Introducción a los estudios históricos

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C. V. LANGLOIS

- C. SEIGNOBOS

INTRODUCCION A LOS

ESTUDIOS HISTORICOS

EDITORIAL LA PLEYADE BUENOS AIRES

Título del original francés INTRODUCTION AUX ÉTUDES HISTORIQUES

Traducción de DOMINGO VACA

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 © by EDITORIAL LA PLÉYADE — Sarandí 748 — Buenos Aires

Impreso en la Argentina — Printed in Argentina

ADVERTENCIA

El título de esta obra es claro. No obstante, es necesario de­ cir claramente lo que hemos querido y lo que no hemos que­ rido hacer, porque con el mismo título de “Introducción a los estudios históricos”, se han publicado ya libros muy diferentes. No hemos querido presentar, como W. B. Boyce,1 un resumen de la historia universal destinado a los principiantes y a los que quieren aprender de prisa. No hemos querido enriquecer con un número la bibliografía tan abundante de la que se acostumbra a llamar “Filosofía de la historia”. Pensadores que en su mayor parte no son histo­ riadores de profesión, han hecho de la historia objeto de sus reflexiones, han buscado en ella las “semejanzas” y las “leyes”, y algunos han creído descubrir “las leyes que han presidido al desenvolvimiento de la humanidad” y “constituir” así “la his­ toria como ciencia positiva”.i2 Estas vastas construcciones abs­ tractas Inspiran, no solamente al público, sino a los espíritus cultos, una desconfianza invencible a priori. Fustel de Coulanges, dice su último biógrafo, era severo con la Filosofía de la historia; tenía por estos sistemas la misma aversión que los positivistas por los conceptos puramente metafísicos. Con ra­ zón o sin ella (sin ella, indudablemente) la Filosofía de la his­ toria, no habiendo sido cultivada solamente por personas bien informadas, prudentes, de inteligencia fuerte y sana, está des­ acreditada. Que los que la temen, lo mismo, por otra parte, que i W. B. Boyce, Introduction to the study of histcry, civil, ecclesiastical and literary. z Así, por ejemplo, P. J. B. Buchez, en su Introduction á la Science de l’histoire.

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los que por ella se interesan, estén advertidos, no se tratará aquí de esa ciencia.3 Nos proponemos examinar las condiciones y los procedimien­ tos, e indicar el carácter y los limites del conocimiento efi his­ toria. ¿Cómo se logra saber, del pasado, lo que es posible y lo que importa saber? ¿Qué es un documento? ¿Cómo se manejan los documentos para escribir historia? ¿Qué son los hechos his­ tóricos? ¿Cómo agruparlos para formar la obra histórica? Todo el que se ocupe de historia realiza, más o menos inconsciente­ mente, operaciones complicadas de crítica y de construcción, de análisis y de síntesis. Pero los principiantes y la mayor parte de las personas que no han reflexionado nunca sobre los princi­ pios del método de las ciencias históricas, utilizan para efectuar estas operaciones procedimientos instintivos, que no siendo en general racionales, no conducen comunmente a la verdad cien­ tífica. Conviene, por tanto, dar a conocer y justificar lógicamen­ te la teoría de los procedimientos verdaderamente racionales, afirmada desde este momento en algunas de sus partes, toda­ vía sin concluir en puntos de capital importancia. Así la presente Introducción a los estudios históricos está con­ cebida, no como un resumen de hechos adquiridos o un sistema de ideas generales relativas a la historia universal, sino como un ensayo acerca del método de las ciencias históricas. He aquí el motivo de que la hayamos creído oportuna, y el propósito con que hemos resuelto escribirla.

3 La historia de los intentos realizados para comprender y explicar filo­ sóficamente la historia de la humanidad ha sido emprendida, como se sa­ be, por Roberto FHnt. Este autor ha publicado ya la historia de la Filoso­ fía de la historia en los países de lengua francesa, con el título de Historical Philosophy in France and French Belgium and Switzerland. Edinburgh-London. Es el primer volumen de la nueva edición amplia­ da de su Historia de la Filosofía de la historia en Europa, publicada hace ya varios años. Véase la parte retrospectiva (o histórica) del libro de N. Marselli, La Scienza della storia, I, p. 1. La obra original más considerable que ha aparecido en Francia después de la publicación del repertorio analítico de R. Flint, es la de P. Lacombe. De Vhistoire considérée comme Science. Véase Revue critique, I, p. 12. I, p. 132. (Hay versión castellana.]

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I Los libros que tratan de la metodología de las ciencias his­ tóricas no son mucho menos numerosos, pero no gozan de mejor fama que los que versan sobre Filosofía de la historia. Los es­ pecialistas los desdeñan. Resumía una opimón muy corriente el sabio que decía, según se refiere: “Queréis hacer un libro acerca de la Filología, haced más bien una buena obra de esta ciencia. Por mi parte, cuando me preguntan: ¿Qué es la Filolo­ gía?”, respondo: “Lo que yo hago”.-* No quería decir, y no decía más que algo muy sabido el ciítico que, hablando del Manual de la ciencia de la historia, de J. G. Droysen, se expresaba en estos términos: “En tesis general, los tratados de este género son forzosamente a la par oscuros e inútiles: oscuros, puesto que no hay nada más vago que su objeto; inútiles, porque se puede ser historiador sin preocuparse de los principios de la metodología histórica que tienen la pretensión de exponer”.** Los argumentos de los que ponen en duda el valor de la metodología parecen bastante poderosos. Se reducen a las siguientes proposiciones. “De hecho, hay gentes que ponen manifiestamente en práctica los buenes métodos y que tcdo el mundo reconoce como eruditos o historiadores de primer orden, sin haber estudiado jamás los principios del método, y reciprocamente, no se sabe que los que han escrito en calidad de lógicos acerca de la teoría del método histórico, hayan adquirido por este hecho, como eruditos o como historiadores, ninguna superioridad” y aún algunos son notoria­ mente eruditos o historiadores del todo incapaces o medianos. Nada tiene de sorprendente. ¿Es que antes de hacer en química, en matemáticas, en las ciencias propiamente dichas, investi­ gaciones originales, se estudia la teoría de los métodos que se 4 Revue critique d’histoire et de littérature, I, pág. 165s Ibidem, U, pág. 295. Véase Le Moyen Age, X. pág. 91. “Eteos libros (los tratados de método histórico) no son casi leídos por aquellos a quie­ nes podrían ser útiles, es decir, los aficionados que dedican sus ocios a hacer investigaciones históricas, y en cuanto a los eruditos de profesión, en las lecciones de los maestros han aprendido a conocer los instrumentos de trabajo y la manera de utilizarlos, sin contar con que el método histó­ rico es el mismo que el de las demás ciencias de observación, y que pue­ de decirse en pocas palabras en qué consiste..."

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aplican en dichas ciencias? ¡La crítica histórica!, si el mejor medio de aprenderla es practicarla, si asi se aprende suficien­ temente.4 Juntad, por otra parte, los escritos que existen acerca del método histórico, y aún los más recientes, los de J. G. Droystn, E. A. Freeman, A. Tardif, U. Chevalier, etc., y no obtendréis, en punto a ideas claras, más que verdades evidentes por si mismas, verdades de Pero Grullo’ Reconocemos gustosos que no todo es falso en esta manera de ver, que la Inmensa mayoría de los escritos acerca del mé­ todo de investigación en historia y sobre el arte de escribir la historia —lo que se llama, en Alemania y en Inglaterra, el Histortk— son superficiales, insípidos, ilegibles, y que los hay ridiculos? En primer lugar, los anteriores al siglo xix. anali« Sin duda en virtud de este principio de que el método histórico se enseña solamente con el ejemplo. L. Harían! ha tenido la humorada de titular Corso pratico di metodología delta storia una disertación acerca de un punto especial de la historia de la villa de Fermo. Véase el Archivio delta Societá romana di storia patria, Xin, pág. 211. 7 Véase la nota relativa al opúsculo de EL A. Freeman, The methods of historical study, en la Revue critique, I, pág. 376. “Este opúsculo, dice el critico, es trivial j sin fondo. En ¿1 se ve “que la historia no es un es­ tudio tan fácil como el necio vulgo piensa, que toca a todas las ciencias, y que el historiador verdaderamente digno del nombre de tal debería sa­ berlo todo, que la certeza histórica es imposible de lograr, y que. para acercarse a ella todo lo posible, hay que recurrir sin cesar a las fuentes originales, que precisa conocer y leer con frecuencia a los mejores hiato, liad ores modernos, pero sin tener nunca lo que han escrito por articulo de fe. Y eso es todo.** De donde se deduce que Freeman “enseñaba mejor sin duda el método histórico en la práctica que lo que ha conseguido ha. cerlo con la teoria". Léase Bouvard et Pécuchet. de O. Flanbert. Se trata de dos imbéciles, que entre otros proyectos forman el de escribir historia. Para ayudarles, uno de sus amigos les envía (pág. 156) “reglas de critica tomadas del Curso de Daunou**, a saber: “Citar como prueba el testimonio de las mu­ chedumbres. mala prueba, porque no están presentes para responder. — No admitir las cosas imposibles, y se hizo ver a Pausanias la piedra tragada por Saturno. — Tened en cuenta la habilidad de los falsarios, el interés de los apologistas y de los calumniadores*’. La obra de Daunou contiene muchas perogrulladas tan patentes y más cómicas todavía que éstas. 8 R. Flint. ob. cít., pág. 15. se felicita de no tener que estudiar la bi­ bliografía del Historia, porque “gran parte de ella es tan trivial y super­ ficial que me parece difícil haya servido ni siquiera a personas de escasa cultura, y ciertamente hoy puede ser relegada a benévolo olvido**. Sin embargo, R. Flint ha incluido en su libro una lista sumarla de los principales monumentos de esa bibliografía en los países de lengua fran­ cesa desde su origen. Una noticia más general y completa (aun cuando también muy sumarla) de dicha bibliografía en todos los países se incluye

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zados prolijamente por P. C. F. Daunou en el tomo VII de su Curso de estudios históricos,* 910 12son casi todos simples tra­ 11 tados de retórica, pero de una retórica anticuada, en la que se discuten con gravedad los problemas más chuscos.1** Dau­ nou se burla de ellos lindamente, pero él no ha dado más pruebas de buen sentido en su monumental obra, que hoy no parece mucho mejor, y no es ciertamente más útil, que las pro­ ducciones antiguas.11 En cuanto a los modernos, es cierto que no todos han sabido esquivar los dos escollos del género, la oscuridad y la trivialidad. El Grundriss der Historik, de J. G. Droysen, traducido al francés con el título de Précis de la Science de Vhistoire (París, 1888, en 8*?), es pesado, pedantesco y confuso más de lo que puede imaginarse; w Freeman, Tardif, Chevalier, no dicen nada que no sea elemental y esté pre­ visto. Se ve todavía a sus émulos discutir indefinidamente cues­ en el Lehrbuch der historischen Methode, de E. Bernhelm. págs. 143 y slgts. [Hay versión castellana.} —Fllnt (que ha conocido algunas obras que pasaron inadvertidas para Bernhelm), se detiene en el afio 1893. Bernhelm en el 1894. Desde 1889, se lee en los Jahresberichte der Gcschichtswissenschaft una noticia periódica de los escritos recientes acerca de la metodología histórica. 9 Este tomo VII se publicó en 1844. Pero el célebre Curso de Daunou se dio en el Colegio de Francia desde 1819 a 1830. 10 Los italianos del Renacimiento (Mylseus, Francesco Patrlzl, etc ), y los autores de los siglos con posterioridad a ellos, se preguntan cuáles son las relaciones de la historia con la dialéctica y con la retórica, a cuán, tas leyes está sujeto el género histórico, si es conveniente que el historia­ dor refiera las traiciones, las maldades, los crímenes, ios desórdenes, si la historia puede acomodarse a otro género que a lo sublime, etc. Los únu eos libros sobre el Historik, publicados con anterioridad al siglo xnc. que acusan un esfuerzo original para abordar los verdaderos problemas, son los de Lenglet du Fresnoy, Méthode pour ¿tudier l’histoire. Paria. 1713; y de J. M. Chladenius, Allgemeine Geschichtswissenschaft, Leipzig. 1752. El de Chladenius ha sido citado por E. Bernhelm, ob, ctt.. pág. 166. 11 No siempre ha dado pruebas de buen sentido, poique se lee en el Cours d'études historiques (VII. pág. 105), a propósito del tratado De Vhistoire, publicado en 1670 por P. Le Moyne, obra muy floja, en que se notan sintomas de senilidad: “No pretendo adoptar todas las máximas, todos los preceptos que este tratado encierra, pero creo que después del de Luciano es el mejor que hemos visto, y dudo mucho que ninguno de los que nos resta por conocer se eleve al mismo grado de filosofía y de orlgl. nalidad”. El P. H. Chérot ha juzgado mejor el tratado De Vhistoire, en su £tude sur la vie et les ceuvres du P. Le Moyne, págs. 406 y slgts. 12 E. Bernhelm declara, no obstante (ob. ctí., pág. 177), que este opúsculo es el único, en su opinión, “que está a la altura actual de la ciencia**.

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tiones ociosas, si la historia es un arte o una ciencia, cuáles son los deberes de la historia, de qué sirve, etc. Por otra parte, es observación indudablemente exacta que casi todos los eruditos, y casi todos los historiadores de hK>y, están formados, desde el punto de vista del métcdo, por la sola práctica o la imitación y el manejo de los buenos anteriores. Pero de que muchos escritos acerca de los principios del método justifiquen la desconfianza que generalmente se tiene por obras de esta especie, y de que la mayor parte de las gen­ tes del oficio hayan podido prescindir sin Inconveniente visible de reflexionar sobre el método histórico, resulta excesivo, en nuestra opinión deducir que los eruditos y los historiadores (y sobre todo los futuros eruditos y los futuros historiadores) no tengan necesidad alguna de darse cuenta de los procedimientos del trabajo histórico. En efecto, la bibllografia metodológica no carece toda de valor, se ha formado lentamente un caudal de agudas observaciones y de reglas precisas, seguidas por la experiencia, que no son de simple sentido común.13 Y si hay personas que por don natural razonan siempre bien sin ha­ ber aprendido a razonar, sería fácil oponer a estas excepcio­ nes los casos innumerables en que el desconocimiento de la lógica, el empleo de procedimientos irracionales, la falta de reflexión acerca de las condiciones del análisis y de la sinte­ sis en historia, han hecho desmerecer los trabajos de los eru­ ditos y de los historiadores. En realidad, la historia es sin duda la disciplina en que se necesita más que los que trabajan tengan conciencia clara del métcdo de que se sirven. La razón es que en historia los pro­ cedimientos de trabajo instintivos no son, nunca pedriamos repetirlo demasiado, procedimientos racionales, que se necesi­ ta, por tanto, cierta preparación para resistirse al primer im­ pulso. Además, los procedimientos racionales para alcanzar el conocimiento histórico difieren tanto de los procedimientos de las otras ciencias, que es necesario darse cuenta de sus carac­ teres excepcionales para defenderse de la tentación de apli13 R. Flint dice muy bien (ob. cit., pág. 15): “El proceso de la obra histórica ha sido en conjunto un avance desde las reflexiones vulgares so­ bre los acontecimientos históricos hasta la comprensión filosófica de las condiciones y evoluciones de que depende la formación de la ciencia his­ tórica”.

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car a La historia los métodos de las ciencias ya constituidas. Asi se explica que los matemáticos y los químicos puedan pres­ cindir, más fácilmente que los historiadores, de “introducción” a sus estudios. No hemos de insistir más en la utilidad de la metodología histórica, porque es evidente que sin razón ha sido puesta en duda. Pero hay que explicar los motivos que nos han inducido a escribir la presente obra. Desde hace cincuenta años, gran número de hombres inteligentes y sinceros han meditado sobre el método de las ciencias históricas. Naturalmente, hay entre ellos muchos historiadores, profesores de Universidad, mejor si­ tuados que otros para conocer las necesidades intelectuales de la juventud, pero también lógicos de profesión, y hasta nove­ listas. Fustel de Coulanges ha dejado en la Universidad de París una tradición relativa al particular: “Se esforzaba, dicese,1415en reducir a fórmulas muy precisas las reglas del mé­ todo..., no había nada que le pareciera más urgente que en­ señar a los investigadores a llegar a la verdad”. Entre estos hombres, unos, como Renán, se han contentado con enunciar observaciones, al paso, en sus obras generales o en escritos cir­ cunstanciales,10 otros, como Fustel de Coulanges, Freeman, Droysen, Lorenz, Stubbs, de Smedt, von Pflugk-Harttung, etc., se han tomado el trabajo de exponer, en opúsculos especia­ les, sus ideas sobre la materia. Hay buen número de libros, de “lecciones de apertura de curso”, de "discursos académicos” y de artículos de revistas, publicados en todos los países, pero especialmente en Francia, en Alemania, en Inglaterra, en los Estados Unidos y en Italia, acerca del total y las diversas partes de la metodología. Se dice uno que no seria ciertamen­ 14 P. Gulrand, en la Reove des Deux Mondes, pág. 75. 15 Ernesto Renán ha dicho Alguno de la* ooeeg más Justas y firme* que ae han escrito acerca de la* ciencia* histórica* en L’Aventr de la Science, escrito en 1848. le Algunas de las observaciones mis ingeniosas, las más tópicas y de alcance más general, acerca del método de las ciencias históricas, se han formulado hasta aquí, no en los libras do metodología, sino en las revis­ tas —de ello es el prototipo la Revue critique d'histoírs ct de Uttératuro— consagradas a la crítica en los libros nuevos de historia y de erudición. Es tarea en extremo conveniente recorrer la coieccción de la Reme criti­ que, fundada en Paria en 1887. “para Imponer el respeto al método, eje. cutar los malos libros, reprimir los extravíos y el trabajo inútil".

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te trabajo inútil coordinar las observaciones dispersas y como perdidas en tantos libros y folletos. Pero ya no hay que hacer este atractivo trabajo, recientemente ejecutado con el mayor cuidado. Ernesto Bernheim, profesor en la Universidad de Greifswald, ha recogido datos de casi todos los escritos modernos acerca del método histórico, y lo ha hecho con provecho, agru­ pando en fáciles clasificaciones, nuevas en gran parte, gran nú­ mero de consideraciones y de referencias escogidas. Su Lehr­ buch der historischen Methode,11 condensa, a la manera de los Lehfbücher alemanes, la bibliografía especial del asunto que trata. No hemos tenido intención de empezar otra vez el tra­ bajo que tan bien ha sabido realizar. Pero nos ha parecido que no todo estaba dicho después de su laboriosa y sabia recopi­ lación. En primer lugar, Bernheim trata ampliamente de pro­ blemas metafísicos que creemos desprovistos de interés, y en cambio no se coloca jamás en puntos de vista, críticos o prác­ ticos, que tenemos por muy interesantes. Luego, la doctrina del Lehrbuch es razonable, pero carece de vigor y de originalidad, finalmente, no se dirige al público en general, permanece in­ abordable (por el idioma en que está escrito y por la forma) a la inmensa mayoría de los estudiosos franceses. Esto basta pa­ ra justificar el designio que hemos concebido de escribir la pre­ sente obra en lugar de recomendar simplemente la de Bern­ heim.1®

II

Esta Introducción a los estudios históricos no tiene la pre­ tensión de ser, como el Lehrbuch der historischen Methode, un tratado de metodología histórica.1® Es un bosquejo sumario. Hemos empezado a escribirle, a principios del curso de 1896-97, para advertir a los estudiantes nuevos de la Soborna qué son y deben ser los estudiosos históricos. 17 La primera edición del Lehrbuch es de 1889. 18 Lo mejor que hasta aquí se ha publicado en francés, acerca del mé­ todo histórico, es un folleto de Cb. y V. Mortet. La Science de l’histotre, de 88 páginas, tirada aparte del tomo XX de la Grande Encyclopédie. 19 Uno de nosotros (M. Selgnobos) se propone publicar más adelante un tratado completo de metodología histórica, si hay público para una obra de este género.

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Hemos afirmado hace mucho tiempo, por experiencia, la ur­ gente necesidad de advertencias de esta clase. La mayor par­ te de los que se dedican a la historia, en efecto, lo hacen sin saber la causa, sin haberse preguntado jamás si tienen apti­ tud para los trabajos históricos, cuya naturaleza frecuentemen­ te desconocen. Por lo general, si se deciden por esta profesión, lo hacen por los motivos más fútiles, porque han obtenido bue­ nas notas en esta asignatura en el colegio; 20 porque sienten por las cosas del pasado la especie de atractivo romántico que en otro tiempo decidió, dicese, la vocación de Agustín Thierry, a veces también porque tienen la ilusión de que la historia es una disciplina relativamente fácil. Importa seguramente que estas vocaciones no razonadas se aclaren y pongan a prueba cuanto antes. Habiendo dado una serie de conferencias a novicios en ca­ lidad de “Introducción a los estudios históricos", hemos pen­ sado que, revisándolas previamente, estas conferencias podrían aprovechar a otres que ya no lo son. Los eruditos y los histo­ riadores de profesión no aprenderán nada en ellas, es indu­ dable, pero, si solamente las juzgaran motivo para reflexiones personales acerca de la profesión que algunos de ellos practi­ can de una manera mecánica, seria ya grande el provecho. En cuanto al público, que lee los trabajos de los historiadores, ¿no es de desear que sepa cómo se hacen, para que esté más en disposición de juzgarlos? Por tanto, no nos dirigimos solamente, como Bernhelm, a los 20 Nunca podría afirmarse demasiado que loa estudios históricos, tal como se han hecho en el liceo, no suponen las mismas aptitudes que ¡os mismos estudios, tal como se hacen en la Universidad y en la vida. — Ju­ lián Havet, que se consagró más tarde a estos trabajos históricos (crí­ ticos). juzgaba fastidioso, en el liceo, el estudio de la historia. ”Es. creo yo. decía L. Havet. que la enseñanza de la historia (en loe liceos) no está organizada para proporcionar alimento suficiente al espíritu científico.... De todos los estudios comprendidos en el programa de los liceos, la historia es el único que no exige la reflexión permanente del alumno. Cuando aprende el latín y el alemán, cada frase de una versión da motivo para comprobar una docena de reglas. En las diversas ramas de las matemáti­ cas. los resultados no se separan jamás de sus demostraciones, y los pro­ blemas. por otra parte, obligan al alumno a repasarlo todo mentalmente. ¿Dónde están los problemas en historia, y qué estudiante de segunda en­ señanza ha aprendido nunca a ver claro, por su propio esfuerzo, en el encadenamiento de loa hechos?” (BibUothique de l'tcole des charles, pá­ gina 84).

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especialistas presentes y futuros, sino también al público, al cual interesa la historia. Esto ha hecho para nosotros obliga­ ción el ser todo lo concisos, todo lo claros y poco técnicos que hemos podido. Pero, en estas materias, cuando se es conciso y claro, aparece uno muchas veces superficial, trivial u oscuro, tal es, como antes hemos visto, la enojosa disyuntiva de que estamos amenazados. Sin ocultarnos la dificultad, sin creerla Insuperable, hemos tratado de decir claramente lo que tenía­ mos que decir. La primera mitad del libro ha sido escrita por Langlois, la segunda por Selgnobos, pero ambos colaboradores se han ayu­ dado, puesto de acuerdo, y revisado sus mutuos trabajos cons­ tantemente.21

31 M. Langlols ha escrito el libro I. el n hasta el capítulo VI, el apén­ dice n y la presente advertencia: M. Seignobos el final M libro H, el HI y el apéndice I. B capítulo I del libro n. el V del m y la Conclusión, loe han escrito ambos.

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Libro I

CONOCIMIENTOS

PREVIOS

Capítulo Primero BUSCA DE LOS DOCUMENTOS (HEURÍSTICA) La historia se hace con documentos. Los documentos son las huellas que han dejado los pensamientos y los actos de los hombres de otros tiempos. Entre los pensamientos y los actos, muy pocos hay que dejen huellas visibles, y esas huellas, cuan­ do existen, son raras veces duraderas, bastando cualquier ac­ cidente para borrarlas. Ahora bien; todo pensamiento y todo acto que no ha dejado huellas, directas o indirectas, o cuyas huellas visibles han desaparecido, resulta perdido para la his­ toria, es como si nunca hubiera existido. Por falta de documen­ tos, la historia de inmensos periodos del pasado de la huma­ nidad no podrá ser nunca conocida. Porque nada suple a los documentos, y donde no los hay, no hay historia. Para deducir legítimamente de un documento el hecho de que guarda la huella, hay que tomar numerosas precauciones, que se indicarán más adelante. Pero es claro que, con anterio­ ridad a todo examen crítico y a toda interpretación de los do­ cumentos, hay que averiguar si los hay, cuántos son y dónde están. Si tengo idea de reconstituir un punto de historia.1i i Prácticamente, es lo más común que no nos propongamos tratar un punto de historia antes de saber si existen o no documentos que permitan estudiarlo. Al contrario, un documento descubierto por casualidad sugiere la idea de profundizar en la cuestión histórica a que se refiere, y exami­ nar a este efecto los documentos de la misma clase.

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cualquiera sea, me Informaré ante todo del lugar o de los lu­ gares donde yacen los documentos necesarios para tratar­ lo, supuesto que existan. Buscar, recoger los documentos es consiguientemente una de las partes principales, la primera se­ gún lógica, de la profesión de historiador. En Alemania se le ha dado el nombre de Heurística (Heurlstik), cómodo porque es breve. ¿Conviene demostrar la importancia capital de la heu­ rística? No, sin duda. De suyo se desprende que, de no prac­ ticarla bien, es decir, sí uno no sabe rodearse, antes de comen­ zar un trabajo histórico, de todos los datos que puede alcan­ zar, aumenta gratuitamente las probabilidades (siempre nu­ merosas, hágase lo que se quiera) de trabajar con datos insu­ ficientes. Obras de erudición o de historia, hechas conforme a las reglas del método más exacto, han resultado defectuosas, o aún totalmente inútiles, por la simple circunstancia mate­ rial de que el autor no conocía documentos mediante los cua­ les los que tenia a mano, y con que se contentó, habrían sido ilustrados, completados o perdido todo valor. En circunstancias enteramente iguales, por lo demás, la superioridad de los eru­ ditos y de los historiadores de los últimos siglos consiste en que éstos han tenido menos medios de estar bien informados que aquellos.2 La heurística, en efecto, es hoy más fácil que, en otros tiempos, aún cuando el bueno de Wagner tenga todavía fundamento para decir: “¡Qué difíciles son de conseguir los medios para llegar hasta los orígenes!”3 Tratemos de explicar la causa de que la recolección de los documentos, antes tan laboriosa, sea todavía, a pesar de to­ dos los progresos realizados desde hace un siglo, penosísima, y cómo esta operación esencial podría, merced a nuevos pro­ gresos, ser ulteriormente simplificada. I. Los primeros que han tratado de escribir la historia se vieron en situación difícil. ¿Se trataba de referir hechos rela­ tivamente recientes, cuyos testigos todos no habían muerto? 2 Causa pena ver cómo los mejores de los antiguos eruditos han lu­ chado valientemente, pero en vano, para resolver dificultades con que ni siquiera habrían tropezado si hubieran podido tener a la vista pruebas menos incompletas. Pero la sagacidad más grande no podía suplir los. auxilios materiales que les faltaron. 3 Fausto, acto I, escena 3.

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Había el recurso de ir a preguntar a los testigos supervivien­ tes, Tucídides, Froissart y muchos otros, desde la antigüedad hasta nuestros días, han procedido de esta suerte. Cuando el historiador de la costa californiana del Pacífico, H. H. Brancroft, se propuso recoger los materiales de una historia en que algunos de los que intervinieron vivían aun, no perdonó medio, y movilizó un ejército de reporteros, para que les hablaran.4 ¿Pero, y si se tratase de sucesos antiguos, que ningún vivo pu­ do ver y de que no ha conservado ningún recuerdo la tradición oral? No habría otro medio que reunir documentos de toda especie, principalmente escritos, relativos al pasado remoto de que uno se ocupaba. Era difícil hacerlo cuando las bibliotecas escaseaban, los archivos no estaban abiertos al público y los documentos andaban dispersos. H. H. Bancroft, que en 1860 se encontró, en California, en este respecto, en igual situación en que se encontraron los primeros investigadores en otro tiem­ po, en nuestras comarcas, sorteó la dificultad del siguiente mo­ do. Era rico, y recogió a cualquier precio todos los documentos que se vendían impresos o manuscritos, negoció con familias y corporaciones, en situación apurada, la compra de sus archi­ vos o el permiso para sacar copias a expensas suyas. Hecho esto, alojó su colección en un edificio construido ad hoc y la clasificó. Teóricamente nada más racional. Pero este procedi­ miento rápido, a la americana, no se ha empleado más que una vez con la constancia y los recursos que han asegurado el éxito. En otras partes y en otros tiempos no habría sido puesto en práctica tampoco. En otras partes, las cosas, des­ graciadamente, no han seguido este camino. En la época del Renacimiento, los documentos de la histo­ ria antigua y la de los tiempos medios andaban dispersos en innumerables bibliotecas privadas y en archivos, casi todos in­ accesibles, sin hablar de los que aún estaban bajo tierra y cuya existencia nadie sospechaba todavía. Era entonces material­ mente imposible proporcionarse la lista de todos los documen­ tos útiles para dilucidar una cuestión (por ejemplo, la de to­ dos los manuscritos que se conservaban de un libro antiguo); 4 Véase Ch.-V. Langlols, H. H. Bancroft et Cié., en la Revue universítaire, I, pÁg. 233.

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imposible también, en caso de que por milagro se tuviera esta relación, consultar todos los documentos sin emprender viajes, hacer gastos y gestiones interminables. De donde consecuen­ cias fáciles de prever, que se han producido en efecto: 1? Co­ mo la heurística les ofrecía dificultades insuperables, los pri­ meros eruditos y los primeros historiadores, que se han ser­ vido, no de todos los documentos ni de los mejores, sino de los documentos que tenian a su alcance, estuvieron casi siempre mal informados, y sus obras no tienen ya interés sino en cuan­ to han utilizado materiales históricos hoy perdidos; 2$ los pri­ meros eruditos y los primeros historiadores que han estado re­ lativamente bien informados, son los que, a causa de su pro­ fesión, tenían acceso a ricos depósitos de documentos, a saber, bibliotecarios, archiveros, religiosos, magistrados cuya orden o compañía poseía considerables bibliotecas o archivos.5 Pronto aparecen, es verdad, coleccionistas que, a costa de di­ nero, sí se quiere por medios menos recomendables, tales como el robo, formaron, con intenciones más o menos científicas, "gabinetes”, colecciones de documentos originales y de copias. Pero estos coleccionistas europeos, numerosos desde el siglo xv, difieren muchísimo de H. H. Bancroft. En efecto, nuestro californiano sólo ha recogido documentos relativos a un asunto particular (la historia de ciertos estados del Pacífico), y tuvo la ambición de recogerlos todos. La mayor parte de los coleccio­ nistas europeos han recogido testimonios, restos, fragmentos de toda especie y un número de documentos muy reducido con relación a la masa colosal de los históricos que existían en su tiempo. Además, generalmente sin el designio de hacerlos de dominio público; los Peiresc, los Gaigniéres, los Clairambault, los Colbert, y tantos otros, han retirado de la circulación do­ cumentos que corrían el riesgo de perderse. Se contentaban (y era ya de alabar) con comunicarlos, más o menos liberalmen­ 5 Loe antiguos eruditos comprendían las desfavorables condiciones en que trabajaban. Sufrían mucho al ver la insuficiencia de los instrumentos de Investigación y de los medios de cotejo. La mayor parte de ellos hiele, ron grandes esfuerzos para informarse. De ahí, aquellas voluminosas co. rrespondencias entre eruditos de los siglos últimos, de que tan preciosos restos conservan nuestras bibliotecas, y las relaciones de investigaciones científicas, de viajes para el descubrimiento de documentos históricos, que con el nombre de Iter (Iter italicum, iter germanicum, etc.), estaban en otro tiempo de moda.

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te, a sus amigos. Pero varia el genio de los coleccionistas (y de sus herederos), extraño con frecuencia. Es preferible, por cierto, que los documentos se encuentren en colecciones parti­ culares y no expuestos a cualquier incidente o sustraídos en ab­ soluto a la curiosidad de la ciencia, pero, para que la heurís­ tica resulte verdaderamente fácil, la primera condición es que todas las colecciones de documentos sean públicas.* Ahora bien, las mejores colecciones privadas de documen­ tos —a la vez bibliotecas y museos— fueron naturalmente en Europa, a partir del Renacimiento, las de los reyes. A partir del antiguo régimen, las colecciones reales han estado casi to­ das abiertas, o entreabiertas, al público. Y mientras que las de­ más colecciones particulares eran muchas veces deshechas al morir sus iniciadores, éstas, por el contrario, no han dejado de aumentar y, se han enriquecido precisamente con los restos de aquéllas. El Gabinete de Manuscritos de Francia, por ejemplo, formado por los reyes de Francia y abierto por ellos al públi­ co, había absorbido a fines del siglo xvni la parte mejor de las colecciones que fueron obra personal de los aficionados y de los eruditos de los dos siglos anteriores.* Lo mismo ha su­ cedido en las otras naciones. La concentración de gran núme­ ro de documentos históricos en grandes establecimientos pú­ blicos, o casi públicos, fue el resultado excelente de esta evo­ lución espontánea. Más favorable y eficaz todavía para mejorar las condiciones materiales de las investigaciones históricas fue la tiranía revo­ lucionaria. En Francia la Revolución de 1789, movimientos aná« Señalemos de paso una aberración general, pero muy natural y fre­ cuente entre los coleccionistas: la de tender a exagerar el valor intrín­ seco de Jos documentos publicados por el solo hecho de que son suyos. Hay documentos publicados con gran lujo de comentarios por personas que los habían adquirido por casualidad, y a los que indudablemente no ha­ brían dado Importancia alguna caso de haberlos encontrado en coleccio­ nes públicas. No es. por lo demás, sino la manifestación más primitiva de una tendencia general contra la cual hay que estar siempre en guardia, pues atribuimos fácilmente mayor importancia de la debida a documen­ tos que poseernos, o que hemos descubierto, a textos que hemos publi­ cado. a personajes o cuestiones que hemos estudiado. 7 Véase L. Delisle. Le Cabinet des manuscrita de la Bibliothéque natíonale. Las historias de antiguas colecciones de documentos que se han pu­ blicado recientemente, en número bastante crecido, lo han sido según el modelo de esta obra admirable.

