La divinidad políglota: Lenguaje, evolución y poder (Lenguaje y comunicación) [1 ed.]
 8499210295, 9788499210292

Table of contents :
La divinidad políglota: lenguaje, evolución y poder
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Índice
Palabras previas
I.
El lenguaje y la evolución biológica del Hombre
I.1.
La ancestral inquietud por el lenguaje.
mitos y religiones, antiguos y modernos
I.2. La discusión actual sobre el origen del lenguaje
II.
Lengua y poder como constante histórica
I.1.
El nacimiento de la escritura, razón de estado
II.2.
La selección de los modelos lingüísticos
ejemplares y el trasfondo ideológico
II.3.
Otra longeva tradición. agentes, intermediarios
y patronos de la gestión lingüística
II.4.
La regulación social de la convivencia
entre lenguas, una constante atemporal
solo recientemente acotada
III.
Lenguas, sociedades y gestión lingüística.
Una página de la historia científica del siglo xx
III.1.
Luces (unas veces), sombras (otras), siempre
meandros en la lingüística del siglo xx
III.2.
La sociolingüística en la encrucijada
dinámica. la organización científica
de la convivencia entre lenguas
III.3.
Opciones planificadoras.
¿tecnócratas vs. ideólogos?
III.4.
La última frontera de la planificación
lingüística, la ausencia de fronteras
III.5.
Nuevos retos, nuevas encomiendas,
nuevas perspectivas para la planificación
lingüística de nuestros días
III.6.
El futuro de la planificación lingüística
y la planificación lingüística del futuro.
revisiones, ponderaciones y urgencias sociales
IV.
Los derechos humanos lingüísticos y la última
frontera de la planificación lingüística
V.
Últimos modelos de gestión de la vida de
las lenguas: la ecología lingüística
V.1.
El paradigma científico de la complejidad y la
lectura ecológica de la realidad lingüística
V.2.
Algunas concreciones de la complejidad en
lingüística: las dos orillas ecolingüísticas
V.3.
La interpretación lingüístico-ecológica
de la realidad lingüística
V.4.
Algunas posibles relecturas
lingüísticas y ecológicas
V.4.1.
Primera relectura: el fundamento teórico y
la hipótesis del relativismo lingüístico
V.4.2
Segunda relectura. Métodos: conceptos
operativos y metáforas científicas
V.4.2.1.
Clases de bisturíes ecológico-lingüísticos. Minorías
del casco histórico, de barriada y de extrarradio
V.4.2.2.
El vademécum ecológico en el tratamiento
de dolencias lingüísticas
V.4.3.
Tercera relectura: de la relatividad lingüística
universal a los universales lingüísticos relativos
V.4.4.
Última relectura: el relativismo, sus
consecuencia, sus límites y otras esperanzas
VI.
Nuevos tiempos, nuevos hombres, nuevos
horizontes sociales de las lenguas
Orientaciones bibliográficas
Índice de nombres

Citation preview

Autor Francisco J. García Marcos (Terrassa, Barcelona, 1959) es catedrático de Lingüística General en la Universidad de Almería, tras su paso por otras universidades españolas y extranjeras. Desde el inicio de su trayectoria científica ha mostrado un vivo interés por la sociolingüística, concentrándose en los últimos tiempos en las vertientes aplicadas de ésta (planificación lingüística, lingüística jurídica y lingüística clínica). Asimismo ha indagado en derechos lingüísticos humanos, sobre todo en lo concerniente a los colectivos migrantes, y en historia de la lingüística. Ha publicado, entre otros, Nociones de sociolingüística (Octaedro, 1992), Fundamentos críticos de sociolingüística (Universidad de Almería, 1999) y Sociolingüística e inmigración (Método, 2003).

F. J. García Marcos

La divinidad políglota lenguaje, evolución y poder

OCTAEDRO

Lenguaje y comunicación Colección dirigida por Jenaro Ortega LA DIVINIDAD POLÍGLOTA Primera edición en papel: marzo de 2005

Primera edición: noviembre de 2009 © F. J. García Marcos © De esta edición: Ediciones OCTAEDRO, S.L. Bailén, 5 - 08010 Barcelona - España Tel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68 [email protected] http://www.octaedro.com Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9921-029-2 Depósito legal: B. 43.978-2009

Digitalización: Editorial Octaedro

Para Francisco y Carmen, mis padres

índice

Palabras previas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 I El lenguaje y la evolución biológica del Hombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 I.1 La ancestral inquietud por el lenguaje. Mitos y religiones, antiguos y modernos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18 I.2 La discusión actual sobre el origen del lenguaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 II Lengua y poder como constante histórica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 I.1 El nacimiento de la escritura, razón de estado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .42 II.2 La selección de los modelos lingüísticos ejemplares y el trasfondo ideológico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .46 II.3 Otra longeva tradición. agentes, intermediarios y patronos de la gestión lingüística . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52 II.4 La regulación social de la convivencia entre lenguas, una constante atemporal solo recientemente acotada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 III Lenguas, sociedades y gestión lingüística. Una página de la historia científica del siglo xx. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  III.1 Luces (unas veces), sombras (otras), siempre meandros en la lingüística del siglo xx . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .58 III.2 La sociolingüística en la encrucijada dinámica. La organización científica de la convivencia entre lenguas . . . . . .73 III.3 Opciones planificadoras. ¿Tecnócratas vs. ideólogos?. . . . . . . . . . . . . 78 III.4 La última frontera de la planificación lingüística, la ausencia de fronteras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .84 III.5 Nuevos retos, nuevas encomiendas, nuevas perspectivas para la planificación lingüística de nuestros días . . . . . . . . . . . . . . . . . . .88

III.6 El futuro de la planificación lingüística y la planificación lingüística del futuro. Revisiones, ponderaciones y urgencias sociales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .95 IV Los derechos humanos lingüísticos y la última frontera de la planificación lingüística . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 V Últimos modelos de gestión de la vida de las lenguas: la ecología lingüística . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 V.1 El paradigma científico de la complejidad y la lectura ecológica de la realidad lingüística . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117 V.2 Algunas concreciones de la complejidad en lingüística: las dos orillas ecolingüísticas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124 V.3 La interpretación lingüístico-ecológica de la realidad lingüística . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128 V.4 Algunas posibles relecturas lingüísticas y ecológicas. . . . . . . . . . . . 131 V.4.1 Primera relectura: el fundamento teórico y la hipótesis del relativismo lingüístico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134 V.4.2 Segunda relectura. Métodos: conceptos operativos y metáforas científicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 V.4.2.1 Clases de bisturíes ecológico-lingüísticos. Minorías del casco histórico, de barriada y de extrarradio . . . . . . . . . . . . . . . . . . 158 V.4.2.2 El vademécum ecológico en el tratamiento de dolencias lingüísticas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168 V.4.3 Tercera relectura: de la relatividad lingüística universal a los universales lingüísticos relativos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173 V.4.4 Última relectura: el relativismo, sus consecuencia, sus límites y otras esperanzas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197 VI Nuevos tiempos, nuevos hombres, nuevos horizontes sociales de las lenguas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203 Orientaciones bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245 Índice de nombres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251

palabras previas

El 2 de septiembre del año 2002, a eso de las doce y veinte de la mañana, el Rector de la Universidad de Almería tuvo a bien encargarme la lección inaugural del curso académico 2002-2003. Como quiera que el texto de tan solemne evento había de ser previamente impreso, me pidió que lo entregase sobre finales de ese mismo mes. Empero, su secretaria me hizo ver la conveniencia de tenerlo todo dispuesto antes del día 20. Sin embargo, los funcionarios encargados de la maquetación y edición, a fin de cuentas los auténticos responsables de que mi texto viera la luz, me hicieron saber que lo necesitaban sin falta el 15, como muy tarde y concediéndome un gran favor. Ante tal panorama, a la vista del esmero que de por sí requería el encargo y del tiempo real que se me dispensaba, opté por lo menos razonable y acepté. Mis circunstancias personales complicaron gozosa, pero sustancialmente, tan de por sí delicado panorama. A Jaime, mi tercer hijo, le debieron parecer sumamente atractivos los papelajos que estaba emborronando su padre por lo que, sin pensarlo dos veces, decidió venir al mundo por esas fechas, con ligero adelanto sobre lo previsto. Ni qué decir tiene que los primeros sollozos de mi hijo recién nacido me preocuparon mucho más que la parafernalia académica. No sé por qué inexplicable motivo los Seres Humanos, además de sobreponernos a las mayores adversidades, conseguimos entre ellas lo que normalmente seríamos incapaces de realizar en otras condiciones más propicias. La cuestión es que al final me encontré con que había fabricado varias lecciones inaugurales, escritas ni se sabe dónde, ni cómo ni cuándo. Todas, claro, giraban aproximadamente en torno a un mismo eje temático de preocupación por el lenguaje y los derechos humanos. A pesar de ello gozaban de la su

la divinidad políglota

ficiente autonomía como para diferenciarlas con claridad, pero no siempre de forma unívoca. Entre tanto imponderable, desde tanta premura de partida, resultaba bastante quimérico ensamblarlas con una mínima coherencia expositiva para fabricar un texto único. Por descontado que no hice ni el más mínimo amago de intentarlo. Al final elegí una, sin motivo demasiado evidente entonces, hoy sin la más mínima justificación a posteriori de tal decisión, supongo que guiado por considerarla de más fácil defensa pública, o quién sabe si por estar simplemente más a mano. Llegué sólo con un día de retraso al plazo fijado por los editores, gracias a lo que mi «Lenguas, lingüística y derechos humanos» vio la luz en la Memoria del Curso Académico 2001-2002 que, tal y como estaba fijado, fue puntualmente depositada el 4 de octubre del año 2002 sobre los sillones del Auditorio de la Universidad de Almería. Instantes después el público asistente procedió a oírme contarles una nueva versión, la enésima, que tampoco seguía muy fidedignamente el texto que sostenían entre sus manos. En la versión escrita se deslizó algún que otro error tipográfico, si bien reconozco que tal eventualidad me causó una completa despreocupación. El procedimiento editorial que se inauguró conmigo –incluir las lecciones dentro de la Memoria– me garantizaba la mínima difusión posible para aquel bosquejo, inconcluso, fehacientemente desordenado, truncado y, por lo demás, acompañado de los mencionados gazapos tipográficos que, quién sabe si por la precipitación inherente a esta clase de actividades, nunca fueron corregidos a pesar de mis advertencias al respecto. Tan peculiar publicación no restañaba la deuda pendiente que mantenía con algunos colegas, sabedores de mis cuitas, sufridores de mis inquietudes, víctimas de mis consultas, con los que en definitiva estaba emocionalmente empeñado. No me cupo más opción que aceptar de buen grado sus sugerencias y acometer una revisión más serena –y cuidada– de mis preocupaciones inaugurales con el detenimiento y la calma de los que antes había carecido. Estando en ello, se me ocurrió que, como en las buenas películas modernas, podría incorporar las tomas falsas de esa lección. Y tratando de disponerlas con más reposada claridad de ideas y sin presiones externas, encontré por azar el hilo de coherencia que antes había perseguido en vano. El azar, en todo caso, venía cargado de farragosas consecuencias y, como pueden figurarse, me obligó a revisar, retocar y puntualizar lo ya elaborado, en proporción variable y de la forma menos casual posible, o de lo contrario 

palabras previas

corría el serio riesgo de dilapidar la coherencia tan generosamente donada por el destino. Entre compromiso y compromiso, a ello me he aprestado durante estos meses, sin prisa, sin pausa y, sobre todo, con firme voluntad de ser lo más transparente posible en mi exposición. En todo momento he sido consciente de que este trabajo me emplazaba ante varios retos. Su génesis me puso frente a un tipo de auditorio para mí desconocido hasta esas fechas. La lección inaugural fue concebida como un texto desde la lingüística hacia no sé qué con exactitud, pero sí en todo caso hacia más allá de ella. Por primera vez había de hablar, y tratar de ser comprendido, sin el paracaídas retórico que otorga el metalenguaje compartido por el emisor y el receptor que habitan dentro de un mismo campo de indagación disciplinar. La temática de la que me ocupaba, con relativa frecuencia, me obligaba a desenvolverme muy lejos del frío, casi incontestable, resultado de la investigación empírica, detalle que añadía nuevos recelos a mi real capacidad de convicción. Cuando uno siempre ha dudado de ella, en esas circunstancias termina por convertirse en poco menos que una obsesión enfermiza. Los datos son irrebatibles, están ahí y no admiten vuelta de hoja. Una vez obtenidos por métodos correctos, nuestra única preocupación consiste en ser capaces de exponerlos de manera inteligible y adecuada para quienes hayan de conocerlos. La brújula de mis intereses aquí, no es que reniegue de lo empírico, sino que apunta en una dirección más amplia y diversificada. Opinar acerca de datos, realidades y maneras de entender los hechos del lenguaje, como aquí intento, acaso también acerca de la vida y del compromiso ético del científico, ya es materia más escurridiza, invita desde luego a mayores precauciones estilísticas para transmitir con exactitud, sin la menor concesión a la vacilación, aquello que se piensa y que se está intentando compartir. Tal vez por ello desde el principio me propuse evitar la muelle tentación de realizar un ejercicio de crítica teórica que deambulase por los altos órdenes de abstracción científica. No inspiró tal determinación ninguna suerte de temor ante la aspereza que suele atribuirse a la teoría científica. Yo estoy firmemente persuadido de que éstas, las teorías científicas, en el fondo parecen más abstrusas de lo que en realidad son. También es verdad que para percatarse de ello, para desprenderse del cauto temor que desatan, conviene estar algo habituado a transitarlas. Fuera de quienes acudimos a ellas por imperativo profesional, las teorías puras viven palpablemente alejadas de los intereses del pú

la divinidad políglota

blico en general, de manera que hube de enfrentarme a la tarea de encontrar un equilibrio entre la ciencia y la eficiencia expositiva. Algo de ciencia espero que contengan estas líneas, al menos de la mía, de la lingüística que un día me cautivara, asimismo por sorpresa, y entre la que llevo siendo un sincero catecúmeno durante las dos últimas décadas. Esta vez me he atrevido a intentar que la lingüística fuese un punto de partida para dialogar extramuros de ella. Hablar, sí, de cosas del lenguaje y de las lenguas, pero no solo como lingüista, sino como mero ciudadano, que también lo soy, que también lo somos todos y cada uno de nosotros con independencia de nuestros quehaceres profesionales. Eso no significa que renuncie a una condición que voluntariamente he elegido y asumido con entusiasmo. En mi caso, mi ciudadanía me obliga a ejercer de lingüista, aunque no única y exclusivamente con otros lingüistas, o con los aprendices de futuros docentes e investigadores en esa materia. Solo por eso me gustaría ser capaz de traspasar los círculos académicos, que no vulnerarlos, y en la medida de lo posible tratar de contagiar ese entusiasmo por los hechos del lenguaje que me ha acompañado durante todo este tiempo. Estoy persuadido, además, de que el conocimiento, o es de todos, o corre el serio riesgo de perder de vista su dimensión humana, referencia última a la que ineludiblemente ha de apuntar. De lo contrario, deja de ser conocimiento para convertirse en tecnocracia. Con todos esos ingredientes, lo que hoy tiene el lector en sus manos no deja de ser un heredero directo de mi lección inaugural, pretende saldar gustoso una deuda emocional con algunos entrañables colegas y, por qué no, es una forma de compromiso cívico. Para mí el intento ha merecido la pena porque, de alguna recóndita manera, me ha enseñado a ser un tanto más responsable, más humano, más abierto, incluso en el siempre resbaladizo terreno de la expresión formal. Espero que para el lector algo de lo que contienen estas páginas también merezca la pena. De ser así, el mérito no será exactamente mío. Estas líneas no existirían sin la audacia mostrada por Alfredo Martínez Almécija, entonces y hoy rector de la Universidad de Almería, al encargarme una lección inaugural. Quisiera no haberlo defraudado más de lo previsible, como a mí nunca lo han hecho quienes desde la proximidad emocional siempre me resultan determinantes. Sin la pulsión humana de tantos colegas, y sin embargo amigos, mi cotidianidad académica habría resultado ciertamente triste y opaca. Francisco y Carmen, mis padres, como siempre en los momentos delicados de mi vida, en esta ocasión han 

palabras previas

estado una vez más conmigo. Vicky, Pablo, Víctor y ya también Jaime, simplemente me soportan del mejor modo que pueden cuando ando en estos quehaceres. El amor, en sus diferentes versiones y acepciones, ciertamente es ciego. A todos, a ellos por mimarme durante la redacción y a Vds. por atreverse a franquear la cubierta, sinceramente, muchas gracias. La Cañada de San Urbano, Almería Primavera del año 2004



I

El lenguaje y la evolución biológica del Hombre

Casi por definición, un profesional de la lingüística ha de albergar la firme convicción de que el lenguaje desempeña un papel vertebral en la vida humana. La albergo, por descontado, aunque lo hago movido, además de por mi condición de profesor de lingüística general, por la de mero ciudadano que acude a las lenguas para desempeñar felizmente las actividades que suele realizar a lo largo del día, no importa el momento o la situación. Escuchamos la radio mientras preparamos el desayuno, damos los buenos días a nuestro vecino en el ascensor, compramos el periódico en el puesto de la esquina mientras el quiosquero nos comenta el resultado del partido de anoche, tropezamos con un antiguo compañero de clase y le preguntamos por su vida, pedimos un billete de metro en la ventanilla, reiteramos varias veces la operación de dar los buenos días ahora en nuestro trabajo, atendemos al teléfono una llamada, consultamos nuestro correo electrónico, preparamos un informe, nos despedimos del portero del edificio en el que hemos pasado la mañana, leemos la carta de un restaurante y encargamos la comida, en el camino de vuelta a casa encontramos a una conocida de la familia y nos recuerda lo ricos que éramos de niños, otra vez en el metro repasamos los nombres de las estaciones que nos quedan antes de llegar a nuestro destino, ojeamos la correspondencia que acabamos de recoger del buzón, matamos el tiempo leyendo por enésima vez las instrucciones del ascensor, oímos los mensajes de nuestro contestador automático, telefoneamos a una amiga muy especial que ha vuelto por unos días a la ciudad, mentimos al decirle que teníamos una cena de trabajo esta noche, aunque nada impide anularla, quedamos con ella para dentro de dos horas y media, canturreamos mientras nos acicalamos antes de salir; también amamos, porque 

la divinidad políglota

amar no deja de ser una forma de lenguaje y, sobre todo, porque para amar, tal y como lo hacemos ahora los humanos, hemos necesitado desarrollar nuestra capacidad de comunicación.

I.1 la ancestral inquietud por el lenguaje. mitos y religiones, antiguos y modernos Sobre algunos de esos hechos volveré con mayor detalle y tranquilidad. De momento me conformo con subrayar que el lenguaje está a la vuelta de no importa qué esquina vital, tras el más intrascendente o el más capital de nuestros actos, entre los escenarios en los que todos nos desenvolvemos, con independencia de las cuitas de los lingüistas. Sin gran esfuerzo cualquiera de nosotros en él reconocerá una de las presencias constantes e inevitables de su propia vida, de toda vida. No en vano el énfasis en esa idea sobre la nodalidad cotidiana de los hechos del lenguaje, aunque para los lingüistas tal vez esté alimentado por cierta deformación profesional, en última instancia ha sido un universal, refrendado urbi et orbe, desde que conservamos fuentes documentales acerca de las sucesivas civilizaciones que han venido ocupando la historia humana. Dar cabal cuenta de todo ese constante y variopinto entramado dispuesto por las lenguas en no pocas ocasiones ha escapado de los dominios de la estricta razón. Solo que donde ésta no ha llegado, como en su día nos explicara Malinowski, ha solido acudir el mito. Al respecto parece que ha habido cierta disputa entre los antropólogos. Mientras que Lévi-Strauss criticó abiertamente el supuesto carácter explicativo de los mitos, otros autores, con Cassirer a la cabeza, aceptaron que las mitologías contienen algo más que un conjunto de imágenes y fábulas. En último término llegarían, o podrían llegar, a nutrir una explicación de los fenómenos naturales, conformando un supuesto cultural a disposición de la comunidad que los creó y que se encargó de perpetuarlos. Lo decisivo, por tanto, radicaría en la inquietud que determinados sucesos y circunstancias han provocado entre los hombres de todas las épocas; hechos como la existencia y la muerte, el mundo, la transmisión de la vida o la facultad del lenguaje… ante cuya magnitud solo cupo la perplejidad y, de inmediato, el anhelo de aclararlos. Lo de menos, hasta cierto punto, fue la solución 

i. el lenguaje y la evolución biológica del hombre

adoptada en cada momento concreto. Donde la mente no alcanzaba, sí lo hacía el corazón, porque lo verdaderamente dramático hubiera sido dejar el interrogante vacío. Desde esa óptica, no por irracional y acientífico, el mito dejaría de aportar una respuesta, tan ansiosa como la científica por satisfacer una inquietud de conocimiento y por explicar hechos que han maravillado a los hombres. Las tribulaciones humanas por el lenguaje han sido hasta tal punto apremiantes que las primeras teologías atestiguan ya una acusada vocación por establecer un nexo directo entre lenguaje y divinidad. Mediante tal simbiosis se intentó aclarar el cómo y el porqué, no solo de la capacidad del hombre para ejercer el habla, tan sustancialmente propia dentro del mundo conocido, sino también su ingente diversificación en multitud de lenguas. Enlil en Mesopotamia o Thot en el Egipto faraónico fueron otras tantas deidades, capitales además dentro de sus respectivas teogonías, depositarias de encomiendas especiales para descender de sus respectivos dominios celestiales e infundir el don del lenguaje, amén de perpetuar su transmisión. Sobremanera la escritura, esa prodigiosa creación intelectual que permitía plasmar gráficamente las lenguas, habría precisado de tutela divina, tal y como se esmeran en desvelar diversas tradiciones religiosas de todos los puntos del mapa terrestre. Como Nabú en la antigua Babilonia, nuevamente Thot será responsable de la aparición de la escritura en el antiguo Egipto, capacidad que traspasará a uno de sus herederos griegos, Hermes Trismegistus. Poderes similares fueron atribuidos a la hindú Ganesha en lo concerniente al alfabeto devanāgari, a Odín respecto de las runas escandinavas o a Itzamná, supremo creador entre los mayas, entre quienes existió una divinidad específicamente representativa de los escribas, encarnada mediante el icono de un conejo. Más modernamente, el Islam deposita igualmente en Alá el don de la creación del alfabeto. La tradición judeocristiana, aunque no se haya detenido en la escritura, tampoco ha sido ajena al arrobo lingüístico. Conforme registra el propio libro del Génesis, la creación no deja de ser un gran acto de magnanimidad verbal de Dios. La palabra de Yhavéh (transcribo siguiendo la Biblia de Jerusalén) va otorgando vida a los distintos componentes del Universo. La facultad lingüística, por tanto, es previa al mundo, es un atributo divino y posee capacidad vivificadora, cualidades todas ellas interrelacionadas. El plan creador de Dios se ejecuta mediante actos declarativos, plenamente performativos en la acepción pragmalingüística del término, actos que 

la divinidad políglota

simultáneamente son acciones o partes indisociables de una acción. Hablar equivale a hacer una acción, es un componente de la acción en sí misma. El supuesto prototípico que manejan los especialistas es el citadísimo acto de dar nombre a un barco. Mediante el inevitable «Te bautizo con el nombre de Nautilus», realmente se ejecuta la acción de dar nombre al barco. Reuniéndose los interesados en el evento y estrellando tan solo la consabida botella en su casco, el barco no recibiría propiamente nombre alguno, sería un barco anónimo. Es requisito imprescindible proferir la fórmula lingüística pertinente para la ocasión y la acción que se pretende desarrollar. Otro tanto sucedería con la creación de Dios. La luz surge por la acción divina de proclamar «haya luz» y así sucesivamente, hasta completar el mundo en su totalidad. La liturgia cristiana reproduce fielmente ese valor pragmalingüístico de la lengua vinculada a la voluntad divina. El rito iniciático del bautismo, mediante el que los cristianos incorporan a sus hijos a la comunidad de los creyentes, perpetúa esos mismos parámetros. Formado a imagen y semejanza de Dios, el hombre hereda esa fuerza motriz de creación cósmica de la que está dotada la actividad lingüística. La primera acción que realiza consiste en reconocer verbalmente que la mujer ha surgido de su cuerpo y, como antes había hecho Yhavéh, otorgarle un nombre, «ésta será llamada mujer». Tanto es así que, de entre todas las criaturas de la Creación, solo el hombre posee esta facultad, y solo él está en condiciones de intercomunicar con Dios. Por eso el hombre es el único animal capaz de reconocerlo, de ser consciente de su existencia, de tener fe y de creer en Él. Lo religioso como magnitud antropológica, en el fondo, se basa en ese gran acto de habla, en esa capacidad de intercomunicación que únicamente mantiene el Creador con una de sus criaturas creadas, la más querida y predilecta, la elegida para adorarlo, la especie humana. Dios establece mandamientos y leyes, Dios guiará a los hombres perpetuamente en el Antiguo Testamento, Dios les dará aliento y les hará proseguir sin desmayo, a pesar de la más lóbrega de las oscuridades momentáneas, como al Moisés capaz de liberar a su pueblo de la esclavitud, abriendo de par en par las aguas del Nilo. En última instancia todas las religiones descansan en esta capacidad que correlaciona lo verbal y lo divino, desde el momento en que son revelación; esto es, conocimiento verbalizado de los designios de la voluntad de Dios a través de la palabra de un profeta. A la vez, una de las misiones capitales de todo buen creyente, sin distingos de credos nuevamente, ejercida también mediante la pa

i. el lenguaje y la evolución biológica del hombre

labra, radicará en dar testimonio de la fe, transmitir la revelación hasta el último de los confines del mundo. En la tradición cristiana el evangelio de San Juan da cumplida cuenta de ello desde su mismo arranque cuando recuerda que, «en el principio existía la Palabra; y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella Y sin ella nada se hizo de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres».

No en vano Jesucristo será referido con frecuencia como «el Verbo hecho carne». En última instancia, su figura culmina el circuito de comunicación divina-humana que arranca desde el inicio mismo del Antiguo Testamento. Como habían anunciado los profetas (mediante el verbo), el hijo de Dios descendió al mundo (se hizo carne) para salvar y guiar a los hombres, transmitiendo verbalmente la voluntad de su padre [esto es, Dios]. Ese estrechísimo vínculo entre lenguaje y divinidad va a reaparecer con sistemática regularidad en prácticamente todas las religiones, antiguas y modernas, en sus diferentes versiones y alcances, desde el Islam, que consagra la lengua árabe para la interpretación de los designios divinos, al tiempo que impele al conocimiento de otras para adentrarse en los saberes más lejanos, hasta la fe bahai, en cuyo canon doctrinal recomienda, como imperativo religioso, la progresiva adopción de un idioma universal que contribuya a unificar la raza humana.

I.2 la discusión actual sobre el origen del lenguaje Con el tiempo, los misterios del lenguaje terminaron sedimentándose en la madre tierra, pasando a ser competencia de la ciencia. Solo que, hasta fechas muy recientes, ésta ha dispuesto de menguados instrumentos para resolver con solvencia los complejos retos que le 

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imponían el lenguaje y las lenguas. No plantearon demasiados dilemas los cometidos más inmediatos, los más relacionados con una ordenación metódica de la realidad lingüística. Los hombres somos capaces de confeccionar gramáticas que describan la organización interna de las lenguas desde hace casi dos milenios en Occidente y sobre dos milenios y medio en la India. Dionisio de Tracia (siglo i a. C.) y Pánini (entre los siglos iv y vii a. C.), respectivamente, son referencias clásicas desde entonces. Durante siglos han guiado el trabajo de generaciones y generaciones de gramáticos consagrados a cumplir con esa tarea, sin duda importante en toda sociedad. El arte de separar las partes de la oración en una lengua, clasificar sus elementos, sistematizar sus raíces y sufijos o establecer la conjugación de los verbos es, ciertamente, sólido y antiguo. Los diccionarios temáticos lo son incluso más. Entre las tablillas mesopotámicas descifradas y editadas por Samuel Noah Kramer figuran verdaderos vocabularios organizados por temas. Nos estamos moviendo ahora en torno al II Milenio a. C. No obstante el soporte formal que hizo posible esas obras, la escritura, hay que remontarla un milenio más atrás, siempre dentro de la misma área geográfica, entre las cuencas de los ríos Tigris y Éufrates, en los dominios políticos de los estados actuales de Irak e Irán. Aquella escritura, la primera en la historia de la humanidad, supuso un avance cultural enorme. No por ello resultaba menos prolija y costosa. Hoy, mediante unos pocos signos (las vocales y las consonantes de una lengua) y a través de unos recursos bastante cómodos (papel, bolígrafo, teclado), somos capaces de referir el mundo entero, ya sea en cualquiera de sus manifestaciones externas, ya en no importa qué sutileza espiritual. Los mesopotámicos, forzosamente, tenían que desenvolverse por derroteros ostensiblemente más prolijos y menos económicos. Amén de que escribían sobre superficies húmedas de arcilla realizando incisiones con la punta de una caña, empezaron representando imágenes estilizadas que evocaban directamente los objetos aludidos por escrito. Después esa referencia se perdió, de manera que los mismos signos conservaron tan solo el valor sonoro, quedando libres para combinarse y formar palabras. Esta circunstancia dotó de mayor flexibilidad a la escritura mesopotámica, aunque la aligeró poco de la enorme cantidad de recursos gráficos con los que había nacido. Si al principio empleaba unos 2.000 caracteres, en su época más económica seguía precisando de unos 600. Por supuesto que solo había una manera de llegar a dominarlos con soltura: memorizar, repetir, memorizar, repetir… Las tablillas transcritas por Kramer indu

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dablemente estaban destinadas a esos fines, tenían un inequívoco cometido didáctico, ofreciendo listados de palabras agrupadas por temas, al objeto de facilitar la memorización de los mismos. Pero, al mismo tiempo y probablemente sin ser conscientes de ello, condensaban también el conjunto del saber léxico de aquella sociedad sobre cuestiones como el reino animal, la astronomía o la flora conocida en aquel tiempo. No obstante, las dificultades de auténtica envergadura surgieron cuando la razón hubo de encarar el lado más recóndito y complejo de los hechos del lenguaje, entre los que sin duda siempre ha figurado una explicación lógica y convincente acerca de cuál y cómo fue su primera andadura. Precisamente, durante esta bisagra milenaria entre la que vivimos, la ciencia parece estar empeñada en reconstruir racionalmente los orígenes del universo, del lenguaje, de la conciencia humana, de la vida. Como no podía ser de otra forma, los lingüistas, o algunos de ellos, se han implicado en ese proyecto, sin duda apasionante. La empresa de por sí penetraba en uno de los núcleos capitales de su disciplina y, en último término, estaba en condiciones de contribuir a paliar a través del conocimiento científico una deuda pendiente desde hacía siglos. La búsqueda de los orígenes, o su reconstrucción racional, obligaba a empezar por el principio. Parece un juego burdo de palabras y, sin embargo, no lo es. O si lo es, no deja de remitir a una de las inevitables consecuencias que conllevaba embarcarse en esa singladura hacia la Noche de los Tiempos, hacia los primeros borbotones de comunicación humana propiciados por y desde el lenguaje. La opción racional que propone la ciencia actual comparte con la mitológica, aunque resulte paradójico, la firme convicción acerca de la eminente singularidad del lenguaje humano. De ello se desprenden de inmediato dos notas, decisivas para intentar acometer una primera caracterización de la facultad lingüística de los hombres: una, que atesora un carácter sustancialmente distinto de otras formas de lenguaje –y de comunicabilidad– que hayan surgido en el reino natural; dos, que precisamente en esa intensa impronta diferencial, en el sesgo por completo inaccesible para otros animales, están depositadas las fuentes originarias y explicativas de esa capacidad tan particularmente humana. O cuando menos, es verosímil que sea de esa manera. Así pues, por activa o por pasiva, de forma explícita o subrepticia, ha resultado inevitable empezar discutiendo si era factible discriminar la comunicación humana, sustantivamente ejercida a tra

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vés de las lenguas, de otros modos de transmisión de información programados por la naturaleza y, en particular, por los que conocemos dentro del reino animal. El interés por confrontar lenguaje humano y «lenguajes» animales no era ni mucho menos un recién llegado a la lingüística con la que recientemente ha concluido el pasado milenio. Tampoco me interesa de manera especial aquí adentrarme con detenimiento en las variopintas fabulaciones que al respecto se han ido registrando desde el Renacimiento, prácticamente sin interrupción ni tregua. Ya a finales de esa época, y sobre todo a partir del xviii, todo intento de explicación del origen del lenguaje humano empezaba discriminándolo del animal. Por ahí desfilaron desde G. B. Vico o lord Mombodo hasta el singular N. Y. Marr, este último en pleno arranque del siglo xx. Todos ellos compartieron el común denominador de construir apriorísticamente hipótesis al respecto, denotativas de un gran esfuerzo intelectual en algunas ocasiones, pero carentes de una mínima base documentada que las sustentase sobre hechos constatados, verificables en último término. Eso no quiere decir que sus páginas no constituyan una preciosa muestra de cómo la mente humana no ha cejado en pos de explicaciones coherentes, incluso en cuestiones como ésta que, sencillamente, se le han resistido durante siglos. Ha sido en fechas relativamente recientes, a partir de la década de los 40 del siglo pasado, cuando empezamos a encontrar intentos más sistematizados, racionales y científicamente homologables en esa dirección. Para ser más exactos, en 1939 presenta Émile Benveniste un texto que termina abriendo una senda por la que empezarán a transitar algunas contribuciones de peso. Con todo, habrá que esperar casi veinte años para encontrar en Charles Hockett a su primer gran clásico. En los años 70 perseverarán en ella Osgood, Georges Mounin o, más tarde, sobremanera Akmajian, Demers y Harnish, autores de un paradigma lingüístico en esta materia que ha gozado, y goza, de notable aceptación. Queda establecida así una línea de continuidad, que ya no se detendrá, por la que terminarán circulando figuras tan relevantes y decisivas como el mismísimo Noam Chomsky, una de las referencias indiscutibles –para lo bueno y/o para lo malo– de la ciencia del lenguaje del siglo pasado. De esa manera, como había avanzado, tampoco encontramos nada radicalmente desconocido en ese interés finisecular por confrontar lenguaje humano y lenguajes animales, aunque sí en la luz que los lingüistas pretendían obtener de ello. En otros tiempos bastó con establecer listados, por lo general bastante prolijos, de carac

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terísticas comunes entre ambas clases de comunicación, la humana y la animal, frente a su esperable contrapartida de desemejanzas. Sabíamos qué formas de transmisión animal de información evocaban a las empleadas por los hombres y, en el otro fiel de la balanza, qué aspectos del lenguaje humano en modo alguno podían ser trasladados al reino animal. Según los parámetros más o menos aceptados durante las últimas décadas, los códigos comunes entre los animales también son lineales, también organizan sus componentes uno tras otro en el eje temporal. La coordinación que permite a los lobos cazar en manada sigue una secuencia bastante bien estructurada que empieza con bramidos y signos externos de agresividad, continúa angulando el rostro y estirando las orejas, para finalizar sacando los dientes y rugiendo. Del mismo modo sabemos que entre los animales son admisibles cuotas importantes de polisemia y de variabilidad en su comunicación, que son capaces de transmitir distintos significados y que no todos los miembros de una misma especie los realizan de idéntico modo. Estas dos últimas características dependen fundamentalmente de factores del entorno y de las condiciones entre las que se desarrolle el intercambio de información. Los monos articulan tres clases distintas de sonidos de alarma, de acuerdo con el peligro sobre el que deseen advertir a sus congéneres. Ante la proximidad de un depredador emiten algo semejante a un ladrido, dando la señal pertinente para trepar a los árboles, conforme a la magnitud y procedencia de la amenaza. El siseo de las serpientes solo motiva un incremento absoluto de su atención, casi concentrada por completo en controlar visualmente al reptil. Las rapaces sobrevolando su hábitat, en cambio, motivan una secuencia de gritos continuada hasta conseguir poner a toda la manada bajo lugar cubierto. Los animales también son capaces de informar acerca del emisor o de acomodarse a los destinatarios de sus mensajes. Un ave americana, la passerina cyanea, cuando canta transmite información acerca de su sexo y de la variedad a la que pertenece. Los leones marinos, por su parte, utilizan diferentes ladridos según a quienes los dirijan. En fin sabemos incluso de la existencia de variedades familiares, perpetuadas de generación en generación, que crean un espacio y una forma de intercomunicación propia de los sujetos que integran una determinada comunidad animal. Los elefantes marinos poseen una comunicación intergrupal tan acusada que los malhumora tener que dirigirse a otros miembros de su misma especie, sin embargo ajenos a su hábitat de relaciones inmediatas. 

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Estos y otros ejemplos equivalentes ponen de manifiesto la estimable ductilidad desarrollada por algunos sistemas de comunicación en el reino animal. De todas formas, los lenguajes animales no son aptos para mentir, para transmitir mensajes intencionalmente falsos mediante los que engañar a sus interlocutores, como tampoco sirven para desplazarse en el tiempo y el espacio aludiendo a cosas o sujetos ausentes en el momento de comunicar. No hay el equivalente a una historia oral de las serpientes en la India, transmitida de padres a hijos mediante los sonidos que desprende el movimiento de la lengua en las cobras. Como tampoco existe, salvo en las películas de la Disney, ninguna suerte de ladridos codificados que permita informar acerca del rapto y trasladado de cachorros hasta el castillo de la malvada Cruela De Vil, como sucede en la noche londinense de 101 dálmatas. Fuera del celuloide de animación, los leones no se comunican con un padre que ejerce de tutor celestial, como el difunto y diligente Mufasa con su hijo Simba en la segunda entrega de El Rey León. De la misma forma, que sepamos, más allá del lenguaje humano resulta imposible mencionar acciones o sentimientos que afecten al sujeto que ejerce de comunicante, referirse a la propia comunicación o argumentar siguiendo un procedimiento lógico. Todos estos contrastes se dan ya por establecidos, forman un almacén canónico de ilustraciones, al que los lingüistas solemos acudir, si no siempre con plena convicción, al menos con la garantía de que gozan de común y no contestada aceptación, dentro y fuera de la sociedad científica. De manera que todo ello será el punto de referencia a partir del que intentar acometer –y, en su caso, resolver– otras cuestiones. No deja de ser hasta cierto punto llamativo que esos nuevos empeños hayan terminado cuestionando, aunque sea solo parcial e intermitentemente, esa característica singularidad del lenguaje de los hombres que venimos comentando. Parece como si estuviésemos empeñados en poner en tela de juicio una convicción anclada en lo más remoto de nuestra conciencia colectiva, en lo universalmente consabido, en los conocimientos de unánime aceptación sin vacilaciones ni distingos de clase alguna. Para un sector de peso dentro de la lingüística reciente, la mera existencia de comunicación animal bastaría para atenuar la versión más estricta de estos planteamientos y, en último término, para renunciar a esa primorosa singularidad que le hemos estado atribuyendo al lenguaje humano durante siglos. Cada especie utiliza los recursos de los que 

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dispone para intercomunicarse, para hacer más efectivo el tránsito de información entre sus ejemplares. En sentido estricto, no son ni mejores ni peores que los humanos, sino simplemente distintos, adecuados a las características y posibilidades evolutivas de cada gran familia animal. Y, sobre todo, con independencia de los elementos que utilizan y del grado de complejidad al que recurran para ensamblar sus menajes, lo fundamental estaría en que todos posibilitan en sustancia lo mismo. El graznido de las aves, una citación judicial, la mueca de un chimpancé, un contestador telefónico, el canto de una ballena o una confidencia entre enamorados serían otras tantas formas de mensajes. En todos ellos siempre se trasmite información, información que es descodificada e interpretada por quienes la reciben y que, en definitiva, termina por impeler a éstos para que actúen de acuerdo con su contenido. Camuflarse ante un peligro inminente, contactar urgentemente con un abogado, no invadir el territorio de quien se siente tan enojado que lo plasma en su propio rostro, dejar grabado el recado que pretendíamos dar, avisar de su presencia a otros congéneres o dar un beso tierno y sentido serían otras tantas consecuencias directas de esa información que felizmente ha llegado a sus respectivos destinatarios. Los actores, los recursos y los resultados no son los mismos, pero acaso los mecanismos desplegados tampoco se encuentren tan drásticamente alejados y, en cierta medida, sean equiparables. Bien es verdad que otros lingüistas han sido bastante más precavidos. Aun reconociendo que dentro del dominio animal se registran transmisiones efectivas de información, siguen estimando que las distancias que median respecto del lenguaje humano son algo más que considerables. Además, juzgan que bastan para ubicar a éste en un apartado autónomo dentro de la comunicación en la naturaleza. Cierto es que los animales comunican, y ejemplos como los anteriores son determinantes al respecto, pero ni en la misma forma ni con la misma intensidad ni con el mismo alcance como lo hacemos los humanos. Así, el inexorable péndulo de la ciencia, en esta ocasión vuelve al punto de partida y se debate entre los argumentos planteados durante la segunda mitad del siglo xx, de un lado, y, de otro, su comedida, prudente, también pertinaz, refutación posterior. En esta ocasión la ley científica del péndulo topa ante reparos de cierta envergadura, procedentes además de esos horizontes interdisciplinares que con tanto entusiasmo se están abriendo. Las oscilantes consideraciones de los lingüistas discrepan vivamente de 

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los rotundos diagnósticos esgrimidos al respecto por algunos de sus compañeros en esa singladura interdisciplinar en pos de nuestros orígenes, en especial de la interpretación que realiza la biogenética de esos mismos procesos. Para esta última, el lenguaje humano se inscribiría dentro del marco general de la comunicación en la naturaleza, concebida como una propiedad inherente a lo que en biología se conoce como fenomenología de tercer orden. Los órdenes fenomenológicos equivalen entre los biólogos a «acoplamientos», conforme a su terminología especializada, que los legos traduciríamos como interconexiones entre organismos de partida distintos. Desde fuera de ese dominio disciplinar, ha de reconocerse que la terminología resulta algo más que significativa. Los biólogos no han apelado a vocablos más o menos próximos, como «cohabitación», «suma», «unión», «enlace», «conexión» y otros similares. Han preferido «acoplamiento» que para mí está provisto de un extraordinario rendimiento metafórico. Para que algo se acople precisamos que los miembros implicados en el acto de acoplarse hayan sido previamente dispuestos para ello, tengan preparada parte de su arquitectura física especializada en la tarea de acoplarse y, por consiguiente, que algo, o alguien, les haya ido proporcionando la forma, los contornos, que hacen posible el acoplarse. Un tornillo se acopla en una tuerca porque las superficies de ambos han sido cinceladas para ensamblarse a cada vuelta del destornillador. Una fotografía, por el contrario, puede ser pegada en un álbum. Pero su anverso no está específicamente programado para ello: la podemos poner en un marco, plastificar o simplemente guardar en un sobre. Me da la sensación de que ese matiz de programación específica, ontogénica, justo late en la terminología explicativa de la fenomenología de tercer orden. Ese tercer orden fenomenológico es privativo de los seres provistos de sistema nervioso. Los dos órdenes precedentes disponen de varias clases de interconexiones entre organismos, como las que dan lugar a las macrocélulas, si bien revisten características acusadamente desiguales. La novedad que introduce este último nivel fenomenológico consiste en que para hacer posible esa clase de acoplamientos ha sido necesario que adquieran carácter recurrente a lo largo de la ontogenia de la especie. Eso quiere decir que ha pasado a forma parte de la carga evolutiva desarrollada, interiorizada y traspasada a través de las generaciones. De ese modo, tanto el tercer orden en sí como los acoplamientos que habilita llegan a convertirse en una verdadera seña de identidad genética para los individuos pertenecientes a una determinada especie, aquello mediante lo que 

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un ser de hace un millón de años y sus descendientes actuales mantienen algo en común. Esa recurrencia entre sistemas nerviosos distintos no elimina la identidad de los individuos implicados en ella y se sustenta, como condición sine qua non, en la intercomunicación que despliegan éstos para vincularse entre sí. Por ese camino, gracias a la posibilidad de actuar según la información que intercambian, consiguen hacer cosas que de otra manera, individualmente, les resultarían imposibles. El siguiente paso, obligado e inevitable, como es fácil suponer, consiste en el desarrollo de una alta capacidad de socialización, merced precisamente a los vínculos que permite establecer la comunicación. No en vano los biólogos conciben la comunicación desde un prisma que amalgama lo biológico, lo social y lo conductual. Ese fenómeno múltiple queda impreso en la disposición de nuestro organismo, es una de sus facultades, determina nuestra manera de comportarnos. Precisamente, la acción directa de la comunicación trae como consecuencia inmediata la formación de organizaciones estructuradas y reguladas entre los seres, o lo que es lo mismo, el origen de las sociedades. Naturalmente, todo lo anterior nos aboca a una casuística vastísima dentro de la fenomenología de tercer orden que cubriría desde la bipartición entre células eucariotas y procariotas, hasta los modos de reproducción sexual en los vertebrados superiores, pasando por la trofolaxis de los insectos o la organización de las manadas de mamíferos en tránsito por sus hábitats naturales. Hay común acuerdo en aceptar que el origen de la vida dependió de la aparición de organismos capaces de acometer dos funciones primordiales: la metabólica (responsable de sintetizar lo necesario para sobrevivir tomándolo de su entorno) y la reproductora (encargada de la perpetuación de sí mismos creando organismos equivalentes). Esta última misión quedaría encomendada a los ácidos nucleicos, los conocidos ADN y ARN, que son considerados como magníficos depósitos genéticos de información, como archivos biológicos de cuyos datos combinados resultaría el ensamblaje de la vida. Esa combinatoria de datos, de hecho, adopta la configuración de una secuencia regular de información. Organizar la información, por tanto, equivale, como equivalió en su día, a propiciar el desarrollo de la vida. La presencia/ausencia de esa virtualidad discrimina las dos grandes clases de células a las que acabo de referirme hace tan solo un instante. Las eucariotas carecen de núcleo, como las bacterias; las procariotas, por el contrario, sí lo poseen, son capaces de 

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elaborar esas series de información genética. En ellas se apoya el basamento que sustenta tanto el reino animal como el vegetal, en definitiva la vida. A medida que abandonamos los dominios microscópicos, aumenta también la evidencia del rol capital desempeñado por la comunicación en el desarrollo de la vida animal, y sobre todo de formas de socialización tan estructuradas como las mostradas por las hormigas. Sus hormigueros son un prototipo de especialización en tareas sociales y sexuales. Solo una reproduce, la reina, mientras que las restantes se ocupan de procurar sustento, transportarlo, acomodarlo en lugar adecuado, etc. Cada hormiga desempeña una función, que se acopla en el justo lugar previsto dentro del esquema organizativo de la comunidad. Esa depurada, pulcra, perfecta y aquilatada urdimbre solo es posible gracias una secreción estomacal que permite reconocer a los miembros de una misma comunidad, circunstancia que las faculta para desplazarse en hileras ordenadas y perfectas. Ese intercambio químico se conoce con el nombre de trofolaxis y es tan determinante que, si apartásemos un instante a la hormiga reina de su lugar preestablecido, trastocaríamos por completo los parámetros de actuación de las restantes hormigas y la secuencia de la actividad que estuviesen desarrollando. Los mamíferos herbívoros fundamentan gran parte de su supervivencia precisamente en el desarrollo de sistemas bastante sofisticados de intercomunicación. Para los antílopes de las montañas uno de los momentos más críticos de su quehacer diario surge cuando, en su tránsito de una cima a otra, se ven obligados a flanquear un valle. Ahí son presa más propicia para que los depredadores hagan mella en ellos, por lo que el peligro al que están expuestos resulta sin duda evidente. Para sortearlo la manada es dirigida en su cabecera por un macho, mientras otro permanece en retaguardia, efectuando labores de vigía desde lo alto del pico que abandonan. Cuando todos han salvado felizmente el escollo del valle y han coronado el pico opuesto, el vigía se une a ellos, tutelado ahora por los que ya se encuentran a salvo. Tan precavida y vital maniobra no habría sido posible sin la facultad de intercomunicarse, de avisar sobre peligros y de confirmar la franquicia de los pasos, superando las limitaciones con las que cada uno de ellos habría contado para realizar estas tareas en solitario con las mismas garantías de éxito. La reproducción sexual que requiere de apareamiento encarna a la perfección las posibilidades de interacción individual –y eventual socialización– que abre esa fenomenología de tercer orden, no 

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solo en el momento mismo de la fertilización, sino también en el de la cría. Unas veces ello cristaliza en un modelo patriarcal como el desplegado por los mamíferos, cuyos machos por regla general vigilan y cazan, en tanto que las hembras amamantan las crías. Otras, como entre los pingüinos, en cambio se imponen las urgencias alimentarias y las dificultades para satisfacerlas, originando una fuerte especialización de sus miembros en las tareas de la comunidad. Los mejor dotados para cumplir con ese cometido tan imperioso parten en busca de alimento. Son, por lo general, sujetos jóvenes, con independencia de que sean machos o hembras, padres y madres recientes, viudos, viudas o célibes. A cambio, los menos aptos para esos avatares velan por el cuidado de los polluelos, configurando un curioso símil natural de nuestras guarderías humanas. En fin, como la casuística es amplia y variopinta, tan solo diré que las hembras de las jacañas, unas aves hispanoamericanas, excavan en el suelo tantos hoyos (más uno) como machos las han fecundado. En cada uno de ellos depositan el correspondiente huevo, lo que obliga a todos, fecundada y fecundadores, a empollarlos y nutrirlos. Estos ejemplos, y otros muchos equivalentes que podrían aducirse, no albergan otra pretensión que la de resaltar el enorme, determinante, peso de la comunicabilidad, no solo para la procreación, sino también para la cría de estas especies con sexualidad diferenciada, siendo todo ello responsable de la configuración de sus correspondientes retículas sociales. Así pues, para los biólogos hablar de evolución es, en parte, sinónimo de hablar de perfeccionamiento en las capacidades comunicativas de los seres de la naturaleza. No en vano terminan convirtiéndose en un acicate para el incremento de su efectividad reproductiva y en un garante del mejor cuidado de sus descendientes. Junto a esa función como gran motor de la reproducción, también lo será del control de las emociones, de las actividades, del trabajo, del arte o, una vez más, de la socialización, ya en el siguiente peldaño del desarrollo evolutivo. Hablar de comunicación, pues, equivale a referirnos a una constante de la naturaleza, de la vida, que para los biólogos adquiere una conformación particularmente peculiar en el lenguaje humano. A diferencia de las formas consignadas entre los animales, los humanos han desarrollado su facultad lingüística ontogénicamente, como fruto de esos acoplamientos que terminan por configurar su estructura vital. Sabemos que las abejas, mediante sus danzas, señalan la dirección y la distancia respecto de las flores en las que liban. La comisionada para la exploración de los campos desempeña 

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esa función merced a un sistema de comunicación que simultanea lo instintivo y lo lingüístico, o para-lingüístico. El lenguaje humano, sin embargo, carece de automatismos. Los biólogos son categóricos en este punto: el lenguaje humano presenta el único caso de dominio comunicativo libre e independiente que existe dentro del mundo animal. En él se involucra toda la actividad vital del individuo y permite desarrollar facetas comunicativas vedadas para otros seres vivos. Tanto es así que nuestros antecesores inmediatos en la cadena evolutiva, los primates superiores, los antropoides encarnados en los grandes monos que conocemos, tienen un material genético nuclear equivalente en el 98 % al de los homínidos. Esa ligera diferencia, en todo caso, basta para alejarlos del lenguaje humano. Es verdad que en situación de laboratorio puedan llegar a desenvolverse mediante lenguaje de signos. Sobre todo a partir del primer tercio del siglo xx se han realizado diversos experimentos, regularmente referidos en la bibliografía especializada, sobre intercomunicación hombre/mono. No se pueden negar los resultados obtenidos, en principio, parecen positivos. Tras intenso y largo entrenamiento, los simios han conseguido emplear el lenguaje de signos para llevar a cabo tareas muy primarias (pedir alimentos, localizar objetos, etc.). Esos logros, de cualquier forma, no modifican el diagnóstico que barajamos acerca de las distancias que median entre comunicación humana y animal. Los biólogos subrayan que en ninguna de esas experiencias los simios alcanzan la plena reflexividad que ha acuñado nuestro lenguaje. Por fortuna, entre los lingüistas parece haber llegado el tiempo de la ponderada síntesis, y hay algo más que indicios fehacientes de que se están haciendo compatibles los diagnósticos de los biólogos con el nuevo alcance que se le ha deparado a la comunicación animal en nuestro ámbito disciplinar. Sin dejar de fascinarnos por la fina precisión que en ocasiones alcanza el intercambio de información entre animales, forzoso es aceptar sin ambages lo sustantivo y cualitativamente distinto de la humana. Comunicación animal y lenguaje, por otra parte, tampoco son dos magnitudes forzosamente opuestas. Antes al contrario admiten ser interpretadas desde una común óptica evolutiva, aunque finalmente desemboquen en niveles de complejidad diferentes. En varias publicaciones recientes Sebastià Serrano ha sido capaz de reescribir la evolución de las especies desde parámetros comunicativos. Sus planteamientos se inscriben, por tanto, en esta línea de preocupaciones que venimos comentando, si bien es preciso reconocerle a Serrano el mérito –y 

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el acierto– de haberla dotado de una visión de síntesis, desde una lectura de los hechos que, provista de una enorme coherencia y profundidad explicativas, retoma el mecanismo evolutivo para reinterpretarlo en su conjunto. Sin duda, desde la lingüística Serrano ha ido mucho más allá de ella, dejando prueba evidente de que, si el destino del conocimiento no tiene límites, su ejercicio tampoco ha de esclavizarse a uno de ellos. La suya es una reflexión luminosa, por la ciencia que nos hace llegar, pero también por la actitud y el talante humanos que pone de manifiesto. Serrano apunta que el proceso responsable del desarrollo de la capacidad comunicativa en el mundo natural arranca hace unos mil millones de años. Entonces el planeta Tierra conoce por primera vez la sexualidad diferenciada. Ya ha quedado dicho que ello inexcusablemente conlleva el despliegue de alguna forma de comunicación por parte de los actores en el acto reproductivo y que, además de otras cosas, la intensa ligadura que vincula sexualidad y comunicación pasa a convertirse en un requisito para la continuidad evolutiva. De forma lenta, pero constante e ininterrumpida, topamos con que cada paso en la cadena biológica se corresponde con otro de igual intensidad en el potencial comunicativo desplegado por las especies. No es fácil establecer la prelación dentro de esa cápsula comunicativo-sexual, por momentos sellada y casi hermética. ¿Se desarrollan, incluso perviven, las especies porque son capaces de comunicarse en modo más complejo o, por el contrario, la comunicación es una consecuencia del progreso biológico? Con independencia de que vayamos de la comunicación a la evolución, o al contrario, lo cierto es que el gradual desarrollo de las facultades sensoriales en la cadena evolutiva habría hecho posible maneras más óptimas de relacionarse, de conocer el entorno, de acomodarse a él o de sobreponerse a las amenazas de otros animales. Las innovaciones en los sentidos que iba registrando la naturaleza tenían su razón de ser y, por supuesto, acarrearon sus consecuencias más que determinantes. No obstante, hubo de esperarse hasta hace unos 650 millones de años para que apareciesen los primeros cerebros y con ellos, es de suponer, áreas específicas reservadas para el procesamiento de información. Conviene aclarar que hablamos de órganos en verdad reducidos, y consiguientemente limitados. El de un Estegosaurio, uno de los enormes herbívoros de la Era Secundaria, no medía más allá del perímetro de una nuez. Aun suponiendo que su sector comunicativo desplegase una gran actividad, por mero imperativo fí

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sico no debió estar en condiciones de realizar tareas demasiado sofisticadas. Sabemos que esos cerebros no permitían ninguna clase de ocupación fuera de las meras regulaciones reflejas. Registraban olores, los clasificaban en categorías pertinentes para su subsistencia y motivaban reacciones acordes con ello. Bastaba, de cualquier forma, para discriminar alimentos comestibles y tóxicos, detectar las presas o los depredadores y, cómo no, estimular el apetito sexual. Traducido en respuesta, ello suponía comer, vomitar, cazar, huir o aproximarse para el apareamiento. Unos 350 millones de años más tarde registramos una de las transformaciones evolutivas más determinantes de la Tierra, con trascripción más que inmediata en los órdenes sensorial y comunicativo. Es el momento en el que algunos descendientes de los reptiles se convierten en mamíferos. Experimentan cambios físicos tan notorios como disponer de un sistema sanguíneo caliente. Para mantener constante la temperatura recurrirán a la piel, los pelos o las plumas. Serrano advierte que, de por sí, éstos son ya elementos comunicativos, que transmiten una información –la textura, el colorido– de la que carecían sus antecesores. Para sobrevivir a los grandes reptiles, en todo caso, hubieron de recurrir a algo más. La temperatura corporal les permitía enfrentarse al frío, a diferencia de sus contrincantes que quedaban casi paralizados en tal situación. El gran recurso defensivo desplegado por los mamíferos no debió ser otro que ocupar las regiones gélidas e inhóspitas, físicamente inaccesibles para los reptiles, y sobre todo adueñarse de la noche. Solo que en la noche la vista resultaba insuficiente para verificar las situaciones entre las que se desenvolvían. Precisaban agudizar bien los oídos, controlar los sonidos que proporcionaban información mucho más determinante que la de ningún otro órgano sensorial. El cerebro de los mamíferos hubo de acomodarse a esas nuevas urgencias que, en definitiva, lo emplazaban ante una clase desconocida de información pendiente del correspondiente procesamiento neuronal. Captar sonidos, clasificarlos, reconocerlos, discriminar los que evocan peligro de los inofensivos, prevenirse ante los desconocidos. Otro tanto sucedía en su área bucal, donde algunos dientes posteriores desaparecieron para construir una cavidad auditiva capaz de recibir las ondas sonoras. De esa manera los mamíferos desarrollaron una competencia audiovisual enormemente superior a la de los reptiles, circunstancia que en la cadena evolutiva supuso un salto a todas luces gigantesco desde el punto de vista cualitativo. Dentro de este lapso temporal asistimos también a la incorporación 

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de un nuevo componente cerebral, una cadena nerviosa de la que carecían los reptiles, ostensiblemente más refinada, que les permitió experimentar sensaciones de miedo, angustia, ansiedad o entusiasmo. Además, los proveyó de la capacidad necesaria para desarrollar dos operaciones que, desconocidas por sus antecesores, resultarían fundamentales en el escenario dentro del que nos estamos desenvolviendo: el aprendizaje y la memoria. Los mamíferos, ya no solo distinguirán qué alimentos son beneficiosos o dañinos, sino que los asociarán a una forma, un color, un entorno, los archivarán en el cerebro y serán capaces de evitarlos cuando topen la próxima vez con ellos. Esa cadena de progresiva evolución llega hasta los primates, animales que dispusieron de visión cromática, discriminando gracias a ella la maduración de los alimentos. Sus ojos abandonan ya los laterales de la cabeza para centrarse en el rostro, con lo que adquirieron una perspectiva idónea para desplazarse entre los árboles. Alrededor de 20 millones de años antes de nuestra Era, de los primates se desgajan los hominoides, que han perdurado hasta nuestros días en los actuales orangutanes, gorilas y chimpancés. Además de atestiguar un crecimiento ostensible del cerebro, despliegan una mayor expresividad gestual y corporal. Asimismo son igualmente capaces de mantener relaciones estables, planificar sus acciones, experimentar sensaciones y formar grupos bastante organizados. Alrededor de 15 millones de años a. C., de una nueva bifurcación de esa rama surgirán los australopitecos. De ellos se han localizado restos en Tanzania (3,8 millones de años) y Etiopía (3 millones de años) que atestiguan una masa cerebral en torno a los 500 centímetros cúbicos, perfectamente apta para la comunicación y la vida en sociedad. El pináculo evolutivo de la facultad lingüística en el hombre se coronaría aproximadamente en un segmento temporal que iría de los 2 millones a los 1,5 millones de años a. C. Serrano data la aparición del Homo habilis en torno a la primera de esas fechas, mientras que Deacon, otro eminente especialista, prefiere retrasarla 500 años. No parece que entre las dimensiones cronológicas en que nos desenvolvemos ésa pueda resultar una diferencia muy sustancial. Sí hay consenso acerca de que la criatura que protagoniza esa época, el Homo habilis, disponía de un cerebro provisto de las áreas que desarrollan la actividad lingüística, por lo que debió desplegar formas altamente elaboradas de socialización. En aquel cerebro, como en el actual, cada una de las zonas que debieron conformarlo estaría es

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pecializada en transmitir las órdenes pertinentes para la realización de todas las tareas, físicas e intelectuales, que requiere la vida del hombre. La actividad lingüística se localiza en dos zonas centrales del cerebro, las conocidas como áreas de Wermicke y Broca. Deacon ha elaborado una hipótesis muy sugestiva sobre los condicionamientos externos que pudieron determinar el desarrollo de ambos aspectos, lenguaje y socialización, desde esa capacidad anatómica ya desarrollada. Alrededor de los 2 millones de años a. C. considera que se registró una especial carestía de alimentos vegetales. Ese hecho debió alterar por completo el ritmo vital entre el que hasta entonces se habían desenvuelto las distintas especies. Ausente la fuente de nutrición de los herbívoros, toda la cadena alimenticia estaba condenada a sufrir serias restricciones y, por fuerza, a limitar considerablemente la caza. Sin vegetales, los herbívoros no comen y desaparecen tarde o temprano, lo que supone que sus verdugos, los depredadores, están condenados a sufrir a la larga idéntica suerte. Tan adversas circunstancias casi con toda certeza propiciaron el incremento de parejas y de relaciones estables entre los homínidos, una de cuyas primeras necesidades hubo de consistir en disponer de medios para intercomunicarse, asegurando de ese modo la organización y la subsistencia de las comunidades recién creadas. Ese balbuceante lenguaje protohumano piensa que gozó de un fortísimo componente gestual, mucho más intenso entonces que el escuetamente oral. Pero, como su propia denominación sugiere, el Homo habilis destaca por su dominio de las destrezas manuales. Sabe elaborar algunas herramientas, lascas fundamentalmente, que a pesar de ser muy rudimentarias evidencian la suficiente capacidad como para hacer cosas con ella. Es probable que ya hubiera instrucción, o algo similar en estado embrionario que nos hiciese presagiar su implantación casi inmediata. Para Deacon el desarrollo de facultades manuales por parte o del Homo habilis lo situaría en la senda que permite una plena expansión del lenguaje oral. De hecho, la parte del cerebro que rige la actividad fonadora, el área de Broca, es también la responsable de la manualidad del hemisferio derecho. El otro extremo cronológico del segmento que trazábamos hace un instante quedó fijado en torno al millón y medio de años. Le toca el turno ahora al Homo Ergaster, al Turkana Boy localizado en la sabana etíope en 1984, que atestigua ya sin ambages una organización cerebral capaz de generar actividad lingüística, a la vez que muestra un control técnico muy destacable. De todo ello se sigue que se ha consolidado un nuevo factor determinante para la selec

i. el lenguaje y la evolución biológica del hombre

ción de las especies. Ya no solo perduran los físicamente más dotados. También aquéllos que saben organizarse, que saben planificar estrategias, que se comunican, que construyen sociedades en las que todos se apoyan tienen sus oportunidades de supervivencia, incluso a veces se hacen acreedores a la oportunidad por excelencia. En torno al millón de años a. C. existen ya varios restos desperdigados de posibles descendientes de este antepasado africano, los primeros inmigrantes que llegaron hasta China, Java o Europa. Los yacimientos explotados en Atapuerca confirman que nos hallamos ante un descendiente directo del Homo Ergaster, reafirmando por lo demás el completo desarrollo de facultades lingüísticas. Sobre los 40.000 años a. C. ese utillaje cerebral recibe un nuevo impulso. La destreza manual de los humanos se consolida, como lo demuestra la existencia de herramientas mucho más complejas que ya recurren a la piedra y al uso, junto a los primeros borbotones de manifestaciones artísticas y muestras de prácticas rituales. La arqueología ha permitido documentar un crecimiento paralelo en la capacidad cerebral, al menos en la dimensión física de estos nuevos individuos. Como viene siendo una constante reiterada en cada uno de esos puntos de inflexión evolutiva, complejidad lingüística y social se presuponen, vuelven a encontrarse inexorablemente. Lo realmente prodigioso es que todo ese itinerario evolutivo ha quedado físicamente grabado y dispuesto en el cerebro humano y que, además, se reproduce en todos y cada uno de los embriones que se acomodan en el feto materno para venir al mundo. Su región más primaria, el tallo encefálico ubicado sobre la médula espinal, está conformada por un sistema nervioso relativamente simple. Desde ahí se regulan las funciones vitales básicas, tales como la respiración, el metabolismo de los órganos o los automatismos corporales. Grosso modo, ese arranque de nuestra estructura cerebral cumpliría con las mismas funciones que desarrollaron los grandes reptiles prehistóricos: establecer un gran regulador mecánico de respuestas automáticas ante los peligros, el alimento y el sexo. Sobre el tallo encefálico, en lo que sería ya un segundo estrato cerebral, encontramos una especie de rosquilla nerviosa, el sistema límbico, responsable cardinal de las emociones, también entre nosotros. Finalmente, sobre él se implanta el tercer y último estrato de células cerebrales, el neocórtex, encargado de planificar, comprender, coordinar movimientos y desplegar la actividad intelectual. Aquí es donde radica la diferencia sustancial que caracteriza a los humanos, en todos los órdenes, tanto en el de las actividades que son capaces de llevar 

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a cabo, como en el meramente físico. Nuestro kilogramo largo de células y jugos neuronales es tres veces mayor que el de cualquier primate. Como digo, esa es la secuencia básica que seguiría el cerebro desde el embrión hasta el recién nacido. Y no deja de maravillarme, y a la vez de sobrecogerme, cómo tan enormes procesos históricos se reproducen minúscula, permanente y sistemáticamente en cada pequeño ser que viene a participar de la vida, o incluso que se empieza a desarrollarse en ella. De forma análoga, el trayecto milenario que desemboca en la escritura, allá por el III Milenio antes de nuestra Era en Mesopotamia, no deja de ser la concreción específica de una destreza semiótica previa, solo perfeccionada con el paciente transcurso de los siglos. Primero fue la capacidad para anotar gráficamente realidades, físicas o abstractas, que formaban parte de la vida cotidiana ya en el Neolítico. Postgate, un reconocidísimo asiriólogo, la ha denominado el registro gráfico, englobando en ello desde la pintura rupestre hasta la notación numérica o la protoescritura a través de imágenes. Una vez conseguida esa destreza psíquica y sensorial, se va perfeccionando y especializando en dibujos, números, pictogramas y letras. Cuando nuestros pequeños desarrollan el trazo siguen en meses la misma progresión que la humanidad desenvolvió en siglos: en el garabato reside el germen de lo que más tarde serán imágenes y símbolos abstractos, después no discriminarán entre números y letras, para finalmente desarrollar las correspondientes destrezas lectoescritora y pictórica. Contamos con las huellas directas que el lenguaje y la comunicación han dejado en la génesis –así como en el posterior desarrollo– de la vida humana. Disponemos también de algunos vestigios arqueológicos, no tantos como desearíamos, aunque suficientes como para intentar reconstruir de manera hipotética ese misterio sempiterno del origen del lenguaje. Por si todo ello fuera insuficiente encontramos otros indicios, no menos determinantes por cierto, en las cruciales transformaciones experimentadas por el tracto humano, tan apartadas de las registradas en el resto de criaturas animales. En efecto, la laringe humana desciende significativamente su posición en comparación con la de un chimpancé, originando de ese modo una acusada prolongación de la faringe. Esa morfología humana comporta serios riesgos físicos, desde el momento en que, al tragar, la epiglotis cierra el conducto respiratorio, con el consiguiente peligro de ahogo. Es inevitable preguntarse por qué la evolución adoptó una decisión tan arriesgada, obligada a elegir entre blindar la seguridad física o desarrollar la facultad del lenguaje. Evi

i. el lenguaje y la evolución biológica del hombre

dentemente nunca se habría decantado por esta segunda opción, de no haber mediado un fin más que justificado, de no haber sopesado los riesgos y los beneficios, de no haber sido por disponer de alguna forma de «conciencia» sobre la importancia capital del lenguaje para el conjunto de la vida. Así pues, cada peldaño ascendido en la evolución y en la capacitación comunicativa de los sujetos, como preveía Serrano, ha introducido transformaciones sustanciales en la relación de esos animales con sus congéneres, con otros animales y con el medio entre el que se desenvolvían. De ese modo, estaríamos en condiciones de establecer un gradatum progresivo en la capacidad de socialización de los animales, siempre en dependencia directa respecto del potencial comunicativo adquirido por cada especie. Desde la simple suma de organismos celulares hasta la intrincada complejidad de las comunidades humanas encontramos múltiples eslabones intermedios en los insectos, en las aves, en los mamíferos, hasta llegar a nuestra antesala, los grandes simios. Lenguaje, socialización y evolución genética terminan conformando un todo indisoluble de continuas remisiones. Hablar del lenguaje, y de su concreción en las lenguas particulares, por tanto, es hacerlo de nuestros orígenes como especie, también de las fuentes de nuestra inexcusable socialización. Debatir acerca de la relación que las lenguas mantienen, o debieran mantener, con su entorno vital, viene a ser una manera focalizada, también racionalista, de proseguir con un diálogo que se inició en los dominios biológicos hace millones de años. Recordar este detalle, que a mí se me antoja cualquier cosa menos pequeño, tal vez suponga trasladar las cuestiones lingüísticas a una esfera alejada de los cauces académicos ordinarios por los que han solido transitar durante gran parte del siglo xx. Sin rehuir de ellos, enmarcarlas dentro de las grandes cuestiones que han gestionado la vida humana, en el fondo, antes que nada supone un ejercicio consecuente con la propia génesis del lenguaje, con nuestra propia génesis biológica como especie. Ahora caigo en que mi escritorio traspira hoy un aroma, un no sé qué distinto. He conseguido una pantalla nueva, plana, mucho más cómoda, por descontado. Como de costumbre, el teclado sobresale de entre un marasmo bastante peculiar de libros, papeles y, ocasionalmente, un paquete de CD’s. Guardo estos últimos en un cajón. De momento no son imprescindibles para continuar escribiendo. Palpo la mesa; nada, el cristal frío que preserva los dibujos de la madera. Me gustan los dibujos. Son como una extraordinaria 

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metáfora de las insospechadas manifestaciones que la dinamicidad alcanza en nuestro mundo, hasta en lo más aparentemente inerte, como una lámina de madera dispuesta en forma de mesa. El dibujo de la madera no se mantiene nunca igual. La luz varía su intensidad y su cromatismo, va destacando nudos y estrías, subrayando unos contornos y escondiendo otros. La dinamicidad es el principio activo de la vida. No sé si también su esencia. Tampoco voy a remontarme ahora hasta los presocráticos. Corro el riesgo de perderme, de ir pasando de una selva a otra, hasta que al final la selva penetre por cada poro de la piel. Entonces yo soy la selva y el orden está fuera de mí, pero nunca seré capaz de acceder a él, de reconocerlo, menos aún de contárselo a los demás. Bueno, al menos eso es lo que me repite Max una y otra vez, desdoblándose en la función de amigo entrañable y en la de abogado del diablo. La verdad, termino haciéndole caso prácticamente siempre. De todas formas, yo noto esta vez algo distinto, como si alguien hubiese depositado entre mis cosas un montón de restos arqueológicos desordenados y polvorientos. Pero nunca termino de cogerlos, se me escapan entre los dedos, me dicen algo que no consigo descifrar, como un rumor lejano. Está claro que estoy cansado.

