LA CONSTITUCIÓN COMENTADA TOMO III [4 ed.]
 9786123118327, 9786123118358

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OBRA COLECTIVA ESCRITA POR 180 DESTACADOS JURISTAS DEL PAÍS

CONSTITUCIÓN COMENTADA ANÁLISIS ARTÍCULO POR ARTÍCULO

Edición actualizada y con nueva jurisprudencia del Tribunal Constitucional

TOMO III ARTÍCULOS 90 al 149

CUARTA EDICIÓN

Coordinadores MANUEL MURO ROJO ARTURO CRISPÍN SÁNCHEZ

ACETA JURIDICA Av. Angamos Oeste N° 526, Urb. Miraflores Miraflores, Lima - Perú / 8(01) 710-8900 www.gacetajuridica.com.pe

LA CONSTITUCIÓN COMENTADA Análisis artículo por artículo TOMO III

© Gaceta Jurídica S.A. Coordinadores:

Manuel Muro Rojo Arturo Crispín Sánchez Con la colaboración de:

Edwar S. Zegarra Meza Abraham García Chávarri Luis Zavaleta Revilla Kris Vidal Conde Andrea Atoche Cabrera Bianca Zúñiga Siguas Dévora Silva Ipince Cuarta edición: octubre 2022 Primera edición: diciembre 2005 1200 ejemplares Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú 2022-10168 ISBN Obra completa: 978-612-311-832-7 ISBN Tomo III: 978-612-311-835-8 Registro de proyecto editorial 31501222200560 Prohibida su reproducción total o parcial D. Leg. N° 822

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TÍTULO IV

DE LA ESTRUCTURA DEL ESTADO

TÍTULO IV DE LA ESTRUCTURA DEL ESTADO CAPÍTULO I PODER LEGISLATIVO Artículo 90

Unicameralidad del Congreso. Requisitos para la elección y número de congresistas El Poder Legislativo reside en el Congreso de la República, el cual consta de Cámara Unica. El número de congresistas es de ciento treinta. El Congreso de la República se elige por un periodo de cinco años mediante un proceso electoral organizado conforme a ley. Los candidatos a la Presidencia de la República no pueden integrar la lista de candidatos a congresistas. Los candidatos a vicepresidentes pueden ser simultáneamente candidatos a una representación en el Congreso. Para ser elegido congresista, se requiere ser peruano de naci­ miento, haber cumplido veinticinco años y gozar de derecho de sufragio^. CONCORDANCIAS:

C.: arts. 91,111,134,136,203inc.4),5aD.F.T., laD.T.E.,3aD.T.E.;C.P.Ct:arts.70inc. 2), 76,101 inc. 2), 105 ines. 1), 3); C.P.: art. 375; C.P.C.: arts. 336,413; TUO Rgmto. Congreso: arts. 1 al 4, 19,20,47; L.O.E: arts. 21, 112

Alberto Beingolea Delgado I. Introducción No es casualidad, que recién en el Título IV, la Constitución trate sobre la estructu­ ra del Estado. Colocar este tema detrás de los títulos anteriores, en donde se regula todo lo concerniente a los derechos fundamentales, los conceptos de Estado y Nación y el(*) (*)

Texto según modificatoria efectuada por el artículo único de la Ley N° 29402 del 08/09/2009. Dicha ley entró en vigencia para el proceso electoral del año 2011, según lo establecido en su única disposición transitoria.

régimen económico con relación a los derechos de las personas, supone una concepción constitucional que insinúa preeminencias entre las instituciones y derechos regulados por la Constitución. El rango constitucional de los derechos de las personas y la relevancia que tienen es­ tos hoy, ha supuesto un proceso histórico largo, que comenzando con la Carta Magna in­ glesa, en donde los súbditos obligaban al rey a reconocerles derechos, pasó por la consa­ gración constitucional de los llamados derechos sociales, a partir de los documentos de Querétaro en 1917 y Weimar en 1919.

En la actualidad, la preferencia que se da en nuestra Constitución al tratamiento de los derechos fundamentales, repite lo establecido en la Carta de 1979 y ambas a la española de 1978. Se trata pues de un momento más en el avance de una concepción constitucional, que pretende reafirmar que los derechos fundamentales, precisamente por serlo, son los pilares, sobre los que se construyen la estructura y el funcionamiento general del Estado. En esta misma línea interpretativa, tampoco es casualidad que al desarrollar la es­ tructura del Estado, aparezca en primer lugar el Poder Legislativo. Esto también debe en­ tenderse como una prelación, cuyo objetivo es confirmar la idea, de que este es el primer Poder del Estado. Hechas estas pequeñas reflexiones iniciales, nos toca analizar el artículo 90 de la Constitución, con el cual comienza el articulado sobre la Estructura del Estado y en par­ ticular, sobre el Poder Legislativo, artículo, cuyo texto vigente, no es el que originalmen­ te se aprobó en 1993. Comencemos explorando las razones para lo que fue aquella modi­ ficación constitucional.

El ratio de representación de nuestro Congreso, es decir, la relación que hay entre el número de Congresistas y el número de ciudadanos es de los más bajos intemacionalmente(1). Este tema fue debatido durante el quinquenio 2006-2011. La primera alternativa que se presentó para mejorar esta estadística, fue volver a la bicameralidad (tema que vere­ mos más adelante), pero ante la oposición del grupo fujimorista, la propuesta no prospe­ ró. Se llegó entonces a la fórmula transaccional de aumentar el número de congresistas. El acuerdo fue sumar diez congresistas más a los que reconocía el texto original, llegán­ dose inclusive a plantear que, para el siguiente periodo, se pudiera volver a aumentar el número en diez más. Esto último no ocurrió.

Esta modificación constitucional entonces, consistió en elevar el número de congre­ sistas de ciento veinte a ciento treinta. Se plasmó en la Ley N° 29402, publicada el 8 de setiembre de 2009, la que consagró la fórmula actual del artículo 90 bajo análisis. Pero

(1)

La sola comparación con los países vecinos nos lo confirma. En el proceso electoral para el Congreso de 2021, hubo 25’287,954 peruanos hábiles para votar, lo que arroja un promedio de un congresista por cada 194,522.72 electores. En ese año, mientras tanto, el promedio de Chile fue uno por cada 72.461, Ecuador uno por cada 95.614, Bolivia uno por cada 44.174 y Colombia uno por cada 130.800.

no solo aumentó el número de congresistas, sino que, con una mala técnica legislativa, ordenó que cuatro de dichas plazas fueran entregadas a una nueva jurisdicción, llamada Lima Provincias, para representar a los votantes de la jurisdicción del Gobierno Regio­ nal del mismo nombre. Las otras seis, serían distribuidas por el JNE en forma proporcio­ nal, de acuerdo a ley.

La técnica para fijar a través de una disposición transitoria especial el número de repre­ sentantes de una jurisdicción es deficiente, porque esta no es materia constitucional, sino legal o incluso técnica. Es decir, el número de representantes de cada jurisdicción debie­ ra ser establecido por una ley o una Resolución del órgano electoral, limitándose el man­ dato constitucional a fijar el criterio que deba seguirse, que debe basarse en la proporcio­ nalidad de cada distrito electoral. Mucho mejor técnica en este sentido tuvo el Congreso elegido el 2016, que creó un nuevo distrito electoral, la de Peruanos Residentes en el Ex­ tranjero, modificando como corresponde el artículo 21 de la Ley Orgánica de Elecciones, aunque fallando al fijar el número de representantes en dos, pues no solo es un número que sub representa a dicha población electoral, pues no guarda proporcionalidad con el resto de jurisdicciones, sino que además, invade el campo reglamentario que según esa norma, compete a la autoridad electoral. Sin embargo, resulta mejor dicha modificación, que la an­ terior que fijó el número de representantes de Lima Provincias en una norma constitucional. Hay que añadir, para cerrar el tema de la modificación constitucional, que en el nue­ vo texto del 2009, se aprovechó para mejorar la redacción original, sustituyendo la expre­ sión “Congreso” por “Congreso de la República” y “presidencia” por “Presidencia de la República”. Además, se cambió la frase final del segundo párrafo “(...) candidatos a una representación a Congreso” por “(...) candidatos a una representación en el Congreso”. Finalmente, en una disposición transitoria, la misma Ley N° 29402 estableció: “La pre­ sente reforma constitucional entra en vigencia para el proceso electoral del año 2011”.

II. Poder Legislativo “El Poder Legislativo reside en el Congreso de la República”. Lo primero que habría que establecer es qué se entiende por Poder Legislativo.

Siguiendo a Duverger, “el poder es la posibilidad de coaccionar a otro quien, a su vez tiene la creencia de que es legítimo aceptar la coacción”(2). La pregunta es entonces ¿tiene el Congreso capacidad para coaccionar al ciudadano le­ gítimamente? La respuesta es no. Solo en ciertas circunstancias, como cuando, por ejemplo, una Comisión Investigadora cita a un ciudadano, el cual debe acudir, so pena de ser condu­ cido por la fuerza. Pero en sus funciones más habituales, como por ejemplo, legislar ¿está coaccionando el Congreso al ciudadano? En este supuesto, el de la obligatoriedad de cumplir

(2)

DUVERGER, Maurice. Instituciones políticas y Derecho Constitucional. Ariel, Barcelona, 1970, p. 25.

las leyes, la capacidad de coaccionar del Estado se concreta más bien en el accionar conjun­ to de sus tres llamados Poderes. Así, el Legislativo dicta la ley, el Ejecutivo ordena y vigi­ la su cumplimiento y el Poder Judicial castiga a quien la infringe, de manera que es en esa acción conjunta en donde, según Duverger, podríamos apreciar la manifestación del Poder.

Desde esa perspectiva, la expresión “Poder Legislativo” de este texto, no haría refe­ rencia al ejercicio del Poder estatal. Más bien el ejemplo anterior nos lleva a entender con Lowenstein, que lo que comúnmente llamamos “Poderes del Estado”, no es más que la “(...) distribución de determinadas funciones estatales a diferentes órganos del Estado (.. .)”(3), ya que en realidad, el poder del Estado es unitario.

La división entre Poder Legislativo, Ejecutivo y Judicial, responde a la formulación de la teoría de separación de poderes, formulada en 1690 por John Locke, en su Tratado de Gobierno Civil y reafirmada en 1748 en el Espíritu de las Leyes por Montesquieu. La idea central, sobre la que descansa toda la doctrina estatal occidental moderna, explica la necesidad de que los distintos órganos de Gobierno, especializados en una función deter­ minada, sean independientes entre sí y se controlen, además, unos a otros, logrando un equilibrio en el poder (llamado erróneamente equilibrio de poderes), que asegure el fun­ cionamiento institucional del mismo, por encima de fuerzas personales. No olvidemos que estos diseños se incuban en tiempos en que las ideas liberales, trataban de imponer un mo­ delo de Estado en contraposición al modelo monárquico de entonces. Se debe entonces analizar la posibilidad de entender la expresión: “Poder Legislati­ vo” del artículo 90 de la Constitución, o como sinónimo de función legislativa o como re­ ferencia a uno de los órganos del Estado. Si optásemos por la primera opción, deberíamos concluir en que la frase constitucional bajo análisis es incorrecta. Si entendemos por función legislativa, tan solo la de producir “leyes”, en el término formal de la palabra, pues encontramos que el inciso 4 del artículo 101, determina que el Congreso puede delegar dichas facultades a la Comisión Permanente, que aunque está integrada por miembros del Congreso, no es más que una comisión dentro del mismo y, por lo tanto, no es igual, pues la majestad del Congreso reside en el Pleno.

Si más bien, como corresponde, entendemos la ley en su acepción amplia, estaría más claro que la facultad legislativa no es potestad exclusiva del Congreso, pues otros Órganos del Estado también pueden producir normas por mandato constitucional. El caso más usado es el que consagra el artículo 104 de la Constitución, que indica que el Congreso puede autorizar al Ejecutivo la facultad de legislar mediante decretos le­ gislativos. Es cierto que la facultad en este caso es delegada por el Congreso y que a él debe rendírsele cuentas de lo realizado bajo el amparo de dicha facultad, pero el hecho es que la producción legislativa en este recurrido caso, es del Ejecutivo y no del Legislativo.

(3)

LOEWENSTEIN, Karl. Teoría de la Constitución. Ariel, Barcelona, 1964, p. 55.

Más aún, el Ejecutivo también puede legislar sin autorización del Legislativo, a tra­ vés de decretos de urgencia. Si bien es cierto estos deben ser sometidos a control del Le­ gislativo y solo pueden dictarse ante situaciones especiales detalladas en el inciso 19 del artículo 118 de la Constitución, lo cierto, es que estamos frente a una función legislativa ejercida por el Ejecutivo a su sola voluntad.

Pero también apreciamos otras formas variadas de producir legislación, aunque ca­ rente del carácter general que tienen las normas dictadas por el Congreso y el Ejecutivo. Por ejemplo, la Constitución reconoce facultades normativas dentro de su territorio a los gobiernos regionales (arts. 191 y 192) y a las municipalidades (art. 195). Por otro lado, vemos la facultad de legislar en negativo que tiene el Poder Judicial cuando por ejemplo, falla a favor de una Acción de Amparo. O la del Tribunal Constitucional en el mismo sen­ tido, yendo inclusive algunas veces más allá de esta facultad, legislando en positivo en sentencias en las que claramente excede sus competencias. En esa misma línea, podemos también considerar algunos acuerdos de Sala Plena del Poder Judicial, que se vienen con­ virtiendo en auténticas fuentes normativas y ya no solo interpretativas. Podríamos inclu­ sive alargar la lista considerando las facultades reglamentarias del Ejecutivo y hasta algu­ nas resoluciones del Jurado Nacional de Elecciones. Se pueden discutir algunos de los ejemplos ofrecidos, pero lo que queda claro con este repaso, que puede ser más amplio, es que si entendemos por “Poder Legislativo” la facul­ tad de legislar, la frase constitucional de que el Poder Legislativo reside en el Congreso no sería cierta, pues debiera decir que reside en el Congreso y en otras instituciones más.

La otra alternativa sería entender que en esta frase constitucional, la expresión Poder Legislativo se utiliza para identificar al órgano legislativo del Estado. Tampoco sería óp­ tima esta propuesta, pues en primer lugar, supondría que el órgano encargado de dar las leyes debiera ser el único y ya hemos visto que esto no es cierto. Y por otro lado, resulta­ ría tautológico, pues en este caso, estaríamos usando ambas expresiones, Poder Legisla­ tivo y Congreso, como sinónimos para nombrar al mismo Órgano. Propongo entonces una interpretación intrasistémica para entender la frase en análisis. Como ya se ha expuesto, este artículo 90 es el primero del Título Cuarto que trata so­ bre la Estructura del Estado. A la vez, es el primero del Capítulo I de dicho Título, que tie­ ne como nombre: Poder Legislativo.

El Capítulo es desarrollado en catorce artículos y se relaciona con los siete artículos siguientes en cuanto allí se abunda en lo que es la función legislativa y la producción de las leyes. En todo este articulado, se desarrolla la forma de constitución, la cantidad de sus integrantes, así como sus limitaciones, prohibiciones y atribuciones, también las facultades (que no son solo legislativas), la organización, funcionamiento (...) del Poder Legislativo.

Llegamos así a una definición del Poder Legislativo proporcionada por la propia lec­ tura de la Constitución. El Poder Legislativo sería entonces un conjunto de atribuciones, facultades y competencias que se entregan a un conjunto de representantes legítimos de

la nación, debidamente habilitados y legalmente elegidos, para que reunidos en asamblea, las ejerzan, observando un modelo predeterminado de funcionamiento. Y es este conjunto de atribuciones, facultades y competencias, entregados a unos re­ presentantes, el que por mandato de la Constitución reside en el Congreso. Pero es eso y más. No se puede olvidar que se exige al Poder Legislativo tres grandes funciones dentro de nuestro sistema democrático: legislar, fiscalizar y representar. No es una de estas tareas más importante que la otra, aunque hay la tendencia a en­ tender que la representación es la función principal del congresista, toda vez que las otras dos funciones las comparte con otros órganos del Estado, mientras que la de representa­ ción es por excelencia suya. Es bueno recordar que el carácter representativo es producto de “la democracia de los modernos” donde las decisiones ya nos las toman directamente los ciudadanos sino que ellos eligen a otros ciudadanos que “los representan y toman de­ cisiones por ellos”, en contraposición a “la democracia de los antiguos”, donde directa­ mente el ciudadano tomaba todas las decisiones del Estado(4).

Así, hay quienes sostienen que el mandato de representación constituye la esencia del Parlamento(5).

A pesar de la reflexión anterior, y siendo la representación fundamental pues en cada uno de los 130 congresistas reside la representación de la nación, razón por la cual no es­ tán sujetos a mandato imperativo y están premunidos de una serie de protecciones (art. 93), no son menos importantes las otras tareas. Diversos órganos del Estado también producen normas, pero el Congreso debe ser el prin­ cipal productor de las mismas. Por otro lado, las protecciones a las que se ha hecho referen­ cia, de las que está dotado el congresista, lo convierte en el funcionario ideal para fiscalizar y lograr con ello convertirse en un operador del equilibrio en el interior del aparato estatal.

Finalmente, el Congreso desarrolla una serie de actividades importantes y fundamen­ tales para el desarrollo de la vida de la República, como el nombramiento de magistra­ dos y funcionarios o las autorizaciones para viajes presidenciales o para el ingreso de tro­ pas extranjeras.

Todo esto es el Poder Legislativo, que así entendido, reside en el Congreso. Conclu­ yendo, el Congreso es el órgano del Estado, en el cual los representantes legítimos de la nación, debidamente habilitados y legalmente elegidos, reunidos en asamblea, ejercen las funciones, atribuciones, facultades y competencias encargadas en la forma determinada por la Constitución.

(4) (5)

CERRONI, Umberto. Libertad de los modernos. Martínez Roca, Barcelona, 1972. DUHAMEL, Olivier y MENY, Yves. Dictionnaire Constitutionnel. Presses Universitaires de France, París, 1992, p. 699.

III. Unicameralidad “(...) consta de cámara única No siempre fue así en el Perú. Hemos tenido inclusive alguna experiencia de Congreso pluricameral, como el consagrado por la Constitución de 1826, que lo llamó “Cuerpo le­ gislativo”, con tres cámaras: de los tribunos, de senadores y de censores. El resto de nues­ tra experiencia histórica constitucional, supo de Congresos unicamerales y bicamerales.

Nuestra última Constitución que consagró la bicameralidad, fue la de 1979, que tuvo un nacimiento más democrático que la actual y muchos mejores gestores. La de 1993, instituyó la unicameralidad. Hasta el día de hoy, cada cierto tiempo, se plantea en el Congreso la ne­ cesidad de hacer una reforma constitucional para volver al sistema bicameral, como sucedió con el Congreso que terminó labores en julio del 2021, sin que la modificación prosperase.

Recientemente, la composición actual del Congreso de la República aprobó un pro­ yecto de retomo a la bicameralidad; sin embargo, solo alcanzó 71 votos a favor, por lo que requiere ser ratificado mediante referéndum. No es pues un debate menor en el constitucionalismo peruano y tiene aún plena vigencia. Quienes abogamos a favor de la bicameralidad, mencionamos entre otros argumen­ tos, la necesidad de que existan pesos y contrapesos para lograr control y balance al inte­ rior del propio Congreso. En esta lógica, la existencia de dos Cámaras impediría que una sola pueda envanecerse con el poder. Otra razón importante, es que la segunda cámara asegura una mayor reflexión en el proceso de elaboración de las leyes, lo que permitiría una producción legislativa de ma­ yor calidad.

También se sostiene que una segunda Cámara permitiría la separación de algunas fun­ ciones, haciendo más eficiente su cumplimiento al quitar a una de ellas la responsabili­ dad que se da a la otra. Frente a estos argumentos, los defensores de la unicameralidad responden en el sen­ tido que el equilibrio es necesario buscarlo entre los diferentes órganos del Estado y no al interior del propio Congreso y que en todo caso la composición pluripartidaria del Con­ greso asegura ese equilibrio a través de las diferentes bancadas.

Con relación a la necesidad de reflexión en la producción legislativa, hay mecanis­ mos que pueden suplirla, como por ejemplo, el sistema de doble votación que se utiliza hoy en el Congreso para aprobar una ley, por el cual tras una votación favorable, debe es­ perarse unos días para volver a votarla y recién entonces consagrar la autógrafa(6). Ade­ más, frente al valor de la reflexión, los defensores de la unicameralidad oponen el valor de la eficiencia, entendiéndose como tal una mayor celeridad (como si una ley dada con más rapidez fuese mejor).

(6)

En la práctica, hoy en día dicho mecanismo es burlado, pues en todos los casos, al finalizar una votación aprobatoria, el ponente solicita exoneración de segunda votación, lo que se pone al voto y aprueba de inmediato.

.

La última respuesta es que las responsabilidades dadas a la Comisión Permanente, alivian de ciertas tareas al Pleno, sin renunciar el Poder Legislativo a funciones que le corresponden.

Siguiendo el rico debate constitucional que dio a la luz la Carta de 1979, encontramos que varias de las mentes más lúcidas de la peruanidad en el siglo XX se inclinaron por el bicameralismo. Pero no es posición unánime. Recordemos a otro peruano brillante argumentando en contra del Congreso bicameral: “En su composición, el principio de separación en dos cámaras, no se ha traducido en nada positivo, ni para la realidad, ni para el espíritu. Para una democracia como la peruana, anárquica e inestable, sin una gran tradición política, sin un esfuerzo continuo hacia el orden y la estabilidad nacional, una segunda Cámara, órgano de mediación y de control, era el poder de resistencia contra las veleidades republicanas. Pero en todas las formas de organización constitucional, esta Cámara no ha sido más que un segundo cuerpo de políticos de mayor edad, en donde la acción jamás a diferido mayormente de la Cámara de la democracia y la juventud”(7). En realidad, la determinación del número de cámaras para el Congreso, tiene mucho que ver con el momento político que se vive durante el debate Constituyente y la expe­ riencia inmediata anterior.

Para el caso peruano, la Constitución de 1993 fue elaborada durante el mandato de Alberto Fujimori, con posterioridad al autogolpe por él perpetrado y como una salida formal a la situación irregular generada por su inconstitucional conducta. Más allá de consideraciones académicas, lo cierto es que aquella asamblea, denominada “Congreso Constituyente Democrático”, tenía una amplia mayoría gobiernista, que debía justificar todo lo malo que se había dicho del Parlamento anterior como justificación de su “disolución”. Desacreditado, además, por propios desaciertos, se decía que era inoperante e ineficiente y que generaba demasiados gastos al erario nacional por el alto número de sus miembros, quienes, además, ganaban demasiado dinero(8). Siendo aquel Parlamento bicameral, era lógico que se encontrase a ese sistema viejo e ineficiente, sumado esto a la consigna de reducir lo más posible el número de representantes, ningún debate hubiera podido salvar el sistema bicameral. La unicameralidad estaba decidida aun antes de convocado aquel Congreso Constituyente. Era lo “políticamente” correcto. A pesar de ello, este tema dio origen a un duro debate durante el Congreso Constituyente Democrático, el cual probablemente, fue el más interesante de los que allí se sostuvieron, aunque estuviese impregnado de consignas partidarias. Estas consignas, dieron como resultado la sanción de la unicameralidad(9).

(7)

(8) (9)

GARCÍA CALDERÓN, Francisco. Le Perou Contemporain. Dujarrig et Cié Edit. París, 1907, pp. 168169; citado en GARCÍA BELAUNDE, Domingo. Teoría y práctica de la Constitución peruana. Tomo II, Ediciones Justo Valenzuela, Lima, 1993, p. 10 y 11. Habría que recordar que el Perú vivía los estragos de la crisis económica generada por el primer gobierno de Alan García y que el presidente Fujimori decía a la población que él solo ganaba mil soles. Los detalles pueden encontrarse en: Diario de los Debates, de la 29a “Q” Sesión Permanente del Congreso Constituyente Democrático de fecha 21 de julio de 1993.

IV. Número de congresistas “El número de congresistas es de ciento treinta” Como ya se ha expuesto, en este punto hubo una corrección al texto original. La ra­ zón de esta corrección surgió de la necesidad, aceptada por casi todos los analistas, de au­ mentar el número de parlamentarios considerado muy bajo para la cantidad de ciudada­ nos (electores) y habitantes del país. En este sentido, se debe precisar que la modificación fue tímida, pues la nueva cifra acordada, aún es percibida como insuficiente, inclusive por los legisladores que la apro­ baron, quienes, como ya se ha expuesto, plantearon la posibilidad que en la nueva legisla­ tura se volviese a abordar el tema con la finalidad de aumentarla nuevamente.

¿Por qué entonces no elevaron más el número de representantes? La respuesta la en­ contramos en el alto índice de desaprobación popular que tiene el Congreso de la Repú­ blica y el temor consiguiente de aquellos legisladores de generar un rechazo entre la ciu­ dadanía al aumentar a sus integrantes.

La insuficiencia de la cantidad de congresistas en el Perú, la podemos constatar inicialmente en una comparación con otras realidades. Reino Unido tiene 1444, Italia 945, Francia 925, Alemania 709, Japón 707, España 616. En América, México 628, Brasil tiene 594, Estados Unidos 535, Argentina 329, Colombia 273, Venezuela 264, Chile 198, Bolivia 166, Ecuador 137, Uruguay 129. En la simple comparación de cifras constatamos que el número de congresistas en el Perú es muy bajo, haciéndose más clara la diferencia si relacionamos estas cifras con la población de cada uno de los países citados(10). ¿Y por qué son tan pocos? Nuevamente hay que recurrir a razones históricas y recor­ dar la coyuntura política que dio origen a la reducción. Antes del golpe de Estado de abril de 1992, el Congreso peruano estaba integrado por 180 diputados y 90 senadores, es de­ cir, 270 parlamentarios.

Uno de los argumentos esgrimidos por los golpistas, hacía referencia a la ineficiencia del Congreso y al alto costo que le significaba al Estado la mantención de tantos congresistas. La consigna de la mayoría del Congreso Constituyente Democrático fue entonces reducir el número de representantes. Desaparecer una Cámara e instituir la unicameralidad, fue solo consecuencia lógica de lo anterior. Por cierto, la reducción se hizo ante el aplauso popular.

El tema es que el Congreso no solo debe legislar. Sus otras dos funciones básicas son fiscalizar y representar. El trabajo del día a día, demuestra lo difícil que se hace la fiscali­ zación con tan pocos representantes. Las pocas veces que se forman comisiones investi­ gadoras, los congresistas que las integran carecen del tiempo necesario, debido a su labor legislativa y de representación. Para investigar con eficiencia, sería ideal la dedicación ex­ clusiva, cosa imposible considerando que cada uno, debe integrar en promedio 3 o 4 co­ misiones ordinarias a efectos que su bancada tenga opinión y voto en ellas.

(10) Al respecto ver la nota a pie de página 1.

Problema similar se presenta en el campo de la representación, aunque aquí la posibilidad de cumplir es peor, debido a la cantidad de ciudadanos que en teoría cada uno debiera representar. Si bien es cierto cada congresista representa a la nación y, por ende, a todos los peruanos (art. 93 de la CP), en la práctica, con la anuencia de todos los Parlamentarios, cada uno intenta cumplir esta tarea con los habitantes de su distrito electoral00.

La inmensidad de la tarea es evidente, pues cada región está integrada por diver­ sas provincias, algunas de difícil acceso y con problemas muy diversos, que debieran ser atendidos en muchos casos por solo dos parlamentarios, siendo extremo el caso del De­ partamento de Madre de Dios, en donde debe desarrollar esta labor un solo Congresista. Reducir el número de parlamentarios fue una respuesta populista de la Constitución de 1993, que no afrontó el problema real, pues no se trata de si son más o menos congre­ sistas, sino si se puede o no cumplir con eficiencia las tareas encomendadas. Bajo el im­ perio de la Constitución de 1993, hemos visto demasiadas delegaciones de facultades le­ gislativas, poca fiscalización de los otros órganos del Estado e insuficiente representación de la población. Por ende, se debe concluir en que el número de congresistas debe depen­ der de la cantidad de comisiones que desarrollan el trabajo legislativo, las necesarias para desarrollar una correcta fiscalización y el aumento de la población que exige un número que asegure un mínimo de eficiencia en la representación.

Según el Instituto Nacional de Estadística e Informática, se estimaba que al iniciar julio de 2011, mes de instalación del Parlamento, la población del Perú sería de 29 millones 797 mil 694 habitantes11 (12). Es decir, según esa cifra, en el Perú habría un Congresista por cada doscientos veintinueve mil doscientos trece habitantes. O, según el registro del Jurado Nacional de Elecciones para el último proceso electoral, uno por cada ciento cincuenta y tres mil cuatrocientos sesenta ciudadanos electores. Muy poco.

V. Periodo congresal “El Congreso de la República se elige por un periodo de cinco años (...)”

Con esta fórmula se consagra una vieja práctica nacional, según la cual, el Congre­ so es elegido por el mismo periodo que corresponde al Presidente de la República, que es también de cinco años (art. 112 de la CP).

La pregunta inmediata es si el Congreso y el Presidente de la República ejercen fun­ ciones durante el mismo periodo o eso es simple producto de nuestra costumbre. Si bien

(11) Esta división práctica de las tareas de representación entre los congresistas, queda evidenciada con la llamada “semana de representación”, instalada durante el periodo 2006-2011 y continuada hasta la fecha. Según ella, durante una semana al mes, el funcionamiento de Comisiones y del Pleno se suspende para permitir a cada Parlamentario viajar a su Región a atender los problemas de la población, debiendo cada uno presentar a la Presidencia del Congreso un informe de lo hecho durante el viaje. (12) INSTITUTO NACIONAL DE ESTADÍSTICA E INFORMATICA. “Perú: Estimaciones y Proyecciones de Población Departamental, por Años Calendarios y Edades Simples, 1995-2025”.

no hay una norma expresa en el texto constitucional, esto se infiere de la prohibición con­ tenida en el mismo artículo que analizamos, según la cual los candidatos a la Presiden­ cia no pueden integrar las listas de candidatos a congresistas. Este impedimento resultaría ilógico si la elección no se realizase para el mismo periodo y aún más, en el mismo acto electoral. En efecto, si se tratase de elecciones para periodos diferentes, para la elección de candidatos al Congreso, no habría candidatos a la Presidencia de la República (salvo coincidencia de fechas, lo que sería excepcional). En consecuencia, con dicha prohibi­ ción queda claro que tanto el Presidente de la República, como los Congresistas, son ele­ gidos para el mismo periodo.

En una interpretación integral de la normativa nacional se tiene el cuadro completo. En el artículo 20 de la Ley N° 26859, Ley Orgánica de Elecciones se dice: “Las eleccio­ nes para congresistas se realizan conjuntamente con las elecciones para Presidente y Vice­ presidentes de la República”. Si se eligen en el mismo acto y por mandato constitucional ambos son elegidos por cinco años, queda claro que el periodo del Congreso, comienza y termina al mismo tiempo que el del Presidente de la República.

VI. Forma de elección de los congresistas “(•..) mediante un proceso electoral organizado conforme a ley”. Si bien es cierto hay aquí una clara remisión a la ley, se debe considerar que la propia Constitución contiene una serie de mandatos (básicamente en el Capítulo XIII “Del Sis­ tema Electoral”), que por jerarquía de normas deben ser de obligatoria observancia por la legislación que desarrolle los temas electorales. En ese Capítulo XIII hay disposiciones especialmente relevantes para la elección de congresistas. El segundo párrafo del artículo 182 de nuestra carta fundamental, establece que a la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), “le corresponde organizar to­ dos los procesos electorales (...)”, de manera que la organización a que hace referencia el artículo 90, le corresponde a ella. Otro mandato constitucional de especial relevancia para la elección de congresistas, está contenido en su artículo 187, que establece en el primer párrafo: “En las elecciones pluripersonales hay representación proporcional, conforme al sistema que establece la ley (...)”, de manera que la elección de congresistas debe respe­ tar la proporcionalidad en la representación. Adicionalmente, hay que observar el impor­ tante papel que le otorga la Constitución al Jurado Nacional de Elecciones, quien no solo debe “Fiscalizar la legalidad (...) de los procesos electorales (...)” (art. 178, inc. 1), “Ve­ lar por el cumplimiento de las (...) demás disposiciones referidas a materia electoral (...)” (art. 178, inc. 3), “Administrar justicia en materia electoral” (art. 178, inc. 4) y “Procla­ mar los candidatos elegidos (...) y expedir las credenciales correspondientes”, (art. 178, inc. 5), sino que inclusive “(...) declara la nulidad de un proceso electoral (...) cuando los votos nulos o en blanco, sumados o separadamente, superan los dos tercios del número de votos emitidos (...)” (art. 184).

Respetando estas disposiciones constitucionales, el Congreso votó la Ley N° 26859, Ley Orgánica de Elecciones, la misma que ha sido modificada en diferentes oportunidades. Según la normativa vigente entonces, la elección del Congreso tiene las siguientes características:

1. Se realiza mediante sufragio directo, secreto y obligatorio Estas características corresponden al voto en general, es decir, no solo se aplican para elegir congresistas sino en todo proceso electoral en el Perú. Primeramente queda claro que el constituyente optó por un sistema de democracia directa, a diferencia de la indirecta (en donde la elección final la realiza un delegado o elector que representa el voto de varios). Pero además, por sufragio directo también debe entenderse que no cabe la emisión del voto a través de representante. Es un acto persona­ lismo que implica la presencia física del ciudadano para emitir su voto y depositarlo en el ánfora. Se permite sin embargo en el caso de tener alguna discapacidad evidente, con­ tar con compañía y en el caso de ceguera, utilizar a un tercero.

El voto es secreto y las normas electorales plantean inclusive la prohibición de hacer referencia a él en las inmediaciones del local de votación. Es decir, el secreto del voto no es solo un derecho, es además una obligación. Como derecho otorga seguridad al ciuda­ dano de no sentirse rechazado o amenazado por su decisión y como obligación pretende impedir la influencia en la voluntad ajena.

Concordando este artículo con el 31 de la Constitución, el voto es obligatorio hasta los setenta años, luego de esa edad es facultativo. La obligatoriedad del voto motiva hoy arduo debate. Se basa fundamentalmente en la idea de que es necesario reforzar la institucionalidad de los órganos de Gobierno en el Perú. Se piensa que si fuera opcional, el ausentismo sería muy grande, dado el poco interés cívico de un grueso sector de la ciu­ dadanía, quitando legitimidad a la autoridad elegida y debilitando su mandato. Quienes abogan por un voto opcional, indican que este es un derecho y no una obligación. Es una polémica que no se ha agotado. Para cerrar este punto es bueno recordar que según el artículo 31 de la Constitución ya citado, el voto es además personal, igual y libre.

2. Se realiza mediante Distrito Electoral Múltiple Esta ha sido una materia desarrollada por ley, aunque a lo largo de los casi treinta años de vigencia de la Constitución, se ha modificado bastante, de manera inconveniente y sin el rigor técnico legislativo necesario.

La norma básica para la distribución territorial de Congresistas está en el artículo 21 de la Ley Orgánica de Elecciones, Ley N° 26859, probablemente, uno de los artículos que ha sufrido más variaciones. La Ley N° 27387, promulgada el 28 de diciembre de 2000, cam­ bió el Distrito Electoral Unico, con el que se eligió al primer Congreso surgido al amparo

de la flamante Carta de 1993, por el Distrito Electoral Múltiple, que dividió el territorio del país en veinticinco distritos electorales, correspondiendo uno a cada Departamento y el restante a la Provincia Constitucional del Callao. Luego, mediante Ley N° 29402, del 8 de setiembre de 2009, se produjo un cambio constitucional al cual ya nos hemos referido, que no solo aumentó el número de congresis­ tas, sino que también, mediante una nueva disposición transitoria especial en la Constitu­ ción, creó el Distrito Electoral de Lima Provincias, al cual asignó cuatro representantes al Congreso (con lo que lo convirtió en el único Distrito Electoral cuyo número mínimo de plazas tiene garantía constitucional). Cambiado el texto de la Constitución, de inmedia­ to, el mismo día, el Congreso aprobó la Ley N° 29403, que modificó el artículo 21 de la Ley Orgánica de Elecciones, decretando las reglas de elección que rigieron para el Con­ greso 2011-2016.

Finalmente, en lo que respecta a la distribución territorial de los representantes, la Ley N° 31032, aumentó la nueva circunscripción electoral de Peruanos Residentes en el Extranjero, a la que asignó en la misma norma, dos cumies. Estas últimas dos modifica­ ciones, como puede apreciarse, vulneran la lógica técnica de la distribución de escaños, pues asigna un número fijo de representantes a las jurisdicciones de Lima Provincia, por vía constitucional y Peruanos Residentes en el Extranjero, por vía legal. Esto debería co­ rregirse en una próxima norma. A un mes del ingreso del Congreso para el periodo 2021-2026, la legislación dividió el país en veintisiete Distritos Electorales: uno correspondiente a los Peruanos Residen­ tes en el Extranjero, uno correspondiente a la Provincia Constitucional del Callao, uno correspondiente a Lima Metropolitana, uno correspondiente a la mal llamada Lima Pro­ vincias (que son las provincias del departamento de Lima, menos Lima Metropolitana), y uno correspondiente a cada uno de los otros veintitrés departamentos del país. El sistema para asignar escaños a cada Distrito Electoral, ordena como base, que debe asignarse uno a cada uno y los escaños restantes, deberán ser distribuidos en forma pro­ porcional en función del número de electores de cada Distrito Electoral, exceptuando de la regla a Lima Provincias, a la que le corresponde cuatro por mandato constitucional y a los Peruanos Residentes en el Extranjero, a los que toca dos por imposición legal.

A modo de ejemplo, la distribución de escaños para el periodo 2021-2026 dio el si­ guiente resultado:

Lima Metropolitana ................................

33

La Libertad...............................................

7

Piura...........................................................

7

Arequipa...................................................

6

Caj amarca.................................................

6

Ancash.......................................................

5

Cusco..........................................................

5

Junín..........................................................

5

Lambayeque.............................................

5

Puno...........................................................

5

Callao.........................................................

4

lea................................................................

4

Lima provincias.......................................

4

Loreto........................................................

4

San Martín..................................................

4

Ayacucho...................................................

3

Huánuco....................................................

3

Ucayali.......................................................

3

Amazonas..................................................

2

Apurímac...................................................

2

Huancavelica.............................................

2

Moquegua...................................................

2

Pasco...........................................................

2

Peruanos Residentes en el Extranj ero....

2

Tacna..........................................................

2

Tumbes.......................................................

2

Madre de Dios...........................................

1

3. Para la asignación de escaños, se aplica el método de la cifra repartidora Existen muchas formas de asignar escaños tras una votación. Hay sistemas que dan todas las plazas al grupo ganador y sistemas como el nuestro que permite la representa­ ción de minorías. Uno de esos sistemas, que permite la representación proporcional de minorías, es el de la cifra repartidora, que “(...) reparte los cargos a cubrir entre todos los partidos que disputan la elección a condición de que alcancen a un mínimo de votos cuya cifra se obtiene de acuerdo a distintas operaciones aritméticas; ese mínimo se llama cifra repartidora o cociente electoral, y cuantas veces esa cifra esté contenida en el total de votos alcanzado por cada partido, tantos serán los cargos que ese partido conquista (...)”(13).

(13) BIDART CAMPOS, Germán. Lecciones elementales de política. Buenos Aires, Ediar, 1979, p. 381.

4. Se usa doble voto preferencial opcional, excepto en los distritos elec­ torales donde se elige menos de dos congresistas, en cuyo caso hay un solo voto preferencial opcional Dice la ley04), que cada agrupación política debe inscribir en cada uno de los distritos electorales, tantos candidatos como cumies asignadas, salvo los distritos electorales en donde se vaya a elegir menos de tres congresistas, en cuyo caso, las listas deberán tener, tres candidatos.

En estas listas se asignan números a los candidatos, de manera que el votante pueda utilizar si desea, el voto preferencial. Lo que hace el voto preferencial es cambiar el orden de la lista propuesto. Hay quienes piensan que mediante el voto preferencial se elige di­ rectamente a un candidato. No es así. Si la agrupación política no alcanza los votos nece­ sarios para igualar la cifra repartidora, ninguno de sus candidatos ganará un escaño, aun­ que haya obtenido muchísimos votos. Esa es la razón por la que se ve en cada elección, cómo candidatos que obtuvieron un alto número de votos preferenciales quedan fuera, mientras otros, con mucho menos vo­ tos preferenciales, obtienen un escaño. Repasemos, la suma de todos los votos recibidos por la agrupación (sin importar el voto preferencial), determina la cantidad de escaños para la agrupación política en cada Distrito Electoral. Una vez definida esas cantidades, los candidatos que ingresarán por cada agrupación política, serán los que hayan obtenido más votos preferenciales al inte­ rior de la misma. Por eso decimos que lo que hace el voto preferencial es reordenar la lista.

Precisamente por eso el voto preferencial es opcional. Lo principal para alcanzar ma­ yor número de escaños es que los electores voten por la lista propuesta. Finalmente, puede usarse hasta dos votos preferenciales, salvo en los Distritos Electo­ rales en donde solo se haya asignado un escaño, en cuyo caso, solo se podrá usar un voto preferencial. Por ejemplo, en el proceso electoral para el periodo 2011-2016, los votantes de Madre de Dios solo pudieron disponer de un voto preferencial, mientras que en todos los demás Distritos Electorales se pudo usar dos. Terminando las consideraciones sobre la forma de elección de congresistas, es bueno insistir en que las características a las que me he referido y que por cierto ño son las úni­ cas, tienen carácter legal, es decir, no son mandatos directos de la Constitución, sino de una Ley que desarrolla por mandato de la primera la forma de elección. El artículo cons­ titucional solo prevé como ya se ha expuesto, que la elección de congresistas es a través de un proceso electoral y que este debe ser organizado de acuerdo a ley. Quiere decir qué cualquiera de los puntos desarrollados en la enumeración anterior puede ser modificado por vía legal, sin que esto deba entenderse como una alteración constitucional.

(14) Artículo 115 de la Ley Orgánica de Elecciones.

Siendo el objeto de este trabajo el análisis del artículo 90 de la Constitución, nos de­ tuvimos brevemente en estas disposiciones legales a las cuales nos remite el mismo.

VII. Impedimentos para candidatos presidenciales “(...) Los candidatos a la Presidencia de la República no pueden integrar las lis­ tas de candidatos a congresistas. Los candidatos a vicepresidentes pueden ser simul­ táneamente candidatos a una representación en el Congreso Es un texto clarísimo que no requiere mayor aclaración, sin embargo, amerita una reflexión.

La Constitución de 1979 tenía una disposición totalmente distinta. En el último párrafo de su artículo 166 decía: “(•..) Los candidatos a la presidencia y vicepresidencias pueden integrar las listas de candidatos a senadores o diputados”. Resulta especialmente curioso que ese cambio haya sido introducido por el régimen de Alberto Fujimori, considerando que él fue el único de los presidentes que gobernaron bajo aquella Constitución de 1979, en acogerse a su artículo 166. En efecto, al postular a la Presidencia, tal como hacían la mayoría de los candidatos que tenían poca opción, postuló al mismo tiempo al Senado. El problema de aquella norma era que aumentaba candidaturas presidenciales, pues algu­ nos, con el único objetivo de llegar al Parlamento, postulaban al mismo tiempo a la Presi­ dencia, con el afán de elevar su exposición e intentar así más votos para lograr un escaño en el Congreso. Ni Belaunde ni García recurrieron a esta práctica, pues era mal vista en­ tre la clase política. Solo la siguió Fujimori. Lo cierto es que dicha norma tuvo poco tiempo para desarrollarse. El que no la hu­ bieran usado los dos primeros presidentes, no significa que no hubiera podido ser de gran utilidad más adelante. Permitir que los candidatos presidenciales postulen al mis­ mo tiempo al Congreso puede contribuir al fortalecimiento del sistema democrático y en particular, al sistema de Partidos. Usualmente quienes compiten por la primera ma­ gistratura de la nación son los mejores políticos de sus agrupaciones. La presencia de todos ellos en el Parlamento, podría ayudar a elevar su nivel, fundamentalmente desde el punto de vista político. Además, siendo normalmente los más representativos de sus colectividades, su pre­ sencia en las listas parlamentarias podría contribuir a evitar el voto cruzado, combatiendo la atomización del Congreso. La presencia del líder, en un país todavía caudillista como el nuestro, podría concentrar en su persona el voto preferencial, minimizando las nefastas consecuencias que este ha tenido para la salud de los partidos y fomentar al interior de las futuras bancadas una mayor disciplina.

Para evitar la proliferación de absurdas candidaturas presidenciales, pudo haber­ se buscado algunos mecanismos distintos y no eliminarse esta posibilidad de que los principales dirigentes políticos del país se encuentren en el Congreso, reforzando su institucionalidad.

Finalmente y en relación con lo anterior, la actual Constitución también desapareció la norma que permitía al Congreso contar con la permanente asesoría de quienes habiendo ejercido la Presidencia, podían ofrecer aportes invalorables a partir de sus conocimientos y experiencia. Era una sola línea del mismo artículo 166 de la Constitución de 1979: “(...) son senadores vitalicios los expresidentes constitucionales de la República (...)” ¿Por qué razón los constituyentes del 93 decidieron hacer este cambio? Podría pensarse que el afán de reducir el número de Congresistas llegó a niveles insospechados. Sin embargo, ya se ha explicado que los cambios constitucionales deben interpretarse a la luz de la coyuntu­ ra histórica y política que les dieron origen. En ese entonces, recién producido el golpe de Estado, resultaba incómodo para los gobernantes de tumo tener en el Parlamento a los úl­ timos Presidentes constitucionales, pues su sola presencia llamaría a la permanente denun­ cia por el orden democrático fracturado. Pero muy especialmente, resultaba inconveniente reconocer al expresidente García como Senador, pues como tal, habría estado protegido en aquel entonces con la inmunidad parlamentaria en un momento en el que precisamen­ te, el régimen lo perseguía acusándolo de diversos cargos. Aquellas razones políticas eliminaron una práctica sana para el Congreso peruano. Y es que la presencia de los expresidentes podría ser aún más beneficiosa que la de los can­ didatos presidenciales para el Congreso de la República. Facilitaría llegar a consensos que nos permitan mejores herramientas para la construcción de la nación peruana. Su presen­ cia en el Parlamento, al lado de los candidatos presidenciales, puede potenciar la visión de Estado de toda la clase política y como consecuencia, de toda la ciudadanía. Esto es, la identificación de metas comunes más allá de diferencias partidarias. Entender lo que se hizo para proyectar lo que se hará.

VIII. Requisitos para ser elegido congresista “(•..) Para ser elegido congresista, se requiere ser peruano de nacimiento, haber cumplido veinticinco años y gozar del derecho de sufragio”.

Comencemos diciendo que no son los únicos requisitos, pues diferentes normas den­ tro de la Constitución, plantean incompatibilidades y sanciones que, indirectamente, se convierten en otros requisitos.

1. Oportunidad de su exigencia La frase “(...) Para ser elegido congresista (...)” no parece ser la más conveniente. En realidad, se trataría de requisitos para postular al Congreso o ser congresista, mas no para ser elegido, pues para esto último, lo que se requiere es obtener la votación adecuada en función de las reglas establecidas. Interpretar el texto literalmente, supondría un absur­ do mandato al elector.

Conviene analizar entonces si los requisitos son para postular al cargo o para ejer­ cerlo, pues no es lo mismo. Por ejemplo, en el primer caso, uno podría cumplir todos los

requisitos a la hora de postular, pero luego podría perder su derecho de sufragio por una condena y sería válida su elección. En el segundo caso, también a modo de ejemplo, po­ dría ocurrir que a la hora de postular, el aspirante tuviese veinticuatro años, pero siendo su onomástico en fechaprevia a la eventual juramentación, no tendría problema para ser congresista y tendría que aceptarse su postulación. La oportunidad de la exigencia de es­ tos requisitos es relevante entonces para entender el mandato constitucional. ¿Son requi­ sitos para postular o para ser congresista? En la fórmula empleada por la Constitución anterior, los requisitos eran para ser con­ gresista^5^ de manera que se abría teóricamente la posibilidad a que no se hubiesen cum­ plido los requisitos a la hora de la postulación, siempre que fuese claro que estos no fal­ tarían al momento de asumir la función.

¿El cambio del fraseo fue solo un error involuntario? La primera interpretación es que se quiso, de manera poco afortunada, dejar en claro que los requisitos no eran para ser con­ gresista sino para postular al cargo, con lo cual el momento para verificar su cumplimien­ to (tal como se ha interpretado mayoritariamente) es el de la postulación.

Otra interpretación posible tiene que ver con que hay un tercer momento a conside­ rar, el de la votación. Lía frase “para ser elegido” haría referencia al momento de la elec­ ción, es decir, con una fórmula también poco feliz, el constituyente parecería haber or­ denado que los requisitos estén presentes en la fecha programada para el acto electoral.

Ésta interpretación parecería apropiada para la exigencia de la vigencia de los dere­ chos civiles, pues es lógico que el día de las elecciones, quien tenga derecho a elegir, ten­ ga también derecho a ser elegido. Pero no sería óptima para la exigencia de la edad, pues lo que se quiere es que quien vaya a ejercer la función de congresista tenga una edad mí­ nima y en el momento de la elección, el postulante todavía no es congresista. La ambigüedad del mandato constitucional ha obligado a las autoridades del Jurado Nacional de Elecciones a interpretarlo. En un inicio se estableció que la oportunidad para corroborar el cumplimiento de los requisitos era el de la postulación. Sin embargo, se ha ido haciendo diferencias entre los mismos, hasta llegar a la Resolución N° 5004-2010JNE15 (16), donde se establece con toda claridad que el requisito de la edad debe estar cum­ plido al momento de la inscripción (art. 10, inc. b), mientras que el de gozar del derecho de sufragio, en algunos casos, debe estar presente durante todo el proceso que va desde la inscripción de la candidatura, hasta la resolución que da por concluidos los comicios (art. 17.5). Sobré el momento de verificar la nacionalidad, la norma no dice nada, siendo el uso exigirla al momento de la inscripción.

(15) Constitución de 1979 “Artículo 171.- Para ser Senador o Diputado se requiere ser peruano de nacimiento, gozar de derecho de sufragio y haber cumplido por lo menos 35 años en el primer caso, y 25 en el segundo”. (16) Reglamento de Inscripción de Fórmulas y Listas de Candidatos con motivo de las Elecciones Generales del año 2011. Firmada el 27 de diciembre de 2010.

Es decir, el Jurado Nacional de Elecciones exige los tres requisitos al momento de la inscripción de las candidaturas, pero considera la posibilidad de excluir a un candidato, si durante el proceso se le impone una condena por delito doloso con pena privativa de la libertad o suspensión de sus derechos políticos y esta adquiere la calidad de consentida o ejecutoriada, inclusive hasta que se emita la resolución que da por concluidos los comi­ cios. No dice nada la norma si el mismo caso se presentase con una sentencia de interdic­ ción o una inhabilitación del Congreso.

Si no se da una Ley que aclare el punto, debe seguir evolucionando la interpretación del Jurado. Pero, desde mi punto de vista, el artículo 90 plantea requisitos para ser congresista, que debiendo estar presentes durante todo el ejercicio del cargo, tendrían que ser exigi­ dos desde momentos diferentes. Discrepamos con la exigencia de la edad mínima al día de la inscripción, pues esta debería requerirse para ser congresista y eso ocurre desde el momento de la asunción del cargo. En la inscripción, lo que debería confirmarse, es que ante la eventual elección, la edad se cumpla antes de la juramentación.

Sí compartimos el criterio de exigir el goce de los derechos civiles, hasta el final de los comicios, pues aunque la inscripción haya sido válida, una sentencia posterior que in­ habilita debe impedir la participación de quien ha perdido sus derechos. Pero esta condi­ ción, debe extenderse también a la declaración judicial de interdicción y no solo a las sen­ tencias penales que contempla la disposición del Jurado.

La misma regla debería seguirse para el requisito de la nacionalidad, pues si un can­ didato al inscribirse tenía la condición de peruano de nacimiento, pero renuncia luego a ella, antes de la elección, debería quedar fuera de carrera al Parlamento. En estos dos últimos casos, lo prudente es exigir los requisitos hasta la elección, ya que si el candidato resulta electo, para perder luego el goce de los derechos civiles sería necesario el previo desafuero parlamentario.

Son necesidades exigióles en momentos diferentes. Pero al margen del procedimien­ to electoral, lo que debería quedar claro es que se trata de requisitos para ser congresista, pues pasada la elección, los requisitos siguen siendo exigióles. Lo cierto, es que tal como está, el texto constitucional no es bueno.

2. Ser peruano de nacimiento No pueden ser congresistas los ciudadanos que hayan adquirido la nacionalidad pe­ ruana por naturalización u opción. Caso distinto es el de los nacidos en territorio extran­ jero, de padre o madre peruanos e inscritos como peruanos en el registro correspondiente durante su minoría de edad, pues según el artículo 52 de la Constitución, también son con­ siderados peruanos de nacimiento.

Cabe señalar que el texto hace referencia a la nacionalidad peruana y no solo al hecho de haber nacido en el Perú como peruano, pues si bien la regla general fijada en el artículo 53 de la Constitución es que la nacionalidad peruana no se pierde, sí existe la excepción por renuncia expresa ante autoridad peruana. De esta forma, quien siendo peruano de nacimiento haya realizado renuncia expresa de la nacionalidad, no cumpliría con el requisito del artículo 90, salvo que recupere antes la nacionalidad siguiendo el procedimiento legal(17), al que remite el mismo artículo 53 de nuestra Carta. También es permitida la postulación de quien posea doble y hasta múltiple nacionali­ dad, siempre que para obtener tal estatus no haya renunciado expresamente a la naciona­ lidad peruana, pues en ese caso, mantiene su calidad de peruano de nacimiento, debido al principio ya expuesto de que la nacionalidad peruana no se pierde.