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logos en otros países, han dado lugar a la confiscación, por la violencia, en provecho del Estado, es decir, de todo el mundo, de multitud de archivos privados y de colecciones particulares: archivos, bibliotecas y museos de la Corona, archivos y bibliote­ cas de conventos y de corporaciones suprimidas, etc. Entre no­ sotros, en 1790, la Asamblea constituyente puso de esta suerte al Estado en posesión de prodigosa cantidad de colecciones de documentos históricos, antes dispersos y más o menos celosa­ mente defendidos contra la curiosidad de los eruditos, rique­ zas que se han repartido después en algunos establecimientos nacionales. El mismo fenómeno se reprodujo más recientemente en menor escala, en Alemania, España e Italia. Ni las colecciones del antiguo régimen, ni las confiscaciones revolucionarias, se hicieron sin causar importantes daños. El coleccionista es, o más bien era otrora, un bárbaro que no du­ daba, para enriquecer sus colecciones con documentos y restos raros, en mutilar monumentos, despedazar manuscritos, des­ hacer colecciones de archivos, a fin de apoderarse de trozos. Por tal motivo, muchos actos de vandalismo tuvieron lugar antes de la Revolución. Las operaciones revolucionarias de confiscación y traslado tuvieron también, naturalemente, consecuencias muy enojosas. A más de lo que se destruyó entonces por negligencia, o aún por el placer de destruir, se mantuvo la Idea desgraciada de escoger sistemáticamente, de no conservar más que los do­ cumentos “interesantes” o “útiles” y de desembarazarse de los demás. La elección hizo entonces cometer a personas llenas de buenas intenciones, pero incompetentes y recargadas de traba­ jo, destrozos irreparables en nuestros archivos antiguos. Hay al presente investigadores que dedican esfuerzos que exigen in­ finidad de tiempo, de paciencia y de cuidado para reconstruir las colecciones dispersas y a poner de nuevo en su lugar los fragmentos que separó el irreflexivo celo de los que antaño separaron, brutalmente, documentos históricos. Hay que reco­ nocer, por otra parte, que las mutilaciones causadas por los coleccionistas del antiguo régimen y por las operaciones revo­ lucionarlas, son insignificantes con respecto a los que proceden de accidentes fortuitos y de los destrozos naturales del tiempo. Pero, aun cuando fueran diez veces más graves, estarían am­ pliamente compensadas por dos beneficios de primer orden,

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que nunca podrá notarse demasiado: P, la concentración, en unos cuantos establecimientos, relativamente poco numerosos, de documentos que antes andaban diseminados y como perdidos en cien lugares diferentes; 2?, la publicidad de estos depósitos. En adelante, los documentos históricos antiguos que quedan, después de las grandes destrucciones debidas a accidentes for­ tuitos y al vandalismo, están por fin a resguardo, clasificados, comunicados al público y considerados parte del patrimonio social. Los documentos históricos antiguos, por consiguiente, están hoy reunidos y conservados, en principio, en establecimientos públicos que se denominan Archivos, Bibliotecas y Museos. En verdad, no todos los documentos que existen figuran en ellos, puesto que, a pesar de las incesantes adquisiciones a título one­ roso y gratuito que se hacen cada año, desde hace mucho tiempo, en el mundo entero, en los archivos, las bibliotecas y los museos, existen todavía colecciones particulares, anticuarlos que las proveen y documentos en circulación en el mercado. Pero la excepción, de poca monta, no daña a la regla en este caso. Todos los documentos antiguos, en cantidad limitada, que andan todavía de acá para allá, vendrán por lo demás a parar más o menos pronto a los establecimientos del Estado, cuyo propietario perpetuo adquiere siempre, nunca enajena.8 En principio, es de desear que los depósitos de documentos (archivos, bibliotecas y museos) no sean demasiado numero­ sos, y hemos dicho que felizmente lo son menos, sin compara­ ción, hoy que hace cien años. La centralización de los docu­ mentos, cuyas ventajas para los investigadores son evidentes, ¿podría llevarse más lejos aún? ¿No existen todavía depósitos cuya autonomía no está bien justificada? Quizás,® pero el pro­ 8 Buena parte de loe documentos antiguos que circulan todavía proce­ den de robos cometidos, hace mucho tiempo, con dafio de los establecí, mi entos oficiales. Las precauciones adoptadas para evitar nuevas pérdidas son serias en la actualidad, y casi en todas partes todo lo eficaces que es posible. En cuanto a los documentos modernos (impresos), la regla del Depó­ sito legal, adoptada por casi todos los países civilizados, asegura su con­ servación en establecimientos públicos. o Sabido es que Napoleón I concibió el pensamiento quimérico de reunir en París los archivos de toda Europa, y que envió, para empezar, los del Vaticano, del Santo Imperio, de la Corona de Castilla, etc.» que

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blema de la centralización de documentos ha dejado de ser gra­ ve y urgente desde que se han perfecionado los procedimientos de reproducción, y sobre todo desde que se ha hecho general la costumbre de remediar el inconveniente de la multiplicidad de establecimientos permitiendo que de ellos salgan los docu­ mentos. Hoy pueden consultarse, sin gasto alguno, en la biblio­ teca pública de la población donde uno reside, documentos que pertenecen a las de San Petersburgo, Bruselas y Florencia, por ejemplo. Bastante raros son ya los establecimientos, como los Archivos nacionales de París, el Museo Británico de Londres, y la Biblioteca Méjanes d’Aix-en-Provence, cuyos estatutos pro­ híben en absoluto la salida de ningún documento.10 IL Dado que la mayor parte de los documentos historíeos se conservan hoy en establecimientos públicos (archivos, bibliote­ cas y museos), la heurística resultaría muy facilitada, tan solo con que se hubieran redactado buenos inventarios descriptivos de todos los depósitos de documentos que existen, sí estos in­ ventarlos estuvieran provistos de índices, o si se hubieran he­ cho repertorios generales (alfabéticos, sistemáticos, etc.), final­ mente, si fuera posible consultar en algún sitio la colección completa de todos estos inventarios y sus índices. Pero la heu­ rística es muy penosa, porque desgraciadamente estas condi­ ciones están todavía lejos de conveniente realización. En primer lugar, hay depósitos de documentos (archivos, bi---------hubo que restituir más tarde. Hoy no podría tratarse de proceder a con. fiscacionee. Pero los archivos antiguos de los notarios podrían centrali­ zarse en todas partes, como lo están ya en algunos países, en estableci­ mientos públicos. No se explica que en París los ministerios de Negocios Extranjeros, de Guerra y de Marina conserven papeles antiguos, cuyo sitio natural serían los archivos nacionales. Fácil seria enunciar muchas ano­ malías de esta especie, que no dejan en muchos casos de estorbar, ya que no de impedir, las buscas, porque los depósitos pequeños, cuya existencia es Inútil, son precisamente los que tienen reglamentos más restrictivos. 10 El servicio internacional de préstamo de documentos manuscritos funciona de manera regular (y gratuitamente para el público) por me. diación de las cancillerías. A más, la mayor parte de los establecimientos permiten el intercambio de préstamos, y este procedimiento es más seguro, y a veces más rápido que la vía diplomática. En congresos de historiadores y de bibliotecarios se ha puesto muchas veces a la orden del día. en estos últimos años, la cuestión del préstamo (o de la comunicación fuera de los establecimientos en que se conservan) de los documentos originales. Los resultados obtenidos hasta el presente son ya muy satisfactorios.

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bllotecas y museos), cuyo contenido nunca ha sido catalogado^ ni siquiera en parte, de suerte que nadie sabe qué hay en ellos. Los depósitos de que se poseen inventarios descriptivos com­ pletos son raros, y muchos fondos, conservados en estableci­ mientos célebres cuyas colecciones no han sido inventariadas sino en parte, están todavía por describir11 En segundo lugar,, ¡cuántas diferencias entre los inventarios ya ejecutados! Los hay antiguos, que a veces ni siquiera corresponden a la clasi­ ficación actual de los documentos, y que no podrían utilizarse sin esas correspondencias; los hay modernos que no por eso dejan de estar redactados conforme a sistemas ya en desuso, demasiado detallados o excesivamente sumarios. Unos están impresos, los otros manuscritos, en registros o en papeletas. Al­ gunos están bien hechos y son definitivos, muchos se han re­ dactado atropelladamente, y resultan insuficientes y provisio­ nales. Aprender a distinguir, en la enorme bibliografía confusa de los inventarios impresos (para sólo hablar de éstos), lo que merece confianza de lo que no la merece, en una palabra, ser­ virse de ellos, es todo un aprendizaje. Finalmente, ¿dónde con­ sultar cómodamente los inventarios que existen? La mayor par­ te de las grandes bibliotecas no tienen más que colecciones in­ completas de ellos, y en ninguna parte existen repertorios ge­ nerales. Es una situación muy enojosa. En efecto, los documentos que contienen los depósitos y los fondos que no estén inventariados, realmente es como si no existieran para los Investigadores to­ dos que no pueden irlos recorriendo de punta a cabo. Hemos dicho que donde no hay documentos no hay historia, pero 51 no hay buenos Inventarios descriptivos de las colecciones, esto equivale prácticamente a la imposibilidad de conocer la exis­ tencia de los documentos a no ser por casualidad. Afirmamos, pues, que ¡os progresos de la historia dependen en gran parte de los que realice el inventarlo general de los documentos his­ tóricos, hoy todavía fragmentarlo e imperfecto. Todos están de 11 Son algunas veces los mía considerables, que asustan por su can­ tidad. Es xn&s fécll acometer el inventarlo de los fondos pequeños. que no exigen tanto esfuerzo. Por la misma razón se han publicado muchos cartularios insignificantes, pero cortos, en tanto que varios cartularios de primer orden, pero voluminosos, permanecen todavía inéditos.

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•acuerdo en este punto. El P. Bernardo de Montfaugon conside­ raba su Biblioteca bibliothecarum manuscriptorum nova, reco­ pilación de catálogos de bibliotecas, como “la obra más útil e interesante que había hecho en su vida”.1213 15 14 “En el estado actual de la ciencia, escribía Ernesto Renán en 1848,18 no hay trabajo más urgente que un catálogo critico de los manuscritos de las diversas biblioteacs... He aquí, en apariencia, una tarea muy humilde... —y no obstante— las investigaciones eruditas resul­ tarán malas e Incompletas hasta que este trabajo se haya hecho de una manera definitiva”. “Tendríamos mejores libros acerca de nuestra antigua literatura, dice P. Meyer,1* si los predeceso­ res de M. Delisle (como Director de la Biblioteca Nacional de París) hubieran dedicado el mismo ardor y la misma diligen­ cia que él a inventariar las riquezas confiadas a su cuidado”. Importa indicar, en pocas palabras, las causas y precisar las consecuencias de una situación que se deplora desde que hay eruditos, y que mejora, pero lentamente. “Os afirmo, decía Renán,18 que los pocos cientos de miles de francos que un ministro de Instrucción pública dedicara a ello (a la redacción de inventarios) estarían mejor empleados que las tres cuartas partes de lo que se consagra a las letras”. Pocas veces hubo, tanto en Francia como en el extranjero, minis­ tros convencidos de esta verdad y bastante resueltos para obrar en consecuencia Por lo demás, no siempre ha resultado cierto que para procurar buenos inventarios baste, ya que sea nece­ sario, hacer sacrificios de dinero. Los mejores métodos que han de utilizarse para la descripción de los documentos no han sido definitivos hasta hace muy poco. La reunión de personas com­ petentes, que no ofrecería hoy grandes dificultades, hubiera sido muy difícil y aventurada en la época en que éstas escasea­ ban más. Pero prescindamos de los obstáculos materiales: falta de dinero y de personal, y veremos que no ha dejado de In­ fluir una causa de otro orden. Los funcionarios encargados de administrar los depósitos de documentos no han mostrado slem12 Véase la autoblbllografía, publicada por E. de Bróglle, Bemard de Montfaueon et les Bernardina, n, pág. 323. 13 E. Renán, VAvenir de la Science, [Hay versión castellana.] pág. 217. 14 Romanía, XXI, pág. 625. 15 Lugar citado.

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pre tanto celo como muestran en la actualidad en dar a cono­ cer los fondos mediante inventarios bien hechos. Hacer estos (como en nuestros dias, a la vez exactísimos y sumarios) es tarea penosa, muy penosa, desprovista de goces y sin recom­ pensa. Más de uno que vivía por su cargo entre los documen­ tos, en libertad de consultarlos a todas horas, mucho mejor colocado que el público, a falta de todo inventario, para apro­ vecharlos y hacer descubrimientos mientras tanto, más de uno ha preferido trabajar para si a hacerlo para otros, y ha relega­ do a segundo término, después de sus investigaciones persona­ les, la redación del catálogo. ¿Quién en nuestros días ha des­ cubierto, comentado, publicado mayor número de documentos? Los funcionarios afectados a los archivos. Sin duda se ha re­ trasado con ello el progreso del inventario general de los docu­ mentos históricos. Se ha visto que precisamente estaban mas en disposición de prescindir de inventarios los mismos que, por deber profesional, habían de hacerlos. Son dignas de examen las consecuencias de la imperfección de los inventarios descriptivos. De un lado, jamás se está se­ guro de haber agotado las fuentes de información. ¿Quién sabe qué nos reservan los depósitos y fondos no catalogados? 10 De i* H. Bancroff. en sus Memorias, que titula Litcrary industries. anali­ za con bastante agudeza algunas consecuencias prácticas de la imperfec­ ción de los procedimientos de estudio. “Supongamos, dice, que un escri­ tor activo adopta la resolución de escribir la Historia de California. Se proporciona fácilmente unos cuantos libros, lee, toma notas. Estos libros le remiten a otros, que consulta en las colecciones públicas de la ciudad en donde mora. Pasan así unos cuantos años, al cabo de los cuales se da cuenta de que no tiene a mano La décima parte de las fuentes Hace viajes» mantiene correspondencias, pero, perdiendo al fin la esperanza de agotar la materia, da consuelo a su orgullo y a su conciencia con la re­ flexión de que hizo mucho, que la mayor parte de los documentos que no pudo consultar son. probablemente, poco importantes, como muchos otros que consultó sin provecho. En cuanto a los periódicos y a los mile» y miles de Memorias oficiales del Gobierno de los Estados Unidos, que contienen todas, no obstante, hechos interesantes para la historia califor. niana. ni siquiera ha soñado, si está en su juicio, examinarlas de punta a cabo. Ha hojeado unas cuantas, y eso es todo. Sabe que cada uno de estos campos de investigación exigiría varios años de esfuerzo, y que im­ ponerse el trabajo de recorrerlos todos sería condenarse a labores abru­ madoras, cuyo final no se vería nunca. Por lo que concierne a los tes­ timonios orales y a los manuscritos, recogerá algunas anécdotas no pu­ blicadas, aquí y allá, en las conversaciones; reservadamente leerá algunos papeles de familia y utilizará todo esto en las notas y documentos justi.

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otra parte, está uno obligado, para proporcionarse cuantas in­ formaciones son posibles, a conocer a fondo los recursos que proporciona la bibliografía actual de la heurística y a consagrar mucho tiempo a las Investigaciones preliminares. De hecho, el que se propone recoger documentos para tratar un punto de historia empieza por consultar los repertorios y los inventa­ rios.” Los novicios proceden a esta operación capital con una torpeza, lentitud y esfuerzos que mueven a las personas experi­ mentadas, según su temperamento, a risa y compasión. Los que se sonríen al ver a los novicios atascarse y sufrir, y perder el tiempo tratando de desenvolverse entre los inventarios, no hacer caso de preciosidades y aprovechar cosas inútiles, se dicen que ellos también pasaron antes por análogos sufrimientos, y que a cada cual le llega la suya. Los que ven con disgusto esa pérdida de tiempo y de energías piensan que si es inevitable hasta cierto punto, nada tiene de provechosa. Se preguntan si no habría medio de hacer algo menos penoso ese aprendizaje, que a ellos les costó tanto. ¿Es que, por lo demás, tal y como hoy pueden utilizarse los documentos, no son bastante difíciles de por si las búsquedas, cualquiera sea la experiencia de quienes las hacen? Hay eruditos e historiadores que emplean, en estas operaciones materiales, lo mejor de su actividad. Algunos traba­ jos, relativos, principalmente, a la historia de la Edad Media y a la Moderna (porque los documentos de la historia antigua, menos numerosos y más estudiados, están también mejor cata­ logados que los otros), algunos trabajos históricos suponen, no sólo la consulta asidua de los inventarios (no todos provisflcativos de su libro. Tomará datos disperso© de algunos escritos curioso© en loe Archivos del Estado, pero como necesitarla quince aftoa para exa­ minar todos los fondos que encierran, se contentará, naturalmente, con ir de acá para allá. Luego, escribirá. Se guardará bien de advertir al pu­ blico que no ha visto todos loe documentos; pondrá, por el contrario, d© relieve los que ha conseguido propocdonarse en veinticinco afios de in­ cesante labor...** 17 Algunos prescinden de hacer en persona las buscas, acudiendo a loe empleados encargados de la custodia de loe depósitos de documentos. Los funcionarios se encargan entonces de sustituir al público en este come­ tido indispensable. Véase Bouvard et Pécuchet, pág. 158. Bouvard y Pécuchet se proponen escribir la vida del duque de Angulema. A este efec­ to, “resolvieron pasar quince dias en la Biblioteca municipal de Caen para hacer buscas'*. El bibliotecario puso a su disposición historia© gene­ rales y monografías...

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tos de índices), sino también inmensas lecturas de documen­ tos hechas directamente en fondos mal provistos o enterate desprovistos de inventarios. No es dudoso, lo prueba la experiencia, que la perspectiva de las larguísimas búsquedas que hay que efectuar, antes de cualquier otra operación de ca­ rácter más elevado, ha apartado y aparta de la erudición histó­ rica a gentes de valía. En efecto, se presenta la alternativa de trabajar sobre documentos muy probablemente incompletos o abstraerse en lecturas indefinidas de los mismos, muchas veces infructuosas, y cuyos resultados no parecen casi nunca valer el tiempo que requieren. ¿No repugna gastar gran parte de la vida hojeando catálogos sin índices, o recorriendo con la vista, unos después de otros, todos los documentos que componen los fondos de miscelánea no catalogados, para procurarse datos (positivos o negativos) que se habrían "obtenido sin esfuerzo, en un momento, si esos fondos estuvieran catalogados, y si los catá­ logos tuvieran índices? La consecuencia más grave de la imper­ fección de los instrumentos actuales de la heurística, es, segura­ mente, el desalentar a muchas personas inteligentes, que tienen conciencia de lo que valen y desean ver normalmente proporcio­ nados el esfuerzo y el resultado.18 Si estuviera en la naturaleza de las cosas que la búsqueda de los documentos históricos, en los establecimientos públicos, fue­ ra necesariamente tan laboriosa como lo es todavía, nos resig­ naríamos a ello. Nadie es partidario de lamentar los gastos ine­ vitables de tiempo y de trabajo que exigen las excavaciones ar­ queológicas, cualesquiera que sean los resultados. Pero la imper­ fección de los instrumentos modernos de la heurística no tiene nada de necesaria. En los siglos últimos, estaban mucho peor las cosas; nada se opone a que algún día estén del todo bien. Hemos venido de esta suerte, después de haber hablado de las causas y de las consecuencias, a decir una palabra de los re­ medios. Creemos que el instrumental de la heurística se perfecciona de continuo por dos caminos. De año en año, aumenta el núme­ ro de los inventarios descriptivos de archivos, de bibliotecas y de museos, debidos a la labor de los empleados de estos está­ is Estas consideraciones se han ofrecido y desarrollado ya en la Revue ‘universitaire, I, pág. 321 y sigts.

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blecimlentos. Por otro lado poderosas sociedades científicas sos­ tienen trabajadores expertos dedicados a catalogar los docu­ mentos, que se envían sucesivamente de unos depósitos a otros, para anotar todos los de cierta clase, o relativos al mismo asun­ to. Asi, la Sociedad de los Bolandlstas hace que sus misioneros redacten en diferentes bibliotecas, un catálogo general de los documentos haglográficos, y la Academia imperial de Viena un catálogo de los monumentos de la literatura patrística. La So­ ciedad de los Monumento. Germania histórica ha instituido ha­ ce mucho tiempo vastas investigaciones del mismo género. Otras semejantes hicieron antes posible la recopilación del Corpus ms~ criptionum latinarum. Finalmente, varios gobiernos han toma­ do la iniciativa de enviar al extranjero personas encargadas de inventariar, por su cuenta, los documentos que les intere­ san. Asi Inglaterra, los Países Bajos, Suiza, los Estados Unidos, etc., conceden subvenciones regulares a sus agentes que inven­ tarían y copian, en los grandes archivos de Europa, los docu­ mentos que conciernen a sus respectivas historias.20 Demues­ tra la rapidez y perfección con que estos últimos trabajos pue­ den ser realizados hoy, siempre que se haya adoptado un buen método desde el principio, y que se disponga, al propio tiempo de algún dinero para la retribución de personal competente, convenientemente dirigido, la historia del Catálogo general de los monumentos de las Bibliotecas públicas de Francia. Empe­ zado en 1885, este excelente Catálogo descriptivo, cuenta, en 1897, cerca de cincuenta volúmenes y pronto estará terminado. El Corpus inscriptionum latinarum se habrá terminado en me­ nos de cincuenta años. Los resultados obtenidos por los Bolandistas y por la Academia imperial de Viena no son menos concluyentes. Basta, seguramente, calcular en adelante el coste para dotar en breve plazo a los estudios históricos de los ins20 Sabido es que desde que se abrieron al público los Archivos de la Santa Sede, varios gobiernos y corporaciones eruditas crearon en Roma Institutos cuyos miembros se ocupan, en su mayor parte, en inventariar y dar a conocer los documentos de dichos archivos, labor que realizan al mismo tiempo que los funcionarios del Vaticano. La Escuela francesa de Roma, el Instituto Austríaco, la Misión polaca, el Instituto de la "Goerresgesellschaft”, sabios belgas, daneses, españoles, portugueses, rusos, etc., han ejecutado y ejecutan en los Archivos del Vaticano considerables tra­ bajos de inventario.

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trunientos de investigación Indispensables. El método para pre­ pararlos está, efectivamente determinado, y pronto se reuniría personal apto. Este personal se compondría, claro está, en gran parte de bibliotecarios y archiveros de profesión, pero también de investigadores particulares que, con decidida vocación, que­ rrían hacer catálogos e índices de los mismos. Esos trabaja­ dores son más de los que, de primera intención, nos Inclina­ ríamos a creer. No porque sea fácil catalogar, pues exige pa­ ciencia, la atención más escrupulosa y la más varia erudición,, pero hay muchos que se complacen/ en tareas que, como éstas, son a la vez precisas, susceptibles de poder realizarse de mo­ do perfecto y manifiestamente útiles. En la gran familia, tan diferenciada, de los que trabajan por el progreso de los estu­ dios históricos, los confeccionadores de catálogos descriptivos e índices forman sección aparte. Como es natural, adquieren mucha destreza en el ejercicio de su profesión, cuando se de­ dican exclusivamente a estos trabajos. En tanto se concibe claramente la conveniencia y la oportu­ nidad de impulsar vivamente, en todos los países, el Inventarlo general de los documentos históricos, hay un paliativo indi­ cado. Es necesario que los eruditos y los historiadores, sobre todo los principlantes, estén exactamente informados de la si­ tuación de los instrumentos de investigación de que pueden disponer, y tenidos regularmente al corriente de las mejoras del mismo. Para ello se ha confiado, durante mucho tiempo, en la experiencia, en la casualidad, para los conocimientos em­ píricos, a más de que, como hemos dicho, no se adquieren sino a mucha costa, son casi siempre imperfectos. Se ha emprendido recientemente la publicación de repertorios, razonados y crí­ ticos, de los inventarios que existen, catálogos de los catálo­ gos. Pocas labores bibliográficas, sin duda, tienen, en el mismo grado que ésta, carácter de utilidad general. Pero los eruditos y los historiadores necesitan, con mucha frecuencia, en materia de documentos, datos que los catálo­ gos descriptivos no les proporcionan de ordinario: saber, por ejemplo, si tal documento es conocido o no, si ha sido ya exa­ minado, comentado y utilizado.21 Estos datos no los hallarán 21 Los catálogo® de documento® mencionan alguna* veces, pero no siempre, el dato de que tal documento ha sido publicado, examinado y

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más que en las obras de los eruditos y de los historiadores que les precedieron. Para tener conocimientos de estas obras, hay que recurrir a los “repertorios bibliográficos'* propiamente di­ chos, de todas formas, redactados desde puntos de vista muy diferentes, que acerca del particular han sido publicados. Los repertorios de bibliografía histórica deben considerarse, por tan­ to, lo mismo que los repertorios inventarios de documentos, co­ mo instrumentos indispensables de la heurística. Dar la lista razonada de todos ellos (repertorios de inventa­ rlos, repertorios bibliográficos), con las advertencias conve­ nientes, a fin de que el público estudioso economice tiempo y errores, es el objeto de la que legítimamente puede llamarse “Ciencia de los repertorios" o “Bibliografía histórica". E. Bern­ helm ha publicado un primer bosquejo de ella,*22 bosquejo que hemos tratado de ampliar.23 Nuestra obra data de abril de 1896. Numerosas ediciones, sin hablar de retoques, seria ya necesa­ rio hacer en ella, porque el caudal bibliográfico de las ciencias históricas se renueva en estos momentos con sorprendente ra­ pidez. Cualquier libro sobre los repertorios al uso de eruditos e historiadores es viejo, por regla general, al siguiente día de su terminación. III. El conocimiento de los repertorios es útil a todo el mun­ do. La búsqueda preliminar de los documentos a todos cuesta trabajo, pero no en igual grado. Ciertas partes de la historia, cultivadas desde hace mucho tiempo, han llegado a un punto tal de perfección que, siendo conocidos todos los documentos conservados, estando reunidos y clasificados en grandes publi­ caciones especiales, la obra histórica puede realizarse al pre­ sente toda ella, en estos puntos, sin salir de su despacho. Los estudios de historia local no obligan, comúnmente, más que a investigaciones locales. Hay monografías importantes que se basan en corto número de documentos, encontrados juntos en el mismo fondo, y de tal naturaleza que sería superfluo bus­ aprovechado. La regla generalmente admitida en que el autor mencione las circunstancias de este género cuando de ellas tiene conocimiento, sin imponerse la enorme tarea de informarse siempre que ignora lo que haya respecto al particular. 22 E. Bernhelm. Lchrbuch der historitchen Methode. 2, págs. 196-202. 23 H. V. Langlols, Manuel de bibliographie historique, I. Instruments bíbltoyraphique*'

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car más en otro lugar. Por el contrarío, hay humilde mono­ grafía, hay modesta edición de un texto de que no son raros los ejemplares antiguos, y se encuentran dispersos en varias bibliotecas de Europa, que exige consultas, gestiones y viajes infinitos. Como la mayor parte de los documentos de la Edad Media y de la historia moderna no han sido publicados toda­ vía o lo han sido mal, puede establecerse como principio que para terminar hoy un capítulo de historia medieval o moderna, se exige haber acudido con detenimiento a las grandes colec­ ciones de documentos originales, y, por decirlo así, fatigado sus catálogos. Que cada cual elija, pues con el mayor cuidado el tema de sus trabajos, en vez de fiarse pura y simplemente de la ca­ sualidad. Hay asuntos que no pueden ser tratados, en el es­ tado actual de los instrumentos de investigación, sino a costa de esas enormes búsquedas en que se gastan sin provecho la inteligencia y la vida. No son necesariamente más interesan­ tes que otros, y algún día, mañana quizá, por el solo hecho de perfeccionarse los instrumentos, serán fácilmente abordables. Hay que elegir, con deliberado propósito y conocimiento de cau­ sa, ciertos asuntos históricos con preferencia a otros; según existan o no determinados repertorios bibliográficos, guste o no el trabajo en casa o el de exploración en los archivos; se­ gún también, se disponga o no de medios para penetrar fácil­ mente en ciertos archivos. ¿Se puede trabajar viviendo en pro­ vincias?, se ha preguntado Renán, en el Congreso de las So­ ciedades sabias de la Sorbona en 1889, y se ha respondido muy discretamente: “La mitad, por lo menos, de la labor científica, puede hacerse en casa... Sea la filología comparada, por ejem­ plo. Empezando por gastar unos cuantos miles de francos y suscribiéndose a tres o cuatro colecciones especiales, se tendrá todo lo necesario... Otro tanto diré de las ideas filosóficas ge­ nerales... Muchos órdenes de estudios podrían ser cultivados de esta suerte sin salir para nada de casa y en los más escon­ didos lugares.24 Sin duda, pero hay “cosas raras, especialida­ des, investigaciones que exigen mucho material”. Verdad es que una mitad de la labor histórica podrá hacerse en adelan­ 24 e. Renán, Feuilles détachées, págs. 96 y sigts.

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te en su despacho, con recursos limitados, pero una mitad so­ lamente, pues la otra exige todavia poner a contribución re­ cursos, en repertorios y documentos, que sólo ofrecen los gran­ des centros de estudio, siendo muchas veces aún necesario vi­ sitar sucesivamente varios de ellos. En resumen, ocurre con la historia lo que con la geografía. Acerca de determinadas re­ giones del globo, poseemos datos bastante completos y bien clasificados, en publicaciones a nuestro alcance, para que pue­ dan estudiarse aquéllas con utilidad, al lado de la lumbre, sin molestarse, en tanto la más reducida monografía de una re­ gión inexplorada o poco explorada todavía, supone un gasto de energías físicas y de tiempo considerable. Elegir un tema de estudio, como ocurre muchas veces, sin haberse dado cuen­ ta de la naturaleza y la extensión de las investigaciones preli­ minares que exige, constituye un peligro. Algunos que han perdido años enteros en semejantes inves­ tigaciones, habrían sido quizá capaces de emplear mejor sus esfuerzos en trabajos de otra índole. Contra este peligro, tan­ to más temible para los novicios cuanto más activos y celo­ sos son, será seguramente bueno el examen de las condicio­ nes actuales de la heurística en general, y nociones positivas de bibliografía histórica.

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Capítulo II LAS “CIENCIAS AUXILIARES”

Supongamos que las primeras investigaciones, de que se ha tratado en el capitulo anterior, han sido hechas metódicamen­ te y con resultado. Se han reunido, acerca de un punto dado, la mayor parte de los documentos útiles, si no todos. Una de dos, o estos documentos han sido ya objeto de examen crítico, o todavía están vírgenes de él. Lo averiguamos mediante in­ vestigaciones “bibliográficas”, que forman parte todavía, lo he­ mos dicho, de la investigación preliminar a toda operación ló­ gica. En el primer caso, cuando los documentos han sufrido ya examen critico, es necesario hallarse en disposición de com­ probar si la crítica ha sido exactamente hecha. En el segundo, cuando no ha habido crítica anterior, es necesario hacerla uno mismo. En ambos casos, ciertos conocimientos positivos, previos y auxiliares, Vorund Huljskenntnisse, como se dice, no son me­ nos indispensables que el hábito de razonar bien, porque si se puede pecar, en el curso de las operaciones críticas, razonan­ do mal, se puede fácilmente también pecar por ignorancia. La profesión de erudito o de historiador se asemeja, por lo de­ más, en esto a la mayor parte de las profesiones, es imposi­ ble ejercitarla sin poseer cierto caudal de nociones técnicas, que no podrían suplir, ni las disposiciones naturales, ni siquiera el método. ¿En qué consiste, pues, el aprendizaje técnico del eru­ dito o del historiador? En otros términos, más usados, aun cuando trataremos de demostrarlo, más impropios, ¿cuáles son, con y después del conocimiento de los repertorios, las “ciencias auxiliares” de la Historia? 35

Daunou, en su Cours d'études historiques* se ha planteado una cuestión del mismo género: “¿Qué estudios, dice, el que se dedica a escribir historia tendrá necesidad de haber hecho; qué conocimientos deberá haber adquirido, para empezar su labor con alguna esperanza de éxito?” Antes de él Mably, en su Traité de Vétude de l’histoire, había reconocido también “que hay estudios preparatorios de que un historiador, cual­ quiera que sea, no podría prescindir”. Pero Mably y Daunou tenían respecto al particular ideas que hoy parecen singulares. Es instructivo señalar exactamente la distancia que separa su punto de vista del nuestro. “En primer lugar, decía Mably, es­ tudiad el Derecho natural, el político, las ciencias morales y políticas”. Daunou, hombre de gran sentido, secretario perpe­ tuo de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras, que escri­ bía por el año 1820, divide en tres géneros los estudios preli­ minares que constituyen, en su opinión, “el aprendizaje del his­ toriador”: literarios, filosóficos, históricos. Acerca de los estu­ dios “literarios” se extiende abundantemente. En primer lu­ gar, “haber leído atentamente los grandes modelos”. ¿Qué gran­ des modelos? Daunou “no vacila” en indicar en primer térmi­ no “las obras maestras de la poesía épica”, porque “son los poe­ tas los que han creado el arte de contar, y quien no lo ha aprendido de ellos, no lo sabe sino imperfectamente”. Leed también los novelistas, los novelistas modernos, “enseñarán a situar los hechos y personajes, a distribuir los pormenores, a guiar hábilmente el hilo de las narraciones, a interrumpirlo, reanudarlo, sostener la atención de los lectores con inquieta curiosidad”. Finalmente, leed los buenos libros de historia: “Herodoto, Tucídides, Jenofonte, Polibio y Plutarco, entre los grie­ gos; César, Salustio, Tito Livio y Tácito, entre los latinos, y entre los modernos, Maquiavelo, Guicciardinl, Giannone, Hume, Robertson, Gibbon, el cardenal de Retz, Vertot, Voltaire, Raynal y Rulhiére. No quiero excluir a los demás, pero éstos bas­ tarían para dar todos los tonos que pueden convenir a la his­ toria, porque reina, en sus escritos, gran diversidad de formas”. En segundo lugar, estudios filosóficos: haber profundizado “la ideología, la moral y la política”. “En cuanto a las obras en 1 VII, págs. 228 y slgts.

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que pueden adquirirse los conocimientos de este orden. D’Agüesseau nos ha indicado Aristóteles, Cicerón, Grocio, y yo aña­ diría los mejores moralistas antiguos y modernos, los tratados de economía política, publicados desde mediados del siglo ulti­ mo, los que han escrito acerca del conjunto, los pormenores o las aplicaciones de la ciencia política. Maqulavelo, Bodin, Locke, Montesquieu, Rousseau, Mably mismo, y los más ilustres de sus discípulos y comentaristas’*. En tercer lugar, antes de escribir historia, “es preciso que aparentemente se sepa’’. "No se enriquecerá este género de instrucción si no se empieza por poseerlo tal como existe". El futuro historiador ha leído ya los mejores libros de historia y los ha estudiado como modelos de estilo. “Será provechoso leerlos por segunda vez, pero propo­ niéndose más especialmente aprender todos los hechos que en­ cierran y penetrarse de ellos, lo suficiente para conservarlos en imborrables recuerdos". Tales son las nociones “positivas" que se consideraban, hace ochenta años, indispensables al historiador en general. No obs­ tante, ya se comprendía confusamente que “para adquirir pro­ fundo conocimiento de los asuntos particulares", eran tam­ bién de gran utilidad otras nociones. “Los asuntos que los his­ toriadores tienen que tratar, dice Daunou, lor pormenores que encuentran, exigen conocimientos muy extensos y diversos". ¿Va a precisar? He aquí en qué términos lo hace: “Muchas ve­ ces el conocimiento de varias lenguas, a veces también nociones de física y de matemáticas". Y añade: “sobre estos objetos, sin embargo, la instrucción general, la que debe suponerse común a todas las gentes de letras, basta al que se consagra a com­ posiciones históricas..." Todos los escritores que han tratado, como Daunou, de enu­ merar los conocimientos previos, asi como las aptitudes mora­ les o intelectuales requeridas para “escribir la historia", han llegado a decir trivialidades o a manifestar exigencias cómicas. Según E. A. Freeman, el historiador debería saberlo todo: fi­ losofía. derecho, economía, etnografía, geografía, antropología, ciencias naturales, etc. ¿No está expuesto el historiador, efec­ tivamente, a encontrar en el estudio del pasado cuestiones de filosofía, de derecho, de economía, etc.? ¿Y si la ciencia finan­ ciera, por ejemplo, se considera indispensable en el que trata

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cuestiones actuales de esa índole, lo es menos en el que se per­ mite emitir una opinión sobre los problemas financieros de antaño? No hay asunto especial, dice E. A. Freeman, en que el historiador no pueda tropezar incidentalmente, y por lo tan­ to, cuanto más numerosas sean las ramas especiales de cono­ cimiento que posea, mejor preparado estará para su labor pro­ fesional*’. En verdad, todas las ramas de los conocimientos hu­ manos no son de igual utilidad, y algunas no sirven sino muy raras veces, por casualidad. “Dudaría aún en indicar como con­ sejo de perfección al historiador que se hiciera buen químico, por la posibilidad de que llegase el momento en que la química le ayudara en sus estudios”; pero otras especialidades están más íntimamente relacionadas con la historia, “por ejemplo, la geología y todo el grupo de ciencias naturales que con ella se enlazan... Claro es que el historiador trabajará mejor si co­ noce la geología...2 Se ha preguntado también si la historia es uno de esos estudios que los antiguos llamaban umbrátiles, para los cuales basta un espíritu sereno y hábitos de trabajo”, o si es condición favorable para el historiador haberse visto mezclado en la vida activa y contribuido a hacer la historia de su tiempo antes de escribir la del pasado. ¿Qué no se ha preguntado? Y mares de tinta se han gastado con motivo de estas cuestiones mal planteadas, sin interés o sin solución, que. largo tiempo debatidas sin resultado, han contribuido a des­ 2 E. A. Freeman. The methods of historical study. pág. 45La geografía ha sido considerada durante mucho tiempo, en Francia, ciencia íntimamente relacionada con la historia. Hoy todavía, tenemos una Licenciatura de historia y geografía, y los mismos profesores enseñan, en nuestros liceos, ambas disciplinas. Muchas personas insisten en pen­ sar que esta acumulación es legítima, y aún se enfadan ante la even­ tualidad de que se separen estos dos órdenes de conocimientos, unidos, según dicen, por relaciones necesarias. Pero costaría mucho trabajo afir, mar, con buenas razones y hechos experimentales, que un profesor de historia, un historiador, es tanto más perfecto si conoce bien la geología, la oceanografía, la climatología y todo el grupo de las ciencias geográ­ ficas. De hecho, los estudiantes de Historia hacen con apresuramiento y ' sin fruto directo los estudios de geografía que los programas les imponen, y los estudiantes que sinceramente tienen afición a la geografía, con gusto arrojarían por la borda la historia. La unión artificial de la hlsto. ria y la geografía remonta, entre nosotros, a una época en que esta últi­ ma, mal definida y formada, era tenida por todo el mundo como disci­ plina sin importancia. Bs un vestiglo, con el que hay que acabar, de un estado de cosas antiguo.

