidado, la buena administración; de ahí que «lo económico aparezca aquí tan claramente unido a lo ecológico», al recto uso de las cosas para la satisfacción de las necesidades. De igual modo, la economía así entendida aparece como presupuesto para la política. Sin recursos en el ámbito de la alimentación, el vestido y la vivienda, no cabe pensar en el reconocimiento. «Totalmente distinta de la política y la economía es la actividad crematística»7, que tiene por objeto la adquisición y posible acumulación de bienes a través del comercio. A diferencia de lo que ocurría en el caso anterior, el concepto fundamental no es el valor de uso, lo que la cosa vale en sí para satisfacer necesidades del hombre, sino el valor de cambio, el poder de compra que una cosa posee para adquirir otras. Aristóteles distingue entre la crematística al por menor, que puede resultar justificada para hacer frente a los bienes necesarios para la supervivencia, y la crematística al por mayor, que aparece cuando la pretensión de incremento de bienes y dinero se ha desbocado respecto a las necesidades básicas. La crematística así concebida concede más importancia al valor de cambio —el dinero— sobre el valor de uso. Esto supone, frente a la mentalidad anterior, un giro radical que llegaría al

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máximo cuando el dinero deje de ser un mero medio de cambio para convertirse en creador de más dinero. Tal es la función del préstamo usuario, que constituye para Aristóteles una doble desnaturalización: «De todas las clases de tráfico es éste el más antinatural». El mercado que había ido surgiendo como actividad marginal de pobres y vagabundos en las afueras de las ciudades —los famosos burgos— desde el siglo XI, cuyas normas seguían siendo externas al mercado mismo, basadas en la ética, especialmente la teoría del precio justo, se convierte en el eje central de la vida. La gran transformación sólo se produce en el siglo XVI con la total independencia del mundo de mercado respecto al horizonte ético-social. Esta independencia del mercado respecto a la ética constituye precisamente el fundamento de la moderna ciencia de la economía política, en ella sólo importa lo que se puede medir y contar, lo demás es rechazado. El uso no tiene valor, sólo el cambio. En relación con el ser humano, la consecuencia más dolorosa que tendrá esta visión del mundo será la de considerarlo no por lo que es, sino por lo que tiene, valorando únicamente al que tiene mucho e infravalorando (marginando) al que no tiene nada. Por lo que se refiere a la relación con la naturaleza, la consecuencia ha sido la despreocupación ecológica, debido a la creencia en el carácter ilimitado de los recursos naturales, en cuanto sometidos al trabajo humano. «Todas las naciones poseen en su trabajo anual el fondo de donde sacan todas las cosas que consumen por necesidad o placer; y estas cosas, o constituyen el producto inmediato de aquel trabajo, o se compran a otros países con este producto»8. En esta tesis fundamental se expresan las dos ideas que quiero resaltar: 1) el fondo de la riqueza lo constituye el trabajo nacional y no la tierra, como afirmaba Quesnay; y 2) la riqueza de las naciones es la suma —nótese el carácter cuantitativista— de las cosas producidas por el trabajo o que se compran con el producto del trabajo, no se mide, en consecuencia, por nada relativo a la naturaleza. Desde esta perspectiva, la noción clásica del cuidado cede ante la explotación pura y simple, y la creencia en el carácter ilimitado de los recursos naturales justificaba la idea de crecimiento indefinido, crecimiento que puede ser considerado la clave misma de la modernización, como ha visto Peter

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Berger9. La carencia de conciencia de lo cualitativo, por la sola atención a lo cuantitativo, impedía en definitiva descubrir la distinción entre recursos renovables y no renovables, dado que sólo contaba su valor monetario. Traducción política: «centralismo» y «progreso» Esta ideología exige, a su vez, un modo de organización social, que sigue tomando la precisión como modelo. El lema del organizador moderno es que la sociedad funcione como un reloj. De ahí que, como ha escrito Schumaecher10, «el ideal de la Modernización industrial sería eliminar lo vivo, incluyendo lo humano, y transferir el proceso productivo a las máquinas, ya que éstas pueden trabajar con más precisión y se las puede programar íntegramente, lo que no cabe hacer con el hombre». La ideología del progreso no es específica de la modernidad: estaba presente en el pensamiento clásico. Eso sí, entendida como un avance gradual de lo imperfecto a lo perfecto, porque la naturaleza de algo no queda determinada tanto desde su situación inicial cuanto desde su perfección final. Las cosas son lo que serán cuando alcancen su plenitud. La realidad que algo es se define por la perfección que es capaz de alcanzar. Esta visión dinámica de la realidad fue sustituida en la Ilustración por un planteamiento mecanicista11. Y dicha ideología estaba presente en el pensamiento clásico también contando con que este avance en determinados casos, y por obra de la libertad humana, podía tener retrocesos; es decir, era reversible. La diferencia con el modelo de progreso que se impone en los tiempos modernos es que éstos lo consideran necesariamente irreversible y lineal, constituyendo la variante político-cultural de la ideología del crecimiento económico indefinido, de la que depende básicamente. «El futuro es la categoría fundamental que introduce la modernidad: todo lo por llegar se considera mejor que lo acontecido, supuesto que se deduce de la idea de progreso. Con esta certeza, el futuro, que lo es todo, importa poco; sea cual fuere, siempre será mejor que el presente. El progresista vive abierto al futuro, sin preocuparse realmente por él»12. El problema es que con esta idea también se justifican la violencia y la guerra, porque si todo cuanto ocurre en la historia es lineal y tiene una justifica-

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ción, también la violencia la tiene. La inevitabilidad del progreso histórico conduce al desvanecimiento de la distinción entre el bien y el mal como calificativos de la acción humana. Lo que cuenta es el resultado del proceso. El mal, en cuanto necesario históricamente, se convierte en bien. De nuevo observamos a la razón convertida en «mano misteriosa» y sustituyendo a la Providencia, ahora en el ámbito de la política. El tópico del progreso lineal tiene otras consecuencias igualmente aterradoras: el protagonismo pertenece siempre al mundo occidental, el «único civilizado». Lo que conduce inevitablemente a la marginación y explotación del resto del mundo, que tendrá su culminación en la Conferencia de Berlín, de 1885, en que se llevó a cabo el reparto de África. «África no tiene interés histórico, ya que sus miembros viven en la barbarie y el salvajismo, sin suministrar ningún ingrediente a la civilización»13. Esta visión de la guerra servía a Hegel para justificar la política anexionista de Federico II de Prusia con respecto a Silesia o Polonia. De ahí también que, según él, los africanos salgan ganando al convertirse en esclavos de los europeos, ya que para ellos ni la vida ni el hombre tienen valor alguno. Especialmente corrosivo es el progresismo de Darwin, en quien el progreso humano queda confiado a la supervivencia de los más aptos. Es más, Darwin no tendrá ningún reparo en referirse a las «razas inferiores» para describir aquellas razas en las que falta el espíritu de competencia y dominan las cualidades femeninas de intuición y cooperación. Por lo que llegará a decir que le resultaba preferible descender de un pequeño y heroico mono que de las razas inferiores. Este modo concreto de plantear las relaciones con los otros implica un retroceso respecto al planteamiento religioso de los siglos precedentes. Como ha demostrado Toynbee en Estudio de la Historia, no hay mayor grado de inhumanidad que considerar a los otros como razas inferiores, ya que con ello se les condena irremisiblemente a negarles la condición humana. Y el nazismo no ha sido ni el único sistema ni el último que ha postulado esta teoría: recientemente se ha denunciado en un periódico de Miami —El Nuevo Heraldo— la esterilización masiva que se está llevando a cabo en Perú en aras de la planificación de la natalidad en el Tercer Mundo, auspiciada por el Gobierno, acorde a su vez con los criterios de la ONU, que se está realizando en contra o sin previa autorización de las propias interesadas.

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La paulatina recuperación del Derecho Romano, unida a este tipo de pensamiento son los que justificarán la trata de negros y la exclusión sistemática de la mujer de la vida pública, hechos íntimamente ligados a la modernización. Puede decirse, por tanto, sin exageración alguna que África ha sido el continente especialmente sacrificado por la modernidad europea. De ello daría buena cuenta su actual configuración nacional, que está basada en la más estricta razón geométrica, recurriendo a la regla y el compás y olvidando el respeto más elemental a la geografía y la cultura de los diferentes países. Las viejas civilizaciones fueron destruidas, sus lenguas desplazadas, la industrialización produjo segregación racial, marginación y discriminación económica. Todo ello explica de forma suficiente la serie de conflictos interiores que padecen grandes zonas del continente africano en la actualidad. Y lo que es aún peor: el actual intento sistemático de imponer el american way of life, por ejemplo, a través de las Conferencias Internacionales de Naciones Unidas. El tema del desarrollo sostenible, tan traído y llevado en la Conferencia Internaciona Habitat II de Naciones Unidas —celebrada en Estambul en 1996—, que para los países del Tercer Mundo significaba derecho a una vivienda adecuada, calidad de vida, respeto a sus propias tradiciones, a sus culturas y formas de vida, etc., en varias ocasiones fue usado por los países desarrollados como pretexto para controlar el crecimiento de la población en los no desarrollados —novísima forma de colonización—, planteándose, como requisito indispensable para el desarrollo, frenar la natalidad. Es decir, oponiendo sin razones concluyentes, cantidad de vidas a calidad de vida. La forma más valiosa de progresismo es, como ha señalado Ballesteros, sin duda la que representa Kant (1724-1804), al condenar explícitamente el colonialismo y los ejércitos permanentes. Por desgracia, su pacifismo, excesivamente confiado en el poder de lo institucional, quebró igualmente. Su entusiasmo por el triunfo del derecho tendrá su plasmación histórica en la Sociedad de Naciones. El fracaso de ésta al no poder impedir la escalada de violencia desencadenada por Hitler arrastra consigo el fracaso de la idea de progreso irreversible, que Kant creyó intuir en la idea de citoyen. La paz es posible con el esfuerzo personal y colectivo por la misma, acompañado de la conciencia de la falsedad de la dialéctica. De ello se hablará extensamente después.

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Es necesario que analicemos ahora, aunque sea brevemente, el llamado «Estado del Bienestar» como ejemplo elocuente de «la quimera de la modernización»14. Ya hemos visto que el Estado y el Mercado son los dos grandes logros de la modernidad. Íntimamente relacionados ambos, han propiciado el llamado «Estado del Bienestar», que ha sido la configuración político-económica adoptada por las sociedades industriales avanzadas en las últimas décadas. Nadie puede negar sus espectaculares éxitos. Con la aplicación de este proyecto, se logró un prolongado período de equilibrio social y prosperidad económica para sectores cada vez más amplios de una población creciente. En el «Estado del Bienestar» se consigue combinar la economía de mercado y una fuerte presencia del Estado a través de sus políticas de protección social15. Vienen así a converger la tendencia intervencionista de signo socializante y la defensa liberal del mercado libre. Aparentemente se trataría de una superación de signo humanista con respecto a esquemas antinómicos anteriores. Sin embargo, otros eran los derroteros teóricos del «Estado del Bienestar». No se trataba, ni mucho menos, de esta superación integradora, sino de un equilibrio pragmático, tan trabajoso como precario. El inestable modelo resultante conseguía la eficacia a costa de la pérdida de sentido. Las disfuncionalidades del «Estado del Bienestar» son especialmente perceptibles en España, según Llano, porque en pocos años hemos pasado de una estructura social casi tradicional a un modelo que entra en crisis antes de haberse establecido plenamente. Al desencanto inicial le siguen pronto la irritación y la protesta, porque se comprueba que la realidad no responde a las expectativas de los ciudadanos. El apetecible triunfo se proyecta como el único fin, pero se trata de un fin inasequible, porque no se ofertan los medios necesarios para poder obtenerlo. El deterioro de la Seguridad Social, el descenso de la calidad de enseñanza, el paro creciente y, sobre todo, la lacerante persistencia de la violencia terrorista, son las muestras más notorias de que estamos muy lejos del «buen funcionamiento» prometido. En definitiva, los síntomas directos y típicos de la crisis se registran justamente en el campo más característico del «Estado del Bienestar»: el de las políticas sociales, donde una de las grandes perjudicadas es sin duda la mujer. Y es que, a mi juicio, este tipo de organización político-social basada, prácticamente en su totalidad, en los principios caducos de la modernidad, carece de recursos.

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La posmodernidad: mujer, familia, sociedad El término «posmodernidad» aparece en la historiografía, para calificar nuestra época en la obra de Toynbee A Study of History. Toynbee ve la historia como resultado, sobre todo, de la libertad humana, frente a las tesis deterministas, que quieren encontrar «leyes naturales» en el desarrollo histórico. De acuerdo con ello, contempla la presente situación bajo el signo de la ambivalencia: existe la posibilidad de la decadencia, pero existe también la posibilidad de la plenitud. La elección entre decadencia y plenitud está en función de la respuesta a los retos de la sociedad actual. La decadencia supondría la carencia de vibración ante los problemas, mientras que la plenitud supone la creatividad, el afrontar tales retos con sentido de responsabilidad. Tal diferenciación es la que puede permitir distinguir entre posmodernidad como decadencia y posmodernidad como resistencia16. Si examinamos las dimensiones que configuran directamente la realidad social, como la política o la economía, todavía hoy continuamos viviendo en plena modernidad. A lo largo y ancho del mundo el capitalismo y la economía del autointerés siguen homogeneizando culturas y denigrándolas en nombre de un supuesto progresismo, controlado políticamente. La potencia de ambas esferas les hace evolucionar a ritmo más lento que las ideas. Algo análogo cabría decir de la evolución de la «opinión pública», en cuanto se encuentre manipulada y dominada desde las esferas del poder político y el económico. Sin embargo, es constatable el avance hacia el cambio de época desde el ámbito de la opinión pública libre, que vendría dado por determinados acontecimientos que, por su magnitud, han podido contribuir a convulsionarla: la II Guerra Mundial, el proceso descolonizador, los efectos negativos de la industrialización sobre la naturaleza y el nuevo papel de la mujer en la sociedad. Cuidado de la paz, cuidado y conservación del medioambiente, ecumenismo y sintonía con la «otra» mitad de la humanidad. Pues bien, frente a tales retos, me parece que la familia tiene mucho que hacer, y especialmente la mujer en el seno de la misma. El feminismo de hoy es un feminismo culto, que quiere conectarse con las manifestaciones de la sensibilidad actual, como son el ecologismo o respeto por la naturaleza, por la vida,

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que rechaza el colonialismo —con sus solapadas formas actuales— y, por consiguiente, aprecia otras culturas y otras civilizaciones diferentes, como se observa en el texto de 1948 y no como se contemplaba en algunas de las sesiones de las conferencias de Pekín y Estambul, donde el ataque a otras culturas y otras creencias por parte de algunos fue verdaderamente llamativo. El feminismo de hoy rechaza, asimismo, la violencia en sus múltiples formas. En todas estas manifestaciones hay, como recordaba el profesor Llano en el Congreso del año 1995 sobre «El espacio social femenino», una común tendencia hacia la recuperación de lo genuino y originario. En palabras de Heidegger: dejar ser al ser. El llamado ecofeminismo conecta con la posmodernidad aún más que la ecología por varias razones. Una de ellas es que esta ecología —que algunos denominan «profunda»— postula un igualitarismo biológico de todas las especies vivas; sin embargo, el medio que utiliza para conseguir este objetivo es la limitación artificial de la población humana. Medio racionalista y tecnicista que está en conflicto con los valores que afirman la vida, tan fundamentales, por otra parte, para la ecología. Ésta es una solución que, como recoge agudamente Ariel Kay Salleh17, reduce el derecho de las mujeres como madres y creadoras de vida a un residuo de la dependencia masculina. Otro supuesto de la ecología es el principio de diversidad y simbiosis; una actitud de «vivir y dejar vivir, una coexistencia mutua beneficiosa entre las formas vivientes. Respecto a los humanos el principio favorece el pluralismo cultural, es una apreciación de las ricas tradiciones originadas en África, Asia, Oceanía, etc. Pero estos distanciamientos del etnocentrismo son sólo parciales si el ecologista continúa ignorando a la otra mitad de la raza humana, las mujeres. Igualmente, contra la polución y la reducción de los recursos, que es una preocupación ambiental fundamental para el ecologista, las mujeres —dando un paso más— también abogan por un rechazo de la polución ideológica, que durante siglos las ha sometido y frustrado en sus posibilidades. La ecología mantiene también el principio de complejidad no de complicación. Éste favorece la preservación de las interrelaciones complejas que existen entre las partes del ambiente, pero los argumentos que sostienen los ecologistas para fundamentar su principio son débiles porque el sentido masculino del auto-