3. Haber cumplido veinticinco años Este es el segundo requisito planteado en el artículo 90. En adición a los problemas para definir el momento en el que esta condición es exigible, hay una reflexión más que hacer. La Constitución mantiene las edades mínimas que estipulaba la anterior para la Presidencia de la República y para ser congresista (la Carta de 1979 exigía un mínimo de veinticinco años para diputado y treinta y cinco para senador). La idea es que se requiere cierta madurez para ocupar una plaza de Gobierno. Siguiendo las reglas de la experien­ cia y la costumbre, se trata de evitar que lleguen al Poder quienes se presume no están lis­ tos debido a su juventud. El razonamiento parece prudente, pero tiene una incoherencia ¿cuál es la razón por la que un ciudadano en capacidad de elegir no puede ser elegido? Es decir, en este caso, se está diciendo a algunos ciudadanos que tienen capacidad para la delicada tarea de elegir a los gobernantes, pero no tienen capacidad para serlos. Y no es a cualquiera a quien se li­ mita de esta manera, es a los ciudadanos que están entre los 18 y los 25 años, que repre­ sentan el porcentaje etario más importante de la masa electoral y, por lo tanto, definen con su voto muchas veces a los que estarán sentados en las curules. Es decir, tienen el poder para colocar congresistas, pero se les impide serlo.

Evaluemos si esta norma guarda coherencia con la lógica constitucional. Comencemos con el artículo 30: “Son ciudadanos los peruanos mayores de dieciocho años. Para el ejer­ cicio de la ciudadanía se requiere la inscripción electoral”. Es decir, la ciudadanía se obtie­ ne solo con alcanzar la edad señalada y para ejercerla, es requisito obtener el Documento Nacional de Identidad (DNI). ¿Ejercer la ciudadanía no abarca el derecho de ser elegido?

Más directamente, el artículo 31 del propio texto fundamental señala: “Los ciudada­ nos (...) tienen también el derecho de ser elegidos (...) de acuerdo con las condiciones y procedimientos determinados por ley orgánica (...)”. Los mayores de dieciocho años como hemos visto son ciudadanos y, por lo tanto, según este artículo, tienen el derecho de ser

(17) Ley N° 26574. Ley de Nacionalidad.

elegidos. Plantea, sin embargo, el texto un condicionamiento por vía legal, que habría que entenderlo como complementario, pero de ninguna manera como restrictivo, ya que la ley, aunque sea orgánica, no puede limitar derechos que no se limitan en la Constitución. En protección del razonamiento anterior, el final del propio artículo 31 señala que: “(...) Es nulo y punible todo acto que prohíba o limite al ciudadano el ejercicio de sus derechos” y el inciso 2 del artículo 2, es contundente: “Toda persona tiene derecho: (...) A la igual­ dad ante la ley. Nadie debe ser discriminado por motivo de (...) o de cualquier otra índole”.

En una construcción lógica constitucional, si se es ciudadano a los 18 y se tiene DNI, se puede ejercer los derechos ciudadanos. Si se está en ese ejercicio, se puede ser elegi­ do. Si se pretende limitar a un ciudadano en el ejercicio de sus derechos, el acto es nulo porque finalmente, todos tienen derecho a la igualdad ante la ley y a no ser discriminados, en este caso, por razones de edad. Porque a no confundirse, no estamos frente a un me­ nor de edad que aunque tiene derechos en su condición de ser humano, aún no alcanza el goce de sus derechos civiles; estamos ante un ciudadano en el ejercicio pleno de sus de­ rechos a quien se le discrimina en el artículo 90 de la Constitución por no tener más edad.

A pesar de lo expuesto, el sentido común nos lleva a coincidir con el requisito de la edad planteado en el artículo 90. Es conveniente. La tarea de Gobierno requiere de re­ flexión, prudencia, experiencia de gestión y sobre todo experiencia de vida. Si no hubiese esta limitación, considerando la gran masa electoral que representan los ciudadanos que tienen entre 18 y 25 años, podríamos terminar con un Congreso lleno de representantes de corta edad, con consecuencias imprevisibles. Pero eso no elimina el argumento jurídico planteado, como crítica al texto constitucional. Es tarea pendiente en este punto, dotar de mayor coherencia sistémica a nuestra Constitución.

4. Gozar del derecho de sufragio El último requisito planteado en el artículo 90 es el de gozar de derecho de sufragio. Líneas atrás nos referíamos a que el derecho a elegir, va acompañado del derecho a ser elegido (art. 31 de la CP). Esta es la idea del requisito. Quien pretende ser elegido, debe poder elegir.

Un ciudadano que no cumple con su inscripción electoral, no puede ejercer sus dere­ chos ciudadanos según el artículo 30 de la Constitución. Uno de los derechos ciudadanos, es precisamente el derecho de sufragio, por lo tanto, quien no está inscrito no goza del de­ recho de sufragio, pues gozar de un derecho es tener la posibilidad de ejercerlo. Quien in­ curre en este supuesto, incumple el requisito constitucional y no puede elegirse Congre­ sista. La inscripción electoral es la que se hace ante el Reniec, en trámite que termina con la expedición del DNI.

Tampoco cumplen con el requisito quienes incurren en alguno de los supuestos del artículo 33 de la Constitución: “El ejercicio de la ciudadanía se suspende: 1. Por resolución judicial de interdicción. 2. Por sentencia con pena privativa de la libertad. 3. Por sentencia

con inhabilitación de los derechos políticos”. En estos tres casos se suspende el ejercicio de la ciudadanía, es decir, de los derechos que otorga, uno de ellos, el derecho de sufragio0 8). Por lo tanto, quien sufre una de estas resoluciones judiciales, no podrá llegar al Parlamento. La resolución judicial de interdicción es un mandato del juez que suspende la capa­ cidad civil de una persona, por causales expuestas en los artículos 43 (inc. 1) y 44 (ines. del 4 al 8) del Código Civil. En dicho texto se establece quiénes son incapaces absolutos y quiénes tienen capacidad de ejercicio restringida.

En los otros dos casos, debe haber sentencia de un juez penal. Si la sentencia es pri­ vativa de libertad, resulta irrelevante que la misma no contenga una pena accesoria de in­ habilitación, pues el mandato constitucional no lo ordena. En el otro supuesto, cuando la sentencia es de inhabilitación del ejercicio de los derechos políticos, esta puede ser dictada como pena principal o como pena accesoria, sin importar si hay o no pérdida de la libertad.

5. Otros requisitos Aunque fuera del artículo examinado, es bueno tener en cuenta que en otros disposi­ tivos de la Carta pueden encontrarse más requisitos.

Por ejemplo, los indirectamente contenidos en el artículo 91, que señala la necesidad de renunciar con seis meses de anticipación a la elección, a quienes ostentando alguno de los siguientes cargos, quisieran postular al Congreso: ministros, viceministros, contralor general, autoridades regionales (al no especificar, se supone que todas, desde las electas hasta las nombradas); miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo Nacional de la Magistratura, del Poder Judicial, del Ministerio Público, del Jurado Nacional de Eleccio­ nes; el Defensor del Pueblo, el Presidente del Banco Central de Reserva, el Superinten­ dente de Banca y Seguros, el Superintendente de Administración Tributaria, el Superinten­ dente Nacional de Aduanas, el Superintendente de Administradoras de Fondos Privados de Pensiones; miembros de las Fuerzas Armadas y Policía Nacional en actividad.

Indirectamente entonces, este artículo plantea otro requisito para el Congreso, que es no ostentar alguno de esos cargos señalados, ni haberlo ostentado en los seis meses pre­ vios a la elección. Adicionalmente, el artículo 92 plantea una serie de incompatibilidades para ser con­ gresista: ejercer otra función pública (salvo la de ministro y participar en alguna comisión extraordinaria de carácter internacional con permiso del Congreso); ser gerente, apodera­ do, representante, mandatario, abogado, accionista mayoritario o miembro del directorio de alguna empresa que tenga con el Estado algún contrato de obras, suministro, aprovisio­ namiento o que administre rentas públicas o preste servicios públicos u obtenga, durante

(18) RUBIO CORREA, Marcial. Para conocer la Constitución de 1993. 3a edición, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2001, pp. 121 y 122.

el periodo congresal, alguna concesión del Estado o pertenezca al sistema crediticio finan­ ciero supervisada por la Superintendencia de Banca y Seguros. Indirectamente también, aquí habría varios casos en los que a la par de impedimen­ tos, se plantean requisitos para el Congreso, pues si se está en alguno de esos supuestos, no se podrá ser elegido congresista, ni ejercer como tal.

Terminando este punto habría que considerar que el artículo 100 de la Constitución, señala la facultad del Congreso de inhabilitar en el ejercicio de la función pública, hasta por diez, a los funcionarios señalados en el artículo 99 que sean acusados por la Comisión Permanente. Otra vez, indirectamente, estamos frente a otro requisito para el Congreso, pues no podrá llegar a él, quien se encuentre inhabilitado por el Congreso.

Habría que precisar que esta inhabilitación es diferente a la ya estudiada y contenida en el inciso 3 del artículo 33 de la Constitución, pues aquella es dictada por el juez y sig­ nifica la inhabilitación de los derechos políticos y como consecuencia el derecho de sufra­ gio (con lo que se incumple el requisito para ser Congresista). Ésta en cambio, es dictada por el Congreso y supone la inhabilitación para ejercer cualquier cargo público, incluido por supuesto el de congresista. Son sanciones diferentes, por las causas que la generan, los órganos que las imponen y por la naturaleza de las propias medidas represivas. Sin embargo, al igual que en el caso de quien recibe la sentencia judicial de inhabilitación de sus derechos políticos, quien es inhabilitado según lo estipulado en el artículo 100 de la Constitución no puede ser congresista. Por lo tanto, no estar inhabilitado por el Congreso para ejercer cargo público es otro requisito para elegirse y ser Parlamentario.

IX. Conclusiones Cuando haya consenso para emprender reformas constitucionales, habría que trabajar este artículo 90. Algunas líneas a explorar serían las siguientes: 1.

Es necesario mejorar la redacción del artículo, para entender mejor lo que es el Poder Legislativo y la majestad que le acompaña.

2.

La propuesta de volver al sistema bicameral, sigue ganando adeptos.

3.

El número de congresistas, debería ser fijado por el Órgano Electoral o por ley, atendiendo a la variación poblacional antes de cada elección y siguiendo una norma constitucional que fije los porcentajes para que la ciudadanía esté sufi­ cientemente representada. Este porcentaje deberá reflejar el número necesa­ rio para lograr eficiencia, según el volumen de trabajo legislativo, las necesida­ des de fiscalización y principalmente, la cantidad de población a la que se debe representar.

4.

Habría que mejorar la representación congresal, permitiendo que los candida­ tos a la presidencia postulen también al Congreso (o acaso haciendo obligatoria esta disposición) y más aún, otorgando a los expresidentes la categoría de con­ gresistas vitalicios.

5.

Hace falta aclarar la oportunidad para exigir los requisitos planteados a los as­ pirantes a congresistas, así como hacer referencias a otros requisitos contenidos en otros artículos de la Carta.

6.

Finalmente, mirando otros artículos constitucionales desde este artículo 90, se­ ría interesante reformular algunos conceptos con el fin de mejorar la interpreta­ ción integral de la Constitución.

JURISPRUDENCIA RELACIONADA jj]

El acceso al cargo del congresista se encuentra condicionado al principio de representación proporcional y la pertenencia a un partido político: STC Exp. N° 00030-2005-PI/TC (f. j. 27).

U

El sistema unicameral establecido en la Constitución de 1993 tiene como precedente la Carta de 1867: STC Exp. N° 00026-2006-PI/TC (f. j. 9).

|g|

La regulación de las condiciones y límites para acceder al cargo de congresista de la Repúbli­ ca se encuentra sujeta a reserva de ley orgánica: STC Exp. N° 00013-2009-PI/TC (f. j. 19).

d

Se encuentra constitucionalmente prohibido que el legislador establezca restricciones para los congresistas que no formen parte de un grupo parlamentario por haberse apartado de su respectiva agrupación por motivos atendibles, y que ellas deriven en un directo menoscabo de las funciones parlamentarias atribuidas directamente por la Constitución: STC Exp. N° 00006-2017-PI/TC (f. j. 78).

d

Si bien los congresistas tienen amplia libertad e independencia en el ejercicio de su labor, lo que se complementa con el reconocimiento de diversas prerrogativas propias de un modelo liberal (prohibición del mandato imperativo, inviolabilidad del voto y opiniones, entre otras previstas en el artículo 93 de la Constitución), también lo es que, dentro del esquema del mandato representativo que la Constitución atribuye a los congresistas, también adquieren especial relevancia los partidos o las organizaciones políticas que facilitaron su elección: STC Exp. N° 00006-2017-PI/TC (f. j. 18).

BIBLIOGRAFÍA BIDART CAMPOS, Germán. Lecciones elementales de política. Buenos Aires, Ediar, 1979; CERRONI, Umberto. Libertad de los modernos. Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1972; DUHAMEL, Olivier y MENY, Yves. Dictionnaire Constitutionnel. Presses Universitaires de France, París, 1992; DUVERGER, Maurice. Instituciones políticas y Derecho Constitucional. Ariel, Barcelona, 1970; GARCÍA BELAUNDE, Domingo. Teoríay práctica de la Constitución peruana. Tomo II, Ediciones Justo Valenzuela, Lima, 1993; GARCÍA CALDERÓN, Francisco. LePerou Contemporain. Dujarrig

et Cié Edit. París, 1907; LOEWENSTEIN, Karl. Teoría de la Constitución. Ariel, Barcelona, 1964; RUBIO CORREA, Marcial. Para conocer la Constitución de 1993. 3a edición, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2001.

Artículo 90

Unicameralidad El Poder Legislativo reside en el Congreso de la República, el cual consta de cámara única. El número de congresistas es de ciento treinta. El Congreso de la República se elige por un periodo de cinco años mediante un proceso electoral organizado conforme a ley. Los candidatos a la Presidencia de la República no pueden integrar la lista de candidatos a congresistas. Los candidatos a vicepresidentes pueden ser simultáneamente candidatos a una representación en el Congreso. Para ser elegido congresista, se requiere ser peruano de na­ cimiento, haber cumplido veinticinco años y gozar de derecho de sufragio^. CONCORDANCIAS: C.: arts. 91, 11,134, 136, 203 inc. 4), 5a D.F.T., la D.T.E., 3a D.T.E.; C.P.Ct: arts. 70 inc. 2), 76, 101, inc. 2), 105 ines. 1), 3); C.P.: art. 375; C.P.C.: arts. 336, 413; TUO Rgmto. Congreso: arts. 1 al 4,19,20,47; L.O.E: arts. 21,112

Cario Magno Salcedo Cuadros I. Unicameralidad y bicameralidad en el Perú 1. La tradición bicameral del Parlamento peruano La mayoría de parlamentos del mundo son unicamerales o bicamerales.* (1) Como su nombre lo indica, los parlamentos unicamerales están conformados por un único órgano legislativo o una sola cámara; en tanto, los parlamentos bicamerales cuentan con dos cá­ maras: una primera cámara denominada cámara baja, cámara de diputados o cámara de representantes, entre otras denominaciones; y una segunda cámara denominada cámara alta, senado o cámara de senadores, entre otras.

Hasta antes de la Constitución de 1993, en la historia constitucional peruana predo­ minó el sistema bicameral, que fue establecido por las constituciones de 1828 (que fue la primera constitución peruana que tuvo vigencia efectiva), 1834, 1839, 1856, 1860, 1920, 1933 y 1979, que son las cartas políticas que mayor vigencia han tenido en nuestra acci­ dentada historia constitucional.

(*) (1)

Texto según modificatoria efectuada por el artículo único de la Ley N° 29402 del 08/09/2009. Dicha ley entró en vigencia para el proceso electoral del año 2021, según lo establecido en su única disposición transitoria. Una de las pocas excepciones a los sistemas parlamentarios unicameral o bicameral, fue el parlamento de tres cámaras (de tribunos, de senadores y de censores) establecido en los albores del Estado republicano peruano por la Constitución Vitalicia Bolivariana de 1826; aunque dicho parlamento tricameral no llegó a entrar en funciones.

Las constituciones que establecieron un sistema diferente fueron las de 1823,1826 y 1867, aunque en los hechos no llegaron a entrar en funciones. La de 1823 estableció un parlamento unicameral, aunque esta constitución no llegó a tener vigencia efectiva. La Constitución Vitalicia Bolivariana de 1826 estableció un peculiar sistema parlamentario de tres cámaras: de Tribunos, de Senadores y de Censores, que tampoco se llegó a implementar, considerando que, paradójicamente, esta «Constitución vitalicia» solo rigió del 09 de diciembre de 1826 al 16 de junio de 1827. Finalmente, la Constitución de 1867, que también estableció un parlamento unicameral, solo rigió del 29 de agosto de 1867 al 06 de enero de 1868, fecha en que se restableció la vigencia de la Constitución de 1860.

Así pues, se puede afirmar que por «Constitución histórica» el parlamento peruano ha sido bicameral, y que es recién con la Constitución de 1993 que dicha tradición se rom­ pió, al establecerse el actual parlamento unicameral.

1.1. Parlamento unicameral y el debate sobre el retorno al sistema bicameral Aunque, como parte de los cuestionamientos al origen autoritario de la Constitución de 1993, que surgió como una salida política al autogolpe de Estado del 5 de abril de 1992 perpetrado por Alberto Fujimori, en diversos momentos se propuso la necesidad de retor­ nar a nuestra tradición constitucional, rota por la Constitución de 1993; es a partir del pe­ riodo legislativo 2006-2011 que se plantea seriamente, en el seno del propio Parlamento, la posibilidad de restablecer el sistema bicameral y, de este modo, retomar a nuestra tra­ dición constitucional. Durante el periodo legislativo 2006-2011, en mayo de 2007, la Comisión de Constitu­ ción y Reglamento del Congreso de la República aprobó un dictamen(2)3que proponía res­ tablecer el parlamento bicameral, con un Senado de 50 senadores y una Cámara de Dipu­ tados de 120 diputados, tomando como modelo la Constitución de 1979.

Asimismo, en el periodo legislativo 2011-2016 se presentaron cuatro proyectos de re­ forma constitucional/3) Más allá de sus matices, el común denominador de esos proyec­ tos, así como del respectivo dictamen aprobado en noviembre de 2013 por la Comisión de Constitución y Reglamento, es que proponían establecer un régimen bicameral pare­ cido al de la Constitución de 1979, con un Senado de 60 senadores y una Cámara de Di­ putados de 130 diputados. En ambos momentos, las respectivas propuestas consideraban que los diputados sean elegidos en circunscripciones departamentales o regionales, bajo el sistema denomina­ do «distrito electoral múltiple» (tal como actualmente son elegidos los congresistas de la República de nuestro Congreso unicameral); mientras que los senadores lo sean en

(2)

(3)

El dictamen recaído en los Proyectos de LeyN°s 094/2006-CR, 589/2006-CR, 784/2006-CRy 1064/2006/ CR. Proyectos de Ley N°s 07/2011 -CR (del grupo parlamentario Alianza por el Gran Cambio), 258/2011 -CR (del grupo parlamentario Alianza Parlamentaria), 1457/2012-CR (del grupo parlamentario nacionalista Gana Perú) y 1493/2012-CR (del grupo parlamentario Solidaridad Nacional).

circunscripción electoral nacional o «distrito electoral único». Con dicho sistema electo­ ral, el tipo de Senado a conformarse sería uno meramente revisor o de control, y no res­ pondería a la necesidad de distinguir diversos tipos de representación en cada una de las dos cámaras, propio de los países federados o descentralizados: una cámara que represen­ te a los ciudadanos y otra que represente a los territorios que conforman el Estado.

Sobre el particular, en anteriores oportunidades0) hemos expresado nuestra postu­ ra crítica a la propuesta de restablecer un senado meramente revisor o como elemento de control (que es uno de los tipos de sistema bicameral que existe en el Derecho Compara­ do, como detallaremos líneas adelante), que no considera los distintos tipos de represen­ tación que debería tener cada una de las dos cámaras de un parlamento bicameral y por­ que somos de la opinión que no es útil para lograr sus supuestos beneficios; además de ser centralista. Sin embargo, sí hemos expresado nuestra preferencia porque se establez­ ca un régimen bicameral de tipo federal (o regional), en que la primera cámara se consti­ tuya en el órgano representativo de los ciudadanos, mientras que la segunda cámara sea el órgano representativo de las regiones o de los departamentos (que son las unidades te­ rritoriales efectivas sobre cuya base se han constituido los gobiernos regionales). En ese caso, la existencia de dos cámaras estaría perfectamente justificada por los distintos tipos de representación que implican; además, sería una propuesta coherente con el proceso de descentralización (vía la regionalización), que es una política permanente de Estado por el cual viene transitando nuestro país. Sin embargo, un hecho importante a destacar es que el dictamen aprobado en mayo de 2007 fue modificado durante su discusión en el Pleno del Congreso, habiéndose arri­ bado a la fórmula siguiente: de los 50 senadores que debería tener el Parlamento, la mi­ tad se elegiría en distrito único nacional y -aquí viene lo interesante- la otra mitad se ele­ giría uninominalmente, a razón de un senador por cada región o departamento. Aunque, ciertamente, tal viraje no implicaba que se asuma al ciento por ciento el modelo bicame­ ral de tipo federal o regional, que nosotros preferimos, sí implicaba una interesante con­ cesión, una fórmula intermedia que, sin ser ideal, resultaba viable. Esta fórmula «de con­ senso» fue votada y aprobada en primera votación, pero no alcanzó la votación calificada suficiente para que sea definitivamente aprobada en sede parlamentaria sin necesidad que se tenga que convocar a un referéndum, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 206 de la Constitución. Conscientes los congresistas promotores de esa reforma de que en un referéndum era poco menos que imposible que se aprobara la bicameralidad, has­ ta allí quedó el esfuerzo.*

(4)

SALCEDO CUADROS, Cario Magno. 1) «¿Unicameralidad o bicameralidad? Falsos dilemas en la discu­ sión sobre la reforma del Parlamento peruano». En: Jus Doctrina & Práctica. N° 7, Grijley, Lima, julio de 2007, pp. 271-283; 2) «Esbozando una propuesta para una reforma integral del Parlamento peruano». En: Gaceta Constitucional. N° 26, Gaceta Jurídica, Lima, febrero de 2010, pp. 299-312; y 3) «Propuesta para una reforma integral del Parlamento peruano». En: Revista Cuadernos Parlamentarios. N° 13, Centro de Capacitación y Estudios Parlamentarios del Congreso de la República del Perú, Lima, 2015, pp. 59-79.

En el mismo sentido, durante el periodo legislativo 2016-2021, el gobierno del ex­ presidente Martín Vizcarra promovió nuevamente la bicameralidad, como parte de un pa­ quete de cuatro reformas constitucionales que fueron sometidas a referéndum el 9 de di­ ciembre de 2018. En lo que respecta específicamente a la bicameralidad, el proyecto del Poder Ejecutivo (Proyecto de Ley 3185-2018-PE) proponía una Cámara de Senadores de 30 senadores y una Cámara de Diputados de 100 diputados. Para efecto de la elección de los mismos, se establecía que el territorio de la República se divide en macrodistritos electorales para la elección de Senadores y en microdistritos electorales para la elección de Diputados, de acuerdo a Ley, a razón de dos diputados por cada microdistrito electo­ ral. Las listas de candidatos debían incluir, de manera alternada, un cincuenta por ciento (50%) de mujeres y un cincuenta por ciento (50%) de hombres. La elección de senado­ res sería por lista cerrada y bloqueada, sin voto preferencial y la elección de diputados se­ ría por lista cerrada con voto preferencial. Consideramos que esta propuesta, con sus ma­ crodistritos electorales para la elección de los senadores y microdistritos para la elección de los diputados, se acomodaba mejor a nuestra preferencia por un régimen bicameral de tipo federal (o regional).(5)

1.2. Tipos de bicameralidad En el Derecho Constitucional comparado, el debate respecto de la conveniencia de op­ tar por una o dos cámaras no se sustenta fundamentalmente en criterios como la mayor o menor celeridad en la aprobación de las leyes, o en el mayor o menos costo que implica­ ría para el erario un sistema u otro, que son, lamentablemente, el tipo de argumentos que suelen esgrimirse cuando el debate se realiza por estos lares andinos. En la historia constitucional comparada se puede identificar tres tipos básicos de mo­ delos de bicameralidad que responde a diversos criterios de representación: la bicamerali­ dad aristocrática (propia de sociedades estamentales), la bicameralidad federal (propia de las repúblicas federativas) y la bicameralidad meramente revisora o de control.

1.2.1. La bicameralidad aristocrática El ejemplo por excelencia de la bicameralidad aristocrática es el Parlamento británi­ co, dividido en dos cámaras: la Cámara Alta o Cámara de los Lores y la Cámara Baja o Cámara de los Comunes. Esta división tiene sentido en el contexto histórico de la socie­ dad británica, que aún en nuestra época y por razones de tradición mantiene rasgos esta­ mentales, como el hecho de dividir a los miembros de su sociedad en nobles (que se en­ cuentran congregados en la Cámara de los Lores) y plebeyos (representados a través de la elección democrática en la Cámara de los Comunes).

(5)

La propuesta original del Poder Ejecutivo fue modificada en diversos aspectos por el Congreso, siendo la modificación políticamente más relevante la limitación del ejercicio de la cuestión de confianza por parte del Poder Ejecutivo, A raíz de esta modificación el propio Presidente de la República solicitó que esta reforma constitucional no sea aprobada en el referéndum, llamado que fue aceptado por la mayoría de la ciudadanía, que terminó votando en contra.

La razón de esta división es que nobles y plebeyos no se deben mezclar en el mismo órgano político, ya que pertenecen a distintos estamentos con diferentes derechos, privi­ legios y prerrogativas, así como distintos intereses que deben equilibrar entre sí sus po­ deres. En este caso, la Cámara de los Lores ha representado los intereses conservadores de la nobleza británica, como un freno al radicalismo de la Cámara de los Comunes, inte­ grada por representantes de la burguesía y la plebe. Claro está que este modelo bicameral responde a una visión eminentemente aristocrática que no se condice con el principio de los regímenes republicanos según el cual todos los individuos de una sociedad son ciuda­ danos libres e iguales en derechos y deberes. Mientras la Cámara de los Comunes se renueva cada cinco años a través de eleccio­ nes universales, la composición de la Cámara de los Lores permanece casi estática y se renueva fundamentalmente por herencia, ya que está conformada por todos los miembros titulares de la nobleza británica (aquellos que tienen títulos nobiliarios, que son heredita­ rios). Cuando un noble fallece, su puesto en la Cámara es ocupado por el heredero de su título nobiliario. Dado que el Reino Unido, como su nombre lo indica, sigue siendo una monarquía, la existencia de dos cámaras, una integrada por los nobles y otra que repre­ senta a los plebeyos, se justifica y responde a su peculiar historia constitucional. Pero si algún día prosperase la idea de abolir la monarquía, por ser un anacronismo social, tam­ bién tendría que desaparecer la nobleza y, con ella, la Cámara de los Lores.

1.2.2. La bicameralidad federal (o regional) Este tipo de bicameralidad se desarrolló inicialmente en los estados federales, habién­ dose luego hecho extensivo el modelo a estados unitarios pero descentralizados o regionalizados. En estos casos, la existencia de dos cámaras obedece a la necesidad de establecer diferentes tipos de representación: una cámara para representar al conjunto de ciudadanos de la república (propio del modelo republicano) y otra cámara para representar a los es­ tados miembros de la federación (propio del modelo federal). Veamos algunos ejemplos. El Congreso de los Estados Unidos tiene dos cámaras: la Cámara de Representantes, conformada por 435 miembros; y el Senado, integrado por 100 senadores. Los escaños de la Cámara de Representantes se dividen en función de la población de cada Estado. Ac­ tualmente su número no varía, aunque anteriormente correspondía un representante por cada 30,000 personas. En cambio, cada Estado cuenta con dos senadores, sin importar su población. En la actualidad, tanto los representantes como los senadores son elegidos por el pueblo a través del voto universal, aunque en algunos estados el gobernador puede po­ ner un sustituto en caso de que el puesto de algún senador de su Estado quede vacante.

En Alemania, el Parlamento Federal está compuesto por el Bundestag o Dieta Fede­ ral (que vendría a ser su cámara baja), cuyas principales funciones son la elaboración de las leyes, la elección del Canciller Federal y el control del Gobierno; y por el Bundesrat o Consejo Federal (que vendría a ser su cámara alta). El Bundestag no tiene un número fijo de miembros, estando integrado por un mínimo de 598 diputados (en algunas oportunida­ des puede superarse esa cifra hasta llegar a más de 660) elegidos en 299 circunscripciones,

cada una de las cuales tiene un número similar de electores. La mitad de los diputados se elige mediante voto directo («mandato personal» o «mandato directo») y la otra mitad a través del voto por listas partidarias presentadas a nivel de cada land.(6) Mientras los miem­ bros del Bundestag son elegidos por el pueblo a través del sufragio universal, los repre­ sentantes ante el Bundesrat son delegados o representantes designados por los gobiernos de los estados federados (bundeslander o, simplemente, lánder) que conforman la fede­ ración alemana. El número de delegados enviados por los gobiernos de cada uno de los 16 lánder varía entre tres y seis según la población de cada Estado: cada bundesland tiene como mínimo tres votos y los lánder con mayor índice de población un máximo de seis. El Bundesrat es, pues, la cámara de representación directa de los estados federados que conforman Alemania, motivo por el cual los miembros de esta cámara son una suerte de embajadores plenipotenciarios sujetos a las órdenes de sus respectivos gobiernos. Tenien­ do en cuenta la conformación de esta cámara, es claro que su actividad se sustenta en los gobiernos de los lánder, por lo cual el rol que estos gobiernos desempeñan en el proceso legislativo federal, así como en la determinación de la política federal, es determinante.

En el caso de España, si bien no es propiamente una república federada, su Senado está organizado tomando como referencia, fundamentalmente, la organización política del territorio español. De este modo, de los 259 senadores que integran el Senado espa­ ñol, la mayoría (208) es elegida en circunscripciones provinciales, a razón de cuatro se­ nadores por cada provincia, a través del sufragio universal; asimismo, las provincias in­ sulares eligen a tres o dos senadores. Los 51 senadores restantes son nombrados por las respectivas asambleas legislativas (o por los órganos colegiados superiores) de las comu­ nidades autónomas, las cuales designan a un senador, como mínimo, y otro senador más por cada millón de habitantes de sus respectivos territorios. En este último caso, general­ mente se exige como requisito para ser designado senador ser miembro del Parlamento autonómico designante. Al igual que en el caso español, son muchas las repúblicas unita­ rias que, no obstante no estar organizadas bajo el modelo federal, han establecido un par­ lamento bicameral en que la primera cámara, la cámara de diputados, se concibe como el órgano representativo de los ciudadanos, mientras que la segunda cámara, el senado, se concibe como el órgano representativo de las unidades territoriales que integran la repú­ blica (regiones o provincias).

1.2.3. La bicameralidad meramente revisora o funcional El tercer modelo de bicameralidad corresponde a los países que no están organizados oficialmente como aristocracias ni como estados federados. En estos países la existencia de dos cámaras no se justifica apelando a distintas necesidades de representación, sino únicamente a la supuesta calidad revisora o al rol de control que tendría el senado dentro de la estructura parlamentaria.

(6)

HANDABAKA, Omar. «El sistema político alemán: balance y retos». En: Revista Elecciones. Año 3, N° 3, Oficina Nacional de Procesos Electorales, Lima, julio de 2004, pp. 231-232.

Desde esta perspectiva estrictamente funcional, se supone que la existencia de dos cá­ maras permite mejorar la calidad de las leyes, ya que estas se aprobarían luego de un pro­ ceso de debate más largo y reflexivo. Se parte del supuesto que la decisión de la cáma­ ra de diputados (la «cámara joven» o «cámara política») obedecería fundamentalmente a criterios «políticos» más que a criterios técnicos, lo que podría afectar la calidad de las le­ yes que aprobadas por esta. Frente a esta situación, el senado, compuesto por individuos más experimentados, desempeñaría el rol de «cámara reflexiva» al revisar y corregir los eventuales desaciertos o excesos de la «cámara joven».

Aunque el argumento reseñado parece interesante, no necesariamente tiene sustento en la realidad. Tal idea supone que la aprobación de las leyes en la «cámara joven» o de diputados (la «cámara política») obedecería a la correlación de fuerzas propias del juego político, lo cual es verdad; mientras que la revisión del senado de los proyectos aprobados por la cámara de diputados obedecería a un mayor análisis y a una ponderada y madura re­ flexión, más que a criterios políticos. Esto último no es necesariamente cierto.

La aprobación de leyes y, en general, la toma de decisiones en el ámbito parlamentario siempre obedecerá a razones políticas, vale decir, a las correlaciones de fuerza de las ban­ cadas que la conforman, a las alianzas o acuerdos políticos a los que estas pueden arribar. Por más que se pretenda considerar al senado como la «cámara reflexiva», esta siempre será tan «política» como la «cámara joven». Las decisiones del senado, tal como ocurre en la cámara de diputados, serán el resultado de la correlación de fuerzas, de las alianzas o acuerdos políticos a los que puedan arribar las bancadas, más que a la reflexión, al análisis o la revisión serena de los proyectos aprobados en primera instancia en la primera cámara.

En verdad, el único elemento objetivo que podría distinguir al senado de la cámara de diputados es que a este último órgano se podría ingresar siendo algo más joven (a los 25 años), mientras que para entrar al senado habría que esperar unos diez años más. Cree­ mos que tal diferencia de edad no necesariamente garantiza que los senadores sean más reflexivos, analíticos y ponderados que los diputados. Una variante del argumento del senado como cámara reflexiva apela a que una segunda cámara resulta necesaria para que se pueda establecer un sistema intraorgánico de control de la actividad legislativa del Parlamento, lo que sería deseable en la medida que cuantos más mecanismos de control existan, mejor para la democracia. Karl Loewenstein refiere al respecto que «el control intraorgánico [de la actividad legislativa del Parlamento] más importante consiste en la división de la función legislativa que, como tal, está distribui­ da entre dos ramas separadas de la asamblea que se controlan y limitan mutuamente».(7) Sin embargo, como reconoce el propio Loewenstein, «[...] cuando ambas cámaras son elegidas con la misma o parecida base electoral es de esperar que en ambas cámaras se dé la misma o parecida constelación de partidos, con lo que desaparecerá el efecto de

(7)

LOEWENSTEIN, Karl. Teoría de la Constitución. Ariel, Barcelona, 1982, p. 242.

control intraorgánico, que yace en la participación concurrente de ambas cámaras en el proceso legislativo»/8)

Tal situación afecta, como señala Loewenstein, el efecto de control intraorgánico que se espera del modelo bicameral. Entonces, el control esperado del sistema de dos cáma­ ras no funcionará o funcionará ineficientemente, con lo cual, si este es el fundamento para restablecer el senado, la relación costo-beneficio no justifica la inversión, máxime si ya existen en nuestro régimen constitucional otros mecanismos de control de la función le­ gislativa del Parlamento, cuya eficiencia en su rol de control está debidamente acreditada. En efecto, en la Constitución se establece dos mecanismos interorgánicos que permi­ ten controlar eficientemente la actividad legislativa del Parlamento. Por un lado, la atribu­ ción de observar las leyes que el artículo 108 de la Constitución le otorga al presidente de la República; por otro lado, el control concentrado de la constitucionalidad de las leyes a cargo del Tribunal Constitucional (TC), conforme a lo establecido por el artículo 202, nu­ meral 1, de nuestra Norma Fundamental.

Por cierto, el TC se ha convertido en un dinámico guardián de la constitucionalidad de las leyes y de hacer respetar el principio de supremacía constitucional, al punto que ha ge­ nerado el recelo de algunos parlamentarios o de instituciones afectadas por su control. Al respecto, debe recordarse que el rol de un TC es velar porque las leyes se ajusten a lo dis­ puesto por la Constitución, no complacer los intereses o puntos de vista de los órganos a los que controla o afecta. Precisamente, la reacción que algunas de sus decisiones provocan, demuestra la importancia de este tribunal como órgano de control de la función legislativa. El poder de observar la ley del presidente de la República y el control concentrado de la constitucionalidad de las leyes a cargo del TC, propios del sistema de frenos y con­ trapesos del constitucionalismo moderno, funcionan más o menos eficazmente en nuestro país. ¿Para qué entonces sumarle otro mecanismo -el senado-, el cual, por lo demás, no asegura un eficiente desempeño como órgano de control?

Si la razón de peso para restablecer la doble cámara es este criterio funcional de tener una segunda cámara meramente revisora o como órgano de control intraorgánico, cree­ mos que los presuntos beneficios de la reforma no justifican sus costos.

1.3. Viabilidad de una bicameralidad con enfoque regional en el parlamento peruano Nuestro régimen político es republicano, por lo que de plano está descartado el mode­ lo aristocrático. Ahora bien, considerando nuestras críticas a la bicameralidad meramen­ te revisora o funcional, no creemos conveniente su aprobación en los términos propues­ tos en los dictámenes de la Comisión de Constitución.

(8)

Idem.

Como se reconoce en el dictamen de 2007,(9) «hay cierto consenso entre los autores españoles en tomo a que el senado de ese país, por su composición y atribuciones, no ac­ túa en propiedad como ‘Cámara de representación territorial’. Pero ¿a qué apuntan esas críticas?, ¿proponen, acaso, desaparecer o eliminar el senado? Todo lo contrario, se orien­ tan a promover la revitalización del senado». En efecto, las críticas a la actual composi­ ción del Senado español apuntan a revitalizarlo. Pero, mucho ojo, esa revitalización pasa por solucionar el problema de la representación territorial. O el senado español se confor­ ma como un auténtico órgano de representación territorial, como lo es el Senado estadou­ nidense o el Bundestag alemán, o no tiene razón de ser.

Si el modelo para restablecer un régimen bicameral en el Parlamento peruano no es ni el aristocrático ni el meramente revisor o funcional, creemos que sí puede serlo la bi­ cameralidad federal o regional. Aunque el Perú es una república unitaria (no federada), su gobierno es descentralizado (artículo 43 de la Constitución) y, en ese sentido, actualmen­ te transita por un ya afianzado proceso de descentralización y regionalización (artículo 188 de la Constitución), cuyo resultado debe ser la conformación de gobiernos regionales que, de manera análoga a los estados federados, tengan autonomía política, económica y administrativa (artículo 191 de la Constitución). Como sostiene Enric Argullol, hay países, como España o Italia, que no asumen formal y expresamente el modelo federal, pero en los que se integran técnicas propias del federa­ lismo, «y en varios aspectos funcionan como estados federales y algunos alcanzan un gra­ do de pluralidad territorial parecido -o incluso mayor- que algunos estados federales».(10)11

Los estados no federales, pero que en muchos aspectos funcionan como tales, com­ parten con los estados federales el hecho de apartarse del modelo unificado y centralis­ ta, «de forma que se reconoce la existencia de varios centros de poder, que normalmente pueden dictar leyes o normas asimiladas a las mismas [como lo son las ordenanzas re­ gionales], y cuyas interrelaciones no es posible explicar según criterios de jerarquía o supraordinación, debiéndose recurrir, al menos en parte, a pautas de competencia, separa­ ción o equiordinación».(11)

De acuerdo con el régimen sobre la descentralización previsto por la Constitución pe­ ruana, según el cual nuestro Estado es uno unitario, pero organizado regionalmente, si en efecto se pretende fortalecer el proceso de regionalización (que implica otorgar atribucio­ nes y competencias, es decir, transferir poder a los gobiernos regionales), lo coherente se­ ría impulsar una segunda cámara que responda al modelo federal, es decir, que se consi­ dere a esta cámara como un órgano representativo de las regiones dentro del Parlamento.

El dictamen recaído en los Proyectos de Ley N°s 094/2006-CR, 589/2006-CR, 784/2006-CRy 1064/2006/ CR. (10) ARGULLOL, Enric. «El federalismo en España». En: Federalismo y regionalismo. Diego Valadés y José María Sema de la Garza (coordinadores). Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, México D.E, 2005, p. 231. (11) Idem.

(9)

1.3.1. La importancia del sistema electoral Un elemento crucial para determinar el tipo de Parlamento que se configurará es el sistema electoral. Los dictámenes aprobados en los periodos legislativos 2006-2011 y 2011-2016, ya aludidos, proponen que los diputados deben ser elegidos en circunscrip­ ciones departamentales o regionales, bajo el sistema denominado «distrito electoral múl­ tiple»; mientras que los senadores deben ser elegidos en circunscripción electoral nacio­ nal (o «distrito electoral único»). Dicho sistema electoral configura una segunda cámara meramente revisora o funcional.

En cambio, si se pretende conformar un régimen bicameral que responda al modelo federal (o regional), es decir en que la segunda cámara represente a las unidades políticas y territoriales que integran el Estado (en nuestro caso, las regiones), lo apropiado es que la elección de sus miembros se realice en el ámbito de cada gobierno regional (departa­ mentos o regiones, de acuerdo con el artículo 189 de la Constitución). Así, desde una pers­ pectiva regional, podría optarse entre alguna de las siguientes modalidades de elección: •

La elección de los miembros de la segunda cámara por los ciudadanos, a través del sufragio universal, como en los Estados Unidos.



La elección (o designación) de los miembros de la segunda cámara por algún órgano de gobierno regional (el Consejo Regional o la Gobernación Regional), como en Alemania. En este caso, considero que lo más adecuado sería que la elección corresponda al Consejo Regional, por ser el órgano colegiado y nor­ mativo del gobierno regional.



La conformación mixta de la segunda cámara, estableciéndose que una parte de sus miembros se elija por sufragio universal, en el ámbito de cada región o de­ partamento, y otra parte sea designada por alguno de los órganos de gobierno regional, de manera parecida a lo establecido en España.

De otro lado, respecto al número de miembros de la segunda cámara, básicamente existen dos alternativas:



Establecer un mismo número de representantes para cada una de las circuns­ cripciones regionales (territorios sobre cuya base se han constituido gobiernos regionales), atendiendo al principio de igualdad que deben tener estas circuns­ cripciones entre sí, como en los Estados Unidos.



Fijar un número distinto de representantes para las circunscripciones regionales, atendiendo a criterios poblacionales, como ocurre en Alemania o en la elección de los senadores españoles elegidos por las comunidades autónomas; y también atendiendo al distinto peso relativo que tienen las respectivas circunscripciones en función de criterios demográficos.

1.3.2. Entre un senado ideal y uno viable Si de nosotros dependiera, optaríamos por un senado estrictamente regional, conformado de manera mixta, debiendo ser la mitad de sus miembros elegidos por sufragio universal en

el ámbito de cada región o departamento, y la otra mitad elegidos por los consejos regiona­ les. Asimismo, optaríamos por establecer un número distinto de representantes para las cir­ cunscripciones regionales, atendiendo a criterios poblacionales, de modo que los departamen­ tos o regiones menos poblados tengan dos senadores y los más poblados entre seis y ocho. Sin embargo, somos conscientes de que una reforma como esta es, quizá, demasiado radical y posiblemente no tenga el respaldo suficiente en las circunstancias actuales. Por ello, siendo realistas, consideramos que constituiría un gran avance si se restablece un se­ nado como el que se propuso a partir de modificar el dictamen de 2007; esto es, que de 50 senadores (o 52 para ser exactos con el número de ámbitos de elección regional que exis­ ten actualmente), la mitad se elija uninominalmente (uno por cada región o departamen­ to) y la otra mitad en distrito único nacional.

Aunque, como lo adelantamos, una propuesta como esa no implica asumir al cien por ciento la bicameralidad con perspectiva regional que proponemos, sí constituye una inte­ resante transacción con el centralista modelo meramente revisor. Cabe recordar que esta última propuesta llegó a ser votada por el Pleno del Congreso de la República, habiendo superado más de la mitad de los votos del número legal de los congresistas, aunque no lle­ gó a superar los dos tercios de dicho número legal. Cabe precisar que nuestra propuesta de un Senado de conformación mixta, que la tene­ mos formulada por lo menos desde nuestro artículo «Propuesta para una reforma integral del Parlamento peruano»(12), fue recogida por la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política,(13) que en su Informe Final «Hacia la Democracia del Bicentenario»(14) propone que la Cámara de Senadores esté compuesta por 50 senadores elegidos a través de un di­ seño mixto, combinando circunscripciones uninominales (uno por departamento, uno por Callao, uno por Lima Provincias, otra por Lima Metropolitana) y una circunscripción úni­ ca nacional para la elección de los otros 24 escaños.

1.4. Elección uninominal de los diputados Ya puestos en el escenario de un Parlamento bicameral con enfoque regional, somos partidarios de que los diputados de la cámara baja sean elegidos uninominalmente (uno por uno) y no por listas, como ocurre actualmente con la elección de los congresistas.

(12) SALCEDO CUADROS, Cario Magno. “Propuesta para una reforma integral del Parlamento peruano”. Ob. cit., pp. 59-79. (13) La Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política fue creada mediante Resolución Suprema N° 2282018-PCM, del 21 de diciembre de 2018, con el objeto de proponer las normas orientadas para la implementación de la reforma política. Estuvo conformada por: Femando Tuesta Soldevilla, quien la presidió, Paula Valeria Muñoz Chirinos, Milagros Campos Ramos, Jessica Violeta Bensa Morales y Ricardo Martín Tanaka Dongo. (14) Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política. “Hacia la Democracia del Bicentenario”. Kas, Lima, 2019.

Como se sabe, hay básicamente dos tipos de circunscripciones electorales para la elec­ ción de los representantes parlamentarios: la circunscripción uninominal y la circunscrip­ ción plurinominal.(15) Mientras que en la circunscripción uninominal los electores eligen a un solo representante y, de ser el caso, a su respectivo suplente, en la circunscripción plurinominal, en cambio, eligen a dos o más representantes titulares, según el tamaño de la respectiva circunscripción.

Nuestra propuesta consiste en reformar el sistema electoral del Parlamento nacional, concretamente de la actual única cámara o de la cámara de diputados en caso se apruebe esa reforma, sustituyendo el actual mecanismo de elección plurinominal, que se realiza a nivel de cada departamento o región, por la elección uninominal de los representantes; con el propósito de establecer una relación mucho más directa y fluida entre el representante y sus respectivos electores, concentrando la responsabilidad política en el parlamentario in­ dividualmente considerado. Esta responsabilidad actualmente se difiimina en la represen­ tación plurinominal, en que varios parlamentarios representan a la misma circunscripción electoral, no siendo posible individualizar las responsabilidades políticas respectivas, ya que al ser «todos» responsables en verdad ninguno lo es. Dicho objetivo se consigue eli­ giéndose a un solo candidato (y, de ser el caso, a su respectivo suplente o accesitario) en cada circunscripción.

Para tal efecto, el territorio de la República debe dividirse en tantas circunscripciones como escaños haya que ocupar en la cámara de diputados (o en nuestra actual única cá­ mara parlamentaria), eligiéndose en cada circunscripción al candidato que obtiene el ma­ yor número de votos por mayoría simple. Una variante de este sistema sería incorporarle el mecanismo de la segunda vuelta o ballotage, en caso de que ninguno de los candidatos alcance la mayoría absoluta (más del 50% de los votos) o alguna otra mayoría calificada. A través de la votación por circunscripciones uninominales, los ciudadanos tienen la posibilidad de conocer mejor a los candidatos presentados por las distintas organizacio­ nes políticas, así como a los representantes elegidos, pudiendo hacerles llegar propuestas y pedirles rendición de cuentas de manera directa. Asimismo, la eventual revocatoria o re­ elección del representante será una consecuencia inmediata de su buena o mala gestión.

Hay otros efectos deseables que se podrían conseguir con la elección uninominal de los diputados. Conforme está ampliamente demostrado desde la Ciencia Política, esta mo­ dalidad de elección tiende a disminuir el número de partidos políticos, hasta generar un bipartidismo o un multipartidismo moderado (de tres o cuatro partidos como máximo), contribuyendo, de esta manera, a una mayor estabilidad política. Al respecto, Maurice Duverger estableció la fórmula siguiente: [...] el escrutinio mayoritario [que es el que ocurre indefectiblemente cuando la elec­ ción es uninominal] de una sola vuelta tiende al dualismo de los partidos. De todos

(15) NOHLEN, Dieter. “Circunscripciones electorales”, definición del Diccionario Electoral de CAPEL.

los esquemas que hemos definido [...], este último es, sin duda, el más próximo a una verdadera ley sociológica. Se destaca una coincidencia casi general entre el escrutinio mayoritario de una vuelta y el bipartidismo: los países dualistas [entiéndase biparti­ distas] son mayoritarios [es decir, tienen un mecanismo de elección uninominal de sus parlamentarios] y los países mayoritarios son dualistas. Las excepciones son muy raras y pueden explicarse generalmente por circunstancias particulares/16) Por su parte, Dieter Nohlen reseña las ventajas de la representación por mayoría, sin aludir, en este caso, al factor de que la elección sea en una o en dos vueltas. Señalamos las que nos parecen relevantes para nuestro tipo de sistema político, que no es parlamentario: •

Impide la atomización partidista: los partidos pequeños tienen pocas posibilida­ des de conquistar escaños parlamentarios.



Fomenta la concentración de partidos apuntando hacia un sistema bipartidista.



Fomenta la estabilidad del gobierno mediante la constitución de mayorías partidarias.



Fomenta la moderación política, pues los partidos competidores luchan por el electorado centrista moderado y tienen que asumir responsabilidad política en el caso de triunfar en la elección, es decir, los partidos deben orientar sus pro­ gramas hacia el electorado moderado y hacia lo factible.



Permite al elector decidir directamente, mediante su voto, quiénes deben gober­ nar, sin delegar tal decisión a las negociaciones entre los partidos después de las elecciones.16 (17)

Dicho esto, somos conscientes que la elección uninominal de los diputados podría te­ ner poca viabilidad política para su aprobación. En tal sentido, una fórmula de transacción podría ser apostar por distritos electorales pequeños para la elección de diputados, de un máximo de cuatro escaños por cada distrito electoral. De aprobarse una propuesta como esta, por ejemplo, el distrito o circunscripción electoral de Lima Metropolitana, que aho­ ra es de 34 escaños, tendría que dividirse en ocho o nueve circunscripciones electorales. Una fórmula como la que proponemos ya ha sido planteada antes por la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política, que en su informe final «Hacia la Democracia del Bicentenario» propone que se debe reducir el tamaño de las circunscripciones electorales para diputados estableciendo un máximo de cinco escaños.

1.5. La cuestión del tamaño del parlamento peruano Otra cuestión relevante del artículo 90 de la Constitución es el referido al tamaño del Parlamento; es decir, al número de representantes que lo conforman. Consideramos al res­ pecto que la actual representación parlamentaria resulta sumamente insuficiente respecto

(16) DUVERGER, Maurice. Los partidos políticos. (Ia edición en español, 1957; 20a reimpresión. Fondo de Cultura Económica, México, 2006, p. 245. (17) NOHLEN, Dieter. Sistemas electorales y partidos políticos. 3a edición. Fondo de Cultura Económica, México, 2004, p. 124.

del tamaño de la población electoral nacional y que, por lo tanto, debiera incrementarse el número de congresistas. La situación actual genera que existan circunscripciones subre­ presentadas respecto a su población electoral (es el caso de Lima Metropolitana, que con­ centra el tercio de la población electoral nacional, pero que tiene poco más de un cuarto del número de escaños), así como otras que están sobrerrepresentadas (es el caso de Ma­ dre de Dios, que, si se aplicase una proporción exacta, no tendría derecho a tener ningún congresista). Para tener una idea referencia! de cuál debería ser el tamaño adecuado del Parlamen­ to peruano, comparemos algunos datos. Alemania tiene una población de unos 83 millo­ nes de habitantes y el Bundestag (la Dieta Federal) está conformada por 598 diputados; tiene, entonces, aproximadamente un diputado por cada 138 mil habitantes. España tiene unos 45 millones de habitantes y su primera cámara, el Congreso de los Diputados, tiene 350 representantes; aproximadamente un diputado por cada 128 mil habitantes. La Cá­ mara de Diputados de Argentina está conformada por 257 diputados; siendo su población de 39 millones de habitantes, tienen un diputado por cada 151 mil habitantes. La Cámara de Diputados de Chile tiene 120 miembros, para una población de 16 millones; un dipu­ tado por cada 133 mil habitantes.

No incluimos en nuestra comparación número de senadores de las respectivas cáma­ ras altas de los países señalados, ya que esas cámaras no son órganos representativos de los ciudadanos, sino de las unidades territoriales subnacionales que conforman el Estado Los casos de España y Chile son bastante similares, ya que la relación bordea, aproxi­ madamente, la de un diputado por cada 130 mil habitantes. Asimismo, la cifra de Alema­ nia, de un diputado por cada 138 mil, es bastante cercana a estas.

El Perú tiene más de 32 millones de habitantes y nuestro Congreso de la República unicameral cuenta, desde 2011, con 130 congresistas; aproximadamente un congresista por cada 246 mil habitantes. Comparativamente, pues, nuestro Parlamento es muy pequeño. Incluso siendo conservadores y tomando como referencia el caso de Argentina, podríamos aspirar a que en nuestro Parlamento se asegure una representación de, cuando menos, un congresista por cada 150 mil habitantes. Siendo así, el órgano representativo de los ciu­ dadanos -el actual Congreso unicameral, si se mantiene el sistema actual, o la cámara de diputados, si prospera una reforma- debería tener unos 210 escaños.