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acreditar los escritos acerca de la metodología. En nuestra opi­ nión, no hay nada tópico que decir, que no sea de puro buen sentido, acerca del aprendizaje del “arte de escribir la histo­ ria’*, a no ser que ese aprendizaje debería consistir sobre todo en el estudio, por lo general tan abandonado hasta el presen­ te, de los principios de la metodología histórica. Por lo demás, no atendemos al “historiador-literato”, al his­ toriador moralista, portavoz de la historia, tal como Daunou y sus émulos le han concebido. Tratamos solamente de aquéllos, historiadores o eruditos, que se proponen investigar sobre los documentos para preparar o para realizar científicamente la obra histórica. Esos tienen necesidad de un aprendizaje técnico. ¿Qué hay que entender por éste? Sea un documento escrito. ¿Cómo se utiliza, si no se sabe leerlo? Hasta Francisco Champollion, los documentos egipcios, en escritura cursiva o en jeroglíficos, han sido, propiamente hablando, letra muerta. Se admite sin dificultad que, para ocu­ parse de la historia antigua de Asiria, se necesita haber apren­ dido a descifrar las escrituras cuneiformes. De igual modo, si se quiere hacer trabajos originales, según las fuentes, en el terreno de la historia antigua o de la Edad Media, es prudente aprender a leer las inscripciones y los manuscritos. Por eso la Epigrafía griega y latina y la Paleografía de la Edad Media, es decir, el conjunto de los conocimientos necesarios para des­ cifrar las inscripciones y los manuscritos de la antigüedad y de la Edad Media, se tienen por “ciencias auxiliares” de la his­ toria, o más bien de los estudios históricos relativos a dichas ■épocas. Es evidente que la paleografía latina de la Edad Media constituye parte obligada del saber de los especialistas que es­ tudian este período, como la paleografía de los jeroglíficos lo es del de los egiptólogos. Notemos, no obstante, una diferen­ cia. Nadie tendrá jamás la idea de dedicarse a la egiptología sin haber adquirido previamente conocimientos paleográficos. No es muy raro, por el contrario, que se emprendan estudios sobre nuestros documentos locales de la Edad Media sin haber aprendido a fechar aproximadamente las formas y a descifrar con exactitud las abreviaturas. Débese a que la semejanza de la mayor parte de las escrituras de la Edad Media con las mo­ dernas es bastante grande para que se tenga la ilusión de po­

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der vencer las dificultades con buena vista y hábito, por me­ dios empíricos. Es una ilusión peligrosa. Los eruditos que no han tenido iniciación paleográfica ordenada, ponen en eviden­ cia de vez en cuando esta falta con graves errores de inter­ pretación, susceptibles en ocasiones de viciar fundamentalmen­ te las operaciones de crítica y de interpretación que siguen. Bn'cuanto a los autodidactas que llegan a un puesto eminente, a fuerza de haber practicado, el aprendizaje paleográfíco re­ gular que no tuvieron les habría ahorrado por lo menos tan­ teos, largas horas y sinsabores. Sea un documento ya leído. ¿Cómo servirse de él, si no se le comprende? Las inscripciones en lengua etrusca y en el Idio­ ma arcaico del Cambodge se leen, pero nadie las comprende; y en tanto esto no ocurra seguirán siendo inútiles. Es evidente que, para ocuparse de historia griega, hay que consultar los documentos escritos en este idioma, y, por consiguiente saber griego. Verdad de Pero Grullo, se dirá, Obsérvese, no obstan­ te, que se hace muchas veces como si no se tuviera en cuenta. Hay jóvenes que abordan los estudios de historia antigua po­ seyendo apenas rudimentos de las lenguas griega y latina. ¿Cuántos, sin haber estudiado el francés y el latín de los tiem­ pos medios, imaginan saberlos porque entienden el latín clasico y el francés moderno, y se permiten interpretar textos cuya significación literal no alcanzan, o que, aunque muy clara, les parece oscura? Son innumerables los errores históricos que obe­ decen a un contrasentido o a una interpretación aproximada de textos formales, en que incurrieron investigadores que co­ nocían mal la gramática, el vocabulario o las delicadezas de los idiomas antiguos. Buenos estudios filológicos deben prece­ der lógicamente a las investigaciones históricas, siempre que los documentos con que ha de trabajarse no estén redactados en lenguaje moderno y puedan entenderse sin dificultad. Sea un documento inteligible. No seria bueno tomarlo en con­ sideración antes de haber comprobado su autenticidad, si ya no ha sido determinada de modo definitivo. Ahora bien, para comprobar la autenticidad y la procedencia de un documento, se requieren dos condiciones: razonar y saber. Dicho de otro modo, se razona a partir de ciertos datos positivos, que repre­ sentan los resultados condensados de las investigaciones ante­ 40

riores, imposibles de improvisar, y que, por consiguiente, hay que aprender. Distinguir una pragmática falsa de otra autén­ tica seria cosa muchas veces imposible, en realidad, para el lógico más ducho, que no conociera los usos de determinada cancillería, en tal fecha, o los caracteres comunes a todas las pragmáticas de cierta especie cuya autenticidad es segura. Se vería obligado a determinar personalmente, como lo hicieron los primeros eruditos, comparando un número grandísimo de documentos similares, los caracteres que diferencian a las que con seguridad son auténticas de las otras, antes de dictaminar en un caso particular. ¡Cuán facilitada resultará su labor si dispone de un cuerpo de doctrinas, un tesoro de observacio­ nes acumuladas, un sistema de resultados adquiridos por los investigadores que antes han hecho, rehecho, comprobado, las minuciosas comparaciones a que él mismo tendría que dedi­ carse! Este cuerpo de doctrinas, de observaciones y de resul­ tados, propio para facilitar el examen crítico de diplomas y de documentos públicos, existe, y se llama Diplomática. Diremos, pues, que la Diplomática, lo mismo que la Paleografía, que la Epigrafía, que la Filología (Sprachkunde) es una disciplina auxiliar de los estudios históricos. La Epigrafía y la Paleografía, la Filología (Sprachkunde), la Diplomática con sus anejos (Cronología técnica y Esfragistica) no son las únicas disciplinas auxiliares de las investigaciones históricas. Seria poco juicioso, en efecto, querer hacer la cri­ tica de documentos literarios, todavía no sometidos a examen, sin estar al corriente de los resultados adquiridos por los que han examinado hasta el presente documentos del mismo gé­ nero. El conjunto de estos resultados constituye una discipli­ na aparte, que tiene su nombre, la Historia literaria? La cri­ tica de los documentos figurados, tal como las obras arqui­ tectónicas, escultóricas y pictóricas, los objetos de todas cla­ ses (armas, trajes, utensilios, monedas, medallas, escudos de 3 La palabra "Filología”, ha adquirido en francés una significación restringida, que no le atribuimos aqui. < La "Historiografía” es una rama de la "Historia literaria”; es el con­ junto de los resultados adquiridos por los críticos que han estudiado hasta el presente los escritos históricos antiguos, tal como anales, me­ morias, crónicas, biografías, etc.

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armas, etc.), supone el conocimiento profundo de las observa­ ciones y de las reglas que forman la Arqueología propiamente dicha y sus ramas distintas: Numismática y Heráldica. Estamos ahora en disposición de examinar con algún prove­ cho la noción tan poco precisa de “ciencias auxiliares de la historia”. Se dice también “ciencias ancilares”, “ciencias satéli­ tes’*, pero ninguna de estas expresiones es realmente satisfac­ toria. En primer lugar, todas las que se dicen “ciencias auxiliares” no son ciencias. La Diplomática, la Historia literaria, por ejem­ plo, no son más que repertorios metódicos de hechos, reunidos por la critica, propios para facilitar el examen de los documen­ tos que aún no han pasado por su tamiz. Por el contrario, la Filología (Sprachkunde) es una ciencia organizada, que tiene leyes. En segundo lugar, hay que distinguir entre los conocimientos auxiliares —no, propiamente hablando, de la Historia, sino de las investigaciones históricas— los que todo investigador debe aprender, y aquellos que necesita saber solamente dónde están, para acudir a ellos en caso preciso, los que deben adquirir el carácter de habituales y los que pueden permanecer en el es­ tado de datos en provisión virtual. El que trabaja sobre la Edad Media, debe saber leer y comprender los textos de dicha época, pero de nada le serviría amontonar en su memoria la mayor parte de los hechos particulares de Historia literaria y de Diplo­ mática que se consignan, en su lugar, en los buenos manualesrepertorios de “Historia literaria” y de “Diplomática”. Finalmente, no existen conocimientos auxiliares de la Histo­ ria (ni siquiera de las investigaciones históricas), en general, es decir, que sean útiles a todos los investigadores, cualquiera sea el punto de la historia que investiguen.5 s Esto es cierto sólo haciendo una reserva, porque hay un instru­ mento de trabajo indispensable a todos los historiadores, a todos los eru­ ditos. cualquiera que sea el tema de sus estudios especiales. La historia, por lo demás, se encuentra aquí en el mismo caso que la mayor parte de las otras ciencias; todos los que hacen investigaciones originales, de cualquier género que sean, necesitan saber varias lenguas vivas, las de los países donde se piensa, donde se trabaja, y que están a la cabeza, desde el punto de vista científico, de la civilización contemporánea. En nuestros días, el cultivo de las ciencias no está ya reducido a un país privilegiado, ni siquiera a Europa; es internacional. Todos los pro-

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Parece, pues, que no debe haber respuesta general a la pre­ gunta hecha al principio de este capitulo: ¿en qué debe consis­ tir el aprendizaje técnico del erudito o el historiador? ¿En qué consiste? Varían las cosas. Depende de la parte de historia que se proponga estudiar. Inútil es saber paleografía para hacer es­ tudios relativos a la historia de la Revolución, ni saber griego para tratar un punto de la historia de Francia en la Edad Me­ dia.*1 Digamos, al menos, que el caudal previo de conocimientos* blema&, lo® mismo® problemas, son simultáneamente estudiados donde­ quiera. Es difícil hoy, será imposible mañana, encontrar asuntos que poder tratar sin haber leído trabajos en idioma extranjero. Desde este momento, para la historia antigua, griega y romana, el conocimiento dei alemán se requiere casi tan imperiosamente como el del griego y el latín. Tan sólo asuntos de historia estrictamente local son accesibles a aquellos para quienes permanecen mudos los libros extranjeros. los grandes problemas les están prohibidos, por la razón miserable y ridicula de que para ellos son letra muerta libros publicados sobre estos proble­ mas en cualquier otro Idioma que el suyo. La ignorancia total de las lenguas en que hasta ahora se ha escrito ccmunmente la ciencia (alemán, inglés, francés, italiano), es enferme­ dad que con los años resulta incurable. No sería excesivo exigir a todo candidato a las profesiones científicas, que fuera al menos, trilingüe, es decir, que comprendiera, sin demasiado esfuerzo, dos lenguas modernas, además de la propia. He aquí una obligación de que estaban dispensados los eruditos de antaño (cuando el latín era todavía lengua común de los sabios) y que las condiciones modernas del trabajo científico harán pesar cada vez más sobre los eruditos de todos los países. Llegará un día quizá en que el conocimiento de la principal de las lenguas eslavas se haga necesario. Ya hay eruditos que se Imponen la tarea de aprender el ruso. La idea de restablecer el latín en su antiguo rango de lengua universal es quimérica. Véase la colección del Phcenfs, seu nuntíuj lattnue internationalt*. Los eruditos franceses que se hallan incapacitados de leer lo escrito en alemán y en inglés, se encuentran, por este hecho, en situación de inferioridad permanente con respecto a sus colegas más preparado® de Francia y del extranjero. Cualquiera que sea su mérito, están condena­ dos a trabajar con elementos de información insuficientes, a trabajar mal. De ello tienen conciencia. Disimulan su inferioridad lo mejor que pueden, como algo vergonzoso, a menos que no hagan cínica ostenta­ ción de ella, y se vanaglorian de ella, pero vanagloriarse, se ve bien, es otro modo de confesar su falta. No podríamos Insistir demasiado en este particular de que el conocimiento práctico de las lenguas extranjeras es auxiliar de la mayor importancia de todos los trabajos históricos, como de todos los trabajos científicos en general. a Cuando las “ciencias auxiliares*' se incluyeron por primera vez en Francia en los programas universitarios, se vio a estudiantes que se ocupaban de la historia de la Revolución y que no se tomaban ningún

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para todo el que quiere hacer trabajos originales de historia debe componerse (aparte la “instrucción común”, es decir, la cultura general de que habla Daunou) de todos los conocimien­ tos que pueden proporcionar los medios de descubrir, compren­ der y examinar críticamente los documentos. Estos conocimien­ tos varían según que se especialice en tal o cual período de la historia universal. El aprendizaje técnico es relativamente corto y fácil para el que se ocupa de historia moderna o contemporá­ nea, largo y penoso para el que lo hace de historia antigua o de los tiempos medios. Sustituir, como aprendizaje del historiador, el estudio de los conocimientos positivos, verdaderamente auxiliares de las in­ vestigaciones históricas, al de los “grandes modelos” literarios y filosóficos, es un progreso de fecha reciente. En Francia, du­ rante la mayor parte del siglo, los estudiantes de Historia no han recibido más que una educación literaria, a lo Daunou, y casi todos se han contentado con ella y no han deseado otra. Algunos han observado con disgusto la insuficiencia de su pre­ paración primera, cuando era demasiado tarde para remediar­ la. Aparte ilustres excepciones, los mejores no han pasado de ser literatos distinguidos, incapaces de hacer labor científica. La enseñanza de las “ciencias auxiliares”, y de los medios téc­ nicos de investigación, no estaba entonces organizada más que para la historia francesa de la Edad Media, y en un estable­ cimiento especial, la Escuela de Cartas (de Diplomática). Esta simple circunstancia aseguró, por lo demás, a esta Escuela du­ rante cincuenta años, superioridad marcada sobre todos los restantes establecimientos franceses (y aun extranjeros) de enseñanza superior. En ella se formaron excelentes investiga­ dores, que aportaron muchos datos nuevos, mientras que en otros lugares se charlaba acerca de los problemas.* 7 Hoy todavía interés por la Edad Media, elegir como ‘'ciencia auxiliar” la Paleografía, y a geógrafos que no querían estudiar la antigüedad, la Epigrafía. No habían comprendido, seguramente, que el estudio de las “ciencias auxi­ liares” no se recomienda por sí. sino porque es prácticamente útil al que se dedica a ciertas especialidades. (Véase Revue universitaire, II. pág. 123). 7 Véanse acerca de este punto las opiniones de Th. v. Sickel y de J. Havet, citadas en la Btbliothéque de l’École des (¡hartes, pág. 87. En 1854 se organizó, según el modelo de la Escuela francesa de Cartas, el Insti­ tuto austríaco ‘‘Für Osterreischtsche Ge&chichtsforschung”, se acaba de

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es en la Escuela de Cartas donde mejor se hace el aprendizaje técnico del investigador medievallsta del modo más completo, gracias a cursos combinados y graduados, que duran tres años, de Filología románica, de Paleografía, de Arqueología, de His­ toriografía y de Derecho de la Edad Media. Pero las “ciencias auxiliares” se enseñan ahora en todas partes, con más o menos amplitud, y han sido introducidas en los programas universi­ tarios. Por otra parte, los tratados didácticos de Epigrafía, de Paleografía, de Diplomática, etc., se han multiplicado desde ha­ ce veinticinco años. En aquella época se hubiera tratado en vano de proporcionarse un buen libro que supliera, en estas ma­ terias, la falta de enseñanza oral. Desde que existen cátedras han aparecido “Manuales” K que casi permitirían prescindir de ellas si la enseñanza oral, apoyada en ejercicios prácticos, no tuviese particular eficacia. Hayase tenido o no la suerte de reci­ bir enseñanza regular en un establecimiento de estudios supe­ riores, no hay ya derecho a ignorar lo que precisa saber antes de entrar en los estudios históricos. Realmente, ya no se ignora tanto como antes. El éxito de los “Manuales” precitados, cuyas ediciones se suceden, es significativo en este respecto.® crear una Escuela análoga en el “Instituto di Studl superlorl”, de Flo­ rencia. “Estamos acostumbrados, se escribe en Inglaterra, a oír que en este país no hay ninguna institución que se parezca a la Escuela de Cartas" (Quaterly Revíew. pág. 22). a Cabría enumerar aquí los principales publicados en los últimos vein­ ticinco años. Pero hay una lista de ellos en el Lehrbuch de E. Bernhelm, pág. 206 y siguientes. Citemos solamente los grandes “Manuales'* de “Fi­ lología". en el sentido amplio de la palabra en alemán, que comprende la historia de la lengua y de la literatura, la epigrafía, la paleografía y todas las nociones auxiliares de la critica de los documentos, que están en curso de publicación: el Grundriss der indo-ürischen PhtMogie und Altertumsnunde, publicado bajo la dirección de O. Bühler; el Grundriss der iranischen Phíloloyíe, publicado bajo la dirección de W. Gelger y de E. Kuhn: el Handbuch der classlschen Altertumswissenschaft. que diri­ ge I. v. Müller; el Grundriss der germaiüichen Philologte, dirigido por H. Paul: el Grundriss der romantschen Philologie, publicado bajo la di­ rección de O. Orober. Se hallará en estes vastos repertorios, al mismo tiempo que breve doctrina, referencias bibliográficas completas, tanto di­ rectas como indirectas v Los “Manuales" franceses de Prou (Paleografía), Oiry (Diplomáti­ ca), Cagnat (Epigrafía latina), etc., han extendido entre el público la noción y el conocimiento de las disciplinas auxiliares. Nuevas ediciones han permitido o permitirán tenerlas al corriente, cosa necesaria, porque la mayor parte de estas disciplinas, aun cuando ya bien constituidas, se precisan y enriquecen más todos los días. (Véase pág. 32).

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He aquí, pues, al futuro historiador armado de los conoci­ mientos previos que no habría podido menos de adquirir sin condenarse, ya a no poder trabajar, ya a sufrir continuas con­ trariedades en su labor. Le suponemos a resguardo de los erro­ res (innumerables en verdad) que tienen su origen en el cono­ cimiento imperfecto de la escritura y la lengua de los docu­ mentos, en la ignorancia de los trabajos anteriores y de los resultados adquiridos por la crítica. Posee irreprochable cognitio cogniti et cognoscendi. Es, por otra parte, una suposición muy optimista, y no lo simulamos. No basta, lo sabemos, haber segui­ do un curso regular de “ciencias auxiliares”, o haber leído aten­ tamente los mejores tratados didácticos de Bibliografía, de Pa­ leografía, de Filología, etc., ni siquiera haber adquirido, me­ diante ejercicios prácticos, alguna experiencia personal, para estar siempre bien informado, todavía menos para resultar in­ falible. En primer lugar, los que han estudiado durante mu­ cho tiempo documentos de cierto género o de determinada fe­ cha, poseen, con respecto a estos últimos, nociones intransmisi­ bles que les permiten hacer, en condiciones muy superio­ res, el examen crítico de documentos nuevos, de ese género o de esa fecha, que encuentren. Nada sustituye a la “erudición especial”, recompensa de los especialistas que han trabajado mucho.1*» Y luego, los mismos especialistas se engañan, los pa­ leógrafos tienen que estar constantemente en guardia para no leer mal. ¿Hay filólogos que no tengan algún error sobre su conciencia? Eruditos de ordinario muy bien informados han impreso como inéditos textos ya publicados y pasado de largo junto a documentos que habrían podido conocer. Los eruditos se pasan la vida perfeccionando sin cesar sus conocimientos 10 ¿Qué ha de entenderse justamente por esas “nociones intrasmisi-. bles de que hablamos? En el cerebro del especialista, muy familiarizada con documentos de cierta clase o de determinada época, se establecen asociaciones de Ideas, surgen bruscamente analogías ante el examen de un documentos nuevo de esa clase o de esa época, analogías que no percibe cualquiera otro menos experimentado, aun cuando disponga, por lo demás, de los repertorios más perfectos. Es que no pueden distinguir, se todas las particularidades de los documentos, y las hay imposibles de clasificar bajo denominaciones claras, y que no se encuentran, por con. siguiente, repertoriadas en parte alguna. Pero la memoria humana, cuan, do es buena, conserva la Impresión de ellas, y una excitación, aunque débil y lejana, basta para hacer resurgir la noción de lo antes visto.

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“auxiliares”, que con razón no estiman nunca perfectos. Pero* todo esto no nos impide sostener nuestra hipótesis. Entiéndasesolamente que en la práctica no se espera, para trabajar sobre los documentos, a ser infaliblemente dueño de todos los “cono­ cimientos auxiliares”. Nunca se atrevería uno a empezar. Resta saber cómo ha de procederse con los documentos, su­ puesto que se haya hecho con éxito el aprendizaje conveniente.

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Libro II

OPERACIONES ANALITICAS

Capítulo Primero CONDICIONES GENERALES DEL CONOCIMIENTO HISTÓRICO Hemos dicho ya que la Historia se hace con documentos y que éstos son la huellas del pasado.1 Este es el lugar de indicar las consecuencias que envuelven esta afirmación y esta definición. Los hechos no pueden ser empíricamente conocidos más que de dos maneras: bien directamente, si son observados mientras tienen lugar; bien indirectamente, estudiando las huellas que han dejado. Sea un suceso tal como un temblor de tierra, por ejemplo. Tengo de él conocimiento directo, si presencio el fenó­ meno; indirecto, si no habiéndolo presenciado, veo sus efectos materiales (grietas, paredes caídas), o si, desaparecidos estos efectos, leo su descripción escrita por alguien que presenció el fenómeno mismo, o sus efectos. Ahora bien, lo característico de los “hechos históricos” 1 2 es ser conocidos sólo indirectamen­ 1 Véase pág. 7. 2 Esta, expresión, frecuentemente empleada, necesita aclaraciones. No hay que creer que se aplica a una especie de hechos. No hay hechos históricos como los hay químicos. E! mismo hecho es o no histórico se­ gún la manera como se le conoce. No hay más procedimientos históricos de conocimiento. Una sesión del Senado es un hecho de observación di­ recta para el que asiste a ella, es tema histórico para el que la estudia en un relato. La erupción del Vesubio en tiempo de Plinto es un hecho geológico conocido históricamente. El carácter histórico no está, pues, en los hechos, sino tan sólo en el modo de conocerlos.

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te, por huellas. El conocimiento histórico es, por esencia, indi­ recto. El método de la ciencia histórica debe diferir, por tanto, radicalmente del de las ciencias directas, es decir, de todas las demás ciencias, excepto la geología, que se fundan en la obser­ vación directa. No es la ciencia histórica, en absoluto, aun cuan­ do asi se haya dicho,3 ciencia de observación. No nos son conocidos los hechos pasados sino por las huellas que de los mismos se conservan. Esas huellas, que se llaman documentos, el historiador las observa directamente, es verdad, pero, después de esto, ya nada tiene que observar. Procede en lo sucesivo por via de razonamiento, para tratar de inducir, lo más exactamente posible, de las huellas los hechos. El docu­ mento es el punto de partida, el hecho pasado, el de llegada.4 Entre el punto de partida y el de llegada, hay que pasar por una serie compleja de razonamientos encadenados unos a otros, donde son Innumerables las probabilidades de error, y el menor de éstos, cometido al principio, al medio o al fin del trabajo, puede viciar todas las conclusiones. El método “histórico’* o in­ directo, resulta, por tanto, visiblemente inferior al método de observación directa; pero los historiadores no pueden elegir, es el único para llegar a los hechos pasados, y se verá más ade­ lante5 cómo puede, a pesar de estas condiciones defectuosas, conducir a un conocimiento científico. El análisis detallado de los razonamientos que llevan de la observación material de los documentos al conocimiento de los hechos, es una de las partes principales de la Metodología his­ tórica. Es el dominio de la Crítica. A ella están consagrados los siete capítulos que siguen. Tratemos de bosquejar ante todo, muy sumariamente, sus líneas generales y sus grandes divi­ siones. I. Pueden distinguirse dos especies de documentos. A veces, el hecho pasado deja una huella material (un monumento, un objeto fabricado). A veces, y es lo más frecuente, la huella es 3 4 mo. 5

Fustel de Coulanges, lo ha dicho. Véase pág. 9, nota 5 de este libro.. En ¡as ciencias de observación el punto de partida es el hecho mis­ observado directamente. Cap. VII.

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de orden psicológico, una descripción o un relato escritos. El primer caso es mucho más sencillo que el segundo. Existe, efec­ tivamente, relación fija entre ciertas impresiones materiales y sus causas, y esta relación, determinada por leyes físicas, es bien conocida « La huella psicológica, por el contrario, es pura­ mente simbólica. No es el hecho mismo, no es siquiera la im­ presión inmediata del hecho en el espíritu del testigo, sino sola­ mente un signo convencional de la impresión producida por el hecho en el espíritu del testigo. Los documentos escritos, por tanto, no tienen valor por sí mismos, como los materiales, sino como manifestaciones de operaciones psicológicas, complicadas y difíciles de desenredar. La inmensa mayoría de los documen­ tos que dan al historiador el punto de partida de sus razona­ mientos no son, en suma, sino huellas de operaciones psicoló­ gicas. Asentado esto, para inducir de un documento escrito el he­ cho a que obedece en el pasado, es decir, para saber la relación que hay entre el documento y el hecho, es necesario reconstruir toda la serie de causas intermedias que han producido el docu­ mento. Hay que representarse toda la serie de los actos efec­ tuados por el autor del documento a partir del hecho por él observado hasta el manuscrito (o el impreso), que hoy tenemos a la vista. Esta serie se toma en sentido inverso, empezando por el examen del manuscrito (o del impreso) para concluir en el hecho pasado. Tales son el objetivo y la marcha del análisis crítico? En primer lugar, se observa el documento. ¿Se encuentra como cuando se escribió? ¿No ha sido alterado después? Se in­ vestiga cómo fue hecho a fin de restituirlo en caso preciso a su estado original y determinar su procedencia. Este primer grupo de investigaciones previas, que recaen sobre la letra, la lengua, las formas, las fuentes, etc., constituye el dominio particular de la crítica externa o crítica de erudición. Luego entra la crítica interna, la cual trata, por medio de razonamientos 6 No trataremos especialmente de la Crítica de los restos materiales (objetos, monumentos, etc.), en cuanto difiere de los documentos es­ critos. 7 Para el pormenor y la justificación lógica de este procedimiento, véase Ch. Selgnobos. Les Condi tions psychologiques de la connaisance en histoire, en la Revue philosophique, pAgs. 1-168.

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por analogía, cuyos mayores elementos se toman de la psico­ logía general, de representarse los estados psicológicos porque pasó el autor del documento. Sabiendo qué dijo el autor del documento, se pregunta uno: primero, qué quiso decir; segun­ do, si creyó lo que ha dicho; tercero, si tuvo fundamento para creer lo que creyó. En este último grado, el documento está reducido a un punto en que se asemeja a una de las operacio­ nes científicas por las cuales se constituye toda ciencia obje­ tiva, viene a ser una observación, y sólo resta tratarlo según el método de las ciencias objetivas. Todo documento tiene valor exactamente en la medida en que, después de haber estudiado su génesis, se le ha reducido a una observación bien hecha.

II. Dos conclusiones se desprenden de lo que antecede: com­ plejidad extremada, necesidad absoluta de la Crítica histórica. Comparado con los otros sabios, el historiador se halla en situa­ ción muy desventajosa. No sólo no le es dado nunca, como al químico observar directamente los hechos, sino que es rarí­ simo que los documentos de que está obligado a servirse re­ presenten observaciones precisas. No dispone de esas Memo­ rias de observaciones científicamente escritas que, en las cien­ cias constituidas, pueden sustituir y sustituyen a las observa­ ciones directas. Se halla en la situación del químico que cono­ ciera una serie de experimentos solamente por lo que le refiriera el auxiliar de su laboratorio. El historiador se ve obligado a sacar partido de referencias mal hechas, con que ningún sabio se contentaría.8 Tanto más necesarias son las precauciones que hay que tener en cuenta para utilizar estos documentos, cuanto que son los únicos materiales de la ciencia histórica. Importa evidentemen­ 8 El caso m&s favorable, aquel en que el documento ha sido escrito, según se dice, por un "testigo” ocular, está todavía muy lejos del cono­ cimiento científico. La noción de testigo se ha tomado del procedimiento de los tribunales. Traída a términos científicos, se reduce a la de ob­ servador. El testimonio es una observación. Pero, de hecho, el testimo­ nio histórico difiere notablemente de la observación científica. El “obser­ vador” opera según reglas fijas y escribe en un lenguaje rigurosamente preciso. Al contrario, el “testigo”, ha observado sin método y escrito en un lenguaje libre. Se ignora si ha adoptado las precauciones necesa­ rias. Es característico del documento histórico ofrecerse como resultado de un trabajo hecho sin método y sin garantía.

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te eliminar los que no tienen ningún valor y distinguir en los demás lo que tienen de bien observado. Tanto más necesarias son, al propio tiempo, las advertencias en este respecto cuanto que es inclinación natural del espíritu humano no adoptar precaución alguna, y proceder de modo atropellado en estas materias en que seria indispensable la más escrupulosa precisión. Todos, es verdad, admiten en principio la utilidad de la crítica, pero es uno de esos postulados que no se discuten y que difícilmente pasan a la práctica. Han tras­ currido siglos o períodos de civilización brillante, antes de que los primeros resplandores de la critica se hayan manifestado entre los pueblos más Inteligentes del globo. Ni los orientales, ni la Edad Media, tuvieron clara idea de ella.9 Hasta nuestros días, personas ilustradas que se servían de documentos para escribir la historia, habían olvidado tomar precauciones ele­ mentales y admitido inconscientemente principios falsos. Hoy todavía, la mayor parte de los jóvenes, abandonados a sus pro­ pias fuerzas, seguirían estos viejos errores. Es que la critica se muestra contraria a la marcha normal de la inteligencia. Hay en el hombre tendencia espontánea a dar fe a las afirmaciones y reproducirlas, sin distinguirlas tan sólo claramente de sus pro­ pias observaciones. ¿No admitimos indiferentemente, en la vida diaria, sin comprobación de ninguna clase, cosas que se dicen. Informes anónimos y sin garantía, toda clase de “documentos” de mediana o de mala calidad? Hace falta una razón especial para tomarse el trabajo de examinar la procedencia y el valor de un documento relativo a la historia de ayer. De otra forma, si no es inverosímil hasta un punto escandaloso, y en tanto no se le contradice, le aceptamos, nos atenemos a su sentido, le llevamos de un lado para otro, embelleciéndole en caso nece­ sario, Cualquier persona sincera reconocerá que es necesario un esfuerzo violento para sacudir la ignavia critica, esa forma tan extendida del decaimiento intelectual, que ese esfuerzo debe repetirse constantemente y que va muchas veces acompañado de verdadero sufrimiento. El instinto natural del que cae al agua es hacer todo lo pre­ ciso para no ahogarse. Aprender a nadar es adquirir el hábito 9 Véase B. Lach, Dos Encachen und dte Entwtckelung der hietortschen Kritik im Mittelalter.

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de reprimir movimientos espontáneos y ejecutar otros. De igual modo, el hábito de la crítica no es natural, es preciso que se inculque, y no encarna sino mediante prácticas repetidas. Así el trabajo histórico es trabajo crítico por excelencia. Cuando a él nos entregamos sin habernos puesto previamente en guardia contra el instinto, nos ahogamos. Para estar adver­ tidos del peligro, nada más eficaz que hacer examen de con­ ciencia, y analizar las razones de la ignavia que se trata de combatir, hasta que haya cedido el puesto a una actitud de es­ píritu crítico.1® Es también muy conveniente haberse dado cuen­ ta de los principios del método histórico y haberle descompues­ to teóricamente, como vamos a hacerlo, una tras otra, en sus operaciones sucesivas. "La historia, lo mismo que cualquier otro estudio, supone sobre todo errores de hecho que proceden de falta de atención, pero está más expuesta que ningún otro a faltas nacidas de la confusión mental que lleva a hacer análisis insuficientes y forjar razonamientos falsos. ... Los historiadores aventurarían menos afirmaciones sin pruebas si les fuera pre­ ciso analizar cada una de sus afirmaciones, admitirían menos principios falsos si se impusieran el deber de formular todos sus principios, harían menos razonamientos infundados si les fue­ ra preciso manifestar todos sus razonamientos en forma.1110 11

10 La razón íntima de la credulidad general es la negligencia. Es más cómodo creer que discutir, admitir que criticar, acumular los documen­ tos que pesarlos. Y es también más agradable. El que hace examen crí­ tico de los documentos sacrifica alguno, lo cual fácilmente considera una pérdida, y no otra cosa, el que lo ha recogido. 11 Revue philosopMque, lug. cit., pág. 178.

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Sección I

CRITICA EXTERNA (CRITICA DE ERUDICION)

Capítulo II CRÍTICA DE RESTITUCIÓN Una persona escribe en nuestros días un libro. Envía a la imprenta el manuscrito autógrafo, corrige las pruebas personal­ mente y da orden de hacer la tirada. El libro impreso de esta suerte se presenta, como documento, en excelentes condiciones materiales. Sea el que quiera el autor, y cualesquiera que hayan sido sus pensamientos o sus intenciones, se está seguro, y es el único punto que nos interesa en este momento, de tener entre las manos una reproducción casi exacta del texto que ha escrito. Hay que decir “casi exacta”, porque si el autor ha corregido mal las pruebas, o si los linotipistas no han tenido bien en cuenta sus correcciones, la reproducción del texto original no es perfecta aún en este caso muy favorable. No es raro que los linotipistas os hagan decir otra cosa de lo que habéis querido, y que de ello os deis cuenta demasiado tarde. ¿Y si se trata de reproducir una obra cuyo autor ha muerto y cuyo manuscrito autógrafo es imposible enviar a la imprenta? Tal caso se ha dado con las Memorias de ultratumba, de Cha­ teaubriand, por ejemplo. Se presenta todos los días con esas correspondencias íntimas de personajes conocidos que se impri­ men apresuradamente para satisfacer la curiosidad pública, y cuyos documentos originales se conservan tan mal. El texto se copla primeramente, luego se “compone” tipográficamente se­ gún la copla; finalmente, esta segunda copia (en las pruebas),

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es o debe ser cotejada por alguien (a falta del autor desapare­ cido) con la primera copia, o mejor todavía, con los originales. Las garantías de exactitud son menores en este caso que en el anterior, porque entre el original y la reproducción definitiva, hay un intermediario más (la copia manuscrita) y puede ocu­ rrir que el original sea difícil de leer por otro que no sea el autor. El texto de las Memorias y de las Correspondencias póstumas resulta muchas veces realmente desfigurado en edicio­ nes que a primera vista parecen esmeradas, por errores de tras­ cripción y de puntuación.1 Ahora, ¿cómo han llegado a nosotros los textos antiguos? Casi siempre, los originales se han perdido y solamente disponemos de copias. ¿Copias hechas teniendo a la vista los originales? No, sino copias de coplas. Los copistas que las hicieron no eran to­ dos, lejos de ello, personas hábiles y de conciencia. Transcribían muchas veces textos que no comprendían o que comprendían mal, y no siempre estuvo de moda, como en la época del Rena­ cimiento carolingio, cotejar los manuscritos.12 Si nuestros libros Impresos, después de las revisiones del autor y del corrector, son reproducciones imperfectas, es de esperar que los documentos antiguos, copiados y recopilados durante siglos, con poco esme­ ro, a riesgo de nuevas alteraciones a cada trasmisión hayan llegado a nosotros con muchísimas alteraciones. Por tanto, se impone una precaución: antes de utilizar un documento, hay que saber si el texto que contiene es “bueno”; es decir, todo lo conforme posible con el manuscrito autógrafo del autor, y cuando el texto es “malo”, mejorarlo. Hacer otra cosa es peligroso. Utilizando un texto malo, es decir, alterado por la tradición, se corre el riesgo de atribuir al autor lo que es culpa de los copistas. En efecto, se han fundamentado teorías 1 Un miembro de la Sociedad de los humanistas franceses, se ha en­ tretenido en anotar, en el Boletín de dicha sociedad, los errores concer. nlentes a la crítica verbal que se leen en las ediciones de algunas obras pósturnas (principalmente en la de las Memorias de ultratumba). Ha de­ mostrado que es imposible disipar oscuridades en los documentos más modernos por el mismo método que sirve para restaurar los textos an­ tiguos. 2 Acerca de los hábitos de los copistas de la Edad Media, por me. diación de los cuales han llegado a nosotros casi todas las obras de la antigüedad, véanse los datos reunidos por W. Wattenbach, Das Schrifwesen im Mittelalter.

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en pasajes alterados por errores de copla, las cuales se han des­ moronado de una vez, cuando el texto original de dicho pasaje fue descubierto o restituido. No todas las erratas tipográficas, todos los defectos de copla son indiferentes o simplemente ri­ diculos. los hay Insidiosos, propios para engañar al lector.9 Se creería, sin esfuerzo, que los historiadores estimados han tenido siempre por regla proporcionarse “buenos” textos, lim­ pios y restaurados como conviene, de los documentos que nece­ sitaban consultar. Seria un error. Los historiadores se han ser­ vido durante mucho tiempo de los textos que tenían a mano, sin comprobar la pureza de los mismos. Pero hay más, los eruditos mismos que por profesión publican documentos, no han encon­ trado de primera intención el arte de restituirlos. Poco ha, los documentos se publicaban, por lo común, conforme a las prime­ ras copias que se tenían, buenas o malas, combinadas y corre­ gidas al azar. Las ediciones de textos antiguos son hoy, en su mayor parte, “críticas”; pero aún no hace treinta años que se han dado las primeras “ediciones criticas” de las grandes obras de la Edad Media, y el texto critico de algunas de la antigüedad clásica (de la de Pausanias, por ejemplo), está todavía por ha­ cerse. Hasta el presente, no tcdos los documentos históricos se han publicado de manera que proporcionen a los historiadores la seguridad que necesitan, y algunos de estos obran todavía co­ mo si no se dieran cuenta de que un texto mal fijado ofrece, por lo mismo, motivos de desconfianza. Pero se ha realizado un progreso considerable. El método conveniente para la depura­ ción y restitución de los textos ha resultado de enseñanzas acu­ muladas por varias generaciones de eruditos. En parte alguna el método histórico tiene hoy más sólidos fundamentos ni se conoce más generalmente. Se halla expuesto con claridad en varias obras de vulgarización filológica* Por esto, nos conten3 Véanse, por ejemplo. las Coquilles lexicograpMques que coleccionó A Thomas. en la Romanía, XX. pág. 464 y siguientes 4 Véase O. Bernheim. Lehrbuch der Mitorischen Methode, 2, págs. 341-54. Consúltese además F. Blas*, en el Handbuch der klaetitchen Al» tcrtumewteeenschaft de I. v. Müller, 12, págs. 249-89 (con bibliografía de­ tallada); A. Tobler. en el Grundtes der romaniechen Phílologie, I. págs. 253-63; H. Paul, en el Grundrise der germanischen Philologle, 12. págs. 184-96. En eapafiol. puede leerse el Cap. de “Crítica de loa textos'*, del libro

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taremos con resumir aquí sus principios esenciales y con indi­ car los resultados.

I. Sea un documento inédito o que todavía no se ha publi­ cado conforme a las reglas de la critica. ¿Cómo se procede para fijar el mejor texto posible de él? Hay que considerar tres casos: a) El más sencillo es aquel en que se posee el original, el autógrafo mismo del autor. No hay más que reproducir su con­ tenido con entera exactitud.** Teóricamente, nada más fácil. Prácticamente, esta tarea elemental exige una atención per­ sistente, de la que no todo el mundo es capaz. Haced el en­ sayo, si lo dudáis. Los copistas que no se equivocan y que nunca padecen distracciones son muy pocos, aún entre los eruditos. b) Segundo caso. — El original se ha perdido, y sólo se co­ noce una copia. Hay que ponerse en guardia, porque es pro­ bable, a priori, que esta copia tenga faltas. Los textos degeneran según ciertas leyes. Se ha tratado de distinguir y clasificar las causas y las formas comunes de las diferencias que se observan entre los originales y las coplas. Luego se han deducido, por analogía, reglas aplicables a la res­ tauración hipotética de los pasajes que, en una copia única de un original perdido, resultan segura (porque no pueden leerse en absoluto) o verosímilmente alterados. Minerva, Introducción al estudio de los clásicos escolares, griegos y la. tinos, por J. Gow y Salomón Relnach. trad. de D. V., Madrid. Jorro, editor. La obra de J. Taylor, History of the transmission of ancient books to modem times..., carece en absoluto de valor. 5 Esta regla no es absoluta. Se admite generalmente que el editor tiene derecho a uniformar la grafio de un documento autógrafo, siem­ pre que de ello advierta al público, cuando, como ocurre en la mayor parte de los documentos modernos, los caprichos gráficos del autor no ofrecen interés filológico. Véanse las Instructions pour la publicatton des testes histariques, en el Bolletin de la Commission royale d'histoire de Belgique, 5» serie, VI y los Grundsdtze für die Herausgabe von Actens. tücken zur neueren Geschichte, trabajosamente discutidos por el 29 y el 3« Congreso de los historiadores alemanes, insertados en la Deutsche Zeitschrift für Geschichtswissenschaft. XI, pág. 200. XII, pág. 364. Los Congresos de historiadores Italianos, celebrados en Oénova y en Roma, han debatido también esta cuestión, pero sin dejarla resuelta. ¿Qué li­ bertades cabe legítimamente tomarse al reproducir textos autógrafos? El problema es más difícil de lo que Imaginan quienes no son del oficio.

