Historia e intimidad: epistolarios y autobiografía en la cultura española del medio siglo 9783954875740

La necesidad de una exploración biográfica para formular desde otra perspectiva la narración de la historia es el punto

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Historia e intimidad: epistolarios y autobiografía en la cultura española del medio siglo
 9783954875740

Table of contents :
Índice
Introducción: de la teoría a la circunscripción histórica
Epistolarios e historia. Mujeres de las vanguardias y de la posguerra a través de sus cartas
La reconversión de los intelectuales falangistas a mediados del siglo: Gonzalo Torrente Ballester
Hacer(se) público. Las preocupaciones diarias de Gonzalo Torrente Ballester
Una carta de Dionisio Ridruejo (1952)
Españoles y benditos: las cartas inéditas de Carlos Edmundo de Ory a Miguel Labordeta
La correspondencia de Caballero Bonald: propuesta metodológica para una historia epistolar del medio siglo
Hacia una autobiografía de Jaime Gil de Biedma. La doble insuficiencia del arte y de la vida
De Metropolitano a Moralidades: diarios de una pasión
La amistad entre Claudio Rodríguez y José Agustín Goytisolo a través de su correspondencia
La génesis de Reivindicación del conde don Julián a la luz de la correspondencia Américo Castro-Juan Goytisolo
Memorias de infancia y de guerra (sobre textos de Jacint y Joan Reventós, Antonio Rabinad y Jaime de Armiñán)
Paratexto y narración autobiográfica en la obra de Carmen Martín Gaite
“Homenaje a Virginia Woolf”: palabras e imágenes en un collage neoyorkino de Carmen Martín Gaite
Historia de una correspondencia: Carmen Martín Gaite y Esther Tusquets
La memoria en la obra de Esther Tusquets: entre la intimidad y la crónica de una época
Sobre los autores

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HISTORIA E INTIMIDAD Epistolarios y autobiografía en la cultura española del medio siglo* José Teruel (ed.)

* Este libro se inserta dentro de las actividades del proyecto de investigación del MINECO (ref. FFI2013-41203-P).

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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 43

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.

Consejo editorial: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Lia Schwartz (City University of New York) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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José Teruel (ed.)

Iberoamericana • Vervuert • 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47) © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN (Iberoamericana): 978-84-16922-51-2 ISBN (Vervuert): 978-3-95487-570-2 ISBN (ebook): 978-3-95487-574-0 Depósito legal: M-1150-2018 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Ilustración de la cubierta: Carmen Martín Gaite con las familias Carandell y Goytisolo en Mas Bové, verano de 1957. Cortesía de Asunción Carandell. Grupo de la izquierda: Toté [José Agustín Goytisolo] con la Torci [Marta Sánchez Mar­tín], Juan y Luis Carandell. Resto: Carmiña [Martín Gaite], Tere y Ton Carandell, Julia Goytisolo, chica desconocida, Josefina Robusté, Luis Goytisolo, Josemari Carandell y Juan Goytisolo. Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Índice

Introducción: de la teoría a la circunscripción histórica. Ana Garriga Espino y José Teruel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Epistolarios e historia. Mujeres de las vanguardias y de la posguerra a través de sus cartas. Carmen de la Guardia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 La reconversión de los intelectuales falangistas a mediados del siglo: Gonzalo Torrente Ballester. José Lázaro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 Hacer(se) público. Las preocupaciones diarias de Gonzalo Torrente Ballester. Joana Sabadell-Nieto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73 Una carta de Dionisio Ridruejo (1952). Pedro Álvarez de Miranda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 Españoles y benditos: las cartas inéditas de Carlos Edmundo de Ory a Miguel Labordeta. José Antonio Llera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97 La correspondencia de Caballero Bonald: propuesta metodológica para una historia epistolar del medio siglo. Julio Neira . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115

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Hacia una autobiografía de Jaime Gil de Biedma. La doble insuficiencia del arte y de la vida. José Teruel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 De Metropolitano a Moralidades: diarios de una pasión. José Luis Ruiz Ortega . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153 La amistad entre Claudio Rodríguez y José Agustín Goytisolo a través de su correspondencia. Sergio García García . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165 La génesis de Reivindicación del conde don Julián a la luz de la correspondencia Américo Castro-Juan Goytisolo. Santiago López-Ríos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 Memorias de infancia y de guerra (sobre textos de Jacint y Joan Reventós, Antonio Rabinad y Jaime de Armiñán). Celia Fernández Prieto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199 Paratexto y narración autobiográfica en la obra de Carmen Martín Gaite. Maria Vittoria Calvi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215 “Homenaje a Virginia Woolf ”: palabras e imágenes en un collage neoyorkino de Carmen Martín Gaite Elide Pittarello . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237 Historia de una correspondencia: Carmen Martín Gaite y Esther Tusquets Andrea Toribio Álvarez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259 La memoria en la obra de Esther Tusquets: entre la intimidad y la crónica de una época Elisa Martín Ortega . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279 Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 291

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Introducción: de la teoría a la circunscripción histórica Ana Garriga espino / José Teruel Brown University / Universidad Autónoma de Madrid

Acercarse al estudio de epistolarios desde la ladera de la crítica literaria resulta una tarea a todas luces compleja y resbaladiza. Pareciera que aunque queramos desplazarnos por la corteza del texto, acabamos siempre sucumbiendo a la curiosidad de la intrahistoria. Ansiamos, desde nuestra posición de intrusos lectores de una correspondencia privada, un imposible: aprehender aquello que realmente pasó entre los dos corresponsales, conocer la cotidianeidad y la intimidad ajenas. Este mismo imposible era el que atormentaba a Paul Valéry ante la frustración que parece acompañar siempre la escritura de biografías: “On écrit la vie d’un homme. Ses œuvres, ses actes. Ce qu’il a dit, ce qu’on a dit de lui. Mais le plus vécu de cette vie échappe. Un rêve qu’il a fait; une sensation singulière, douleur locale, étonnement, regard; des images favorites ou obsédantes; un air qui vient chantonner en lui, à tels moments d’absence; tout cela est plus lui que son histoire connaissable” (1942: 138). Aunque tal vez sea esta fascinación por la vida ajena la que impulsa la lectura epistolar, nuestra intención en las páginas que siguen es averiguar qué sucede en ese largo e impredecible trayecto que enlaza la producción de un texto epistolar por parte de su autor y la reproducción de este por parte de los lectores. Entender, en fin, cuáles son los mecanismos literarios que rigen todo artefacto epistolar. El desafío de acercarse a las cartas desde la teoría literaria nace, en parte, de la laguna bibliográfica que rodea al género epistolar. Es cierto

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que en las últimas décadas han empezado a florecer obras misceláneas alrededor del género, pero estas no parecen aspirar (tal vez por la mera imposibilidad de la tarea) a delimitar sus fronteras, sino más bien a desentrañar las dinámicas de la escritura de cartas en este o aquel periodo histórico, a estudiar la importancia de los manuales epistolares o a editar y analizar la correspondencia de autores concretos. Sin embargo, es precisamente desde estos estudios desde donde debemos partir, reordenando los rastros que la crítica ha ido dejando, para acercarnos a las particularidades de la escritura epistolar. Pese a este reciente interés editorial que han venido suscitando los epistolarios de escritores, el género epistolar, como las memorias, diarios, autobiografías y todas esas escrituras que dibujan topografías del yo, habita todavía hoy en los márgenes del canon literario. Junto a los problemas deontológicos que acarrea siempre el salto a la esfera pública de una comunicación privada, pareciera que existe en la escritura de cartas un imposible que atenta contra los fundamentos esenciales que nos permiten decir que un texto es literatura: las cartas carecen de una función autor. Así lo sentenciaba tajantemente Michel Foucault en su conocido texto de 1969, “Qu’est-ce qu’un auteur?”, cuando declaraba que “Une lettre privée peut bien avoir un signataire, elle n’a pas d’auteur; un contrat peur bien avoir un garant, il n’a pas d’auteur. Un texte anonyme que l’on lit dans la rue sur un mur aura un rédacteur, il n’aura pas un auteur. La fonction auteur est donc caractéristique du mode d’existence, de circulation et de fonctionnement de certains discours à l’intérieur d’une société” (1983: 12). La carta se quedaba así, sin una figura autorial que la dominase, sin rumbo, desterrada de la tiranía del canon literario, en un difuso exilio compartido con contratos y pintadas. Foucault prosigue su pesquisa y se pregunta: […] est-ce que tout ce qu’il a écrit ou dit, tout ce qu’il a laissé derrière lui fait partie de son œuvre? Problème à la fois théorique et technique. Quand on entreprend de publier, par exemple, les œuvres de Nietzsche, où faut-il s’arrêter? Il faut tout publier, bien sûr, mais que veut dire ce ‘tout’? Tout ce que Nietzsche a publié lui-même, c’est entendu. Les brouillons de ses œuvres? Evidemment. Les projets d’aphorismes? Oui. Les ratures également, les notes au bas des carnets? Oui. Mais

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quand à l’intérieur d’un carnet rempli d’aphorismes on trouve une référence, l’indication d’un rendez-vous ou d’une adresse, un note de blanchisserie: œuvre, ou pas œuvre? Mais pourquoi pas? Et ceci indéfiniment (1983: 8).

El eterno debate, en fin, de hasta dónde debemos extender los dominios de lo publicable. Las reflexiones de Foucault en este breve artículo crearon un caldo de cultivo para el nacimiento de una miríada de textos que, mientras trataban de hallar una respuesta a la pregunta planteada por el filósofo francés, iban sumergiéndose en la arriesgada, y a veces reduccionista, tarea de tratar de establecer los límites de aquello que llamamos literatura. En 1975, Deleuze y Guattari afrontaban exactamente la misma pregunta que aquí nos ocupa pensando en Kafka, cuya pulsión hacia el género epistolar nos es de sobra conocida (la carta al padre y su interminable correspondencia con Milena y Felice dan buena cuenta de ello): “en quel sens elles [las cartas] font pleinement partie de l’œuvre?” (52). Para estos dos autores, las cartas son “un rouage indispensable, une pièce motrice de la machine littéraire” (52) y prosiguen, haciendo un claro guiño al texto de Foucault, que carece de sentido preguntarse si las cartas son parte de la obra de un autor o si sirven de herramienta para identificar los temas que este trata en su literatura. Lo único que debe importar es que las cartas pertenecen al espacio de la escritura, a “la máquina literaria”, y como tales debemos acercarnos a ellas. De manera más directa en 1987, el filósofo Alexander Nehamas, en su artículo “Writer, Text, Work, Author”, contestaba brillantemente al fundacional texto del filósofo francés, y dejaba la puerta abierta para que cartas privadas y otros géneros ribereños de la literatura pudieran poseer aquello que Foucault había llamado “función autor”. Nehamas concluía, creemos que de manera acertada, que considerar que un texto tiene un autor implica simplemente hacer ciertos descubrimientos sobre su historia; adoptar una particular actitud con relación al texto, estar dispuesto a plantear ciertas preguntas y esperar ciertas respuestas de él. Por tanto, siempre que un texto arrastra consigo un significado implícito y profundo que difiere del significado que en la superficie parece tener, resulta lícito lanzarse a la tarea de la interpretación (Nehamas: 1978: 276).