Ahora bien, es evidente que un incremento del número de parlamentarios necesaria­ mente implicará un aumento del gasto público. De ahí que no nos convence el argumen­ to de que un parlamento más grande costará menos. Pero ello no debiera ser motivo al­ guno para no realizar una reforma política tan importante si esta de verdad es necesaria para mejorar el sistema político. La democracia y las instituciones cuestan, pero no por­ que cuesten hay que dejar de invertir en ellas. Sobre este particular, es necesario también insistir en que una cuestión es decidir en­ tre la bicameralidad o la unicameralidad; cosa distinta es el número de representantes que

debe conformar el Parlamento (independientemente de si sus miembros pertenecen a una sola cámara o si, por el contrario, están distribuidos en dos cámaras). Aun si prosperase la propuesta de crear una segunda cámara, el número de represen­ tantes en esta eventual segunda cámara debe establecerse independientemente del número de diputados, el cual debería mantener la relación señalada. La segunda cámara, como he­ mos visto, no debería definir su número de acuerdo a criterios demográficos, ya que, in­ sistimos, no debería tratarse de otro órgano representativo de los ciudadanos (como sí lo es la cámara de diputados), sino debería representar a las unidades territoriales del segun­ do nivel de gobierno que integran el Estado peruano (las regiones).

II. Conclusiones Consideramos que es necesario proceder a una reforma integral del Parlamento perua­ no. Los principales elementos de esta reforma, específicamente referidos al comentado ar­ tículo 90 de la Constitución Política, deberían incluir los siguientes aspectos:

El Parlamento debe tener dos cámaras, siendo la primera cámara (diputados) el órga­ no representativo de los ciudadanos, mientras que la segunda cámara (senadores) sea el órgano representativo de las regiones. Es decir, se debe establecer una bicameralidad de tipo federal o bicameralidad regional.

Idealmente, la elección de los diputados debe ser en circunscripciones uninominales; sin embargo, podría apuntarse también a reducir el tamaño de las circunscripciones elec­ torales de los diputados a un máximo de cuatro escaños. Asimismo, la respectiva cámara debería tener unos 210 diputados. También podría obviarse establecer en la Constitución un número fijo de diputados. Debería, asimismo, establecerse en esta cámara circunscrip­ ciones especiales para los peruanos residentes en el extranjero. El Senado debería tener 52 senadores. La mitad de ellos debería elegirse uninominalmente (uno por cada región o departamento) y la otra mitad debería elegirse en distrito único nacional, es decir plurinominalmente, a través de listas y bajo el criterio de propor­ cionalidad. Esto como una fórmula de transacción entre las propuestas de tener un Sena­ do elegido en distrito único nacional (propio de un parlamento bicameral meramente re­ visor) con la propuesta de tipo federal o regional Con ello, los parlamentarios se elegirían en tres niveles: 26 senadores elegidos na­ cionalmente, otros 26 elegidos regionalmente y, finalmente, todos los diputados elegidos casi a nivel provincial (o incluso distrital, como ocurriría en Lima o en provincias con mu­ cha población electoral).

JURISPRUDENCIA RELACIONADA lU

El acceso al cargo del congresista se encuentra condicionado al principio de representación proporcional y la pertenencia a un partido político: STC Exp. N° 000030-2005-PI/TC (f. j. 27).

[jjj

El sistema unicameral establecido en la Constitución de 1993 tiene como precedente la Carta de 1867: STC Exp. N° 00026-2006-PI/TC (f. j. 9).

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La regulación de las condiciones y límites para acceder al cargo de congresista de la Repúbli­ ca se encuentra sujeta a reserva de ley orgánica: STC Exp. N° 00013-2009-PI/TC (f. j. 19).

jl

Si bien los congresistas tienen amplia libertad e independencia en el ej ercicio de su labor, lo que se complementa con el reconocimiento de diversas prerrogativas propias de un modelo liberal (prohibición del mandato imperativo, inviolabilidad del voto y opiniones, entre otras previstas en el artículo 93 de la Constitución), también lo es que, dentro del esquema del mandato representativo que la Constitución atribuye a los congresistas, también adquieren especial relevancia los partidos o las organizaciones políticas que facilitaron su elección: STC Exp. N° 00006-2017-PI/TC (f. j. 18).

BIBLIOGRAFÍA ARGULLOL, Enric. «El federalismo en España». En: Federalismo y regionalismo. Diego Valadés y José María Sema de la Garza (coordinadores). Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, México D.F., 2005; DUVERGER, Maurice. Los partidos políticos. (Ia edición en español, 1957), 20a reimpresión. Fondo de Cultura Económica, México, 2006; HANDABAKA, Ornar. «El sistema político alemán: balance y retos». En: Revista Elecciones. Año 3, N° 3, Oficina Nacional de Procesos Electorales, Lima, julio de 2004; LOEWENSTEIN, Karl. Teoría de la Constitución. Ariel, Barcelona, 1982; NOHLEN, Dieter. “Circunscripciones electorales”, definición del Diccionario Electoral de CAPEL’, NOHLEN, Dieter. Sistemas electorales y partidos políticos. 3a edición. Fondo de Cultura Económica, México, 2004; SALCEDO CUADROS, Cario Magno. «¿Unicameralidad o bicameralidad? Falsos dilemas en la discusión sobre la reforma del Parlamento peruano». En: Jus Doctrina & Práctica. N° 7, Grijley, Lima, julio de 2007; SALCEDO CUADROS, Cario Magno. «Esbozando una propuesta para una reforma integral del Parlamento peruano». En: Gaceta Constitucional. N° 26, Gaceta Jurídica, Lima, febrero de 2010; SALCEDO CUADROS, Cario Magno. «Propuesta para una reforma integral del Parlamento peruano». En: Revista Cuader­ nos Parlamentarios. N° 13, Centro de Capacitación y Estudios Parlamentarios del Congreso de la República del Perú, Lima, 2015.

Artículo 90-A

Prohibición de inmediata reelección parlamentaria Los parlamentarios no pueden ser reelegidos para un nuevo período, de manera inmediata, en el mismo cargo^. CONCORDANCIAS: C.: arts. 91,11,134,136, 203 inc. 4), 5a D.F.T., la D.T.E., 3a D.T.E.; C.P.Ct: arts. 70 inc. 2), 77, 102, inc. 2), 107 ines 1), 3); C.P.: art. 375; C.P.C.: arts. 336, 413; TUO Rgmto. Congreso: arts. 1 al 4, 19,20,47; L.O.E: arts. 21, 112, Ley 30906

Carlos Hakansson Nieto I. La reforma constitucional que prohíbe la reelección inmediata de los parlamentarios Es probable que la reforma constitucional más polémica, de las cuatro preguntas del referéndum de 2018(1), es la no reelección inmediata de congresistas; una enmienda que ha producido un cambio sin precedentes en la historia de los textos constitucionales peruanos que, a pesar de su alta aprobación por consulta popular, ha dado lugar a serias observa­ ciones respecto a las consecuencias de su próxima aplicación en las elecciones generales de 2021. Siendo conscientes de los problemas para consolidar un sistema de partidos en el Estado peruano, y lograr su transparente financiamiento, parece contradictorio una re­ forma constitucional que termine por afectar la reducida clase política tradicional que to­ davía se distinguen en el legislativo, procedentes de partidos con historia y aquéllos que, tras sus sucesivas reelecciones, han venido adquiriendo experiencia en el trabajo parla­ mentario en los campos de la representación y, a través de ella, para fiscalizar a la admi­ nistración pública y la producción legislativa* 1(2).

Contrarios a las reformas que afectan las disposiciones e instituciones clásicas del constitucionalismo, resulta realista la necesidad de realizar ajustes a la forma de gobierno teniendo en consideración que adolece de presupuestos para su regular funcionamiento; en ese sentido, reponer por vía de reforma constitucional la posibilidad que los candida­ tos a la presidencia puedan también puedan integrar las listas congresales, precisamente, para fomentar el liderazgo y cohesión de su grupo parlamentario.

(*) (1) (2)

Artículo incorporado por el artículo único de la Ley N° 30906 del 10/01/2019. La consulta popular de referéndum se llevó a cabo el domingo 9 de diciembre de 2018. Al respecto, Sartori se pregunta ¿qué se entiende por político profesional?, explicando que se trata de “(...) una persona que se ocupa de manera estable de la política. No son, por lo tanto, políticos profesionales los que se ocupan de forma ocasional, o durante un período de tiempo limitado, y que provienen de una profesión privada que continúan ejerciendo a latere incluso cuando ingresan en el parlamento”; cfr. SAR- < TORI, Giovanni. Elementos de teoría política. Alianza Universidad Textos, Madrid, 1992, p. 177.

1. El origen de la reforma La crisis de representatividad política dio lugar a una propuesta inédita en la historia de los textos constitucionales peruanos(3), prohibir la reelección inmediata a los parlamen­ tarios. En el derecho comparado, la Constitución de Costa Rica es su antecedente más cer­ cano, su artículo 107 establece que “[l]os Diputados durarán en sus cargos cuatro años y no podrán ser reelectos en forma sucesiva”, no encontrando otra disposición similar en el derecho constitucional iberoamericano y europeo. Para comprender al constituyente cos­ tarricense, debemos tener presente que su poder legislativo está compuesto por cincuen­ ta y siete diputados, para una población de poco más de cinco millones de ciudadanos; su texto constitucional rige desde 1949 con algunas reformas recientes; además, cabe pre­ cisar que la prohibición de reelección parlamentaria data desde su fecha de aprobación; no obstante, se trata de una disposición no exenta de polémica para su reforma, conside­ rándose que afecta el inciso (b) del artículo 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos y que(4), por tanto, bajo un control de convencionalidad, debe prevalecer sobre lo dispuesto en su Constitución de 1949(5). Dado que se trata de una disposición ajena a la tradición del derecho parlamentario, sin contar el caso costarricense que mantiene una posición aislada en el derecho compa­ rado, consideramos que la prohibición de reelección inmediata de congresistas en la Car­ ta de 1993 restará más que sumar al Sistema Político peruano, pues, impide la progresi­ va formación y consolidación de una clase política profesional, impidiendo una natural y progresiva renovación de cuadros parlamentarios con cada elección congresal.

2. Las circunstancias para aplicar el derecho comparado Las reformas constitucionales que inspiran el derecho comparado, deben reparar en el contexto histórico y proceso cultural de la comunidad política que se trate; no se trata de una recepción mecánica de una disposición normativa en la carta magna; por ejemplo, el impedimento constitucional en Francia para retomar al régimen monárquico, así como en prohibición en España para volver a un estado republicano, responden a concretos epi­ sodios históricos(6); al respecto, en el Perú, una reforma que favoreció el funcionamiento de nuestra forma de gobierno, fue la que permitió que los parlamentarios puedan ejercer el cargo de ministro de estado(7), una enmienda que permitió al presidente de la repúbli­

(3) (4)

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(7)

Nos referimos a las Constituciones peruanas de 1823, 1826, 1828, 1834, 1839, 1856, 1860, 1867, 1920, 1933, 1979 y la actual de 1993. El artículo 23 de la Convención reconoce que todos los ciudadanos deben gozar de los siguientes derechos y oportunidades, inciso (b), “[e]l derecho de votar y ser elegidos en elecciones periódicas auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores”. Para más detalles véase: https://www.elpais.cr/2016/03/31/reeleccion-inmediata-de-diputados-via-sala-iv/. Ambas disposiciones constitucionales en España (1978) y Francia (1958), forman parte del llamado núcleo duro de reforma. Los constituyentes decidieron que no pueden ser materia de discusión para una reforma al sistema político. Véase, HAKANSSON, Carlos. Curso de Derecho Constitucional. (Colección jurídica), 2a edición. Palestra Editores, Universidad de Piura, Lima, 2012, pp. 56-57.

ca la posibilidad de un mayor campo de elección para escoger y nombrar a los miembros de su gabinete, especialmente en un sistema de partidos en formación a pesar de produ­ cir una separación de poderes menos rígida en comparación al modelo estadounidense^.

En la segunda mitad del siglo XIX, gracias a una reforma a la Constitución de 1860, las constituciones históricas peruanas permitieron que sea compatible el ejercicio parla­ mentario con la responsabilidad de una cartera ministerial, una tendencia que se mantie­ ne hasta la fecha, propiciando la flexibilidad del principio de separación de poderes en un modelo inicialmente presidencialista, distanciándose del modelo norteamericano^; en nuestra opinión, se trató de una reforma que refuerza un presidencialismo todavía preca­ rio, carente de un sistema de partidos, que brinda facilidades al ejecutivo para conformar su gabinete. Se trata de un ejemplo que las reformas constitucionales pueden apartarse de los rasgos originarios que distingue la regulación de las instituciones de gobierno, en la medida que sean enmiendas que favorezcan temporal, o permanentemente, el funciona­ miento de su sistema de gobierno.

La decisión mayoritaria en la consulta popular que prohibió la reelección inmediata resulta temeraria, es más, pensamos que tampoco debió ser materia de un referéndum, pre­ cisamente porque la democracia moderna es representativa y no plebiscitaria89(10)11 , es decir, depositamos en nuestros representantes la responsabilidad para ejercer las reglas de nues­ tra forma constitucional de gobierno. El deber de nuestros políticos en ejercicio es empe­ ñarse en hacerla funcionar a pesar de sus dificultades teóricas y prácticas. Las consultas populares se explican cuando una decisión presidencial revista tanta envergadura, preci­ samente por sus consecuencias y sensibilidad, que sea necesario confirmar una decisión de estado mediante una consulta popular que la ratifique, como por ejemplo un acuerdo de paz con un grupo terrorista, la confirmación de un acuerdo internacional que resuelva un histórico problema limítrofe con otro estado, o la decisión de reformar la forma de estado (unitario, federal, o autonómico); fuera de los ejemplos señalamos, que comprometen a toda la ciudadanía, considero que las enmiendas a la forma de gobierno deben ser objeto de una discusión parlamentaria, obrando como poder constituyente constituido00, cuan­ do se decide por consenso revisar las instituciones que rigen su forma de gobierno (pre­ sidencialista o parlamentarista).

El Presidencialismo estadounidense posee una división de poderes más tajante entre las funciones ejecutiva y legislativa, es decir, sus elecciones separadas y no coincidentes dan lugar a un gobierno que no procede del legislativo, como es el caso de los parlamentarismos; es decir, el titular del ejecutivo no es ni puede ser parlamentario, por tanto, tampoco existe la investidura, preguntas, interpelaciones ni moción de censura. (9) Bajo el principio de separación de poderes, tener presente que del comportamiento o relación de las fun­ ciones del poder surgen las formas constitucionales de gobierno. (10) “Y cuanto más se democratiza una democracia, tanto más se eleva la apuesta. ¿Pero hasta qué punto puede elevarse ésta? La experiencia histórica enseña que a ideales desmesurados corresponden siempre catástrofes prácticas. Sea como fuere, en ningún caso la democracia tal y como es (definida de modo descriptivo) coincide, ni coincidirá jamás con la democracia tal y como quisiéramos que fuera (definida de modo prescriptivo)”; cfr. SARTORI, Giovanni. Elementos de teoría política. Ob. cit., pp. 28-29. (11) El poder constituyente constituido es el órgano establecido para poder enmendar la constitución; por tra­ dición, se trata de una función confiada a los parlamentos por ser depositarios de la representación política de nación.

(8)

II. La representación política como principal función parlamentaria Como sabemos, de las tres funciones del poder legislativo, representar, legislar y fis­ calizar, la primera subyace en todas legitimando el ejercicio del trabajo parlamentario. La representación en democracia se obtiene en elecciones libres y periódicas, efectuadas en una comunidad política por sufragio universal de la ciudadanía. Una representación efi­ ciente precisa, como presupuesto, la capacidad de una organización política para poder lle­ var su radio de acción e influencia en el todo el territorio local, nacional o regional, trasmi­ tiendo su visión de estado, ideología, así como las formas de aplicar las ideas en concretos proyectos de desarrollo, estimular el aumento de su militancia y alcanzar el ejercicio del poder local, regional o nacional mediante elecciones democráticas. Con la finalidad descrita en el párrafo anterior, si la producción legislativa debe me­ jorar para aprobar políticas públicas viables, la fiscalización también debe ejercerse con una adecuada aplicación de los instrumentos de control parlamentario, pero ambas funcio­ nes dependen estrechamente de la representación política para que sean practicadas con eficiencia(12)13 ; por eso, la continuidad de los cuadros políticos en el Congreso es un presu­ puesto que permite el afianzamiento de una clase política, la cual se renovará progresiva­ mente en relación directa con sus resultados particulares y colectivos durante el ejercicio del mandato parlamentario.

La representación política como principal función parlamentaria se puede observar desde dos dimensiones complementarias, el vínculo, ciudadano-partido-parlamentario, y el contenido de la representación política.

1. La progresiva estreches del vínculo: ciudadano-partido-parlamentario La primera dimensión que observamos bajo el principio representativo es el grado de relación y afinidad que tienen los ciudadanos con su partido político y sus representantes parlamentarios. La relación se funda en la coincidencia de visión y planes, sustentada en la historia y tradición partidaria, a diferencia de los estados con precarios sistemas de par­ tidos03), donde la afinidad se reduce al candidato y su trayectoria personal.

(12) Como explica el profesor Pereira Menaut, “[l]os sistemas de representación proporcional, en boga en muchos países, parten de la base de que si conseguimos una representación matemáticamente correcta habremos conseguido un buen nivel de representación y la gente se sentirá efectivamente representada por los diputados. Pero las matemáticas tienen poco que ver con la Política y en la práctica la gente se siente más representada por los diputados cuánto más relación directa tenga con ellos, aunque para conseguir eso se emplee un sistema como el uninominal, bien poco proporcional”; cfr. PEREIRA MENAUT, An­ tonio Carlos. En defensa de la Constitución. (Colección jurídica), 2a edición peruana. Palestra Editores, Universidad de Piura, Lima, 2011, p. 257. (13) Sobre la debilidad de los sistemas de partidos, Rial sostiene que “(•••) muchos de los partidos o movi­ mientos políticos carecen de la mínima estructura formal, pasando a ser máquinas de enganche electoral, fundamentalmente movimientistas. Es más, la retórica que se da en muchos casos es claramente contraria a los partidos. Abundar los epítetos derogatorios, como ‘partidocracia’, o las referencias a que quienes quieren ser electos dicen no ser políticos, o querer que ‘se vayan todos’”; cfr. RIAL, Juan: “Balance entre la inmovilidad y la tendencia al autoritarismo en un régimen presidencial. Partidos y legislaturas débiles. El predominio del personalismo presidencial en América Latina”. En: ELLIS, Andrew y otros (coordinadores).

Se trata de tres conceptos sinérgicos e interdependientes en cualquier democracia, los conceptos de ciudadanía, partidos políticos y parlamentarios se convierten en los engra­ najes básicos de una institucionalidad en funcionamiento que, si el partido no opera o de­ jara de operar como un vaso comunicante, la distancia entre ciudadanos y parlamentarios se amplía deviniendo en una crisis representativa.

2. La representación política no es una abstracción sin contenido El principio de representación se debe evidenciar en una asamblea, sea en una o dos cámaras(14), se logra cuando es posible identificar a los congresistas que, a través de la le­ gislación, velan por los intereses de los agricultores, mineros, pesqueros, industriales, con­ diciones labores y sistema previsional de los funcionarios públicos, privados; así como las disposiciones legal que favorezcan a los emprendedores, minorías y poblaciones vulne­ rables; entre otros, por eso, el poder legislativo tiene que concretar la representación para que no terminar en un principio carente de contenido real, una abstracción que no encuen­ tra significado práctico, pronunciando cada vez una mayor distancia entre los ciudadanos y las instituciones políticas en una forma de gobierno. La crisis de representatividad yace precisamente en ese problema, cuando los intereses, preocupaciones e intereses comunes de la ciudadanía, no se identifican con los temas ordinarios de debate, discusión y deci­ sión de la agenda parlamentaria.

III. Las consecuencias de la reforma constitucional La Ley N° 30906, norma que añade en la Constitución peruana el artículo 90-A, in­ édita forma en los antecedentes nacionales para introducir una enmienda por adición(15), la cual ha impactado en las elecciones generales de abril de 2021, con la completa reno­ vación parlamentaria pero también con el hecho de que los partidos más tradicionales no puedan completar sus listas congresales con nuevos cuadros de candidatos al legislativo, formados políticamente en una doctrina e ideología partidaria. Las tres consecuencias sobre la reforma constitucional que comentamos se resumen en la improbable formación de un sistema de partidos, una crisis de representación más aguda, la capitis diminutio del papel que cumple un Congreso.

Cómo hacer que funcione el sistema presidencial. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, México, 2009, p. 160. (14) La necesidad de dos cámaras parlamentarias se evidencia cuando es posible identificar dos criterios de representación distintos, por ejemplo, una cámara de composición ciudadana y otra territorial. (15) En la Constitución argentina de 1853/60, reformada en 1994, se destaca el artículo 14 bis, referido a los derechos del trabajo, efectuada por la reforma de 1957, con la finalidad de incorporar un reconocimiento expreso al constitucionalismo social; véase al respecto, SAGÚES, Néstor Pedro. Teoría de la Constitución. Astrea, Buenos Aires, 2001, p. 48.

1. Los partidos y cuadros políticos con experiencia La prohibición de reelección inmediata a los congresistas, por afectar el derecho de los ciudadanos para elegir a sus representantes, tendrá un efecto directo en la calidad de la producción legislativa y, además, en la experiencia para el ejercicio de los instrumentos de trabajo y fiscalización. La renovación radical de la composición política del Congreso se produce al final del mandato parlamentario, luego de cinco años y a través de un pro­ ceso electoral por sufragio en elecciones generales; sin embargo, se trata de una renova­ ción producida gracias a una nueva composición congresal para el regular funcionamien­ to de la representación política, una disposición que adolece de un radicalismo lesivo a la formación, consolidación y renovación progresiva de la clase política.

El impedimento para una progresiva renovación parlamentaria, prohibiendo su ree­ lección inmediata y continua, sumando a una comunidad política sin un sistema político maduro, produce la mortalidad de las organizaciones políticas, incluso las más longevas y aquéllas que se constituyan sin poder alcanzar el arraigo necesario para mantener su vi­ gencia en el tiempo.

2. ¿Se renueva la representación o traslada a un nuevo parlamentario? La reelección inmediata de congresistas permite la continuidad, profesionalismo en el ejercicio de la política, pero siempre acompañada de un sistema de partidos como mencio­ namos en los apartados anteriores, un presupuesto difícil de realizar si las organizaciones políticas carecen de estabilidad en sus cuotas de representación, a través de una bancada parlamentaria compuesta por políticos reelectos y con experiencia en el trabajo congresal; en otras palabras, la reforma constitucional que aprueba una reelección mediata, que sus­ tituya a la tradicional inmediata de congresistas, no permitirá la conformación de un sóli­ da democracia de partidos, presupuesto básico de todo sistema político.

3. El riesgo de un parlamento vulnerable La reforma constitucional aprobada que, como mencionamos, afectaría la eficiencia del ejercicio de la función representativa y, con ella, la producción legislativa y de control político, sumándose la reforma de garantías institucionales como la inmunidad parlamen­ taria, producirá una afectación a las condiciones de trabajo que, atendiendo a su naturale­ za, realizan los congresistas para el ejercicio de una oposición política y fiscalizadora. La enmienda constitucional que comentamos apunta a una tendencia de carácter global, que fomenta una sustantiva disminución del papel que cumplen los parlamentos en una demo­ cracia, una suerte de revisionismo internacional impulsado por lobbies extranjeros, que fi­ nancian campañas electorales a cambio de aplicar una agenda similar a las que se vienen, con alguna anticipación, implementando progresivamente en las comunidades políticas de Europa continental e Iberoamérica06).

(16) La tesis de David Van Reybrouck sobre el futuro de la renovación democrática, sostiene la necesidad de asambleas elegidas por sorteo en la democracia institucional y constitucional; sostiene que “(...) este

Las tesis recientes sobre la necesidad de implementar una asamblea compuesta por ciudadanos elegidos por sorteo, evitaría los enfrentamientos políticos, la falta de transpa­ rencia en la producción legislativa, desinformación mediática y la crispación de los pro­ cesos electorales, comienzan a cuestionar las estructuras tradicionales de la democracia y representación política. Finalmente, la reforma aprobada por consulta popular fue más emocional que racional y producirá efectos lesivos a la necesidad de construir un sistema político en el tiempo. El primer efecto o consecuencia será consolidar la idea que no hace falta tener representantes con arraigo sino de personas con una “fuerza de marketing”, que promueva su candidatura al legislativo; el segundo efecto lo veremos en la debilidad de las bancadas políticas, pues, la necesidad de renovar completamente las listas congresales será copada por más candidatos sin experiencia dentro y friera del parlamento. Finalmen­ te, la tercera consecuencia será impedir la profesionalización del ejercicio de la política, que no es poco si comparamos a los legisladores más experimentados, que destacan en los debates del pleno y trabajo parlamentario, frente a una mayoría de congresistas novatos.

La idea de “renovar” el Congreso con parlamentarios sin experiencia mediante su no reelección inmediata, sin tomar en cuenta que se trata de una institución de lenta pero pro­ gresiva incorporación de nuevos representantes, no fortalecerá el sistema político sin su principal insumo (los políticos). El ejercicio de la política no es una técnica sino más pa­ recido a un arte, una conducta propia del ser humano que vive en una comunidad com­ puesta por ciudadanos que, a pesar de sus diferencias, comparten un conjunto de idea­ les en común que desean reconocer, promover y defender representando a la nación(17). BIBLIOGRAFÍA HAKANSSON, Carlos. Curso de Derecho Constitucional. (Colección jurídica), 2a edición. Palestra Editores, Universidad de Piura, Lima, 2012; HAKANSSON, Carlos. Curso de Derecho Constitucional. 3a edición. Palestra Editores, Lima, 2019; PEREIRA MENAUT, Antonio Carlos. En defensa de la Constitución. (Colección jurídica), 2a edición peruana. Palestra Editores, Universidad de Piura Lima, 2011; RIAL, Juan. “Balance entre inmovilidad y la tendencia al autoritarismo en un régimenpresidencial. Partidos y legislaturas débiles. El predominio del personalismo en América Latina”. En: ELLIS, Andrew y otros (coordinadores). Cómo hacer que funcione el sistema presidencial. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, México, 2009; SARTORI, Giovanni. Elementos de teoría política. Alianza Universidad Textos, Madrid, 1992; SAGÜÉS, Néstor Pedro. Teoría de la Constitución. Astrea, Buenos Aires, 2001; VAN

REYBROUCK, David. Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia. Taurus, Barcelona, 2007.

sistema no debe utilizarse solo en proyectos aislados y piensan que los ciudadanos elegidos por sorteo deben formar parte estructural del Estado. Aún queda pendiente de acordar el modo en que eso debe producirse. La mayoría de estos pensadores están a favor de que la configuración de uno de los órganos legislativos se realice por sorteo. Hoy en día han sido planteadas más de veinte propuestas en este sentido. Poco a poco los autores han empezado a pensar que un Parlamento configurado de forma aleatoria daría más legitimidad a la democracia y la haría más eficiente”; cfr. VAN REYBROUCK, David. Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia. Taurus, Barcelona, 2007, pp. 148-149. (17) HAKANSSON, Carlos: Curso de Derecho Constitucional. 3a edición. Palestra Editores, Lima, 2019.

Artículo 91

Personas que no pueden ser elegidas como parlamentarios No pueden ser elegidos miembros del Parlamento Nacional si no han renunciando al cargo seis (6) meses antes de la elección: 1. Los Ministros y Viceministros de Estado, el Contralor Ge­ neral. 2. Los miembros del Tribunal Constitucional, de la Junta Nacional de Justicia, del Poder Judicial, del Ministerio Público, del Jurado Nacional de Elecciones, ni el Defensor del Pueblo^. 3. El Presidente del Banco Central de Reserva, el Superin­ tendente de Banca, Seguros y Administradoras Privadas de Fondos de Pensiones, y el Superintendente Nacional de Administración Tributaria. 4. Los miembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía Na­ cional en actividad, y 5. Los demás casos que la Constitución prevé^. CONCORDANCIAS: C.: arts. 31, 33 inc. 3), 34, 39,40, 92, 93, 99,100, 107, 194, 201, 203 inc. 4), 206, 2a D.T.E.; L.O.E: arts. 112 y 113; R. 001-2016-JNE; C.A.D.H.: art. 23.2

César Delgado-Guembes I. Introducción En este artículo se incluyen las restricciones para postular a un puesto representativo de la república. Es la relación de barreras para acceder a responsabilidades públicas desde las cuales debe, desde una posición representativa de la voluntad popular, ocupar un pues­ to estatal para cumplir actos políticos por cuenta e interés de toda la república. No se trata de una situación de menor importancia. Primero, porque es un recorte a la capacidad de acceder a puestos públicos. Y segundo, porque la inclusión de unos supues­ tos y no de otros resulta del imaginario de un constituyente que dirige su elección para re­ ducir riesgos y deficiencias en la performance representativa. Las inelegibilidades, sean las generales o absolutas, o las funcionales o relativas son decisiones adoptadas a partir del supuesto que hay algunos casos políticamente menos apropiados que otros para que los representantes accedan a un puesto estatal de la más alta gravitación en el régimen po­ lítico y democrático del país.(*) (**)

Se ha colocado la denominación “Junta Nacional de Justicia” en virtud de lo dispuesto por la única dispo­ sición complementaria final de la Ley N° 30904 del 10/01/2019. (**) Texto según modificatoria efectuada por el artículo único de la Ley N° 28607 del 04/10/2005. (*)

El régimen de inelegibilidad es una técnica de la ingeniería constitucional que se usa para achicar el margen de ejercicio del derecho a representar a la colectividad. El consti­ tuyente está ante la alternativa de establecer un espectro de limitaciones congruentes con las premisas del tipo de democracia que procura para la sociedad. Hasta la democracia, por ello, debe discriminar y fijar modos distintos de ejercicio de la ciudadanía. Los derechos políticos, por eso, no son absolutos porque unos son menos iguales que otros para ocupar una especial y privilegiada posición para representar a toda la nación. No puede perderse de vista que el régimen de inelegibilidades, por eso, afina el con­ cepto de ciudadanía y que, al hacerlo, el propósito es mejorar las opciones de represen­ tación. El constituyente no tiene potestad para achicar o estrechar el margen de ejercicio de la ciudadanía. El límite del constituyente son los principios en los que se basa la afir­ mación de la soberanía popular, como regla elemental para ejercitar el poder del Estado. La congruencia con esta premisa del modelo histórico y nacional de democracia acota e interdicta de otro modo la ilimitada capacidad del constituyente. Hasta el constituyente debe operar desde su supremo rol según limitaciones cuya naturaleza y fuente no es pro­ piamente normativa, sino cultural y política.

Los recurrentes reclamos de la población en general, no menos que de distintos sec­ tores de la militancia partidaria, como igualmente de sectores ilustrados de la inteligencia o de la academia, para que el acceso a la representación se restrinja, se tropiezan con la li­ mitación lógica de un sistema que si se precia de ser congruente no puede admitir ni reco­ nocer que a la representación solo pueda acceder quien cuenta con un determinado nivel educativo, ni con una determinada cantidad de ingresos o patrimonio. El pueblo debe con­ fiar que él mismo cuenta con las características morales y las virtudes políticas suficien­ tes como para que el último de los ciudadanos cuente con las habilidades y competencias suficientes para representar eficientemente a todo el pueblo peruano. Esa es la limitación del régimen democrático y del sistema constitucional. No obstan­ te la contundente evidencia de la que se disponga que no todos los habitantes del territo­ rio peruano, no obstante contar con el documento de identidad que los acredite para vo­ tar en las elecciones y ser por lo tanto mayor de 18 años, no cuenten con la destreza ética como para calificar como ciudadanos auténticos, preocupados más por su vínculo político con la comunidad a la que pertenecen y en la que adquieren su identidad personal y espi­ ritual, no obstante tal evidencia, las posibilidades del constituyente de proceder según tal evidencia, están restringidas. Por eso no queda más remedio que, en aras de la consisten­ cia con el modelo por el que se opta, el régimen de elegibilidad no pueda impedir que la ausencia de virtud política habilite a quien la Constitución da el rango nominal de ciuda­ dano cuente con la capacidad legal de postular y describir con su conducta la calidad mo­ ral del pueblo al que eficazmente representa. El artículo 91 de la Constitución asume esa premisa, y su marco de aplicación y co­ bertura normativa se dirige a las restricciones para quienes ocupando un puesto estatal supongan un riesgo que limite la igualdad del pueblo que debe elegir entre los candidatos que los partidos seleccionan dentro de su militancia o simpatizantes.

II. Naturaleza, alcances, supuestos y finalidad de las inelegibilidades El tema central de este artículo es el de las inelegibilidades para el ejercicio de la fun­ ción de representación en el Congreso. Si la elegibilidad es la capacidad para ser elegido, la inelegibilidad consiste en las restricciones a esa capacidad. Es pues una norma prohi­ bitiva, excepcional. Es la norma que limita el derecho a la elección política, que es un de­ recho fundamental universal.

El criterio constitucional para limitar el acceso a un puesto público se funda en una carga presunta. Se presume que quien tiene poder puede abusar de él. En consecuencia la norma impone el desprendimiento y la discontinuidad. El espíritu de la Constitución lleva a entender que quien tiene poder no lo debe usar en su ventaja ni tenerlo indefinidamente.

A los funcionarios afectados, por ello, si intentan competir por un cargo representati­ vo ante la voluntad política de la comunidad, se les impone una salvedad. El requisito de haber dejado el cargo ejercido con una anterioridad no inferior a seis meses respecto de la fecha de la elección. Dejar el cargo es una expresión, por lo tanto, que requiere explicación. ¿Deja el car­ go quien presenta la renuncia seis meses antes de la elección? El acto de presentar la re­ nuncia es una manifestación indudable de tener voluntad de separarse del cargo. Nadie cuestionaría que el dato de un documento escrito o aún de un anuncio o de una declara­ ción pública expresa son manifestaciones de voluntad. Manifiestan la voluntad de dar por terminado el encargo aceptado. Sin embargo, la norma no se refiere ni al anuncio ni a una declaración pública expresa. Tampoco se refiere a la intención de apartarse del cargo me­ diante un documento en el que tal voluntad conste de manera innegable. Para la Consti­ tución no es suficiente la presentación de la renuncia. Presentarla no equivale a haber de­ jado de modo efectivo el cargo inelegible. La presentación debe ser aceptada y, además, no cabe que el renunciante detente el cargo bajo ninguna forma. No puede mantenerlo ni provisionalmente ni por encargo. No cabe que tenga vinculación alguna con la posibili­ dad de valerse del cargo.

Por lo tanto, la exigencia solo queda cumplida cuando, habiendo sido aceptada la re­ nuncia, el cargo ya no es más efectivamente ocupado ni detentado por el ciudadano con intención de postular al Congreso. En consecuencia, si la exigencia demanda el aparta­ miento total del funcionario del puesto ejercido, debe entenderse que ha de tomar todas las precauciones del caso para que sea reemplazado por su sucesor. Es el signo incuestio­ nable que ya no es funcionario ni ocupa el puesto, en ninguna forma o modalidad. Debe quedar excluido de poder y responsabilidad respecto del cargo seis meses antes de la fe­ cha convocada para la elección. Su sucesor en el cargo seis meses antes del sufragio para elegir representantes al Congreso es el único signo inequívoco del cumplimiento de esta disposición constitucional. En caso de que la renuncia fuera presentada pero no aceptada, o si se aceptara la re­ nuncia y se encargara la cartera o puesto provisionalmente hasta el reemplazo por el su­ cesor, el requisito sería solo dudosamente cumplido. Lo constitucionalmente limpio,

incuestionable, recomendable y preferible es el completo apartamiento del cargo con an­ terioridad de seis meses a la fecha de la elección.

El incumplimiento de este requisito daría lugar a la declaratoria de inadmisibilidad de la postulación por los organismos electorales. En otras palabras, obviar este requisito puede dar lugar a la negación de la postulación o, en su caso, a la presentación de la ta­ cha respectiva. Que postule quien está impedido de hacerlo genera una causal de invali­ dez del mandato. Si por las razones que fuera los funcionarios inelegibles postularan o, peor aún, fueran elegidos, proclamados o incorporados al Congreso, su mandato tendría la mancha de haberse originado espuriamente. Sería un mandato no solo jurídicamente im­ perfecto, sino nulo. Es un acto no confirmable ni convalidable, ni por el derecho ni por el simple transcurso del tiempo. Nada avalaría un mandato impropiamente obtenido en vio­ lación de una norma constitucional. Se trata entonces de que la naturaleza de la inelegibilidad es la de un impedimento para el ejercicio pasivo del derecho de elección. El ciudadano puede elegir y ejercitar su derecho activo de elegir al candidato o grupo político de su preferencia, pero no goza del derecho de ser elegido en el sufragio.

Ahora bien, el artículo 91 se refiere al desprendimiento, se espera, efectivo, del car­ go (obviando, por lo tanto, la posibilidad de no detentarlo efectivo, pero sí de influenciar en su uso funcional, así exista un apartamiento formal del mismo, hecho nada improba­ ble que ocurra habida cuenta de las redes que unen a las personas que pertenecen a una misma asociación, sea política o no). Pero se refiere al apartamiento formal en un plazo previo de seis meses anteriores a la fecha de las elecciones. La pregunta surge de mane­ ra natural. ¿Y por qué seis meses y no uno o dos, o doce? Se trata de una fórmula históri­ ca que se ha ido reproduciendo más o menos mecánicamente. Si de lo que se trata es de imponer restricciones para evitar el abuso, ¿quiere decir que el peligro se conjura lo sufi­ ciente si la renuncia se hace efectiva seis meses antes, pero sería demasiado peligroso que ella se produzca solo tres meses antes? ¿Y por qué mejor no establecer la incompatibili­ dad absoluta entre todos los puestos calificados como causal de inelegibilidad? Si el peli­ gro del abuso existe, ¿cómo quedará mejor garantizado el respeto a la voluntad electoral si se deja en libertad a un presunto infractor del régimen democrático a quien se le tolera la condición doble de ministro y de congresista, por ejemplo?

Si se adopta la decisión de mantener el régimen de inelegibilidades relativas, es pre­ ciso atender a la cuestión de si es o no razonable repetir el plazo de seis meses. Este plazo aparece por primera vez en la Constitución de 1933, y se ha venido arrastrando mecánica­ mente desde entonces. Casi 80 años con el mismo régimen sin cuestionamiento ni crítica respecto de su funcionalidad, necesidad ni los términos en los que se repite. Hasta 1933 existía únicamente el límite de dos meses para quienes tuvieran la condición de Presiden­ te de la República, ministro de Estado, prefecto, subprefecto o gobernador. No existía este plazo, por ejemplo, para vocales o fiscales supremos, vocales y fiscales de las Cortes Su­ periores, ni para los jueces de primera instancia y agentes fiscales (ver al respecto todas las Constituciones peruanas anteriores a la de 1933).

El único antecedente notable relativo a la fijación del plazo de seis meses parece ser el proyecto Villarán (art. 23), en el que aparecen dos tipos de plazos, uno de un año para los cargos de Fiscal de la República, magistrados de las Cortes de Justicia, jueces de pri­ mera instancia y agentes fiscales; y el otro de seis meses, que alcanzaba tanto a las autori­ dades políticas locales o regionales (léase prefectos, subprefectos y gobernadores), como a los miembros de las fuerzas armadas.

¿Qué podría haber cambiado en la naturaleza humana en general, y la naturaleza del peruano en particular, que los siglos XX y XXI conciben que lo que antes no tenía límite tan estricto demanda ahora mayores peligros y por lo tanto mayor protección y mecanis­ mos más estrictos de represión de la naturaleza humana? En atención a la voluntad tuitiva que se empeña en conservar nuestro constituyente, pareciera que el mal menor fuera no agravar el plazo, sino mantener el que se fijó en el constitucionalismo histórico y original. Por lo tanto, fuera recomendable revisar este término y disminuirlo. Dos meses parecía un plazo prudente durante el siglo XIX. El plazo adecuado debe fijarse en relación con el objeto funcional de la norma, con su razón de ser, con el cronograma de la convocatoria y no con un criterio abstracto, formal, asistemático, ni caren­ te de arraigo con el proceso electoral propiamente dicho, de manera que, paralelamente, el Estado no se vea privado innecesariamente del concurso de un ministro o funcionario que fuese, cuando la única razón por la que se ve obligado a apartarse de la función sea el temor al uso impropio de su función, ni el propio Congreso análogamente privado de la experiencia que aporta él. Si fuera el caso en que el poder se ejercitara abusivamente tal comportamiento no está privado de sanción por el ordenamiento jurídico en general, ni por el régimen penal en particular.

Por los rasgos restrictivos de esta norma se advierte una concepción sobre el uso del poder. La norma es una herramienta, una técnica, en la que se consagra una visión de la vida. Un dato claro que se deduce de ella es que tiene una finalidad protectora, tuitiva, de la voluntad de la colectividad. Porque se teme el mal, indebido, impropio, excesivo o abu­ sivo uso del poder se define un dique para evitarlo. Se traduce así una creencia en la natu­ raleza humana. Se cree, primero, que la naturaleza del hombre lo lleva al desborde de sus intereses, pasiones, voluntad, caprichos e instintos. En segundo lugar, se cree que como el hombre tiene una naturaleza peligrosamente desbordable, es necesario imponer como obstáculo al desborde un control externo. La eficiencia de este control externo se le ad­ judica a un mecanismo que, se espera, funcione como controlador, inhibidor y desincentivador de esa misma naturaleza peligrosa. La pasión y los afectos malos deben normali­ zarse, reprimirse. Y la ley es la garantía contra ese destino ruinoso del impulso que debe ocultarse y reprimirse. La norma constitucional, de esta manera, canaliza una forma de sentir y percibir la na­ turaleza humana. El Perú, a través del concepto de hombre que esta norma consagra, indu­ ce la réplica y perdurabilidad de la misma naturaleza humana de cuyo concepto se origina la limitación. El alegato sobre la protección de la colectividad tiene consigo, en igual in­ tensidad, como efecto inverso, el debilitamiento de la agencia a la que procura la supuesta

protección. La protección tiene como base el miedo a nosotros mismos, así como nuestra capacidad de aprender y conseguir una naturaleza diferente. Es una metafísica del miedo al hombre la que lleva a presumir que la norma debe reprimirlo. No es una norma que le­ vante la idea de libertad ni de la confianza.

Y el temor del constituyente no es sino expresión, a su tumo, de la misma cultura del miedo y de la desconfianza en la que se educa aquel que la confirma. Mal que, además, se sustenta en el argumento de que “así lo hacen otros”, “así lo hacen todos”, que “es nor­ mal” y que “así se ha hecho siempre” en cualquier otra latitud geográfica como en cual­ quier otra dimensión histórica. En consecuencia, el supuesto de la norma, además del mie­ do y de la desconfianza, es la adopción de una posición conservadora. Se teme a una visión del hombre que afirme su libertad, porque dejar sin atadura su discreción no lo conducirá al bien colectivo sino al daño. El hombre, para el constituyente, no está capacitado para aprender a usar bien uno de los bienes esenciales de su naturaleza: la libertad. Otro debe decimos qué es bueno y cada sujeto debe sufrir el tutelaje desde una estructura conserva­ dora y jerarquizada de poder. Se trata, como se ve, de una visión pesimistamente conservadora. Una visión teme­ rosa que le teme a la libertad natural inherente al aprendizaje. Es la posición paternal de quien compra el vestido nuevo al niño, pero le impone tanta prohibición sobre las acti­ vidades permitidas en su desenvolvimiento, que convierten el vestido en un corsé tieso que no solo lo incomoda sino que detesta y no puede esperar el momento de cambiarlo por otro menos regalado en limpieza y preciosura pero sentido como más propio y natu­ ral. La normótica del legalismo conservador es uno de los factores que impide que la ley y la Constitución sean expresión de las normas naturales de la comunidad. Si la sociedad cumple la ley, no es porque la viva internamente, sino por el miedo a los efectos de su in­ cumplimiento. Esa es la metafísica detrás de las restricciones a la elegibilidad. La nor­ ma expresa la propia naturaleza represora y punitiva de la sociedad a la que pertenece el constituyente que teme apartarse de la cultura que le asegura a él mismo el control para su desborde y descontrol.

III. Diferencia con la incompatibilidad La inelegibilidad es una figura distinta a la de la incompatibilidad. Quien es inele­ gible es constitucionalmente imposible que asuma el mandato y ejercite las funciones de representación en el Congreso. El inelegible no puede representar. No puede ser elegido para representar. Por lo tanto, tampoco puede postular a un mandato representativo. De ocurrir tal postulación sería improcedente. Y si por razones imprevistas, desconocidas, in­ voluntarias o fortuitas ocurriera que postulara, fuera elegido, proclamado, e incorporado en el Congreso, al margen de la prescripción interdictoria, la elección, proclamación e in­ corporación realizadas carecen de validez, son anulables y no surten efecto respecto del ciudadano que la infringe. Anulada la elección, a la autoridad electoral corresponde ex­ tender la proclamación correspondiente a su reemplazante.

La incompatibilidad es un impedimento que sobreviene solo respecto de quienes ya cuentan con el mandato de representación debidamente extendido y acreditado. La in­ compatibilidad es resoluble luego de asumida la representación. La inelegibilidad niega el acceso a ella. La incompatibilidad se diferencia de la inelegibilidad en que la última ataca el dere­ cho de elección de un ciudadano que no desempeña otra función pública que la que le co­ rresponde como titular de un derecho político a elegir. La incompatibilidad ataca no el de­ recho del ciudadano sino el estatuto funcional de un funcionario público. El congresista no es solo un ciudadano, sino un representante de la comunidad y titular de atribuciones, prerrogativas y mandatos estatales. La inelegibilidad no aparece durante el mandato o el ejercicio de la función parlamentaria, sino antes de la posible asunción de una función es­ tatal. La función estatal nunca pudo, nunca debió cumplirse.

IV. Tipos de inelegibilidad Es inelegible quien tiene conflicto respecto del acto de elección. Existe una condición esencial o funcionalmente impropia para que el postulante sea admitido en la competen­ cia electoral. Las inelegibilidades son formas de interdicción para el acceso al Congreso. Pueden ser absolutas o relativas. Absolutas son las inelegibilidades que, además de ser permanentes, no pueden excep­ tuarse. Relativas las que admiten el levantamiento de la interdicción siempre que se desa­ parezca el estado, posición o relación que configura el impedimento. Todas las causales indicadas en el artículo 91 son causales relativas de inelegibilidad. La Constitución prevé que si se deja de desempeñar el cargo público que impide la postulación al ciudadano en fecha anterior a los seis meses de la oportunidad en que debe realizarse la elección, es po­ sible elegir congresistas a los ciudadanos que ocupan esos cargos públicos.

1. Inelegibilidades absolutas Son inelegibilidades absolutas las que definen el ejercicio del derecho de elección. Para elegir, y ser elegido, se requiere ser ciudadano peruano (para elegir y ser elegido se necesita la ciudadanía, según el artículo 31 de la Constitución, esto es, contar con diecio­ cho años de edad e inscripción en el registro electoral, según el art. 30). Quien no puede lo más, no puede lo menos. Quien no puede elegir tampoco puede ser elegido. Un razo­ namiento a fortiori.

Las causales absolutas son pocas. Entre ellas pueden contarse las derivadas de las con­ diciones de elegibilidad enunciadas en el artículo 90. Particularmente las que se refieren a la nacionalidad por nacimiento y la de contar con el derecho de sufragio. El artículo 90 de la Constitución prescribe que para ser elegido congresista se requiere ser peruano de na­ cimiento, haber cumplido veinticinco años y gozar del derecho de sufragio.

Una lectura invertida de estas causales de elegibilidad nos muestra las condiciones de inelegibilidad absoluta. Por ejemplo, no ser peruano de nacimiento, no tener 25 años y no gozar del derecho de sufragio. El no ser peruano de nacimiento es una causal que viene repitiéndose en el Perú desde la Constitución de Huancayo, de 1839 (arts. 32 inc. 1, y 38, inc. 1), reiterada en la Cons­ titución de 1860 (arts. 47 inc. 1, y 49 inc. 1), en la de 1920 (arts. 74 inc. 1, y 75 inc. 1), en la de 1933 (art. 98), y en la de 1979 (art. 171). Si bien es posible ser ciudadano como consecuencia de tener la nacionalidad peruana, esta circunstancia no basta para ser elegi­ ble como representante de la colectividad. El artículo 90 de la Constitución de 1993 señala que para ser elegido congresista se requiere ser peruano de nacimiento. En consecuencia, es una condición de inelegibilidad que el postulante sea ciudadano por naturalización, o que sea residente sin tener la nacio­ nalidad. Solo quien ha nacido en el Perú puede ser congresista. La adopción de la nacio­ nalidad peruana no es una condición natural sino adquirida por un acto de voluntad del be­ neficiario de la nacionalidad. El beneficio de la nacionalidad opera cuando tiene carácter natural. La vinculación con el suelo, con el territorio y con la jurisdicción nacional otorga el estatus necesario para representar a la colectividad en el Congreso. La sola decisión de la persona de ser peruano es insuficiente para tener la capacidad y condición para represen­ tar. El accidente del nacimiento en territorio peruano es tratado constitucionalmente como causa eficaz para garantizar mérito para ser elegido como mandatario de la comunidad.

Ligada a la exigencia de la edad debe referirse otras restricciones a la elegibilidad, que tiene que ver con la condición de ciudadano. Y esta condición es fijada por la Constitución en los 18 años de edad. De esta manera se divide a los habitantes en una clasificación dicotómica o binaria. Quienes cuentan con la plenitud de derechos políticos, y quienes los tienen suspendidos hasta alcanzar la edad que define la capacidad política. El supuesto de hecho es que quien no tiene por lo menos 18 años de edad carece de las competencias, ha­ bilidades, inteligencia, madurez y destrezas necesarias tanto para desempeñar la ciudada­ nía como para expresarse políticamente. Dentro de la alternativa formal por la que opta la Constitución, en oposición al crite­ rio material según el cual la calidad de ciudadano no se limita al hecho físico de tener una edad determinada y contar con un documento de identidad que de constancia de ciudada­ nía, dentro de esa alternativa ser ciudadano es votar y obligar con la preferencia expresa­ da a la colectividad. Votar es opinar con carácter vinculante. Carecer de la edad cronológi­ ca inhabilita para expresar la opinión política con fuerza vinculante respecto del colectivo nacional. La normalidad aparece cuando se alcanza el límite fijado por la Constitución. Hasta tanto no se cuente con los 18 años de edad los habitantes del territorio están sujetos a la tutela y dependen de la voluntad expresada por quienes son considerados ciudadanos. Los menores de edad carecen del derecho y tampoco son responsables por las decisiones políticas de los ciudadanos. Las virtudes de una decisión colectiva son responsabilidad de los ciudadanos. Por lo mismo también los errores de las decisiones expresadas y adopta­ das con impropiedad de juicio, inteligencia, o madurez política.

El límite de madurez política es arbitrario y puede o no coincidir con la capacidad real de la población (Luis Alberto Sánchez hizo el retrato del Perú como un colectivo adoles­ cente). Sin embargo, el criterio de madurez y habilidad es determinado por quienes así lo establecen en ejercicio de competencias constituyentes. La autoridad constituyente deci­ de cuándo los habitantes son competentes y tienen la experiencia, equilibrio emocional, visión interior e inteligencia necesarias para definir la voluntad política del país. Los re­ sultados del ejercicio del derecho de voto son, por lo tanto, resultado de la calificación de esas competencias a partir del cumplimiento de una edad cronológica, y no del desempeño eficaz de los atributos de la madurez que van junto a la condición de ciudadano. Por la misma razón, el poder constituyente decide que puede postularse al cargo y res­ ponsabilidades de congresista a partir de los 25 años de edad. Esta es otra inelegibilidad absoluta. Se presume que esa edad (los 25 años) trae consigo la visión, el criterio, la habi­ lidad, responsabilidad y sagacidad indispensables para desempeñarse exitosamente como representante de la comunidad.

La calidad de la decisión del constituyente es comprobable de manera fehaciente con la satisfacción que tiene el electorado y la opinión pública respecto de la performance del Congreso. Parte de la opinión favorable que tenga la comunidad de su representación de­ pende de esta decisión, así como de las tomadas sobre las condiciones de inelegibilidad de los congresistas, o, contrariamente, de su insatisfacción. La pregunta es: ¿es el descon­ tento con el desempeño del Congreso consecuencia de la edad de los congresistas? ¿se­ rían mejores si la edad fuera menor? ¿lo serían si la edad exigida fuera más elevada? ¿O se trata más bien de una demanda de madurez moral o cultura política que no tiene en sí que ver con la edad sino con la formación y educación de los representantes? Por similares razones quien es residente y domicilia en el Perú, pero carece de nacio­ nalidad peruana, tampoco puede postular a la elección política ante el Congreso. El resi­ dente tiene el propósito de permanecer ligado física y legalmente al territorio patrio, pero no tiene el propósito de adquirir ni poseer la nacionalidad peruana. No tiene la intención de relacionarse en el Perú como ciudadano peruano. Opta y prefiere por vivir físicamente en el Perú y permanecer arraigado, reteniendo sin embargo la nacionalidad previa. El re­ sidente no nacido ni naturalizado tampoco puede ser elegido ni tiene capacidad para re­ presentar a su comunidad. De este modo se advierte el tratamiento asimétrico que otorga la Constitución a la relación de arraigo de la persona con el territorio y la ley peruanos. El peruano que reside en el extranjero es tratado, en principio, con una deferencia que no se confiere a quien reside, pero no nace, en el Perú (sobre el particular, es importante te­ ner presente que la ley electoral establece condiciones adicionales. Entre ellas exigirá que para representar a una circunscripción es preciso haber sido residente de la localidad un determinado lapso de tiempo). De otro lado, conforme al artículo 33 de la Constitución, la ciudadanía queda suspen­ dida, y por lo tanto son causales temporales de inelegibilidad, la resolución judicial de in­ terdicción, la sentencia con pena privativa de libertad, y la sentencia con inhabilitación de derechos políticos. Son tres condiciones más que impiden la postulación. Siendo así que la

Constitución reconoce como derecho fundamental la presunción de inocencia, debe darse como una garantía de los ciudadanos que tuvieran un proceso en ciernes o pendiente ante la autoridad judicial, que no tengan aún una sentencia firme en contra de su conducta y li­ bertad o restricción de derechos políticos, está habilitado para postular. Un caso-límite fue el del congresista Víctor Valdez, quien tenía sentencia no firme durante el proceso electoral del periodo 2001-2006. El Jurado Nacional de Elecciones no estuvo impedido de proclamarlo congresista electo. Sin embargo, existen consideracio­ nes que llevan a dudar que una materia tan delicada como es la afectación de la idoneidad para representar moralmente a la comunidad quedara saneada por el simple y fortuito co­ rrer del tiempo que libera a quien, con posterioridad a la fecha de las elecciones resulta­ ra condenado judicialmente.