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Las alteraciones del original, en una copia, las “variantes de tradición”, que así se llaman, son imputables ya a error, ya a manifiesta intención. Ciertos copistas han hecho a sabiendas, modificaciones o supresiones en el textor Casi todos ellos han cometido errores, ya de juicio, ya accidentales. Errores de jui­ cio, no siendo más que a medias instruidos e inteligentes, han creído deber corregir pasajes o palabras del original que no comprendían.7 Errores accidentales, si han leído mal al copiar u oído torpemente al escribir al dictado, o incurrido involun­ tariamente en lapsus calami. Las modificaciones que proceden de fraudes y de errores de juicio, son con frecuencia muy difíciles de rectificar y hasta de distinguir. Ciertos errores accidentales (la omisión de varias líneas, por ejemplo), son irreparables en el caso que nos ocupa, de existir una sola copia. Pero la mayor parte de los errores accidentales se dejan adivinar, cuando se conocen sus formas comunes: confusiones de sentido, de letras y de palabras, tras­ posiciones de palabras, de silabas y de letras, ditografía (repeti­ ción inútil de letras o de sílabas), haplografía (sílabas o pala­ bras que habría sido necesario duplicar y que sólo se han escrito una vez), palabras mal separadas, frases mal puntuadas, etcé­ tera. Errores de estas diversas clases han sido cometidos por los copistas de todos los tiempos y de todos los países, cualquiera que fuese la escritura de los originales, o el idioma en que estu­ vieren escritos. Pero ciertas confusiones de letras son frecuentes en las co­ pias ejecutadas conforme a originales que estaban escritos en caracteres unciales, y otros en las coplas ejecutadas con arre­ glo a originales escritos en minúsculas. Las confusiones de sen­ tido y de palabras se explican por analogías de vocabulario y de pronunciación, que difieren, naturalmente, según que el ori­ ginal estuviera en tal o cual otro idioma, fuera de esta o de otra fecha. La teoría general de la restitución por conjetura se reduce, pues, a lo que antecede, y no existe aprendizaje to« Se tratará de las ediciones en el Cap. III. 7 Los escribas del Renacimiento carollngio y del Renacimiento propia­ mente dicho, a partir del siglo xv, se han preocupado de hacer textos inteligibles, y han corregido, por consiguiente, todo lo que no compren, dían. Algunas obras de antigüedad han resultado de esta suerte per. didas para siempre por su intervención.

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tal de este arte. Se aprende a restituir, no un texto cualquiera, sino textos griegos, latinos, franceses, etc.; porque la restitu­ ción por conjeturas de un texto supone, además de nociones generales sobre el proceso de la degeneración de los textos, el conocimiento profundo: primero, de una lengua; segundo, de una paleografía especial; tercero, de las confusiones (de letras, de sentido y de palabras} de que los copistas de textos redac­ tados en la misma lengua, o escritos de la misma manera, te­ nían o tienen costumbre. Para el aprendizaje de la enmienda por conjetura de los textos griegos y latinos, se han hecho re­ pertorios (alfabéticos y metódicos) de “variantes de tradición”, de confusiones frecuentes, de correcciones probables.8 No susti­ tuyen ciertamente a los ejercicios prácticos, hechos bajo la dirección de personas del oficio* pero prestan grandes servi­ cios aún a estas mismas. Sería fácil enumerar ejemplos de restitución venturosa. Las más satisfactorias son las que tienen carácter de evidencia paleográfica, como la corrección clásica de Madvlg al texto de las Cartas de Séneca (89, 4). Se leía: “Philosophia unde dicta sit, apparet; ipso enim noraine fatetur. Quídam et sapientiam ita quídam finierunt, ut dicerent dívinorum et humanorum sapien­ tiam. lo cual no tiene sentido. Se suponía que faltaba algo entre ita y quídam. Madvig se ha representado el texto en ca­ pitales del arquetipo desaparecido, en que, según costumbre anterior al siglo vm, las palabras no estaban separadas (scriptio continua), y las frases no aparecían puntuadas. Se ha pre­ guntado si el copista, que tuvo primeramente a la vista el ar­ quetipo en capitales, no habría separado las palabras al azar, y ha leído sin dificultad: “...ipso enim nomine fatetur quid 8 Estas colecciones están ordenadas metódicamente según orden alfa­ bético. Las principales son, para las de lenguas clásicas, además de la obra ya citada de Blass, (pág. 79, núm. 1), los Adversaria crítica de Madvig, 3 volts. Para el griego, la célebre Commentatic palcecographica de Fr. J. Bast, publicada como apéndice a la edición del gramático Gregorio de Corinto, y las Variae lectiones de Cobet. Para el latín: H. Hagen, Gradus ad criticem, y W. M. Líndsay. An introduction to latín textual emendation based on the text of Plautus. Un redactor del Btzllctin de la Société des humanistes frangais, ha expresado, en dicha pu­ blicación, el deseo de que se haga una recopilación análoga para el fran­ cés moderno. 0 Véase Revue critique (II, pág. 358).

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amet. Saplentlam ita quídam finierunt... etc.” Blass, Relnach, Lindsay, en sus trabajos citados en nota, mencionan varios se­ ñalados ejemplos del mismo género, de perfecta distinción. Los helenistas y los latinistas, por lo demás, no son los únicos que pueden presentarlos. Otros tan "brillantes” se citarían, ejecu­ tados por orientalistas, por romanistas y por germanistas, des­ de que los textos orientales, románicos y germánicos han sido sometidos a la critica verbal. Hemos dicho ya qué "hermosas” correcciones son posibles aún en el texto de documentos ente­ ramente modernos, tipográficamente reproducidos en las me­ jores condiciones. Nadie quizá se ha distinguido, en nuestros dias, en el mismo grado que Madvig, en el arte de la emendatio por conjetura. No obstante, no tenia formada muy buena opinión de los tra­ bajos de filología moderna. Pensaba que los humanistas de los siglos xvi y xvn estaban en este respecto mejor preparados que los eruditos de hoy. La emendatio conjetural de los textos la­ tinos y griegos, es, en efecto, una diversión en que se obtiene tanto más éxito cuando se tiene, con un espíritu más ingenio­ so y más Imaginación paleográfíca, sentido más justo, más pronto y delicado de las exquisiteces de las lenguas clásicas. Ahora bien; los antiguos eruditos han sido seguramente de­ masiado audaces, pero las lenguas clásicas les eran mucho más familiares que a los de hoy. Sea lo que fuere, muchos textos que con alteraciones se han conservado en copias únicas, han resistido y resistirán siem­ pre, sin duda, los esfuerzos de la crítica. Con gran frecuencia, la crítica observa la alteración del texto, indica lo que el sen­ tido reclama, y, si es prudente, se ve obligada a no pasar de ahí por haber borrado las huellas de la versión primitiva mul­ titud de errores y de correcciones sucesivas, cuya maraña no es posible desenredar. Los eruditos que se entregan al apa­ sionante ejercicio de la critica de conjetura están expuestos, en su ardor, a sospechar versiones exactas y a proponer, para los pasajes que se desespera descifrar, hipótesis aventuradas. Ellos no lo ignoran. En consecuencia, adoptan como principio inmu­ table el distinguir con entera claridad, en sus ediciones, las ver­ siones del manuscrito, o de los manuscritos, del texto resti­ tuido por ellos. 61

c) Tercer caso. — Se conocen varias copias, que difieren, de un documento cuyo original se ha perdido. En este punto, los eruditos modernos tienen sobre los de antaño una ventaja se­ ñalada, pues además de que están bien informados, proceden con más regularidad en el cotejo de las copias. El fin, como en el caso anterior, es reconstituir, en cuanto se puede, el arque­ tipo. Los eruditos de antaño, y lo mismo que ellos, en nuestros dias. los novicios, han tenido y tienen que luchar, en seme­ jante caso, contra un primero y detestable impulso: servirse de una copia cualquiera, de la que tienen más a mano. El se­ gundo impulso no es mucho mejor: si las diferentes copias no son de la misma época, servirse de la más antigua. No tiene, teóricamente, la antigüedad relativa de las copias, ni muchas veces de hecho, la menor importancia, porque un manuscrito del siglo xvi, reproducción de una buena copia perdida del xi, tiene mucho más valor que una copia defectuosa y retocada del siglo xri o del xni. El tercer impulso no es todavía el bue­ no: contar las versiones presentadas y decidirse por las que formen mayoría. Pongamos veinte ejemplares de un texto, de los que diez y ocho contienen la versión a y dos la versión b. Adoptar por esto la versión a, es suponer gratuitamente que todos los ejemplares tienen la misma autoridad. Suponerlo, es incurrir en una falta de juicio, porque si diez y siete de los diez y ocho ejemplares que contienen la versión a se han co­ piado del decimoctavo, ésta, en realidad, no se presenta más que una vez, y lo único que importa es saber si es, intrínseca­ mente, mejor o peor que la versión b. Se ha reconocido que el partido mejor es determinar, ante todo, las relaciones que entre si tienen las copias. Se parte, a este efecto, de un postulado indiscutible; todas las copias que contienen, en los mismos sitios, las mismas faltas, han sido he­ chas unas de otras o derivan todas de una copia en que di­ chas faltas existían. No es creíble, en efecto, que varios copis­ tas hayan cometido, al reproducir cada uno por su parte el arquetipo exento de faltas, exactamente los mismos errores. La identidad de éstos da fe de su comunidad de origen. Se su­ primirán sin escrúpulo todos los ejemplares derivados de una copia que ha sido conservada, pues no tienen, evidentemente.

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otro valor que el de la primera, a la que todos deben su ori­ gen. No difieren de ella, y si difieren es sólo en faltas suple­ mentarias. Seria perder el tiempo anotar las variantes. Hecho esto, no se tienen ya a la vista más que copias independien­ tes, tomadas directamente del arquetipo, o copias derivadas cuyo origen (una copia tomada directamente del arquetipo) se ha perdido. Para clasificar las copias derivadas en familias. cada una de las cuales representa, con más o menos pureza, la misma tradición, se recurre también al método de la com­ paración de las faltas. Permite comunmente hacer, sin dema­ siado esfuerzo, un cuadro genealógico completo (stemma co­ dician) de los ejemplares conservados, que pone muy clara­ mente de relieve su importancia relativa. No es este el lugar de examinar las especies difíciles en que, a consecuencia de la supresión de un número demasiado grande de intermediarlos, o de antiguas combinaciones arbitrarias que han mezclado les textos de varias tradiciones distintas, llega a ser la operación en extremo laboriosa o aún impracticable. Por otra parte, en estos casos extremos, el método no varía; la comparación de los pasajes correspondientes es un poderoso instrumento, pero es el único de que dispone en éste caso la critica. Una vez trazado el cuadro genealógico de los ejemplares, se comparan, para restituir el texto del arquetipo, las tradiciones independientes. Si concuerdan en dar un texto satisfactorio, no hay dificultad. Si difieren, hay que decidirse. Si por azar con­ cuerdan en dar un texto defectuoso, se recurre, como si no hubiera más que una copia, a la emendatio por conjetura. Es condición mucho más favorable, en principio, tener va­ rias copias independientes de un original perdido que tener una sola, porque la simple comparación maquinal de las ver­ siones independientes basta muchas veces para disipar oscuri­ dades que la luz incierta de la crítica conjetural no habría po­ dido disipar. No obstante, la abundancia de ejemplares es una dificultad más que una ayuda, cuando no se ha tenido cuidado de clasificarlos o cuando se han clasificado mal. Nada menos seguro que las restituciones caprichosas, artificiales, hechas con copias cuyas relaciones mutuas y la relación con el arquetipo no han sido previamente determinadas. Por otra parte, la apli­ cación de los métodos racionales trae consigo, en ciertos ca­ 63

sos, un gasto formidable de tiempo y de trabajo. Pensad que hay una obra de la que se poseen varios cientos de ejempla­ res no idénticos; que las variantes independientes de tal texto de mediana extensión (como los Evangelios) se cuentan por miles; que serían necesarios años enteros de trabajo para que una persona diligente preparara una “edición critica” de de­ terminada novela de la Edad Media. ¿Es, al menos, seguro que su texto, después de tantos cotejos, comparaciones y trabajos, sería evidentemente mejor que si no se hubiera dispuesto para restituirlo más que de dos o tres manuscritos? No. El esfuerzo material que exigen ciertas ediciones críticas, a consecuencia de la extremada riqueza aparente de los materiales de que se dispone para trabajar, no está, en mcdo alguno, proporcio­ nado con los resultados positivos que se obtienen. Las “ediciones críticas” hechas con ayuda de varias copias de un original perdido, deben dar al público los medios de com­ probar la stemma codicum que el editor ha hecho, y contener, en nota, la lista de las variantes que han sido desechadas. De esta suerte, en el peor caso, las personas competentes encuen­ tran, a falta del texto mejor, lo que hace falta para determi­ narlo.10

II. Los resultados de la crítica de restitución —critica de limpieza y reparación— son enteramente negativos. Se llega, ya por conjetura, ya por comparación y conjetura, a obtener, no necesariamente un buen texto, sino el mejor texto posible, de documentos cuyo original se ha perdido. La ventaja mayor consiste en eliminar las versiones malas, adventicias, propias para originar errores, y señalar como tales los pasajes sospe­ chosos. Pero no debemos decir que la critica de restitución * no 10 Los eruditos olvidaban hasta hace muy poco, entre nosotros, esta precaución elemental, so pretexto de evitar “aires de pedantería”. B. Ilauréau ha publicado, en sus Nortees et extraits de quelques manuscrita latine de la Bibliothéque nationate (VI, pág. 810), una composición en versos rítmicos “De presbytero et loglco”. “No es Inédita, dice, Thomas Wright la ha publicado ya... Pero su edición es muy deficiente, y el texto resulta a ve oes del todo ininteligible. Por consiguiente, hemos en. mendado mucho, haciendo concurrir a esta enmienda dos coplas que, por lo demás, no son irreprochables una ni otra...” Sigue la edición, sin variantes. Es imposible la comprobación.

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proporciona ningún dato nuevo. El texto de un documento que ha sido restituido a costa de infinitos esfuerzos, no vale más que el de otro análogo cuyo original se ha conservado, sino que, por el contrario, vale menos. Si el manuscrito autógrafo de la Eneida tlq hubiera desaparecido, se habrían ahorrado siglos de cotejos y de conjeturas, y el texto del poema sería mejor del que es hoy. Esto se dirige a los que brillan en la labor de las “enmiendas”,11 que le tienen afición por consiguiente, y que, en el fondo, se disgustarían por no tener que practicarla.

III. Habrá lugar, por otra parte, a practicar la critica de restitución hasta que se posea el texto exacto de todos los do­ cumentos históricos. En el estado actual de la ciencia, pocos trabajos son más útiles que los que descubren nuevos textos o depuran otros conocidos. Publicar, conforme a las reglas de la crítica, documentos inéditos o hasta el presente mal publicados, es prestar a los estudios históricos un servicio esencial. En to­ dos los países, innumerables sociedades científicas consagran a esta obra capital la mayor parte de sus recursos y de su acti­ vidad. Pero, por razón de la inmensa cantidad de textos que hay que examinar,11 12 y de los minuciosos cuidados que exigen 11 “Las correcciones de textos no dan muchas veces en el blanco por falta de las que pudiéramos llamar reglas de juego” (W. M. Llndsay. ob. cit., pág. 5). 12 Se ha preguntado muchas veces si todos los textos valen le pena de ser “depurados" y “publicados”. Entre los nuestros antiguos (de la literatura francesa de la Edad Media), dice J. Bédler, ¿qué conviene pu­ blicar? Todo. ¿Todo, se dirá? ¿No nos abruma ya el peso de los docu­ mentos? ... He aquí la razón que exige la publicación integra. Todo el tiempo que permanezcan ante nosotros tantos manuscritos, cerrados y misteriosos, nos solicitarán como si escondieran la clave de todos los enigmas, impedirán a todo espíritu sincero el desarrollo de las induc­ ciones. Conviene publicarlos, aun cuando no fuera más que para desembarazarse de ellos y para que sea posible desecharlos definitivamente en lo futuro..’’ (Bevue des Deux Mondes). Todos los documentos deben ser inventariados, hemos dicho (pág. 26). a fin de que los investigado­ res no tengan el constante temor de no conocer los que pudieran serles útiles. Pero en todos los casos en que basta un análisis sumario para dar a conocer el contenido del documento, si la totalidad de éste no ofrece interés, la publicación in extenso de nada sirve. No hay que acu­ mular obstáculos; todos los documentos serán algún día analizados, y muchos no se publicarán jamás.

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las operaciones de la critica verbal,^ el trabajo de publicación y de restitución no avanza sino con lentitud. Antes de que los textos interesantes para la Historia de la Edad Media y de los tiempos modernos hayan sido editados o reeditados secundum artem, transcurrirá mucho tiempo, aun suponiendo que la mar­ cha, relativamente rápida, que se sigue desde hace algunos años, sea todavía acelerada.14

L3 Los editores de textos hacen frecuentemente su labor todavía más larga y difícil de lo que es, imponiéndose, so pretexto de aclaraciones, comentarios. Su interés estaría en economizarlos y en ahorrarse toda ano­ tación que no correspondiera al ‘‘aparato crítico** propiamente dicho. Véase, acerca de este punto, Th. Lindner, über die Herausgabe von geschichtliche Quellen, en los Mittheilungen des Instituís für oesterreichische Geschichtsforschung, XVI, pág. 501 y sigs. 14 Basta, para darse cuenta de ello, comparar lo que hasta aquí han hecho las Sociedades más activas, tales como la de los Monumento. Ger­ manice histórica y el Instituto storico iltaliano, con lo que les queda por hacer. La mayor parte de los documentos más antiguos y difíciles de restituir, los que han puesto a prueba desde hace mucho tiempo la sagacidad de los eruditos, han quedado en situación relativamente satis­ factoria. Pero hay todavía que realizar inmensos trabajos materiales.

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Capítulo III CRÍTICA DE LA PROCEDENCIA

Sería absurdo buscar datos acerca de un hecho en los pape­ les de quien no ha sabido nada de él, ni podido saber la menor cosa. Hay, pues, que preguntarse, en primer lugar, cuando se tiene a la vista un documento: ¿De dónde procede? ¿Quién es su autor? ¿Cuál su fecha? Un documento cuyo autor, fecha, la procedencia, en una palabra, no puede saberse, no sirve para nada. Esta verdad, que parece elemental, no ha sido reconocida ple­ namente hasta nuestros días. Tal es la áxpcjía natural en los hombres que, los primeros que han adquirido la costumbre de informarse de la precedencia de los documentos antes de ser­ virse de ellos, han concebido por esta causa (y tenían derecho) cierto orgullo.

La mayor parte de los documentos modernos contienen una indicación precisa de su procedencia. En nuestros dias, los li­ bros, los artículos de periódico, los documentos oficiales y aun los escritos particulares están, por regla general, fechados y firmados. Muchos documentos antiguos, por el contrario, care­ cen de indicación de lugar y de fecha y son anónimos. Por tendencia espontánea el espíritu humano, da fe a las in­ dicaciones de procedencia, cuando las hay. En la cubierta y prólogo de Los Castigos, Víctor Hugo dice ser el autor; es, por lo tanto Víctor Hugo quien ha escrito Los Castigos. He aquí, en un museo, un cuadro sin firma, pero cuyo marco ostenta, por los cuidados de la direclón, una tablilla en que se lee el nom­

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bre de Leonardo de Vinel; el cuadro es de Leonardo de Vinel. Se encuentra bajo el nombre de San Clemente, en los Extraits des poétes chrétiens, de M. Clement, en la mayor parte de las ediciones de las Obras de San Buenaventura y en gran número de manuscritos de la Edad Media, un poema titulado Filomena. El poema que lleva este título es de San Buenaventura, “y en él se recogen preciosos datos acerca del alma misma” de este santo varón.1 Vraln-Lucas llevaba a M. Chasles autógrafos de Vercingetorix, de Cleopatra y de Santa María Magdalena, de­ bidamente firmados123y he aquí, pensaba M. Chasles, autógra­ fos de Vercingetorix, de Cleopatra y de Santa María Magdale­ na. Nos hallamos en presencia de una de las formas más ge­ nerales, y, al propio tiempo, más tenaces, de la credulidad pú­ blica. La experiencia y la reflexión han demostrado la necesidad de reducir por el método esos impulsos Instintivos de confian­ za. Los autógrafos de Vercingetorix, de Cleopatra y de María Magdalena eran obra exclusiva de Vraln-Lucas. El Filomena atribuido por los copistas de la Edad Media unas veces a San Buenaventura, otras a Fr. Luis de Granada» tan pronto a John Hoveden, a John Pechkan también, no es quizá de ninguno de estos autores, y no es, seguramente, del primero. Insignes proezas han sido atribuidas, sin sombra de prueba, en los más célebres museos de Italia, al glorioso nombre de Leonardo. Por otra parte, es cierto que Víctor Hugo escribió Los Castigos. De­ ducimos que las indicaciones más formales de procedencia no son nunca satisfactorias por si mismas. No son más que pre­ sunciones, muy o poco fundadas. Muy fundadas, en general, cuando se trata de documentos modernos; con frecuencia muy poco, cuando se trata de documentos antiguos. Hay cosas que se han añadido a obras Insignificantes para realzar su valor, o a obras de consideración para glorificar a alguien, o bien con el Intento de engañar a la posteridad, o por cien otros motivos que es fácil Imaginar y cuya lista se ha hecho.4 La literatura 1 R. Gourmont, Le latín mystique, pág. 709. 2 Véanse esos supuestos autógrafos en la Biblioteca Nacional, de Pa­ rís. Nuevas adquisiciones, fr. núm. 709. 3 Así dice el* original. (N. del T.) 4 F. Blass ha enumerado los principales de estos motivos, con motivo

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“seudoepígrafa” de la antigüedad y de la Edad Media es enor­ me. Hay, además, documentos enteramente “falsos”. Los falsifi­ cadores que los hicieron los han provisto, naturalmente, de in­ dicaciones muy precisas acerca de su supuesta procedencia. Luego, hay que comprobar. ¿Pero cómo? Se comprueba la pro­ cedencia aparente de los documentos, cuando es sospechosa, por el método mismo que sirve para determinar, en cuanto es posi­ ble, la de aquellos que carecen de toda indicación de origen. Los procedimientos son los mismos en ambos casos, que no es nece­ sario, por tanto, distinguir más. I. El principal instrumento de la critica de procedencia es el análisis interno del documento considerado, hecho con la mi­ ra de aportar todos los indicios propios para informarse acer­ ca del autor, de la época y del país en que ha vivido. Se examina, en primer lugar, la letra del documento. San Buenaventura nació en 1221; luego, si poemas que se le atri­ buyen se leen en manuscritos de letra del siglo xi, será exce­ lente prueba de que no es justo atribuírselos. Todo documento del cual existe una copia de letra del siglo xi, no puede ser pos­ terior a esta fecha. Se examina el lenguaje. Ciertas formas no han sido empleadas sino en ciertos lugares y en determinadas fechas. La mayor parte de los falsificadores resultan descu­ biertos por su ignorancia en este punto. Se les escapan pa­ labras, giros modernos. Se ha podido determinar que inscrip­ ciones fenicias, halladas en la América del Sur, eran anterio­ res a cierta disertación alemana sobre un punto de sintáxis fenicia. Se examinan las fórmulas, si se trata de documentos públicos. Un documento que se presenta como merovingio y que no contiene las fórmulas comunes en instrumentos autén­ ticos de su clase, es falso. Se observan, en fin, todos los datos positivos que encierra el documento: hechos mencionados, alu­ siones a hechos. Cuando estos hechos son conocidos por otra par­ te, por fuentes que no han podido encontrarse a la disposición de un falsificador, se proclama la legitimidad del documento, y su fecha se fija, aproximadamente, entre el hecho más reciente de que el autor tuvo conocimiento y el más próximo a aquel que de la literatura seudoepígrafa de la antigüedad. (Ob. cit., pág. 269 y si. guientes.)

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habría, sin duda, mencionado de haberlo conocido. Se razona asi porque ciertos hechos son señalados con predilección, y cier­ tas opiniones se expresan para reconstituir por conjetura la condición social, el medio y el carácter del autor. El análisis interno de un documento, siempre que se haga con cuidado, proporciona, en general, nociones suficientes acerca de su procedencia. La comparación metódica entre los diver­ sos elementos de los documentos analizados y los elementos correspondientes de los documentos similares, cuya proceden­ cia es segura, ha permitido descubrir gran número de falseda­ des5* y precisar las circunstancias en que la mayor parte de los documentos han sido escritos. Se completan y se comprueban los resultados obtenidos por el análisis interno recogiendo todos los datos exteriores, rela­ tivos al documento sometido a la critica, que pueden encontrarse dispersos en documentos de la misma época o más recientes: citas, pormenores biográficos relativos al autor, etc. Es, a ve­ ces, significativo que no exista ningún dato de este género. El hecho de que un supuesto diploma merovingio no haya sido citado por nadie antes del siglo xvn y no haya sido visto jamás sino por un erudito de este siglo, convicto de haber incurrido en falsedades, hace pensar que es moderno.

II. Hemos considerado hasta aquí el caso más sencillo, aquél en que el documento considerado es obra de un solo autor. Pero gran número de documentos han sido objeto, en distintas épo­ cas, de adiciones que importa distinguir del texto primitivo, a fin de no atribuir a X, autor del texto, lo que es de Y o de Z, sus colaboradores imprevistos» Hay dos clases de adiciones: la intercalación y la continuación. Intercalar es incluir en un 5 E. Bernhelm (ob. cit., pág. 243 y sigts.) da una lista considerable de documentos falsos, hoy reconocidos como tales. Basta recordar aquí algunas falsificaciones famosas: Sanconiaton. Clotilde de Survllle, Oseta n Después de la publicación del libro de Bernhelm. algunos documentos célebres, no sospechosos de falsedad hasta entonces, han sido también borrados de la lista de los que pueden consultarse. Véase principalmente A. Piarget, La chronique des chanoines de Neuchátel. a Cuando las modificaciones del texto primitivo se deben al autor mismo, se llaman '‘correcciones”. El análisis interno y la comparación de ejemplares pertenecientes a distintas ediciones del documento las ponen de manifiesto.

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texto palabras o frases que no figuraban en el manuscrito del autor.7 Las intercalaciones son de ordinario accidentales, debi­ das a la negligencia de los copistas, y se explican por la intro­ ducción en el texto de glosas interlineales o de anotaciones marginales, pero, a veces, intencionalmente, alguien ha añadi­ do (o sustituido) a las frases del autor otras de su cosecha, con el designio de completar, de embellecer o de acentuar. Si po­ seyéramos el manuscrito en que intencionalmente se ha aña­ dido, lo sobrescrito y las raspaduras descubrirían todo inmedia­ tamente. Pero, casi siempre, el primer ejemplar adicionado se ha perdido, y, en las copias que de él derivan ha desaparecido toda huella material de adición o de sustitución. Es inútil de­ finir las “continuaciones”. Sabido es que muchas crónicas de la Edad Media han sido “continuadas” por diferentes manos, sin que ninguno de los continuadores sucesivos se haya cui­ dado de decir dónde empieza ni dónde acaba su trabajo. Las intercalaciones y las continuaciones se distinguen sin trabajo en el curso de las operaciones necesarias para resti­ tuir el texto de un documento del que se poseen varios ejem­ plares, cuando algunos de estos reproducen el texto primitivo, anterior a teda adición. Pero si todos los ejemplares se refie­ ren a copias ya intercaladas y continuadas, hay que recurrir al análisis interno. ¿Es uniforme el estilo en que está escrito el documento en todas sus partes? ¿Domina en el, desde el principio al fin el mismo espíritu? ¿No hay contradicciones, soluciones de continuidad en las ideas expresadas? Práctica­ mente, cuando los continuadores y los adicionadores han te­ nido personalidad e intenciones claras, se logra, por medio del análisis, aislar el documento primitivo como con tijeras. Pero, cuando todo está oscuro, no se ven bien los puntos de sutura, y en este caso es más prudente confesarlo que multiplicar las hipótesis.

III. La obra de la crítica de procedencia no está terminada una vez que el documento se ha localizado, precisa o aproxi­ madamente, en el tiempo y en el espacio, y que se sabe al fin acerca del autor o los autores todo cuanto puede saberse.8 He 7 Véase F. Blass. ob. cit.t pág. 254 y slgts. 8 Poco Importa, en principio, que se haya conseguido o no descubrir

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aquí un libro: ¿basta, para conocer la “procedencia” de los da­ tos que contiene, es decir, para estar en disposición de apreciar su valor, saber que ha sido escrito en 1890, en París, por Fu­ lano de Tal? Supongamos que ese Fulano haya copiado servil­ mente (sin citarla) una obra anterior, escrita en 1850. Por lo copiado, no es Fulano, es el autor de 1850 el único responsable y garante. Ahora bien, el plagio en nuestros dias, prohibido por la ley y tenido por deshonroso, es raro, pero en otro tiempo era costumbre admitida y sin consecuencias legales. Muchos docu­ mentos históricos, en apariencia originales, no hacen más que reflejar, sin decirlo, otros más antiguos y los historiadores se ven expuestos por este motivo a singulares equivocaciones. Pa­ sajes de Eglnhardo, cronista del siglo ix, están tomados de Suetonlo. De nada sirven para la historia de dicho siglo, ¿pero qué habría ocurrido, no obstante, de no haberse notado? Un suce­ so está atestiguado tres veces, por tres cronistas, pero estas tres citas, cuya concordancia admira, no son más que una, si se observa que dos de los tres cronistas han copiado del tercero, o que los relatos paralelos de las tres crónicas se han tomado de la misma fuente. Epístolas pontificias, pragmáticas imperia­ les de la Edad Media, contienen trozos elocuentes que no hay que tomar en serio. Eran en efecto, de rúbrica, y de formula­ rios de cancillería los copiaron textualmente los que redacta­ ron esas epístolas y esas pragmáticas. Corresponde a la crítica de procedencia discernir, en cuanto es posible, las juentes de que se han servido los autores de los documentos. El problema que hay que resolver en este caso no deja de tener analogía con el de la restitución de los textos, de que se ha hablado anteriormente. En ambos casos, en efecto, se procede partiendo del principio de que las versiones idénti­ cas tiene origen común. Varios copistas, al trascribir un texto, no cometerán exactamente las mismas faltas en los mismos lugares. Varios escritores, al referir los mismos hechos, no se habrán colocado, para observarlos, en los mismos puntas de el nombre del autor. Se lee. no obstante, en la Historie de la litterature de la France (XXVI. pág. 388): “hemos prescindido de los sermones anó­ nimos. Estas obras demasiado fáciles no tienen realmente importancia para la historia literaria cuando sus autores no son conocidos". Cuando se conocen los nombres de los autores, ¿la tienen mayor?

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vista, y no dirán exactamente las mismas cosas en los mismos términos. A causa de la extremada complejidad de los sucesos históricos, es enteramente inve:osímil que dos observadores in­ dependientes los hayan referido de la misma manera. Se quie­ ren formar familias de documentos, de la misma manera que se forman de manuscritos, y de modo semejante se llega a tra­ zar cuadros genealógicos. Los examinadores que corrigen los ejercicios escritos de los aspirantes al grado de bachiller, tienen que darse cuenta a ve­ ces de que las “copias** de dos aspirantes (colocados uno al lado del otro), tienen cierto aire de familia, Si les place averi­ guar cual es la fuente y cual la copia, lo logran fácilmente, a despecho de las estratagemas (ligeras modificaciones, amplia­ ciones, resúmenes, adiciones, supresiones, trasposiciones), que el plagiario ha multiplicado para desvanecer las sospechas. Los errores comunes que contienen bastan para denunciar a los dos culpables. Torpezas, y sobre todo los errores propios del plagia­ rio que tienen su origen en una particularidad del ejercicio del complaciente, revelan al más culpable. De igual medo, sean dos documentos antiguos. Cuando el autor del uno ha copiado de otro sin intermediario, es generalmente facilísimo establecer la filiación. Abréviese o se extienda, se deja ver casi siempre el plagio en algún lugar.0 Cuando tres documentos están emparentados, sus relaciones mutuas son ya, en ciertos casos, más difíciles de especificar. Sean A, B y C. Supongamos que A sea la fuente común. Es posible que A haya sido copiado separadamente por B y por C; que C no haya conocido la fuente común, sino por media­ ción de B. Si B y C han abreviado la fuente común de dos ma­ neras distintas, estas copias parciales son seguramente inde­ pendientes. Cuando B y C dependen uno de otro, nos encon­ tramos en el caso más sencillo, el del párrafo anterior. Pero supongamos que el autor de C haya combinado A y B, que, por otra parte, A haya sido utilizado anteriormente por B, y en En casos muy favorables, se ha llegado algunas veces a determinar, por el examen de las confusiones en que ha incurrido el plagiarlo, hasta la clase de letra, la forma y la disposición material del manuscritofuente que tenía a la vista. Las demostraciones de la “crítica de las fuentes” están a veces sostenidas, como las de la “critica de los textos” por la evidencia paleográfica.

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^este caso las relaciones de origen se entrecruzan y oscurecen. Mucho más complicados todavía son los casos en que hay que habérselas con cuatro o cinco documentos de la misma familia, o mayor número aun, porque el de combinaciones posibles au­ menta con gran rapidez. No obstante, siempre que no haya demasiados intermediarlos perdidos, la critica consigue ver cla­ ras las relaciones a fuerza de cotejar y de ingeniosa paciencia, por la simple aplicación de comparaciones indefinidamente re­ petidas. Modernos eruditos (B. Krusch, por ejemplo, que se ha ocupado sobre todo de los escritos hagiográficos de la época merovingia), han trazado recientemente de esta manera ge­ nealogías de una precisión y de una verdad perfectas.*0 Los resultados de la critica de procedencia, en cuanto se de­ dica a determinar la filiación de los documentos, son de dos clases. De un lado, reconstituye documentos perdidos. ¿Dos cro­ nistas, B y C, han utilizado, cada uno por su parte, una fuente común, X, que no se encuentra? Será posible formarse idea de X, separando y volviendo a unir los trozos incluidos en B y en C, de igual modo que se forma idea de un manuscrito perdido com­ parando las copias parciales que de él se han conservado. De otro lado, la critica de procedencia destruye la autoridad de multitud de documentos “auténticos”; es decir, no sospechosos de falsificación, probando que son derivados, que valen lo que sus fuentes, y que, cuando embellecen sus fuentes con porme­ nores imaginativos o frases retóricas, no valen absolutamente nada. En Alemania y en Inglaterra, los editores de documentos han adoptado la excelente costumbre de imprimir en caracte­ res pequeños los pasajes copiados, y en otros mayores los ori­ ginales o aquellos cuya fuente se desconoce. Gracias a esta cos­ tumbre, se ve a primera vista que crónicas famosas, muchas veces citadas (bien erróneamente), son compilaciones, sin va­ lor por sí mismas. Asi las Flores htstoriarum del llamado Mateo de Westminster, la más popular quizá de las crónicas inglesas Loa trabajos de Julián Havct. reunidos en un tomo de sus Obras (Questions mérovtnpfennes), son considerados como modelos, problema» muy difíciles están resueltos allí con irreprochable elegancia. La lectura de las memorias en que L. Dellsle se ha dedicado a dilucidar cuestione» de procedencia, es también muy provechosa. Custiones de e»te orden son aquéllas en que vencen los eruditos más hábiles.

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de la Edad Media, están casi por entero sacadas de las obras originales de Wendover y de Mateo de París.1!

IV. La crítica de procedencia pone a resguardo a los historia­ dores de enormes errores. Los resultados que obtiene son sor­ prendentes. Los servicios que ha prestado eliminando documen­ tos falsos, denunciando falsas atribuciones, determinando las condiciones en que han nacido documentos que el tiempo ha­ bía desfigurado y comparándolos con sus fuentes,11 12 estos ser­ vicios son tan grandes que es hoy considerada como "la críti­ ca” por excelencia. Se dice comunmente de un historiador que "carece de crítica” cuando no siente la necesidad de distinguir unos documentos de otros, cuando no desconfía jamás de las atribuciones tradicionales, y acepta, como si temiera perder uno sólo, todos los datos, antiguos y modernos, buenos y malos, de donde quiera que vengan.13 Hay razón para obrar así, pero no debemos contentarnos con esta forma de la crítica, ni tenemos que abusar de ella. No debemos abusar. La desconfianza extremada, en estas ma­ terias, produce resultados casi tan enojosos como la extrema credulidad. El P. Hardouín, que atribuía a monjes de la Edad Media las obras de Virgilio y de Horacio, no era menos ridiculo que la víctima de Vrain-Lucas. Es abusar de los procedimientos de la crítica de procedencia aplicarlos, como se hace, por puro 11 Véase la edición de H. R. Luard en los Rerum britannicarum medii cevi scriptores. Las Flores historiarum de Mateo de Westminster figuran en el índice romano, a causa de los pasajes tomados de las Chronica majora de Mateo de París, en tanto las mismas Chronica majora se han librado de la censura. 12 Sería instructivo hacer la lista de las obras históricas célebres, co. mo la Historia de la conquista de Inglaterra por los normandos, de Agus­ tín Thierry, cuya autoridad ha caído del todo, desde que se ha estu­ diado la procedencia de sus fuentes. Nada divierte más al público que ver a un historiador convicto de haber apoyado una teoría en docu­ mentos falsos. Haberse dejado engañar tomando en serlo documentos que no son tales documentos, nada más propio para llenar de confusión a un historiador. 13 Una de las formas más burdas (y más comunes) de la “falta de crítica” es la que consiste en utilizar como documentos, y bajo el mis. mo pie que ellos, lo que los autores modernos han dicho a propósito de los documentos. Los novicios no distinguen suficientemente, en las afirmaciones de los autores modernos, lo que se ha añadido a las fuen. tes tradicionales de lo que de ellas procede.