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Pareciera que son entonces los lectores los que disponen de las herramientas para canonizar un texto epistolar dentro de los tambaleantes márgenes de la literatura. Pero esto se complica si pensamos que toda correspondencia editada, ensamblada y publicada se rebela contra el tácito acuerdo entre autor y lector que hace girar los engranajes de la máquina literaria. El lector intruso, dispuesto a violar la privacidad del diálogo entre el emisor y el receptor, descubre que la lectura de la carta se torna compleja, violenta y oscura puesto que ha de desvelar un sinfín de silencios, de referencias deícticas y de complicidades que fueron pensadas para codificar el lenguaje de la intimidad. Si bien es cierto que la carta se concibe con “una voluntad expresa de incomunicación” (Bouza 2001: 21), en el momento en el que el artefacto epistolar supera las parcelas delimitadas por el emisor y el receptor y se lanza, ya sea por vía manuscrita o por vía impresa, con el consentimiento de su autor o sin él, al mercado editorial, la figura del autor de cartas se desdibuja y editores e impresores, de un lado, y los propios lectores, de otro, se adueñan del timón de la transmisión epistolar. Pese a la tendencia general de entender los epistolarios editados póstumamente como un todo orgánico, no debemos olvidar que los epistolarios constituyen casi siempre corpus textuales no fijados, en continuo movimiento, y que los editores, que seleccionan, descartan, ordenan y transcriben el material epistolar, se erigen inevitablemente como coautores del texto. Los epistolarios editados, por tanto, ejemplifican a la perfección ese triángulo orientativo de la lectura entre autor, lector y editor, en el que irremediablemente habita todo texto. Es de la tensión generada entre la lejana palabra del autor, la libertad interpretativa del lector y las estrategias coercitivas de comentaristas y editores, de donde emana el sentido último de toda correspondencia publicada y puesta al alcance del público lector. Pero si abandonamos ahora los laberínticos caminos de la edición y la recepción y tratamos de remontarnos al momento de la escritura de la carta, antes de cualquier amago de publicación impresa, ¿qué nos puede permitir decir que una carta es literatura?, ¿cómo funciona una carta? Escribían Deleuze y Guattari que “machiner des lettres; ce n’est pas du tout une question de sincérité ou non, mais de fonctionnement” (1975: 52). Las cartas, como señala Jane Altman en su libro

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Epistolarity. Approaches to a Form, habitan en un paradójico espacio de polaridades, que confunde al lector y al crítico y parece imposibilitar la construcción de una ontología de la carta. No resulta fácil decidir si la carta aleja o acerca a su destinatario, si es un puente o una barrera en la comunicación, si es un artefacto privado o público, si el lenguaje epistolar está más cerca de un registro oral o de un registro escrito, si las cartas son, en fin, un espacio de revelación identitaria o un lugar idóneo para las máscaras y los mensajes cifrados. Pero más allá de esto, las cartas se erigen también como el laboratorio idóneo para estudiar cómo se relaciona un autor con los actos de lectura y escritura: la dinámica epistolar subraya, más que cualquier otro género, la relación indisociable entre el leer y el escribir, dado que el escritor se ve obligado a alternar, dentro de una misma carta, las posiciones de codificador y decodificador del mensaje. Las cartas llevan a su lector del tú al yo, del aquí al allí, del ahora al entonces, en una concatenación de vaivenes pronominales y deícticos, que reflejan la empresa imposible a la que aspira el escritor de cartas: eliminar la distancia entre su propio locus y el de su destinatario, creando una ilusión de presente que oscila entre el pasado que precede a la escritura y el futuro en el que esa escritura va a verse actualizada en manos del receptor. Y así, la carta se siente siempre parcialmente fragmentada, como una unidad aislada que se contiene en sí misma y, a un tiempo, como parte indisociable de un diálogo continuo entre emisor y receptor, en una dicotomía constante entre cierre y apertura, coherencia y fragmentación. Tal vez sea recorriendo este espejismo de totalidad de los epistolarios donde podamos encontrar la verdad que subyace bajo esa “historia conocible de los otros”, a la que aspiraba Valéry; en ese extraño resultado que emana del afán de comunicación con el destinatario y de la necesidad de volcar la propia identidad sobre el papel. Todas estas polaridades hacen de la carta un espacio dinámico y conflictivo, plagado de hiatos temporales y espaciales, que dan lugar a un lenguaje versátil, que se debate entre la confianza y la desconfianza hacia el acto de la escritura. Si queremos encontrar una cualidad ontológica de la escritura epistolar, debemos buscarla precisamente en esa naturaleza paradójica (Altman 1982: 190), múltiple e híbrida, que la sitúa en un terreno incierto entre la escritura y la oralidad, enraizada en esa

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importante noción del carteo que alababa Pedro Salinas en su célebre y conocidísimo ensayo, “Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar”. Pero ya mucho antes que Salinas, a comienzos del siglo xvii, Gabriel Pérez del Barrio, autor del manual de epistolografía Secretario de Señores, anotaba que Las palabras son vestido de los conceptos, y las cartas declaran más el natural de una persona y nos hacen, que como se ha el cuerpo respecto del alma se haya el lenguaje respecto de los conceptos, que en mayor cuidado nos pone el escribir que el hablar pues, como vemos con el fuego, hablamos con el aire, y escribimos con tres materiales, ocupando todos los sentidos, y haciendo reparos las palabras en el alma, corazón, y lengua, y salen rumiadas, y digeridas del entendimiento y consideración, antes que la lengua las articule y forme, ni la mano las escriba (cit. en Bouza 2005: 10).

En las cartas, efectivamente, las palabras “salen rumiadas y digeridas”, mediatizadas por el uso de la escritura. ¿Y qué es la literatura sino ese rumiar de las palabras antes de que logren entrar en el reino permanente de lo escrito? Pero este carácter literario de la carta no nace solo de la imposibilidad del lenguaje escrito de deshacerse de su propia retoricidad (Butler 1997: 8), sino también de esa autoconciencia que todos los hablantes tenemos de lo que se puede decir y no decir, una autoconciencia que se anticipa a nosotros y nos precede configurando nuestras prácticas discursivas. Aquello que Foucault bautizó como el archivo: C’est plutôt […] ce qui fait que tant de choses dites, par tant d’hommes depuis des millénaires, n’ont pas surgi selon les seules lois de la pensée, ou d’après le seul jeu de circonstances […] mais qu’elles sont apparues grâce à tout un jeu de relations qui caractérisent en propre le niveau discursif; qu’au lieu d’être des figures adventices et comme greffées un peu au hasard sur des processus muets, elles naissent selon des régularités spécifiques; bref, que s’il y a des choses dites […] il ne faut pas en demander la raison immédiate aux choses qui s’y trouvent dites ou aux hommes qui les ont dites, mais au système de la discursivité, aux possibilités et aux impossibilités énonciatives qu’il ménage. L’archive c’est d’abord la loi de ce qui peut être dit, le système qui régit l’apparition des énoncés comme événements singuliers (1969: 170).

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El poder del archivo inunda también, de manera inevitable, las formas epistolares y, junto a la constante amenaza de publicidad que rodea la circulación de cartas, impone en el escritor un acercamiento al lenguaje que se desvía de la norma, nutriéndose de elipsis y usos oblicuos y polisémicos de la palabra. El escritor en sus cartas conoce los mecanismos propios del ejercicio de la escritura, es consciente de las irrevocables consecuencias que trae consigo el signo escrito —“en cuanto queda escrita en letra, es ya un acto de conciencia” (Salinas 2002: 36)— y, al adentrarse en el juego epistolar, acepta esta dinámica de la escritura, dominada siempre por la amenaza de la trascendencia. El autor que se enfrenta a la página en blanco de la carta o de la autobiografía, nunca olvida el peso que supone la perentoria permanencia de la palabra escrita sobre el papel. Pero no es solo esta imborrable presencia de lo escrito la que constriñe silenciosamente la producción epistolar, sino también esa parcial autonomía del lenguaje, que hace que el texto pueda adquirir una vida propia, desgajada de las intenciones de su autor cuando cae en manos de los lectores —lectores como nosotros, que buscan con ahínco trazar relaciones de las cartas con otras obras, perseguir fuentes, descubrir felizmente usos desviados del lenguaje—. Nos preguntamos si es posible continuar asumiendo que la escritura epistolar es una escritura libre, más sincera, que se beneficia de la privacidad que tiende a presuponerse en el intercambio de una correspondencia. En las prácticas literarias, el peso de la censura ejerce un control, que va más allá de los órganos de represión explícitos, y que funciona de manera implícita y silenciosa, como una forma, a un tiempo, productora y represora de sentidos: ¿podría haber acaso literatura sin censura? ¿Un uso plenamente inconsciente del lenguaje podría hacer nacer prácticas literarias? Nos remitimos a esa noción de la censura que se relaciona con la constitución del sujeto y de los límites legítimos del discurso: The subject’s production takes place not only through the regulation of that subject’s speech, but through the regulation of the social domain of speakable discourse. The question is not what I will be able to say, but what will constitute the domain of the sayable within which I begin to speak at all. To become a

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Ana Garriga Espino / José Teruel subject means to be subjected to a set of implicit and explicit norms that govern the kind of speech that will be legible as the speech of the subject. […] To move outside the domain of speakability is to risk one’s status as a subject. To embody the norms that govern speakability in one’s speech is to consummate one’s status as a subject of speech (Butler 1997: 133).

Es la ardua tarea de escribir sin salirse del espacio de lo decible. Al querer dotar de un andamiaje lingüístico a ese hortus conclusus que es nuestra propia intimidad, la autocensura se apodera del escritor de cartas, y como le ocurre al diarista […] por más que el diario sea un espacio de libertad que no impone al individuo las coacciones de la mirada ajena […], el hecho de que sea una escritura, es decir, una afloración de sentimientos o experiencias muchas veces incomunicables o bien que tienden a replegarse en el interior del individuo hasta más o menos disolverse, actúa como un permanente desafío para el diarista. ¿Qué decir? ¿Qué excluir? Queriendo escribir la vida, su vida, en marcha, el diarista se retira momentáneamente de ella para poder exprimir sus repercusiones y hacer una primera valoración. Pero ¿hasta qué punto es o se siente libre para hacerla? ¿Y sobre qué aspectos de su existencia? (Caballé 2015: 133).

Las cartas, reguladas por esta potencia de la autocensura, van a superar la anodina función utilitaria del lenguaje y se van a ver impregnadas por ese “coeficiente de creatividad” (1998: 85), que vinculaba Claudio Guillén a todo ejercicio epistolar. La pauta marcada por Cicerón de la carta como conversación entre los ausentes —amicorum colloquia absentium (Philippica Secunda, 4-7)— guió el destino de la epistolografía hasta bien entrado el siglo xvi: para Erasmo, la carta era absentium amicorum quasi mutuus sermo (1971: 225), para Juan Luis Vives, epistola est sermo absentium per litteras (1989: 22) y para Juan Icíar, autor del Nuevo estilo de escribir cartas mensajeras (1522), uno de los muchos manuales epistolares que aparecieron a lo largo del siglo xvi, “trato y conversación de los ausentes” (cit. en Martín Baños 2005: 495). Pero “la grandeza de la epístola”, robándole la expresión a Carme Riera, en el momento en el que su mera existencia depende del uso del lenguaje escrito, supera con creces la simplicidad de una mera herramienta de sustitución

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para entablar diálogo con los ausentes y se convierte, como anotaba el propio Kafka, en un mecanismo “diabolique en toute inocence” (cit. en Deleuze y Guattari 1975: 52). El lenguaje arrastra al autor de cartas a trascender la función comunicativa del género epistolar: La carta es terreno tan resbaladizo —apuntaba Salinas—, que la intención estrictamente humana, de comunicarse con otra persona por escrito, al tener que servirse inevitablemente del lenguaje, puede deslizarse al otro lado de las fronteras de lo privativo, sin que el autor se dé cuenta apenas, y convertirse en intención literaria. Porque el lenguaje tiene sus misteriosas leyes de hermosura, sus secretas exigencias, también, que tiran del que escribe (43).