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II

Lengua y poder como constante histórica

Se miró al cielo para aclarar los misterios del lenguaje y de las lenguas, se tardó milenios en empezar a desentrañarlos con la ayuda de nuestra razón. En tanto se resolvían cuestiones de tamaña enjundia, en todo caso las lenguas prosiguieron su constante, tenaz, indispensable quehacer diario en la prosaica realidad terrestre. Y aunque periódicamente ello moviera a refinadas inquietudes intelectuales, los humanos de a pie encararon las cosas del lenguaje con manifiesto pragmatismo. Al hacerlo no dejaban de ser coherentes con la primera consecuencia directa que comportaba ese desarrollo evolutivo del lenguaje humano que acabamos de comentar, esa refinada y compleja socialización que caminó de la mano junto al lenguaje para propiciar nuestro enorme salto cualitativo como especie en la escala evolutiva. El lenguaje había sido uno de los grandes responsables de la configuración de las sociedades humanas que, una vez asentadas, volvían su vista y celo sobre esa piedra angular para preservarla y actualizarla, por supuesto, que sin el menor ánimo de cumplir con ninguna suerte de designio biológico. En ello se manifestaron por completo carentes de cualquier forma de conciencia próxima o remota acerca de los delicados pormenores que nos han ocupado durante las páginas anteriores, más bien prefirieron dejarse llevar por la cadencia natural e inevitable de los hechos. Desde los albores de la historia humana, las sociedades fueron también conscientes de la extraordinaria trascendencia social de los hechos lingüísticos. Ante su enorme poder simbólico, por descontado, nadie iba a permanecer ni inerte ni ajeno. No en vano, la gestión de la vida de las lenguas ponía un valioso instrumento a disposición de la casta dominante de cada momento y lugar, a través del que sellar su hegemonía y, a 

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la vez, fomentar estructuras y dinámicas sociales que laborasen a favor de su perpetuación.

I.1 el nacimiento de la escritura, razón de estado La pertinaz atención que –desde el principio, desde siempre– los poderes políticos han dispensado a las lenguas resultó ser cualquier cosa menos inocente, banal o esporádica. Hasta tal punto ha sido así que esa atención ha terminado por convertirse en una constante histórica, en un universal de inmediato y categórico refrendo, sin importar ni el tiempo ni el lugar. Fueron motivos políticos, razones de estado, los responsables directos de la creación de la escritura, hace unos cinco mil años en la antigua Mesopotamia, como acabo de mencionar más arriba. La administración de aquel descomunal imperio, dotado de una complejidad hasta entonces desconocida, precisaba de la estabilidad que confería la escritura para garantizar la transacción de mercancías, determinar la propiedad de la tierra, dictar leyes que contasen con la garantía de alcanzar hasta los últimos confines del estado o transmitir el saber acumulado por esa civilización. Excuso decir que entre ese saber predominaron los conocimientos prácticos, tales como los precisos para el cultivo de una tierra delicada y frágil, los que habilitaban para realizar previsiones meteorológicas o los que instruían en el manejo de los cálculos necesarios para la contabilidad o la medición de zonas agrícolas. La escritura, como la notación matemática que nace a la par de ella, surge de las necesidades planteadas por la agrimensura, el comercio, la jurisprudencia y la administración imperial, por la sociedad que entre los hombres inaugura el sedentarismo sin ambages, una manera desconocida de relacionarse con el medio –o con otros seres humanos– que, entonces infrecuente, pervive hasta nuestros días. El recio maridaje entre escritura y poder que por vez primera aflora en la antigua Mesopotamia será un auténtico punto de arranque en el más literal de los sentidos. Durante el siglo iii a. C. la escritura china contaba ya casi con dos mil años de antigüedad. El enorme volumen de su inventario de signos –en la actualidad los especialista tienen identificados más de dos mil– la convertían en candidata inevitable para su reforma. A ello terminarían aprestán

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dose, no solo los propios monarcas de las dinastías Quin y Han (del 221 a. C. al 200), sino lo mejor de la intelectualidad de aquel tiempo, incluidos filósofos y líderes espirituales de la talla y trascendencia del mismísimo Confucio. Tales esfuerzos, no por denodados y mejor intencionados, fueron capaces de solventar un problema que, en rigor, sigue estando en la agenda de tareas pendientes de la cultura china. Cierto es que la República Popular China realizó un esfuerzo sin parangón entre 1950 y 1960. En 1956 impulsó la creación de un Comité para la Reforma de la Escritura que consiguió reducir 1.183 caracteres caligráficos, estableciendo un inventario final de 1.055 formas. Por otra parte, culminó asimismo la vieja aspiración de disponer de una notación latina para la lengua china, el pīnyīn que sancionara el mismo Congreso del país. Aun así el pīnyīn está encontrando dificultades para generalizarse entre la población. La demografía y la extensión geográfica del país, colosales en todos los sentidos, no son los mejores aliados para extender una ortografía como la del pīnyīn, basada a fin de cuentas en una variedad que está muy alejada de la mayor parte de los dialectos locales. El problema reside en que cuando hablamos de «alejamiento de los dialectos locales», en China nos estamos refiriendo a millones de personas y a miles de lugares. Al margen del éxito o el fracaso de esas tentativas, el caso chino es un elocuentísimo testimonio de hasta qué punto la escritura ha ocupado lugar preferente en las preocupaciones culturales de los poderes políticos. La razón es tan obvia y cardinal como que para el buen funcionamiento de múltiples aspectos de la vida social resulta imprescindible haberse dotado de una herramienta gráfica lo más depurada posible. Depurar la escritura equivale a facilitar la tarea jurídico-legal, desarrollar más eficazmente la administración burocrática, estabilizar la enseñanza, ¿cómo no?, poner en circulación símbolos de indudable valor emblemático para toda la comunidad. La «Ñ «que ejerce como logotipo del Instituto Cervantes cumple justamente con esa encomienda y es un señuelo, indiscutiblemente, más que de la lengua española, de españolismo, o si se prefiere, incluso de hispanidad. Ajena a los alfabetos de las grandes lenguas occidentales, marca una especificidad distintiva, actúa como un sello autóctono e inimitable que garantiza una cuota de identidad propia. La «g», la «v», la «e» o la «h» pueden transcribir sonidos de cualquiera de las lenguas que hay en nuestro entorno, con independencia de que se correspondan con los usos que le atribuye el español. La «v» española ha terminado sonando como «b» en palabras 

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como «vacaciones», «vaca» o «veta». El mismo signo en alemán estaría más próximo a nuestra «f». De todas formas, ambas lenguas disponen de ese recurso gráfico y, para lo que aquí tratamos, lo de menos es que le asignen valores sonoros diferentes. En cambio la mera visión de la «ñ» indica inequívocamente que estamos ante un texto en español, incluso para quienes desconocen nuestro idioma, desde el momento en que ninguna otra lengua próxima dispone de ella. No así del sonido. Por movernos dentro del mundo románico más inmediato, en portugués se transcribe con «nh» («Espanha»), en francés con «gn» («Espagne») o en catalán con «ny» («Catalunya»). La idea de que las letras equivalían a los sonidos de una lengua, no por injustificada y completamente errónea, ha sido menos pertinaz en la historia del pensamiento humano sobre el lenguaje. Esa mayúscula confusión ha recibido el nombre de falacia clásica porque surge en las discusiones sobre el origen del lenguaje que ocuparon a algunos filósofos de la Grecia clásica. Desde entonces ha viajado a través del tiempo, con levísimas excepciones, hasta prácticamente el siglo xx. Por descontado que hoy no goza del más mínimo crédito y que casos como el que nos ocupa muestran que un mismo sonido varía con la ortografía de cada lengua: el que la opción española carezca de concurrencia inmediata enfatiza ese carácter simbólico que comentamos. A la vista queda, la impaciencia y las expectativas que han solido acompañar a la adopción de reformas ortográficas parece que son cualquier cosa menos gratuitas. Sejong, rey de Corea entre 1418 y 1450, según cuentan las crónicas fue persona de cultura extrema y enorme sensibilidad intelectual, inquietudes ambas que proyectó sobre su propia administración. De hecho le corresponde el mérito de haber sido el principal adalid de la creación de un alfabeto coreano autóctono, independiente del chino, ante las evidentes dificultades de éste. Simple, elegante y bien estructurado ese proyecto ya anunciado en 1443, la notación han’g, se convierte en realidad tres años más tarde. Su primer documento, Los sonidos correctos para la instrucción del pueblo, cuenta con un prefacio del propio monarca, en lo que supone toda una declaración de principios acerca de las pretensiones que lo animan. Allí transmite la idea de que la escritura ha de estar basada en la lengua vernácula, no en un ejercicio de estilismo academicista, dejándola lista para su adopción masiva e indiscriminada. Bien es verdad que tan habitual interés por parte de la clase política comportaba sus riesgos. Los inciertos avatares de la vida 

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política en ocasiones también se dejaron sentir sobre la fisonomía gráfica de las lenguas. Unas veces ello obedeció a la idiosincrasia interna de estados que vacilaban, no solo acerca del semblante de su escritura, sino probablemente también acerca de su propia identidad nacional. Mongolia en 1931 adopta el alfabeto latino, seis años después el cirílico, siguiendo un más que presumible espíritu de alineación política con la Unión Soviética, cuya salud histórica era inmejorable en aquellos momentos. En 1941 llega a suprimir oficialmente el antiguo alfabeto mongol, la notación cuando menos clásica de esa lengua, para restituirlo en 1990, tras la caída de la URSS y la consiguiente desvinculación de los lazos que otrora habían unido a ambos países en el escenario geopolítico internacional. Otras veces las lenguas han vivido disgregadas a un lado y otro de fronteras políticas que no se correspondían con los mapas lingüísticos. Si ello comportaba problemas más que serios para mantener la unidad lingüística, con mayor motivo se resintieron otras cuestiones adyacentes a su vida sociolingüística, entre las que por supuesto figuraron las concernientes a la escritura. Cuando hablar la misma lengua y poder intercomunicarse sorteando los límites estatales no dejaba de ser una heroicidad, mantener un alfabeto común y afianzado parecía rozar lo imposible. El kazajo es una de esas lenguas partidas y trashumantes que se extiende por la geografía de Mongolia, China y el actual Kazajstán, hoy república independiente, si bien hace poco más de una década no dejaba de ser uno de los minúsculos flancos que bordeaban el descomunal mapa de la antigua Unión Soviética. Como lengua soviética que fue vivió la singular actividad desplegada desde aquel vasto país. En ello entraré con mayor detalle y tranquilidad más adelante. De momento, solo quisiera subrayar que el afán y el encomio dispuesto por los gestores culturales soviéticos tampoco garantizaban el acierto pleno de las intervenciones adoptadas. Desde mediados del siglo xix el kazajo empezó a ser trascrito en ruso, sustituyéndose por el alfabeto latino en 1929 y por el cirílico en 1940. Actualmente se emplea la notación árabe, sin por ello haber abandonado del todo la latina. Al menos en situaciones como ésta, la política ha complicado más que solventado, a pesar de seguir atestiguando, solo que en negativo, el sempiterno empeño en depurar el instrumental gráfico de la comunicación lingüística.

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II.2 la selección de los modelos lingüísticos ejemplares y el trasfondo ideológico Con todo, preciso es reconocer que la escritura ha sido el dominio probablemente más aséptico desde el que se ha ejercido la influencia del poder sobre los hechos del lenguaje, a pesar de que todo ejercicio de poder en ningún caso, tampoco en el de las lenguas, termina de ser por completo transparente, si es que no resulta directamente oscuro en algún grado desde sus mismos orígenes. Mucho más calado político e ideológico, incomparablemente más repercusión histórica y social, hay que atribuir a la selección de variedades o lenguas para ser empleadas como instrumentos oficiales de comunicación nacional. Durante siglos se ha pretendido convencernos de que esa selección era una resultante poco menos que lógica, natural, de la evolución interna de cada lengua. Por lo general esa creencia quedaba reforzada mediante la propagación de tópicos que ensalzaban los hábitos lingüísticos triunfantes, muy pronto difundidos y hondamente aceptados por el pueblo llano. ¿Quién dudaría hoy de que el castellano de Burgos o el de Valladolid son la más hermosa forma de hablar nuestra lengua? ¿Quién discutiría en nuestros días que la RP londinense es técnicamente más correcta que la fonética, no ya de un slang inglés, sino de sus versiones postcoloniales en Sudáfrica, Nueva Zelanda o la India? ¿Quién vacilaría en atribuir al árabe clásico más propiedad intelectual que a sus variedades nacionales, por más que éstas vayan ganando terreno sociolingüístico de manera ostensible en los últimos años? ¿Quién negaría que el Hoch-Deutsch, el alemán normativo, es el auténtico y legítimo albacea de esa lengua que formaron los filósofos, y no cualquiera de sus dialectos de fuera (Austria, Suiza) o dentro (antigua República Democrática Alemana, Baviera, etc.) de la propia Alemania actual? Ni la belleza, ni la corrección ni la propiedad intelectual ni el pedigrí histórico ni otras valoraciones semejantes gozan de la más mínima base científica; son simples opiniones, pretensiones culturales de grupos concretos, no la realidad en sí misma, ni tan siquiera un tenue reflejo de ello. Interesa, desde luego, detectarlas, comprobar cómo y para qué han sido empleadas, desde el momento en que son exponentes inequívocos de intervención política sobre la existencia de las lenguas. El alcance de estas actuaciones no traspasaría las fronteras de la falsificación dirigida y consciente de la realidad, de 

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no motivar la caída en desgracia social de otras lenguas o variedades, por lo general con repercusiones graves y casi irreversibles para estas últimas. Unas épocas parecen haber sido más proclives que otras a tomar decisiones de esa naturaleza, probablemente porque sus urgencias lingüísticas, culturales o políticas hayan sido más acuciantes que las registradas en otras coordenadas históricas. Entre las que cuentan con especial actividad política sobre la suerte social de las lenguas, destaca sobremanera el Renacimiento, a buen seguro por ser uno de los grandes hitos en la configuración de las nacionalidades modernas en Occidente. Es entonces cuando en Europa emerge con extraordinario empuje el estado-nación, precisado de fuertes índices culturales en torno a los que amalgamar simbólicamente esos tejidos sociales recién estrenados. Clausurados quedaban, definitivamente, los feudos medievales, sus señores, sus siervos de la gleba y su prolijo sistema de relaciones interpersonales. Su pirámide de derechos y deberes, no lo olvidemos, sobre el papel traspasaba las fronteras, tal y como hoy las concebimos, para culminar en el Papa, señor de todos los reyes, antesala inmediata de Dios, frente a quien todos eran siervos. Guardados en el último desván de la historia permanecían igualmente sus pendones, su ciencia especulativa tutelada por la fe, sus manifestaciones artísticas y literarias, sus instituciones y, por descontado, sus lenguas. Los nuevos estados surgieron, como no podía ser de otra forma, con el empuje consustancial a toda progresión histórica. Si ese brío les permitía transformar de modo radical los parámetros económicos y sociales hasta entonces conocidos, su bisoñez los desnudaba de emblemas que los transcribiesen, que sirviesen para consolidarlos y refrendarlos entre el tejido social. Las prisas de la historia no habían dejado tiempo para configurar los pertinentes señuelos que dejaran constancia de su impronta. Con toda diligencia y a la mayor prontitud era perentorio disponer, inventar si se prefiere, esa nueva entidad autónoma, independiente, sin feudos ni vasallajes, nacional en el sentido moderno de la palabra. Para tan altas encomiendas ideológicas, por no decir directamente patrióticas, de inmediato fueron reclutadas las lenguas. Por ahí se instaura un nuevo modus operandi político e ideológico que conocerá durante el Romanticismo su segunda gran eclosión y que, con modificaciones leves en intensidad aunque no en trasfondo, ha alcanzado hasta nuestros días en plenitud de facultades, se diría que perenne y por supuesto que sin visos de agotamiento. No digo nada ajeno a nuestro tiempo si recuerdo que 

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las lenguas son uno de los principales referentes de la identidad nacional de los pueblos. Lo cierto o incierto de tal afirmación ya es materia más discutible, como de hecho pretendo analizar aquí, un poco más adelante. La evidencia de su vitalidad en el mundo contemporáneo, por contra, se me antoja insoslayable. Ese espíritu tuvo las lógicas, esperables e inmediatas contrapartidas lingüísticas ya durante el propio Renacimiento. En plazo breve de tiempo, en ocasiones fugacísimo, las lenguas vulgares trocaron su estatus por el de idiomas nacionales. Hablamos de la época en que aparecen las primeras gramáticas que persiguen, no solo fijar sistemáticamente los contenidos de las lenguas, sino también dotarlas de completa hegemonía social y asentarlas como tales en sus respectivas comunidades. Se trata, sin discusión, de una de las más intensas y fecundas páginas de la historia de la lingüística que, precisamente, se inaugura en España de la mano de Elio Antonio de Nebrija. En la fórmula mediante la que el maestro andaluz trata de convencer a Isabel la Católica de la conveniencia imperial de su obra, como es bien conocido, reza que la suerte de la lengua y la del Imperio corrían juntas, más aún, eran sencillamente la misma. Tan aguda observación, por supuesto, no pasó desapercibida para el fino olfato político de la reina castellana que amparó sin vacilar la edición de la Gramática Castellana de 1492. Sí, Isabel otorga a las lenguas ni más ni menos que aquella misma vectorial convicción que la llevó a tomar Granada, enviar no se sabía dónde a Colón, expulsar a los moriscos o ensamblar un estado unitario en el que los antiguos fueros y reinos medievales estaban condenados a desaparecer indefectiblemente. El testigo español rápidamente fue tomado en el resto de Europa, hasta abarcar el conjunto de sus principales lenguas en poco menos de centuria y media. Tres años después de la gramática de Nebrija aparece Le regolle della lingua fiorentina, atribuida –no se sabe con qué fundamento último– a Lorenzo de Médicis. El francés se dota de gramática en 1530 con el Esclarcissement de la langue françoyse de Palsgrave, anterior en seis años a la Gramatica da linguagem portuguesa de Oliveira. En el mundo eslavo, la Polonicae grammatices institutio de Jan Kochanowkski está fechada en 1568, de 1571 es la Gramatika česká atribuida a Jan Blahoslav. En 1584 A. Bohorič aporta la eslovena, a la que seguirán las estonias (1637, Stahl) y la rusa en (1696, H. H. Ludolfo). La del neerlandés lo hace entre 1619 y 1637. Como casi siempre en la vida humana, la emergencia de unos comportaba la caída en desgracia de otros. Ese nuevo estatus supo

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nía la irremediable hecatombe para otras lenguas que coincidían en el mismo espacio sociopolítico y estatal con las recién ascendidas a la categoría de idioma nacional. Las otras lenguas, las desfavorecidas por la emergencia del estado-nación, terminarían enclaustradas en lóbregas mazmorras provincianas, indefectible paso previo para su inevitable guillotinamiento. En el mejor de los supuestos, aun consiguiendo sobrevivir, sufrirían un confinamiento perpetuo, reducidas al silencio y al anonimato, prácticamente hasta el siglo xix, cuando ya padecían secuelas difícilmente reversibles. Es el tiempo en que el inglés acalla instrumentos comunicativos tan pujantes en la Gran Bretaña medieval como el scotish, el normando o los gaélicos de Escocia y Gales. En Francia solo el bretón y el provenzal a duras penas resisten el formidable empuje del francés irradiado desde la corte parisina, sucumbiendo lenguas o dialectos romances con una tradición tan firme durante la Edad Media como el gascón, entre otras. En fin, la península Ibérica tampoco presenta un panorama muy diferente. Lenguas de tan excepcional pujanza intelectual y literaria como el catalán o el gallego inician una vertiginosa decadencia. El vasco se ve reducido igualmente a su mínima expresión social. Incluso el portugués tiene problemas de relativa envergadura durante la unificación política peninsular. El nuevo reino de Polonia no va a la zaga de sus vecinos del Sur de Europa. Tras su unificación política (siglo xvii), el bielorruso y el lituano padecen igual postración social. Podríamos agregar un larguísimo etcétera que, en definitiva, no vendría más que a continuar refrendando la acendrada genealogía de estos procesos. El nuevo estado-nación que impera en el mapa político europeo a partir de esas fechas por fuerza había de concebirse a sí mismo en términos monolingües. En el terreno político se aspiró a englobar la disgregación medieval en unidades superiores, una sola Francia, una sola Polonia o una sola España, frente a la sucesión de reinos dispersos que ocuparon sus geografías durante la etapa anterior. A consecuencia de ello se centralizó la administración, unificándose progresivamente el derecho, la religión o la economía. Cuando todo eso sucede solo cabe esperar que en lo lingüístico se reproduzca un proceso similar y se acuda a una sola lengua, la nacional a partir de ese momento. El juego de equilibrios entre lenguas, su distribución en el seno de una misma sociedad, nunca se ha desligado de fuerzas tectónicas mucho más ancladas en las simas socioeconómicas y políticas de la historia, ni antes, ni durante, ni después del Renaci

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miento. El patrón renacentista ha ido resucitando, con virulencia e intensidad variables, a lo largo, también a lo ancho, de la historia posterior. Sin salirnos de Europa y acudiendo a un ejemplo muy elocuente, Mussolini decretaba en 1925 la radical eliminación de cualquier lengua no italiana del Valle de Aosta, tradicional zona fronteriza y bilingüe por excelencia en el norte del país. El desalojo lingüístico empezó, como no podía ser menos, en la educación y terminó alcanzando hasta los indicadores de los caminos, los afiches de las paredes y cualquier forma de manifestación pública. Un año después el trabajo había sido realizado con tal sistematicidad que habían desaparecido también los nombres de pila, incluso los apellidos vernáculos. Con frecuencia todo ello es sublimado en tópicos que muy pronto cobran gran calado social, terminando por convertir a las lenguas en cuestión patriótica. El honor lingüístico preocupó, y no poco, a aquellos imperios lamentables que proliferaron durante el siglo pasado al socaire de la ideología fascista. Uno era Il Duce que comandaba la magna reencarnación histórica del más glorioso pasado conocido en la península Itálica, unos y sin fisuras los dominios patrios, una y solo una la lengua en la que se manifestaba tanta grandeza. La España del Generalísimo Franco, otro imperio fascista, persiguió con denuedo cualquier manifestación de diversidad lingüística. Catalán, gallego y vasco, además de ser conducidos hasta la más recóndita intimidad familiar, fueron incluso desprovistos de su identidad científica. Tras la caída de Barcelona, los niños republicanos ya hubieron de crecer ocultando su lengua materna, zaherida por consignas tan infames como aquella que los conminaba a hablar español en lugar de ladrar. Años más tarde se verían obligados a instruir a sus hijos con enciclopedias del Régimen en las que se explicada que catalán, gallego y vasco eran dialectos del español. Tan mayúscula –y cuando menos cuestionabilísima– adulteración de la genética lingüística peninsular era fruto de un espíritu carente de la más mínima conmiseración, no solo para con otras lenguas del estado, sino también para las variedades y dialectos del español. Todos, lenguas o dialectos ajenos a la norma nacional, quedaron desalojados del solaz patrio, desprovistos del sello de origen que certificaba el españolismo libre de sospecha. Fuera de lo establecido como parámetro nacional, simplemente no era admisible otra consideración que la de una incómoda y poco elegante distorsión, incluso un cúmulo de errores ante los que se recomendaba actuar evitándolos a toda persona culta y de 

ii. lengua y poder como constante histórica

orden. Es inevitable tener la sensación de que la búsqueda obsesiva de la pureza racial terminó desembocando en el anhelo de alcanzar una especie de raza lingüística perfecta y libre de mácula. Los intelectuales del Régimen franquista se aprestaron con denuedo a ello. No les bastó con desproveer a catalán, gallego y vasco de su condición de lenguas. Más tarde los dialectos pasarían a ocupar el banquillo de los acusados lingüísticos, imputándoseles la propagación de anormales deformaciones en la lengua pura –la castellana, se sobreentiende–, conforme a la fórmula acuñada por algunos dialectólogos y sintetizada por la pluma de Manuel Alvar, el más insigne y representativo de todos ellos: lisa y llanamente los dialectos eran deformaciones geográficas de la norma lingüística. En especial el andaluz hizo resonar todos los clarines de alerta en los acuartelamientos del franquismo lingüístico, ante el peligro disgregador que suponían sus peculiaridades. Preocupaba sobre todo en el nivel fónico, sus sonidos, en especial por el eco masivo que sus innovaciones encontraban al otro lado del Atlántico, en la ingente América hispana. Al oírlos desembarazarse de las eses finales («loh perroh» y no «los perros»), sesear («diesiséis» y no «dieciséis») o marcar su yeísmo («cabayo» y no «caballo»), por momentos, era inevitable evocar múltiples formas hispanoamericanas de hablar. Si hasta las colonias lingüísticas peligraban, urgía aprestarse a tomar medidas al respecto. Frente a todas estas desviaciones e incordios, para los dialectólogos del Franquismo la esencia de la lengua española había que buscarla en Castilla la Vieja que, como unidad lingüística depositaria de nuestro destino universal, nos conectaba con don Pelayo, la Reconquista y la Gesta del Descubrimiento de América. El resto mejor que no fuera España o, en todo caso, que se mantuviera como una España subordinada y secundaria. Por supuesto que tal proceder puede ser milimétricamente exportado a casi cualquier otro contexto con veleidades centralistas. Probablemente las formas en que pueda manifestarse queden tamizadas, tanto por la intensidad de ese centralismo, como por el marco ideológico entre el que se desenvuelva cada estado. Ahora bien, insisto, en síntesis el procedimiento no varía. La Francia republicana, paradigma y refugio de tantas libertades democráticas, ha mostrado escasa condescendencia con sus lenguas regionales o con sus dialectos. En Alemania dialectos como el bávaro, con rasgos muy acusados respecto de la variedad normativa, reciben fuertes estigmas sociales. En fin, por no extenderme, otro tanto sucede con 

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las variedades del Sur de Italia, con las lenguas no inglesas en Gran Bretaña, y un prolijo, casi interminable, etcétera.

II.3 otra longeva tradición. agentes, intermediarios y patronos de la gestión lingüística No sé hasta qué punto debe ser doloroso para los lingüistas que en nuestra tradición profesional no hayan faltado fieles servidores del poder político, defensores, auspiciadores intelectuales y legitimadores formales de estas y otras fórmulas de dudosa legitimidad cultural. Tampoco creo que el escaso tacto de unos cuantos haya de convertirse en un pecado original que arrastre impenitentemente una disciplina científica. Entre otras cosas, también hubo quien dispuso su entendimiento y saber al servicio de causas más nobles, o cuando menos no directamente lesivas para otras lenguas. Ya sabemos de la intensa responsabilidad imperial que Nebrija deposita en la lengua castellana, sin que ello le impidiese apreciar la catalana, estudiar y elaborar un diccionario latino-catalán, acaso desde el convencimiento de que ahí también residían parte de sus responsabilidades patrias como gramático. Catalina I de Rusia no habría visto coronado su sueño de ver finalizado el Linguarum totius orbis vocalubularia sin el determinante concurso de P. S. Pallas. Cierto es que las muestras de las 280 lenguas de Europa, Asia y África que incorpora su catálogo no eluden la sospecha de ser un juego intelectual, un capricho regio y que, en último término, en modo alguno renuncian a dejar patente la ilimitada vastedad del Imperio Ruso. No menos verdad es que suponen una de las grandes cimas en la confrontación lingüística previa a la eclosión de la gramática histórico-comparativa que arrancará con el siglo xix, casi al mismo tiempo que concluye la edición de la obra financiada por la zarina rusa. A partir de ese momento, esta vez sí, los hombres serán capaces de reconstruir científicamente las relaciones de parentesco, de antiguo origen común, que existen entre las lenguas del mundo. Entre tanto, Catalina II la Grande ocupó un hueco indispensable en la historia de estas preocupaciones. No todo, lo bueno y lo malo, es susceptible de imputarse en la cuenta de los lingüistas. A esa misión, la regulación política de 

ii. lengua y poder como constante histórica

las lenguas, se sintieron llamadas otras muchas vocaciones, ajenas en principio a lo que hoy llamaríamos el ejercicio profesional de la lingüística. Un poeta tan excelso como Dante Alighieri se convierte en el gran paladín teórico encargado de defender las lenguas vulgares. Dante recomienda dotarlas de una nobleza áulica y cortesana parangonable a la del latín, desde las páginas de una obra capital en la historia de la lingüística, De vulgari eloquentia, escrita, naturalmente, en latín. Queda dicho que la aristocracia se inclinó por la ortografía y la regulación de la ejemplaridad lingüística. Otras intervenciones fueron visiblemente más explícitas y de mayor envergadura, como la de Francisco I de Francia al sancionar legalmente la obligatoriedad del francés como lengua jurídica. Las Ordonnances de Villers-Cotterêts, promulgadas en 1539, pasan por ser una de las grandes muestras de visible intervención política sobre la suerte de las lenguas en los tiempos modernos. Tampoco faltaron los miembros de la Santa Madre Iglesia, siempre tan sensibles al ejercicio del poder social, entre quienes descolló el cardenal Richelieu, responsable directo de la fundación de la Academie Française en 1635. Hasta los científicos más puros han terciado en la suerte de las lenguas. El mismísimo René Descartes, en una obra tan capital para el pensamiento occidental como el Discurso del Método (1637), hace un encendido elogio de la ciencia en lengua vulgar, la francesa en esta ocasión, por considerarla más próxima al raciocinio puro que el latín, por ser más recta transcriptora de la lógica y los parámetros de actuación de la mente humana.

II.4 la regulación social de la convivencia entre lenguas, una constante atemporal solo recientemente acotada A la vista de tales hechos, la gran pregunta latente gira en torno a si esa clase de actuaciones subvierte, en alguna medida y en alguna forma, el legado biogenético que las lenguas fueron amasando en el transcurso de millones de años o, si por el contrario, es una resultante inevitable, hasta cierto punto también natural, de esa hermética díada que conforman lengua y sociedad, igualmente desde el inicio de los tiempos. Ello nos emplaza, en primer término, 

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ante el intrincado dilema de aclarar cuál es el resultado «natural», o cuando menos «predecible», del bagaje vital de las lenguas en las sociedades, sea su forzosa concurrencia y su progresiva «selección», sea la coexistencia independiente de cada una de ellas en sus respectivos entornos. En último término, conduce a cuestionar el rol social de los lingüistas como peritos en materia de lenguaje y lenguas, impulsando consciente y sistemáticamente cualquiera de las dos posibles soluciones anteriores, o simplemente salvaguardando nuestro estatus de observadores interesados, pero independientes, de todos estos procesos. Antes de adentrarnos en estas discusiones, conviene aclarar que la pregunta en sí sólo es pertinente en tiempos recentísimos. Hasta prácticamente nuestros días, los hombres nos hemos dedicado a actuar en esos ámbitos, sin mayores reparos ni preocupaciones al respecto. Solo modernamente, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xx, hemos pasado a reflexionar sobre esos procesos y a intentar conducirlos en función de criterios técnicos, también –por qué no reconocerlo– de opciones ideológicas concretas. Por último, en lo que constituye la ultimísima frontera al respecto, además hemos valorado la licitud de todas esas actuaciones, inquietud que justamente nos lleva a interrogantes como el que estoy tratando de desmenuzar. No es otra la materia que me gustaría abordar en los capítulos siguientes. Para ello me bastaba con lo que tenía sobre mi escritorio. Ahora, de repente y sin saber por qué, se ha llenado de figuritas. Si me viera alguien desde fuera tendría la sensación de que estoy jugando con soldaditos de plomo en lugar de escribir. En la parte más llana, justo la situada bajo la luz que entra por una ventana, deambulan unas efigies cetrinas, encorvadas y peludas. He de reconocer que yo al Turkana Boy y a sus congéneres me los imagino así. Bajo el monitor, en el lugar más cómodo y acogedor del escritorio, Nebrija conversa distendido con Isabel de Castilla. No puede percatarse del murmullo que rodea al Turkana Boy y su acompañante porque entre ambos, justo en medio, unos esclavos de Ur preparan tablillas de arcilla sobre las que, presumiblemente, alguien va a escribir algo de inmediato. A la izquierda, en la penumbra de la estancia que cae sobre la madera oscurecida de la mesa, detrás de una alambrada que rodea uno de sus rincones, veo gente que parece muy diversa. Unos han llegado de Bretaña, otros son escoceses, hay también catalanes y alsacianos, hablantes de platt-Deutsch y hasta un hablante de gótico que pregunta por su hermano que viajaba con él. Por algún 

ii. lengua y poder como constante histórica

singular mecanismo, a pesar de tanta diversidad lingüística parecen entenderse a la perfección. Debe ser que el espíritu del ghetto lingüístico los hace superar las dificultades situadas por debajo del umbral de la supervivencia. De repente, Nebrija lanza una gramática al aire que despliega sus lomos y empieza a volar. Lo hace con determinación, con seguridad, como una golondrina en primavera. Sin darme cuenta, la atmósfera que envuelve mi escritorio empieza a poblarse de nuevos pájaros gramaticales, de una auténtica bandada de gramáticas batiendo sus hojas fluidamente. Max lo observa todo con un gesto adusto, por momentos yo diría que hasta preocupado. Ya una vez me recordó que Troubetzkoi se quejaba de que Nikolai Marr no estaba lo suficientemente loco como para ingresar en un psiquiátrico, aunque sí como para cometer impunemente los más tremebundos desafueros lingüísticos. No creo que yo esté tan mal, francamente. Ahora en el centro de la mesa emerge un tablero de ajedrez. Las figuras blancas encarnan a los triunfadores. La reina es Isabel de Castilla y el rey Francisco I de Francia. Los diligentes alfiles los he reservado para Nebrija y Oliveira. Richelieu es uno de los caballos. Y así sucesivamente. Las negras quedan para un representante de cada lengua pequeña que haya conseguido un permiso especial para salir del campo de concentración lingüística. A pesar de lo intransigente que es Max conmigo, lo invito a jugar. Niega con la cabeza y me mira con esos ojos profundos que quisieran transformar cada una de mis células. Me encojo de hombros. No entiendo por qué adopta esa actitud. En definitiva las lenguas libran constantes partidas de ajedrez. Las primeras escaramuzas en las que pugnan se desarrollan incluso fuera del tablero. Es primordial, determinante diría yo, enfundarse la casaca de las fichas blancas. Eso otorga la crucial ventaja de iniciar movimiento. Traducido a términos sociales y lingüísticos, eso supone marcar el tempo de la relación de convivencia entre las lenguas, establecer los parámetros entre los que pueda discurrir esa dinámica. Las lenguas que mueven piezas negras han de bailar al ritmo que ellas establezcan y le resultará complejísimo modificar su estatus. Cabe la posibilidad de que, con paciencia y dedicación, incluso lleguen a convertirse en piezas blancas. Pero esa no deja de ser una posibilidad remota y plagada de obstáculos que habrán de ir sorteando de la mejor manera posible, como si hubiesen de enfrentarse a un slalom lleno de puertas y desniveles. Claro que la genética nos ha provisto de una equipación completa para el esquí lingüístico. Somos nosotros, o las sociedades que hemos construido, los responsables del trazado 

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de la pista a través de la que se ha de descender. De eso me gustaría ocuparme de ahora en adelante, aunque Max no lo entienda. A fin de cuentas, cada uno es como es. A mí también me parece él un dandi, una inteligencia no por sutil y refinada, menos cobijadora de una holgazanería antológica. Sigue sin enfadarse y mirándome de la misma forma. Terminará por desquiciarme, como siempre.



III

Lenguas, sociedades y gestión lingüística. Una página de la historia científica del siglo xx

Unos y otros, gramáticos reconocidos o lingüistas fortuitos, llevaron a cabo esas tareas de intervención en la vida social de las lenguas movidos por un ímpetu ocasional. Fueron conscientes, sí, de la trascendencia de sus argumentos y decisiones, aunque nunca los hubiesen incluido entre los quehaceres sustantivos de los expertos en cosas relacionadas con el lenguaje humano. De nuevo el omnipresente Nebrija no deja de ser sobre todo un latinista laureado, a pesar de sus referidas observaciones acerca de las lenguas y el ejercicio del poder político. Elabora gramáticas y diccionarios muy exitosos en su época, auténticos manuales oficiales en aquella universidad española de la época. Sus grandes batallas académicas las libró para alcanzar ese estatus de autoridad latinista. Sus fugaces iluminaciones sobre los destinos de las lenguas muy pronto pasaron página en su biografía intelectual, sin que volviera a dedicarles el más mínimo aliento genuinamente profesional. Como avanzaba al concluir el capítulo anterior, solo en época reciente la intervención política sobre la suerte social de las lenguas ha quedado integrada dentro de los cometidos específicos de un dominio disciplinar humanístico, el que compete a la lingüística. Más en concreto, todo ello corresponde al reservado para el examen de la interacción que mantienen lengua y sociedad, más en concreto, para el rotulado con el nombre de sociolingüística. En ella se han forjado algunos profesionales con los que hoy sí contamos, cuya especialización se ha concentrado en la gestión de las lenguas. Sus cometidos, en términos generales, retomarían el viejo, sempiterno, anhelo de intervenir sobre ellas, trasladándolo como es natural a las demandas del mundo actual. En aras de ello han intentado reacomodar las lenguas según los dictados de los tiempos, 

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del acontecer histórico, actualizando sus ortografías, gramáticas y diccionarios unas veces, otras dotándolas de adecuada difusión social o, en fin, disponiéndolas para su más cómoda circulación a través de las nuevas tecnologías de la información. La auténtica innovación introducida en la página histórica que nos ha tocado en suerte –de las últimas cuatro décadas a esta parte, para ser más exactos– consiste en que hoy sí consideramos que éste es uno de los cometidos científicos de la lingüística. En razón de ello le otorgamos el pertinente reconocimiento académico en forma de líneas de investigación, dotaciones presupuestarias a proyectos científicos, publicaciones monográficas o adiestramiento preciso a través de las enseñanzas universitarias. Nuestros jóvenes sí pueden cursar asignaturas como sociolingüística en sus licenciaturas de humanidades, asistir a enseñanza de doctorado sobre planificación lingüística o acudir a la formación de postgrado para concentrarse en la utilización del herramental a disposición del planificador de las lenguas.

III.1 luces (unas veces), sombras (otras), siempre meandros en la lingüística del siglo xx Eso solo ha sido posible después de una transformación sustancial de las coordenadas científicas entre las que se enmarca el estudio del lenguaje y de las lenguas, registrada con progresiva intensidad en la segunda mitad del siglo xx, sobre todo a partir del ecuador de los años 60. La sociolingüística ha sido fruto y agente de esa amplia renovación disciplinar, contribuyendo de manera muy activa a cuestionar en profundidad algunos de los lugares comunes de la lingüística que se habían dado por establecidos, y poco menos que inmutables, durante siglos. Rehuyo voluntaria y explícitamente de interpretar esa transformación en términos maniqueos, como una alternancia de sombras seculares y de luces paradisíacas que por fin permitieron atisbar la verdad. Lo hago desde la más sincera convicción, acogiéndome al clásico tópico que plasma la ciencia como un camino infinito, eternamente provisional, en el que cada avance solo debe esperar ser superado por la pisada que resuena detrás. Todos sus jalones son 

iii. lenguas, sociedades y gestión lingüística

valiosos, entre otras razones, porque sin quienes nos precedieron no hubiésemos sido capaces de construir el conocimiento actual. De la misma forma hemos de aceptar que el nuestro abone la sabiduría futura que, ineludiblemente, nos rebasará. Por definición, la ciencia tiene fecha de caducidad y la lingüística no es una excepción al respecto. Lo contrario sería mal síntoma, sería sinónimo de improductividad y estancamiento, cuando no de agonía del conocimiento. Hecha esa aclaración, tampoco es cuestión de negar que la evolución científica existe y va incorporando novedades, va permitiendo que nos adentremos en recovecos desconocidos, o no contemplados hasta esos momentos, que ampliemos y hagamos más penetrante nuestra visión, tanto de los fenómenos naturales, como de los hechos sociales. Los sociolingüistas y sus compañeros de rebeldía disciplinar desautorizaron el preceptivismo, sin duda uno de los más fieles compañeros de los lingüistas desde la Antigüedad. Hasta tal punto ha sido así que todavía en la actualidad se nos identifica con esa función salomónica de sentenciar sobre lo lingüísticamente correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, lo bonito y lo feo, lo puro y lo impuro. Dar cuenta de las normas de la Real Academia Española, saber aplicarlas y detectar cuándo se infringen sus reglas son cualidades de indudable mérito, denotadoras de una notable capacidad memorística. Nada de ello, en todo caso, aporta el más mínimo conocimiento científico acerca de la naturaleza del lenguaje o de las lenguas y, consiguientemente, cae por completo fuera de nuestro dominio disciplinar, incluso de la ciencia en la más modesta y tímida de sus manifestaciones. En esta ocasión, todo hay que decirlo, esa pujante lingüística finisecular tampoco estaba proponiendo algo radicalmente desconocido. Los afanes de cientificismo innegociable, uno de los principales acicates con los que arranca la lingüística desde inicios del siglo xx, fueron poco o nada indulgente con el preceptivismo ciego e irreflexivo, con la figura del lingüista entendida como un guardián de la pureza idiomática. Hacía décadas, por tanto, que se daba por sentado que conocer el lenguaje y las lenguas era algo, mucho, más que dictar normas acerca de su uso y vigilar su recto cumplimiento. Sí revistió una tintura más original, en cambio, la abierta oposición mostrada por algunos lingüistas de esas últimas décadas respecto a la tradición inmediatamente precedente. Su blanco por excelencia no fue otro que el estructuralismo diseñado en los albores del siglo xx, precisamente el más dilecto protagonista de 

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ese primer impulso de moderno cientifismo al que acabo de aludir. Su modelo alimentaba la pretensión de que, una vez fijados los elementos de una lengua y las interrelaciones que estos mantuviesen, alcanzaríamos a conocer la realidad lingüística última, la más genuina. Si es usted hablante de español maneja veinticuatro sonidos distintos, aptos todos para formar palabras, repartidos entre cinco vocales y diecinueve consonantes. Entre estas últimas, unas admiten ser combinadas entre sí, en tanto que otras únicamente aparecerán de forma individual. Habitualmente usted recurre a un número considerable de combinaciones entre «p» y «l» («plural», «plomo», «plástico», etc.) y a menos de «f» y «l» («flan», «flor», etc.), pero nunca lo ha hecho –ni lo hará– con «b» y «t» o con «g» y «f». Ha de saber también que las sílabas que pronuncia siempre están engarzadas en torno a una vocal que actúa de forma harto variada: unas veces lo hace en solitario («a-sa»), otras recibe antes y después la compañía de consonantes («cas-tor»), en ocasiones queda abierta al final, en blanco («caØ-saØ»), e incluso llega a unirse a una («peine») o más vocales distintas («apreciáis»). Salvo términos de origen foráneo, prácticamente nunca cerrará una palabra con «b» o con «c», aunque sí podrá hacerlo con «a» o con «d», entre otras posibilidades en ambos casos. Así, por ceñirnos al caso de «b», la Academia solo contempla dieciséis posibilidades de encontrar terminaciones de palabra en «b» dentro del léxico español. Muy pronto se reducen a 14 porque incluye «sub-», un prefijo de origen latino, siempre agregado a otras palabras («submarino», «subterráneo», etc.) y, otro latinismo, las construcciones introducidas por «ab» de uso más frecuente en español («ab aeterno», «ab initio», etc.). De las restantes, tres son arabismos que denotan singularidades del mundo árabe: «mihrab», hornacina que dirige en las mezquitas el punto de la oración, «jatib» o encargado de la predicación del viernes y «alchub», una especie de pozo o cisterna. Otro grupo estimable, aunque no diversificado, lo forman los anglicismos que incluyen a «esnob» y «club», con los derivados de esta última forma («teleclub», «cineclub» y «aeroclub»). El hebreo está representado por «Job», para aludir a la mucha paciencia, y «querub», una licencia poética de «querube», «querubín». El francés aporta «nabab», gobernador de la India musulmana y, por extensión, cualquier persona de suma riqueza, y «coulomb», forma alternativa de «culombio», una unidad física que, tal y como la formulara Coulomb, da razón de la carga transportada por un amperio durante cada segundo. Del tagalo procede «salab» un ar

iii. lenguas, sociedades y gestión lingüística

busto filipino de color rojo. Por último, incluye «baobab», del que no especifica origen, aunque sí sabemos que se refiere a un árbol del África tropical, hermoso y sugerente como tenemos constancia los lectores de Saint-Exupéry. Como vemos, excepciones todas ellas a la regla de la ausencia de finales en «b» para las palabras españolas. Pero, siguiendo con la organización de los sonidos de la lengua española, advertiremos que las posiciones que ocupan en el entresijo de una palabra son determinantes a la hora de discriminarlos. Cuando «m» y «n» están situadas delante de la vocal mantienen su identidad propia y su capacidad para distinguir significados («mono» y «nono»). En cambio cuando se ubican tras la vocal que nuclea la sílaba desaparece esa capacidad, de manera que aunque en esas ocasiones la ortografía nos haga escribir unas veces con «m» («im-po-si-ble») y otras con «n» («in-mó-vil»), en realidad pronunciamos un mismo sonido. Por lo demás, como en cualquier lengua, los significados que transportan las palabras se discriminan en función de la aparición de uno u otro sonido. Con una ligera variación de ellos obtenemos palabras distintas, con los correspondientes cambios de su significado. Pensemos, pongo por caso, en la acción de rasurarse la cabellera, que designamos mediante el término «raparse», «rapa» aludiendo en presente a una tercera persona. Alternando sus sonidos obtenemos cambios como los siguientes: «rapa» «lapa» «rape» «ropa» «rata»

Mediante tal método queda clasificado el material sonoro de una lengua, sus posibilidades combinatorias, los contextos en los que aparece y en los que desaparece su capacidad para establecer significados o, en fin, los grandes grupos en los que es posible clasificarlos. El mismo procedimiento, en principio, debería haber sido válido para la combinatoria que siguen las palabras de una lengua (su gramática) y, con mayores reparos, para el significado que éstas transportan (para el léxico). Ello habría permitido establecer los pertinentes inventarios de formas –gramaticales o léxicas–, con sus correspondientes reglas de combinación y distribución. Sin em

la divinidad políglota

bargo, la impecable distribución de los sonidos de una lengua no encontró exacto parangón dentro de otros niveles de la compleja realidad lingüística. Los hechos lingüísticos no siempre querían admitir una clasificación tan unívoca como la de los sonidos, entraban y salían de un determinado nivel, o incluso alternaban su presencia en varios de ellos. Algo tan escueto e inofensivo –en apariencia– como las preposiciones ocasionaba problemas de enorme magnitud estructural. Para empezar, ni de lejos predominaba el acuerdo entre los especialistas acerca de cuáles eran, y cuáles no eran, las preposiciones en una lengua que, como el español, dispusiera de ellas. El listado que todos aprendimos durante nuestra infancia escolar, aquel que para el español empieza con «a» y termina con «tras», deja de tener vigencia en cuanto doblamos la bata del colegio, le ponemos unas bolitas de alcanfor y la guardamos en el baúl de los recuerdos. A poco que nos especialicemos, descubrimos que los mejores conocedores de la materia preposicional muestran un preocupante desacuerdo incluso en cuanto a la nómina que registraría los socios del club de las preposiciones. En una excelente monografía sobre la situación en español, Francisco Osuna recorría en 24 páginas y 17 autores esa incierta suerte entre los expertos. La conclusión es obvia. Estamos ante una materia opinable, circunstancia que de partida mueve a una lógica inquietud, aunque sea porque contraviene con virulencia uno de nuestros pilares de conocimiento gramatical, ese listado que nos sabíamos de memoria y a gran velocidad, como si fuese total y completamente incontrovertible, un auténtico dogma de fe escolar. Quienes no estamos enfrascados en esas discusiones, ¿sabremos algún día cuáles son las preposiciones de la lengua que empleamos en tantísimos momentos de nuestra vida? Así las cosas, el siguiente inconveniente residirá en identificar qué y qué no es una preposición, aspecto sobre el que excuso decir que tampoco existe el más lejano atisbo de acuerdo. En caso de sortear todos esos imponderables, que no son pocos ni pequeños, habremos de hacernos cargo de una de sus secuelas, deslindando –si es posible– el radio de acción gramatical de las preposiciones, justificando si solo sirven para unir dos palabras, si transmiten significación o si realizan ambos cometidos. Que unen parece fuera de duda. Decimos «ropa de niño», «ropa de vestir», «ropa de calle», «ropa de etiqueta» y siempre sumamos a «ropa» una especificación, una subclase dentro de la categoría «ropa». Los primeros síntomas de incomodo surgen cuando nos percatamos de que ligeras modificaciones formales producen grandes transformaciones de significado. Una cosa es 

iii. lenguas, sociedades y gestión lingüística

(1) «ropa de niño» (un tipo genérico de prenda de vestir para los más pequeños)

y otra bastante distinta (2) «ropa del niño» (la concreta de nuestro hijo, la que lleva puesta o está dentro de su armario).

Todavía introducen más confusión algunas formas que han pasado a convertirse en especificaciones muy concretas, propias de entidades singulares. «Casa de pueblo», en principio remite a una edificación ubicada en el mundo rural. Pero «casa del pueblo» puede ser, o bien una «casa» de nuestro pueblo, o bien «nuestra casa» en el pueblo. Por último, «Casa del Pueblo» es también un local donde el PSOE ha instalado una sede política. Para los legos en esas cuitas, resulta poco menos que inevitable tener la inquietante sensación de que por ese camino y con esos procedimientos va a ser harto complicado encontrar una solución satisfactoria. Máxime cuando nos percatamos de que esas sutiles diferencias nunca actúan solas, nunca son obras de un elemento, provisto por lo demás de ubicación clara e inequívoca dentro de un sistema perfecto que se puede leer como el fuselaje de un avión. Sería interesante que nuestra memoria actuase como un localizador automático de cadenas, rastreando nuestra biografía como hablantes, para detectar un término en su contexto, con todo aquello que lo precede y todo lo que va a continuación. De hecho no deja de comportarse en alguna medida de ese modo. Por eso sabemos que como hablantes quizá digamos «ropa de niño», pero nunca «ropa del niño», sino «la ropa del niño». La acotación de significado que introduce este último ejemplo no obedece única y exclusivamente a nuestra ligera modificación preposicional, sino que viene a ser un producto conjunto en el que participa también el artículo determinado que hemos puesto al principio de esa secuencia. En la gramática todo parece mucho más complejo que ese inventario de unidades, combinaciones y estructuras resultantes que nos facilitaban los sonidos. Los problemas en el léxico son todavía más agudos. Durante años se ha intentado clasificar ordenadamente los vocablos de una lengua en los llamados «campos semánticos». Se partía de la suposición de que, dado un concepto y unas notas fundamentales de significado, sería posible discriminar los componentes de cada palabra y, a tenor de ello, proceder a ubicar cada término en su lugar 

la divinidad políglota

correspondiente. En uno de los ejemplos clásicos manejados por esta bibliografía, Eugenio Coseriu delimitaba el campo semántico del «asiento» en virtud de seis rasgos de significado: S₁

Con respaldo

S₂

Elevado sobre el suelo

S₃

Para una persona

S₄

Para sentarse

S₅

Con brazos

S₆

De material rígido

Antes de pasar a su aplicación a palabras concretas, para empezar algunos rasgos de significado se antojan cuando menos extraños, por razones diversas. En el campo semántico ocupado del «asiento» se diría que s4 está de más, aplicando la vieja máxima de que no es lícito recurrir a lo definido como factor definidor. Por supuesto que los objetos utilizados como «asiento» incluyen entre sus notas la circunstancia de que sirven para «sentarse». El resto de criterios, como veremos de inmediato, a la larga tampoco correrán mejor suerte. Concretando, la propuesta de Coseriu, consumado experto en estas lides, queda como sigue: s1

s2

s3

s4

s5

s6

Silla

+

+

+

+

-

+

= S1

Butaca

+

+

+

+

+

+

= S2

Taburete

-

+

+

+

-

+

= S3

Canapé

+

+

-

+

+

+

= S4

Puf

-

+

+

+

-

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= S5

Así a vuela pluma y sin detenernos en exceso, al hablante de la calle le faltan unos cuantos asientos, como «los bancos» desde los que ve jugar a sus hijos en el parque, el «sofá» que está frente al televisor en el salón de casa, los «asientos» de su automóvil o, entre otros, las «gradas» del polideportivo desde las que cada quince días sufre la heroica suerte de su modesto equipo de balonmano favorito. Algunos de estos desterrados de la pulcra cuadrícula estructuralista sobre el «asiento», me hago cargo de ello, pueden in

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troducir algún que otro embarazo, hasta convertirse en verdaderos incordios. Los «asientos» del automóvil, sin ir más lejos, obligarían a introducir los rasgos [+/- reclinable] y [+/- potenciales usos eróticos]. Algunas veces, de vuelta a casa por la carretera de la costa, en los aparcamientos que dan justo frente al mar, encuentro una hilera prolongada de automóviles con las luces apagadas, aparentemente haciendo uso de este rasgo olvidado del campo semántico del «asiento». Supongo que para quienes están dentro de ellos este es un dato por completo intrascendente y que, desde luego, disfrutan más que mis lectores padeciendo estas reflexiones al respecto. Tampoco considero justo cansarlos más allá de lo estrictamente necesario. Tan solo un apunte para cerrar este apartado de los campos léxicos. Ni aceptando monacalmente la propuesta de Coseriu, con sus particulares criterios incluidos, conseguimos que cuadren las estructuras léxicas. Sillas con brazos hay, como mínimo en varios países del mundo, y en la percepción del hablante de a pie no son «butacones» como sostiene la Academia Española. Es más, si me apuran, durante una época no muy lejana estuvieron incluso de moda en algunos restaurantes elegantes. Al margen de otras consideraciones, y a pesar de sus limitaciones, esa forma de proceder estaba dotada de una razonable versatilidad taxonómica que, entre otras cosas, permitió describir las lenguas con una minuciosidad desconocida hasta ese momento. A partir de la segunda mitad de los 50, la versión más extrema del estructuralismo comienza a resultar por momentos quimérica y, todo hay que decirlo, también a causar bastante intranquilidad. Se tuvo la sensación, en ocasiones con apreciable fundamento, de que la blindada inmediatez de sus clasificaciones desaparecía a ritmo inversamente proporcional a la ascensión en complejidad explicativa. En esos momentos se empezó a tener conciencia de que los reparos, tanto en el supuesto gramatical como en el léxico, adquirían cierta, demasiada, envergadura. Cuanto más procelosa era la naturaleza de los problemas en los que penetraba esa forma de entender y hacer lingüística, más cuestionables resultaban sus diagnósticos. Tampoco pudo soslayar la sospecha, cada vez más creciente de que, en lugar de estudiar la realidad desposeída de condicionamientos previos, terminaba por amoldarla a los presupuestos teóricos de los que partía. Durante décadas, por ejemplo, se ha discutido si en español existe o no pasiva, construcción que al parecer introducía una ostensible incomodidad en los esquemas teóricos de algunos estructuralistas hispanos. Ello no impedía que cuando terminába

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mos de consultar esos trabajos fuese posible decir, en voz queda y hasta mentalmente si era necesario, que «el libro ha sido leído por mí». Como una descendiente lejana de Galileo, la pasiva española podía acogerse al tan elocuente «eppure si muove». Con todo, el estructuralismo lingüístico movió a otros recelos de mayor calado, orientados no tanto a lo que hacía o a cómo lo hacía, sino a lo que dejaba pendiente y a la consideración que le deparaba a todo lo desterrado de su credo científico. Por esa época se empieza a caer en la cuenta de que el programa fundacional de la lingüística moderna había ignorado, o directamente excluido, aspectos que se diría consustanciales a la existencia de lenguas y, sobre todo, a su quehacer más inmediato. Bien estaba que, sin excesos como los antes referidos, se ordenaran los elementos y las interrelaciones que surcaban las lenguas. Solo que, tras la pulcra geometría delineada a base de la regla y el cartabón estructuralista, debía quedar mucho más: una inmensa parcela de la realidad lingüística, poco menos que selvática e inexplorada en aquellos momentos. La intranquilidad teórica suele ser el pasaporte inmediato para que se haga efectiva la orden de desahucio intelectual de un modelo científico. En esta ocasión no hubo excepción a tan fatídica regla. Los lingüistas, unos con juvenil entusiasmo, muchos de ellos a regañadientes, otros con espartano senequismo, todos, mal que bien, terminaron asumiendo que el estructuralismo lingüístico empezaba a amenazar ruina y contemplaron seriamente la posibilidad de buscar nuevos horizontes. Algunos interpretaron esa búsqueda como una huida hacia adelante, firmemente convencidos de que un modelo más formal y más abstracto abarcaría mayor número de fenómenos intrínsecos del lenguaje y, a la vez, nos permitiría aproximarnos a sus principales notas definitorias. Por supuesto que la referencia por excelencia de esta exigente tentativa no fue otra que Noam Chomsky y el movimiento adscrito a sus planteamientos, más conocido como Gramática Generativo-Transformacional. Para hacernos una idea de ello, tan apresurada como por fuerza sintética, diremos que la Gramática Generativo-Transformacional descansa en la convicción de que nuestra actividad lingüística procede de engranajes profundos, anclados en la interioridad de la mente humana. La mecánica desarrollada por esa parte de nuestra psique permite la intercomunicación humana mediante el lenguaje. Sus principales objetivos quedarían cifrados en las reglas y los patrones combinatorios de ese circuito, por lo demás universales para todos los hablantes y todas las lenguas. Para ello acometerán un pro

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grama de investigación ciertamente exigente desde su formulación inicial. En virtud precisamente de ese rigor que terminó por convertirse en un marchamo escolar, los generativistas pronto acuñaron una terminología propia y característica que, todo sea dicho, en gran parte terminó siendo exportada con éxito a otras escuelas. Aproximarnos a sus términos viene a ser una forma precavida y tímida de adentrarnos en el mundo conceptual generativista para tratar de comprenderlo. Así, cuando hablan de superficie aluden a todo cuanto sucede entre la boca de quien habla y el oído de quien escucha, entre la pluma o el teclado que escriben y los ojos que leen; en definitiva, a todo lo que ha sido capaz de llegar al exterior, a lo que está fuera del marco físico del cerebro. No obstante, conviene advertir que se trata de una exterioridad acotada. Los gestos, la sonrisa, las lágrimas, los propósitos buenos, los malos o la manifestación de estados emocionales compañeros de las palabras constituyen otras tantas exterioridades humanas de su riqueza psíquica, de un trasunto interior que habita en nuestra mente. Todo esto cae fuera de las responsabilidades del lingüista generativo, a quien únicamente le interesa el lenguaje en su más restringida acepción. Las manifestaciones lingüísticas están inscritas dentro de una exterioridad mayor, sí, pero por convicción científica no les interesa ni el conjunto en su totalidad ni las influencias que pudieran derivarse para el lenguaje de hallarse inscrito en él. Por debajo de los órganos sensoriales penetramos en la profundidad, en las ocultas interioridades de nuestra psique hasta alcanzar el núcleo lingüístico de la mente. Allí habita la maquinaria lingüística motriz, conformada por un número mínimo de elementos y unas reglas que establecen cómo han de combinarse. Apenas si contamos con unos cuantos elementos –nombre (N), verbo (V), preposición (P), adjetivo (A), adverbio (ADV) y auxiliares (AUX)– y con tan solo seis posibilidades de combinarlos mínimamente. Chomsky las llamará «kernel sentences», construcciones nucleares que se reducen a esos seis supuestos: N aux V, N aux V P N, N aux V N, N es N,

N es A, N es P N, N es ADV.

Dicha combinatoria, una vez más esencial, será referida como reglas de base. De ellas, como se ve, proceden frases básicas, las 

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más fundamentales y simples de una lengua. Claro que oraciones de ese tipo son las menos frecuentes, salvo en circunstancias excepcionales (enfermedad, enfado, búsqueda de efectos estilísticos concretos, etc.) o durante el proceso de desarrollo de nuestra capacidad lingüística (en la infancia, al aprender otra lengua, etc.). Lo cotidiano, en una situación normal y sin condicionamientos, serían producciones verbales con muchos más elementos, con subordinaciones de unos a otros o con estructuras previsiblemente más elaboradas. Como he señalado, el imán que atrae a los generativistas es psíquico, la piedra filosofal lingüística que ansían localizar no es otra que el proceso que hace posible el tránsito de esas mínimas y modestas reglas nucleares al comportamiento lingüístico; eso sí, desprovisto de su intrincada heterogeneidad y reducido a su más pura, radical, y también apriorística, consideración. De acuerdo con la conocida formulación que Chomsky propone en Aspectos de la teoría de la sintaxis, los lingüistas han de interesarse por hablantes/oyentes ideales. Éstos se caracterizarían por vivir dentro de una comunidad lingüística homogénea, saber perfectamente su lengua y estar por encima de condicionamientos sin valor gramatical, tales como las distracciones, las limitaciones de memorias, los cambios de atención conversacionales, etc. En alguna ocasión he comentado, un tanto jocosamente, aunque no por completo falto de convicción, que tan severos presupuestos chomskyanos resultaban inasumibles por demandar hablantes y oyentes que simplemente no existentes. Para llegar a la complejidad de la lengua en situación real, a la tupida maraña constructiva de la que hace gala el lenguaje humano, esos hablantes ideales han de emitir frases nucleares que, al combinarse entre sí todavía dentro de nuestra cabeza, dejan unos elementos sintácticos y cogen otros, incorporan el léxico, la fonética y hasta son filtradas por determinadas condiciones de uso. Naturalmente los enunciados más enmarañados y densos serán consecuencias de procesos más prolijos, registrándose en consecuencia mayor número de operaciones combinatorias. Una frase como (1) «Max sube al tren»

requiere de modificaciones mínimas, frente a las numerosas operaciones que son necesarias para producir finalmente (2) «Max comía helados de chocolate en pleno invierno, aterido de frío, porque le gustaba ir contra corriente y, todo sea dicho, por

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que cuando nevaba procuraba salir de casa con media botella de anís en el cuerpo».

Como quiera que uno de los imperativos innegociables que se autopropuso la Gramática Generativo-Transformacional consistió en depurar al máximo el modelo, Noam Chomsky lleva casi tres décadas aplicándose con verdadero coraje a ello, fijando casi un arquetipo de constancia, denuedo y ejemplaridad intelectuales, revisándose, autocriticándose, presentado nuevas versiones cada vez más abstractas, más agudas para sus seguidores, más opacas y de sospechoso alejamiento de la realidad para el resto de la comunidad de lingüistas. De unos años a esta parte, la abstracción del generativismo chomskyano lo ha llevado a renunciar a la identificación de esas profundidades que acabamos de repasar. Si antes sabíamos de la existencia de un núcleo, de sus elementos y de su combinatoria, ahora desconfiamos incluso de esa posibilidad y solo se acepta que sea intuida, que como mucho deje huellas sintomáticas en superficie, en nuestro uso ordinario del idioma, a partir de las cuales estableceremos hipótesis acerca de su naturaleza y funcionamiento. Tampoco es cuestión de ocultar que para no pocos lingüistas, para muchos de ellos en realidad, la deslumbrante promesa generativista se desvaneció muy pronto. Tamaño desencanto agudizó la ya de por sí angustiosa inquietud de mutilación disciplinar que habían dejado las últimas versiones del estructuralismo. Seguían quedando pendientes demasiados recovecos de la vida de las lenguas. Entre ellos, por cierto, figuraban los que ahora compartimos con biólogos y psicólogos. Curiosidades del destino, hace tres o cuatro décadas eran desconocidos completos para la lingüística bienpensante, hoy los catalogamos de cruciales en la aparición evolutiva de esa facultad entre los hombres, de esa necesidad de vincular individuos, de crear relaciones, de sustentar colectividades. Sin mayor dilación y sin demasiados ambages, todo hay que decirlo, la siguiente generación científica se inclinó casi abrumadora, necesariamente a favor de una indagación minuciosa del uso de las lenguas. Con ese material conceptual se modela el perfil del nuevo lingüista que se encargará de clausurar el siglo xx y abrir las puertas del siguiente milenio, un prófugo de tradiciones mediatas y remotas. Afanado por adentrarse en un horizonte epistemológico más amplio, más flexible, pero a la vez también más esencial, encuentra su eje nodal en lo que Alessandro Pisani en su día tildó de paradigma lingüístico dinámico. Pisani deseaba subrayar su fuerte con

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traposición al estatismo que habría señoreado la lingüística antes de su aparición. El lingüista dinámico, para empezar, se opondrá con intensidad variable a las ideas estructuralistas y generativistas que acabamos de repasar. Así pues, la dinamicidad se convertía en el principal transcriptor del renovado interés que transitaba en la ciencia del lenguaje, en una exigencia que de inmediato conducía a cautivarse intensamente por cómo eran empleadas las lenguas. Bien estaba haber inventariado durante décadas hasta el más modesto ladrillo del edificio lingüístico. Una vez colocado todo en su lugar correspondiente, llenas las estanterías de fonemas, construcciones gramaticales y léxico, ahora tocaba observar para qué eran utilizados en la realidad, en la vida. La rudimentaria herramienta verbal que le presuponíamos al Homo Antecesor le debió permitir interactuar mejor con sus semejantes, avisarse de los peligros, transmitirse conocimientos, distribuirse tareas necesarias para organizar las comunidades que formaron, compartir miedos, ilusiones, amores también. En sustancia nada ha cambiado desde entonces en cuanto a la finalidad real del lenguaje humano. Hoy también nos informamos unos a otros, impartimos clases, escribimos libros, leemos novelas, tenemos reuniones, escuchamos al amigo exultante, vemos películas, preguntamos el precio de un vestido, consolamos al dolorido, declaramos nuestros sentimientos, somos corteses… Será precisamente esta clase de cuestiones la que se indagará desde los presupuestos dinámicos, depositando en la comunicación la auténtica y primigenia razón de ser del lenguaje humano. Las lenguas son lo que son, surgieron en su día y existen hoy como tales, fundamentalmente para permitir que los seres humanos se comuniquen entre sí. Todo lo demás es digno de ser tomado en consideración, es relevante, no está de más conocerlo, aunque siempre subordinado a ese auténtico punto cardinal de su definición epistemológica. Al igual que en la remota noche prehistórica, la comunicación de inmediato nos conduce al bastidor de la telaraña social. La lingüística dinámica busca adentrare en los vínculos que unen la producción lingüística con el contexto en el que ésta se ejerce, penetra en los mecanismos cognoscitivos activados durante su puesta en práctica y, cómo no, es consciente de que las sociedades determinan la fisonomía de las lenguas, tanto como éstas contribuyen a regular a aquéllas. Los protagonistas de la comunicación lingüística en los que se piensa desde la lingüística dinámica no tienen prácticamente nada en común con los hablantes/oyentes chomskyanos. Ahora son participantes en actos, o eventos, comunicativos, sujetos 

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cargados de una capacidad, no solo para construir de manera sintácticamente adecuada, sino para comunicar en el más amplio sentido del término: seleccionan los géneros y las formas lingüísticas adecuadas en cada situación, interactúan con otros hablantes, traslucen –o esconden– sus estados emocionales, reparan las dificultades comunicativas con las que se encuentran, se identifican socialmente a través de sus selecciones verbales o influyen en el contexto mediante su ejercicio de la facultad lingüística. Max está pasando una temporada en Finlandia. Desde allí escribe a su amiga Bea narrándole sus primeras impresiones. «Turku, 4 de octubre del año 2003 Querida Bea: Hoy es el santo de Fran y yo aquí, entre nubes y nubes. No podremos ir a felicitarlo como todos los años. Se sentirá triste, seguro. Mándale un beso de mi parte. […]»

Para las cartas privadas, lugar, fecha, saludo. Eso lo aprendió Max hace muchos años en la escuela. Las profesionales, sin embargo, requieren de cierto esmero, de cierta distancia que se palpa desde su mismo inicio: «Muy Srs. Míos», «Estimados colegas», «Distinguido Sr.». Un día Max me confesó que siempre había tenido la sensación de que las lenguas eran cubos y que en cada una de sus seis caras había un retazo de una figura, un trozo de un puzzle. El mundo que nos envuelve nos da la imagen del puzzle que hemos de componer. Nuestro trabajo consistiría, primero, en detectar las caras adecuadas, aquéllas que corresponden a la figura que tratamos de componer, y, luego, en ordenarlas pertinentemente conforme a lo estipulado en la imagen que nos sirve de modelo. Como Max, cada uno de nosotros ha ido interiorizando esas y otras pautas de comportamiento verbal, más o menos previstas por la sociedad entre la que nos desenvolvemos. Así, sabemos también que nuestros cuentos empiezan por «érase una vez» y terminan por «colorín colorado, este cuento se ha terminado». De la misma forma, en las instancias que elevamos ante cualquier autoridad administrativa, exponemos primero los hechos y solicitamos algo a continuación. En todas esas ocasiones, y otras similares, la lengua por supuesto siempre es la misma. Pero cada situación concreta nos impone, directa o indirectamente, unas formas lingüísticas, y no otras. De alguna manera, socializarnos presupone ir acomodando nuestra forma de hablar a esos imperativos. Históricamente las so

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ciedades han sido muy conscientes de ello. En los manuales de cortesía, prácticamente sin distinción de épocas, se ha prestado puntualísima atención a la manera de hablar de las personas educadas. Los jóvenes decimonónicos, por centrarnos en una etapa concreta, desde muy temprana edad eran instruidos en los temas, las expresiones o el talante comunicativo más conveniente a su estado social. Uno de los albaceas verbales de la buena educación estaba centrado en el tacto. Ese principio general de comportamiento, en el supuesto concreto del lenguaje cobraba vida en cuatro grandes máximas: escuchar a cualquier interlocutor sin distinción de clase social de procedencia, adaptarse a cada circunstancia, atender las opiniones de los demás y esperar el momento oportuno para introducir las propias. Como resumen de todos ellos, las personas elegantes de la época mostrarían su tacto lingüístico no manifestando jamás síntoma emocional alguno durante el ejercicio de la conversación –en especial síntomas de fastidio–, enfatizando los educadores que ésta había de ser virtud especialmente inculcada en los niños y las señoritas. Como es fácil imaginar, de inmediato se infería una imagen indulgente de quien se comportaba lingüísticamente acorde con estos principios. Lo contrario inducía a la opinión contrapuesta. Solo que a veces emocionarse, vivirlo y contárselo a otra persona no deja de ser simplemente lo más humano. Por fortuna, las lenguas sirven para muchas cosas, prácticamente para casi todas las que imaginemos, entre otras, para no hipotecarse a reglas arbitrarias, caprichosas con demasiada frecuencia, portadoras de fecha de caducidad en última instancia. Por eso las normas de cortesía verbal, sin duda, existen, es recomendable conocerlas y yo agregaría que, en número razonable de ocasiones, también observarlas. No por ello vamos a caer en la ingenuidad de pensar que, por esta vez, sí hay puertas que abren o vedan el acceso al campo. La vastedad de los predios lingüísticos trasciende a esa dimensión reglada y estipulada por la sociedad. Cuando está en casa, Max suele ir todos los sábados al mismo bar, donde charla de mil cosas con los parroquianos que han terminado por convertirse en sus amigos. Raro es el fin de semana que no terminan viendo el fútbol televisado y, como si de un ritual se tratara, enfrascándose en alguna discusión sobre las decisiones del árbitro. Max también compra churros los domingos por la mañana, telefonea a su madre cuando prevé que su padre ha salido al paseo dominical, lee novelas, en fin, vive recurriendo continua, forzosamente, al lenguaje. Si yo le comentara algo así como que lo real

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mente nodal de las lenguas radica en su dimensión de uso, en que son entes dotados de dinamismo, casi con toda certeza, me miraría un tanto escéptico. Luego me contestaría que bueno, que si yo lo digo, quizá hasta lo sea, pero que a él fundamentalmente le resultan su vida, la savia que nutre su vida como ser en sociedad. Desde la dinamicidad, tarde o temprano, los lingüistas habían de acabar por encontrarse frente a las grandes cuestiones que propiciaron el desarrollo de la capacidad lingüística humana. Observar las múltiples versiones del uso humano de las lenguas imponía preguntarse cuánto de coyuntural y cuánto de permanente había en ello. El contenido de la cortesía verbal varía, se modifica, se amolda a los patrones ideológicos de cada época. Pero la existencia del mecanismo en sí, con independencia de cómo esté revestido, sin embargo parece inalterable. Si eso es así, si somos capaces de localizar mecanismos dinámicos no sujetos al tiempo, estamos de alguna manera accediendo a parámetros que han acompañado al lenguaje desde su nacimiento. Probablemente estemos adentrándonos también en buena parte de lo que ha sido su razón de existir. La participación de los lingüistas en la aventura interdisciplinar en pos del análisis científico de nuestros orígenes estaba, de alguna manera, ya prefigurada.