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gusto, vengan o no a cuento. Los torpes que de ellos se han servido para tratar de falsos documentos excelentes, como las obras de Hroswitha, el Ligurinus y la bula Unam Sanctam,u o para establecer, entre ciertos “Anales” filiaciones imaginarlas, según indicios superficiales, los habrían desacreditado, si fuera posible. Y luego, es loable censurar a los que jamás ponen en duda la procedencia de los documentos, pero es ir demasiado lejos interesarse exclusivamente, por reacción, por los períodos de la historia en que los documentos son de procedencia incier­ ta. Los de la historia moderna y contemporánea no son menos dignos de interés que los de la antigüedad o la primera parte de la Edad Media; porque siendo su procedencia aparente casi siempre la verdadera, no dan origen a esos delicados proble­ mas de atribución en que se lucen las aficiones criticas.1® No hay que contentarse con esto. La critica de procedencia, como la de restitución, es preparatoria, y sus resultados son ne­ gativos. Lleva en último término a eliminar documentos que no lo son y que habrían podido engañar, eso es todo. “Enseña a no utilizar documentos malos, no enseña a sacar partido de los buenos”.14 16 No es, pues, toda "la critica histórica”, sino so­ 15 lamente uno de sus fundamentos.17

14 Véase una lista de ejemplos en el Handbuch de E. Bernhelm (pa­ ginas 283 y 289). 15 Es necesario someter los documentos de la historia de la antigüedad y de los primeros siglos medios a la crítica de procedencia, porque el estu­ dio de la antigüedad y de la Edad Media pasa por ser más “científico” que el de los tiempos modernos. No está sino más lleno de dificultades preliminares. 16 Revue philosophique, n, pág. 170. 17 La teoría de la crítica de procedencia está hoy terminada, ne variétur. Se expone detalladamente en el Lehrbuch de E. Bernhelm (págs. 242340). Por eso no hemos tenido escrúpulo alguno en resumirla brevemente. En francés, la Introducción de M. O. Monod a sus ttudes critiques sur les sources de VMstoire mérovingienne, contiene consideraciones elementales (véase Revue critique, 1873, I, pág. 308).

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Capítulo IV CLASIFICACIÓN CRÍTICA DE LAS FUENTES

Gracias a las operaciones anteriores, los documentos, todos los documentos de cierto género o relativos a un asunto dado, han sido, así lo suponemos, “encontrados”. Se sabe donde es­ tán, se ha restituido el texto de cada uno de ellos, si cabía ha­ cerlo y cada uno ha sido sometido a la crítica de procedencia, sabiéndose de donde vienen. Resta reunir y clasificar metódi­ camente los materiales así comprobados. Esta operación es la última de las que pueden llamarse preparatorias para los tra­ bajos de crítica superior (interna) y de construcción. El que estudia un punto de historia, se ve obligado a clasi­ ficar previamente sus fuentes. Poner en orden, de manera ra­ cional y cómoda a la vez, los materiales comprobados antes de servirse de ellos, es una parte en apariencia muy humilde, en realidad muy importante, de la profesión de historiador. Los que han aprendido a hacerlo se aseguran por este solo hecho una ventaja evidente: con menos esfuerzo obtienen mejores re­ sultados. Los demás malgastan su tiempo y sus esfuerzos, y llega a ocurrir que les ahogue el caudal de notas, extractos, co­ pias y papeles acumulados en desorden por ellos mismos. ¿Quién ha hablado de esas gentes que afanosas revuelven, toda la vida, montones de papeles, sin saber donde colocarlos y que, al ha­ cerlo, levantan nubes de polvo que les ciegan? I. No se nos oculta que, en esto como en otras cosas, el pri­ mer impulso, el impulso natural, no es el bueno. El que tienen la mayor parte de las gentes, cuando se trata de recoger textos, es anotarlos a continuación unos de otros, en el orden en que han 77

ido conociéndolos. Muchos eruditos antiguos (cuyos papeles po­ seemos), y casi todos los novicios que no están advertidos, han trabajado y trabajan de esta manera. Tenían, tienen cuadernos donde anotan desde el principio hasta el fin, a medida que sa­ ben de ellos, los textos que consideran interesantes. Este pro­ cedimiento es detestable. En efecto, siempre hay que terminar clasificando los textos apuntados. Pues si se quiere separar más tarde del conjunto los que se refieren a un pormenor, no cabe otro procedimiento que repasar todas las notas, y es fuerza re­ petir esta penosa tarea cada vez que se necesita un pormenor nuevo. Sí el procedimiento seduce a primera vista, es poro.ue parece economizar la labor de escritura, pero es una economía mal entendida, puesto que tiene por consecuencia multiplicar infinitamente las investigaciones ulteriores y estorbar las com­ binaciones. Otras personas comprenden muy bien las ventajas de una clasificación sistemática. Se proponen, en consecuencia, recoger los textos que les interesan en cuadros de ordenación trazados de antemano. A este efecto, toman notas en cuadernos, pero cada página de éstos ha sido provista de antemano de una de­ nominación o epígrafe (rúbrica). Así se encuentran juntos to­ dos los textos de la misma especie. Este sistema deja que de­ sear, porque las intercalaciones son incómodas y el sistema de clasificación, una vez adoptado, rígido, siendo difícil enmendar­ lo. Muchos bibliotecarios redactaban antes sus catálogos de esta manera, que hoy está condenada. Un procedimiento más bárbaro todavía sólo será mencionado para desterrarlo. Consiste en registrar simplemente los docu­ mentos en la memoria, sin tomar nota por escrito. Se ha em­ pleado. Historiadores dotados de una memoria excelente, y por otra parte poco amigos de trabajar, se han permitido este ca­ pricho. El resultado ha sido que la mayor parte de sus citas y referencias sean inexactas. La memoria es un aparato de re­ gistro muy delicado, pero tan poco preciso, que semejante atre­ vimiento no tiene excusa. Todo el mundo admite hoy que conviene anotar los documen­ tos en papeletas. Cada texto se apunta en una hoja suelta, tras­ portable, provista de indicaciones de procedencia todo lo pre­ cisas posible. Las ventajas de este sistema son evidentes: el

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estar sueltas las papeletas permite clasificarlas a voluntad, en multitud de combinaciones diversas, en caso necesario variarlas de sitio. Es fácil agrupar todos los textos de la misma espe­ cie, y hacer, dentro de cada grupo, intercalaciones a medida que se encuentran nuevos documentos. Para los que resultan interesantes desde varios puntos de vista, y que tendrían de­ recho a figurar en varios grupos, basta repetir varias veces las papeletas que los mencionan, o representarlos, tantas veces co­ mo es útil, por papeletas de referencia. Por lo demás, es ma­ terialmente imposible anotar, clasificar y utilizar documentos de otro modo que con papeletas, en cuanto se trata de colec­ ciones algo extensas. Los estadísticos, los financieros, y dicese que también los literatos que observan, lo afirman en nuestros días lo mismo que los eruditos. El sistema de las papeletas no deja de ofrecer algunos incon­ venientes. Cada papeleta debe estar provista de referencias pre­ cisas a la fuente de donde se ha tomado el contenido. Por con­ siguiente, si se analiza un documento en cincuenta papeletas distintas, habrá que repetir cincuenta veces las mismas refe­ rencias. De donde un ligero aumento de escritura. Seguramente, a causa de esta Ínfima complicación, algunas personas se obs­ tinan en preferir el método tan defectuoso de los cuadernos. Además, a causa de su misma movilidad, las papeletas, hojas sueltas, están expuestas a extraviarse, y cuando se ha perdido una papeleta, ¿cómo sustituirla? Si no se nota siquiera que ha desaparecido. Se daría uno cuenta por ventura de que el único remedio sería volver a empezar, de punta a cabo, todas las ope­ raciones ya realizadas. En verdad, precauciones muy sencillas, que la experiencia ha sugerido, pero que no es este el lugar de exponer detalladamente, permiten reducir al menor grado los inconvenientes del sistema. Se recomienda el empleo de pape­ letas de tamaño igual, y resistentes, clasificarlas lo más pronto posible en cajas o en cajones, etc. Que cada cual, por lo demás, quede en libertad de hacer lo que quiera en este punto. Pero hay que darse bien cuenta de antemano de que los hábitos que adopte, según que son más o menos prácticos y buenos, influyen directamente en los resultados de la actividad científica. “Esos, arreglos personales de biblioteca, dice E. Renán, que son la mi­

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tad del trabajo científico. No es decir demasiado. Hay eru­ dito que debe buena parte de su legitima reputación al arte que tiene de clasificar; hay quien está, por decirlo así, parali­ zado por su torpeza en este punto.1 2 Después de haber anotado los documentos, sea in extenso, sea en resumen, en papeletas o en cuartillas sueltas, se clasifican éstas. ¿Dentro de qué cuadros? ¿Según qué orden? Claro es que depende de la naturaleza de los documentos, y que la preten­ sión de formular reglas para todos los casos no sería racional. Pero he aquí algunas observaciones generales. II. Distingamos el caso del historiador que clasifica docu­ mentos comprobados con destino a una obra histórica, y el del erudito que forma un "regesto”. Regestos (de regerere, consig­ nar por escrito) y Corpus, son colecciones, metódicamente cla­ sificadas, de documentos históricos. Los documentos se repro­ ducen in extenso en el Corpus, se analizan y describen en el regesto. Corpus y regestos están destinados a ayudar a los Investiga­ dores en sus trabajos para coleccionar documentos. Hay erudi­ tos que abnegadamente se dedican a realizar, de manera defi­ nitiva, tareas de investigación y clasificación de que, gracias a ellos, se verá dispensado el público en lo sucesivo. Los documentos pueden agruparse por fechas, por el lugar de origen, por el contenido, o por la forma.3 Estas son las cua­ 1 Renán, FeuiUes détachées. pág. 103. 2 Sería interesantísimo poseer datos acerca de los procedimientos de trabajo de los grandes eruditos, principalmente de los que se han dedi­ cado a labores considerables de recopilación y clasificación. Se encuentran en sus papeles, y a veces en sus cartas. Acerca de los procedimientos de Du Cange. véase L. Feugére Étude sur la vie et les ouvrages de Du Cange, (págs. 62 y sigts.). 3 Véase J. O. Oroysen, Précis de la Science de Vhistoire, pág. 25: "Ia clasificación crítica no tiene que preocuparse únicamente del punto de vista de la cronología... Cuanto más varios son los puntos de vista desde los que la crítica cree deber agrupar los materiales, más firmes son los marcados por la intersección de las líneas". Se ha renunciado ahora a agrupar documentos en corpus y en regesto3, como se hacía antes, porque ofrecen el carácter común de ser inéditos, o bien, por el contrario, de no serlo. Antes, los recopiladores de Analecta, de Reliquia manuscriptorum, de "tesoros de anécdota'*, de espicilegios, etcétera, publicaban todos los documentos de cierto género que ofrecían la circunstancia común de ser inéditos y de parecerles interesantes. Por el

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tro categorías de tiempo, de lugar, de especie y de forma. Jun­ tándolas, se obtienen agrupaciones reducidas. Alguien se pro­ pondrá, por ejemplo, agrupar todos los documentos de tal for­ ma, de tal país, de tal a cual fecha (las pragmáticas reales, en Francia, en el reinado de Felipe Augusto); todos los documen­ tos de tal forma (inscripciones latinas) o de tal especie (him­ nos latinos) en determinada época (en la antigüedad, en la Edad Media). Recordemos, para precisar, la existencia de un Corpus inscriptionum grcecarum, de un Corpus inscriptionum latinarum, de un Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum, de los Regesta imperii de J. F. BÓhmer y de sus continuadores, de los Regesta pontificum romanorum, de F. Jaffé y de A. Potthast. Cualquiera que sea el lugar del cuadro de clasificación elegi­ do, una de dos, o los documentos que se tiene intención de cla­ sificar dentro de él están fechados, o no lo están. Si tienen fecha, como, por ejemplo, las cédulas salidas de la cancillería de un príncipe, se habrá tenido cuidado de poner, al frente de cada papeleta, la fecha (reducida al cómputo mo­ derno) del documento en ella contenido. Nada será, por tanto, más fácil que clasificar, por orden cronológico, todas las pape­ letas, es decir, todos los documentos que se hayan reunido. La clasificación cronológica se impone, en principio, una vez que se hace posible. Hay una sola dificultad, enteramente práctica. Aun en los casos más favorables, algunos documentos han per­ dido accidentalmente las fechas. Esas fechas, el autor del re­ gesto está obligado a restaurarlas, o a tratar de hacerlo. Lar­ gas y pacientes investigaciones son necesarias a este efecto. Si los documentos no están fechados, hay que optar entre el orden alfabético, el geográfico y el sistemático. La historia del Corpus de las inscripciones latinas, está patente para de­ mostrar que no siempre es fácil esta labor. “El orden de fe­ chas era imposible, dado que la mayor parte de las inscripcio­ nes no están fechadas. Desde Smetius, se dividían en dos cla­ ccntrario, Georglsch (Regesta chronologico diplomática), Bréqulgny (ra­ bie chronologique des diplómes, chartes et actes im-primés concemant l’histoire de France), Wauters (Table chronologique des chartes et dipió■mes imprimés concemant Vhistoire de Belgique), han colocado juntos to­ dos los documentos de cierta clase que tenían el carácter común de ha'•ber sido Impresos.

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ses, es decir, que se distinguían según su contenido, y sin te­ ner en cuenta la procedencia, las inscripciones religiosas, se­ pulcrales, militares, poéticas, las que tienen carácter público y otras que no conciernen más que a particulares, etc. Boeckh, aun cuando hubiera preferido para su Corpus inscriptionum groecarum el orden geográfico, era de opinión que el de ma­ terias, adoptado hasta entonces, era el único posible en un Cor­ pus latino...” (Los mismos que proponían, en Francia, el or­ den geográfico) “querían hacer excepción para los textos re­ lativos a la historia general de su país, y sin duda del Impe­ rio. En 1845, Zumpt defendió un sistema ecléctico de este gé­ nero, muy complicado. En 1847, Teodoro Mommsen no admitía aún el orden geográfico sino para las inscripciones de los mu­ nicipios, y en 1852, cuando publicó las Inscripciones del reino de Nápoles, no habia cambiado completamente de opinión. Só­ lo cuando fue encargado de la publicación de C. /. L. por la Academia de Berlín, fue cuando, aleccionado por la experien­ cia, rechazó hasta las excepciones propuestas por Egger para la historia general de una provincia, y creyó deber atenerse al orden geográfico puro”? No obstante, dado el carácter de los documentos epigráficos, el orden de lugares era evidentemen­ te el único racional. Asi se ha demostrado ampliamente desde hace cincuenta años, pero los que recogen inscripciones no so han puesto de acuerdo en este punto sino después de dos si­ glos de tentativas en sentido contrario. Por espacio de dos si­ glos, se han coleccionado inscripciones latinas sin ver que “cla­ sificar las inscripciones por las materias de que tratan, es edi­ tar a Cicerón mutilando sus discursos, sus tratados y sus car­ tas para ordenar los pedazos conforme a los asuntos tratados”, que “como los monumentos epigráficos pertenecen al mismo territorio, colocados unos junto a otros se explican mutuamen­ te”, y, finalmente, que “es casi imposible ordenar por mate­ rias cien mil inscripciones que casi todas se refieren a varios órdenes, y, por el contrario, cada monumento no tiene más que un lugar, y lugar bien determinado, en el orden geográfico”.4 5 4 J. P. Waltzing. Recueil général des inscriptions latines, pág. 41. r» Ibidem. Cuando m adopta el orden geográfico, surge la dificultad de que la procedencia de ciertos documentos se desconoce. Mucha» inscrip­ ciones. conservadas en loe museos, han sido llevadas no se sabe de dónde.

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El orden alfabético es muy cómodo cuando el cronológico y el geográfico no convienen. Hay documentos, como los sermo­ nes, los himnos y las canciones profanas de la Edad Media, que no están signados con precisión de tiempo ni de lugar. Se les clasifica por orden alfabético de incipit, es decir, según el orden alfabético de las primeras palabras de cada uno.6 El orden sistemático, o didáctico, no es recomendable para la formación de los corpus o de los regestos. Siempre es arbi­ trario, da lugar a repeticiones y confusiones inevitables. Por otra parte, basta añadir a las colecciones dispuestas según el orden cronológico, geográfico o alfabético, buenos “índices de materias” para ponerlas en disposición de prestar todos los ser­ vicios que prestarían recopilaciones sistemáticas. Una de las principales reglas del arte de hacer los corpus y los regestos (“el gran arte de los Corpus”, llevado en la segunda mitad del siílo xix a tan alto grado de perfección) * es proveer a esas colecciones, cualquiera que sea el modo de estar clasificadas, de tablas e índices varios, propios para facilitar su uso: tablas de incipit en los regestos cronológicos que a ello se prestan, ín­ dices de nombres propios y de fechas en los regestos por incipit, etcétera. Los que hacen corpus y regestos recogen y clasifican para otros documentos que no les interesan directamente, o al me­ nos que no todos les interesan, y gastan sus fuerzas en esta labor. Los investigadores corrientes, por su parte, no recogen y clasifican más que los materiales útiles para sus estudios par­ ticulares. De donde se originan diferencias. Por ejemplo, el or­ den sistemático, fijado de antemano, que es tan poco recomen­ dable para las grandes colecciones, da muchas veces a los que Análoga dificultad a la que resulta, para los regestos cronológicos, de los documentos sin fecha. fl Sólo ocurren dificultades con los que han perdido su incipit. (Véase pág. 82, nota 5). En el siglo xvm, Séguier consagró gran parte de su vida a hacer un catálogo, por orden alfabético de incipit, de las inscrip­ ciones latinas, en número de 50.000, que se habían publicado hasta en­ tonces. Consultó doce mil obras aproximadamente. Este trabajo conside­ rable ha permanecido inédito e Inútil. Antes de emprender tan vastas compilaciones, conviene asegurarse de que el plan que se sigue es racio­ nal y de que el trabajo resultante, tan duro e Ingrato, no resultará per­ dido. 7 Véase G. Waitz, Uber die Herausgabe und, Bearbeitung von Reges­ ten, en la Histcrische Zeitschrift, XL. págs. 280-95.

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trabajan por propia cuenta con la mira de hacer monografías, un cuadro de clasificación preferible a cualquier otro. Pero siempre será bueno observar los hábitos materiales cuyo va­ lor ha enseñado la experiencia a los que se dedican a reunir documentos: al frente de cada papeleta, poner, si ha lugar a ello, la fecha, y, en todo caso, un epígrafe; » multiplicar las cross-references y los índices, llevar cuenta (en papeletas orde­ nadas aparte) de todas las fuentes utilizadas, a fin de no ver­ se expuestos a tener que empezar otra vez, por inadvertencia, el examen ya hecho de documentos, etc. La observación regu­ lar de estas prácticas contribuye mucho a hacer más fáciles y sólidos los trabajos de historia que tienen carácter científico. La posesión de un índice de papeletas juiciosamente hecho (aunque imperfecto), ha valido a B. Hauréau el ejercer hasta el final de su vida, en el género especlalislmo de estudios his­ tóricos que cultivaba, dominio indiscutible »

8 A falta de orden sistemático trazado de antemano, y cuando no pue­ de utilizarse el cronológico, es ventajoso a veces clasificar, provisionalmen­ te, las papeletas, es decir, los documentos, según el orden alfabético de palabras elegidas como epígrafes (Schlagwórter). Es el sistema llamado de "Diccionario”. o Véase Langloís, Manuel de bibliographie Mstorique, I. pág. 88.

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Capítulo V LA CRÍTICA DE ERUDICIÓN Y LOS ERUDITOS El conjunto de las operaciones descritas en los capítulos pre­ cedentes (restauración de los textos, crítica de procedencia, re­ copilación y clasificación de los documentos comprobados). constituye el vasto dominio de la critica externa o crítica de erudición.1 Toda la critica de erudición inspira sólo desdén a la mayo­ ría, vulgar y superficial. Algunos de los que a ella se dedican están dispuestos, por el contrario, a glorificarla. Pero hay un justo medio entre este exceso de honor y ese menosprecio. La áspera opinión de los que miran con lástima y se burlan de los análisis minuciosos de la critica externa, no merece gran cosa, es cierto, ser refutada. No hay más que un argumento para establecer la legitimidad e inspirar respeto hacia las la­ bores oscuras de la erudición, pero es decisivo, y es que son in­ dispensables. Sin erudición no hay historia. Non sunt contemnenda quasi parva, dice San Jerónimo, sine quibus magna cons­ tare non possunt?1 2 1 Tomamos aquí "crítica de erudición" como sinónimo de "crítica externa". En el lenguaje corriente, se llama eruditos no sólo a los espe­ cialistas de la crítica externa, sino también a los historiadores que habltualmente escriben monografías sobre asuntos técnico®, restringidos, poco interesantes para el público en general. 2 Este argumento, fácil de explanar, lo ha sido muchas veces, y tam­ bién, por J. Bédier, en la Revue des Deux Mondes. Algunas personas admiten gustosas que los trabajos de erudición son útiles, pero irritadas, se preguntan si "el examen crítico de un texto" o "la lectura de un pergamino gótico" constituyen "el esfuerzo supremo del espíritu humano", y si las facultades intelectuales que supone el ejer­ cicio de la crítica externa merecen o no "que se haga ruido alrededor de

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De otro lado, los profesionales, tratando de atribuirse razones para sentirse orgullosos de los trabajos que ejecutan, no se han contentado con presentarlos como necesarios, sino que se han dejado llevar al extremo de exagerar sus virtudes y al­ cance. Se ha dicho que los procedimientos tan seguros de la crítica de erudición habían elevado la historia a la dignidad de ciencia, "de ciencia exacta", que la crítica de procedencia "hace penetrar más hondamente que ningún otro estudio en el conocimiento de los hechos pasados", que el hábito de la crítica de los textos afina o hasta confiere "la inteligencia his­ tórica". Tácitamente, se tiene la persuación de que la crítica de erudición es toda la crítica histórica, y que no hay nada superior a la depuración, el arreglo y la clasificación de los do­ cumentos. Esta ilusión, lentamente extendida entre los espe­ cialistas, es demasiado evidente para que convenga combatirla de frente. En efecto, la crítica psicológica de interpretación, de sinceridad y de exactitud, es la que "hace penetrar más hon­ damente que ningún otro estudio en el conocimiento de los tiempos pasados", y no la crítica externa » El historiador que tuviera la buena fortuna de que todos los documentos útiles para sus estudios hubieran sido ya correctamente editados, cri­ ticados desde el punto de vista de la procedencia, y clasifica­ dos, no estaría por eso más en disposición de servirse de ellos, para escribir la historia, que si se hubiera visto obligado a ha­ cerles sufrir, por sus propias manos, las operaciones previas. Es posible, sea lo que quiera que se haya dicho, tener la pleni­ tud de la inteligencia histórica sin haber limpiado nunca uno mismo, en sentido propio y figurado, el polvo de los documen­ tos originales, es decir, sin haberlos descubierto y depurado per­ sonalmente. No hay que interpretar torcidamente estas palabras de Renán: "No creo que se pueda adquirir clara noción de la los que las poseen”. Los documentos de una polémica relativa a esta cuestión, evidentemente desprovista de importancia, cruzados entre Brunetiére, que aconsejaos a los eruditos la modestia, y Boucherie, que insis­ tía en los motivos que tienen los eruditos para sentirse orgullosos, se en. cuentran en la Revue des langues romanes, ts. I y II. s Historiadores cuya crítica era de la mejor ley. en tanto no se trataba más que de las operaciones de la crítica externa. Jamás se han elevado a un pensamiento de crítica superior, ni, por consiguiente, a la inteligen­ cia de la historia.

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historia, de sus limites y del grado de confianza que hay que tener en sus diversos órdenes de investigación, sin el hábito de manejar los documentos originales”.45Debe entenderse sola­ mente del hábito de recurrir a las fuentes directas, de tratar cuestiones precisas* Dia llegará, indudablemente, en que ha­ biendo sido editados y criticados todos los documentos rela­ tivos a la historia de la antigüedad clásica, no haya lugar a hacer, en el dominio de la historia de dicho periodo, ni cri­ tica de textos (restauración), ni de fuentes (procedencia). No por eso serán entonces menos evidentemente buenas las con­ diciones en que nos hallemos para tratar los pormenores y el conjunto de la historia antigua. No nos cansamos de repetirlo: la crítica externa es toda ella preparatoria, es un medio, no un fin. El ideal sería que se hubiera practicado suficientemen­ te, para que fuera factible en lo sucesivo no tener que practi­ carla. No es más que una necesidad provisional. No solamente no constituye, en teoria, una obligación cue las personas cuya intención es hacer síntesis históricas hayan adaptado ellas mismas con su trabajo los materiales que han de utilizar, sino que hay derecho a preguntarse, y así se ha hecho muchas veces, si es ventajoso.6 ¿No sería preferible que los obreros de la labor histórica fueran especialistas? A unos —los eruditos— serían encargadas las tareas absorbentes de la crítica externa o de erudición. Los otros, aligerados del peso de estas labores, tendrían más libertad para proceder a los trabajo de crítica superior, de combinación y de construcción. Tal era la opinión de Mark Pattison, quien ha dicho: "La His­ toria no puede ser escrita de los manuscritos”, lo cual signifi­ ca: "Es imposible escribir la historia según documentos que uno mismo, necesariamente, ha de poner en condición de ser utilizados”. Antes, las profesiones de “erudito” y de “historiador” eran, 4 E. Renán, Essais de morale et de critique, pág. 6. 5 “Aun cuando sólo fuera atendiendo a la severa disciplina del espí­ ritu, haría poco caso del filósofo que no hubiera trabajado, una vez por lo menos en su vida, en la ilustración de algún, punto especial.. (£’A ve­ nir de la Science, pág, 136). e Véase acerca de la cuestión de sí es necesario que cada cual haga “todos los trabajos preliminares por sí mismo”. J. M. Robertson, Buckle and his critics.

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en efecto, muy claramente distintas. Los “historiadores” culti­ vaban el género literario, pomposo y vario, que se llamaba en­ tonces “la historia”, sin ponerse al corriente de los trabajos realizados por los eruditos. Éstos, por su parte, establecían, por sus investigaciones criticas, la condición de la historia, pero no se preocupaban de hacerla. Contentos con recoger, depurar y clasificar documentos históricos, no tenían interés por la his­ toria ni comprendían mejor el pasado que el común de las gen­ tes de su época. Los eruditos hacían como si la erudición fue­ ra un fin en sí, y los historiadores como si fuera posible re­ constituir las épocas pasadas por el sólo poder de la reflexión y del arte aplicado a los documentos de mala ley que eran de dominio común. Tan completo divorcio entre la erudición y la historia parece hoy inexplicable, y seguramente era muy eno­ joso. Los partidarios actuales de la división del trabajo en his­ toria no piden, claro está, nada semejante. Es preciso que se establezca íntimo trato entre el mundo de los historiadores y el de los eruditos, puesto que los trabajos de los últimos no tie­ nen razón de ser sino en cuanto son útiles a los primeros. Quie­ re decirse solamente que ciertas operaciones de análisis, y to­ das las operaciones de síntesis, no resultan necesariamente me­ jor hechas cuando las realiza el mismo individuo, que si los papeles de erudito y de historiador pueden darse juntos, no es ilegítimo separarlos, y que quizá es de desear en principio esta separación, como en la práctica se impone muchas veces. En la práctica, he aquí lo que ocurre. Cualquiera que sea la parte de historia que uno se proponga estudiar, sólo tres ca­ sos pueden presentarse. O bien las fuentes han sido ya depu­ radas y clasificadas; o la preparación de ellas, que nunca se ha hecho o sólo se ha hecho en parte, no ofrece grandes difi­ cultades; o las fuentes que han de utilizarse se hallan muv turbias, y están indicados grandes trabajos de adaptación. De paso diremos que no hay, naturalmente, relación alguna en­ tre la importancia intrínseca de los asuntos y la cantidad de operaciones previas que hay que ejecutar antes de tratarlos. Asuntos del mayor interés, como, por ejemplo, la historia de los orígenes y de los primeros desenvolvimientos del cristianis­ mo, no han podido ser estudiados de modo conveniente sino después de eruditas investigaciones que han ocupado a varias 88

generaciones de estudiosos, pero la crítica material de las fuen­ tes de la historia de la Revolución Francesa, otro asunto de primer orden, ha exigido mucho menos esfuerzos, y problemas relativamente insignificantes de la historia de la Edad Media no se resolverán sino cuando hayan tenido lugar inmensos tra­ bajos de crítica externa. En los dos primeros casos, no se presenta la cuestión de la conveniencia de dividir el trabajo. Pero consideremos el ter­ cero. Un espíritu juicioso observa que los documentos necesa­ rios para tratar un punto de historia se hallan en muy malas condiciones: dispersos, perdidos, poco seguros. Desde luego, hay que escoger entre abandonar el asunto, por carecer de toda afición a las operaciones materiales que se sabe son necesa­ rias, pero que se comprende que han de absorber toda la acti­ vidad, o decidirse a emprender los trabajos críticos preparato­ rios, sin ocultarse que no se dispondrá probablemente de tiem­ po para aprovechar los materiales que se hayan dispuesto, y que se va a trabajar por consiguiente para el porvenir, para otro. Nuestro hombre, si adopta este último partido, se hace, como a pesar suyo, erudito de profesión. Nada impide, es ver­ dad, a priori, que los que hacen grandes colecciones de docu­ mentos, y publican ediciones criticas, se sirvan de sus propios registros y de sus mismas ediciones para escribir la historia, y vemos, en efecto, que algunos han dividido su tiempo entre las tareas preparatorias de la crítica externa y los trabajos más elevados de la construcción histórica. Basta nombrar a Waltz, Mommsen, Hauréau. Pero es muy raro por varias razones. La primera, que la vida es corta. Hay catálogos, ediciones, regestos de considerable volumen cuya confección exige tanto trabajo material que agota todas las energías del más celoso trabaja­ dor. La segunda, que las labores de erudición no dejan de te­ ner encanto para muchas gentes. Casi todos encuentran en ellas, a la larga, singular atracción, y algunos que se han re­ ducido a ellos, en rigor, podrían haber hecho otra cosa. ¿Es bueno, en sí, que los que trabajan se reduzcan volunta­ riamente o no, a investigaciones eruditas? Sí, sin duda. En los estudios históricos, como en la industria, los efectos de la di­ visión del trabajo son los mismos, y muy favorables: produc­ ción más abundante, de mejor resultado, más ordenada. Los cri89

ticos que se han ejercitado largamente en la restitución de los textos, hacen esta labor con destreza, con seguridad incompa­ rables. Los que se dedican exclusivamente a la crítica de pro­ cedencia, tienen intuiciones que otros, menos adiestrados en esta difícil especialidad, no tendrían. Los que durante toda su vida hacen inventarios o reúnen regestos, hacen estas labo­ res con más descanso, más de prisa y mejor que el que por pri­ mera vez las emprende. Así, no sólo no habrá interés alguno en oue todo “historiador" sea al propio tiempo “erudito", en que trabaje como tal, sino que entre los “eruditos" mismos, de­ dicados a las operaciones de crítica externa, se advierten cate­ gorías. De igual modo, en una obra, no hay ningún interés en que el arquitecto sea al propio tiempo obrero, ni todos los obre­ ros hacen las mismas cosas. Aun cuando la mayor parte de los • eruditos no se hayan especializado rigurosamente hasta ahora, y, para variar sus placeres, ejecuten con gusto obras de erudi­ ción de diversas clases, sería fácil enumerar algunos oue tra­ bajan en catálogos descriptivos e índices archiveros, biblioteca­ rios, etc.); otros que son más especialmente y sobre todo “crí­ ticos" (depuradores, restauradores y editores de textos), otros oue principalmente confeccionan regestos. “Desde el momento que se ha convenido en que la erudición no tiene valor sino por sus resultados, no es posible llevar demasiado lejos la división del trabajo científico"? y el progreso de las ciencias históricas es correlativo con la especlalizaclón cada vez más reducida de los investigadores. Si era posible antes oue la misma persona se dedicara sucesivamente a todas las operaciones históricas, de­ bíase a que el público competente no tenía grandes exigencias. Se pide hoy a los que hacen el examen crítico de los documentos minuciosos cuidados, perfección absoluta, que suponen una ha­ bilidad verdaderamente profesional. Las ciencias históricas han llegado al presente a un punto de su evolución en que, trazadas ya las líneas principales, realizados los capitales descubrimientos, no queda más que precisar los pormenores. Se comprende que el conocimiento del pasado no puede ya progresar sino merced a investigaciones sumamente extensas y a análisis en extremo profundos, de que solamente son capaces los especialistas. Pero nada justifica mejor la distribución de los que investi7 E. Renán, L’Avenir de la Science, pág. 230.

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gan como “eruditos” e “historiadores” (y la de los eruditos en­ tre las diversas especialidades de la crítica de erudición), que la circunstancia siguiente: ciertos individuos tienen vocación natural por determinadas labores especiales. Una de las prin­ cipales razones de ser de la enseñanza superior de las cien­ cias históricas es justamente, en nuestra opinión, que la ense­ ñanza universitaria permite a los profesores (suponiendo que tengan experiencia), distinguir en los estudiantes, bien el ger­ men de una vocación de erudito, bien la ineptitud nativa para los trabajos de erudición.® Criticus non jit, sed nascitur. Al que no ha nacido con ciertas disposiciones naturales, la carrera de la erudición técnica no reserva más que sinsabores, y el mayor servicio que pueda hacerse a los jóvenes que vacilan en entrar en ella, es advertírselo. Las personas que se han con­ sagrado hasta aquí a las tareas preparatorias, las han esco­ gido entre todas porque les gustaban, o se han resignado a ha­ cerlas conociendo que eran necesarias... Los que las han ele­ gido tienen menos mérito, desde el punto de vista moral, que los que se han resignado; pero han obtenido, no obstante, la mayor parte, resultados mejores, porque han trabajado, no por obligación, sino con alegría y sin otro propósito. Importa, pues, que todos abracen con conocimiento de causa, en interés pro­ pio y por interés general, la especialidad que mejor les con­ venga. Examinemos las disposiciones naturales que facultan, y la falta de ellas que verdaderamente debe hacer desistir de los trabajos de crítica externa. Diremos luego unas cuantas pa­ labras acerca de las disposiciones que engendra el ejercicio me­ cánico de la profesión de erudito.

I. La condición primordial para hacer bien los trabajos de erudición, es encontrar placer en ello. Ahora bien, las perso­ nas que poseen dotes excepcionales de poetas y pensadores, en una palabra, de creadores, se acomodan con bastante dlficul« El profesor de Universidad está muy bien colocado para descu­ brir y alentar aptitudes, pero “a esfuerzos individuales se debe que el objetivo (la habilidad crítica) pueda ser alcanzado por los estudiantes”, ha dicho muy bien G. Waitz en un discurso académico. La parte que co. rresponde al maestro en esta labor es muy pequeña.(Revue critique, IT, pág. 232).

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tad a las oscuras labores técnicas de la crítica preparatoria. Se guardan bien de desdeñarlas, y, al contrario, las respetan, si sen perspicaces, pero no se dedican a ellas, por temor a hacer algo absurdo. “No estoy de humor, escribía Leibnitz a Basnage. que le había exhortado a formar un Corpus inmenso con los documentos inéditos e impresos relativos al derecho de gentes, no estoy de humor de hacer de copista... ¿Y no creéis darme un consejo semejante al que daría una persona que quisiera casar a un amigo con una mala mujer? Porque es casar a un hombre enredarle en una labor que le ocuparía toda la vida”.» Y Renán, hablando de esos “Inmensos trabajos” previos “que han hecho posibles las investigaciones de la crítica superior” y los ensayos de construcción histórica, dice: “El que, con nece­ sidades intelectuales más altas (que las de los autores de estos trabajos), realizara al presente acto tal de abnegación, sería un héroe.. .”9 10 Aun cuando Renán haya dirigido la publicación del Corpus inscriptionum semiticarum, y aun enanco Leibnitz sea el editor de los Scriptores rerum Brunsvicensium, ni Leibnitz ni Renán, ni sus iguales, han tenido, y es gran dicha, el he­ roísmo de sacrificar a la erudición pura facultades superiores. , Fuera de los hombres superiores (y de los Infinitamente más numerosos que sin razón se creen tales), casi todo el mundo, lo hemos dicho, encuentra a la larga atractivo en las minu­ cias de la crítica preparatoria. Es que el ejercicio de esta crí­ tica halaga y desenvuelve aficiones muy comunes: la de co­ leccionar, la de descifrar jeroglíficos. Coleccionar es un placer sensible, no solamente para los niños, sino para las personas mayores, cualesquiera que sean, por lo demás, las cosas reco­ gidas, variantes en los textos o sellos de correo. Descifrar jero­ glíficos, resolver pequeños problemas exactamente circunscrip­ tos, es para muchos espíritus equilibrados ocupación atractiva. Todo hallazgo proporciona un goce, y en los dominios de la erudición los hay inumerables, ya en la superficie, ya a tra­ vés de múltiples obstáculos, para los que gustan y para los que no gustan vencer dificultades. Todos los eruditos de nota han poseído, en grado eminente, los instintos del coleccionador y 9 Citado por Fr. X. von Wegele, Geschichte der deutschen Historiographie, pág. 653. 10 E. Renán, ob. cit., pág. 125.