Hay en la escritura de cartas un peculiar uso del lenguaje, un lenguaje que opta por “ese sucesivo hallazgo de sustituyentes”, en el que, como afirma Claudio Guillén, “muchos cifran lo literario” (1998: 195). Y también, como recordaba Carme Riera en su ensayo “Miseria y grandeza de la epístola”, el escritor de cartas opta antes de sentarse a escribir por un punto de vista, y “va tomando conciencia de sí mismo, se va haciendo en la medida en la que consigue dar con el tono justo y el estilo requerido” (1989: 148). Siguiendo el hilo de la reflexión de Riera, y amparados por el marco de este libro, debemos preguntarnos qué lugar debe otorgársele a las cartas de escritores. ¿Son todas las cartas de escritores, cartas literarias? ¿Puede un escritor —Kafka, Proust; Martín Gaite, Benet; Gil de Biedma— abandonar su magnetismo hacia los desdoblamientos y los yos cuando se mueve dentro de los límites de una correspondencia epistolar? ¿Cómo nos acercamos al estudio de la correspondencia de escritores? Aunque tal vez sea un debate que pueda resonar como anticuado, parece que nos topamos con un problema de difícil solución al tratar de conjugar el estudio de géneros autobiográficos de escritores con la autocracia de la muerte del autor, suscrita por Barthes, Foucault y tantos otros, que desde los años sesenta dominó el panorama de la crítica literaria. El autor, la persona de carne y hueso que come, vive, respira, duerme y además escribe, se convirtió en algo tangencial e incluso pernicioso para llevar a cabo lecturas rigurosas de las obras literarias.

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Vincent Kaufmann, en su libro Post Scripts. The Writer’s Workshop, nos acercaba a esta problemática: a partir de los años sesenta, los estudios literarios asistieron a una guerra fría entre la vida y la obra y la distancia entre estos dos mundos parecía insalvable, pero si las puertas de la vida permanecían cerradas a la obra y viceversa, ¿donde caían las correspondencias de escritores?, ¿las largas horas que un escritor dedica a escribir su correspondencia se las roba al tiempo de la vida o al tiempo de la escritura? (Kaufmann 1994: 6). La correspondencia parece fraguarse en la tierra de nadie que separa esa distancia aparentemente insalvable entre vida y obra, que clamaba un importante sector de la crítica literaria: “His [del escritor de cartas] milieu of choice is a minefield, a no-man’s-land hidden between text and life: an elusive zone leading from what he is to what he writes, where life becomes a work and the work becomes a life. The epistolary allows for the theory that, no matter how far back we look, the writer’s life has already been textualized, a life lived in letters” (Kaufmann 1994: 6). Aunque haya una tendencia espontánea a ver la correspondencia como una voluntad de acercamiento entre el emisor y el destinatario ausente, existe algo en las cartas de escritores que nos incita a pensar en ellas como una búsqueda premeditada de no diálogo, un taller de la escritura, que termina convirtiendo la carta en una suerte de apéndice paratextual del poema, la novela o el ensayo. La carta se configura así como una epifanía de la escritura y parece legítimo preguntarnos de nuevo: ¿a quién se dirige realmente una carta?, ¿cómo es la relación que establece una carta con su destinatario? Nos aventuramos a pensar que en el momento en el que las cartas emergen de la esfera privada y dan el salto al mercado editorial, el lector implícito pasa a ser todo aquel dispuesto a alcanzar una de las muchas interpretaciones, “si no legítimas, legitimables” (Eco 1981: 86), como nos recordaba Umberto Eco, que surgen de la sencilla pregunta “¿qué quiero hacer con este texto?” (95). Si aceptamos que “un texto es un mecanismo perezoso (o económico), que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él” (76), el lector que, una vez superado el umbral de la comunicación bidireccional, se topa con cartas privadas, plagadas de espacios en blanco, se verá obligado a rastrear su potencialidad significativa puesto que,

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igual que con cualquier otro producto textual, las cartas “se emiten para que alguien las actualice, incluso cuando no se espera (o no se desea) que ese alguien exista concreta y empíricamente” (77). En nuestro caso diríamos cuando ese alguien no coincide con el lector prefigurado por el autor. Parece arriesgado, o simplista, aceptar sin fisuras el pacto de lectura de la comunicación epistolar según el cual el destinatario explícito, aquel cuyo nombre aparece escrito en el sobre que transporta la carta, coincide unívocamente con el lector implícito de la misma. Frente a esta idea del lector implícito desarrollada por la teoría de la recepción, Kaufmann postula un tipo de lector, que lejos de ser un compañero en el diálogo, es un lector esencialmente ausente. Las cartas, bajo el trampantojo dialógico que despliegan, bajo la aparente rigidez que el molde epistolar impone a la escritura, tal vez terminen materializando el deseo del escritor por hacer desaparecer a sus lectores: escribir para nadie, ni siquiera para uno mismo (1994: 4-5). Derrida, en su libro La carte postal, puede ayudarnos, si no a responder, sí a encontrar nuevos caminos para acercarnos a las preguntas que hemos venido planteando. “Envois”, la primera parte del libro, se compone de una serie de fragmentos de cartas de amor que el escritor dirige a un destinatario desconocido. La colección de textos de “Envois” se erige como una teoría metatextual de la relación que se establece entre la carta, el amor y la totalidad del sistema postal: cómo resolver esa amenaza de publicidad que el peso de la escritura y el sistema postal tienen sobre algo tan íntimo y privado como una carta. Derrida circula obsesivamente alrededor de las preguntas, que casi siempre sin respuesta, hemos ido proyectando en las páginas anteriores: À qui crois-tu qu’il écrit? Pour moi c’est toujours plus important que de savoir ce qu’on écrit; je crois d’ailleurs que ça revient au même, enfin à l’autre […] Si je dis que j’écris pour des destinataires morts, non pas à venir mais déjà morts au moment où j’arrive au bout d’une phrase, ce n’est pas pour jouer. Genet disait que son théâtre s’adressait aux morts et je l’entends comme ça du train où je vais t’écrivant sans fin. Les destinataires sont morts, la destination c’est la mort (1980: 21; 39).

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La ausencia de destinatarios que está celebrando Derrida va muy de la mano con esa imagen del escritor que escribiendo cartas logra, al fin, encontrar un trozo de papel en el que, bajo la excusa de un tú que dirige el flujo de la correspondencia, se deshace de las constricciones impuestas por lectores implícitos y explícitos. Tanto si las cartas son, como decían Deleuze y Guattari, parte indispensable de la máquina literaria y, entonces, su relación con el resto del corpus literario del autor se torna irrelevante, como si su importancia reside, como sostiene Kaufmann, en que son el puente necesario que une la vida vivida y la vida escrita, las cartas merecen una atención especial dentro de la autocracia del canon literario. Como apuntaba el mismo Deleuze y recordaba Angela Caminalls, aquel personaje de Carme Riera en Cuestión de amor propio, “solo se escribe por amor. Toda escritura es una carta de amor” (cit. en Riera 1989: 148). Tal vez entonces la imposibilidad de delimitar las parcelas del género epistolar nazca justamente de que la carta, esa escritura impulsada por un deseo ficticio de comunicación, con su fascinante naturaleza paradójica, esté en el origen de toda ficción novelesca. El hecho de que entre los siglos xvi y xvii se produzca simultáneamente un resurgimiento del género epistolar y una explosión de nuevas formas literarias en lengua vernácula apunta, como sostiene Claudio Guillén, hacia una relación de causalidad entre la carta renacentista y la novela modera: “Lazarillo de Tormes, of course, is the proto-picaresque tale, to be followed by Alemán’s Guzmán de Alfarache, which Cervantes in turn counters with his proto-novel, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. One could submit that Lazarillo is like a bridge spanning the distance between the Renaissance letter and the novel” (1986: 98). Los epistolarios suponen, a pesar de las tajantes afirmaciones de Foucault, una pieza esencial de la obra de cualquier autor: […] the author is a figure that emerges from a whole oeuvre. It in fact constitutes the very principle that allows us to group certain individual works together and to consider them as parts of such an internally related collection. Since the author […] is never depicted but only exemplified, in a text, this figure is transcendental in relation to its whole oeuvre as well as to the individual texts of which that oeuvre consists (Nehamas 1987: 274).

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Las múltiples voces epistolares, que cada autor despliega al calor de los distintos destinatarios, ponen en marcha una ilusión narrativa, que igual que en la autobiografía y en las memorias genera literatura: I am emphasizing the letter as a sort of language in which a particular quality of written communication is palpable. Yet at times it cannot be denied that the position of the author vis-à-vis writing is equivocal and that certain features of orality are contained within the message, not as an imitation of a conversation but as the use of a literary resource, analogous to the exhibiting of a voice in a narrative (Guillén 1986: 85).

En estos géneros del yo, el autor parece escindirse en tres entidades narrativas: primero, el personaje protagonista que puebla el espacio discursivo de la carta, que reconstruye su pasado, y se presenta ante el destinatario; segundo, la voz narrativa que asume la narración de los hechos; y, tercero, the authorial ego, el autor real que escribe la carta y que configura, desde su propia subjetividad tanto la voz narradora como los personajes protagonistas (Gitlitz 2000). No niego que resulta a todas luces comprensible esa frágil y tambaleante posición que le ha sido otorgada a la carta en el sistema literario: las cartas no dejan de ser, como hemos venido viendo, armas de doble filo, que se han resistido siempre a entrar en el universo tipográfico, centrado en una venalidad y una difusión poco apropiadas para la correspondencia privada (Bouza 2001: 142). Pero es justamente en esta hibridez de lo epistolar, donde podemos encontrar el carácter intrínsecamente literario de la carta: en una ausencia de espontaneidad, que sin embargo, se tiñe de oralidad, en la intimidad mediatizada por la escritura, en la creación de un espacio de lo decible, en los enigmas sembrados por los referentes deícticos indescifrables, en la creación de una nueva voz autorial, que mucho, poco o nada puede tener que ver con la persona de carne y hueso que empuña la pluma. En que como decía, en fin, Salinas: “Cartearse no es hablarse. Se necesitaba ese verbo” (2002: 30). Los epistolarios deben someterse, como cualquier otro texto literario, al ejercicio de la relectura y la interpretación.