III.2 la sociolingüística en la encrucijada dinámica. la organización científica de la convivencia entre lenguas De entre todos los miembros de la congregación lingüística dinámica, los sociolingüistas fueron artífices decisivos en el establecimiento de esas coordenadas. Sin duda, hacerse cargo de la interrelación que mantienen lengua y sociedad constituía una tarea dinámica por definición. Y entre ese dinamismo social y lingüístico, las actuaciones de los poderes históricos en materia lingüística muy pronto llamaron la atención. Aportaban un indicio harto sintomático de la intensidad que podían alcanzar los nexos lingüísticos y sociales, por lo que fueron incluidos entre la nómina cardinal de preocupaciones sociolingüísticas ya desde su primera andadura. Surgió de ese modo un área específica de investiga

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ción sociolingüística encargada de rendir cuenta de lo que se ha conocido con el nombre de política y planificación lingüísticas. Hay que reconocer que ello no fue así para todos los pioneros que empezaron a delimitar la versión moderna de la sociolingüística a mediados de los años 60 del pasado siglo. Una de las opciones que entonces se barajaron, el variacionismo vinculado a Labov, mantuvo una concepción que hoy en cierto modo podríamos tildar de «purista». Desde ella se prestaba atención única y exclusivamente a la covariación de elementos lingüísticos y sociales. Por ahí solo cabía analizar si un determinado fenómeno (perder consonantes implosivas como «r» en inglés neoyorquino o «s» en andaluz, etc.) era primado desde un determinado grupo de hablantes (las mujeres y no los hombres, los jóvenes y no los restantes colectivos generacionales, etc.). El tiempo se ha encargado de mostrar que en ciencia tampoco funcionan los límites apriorísticos. Con los años hemos ido aceptando que no son admisibles los retos parciales. O se asume en su totalidad ese vínculo que une lo lingüístico y lo social o, de lo contrario, quedan demasiados flecos pendientes e interrogantes sin resolver. En esas circunstancias tampoco es tan extraño experimentar una especie de vértigo frío ante la sospecha, más que fundada, de haber dilapidado un enorme esfuerzo de redefinición científica. Hoy el variacionismo es una opción sociolingüística, valiosa y respetable sin duda, portadora ya de un legado glorioso, pero no más que una opción entre otras que sí se hacen cargo del abanico al completo de cuestiones abiertas por esa mirada recíproca entre lenguas y sociedades. Superadas esas y otras vacilaciones teóricas, en la actualidad el epígrafe reservado para la política y la planificación lingüísticas cobija dos grandes líneas de indagación, según enfaticen, bien lo temático, lo descriptivo, bien la vertiente aplicada. En el primer caso, preguntamos por cómo se ha actuado sobre la vida de las lenguas en diversos momentos y sociedades. Conocemos, describimos y hasta valoramos actuaciones ya cumplidas. Nos interesan desde los tratados internacionales y las magnas declaraciones de principios en su intento por regular la convivencia lingüística entre naciones, hasta otras muestras bastante más modestas, pero no por ello menos sintomáticas, de actuación desde el poder. En 1659 las autoridades coloniales dictaron una proclama en Ceilán según la cual ningún hombre que desconociese la lengua holandesa podía ser portador de sombrero. Tan curiosa decisión no estaba exenta de una profundísima carga social, encaminada a discriminar en lo 

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más inmediatamente visible, en el atuendo, a los miembros de esa sociedad, a partir de competencias lingüísticas tan explícitas. Al segundo epígrafe, al aplicado, le compete trasladar los conocimientos lingüísticos a la resolución de necesidades sociales concretas, asesorando en la toma de decisiones políticas que atañan a la vida de las lenguas o planificando el desarrollo concreto de las mismas. En esta ocasión la atención gira en torno a hechos como seleccionar la mejor norma lingüística para la promoción de una lengua silenciada durante años, reformar la escritura, realizar gramáticas y diccionarios normativos, elaborar y aplicar legislaciones que regulen la diversidad lingüística dentro de un mismo estado, u otras similares. Todas ellas, en cualquier caso, estarán siempre amalgamadas en torno a ese sesgo de aplicación de los conocimientos sociolingüísticos para el asesoramiento, o el desarrollo, de decisiones políticas en materia lingüística. Esta última faceta, por razones obvias, ha sido la que ha gozado de mayor repercusión popular. En gran medida ha sido la responsable de que exista una conciencia social bastante extendida acerca de la existencia de personas dedicadas profesionalmente a estos menesteres, generalmente conocidas con el nombre de sociolingüistas. Incluso en ocasiones se les han otorgado más responsabilidades de las que en realidad han poseído nunca. Los sociolingüistas son obreros, muy cualificados si se quiere, de la planificación lingüística. Pero quienes deciden, los auténticos promotores de esa construcción cultural con enorme repercusión social, son los políticos. Por descontado, soy consciente de que esta es una apreciación susceptible de ser muy matizada. No estoy diciendo que ése sea el statu quo más idóneo, sino que me estoy limitando a constatar una realidad incuestionable. Sobre el papel, en tanto que peritos en la materia, los sociolingüistas –o, en general, los lingüistas– quizá deberíamos disponer de una mayor capacidad decisoria. Esa solución, no obstante, tampoco carece ni de riesgos ni de puntualizaciones. La asepsia profesional es un valor que se supone, aunque no siempre se corresponde con la estricta realidad de los hechos. Los científicos también tenemos ideología y, lo comentaré de inmediato, las soluciones que pueden ofrecerse a un mismo problema no siempre son técnicamente objetivas y unívocas. Por otra parte, estamos adentrándonos en un problema de mucha mayor envergadura. En última instancia, cuestionamos los márgenes de autonomía de los que dispone la sociedad civil para adoptar decisiones fuera del andamiaje político de las sociedades. Al menos parte del entramado social 

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occidental parece reclamar la conveniencia de que sean los médicos quienes decidan la gestión sanitaria, que los biólogos hagan lo propio respecto de nuestra convivencia con el medio natural, etc. Por supuesto que la hipotética redefinición del rol social del lingüista en estos asuntos ha de ser contemplada en este marco global al que acabo de aludir. Pero de momento, reconozcámoslo con honestidad profesional, son los políticos quienes deciden realmente el rumbo de estas cuestiones. No en vano las actuaciones acometidas en ese campo siempre han ido al socaire de las demandas que iba planteando el ritmo histórico del mundo contemporáneo. Al principio, con el arranque de los 60, fueron los procesos descolonizadores en África los que coparon la atención de los especialistas por entonces más avezados. De la noche a la mañana, lenguas como el volofo o el suahelí pasaron a convertirse en idiomas nacionales. Bien es verdad que ni lejanamente consiguieron desasirse de la tutela de las lenguas metropolitanas, todavía hoy vehículos comunicativos de prestigio en la mayor parte de los jóvenes países africanos. Hasta tal punto es así que las universidades imparten el grueso de su docencia en ellas, las dominan las clases más elevadas o, entre otras cosas, producen una estimabilísima literatura, fundamentalmente en francés e inglés. Por referirme solo a un ejemplo señero, baste hojear la literatura en lengua inglesa escrita por los autores nigerianos Chinua Achebe, Ben Okri, John Pepper Clark o Wole Soyinka. A pesar de todo, aunque fuera solo formalmente, tras la independencia política las lenguas vernáculas de África empezaron a desempeñar ese papel como eje nacional de comunicación o, cuando menos, nunca se renunció a que terminasen por ejercerlo en un plazo razonable de tiempo. Eso quería decir que precisaban de prácticamente todo el andamiaje institucional y formativo que habían amasado las lenguas europeas durante siglos: empezando por lo más simple e inmediato –notación gráfica, gramática, diccionarios– y terminando por lo más sutil y mediato, como las formas adecuadas para la comunicación más compleja, la más etiquetada y formal, también la propia de los registros científicos y artísticos. El siguiente estrato de interés sociolingüístico en este campo lo ocuparon las lenguas minoritarias europeas, urgidas de una actualización a todas luces conveniente. Hubo de procurárseles nuevos espacios sociolingüísticos que paliaran, en la medida de lo posible, el ostracismo social y cultural en el que se habían visto obligadas 

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a desenvolverse durante siglos. La supervivencia de lenguas como el flamenco en Bélgica, el gaélico irlandés, sus hermanos de Gales y Escocia, el friulano en Italia o, entre otros muchos, el sorbio en Alemania oriental pasaba por disponer de sus propios espacios de comunicación, ser transmitidas a través de la escuela o integrarse en la maquinaria administrativa, tanto de sus respectivos estados, como de las instituciones europeas. Por último, en fechas más recientes, la ampliación poco menos que ilimitada de la capacidad comunicativa que ha abierto Internet urgió a la adopción de un tercer estrato de planificación lingüística. Desde ahí se han diseñado estrategias globales que, por una parte, intentan regular civilizadamente la circulación lingüística de la Red y, por otra, adaptan las lenguas a las nuevas necesidades que han de cubrir. Los lingüistas han trabajado, o debieran estar haciéndolo, en el diseño de sistemas de búsqueda, diccionarios y traductores automáticos o en la elaboración de materiales de enseñanza asistida por ordenador. Al mismo tiempo tratan –o habrían de estar tratando– de que la Red sea también un espejo de la diversidad lingüística del mundo, sin vulnerar su capacidad de intercomunicación mediante unas cuantas lenguas vehiculares. Mientras tanto, en algún eslabón de esa cadena cronológica quedaron ubicadas las sucesivas oleadas de migraciones que han ido recalando en Occidente. Entre otros hacinamientos, supusieron también una promiscua coexistencia lingüística. La preocupación fundamental en esta ocasión ha mirado, no tanto a reconducir esa concurrencia forzosa de idiomas, como a preparar el aprendizaje lo más rápido y eficaz posible de las lenguas de acogida. Se dio por sentado que la coexistencia lingüística era provisional, en la medida en que se tenía la plena certeza de que los inmigrados terminarían adoptando las lenguas de los países de llegada, como mucho, en el transcurso de dos o tres generaciones. Lo que se perseguía era acelerar ese proceso al máximo, concentrando los recursos y los esfuerzos sobre todo en la escuela y en la segunda generación. El gran objetivo estaba cifrado en que tras la escolarización no hubiese diferencias lingüísticas entre los niños que estuviesen originadas por su procedencia nacional, de manera que inmigrados y vernáculos se entendiesen sin problemas en la lengua de estos últimos.

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III.3 opciones planificadoras. ¿tecnócratas vs. ideólogos? Una vez más la casuística vuele a ser ingente en número y clases de intervenciones sobre las lenguas. No obstante, como proponen Willey y Tollefson en dos trabajos independientes, pero con notoria comunidad de ideas, esa dispersión es susceptible de quedar agrupada en torno a dos grandes filosofías planificadoras, exponentes a su vez de otros tantos patrones ideológicos. De un lado, encontraríamos planificación neoclásica cuando los estados se concentran en objetivos lingüísticos prioritarios que, por lo general, mantienen plena sintonía con el orden establecido en lo socioeconómico y en lo cultural. Aunque sus propuestas suelen ir recubiertas de una aparente asepsia técnica, no ocultan por completo el trasfondo ideológico que las mueve. Los hispanohablantes disponemos de una nueva ordenación alfabética con algunas modificaciones de no demasiada importancia. Han desaparecido algunas letras seculares como la «ch» o la «ll». Así, nuestra lengua incorpora una secuencia alfabética compartida por la mayoría de lenguas con notación latina. La conveniencia técnica de tal decisión parece irrebatible. Lo es, sin duda. El trasunto que anda en tela de juicio quizá sea algo un tanto más sutil. El cariz neoclásico de esa pequeña actuación planificadora radica, más que en lo hecho, en lo guardado en el cajón para ocuparse en ello. El español padece sufrimientos ortográficos más hondos, mucho más perentorios que el orden alfabético. Escribimos una «h» que lleva siglos sin sonar, mantenemos una gratuita distinción entre «v» y «b», arrostramos un lío de consideración en la trascripción del sonido «z», otro tanto cabe decir para la «c», no sabemos cuándo colocar «j» o «g», entre otras incomodidades ortográficas que tampoco voy a traer a colación aquí. Salimos de «casa para comprar un kilo de queso» y, cuando referimos ortográficamente una operación tan sencilla, tropezamos con la complicación de recurrir a tres letras distintas para un mismo sonido: «c», «qu» y «k» suenan, evidentemente, igual. Eso sin adentrarnos en otros marasmos ortográficos mucho más delicados, aunque no por ello menos pertinentes y, por qué no reconocerlo, en gran medida necesarios, a corto o medio plazo. El español, lengua con una abrumadora mayoría de hablantes seseantes, debería ir pensando en reflejar gráficamente esa realidad. Si quienes pronunciamos «sopa» y 

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«zapato» (con sonido «s» y con sonido «z») somos una minoría en trance de extinción frente a los que optan por «sopa» y «sapato» (pasando la «z» a «s»), no sé hasta qué punto es lícito que la ortografía no se acomode a esa realidad. Máxime cuando justo testimonia una constante evolutiva de las lenguas románicas y cuando el camino que estoy proponiendo ya ha sido recorrido por otras lenguas. Por descontado que emprender una actualización a fondo de la ortografía del español podría ocasionar un auténtico cataclismo económico y político. Nada más figurarse los reajustes que precisarían acometer las editoriales, los medios de comunicación o, entre otros muchos afectados, los correctores de nuestros procesadores de texto, lo reconozco, produce vértigo. Esa excusa, en todo caso, no basta para ni tan siquiera plantear su progresiva depuración o para reconocer formalmente su conveniencia en un plazo razonable de tiempo, con todas las precauciones que se estimen oportunas. Limitarse a homologar la secuencia del alfabeto, por descontado, comporta una intervención planificadora mucho más acomodaticia al estado actual de la lengua y, naturalmente, a los grupos que la hegemonizan; al fin y a la postre, pone de manifiesto bien a las claras ese cariz neoclásico en el sentido que comentamos del término. La otra gran opción planificadora, la histórico-estructural, aspiraría a realizar una interpretación de la realidad social y lingüística sobre la que va a actuar, con la manifiesta intención de contribuir a transformar las relaciones políticas del contexto a través del lenguaje. Corría el mes de septiembre de 1984 cuando en Orense comenzaba el I Congreso Internacional da Língua Galego-Portuguesa na Galiza. Unos meses antes, en abril de 1983, se había publicado el Decreto de normalización de la lengua gallega. Tras la Dictadura del general Franco, Galicia disponía ya de co-oficialidad con el español para su lengua vernácula. Quizá, en el fondo no bastase la co-oficialidad para restañar la penuria sociolingüística a la que el gallego había estado condenado durante las décadas anteriores. No obstante, cuando menos introducía un giro de 180 grados en las relaciones de ambas lenguas dentro de Galicia. El mencionado congreso, de miras ciertamente amplias, abordó múltiples cuestiones, todas ellas relacionadas en una u otra medida con la nueva andadura que le esperaba a la lengua gallega. De entre esa diversidad temática, sobresale un núcleo bastante numeroso de contribuciones incardinadas en torno al modelo de gallego normativo, todavía recién estrenado por aquellas fechas. El lector no directamente implicado en la discusión, el no gallego que por las razones que fuere se 

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aproximaba a ella, sacaba la conclusión de que entonces la suerte no estaba todavía definitivamente echada en relación a qué variedad de gallego ejercería como modelo normativo. Lo sancionado en el Decreto, fruto de la actuación conjunta de la Real Academia Galega y del Instituto da Língua Galega, daba la sensación de tener una fortísima contestación. Como expone con meridiana claridad uno de los ponentes del Congreso, José Luis Fontenla, las razones que mueven a tan frontal animadversión son de naturaleza lingüística, dado que lo consideran un «galego adulterado». Pero también hay argumentos, nada desdeñables por cierto, de cariz político. Estiman que ese gallego extraño patentiza el sometimiento al estado central que ha sido orquestado desde el propio gobierno autónomo, entonces en manos de Alianza Popular, hoy Partido Popular. La ecuación barajada en todo ese examen crítico resulta obvia: si la derecha española nunca ha respetado los hechos diferenciales, la idiosincrasia de los pueblos que convivían en el mismo marco estatal, si sólo ha aceptado el estado de las autonomías como un mal menor, no cabe esperar de ella ningún esfuerzo sincero para que progrese la descentralización política. En consecuencia, sus opciones lingüísticas propagarán la menor ruptura posible con la lengua nacional, el español, al que consideran un auténtico punto de confluencia de todos los ciudadanos, más allá de su lengua y lugar de origen. Las alternativas que circularon por los pasillos del Congreso, y que hoy se pueden confrontar en las páginas del volumen editado dos años más tarde por la Associaçom Galega da Língua, no contienen menor poso ideológico. Depurar de cuerpos extraños el nuevo gallego oficial equivalía, bien a desarrollar una norma propia desde Galicia, bien a intentar hacer retoñar el viejo tronco de la lengua gallega-portuguesa y buscar pautas lingüísticas por debajo del Miño. Cualquiera de esos dos supuestos –técnicamente fundados y razonables– traslucía un afán galleguistas pleno y sin cortapisas, una personalidad cultural ni tutelada ni subordinada, en definitiva, un modelo político como mínimo autonomista, cuando no federal, confederal o incluso segregacionista; en todo caso, manifiestamente en las antípodas del defendido desde Alianza Popular. Lo que entonces se debatía en Orense tenía ciertamente enjundia, partía de la lingüística, aunque iba manifiestamente mucho más allá de ella. Veinte años después, la política ha resuelto el dilema lingüístico, como no podía ser de otra forma. El completo asentamiento del gobierno del Partido Popular, hijo más que directísimo de la antigua Alianza Popular, ha supuesto el afianzamiento y la extensión del modelo consagrado por el De

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creto de 1983. Cuando todo eso se observa desde fuera de Galicia, como me sucede a mí, se tiene la sensación de que en la actualidad las preocupaciones en torno al gallego están cifradas en otros retos, que se da por asentada esa variedad del gallego y que ahora compete extenderla socialmente, promocionarla dentro y fuera de Galicia o permitirle que compita en condiciones de cuasi igualdad con el español. Al mismo tiempo puedo dar fe de cambios llamativos, verdaderamente significativos, en las posiciones defendidas por algunos patriotas gallegos con quienes me une larga y sincera amistad. A Carlos Lois lo conocí hace muchos años en circunstancias tan pintorescas como él, que por lo demás ahora tampoco vienen al caso. Durante casi un cuarto de siglo ha mantenido intactas tres grandes pasiones irrenunciables: su madre, Bruce Springsteen y, por encima de todo, Galicia. Me cuenta, últimamente con algo de distancia, que todavía se oyen algunas quejas de los antiguos partisanos lingüísticos de hace dos décadas, que algunos dedos acusadores siguen apuntando hacia un gallego normativo al que consideran la pervivencia de una imposición, una muestra de fascismo lingüístico. Entre esos dedos figura el suyo, como es natural, si bien no deja de reconocer que le encanta escuchar gallego normalmente por la calle o en los medios de comunicación, aunque sea un invento artificial y genéticamente derechizado. Por mi parte, solo puedo decir que analizar el rol ideológico de las lenguas no comporta perder de vista los procesos históricos entre los que se inscriben; antes bien todo lo contrario. Estaría dispuesto a discutir acerca del grado de pertinencia que tiene –o del que carece, según se mire– la moderna norma oficial de la lengua gallega, de su idoneidad desde parámetros exclusivamente técnicos; nunca lo haría, en cambio, acerca de una legitimidad política que, conviene no olvidarlo, procede de las urnas. A los ciudadanos también hay que reconocerles la potestad de optar por la derecha democrática, de renunciar a enfatizar sus signos de identidad vernácula. Entre otras cosas, no deja de ser otra preferencia ideológica, igualmente proclive a recurrir a lecturas propias de las relaciones que han de mantener las lenguas en comunidades como Galicia. Lo iremos viendo en las secciones siguientes, ese ejercicio de ponderación y tolerancia termina por convertirse en una urgencia, casi una necesidad acuciante, en nuestros días. Cualquiera de esas dos grandes alternativas, la planificación neoclásica o la ideológica, conllevaba de por sí un vasto programa de trabajo técnico. Los lingüistas que se han desenvuelto entre cualquiera de ellas han debido ponderar un cúmulo importante de 

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factores, no siempre ajustados a la realidad lingüística tal y como la imaginaríamos en situación de laboratorio. A menudo, la teoría planificadora ha tropezado, en ocasiones de manera estrepitosa, con una realidad demasiado en crudo, cuya domesticación planificadora ha resultado por momentos ardua, cuando no por completo imposible. Las intervenciones lingüísticas desarrolladas durante la vida histórica de la antigua Unión Soviética, de partida, caerían dentro del lado de la versión histórico-ideológica. En alguna medida aspiraron a transcribir lingüísticamente el espíritu de leyes revolucionarias que, obvio es insistir en ello, pretendían transformar el estado desde nuevos presupuestos ideológicos. Hasta tal punto es así que recogían de manera harto explícita las ideas de Lenin respecto a la identidad lingüística, así como a la articulación de ésta en el marco de un estado soviético. La Declaración de los Derechos de los Pueblos de Rusia (2 de noviembre de 1917) primero, o después la propia Constitución soviética, introdujeron una clara apuesta federal en la configuración política de la futura URSS. Desde ella se reconocía el libre derecho de cada nacionalidad a su autodeterminación, potestad que se proyectaba hacia la promoción social de las lenguas vernáculas. El esfuerzo por normalizar los sistemas de escritura ajenos al ruso fue, hay que reconocerlo así, sin duda encomiable por el volumen y la diversidad de la que se hicieron cargo los planificadores lingüísticos soviéticos. Un país inmenso como aquel, gozaba de una diversidad lingüística igualmente mayúscula, en número y tipos de lenguas, con estatus sociolingüísticos en nada equiparables. Allí se concitaban desde grandes lenguas de cultura indoeuropeas, con una tradición literaria sólida y rica, caso del ruso, hasta lenguas de clasificación difícil, como las caucásicas, o lenguas solitarias, muchas de ellas ágrafas y sin gramáticas conocidas, diseminadas en el inmenso y gélido espacio asiático de aquel estado. El que ese vasto programa de intervención sobre las lenguas fuese promovido desde el poder, por más que ese poder fuese en teoría «revolucionario», no dejaba de otorgarle un sesgo neoclásico, le imbuía la más que previsible sospecha de que eran los nuevos grupos hegemónicos quienes estaban interesados en perpetuar su concepto de sociedad y de vida política, a través en esta ocasión de las lenguas que caían bajo sus competencias administrativas. Por descontado que ni éstas ni otras veleidades teóricas acuciaron lo más mínimo a los planificadores soviéticos que acometieron la sobrecogedora tarea de reorganizar la convivencia de las lenguas de aquel estado, sin reparar en medios para dotar de gramáticas, diccionarios y orto

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grafía a aquellas lenguas que careciesen de ellos. Las dimensiones de la apuesta lingüística hacían ya de por sí complejo su desarrollo. A la postre tampoco recibiría demasiadas ayudas de la procelosa vida política de aquel gigante recién estrenado en el panorama mundial. Entre 1917 y 1935 asistimos a una ferviente preocupación por el desarrollo de las lenguas minoritarias. El ruso seguía actuando como la gran lengua común, circunstancia que no impidió que fueran normalizadas más de cincuenta lenguas, hasta esos momentos desprovistas de ortografía. La opción elegida entonces se decantaba por el alfabeto latino, amparándose en su conocida capacidad de homologación con otras grandes lenguas occidentales de cultura. Tras un breve paréntesis de tres años, a partir de 1938 asistimos al primero de los cambios radicales en el curso de los acontecimientos lingüísticos de la antigua URSS. Se preconizó entonces la conveniencia de reconvertir todas las grafías al cirílico. Traducido a la prosaica realidad diaria, eso suponía que en el transcurso de veinte años algunas lenguas habían llegado a contar con tres alfabetos, otras habían perdido el suyo y lo habían reencontrado dos décadas más tarde, y algunas habían pasado de carecer de escritura a la más escandalosa promiscuidad gráfica. Muchas de las lenguas afectadas por tan complejo proceso, todavía se resienten de ello, como hemos visto que le sucedía al kazajo. En todo caso, no está de más recordar que todas y cada una de esas escaramuzas ortográficas terminaron zozobrando entre una ostensible confusión, fedataria de los correspondientes avatares en la dirección política del país. El uniforme cirílico que gastaron las lenguas soviéticas a partir de 1938 se correspondía, en el fondo y en la forma, con la singular concepción estalinista de la cuestión nacional, acunada bajo el manto de la gran patria común. Ni qué decir tiene que la II Guerra Mundial acentuó todavía más si cabe ese sentimiento y esa praxis política. Concluido el estalinismo, el mandato de Jruschev (1958-1964) abrió las puertas a un pragmatismo prosaico, aunque incomparablemente más resolutivo ante los problemas que acuciaba a la sociedad soviética. En lo tocante a las lenguas ello supuso hacerse cargo del resto de la tarea planificadora pendiente; nada más y nada menos que la ampliación de la terminología o la elaboración de diccionarios y gramáticas de las lenguas minoritarias de la URSS. Dispuestas esas herramientas, la misma mentalidad pragmática aconsejó implantar un sistema escolar dual que posibilitara elegir entre la lengua materna y el ruso como primer idioma en la enseñanza. Con Brezhnev (1964-1982) se inició una fuerte unificación en favor del predominio exclusi

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vo del ruso, especialmente en las situaciones de mayor formalidad comunicativa. Se limitó la obligación de publicar las leyes en solo dieciséis lenguas oficiales del estado y en las consideradas propias de cada región. La misma arterosclerosis ideológica de la que hacía gala la gerontocracia soviética para el resto de la vida social se trasladaba a las coordenadas lingüísticas. No sé si tildar de fracaso el intento soviético de actuar sobre la vida de sus lenguas. Hacerlo de manera rotunda, sin atenuantes, se me antoja excesivo y, sobre todo, injusto para el entusiasmo que manifiesta el primer impulso planificador, esa voluntad de dotar a todas las lenguas soviéticas del mayor número posible de herramientas comunicativas. A la vez no deja de poner de manifiesto, como quizá no lo haya hecho ningún otro programa planificador en la historia reciente, la angustiosa servidumbre que los lingüistas hemos de pagar a los inciertos avatares de la política. Cuando menos que el ejemplo soviético sea útil para avisarnos de esos riesgos, para hacernos precavidos, para desenvolvernos con cautela y provisionalidad, sabedores de que, en definitiva, está fuera de nuestras manos la suerte última de los programas que elaboremos para intervenir sobre la vida de las lenguas.

III.4 la última frontera de la planificación lingüística, la ausencia de fronteras Con todos estos condicionamientos políticos e ideológicos a sus espaldas, lo cierto es que los lingüistas se han ido enfrentando a encargos progresivamente más complejos, para lo que ha sido necesario acudir a los más depurados logros disciplinares a su alcance. El incremento de la complejidad, además, ha terminado desbordando las fronteras estatales. Tal y como vaticinara Giorgio Raimondo Cardona a finales de los 80, hoy nos desenvolvemos claramente dentro de dominios propios de lo que podríamos catalogar como política lingüística internacional. Incluso la gestión lingüística circunscrita a un solo estado ha perdido sentido en la mayor parte del planeta. Sin esas referencias transnacionales que son como las grandes corrientes marinas, las modestas aguas locales corren el riesgo de terminar siendo sistemáticamente absorbidas, anegadas, borradas del mapa 

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de la mar oceánica. Desde ese ámbito internacional, en lo tocante a la planificación lingüística a veces se han unificado criterios y recursos lingüísticos, siempre con la intención de facilitar el tránsito por canales comunicativos destinados al uso de una considerable multiplicidad de lenguas. Algunas de las grandes lenguas asiáticas hace tiempo que iniciaron esa andadura, recogiendo una tradición que encuentra sus más ilustres antecesores ya en el siglo xviii. En efecto, por aquella época los misioneros tratan de encontrar un modo de transcribir el vietnamita en alfabeto latino, cuyo impulso más serio y trabado surgirá en el Japón de finales del xix. Se pensaba entonces que «modernización» equivalía a la máxima proximidad posible a Europa. Así pues, recurrir a los caracteres europeos para transcribir la lengua japonesa, de partida suponía una plasmación efectiva de esa voluntad, a la vez que no dejaba de simbolizarla en un medio tan manifiesto, externo y evidente como la escritura de la propia lengua. Bien es verdad que esa supuesta homologación llegó de la mano de profesores extranjeros instalados en la isla. El Hepburn sistem fue una creación de esos docentes, divulgada especialmente por James Curtis (1815-1911), que transcribe la lengua japonesa en caracteres latinos. El sistema consonántico está tomado del inglés, mientras que para el vocalismo se recurre al italiano. Como sabemos, China iniciará más tarde ese camino, aunque no con menor decisión. De momento, renuncio a valorar la legitimidad o la irresponsabilidad de tales actuaciones, su coste cultural, si realmente lo tiene, y otras cuestiones similares tocantes a la contrapartida que inevitablemente comporta una intervención de esta naturaleza. Simplemente me limito a consignarla y a reflejar los motivos que la sustentan, convencido de que estamos ante un nuevo mecanismo que desconoce tiempos y geografías, con independencia de los argumentos a los que acuda en cada momento preciso y de las repercusiones últimas que tenga. Ha habido momentos y contextos en los que el esfuerzo adaptador ha resultado más modesto –hablando en términos cualitativos– e incomparablemente más llevadero en cuanto a sus contrapartidas culturales. Pero otras veces las decisiones adoptadas comportaban dislocaciones culturales profundas que se justificaron como se pudo. A principios de los 70, un sociólogo del lenguaje tan eminente como Fishman recomendaba que las ortografías de las lenguas africanas adoptasen el alfabeto latino, al objeto de poder acudir a máquinas de escribir occidentales sin mayores incordios técnicos. Lo desaliñado de la exposición fishmaniana, por 

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momentos tosca, suele desfigurar considerablemente el trasfondo de planteamientos, si no profundos, cuando menos inquietantes en el mejor de los sentidos. La solución que propone, reconozcámoslo, no deja de ser una forma de dominación cultural a través de la técnica. Una técnica que, por otra parte, se vende y que aporta cuotas nada desdeñables de negocio mercantil. Parece como si las antiguas colonias debieran continuar pagando un peaje, silenciado e indirecto, por su independencia política, unas veces recubierto de perpetua dependencia cultural y técnica, otras inoculado hasta en la forma gráfica de su lengua o en la adopción de los artilugios que permiten escribirla. Sin embargo, esta moneda tiene dos caras. La otra cara también existe. Con resabios postcoloniales y mercantilistas incluidos, Fishman acierta al avisar de que otra ortografía, no sé si más legitima, no sé si más genuina, al fin y a la postre los hubiera alejado de los grandes canales de comunicación de la época. Evidentemente en los tiempos actuales ese alejamiento hubiera sido todavía más rotundo y drástico. En sokobo o mokulu, dos lenguas chádicas africanas, supongo que debe ser complicado navegar por Internet. Claro que toda esa argumentación lingüística, o sociolingüística, cuenta con restricciones más que de envergadura. Al fin y a la postre, tampoco creo que haya demasiadas conexiones a la Red en Chad, ni tan siquiera que la mayoría de su población sepa leer alfabeto alguno, ni vernáculo ni latino. Por lo demás, con una economía deshecha como la que padece el África subshariana, con naciones algo más que partidas, con el SIDA acosando a sus habitantes, con hambruna endémica y con tantas otras carencias, tengo la firme convicción de que su ortografía y el sistema de reproducción técnica al que recurran en África es un asunto ostensiblemente secundario, manifiestamente prescindible. No ha sido la ortografía el único componente de la vitalidad lingüística más cotidiana que ha seguido por derroteros nítida e inevitablemente supranacionales. Buena parte de la actividad traductora ha circulado, sigue circulando, en la misma dirección, entre otros motivos porque la traducción y la interpretación son, de momento, requisitos indispensables para el propio funcionamiento de las sociedades más allá de sus fronteras. La Unión Europea ya tiene reglada oficialmente esa actividad dentro de su ámbito, bien es verdad que de momento solo en algunas materias profesionales. En todo caso, y aunque pueda ser considerado un primer paso llamado a extenderse a otras materias y dominios comunitarios, ha habido equipos de lingüistas encargados formalmente de preparar los co

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rrespondientes protocolos y pautas comunes para un desarrollo de la actividad traductora a todas luces sancionado, impulsado y, a la vez, dirigido desde la propia Unión. Claro que la internacionalización lingüística también conlleva sus contrapartidas y que éstas no siempre resultan indiscutiblemente positivas. En ocasiones ha sido aconsejable protegerse del abrumador peso de la internacionalización y, en la medida de lo posible, mantener la forma lingüística al margen de esos vaivenes. Francia cuenta con una oficina gubernamental, la Office du Vocabulaire française de París responsable de filtrar todos los extranjerismos, elaborar formas francesas alternativas y ponerlo en conocimiento de los agentes sociales y el público en general. El ejemplo francés resulta ciertamente espectacular en algunos aspectos. En diciembre de 1975 quedó aprobada una ley específica para regular el uso público de la lengua francesa. En realidad, este nuevo texto legal venía a dar continuidad a un decreto que ya por entonces contaba con tres años de existencia. En esta ocasión, además de crear diversas comisiones de terminología encargadas de adaptar cualquier posible extranjerismo, se funda la Association Générale des Usagers de la Langue Française que terminará convirtiéndose en una especie de fiscal general lingüístico. En cumplimiento de sus estrictas encomiendas incluso ejercerá la acusación civil en los tribunales ordinarios contra quienes manifiestan reiterados comportamientos anglicistas en lo lingüístico. Entre los penados por este nuevo delito social, pueden mencionarse la compañía TWA (1.000 francos en 1981), por presentar tarjetas de embarque solo en inglés, o ni más ni menos que todo un emblema cultural parisino, el Teatro Nacional de la Ópera (1.006 francos en 1983) por redactar un programa totalmente en la misma lengua. La justicia francesa parece ser en verdad ciega, ecuánime y uniforme para todos por igual. En el Mundo Hispano, durante el mandato de López Portillo funcionó en México la Comisión para la Defensa del Idioma Español, un esperanzador proyecto de similares característica que, empero, careció de la continuidad que hubiera sido deseable, al menos como gesto de planificación lingüística formal y profesionalmente tutelada. En fin, el aprendizaje masivo de lenguas no maternas al que cotidianamente invita el mundo contemporáneo también cuenta con sus parámetros oficiales de calibre internacional y, en ese sentido, nos aporta otro testimonio de esa ruptura de fronteras lingüística que parece caracterizar a nuestro tiempo. El Consejo de 

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Europa lleva prácticamente tres décadas impulsando una metodología común para la enseñanza de lenguas extranjeras. Establecidos unos parámetros base que se aplicaron inicialmente al inglés, más tarde fueron adaptados a todas las lenguas cobijadas por el Consejo. De esa manera se garantizaba la amplia propagación de un patrón didáctico básico, con las consiguientes ventajas que ello comporta en el terreno meramente pedagógico: intercambio de recursos, de experiencias docentes, transferencia de materiales, etc. A la vez facilitaba el reconocimiento y la homologación de esas enseñanzas fuera del país en el que habían sido impartidas y, por descontado, a medio plazo propiciaba una fuerte expansión del sector «industria de la enseñanza de lenguas extranjeras», como con ironía, pero también con realismo, en alguna ocasión ha sido denominado.

III.5 nuevos retos, nuevas encomiendas, nuevas perspectivas para la planificación lingüística de nuestros días Liberados de fronteras, los planificadores lingüísticos diversificaron igualmente los contextos sometidos a examen y el catálogo de cuestiones que les competían. Como acabamos de comprobar, esa libertad se proyectó hacia nuevos dominios internacionales, sin por ello desentenderse de lo que sucedía de puertas para adentro ni de lo que habían sido encomiendas poco a poco asentadas en la tradición sociolingüística. Más arriba he comentado que en sus orígenes planificación lingüística equivalió casi milimétricamente a regulación de los contextos sociales donde se registraba convivencia de lenguas. Se ha mantenido, por descontado, el especial celo en establecer los dominios y ámbitos de comunicación que le correspondía ocupar a cada una de ellas, con la esperanza, no por silenciada menos perceptible, de que la pax lingüística contribuiría decisivamente a fomentar la pax social y, quién sabe, incluso la pax histórica. En Canadá la mirada políticamente indulgente hacia el socio francés habría que remontarla hasta su propia constitución como estado. La British North America Act (1867), un auténtico pacto federal que ensamblará la organización política 

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canadiense, concede estatus de co-oficialidad para el francés en la región de Québec. La flexibilidad y tolerancia mostrada por el ropaje jurídico del país no evitó, en cualquier caso, un progresivo y firme predominio de la población anglófona, mayoritaria y claramente predominante en todos los órdenes de la vida social. Ya en la siguiente centuria, en la década de los 60, lo que dio en llamarse la «Revolución tranquila», además de otras cosas, puso de relieve el marcado desequilibrio entre ambos grupos étnicos canadienses. No solo la lengua minoritaria, el francés, había quedado reducida a su mínima expresión, sino que sus hablantes, los francófonos, ocupaban posiciones socioeconómicas muy relegadas en el espectro social del país. La respuesta lingüística no se hizo esperar. En 1969 se promulga la Loi concernant l’estatus des langues officielles, mediante la que se dispone una enseñanza masiva y generalizada del francés. Las modificaciones introducidas en 1972 y 1974 mantuvieron básicamente esa situación. Tres años después se registraría un paso definitivo en esa dirección gracias a la Chartre de la Langue Française, texto que consagraba el francés como lengua oficial única en la región de Québec. La revisión que se le realiza en 1988 ratifica esa decisión y consolida lo que, para muchos autores, ha sido un ejemplo en el que inspirarse, cuando se ha tratado de invocar el respeto a las minorías nacionales. Por supuesto que lo es, sin por ello dejar de trascenderlo con mucho. El entramado jurídico canadiense, en última instancia, reequilibra socioeconómicamente una pirámide étnica demasiado escorada, demasiado fragmentada en torno a una dualidad peligrosa para la propia estabilidad del país que contraponía ricos a pobres, preeminentes a marginados, anglófonos a francófonos. Los servicios que la planificación lingüística prestó a la vertebración política del estado, como se ve, fueron realmente enormes. Con todo, actuaciones como las acometidas en Canadá forman parte de la historia, responden a una coyuntura sumamente particular y, en todo caso, obedecen a un momento histórico que hoy difícilmente seríamos capaces de reeditar. En definitiva, las lenguas en litigio, francés e inglés, han sido dos de los principalísimos vehículos de comunicación internacional desde hace siglos. Por más que la comunidad francófona viviese en una asimetría social dentro de Canadá, habrá de reconocerse que se trata de una asimetría relativa, en gran medida amortiguada por la solidísima tradición histórica de su lengua y por su proyección en prácticamente los cinco continentes. Hechos como estos también inciden 

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en la orientación adoptada por la planificación lingüística, aparentemente circunscrita a la esfera nacional. En Canadá, lo veremos más adelante, terminaron siendo determinantes para el mantenimiento del francés con holgura y tranquilidad sociales. Planificar la convivencia de las lenguas que comparten un mismo estado en la actualidad obliga a mirar, aunque sea ocasionalmente y de reojo, las repercusiones de esas actuaciones en el teatro internacional, en las coordenadas transnacionales sobre las que nos llamara la atención Cardona. Por ello, la tradicional preocupación de los planificadores por la convivencia de lenguas no agotaba ni mucho menos sus cometidos actuales. A cada paso que damos, sin duda, comprobamos que el ritmo histórico de la sociedad contemporánea los ha diversificado de manera sustancial. De un tiempo a esta parte, también se discute, y se programa, el alcance social de las variedades de una misma lengua. Para empezar se exige renunciar a estigmatizarlas, a seguir considerándolas deformaciones erróneas respecto de las variedades normativas. Como apuntaba Mosca en 1977, el siciliano puede transmitir valores afectivos, de aprecio hacia la tierra, la familia, la cultura inmediata, o hasta el modo vernáculo de emplear el italiano común. Esos valores no tienen por qué ir necesariamente en detrimento del toscano, en tanto que instrumento de comunicación pan-itálica, propio de los más altos cometidos comunicativos de todos sus hablantes sin distinción. Muy al contrario, se trata de repartir encomiendas comunicativas y ámbitos de actuación. Sus pretensiones no dan la sensación de ser desmedidas ni estrafalarias. Todo lo contrario, me resultan agudas y, sobre todo, ecuánimes. Mosca solicita una ostensible propagación de actitudes sociolingüísticas positivas hacia el siciliano, que no tienen por qué entrar en contradicción con el italiano normativo y común. No se pretende dejar de estimar la variedad estándar, sino querer un poco más a los dialectos vernáculos, o cuando menos no sentirse avergonzados por su causa. Está persuadido, además, de que una aproximación de esas características estimulará el descubrimiento del valor afectivo y lingüísticamente connotativo del dialecto. Imaginemos a un hipotético presidente de la república de origen siciliano. Entre las obligaciones de su cargo no figuraría dirigirse a sus familiares o amigos de la infancia en italiano estándar. Sí lo haría al pronunciar un discurso institucional, al intervenir en el Parlamento, al ser entrevistado o, en general, al desenvolverse en público. Más que de un supuesto hipotético, como en cualquier otra parte del mundo, la 

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política italiana ha estado repleta de actores que no necesariamente procedían de la capital del estado. Alcide De Gasperi, jefe del ejecutivo italiano tras la proclamación de la República en diciembre de 1945, procedía de Pieve Tesino, al sur del Tirol, en la actual provincia de Bolzano, zona tradicionalmente bilingüe. Arnaldo Forlani, uno de los clásicos de la democracia cristiana con acta de diputado desde 1958, nació en Pesaro, en las Marcas donde el Foglia desemboca en el mar Adriático. Enrico Berlinguer, el gran teórico contemporáneo de la izquierda italiana, había nacido en Sassari, en la Cerdeña con lengua autóctona, el sardo. Por no prolongar el listado, baste decir que un enemigo tan acérrimo de la diversidad dialectal como Benito Mussolini, sin embargo, era natural de una zona rural, Dovia di Predappio en la Emilia-Romaña. Con todo, esa repartición de usos no siempre es tan diáfana, tan estricta, sin excepciones o resquicios dialectales. Durante su prolongada presidencia al frente del gobierno español Felipe González no evitó ciertos dejes de su andaluz meridional vernáculo, estableciéndose un curioso flujo de influencias bidireccionales: nunca actuó verbalmente como un hablante sevillano puro, al tiempo que algo de la norma meridional se incorporó a la formalidad lingüística del español peninsular. No obstante, el caso español es más complejo y, naturalmente, tampoco se explica únicamente por el influjo personal de la figura del presidente del gobierno, por más que el imán social de Felipe González fuera –siga siendo– inmenso. La pugna sociolingüística entre las dos grandes normas del español es secular. La normativa, más apegada a la tradición castellana, evolutivamente es más conservadora. La meridional, presente en el Sur de la Península, en Canarias y en las zonas litorales de Hispanoamérica, es más innovadora. Ni qué decir tiene que esta última, en el conjunto del dominio hispanohablante, ha ido ganando prestigio social a lo largo de las últimas décadas. El acento del presidente González sería una manifestación de ello, inscrita en todo caso en un proceso más antiguo y también más amplio. Parece razonable pensar que dialectos y variedades normativas disponen de sus foros, sus espacios y sus momentos propios, y es responsabilidad última de la escuela transmitir esa posibilidad de convivencia. Lo que acabo de comentar para el siciliano y para el andaluz en España, vale para el occitano en Francia, el bávaro alemán o, en general, para cualquier lengua. Hoy sabemos que garantizar también la «pax dialectal» no deja de afianzar otras formas de «pax histórica», en algunos momentos silenciadas, se diría 

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que incluso sumisas o abandonadas a su suerte. No por ello fueron –son– menos profundas y dignas del mayor de los respetos. Entre los recientes cometidos planificadores, no ha sido menor el interés dispensado a la difusión de las lenguas a través de los medios de comunicación de masas, así como a la cuota de proyección que eran capaces de alcanzar, dentro y fuera de sus fronteras nacionales, proyectándonos siempre hacia el área de la política lingüística internacional de Cardona. Los planificadores han trabajado con la hipótesis de que buena parte de la suerte social de las lenguas se juega en el campo de la comunicación. Dotar de espacio a una lengua en la televisión, el cine o la música supondría tanto como garantizarle una mejor salud social. La Generalitat de Cataluña ha trabajado con sistematicidad y ahínco en esa dirección. Además de sus canales de televisión autonómica, y de la generalizada proliferación de programación en catalán tanto en los medios públicos como en los privados, ha financiado la producción de discos de música rock cantada en esa lengua o la publicación de literatura vernácula. Bien es verdad que esa planificación ha pecado en ocasiones de un excesivo optimismo, atribuyendo a los medios de comunicación una especie de poder omnímodo que los convertía poco menos que en la panacea salvadora de las lenguas minoritarias. La realidad, sin embargo, ha solido devolver tan ansiadas esperanzas al circunspecto mundo de los mortales y ha puesto de relieve que, a pesar de su enorme poder de influencia, la comunicación de masas no deja de ser un producto humano, con sus inevitables límites. El soporte mediático del que han gozado algunas lenguas en Francia, entre las que descuella el occitano, ha sido incapaz de contener su fehaciente retroceso social. Ésas son cuando menos las noticias que aportan los sociolingüistas franceses, sin duda interesantes como mínimo en dos sentidos: invitan a un realismo a todas luces necesario, ajeno a soluciones tan prometedoras como finalmente poco resolutivas; a la vez que atestiguan que en un mundo tan polifacético y diversificado como el nuestro, tan poco controlable en muchos aspectos minúsculos, nadie goza de la potestad de homogeneizar conciencias y actitudes, ni incluso cuando tales pretensiones obedezcan a empresas tan loables como recuperar socialmente una lengua minoritaria. No deja de ser ésta una cuestión ciertamente delicada. Si los medios de comunicación hubiesen gozado de ese ilimitado poder de convicción que con frecuencia se les atribuye, quién sabe, lo mismo habrían sido capaces de mejorar la suerte histórica del occitano. Pero frente a este uso potencialmente constructivo, éticamente le

iii. lenguas, sociedades y gestión lingüística

gítimo y hasta irreprochable, convendremos todos en que la contrapartida en sentido contrario puede ser previsiblemente mayor e incomparablemente más devastadora. Por lo demás, como ya he comentado a propósito de varias cuestiones anteriores, la inclusión de las lenguas dentro de los circuitos institucionales de carácter internacional ha supuesto otro desafío poco menos que capital para los planificadores. De todos es sabido que los organismos internacionales jerarquizan explícitamente sus lenguas. No es que se minusvaloren otras lenguas. Antes al contrario la ONU o la UNESCO velan, cuando menos en el plano de las declaraciones formales, por un exquisito respeto hacia cualquier manifestación lingüística. Pero en la práctica su propio funcionamiento requiere de unas lenguas de trabajo, de instrumentos comunicativos que garanticen un espectro amplio de intercomunicación entre sus miembros. La ubicación en los puestos preferentes de ese organigrama de lenguas no es asunto desdeñable. Al margen del prestigio político que puedan comportar, propician el control y el acceso directo a la comunicación internacional y, sobre todo, constituyen una forma de ejercer un dominio simbólico sobre el resto de miembros de esas instituciones. Una de las principales demandas que Alemania ha interpuesto a la Unión Europea prácticamente desde su reunificación en 1990 ha consistido, precisamente, en dotar a su lengua de un rango equivalente al del inglés y al del francés. En ocasiones como ésta, los argumentos elegidos para apoyar tales reivindicaciones suelen venir recubiertos de una seudo-objetividad verosímil y razonable. Nadie puede negar al alemán su condición de lengua con una impresionante tradición cultural, su enorme historia intelectual o el relativo papel vehicular con el que cumple en Centroeuropa. Demográficamente el alemán ronda los setenta millones de hablantes, lo que ciertamente supone una cifra importante en el contexto europeo. No obstante, de atenernos a la mera referencia numérica, en todo caso, las lenguas de la Unión Europea que deberían cambiar su estatus habrían de ser el español y el portugués, cuya impronta y extensión en la comunidad internacional solo es superada por el inglés. Ambas lenguas ibéricas gozan de más peso fuera que dentro de la Unión Europea en la que están integradas. Naturalmente lo que late bajo la reivindicación germanística no es nada más que la trascripción cultural del indiscutible peso nuclear que Alemania sí posee en los órdenes socioeconómico y político dentro de la Unión, circunstancia que desde luego para mí 

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no deslegitima la postura alemana. Los números no son suficientes para «medir» las lenguas. El problema radica en que tampoco encontraría descabellada la opinión contraria, siempre y cuando fuese abiertamente formulada por españoles y portugueses, blandiendo un criterio tan aséptico, y tendencialmente objetivo, como la magnitud demográfica. De la misma forma, admitiría una renuncia firme a cualquier criterio, cuantitativo o cualitativo, planteando exigencias similares para cualquier lengua de la Unión, con independencia de su peso demográfico, su huella histórica o su rol en la comunidad internacional. ¿Por qué han de renunciar a ello quienes mantengan el faroés en los límites administrativos de Dinamarca (islas Feroe) o el platt-deutsch en el estado federal de Schleswig-Holstein, dentro de la propia Alemania? Lo que quiero subrayar es que todas las posturas que esgrimamos en esta clase de debates cuentan con sus pros y sus contras, su parte de verosimilitud mínimamente objetiva y su inevitable trasfondo silenciado. Y, sobre todo, quiero enfatizar mi plena convicción de que a la postre los argumentos no deciden el rumbo de la planificación lingüística, sino esa inevitable mano política que los mueve y que acude a ellos, a los argumentos, en pos de una coartada intelectual. En fin, tampoco conviene perder de vista que a todas estas disputas por los lugares de privilegio en el estrado lingüístico internacional deben agregarse suculentas repercusiones económicas derivadas de ese estatus preeminente, transcritas en forma de cursos de lenguas para extranjeros, servicios de traducción, etc. Una vez más lo lingüístico muestra la punta de un iceberg considerablemente sólido, a la vez que multiforme, aunque aposentado en una obvia base socioeconómica y política. Esa misma lógica hace que para los idiomas de naciones o de pueblos que han desempeñado papeles más modestos en la historia, una vez más, su ascensión a través del ranking lingüístico internacional vuelve a ser cuestión casi vital para su supervivencia. La planificación lingüística no olvida esta circunstancia y, sin movernos del marco geopolítico de la Unión Europea, sabemos de los continuados esfuerzos por tratar de ubicar lo más alto posible de su firmamento administrativo a lenguas como el catalán, el flamenco, el bretón o el provenzal, entre un listado prolijo e ilustre de idiomas que llevan siglos surcando el mapa europeo.

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III.6 el futuro de la planificación lingüística y la planificación lingüística del futuro. revisiones, ponderaciones y urgencias sociales Con toda esa nómina de intereses antiguos y modernos alcanzamos la década de los noventa, momento ya de indudable madurez teórica y pleno asentamiento disciplinar en lo tocante a la organización formal de la realidad lingüística. Se daban, pues, condiciones idóneas para pensar seriamente en acometer una evaluación sosegada y rigurosa de todo lo realizado hasta entonces, para sopesarlo, calibrarlo, modificarlo si fuera aconsejable y, en definitiva, para mover a una cierta reflexión valorativa. De alguna manera los sociolingüistas precisaban ya de un termómetro que midiese el nivel de éxito alcanzado. Ello, indudablemente, implicaba confirmar hasta qué punto y en qué medida habían sido satisfechas las expectativas suscitadas durante las décadas anteriores. Los resultados de ese examen de conciencia científica aportaron luces unas veces, alguna que otra indiferencia y quizá más sombras de las previstas. La revisión de las actuaciones acometidas en África demostró que la pericia técnica no basta para acallar siglos de colonialismo ni resuelve contradicciones étnicas demasiado flagrantes y profundas. Las lenguas de las antiguas metrópolis continuaban, y continúan en la actualidad, indelebles como sabemos, copando la formación universitaria, inspirando a los literatos o educando a las elites nacionales. El umbundo, la lengua africana más hablada en Angola, es empleado por más de cuatro millones de hablantes en ese país, a los que habrían de sumarse quienes en Luanda acuden a ella como lengua vehicular. Esos argumentos no han bastado para asegurarle una mínima cuota de formalidad del país, donde está claramente superada por dos lenguas europeas –portugués y francés– y otras dos africanas –quimbundo y congo–, a pesar de que estas últimas cuentan con menos hablantes (en torno 2,4 y 1,4 millones respectivamente). A todo ello hay que añadir el serio inconveniente de que esas lenguas africanas, no por vernáculas menos sociolingüísticamente secundarias, se han perseguido y devorado entre sí con la misma fruición que lo hicieron sus hablantes, dentro de fronteras absurdas y caprichosas, étnicamente insostenibles, ajenas en el más dramático sentido del término. La distribución política de las lenguas autóctonas de África puede llegar a ser tan descabellada como 

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la propia gestación histórica de las jóvenes naciones africanas. Su mapa administrativo viene a ser como un tragicómico experimento de laboratorio, como el triste producto obtenido del uso indiscriminado de la regla y el cartabón políticos sin demasiados miramientos, con la única y nada edificante pretensión de fragmentarla y proceder a su repartición colonial. Sus lenguas no podían correr mejor suerte. Al fin y a la postre las portaban etnias que fueron ubicadas a un lado u otro de las nuevas fronteras africanas mediante tan poco edificantes criterios. De ese modo han surgido unidades solo en apariencia nacionales, fragmentarias por definición, plagadas de contradicciones difícilmente resolubles, sumidas en una zozobra comprensible. Nigeria, por continuar con un ejemplo al que había acudido al comentar la literatura africana en lengua inglesa, inició su segregación política a mediados de los años 40. El primer proyecto de Constitución data de 1945, al que siguieron otros en 1951, 1954 y 1959. No obstante la plena independencia política solo se alcanzó el 1 de octubre de1960, promovida fundamentalmente por una de sus etnias mayoritarias, los ibo. De partida la misma independencia era contestada étnicamente, habida cuenta de que otro de los grupos predominantes, el yoruba, defendía posiciones más conservadoras. Esos precedentes tan poco halagüeños condujeron a los primeros desórdenes raciales en 1962 y en 1966 al inicio de una tradición golpista que lamentablemente inaugurará el general Ironsi. En 1967 la población ibo del este se independiza con el nombre de Biafra, dando paso a una cruenta guerra civil que se prolongará hasta 1970. Al margen de esos dos grandes grupos raciales, existen otros mayoritarios, los hausa o los fulbé, y multitud de etnias minoritarias, provistas cada una de ellas de su correspondiente lengua. El resultado es, como no podía ser de otra forma, una enorme proliferación lingüística dentro de un mismo estado, tan prolija como el conglomerado étnico que la postcolonización embutió dentro de un mismo marco estatal. Nigeria ocupa el tercer lugar en una hipotética clasificación de naciones con alta densidad lingüística, inmediatamente después de Papua Nueva Guinea y de Indonesia. Estaríamos hablando de que en total se dan cita entre sus fronteras unos 381 idiomas distintos del inglés. Ésta, desde luego, es una constante susceptible de ser aplicada a otros muchos lugares del mismo entorno geopolítico. En Camerún conviven 269 lenguas, otras 212 lo hacen en Zaire, en tanto que Sudán acoge 142, Tanzania 127, Etiopía 120, Chad 117 o, por concluir, la República Centroafricana alberga 105. Además, hay que pensar que tal diversidad acontece entre po

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blaciones muy reducidas, lo que intensifica los efectos de la misma. En la República Centroafricana esos 105 idiomas se distribuyen entre unos 3 millones de personas, más o menos la misma demografía que en Paraguay (2 lenguas), Jordania (monolingüe) o Albania (prácticamente monolingüe, sin contar grupos de hablantes prácticamente testimoniales de macedo-rumano). Si confrontamos la situación centroafricana desde el punto de vista de su implantación territorial, las 105 lenguas se cobijan en una superficie de unos 622.000 km², parecida a la de Afganistán que acoge solo a nueve o a la de Birmania con dieciocho. En fin, permítanme que juegue un poco con los números, lo que no deja de ser otra forma de ilustrar lo comentado a través de la fría y monolítica expresividad de las cifras. Supongamos que establecemos algo así como un coeficiente de densidad espacial y demográfica de la vida lingüística de las naciones, para dar razón de cuánto espacio ocupa una lengua y cuántos hablantes le corresponderían, en el supuesto teórico de que todas las lenguas de un mismo país quedasen distribuidas equitativamente entre grupos iguales y monolingües. Como digo, planteo nada más que un juego, con fines exclusivamente ilustrativos, consciente de que la realidad es mucho más compleja e intrincada. Pero, siguiendo con mi propuesta, encontraríamos que en la República Centroafricana cada lengua ocupa 4.146,66 km² y cuenta con 28.571 hablantes, mientras que en Chile español y araucano dispondrían de 378.313 km² o en Paraguay habría una lengua mayoritaria para cada millón y medio de personas. Si dejamos a un lado los estados y enfocamos la situación desde el ángulo de las lenguas, la situación sigue siendo lógicamente la misma, aunque accedamos a una perspectiva complementaria de todo cuanto acabamos de comentar. Una de las principales lenguas africanas, el mandingo, distribuye sus más de dos millones de hablantes entre Senegal, Costa de Marfil, Guinea-Bissau, Guinea y Malí. Otro de los grandes vehículos de comunicación lingüística en África, el suahelí, oficial en Tanzania y Kenya, es usado igualmente en Uganda, Ruanda, Burundi y Zaire. El fulaní, por su parte, aunque tiene su núcleo principal radicado en Nigeria, se extiende también por Guinea, Guinea-Bissau, Senegal, Gambia, Mauritania, Malí, Burkina Faso, Níger y Camerún. El teso posee hablantes con tres pasaportes distintos (Etiopía, Kenya y Tanzania). Otro tanto le sucede al mandí, repartido entre Kenya, Uganda y Tanzania, o al bosquimano. Este último contaba a principios de los 90 con unos 50.000 hablantes. De ellos 25.000 estaban ubicados en Botswana, 

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10.000 en Sudáfrica y los restantes 15.000 en algún lugar del África suroccidental. Repárese en que nos estamos refiriendo a lenguas que en ocasiones carecen de ortografía, sin tradición literaria fuerte, al margen de los grandes canales internacionales de comunicación, en definitiva, muy precisadas de una intensa actividad planificadora en la dirección que ya conocemos, proporcionándoles todo lo que poseen las lenguas de sus antiguos colonizadores: gramáticas, diccionarios, ortografías homologadas, etc. En ese escenario geopolítico, repartidas entre varias naciones que no terminan de serlo, viviendo habitualmente en un zozobrante desequilibrio interno, acometer con un mínimo de garantías esas metas no deja de ser una forma de generoso voluntarismo, no sé si una mutación contemporánea del viejo espíritu del optimismo histórico. No en vano el camino hacia la «vernacularización» lingüística de África empieza a ser largo, sin que su ya secular longevidad invite al optimismo. En 1928 Diedrich Westermann, desde el Institut of African Languages and Cultures de Londres, acaso pensó haber dado el paso definitivo para la progresiva normalización de las lenguas africanas. Presenta entonces la base de lo que dos años después se conocerá ya como Alfabeto africano, un repertorio de caracteres latinos mediante el que transcribir las lenguas de África. Va para tres cuartos de siglo, y hoy ese sistema de trascripción africano solo despierta el interés de algunos lingüistas ocupados en una rama tan olvidada para su disciplina como es la escritura. Esa situación, por fortuna para la lingüística y para la sociedad en la que sería razonable que revirtiesen sus investigaciones, está cambiando en los últimos años. En todo caso, tal cambio de mentalidad no revierte directamente, ni podría hacerlo, en la resolución de cuestiones como las africanas que aquí nos ocupan, ancladas en condicionamientos históricos de mucha mayor hondura. África encarna un ejemplo palpable, y al mismo tiempo doloroso, de que la pericia técnica en sociolingüística no basta para resolver los problemas profundos en materia de gestión lingüística. Acaso esté poniendo también vivamente de manifiesto que esa interrelación entre lengua y sociedad que preconizamos, sin discutir su pertinencia y legitimidad, está caracterizada por una fehaciente asimetría que tiene su polo determinante en la sociedad y su factor determinado en la lengua. En una tierra colonizada en el fondo y en la forma, a pesar de su independencia política, sencillamente no germina una planificación lingüística libre e independiente. Mucho menos dentro de ese marco de referencias internacionales al que me estoy refiriendo continuamente. 

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Europa ha presentado la otra cara de la moneda. Las planificaciones acometidas, gracias al determinante sustento –moral y no moral– de la Unión Europea, han propiciado varias resurrecciones lingüísticas de indudable mérito, no sin que se haya extinguido la preocupación por su suerte. El camino pendiente hasta su plena consolidación como instrumentos comunicativos equiparables a los grandes idiomas nacionales, sin duda, es prolijo, no sé si también proceloso, y a buen seguro que no va a carecer de obstáculos. No obstante, en términos generales, aquí buena parte de lo previsto sí se ha ido cumpliendo con bastante regularidad y constancia. Han de reconocérsele logros indiscutibles, poco menos que inimaginables hace cuarenta años, como el actual estatus social del flamenco en Bélgica, de catalán, gallego y vasco en España, del frisón en Holanda, del bretón en Francia o del gaélico en Escocia, por concentrarme sólo en las comunidades más referidas en la bibliografía especializada. En otras ocasiones la evaluación puso al descubierto que la vida de las lenguas latía a ritmos no del todo políticamente planificados. Monika Heller aportó en el año 2000 una muestra ciertamente sintomática al respecto. A pesar de que desde la esfera política se impulsara sin ambages la plena equidad de anglófonos y francófonos, era imposible que la dinámica sociolingüística interna del país viviese de espaldas al abrumador peso internacional del inglés. Aun gozando de una política lingüística favorable para la minoría francófona, a sus miembros les seguía siendo complicado abandonar los rincones más humildes de la pirámide sociolingüística canadiense, circunstancia especialmente agudizada cuando migraban dentro del propio estado. La crisis de los sectores tradicionales de la industria hizo que, en torno a la segunda mitad de los años 80, se apostase por un fuerte desarrollo del sector servicios. Algunos estados canadienses pronto acudieron al turismo, reciclando de inmediato a sus bilingües francófonos que, por tan particular coyuntura y procedimiento, habían pasado a convertirse en trabajadores idóneos para las nuevas demandas profesionales que se estaban planteando. Paradojas de la historia y de la vida, la crisis económica habían conseguido, de un plumazo, lo que décadas de sesuda planificación habían sido incapaces de terminar de consolidar y cerrar. Con todo, y sin desdeñar el valor de éxitos sorprendentes como el del turismo canadiense, en la abrumadora mayoría de las ocasiones el peso institucional de las grandes lenguas ha sido un lastre al que difícilmente fue posible sobreponerse tan solo a gol

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pe de planificación, menos aún por mor de algún azar coyuntural. La independencia de Irlanda no ha trastocado sustancialmente la desequilibrada convivencia de su gaélico con el inglés. No se diría que hoy viva una situación tan distinta de la que provocara su dependencia política respecto de Gran Bretaña hasta prácticamente la segunda mitad del siglo xx. El orgullo nacional de la independencia duramente conquistada se palpa, indiscutiblemente, en múltiples facetas de la vida irlandesa. Sin embargo no precisa como condición sine qua non ser verbalizada en gaélico, renunciar al inglés. Tanto es así que Seamus Heany, grandísimo poeta donde los haya, inconfundiblemente irlandés, obtuvo el Premio Nobel de Literatura por su producción en lengua inglesa. Cierto es que los grupos con una acentuada impronta cultural parecen quedar al margen de toda clase de planificaciones y de otros influjos nacionales o internacionales. Las medidas adoptadas para la integración lingüística de inmigrados en Europa se han estrellado sistemática, espectacularmente, contra el fortín turco. En una reciente cala realizada en Francia, Tribalat y su equipo confirmaron que la intensa endogamia de los migrantes turcos, junto a su considerable dogmatismo religioso y su evidente desinterés por las culturas ajenas, eran los responsables directos de sus bajísimos porcentajes de adquisición del francés, incluso en hablantes de segunda y tercera generación. Cuando ni tan siquiera se toleran los matrimonios mixtos, como al parecer sucede a menudo en el seno de la comunidad turca inmigrada, mucho menos propicios se mostrarán a escolarizar a sus hijos en la cultura de acogida y, por descontado, lo más probable es que se rechace el bilingüismo al que quién sabe si considerarán un agente de contaminación cultural. De todas formas, por mi parte, no tengo inconveniente en reconocer que estos datos los tomo con cierta cautela. Más que lo arrojado por la investigación en sí de Tribalat, que sin duda goza de absoluta solvencia, me ronda una relativa desconfianza en la metodología que todos empleamos para dar cuenta de cuestiones tan delicadas como el dogmatismo religioso, el espíritu endocéntrico, el alejamiento de la alteridad y otras similares. Cuando nos enfrentamos a una realidad tan sutil, tan extraordinariamente matizable salvo en sus versiones más extremas, a pesar de que procure ejercer como científico, no puede evitar la tentación de considerar seriamente la posibilidad de que exista una parte de esa realidad que no cubren los datos, que se escapa. Claro, es más resbaladiza, más huidiza, más fruto del azar y menos sistemática, quizá inútil para la ciencia que 

iii. lenguas, sociedades y gestión lingüística

busca regularidades, grandes pautas sobre las que operar. No sé. La cuestión es que, durante mi época de residencia en Alemania, he tropezado en muchas ocasiones con turcos. Unos, sí, diría que tendían al dogmatismo y a la poca familiaridad con otras culturas. He de decir, en todo caso, que no me parece que los turcos posean la exclusividad del dogmatismo religioso, ni que sean los únicos colectivos recelosos de las culturas ajenas. En todas las partes del mundo hay seres dogmáticos que profesan credos diversos, que enarbolan banderas de muchos colores, que hablan lenguas muy distintas. Al mismo tiempo he conocido turcos cultos, cosmopolitas y tolerantes, ciertamente entrañables y, todo hay que decirlo, incluso hijos de matrimonios mixtos. Supongo que cuando los encuestadores sobre inmigración rastrean por sus barrios ellos simplemente no están, han salido, no contestan, o sencillamente forman parte de la consabida excepción. Lo que no termino de aceptar es que dichas excepciones, cuando nos referimos a hechos como estos, confirmen la regla. Antes al contrario, nos hacen percatarnos de la profunda heterogeneidad de estos procesos y del prudente tacto con el que han de ser abordados. Otros condicionamientos de peso sobre la suerte de la planificación lingüística han provenido de los órdenes político, socioeconómico y cultural, sobre todo, de la influencia determinante que su estructuración hegemónica ejerce sobre cualquier manifestación de la vida social. La ubicación a un extremo u otro de esa línea de fuerza histórica, de esa cuerda que tensan quienes ejercen el poder y quienes reciben las secuelas de ese ejercicio, ha resultado por completo determinante. Ahí radica la explicación de que algunas minorías, obviamente ubicadas en el extremo débil, a pesar del empuje mostrado en la promoción de la lengua vernácula, no hayan terminado de sobreponerse al empuje cultural de la otra lengua con la que se encuentran en contacto. La contrapartida, por cierto, también existe. En el otro extremo de esa imaginaria cuerda que simboliza la hegemonía de las sociedades, el poder social explica la subsistencia de algunos islotes de bilingüismo artificial que, sin ese respaldo, hubieran sido fruto de una rápida y fulminante homogeneización lingüística favorable al idioma nacional. A finales del xix refería Ganivet en sus Cartas Finlandesas el enorme predicamento del que gozaba el sueco en aquel país. Ya entonces los suecos conformaban una minoría, ubicada en posiciones socioeconómicas nítidamente preferentes. La estima social de la que gozaba su lengua, por tanto, no hacía más que reflejar, o 

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trasladar a la esfera cultural, la propia situación socialmente privilegiada de la minoría sueca. La política también se ha encargado de colocar trabas sociales –por momento, lastres inmensos– para aquellas lenguas que resultaban sospechosas de portar alguna forma de simbolismo político, sobre todo de corte nacionalista. La profusa gestión lingüística de la antigua Unión Soviética a favor de las lenguas no rusas, tan referida en estas páginas, sin embargo refrenó su generosidad en lo tocante al lituano, el estonio y el letón, verdaderos iconos de las más señeras reivindicaciones nacionales a las que hubo de hacer frente aquel estado. Por último, la cultura –o mejor dicho, lo cultural– no siempre actúa como sinónimo de conocimiento que genere armonía entre las lenguas. Conveniente y nunca inocentemente estimulado desde el poder político, a veces lo cultural alimenta aberraciones manifiestas, que llegan a provocar incluso el auto-odio lingüístico, en nombre de vestimentas culturales recién estrenadas. La concatenación de acontecimiento resulta, por descontado, gratuita e injustificada. Quien abraza una nueva cultura, adopta incondicionalmente la lengua que supuestamente la transcribe y destierra de sí cualquier manifestación en la lengua que ha estado empleado hasta esos momentos. De eso saben muchísimo los inmigrantes que, en un intento desesperado por evitar los estigmas que peden sobre ellos en las sociedades receptoras, no solo abandonan incondicionalmente su lengua materna, sino que experimentan una agria repulsa hacia la misma. Hace tan solo unos meses, este verano pasado, Laura me recriminaba por hablar en español a su hijita, nacida como yo en Terrassa, Barcelona. Me achacaba una incomprensible falta de sensibilidad por parte de alguien que, habiendo vivido allí, era perfectamente sabedor de lo fundamental que resulta el catalán para desenvolverse con un mínimo de éxito en aquel mundo. Al margen de que uno nunca deja de ser miembro de la comunidad en la que ha nacido, por muy reiterado que sea su alejamiento físico, la verdad es que ni se me había ocurrido pensar que Laura tuviera proscrito el español en su casa, que riñera a su hija cuando empleaba esta lengua, incluso cuando lo hacía con sus abuelos que llegaron del Sur hace más de cuatro décadas. Simplemente no podía imaginar –aunque por deformación profesional tal vez habría debido sospecharlo– que Laura, hija de granadina y almeriense, casada con un hijo de murcianos, tuviese una fobia tan drástica y radical a cualquier vínculo con la cultura en castellano. He de reconocer que mi per

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plejidad me impidió aclararle a Laura que el bilingüismo no es una rémora, sino un enriquecimiento, no es un defecto que nos afee, sino una magnífica posibilidad de acceder a una visión más amplia y completa del mundo. Bien pensado, tampoco importa demasiado mi lapsus. Probablemente no me habría creído. Algunas figuritas de mi escritorio me lo recriminan, me acusan de ser el culpable de que Laura, y tantas otras y otros como ella, no me crean. Los hablantes necesitan orientaciones, pautas y guías para el uso del idioma, no consideraciones e historias diversas sobre sus orígenes, su gestión y asuntos por el estilo. Se van arremolinando justo hasta el borde de mi escritorio, como una marea en la que se alternan los trajes y las corbatas impecables con las togas académicas. Me señalan acusadoramente con el dedo, me llaman frívolo, externalista, intruso. Tampoco me preocupa demasiado. No es la primera vez. Bien visto viene a ser casi un resumen de mi vida científica. Algunos amenazan con descender hasta el teclado e inmovilizarme los dedos. Los más osados tratan de descolgarse hasta el suelo, escalar la pared de enfrente y sabotear el alimentador eléctrico. De la otra punta del escritorio alguien grita con voz fuerte y firme que basta ya. Los entrajados y tonsurados de repente se paralizan y giran la vista. Miran sorprendidos a unos lingüistas más jóvenes que se confunden con la población de a pie. Forman un tropel muy variopinto en el que se entremezclan los monos azules, las batas blancas, los cascos de obra, las ropas festivas y las zapatillas deportivas… Estos lingüistas atípicos, por desconocidos hasta ahora, parecen rehuir de las normas dictadas desde sus púlpitos de cristal. Prefieren arreglar cañerías de palabras, tratar a pacientes verbales, diseñar nuevos habitáculos de comunicación, organizar actividades festivas con nuestra capacidad de hablar, ayudarnos a entendernos humanamente a través del lenguaje… Los etiquetados retroceden, se van acartonando progresivamente, hasta comprimirse al tamaño de una fotografía de carné. Una nave en forma de libro desciende del cielo de mi escritorio y se posa frente a ellos. Abre de par en par sus hojas vetustas, gloriosas, apergaminadas y los absorbe dejándolos pegados entre sus páginas. Cuando concluye, cierra sus lomos y me deja un libro de historia de la lingüística. Se me acerca un lingüista con una llave inglesa en la mano y me dice que no me extrañe, que a nosotros nos sucederá igual, que es a ley inexorable de la ciencia, pero que entre tanto debo perseverar, hasta que Laura me entienda. 