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del descifrador de logogrifos, y varios se han dado cuenta de ello: "Cuantas más dificultades hemos encontrado en el cami­ no que habíamos emprendido, dice Hauréau, más nos halagó la empresa. Ese género de trabajo que se llama bibliografía (la crítica de procedencia, principalmente desde el punto de vista de la seudoepigrafia), no podría aspirar a los gloriosos sufra­ gios del público..., pero tiene mucho atractivo para el que a ella se consagra. Si, sin duda, es un estudio humilde, ¿pero cuántos otros compensan el trabajo que cuestan, permitiendo decir tan a menudo: he descubierto?**1! Julián Havet, “ya co­ nocido de los sabios de Europa’*, se distraía “con diversiones en apariencia frívolas, como adivinar una palabra borrada o descifrar un criptograma”.^ ¡instintos hondos, y a pesar de las perversiones pueriles o ridiculas que ofrecen en algunos indi­ viduos, grandemente bienhechores! Después de todo son for­ mas, las más rudimentarias, del espíritu científico. Los que no las poseen, no tienen para qué introducirse en el mundo de los eruditos. Pero los candidatos a los estudios de erudición se­ rán siempre muy numerosos, porque los trabajos de interpre­ tación, de construcción y de exposición requieren las más ra­ ras dotes. Todos los que, lanzados por azar a los estudios his­ tóricos y deseosos de hacerse en ellos útiles, carecen de tacto psicológico y escriben con trabajo, se dejarán seducir siempre por el encanto sencillo y tranquilo de las tareas preparatorias. Pero no basta encontrar agrado para lograr éxito en los tra­ bajos de erudición. Son necesarias ciertas cualidades “a las que no suple la voluntad’’. ¿Cuáles son? Los que se hacen esta pregunta han respondido vagamente: “Cualidades más bien morales que intelectuales, paciencia, probidad de espíritu...” ¿No sería posible precisar más? Hay jóvenes que no sienten por los trabajos de critica ex­ terna ninguna repugnancia, a priori, o aún que estarían dis­ puestos a preferirlos, y resultan —es cosa que la experiencia prueba—, totalmente incapaces para realizarlos. No sería mo-11 11 B. Hauréau, Notices et extraits de quelques manuscrita latine de la Bibliothéque nationale, I, pág. V. 12 Bibliothéque de l'École des chartes. Véanse rasgos análogos en la in. teraesante biografía intelectual del helenista, paleógrafo y bibliógrafo Caries Graux, por E. Lavisse, Questiones d’enseignament national, pági­ nas 265 y sigts.

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tivo ninguno de dificultad si, por otra parte, su Inteligencia, fuera escasa, porque su impotencia en este respecto no sería más que manifestación de su incapacidad general, o si no hu­ biera realizado nunca aprendizaje técnico. Pero se trata de personas instruidas e inteligentes, más inteligentes a veces que otras, que en modo alguno padecen el defecto que se ha di­ cho. Son de los que se oye decir: “Trabaja mal, tiene el afán de la inexactitud”. Sus catálogos, sus ediciones, sus regestos, sus monografías abundan en inexactitudes y no inspiran con­ fianza. Hagan lo que hagan, no llegan nunca, no digo a la exactitud absoluta, sino a apariencias decorosas. Están ataca­ dos “de la enfermedad de la Inexactitud” de que el historiador inglés Froude presenta un caso muy célebre, verdaderamente típico. J. A. Froude era un escritor muy bien dotado, pero su­ jeto a no afirmar nada que no contuviese error. De él se ha dicho que era “inexacto por temperamento”. Por ejemplo, ha­ bía visitado, en Australia, la ciudad de Adelaida: “Vi, dice, a mis pies, en la llanura, cruzada por un río, una ciudad de 150.000 habitantes, ninguno de los cuales ha tenido ni tendrá jamás la menor inquietud por el retorno regular de sus tres comidas diarias”. Ahora bien, Adelaida está edificada en una altura, ningún río la cruza, su población no excedía de 75.000 almas, y cuando Froude la visitó, soportaba una carestía. Asi sucesivamente.13 Froude reconocía perfectamente la utilidad de la crítica, y hasta llegó a ser uno de los primeros que funda­ ron en Inglaterra el estudio de la historia sobre el de los do­ cumentos originales, tanto inéditos como publicados; pero, la manera de ser de su mentalidad, le impedía en absoluto la de­ puración de los textos. Por el contrario, los inutilizaba involun­ tariamente, al tocarlos. Como el daltonismol esa enfermedad de la vista que impide distinguir exactamente las señales verdes de las rojas, imposibilita para el servicio a los empleados de ferrocarriles, la enfermedad de la inexactitud, o de Froude, que no es muy difícil diagnosticar, debe considerarse incompatible con la profesión de erudito. La enfermedad de Froude no parece haber sido nunca estu­ diada por los psicólogos, y sin duda no constituye, por lo de­ is H. A. L. Fisher, en la Fortnightly Review.

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más, una entidad nosológica especial. Todo el mundo comete errores (por “ligereza, inadvertencia”, etc.) Lo normal es co­ meter muchos, constantemente, a pesar del esfuerzo más per­ severante para ser exactos. Este fenómeno va unido probable­ mente a debilidad de la atención y a excesiva actividad de la Imaginación involuntaria (o subsconsciente), que la voluntad del sujeto, flotante y poco firme, no vigila suficientemente. La imaginación involuntaria se introduce en las operaciones inte­ lectuales para falsearlas. Ella llena, con conjeturas, los vacíos de la memoria, exagera y atenúa los hechos reales, los confun­ de con lo que es pura invención, etc. La mayor parte de los niños lo desnaturalizan todo de esta suerte, contando las co­ sas aproximadamente. Les cuesta trabajo ser exactos y escru­ pulosos, es decir, dominar su Imaginación. Muchos hombres no dejan nunca, en este respecto, de ser niños. Sean las que fueren las causas psicológicas de la enferme­ dad de Froude, el hombre más sano, el más equilibrado, está expuesto a hacer mal los trabajos de erudición más sencillos, si no consagra a ellos el tiempo necesario. La precipitación es, en estas materias, origen de errores sinnúmero. Hay, por tan­ to, razón para decir que la virtud capital del erudito es la pa­ ciencia. No trabajar con excesiva rapidez, obrar como si siem­ pre resultare provecho en la tardanza, abstenerse más bien que precipitarse, son preceptos fáciles de enunciar, pero que exigen para tenerlos en cuenta un temperamento asentado. Las personas nerviosas, “agitadas”, siempre presurosas de acabar y de variar de objeto su actividad, deseosas de deslumbrar y de producir sensación, pueden honestamente dedicarse a otras carreras. En la de la erudición, se ven condenadas a amonto­ nar obras provisionales, a veces más perjudiciales que útiles, y que les producirán, más o menos pronto, contrariedades. El verdadero erudito no se altera, es reservado, circunspecto. En medio del torrente de la vida contemporánea cue se precipita a su alrededor, no se apresura jamás. ¿A qué apresurarse? Lo Importante es que lo hecho sea firme, definitivo, incorruptible. Más vale “limar semanas enteras un pequeño trabajo bueno de veinte páginas” para convencer a dos o tres sabios en Euro­ pa de la autenticidad de un documento, o pasar diez años fi­ jando el mejor texto posible de otro alterado, que Imprimir en 95

el mismo tiempo diez volúmenes de inedita medianamente exactos, y cuyo examen tendrían que hacer de nuevo los erudi­ tos a expensas de su trabajo. Cualquiera que sea la especialidad que elija en el dominio de la erudición, el erudito debe tener prudencia, singular po­ der de atención y de voluntad. Además, su espíritu debe ser contemplativo, completamente desinteresado y poco amante de la acción, porque debe haber adoptado el partido de trabajar con la mira puesta en resultados lejanos y problemáticos, y casi siempre para otro. Para la critica de los textos y para la de las fuentes, el instinto del que descifra problemas, es decir, un es­ píritu movible. Ingenioso, fecundo en hipótesis, pronto para percibir y aun para "adivinar” relaciones, es además útilísimo. Para las labores de descripción y de recopilación (inventarlos, catálogos, corpus, regesto) el instinto del coleccionador, afán de trabajo excepcional, cualidades de orden, de actividad y de perseverancia, son absolutamente indispensables.14 Tales son las disposiciones requeridas. Los trabajos de critica externa son tan penosos para los que no poseen esas aptitudes, y, en este caso, los resultados obtenidos guardan tan poca relación con el tiem­ po gastado, que nunca cabria cerciorarse demasiado de las ap­ titudes propias antes "de entrar de lleno en la erudición”. La suerte de los que, por falta de inteligentes consejos, se han extraviado en ellos y se agotan en vano es lamentable, sobre todo si tienen fundamento para creer que habrían podido ser más útiles en otra parte.15 14 La mayor parte de los eruditos por vocación tienen a la vez apti­ tud para resolver problemas y afición a coleccionar. Sin embargo, es fácil clasificarlos en dos categorías, según que denoten preferencia, ya por los trabajos de arte de la crítica de restauración o de la de procedencia, ya por los de recopilación, que son más absorbentes e inferiores. J. Havet, que ha pasado por ser maestro en el estudio de los problemas de erudición, se negó siempre a hacer una colección general de las cédulas reales mero* vinglas que sus admiradores esperaban de él. En aquella ocasión, expre­ saba gustoso “su poca afición a las obras que exigen largo esfuerzo” (Bibliothéque de l’École des chartes, pág. 222). 15 Se dice comúnmente, por el contrario, que los ejercicios de erudi­ ción (de crítica externa) tienen, sobre los demás trabajos históricos, la ventaja de que están al alcance de las personas de escaso talento, y que las inteligentes más limitadas, siempre que hayan sido enseñadas conve­ nientemente, pueden emplearse en ellos. Verdad es que espíritus sin elevación ni energías pueden ser utilizados para los trabajos de erudi­ ción, pero necesitan poseer todavía cualidades especiales. El error está en

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IL Como los trabajos de erudición convienen maravillosa­ mente al temperamento de muchísimos alemanes, la labor de la erudición alemana, en el siglo xix, ha sido considerable, y en Alemania es donde mejor se observan los defectos que ad­ quieren, a la larga, los especialistas, por la práctica habitual de los trabajos de crítica externa. Casi no pasa año sin que se levanten protestas en las Universidades alemanas, o alrededor de ellas, con motivo de los inconvenientes que ofrecen, para los eruditos, las tareas de su profesión. En 1890, M. Phllippl, rector de la Universidad de Olesen, deploraba enérgicamente el abismo que, decía él, se abre entre la crítica preparatoria y la cultura general: la crítica de los textos se pierde en in­ significantes minucias, se coteja por el placer de cotejar, se res­ tauran con precauciones infinitas documentos que no tienen valor, se prueba casi “que se concede más Importancia a los materiales del estudio que a sus resultados Intelectuales”. El rector de Olessen ve en el estilo difuso de los eruditos ale­ manes. y en la aspereza de sus polémicas, el resultado de la “excesiva preocupación de las cosas pequeñas” que han pade­ cido.™ El mismo año, decía lo propio, en la Universidad de Basilea, J. v. Pflugk-Harttung: “Las partes más nobles de la cien­ cia histórica, dice este autor en sus Geschichtsbebachtungen*1 se desdeñan no dando valor más que a observaciones micrológicas, a la perfecta exactitud de pormenores sin importan­ cia. La crítica de los textos y de las fuentes ha llegado a ser un deporte. La menor Infracción de las reglas del juego se considera Imperdonable, en tanto basta conformarse a ellas pa­ ra ser aprobado de los Inteligentes, cualquiera que sea, por otra parte, el valor Intrínseco de los resultados adquiridos. Ma­ levolencia y mal trato de la mayor parte de los eruditos en­ tre sí. vanidad cómica de los que hacen montoncitos de are­ na y los toman por montañas. Son como el ciudadano de Franc­ creer que, con buena voluntad y enseñanza apropiada, todo el mundo, sin excepción, resulta apto para las labores de critica externa. Entre los que resultan incapaces como entre los que son aptos, hay personas inteligen­ tes y otras que no lo son. 1« A. Philíppí. Einiffe Bemerkuriffen über den phtloloffischen ünterrícht, Revue critique f, pág. 25. 17 J. v. Pflugk-Harttung. Gesctiichtsbetrachtungen.

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fort, que decía con complacencia: “Todo lo que veas a tiro de flecha, todo es terreno de Francfort”.1819 Distinguimos, por nuestra parte, tres riesgos profesionales a que están expuestos los críticos: el düettantismo, la hipercrí­ tica y la incapacidad. La incapacidad. El hábito del análisis critico ejerce sobre cier­ tas inteligencias una acción disolvente y paralizadora. Perso­ nas por naturaleza timoratas notan que, cualquiera sea el cui­ dado que dediquen a la publicación y clasificación de los do­ cumentos, dejan fácilmente deslizarse pequeños errores, y a esos pequeños errores su educación crítica les ha inspirado miedo, terror. Notar incorrecciones de esta clase en un trabajo que lleva su firma, cuando ya no hay tiempo de hacerlas des­ aparecer, les produce verdadero sufrimiento. Caen en un es­ tado de angustia enfermizo y de escrúpulo que les impide ha­ cer nada por temor a probables inexactitudes. El examen rígurosum con que se castigan de continuo les paraliza. Lo ha­ cen sufrir también a las producciones ajenas, y llegan a no ver, en los libros de historia, más que los documentes justifi­ cativos y las notas, “el aparato critico”, y en éste las “faltas”, lo que habría que corregir. La hipercrítica. Es el exceso de critica que lleva, tanto co­ mo la más burda ignorancia, a fatales errores. Es la aplica­ ción de los procedimientos de la critica a casos a que no pue­ den aplicarse. La hipercrítica es a la crítica lo cue el trato empalagoso a la finura. Hay personas que por todas partes ven jeroglíficos, aun cuando no los haya. Sutilizan acerca de tex­ tos claros hasta el punto de que resulten dudosos, so pretexto de purgarlos de alteraciones imaginarias. Distinguen huellas de engaño en documentos auténticos. ¡Singular disposición de es­ píritu!, a fuerza de desconfiar de los instintos crédulos, se lle­ ga a sospechar de todo.10 Es de notar que, cuantos más pro­ gresos positivos realiza la critica de los textos y de las fuen­ tes, tanto más aumenta el peligro de la hipercrítica. En efec­ to, cuando se haya verificado con exactitud la crítica de las fuentes históricas por lo que se refiere a ciertos periodos de la 18 Ibiá., pág. 21. 19 Véase pág. 75.

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historia antigua (es una eventualidad próxima), el buen senti­ do exigirá detenerse. Pero no se resignarán a ello los eruditos. Afinarán, como ya se hace con los textos más depurados, y los que afinen caerán fatalmente en la hipercrítica. “Es propio de los estudios históricos y de sus auxiliares las ciencias filosófi­ cas. dice E. Renán, empezar a demoler inmediatamente que han logrado su perfección relativa’*.30 La hipercrítica es la causa. El “düettantisTno''. Los eruditos por vocación y profesionales tienden a ccnriderar la critica externa de los documentos co­ mo un juego de destreza, difícil, pero interesante (como el jue­ go de ajedrez», por razón misma de la complejidad de sus re­ glas. Los hay a quienes el fondo de las cosas, y para decirlo de una vez, la historia, no interesan lo más minimo. Critican por criticar, y la elegancia del método de investigación importa mucho más a sus ojos que los resultados, cualesquiera que sean. Esos profesionales no tratan de enlazar sus trabajos con algu­ na idea general, por ejemplo hacer sistemáticamente examen crítico de todos los documentos relativos a una cuestión para llegar a entenderla, sino que examinan indiferentemente tex­ tos relativos a cuestiones muy diversas, con la única condición de que esos textos presenten alteraciones graves. Se transpor­ tan, provistos de su instrumento, la crítica, a todos los terre­ nos históricos donde un enigma dificultoso solicita su ministe­ rio. Resuelto ese enigma, o discutido al menos, buscan otros en otra parte. Dejan, no una obra coherente, sino una colección heterogénea de trabajos acerca de problemas de todas clases, que parece, nos dice Carlyle, tienda de anticuario, archipiéla­ go de islotes. Los dilettantes defienden el dilettantismo con argumentos bastantes plausibles. En primer lugar, dicen, todo es importan­ te, y en historia no hay documento que carezca de valor: “Nin­ guna labor científica es infecunda, ninguna verdad inútil para la ciencia... No hay, en historia, asunto pequeño”, y por con­ siguiente ”no da valor la naturaleza del asunto a un trabajo, sino el método”.20 21 Lo que importa en historia no son “las no­ ciones que se amontonan, sino la gimnasia del cerebro, el há­ 20 E. Renán. L'Avenir de la Science, pág. XIV. 21 Revue htstorique, LXIII, pág. 32.

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bito intelectual, el espiritu científico, en una palabra”. Aun su­ poniendo que haya, entre los datos históricos, grados de impor­ tancia, nadie tiene derecho a decir a priori que un documen­ to es “Inútil”. ¿Cuál es, pues, en estas materias el criterium de la utilidad? Muchos textos se han desdeñado durante largo tiempo, y a los que un cambio de punto de vista o nuevos des­ cubrimientos han atribuido verdadero valor. “Toda exclusión es temeraria, no hay estudio que pueda decirse de antemano que ha de resultar infecundo. Lo que no tiene valor en sí, pue­ de tenerlo como medio necesario”. Llegará un día quizás en que, constituida ya la ciencia, documentos y hechos indiferen­ tes puedan ser tirados por la borda; pero hoy no estamos en disposición de distinguir lo superfluo de lo necesario, y la lí­ nea de demarcación será siempre, según todo lo que parece, difícil de trazar. Esto justifica los trabajos más especiales y en apariencia más vanos. ¿Y qué importa, en el peor caso, que haya trabajo perdido? “Es la ley de la ciencia, como de todas las obras humanas, como de todas las de la Naturaleza, bos­ quejarse ampliamente y con gran cortejo de cosas superfluas”. No trataremos de refutar estas consideraciones, en la me­ dida en que pueden ser refutadas. También Renán, que ha de­ fendido en este punto el pro y el contra con igual energía, ha cerrado definitivamente el debate en estos términos: “Puede de­ cirse que hay Investigaciones inútiles, en el sentido de que ab­ sorben un tiempo que estaría mejor empleado en asuntos más serios... Aun cuando no sea necesario que el que trabaja ten­ ga perfecta conciencia de la labor que ejecuta, sería, no obs­ tante, de desear que los que se dedican a trabajos especiales tuviesen idea del conjunto que, únicamente, puede dar valor a sus investigaciones. Si tantos laboriosos investigadores, a quie­ nes la ciencia moderna debe sus progresos, hubieran tenido la comprensión filosófica de lo que hacían, ¡cuántos momentos preciosos se hubieran empleado bien!... Se lamenta vivamen­ te la inmensa pérdida de energías humanas, que ocurre por falta de dirección y de conciencia clara del fin que ha de al­ canzarse”.22 22 E. Renán, o&, cít., págs. 222 y 243. El mismo pensamiento ha sido expresado más de una vez, en otros términos, por Ernesto Lavisse, en sus

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El dilettantismo es Incompatible con cierta elevación de pen­ samiento y con cierto grado de “perfección moral”, pero no con el mérito técnico. Algunos críticos, y de los más perfectos, son simples prácticos, y jamás han reflexionado sobre los fines del arte que ejercen. Seria equivocado deducir, no obstante, que el dilettantismo no es un peligro para la ciencia misma. Los eru­ ditos dilettantes que trabajan a capricho de su fantasía y de su “curiosidad", atraídos más bien por la dificultad de los pro­ blemas que por su importancia Intrínseca, no proporcionan a los historiadores (es decir, a los investigadores, cuyo oficio es combinar y aprovechar los datos para los fines supremos de la historia), los materiales de que tienen la más urgente necesi­ dad, sino otros. Si la actividad de los especialistas de la crítica externa se aplicara exclusivamente a las cuestiones cuya solu­ ción importa, si fuera disciplinada y dirigida desde arriba, re­ sultaría más fecunda. La idea de obviar los peligros del dilettantismo, mediante una “organización” racional del “trabajo”, es ya antigua. Se hablaba comunmente, hace cincuenta años, de “inspección”, de “concentración de las fuerzas” dispersas. Se soñaba con “vas­ tos talleres” organizados según el modelo de los de la gran industria alemana, donde los trabajos preparatorios de la eru­ dición serian ejecutados en grande, para el mejor servicio de los intereses de la ciencia. En casi todos los países, efectiva­ mente, los gobiernos (por mediación de comités y de comisio­ nes históricas), las academias y las sociedades científicas han trabajado, en nuestros días, como lo habían hecho bajo el an­ tiguo régimen las congregaciones monásticas, para agrupar a los eruditos de profesión en vastas empresas colectivas y aunar sus esfuerzos. Pero la reunión de los especialistas de la criti­ ca externa, al servicio y bajo la vigilancia de personas compe­ tentes, está sujeta a grandes dificultades materiales. El pro­ blema de la “organización del trabajo científico, está todavía sobre el tapete”.23 alocuciones a los estudiantes de París (Questtons d’tnseiffnement national, págs. 14, 86. etc.). 23 Uno de nosotros (M. Langlois) se propone estudiar en otro lugar, detalladamente, lo que se ha hecho desde hace trescientos afios. pero so­ bre todo en el siglo xxx. para la organización de los trabajos históricos en

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III. De orgullo y excesiva aspereza en los juicios que formu­ lan acerca de los trabajos de sus colegas, se reprocha con frecuencia a los eruditos, lo hemos visto, como muestras de su excesiva “preocupación por las cosas pequeñas”, en particular por personas cuyos trabajos han sido severamente juzgados. En verdad, hay eruditas modestos y afables. Es cuestión de ca­ rácter. La “preocupación” profesional “por las cosas pequeñas” no basta para modificar, en este respecto, las aptitudes natu­ rales. “El buen señor Du Cange”, como decían los benedictinos, era modesto hasta el exceso. “No son necesarios, decía hablan­ do de sus trabajos, más que ojos y manos para hacer otro tanto y más”. No censuraba nunca a nadie, por principio: “Si estudio, es por el gusto de estudiar, y no por dañar a nadie, no, más que a mi propio”.24 Es verdad, no obstante, que la ma­ yor parte de los eruditos se señalan en público sus menores lapsus, sin consideración, a veces en tono gruñón y áspero, y dan pruebas de amargo celo. Porque tienen, como los “sabios” propiamente dichos, físicos, químicos, etc., un vivo sentimiento de la verdad científica, es por lo que acostumbran a denunciar los ataques al método, y logran de esta suerte impedir el acce­ so a su profesión a los incapaces y los charlatanes, que poco ha abundaban en ella más de lo justo. Hay entre los jóvenes que se dedican a los estudios históricos algunos, animados de espíritu más mercantil que científico, indelicadamente deseosos de éxitos positivos, que se dicen a sí mismos: “La obra histó­ rica supone, para ser hecha conforme a las reglas del método, precauciones y labores infinitas. ¿Pero es que no se ven apa­ recer obras históricas cuyos autores han pecado más o menos gravemente contra las reglas? ¿Son por ello menos estimados? ¿Es que siempre los más concienzudos son los que inspiran más consideración? ¿No puede suplir la habilidad al saber?” Si la habilidad pudiera, en efecto, suplir al saber, como es más fácil trabajar mal que trabajar bien, y como lo importante, a sus ojos, es triunfar, concluirían diciendo gustosos que Importa poco trabajar mal, con tal que se obtenga éxito. ¿Por qué no ocurri­ ría, efectivamente, aquí lo que en la vida, donde el éxito no los principales países del mundo. Algunos datos relativos al particular han sido ya reunidos por J. Franklln Jameson. 24 L. Feugére, bb. cit., págs. 55 y 58.

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acompaña necesariamente a los mejores? Pues bien, gracias a la Implacable severidad de los eruditos, tales razonamientos se­ rian, al propio tiempo que bajeza, cálculo defraudado. A fines del segundo imperio, en Francia, no había opinión pública ilustrada en materia de trabajos históricos. Se publica­ ban impunemente malos libros de erudición histórica, y aún proporcionaban a veces a los que los habían hecho honores ile­ gítimos. Fue entonces cuando los fundadores de la Revue criti­ que d'histoire et de Httérature trataron de ir contra aquel es­ tado de cosas, que juzgaban, con justo motivo, desmoralizador. Para ello administraron a los eruditos sin conciencia o sin mé­ todo correcciones públicas, propias para quitarles para siem­ pre el gusto de la erudición. Procedieron a ejecuciones memo­ rables, no por gusto, sino con el firme propósito de crear una censura, y por consiguiente una justicia, por el terror, en el campo de los estudios históricos. Los que trabajaban mal fueron entonces perseguidos, y si bien la Revue no llegó a penetrar en la masa del público, ejerció, no obstante, su acción benéfica en radio bastante extenso para inculcar de bueno o de mal grado a la mayor parte de los interesados el hábito de la sinceridad y el respeto al método. Desde hace veinticinco años, el impulso cue diera se propagó más allá de cuanto cabía esperar. Hoy se ha hecho muy difícil, en el dominio de los estudios de erudición, si no engañar, al menos engañar durante mucho tiempo. En lo sucesivo, en las ciencias históricas como en las ciencias propiamente dichas, ningún error se asienta, ninguna verdad se pierde. Unos meses, unos cuantos años pueden tras­ currir, en rigor, antes de que un experimento de química ine­ xacto o una edición mal hecha se reconozcan como tales, pero los resultados deficientes, provisionalmente aceptados con be­ neficio de inventario, son siempre, más o menos pronto, adver­ tidos, denunciados, eliminados, y generalmente con gran ra­ pidez. La teoría de las operaciones de crítica externa está tan bien determinada, el número de los especialistas que de ella están penetrados es tan grande en todos los países, que es ra­ rísimo al presente que un catálogo descriptivo de documentos, una edición, un regesto, una monografía, no sean inmediata y minuciosamente examinados, disecados y juzgados. Hay que estar bien advertido, sería muy imprudente, en lo sucesivo, arrles103

garse a publicar un trabajo de erudición sin haber tomado to­ das las medidas para que no pueda ser censurado, porque lo sería inmediatamente, o en todo caso en breve plazo, y se aca­ baría con él. Hay Inocentes que lo desconocen, y que se aven­ turan todavía, de vez en cuando, sin preparación suficiente, en el camino de la crítica externa, llenos de buenas intenciones, deseosos de “prestar servicios”, y convencidos aparentemente de que es posible proceder en este terreno, como en otros (en el político, por ejemplo), sin ver más allá de sus narices, por apro­ ximación, “sin conocimientos especiales”, y luego tienen que arrepentirse. Los que son listos no se aventuran. Los trabajos de erudición, por lo demás penosos y en que no se obtiene mu­ cha gloria, no les atraen. Saben demasiado bien que hábiles es­ pecialistas, en general poco benévolos con los intrusos, se los reservan. Se dan cuenta de que, por este lado, no les queda nada que hacer. La franca y ruda intransigencia de los erudi­ tos les preserva así de los contactos desagradables que los "his­ toriadores” propiamente dichos tienen todavía que sufrir en ocasiones. En efecto, los que trabajan mal, en busca de un público que examina las cosas menos de cerca que los eruditos, van a refu­ giarse gustosos en la exposición histórica. Allí las reglas del método son menos evidentes, o por mejor decir, menos cono­ cidas. Mientras que la critica de los textos y la de las fuentes está reducidas a forma científica, las operaciones sintéticas, en historia, se hacen todavía al azar. La confusión de espíritu, la ignorancia, la negligencia, que tan claramente se acusan en las obras de erudición, se cubren hasta cierto punto con más­ cara literaria en las de historia, y la masa del público, mal ins­ truida en estas materias, no lo nota .2» En resumen, hay toda­ vía, en este terreno, bastantes probabilidades de no ser cono­ cido. No obstante, disminuyen y llegará un día, que no está muy lejos, en que los espíritus superficiales que sintetizan malamen­ te sean tan poco considerados como lo son ya los técnicos de 25 Loe mismos especialistas de la critica externa, tan clarividente» cuando se trata de trabajos de erudición, se dejan deslumbrar casi tan fácilmente como cualquiera, cuando no hacen gala de desdeñar a priori toda síntesis, por las síntesis Inexactas, por las apariencias de “ideas gene­ rales” y por los artificios literarios.

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la crítica preparatoria faltos de conciencia o de habilidad. Las obras de los más célebres historiadores del siglo xix, poco ha desaparecidos, Agustín Thierry, Ranke, Fustel de Coulanges» Taine, etc., ¿no están ya como corroídas y puestas al descu­ bierto por la critica? Los defectos de sus métodos están ya vis­ tos, definidos y condenados. Esto debe persuadir a los que no fueren sensibles a otras consideraciones de que hay que trabajar como es debido en historia, de que ha pasado el tiempo, o poco falta, en que era factible trabajar mal, sin tener que temer consecuencias desa­ gradables.

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Sección II CRITICA INTERNA

Capítulo VI

CRÍTICA DE INTERPRETACIÓN (HERMENÉUTICA)

I. Cuando un zoólogo describe la forma y el tamaño de un músculo, cuando un fisiólogo presenta el gráfico de un movi­ miento, se pueden aceptar en conjunto sus trabajos, porque se sabe el método, los instrumentos, el sistema de observación por los que han conseguido hacerlos.1 Pero cuando Tácito dice de los germanos: Arva per annos mutant, no se sabe de antema­ no si ha procedido bien para informarse, ni siquiera en que sentido ha tomado las palabras arva y mutant, y es necesario para asegurarse de estas cosas, una operación previa.2 Esta operación es la critica interna. La crítica está destinada a distinguir en el documento lo que puede aceptarse como verdadero. Ahora bien, el documento no es más que el resultado último de una larga serie de operacio­ nes cuyo pormenor no nos da a conocer el que escribe. Obser­ var o recoger los hechos, concebir las frases, escribir las pa­ labras, todas estas operaciones, distintas unas de otras, pueden1 2 1 Las ciencias de observación tienen también necesidad de una especie de crítica. No se admiten sin examen las observaciones del primero que llega; sólo se acepta los resultados obtenidos por las gentes que “saben trabajar”. Pero esta crítica se hace en conjunto y de una vez, recae so­ bre el autor, no sobre sus trabajos. Por el contrario, la crítica histórica se ve obligada a actuar detalladamente sobre cada una de las partes dei documento. 2 Véase libro II, cap. I, pág. 85.

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no haber sido hechas con igual exactitud. Hay que analizar, por tanto, el producto de ese trabajo del autor para ver qué operaciones han sido mal hechas, con objeto de no admitir los resultados de las mismas. Asi el análisis es necesario en la cri­ tica, y toda crítica comienza por él. Para ser lógicamente completo, el análisis debería reconsti­ tuir todas las operaciones que el autor ha debido hacer y exa­ minarlas una por una, a fin de ver si cada una ha sido bien hecha. Habría que pasar de nuevo por todos los actos sucesi­ vos que han producido el documento, desde el momento en que el autor vio el hecho que es materia del njismo, hasta el mo­ vimiento de su mano que ha trazado las letras del manuscrito, o más bien, habría que recorrer el camino en sentido inverso, desde el movimiento de la mano hasta la observación. Este mé­ todo seria tan largo y fastidioso que nadie tendría tiempo ni paciencia para aplicarlo. No es la crítica interna, como la externa, instrumento que puede manejarse por puro placer.8 No proporciona ningún goce directo, porque no resuelve definitivamente ningún problema. No se practica sino por necesidad, y se trata de reducirla a lo estrictamente preciso. El historiador más exigente se atiene en este punto a un método abreviado que concentra todas las operaciones en dos grupos: 1*?, el análisis del contenido del do­ cumento y la critica positiva de Interpretación, necesarios para asegurarse de lo que el autor ha querido decir; 2o, el análisis de las condiciones en que el documento se ha producido y la crítica negativa, que se necesitan para comprobar lo dicho por el autor. Y todavía esta separación del trabajo cínico no la hacen sino muy pocos. La tendencia natural, aun en los his­ toriadores que trabajan con método, es leer el texto con la idea preconcebida de encontrar en él directamente datos, sin tratar de representarse concretamente qué hubo en la mente del autor.4 Esta práctica puede excusarse, a lo sumo, tratándos Véase pág. 92. 4 Taine parece haber procedido así en Loe origene* de Francia contemporánea, t. H. La Revolución. Había aseado copla de sus documentos Inéditos e Insertó gran número de ellos en su obra, pero no se nota que haya hecho ante todo un análisis metódico para determinar su signi­ ficación.

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se de los documentos del siglo xix, escritos por individuos cuyo idioma y manera de pensar nos son familia* es, en los casos en que no es posible más de una interpretación. Se hace peligrosa en cuanto los hábitos de lenguaje o de pensamiento del autor se apartan de los del historiador que lee, o el sentido del texto no es evidente e indudable. El que al leer un texto no se preo­ cupa exclusivamente de comprenderlo, llega a a fuerza a leer­ lo a través de sus impresiones? En el documento le atraen las frases o las palabras que corresponden a sus propias concep­ ciones o concuerdan con la idea a tjr/ori que se había formado de los hechos. Sin darse siquiera cuenta, separa esas frases y esas palabras y forma con ellas un texto imaginarlo, que pone en el lugar del que el auto’* escribió.® 5 E3 alemán tiene una palabra muy exacta para expresar este fenó­ meno. híneí niegen. El francés no tiene expresión equivalente. a Fustel de Coulanges explica muy claramente el peligro de este mé­ todo. “Algunos eruditos empiezan por formarse una opinión... y sólo después de esto leen los textos. Corren gran riesgo de no comprenderlos o de comprenderlos mal. Es que. efectivamente, entre el texto y el espíritu prevenido que lo lee se establece una especie de lucha no declarada. El espíritu ae niega a percibir lo que es contrario a su Idea, y el resultado común de este conflicto no es que el espíritu se rinda a la evidencia del texto, sino más bien que el texto ceda, se doblegue y acomode a la opi­ nión preconcebida por el espíritu... Introducir sus Ideas personales en ei estudio de los textos, es el método subjetivo. Se cree mirar una cosa, y e» la propia idea lo que ae mira. Se cree observar un hecho, y este hecho ad­ quiere inmediatamente el tinte y el sentido que el espíritu quiere que tenga. Se cree leer un texto, y las formas del mismo adquieren un sig­ nificado especial, según la opinión personal que de él se había formado. Este método subjetivo es el que ha introducido más perturbación en la historia de la época merovlngla... Es que no bastaba leer los textos, sino que había que leerlos antes de haber fijado las convicciones” (Manarchie /renque. pág. 31). Por la misma causa Fustel de Coulanges condenaba la pretensión de leer un documento a través de otro documento, y protes­ taba contra la costumbre de explicar la Germania de Tácito por las leyes bárbaras. Se publicó en la Revue des quesfíons histortques la lección de método. De l'analyse des textes hist criques, dada a propósito de un co­ mentario de Gregorio de Tours debido a Monod. "El historiador debe co­ menzar su trabajo por el análisis exacto de cada documento... El análisis de un texto... consiste en fijar el sentido de cada palabra, en deducir el verdadero pensamiento del que lo ha escrito... En vez de buscar ej sentido de cada frase del historiador y el pensamiento que en ella ha puesto (Monod J. comenta cada frase con ayuda de lo que se lee en Tá­ cito o en la ley sálica... Hay que ponerse de acuerdo respecto al análi­ sis. Muchos hablan de él. pocos lo practican... Debe, mediante un estudio atento de cada pormenor, deducir de un texto todo lo que hay en él. No debe introducir lo que do hay." Después de haber leído estos excelen.

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II. En este punto, como siempre en historia, el método con­ siste en resistirse al primer impulso. Hay que penetrarse del principio, evidente, pero muchas veces olvidado, de que un do­ cumento no contiene más que las ideas del que lo ha escrito y de que la regla es empezar por comprender el texto en sí, antes de preguntarse lo que de él puede deducirse para la historia. Así se llega a esta norma general de método: el estudio de todo documento debe empezar por un análisis del contenido, sin otro objeto que determinar el pensamiento verdadero del autor. Este análisis es una operación previa, separada e Indepen­ diente. La experiencia obliga, aquí como en los trabajos de eru­ dición,*7 a adoptar el sistema de las papeletas. Cada papeleta contendrá el análisis, ya de un documento, ya de una parte dis­ tinta de un documento, ya de un episodio de un relato. El análisis deberá indicar, no solamente el sentido general del texto, sino también, en cuanto sea posible, el objetivo y la con­ cepción del autor. Convendrá reproducir textualmente las ex­ presiones que parezcan caracterizar el pensamiento del autor. Puede bastar en ocasiones haber analizado mentalmente el texto; no siempre es necesaria la materialidad de redactar una papeleta de conjunto, y debe limitarse entonces el estudioso a anotar los puntos de que cree poder sacar partido. Pero contra el peligro, siempre presente, de sustituir su impresión al texto, no hay más que una precaución segura, y asi será bueno exi­ girla en regla; limitarse a no hacer extractos o análisis par­ ciales de un documento hasta después de haber hecho el aná­ lisis de conjunto,8 si no material, al menos mental. Analizar un documento es distinguir y aislar todas las ideas expresadas por el autor. El análisis se reduce así a la critica de interpretación. tes consejos, convendrá tener a la vista la respuesta de Monod (en la Re­ vue historique). Allí se verá que no siempre el mismo Fustel de Coulanges ha practicado el método que recomienda. 7 Véase págs. 77-78. 8 Un investigador especial puede encargarse del análisis. Es lo que ocurre cuando se trata de regestos y catálogos de documentos públicos. Si el que hizo los regestos verificó con exactitud el trabajo de análisis, resulta inútil volver a hacerlo.