En el periodo 2011-2016 se conoció igualmente el caso del congresista Néstor Valqui Matos, miembro del grupo Fuerza 2011, quien no obstante haber sido sentenciado y condenado a dos años de pena privativa de la libertad el año 2008, por delito de proxene­ tismo relacionado con relaciones de intermediación para el ejercicio clandestino del meretricio en el night club Calusa, de propiedad de dicho congresista, en la ciudad de Ce­ rro de Pasco, no incluyó dicha información en su hoja de vida ante el Jurado Nacional de Elecciones. Según el inciso 2) del artículo 33 de la Constitución el ejercicio de la ciuda­ danía se suspende por sentencia con pena privativa de la libertad. La omisión del con­ gresista sumada a la ausencia de coordinación suficiente entre instancias estatales posee­ dora de información crítica para el régimen representativo generó el impasse que condujo a la admisión de la candidatura de quien estaba impedido de postular por tener suspendi­ do el ejercicio de su ciudadanía. Hasta mayo de 2006 el principio era que la existencia de un proceso penal en cur­ so se suspendía como consecuencia de la elección del congresista, porque a partir de la elección surgía la aplicación de la prerrogativa de las inmunidades de proceso y de arres­ to. En mayo de 2006 el Congreso reforma el artículo 16 del Reglamento y establece la inmunidad no protege a los congresistas respecto de procesos penales iniciados con an­ terioridad a su elección, los que no se paralizan ni suspenden. Esta modificación fue objeto de una acción de inconstitucionalidad que el Tribunal Constitucional declaró in­ fundada, en razón de lo cual la reforma es exequible. En consecuencia, desde mayo de 2006 todo proceso penal en el que un congresista estuviese involucrado desde antes de su elección, no requiere más del levantamiento de la inmunidad parlamentaria para que la autoridad judicial continúe el proceso. Las cortes de justicia deben continuar con los procesos hasta su culminación, y solo si fuera necesario que el congresista procesado sea objeto de un mandato de detención se requeriría solicitar el levantamiento de la in­ munidad de arresto (no la de proceso). Si el congresista procesado resultara sentenciado y se lo condenara judicialmente, esa sola realidad bastaría para retrotraer la inelegibi­ lidad, dejar sin efecto la proclamación y, en su caso, la propia incorporación del con­ gresista, seguida de la tramitación de su reemplazo por el suplente en la lista del parti­ do por el que postuló.

Desde mayo de 2006 el Poder Judicial estaba funcionalmente obligado a continuar con el proceso penal incoado y no puede dejar de procesar el caso hasta concluido el jui­ cio. Una vez que el Poder Judicial expedía sentencia y, si en efecto fuera condenatoria, con ella quedaría inhabilitado el congresista cuyo procesamiento continuó. Con la sentencia queda anulado el mandato que surge con la proclamación defectuosa y, para ello, el Con­ greso tenía que acordar la vacancia, toda vez que es el órgano ante el que el congresista condenado tiene acreditación como miembro. La resolución de vacancia del congresista condenado es derivada al Jurado Nacional de Elecciones, a quien correspondía disponer su reemplazo, de modo que la comunidad no quede sin representante ante el Congreso.

En este mismo contexto es un supuesto más de inelegibilidad absoluta la suspensión del goce del derecho de sufragio como resultado de la suspensión del ejercicio de la ciu­ dadanía con carácter indefinido. Por ejemplo, el artículo 33 de la Constitución señala que el ejercicio de la ciudadanía se suspende por sentencia con pena privativa de la libertad. Contar con sentencia de pena privativa de la libertad de carácter perpetuo equivale a una suspensión absoluta. De por vida. En vida no es posible más ser elegido, ni elegir. Es im­ posible, -salvo por amnistía o indulto- recuperar el derecho a ser elegido cuando una per­ sona ha sido privada de libertad indefinidamente. Hasta que la vida y lo que le quedara de libertad lo abandonen. El vivir en prisión es una forma de anormalidad. La sociedad excluye de participación política al prisionero. La cárcel, según la cultura dominante, excluye de la vida y partici­ pación política. La vida e intereses públicos del individuo condenado a prisión, constitu­ yen una causal de exilio político. Se priva de participación y de opinión política a quien por sus actos mereciera ser privado de libertad. A la sociedad le interesa reproducir la ló­ gica de la exclusión con la finalidad de perpetuar la hegemonía de una cierta forma de nor­ malidad moral, psíquica y espiritual. Independientemente de la efectividad de la prisión como remedio contra las lesiones a la sociedad, y menos de la efectividad que se alega que tiene en la pretensión de redención de los reclusos, el hecho es que normas como la relativa a la inelegibilidad por privación de libertad en razón de mandato judicial condenatorio, tiene el significado constitucional de importar y suponer la postulación del mantenimiento de la prisión como sanción con­ tra quien se aliene de la norma moral que universal y públicamente se afirma.

2. Inelegibilidades relativas En el caso de inelegibilidad por desempeño efectivo de un puesto y el ejercicio de una función en órganos del Estado, aparece la cuestión de la protección constitucional del régimen republicano. El poder político debe emanar no de la voluntad caprichosa de un individuo, sino de la consulta regular a la colectividad según normas y procedimien­ tos establecidos.

Se plantea que el ejercicio del poder a través de algunos puestos públicos puede afec­ tar y ser perjudicial para el limpio proceso de consulta con el electorado. Se presume que el hecho de ser funcionario público tuerce el recto obrar de la persona. La lógica de la

inelegibilidad parte de la presunción sobre el peligro respecto del mal o excesivo abuso del cargo. El constituyente ha seleccionado algunos puestos en los que advierte que el pe­ ligro es democrática y constitucionalmente más relevante para el Perú. Esta nómina de cargos no cuenta con una motivación ni argumentación, y viene repitiéndose más o menos automáticamente a lo largo de las Constituciones. La ampliación de la relación depende básicamente del nivel de sospecha sobre el mayor o menor poder que pueda tener un alto nuevo puesto constitucional. La intuición o el olfato, la percepción primitiva y básica, ha guiado a quienes consagraron alguna suspicacia en vez de otra como emoción constitu­ cional. De ahí que no pueda dejar de lamentarse que la presencia o ausencia de unos al­ tos puestos en vez de otros no deje de tener una dosis tangible de arbitrariedad. Arbitra­ riedad, en la medida que no hay rastro aparente ni proporcional de la racionalidad con la que se incluyen unos cargos y no se incluyen otros.

2.1. Los ministros y viceministros de Estado, el Contralor General La primera inelegibilidad se refiere al cargo de ministro o viceministro de Estado, y al cargo de Contralor General. La Constitución de 1993 ha creado una inelegibilidad res­ pecto del texto de la Constitución de 1979. Antes no se previo la inelegibilidad de quie­ nes desempeñaran el cargo de viceministros. De otro lado, se ha excluido la presencia de los prefectos, subprefectos y gobernadores como representantes del Poder Ejecutivo.

Más allá de esta adición y de esta supresión en este inciso, que deja ver que existe una presunción de mayor nivel de poder en un nivel más en la estructura de decisiones admi­ nistrativas del Poder Ejecutivo, podemos interrogamos, por ejemplo, ¿cómo, si es posible que haya congresistas que desempeñen un cargo ministerial, no se permite la condición inversa, o sea, que un ministro no postule a un puesto de representación en el Congreso? Es decir, ¿por qué la asimetría respecto de la postulación a un cargo de representación po­ lítica durante el ejercicio de la función ministerial? La lógica lleva a deducir que es una asimetría circunstancial. Es la ocasión de la posi­ ción ministerial en una circunstancia electoral, la que lleva a deslindar el ejercicio funcio­ nal. La regulación expresa la desconfianza y cautela en el uso propio del poder por quien se desempeña como ministro de Estado. Se le quita discrecionalidad. El cuadro es el de una relación fiduciaria estructuralmente limitada por la Constitución. Es un control an­ ticipado para evitar la discrecionalidad o arbitrariedad en el momento de la consulta a la voluntad electoral y democrática de la comunidad. Deseable fuera que la desconfianza no tuviera el carácter de principio en la constitución de una sociedad política. La desconfian­ za no permite la construcción de confianza. Peor aún, en lugar de remediar fortalece el vi­ cio que la despierta. En vez de restringir lo deseable para una comunidad sana sería dejar un marco más oxigenado de libertad para que la cultura del uso correcto de la discreción sea el único límite y control para el uso del poder. Solo contar con libertad crea virtudes auténticas y hábitos fuertes y duraderos.

En cuanto a la referencia al cargo de viceministro, pareciera que hubiera un sobredimensionamiento del rol político del puesto. Si bien es cierto los viceministros ocupan un

lugar decisivo en la estructura institucional de los ministerios, y que tienen todo el poder para influenciar en el escenario público, no es menos cierto que cualquier funcionario pú­ blico de nivel inferior al de viceministro, de tener el propósito de torcer la regularidad de los procesos electorales por los medios que fuese no le faltaría la capacidad de hacer­ lo. De manera que el aumento de los presuntamente corruptibles por apetito o lujuria de poder parece no tener otro carácter que el de un gesto desesperado por controlar el abu­ so por un medio insuficiente. Si las limitaciones a la corrupción se lograran a través de la ampliación de los cargos en los que habría inelegibilidad sería enorme. Sería preferible que se recoja el mínimo de altos puestos posibles, quedando librada la responsabilidad de cargos de menor nivel por su conducta antijurídica al tipo delictivo que se prevea en la le­ gislación penal especializada.

La inclusión y adición del cargo de viceministro como causal de inelegibilidad rela­ tiva, lleva a pensar que se hubiera desarrollado la percepción de que ellos pueden causar tantos males como los ministros. Pero en realidad el daño puede causarlo cualquiera des­ de cualquier posición de poder o de autoridad burocrática, siempre que cuente con una red de contactos para conseguir torcer la voluntad popular. Y el daño no supone únicamente un beneficio para la propia persona del ministro ni del viceministro. Qué duda cabe que no importa quién sea ministro o viceministro, el propósito pudiera ser no tanto alterar el normal desarrollo del proceso electoral para ganar una ventaja personal, sino más bien una de carácter grupal. ¿Será relevante quién sea ministro o viceministro durante los seis me­ ses anteriores a las elecciones, si quien puede ganar ventaja no es ni cada ministro o vice­ ministro sino el grupo político a quienes los titulares de dichos puestos pudieran benefi­ ciar haciendo uso indebido o abusivo de sus cargos? A la vez que se debe dar cuenta de esta adición, es necesario dejar constancia que, con la aprobación de la Ley N° 28607, vigente desde el 5 de octubre de 2005, se refor­ ma, entre otros, este artículo. El alcance de la modificación del artículo 91, no es, a pesar de la reforma, significativo, porque al extraer el concepto de autoridades regionales, lo ha trasladado al artículo 191, igualmente como condición de inelegibilidad para cargos par­ lamentarios y presidencial.

La Ley N° 28607, en efecto, excluye del inciso 1 del artículo 91 de la Constitución, como causal de inelegibilidad, el cargo de autoridad regional. Al hacerlo, sin embar­ go, no se ha superado la inconsistencia constitucional que tenía el texto de este inciso. En efecto, si bien desaparece la inelegibilidad consignada en este inciso, la misma ha sido, en mérito de la propia ley de reforma constitucional, en el nuevo texto del artículo 191. Este último artículo ha mejorado ligeramente las imperfecciones técnicas del inciso 1 del artículo 91 al precisar qué autoridades regionales son a las que se aplica la inelegibilidad, indicando que lo son el Presidente y el Vicepresidente Regional, así como los miembros del Consejo Regional. Sin embargo, se trata en cualquier caso de una reforma básicamen­ te cosmética, puesto que no ha enfrentado el núcleo del problema del reconocimiento de este tipo de inelegibilidad, a la vez que la exclusión de la relación de inelegibilidades de cargos hoy ausentes, como los de los representantes del Poder Ejecutivo a nivel regional o departamental (Prefectos, Subprefectos o Gobernadores).

Dejar de lado la restricción de elegibilidad para este grupo importante de funcionarios públicos que designa el Poder Ejecutivo en las regiones y departamentos muestra un hia­ to en la coherencia del constituyente, que no ha sido salvado con la Ley N° 28607. Sub­ siste pues la inconsistencia general. ¿Por qué omitir las inelegibilidades de Prefectos y Subprefectos y mantener la de los Presidentes y Vicepresidentes Regionales, así como los miembros de los Consejos Regionales? Si finalmente se repara que es preciso ensanchar los márgenes de libertad moral para ejercitar el poder político enhorabuena. Pero hasta tanto se mantenga el principio del sometimiento al principio de heteronomía individual, la incoherencia constitucional subsistirá. Pareciera entenderse que los prefectos hubieran dejado de tener el poder que en algún otro momento desempeñaron con mayor eficacia. A esa conclusión pudiera llegarse si en efecto el tipo de Estado peruano hubiera dejado de ser lo unitario y centralista que aún no deja de ser, para asumir una naturaleza distinta como lo sería si fuera un Estado regional, similar al tipo de Estado italiano o aún del español. Los prefectos, subprefectos y gober­ nadores no han dejado de tener poder como agentes del Poder Ejecutivo en las regiones y comarcas en las que se desempeñan. Su marco de acción tuvo sentido antes de la Consti­ tución de 1993, y no parecen existir datos de la realidad que permitan intuir que la situa­ ción ha cambiado considerablemente. Sin embargo, sí hay un nivel de desarrollo percep­ tible en el proceso de regionalización del país que, aunque no ha alcanzado la intensidad ni profundidad que llevara a reconocer en nuestro régimen político uno descentralizado ni regional, sí ha generado espacios de concentración regional del poder que es justo re­ conocer. Que el camino es largo y la meta lejana no es menos cierto, pero ya hay un nivel inconfundible de presencia regional que distingue nuestro régimen del que existía clara­ mente antes de 1979 y aun antes de 1993.

En cuanto a la situación del contralor, se trata de un cargo que tiene como misión la supervisión de la regularidad legal y administrativa de la Administración Pública. Es un puesto decisivo en el manejo idóneo de la organización estatal. Guarda coherencia con el modelo de las inelegibilidades de la Constitución y no parece desproporcional su inclu­ sión. Si de lo que se trata es de proteger desde el Estado a la persona, cuando otro criterio permitiría evitar la política de la desconfianza y del miedo para favorecer la del aprendi­ zaje político de la libertad en libertad, sí tiene sentido temer por la posibilidad de que haya quien manipulara la conducción del proceso electoral desde la Contraloría.

2.2. Los miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo Nacional de la Magistratura (actual Junta Nacional de Justicia - JNJ), del Poder Judicial, del Ministerio Público, del Jurado Nacional de Elecciones, y el Defensor del Pueblo En esta segunda relación de inelegibles sin renuncia previa anterior a los seis meses de la fecha de la elección, se repite a los miembros del Tribunal Constitucional, de la Jun­ ta Nacional de Justicia, así como a todos los miembros del Poder Judicial y del Ministerio Público. A la vez, se añade la concurrencia de los miembros del Jurado Nacional de Elec­ ciones y del Defensor del Pueblo.

Se nota congruencia con el modelo restrictivo en materia de inelegibilidades que apa­ rezcan los miembros del Tribunal Constitucional, la Junta Nacional de Justicia y hasta del Defensor del Pueblo. El modelo es deficiente en el tratamiento de los cargos restantes. Es explicable que por la autoridad del Tribunal Constitucional y los miembros de la Junta Nacional de Justicia que elige y supervigila la conducta funcional de los jueces y fiscales, se presuma el mayor riesgo de permitir que postulen. Incluso en el caso dudoso del De­ fensor del Pueblo, elegido por el Congreso con un irreprobable nivel fiduciario que alcan­ za una de las más altas cotas exigibles para una votación parlamentaria, pero que, al cabo, se trata de un puesto de los más altos en la República por el que cabría sustentar la sus­ picacia de una influencia directa y efectiva en la orientación de la voluntad popular (fue­ ra en contra de adversarios del Defensor del Pueblo, como a favor de una campaña elec­ toral de sí mismo).

Sobre los otros puestos da la impresión que la relación es pródiga. No se circunscri­ be a las más altas autoridades de un órgano estatal. Se incluye, para empezar, a todos los miembros del Poder Judicial y del Ministerio Público. Es decir, cualquier juez y cualquier fiscal está impedido de postular a un puesto de congresista. En atención al régimen de res­ guardo de ese bien constitucional que es la voluntad electoral de la comunidad, el ejerci­ cio del poder normativo constituyente debe realizarse en un marco de proporcionalidad. No es la paranoia ni la exageración la que tienen capacidad educativa. No puede verse en cada puesto público a un enemigo de la voluntad popular. Las restricciones y los impedi­ mentos deben administrarse en un marco de razonabilidad y de discreción adecuadas. El uso indiscriminado de la restricción y de las prohibiciones lejos de proteger propicia la falta de confianza y de fe en la norma. Por otra parte, se nota la inclusión de los miembros del Jurado Nacional de Elec­ ciones, pero no aparecen los titulares de la Oficina Nacional de Procesos Electorales, ni del Registro Nacional de Identificación y Estado Civil. ¿Por qué? ¿Qué justifica que no se trate simétricamente a los titulares de todos los organismos públicos que integran el sistema electoral del Perú? ¿Es que no cabría imaginar formas de abuso en el ejerci­ cio de la función electoral por quien organiza los procesos electorales ni por quien tiene a su cargo la inscripción de toda la población electoral? Se trata de una incongruencia. Si hay algún órgano vinculado material y funcionalmente por antonomasia al ejercicio electoral son los tres órganos que lo conforman. No lo son únicamente quienes ejerci­ tan la justicia electoral, por más que la suya sea una tarea propiamente incompatible con la postulación (más que solo afecta de la condición de inelegibilidad). Este es un extremo que merece corrección, toda vez que actualmente solo alcanza al Jurado Na­ cional de Elecciones.

2.3. El Presidente del Banco Central de Reserva, el Superintendente de Banca, Seguros y Administradoras Privadas de Fondos de Pensiones, y el Super­ intendente Nacional de Administración Tributaria Los casos de estos altos funcionarios parecen un exceso constitucional. No parece exis­ tir una relación propiamente funcional entre estos puestos y la injerencia en una campaña

electoral. ¿Qué vinculación puede corresponderle al Presidente del Banco Central de Re­ serva con una campaña electoral? Y si el Presidente sí estuviera impedido de postular, ¿por qué no los demás miembros del directorio? Estos aspectos revelan que la rigurosidad de la norma constitucional carece de base argumentativa suficiente. No solo no hay competen­ cia funcional que justificara la posible influencia en un proceso o campaña electoral, sino que la formalidad en que parece ampararse la inclusión del presidente del Banco Central de Reserva deja sin explicación por qué si él si resulta constitucional y electoralmente un sujeto peligroso, ¿no lo serían los demás miembros del directorio, que tienen el mismo rango jerárquico en la estructura de autoridades constitucionales? Es más, luego de la entrada en vigencia de la Constitución de 1993 se han creado y modificado la nomenclatura de las superintendencias, como consecuencia de lo cual ha debido procederse a realizar una complicada reforma constitucional, porque las nuevas superintendencias y la modificación de la denominación o competencias de las anteriores estaban afectaban e incidían en los alcances del texto original de la Constitución. La situación de las superintendencias nos lleva a cuestionar la conveniencia de que la nómina de puestos desde los que no cabe la elegibilidad al Congreso sea materia propia de la Constitución. ¿Por qué no regular la materia solo por ley, como ocurre, por ejem­ plo con el artículo 65 de la Constitución italiana? ¿Acaso la inclusión por vía legislativa de un puesto más, no equivaldría a la incursión en una materia reservada de la Constitu­ ción? ¿No actuaría como constituyente un legislador que extendiera flojamente la nómi­ na de carácter restrictivo prevista en la Constitución?

Si se atendiera a la imposibilidad de que vía legislativa se construyera una inelegibi­ lidad adicional a las previstas en el artículo 91, la consecuencia será que habrán dos cate­ gorías de superintendentes. Una en la que es una exigencia renunciar al puesto seis meses antes de una elección, haya o no vínculo material o funcional con un proceso electoral; y otra en la que el Superintendente, igualmente sin posible vínculo material ni funcional con un proceso electoral, sí pueda postular a un cargo de representación política ante el Congreso sin tener que renunciar. La experiencia lleva a evaluar la conveniencia y necesidad de una revisión, de mane­ ra que se prevea la posibilidad de un reenvío legislativo, la exclusión de todos estos car­ gos de superintendentes, o los sucesivos procesos de reforma constitucional para incluir a todos los cargos que en el futuro los diversos gobiernos y Congresos consideren perti­ nente crear. Textos constitucionales como los de este inciso constituyen una muestra de la estructura cultural de nuestros legisladores y constituyentes. El pormenor y el detalle no dejan ver la amplitud del panorama. Por pretender incluir la minucia se daña el funda­ mento. Si la raíz del mal no está en la cantidad de casos sino en la disposición moral de los ciudadanos de los cuales se extrae y traslada el plantel de representantes, ¿qué gana ni asegura la extensión de restricciones para acotar y reducir las posibilidades de elegibi­ lidad el que se señale e indique unos puestos y no otros como potenciales amenazas con­ tra la idoneidad de la representación parlamentaria? La respuesta es que es muy poco lo que se gana ni asegura, si la falla no está en las posiciones ocupadas sino en los sujetos

que ocupan esas posiciones. Y si los sujetos son quienes porta la falla como consecuen­ cia del insuficiente proceso de formación o adquisición de su calidad ciudadana, entonces hay que volver la mirada hacia la raíz para no dar manotazos al aire entre fantasmas cuya aprehensión es poco menos que imposible.

2.4. Los miembros de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional en actividad Entre las condiciones esencialmente contradictorias con la postulación, la Constitu­ ción señala la del desempeño de una función o misión militar o policial. No se permite la postulación de quien se encuentre en el servicio militar o policial activo. Sea oficial o tropa. En ningún caso cabe el ejercicio ciudadano a través del voto. El sujeto pasivo del acto electoral no puede ser un militar ni un policía, sea cualquiera que fuese el rango que le corresponda. Si quiere postular debe pedir su baja. Debe pasar a la situación de pasivo en el servicio militar o policial. Como va con la naturaleza a fortiori de toda inelegibilidad, la lógica de la restric­ ción en el derecho a ser elegido es una consecuencia directa de la restricción al derecho de elegir. Quien no puede elegir tampoco puede ser elegido. Para elegir es preciso no ser ni militar ni policía. La baja en el servicio activo habilita para elegir y por lo tanto para ser elegido. La Constitución precisa que la baja se haya realizado dentro de los seis me­ ses anteriores a la fecha de la elección.

Una vez eliminado el impedimento para elegir debiera revisarse si se mantendrá o no la restricción para ser elegido, de modo tal que estos dos grupos de profesionales queden en pie de igualdad para evaluarse la carga que se adscribe respecto de los demás puestos ocupados por ciudadanos en los que se advierte un nivel de riesgo político especial más intenso que el que representa el resto de la comunidad nacional. La suerte de la inelegi­ bilidad de los militares y policías podría, en su momento, ser la misma que la que corrió la restricción respecto de los miembros del clero. Ya no es más un impedimento para que los miembros del clero sean elegidos. La práctica deja ver que, no obstante la libertad que tuvieran para postularse, no hay miembro del clero regular ni secular en la Iglesia Católi­ ca Romana que lo haya hecho. Sin embargo, sí concurren a elegir y desde el púlpito hay quienes instan a hacerlo en vista del deber político que representa hacerse cargo de la de­ finición de los representantes y gobernantes de la comunidad. Sí se han postulado los mi­ nistros de algún grupo religioso no católico, y sobre ellos no se ha asumido una posición crítica ni se han despertado sentimientos de discriminación por el hecho de que sus creen­ cias tuvieran presencia política en las instituciones estatales. Parece congruente con una visión, actitud y cultura democrática que la diversidad no merezca exclusión. La segregación de militares y policías no es solo una especie de pro­ tección respecto de ese bien que es la voluntad electoral de todos los ciudadanos. Ade­ más es una carga que se impone a los sectores excluidos. La carga es el sentimiento que se les imputa de constituir un riesgo, una amenaza, un peligro. Pero un riesgo, amenaza y peligro que no tiene que ver con la voluntad ni con la posibilidad reales de que cometan un abuso mayor al que pudiera efectivamente llegar a cometer cualquier individuo con

pretensión de abusar, sino un riesgo, amenaza y peligro inherentes a la condición de mi­ litar o policía. Estas dos ocupaciones tienen adscrito el estigma de que las personas que eligen cualquiera de estas dos carreras están incapacitadas para reflexionar sobre su pro­ pia condición, imposibilitadas de hacer un ejercicio moral de su capacidad de raciocinio, y proceder como puede hacerlo cualquier otra persona desde una posición de autoridad.

La autoridad militar y policial es mucho más temida que la posición del dueño o ge­ rente de una empresa, de un club, o que el maestro en una institución educativa. El militar y el policía tienen la posición de quien no tiene desarrollada su capacidad de abstracción y de deliberación. Pareciera que se confunde el normal nivel de obediencia que se requie­ re para el desempeño de la función militar y policial, con la imposibilidad de pensar po­ líticamente cuál es la mejor opción electoral para el país. Se magnifica la instalación de la virtud militar en el hábito profesional, tanto como la incompatibilidad entre esta virtud y el ejercicio de la razón. Esta emasculación política en las profesiones militares y poli­ ciales equivale a su incapacitación para ejercitar derechos humanos elementales, como son no solo, aún, el de elegir a sus representantes (ver texto vigente del art. 34, modifica­ do por la Ley N° 28480, Ley de Reforma de los arts. 31 y 34 de la Constitución, publi­ cada el 30 de marzo de 2005), sino además el de postularse como un valor en el mercado de opciones políticas. Proceder de este modo supone por eso más una privación del con­ curso de peruanos políticamente capaces y preparados que el conjuro de un riesgo atávi­ camente impuesto. Militares y policías no integran una casta de apestados políticamente sino, al contrario, un grupo especialmente entrenado para cumplir funciones en absoluto incompatibles con la preparación para servir en el Estado como representantes hábiles de la comunidad. Su segregación como ciudadanos inelegibles minimiza precisamente la pro­ pia formación que reciben con el dinero y para velar por el interés de todos los peruanos. Los militares y policías son especialistas cuya finalidad es estar preparados para mejor defender y contribuir al orden en esa sociedad que, finalmente, no puede darse el lujo de verlos como mal político frente al que debe protegerse la voluntad electoral de la colectividad. Si militares y policías optan por representar al pueblo, pareciera su­ ficiente que suspendan, como cualquier funcionario público, su relación y vínculo ins­ titucional con el arma o cuerpo al que sirvan, hasta que se dé la ocasión en la que apa­ rezca la incompatibilidad. Solo electos no podrían pertenecer, a la vez, al Congreso y a las Fuerzas Armadas o a la Policía Nacional. El cambio, en consecuencia, supondría que lo que actualmente se concibe como una inelegibilidad se tramite como una causal de incompatibilidad.

V. Los demás casos que la ley prevé Este último inciso es una adición creada por la Ley N° 28607. El alcance y finalidad notables de esta adición en el texto constitucional es que, en adelante, el Congreso conta­ rá con la potestad previamente reservada de manera exclusiva al poder constituyente, que había circunscrito el número e hipótesis de inelegibilidad. En adelante el Congreso contará con la potestad abierta y la competencia y delegación positiva para añadir y complementar

otros supuestos de inelegibilidad. En consecuencia, en vez de cerrar el paso a la premisa hobbesiana se la ha extendido indeterminablemente. Dependerá del criterio de cada Con­ greso no valerse de este canal para ampliar más las posibilidades de no competir a un pues­ to representativo en el Congreso. Se declara así un espacio abierto para la construcción de barreras de acceso a la representación a quienes, al momento de la inscripción de candi­ daturas y el inicio de la campaña electoral, ocupe un puesto público. BIBLIOGRAFÍA ALONSO DE ANTONIO, José y ALONSO DE ANTONIO, Ángel. Derecho Parlamentario. J.M. Bosch Editor, Barcelona, 2000; BERNALES BALLESTEROS, Enrique, RUBIO CORREA, Marcial y otros. “La Constitución de 1993: análisis y comentario”. En: Lecturas sobre temas constituciona­ les. N° 10. Lima, 1994; BERNALES BALLESTEROS, Enrique. La Constitución de 1993: análisis comparado. Ciedla. Lima, 1996; CAAMAÑO DOMÍNGUEZ, Francisco. El mandato parlamentario. Publicaciones del Congreso de los Diputados, Madrid, 1991; CHIRINOS SOTO, Enrique. Consti­ tución de 1993: lectura y comentario. Cuarta edición. Antonella Chirinos Montalbetti. Lima, 1997; DELGADO-GUEMBES, César. Para la representación de la república. Fondo Editorial del Congreso, Lima, 2011; DELGADO-GUEMBES, César. Manual del parlamento. Ediciones del Congreso del Perú, Lima, 2012; DELGADO-GUEMBES, César. Olvido constitucional y vacío representativo en el Perú. Fondo Editorial del Congreso, Lima, 2015; DELGADO-GUEMBES, César. El orden repre­ sentativo, la organización del Congreso y los procesos parlamentarios. Ediciones del Congreso del Perú, Lima, 2016. DELGADO-GUEMBES, César. Introducción al estudio del parlamento peruano. Fondo Editorial de la Universidad San Ignacio de Loyola, Lima, 2020; JURADO NACIONAL DE ELECCIONES. Normatividad aplicable a los procesos electorales: elecciones generales para la de Presidente, vicepresidentes y congresistas de la República. JNE. Lima, 2000; RUBIO CORREA, Marcial. Estudio de la Constitución Política del Perú de 1993. Fondo Editorial de la Pontificia Uni­ versidad Católica del Perú, Lima, 1999; SANTAOLALLA LÓPEZ, Femando. Derecho Parlamentario español. Editora Nacional, Madrid, 1983.

Artículo 92

Función de congresista e incompatibilidad con otros cargos Lafunción de congresista es de tiempo completo; le está prohi­ bido desempeñar cualquier cargo o ejercer cualquierprofesión u oficio, durante las horas de funcionamiento del Congreso. El mandato del congresista es incompatible con el ejercicio de cualquiera otra función pública, excepto la de Ministro de Estado, y el desempeño, previa autorización del Congreso, de comisiones extraordinarias de carácter internacional. La función de congresista es, asimismo, incompatible con la condición de gerente, apoderado, representante, mandatario, abogado, accionista mayoritario o miembro del Directorio de empresas que tienen con el Estado contratos de obras de suministro o de aprovisionamiento, o que administran rentas públicas o prestan servicios públicos. Lafunción de congresista es incompatible con cargos similares en empresas que, durante el mandato del congresista, obtengan concesiones del Estado, así como en empresas del sistema credi­ ticiofinanciero supervisadas por la Superintendencia de Banca, Seguros y Administradoras Privadas de Fondos de Pensiones^. CONCORDANCIAS: C.: arts. 39,40,41,90,91,93,95,96,99,100,107,124,126,203,206; C.C.: art. 1366 y ss.; C.P.: art. 385; TUO Rgmto. Congreso: arts. 8, 18, 19, 20, 22 inc. i), 30 inc. j); Ley 26534: art. 2; C.A.D.H.: art. 29.b; P.I.D.C.P.: art. 5.1

Carlos Hakansson Nieto La Constitución dispone que el candidato sea peruano de nacimiento, no contar con menos de veinticinco años al momento de la elección y no tener impedimento de sufra­ gio0^ sin embargo, salvo excepciones, el estricto cumplimiento de estos requisitos trae consigo el nombramiento de parlamentarios con polémicos rasgos: carecen de un parti­ do organizado, no tienen la formación y experiencia para realizar la representación polí­ tica, en algunos casos asumen el cargo con la motivación de atender temas personales y ejercer presión según sus intereses personales, y un modelo de elección de lista abierta o voto preferencial que convierte el proceso en una contienda casi mediática entre todos los candidatos (incluso del mismo partido o movimiento), importando menos su trayectoria política e identificación con una ideología y militancia partidaria*1(2). No olvidemos que las

(*) (1) (2)

Texto del último párrafo según modificatoria efectuada por el artículo 3 de la Ley N° 28484 del 05/04/2005. Vide el artículo 90 de la Constitución de 1993. Una figura que va en aumento es la del candidato invitado a participar en una elección parlamentaria; la cual es promovida precisamente a causa del voto preferencial. Los partidos o movimientos buscarán personas

elecciones son coincidentes, presidenciales y parlamentarias, lo cual distrae la atención del elector que se detiene más en los candidatos al ejecutivo generando durante las elec­ ciones un efecto “locomotora”, también conocido como “arrastre”, de los parlamentarios que acompañan a los candidatos presidenciales.

Fuera de las atribuciones del Congreso así como las garantías asignadas a sus miem­ bros y reconocidas por la constitución, el reglamento regula aquellas que corresponden a cada parlamentario; por ejemplo, se declara que tienen derecho a participar con voz y voto en las sesiones del pleno y las diversas comisiones, a pedir informaciones, a postu­ lar a los cargos existentes dentro de la organización parlamentaria, a solicitar por escrito sus pedidos hasta la posibilidad de contar con asesores; sin embargo, a simple vista, con­ sideramos que en algunos casos se tratan de un conjunto de facultades reconocidas por la constitución que se desprenden de la propia función representativa y fiscalizadora, por eso pensamos que no tiene sentido una minuciosa regulación, salvo que la falta de tradi­ ción democrática y fair play político obligue a los legisladores a regular todo lo imagina­ ble para prevenir la llamada dictadura de las mayorías desde el Congreso, uno de los pro­ blemas de la forma de gobierno en la Constitución peruana(3)4. El artículo 92 de la Constitución guarda conformidad con la modificación introdu­ cida por el artículo tercero de la Ley N° 28484, Ley de reforma constitucional de los ar­ tículos 87, 91, 92, 96 y 101. Con relación a la labor parlamentaria, el Máximo Intérprete de la Constitución nos dice que: “[representar al pueblo no significa únicamente cumplir con las clásicas funciones parlamentarias (básicamente, legislar), sino que implica refor­ zar aún más su actividad controladora. Y para ello debe estar plenamente legitimada con el respaldo popular; es ahí donde se conecta el mandato representativo con la inmunidad parlamentaria”0). Como sabemos, la práctica de las formas constitucionales de gobierno se compone de tradiciones de larga data, donde el estilo de representación debe respon­ der, como regla general, a lo políticamente correcto en aras de mantener la estabilidad y buena imagen de las instituciones. Una actitud lesiva a lo anterior es la improvisación, fal­ ta de formalidad y no ser consecuentes con la naturaleza del principio que sustenta cual­ quier parlamento en el mundo: la representación política.

Las iniciativas populistas suenan extrañas dentro de la lógica de funcionamiento de cualquier forma constitucional de gobierno. La teoría de la representación política tiene un sentido contrario; es decir, no se trata que el parlamentario deje de visitar su región du­ rante la legislatura, sino que debe darse por supuesto que los congresistas conocen de an­ temano la problemática de los ciudadanos que representan. Por eso, una vez elegidos de­ ben ejercer sus tres principales funciones: representar, legislar y fiscalizar. En efecto, los

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con cierta convocatoria (periodistas, miembros de la farándula, o el deporte) para tener más opciones de alcanzar escaños congresales. El problema posterior es la poca o nula identificación con el ideario del partido que, por lo general, tampoco existe, propiciando los llamados tránsfugas. HAKANSSON NIETO, Carlos. Curso de Derecho Constitucional. (Colección jurídica). Palestra Editores, Universidad de Piura, Lima, 2012, pp. 284-285. Cfr. STC Exp. N° 00026-2006-AI/TC, f. j. 9.

parlamentarios electos deben tener una visión de conjunto de los problemas y dificultades que afectan a su región, por eso todos los congresistas gozan de la representatividad polí­ tica para llevar su voz en el Congreso de la República. El principio de representación política debe estar acompañado de presupuestos para su efectivo ejercicio. La persona elegida para cualquier institución política debe ser el más idóneo de los candidatos, es decir, que tenga dotes de liderazgo, trayectoria personal, pro­ fesional y política intachable, así como experiencia en la gestión pública, por citar solo al­ gunos requisitos. Los enemigos de estos principios son los mismos en cualquier forma de gobierno, sea parlamentarista o presidencialista: la informalidad y el populismo. La pri­ mera ligada con la todavía falta de tradición institucional para fortalecer la democracia, y la segunda por la carencia de formas democráticas para resolver los problemas. Recorde­ mos que en la conducción de las formas de gobierno no hay nada nuevo que inventar, por eso es importante cuidar en no caer en el fácil juego de “las iniciativas novedosas” que, lejos de contribuir al fortalecimiento de las instituciones, producen el efecto contrario ca­ yendo en actitudes más próximas a la demagogia. El artículo 92 de la Carta de 1993 establece unas disposiciones que son propias del re­ glamento parlamentario y que podemos resumir de la manera siguiente(5): a)

El mandato parlamentario es a tiempo completo. La naturaleza de esta disposi­ ción es la máxima disponibilidad de los congresistas para el ejercicio del cargo y las responsabilidades que importan, por eso se añaden determinadas cargas a los parlamentarios, las cuales se resumen en el siguiente apartado.

b)

La incompatibilidad del mandato parlamentario con el ejercicio de cualquier función pública, privada o que tenga intereses particulares con el estado. Se ex­ ceptúa el cargo de ministro y la participación en alguna comisión extraordina­ ria de carácter internacional.

Las constituciones clásicas no cuentan con semejantes disposiciones que carecen de naturaleza constitucional sino más bien reglamentaria, solo se limitan a establecer en el texto su grado de separación con el ejecutivo y sus atribuciones, dejando el resto a la le­ gislación. El reglamento parlamentario, además de repetir lo dispuesto por la Constitu­ ción peruana, añade la prohibición de intervenir en favor de terceros en causas pendien­ tes de resolución ante la judicatura. El riesgo de la corrupción y del uso del poder para el enriquecimiento ilícito es lo que trata de evitar esta disposición; sin embargo, en la prác­ tica, esta disposición puede llegar a ser silenciosamente infringida a través de terceros. La correcta función parlamentaria y observancia a las incompatibilidades para ejercer el cargo impiden averiar el sistema democrático. La temperatura óptima para su normal funcionamiento se produce cuando el principio representativo, otorgado en las urnas, se armoniza con los intereses que los partidos se comprometen a defender. Las ideas sobre

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Concordarlos con los artículos 18 y 19 Reglamento del Congreso.

cómo garantizar las libertades, alcanzar la justicia y el bienestar general producen la sim­ patía y adhesión ciudadana a una agrupación política mediante el voto libre. Una relación que se debe fortalecer en el tiempo; cuando ella se rompe, es decir, si predomina la agen­ da propia e individualista al interior del partido, si pierden la sintonía con sus represen­ tados, se produce la primera alarma para tener en cuenta y corregir el camino, de lo con­ trario perderán electores.

La necesidad que los parlamentarios velen por el bien común es vital para la confian­ za de todo sistema democrático. De lo contrario, los ciudadanos comenzarán a olvidar el sentido de la naturaleza, posición y ejercicio de la dinámica de los partidos que conforman la oposición política en una forma de gobierno; un factor imprescindible para cualquier democracia, como es el deber de fiscalizar los actos del ejecutivo (pesos y contrapesos), convirtiéndose en la representación política de quiénes consideran que todo lo realizado por el gobierno se pudo hacer mejor durante su mandato y que se encuentran mejor pre­ parados para actuar en favor del bien común. JURISPRUDENCIA RELACIONADA (J

Los congresistas tienen amplia libertad e independencia en el ejercicio de su labor, lo cual se complementa con el reconocimiento de prerrogativas: STC Exp. N° 0006-2017-PI/TC (f.j. 18).

IJI

El “mandato parlamentario” es un instrumento institucionalizado para la representación política; un dispositivo técnico-jurídico para la participación indirecta de los ciudadanos en los asuntos públicos que permite la conversión de la voluntad popular en voluntad del Estado: STC Exp. N° 0001-2018-PI/TC (f. j. 39).

BIBLIOGRAFÍA HAKANSSON NIETO, Carlos. Curso de Derecho Constitucional. (Colección jurídica). Palestra Editores, Universidad de Piura, Lima, 2012.

Artículo 93

El Estatuto Parlamentario Los congresistas representan a la Nación. No están sujetos a mandato imperativo ni a interpelación. No son responsables ante autoridad ni órgano jurisdiccional alguno por las opiniones y votos que emiten en el ejercicio de sus funciones. Los magistrados del Tribunal Constitucional y el Defensor del Pueblo gozan de las mismas prerrogativas que los congresistas. El procesamiento por la comisión de delitos comunes imputa­ dos a congresistas de la República durante el ejercicio de su mandato es de competencia de la Corte Suprema de Justicia. En caso de comisión de delitos antes de asumir el mandato, es competente el juez penal ordinario( ). * CONCORDANCIAS: C.: arts. 45,93; C.P.Ct.: arts. VIII, 74, 76,105 inc. 1); Rgmto. Congreso: arts. 2,14, 15-A, 16, 17, 25; C.A.D.H.: art. 23.1.a; D.U.D.H.: art. 21.1

César Delgado-Guembes I. Introducción La Constitución incluye las inmunidades e inviolabilidades como elementos necesa­ rios en, y para, el funcionamiento del régimen político. Desde el 5 de febrero de 2021, sin embargo, el estatuto parlamentario ha experimentado una severa y notoria modificación. El Congreso complementario del período 2020-2021 aprobó la reforma constitucional que eliminó y dejó sin efecto el régimen de inmunidades, que comprendía la inmunidad de proceso y la inmunidad de arresto. Se mantiene, sin embargo, otros aspectos estatuta­ rios como la no imperatividad del mandato, y la inviolabilidad por votos y opiniones*(1). Si las reglas y principios constitucionales tienen algún sentido el reconocimiento de unas y otras exigen su vigencia efectiva. No se las reconoce con el fin de que se las con­ sidere como modos obsoletos o como elementos supérstites de una historia caduca. Tam­ poco para tratarlas condescendiente ni concesivamente como un lastre necesario o políti­ camente oneroso. Mientras se mantengan incluidas en la ley fundamental de la república su reconocimiento rige plenamente. Ese es el compromiso que se asume cuando se cree que el nuestro es un Estado cuya organización, funcionamiento y procesos se rigen por la

(*) (1)

Texto según modificatoria efectuada por el artículo único de la Ley N° 31118 del 06/02/2021. Para conocer los alcances, finalidad y sentido de la inmunidad parlamentaria puede examinarse las ediciones anteriores de esta publicación, en las que se desarrolla la explicación del autor sobre los procedimientos de levantamiento de las inmunidades de proceso y arresto que rigieron en el Perú hasta antes de la supresión de esta prerrogativa que, como se señala en el texto, es crítica para el funcionamiento y garantías en el ejercicio del mandato parlamentario en nuestro régimen político.

Constitución. Lo desleal a la Constitución es el descreimiento y el sabotaje a las institu­ ciones que se prevén dentro del marco constitucional para que prevalezca el régimen polí­ tico por el que apuesta y que decide como necesario la Constitución para la vigencia efec­ tiva del tipo republicano de nuestro sistema democrático.

La referencia anterior precede estos comentarios porque ha sido moneda corriente en los foros públicos minusculizar su relevancia y promover su desaparición o extinción del régimen político y constitucional. La reducción de su relevancia para el régimen repre­ sentativo finalmente se concretó en el Perú en febrero de 2021 cuando entró en vigencia la reforma constitucional que la suprimió. En efecto, las inmunidades y las inviolabilida­ des forman parte del sistema que permite la vigencia efectiva de un tipo de régimen cuya base es el principio del origen popular del poder representativo del Estado. Cuando el cri­ terio que rige es el de los lamentos por las maneras deficitarias en las que los operadores cumplen con el mandato que les confía el desempeño del sistema representativo se pre­ senta como insostenible y, por lo tanto, se propugna, se promueve, se publicita y se im­ pulsa la eliminación de unas y de otras. La inmunidad y la inviolablidad parlamentaria no han existido ni se reconocen para que las utilicen seres indignos de los mandatos que el pueblo concede. Existen y se las re­ conoce porque son necesarias para que nuestro régimen político y representativo sea lo que queremos que sea. Son elementos que fortalecen la vigencia plena del régimen polí­ tico. Los abusos o los usos impropios de las inmunidades e inviolabilidades no son razón bastante y menos suficiente para prescindir de ellas, desconocerlas ni eliminarlas del mo­ delo constitucional.

La adecuada interpretación de nuestro régimen constitucional empieza por el acto de fe en el tipo de Estado y de sociedad que profesamos como ciudadanos. Cuando lo olvi­ damos llevados por la emotividad del malestar, o de la decepción, nos convertimos en víc­ timas presas de sentimientos negativos ante cuya emergencia o aparición debemos per­ manecer alertas. Obviar el riesgo que la decepción, el dolor, la desilusión o el desencanto percuten en el ánimo colectivo, favorece en el alma la elaboración de tácticas de autode­ fensa que pierden de vista la funcionalidad integral del sistema en nombre del castigo que pretende propinarse a quien defecciona con las imperfecciones de su desempeño y los abu­ sos de su conducta las expectativas representativas de la sociedad. Como con la salud del cuerpo, la cirugía sólo se recomienda cuando fallan o no al­ canzan la buena nutrición, o los rigores disciplina del ejercicio y del deporte. Antes que la mutilación de un miembro funcional y orgánicamente importante del régimen democráti­ co y del Estado representativo es necesario insistir homeopáticamente en los métodos de la prevención y de la educación política(2). Desafortunadamente ni la comprensión ni la

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Como con todos los excesos, la exageración de los remedios puede ser mucho más onerosa que la enfermedad que se aspira a eliminar. Los desequilibrios y los abusos pueden fácilmente generar desequilibrios y abusos geométricamente opuestos, en 180 grados. Si, por ejemplo, el sobredimensionamiento de la masculinidad puede causar el machismo, como forma general y culturalmente indeseada de expresión de la violencia,

defensa de este importante medio para preservar el carácter representativo en el Perú fue lo suficientemente eficaz. Se trata de un caso en que se sumaron la inexperiencia, la falta de convicción, y la insuficiente energía para enfrentar el reto, a la vez que también es un caso en el que se menospreció el diagnóstico del mal que se pretendía extirpar: si el mal es el impropio desempeño de quienes nos representan, su erradicación no se logra ni se consigue con la eliminación de una prerrogativa indispensable para preservar la dimen­ sión representativa del modelo, sino con la eliminación de las malas prácticas y costum­ bres en la gestión de los partidos que proponen como candidatos a quienes carecen de las competencias técnicas y morales para asumir una responsabilidad política representativa, en nombre de la colectividad, ante el Estado. En estos comentarios se plantean las características de los residuos que dejó la refor­ ma de febrero de 2021. Por lo tanto, no tendrá objeto referir los alcances de una prerro­ gativa como la de la inmunidad luego de su inadecuada, populista e inconveniente supre­ sión con dicha reforma.

II. No imperatividad y alcance nacional del mandato representativo La representación, según el artículo 93 de la Constitución, no importa vínculo personal ni íntersubjetivo de ninguna especie, calidad, magnitud, forma, color ni intensidad. Se basa en la convención de que quien participa en el proceso electoral y gana la elección según la matemática de las fórmulas tiene expedita la titularidad representativa. Quienes ganan la elección no representan a elector singular alguno. La representación es una imputación general. Se presume que quien gana según las reglas del proceso electoral no representa a localidad ni a circunscripción particular. Representa a la Nación. Es decir, la forma demo­ crática de nuestro régimen político se basa en un lazo conceptual que construye el apara­ to normativo. Las normas disponen que el mandato esté privado de vínculo subjetivo. Es una atribución que las normas fabrican a través de una ficción que todos convenimos en que exista y en que se mantenga. La naturaleza jurídica del mandato de los representantes no es la que tienen las ins­ trucciones que reciben de sus representados. Los representantes no reciben instrucciones

el péndulo que bajo el paraguas retórico de la equidad pretende limitar esos actos de violencia a través de leyes de acción afirmativa, sumado a los desarrollos en genética humana puede, luego de un tiempo no muy prolongado, llevar a la progresiva, sádica, tanática y autodestructiva invisibilización, cosificación, prescindencia o extinción del género masculino en el paisaje humano. De la misma naturaleza es lo que ocurre con el panorama de medios como el régimen de inmunidades. Los excesos o abusos que se producen en la aplicación de la inmunidad no se corrigen con su extirpación del régimen constitucional sino con el uso equilibrado y saludable del rol y del puesto representativo. El mal se encuentra en las deficiencias del sistema representativo; es decir en la calidad material y sustantiva de nuestra ciudadanía y de los candidatos que nos proponen los partidos y las organizaciones políticas. Las inmunidades son la envoltura formal del paquete. El mal no se encuentra en la inmunidad sino en el uso descriteriado que los operadores realizan de ella. Las inmunidades son necesarias para que el sistema representativo funcione, pero si los operadores lo usan mal, el remedio, y lo que debe corregirse, es la capacidad y virtudes de quienes hacen uso de ese medio. No la eliminación del medio.

sobre el modo de representar a las colectividades que los eligen. No reciben instruccio­ nes sobre la manera en que se debe entender el mandato que quienes los eligen tienen la expectativa que cumplan. No existe vínculo ni obligación legal, ni hay acuerdo de volun­ tades ni existe contrato entre representante y representado. Tampoco existe deber de con­ sultar a los representados antes de realizar declaraciones o intervenciones en el Pleno, ni en las comisiones. Tampoco antes de votar cuando existe un tema sobre cuya decisión se consulta a la representación. La autorización que reciben con el voto basta para que en lo sucesivo su gestión sea considerada representativa. Su intervención, actividad y participa­ ción es toda imputada a la voluntad de las colectividades a las que representan.

Los representantes ganan el mandato porque consiguen mayor cantidad de votos. Los votos son la moneda de la confianza. Y ganar mayor confianza equivale a la mayor res­ ponsabilidad de honrar la autorización que se recibe. Que se recibe para actuar por cuenta y por interés de los representados, y no en nombre ni en vez de ellos. Los actos del repre­ sentante son autónomos de los actos de los representados y tienen plena validez sin con­ dición alguna que los sujete a ratificación o confirmación. Sin embargo, la plenitud jurídi­ ca de su validez no condona la exigencia moral por la cual es responsable cada uno ganó la confianza por la que apostó la comunidad. Y esa exigencia moral se acredita mediante la acción responsable del representante ante sus representados.

La representación es tan efectiva y real como puede serlo el desempeño de quien asu­ me el compromiso y la responsabilidad de la representación. Sin entrega a la vocación representativa no hay sino el uso nominal del mandato conforme a intereses ajenos a los del vínculo representativo. La representación existe única y exclusivamente porque hay quien la asume como un compromiso y una convicción personal para representar a quien, de otro modo, se encuentra en una situación de desvalimiento político. El representado carece de modo alguno para demandar actos de representación efectiva. No existe obliga­ ción entre representante y representado para que el primero haga lo que el segundo espe­ ra que haga, o que no haga. A partir de su elección los congresistas cuentan con la autorización de representar, respecto de la cual tienen obligación de rendir cuenta política. Pero no existe obligación legal de honrar expectativas ni promesa alguna. El congresista tiene un mandato legal sin exigibilidad legal respecto de sus mandatarios. El contrato fiduciario que se establece en­ tre la colectividad y el representante tiene carácter moral y político. Son ésos los planos en los que vive, se desenvuelven y desarrolla el vínculo y el acuerdo público entre can­ didatos y electores. La anonimía de su origen (toda vez que no cabe discernir ni personalizar la identidad de los representados que le confieren poder de representar al congresista) no anula ni niega la responsabilidad moral de quien gana la oportunidad de usar del poder político desde el Estado. El poder de representar no es jurídicamente condicionado, pero sí es moralmente demandable (y, por lo tanto, laudable o vituperable). Cualquier representado tiene capaci­ dad plena para calificar y descalificar la labor de quienes están en una posición de poder como resultado de la confianza solicitada y otorgada. Y ello aun cuando, según lo prevé la

Constitución, el mandato de los congresistas no sea revocable. El juicio de los represen­ tados no es un juicio ni una demanda jurídicos, sino morales y, por lo mismo, políticos.