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Y volvemos al principio: ¿hasta dónde extender los dominios de lo publicable?, ¿disponemos de las herramientas para trazar una ontología de la carta? A lo mejor lo más fácil sea rendirnos ante la imposibilidad de construir una ontología de la carta, aceptar que nunca lograremos delimitar las fronteras de este resbaladizo género, que su misma genialidad reside en esa esencia inaprensible, pero aceptando, como nos recordaba Claudio Guillén que “as écriture, it [the letter] begins to involve the writer in a silent, creative process of self-distancing and self-modeling, leading perhaps, as in autobiography, to fresh knowledge or even to fiction” (1986: 78). Pero debemos subir un escalón más. No se puede hacer historia literaria como si nada hubiese ocurrido en la esfera de la teoría, pero tampoco podemos aceptar la primacía ahistórica de la teoría literaria. La circunscripción temática de este libro se declara explícitamente histórica: epistolarios y autobiografía en la cultura española del medio siglo. Jordi Gracia y Domingo Ródenas en su Introducción a la edición de la correspondencia de Benjamín Jarnés apuntaban con lucidez que “la publicación de un epistolario es solo a medias una traición de la intimidad. A medias —subrayamos nosotros—, porque las cartas privadas del escritor, sobre todo las que se dirigen a otros compañeros de profesión, se contaminan, quiérase o no, de la razón pública que se encuentra al final de la escritura literaria” (XIII). Y como historiadores de la cultura nos interesan las cartas no solo concebidas como examen de conciencia, sino también las que proporcionan simples avisos y recados, porque la narración de la historia necesita también de esos preliminares (sirvan de muestra las misivas inéditas de Carmen Martín Gaite a Esther Tusquets o, más aún, los desperdigados envíos y notas entre José Agustín Goytisolo y Claudio Rodríguez, que analizamos en dos capítulos de este volumen). Por ende, no vamos a seguir cuestionando el destino único, intransferible y legítimo de una carta, porque hay otra cuestión que nos preocupa más: el destino incierto de tantos epistolarios de la cultura española tras la Guerra Civil. Frente a la Edad de Plata, retiene llamativamente nuestra atención la escasez, casi ausencia, de los epistolarios editados entre los escritores de la llamada —por manía clasificatoria— generación de los 50.

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La correspondencia destruida con la intención de proteger la privacidad del autor o la que pudiera estar a punto de desaparecer, por falta de interés en los legatarios colaterales o por la estrechez de una política cultural de archivos de autor, sí es una cuestión ética de más calado, ya que el derecho a la intimidad también se puede preservar con una protección legal de documentos y, sobre todo, con el blindaje que ejecuta el propio tiempo. La intimidad (y no la privacidad noticiosa) encuentra su albergue en la distancia temporal. Un ejemplo significativo en esta dirección es el archivo de Jaime Gil de Biedma y la publicación de tres de sus Diarios, veinticinco años después de su muerte. Entendemos que los textos autobiográficos de estos escritores se han desplazado (o comienzan indefectiblemente a desplazarse) del ámbito de lo privado al ámbito del valor patrimonial, y en ese desplazamiento será fundamental la figura del editor, que ha de velar por la cuidadosa entrada de otros lectores implícitos, el público de hoy, en ese escenario discursivo de la memoria, de la subjetividad y de la comunicación cifrada. El editor será el encargado de introducir una correspondencia con destinatarios explícitos en un escenario comunitario y público, de trasladarla de la cultura de la vergüenza a la cultura de certamen, si seguimos los guiños léxicos de Juan Benet y Carmen Martín Gaite en sus cartas, esto es, de la cultura anterior a la “que asoma a los escaparates de las librerías” a la que va a ser difundida a la comunidad (2011: 131). Editar textos autobiográficos no es solo transcribir, es fundamentalmente codificar la compleja deixis de la intimidad. En tal sentido, el editor convertido en una especie de segundo autor debe determinar y enunciar las condiciones dentro de las cuales es verdadero algo sentido por alguien en un momento preciso y formulado para un interlocutor concreto. Advertir el peligro que se deriva de identificar un juicio fechado en una carta o en un diario con una afirmación genérica, válida en cualquier momento o situación, es el ethos y el oficio de la labor del editor de textos autobiográficos y póstumos. La escritura del yo tiene unas coordenadas, de orden temporal, espacial, emocional e intelectual que hay que localizar para apreciar su sentido. Este libro no oculta su particular interés en la carta como objeto de estudio entre los enunciados autobiográficos de la literatura y la cultura

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española del medio siglo. La razón ya ha sido apuntada: la parvedad de correspondencias publicadas de esta generación1. Precisamente los distintos colaboradores de este volumen colectivo se plantean, como equipo de investigación, llamar la atención sobre esta carencia e incluso se presenta una propuesta metodológica de edición de la historia epistolar de los poetas del medio siglo a cargo de Julio Neira, aunque también convenga admitir que, sin la voluntad de poner a disposición del investigador los archivos de autor por parte de sus legatarios o de las entidades públicas a los que han sido donados o vendidos, no hay cauces de edición viables. El tema es suficientemente complejo, como demuestra la reflexión de Joanna Sabadell-Nieto. Nuestro libro podrá responder a la pregunta ya formulada de cómo nos acercamos al estudio de la correspondencia de escritores y podrá también mostrar el camino que nos conduce a esta pregunta, pero sigue en pie otra cuestión que ya no depende solo de la voluntad de investigación: ¿dónde están las cartas de los escritores del medio siglo y en qué condiciones se conservan?2 Pero el lugar destacado que ocupa la carta editada o inédita en los distintos capítulos de este volumen no excluye el análisis de otros discursos y espacios autobiográficos en los que “el autor se declara tema de su propia comprensión” (De Man 2007: 149). La estructura

1 Sobre los principales epistolarios publicados de la literatura española del medio siglo, véase José Teruel (2016). A ellos podríamos añadir la correspondencia de Juan Goytisolo con Américo Castro (Goytisolo 2007) y la edición de otros registros más breves: las cartas cruzadas entre Castellet y Dario Puccini (Bonet 2009), la correspondencia recibida por José Manuel Caballero Bonald con motivo del homenaje a Antonio Machado en Baeza en febrero de 1966 (Ramos Ortega 2014) y las cartas de Pilar Paz Pasamar a Carmen Conde (Díez de Revenga 2014). El lector podrá encontrar en este volumen referencias a cartas inéditas en torno a las generaciones de posguerra en los trabajos de Carmen de la Guardia, José Lázaro, Pedro Álvarez de Miranda, José Antonio Llera, Julio Neira, Sergio García, Santiago López-Ríos y Andrea Toribio. 2 Este volumen se inscribe en el marco del proyecto I+D del MINECO, Epistolarios, memorias, diarios y otros géneros autobiográficos de la cultura española del medio siglo (FFI2013-41203-P). Véase en la página web del proyecto una relación de archivos y fundaciones donde el investigador podrá encontrar fuentes primarias: .

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especular de los discursos autobiográficos permite la fructífera mezcla y alternancia de diversos registros que van de lo público a lo privado, de lo doméstico a lo político, de la insistencia temática en el sujeto al autoanálisis de sus capacidades creativas, por ello la intimidad constituye una poderosa herramienta de comprensión de la cultura, en este caso, del franquismo y de su historia literaria. Lo especular alcanza a la propia creación literaria, como demuestra el epistolario inédito entre Carlos Edmundo de Ory y Miguel Labordeta, que nos aporta un conocimiento más complejo de la década de 1950, o los diarios de dos poetas que se leen creativamente a sí mismos —me refiero a los cuadernos de trabajo de Metropolitano y Moralidades, de Carlos Barral y Gil de Biedma, respectivamente—. Constamos una diferencia pertinente entre los diarios y las cartas frente a las memorias y a los relatos de infancia: en los primeros, la narración no construye el pasado sino que se limita a mencionarlo. Igualmente aceptamos con Nora Catelli que en las cartas hay una predominancia del “lado de la presencia del yo frente a los otros” y en los diarios destaca “el lado de la profundización en la propia perspectiva” (2007: 87), como podrá fácilmente comprobarse en el capítulo dedicado al análisis de la selección de la correspondencia editada de Gil de Biedma y sus diarios (aunque tanto el Retrato del artista en 1956, los diarios de Metropolitano y Moralidades, así como el dietario de collages Visión de Nueva York tengan destinatarios abierta o tácitamente explícitos, como demuestran José Teruel, José Luis Ruiz Ortega y Elide Pittarello). La relación de los trabajos recopilados en este volumen pone de manifiesto, una vez más, que establecer un estado de la cuestión sobre la cultura española en torno al medio siglo requiere estudiar la participación de todas las generaciones vivas y activas creativamente para no caer en el desenfoque de una perspectiva exclusiva y aislada de una sola generación, para evitar los compartimentos estancos de la mecánica generacional y, sobre todo, para captar la significación cultural de los años cincuenta. La correspondencia entre el exilio y el interior —como indicio del pronto ascendiente cultural de la España trasterrada en el primer franquismo—, los dramas íntimos y los destinos literarios e ideológicos de los escritores que se dieron a conocer en la inmediata posguerra —Gonzalo Torrente Ballester, Dionisio

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Ridruejo, Carmen Laforet, Miguel Labordeta y Carlos Edmundo de Ory— y la aparición hacia 1950 de una nueva oleada de jóvenes —ajenos por razones de edad a la lucha fratricida de 1936-1939— constituyen un fecundo cruce de complicidad cultural. Sin pretender un progreso dialéctico ni una totalización histórica, recorremos el arco temporal de la vida cultural y literaria española de la segunda mitad del siglo pasado a través del estudio de distintos momentos y fases autobiográficos. El término medio siglo nos parece un comodín para establecer conexiones de una generación emergente con épocas precedentes y posteriores. Las figuras canónicas del medio siglo se mostrarán en posturas no habituales: Juan Goytisolo aparece en su correspondencia con Américo Castro, mientras redacta la traición del conde Don Julián (las paradojas del destino a veces muestran unas perspectivas insólitas, que parecen haberse invertido: Américo Castro escribe desde Madrid o Gerona y Juan Goytisolo desde París o desde las distintas universidades estadounidenses a las que fue invitado entre 1969 y 1972). Jaime Gil de Biedma se presenta en sus diarios últimos y en la relación de estos textos póstumos con la obra publicada en vida, demostrando que la escritura autobiográfica nace como refugio contra las carencias de la vida y contra el agotamiento expresivo. Carmen Martín Gaite emerge y se oculta en las notas preliminares, prólogos y epígrafes a las distintas ediciones de sus libros, revelando que los paratextos pueden ser también un momento y un umbral autobiográficos. Y la evocación de la Guerra Civil desde la lógica de la memoria infantil y no desde la ideología adulta —recurrente lugar común de la poesía, la narrativa y las memorias de los llamados por Josefina Rodríguez Aldecoa “niños de la guerra”— se analizará a través de los relatos de infancia de tres autores no canónicos: El niño asombrado de Antonio Rabinad, La dulce España de Jaime de Armiñán y Dos infancias y una guerra de Jacint y Joan Raventós. La figuración de la contienda por parte de los miembros de esta generación, cuyo irónico destino les llevó a vivirla inocentemente para después, en la edad adulta, sentirse completamente beligerantes en ella, exigiría un estudio sintético. No en balde fueron ellos quienes descongelaron en sus escritos el conflicto bélico de la contraposición entre buenos y malos, vencedores y vencidos, y desplazaron significativamente