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valor en nuestra cultura está tan afianzado en los hábitos científicos del pensamiento que es muy difícil para los hombres argumentar persuasivamente. Las mujeres, por otra parte, socializadas como están por una multiplicidad de tareas contingentes y funciones de trabajo, prácticas en el hogar y fuera de él —lo que en otro lugar de este trabajo se ha definido como «inteligencia poliédrica»—, no experimentan las limitaciones inhibidoras de la validación de status en la misma medida. El rol femenino tradicional se opone a la racionalidad técnica explotadora que es comúnmente el requisito de la norma masculina. En lugar del rechazo que el rol femenino recibe de todas partes, podría ser tomado en serio por los ecologistas y reexaminado como una fuente de valores alternativos. Como Synder sugiere, los hombres deberían probar roles que no estén altamente valorados en la sociedad. Aquí reside, a mi juicio, la base de un ambientalismo fundamentado y educador: acabar de una vez por todas con la rígida distribución de roles masculinos y femeninos —y la disyunción subsiguiente— justificada desde los albores de la modernidad, según hemos tenido ocasión de apreciar en el capítulo precedente. Como señaló Ann Pettitt, «si alguien ha colocado los pilares de una casa, parecería sensato construir sobre esos pilares, en lugar de importar una estructura prefabricada, sin pilares y colocarla a su lado»18. Un último principio de la ecología es el de la «autonomía local y la descentralización», ya que cuanto más dependiente es una región de los recursos que se encuentran fuera de su localidad más vulnerable es ecológica y socialmente, por tanto, para la autosuficiencia del trabajo debe existir descentralización política. La tendencia hacia bloques de poder incluso mayores y estructuras políticas jerárquicas es una característica histórica invariable de las sociedades patriarcales, es la expresión de un impulso por competir y dominar al otro. Las mujeres no se organizarían de esta forma; más bien elegirían trabajar en pequeñas e íntimas colectividades donde la espontaneidad «estructura» la situación. Los varones tienen importantes lecciones que aprender observando y participando en esta clase de procesos. Y hasta que este aprendizaje tenga lugar, conceptos como autonomía y descentralización permanecerán vacíos. Las tesis ecológicas son, a mi juicio, altamente academicistas y positivizadas, dominadas por el cientificismo cultural y la gestión

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tecnocrática. El movimiento ecológico no tendrá valor realmente hasta que los hombres no sean capaces de redescubrir y amar a la mujer que llevan dentro. Y las mujeres lo mismo, si pretenden construir un mundo mejor. El neofeminismo está, pues, profundamente enlazado con el pensar ecológico, porque el mensaje más hondo del ecologismo es recuperar la unidad perdida del hombre con los otros hombres, con la naturaleza, consigo mismo y con Dios. El fundamento último del planteamiento ecológico sería la oposición al voluntarismo que se concreta en el dualismo cartesiano: en la oposición entre la voluntad individual como sujeto y el resto de la realidad reducida a simple objeto, manipulable a merced de aquella voluntad y, por tanto, enteramente alienable. «Lo que el hombre ha creído durante la modernidad que era su ‘tener’ (el agua, el aire, el ozono o, en otro nivel, el cuerpo) el pensar ecológico posmoderno ha puesto de relieve que forma parte de nuestro ‘ser’, y que es, por tanto, indisponible»19. Las metas del actual feminismo, de la ecología, de los movimientos contra el racismo y de la búsqueda de paz están internamente relacionadas; en este sentido deben procurar un entendimiento para promover juntos un universal y auténtico movimiento en favor de una cultura de vida20. Para el feminismo, para la ecología, promoción de la paz y ecumenismo es crucial un análisis crítico y una oposición a la uniformización de la tecnología y civilización industrial propias de la modernidad y, como tal, obsoletas. Los principios que han perdido vigencia son, justamente, los de la modernidad. Ya no se cree en que la aplicación del lema «atrévete a saber» —sapere aude— producirá una emancipación humana total: el paso de una situación de tutela autoimpuesta —y, por lo tanto, culpable— a la madurez de la edad adulta. La desmitificación sistemática de las convicciones tradicionales ha generado unos mitos nuevos, en muchos casos más temibles. Lo que ha producido el «desencantamiento del mundo por la ciencia», en palabras de Weber, ha sido más que nada el desencanto. La difusión de la cultura y la extensión de la educación no han traído —como antes se esperaba— el mejor entendimiento entre los hombres y los pueblos; por las causas que sean, la explosión de violencia individual y colectiva en el último siglo no encuentra precedentes históricos. Por tanto, ya no se puede creer en el

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progreso necesario e indefinido. No se cree, a la postre, en las grandes premisas de ese extraordinario empeño de concienciación humana que es la Ilustración. Y, sin embargo, esos principios no han sido sustituidos por otros. Esto ha dado lugar a la crisis que padecemos. Pero lo que tiene de característico la situación actual es que la crisis se ha estabilizado, que nos hemos acostumbrado a vivir en ella o, al menos, con ella. La «desesperanza de la revolución» nos ha vacunado contra toda veleidad rupturista, como señalaba Llano, y hemos logrado un inestable equilibrio que, mal o bien, prolonga los contornos generales del status quo. Ante este panorama caben al menos tres actitudes. En primer lugar, la de los «posmodernos decadentes» o nihilistas, como Lyotard21, según el cual no hay perspectivas para el cambio social. Éstos se atienen básicamente al esquema de la modernidad inercial y, por tanto, no ofrecen salidas a una situación histórica caracterizada por la complejidad comunicativa y el déficit de capacidades orientadoras. Si acaso, tratan de conservar lo mucho de bueno que aún queda de la modernidad tecnológica o política, aunque seccionen estos resultados históricos de la historia que los produjo y carezcan de la energía necesaria para ensayar una nueva fundación no modernista. En segundo lugar, la postura de los que prefieren reducir al mínimo el principal causante de estos males, es decir, al hombre. Ésta sería la posición de la llamada deep ecology, que goza de amplio apoyo en EE.UU. Cabe, por último, la postura —conectable con mi propuesta— de la «posmodernidad como resistencia», que implica rectificar el rumbo para hacer frente a las averías de la modernidad. Y en concreto hacer frente a la necesidad de paz, de política para la paz y no para la guerra, como ha sido característico en la modernidad. Y hacer frente asimismo al nuevo papel que la mujer está llamada a desempeñar en la sociedad actual, en éste como en otros ámbitos de la vida humana. Por la especial incidencia que tiene la situación de guerra y conflicto en el ámbito femenino, y concretamente familiar, quiero señalar lo que se planteó en Pekín con respecto al tema. Allí se contempló a la mujer desde una doble vertiente: la de sujeto paciente de los conflictos y, por lo tanto, víctima, y, por otra parte, la de sujeto activo especialmente capacitado para solucionar dichos conflictos. Por tratarse del único clima de fondo en el

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que se puede lograr la paz, examinaré brevemente el problema de la educación, y porque pienso que la mujer puede aportar soluciones originales a los problemas medioambientales y racistas, si se le facilita su acceso a la toma de decisiones, dedicaré también unas páginas a este último tema. La mujer, sujeto activo en la promoción de la paz Existe hoy un deseo generalizado de paz, pero no basta con la denuncia. Es tiempo de acción. No basta con conocer, escandalizados, el número de niños explotados sexual o laboralmente, el número de refugiados o de hambrientos. Se trata de reaccionar, cada uno en la medida de sus posibilidades. Se trata de saber también que la paz está indisolublemente unida a la igualdad entre mujeres y hombres. Los conflictos armados así como el terrorismo, la ocupación extranjera y los conflictos étnicos son una realidad que afecta de forma singular a las mujeres, pues aunque hay comunidades enteras que sufren sus consecuencias, las mujeres y las niñas se ven especialmente afectadas por razón de su sexo y de su situación en la sociedad. Los efectos de la violencia contra las mujeres y la violación de sus derechos tienen múltiples consecuencias, incluida la pobreza, hasta el punto de que se haya podido hablar de feminización de la pobreza: la pobreza hoy tiene rostro de mujer, aunque también el futuro tenga rostro de mujer. Es preciso un entorno que mantenga la paz mundial y promueva los derechos humanos, la democracia y el arreglo pacífico de controversias, en que se defiendan los principios de no agresión ni amenaza contra la integridad territorial o la independencia política y del respeto a la soberanía enunciados en la Carta de Naciones Unidas. La paz está indisolublemente unida a la igualdad entre mujeres y hombres. Los conflictos armados y de otra índole, el terrorismo y la toma de rehenes subsisten en muchas partes del mundo; la agresión, la ocupación extranjera y los conflictos étnicos son una realidad que afecta constantemente a las mujeres y a los hombres en prácticamente todas las regiones. Siguen produciéndose en todo el mundo violaciones abiertas y sistemáticas de los derechos humanos y situaciones que constituyen obstáculos graves para su pleno disfrute. Esas violaciones

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y esos obstáculos incluyen, además de la tortura y los tratos crueles, inhumanos y degradantes o las ejecuciones sumarias y arbitrarias, las desapariciones, las detenciones infundadas, todas las formas de racismo, discriminación racial, la ocupación y la dominación extranjeras, la xenofobia, la pobreza, el hambre y la denegación de derechos económicos, sociales y culturales, la intolerancia religiosa, el terrorismo, la discriminación contra las mujeres y la inobservancia de la ley. En numerosas ocasiones, y de forma sistemática, se hace caso omiso del derecho humanitario internacional que prohíbe los ataques contra las poblaciones civiles y frecuentemente se violan los derechos humanos, lo que afecta especialmente a mujeres, niñas y niños, personas ancianas y discapacitadas. En un mundo, pues, de constante inestabilidad y violencia hay que aplicar con urgencia métodos de cooperación para lograr la paz y la seguridad. La igualdad de acceso a las estructuras de poder y la plena participación de las mujeres en ellas y en todos los esfuerzos para la prevención y solución de conflictos son fundamentales para el mantenimiento y el fomento de la paz y la seguridad. Aunque las mujeres han comenzado a desempeñar una función importante en la solución de conflictos, en el mantenimiento de la paz y en los mecanismos de defensa y de relaciones exteriores, siguen estando insuficientemente representadas en los niveles de toma de decisiones. Para que ellas desempeñen en pie de igualdad con los hombres, una función en la tarea de lograr y mantener la paz, deben alcanzar responsabilidades políticas y económicas y estar representadas debidamente en todos los niveles del proceso de toma de decisiones. A todos nos interesa sustituir la civilización de la competitividad —propia de la modernidad— por la civilización de la solidaridad —propia de la posmodernidad—. Pero la violencia no es capaz de hacer desaparecer la violencia. La humanidad no puede librarse de la violencia más que por medio de la no violencia. Se propuso, por ello, en Pekín sustituir la voluntad de disuasión por la voluntad de persuasión, a través del testimonio humano que elimine íntegramente la violencia. Sólo desde este compromiso podría hacerse realidad el desarme, y no sólo el nuclear sino también el convencional. Es preciso recordar que una tan decidida posición contra la violencia sólo es posible desde unas bases filosóficas e históricas

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en que impere el autodominio, la solidaridad, el cuidado y la conservación, cualidades tradicionalmente ejercitadas por la mujer, por lo que se la puede considerar especialmente dotada para la paz, pero es preciso que el hombre tome conciencia también de ello, puesto que ya no se trata únicamente de la paz: ¿y el descuido generalizado del medioambiente? ¿Y el racismo imperante fruto de una voluntad de dominio, absolutamente arbitraria, de una raza sobre las demás? Son muchos los retos que tiene planteados el mundo de hoy que no se resuelven a palos ni aplastando. Hace falta un cambio de planteamientos. Razones antropológicas e históricas —la atención a la subsistencia y a las necesidades de la vida, la procreación, cuidado y educación de los hijos, entre otras—, contribuyeron a la configuración del espacio humano de vida y acción en dos ámbitos; el de lo público y el de lo privado22, adjudicándosele a la mujer este último. Al reflexionar sobre la forma de vivir y las funciones que ha desempeñado durante tantos siglos se entiende que haya desarrollado de forma más profunda determinados hábitos intelectuales y capacidades enfocados directamente a las cuestiones más prácticas y cotidianas de la vida humana, como veíamos en el capítulo anterior. Y los hábitos, como es sabido, constituyen una segunda naturaleza que conforma no sólo la persona, sino también la cultura. Rentabilicemos, pues, estas cualidades o disposiciones o como queramos llamarlas, empleándolas en solucionar los retos actuales. Es una cuestión de pura y simple economía. La mujer está, constitutiva o antropológicamente, dotada para la paz por su capacidad de atención y de cuidado, ejercitadas durante siglos en el marco de la familia y en el de obras sociales de muy diversa índole, poco conocidas y menos valoradas. Esas características —tan necesarias al mundo de hoy y tan necesarias para que se pueda dar un verdadero desarrollo— pueden y deben convertirse en un servicio a toda la sociedad. Por consiguiente, su presencia, sus sugerencias y aportaciones deben ser cada vez más tomadas en cuenta a nivel de sociedad, gobierno y defensa, como se decidió en Pekín. Por ello, y sin que sea legítimo deducir que se trata de una propuesta añorante de una situación pasada —que a nadie puede satisfacer, puesto que era discriminatoria para la mujer—, pienso que ella está especialmente dotada para gestionar la paz y otras

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cuestiones urgentes que tiene planteadas el mundo de hoy. Insisto, no se trata —como señala Val Plunwood— de convertir al «ángel de la casa» en «ángel del ecosistema», sino más bien de rentabilizar capacidades que, se quiera o no, se han convertido en una segunda naturaleza. Como señala Ballesteros23, Ghandi captó perfectamente esta conexión de la mujer con la paz cuando escribió que «de todos los males que el hombre se ha hecho a sí mismo responsable, no hay ninguno tan degradante, tan repugnante y tan brutal, como su explotación desvergonzada de la mitad mejor de la humanidad, llamada injustamente sexo débil (...) Si la no violencia es la ley de nuestro ser, el futuro pertenece a la mujer (...) Pueden oponerse a la guerra de una manera infinitamente más eficaz que el varón». Este sentido amplio de la mujer como especialmente capacitada para la no violencia ha sido asumido por bastantes pensadores contemporáneos24. La educación, pilar básico de la posmodernidad Pero no una educación meramente estimativa de las cifras de alfabetización, que afortunadamente cada día son más altas, sino una educación que alcance también al plano cualitativo y enlace con los problemas que tiene planteados el mundo de hoy: educación para la paz, educación para respetar el medioambiente, educación para la salud, educación para acceder a los puestos donde se toman las decisiones, etc. Educación, en fin, como un derecho humano e instrumento indispensable para lograr los objetivos de igualdad, desarrollo y paz. Una educación no discriminatoria25 beneficiará tanto a las niñas como a los niños y, de esa manera, producirá en el futuro relaciones más igualitarias entre mujeres y hombres. La igualdad de acceso a la educación y el hecho de obtener titulaciones son condiciones necesarias para que un mayor número de mujeres se conviertan en agentes de cambio. La alfabetización de las mujeres es un factor clave para mejorar la salud, la alimentación y la educación en el hogar, así como para el acceso al poder y toma de decisiones en la sociedad. La inversión en formación y educación tanto en el nivel formal como no formal para las niñas y las mujeres ha demostrado ser uno de los mejores medios para