El reconocimiento de la no imperatividad del mandato, sin embargo, no exime de la responsabilidad de ejercitar la representación a partir del vínculo ético que surge cuan­ do se apela a la comunidad para obtener de ella su confianza. Jurídicamente existe paten­ te para cualquier arbitrariedad, abuso o exceso siempre que tales actos no importen que­ branto en las reglas vigentes. Desde el punto de vista ético la arbitrariedad, el abuso o el exceso no tienen excusa si quien apelando a la confianza de su colectividad la descono­ ce. Pero sin infracción de un mandato positivo de la ley todo exceso, arbitrariedad o abu­ so la acción del representante se tiene por normal. No desde el punto de vista ético, y en ese plano es en el que sí cabe calificar el desempeño del representante como malo. El mal ejercicio de la representación es, además, tanto mayor si se asume la posición cínica de quien justifica el procedimiento en la imperfección del sistema y en la inexigibilidad le­ gal de responsabilidad. El que las reglas exijan que se recabe la confianza de la población para alcanzar un escaño en la representación ante la Asamblea, y el que las reglas consideren que no exis­ ta compromiso legal entre el representante y quienes con su voto lo constituyen en tal, no exime a quien ganó la confianza de quienes vieron en él a un representante convenien­ te para hacerse cargo de las necesidades de la república. Desconocer el vínculo ético del mandato, aun cuando la ley no prevea obligación alguna en el representante con la locali­ dad o los votantes que en él confiaron, tiene el carácter oprobioso de un acto de contume­ lia política. Existe obligación de responder por lo que se recibe en custodia. El mandato no es un acto que pueda obtenerse unilateralmente a partir del solo deseo de quien pretende la representación de la colectividad. El mandato supone dos partes una de las cuales da y la otra recibe. Quien da no lo hace para que el otro se desentienda del sustento en virtud del cual consiguió recibir la confianza. Quien da lo hace en la razona­ ble expectativa de que quien reciba el mandato sabrá honrar sus compromisos y sus res­ ponsabilidades. Un sistema que desconozca esta base elemental en la vida política nega­ ría la posibilidad de su sostenimiento y existencia. Si la esfera y la dimensión pública de la humanidad tiene algún sentido éste se sustenta en la palabra que se empeña cuando se solicita y se recibe la confianza de quienes se la otorgan para que la comunidad y los va­ lores públicos se alcancen, se lleven a la práctica y se hagan efectivos.

Un concepto como el que se plantea no se sustenta en una concepción o lógica pro­ pia del derecho privado. Todo lo contrario. El sustento se encuentra en el derecho natural y en el carácter público de toda relación política. Independientemente de que la Constitu­ ción libere a las partes de vínculo y exigibilidad puramente legal. Lo legal, en este caso, como criterio para eximirse de cumplir y honrar la confianza recibida es un método delin­ cuencia! detrás del cual sólo puede refugiarse el pillo al que su falta de honor nunca debió corresponder el bien que por confianza la comunidad le ofreció y prestó.

La lógica de la no imperatividad del mandato no avala ni incentiva el carácter inmoral en el ejercicio de la representación política. Son dos asuntos distintos, pero es necesario

deslindar por eso mismo el sentido y fin que justifica la liquidación del vínculo legal. En primer lugar, se habla de no imperatividad del mandato en razón al carácter representativo de la democracia, y en este sentido se deslinda opciones como la democracia popular en la que el mandato sí es y debe ser imperativo. Y en segundo lugar se habla también de no imperatividad del mandato para apelar al carácter general que debe invocarse en el ejerci­ cio de la representación, antes que en el carácter localista del poder recibido. En una democracia representativa quienes reciben el mandato lo hacen como con­ secuencia de la aplicación exitosa de la fórmula o método de conversión de votos en es­ caños. Este proceso no tiene por objetivo definir la corrección material o sustantiva o no de la elección, sino únicamente encontrar quiénes deben ser los miembros que integren la Asamblea independientemente de sus calidades, competencia, juicio o sabiduría polí­ tica. Es un proceso meramente cuantitativo en el que el resultado no concluye en un jui­ cio sobre la idoneidad moral de los miembros de la Asamblea. Por lo tanto, de la decisión colectiva a la que se llega luego de aplicar la fórmula de transformación de votos en es­ caños, no se puede predicar que sea una decisión mejor ni peor que cualesquiera otra hu­ biera sido la decisión y cualesquier otro hubieran sido los resultados si el número de vo­ tos por una u otra de las opciones cambiara.

Las reglas electorales no tienen la propiedad de agregar niveles de sabiduría, infor­ mación ni criterio político. Sólo suman cantidades de votos sin que en la sumatoria valga o cuente más el voto informado o consciente que el que no lo es. Tampoco tienen la pro­ piedad de filtrar ni seleccionar entre los candidatos cuáles son los ética o políticamente más aptos. Estos objetivos están fuera de la capacidad de las fórmulas o métodos de pro­ ducción de una decisión electoral colectiva. Quienes ganan la elección son quienes de­ ben estar en la Asamblea por razones eminentemente cuantitativas. No por razones cognitivas ni morales.

En las democracias populares se pretende que quienes ejerzan el mandato lo hagan en mérito a la calidad políticamente superior de la representación. Se presume que los elegi­ dos son el cuerpo selecto de la comunidad a quienes se encomienda la protección de los valores superiores del pueblo. La elección es una elección superior a otras y el pueblo por esta razón debe ver en ellos a los responsables del bien político por el que deben velar y que se les encarga custodiar. En las democracias populares, por eso, los representantes tie­ nen un mandato imperativo. Son las instrucciones del órgano del partido que deben eje­ cutar durante el mandato, o las instrucciones de los estamentos en los cuales son elegidos los delegados como voceros o nuncios de la voluntad de la comunidad.

La diferencia entre ambos tipos de democracia justifica que en las democracias re­ presentativas no se aspire a hacer vinculante el mandato recibido, precisamente por el método azaroso y aleatorio con el que las fórmulas matemáticas convierten cantidades de votos en cantidades de escaños. Si esas fórmulas no son aptas ni eficientes para pro­ ducir una decisión cualitativamente mejor que otras, no resulta coherente que se exi­ ja al sistema que imponga a los representantes un mandato legalmente exigible. De ahí la inexigibilidad legal del mandato imperativo puesto que establecerlo supondría una

carga excesiva a quienes asumen una membresía bajo condiciones impropias para fijar una obligación legalmente vinculante.

Pero la no imperatividad del mandato está igualmente asociada al carácter general y no local de la vocación del mandato recibido. Existiendo un origen local, la Constitu­ ción y el Reglamento prescriben que la representación, sin embargo, se ejercita por cuen­ ta de la nación. No es que dependa exclusivamente de la conciencia y de la sola volun­ tad de los representantes, sino que el mandato se cumple en vista de las exigencias de la nación. Si bien la nación es una categoría más fácilmente definible analíticamente que en términos operativos, no es menos cierto que lo singular de esta misma categoría está re­ lacionado con una imputación de universalidad en la que la particularidad queda incluida como elemento de pertenencia. Lo particular de toda localidad debe quedar razonado y formulado en términos de su pertenencia a la universalidad a la nación en que dicha par­ ticularidad queda incluida. Por esta razón es que cabe entender que la representación no se queda en el aspec­ to concreto y material de la relación del congresista con la localidad en la que es elegido, sino que desde dicha elección su papel consiste en llevar la particularidad de la localidad a la inclusión de la misma en los actos estatales en los que participa. Y para motivar tal in­ clusión debe razonar los criterios a partir de los cuales sus propuestas, refiriéndose como se pudieran referir a una problemática local, no obstante, contienen extremos que exigen una atención y consideración de los mismos según la perspectiva y valor que los mismos significan para la construcción y afirmación de la nación. La labor representativa, por lo tanto, consiste en razonar y argumentar desde la naturaleza de las situaciones que, si bien pudieran tener un referente local, tienen una significación y alcance general o universal en el que la nación debe verse incluida y concernida. El mandato representativo del congresista se expresa a través de dos aspectos indesligable y recíprocamente vinculados. La condición nacional de la representación, y el ca­ rácter no imperativo de su mandato. Porque el mandato no tiene vínculo con la localidad ni con las personas individualmente concebidas; porque el mandato es un mandato gene­ ral de representación por cuenta e interés de todos y no de un sector geográfico, circunscripcional ni estamento, gremio, etnia, grupo, credo ni ideología; porque existe la impu­ tación constitucional que el congresista representa a la entidad colectiva que es la nación; por eso es que el mandato no tiene carácter imperativo. Recíprocamente, porque no es legalmente válido ni factible que circunscripción, et­ nia, raza, religión ni grupo lingüístico alguno pueda demandar la conclusión del mandato de ningún congresista; porque el mandato otorgado se mantiene durante la integridad del período por el que se postuló y no hay modo de revocarlo; por eso es que se constituye el alcance del mandato como una representación de la nación.

Representar a la nación supone que el puesto de congresista se detenta en nombre de integridad de la república, de la voluntad general de la comunidad. Representar a la nación importa la negación del derecho de cualquier elector, singular ni colectivamen­ te concebido, de cancelar el mandato que se otorga por un período representativo. Cada

representante aporta en el proceso de definición de cuál es esa voluntad general. En tér­ minos clásicos, el encargo que tienen que cumplir los representantes en el Perú, es man­ tener fidelidad a su Koivovía, a su comunidad, en su pluralidad y en su unidad de sentido. Su responsabilidad es velar por el mantenimiento del propósito de unidad de asociación (verbandseinheit). Autores clásicos como Cicerón, por ejemplo, hablaban de una comu­ nidad como una unidad de hombres asociados bajo una misma ley (coetus hominum jure sociati civitates appelantur).

Si está obligado a preservar y asegurar el propósito de unidad de la asociación po­ lítica en la república, y ello desde y a partir de la contingente particularidad de origen sus mandatos, la misión del representante no puede ser identificar cuál es la voluntad de su circunscripción, iglesia, profesión, grupo etario, oficio, o nivel socioeconómico, sino afirmar esa voluntad unitaria de todos, independientemente de la particularidad de cada nivel, sector, estamento o grupo. Es en este sentido que se dice que la representación es un mandato desvinculado de la voluntad de las localidades y de los electores que votan mayoritariamente a favor de un representante. El representante es el vocero que habla y define cuál es la voluntad general de la comunidad nacional en la que se integra, y con­ tra la que no hay merma derivada de la afirmación de la voluntad de cada circunscrip­ ción particular. Quienes contradicen la existencia de una realidad tal a la que se denomine nación no aceptan el carácter nacional de la representación. Su postura se sustenta en la constatación de diversidad de naciones en el mismo territorio de la república, antes que en la supues­ ta idealidad de una creación nacional que sería más el resultado de una construcción in­ ventada o producida por grupos hegemónicos de poder, detrás de la cual se apertrecharían argumentos que colonializan a minorías menos representadas, o sin capacidad de mono­ polizar el discurso estatal. Sin embargo, más allá de la evidencia empírica o sociológica de la existencia o no de una nación, una tradición, o una cultura nacional, resultante de la integración de la diversidad y pluralidad de aportes de grupos bajo el mismo Estado, no deja de ser menos real la definición constitucional o jurídica de la naturaleza y términos del mandato de representación. Hasta que este tipo de concepto quede sustituido por otro en el discurso y universo constitucional, no es posible entender de otro modo el mandato desvinculado que consta en nuestro texto constitucional.

Que la naturaleza del mandato de representación sea nacional importa una pretensión de universalidad que disminuye el peso del origen particular o local del encargo. Quie­ nes votan lo hacen por el supuesto vínculo particular que tiene un postulante con el ámbi­ to geográfico en el cual se expresa el voto. Sin embargo, una vez proclamado ese mismo postulante que obtuvo la confianza de una circunscripción particular gana un puesto fimcionalmente desvinculado de todo interés local. El mandato universal en que se convierte la representación de la nación, sin embargo, no aniquila ni libera en realidad a quien re­ cibe el encargo de quienes se lo confiaron. Por el contrario, supone la visión que le da la pertenencia a una circunscripción diferente de todas las otras. La representación de la na­ ción no es pretexto para la autonomización y quebrantamiento del encargo.

Ser representante de la nación no es sinónimo de arbitrariedad, despotismo ni tiranía a partir del refugio en un universal y, por tanto, una entidad abstracta. Es que la nación no es una entidad ficticia, sino una realidad cultural cuya sustancia y materia son los pueblos que enriquecen con la variedad de sus idiosincrasias al órgano comunitario que es la re­ pública. No son adversarios la nación y los pueblos, los distritos electorales, ó la diversi­ dad de organizaciones intermedias ni los individuos autónoma y singularmente concebi­ dos como detentatarios del derecho al sufragio. La nación es y existe porque ella integra e incluye las diferentes particularidades de las que son voceros los representantes. Lo pro­ pio de su mandato, sin embargo, es que cuando ellos hablan y cuando ellos votan lo ha­ cen para interés y por cuenta de todos y no sólo de un grupo reducido o amplio de pobladoreSj por más virtuoso que fuera la calidad de su vida moral, ni por más necesitada que fuera su condición material, económica o social.

La voluntad de la mayoría en el parlamento no es, por lo tanto, garantía de verdad nacional y tampoco aniquila ni abole la voluntad de las minorías que en la disputa por el universal nacional no alcanza la ventaja del número. La voluntad general no excluye la voluntad de las minorías que derrotan las mayorías. La voluntad general es siempre una voluntad provisional y cambiante, en la que mutan las mayorías que triunfan y se alter­ nan en el régimen político. Ese es el sino de los procesos políticos en los que la comuni­ dad opta por vivir sin otra dictadura que la del derecho a elegir a quienes las colectivida­ des prefieren como sus representantes. Lo universal del mandato nacional, por lo tanto, que emerge como una contradicción, sobrevive a ésta y la supera con la comprensión de la lógica de las decisiones democráti­ cas. En las democracias parlamentarias en las que los representantes merecen la confian­ za de los electores, no caben los conceptos de verdades ni opciones universales que, en nombre de la nación, define el dictador ni una clase que se autoproclama como portado­ ra de los valores de la verdadera nación. La naturaleza nacional del mandato parlamen­ tario, por lo tanto, es una naturaleza no inmutable sino histórica, y por ello mismo, esen­ cialmente contingente y políticamente altemable.

III. La no imperatividad del mandato y los extremos de los manda­ tos ideológico y representativo La no imperatividad del mandato permite que el representante actúe en función del albedrío de su consciencia. Pero ese albedrío, sin embargo, no es absoluto, ni a la vez está limitado de forma mecánica por la fotografía con la que los partidos terminan en el proce­ so electoral. La representación es una realidad y un concepto dinámico y flexible. No se agota en el resultado electoral. Por el contrario. Es entonces cuando empieza. No obstante que es de primera y crítica importancia el resultado de las elecciones para identificar ganadores y perdedores en el comicio, ese mismo resultado permite un tipo de representación que no cosifica la situación ni la voluntad del pueblo al estado en que se encontraban en el acto electoral. El resultado genera un cuerpo de representación viva y fluida. El carácter líquido de la representación importa que el resultado mantenga

su estado coloidal. No tiene el carácter pétreo de lo inamovible porque la voluntad del pueblo, como la de los representantes, no se congela en el tiempo. Y tampoco tiene el ca­ rácter gaseoso o etéreo que impediría definir el perfil básico que configura la voluntad po­ pular. El criterio y la consciencia del representante es la cocina en que se combustiona la mezcla y la interacción entre el pensamiento de quien representa y el sentido de la volun­ tad de los electores a quienes el representante representa. La representatividad del siste­ ma es exitosa cuando la capacidad de interpretación escucha y acoge los sentidos que se larvan en la opinión de los representados.

Los congresistas le deben lealtad a las organizaciones políticas con las que llegan y a los principios o ideologías políticas con las que se articula el programa de acción que proponen para motivar las preferencias del pueblo. Esa lealtad se considera como parte del mandato ideológico a la agrupación con la que se llega al Estado. La lealtad del con­ gresista al partido restringe el albedrío en cuanto que la consciencia del representante ad­ vierte coherencia y consistencia con el proyecto en el que coinciden grupo e individuo. La lealtad a los principios y a los programas asegura la coherencia por la que el congre­ sista es responsable ante la sociedad. Así como los partidos son la instancia natural para canalizar la intermediación política del pueblo ante el Estado, el congresista carece de titularidad del mandato aisladamente del partido con el que resulta electo. Se trata de una titularidad esencialmente partidaria, aun­ que accidental e inevitablemente se concrete en la persona individual de un sujeto que pos­ tula en la lista del partido. Por esta razón existe una condición sustancial qué cumplir para entender los alcances de la no imperatividad del mandato. Si bien no existen instrucciones que la sociedad pueda conminar a ningún representante a que cumpla, la condición para que el vínculo representativo exista y se mantenga es el vínculo del candidato primero y del con­ gresista después con la organización política con la que compite por el voto del electorado.

De modo similar, el mandato imperativo también está propiamente limitado o afecta­ do por el mandato representativo. Este mandato tampoco tiene carácter absoluto y debe administrarlo el representante en el ejercicio de sus atribuciones. En tanto que el man­ dato ideológico se ancla en la pertenencia del congresista al partido y al programa con el que postula a las elecciones, el mandato representativo se expresa como la libertad de consciencia con la que el representante desempeña sus funciones. La no imperatividad del mandato resulta del equilibrio entre los tipos de mandato de que es objeto el operador de la voluntad popular. No existe representación al margen del vínculo con el programa e ideología del partido, ni es auténtico el mandato popular si el representante no actúa des­ de el núcleo duro de su consciencia. Porque le es prohibido al congresista apropiarse del puesto representativo como si se tratara de un bien privado no puede usurpar la titulari­ dad que el régimen político le asigna a las organizaciones cuyo reconocimiento legal las habilita para competir entre ellas por espacios representativos con los programas con los que postulan ante el pueblo. En este marco es que el mandato no es imperativo. El componente ideológico respon­ de a la libertad del vínculo que mantiene el representante con los programas y acciones

de su agrupación, y el componente propiamente representativo se afirma, construye y ope­ ra desde la libertad de consciencia con la que actúa dentro del Congreso como parte de la organización partidaria a la que pertenece. El individuo y el grupo mantienen una re­ lación indesligable a partir de la decisión que adoptan de integrar una lista, y a la vez el individuo no puede dejar de cumplir las responsabilidades inherentes al puesto represen­ tativo desde la libertad de consciencia con la que se participa en todos y cada uno de los actos de la corporación parlamentaria.

IV. La irrevocabilidad del mandato(3) El otro lado y consecuencia de la no imperatividad del mandato es su irrevocabilidad. La irrevocabilidad niega el carácter revocable del mandato de los representantes de la re­ pública. La Constitución dispone expresamente que el mandato representativo no admite revocatoria. Se distingue así del mandato que se reconoce a las autoridades subnacionales. El sustento se desarrolla a partir de la constatación relativa a los niveles deficitarios en el desempeño de la labor de los congresistas y en los niveles de desatención a la supues­ ta opinión pública que expresa su disconformidad con algunas prácticas o acuerdos que adopta el Congreso. Sin negar los déficits de desempeño que se registran ni, en particular, la calidad de las decisiones o prácticas que suele adoptarse sobre el régimen y estatuto de los congresistas, existen dificultades estructurales que no permiten la adopción del carác­ ter imperativo del mandato a la vez que la revocabilidad del mismo.

La pretensión de revocabilidad del mandato es consecuencia del principio del man­ dato imperativo. Sólo se revoca si el mandato que el pueblo otorga se incumple. La revo­ cación es el castigo por el error, la negligencia, la omisión, la decepción respecto de una promesa ofrecida y, por lo tanto, del incumplimiento de una relación de confianza. Revo­ car es el acto de exigir la responsabilidad por la desconfianza quebrantada y deshonrada. Sin embargo, la pregunta es si existe en efecto un nivel tal de comunicación entre expec­ tativas y promesas en las dos partes, el representante y el representado, antes y después del encargo que las elecciones constituyen.

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Desde el punto de vista del modelo de democracia representativa la revocabilidad del mandato constituiría una expresión lógicamente antinómica, porque el tipo revocable de representación supone que quien tiene el mandato para representar carece de la capacidad necesaria para tomar decisiones sobre cuanta materia y tema es objeto de la agenda de asuntos sobre los que debe debatir y votar la asamblea. La revocabilidad del mandato supone la imperatividad con la que aquél se ejerce en concordancia con las instrucciones que recibe de sus mandantes. Por lo tanto, se exige un alto grado de proximidad entre elector y representante para realizar las consultas sin dilación y generar así decisiones que, si bien las decide el representante, están todas sujetas a validación del mandante. Lo que de representativo tiene un régimen en el que los representantes son solo agentes del soberano que es titular del poder es afectado, de esta manera, de un alto grado de ineficiencia, que afecta la gobemabilidad y la sostenibilidad de las decisiones estatales. En comunidades altamente urbanizadas en megalópolis la pretensión de la revocabilidad parece más bien la expresión libidinal de un escenario imaginario poco probable de calificar como realizable.

Durante los procesos electorales suele discutirse esta cuestión de considerable sensi­ bilidad pública. También durante el desarrollo de un período parlamentario se renuevan estos debates. Los que debaten este punto crítico del mandato pasan, lamentablemente, por alto, que el propósito no es poner a los parlamentarios en la posición del general Holofemes o de Juan el Bautista. El pueblo no puede acceder con frivolidad al capricho ni devaneos fanáticos de Salomé, como tampoco es la suya la posición de Judit, el verdugo de Betulia que decapita al general invasor. La ligereza con la que se propone la revocabilidad como solución contra las impotencias de la representación puede ocasionar daños políticos irreparables, sin llegar a solucionar la causa de la impotencia. Para que el mandato sea revocable antes habría sido preciso que la elección tenga en efecto la naturaleza o los efectos de un mandato. Y lo cierto es que la elección es más con­ secuencia de un acto fortuito y azaroso sobre el que el votante tiene poca información y muchísimo menos control o dominio de los resultados de este proceso colectivo de agre­ gación de preferencias individuales. Uno de los aspectos más críticos en el supuesto man­ dato es que los candidatos suponen y asumen que los electores los eligen con conciencia de quienes ellos sean o piensan, o la trayectoria personal o profesional de su experiencia. Esa presunción dista mucho de poder ser honrada en la realidad. Quienes eligen sólo va­ gamente, si acaso, conocen quién es el candidato a quien obsequian su preferencia. El mandato tiene naturaleza eminentemente personal. Pero personal no porque exista vínculo entre el sujeto representado y el sujeto de la representación. Es personal porque el mandato y la representación sólo existen en la medida que el representante se compor­ ta personalmente como si representara, e igualmente en la medida que se desempeña ha­ ciendo honor a una convención, a una pretensión ideal. Más allá de esa característica sin­ gularmente personal el mandato no es más que una expectativa que el azar deja en manos del destino. El destino de que el sistema nos provea de representantes que honren lo que la realidad no puede garantizar.

Las elecciones están diseñadas para crear la ilusión de una facultad efectiva de ele­ gir a quien se quiere o prefiere. Peor aun cuando el proceso electoral es una suerte de fe­ ria de carteles, posters y pancartas con rostros maquillados y sonrosados para embaucar al consumidor de bienes democráticos, que no tiene modo de saber qué persona existe de­ trás de cada cartel. Si difícilmente conoce a los candidatos a la Presidencia de la Repú­ blica, cómo no les será complicado si no imposible definir entre los candidatos al partido y al candidato que le encomienden su representación política. Menos aún podrá el repre­ sentante saber por qué fue que los votantes le confiaron su voto. Entre el elector y el re­ presentante sólo existe un inmenso océano de intenciones inconfesadas, de sospechas, de intuiciones y de intenciones no declaradas. No basta con establecer por escrito el com­ promiso de cada candidato; para que el compromiso sea exigible se requiere la aceptación y consentimiento de los electores que pretenderán exigir la honra de dicho compromiso. Pero más allá de la imposibilidad de origen para calificar como representativo el man­ dato en razón a la ausencia de conocimiento entre elector y candidato (el elector no conoce efectivamente al candidato y por no conocer a la persona no es probable que pueda decirse

que la expresión contenida en su voto transmita género alguno de confianza), como el pro­ ceso electoral se circunscribe a la competencia entre organizaciones políticas más que en­ tre candidatos, la decisión gira en gran parte alrededor de las propuestas y de los progra­ mas que exponen los partidos. Estas propuestas y programas, sin embargo, tienen carácter genérico y orientador. No tienen carácter vinculante. No obligan a los partidos. De ahí una faceta más en la que cabe encontrar el vacío representativo. Cuando la exposición de las líneas directrices de los programas no deviene en exigible, el mandato representativo se reduce en último término a la calidad del desempeño de quienes actúan a partir de las lí­ neas y compromisos de los partidos que se enuncian en el proceso electoral. La represen­ tación, por eso, debe pasar de la ficción a la realidad únicamente a través de la conversión demiúrgica que está en manos del representante traer a la vida política con la convicción que se concrete en sus actos y conducta.

Contra la presunción generalizada de que las hojas de vida o los currículos de los can­ didatos son capaces de informar suficientemente a los electores respecto a su identidad y capacidades, los documentos con que acreditan su formación profesional o la experien­ cia adquirida en su vida laboral indican muy poco sobre la calidad humana y personal de quien se presente como candidato. De ningún modo los documentos que presentan bas­ tan para que ningún elector pueda afirmar que conoce a la persona cuyo nombre integra la lista que presenta una agrupación partidaria. En términos reales y morales, el conoci­ miento y la confianza que se concede a una persona sólo ocurre cuando han existido mí­ nimos de trato o de interacción en diversidad de circunstancias. Ese tipo de vínculo no existe en la relación entre el elector y cualquiera de los candidatos que integran una lista. Y si por azar del destino algún elector conociera personalmente a algún candidato, el sis­ tema no prevé ni asegura que esos sean los casos en los que mayoritariamente tales can­ didatos salen elegidos en razón y mérito al vínculo personal efectivo que existe entre el elector y el candidato. El elector no tiene la capacidad de imponer al candidato un cuaderno de instruccio­ nes para obligar a su representante. Y no lo puede hacer antes de la elección, ni mucho menos durante el ejercicio de la representación. Sin saber cuál es la voluntad popular que supuestamente se comprometiera a cumplir el representante, ¿cuál le sería exigible si no cabe determinar los aspectos ni el marco vinculante para el ejercicio de la representación? Es precisamente por lo efectivamente difícil y complicado de la naturaleza de la re­ presentación que repúblicas como la peruana optan por el modelo de democracia repre­ sentativa. La revocabilidad del mandato y el mandato imperativo son rasgos que carac­ terizan modelos de democracia no representativos, como lo son las democracias directas o semidirectas. Porque es imposible regirse según instrucciones durante un período po­ lítico, habida cuenta que pretenderlo haría del sistema representativo uno muchísimo más ineficiente que lo que actualmente es, el mandato imperativo es, por lo menos se­ gún las posibilidades tecnológicas existentes, inviable. Por esta misma razón tampo­ co podría revocarse el mandato de quien no tiene un parámetro objetivo al que tendría que sujetar su desempeño efectivo como representante de la nación. Ganar una elección significa sólo poco menos que recibir una autorización para proceder de acuerdo con la

propia discreción y conciencia del candidato o representante. De ahí que sólo una repú­ blica de ciudadanos informados y responsables pueda contar con representantes con ca­ pacidad para honrar, conforme a su conciencia, las expectativas de la sociedad y de la historia de un pueblo. Cuatro de las dificultades estructurales más importantes que impiden el reconocimien­ to y funcionamiento eficaz de la revocatoria como mecanismo de control vertical del man­ dato parlamentario por la república son, (1) la calidad plurinominal (y no uninominal) de los distritos o circunscripciones electorales; (2) el método de la representación proporcio­ nal (no mayoritaria) del voto (concordante con la plurinominalidad, a la que se adiciona el rasgo de la proporcionalidad); (3) la condición personal del voto de las listas cerradas y no bloqueadas (por el voto preferencial); y (4) la fragmentación de un sistema de partidos altamente fragmentado, atomizado y volátil, sin suficiente capacidad para definir cuadros ni asegurar la consolidación de las votaciones de sus integrantes en el Congreso (aspecto que, a la vez que facilita y habilita el uso personal del mandato por los representantes, di­ ficulta la cohesión y capacidad de ejercer un control responsable y disciplinado del papel intermediador de los partidos frente a sus miembros).

Hasta tanto no se den distintas condiciones estructurales en el régimen electoral y par­ tidario nacionales parece difícil aspirar a la inclusión eficaz de la revocatoria del mandato como técnica de control político a cargo de la colectividad. La revocatoria supone niveles de muy alta visibilidad e identificabilidad del vínculo entre el representante (o su agencia de intermediación que son los partidos) y la comunidad. Son necesarios distritos uninominales, con un régimen mayoritario, sin la ilusión que provoca el festival del voto prefe­ rencial (que en realidad poco es lo que acerca al elector con el candidato, a quien se elige sin conocerlo, negando así la mejor competencia y la responsabilidad de los partidos de definir sus cuadros); y partidos más cohesionados y menos fragmentados para canalizar de modo efectivo las correcciones que la sociedad preferiría introducir en el desempeño o ejercicio efectivo del mandato parlamentario.

Más allá de estos aspectos, sin embargo, existe otra dificultad importante, que tiene que ver con las posibilidades reales de discernir las causales de revocatoria a partir de un mandato o instrucciones extendidas por la población. Se requeriría una capacidad anticipatoria sumamente extensa de parte de candidatos y población para prever la inmensidad de materias por las que atravesará la vida política del país. Ello lleva a una situación com­ plicada, toda vez que para que el mandato tenga carácter imperativo se necesitarían ins­ trucciones claras y concretas sobre asuntos específicos, puesto que, de lo contrario, habría mayor lugar a ambigüedad y discrecionalidad. Lo que pretende eliminar el mandato imperativo es, precisamente, la potestad de usar el criterio y discreción sino para cumplir las instrucciones recibidas. Se necesitarían po­ cas instrucciones, pero el que sean pocas puede también llevar a la inoperancia del siste­ ma representativo porque la vida política no se circunscribe a pocas materias sino a una diversidad impredecible de temas. Para cumplir estrictamente con el mandato e instruc­ ciones el representante tendría que someter sus intervenciones y votos a una consulta con

sus bases, lo cual hace ineficiente el sistema representativo que precisamente se crea y reconoce para facilitar el manejo de asuntos públicos por cuenta e interés de quienes no pueden enterarse de cada tema. Pareciera, por lo tanto, que la eficacia del mandato impe­ rativo tiene dificultades prácticas casi insalvables y que, además, su ejercicio podría lle­ var a una desventaja mayor como sería la parálisis de los asuntos estatales por los que es responsable el Congreso. Los alcances precedentes llevan a pensar que, no obstante la veracidad de la afirma­ ción rousseauniana, en el sentido que en una república la soberanía de la colectividad es irrepresentable si es en efecto soberana, las exigencias prácticas del tipo de organización hegemónica llevan a reconocer el tipo de democracia representativa sin mandato impe­ rativo como la opción más eficiente posible, a la vez que compatible con el concepto de representación como una autorización para actuar por cuenta e interés de la colectividad de electores, frente a los cuales existe la responsabilidad política de rendir cuenta. Es la fuerza de la dinámica imperante que lleva al ejercicio de la representación como una ta­ rea que nace del vínculo electoral, pero que debe desvincularse de la materialidad social del mandato para asumir una competencia ideal de representación de la totalidad de la vo­ luntad general de la nación.

En este contexto la idealidad de la representación y el alcance universal o nacional del mandato no excluye el carácter ético del vínculo que, sin tener carácter legal, es no obs­ tante parte de un mandato moral para hacer, actuar y proceder como representante en vis­ ta del bien de la república. Existen razones para la escisión entre la no imperatividad legal del mandato y la imperatividad moral del mismo. Es legalmente necesario que el mandato no sea exigible, pero tal licencia de carácter y alcance legal no exime al representante de la responsabilidad moral que asume ante sí y ante la república. Esa responsabilidad mo­ ral es tan inabdicable como es exigible por la colectividad que los representantes honren responsablemente la confianza que se les entregó. Quienes no merecen la confianza reci­ bida son dignos de la reprobación o del oprobio. Quienes la merecen lo son del reconoci­ miento, el agradecimiento y, en su caso, también de la gloria de una labor políticamente impecable en bien de la nación y de la república.

V. Las inmunidades y la inviolabilidad parlamentaria Las propuestas de eliminación de la inmunidad parlamentaria fueron siempre una mala alternativa. El daño al régimen representativo ya se hizo. Y se hizo sin imaginar ni inten­ tar la cura del mal en razón del cual se advertían malos usos en el tratamiento de esta pre­ rrogativa. Su supresión ha traído consigo, igualmente, la que le correspondía a otras agen­ cias constitucionales. En lo sucesivo el procesamiento y enjuiciamiento debe realizarse de modo directo por el sistema judicial. La judicialización de los casos de denuncias o enjuiciamientos contra cualquier au­ toridad a la que se impute la comisión de un delito común supone el mayor nivel de exi­ gencia que debe esperarse en quien conozca los casos contra autoridades de nuestro régi­ men político. En especial si, precisamente, el enjuiciamiento resulta de la animadversión

que tramita un enemigo político contra quien se pretende neutralizar en el ejercicio de las funciones representativas, de fiscalización o de control. Es cierto que fundamentalmente en Europa continental la inmunidad parlamentaria ha tendido a su judicialización, en tanto que en el Reino Unido y en los Estados Unidos de América se insiste en la retención de esta importante facultad y recurso político en manos de la representación popular. Invocar las experiencias extranjeras no libera la responsabi­ lidad por la solución pendiente de los problemas de excesos, abusos y distorsiones. Que en España, Dinamarca o Alemania judicialicen los temas propios de la inmunidad parla­ mentaria no blanquea ni limpia a quienes carecen del coraje para corregir graves males en el desempeño de tareas políticas y representativas. Por el contrario, por vergüenza y ho­ nor mayor sería el desagravio a la república que quienes reciben el encargo de represen­ tarla supieran enfrentar el malestar y den muestras de responsabilidad moral y capacidad para honrar la confianza que reciben de la nación.

Las inmunidades de proceso y de arresto fueron prerrogativas reconocidas constitu­ cionalmente. Eran parte del Estatuto Parlamentario. Su sustento y premisa fue el princi­ pio de independencia del Congreso en el marco de la doctrina de separación de poderes que define el régimen político peruano. Fueron concebidas, por lo tanto, como una ga­ rantía en el proceso decisorio del órgano parlamentario que permite la autonomía de los representantes a quienes garantiza el desempeño de sus funciones únicamente según un criterio de conciencia y no por mandato o cuaderno de instrucción alguno de circunscrip­ ción, electores, gremios, sectores, agrupación, organización, ni grupo de interés alguno. La inmunidad parlamentaria que rigió en el Perú hasta febrero de 2021 es una cate­ goría distinguible de la de la inviolabilidad. La inviolabilidad se refiere a los votos y a las opiniones de los representantes. Consiste en la prohibición de denunciarlos o de acu­ sarlos por opiniones o votos emitidos como consecuencia del ejercicio de sus funciones. La doctrina italiana a la inviolabilidad la denomina insindicabílidad. La irreprochabilidad por los votos y opiniones no es absoluta, sin embargo. Al amparo de la inviolabi­ lidad de votos y opiniones los congresistas no disponen de albedrío total para decir lo que la gana les dicte, sin sujeción alguna a criterio o límite que los prive de sanción por sus excesos. Si bien suele ocurrir que los procesos penales con los que los particulares quere­ llan a un congresista suelen quedar en la inexigibilidad de sanción alguna en los procesos de levantamiento de la inmunidad de proceso, esta no es la misma consecuencia cuando el exceso tiene lugar durante las sesiones del Congreso. Ocurre que las normas de ética, disciplina y cortesía se aplican y representan diversidad de sanciones a los congresistas, las mismas que comprenden desde la amonestación y privación de los emolumentos que el orden parlamentario les reconoce, hasta la suspensión en el ejercicio del cargo repre­ sentativo hasta por 120 días de legislatura. De manera que la disposición constitucional y reglamentaria relativa a la inviolabilidad de votos y opiniones no es en modo alguno ab­ soluta, porque el Congreso sí controla y responsabiliza a sus miembros cuando cometen excesos en el desempeño de sus atribuciones representativas.

JURISPRUDENCIA RELACIONADA (Jl

El objeto de la inmunidad parlamentaria es prevenir detenciones o procesos penales que, sobre bases estrictamente políticas pretendan perturbar el debido funcionamiento del Congreso o alterar su conformación. Cuando se determine la ausencia de toda motivación política en la acusación, el Congreso tiene el deber de levantar la inmunidad al imputado: STC Exp. N° 0006-2003-AI/TC (f. j. 5).

j|||

La inmunidad no puede considerarse como un derecho o una prerrogativa individual de los congresistas, sino como una garantía institucional del Parlamento que protege la función congresal y al propio Poder Legislativo: STC Exp. N° 0013-2009-PI/TC (f. j. 38).

(¡¡I

Los congresistas tienen amplia libertad e independencia en el ejercicio de su labor, que se complementa con el reconocimiento de diversas prerrogativas propias de un modelo liberal prohibición del mandato imperativo inviolabilidad del voto y opiniones, como la previstas en el artículo 93 de la Constitución: STC Exp. N° 0006-2017-PI/TC (f. j. 18).

BIBLIOGRAFÍA DELGADO-GUEMBES, César. Para la representación de la república, Fondo Editorial del Congreso, Lima, 2011; DELGADO-GUEMBES, César. Manual del parlamento. Ediciones del Congreso del Perú, Lima, 2012; DELGADO-GUEMBES, César. Olvido constitucional y vacío representativo en el Perú. Fondo Editorial del Congreso, Lima, 2015; DELGADO-GUEMBES, César. El orden repre­ sentativo, la organización del Congreso y los procesos parlamentarios. Ediciones del Congreso del Perú, Lima, 2016; DELGADO-GUEMBES, César. Introducción al estudio del parlamento peruano. Fondo Editorial de la Universidad San Ignacio de Loyola, Lima, 2020.

Artículo 94

Reglamento y funcionamiento del Congreso El Congreso elabora y aprueba su Reglamento, que tienefuerza de ley; elige a sus representantes en la Comisión Permanente y en las demás comisiones; establece la organización y las atri­ buciones de los grupos parlamentarios; gobierna su economía; sanciona su presupuesto; nombra y remueve a susfuncionarios y empleados, y les otorga los beneficios que les corresponden de acuerdo a ley. CONCORDANCIAS: C.: arts. 51, 79, 80, 95, 96, 101, 105, 108, 135, 136, 200 inc. 4); C.P.Ct: arts. VIII, 74, 76,105 inc. 1); TUO Rgmto. Congreso: arts. 3, 13, 26 al 30, 38; C.A.D.H.: art. 23.1.a; D.U.D.H.: art. 21.1

Milagros Campos Ramos El artículo 94 tiene como antecedente al artículo 177 de la Constitución de 1979. Sin embargo, la referencia al Reglamento del Congreso (RCR) como manifestación de la au­ tonomía normativa se encuentra desde las constituciones del siglo XIX. El artículo refie­ re a principios e instituciones desarrolladas en el referido reglamento que se abordan a continuación:

I. Autonomía normativa, económica y administrativa El reglamento parlamentario es una fuente primaria porque la Constitución la ha crea­ do directamente, por ello, solo se encuentra subordinada a ella(1). Además de gozar de fuerza de ley tiene rango de ley (inciso 4 del artículo 200 de la Constitución y artículo Io del propio RCR). El Tribunal Constitucional ha señalado de manera reiterada que el RCR “goza de la naturaleza equivalente a la ley orgánica”1(2). El Congreso de la República apro­ bó el informe de la Comisión de Constitución y Reglamento, en sesión de Pleno, el 11 de octubre de 2007, que con carácter vinculante y sin efectos retroactivos, acuerda darle al Reglamento del Congreso naturaleza de ley orgánica. Por consiguiente, su aprobación y modificación debe efectuarse mediante el voto conforme de más de la mitad del número legal de miembros del Congreso.

Más recientemente, el Tribunal Constitucional ha señalado que el artículo 94° “consa­ gra el principio de normación autónoma del Congreso de la República, por el cual él mis­ mo se da su Reglamento -que tiene fuerza de ley y no puede equipararse ni con las leyes

(1) (2)

CARPIO MARCOS, E. “El reglamento parlamentario como canon de control en la acción abstracta de inconstitucionalidad”. En: Pensamiento Constitucional, año IX, N° 9. Lima, 2003, pp. 553-578. STC Exp. N° 022-2004-AI/TC, f. j. 23.

formales ni con los reglamentos administrativos-, con una finalidad específica sujeta al control de constitucionalidad: regular su propia actividad y su relación con otras instan­ cias jurídicas e institucionales”(3). Señala que los fines de su autonomía normativa son los siguientes: i) Precisar las funciones del Congreso y de la Comisión Permanente; ii) Defi­ nir la organización y funcionamiento del Congreso; iii) Establecer los derechos y deberes de los Congresistas; y iv) Regular los procedimientos parlamentarios0). De manera que se trata de una suerte de reserva de esas materias al RCR, lo que se “deriva necesariamente de su condición de norma primaria y directamente te incardinada en la Constitución”0). La misma sentencia precisa un límite material, pues el RCR no debe entrar “en asuntos aje­ nos a la actuación parlamentaria, excediendo la finalidad de la “normación autónoma”0).

A la autonomía normativa se le suma la presupuestal y administrativa. Mal podrían ejercer su función de control al gobierno si no contasen con los recursos materiales y fi­ nancieros, por ello no puede haber dependencia económica del órgano controlado0). La autonomía administrativa es consecuencia de la presupuestal pues gestiona autónomamen­ te sus recursos. En la organización del Congreso se distingue entre el ámbito de la orga­ nización parlamentaria que incluye a los órganos que estructura el trabajo de los congre­ sistas y el servicio parlamentario que comprende a los órganos de asesoría institucional y de apoyo administrativo, liderado por el Oficial Mayor.

II. Comisión Permanente La Comisión Permanente está presidida por el Presidente del Congreso y conforma­ da por no menos de veinte Congresistas elegidos por el Pleno, guardando la proporcio­ nalidad de los representantes de cada grupo parlamentario. Las funciones de la Comisión Permanente derivan de la Constitución así como del RCR. La Constitución le asigna fun­ ciones legislativas, de control y designación de autoridades. Entre las funciones legislati­ vas se encuentra el ejercicio de la delegación de facultades legislativas que el Congreso le otorgue. Entre las funciones de control, las establecidas en los artículos 99 y 100 que re­ gulan el proceso de acusación constitucional. Finalmente, también tiene la competencia de designar al Contralor General, a propuesta del Presidente de la República, así como de ratificar la designación del Presidente del Banco Central de Reserva y del Superintenden­ te de Banca, Seguros y Administradoras Privadas de Fondos de Pensiones. La Comisión Permanente así, ejerce sus funciones constitucionales durante el funcionamiento ordina­ rio del Congreso, durante su receso y en el interregno parlamentario derivado de la diso­ lución del Congreso. En efecto, la Constitución de 1993 ha previsto que disuelto el Con­ greso, se mantiene en funciones la Comisión Permanente.

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(6) (7)

STC Exp. N° 00006-2018-PI/TC, f. j. 32. STC Exp. N° 00006-2018-PI/TC, f. j. 33. MARCO, J. El reglamento parlamentario en el sistema español defuentes del Derecho. Corts Valencianes, Valencia, 2000. STC Exp. N° 00006-2018-PI/TC, ff. jj. 35 y 41. SANTAOLALLA LÓPEZ, F. Derecho Parlamentario español. Depalma, Madrid, 2019.

Si bien la Constitución ha reservado funciones a la Comisión Permanente que el RCR desarrolla, también ha reservado funciones exclusivas al Pleno del Congreso. Entre las funciones legislativas, la Comisión Permanente no puede legislar en materias relativas a reforma constitucional, a la aprobación de tratados internacionales, leyes orgánicas, Ley de Presupuesto y Ley de la Cuenta General de la República. En materia de control polí­ tico, están reservadas al Pleno la presencia del gabinete para la exposición y debate de la política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión, la inter­ pelación, la censura, la conformación de comisiones investigadoras entre otros mecanis­ mos de control.

III. Comisiones En los parlamentos modernos no se concibe un trabajo que sea íntegramente desarro­ llado por la asamblea de todos los congresistas. Las comisiones responden a un criterio de eficiencia y división del trabajo parlamentario, pues permite la especialización. El RCR refiere a las comisiones como órganos parlamentarios (art. 27) cuya fun­ ción principal es el seguimiento y fiscalización del funcionamiento de los órganos estata­ les y, en particular, de los sectores que componen la administración pública. Asimismo, les compete el estudio y dictamen de los proyectos de ley y la absolución de consul­ tas, en los asuntos que son puestos en su conocimiento de acuerdo con su especialidad (art. 34).

La comisiones están integradas por congresistas quienes son designados por sus gru­ pos parlamentarios. El cuadro de comisiones que determina cuales son estas y sus inte­ grantes es aprobado por el Pleno, aplicando el criterio de pluralidad y proporcionalidad, de manera que cada comisión esté integrada por representantes de cada uno de los grupos parlamentarios en la proporción del número de sus miembros. Sin embargo, como expli­ ca Delgado Guembes “la exigencia del principio de proporcionalidad es más alta porque no basta que exista por lo menos un representante por grupo, sino que requiere que, ha­ biendo pluralidad, esta exprese y reproduzca el juego entre mayorías y minorías que se advierten en el Pleno”(8). Existen cuatro clases de Comisiones: a)

(8)

Las comisiones ordinarias encargadas del estudio y dictamen de los proyectos de ley así como de otros asuntos vinculados a las funciones de control políti­ co. Con frecuencia reciben a autoridades del gobierno o de organismos consti­ tucionalmente autónomos que asisten por invitación o en cumplimiento de nor­ mas legales a brindar información sobre materias de su competencia.

DELGADO-GUEMBES, C. Introducción al estudio del Parlamento peruano. Fondo Editorial USIL, Lima, 2020.

b)

Las comisiones de investigación se constituyen a fin de indagar sobre asuntos de interés público que les encargue el Pleno. Su objetivo es el esclarecimiento de hechos, la formulación de conclusiones y recomendaciones orientadas a co­ rregir normas y desarrollar políticas. Gozan de las prerrogativas y las limitacio­ nes previstas en la Constitución, en el marco de las normas del debido proceso en sede parlamentaria.

c)

Las comisiones especiales se constituyen para la realización de algún estudio es­ pecial o trabajo conjunto con el Gobierno, según acuerde el Pleno. Pueden tra­ tarse de materias técnicas o de la revisión de legislación. En los últimos años las comisiones especiales se han creado por ejemplo para el ordenamiento legisla­ tivo y depuración de normativa, así como para estudiar el impacto del cambio climático. También pueden tener a su cargo fines protocolares o ceremoniales. Por ejemplo la correspondiente al bicentenario de la independencia del Perú.

d)

La Comisión de Ética Parlamentaria se encarga de absolver consultas y resol­ ver en primera instancia las denuncias que se formulen contra congresistas por faltas contempladas en el Código de Ética que forma parte del Reglamento del Congreso.

Los congresistas deben de integrar al menos una comisión y no más de cinco, en ca­ lidad de titulares; pueden ser accesitarios de otras. El número de comisiones ordinarias ha sido de veinticuatro en los últimos periodos, por lo que, en congresos fragmentados con grupos parlamentarios de pocos miembros, muchas veces el número de comisiones que deben integrar se acerca al máximo previsto.

IV. Grupos parlamentarios Los grupos parlamentarios son definidos en el artículo 37 del RCR como “conjun­ tos de congresistas que comparten ideas o intereses comunes o afines” y precisa que se conforman a partir de los partidos o alianzas de partidos que logren representación al Congreso de la República, siempre que cuenten con un número mínimo de cinco con­ gresistas. El RCR precisa que en ningún caso pueden constituir grupo parlamentario se­ parado los congresistas que pertenezcan a un mismo partido. Dos son los criterios bási­ cos que fundamentan la presencia de los grupos parlamentarios: la racionalización del trabajo parlamentario y la proyección en el Congreso de las fuerzas políticas que han ob­ tenido representación(9). Para la conformación de los grupos parlamentarios lo usual es que se exija una plu­ ralidad de miembros, pues la idea de grupo es por definición plural. Sin embargo, la di­ recta relación con los partidos políticos permite que en algunos países se contemple la posibilidad de los grupos unipersonales como en Argentina, Bolivia y algunos países de

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CAMPOS RAMOS, M. Disciplina partidaria: dudas y murmuraciones. Grupos parlamentarios en el Congreso peruano. Editorial Académica Española, 2012.

Europa. En ese sentido, resulta coherente desde una perspectiva institucional que si un partido político compite en elecciones y obtiene representación parlamentaria pueda for­ mar un grupo parlamentario.

V. Grupos parlamentarios y partidos políticos En las democracias de partidos con un sistema institucionalizado, los grupos parla­ mentarios son los voceros de los acuerdos y de las posiciones de los partidos políticos(10)11 . Aunque los congresistas que no están sujetos a mandato imperativo de sus electores (art.93 Constitución), el mandato partidario luego de un proceso deliberativo interno puede pre­ valecer01}. Por ello, aunque la votación sea nominal, grupos parlamentarias cohesionados votarán en el mismo sentido.

Recorder encuentra diversas regulaciones respecto de la vinculación entre grupos par­ lamentarios y partidos políticos en Europa. Así, hay los que exigen coincidencia de militancia partidaria y adscripción al correspondiente grupo parlamentario como Portugal, los Países Bajos y Alemania. En otros casos se admiten grupos multipartidistas(12). En Es­ paña, se prohíbe formar grupo parlamentario separado a los diputados que pertenezcan al mismo partido así como a los que, al tiempo de las elecciones, pertenecieran a formacio­ nes políticas que no se hayan enfrentado ante el electorado.

El Tribunal Constitucional español(13), el Tribunal Federal alemán(14) y la Corte Cons­ titucional de Colombia(15) han reconocido la estrecha vinculación de los grupos parlamen­ tarios con los partidos políticos. En el caso peruano, el Tribunal Constitucional ha seña­ lado que debe distinguirse entre grupos parlamentarios y partidos políticos “a partir de la distinta regulación que las rige (en el caso de los grupos parlamentarios es aplicable el Re­ glamento del Congreso de la República, mientras que para los partidos políticos y alianzas electorales es aplicable la Ley 28094, de Partidos Políticos). Y es que como se recuerda «la naturaleza jurídico-política de los grupos parlamentarios es esencialmente compleja,

(10) CAMPOS RAMOS, M. “Los grupos parlamentarios como instituciones de intermediación entre partidos políticos y Congreso”. En: Elecciones, vol. 16, (N° 17), 2017, pp. 139-168. (11) DUVERGER, M. Los partidos políticos. Fondo de Cultura Económica, México, 2020. (12) RECORDER VALLINA, T. “Los grupos parlamentarios en Europa continental”. En: Asamblea. Revista parlamentaria de la Asamblea de Madrid, 2007, pp. 19-52. (13) Por ejemplo: ATC 12/1986; STC 36/1990; STC 64/2002, reconocen que el derecho a formar grupos par­ lamentarios es de los diputados y no de los partidos. (14) Sentencia de 13 de junio de 1989 (BverfGE 80) citada en S ANTAOLALLA LÓPEZ, F. “El transfuguismo en algunos países europeos”. En: Anuario de Derecho Parlamentario, N° 19. Publicaciones de las Cortes Valencianas, 2007, pp. 395-421. (15) C 303-10: “el funcionamiento del órgano legislativo mediante el sistema de bancadas equivale simple y llanamente a cambiar los protagonistas del juego político. En adelante, no serán lo serán los congresistas individualmente considerados, sino que los actores principales serán los partidos políticos mediante sus representantes en el Congreso de la República”.

debiendo separarse debidamente lo que es la naturaleza jurídica de lo que es naturaleza política, y sobre todo, en lo que ésta respecta, las relaciones políticas entre los grupos y los partidos, sin que deban confundirse lo que ambos aspectos suponen».. .”(16)17 Entre los años 2001 y 2021, la conformación de los grupos parlamentarios sufrió va­ riaciones debido a renuncias y separaciones que se dieron durante el periodo legislativo de cinco años. Estas afectaron la correlación de mayorías y minorías configurada como resultado de la elección. El transfuguismo, que fue una característica de los congresos del citado periodo, es consecuencia de partidos políticos débiles y poco representativos07). A su vez, el transfuguismo retroalimenta el sistema, debilitando a los partidos políticos. En los años 2016 y 2017, se modificó el RCR(18) a fin de impedir que quienes renuncien a sus grupos parlamentarios puedan formar otros nuevos, manteniendo con ello el reflejo de la representación partidaria que fue elegida. Las sentencias recaídas en procesos de inconstitucionalidad(19) sobre dicha modificación establecieron una clasificación de tipos de transfuguismo legitimo e ilegitimo. El problema sin embargo, subsiste pues la conforma­ ción del Congreso al inicio y al término de periodo ha variado en porcentajes que se acer­ can al tercio de congresistas, llegando a duplicarse el número de grupos parlamentarios.

Cabe notar que, como en otros países, los grupos parlamentarios son instituciones de relevancia constitucional. JURISPRUDENCIA RELACIONADA (Jl

El Congreso de la República, de acuerdo a la Constitución, se regula por su reglamento, el cual tiene una naturaleza equivalente a una ley orgánica: STC Exp. N° 00022-2004-AI/ TC (f.j.23).

J]

La Constitución consagra el principio de “normación autónoma” del Congreso de la Re­ pública, por eso su Reglamento tiene fuerza de ley, el cual tiene una finalidad específica sujeta al control de constitucionalidad: regular su propia actividad y su relación con otras instancias jurídicas e institucionales: STC Exp. N° 00006-2018-PI/TC (f. j. 32).

(¡¡I

El Reglamento del Congreso, cuando no repite lo que ya dice la Constitución, se ocupa únicamente de lo que atañe a la actuación parlamentaria: STC Exp. N° 00006-2018-PI/ TC (f.j. 35).

(16) STC Exp. N° 00006-2017-PI/TC, f. j. 112. (17) COMISIÓN DE ALTO NIVEL PARA LA REFORMA POLÍTICA. Hacia la democracia del bicentenario. Konrad Adenauer Stiftung (KAS), Lima, 2019. (18) Resolución Legislativa del Congreso N° 007-2016-2017, publicada el 15 de octubre de 2016. Resolución Legislativa del Congreso N° 003-2016-2017, publicada el 15 de setiembre de 2017. (19) STC. Exp. N° 006-2017-AI/TC; STC. Exp. N° 0001-2018-PI/TC.