IV

Los derechos humanos lingüísticos y la última frontera de la planificación lingüística

Laura, por supuesto, forma parte de un ejército vasto y anónimo que desconoce geografías. No es tan sorprendente que, trasteando por esos derroteros, los lingüistas tuviésemos pronto la cruda percepción de que nuestros quehaceres con las lenguas –algunas veces por suerte, por desgracia la mayoría– terminan repercutiendo, condicionando y a menudo determinando a sus hablantes. Nuestra intervención en esta parcela de la dinámica social forzosamente ha de conducirse con un máximo de cautela, desde una exigente deontología profesional. Los planificadores lingüísticos están sujetos a imperativos éticos poco menos que insoslayables. Nunca serán admisibles intervenciones lingüísticas tendentes a vulnerar el respeto hacia la otredad, a quebrantar la diversidad de las sociedades, a minar la convivencia entre pueblos, lenguas y culturas; valores todos ellos que han de sobreponerse incondicionalmente a las opciones personales defendidas por cada uno de nosotros. La ideología, creo haberlo dicho ya, es lícita y hasta inevitable, aunque no por ello carezca de límites. Al menos parte de la sociolingüística, en especial la más vinculada a las tradiciones europeas, había sido considerablemente sensible a esa clase de preocupaciones, sobremanera agudizadas en el momento de perfilar sus posibles aplicaciones. Ello no dejar de hallarse sujeto, como casi siempre, a cierta controversia. Ya ha quedado dicho que al otro lado del Atlántico algunos sociolingüistas preconizaron encastillarse en una nueva torre de cristal. Fuera de ver cómo el lenguaje se diversifica en función de los grupos sociales, nada legítimo quedaba para su perspectiva sociolingüística. Comprensiblemente, desde esos presupuestos muchas de las tareas realizadas en Europa terminaban por convertirse en poco menos que 

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un incordio. Por ello procedieron a eliminarlas sin más, a desterrarlas incluso de la lingüística en su acepción más general. Muchos manuales oficiales de sociolingüística, sobre todo procedentes de EE.UU. o de autores adscritos al variacionismo más ortodoxo, han descartado injustificadamente la existencia de escuelas europeas independientes. La historia de la lingüística, como la de cualquier otra ciencia, dispone de sus registros cronológicos que no dejan de ser una magnitud objetiva, de suma utilidad por cierto en ocasiones como ésta. Los primeros trabajos del británico Basil Bernstein están fechados en 1958, seis años antes de que en UCLA empezaran a pensar cómo echar a andar. Desde ese momento en Europa se fragua un modelo de observar la realidad social de las lenguas. Lo hace, además, de forma vertiginosa y prolífica. En 1971 Bernstein ya tenía listo su modelo, sometido a verificación empírica, corregido de acuerdo con ella y proyectado interdisciplinarmente a la educación. Incomode o no, la sociolingüística europea ha sido un dato histórico, todavía activo y en continua renovación. Tanto es así que parte de los sociolingüistas estadounidenses, los etnógrafos del habla y los sociólogos del lenguaje, terminarán acometiendo investigaciones conjuntas con los sociolingüistas europeos. En todas sus versiones, desde el modelo original bernsteiniano y en sus herederos directos en Gran Bretaña y el Continente, hasta el agudísimo y original enfoque desarrollado en Italia, los sociolingüistas europeos han solido poner de manifiesto una severa preocupación por el alcance social de sus pesquisas. Esa sensibilidad científica, deontológica, y, por qué no decirlo, también sociopolítica, a mediados de los noventa cristaliza en un nuevo epígrafe sociolingüístico preocupado por los derechos lingüísticos, por el componente de los derechos humanos que toca cuestiones relacionadas con las lenguas. El presupuesto básico que enarbola, y desde el que se articula esta propuesta sociolingüística, defiende la absoluta autonomía individual en la elección de lenguas, en tanto que manifestación sustantiva del derecho inalienable a la libertad de expresión. Por tanto, más que una vindicación de radical novedad, en realidad supone la concreción y el desarrollo de viejos conocidos, de libertades tradicionalmente reclamadas y nunca ausentes de las grandes declaraciones internacionales que han velado por la dignidad humana. Cuando las mujeres pierden el apellido al ganar marido, como ha sucedido por regla general en las sociedades luteranas, o se las obliga a permanecer en silencio ante el varón para no violar ancestrales ritos asiáticos, se están quebran

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tando gravemente sus derechos lingüísticos. Al igual que lo hacen aquellos gobiernos que persiguen hasta la extenuación lenguas tan políticamente fatigadas como el kurdo en Turquía, el bereber en el Magreb, tan quejumbrosas como el algonquino en Estados Unidos o el vepsio en la Federación Rusa, tan preocupantemente débiles y febriles como las amazónicas. Incluso cuando no se hallan tan directa y formalmente hostigadas, el estado de minoría lingüística, de lenguas pequeñas en el contexto de sociedades con lenguas mayores, suele rondar el agravio en forma de alejamiento de los principales vehículos de transmisión cultural, de ausencia del aparato administrativo o de prescripción, explícita o solapada, en la educación. La lista de estos desheredados de la fortuna lingüísticos por momentos se antoja inagotable y, desde luego, es ciega; no distingue razas, continentes, culturas ni regímenes políticos: chinos a quienes han prohibido registrar sus nombres vernáculos en Indonesia, pueblos y más pueblos que no accedieron al don de la escritura, sordomudos para los que no es posible explicar por sí mismos sus dolencias en un servicio hospitalario, hispanos amenazados por las aviesas intenciones de los republicanos estadounidenses, tan reacios a la educación bilingüe, musulmanes búlgaros que hubieron de ocultar sus textos sagrados y cualquier manifestación verbal que aludiera a su identidad religiosa… todos ellos, en definitiva, miembros de una común legión que pretende acoger esa nueva, y solidaria, sociolingüística de último cuño. El caudal empírico revisado por esos autores ha sido profuso, fruto sin duda de una sana impaciencia por zambullirse en la realidad e inspeccionarla palmo a palmo. En muchos de sus trabajos se percibe un entusiasmo por momentos vertiginoso, un ímpetu científico propio de quien actúa desde convicciones profundas, también una inquietud por detectar cuanto antes el mayor número posible de trasgresiones a los derechos lingüísticos de los individuos. Probablemente a causa de ese frenético practicismo, los especialistas en derechos lingüísticos tampoco han mostrado demasiado empeño en debatir aspectos taxonómicos, o cualquier otra clase de cuestión teórico-metodológica. Todo ello, junto con la eminente bisoñez de estas inquietudes y el forzoso canon de incertidumbre que ello trae aparejado, hacen delicado establecer un bagaje estricto, milimétricamente ordenado de lo mucho que nos han aportado. A pesar de todo, y aun a sabiendas de la inevitable provisionalidad que comporta segmentar y clasificar un ámbito científico que todavía está delimitándose, me atrevería a proponer tres grandes 

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focos de actividad lingüística en derechos humanos, con no pocos vasos comunicantes entre ellos. De partida, lo he apuntado hace un instante, urgía consignar la mayor masa posible de datos empíricos, a fin de conocer con detalle el estado en que se encontraban los derechos lingüísticos en el ámbito mundial. Para ello se ha indagado, profusa aunque no exclusivamente, en la esfera legal, desde el convencimiento de que en ella residía una privilegiada fuente documental de actuaciones formales hacia las lenguas. Todo lo impulsado desde la administración política, no solo impregna hasta el último recoveco del tejido social, sino que refleja una determinada correlación de fuerzas sociopolíticas. Las normas lingüísticas, como cualquier otra norma jurídica, desconocen las excepciones, al menos en teoría y en los estados democráticos. Cuando el general Franco decreta la oficialidad exclusiva del castellano, con la consiguiente condena de las restantes lenguas vernáculas de España, ese atropello cultural afecta a todos los hablantes de catalán, gallego y vasco, sin excepción, con independencia de que fueran hombres o mujeres, jóvenes, ancianos, esbeltos, rubios, calvos, devotos fervientes, crápulas irredentos, campesinos o urbanitas, incluso alcanza a pobres y ricos sin demasiados miramientos. Tan obsesiva persecución solo se explica por una traslación del espíritu de trinchera a la vida cotidiana. Los vencedores de una guerra no dialogan con los vencidos; los torturan, los ejecutan, con suerte los hacinan en campos de concentración o los condenan a largas penas de cárcel. Los símbolos culturales siguieron el mismo camino, terminaron confinados en las mazmorras intelectuales del régimen correspondiente. Por supuesto que la sementera entre la que germinan las leyes lingüísticas no siempre se nutre de una situación social y política extrema, de manifiesta asimetría, como la que encarna una dictadura tan enquistada como protagonizó el Franquismo español. Mediante el Decreto 1142 el gobierno colombiano promueve en 1978 la coeducación lingüística dentro de su territorio nacional, abriendo de ese modo una puerta franca al mantenimiento de las lenguas indígenas junto al español. Ello suponía un cambio de rumbo harto significativo de su política lingüística, en primera instancia, pero también daba continuidad a una nueva concepción sobre las relaciones entre los distintos grupos étnicos que conformaban ese país. Desde principios de esa década, Colombia registra una intensa actividad indigenista. Ya en 1970 está conformado y activo el Consejo Regional Indígena de Cauca, abriendo una senda que culminará en el movimiento Unidad Indígena. En esta ocasión, la ley lingüística 

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procede de un consenso amplio y profundo que, sin duda, perseguía transformaciones muy hondas en la convivencia del país. Junto a lo legislado, se ha tomado el pulso lingüístico a las sociedades, a sus hábitos de comunicación, a sus barreras implícitas, a sus normas silenciadas, en tanto que potenciales focos de discriminaciones lingüísticas de no menor envergadura. Los medios de comunicación, las pautas de prestigio que transmiten, son un conocidísimo agente en esta dirección. Su enorme popularidad, las continuadas alusiones que recibe por parte de los especialistas, terminan por convertirlos en un factor casi nada encubierto, prácticamente tan formal como una ley. En cualquier caso, las sociedades disponen de otros recursos para realizar tareas equivalentes, actuaciones, no por sutiles menos efectivas, menos potencialmente lacerantes, como la inclusión de aspectos lingüísticos en los cuestionarios para la contratación laboral. En 1982 Jupp, Roberts y Cook-Gumperz aportaron una indagación más que concluyente al respecto. Las minorías surasiáticas arribadas a Gran Bretaña durante las décadas de los 50 o los 60 no encontraron excesivos reparos para su incorporación al mercado laboral. Durante ese período, y prácticamente hasta la primera mitad de los 70, la economía internacional gozó de buena salud en Occidente. De ese modo, la sociedad británica ofrecía una cuota de productividad sobrante, tomada por una fuerza laboral no menos excedente en sus países de origen y necesitada de ocupación. A la vista de tan evidente conveniencia para ambas partes, ni unos ni otros pusieron especiales impedimentos al respecto. Los surasiáticos se incorporaron, sin más dilación ni trabas, incluso a tareas para las que en ocasiones se hallaban sobrecualificados. Hasta aquí la historia se desenvuelve según el guión previsto y común para cualquier movimiento migratorio: la formación alcanzada en sus países de origen quizá los destinara a empleos más elevados, pero la necesidad abrazó aquello que tenía más a mano por puro pragmatismo, por instinto de supervivencia. Por descontado que en ese escenario la problemática lingüística ni tan siquiera figuraba en los créditos del libreto. Todo cambia de forma drástica al estallar la crisis económica que socavó las economías occidentales a partir de la segunda mitad de los 70. El sector secundario británico se vio fuertemente afectado, con lo que el mercado laboral empezó a complicarse de manera sensible. A partir de ese momento, los surasiáticos dejaron de ser los depositarios de la beneficencia social. Sus excedentes laborales pasaron a ser ocupación apetecible para los nuevos desamparados nacionales de la fortuna que huían del pa

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ro y sus secuelas. En consecuencia, los surasiáticos se convirtieron en abiertos competidores para la nueva población cesante británica. Ahora el factor lingüístico sí cobra repentino y nada casual protagonismo. La selección de trabajadores desde aquellas fechas cuenta con pruebas de capacitación lingüística que, como cabía imaginar, adoptan el inglés británico como modelo de referencia. Lo que se exige de los aspirantes a trabajadores no tiene nada que ver con que utilicen un léxico rico o construyan adecuadamente. Por el contrario se les demanda una pronunciación sujeta a los hábitos del inglés británico que, lógicamente, les quedan lejos, muy lejos. Mediante tal procedimiento, los surasiáticos terminan siendo descalificados como competidores por meras diferencias dialectales que, salvo en casos esporádicos, difícilmente serán capaces de soslayar. Revisadas las actuaciones formales y encubiertas de las sociedades en materia lingüística, a continuación se ha procedido a denunciar todas aquellas situaciones que violasen potestades legítimas de las personas en el orden lingüístico. Ello, por descontado, ha aportado una indudable trabazón a este campo de indagación sobre el componente lingüístico de los derechos humanos. Lo contrastado en el apartado anterior encontraba su previsible línea de continuidad en este nuevo componente, acusadamente más vindicativo. La consigna venía a consistir en que era preciso empezar testimoniando, para poder reivindicar con la plena legitimidad que otorgan los hechos pertinentemente verificados. Pero, al margen de esa función cohesionadora del discurso científico propuesto desde estas investigaciones, en el trasfondo de este segundo apartado late un enorme imperativo ético, un evidentísimo compromiso del sociolingüista con el mundo en el que vive. Preocuparse por la muerte de un inmigrante en Suecia, incapaz de explicar sus dolencias en un servicio de urgencias ante la falta de un intérprete, para los lingüistas suponía un giro capital en los cometidos de su disciplina. Consignar esa información, describirla minuciosamente y limitarse a ponerla en circulación a través de los parquísimos circuitos académicos equivalía a cometer una irresponsabilidad social manifiesta. Como cuando el Turkana Boy empuñaba su protolenguaje desde su posición erguida, como cuando el emperador Sejong en persona diseñó el alfabeto coreano, como siempre, el lenguaje y las lenguas trascendían con mucho lo científicamente lingüístico. El sociolingüista conocedor de datos de esa naturaleza está obligado a denunciar tales situaciones, sin reparar en medios, sean éstos los canales estrictamente científicos, sea la comunicación de masas o 

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sean incluso los tribunales ordinarios de justicia. Por supuesto que ello implica alinearse sin ambages ni tibiezas en una trinchera con nombre, apellidos y banderas dentro del campo de batalla ideológico del mundo contemporáneo. La preocupación por los derechos lingüísticos conduce a esta nueva mutación de la sociolingüística finisecular junto a los inmigrantes, los pueblos con lenguas oprimidas, los grupos lingüísticos marginados –étnica, religiosamente, etc.–, los discapacitados lingüísticos, en suma, los desahuciados de la fortuna cultural. No ocultaré que cuando alguna vez he expuesto en público estos planteamientos, prácticamente siempre, me he tropezado con alguna sonrisa socarrona, miradas indulgentes, más de una mofa hacia el regusto filantrópico que rezuma. Ciertamente es así, filantropía, bonhomía, utopismo si se quiere, abundan a raudales en esos planteamientos. Claro que cada cual los valora como estima oportuno, o como puede. En lo que a mí concierne, ese talante altruista solo me merece respeto y admiración. El último escalón que le restaba por sortear a estas investigaciones, por fuerza, había de conducirnos a la propuesta de directrices explícitas de actuación, algunas de cuyas recomendaciones han sido recogidas por organismos internacionales como la UNESCO. Nuestro inmigrante en Suecia formó parte de una legión anónima, no identificada, pero a buen seguro que inmensa de muchos inmigrantes que en todo el planeta han experimentado situaciones más o menos similares. De la misma forma, cualquier rincón de nuestro mundo cobija a grupos de hablantes con lenguas amenazadas, a mujeres discriminadas también por sus usos lingüísticos, a ortografías proscritas, a lenguas mal vistas, vejadas, hasta prohibidas. Urge solucionar cada caso concreto que se diagnostica. A la vez es imperativo articular mecanismos legales que eviten tales situaciones en el futuro. La abundancia de información, de abrumadora y compleja información, puede invitar a trazar una radiografía ciertamente difusa del estado actual en que se encuentran los derechos lingüísticos, si bien tiene también su contrapartida positiva, dado que faculta para establecer un retrato-robot bastante fidedigno de la(s) persona(s) más proclive(s) a sufrir discriminación lingüística en las sociedades de las que todos formamos parte. Tendencialmente son mujeres, a pesar de que el género en esta ocasión no es tan determinante como en otras coyunturas sociolingüísticas ni, por descontado, como en otras facetas de la vida social. Sí que resulta más decisiva la pertenencia a alguna minoría demográfica, sin distingos significativos 

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entre ellas, sean de origen étnico, religioso, cultural, nacional o político. Cualquiera de esos factores se agudiza en circunstancias de inmigración. Ni qué decir tiene que la conjunción simultánea de todos ellos se convierte en el más fatal y estigmatizador de los etiquetajes para sus hablantes. De todas formas, yo quisiera subrayar dos cosas que se me antojan fundamentales. De un lado, todos estos parámetros se activan si, y solo si, sus portadores están ubicados en los estratos socioeconómicos más humildes de sus respectivas redes sociales. De otro, conviene no perder de vista que estamos hablando de tendencias amplias, genéricas, de un abanico virtual de posibilidades que se acomodan a la particular idiosincrasia social de cada contexto y que al hacerlo, lógicamente, adquieren caracteres específicos y propios, no exactamente verificables ad pedem litterae en otros entornos. La Corte Suprema de Estados Unidos reconoció en 1926 que la libre expresión dentro de la actividad mercantil suponía una manifestación del libre comercio y del propio espíritu constitucional norteamericano. No obstante, según nos informa De Varennes sobre la situación lingüística del condado de Ponoma, en el estado de California, a sus jóvenes informáticos les resultaría sencillamente imposible comprar wan-tung, kutí o li-chis, si figuran con caracteres asiáticos en las cartas de los restaurantes. Así lo prohíbe una ordenanza de su condado dictada en 1998 que proscribe cualquier forma de publicidad que no sea formulada en caracteres latinos. Yo me permito agregar que, de proseguir con éxito su carrera, casi con toda seguridad terminarán aprendiendo japonés, sin pestañear y sin trabas mayores, ortografía oriental incluida. Naturalmente, como en tantas otras ocasiones, no se trata de una muestra aislada. Matices dialectales al margen, el árabe de los braceros agrícolas llegados al campo andaluz y el de los jeques instalados en Marbella viene a ser en sustancia el mismo; no así la consideración social de sus personas ni de sus hábitos lingüísticos. La situación de la comunidad arabófona en España encuentra múltiples parangones en otros idiomas de gran difusión internacional insertos en dinámicas verdaderamente contrapuestas, y no menos sintomáticas por cierto de la raíz social última que conforma todos estos procesos. Sin trasladarnos innecesariamente lejos, según el Summer Institute of Linguistics, el español sería la segunda lengua más hablada del mundo. Tras los 885 millones de personas que hablan chino mandarín, vendrían los 322 millones de hispanohablantes. El dato cuantitativo tampoco debería abrumarnos en exceso, toda vez que ilumina casi 

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en la misma medida que distorsiona. En la distribución estatal de las lenguas más habladas del mundo, los estadísticos del Summer Institute of Linguistics han tenido a bien incluir todas aquellas naciones en las que como mínimo un 1 % de la población emplee alguna de ellas. De ese modo, Camerún, Malasia, Singapur o Israel pasarían a formar parte del mundo anglófono, lo que simplemente va contra la realidad objetiva y contrastada. En este punto es inevitable que evoque la severa advertencia que un día me realizara mi buen amigo Pepe acerca de la estadística. Pepe, como eminente teórico de la literatura que es, mostraba reticencias grandes hacia algunos de los recursos metodológicos a los que acudimos los sociolingüistas en nuestras investigaciones. He de reconocer que esas reticencias siempre las ha trascrito de forma benignísima por la amistad de años que nos une. La condescendencia afectiva no bastó para excluirme de quienes practican la ciencia de los pollos, algo así como una denominación alternativa para lo que en el resto de la comunidad científica se conoce con el nombre de estadística. Según esta nueva reformulación de la modelación de la realidad que lleva a cabo la estadística, si mi colega y yo compartimos mesa, en el supuesto de que encarguemos un pollo entero y solo uno lo devore, estadísticamente los dos habremos disfrutado de medio pollo. Bueno, algo del «modelo estadístico del medio pollo» planea al incluir Camerún dentro de la cartografía anglófona, si bien no por ello el mapa demográfico de las lenguas del mundo deja de ser un dato de peso, muy determinante para contrastar parte de su posible proyección internacional. Con independencia de hasta dónde aceptemos la verdad de los números, el peso internacional del español tampoco es materia cuestionable. Por todo ello, suele ser referido como paradigma de lengua mayoritaria, hegemónica y, en consecuencia, potencialmente opresora. Pero no siempre es así. La minoría hispana en Estados Unidos ha protagonizado, y protagoniza, uno de los ejemplos más acusados de numantinismo lingüístico, solventado de momento con éxito. Al otro lado del mar, en el Atlántico europeo, también ha sido el instrumento comunicativo de inmigrantes que, cuando no retornaron, finalmente la abandonaron por entre el mapa de Europa a partir de la segunda generación. Todo lo mencionado hasta este momento podría abonar un cierto desánimo fatalista que, en cualquier caso, no siempre se corresponde con la realidad empírica. La legislación en materia lingüística ha promovido explícitamente la protección de los derechos lingüísticos, tanto de los concernientes a los individuos, como de 

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los susceptibles de ser atribuidos a los grupos sociales. Foros como la Organización de Naciones Unidas, antes la Sociedad de Naciones, UNESCO o el Parlamento Europeo han dictado resoluciones más que inequívocas en esa dirección, con una cronología especialmente regular a partir de la segunda mitad de los años 40. Cierto es que no dejan de ser un testimonio de la sobrecogedora distancia que separa la realidad del deseo, las hermosas declaraciones de intenciones transnacionales de la prosaica realidad estatal. A pesar de todo, para los sociolingüistas estos documentos atesoran un enorme valor instrumental, toda vez que ponen a su disposición una base jurídica de autoridad, cuando menos moral, en la que cimentar sus reclamaciones. Basten unos cuantos botones de muestras. Aunque la Organización de Naciones Unidas nunca ha entrado con detalle en materia lingüística, algunas de sus declaraciones más emblemáticas sí adoptaron acuerdos que les afectaban directa o indirectamente. Uno de sus portaestandartes cívicos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1945), en varios artículos (1, 2, 26 y 27) reclama el derecho a la libre expresión, así como el de la libre elección educativa de los padres. En la misma línea, el Pacto relativo a los derechos civiles y políticos (1956) enfatiza el respeto a los derechos inalienables de las minorías étnicas, religiosas y políticas. Desde principios de los años 80 el Parlamento Europeo ha generado un auténtico alud de Resoluciones encaminadas a proteger a las minorías lingüísticas, a propiciarles la máxima cobertura legal y, en no pocas ocasiones, también a proveerlas de los fondos económicos necesarios para su mayor difusión social. Esos y otros referentes similares de autoridad ponen instrumentos muy valiosos a disposición de las reivindicaciones cursadas desde esta última versión de la sociolingüística. Cuando se censura la inexistencia de programas en lenguas materna para los hijos de los inmigrados, ahora no solo se apela a un principio de bonhomía ética, de solidaridad con los que han llegado de fuera, de altruismo cultural. Al mismo tiempo se denuncia el incumplimiento que supone de las libertades recogidas en los textos anteriores: se impide el derecho a educar a los hijos conforme a la libre elección de los padres, se vulnera la libre expresión en lengua materna, no se protege la cultura de una minoría, etc. Para enarbolar con mayor eficacia todas esas banderas, todas esas demandas, no se ha desatendido la experiencia, ya bastante considerable, que han ido acumulando los movimientos cívicos y sociales durante todos estos años. Hay que reconocer que estos so

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ciolingüistas han solido desterrar cualquier sombra de ingenuidad, no por sinónima de bonancible entusiasmo, manifiestamente poco resolutiva. Los derechos lingüísticos han compilado algunos volúmenes señeros en la producción sociolingüística que ha clausurado el siglo y el milenio, pero sobre todo han trascendido con mucho los limitados cenáculos de la vida académica, en pos de foros que les permitiesen acceder a una impronta social en verdad resonante y con eco. Los escenarios entre los que ha discurrido este nuevo capítulo de la sociolingüística aplicada hay que rastrearlos en los portales de Internet, en los congresos de enorme difusión, en los informes a organismos nacionales e internacionales, en la participación activa en la prensa, en la colaboración con organizaciones no gubernamentales o en las campañas de sensibilización ciudadana. De momento en su haber figura el haber nutrido un estado de opinión muy sensible a las cuestiones lingüísticas entre los ciudadanos. Hoy cualquiera de nosotros, sin dedicarse profesionalmente al estudio de las lenguas, tiene una opinión más o menos formada acerca de cómo han de convivir las lenguas, de su valor como testimonio cultural, de la legitimidad de mantenerlas con una vitalidad aceptable o de lo necesario que es acudir a expertos para solventar con éxito todas esas cuestiones. Admitiendo de antemano todas las precauciones que se consideren oportunas al respecto, no me resisto a juzgar en términos optimistas una sensibilización de tales características. Aun aceptando que las opiniones comunes no siempre resultan provechosas para la tarea científica, en esta ocasión propician un respaldo social, no estruendoso pero sí manifiesto, que aporta el mejor aval para desarrollar una planificación lingüística ecuánime, tolerante, amalgamadora y no beligerante con otros pueblos, otras culturas y otras lenguas. He de reconocer que el escritorio se me ha complicado. No sé si es más lícito, más fácil o más despreocupado desenvolverse sólo entre libros o incluso, en el supuesto más extremo, siguiendo el libre decurso de nuestra inspiración teórica. El mero hecho de descender a la realidad concreta comporta sus riesgos, entre los que pronto descuella el de que la heterogeneidad de esa realidad resulta difícilmente asequible a primera vista, mucho más todavía cuando pretendemos moldearla, o reconducirla, en alguna medida. Además, hemos de ser conscientes de que nos desenvolvemos en un régimen distinto de propiedad de la tierra. Sobre las teorías, las especula

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ciones y las estructuras apriorísticas poseemos escritura secular de propiedad profesional. La realidad lingüística, sin embargo, es terreno comunal, pertenece a la sociedad en su conjunto, a todos y cada uno de sus componentes. Para gestionarla precisamos autorización previa, aunque sea en forma tácita, y por descontado hemos de acometer esa tarea desde una sólida confianza del resto del colectivo social que habitamos. Si todavía no disponemos de ella, en todo caso hemos de granjeárnosla. A veces tengo la sensación de que la lingüística aplicada tiene una tarea previa e imperiosa: convencer al resto del tejido comunitario de su conveniencia, de su utilidad, por momentos perentoria. En ello estamos, yo diría que cada día con más lingüistas implicados.

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Últimos modelos de gestión de la vida de las lenguas: la ecología lingüística

Hubiera sido ingenuo desaprovechar tan favorable clima social para no proponer modelos alternativos de planificación y gestión lingüísticas que descansaran en la defensa activa de esos derechos. Incluida entre las aportaciones teóricas de última generación, la ecología lingüística se ha comprometido con ello, aportando una formulación muy trabada de algunos aspectos dinámicos que, si bien no habían sido radicalmente desatendidos por los sociolingüistas precedentes, tampoco habían recibido la sistemática atención que ahora se les dispensa.

V.1 el paradigma científico de la complejidad y la lectura ecológica de la realidad lingüística Para llegar a esa nueva perspectiva de planificación, la ecología lingüística ha optado por un sendero teórico trabado, denso y de reciente formulación en el panorama científico contemporáneo. En sentido amplio, la propuesta ecológica ocupada de la vida de las lenguas se inscribe dentro de las lindes de un marco más amplio, el que ha incorporado la Teoría de la Complejidad a la explicación de los fenómenos lingüísticos. Como es sabido, y tampoco aquí es lugar para extenderme en ello, dicha formulación nocional sostiene que los sistemas complejos están integrados por muchos agentes independientes. Dichos agentes interactúan de manera muy diversa, aunque no inconexa. Para aproximarnos, tanto a ellos como a los 

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vínculos que mantienen entre sí, será preciso adoptar una perspectiva de la complejidad. En síntesis, ese enfoque propugnaría ecologizar todo fenómeno observado por la ciencia. «Ecologizar» significa en esta ocasión inscribir cada uno de esos fenómenos en su correspondiente contexto. Las relaciones que mantendrían ambos, el contexto y el fenómeno, quedan sintetizadas en la metáfora del holograma que propuso Bohm en 1988 y que, de alguna manera, ha sido un modus explicandi para todas las corrientes, lingüísticas incluidas, que se han inclinado por este paradigma científico. Un holograma viene a ser un registro fotográfico de las ondas de luz procedentes de un objeto. Entre sus características definitorias destaca la capacidad que tiene cada una de sus partes para almacenar información sobre el resto del conjunto. De esa manera podemos decir que cada ángulo desde el que nos aproximamos al holograma muestra un aspecto del objeto, a la vez que condensa el resto del mismo. Todo ello tiene repercusiones de enorme envergadura sobre el concepto y la praxis científicos. Bohm rehuye el orden explicado, sustituyéndolo por el orden implicado. El explicado, en el que hasta ahora se habría desenvuelto la tradición científica, ubica cada elemento en su región y fuera de las correspondientes a los demás objetos, o en su caso a los demás elementos del sistema que se halle sometido a estudio. Así pues, diseccionamos, ordenamos y clasificamos cada cosa en su sitio, en su correspondiente cajón estanco. En el implicado, por el contrario, todo está dentro de todo, cualquier elemento remite a los otros, a la totalidad. En esta ocasión Bohm acude a varios ejemplos, entre ellos el cine. Los fotogramas de una película, de acuerdo con el orden explicado, conformarían una serie de negativos independientes, sin conexión. Tomaremos la cinta, la extenderemos sobre una mesa, diseccionaremos cada uno de sus fotogramas y luego, para concluir con nuestras pesquisas, procederemos a clasificarlos: aquellos que solo contengan paisajes por un lado, por otro los que incluyen personajes, dentro de éstos diferenciaremos cuando están dentro de casa y cuando están en la calle, y así sucesivamente. Claro que todas esas operaciones nos garantizan que no veremos la película. Solo tendremos cabal conocimiento de ella cuando la concibamos como una secuencia implicada, como una sucesión en la que todo está interconexo. Lo que interesa ahora al científico no es la estructura permanente, estática e inmutable, sino todo aquello que goza de esa continuidad momentánea, condenada a deshacerse tarde o temprano para, por último, transformarse irremediablemente. Cualquier transformación conlleva per se un 

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momento de crisis, una pérdida de algo establecido para adquirir el estatus de algo nuevo y distinto. En la idea de transformación viaja implícita la de reubicación de los objetos. Dotados de nuevas características, éstos modifican sus relaciones con todo cuanto hasta esos momentos los había rodeado, estableciendo por último un mapa de conexiones distintas, también recién estrenadas. En términos más técnicos vendríamos a decir que se opera desde un nuevo concepto de dinamicidad, concebida a partir de ahora como un holomovimiento, de acuerdo con ese parámetro de movimiento del Todo que contiene cada Parte. El nombre elegido para identificar en sociedad todo ese conglomerado de ideas ha sido el de Perspectiva de la Complejidad. Hacia ella han acudido aportaciones muy variadas que van desde la Física Cuántica hasta diversos modelos teóricos como los que dan cuenta de las Catástrofes, los Sistemas Ecológicos o el Caos. La Perspectiva de la Complejidad apuesta por una lectura netamente holística de los fenómenos propios de la actividad científica. Para acometerla acude a herramientas variadas, tales como algunos instrumentos matemáticos desarrollados en inteligencia artificial, la organización cerebral según redes neuronales o la ya referida observación de los entornos dentro de los que están inscritos los objetos. Tanta dispersión en sus ancestros teóricos no rehuye la formulación de un marco nocional único. Desde ese marco compartido se establecen tres notas fundamentales para caracterizar cualquier sistema complejo: su autoorganización espontánea, su adaptabilidad y su permanente ubicación al borde del caos. Mediante tales sistemas, por consiguiente, será factible dar cuenta tanto de fenómenos naturales (evolución de las especies, movimientos sísmicos, etc.), como de otros concernientes a las ciencias del hombre (cultura, economía, arte, lenguaje). Trasportando ese equipaje nocional al supuesto lingüístico, observamos que éste actúa mediante reglas equivalentes a las de otros sistemas complejos. En efecto, es posible postular que las lenguas no solo forman parte del entorno sino que, de alguna manera, ese entorno ha penetrado hasta su interior, terminando por ahormarlas. Ésta ha sido una convicción antigua en al menos una parte notable de la tradición lingüística. La actual perspectiva de la complejidad viene a rescatar, si no del olvido, sí de un injusto ostracismo toda la corriente lingüística que cayó en desgracia tras la hegemonía estructuralista. «Marginal» en esta ocasión no es sinónimo de exigua. Por ella desfilarían desde los pioneros que percibieron con 

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nitidez el fuerte vínculo que unía a las sociedades con las lenguas (Meillet) o las primeras escuelas que rastrearon sistemáticamente en ello (Meschaninov, Reznikov o Snegirev, entre otros autores soviéticos), hasta quienes concibieron el signo lingüístico desde parámetros ideológicos (Bajtín), pasando por la andadura inicial de la antropología del lenguaje norteamericano (Boas). Hablamos de autores con obras de auténtica envergadura fechadas, como mucho, en los años 30 del siglo xx. Tan longevo peregrinaje científico da fe de dos cosas: una, lo costoso y prolijo que ha resultado desplegar modelos dinámicos en lingüística; otra, lo acendrado de éstos en el seno de la lingüística que recibe el presente milenio, a pesar del pertinaz predominio académico de otras corrientes. Por otra parte, el lenguaje también admite discriminar cualitativamente los órdenes, en la línea que proponía Bohm. El explicado separaría sus elementos, nos permitiría agruparlos, ordenarlos y clasificarnos. Vendría a ser el transitado con mayor comodidad por los lingüistas fieles al paradigma estático, fundamentalmente por la mayor parte de los estructuralistas y no pocos efectivos de la gramática generativo-transformacional. Pero los fenómenos lingüísticos solo adquieren real significación y pertinencia gracias a su orden implicado, cuando nos muestran cómo los componentes de la maquinaria lingüística propician la interacción humana. Esa convicción, recubierta ahora de perspectiva lingüística de la complejidad, viene a coincidir con el grueso de las posiciones mantenidas desde la lingüística dinámica. Quizá no coincidan ni la caligrafía ni el papel sobre el que han escrito sus inquietudes; sí, desde luego, el espíritu que animó a unos y a otros. Sucede que la recepción lingüística de esa perspectiva alguna vez, no siempre, ha convertido los instrumentos en objetos descriptivos. Tal ha sucedido cuando hemos interpretado la caotología lingüística como un mero uso de cálculos estadísticos singulares para describir fenómenos lingüísticos. Tampoco voy a insistir en algo que acabo de apuntar hace solo un instante. Baste recordar que la Perspectiva de la Complejidad se nutre, entre otros instrumentos, de modelos matemáticos. Siempre y cuando los lingüistas recurramos a ellos como tales, como instrumentos, nuestra opción tampoco resultará novedosa o desconocida en otras disciplinas. Los problemas delicados empiezan cuando consideramos que esas aplicaciones estadísticas desarrollan hasta agotarlo el rendimiento de la Perspectiva de la Complejidad dentro de la lingüística. Por supuesto que no toda la estadística desarrollada en esta «lingüística de la 

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complejidad» cae en semejante desliz, aunque sí parte de ella. Como veremos de inmediato, fuera de la estadística, la complejidad y sus derivados teóricos han dejado otras semillas lingüísticas más que sugerentes. Los apresuramientos, las reducciones poco justificadas, son hasta cierto punto compañeros inevitables de viaje en todo momento científicamente embrionario. Ahora bien, con imprecisiones incluidas cuando las hubo, esas contribuciones pioneras, antes que nada, se han hecho acreedoras de nuestro mayor reconocimiento, toda vez que han mostrado la accesibilidad de la senda que estaban abriendo. Una vez coronada esa tarea, nuestro mayor reconocimiento tal vez radique en no reproducir sus limitaciones para profundizar convenientemente en el trasunto de su propuesta. A ello parecen estar empezando a consagrarse algunos lingüistas, cada vez más proclives a adoptar una perspectiva global que, en el fondo, parece latir en el mismo concepto de complejidad. La ecuación que manejan estos lingüistas es impecable y, cuando menos en apariencia, difícilmente rebatible. La ciencia contemporánea en su conjunto se diría que está de mudanza apresurada, a la vez que intensa. Los cimientos de la mecánica cuántica convencional se tambalean al descubrirse que los parámetros de la naturaleza no se mantienen constantes a partir de cierto nivel subatómico. Otro tanto sucede con los agujeros negros en el ámbito macrofísico. Continuamente predicamos una construcción caótica del universo, solo predecible con restricciones de envergadura. Nos vemos forzados a admitir que los resultados de la observación no son uniformes, que ensamblan fractales, que dependen de la lente empleada para mirarlos. Si toda la ciencia más reciente camina en esa dirección, no hay motivo aparente para negarle a la lingüística al menos la posibilidad de adherirse a ella. Máxime cuando esa posibilidad se refrenda de inmediato a la más mínima y modesta incursión que hagamos por su vida cotidiana. Incluso las reglas más paradigmáticamente fijadas por la tradición gramatical, siempre terminan encontrando un punto de fuga, un resquicio de impredecibilidad que mueve a ese caos en el que la ciencia contemporánea parece haber encontrado uno de sus grandes instrumentos explicativos. A propósito J. Calvo, uno de los más sólidos introductores de estos planteamientos en España, menciona el ejemplo en verdad sintomático de la preposición «a» y sus condiciones de uso obligatorio entre el verbo y el objeto directo en español. A pesar de que las reglas son extraordinariamente fijas y conocidas, aclara que no han podido ser sometidas a una programación informática, lo que ilustra las cuotas de caos que pueden 

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merodear, incluso por las parcelas más estables y predeterminadas de una lengua. Ni que decir tiene que, a medida que nuestra lente se ocupa de objetos lingüísticos menos «subatómicos» y más «macrofísicos», aumenta sintomáticamente la cuota de impredecibilidad. Sea una frase como (1) «La pluma quedó sobre el escritorio»

susceptible de recibir, si no infinitas, cuando menos múltiples interpretaciones y un haz de connotaciones difícil de acotar. Para Max evoca un pasado que nunca ha sabido solventar, que lo persigue, quizá no de manera psicótica, aunque sí harto pertinaz, infatigable y constante. Un buen día se cansó de ser incapaz de finalizar la página en blanco que había empezado en un tiempo indefinidamente pasado. Simplemente, huyó de su escritorio, por no reconocer que huía de sí mismo. Desde entonces sueña con una pluma que se deshace del capuchón, camina sola desde un escritorio hasta su cama, le abre las sábanas, se enrosca en su mano y lo impele a escribir en cualquier sitio, por las paredes, en el suelo, en la ropa, en los coches aparcados en la acera, y escribe, y escribe sin gastársele nunca la tinta, intentando recuperar el tiempo definitivamente perdido. Cuando despierta va a su habitación de trabajo. El escritorio lo quemó hace años en una hoguera de San Juan y la pluma…, la pluma la lleva siempre consigo, en el bolsillo del pantalón, aunque desde entonces ha sido incapaz de abrirla una sola vez. Un día, sin venir a cuento, le contó sus quebraderos de cabeza a su amiga Toñi. Como de costumbre, se preocupó muchísimo por Max, lo miró tiernamente, y prosiguió sin comprenderlo en absoluto. A ella alguna vez se le descompone el plumero al pasarlo por el escaparate de la carnicería en la que trabaja. El suceso no le ha dejado secuelas aparentes. Para los sobrinos de Max las plumas son cosas de aves. Ellos conciben la escritura como un ejercicio básicamente físico y destructivo, bien de la punta de un bolígrafo, bien de un teclado. En ambos casos el ímpetu con el que se ejercitan estos singulares aprendices de escriba terminará dejando maltrechas sus herramientas de aprendizaje. Su tío les ha contado que hubo un tiempo en que se escribió con pluma, pluma de verdad, de pájaro, mojada en un tintero, despacio y majestuosamente. Tío Max cuenta esas cosas, que si él lo dice hasta serán verdad, por el tiempo que pasa leyendo libros de señores muy antiguos, muy serios, mirando invariablemente con cara afligida. Nunca han sospechado, en todo caso, que tío Max jamás intentó 

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escribir nada con esas plumas. La que alguna vez les ha mostrado no es de ave, lleva la carga incorporada, una botellita pequeña que, convenientemente activada, podría ser empelada para proyectar misiles de tinta sobre objetos tan diversos como el perro de su vecina, la ropa colgada en el tendedero o el escurreplatos de su madre. Por fortuna para la paz doméstica de la hermana de Max, sí, la frase admite múltiples interpretaciones, y cada hablante desconoce la inmensa mayoría de las que no le son propias. Retornando a Julio Calvo, también destaca varios paralelismos ciertamente estrechos entre algunos supuestos clásicos sobre fractales y la realidad lingüística, todo lo que abundaría más si cabe en esta dirección hacia la que estamos apuntando. A propósito menciona las secuelas que sufriría una barra sucesivamente segmentada, conforme a la descripción del suceso que propone Cantor. Si una recta de dimensión 1 va recibiendo sucesivos bocados en su centro, y en el de las partes segmentadas mediante tal procedimiento, finalmente no llega al conjunto plenamente vacío, a la dimensión 0, sino a un especie de polvo, algo superior al 0, aunque carente de la consistencia que le permitiría considerarlo como una recta. Al igual que el polvo de Cantor, el lenguaje humano admite una oscilación del cero hasta el infinito en la resolución de una misma tarea comunicativa. Es lo que separa la respuesta parca de la verborrea, la opción sintética de la ampulosa extensión verbal. Casi con toda certeza, si en uno de esos días infernales de migraña constante a Max le pregunta un camarero por el primer plato del menú, con suerte escuchará un seco y breve «gazpacho». Zacarías, Zaca para los amigos, ha viajado por medio mundo durante media vida. La restante, prematuramente jubilado, la ha consagrado a recordarla, y cuenta incansable, infatigablemente, una y otra vez, sus andanzas por acá, allá y acullá. A veces coincide con Max y, si no hay más remedio, incluso comen juntos. Que se sepa, nunca ha padecido migrañas, pero en el caso de que no hubiera sido así, nada en este mundo le habría impedido responder a la misma pregunta sobre el primer plato del menú con una fórmula algo más extensa y explicativa para aludir a «esa sopita fría, más propia de verano que de otra cosa, aunque aquí la preparamos todo el año, muy rica, que básicamente está compuesta de…». Así las cosas, el entorno resulta capital para determinar la exacta catalogación de los fenómenos lingüísticos. De momento, la noción de entorno que manejamos es amplia y abarcadora, cubre aspectos físicos (el medio en el que las lenguas ejercen como vehículos de comunicación), psíquicos (las neuras de Max) o incluso el 

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modo en que estructuremos la secuencia lingüística. Para ilustrar este último particular Calvo propone que acudamos a los fonemas, a la materia sonora de las lenguas responsable de la significación. Si comparamos las sílabas que contienen palabras como «lavo», «lazo», «levo», «lava» o «pavo», sus sílabas solo discriminan significados en la medida en que entran en combinaciones contextuales diferentes. La secuencia «la-» no varía en «lavo», «lava» y «lazo» que, sin embargo, transportan tres significados claramente discriminables. De modo análogo, cualquiera de las otras sílabas admite otras posibles combinaciones. Así encontraríamos «-vo» en «lavo» y en «pavo», pero también en «clavo», «eslavo» o «bravo». De ese modo, aprovechando las posibilidades estructurales de los fonemas de una lengua, cada palabra concreta configura un entorno singular que acota el contenido exacto que transporta. Algo similar ocurre cuando la acepción de entorno se concentra en el marco de nuestra actividad lingüística. La multiplicidad de opciones que nos ofrecía la pluma depositada sobre el escritorio, se focaliza si sabemos que pertenece a un joven que esa mañana ha salido apresuradamente rumbo a su instituto donde tenía una prueba de latín a primera hora.

V.2 algunas concreciones de la complejidad en lingüística: las dos orillas ecolingüísticas La ecología lingüística surge de ese caldo de cultivo teórico y, de entre todas las vertientes lingüísticas de la complejidad, quizá sea la que mantiene vínculos más estrechos y evidentes con la tradición dinámica inmediata. Como modelo holístico que pretende explicar el fenómeno lingüístico, sus intereses prioritarios giran en torno a las realizaciones contextuadas de las lenguas, en cómo el entorno determina nuestras actuaciones lingüísticas, en cómo nuestro ejercicio de la capacidad telúrica del habla está condicionado por el ambiente sociocognoscitivo entre el que nos desenvolvemos o por nuestras intenciones al comunicar con otros individuos. En último término, la perspectiva ecológica aspira a propiciar una respuesta explicativa para el fenómeno de la comunicación lingüística, dando como notas definitorias su carácter multidimensional y su dinámico. 

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Claro que hay muchas maneras de llevar a la práctica esos principios generales y, como no podía ser menos, hallamos varias acepciones de «ecología lingüística» que, en todo caso, me atrevería a agrupar en torno a dos grandes familias. De un lado, la versión más apegada al núcleo epistemológico de la complejidad concibe el lenguaje humano como un sistema abierto y codependiente. La recurrencia que existe entre lenguaje y contexto desembocaría en una gama vasta, cuantiosa, de actuaciones en las que el lenguaje discurre a través de toda la cotidianidad social, al tiempo que la vertebra. Sé que he insistido varias veces en ello. Tampoco está de sobra recordarlo otra más. Nos hemos instalado, por tanto, en campos no tan distintos de los frecuentados por otras corrientes anteriores, como la sociolingüística interaccional, la pragmalingüística o la gramática del texto, esta última en lo concerniente al análisis de sus componentes más externalistas. En su día, esos modelos lingüísticos estuvieron plenamente persuadidos de que el gran logro que estaban aportando consistía en haber descubierto la dimensión del lenguaje en uso. Sin negar que en términos relativos fue así, que sus planteamientos les permitieron adentrarse en parcelas hasta entonces poco menos que insospechadas, cabría en todo caso preguntarse cuál es el lenguaje fuera del uso, si realmente es imaginable un lenguaje real carente de uso. Por descontado, la respuesta solo puede ser negativa y, además, sin matices de ninguna clase. El lenguaje y las lenguas laten mientras los seres humanos interactúan con ellos y mediante ellos. Así debió percibirlo el Turkana Boy, el escriba mesopotámico, los contemporáneos de Nebrija, Max y, antes que todos ellos, la propia evolución que nos desarrolló esa enorme facultad. En la Noche de los Tiempos hemos recurrido al lenguaje para advertir de la proximidad de predadores, para tramar emboscadas que los alejasen, para cortejarse cara a cara, para transmitirse las técnicas constructivas de los primeros utensilios que fueron capaces de fabricar los humanos o para organizar sus largos desplazamientos trashumantes. Lo siguieron utilizando para invocar a los dioses, disponer el orden de sus guerreros en las batallas, consignar sus saberes o narrarnos los acontecimientos de sus vidas. Lo seguimos utilizando para conocerlos a ellos a partir del momento en que nos legaron escritura, para transmitirnos conocimiento como ellos, pero también para comprar una barra de pan, facturar nuestro equipaje en un mostrador del aeropuerto, leer las instrucciones de un televisor nuevo o mostrar nuestra condolencia a una amiga que acaba de perder repentinamente a su padre. Precisamente porque 

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han de cumplir con esos y otros cometidos, las lenguas en parte han de acomodarse forzosamente a ellos. De ese modo especializan sus formas de cortesía, unifican su diversidad ortográfica al objeto de hacerse inteligibles para todos los usuarios de una misma lengua o, entre otras tareas, difunden patrones de prestigio a los que acudir en situaciones de etiqueta social. La segunda gran acepción científica de la ecología lingüística en realidad condensa la implicación mutua entre la que viven el lenguaje y su contexto. Ese punto de condensación queda situado en aquella parcela que remite a la capacidad de las lenguas para reflejar un medio y, en consonancia con ello, ensamblar los correspondientes esquemas particulares de pensamiento. Nada del trasfondo que sustenta esas ideas resulta por completo desconocido en la tradición lingüística. La sombra de Sapir y de Whorf, de sus planteamientos sobre el relativismo lingüístico, planea sobre esta nueva mutación de la lingüística finisecular. Esa segunda opción de lectura ecológica del lenguaje precisamente asume como dato el grueso de la hipótesis del relativismo lingüístico. Según ésta, entre las lenguas y el entorno se registra una influencia con grados variables de determinismo que, en todo caso, siempre ahorma las lenguas en función de la realidad circundante. Por ello, las lenguas son simultáneamente grandes maquinarias de procesamiento de la realidad e, intrínsecamente conectado a ello, potentes generadores de cosmovisiones, no exactamente equivalentes entre sí. Las lenguas ejercen de cámara fotográfica que retiene la realidad en nuestras mentes. La Humanidad dispone de muchos modelos de cámaras para registrar lingüísticamente el medio. Varían las velocidades que desarrollan, los filtros que aplican, unas digitalizan la imagen y otras no, las hay completamente automáticas, frente a las clásicas manuales, varía la sensibilidad a la clase de película, algunas prefieren el blanco y negro, aunque la mayoría se inclina por el color… De esa manera, aunque de todas ellas se obtienen fotografías lingüísticas, nunca son intercambiables al cien por cien. Tal disgregación, en todo caso, sufre sus restricciones. Siguiendo el espíritu de la hipótesis, diríamos que cada pueblo, cada país, aplica una firme política autárquica en la fabricación de esos artefactos. Dentro de sus dominios sociopolíticos y culturales solo serán empleadas las cámaras lingüísticas de fabricación nacional. De ello se sigue una fehaciente homogeneidad en los álbumes lingüísticos de sus ciudadanos, sin duda un elemento de suma utilidad para establecer lazos de cohesión dentro de la comunidad, para fortalecerla espiritualmente. En la medida en que 

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estos teóricos consideran que cada pueblo dispone de su propia lengua, gracias a la singular relación de ésta con su correspondiente entorno, disfruta también de una cosmovisión propia. Aun siendo determinante el andamiaje teórico que sostiene el edificio de esta lente ecológica para la observación de los fenómenos lingüísticos, conviene subrayar de antemano que persigue objetivos eminentemente prácticos, aplicados en la más pura acepción del término. Con independencia de cuál haya podido ser su génesis disciplinar, fundamentalmente interesa ensamblar un programa de actuación para preservar ese maridaje, ese orden natural que conecta el entorno, la cultura y las lenguas; orden y maridaje que, ocioso es aclararlo, se perciben como seriamente amenazados en las actuales coordenadas sociopolíticas y culturales del mundo contemporáneo. Desde esos presupuestos, la lingüística ecológica evalúa la situación lingüística del mundo contemporáneo, obteniendo un diagnóstico base que discrimina entre lenguas mayoritarias y minoritarias. Las primeras, hegemónicas, capitalizan los espacios comunicativos internacionales. Son, por lo demás, uno de los instrumentos privilegiados a los que recurre esa Globalización tan característica de nuestro tiempo. Las segundas, subordinadas, discurren en espacios sociales cada vez más acotados. Por ello corren el riesgo de ser reducidas a su mínima expresión comunicativa, cuando no de desparecer en un plazo más o menos mediato. A la vista de todo ello, propone alternativas a la actual regulación de la convivencia entre lenguas. Lejos del cainismo cultural que supone el constante peligro que acecha a las lenguas minoritarias, aboga por un escrupuloso mantenimiento de esa relación que vincula a toda lengua con el medio entre el que se desenvuelve. De esa manera reivindica el derecho de todo pueblo a mantener el isomorfismo entre su lengua, su realidad física y sus patrones de procesamiento mental del mundo. En la práctica ello implica, directa o indirectamente, renunciar a parte de la Globalización, si no cuestionarla en su conjunto. Todos esos hechos, más sus lecturas y potenciales relecturas, destapan asuntos de auténtica enjundia. Sobre ellos volveré de inmediato con mayor detenimiento. Antes quisiera cerrar la cuestión que estamos considerando. Como se ve, aunque los orígenes sean los mismos, el alcance y los objetivos de cada una de estas dos acepciones científicas se me antojan sustantivamente diferentes. A fin de discriminarlas con cierta comodidad, de ahora en adelante reservaré para la primera de ellas el término ecolingüística, en tanto que para la segunda 

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encuentro más pertinente referirla como lingüística ecológica. Ese ejercicio discriminador, por más que esté basado en una realidad científica contrastada, tampoco desearía que cerrase la puerta al tránsito de una a otra orilla ecolingüística. En definitiva, uno es el marco ecológico entre el que discurre la existencia social de las lenguas, aunque sean múltiples las opciones que perfilemos para interpretarlo. Más bien querría subrayar la virtualidad de ese tránsito o, mejor, la existencia de dos fases de indagación científica: una, la ecolingüística, descriptiva y analítica, encargada de dar cuenta de cómo se produce esa interconexión entre lenguas y entorno; otra, la lingüístico-ecológica, aplicada y vindicativa, consagrada a proponer planes alternativos de intervención en función de los resultados obtenidos de la fase anterior de análisis. Lo que me parece decisivo resaltar es que hemos de aceptar la posibilidad teórica de que no todo diagnóstico ecolingüístico haya de terminar en la propuesta de actividades que restañen el equilibrio ecológico-lingüístico roto, Primero habrá de documentarse si el equilibrio como tal existe y, en caso afirmativo, si está o no roto. Al menos de partida, no siempre la relación entre lenguas y entorno ha de conducirse por derroteros perniciosos o lesivos para las lenguas, sus culturas y, en definitiva, los hablantes que las emplean. Un análisis ecolingüístico de la situación Suiza, donde tan idílicamente conviven desde hace tiempo francés, alemán e italiano, como es obvio, no conducirá a propuestas de intervención lingüístico-ecológica, o cuando menos, no a las más drásticas.

V.3 la interpretación lingüístico-ecológica de la realidad lingüística A la vista de algunos asuntos que acabo de comentar, no negaré que la lingüística ecológica destila un cierto catastrofismo, si no radical, tendencial como mínimo. De hecho, la inmensa mayoría de sus propuestas de intervención sobre la vida social de las lenguas evocan esa filosofía, esa posición ante los problemas lingüísticos de nuestro tiempo. Bien es verdad que ese catastrofismo está en gran medida abonado por una realidad poco halagüeña, sombría por momentos y que, ciertamente, invita a la más fatídica de 

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las preocupaciones. No hay acuerdo sobre cuántas lenguas se encuentran en la actualidad amenazadas. Solo sabemos que son muchas, suficientes de todos modos para preocuparnos severamente. Carme Junyent apunta que en la actualidad convivimos con más de 2.000 lenguas que ya no se transmiten y que, por lo tanto, están en la funesta antesala de la inmediata extinción. Otras fuentes sin embargo llegan hasta las 4.000, o incluso las 6.000. No se me oculta que la oscilación de cifras puede blandirse como sinónimo de poca solidez en estos argumentos, incluso como atenuante de la alarma que ha cundido entre numerosos sectores sociales ante tal situación. El optimismo irreflexivo y obtuso supongo que también será un derecho. Para mí, de todas formas, el menor de los supuestos anteriores –2.000 ni más ni menos– se me antoja sencillamente sobrecogedor. Además, no creo que lo discutido sea tanto una cuestión de cifras, como de talante. Una sola lengua amenazada debería bastarnos para encender las pertinentes luces de alarma ante el hecho en sí: destruir parte de nuestra herencia comunicativa, acunada durante milenios. Desde ese supuesto menor, siguen siendo muchas, muchísimas, demasiadas lenguas en peligro, suficientes como para alentar una radiografía sombría y poco halagüeña de la salud lingüística del mundo. Máxime cuando, en principio, no se vislumbra un horizonte inmediato más bonancible para esas y otras lenguas en situación ligeramente mejor. Los expertos calculan que durante la centuria que acabamos de inaugurar desfilarán por ese letal corredor aproximadamente el 90 % de las lenguas todavía hoy empleadas. Tan devastador proceso, también conocido como glotofagia, antes que a nadie, por supuesto, afecta a sus hablantes, en la medida en que corren el más que presumible riesgo de verse privados de uno de los principales señuelos culturales recibidos en el hogar materno. A la vez, no deja de implicarnos a todos, en la medida en que se está dilapidando parte de un patrimonio común, del que en último término es propietaria la Humanidad entera. Son diversos, inquietantes y lingüísticamente voraces los agentes responsables de tal situación, si bien la lingüística ecológica sabemos que orienta su dedo acusador hacia la homogeneización sociocultural que el mundo actual vive con tanta intensidad. Algunas de sus manifestaciones más genuinas tendrían la responsabilidad directa de la estandarización que anega todo lo que cae fuera de sus parámetros de aparente normalidad globalizadora. Las lenguas no son una excepción en ningún sentido: también cuentan con su 

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patrón estandarizador, con sus lenguas señuelo de esa aspiración convergente de nuestro mundo, y, en el inevitable contrapunto, con lenguas que pugnan por desasirse del rol marginal que se les asigna desde esa nueva distribución del mundo. Como otros desheredados de la Globalización, esas lenguas ausentes de la hegemonía global sufrirían los envites uniformadores de rodillos tan contundentes como los simbólicamente empuñados desde la prensa, la tendencia a la concentración demográfica en las urbes, el pertinaz monolingüismo que fomentan los estados modernos o, entre otros, los movimientos migratorios y sus repercusiones en todos los órdenes sociales y culturales. Esta nueva savia glotofágica vendría a engrosar las huestes de otros factores, ya veteranos en la persecución de lenguas, como los exilios provocados por las políticas represivas de los regímenes dictatoriales o los conflictos bélicos, gérmenes indefectibles de diásporas que conllevan el consiguiente desarraigo lingüístico de sus hablantes. El potencial lingüísticamente devastador de éstos y otros hechos similares discurriría entre dos polos que marcan, respectivamente, el máximo de peligro (pasivo) y el máximo de peligrosidad (activa). Me estoy refiriendo, en el primer supuesto, a nuestras ya conocidas minorías lingüísticas, a las lenguas escasas en número de hablantes que intentan no zozobrar entre los grandes idiomas internacionales y, en el segundo, a las nuevas unidades políticas de corte transnacional. Estas últimas viajan acompañadas por la sempiterna sospecha de que las unificaciones sociales, económicas y políticas que propugnan, a corto o medio plazo, terminen proyectándose hacia el orden lingüístico. De ser así, se teme que favorezcan dinámicas, más que monolingües en sentido estricto, proclives a una significativa reducción de la diversidad lingüística preexistente a su aparición. Para prevenir que ello ocurra, sería conveniente que las lenguas minoritarias mantuviesen firme y estable su base territorial, factor sin el que aumentan vertiginosamente todas las amenazas que se ciernen sobre ellas. A la vista de tal problemática, la propuesta que lanza la lingüística ecológica llama a filas al lingüista para que contribuya a la defensa activa del plurilingüismo, en lo que constituye una opción científica en primera instancia, pero sin duda también ética e ideológica en última. La más inmediata manifestación de esta militancia, como no podía ser de otra forma, queda plasmada en la propuesta de una filosofía planificadora para las lenguas, capaz de conjugar los derechos individuales y los colectivos, los personales y 

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los territoriales, la legítima aspiración a perpetuar la herencia lingüística y la no menos legítima opción de contribuir a la intercomunicación colectiva, aun adoptando una lengua no materna en momentos puntuales. Es cierto que, como también apunta Junyent, esas metas será complejo alcanzarlas fuera de una gestión lingüística global y sin un cambio sustantivo en las políticas lingüísticas estatales. Uno de los graves peligros que acecha a la subsistencia lingüística radica, precisamente, en lo proclives que se muestran las administraciones a jerarquizar las lenguas, para a renglón seguido elegir la más efectiva y convertirla en el principal, en el único, referente comunicativo del estado. Nada de los planteamientos anteriores rebasará los cenáculos intelectuales, mientras los poderes públicos sigan discriminando lenguas «muy útiles» y «poco operativas», «de común uso» y «de ámbito familiar», «inexcusablemente obligatorias» y «prescindiblemente optativas». Lo que había empezado siendo un campo de indagaciones sociolingüísticas vinculado a los derechos humanos, una aplicación de la teoría de la complejidad y de alguna manera también una apuesta deontológica, cristaliza en programas de intervención y gestión concretos que, en el fondo, satisfagan la antiquísima necesidad humana de controlar y determinar el destino de las lenguas.

V.4 algunas posibles relecturas lingüísticas y ecológicas Esta versión de la propuesta ecológica aplicada al supuesto lingüístico, así como la inquietud que la mueve, parecen cuando menos razonables, fundadas y dignas de ser tomadas en consideración. Destapan una realidad y una urgencia, la existencia de coyunturas sociopolíticas lesivas para muchas lenguas y, a tenor de esa circunstancia, la imperiosa necesidad de contribuir a paliarlas. La licitud de sus planteamientos, en cualquier caso, tampoco disipa por completo cierta intranquila sombra. En rigor, nada en ciencia queda exento de ese desconfiado vértigo que nos lleva a revisar continuamente nuestros conocimientos, a tratar de profundizar cada vez más en ellos, a refinar nuestras herramientas de saber. Nando, un deslum

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brante físico con sincera vocación interdisciplinar, hace décadas me explicó que la ciencia es una dama muy recatada, por lo que solo en contadas y esporádicas ocasiones muestra el tobillo a sus amantes. Para evitar que tachen injustamente de sexista lingüístico a un amigo tan entrañable, agrego yo que el conocimiento, no menos púdico que su partenaire, acaso alguna vez se desanuda la corbata, desabrocha algún botón de su camisa y muestra un breve rincón de su pecho fornido a sus amantes. Ironías al margen, y ya que estamos puestos a recuperar frases lapidarias, está claro que la ciencia y el conocimiento se acogen a la sentencia machadiana y hacen camino al andar. Estamos, por tanto, de alguna manera obligados a revisar el itinerario que ya no volveremos a pisar, para aprender de él, para poder proseguir adelante. La primera mirada que devolvemos a la senda de la lingüística ecológica dibuja esa inquietud metódica, esa intranquilidad consustancial a la ciencia y al conocimiento. Por momentos, vistos en toma panorámica sus potenciales agentes de agresión lingüística, se tiene la sensación de que en ellos tampoco aparecen todos los que son y, en cambio, planea alguna umbrosa duda respecto de algunos que sí están. Quien se aproxima desde fuera de la lingüística ecológica a tan delicado y controvertido paisaje, como es mi caso, experimenta una lógica –y lícita– curiosidad por corroborar que, en efecto, todas las amenazas señaladas son reales. También desearía cerciorarse de que, en el otro fiel hipotético de la balanza, no ha sido satanizado ningún ángel inopinado. Incluso no estaría de más confirmar que se ha dispensado a los humildes mortales la posibilidad de confesar sus pecados lingüísticos, arrepentirse de ellos y, por qué no, enmendar rectamente sus pasos para granjearse un sitio en el cielo de los derechos humanos. Soy consciente de que disipar esos potenciales nubarrones obliga a penetrar en el hardware que soporta el sugerente programa lingüístico y cultural ofrecido por la lingüística ecológica. Acometer semejante tarea no prejuzga resultados en ninguna dirección; es más, ni tan siquiera garantiza que se obtenga resultado alguno. Por principio, todo ejercicio científico crítico ha de asumir el riesgo de concluir en la más yerma de las gratuidades. Habrá sido entonces una muestra de austera severidad metodológica, pero poco más. El que se convierta en una escueta declaración de precaución intelectual vendrá a demostrar lo innecesario de sus actuaciones, aunque nunca la gratuidad de las mismas, con todo lo paradójico que ello pueda resultar. Así que no me inquieta lo más mínimo la posibili

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dad de que el examen crítico que estoy proponiendo acabe en la vacuidad absoluta y, por tanto, en el cesto de los papeles. Eso también es ciencia: probar hipótesis, intentar abrir nuevos caminos o comprobar la cimentación de los edificios conceptuales antes de proceder a levantar una nueva planta. Si algunas de esas tareas, o todas al unísono, fracasaran, la ciencia proseguiría su andadura, sabría qué direcciones no ha de volver a tomar. Por esa misma razón, por la ausencia de cualquier forma de apriorismo inicial, acudir a las revisiones críticas resulta poco menos que inexcusable cuando, como es el caso, se albergue algún resquicio de turbación, de oscuridad científica, sobre determinado planteamiento. Soy en todo momento consciente de que el supuesto que estamos tocando añade un plus de circunspección y cautela, por la compleja sensibilidad social que acompaña a todo lo relacionado con las lenguas, sus culturas y el mundo en el que viven. Cuando hablamos de todo ello a menudo lo científico se solapa con apreciaciones y enfoques algo más que vinculados a la biografía personal, la cultura o hasta los sentimientos nacionales. Esa será una sensación con la que, como tendremos ocasión de ir comprobando muy pronto, nos encontraremos en repetidas ocasiones. Nada de ello basta para eximir a la lingüística ecológica, como a cualquier otra rama del conocimiento científico, de seguir los procedimientos críticos habituales. En esta ocasión, además, la inequívoca vocación aplicada puesta de manifiesto desde buen principio por estos lingüistas enfatiza la conveniencia del ejercicio crítico. Sencillamente, conviene asegurarse de su urdimbre antes de proceder a una aplicación sistemática que, como es lógico, precisa de un impecable sustento teórico y descriptivo. Lo contrario supondría planificar sobre supuestos erróneos, o lo que viene a ser poco más o menos lo mismo, gestionar de cara a la galería, pero no a favor del usuario, del hablante de a pie. Los goznes que articularían la actuación crítica que estoy proponiendo, en lo tocante a la lingüística ecológica estarían engarzados en torno a tres grandes índices de cuestiones: uno, la lente teórica a través de la que se ha contemplado la realidad, la hipótesis del relativismo lingüístico; dos, el instrumental metodológico que ha propiciado el grueso de ese análisis, fundamentalmente la contraposición entre mayorías y minorías lingüísticas; tres, las descripciones obtenidas tras la adopción de esos criterios teóricos y metodológicos.