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lograr un desarrollo sostenible y un crecimiento económico a la vez sostenido y sostenible, con un rendimiento social y económico muy alto. A nivel mundial, las niñas y los niños han logrado la igualdad de acceso a la enseñanza primaria, excepto en algunas partes de África, en particular en el África subsahariana, y en Asia central, donde el acceso a las instituciones educativas sigue siendo insuficiente. Se ha avanzado en cuanto a la enseñanza secundaria, ya que en algunos países se ha logrado la igualdad de acceso de niñas y niños. También ha aumentado considerablemente la matrícula de mujeres en la enseñanza superior. En muchos países, la enseñanza privada ha cumplido una importante función complementaria en la mejora del acceso a la educación en todos los niveles. Sin embargo, más de cinco años después de que la Conferencia Mundial sobre «Educación para Todas y Todos» —Jomtien, Tailandia, 1990— aprobara la «Declaración Mundial sobre Educación», unos 100 millones de niñas y niños, de los que por lo menos 60 millones son niñas, carecen de acceso a la enseñanza primaria, y más de las dos terceras partes de los 960 millones de personas analfabetas adultas del mundo son mujeres. El alto nivel de analfabetismo existente en la mayor parte de los países en vías de desarrollo sigue constituyendo un grave obstáculo para el avance de las mujeres y para el desarrollo. La creación de un entorno educativo y social propicio en el que se trate en pie de igualdad a mujeres y hombres, a niñas y a niños, y se promueva el desarrollo de las capacidades de todas las personas, respetando su libertad de pensamiento, conciencia, religión y creencias, y en el que los recursos educativos promuevan imágenes no estereotipadas de mujeres y hombres, contribuiría eficazmente a eliminar las causas de la discriminación contra las mujeres y las desigualdades entre mujeres y hombres. Por otra parte, las mujeres deberían tener la posibilidad de seguir adquiriendo conocimientos y aptitudes pasada su juventud. Este concepto de educación permanente incluye los conocimientos y las aptitudes que se adquieren en la educación y la formación reglada, así como la educación y la formación no reglada, por ejemplo, las actividades de voluntariado, el trabajo no remunerado y los conocimientos tradicionales. El acceso y la permanencia de las niñas y mujeres en todos los niveles de la ense-

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ñanza, incluido el nivel superior y todas las áreas académicas, es uno de los factores de su continuo progreso en las actividades profesionales. En muchos países, los recursos que se destinan a la educación, especialmente para niñas y mujeres, son insuficientes y en algunos casos incluso han sufrido reducciones, sobre todo en el contexto de políticas y programas de ajuste. Dicha insuficiencia en la asignación de recursos perjudica el desarrollo humano en general y, en particular, el de las mujeres. El aprendizaje sin fronteras —geográficas, de edad, de lengua— puede contribuir a cambiar el mundo, eliminando o reduciendo las múltiples barreras que hoy se oponen al acceso de todos al conocimiento y la educación. La educación debe contribuir al fortalecimiento, rescate y desarrollo de la cultura e identidad de los pueblos. La mundialización implica un peligro de uniformidad. Ante esta amenaza, se debe hacer hincapié en las modalidades de educación y de pensamiento crítico que permiten a las personas comprender las transformaciones que ocurren en su entorno, generar nuevos conocimientos y modular su propio destino. Los pueblos indígenas, por ejemplo, deben vivir en condiciones de igualdad con otras culturas, participando plenamente en la elaboración y puesta en práctica de las leyes. Paz significa diversidad, significa mezcla —de culturas— significa sociedades pluriétnicas y plurilingües. La paz no es una abstracción: posee un profundo contenido cultural, político, social y económico. Y educación significa activar ese potencial que está implícito en cada pueblo, en cada civilización, en cada mujer y en cada hombre, para ser cada una y cada uno dueños y artífices de su propio destino. Todas las Conferencias de Naciones Unidas han coincidido en proclamar, sea cual sea el tema abordado, que la educación es clave para que el mundo cambie. Invertir en educación no es tan sólo atender un derecho fundamental, sino construir la paz y el progreso de los pueblos. Educación para todos, por todos, durante toda la vida: éste es el gran desafío. Sustituir la razón de la fuerza por la fuerza de la razón; sustituir la opresión por el diálogo; sustituir la exclusión y cualquier tipo de marginación por la convivencia pacífica. La modernidad fue excluyente, la posmodernidad es incluyente, es conjuntiva.

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Pero todas estas metas requieren una inversión profunda en educación, porque las fuentes de la violencia se dan siempre por la carencia de cultura, por la falta de educación: ¿qué son, pues, el dogmatismo, la intolerancia, el prejuicio, la repetición acrítica de tópicos, sino falta de cultura, falta de ejercicio del sentido crítico, falta de pensamiento, sinrazón, en definitiva? ¿Familia versus trabajo? Conciliar vida familiar y actividad profesional y hacer posible que hombres y mujeres compartan las mismas funciones son objetivos inherentes al ajuste estructural. La segregación profesional y la flexibilidad en el empleo son otros dos campos de gran importancia respecto al papel de la mujer en el ajuste estructural. Las cuestiones que se plantean en ambos campos sólo se pueden abordar teniendo en cuenta también la compatibilidad entre la vida profesional y la vida familiar, así como la necesidad de compartir funciones. Dos líneas de acción general permitirán avanzar más rápidamente por la vía del progreso: revalorizar la diversidad en la sociedad y propiciar una mayor participación de las mujeres en la toma de decisiones, como se ha destacado antes. La vida de los individuos está organizada en torno a una especie de «contrato implícito»26. Sus dos componentes, a saber, el contrato relativo al papel del hombre y de la mujer, por una parte, y el contrato relativo al empleo, por otra, definen el reparto actual de las responsabilidades familiares y profesionales. En virtud del primer contrato, las mujeres asumen toda la responsabilidad del cuidado de los miembros de la familia y de las tareas domésticas, mientras que a los hombres les corresponde velar por el bienestar económico y financiero de su familia. El contrato relativo al empleo refuerza aún más ese reparto de las funciones, ya que se basa en el principio de un salario único que aporta el hombre, cuyo trabajo le ocupa todo el día, de modo permanente y durante toda su vida. El «contrato social» ya no corresponde a la realidad de los hombres y las mujeres. Las familias con ingresos dobles y las formadas por una sola persona con hijos a su cargo son cada vez más frecuentes, mientras que el total de familias en las que uno de sus miembros está ocupado toda la jornada en tareas domés-

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ticas ha descendido espectacularmente. Con este panorama, la mayoría de las mujeres se ven obligadas a hacer verdaderas acrobacias para lograr conciliar las exigencias del hogar y de la familia con las de una actividad remunerada cuyas estructuras han sido diseñadas para el empleo masculino. Los hombres, por su parte, se ven privados de la gratificación afectiva que proporciona el cuidado y la educación de los niños. Aunque la situación actual requiere manifiestamente una redistribución respecto a las tareas domésticas y el cuidado de los hijos, el «contrato» permanece, en lo esencial, sin cambios. Las mujeres han tenido que reorganizar su propia vida para encarar funciones profesionales y familiares, en parte difíciles de compatibilizar. Las medidas tomadas hasta el momento no aportan soluciones eficaces, ya que sólo tratan los síntomas de la enfermedad. La verdadera causa —el reparto tradicional de las actividades remuneradas y no remuneradas entre hombres y mujeres y la dificultad de conciliar responsabilidades profesionales y familiares— permanece intacta, con las tensiones resultantes: estrés cada vez más frecuente entre las mujeres, descuido de niños, enfermos y personas mayores y ruptura de familias. Se impone, pues, un ajuste importante para resolver estas contradicciones del obsoleto «contrato social». Dicho ajuste pasa, en primer lugar, por una adaptación más ajustada entre las responsabilidades domésticas y las profesionales y en segundo lugar, por un marco institucional y una infraestructura social que reflejen la evolución de la composición de la población activa, y ofrezcan las mismas oportunidades a hombres y mujeres para combinar empleo y responsabilidades familiares. Cada vez es mayor la resistencia de hombres y mujeres a sacrificar su vida familiar a un empleo que está ocupando un lugar desmesurado. Es preciso revalorizar las demandas relativas a la duración de la jornada laboral. La adhesión rígida al modelo de trabajo a tiempo completo. Sería necesario, por tanto, diseñar nuevos modelos de empleo que permitieran a los hombres y a las mujeres conciliar su carrera profesional con sus obligaciones familiares, y que preservaran a la vez la calidad de vida: horarios flexibles y empleo compartido. Nos encontramos inmersos en un mundo distinto, con problemas distintos y al que hay que buscar soluciones nuevas. La posmodernidad, y, en consonancia con ella, el nuevo feminismo,

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quiere modificar —ampliándolos— sus objetivos —rechazo a la progresiva masculinización de la mujer y apertura a la maternidad y la familia—, y para ello ha de cambiar sus planteamientos —poner fin a las disyuntivas excluyentes; poner fin al tratamiento del tema sólo desde la identidad o sólo desde la diferencia—. Se trata de entender suficientemente, sin anularla, la diferencia. De entender, por tanto, a la mujer en su ser personal. En realidad, la situación actual de perplejidad sólo se plantea cuando se acepta la oposición naturaleza y razón, cultura y libertad, propia de los presupuestos ideológicos de la modernidad, como señalaba Carmen Segura en el Congreso del año 1995 sobre «El espacio social femenino». Es preciso asumir lo natural27 si no se quiere renunciar a la propia identidad, abdicando de la construcción de una pura idea; es preciso aceptar las leyes y condicionamientos que la naturaleza impone, sin voluntarismos baratos. Porque defender la diferencia es simultáneamente defender la identidad. El movimiento feminista actual responde a un intento de que la mujer recupere su carácter personal, sin necesidad de asimilarse al varón, es decir, salvando las diferencias que son las que le confieren identidad. Por ello la participación de la mujer en todos los ámbitos de la vida jamás puede pasar por la asimilación con el varón, lo que además supondría un planteamiento «machista»: volver a considerarlo como criterio y medida de la realidad. Es preciso concebir de un modo diferente la realidad; de un modo tal que no exija la supeditación, el sometimiento de ninguna de las partes, porque respete la pluralidad, la diferencia. Una cosa está clara. Parte del mundo que está decayendo es la vieja línea dura del feminismo de los setenta porque ya no cuenta con la adhesión de la mayoría de las mujeres, ni siquiera en EE.UU., donde tuvo tantos partidarios. Los últimos sondeos americanos revelan que solamente una de cada cinco universitarias se describiría hoy como feminista. Y esto es así incluso a pesar de que la mayoría de las mujeres comparten las metas del feminismo organizado, especialmente aquellas que se refieren a igualdad de oportunidades en educación y empleo. La principal razón del rechazo al feminismo de las mujeres de hoy es porque identifican la palabra con un movimiento y organizaciones indiferentes a sus preocupaciones más profundas. En particular se echan atrás por la actitud negativa del movimiento feminista oficial hacia el matrimonio y la maternidad, por su actitud antagónica hacia los hom-

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bres, por su intolerancia hacia los que disienten en el tema de los derechos al aborto y la homosexualidad, por su falta de atención a los problemas políticos que genera el trabajo y la familia día a día y principalmente por su desconsideración hacia una buena educación de los hijos en la que puedan estar presentes ellas. Las mujeres de todo el mundo están siendo muy críticas, pues se dan cuenta de que el feminismo radical sólo valora el trabajo remunerado fuera de casa. Y están empezando a darse cuenta de que muchas que hablan el lenguaje de los derechos de la mujer tan seductoramente no son amigas de las mujeres. Me estoy refiriendo a las que propugnan a través de lobbis el control de población internacional, el comercio del sexo, etc. Y aquellas personas que están tan inmersas en modelos de consumo que ven a los hijos de los pobres como amenaza a sus estilos de vida. Las mujeres del Tercer Mundo ya vislumbran esta manera de razonar, y están sospechando de los países desarrollados que quieren dotarlas con derechos reproductivos pero no con agua potable, comida, medicinas y oportunidades económicas. Cuando las reclamaciones del feminismo radical se desenmarañen no parece fantástico esperar que emerja un feminismo nuevo más dignitario, más culto, que afirme la vida.

Notas Cf. Jesús Ballesteros, Postmodernidad…, pp. 99 y ss. Cit. por Alejandro Llano, La nueva sensibilidad, Espasa-Calpe, Madrid 1988, p. 31. 3 Ib., pp. 20-27. 4 Jesús Ballesteros, Postmodernidad…, op. cit., pp. 85-98. 5 Ib. 6 Véase la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, para comprobarlo. 7 Jesús Ballesteros, Postmodernidad…, op. cit., p. 26. 8 Adam Smith, La riqueza de las Naciones, Edición de Madrid 1980, p. 1. 9 Un mundo sin hogar, Salterrae, Santander 1979, pp. 78 y ss. 10 Lo pequeño es hermoso, Orbis, Barcelona 1983, p. 114. 11 María Antonia Bel Bravo, La mujer…, op. cit., p. 34. 12 Ignacio Sotelo, «La España del año 2000», en Revista de Occidente 77 (1987), p. 19. Cit por Jesús Ballesteros, Postmodernidad…, op. cit. 13 F. Hegel, Filosofía de la Historia Universal, Madrid 1928, p. 201. 14 Véase Alejandro Llano, La nueva…, op. cit., pp. 20 y ss. 15 Ib. 16 Jesús Ballesteros, Postmodernidad…, op. cit., pp. 99 y ss. 1 2

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La familia en la historia 17 Salleh es una ecofeminista profesora de Sociología en la Universidad de Wollongong (Australia) que ha publicado artículos sobre la filosofía de las ciencias sociales y las implicaciones de los movimientos de cambio social para la política contemporánea. Actualmente ofrece un Master sobre Ecofeminismo en la Universidad de New South Wales, donde desarrolla estas ideas. 18 En su artículo «Women Only at Greenham», en Undercurrents 57 (1982), p. 20. 19 Ib. 20 Véase en este sentido el interesante compendio de varias autoras en Mª. Xose Agra Romero (dir.), Ecología y feminismo, Ecorama, Granada 1997. También Ecofeminismo: un reencuentro con la naturaleza, autora y coordinadora M. A. Bel Bravo, Universidad, Jaén 1999. 21 Véase La condición postmoderna, Madrid 1984. 22 Véase María Antonia Bel Bravo, «El feminismo ayer y hoy…», op. cit., pp. 83-103. 23 Postmodernidad…, op. cit, p. 134. 24 Por ejemplo, F. J. Buytendijk, La mujer, naturaleza, apariencia, existencia, Madrid 1970. Véase también el libro compilado por María Xosé Agra Romero, cit. en nota n. 20. 25 Las desigualdades que subsisten entre chicos y chicas en la fase inicial de los estudios se deben más al tipo de educación recibido que al nivel de estudios alcanzados. 26 Véase María Antonia Bel Bravo, La mujer..., op. cit. 27 Véase R. Spaemann, Lo natural…, op. cit.