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los mendaces y ominosos calificativos de Cruzada o Guerra de España por el más exacto de Guerra Civil (Ayala 1965: 63; Mainer 2005: 406). También fueron ellos quienes prepararon el porvenir político de España, antes de la muerte del Invicto, para no ocupar, salvo alguna rara excepción, puestos gubernamentales en la transición democrática. La tendencia metodológica de este libro es inequívoca: todos los colaboradores ensayan los potenciales exegéticos del análisis figural a la luz de la simbiosis entre vida y tropo, lo biológico y lo retórico, la intimidad y la historia literaria. Los capítulos están dispuestos en una secuencia de referencias cronológicas que permitan captar un devenir y un perceptible cambio en los modos de convivir y comunicarse: desde el estudio de la correspondencia entre las mujeres de la vanguardia y el primer franquismo a las cartas de Carmen Martín Gaite con una mujer once años más joven: Esther Tusquets. Y con la autora de Correspondencia privada (2001) y editora de Lumen hace su aparición en este volumen una nueva forma de comunicación, en la que la emoción de esperar cartas es sustituida, pero también compensada, por la inmediatez del correo electrónico (me refiero, claro está, a su última obra memorística, Tiempos que fueron [2012], escrita “a cuatro manos” con su hermano Óscar Tusquets). Los motivos que unifican este volumen se podrían sintetizar en tres recurrencias: la pertinencia de los géneros autobiográficos para un mayor conocimiento del taller de autor y de la microhistoria de la cultura y la literatura españolas del medio siglo; el problema de las fuentes de investigación: la dificultad de acceso, el expurgo o el silencio de los archivos; la sinergia eficaz entre la biografía íntima, la construcción de la imagen pública y la exégesis de la obra; y la función de los géneros autobiográficos en la construcción identitaria tanto individual como generacional de la literatura española del medio siglo. Entendemos con José-Carlos Mainer (2003: 11-12) y Nora Catelli (2007: 262) que en lo íntimo reside la vía de acceso para comprender las transformaciones históricas: la historia podría validarse a partir de la escritura autobiográfica. El futuro historiador de la cultura española de la segunda mitad del siglo xx debe tener presente que durante y pese al franquismo hubo también en el escenario de la intimidad un lugar para la manifestación de la rebeldía, del disentimiento y de

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la libertad, aunque estas tuvieran que relativizarse hasta el oxímoron con las restricciones: rebeldía controlada, disentimiento circunspecto y libertad interior, sin que sirva esta contradictio in adiecto para “exonerar de sus culpas históricas a un régimen político que se basó en la persecución y eliminación de sus enemigos políticos, que se asentó en un holocausto cultural y que demostró, hasta el final de sus días, la rahez miseria intelectual de sus apoyos” (Mainer 2005: 407). Todo lo contrario, estos oxímoron sirven para percibir que la historia de la cultura durante el franquismo es un asunto más complejo que los caminos simplificadores del erial o de su mera denostación y sirve para distinguir el ámbito asfixiante de la cultura oficial frente a las escapatorias y los respiraderos que tuvieron como escenario la intimidad y el lenguaje. El franquismo no solo silenció, también provocó discursos.

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Epistolarios e historia. Mujeres de las vanguardias y de la posguerra a través de sus cartas Carmen de la Guardia Universidad Autónoma de Madrid

Nos cuenta José Teruel, en un artículo de reciente aparición, cómo Carmen Martín Gaite consideraba que perder una carta es una puñalada a la historia (2016: 2). Y es verdad que para aquellos historiadores atravesados por el giro cultural, las cartas son una fuente fundamental de su quehacer histórico. Si exceptuamos los excelentes trabajos de historiadores aislados como el de Edward Hallett Carr, The Romantic Exiles (1933), la eclosión de publicaciones históricas basadas en las llamadas narrativas del yo no irrumpieron hasta la década de los setenta del siglo xx y en el caso de España tendríamos que esperar casi a la de los noventa1. En este capítulo reflexionaremos primero sobre esa revolución historiográfica que permitió la irrupción de las cartas como fuente histórica, para pasar después a analizar, a través de la correspondencia,

1 Para las narrativas del yo y la utilidad de la forma epistolar en la crítica literaria y la historia véanse: Lejeune (1971); Altman (1982); Plummer (1983); Smith-Rosenberg (1985); Heilbrun (1988); Chartier (1991); Guillén (1994); Decker (1998); Earle (1999); y Sohn (2002).

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tanto el proceso de “feminización” de las cartas privadas como las características de la correspondencia de dos generaciones de mujeres: la de las modernas y la de las mujeres de la generación del medio siglo. Además queremos transcender los textos. Ir más allá. Utilizar las cartas como documentos históricos que al escudriñarlos nos permitan descubrir diferencias y similitudes entre estos dos grupos de mujeres que habitaron España en periodos históricos convulsos y distintos.

Historias de la historia. Las cartas personales como fuente histórica

Fueron los historiadores culturales los primeros en reivindicar las cartas personales como fuente histórica ineludible para su objeto de estudio. Ellos hicieron que la lente del historiador se acercase a lo pequeño, a lo cotidiano. Para estos historiadores ya no importaban las grandes agrupaciones de clase estudiadas desde el determinismo económico, ni los espacios del poder político y su funcionamiento sino que lo importante, como señalaba una de las protagonistas del giro cultural, Natalie Zemon Davis, eran “otros grupos en los que la sociedad se organiza y divide” (1991: 177). Así, los historiadores empezaron a detectar agrupamientos de diverso tipo —categorías de edad, género, linaje, raza y religión— y a preguntarse por las razones de su constitución. Pero el hecho de fijarse en agrupaciones sociales identitarias les acercó al propio individuo como sujeto histórico restaurando lo que Roger Chartier denominó el papel individual en la construcción de los lazos sociales (1996). Para poder elaborar esta nueva historia se debían afrontar varios retos. Por un lado, el marco conceptual de las ciencias sociales, que tradicionalmente había perseguido la creación de modelos haciendo hincapié en las regularidades, chirriaba con sus nuevos intereses. Es más, consideraban que los grandes modelos teóricos habían impedido que emergiera el verdadero protagonista de la historia. El ser humano, con todas sus aristas y complejidades, había quedado recortado por los moldes impuestos por la ciencia moderna. Desde luego, para ellos, la ciencia había ocultado y aprisionado lo particular. De la misma manera

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que las instituciones políticas, económicas y sociales surgidas tras las revoluciones liberales y justificadas por los grandes principios de igualdad, libertad y felicidad habían, en realidad, satisfecho los intereses de determinadas agrupaciones sociales, su arma, la objetividad científica, había impedido acercarse a las complejas vidas de los ahora protagonistas de la historia. Se tenían que buscar nuevas formas de aproximarse al estudio de las comunidades sociales y de sus protagonistas. Además para estos historiadores, liderados por Natalie Zemon Davis, Lynn Hunt, Peter Burke, Keith Baker, Robert Darton, Roger Chartier y Carlo Ginzburg, el análisis del pasado debía ser específicamente cultural. Es decir, se debía “dirigir la atención hacia las creencias, costumbres y prácticas que articulaban y hacían inteligibles las diversas dimensiones —políticas, económicas, espirituales, etc., de la experiencia humana—” (Amelang 2002: 20). Ya no importaban las estructuras, que dificultaban la visibilidad de las redes por donde fluyen, según estos autores, las relaciones “de dominación y de resistencia, de rivalidad y de complicidad, de poder e íntimas” (Davis 1991: 177). Tampoco interesaban las normas colectivas sino, más bien, las estrategias singulares. No se preocupaban por las conductas diseñadas e impuestas desde el estado, sino por las decisiones posibles de cada uno con relación a su situación social, su poder económico o su acceso a la información. Esa reivindicación del individuo, del sujeto, fue acompañada de la búsqueda de sus expresiones en los documentos personales. También los protagonistas del “giro cultural” propugnaban otras actitudes para acercarse a la realidad pretérita. Estas debían ser “humildes”. Debían permitir al historiador aproximarse al pasado sin ansias de dominio. No solo había que rastrear las huellas en otros lugares diferentes a los grandes archivos nacionales, recurrir a archivos y documentos como son las escrituras del yo que permitieran descubrir lo singular, sino que había que caminar con cuidado, desvestirse de prejuicios y, sobre todo, dejar hablar al documento, a la carta, a los diarios, a las memorias, a la obra de arte, al resto arqueológico. Sus autores debían ser, para estos nuevos historiadores culturales, los protagonistas de la historia y no nosotros, los historiadores contemporáneos. Pero localizadas, escudriñadas y escuchadas las voces, a través de las nuevas fuentes históricas en donde destacan las escrituras del yo, había

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que comprenderlas. Y para ello los historiadores necesitan instrumentos. Estos nuevos historiadores recurrieron a disciplinas más próximas al sujeto y a su expresividad como la antropología y la crítica literaria, buscando herramientas que les permitiesen elaborar conclusiones rigurosas. Curiosamente, a pesar de este viraje, fueron las otras narrativas del yo, la autobiografía, las crónicas, las memorias, las que tuvieron un mayor protagonismo en su reivindicación como fuente histórica. La carta, como nos recuerda Iker González-Allende, probablemente por “la fragmentariedad, las repeticiones, la cotidianidad y la multiplicidad de temas que alberga” ha tenido que ser defendida (2014: 10). Sin embargo, para los nuevos historiadores culturales, la riqueza de la carta es inmensa y tan necesaria como las otras narrativas del yo. Las cartas son mucho más que un mero relato. Suponen muchas veces un ejercicio literario, recrean y crean identidad en quien las escribe y en quien las recibe. Son fruto de acciones introspectivas casi tanto como las del ejercicio autobiográfico o las del escritor de diarios. Y eso es algo muy importante cuando hablamos de mujeres que se inician en una profesión, en este caso la de escritoras o editoras. El autor de una carta, en el proceso de reflexión y de escritura, cobra conciencia de su identidad ya que es el primer receptor de su texto (González-Allende 2014: 16). Y la refuerza. Al escribir una carta nos estamos leyendo y reconstruyendo. Las cartas además, como señala William Merrill Decker, generan, entre receptores y emisores, espacios compartidos, complicidad, reforzando así el sentido de comunidad (1998: 141). Las cartas personales pueden ser textos tremendamente complejos. Las intertextualidades lo inundan todo. Referencias a cartas anteriores, menciones a obras, personas y hechos históricos presumiblemente conocidos por los corresponsales. Noticias familiares, afectivas, culturales, sociales y políticas llenan las cartas entre mujeres dando pistas continuas a los historiadores y a los críticos literarios (González-Allende 2014: 17). Las cartas son además objetos materiales que requieren espacio, tiempo y artefactos —papel, pluma, sobres, sellos, servicio de correo—. Los cambios en la materialidad de las cartas también son escudriñados por el historiador (Barton/Hall 1999: 83-109). Toda correspondencia epistolar está atravesada por un pacto entre el emisor y receptor (González-Allende 2014: 12); y son ellos, los

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corresponsales, los que deciden las pautas de su correspondencia. Ritmo, tono, temas, emotividad, destinatarios. Enric Bou nos recuerda cómo un mismo corresponsal establece pactos muy diversos con sus diferentes destinatarios. Revisando la correspondencia de ese incansable escritor de cartas que fue Pedro Salinas, Bou constata cómo este “practicó hasta límites insospechados esta especie de travestimiento, de acomodación al corresponsal a quien escribe” (1998: 42). Es verdad que ese pacto epistolar se rompe de manera habitual, pero está siempre presente una vez que la primera carta ha sido respondida. Del final del pacto epistolar también se han encargado historiadores y críticos. Silencios, desgana, desencuentros, fallecimiento se aprecian como punto de cierre de los epistolarios (Altman 1982: 143-167).

Bifurcación y feminización de las cartas familiares Esta reivindicación de la carta tanto en los estudios literarios como en la disciplina histórica impuesta desde la irrupción del giro cultural ha generado una eclosión de proyectos, exposiciones y publicaciones centrados en los epistolarios. En ellos, sin embargo, existe una escisión de género. De alguna manera, en estos trabajos, se reproducen los discursos de poder del ámbito literario, histórico y académico. Si observamos la enumeración de epistolarios publicados de diferentes autores de las llamadas tradicionalmente generación del 98 y del 27, que es una de las dos generaciones de escritores que nos ocupa en este texto, la gran mayoría son epistolarios masculinos (Neira 2000: 149-164; Gómez de Tudanca 2000: 165-180). Es verdad que recientemente se ha acometido la publicación de ediciones de epistolarios entre mujeres que además incluyen introducciones necesarias. Pero son la excepción que confirma la regla. Lo mismo ha ocurrido con los pocos epistolarios editados de las primeras generaciones de posguerra2.