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V.4.1 Primera relectura: el fundamento teórico y la hipótesis del relativismo lingüístico De partida convendría verificar la hipótesis subyacente desde la que ha estado operando la lingüística ecológica, siempre teniendo presente la advertencia que ya he formulado, en el sentido de que estos lingüistas han solido evitar los debates teóricos de fondo. Claro que no por ello renunciaron a operar desde un basamento conceptual que los habilitase para leer primero, e interpretar a continuación la realidad lingüística y social de nuestro tiempo. Retomar ese basamento supone cuestionar hasta qué punto la mutua implicación que se registraría entre lengua y entorno actúa de modo sistemático, constante, casi como un automatismo ajeno a cualquier forma de condicionamiento. De ser así, convendría preguntarse en qué medida constituye una magnitud fija, indeleble, o, por el contrario, está sujeta a una serie de amarres coyunturales, a una dinámica histórica que, al menos en potencia, admite la posibilidad de ser modificada y, lógicamente, de transformar todos sus componentes. ¿En verdad todo entorno acuña una cultura idiosincrásica y exclusiva, impresa además en la lengua materna de sus moradores? Antes de entrar en pormenores, conviene recordar que la hipótesis levantada entre Sapir y Whorf brota de un caldo de cultivo con ancestros sin duda ilustres, tanto por el tiempo desde el que nos llegan, como por el predicamento que adquirieron sus ideas. Diríamos que, si no todo, casi todo empezó con el polifacético Herder. Sin ningún género de dudas, Johann Gottfried Herder (1744-1803) ha sido uno de los autores que más fortuna ha tenido por sus ideas lingüísticas, a pesar de que tal circunstancia constituya un mayúsculo contrasentido. Con mucho, han trascendido el agitado siglo xviii alemán del que surgieron y, a la postre, han terminado convirtiéndose en un auténtico clásico de la lingüística; más que eso, en un lugar común del pensamiento occidental. Los intereses de Herder, por lo demás, no eran ni nuevos ni desconocidos. Como sabemos aquí, el origen del lenguaje ha promovido inquietudes de índole variada y diversa desde que el hombre es hombre. El tiempo de Herder mostró especial sensibilidad por todo ello, hasta el punto de concitar peregrinos de variada procedencia intelectual, diplomáticos, filósofos o historiadores algunos de ellos, otros simplemente misioneros, literatos e intelectuales, estos últimos en el sentido amplio del término. Lord Mombodo, Harris, Rousseau, Condillac, Hervás 

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o G. B. Vico también terciaron, además de otros autores menores, en todas esas discusiones, antes, durante e inmediatamente después de la comparecencia de Herder en ese estrado de la mentalidad lingüística de la época. Precisamente como muestra de esa inquietud, en 1769 la Academia de las Ciencias de Berlín plantea un debate cargado de enjundia: «¿son los hombres, teniendo en cuenta sus facultades naturales, capaces de inventar la lengua? ¿Y con qué medios consiguen inventarla? Se pide una hipótesis que explique el problema y que resuelva las dificultades». Herder respondió a esa llamada con su Abhandlung über den Ursprung der Sprache (Ensayos sobre el origen del lenguaje, Berlín, 1772). Lo hizo de manera sumamente exitosa, habida cuenta de que obtendría el premio en litigio. A partir de ese momento le quedaron abiertas de par en par las puertas de la fama y el reconocimiento social. La enorme obra de aquel hombre de su tiempo, igualmente fascinado por la teología, la filosofía, la crítica literaria o la historia de la cultura, sin embargo encuentra su primer punto culminante en unos quehaceres lingüísticos de los que, paradojas del destino, abjuró muy pronto, casi de inmediato. A Herder, de todas formas, hay que concederle el mérito de haber introducido algunas novedades dignas de interés, en especial aquella que considera las lenguas como el gran exponente cultural del espíritu de los pueblos. Pero llegar hasta ahí implicaba recorrer un proceloso itinerario que empezaba por el pensamiento, intrínsecamente unido al lenguaje desde su perspectiva, simultaneándose con él dentro de un todo indisoluble. Por primera vez en la historia de la cultura occidental se contradecía el principio aristotélico conforme al que pensamiento y categorías lógicas son previos a la actividad verbal. La opción por la que apuesta Herder implica enormes consecuencias para las lenguas que, entre otras cosas, pasan a convertirse en la puerta de acceso mediante la que conocer cómo piensa cada pueblo, mediante la que penetrar en las esencias puras que identifican el más incólume acervo de la cultura popular. En consecuencia, desde su perspectiva las lenguas sirven para discriminar a unos pueblos de otros, lo que convierte a la actividad verbal en uno de los bastiones fundamentales de la impronta cultural de cada nación, en uno de sus más genuinos fedatarios. Consiguientemente, para Herder hablar una lengua supone tanto como traslucir una cultura, adscribirse a un pueblo, entroncar con sus tradiciones ancestrales y comprometerse con su destino colectivo. De la misma forma que las lenguas se han separado y diversificado a partir 

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de una primera lengua originaria y común, los patrones de pensamiento han seguido caminos divergentes entre sí, lo que permite aislarlos, discriminarlos y caracterizarlos como propios de un pueblo concreto y determinado. Al formular tales planteamientos supongo que en la mente de Herder no rondaría ninguna suerte de particular anhelo perpetuador, ninguna mirada que fuese más allá y codiciase subrepticiamente la eternidad que propicia la fama al espíritu de los hombres, al menos conforme al paradigma clásico de nuestra cultura. De hecho, todo parece indicar que las reflexiones lingüísticas de Herder no estuvieron guiadas por premeditada planificación de ninguna clase, ni inmediata ni remota. Un historiador tan reconocido dentro de mi disciplina como Robins, y a la vez tan ponderado, se ha permitido sin embargo ironizar sobre la cantidad de admiraciones que contiene el texto de Herder. Ese hecho lo lleva a afirmar que constituye una de las mayores muestras de vehemencia aplicada a la ciencia de toda la historia. En caso de que Herder hubiese abrigado la más mínima forma de narcisismo intelectual, habría de concedérsele un acierto más que pleno, a la vista del intenso, plural y prolongado eco que se ha dispensado a sus ideas. Verdad es que se trata de un éxito no tanto científico como social, motivo que incrementa más si cabe el interés de las mismas. El que hoy estén en gran medida vigentes, el que hayan auspiciado algunas significativísimas políticas culturales durante el siglo xx, constituye un llamativo exponente acerca de cuáles pueden ser los filtros reales que alimentan la glorificación social de la ciencia y cuáles –y de qué clase– llegan a ser los fines para los que se recurra a ella. Como digo, en el dominio meramente científico, muy pronto las especulaciones de Herder, y otras similares, firmaron su acta de defunción que, sin embargo, nunca fue del todo definitiva. El siglo xix trajo a la lingüística un método, una indagación sistemática y científica de las lenguas en su afán por encontrar las primeras raíces, la lengua madre. Gracias a la gramática histórico-comparativa, etiquetaje que le hemos asignado a ese momento de enorme repercusión para mi disciplina, se reconstruyeron troncos lingüísticos, se establecieron objetivamente parentescos entre lenguas y, en definitiva, se descubrió la gran familia indoeuropea. A eso se llegó, no merced a una iluminación genial en el escritorio del filólogo, sino tras el estudio profundo de múltiples lenguas, la comparación sistemática de sus palabras, la confrontación de sus significados, el contraste de sus gramáticas y sus sonidos; en definitiva, luego de 

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una implacable aplicación de método y disciplina, disciplina y método. Ante ese cúmulo desbordante de rigor y datos, al igual que otros compañeros de viaje científico, las intuiciones de Herder no contaban con grandes opciones de credibilidad en la comunidad científica. Tan solo la figura aislada –y ciertamente controvertida– de Wilhem von Humboldt mantuvo un vínculo más que evidente con el herderianismo, sobre todo en lo tocante a los componentes que consideraba más internos de las lenguas, por ello más nucleares –desde su punto de vista– en lo tocante a la configuración final que adoptaban. Su citadísimo aserto según el cual «la lengua es el espíritu de los pueblos y el espíritu de los pueblos es la lengua» no ofrece duda alguna acerca de sus posiciones ni acerca de la genealogía de las mismas. En esos momentos, la atención de Von Humboldt tampoco modifica en demasía el precario crédito del que gozaba el herderianismo lingüístico por aquellos entonces. Von Humboldt, a pesar de su relumbre social, en definitiva nos lega una teoría lingüística inconclusa que, de momento, transitaba al margen de las grandes corrientes que consolidará la lingüística del xix. La diversidad en la valoración de sus contribuciones vino mucho después, en pleno siglo xx. Unas veces ha sido un precursor de la más exigente lingüística moderna, lleno de intuiciones poco menos que geniales; aunque otras su figura no haya merecido mayor consideración que la de un atavismo especulativo en el brillante momento del surgimiento de la lingüística científica. Lo que está fuera de duda es que, para bien (según los primeros) o para mal (según los segundos), Von Humboldt, y con él su poso herderiano, están fuera del gran, trascendental, paradigma histórico-comparativo del siglo xix en lingüística. Con la llegada de la centuria siguiente, Herder desapareció por completo, apartado de los principales esquema teóricos del pensamiento lingüístico, tanto de los que se acogieron al patrón estático, como de los que más tarde propiciaron la orientación dinámica. Tan solo mantuvo vínculos relativamente perceptibles con el idealismo lingüístico y con la escuela apegada a Sapir y Whorf; de trayectoria fugaz y esporádica los primeros, marginados empedernidos de la lingüística académica los segundos, como mínimo hasta fechas recientes. Por contra, fuera de la ciencia en sentido estricto, las ideas de Herder han gozado de favor y general reconocimiento a lo largo de los años, hasta el punto de formar parte del saber popular, de ser un 

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dato tan obvio que no ha precisado de mayores puntualizaciones. Convicciones como que cada pueblo tenía su lengua propia, que justo por esa singularidad lingüística podían ser llamados pueblos, que era deber de todo buen patriota conocer en profundidad, amar y cultivar la lengua recibida en el hogar materno, y otras similares, no han admitido objeción alguna. Ni qué decir tiene que los movimientos nacionalistas han encontrado en ellas un inmenso arsenal, doblemente valioso, que han explotado sin vacilar. Por un lado, permitían inmediatas traslaciones al ámbito político, justo en la dimensión más vinculada a sus intereses prioritarios, la delimitación de la identidad nacional. Por otro, al formar parte del imaginario común que la sociedad había sedimentado acerca del lenguaje, resultaban fácilmente comprensibles y asumibles por la inmensa mayoría del cuerpo social al que van dirigidos sus mensajes. En el mundo hay entre 4 y 7 mil lenguas, según estimaciones que por fuerza han de ser todas inexactas en alguna medida. El Forum Barcelona 2004 lo ha dejado en un justo medio casi salomónico, ligeramente escorado hacia el pesimismo: 5 mil lenguas. Sea cual sea el número definitivo de la diversidad lingüística mundial, evidentemente vive en una asimetría mayúscula con los aproximadamente 200 estados que trocean el globo terráqueo según la ONU. Eso quiere decir que por regla general cada estado cobija más de una lengua. Ahora bien, tan solo una de ellas copa la hegemonía social, es el gran instrumento de comunicación entre los ciudadanos. Las restantes, socialmente desplazadas, secundarias, nutren las filas de los subordinados culturalmente. A partir de aquí empieza el efecto del dominó Herder: detrás de cada lengua hay un grupo social, una historia, una cultura, una manera de pensar, un pueblo; todos ellos infravalorados, deglutidos en dirección al gran estómago del estado centralista. Liberarse de esa asimetría los llevará a proponer nuevos estados disgregados, por supuesto, provistos de sus correspondientes lenguas, encarnaciones supremas de otras tantas patrias. Hasta tal punto es útil y efectivo el estilete lingüístico para el credo nacionalista que, cuando se ha carecido de él o ha contado con rémoras de envergadura, ha figurado entre los objetivos más candentes de todo buen programa reivindicativo promovido desde esas filas. El estado de Israel se aprestó a normalizar el hebreo moderno y a fomentar su uso en el interior de sus recién estrenadas fronteras, sabedor de que estaba llamado a ser un elemento amalgamador de los variados contingentes de hebreos que recalaban en el nuevo país, procedentes de una diáspora milenaria esparcida por 

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prácticamente todo el mundo. Dentro de las fronteras españolas, una de las primeras acciones que acomete con decisión el gobierno autónomo vasco no es otra que la conformación de una variedad normativa y oficial, el batúa. A esa norma recién inaugurada se le exigía cumplir con dos tareas ciertamente delicadas, a la vez que dotadas de enorme repercusión lingüística y social: propiciar a la sociedad vasca una variedad sólida mediante la que articular el margen de bilingüismo que contemplaban la Constitución Española y el Estatuto de Autonomía y, por otro lado, establecer una referencia sociolingüística a partir de la que imbricar a los dialectos del euskera, dispersos, fragmentarios, aislados durante siglos, incluso con problemas de intercomunicabilidad de relativa envergadura. Se ha discutido mucho y enjundiosamente acerca de si la decisión técnica, la variedad finalmente elaborada, era acertada o no, conectaba o no con los dialectos preexistentes, era la más pertinente o no desde el punto de vista del sistema lingüístico elaborado. La enorme trascendencia sociolingüística de esa decisión del gobierno vasco, en cambio, supongo que no es merecedora de la más mínima duda. Más o menos afortunado estructuralmente, desde el punto de vista sociopolítico el batúa ha sido un elemento cardinal de euskaldinización durante todos estos años. Lo curioso del asunto es que una de las grandes referencias históricas de los movimientos nacionalistas europeos, la República de Irlanda, aporta el mayor y más drástico contraejemplo a todo lo que estamos comentando. Algo ya he apuntado más arriba. A pesar de que los nacionalistas irlandeses intentaron convertir el gaélico en un símbolo antibritánico, el propio Joyce ya se mofaba en las páginas del Ulises de esas pretensiones y, por lo demás, el tiempo ha terminado demostrando que es posible coronar con éxito una reivindicación nacional secular sin necesidad de acudir a una lengua distinta. La cruzada lingüística fracasó (hoy en Irlanda predomina de facto abrumadoramente el inglés), aunque no así la reivindicación nacional de un estado independiente que en la actualidad comparte la misma mesa de la Europa Unida con la antigua metrópoli británica. Más aún, se permite ser uno de los núcleos exportadores de inglés para extranjeros. Con todo, esa ductilidad sociocultural y política explica que el legado Herder-Von Humboldt haya perdurado, siga activo y probablemente se perpetúe en el futuro. Aclara también por qué fue enterrado para resucitar de entre los muertos científicos en varias ocasiones, siempre envuelto en un cierto halo mesiánico. La mecá

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nica neurocerebral del lenguaje o la influencia del tipo de red social en el perfil lingüístico de las comunidades, sin duda nos adentran en cuestiones mucho más capitales para dar cuenta de la suerte del lenguaje o de las lenguas. Desde esa última clase de investigaciones, el análisis sociolingüístico de redes, por ejemplo se indaga en cómo el tipo de relaciones que mantenemos con otros grupos humanos, lógicamente distintos del que formamos parte, influye en nuestros hábitos lingüísticos. Aproximémonos un instante a dos individuos, Patricio y Fernando, nacidos con tan solo horas de diferencia en Motril (Granada), que crecieron en dos familias acomodadas y notables del lugar, vecinas, amigas y partícipes de los mismos círculos locales. Ambos compartieron juegos, novias y estudios, que concluyeron formando parte de la misma promoción que se licenció en Medicina por la Universidad de Granada. Sobre el papel algunos de los factores más activos en la discriminación lingüística de las personas en esta ocasión aparecen neutralizados. Entre ellos no existen diferencias de edad, sexo, procedencia geográfica, nivel social o grado de formación cultural. A pesar de ello, aun compartiendo un fondo común de hábitos en el uso del lenguaje, nos hallamos ante dos hablantes en cierto modo contrapuestos. Patricio es lo que comúnmente se conoce como una rata de biblioteca. De inmediato obtuvo una beca de investigación, iniciando una tesis complejísima sobre clonación humana que lo llevó a EE.UU. Vive en Boston, gustosamente acomodado en su exquisito círculo de investigadores académicos. Casado con una simonita, tiene cuatro hijos y una vida familiar muy intensa y cerrada. Fernando se quedó cerca de casa, a poco más de 40 kilómetros, justo donde arranca la Penibética desde el Mediterráneo, en Albondón. Por su consulta pasa todo el mundo, pequeños, grandes, hombres, mujeres, ricos, pobres, no importa el día ni la hora. Incluso tiene pacientes fieles que vuelven a su consulta, no se sabe si por confianza en el médico que los atendiera un día o, como le dijo Max en una ocasión, por el placer de reencontrarse con un gran conversador. Hace lo que puede y como puede, aunque nunca le falta un rato para tomar un vaso del vino de la tierra en compañía de buenos amigos, labriegos, maestros, oficinistas, policías municipales o, a veces también, incluso el señor cura. La limitada –densa– red entre la que socialmente se desenvuelve Patricio lo conduce hacia un lenguaje más concreto, más circunscrito a sus dos ámbitos casi exclusivos de interacción vital, su familia y el mundo científico. Fernando, en cambio, sin dejar de dominar la misma jerga médica, se ha provisto de mayor herramental lingüís

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tico, el que necesita para comprender a sus pacientes, para leer a su compañero Patricio, para compartir tertulia en el bar del pueblo, para ir los domingos al fútbol o para cortejar, lo que puede, eso sí, siempre en el pub de la costa próxima. En definitiva, lo que vienen a querer decirnos estas investigaciones sociolingüísticas es que nuestros usos del lenguaje reflejan la complejidad el mundo entre el que nos desenvolvemos. Dar razón de cómo condiciona todo ello la actuación lingüística de dos hablantes tan tipificados como Patricio y Fernando no comporta dificultades excesivas, y puede llegar a resultar, si no divertido, algo simpático cuando menos. Hacer lo propio con una comunidad lingüística al completo ya se convierte en tarea bastante compleja. A medida que incrementamos nuestra nómina de sujetos observados vamos accediendo a una casuística menos predecible y más desparramada. John Benson III, un colega de Patricio en Boston, frecuenta con asiduidad los conciertos de música rock y las motos, las grandes Harley-Davison. Ser un científico rutilante no le impide escaparse en verano con una pandilla de moteros y recorrer EE.UU. del Atlántico al Pacífico. Además, los fines de semana le encanta descender al mundo real, como dice arqueando las cejas, y agotar las reservas de Jack Daniels en lugares de mala muerte. Por supuesto que en ellos nadie sospecha a qué se dedica, ni él habla nunca de embriones madre. Antoñito, un chico educado, pulcro y tirando a tímido, decidió emular los pasos de su primo Fernando. Terminó de médico rural, aunque casó pronto con una joven capitalina, enamorada empedernida de su Granada natal. Al final consiguió destino en un pueblo cercano a la capital donde reside. Se desplaza a diario hasta su consulta. Con la gente del pueblo apenas si tiene más trato que el meramente profesional. En la ciudad frecuenta círculos elegantes, acordes con cierto estatus señorial, conforme a la concepción que su esposa tiene de la medicina. Naturalmente, su repertorio lingüístico difiere del empleado por su primo Fernando y por Patricio. Así podríamos continuar poco menos que indefinidamente en todos los niveles de la vida social. Para ahormar tal diversidad se requiere aplicar técnicas de muestreo mediante las que efectuar una selección pertinente de los hablantes que van a ser sometidos a estudio. Tras esa primera y prolija fase queda la no menos laboriosa trascripción de horas y horas de los materiales grabados. Más tarde se acude a índices estadísticos para tabular esa diversísima realidad y tratar, en la medida de lo posible, de explicarla. En otras palabras, precisamos de conocimientos previos muy especializados que, entre otras cosas, requieren de un 

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sólido dominio de la jerga lingüística. Sus resultados, desde luego, salvo descubrimiento imprevisto y de extraordinaria repercusión, no suelen ser materia de significativa apetencia para la prensa o para la clase política. Sobre todo su repercusión en este último ámbito, el ideológico-político –en el supuesto de concederle alguna–, no es ni tangible, ni inmediata, ni de propicio marketing cultural. El que los pueblos piensen de manera diferente porque practican idiomas distintos, o el que se sostenga la superioridad de una lengua sobre las demás por remitir a una cultura más elevada que las restantes, en cambio, son temas al alcance de cualquier ciudadano, sobre los que además probablemente se tendrá ya una opinión prefigurada. Por ello, como vengo insistiendo aquí, han sido transitados por ensayistas, pensadores, antropólogos, historiadores de la cultura y, naturalmente, políticos. Entre estos últimos, sus patrias encontraron en las lenguas un referente privilegiado e idóneo para enfatizar la identidad nacional. Hasta tal punto ha sido así que, en el más extremo de los supuestos, incluso llegaron a dotarlas de un carácter racialmente sustantivo. En eso han estado de acuerdo desde Pujol hasta José Antonio Primo de Rivera, desde Xabier Arzallus hasta Franco, desde Goebbels hasta Ariel Sharon. Aquí radica, sin duda, uno de los grandes riesgos que comporta esta herencia de la que estamos tratando de hacernos cargo; una herencia que, no lo olvidemos, de partida es lingüística, pero termina siéndolo cultural en sentido amplio. El herderianismo ha alimentado también un fuego fatuo y lúgubre, por no decir directamente macabro, de compleja –peligrosa– explicación, y por supuesto que de inaceptable justificación. No todo son lecturas y trasvases tan legítimos como los propuestos desde los credos nacionalistas, cuando menos si éstos han sido realizados recogiendo aspiraciones genuinas que proceden de sus respectivas bases nacionales. El carácter de «genuinas» puede ser atribuido cuando discurren entre los parámetros sociopolíticos dentro de los que –supuestamente– se desenvuelven los partidos en estados democráticos. Pero también debe ser contemplado para aquellas otras opciones que discurran forzosamente fuera de tales parámetros, ya sea por la intransigencia de los gobiernos centrales, ya por acogerse a otra clase de estrategias políticas. El resto, además de carecer del don de lo genuino, enarbola horripilantes edificios de ilimitado inhumanismo. Contaba Primo Levi que el primer tanteo al que se enfrentaban los judíos capturados por el III Reich consistía en demostrar un grado plausible de competencia lingüística en alemán. El conocimiento de la lengua de 

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este otro pueblo elegido, de la raza aria situada en el vértice supremo de la humanidad conforme al credo nazi, separaba a los «menschen» (esto es, a los «hombres», a los «seres humanos» capaces de hablar alemán) de quienes carecían de esa habilidad lingüística, que pasaban de inmediato y sin más dilación a la categoría de no hombres y no humanos. Ambos grupos eran embarcados en trenes distintos: unos, los germanófonos, llevaban billete con destino provisional a los campos de esclavos forzados; otros, los desconocedores de la lengua identificadora de los arios, saldarían su descuido con un viaje directo y sin parada que solo se detenía en una estación termini llamada cámaras de gas y hornos crematorios. A lo largo de su estremecedora obra, impresionante en todos los sentidos, Primo Levi insiste en aclarar cuál es la razón última que lo impulsó a testimoniar su experiencia como superviviente del holocausto nazi. No ansiaba ninguna forma de venganza histórica, aireando a los cuatro vientos el recuerdo ciertamente doloroso de la crueldad sufrida en carnes propias. Levi subrayaba con relativa asiduidad que su principal interés residía en desenmascarar los resortes que activan una barbarie humana como la desencadenada durante y por el III Reich alemán. Esos resortes, añadía Levi, en sus fases iniciales pueden llegar a ser prácticamente imperceptibles. Pero van calando lentamente en el tejido social, son contumaces y constantes hasta el punto de conseguir hegemonizar una situación histórica. Nunca son banales ni intrascendentes esos pequeños detalles de comportamiento, de actitudes sociales, de manifestaciones públicas que denotan, aunque sea vagamente, la más mínima forma de intolerancia, de incomprensión de la otredad, de xenofobia o de racismo. En sí contienen un germen extraordinariamente lesivo, por lo que recomendaba Levi mantener una actitud siempre vigilante, comprometida firme y activamente en la denuncia de cualquier brote de falta de respeto al distinto de nosotros, de intransigencia, de menoscabo de la dignidad humana. El herderianismo no está exento de recelos al respecto, si no en su formulación original, al menos en algunas lecturas y versiones posteriores que se le han hecho. No es mera coincidencia, ni azarosa casualidad, que podamos establecer más que fehacientes continuidades entre el espíritu que preconiza prácticas tan atroces como la que acabo de mencionar y algunos aspectos capitales del credo herderiano. Sabemos que Von Humboldt o el propio Herder figuraron entre los autores de cabecera más gratos a los intelectuales nazis. Por supuesto que no estaba en su mano seleccionar los lectores 

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que siglos después se aproximarían a sus obras. Eso es incuestionable. Como resulta igualmente evidente que esa aproximación no fue fruto del azar. Algún poso habría de haber en las ideas de Herder y Von Humboldt para que fuesen interpretadas en tales términos. Por todo ello, cuando se apela a herencias ideológicas como las que hunden sus raíces en el legado intelectual de Herder, habría que ser consciente del peligro manifiesto que se corre, de que acaso se sigan senderos tan lamentables para la Humanidad como los transitados por el III Reich, aunque sea de manera inconsciente. Y entiéndaseme bien, no digo que necesariamente se incurra en ello, pero sí que al mismo tiempo considero imprescindible poner de manifiesto la amenaza que comporta adentrarnos en esa dirección, el peligro que deberían asumir quienes lo hacen, la eventualidad latente que está ahí y que no se debe ignorar, como diría Primo Levi. No obstante, si los manuales de historia de la lingüística no mienten, y tampoco hay motivos fundados para pensar que ello sea así, el uso nacionalista de las lenguas es muy anterior a la antropología lingüística, a la hipótesis Sapir-Whorf y a todos sus seguidores. El espíritu del pueblo hablaba en la lengua nacional con Von Humboldt y con Herder, pero también desde Nebrija e incluso de Dante. De manera que ese nuevo rebrote al que hoy estamos asistiendo, por más que venga forrado de modernos ropajes ecológicos, es una variedad nada silvestre; sí, por contra, muy palaciega y libresca, muy del gusto de las insidias maquiavélicas y de la sentimentalidad voluptuosa del romanticismo. Esas lenguas que defienden ahora su dignidad como portaestandartes y abanderadas de sus naciones en el ampuloso mapa de la Europa en trance de unificación total, rebrotaron por ser testimonios genuinos del espíritu popular. Al socaire de vientos muy parecidos, renacieron las lenguas minoritarias en la península Ibérica durante el xix, con más dificultad hicieron lo propio en Francia, a pesar de Mistral. También entonces cobraron un ímpetu nunca antes conocido en las repúblicas bálticas donde germinaron sus primeras gramáticas, contemporáneas de movimientos independentistas que deberán esperar décadas antes de coronar sus objetivos. El proceso, por lo tanto, es considerablemente más antiguo; la perspectiva ecológica aporta savia nueva para proseguir con dilatado anhelo. Nada más, y nada menos. Esa secuencia histórica nos había llevado a decir que todo empezaba en Herder, habíamos sugerido que lo continuaba Von Humboldt y concluiremos que serán Whorf y Sapir quienes lo coronen. No considero pertinente abordar aquí una discusión minuciosa 

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acerca de las posiciones defendidas por Sapir, Whorf y sus continuadores. Solo quisiera seguir con las breves pinceladas que antes he empezado a bosquejar, perseverar dentro de ese marco de referencias teóricas en el que se sitúan unos planteamientos que, desde la lingüística, han terminado viajando a otros campos del conocimiento social. Contra lo que a veces pudiera desprenderse de algunas lecturas apresuradas, Sapir y Whorf mantuvieron sus divergencias, de cierto calado por momentos. A pesar de ello, compartieron una franja amplia de ideas, en cuyo seno germinó el eje vertebrador de la hipótesis del relativismo lingüístico. En líneas muy generales, pues, sabemos que desde ella se entienden las lenguas como poderosos lentes que ofrecen lecturas particulares –y no intercambiables– de la realidad que las contextúa. Cada una de ellas nos haría ver el mundo de una forma exclusiva, singular. Quizá esa percepción privativa no surja en las manifestaciones más descomunales de la vida; no así en los detalles de intimidad, en los matices, en las sutilezas que, al fin y a la postre, determinan una manera de ser. El color de unas gafas, en principio, no modifica el contenido físico de un paisaje. Sí varía, en cambio, el cromatismo que procesa nuestra retina y, por tanto, el paisaje que en último término percibimos. De modo análogo, las lenguas determinan nuestra percepción del mundo y nuestras categorías de pensamiento, nos instalan un filtro que impregna la manera en que procesamos la realidad. Debido a ello, la hipótesis postula simultáneamente un determinismo fuerte y un relativismo débil en la interacción del lenguaje con el medio; determinismo y fuerte porque se sostiene que las categorías de pensamiento humano están férreamente acuñadas por el lenguaje; relativismo y débil porque cada lengua actúa conforme a parámetros singulares y específicos. Ello propiciará que en el desarrollo posterior de las ideas de Sapir y Whorf se enfaticen dos clases de vínculos, a los que vengo aludiendo directa o indirectamente en estas páginas: los que mantienen las lenguas con el contexto, de un lado, y, de otro, los registrados entre aquéllas, la cultura y la identidad grupal. El nexo que fusiona lenguaje y contexto se concibe en términos monodireccionales, particular sobre el que no caben reparos de consideración. Si alguna influencia se ejerce, con el grado de determinismo que convengamos en admitirle, ésta desde luego irá desde el contexto, desde el entorno o desde la realidad circundante hacia las lenguas, y no viceversa. Entre las insensateces que mi disciplina ha podido cometer, por fortuna, no figura una tan mayúscula como otorgarle el más mínimo crédito a la posibilidad contraria, a que las lenguas 

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determinen el entorno físico. Es evidente que, incluso en la versión más férrea de la hipótesis relativista, su poder discriminador resultaría inversamente proporcional a la proximidad ecológica y social que vincule a dos o más lenguas. Costaría creer, desde luego, que el cachemir, el pasto, el nepalí o el tibetano remitiesen a naturalezas contrapuestas, verbalizadas de modo radicalmente diferenciado. Otro tanto puede decirse del bislama (Vanuatu), fiyiano (Fiyi), tongano (Tonga), samoano (Samoa), lenguas malayo-polinesias todas ellas, repartidas dentro del mismo cuadrante de Oceanía. En cuanto al componente cultural e identitario de la actividad lingüística, se defiende en esta ocasión su carácter monodimensional. Las lenguas reflejarían una (y solo una) realidad, encarnarían una (y solo una) cultura y, por ende, articularían el acervo espiritual de un (y exclusivamente uno) grupo. Ahora sí que nos movemos por terrenos más delicados, en alguna medida bastante resbaladizos, inequívocamente proyectados fuera de las estrictas competencias científicas de la lingüística. Como en el caso de sus antecesores, la pretendida monodimensionalidad cultural e identitaria de las lenguas en esta ocasión también ha sido grata para las ideologías nacionalistas. De nuevo los usos que han hecho la sociedad civil y la comunidad científica de la concepción lingüística hilvanada en torno a las aportaciones de Sapir y Whorf discrepan en modo considerable. Para gran parte de la antropología lingüística, de la sociolingüística, de la lingüística tipológica o de la lingüística general, la versión estricta del relativismo lingüístico goza de escaso predicamento y, en todo caso, requiere de puntualizaciones considerables. Por descontado que no se admite el monolítico automatismo que aparenta. Ni las lenguas ahorman sin más nuestros esquemas de percepción y procesamiento de la realidad ni, por lo demás, todos los hablantes de una lengua se comportan de manera uniforme. Los condicionamientos sociales que penden sobre la suerte de las lenguas eventualmente pueden llegar a ser cruciales. Sí, todos hablamos la misma lengua, ricos y pobres, cultos y no escolarizados, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos. Ahora bien, cada grupo lo hace conformando sus parámetros propios de comunicación que unas veces se aproximan a los de colectivos sociales distintos, pero otras se distancian ostensiblemente. Cuando los diferentes grupos sociales que componen una determinada sociedad han vivido realidades divergentes, contrapuestas en no pocas ocasiones, difícilmente procesarán el mundo de manera exactamente idéntica, por más que compartan una misma lengua. Por lo demás, sería pueril soslayar la 

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existencia de universales que, comunes a todas las lenguas y propios del lenguaje en tanto que facultad de todo ser humano, apuntan en la dirección contraria, aproximan más que distancian a las lenguas y, por consiguiente, a sus hablantes. Algunos datos manejados por los psicolingüistas, o por los psicólogos sin adjetivos, incrementan más si cabe la distancia respecto del núcleo duro de la hipótesis. Tenemos documentadas y completamente verificadas formas de pensamiento, de procesamiento de información y de cognición liberadas de servidumbres lingüísticas, incluso desde la primerísima infancia. Ello no impide reconocer el papel crucial desempeñado por las habilidades lingüísticas en el desarrollo de la vida mental del individuo, aunque nunca en modo tan determinante como se desprende explícitamente de la perspectiva de Sapir y Whorf. Sin embargo, la interpretación que interesaba a los agentes políticos ha mostrado a Sapir y a Whorf como dos grandes vates científicos, artífices de corroborar que, en efecto, cada lengua nos hace pensar de una manera propia y sustantiva, nos hace percibir el mundo y relacionarnos con nuestro entorno de un modo intransferible, crea una burbuja intelectual idiosincrásica y privativa, una mónada cognoscitiva que late al ritmo que dicta su lengua. Aunque tal atribución fuese parcial e inexacta, estaba ungida con el aceite blindado del cientifismo. De ese modo, el terreno previamente roturado por el herderianismo, recibía una nueva simiente, portadora además de una objetividad poco menos que ineluctable. Dado que los políticos frivolizan con la ciencia, me van a permitir que este aprendiz de científico frivolice sobre los políticos. Por ese camino, a veces se tiene la impresión –por qué no lógica y hasta inevitable– de que los nacionalismos se presentan a sí mismos como una consecuencia necesaria de un análisis científico de la realidad. Y cuando hablo de nacionalismo, no solo me estoy refiriendo a las reivindicaciones de esa clase promovidas por grupos minoritarios dentro de un estado multiétnico y/o multinacional. Lo hago también refiriéndome al patriotismo fácil y segregacionista, al purismo nacional, a la exaltación del espíritu de campanario, bandera en ristre, sonando un himno nacional, cualquier himno nacional, como música de fondo. No por casualidad, desde fuera del estricto ámbito de la lingüística, José Antonio Marina recordaba en su Selva del lenguaje que Sapir y Whorf han solido acompañar a las grandes declaraciones de dogmatismo nacional que ha recogido la historia reciente. Tan solo quisiera introducir dos leves apuntes al respecto: uno, probablemente ello haya sido así, pero contra el contenido 

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recto de los textos de Sapir y Whorf; aunque, dos, como en el caso de su ancestro herderiano, tal vez ello denote que estamos ante un enfoque que, quién sabe, pueda prestarse a manipulaciones de esa naturaleza. Por seguir con las confrontaciones entre coetáneos, y moviéndonos solo dentro del apartado más externalista de la lingüística, en esta ocasión tampoco hubiera sido posible proyectar creencias similares manejando ideas de Bajtín, Meillet o Meschaninov, pongo por caso. Para concluir con el círculo de intranquilidad que envuelve a la hipótesis del relativismo lingüístico, el referente al que se dirige, la noción de pueblo depositario de esa singularidad identitaria acuñada por el lenguaje, tampoco vive exenta de sombras. En realidad, nadie puede decir con exactitud en qué consiste un pueblo. Por supuesto que cualquiera de nosotros posee una representación aproximada al respecto en su retina intelectual. Evidentemente, si apelamos a la historia, la idea de pueblo queda delimitada con relativa holgura. Claro que existieron pueblos celtas, fenicios o íberos en la España prerromana. La exigüidad de su población, o las rémoras técnicas que debieron tener para sortear la orografía donde se asentaron, les propiciaron una acotación bastante definida. Las dificultades, las dudas, las imprecisiones surgen cuando tratamos de repetir la misma operación demarcadora en el tiempo presente, máxime en unas coordenadas socioculturales tan heterogéneas como las que nos ha tocado vivir. La geografía política ayuda poco, sobre todo a medida que nos vamos aproximando a los límites administrativos de los estados. Un puesto de aduana, la consiguiente bandera, los uniformes distintos de los gendarmes, todo ello no siempre basta para fijar con exactitud dónde termina un pueblo y a partir de dónde empieza el vecino. A veces sí lo hace, incluso con una precisión poco menos que automática, digna de los más exactos mecanismos de relojería. Muchos viajeros, en especial si procedían del sur de Europa, sabemos que no era lo mismo cruzar la frontera de Kehl hacia Estrasburgo que viceversa. Ese puesto aduanero abría y cerraba habitaciones radicalmente distintas del común hogar europeo, cuyas improntas se traspiraban desde el primer saludo que servía para requerirte cortésmente la documentación. En el lado alemán las reservas de urbanidad se agotaban en ese preciso momento. A partir de ahí dejaban paso a la escueta sequedad de los aduaneros de Kehl en la más profunda, inapelable, extensión del término. Del lado francés, la rigurosidad aduanera no solía entrar en conflicto con 

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un trato distante, pero siempre respetuoso, por momentos afable, sin llegar a versallesco. De todos modos, lo esperable, lo habitual, es que acontezca todo lo contrario y que las fronteras resulten más formales que reales. Sin salirnos de Francia aunque trasladándonos al sur, en la marca administrativa que dibujan los Pirineos, desde la vertiente francesa Prats de Molló mira a España con la misma facilidad que, en la opuesta, desde Setcases o Camprodón se percibe Francia. La teoría no aclara a qué pueblo pertenecen sus habitantes. Administrativamente unos son franceses y otros españoles, aunque por debajo de la administración, en la base de sus estratos históricos y antropológicos, unos y otros evidentemente son catalanes, a pesar de que unos lleven tal condición a gala y otros parezcan ignorarla por momentos. Puede ser hasta más complicado. El enclave de Llivia, por encima de la barrera pirenaica, sin embargo está bajo jurisdicción española. ¿Un tratado entre reyes, que probablemente nunca conocieron ni aquellas tierras ni aquellas gentes, bastó para convertirlas en dos pueblos distintos? Y, por otra parte, ¿más de cuatro siglos de vida en estados diferentes no han dejado ninguna huella en sus descendientes, hasta el punto de que hoy podamos hablar de una sola y única Cataluña? El ejercicio del poder político, por descontado, ha resultado determinante a la hora de perfilar idealmente ese mapa imaginario de los pueblos del mundo. Su gran pretensión, sobremanera desde que el Renacimiento impulsara la consolidación del estado-nación, ha consistido en amalgamar cada pueblo dentro de un marco físico reconocible como estado. Cataluña, repartida a un lado y otro de los Pirineos, muestra hasta qué punto las imposiciones políticas son incapaces de modificar las fisonomías de los pueblos a su libre antojo. Lo son incluso cuando van recubiertas de un baño aparentemente democrático, cuando están blindadas por pactos y hasta por leyes. ¿Realmente checos y eslovacos fueron –son– dos pueblos tan distintos como para fragmentarse políticamente en estados independientes? Para Ana, una veterana luchadora por las libertades de Brnö, la segunda ciudad checa, está claro que no. Según me cuenta, en la noche del 31 de diciembre de 1992 Eslovaquia se escindió de Chekia, prácticamente sin quererlo. Cierto es que la ya antigua Checoslovaquia había surgido de la desmembración del antiguo Imperio Austro-Húngaro en 1918, reuniendo los territorios de Bohemia, Moravia y Eslovaquia. Era, por tanto, un estado relativamente joven, aunque con tiempo suficiente como para haber forjado lazos 

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entre sus comunidades, culturalmente distintas, pero humanamente trabadas. Hasta tal punto era así, sostenía con cierta vehemencia Ana, que el entonces presidentede la república, Václav Havel se negó a rubricar institucionalmente la segregación. Para ella, ese gesto condensaba una protesta simbólica, compartida por miles de ciudadanos checos y eslovacos, ante lo que consideraba una decisión fraudulenta del parlamento de su país. La mano subrepticia que habría impulsado la segregación procedía de Alemania, cuyos intereses económicos y políticos pasaban por fragmentar Checoslovaquia. Ana nunca ha dado motivos para no gozar de esa credibilidad acorazada que solo es patrimonio de los luchadores sinceros, de quienes enarbolan sus convicciones por encima de cualquier impedimento. Su interpretación de los acontecimientos, no sé si contiene errores, pero desde luego sí aporta un testimonio de lo que, sospecho, puede ser un estado de opinión más generalizado. Supongo que nadie se extrañará, menos en España, de que un parlamento actúe de espaldas a la voluntad popular, incluso cuando ésta ha sido manifiestamente expresada en la dirección contraria. Que los parlamentarios checoslovacos acordasen la desmembración del país no garantiza que éste la deseara. Por lo demás, responsabilizar de esa tergiversación histórica a Alemania no deja de ser una costumbre muy checoslovaca. Me contaba Jiry, un colega praguense, que quienes invadieron realmente su país durante la Primavera de 1968 fueron los alemanes, los de la antigua D.D.R., que para él seguían siendo por encima de todo alemanes sin adjetivos. Los soviéticos desencadenaron institucionalmente el proceso, mostrando sin duda un dogmatismo intolerable al no aceptar el socialismo con rostro humano que proponía Dubcek. A la hora de la verdad, sin embargo, sus tanques se perdían por el camino, realizaban prolongadas detenciones en las que confraternizaban con la población invadida… eran un ejército invasor manifiestamente desastrado. Los alemanes, proseguía Jiry, en cambio llegaron de inmediato, sin pestañear, con sistemática regularidad prusiana. Muchos de ellos, siempre de acuerdo con el relato de mi colega, se sabían el camino a la perfección porque era la tercera vez que llegaban a Praga empuñando un arma: lo habían hecho como soldados durante la I Guerra Mundial, como oficiales durante la II y en esos momentos, al final de su carrera militar, entraban una vez más victoriosos, ya convertidos en coroneles y generales. Al margen del grado de fidelidad histórica de apreciaciones como las anteriores, sí que se percibe un poso de distancia espiritual, de cierto amargo desencanto, respecto de la bipar

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tición de la antigua Checoslovaquia que no apunta, precisamente, a un sentimiento de separación entre pueblos distintos, por más que hablen lenguas diferentes. Los límites reales que diferencian a unos pueblos de otros aparecen difusos incluso cuando ha corrido sangre entre ellos. Por más dolorosa y cruenta que pueda resultar, la sangre ensucia la tierra y mancha las conciencias; pero no levanta fronteras reales, sino que tiende kilómetros y kilómetros de alambradas entre seres humanos. ¿Eran serbios y croatas dos pueblos tan irreconciliables como para matarse de forma encarnizada? Para empezar, llevaban siglos compartiendo la misma lengua. Verdad es que desde la Edad Media estaba fragmentada en dos grandes dialectos, básicamente identificados con cada uno de sus núcleos históricos y, lo que se me antoja más decisivo, muy connotados social y religiosamente cada uno de ellos. El dialecto serbio, con centro neurálgico en Belgrado, se transcribía en cirílico y discurría por los dominios sociales de la iglesia ortodoxa. El croata, simbólicamente concentrado en Zagreb, recurría a la notación latina, en estrecha consonancia con su base religiosa católica. La diferenciación dialectal, por lo demás, la rastreamos en toda lengua y geografía y, desde luego, no parece un fenómeno que invite fatalmente a empuñar las armas. Además de la lengua, serbios y croatas compartieron bandera, instituciones, y lucha militar contra las mismas fuerzas de ocupación durante la II Guerra Mundial, a pesar del vergonzante alineamiento con Hitler y Mussolini de los nacionalistas croatas. Fue, sin embargo, otro croata nacido en Kumrovec, Josip Brozovich «Tito», el responsable de la unificación estatal que ubicó la capital en Belgrado, en Serbia. Tito conformó una república federal en 1945 que, en cierta medida, continuaba el antiguo reino de Serbia, Croacia y Eslovenia, como en el caso checoslovaco, surgido tras el desmantelamiento del Imperio Austro-Húngaro. Esa unidad, no obstante, quedó rota entre 1941 y 1945 etapa en que Croacia conoce una relativa independencia, al calor de ese afecto por los gobiernos fascistas de Italia y Alemania. La chispa que prendió en los duros procesos de segregación vividos en la antigua Yugoslavia surgió en mayo de 1991, cuando el sector serbio no aceptó al croata Mesic como presidente de la federación. Un mes más tarde se hace oficial la independencia de Croacia y Eslovenia y, a partir de ese momento, siguen los duros acontecimientos militares que están en la mente de todos. Sin embargo, directa o indirectamente, los medios de comunicación recogieron algunos retazos de intrahistoria serbo-croata que distan 

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con mucho de plasmar tan contrapuesta dicotomía con indiscutida nitidez, de aceptar como un dato previo, objetivo e ineluctable. En uno de los momentos álgidos del conflicto, durante los prolegómenos de un partido de la NBA, Vlado Divac (serbio de los Lakers) se reencontraba con su viejo colega de éxitos internacionales, el croata Drazen Petrovic (Trail Blazers primero, Nets de Nueva Jersey después). El suceso que protagonizaron dio la vuelta al mundo y, desde luego, de inmediato trascendió desde las secciones de noticias deportivas a las páginas de actualidad política. Cuando Divac se acercó, afable y con la mano tendida, a su viejo camarada de hazañas deportivas, Petrovic rehusó el saludo y le dio la espalda. Estaba claro que Divac seguía viviendo antes del conflicto y que Petrovic se había instalado en la Croacia segregada con la que soñaba. Ese desajuste cronológico-vital, ciertamente, aclara la contrapuesta actitud de ambos. En todo caso no basta para justificar por qué aquellos dos seres concretos estaban condenados a perder una amistad duradera, conforme a lo que parece que preconizaba la opción Petrovic. De la misma forma, como mínimo para una de las dos figuras implicadas en el incidente, dejaba claro hasta qué punto el frontal enfrentamiento entre miembros de esos dos supuestos pueblos no dejaba de ser una circunstancia nueva, recién estrenada y sobrevenida, que en modo alguno había actuado en un pasado relativamente próximo. Desde luego muchos deportistas serbios y croatas se manifestaron en esta última dirección. Vesselin Vujovic, uno de los balonmanistas más grandes de la historia, por aquellas fechas enrolado en el F. C. Barcelona, simplemente reconoció que no entendía nada. Durante su dilatadísima trayectoria internacional había compartido camiseta yugoslava con decenas de jugadores. Hasta esos momentos la república de procedencia nunca había sido un dato relevante. Robert Proshinecki, entonces centrocampista del Real Madrid, tampoco parecía muy dispuesto a entrar en el asunto: en su familia serbios y croatas habían formado matrimonios mixtos, él era fruto de la emigración y en aquellos momentos simplemente trabajaba en España. Frente a testimonios de esa índole, que no debieron ser declaraciones excepcionales y aisladas, conocimos persecuciones exacerbadas, voraces masacres, rayanas en el genocidio como las vividas en Bosnia o, después, en Kosovo. En todo caso, ese caldo de identidad virulenta y asesina no sabemos con exactitud a quién alcanzó y a quién excluyó, si formó parte de un espíritu colectivo acendrado o si, por el contrario, excepciones como las de Divac, Vujovic, Proshinecki y tantos otros 

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nos llevan a sospechar que fue fatídicamente inoculado, cultivado y promovido al margen de la realidad estricta, del trasfondo último de la convivencia anterior entre serbios y croatas. Con independencia de cómo existan los pueblos, sí está claro que el monolingüismo resulta un factor solo en parte consustancial a su identidad, en ocasiones rozando incluso lo accidental. Al respecto disponemos de ejemplos clásicos y modernos. Precisamente los primeros testimonios históricos de la humanidad, los que propician el desarrollo de la escritura en la antigua Mesopotamia hace unos cinco mil años, muestran la existencia de pueblos que concurrían en un mismo espacio físico, un mismo mundo político, en apariencia encastillados dentro de sus respectivas ciudades-estados, turnándose en el ejercicio de la hegemonía social y política sobre todas las demás de la zona. No obstante, la realidad debió ser un tanto menos uniforme y plana. Sabemos que compartían un mismo sistema de construcción arquitectónica, de cultivo de la tierra, de cálculos de agrimensura y astronomía, que las creencias religiosas eran las mismas, e idéntica la escritura, que disponían de un mismo sistema de notación gráfica capaz de adaptar al acadio lo surgido de las necesidades comunicativas del sumerio. ¿Cuántos pueblos había realmente en la antigua Mesopotamia? Del mismo modo, la restricción monolingüe impediría que Suiza estuviese conformada por un pueblo, por un solo pueblo, dividida como está como mínimo en tres grandes dominios lingüísticos, francófonos, alemanes e italianos. En todo caso, de ser así aportaría una elocuentísima constatación de hasta qué punto es factible ensamblar un estado con varios pueblos y varias lenguas. Modernamente, como veremos más adelante, Australia nos ha demostrado que ésta no es una virtualidad teórica, sino una posibilidad más que efectiva, incluyendo la multiculturalidad y el multilingüismo como elementos nucleares de su identidad nacional dentro de su entramado legislativo. Por último, la historia no confirma la obstinada creencia de que los pueblos se construyen firmemente solo a partir de una especie de mantenimiento a ultranza de valores y tradiciones seculares, de conservación de las esencias más puras, y no contaminadas, que los discrimina de otros. Desde el Indo hasta Gibraltar, islas incluidas, se extiende uno de los grandes troncos lingüísticos de la humanidad, el indoeuropeo. Más de la mitad de los hablantes del planeta recurren a una lengua indoeuropea, ya sea como idioma materno, ya como instrumento vehicular de comunicación. Todas esas lenguas, emparentadas entre sí, al parecer proceden de una so

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la y originaria lengua fuente y madre, también supuestamente de un mismo y único pueblo común. Eso quiere decir que ha sido posible establecer un hilo de conexión entre idiomas tan distanciados en el espacio como el español y el boipurí, lengua que discurre entre el estado indio de Uttar Pradesh y Nepal, entre el sardo de la isla de Cerdeña y el danés, entre el oseto de las antiguas repúblicas soviéticas de Osetia y el manx, lengua hablada hasta 1974 en la isla de Man, situada en pleno Atlántico entre Escocia, País de Gales e Irlanda. Ese impresionante haz geográfico-lingüístico cuenta con sus islotes. Unos obedecen al aislamiento vivido por algunas lenguas ubicadas en zonas de características especialmente singulares, cuyo prototipo vendría encarnado por el euskera. Otros son consecuencia de su ubicación en áreas fronterizas, en los aledaños extremos del inmenso mapa indoeuropeo. El más curioso y excepcional de estos últimos, sin duda, lo ofrece un grupo de lenguas no indoeuropeas, emparentadas con las lenguas de los Urales y las esquimales, que están ubicadas en Finlandia, por un lado, y, por otro, en Hungría. Esa mancha nórdica en medio del mundo eslavo se explica por procesos migratorios, por desplazamientos de contingentes del norte hacia esas tierras de Centroeuropa, iniciados antes incluso de nuestra Era. Hungría fue, según todos los indicios, punto de destino y establecimiento de importantísimos colectivos gitanos, portadores también de otra lengua indoeuropea, así como de la llegada de pueblos balcánicos relativamente vecinos. En la actualidad, junto al húngaro o magiar, encontramos que el 10 % de la población de ese país dispone de otra lengua materna: romaní, alemán, serbocroata, eslovaco o rumano. Tan variopintas procedencias, tal acarreo de etnias, culturas y lenguas no ha impedido la consolidación de una identidad nacional tan firme y secularmente asentada en lo político como la húngara. Mucho antes de que las preocupaciones explícitas y científicas por la planificación lingüística irrumpiesen en el mundo occidental, Hungría ya disponía de sus elementos reguladores de la diversidad lingüística, incluso recurriendo al latín como lengua de intercomunicación en su Dieta, cuando todavía formaban parte del Imperio Austro-Húngaro. Sin ir más lejos en pos de procesos de identidad colectiva no equiparables al monolingüismo, la hoy predominante lengua inglesa es en realidad un criollo, una mezcla lingüística en la que han terminado por sedimentarse influencias de lenguas muy diversas, importadas todas ellas por las oleadas de pueblos que durante siglos disputaron el privilegio de establecerse en lo que hoy conocemos co

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mo Gran Bretaña. Sobre la base celta previa a la romanización, en el siglo v arribaron hasta las costas británicas los sajones del norte de Alemania, los frisones de la actual Holanda, los jutos procedentes de Dinamarca y los anglos llegados desde Schleswig, hoy un estado federal de la actual Alemania, aunque hasta el siglo xix fuese territorio danés. En los siglos viii y ix quienes se acomodan allí fueron los escandinavos, hasta el punto de que entre 1016 y 1042 Gran Bretaña perteneció a la corona danesa. Todos ellos dejaron su impronta en la vida, la cultura y los usos lingüísticos de las islas, nunca comparable a la decisiva influencia que tendría la invasión normada de 1066. A partir de ese momento el francés señoreó los dominios cultos, las interacciones formales entre las que se desenvolvían las clases eruditas y pudientes británicas. Cuando se consolida como gran lengua literaria y política en la Europa del Renacimiento, el inglés ha asumido tal mezcla lingüística que para algunos tipólogos está en el límite más periférico del tronco germánico y para otros, británicos por cierto, simplemente está en ninguna parte en concreto, vinculada sí a las lenguas germánicas, pero sin que se pueda establecer con ellas una relación de dependencia diacrónico-evolutiva, por ejemplo tan marcada como la que atestiguan las lenguas románicas respecto del latín. Desoyendo esas y otras restricciones, lo cierto es que la noción de pueblo ha circulado ingentemente, siempre eso sí formulada en términos monolíticos y uniformes. Los individuos se han habituado a percibirla como una magnitud históricamente verificable. Esa percepción ha bastado de facto para anular todo lo demás. Frente a la realidad de los sentimientos patrióticos vividos por cada cual, la posible extralimitación de los argumentos que la sustentan carece de valor. Sobre todo cuando los propios individuos se procesan a sí mismos en tanto que miembros constituyentes de ese grupo llamado «pueblo», excluyéndose y diferenciándose de otros pueblos y otros sujetos integrados en ellos. A fin de cuentas estamos barajando dos de los pivotes nucleadores de nuestro gran salto como especie, el ser humano y su socialización en grupos. El tercero, al igual que hace millones de años, tampoco ahora está ausente desde los presupuestos que nos ocupan. El lenguaje que fue responsable del desarrollo de colectividades con una organización muy superior a la de otros animales, en esta ocasión vincula a los hombres con el pueblo al que pertenecen mediante una lengua distintiva. De ese modo, como vengo repitiendo aquí, las lenguas maternas pasan a convertirse en uno de los grandes ejes identitarios del hombre. 

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Algo –mucho– de verdad, sin duda, hay en esta responsabilidad identitaria que asignamos a las lenguas. Solo que, salvo contadísimas excepciones, las verdades nunca suelen ser absolutas, no dejan de admitir sus pequeños matices, sus modestas puntualizaciones, o incluso pueden verse acompañadas de un cinturón de verdades complementarias que, a modo de satélites nocionales, orbiten alrededor de su espacio intelectual. Vayamos por partes. Toda persona nace dentro de una lengua, que le pertenece y a la que pertenece, por haberlo hecho en el seno de una familia, de una cultura, de un (supuesto) pueblo y (en teoría) de un país. Esa secuencia, para quien la profese, merece sin discusión el mayor y más legítimo de los respectos. Los problemas serios empiezan cuando pasa a convertirse en dogma de obligada fe, cuando la convicción alimenta la imposición intelectual, o lo que es peor, la vital. A mí se me haría inaceptable reconvertir a los hablantes en fanáticos misioneros de las lenguas en las que aparentemente han nacido. Y desde luego me preocupa que se estigmatice, que se persiga o hasta que se proscriba, aunque sea en forma tácita, a todos aquellos que han decidido convertirse en apátridas lingüísticos, que han abjurado de su lengua materna, por los motivos que estimen oportunos, o hasta sin motivación clara y coherente. Negar esa posibilidad, dirigir la fusta acusadora contra quienes renuncian a la identidad lingüística establecida y programada, sencillamente pone al descubierto una palmaria perversión del lenguaje, de los derechos ciudadanos y de la idiosincrasia humana. Quiero decir, y permítanme intentar reordenar lo que acabo de comentar, que los derechos humanos –lingüísticos incluidos–, o alcanzan a todos –excepciones, desviaciones, inconformismos y locuras incluidos– o automáticamente pasan a convertirse en demagogia, discurso políticamente correcto, hegemonía social revestida de cultura, falsa alternativa dócil al poder establecido. Va siendo hora ya de clausurar ese sufragio lingüístico universal, espurio y circunspecto, al que nos han conducido las distintas mutaciones del herderianismo durante los dos últimos siglos. Ha dejado de tener vigencia la encorsetadora cadena de igualdades que harían equivaler, siempre y forzosamente, un individuo a una lengua, una cultura, una percepción del entorno y un esquema de pensamiento. Si la realidad es multidimensional, si postulamos modelos holísticos para interpretarla, si el mundo está abierto y clausurando fronteras, nada impide aceptar la existencia de seres que asuman su mestizaje y su plurilingüismo como un principio de identidad. Esa identidad, además, debe ser aceptada como una elec

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ción personal, igual de natural y coherente que las heredadas de las grandes tradiciones culturales. La identidad lingüísticamente apátrida, incómoda con demasiada frecuencia por nueva y desconocida para las demás, ni agrede a otros hablantes ni, en justa reciprocidad, habría de ser objeto de agresión alguna. El único límite a ese vasto abanico de derechos sin restricciones surgiría cuando las decisiones individuales fueran consecuencia de procesos claros de alienación ideológica, cuando la nueva fe abrazada convirtiera a los conversos lingüísticos en inquisidores furibundos de otras lenguas. Un mundo donde proliferasen las Lauras que conocemos, la verdad, tampoco dibujaría un horizonte demasiado halagüeño ni por descontado libre en el sentido profundo del término.

V.4.2 Segunda relectura. Métodos: conceptos operativos y metáforas científicas A partir de esas premisas, dejando al margen sus limitaciones que nunca fueron contempladas como tales, ya he señalado que la lingüística ecológica ha recurrido con frecuencia a la contraposición que se registraría entre minorías y mayorías lingüísticas. Explícitamente unas veces, implícitamente otras, esa dicotomía de la realidad lingüística resultaba de suma utilidad para detectar lenguas amenazadas, lenguas en peligro, lenguas precisadas de urgente atención. Por supuesto que el polo donde se condensaban las principales preocupaciones por el futuro de las lenguas quedaba claramente inclinado del lado de las minoritarias. Para establecer el nivel de gravedad de una dolencia lingüística se confrontaba el vademécum relativista, elocuentemente plasmado en la metáfora científica que manejan: se consideran amenazadas todas aquellas lenguas que vean alterada su relación natural con el medio social que les corresponde. De esa manera se sostiene que todas las lenguas ecológicamente violentadas en alguna medida requieren de actuaciones que restañen el equilibrio perdido. Si la contraposición mayorías/minorías lingüísticas ejercía de bisturí para diseccionar la realidad y diagnosticar la dolencia, la metáfora ecológica señalaba el modelo ideal de paciente restablecido. En consecuencia, aunque fuera de manera indirecta, determinaba el desarrollo de la intervención, in

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dicaba qué órganos se podían tocar y cuáles no, cuánto era recomendable que durase cada práctica quirúrgica, qué constantes habría de mantener el enfermo, si se requería de medidas complementarias o no (ventilación asistida, más sangre)…, todo ello, antes de la sutura definitiva que, en un tiempo razonable, pondría a circular normalmente a nuestras lenguas intervenidas, como cualquier otra sana, en consonancia ecológica con su medio. V.4.2.1 Clases de bisturíes ecológico-lingüísticos. Minorías del casco histórico, de barriada y de extrarradio Así pues, ha habido general consenso en considerar a las minorías lingüísticas como uno de los principales núcleos de población amenazada por la Globalización y sus secuelas uniformadoras. Dentro de la lingüística ecológica esto también forma parte de lo comúnmente aceptado, de aquellos datos que de puro evidente se convierten en axiomas. La trascripción lingüística de la Globalización promueve la mayor homogeneidad posible, siempre en detrimento de las lenguas más modestas. Vendría a ser como un vector, cada vez más voluminoso a base de engullir cuerpos lingüísticos menores. La sombra de ese vector depredador de lenguas progresivamente se iría extendiendo por todos los confines del planeta, perseverando sin freno en su implacable fagocitación de otros idiomas. No obstante, de inmediato apuntaré que tampoco está siempre claro qué radio conceptual exacto abarca el término «minoría lingüística», a quiénes incluye y a quiénes deja fuera, o incluso excluye, qué otros derechos lingüísticos pudiera haber por encima o por debajo de los que les competen a ellas, o cómo será posible organizar la convivencia de derechos diversos, en ocasiones casi contrapuestos, aunque todos ellos igualmente legítimos. Las migraciones introducen la primera astilla que desajusta la perfecta maquinaria engarzada en torno a la dualidad minorías vs. mayorías lingüísticas. Cuando menos en su flanco occidental, buena parte de la Europa industrial se corresponde con la Europa lingüísticamente minoritaria, dialectalmente minoritaria otras veces. Me refiero, entre otros lugares, a Cataluña y al País Vasco en España, a la Bélgica flamenca y al Norte de Italia, a Baviera en Alemania y al sur de Francia o a la Alsacia que discurre entre ambos países. Eso quiere decir que, por concretarlo en ciudades, hablamos de Barcelona y su cinturón industrial, del 

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gran Bilbao, de Amberes, Turín, Bolzano, Munich, Marsella, Estrasburgo o Mulhouse; territorios todos ellos que desde hace décadas han sido punto de destino para innumerables trabajadores foráneos La adaptación lingüística que éstos hubieron de acometer, por lo general, tuvo que cubrir varios frentes, de naturaleza distinta –y no siempre equiparable– en función de las características particulares de cada contexto social. Para la abrumadora oleada de inmigración andaluza en Cataluña, los deberes lingüísticos incluían el aprendizaje de otra lengua románica (el catalán), junto con una nueva capacitación dialectal dentro de su propia lengua, el desarrollo del español estándar, sobre todo para las ocasiones menos familiares. A un magrebí en Amberes le convenía empezar a desenvolverse en flamenco, sin perder de vista que el francés lo iba a necesitar a poco que tratara de hacerse entender por la otra mitad del país. Quienes se desplazaron del Sur al Norte de Italia por lo general procuraron adoptar el italiano normativo, una variedad que les evitó figurar como sujetos socialmente marcados por sus rasgos lingüísticos en las zonas donde iban recalando. Tantas nuevas obligaciones lingüísticas, entre otras urgencias sociales de mucha mayor envergadura, se fueron solventando como mejor se pudo y no sin pagar facturas considerables. A veces se nos acusa a los lingüistas de abordar la adquisición de la lengua de acogida con cierta frivolidad, por presentarla en exclusiva, ajena a otros problemas acarreados por los movimientos migratorios, frecuentemente con orden de apremio incluida. No cabe duda de que, además de aprender otras lenguas, los inmigrantes están urgidos por resolver cosas como encontrar un trabajo digno que les permita mantenerse, y con frecuencia mantener a los que dejaron en casa, buscar un lugar donde cobijarse, alcanzar una estabilidad legal de la que en muchas ocasiones carecen, disponer de una cobertura sanitaria mínima e imprescindible, y un larguísimo etcétera de cuestiones nada desdeñables; antes al contrario, se diría que capitales. En todo caso, permítanme un atisbo de gremialismo, por lo demás sustentado en lo que considero un estado de opinión común entre mis colegas. No conozco a ningún lingüista en su sano juicio que haya sustentado seriamente tales planteamientos ni que, manifiesta o subrepticiamente, haya pretendido de los inmigrantes que abandonen sus trabajos, se cobijen bajo los puentes o desatiendan la resolución de sus problemas legales a cambio de aprender con fruición la lengua del lugar donde arriban. Sí que, por el contrario, se ha subrayado con justeza que todos esos aprietos sociales y vitales cuentan con un lastre añadido, evidentemente de carácter comunicativo. Sin la 

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herramienta lingüística, sin la posibilidad de intercomunicarse dentro del entorno al que acaban de llegar, la capacidad de socialización de los migrantes queda reducida a su mínima expresión, por no decir que a pura quimera. Además, y éste sí es un dato contrastable, las restricciones idiomáticas traen consigo, irremediablemente, otras rémoras. Los ejemplos que podríamos aducir al respecto son poco menos que ingentes. Por seguir dentro de esa apelación a lo científicamente contrastado, como botón de muestra baste el análisis que Ferreri, Gentile y Spagnolo efectuaban en 1988 sobre una de las grandes variantes de los procesos migratorios, la que tiende a desplazar habitantes rurales hacia las urbes. Más en concreto, su atención se concentró, no tanto entre quienes protagonizaron en su día la emigración desde el campo, como en el comportamiento lingüístico de sus hijos. Los datos que aportan son concluyentes. El 33 % de los adolescentes que habían estudiado en Palermo, su punto de indagación, fueron incapaces de desarrollar niveles aceptables de alfabetización. Los mismos autores comprobaron que todos ellos pertenecían a los estratos bajos del espectro social y, en su inmensa mayoría, procedían de familias inmigrantes. Por lo tanto, su futuro profesional, su horizontal social y, por ende vital, contaba ya, desde su mera trayectoria escolar, con lastres que les resultarían poco menos que insalvables. De ello no se sigue, no puede inferirse en modo alguno, que siempre y necesariamente las migraciones dejen secuelas lingüísticas en sus descendientes, ni que éstos se encuentren indefectiblemente abocados al fracaso escolar. El que ello no sea sistemáticamente así, tampoco quiere decir que el río no suene. Si suena es que lleva agua y de esa cantinela los primeros en percatarse son los propios inmigrados. No en vano buscan, dentro de sus posibilidades, desprenderse de esas limitaciones que –presumiblemente– perciben como serias, como dotadas de una envergadura algo más que preocupante. En Alemania conocí muchos seres entrañables, inolvidables y, también, alguno que otro en verdad excepcional por razones diversas. De entre estos últimos, destacaba con voz propia Manuel, un gallego de Chantada, cerca del faro del mismo nombre que, en realidad, es un pico de unos 1.171 metros, todavía en la provincia de Lugo, aunque limítrofe con las de Coruña y Orense. Manoliño albergaba la firme convicción de que la vida lo había conducido poco menos que a una mudez forzosa. Así lo había mamado en su infancia, en su casa, en sus quehaceres por los montes, con los animales. Cuando me contaba estas cosas, la verdad es que temía 

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incordiarlo, porque nunca terminaba de saber si, de forma absolutamente involuntaria y cariñosa en el fondo, lo estaba obligando a incurrir en alguna forma de promiscuidad verbal, si lo forzaba a hablar más de lo estricta y sucintamente necesario. De todas formas, entre la acusada parquedad en palabras y la completa mudez, o algo muy parecido, la lógica más elemental hacía sospechar que por fuerza mediaba alguna distancia. La amistad me animó a contener mi curiosidad y esperar. En efecto, con el tiempo me fue desvelando los entresijos de su mudez fáctica, iniciada como un estropicio del destino, progresivamente asumida como un mal irremediable, para concluir aceptándola de grado, e incluso promoviéndola hasta con denuedo. Aunque él era callado ya de niño, todo se desaforó cuando Manoliño tropezóse con su «muller» camino de Alemania, una recia asturiana procedente de Amieva, en el cauce del Sella, entre la Cordillera de Ponga y los Picos de Europa. Según Manoliño él había sido capaz de llegar hasta allí sólo una vez. Dudaba conseguirlo de nuevo porque era uno de los puntos donde el planeta termina por perder la línea que separa la tierra medianamente civilizada de la selva sin mayores paliativos ni atenuantes. Por aquellos entonces yo había trasteado ya por Asturias y tenía una percepción radicalmente opuesta. Las veces que he vuelto no he encontrado ni atisbos del lóbrego retrato que me pintaba el bueno de Manoliño. Me siento más bien inclinado a pensar que la zozobra bárbara se la desataba su mujer y que desde ahí la trasponía a todo aquello que se la evocaba. Si hubiese nacido en Pekín, Sydney, Nueva York o Londres, cualquiera de esos lugares hubiera sido también el fin del mundo conocido. Claro que todo eso era hasta cierto punto lo de menos. Lo determinante era que su señora esposa se le antojaba el paradigma de lo selvático, hasta en la más minúscula faceta de su persona, pero sobre todo y por encima de todo en su manera de hablar aquel bable hosco que nunca terminó de entender. Para Manoliño el habla de su «muller» era como una versión fastidiosa de un caleidoscopio sonoro: unas veces parecía estar hablando algo similar a su galego materno, otras en cambio imaginaba que era como el castellano que, según contaban, era practicado por los señoritos finos de Coruña, y la mayoría de las ocasiones tenía la sensación de estar escarayándose, sin más, contra aquellas palabras, aquella voz, aquella mujer. A fuerza de años, paciencia e hijos, Manoliño terminó por reciclar tan turbulenta coyuntura comunicativa de su vida doméstica. Lo hizo, además, con un practicismo en verdad encomiable, siempre pendiente de lo que más necesitaban sus polluelos. Él siempre había 

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tenido la firme convicción de que cuantas menos palabras se intercambiasen con la «muller» de uno, más a salvo se estaba de discutir con ella. Por ese particular nada que objetar al silencio, quien no habla no pelea, o pelea menos. Luego vinieron los chicos. Nacidos o no en Alemania, sus hijos eran «galegos» –ni medio «galegos», medio asturianos, ni gallegos– «galegos» como Fidel Castro. Para algo eran sus hijos. Pero la cuestión es que tenían que vivir en Alemania, eso también era indiscutible. Y, hombre, si querían ingresar en el Gymnasium para hacer el bachillerato y después, si todo iba bien, pasar a la universidad, él sabía que habían de superar pruebas muy serias en lengua alemana, muy selectivas. No sabía cuándo ni en qué consistían con exactitud, pero sí que el alemán lo tenían que hablar mejor que el español o el gallego, y no digamos ya que el bable materno. Así que lo mejor era que crecieran como auténticos alemanes. Con las comidas, la ropa o las costumbres aquella empresa, rayana en misión religiosa, aparentaba ser medianamente factible. Bastaba con observar cuidadosamente cómo se comportaban los alemanes para repetirlo en el hogar del modo más fidedigno posible. No se puede negar que eso los condenaba de por vida a comer cosas raras con yogur, a prescindir del ribeiro, el «oruxo» o los pimientos de Padrón, a vestir de un modo que les resultaba muy ajeno, a veces incluso demasiado ajeno, y, bueno, a toda una serie de inconvenientes con los que había que apechugar. A fin de cuentas, no eran más que unos inmigrantes pidiendo permiso para quedarse definitivamente en lo más parecido al paraíso que habían conocido. El escollo más serio que había de salvar aquel programa de germanización doméstica radicaba en la lengua, el dichoso alemán que la «muller» y él habían aprendido lo justo, lo necesario para medio desenvolverse a trancas y barrancas. Como madre que era, y madre asturiana por ende, la «muller» era incapaz de reprimirse, y siempre andaba trasegando con ellos, las más veces en un alemán demasiado libre para las exigencias pedagógicas de Manoliño, otras incluso en su bable de toda la vida, contraviniendo sus recomendaciones, aunque nunca por su mente pasara la osadía suicida de recriminárselo. Él prefería no embrutecerlos con su media lengua alemana, optando por limitarse a intercambiar solo palabras que dominaba a ciencia cierta que, por lo demás, eran contadas. El resto del tiempo callaba, observaba y, en especial, disfrutaba al escuchar desenvolverse a sus hijos con total soltura en alemán, incluso cuando no terminaba de entenderlos del todo, lo que sucedía con alguna frecuencia. Se consolaba, eso sí, aferrado a la convicción de que con 

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aquel alemán tan fluido y propio, sus hijos nunca tendrían que verse como él, pala en ristre, esparciendo sal por la nieve y el hielo en unas aceras inmisericordemente negras, bajo aquel cielo que antes del amanecer, cuando empezaba su jornada laboral, no se sabía si era piedra, hielo o simplemente un anticipo congelado del infierno. Manoliño había enmudecido para poder hablarle mejor a la vida y al mundo por boca de sus hijos. Y ésta que les cuento era la única conversación que se había permitido, la que repetía metódicamente solo algunas mañanas de los domingos para unos pocos elegidos, la que escuchamos todos con sorpresa la primera vez, apiadados más adelante, fatigados por último, a pesar de que siempre un halo de hermandad terminaba por recubrirlo todo. A fin de cuenta, todos estábamos allí, en el Centro Español, allá en los suburbios de Kiel, en el norte-Norte de Alemania, buscando un poco de calor y comprensión, incluso Manoliño. Aunque no lo dijese, tampoco podía evitar el transmitirlo. Las soluciones, de cualquier forma, parece que no han de ser forzosamente tan drásticas. Basta con adoptar las medidas escolares adecuadas y programar una cierta repartición de usos para las lenguas implicadas, la materna y la de acogida. Al margen de algunas actuaciones extremas como la de Manoliño, en todo caso, estas situaciones sí que ponen de manifiesto que en ellas concurren múltiples derechos en verdad difíciles de conjugar. La solución de Manoliño, tan expeditiva como eficaz, fue posible gracias a que discurrió en un ámbito de acogida monolingüe. Manoliño hizo que su familia renunciase a perpetuar la lengua materna, primando el derecho de la sociedad receptora a expandir su lengua como vehículo de intercomunicación para todos los asentados en ella. Las cosas se complican cuando volvemos a Barcelona, Bilbao, Marsella, Bolzano o Amberes, a las comunidades de acogida que viven en minoría lingüística dentro de sus respectivos estados. Por momentos, todo se convierte en un inmenso colage de derechos: el de esas comunidades a defender su idiosincrasia idiomática y cultural, el de los inmigrados a preservar su lengua materna, el de los estados a intercomunicar a todos sus miembros… El colage aporta una técnica plástica de efectos sorprendentes, rutilantes en ocasiones cuando se domina adecuadamente. Pero me temo que su esterilidad en lo tocante a la planificación lingüística carece de límites o atenuantes. La convivencia entre lenguas –y, subsidiariamente, entre sus hablantes– requiere deshacer el colage y distribuir ordenada, racionalmente, sus componentes. En ese momento, al desplegar el primero de sus 

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componentes para desplazarlo a otra superficie, estamos irremediablemente lesionando alguno de los derechos anteriores y, al mismo tiempo, sembrando de dudas la mente del planificador. ¿Dónde empieza y dónde termina la glotofagia? ¿Es posible sospechar que la supervivencia de unos se cimienta sobre la glotofagia hacia otros? ¿Pueden simultanearse en una misma acción planificadora la defensa de derechos lingüísticos y la glotofagia contra alguna lengua, aunque sea de manera inconsciente y/o involuntaria? Supongo que algún pesimista se rendiría desde este preciso momento y, quién sabe, quizá haciendo acopio de cinismo remitiese la respuesta al viento. Para mí los problemas de la madre Tierra conviene resolverlos desde su polvorienta corteza. Estoy, además, firmemente persuadido de que los provocados por sus hijos humanos ocultan soluciones cifradas entre sus acciones, sus obras, sus pensamientos. Cuando recurrimos al término «minoría lingüística», de partida y en términos generales, apuntamos hacia un diferencial demográfico, hacia una contraposición entre lenguas con pocos y muchos hablantes. En virtud de ello, unas son catalogadas como minoritarias y las otras como mayoritarias. De esa asimetría demográfica, de inmediato, se siguen consecuencias sociales, dado que ambos tipos de lenguas conviven de forma desigual: unas carecen del poder social que las otras poseen, unas están proscritas en las situaciones cargadas de formalidad y esmero que las otras señorean, unas quedan atadas a la vida doméstica y a la modesta cotidianidad frente a la completa libertad de ámbitos sociales entre las que discurren las otras. Los primeros términos de esas díadas corresponderían a las lenguas minoritarias, en tanto que para las mayoritarias quedarían los segundos. Asistimos, pues, a una versión lingüística del viejo tópico conforme al que un pez grande, orondo y desalmado, engulle a otro pequeño e indefenso. Como para toda especie endémica, sería recomendable que los pequeños peces lingüísticos fuesen objeto de una política netamente conservacionista. Cuando la demografía cae del cielo hacia la tierra solo impacta en un trozo de la cruda realidad que, por momentos, la rebosa, se le escapa y, en último término, deja sin solventar la complicada maraña a la que han de enfrentarse las sociedades con minorías lingüísticas en su seno. Así andamos confusos, sin saber con exactitud cuál es la causa que hemos de abrazar o si, en realidad, no sería más lícito abrazar más de una. Como los servicios de urgencia médica en una catástrofe natural, hemos de empezar socorriendo al enfermo lingüístico más grave. Pero eso no siempre está inequívocamente claro; 

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incluso carecemos de una tipología exacta de pacientes lingüísticos a la que podamos atenernos. Cierto es que algunas soluciones se han empezado a dar en esa dirección. Otra cosa será que parezcan satisfactorias, que sean suficientes, que mantengan una ecuanimidad a todas luces innegociable, cuando lo que nos traemos entre manos son ni más ni menos que derechos humanos. En el terreno más formal, más político y jurídico, los organismos internacionales han acudido a acuñaciones similares a las esbozadas hasta ahora, renunciando directa o indirectamente a involucrarse en mayores honduras. A tal actitud preciso será reconocerle un extraordinario pragmatismo. El marco amplio entre el que por voluntad se desenvolvían, paradigma de recomendaciones genéricas e intenciones de hermosa bonhomía, tampoco exigía adoptar decisiones de más enjundia, también más espinosas y comprometidas. El panorama empezó a aclararse cuando los grandes principios fueron impelidos a cobrar cuerpo en programas concretos de planificación lingüística. Supimos entonces que, siguiendo las recomendaciones de Cirici, ponente comisionado por el Parlamento Europeo, lenguas minoritarias eran solo aquellas que pertenecían a grupos históricamente asentados en determinadas zonas geográficas de los estados del Viejo Continente, por lo que propuso para designarlas el rótulo más que significativo de «lenguas minoritarias o regionales» (las negritas son mías). Por supuesto que tal acotación introducía una nueva marginación dentro de la marginalidad lingüística internacional. Por supuesto que, casi con toda certeza, era la más lacerante de todas, por ser la más silenciada y por cebarse en los más desprotegidos. Permítanme recordar que las filas de las minorías lingüísticas silenciadas están encabezadas por los migrantes a los que, como ya he mencionado en alguna ocasión, llegan a responsabilizar de ser agentes de homogeneización lingüística. Por mi parte estaría dispuesto a aceptar tal atribución como dato, pero nunca como recriminación. De inmediato se me viene a la mente que son ellos los primeros en verse obligados a abandonar su lengua, los primeros en recibir estigmas sociolingüísticos más que sangrantes, los primeros en carecer de soporte escolar para la transmisión de su lengua y cultura, los primeros en padecer dificultades de muy seria envergadura para entenderse con sus nietos, y prácticamente insalvables con sus biznietos. Excepciones como la turca existen, pero no dejan de ser casos marginales para una regla abrumadoramente mayoritaria en la dirección opuesta. Con todo, los inmigrantes no han sido los únicos en verse reducidos prácticamente al anonimato en el firmamento de las mi

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norías lingüísticas. Los aborígenes desconectados y perdidos en la geografía más remota de un país, los pueblos dominados o las víctimas de persecuciones étnicas también faltan en esas páginas, o cuando menos no constan con el indudable relieve que merecen. De manera que, para empezar, sería conveniente pensar que cuando hablamos de «minorías lingüísticas» en realidad lo estamos haciendo de «algunas de ellas»; fuera de ese paraguas científico quedan otras, quién sabe si más minoritarias, tal vez por silenciadas. Como siempre, puestos a rastrear, tropezaríamos con algún contraejemplo a esa tónica general en la bibliografía, caso de la enorme y honda producción intelectual de Ferdinand de Varennes en la que, esta vez sí, parece recogerse todo, o casi todo, con una ecuanimidad digna de profunda admiración. Pero esa amplitud de miras, insisto, no es ni mucho menos la moneda de curso más frecuente. El trasfondo común de la minorización lingüística está muy alejado de esos derroteros, a la vez que muy concentrado en esas lenguas regionales europeas que tanto defendía Cirici; lenguas que aunque no sean mayoritarias en número de hablantes, sí lo son en cifras económicas, también en guarismos sociales, por descontado que en escaños de un organismo con el enorme calibre político internacional que tiene el Parlamento Europeo. He de reconocer que llegados a este punto yo sólo veo fractales de minorías lingüísticas, un tanto desdibujados y difícilmente clasificables en algunas de las aproximaciones que realizo a ellos. Aunque los padres políticos de la Europa única las congreguen dentro de un mismo epígrafe, no todas las lenguas minoritarias de Europa han sido lo mismo de minoritarias. De 1939 a 1975 el nacionalcatolicismo español fustigó con igual virulencia a catalán, gallego y vasco. No obstante, yo siempre he tenido la sensación de que, si confeccionásemos un mapa en relieve de las minorías lingüísticas peninsulares, la herida gallega sería considerablemente más profunda. A diferencia de la situación catalana, el gallego no dispuso de burguesías locales ni de estamentos eclesiásticos que le procurasen cobijo y alivio durante el largo peregrinaje franquista. Después tampoco gozó de un soporte nacionalista tan intenso y evidente como el que ha sustentado la recuperación del euskera. Sacar adelante una variedad normativa del gallego y extender su uso generalizado, a pesar de que se ha terminado consiguiendo con relativo éxito, ha resultado indudablemente más costoso desde el punto de vista social y político. Otras veces una misma lengua ha resultado hegemónica o subordinada en función del ángulo desde la que fue

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ra observada. El carelio, una lengua que no alcanza los doscientos mil hablantes y que discurre entre Finlandia y la antigua U.R.S.S. es una lengua minoritaria sin atenuantes. El catalán en España, por el contrario, lo es dentro de la dinámica lingüística del estado en su conjunto. Pero en su contexto, evidentemente ha ejercido como lengua hegemónica frente a los idiomas de los inmigrados entre los que, paradójicamente, figuraba también el castellano ante el que se encontraba subordinada a nivel estatal. Una vez más, nos hallamos emplazados ante una elección que hace conjugar ciencia y ética. No voy a esconder la mía. Mucho más que las lenguas de las burguesías provinciales europeas, poseedoras de una pujanza socioeconómica suficiente como para autodefenderse por sí solas, me preocupa la suerte lingüística de los saharauis, de los palestinos, de los tesos en Etiopía, de los sandaveses en Tanzania o de los ilocanos en Minadanao, por no citar a todos los pueblos de la Amazonía con sus correspondientes lenguas, no por escondidas en tupidas selvas, menos amenazadas, como el follaje mismo que las guarece. El que unas me «preocupen más», no significa que me «despreocupe» de las restantes. Naturalmente, queda por completo lejos de mi ánimo desatender a unos para consagrarse a otros. Muy pocos lingüistas –aunque los hay– defenderían en la actualidad la infausta pretensión de olvidar, hasta su extinción, a lenguas regionales que han conseguido perdurar a pesar de sus correspondientes centralismos estatales y, a través de procesos seculares, sobreponerse a ello. Tan solo intento poner de manifiesto que otras minorías no debieran gozar de menos derechos, lingüísticos y no lingüísticos, por la mera circunstancia de carecer del pedigrí histórico adecuado o de no poseer una ubicación espacial propia. Unas y otras, todas las lenguas de las minorías sin distingos de ningún género, disponen de escaso espacio social para desenvolverse. Simplemente es otra evidencia no menos insoslayable. Tampoco resulta materia demasiado opinable. Cosa distinta será desentrañar las causas que han motivado tal coyuntura, así como los peligros que las acechan, más allá de que sean minorías de clase preferente o de clase turista, minorías que en la gran aldea global residan en el centro histórico, que hayan conseguido un cierto acomodo en algún barrio de la ciudad o que arrostren su marginalidad en los suburbios del extrarradio.