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VII UN HORIZONTE PARA LA FAMILIA

La familia, como todo lo humano, nunca ha sido algo estático, y menos aún desde el referente histórico de la Revolución Industrial. Sin embargo, durante los años ochenta ha sido un ciclón de transformaciones intensas lo que ha revolucionado su imagen tradicional en España. Hemos asistido —o estamos asistiendo— a un nuevo período de transición familiar, en términos sociológicos, que nos enfrenta a una situación sustancialmente diferente de la de hace tres décadas: el ámbito de trabajo femenino ya no es sólo el doméstico; la tasa de natalidad ha descendido notoriamente, y los hijos tardan más en independizarse; las relaciones personales en el seno de la familia siguen estando definidas por una reciprocidad muy fuerte entre todos sus miembros, pero los roles y hábitos de éstos han cambiado; etc. Paralelamente aumentan las rupturas y los divorcios, se elevan los índices de cohabitación y de hijos de padres que no han contraído matrimonio, y se trata de introducir fórmulas alternativas —«parejas de hecho»— a la imagen tradicional de la familia. Estos fenómenos —que no son nuevos, como se dijo en el capítulo referente al matrimonio—, aún no tienen tanta incidencia en España como en el resto de Europa. Es cierto que en nuestro país las tasas de nupcialidad han descendido algunas décimas en las últimas décadas —de 5’880/00 en 1980 a 5’060/00 en 19941—, pero es insignificante y los motivos pueden no ser exclusivamente aquéllos. Además el índice de divorcios en España está por debajo de la media en la Unión Europea, el más bajo tras Irlanda. El extremo opuesto está representado por Suecia, Bélgica y el Reino

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Unido. Entre las razones que ayudan a comprenderlo se encuentra el catolicismo, sin duda. La mayoría de los españoles sigue considerando la importancia del matrimonio en la sociedad —67%—, y preferentemente por la Iglesia —50’4%—, catalogando como moralmente inaceptable vivir en pareja sin casarse2. Las conclusiones parecen claras, si bien no dejan de ser paradójicas: existe una tendencia —lenta, pero ahí está— hacia el declive del matrimonio en España, mientras que los inveterados principios que lo han sostenido hasta hoy siguen siendo inamovibles. La familia hoy La diversificación de la familia forma parte de un proceso dinámico más amplio: es la historia de los individuos lo que realmente está cambiando. Frente a la autoridad económica y moral del cabeza de familia, de quien secularmente dependían sus restantes miembros, la tendencia de nuestra sociedad viene marcada por el individualismo. Si hasta fechas muy recientes junto a la herencia material el padre traspasaba al hijo la ideología, el trabajo, las directrices de las relaciones sociales, etc., ahora cada generación se revela más autodidacta. La competencia del mercado ha mermado la incidencia familiar en los individuos; su vida y su futuro están mucho menos predeterminados, son más libres para elegir. Evidentemente la expansión de este individualismo no es completamente nueva, pero sí lo son sus perfiles en el ámbito doméstico: la familia ya no es tanto una red protectora y determinante —en el sentido en que ha podido serlo en épocas anteriores3—, aunque aún amortigüe los efectos de problemas como el desempleo, por ejemplo. En buena medida, el principal factor de cambio que hay detrás de todo este proceso es la incorporación de la mujer al mercado de trabajo —no al mundo laboral, en el que la mujer ha participado siempre, como queda dicho en este trabajo, además sin momento de incorporación y sin fecha de jubilación—. Ahora la mujer sale de su casa para trabajar y aportar ingresos, tiene mejor formación e información, y, por tanto, mayor poder de negociación. Tiene proyectos propios y no está obligada a vivir en función de los demás. Como consecuencia más inmediata, en muchos casos las relaciones entre hombre y mujer ya no se carac-

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terizan por la total dominación de aquél y la total sumisión de ésta. Existe interdependencia —la ha existido siempre—, pero ahora avalada por un reconocimiento más «sincero» entre ambas partes. Gracias a la evolución de la mujer en este campo puede decirse que la familia actual se caracteriza por su bicefalia, está fundada sobre dos personas que han decidido convivir por mutuo y libre acuerdo. Esta incorporación de la mujer al trabajo remunerado ha sido considerada como una causa y, al mismo tiempo, como una consecuencia del descenso de la tasa de natalidad. La caída ha sido contundente en España, llegando a ser inferior a la media de los quince países miembros de la Unión Europea y la más baja del mundo junto a Hong Kong —por debajo incluso del 2’1%, la cifra mágica que se considera necesaria para la renovación generacional—4. Otros países europeos siguen una evolución diferente: los nacimientos están aumentando en Dinamarca, Finlandia y Suecia. La voz de alarma ha sido dada, y a nivel central se ha reaccionado comenzando a planificar incentivos para que gire esta tendencia —por ejemplo, mayores desgravaciones fiscales por hijos—. Por su parte, algunos municipios han emprendido actuaciones para superar su depresión demográfica —en Jaén tenemos el ejemplo de Peñolite; otros pueden ser Mirandilla (Badajoz) y Murueta (Vizcaya)—. Se aduce que la reducción en el número de hijos ha supuesto una liberación de tiempo, energía y salud para la mujer, permitiéndole centrar sus expectativas en el mercado del trabajo y, en definitiva, integrarse más en la sociedad. Deducciones éstas que han sido enarboladas —equivocadamente, a mi juicio— como la conquista de un pretendido feminismo falto de reflexión sobre la mujer y su auténtica condición humana. Comparto la opinión de otros autores cuando afirman que las conquistas reales de la mujer en el mercado laboral no deben realizarse en menoscabo de su maternidad, y como último extremo socavando la existencia misma de la familia. Tal puede haber sido el error en algunas «políticas de apoyo», inspiradas por determinadas ideologías con voluntad de liberar a la mujer de sus «trabas» maternales para que trabajo y familia fueran compatibles. El aborto y otras actuaciones antinatalistas entran en estos planes. Por el contrario, en mi opinión, es el mantenimiento de la familia como institución social lo que necesita ayuda. Ahora bien,

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como se ha expuesto en el capítulo anterior, una institución afirmada sobre los resortes de una dialéctica varón-mujer relativamente novedosa, basada en el conocido criterio de la «igualdad en la diferencia»: la dialéctica de interdependencia-corresponsabilidad. No se trata sólo de reivindicaciones feministas, sino de justicia social, de sentido común y, sobre todo, de derechos humanos. Desde esta posición se asume alguna diferencia en lo biológico —porque evidentemente la hay—, pero se defiende la igualdad en todos los roles históricos y culturales: «Reivindica que los dos sexos deben estar simultáneamente presentes en el mundo de lo privado y de lo público. A la vez que reclama más presencia de la mujer en la vida pública, considera igualmente necesaria una mayor presencia del varón en los asuntos domésticos, y en el mundo de la educación de los hijos. También el varón tiene derecho a asumir unas tareas antes reservadas a las mujeres. Esta revolución social necesita un respaldo jurídico porque implica una revolución copernicana en las estructuras sociales (...) En esta mutua cooperación hay que distinguir en ambos ámbitos funciones intercambiables, es decir, que pueden ser realizadas indistintamente por personas de ambos sexos, y que dependen sólo del aprendizaje, frente a otras funciones o roles que están conectadas a una diferenciación biológica y que no son transferibles al otro sexo»5. Lejos de mí negar que todavía queda mucho por hacer en este sentido. Ha habido cierta evolución, pero el proceso es lento y las horas dedicadas al trabajo doméstico son aún muy diferentes según hombres y mujeres. Un cambio social de esta magnitud requiere tiempo, tanto para que el hombre asuma totalmente su responsabilidad como para que la mujer esté dispuesta a delegarla. En cualquier caso la perspectiva es favorable: en la etapa actual, de adaptación o transición, se abre el horizonte de una familia en la que los acuerdos están más claros. La experimentación de nuevos roles para todos sus miembros está acompañada por una redistribución de responsabilidades, que se irán redefiniendo paulatinamente hasta su consolidación en el futuro. Sin embargo, el acceso de la mujer al mercado del trabajo asalariado no puede ser tenido como causa única del descenso de

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la natalidad. Lo ajustado de cualquier economía doméstica en nuestra tremenda sociedad de consumo también explica este fenómeno. Para muchos padres, un número de hijos reducido equivale, como contrapartida, a la posibilidad de acceder a determinadas compensaciones de un «Estado del Bienestar» mal entendido: el confort material —mejores viviendas, mejores coches, vacaciones, etc.—. Esta mentalidad —cuya «pobretonería» salta a la vista— no es generalizable, evidentemente, pero en tal caso su verdadero telón de fondo puede ser perceptible tanto en hombres como en mujeres: los padres piensan que dos o tres son un número ideal de hijos, y que ello ofrece la posibilidad de permitirse y de permitirles un mejor nivel de vida. Por esta razón, toda vez las tasas de mortalidad lograron descender, el uso de métodos anticonceptivos se ha disparado para controlar el número de nacimientos, rebajando su cuantía media de cinco —hasta fechas relativamente recientes— a tres, dos e incluso uno. La preferencia voluntaria de los padres por el hijo único está cada vez más justificada. De hecho, todo tiene justificación para el economicismo como interpretación hegemónica de la realidad humana y social imperante en nuestros días, en la medida en que la economía-mundo extiende cada vez más su poder acarreando consigo el lastre de la mundialización en todos los ámbitos. Aceptado el fin de la historia —han caído los grandes discursos y vivimos en el mejor de los mundos posibles, se dirá—, el concepto hombre con el que se quiere «traficar» es el de un ser desligado de cualquier comunidad de pertenencia. Es un yo que nunca forma parte de un nosotros hasta que pacta en razón de meras conveniencias. En todo esto subyace la teoría moderna del «contrato social» en sus dos versiones más clásicas: la de Hobbes y la de Rousseau. Por consiguiente, y en virtud de ello, actualmente se da por sentado que ser hijo único no entraña una influencia tan determinante como antes, y desde luego no condiciona el modelo de sociedad resultante. Puesto que las formas en las relaciones personales han experimentado drásticas transformaciones dentro del grupo primario, y la socialización se hace cada vez más fuera de éste, la ausencia de hermanos está sobradamente justificada. El niño adquiere los principios de sociabilidad en la escuela, a la que accede a partir de los cuatro años. El derivado de estos planteamientos —que no dejan de formar parte de ese «pensamiento

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único» de nuestros días— viene a ser un cuerpo social atomizado merced a la ruptura de lazos. La preferencia del hijo único hace que se esté perdiendo el sentido de solidaridad y fraternidad; tener hermanos, jugar y convivir con ellos, siempre ha sido el aprendizaje más valioso para el futuro ciudadano. La pauta actual nos aventura en la configuración de una sociedad compuesta por individuos con poca experiencia en compartir. Los efectos más inmediatos ya comienzan a ser visibles. Menos hijos que permanecen más tiempo en casa de sus padres. Al contrario de lo que ocurre con los ancianos, separados de la familia y absorbidos por el «Estado del Bienestar» y su sistema de pensiones —paradójicamente, porque se invierte en la calidad de vida de los mayores pero se les priva de las relaciones personales básicas—, los jóvenes dependen cada vez más de sus padres. El deseo de independencia puede haber sido amortiguado por relaciones familiares menos autoritarias y jerárquicas, caracterizadas por mayor tolerancia paterna respecto a épocas anteriores —el cambio en este sentido puede ser considerado el otro gran factor en la modificación de la familia, junto a la nueva dimensión femenina en el mundo laboral—. Y desde luego la emancipación de los jóvenes aparece frustrada ante la falta de recursos económicos, auspiciada por la fragilidad del mercado de trabajo —desempleo y precariedad de empleo— y las dificultades para encontrar una vivienda, sobre todo. A consecuencia de ello, la edad media para contraer matrimonio se ha elevado sensiblemente, encontrándose entre los veinticinco y treinta años6. El principal cambio en las relaciones afectivas puede ser el hecho de que padres y madres estén cada vez más centrados en su trabajo, fuera de casa. Los hijos crecen en un ambiente distinto al de tiempo atrás, por consiguiente. Ahora se habla de calidad en el tiempo dedicado a los niños, no de cantidad. Las relaciones paternofiliales —además de estar caracterizadas por esa mayor tolerancia a la que se ha hecho referencia— ocupan un menor espacio en los horarios de cada día, pero dentro de su brevedad deben ser capaces de conseguir sus objetivos, se dice. Para ello se requiere que sean más intensas, centradas, mejor orientadas, caracterizadas por una dedicación total. No obstante, en mi opinión, este argumento no es la panacea: ahí está la victoria de la televisión sobre la convivencia, la dificultad o imposibilidad de compatibilizar la flexibilidad horaria de los niños con

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la rigidez de la de los adultos, las prioridades de éstos que raras veces se postergan ante las apetencias infantiles, etc. Frente a este tipo de problemas a menudo se buscan soluciones engañosas y mal justificadas. Algo más que unidad tradicional de reproducción Todo lo expuesto lleva a cuestionar si actualmente la familia se encuentra en crisis o, por el contrario, goza de solidez. La respuesta es compleja, y depende —entre otros elementos— del observador y de cada situación concreta, puesto que el bosquejo presentado en el epígrafe anterior, aunque representativo, lógicamente no es generalizable. Si por crisis se entiende una situación de cambio que no implique necesariamente deterioro, entonces —como siempre— la familia está en crisis, es decir, atraviesa una etapa de crecimiento en diversos aspectos. En cualquier caso, sí es evidente que nuestro tiempo es muy crítico respecto de su pervivencia y utilidad. Puesto que la historia de los individuos ha cambiado, ¿para qué sirve ya la familia? Como se ha visto en el capítulo anterior, la idea de progreso que floreció en el siglo XIX con la filosofía de la Historia había surgido en la consolidación de un tiempo —la modernidad— encaminado a la perfectibilidad del hombre. Las conquistas y los avances de la ciencia impedían que cualquier duda al respecto tuviera cabida. La Historia sustituyó a Dios en la omnipotencia sobre el destino de los hombres. Partiendo de Maquiavelo y algunos de sus coetáneos —defensores de la famosa «Razón de Estado» para la que absolutamente todo está permitido—, incluso la violencia logró convertirse en agente positivo de desarrollo. Llámesela astucia hegeliana de la razón, lucha de clases marxista o ley de la evolución darwiniana, en todos los casos la violencia era útil porque servía a fines superiores y acercaba la humanidad a su destino. Lo que el siglo anterior sólo se había atrevido a pensar, el XX lo ha llevado a cabo, con todos los desvaríos que ello ha supuesto. No obstante, y pese al elevadísimo precio pagado, de algo ha servido el signo catastrófico del siglo XX: a estas alturas ya puede ser tenido por evidente que nada es gratuito, casual e inútil en el intrincado y preciosista equilibrio ecológico —en el sentido más

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amplio de la expresión—. Ninguna energía tan ilimitada, barata y limpia como la solar. Ningún insecticida tan perfecto como una bandada de gorriones. Ninguna alarma como un perro fiel. Ninguna fábrica alimentaria tan miniaturizada como una simple abeja. Así podríamos continuar hasta cansarnos. En este sentido, la herencia histórica que llamamos familia, ¿no será para el hombre el hábitat natural más barato, sencillo, profundo y ajustado a su verdadera realidad de ser personal, humanizado? ¿No ha de ser igualmente valiosa y útil? Insisto en que la respuesta es compleja. Para algunos, la familia tendrá un carácter imperecedero porque su fin natural es la procreación, la propagación de la especie humana. En tal caso, la familia se erige como unidad de reproducción insustituible. La fecundidad puede ser considerada entonces como la tendencia final y connatural de la unión conyugal, pórtico de la familia, por cuanto el amor está llamado, en definitiva, a ser difusivo y procreador. En el extremo opuesto, se afirmará la inutilidad de la familia y la necesidad de su supresión cuando se defienda la disociación entre amor y fecundidad, cuando se sostenga la ruptura entre pareja e hijos y se prefiera desligar aquélla del matrimonio en aras de la unión libre. En la posición más extrema, cuando se reivindique la maternidad liberada de la figura paterna o cuando se proponga entregar la prole al Estado como si de otro bien público cualquiera se tratara. Síntomas todos ellos del hombre escindido propio de una modernidad obsoleta —como ya ha quedado de manifiesto plenamente en el capítulo anterior—. De lo dicho, la procreación efectivamente constituye el fundamento apodíctico que prueba la necesidad natural de que «deba haber» familia, en mi opinión. Sí, la familia ha sido y es una unidad de reproducción. La unidad de reproducción por excelencia. Sólo ocurre que tal afirmación en nuestros días prácticamente se ha convertido en un tópico que, como todos los tópicos, suele dejarnos indiferentes, perplejos y poco convencidos. Y frente a este problema, como ha señalado Pedro Juan Viladrich7, es preciso repensar el sentido de la procreación y reencontrar su original fuerza de convicción. Si pensamos la procreación en términos estrictamente biológicos, la familia no parece imprescindible. Menos ahora, cuando la civilización posee la tecnología y los conocimientos científicos necesarios para suplantar a la familia como unidad de reproduc-

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ción. Desde el nacimiento en el Reino Unido de Louise Brown (1978), el primer bebé probeta —Barcelona (1982) conoció el primer caso de «reproducción asistida» en nuestro país—, el drástico desarrollo de las técnicas de fecundación in vitro han revolucionado el concepto tradicional que constituía el eje de la estructura familiar y la descendencia. El debate subsiguiente atacaba de lleno sobre el cariz de las relaciones entre hombres y mujeres, sobre los sentimientos, sobre la figura paterna, etc. El desarrollo de la ingeniería genética y la biotecnología prosiguió su camino hasta las cotas actuales, insospechables poco tiempo antes. No han tardado en dispararse prevenciones y alertas cuando se han presentado ovejas y terneros obtenidos por clonación. Toda una evolución que ha dependido de decisiones humanas en las que, por las razones interesadas que sean, los límites de actuación nunca han llegado a establecerse con nitidez. Por tanto, atendiendo sólo a que la razón de ser de la familia, de su «naturalidad» y permanencia sustancial, depende de fundamentos de procreación biológica, aquélla se revelaría como una unidad de reproducción anacrónica. También irracional e incontrolable, frente a la posibilidad de desarrollar otras estructuras que podrían ser consideradas como más adecuadas a una racionalización eugenésica y mejor planificada de la natalidad. El nexo biológico de la procreación, reducido a su mera desnudez fisiológica, ciertamente no nos basta a la hora de perfilar y defender la existencia de la familia. Incluso sin tener que llegar a los casos más extremos enunciados en los párrafos anteriores: todos entendemos que hablamos con propiedad cuando llamamos padre y madre a quienes ejercieron como tales con un hijo adoptado. Lo cual nos permite hacer una primera constatación: el hecho biológico de la procreación es —evidentemente— connatural a la familia, pero de algún modo intuimos —en todo tiempo y cultura fue así— que ésta no se reduce sin más a aquello. Todos «tenemos» familia, pero «ser» familia —«sentirse» tal— es algo muy distinto. Nos hallamos aquí muy próximos al nervio específico y propio del verdadero lazo familiar, que nos permite descubrir y distinguir aquello que se define como familia sólo por su apariencia. También el que nos permite advertir la adulteración de lazos que son sostenidos interesadamente por el poder por causas intrumentalizadoras, pero que no tienen carácter familiar. En defi-