2 De la generación de las vanguardias véanse González-Allende (2014); Camprubí/ Palau de Nemes (2009); y Champourcín/Conde (2007). Se acaba de publicar el epistolario entre una mujer de la primera generación de posguerra, Carmen La-

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Sin embargo, se sabe que desde el siglo xviii fueron las mujeres quienes se ocupaban de mantener los lazos familiares y llevaban la correspondencia privada. Esa preminencia femenina se aprecia bien en la historia del propio significado del término carta misiva, que es la que nos ocupa, en los diccionarios históricos de la lengua española publicados por la RAE. Fue en el diccionario de Covarrubias, de 1611, cuando la acepción de carta se unificó y apareció ya el término carta misiva. Así rezaba la definición del siglo xvii: “Carta del nombre latino charta, hoja de papel escrita o libro y la mensajería que se envía al ausente por escrito en cualquier materia que sea. Por cuanto se puede escribir en papel, en pergamino, en lienzo bruñido, en tabla de madera, en plancha de plomo y en otras muchas cosas que se suele aprovechar”. Y tras distintas acepciones continuaba el diccionario definiendo la que nos ocupa: “La carta misiva es la que se envía al ausente y siendo entre amigos se dice familiar” (Covarrubias 1611: 411). En el primer diccionario de la RAE, el de 1729, volvía a desglosarse el término carta. Tras definirla como “papel escrito y cerrado con oblea o lacre que se envía de una parte a otra para incluir en él el negocio o materia sobre que se quiere tratar y vaya secreto”. El diccionario de autoridades afirmaba: “Divídese en varios géneros que se diferencian en los epítetos”. Y así el diccionario enumeraba más de veintisiete tipos de carta y entre ellas aparece “la carta misiva o familiar” [sic] que se define igual que en el de Covarrubias como “la que se envía al ausente sobre alguna dependencia y siendo esta entre personas amigas y conocidas se denomina familiar” (RAE 1729: 201-202). Un gran cambio de significado del término carta misiva o familiar en los diccionarios se produjo en 1884, en pleno auge de la construcción de la cultura de la domesticidad y también de la irrupción masiva de la profesionalización de la práctica histórica y de la literatura. Ese cambio social y político se reflejó en el lenguaje. Así la carta misiva, es decir, la que, según los diccionarios, se escribían entre familiares o entre amigos se escindió en dos grupos: en cartas familiares y en las

foret, y su admirada Elena Fortún (2017), que perteneció al grupo generacional de 1914 y al Lyceum Club.

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cartas misivas propiamente dichas. La carta familiar se definió en el diccionario de 1884 como: “La que se escribe a un pariente o amigo o aquella que trata”, y esto es también novedoso, “de asuntos o afectos de la vida privada”. La carta misiva, ahora separada en su acepción de la carta familiar, era “la que se envía a una persona ausente” (RAE 1884: 218-219). Los dos significados reflejaban bien esa exageración de la distancia de los espacios femeninos y masculinos que se reforzó en el siglo xix. De las cartas familiares se encargaron las mujeres ahora más que nunca relegadas, en la representación cultural dominante, al ámbito privado. De las cartas misivas se ocuparon los varones, muchos de ellos literatos y políticos que habitaban ese espacio, la esfera pública, que emanado de lo privado caminaba hacia lo público (Guardia 2014: 214-215). Las cartas (misivas), como nos recuerda Jürgen Habermas, entraban con fuerza a dinamizar las actividades de la sociedad civil. Los debates literarios y políticos, las tendencias internacionales, la escena, el mundo de las tertulias, todo aparecía reflejado en las cartas misivas que ahora se alzaban como propias de la masculinidad (Habermas 1962). Por otro lado, las cartas familiares siguieron con su finalidad clásica: la de dar noticias afectivas y familiares a los ausentes. Estas cartas fueron responsabilidad casi exclusiva de las mujeres. A partir de entonces en los diccionarios se aprecia cómo las cartas familiares relegadas al ámbito de lo privado y de competencia femenina perdían prestigio. Y eso ya es visible en el diccionario, aceptado por la RAE, de 1904. El significado de carta sigue siendo el mismo pero existe desprecio por este tipo de carta, la carta familiar, por parte de historiadores y narradores. En el diccionario se recogen ejemplos para ilustrar la definición de carta escritos por el historiador Antonio Pirala y por el poeta ilustrado Nicasio Gallego. Así cuenta el diccionario: “Hecho el registro de sus papeles a Jovellanos no se le hallaron más que cartas familiares”, afirmaba Pirala; y Juan Nicasio Gallego de forma más explícita señalaba: “Con todo cargaron los polizontes llevándose hasta las cartas familiares que de nada les podían servir” (Pagés 1904: 175). Esta vinculación de la carta familiar con lo femenino no solo está en los diccionarios oficiales que recogen los discursos culturales dominantes en los siglos xvii, xviii y xix. Permanece a lo largo del siglo xx

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y se refleja en muchas publicaciones que reflexionan sobre el género epistolar (Salinas 1993; González-Allende 2016: 368). Debemos reconocer que el mantenimiento de las relaciones epistolares familiares, como proclaman los discursos culturales, fue competencia habitual de las mujeres. De ello es una buena muestra el epistolario de la familia De los Ríos, Giner y Urruti editado por Ritama Muñoz-Rojas (2009). Pero examinando las cartas de mujeres, sobre todo de las mujeres con ansias profesionales, su contenido va mucho más allá que el de la transmisión e información al ausente de asuntos afectivos o familiares. De la misma manera que las mujeres estuvieron presentes desde el siglo xix en los movimientos de reforma románticos, formaron parte de asociaciones y mantuvieron espacios de sociabilidad que también contribuyeron al enriquecimiento de la sociedad civil, las mujeres fueron autoras, al igual que los varones, de eso que los diccionarios desde 1884 denominaron cartas misivas. La mayor parte de las escritoras y editoras iniciaron correspondencia unas con otras, en donde se trasmitían sus preocupaciones literarias, sociales y políticas. Pero también es cierto que su contenido afectivo es grande. Para algunos autores, como Carroll Smith-Rosemberg, las mujeres modernas, en este caso escritoras y políticas, expresan en su correspondencia muchas veces lazos afectivos e íntimos. Las cartas entre estas mujeres de las vanguardias son pasionales, expresando afectos que trascienden la mera amistad. Son, por lo tanto, vehículos de autoafirmación y también de búsqueda de complicidad entre sus pares (1985: 53-76).

“Entre amigas”. Epistolarios de mujeres Para analizar las prácticas epistolares entre mujeres, y lo que ello refleja, hemos seleccionado epistolarios de dos generaciones de mujeres españolas y latinoamericanas. Por un lado, las mujeres de las vanguardias o las modernas y, por otro, los escritos entre estas con las de generaciones más jóvenes: la conformada por las escritoras de la primera generación de posguerra y del medio siglo. De las mujeres de la generación de las vanguardias se han seleccionado para este capítulo, el epistolario entre la escritora Gabriela

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Mistral (1887-1957) y la política, escritora y editora Victoria Kent (1892-1987); las cartas de la poeta Concha Méndez (1898-1986) y de la escritora y excelente traductora Consuelo Berges (1899-1988), escritas al alimón a la escritora Carmen Conde (1907-1996), así como las cartas escritas en solitario por Berges a Carmen Conde; la correspondencia de la poeta y profesora Concha Zardoya (1914-2004) y su amiga Carmela Iglesias con Carmen Conde y Amanda Junquera (también escritas las cartas de una pareja hacia la otra), y las de Zardoya con Gabriela Mistral; y el epistolario de la poeta Ernestina de Champourcín (1905-1999) con Carmen Conde. De los epistolarios entre mujeres de la generación de las vanguardias con las de posguerra hemos localizado la correspondencia de Carmen Conde con Carmen Laforet (19212004) y la de Victoria Kent con Ana María Matute (1925-2014)3. Las cartas examinadas de la generación de las modernas nos permiten apuntar algo sobre la utilidad de los epistolarios entre mujeres

3 Los epistolarios de Gabriela Mistral y Victoria Kent son inéditos. Las 37 cartas recibidas por Gabriela Mistral se localizan en el Archivo del Escritor de la Biblioteca Digital Nacional de Chile. Las cartas recibidas por Victoria Kent se conservan en Zenaida Gutiérrez-Vega Collection of Victoria Kent, 1936-2006, General Collection, Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Yale University. Las cartas de Concha Méndez y Consuelo Berges, escritas a Carmen Conde, son cuatro desde Argentina, una escrita al paso por España de las dos amigas camino de París, y desde allí mandaron otra. Después la relación de Consuelo Berges y Concha Méndez se rompió y se inició la correspondencia a solas entre Consuelo Berges y Carmen Conde, que se prolongó a lo largo de sus vidas. Se conservan 34 cartas en el Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde. La correspondencia de Concha Zardoya y Carmela Iglesias con Carmen Conde y Amanda Junquera está también en el Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, en el Archivo Carmen Conde. Y la de Zardoya y Mistral en el Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional Digital de Chile. Son 15 las cartas. El epistolario de Ernestina de Champourcín y Carmen Conde está publicado, con una introducción muy útil para trabajar epistolarios de mujeres de Rosa Fernández de Urtasun (2007). El epistolario entre Ana María Matute y Victoria Kent lo hemos localizado en los Louise Crane y Victoria Kent Papers de la Beinecke Library en Yale University. Kent escribía con copia por lo que tenemos el epistolario completo. Las cartas de Carmen Laforet a Carmen Conde están en el Archivo Carmen Conde, Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver.