BIBLIOGRAFÍA CAMPOS RAMOS, M. Disciplina partidaria: dudas y murmuraciones. Grupos parlamentarios en el Congreso peruano. Editorial Académica Española, 2012; CAMPOS RAMOS, M. “Los grupos parlamentarios como instituciones de intermediación entre partidos políticos y Congreso”. En: Elecciones, vol. 16, N° 17,2017; CARPIO MARCOS, E. “El reglamento parlamentario como canon de control en la acción abstracta de inconstitucionalidad”. En: Pensamiento Constitucional, año IX, N° 9. Lima, 2003; COMISIÓN DE ALTO NIVEL PARA LA REFORMA POLÍTICA. Hacia la demo­

cracia del bicentenario. Konrad Adenauer Stiftung (KAS), Lima, 2019; DELGADO-GUEMBES, C. Introducción al estudio del Parlamento peruano. Fondo Editorial USIL, Lima, 2020; DUVERGER, M. Los partidos políticos. Fondo de Cultura Económica, México, 2020; MARCO, J. El reglamento parlamentario en el sistema español de fuentes del Derecho. Corts Valencianes, Valencia, 2000; RECORDER VALLINA, T. “Los grupos parlamentarios en Europa continental”. En: Asamblea. Revista parlamentaria de la Asamblea de Madrid, 2007; SANTAOLALLA LÓPEZ, F. Derecho Parlamentario español. Depalma, Madrid, 2019; SANTAOLALLA LÓPEZ, F. “El transfuguismo en algunos países europeos”. En: Anuario de Derecho Parlamentario, N° 19. Publicaciones de las Cortes Valencianas, 2007.

Artículo 94

Reglamento y funcionamiento del Congreso El Congreso elabora y aprueba su Reglamento, que tienefuerza de ley; elige a sus representantes en la Comisión Permanente y en las demás comisiones; establece la organización y las atri­ buciones de los grupos parlamentarios; gobierna su economía; sanciona su presupuesto; nombra y remueve a susfuncionarios y empleados, y les otorga los beneficios que les corresponden de acuerdo a ley. CONCORDANCIAS: C.: arts. 51,79,80,95,96,101,105,108,135,136,200 inc. 4); C.P.Ct.: arts. VHI, 74, 76,105 inc. 1); TUO Rgmto. Congreso: arts. 13,26 al 30, 38; C.A.D.H.: art. 23.1.a; D.U.D.H.: art. 21.1

César Delgado-Guembes I. Introducción Este es un artículo que repite en esencia los artículos 115yll6dela Constitución de 1933 y 177 de la Constitución de 1979. El artículo 94 concreta una de las modalidades en que se aplica el principio constitu­ cional de la separación de poderes a que se refiere el artículo 43. Es una norma que reen­ vía al Reglamento del Congreso el desarrollo del contenido sobre su autonomía norma­ tiva, organizacional y financiera. El Reglamento del Congreso es, a partir de esta norma constitucional, parte del contenido constitucional del principio de separación de poderes y autonomía competencial que tiene carácter vinculante para todos los órganos del Estado.

El contenido constitucional del estatuto normativo, organizacional, procedimental y presupuestario del Congreso que define el Congreso es un objeto y materia constitucional que, por esta misma razón, delimita negativa y excluyentemente competencias de otros órganos a los que no corresponde revisar ni cuestionar materia constitucional. El conteni­ do del Reglamento del Congreso es materia constitucional propiamente dicha.

Esta es la naturaleza y el sentido de esta norma, la que no tiene como fin solo remitir al Reglamento del Congreso, al que le reconoce una fuerza que no es menor a la de la ley, sino que, por el hecho mismo de reenviar el alcance de su contenido material a la potes­ tad autónoma del Congreso de decir cómo actúa el Estado, la consecuencia de tal reenvío es la sustanciación de la constitucionalidad material del principio de separación de pode­ res. Lo que la doctrina llama el bloque de constitucionalidad. La finalidad de esta norma constitucional, por lo tanto, es incorporar en el bloque de constitucionalidad la competencia normativa, organizacional, financiera exclusiva del

Congreso(1). Esta autonomía material reúne temas de jerarquía y fuentes del derecho, re­ presentación y organización parlamentaria, de administración económica, manejo presu­ puestario del Congreso, y de organización laboral del servicio parlamentario. El denomi­ nador común de esta variedad de aspectos es el principio fundamental de separación de poderes cuya concreción es el marco de autonomía del Congreso como órgano estatal. Una autonomía que, por otra parte, aparece en otro artículo constitucional como el relativo a la inviolabilidad de la sede parlamentaria, que reconoce el artículo 98. Este artículo concuerda con los artículos 3 y 33 del Reglamento del Congreso, que prescriben que el Congreso es soberano en susfunciones. Tiene autonomía normativa, eco­ nómica, administrativa y política, y que los acuerdos de la Mesa Directiva constituyen las normas de desarrollo del artículo 3 y del presente artículo del Reglamento del Congreso

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El contexto desfavorable que genera el masivo desafecto de la opinión pública sobre el Congreso es un fenómeno ajeno al análisis del cuerpo normativo. La realidad normativa, por la naturaleza ideal de su objeto, supone la existencia de sujetos idóneos y adecuados a la finalidad y fundamento del modelo. Las normas prescriben lo necesario para que el modelo cumpla la finalidad ordenadora en nuestro régimen político. Los usos indebidos del modelo por los operadores no deben afectar el diseño de la estructura normativa. Esta es una advertencia decisiva en la comprensión de los propósitos fundantes de las finalidades consti­ tucionales. La Constitución no tiene carácter punitivo ni sancionatorio sino pedagógico o didáctico. De ahí la importancia de mantener la fidelidad al modelo de lo que aspira la comunidad para ordenar la vida política en el sentido óptimo del tipo de vida que aspiramos a cumplir. Porque la Constitución tiene carácter declarativo de lo que nos hace y de lo que somos, así como de lo que queremos ser, su naturaleza debe entenderse como la aspiración de una comunidad libre en la que tienen reconocimiento pleno la diversidad de individuos que pertenecen y que integran una misma comunidad política. Si la Constitución es el instrumento político en el que se consigna el propósito del tipo o modelo de comunidad que queremos ser, debe creerse que el principio de la voluntad popular es el cimiento sobre el que se construye el edificio democrático, independientemente de los resultados que de la aplicación de ese principio resulta. En eso consiste la afirmación del régimen democrático, si es que convenimos que la democracia es más que una superstición, o una entidad imaginaria, delirada y fantástica, realmente inalcanzable. El modelo del régimen político en general, y del régimen representativo en singular, prevé la estructura que mejor sirve para alcanzar la visión, objetivos y metas que la sociedad pretende para sí misma, a los que deben ceñirse y ajustarse quienes operen el modelo. Los usos malos, equívocos, impropios, indebidos o ilícitos no son objeto del diseño del modelo. El mal uso es materia de regulación en la especialidad del derecho asociada a los aspectos criminales y punitivos en los que se regula la proscripción de la ilicitud. El modelo constitucional no se propone desincentivar la incorrección de los operadores sino el esquema que favorece el logro de las metas políticas de la república. Estas referencias se enuncian con la finalidad de descartar del ámbito del diseño que la Constitución fija para el régimen representativo, la regulación de ajustes que limiten o que proscriban la ilicitud, el exceso o la impropiedad de usos que protagonizan los operadores del modelo constitucional. Está en la esencia de los modelos cumplir con una función heurística. Los modelos constitucionales son estrategias para alcanzar un fin político. La incorrección no puede integrar el modelo o el modelo no cumple con el propósito por el que existe. Mal modelo es aquél que se prepara para castigar la naturaleza de quien lo use u opere. Los modelos guían y orientan hacia una meta u objetivo. Las inconductas de quienes pervierten el fin con usos que se fundan en conductas impropias se prevén y sancionan en los códigos para sancionar la corrupción o el crimen. No en los que describen la constitución que requerimos como deseo colectivo y comunitario en nuestra república. Las Constituciones no reemplazan el rol que les corresponde a los códigos penales, en los que se com­ plementa con criterio punitivo, ciertamente, las sanciones contra quienes pervierten con voluntades mal orientadas los fines políticamente más nobles, principistas y fundamentales que se declaran, fijan y reco­ nocen en la Constitución política.

de la República, relativos a la autonomía y a la dirección administrativa del Parlamento. Es de cumplimiento obligatorio del Oficial Mayor, bajo responsabilidad.

II. La autonomía parlamentaria y los límites del principio de sepa­ ración de poderes Es el principio y la doctrina de la separación de poderes la que sustenta la autono­ mía del Congreso. Además del valor del reenvío como mecanismo de inclusión al bloque de constitucionalidad, la afirmación de este principio como base del régimen de Gobier­ no peruano es igualmente trascendente. Es una forma de admitir y reconocer la influen­ cia y sesgo del régimen presidencial como base para las relaciones entre Congreso y Go­ bierno. En los regímenes parlamentarios la separación de poderes es concebida no como separación sino como integración entre poderes. La integración se da a partir de la emer­ gencia del Gobierno como órgano derivado y dependiente fiduciaria, funcional y esen­ cialmente del parlamento.

En los regímenes presidenciales cada uno de los órganos del Estado es concebido como separado. Separación y autonomía van juntas una con la otra y son parte de una concep­ ción del poder que afirma que para evitar la concentración del poder y la autocracia se re­ quiere un diseño institucional en el que los órganos que ejercitan el poder estén divididos según competencias, las que no deben superponerse, pero sobre cuyo ejercicio cada uno controla al otro. Separación y autonomía, pero con control. El control, garantía de dis­ tribución democrática del poder y de protección última de los derechos ciudadanos, a su tumo, se concibe como una competencia y función que en ningún caso debe dejar a nin­ guno de los órganos del Estado en una posición monopólica ni dominante respecto de los otros. Cada órgano tiene un espacio cerrado de competencias y funciones, e incluso la ca­ pacidad de control de uno respecto de otro no puede ser absoluta, sino que debe cumplirse razonablemente en el marco del principio de división y separación de poderes. No de su concentración ni hegemonía.

Las competencias compartimentalizadas son consecuencia de esa concepción mecanicista del poder. Se presume que el lenguaje es un ámbito de significaciones más cerra­ das que abiertas, y que la definición que se da de cada competencia con el lenguaje ase­ gura el espacio de autonomía y de separación respecto de otros órganos del poder. Esta concepción del poder y del lenguaje es una derivación de la metafísica racionalista y de la física newtoniana que lleva a presumir que el descubrimiento del funcionamiento de interrelación entre cuerpos, cosas, objetos o personas está sujeto a una mecánica. Definir la ley mecánica supone el dominio de la realidad. Aplicar una mecánica asegura el domi­ nio del objeto del conocimiento. Como consecuencia de esta concepción y lógica se recurre a la definición de una di­ námica normativa que resulta en el diseño de un mecanismo de división de funciones y de controles recíprocos, como consecuencia de cuyo funcionamiento se garantiza la ins­ talación y mantenimiento automático de una sociedad política no autocrática. Para evi­ tar la concentración el mecanismo debe reflejar la división y difusión del poder en esferas

autónomas no sometióles una a la otra. A esta concepción se la conoce también como el sistema de checks and balances que es uno de los pilares del sistema político del régimen presidencial americano, y del sistema político americano en general.

La configuración del modelo político peruano está concebida, en gran parte, por este mismo paradigma racionalista, que se sustenta en la representación de un orden político derivado de la aplicación de supuestos procesales y mecánicos de restricción y de control de la voluntad de dominio. Este marco es el que reconoce la autonomía normativa, econó­ mica, presupuesta!, y organizacional del Congreso, así como su condición de órgano que controla el ejercicio del poder asignado al Poder Ejecutivo y a otros organismos constitu­ cionales autónomos, que es a la vez objeto de control por el propio Poder Ejecutivo y por los órganos de control jurisdiccional. El resultado del reconocimiento de este paradigma postula, por eso, la distancia y la segregación del marco normativo, económico, presupuestal y organizacional privativo del Congreso, respecto del que rige para el resto de la organización estatal. En la medida en que el Congreso se asegura del reconocimiento de sus espacios de autonomía se pro­ tege mejor los derechos políticos del individuo y se contiene el ejercicio del poder de los otros órganos del Estado.

De otro lado, siendo nota característica del Estado que la teoría del Estado conoce como la unidad, la autonomía de un órgano frente a los demás supone un rasgo de incon­ sistencia. El poder del Estado es unitario. No admite la concurrencia segregada de cubícu­ los o ficheros de poder autónomos unos frente a otros. Hay inconsistencia cuando la teo­ ría del Estado que sustenta al Estado peruano se basa en el rasgo unitario de su naturaleza, pero la teoría del régimen de Gobierno se sustenta en la autonomización competencial de los órganos del Estado. La inconsistencia del modelo constitucional es un rasgo que re­ sulta de la inadecuada conceptuación del fenómeno del poder que concluye en la super­ posición de dos modelos distintos, el de la teoría del Estado de origen europeo continental y la doctrina de la separación poderes según la practica la teoría americana de gobierno. El efecto práctico es la ineficiencia operativa del modelo constitucional, al que se exigi­ rá unidad en la acción coordinada de los órganos del Estado, pero del que se esperará a la vez el ejercicio autónomo y sin dependencia de un órgano frente a otro. La teoría continental europea del Estado guarda afinidad con un modelo parlamentarista, en el que se integran parlamento y Gobierno en una unidad de dirección que el par­ lamento legitima en la relación fiduciaria que mantiene con el gabinete. En tanto que la doctrina de la separación de poderes en su vertiente americana está emparentada con el modelo presidencial de división del poder, en un marco de controles recíprocos de órga­ nos independientes sin visión de unidad ni de dirección monopólica de uno respecto de los demás. El régimen de Gobierno peruano agrega aspectos de una y otra teoría y doctrina, y define un modelo de relaciones entre Congreso y Gobierno que tiende al entrampamiento, al bloqueo y rigidización entre ambos por el exceso de simetría funcional. El artículo 94 tiene estos presupuestos de diseño constitucional que sirven de mar­ co para la definición de los contenidos normativos del Reglamento, de la organización, la

economía y el presupuesto del Congreso. Sustentar la autonomía que define la Constitución trae como consecuencia la aplicación de un sistema que replica y reproduce la inconsis­ tencia esencial de su diseño en la diversidad de áreas en las que se proyecta la superposi­ ción de modelos (la escuela de la teoría del Estado de raíz europeo-continental, y la doc­ trina de separación de poderes afín al modelo presidencial americano). Este es un aspecto que no puede dejar de tenerse presente al momento de evaluar el comportamiento de los actores en un diseño institucional minado sustancialmente de incoherencias. Más allá de los defectos e imperfecciones de los protagonistas del guión institucio­ nal, existen reglas que hacen poco claro el sistema de adjudicación de responsabilidades y competencias. La confusión y la ambigüedad normativa e institucional son incentivos que multiplican los niveles de ineficiencia política en la práctica. Confusión y ambigüe­ dad, sin embargo, que están instaladas en la historia y la tradición del modelo peruano. Solo un diagnóstico descamado de la inconsistencia de modelo y de concepto, y del efec­ to de ineficiencias que la aplicación de un modelo inconsistente genera, permitirá evitar la réplica indefinida de inconsistencia e ineficiencia en la historia. Pero solo los actores po­ líticos con conciencia del mal y con voluntad y determinación de hacer lo que toca, están capacitados para curar el dispendio de energías desorientadas. Tener claridad sobre la meta y la finalidad política de la república y claridad también sobre las causas de su malestar es la base para realizar la cirugía que el caso demanda. Para dirigir y conducir la república resulta un lujo no corregir los errores de diseño y de práctica que casi dos siglos arrastran.

La eficiencia de un sistema político depende de la claridad de las reglas. Las reglas son el pálido y en último término frágil e impotente antídoto contra la incorregible indetermi­ nación, la inerradicable incertidumbre y la inextirpable ambigüedad en la experiencia hu­ mana. Dentro de esa lógica que magnifica la capacidad normativa que afirma la doctrina de la separación de poderes, con autonomía orgánica normativa, financiera y organizacio­ nal, en un marco estatal que se constituye a partir de la unidad del poder, no puede con­ ducir a un modelo institucional favorable a la producción de resultados. Los actores en el proceso político no cuentan con el sustento fáctico ni cultural adecuado. Instituciones y normas se derivan de supuestos contradictorios. De los procesos políticos que se desarro­ llen en este marco de contradicción no cabe esperar sinergia. Los resultados de la acción política no serán sino modos interminables de reproducción de la contradicción de las pre­ misas en las que actores y procesos cumplan sus funciones.

III. Naturaleza del Reglamento del Congreso El primer ámbito de autonomía es la capacidad del Congreso de definir las reglas con las que el Estado imprimirá una dirección política al país, se afirmará la confianza en el gabinete, se nombrará o ratificará a los funcionarios de los órganos constitucionales, se deliberará y votará las leyes, se requerirá información y explicaciones, se proveerá y dis­ tribuirá los recursos y fondos para la atención de los servicios estatales y públicos, se ad­ ministrarán las prerrogativas protegidas con el fuero parlamentario, se investigará sobre la conducta constitucional de los altos funcionarios públicos premunidos de la reserva del

antejuicio político, se fiscalizará el buen manejo de bienes y recursos públicos en los or­ ganismos a cargo del dinero fiscal, se sancionará disciplinaria o políticamente a quienes violen el orden parlamentario o infrinjan la Constitución, y se supervigilará, en general, la correcta marcha de la vida política en el país según los intereses de la colectividad y el orden público. Los procedimientos relativos al desarrollo de esta temática son definidos en las reglas que se aprueba en el Reglamento del Congreso que, por disposición consti­ tucional, tiene fuerza de ley.

1. Carácter instrumental ¿Cuál es la naturaleza del Reglamento del Congreso? Una primera observación es que el Reglamento del Congreso contiene las normas con las cuales, entre otras cosas, pero no solamente, se aprueban las normas nacionales, se vota la confianza al gabinete, se de­ clara la vacancia de puestos públicos tales como la de la presidencia de la república, se distribuye y asigna los fondos presupuéstales, etc. Son normas sobre cómo proceder para tomar acuerdos de alcance público nacional. Esta primera característica lleva a tener pre­ sente el valor y trascendencia del derecho procesal parlamentario, como garantía de aplica­ ción de la constitucionalidad. El Congreso tiene, es más, el mandato constitucional expre­ so de velar por el respeto de la Constitución y de las leyes, además del de disponer lo conveniente para hacer efectiva la responsabilidad de los infractores (art. 102, inc. 2).

Por esta razón no resulta difícil percibir cómo la calidad del Reglamento del Congre­ so y, más aún, su aplicación práctica en cada caso concreto incidirá finalmente en la cali­ dad del régimen republicano y democrático del país. La condición constitucional del Re­ glamento del Congreso requiere el uso políticamente correcto de sus principios, valores y preceptos por los actores de los procesos parlamentarios. Razón adicional para reparar en la seriedad del proceso electoral el que, si bien no toma sino un par de minutos expresar la preferencia del elector por un candidato en las urnas, tiene efectos que duran no menos de cinco años (considerando que las leyes que se aprueban en un periodo tienen duración y vigencia superior al periodo por el que son elec­ tos los representantes) y alcanzan a todo el país (habida cuenta que es una característica esencial de la ley su universalidad y generalidad, según se deduce del precepto constitu­ cional que dispone que pueden expedirse leyes especiales porque así lo exige la natura­ leza de las cosas, pero no por la razón de la diferencia de las personas). La seriedad o la ligereza de los electores es acumulativa y agrega no otra cosa que la conciencia o inconciencia con la que cada quien se hace cargo efectiva e individualmen­ te de la responsabilidad pública de emitir un voto para definir quiénes representan a la co­ munidad. El elector elige tanto a quienes aprueban el Reglamento del Congreso como a quienes, bien o mal, lo usan y lo aplican.

2. Carácter flexible e inseguridad jurídica El Reglamento del Congreso, en segundo término, es una norma cuyo contenido y al­ cances es modificable según la voluntad de los representantes al Congreso. En la flexibilidad

de su reforma algún sector de opinión considera que es una manera de facilitar el nexo entre sociedad y Estado. La rigidez de los procedimientos de reforma tiende a inmovili­ zar al Estado impermeabilizándolo frente a las emergencias que fluyen de la colectividad.

En la práctica parlamentaria anterior a 1992, los reglamentos de las cámaras estable­ cían un procedimiento calificado para su reforma. El Reglamento del Congreso de 1995 no tiene un régimen especial para la presentación de su reforma, su debate en Comisiones y el Pleno, ni para su aprobación o entrada en vigencia. Las modificaciones pueden ser pre­ sentadas por los grupos parlamentarios, de conformidad con las reglas señaladas en el in­ ciso 2 del artículo 76 del Reglamento del Congreso. Por el carácter de ley orgánica de que está reconocido por el propio texto del Reglamento, y por sentencias del Tribunal Cons­ titucional, su contenido no puede ser debatido ni modificado en sesiones de la Comisión Permanente, y para la aprobación de su reforma se requiere el voto de la mayoría absolu­ ta de congresistas (la mitad más uno del número legal, dice el inciso b) del artículo 81 del Reglamento del Congreso). El carácter orgánico del Reglamento ha generado algún nivel mayor de estabilidad frente al régimen con el que aparece en junio de 1995, porque difi­ culta su reforma y exige mayores niveles de entendimiento y acuerdo entre las pluralidad de fuerzas políticas presentes en el Congreso. No obstante, la mayor rigidez que se impone respecto de su modificación no pasa de­ sapercibido en la práctica de los últimos lustros que se ha generado un tipo de orden ma­ terialmente paralelo, sin reconocimiento formal en la normatividad escrita. Este orden se conforma por las convenciones, entendimientos y arreglos a los que llegan las distintas agrupaciones políticas para ordenar sus prioridades, debates y procesos. El concepto de orden parlamentario, en este sentido, cohabita con el derecho parlamentario escrito que codifica el Reglamento del Congreso. Esta situación importa un orden dual en el que el Reglamento forma parte de un espectro normativo mucho más amplio que el que ese do­ cumento recoge en su texto.

El orden parlamentario, por esta consideración, es especialmente permeable a la vo­ luntad y al consentimiento político de los protagonistas de los procesos parlamentarios. El orden correcto y vigente es el que deciden con su consentimiento quienes convienen y toleran las decisiones y los modos en que esas decisiones se adoptan. La norma parla­ mentaria es la que quieren reconocer quienes participan en los procesos de toma de deci­ sión corporativa. Incluso el límite en que debiera convertirse en este esquema la Constitución puede ser objeto de un enfoque y análisis concordante con el concepto de orden parlamentario que construye para sí mismo el parlamento peruano. Si la norma, uno de cuyos componentes puede ser el derecho escrito que recoge el Reglamento del Congreso, es definida por el su­ jeto que la adopta y también por el sujeto que la aplica o que la interpreta, y la Constitu­ ción afirma que el origen del poder reside en la voluntad popular, debe darse significado y sentido efectivo a este precepto clave de nuestro régimen político. Creer en un régimen democrático como un objetivo político metaconstitucional supone la premisa fundamen­ tal de la voluntad popular como base del orden colectivo.

El orden parlamentario, y por consiguiente el Reglamento del Congreso, depende de la decisión de los sujetos titulares y competentes para definir cuál será la voluntad popu­ lar. En el Estado peruano los titulares de la voluntad popular son quienes la representan y, excepcionalmente, el propio pueblo en cuanto antepone su titularidad soberana en los procesos de intervención que la propia Constitución reconoce en la definición que realiza a través de los procesos electorales (lo cual incluye, por cierto, no sólo la elección de la autoridad sino también su remoción, o la determinación de los contenidos normativos que puede promover, o en que participa, para crear o modificar la legislación o la Constitución).

Son los representantes del pueblo, por lo tanto, quienes deciden los contenidos cons­ titucionales que afectan y se dirigen a su actuación como destinatarios en la diversidad de procesos representativos. Este fenómeno concreta el principio y el valor que la Constitu­ ción prefiere, prioriza y antepone en la base fundamental de nuestra organización políti­ ca. Cualquier alteración del axioma democrático riñe con la sustancia nuclear del modelo político en la república. El significado concreto de esta regla es que, mal que nos pese, es­ tamos obligados a aceptamos y a conformamos con lo que somos como ciudadanos y con nuestra capacidad para representamos y para elegir a quienes nos representen. Si el ejer­ cicio del poder por nuestros representantes nos causa malestar o rechazo el mal no está en la Constitución ni en el Reglamento del Congreso, sino en la brecha que existe entre lo que anheláramos que fuéramos y la realidad especular de lo que el ejercicio del poder re­ presentativo nos muestra en sus magnitudes menos ventajosas y agradables.

La constatación de estos alcances abre naturales interrogantes en el espacio de la dog­ mática jurídica, pero desde el punto de vista operativo la reflexión que cabe plantear es si es posible que el modelo normativo del parlamento peruano tenga niveles de estabilidad y de seguridad mayor que el de las convenciones que consienten los representantes en fi­ jar como reglas para organizar, debatir y para aprobar sus procesos y decisiones. La ca­ vilación nace de la verificación que se percibe sobre el estilo eminentemente pragmático con el que se conduce la acción corporativa en la organización parlamentaria, según un patrón decisionista que no fue el mantenido cuando menos hasta 1992. Precisamente las cegueras de un pragmatismo que huye de la consideración y del de­ bate sobre los principios; la compulsión obsesiva por la eficacia; el dogmatismo por el ren­ dimiento; la impaciencia por obtener resultados prontos; la desesperación por aumentar el número de leyes producidas como si se tratara de competir por la eficiencia en la indus­ tria, o de enlatar sardinas en una planta de ensamblaje; la dependencia avergonzada de una imagen fabricada con base en la percepción ignorante de un público episódico, anónimo y ambulante; y el sentimiento de culpa por la parsimonia deliberativa en los trámites parla­ mentarios, son algunos de los factores inoculados en el régimen parlamentario desde 1993. La consecuencia principal de esta mezcla pirotécnica es la pérdida del carácter esen­ cial que le da virtud a todo régimen de gobierno en el que existen asambleas deliberativas. Sin el lugar que le corresponde a la palabra y a la voz, pensadas y habladas, las asambleas pervierten su finalidad y, degradada su función deliberativa fundamental, gradualmente se transforman en disponibles, sustituibles e innecesarias. En la medida en que el Reglamento

de la asamblea haya quedado justa y adecuadamente pensado por sus actores sus reglas perduran. En esta misma medida, sin dejar de contar con reglas flexibles que permitan la adaptación a las circunstancias cambiantes, no es desproporcionado establecer pasos de estabilidad y seguridad que impidan la volatilidad indiscriminada de la levedad y del an­ tojo, hijos de la novelería y de la volubilidad de apetitos e intereses.

Si las asambleas de representantes subsisten y no desaparecen en la escena política mundial es porque su finalidad es garantizar el espacio de la palabra y de la interacción comunicativa en las sociedades abiertas y plurales. Si hay algo que garantiza el enriqueci­ miento comunitario a partir de la diferencia son asambleas en las que es posible argumentar y sostener los puntos de vista encontrados de la sociedad políticamente organizada a tra­ vés de grupos políticos y parlamentarios. La prisa y los logros rápidos son una apariencia detrás de la cual se encuentra un nivel de ineficiencia y pobreza mayor: el debilitamiento de la capacidad deliberativa y reflexiva de Congresos que, empecinados en actuar con las velocidades de la urgencia, amenazan en convertirse peligrosamente en un agente mera­ mente reactivo y automático ante la demanda. Ese tipo de Congresos desatienden sin aprensión la necesidad impostergable de prestar la consideración debida a cuanto asunto es parte de la agenda de la representación, inde­ pendientemente del tiempo que dicha consideración requiera. El Congreso no puede des­ entenderse del ánimo y del espacio para comprender, para explicar, para argumentar. Solo así se atiende cabalmente la naturaleza de las materias y problemas a los que se avoca, así como los efectos económicos y culturales y el impacto social que los acuerdos que se tome sobre las diversas alternativas disponibles generarán en la comunidad.

3. Carácter productivo en el sistema de fuentes Y una tercera observación respecto de la naturaleza del Reglamento del Congreso es la relativa a su valor normativo respecto del ordenamiento nacional, lo cual supone una posición ante el sistema jurídico producido, a la vez que la ubicación del Reglamento en la jerarquía de fuentes productoras de derecho.

La Constitución señala que el Reglamento del Congreso tiene fuerza de ley. No dice rango ni valor de ley. Distingue y opta. Quiere que no tenga menos ni más que fuerza de ley. Ninguna ley puede supraordenarlo. Es igual en fuerza vinculante que cualquier ley. Aunque no es una ley en sentido estricto. Es ley sobre su ámbito de orden. Es una ley ma­ terial sobre el régimen de gobierno del Congreso. Su esfera es la de la organización, es­ tatuto y procedimientos parlamentarios. Es la ley del fuero parlamentario. La ley para el cuerpo jerárquico de representantes de la colectividad, con cuyas normas se delibera y se toman las decisiones que rigen de modo universal para toda la comunidad. La extensión de su competencia normativa alcanza incluso la relación que se estable­ ce entre quienes no perteneciendo al cuerpo parlamentario están obligados a interactuar en sede parlamentaria, o en relación con órganos o miembros del Congreso. Sus alcances exceden en fuerza vinculante y en efectos a los propios representantes y los órganos a los que pertenecen. Sus normas definen derechos y regulan conductas de personas extrañas a la

corporación parlamentaria (como ocurre con los apremios y apercibimientos para concurrir obligatoriamente, para mostrar documentos, para restringir la libertad de tránsito, o para mostrar datos financieros o el estado de cumplimiento de las obligaciones tributarias, etc.)

Formalmente el Reglamento no es aprobado como se aprueban las leyes. No tiene número de ley. Tampoco se remite para sanción por el Presidente de la República. Basta la orden de publicación que expide el Congreso para que sus modificaciones sean inclui­ das en el diario oficial. Tiene capacidad de mandar como manda una ley. En eso consiste la fúerza de ley. El Reglamento, en este mismo sentido, es superior a la ley. Para que una ley sea bien aprobada el trámite que siga una propuesta debe observar el Reglamento. Es un parámetro constitucional de cumplimiento cuya inobservancia permite cuestionar el carácter constitucional de la ley. Su plenitud vinculante, por lo tanto, lo ubica en un pla­ no no igual ni inferior sino superior.

¿Y por qué no tiene rango o valor de ley? El que la Constitución no lo indique así puede llevar a pensar que el suyo es un rango inferior al de la ley. Si la Constitución no afirmara la fuerza de ley del Reglamento del Congreso quedaría en duda si su carácter y fuerza normativa es semejante a la que tienen los reglamentos que expide el Poder Ejecu­ tivo. Sin embargo, no se quiere tratar los dos tipos de reglamentos con la misma medida. Los Reglamentos del Congreso son más que los reglamentos administrativos. Los regla­ mentos administrativos están subordinados jerárquicamente a la Constitución y a la ley. El Reglamento del Congreso, sin embargo, es norma que no tiene dependencia estric­ ta de la ley. A diferencia de la facultad reglamentaria que solo puede ejercitarse en el mar­ co de una ley, a la que no puede trasgredir ni desnaturalizar, sí cabe que las normas del Reglamento del Congreso se dicten praeter legem, es decir, aun cuando no exista norma previa que las encuadre, y también cabe que no se dicten secundum legem, esto es, que no requiere otra norma distinta a la Constitución a la cual desarrollar. El Reglamento del Congreso es un género excepcional en la taxonomía jurídica. Es un acto material de de­ sarrollo de la Constitución que no requiere de una ley previa que reglamentar. El Regla­ mento del Congreso regula materia constitucional de manera directa. La única restricción que tiene el Reglamento del Congreso en relación con el ordenamiento jurídico es que sus disposiciones no colisionen con la Constitución. Sus disposiciones sustantivas y procesa­ les le dan contenido a la Constitución. Este género normativo debe dictarse sí secundum constitutionem, y nunca contra constitutionem.

La cuestión de si cabe una norma reglamentaria praeter constitutionem es debatible. El límite para prever una norma sin respaldo positivo en la Constitución es que la misma se derive de modo claro y razonable de los principios y valores reconocidos en la Consti­ tución y que se trate de una disposición o norma proporcionalmente adecuada y necesaria para que el Congreso atienda la finalidad y funciones que la propia Constitución lo facul­ ta para realizar. No hay sustento suficiente y, por lo tanto, sería constitucionalmente cues­ tionable, si una norma reglamentaria sin respaldo positivo y expreso en la Constitución carece de nexo derivable razonablemente de los principios y valores constitucionales, o si no se trata de una medida proporcionalmente necesaria para que el Congreso alcance

las metas que la Constitución le impone y ejecute las funciones que debe desarrollar en su condición de órgano estatal. El Reglamento del Congreso, por lo tanto, es un género normativo inconfundible en naturaleza con la ley. Solo en ausencia de referente mejor es que se dice que el Regla­ mento tiene fuerza de ley. No se trata de un género inferior a la ley. Es simplemente que los requisitos para que a través de él se desarrollen las materias que la Constitución reser­ va al Congreso son formalmente distintos. De otro lado, en tanto que la ley es una norma de alcance y efectos universales, el Reglamento del Congreso es una norma de alcance y efectos básicamente internos, organizacionales, estatutarios y corporativos. En todo caso, atendiendo en especial al hecho de que es mediante los procedimientos y reglas en él con­ tenidas como pueden discutirse y aprobarse las leyes, que cabría encontrar elementos de juicio para considerar que, contrariamente, el Reglamento del Congreso es teleológica y axiológicamente superior a la ley. El Reglamento contiene las pautas instrumentales y pro­ cesales para permitir que la ley sea aprobada según la Constitución. Son las pautas del úni­ co órgano del Estado con autoridad para dictar leyes. Las leyes tienen tal condición porque las aprueba el mismo órgano del Estado cuyo reglamento señala cómo pueden aprobarse. Correspondiéndole el cumplimiento de dicha finalidad, ¿cómo no afirmar que el Re­ glamento del Congreso, además de tener fuerza de ley, según lo dispone la Constitución, tiene también rango y valor de ley? Una interpretación literal de la Constitución le niega tales atributos. No obstante, más allá del texto existe un discurso y un programa cultural por cumplirse. Parte de ese discurso y programa es su identidad especial e incontrastable en el panorama normativo.

En el mismo curso de este razonamiento existe otro argumento que lleva a sostener el valor y rango del Reglamento del Congreso. El argumento es que, debido a la inmedia­ tez de su dependencia con la Constitución forma parte del parámetro que define si una ley fue o no aprobada constitucionalmente o si carece de tal naturaleza. Esta inmediatez pri­ maria entre la Constitución y el Reglamento del Congreso inviste al Reglamento de una condición, rasgo y naturaleza tal que lo lleva a formar parte de lo que la doctrina llama el bloque de constitucionalidad(2). Para que los actos parlamentarios producidos por el Congreso tengan valor y carácter constitucional deben observar el procedimiento que, en ejercicio de su autonomía establecen las normas procesales del Reglamento del Congreso. El Reglamento del Congreso es una pauta de constitucionalidad, ya sea que repita, que integre o que innove un principio, un valor, una norma de calidad constitucional. El límite al Reglamento del Congreso es la intangibilidad de competencias delimitadas para otros órganos. Los contenidos constitucionales del Reglamento del Congreso, en ese sen­ tido, están limitados por los derechos fundamentales de las personas en su sentido tanto

(2)

El fundamento 14 de la STC 16-2013-PI/TC precisa que, además de que el Reglamento del Congreso no sólo tenga fuerza sino además rango de ley, está en su naturaleza la de formar parte del bloque de constitucionalidad, aunque señala que lo es para determinar la forma en que una ley debe ser emitida (fundamento 12 de STC 3-2008-PI/TC).

material como procesal, y están limitados por las competencias expresamente excluidas al Congreso (en la Constitución, en el propio Reglamento), o por las competencias reser­ vadas a otro órgano constitucional sin que el Congreso tenga competencia concurrente o simultánea por razón de la materia.

La remisión explícita a la competencia del Congreso para darse su Reglamento y de­ sarrollar así la Constitución es esencialmente distinta al tipo de remisión que una ley hace a un órgano para que dicte su propia normativa. El reenvío constitucional es de primer grado, frente al legal que lo es de segundo. No hay órgano que pueda disponer de los con­ tenidos materiales propios del Reglamento del Congreso. La definición de los contenidos materiales de la Constitución que se consagra en el Reglamento del Congreso tiene ca­ rácter de inviolable. Esta es una consecuencia de la autonomía normativa que confirma la Constitución. De otro lado, sí cabe que el propio Congreso haga suya la competencia de disponer de contenidos materiales definidos según reenvío que con una ley suya conce­ de. Lo mismo no puede hacer otro órgano constitucional, a menos que tal órgano tuviera competencia no solo para declarar la inconstitucionalidad de una ley, sino también para hacer lo propio respecto de preceptos propiamente constitucionales.

4. Autonomía como límite al control de constitucionalidad La última es una de las razones por las que el Tribunal Constitucional debe respe­ tar ciertos límites en su capacidad de revisar la constitucionalidad de preceptos o disposi­ ciones específicas del Reglamento del Congreso. El límite que tiene el Tribunal es que si bien es un órgano con plena capacidad para dirimir sobre la constitucionalidad de las le­ yes, no tiene la plenitud de esta misma competencia respecto de la constitucionalidad de los propios preceptos constitucionales que reforma total o parcialmente el Congreso ni, por lo tanto, en armonía con la doctrina del bloque de constitucionalidad que integra el Reglamento del Congreso, aquellos otros a los que define o interpreta de modo inmedia­ to el Congreso cuando se da su Reglamento. Porque no coinciden autonomía con autodikia es que el sistema constitucional admi­ te la revisión de la normativa parlamentaria por un agente externo. El Tribunal Constitu­ cional, sin embargo, tiene como límite la autonomía normativa del Congreso, lo cual exi­ ge no solo un trato constitucionalmente deferente respecto de la capacidad autonormativa del Congreso, sino mantener reserva respecto de la propia naturaleza del derecho parla­ mentario, una de cuyas características fundamentales es integrar el bloque de normas uni­ das indesligablemente al continuum constitucional. Entre la Constitución y el Reglamen­ to del Congreso no existe un límite tan drástico como el que existe entre las leyes que el Congreso aprueba. El Reglamento es el cuerpo de normas según el cual todas las leyes, y también todas las reformas constitucionales, se aprueban. De ahí que la injerencia excesi­ va del Tribunal Constitucional pueda configurar actos sobre los cuales carece de compe­ tencia si pierde de vista la autonomía normativa. Por los límites que la lógica de esta reali­ dad conforma existen rasgos de la capacidad autonómica del Congreso que coinciden con la autodikia normativa del Congreso. El Tribunal Constitucional no puede erigirse como

juez pleno de la normativa interna del Congreso sin afectar los contenidos constituciona­ les sobre los cuales no tiene competencia.

El tema de la competencia del Tribunal para conocer y pronunciarse sobre los actos parlamentarios del Congreso ha sido materia de reciente discusión a propósito de dos ca­ sos relativamente recientes. El primero es una acción de amparo en la que concluye que la noción del debido proceso se extiende a los procedimientos legislativos y administrati­ vos, y no se circunscribe a los judiciales (STC Exp. N° 2050-2002-AA/TC). El segundo es la acción de inconstitucionalidad, entre otros, contra el inciso j) del artículo 89 del Re­ glamento del Congreso (STC Exp. N° 0006-2003-AI/TC).

En el análisis de constitucionalidad que hizo respecto del requisito de votación parla­ mentaria para aprobar si hay o no lugar a formación de causa por delito cometido duran­ te el ejercicio de la función por un alto funcionario, el Tribunal Constitucional estimó ad­ virtió y construyó la presencia de una laguna técnica, debido a que el señalado inciso del artículo 89 no especifica la mayoría con la cual debe votarse. La observación del Tribunal Constitucional desestimó en su análisis la propiedad de la aplicación de la norma general para aprobación de los acuerdos del Congreso, que establece que estos se toman con el voto de la mayoría de los miembros presentes siempre que haya quorum. En vez de esta mayoría, que es la que se exige igualmente para la aprobación regular de las leyes, e incluso, como quedó indicado previamente, para la reforma o modificatoria del propio Reglamento del Congreso, el Tribunal estableció que el Congreso debe aprobar sus declaratorias de haber lugar a formación de causa con la mayoría que el Reglamento del Congreso reserva para la levantar la inmunidad de arresto o de proceso en los casos de denuncias judiciales contra un congresista por la comisión de un delito común. La ma­ yoría prescrita por el Tribunal es la recogida en el artículo 16 del Reglamento, que es de más de la mitad del número legal de congresistas (66 votos). La sentencia del Tribunal Constitucional constituye una construcción de lo que cabe entender por autonomía normativa, procedimental y organizacional del Congreso. El Tri­ bunal Constitucional no solo ha fabricado un razonamiento privativo e inherente al ám­ bito de autonomía del Congreso, como órgano al que se reserva la potestad de definir sus propios procedimientos, sino que al hacerlo ha incurrido en un error de concepto con un impacto y efectos previsiblemente nocivos en la lucha contra la corrupción y en el desa­ rrollo de la función de control de moralidad en el ejercicio de la función pública. El error de concepto consiste en asimilar como si fueran de la misma naturaleza dos procedimientos no afines, como son el de acusaciones constitucionales por delitos de fun­ ción y el del levantamiento de la inmunidad de arresto y de proceso por la comisión de delitos comunes. No obstante que en ambos casos de lo que se trata es de sancionar la ili­ citud en el ejercicio de la función pública, se trata de procedimientos estructurados según una lógica y una finalidad diversas. La acusación constitucional prevé un tratamiento en doble instancia, en la que se aplican normas del debido proceso que garantizan la impar­ cialidad e impiden que quienes toman la decisión en la segunda instancia hayan sido los mismos que investigaron el caso. El procedimiento para el levantamiento de la inmunidad

no requiere de doble instancia. Esta diferencia, además de otras, es determinante, y no fue evaluada apropiadamente por el Tribunal Constitucional.

De otra parte, la acusación constitucional importa un acto de toma de posición respec­ to al fondo de la materia, mientras que en el levantamiento del fuero el Congreso no exa­ mina la sustancia controvertida, sino que se limita a descartar intencionalidad política en el proceso iniciado en la vía ordinaria. La mayoría exigida en el proceso de levantamien­ to de inmunidad, por ello mismo, tiene una valla más alta que la mayoría simple. La ma­ yoría para aprobar el levantamiento del fuero es más alta porque el grado de compromiso del Congreso respecto a su fuero se adopta sin conocimiento suficiente respecto a los ac­ tos en los que estuvo involucrado un alto funcionario. Además del error de concepto el temperamento adoptado por el Tribunal tiene como consecuencia que los 66 votos que no hay tanta dificultad procesal de alcanzar en los ca­ sos de levantamiento de la inmunidad (que, además, no representa en sí misma suspen­ sión en el ejercicio de las funciones, como sí ocurre con la acusación constitucional, sino solo la habilitación para que el fuero judicial proceda respecto de un funcionario sujeto a la prerrogativa del fuero parlamentario), son muy difíciles de conseguir para acordar el inicio del proceso en sede judicial (y por extensión para la sanción cuando el resultado de la acusación constitucional por infracción de la Constitución importa la destitución e in­ habilitación del funcionario responsable). La dificultad estriba en que del total legal de congresistas para tomar el acuerdo debe descontarse por diferentes razones un número considerable de congresistas. En efecto, en razón de la naturaleza especial de las acusaciones constitucionales que deben tramitarse en doble instancia, hay un número no bajo de representantes impedidos de votar, además de todos los otros representantes que por un motivo u otro están reglamentariamente dis­ pensados de concurrir, junto con otro más de los que debiendo hacerse presentes no asis­ ten porque no quieren o porque no pueden. En efecto del número legal debe descontarse, para empezar, a los miembros titulares y suplentes de la Comisión Permanente que participaron en el debate que concluye en que hay mérito para la acusación ante el Pleno (número que, según el artículo 101 de la Cons­ titución puede llegar a 32 titulares, además de los suplentes, y que en la práctica en los ca­ sos en que ha debido descontarse el número de los que efectivamente conocen o participan en un procedimiento de acusación constitucional puede ser de alrededor de 20 a 25 con­ gresistas); debe descontarse además de los miembros electos de la Comisión Permanente, a los miembros natos, que son los 4 integrantes de la Mesa Directiva, y que forman tam­ bién parte de la Comisión Permanente (artículo 42 del Reglamento del Congreso señala que el Presidente del Congreso preside la Comisión Permanente, y que los Vicepresiden­ tes de la Comisión Permanente son los Vicepresidentes del Congreso); debe descontarse a los miembros de la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales (cuyos integrantes son 15); debe descontarse a los congresistas que acusan, en caso de que el pedido haya sido iniciado por representantes al Congreso (número indefinido); debe descontarse a los con­ gresistas suspendidos por razones disciplinarias, por levantamiento de la inmunidad de

arresto, o por acusación constitucional durante el periodo de mandato; debe descontarse a los congresistas con licencia oficial (como el caso de los congresistas con cartera ministe­ rial o invitados oficialmente como delegados del Congreso en una misión al exterior); de­ ben descontarse otras licencias de derecho (que pueden llegar a ser hasta el 20 por ciento del número legal, y que incluye las licencias por motivos personales como las relativas a razones de salud tramitadas regularmente y las de carácter pre y postnatal); debe descon­ tarse a los congresistas con licencia de hecho (según el Reglamento cabe considerar como licencia los casos de ausencia para cumplir funciones de representación fuera de la capi­ tal de la república, y los relativos a imposibilidad de asistir por razones de salud que se lo impidan); debe descontarse también las autorizaciones concedidas para sesionar simultá­ neamente en Comisiones mientras se desarrolla una sesión del Pleno (supuesto previsto en los artículos 89 inc. e); 51, cuarto párrafo; y 54 inc. a) del Reglamento del Congreso); y, por último, debe descontarse a los congresistas ausentes sin licencia (esto es, los únicos casos de inasistencias injustificadas).

Además de estos casos en los que no hay posibilidad de expresar voto, la lista debe incrementarse con la de los congresistas que, estando presentes en el debate y aptos para votar, optan por no votar; debe incrementarse con los congresistas que en el acto de vota­ ción se abstienen en ejercicio del derecho que les reconoce el Reglamento; y debe incluir­ se a los congresistas que votan en contra. Era el conocimiento de estas contingencias las que determinaron de manera acostumbrada y comprobadamente uniforme en la práctica parlamentaria el uso de la fórmula general para decidir si hay o no lugar a la formación de causa. Esto es, la mayoría simple de los presentes. En buena cuenta, las posibilidades materiales de alcanzar el límite fijo e inamovible de 66 votos, según se requiere para el levantamiento de la inmunidad, son marginales. De ahí que hubiera sido necesario acomodar la fórmula de la mayoría absoluta según la re­ gla que modificó el Tribunal Constitucional. No todas estas exclusiones deben preverse en el caso de la votación para el levantamiento de la inmunidad. La diferencia sustancial es que por lo menos entre 30 y 40 votos más están disponibles (los correspondientes a los miembros de la Comisión Permanente y de la Subcomisión de Acusaciones Constitucio­ nales) en el proceso de levantamiento de la inmunidad. Número nada desdeñable habida cuenta que representa entre la cuarta y la tercera parte del total de congresistas. El proce­ dimiento y límites para la votación de las inmunidades de proceso y de arresto no son el paradigma constitucional en que puede tener sólido sustento el Tribunal Constitucional.

Desconocer tanto la distinta naturaleza, funcionalidad y efecto del procedimiento de doble instancia en las acusaciones constitucionales lo lleva a un error tan lamentable como irremediable, habida cuenta que sus pronunciamientos son irrevisables, de ejecución direc­ ta e inmediata, y de cumplimiento obligatorio. El levantamiento de inmunidad es un pro­ cedimiento estrictamente interno y reservado para quienes en su condición de represen­ tantes son denunciados por la comisión de un delito común. El Congreso requiere el voto de su mayoría legal para habilitar al fuero común previo el reconocimiento de inexisten­ cia de una motivación política, religiosa o de otro carácter orientada a impedir el normal

ejercicio de la función de representación de un congresista. En el procedimiento de levan­ tamiento de inmunidad no cuenta con doble instancia. La lógica del Tribunal, amparada como está en una institución significativamente dis­ tinta, no tiene en último término otro amparo constitucional que el de la propia autonomía del Congreso de fijar en más de la mitad del número legal la cantidad de votos necesaria para aprobar el levantamiento de la inmunidad. En buena cuenta el Tribunal ampara su veredicto de constitucionalidad en el mismo órgano cuya aptitud autonómica en materia norma cuestiona. Lo cual fragiliza el rigor que garantiza seguridad jurídica. Por el contra­ rio, basar la constitucionalidad del cuestionamiento sobre la mayoría para votar la forma­ ción de causa en un artículo del Reglamento del Congreso disipa la supuesta contunden­ cia de su argumentación constitucional. Lo constitucional para el Tribunal es una norma singular y particular del Reglamento del Congreso, con una finalidad, funcionalidad, na­ turaleza, supuestos y efectos no universalizables ni generalizables. Es por ello una norma impropia para regular la institución cuya idoneidad discute.

Por lo tanto, si en ejercicio de su potestad y competencia normativa el Congreso cam­ bia esa misma base legal, la solidez y seguridad del pronunciamiento del Tribunal se pul­ verizan. ¿O habría que afirmar que en virtud de la opinión del Tribunal Constitucional el Congreso tampoco puede más modificar su Reglamento, como ocurriría en con el Consejo Constitucional francés, sin permiso previo de dicho órgano? El Congreso ha dado mues­ tras de su voluntad constitucional al no apartarse de la sentencia. Sin embargo, transcu­ rrido ya el tiempo prudente para que no se vea en las posiciones del Congreso un ánimo beligerante del que carece, es preciso remediar los errores que ha propiciado el cuerpo de magistrados constitucionales que hicieron fallo. No por acatar los fallos del Tribunal cabe afirmar que el Congreso carece de igual iluminación para definir por sí mismo qué es constitucional y qué no lo es. Poder político y capacidad constitucional para hacerlo no le falta. Menos aún razón y sagacidad para decidir el momento en que es sano para la re­ pública cambiar lo que haga falta.

Los efectos de la decisión del Tribunal Constitucional, como se ve, no obstante, el despliegue abundante de retórica constitucional y de elaboraciones originadas en la doc­ trina extranjera, resultan poco razonables. No obstante, además, de lo rigurosamente ra­ cional que haya sido el procedimiento argumentativo al que se recurrió para sustentar la injerencia en la autonomía normativa del Congreso, aspecto que, adicionalmente, es un desvío del Tribunal Constitucional que se aparta de su finalidad material. Su competencia no es ilimitada y al excederse carecen del debido sustento sus pronunciamientos. Falta de razonabilidad, desvío de finalidad, exceso competencial y transgresión de la autonomía delimitada del Congreso que suponen el desconocimiento del contenido del principio de separación de poderes que la Constitución incorpora en su texto por reenvío. El Tribunal Constitucional, finalmente, obvia la evaluación de estos aspectos que hacen de su pronun­ ciamiento una lesión a las normas que integran el bloque de constitucionalidad.

La discrecionalidad con la que el Tribunal ha entendido sus funciones excede la na­ turaleza y alcances de su competencia; transgrede la reserva constitucional explícita y

positivamente reconocida al Congreso en materia de sus propios procedimientos; y usur­ pa el poder político que la separación de poderes le adjudica al propio Congreso. El prin­ cipio de unidad del Estado no es argumento suficiente para que el intérprete de la Cons­ titución que es el Tribunal Constitucional deconstruya el bloque de constitucionalidad; vacíe de contenido la autonomía constitucionalmente inviolable del Congreso; genere la impracticabilidad de un procedimiento parlamentario; e impida en la vía de los hechos el proceso de lucha contra la corrupción que le corresponde al Congreso en su condición de órgano de control de la moralidad pública. La racionalidad constitucional, basada en un desarrollo argumentativo que ignora la realidad, no menos que la naturaleza, de la práctica y de la actividad parlamentaria, no ilumina sino ensombrece el proceso político nacional. El efecto político de una decisión que, aunque jurídicamente racional desvía la finalidad institucional del Tribunal, es con­ trario a la naturaleza de la misión, en primer término, del Congreso, pero igualmente a la del propio Tribunal Constitucional como lo sería contraria a la de cualquier órgano esta­ tal en una república que aspira a constituirse como una sociedad basada en la decencia y en la honestidad con el manejo de las cosas públicas y privadas.

Si de lo que se trata es de eliminar las inconsistencias e ineficiencias de un modelo político nacido con el signo de la aporía, alcanzar este objetivo supone examinar las alter­ nativas disponibles y evaluar los efectos con que cada opción afecta la realidad. A la luz del caso puede verse que la alternativa de conferir el carácter de decisor supremo al Tri­ bunal Constitucional, bajo el manto de una supuesta mejor idoneidad técnica y neutrali­ dad política, antes que resolver la cuestión la complica. La construcción técnica y racional que hace no solo resulta que no fue razonable, sino que su racionalidad y lógica desvía a este órgano de su finalidad constitucional y genera impactos nocivos en el control de mo­ ralidad pública. No parece que en nombre de la unidad del Estado el Tribunal Constitu­ cional se extralimite y se sustituya en la misión política del Congreso, ni que en nombre del control constitucional abuse de esta facultad para ablandar el mandato que la comu­ nidad le otorga al Congreso. La legitimidad con que procede el Tribunal Constitucional es una legitimidad deri­ vada y debiera permanecer en el espacio de una autoridad epistemológica o deontológica, no política. El Tribunal no tiene competencia para decidir respecto de la lógica de los procedimientos internos del Congreso en el marco de una autonomía estatutaria privativa y excluyente que afirma el modo en que los poderes deben quedar separados en espacios autónomos. La unidad del Estado en materia de su capacidad representativa queda afirma­ da como separación. Ahí está la aparente congruencia de la Constitución y ahí también la contradicción lógica de que la parte sea a la vez el todo. No obstante dicha contradicción este mismo Estado, sustentado en la separación de poderes y la autonomía del Congreso respecto de su propia organización, estatuto y finanzas, nada quita que el Tribunal no está legitimado para alterar contenidos constitucionales como los que, sobre una base razona­ ble y conforme a la naturaleza del procedimiento de acusaciones constitucionales, que­ dan definidos en la práctica de la exigencia de la mayoría simple de los presentes, siem­ pre que haya quorum para sesionar.