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nitiva, el mismo que nos permite hablar con rigor de la función humanizadora de la auténtica familia. Para hallar la clave, debemos desplazar nuestro esfuerzo de comprensión: el nudo gordiano no es tanto la procreación per se, la simple propagación de la especie, sino más bien la consideración de «lo» que se procrea. Éste es —si lo hubiera— el gran secreto de la cuestión. El fin del matrimonio y el servicio que justifica el carácter natural de la familia no es una procreación interpretada en términos de productivismo racionalizado y rentable. No obedece a una exigencia de fabricar números humanos, como si de una granja de conejos se tratara —perdón por la aparente grosería—. La familia es la respuesta a las exigencias de la naturaleza del ser que procrea y, sobre todo, del ser que es procreado. O lo que es igual, la respuesta más adecuada a la condición y dignidad de toda persona humana8. La familia no es sólo procreación biológica porque no tiene por objetivo la mera reproducción de números útiles. El ser humano es mucho más que un número socialmente rentable. Quizás sea difícil de contextualizar en una sociedad dominada por números, pero el hecho está ahí: el hombre es ante todo persona, y sólo en su dimensión personal puede encontrar su identidad y su dignidad. Aquí está el matiz por el que no vale cualquier otra estructura reproductiva: no se reproducen números, se generan personas, y éstas se caracterizan —entre otras cosas— por ser únicas, exclusivas e irrepetibles. Lo contrario es la clonación. A diferencia de cualquier otra forma de sociabilidad, sólo en familia importa el individuo en función de estos tres aspectos: ser único, exclusivo e irrepetible. En otras palabras: el lazo familiar es un lazo personal, singular y propio de cada uno de nosotros, que importamos no sólo por ser yo, sino también por ser sólo yo, independientemente de utilidad o rentabilidad social, política, económica, profesional, etc. En virtud de ello, el amor entre familiares es un amor debido en justicia, en el sentido de que ese lazo es radical e incondicional, se debe a quien se presta9. Al amar de esta forma —radical e incondicional, a título de justicia debida—, la procreación es personalizada por agentes y sujeto. De modo que, por ejemplo, el derecho a la vida de cada ser humano le es debido, pues a tenor de lo dicho no puede quedar reducido a una pobre cuestión genética y biológica. Sólo la pérdida del sentido de su propia dig-

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nidad como persona haría de un hombre o una mujer cualquiera un ser capaz de despersonalizar la procreación, entregándola a manos de un racionalismo que, bajo su aparente sofisticación ideológica —en el caso del aborto, concretamente— o tecnológica, esconde la manipulación más brutal y deshumanizante del hombre. El hijo tiene una dignidad propia. Es un fin en sí mismo. Por consiguiente, no puede ser considerado como un objeto más de transacción, de adquisición, de compra o de venta. Lo contrario era el fundamento mismo de la esclavitud, y menudo progreso sería aplicar de nuevo tales categorías históricas —aunque por esto se ha dicho, y con razón, que la lucha por los derechos del niño forma parte de la historia del abolicionismo10—. No obstante, hoy continúa siendo dominante una concepción que —partiendo de una mentalidad romana, como punto de referencia más próximo al menos— presenta a los hijos como algo que se puede tener o no tener según los propios gustos. Esta actitud «caprichosa» —en consonancia plena con el economicismo moderno—, que antaño favoreciera al hombre como único titular de derechos, se ha extendido actualmente a la mujer —incluso a la mujer sola cuando prefiere la fecundidad artificial y desconocer voluntariamente al padre—. En opinión de Jesús Ballesteros11 —totalmente compartida—, no hay nada que esté en mayor desacuerdo con la esencia misma de la familia: «no cabe aplicar a los hijos el concepto de propiedad. Los hijos son un don gratuito». Al reconocimiento de esta dignidad de hijo se oponen las condiciones de miseria y de promiscuidad sexual. Y de igual modo, el tan aireado «derecho al aborto» no deja de ser entonces sino un traslado a la mujer de aquellas prerrogativas —cuyo carácter injustificable ya ha sido sobradamente demostrado— que el paterfamilias tenía y ejercía sobre la prole —ius vitae necisque, el derecho de vida y muerte—. ¿Por qué se defienden desde posturas radicales como un derecho de la mujer aquello mismo que a la vez se denuncia como una «tiranía» histórica del varón? Sólo a tenor de lo dicho hasta aquí puede hablarse actualmente de familia como célula natural —a diferencia de los siglos XVII y XVIII—, puesto que el entorno natural para que cada hombre irrepetible sea concebido como corresponde a su dignidad de persona es, sin más, la familia. Ésta constituye la primera y fundamental relación de solidaridad personal a propósito del amor y de la procreación humana. Dentro de ella el individuo

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tiene la oportunidad de ser gestado, arropado y educado con amor, e incluso ser acompañado hasta una muerte también personal y digna. El mantenimiento de funciones esenciales Es a tenor de esto último que acabo de exponer por lo que he querido presentar a la familia en este trabajo como el medio natural, por excelencia, de la sociabilidad personal humana. Porque es el hábitat personal primario del hombre, donde nace, crece y muere «primaria y precisamente» como persona humana. La condición de ser familia —sentirse parte de ésta— no es otra cosa que realizar el nacer, vivir y morir según aquellas exigencias de amor radical, incondicional y debido dimanante de la dignidad personal de quien nace, vive y muere. Encontramos aquí el verdadero ser y sentido de la familia: las exigencias de solidaridad radical y comunidad amorosa. Lo que a su vez procede de la condición y dignidad de personas humanas de quienes deciden vincularse por matrimonio para dar origen a una nueva vida, para una procreación humana propia de seres personales. Efectivamente, la procreación no es mera biología o genética sólo cuando es fin o consecuencia de una alianza de amor indisolublemente fiel y fecunda de los padres: el matrimonio, puesto que es aquí donde los progenitores se han dado previamente y para siempre en una alianza que ya es radical, incondicional y a título de justicia. Y lo es en virtud de su misma definición, de su elaboración histórica si cabe —como vimos—, avalada por los principios de monogamia, fidelidad, indisolubilidad, mutuo respeto, etc. Otra cosa es atentar contra la esencia misma de esta alianza. Por eso la familia ha sido históricamente y sigue siendo por su propia naturaleza de fundación matrimonial: porque la decisión de trascender la mera dimensión biológica o genética de la procreación, mediante lazos de amor radical, incondicional y debido en justicia, se adopta antes de la misma procreación. Así pues, la familia es la dimensión personalizada de la procreación, del simple nexo genético, de la mera relación de la consanguinidad. Y no sólo del nacer, sino también del vivir y del morir. Por eso decimos que la familia humaniza a sus miembros, les hace ser y actuarse como personas humanas a propósito de

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la sangre y del origen de la vida. Esta dimensión humana es lo verdaderamente insustituible de la familia frente a cualquier otro sucedáneo grupal —político, económico o social—. Por esto también la familia es para cada individuo el primer y más natural lugar de encuentro con la verdad, el bien y la belleza, y con la necesidad de realizarse en congruencia con ello. En el epígrafe correspondiente se defendía que la educación es aquel proceso de mejora de toda persona en la captación —precisamente— de la verdad, del bien y de la belleza, para luego vivir en consonancia con lo descubierto. Algo que significa dar cabida dentro del propio ser a una mirada exterior a uno mismo y plantearse, con un aplomo inaugural, la posibilidad de distinguir lo esencial de lo contingente, y lo que es tributario de la naturaleza de lo que procede de la convención. Por sí mismo, todo acto familiar educa o deforma; hasta saber vivir en familia la muerte, que es otro momento esencial de la persona y, en este sentido, también de la familia. De este modo los padres deben ser los primeros maestros y educadores. Su función es enseñar a todo nuevo hijo para que éste sea «mejor persona», las más de las veces con el ejemplo vivido y no con el sermón teórico —ignoro si sólo el factor calidad en el tiempo de dedicación cubre todas estas expectativas, pero temo que difícilmente sea capaz sin estar asociado a la cantidad—. Esta educación dura toda la vida. Por el contrario, con demasiada frecuencia la educación familiar se entiende en parámetros que la reducen a lo menos esencial —prácticamente a los resultados en el colegio— y, por tanto, menos valioso para el individuo como ser personal. De acuerdo con el tiempo en que vivimos, el verdadero objeto de la educación tiende a ser confundido con aquel otro que sirva para una colocación en un trabajo rentable o socialmente prestigioso, que pueda proporcionar dinero. Insisto: no es lo esencial. Llegados a este punto, quizás sea posible distinguir entre lo esencial y lo accesorio de la familia. Entre ese nervio permanente donde se encuentra lo insustituible y natural de la familia —ya expuesto—, y el conjunto de funciones, utilidades y servicios que, en último término, no han sido más que aspectos accidentales —y como tales caducos— en determinadas épocas históricas. Distinción que nos acerca de nuevo a la pregunta de si la familia atraviesa un momento de declive o, por el contrario, goza de solidez.

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En otro lugar de este trabajo se ha constatado que en las sociedades preindustriales la familia era un modo de subsistencia. Predominaba en las estructuras organizativas artesanales y empresariales gracias a la prevalencia del taller familiar y del trabajo doméstico —de ahí la importancia de la mujer en el mundo laboral—. Sabemos por Laslett, Stone y otros autores que a través de la familia se transmitían profesiones, a modo de escuela de artes y oficios. En ese momento la familia sirvió útilmente como unidad económica de producción. Más tarde, ya en la época industrial, también serviría como unidad económica de consumo. Por fin, de ambas cosas al mismo tiempo. Un ejemplo significativo de este último puede haber sido el denominado fordismo de mediados de nuestro siglo. La empresa desborda sus propios límites productivos e incide en las esferas privadas de sus obreros —asistencia sanitaria y seguros para sus familias, programación de tiempos de ocio, gabinete de asesoramiento que mantiene contactos periódicos con todos sus miembros, etc.—. La empresa misma se concibe como una gran familia, caracterizada por unidad de intereses: el capitalismo hace feliz a la gente, y una mejora en la calidad de vida es que todo americano tenga un coche. Aumentar el salario de los obreros se convierte, pues, en una mayor capacidad de consumo para sus familias y, en consecuencia, un agente para la obtención de beneficios. También es cierto que los lazos familiares han sido el soporte de alianzas políticas, sociales, económicas y culturales. El tema está sobradamente analizado por la historiografía española, de la que he dado cuenta en el primer capítulo de este trabajo. Y en algún momento la familia rindió los servicios educativos, sanitarios, de seguridad social y prevención del futuro que hoy tienen asumidos otras instituciones, como son las escuelas, los centros sanitarios, hospitalarios y asistenciales, las compañías de seguros, la banca y, a la postre, el Estado con mayor o menor éxito. Ahora bien, sólo desde una comprensión superficial del significado de la familia podría confundirse su sustitución en tales servicios históricos con la muerte de la familia como estructura ya inútil. Porque todos esos servicios no son «esencialmente» familiares, aunque hayan sido «históricamente» actuados por la familia —y especialmente en el seno de ésta por la mujer—. De modo que no son éstos los síntomas que permiten hablar de su decadencia. Por el contrario, dichos síntomas vienen dados por la pér-

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dida de algunas facetas de su dimensión como célula primera y fundamento natural de la sociedad, en el sentido expuesto en el epígrafe precedente. A diferencia de otras especies animales, la naturaleza hace al ser humano indefenso e incapaz de valerse por sí mismo durante un período relativamente largo de su existencia. Esta extensión de la niñez —y de la adolescencia y juventud, en términos más amplios— expresan el designio natural de «hacerse hombre» propio de todo individuo, y asimismo su «hacerse ciudadano». Se trata de dos procesos convergentes que históricamente han sido confiados a la familia en primerísimo lugar —como he tratado de mostrar aquí—, porque resulta que eran sus funciones esenciales como sociabilidad originaria y fundacional con principio en la alianza del matrimonio. Ella tiene a su cargo la primera «socialización» del ser humano, la primera educación de los principios que rigen todo el orden establecido, y entre ellos las «virtudes» cívicas, sociales y políticas que rigen toda la sociedad civil e incluso el propio Estado. No se puede pretender una sociedad mejor que las familias que la componen. Así entendida, la familia ocupó un puesto privilegiado en la enseñanza de la Iglesia durante los siglos XVII y XVIII. En realidad lo ha ocupado siempre. El catolicismo —guste o no— es, pues, el referente más acertado para comprender cabalmente los modos de pensamiento en la época que ha delimitado este trabajo. Logró que la familia de suyo prefigurara la cohesión interna y la «calidad moral» —la expresión vale para la época— de la sociedad entera. Respecto a esto último, y dicho de otro modo, en diversas maneras se produjo un «acoplamiento» entre la realidad social y la filosofía dominante —«concepción vital», «interpretación de la existencia» a que se aludía en el segundo capítulo—. De este modo, las funciones esenciales que desempeñaba la familia no pasaron inadvertidas a pensadores y reformadores —gracias a éstos, tampoco a las autoridades políticas12—. Su suerte se consideraba esencial para el bienestar de la sociedad y, en caso de ser detectado algún problema, se adoptaban medidas para garantizar su buena salud que —si bien no siempre afortunadas— invariablemente se adoptaban. Respecto a la cohesión social, decimos bien. Se señalaba en las primeras páginas de este trabajo que la vía alternativa de aproximación propuesta nos sitúa ante el papel ético —moral equi-

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vale a lo mismo, en la España moderna— y educativo de la familia, por medio de la cual se conserva y transmite un sistema de valores que confiere a las relaciones entre los individuos el carácter específico de la época. Al mismo tiempo, la sociedad quizás hallara en la familia uno de los mecanismos de control más eficaces para salvaguardar el orden establecido, lo cual es importante si consideramos que nos ocupa un período de nuestra historia caracterizado por la debilidad institucional de los sistemas de seguridad. Llegados a este punto, parece oportuno ir algo más lejos con nuestro análisis. Aunque en rigor hay que afirmar que la medición es imposible, lo cierto es que puede apreciarse la aceptación considerable de la organización social por parte de una mayoría en la sociedad de la España moderna. Negar la existencia de quiebras en el orden social deseado sería mantener una versión idealizada de las relaciones sociales en la época —otras cuestiones son por qué vías se producían esas alteraciones, a qué nivel y su frecuencia—. Pero esto no permite excluir el hecho de que la sociedad española sí estuvo caracterizada, en cierto modo, por la ausencia de conflictos populares graves en comparación de otras regiones de Europa, como puede desprenderse del análisis llevado a cabo por Henry Kamen13 sobre las revueltas campesinas del Quinientos tardío. En nuestro país parece que existía una situación de relativo «acomodo», entendiendo por tal que «la mayoría de los hombres vivía conforme con su suerte —con su suerte social— en el sentido de que fiaban más en la eficacia de la petición (y, por tanto, del mismo orden social establecido) que en la subversión»14. Y ello aun cuando se acepta la existencia de un enfrentamiento ideológico y de luchas de intereses personales, sobre todo en torno al control del poder municipal y el disfrute de comunales y arrendamientos de bienes de propios. De un lado, es preciso advertir que ni el régimen señorial ni el sistema de censos eran excesivamente opresivos como para que el campesinado pudiera entrar en una situación socioeconómica de servidumbre. En el Reino de Aragón, cuyos fueros permitían a los señores el ejercicio de la jurisdicción sobre sus vasallos —admitiendo cierto grado de proximidad a la situación de servidumbre, sólo se registran prácticas muy aisladas y puntuales a lo largo de la centuria, siempre muy controladas por la Corona. Generalmente se goza-

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ba de un ajuar suficiente, utensilios de cocina necesarios, reservas de despensa, un modesto mobiliario, etc. Las familias más pudientes incluso podían permitirse cierto lujo. Hay que destacar, de otro lado, el profundo sentido religioso del pueblo en la época. Por encima de cualquier divisoria social entre ricos y pobres, nobles y comunes, el verdadero elemento vertebrador de la sociedad era el concepto de honor —que engloba la honra, como vimos— vinculado a la religión. Poco importaba el lugar que un individuo ocupara en la jerarquía social, siempre que desempeñara su papel con la debida dignidad cristiana, que en principio a todos debía satisfacer. De ahí la importancia concedida a determinados códigos de comportamiento social, algunos de los cuales llegaron a estar muy por encima de los sentimientos. Un ejemplo significativo puede ser la importancia concedida a la «limpieza de sangre» —recordemos al caso la designación de Silíceo para la sede de Toledo, a pesar de sus orígenes humildes, en tiempos de Carlos V—15. Un converso acumulaba menos prestigio social que cualquier pechero que pudiera demostrar su condición de cristiano viejo, aunque aquél comprara una hidalguía y éste fuera Sancho Panza. El personaje de Cervantes es precisamente un exponente del valor atribuido al honor frente a toda pobreza. Se trata de todo «un sistema de valores unidos a la cultura, la religión y las condiciones de existencia, capaz de regir las relaciones entre los individuos y de servir como medida de la moralidad de un acto», y que hacen de la sociedad moderna mucho más que una simple jerarquía de grupos o estamentos unidos por unos rasgos comunes16. En este sentido sí está gravemente herida la familia actual. No en su aspecto externo, como fácilmente piensan algunos, sino en su mismo corazón. Tal vez una rémora acuciante de nuestro tiempo sea precisamente la falta —al menos aparente— de un pensamiento capaz de soportar su adecuación con nuestra propia realidad. Entiéndasenos: un pensamiento no nacido de la curiosidad, sino de la ascesis. Un pensamiento que no haya disociado a priori la labor intelectual del afán de elevación —que, como se señalaba, es la meta de la posmodernidad resistente—. El esfuerzo de conocer el mundo según la verdad no tiene un porqué para negar que simultáneamente queramos comprenderlo según el Bien.