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para los historiadores y críticos literarios. Estas cartas hablan del compromiso político y vital de esta generación de mujeres; de su independencia profesional y económica; de su dificultad laboral como escritoras; de su lucha por la igualdad; de su gran independencia afectiva; de sus preocupaciones literarias y de su inmensa cultura. En esta correspondencia entre mujeres de las vanguardias la materialidad de las cartas es muy distinta entre unas corresponsales y otras. Alguna, siempre o casi siempre, haciendo gala de su modernidad utilizó la máquina de escribir. Es el caso de Victoria Kent, de Consuelo Berges y de Concha Zardoya. De todas formas, como nos explica Enric Bou en su estudio sobre las cartas de Pedro Salinas, entonces no estaba bien visto la utilización de la máquina de escribir para la correspondencia privada. Se consideraba una descortesía (Bou 1998). “Perdone que le escriba a máquina pero lo hago para evitarle descifrar mi letra”, le escribía Victoria Kent a Gabriela Mistral desde México el 14 de de diciembre de 1948 (Archivo del Escritor. Biblioteca Digital Nacional del Chile). Las demás modernas de este grupo escribieron sus cartas manuscritas. Pero siempre mostrando pasión por los instrumentos de escritura. “Como el día que os marchasteis te vi una vez más sacudir airadamente tu magnífica Parker para poder escribir con ella, se me ocurrió de pronto buscarte una Pelikan”, escribía Consuelo Berges a Carmen Conde, “Y atrapé por los pelos —o por las plumas— una de las dos últimas que le quedaban a mi pariente el estilográfico”4. En la mayoría de los casos los papeles que utilizaron tenían membrete, a veces personal y otras vinculado a sus diferentes actividades profesionales. Y ello nos da una idea clara de la cantidad de oficios, trabajos —literarios o no— y compromisos políticos que esta generación de mujeres acometió. Consuelo Berges, durante los años de la Segunda República, escribió muchas veces con el membrete de la Unión Republicana Femenina, organización para la que trabajaba con Clara Campoamor. También con el de la Junta Provincial de Beneficencia de Madrid. Después, ya en la posguerra, utilizó membretes de las edito-

4 Consuelo Berges a Carmen Conde, Madrid, 14-7-1946, Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde.

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riales en las que trabajó, como Aguilar. Victoria Kent utilizó indistintamente membretes personalizados, profesionales o particulares. Los particulares además del nombre solían contener la dirección. Los profesionales nos dan cuenta de su agitada vida. Así utilizó el membrete de diputada a Cortes (durante el año 1936); de las Editions de Livre du Jour, cuando fue directora de ese sello editorial en París, de Naciones Unidas (1950-1952) y, por último, de la revista Ibérica por la Libertad (1953-1974). Concha Zardoya utilizó el membrete de Cultura Popular en sus cartas enviadas al final de la guerra desde Valencia. Y después con el nombre de las diferentes universidades estadounidenses en las que impartió docencia. Los membretes particulares de todas eran cuidados, personales y estéticos. En el caso de Victoria Kent y Louise Crane solían ser rojos, siempre resaltando sobre un excelente papel de escribir azul. En el caso de Consuelo Berges la caligrafía utilizada para la impresión de su nombre era original y moderna. Y Ernestina de Champourcín utilizó también un membrete personal de una gran belleza con caligrafía modernista (Champourcín/Conde 2007: 19). Lo primero que se observa tras una lectura de la correspondencia de estas modernas es que las mujeres a través de sus cartas crearon e impulsaron redes, basadas en el afecto y en la solidaridad, que cumplieron diferentes fines. Estas escritoras, políticas, traductoras, pedagogas y editoras de la generación de las vanguardias, a través de misivas se identificaban, protegían y aconsejaban y se ayudaban en su vida profesional y también privada. Las escritoras además se intercambiaban críticas y comentarios de sus obras. Y en ese proceso afirmaban su identidad como mujeres y como profesionales. Efectivamente algunas de estas mujeres identificaban, a través de lecturas, a escritoras, artistas o políticas con prestigio que compartían sus inquietudes y buscaban con sus cartas la complicidad y hasta la autorización. Era una manera de construirse también como profesionales o como escritoras. De aprender a serlo. Y eso en el caso de las mujeres no venía dado. Así el inicio de sus relaciones epistolares tenía siempre elementos comunes. Primero se escribían unas a otras, la mayoría de las veces sin conocerse en persona, y cuando se establecía el contacto, iniciaban sus intercambios culturales y políticos. Además se apoyaron y protegieron en sus relaciones afectivas muchas veces alejadas de la norma social dominante.

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Lo normal es que la mujer que menos prestigio cultural tenía estableciera la relación y la escritora, profesora o política, más o menos conocida, decidía si continuar o no con ella. Si aceptaba, que era lo habitual, se establecía el pacto epistolar. “Gracias por el mensaje postal que me trae la confirmación de su amistad, de nuestra amistad”, respondía Consuelo Berges a una primera carta de Carmen Conde, el 23 de enero de 1921. Ni Consuelo Berges ni Carmen Conde, entonces todavía una escritora no conocida, habían coincidido nunca antes de 1921. Pero se admiraban y se reconocían y abrieron un cauce habitual en las relaciones entre mujeres para iniciar una amistad: el de la correspondencia. “Las pocas líneas suyas que conozco a través de nuestra Concha [Méndez] y del Diario español me hicieron presentir en usted toda una compañera gentil, de corte inteligente y cordial”, continuaba señalando desde Argentina Consuelo Berges. Esta forma epistolar de iniciar una amistad, que en este caso duró de por vida, fue habitual entre las modernas5. De la misma manera iniciaron su correspondencia Ernestina de Champourcín y Carmen Conde en 1927. Tampoco Champourcín conocía personalmente a Conde. Sabía de ella por haber leído sus artículos y poemas y por las palabras de elogio que su admirado maestro, Juan Ramón Jiménez, le hizo de la obra de Carmen Conde (Guardia 2016). Estas amistades epistolares entre mujeres se iniciaban con la certeza de compartir valores e intereses. “Con verdadero placer inicio esta correspondencia reiterándole mi viva simpatía y con el deseo de que estas cartas nos hagan intimar un poquito, ya que tácitamente estamos unidas por comunes admiraciones e ideales”, escribía Ernestina de Champourcín a Carmen Conde (2007: 58). Aquellas que se estaban construyendo como escritoras utilizaban sus cartas para exponer dudas, recibir comentarios y reflexionar sobre las obras propias y ajenas. “Soplo que va y no vuelve me ha gustado íntegramente. Algunos de sus relatos, cuentos casi, me han conmovido”, escribía Concha Zardoya a Carmen Conde en 1944. “Hay calidad,

5 Consuelo Berges a Carmen Conde, Buenos Aires, s. f. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde.

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emoción, vida, hondura, belleza”, concluía6. “Como no soy poeta no puedo decirte de Pasión de verbo sino que lo he leído de un tirón, en tensión ascendente, hasta llegar a ese arrebatador y teresiano ‘Arrebato’ del final”, escribía Carmela Iglesias, también en 1944, a Carmen Conde7. “Me hubiera gustado escribirle hace unos meses. Cuando a través de Ginés de Albareda me llegó un estremecedor poema de usted, ‘La abandonada’ que me impresionó como ningún otro poema me impresionó jamás. Creo que pertenece a un nuevo libro suyo, Vendimia, que aquí no ha llegado aún”, escribía Consuelo Berges a Gabriela Mistral el 25 de junio de 1954 (Archivo del Escritor. Biblioteca Digital Nacional de Chile). Esos comentarios sobre las obras de unas y de otras invadieron todas sus cartas. En las épocas más dramáticas de la historia de España, las cartas se llenaron de contenido político. “La lucha ha sido dura. Todo estaba contra nosotros y aún así hemos vencido. El triunfo ha sido arrollador”, escribía optimista Victoria Kent a Gabriela Mistral desde Jaén el 27 de febrero de 1936. Y continuaba: “Tenemos que tener fe en que el gobierno continuará su obra sin descanso, con la misma energía que hasta aquí y con la misma templanza” (Archivo del Escritor. Biblioteca Nacional Digital de Chile). “Se aproximan tiempos difíciles”, le escribía en otra carta, en abril, Victoria Kent a Gabriela Mistral viendo la tragedia que se aproximaba en España y excusándose por no visitarla en Portugal8. “No quiero ni casi puedo volver a España mientras Franco esté en el poder […]. Creo que para nuestra desgracia continuará hasta su muerte, el tirano goza de buena salud”, escribía premonitoriamente Concha Zardoya a Gabriela Mistral en 19499.

6 Concha Zardoya a Carmen Conde, 28-7-1944. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver. 7 Carmela Iglesias a Carmen Conde, 19-8-1944. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver. 8 Victoria Kent a Gabriela Mistral 18-4-1936. Archivo del Escritor. Biblioteca Digital Nacional de Chile. 9 Concha Zardoya a Gabriela Mistral, 3-10-1949. Archivo del Escritor. Biblioteca Digital Nacional de Chile.

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Estas mujeres, casi todas vinculadas a los grupos políticos progresistas, durante la Segunda República y la Guerra Civil y la posguerra —cuando unas habitaron el exilio exterior y otras permanecieron en el exilio “interior”— se articularon en una auténtica red de ayuda y de apoyo para impulsar sus carreras profesionales. “Y he aceptado por fin un oscuro, neutro y modesto empleo matutino de archivera”, le escribía Consuelo Berges a Carmen Conde, “Y a propósito: Clara que tiene unas intuiciones inesperadas, piensa en ti como directora escolar del magnífico Orfanato del Pardo”10. Aquellas que ambicionaban una carrera como escritoras intercedieron en las revistas en donde publicaban unas para ayudar a las que menos prestigio tenían y buscaban editoriales y contactos para poder editarse. También, a veces, unas escribían sobre la vida y la obra de las otras. O se prologaban sus obras, o se las dedicaban, o escribían reseñas en las revistas especializadas. Así Gabriela Mistral publicó en El Nacional de México un “Recado sobre Victoria Kent”, el sábado 18 de agosto de 1936. Concha Zardoya le dedicó a Gabriela Mistral su primer libro de poemas. “Ha llegado a sus manos… mi primer libro de poemas dedicado a usted, Pájaros del nuevo mundo”, le contaba Zardoya a Gabriela Mistral reanudando una amistad interrumpida durante la guerra civil11. “Gracias por el brevísimo comentario a mis dos libros. Y me atrevo a soñar que algún día me hablará de ellos algo más extensamente… y gracias también por su triple cita en revistas hispanoamericanas”, escribía Concha Zardoya a Mistral en 194812. También Gabriela Mistral, recordemos que era la escritora con más prestigio de todo el grupo, escribió prólogos y luchó para conseguir editoriales para sus amigas. Así prologó el libro Júbilos de Carmen Conde (Guardia 2016: 159). La búsqueda de revistas o editoriales en donde publicar fue siempre tarea de todas. Consuelo Berges recorrió con Júbilos, el libro de 10 Consuelo Berges a Carmen Conde, Madrid 19-4-[s. a.]. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver. Archivo Carmen Conde. 11 Concha Zardoya a Gabriela Mistral, Urbana, 14-10-1948. Archivo del Escritor. Biblioteca Digital Nacional de Chile. 12 Concha Zardoya a Gabriela Mistral, 18-12-1948. Archivo del Escritor. Biblioteca Digital Nacional de Chile.

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Carmen Conde, muchas editoriales recibiendo el no por respuesta. Por fin, en 1934, con la ayuda de sus amigas, la edición de Júbilos, en una pequeña editorial murciana, Sudeste, fue posible (Guardia 2016). “¿A qué revista de Hispanoamérica podría enviar ensayos o poemas?”, escribía Concha Zardoya a Gabriela Mistral ya desde Urbana en los Estados Unidos en 1948, “tengo escritos estudios sobre el humanismo y el misticismo de Huxley, sobre Gil Vicente, sobre Vicente Alexandre, sobre Dámaso Alonso”, concluía Zardoya13. La dureza del exilio interior y exterior llevó a que la petición de favores entre ellas se incrementase. Sobrevivir solas, muchas veces sin sus estudios universitarios convalidados, al margen, en el caso de las escritoras, de los circuitos literarios nacionales fue, como se aprecia en sus cartas, tarea de una dificultad enorme. “Trabajo por las tardes con Taracena en el Arqueológico […], gracias a vosotras y a Cayetano”, escribía Concha Zardoya desde Madrid a Carmen Conde y Amanda Junquera en 194114. “Tengo ahora una clase de Latín que me pagan decorosamente, como sigo con lo de Taracena y sigo cosiendo…”, escribía también Zardoya a Conde cuatro meses después15. “Desde mi vuelta de la emigración defiendo modestamente mi vida material trabajando para la editorial Aguilar. [Hago] traducciones masivas, tales como las obras completas de Stendhal, con sus correspondientes prólogos”, escribía Consuelo Berges a Gabriela Mistral, “Labor artesana y precaria, pero que me va permitiendo aunque a veces muy difícilmente mantener mi tarea y mi ya realmente prehistórica repulsión al colaboracionismo”, continuaba su texto Berges. “Y ahora Aguilar me encomienda un encargo que me ilusiona mucho aunque me asuste un poco. Su antigua aspiración de incluir en un tomo de su colección Joya la obra completa

13 Concha Zardoya a Gabriela Mistral, Urbana, 2-11-1948. Archivo del Escritor. Biblioteca Digital Nacional de Chile. 14 Concha Zardoya a Carmen Conde y Amanda Junquera, 27-6-1941. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver. Archivo Carmen Conde. 15 Concha Zardoya a Carmen Conde, 24-10-41. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver. Archivo Carmen Conde.