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V.4.2.2 El vademécum ecológico en el tratamiento de dolencias lingüísticas Para la lingüística ecológica tanta zozobra, tanta necesidad planificadora, obedecen a una alteración de la relación natural que las lenguas habrían de mantener con el medio, tal y como vengo repitiendo desde páginas atrás. La metáfora científica de la que parten estos autores, la ecológica, mantiene reminiscencias, sin duda voluntarias, con el mundo de la naturaleza y con el orden espontáneo que mantienen sus sistemas. Las lenguas también conforman un espacio de convivencia ecológica y gozan de una demarcación territorial. Sin embargo, esa correlación está aquejada de ciertas debilidades que no la hacen siempre del todo evidente. Como sabemos, los pueblos en realidad solo disfrutan en usufructo temporal de un territorio. Sería descabellado pensar que la franja física de la península Ibérica que, grosso modo, discurre entre Sierra Morena y el mar –en su versión atlántica o en la mediterránea– es asignable por naturaleza al pueblo andaluz. Eso sí, lleva ocupándola por completo durante algo más de quinientos años. Antes fue tierra de la esplendorosa Al-Andalus, sacudiéndose de ese modo el episódico tránsito de los godos. Para muchos Al-Andalus fija las raíces necesarias del pueblo andaluz, consideración que evidentemente lo aparta en su dimensión histórica de vitola alguna de monolingüismo en español. La tempestad de la germanización goda careció de huellas dignas de especial mención, a diferencia de su anterior etapa romana, de la que aún conservamos vestigios del brillo que debió irradiar desde lo que hoy son Córdoba y Sevilla. Roma dio continuidad a un pasado igualmente renombrado, con asentamientos cartagineses muy destacados y, por supuesto, con la existencia de Tartesos, una de las ciudades emblemáticas de la Antigüedad. Así continuaríamos remontándonos en el tiempo hasta tropezarnos con un pariente sureño del hombre de Atapuerca, quién sabe si con un descendiente del Turkana Boy emigrado a la península Ibérica y en tránsito hacia la meseta castellana. Con toda certeza, este Homo Antecesor de la Bética y la Penibética, desconocía el sombrero cordobés, no había desarrollado las técnicas que conducen a la elaboración del fino, nunca fue socio ni del Betis ni del Sevilla y habló, aunque seguro que no en español con acento andaluz, ni en el latín imperial de la colonización romana, ni tampoco en el árabe coránico de Al-Andalus o en el hebreo de las comunidades que allí también se cobijaron. 

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Supongo que, salvo fanatismo extremo, nadie aspira a discriminar seriamente cuál haya podido ser la «lengua natural» de ese espacio, sobre todo atendiendo a la dimensión histórica. Carece del más mínimo crédito esa pretensión de persuadirnos de la existencia de constantes lingüísticas atemporales que harían encajar una lengua dentro de unas coordenadas geográficas concretas y exclusivas. La lengua ecológicamente natural de ese dominio geográfico que conocemos con el nombre de Andalucía, ¿cuál ha sido?, ¿algo similar a lo que habló el Homo Antecesor de Atapuerca, alguna forma primitiva de íbero, el fenicio, el latín, alguna variedad germánica, el árabe, el hebreo, los dialectos proto-romances, el mozárabe más desarrollado, el castellano de los repobladores? Está claro que todas, las pasadas, las presentes y las futuras, porque ninguna de ellas ha sido fruto espontáneo y necesario del medio, ninguna dispone de escritura de propiedad moral sobre ese territorio. Por el contrario, como los pueblos, las lenguas sí poseen contrato de inquilinato sobre ese espacio en un momento determinado, en un aquí y ahora. Por supuesto que atentar contra las lenguas que ocupen cada una de esas franjas temporales solo admite ser calificado de monstruosidad. En este caso, sería intolerable violentar la existencia social del español y de su variedad andaluza en ese marco territorial que hoy ocupa. Lejos de mi intención, por tanto, que la discusión sobre la metáfora ecológica me condujese por derroteros que sugiriesen cualquier forma de menoscabo para esas lenguas. Lo que sí cuestiono es la justificación esgrimida para detentar esa actitud, los argumentos científicos –y no científicos– a los que se recurre. El español andaluz es digno de un espacio sociolingüístico propio en ese sutil equilibrio de ecosistemas lingüísticos por ser la lengua de una comunidad, asentada, organizada, con entidad cultural propia y trabada, hegemónica en su contexto y con voluntad mayoritaria de recurrir a su lengua en todos los dominios posibles de comunicación. Si esa misma comunidad se asentase en otro hábitat geográfico para mí seguiría manteniendo exactamente los mismos derechos lingüísticos. Lo que prima, en mi modesta opinión, ha de ser el factor social, el colectivo, no el espacial. A fin de cuentas, el Turkana Boy, el Antecesor de Atapuerca o su coetáneo hipotético de Sierra Nevada desarrollaron la capacidad lingüística, no para acomodarse al medio, sino para conformar comunidades. Al mismo tiempo, nada de lo anterior descarta la posibilidad teórica de que alguno de los factores que configuran las comunidades en un momento determinado deje de actuar, de que se incorporen otros condicionamientos, 

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de que se transforme su estructura sociopolítica y cultural y de que, en definitiva, todo ello repercuta, o pueda hacerlo, en su propia definición lingüística. Me explicaré, espero, de modo gráfico. Dentro de dos, tres generaciones, por qué no hoy mismo, la mezquita granadina de Salobreña será tan andaluza como la catedral de la Virgen de las Angustias de la capital. El árabe de quienes oran allí yo diría que también lo es. La metáfora ecologista simboliza un orden de cuestiones que remiten a un mundo de valores, connotaciones y, en último término, a una percepción del mundo que poco tienen que ver con el núcleo del problema que nos ocupa. Evoca un orden rural, un mundo pasado en el que los señores amurallaban sus feudos para asegurar su sustento en paz, tranquilizar a sus vasallos, aderezar sus castillos, hacer ondear gallardamente sus pendones al viento y, supongo, hablar una sola lengua. En esos feudos imaginarios, tan pulcramente delimitados y convenientemente cercados, las lenguas pastaron apaciblemente, a la sombra de las insignias solariegas. Tan idílica visión propicia una respuesta acorde con esa vieja tentación según la cual todo tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, la ruralidad implícita en ese tiempo pasado y en ese tiempo mejor se halla justamente en las antípodas del mundo sobre el que pretende dar cuenta la lingüística ecológica. Sus quejas van dirigidas hacia los efectos de la sociedad urbana, repleta de intersecciones, semáforos, restauraciones de espacios públicos y privados, construcciones de otros nuevos, mezcla de razas y, por supuesto, coexistencia de lenguas. Cierto que aspiran a desarrollar una sociedad distinta, con una coexistencia también diferente entre las lenguas. Pero para llegar a ese objetivo, legítimo con independencia de que lo compartamos o no hasta sus últimas consecuencias, me parece evidente que antes hemos de sopesar la realidad tal cual es. Ese modelo de civilización urbanita hace posible que un arquitecto barcelonés termine el desayuno y coja su móvil para dejar un mensaje en el buzón de voz de su cuñado, mil kilómetros más al Sur, en Andalucía. Lo hace en castellano, lengua en la que sigue para despedirse de su mujer, ya en el rellano de su piso, camino del ascensor con su hija mayor de la mano. Abre la puerta del garaje un portero sobrio y uniformado, a quien da los buenos días en catalán. La pequeña le pide en la misma lengua que ponga un poco de música. Aprovecha un semáforo en rojo para seleccionar una emisora que programa una canción tras otra en inglés. Su hija prefiere a Bisbal. Otro semáforo en rojo le sirve para conectar el CD. Suena «Bulería», en castellano. En la puerta del colegio, le da 

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un beso, le acaricia la cabeza, y se despide de nuevo en catalán hasta la tarde. Su jornada laboral la inicia pasando revista a las obras de la misma capital. Tiene encargados expertos y trabajadores, gente de confianza, ceceantes como condenados, como andaluces costeños. El encofrador vino de Galicia hace más de tres décadas. Únicamente habla su lengua en casa, aunque mantiene un acento inconfundible. Los carpinteros llegaron de Aragón, hace también mucho tiempo, y se manejan perfectamente con el catalán. Dos de ellos están casados con catalanas de la capital y emplean esa lengua en casa. Los obreros son subsaharianos. Hablan el español que pueden con los patronos y los encargados. Entre ellos conservan sus lenguas, crípticas e inaccesibles para nuestros oídos, sugerentes por secretas y nuevas en nuestras calles. Después cogerá la autopista de Andorra. Para los trayectos intermedios prefiere ópera, preferentemente en italiano o, claro, en alemán wagneriano. Está muy ilusionado con un nuevo proyecto en la Cerdanya francesa. Allí el encargado es, naturalmente, francófono. Al cabo de tantos años ahora empieza a sacarle partido real a la lengua que aprendió de pequeño en el colegio. Los albañiles en esta ocasión proceden del Magreb: unos hablan entre ellos en árabe y otro en bereber. Suele comer en un restaurante de vasco-franceses afincados allí desde hace unos cuatro años. Excelente cocina preparada en dialectos norteños del euskera, muy lejanos del batúa. Retorna a Barcelona, con el italiano y el alemán operísticos. En la puerta de la cochera vuelve saludar en catalán al portero. Sube en el ascensor con un vecino argentino, retomando otra vez su castellano, pulcramente normativo. Ya en casa besa a su mujer y a sus hijas, se sienta en la mesa y mientras cenan les pregunta, en catalán y en español, cómo les ha ido el día. Mi hablante urbanita no es un ser excepcional, ni tan siquiera un producto de laboratorio. Existe, además de nombre, Javier, tiene dos apellidos, DNI, nació en Barcelona y no deja de ser un exponente de esa ciudad, abierta, cosmopolita, legítimamente propia de gentes y lenguas muy diversas. No creo que en esos espacios sea factible determinar una ubicación lingüístico-ecológica única, monodimensional, exclusiva y genuina en detrimento de las demás posibles. Más que reeditar cercas entre lenguas y culturas, en lo que no deja de ser un ejercicio de arqueología política y cultural, en mi opinión hay que resolver la coexistencia lingüística de todos estos grupos, aceptando que el espacio físico y el marco social en el que se desenvuelven es de todos por igual, porque todos sin excepción son componentes constitutivos del mismo espacio vital. 

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Lo que acabo de afirmar puede sonar a bienintencionada declaración intelectual. Lo es, o yo al menos así lo espero. Pero puede ser también una convicción alentada por las vivencias de los mismos protagonistas de este mundo en el que nos desenvolvemos. Hace unos años tuve la ocasión de volver a Alemania, país donde residí más de tres años como profesor universitario. Concluidos los asuntos oficiales, me dediqué a vagar despreocupadamente por Colonia, una ciudad que siempre me ha atraído por cómo es, pero también por todo lo que transmite. En un momento determinado de mi paseo me sedujo el olor a dönner-kebapp que emanaba de un café-bar de aspecto tranquilo, situado en una calle ni muy céntrica, ni muy apartada. Entré, claro. Desde que años antes conociera el dönner-kebapp en los locales turcos de Kiel ha sido una de mis debilidades gastronómicas. Si he de fiarme de mis amigos, ni viviendo en Alemania conseguí tener aspecto de alemán. Así que, cinco años después de regresar a España, a Atesh, el dueño y regente del establecimiento, de entrada le parecí extranjero. También es verdad que, según me confesó al rato, le resultaba un extranjero muy atípico, y todo ello por motivos lingüísticos. No le terminaba de cuadrar que, aun teniendo un marcado acento foráneo, algunas palabras se me escaparan «como si vinieran de Hamburgo, o de más arriba». Como era el único cliente del establecimiento en aquellos momentos, decidió acodarse en la barra y terminamos de confesiones personales. Yo le aclaré que a fin de cuentas, mi torpísimo alemán lo aprendí tan arriba que rozaba Dinamarca, en Schleswig-Holstein. Ya puestos, reconocí también que fue allí donde había conocido, y me había aficionado, a la cocina turca. En ese momento Atesh interrumpió la conversación y me miró extrañado. Temí haberlo ofendido por alguna razón desconocida. Falsa alarma. No, tan solo se reacomodaba para transmitirle gestos indulgentes al extranjero que, tras un tiempo en Alemania, se había vuelto a su país siendo emigrante, sin comprender nada. Cosas como el dönner-kebapp ya no pueden ser solo turcas, ya son también una especialidad de Colonia, de Alemania entera, como las salchichas o la cerveza. En Alemania, me explicaba Atesh, los turcos ocupan barrios enteros, poseen establecimientos comerciales, han dispuesto sus propios centros de enseñanza, hasta cuentan con un equipo de baloncesto propio. A esas alturas, en la segunda mitad de los 90, ¿quién podía considerar a los turcos una visita incómoda, pero pasajera, en Alemania? Ya eran una parte de ella, un componente nuevo para un país que se había redefinido, consciente o inconscientemente, voluntariamente o de grado. 

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He recordado muchas veces esa conversación con Atesh. Cuando los norteafricanos y subsaharianos empezaron a llegar sistemáticamente a España yo me preguntaba cuántos «Atesh» habría entre ellos. Siempre he deseado fervientemente que hubiera muchos, por su impresionante comprensión del mundo que nos ha tocado vivir. Gracias a Atesh desde el principio he sido consciente de que yo empezaba a ser también un extranjero en casa, de que me tocaba reacomodarme a mis vecinos recién llegados, a sus idiosincrasias, al nuevo orden entre el que todos nos desenvolvemos, en el que hemos de convivir. Para ellos, para sus culturas y para sus lenguas este espacio también es suyo. Del mismo modo, se encuentran legítima, naturalmente vinculados a él. Se me antoja inaceptable interpretar la relación entre el entorno y los productos culturales –como, por ejemplo, las lenguas– en términos exclusivamente biológicos o naturalistas; por el contrario me decanto sin ambages por una perspectiva histórica de dichos procesos que, en definitiva, es la única capaz de explicarnos por qué los hombres están donde están y se relacionan como se relacionan. V.4.3 Tercera relectura: de la relatividad lingüística universal a los universales lingüísticos relativos Hace muchos años conocí y admiré a un balonmanista singular. Anárquico, espantoso defensor, Vila dormitaba prácticamente todo el partido. Invariablemente despertaba con la situación más comprometida para su equipo, cuando el marcador estaba apretado y el tiempo empezaba a escasear. Entonces Vila se suspendía en el aire, alargaba el brazo y lanzaba con una precisión extraordinaria. A partir de ese momento el partido se transformaba, entraba en otra dinámica, se «rompía» según la jerga deportiva. Vila trasladaba una tensión tremenda al equipo contrario, forzado a marcar ante la certeza de que, a la vuelta, frente a su portería, él no iba a fallar. Su entrenador decía que era insustituible porque siempre aparecía en el momento de la verdad. Los partidos, como reza el tópico, transcurrían desde el primer hasta el último minuto, sí, pero no por ello dejaban de tener un momento de la verdad, una secuencia decisiva. Todo lo hecho antes valdría o no en función de lo que aconteciese en ese segmento temporal. Por supuesto que el resto del encuentro quedaría por completo a expensas de ese punto de inflexión. 

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La ciencia dispone también de sus momentos de la verdad. A mis alumnos de Lingüística General suelo recomendarles que no pierdan de vista el referente empírico a lo largo de nuestros cursos en la universidad. Toda teoría científica ha de encontrarse, en un momento u otro, con la realidad de la que trata de dar cuenta. En eso consiste su momento de la verdad. Si no lo hace nunca, pasa directamente a la categoría de divertimento intelectual sobre alguna faceta de la realidad. Nunca poseeremos la certeza de si lo que nos ha propuesto explica algo, o simplemente consiste en una fabulación volandera. Incluso en el supuesto de que esa teoría pura fuese correcta, careceríamos de esa certeza sin contrastarla con la realidad. Simplemente, nunca llegaríamos a saber que era cierta. La realidad, el mundo objetivo que pretendemos explicar, nos fija una servidumbre ineludible, aunque provechosa en muchos aspectos. Con frecuencia, aclara de manera contundente buena parte de las disquisiciones que planteamos cuando nos perdemos por los derroteros de la especulación teórica. Ante la roqueña evidencia de los hechos contrastados no caben argumentos contrarios. Si nos atenemos a esa formidable evidencia de lo tangible, en relación al lenguaje y a las lenguas habrá que empezar concediéndole al relativismo lingüístico, tanto en estado puro como en sus diversas mutaciones, un margen de credibilidad. A poco que destripemos con cierta minuciosidad el léxico de lenguas tipológicamente remotas entre sí de inmediato saltarán a la vista disparidades más que sustantivas entre ellas. Cualquier manual de lingüística para principiantes aduce el prototípico ejemplo del procesamiento verbal del color. Ya sabemos que entre los esquimales hay una rica gama de palabras para designar el color blanco, mucho más surtida que la mostrada por las lenguas occidentales, consecuencia directa de la necesidad de distinguir varios tipos de hielo, de nieve, etc. Esas asimetrías pueden llegar a ser espectaculares, en especial cuando operen sobre lenguas vivamente contrastadas en lo tocante a sus respectivas concepciones de la realidad y a la manera en cómo las expresen. Luque Durán, en una obra monumental sobre tendencias universales y particulares del léxico de las lenguas del mundo, refiere el caso de los mazatecos, un pueblo de Mesoamérica, entre quienes lo frío y lo caliente no designa dos extremos térmicos asignados a los alimentos. Entre ambos polos discurre una amplia gama de normas culturales sobre la alimentación que, al margen de otras consideraciones, determinan lo comestible o no en caso de enfermedad. Son alimentos calientes el «chjoo» («huevos») o los «chur

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cua» («caracoles»), en tanto que la frialdad quedaría reservada para otros como la «laxa xuhu» («limas») o el «tuxtuva» («papas»). Pero entre los mazatecos la polaridad caliente y frío también discrimina clases de trabajo como «mangui» («barbechar», ocupación caliente) o «tuxijin rem jña» («rebuscar chile», tarea fría). Frente a la rotundidad de muestras como la que acabamos de repasar de la mano de Luque Durán, el léxico dispone de otra copiosa cantera de evidencias en la dirección contraria, de palabras que plasman hábitos de vida, patrones culturales, instrumentos y conocimientos por encima de las fronteras políticas y lingüísticas, que testimonian un tránsito secular entre culturas, realidades y lenguas. Los árabes andalusíes precisaron nombrar el mundo en el que vivieron, sin vacilar en proceder a adaptar su vocabulario a esas nuevas necesidades o en acuñar otras veces sus propios términos. Muchos de ellos han pasado al español, lengua en la que continúan perviviendo incluso en sus registros más formales y estandarizados. Los andalusíes tropezaron con una geografía en ocasiones muy distinta al mundo del que procedían sus antepasados, con un espacio en el que había «acebuches» (olivos silvestres), «aceitunas», «adelfas», «algarrobas» (leguminosa semejante al haba, preferentemente usada como alimento para animales) o «bellotas» en las «encinas», especie ésta que ha sido considerada uno de los emblemas autóctonos del bosque mediterráneo español. Mostraron una sapiencia extraordinaria en la conducción del agua mediante «acequias», embalsándola en «albercas», gracias a las que regaron huertas feraces que produjeron «acelgas», «arroz», «berenjenas» o «espinacas», palabra esta última que se supone una creación específica del árabe hispano («ispinab»). Sus campos también produjeron «alubias», al igual que sus cocinas emplearon sutilmente el «ajonjolí», manera de nombrar el sésamo, que todavía se usa en Andalucía. La convivencia con ellos hizo que muchos de sus hábitos se trasvasaran al lado cristiano de la península Ibérica, donde también se «acicalaron» armas (las pulimentaron), dejándolas prestas para los «alardes» en las paradas militares, exhibiéndolas ante el público. Quien se encargaba de portar el estandarte de caballería en esas ocasiones no era otro que el «alférez», término que inicia todavía hoy la escala de oficiales en el ejército español. Los «albañiles» construyeron viviendas con ladrillos de «adobe» o emplearon «adoquines» en la pavimentación de las calles. Seguimos tomando «albóndigas», vistiendo «mandiles» en el hogar o «gabanes» (originariamente, capote con mangas) 

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en la calle. De la misma forma, decimos de alguien que es «cazurro», para aludir a su torpeza, o un «cicatero», cuando insistimos en su ruindad. Medimos tierras o contenidos en «fanegas», aunque no sea la única medida legada por un pasado fecundo en comercio e intercambios. A través del término «alquez» dieron cuenta del vino que podían contener 12 cántaras y no sé hasta qué punto testimoniaron también una cierta flexibilidad intercultural hacia las bebidas alcohólicas prohibidas por su fe. Las personas siguen mostrando «achaques», quejándose cuando enferman, continúan viviendo en «barrios» dentro de las ciudades o en «aldeas» campesinas, sin que en uno y otro lugar sus casas dejen de contener «ajuares» (muebles y enseres domésticos). La fascinación cultural que ejercen sobre sus vecinos cristianos durante la Edad Media quedó impresa en la exportación de términos científicos como «cero», «algoritmo» o «acimut» (una medida angular empleada en astronomía). Desde luego que seguimos jugando a su «ajedrez» y que muchos se sintieron fascinados por el saber de la «alquimia». Formulamos nuestros mejores deseos a través de un descendiente léxico de la lengua árabe, nuestro «ojalá», derivado del árabe «wa-sa’ Allah» («quiera Dios»). Hasta el casticísimo «olé», tan genuinamente tópico dentro y fuera de España, lo tomamos del «wa-llah» («¡por Dios!») árabe. En fin incluso nuestro primer borbotón de existencia puede ser referido mediante un arabismo como «embarazo». Podríamos continuar compilando un listado prolijo y lleno de curiosidades, si bien esa no es la finalidad de estas líneas. Tan solo deseo poner de manifiesto que hubo amplias zonas de una misma realidad lingüística compartida entre árabes y cristianos en la España medieval, trasvasada de una a otra lengua, retroalimentada por una realidad que se superpuso a las dos, aproximándolas, pero sin dejar de ser diferentes. En casos como estos, me cuesta rastrear pureza idiomática por alguna parte; me cuesta muchísimo reconocer determinismo firme e incontrovertible entre lengua, cultura y entorno. Es más, se me antoja bastante evidente que no lo hay, cuando menos en su versión más radical. ¿Su variedad dialectal procesó la realidad de la misma forma que el español desarrollado por los mozárabes, recibieron idéntico deternimismo, con idénticas consecuencias? Si es así, ¿qué queda de la hipótesis relativista? ¿Los andalusíes emplearon el mismo árabe que en la península Arábiga? ¿Desarrollaron una cultura y un pensamiento diferentes? Pues en parte sí, y en parte no. ¿Al incorporar ese vocabulario de procedencia andalusí, el español integró también una manera diferente de concebir la realidad? Pues, en 

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parte también, y en parte tampoco. Si la realidad social es dinámica por definición, no veo por qué las lenguas y sus vínculos contextuales habrían de comportarse de manera excepcional al respecto. No niego que en determinadas coyunturas históricas la ecuación lengua = realidad = pensamiento se corrobore, y que hasta lo haga de manera firme y poco menos que indiscutible. Sin embargo creo que, de un lado, esa concatenación puede tener fecha de caducidad y que, de otro, no excluye la existencia de contextos en los que no se verifique. Los esquimales y su color blanco estarían de lleno en la primera de esas posibilidades; los andalusíes harían algo más que insinuar que la segunda no es descabellada. Por supuesto que la situación medieval de la península Ibérica se traslada sin mayores dificultades a cualquier lengua de cualquier época y en cualquier lugar del mundo. ¿Qué idioma contemporáneo medianamente actualizado desatiende en sus nóminas gastronómicas la incorporación de palabras como «macarrones», «pizzas», lasañas» o «espagueti»? Y puede ser incluso peor, mucho más despersonalizado, sin orígenes, o cuando menos con una genealogía inextricable y difusa. En 1974 apuntaba Deseriev que el mundo de los modernos electrodomésticos está poblado por términos que desconocen las patrias y las banderas, a buen seguro –y esto lo agrego yo–, como las multinacionales que los comercializan y nos los venden. El diagnóstico que sería factible realizar treinta años más tarde, en plena Globalización, tiene todas las trazas de llegar a ser ciertamente espectacular. No ya como lingüista, sino como ciudadano corriente que soy, a veces tengo la sensación de que si analizásemos una muestra gigantesca de interacciones lingüísticas cotidianas en múltiples lenguas concluiríamos que la mayor parte de nuestro léxico es internacional, común a la inmensa mayoría de lenguas instaladas en el llamado Primer Mundo, más allá de sus correspondientes adaptaciones fónicas. Ello nos aproxima a un ángulo, quizá todavía más perverso, desde el que enfocar la cuestión del relativismo lingüístico. En el más generoso de los supuestos, aceptaríamos incluso que los sistemas lingüísticos cumpliesen con la hipótesis relativista. En efecto, las lenguas estarían organizadas de manera diferente conforme a percepciones contrapuestas de la realidad, a la vez que programarían de forma igualmente singular nuestras categorías cognoscitivas. Sin embargo, la realidad discurre por derroteros muy distintos cuando procedemos a seleccionar los recursos que pone a nuestra disposición ese enorme almacén verbal. Compramos las mismas cosas, oímos la misma música, vesti

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mos de la misma forma, recurrimos a las mismas palabras filtradas por cada una de nuestras fonéticas. No sé si realmente ello agota hasta el último resquicio de relativismo lingüístico, aunque por lo menos sí da esa sensación Así pues, el léxico nos adentra en lo más patrimonial, en lo más genuinamente vinculado a la especificidad del medio entre el que vivimos, a la vez que es fedatario de la inexistencia de fronteras reales, tampoco para las lenguas, de tránsitos humanos más allá de las delimitaciones lingüísticas. Quizá en apariencia resulte paradójico, o por lo menos sorprendente que ello sea así, aunque por encima de las apariencias, a mi juicio no existe paradoja alguna. Muy al contrario, cuando interpretamos todos esos hechos en tales términos lo más probable es que los lingüistas estemos cometiendo un error descriptivo de regular envergadura. Durante siglos hemos tendido a concebir el léxico de una lengua de manera estática, como si sus palabras quedasen almacenadas en enormes silos, perfectamente ordenadas y custodiadas por la pertinente autoridad cultural que cada sociedad históricamente haya destinado a tal fin. De hecho los diccionarios normativos y las actividades de las academias de la lengua vienen a desempeñar esa misión. Por ende, la realizan desde siempre, desde que el hombre domina por primera vez la escritura. Ya en el yacimiento mesopotámico de Uruk encontramos en torno al III Milenio a. C. listas nemotécnicas de términos agrupados según temas, algo así como el primer testimonio conocido de lo que podría ser un proto-diccionario ideológico actual. En el de Nínive, dentro de la biblioteca que compilara Assurbanipal (669 a. C./630 a. C.), uno de los más emblemáticos reyes sumerios, figura un diccionario bilingüe sumerio/acadio. Los encargados de acometer tales obras, los dotados de las pericias adecuadas para llevar a buen puerto la realización de esas obras eran los escribas. Reclutados de entre lo más selecto de aquella sociedad, por lo general anduvieron al amparo directo de la nobleza o de la casta religiosa, más ocasionalmente de prominentes negociantes de la época, siempre en todo caso detentando una ocupación prestigiada. Palacios y templos dieron cobijo social, material y físico al ejercicio de la escritura, amén de compilar las grandes bibliotecas de la época. Ha de reconocerse que esa perspectiva estática del léxico surge de manera casi consustancial a esas altas, omnipresentes, funciones sociales que los diccionarios han desempeñado, y siguen desempeñando en la actualidad. Con ser consustanciales no evitan parcelar una realidad, la del vocabulario de las lenguas, incomparablemente 

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más amplia, dotada de muchos más componentes de sumo atractivo. Además de conocer el significado exacto de las palabras, el vocabulario de una lengua esconde otros secretos no menos apasionantes. Entenderlo en esos sucintos términos de inventario de significados, en el fondo, viene a ser un modo de renunciar a la compleja vitalidad de las palabras, de malgastar su apasionante dinamismo. Esos vocablos se organizan dando lugar a grandes familias de conceptos que, en definitiva, no dejan de ser una manera de concebir el mundo. Al nombrarlo, como en el libro del Génesis, simultáneamente lo organizamos, establecemos grandes matrices ideológicas en las que convergen las palabras dentro de áreas temáticas grandes («la vida», «la ciencia», «las creencias religiosas»), medianas («la ciudad») o pequeñas («medios para ventilar un recinto»). También hay vocablos que entran y salen de las lenguas conforme a necesidades sociales puntuales, unos son más frecuentes que otros, más aptos para cualquier contingencia comunicativa frente a otros muy especializados, muy atados a una temática y a un mundo conceptual. Las palabras actúan igualmente como símbolos que portan un contenido adicional al significado que transmiten, o pueden llegar a connotar, a evocar sensaciones recónditas. De esto último saben mucho los literatos en general, y los poetas en particular. La realidad léxica se desborda y nos desborda por momentos, como la vida misma, como las lenguas mismas. Al igual que ocurre siempre que se adoptan perspectivas extremas, reducir los intereses lingüísticos del léxico a la elaboración de diccionarios normativos fomentó verdades a medias, interpretaciones inexactas, en suma, lecturas poco eficaces de la realidad lingüística. Esa concepción del léxico dio por sentado que se registrarían discrepancias poco menos que insalvables entre, pongo por caso, los vocabularios de una lengua indígena americana y el inglés de los colonizadores. En teoría, las distancias léxicas serían de tal calado que traslucirían hiatos sustanciales en los contenidos de los silos donde nuestra mente acumula el vocabulario. Es más, incluso evidenciarían discrepancias en los procedimientos de almacenaje o hasta en la fisonomía arquitectónica de los propios silos. Ese planteamiento contaba con el severo inconveniente de que en la práctica desechaba la posibilidad de que los silos modificasen su técnica constructiva, almacenasen las palabras de otra forma, acogiesen conceptos extraños que nunca hasta entonces habían llegado hasta su puerta y, en definitiva, que el inventario léxico de una lengua dispusiese de la potestad de modificarse en el futuro. Hace tiempo que Joshua Fish

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man nos desencantó del prometedor cuadro que nos proponía el relativismo lingüístico, introduciendo un factor de dinamicidad que, si bien no ha explotado posteriormente o incluso pudiera entrar en contradicción con alguna de sus posiciones actuales, no por ello deja de ser un agudo y sutil giro copernicano en la discusión que estamos abordando. Como suele ser costumbre en Fishman, para defender su punto de vista adujo un ejemplo bien llamativo y cargado de familiaridad. Retomando el omnipresente mundo de la verbalización del color, recordaba que el anaranjado no figuraba en la paleta cromática de los navajo, hasta que descubrieron el automóvil y la circulación rodada. Una nueva necesidad social, la de interpretar un semáforo, acuñaba una nueva forma léxica. Es de suponer, aunque Fishman no se detenga en ello, que el proceso inverso es igualmente válido; esto es, que la ausencia de relevancia social de los objetos y las actividades sean pasaporte seguro para la inmediata defunción de las palabras que los designan. Como el navajo, el mundo está repleto de lenguas en que la dinámica histórica se ha impuesto al estatismo de sus estructuras y, al menos sobre el papel, no se diría que hayan perdido su fisonomía pura e ideal, sino que más bien la han ido adaptando al compás que marcaban los ritmos de la historia. En el fondo, esa ductilidad del léxico forma parte de una capacidad general de las lenguas que, con mayor o menor intensidad, se manifiesta en todos sus niveles. A la vez, el que las lenguas posean ese don camaleónico, en el fondo, viene a coincidir con el cometido socializador que ha desempeñado el lenguaje humano desde sus orígenes. Lo contrario habría supuesto la inviabilidad de su función socializadora, acaso de su propia supervivencia. Veinte años después de que tuviéramos noticias de la existencia de anaranjado entre los navajo, Vincent irá mucho más lejos que Fishman, desautorizando por completo todas las teorías contrastivas del color. Retoma la cuestión haciéndola pasar del dintel al salón, o a los dormitorios, de cada hogar lingüístico. De puertas para afuera, el inuí de los esquimales o el italiano bañado por el cálido Mediterráneo plasman dos mundos cromáticos algo más que separados. Pero de puertas para adentro asistimos a un proceso bastante análogo. Quienes compartimos lengua tampoco disponemos de una misma y única paleta de colores. Muy al contrario, ésta varía en función de circunstancias sociales e individuales, gustos personales, actividades laborales, etc. Todos esos elementos resultan imprescindibles para alcanzar una explicación en verdad profunda de la estructura y funcionamiento de la percepción del color en cada 

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comunidad. El color nunca actúa autónomamente, como si fuese capaz por sí mismo de ensamblar una suerte de sistema semiótico ideal de una lengua. Por el contrario soporta una compleja gama de implicaciones connotativas, de nuevo privativas de cada cultura y no transferibles de una a otra. Así, los objetos de piel que en italiano son «rossi» («rojos») en inglés serían «dark tan» («bronceado oscuro [por el sol]») o «brown» («moreno»). Sobre esa base sustancial y privativa de cada lengua, ésta se subespecifica tantas veces como grupos sociales contiene, como perspectivas culturales acoge. Así pues, lejos de verbalizar una paleta cromática estable y uniforme, parece que las lenguas contienen una gran paleta matriz, N mutaciones y un caleidoscopio que va girando, modificando sus formas y colores, conforme a múltiples condicionamientos. Todavía más espinoso resulta trasladar a la gramática las contraposiciones entre lenguas. La organización morfológica de las lenguas aún permite resaltar contrastes que pudieran estar ligados al entorno. Lucy ha estudiado con detenimiento la cosmovisión implícita en las marcas del plural a las que recurren el inglés y el yucateco. Esta última lengua posee un radio de aplicación de la pluralidad mucho más reducido que el inglés, habida cuenta de que se circunscribe única y exclusivamente a los entes animados y a los objetos relacionados con ellos. Si reciclásemos nuestra lengua conforme a ese criterio del yucateco, eliminaríamos la posibilidad de discriminar el número gramatical de múltiples objetos de nuestra más absoluta cotidianidad. No distinguiríamos entre uno o varios ladrillos, uno (o varios) árboles, uno (o varios) pedruscos, etc. De ello Lucy infiere que los hablantes de cada una de esas lenguas manejan cosmovisiones no equivalentes. Otro tanto puede afirmarse de viejos conocidos entre los especialistas como las partículas que marcan la deixis espacial. Abordamos recursos lingüísticos cuya función consiste en señalar, en indicar, a quien nos lee o escucha, una ubicación de cualquier clase, técnicamente designada con el nombre de deixis. Las lenguas suelen disponer un amplio radio de acciones deícticas. Unas refieren a personas («yo», «tú», «vosotros», etc.), otras indican tiempo («ayer», «hoy», «mañana»), las hay que tienen un valor mostrativo general y de variada aplicación («este», «ese», «aquel») o que incluso retrotraen a otras partes de nuestra acción verbal. Poco antes de su ruptura definitiva, Ana y Max discutieron, por enésima vez. El motivo, por descontado, carece de relevancia.

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(1) Me porté con moderación en las rebajas, Max, reconócelo, quieras o no. No, no y no, no puedes tener ninguna queja. Solo me compré unos pantalones, ropa íntima –que ni te has dignado mirar, por cierto– y la blusa amarilla. Aunque ésta me haya salido regularcilla, todo lo demás es magnífico.

El «ésta» de la última frase subrayaría un objeto de «todo lo demás», con lo que para muchos autores estaríamos realizando una función de discriminación, estaríamos poniendo en negrita una parte de nuestro discurso. Lo que nos interesa ahora son aquellos deícticos como «aquí» o «abajo», entre otros, que sirven para fijar referencias en el espacio físico. Algunos autores sospechan que la deixis espacial de las lenguas mantiene una recia dependencia respecto de una manera de entender el entorno, ya sea el físico, ya el social. Se sobreentiende que cada una de esas maneras de «entender» el entorno lleva directa e invariablemente a su propia manera de «formalizarlo verbalmente». Denny ha aportado un análisis prototípico de relativismo lingüístico aplicado a los deícticos, observando cómo están estructurados en esquimal, kikuyu e inglés. De partida, topamos con inventarios muy desiguales: ochenta y ocho formas manejan los esquimales, por las ocho del kikuyu y las dos del inglés. Tan manifiestos desequilibrios Denny los justifica en función de lo que llama «ecología cultural del espacio deíctico». Según ese parámetro, el esquimal, fundamentalmente un cazador, precisa determinar con suma exactitud el paisaje entre el que discurre su vida, dentro del que se integra su propia vivienda, el iglú, que viene a ser una pequeña anécdota insignificante. En Kenia, cauce sociocultural por el que discurre la lengua de los kikuyu, buena parte de la economía se sustenta en la explotación de granjas que, no obstante, forman parte de un mundo más vasto, el de las selvas y ríos donde habitan algunos de los grandes mamíferos africanos. El granjero keniano compartiría, según la explicación de Denny, en alguna medida ese mundo. La explotación agrícola suele realizarse de manera prioritaria fuera del habitáculo propiamente dicho, al aire libre. En Inglaterra, por el contrario predomina la vida doméstica interna, de puertas para adentro, incluso en las granjas. La mayoría de las labores del granjero se desarrollan bajo techo, en el interior de recintos que incluyen vivienda y zonas donde estabular a los animales, almacenar sus alimentos y, en fin, trabajar con ellos. A la vista está, esquimales, kikuyu y británicos difieren prácticamente en todo: en la relevancia concedida al medio natural, en las acciones 

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humanas que se desarrollan dentro y fuera de sus viviendas, en la organización de la vida diaria en relación con el entono… también en la manera de verbalizar todo ello, de referirlo cuando hablan. Así las cosas, los deícticos en esquimal, kikuyu e inglés, tal y como nos los presenta Denny, confirman el potencial determinista de las lenguas, aunque subrayando que se construye mediante la actuación del entorno como agente y de las lenguas como paciente. El entorno ejercería de molde que deja impresa una huella singular sobre la arcilla húmeda de las lenguas. Es de suponer, por tanto, que si las lenguas mencionadas hubiesen trocado sus respectivas comunidades de hablas –el inglés fuese el idioma de los esquimales, el kikuyu la lengua oficial de Gran Bretaña y el esquimal la de Kenya– habrían terminado por intercambiar sus correspondientes sistemas deícticos. Luego, si ello es así, lo idiosincrásico de cada uno de ellos corresponde a los entornos, a la capacidad que poseen, siempre según la hipótesis del relativismo lingüístico, de influir de manera determinante en las lenguas. ¿O no es así? Digamos que solo en parte. La bibliografía especializada acude a ejemplos de por sí un tanto escorados que, desde luego, no consiguen evitar ese halo de sospecha, bien cuando tratan de describirlos, bien cuando intentan explicarlos científicamente. Sin ir más lejos, los argumentos empleados por Denny para ensamblar su teoría deíctica de la cultura granjera, reconozcámoslo, por supuesto que son ocurrentes. No por ello se ven libres de causar extrañeza en el lector poco avezado, como es mi caso, tanto en las explotaciones agropecuarias como en esa clase de sutilezas deícticas. Dado que el entorno granjero es tan determinante, supongo que las restantes lenguas subsaharianas que vivan entre explotaciones similares a las de Kenia habrán desarrollado un sistema deíctico equivalente al del kikuyu. A la vez, como quiera que el inglés se halla diseminado a lo largo y ancho del mundo, siguiendo ese principio férreo de adaptación al medio, modificará –en algún grado– su sistema deíctico conforme a cada situación concreta. Ateniéndonos siempre a ese mismo principio teórico, de ello se sigue que deberíamos encontrar un inglés granjero británico, otro surafricano, otro australiano y neozelandés, otro norteamericano, etc. Por descontado que soy consciente de estar planteando una reducción ab absurdo de la cuestión que nos ocupa. El ardid retórico que ello comporta lo asumo desde el principio. Acudo a él, no obstante, desde la convicción de que la retórica a veces –con frecuencia– nos pone de relieve aspectos que de otra forma transitarían discretamente por algún lateral de nuestras exposiciones, a 

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riesgo de pasar por completo desapercibidos. Quiero decir que, en el fondo, no sucede nada distinto a lo que Vincent planteara sobre la versión lingüística de la paleta de colores. También los deícticos parecen desenvolverse conforme a un principio fundamental de relativismo lingüístico. Ahora bien, sobre esa base transitan múltiples particularidades y universalidades de forma simultánea, confirmaciones y refutaciones de la hipótesis, pautas sociales y tendencias individuales… La realidad lingüística, más que relativa, se nos manifiesta caótica, a poco que profundicemos mínimamente en ella. Tal vez debamos empezar a tratar de entenderla de manera complementaria, acoplando información procedente de sus diferentes ángulos de lectura, análisis e interpretación Con todo, es en la sintaxis donde las huellas del relativismo lingüístico empiezan a difuminarse seriamente, hasta desaparecer sin dejar rastro en la fonética, de aceptarse el muy generoso supuesto de que hayan existido algún día en ese componente del lenguaje humano. En cuanto a la organización textual de las lenguas, a cómo los hablantes de idiomas diversos engarzan las diferentes partes de sus actuaciones lingüísticas, Kaplan ha sugerido que cada autor organiza la información escrita conforme a pautas particulares que proceden de su cultura materna. Eso quiere decir que los hablantes de lenguas distintas quizá seamos capaces de contar finalmente la misma historia, o de plasmar la misma idea, pero desde luego lo vamos a hacer de modo divergente. Kaplan se muestra convencido de que el contexto cultural determina la forma en que se presenta el lenguaje escrito. Para sostener tal planteamiento se basa en un estudio desde el que controlaba cómo había sido elaborado un ensayo por hablantes de variada procedencia cultural. Sus conclusiones apuntaron a que los anglófonos optan por párrafos lineales en sus composiciones escritas, en tanto que los semitas se mostrarían más proclives al uso de estructuras paralelas. Los orientales, por su parte, recurrirían a organizaciones circulares. Quienes procedemos de lenguas romances, sin embargo, nos organizaríamos mediante procedimientos más globales, salpicadas de abundantes digresiones. Próximos al mundo románico, los rusófonos emplearían patrones similares, aunque con digresiones menos intensas y menos relevantes. Nada de lo anterior, de cualquier modo, deja por completo claro si esas formas de organizar un texto escrito son consecuencia de diferencias exclusivamente lingüísticas, exclusivamente culturales o una mezcla de ambas. Dado que, por exceso o por defecto, lenguas y pautas culturales no se corresponden al pie de la letra, cualquiera 

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de las dos primeras soluciones que acabo de plantear cuenta con serias dificultades para corroborar la hipótesis relativista dentro del ámbito textual. En EE.UU. hay millones de musulmanes que han dado muestras de extraordinaria cohesión y que, cada día más, se están implantando como una de las grandes fuerzas sociales de ese país. Sus fieles provenían tradicionalmente de la población de color, si bien en los últimos tiempos se percibe una ostensible y creciente adhesión entre la comunidad hispana. Se me ocurre preguntarme qué tipo de textos escritos elaborarán los musulmanes norteamericanos: ¿los negros acudirán al modelo anglófono y los hispanos al romance, de primarse el factor lingüístico puro? ¿O, por el contrario, ambos optarán por el semítico, si aceptamos que predomina la cultura religiosa? Como advertía, cualquiera de las soluciones que pergeñemos inhabilita el fondo de la hipótesis. Algo queda fuera de la concatenación de implicaciones que se le presuponían a la cultura y a la lengua. Las culturas y las visiones del mundo no tienen por qué compartir siempre el mismo camino verbal o, por lo menos, no tienen por qué compartirlo al completo. Mediante una misma lengua se diría que es posible dar cuerpo a cosmovisiones bien diferentes, por momentos antipódicas. Y eso no es una hipótesis, si no más bien una constante histórica de accesible referendo. Adolf Hitler y Rosa Luxemburgo participaron de una misma comunidad lingüística, aunque vivieran, propugnaran y murieran en dos cosmovisiones diametralmente opuestas, a poco que manejemos un concepto mínimamente exigente y depurado de cosmovisión. Probablemente ahí, en qué entendamos por cosmovisión, radica el auténtico nudo del problema sobre el que estamos deliberando. Si reducimos la cosmovisión a un conjunto muy elemental de categorías cognoscitivas –la apelación del espacio, la verbalización del cromatismo, etc.– el peso determinante del componente lingüístico aumenta de forma notoria. Pero la cosmovisión trasciende con mucho esos márgenes tan escuetos y exiguos. Cuando menos abarca, o debiera abarcar, aspectos menos inmediatos, más insertos en el núcleo de lo que la antropología ha llamado cultura espiritual de un pueblo. Desde luego, ese parece ser el fundamento nocional con el que arranca autónomamente como «Weltanschaung» en la filosofía alemana durante la segunda mitad del siglo xix. En ella, sin duda, está dotada de un radio de acción más extenso, tal vez menos preciso, pero siempre considerablemente amplio, capaz de englobar cualquier intuición acerca de la realidad cultural, originando por extensión una determinada concepción del mundo, una idea general y abarcadora 

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sobre su existencia, su organización, sus parámetros. Por ahí caben, deben caber, las relaciones entre hombres y mujeres, la percepción social, el hombre frente al medio o, entre otras cosas, la vivencia de la fe religiosa. Esa cosmovisión en sentido amplio es, al fin y a la postre, la responsable de nuestra ubicación ideológica en la telaraña social entre la que nos desenvolvamos. Siendo ello así, yo me inclinaría a pensar que desconoce lenguas en un sentido, las aproxima en otro. Las desconoce porque, obviamente, Rosa Luxemburgo y Hitler no compartían ni un milímetro de cosmovisión, por más que ambos fueran germanohablantes. Empleaban la misma lengua, sí, pero no con las mismas palabras, no con los mismos contenidos, no con las mismas connotaciones, no con los mismos anhelos, no con el mismo modelo de hombre y de mundo. Un musulmán piadoso de Nueva York, respetuoso del Corán, capaz de proyectar la fe de Mahoma como un modelo de construcción del mundo, de diálogo con la divinidad y con el hombre, de atención permanente al conocimiento, básicamente, acude a la misma cosmovisión que mi entrañable Uzmán. Lo de menos es que uno lo haga en inglés y el otro en árabe marroquí. Como preveíamos, la aproximación a la realidad empírica ha sido inapelable. Sin embargo, el acierto en la previsión metodológica ha puesto al descubierto el desacierto en la previsión sobre los resultados. La muralla empírica ha encendido varias antorchas de prudencia acerca de los presupuestos manejados desde el relativismo lingüístico. Nos ha avisado de la enorme ductilidad con la que conviene desenvolvernos al abordar una materia tan diversa, tan surcada de recovecos, tan sometida a claroscuros. Hemos encontrado componentes de las lenguas y situaciones lingüísticas que afianzan la consideración de entorno, lenguaje y cosmovisión como un todo, por momentos se diría que hasta imperturbable. Ese resplandor empírico alumbra, en todo caso, con intensidad perecedera. Más allá de su primera impresión, vuelven a proyectarse las sombras fatídicas de algunas dudas, no sé si muy, poco o nada cómodas, aunque dudas, razonables y justificadas a fin de cuentas. Repasando los ejemplos habituales en la bibliografía, no siempre terminan de encajar las piezas del puzzle, a veces se desdibujan los contornos de una fotografía que a primera vista nos había parecido nítida y, tarde o temprano, empiezan a acudir contraejemplos para hacernos dudar de lo que antes se mostraba diáfano. En definitiva, surge un cierto recelo que, paradójicamente, se nutre de la propia masa empírica acopiada por el relativismo lingüístico, observando con otros 

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ojos sus propios datos que, como mínimo, admiten más de una interpretación. A veces incluso la misma historia ha propiciado situaciones extraordinariamente más complejas, más intermedias, más híbridas, también más alejadas del fondo que propugnaba el relativismo lingüístico. La mayor peculiaridad quizá estribe en que esa historia por momentos parece certificar que la relación entre lenguas, entorno y visión del mundo no consiste en una cosa ni otra, ni en la hipótesis relativista ni en sus posibles contrahipótesis, sino en todo lo contrario. Durante ocho siglos los musulmanes andalusíes emplearon un árabe exquisitamente coránico, común en la formalidad a todo el mundo islámico, a pesar de que su medio (Al-Andalus) poco tenía en común con la península Arábiga en la que había surgido tan solo unos siglos antes en su forma escrita. El acontecer humano ha estado repleto de casos similares, sobre todo en lo tocante a lo que hoy conocemos como grandes lenguas de cultura. Su expansión actual ha sido, en gran medida, consecuencia directa de una acusada capacidad viajera. El español, el portugués o el inglés cruzaron el Atlántico en la epopeya americana, el árabe ocupó todo el norte de África para llegar hasta Poitiers, más allá de los Pirineos, antes el latín copó el Mediterráneo o el ruso traspasó los Urales, siguiendo el paso firme de un Imperio que físicamente abarcaba ni más ni menos que media Europa y media Asia. Entre tanto trasiego, después de tan longevos trayectos, ni se sabe cuáles pueden haber sido las huellas impresas por tantas geografías sobre sus sistemas lingüísticos; mucho menos si esas huellas han sobrevivido regionalmente o se han extendido a través de toda la lengua. La ausencia en estas discusiones de referencias bibliográficas decisivas que procedan de esta clase de lenguas, de las extendidas y mayoritarias, no deja de ser sintomática. Nada de ello –en teoría– desvirtúa la posibilidad de someterlas a la disciplina de la hipótesis relativista. Solo que en la práctica rara vez ha sido así. El arsenal empírico manejado desde la discusión del relativismo lingüístico proviene en su abrumadora mayoría de lenguas con un radio de acción social restringido. Nos desenvolvemos entre lenguas aborígenes norteamericanas, como las manejadas por Sapir, Whorf y sus continuadores, o entre idiomas de especial singularidad y aislamiento, caso del inuí de los esquimales o de las lenguas amazónicas. En todas esas ocasiones, corroboramos la existencia de vínculos más o menos aptos para la visión postulada del relativismo lingüístico, al tiempo que se nos abre un abismo insalvable para corroborar su trasfondo último. No es un juego de palabras. El abismo empieza 

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a percibirse justo cuando nos aproximamos a las grandes lenguas internacionales, cuando tratamos de reproducir en ellas tendencias equiparables y, por el contrario, observamos que acogen sin problemas varias realidades, múltiples culturas y diversas patrias. Cierto es que transitan dentro de lo que podríamos llamar una unidad sustancial-flexible del idioma. Raúl Ávila, uno de los lingüistas más inquietos y agudos surgidos del Mundo Hispánico, ha penetrado empíricamente en ese proceloso territorio a través de sus estudios de sociosemántica. Ávila demuestra que en muchos puntos del vastísimo mapa hispánico el inventario de palabras que manejamos no difiere en lo fundamental. De ese modo, su unidad sustancial queda en gran medida garantizada. Ahora bien, cada comunidad en concreto organiza ese inventario común, especializa los términos y los correlaciona de un modo particular, operaciones todas ellas precisadas de una perceptible flexibilidad idiomática. Quisiera recordar, no sin matices que de inmediato introduciré, el pequeño detalle de que los hablantes que nutren estos contraejemplos, los de lenguas mayoritarias, cuantitativamente abundan mucho más que los ajustados a las previsiones de Sapir y Whorf. Siguiendo esa lógica, han de generar a diario un número incomparablemente mayor de interacciones no relativistas en sentido estricto. Antes de que, ayudado por Eduardo Mendoza, el extraterrestre Gurb se posara en la Tierra, activó el sensor XC-3704-YW en el panel de control de su nave. Gracias a una sofisticada técnica de la que aún no disponemos los humanos, escuchó simultáneamente toda la actividad lingüística que durante un mismo instante se articulaba en el planeta. Por suerte para la literatura, ocupado en la delicada misión de transformarlo en la terrícola llamada Marta Sánchez, Mendoza pasó por alto el contenido del informe que Gurb giró a su base. Yo, de todas formas, estoy persuadido de que apuntó en dirección diametralmente opuesta a la hipótesis Sapir-Whorf, aunque fuera por mera estadística. El scanner sonoro de Gurb quizá anotara la monodireccionalidad de las lenguas en su relación con el entorno, pero desde luego estoy plenamente seguro de que no registró su monodimensionalidad. De todas formas, aunque pueda estar dando la sensación contraria, en modo alguno suscribo el argumento del volumen numérico como criterio exclusivo para juzgar la actividad lingüística, ni en éste ni en otros supuestos. Y, además, tampoco lo suscribo en dirección alguna. Del mismo modo que considero intolerable obviar la realidad cultural y humana acogida por las lenguas pequeñas en 

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nombre de la mayoría, se me antoja trivial inferir grandes y aparatosos universales para todo el lenguaje, solo a partir de un número reducido de lenguas, por lo demás poco menos que testimoniales. Muy al contrario, estoy firmemente persuadido de que todas poseen el mismo derecho a existir, las que procesan la realidad de una manera puntual y propia, pero también las que integran cosmovisiones y realidades múltiples. Así pues, la hipótesis parece funcionar solo en comunidades pequeñas, de momento, a lo que de inmediato me permitiré añadir que también aisladas. Las situaciones de frontera suelen propiciar un inmejorable campo de pruebas, quizá por lo extremo, también por lo indefinido, de su coyuntura en todos los órdenes. Las percepciones lingüísticas de la realidad, desde luego, no suelen seccionarse a gusto de los intereses geopolíticos, deteniéndose estricta y férreamente en barreras físicas o imaginarias, para mutarse dócilmente a partir del punto siguiente. Antes al contrario, los límites políticos propician justo el bilingüismo y la hibridación lingüística. Paisaje seco, polvoriento, entre el que sobresalen como espejismos el verdor feraz, quizá por desesperado, de las huertas y los palmeras, para volver de nuevo al polvo, la colinas suaves cubiertas por monte bajo pardo, impregnado todo de luz y un salitre que presagia el mar cercano…. Entre Elche, Orihuela y Caravaca de la Cruz, para empezar, yo diría que hay una misma realidad para dos lenguas, valenciano y español. He atravesado unas cuantas veces el puente de Fraga, allí donde –¿termina?– Cataluña y –¿empieza?– Aragón. La verdad, nunca he tenido la sensación de que ese momento, ese tránsito, me hiciese penetrar en dos realidades distintas. Linderos oficiales al margen, en lo lingüístico siempre hemos sabido que ésa, como todas las fronteras, también era terreno fluctuante y de tránsito, hasta el punto de que los vecinos del lado oficialmente aragonés están reivindicando ante el gobierno autónomo su derecho a expresarse en catalán. La frontera uruguayo-brasileña, estudiada con tanta precisión por Elizancín, nos documenta esclarecedoramente la inexistencia de límites lingüísticos allí donde se manifiestan en toda su intensidad los límites administrativos. Aparte del enorme bilingüismo y tránsito de lenguas registrado en la zona, la frontera ha creado una variedad lingüística intermedia, el fronterizo-fronteriço que hace acopio de elementos españoles y portugueses, quién sabe si queriéndonos hacer ver que su identidad real consiste en carecer de identidad conforme a los patrones establecidos y, a cambio, enarbolar una identidad mixta, intermedia, nueva y mestiza. 