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Sin embargo, actualmente, atravesada la modernidad, la razón instrumental se ha impuesto sobre las exigencias del sentido moral y hasta sobre las evidencias del sentido común. Ésta ha sido la «victoria» de nuestro tiempo y ésa su propia locura. Si hubiera que hacer una historia de lo inhumano, la escalofriante originalidad del siglo XX consistiría en haber olvidado la idea misma de humanidad17. Y ocurre que el peso de esta desconexión entre la retícula del «sistema» y el mundo vital recae más sobre las carencias interpretativas de los hombres públicos que sobre los propios ciudadanos —éstos siempre pueden recurrir a la tautología de ser precisamente como son—. La familia ha sido y debe seguir siendo un referente fundamental de estabilidad para la persona y de cohesión social. Debe mantener sus funciones esenciales para afrontar problemas como el desempleo, la drogodependencia, la depresión y el estrés a que parece abocar buena parte de nuestra sociedad, las situaciones de pobreza y de exclusión social, etc. A mi juicio, el fortalecimiento de la familia es el sustituto más eficaz para —ironías de la historia— un «Estado del Bienestar» que a su vez quiso suplirla pero que renquea desde hace tiempo, y que desde luego se ha demostrado incapaz de soportar muchas de las cargas que pretendía asumir en un principio. En palabras del profesor Alejandro Llano18: «El nivel más externo y aparente de las frustraciones se refiere, paradójicamente, a las estructuras del ‘Estado del Bienestar’. Lo que acusa —y de lo que se le acusa— no sólo es su incapacidad para otorgar la felicidad civil que promete: es, mayormente, que en sus prestaciones —por completas que fueren— no reside el bienestar que los ciudadanos buscan. Pero los ciudadanos tampoco encuentran tal satisfacción en el escape de esas estructuras, en el refugio de la privacy, o en el mundo irreal de las aventuras lúdicas. Decían los clásicos que la bienaventuranza terrena —la eudaimonia— tenía que abarcar la vida completa. Y es la propia totalidad de la vida —su sentido global, su finalidad— lo que ahora no comparece y lo que se añora». Ya se dijo que nadie puede negar los espectaculares éxitos alcanzados por el «Estado del Bienestar» en algunos de los obje-

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tivos que perseguía. Como contrapartida, es especialmente perceptible el desánimo que han provocado disfuncionalidades ya enunciadas —deterioro de la Seguridad Social, descenso de la calidad de enseñanza, paro creciente, persistencia del terrorismo, entre otras—. Pero la crisis del «Estado del Bienestar» es algo más que un atasco funcional. Lo preocupante es una ausencia de «panorama» para articular visiones comprensivas y proyectos viables; el hecho de que se haya secado el oasis utópico y se extiendan —en un implacable proceso de desertización— la desorientación y la banalidad. La falta de filosofía, en definitiva. Una ambigüedad que se encuentra en la entraña misma del proyecto que lo alumbró19. Ante esta situación, una sociedad cada vez más libre, más tolerante y solidaria, más integrada en su entorno y con mayor respeto hacia el medio ambiente, más comprometida con los planteamientos de la posmodernidad ya enunciados, exige reconocer en la familia el centro de sus estrategias en «el umbral de una nueva época». Precisa poner en práctica políticas transversales a través de la vivienda, la fiscalidad, el empleo, ayudas para familias en situaciones especiales —por ejemplo, con muchos hijos, con ancianos o discapacitados—, etc. Decididamente, un nuevo enfoque para la «historia de la familia» Basta observar, pues, para tomar conciencia de muchos de los problemas que —unos más y otros menos— constituyen la úlcera de nuestra sociedad: delincuencia juvenil, mujeres maltratadas, desamparo de la infancia, aborto, separaciones entre los padres, explotación económica de los niños y los adolescentes, carestía y mínimo espacio de las viviendas, alienación materialista de la jerarquía de valores, abandono de nuestros ancianos y soledad inhumana en la hora de su muerte, eutanasia, etc. Todo ello nos dicta hasta qué punto vivimos en desacuerdo con las funciones esencialmente familiares. Hasta qué punto la política gubernamental no aporta verdaderas soluciones en materia familiar. Y tal vez nos advierta hasta qué punto no nos esforzamos en nuestras propias familias para hacer de éstas el hábitat natural donde cada persona humana, irrepetible, haya sido concebida, gestada, alumbrada, educada y acompañada en

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su crecer hasta la misma muerte con el trato de solidaridad y amor que exige su propia dignidad. Es por esto que una mayor conciencia de la familia sobre sí misma la convierte en una lente de crítica terrible para nuestra sociedad, en muchos aspectos deshumanizada. Estas palabras pueden parecer —sin pretenderlo en absoluto— una remembranza del contenido de los memoriales y tratados que circularon por la España de los siglos XVII y XVIII, denunciando el desmoronamiento social de su tiempo a consecuencia de los perjuicios ocasionados a la familia, como hemos tenido ocasión de ver en el representativo caso de Martín González de Cellorigo. En cierto sentido sus escritos constituyeron una observación «sociológica» de su tiempo. Ahí es donde quieren incidir los párrafos anteriores: la necesidad de devolver un enfoque sociológico al análisis histórico de la familia. Pero una sociología también diferente, que no quiera estar desconectada de nuestros propios sistemas de pensamiento. A estas alturas sería baladí hablar de historia social, ya que toda historia es social o, sencillamente, no es historia. Pero reducir la realidad histórica a relaciones de producción y reproducción, a conflictos sociales, definir al hombre sólo en virtud de los procesos de transformación de la naturaleza —lo que no deja de ser importante, ya que nos proporciona su dimensión como trabajador—, por poner sólo algunos ejemplos, nos está privando en nuestros análisis de papeles individuales tan decisivos como ser habitante, creyente, ciudadano, etc. La realidad social es mucho más rica, más variada, más compleja que la imagen simplificada propuesta en la mayoría de los sistemas de explicación —el Jaén de los siglos XVII y XVIII proporciona ejemplos muy valiosos que así lo demuestran—. No se puede olvidar que una de las funciones más importantes del historiador es la de mantener viva la experiencia de la práctica del hombre en sociedad, inherente a la necesidad de explicar y asimilar nuestro pasado. El conocimiento de éste no es mera memoria, sino memoria histórica que surge del deseo de comprender el presente, subvertirlo para hacerlo más favorable y positivo para todos. Es conciencia del hombre, recuerdo del hombre que exige un compromiso por parte del historiador no sólo para transmitir la función de la historia en nuestra sociedad, sino para mejorar ésta en tanto se produce el advenimiento del

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futuro. Lo cual —¿qué duda cabe?— conllevará multitud de problemas metodológicos y epistemológicos, en tanto que nuestro conocimiento histórico se ocupará básicamente de una realidad en términos de proceso, resultante de un sistema orgánico de factores interdependientes20. El estudio del microcosmos familiar, planteado como punto de referencia para el análisis de los cambios del Occidente europeo durante la época moderna, cuyo elemento decisivo algunos historiadores han creído hallar en el —tan llevado y traído— «individualismo afectivo», requiere un nuevo enfoque. A la luz de las recientes investigaciones, parece preciso reconsiderar la difusión por estratos sociales de aquellas nuevas ideas y prácticas como una de las claves más importantes para comprender cómo sucedieron en realidad tales cambios. Desde el análisis prosopográfico de la sociedad, el historiador puede empezar su trabajo buscando los vínculos que cada hombre —individuo— entabla con otros hombres y, en último término, con otros grupos sociales y con los poderes políticos. Por encima de categorías colectivas de carácter convencional —nobleza, burguesía, proletariado, campesinado, etc.—, la Historia recupera así como punto de referencia lógico y categoría del conocimiento la dimensión primigenia —por cuanto originaria de la existencia humana— de su sujeto, la familia: hijo de..., hermano de..., esposo de... Se trata, en definitiva, de la historia antropológica por la que nos inclinamos un número creciente de investigadores. Nos encontramos aquí ante otro punto de mira interesante. La historia debe establecer las bases teóricas y metodológicas que permitan una práctica científica, con fundamentos cimentados en el descubrimiento de factores olvidados —por ejemplo, el hombre como un ser social desde el punto de vista de las mentalidades—. Para ello no sólo será precisa la incorporación de fuentes inexploradas —pero existentes—, sino también la captación del pasado desde el enriquecimiento devenido por la renovación del tratamiento de los hechos históricos, de la teoría y de la metodología gracias al aldabonazo de otras ciencias sociales. Para comprender la historia de la familia debe mediar la reflexión cimentada en una correcta contextualización, no sólo seleccionando unas coordenadas espacio-temporales, sino en función

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de un marco de referencia adecuado. Éste viene dado, a mi juicio, por la propia mentalidad de la época que se analiza. Ha sido el nudo gordiano de la propuesta de este trabajo. La riqueza del patrimonio documental de Jaén permite al investigador de la familia encontrar formidables campos de exploración en este sentido, pero pienso que el marco teórico más adecuado no puede obviar el largo camino ya recorrido por la historiografía. Esta comprensión, sin embargo, exige ir un poco más allá: es preciso superar el mero establecimiento de hechos conseguidos con técnicas más o menos depuradas. He aquí otro de mis criterios que, por cierto, es perfectamente concebible toda vez se han superado los compartimentos estancos, se asume la labor interpretativa inherente a todo análisis histórico y se acepta que las mentalidades constituyen algo más que un capítulo independiente, que son el verdadero denominador común de aquellas otras áreas ya clásicas de la Gran Historia —sin que por ello se entienda un mero apósito de ésta—. «Un esfuerzo para conocer y comprender la actitud —a veces consciente, y a veces inconsciente— del mayor número de gente en el pasado frente a unos problemas, y contando los historiadores con la incapacidad de esta gente de expresarse de modo claro sobre el particular»21. Como se decía al comienzo, es importante sacar a la luz todas las relaciones múltiples que existen en una sociedad, y no sólo los parentescos y las alianzas que se acuerdan en su interior, por ejemplo, o la relación trabada con el poder y los mecanismos para acceder a él como criterios sociales en la búsqueda de la preeminencia. Pero éstas no eran —y no son— las funciones esenciales de la familia. Ahí está el error de muchos investigadores: primar lo secundario. En mi opinión, el estudio de la familia debe arrojar luz sobre dichas funciones, perfectamente reconocibles mediante el análisis histórico cuando éste tiene como punto de partida los diversos modos de pensamiento, las —más o menos— distintas filosofías o concepciones vitales de cada época. Conociendo los lentos procesos de cambio en éstas, saldrá a la luz aquello verdaderamente imperecedero e insustituible de la familia. Aquello que, por extraño que parezca, ha sido perenne a lo largo del tiempo. Desde aquí, hasta su utilidad científica no sólo para la comprensión sociológica del presente, sino también para la proyección de futuro que tiene —o debe tener— la investigación del pasado, hay una corta distancia.

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Notas Según datos del Instituto Nacional de Estadística para 1994. Datos procedentes de una encuesta realizada por el Centro de Investigaciones Sociológicas para mayo de 1997. 3 Algunos autores no parecen haber detectado lo suficiente esta profunda transformación. Por ejemplo, véase David S. Reher, La familia en España, pasado y presente, Alianza, Madrid 1996, pp. 11-32. 4 Según datos de Eurostat para 1995. 5 María Elósegui Itxaso, «La dialéctica varón-mujer», en María Antonia Bel Bravo (dir.), La mujer en el 2000, Jaén 1998, p. 99. 6 Según informes del Instituto de la Juventud (1993) y del Consejo de la Juventud (1997). 7 Agonía del matrimonio…, op. cit., pp. 191-200. 8 Ib. 9 Ib. 10 Como ha señalado Andrés Ollero, El derecho a la vida y a la muerte, EUNSA, Pamplona 1994. 11 Ecologismo…, op. cit., pp. 98-101. 12 Por ejemplo, los llamamientos de autores como Martín González de Cellorigo a comienzos del siglo XVII, señalando los impedimentos para el matrimonio y la formación de la familia en la raíz de muchos de los problemas sociales y económicos que aquejaban a la monarquía hispana —según ya hemos expuesto en otro capítulo—, provocaron que en 1622, y a instancias del CondeDuque de Olivares, la Junta de Reformación propusiera una política catalogable como verdaderamente «familiar» en la época. Se trataba de una serie de medidas destinadas a facilitar el matrimonio, la fecundidad y la formación de la familia. Para ello se limitaba la dote y se encomendaba a los órganos de beneficencia que constituyeran las de muchachas huérfanas o pobres; se promulgaron exenciones impositivas y otros privilegios especiales para recién casados y todos los que tuvieran más de seis hijos varones; se establecieron ciertas penalizaciones para quienes no estuvieran casados a los veinticinco años; etc. Véase Manuel Martín Rodríguez, Pensamiento económico español sobre la población, Pirámide, Madrid 1984, pp. 259-266. 13 Por ejemplo, los disturbios provocados por causa de las cargas decimales, en Henry Kamen, El Siglo de Hierro…, op. cit., pp. 393-454. 14 José Andrés-Gallego, Historia general…, op. cit., pp. 243-248. Advertimos la revisión que conviene hacer sobre el concepto de «grupos marginales». Por ejemplo, carece de rigor cuando lo aplicamos a los vagabundos: la mendicidad —por necesidades reales o fingidas también es otra cuestión— es necesaria para el ejercicio de la caridad por parte de los individuos mejor situados —como condición indispensable para la salvación eterna después de la muerte—, y, por consiguiente, no sólo no está al margen, sino que participa en el orden social promovido desde una cultura como la del Barroco. Puede confrontarse José Antonio Maravall, La cultura del Barroco…, op. cit., pp. 56-128; véase también Henry Kamen, La sociedad Europea, 1500-1700, Alianza, Madrid 1986, pp. 179-207. 15 John H. Elliott, La España…, op. cit., pp. 266-268. 1 2

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La familia en la historia Manuel Bustos Rodríguez, Europa…, op. cit., p. 94. Alain Finkielkraut, La humanidad perdida. Ensayo sobre el siglo XX, Anagrama, Barcelona 1998. 18 La nueva…, op. cit., p. 11. 19 Ib., pp. 19-71. 20 Francisco Javier Guillamón Álvarez, «Trabajo científico y visión integral: el papel del historiador en la sociedad actual», en Revista de la Facultad de Humanidades de Jaén, II-2 (1993), pp. 7-19. 21 Bartolomé Bennassar, «Historia de las Mentalidades», en VV.AA., La historiografía en occidente…, op. cit., p. 213. 16 17