Frente al argumentarlo desarrollado para explicar el desatino, el Congreso en ejerci­ cio de su autonomía ha tratado de llegar a una solución intermedia que no llega a ser sa­ tisfactoria en el terreno práctico. La solución temporal consiste en que se ha modificado el Reglamento de forma que quede excluida de la base para el cálculo de la mayoría ab­ soluta el número de congresistas miembros de la Comisión Permanente. Es una solución normativamente insatisfactoria porque no se excluye a los congresistas que presentaron la denuncia constitucional y que, por lo mismo, quedarían en la inaceptable posición pro­ cesal de quedar en la situación de actuar sin imparcialidad dado que actuando como juez también son parte. Y además es una situación complicada porque dado que los miembros de la Mesa Directiva son también miembros del Pleno, perderían la capacidad de votar en su condición de miembros de la Comisión Permanente. Esta realidad puede generar la di­ ficultad mayor de que la conducción del debate no puede dejar de realizarse por la mis­ ma Mesa Directiva que votó cuando el proceso se encontraba en la etapa anterior. Y a ello debe añadirse que, si se diera el caso que no por raro no es menos improbable que ocurra, de que en situación de empate no habría quién lo resolviera.

No se trata pues de la mejor de las soluciones, pero cuando menos la vía generada per­ mite salir temporalmente al paso a las inconveniencias que ha causado el Tribunal Cons­ titucional generadas por su ignorancia de los procesos y la distinta finalidad que ellos cumplen. No es tan sencillo como parece homologar los distintos procesos a partir de las similitudes que aparentemente se advierten.

5. Apertura normativa de la norma parlamentaria Se señaló que para comprender la naturaleza del Reglamento del Congreso era nece­ sario referirlo no solamente a su relación con las normas producidas valiéndose del Re­ glamento, sino también a las características y naturaleza del sistema de normas parlamen­ tarias que rigen la organización y procedimientos del Congreso, sistema que no se agota en el Reglamento propiamente dicho. El sistema de normas parlamentarias, en efecto, trasciende el marco estricto del Re­ glamento del Congreso. El Congreso se rige por un sistema de fuentes que no se circuns­ cribe ni agota en su Reglamento.

Para empezar, es necesario tener presente el carácter y naturaleza del Reglamento del Congreso como un cuerpo abierto, dinámico, flexible y cambiante. El Reglamento es un compendio temporal de acuerdos sobre la organización y procedimientos parlamentarios. El Congreso puede reformarlos a su arbitrio. Sin embargo, a pesar de la codificación de sus prescripciones, la no inclusión en su cuerpo de modos de organización o de trámites en el procedimiento no es criterio suficiente para excluir tales procederes como carentes de fuerza vinculante. El Reglamento del Congreso no se circunscribe al texto escrito de su texto y se desa­ rrolla y extiende su cuerpo normalmente en la esfera de las convenciones y práctica sobre su sentido, alcances y efectos. La frontera entre el Reglamento y la práctica no es rígida.

Por el contrario, hay un continuo cultural entre uno y otra que eslabona la actividad parla­ mentaria dentro de un marco en el que el lenguaje goza de reconocimiento pleno tanto en su carácter gráfico como oral. Si bien esta realidad normativa cuestiona el dogma y mito del texto escrito, de conformidad con un concepto gutenbergiano y burgués de la norma y de la palabra, que privilegia y atribuye mayor valor al papel impreso que a la cultura, a la convención, a la práctica y a la costumbre, no por heterodoxa es una realidad menos satis­ factoria y eficazmente regulada. La ortodoxia, en todo caso, es un artificio al que se adju­ dica poderes sobrenaturales extraños a la naturaleza de todo negocio humano. La norma, en todo caso, no dejó de ser nunca un ámbito mediante el cual se transmite (se traditd) y se aplica la regla y, en este sentido, el derecho parlamentario es un horizonte de experien­ cias dentro del cual se conserva y se cuida la tradición en el manejo del interés público en el orden y a través del lenguaje, de la palabra y de la razón. En general se aprecia que la crítica contra el valor de la práctica y las convenciones como fuente de derecho parlamentario, resultan de la herencia y formación positivista de quienes, sin exposición a la experiencia parlamentaria dan valores mágicos al papel y a la palabra escrita, en desmedro del precio que al hacerlo pagan. Ese precio es el de la deva­ luación de la palabra empeñada y del compromiso. El sobredimensionamiento del lengua­ je escrito es síntoma del prejuicio contra la naturaleza y del privilegio de un orden abstrac­ to, mentalmente representado, desde el que el discurso de la contemporaneidad pretende distanciarse con soberbia e ignorancia de la tradición. La tradición, por el contrario, con­ figura el desdistanciamiento de la temporalidad y la afirmación de un orden permanente en el que se arraiga el sentido y la interpretación de la historia de la comunidad y el pai­ saje temporal y espiritual de la república.

Fue por la desconfianza y el predominio de las relaciones impersonales, afuncionales y anorgánicas del mercado que se atribuyó mayor poder a la escritura, como si la tinta tu­ viera capacidades generativas más valiosas que la palabra oral con la que se testimonia el honor. En el derecho parlamentario, sin embargo, el honor y la costumbre no dejan su lu­ gar al artificio que lleva a adjudicar al papel impreso más capacidad y seguridad que a la tradición. El derecho parlamentario es un hiato en el derecho moderno, en el que los pac­ tos políticos pueden tener valor superior al orden y al texto escrito. El servilismo al orden contenido en un texto impreso por otro lado es expresión no solo del positivismo. En general el constitucionalismo moderno nace del impulso burgués y está culturalmente arraigado en el desarrollo de la industria, la imprenta, al papel y a la tinta. La secularización de la política que caracteriza a la mentalidad moderna desplaza la oralidad por la grafía. Los compromisos de la monarquía en el reconocimiento del ter­ cer estado, del pueblo, de la burguesía, son compromisos que constan en documentos es­ critos. Los antecedentes de las cartas constitucionales son los compromisos monárquicos que reconocen la legitimidad e identidad política de la colectividad y de sus representan­ tes. El paradigma de la grafía y la cultura de papel, sin embargo, se encuentran ante una nueva era, nueva visión y perspectiva del valor de la palabra, cuando los desarrollos de la tecnología facilitan y promocionan formas virtuales e intangibles de legitimidad.

¿En qué se concreta esta apertura, flexibilidad, dinamismo y disposición al cambio propio de la norma parlamentaria? Esencialmente en el valor que tiene la práctica y la costumbre como fuente de derecho en el procedimiento y organización parlamentaria. La suprema norma parlamentaria es el acuerdo de los representantes sobre los modos en los que resuelven los temas pendientes en la agenda política. El consenso en los acuerdos, por ejemplo, o la no expresión del disenso cuando este es consultado de modo expreso al momento de adoptar una decisión, es un mecanismo válido para convalidar las deter­ minaciones que se someten a consulta del Congreso. En buena cuenta, el nuevo paradig­ ma es el de la confianza antes que el miedo. Y la confianza es favorecida por el entendi­ miento, el compromiso y la responsabilidad inherentes al universo del hacer y del obrar en interacción humana. La ilicitud y el miedo están instalados en la naturaleza humana, y no es capacidad, fin propio ni propósito de la virtualidad del nuevo lenguaje tecnológico extraer la pasión en la moralidad de los actos humanos. Sí es parte de su razón de ser la habilitación de di­ ferentes maneras de interactuar que hacen más ágil y eficiente el logro de acuerdos en la pluralidad de diferencias en una comunidad política. La norma escrita no instaura sino ar­ tificialmente un orden presunto de seguridad. Fallar en contra del texto escrito no es más grave que fallar en contra de la palabra empeñada. La práctica y la costumbre parlamen­ taria, así como los convenios entre hombres de honor que celebran los representantes du­ rante el desarrollo de los procedimientos, no tienen menor valor ético ni práctico. Es más, parece éticamente más recomendable que la palabra no pierda su virtud ni que su naturaleza quede circunscrita a la impresión de la imagen visual que registra el papel. Aún menos hoy cuando la imagen visual es más virtual que física. La verdad no es menor si esta es expresada mediante la voz y el sonido que si lo es mediante la textualidad de la escritura sobre el papel. El texto escrito no puede confinar la verdad ni la ley en el corsé físico de una forma privilegiada por exigencias mecánicas de un mercado en el que quie­ nes transan y negocian no son agentes éticos de la representación política, sino mercade­ res inescrupulosos que maximizan su ganancia a espaldas del rédito negativo que la satis­ facción de su interés inmediato les genera. Tradición y tecnología se complementan, en consecuencia, como medios del desarrollo del derecho y de la experiencia parlamentaria.

IV. Finalidad y naturaleza de la Comisión Permanente Un segundo tema que aborda el artículo 94 es el de la elección de los miembros de la Comisión Permanente. Esta materia está más desarrollada en el artículo 101.

El artículo 94 tiene texto similar al del artículo 177 de la Constitución de 1979, pero la materia específica de la definición del papel y posición de la Comisión Permanente en un régimen unicameral obligó a la previsión de normas y disposiciones específicas an­ tes no contempladas en la Constitución bicameral de 1979. De ahí que sobreviva en el ar­ tículo 94 una materia mejor desarrollada en el artículo 101, en el que se amplía el criterio para definir la composición e integración de los miembros de la Comisión Permanente.

¿Cuál es la finalidad que debe cubrir la Comisión Permanente? En síntesis, es la de garantizar la continuidad de los trámites legislativos, financieros, y de control, que, de otra manera, quedarían en estado de irresolución durante los recesos parlamentarios en­ tre legislaturas. Se la denomina comisión porque recibe encargos (comisiones) constitucionales y re­ glamentarios, además de otros por convenio y acuerdo del propio Congreso, al que susti­ tuye durante recesos. Sin embargo, a pesar de su nombre, esta no es en realidad una co­ misión permanente en sentido pleno, al modo como sí lo son las comisiones ordinarias. Existe, en principio, solamente durante los lapsos en los que el congreso no está en funcio­ nes (salvo, exclusivamente, por mandato constitucional, respecto de los nombramientos de altos funcionarios y de los trámites de acusaciones constitucionales y, por acuerdo del Con­ greso, para otorgar permiso al presidente de la República en los casos de viajes al exterior). En cuanto al efecto de su competencia, a diferencia de las Comisiones Ordinarias (dictaminadoras, o legislativas) y de las Especiales, se distingue de aquellas porque sus acuer­ dos sí tienen fuerza vinculante, y no queda como un órgano meramente opinante o consul­ tivo. Es un órgano con capacidad resolutiva. Y ello no obstante la limitada concurrencia de representantes que la integran.

Debe entenderse que su permanencia se refiere a la finalidad para la que sirve, a su condición de órgano complementario, o sustitutorio, del Congreso. Según los casos y materias actúa con competencias propias que complementan las funciones del Congre­ so, o actúa como Congreso, como si el Congreso no perdiera solución de continuidad. La Constitución le asigna competencias privativas incompartidas para algunas materias, y continúa con los asuntos pendientes, y resuelve o reserva los trámites, según que se trate de asuntos reservados a su competencia o de la competencia privativa (reserva excluyente o negativa) del Congreso. El carácter complementario puede percibirse con mayor nitidez cuando se examina el carácter extraordinario de las competencias que adiciona y asume como suyas cuan­ do existen condiciones que justifican el actuar en nombre del Congreso, sin contar pre­ viamente con mandato constitucional o reglamentario, ni con delegación del Congreso.

Así como cabe afirmar que la Comisión Permanente es un órgano sustitutorio del Con­ greso, no es menos cierto que su naturaleza es más amplia en lo que corresponde a su ca­ rácter complementario. En efecto, la inclusión de la Comisión Permanente en la Constitu­ ción de 1993 se pensó como un medio que permitiría minimizar las deficiencias inherentes a un régimen bicameral. La unicameralidad trae consigo las insuficiencias de una menor ca­ pacidad para revisar y reflexionar las decisiones que toma un órgano estatal, dotado como está de capacidad de obligar a toda la república con sus decisiones. El unicameralismo de la Constitución ha sido apropiadamente calificado como unicameralismo imperfecto. La imperfección tiene que ver, entre otros rasgos, con el pa­ pel cameral que asume en el derecho y en los hechos la Comisión Permanente. Este pa­ pel se desarrolla y cumple con el mismo personal de representantes que el asignado por

los electores al Congreso. La Comisión ya no reemplaza subsidiariamente al Congreso durante el receso, respecto de un elenco de atribuciones excepcionalmente descritas en la Constitución, sino que, además, asume un papel activo en las materias que ordinariamen­ te le son adscritas al Pleno del Congreso.

En consecuencia, se trataría de un bicameralismo funcional (no orgánico), a partir de una misma Asamblea representativa. El mismo cuerpo de representantes ejecuta fun­ ciones de otro modo desempeñadas por dos distintos órganos del mismo poder legislati­ vo. La imperfección del unicameralismo peruano deja además como nota característica el efecto minusvalorativo sobre la representación que no es titular de la Comisión Permanen­ te. No es difícil advertir que el activismo parlamentario de la Comisión Permanente des­ habilite al Pleno del Congreso en idéntica medida a la que fortalece su posición orgánica haciéndose cargo de responsabilidades que ordinariamente le corresponderían al Pleno. Y si el Pleno queda deshabilitado en dicha medida, entonces los representantes cuya parti­ cipación es omitida quedan sin suficiente capacidad de conocimiento, discusión y deter­ minación sobre los mismos asuntos respecto de los cuales tiene (o asume) competencia la Comisión Permanente.

Para balancear el peso del decisionismo inherente a la unicameralidad se conceptuó a la Comisión Permanente como un híbrido: a la vez que como un apéndice del congreso unicameral, como un órgano que complementaba las funciones de este, adscribiéndose­ le, sin embargo, algunas tareas que eran propias de la Cámara de Diputados (como acusar ante el Senado a un alto funcionario público por delitos cometidos en el ejercicio de su función) y otras del Senado (como el nombramiento de los titulares de algunos organis­ mos constitucionales autónomos) en el régimen bicameral histórico del Perú. Como se ve en el cuadro siguiente, la Comisión Permanente que diseña la Constitu­ ción de 1993 es sustancialmente distinta de la prevista en la Constitución de 1979. La di­ ferencia más notable es que la Comisión Permanente de la Constitución de 1979 era una comisión con carácter supletorio de las atribuciones del Congreso (y, en este sentido, ca­ bría decir que la Comisión Permanente de la Constitución de 1979 era “menos permanente” que la que reconoce la Constitución de 1993). La Comisión Permanente de la Constitución de 1993 no solo tiene un carácter supletorio, sino que además complementa orgánica y funcionalmente el desarrollo y desempeño de atribuciones constitucionales del Congreso.

El Congreso unicameral de la Constitución de 1993 no puede actuar autónomamente sino que depende de actos previos, y no precisamente de carácter consultivo, de la Comi­ sión Permanente. Esto hace que la naturaleza de ambos institutos sea sustancialmente di­ versa. El carácter supletorio original ha adquirido una dimensión mayor. Ahora el carácter auxiliar y supletorio original cuenta con una dimensión mayor. La Comisión Permanente tiene un carácter orgánica y funcionalmente complementario respecto del Congreso. De ahí que la concepción constitucional de la Comisión Permanente, en su diseño y en su de­ sempeño, transforma el unicameralismo orgánicamente imperfecto de la Constitución de 1993 en un bicameralismo funcional.

Cuadro N° 1 Naturaleza de la Comisión Permanente en las Constituciones de 1979 y 1993 Diferencias tópicas en la regulación de la Comisión Permanente según las Constituciones de 1979 y 1993

Tópicos

Constitución de 1979

Origen

Mixto (bicameral) e indirecto

Existencia

Temporal (no permanente)

Orgánica y nominalmente tem­ poral, aunque funcionalmente continua y permanente (según la Constitución solo en procesos de acusaciones constitucionales, y en nombramiento de funcionarios; además, por Acuerdo del Congreso, desde agosto de 1995, en los permi­ sos para salida al exterior del Presi­ dente de la República)

Composición

Proporcional y fijo

Proporcional y determinable (máx. 25% de congresistas, esto es, 32)

Funcionamiento

Supletorio (extraordinario)

Complementario (auxiliar): tam­ bién desarrolla funciones normales durante legislaturas ordinarias

Competencias

Ninguna reservada

Privativas, compartidas, delegadas y subsidiarias

Constitución de 1993 Unicameral e indirecto

Elaboración: propia

De otra parte, otro rasgo que marca la diferencia de la Comisión Permanente del pe­ riodo 1993-2021, frente a la del periodo 1980-1993 es que esta última operó bajo un con­ cepto y noción del trabajo parlamentario culturalmente diverso: en este periodo se respetó el principio central de la división del tiempo en legislaturas fuertemente marcadas (rece­ so), las que preveían, en principio, dos periodos ordinarios, así como la configuración de periodos excepcionales, a los que se conocía como legislaturas extraordinarias, en las cua­ les la convocatoria y las materias a tratar tenían un régimen rígido y cerrado.

En la actualidad el Congreso no clausura sus sesiones según legislaturas y, por el con­ trario, tiende a una relación más activa e intensa frente al gobierno a través tanto de las prórrogas de las legislaturas como de la delegación de facultades a la Comisión Perma­ nente. La falta de solución y de límites entre legislaturas ha adoptado la práctica de ob­ viar el proceso de instalación de las legislaturas, pero además también la informalidad en el método y proceso de levantamiento de las sesiones(3).

(3)

La primera legislatura del período 2018-2019, por ejemplo, fue prorrogada hasta el día 1 de febrero de 2019. La última sesión se inició a mediados de diciembre de 2018, la que fue suspendiéndose indefinidamente durante el resto de este mes y a través de todos los días en que continuó la sesión en el mes de enero de 2019. La primera legislatura ordinaria del período 2018-2019 por esta razón concluyó con una sesión suspendida, puesto que ni se levantó ni se clausuró la legislatura ordinaria.

Uno de los rasgos más notables de la Comisión Permanente bajo el modelo de la Cons­ titución de 1993 es que, durante el período de disolución del Congreso, es la Comisión Permanente y no el Senado el órgano que no puede ser objeto de disolución por el Presi­ dente de la República, cuando se produce el supuesto de un segundo rehusamiento de con­ fianza o censura al gabinete ministerial. Las funciones durante el interregno parlamenta­ rio marcan el debilitamiento del carácter representativo de nuestro régimen parlamentario.

Si bien de por sí las competencias de la Comisión Permanente son reducidas, asumir que durante el interregno parlamentario la Comisión Permanente sólo puede servir de mesa de partes del gobierno para que se entretenga pasando los ojos por las letras de los decretos de urgencia, careciendo o negándosele las competencias inherentes, esenciales, y propias de su propia existencia orgánica no puede ser menos cosa que un despropósito monumental. Quienes en nombre del antagonismo político anteponen el arrinconamiento del ad­ versario, y al hacerlo no caen en cuenta del desatino en que ellos mismos caen, negándose funciones y obligaciones representativas que no son afectadas y que no han sido melladas, en absoluto, con la disolución del Congreso, puede consistir, contra lo que se imaginan, en un acto delictivo. Se trata del delito de incumplimiento de funciones. En principio, el gobierno no tiene la capacidad de negarle a la Comisión Permanente absolutamente nada que no opte por negarse a sí misma la Comisión Permanente. Si los congresistas no saben cuáles son sus funciones en una coyuntura extraordinaria y de emergencia, y no saben tam­ poco que ellos son actualmente lo único y lo poco que sobrevive del carácter representa­ tivo y democrático de nuestro régimen político, ellos mismos se convierten en cómplices, con su impericia e ineptitud, de las dimensiones autocráticas que pueden agravar la natu­ raleza desorientada del gobierno. Lo único que no puede hacer la Comisión Permanente durante el interregno parlamen­ tario es legislar, porque carece de facultades para hacerlo, no puede asumir función alguna del Pleno (por lo tanto, no puede interpelar ni censurar ministros ni crear comisiones inves­ tigadoras, entre otras materias reservadas con carácter exclusivo al Pleno), pero sí puede y debe realizar todas y cada una de las demás tareas y funciones que expresamente le asigna nuestra Constitución, como el procesamiento de las denuncias constitucionales, la apro­ bación de créditos suplementarios, habilitaciones y transferencias de partidas y, si se die­ ra el caso, la designación y nombramiento, en caso de vacancia, de los cargos de director del BCR, o del Superintendente de Banca, Seguros y AFPs. El Congreso, y en este caso la Comisión Permanente, es la escasa reserva que queda del régimen de democracia repre­ sentativa que la Constitución quiere que se mantenga durante la disolución del Congreso.

Pero, además, la segunda legislatura ordinaria de ese mismo período no sólo no se instaló el 1 de marzo, según lo prescribe y dispone el Reglamento, sino que, en nombre de una errada práctica, el día 7 de Mar­ zo en que se convocó a sesión del Pleno, tampoco se declaró la instalación de la legislatura y de manera escandalosamente informal, luego de constatado el quorum, se declaró que continuaba la sesión suspen­ dida el 1 de Febrero. Lastimosamente la negligencia es una actitud colectivamente compartida tanto por quienes dirigen la institución como por quienes por desidia tampoco vigilan, controlan ni exigen la sana observancia de las pautas que ordenan el ejercicio de las funciones que son responsables de desarrollar y cumplir quienes nos representan.

Con la disolución del Congreso quedan bajo examen dos aspectos importantes en re­ lación con el funcionamiento y operaciones regulares de los regímenes político y repre­ sentativo en el Perú. Uno es lo que puede hacer el gobierno durante el interregno, y dos lo que puede hacer la Comisión Permanente como órgano representativamente residual en nuestro sistema democrático. En primer lugar, en relación con lo que puede hacer el gobierno, debe tenerse presen­ te que el poder que asume es significativamente alto, en comparación con el que dispone cuando el Congreso no está disuelto, pero existen válvulas que felizmente no eliminan el control por completo. Cuando la Constitución política hace mención a los decretos de ur­ gencia, por ejemplo, como medio del que dispone el gobierno para legislar sin delegación previa del Congreso, y por razones excepcionales o de emergencia, no prevé usos ni tra­ ta este instrumento de igual modo en estado ordinario que en estado de transición o recu­ peración a la normalidad.

Nos encontramos en una situación irregular. La capacidad legislativa y de control po­ lítico del Congreso ha sido mermada y mutilada. Eso importa que el país ha quedado pri­ vado de vías importantes para gestionar su viabilidad como comunidad política. Pero du­ rante el tiempo que tome la recuperación de nuestra normalidad no puede quedar el país entero paralizado. De ahí que sea razonable entender que el gobierno tendrá que legislar y hacerlo sin los límites que la Constitución le concede durante tiempos no excepcionales como lo es la transición por la que atravesamos. Esta razón es la que habilitará al gobierno a actuar como legislador en sentido casi pleno. Prácticamente su único límite será la imposibilidad que tiene de reformar la Cons­ titución y de aprobar cierto tipo de normas para las que la misma Constitución establece una valla mayor a la de la mayoría absoluta (es decir mayorías como los dos tercios, o los tres quintos de los votos del Pleno del Congreso).

Es por ello que el gobierno sí puede aprobar el Presupuesto Nacional para el año 2020, valiéndose para ello de criterios y un mecanismo de consulta singular con los actuales ope­ radores y titulares de cuanto organismo o institución pública resulta afectado por las de­ cisiones financieras que fuera a adoptar. Por eso, puede y debe aprobar el presupuesto de la república, no por decreto legislativo, sino por decreto de urgencia, pero valiéndose de mecanismos de consulta con quienes resulten afectados con los montos que fije o asigne, de lo cual debe preocuparse de dejar constancia documentada del proceso del que se val­ ga para definir las cifras que consigne en el decreto de urgencia que promulgue, y que ten­ drá que remitir a la Comisión Permanente para su examen y evaluación. Por razones similares, el gobierno sí puede dictar decretos de urgencia para regular el régimen tributario en el país. Esta facultad le está vedada en tiempos no excepcionales, porque existe la previsión expresa que quien define el régimen tributario es sólo y única­ mente el Congreso de la República. Durante el período de tránsito, el mismo que fácil­ mente puede llegar a medio año, es importante y necesario prever que el gobierno asuma la responsabilidad de regular las responsabilidades tributarias de la ciudadanía, tanto para

que el fisco cuente con los recursos que le permitan gestionar la hacienda, el fomento y las obras pública en servicio a la sociedad, como para definir las situaciones de inafecta­ ción o de exoneración sobre la recaudación de impuestos. El gobierno, sin embargo, no está capacitado para sustituir al Pleno del Congreso en materia de aprobación de tratados internacionales, ni de designación de los altos funcio­ narios que la Constitución le reserva al Congreso. Estas materias no son disponibles ni le son atribuibles ni utilizables al gobierno. Se trata de un espacio especialmente reservado a la potestad representativa del Congreso.

En segundo término, durante el interregno parlamentario debe precisarse qué está den­ tro del ámbito de competencia de la Comisión Permanente. Una manera de comprender qué es válido o lícito esperar que esté al alcance de la Comisión Permanente, sin que ha­ cerlo pueda considerarse una modalidad delictiva o de usurpación de funciones, es recor­ dar que bajo nuestro régimen bicameral lo que cabía disolver era solamente la Cámara de Diputados. No se podía disolver el Senado. La Comisión Permanente es el símil del Se­ nado. Si el Senado no podía ser disuelto, ¿cabría esperar que el Senado se vea privado de su Mesa Directiva, por ejemplo? La Comisión Permanente es el único residuo del Congreso luego que el Pleno queda imposibilitado de reunirse. La Comisión Permanente, por esta razón, está integrada sólo por sus titulares. No puede sumarse a ese número lo que creativamente se ha designado como los “accesitarios”. La razón es sencilla. La Constitución dispone que el número de miembros de la Comisión Permanente no puede ser superior al 25 por ciento del total de miembros del Congreso. Ese porcentaje equivale a 32,5. Por ello no pueden haber más miembros en la Comisión Permanente que 32, porque 33 ya es más del 25 por ciento. Por otro lado, habida cuenta que durante el interregno el efecto principal es que el Pleno no puede reunirse y que concluye el mandato de todo congresista que no sea miem­ bro titular de la Comisión Permanente, no puede desconocerse que el Congreso es más que solamente los congresistas. Hay un contingente de personas y especialistas que labo­ ran para el Congreso, y que deben atender responsabilidades aún durante el interregno o transición representativa.

La Comisión Permanente no ha quedado momificada con la disolución del Congreso y debe reconstruirse a sí misma de una forma nada pasiva. La Comisión Permanente, ni el personal o recursos del Congreso, quedan como un peso muerto imposibilitado ni inca­ pacitado para el desempeño de funciones, tareas o actividades organizacionales. Tampo­ co lo haría el Senado si el nuestro siguiera siendo un régimen bicameral. La tarea de la Comisión Permanente, bajo la conducción de su Mesa Directiva, por esta razón, consiste en gestionar la organización parlamentaria de forma tal que los recur­ sos se utilicen productivamente. De ahí que se requiera, más aún que durante el período de normalidad, de una visión y objetivos institucionales conforme a los cuales se empren­ dan proyectos durante los 6 meses en los que el Pleno no funciona.

Este, por eso, es un período especialmente provechoso para reestructurar lo que fun­ ciona mal y para crear lo que quedó pendiente que no pudo llevarse a cabo por el recalen­ tamiento organizacional del Pleno y de las comisiones. Es una oportunidad enorme para reestructurar los proyectos logísticos y tecnológicos, por ejemplo, de forma que cuando retome la representación en Pleno, hacia marzo o abril del 2020, cuente con una mejor in­ fraestructura tecnológica y logística para atender las tareas que deban emprender los nue­ vos integrantes de la representación nacional. ¿O acaso puede ignorarse tantas labores no realizadas tanto en muebles como en las instalaciones inmobiliarias, por ejemplo, o los propios instrumentos de gestión aún no elaborados ni aprobados, como pueden serlo aca­ so todos los procesos que aún no han sido levantados en las distintas dependencias del ser­ vicio parlamentario, la renovación de recursos obsoletos, o el desarrollo de proyectos de automatización de los diversos procesos parlamentarios y administrativos?

La Mesa Directiva, nuevamente, tiene la misión de prever cómo mejorar y cómo op­ timizar el uso de los recursos que tiene asignados el Congreso, y será su responsabilidad si dormita y deja de actuar en cuanto pueda significar la optimización de la gestión en la institución parlamentaria. Es un período especialmente fértil para la reingeniería organi­ zacional, siempre y cuando sepa mantenerse dentro de los límites que la Constitución pre­ vé respecto de la naturaleza de todo interregno parlamentario. Pero de modo análogo, es importante no perder de vista que, como el Congreso está privado de la función legislativa, el sistema de comisiones ordinarias es inoperativo. Sin embargo, la Comisión Permanente sí tiene la obligación de examinar todos los decretos de urgencia que remita el gobierno. Por esta razón, de modo análogo a lo que tendría que hacer el Senado, la Comisión Permanente crea grupos de trabajo a los que, según la mate­ ria de los decretos expedidos por el gobierno, asigne la tarea de estudiarlos para posterior examen y evaluación del pleno de la Comisión Permanente. Los grupos de trabajo espe­ cializado, a este efecto, son asesorados por el personal que normalmente atiende legisla­ tivamente a las comisiones ordinarias durante el funcionamiento normal del Congreso. Los congresistas que son miembros de la Comisión Permanente no han dejado de ser representantes. No pueden abdicar del rol que les corresponde. Menos aún que antes y que nunca, porque se convierten en la reserva democrática y la garantía contra la tentación del copamiento y la concentración del poder por el gobierno. Pasar este criterio o razón por alto sería una gravísima responsabilidad para quien actuara con criterio fanático y autodestruyera el único espacio para la sobrevivencia de la capacidad representativa del Estado. Otro importante espacio que no deja de mantener vigencia, es el que corresponde a la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales. A diferencia de lo que ocurre con las Co­ misiones Investigadoras, Especiales, Ordinarias, o las Comisión de Ética Parlamentaria, la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales es el típico órgano de la Comisión Per­ manente. Todas las otras y demás comisiones son órganos del Pleno, y por lo tanto no son operativamente disponibles ni vigentes. Se extinguieron con la disolución del Congreso.

La Subcomisión de Acusaciones Constitucionales, y las funciones que sobre esta mis­ ma materia tiene la propia Comisión Permanente, no quedan abolidas, ni en suspenso,

durante el interregno. Por el contrario, son absolutamente indispensables e imprescindi­ bles en un régimen que se precie de constitucional, porque con esta función se mantienen vigentes competencias residuales del Congreso que favorecen la existencia del principio de separación de poderes y el control en el ejercicio del poder. Su única limitación es que deben operar únicamente con quienes son miembros titulares de la Comisión Permanente. Por lo tanto, en ejercicio de las funciones que tiene la Comisión Permanente, debe ajustar su número de miembros para que ninguno de los integrantes de la Subcomisión de Acu­ saciones sea accesitario. Mal se hace cuando, en nombre de la inquina o de la contradic­ ción con quienes tienen signo políticamente contrario, desconocen la necesaria congruen­ cia con el diseño de un modelo constitucionalmente preparado para que los ejercicios del poder no queden sin control.

Esta es una regla que siempre ha pasado inobservada cuando se define quienes de­ ben integrarla. En realidad ningún miembro de la Subcomisión de Acusaciones Constitu­ cionales puede dejar de ser miembro de la Comisión Permanente, aunque la euforia lle­ ve usualmente a perder de vista que el diseño del modelo constitucional exigiría que esta regla organizacional sea pulcramente observada. Es cierto que temporal y físicamente no existe el Pleno y que muchos de los procesos de acusación constitucional podrán quedar a medio camino. Sin embargo, durante la disolución del Congreso los plazos no prescri­ ben sino que se interrumpen, o suspenden. De ahí que sea necesario asumir que el plazo de la prerrogativa del antejuicio político no es propiamente un plazo de caducidad, sino de prescripción. Finalmente, un aspecto que guarda relevancia es el relativo a la titularidad del órgano representativo durante el interregno parlamentario. La titularidad se refiere a la conducción de las tareas funcionales que están a cargo de la Comisión Permanente. Es porque mien­ tras desarrolla sus actividades la Comisión Permanente es presidida por la Mesa Directiva elegida por el Pleno del Congreso, que el cargo de Presidente del Congreso no desaparece, suspende ni elimina. En primer término, porque el Presidente del Congreso fue candida­ to para presidir el Congreso en un proceso parlamentario en el que compite con otra lista, para dirigir el Congreso y sus debates, así como todo otro órgano subsidiario del Congreso.

A la condición de presidente del Congreso le corresponden determinados atributos inescindibles del cargo, y no cabe prescindir de dichos atributos a menos que pierda la condición de presidente del Congreso. La disolución únicamente le impide presidir las sesiones del Pleno y de cuantas tareas son propias del Pleno. La disolución no le quita el carácter en virtud del cual, precisamente, puede presidir tanto las sesiones de Mesa Di­ rectiva como las de la Comisión Permanente. No puede, por ejemplo, presidir las sesio­ nes del Consejo Directivo, porque este órgano existe primariamente en función del Pleno. El Reglamento señala expresa y claramente que quien preside la Comisión Permanen­ te es el Presidente del Congreso. El cargo de presidente del Congreso no queda abolido, ni caduca con la disolución de un fragmento de la representación nacional, independien­ temente de qué tan grande fuera el número o magnitud de ese fragmento. A la condición de Presidente del Congreso le siguen algunas atribuciones y reconocimientos. Entre ellos,

en el plano protocolar, por ejemplo, que en su condición de titular de uno de los poderes del Estado le corresponda que se le rindan los honores por el personal militar destacado en la sede del parlamento nacional. Ni cabe prescindirse de la guardia de honor que rinde honores al pabellón nacional en la sede del Congreso de la República, ni es regular que se prive de los honores ceremoniales a quien tiene igual legitimidad que el Presidente de la República en su calidad de titular del Poder Legislativo, sea o no que el Congreso atravie­ se por el período de interregno. Retirar a los destacamentos de las fuerzas armadas es se­ ñal de tratamientos propios de la abolición del Congreso durante las dictaduras. Ese tipo de actos constituyen resabio sintomático de lo que ocurría en nuestra historia cuando las dictaduras daban un golpe de estado. Aparentemente los modales democráticos tardan en comprenderse dentro de nuestra cultura política cuando se procede en contra de modales estatales propios de un régimen democrático.

Adicionalmente, no puede dejar de reconocerse igualmente que, a pesar de la diso­ lución, tampoco desaparece el presupuesto institucional del Congreso, cuyo titular es el presidente del Congreso. La gestión presupuestal tampoco ha sido eliminada con la diso­ lución del Congreso. En un supuesto de golpe de Estado sí ocurriría que el presupuesto pasaría a manos directas e inmediatas del Ministerio de Economía y Finanzas, de modo si­ milar a lo que ocurriría con el personal que trabaja para el Congreso. Nada de eso ocurre, y el Presidente del Congreso sigue siendo el titular del pliego presupuestal precisamen­ te porque el cargo de Presidente del Congreso no ha desaparecido ni se ha desvanecido o esfumado con la disolución.

En resumen, no existe en propiedad el cargo de Presidente de la Comisión Permanen­ te. El cargo es de Presidente del Congreso. De un órgano capitisdisminuido, por cierto, pero no menos existente. El poder legislativo no elige al presidente de la Comisión Per­ manente. La posición de presidente de la comisión permanente es una condición subsi­ diaria y subrogatoria del cargo con que la representación nacional unge a uno de sus in­ tegrantes. Negarlo es una forma de desconocer la naturaleza y funcionamiento de nuestro sistema representativo, que es la modalidad en que opera nuestro régimen democrático.

V. Elección y calidad de la representación en las comisiones El artículo 94 dispone que el Congreso elija a sus representantes en la Comisión Perma­ nente y en las demás comisiones, según un texto que se repite de la Constitución de 1979.

1. La organización del Congreso. Misión y funciones de las comisiones ordinarias La referencia constitucional a las comisiones del Congreso es parte de una temática más amplia. Las comisiones son órganos del Congreso. Pero no son los únicos órganos ni el único tipo de órgano parlamentario. La Comisión Permanente no tiene la misma natu­ raleza que las demás comisiones. Es un tipo distinto de comisión. Y ni la Comisión Per­ manente ni las demás comisiones tienen la misma naturaleza que otros órganos como la Mesa Directiva, el Consejo Directivo, la Junta de Portavoces, ni los grupos parlamentarios.

De todos, no obstante, solo las comisiones y los grupos parlamentarios son mencionados de manera expresa en la Constitución, y ello a pesar de que órganos como la Junta de Por­ tavoces o como el Consejo Directivo tengan una gravitación singular en la definición y calendarización de la agenda de debates o su ampliación, y la priorización de los temas pendientes de decisión colectiva; la distribución del tiempo total del debate de cada tema y su asignación por grupo o por congresista; así como los asuntos que son exonerados de dictamen, de prepublicación, o de segunda votación. Mesa, Junta y Consejo son todos ór­ ganos de coordinación y de dirección del negocio parlamentario y se integran de manera proporcional y plural entre los grupos parlamentarios regularmente constituidos (no son integrados, por lo tanto, por los congresistas no agrupados, quienes quedan de este modo excluidos en los procesos de fijación de la agenda y la organización y priorización de los temas por decidir).

La Comisión Permanente tiene las competencias que le señala el artículo 101 y las Co­ misiones Investigadoras las que le encomienda el artículo 97 de la Constitución. Las comi­ siones ordinarias tienen una competencia eminente pero no exclusivamente legislativa. Su mandato comprende el proceso de estudio, deliberación y propuesta de acuerdo normativo. La misión principal y volumen principal de trabajo en las comisiones ordinarias es atender la demanda de información y análisis de las iniciativas legislativas. Su tarea cen­ tral en este ámbito consiste en analizar y evaluar la iniciativa legislativa a la luz del proble­ ma en la realidad que justifica que, entre todas las alternativas para atender ese problema, la más recomendable para el país es la alternativa legislativa que postula el proponente (y no otras, sean o no legislativas) con o sin las modificaciones o sustitutorios que propon­ ga la comisión dictaminadora. A la comisión ordinaria le corresponde examinar los fun­ damentos de la iniciativa, evaluar el impacto o efecto social, político, económico o cul­ tural de la misma en el país, y proponer la alternativa más acorde con la problemática a que apela la propuesta y cuyos efectos menores costo represente para la sociedad. La la­ bor central, por lo tanto, es organizar e integrar el complejo espacio de la información en un dictamen cuyo objetivo es recomendar una política pública de carácter normativo, con el debido sustento en la Constitución, cuyo impacto real y cuya suma de efectos sean los más beneficiosos para la sociedad. Independientemente de la misión tradicional de las comisiones ordinarias, el artículo 34 define a las comisiones como grupos especializados de congresistas, cuya función principal es el seguimiento y fiscalización del funcionamiento de los órganos estata­ les y, en particular, de los sectores que componen la Administración Pública. Y aña­ de el mismo artículo que asimismo, le compete el estudio y dictamen de los proyectos de ley y la absolución de consultas en los asuntos que son puestos en su conocimiento de acuerdo con su especialidad o materia. El concepto que define este artículo es que las comisiones ordinarias son antes de control que de legislación.

En términos técnicos control y fiscalización son, en realidad, dos actividades distintas. La fiscalización es una actividad relacionada con la administración de los recursos fiscales. El control engloba la temática fiscal, de la cual esta es una especialidad. Las comisiones

ordinarias tienen competencia para controlar, y no solamente para realizar actos de fis­ calización. El uso ha tendido a simplificar y a confundir uno y otro tipo de funciones, en nombre de la necesidad de hacer más asequible la comprensión de la actividad parlamen­ taria. La divulgación, en este caso, tiene como consecuencia la imprecisión y la desnatu­ ralización de las instituciones, su organización y sus funciones. El control a cargo de las comisiones ordinarias no se circunscribe a la revisión del manejo propiamente fiscal, pre­ supuestario o tributario. Abarca cualquier tipo de política pública y la gestión en general de cada uno de los sectores y materias respecto de los cuales se especializa.

Es necesario precisar, sin embargo, que el concepto contenido en el artículo 34 cita­ do es consecuencia de la modificación aprobada en octubre de 2001, cuando el régimen de Fujimori ya había caído y la conformación del Congreso había dejado de ser mayoritariamente de Cambio 90 o la Alianza Nueva Mayoría. Es resultado de un objetivo opuesto en principio al que tuvo en 1993 la mayoría fujimorista, cuando menos en el plano de las declaraciones y hasta en el de las propuestas normativas (las que quedan a veces en nor­ mas que no llegan a aplicarse en la práctica). Con la lógica de que todas las comisiones pueden realizar actividades de control se asume una posición aparentemente inversa a la que sostuvo el fujimorismo desde 1993. El Congreso que inicia sus funciones en 1993 asume una posición contraria respecto de la función de control político del Congreso. Por dos razones. Primero, porque la propues­ ta e inicio de la actividad de control no conoció límite en periodos anteriores (aunque su eficacia era ciertamente notablemente escasa). Y segundo, porque al régimen liderado por Fujimori le resultaba necesario limitar cualquier escrutinio innecesario de su hegemonía.

La principal medida adoptada para reducir la capacidad de control del Congreso fue crear una comisión ordinaria encargada de modular la actividad controladora. Esa fue la comisión de Fiscalización y Contraloría, a la que se le encomendó la tarea de centralizar toda demanda de creación de comisiones investigadoras y de hacerse cargo del control. La idea de limitar la actividad de control cruzó el plan parlamentario de la mayoría fuji­ morista aun antes de que el Congreso Constituyente Democrático entrara en funciones: desde fines de noviembre de 1993 circularon borradores de lo que se quería que fuera el Reglamento del Congreso Constituyente, y en cada una de esas versiones se incluía a la Comisión de Fiscalización. La versión más antigua del artículo 26 del Reglamento del CCD, contenía como artículo 37 el antecedente más remoto, en el que se proponía solo a seis comisiones, de las cuales una era la de fiscalización. El efecto de las reformas reglamentarias ha dejado intacta la función legislativa de las comisiones ordinarias, sin que sea posible contar con evidencia suficiente sobre el ejerci­ cio de su función de control. Aparentemente el ejercicio sobredimensionado de la función legislativa deja poco espacio para la función de control. El caso de la Comisión de Fisca­ lización es distinto, toda vez que lo central de su competencia no ha dejado de ser el ac­ tuar como un órgano central de control de la Administración Pública. El límite de su acción, sin embargo, es que para cumplir plenamente con la función de control requiere que el Pleno la habilite, en cada caso, a contar con los apremios para

apercibir a quienes fueran renuentes a comparecer o a exhibir documentos u otra evi­ dencia a que hace referencia el artículo 97 de la Constitución. La libertad de definir la materia sobre la cual investiga sí es un atributo que diferencia el desenvolvimiento de esta Comisión respecto de la experiencia del periodo 1993 al 2000, en el cual se pro­ nunciaba básicamente sobre las solicitudes de conformación de comisiones investiga­ doras propiamente dichas (en cuyo caso sus informes tendían a anular la capacidad de control del Congreso).

2. Elección de las comisiones De todos los tipos de comisión la Comisión Permanente y las comisiones ordinarias son las que se deben conformar con periodicidad anual, con el fin de facilitar el cumpli­ miento de la función legislativa por el Pleno. Las demás comisiones tienen un objetivo fijo y su mandato dura el plazo que les fije el Congreso. La elección de los miembros de la Comisión Permanente y del resto de comisiones parlamentarias es una facultad del Pleno del Congreso. Es el Congreso el que comisio­ na a sus miembros un mandato en su sistema de comisiones. Este sistema de comisiones comprende diversos tipos de comisión: las ordinarias, con misión legislativa y un manda­ to general de control; las de investigación, con una misión específicamente controladora; las especiales, con carácter protocolar, ceremonial o de estudio.

Para que se perfeccione la voluntad del Pleno se pasa, sin embargo, por un proce­ so. El proceso supone una etapa postulatoria; otra deliberativa y negociadora; y una fi­ nal resolutiva.

2.1. Etapa postulatoria. Naturaleza política y criterios de postulación En la etapa postulatoria los congresistas expresan su preferencia en pertenecer a una Comisión u otra. Las preferencias son agregadas en esta instancia en cada uno de los gru­ pos parlamentarios. Los respectivos coordinadores ordenan las preferencias entre los miem­ bros de cada grupo y procuran un primer nivel de acuerdo interno, el que debe presentarse como postulación corporativa ante una segunda instancia de coordinación. El requisito para postularse como miembro de una comisión puede ser la formación académica, la experiencia, el interés o la voluntad de aprender y participar en un área por la cual un congresista tiene propósito de conocer y dominar. No obstante, la definición que suele hacerse de las comisiones ordinarias como órganos de especialización, tal propósito no pasa de la esfera de los buenos deseos. El Congreso no es un cuerpo técnico ni los re­ presentantes obtienen su mandato como consecuencia de una evaluación de méritos. Los congresistas apelan a la confianza del electorado, y los electores votan por un congresista básicamente, o porque confían en ellos o en el grupo por el que postulan, o porque los en­ cuentran entre los menos desconfiables de los otros candidatos. Sea por la opción positiva o por la del descarte, los representantes al Congreso no ganan el mandato actúan en fun­ ción de su pericia, sino por su capacidad de persuadir a sus electores respecto de la con­ fianza que les transmiten.

Una de las razones por las que los picos de insatisfacción y descontento respecto de los logros del Congreso es tan baja, es porque tanto el periodismo, la opinión públi­ ca, como los analistas invisten a los representantes de una condición humana diferente a la que tiene el electorado que los prefiere como sus representantes. En realidad, la cali­ dad de los representantes, sus virtudes, sus competencias y sus habilidades solo son una muestra de la población. Hay casos en los que la muestra describe una mejor representa­ ción que otros, pero nada garantiza que ese sea el caso. No es matemáticamente factible que las capacidades y afinidades políticas, emocionales o profesionales de los represen­ tantes sean invariablemente mejores que las capacidades y afinidades de quienes los eli­ gen. Finalmente, la elección no es un fenómeno exento de azar y de riesgo, pero el juego electoral no está diseñado para que los electores realicen la mejor de las elecciones posi­ bles en beneficio para el país.

En todo caso el acto de sufragio no puede ser mejor que la información que se les transmite y de que disponen los electores. Los electores, por lo demás, no tienen capaci­ dad para discriminar críticamente esta información. Para hacerlo debieran tener la posibi­ lidad de saber más que los medios de comunicación y la propaganda electoral dejan saber. De ahí finalmente que el acto electoral sea más un acto azaroso que expresión de una pre­ ferencia y de una decisión racionalmente adoptada. En este contexto, no resulta poco ra­ zonable afirmar que los congresistas no son elegidos por su especialización en un ámbito del conocimiento o de la experiencia, y menos que las comisiones a las que pertenecen es­ tén integradas por representantes especializados en la materia propia de esa competencia. Quienes postulan a una comisión ordinaria asumen el compromiso y la responsabili­ dad de aplicar su formación y experiencia en la especialidad de la comisión o, de lo con­ trario, ganar y desarrollar experiencia y conocimiento en la materia a que se dedica la co­ misión a que pertenecen. Si ocurre que la profesión de los congresistas, o el espacio en el que tienen calidad de especialistas o expertos, es afín o connatural a la comisión en la que sean incorporados, tal condición es una ganancia general adicional. Pero la razón de ser del sistema de comisiones, a pesar de que se declare que su finalidad es la especialización, es básicamente distribuir el trabajo parlamentario proporcionalmente entre los miembros de los grupos parlamentarios que se postulan. La división de las comisiones por temas no obedece a que los congresistas sean expertos seleccionados mediante un concurso públi­ co de méritos en las elecciones generales. La elección de representantes no se hace en vis­ ta de la integración de las comisiones ordinarias. Este es un aspecto secundario que se si­ gue de la incorporación en el Congreso.

Una vez que los congresistas han cumplido con expresar sus preferencias, correspon­ de que los coordinadores de los grupos parlamentarios preparen sus propuestas corpo­ rativas ante la Junta de Portavoces. El solo hecho de la expresión de preferencias, como se verá, no basta para que se reconozca a un congresista la pertenencia a una comisión. Cada grupo tiene un conjunto de propuestas qué negociar en el cupo limitado del número de comisiones, del máximo de congresistas por comisión, y del cupo que corresponde a cada comisión en el total de comisiones en general y el número singular de congresistas por grupo en cada comisión.

2.2. Etapa deliberativa y negociadora Según el inciso 1 del artículo 31-A del Reglamento del Congreso, corresponde a la Junta de Portavoces la elaboración del cuadro de comisiones, para su aprobación por el Consejo Directivo y, posteriormente, por el Pleno del Congreso. La elaboración del cuadro de comisiones es una misión que comprende varias tareas, las que incluyen esta­ blecer el número de Comisiones, el número de integrantes por Comisión, la asignación de puestos directivos de cada comisión según la proporción y preferencias de cada gru­ po parlamentario, y la distribución de los congresistas en los cupos disponibles en comi­ siones según la proporción de cada grupo. El propósito es llegar a una decisión en la que quede reflejada la pluralidad de tendencias agrupadas en el Congreso, tratando de alcan­ zar la mayor proporcionalidad posible entre los grupos.

La Junta de Portavoces está integrada por los representantes coordinadores de cada uno de los grupos parlamentarios, según una razón básica de un vocero por cada grupo. Cada vocero está autorizado para votar por su grupo, lo cual significa que el voto de cada vocero tiene tanto peso como el número de integrantes tiene cada grupo.

a) Antecedentes en la experiencia parlamentaria peruana El primer objetivo de la Junta de Portavoces es acordar el número de comisiones. Esta es una materia que aparentemente habría quedado definida por el artículo 35 inciso a) del Reglamento del Congreso. Sin embargo, debido precisamente al carácter dinámico y flexible del Reglamento la nomenclatura de las comisiones puede alterarse. El Regla­ mento Interior de las Cámaras Legislativas de 1853 no tenía una norma que estableciera el cuadro y nomenclatura de las Comisiones. A inicios de la vida parlamentaria, el traba­ jo no se dirigía a comisiones sino a “secciones”, que consistía en agrupaciones de repre­ sentantes con un criterio meramente numérico. Esto es, el Congreso era dividido en tantas secciones como temas fuera preciso priorizar en la Asamblea, y se designaba a los repre­ sentantes no en función de su especialidad o interés, sino al azar. La nomenclatura aparece de manera regular en el Perú solo en la década de los ochen­ ta durante el siglo XX, siendo la primera norma que así lo dispuso el artículo 91 del Re­ glamento de la Cámara de Diputados de 1987, que fijó el cuadro y nomenclatura de 17 comisiones para los 180 diputados. El artículo 58 del Reglamento del Senado de 1988 se­ ñalaba únicamente que a inicios de cada legislatura debía aprobarse un cuadro de hasta 20 comisiones ordinarias, para los 60 senadores, sin precisar la nomenclatura. El Reglamen­ to del Congreso Constituyente Democrático señaló en su artículo 26 que las comisiones eran 16, para los 100 constituyentes, y también definió su nomenclatura. Cuando el Regla­ mento del Congreso fue aprobado por el Congreso Constituyente Democrático en junio de 1995, el número de comisiones fue fijado por el artículo 35 en 15, para los 120 congresis­ tas, estableciéndose igualmente su nomenclatura. Por modificaciones posteriores del ar­ tículo 35 del Reglamento del Congreso vigente este mismo número llegó hasta 28 duran­ te el periodo 2001-2003, en el periodo 2003-2006 la cantidad de comisiones disminuyó hasta 24 y luego de mantenerse en 22 en el periodo 2006-2011, en agosto de 2011 volvió a aumentarse a 24, número que permanece y continúa en la actualidad.