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La interpretación pasa por dos grados: el sentido literal y el efectivo.

in. Determinar el sentido literal de un texto es una opera­ ción lingüística, y así se ha colocado la filología (Sprachkunde) entre las ciencias auxiliares de la historia. Para comprender un texto, hay que conocer ante todo el idioma en que está escrito. Pero el conocimiento general del idioma no basta. Para inter­ pretar a Gregorio de Tours no es suficiente saber en general el latín, sino que se precisa también una interpretación históri­ ca especial, para adaptar este conocimiento general al latín del autor citado. La tendencia general es atribuir a una misma palabra el mis­ mo sentido doquiera se encuentre. Instintivamente se trata a la lengua como si fuera un sistema fijo de signos. Es este, en efecto, el carácter de los signos creados expresamente para uso de las ciencias, el álgebra, la nomenclatura química. En ellas toda expresión tiene un sentido preciso, que es único, absolu­ to e invariable. Manifiesta una idea analizada y definida exac­ tamente y no más que una, siempre la misma, en cualquier sitio que se la coloque, cualquiera que sea el autor que la em­ plee. Pero el lenguaje vulgar, en el que están escritos los do­ cumentos, tiene algo de mudable. Cada palabra expresa una idea compleja y mal definida, tiene sentidos múltiples, relati­ vos y variables, una misma palabra significa varias cosas di­ ferentes, tiene diferentes sentidos en un mismo autor, según las palabras que la rodean, y cambia de sentido de un autor a otro y en el curso del tiempo. Vel significa siempre o en el latín clásico, y significa y en ciertas épocas de la Edad Media. Suffragium, que quiere decir sufragio en latín clásico, toma en la Edad Media el sentido de auxilio. Es preciso, por tanto, apren­ der a resistir el instinto que nos lleva a explicar todas las ex­ presiones de un texto por el sentido clásico o el habitual. La interpretación gramatical, fundada en las reglas generales de la lengua, debe ser completada por la interpretación histórica, fundada en el examen del caso particular. El método consiste en determinar el sentido especial de las palabras en el documento. Se basa 'en algunos principios muy sencillos: 111

P La lengua cambia por evolución continua. Cada época tiene un modo peculiar de hablar que debe tratarse como un sistema especial de signos. Para comprender un documento, debe conocerse, por tanto, la lengua del tiempo, es decir, el sen­ tido de las palabras y de los giros en la época en que el texto fue escrito. El sentido de una palabra se determina reuniendo los pasajes en que se emplea. Entre ellos hay siempre algunos en que el resto de la frase no deja lugar a duda acerca del sentido» Es el papel que desempeñan diccionarios históricos, ta­ les como el Tesaurus linguoe latinoce o los Glosarlos de Du Cange. En estos repertorios, el artículo consagrado a cada pala­ bra es una recopilación de las frases en que la palabra figura, acompañadas de una indicación del autor que determina la época. Cuando la lengua era ya muerta para el autor del documen­ to y la aprendió en escritos —que es lo que ocurre con los tex­ tos latinos de la Edad Media— hay que tener en cuenta que la palabra puede muy bien tomarse en un sentido arbitrario, y no haber sido aplicada sino para mayor elegancia. Por ejemplo, cónsul (conde), capite census (censistarlo), agellus (gran do­ minio). 2? El uso de la lengua puede diferir de una región a otra. Hay que conocer, por tanto, la lengua del pais en que el docu­ mento se ha escrito, es decir, las particulares aplicaciones usua­ les en él. 3? Cada autor tiene un modo personal de escribir, y hay que estudiar, por consiguiente, el lenguaje del autor, el senti­ do especial que daba a las palabras.9 10 Para ello hay léxicos es­ peciales de autor, tal como el Lexicum Ccesarianum de Meusel, 9 Se encontrarán modelos prácticos de este procedimiento en Deloche, La Trustís et Vanstrustion royal, y sobre todo en Fustel de Coulangea. Véase en particular el estudio acerca de las palabras marca (Recherches sur quelques problémes d'hietoire, págs. 322-356), mallus (Ibíd., 372-402), alodio (L'Alleu et le domaine rural, págs. 149-170), portio (Ibid., pági­ nas 239-252). 10 La teoría y un ejemplo de este procedimiento figuran en Fustel de Coulangea, Recherches sur quelques problémes d’histoire, págs. 189-289, a propósito de lo que Tácito dice acerca de los germanos. Véase, sobre todo. págs. 263-289. la discusión del célebre pasaje sobre el procedimiento le cultivo de aquellos pueblos.

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en que figuran juntos todos los pasajes en que ha aplicado cada palabra. 4*? Una expresión varía de sentido según el pasaje en que se encuentra. Hay que interpretar, por tanto, cada palabra y cada frase, no aislada, sino teniendo en cuenta el sentido ge­ neral del trozo (el contexto). Es la regla del contexto*1 funda­ mental en la interpretación. Supone que, antes de hacer uso 'de una frase de un texto, se ha leído el texto entero. Impide recoger en un trabajo moderno citas, es decir, pedazos de frase arrancados de un pasaje, con lo que se desconoce el sentido especial que tenían por el contexto.11 12 Estas reglas, si fueran aplicadas con rigor, constituirían un método exacto de interpretación, que no daría casi lugar a ninguna probabilidad de error, pero que exigiría enorme gasto de tiempo. ¡Qué trabajo si fuera preciso para cada palabra de­ terminar mediante una operación especial el sentido en el len­ guaje de la época, del país, del autor y según el contexto! Es el trabajo que exije una traducción bien hecha, y a él nos hemos resignado per lo que respecta a algunos libros antiguos de gran valor literario. Para la mayoría de los documentos históricos, •nos contentamos en la práctica con un procedimiento abre­ viado. No todas las palabras están igualmente sujetas a variar de sentido, sino que la mayor parte conservan en todos los auto­ res y en todas las épocas significado casi uniforme. Cabe, pues, contentarse con estudiar especialmente las expresiones que por naturaleza están expuestas a variar de significado: P?, las fra­ ses ya consagradas, que habiéndose fijado, no evolucionan de 11 Fustel de Coulanges la formula así: “Nunca hay que separar dos palabras de su contexto. Es la manera de equivocarse en punto a su sig­ nificado” (Monarchic franque, pág. 228, nota 1). 12 He aquí cómo condena esta práctica Fustel de Coulanges: “No ha­ blo de los falsos eruditos que citan de segunda mano, y a lo sumo se toman el trabajo de comprobar si la frase que han visto citada figura en el lugar indicado. Comprobar las citas es cosa muy distinta a leer los textos, y ambas cosas conducen frecuentemente a resultados opuestos” (Revue des questions historiques, 1887, t. I). Véase también (L‘Alieu.. págs. 171-198) la lección dada a Glasson, a propósito de la teoría de la comunidad de las tierras. Es la discusión de 45 citas estudiadas, tendiendo en cuenta el contexto, para demostrar que ninguna significa lo que dice •Glasson. Puede verse también la respuesta (Glasson, Les Communaux et ¿e domaine rural á l'époque franque).

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igual modo que las palabras de que está compuestas; 2?, y principalmente, las palabras que designan las cosas sujetas por naturaleza a evolucionar: clase de gentes (.miles, colonus, sertus); instituciones (conventus, justitia, judex); sentimientos, objetos usuales. Respecto a todas estas palabras, seria impru­ dente presumir la fijeza del sentido. Es precaución indispensa­ ble asegurarse en cuál se han tomado en el texto que se va a interpretar. “Estos estudios de palabras, dice Fustel de Coulanges, tienen gran importancia en la ciencia histórica. Un término mal in­ terpretado puede ser origen de grandes errores”.13 Le ha bas­ tado, en efecto, aplicar metódicamente la última interpreta­ ción a un centenar de palabras, para renovar el estudio de los tiempos merovingios.

IV. Después de haber analizado el documento y determinado el sentido literal de las frases, no se está seguro todavía de haber interpretado el verdadero pensamiento del autor. Puede ocurrir que no haya tomado algunas expresiones en su sentido verdadero, lo cual ocurre por varios motivos muy diferentes: la alegoría o el símbolo, la burla o la mistificación, la alusión o lo que se sobreentiende, hasta la simple figura de lenguaje (me­ táfora, hipérbole, litotes) .14 En todo caso, es preciso, a través del sentido literal, llegar al sentido verdadero que el autor ha encubierto deliberadamente bajo una forma inexacta. La cuestión es lógicamente muy dificultosa. No hay criterio exterior fijo para reconocer con seguridad una frase no toma­ da en su verdadero sentido. La misma esencia de la mistifica­ ción, que en el siglo xix ha llegado a ser un género literario, 13 La critica de interpretación ha constituido toda la originalidad de Fustel, pues no ha realizado personalmente ningún trabajo de crítica ex­ terna, y le ha impedido ejercer la critica de sinceridad y de exactitud el respeto que tenía por las afirmaciones de los antiguos, respeto que llegaba hasta la credulidad. 14 Dificultad semejante se presenta en la interpretación de los monu­ mentos figurados. Las representaciones no deben ser todas tomadas “a la letra**. Darío, en el monumento de Behistun. pisotea a los jefes vencidos. Eó una metáfora. Las miniaturas de la Edad Media muestran personajes acostados en su lecho, con corona en la cabeza. Es el símbolo de su dig­ nidad de reyes, el pintor no ha querido decir que dormían con la corona puesta.

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consiste en borrar todos los indicios denunciadores del engaño. Prácticamente, cabe la seguridad moral de que un autor no cambia el sentido de las palabras cuando su principal interés está en ser comprendido. Se corre, por tanto, poco riesgo de tropezar con este inconveniente en los documentos oficiales, las pragmáticas y los relatos históricos. En todos estos casos, la forma general del documento permite presumir que se ha dado a las palabras su verdadero sentido. Por el contrario, no hay que esperarlo cuando el autor ha tenido otro interés que el de ser comprendido, o ha escrito para un público que podía comprender sus alusiones y lo que callaba, o para iniciados (religiosos o literarios) que debían comprender sus símbolos y figuras de lenguaje. Es lo que ocu­ rre con los textos religiosos, cartas privadas y todas las obras literarias, que constituyen gran parte de los documentos rela­ tivos a la antigüedad. Así, el arte de reconocer y determinar el sentido oculto de los textos, ha ocupado siempre principal lugar en la teoría de la hermenéutica (es el nombre griego de la crítica de interpretación), y en la exégesis de los textos sagrados y de los autores clásicos. Las diferentes maneras de dar un sentido distinto al que di­ rectamente tienen las palabras, son con exceso varias y de­ penden de demasiadas condiciones individuales para que el arte de determinarlas pueda reducirse a reglas generales. No puede formularse más que un principio universal: cuando el sentido literal es absurdo, incoherente u oscuro, contrario a las ideas del autor o a los hechos por él conocidos, se debe presumir que no expresa lo que quiso decir. Para determinar esto último, se debe proceder como para de­ terminar el lenguaje de un autor, es decir, se comparan los pa­ sajes en que figuran los trozos que no se creen querer signifi­ car lo que dicen literalmente, tratando de ver si hay entre ellos algunos cuyo contexto permita adivinar el sentido. Ejemplo cé­ lebre de este método es el descubrimiento del significado ale­ górico de la Bestia en el Apocalipsis. Pero como no hay méto­ do seguro de solución, no se tiene derecho a afirmar que se 15 A. Bceckh, Encyclopcedie und Methodologte der philologisch^n Wisscnschaften, 2. ha dado una teoría de la hermenéutica, a la que E. Bern­ heim se ha contentado con referirse.

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han descubierto todas las Intenciones ocultas o notado todas las alusiones contenidas en un texto, y aun cuando se crea ha­ ber dado con el sentido, se hará bien en no deducir conclu­ siones de una interpretación forzosamente conjetural. En sentido Inverso, hay que guardarse de querer ver en to­ do un sentido alegórico, como los neoplatónicos han hecho con las obras de Platón y los swedenborgianos con la Biblia. Hoy se ha reaccionado contra esta hiperhermenéutica, pero no se está a salvo de la tendencia análoga a buscar en todas partes alusiones. Esta operación, siempre conjetural, da más satisfac­ ciones de amor propio al que interpreta que resultados utilizables para la historia. V. Cuando se ha logrado tener al fin el sentido verdadero del texto, ha terminado la operación del análisis positivo. El re­ sultado es dar a conocer las concepciones del autor, las imá­ genes que tenía en el espíritu, las nociones generales mediante las cuales se representaba el mundo. Se logran así opiniones, doctrinas, conocimientos. Es un conjunto de datos muy impor­ tantes, con los que se constituye todo un grupo de ciencias his­ tóricas: 16 las historias de las artes figuradas y de las litera­ turas —la historia de las ciencias—, la historia de las doctrinas filosóficas y morales, la mitología y la historia de los dogmas (impropiamente llamados creencias religiosas, puesto que se es­ tudian las doctrinas oficiales sin tratar de averiguar si son creí­ das) —la historia del derecho, de las instituciones oficiales (en tanto no se quiere saber cómo se aplicaban en la prácti­ ca)—, el conjunto de las leyendas, tradiciones, opiniones, con­ cepciones populares (llamadas sin precisión creencias), que se reúnen bajo la denominación de folklore. Todos estos estudios no necesitan más que de la crítica ex­ terna de producción y de la de interpretación. Exigen menos labor previa que la historia de los hechos materiales, y por eso han logrado más pronto constituirse metódicamente.

16 El método para deducir de las concepciones loe datos relativos a los hechos exteriores, forma parte de la teoría del razonamiento constructivo. (Véase libro III.)

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Capítulo VII CRÍTICA INTERNA NEGATIVA DE SINCERIDAD Y DE EXACTITUD

I. El análisis y la crnica positiva de interpretación no al­ canzan más que a la labor interna de espíritu del autor, y sólo dan a conocer sus ideas, no enseñan directamente nada acer- ca de los hechos exteriores. Aun cuando el autor ha podido observarlos, el texto indica solamente cómo ha querido repre­ sentarlos, no como los ha visto realmente, y todavía menos co­ mo han sido en verdad. Lo que un autor expresa no es for­ zosamente lo que creía, porque puede haber mentido; lo que ha creído no es forzosamente la realidad, porque puede ha­ berse engañado. Estas proposiciones son evidentes. No obstante, un primer impulso natural nos lleva a aceptar como verdadera toda afirmación contenida en un documento, lo cual es admi­ tir implícitamente que ningún autor ha mentido o se ha en­ gañado, y es necesario que esta credulidad espontánea sea muy poderosa, puesto que persiste a pesar de la experiencia diaria que nos muestra Innumerables casos de error y de mentira. La práctica ha obligado a los historiadores a reflexionar po­ niéndoles en presencia de documentos que se contradicen unos a otros. En este conflicto, ha sido necesario resignarse a du­ dar, y examinadas las cosas, a admitir el error o la mentira, imponiéndose de esta suerte la necesidad de la crítica nega­ tiva para desechar las afirmaciones manifiestamente mentiro­ sas o erróneas. Pero el instinto de confianza es tan indestruc­ tible, que hasta el presente ha impedido, aun a los profesio­ nales, constituir la crítica interna de las afirmaciones en mé­ todo regular, como lo hicieron con la critica externa de pro-

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ccdencla. Los historiadores en sus trabajos, y aun los teorizan­ tes del método histórico,1 han quedado reducidos en este pun­ to a nociones vulgares y fórmulas vagas, en notable contraste con la terminología precisa de la crítica de fuentes. Se limitan a examinar si el autor ha sido en general contemporáneo de los hechos, si ha sido testigo de vista, si fue sincero y estuvo bien informado, si supo la verdad o si ha querido decirla, o aún, resumiendo todo en una fórmula, si es digno de fe. Seguramente esta critica superficial es muy preferible a la falta de crítica, y ha bastado para hacer creer a los que la han practicado que poseían indudable superioridad. Pero no está más que a mitad de camino entre la credulidad vulgar y el método científico. Aquí, como en toda ciencia, el punto de partida debe ser la duda metódica.1 2 Todo lo que no está pro­ bado debe permanecer provisionalmente dudoso; para afirmar una proposición hay que enumerar las razones que nos asis­ ten para creerla exacta. Aplicada a las afirmaciones de los do­ cumentos, la duda metódica viene a ser la desconfianza me­ tódica. El historiador debe desconfiar a priori de toda afirmación de un autor, porque ignora si es mentirosa o errónea. No pue­ de ser para él más que una presunción. Tomarla por su cuenta y repetirla en nombre propio, es declarar implícitamente que la considera verdad científica. Este paso decisivo no tiene de­ recho a darlo sino por buenas razones. Pero el espíritu huma­ no es de tal naturaleza, que se da este paso sin notarlo (véase libro II, cap. I). Contra esta tendencia peligrosa, la critica sólo tiene advertido un procedimiento de defensa. No debe esperar para dudar a verse obligada por una contradicción entre las afirmaciones de los documentos; debe empezar por dudar. No ha de olvidar nunca la distancia que media entre la afirmación de un autor, cualquiera que sea, y una verdad científicamente establecida, de modo que conservará siempre plena conciencia de la responsabilidad que adquiere cuando reproduce una afir­ mación. 1 Por ejemplo, el P. de Smedt, Tardif, Droysen y hasta Bernhelm. 2 Descartes, que vino al mundo en un tiempo en que la historia no hacía aún más que reproducir relatos anteriores, no halló medio de apli. carie la duda metódica, y por ello no quiso reconocerle el carácter de ciencia.

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Aún después de habernos decidido en principio a practicar esta desconfianza antinatural, tendemos instintivamente a li­ brarnos de ella lo más pronto posible. El impulso natural nos lleva a hacer en conjunto la critica de todo un au‘or o al me­ nos de todo un documento, a clasificar en dos categorías, a la derecha los buenos, a la izquierda los malos, de un lado les autores dignos de fe y los buenos documentos, de otro los auto­ res sospechosos o los textos malos. Después de lo cual, habien­ do agotado toda la desconfianza, se reproducen sin discusión todas las afirmaciones del "documento bueno”. Consentiremos en desconfiar de Suidas, o de Aimolno, autores sospechosos, pe­ ro afirmamos como verdad inconcusa todo lo que han dicho Tucídides o Gregorio de ToursA Aplicamos a los autores el mis­ mo procedimiento judicial que clasifica a los testigos en ad­ misibles y recusables. En cuanto se ha aceptado un testigo, se siente uno obligado a admitir cuanto dice. No se osa dudar de sus afirmaciones sino cuando hay razones especiales para ello. Instintivamente, se hace uno partidario del autor cue se ha declarado recomendable, y de aquí se llega, como en los tribu­ nales, a decir "que corresponde la prueba” al que recusa un tes­ timonio valedero.4 s El mismo Fustel de Coulanges no ae veía Ubre de este reparo. A pro­ pósito de una arenga atribuida a Clodoveo por Gregorio de Tours. dice: •‘Sin duda no cabe afirmar que tales palabras se hayan pronunciado real­ mente. Pero tampoco debe aventurarse la afirmación, contra Gregorio de Tours de que no lo han sido... Lo más discreto es aceptar el texto del obispo” (MonarcMe franque. pág. 66). Lo más discreto, o más bien el úni­ co partido científico, es confesar que do ae sabe nada de las palabras de Clodoveo. porque el mismo Gregorio no las conocía. 4 Uno de los historiadores de la antigüedad más expertos en crítica. Ed. Meyer, Die Entstehung des Judenthums. Halle, 1886. en 8°. ha ale­ gado recientemente este extraño argumento jurídico en favor de los re. latos de Nehemías. M. Bouché-Leclerq, en un notable estudio sobre “El reinado de Seleuco n Callnico y la crítica histórica". (Revue det UMversit¿8 du Midi, abril y Junio de 1897), parece, por reacción contra la hipercrítica de Niebuhr y de Droysen, inclinarse a una teoría análoga. “So pena de caer en el agnosticismo —que es para ella el suicidio—, o en la fantasía Individual, la crítica histórica ha de conceder cierta fe a los testimonios que no puede comprobar, cuando no están claramente contradecldos por otros de valor Igual”. Bouché-Leclercq tiene razón con­ tra el historiador que. “después de haber rechazado todos sus testigos, pretende sustituirse a ellos, y ve por sus ojos otra cosa distinta de k> que ellos vieron”. Pero cuando los “testimonios” no son suficientes para dar a conocer científicamente un hecho, la única actitud adecuada es

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Aumenta todavía la falta de claridad la expresión auténtica tomada del lenguaje procesal. Sólo se refiere a la procedencia, no al contenido. Decir que un documento es auténtico, es decir solamente que su procedencia es segura, no que el contenido sea exacto. Pero la autenticidad produce una impresión de res­ peto que predispone a aceptar el contenido sin discusión. Du­ dar de las afirmaciones de un documento legítimo parecería presuntuoso, o por lo menos nos creemos obligados a esperar pruebas abrumadoras antes de “presentarnos como acusado­ res” contra el testimonio del autor. Los mismos historiadores usan esta expresión malamente tomada del lenguaje procesal. II. A estos instintos naturales hay que resistirse metódica­ mente. Un documento (con más razón la obra de un autor), no es una sola cosa, se compone de un número grandísimo de afirmaciones independientes, cada una de las cuales puede ser embustera o falsa, en tanto las demás ser sinceras o exactas (y al contrario), puesto que cada una es producto de una ope­ ración que puede haber sido inexacta en tanto las otras eran exactas. No basta, pues, examinar en conjunto todo un docu­ mento, hay que examinar separadamente cada una de las afir­ maciones que contiene. La critica no puede hacerse sino me­ diante un análisis. Así la crítica interna lleva a dos reglas generales: 19 Una verdad científica no se determina por testimonio. Para afirmar una proposición, hay que tener razones especia­ les de creerla verdadera. Puede ocurrir que la afirmación de un autor sea en ciertos casos razón suficiente, pero esto no se sabe de antemano. La regla será, por tanto, examinar toda afirmación para asegurarse de si constituye por naturaleza ra­ zón suficiente para creer. 29 No puede hacerse de una vez la critica de un documento. La regla será analizarlo en sus elementos, para distinguir to­ das las afirmaciones independientes de que se compone y exa­ minar cada una por separado. Muchas veces una sola frase en­ cierra varias afirmaciones, y hay que aislarlas para examinar­ le! agnosticismo”, es decir, la confesión de nuestra ignorancia. No te­ nemos derecho a eludir esta confesión porque hayan desaparecido ca­ sualmente los documentos que contradicen estos testimonios.

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las separadamente. En una escritura de venta, por ejemplo, se deben distinguir la fecha, el lugar, el vendedor, el comprador,, la cosa vendida, el precio y cada una de las estipulaciones. La critica y el análisis se hacen prácticamente al mismo tiempo, y salvo los textos cuya lengua es difícil, pueden ha­ cerse a la par con el análisis y la critica de Interpretación. En cuanto se ha comprendido una frase, se la analiza y se hace la critica de cada uno de los elementos. Quiere decirse que la critica consiste lógicamente en un nú­ mero enorme de operaciones. Describiéndolas con el detalle ne­ cesario para hacer comprender su mecanismo y razón de ser, va a aparecer como un procedimiento demasiado lento para ser practicable. Es lo que inevitablemente parece toda explica­ ción verbal de un acto complejo de la vida común. Obsérvese el tiempo que se necesita para describir un movimiento de la esgrima y para ejecutarlo; compárese el tamaño de la gramá­ tica y del diccionario con la rapidez de la lectura. Como todo arte práctico, la critica consiste en el hábito de determinadas acciones. Durante el aprendizaje, antes de que el hábito se ad­ quiera, es fuerza pensar por separado cada acción antes de ejecutarla y descomponer los movimientos, que por lo mismo se realizan lenta y penosamente, pero una vez adquirido el hábi­ to, las acciones, ya instintivas e inconscientes, son fáciles y rápidas. No se preocupe, por tanto, el lector por la lentitud de los procedimientos de la crítica; más adelante verá cómo se abrevian en la práctica. III. He aquí cómo se plantea el problema de la critica. Dada una afirmación procedente de una persona a la que no se ha visto trabajar, y dependiendo exclusivamente el valor de la ope­ ración del modo cómo se ha trabajado, determinar si se ha trabajado bien. El mismo planteamiento del problema muestra que no cabe esperar ninguna solución directa y definitiva, pues falta el dato esencial, que seria el modo como el autor ha tra­ bajado. La critica se contenta, pues, con soluciones Indirectas y provisionales, se limita a proporcionar datos que exigen exa­ men definitivo. El instinto natural lleva a juzgar del valnr de las afirmacio­ nes según su forma. Se imagina reconocer a primera vista si 121

el autor es sincero o si un relato es exacto. Es lo que se llama "acento de sinceridad” o "impresión de verdad”. Impresión casi inevitable, pero que no por eso es menos ilusoria. No hay nin­ gún criterio exterior, ni de la sinceridad, ni de la exactitud. "El acento de sinceridad” es la apariencia de la convicción. Un orador, un actor, uno que finge por hábito lo tendrán más fá­ cilmente mintiendo, que una persona indecisa diciendo lo que cree. El vigor de la afirmación no prueba siempre el de la con­ vicción, sino solamente la habilidad o la desvergüenza.» De igual modo, la abundancia y precisión de los pormenores, aun cuando produzcan mucha impresión en los lectores inexpertos, no garantizan la exactitud de los hechos56 y sólo dan fe de la imaginación del autor, cuando es sincero, o de su audacia, cuando no lo es. Nos Inclinamos a decir de un relato circuns­ tanciado: "¡Son cosas que no se inventan!” No se inventan, pero se transportan muy fácilmente de un país o de un tiem­ po a otro. Ningún carácter exterior de un documento dispensa, por tanto, de hacer su examen critico. El valor de la afirmación de un autor depende únicamente de las condiciones en que ha trabajado. La critica no tiene otro recurso que examinar estas condiciones. Pero no se trata de reconstituirlas todas, basta con responder a una sola cuestión, si el autor ha trabajado o no como es debido. La cuestión puede ser abordada por dos lados. 19 Se saben frecuentemente, por la critica de procedencia, las condiciones generales en que el autor ha trabajado. Es pro­ bable que algunas hayan influido en cada una de sus opera­ ciones particulares. Hay que empezar, pues, por estudiar los datos que se poseen acerca del autor y sobre la composición del documento, con la preocupación de investigar los hábitos, 5 Las memorias de Retz proporcionan un ejemplo decisivo, la anéc­ dota de loe fantasmas encontrados por Retz y Turenne. El editor de Retz, en la Collection des Grande ícrivains de la France, A. Feillet, ha demostrado (t. I, pág. 192) que esta historia, tan vivamente contada, es mentira desde el principio hasta el fin. s Buen ejemplo de la fascinación ejercida por un relato circunstan­ ciado es la leyenda de los orígenes de la Liga de los tres cantones suizos primitivos (Oessler y los conjurados de Grütll), inventada en el siglo xvi por Tschudl, clásica desde la aparición del Guillermo Tellt de Schllier, y que tanto trabajo ha costado extirpar. (Véase RUliet, Origines de la Canfédération suisse.

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los sentimientos, la situación individual del autor, o en las cir­ cunstancias de la composición, todos los motivos que pueden haberle inclinado a no proceder con exactitud, o, por el con­ trario, a proceder, con excepcional corrección. Para advertir es­ tos motivos posibles, es preciso que la atención se sienta atraída de antemano. El único procedimiento, por tanto, consiste en hacer un cuestionario general de las causas de inexactitud. Se aplicará a las condiciones generales en que el documento fue escrito, para descubrir las que han podido viciar de inexacti­ tud las operaciones o los resultados. Pero no se obtendrán de esta suerte —aun en los casos excepcionalmente favorables en que son bien conocidas las condiciones de procedencia— más que indicaciones generales, insuficientes para la crítica, porque debe siempre actuar sobre cada afirmación particular. 29 La crítica de las operaciones particulares sólo puede ha­ cerse por un procedimiento singularmente paradógico: el es­ tudio de las condiciones universales de redacción de los docu­ mentos. Los datos que no proporciona el estudio general del autor, pueden buscarse en el conocimiento de los procedimien­ tos necesarios del espíritu humano, porque, siendo universales, deberán encontrarse en cada caso particular. Se sabe en qué caso el hombre se inclina en general a alterar voluntariamente o a variar los hechos. Se trata de examinar, respecto a cada afirmación, si se ha producido en uno de los casos en que cabe esperar, según costumbre normal en los hombres, que la ope­ ración haya sido mal hecha. El procedimiento práctico será ha­ cer un cuestionario de las causas habituales de inexactitud. Toda la crítica se reduce de esta suerte a hacer y contes­ tar a dos cuestionarios; uno, para representarse las condicio­ nes generales de redacción del documento de donde resultan los motivos generales de desconfianza o de confianza; otro, para representarse las condiciones especiales de cada afirma­ ción de que derivan los motivos especiales de desconfianza o de confianza. Este doble cuestionario debe hacerse de ante­ mano, de modo que se lleve metódicamente el examen del do­ cumento en general y de cada afirmación en particular, y co­ mo es el mismo para todos los documentos, es útil determi­ narlo de una vez para siempre.

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IV. El cuestionario crítico supone dos series de cuestiones que corresponden a las dos de operaciones por las que se ha formado el documento. La crítica de interpretación da a conocer sola­ mente lo que el autor ha querido decir. Queda por determinar: 1? lo que creyó realmente, porque puede no haber sido sin­ cero; 29 lo que supo realmente, porque puede haberse enga­ ñado. Cabe, pues, distinguir una critica de sinceridad desti­ nada a determinar si el autor del documento no ha mentido, y una crítica de exactitud destinada a determinar si no se ha equivocado. En la práctica, pocas veces hay necesidad de saber lo que creyó un autor. A no ser que se haga el estudio especial de su carácter, el autor no interesa directamente, no es más que un intermediario para llegar a los hechos exteriores por él re­ feridos. El objeto de la crítica es determinar si el autor ha re­ producido esos hechos exactamente. Si ha dado informes in­ exactos, es indiferente que sea por mentira o por error. Se com­ plicaría inútilmente la operación tratando de averiguarlo. No hay, por tanto, ocasión de practicar separadamente la crítica de sinceridad, y se puede abreviar el trabajo reuniendo en un mismo cuestionario todos los motivos de inexactitud. Pero re­ sultará más claro exponer separadamente, en dos series, las cuestiones que hay que plantearse. La primera serie de ellas servirá para averiguar si hay algún motivo para no tener confianza en la sinceridad de la afir­ mación. Nos preguntamos si el autor se hallaba en condicio­ nes de las que normalmente inclinan a un hombre a no ser sincero. Hay que ver cuáles son esas condiciones, en general para el documento todo, en particular para cada una de sus afirmaciones. La respuesta la da la experiencia. Toda mentira, pequeña o grande, tiene por causa la intención particular del autor de producir determinada impresión en quien lee. He aqui los casos más importantes: ler. caso. — El autor trata de procurarse un beneficio de ca­ rácter práctico, quiere engañar al lector para comprometerle a hacer una cosa o disuadirle de ella, y da a sabiendas una no­ ticia falsa; dicese entonces que el autor tiene interés en men­ tir. Es lo que ocurre con la mayor parte de los documentos ofi­ ciales. Aun en los que no han sido escritos por un motivo in­

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teresado, toda afirmación de este carácter corre el riesgo de ser mentirosa. Para determinar cuáles son las afirmaciones de que se precisa sospechar, hay que preguntarse cuál ha podido ser el objetivo del autor en general al escribir todo el documen­ to, en especial al consignar cada una de las afirmaciones parti­ culares que lo forman. Pero hay que resistirse a dos tendencias naturales. Una es averiguar qué interés tenía el autor en men­ tir, lo que equivale a decir qué interés habríamos tenido en su lugar. Hay que preguntarse, por el contrario, el interés que él mismo creía tener, interés que debe buscarse en sus gustos y su ideal. La otra tendencia es a tener en cuenta solamente el interés individual del autor. Hay que prever, por el contrario, que el autor pudo dar informes falsos obedeciendo a un inte­ rés colectivo. Es una de las dificultades de la crítica. El autor es miembro a la vez de varias agrupaciones, familia, provincia, patria, secta religiosa, partido político, clase social, cuyos in­ tereses se hayan en pugna con frecuencia. Hay que saber dis­ tinguir el grupo por el que tenía mayor interés y por el que debe haber luchado. 2do. caso. — El autor se ha visto colocado en una situación que le obligaba a mentir. Esto sucede siempre que, teniendo nece­ sidad de escribir un documento conforme a reglas o a cos­ tumbres, se ha encontrado en condiciones contrarias en algún punto a esas reglas o a esas costumbres. Tuvo entonces que afirmar que trabajaba en condiciones normales, y por consi­ guiente hacer una declaración falsa acerca de todos los puntos en que no estaba en regla. En casi todas las actas hay alguna ligera mentira acerca del día o la hora, del lugar, del número o el nombre de los asistentes. Todos nosotros hemos asistido, si no participado, a estas ligeras falsedades. Pero no lo olvide­ mos demasiado cuando se trata de hacer examen critico de la documentación del pasado. El carácter auténtico del escrito contribuye a ilusionarnos. Instintivamente tomamos auténtico como sinónimo de sincero. Las reglas inflexibles impuestas pa­ ra la redacción de todo documento auténtico parecen una ga­ rantía de sinceridad. Son, por el contrario, incitación a la men­ tira, no acerca del fondo de los hechos, sino respecto a las cir­ cunstancias accesorias. De que un personaje firme un docu­ mento público puede deducirse su consentimiento, pero no que

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estuvo presente en el momento en que en él se menciona su presencia. 3er. caso. — El autor tuvo simpatía o antipatía por una agru­ pación humana (nación, partido, secta, provincia, ciudad, fa­ milia), o por un cuerpo de doctrinas o de instituciones (reli­ gión, filosofía, secta política), simpatía que le ha llevado a dis­ frazar los hechos de modo que den una idea favorable de sus amigos, desfavorable de sus adversarios. Son predisposiciones generales que influyen en todas las afirmaciones de un autor. Por eso se notan muy bien, hasta el punto de que los antiguos ya les habían dado nombre (studium y odium). Era desde la antigüedad lugar común entre los historiadores protestar de que habían evitado una y otra. 4to. caso. — El autor ha sido inducido por vanidad personal o colectiva a mentir, para realzar su persona o su agrupación. Afirmó lo que creía adecuado para producir en el lector la im­ presión de que él o los suyos poseían cualidades estimadas. Es necesario, por tanto, preguntarse si la afirmación no obedece a algún motivo de vanidad. Pero no hemos de figurarnos la vanidad del autor según la nuestra o la de nuestros contem­ poráneos. Dicha cualidad no tiene en todas partes iguales fi­ nes, y hay que averiguar, por consiguiente en qué ponía la suya el autor. Puede ocurrir que mienta para atribuir (a él o a los suyos), actos que hoy nos parecerían deshonrosos. Car­ los IX se ha vanagloriado locamente de haber preparado la Saint-Barthélemy. Hay, no obstante, un motivo de vanidad uni­ versal, y es el deseo de aparentar que se ocupa elevado rango y se desempeña Importante papel. Hay que desconfiar cons­ tantemente de una afirmación que atribuya al autor o a su agrupación lugar considerable en el mundo? 5to. caso. — El autor ha querido agradar al público o por lo menos no herir sus sentimientos. Ha expresado los sentimien­ tos y las ideas conformes a la moral o a la moda de los lec­ tores, y aun cuando tuviera personalmente otros, ha presen­ tado los hechos de forma que se adaptasen a las preocupacio­ nes y a las pasiones de su público. Los tipos más claros de este género de mentira son las formas de ceremonial, palabras sa7 Ejemplo» sorprendentes de mentira por vanidad llenan las gconomiet royales de Sully y las Mémoires de Reta.

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cramentales, declaraciones proscriptas por la etiqueta, arengas aparatosas, fórmulas de cortesía. Las afirmaciones que encie­ rran son tan sospechosas que de ellas no puede deducirse dato alguno acerca de los hechos afirmados. Todos lo sabemos por las fórmulas que vemos usadas a diario en nuestro tiempo, pero lo olvidamos muchas veces en la critica de los documentos, sobre todo en la de las épocas en que los documentos esca­ sean. Nadie pensaría poseer los verdaderos sentimientos de una persona por las seguridades de respeto que da al final de sus cartas. Pero se ha creído durante mucho tiempo en la humildad de ciertos dignatarios eclesiásticos de la Edad Media, porque, el día de su elección, empezaban por rechazar un cargo de que se declaraban indignos, hasta que al fin se ha comprendido, por comparación, que la negativa era una simple fórmula convencional. Y hay todavía eruditos que buscan, co­ mo los benedictinos del siglo xvin, datos acerca de la piedad o la liberalidad de un principe en las fórmulas de su canci­ llería.** Para reconocer estas afirmaciones convencionales, son nece­ sarios dos estudios de conjunto: uno recae sobre el autor para saber a qué público se dirigía, porque en un mismo país hay comúnmente varios públicos superpuestos o conjuntos, y cada uno tiene su código moral o de conveniencias; el otro recae s'obre el público, para determinar en qué consisten su moral o sus preocupaciones del momento. 6to. caso. — El autor ha tratado de agradar al público con ar­ tificios literarios, ha disfrazado los hechos para que resulten más hermosos, según su concepción de la belleza. Hay que ave­ riguar, pues, el ideal del autor o de su época, para desconfiar de los pasajes alterados según dicho ideal. Pero pueden pre­ verse los géneros habituales de alteración literaria. La alterafe El mismo Fustel de Coulanges se ha permitido ir a buscar en las fórmulas que contienen las Inscripciones en honor de los emperadores la prueba de que los pueblos amaban el régimen Imperial. “Léanse las ins­ cripciones. el sentimiento que manifiestan es siempre el del interés sa­ tisfecho y agradecido... Ved la colección de Orelll. Las expresiones que allí se encuentran con más frecuencias son../* Y la enumeración de los títulos de respeto dados a los emperadores termina con este desconcer­ tante aforismo. “Sería conocer mal la humana naturaleza creer que en todo esto no hay más que adulación**. Ni siquiera adulación, do son más que fórmulas.