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Otras veces ni la proximidad fronteriza, ni la unidad dentro de una misma comunidad lingüística, evitan que los lazos entre lengua y sociedad discurran por senderos contrapuestos. El muro de Berlín separó durante décadas, no solo a dos países, sino a dos mundos sociales y culturales en todos los órdenes. Los jóvenes de un lado y otro del muro hablaban variedades, no tanto alejadas en el tiempo, como distanciadas en lo sociocultural. Es cierto que, en síntesis, recurrían al mismo sistema lingüístico. Pero, a diferencia de sus congéneres comunistas, los jóvenes occidentales escuchaban a Michael Jackson o Bruce Springsteen, comían pizza y hamburguesas (americanas, incluso en Alemania) o bebían Coca-Cola, podían disponer de vehículo propio, habían estudiado inglés como lengua extranjera, en lo político eran proclives a los verdes y las ONG’s y solían circular por otras universidades europeas con cierta regularidad y desahogo. Su lengua, su variedad, como sus vidas, se detenían ante la inmensidad espinosa del muro y se giraban hacia Europa, hacia el resto de Occidente. Hans-Eggert nos lo refirió un día a Max y a mí con enorme lucidez, como siempre. El asunto era tan sencillo que lo podía explicar de cualquier forma y en cualquier momento, incluso recostado mientras apuraba una cerveza. Todo radicaba en que con ellos, con los chicos de la antigua DDR, le resultaba imposible entenderse, aún empleando la misma lengua. No había posibilidad. Menos aún que con cualquier otro joven occidental que hablase una lengua totalmente desconocida para él. Para los alemanes del otro lado del muro las palabras que él usaba eran formalmente las mismas, sí, pero significaban cosas distintas, estaban dentro de sistemas de valores sociales distintos y recibían connotaciones distintas. Miraba detrás de los cristales del bar y señalaba a su coche. Allí seguía el artefacto que lo acercaba todos los días hasta la universidad; «wagen» en el «alemán de Hans», apostillaba. El problema radicaba en que el «alemán de Hans» no se correspondía con el «alemán de los otros». Entonces el índice de la mano derecha de Hans señalaba hacia algún lugar lejano, bebía otro trago, y concluía con que simplemente «wagen» no era lo mismo. En su casa disponían de varios «wagen», desde una berlina muy sobria y formal para sus padres, hasta otro modelo más deportivo que gastaba su hermano, un tipo que había llevado una carrera meteórica en un banco. Hans, con un talante manifiestamente más alocado, se conformaba con un automóvil barato, una buena ocasión que encontró en el mercado de segunda mano. Un diccionario corriente le bastaba para entenderse con otros jóvenes extranjeros de su edad. «Car», «voiture», «mac

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china», «coche» o «automóvil» venían a remitir, aproximadamente, a lo mismo. Pero ese «wagen» occidental poco tenía en común, además de cinco fonemas, con el «wagen» de la DDR, solo accesible, como artículo de lujo, a partir de cierta edad, tras agotadores turnos de espera, en bastante peor estado que su destartalado coche de estudiante. No, insistía Hans, los «wagen» de la DDR por supuesto que eran otro objeto, aunque llevasen cuatro ruedas y estuviesen provistos de motor. Cualquier cosa es así, apostillaba, antes de encargar otra cerveza. ¿Qué saben de música, de los REM que vosotros y yo escudábamos, unos en España y otro en Alemania, antes de conocernos, compartiéndolos sin imaginar ni tan siquiera que podíamos existir los unos y los otros? Según lo entendía Hans-Eggert a veces una misma lengua transporta dos cosmovisiones tan distintas, tan antipódicas, que terminan por aislar comunicativamente a sus hablantes. Yo siempre he pensado que era así, aunque también podía suceder lo contrario, dependiendo del contexto, de cada dinámica histórica en particular. Llegados a este punto, volvemos a tropezarnos con el anaranjado entre los navajo. Cuando el mundo cambia, para bien o para mal, cambia todo, el entorno, las necesidades de los sujetos, las relaciones que mantienen entre ellos, sus esquemas cognoscitivos, la verbalización a la que acuden. Las enormes dificultades a las que nos enfrentamos surgen cuando intentamos justificar que las lenguas reflejan realidades entendidas como categorías estáticas, como datos geoculturales según la formulación clásica, o ecológicos si se prefiere su moderna trascripción nocional. El que una lengua haya formalizado una determinada realidad en un tiempo pasado, desde los componentes más culturales a los más físicos del término «realidad», no implica que vaya a ejercer esa función testimonial de manera inalterable y eterna. Otras lenguas pueden sustituirla en ese cometido, del mismo modo que ella está en condiciones de transcribir otros entornos, otros mundos, otras culturas. Para mí las lenguas reflejan algo más amplio, algo que trasciende con mucho la concepción estática –física por momentos– de la realidad. A mi juicio reflejan bloques históricos en el más puro sentido gramsciano del término. Gramsci realizó una sugerente reflexión lingüística, no siempre suficientemente puesta de relieve. Sin duda el peso de su doctrina política, la enorme renovación que supuso en la tradición marxista, han oscurecido otras áreas menores de su pensamiento, no por ello desdeñables. Gramsci, que poseía formación lingüística y filológica desde sus años universitarios, concibe toda lengua como resultado de un proceso his

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tórico, desde el momento en que expresa la voluntad política de una colectividad. El que sea así la inscribe en el aparato cultural de toda comunidad humana, al tiempo que le transfiere una vitalidad inmanente, un dinamismo consustancial a su razón de existir. Nunca las sociedades transpiran alguna suerte de armonía perfecta. Muy al contrario, la heterogeneidad, el enfrentamiento, la contraposición de intereses parecen serles constantes. Siempre habrá conflictos territoriales, pluralidad de culturas, cambios en la vida cotidiana que conviertan a unos en clásicos y a otros en modernos, que genera intereses sociales y económicos contrapuestos; también hiatos lingüísticos. El tejido social no es más que eso, una disparidad en pugna que en un momento dado sitúa a unos en posición sociopolíticamente hegemónica y a otros en la correspondiente subordinada. La radiografía de ese momento, la instantánea que recoge esa contraposición de fuerzas sociales e intereses, vendrá a ser lo que conocemos con su famosísima acuñación de bloque histórico. Al frente del mismo, desde su culmen directivo, el aparato socioeconómicamente hegemónico suele mostrarse especialmente interesado en cincelar una identidad nacional amalgamadora, propia y fuerte. Las lenguas, sus gramáticas, sus diccionarios y sus lingüistas consagrados se han aprestado a ello desde tiempo inmemorial, tal y como hemos insistido en repetidas ocasiones a lo largo de estas páginas. En tanto que resultado de esa actividad, las gramáticas constituyen verdaderos actos de política cultural. Claro que, a la vez, cada grupo dispone de su propia gramática, entendida ahora como su particular concepción y uso de una lengua. Eso quiere decir que, si varía la correlación de fuerzas sociales que han configurado un bloque histórico, otro tanto sucederá con las gramáticas de cada uno de esos grupos. Para Gramsci, dicho en términos más llanos, las diferentes formas de realizar una lengua, los hábitos lingüísticos, a la postre serán como una mochila colgada de la espalda de sus correspondientes grupos sociales. Cuando un grupo transita por la base de su pirámide social, el modelo de lengua que porta en su espalda carece de prestigio y de relevancia. Pero a poco que ese grupo ascienda, la mochila lingüística que porta hará otro tanto, dejará de ser Cenicienta para convertirse en princesa social. Lo único que permanece es el dinamismo permanente de la retícula social, de los grupos humanos que la habitan y de sus productos culturales, entre los que por supuesto figuran las lenguas. Por ahí caben, desde luego, elementos contextuales como los comentados hasta ahora, si bien formando parte de un haz más amplio que integrará factores sociales, económicos y de 

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hegemonía política, siempre sujetos a las eventuales mutaciones que vaya estableciendo cada etapa histórica, cada correlación de fuerzas sociopolíticas En otras ocasiones la sospecha acerca del relativismo lingüístico, o cuando menos alguna que otra duda razonable, proceden de si la enorme distancia tipológica que suelen manejar sus defensores resulta responsable –o no, y en qué grado– de los gruesos determinismos que se detectan. Parece indudable que, en efecto, ello es así, que si los puntos de comparación se situasen en el francés y el alemán, el italiano o el español, o casos equivalentes, tan diáfana frontera se amortiguaría, en caso de que no desapareciese por completo. Ello, en última instancia, no desautoriza de manera radical la hipótesis del relativismo lingüístico, aunque sí la matiza, la puntualiza, la hace convivir con otros posibles condicionamientos y, en última instancia, la traslada a los terrenos de las grandes distancias interlingüísticas, interculturales, intergeográficas e interhumanas. De nuevo volvemos a tropezar con varios escollos importantes para lo que aquí tratamos. De un lado, no todas las diferencias entre lenguas remiten a influencias del entorno y, en consecuencia, no originan las consiguientes divergencias en el procesamiento de la realidad en las que piensan estos autores. Hasta tal punto es así que un mismo hablante puede adquirir dos lenguas en su infancia, una materna y otra segunda, en un mismo entorno sin que exista influencia directa del medio ni ello le ocasione dos formas radicalmente diferentes de pensar, una en cada lengua de las que dispone. Los psicolingüistas, por regla general, suelen mostrar una considerable cautela al abordar la hipotética dualidad mental de los bilingües, sobre todo en su versión más radical. Cierto es que, por momentos, se tiene la sensación de que podemos encontrar algún indicio en esa dirección. Los hijos de inmigrados castellanohablantes en Cataluña discriminan tres demostrativos –«este», «ese», «aquel»– cuando recurren a su lengua materna, pero solo dos –«aquest», «aquell»– cuando acuden a su segunda lengua, el catalán. En el español empleado en Cataluña suele ser frecuente, aunque no sistemática, la reducción de los demostrativos a únicamente dos formas, «ese» y «aquel», en claro paralelismo con el catalán. No obstante, yo me resistiría a interpretar esa circunstancia como una transposición de la cosmovisión del catalán a estos hablantes. En primer lugar porque ello supondría admitir que la tríada del español responde, no a una cosmovisión distinta, sino tan solo a una cosmovisión de la clase que sea. Parece que el asunto es considerablemente menos enrevesado y que las 

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razones de esta singularidad del español respecto de otras lenguas románicas (no solo del catalán) se deben al mero ritmo evolutivo que sigue. En segundo lugar, supondría un tipo particular de calco lingüístico –¿el «calco de cosmovisión»?–, auténtico islote entre un mar de influencias mutuas, como por lo demás sucede habitualmente cuando dos lenguas se encuentran en contacto. Esos mismos inmigrados también «enllegan» («encienden») sus coches, tratan de arreglar las chapuzas de casa con un «tornavis» («destornillador»), reponen las «racholas» («azulejos») dañados en la cocina o el cuarto de baño o toman de postre «pomas» (»manzanas»). Visto todo lo anterior, a la hora de abordar las inferencias planificadoras que se sustentan en esta manera de concebir la realidad lingüística toda cautela será poca. Nada recomienda una acción directa y vehemente sin una reposada toma en consideración de todas las variantes que entran en juego, las que caen dentro de la hipótesis relativista y las que, como acabamos de ver, se quedan fuera de ella, pero no de la realidad de las lenguas. Probablemente donde más crudamente se manifiesten esos recelos sea en uno de los grandes lugares comunes emanados del relativismo lingüístico, más en concreto, en su defensa de la igualdad radical y sin matices de todas las lenguas. Desde la perspectiva relativista no es lícito establecer ninguna forma de gradación jerárquica entre las lenguas, sencillamente porque no existen lenguas mejores ni peores. Todas son iguales, desde el momento en que todas son capaces de acomodarse al medio entre el que discurren y reflejarlo en su propia estructura. Conviene empezar aclarando que ésta aparece como una cuestión capital solo para parte de los hablantes, los más proclives a concederle a las lenguas ese valor identitario al que antes me he referido. Entre quienes viven fuera de esa impronta la discusión sobre la igualdad de las lenguas pierde sentido, o cuando menos lo atenúa sustantivamente. Los lingüistas solemos quejarnos de que, a diferencia de otros campos disciplinares, nuestra ciencia aborda múltiples hechos que forman parte de lo consabido, o de lo supuestamente consabido, por cualquier ciudadano. Ello tiene su justificación lógica, pero también comporta algún que otro inconveniente. En la medida en que cualquiera es hablante de una lengua posee un conocimiento sobre ella y, subsidiariamente, sobre todo lo que lleva aparejada. Sucede, no obstante, que ese conocimiento unas veces es fundado y otras no tanto, aunque sea percibido como una certeza basada en la experiencia. Con relativa frecuencia, los lingüistas nos vemos obligados a convivir con tópicos y creencias comunes no 

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siempre conformes con los resultados de nuestra indagación científica, frente a los cuales se hace trabajoso y delicado reaccionar. Por lo general mostramos nuestro incomodo con tales situaciones, olvidando que en no pocas ocasiones esas falsas percepciones de la realidad lingüística han estado promovidas por colegas sin escrúpulos y/o sin demasiado conocimiento de causa. Más infrecuentemente adoptamos posiciones constructivas e intentamos deshacer los entuertos, bien parapetándonos en una esfera técnica no siempre transparente ni accesible, bien enfrentándonos directamente a ellos, aun a costa de ser incomprendidos, de ganarnos cuotas nada deseables de impopularidad o hasta de poner en peligro nuestra trayectoria académica. Aclaro esto porque soy plenamente consciente de que al sostener que todas las lenguas no son iguales estoy contraviniendo el ultimísimo discurso oficial y políticamente correcto que impera en el estamento lingüístico y, más aún, incluso en las directrices culturales de la misma política internacional. Asumo mi inscripción en las filas de los proscritos, lo hago con absoluta entereza, por imperativo deontológico, pero también empírico y estrictamente científico. Sin ninguna duda, todos los idiomas son merecedores del mismo respeto e idéntica atribución de dignidad. Lo son, además, también en su potencial comunicativo. El lenguaje humano dispone de la propiedad de retroalimentarse a sí mismo, o lo que es igual, está facultado para construir nuevos elementos y relaciones sistemáticas a partir de lo que ya dispone en su inventario. Eso quiere decir que cualquier lengua cuenta con unas posibilidades prácticamente ilimitadas, sobre todo en los niveles sintáctico, léxico y textual, para generar cuantos recursos precise. Ahora bien, el que esa facultad del lenguaje humano sea susceptible de ser predicada de cualquier lengua, no supone que todas la hayan desarrollado del mismo modo ni en el mismo sentido. Una mínima, desapasionada y ecuánime aproximación a la realidad lingüística nos lleva indefectiblemente a constatar sin vacilación alguna la existencia de una desigualdad estructural entre las lenguas. Los lingüistas solemos recurrir a una casuística exótica que, reconozcámoslo, generalmente deslumbra a nuestro auditorio, por lo demás en manifiesta indefensión intelectual, sin capacidad para discriminar el grado de certeza de nuestras afirmaciones. Para los hablantes de lenguas europeas resulta una normalidad rayana en la obviedad pura clasificar los objetos en singulares y plurales, en uno y más de uno. En navajo disponen de tres rasgos formales para discriminar entre «uno», «dos» y «más de dos». En papago, una lengua uto-azteca, el mismo Luque 

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Durán nos cuenta que discriminan entre nombres individuales, de masa y agregados. La distinción exacta entre esas dos últimas clases resulta ciertamente delicada. En papago los nombres de masa designan cantidades definidas por dos rasgos: su homogeneidad y la carencia de límites. «Arena» participarían de esos rasgos, mientras que «grava» se incluiría en la categoría de agregados, al aludir a una cantidad indeterminada de materia, que sin embargo carece de los dos rasgos anteriores; no es homogénea y sí es delimitable, sí dispondríamos de la hipotética posibilidad de contabilizar los granos que componen un montón de grava, en el supuesto de que tuviésemos la paciencia necesaria para llevar a buen puerto tal empresa. Como avanzaba, el exotismo de nuestros ejemplos no deja de ser una captatio retórica, provista de las mejores intenciones expositivas, aunque no indefectiblemente necesaria. Para topar con la desigualdad estructural basta aproximarnos a prácticamente cualquier lengua, incluso a las más próximas. En alemán hoy conviven preposiciones y flexiones de caso, formas con declinaciones, recurso gramatical que abandonaron las lenguas neolatinas al optar abiertamente por la primera posibilidad. Otro tanto puede decirse del genitivo sajón, de esa manera tan peculiar de marcar la posesión en inglés, por completo ausente de las lenguas que la rodean. No en vano ese recurso se ha convertido en un auténtico sello de origen del inglés frente a otros idiomas. La solución inglesa invierte la secuencia de otras lenguas indoeuropeas vecinas. Así, «Mike’s bar» (poseedor + marca gramatical + objeto de posesión), opera al revés que en «el bar de Miguel» (objeto + marca + poseedor). De todas formas, tampoco el genitivo sajón es un caso aislado. Los números en alemán a partir de la segunda decena invierten igualmente la secuencia estandarizada en otras lenguas indoeuropeas. De ese modo contaremos «eins-und-dreizig» (31, literalmente, «uno y treinta») o «vier-und-siebzig» (74, literalmente, «cuatro y setenta»). Tales casos no son ni mejores ni peores, ni malos ni buenos, ni sinónimos de inferioridad ni plasmación de superioridad alguna. El hecho empírico empieza y termina en la diferencia, absolutamente insoslayable, también absolutamente inocua. La desigualdad lingüística aporta simplemente un dato, agradable o no, no perverso en sí, irrebatible en última instancia, siempre desprovisto de cualquier atisbo de valoración jerárquica. Existe, no obstante, otra forma de desigualdad, la que remite a la asimétrica distribución de las lenguas entre un determinado cuerpo social. Este segundo tipo, al que llamaríamos desigualdad 

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sociolingüística, en cambio, nos introduce por dominios mucho más agrestes, donde lo lingüístico se entrecruza con lo ideológico, lo social y hasta lo político-económico. Ahí, en el escenario social, las lenguas de nuevo son manifiestamente desiguales, pero ahora sí que esa desigualdad las jerarquiza de manera contundente, inequívoca. Las declaraciones de buenas intenciones que, de manera más o menos periódica, efectúan los organismos internacionales en la dirección contraria, sin embargo son incapaces de evitar que el peso sociolingüístico de las lenguas bantúes sea incomparablemente inferior al del inglés en el panorama internacional, o al del portugués en su propia casa africana. Como el bantú, multitud de lenguas del mundo han de tratar de seguir adelante en esas condiciones, desplazándose por veredas sinuosas, caminos polvorientos, senderos perdidos o carreteras ajadas y sin señalización. Las modernas avenidas de la comunicación quedan, por supuesto, para las grandes lenguas internacionales. Pero todo eso ya forma parte de otros problemas, de otros campos de actuación susceptibles de ser abordados desde una óptica amplia, desde una diversidad de perspectivas sociolingüísticas. Entre ellas caben el relativismo lingüístico y la lingüística ecológica, aunque no las rebosan. Antes al contrario, será preciso conjugarlas con un bagaje lo más abarcador posible, sobre todo con vistas a cimentar una planificación lingüística con garantías de futuro. V.4.4 Última relectura: el relativismo, sus consecuencia, sus límites y otras esperanzas Queda lejos de mi intención, por descontado, suscribir ese fatalismo nihilista que ha servido para justificar el desentendimiento de muchos lingüistas acerca de estas cuestiones. Como en tantas otras facetas de la vida social, el que las cosas hayan sido así durante siglos no significa que hayan sido buenas, ni mucho menos que renunciemos a transformarlas de manera radical. Justamente para desarrollar esa tarea con diligencia y efectividad, estoy persuadido de que tampoco conviene alimentar un pertinaz victimismo, ese pesimismo casi endémico, sin opción, que por momentos roza la lingüística ecológica en sus versiones más agudas. Y no lo es, fundamentalmente, porque termina haciéndonos recelar de todos cuanto se mueve en el mundo en que vivimos, incluso de recursos que no 

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son siempre y forzosamente perversos para la integridad de las lenguas. Sí, no cabe duda de que esa homogeneización sociocultural tan inherente al mundo contemporáneo puede acelerar la glotofagia y el peligro inminente para una buena parte de las lenguas del mundo. Pero no menos cierto es que nunca hasta ahora habíamos dispuesto de un acceso tan masivo y abierto a las lenguas y que esa posibilidad, para algunos entusiasmante, ha venido acompañando a la nueva sociedad global en la que estamos embarcados. Llegados a este punto doy por sentado que nos hallamos frente al sempiterno dilema del vaso medio lleno o medio vacío. Con independencia de que por descontado acepto la legitimidad de cualquier perspectiva, de cualquier lectura de la capacidad del vaso, sin embargo considero que en esta ocasión se nos plantea un falso dilema, por una razón tan elemental como que la perversión de los instrumentos, salvo contadas excepciones, no radica tanto en los instrumentos en sí, como en la utilización que se haga de los mismos. Los microondas y hornos domésticos, tan usuales en la vida moderna, descansan en el mismo principio que activó los hornos crematorios de los campos de exterminio nazis. Es más, durante décadas fueron fabricados por las mismas empresas que, al cambiar de clientela, readaptaron el producto. Cuando lo narraba Primo Levi, en sus impecables memorias de superviviente de un campo de exterminio nazi, dibujaba un delicado, amargo, sarcasmo. No por macabro, el principio que activa un microondas deja de ilustrar bien a las claras lo que trato de explicar. Internet puede ser, en gran medida está siéndolo ya, un poderosísimo agente de transmisión del conocimiento, de apertura científica, de amplitud y versatilidad de acceso a la información; también de difusión de lenguas. Los diccionarios y gramáticas que pone a nuestra disposición la red, los cursos de lenguas extranjeras on-line, los materiales auxiliares en soporte electrónico para la traducción o los foros virtuales que se ocupan de lenguas más que remotas, entre otras posibilidades, no son una eventualidad de un futuro más o menos mediato; son una realidad actual con nombres, apellidos y dirección electrónica. Tanto es así que algunas lenguas especialmente zaheridas y maltratadas por la historia reciente, caso por excelencia que encarna el kurdo, han encontrado un amparo electrónico que les permite mantener una esperanza de subsistencia que de otras formas le hubiera sido rotundamente negada en cualquiera de los estados entre los que ecológicamente les ha tocado sufrir, Turquía, Irán o Irak. De igual modo, la globalización se diría que propicia el abandono de una cosmovisión parcelaria, reducida, 

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del más oscuro corte localista. Antes bien, se halla en condiciones de habilitarnos una lectura humana, extensa y sin apellidos, que nos abarque a todos como especie, con nuestras lenguas incluidas, cumpliendo de ese modo uno de los sueños universales de todas las utopías y de todas las religiones humanas. De nuestro tiempo surgen otros resplandores que encienden el optimismo a favor de un futuro más amplio, más comprensivo y seguro para todas las lenguas. Por primera vez un estado, el australiano, se ha reconocido como una entidad multicultural, multiétnica y plurilingüe en su propio corpus jurídico. A la vez ha sido capaz de poner en práctica una planificación lingüística acorde con ello, respetuosa con las minorías y con sus lenguas, preocupada por preservar su diversidad como el principal capital cultural del que dispone ese país. Estoy firmemente persuadido de que Australia ha establecido unas directrices de convivencia y diálogo sociales que, sin ningún género de dudas, están llamadas a convertirse en patrón de referencia inexcusable para el futuro. Tampoco había existido nunca hasta ahora una legislación formal y de común aceptación, al menos sobre el papel, que preservase internacionalmente el derecho a la libre expresión y, por consiguiente, la libertad en el ejercicio de la capacidad lingüística. Fruto directo de ello ha sido el soporte institucional prestado para la defensa, mantenimiento y promoción de lenguas minoritarias. No sé si los entes transnacionales como la Unión Europea terminarán convirtiéndose en verdugos de lenguas. De momento, mientras se confirman los sombríos augurios que se le presuponen desde la lingüística ecológica, las únicas evidencias a nuestra disposición apuntan en la dirección diametralmente contraria. Justo la Unión Europea, antes y después de su constitución como tal, ha alentado una serie de resoluciones, comisiones de estudios, corpus legales y fondos de investigación inequívocamente favorecedores de las minorías lingüísticas regionales, actitud poco menos que impensable hace tan solo cincuenta años. No voy a negar que para muchos colegas –y no colegas– toda la discusión que mantengo peca de puro anacronismo, convencidos como están de que va siendo hora de cuestionar seria y serenamente si algunos grupos pueden esperar un estatus sociolingüístico distinto al de minoría lingüística. Otros, más moderados en su recelos, tan solo dudan de que la minorización lingüística aboque indefectiblemente a sentirse amenazados por otros grupos, y hasta por otras lenguas. También habrá quien se pregunte si, por el contrario, vivir febrilmente la minorización lingüística no deja de ser una forma de 

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evadir la realidad en el mejor de los supuestos; un servicio sicario de otros intereses políticos, en el peor. Me van a permitir que no sea excesivamente radical en estos menesteres. No creo que la hipotética exacerbación de una situación, o del análisis que de ella se haga, autorice a la eliminación de la situación como tal. No dudo de que haya habido excesos a la hora de catalogar la situación de las lenguas minoritarias. Como estoy persuadido de que su uso plañidero ha servido para obtener pingües beneficios colectivos e individuales a quienes los han orquestado y conducido por los circuitos académico-culturales. Sin embargo, desatender la existencia de las minorías lingüísticas, o ignorar lo problemático de la situación entre la que se desenvuelven, se me antoja irresponsable, siniestro por momentos. Es evidente que urge una gran puesta en común cívica, un acuerdo entre la base ciudadana acerca de cómo van a poder convivir los pequeños, con su pequeñez, y los mayores con su magnificencia. Naturalmente, de ese diálogo se excluyen quienes evitan por omisión la existencia de minorías, o quienes dentro de ellas solo aspiran a convertirlas en lenguas mayoritarias y, por consiguiente, glotofágicamente reproductoras de los males que han padecido y de los que tan afanosamente tratan de huir. Mientras esa puesta en común llega, a cada uno de nosotros compete ir laborando por ella desde nuestro pequeño rincón inmediato. En el mío algunos libros y algunos folios llevan demasiado tiempo encima de mi escritorio. Yo les noto una ligera pelusa tirando a verdusca. Supongo que si los dejara indefinidamente, sin ocuparme lo más mínimo de ellos, abandonados a su libre albedrío atmosférico, terminarían fabricando su propia capa de microorganismos, la primera lámina de un deposito incansable que, a base de años, siglos y estratos terminaría sepultándolos, quién sabe si recomponiendo el paisaje ecológicamente natural de este lugar, violentado en este momento por una casa con sus correspondientes muebles. Siempre he tenido la sensación de que la naturaleza termina restituyéndose más allá de las obras mundanas, por mayúsculas, descomunales, gloriosas e impresionantes que puedan resultar estas. Quizá por eso anido la convicción de que son los arqueólogos quienes de verdad poseen la información más privilegiada acerca de la fibra que condensa la extraña relación registrada entre el hombre y el medio natural. Solo ellos suelen tener en sus manos la evidencia táctil de la futilidad de las obras humanas, solo ellos poseen la conciencia 

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cierta, la exacta medida, de hasta qué punto lo humano puede llegar a ser anegado, sepultado, enterrado y silenciado por fajas y sedimentos de naturaleza en forma de madre tierra. La civilización humana y el mundo natural se diría que siguen ritmos antipódicos: vertiginosa la primera, modifica el entorno, lo acomoda a sus necesidades y exigencias, lo puebla de nuevas estructuras y objetos que, sin embargo, el incasable ritmo de la naturaleza, más lento, más a largo plazo, deshace, enmohece, entierra, cubre. No sé hasta qué punto deberían inquietarnos, más que las alteraciones humanas en sí del medio, el carácter reversible o no de las mismas. A fin de cuentas los humanos siempre han modificado algo, poco o mucho, los lugares entre los que han desarrollado su actividad vital. Tarde o temprano, empero, la misma naturaleza se ha encargado de barrer las huellas humanas fagocitándolas. Por ello para saber algo sobre los míticos celtas, el esplendor tartesio, las correrías imperiales de Roma o, pongo por caso, las rutas comerciales fenicias resulta inevitable acudir a los arqueólogos para desentrañar secretos que de otra manera permanecerían insondables bajo las suelas de nuestros zapatos. No siempre esa ley se cumple con escrupulosidad sistemática y regular. El paisaje desde el que escribo, el paradigmático desierto de Almería en el sureste español, apenas si tiene algo más de doscientos años. Básicamente es una consecuencia fatídica de una tala masiva e indiscriminada, como se encargó de documentar un extraordinario ingeniero forestal, Jesús García Latorre, en un trabajo que tuvo amplio eco nacional e internacional. Pues bien, incluso ahora que sabemos fehacientemente de lo reciente del desierto almeriense, su plástica esencial y desolada sigue siendo reclamada como un signo de identidad paisajística autóctona en la conciencia de buena parte de la población. No dudo de la sinceridad de ese sentimiento, a la vez que me apresuro a apuntar su carácter coyuntural, meramente eventual, incluso algo advenedizo desde el punto de vista geográfico e histórico. La estabilidad natural del medio es un mero constructo humano. Establecemos sus contenidos conforme a nuestra experiencia directa, a nuestra percepción temporal, a un aquí y ahora que puede ser tan fútil y truculento como el desierto almeriense. Lo que hoy vemos, lo que concebimos como un dato espacial objetivo, no siempre tiene por qué coincidir con la matriz geológica de ese enclave. En cambio, sí está claro que serán múltiples y diversos los elementos obtenidos de permutar humanidad y naturaleza y, a la vez, que en cualquiera de ellos los productos del hombres siempre están adosados al medio, añadidos contra su si

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lueta que ejerce como telón de fondo, como un telón de fondo móvil que entra y sale, que se aproxima o aleja de lo humano. Hasta donde yo sé, ninguna configuración natural requiere de una clase concreta de vivienda, de una danza específica, de unos pobladores con una determinada pigmentación en la piel o, en fin, de una lengua singular. Con todo hay un máximo y un mínimo, una especie de contínuum graduado en esa relación que mantienen el telón natural y la silueta adosada de lo humano. Todo aquello que la mano del hombre fabrica con materiales obtenidos de la madre tierra guarda vínculos más o menos directos, referenciados, hacia el medio. Lo más esperable es que entre un bosque frondoso las casas sean de madera y de adobe en zonas arcillosas y subdesérticas. Claro que el hombre dispone de soluciones técnicas para deshacer esa dependencia. En el Mediterráneo español las urbanizaciones elegantes no desconocen viviendas con techos de pizarra, siguiendo el más puro estilo alpino. La refrigeración eléctrica se encarga de amortiguar los efectos del verano mediterráneo, de readaptar tecnológicamente las viviendas de las montañas a ese inesperado medio. En la cultura espiritual nos trasladamos al otro extremo, al del máximo de independencia y arbitrariedad en esos vínculos. Buscando y rebuscando, en última instancia quizá pueda hasta detectarse una conexión entre el componente material y espiritual de una cultura, encontrando desde ahí una espita abierta para el entorno, para no perderlo del todo. De todas formas, al margen del grado de proximidad de las obras humanas respecto del medio natural, es una obviedad que todo eso lo pone el hombre y, de la misma manera que lo pone, lo quita, lo trasforma, lo adapta y adecua, incluso lo transforma conforme a su conveniencia e interés. Pueden suceder muchas cosas si cultivo el polvo en mi escritorio. De lo que estoy seguro es de que no crecerán lenguas, ni incluso en el caso de que tras varios eones todo yaciese bajo tierra y las coordenadas en las que ahora mismo estoy instalado volvieran a ser un paisaje frente al mar. Las lenguas, su vida y su convivencia son cosa nuestra, responsabilidad humana, para lo malo y/o para lo bueno.



VI

Nuevos tiempos, nuevos hombres, nuevos horizontes sociales de las lenguas

Sobre la mesa de mi escritorio, ahora vuelvo a ver el vaso por la mitad. Lo miro, y tal vez por el cansancio, lo veo doble, lo veo mutarse de nuevo, transformar su forma y color, a pesar de que su contenido permanece hierático, quieto e inalterable, justo siempre a medio camino entre la vacuidad y la plenitud, como si me invitara a recurrir al mismo quisquilloso símil para aproximarme a la historia de las intervenciones humanas sobre la vida de las lenguas. En el fondo de la lingüística ecológica late el espíritu del vaso medio vacío a la hora de abordar estos temas, una percepción nítida de que la humanidad ha ido caminando inexorablemente hacia una glotofagia que terminará por anegar, o por reducir a su mínima expresión, el exuberante y variopinto vergel de la diversidad lingüística. Ya saben, en torno a unas 2.000 lenguas perecerán bajo el impulso mecánico de la podadora globalizadora. Sin embargo, en realidad el vaso sigue estando lo mismo de lleno que de vacío y, en consecuencia, tanto legitima las lecturas catastrofistas como las que, en sus antípodas, suscriban un talante optimista para el que, a buen seguro, tampoco faltarán sucesos y consideraciones en que apoyarse. Lo acabo de apuntar también, de hecho nunca hasta nuestros días la humanidad había desarrollado un grado de sensibilidad tan generalizada e intensa hacia el valor cultural que atesoran las lenguas y, en consonancia con ello, hacia el cuidado que colectivamente hemos de diligenciar para preservarlas. Igualmente de forma generalizada, yo diría que hasta masiva, somos por vez primera conscientes de que abordar cualquier faceta o componente del tejido lingüístico nos adentra en un delicado y valiosísimo cosmos telúrico, en uno de los más primarios y nucleares componentes de nuestro ADN genético como especie que construye sociedades. No digo que tales inquietudes, con sus 

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correspondientes sensibilidades, hayan sido poco menos que completos desconocidos en la historia de la vida humana. Por supuesto que ha habido mentes culturalmente solidarias, ideas lingüísticas con clara vocación universalista o políglotas pertinaces que sintieron un fervor casi irrefrenable hacia el aprendizaje de lenguas distintas de la materna. Pero, de la misma manera que la sola figura de San Francisco de Asís no basta para sustentar la existencia de un movimiento paleoecologista en la Edad Media tardía, esas inquietudes lingüísticas individuales no se corresponden con la situación actual. Más allá de lo particular, de figuras individuales, el preservacionismo lingüístico ha pasado a convertirse en un estado de opinión, con intenso calado en amplias capas de la población. Esto también se me antoja bastante incuestionable, por lo que volvemos al principio, a nuestra disyuntiva roqueña, ruda y difícil, a la raya del líquido justo en la mitad del vaso. Quién sabe si lo peor estriba en que la solución de tal dilema remite a mecanismos enrevesados y oscuros, tanto como los intereses socioeconómicos, los anhelos personales o los derechos cívicos que en todo ello concurren y que, casi con toda certeza, terminarán entrando en confrontación. De cualquier forma, lo que en verdad me preocupa no es cómo esté el vaso ahora, sino cómo vaya a estarlo mañana. Y es que llenar o vaciar el vaso queda bajo nuestras competencias, está en nuestras manos, en la dirección que adoptemos al ejercer esa antiquísima costumbre humana de regular socialmente nuestros instrumentos de comunicación. Otra de las novedades que a buen seguro introducen los tiempos modernos radica en que hoy somos plenamente conscientes de la vastedad de esa tarea. Sabemos de su decisivo peso para el desarrollo de la vida social, de la medular profundidad que atesora la fibra entre la que nos desenvolvemos y que, por momentos, manipulamos. La sentimos tan medular que somos conscientes de que nos ha hecho lo que somos y como somos entre el resto de seres vivos. Ser coherente con ello nos impone un ineludible compromiso de realismo, ecuanimidad y alejamiento radical de cualquier forma, manifiesta o larvada, fuerte o débil, de oportunismo y/o demagogia político-culturales. Para actuar en consonancia con ese espíritu y esos anhelos, los lingüistas disponemos de un arsenal de recursos cada vez más copioso y sofisticado. Como médicos que auscultan la salud de las lenguas, antes de intervenir precisamos diagnosticar con rapidez, y sobre todo, con suma precisión. Soy consciente de que al retomar la metáfora científica médica invoco un realismo intenso, exigente 

vi. nuevos tiempos, nuevos hombres

si se quiere. Sin apartarnos ni de ella ni de sus implicaciones, se me antoja que la medicación únicamente sana cuando se corresponde con un diagnóstico acertado de la enfermedad que pretendemos combatir. Eso sí, en función de ese diagnóstico, quizá dispongamos de la posibilidad de recurrir a fármacos más o menos agresivos, con o sin efectos secundarios, de espectro amplio o muy específicos. Ese margen de flexibilidad, de ecuanimidad recetaria, estará en función de la dolencia a la que nos enfrentemos, justo por eso resulta trascendental determinarla con la mayor exactitud posible. Antonio, un excelente pediatra granadino fiel a los dictados de la medicina integral, suele vencer los catarros, amigdalitis, e incluso bronquitis, de sus pequeños pacientes haciendo acopio de sapiencia homeopática. Sin embargo, cuando alguno de ellos se empecina en abonarse a una neumonía suele no vacilar, ingresarlo en un hospital y administrarle fármacos químicos. Lo que quiero decir es que, de entre el vastísimo listado de situaciones lingüísticas que requieren de intervención planificadora, no todas revisten la misma gravedad, ni requieren de la misma urgencia, ni precisan de la misma intensidad en el tratamiento. Actualizar el léxico de una gran lengua de cultura a través de su diccionario normativo comporta una dificultad relativamente venial. De hecho, en algunos países esa tarea ha sido tradicionalmente confiada a las pertinentes academias de la lengua, aun siendo instituciones más sociales que científicas, escasamente dotadas para acometerla, con filosofías en ocasiones llenas de lagunas de mediano calibre. De eso también hemos hablado y sabemos que, con relativa frecuencia, han recurrido a métodos que hoy nos resultan vetustos, adoptando decisiones a veces discutibles y sin demasiado fundamento científico. Los productos dilectos de esa actividad, los diccionarios normativos –y, en consecuencia, oficiales–, han sancionado el léxico formalmente reconocido de una lengua. Por contraste, todo aquello que permaneciera fuera de esos inventarios de palabras, o bien no debería ser usado por suplir a una voz patrimonial ya recogida, o bien suponía la adopción extranjerizante –o bárbara– de un término. Ni qué decir tiene que, como está en la mente de todos, al margen de tan salomónica visión del vocabulario de una lengua, quedaba una inmensa tierra léxica de nadie, densamente poblada. En ella habitaban multitud de palabras que ni eran extranjerismos suplantadores ni tampoco podían ser consideradas patrimoniales ni, por descontado, ocasionaban barbaridad manifiesta en exceso. Sin embargo, precisamente ahí radicaba una de las más fecundas canteras 

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de las que se han extraído las admoniciones lingüísticas que, con periódica sistematicidad, recibimos de los guardianes académicos de las lenguas. El uso contaminado del idioma, el abuso de extranjerismos, las acepciones inapropiadas han de ser evitadas o, de lo contrario, parecen afinarse los más sonoros clarines del apocalipsis lingüístico e, indefectiblemente, conducir hacia la más funesta de las corrupciones idiomáticas. A pesar de todo, la necesidad comunicativa apremia, y no poco. El hablante de a pie dispone de apenas unas milésimas de segundo para colocar la palabra adecuada en el momento preciso. No puede interrumpir su discurso y esperar tres, cuatro, cinco o seis años a que la academia correspondiente decida hacer oficial la voz adecuada para su urgencia comunicativa concreta, puntual, con un aquí y ahora simultáneos a su acto de hablar o escribir. Por sus especiales características, la terminología científica aporta un sintomático barómetro desde el que medir esa angustia terminológica. El Diccionario de la Lengua Española editado por la Real Academia en 1998, a pesar de incluir la voz «sociolingüística», desconoce las unidades que ésta emplea para medir la correlación de las lenguas con las sociedades. No existían oficialmente en español cosas como los «sociolectos», «pidgin» o «cambio de código», a pesar de que las academias hispanas contaban entre sus miembros con sociolingüistas de reconocido prestigio que, por supuesto, los habían publicado en manuales de enorme difusión. Por privarnos, la Academia nos deja incluso sin «tipólogos», aun reconociendo la existencia de la «tipología» lingüística. Lo mismo podría argüirse en otros dominios. Ni las tan omnipresentes «células madre» estaban recogidas en esa acepción, en un tiempo en el que ya era perceptible la enorme repercusión social que iban a tener en plazo inmediatísimo. Otros términos más generalizados, incluso dentro del lenguaje científico, se encontraban igualmente ausentes, caso de «categorizar», «neurocerebral» o «nucleador». Subrayo que todo eso sucede, además, dentro de un dominio como el que corresponde al léxico científico, dotado de una perceptible dosis de estabilidad, en la medida en que acuña términos que son indispensables y necesarios. Una realidad nueva, un concepto hasta ese momento no empleado, un descubrimiento radical, un punto de vista inaugurado en un determinado momento de la trayectoria de una disciplina, todo ello requiere de una terminología que los nombre, que los transcriba y dé a conocer, que los ponga en circulación. A la vez garantiza que va a permanecer así un plazo razonable de tiempo, como mínimo hasta que otro nuevo descubrimiento u otro planteamiento los caduquen. 

vi. nuevos tiempos, nuevos hombres

Si ni con esas premisas hay celeridad en incorporarlos, la terminología más sujeta a provisionalidad y mudanza potenciales encuentra dificultades poco menos que exasperantes. Esa versión del diccionario académico carece de «software» y de «hardware», a pesar de estar preparada en formato electrónico. En la parte interior de la portada del disco, en mayúsculas amarillas contra fondo rojo, puede leerse «EDICIÓN EN CD-ROM». Ni el propio uso como reclamo técnico para vender más ejemplares del diccionario normativo propició que éste se apiadara del término «CD-ROM», desconociendo el nombre genérico de la herramienta que lo ayudaría a instalarse dentro del ordenador de quien lo comprase. Actividades o técnicas relacionadas con la moderna vida social gozaban, por supuesto, del más sepulcral silencio. «Marketing» ha luchado durante años por incorporarse, a pesar de que nadie haya usado nunca «mercadotécnica». Aun así su entrada remite a «mercadotécnica», apostillando que la anterior se trata de una voz inglesa. Por supuesto que algunos de los últimos protagonistas de la vida moderna como «mailing», «renting», «leasing», o tantas otras modalidades comerciales de nuestra época, no figuraban, ni aun portando el marchamo de anglicismos. El problema radicaba en que una empresa mínimamente moderna no podía prescindir de ellos. Con o sin beneplácito de la Academia española, los iba a usar, los tuvo forzosamente que usar, todos los días. Los sigue usando hoy, hoy que todavía no han sido incorporados. En fin, yo mismo no podría haber pergeñado al completo estas líneas. Muchas de las palabras que he empleado, y que espero ustedes hayan entendido sin mayores dificultades, son misterios léxicos sin resolver para el diccionario normativo del español. Al parecer nadie compone los periódicos (no se recoge «maquetador»), las cosas no pueden ser «matizables» ni «monodireccionales», desconocemos los problemas «identitarios» y no padecemos situaciones «segregadoras» o, por no extenderme, es imposible el «practicismo». A pesar de todo, los diccionarios normativos han ido cumpliendo con ese objetivo general de acompasar el vocabulario al ritmo de los tiempos, de la manera en que han podido, tal vez no la mejor, aunque cuando menos fuera «una manera». Parece que Dios escribe derecho con renglones torcidos, también en materia de planificación lingüística. De cualquier forma, poco tienen que ver sus disquisiciones sobre vocablos con la hecatombe social y cultural que ocasionaría, pongo por caso, la reforma masiva e imprevista de la ortografía dentro de una de esas lenguas gigantescas en número de hablantes, 

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y por tanto en centros de instrucción, en los materiales escolares que en éstos se empleen, en medios de comunicación, en imprentas, en foros internacionales, etc. No es cuestión de volver a insistir en el caso español, por lo demás ya referido más arriba. Tan solo desearía traer a colación aquí algunos de los argumentos que se esgrimen para mantener posiciones ortográficamente puristas, o si lo prefieren, directamente inmovilistas. Siguiendo con el español, un hispanista, amigo y sobre todo maestro, me recordaba que la tabula rasa del reformismo ortográfico eliminaría todo el sabor etimológico de la escritura. Nuestros «higos» evocan el «ficus» latino, atestiguando que la «f» inicial de nuestra lengua madre ha desaparecido en su evolución al español gracias al mantenimiento gráfico de la «h». Para quienes hemos estudiado filología, sí, desde luego, resulta hermoso detenerse en ese alarde etimológico. No obstante, con el debido respeto y todo el amor que le profeso, entonces me atreví a recordarle al maestro que los lingüistas estudiamos las lenguas, no somos sus albaceas, menos aún sus dueños. Hoy sigo pensando lo mismo. Dudo que la presencia/ausencia de la «h» en sus correspondientes «higos» suponga una cuestión trascendental para una familia haciendo la lista de la compra, a un empleado de una alhóndiga rellenando un albarán, al transportista que lo recibe o, por no extenderme, al maquetador que prepara la publicidad de un supermercado. Es más, me resultaría extrañísimo, por no decir preocupante, que sucediera al contrario, entre otras cosas porque indicaría que la escritura ha perdido su raíz utilitaria para adquirir un rol muy similar al de una pieza de museo. De todas formas, como decía, toda precaución es poca en materia de grandes alteraciones ortográficas. Con ser lícito –y hasta objetivo– el incomodo que muchos usuarios del español sientan frente a su perceptible arteriosclerosis gráfica, antes de modificarla conviene sopesar mesuradamente los pros y los contras de las medidas que se propongan. Una reforma profunda y radical quizá determinaría un ritmo demasiado vertiginoso de los acontecimientos, no siempre fácil de asumir por el tejido social al que, supuestamente, se pretende beneficiar con la adopción de esas medidas. En el fondo, para la inmensa mayoría probablemente resultará más cómodo seguir anotando en los deberes de la compra cosas como «higos», «huevos» o «uvas», sobre todo de no estar obligados a conocer su origen etimológico. Otro tanto puede argüirse sobre las planificaciones que encaren la situación de las lenguas amenazadas, no menos requeridas de celo, precisión y diligencia. Esas lenguas, no solo carecen de herra

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mientas lingüísticas formales como diccionarios, gramáticas y ortografías, sino que están en el límite angustioso de casi no disponer de efectivos, de hablantes que las han abandonado, o están en vías de hacerlo. Las razones para explicar tal proceder, no es algo nuevo, pueden ser múltiples y heterogéneas: desde la posibilidad de incrementar nuestra capacidad de comunicar con más personas a través de una gran lengua mayoritaria, hasta el progreso laboral que supuestamente garantizan las más afianzadas en los circuitos internacionales. La propaganda comercial, las demandas de las empresas, incluso la propia enseñanza oficial trata de convencernos de que cuanto más crezca nuestro arsenal idiomático mayor será nuestra capacidad de respuesta en un mundo siempre competitivo, siempre en pugna, para el que debemos estar en permanente guardia y actualización. A veces experimento la sensación de que, una vez acabada la Guerra Fría nuclear entre las grandes superpotencias soviética y norteamericana, asistimos a una mutación lingüística de la misma. En esta gran conflagración de idiomas se ve que participamos todos. Nuestro crédito social aumenta en forma directamente proporcional al arsenal lingüístico personal de cada uno de nosotros. De manera que es conveniente ir acumulando conocimientos en lenguas extranjeras, sobre todo si permiten hilvanar alguna conversación ligera, responder al teléfono, redactar con soltura cartas comerciales, consultar lecturas especializadas y, en especial, engrosar nuestro currículo. Como tantas otras veces, cuando los adultos toman conciencia de que han perdido irremisiblemente algún tren vital lo usual consiste en proyectarlo sobre sus vástagos. Por ello este frenético armamentismo lingüístico de la sociedad opulenta de nuestros días se ha cebado en nuestros jóvenes sin demasiadas contemplaciones. Nando, el hijo de unos amigos antiguos y entrañables, desde siempre ha jugado bien al fútbol, desde que dejó de gatear y, todavía tambaleándose, intentaba dar patadas a lo primero que veía cerca con forma aproximadamente esférica. Bien visto, su manera de jugar era para mí en realidad un dato en gran medida irrelevante. Lo que siempre me llamó la atención de él fue cómo vivía ese deporte, cómo lo sentía en cada jugada, en cada movimiento. Lo amaba tanto que había llegado a fundirse con el fútbol, venía a ser una especie de segundo sistema respiratorio adosado a su personalidad de niño con apenas once años. Un día, de visita en casa de sus padres, lo encontré serio, retraído y, lo más extraño de todo, quieto. Como era sábado, día de partido en la liga infantil, di por sentado que habría sufrido algún percance. Pero no, se encontra

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ba perfectamente bien. Tan solo que sus padres habían variado el plan de actividades extraescolares. Pensaban que para completar su formación necesitaba adiestrarse en un número mayor de lenguas, además del inglés que cursaba incluido en el currículo escolar obligatorio. Así que aquel centrocampista elegante y espigado había sustituido su pelota por libros de francés y alemán. Casi siempre es grato reconocer a tus amigos por sus acciones, identificarlos a través de un modo de ser al que has accedido mediante la confianza y el tiempo. Claro que a veces la alegría se troca en fastidio. Sus padres, desde niños, siempre, habían sido un tanto seres-reloj, un paradigma infalible de meticulosidad y diligencia aplicados a cualquier minúscula faceta de la vida. Si, vaya usted a saber por qué motivo, se habían convencido de lo crucial que iban a resultar las lenguas extranjeras en el futuro profesional de nuestros hijos –me los imaginaba– de inmediato habrían trazado un plan exactísimo, aplicado en el plazo máximo de veinticuatro horas. Desde luego, para un adolescente como Nando, de por sí reacio a las letras, era suficiente con las dos principales lenguas de cultura del mundo en el que vivía: su español materno y el inglés que le suministraba su propio aparato escolar. Abusando de la confianza, en mi calidad de amigo experto en esas materias, me permití recomendarle a Nando que, antes de adentrarse en otras selvas lingüísticas, se aplicase con mayor devoción al cultivo de la propia. De momento, no había pasado de elaborar redacciones manifiestamente torpes, pobladas construcciones oscuras y un léxico paupérrimo. Eso sin mencionar que, fuera de sus círculos más íntimos, era incapaz de abrir la boca. Corría el serio riesgo de comunicar algo en un sinfín de lenguas, para no comunicar profundamente en ninguna de ellas, ni tan siquiera en la suya. Por supuesto que en todo momento fui consciente de que estaba realizando una reflexión/bomba pedagógica. Sabía que el pasado como luchadores antifranquistas de sus padres había dejado instalada una ruedecilla para la autocrítica en ese contumaz reloj que regulaba la vida de mis amigos. La corrección del error estaba contemplada en su esquema doméstico y, en consecuencia, era susceptible de ser incorporada sin mayores traumas familiares. Mi argumento profesional dejó la huella esperada, urdida de un modo un tanto artero, aunque ciertamente efectivo. Nando llegó a ser un buen futbolista juvenil que, sin demasiado esfuerzo, habría terminado por alcanzar el profesionalismo en muy poco tiempo. Prefirió, no obstante, concentrarse en sus estudios, por sistema alejados de cualquier veleidad humanística, interés políglota incluido. Termi

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nó doctorándose en física. Hoy es profesor universitario en EE.UU. Además de inglés y español, solo habla algo de griego, porque es la lengua familiar de su mujer. Como los padres de Nando, algunos pediatras cometen el exceso de medicar indiscriminadamente a nuestros pequeños sin que eso redunde en un fortalecimiento de su sistema inmunológico, sin que los sane en sentido estricto. Para los fármacos lingüísticos hay también su momento, su cuadro específico, sus virus y sus bacterias a los que enfrentarse, su posología en función de elementos diversos y, cómo no, la acción del propio organismo con sus anticuerpos correspondientes. La medicina lingüística, como se ve, también ha de superar sus complicaciones. En todo caso sí que ha de partir de una exploración fonendoscópica que escuche el corazón del paciente, no el nuestro. Al menos a través de mi fonendo solo se percibe la expiración, más que balbuceante, asentada y sólida de la Aldea Global que vaticinara un tanto visionariamente MacLuhan y que, casi con toda certeza, se ha convertido en la única utopía que alcanza los galones de realidad tangible mediante lo que conocemos por Globalización. Ese es un dato que, como tal, no es materia opinable y sí un elemento dado. Podrá discutirse la futura conformación de la Macroaldea Única, si se unifican tediosamente sus fachadas o si se mantiene la colorista idiosincrasia de los barrios y anejos que ha ido absorbiendo, si es un tumor maligno que amenaza metástasis múltiple y generalizada o si, por el contrario, nos encontramos ante una transformación evolutiva de nuestro organismo. Lo que no tiene vuelta de hoja es que ya está aquí y que ha depositado en la comunicación, en el tránsito lingüístico, una de sus condiciones necesarias de desarrollo. Siendo ello así, el espíritu de campanario, el purismo exacerbado, el nacionalismo excluyente de la otredad son anacronismos históricos, cuando el mundo sigue siendo ancho, pero cada vez menos ajeno. La suerte de todos esos productos ideológicos parece algo más que incierta, si es que no suponen ya una página definitivamente archivada de la historia. Al menos el futuro que se nos avecina no se diría que esté dispuesto a depararles mucho cobijo. Fukuyama lo ha expuesto con rotundidad y clarividencia, sin ambages ni atenuantes o excepciones, también sin plantos ni manifestaciones de satisfacción exultante, simplemente como la consecuencia de un análisis histórico frío y objetivo: el futuro inmediato, ese mañana que con tanta nitidez estamos percibiendo ya en diversas facetas de la vida contemporánea, seguirá discriminando sociedades avanzadas y desfavorecidas, con y sin proyección. La novedad que introducirá 

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para Fukuyama consiste en que todos esos ejes discriminadores girarán en torno a la capacidad que las sociedades hayan dispuesto para gestionar con éxito la diversidad religiosa, étnica, lingüística y política a la que todos estamos abocados. Fukuyama, por supuesto, piensa que la evolución social de todo el planeta en su conjunto solo camina en dirección a un mestizaje pleno, múltiple, por encima de las actuales fronteras. La primera y más inmediata trascripción lingüística de ese orden global y envolvente también está aquí. No es otra que la proliferación de entornos multilingües, de comunidades en las que conviven más de una lengua dentro de un mismo espacio geográfico y social. Hace apenas tres décadas los especialistas que se ocupaban de estas cuestiones, sin desdeñar la generalidad del fenómeno, gustaban desenvolverse en espacios restringidos, considerablemente acotados y tipificados. En EE.UU. se habían recibido diversas oleadas de migrantes que, con variable asentamiento en su cuerpo social, habían terminado integrándose en la vida anglófona, con la excepción notoria de la comunidad hispana, y del valor identitario que atesoraban el chino o el yidis para la comunidad hebrea. Este último constituía un exponente secular de fe en la propia identidad cultural, plasmada en su traslación lingüística. El yidis (o yidish en la bibliografía sajona) ha sido la versión del alemán empleada por la comunidad judía de origen asquenazí. Por ello, los especialistas consideran el yidis como un dialecto del alto alemán, por lo que proceden a clasificarlo entre las lenguas germánicas. Su variedad oriental fue originariamente practicada por comunidades asentadas en una amplísima geografía que iría desde el Báltico al mar Negro. Su inequívoca impronta religiosa quedó plasmada en la adopción del alfabeto hebreo para transcribirlo, sustituyendo al latino en ese cometido. Tampoco era la primera vez que eso sucedía en la historia. Las lenguas romances de la península Ibérica, en su prolongado contacto con el árabe o el hebreo durante el período andalusí, recurrieron con relativa soltura y asiduidad a este procedimiento. El yidis se establece durante siglos en Europa Central y en los países bálticos, configurando un asentamiento lingüístico firme que solo rompe la II Guerra Mundial. A resultas de ésta, muchos de sus hablantes hubieron de desplazarse lejos de lo que habían sido sus países de origen. No obstante el yidis perdura entre ellos, convirtiéndose en un auténtico símbolo de la comunidad asquenazí, con no menos de tres millones y medio de hablantes, repartidos entre los antiguos territorios soviéticos, Polonia, Estados Unidos e Israel. 

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La variedad occidental resiste heroica y minoritariamente en Alsacia, luego de que desapareciese paulatinamente de las comunidades hebreas alemanas a partir del siglo xviii, por iniciativa de Moses Mendelssohn, proclive a la plena integración de la comunidad judía en Alemania. La otra gran rama de la cultura hebrea de Europa, la sefardita, como es sabido, muestra el más acendrado ejemplo de lealtad lingüística que conoce la historia. Todavía hoy los colectivos sefarditas conservan el español con el que partieron sus antepasados, hace más de quinientos años, tras ser expulsados del país por los Reyes Católicos. En el Norte de Europa los procesos migratorios empezaron a desarrollarse con notable intensidad tras la II Guerra Mundial y, en términos generales, siguieron una orientación en muchos aspectos similares a la de EE.UU. De esa manera se configuró una especie de ámbito geopolítico, del que ya formaba parte Australia, donde el progreso económico comportaba migración de mano de obra y ésta, a su vez, generaba situaciones multilingües. La división del planeta en mundos avanzados, en vías de desarrollo y subdesarrollados introducía una discriminación pareja de grados y, sobre todo, tipos de contacto entre lenguas. No es que el mundo subdesarrollado careciese de convivencias lingüísticas, pero sí que éstas poseían otro cariz, no suponían asimetrías sociales tan evidentes como las derivadas de las migraciones, de manera que supuestamente podían prescindir de planificación específica para regularlas. El multilingüismo otras veces surgió de la vieja convivencia entre lenguas importadas por los colonizadores con las vernáculas de los lugares a donde llegaron. El fin de la colonización, como sabemos, no supuso el descrédito, ni la desaparición, de las antiguas lenguas metropolitanas, siempre cargadas de prestigio sociolingüístico y, a menudo, dotadas de notable capacidad de intercomunicación entre los distintos grupos étnicos de un mismo estado. Así ha sucedido en muchos lugares de América Latina, donde perviven núcleos relevantes y significativos de población indígena que comparten su idioma materno con el español. En fin, el multilingüismo ha obedecido también a la convivencia de lenguas demográficamente menores con otras oficiales dentro de un mismo estado. Conviene retomar aquí el siempre mencionado ejemplo del francés en Canadá, prototipo por excelencia durante décadas al respecto, si bien Europa proveía también una cantidad estimable de situaciones similares con las minorías regionales de las que ya me he ocupado más arriba. 

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En todo caso, ese multilingüismo, el políticamente regulado y relevante desde el punto de vista sociolingüístico, gozaba de unas dimensiones cuantitativas y cualitativas relativamente modestas en comparación con la situación actual. El número de lenguas en contacto podía llegar a ser ostensiblemente limitado. Sin salirnos del estado español, en Cataluña, otro de los ejemplos por excelencia manejados por la bibliografía, convivían básicamente dos lenguas –español y catalán– y a lo sumo tres si agregamos el aranés en una de sus comarcas pirenaicas. Por otra parte, restaban zonas del planeta poco menos que monolingües, o cuando menos tendencialmente monolingües. Esos parámetros han saltado por los aires en los últimos diez o quince años. Incluso canteras pertinaces de emigración, como durante siglos han sido el Mediterráneo europeo o Irlanda, han pasado a convertirse en focos de atracción de mano de obra procedente del siempre injustamente llamado Tercer Mundo. El lugar desde el que escribo, la provincia de Almería, una de esas sempiternas canteras de trabajadores obligados a coger el equipaje para buscar otros horizontes laborales, en estos momentos se ha convertido en punto de llegada y lugar de convivencia para personas de ciento once países, portadoras de unas noventa lenguas, pertenecientes a ocho familias lingüísticas, a las que habrían de agregarse cuatro criollas. Al menos esa es la información estadística oficial que recogen los censos y la que Juan Pablo Carmona y quien les escribe conseguimos recopilar yendo comunidad por comunidad. Otra constante de estos nuevos procesos radica, precisamente, en la completa volubilidad de las cifras. Los contingentes migratorios varían con extraordinaria facilidad, sin demasiado tiempo para que la sociedad receptora se adapte a ello, en ocasiones ni incluso para ser capaz de reflejarlo numéricamente. Además de todo lo anterior, yo diría que el contacto entre lenguas se ha diversificado, se ha complicado desde el punto de vista de la intensidad del fenómeno y de la configuración que adopta. En la actualidad asistimos a un primer tipo de multilingüismo regido por los parámetros clásicos mediante los que había sido descrito tradicionalmente. Ese multilingüismo, inmediato, tangible y físico, convive ahora con otro virtual, diferido, pero no por ello menos fehaciente y susceptible de condicionarnos. De vuelta a casa el multilingüismo está en las gentes, en los rótulos, en el propio pulso de la calle. Sales del dentista, un poco aturdido, buscando un taxi que te lleve a descansar un rato. En una acera de esa céntrica avenida un grupo de músicos –antes soviéticos y ahora no sé 

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sabe qué– tocan primorosamente por las monedas que depositan los transeúntes en la funda de un violín. Sin saber por qué, te gustaría hablar algo con ellos, pero tú apenas si lees torpemente en cirílico. No importa. El más alto te cuenta todo su periplo viajero desde Petersburgo hasta el Sur de Europa en un inglés mejor que el tuyo. Dos esquinas más abajo, los hindúes venden juguetes divertidos para los chicos. Se dirigen al público en un español elemental, aunque efectivo, sin dejar de charlotear entre ellos. A ti te resulta un sonido indescifrable, a pesar de que un amigo orientalista te ha asegurado que es hindi puro. Se han apostado justo en la puerta del bar regentado por un guineano y del kiosco de prensa de un argentino. Ellos ya no son inmigrantes. Lo fueron hace más de treinta y cinco años y hoy forman parte de la leyenda urbana de tu ciudad, de vuestra ciudad. Como hijos de las antiguas colonias, nunca tuvieron problemas con el idioma. Por fin llega el taxi que conduce, esta vez sí, un chófer autóctono, por lo demás tampoco demasiado castizo. Tuvo que pasarse once años en Alemania para costearse el vehículo y la licencia. Le dices que pare un momentito en la puerta de un restaurante chino. Los dueños son amigos tuyos desde hace tiempo, y siempre os cuidan bien cuando andáis fastidiados en la familia. Algunas veces, cuando el local no está muy lleno, te muestran trazos caligráficos chinos, siempre advirtiendo que son muy complicados incluso para ellos. Cuando pasas por el barrio árabe la carnicería exhibe las ofertas del día en su lengua, junto a la puerta de la compañía que vende billetes para el ferry que lleva a Nador. Llegas a casa. Te saludan unos vecinos lituanos recién instalados. Otra vecina barre la puerta mientras os observa. Ella emigró a la ciudad desde un pueblo del interior de la provincia y conserva todavía un acento muy peculiar. Te acomodas en el sofá. En el contestador hay un mensaje en catalán sobre no sé qué homenaje a un antiguo balonmanista en Terrassa. Será Juanito. Ya lo llamarás. De momento necesitas dar una cabezadita. Te despierta el teléfono. Es Uzmán, que ha vuelto de Marruecos. Habláis del arte árabe contemporáneo, del espíritu ecuménico del Vaticano II, de la pasión por el saber que trasmite El Corán, de Albert Camus, de las nuevas y de las viejas ideologías, de su pasión por el Barça y de tu escepticismo futbolístico. Lo difícil en Uzmán son dos cosas: una, que no sea amable y esté de malhumor; dos, que no conozca alguna lengua, siquiera un poquito. Contigo, claro, habla en español, aunque las citas del Corán que comentáis te las refiere en árabe clásico y, sin darse cuenta, le vienen a la mente párrafos enteros 

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de La Peste en un francés pulcro, académico e impecable. Antes de colgar, casi se le olvida, te recuerda que el domingo os veréis en su casa para tomar un kuskús. Aunque nada de ello hubiera sucedido y ganases tu domicilio envuelto en puro monolingüismo, al encender el ordenador y conectarte a Internet entras en el otro posible multilingüismo que te rodea todos los días, en la versión virtual a la que antes me refería. Accedes a un buscador en inglés, que te proporciona unas cuantas direcciones interesantes en Alemania, São Paulo, Turín y Madrid. En la de Turín hay un par de conexiones que te remiten esta vez a Chicago y a Sydney. Husmeas un rato, guardas un par de archivos y buscas en tus favoritos la dirección electrónica de Le Monde. Te has cansado de navegar y decides bajarte música. Buscas algo de Moustaki, por seguir con el francés y por compartir el alma de inmigrante. Estás hoy especialmente torpe y espeso. Será mejor que conectes la radio y que mates el tiempo. Están pinchando un viejo disco, pura historia, de Juan Peña El Lebrijano con la Orquesta Andalusí de Tánger. Cantan en andaluz y en árabe. No, el multilingüismo no es ya una eventualidad transitoria ni un fenómeno que afectó a países concretos en virtud de sus peculiaridades históricas, de coyunturas singulares con un principio y un final, acotado entre unas coordenadas geográficas muy determinadas y precisas. Tampoco, en su versión más asimétricamente social, es un fenómeno propio de sociedades económicamente desarrolladas, algo que solo podemos conocer en las grandes aglomeraciones urbanas de EE.UU., Canadá, Australia o el Norte de Europa. El multilingüismo, intenso, casi culturalmente promiscuo, es nuestro tiempo, nada más y nada menos. Reconocerlo así viene a ser una forma de leer la única realidad posible, la que tenemos. Como tal, como realidad del aquí y del ahora, tampoco admite plantos ni jaculatorias. Solo cabe tomarlo como un punto de partida –lo que no deja de ser un imperativo– a partir del que construyamos en la dirección hacia la que deseemos encaminarnos: hacia amortiguar tal diversidad lingüística, hacia la organización de su convivencia, hacia fórmulas mixtas o, simplemente, hacia nada, hacia permitir que los acontecimientos transcurran según su libre albedrío. Casi con toda certeza aquí, en la dirección que vayan a adoptar los acontecimientos, radica el auténtico quid de la cuestión, como cuando tratábamos de establecer el contenido del vaso. Ahí, sin duda, quedan sedimentadas las aspiraciones que cada grupo social ha depositado en la vida de las lenguas; también el inevitable trasfondo ideológico 

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y sociopolítico que acompaña a dichas aspiraciones, por no decir que las anima y tutela. En principio toda inquietud debe ser considerada legítima. Cuando menos se le supone una legitimidad que, no obstante, quisiera entrecomillar, poner en cuarentena. Se me antoja más profiláctica una legitimidad condicionada a no invadir otras legitimidades, a no desatender el marco de urgencias sociales del que forma parte, a no ser insolidaria ni aconstructiva, a no evadirse de la realidad, menos a manipularla. Asumir esa voluminosa realidad multilingüe, asumirla hasta sus últimas consecuencias, ante todo impone una enorme flexibilidad de la que habrían de corresponsabilizarse los estados, sus ciudadanos, los científicos que trabajan para ellos y los programas que éstos diseñen. La flexibilidad solo tiene sentido en la medida en que sea un instrumento de entendimiento, que tienda puentes para conectar a grupos sociales, si no forzosamente distanciados, cuando menos diferentes. En la Aldea Globalmente Políglota las legitimidades lingüísticas no pueden ser formuladas en términos abstractos, maximalistas o descontextuados, desde el momento en que a diario acuden al teatro de la vida social en compañía de otras legitimidades. Acomodar ese escenario vital, el complejo rompecabezas donde convergen culturas, lenguas y legitimidades de varias categorías, nunca será tarea desdeñable, a la que no por ello pueden renunciar las sociedades actuales. El hecho multilingüe figura –o debiera figurar– en la nómina de asuntos que requieren de grandes decisiones estatales en el orden político. Por una parte, los propios estados se hallan cada vez más inmersos en dinámicas institucionales que los rebasan y engloban, en macroestados que desdibujan las fronteras hasta ahora conocidas y el monolingüismo que se les presuponía. Tanto los nuevos entes políticos de reciente creación –caso de la Unión Europa–, como otras organizaciones internacionales más asentadas –ONU, UNESCO, etc.– asumen el multilingüismo y la diversidad culturales como un componente constitutivo básico de su propia identidad corporativa. Por otra parte, el mismo ejercicio de la administración descansa en un flujo continuo de intercambios comunicativos, de ciudadanos que preguntan en ventanillas, reciben notificaciones, elevan recursos o rellenan formularios, acudiendo al lenguaje en todo momento. Compete a los estados, por supuesto, agilizar la comunicación entre la administración y el administrado, hacerla más fluida, más óptima, más transparente, más próxima y accesible para los usuarios, esto es, para sus ciudadanos. Transcribir ese principio en las sociedades multilingües 

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a priori conlleva fomentar la diversidad lingüística interna que, en todo caso, cuenta también con sus restricciones, señaladas incluso por algunos sectores de la bibliografía que ha tratado estos asuntos desde la óptica de los derechos humanos. La sobreabundancia de medios no repercute directa y necesariamente en una mejora palpable de la calidad de comunicación desplegada por una sociedad. Si cayésemos en la tentación de convertir en oficiales todas las lenguas de nuestras retículas sociales, extremo harto improbable por cierto, estaríamos garantizando una administración sencillamente ininteligible. A las sociedades, y a los estados que política y administrativamente las encarnan, hemos de reconocerles igualmente el derecho a racionalizar sus relaciones, sus dinámicas sociales. Para ello será inevitable, imprescindible también, proceder a una cierta distribución de las funciones sociales que están llamadas a ejercer las lenguas que caen bajo sus competencias. Aquí, sin duda, radica el auténtico punto de fricción por excelencia, el escollo primordial que han de solventar las planificaciones lingüísticas inmediatas. Evidentemente, esas funciones sociales, esas clases y tipos de usos sociales, que han de compartir las lenguas concitadas dentro de un mismo ámbito tienen una configuración piramidal. Unas sirven para comprar el pan, leer la prensa o elevar una instancia ante el Ministro de Hacienda. Otras, en cambio, serán utilizadas solo en los círculos más íntimos y privados, alguien diría que más cálidos, pero no por ello menos restringidos y limitados. Entre ambos polos, como es lógico, habrá, o podrá haber, un cúmulo amplio y variado de posibilidades. Los hablantes de las circunscritas a empleos comunicativos humildes, las susceptibles de ser consideradas –en grado diverso– como «lenguas minoritarias», por supuesto, denuncian la ilicitud de esa situación, de esa distribución social que relega sus lenguas maternas a los cometidos más domésticos de la intercomunicación, si es que no llega a marginarlas. Con ello alcanzamos un punto en la discusión que estoy tratando de plantear que, he de reconocerlo así, me produce auténtico incomodo. Cuando –como en mi caso– se es hablante materno de una lengua mayoritaria (el español), todo gesto de condescendencia con esa distribución piramidal de responsabilidades sociolingüísticas, por regla general, es interpretado como una manifestación de ideología glotofágica, de imperialismo cultural, de legitimación de la voracidad de los peces grandes hacia los pequeños y desvalidos. Con independencia de que en alguna ocasión he reivindicado nuestro derecho, el de los miembros de comunidades lingüísticas mayoritarias, a por lo menos opi

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nar, me apresuro a aclarar que particularmente me considero un ejemplar bastante atípico de esa variedad de hablantes. No en vano, a la par que mi poderosa lengua materna, he aprendido a convivir desde antes de tener uso de razón con una de esas lenguas desvalidas, el catalán de Terrassa, mi ciudad, a través del que identifico amigos y situaciones entrañables, sin duda anclados todos en lo más íntimo de mi biografía. Quiero decir que, si mi pasaporte lingüístico pudiera levantar alguna sospecha, mi currículo como sujeto bilingüe habría de disiparlas todas. Pero entre la extinción pertinaz de lenguas minoritarias y su indiscriminada expansión, sinceramente pienso que es posible –justo y necesario además– encontrar un punto de equilibrio que sea nuestro deber y, quién sabe, quizá también nuestra salvación colectiva. No se trata de conculcar ningún derecho a la máxima proyección social de las lenguas; sí, en cambio, debería ser cuestión de conjugar toda clase de derechos, preservando la efectividad comunicativa de las sociedades a todos los niveles y, dentro de cada uno de ellos, en todos sus rincones. Afirmar esto no es abogar por la desigualdad, sí apostar por una racionalización de los recursos comunicativos de los que disponga una colectividad, al objeto de hacerlos más eficaces y, merced a ello, quién sabe si también obtener mejores perspectivas para su conservación y perpetuación, aunque esto resulte en apariencia paradójico. Lo que sucede a escala nacional puede ser casi milimétricamente trasladado a los dominios internacionales. La disposición de potentes herramientas lingüísticas que propicien el tránsito más allá de las fronteras nacionales no ha de realizarse a costa de las lenguas más desfavorecidas en ese sentido. Las asimetrías de prestigio internacional entre las lenguas seguro que son injustas, para un lingüista siempre resultan dolorosas y, como criterio general, nunca se antojan deseables. Ahora bien, nada de ello autoriza a soslayar su existencia. Modificar las situaciones que conducen a ellas obliga a proponer alternativas verosímiles que garanticen la comunicabilidad internacional. Ésta, sin duda, solo cabe considerarla como un logro en el que hay que perseverar. Todos, políticos, científicos y ciudadanos también nos enfrentamos a la imperiosa responsabilidad de promover mecanismos sólidos y efectivos de intercomunicación, más allá de los límites que delineen la política, la etnia o la cultura. La existencia de esos vehículos transnacionales no ha de conllevar forzosa e irremisiblemente ninguna suerte de perniciosa agresión homogeneizadora contra las lenguas pequeñas y minoritarias. De la misma forma, la potencial agresividad de las lenguas mayorita

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rias no debiera ocultar que, por otra parte, propician la transmisión de información, el contacto con otros mundos, la coimplicación de personas o la circulación rápida y efectiva del conocimiento hasta el mayor número posible de lugares del planeta. En Estados Unidos residen actualmente unos cuarenta mil descendientes de etíopes. Supongo que si alguno de ellos realizara un hallazgo trascendental para la Humanidad no recurriría para transmitirlo a los finos y elegantes caracteres del amárico, lengua bastante bien conservada entre esa minoría. No es que el amárico cuente con escaso número de efectivos: casi 18 millones largos emplean esa lengua como hablantes maternos en Etiopía, a los que habría que agrega los cerca de 34 millones que acuden a ella como lengua vehicular. Tampoco carece de una tradición noble y secular. Continuadora gráfica del gueez –otra lengua etiópica– mantiene este alfabeto al que agrega algunas letras propias, además de determinados signos de marca vocálica. Sus primeras manifestaciones autónomas arrancan del siglo xiv y desde el xix su ortografía está bien asentada. Si recurrimos a su fortísimo parentesco con las grafías gueez, entonces su genealogía se remonta hasta las traducciones de textos cristianos fechadas en el siglo iv, o aun cien años antes, hasta sus primeras inscripciones documentadas. Un hipotético arrebato de etnicidad científica privaría a la comunidad internacional de un conocimiento que tal vez resultase vital para amplias capas de la humanidad. Supongo que en el caso contrario, si preguntásemos a un enfermo terminal sanado y devuelto a la vida gracias al descubrimiento que nuestro imaginario científico etíope-norteamericano ha transmitido en inglés, mostraría la mejor y más favorable opinión de los grandes vehículos transnacionales de comunicación. Por lo tanto, son muchos los intereses sociales que andan en juego, muy diversos los ángulos desde los que encarar los cometidos de la planificación lingüística en la actualidad y, además, muy urgentes las demandas que la sociedad en su conjunto nos está realizando. Retomando la terminología empleada por Calvet, la contribución que compete encarar a los científicos, a los sociolingüistas sumergidos en cometidos planificadores, más que «políticamente correcta», conviene que sea «objetivamente correcta» y «correctamente verosímil». No cabe, pues, forma alguna de improvisación, de voluntarismo o de vehemencia, ni incluso si viajan camuflados en el más generoso de los envoltorios conceptuales. Hace poco más de un par de años, Calvet y Varela aportaban una muy sintomática reflexión acerca de lo que estoy comentando, 

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centrándose precisamente en algunas acepciones de derechos humanos habituales en la bibliografía lingüística más reciente, sobre todo en los tocantes a las minorías. Para los mencionados autores, hablar de derechos lingüísticos humanos supone acogerse a una forma políticamente correcta de lenguaje científico. De todos es sabido que el lenguaje políticamente correcto fija un canon de ideas y expresiones poco elegantes, inoportunas e inadecuadas para una mente bienpensante, cosmopolita y moderna. En el fondo, y a menudo también en las formas, no deja de ser una resurrección de procedimientos cuasi victorianos aplicados en coda de modernidad. No es moderno ser machista, ni insensible a la problemática de género, como tampoco lo es mostrar algún desliz racial, ignorar el medio ambiente o manifestar insensibilidad ante los disminuidos físicos o psíquicos. Desde luego, ninguno de los carteles anunciadores de lo políticamente correcto merece el más mínimo reproche. El inconveniente profundo radica en que lo políticamente correcto bordea con sospechosísima frecuencia el mero nominalismo. Mientras se mantengan las formas, el sujeto políticamente correcto está en condiciones de circular con plena comodidad entre la opinión pública moderna. Refrendar las formas mediante actos y actitudes efectivas empieza a ser más complicado, más sospechosamente inhabitual. Hace un tiempo prudencial, en mi Facultad tuvimos a un decano provisto de una afinada sensibilidad por las cuestiones lingüísticas de género, que trataba con notoria escrupulosidad políticamente correcta. Ni en sus intervenciones públicas ni en sus escritos oficiales o privados olvidaba incluir dobletes en masculino y femenino. Fiel a ese espíritu, abría la indigente caja decanal para toda actividad relacionada con la mujer, en vivo contraste con lo comedido de su filosofía económica. Tampoco olvidaba integrar a alguna fémina en su equipo, dando una imagen, si no por completo paritaria, muy próxima a ello. En suma, como digo, encarnaba el ideal de hombre políticamente correcto en lo tocante a la visión de la mujer. Tanta escrupulosidad formal no le impidió desplegar su considerable poder para impedir que una colega disfrutase de su baja maternal, lisa y llanamente por ser miembro del grupo opositor a su gestión académica. La pulcritud en las formas, al parecer, no entra en contradicción con prácticas totalitarias y manifiestamente antidemocráticas. Las formas, los mensajes, evidentemente nunca pueden suplantar, corregir o enmascarar la reciedumbre incontestable de los hechos. A propósito me viene a la mente una discusión histórica en 

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mi disciplina que constituye un exponente avant la lêttre de cuanto estoy comentando. Corrían los años 60 cuando un sociolingüista británico, Basil Bernstein, planteó la existencia de un código lingüístico restringido entre los niños de clase humilde, causa de su propensión al fracaso escolar y, por consiguiente, de sus limitaciones de proyección social. Muy en síntesis, Bernstein sostenía que esos escolares se incorporaban al sistema educativo con un nivel lingüístico familiar dotado de recursos distintos a los empleados en el aula. Allí se reproducía, siempre hablando en términos tendenciales, la forma hegemónica de usar las lenguas; esto es, la más próxima a las familias situadas en los vértices de las correspondientes pirámides sociales, a lo que llamó código elaborado. Ello quería decir que, de entrada, los escolares procedentes de clases humildes se enfrentaban a un lenguaje ajeno, difícil, que finalmente les terminaba siendo una rémora casi insalvable. La hipótesis se verificó empíricamente en Gran Bretaña, a continuación en Alemania, Francia, Italia y, por último, en prácticamente toda Europa. En Estados Unidos la recepción de esas ideas identificó de inmediato estratos humildes con hablantes negros, lenguaje apartado de la norma con inglés negro, fracaso escolar con alumnos de esa procedencia con marginación racial. William Labov, ya figura descollante de la entonces joven sociolingüística norteamericana de los 60, a mediados de esa década arremetió contra Bernstein y su hipótesis. Sostenía Labov que el inglés negro disponía de sus formas propias para comunicar, que no carecía de capacidad expresiva, aunque ésta fuera distinta de la estándar. Los escolares negros no se encontraban menos dotados intelectualmente que los blancos, tan solo empleaban un inglés distinto. Para Labov, o para sus seguidores dentro y fuera de EE.UU., la escuela bernsteiniana suponía un verdadero atentado contra la idiosincrasia de los hablantes negros estadounidenses y, de alguna manera, los degradaba. En suma, eran unos planteamientos políticamente incorrectos, pronto tachados de racistas y discriminadores en el fondo de su propuesta. Veinte años después, otro sociolingüista estadounidense, John Baugh, recordaba que, a pesar de la bonhomía que cabía atribuir a Labov, los escolares negros padecían problemas lingüísticos en su currículo educativo, en muchas ocasiones fatales, tal y como podía atestiguar un lingüista negro, como Baugh mismo. Entre el listado de tópicos políticamente correctos del que nos hemos alejado momentáneamente, figuran algunos hechos relacionados con la vida de las lenguas, nada desdeñables por cierto. Todas 