En la historia del Congreso uno de los periodos con mayor número de comisiones fue el de 1987-1988, cuando la Cámara de Diputados contó con 72 comisiones ordinarias, ade­ más de aproximadamente 40 comisiones investigadoras, para una asamblea integrada por 180 diputados. Solo en vista de las comisiones ordinarias la proporción respecto del total de diputados era mayor a la tercera parte. En el periodo 2001-2003 la proporción era de casi la cuarta parte, con 28 comisiones para 120 congresistas. La tendencia regular y frecuente no ha sido hacia la disminución sino hacia el incre­ mento del número de comisiones. El número y nomenclatura de las comisiones es un tema que afecta severamente el desarrollo y organización del trabajo parlamentario con perio­ dicidad anual. Todos los años durante el mes de agosto se producen negociaciones para redefinir la nomenclatura y adscripción de los congresistas a una comisión. La modifica­ ción anual del cuadro y nomenclatura de comisiones, así como la pertenencia de los con­ gresistas a cada una de ellas es un factor de inestabilidad e ineficiencia en el Congreso. Ninguna organización soporta la remoción total, y además regular y periódica, de su es­ tructura organizacional en los cuadros de asesoramiento, estudio y dictamen. La frecuen­ cia cíclica de este procedimiento puede ser y considerarse como una expresión de la lige­ reza con la que se toma la responsabilidad de hacerse cargo de los intereses del Estado y de la comunidad. Quien pertenece a una comisión se compromete a conocer la temática y a ganar experiencia en el conocimiento de los problemas nacionales sobre los cuales de­ ben definirse las políticas públicas del Estado. La elección anual de la Mesa Directiva no debe significar la reestructuración y recom­ posición de todos los órganos del Congreso. Una vez definida la pertenencia de los con­ gresistas a una comisión, su adscripción debe permanecer firme y fija durante el periodo constitucional. Solo razones excepcionales debieran permitir que la composición varíe. Con menos razón debiera modificarse el número y nomenclatura de comisiones. La si­ tuación demanda un cambio decisivo y definitivo que lleve a mayor estabilidad en las co­ misiones ordinarias, las que para mantener la naturaleza de permanentes no debieran ser objeto de tanta fluctuación. Perder de vista este arreglo organizacional impide mejores ni­ veles de conducción y de sostenibilidad en los procesos por los que es funcionalmente res­ ponsable la corporación parlamentaria.

b) El incentivo para fijar el número de comisiones. Efecto de la dinámica existente Las comisiones ordinarias son el cuerpo especializado de representantes al Congreso que solicita y recaba información de diversidad de fuentes, que escucha a los involucra­ dos o afectados por las propuestas, que analiza las medidas a la luz del impacto que las iniciativas tienen en la sociedad, que discute las alternativas más allá de los alcances del propio texto de los proyectos, y que consensúa una evaluación y recomendaciones para consideración y decisión del Pleno. Independientemente de la lógica con la que se hiciera mínimamente racional la orga­ nización de las comisiones la tendencia ha sido la opuesta. Para empezar, la expectativa

de la doctrina ha tendido a justificar que la especialización sea la razón de ser de la divi­ sión del trabajo, independientemente tanto de la capacidad efectiva que los congresistas tengan de actuar como especialistas, como del impacto que el mayor número de comi­ siones especializadas genera en las posibilidades de los grupos parlamentarios de quedar adecuadamente representados en todas las comisiones. En segundo lugar, la experiencia parece mostrar que la demanda de los congresistas ha tendido a aumentar el número de comisiones a favor de la mayor especialización de cada una de ellas.

En el plano de los hechos, el objetivo institucional de las comisiones ordinarias se en­ frenta con la necesidad de las Mesas Directivas de afirmar las alianzas con las que llegan a su posición mediante el reconocimiento a los grupos parlamentarios que permiten la for­ mación y respaldan a la Mesa. Parte del costo de lograr ganar la elección es transferir es­ pacios de dirección en otros niveles de toma de decisión, entre los cuales se encuentran las comisiones ordinarias. Este respaldo, a su vez, debe compatibilizarse con una finali­ dad adicional, relacionada con la necesidad de conseguir que a través de las comisiones se apoyen una política acorde con la línea, planes y programas determinados por y de cada uno de los grupos parlamentarios. El concepto actual de la definición de la organización del sistema de comisiones ha sido que el mayor número de comisiones permite mejor la distribución de cargos directi­ vos entre los grupos parlamentarios. El cálculo del mayor o menor número de comisiones ha sido determinado a partir de la respuesta que se da a la pregunta, ¿cómo “pagar” el apo­ yo por el respaldo en la formación de la Mesa Directiva? La idea que gobierna este con­ cepto es que las comisiones permiten concentrar y dividir cuotas de poder. Se asume que las comisiones tienen como propósito repartir cargos para atender las expectativas tanto de los grupos parlamentarios como de los congresistas y para transferir las ventajas que la presidencia de una comisión pueda significar. Pero las exigencias de esta dinámica de repartir cargos directivos en las comisiones ordinarias entre los miembros de los grupos parlamentarios, en un Congreso fragmentado y sin una mayoría suficiente para dirigir, no carece de lógica. Existe un núcleo que fortalece esta tendencia, y este núcleo está relacio­ nado con la necesidad de formar una Mesa Directiva del Congreso a partir de la realidad de la fragmentación de grupos parlamentarios.

En la etapa deliberativa y negociadora es donde se concretan las fuerzas y energías de esta dinámica. La urgencia de crear gobierno y dirección en el congreso resulta ser un in­ centivo tanto para la proliferación de grupos parlamentarios como para aumentar el número de comisiones. Se genera así una lógica de negociación ineficiente si no destructiva y per­ versa: como el Congreso no tiene una mayoría clara y ninguna de las minorías pueden go­ bernar por sí sola el Congreso, se trata de generar alianzas entre las diversas minorías para afirmar la capacidad directiva de la Mesa Directiva en general y del Presidente del Con­ greso en particular. De manera que la alianza tenga mayores posibilidades de integración, el número de puestos en la Mesa Directiva debe ser el suficiente para que cada grupo par­ lamentario en la alianza tenga presencia. Una vez en la Mesa Directiva, los voceros de los grupos verán que el número de puestos en las directivas de las comisiones ordinarias sea proporcionalmente repartido entre todos los grupos parlamentarios (incluyendo aquellos

que no integran la Mesa Directiva) y, además, el suficiente para que los miembros de cada uno de los grupos parlamentarios que respaldan a la Mesa Directiva tengan presencia di­ rectiva en un número mínimo y proporcional de comisiones ordinarias.

Es esta la lógica que explica el aumento de cargos de vicepresidente en la Mesa Di­ rectiva del Congreso que, de contar con tres vicepresidencias en el periodo de 1993 has­ ta el 2001, pasa a cinco vicepresidencias de 2001 al 2006, y se reduce a tres desde agos­ to de 2006 hasta la fecha. Esta lógica explica también que el número de comisiones pase de 15 en el Reglamento del Congreso aprobado en 1995 hasta alcanzar 28 en el año 2002, y 24 en la actualidad(4). Con esta base de expectativas e incentivos y estos antecedentes es que los grupos par­ lamentarios llegan a la mesa de negociación. Como se refirió previamente, debe acordar el número de integrantes por Comisión, la asignación de puestos directivos de cada comi­ sión según la proporción y preferencias de cada grupo parlamentario, y la distribución de Comisiones según la proporción de cada grupo.

En consecuencia, con la lógica indicada, el problema central que enfrentan las comi­ siones para alcanzar sus objetivos y metas organizacionales es que son cuerpos que se di­ sipan y mutan con una aceleración riesgosa, impropia para atender necesidades del Estado

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Conviene anotar que 15 comisiones ordinarias era un número en sí mismo holgado para permitir que, la etapa de estudio y de generación de consensos que corresponde a esta etapa del proceso legislativo, operara efectivamente como un espacio y una instancia generadora de mayor valor y, por lo mismo, de conocimiento. Subir ese número a 28 supuso una acción contraria a la razón de ser de las comisiones ordinarias durante el desarrollo del proceso legislativo. El mayor número de comisiones, quizá en nombre de la mayor especialización de las comisiones entre las que se distribuye la carga de trabajo corporativo, lejos de mejorar la capacidad generadora de valor se convierte así en una traba para alcanzar su finalidad. Penosamente, la equívoca concepción del Congreso como una organización orientada al rendimiento y a la producción por cantidad o por volumen, ha llevado a utilizar métodos más adecuados más a las economías a escala que a los requerimientos particulares de necesidades que sólo el tipo de producción personal y artesanal es capaz de generar. El uso cada vez más intenso del mecanismo de exoneración de etapas mediante la simulación de sesiones virtuales de la Junta de Portavoces erosiona, grave y progre­ sivamente, la capacidad del sistema de generar conocimiento y de generar, igualmente, valor público en los procesos parlamentarios. Cada vez que se usa alegre, cándida y también irresponsablemente el proceso de exoneración de envío o de dictamen de comisiones, por ejemplo, se anula un paso indispensable del proceso legislativo en el cual se estudia el fundamento empírico, técnico y normativo de las propuestas. No es otra cosa que el desdén por el saber y por el conocimiento el que antepone la acción con malabares argumentativos que apelando al supuesto suficiente saber obvian la evaluación sobre si es la ley el medio idóneo para solucionar el problema de la realidad aislado, y si lo ley cuáles son los extremos que debe preverse en la redacción de la norma de manera que, no solamente disminuya cualquier tipo de ambigüedad inter­ pretativa y aplicativa, sino que además queden cubiertos los extremos involucrados en el contexto de la realidad que se pretende regular. Las razones anteriores fortalecen el argumento de que el excesivo número de comisiones no es el mé­ todo más racional para el estudio plural y consensuado de iniciativas en las comisiones ordinarias por los representantes de los grupos parlamentarios. Cuanto mayor es el número de comisiones es menor la posibilidad de que los aportes de los representantes de los grupos parlamentarios sean adecuadamente representativos de las posiciones de sus agrupaciones, antes que el planteamiento de propuestas de los miembros de la comisión desarticuladas y desalineadas de las posiciones de los grupos parlamentarios a los que los miembros de la comisión pertenecen.

y de la sociedad. La definición de políticas públicas y estatales no puede variar con tanta rapidez. La volubilidad de los representantes hace seria mella en el rendimiento de estos cuerpos que, en vez de convertirse en una fortaleza institucional que promueva el mejo­ ramiento de la calidad de las leyes, resulta operar como un lastre que impide la continui­ dad en la atención de los requerimientos legislativos de la república. La cantidad de energías perdidas todos los años durante el mes de agosto, en el pro­ ceso de definición y composición de los cuadros de comisiones, es un dispendio econó­ mico y humano. Y este dispendio no se limita a la transición anual que empieza en agos­ to, sino que continúa con el aprendizaje y adaptación que deben emprender los directivos y su personal, el que dura, óptimamente, hasta noviembre de cada año, lo cual suma des­ arreglos, aprendizajes y adaptaciones durante 3 meses por cada periodo legislativo. Te­ niendo en perspectiva las tareas y responsabilidades que deben ser atendidas por el Con­ greso, puede conceptuarse como un acto de frivolidad el acentuar la inestabilidad política e institucional sin reparar que el impacto y consecuencias de la práctica de cambiar anual­ mente todo el cuadro de comisiones no representa en realidad ventajas ni beneficios sig­ nificativos para el país, sino todo lo contrario. El principio a partir del cual se desarrolla la dinámica que concibe los puestos directi­ vos en las comisiones ordinarias como una tendencia hacia la que tienden los grupos par­ lamentarios de manera compulsiva, es la urgencia de los propios grupos parlamentarios de afirmar la capacidad directiva de una alianza que llega a la Mesa Directiva del Congre­ so. Por lo tanto, las mayorías insuficientes para dirigir el Congreso favorece la ampliación de cuotas tanto entre los puestos directivos en la Mesa Directiva, que llega a esa posición como consecuencia de las alianzas formadas en un Congreso atomizado y multipartidarizado, como entre los puestos directivos disponibles y por crear entre las directivas de las comisiones ordinarias. La lógica así creada incentiva tanto el mayor número de cargos en la Mesa Directiva del Congreso como el de cupos repartibles entre los cargos directivos en las comisiones ordinarias.

En la medida en que la práctica de esta lógica funciona, los representantes advierten que para contar con mayor reconocimiento y capacidad de influir en los procedimientos parlamentarios, necesitan crear su propio grupo parlamentario. Solo tener un grupo par­ lamentario permite la asignación de cuotas o cupos de dirección y poder en el Congreso. De este modo, la fragmentación original de un Congreso sin suficiente mayoría para di­ rigir por sí sola los procesos parlamentarios desarrolla una espiral perversa de afirmación del poder que desfavorece la eficiencia del trabajo parlamentario. Si la eficiencia se mide en términos de la capacidad de los grupos parlamentarios de tener suficientes niveles de representación en las comisiones ordinarias, concebir las comisiones ordinarias como es­ pacios de poder qué distribuir y asignar impide la propia representatividad de cada uno de los grupos parlamentarios, que cuanto mayor es su tendencia a crecer menores posibilida­ des tienen de estar adecuadamente representados en el mayor número de comisiones or­ dinarias que se crean para que cada grupo parlamentario cuente con representantes en las directivas de las comisiones ordinarias.

Como puede verse, el origen de la ineficiencia parece derivarse de la fragmentación en el Congreso. Esta fragmentación, a su tumo, es resultado directo tanto de la propia frag­ mentación de la voluntad política de la colectividad, como de la fórmula electoral que se sustenta no en el principio de la mayoría sino en el de la representación proporcional. La representación proporcional describe y agudiza la fragmentación y la pluralidad, en tanto que el principio mayoritario disimula y consolida la afirmación de bloques con tendencia a la bipartidarización, antes que al desarrollo del multipartidismo(5).

La razón de la remoción periódica del cuadro de comisiones y su reestructuración anual es la suposición de que la realidad organizacional debe cambiarse para atender me­ jor los intereses, preferencias o urgencias de los congresistas, que ven en su pertenencia a una comisión una oportunidad de proyectar mejor sus posibilidades representativas, de reconocimiento o afectar diferentes espacios de los sectores públicos cubiertos por cada una de las comisiones. La expectativa de incidir en la definición de diferentes áreas de las políticas públicas a partir de las comisiones, en el plano de los hechos, es más apariencia que realidad en el caso de quienes son solo miembros de la comisión, aunque sí se dan mayores posibilidades para quienes se desempeñan como presidentes de comisión. Re­ conocer este hecho debiera permitir que los cuadros y la nomenclatura permanezca firme durante cada periodo constitucional, aunque se permita la alternancia y rotación en los puestos directivos de las comisiones con frecuencia análoga a la que se realiza el cambio de Mesa Directiva. El ideal, sin embargo, es que ni la Mesa Directiva ni las directivas de las comisiones se modifiquen durante los cinco años que dura el periodo parlamentario. La temática competencial de las comisiones no es una materia que requiera revi­ sión anual. La necesidad de transferir beneficios a quienes respaldan a los candidatos a la Mesa Directiva, mediante la creación de comisiones o adjudicación de puestos directivo en ellas, no es un incentivo que limpie ni purifique de imperfecciones la organización y el sistema parlamentario peruano. Por esta razón debiera eliminarse como tema de delibe­ ración y negociación anual cuáles deben ser las nuevas comisiones ordinarias. El cuadro de comisiones debe acordarse una vez en cada periodo parlamentario y su modificación solo debiera proceder por razones excepcionales y especialmente calificadas. No es razón

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Las distorsiones que genera la matemática electoral son una consecuencia inevitable y difícilmente sub­ sanable en términos absolutos. El proceso de transformación de votos en cundes que realiza el método d'Hondt, por ejemplo, genera ventajas especiales para los partidos con mayor cantidad relativa de votos, en detrimento o perjuicio de los partidos con menor cantidad relativa de votos. Esta distorsión es tanto más grave cuanto menor sea el número de cúrales por distribuir. Si el número de representantes aumenta la distorsión tiende a disminuir. De ahí que, si bajo el mismo sistema de distritos múltiples y no único o nacional, el número de cúrales por circunscripción se duplicara, la aplicación del método d'Hondt minimizaría la brecha que se produce con la cantidad menor de escaños por repartir. El costo, naturalmente, será que, para que la voluntad popular quede más equitativamente representada se requerirá presupuestar costos corporativos adicionales a los actualmente reconocidos, a menos que se traslade los costos a los propios congresistas que dispondrán de menores recursos por persona que los actualmente presupuestados. En cualquier caso, el equilibrio no se alcanza sin el reconocimiento de que cualquier modificación en búsqueda de mejores beneficios colectivos supondrá también la inversión correspondiente de fondos públicos para pagar por el beneficio que se aspira a alcanzar. Es un caso en el que se aplica también el dicho de que no hay lonche gratis.

suficiente para crear comisiones la moda o ni la súbita aparición de un tema que interesa a la opinión pública. El Estado no puede dirigirse en vista de la transferencia o endose de ventajas para quienes apoyan en los procesos de definición de la autoridad. Esa dinámica es nociva porque se construye a partir del incentivo de la expectativa de dar para ganar, pero el dar y el ganar finalmente se concreta en el manejo inadecuado de los recursos, del tiempo, de las energías y de las instituciones estatales. No es difícil ver que el asunto del número y composición de las comisiones del Con­ greso no es una materia intrascendente. Es vital para la organización eficiente del trabajo parlamentario que el número de comisiones sea el adecuado para que las decisiones sean suficientemente estudiadas y conocidas por los integrantes de la Comisión, y también para que el debate y las mismas decisiones cuenten con el compromiso cierto y vinculante de los grupos parlamentarios apropiadamente representados en cada comisión.

Si el número de comisiones es muy elevado y si, además, el número de grupos parla­ mentarios es relativa y comparativamente muy numeroso en función del total de congre­ sistas en la asamblea, el resultado previsible es que los productos de las comisiones carece­ rán de un requisito indispensable de todo órgano parlamentario, como es la integración en la decisión corporativa de la representatividad de la pluralidad de grupos parlamentarios. Son dos elementos que juntos diluyen los niveles de consistencia en una decisión colectiva. Para que la acción colectiva sea eficaz es necesario que la información y análisis sea compartida por los agentes representativos de cada uno de los decisores. Si cada grupo es un agente de decisión, pero no está adecuadamente representado en las comisiones, es na­ tural que su concepción de una problemática determinada no quede satisfactoriamente eva­ luada ni acoplada en la propuesta colectiva que la comisión eleva al Pleno del Congreso.

c) Alternativa para optimizar el rendimiento y participación ¿Qué corresponde hacer para que las opiniones de las comisioríes integren la diver­ sidad de concepciones de los grupos parlamentarios? Lo central es que cada grupo parla­ mentario tenga asegurado un nivel confiable de representatividad en cada comisión, y que el proceso legislativo no abuse de las exoneraciones de envío a Comisiones ni de la dis­ pensa de los dictámenes de las Comisiones competentes.

Si los grupos no están bien representados los productos de la comisión serán propues­ tas frágiles y parciales. Un producto de esta naturaleza no es útil al Pleno. El Pleno requie­ re alternativas en las que la discusión de posiciones de grupos parlamentarios haya sido adecuadamente cubierta. Sólo si los miembros de las comisiones comparten con sus gru­ pos parlamentarios las materias sobre las que se dictamina o informa, y la posición que luego exponen en las comisiones es la posición representativa de lo que el grupo acuer­ da sobre el asunto, es posible que las decisiones de las comisiones sean decisiones repre­ sentativas de los grupos parlamentarios. No pueden ser dictámenes representativos los que aprueban las comisiones sin integrar las posiciones que transmiten los miembros de ellas a partir de la discusión y acuerdos que previamente han adoptado los grupos parla­ mentarios en su seno.

La capacidad de intercomunicar a los grupos con las comisiones supone una estruc­ tura que facilite la fluidez de la interacción. Este requisito impone una regla basada en la simplicidad. Cuando más compleja sea la tarea que tienen los miembros de las comisio­ nes para informar a sus grupos sobre la agenda y los temas en discusión en las comisiones a las que pertenecen, más ineficiente será su labor y, por lo mismo, mayor será la debili­ dad del impacto representativo que tendrán los dictámenes que se aprueban en las comi­ siones. Para que el requisito de la simplicidad se cumpla es previsible que el número de comisiones no sea mayor que el que exige una estructura basada en la capacidad de gene­ rar y de articular consensos políticos. El mayor número de comisiones complica las po­ sibilidades de coordinar al interior de los grupos la diversidad de temas que deben dicta­ minarse en las comisiones.

Por lo tanto, a mayor número de comisiones, menor fuerza de representatividad de los grupos parlamentarios. De modo similar, a mayor número de grupos parlamentarios me­ nor el número de congresistas de cada grupo disponible para representarlo ante una comi­ sión. De ahí que, igualmente, a mayor número de comisiones y mayor número de grupos parlamentarios, menor la capacidad de las comisiones de contar con productos colectivos satisfactoriamente deliberados por todos los grupos. El resultado previsible en estos su­ puestos es que un sistema de comisiones ineficientemente concebido y estructurado ten­ drá menos posibilidades de agregar valor en la cadena de producción de resultados organizacionales. Si las comisiones son el eje del proceso de estudio y el punto crucial en el proceso de gestión del conocimiento, cuando menor sea su capacidad de agregar valor, peores deben esperarse que sean los resultados organizacionales que tendrá capacidad de procesar y producir el régimen representativo en nuestro sistema democrático.

Si el menor número de comisiones no tiende a diluir sino por el contrario a afirmar y a robustecer la representatividad de los grupos parlamentarios, a la vez el menor número de comisiones tiene como efecto la imposibilidad de alcanzar niveles elevados de espe­ cialidad (a menor número de comisiones, mayor el espectro de cobertura y menor la es­ pecialización de cada comisión). Por lo tanto, la eficiencia del sistema de comisiones es tanto mayor cuanto menor sea el nivel de especialización de las comisiones. A más comi­ siones mayor exigencia de especialización. La oferta excesiva de especialización resulta una pretensión demasiado costosa, por­ que no hay demanda real que la requiera. Mantener un número innecesario de comisio­ nes ordinarias importa una decisión sobre la cual hay responsabilidad. Las comisiones de­ ben producir lo que el Estado necesita y producir con eficiencia, no con dispendio ni con derroche. En vez de buscar ahorros en el sistema de remuneraciones y estipendios de los representantes es más eficaz encontrarlos en decisiones que hagan estructural y organizacionalmente menos oneroso el manejo y gestión del proceso legislativo. Una vía es no generar gastos innecesarios creando más comisiones que las indispensables para cumplir con el proceso de estudio, análisis y dictamen de los proyectos de ley.

Siendo la naturaleza del mandato de representación de carácter político y no técnico, es comprensible que las posibilidades (no menos que la exigencia) de especialización de

un congreso integrado no por expertos, sino por delegados políticos de la colectividad, no sean muy grandes. Ello con menor razón habida cuenta que el número de congresistas es de solo 130. Por lo tanto, la formulación de un cuadro de comisiones especializadas con un número elevado de las mismas no es solo irreal en términos de la capacidad de atenderlas con congresistas especialistas en cada una de las áreas del conocimiento, sino que además el producto político de estas es insatisfactorio y deficitario en razón de la insuficiente ca­ pacidad material de los grupos parlamentarios de tener presencia en todas las comisiones.

El remedio para que los productos colectivos de las comisiones correspondan a la vo­ luntad corporativa de los grupos parlamentarios es, en primer lugar, definir como óptimo que el número de comisiones sea el mínimo necesario para que la diversidad de asuntos legislativos reciba el enfoque y la atención especializada que la diversidad de materias de iniciativa legislativa permita solventar. Ese mínimo número de comisiones asegura la ma­ yor representatividad de los grupos, y la atención especializada es asegurada por la divi­ sión del trabajo en razón de áreas centrales del conocimiento. Y, en segundo lugar, el remedio consiste en fijar como alternativa conservadora la de­ finición del máximo número de comisiones más allá del cual los niveles de eficiencia y rendimiento sean de dudosa confiabilidad. El máximo número de comisiones es fijable a partir de un criterio inherente a la naturaleza de la tarea propia de estos órganos: la posibi­ lidad efectiva de desempeñarse de manera directa y personal (excluyendo la delegación a personal profesional de asesores o técnicos de la confianza del congresista), pero además de manera enterada y responsable como miembro de cada una de las comisiones en las que debe analizarse el impacto que todas las iniciativas tienen en la sociedad.

Es difícil, en general, que un congresista pueda participar personal, informada y pre­ paradamente en más de dos comisiones, además de las demás funciones que le correspon­ de cumplir en el Congreso, ya sea en órganos representativos como la Comisión Perma­ nente, de dirección como el Consejo Directivo, o de coordinación parlamentaria como la Junta de Portavoces. Si perteneciera a más de dos comisiones sus posibilidades de parti­ cipación eficaz son muy débiles, porque difícilmente estará adecuadamente enterado de los problemas y alternativas derivados de cada uno de los asuntos que conocen las comi­ siones a las que pertenece. No hay quien pueda ufanarse, sin vanagloria, de tener la capacidad de dividir eficien­ temente su tiempo entre tres, cuatro o cinco comisiones ordinarias, además de todas las otras tareas que demandan su atención como representante, y a la vez mantenerse en con­ diciones de discutir un tema con conocimiento de causa y con conciencia de la naturale­ za e implicancias que el detalle de la normativa requiera prever. La acumulación de pues­ tos por un congresista no solo no es eficiente, sino que además desvirtúa el mandato que el electorado entrega a cada congresista de modo directo.

En cada periodo constitucional es posible que varíe el número de grupos parlamen­ tarios, así como la distinta proporción y fuerza entre cada uno de ellos. Teniendo en con­ sideración que el óptimo de una organización depende de la realidad de los recursos dis­ ponibles, y de su distribución y asignación en vista del principio de representación, es

conveniente tener presente que una definición constitucional o normativa de carácter fijo conduce a niveles potenciales de ineficiencia organizacional, es preciso sostener la defi­ nición del número eficiente de comisiones así como el de miembros de una comisión se­ gún la realidad del número de fracciones o grupos parlamentarios presentes en cada perio­ do constitucional y de la fuerza relativa y proporcional entre cada uno de ellos, teniendo presente la capacidad efectiva de los niveles confiables y responsables de atención de los congresistas a una comisión ordinaria, además de las otras comisiones y órganos del Con­ greso al que pertenezcan, y de las funciones representativas que están obligados de aten­ der de manera individual. Para definir el número de comisiones y de miembros de una comisión es necesario, por lo tanto, desarrollar un programa que defina los criterios para decidir a partir de las re­ laciones entre los grupos, de manera que el óptimo sea establecido tomando en conside­ ración las expresiones de la realidad, y no un prototipo inmodificable que favorezca antes la acumulación de ineficiencias que el desarrollo efectivo de la diversidad de funciones que cumple el Congreso. Un régimen o sistema de comisiones no puede rendir igual cuando los congresistas tie­ nen la obligación de pertenecer a 2 que a 5 comisiones, ni cuando los grupos parlamentarios están sobrerrepresentados en algunas comisiones y otros no tienen ninguna representación en otras. Las reglas del número de comisiones y de integración proporcional y represen­ tativa de los grupos por comisión deben ser parte del diseño e ingeniería de ese programa que permita ajustar estos números al comportamiento efectivo de la realidad, según el pro­ grama de prioridades y de principios a partir de los cuales deben tomarse las decisiones.

d) Máximo eficiente de comisiones respetando un mínimo de representación El óptimo deseable en un contexto de fragmentación partidaria en el Congreso es que cada grupo parlamentario pueda quedar representado con uno de sus miembros, cuando menos, en cada una de las comisiones, y que el número de estas comisiones no impida la atención y participación enterada, reflexiva y personal de los representantes de cada gru­ po parlamentario en la investigación, estudio y deliberación de los proyectos remitidos para su dictamen. Considerando que existieran 8 fracciones parlamentarias, como ocurrió en el Con­ greso durante agosto de 2003 y julio de 2006, entre las que se incluye a los no agrupados, y a que el criterio para determinar el número mínimo de comisiones es que a cada gru­ po parlamentario le corresponde tener por lo menos un representante en cada comisión, toda vez que el grupo con el menor número de miembros cuenta con 6 integrantes (requi­ sito mínimo según el Reglamento del Congreso para constituir grupo), en consecuencia el número mínimo de comisiones no debe ser menor de 6. En el supuesto extremo de que existieran no 8 sino 10 u 11 grupos parlamentarios, en una experiencia similar a la que aconteció en el período 2016-2021, el escenario implicaría que el número mínimo de co­ misiones no debiera ser menor a 11. La nomenclatura de las comisiones, en consecuen­ cia, debiera distribuir las materias según ese número. Una distribución de las funciones

legislativas entre 6 o 12 áreas básicas de organización corporativa permitiría un diseño como el que se consigna en los cuadros siguientes, en los que la comisión propuesta apa­ rece en la columna izquierda, y la relación de las comisiones que actualmente existen se indican en la columna derecha.

Una organización de esta naturaleza puede tomar como base la organización del siste­ ma de comisiones francés que, como se sabe, está integrado por cerca de 500 representan­ tes, quienes dividen su trabajo en solo seis comisiones. El Congreso peruano, con cuatro veces menos cantidad de representantes, no debiera tener mayores problemas de organi­ zación que la que se consigue en Francia, de donde se toma la definición de las seis co­ misiones que se muestra. La cuestión del número de comisiones resuelve un problema importante relativo a la estrategia de gestión del Congreso, que se origina por la inadecuada comprensión sobre la función de la distribución del trabajo entre los representantes. Usualmente se parte de dos supuestos erróneos. Que las comisiones se crean porque existen urgencias en la rea­ lidad social que requieren una atención singular y priorización por el Congreso, y que las comisiones son espacios de distribución de cupos entre quienes tienen vínculos con quie­ nes ocuparán puestos directivos en la organización del Congreso. Ambas ideas parten de supuestos equivocados.

Cualquier urgencia social puede, va y debe ser atendida con los mismos congresis­ tas, pero la atención no depende de cómo se designe a las comisiones, sino de la prioridad que se comprometan y estén convencidos que deban otorgarles a los temas priorizados en todos los procesos parlamentarios. La estructura orgánica solo es un medio que facilita y hace más eficiente la gestión para que se alcancen los objetivos priorizados. Los nombres de las comisiones no deben aumentar según aumentan los problemas de la realidad, ni se­ gún las modas que se imponen exógenamente. Pasa algo muy similar a lo que ocurre con la creación de tantos Ministerios en la estructura del Poder Ejecutivo, como surgen inte­ reses distintos en el desarrollo de la opinión pública. La virtud más importante de una organización establecida según criterios y priorida­ des estratégicas es que se reconoce que los recursos serán siempre limitados, y la esfe­ ra de los problemas que surjan o que llamen la atención pública tenderá a ser, contraria­ mente, ilimitada. Frente a ese dilema no puede dejar de tomarse una decisión eficiente, a menos de que la capacidad de organización y de producción no sea de importancia para quienes deben mostrar resultados concretos con el desempeño de la función representati­ va que les confía la colectividad. Es por ello que un criterio obligado para optimizar el rol político del Congreso es el fortalecimiento de la presencia y fuerza representativa de cada uno de los grupos parlamentarios en el debate y exposición de posiciones de los actores.

Cuanto más fuertes sean las partes, léase los grupos parlamentarios, a la vez mayor será la fuerza y confiabilidad que se genere con las decisiones que proponen las comisio­ nes. Debido a la significativa y especial gravitación que tienen las comisiones, cuanto me­ jor se comprenda que su fortalecimiento no se puede alcanzar sin la adecuada y efectiva representatividad de los grupos en ellas, también mejores serán los resultados que pueden

esperarse del trabajo de ambos estamentos: los grupos y las comisiones. Definitivamen­ te el camino para fortalecer políticamente el Congreso no es manida e insostenible prácti­ ca de mantener un número tan elevado de comisiones que es ineficiente para cumplir con los fines y objetivos que el Estado le fija al Congreso. Dada la situación sostenida con esa cultura representativamente frívola y volátil de dispendio de energía parlamentaria pro­ ductiva, el problema de gestión tiene una solución eficaz en la compactación del número excesivo de comisiones. En consecuencia, con las ideas precedentes, entre los criterios que sirven para agru­ par a las comisiones, se toma en cuenta la carga de trabajo relativa de cada comisión, la cantidad de horas sesionadas en un periodo legislativo, el número de dictámenes produ­ cido, y la mayor o menor similitud temática entre comisiones.

Cuadro N° 2 Conversión del Sistema de Comisiones (según el mínimo posible de comisiones) N°

1

2

Comisiones propuestas

Comisiones

Asuntos constitucionales y legales

• Constitución y Reglamento

Economía y Presupuesto

• Economía, Banca, Finanzas e Inteligencia Financiera

• Justicia y Derechos Humanos

• Presupuesto y Cuenta General de la República 3

Asuntos culturales, familiares y sociales

• Educación, Juventud y Deporte • Mujer y familia • Trabajo y Seguridad Social • Salud y Población • Inclusión social y personas con discapacidad

• Cultura y patrimonio cultural 4

Asuntos productivos y ambientales

• Agraria • Pueblos andinos, amazónicos, afroperuanos, ambiente y ecología

• Defensa del Consumidor y Organismos Reguladores de los Servicios Públicos • Energía y Minas • Producción, micro y pequeña empresa y cooperativas • Transportes y Comunicaciones • Vivienda y Construcción • Ciencia, innovación y tecnología 5

Descentralización

• Descentralización, Regionalización y Modernización de la Gestión del Estado

6

Asuntos Exteriores, Seguridad y Defensa

• Defensa Nacional, Orden Interno, Desarrollo Alternativo y Lucha contra las Drogas • Comercio Exterior y Turismo

• Relaciones Exteriores

Elaboración: propia

En la relación de comisiones queda excluida la Comisión de Fiscalización y Contraloria. El propósito es que el Congreso recupere su capacidad de control e investigación, mediante los medios naturales para la realización de esta actividad. La Comisión de Fis­ calización y Contraloría es un híbrido que distorsiona esta misión. Si bien se mantiene su existencia durante los casi últimos cinco lustros, su existencia también es símbolo de desajustes organizacionales cuya ineficiencia no termina de reconocerse. La superposi­ ción de finalidades legislativa y de control en una misma comisión diluye la capacidad de cumplir eficazmente ambas metas. Las comisiones investigadoras requieren una orga­ nización puntual en la que se concentre el trabajo para atender la materia que se investi­ ga. No es posible cumplir con la investigación cuando paralelamente las comisiones re­ ciben otros encargos del Pleno. Ese cumplimiento es tanto más difícil habida cuenta de la débil y poco representativa presencia de los grupos parlamentarios en cada comisión. Habiéndose estimado que el mínimo de comisiones ordinarias pudiera ser de 6, ¿cuál sería el número máximo de comisiones ordinarias que cabría crearse con una composición mínima de 20 o de 19 congresistas en cada una de ellas? En otras palabras, si cada comi­ sión ordinaria tuviera no menos de 19 o 20 congresistas (para que quede garantizada así la participación del grupo parlamentario con menor número de integrantes), ¿cuál sería el criterio para determinar el máximo número posible de comisiones ordinarias? Conside­ rando que el requisito de participación mínima queda cumplido cuando el grupo parlamen­ tario con el menor número de miembros está en condiciones de tener por lo menos un re­ presentante en una comisión, la pregunta es, entonces, ¿qué condiciones hay que atender para definir cuál es el máximo número de comisiones ordinarias que debe crearse de for­ ma que todos los miembros de todas las comisiones estén en posibilidades reales de apor­ tar y de participar adecuadamente en la labor de estudio y análisis en cada una de las co­ misiones a las que pertenecen?

A partir de la perspectiva del grupo parlamentario con el menor número de miem­ bros el total máximo de comisiones ordinarias sería de tantas comisiones ordinarias como miembros tiene el grupo. Sin embargo, los congresistas no solo deben pertenecer a las co­ misiones ordinarias, toda vez que pueden ser además miembros de la Mesa Directiva, del Consejo Directivo, de la Junta de Portavoces, de la Comisión Permanente, de la Subco­ misión de Acusaciones Constitucionales, de la Comisión de Etica Parlamentaria, así como de comisiones investigadoras o especiales.

En otras palabras, el objetivo no es solo definir el máximo de comisiones ordinarias según el número de miembros de un grupo parlamentario, puesto que cabe que haya más encargos en los que el grupo más pequeño deba asumir responsabilidades proporcionales.

Sin embargo, parte de los inconvenientes quedan solucionados con el recurso a la alter­ nativa de que no todos los órganos del Congreso sesionan a la vez. La consideración de esta opción permite coordinar y organizar el horario de sesiones y la participación en las comisiones ordinarias sin cruces.

Para definir y calcular el máximo número de comisiones debe considerarse como cri­ terio central la capacidad de trabajo en comisiones ordinarias. Las comisiones ordinarias no son la única responsabilidad representativa que corresponde atender a los congresistas. Ellos tienen otras tareas además del estudio y dictamen sobre proyectos de ley. Recordar este hecho es necesario para no enfocar el problema fuera de contexto. Definir el máxi­ mo número de comisiones ordinarias no es el único problema organizacional que atender. Ignorarlo llevaría a decisiones equivocadas. Por ello, en función de la carga de trabajo de cada comisión y de las responsabilidades que tiene cada congresista ante el Pleno y en su despacho personal, además de las que pudiera corresponderle en la Comisión Permanente o el Consejo Directivo, parecería razonable asumir que dos pueda ser un número adecua­ do y atendible de comisiones a las que debe pertenecer un representante. El tercer párrafo del artículo 34 del Reglamento del Congreso prescribe, sin embar­ go, que la distribución de los congresistas en las comisiones se racionaliza de modo que ningún congresista pertenezca a más de cinco comisiones ni menos de una, en­ tre Ordinarias, de Investigación y Especiales, de estudio y trabajo conjunto, ex­ ceptuando de esta regla a los miembros de la Mesa Directiva. De manera que, salvo que esta norma se modificara, habría que prever el número razonable máximo de dos comisiones ordinarias a las que podría pertenecer un congresista podría resultar exce­ sivo. En particular si, eliminando de la condición de comisión ordinaria a la Comisión de Fiscalización (con el objeto de que desaparezca la innecesaria duplicidad y compe­ tencia investigadora entre la comisión ordinaria de Fiscalización y las comisiones in­ vestigadoras conformadas con fines puntuales), se pretende que el Congreso recupere la normalidad en el ejercicio de la función de control que desarrollan las Comisiones de Investigación, dejando finalmente sin efecto el modelo de tutela y filtro centraliza­ do que se le encargó a la Comisión de Fiscalización durante la práctica iniciada en la década de los noventa.

En consecuencia, habría razones adicionales para considerar que incluso dos comi­ siones ordinarias ya pudiera ser una responsabilidad significativa que atender con capaci­ dad reflexiva y representativa para los congresistas y los grupos parlamentarios a los que pertenecen. En todo caso, dos comisiones ordinarias es, en efecto, una cantidad adecuada de encargos que encomendar a un congresista en la labor y función legislativa. Más que eso supondría el debilitamiento de su rol como representante y el sobredimensionamiento consiguiente del personal de su despacho congresal a través del desplazamiento de su responsabilidad en profesionales y técnicos a los que delegue el cumplimiento de tareas que el electorado no autorizó que delegue en nadie. Independientemente de las consideraciones que pudieran sugerir que sea solo una co­ misión ordinaria el máximo al que debiera pertenecer un congresista, postular un número

mayor de dos comisiones por congresista debilitaría riesgosamente su capacidad de parti­ cipar efectivamente. Ya sea por el simple hecho de que su asistencia no podría quedar ase­ gurada debido a cruces con otras responsabilidades simultáneas, como por el hecho inne­ gable de que para aprobar un dictamen es necesario ejercitar la función de representación de una manera personal y no a través de asesores, técnicos ni secretarias. El ejercicio cabal y pleno de la representación supone la responsabilidad de infor­ marse, estudiar, consultar, preguntar, contrastar, analizar y, sobre todo, debatir y razonar, intercambiando datos y argumentos con espíritu de búsqueda sincera y de concordia entre todos los representantes y grupos presentes en una comisión. Y esta labor demanda una dosis inabdicable de dedicación personal, demanda tiempo y demanda concentración. De­ dicación, tiempo y concentración que no son un recurso ilimitado entre los representantes al Congreso. Asumir como compromiso la pertenencia a más de dos comisiones ya es un acto riesgoso en general, aunque quepa ciertamente excepciones en ambos sentidos, sea porque la agenda de algunos congresistas es ya recargada con una comisión, como que por el tipo de estilo de algún otro congresista excluya otras funciones para priorizar su voca­ ción más legislativa que de otro carácter.

En el supuesto de que se admita que dos sea un número correcto de comisiones or­ dinarias por cada congresista, y siempre sobre la base del supuesto de que cada fracción parlamentaria debe pertenecer y participar por lo menos con un representante en cada co­ misión ordinaria, la misma lógica llevaría a fijar en 12 el número de comisiones ordina­ rias. Según el cuadro de comisiones vigente en el Congreso, el remedio supondría reducir de 24 comisiones a 12, donde quedaría eliminada, además, la Comisión de Fiscalización, con la finalidad de descentralizar y fortalecer el desarrollo de la función de control sin el paralelismo, la tutela, duplicidad, innecesaria competencia ni mediatización de una co­ misión permanente. Cuadro N° 3 Conversión del Sistema de Comisiones (según el máximo posible de comisiones) N°

Comisiones propuestas

Comisiones actuales

1

Constitución y Reglamento

• Constitución y Reglamento

2

Economía y Finanzas

• Economía, Banca, Finanzas e Inteligencia Financiera

3

Presupuesto y Cuenta General

• Presupuesto y Cuenta General de la República

4

Asuntos educativos y laborales

• Educación, Juventud y Deporte

• Trabajo y Seguridad Social • Ciencia, Innovación y Tecnología • Cultura y Patrimonio Cultural

Asuntos Agrarios y Ambientales

• Agraria

6

Descentralización y gobiernos locales

• Descentralización, Regionalización y Modernización de la Gestión del Estado

7

Asuntos productivos, de regulación y protección al consumidor

• Producción, Micro y Pequeña Empresa y Cooperativas

5

• Pueblos Andinos, Amazónicos y Afropenianos, Ambiente y Ecología

• Transportes y Comunicaciones

• Vivienda y Construcción • Energía y Minas • Defensa del Consumidor y Organismos Reguladores de los Servicios Públicos

8

Justicia y Derechos Humanos

• Justicia y Derechos Humanos

• Mujer y Familia • Inclusión Social y Personas con Discapacidad

Asuntos exteriores y migratorios

• Relaciones Exteriores

10

Defensa y Orden Interno

• Defensa Nacional, Orden Interno, Inteligencia, Desarrollo Alternativo y Lucha contra las Drogas

11

Salud, prevención y desarrollo social

• Salud y Población

Asuntos étnicos y culturales

• Cultura y Patrimonio Cultural

9

12

• Comercio Exterior y Turismo

• Seguridad Social

• Amazonia, asuntos indígenas y afroperuanos

• Juventud y Deporte

Elaboración: propia

El criterio de ordenación y sistematización es similar al señalado para el cuadro que sistematiza las 24 comisiones ordinarias en seis. La ordenación y sistematización toma en consideración la mayor o menor carga de trabajo demostrada en un periodo legisla­ tivo, donde la carga de trabajo se expresa no en la expectativa o demanda de resultados, sino en el rendimiento efectivamente obtenido y demostrado. Entre dichos logros y pro­ ductos cabe considerar, por ejemplo, la cantidad de horas sesionada y la cantidad efecti­ va de dictámenes emitidos.

Probablemente puedan encontrarse otros indicadores de rendimiento más finos en el futuro, en particular teniendo en consideración la calidad de los productos y no solamente su cantidad, así como la relación de rendimiento entre los recursos asignados y la calidad de sus dictámenes, o entre los productos concluidos y el uso eficaz de los insumos que de ellos haga uso el Pleno. En tanto se construyen esos indicadores, la propuesta que recoge el cuadro es un inicio para discutir la mejor organización del trabajo parlamentario en ge­ neral y del sistema de comisiones en particular.

e) Número de integrantes por Comisión (número o cupo de plazas disponibles por puesto) Ahora bien, una vez resuelto el número razonable y eficiente de comisiones ordina­ rias, los voceros de los grupos parlamentarios deben definir el número mínimo de inte­ grantes de cada comisión. Este proceso debiera realizarse solo una vez por cada periodo constitucional y modificarse únicamente como consecuencia de la recomposición de los integrantes y proporcionalidad de los diversos grupos parlamentarios. El criterio para encontrar el mínimo de miembros para cada comisión es el de la repre­ sentación asegurada para cada grupo parlamentario. La justa representación de cada grupo en cada comisión facilita la legitimidad de las decisiones parlamentarias. Sin los adecua­ dos niveles y calidad de representatividad de los grupos en las comisiones las decisiones de la corporación parlamentaria adolecen de calidad y valor político. El cálculo del número de miembros de cada grupo en cada comisión no es único y depende, además del número total de comisiones, del número de grupos parlamentarios y de la proporción existente entre ellos. El cuadro N° 4 es un ejercicio que permite simu­ lar cuál sería el número mínimo de miembros de una comisión en el que cada uno de los grupos parlamentarios tuviera un número proporcional de integrantes, sin menoscabo de su representatividad.

El juego consiste en determinar una base con un factor mínimo según el cual luego pueda proyectarse la proporcionalidad entre los grupos parlamentarios. La base de ese fac­ tor se logra definiendo la proporcionalidad entre los grupos dentro del Congreso de 130 miembros. El número de miembros de cada grupo genera la relación de proporcionalidad. Si el factor que asegura los mínimos de la base es el grupo que menor cantidad de congre­ sistas acredita, y ese factor es 3,85 (porque es el porcentaje que respecto de 130 miembros representa a los cinco integrantes de los grupos parlamentarios de la Célula Parlamentaria Aprista, la Bancada Liberal y de Unión por la República) entonces ese mínimo equivale a contar con un representante en una comisión cuyo total de integrantes será definido por el número de veces que la proporcionalidad respectiva de los demás grupos parlamenta­ rios contiene a ese factor. La proyección del total de miembros necesarios para que esos tres grupos parlamentarios cuenten por lo menos con uno de sus miembros en una comi­ sión, y que los demás grupos tengan una cantidad proporcional de miembros en esa co­ misión, se establece redondeando el cociente en función del factor que actúa como base para el mínimo de representatividad. El resultado al que se llega es a una comisión que no debe tener menos de 27 integrantes.

Cuadro N° 4 Distribución proporcional de puestos de Comisiones por grupo parlamentario (Según el factor mínimo de proporcionalidad intergrupal) Participación proporcional en la membresía de las comisiones ordinarias Estado a febrero de 2019 N°

(6)

(7)

Grupo Parlamentario

Integrantes

Proporcio’ nalidad(6>

Distribución según factor6 (7)

Asignación por aproximación

1

Fuerza Popular

55

42.31 %

11

11

2

Peruanos por el Kambio

11

8.46 %

2.2

2

3

Nuevo Perú

10

7.69 %

2

2

4

Frente Amplio

9

6.92 %

1.8

2

5

Cambio 21

8

6.15%

1.6

2

6

Alianza para el Progreso

8

6.15%

1.6

2

7

Acción Popular

6

4.62 %

1.2

1

8

Célula Parlamentaria Aprista

5

3.85 %

1

1

El método que se sigue en la práctica es calcular la proporcionalidad según el número de miembros de la Junta de Portavoces. Este órgano está integrado por un vocero por grupo parlamentario. Cada vocero representa al total de miembros del grupo del que es portavoz. No se incluye en el cálculo la cantidad de miembros del Congreso que no son miembros de ningún grupo parlamentario, porque los no agrupados no son parte de la Junta de Portavoces. La ventaja del método que se utiliza en este cuadro es que, al integrar a los no agrupados dentro del cálculo de la proporcionalidad es posible tener en consideración una demanda de participación ineludible, porque no solamente cada congresista no agrupado se interesará en ser miembro del mayor número de órganos del Congreso, sino que el propio Reglamento del Congreso reconoce el derecho de los congresistas de ser miembro, por lo menos, de una comisión ordinaria. Por esta razón, si la proporcionalidad integra también la cantidad de congresistas no agrupados se favorece el factor de la realidad que exigirá la asignación de puestos en los diversos grupos parlamentarios, no obstante no pertenecer a la Junta de Portavoces ni ser miembro de ningún grupo parlamentario. La distribución toma como base el porcentaje del grupo parlamentario con el menor número de miembros. En este caso los grupos parlamentarios de la Célula Parlamentaria Aprista, la Bancada Liberal, y Unidos por la República, que tienen 5 miembros. Si el porcentaje que les corresponde a estos grupos es de 3,85%, y este factor les asegura un puesto, para determinar el número total de miembros que debe tener una comisión debe proyectarse este factor a los demás grupos parlamentarios de manera que a cada uno le corresponda el número proporcional de miembros según la cantidad proporcional de cundes que les corresponda. La variación en el número de miembros de cada grupo parlamentario afectará, por lo tanto, la proporción de miembros que haya que respetar para mantener el criterio de distribución proporcional. En el cálculo del número mínimo de miembros de los órganos parlamentarios de modo que se satisfaga la condición de que el grupo con el menor número de integrantes tenga derecho por lo menos a un puesto en el órgano parlamentario se consideran los números enteros, no la aproximación decimal. Esta mención es necesario realizarla porque en el cálculo que se utiliza en la práctica parlamentaria el mínimo se estima a partir del redondeo. Por lo tanto, el 0,5 da derecho a un puesto y así sucesivamente.

9

Bancada Liberal

5

3.85 %

1

1

10

Unidos por la República

5

3.85 %

1

1

11

No Agrupados

8

6.15%

1.6

2

130

100 %

26

27®

TOTAL

Fuente: Departamento de Relataría, Agenda y Actas del Congreso de la República Elaboración: propia

En el cuadro precedente se nota que para el total de congresistas que es de 130, el máximo obtenible sería de 27 congresistas por comisión, eliminando las fracciones infe­ riores a medio punto y redondeando hacia el número superior las fracciones iguales o ma­ yores a medio punto. A partir de estos datos se deduce que, si las comisiones ordinarias son 6, y cada una tie­ ne 27 miembros, el total de puestos por asignar entre los grupos parlamentarios siguiendo el criterio aproximativo de la última columna sería de 162. Si, por otro lado, las comisio­ nes ordinarias son 12, con igual número de miembros por comisión, el número de puestos por ocupar y distribuir entre todos los grupos parlamentarios sería de 324. Estos números no son exactos y pueden adecuarse con pequeños ajustes sin necesidad de alterar la pro­ porcionalidad entre cada uno de los grupos parlamentarios. Lo importante es llegar a co­ nocer cuál es el máximo posible de puestos por distribuir de manera proporcional de forma que todos los grupos aseguren una representatividad efectiva en el sistema de comisiones. Fuera del modelo que se propone, en la práctica ocurre que la Junta de Portavoces se convierte en el lugar en que se decide el número de comisiones, el número de miembros de cada comisión, y el número de puestos directivos que le corresponde a cada grupo par­ lamentario. A título de ejemplo, en el cuadro siguiente se presenta el caso que se registró históricamente al inicio de la Segunda Legislatura del período 2018-2019, en pleno proce­ so de migración y reconformación de los grupos parlamentarios, cuando aún no había con­ cluido ni el año legislativo, no había terminado de comunicarse formalmente la aceptación*

(8)

Téngase presente que los 27 miembros como número mínimo de miembros por órgano parlamentario se calcula tomando como base que el grupo con el menor número de miembros (independientemente del número mínimo que prescribe el Reglamento del Congreso, que es de 5 congresistas), al que le correspondería un cupo en un órgano parlamentario. El punto de partida, por lo tanto, no es la fracción decimal redondeada, sino la unidad o un número superior a la unidad. Por otro lado, el número estimado como base para la composición de un órgano parlamentario permite e incluye la participación de los congresistas no agrupados. A diferencia del método practicado en la orga­ nización parlamentaria el número de miembros del modelo propuestos sí toma en consideración el efecto de la participación de los congresistas no agrupados. La ventaja de este procedimiento es que se cuenta con un número de miembros por órgano parlamentario que deben reservarse para todos los congresistas no agrupados, de forma que así no tenga que recurrirse a la concesiva generosidad de los grupos parlamentarios que ceden cupos que les corresponde y que no tienen capacidad de usar. Adicionalmente, cabe complementar el método utilizado como propuesta con el que se usa en la práctica si, para el caso particular de algún órgano parlamentario, es necesario disminuir la cantidad de miembros. En ese supuesto cabe recurrir a modos de distribución basados en proporciones decimales inferiores a la unidad.

de las renuncias a las diversas fracciones parlamentarias, ni había concluido el intento de conformar más grupos parlamentarios además de los que consiguieron constituirse como consecuencia de las disposiciones contenidas en las STC 6-2017-PI, y 1-2018-PI, y de la Resolución del Presidente del Congreso 8-2018-2019-P/CR. El cuadro gráfica la clasifi­ cación que realiza la Junta de Portavoces en enero de 2019, según el interés que recogen los voceros de los miembros de los distintos grupos parlamentarios.

Cuadro N° 5 Participación según el número de miembros en los 28 órganos parlamentarios Estado a febrero de 2019 Grupo Parlamentario

Proporcionalidad

Número de miembros por comisión 19°l)

24 en 21 20 19 la cual se ratifica el alcance de la facultad de investigar a particulares por he­ chos de interés público, en la cual se facultaba al Congreso de la República a evaluar los actos privados de alcance patrimonial del ex Presidente Alejandro Toledo Manrique, los cuales estaban siendo evaluados también en el ámbito ju­ dicial y sobre el cual se estableció una orden de extradición a los Estados Uni­ dos para que sea trasladado hacia Perú(18).

Consecuentemente, la actividad de evaluación de la función parlamentaria ha sido delimitada jurisprudencialmente, pero ello no ha condicionado el hecho de que se hayan conformado Comisiones de Investigación09) a cada expresidente de la República desde la reapertura de la democracia en 1980 hasta la actualidad. En este ámbito el expresidente de la República que registra un mayor número de pro­ cedimientos parlamentarios de investigación00) es Alan García Pérez, superando a Alber­ to Fujimori Fujimori, por los siguientes hechos: a)

Situaciones de Violaciones de Derechos Humanos, respecto de los casos de la Masacre de Accomarca (1985), el caso El Frontón (1986), Masacre de Cayara (1988), entre otros.

b)

Situaciones de corrupción respecto de acción directa en cada ejercicio presiden­ cial: Caso BCCI, Caso venta de aviones Mirage, Caso Dólar MUC, durante el I Gobierno; Caso Colegios Emblemáticos, Caso Estadio Nacional, Caso Tren Elécdtrico, durante el II Gobierno00.

c)

Situaciones de corrupción de funcionarios vinculados a su entorno próximo: Caso Faenones en Petroperú.

(16) GARCÍA CHÁVARRI, Abraham. “Cuando las prerrogativas parlamentarias favorecen la impunidad. Algunas anotaciones críticas a la labor del Congreso”. En: Derecho