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ción oratoria consiste en atribuir a los personajes actitudes, he­ chos, sentimientos y, sobre todo, palabras nobles. Es predispo­ sición natural en los jóvenes que empiezan a practicar el arte de escribir, y en los escritores todavía semibárbaros. Es el de­ fecto común de los cronistas de la Edad Media » La alteración épica embellece el relato añadiéndole pormenores pintorescos, oraciones que pronuncian los personajes, cifras, a veces nom­ bres de personajes. Es peligrosa, porque los pormenores preci­ sos producen la ilusión de la verdad.910*La alteración dramática consiste en agrupar los hechos para aumentar su intensidad dramática, concentrando en un solo momento o en un perso­ naje único, o un grupo, hechos que se han dado dispersos. Es lo que se llama decir “más verdad que la verdad”. Es la alte­ ración más peligrosa, la de los historiadores artistas, de Herodoto, de Tácito, de los italianos del Renacimiento. La alte­ ración lírica exagera los sentimientos o las emociones del autor o de sus amigos, para hacerles parecer más intensos. Debe te­ nerse en cuenta en los estudios que pretenden reconstituir “la psicología” de un personaje. La alteración literaria influye poco en los documentos de ar­ chivos (aun cuando se encuentra en la mayor parte de los di­ plomas del siglo xr), pero altera profundamente todos los tex­ tos literarios, incluso los relatos de los historiadores. Ahora bien, la tendencia natural es a creer con más gusto a los his­ toriadores de talento y a admitir más fácilmente una afirma­ ción presentada en forma bella. La crítica debe reaccionar, aplicando la regla paradógica de que debe tenerse por más sos­ pechosa una afirmación cuanto más interesante es desde el punto de vista artístico.11 Hay que desconfiar de todo relato muy pintoresco, muy dramático, en que los personajes tomen actitudes nobles o manifiesten sentimientos muy vehementes. Esta primera serie de cuestiones llevará al resultado provi­ sional de distinguir las afirmaciones que probablemente son mentirosas. 9 Suger, en la Vie de Loui* VI, es un modelo del género. 10 Tschudl, Chronicon Helveticum, es un ejemplo notable. n Aristófanes y Demóstenes son dos ejemplos notables del poder que tienen los grandes escritores de paralizar la crítica y perturbar el conoci­ miento de los hechos. Solamente a fines del siglo xdc se ha osado con­ fesar claramente su falta de sinceridad.

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V. La segunda serie de cuestiones servirá para inquirir si hay motivo para desconfiar de la exactitud de la afirmación. ¿Se ha encontrado el autor en una de las condiciones que obli­ gan a una persona a equivocarse? Como en materia de since­ ridad, hay que averiguar estas condiciones, en general para el conjunto' del documento, en particular para cada una de sus afirmaciones. La práctica de las ciencias constituidas nos enseña las con­ diciones del conocimiento exacto de los hechos. No existe más que un solo procedimiento científico para conocer un hecho, y es la observación. Es preciso, por tanto, que toda afirmación se base, directa o indirectamente, en una observación, y que esta observación haya sido hecha con exactitud. El cuestionario de los motivos de error puede hacerse par­ tiendo de la experiencia que nos muestra los casos más habi­ tuales. ler. caso. — El autor estuvo colocado de modo que observe el hecho y ha imaginado haberlo observado realmente, pero se lo ha impedido algún motivo interior que no tomó en cuenta: alucinación, ilusión o simple idea preconcebida. Es inútil (y se­ ría por otra parte imposible) determinar cuál de estos motivos ha influido; basta saber si el autor ha sido inducido a obser­ var mal. No es posible, en la mayor parte de los casos, reco­ nocer que una afirmación particular se debe a alucinación o a ilusión. A lo sumo se consigue, en algunos casos extremos, averiguar, ya por datos, ya por comparaciones, que el autor tie­ ne propensión general a esta clase de errores. Hay más probabilidad de reconocer si una afirmación se de­ be a idea preconcebida. Se encuentra en la vida o en las obras del autor la huella de sus ideas predominantes. Por tanto, en cada afirmación particular, debemos preguntarnos si procede de una idea preconcebida del autor sobre una especie de hom­ bres o una clase de hechos. Esta Investigación se confunde en parte con la de los motivos de mentira: el interés, la vanidad, la simpatía o la antipatía producen ideas preconcebidas que alteran la verdad del mismo modo que la mentira intenciona­ da. Cabe, por tanto, atenerse a las cuestiones ya dichas para reconocer la sinceridad. Pero hay que añadir una. ¿El autor, al formular una afirmación, no la alteró sin querer porque

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respondía a una pregunta? Es el caso de todas las afirmacio­ nes obtenidas por encuesta, interrogatorio, cuestionario. Aun fuera de los casos en que el interrogado trata de agradar al que le interroga, respondiendo lo que cree serle agradable, toda pregunta por si misma sugiere la respuesta, o por lo menos im­ pone la necesidad de hacer entrar los hechos en un marco tra­ zado de antemano por alguien que no los ha visto. Es, por tanto, indispensable someter a una critica especial toda afir­ mación obtenida por interrogación, informándose de cuál ha sido la pregunta hecha y qué preocupación puede haber hecho nacer en el espíritu de quien tuvo que responder a ella. 2do. caso. — El autor ha estado mal colocado para observar. La práctica de las ciencias nos enseña las condiciones necesa­ rias para una observación exacta. El observador debe estar co­ locado de modo que vea con precisión, sin ningún interés prac­ tico, ningún deseo de obtener un resultado dado, ninguna idea preconcebida acerca del mismo. Debe anotar en el propio ins­ tante, con un sistema de anotación preciso. Debe indicar con exactitud su métcdo. Estas condiciones, exigidas en las cien­ cias de observación, no las cumplen jamás por entero los auto­ res de documentos. Seria, pues, inútil preguntarse si hubo probabilidades de in­ exactitud: las hay siempre (es justamente lo que distingue un documento de una observación). No resta más que buscar las causas evidentes de error en las condiciones de la observación: si el observador estuvo en un sitio desde el cual no podía ver ni oir bien (por ejemplo, un subalterno que pretende referir las deliberaciones secretas de un Consejo de dignatarios); si su atención estuvo muy distraída por la necesidad de moverse (por ejemplo, en un campo de batalla), o ha sido escasa por­ que los hechos que había de observar no le interesaban —si no tuvo la experiencia especial o la inteligencia general necesa­ rias para comprender los hechos—; si analizó mal sus impre­ siones y confundió hechos diferentes. Sobre todo hay que pre­ guntarse cuándo ha anotado lo que ha visto u oído. Es el punto más importante, pues la única observación exacta es la que se escribe inmediatamente después de haber visto, y de este mo­ do se procede también, en todo caso, en las ciencias constitui­ das. La impresión anotada más tarde no es más que un re­

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cuerdo, expuesto a mezclarse con otros en la memoria. Las Me­ morias escritas varios años después de los hechos, muchas ve­ ces al final de la carrera del autor, han introducido en la his­ toria errores innumerables. Hay que adoptar como principio tratar las Memorias con especial desconfianza, como documen­ tos de segunda mano, a pesar de su apariencia de testimonios contemporáneos. 3er. caso. El autor afirma hechos que habría podido observar, pero a los que no se ha tomado el trabajo de atender. Por pe­ reza o negligencia, dio noticias que imaginó por conjetura, o aun al azar, y que resultan ser falsas. Esta causa de error, muy frecuente, aun cuando no se le concede gran atención, puede sospecharse siempre que el autor se ve obligado, para llenar un punto determinado, a proporcionarse datos que poco le inte­ resaban. De este género son las respuestas dadas a cuestiona­ rios circulados por alguna autoridad (basta ver cómo se hacen en nuestros días la mayor parte de las informaciones oficia­ les) y los relatos detallados de ceremonias o de actos públicos. Es demasiado grande la tentación de escribir el relato según el programa conocido de antemano, o según el procedimiento ha­ bitual del acto. ¡Cuántas reseñas de sesiones de todo género hay publicadas por periodistas que no han asistido a ellas! Se sospecha, hasta se cree haber reconocido imaginaciones análo­ gas en cronistas de la Edad Media.12 Debe, por tanto, ser regla desconfiar de los relatos que se adaptan demasiado a fórmulas. 4to. caso. — El hecho afirmado es de tal naturaleza que no puede haber sido conocido sólo por la observación. Es un he­ cho oculto (por ejemplo, un secreto de alcoba). Es un estado interior que no puede verse, un sentimiento, un motivo, una vacilación interna. Es un hecho colectivo muy extendido o muy duradero, por ejemplo, un acto común a todo un ejército, una costumbre común a todo un siglo o a todo un pueblo, una cifra estadística obtenida por la adición de numerosas unidades. Es un juicio de conjunto acerca del carácter de una persona, de una agrupación, de una costumbre, de un suceso. Son sumas o consecuencias de observaciones. El autor no ha podido lograr­ las más que indirectamente, partiendo de datos de observacio­ 12 Por ejemplo, el relato de la elección de Otón I en las Gesta ottonis de Wituktnd.

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nes elaboradas por operaciones lógicas, abstracción, generali­ zación, razonamiento, cálculo. Son necesarias, por tanto, dos cuestiones en este caso. ¿Parece haber trabajado el autor con datos suficientes? ¿Ha trabajado como es debido con los datos de que disponía? Acerca de las Inexactitudes probables de un autor, no puede haber datos generales. Cabe al examinar su obra ver cómo tra­ bajaba, si sabía abstraer, razonar, generalizar y qué especie de errores cometía. Para determinar el valor de los datos, hay que hacer examen crítico de cada afirmación en particular, debe­ mos representarnos las condiciones en que se encontraba el autor y preguntarnos si pudo proporcionarse los datos necesa­ rios para su afirmación. Es precaución indispensable para to­ das las cifras elevadas y todas las descripciones de los usos de un pueblo, porque es probable que el autor haya obtenido aqué­ llas calculando por conjetura (caso común respecto al número de combatientes o de muertos), o reuniendo cifras parciales que no todas son exactas. Hay probabilidad de que haya exten­ dido a todo un pueblo, a todo un país, a todo un período, lo que era verdad solamente respecto a una pequeña agrupación que él conocía.1314

VI. Estas dos primeras serles de cuestiones acerca de la sin­ ceridad y la exactitud de las afirmaciones del documento, su­ ponen que el autor ha observado personalmente el hecho. Es condición común a las observaciones en todas las ciencias cons­ tituidas. Pero, en historia, la penuria de las observaciones di­ rectas, aún medianamente hechas, es tan grande que se ve uno reducido a sacar partido de documentos que no admitiría nin­ guna otra ciencia.1* Tómese al azar un relato, aun de contem­ poráneo, y se verá que los hechos observados por el autor no son nunca más que una parte. En casi todo documento, la ma­ yor parte de las afirmaciones no proceden directamente del 13 Por ejemplo, las cifras acerca de la población, el comercio, la ri­ queza de los países europeos dadas por los embajadores venecianos del siglo xvi, y las descripciones de los usos de los germanos en la Germania de Tácito. 14 Sería Interesante examinar lo que quedaría de la historia romana o de la historia merovingia si nos atuviéramos a los documentos que re­ presentan una observación directa.

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autor, reproducen las afirmaciones de otro. El general, aun con­ tando la batalla que acaba de dirigir, comunica, no sus propias observaciones, sino las de sus oficiales, y su relato es ya, en gran parte, “documento de segunda mano".11 Para hacer la critica de una afirmación de segunda mano, no basta examinar las condiciones en que trabajaba el autor delt documento, el cual no es más que un instrumento de transmi­ sión, resultando el verdadero autor de la afirmación el que le ha proporcionado el dato. Es necesario, pues, variar el terreno de la critica, preguntarse si el autor del dato trabajó como era debido, y si lo obtuvo de otro —que es el caso más frecuente—, es necesario Ir de intermediario en intermediario en busca del primero que ha lanzado al mundo la afirmación, y preguntarse si observó bien. Lógicamente esta pesquisa del observador primero de que pro­ cede la noticia no es inconcebible. Las antiguas colecciones de tradiciones árabes dan de esta suerte la serie de los que sucesivamente garantizan una tradición. Pero, en la práctica, faltan casi siempre datos para llegar hasta el observador, y la observación permanece anónima. Entonces aparece una cues­ tión general. ¿Cómo hacer la critica de una afirmación anó­ nima? No se trata solamente de “documentos anónimos", que en conjunto fueron escritos por un desconocido. La cuestión se presenta, aún para el autor conocido, en cada una de las afirmaciones cuyo origen permanece Incógnito. Actúa la crítica representándose las condiciones en que tra­ bajara el autor. Sobre una afirmación anónima no tiene casi intervención. No le resta otro procedimiento que examinar las condiciones generales del documento. Se puede inquirir si hay un carácter común á todas las afirmaciones del documento, 15 Se comprende por tanto la causa de que no hayamos definido y estudiado aparte el "documento de primera mano". Débese a que la cues­ tión ha sido mal planteada por la práctica de los historiadores. La dis­ tinción debería recaer sobre las afirmaciones, no sobre los documentos No se trata de que el documento sea de primera, de segunda o de terce­ ra mano, sino la afirmación. El llamado "documento de primera mano" está casi siempre formado por afirmaciones de segunda mano, acerca de hechos que el autor no ha podido conocer directamente. 8e llama docu­ mento de segunda mano al que no contiene nada de primera, por ejem­ plo, Tito Livio, pero es distinción demasiado burda para que pueda guiar a la critica de las afirmaciones.

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indicando que todas proceden de personas que tienen las mis­ mas ideas preconcebidas u obedecen a las mismas pasiones. En ese caso, la tradición seguida por el autor tiene “colorido”. La de Herodoto tiene colorido ateniense y délfico. Es necesa­ rio, respecto a cada uno de los hechos de esta tradición, pre­ guntarse si no fue alterada por el interés, la vanidad, las preo­ cupaciones del grupo. Cabe preguntarse, sin considerar si­ quiera el autor, si tuvo algún motivo de alteración, o, por el contrario, alguno de observar con exactitud, común a todas las gentes de la época o del pais en que debió hacerse la obser­ vación; por ejemplo, cuales eran los procedimientos de infor­ mación y las ideas preconcebidas de los griegos acerca de los escitas en tiempos de Herodoto. De todas estas averiguaciones generales, la más útil recae so­ bre la trasmisión de las afirmaciones anónimas llamada tra~ ¿lición. Toda afirmación de segunda mano sólo tiene valor en la medida en que reproduce su fuente, todo lo que añade es una alteración y debe ser eliminado. De igual modo, todas las fuentes intermedias sólo tienen valor como copias de la afir­ mación original, salida directamente de una observación. La crítica tiene necesidad de saber si esas trasmisiones sucesivas han conservado o alterado la afirmación primitiva, sobre todo si la tradición recogida por el documento ha sido escrita u oral. La escritura fija la afirmación y hace fiel la trasmisión de ella; la afirmación oral, por el contrario, sigue siendo im­ presión sujeta a alterarse en la memoria del observador mis­ mo, mezclándose con otras impresiones. Al pasar de boca en boca por intermediarios, se altera cada vez,16 y como lo hace por motivos variables, no es posible calcular ni enmendar lo alterado. La tradición oral es por naturaleza una alteración continua. Así, en las ciencias constituidas, sólo se admite la trasmisión escrita. No tienen los historiadores motivo digno para proce­ der de otro modo, al menos cuando se trata de determinar un hecho particular. Hay que buscar, pues, en los documentos escritos las afirmaciones procedentes de tradición oral para tenerlas en sospecha. Es raro que se hayan Informado direc16 La alteración es mucho menor cuando las impresiones figuran en forma regular o chocante, versos, máximas, proverbios.

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tamente, de manera segura, o al menos los autores que apro­ vechan la tradición oral no se cuidan de advertirlo.” No que­ da, pues, más que un procedimiento indirecto, y es notar que no puede haber habido trasmisión escrita, siendo entonces se­ guro que el hecho no ha podido llegar al autor más que por tradición oral. Hay que preguntarse, por tanto, ¿en aquella época y en aquella sociedad había costumbre de consignar por escrito hechos de este género? Si la respuesta es negati­ va, el hecho procede de tradición oral. La forma más notable de tradición oral es la leyenda. Apa­ rece en las agrupaciones humanas que no disponen de otro medio de trasmisión que la palabra, en las sociedades bárba­ ras, o las clases poco cultas, aldeanos, soldados. Entonces el conjunto de los hechos es lo que se trasmite oralmente y ad­ quiere la forma legendaria. Hay en el origen de cada pueblo un período legendario. En Grecia, en Roma, en todos los pue­ blos germánicos y eslavos, los recuerdos más antiguos del pue­ blo forman una serie de leyendas. En las épocas civilizadas, el pueblo sigue teniendo su leyenda popular acerca de los he­ chos que le sorprenden.1» La leyenda es la tradición exclusi­ vamente oral. Aún después de que un pueblo ha salido del periodo legen­ dario consignando los hechos por escrito, la tradición oral no desaparece, pero su dominio se restringe, se reduce a los he­ chos no registrados, ya sean secretos por naturaleza, ya nadie se tome el trabajo de anotarlos, los actos íntimos, las palabras, los pormenores de los sucesos. Es la anécdota, que se ha lla­ mado “leyenda de los civilizados”. Se forma como la leyenda 17 Se advierte en ocasiones por la forma de la frase, cuando, en medio de relatos detallados de origen evidentemente legendario, se encuentra una mención breve y seca al estilo de los anales, evidentemente copiada de un documento escrito. Es lo que sucede en Tito Livio (véase Nitzsch, Die r&mische Annaltstik...) y en Gregorio de Tours (véase Loebei. Gregor von Tours). 18 Los sucesos que admiran al pueblo y se trasmiten por la leyenda no son comunmente los que nos parecen más importantes. Los héroes de las canciones de gesta apenas son conocidos históricamente. Los cantos épicos bretones no se refieren a los grandes acontecimientos históricos, como habla hecho creer la colección de La Villemarqué, sino a oscuros episodios locales. Lo mismo ocurre con los sagas escandinavos. Se refie­ ren en su mayor parte a querellas entre campesinos de Islandia o de las órcades.

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per recuerdos confusos, alusiones, interpretaciones erróneas, imaginaciones de todo origen que se fijan en algunos persona­ jes o algunos sucesos. Leyendas y anécdotas no son en el fondo más que creencias populares, referidas arbitrariamente a personajes históricos. Forman parte del folklore, no de la historia.1'-' Es preciso, por tanto, mantenerse en guardia contra la tentación de considerar la leyenda como una mezcla de hechos exactos y de errores, de que se podría, mediante análisis, sacar "parteclllas” de ver­ dad histórica. La leyenda forma una masa en que hay quizás alguna parte de verdad, y que aún se puede analizar en sus elementos, pero no hay modo alguno de distinguir si proceden de la realidad ó de la imaginación. Es, según expresión de Niehbur, "un espejismo producido por un objeto invisible, se­ gún una ley de refracción desconocida”. * El procedimiento de análisis más natural consiste en recha­ zar en el relato legendario los pormenores que parecen impo­ sibles, milagrosos, contradictorios o absurdos, y conservar como histórico el residuo racional. Asi trataron los protestantes ra­ cionalistas los relatos bíblicos en el siglo xvni. Tanto valdría quitar lo maravilloso de un cuento de hadas, suprimir el Gato con botas para hacer del marqués de Carabás un personaje histórico. Método más refinado, pero no menos peligroso, es el que consiste en comparar las diversas leyendas para deducir el fondo histórico común. Grotius,2” a propósito de la tradición griega, ha demostrado la imposibilidad de obtener de la leyenda, por ningún procedimiento, algún dato seguro.19 21 Hay que resig­ 20 narse a considerar la leyenda como producto de la Imaginación de un pueblo. Es posible buscar en ella las concepciones del pueblo, no los hechos exteriores a que ha asistido. Así la regla debe ser rechazar toda afirmación de origen legendario. Y no 19 La teoría de la leyenda en una de las partes más Importante de la crítica. E. Bernhelm. ob, cit.. págs. 380-90, la resume bien y da la bi­ bliografía. 20 Hlstoire de la Gréce, trad. francesa, t. II. Puede verse también Renán. Histoire du peupie d'lsrael. Introducción. 21 Esto no ha impedido a Niehbur hacer con la leyenda romana acer­ ca de la lucha entre patricios y plebeyos una construcción que ha habido que demoler, ni a Curtius, veinte afios después de Grotlus. buscar he­ chos históricos en la leyenda griega.

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se trata solamente de los relatos de forma legendaria, sino que debe rechazarse también el relato de apariencia histórica forja­ do con datos de la leyenda, como sucede con los primeros ca­ pítulos de Tucidides. En caso de trasmisión escrita, resta averiguar si el autor ha reproducido la fuente sin alterarla. Esta investigación entra en la critica de las fuentes,22 en la medida en que pueden com­ pararse los textos. Pero cuando el original ha desaparecido, sólo es posible la crítica interna. Hay que preguntarse, en primer lu­ gar, si el autor pudo tener informes exactos; en caso contrario su afirmación carece de valor. Luego hay que averiguar, en ge­ neral, si tenía costumbre de alterar sus fuentes y en qué sen­ tido. En particular, para cada una de sus afirmaciones de se­ gunda mano, si parece reproducción exacta o arreglo. Se cono­ ce por la forma. Un trozo de estilo extraño que desentona del conjunto está copiado de un documento anterior. Cuanto más servil es la reprcducción, más valor tiene ese trozo, porque no puede contener otros datos exactos que los que figuraban ya en su original.

VII. A pesar de todos estos estudios, la critica no llega jamás a reconstituir la individualidad de todos los datos, de modo que diga quien ha observado cada hecho, ni siquiera quien lo ha consignado por escrito. En la mayor parte de los casos, se de­ duce finalmente que la afirmación sigue siendo anónima. Henos aquí en presencia de un hecho observado, no se sabe por quién ni cómo, y anotado no se sabe cuándo ni de qué manera. Ninguna otra ciencia admite hechos en estas condi­ ciones, sin comprobación posible, con probabilidades de error incalculables. Pero la historia puede sacar partido de ellos, porque no necesita, como las demás ciencias, llegar a hechos di­ fíciles de atestiguar. La noción de hecho, cuando se precisa, se reduce a un juicio de afirmación acerca de la realidad exterior. Las operaciones mediante las cuales se llega a esta afirmación, son más o me­ nos difíciles, y las probabilidades de errores más o menos gran­ des según la naturaleza de las realidades que hay que afir­ 22 Véase pág. 71 y slgte.

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mar, y el grado de precisión que se quiere dar al relato. La química y la biología tienen necesidad de percibir hechos de­ licados, movimientos rápidos, estados pasajeros, y de calcu­ larlos en cifras precisas. La historia puede trabajar sobre he­ chos mucho menos delicados, muy duraderos o muy extensos (la existencia de una costumbre, de un hombre, de una agru­ pación, hasta de un pueblo), expresados malamente en pala­ bras vagas sin medida precisa. Dados estos hechos mucho más fáciles de observar, puede ser mucho menos exigente acerca de las condiciones de observación. Compensa la imperfección de sus procedimientos informativos con la facultad de satisfacerse con informes fáciles de adquirir. No dan los documentos casi más que hechos mal observados, sujetos a probabilidades múltiples de mentira o de error. Pero hay hechos respecto a los cuales es muy difícil mentir o equivo­ carse. La última serie de las cuestiones que debe plantearse la crítica tiene por objeto distinguir, según la naturaleza de los hechos, los que, estando muy poco expuestos a probabilidades de alteración, son casi seguramente exactos. Se conocen en ge­ neral las especies de hechos que se hallan en estas condiciones favorables, y puede, por tanto, hacerse un cuestionario gene­ ral, que se aplicará a cada hecho particular, preguntándose si entra en uno de los casos previstos. ler. caso. El hecho es de tal naturaleza que no hace proba­ ble la mentira. Se miente para causar impresión, no existen ra­ zones para mentir acerca de un punto en que se cree inútil toda impresión embustera o ineficaz toda mentira. Para averi­ guar si el autor se ha hallado en este caso, hay que plantearse varias cuestiones. a) ¿El hecho afirmado es evidentemente contrario al efec­ to que el autor quería producir? ¿es contrario al interés, a la vanidad, a los sentimientos, a los gustos literarios del autor o de su clase, o a la opinión que quería respetar? Entonces se hace probable la sinceridad. Pero este criterio resulta peligroso en la práctica, y de él se ha abusado muchas veces de dos ma­ neras. Se toma por confesión lo que ha sido jactancia (Carlos IX declarando que ha preparado la Saint-Barthélemy). O se cree sin más examen a un ateniense que habla mal de sus compatriotas, a un protestante que acusa a otros protestan­

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tes. Ahora bien, puede el autor haber tenido de su interés o de su honor idea muy distinta a la que tenemos nosotros,23 o puede haber querido calumniar a compatriotas de otro par­ tido o a correligionarios de otra secta que la suya. Habría, por tanto, que limitar este criterio a los casos en que se sabe exac­ tamente el efecto que el autor creyó útil producir y el grupo por el cual se ha interesado. / b) ¿El hecho afirmado era tan evidentemente conocido del público que el autor aun tentado a mentir, se habría detenido ante la certidumbre de ser descubierto? Es el caso de los he­ chos fáciles de comprobar, de los hechos materiales próximos en el tiempo y en el espacio, extensos y duraderos, sobre todo si el público tiene interés en comprobarlos. Pero el temor a esto último no es más que un freno intermitente, contrariado por el interés relativo a todos los puntos en que el autor tiene mo­ tivo de engañar, influye desigualmente en los espíritus, mucho en las personas cultas y tranquilas que se representan clara­ mente su público, débilmente en las edades bárbaras y en gen­ tes apasionadas24 Es necesario, por tanto, limitar este crite­ rio a los casos en que se sabe cómo se ha representado el autor a su público y si ha tenido serenidad suficiente para tenerlo en cuenta. c)¿El hecho afirmado, era indiferente al autor, hasta el punto de que no haya experimentado la menor tentación de alterarlo? Es el caso de los hechos generales, usos, institucio­ nes, objetos, personajes, que el autor menciona incidentalmente. Ningún relato, aún mentiroso, puede componerse exclusivamen­ te de mentiras. El autor, para localizar los hechos, tiene necesi­ dad de rodearlos de circunstancias exactas. Estos hechos no le interesaban, todo el mundo los conocía en su tiempo. Pero para nosotros son instructivos y seguros, porque el autor no ha tra­ tado de engañarnos. 2do. caso. — El hecho es de tal naturaleza que hace improba­ ble el error. Por numerosas que sean las probabilidades de error, 23 Véase pág. 138. 24 Se dice frecuentemente: “El autor no habría osado escribir esto si no fuera verdad". Este razonamiento no es aplicable a las sociedades poco civilizadas. Luis VIII se atrevió a escribir que Juan sin Tierra había sido condenado por sentencia de sus pares.

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hay hechos tan “gordos” que es difícil verlos mal. Hay que preguntarse, por tanto, si el hecho era fácil de atestiguar: a) ¿Ha durado mucho tiempo, de modo que se le haya visto con frecuencia (por ejemplo, un monumento, un hombre, un uso, un suceso de larga duración) ? b) ¿Ha sido muy extenso, de modo que muchas gentes lo hayan visto (una batalla, una guerra, la costumbre de todo un pueblo) ? c) ¿Está expresado en términos tan generales, que una observación superficial haya bastado para percibirlo (la existencia en general de un hombre, de una ciudad, de un pueblo, de un uso) ? Esos hechos de bulto son los que constituyen la parte más firme del conocimiento histórico. 3er. caso. Por su naturaleza, no ha podido afirmarse que el hecho fuera exacto. Nadie afirma haber visto u oído un hecho inesperado y contrario a sus hábitos, sino cuando la fuerza de la observación le ha obligado a admitirlo. Un hecho que parece muy inverosímil al que lo refiere, tiene más probabilidades de ser exacto. Debemos, pues, preguntarnos si el hecho afirmado estaba en contradicción con las otras nociones que llenaban el espíritu del autor, si es un fenómeno de especie desconocida para él, una acción o uso que le parece ininteligible, si es una palabra cuyo alcance no llega a comprender (como las de Cris­ to en los Evangelios o las respuestas de Juana de Arco en los interrogatorios de su proceso). Pero hay que estar vigilantes contra la tendencia a juzgar las nociones del autor por las nuestras. Cuando hombres habituados a creer en lo maravillo­ so hablan de monstruos, de milagros, de hechiceros, no se trata para ellos de hechos inesperados, y el criterio no se aplica.

VIII. Henos aquí, finalmente, al cabo de esta discusión de las operaciones críticas. Ha sido larga porque hubo que des­ cribir una después de otra operaciones que en la práctica se realizan juntas. He aquí ahora cómo se procede realmente. Si la interpretación del texto ofrece dudas al examen, se di­ vide en dos partes: la primera consiste en leer el texto para fijar su sentido, antes de tratar de obtener de él ningún dato. El estudio crítico de los hechos contenidos en el documento forma la segunda. Respecto a los documentos cuyo significado es evidente —a excepción de los pasajes de significado discutible

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que deben estudiarse aparte—, es posible, desde la primera lec­ tura, proceder al examen critico. Se empieza por reunir los datos generales acerca del docu­ mento y del autor, con la idea de averiguar las condiciones que pudieron influir en la producción del documento: la época, el lugar, el fin, los incidentes de la composición, la condición so­ cial, la patria, el partido, la secta o la familia, los intereses, las pasiones, las ideas preconcebidas, los hábitos de lenguaje, los procedimientos de trabajo, los medios de información, la cul­ tura, las facultades o los defectos mentales del autor, la na­ turaleza y la forma de transmisión de los hechos. Todos estos datos están ya preparados por la critica de procedencia, y se reunen siguiendo mentalmente el cuestionario critico general. Pero hay que aprendérselos de antemano, porque será preciso tenerlos presentes en el espíritu mientras duran las opera­ ciones. Así preparado, se entra en el estudio del documento. A me­ dida que se lee, se analiza mentalmente, destruyendo todas las combinaciones del autor, prescindiendo de todas sus formas li­ terarias, para llegar al hecho que aebe formularse en lenguaje sencillo y preciso. Así se ve uno libre del respeto artístico y de la sumisión a las ideas del autor, que harían imposible Ha ■crítica. El documento ya analizado se resuelve en una larga serie de concepciones del autor y de afirmaciones acerca de los he­ chos. Acerca de cada una de las afirmaciones, se pregunta uno si hubo probabilidades de mentira o de error o probabilidades ex­ cepcionales de sinceridad o de exactitud, según el cuestionario crítico hecho para los casos particulares. Este cuestionario se debe tener siempre presente en el espíritu. Parecerá al princi­ pio molesto, quizá aún pedante, pero como se aplicará más de cien veces para una sola página del documento, acabará por pasar inadvertido. Al leer un texto, todos los motivos de des­ confianza o de confianza aparecerán de una vez, reunidos en una impresión total.

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Entonces, habiéndose tornado instintivos el análisis y las ope­ raciones críticas, se habrá adquirido para siempre el modo de pensar metódicamente analítico, desconfiado e irrespetuoso, que se denomina frecuentemente con palabra mística “sentido cri­ tico” y que es tan sólo el hábito inconsciente de la critica.

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Capítulo VIII

DETERMINACIÓN DE LOS HECHOS PARTICULARES El análisis crítico lleva solamente a atestiguar concepciones y afirmaciones, acompañadas de notas acerca de la probabili­ dad de exactitud de los hechos afirmados. Resta examinar cómo pueden producirse los hechos particulares en que ha de fundar­ se la ciencia. Concepciones y afirmaciones son dos especies de resultados que hay que tratar según dos métodos diferentes.

I. Toda concepción expresada, ya en un escrito, ya en una representación figurada, es un hecho cierto, definitivamente ad­ quirido. Si la concepción se expresa, es que ha sido concebida (si no por el autor, que quizá reproduce una fórmula sin com­ prenderla, al menos por el creador de la fórmula). Un solo caso basta para saber la existencia de la concepción, un solo documento para probarla. El análisis y la interpretación bas­ tan, por tanto, para hacer el inventario de los hechos que for­ man la materia de las historias de las artes, de las ciencias, de las doctrinas.^ La crítica externa está encargada de localizar estos hechos, determinando la época, el país, el autor de cada concepción. La duración, la extensión geográfica, el origen, la filiación de las concepciones corresponden a la síntesis histó­ rica. La crítica interna no interviene aquí, el hecho se deduce directamente del documento. Puede darse un paso más. Las concepciones en sí no son más que hechos psicológicos, pero la imaginación no crea sus cbje1 Véase pág. 116. De Igual modo, los hechos particulares de que se com­ ponen las historias de las formas (paleografía, lingüística), se esta­ blecen directamente por el análisis del documento.

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tos, toma los elementos de los mismos de la realidad. Las des­ cripciones de los hechos imaginarios se forman con los hechos exteriores que el autor ha visto a su alrededor. Es posible tra­ tar de distinguir estos materiales de conocimiento. En los pe­ ríodos y las especies de hechos en que los documentos esca­ sean, respecto a la antigüedad y los usos de la vida privada, se ha tratado de utilizar las obras literarias, poemas épicos, no­ velas, producciones teatrales.2 El procedimiento no es ilegíti­ mo, pero a condición de limitarlo mediante varias restriccio­ nes que se tiende mucho a olvidar. 19 No se aplica a los hechos sociales internos, a la moral, al ideal artístico. La concepción moral o artística de un documen­ to expresa a lo sumo el ideal personal del autor. No hay dere­ cho a deducir de ella la moral o el gusto estético de su tiempo. Es necesario al menos esperar a que se hayan comparado di­ ferentes autores de la misma época. 29 La misma descripción de hechos materiales puede ser com­ binación personal del autor creada en su imaginación, sólo los elementos son seguramente reales. No cabe, por tanto, afirmar más que la existencia aislada de los elementos irreductibles, forma, materia, color, número. Cuando el poeta habla de puer­ tas de oro o de escudos de plata, no hay la seguridad de que hayan existido, sino solamente de que había puertas, escudos, oro y plata. Hay, por consiguiente, que descender en el análisis hasta el elemento que el autor ha recogido forzosamente de la realidad (los objetos, su destino, los actos habituales). 39 La concepción de un objeto o de un acto prueba que exis­ tían, pero no que fueran frecuentes. Se trata quizá de un obje­ to o de un acto único o por lo menos limitado a muy estrecho círculo. Los poetas y los novelistas toman con gusto sus mode­ los de un mundo excepcional. 49 Los hechos conocidos por este procedimiento no están lo­ calizados en el tiempo ni en el espacio. El autor puede haber­ los tomado de otra época y de otro país que no fueran los suyos. 2 La Grecia primitiva ha sido estudiada en los poemas homéricos. La vida privada de la Edad Media ha sido reconstituida principalmente según las canciones de gesta (véase Ch. V. Langlols, Los Travaux sur l'histoire de la société frangaise au moyen áge d'apres les sources littéraires, en la Revue historique.

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Todas estas restricciones pueden resumirse asi: antes de de­ ducir de una obra literaria un dato acerca de la sociedad en que vivió el autor, preguntarse qué valor tendría para el conoci­ miento de nuestras costumbres el dato de igual naturaleza ob­ tenido de una de nuestras novelas contemporáneas. Como las concepciones, los hechos exteriores asi obtenidos pueden establecerse por un sólo documento. Pero quedan tan restringidos y mal localizados, que para sacar partido de ellos hay que esperar a compararlos con otros hechos semejantes, lo cual es obra de la sintesis. Cabe asimilar a los hechos que resultan de las concepcio­ nes los hechos exteriores indiferentes y muy de bulto que el autor ha expresado casi sin pensar en ello. Lógicamente no hay derecho a declararlos ciertos, porque se ven gentes que se equi­ vocan aún en esos hechos de bulto, o que mienten aún tratán­ dose de hechos indiferentes. Pero estos casos son tan raros, que se corre poco riesgo en admitir como cierto los hechos de este género afirmados en un solo documento, y asi se hace en la práctica tratándose de épocas poco conocidas. Se describen las instituciones de los galos o de los germanos según el texto único de César o de Tácito. Estos hechos, tan fáciles de atestiguar, Han debido imponerse a los autores de descripciones, como las realidades se imponen a los poetas.

II. Por el contrario, la afirmación de un documento relativa a un hecho exterior.3, nunca puede bastar para establecer este hecho. Hay demasiadas probabilidades de mentira o de error, y las condiciones en que la afirmación ha tenido lugar se conocen demasiado mal para que haya seguridad de que ha escapado a todas estas probabilidades. El examen critico no da, pues, solu­ ciones definitivas. Indispensable para evitar errores, no condu­ ce hasta la verdad. La crítica no puede probar ningún hecho, no ofrece sino pro­ babilidades. No lleva más que a descomponer los documentos en afirmaciones, provistas cada una de una etiqueta acerca de su valor probable. Afirmación sospechosa (mucho o poco), aflrma3 Se llama aquí hecho exterior —opuestamente a la concepción (que es un hecho interno)—. a todo hecho que tiene lugar en la realidad ob­ jetiva.

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cíón probable o muy probable, afirmación de valor descono­ cido. De todas estas especies de resultados, uno sólo es definitivo; Za afirmación de un autor, que no pudo ser informado acerca, del hecho que afirma, es nula, debe rechazarse como se recha­ za un documento apócrifo? Pero la critica no hace en este caso más que destruir datos ilusorios, no los proporciona segu­ ros. Los únicos resultados firmes de la critica son negativos. Todos los resultados positivos permanecen dudosos, y se redu­ cen a decir: “Hay probabilidades en pro y en contra de la ver­ dad de esta afirmación”. Pero no son más que probabilidades. Una afirmación sospechosa puede ser exacta, una afirmación probable puede ser falsa; sin cesar vemos ejemplos, y no cono­ cemos lo suficiente las condiciones de la observación para saber si estuvo bien hecha. Para llegar a un resultado definitivo, es necesaria una ope­ ración última. Al salir de la critica, las afirmaciones se presen­ tan como probables o improbables. Pero aún las más probables, consideradas aisladamente, seguirán siendo simples probabili­ dades. El paso decisivo que ha de transformarlas en proposi­ ción científica, no hay derecho a darlo. La proposición cientí­ fica es una afirmación indiscutible, y éstas no lo son. Es prin­ cipio universal, en toda ciencia de observación, que no se llega a una conclusión científica per una observación única. Se es­ pera, para afirmar una proposición, a haber atestiguado el he­ cho a través de varias observaciones independientes. La histo­ ria, con sus procedimientos informativos tan imperfectos, tiene menos derecho que cualquier otra ciencia a sustraerse a este principio. Afirmación histórica no es, en el caso más favorable, sino una observación medianamente hecha, que necesita ser confirmada por otras observaciones. Toda ciencia se constituye juntando varias observaciones. Los hechos científicos son los puntos en que concuerdan observa4 La mayor parte de loe historiadores esperan para rechazar una ley