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las lenguas son iguales, se nos recuerda, todas disponen de la misma dignidad, todas atesoran un valor cultural entrañable y digno de ser defendido con énfasis, todas las minorías lingüistas merecen el mayor de los respetos. Este último punto quizá aclare mejor que ningún otro la mecánica que rige en la propagación de lo políticamente correcto hacia diversos campos de la vida social. Sus axiomas generales disponen de la suficiente ductilidad como para ir mutándose sin mayores problemas, adaptándose de esa manera a nuevos mundos y nuevas problemáticas. Las lenguas minoritarias vendrían a encarnar una traslación del principio según el que lo mayoritario, lo predominante, debe tolerar la existencia de lo minoritario, de lo marginal. Las sociedades modernas velarán por los pequeños grupos étnicos, el mundo urbano respetará el cada vez más despoblado entorno rural, las grandes lenguas no actuarán contra las pequeñas ni contra sus hablantes. Como se ve, al igual que su patrón de referencia en el ámbito político, en última instancia los lingüistas políticamente correctos –y, por consiguiente, su misma actividad científica– despliegan un enorme y votivo reclamo que no pasa desapercibido, máxime si se propaga a través de los medios de comunicación y la cultura de masas. De ese modo, acuñan un pedigrí intelectual, tan hermoso como poco consistente, que en todo caso no puede evitar un hálito perverso, un regusto a falsificación de la realidad, una sombra alienante e indefectiblemente inmovilista en sus raíces más recónditas. El marchamo de la «demanda» que plantean no mueve ni a duda ni a reparo excesivo. Salvo obcecación manifiesta, se diría que es digno de ser asumido, no solo por casi cualquier lingüista, sino por todo ciudadano. La mayoría de nosotros se mostraría conforme con dispensar interés a las lenguas en su totalidad y sin excepciones, reconocerles su libre uso o, entre otras cosas, promover su conocimiento profundo. Más que el contenido en sí de la demanda, lo que inquieta a algunos autores, entre los que sobresalen Calvet y Varela, apunta hacia su posible concreción, hacia cómo el día a día convierte las magnas declaraciones en realidad tangible que se sienta dentro de las aulas, pasea por los parques públicos, cuelga de los paneles informativos en las estaciones de autobuses, se acoda en la barra de un bar, rellena formularios en los hospitales, o circula a través de Internet, también ahí, porque Internet forma parte de esa cotidianidad. En concreto Calvet y Varela recelan de que un impulso tan generoso y sensible a la idiosincrasia de las minorías étnicas y/o culturales no termine convirtiéndose en un factor que a la postre 

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cercene su desarrollo social. Como si de un boomerang cultural se tratase, desconfían de que se vuelva contra quienes lo han lanzado y, en alguna medida, de que los llegue a incapacitar para desenvolverse con holgura entre las singulares coordenadas históricas que nos han tocado vivir. Cuando las reivindicaciones lingüísticas –por más que porten la vitola de políticamente correctas– vulneran o menoscaban el pleno desarrollo personal, entonces para Calvet y Varela han de conectarse todas las luces rojas de alarma. Si la recuperación de una lengua minoritaria impide el tránsito comunicativo franco para sus hablantes en alguna faceta de la vida social, el encanto de lo políticamente correcto automáticamente se marchita. El ideario subyacente de Calvet y Varela desconoce la inmolación sociolingüística, al menos aquella que no sea voluntaria y conscientemente asumida: son las lenguas quienes quedan al servicio de los hablantes, y no viceversa, son los derechos de los individuos en tanto que ciudadanos los que prevalecen por encima de las expectativas que haya depositadas hacia sus instrumentos de comunicación. Al igual que en la ocasión anterior, en esto último también estaremos todos aproximadamente de acuerdo, de nuevo, salvo empecinamiento manifiesto. Si ello es así, las consecuencias son inmediatas, de envergadura y, entre otras cosas, ponen en muy seria tela de juicio uno de los grandes pilares en los que había descansado gran parte de la argumentación de la lingüística ecológica. Sin decirlo explícitamente, Calvet y Varela tampoco creen que las lenguas articulen forzosa y necesariamente la identidad de los individuos. Pueden no llegar a ser ni tan siquiera una manifestación o un utensilio de ella. Tampoco han de vincularnos por fuerza con un patrimonio histórico que nos remonte a un pasado idílico del que seríamos su último eslabón, su legado en el presente. Incluso dudan de que aporten un nexo inevitable que una a los seres con su entorno familiar, por más que éste sea el aspecto más discutible de todos los que acabo de mencionar. Para Calvet y Varela, para otros muchos lingüistas que callan ante la sombra de la incorrección política, las lenguas son simple y escuetamente instrumentos de comunicación, útiles mientras permiten interactuar con otros seres humanos en cualquier orden de la vida humana. El resto es accesorio, optativo y personal. Negar tal eventualidad equivale a mantener la pervivencia de una mentalidad romántica que todavía se manifiesta en no pocos aspectos de nuestra cultura. Como tal, ha de admitirse idéntica licitud tanto a quien reniegue de ello, como a quien prefiera abrazarlo con fervor. En ese 

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sentido, contra lo que sugiere la lingüística políticamente correcta, hay que respetar la elección lingüística de cualquier individuo, ya sea haciendo de su lengua un portaestandarte de vívidas sensaciones patrióticas, ya empleándola sin mayores preocupaciones, ya sea manteniéndola por encima de toda clase de imponderables, ya optando por una solución bilingüe o multilingüe. Siempre y cuando cualquiera de esas opciones descanse en un acto de libertad personal, lo demás todo vale. Será tan diverso como lo somos nosotros, los humanos, como lo es la vida misma. Habrá quien se emocione al sentir que su español hereda, más allá de la lejanía temporal, el legado de Mío Cid. Lo que no impedirá que para otros el español sea la lengua de casa. Hasta la lengua que dejó en el pueblo cuando cogió el tren hacia otros lugares en los que ha terminado fundiéndose, en lo lingüístico, en lo cultural, en lo humano. O tan solo una lengua que habla cuando estima oportuno, sin mayores quebrantos ni complicaciones. De cara a su planificación lingüística, esa compleja y delicadísima panorámica que he intentado bosquejar solo puede ser abordada desde actuaciones muy solventes y rigurosas. Conviene, por tanto, extremar la sensibilidad política en el más escrupuloso respeto hacia todas las sensibilidades sociales y lingüísticas, sean grandes o pequeñas, hegemónicas o minoritarias, estén asentadas durante siglos en un tejido geopolítico o pertenezcan a colectivos recién llegados, profesen una u otra religión, sean hombres o mujeres, jóvenes o ancianos. Nadie puede quedar fuera, nadie debe sentirse insatisfecho ni marginado, a la vez que nadie está legitimado para atentar contra ese dificilísimo funambulismo sociolingüístico que aspira a satisfacerlos a todos, aunque sea en parte de sus expectativas. Así las cosas, la situación actual en lo tocante a la vida de las lenguas, más que aconsejar, impone operar desde una filosofía planificadora sustancialmente distinta a la que hemos practicado durante todos estos años. Urge abandonar la vieja concepción de los estados como receptáculos autárquicos de actividad lingüística. El mundo no empieza y termina entre los márgenes que delimitan sus fronteras. Ni tan siquiera hay en ese espacio acotado un pedazo aislable de mundo porque, como nos muestra la caotología, cualquier parte remite al todo, al que contiene en alguna medida. Sabemos, además, que ese potencial caotológico hoy se ejerce mediante infinitas ventanas. No importa que sean virtuales. Lo en verdad determinante consiste en que cualquier punto del mundo dispone de su correspondiente ventana, la abre y accede al resto de habitacio

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nes del planeta, escribe cartas a sus inquilinos, juega con ellos, le muestra sus trabajos y conoce los de ellos, ve sus cuadros, escucha sus músicas, compra y vende, reserva billetes de avión y entradas para el concierto del mes próximo en una ciudad a doscientos kilómetros de su casa. Internet ha sido, es, fundamentalmente una sucesión casi ininterrumpida de ventanas que han vuelto al mundo todavía más circular de lo que ya era, con muy pocos rincones oscuros e ignotos. Quizá por ello conviene mostrar cierta prevención ante las limitaciones de algunas perspectivas planificadoras que manejan un sentido restringido de ecosistema lingüístico. Todos los días, en cualquier parte del mundo y casi a cualquier hora, los humanos quebrantamos esa igualdad idílica que hace corresponder un medio a una lengua, a un esquema de pensamiento y a una identidad cultural. Disponemos de antenas parabólicas que nos permiten acceder a televisiones remotas que emiten en lenguas distantes, a nuestros países llegan trabajadores que hablan otros idiomas, formamos parte de proyectos con socios de nacionalidades diversas, escuchamos músicas grabadas en no importa qué parte del mundo o, ya queda dicho, tarde o temprano surcamos los mares políglotas de Internet. El fondo de ese trasiego de lenguas y culturas de alguna manera siempre ha sido así, más allá del ropaje con el que cada época lo vistiese. Durante la (supuestamente) bárbara y autárquica Edad Media se circulaba de un sitio a otro, de una cultura a otra, casi de una lenguas a otra. La universidad acudía al latín, gracias a lo que un italiano como Tomás de Aquino pudo impartir su sapiencia en La Sorbona parisina. Ese hálito de universalismo convivía con un regusto fehaciente por las raíces, o si se prefiere por la procedencia, del estudiantado universitario. La facultad de artes parisina se organizaba por nacionalidades, estableciendo cuatro grandes grupos: franceses, picardos, normandos e ingleses. La Edad Media, por supuesto, no ha sido un islote singular de la historia; antes al contrario, se diría que toda época ha dispuesto un generoso contingente de individuos obligados a desembarazarse de sus lenguas, en el más extremo de los supuestos, a mantenerlas en convivencia con otras, en el más habitual. Los colonizadores europeos vivieron entre paisajes, culturas y lenguas ajenas, que por lo general se encargaron de exterminar, aunque no siempre. La Sociedad Asiática de Calcuta, con el juez William Jones a la cabeza, amó tanto la antigua lengua sagrada de la India, el sánscrito, que la dio a conocer al mundo occidental. La repercusión de tal hallazgo adquirió una impronta 

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científica extraordinaria. Gracias a ello, los lingüistas del siglo xix fueron capaces de establecer una filiación común entre las lenguas, hasta remontarse poco a poco al indoeuropeo, la lengua madre de casi todo lo hablado entre el río Indo y el sur de Europa. Con mayor o con menor dificultad, los humanos hemos viajado por las razones más diversas. Las rutas comerciales, la formación de los sabios, los aventureros, las peregrinaciones a los santos lugares de cada religión; ocasiones todas ellas para recorrer un mosaico de geografías y de lenguas. En fin, siempre ha habido monarcas que han reinado sobre súbditos con los que eran incapaces de intercambiar dos palabras. Con el tiempo han terminado aprendiendo algo del idioma sobre el que reinaban, no sin causarles algún que otro estropicio mental. A. Carlos I, a fin de cuentas un austria con la corona de Castilla, el italiano se le antojaba apropiado para las damas, para conversar con los hombres en cambio prefería el francés y para Dios… para encomendarse a Dios prefería decididamente el español. Como se ve, el mundo ha ido girando y con cada rotación planetaria ha propiciado que todo se desplazase, lenguas incluidas, que todo se mezclase en alguna medida, lenguas incluidas. Tanto es así que a veces, en lo tocante a esa relación que mantienen las lenguas con su entorno, dudo seriamente acerca de dónde queda con exactitud su parámetro de normalidad y a partir de dónde empieza el de anomalía. No menores son mis cuitas sobre qué es lo más acorde con la naturaleza humana, lo más ecológico. ¿Realmente solo cabe esperar una comunidad compacta, sin contaminaciones exteriores, provista de una sola lengua que interpreta a la perfección su entorno para que, finalmente, todo ello se plasme en una horma mental privativa de todos y cada uno de sus miembros? ¿O como mínimo hay que contemplar la posibilidad de que existan también otras comunidades que respondan justo a las características contrarias? A veces tengo la sensación de que esa igualdad no deja de ser un constructo, pero no la realidad. Y sobre todo, tengo la certeza de que sobre la igualdad en su versión maximalista pesa el fantasma del dogmatismo, la letanía de una cultura y un pueblo único, impolutos, no contaminados. Fuera del espíritu igualitario a ultranza suele proliferar un terreno ostensiblemente selvático, manifiestamente más impredecible, no sé hasta qué punto caótico, aunque por fuerza mestizo. Toda esa maraña, dotada de hilos contrapuestos, por momentos antipódicos, precisa de una planificación que solo puede ser encarada desde la etosfera lingüística. Ésta vendría a ser un nuevo 

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correlato incorporado por la lingüística desde la filosofía. Los pensadores dibujaron un dominio vital concentrado en torno al componente ético que regula nuestra actividad humana. Regido por un principio fundamental de relación constructiva con la alteridad, abarca todas nuestras actuaciones desde la perspectiva del respeto, la tolerancia y el espíritu humanamente constructivo. Hace tiempo que persigo la idea de que existe también una etosfera lingüística, o mejor dicho, un sector de esa etosfera genérica especializado en el lenguaje y las lenguas. Lo que sería aconsejable que determinase los talantes individuales acerca de la alteridad lingüística debería ejercer como vigía tutelar de las actuaciones que la sociedad acometiese sobre las lenguas. Desde ahí, al igual que en otras dimensiones de la vida social, se reclama la primacía de un factor predominantemente ético en la toma de esas decisiones. Ateniéndonos a los dictados de la etosfera lingüística, las relaciones sociales entre las lenguas, o las encomiendas que les reservamos a cada una de ellas, han de estar forzosamente gobernadas por un principio de compatibilidad con las demás realidades lingüísticas. Por consiguiente, una planificación diseñada desde la etosfera lingüística ha de quedar articulada en torno a dos grandes ejes motrices: uno, el pleno respeto a los derechos humanos en materia lingüística; dos, la primacía de la dimensión individual, moldeada ésta por un respeto inquebrantable hacia la otredad en la forma y modo que ésta libremente decida. Sin respeto hacia los demás difícilmente será posible encontrar el respeto hacia uno mismo. Del entendimiento entre los individuos, de la tolerancia hacia sus idiosincrasias, solo puede seguirse la convivencia entre las lenguas y lo que socialmente suponga esa convivencia. En última instancia, como se ve, desde la etosfera se recupera gran parte del sustrato ideológico defendido por la lingüística ecológica, armonizado con una visión amplia y comprehensiva de las reivindicaciones sobre derechos lingüísticos. La etosfera lingüística, en todo caso, enfatiza el ángulo integrador, la voluntad de abarcar todos los sectores, mostrándose atenta además a la dinamicidad intrínseca a las retículas sociales. Responde con eficacia a una de las disyuntivas más envenenadas que recoge la bibliografía especializada, cuando contrapone los principios territoriales a los individuales, los derechos de las comunidades, simbólicamente resumidos en el territorio sobre el que se han asentado, frente a los derechos de los individuos. Las migraciones vuelven a mostrar el ribete más limítrofe, también más preclaro, de estas situaciones. Dada una comunidad 

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de acogida Ac, sus hablantes poseen el derecho a generalizar el uso de su lengua, en virtud de considerarla propia del lugar de acogida. Ese principio, de territorialidad como es obvio, conviene acompasarlo con el de todo individuo a mantener su lengua materna. La comunidad inmigrada In, en teoría, podría invocar el otro principio, personal en esta ocasión. La práctica, sin embargo, atestigua que el principio de territorialidad, asociado al factor [+ hegemonía social], suele imponerse ampliamente, hasta el punto de anular el principio de personalidad asociado en esta ocasión al factor [- hegemonía social]. En las sociedades receptoras de inmigrantes tan solo asistimos a variaciones más o menos intensas de la aculturación progresiva de estos hablantes, con el consiguiente destierro de sus lenguas. Cierto es que hay un gradatum algo más que estimable: en un extremo, asistiríamos a la pérdida inmediata y radical de las lenguas inmigradas; en el otro, las encontraríamos incluso en el aparato escolar. Con todo, difuminar la diferencia entre ambas hasta borrarla es una simple cuestión de tiempo, de generaciones. Al fin y a la postre, todos los caminos de ese gradatum conducen al mismo destino, a la sustitución de la lengua materna con la que han llegado los recién incorporados, unas veces de manera rápida, otras con mayor sosiego. Desde la etosfera lingüística, en cambio, se prima el eje de la personalidad, entendiendo que ningún derecho es legítimo si menoscaba otro. Trasladado al supuesto que analizamos, si las prerrogativas de la comunidad Ac amenazan, total o parcialmente, los de la comunidad In, han de quedar en suspenso y reorganizarse socialmente. No es admisible que nadie se vea forzado a perder su lengua materna, o su capacidad para legarla a sus descendientes, por mor de un mapa geopolítico, de un movimiento demográfico orquestado por el sistema económico entre el que nos desenvolvemos todos, los que reciben trabajadores, pero también los que salen de sus casas buscando patronos. Sin duda todo ello agrega nuevas dificultades añadidas a la ya de por sí compleja tarea de intentar organizar la vida lingüística de las sociedades contemporáneas. Puede dar la sensación de que en lugar de hilvanar una propuesta planificadora me estoy dedicando a complicarla. He de reconocer que intentar perfilar las grandes directrices rectoras que ahormen la planificación lingüística en el futuro inmediato comporta un riesgo más que notable y, en cierta medida, no deja de constituir una quimera de mediano calibre, cuya resolución no es ni inmediata ni fácil. A la tan tópica aceleración de los procesos históricos y sociales que hemos experimentado a 

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partir del siglo xx, no por sabida menos cierta, se agregarían otras disyuntivas que, como acabamos de ver, todavía no han sido resueltas por completo, amén de otros horizontes que tampoco acaban de despejarse. No sabemos con exactitud hasta dónde alcanzará la progresión de las nuevas tecnologías electrónicas de la información, con su honda y crucial incidencia sobre los procesos de comunicación inmediata y remota del ser humano. Asimismo, desconocemos los límites de la progresiva ruptura de las fronteras políticas, con la consiguiente ampliación de nuestras perspectivas vitales en todos los órdenes. Todo ello, por lo demás, entra en colisión frontal con la promoción de doctrinas fundamentalistas, actitudes dogmáticas y sus correspondientes correlatos en formas variadas de intolerancia provista de innumerables versiones culturales. Como si el localismo y el cosmopolitismo librasen un nuevo episodio de su inagotable pugilato a través de la historia humana, los talibanes devolvieron durante casi ocho años Afganistán a la Edad Media. Su frontera noreste linda con China, referencia por excelencia de las trasformaciones sociales y culturales del pasado siglo, punto que registró el giro político más hondo que la humanidad haya experimentado en todos los tiempos conocidos. En ese teatro de operaciones la planificación lingüística en la que hoy podemos pensar no dejaría de ser una propuesta, una apuesta, o si lo prefieren una declaración de buenas intenciones. Por lo demás, tampoco cabe augurarle un camino expedito a una planificación que no sea en alguna medida sicaria del poder establecido, que no satisfaga los intereses culturales de los grupos hegemónicos en detrimento de los restantes, que se libere del sectarismo implícito en el que tradicionalmente se ha desenvuelvo para servir a todo el tejido social en su conjunto. Si atendemos a los planteamientos de Fukuyama a los que me he referido más arriba, puede ser que por primera vez exista una esperanza para una planificación lingüística más libre, más dialogante, más inspirada en la etosfera lingüística. De serlo obedecerá, no tanto a la filantropía o a las convicciones éticas que algunos tengamos, como al imperativo histórico plasmado por Fukuyama, a la mera necesidad de supervivencia social en un mundo cada vez más múltiple y complejo. Probablemente no sea el más elegante de los motivos, aunque a mí me basta si es capaz de convencernos de que, cuando la vida humana es una sucesión de combinatorias heterogéneas, tal vez no sea tan extraño que los individuos recurramos a lenguas distintas para comunicarnos en el hogar, para conversar con los amigos, para desen

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volvernos profesionalmente o para cumplir con la administración, tal vez no resulte tan descabellado fomentar institucionalmente esa diversidad, entendida como riqueza cultural, como potencial de intercomunicación humana, también como una consecuencia de la realidad misma. Creo que tenemos otro derecho lingüístico innegociable, esta vez colectivo, a soñar con un gran horizonte planificador que levante un magno hogar lingüístico intersocial, una casa lingüística común que nos cobije a todos. En ella han de caber las excepciones de naturaleza variada, los anhelos de todas las clases, los intereses diversos y, sobre todo, cualquier tipo de demanda comunicativa depositada en las lenguas. Por descontado que solo tiene sentido planificar esa casa lingüística común para abrir sus puertas a las minorías, los ecologistas lingüísticos, los defensores de las causas lingüísticas perdidas, sin cerrársela a los enamorados de la Globalización en su defensa de una opción cosmopolita y multilingüe, ni mejor ni peor que la conservacionista, si no simplemente distinta. Únicamente ha de quedar descartado –o, mejor dicho, autodescartado– el cainismo lingüístico, consciente o inconsciente, que niegue la existencia de espacios comunicativos, aunque sea mínimos y testimoniales, a alguno de los anteriores inquilinos. Para quienes somos devotos lectores de Heinrich Böll no nos gustaría que, cobijados por algún formalismo o por cualquier uso incorrecto de los salvoconductos políticamente correctos, alguien con las manos –o la conciencia– sucias, algún genocida lingüístico envuelto en sutil camuflaje ideológico, terminara jugándose una partidita de billar a las nueve y media, departiendo con sus contertulios y saludando desde su balcón al nuevo régimen de democracia lingüística, como si tal cosa. Por descontado que encontrar acomodo para tan ingente población no va a ser asunto fácil y que, desde luego, solo va a ser posible convivir en el seno de las megápolis lingüística cediendo, dialogando, pactando. De no ser así, quienes van a salir más tarde o más temprano derrotados serán los pequeños, los minoritarios, las lenguas que exigen y suspiran cuotas de equiparación internacional que muy trabajosamente van a conseguir. En cierta ocasión me comentaron de un colega, de un admirado colega, que había decidido no publicar ni una sola línea más en español. Al parecer, se mostraba firmemente convencido de que al obrar de ese modo acentuaba sus signos de identidad catalana. Hacía tiempo que sabía de su adicción al catalanismo más obtuso que, por suerte, siempre ha sido esporádico y residual en la propia Cataluña. Al par de años 

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comprobé que, efectivamente, lo hacía así, y no tuve el menor reparo para leerlo en inglés. Aparte de que personalmente me supuso un fastidio, porque perdí uno de mis prosistas científicos favoritos en catalán y en español, ideológicamente nunca he terminado de comprender esa estrategia. Si espiritualmente le sirvió para sentirse más realizado, sinceramente creo que la cruzada lingüística que ha emprendido merece la pena. Yo, siguiendo con ese compromiso de sinceridad, no emprendería cruzada alguna, lingüística tampoco, y en todo caso no me empeñaría en ello tan solo para cambiar de amo. Al menos hasta donde yo sé, el inglés tampoco es lengua vernácula en Cataluña. Tengo la sospecha –fundada, creo– de que se limitó a cambiar el pez grande que lo había de engullir lingüísticamente. Esto último, como la eutanasia, no deja de ser una elección y, en última instancia, supone también un derecho, el de optar ante quien se capitula lingüísticamente, igualmente respetable. En todo caso, y a pesar del victimismo que puedan sugerir mis palabras anteriores, quisiera resaltar que el celo con las lenguas minoritarias no compete solo a sus hablantes maternos. Nos involucra a todos, siempre y cuando las concibamos, no como enemigas culturales, o como elementos ajenos a nuestra identidad, sino como constituyentes de nuestros referentes vitales, de nuestros vecinos, de nuestros amigos, de nuestros compañeros, o hasta de nuestros amores. El árabe marroquí, el lumumba, el ruso o el chino forman parte del paisaje social de la Almería en la que vivo. Eliminar cualquiera de estas lenguas en el transcurso de una o dos generaciones sería privarnos a todos de uno de nuestros actuales constituyentes culturales. Y al decir «nuestros» me estoy refiriendo, no solo a los hablantes maternos de esas lenguas, sino también a quienes coexistimos junto a ellos, entre ellos, con ellos. Aunque no hablemos sus lenguas, aunque la mayoría de las veces no las comprendamos lo más mínimo, no por ello dejan de ser en alguna medida también nuestras, dejan de formar parte del aquí y el ahora que vivimos. Si somos capaces de conducir positivamente todas esas inquietudes, de invertir la tendencia a leer el multilingüismo en clave de confrontación y conflicto, convivir en la casa lingüística común, además de posible, a buen seguro resultará enriquecedor y, si me permiten el vaticinio, yo agregaría que incluso agradable. Claro que para que ese hogar compartido funcione preciso será organizarlo, adjudicar sus habitaciones conforme a las necesidades de quienes las ocupen, establecer turnos, asignar espacios. Esa distribución no tiene por qué ser necesariamente traumática ni 

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conflictiva, siempre que se sustente en alguna forma de pacto sociolingüístico implícito o explícito, siempre y cuando se acepte lo inevitable de la existencia de lenguas más mayoritarias que otras, con mayor potencial de intercomunicación que otras, junto con lenguas, no por minoritarias, inútiles, indignas, prescindibles. Probablemente no será necesario desalojar a las grandes lenguas de sus aposentos, y simplemente baste con que se respete el derecho a la intimidad para los idiomas pequeños, una cuota suficiente de libertad para decorar su habitáculo conforme a sus preferencias o, en fin, su libre acceso a las dependencias comunes. Como reza en el adagio chino, no es más rico el que más posee, sino aquel que se acomoda mejor a lo que tiene. De manera que va a ser imperioso distribuir los espacios sociolingüísticos de los estados, siempre sin perder el referente internacional en el que esas sociedades se inscriban. Y en este punto se hace necesario retornar a Calvet y Varela y, más en concreto, a su noción de sistema gravitatorio. Mediante ella intentan plasmar la existencia de varias grandes órbitas de circulación lingüística en el ámbito internacional. El núcleo de ese sistema lo ocuparía el inglés, lengua hipercentral por excelencia en el mundo contemporáneo. A continuación, la siguiente órbita incorporaría a las lenguas supercentrales, dotadas de un número cuantioso de hablantes y propagación geográfica, con la consiguiente proyección que ello comporta, como sucedería con el español, el portugués, el árabe o el francés. Por la siguiente órbita transitarían las lenguas centrales, instrumentos vertebradores de la comunicación estatal, caso del italiano estándar o, en cierta medida, también del alemán en varios países (Austria y algunos cantones suizos, además de la propia Alemania). Por último, las lenguas locales coparían los dominios de la intimidad comunicativa. El que un hablante se desenvuelva maternamente en una de esas órbitas, no implica que forzosa y necesariamente desatienda las restantes. Más aún, poder transitar por ese cosmos lingüístico en el que piensan Calvet y Varela constituye también un derecho, una urgencia cargada de futuro. Eso supone, ni más ni menos, que darle la vuelta al argumento principal sostenido por algunos sectores de la lingüística ecológica. No es que los hablantes de lenguas minoritarias tengan derecho a preservarlas como instrumentos comunicativos; es que negarles el acceso a las órbitas centrales supone tanto como condenarlos social y profesionalmente. Dicho de otro modo, impedir el uso del 

la divinidad políglota

ladino, un idioma que no rebasa los cien mil hablantes, constituiría una violación lingüística de igual calibre que restringir el acceso al italiano o al inglés en el sector tirolés bajo la administración de Roma. Por eso Calvet y Varela insisten en que los derechos lingüísticos que realmente deben preservarse son aquellos que conforman lo que llaman equipamiento lingüístico mínimo; esto es, la competencia lingüística necesaria para desenvolverse en tres grandes marcos orbitales de la comunicación en el mundo contemporáneo: el internacional, el estatal y el personal. La idea en sí tampoco ha introducido una radical novedad en los estudios sobre el lenguaje y su planificación en las sociedades modernas. Ya en 1994, en las páginas introductorias de una de las grandes referencias sobre derechos humanos y derechos lingüísticos, Skutnabb-Kangas, Phillipson y Ramut venían a defender algo bastante similar. Allí contemplaban tres clases fundamentales de actividad lingüística, graduadas en esta ocasión en función de la inmediatez –biográfica se supone– que comporten para los individuos. El acervo más interior y privativo de cada individuo, como es lógico, está ocupado por la lengua materna. A continuación, aparecerían las lenguas del entorno, por lo general segunda lenguas del sujeto, o lo que es lo mismo, lenguas aprendidas durante su infancia, sobre las que posee un dominio completo, aun no siendo los idiomas incorporados desde el seno familiar. Por último, las lenguas extranjeras ocuparían la ubicación más externa, sin que por ello dejen de ser necesarias para desenvolvernos en el mundo actual. Insisten en que la relación entre ellas no ha de regirse por un principio de contradicción inevitable y excluyente. Por el contrario, consideran que es posible conjugar los intereses particulares con los colectivos, la salvaguarda de las lenguas más íntimas con las más utilitarias, la identidad cultural propia con la participación en redes de intercomunicación amplias. Por mi parte considero que cada una de esas órbitas está dotada de un valor intrínseco. Ni explícita ni implícitamente Calvet y Varela operan desde criterios que hagan corresponder la valoración de una lengua con su número de hablantes, con su extensión geográfica o con su ubicación cósmico-lingüística. Por el contrario, al menos así lo interpreto yo, sitúan cada lengua en sus coordenadas reales dentro de la dinámica sociolingüística desencadenada por la Globalización, renunciando a establecer comparaciones interorbitales y, menos aún, contraposiciones cualitativas entre ellas. Creo que esa tipología conjuga, de una parte, la salvaguarda de las lenguas 

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minoritarias, su dignidad sociolingüística y sus valores afectivos y culturales, con el rendimiento que convenga esperar de las lenguas hiper, super o simplemente centrales. En el terreno explícito de la planificación lingüística todo ello los lleva a reclamar el compromiso de toda sociedad moderna en la formación lingüística de los jóvenes llamados a circular con un mínimo de garantías por ese nuevo dominio global. Ese compromiso cobra cuerpo al dotarlos del equipamiento lingüístico que antes habían considerado un derecho básico; esto es, la plena capacitación comunicativa en, como mínimo, una lengua super o hipercentral, otra lengua estatal y, por último, otra regional o familiar. Traducido a nuestro supuesto ladino que hemos dejado pendiente más arriba, ello equivaldría a que todo niño que saliese de una escuela en cualquier punto del Tirol italiano habría de manejarse con soltura en, cuando menos, inglés, italiano y ladino. Con todo, el orden de los componentes dentro de la valija lingüística diseñada por Calvet y Varela se me antoja que no es casual ni conmutable. De alguna manera dibuja un vector que podría ir de lo absolutamente indispensable a lo más optativo o tácito. La mayoría de los ciudadanos precisarían de cualquiera de los grandes instrumentos comunicativos del mundo global, sin los cuales se convertirían en marginados que, sencillamente, estarían obligados a permanecer de por vida en el rincón físico, económico, social, intelectual y vital para el que los habilite su lengua materna. Lo que viene a decirnos esa disposición silenciosa, subrepticiamente jerarquizada es que con el ladino tampoco se va más allá del Tirol italiano. De ahí la eventualidad de este otro extremo del vector, del ocupado por la lengua materna, más dispensable para las sofisticadas demandas comunicativas que impone la vida moderna. Se presupone que la operación inversa es factible; que a través del inglés accedemos a cualquier dominio comunicativo en no importa qué parte del mundo, Tirol incluido. Luego, para la mejor proyección del individuo en la sociedad futura el inglés resulta inevitable, el ladino en cambio será prescindible. No deja de ser curioso que la valija lingüística de Calvet y Varela traspire una constitución en verdad heterogénea, acomodando criterios de utilitarismo personal, estrategia política y romanticismo puro. Las lenguas supra o hipercentrales (el inglés en nuestro supuesto) se cultivan porque convienen a los individuos para su promoción social, las centrales (el francés ahora) en cambio mantienen los elementos de cohesión comunicativa de los estados y, por último, las familiares (el ladino) tranquilizan la conciencia 

la divinidad políglota

cultural vernácula y el respeto a las tradiciones más inmediatas a cada uno de nosotros. Reconozco, y admiro, el enorme esfuerzo crítico desplegado por Calvet y Varela en contribuciones como ésta. Tampoco es un jalón aislado en la siempre aguda producción de Calvet, sin duda uno de los autores más sugerentes de la sociolingüística europea. A su mano debemos páginas muy iluminadoras sobre el contacto lingüístico en el Tercer Mundo o, pongo por caso, la dinámica sociolingüística en las grandes aglomeraciones urbanas. De todas formas, la admiración sincera y profunda no invita a suscribir en blanco todos sus contenidos hasta sus últimas consecuencias. El utilitarismo social, el puro mercantilismo lingüístico, tampoco pienso que sea el parámetro exclusivo a partir del que pulsar la salud de las lenguas. Es probable que goce de la mayor incidencia posible entre amplios sectores de opinión, amén de contar con la ventaja de ser susceptible de traducirse a cifras y estadísticas con cierta comodidad. Pero, insisto, tampoco es el único, al menos para sectores de la población que valoran las lenguas, y la vida en general, según otros criterios. Hay lenguas con historia, portadoras de la llave que abre tradiciones remotas, o lenguas cargadas de valor testimonial, qué sé yo, lenguas que remiten a tiempos hermosos o que, por mera especificidad biográfica, nos resultan emocionalmente imprescindibles. Como la divina providencia, los caminos personales que alteren el paradigma orbital de las lenguas pueden llegar a ser inescrutables. Por supuesto, todos ellos se hallan también provistos de su correspondiente legitimidad, como legítimo será reconocer el derecho a la marginalidad voluntariamente asumida, la renuncia a la Aldea Global y a todas sus prebendas cosmopolitas, a cambio del apego al terruño y a las tradiciones más autóctonas. Si ello es así, el equipaje lingüístico mínimo se reducirá a la lengua materna, por más minoritaria que sea, aunque circule en la periferia más limítrofe con el abismo en la Vía Láctea lingüística de Calvet y Varela. No digo, claro está, que la planificación lingüística haya de aspirar a un imposible tan radical como sería hacerse cargo de toda la casuística emocional de sus ciudadanos. Evidentemente, las órbitas lingüísticas y el equipaje mínimo sí ofrecen parámetros de referencia y objetivos razonablemente generalizados. En todo caso, se me antoja imprescindible dejar abierta la posibilidad de que ese esquema planificador se altere, o mejor, se ahorme a especificidades que no siempre pueden ser previstas de antemano. El ciudadano que opta por el 

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espíritu de campanario a ultranza debería gozar de las mismas oportunidades que el internauta cosmopolita. Por lo demás, pienso que en el fondo de la propuesta hilvanada por Calvet y Varela se cargan las tintas contra la Europa de las regiones, las autonomías, las nacionalidades históricas, aunque sea indirectamente a través de sus lenguas minoritarias. A mí se me antoja un tanto temerario. Desde luego que muchas de las actuaciones de la Unión Europea en esa dirección precisan de un mayor aquilatamiento. No obstante, en términos generales, institucionalizar el respeto hacia las minorías creo sinceramente que ha sido un logro histórico de la sociedad europea que, dicho sea de paso, ha sabido saldar deudas con el pasado, dinamizar su presente y, yo estoy convencido de ello, armonizar su futuro. Por ahí pudiera ser que la crítica a los excesos de la lingüística políticamente correcta terminara conduciendo a uniformismos implícitos, a brotes de glotofagia inoculados por error u omisión en un discurso científico realmente brillante. Mi temor está en que la valija lingüística mínima de Calvet y Varela, por las prisas de los viajes, con el ajetreo de los aeropuertos, termine convirtiéndose en un neceser lingüístico en el que solo quepa lo más fundamental, el inglés, claro está. Y en ese punto mi opción es claramente modesta, hogareña. Prefiero volver a la casa común, políglota, heterogénea, diversificada, y, por qué no, regional, autonomista, federal o confederal. Más allá de la lingüística, o quién sabe si junto a ella, toda esta discusión transpira una profunda mutación de la mecánica identitaria de los individuos en el mundo actual. Eso creo haberlo apuntado ya en diversas ocasiones. Se diría que, finalmente, ha caducado la secuencia herderiana que unía patria, cultura y lengua para formar el gran cordón umbilical de la identidad humana, en primera instancia, y la de los pueblos, en última. Dentro de ese nuevo mundo global, y por ende mestizo, si escaso acomodo van a encontrar las fronteras físicas, políticas o culturales, menos margen cabrá dispensar para las lingüísticas. Los migrantes, una vez más, han sido una enorme avanzadilla histórica y humana, una avanzadilla no por silenciosa menos elocuente, de todos esos procesos. Y, salvo excepciones como la turca que nos señalaba Tribalat en Francia, han demostrado fehacientemente que es posible tener dos patrias (o más), hablar habitualmente dos lenguas (o más), simultanear dos culturas (o más), crear sociedades como la australiana, donde las lenguas y las etnias se sumen, cuando lo más habitual en el planeta había sido que se soslayasen o, lo que es 

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peor, que llegasen incluso a restarse. Esa identidad-collage, en la que se han ido pegando muchos de los antiguos sustratos nacionales y monolingües, por fuerza ha de ser más propensa a una planificación lingüística abierta, integradora, políglota. Estoy dispuesto a presagiar que quienes disfruten de ella, no solo la asumirán como un deber cívico, sino que la ejercerán éticamente, la disfrutarán, la comprenderán y la transmitirán a sus hijos. Parece que estamos condenados a nos desembarazarnos nunca del equipaje lingüístico mínimo de Calvet y Varela. Permítanme que lo retome por última vez. Un inmigrante magrebí en Holanda, pongo por caso, tiene derecho a aprender neerlandés e inglés, además de su variedad materna de árabe. Junto con lo capital que resulta facilitarle el ejercicio de ese derecho, no menos decisivo será que lo conciba como una fortuna y no como una imposición, como una posibilidad de adentrarse en un mundo más amplio y diversificado, más de todos. Soy consciente de que hablo de actitudes y de que éstas son, con distancia, la parcela más difícil de intervenir, de planificar, entre otras cosas, porque descansan en convicciones interiorizadas por los sujetos, no en imposiciones legales –o de otra naturaleza– que forzosamente hayan de asumir estos. Forjar esa mentalidad nueva, en realidad, es tarea de todos. Propagarla lo es igualmente. Más aún, sin esa propagación, la forja anterior carece de sentido. Ese pacto multilingüe en el que estamos pensando requiere que se transmita a todos los rincones de la retícula social o, de lo contrario, corre el más que serio riesgo de verse profundamente amenazado, de terminar siendo estéril. Existen canales efectivísimos para llevar a cabo esa encomienda, viejos conocidos de la planificación lingüística clásica como el aparato escolar o los medios de comunicación. La escuela ha sido el gran bisturí desde el que se ha intervenido, unas veces en dirección monolingüe y glotofágica, otras como elemento aculturador y desprogramador del equipaje lingüístico de los inmigrantes. Sin embargo, su rumbo y sus influencias dependen del contenido que vertamos en ella. Nada impide que transmita valores, actitudes y conocimientos justo en la dirección contraria. Un mínimo de ecuanimidad obliga a reconocer que, junto a ejemplos como los anteriores, también existen aquellos otros en los que el aparato escolar ha formado generaciones y generaciones de ciudadanos demócratas y tolerantes en muchos lugares del mundo o de que, sin duda, ha puesto a salvo lenguas hasta poco antes moribundas y exhaustas. Los medios de comunicación, por su parte, son hoy las nuevas ves

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tales de la democracia, investidas de un objetivismo supuestamente ineluctable e indiscutido. En buena medida por ello, disponen de un poder de convicción poco menos que ilimitado en nuestro mundo. El desarrollo de las nuevas tecnologías quizá lo matice, pero desde luego no lo va a mitigar. Aunque por la red circula una dosis relativamente significativa de información libre, exenta de las manipulaciones inherentes a la actuación de los medios de comunicación de masas, esa circunstancia no menoscaba que éstos sean el referente de opinión colectiva por excelencia y que, a la vez, transmitan hábitos, entre ellos lingüísticos, a toda la comunidad. Unos y otra, medios de comunicación y escuela, no dejan de obedecer a directrices ideológicas muy sectorialmente controladas. Son la voz de un amo hegemónico. Por ello la planificación lingüística siempre ha sido vertical. Quiero decir que siempre ha ido desde los poderes políticos a los ciudadanos y, de otra parte, siempre se ha realizado en favor de unos grupos hegemónicos, dejando fuera a otros. A veces olvidamos que entre las notas definitorias en lo social de nuestro tiempo hay algo más que globalización. Crece, lo hace por momentos en los lugares más diversos de nuestro mundo, la firme convicción de lo imperioso que resulta articular una sociedad civil, un tejido cívico capaz de actuar autónomamente, desligado de una clase política que se limita a matizar ese esquema vertical de la vida humana. En última instancia, desde esa nueva dinamicidad histórica se aspira a extender la democratización de las sociedades en el sentido profundo del término, a convertirla en una pulsión de vitalidad cotidiana que, siempre regida desde el compromiso ético, no termine cuando nuestro voto cae en una urna. Estamos de nuevo en los dominios sutiles, pero hondamente imperativos, de la etosfera. De ese caldo de cultivo ya han surgido algunos productos –movimientos ciudadanos, organizaciones no gubernamentales, etc.– y, entre otras cosas, ha prosperado también una percepción nítida de que es necesario proceder a una sustitución progresiva y profunda de nuestro parámetros vitales. Entre las tareas que son competencia de esa nueva sociedad civil yo creo que debe figurar la de preparar ese horizonte lingüístico común. Para responder a ello convendrá desasirnos de la planificación lingüística vertical, ya sea en su versión neoclásica, ya en su variedad ideológica, probablemente más benigna que la anterior, aunque no por ello menos vertical, menos reproductora de relaciones jerárquicas entre los grupos sociales y sus respectivas lenguas. En su lugar hemos de fomentar una planificación lingüística horizontal, una respuesta surgida de la propia ba

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se social para autorregular su heterogeneidad lingüística y, a través de ella, probablemente también su diversidad cultural. Quien vive al inmigrante no es el planificador que delinea impolutos programas desde su despacho oficial. Es el ciudadano de a pie que quiere, necesita o desea intercomunicar con quien tiene al lado. Organizar cómo puede articularse esa comunicación no deja de constituir una forma de organizar su convivencia. Quizá la decisiva preposición que se ubica entre el verbo («vivir») y el objeto («al inmigrante») en gran medida dependa de la resolución efectiva de sus urgencias de comunicación. No es lo mismo «vivir junto al inmigrante», que «vivir con el inmigrante» o, si me apuran, «vivir contra el inmigrante», posibilidad esta última, no por lamentable, menos real. No estoy hablando de ciencia ficción. La planificación lingüística horizontal ya existe, a buen seguro que sin ser consciente de ello, pero como un dato contrastado a fin de cuentas. Salvo en Cataluña, la planificación lingüística para los inmigrantes en España, más que mostrarse ineficaz o estéril, no ha rebasado el nivel de establecer unas directrices genéricas, un tanto más acotadas en lo tocante al aparato escolar, y poco más. Han sido algunos municipios acuciados por el aluvión migratorio los que han dispuesto de profesorado, cursos, metodologías y materiales para impartirles clases de español, los que en definitiva han empezado a ejercer la potestad cívica de planificar horizontalmente su convivencia lingüística. De todas formas, me parece prudente no extremar innecesariamente las cosas. Tampoco quiero decir que las planificaciones verticales y horizontales sean radicalmente incompatibles. En realidad sería idóneo disponer de una planificación lingüística integrada que conjugase ambos órdenes. Pero mientras llega, en el supuesto de que lo haga en un tiempo razonable, no podemos mantenernos a expensas de la clase política. La sociedad civil debe asumir sin ambages la dirección de estos procesos, sobre todo porque son sus relaciones humanas, su hábitat inmediato, sus vidas lo que está sobre el tapete del casino social. Por supuesto que todo ello requiere de un compromiso ético todavía más intenso, decantado y claro por parte de los lingüistas, sobre todo en caso de abonarse a esta última opción. Ese camino se ha empezado a andar. Los derechos humanos, la lingüística ecológica, la sociolingüística más comprehensiva, con todas las puntualizaciones que se les quieran hacer, por ahí van. La ciencia, la historia, la vida son pura dinamicidad. La esperanza que anima estas líneas, en último término, es que ese impulso dinámico nos con

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duzca a construir un mundo mejor, más tolerante, más integrador, más multilingüe, más respetuoso con una de las más fascinantes herencias que el Turkana Boy nos ha legado: el lenguaje humano. Sobre mi mesa, mis apuntes de historia de la lingüística se estiran medio asfixiados debajo del peso enorme de un ordenador portátil. La historia de la lingüística siempre fue mi pasión secreta. Un día lo confesé en público y nadie terminó de creerme del todo, por lo que pasó a convertirse en mi pasión incomprendida. A pesar del amor que le tengo, y de la dedicación silenciosa que le he profesado, no considero que la historia pasada sea radicalmente imprescindible para explicarnos el presente. Yo diría más bien que este es un marchamo comercial, una estrategia desesperada de marketing universitario para que las licenciaturas de historia no terminen de quedarse completamente vacías. Me parecería lamentable que así fuese, porque una sociedad que renuncia a conocer cómo fue su ayer, difícilmente se preocupará por cómo esté siendo el presente o cómo pueda ser su futuro. Y eso sí que me parece terrible, sí que se me antoja la antesala del tecnocratismo orwelliano en su más quintaesenciada versión. Pero de ahí a aceptar su capacidad explicativa para cualquier faceta del presente media un abismo. La historia, sin embargo, sirve para algo mucho más valioso. Nos evidencia, ni más ni menos, la provisionalidad de nuestras acciones, de nuestras existencias, al tiempo que las inscribe en una cadena que evoluciona y se renueva, aunque a veces se repite y, en todo caso, siempre mantiene algunas constantes. Yo empiezo mis cursos de historia de la lingüística por el principio de las inquietudes humanas relacionadas con las lenguas. Empiezo por Mesopotamia que, curiosamente, es el principio también de la historia como tal, de la actividad documentada del hombre a través de la escritura. Me apasiona comprobar cómo algunos de los más agudos mitos mesopotámicos han viajado a través de los tiempos, las culturas y las religiones. A veces lo han hecho directamente, sin modificar ni tan siquiera su ropaje verbal. Otras han estado sutilmente mezclados, inoculados en finas y subrepticias formulaciones conceptuales. De entre todos ellos, destaca uno, precisamente relacionado con aspectos lingüísticos; la torre de Babel, ese enorme castigo divino que punió la arrogancia de los hombres ni más ni menos que con la condena a la incomunicación. Y, desde luego, así ha sido interpretado el multilingüismo, la diversidad lingüística, durante milenios. Quienes hablaban otras lenguas fueron bárbaros para los griegos, contrarrevolucionarios para el abate Grégoire o no menschen para los nazis. Va siendo hora 

la divinidad políglota

de que nos libremos de un mito surgido de pueblos que, dotados de un protagonismo esplendoroso y con un legado histórico capital para el resto de las civilizaciones humanas, no por ello dejan de estar a cinco mil años de distancia. Aquellas gentes, cuyas patrias eran sus ciudades, en combate perpetuo contra sus enemigos que, sencillamente, eran todo lo externo fuera de sus murallas, no podían menos que recelar de la diversidad, del distinto, de las lenguas que no fueran la materna. Nuestras coordenadas hoy son radicalmente diferentes. De la misma manera que no tendría sentido dejar de gestionar una reserva biológica según modernos criterios científicos para seguir el mito del Arca de Noé, es conveniente que la convivencia entre las lenguas se sacuda el halo de Babel. De lo contrario es muy posible que en lo tocante a la gestión lingüística la evolución se detuviese en Herder. Tal vez convenga reflexionar seriamente sobre el contenido profundo de ese legado que empezó a transmitirnos el Turkana Boy. Estoy convencido de que aquellos hombres pretendían comunicar, a secas, en absoluto y sin complementos; no comunicar en una sola lengua, ni como manifestación de su idiosincrasia cultural, como ejercicio humano de un don divino y, menos aún, como símbolo de adscripción a un pueblo. Todo eso lo hemos ido añadiendo después, después de Babel, tal vez desconocedores de que la divinidad que impulsó el big bang era políglota, quién sabe si abrumados ante el vértigo de lo que implicaba comunicar sin más para una humanidad que crecía al compás que avanzaba su historia en el planeta Tierra. En la cálida sabana etíope, en la cruda meseta de Atapuerca, en las oscuras cavernas de Cromagnon no me cabe la menor duda de que aquellos hombres tan primitivos en algunos aspectos, tan imperiosamente coherentes en muchos otros, en su adaptación al medio habrían aprendido las lenguas que hiciese falta, si de eso hubiera dependido su supervivencia. Su diligencia evolutiva no podía conducirlos a otro lugar. Como ellos, estamos impelidos a comunicar por encima de cualquier otra consideración; entre otros motivos, porque es el único salvoconducto que nos garantiza el desarrollo de una coexistencia equilibrada, fructífera, deseable. Conseguir enarbolar una sociedad abierta, múltiple, tolerante y políglota será, de alguna manera, también un logro evolutivo como especie. Si para ello debemos liberarnos de las jaculatorias que algún desconocido sacerdote mesopotámico inventara en forma de Torre de Babel, no será la primera vez –ni probablemente la última– que la Humanidad se haya visto impelida a tomar decisiones drásticas y de enver

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gadura. Un día adoptamos la posición erguida, otro modificamos nuestra laringe, después fuimos capaces de agruparnos, hasta de establecernos sedentariamente en un territorio. Más tarde inventamos la escritura, regulamos la vida en sociedad, transmitimos nuestros conocimientos de generación en generación. Hoy nos toca desembarazarnos del pavor al multilingüismo, al mestizaje de las mentes, y por qué no, también de los cuerpos ajenos. Ha llegado el momento de recoger mi escritorio. Apago el ordenador, tomo mis notas y libros, sacudo el polvo de los modestos restos arqueológico con los que he trasteado y termino bebiéndome el vaso. Me da igual que esté medio lleno o medio vacío. Simplemente tengo sed. Max lleva un buen rato dormido en la silla de enfrente. Ronca espectacularmente, como nunca. Me ha dicho que estaba de acuerdo en todo, aunque no termino de creérmelo. Mientras le iba comentando cosas estaba escuchando el último disco de Nick Cave. En realidad no me ha prestado la menor atención. No importa. Tampoco he perseguido fervor de clase alguna, ni tan siquiera de mis amigos íntimos. Solo he pretendido transmitir honestamente lo que pienso. Y ahora que ya he terminado caigo en la cuenta de que en realidad me he desviado de la lingüística en sentido estricto, me he ido muy lejos, demasiado lejos de lo legítimamente esperable de un catecúmeno de científico. Pero es que como recordaba un literato, el extraordinario Gabriel García Márquez, es peligroso morderse la lengua porque envenena.

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orientaciones bibliográficas

Más que una lista bibliográfica exhaustiva, científicamente seleccionada, desearía exponer un listado orientativo de libros que reflejen mis opciones personales en lo tocante a las problemáticas abordadas en las páginas anteriores. En definitiva, su contenido, bueno o malo, es fruto de esa selección, de esa opción. Creo que para cumplir con esta tarea conviene, sin que sirva de precedente, huir de la notación alfabética, para adecuarme con mayor comodidad al recorrido temático que he propuesto y que desearía seguir manteniendo ahora. La autoridad clásica por excelencia en los estudios sobre la Antigüedad en Oriente Próximo es, sin duda, Samuel Noah Kramer. En 1956, La historia empieza en Sumer (Barcelona: Orbis. Trad. esp. de Jaime Elías, 1985) nos ofrece abundante material trascrito –y lógicamente traducido– del que obtenemos un conocimiento directo de aquel mundo. Aproximaciones más actuales –no por ello menos clásicas y reputadas– encontramos en Margueron, J. C. (1991. Los mesopotámicos. Madrid: Cátedra. Trad. esp. J. L Rozas López, 1996) y Postgate, J. N. (1992. La Mesopotamia arcaica. Sociedad y economía en el amanecer de la historia. Madrid: Akal, Trad. esp. de Carlos Pérez Suárez, 1999). Para el supuesto particular de la escritura sigue siendo fundamental la consulta de Bottéro, J. (1987. Mésopotamie. L’écriture, la raison et les dieux. París: Gallimard), así como Coulmas, F. (1996. Writing Systems. Londres: Blackwell) en una más amplia y utilísima obra sobre escritura. La comunicación humana y la animal constituyen ya un clásico en la lingüística general con obras de referencia obligada: Akmajian, A.; R. Demers y R. Harnish (1979. Lingüística: una introducción al lenguaje y a la comunicación. Madrid: Alianza, 1984), Benveniste, É. (1939. «Comunicación animal y lenguaje humano» en Problemas de lingüística General [recopilación de textos del autor]. Madrid: Siglo XXI, 1974⁴, 56-62); Chomsky, N. (1986. Knowledge of Language. Its Nature, Origin and Use. Nueva York: Praeger 

la divinidad políglota

Publishers), Hockett, Ch. F. (1958. Curso de Lingüística Moderna. Trad. esp. Buenos Aires, Eudeba, 1971) y del mismo autor en 1960 ( «Logical Considerations in the Study of Animal Communication» en Lanyon, E. E. y E. N. Tavolga, eds. Washington American Institute of Biological Sciences, 392-430). Asimismo, conviene consultar Hockett, Ch. F. y Stuart A. Altmann. (1968. «A note on design features» en T. A. Sebeok, ed. Animal Communication. Bloomington: Indiana University Press, 61-72); Mounin, G. (1972. Introducción a la Semiología. Barcelona: Anagrama, 1972), Osgood, Ch. E. (1979. «What Is a Language?» en Aaronson D y R. W. Rieber, eds. Psycholinguistics Research. Implications and Applications. Hillsdale, N. J.: Erlbaum, 189-228); Perinat, A. (1993. Comunicación animal y comunicación humana. Madrid: Siglo XXI) y Riba, C. (1990. La comunicación animal. Un enfoque zoosemiótico. Barcelona: Anthropos). En relación con el desarrollo del lenguaje humano disponemos de obras bastante recientes como las de Aitchison, J. (1996. The seeds os Speech. Language origin and Evolution. Cambridge: Cambridge University Press); Cavalli-Sforza, L. L. (1996. Genes, pueblos y lenguas. Trad. esp. Barcelona: Crítica, 1997), Deacon, T. (1998. The Symbolic Species: The co-evolution of language and the human brain. Londres: Penguin Books), Ruhlen, M. (1994. On the Origin of Language. Stanford: Stanford University Press). Mención singular merece la enorme producción intelectual de Sebastià Serrano en la que resulta verdaderamente difícil subrayar alguna aportación por encima de las demás. No obstante, me permitiría recomendar, sobre todo en lo que nos atañe en estas líneas, algunos trabajos tan clásicos como Serrano (1980. Signes, llengua i cultura. Barcelona: Edicions 62), junto a otros más recientes como Comprendre la comunicació (2000. Barcelona: Proa) o El regal de la comunicació (2003. Barcelona: Ara Llibres). Repasos globales a la historia de la lingüística encontramos en Robins, R. H. (1967. Breve historia de la lingüística. Madrid: Paraninfo, 1974); Serrano, S. (1983. La lingüística: su historia y su desarrollo. Barcelona: Montesinos) o (Tusón, J. 1982. Aproximación a la Historia de la Lingüística. Barcelona: Teide), textos aún vigentes y no superados, a pesar de los años transcurridos desde la primera aparición de alguno de ellos. Sobre el siglo xx en concreto, son muy recomendables algunas referencias clásicas como Apresián, I. (1966. La lingüística estructural soviética. Madrid: Akal); Bierwisch, M. (1966. El estructuralismo. Barcelona: Tusquets, 1971); Coseriu, E. (1977. Principios de semántica estructural. Madrid: Gredos); Ponzio, A. (1973. Produzione linguistica e ideologia sociale. Bari: De Donato) y, del mismo autor, 1976 («Gramatica transformacional e ideología política» en AA. VV. (1976). Lingüística y sociedad. Madrid: Siglo XXI, 83-181); así como Wotjak, G. (1977. Investigaciones sobre la estructura del significado. Madrid: Gredos, 1979). De entre la vasta producción de N. Chomsky obtenemos un seguimiento plausible de su 

orientaciones bibliográficas

pensamiento científico a través de los trabajos fechados en 1957 (Estructuras sintácticas. Madrid: Siglo XXI, 1974), en 1965 (Aspectos de la teoría de la sintaxis. Madrid: Aguilar, 1970), en 1972 (Studies on Semantics in Generative Grammar. La Haya: Mouton) en 1980 (Rules and Representations. Nueva York: Columbia Univ. Press) y en 1985 (Knowledge of Language. Its Nature. Origins and Use. Nueva York: Praeger). Una acutísima revisión crítica en Pisani, A. (1987. La variazione lingüística. Milán: Agnelli). En español disponemos de panorámicas muy generales de la sociolingüística, empezando por el clásico López Morales, H. (1989. Madrid: Gredos) y continuando por Villena, J. (1992. Fundamentos del pensamiento social sobre el lenguaje. Constitución y Crítica de la Sociolingüística. Málaga: Ágora) o, del mismo autor (1994. La ciudad lingüística. Fundamentos críticos de la sociolingüística urbana. Granada: Universidad de Granada). En fechas más próximas, M. Almeida nos ofrece una excelente y actualizada visión de síntesis de la sociolingüística contemporánea en 1999. (Sociolingüística. La Laguna: Universidad de La Laguna), obra de la que acaba de ver la luz su segunda edición. Referencias sociolingüísticas de cabecera son, desde EE.UU., Fishman, J. (1972. Sociología del lenguaje. Madrid: Cátedra, 1988), Gumperz, J. (1986. «Directions in Sociolinguistics» en Gumperz y Hymes, eds. The ethnography of Communication. Londres: Blackwell) y en 1989. (Engager la conversation. Introduction à la sociolinguistique interactionnelle. París: Minuit), Hymes, D. (1974. Foundations of Sociolinguistics: An Ethnographic approach. Filadelfia: Pennsylvania) y Labov, W. (1972. Modelos sociolingüísticos. Madrid: Cátedra, 1983). Los grandes modelos sociolingüísticos europeos han procedido de Gran Bretaña con Bernstein como gran fundamentador teórico con los trabajos publicados en 1971 (Clases, códigos y control. Estudios teóricos para una sociología del lenguaje. Vol. I. Madrid: Akal, 1989) y en (1975 (Clases, códigos y control. Hacia una teoría de las transmisiones educativas. Vol. II. Madrid: Akal, 1989) que, a pesar de su fecha de edición, recoge experiencias muy anteriores, prácticamente de finales de los años 50. Una panorámica bastante exhaustiva de las contribuciones británicas aparece en Hudson, J. (1980. La sociolingüística. Barcelona: Anagrama, 1981) y, enlazada con la producción de P. Trudgill, uno de sus grandes protagonistas, en la excelente monografía de Hernández Campoy, J. L. (1993. Sociolingüística británica. Introducción a la obra de Peter Trudgill. Barcelona: Octaedro), Herederos de Cohen, M. (1956. Manual para una sociología del lenguaje. Madrid: Fundamentos, 1973), los autores franceses tienen ya un auténtico hito en Marcellesi, G. B. y B. Gardin. (1974. Introduction à la sociolinguistique. La linguistique sociale. París: Larousse), a la que continuarán obras como Boyer, H. (1991. Éléments de sociolinguistique. Langue, communication et société. París: Dunod). Italia, por su parte, generó un modelo sociolingüístico riquísimo y dinámico, cuya síntesis teórica podemos palparla en Berruto, G. (1974. La sociolingüística. México: F.C.E., 1979 y, más tarde, en 1986. La variabilità sociale della lingua. 

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Turín: Loescher), no sin perder el acceso directo a los primeros pasos fundacionales en esa manera singular de entender las relaciones lengua/sociedad, tal y como queda constancia en Simone, R. y G. Ruggiero. (1977, eds. Aspetti sociolinguistici dell’Italia contemporanea. Roma: Bulzoni). Sobre los antecesores soviéticos de esta manera de concebir la sociolingüística, me he permitido incluir algunas notas en García Marcos, F. J. (1999. Fundamentos críticos de sociolingüística. Almería: Universidad de Almería). Los resultados obtenidos de la investigación sociolingüística son ingentes, por lo general muy provechosos en varias direcciones. Aquí he dejado constancia de algunos de ellos, que corroboran cuanto digo, caso de las investigaciones aportadas por Jupp, T.; C. Roberts y J. Cook-Gumperz. (1982. «Language and disadvantage: the hidden process» en J. Gumperz (1982), ed. Language and Social Identity. Cambridge: Cambridge U. P.) o Tribalat, M. et alii. (1996. De l’inmigration à l’assimilation: enquête sur les populations d’origine étrangère en France. París: Le Découverte/I.N.E.D.). El paradigma sociolingüístico de los estudios sobre fronteras ha quedado fijado por A. Elizancín (1976). «The emergence of bilingual dialects on the Brazilian-Uruguayan border» en IJSL, 9: 123-134; 1988. «Contacto de lenguas y variabilidad lingüística» en R. E. Hamel, Y. Lastra de Suárez y H. Muñoz Cruz, eds., 1988. Sociolingüística latinoamericana. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 39-53. En muchas de esas obras, como es lógico sobremanera en las más amplias y genéricas, se incide en el alto rendimiento de la sociolingüística para los cometidos de la planificación lingüística. Tollefson, J. W. (1995. Power and Inequeality in Language Education. Cambridge: Cambridge U.P.) propone una revisión crítica y valorativa muy sugerente. Grillo, R. D. (1989. Dominants languages. Cambridge: Cambridge U.P.) realizó una magistral aportación teórica y descriptiva, a la que se sumarán Lamuela, X. y H. Monteagudo. (1996. «Planificación lingüística» en M. Fernández Pérez, ed., Avances en Lingüística Aplicada. Santiago: Universidad de Santiago de Compostela, 229301). Especialmente singular es la contribución de Calvet, tanto en sus producciones individuales, (1998. L’Europe et ses langues. París: Plon; 2001. «Les marchés africains plurilingues: la ville comme planificateur linguistique» en Estudios de Sociolingüística, 2,2: 57-67, entre otros), como en colaboración con L. Varela. (2000. «XXIe siècle: le crepuscule des langues? Critique du discours Politico-Linguistiquement Correct» en Estudios de Sociolingüística. Linguas, sociedades e culturas, 1, 2: 47-64). Sobre la panorámica vindicativa de los derechos humanos lingüísticos, muy ligada a la política y planificación lingüísticas, Skutnabb-Kangas, T. y Phillipson han compilado dos contribuciones decisivas, más restringida en 1989 (Wanted Linguistic Human Rights. ROLIG-papir44. Roskilde: Roskilde University Centre), y mucho más trabada la de 1994 (Linguistic Human Rights. Overcoming Linguistic Discrimination. Berlín/Nueva York: Mouton de 

orientaciones bibliográficas

Gruyter). De este último volumen cabe destacar, por su carácter programático, la «Introduction» que ambos autores firman con M. Ramut. Es igualmente muy destacada la contribución de F. de Varennes. 1996 (Language, Minorities and Human Rights. La Haya/Boston/Londres: Martinus Nijhoff). En cuanto a fuentes legales internacionales sobre la protección de derechos lingüísticos, pueden consultarse algunas publicaciones de UNESCO. (1953. The Use of Vernacular Languages in Education; 1960. Convención relativa a la lucha contra la discriminación en la esfera de la enseñanza o 1975. Programa ALSED. Antropología y ciencias del Lenguaje al servicio del desarrollo) y del Parlamento Europeo subrayaría (1981. Resolución ARFE. Resolución del Parlamento Europeo sobre una carta comunitaria de lenguas y culturas regionales y sobre una carta de los derechos de las minorías étnicas; 1987a Documento de trabajo para una discusión de una carta comunitaria de los grupos étnicos y 1987b. Resolución sobre las lenguas de las minorías regionales y étnicas de la Comunidad Europea). La teoría de la complejidad, los sistemas ecológicos y la caotología han recibido buena acogida traductora en España. Contamos, básicamente, con las principales referencias de Bohm, D. (1988. La totalidad y el orden implicado. Barcelona: Kairós); Lewin, R. (1995. Complejidad. El caos como generador de orden. Barcelona: Tusquets), Mandelbrot, B. (1988. Los objetos fractales. Barcelona: Tusquets), Margaleff, R. (1991. Teoría de los sistemas ecológicos. Barcelona: Publicaciones de la Universidad de Barcelona) o Wegner, T. y B. Tyler (1995. El mundo de los fractales. Madrid: Multimedia). A pesar de esa atención a la traducción de textos fundamentales, la producción propia es relativamente escasa, aunque particularmente intensa y cargada de sugerencias más que positivas, como las expuestas en Bastardas, A. (1996. Ecología de les llengües. Medi, contactes i dinàmica sociolingüística. Barcelona: Proa), Calvo, J. (1997. «Signo fractal y perífrasis verbales» en De Molina y Luque, eds. Estudios de Lingüística General, III: 11-37. Granada: Método) o Junyent, C. (1997. «Los derechos lingüísticos, la perspectiva ecológica» en el vol. II: 165-173, de la misma obra editada por De Molina y Luque). La hipótesis del relativismo lingüístico descansa en los planteamientos de Sapir, E. (1921. El lenguaje. México: F.C.E., 1966) y Whorf, B. L. (1956. Lenguaje, pensamiento y realidad. Barcelona: Barral, 1972.). En relación directa o indirecta con ello se ha generado un flujo ingente de bibliografía, acerca del que tenemos un perspicaz estado de la cuestión a través del Gruppo di Lecce, (eds. Linguistica e antropología. Roma: Bulzoni). Dentro de este último volumen se incluye uno de los más sugerentes estudios sobre la verbalización del color a cargo de Vincent, J. (1983. «Categorizzazione e strategie di denominazione dei colori: aspetti metodologici e problemi relativi all’inglese e all’italiano» (págs. 161-171).Vinculado a ello, la discusión sobre universales y tipos lingüísticos ha sido una constante de la historia de la lingüística 

la divinidad políglota

que en los últimos tiempos está produciendo páginas realmente atractivas, como las de Denny, P. J. (1978. «Locating the universals in lexical systems for spatial deixis» en Farkas, D. et al. eds. Papers from the Parasession on the Lexicon (Chicago Linguistic Society), 71-84. Chicago: University of Chicago Press), Lucy, J. A, (1992. Grammatical Categories and Cognition. Cambridge: Cambridge University Press), Luque Durán, J. D. (2001. Aspectos universales y particulares del léxico de las lenguas del mundo. Granada: Método).

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índice de nombres

Achebe, Ch. 76 Akmajian, A. 24, 245 Alá 19 Alighieri, D. 53 Alvar, M. 51 Arzallus, X. 142 Assurbanipal 178 Ávila, R. 188 Bajtín, M. 120, 148 Bastardas, A. 249 Baugh, J. 222 Benveniste, E. 24, 245 Berlinguer, E. 91 Bernstein, B. 106, 222, 247 Blahoslav, J. 48 Boas, F. 120 Bohm, D. 118, 120, 249 Böll, H. 231 Brezhnev, L. 83

Cirici, A. 165, 166 Clark, J. P. 76 Colón, C. 48 Condillac, E. 134 Confucio 43 Cook-Gumperz, J. 109, 248 Coseriu, E. 64, 65, 246 Cruela De Vil 26 Curtis, J. 85 De Gasperi, A. 91 De Varennes, F. 112 Deacon, T. 35, 36, 246 Denny, P. J. 182, 183, 250 Descartes, R. 53 Deseriev, J. 177 Dionisio de Tracia 22 Divac, V. 152 Dubcek, V. 150 Enlil 19

Calvet, L.-J. 220, 223, 224, 233-238, 248 Calvo, J. 121, 123, 124, 249 Cantor, G. 123 Cardona, G. R. 84, 90, 92 Cassirer, E. 18 Catalina I 52 Catalina II la Grande 52 Chomsky, N. 24, 66-69, 245, 246

Ferreri, S. 160 Fishman, J. 85, 86, 179, 180, 247 Fontenla, J. L. 80 Forlani, A. 91 Francisco de Asís 204 Francisco I de Francia 53, 55 Franco, F. 50, 79, 108, 142 Fukuyama, F. 211, 212, 230 

la divinidad políglota

Ganesha 19 Ganivet, A. 101 Gentile, C. M. 160 González, F. 91 Gramsci, A. 191, 192 Han (dinastía) 43 Havel, W. 150 Heany, S. 100 Herder, J. G. 134-139, 143, 144, 242 Hermes Trismegistus 19 Hitler, A. 151, 185, 186 Hockett, Ch. F. 24, 246 Isabel la Católica 48, 54, 55 Itzamná 19 Joyce, J. 139 Jruschev, I. 83 Junyent, C. 129, 131, 249 Jupp, T. 109, 248 Kaplan, L. J. 184 Kochanowkski, J. 48 Kramer, S. N. 22, 245 Labov, W. 74, 222, 247 Lenin, V. I. 82 Levi, P. 142-144, 198 Lévi-Strauss, C. 18 Lorenzo de Médicis 48 Lucy, J. A. 181, 250 Ludolfo, H. H. 48 Luque Durán, J. D. 174, 175, 195, 250 Luxemburgo, R. 185, 186 MacLuhan, H. M. 211 Malinowski, B. 18 Marina, J. A. 147 Marr, N. Y. 24, 55 Meillet, A. 120, 148 Mendelssohn, M. 213 Mendoza, E. 188 

Meschaninov, V. 120, 148 Mesic, S. 151 Moisés 20 Mombodo 24, 134 Mosca, G. 90 Mounin, G. 24, 246 Mufasa 26 Mussolini, B. 50, 91, 151 Nabú 19 Nebrija, E. A. 48, 52, 54, 55, 57, 125, 144 Odín 19 Okri, B. 76 Oliveira 48, 55 Osuna, F. 62 Pallas, P. S. 52 Palsgrave 48 Pánini 22 Petrovic, D. 152 Phillipson 234, 248 Pisani, A. 69, 247 Proshinecki, R. 152 Pujol, J. 142 Quin (dinastía) 43 Ramut, M. 234, 249 Reznikov, L. O. 120 Richelieu 53, 55 Roberts, C. 109, 248 Robins, R. H. 136, 246 Rousseau, J. J. 134 San Juan (Evangelista) 21 Sapir, E. 126, 134, 137, 144-148, 187, 188, 249 Sejong 44, 110 Serrano, S. 32-35, 39, 246 Sharon, A. 142 Simba 26 Skutnabb-Kangas, T. 234, 248

índice de nombres

Snegirev, I. L. 120 Soyinka, W. 76 Spagnolo, F. 160 Thot 19 Tito 151 Tollefson. J. W. 78, 248 Tribalat, M. 100, 237, 248 Turkana Boy 36, 54, 110, 125, 168, 169, 241, 242

Vico, G. B. 24, 135 Vincent, J. 180, 184, 249 Von Humboldt, W. 137, 139, 143, 144 Vujovic, V. 152 Westermann, D. 98 Whorf, B. L. 126, 134, 137, 144-148, 187, 188, 249 Yhavéh 19, 20

Varela, L. 220, 223, 224, 233-238, 248

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