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Decía —en la Presentación con que se abre este libro de María Antonia Bel— que me parece feliz que relacione en él historia y prospectiva, pasado y futuro. Explicaré ahora por qué. Como acaba de ver quien lo haya leído, la familia en la España moderna intentaba ajustarse a las soluciones emanadas de un sistema de valores que no es el de hoy. Aquélla era una manera de sacar consecuencias del cristianismo, mejor, del catolicismo, que era la creencia asumida por todos, creencia que empapaba la vida humana, las relaciones humanas y, por tanto, las relaciones conyugales. Si se me permite echar una primera mirada hacia América, diré que la concepción española era en realidad más ancha, geográficamente, que lo que abarca la Península y los archipiélagos balear y canario: había sido llevada al otro lado del Atlántico (y al otro lado del Pacífico) y se manifestaba en esas otras riberas con rasgos parecidos a los que hemos visto en España. Resurge la excepción, claro está, en ámbitos indianos donde se había dado lugar a sincretismos. Bien entendido que, frecuentemente, se llama de esa forma a lo que eran meras formas de superstición semejante a la que podía registrarse en España y en cualquier rincón europeo. En pleno siglo XVIII, se daban casos de hechicería, sí, y no sólo esto (que no es cosa que llame la atención), sino que quienes lo denunciaban (recuérdese en el Tucumán) lo hacían presuponiendo que, en efecto, era una hechicería eficaz, o sea, que había hechizos. Lo que denunciaban no era la patraña, sino el hechizo cierto. Y esto es significativo, porque, si la hechi-

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cera era india, aquellos jueces crédulos que acogían las denuncias eran españoles de etnia, nacidos o no en América2. Hechicería hallamos también en el Corregimiento peruano de Piura, concretamente entre Olmos y San Francisco de Tangarará. Pero la naturaleza étnica del asunto vuelve a difuminarse: en este caso, el hechicero era un pobre español (o sea, que podía ser un criollo, a quienes se llamaba también españoles) casado con una mestiza de Chalacos, Bernarda Román3. Y, desde luego, no ahuyentaba la religión. A Andrés Guarnizo —el hechicero— lo encontramos hacia 1761 camino de Guadalupe —un Guadalupe peruano— a cumplir promesa a Nuestra Señora de esa adoración. Eso no significa que la pluralidad étnica (que era la principal y muy aguda diferencia entre Indias y España) no afectara a las relaciones entre hombres y mujeres. Ya lo creo que las afectaba. En la España europea, las tasas de ilegitimidad —uno de los escasos indicadores asequibles— eran en general menores, incluso bastante menores, que las de las naciones más cercanas. Había salvedades como Galicia, Asturias o Andalucía la Baja. En Cádiz, la ilegitimidad se acercaba a las tasas centroeuropeas. Y ésa era en general la situación que se atribuía al conjunto de América, por más que en algunas regiones, como Venezuela, los cálculos numéricos no ratifiquen esa fama y presenten más bien, en el siglo XVIII, una pureza de costumbres insólita, incluso entre las esclavas que vivían solas4. En Buenos Aires, en cambio, era ilegítimo el treinta por ciento de los hijos de los negros que otorgaron testamento (porque algunos lo hacían) entre 1750 y 18105. Y por doquier se halla la queja —en los documentos de la época— de que el famoso mestizaje se efectuaba generalmente fuera del matrimonio, por lo menos en lo que dependía de los españoles. Esta… —¿cómo la llamaré?— irregularidad era el reflejo malo de una actitud positiva ante lo sexual, muy alejada del puritanismo imperante en los países luteranos y calvinistas. En las Españas, de lo sexual se hablaba directamente y con limpieza, sin circumloquios, a veces sin pudor (aunque hubiera pudor). Basta leer las memorias del comerciante gaditano-saboyano (sic) Edmundo de Lantery, que editó hace años Manuel Bustos y que se desarrollan a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. Esto no significa que no hubiera pudor, como algunos han pretendido. El pudor existía desde siempre, como algo connatural a los seres humanos. Por los años de 1765, al contador gene-

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ral y a los directores de la renta del tabaco de la Nueva España les parecían problemáticas las perspectivas laborales del establecimiento del estanco; harán falta, decían, muchas mujeres dispuestas a sujetarse a trabajar tanto tiempo encerradas, mañana y tarde, «y humillarse a que las registren una a una, sin embargo, de que se les diera por peso el tabaco»6. ¿Manías de españoles americanos? Pues no. También cosas de indios. Lo que tenían los indios de Nuestra Señora de la Concepción de Papantla, en la Nueva España, contra un teniente y decían en la sublevación de 1767 era esto: —Éste es el soplón del alcalde mayor y de los demás; aunque estemos acostados en nuestras casas y con nuestras mujeres, como las puertas son fáciles de abrir, entra registra y aun nos destapa7. Cuando rondaba, «entraba en las casas de golpe, y muchas veces estaban los indios y las indias desnudos»8. Por eso aprovecharon el motín para escarmentarlo. *** Lo nuclear de la sensibilidad puritana que pretendía abrirse paso por influencia protestante no era, pues, el pudor, sino la «demonización» de lo sexual. Y en este punto hay que decir que el siglo XVIII presenció ciertamente la penetración de esa otra tendencia, que se impondría en el XIX. Hacia 1746, seguramente en Buenos Aires, el jesuita Bernardo Ibáñez criticaba a los predicadores barrocos —que seguían triunfando por doquier— por detenerse en temas amorosos, incluido el amor a Dios de las santas, porque podía causar confusión, por lo mismo que no procedía a su juicio traducir a las lenguas vernáculas El cantar de los cantares, ni detenerse en rizos o tontillos en vez de arremeter contra el escote y el lujo en el calzado (que se consideraba especialmente provocativo también desde el punto de vista sexual)9. Y, en Mendoza de Cuyo, el procurador de la ciudad demandaba en 1770 que se dividiera el corralón de la cárcel para separar hombres y mujeres; porque en aquel momento, cuando había que encarcelar a alguna mujer, había que meterla con los varones y no debía hacerse así10. Era exactamente lo mismo —y por las mismas fechas— que hacían los canónigos de Roncesvalles con el hospital famoso de peregrinos de Santiago: reforzar la

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separación entre el dormitorio de hombres y el dormitorio de mujeres, de suerte que se cerrara con llave al atardecer y no se abriera hasta la mañana. Pero se ponía de manifiesto la dualidad de concepciones que aún subsistía. El prior de Roncesvalles recriminó a los canónigos justamente por eso: porque, de esa manera –dijo—, desunían lo que Dios había unido (o sea, que no dejaban que marido y mujer durmieran juntos). Y lo mismo, entre los capuchinos catalanes que misionaban en Guayana: «No se debe meter si en el pueblo hay o no hay fandangos, por ser punto muy ajeno a su oficio —decía en 1770 un fraile a otro fraile, que se negaba incluso a bautizar a los hijos de los guaraunas que acudían al baile—. Vuestra Caridad, en adelante, cuídese de su iglesia, procure que los indios de su cargo aprendan bien el resado (sic), oigan misa, y enseñarles lo bueno [que] deben observar, y lo malo que deben huir (…). Al fuero seglar toca el permitir (fuera de la iglesia) el que bailen y se alegren las gentes, menos que concurrieran pecados y escándalos públicos. No debía V.C. valerse de tan flaco pretexto para no bautizar a las innocentes guaraunas; esto es querer que todos sigan sus dictámenes, mal o bien fundados, y que todos sean capuchinos»11. *** Esto respecto al sexo. ¿Y la familia? A primera vista, parecería que el concepto de familia que llega a nuestros días es el mismo que el que podía hallarse en esas Españas —a ambas orillas del océano (o de los océanos, porque se contaban por pares) desde 1492. Me refiero a que la palabra familia expresara la idea de una comunidad humana basada en los lazos de relación que derivan de su núcleo, que es el vínculo permanente y estable entre un hombre y una mujer. En realidad, no era así. La idea de familia no siempre se redujo al núcleo: a un hombre y una mujer más sus hijos. Sólo en el siglo XIX se le dio a esa palabra esa acepción restringida, que es la que tiene hoy. En otros idiomas —así el alemán— no hubo hasta entonces una expresión que sirviera para denominar a ese grupo estricto formado por padres e hijos. En castellano, se entendía por familia ese núcleo más todo lo unido en virtud del mismo. Se excluye, así, lo nuclear cuando se dice de don Vicente

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Piñero, en 1764 y en la Córdoba tucumana, que tiene abandonados a «sus hijos, mujer y familia»; aunque ya había giros en que se daba la impresión de que existía también la acepción restringida. No oye misa ella —se decía en 1765 de una dama, cordobesa también— «ni su familia ni criados»12. Hubo incluso ámbitos, como el eclesiástico, donde la palabra familiar se empleó —y seguía empleándose entrado el siglo XX— para designar a aquellos que constituían el entorno privado del personaje principal (el obispo, en el caso indicado), es decir, aquellos que vivían bajo su mismo techo. La familia que se ha llamado nuclear es, en otras palabras, una creación conceptual del XIX. Pero conceptual: no he dicho real. Quiero decir que hay que distinguir entre los elementos que históricamente, de facto, han constituido lo que hoy llamamos familia por excelencia —la formada por unos padres y sus hijos—, aunque al conjunto de esos elementos no se les denominara de ese modo, y lo que se ha entendido por familia, al emplear esta palabra a lo largo de la historia. Un historiador metodológicamente historicista, inspirado en los presupuestos que he criticado en la Presentación de este libro, concluiría que, por tanto, la familia es una creación del siglo XIX (del mismo modo y por las mismas razones por las que otros han concluido que tantas otras realidades —el demonio, el purgatorio, el amor maternal…— nacieron cuando alguien las definió conceptual y, con ello, lingüísticamente). Pero no es así. La familia nuclear existía mucho antes, aunque no se llamara así. Ya ha explicado María Antonia Bel que hubo una época en que se creyó, siguiendo la suposición tomada por Philip Ariès de algunos arbitristas del siglo XIX, que la familia antigua dominante, en la era preindustrial, fue la que dio en llamarse familia extensa, constituida por el núcleo más sus ascendientes y sus dependientes: cuantos vivían bajo el mismo techo. Luego, la Revolución Industrial habría provocado un proceso de adelgazamiento que culminaría en los siglos XIX y XX con la imposición de la familia nuclear. Pero hoy sabemos que no: que siempre —desde que se guarda memoria—, al menos en el mundo occidental, la familia nuclear ha sido la forma constitutiva dominante. Lo probó Peter Laslett comparando estructuras de Japón, Serbia e Inglaterra en el conjunto de estudios de diversos autores que reunió en Household and family in past time (1972) y, por otra parte, no se

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puede olvidar que, como ya advirtió Lutz K. Berkner hablando de Austria13, la opción entre familia nuclear y familia extensa pecaba de ucronía y que más bien se ha de contar con que cada familia solía pasar por fases diferentes, en las que, al mantenerse primero y desaparecer después los ascendientes y, al revés, al agregarse a veces los hijos de los hijos, podía ser —ella misma— extensa en unos tiempos y nuclear en otros. Cuando se observó esto, Pillorget ya había dicho14 que el cristianismo siempre favoreció la familia nuclear, a pesar de lo tardío del concepto, y que, por tanto, a título de hipótesis, hay que partir de que esa forma social —la constituida por unos padres y sus hijos con o sin agregados— predominó al socaire de la formación y del desarrollo de las sociedades cristianas. El cristianismo lo favoreció siempre, dice Pillorget, en el sentido de que, desde el principio, desarrolló una verdadera doctrina —y una ascética, y una pastoral— mucho más detallada en lo que se refiere a las relaciones paternofiliales y conyugales que en lo que puede concernir a cualesquiera otros miembros del grupo familiar (aunque también se hablara de éstos en la teología moral, sobre todo de los ancestros y de los servidores y acerca de las obligaciones familiares con ellos). El predominio de la familia nuclear en el cristianismo tiene relación en último término con la naturaleza de reflejo de la relación trinitaria que hay en la composición de toda la realidad, incluida la realidad humana. Paradójicamente, la Trinidad se nos presenta así como uno de los misterios que, siendo tales, es más fácilmente susceptible de una aplicación racional. Según esa doctrina, la familia es una analogía de la relación, que es fecunda, entre Cristo y la Iglesia, y ésta, a su vez, lo es de ese misterioso desdoblamiento del Dios que no deja por ello de ser simplicísimo en tres personas, un desdoblamiento que hace que sea un solo Dios pero no solitario, sino esencialmente comunicativo, constitutivamente caritativo. En cierta medida, la Carta a las familias de Juan Pablo II (1994) ha corregido la tendencia nuclear del cristianismo al aludir elocuentemente a la función de los mayores, sobre la importancia de cuya vida —en la cultura de la vida— ha vuelto él mismo en la Evangelium vitae (1995). Pero el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) (1992) mantiene aquel criterio al referirse por extenso a la familia como familia nuclear, y esto en los diversos lugares en que se detiene a hablar sobre padres e hijos, sea la referencia del Credo a la Creación y, por tanto, a la expresión

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bíblica hombre y mujer los creó, sea el sacramento del matrimonio y los mandamientos cuarto y sexto. *** Ahora bien, por lo mismo que la familia —hablamos ya de la nuclear únicamente— se nos presenta como reflejo de la relación trinitaria, la sociedad se nos perfila como reflejo de la relación familiar, que es trinitaria. Es otra vieja conclusión de la llamada filosofía perenne, que estaba plenamente en vigor en España y en las Españas de los siglos de que se habla en este libro: la constitución de la sociedad, incluida su naturaleza política, quería ser una proyección analógica de la relación familiar. De ahí que durante siglos toda relación social, de menor a mayor y de mayor a menor complejidad y envergadura —la del amo y el dependiente, la del príncipe con el súbdito— se haya calificado expresamente de paternal, y esto sin tono despectivo. El paternalismo es la denominación peyorativa, formulada en el siglo XIX, de una realidad ciertamente existente —la naturaleza paternal que tenían las relaciones que hoy denominamos sociales—, relación paternal que, sin embargo, no podía considerarse ni se consideraba como algo malo, sino natural. Sólo así se comprende que se les diera voluntaria y paladinamente esa calificación, paternal. Pero, del mismo modo que lo paternal expresaba una secuencia de relaciones personales, la patria era la plasmación geográfica (geograficopersonal) de esa misma suerte de relación paternofilial. La asignación de la palabra patria a la Nación o al Estado era muy antigua, pero hasta el siglo XIX —en el mundo hispano— se hablaba más frecuentemente de patria con referencia a lo que luego se llamó patria chica, pueblo de cada cual15. Por eso mismo, existían patria y patriótico, pero no patriota, y esto hasta los años setenta del siglo XVIII, en que el renombre de los patriotes norteamericanos que lucharon por la independencia frente a las tropas británicas hizo que se impusiera por doquier este último sustantivo. Hasta entonces, en nuestra lengua, se había dado una pluralidad enorme —y divertida— de derivados que querían servir para denominar a los oriundos de un lugar: patriero, patriense, compatrioto son algunos de los que hallamos en España y América16.

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Esa naturaleza geográfica de este derivado de padre es también importante porque implicaba (implica) otra secuencia de la relación paternofilial. En este caso el pueblo propio, la comunidad rural o urbana —patria—, se entendía también como un derivado familiar. Y esto no es ni era cualquier cosa. Distaba mucho de reducirse a una mera relación biológica o a algo dado. La relación paternofilial —y, por lo tanto, la relación entre amos y dependientes, entre convecinos, entre autoridades y súbditos, entre príncipes y vasallos— implicaba la transmisión de vida y de maneras, modos de vida, que son los que daban (y los que dan) contenido exactamente a la cultura, entendida como el conjunto de respuestas habituales compartidas por un grupo: compartidas porque son creadas un día y transmitidas en adelante de generación en generación. Es decir: lo familiar se nos presenta, así, como el cauce principal de transmisión de la capacidad creadora de todo hombre, capacidad creadora que, cuando se constituye en cultura, en el sentido que acabo de decir, dura más que cada hombre; se transmite y de esta forma dura, perdura. Con una particularidad, y es que la transmisión paternofilial no se entendía ni se entiende como una transmisión fría, puramente aleccionadora, sino benevolente, amorosa. En el cristianismo, el cuarto mandamiento inaugura la llamada segunda tabla —de las dos recibidas por Moisés—, la que concierne a la caridad (cf. CIC 2.197). La familia está abocada a formar, por lo tanto, sociedades benévolas, no sólo justas, ni simplemente buenas. Por eso tiene más trascendencia la afirmación de que la familia es uno de los fundamentos de la doctrina social católica (cf. CIC 2.198) o el más general de que es el núcleo germinal de toda sociedad; idea que comparten todas las culturas cristianas e incluso las demás bíblicas (la judaica y la islámica). Significa que la sociedad naturalmente —esto es: familiarmente— constituida está llamada a ser una sociedad benévola. Y fructífera, si añadimos la afirmación paulina (Ef 6,1-3) de que has de amar a tus padres para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra. *** Se puede uno preguntar qué papel corresponde a lo femenino, hablando como hablamos de relaciones paternales, patrióti-

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cas, de patria o incluso de paternalismo, derivados todos del masculino padre. A esto debo decir que, a mi modo de ver, los grandes cambios sociales suelen hundir las raíces en cambios femeninos. Nuestro tiempo no es una excepción precisamente. La formación de pueblos ha otorgado históricamente a las mujeres el papel primordial. Recordemos a las sabinas; constituyen el ejemplo más claro de una entrega de sí mismas —también corporal— que aboca al alumbramiento de un pueblo. Esto es así porque la mujer y no el hombre forma parte del nacimiento; es en ellas donde se da el nacimiento de la vida. Por eso podríamos decir que la alusión que hacen a lo masculino las palabras patria, paternal, patriótico, la hacen a lo femenino las palabras nación, natural, naturaleza. La palabra nación (y nacionalismo, su más donosa creación) ha ganado importancia desde finales del XVIII… por nuestros males (a mi juicio). Para ser riguroso, habré de decir que el mal no ha estado en que se hable más de naciones, sino en que se le dé una primacía política que no tuvo jamás hasta entonces. Hasta entonces (y desde Roma —la Roma clásica—), la palabra nación más bien se usaba, cuando se hablaba de política, para referirse a los pueblos, coherentes en lo étnico, que carecían, sin embargo, de organización política propia17. Esto aparte, el concepto nación implicaba en primer lugar a los hijos con los padres en cuanto tales. Y los implicaba desde el momento de la concepción hasta el de la toma de estado (o la emancipación por edad, en las legislaciones modernas). El momento de la concepción forma parte de la cadena biológica que constituye la articulación necesaria de la historia, aquella articulación generativa sin la cual no puede haber otra manera de existir y, por tanto, de dar continuidad a la existencia. En el último siglo se ha insistido con toda razón en que la misión de los padres no consiste en echar hijos al mundo, sino que debe prolongarse en la educación. En una segunda fase, se ha llegado a más y se ha puesto en duda la licitud de echar hijos al mundo sin una mínima seguridad sobre la calidad de vida que les espera. Empleo a idea expresiones que tienen una fuerte carga simbólica; esto es: que dicen las cosas de manera y en tono que añaden incitaciones afectivas —en pro y también en contra— a aquello que se dice (echar al mundo y calidad de vida). Pues bien, lo hago para subrayar, sin embargo, siquiera sea de pasada,

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que la mera gestación y el alumbramiento no sólo son instancias necesarias, sino importantísimas en sí: tanto como lo pueda ser la vida, que es en esencia lo que se alumbra en esos instantes. En último término, es la condición esencial de la existencia (en cuyo centro se halla siempre una mujer). Lo cual tiene que ver directamente con el problema de la contracepción como posible imperativo moral. (Aquí tenemos la prospectiva finalmente, como ha ocurrido en las páginas de María Antonia Bel.) Sin entrar en consideraciones de otro tipo, de lo que acabo de decir se deduce que los motivos para rechazar una vida posible —no digo ya la negación de los derechos del nasciturus— tendrían que ser proporcionados a aquello que se niega, que es la vida. El problema se ha acentuado desde las dos guerras mundiales del siglo XX, por la incorporación de una multitud de mujeres al mercado laboral extradoméstico y la dificultad de adecuar la prestación de esos servicios laborales al ciclo maternal. En rigor, no se trata de cosas nuevas. Durante siglos los posibles progenitores han hecho objeto el alumbramiento de la vida de una reflexión práctica eminentemente respetuosa, pero no natalista a ultranza. Algunos historiadores de la demografía han llegado a la conclusión de que la continencia en las relaciones conyugales y el mero retraso del matrimonio para evitar esas relaciones constituyeron prácticas habituales en los países cristianos de la Europa occidental desde el siglo XIII. Respondían en unos casos a propósitos ascéticos, fundados en cierto pasaje paulino y en su interpretación agustiniana, que alentaba a ese tipo de prácticas continentes. Pero obedecían también a planteamientos económicos, de escasez de alimentos principalmente (como sucede también con la actitud contraria —la natalista—, que todavía hoy, entre gentes con un bajo desarrollo económico, propone la paternidad como un remedio para la vejez a falta de otras formas de previsión; lo decía Antonio Machado en el Poema de Alvargonzález). Ahora bien, he dicho países cristianos de Europa occidental porque la continencia fue un modelo de comportamiento propio de los países del Occidente de Europa: no del Oriente, incluido el cristiano, donde el matrimonio fue durante siglos mucho más temprano según la vieja hipótesis de Hajnal, que nos recuerda en este libro María Antonia Bel. Ni de las Indias españolas de Occidente y Oriente: tampoco aquí la continencia fue un modelo de

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comportamiento someramente difundido siquiera entre las gentes incorporadas al cristianismo por obra de la acción evangelizadora del siglo XVI en adelante: gentes —en definitiva, indígenas de América y del Extremo Oriente— entre quienes la nupcialidad primero y la fecundidad enseguida fueron expresamente alentados por los misioneros que pretendían educarlos en la fe y las costumbres. Baste decir que los demógrafos cifran en cuarenta por mil una natalidad no sólo libre de la contracepción, sino altamente fértil y desde luego natural, y que las estadísticas demográficas de origen misional de pleno siglo XIX —en los pueblos filipinos— arrojan porcentajes incluso superiores al setenta por mil, tan frecuentes, que no dejan pensar en meros errores, aunque se trate de un imposible, médicamente hablando18. *** Los hispanos del siglo XIX (y del XVI y del XVII y del XVIII) no tenían miedo, ya se ve, al agotamiento de los recursos del planeta. En rigor, no ya el temor, el horror a la fertilidad es un fenómeno muy reciente, en cuyas raíces se encuentra el pesimismo inherente a la sociedad agnóstica que ha ido abriéndose camino en el siglo XIX y se ha impuesto en el XX. El primer hito literario, bien conocido, es el Ensayo sobre el principio de la población de Malthus (1798). Con The coal question: An inquiry concerning the progress of the nation, and the probable exhaustion of our coal mines del economista William Stanley Jevons (1865) el asunto entró en el campo fundamental de los recursos energéticos, que se suponían finitos y debían abocar, por lo tanto, a la crisis por sobrepoblación. La serie de propuestas alarmistas se ha extendido después y en adelante con un sinfín de eslabones, hasta culminar en el informe sobre Los límites del crecimiento preparado para el Club de Roma por un equipo dirigido por Dennis L. Meadows en 1972 (y difundido a los pocos meses por la América hispanoparlante desde las prensas del Fondo de Cultura Económica de Méjico —clara expresión de la importancia y la intención que se le daba—). Muy pocos años antes, en 1968, se había publicado The population bomb del ecologista Paul R. Ehrlich, obra de la que se vendieron más tres millones de ejemplares y que elevó a su autor —hasta hoy mismo— hasta el estrellato de los agoreros del pesimismo.

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En último término, el punto principal de todos estos postulados estriba de una parte en el aumento progresivo del ritmo de crecimiento de la población —aumento que se ha verificado, en efecto— y la fijeza y, por tanto, limitación de los recursos alimenticios (que en cambio no se ha verificado, sobre todo porque en el desarrollo tecnológico se ha puesto de relieve la capacidad humana tanto de aumentar la productividad y el ahorro de los recursos conocidos como de descubrir otros nuevos). Como es sabido, la prueba definitiva estriba en que los precios de los recursos conocidos concretos no ha aumentado, sino que se ha detenido en unos casos y ha disminuido en otros, por lo menos desde los años del impacto del primer informe del Club de Roma, que fue el que dio salida a la carrera alarmista. Recuérdese la apuesta de 1980 entre el citado Ehrlich y el economista Julian L. Simon, de la Universidad de Maryland, que tuvo la osadía de asegurar que los recursos del planeta no son de hecho finitos. Simon se limitó a sacar consecuencias de los estudios de otros economistas (Harold, Barnett y Morse) según los cuales el precio de los recursos naturales había disminuido desde 1870. Así que con la apuesta de 1980 se trató de probar que, según Simon frente a Ehrlich, los precios del cromo, el cobre, el níquel, el estaño y el tungsteno no iban a aumentar en los diez años próximos. La elección de aquellos metales no fue aleatoria: el cobre y el cromo eran básicos para la extensión del tendido eléctrico, que debería aumentar con la población y el consiguiente aumento de sus necesidades; el níquel es la base de la acuñación de moneda, con la que sucedería lo mismo; el estaño nutre de botes a esta civilización de los enlatados; en fin, el tungsteno era esencial para la fabricación de elementos de alumbrado. La apuesta consistía en que Simon pagaría a Ehrlich en 1990 doscientos dólares las cantidades de cada uno de esos metales compradas con doscientos dólares (mil en total) en 1980. En esa década, la población mundial tuvo el mayor crecimiento de la historia: aumentó en ochocientos millones de habitantes. Todo hacía de Simon el perdedor virtual… Y ganó. Ehrlich hubo de remitirle un cheque por valor de 576.07 dólares. Simon le invitó a repetir la apuesta, duplicando el valor, pero no recibió contestación, que se sepa19. En la misma década habían mejorado además los niveles de vida, de nutrición y de salubridad en el conjunto del mundo menos desarrollado, el mal denominado Tercer Mundo. Ya había

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dicho Ehrlich en su libro de 1968 que era fantasioso pensar que por eso la India alcanzara en un futuro próximo la autosuficiencia alimentaria y, sin embargo, exportaba alimentos veinte años después. En realidad, van siendo numerosos los casos de países donde el crecimiento de la población se da al socaire del crecimiento económico y los de aquellos donde, a la inversa, el declive de la fecundidad no va unido a ese tipo de desarrollo. Esto último se advirtió en el consenso latinoamericano con que se cerró la Conferencia Regional sobre Población celebrada en la ciudad de Méjico en 1993: en los diez años anteriores, la caída de la tasa de la natalidad había ido acompañada, de hecho, de una regresión económica20. No es que los natalistas tuvieran razón al caer en esa otra simplificación antigua que estriba en unir población y desarrollo económico, sino que la indudable influencia del crecimiento demográfico en este último depende de muchos otros factores: en último término, del tipo de población que crezca o disminuya. La disminución de una población bien preparada para hacer frente al reto de la búsqueda de recursos será proclive a un retroceso económico, y viceversa. Lo cual tampoco justifica la política de esterilización de las poblaciones que no están preparadas para el desarrollo. A lo que lleva simplemente es a poner el énfasis en esta otra necesidad: hay que preparar a la gente para que sea capaz de dar una existencia digna a sus hijos, en vez de prepararla para que no los tenga. Esto, claro es, si se acepta que lo prioritario es la vida y que la economía no es sino la manera —necesaria— de asegurar la vida. Por lo demás, las verificaciones de que hablo, sobre la falta de correlación entre crecimiento demográfico y económico, hicieron que, desde los años ochenta del siglo XX, el alarmismo se recondujera hacia la defensa de la calidad de vida... sin entrar en matices sobre las diversas concepciones que implican esos términos. No se tendría en cuenta que la medición de la pobreza en términos de renta per cápita implica ignorar las muy diversas concepciones que hay sobre la forma ideal de vivir. En último término, implican la aceptación de un concepto —el de modernización— que en realidad significa adopción o alejamiento del concepto anglosajón de la existencia y de sus maneras de ser. Sin duda hay que decir que ha sido éste (y es) uno

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de los errores principales de los estudiosos latinos —el de aceptar un concepto que implica formas de comportamiento tan respetables como propias de un ámbito cultural concreto, distinto del latino—; ha sido uno de sus errores y —lo que importa más— es uno de sus retos. Sólo la redefinición del concepto de modernización de manera que se haga susceptible de ser aplicado a cada grupo humano de acuerdo con las tradiciones culturales legítimas de ese grupo permitirá desarrollar, si se quiere, políticas desarrollistas que no supongan el desquiciamiento de la propia y respectiva cultura. Ciertamente, el futuro está en la respuesta que se dé en la familia, y ésta depende sobremanera de aquellos que puedan contribuir a difundir un modo u otro de pensar y de la respuesta que den, en último término, los grupos familiares. Si alguna vez no ha sido así, el futuro del mundo pasa hoy por la respuesta femenina. José Andrés-Gallego Notas 1 Vuelvo sobre algo que expuse en Argentina en 1994 y publiqué en «Perspectivas comparadas sobre el futuro de la familia en Iberoamérica», en La familia: permanencia y cambio, dirigido por César A. García Belsunce, Comisión Arquidiocesana para la Cultura y Fundación Mapfre América, Buenos Aires 1994, pp. 111-128. 2 Me baso en Archivo General de Tucumán, Sección judicial, Serie del crimen, caja 6, exp. 42. 3 Lo que sigue, en Archivo Departamental de Piura, Corregimiento, Causas criminales, leg. 55, exp. 1147 (1762), 6 ff. 4 Lo mostró Juan Almécija, La familia en la Provincia de Venezuela, 17451798, Editorial Mapfre, Madrid 1992, 290 pp. 5 Cf. Miguel A. Rosal, «Diversos aspectos relacionados con la esclavitud en el Río de la Plata a través del estudio de testamentos de afroporteños, 17501810», en Revista de Indias, lvi, 206 (1996), p. 230. 6 Díez Espinosa y directores de la renta a Gálvez, 27 de noviembre de 1765, Archivo General de Indias, Méjico, leg. 2.275. 7 Ib., leg. 1.934, Testimonio..., 231v. 8 Ib., 107. 9 Cf. José María Mariluz, «Alaveses en la cultura rioplantense del siglo xviii», en Álava y América, Edición a cargo de Ronald Escobedo, Ana de Zaballa Beascoechea y Oscar Álvarez Gila, Diputación Foral, Vitoria 1996, p. 82. 10 Pedimento del procurador de la Ciudad, 4 de agosto de 1770, Archivo Histórico Provincial de Mendoza, Colonial, carp. 21, n. 87.

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Epílogo americano 11 Cit. Valentí Serra de Manresa, «La missió del caputxins catalans a la Guaiana durant el segle xviii (1722-1817)», en Analecta sacra tarraconensia, lxviii (1995), p. 159. 12 Denuncia, Archivo Histórico Provincial de Córdoba de Tucumán, Criminal, 1764-65, leg. 19, exp. 25 y 22 respectivamente. 13 En «The stem family and the developmental cycle of the peasant household: An eighteenth-century Austrian example», en The American historical review, lxxvii (1972), pp. 398-418. 14 En algún lugar de Le tige et le rameau: Familles anglaise et française, xviexviiie siécles, Calmann-Lévy, París 1979, 324 pp. 15 Vid. Madeleine Bonjour, Terre natale: Études sur une composante affective du patriotisme romain, Société d’Éditions «Les peuples lettres», París 1975, 638 pp. Me llama la atención sobre esta obra el Dr. Florencio Hubeñák. 16 Lo documenté en Quince revoluciones y algunas cosas más, Editorial Mapfre, Madrid 1992, pp. 286-290. 17 Cf. Urbano Ferrer, «Tendencias universalistas y particularizantes en la Europa de final de millenio», en Retos para el tercer milenio, en preparación en Aedos. Ferrer remite a H. Schulze, Estado y nación en Europa, Crítica, Barcelona 1997. 18 Vid. la serie de trabajos publicados por Adolfo Díez Muñiz en Hispania Sacra. El más reciente, «Estudio sociológico y demográfico de las parroquias de Abucay y Bagag, siglo xix (Filipinas)», ib., xlvi, 93 (1994), pp. 207-234. 19 El relato, en John Tierney, «Betting the Planet», en The New York Magazine, 2 de diciembre de 1990, pp. 53-4. 20 En este sentido, la Nota difundida desde la Santa Sede sobre el proyecto de Documento Final de la Conferencia internacional sobre Población y Desarrollo a celebrar en El Cairo.

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