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de usted”16. “No sé si me animaré a escribir a Amira de la Rosa, su marido es muy de la situación española”, escribía desde Nueva Orleans Concha Zardoya a Gabriela Mistral, “y temo que en el caso de encontrar a través de ellos una oportunidad de publicar mi libro lo sea en una editora nacional cosa que tendría que rechazar debido a mis principios. Aun pasando hambre nunca claudiqué en España. Cómo podría hacerlo ahora que tengo resuelta, por fin, mi vida económica”, concluía17. Carmen Conde, gracias a sus contactos epistolares durante años con todas estas modernas, en el interior de España, exiliadas o residentes en el exterior, impulsó la cohesión de la red contando con ellas para diferentes proyectos. “Entregué hoy los últimos ‘perpiajos’ biográficos de esas damas laborísticas”, escribía con humor Consuelo Berges a Carmen Conde, “Quince o veinte notas de unas pocas líneas excepto dos o tres que han alcanzado los honores de las dos cuartillas […] Han sido entregadas todas menos unas cuantas incontrolables, y doña Urraca porque hay nada menos que tres homónimas de categoría histórica”, continuaba su misiva Berges, “sin contar a doña Urraca Pastor, gran extraperlista editorial. Por Dios, por España y el rey tararí, tararí, tararí…”, concluía cómplice Consuelo Berges. Uno de los rasgos más sobresalientes de estos epistolarios entre las modernas es su alto grado de complicidad. Estas mujeres fueron lo que Margaretta Jolly denominó, en su estudio sobre las cartas escritas entre las feministas de los años setenta, mujeres confidentes (2007). Eran efectivamente cómplices de cosas que solo ellas sabían. Y era una forma de apoyarse y de reconocerse en sus vidas afectivas muchas veces construidas al margen o de forma paralela a sus relaciones con los varones. Muchas de ellas vivieron o tuvieron relaciones con mujeres y en algunos casos además, como ocurrió con Carmen Conde o Amanda Junquera, de tener maridos.

16 Consuelo Berges a Gabriela Mistral, 25-6-1954. Archivo del Escritor. Biblioteca Nacional Digital de Chile. 17 Concha Zardoya a Gabriela Mistral, Nueva Orleans, 31-1-1952. Archivo del Escritor. Biblioteca Digital Nacional de Chile.

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Ese acuerdo no explícito de confidencialidad tejido por ellas se aprecia en la correspondencia. Se cuentan cosas, se escriben dos a dos, se ayudan en sus decisiones amorosas y se percibe una inmensa complicidad y un sentido grande de “nosotras”, de comunidad. “No he visto a Gabriela (Mistral) y no sé por qué”, le escribía Consuelo Berges a Carmen Conde el primer día de enero de 1934, “pues la última vez que estuve con ella […] me ganó de una manera profunda, peligrosa. Quizás por esto no la he vuelto a ver”, continuaba Consuelo. “Hace poco me hablabas del lastre de mi corazón. Realmente es un lastre tan excesivo ya que naufragaré cualquier día […] ¿Se podrá llegar a la locura afectiva?”, concluía Consuelo Berges (Archivo Carmen Conde. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver). “Qué te consuele Amanda todos los olvidos y las obligadas renuncias nuestras, mías”, escribía una celosa Concha Zardoya a Carmen Conde en 1941. “Ella lo puede y lo logra todo. ¡Bendito ser cruzado en tu destino! Posiblemente nadie mejor que yo os comprende tan ancha amistad en vilo, tan vivísimo acendramiento”, concluía Zardoya18. Poco después surgía un inmenso agradecimiento de Concha Zardoya hacia sus amigas. Tras una estancia de Concha Zardoya y de su amiga Carmela Iglesias en la casa que compartían fines de semana y vacaciones, Carmen Conde y Amanda Junquera en El Escorial, Concha fue capaz de decidir su futuro afectivo sin sombras. “No hay interrogaciones, te lo aseguro pues nuestro invierno dependerá de nosotras. Nada puede asaltarnos y rompernos”, escribía una emocionada Concha Zardoya a Carmen Conde recordando su fortalecida relación con Carmela Iglesias, “La llama encendida de nuestro ánimo, es antorcha, es guía, es calor, es seguridad”, concluía19. Las cartas además contenían secretos compartidos. Concha Zardoya, desde los Estados Unidos, enviaba a Carmen Conde y Amanda Junquera una carta con un dibujo en donde aparecen dos mujeres en

18 Concha Zardoya a Carmen Conde, 15-7-1941. Patronato Carmen conde-Antonio Oliver. Archivo Carmen Conde. 19 Concha Zardoya a Carmen Conde, 20-10-41. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde.

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la proa de un barco bautizado como Ifach. Allí, en el Peñón de Ifach, en un viaje emprendido en plena Guerra Civil por Amanda Junquera y Carmen Conde, las dos mujeres sellaron su relación. El 5 de enero de 1942 Carmen Conde anotaba, todavía emocionada, en su Diario: “Tres años de una noche de luna en Ifach, viniendo de Murcia a Valencia. Tres años”20. En muchos casos estas cartas cómplices de unas modernas a otras están dirigidas a parejas de mujeres y están escritas y firmadas al alimón. Y eso es un rasgo único de los epistolarios de las mujeres modernas. Consuelo Berges y Concha Méndez escribieron siempre juntas a Carmen Conde durante su estancia en Argentina y su posterior viaje a Francia antes del estallido de la Guerra Civil española. Concha Zardoya y su pareja Carmela Iglesias encabezan juntas las cartas de Carmen Conde y cuando ellas escribían también incluían a Amanda Junquera. “Muy queridas dos” era el encabezamiento habitual de las Cartas de Concha Zardoya a Carmen Conde y a Amada Junquera21. “Os abraza a entrambas [sic] Consuelo”, firmaba su carta dirigida a Carmen Conde y a Amanda Junquera, Consuelo Berges22. “Apretados y cariñosos abrazos de las dos para las dos”, escribían Concha Zardoya y Carmela Iglesias a Carmen Conde y Amanda Junquera23. Esta forma de afrontar los epistolarios dice mucho de estas amistades, estrechas, apasionadas y largas entre mujeres que todavía —como señalaba para la América victoriana Carroll Smith Rosenberg, ya en 1985— “Es un fenómeno del que todos los historiadores saben algo, pocos han profundizado en él, y ninguno ha escrito sobre él” (53). Y es una carencia importante porque estos grupos de mujeres conformaron comunidades literarias y afectivas fuertes, porque es un

20 Patronato Carmen Conde Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde. Agendas de Carmen Conde, Transcripción de Caridad Fernández (año 1942). 21 Concha Zardoya a Carmen Conde y Amanda Junquera, 27-6-1941. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde. 22 Consuelo Berges a Carmen Conde, 22-7-1945. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde. 23 Concha Zardoya a Carmen Conde, 18-6-1944. Patronato Carmen-Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde.

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fenómeno que transciende las historias nacionales, porque son redes potentes de editoras, escritoras y políticas que para comprenderlas no hay que obviar su forma querida y luchada de vida. Y sobre todo porque estas comunidades de mujeres no cumplen con el canon que tradicionalmente sirve para narrar la historia de la vida privada de los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta del siglo xx. Además, como veremos al afrontar los otros epistolarios, en concreto los de las mujeres del medio siglo, fue una forma de vivir y de hacer que se quebró. La domesticidad fuertemente construida en la década de los cincuenta rompió con esa forma de ser mujer libre e independiente que caracterizó a las mujeres modernas. Son estas redes de mujeres de las vanguardias las que inician también una correspondencia fluida con la generación española del medio siglo. En estos epistolarios de las mujeres de las dos generaciones existieron diferencias claras con los escritos solo entre las modernas. La propia materialidad de las cartas es muy distinta. Carmen Laforet rara vez cuidó el soporte de sus cartas. Sus cartas con Carmen Conde son personales, casi siempre sin membrete y en papeles muy diferentes. Cuando escribió desde Roma, Laforet sí utilizó un sencillo y estético membrete con nombre y dirección. Y ella misma reconocía esa diferencia con sus mayores en una de sus cartas a Carmen Conde: “Me encanta haber conocido los ordenados papeles en los que escribes. Los ordenados libros”, escribía llena de admiración y señalando una clara diferencia en la forma de hacer de las dos24. Lo mismo ocurrió con las cartas de Ana María Matute y Victoria Kent. La práctica epistolar se había debilitado y esta nueva generación de escritoras no siempre consideró necesario un papel especial para su correspondencia. Las cartas de las mujeres de la posguerra estaban casi siempre escritas a mano pero Carmen Laforet sí utilizó la máquina de escribir en alguna ocasión y, como ocurrió con la generación de las modernas, también se disculpó. Seguía considerándose descortés utilizarla. “Per-

24 Carmen Laforet a Carmen Conde, s. f., Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde.

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dón por la máquina. Tengo una tinta aguada para mi estilográfica en este momento. Y aunque quizás te vayan muchas letras cambiadas, soy mecanógrafa muy dudosa, espero que me disculparás”, concluía25. Si en los años veinte y treinta del siglo xx, las más jóvenes se acercaban a las mayores, en los años cincuenta y sesenta fueron las de más edad y experiencia literaria las que se acercaron con sus misivas a las más jóvenes. La correspondencia de Carmen Conde con Carmen Laforet fue una labor que debemos a la constancia de Carmen Conde, la más mayor, aunque a veces, sobre todo en los diarios inéditos de Carmen Conde, se aprecia cierta fatiga por lo que ella denomina egocentrismo de Carmen Laforet. Es verdad que la primera carta fue de Carmen Laforet a Carmen Conde para darle las gracias por una reseña elogiosa de Carmen Conde publicada en Cuadernos de Literatura Contemporánea en 1946 (Caballé/Rolón 2010: 481). Esa primera carta data de febrero de 1947 y a ella le siguieron, que sepamos, dieciséis más. Todas, menos una, son manuscritas, muchas con dibujos y casi todas sin año, ni mes. Sí aparece el día. Carmen Laforet las envía desde Madrid, Santander, Águilas y Roma. El pacto epistolar entre Carmen Conde y Carmen Laforet fue difícil y desigual. Carmen Conde contactó, tras un silencio, de nuevo, con Laforet, le envió sus libros y le demostró su admiración. Y Laforet aunque dubitativa mantuvo el envite. “Yo no sé si escribiré más, y si escribiré lo que saldrá […]. A mí siempre me conmueve la continuidad de vuestro recuerdo y afecto que comparto”, les escribía Carmen Laforet a Carmen Conde y a Amanda Junquera26. Pero no solo le sorprendía sino que le costaba. Estas escritoras del medio siglo fueron más individualistas, menos gregarias que las escritoras de las vanguardias. No vieron la necesidad de agruparse, de protegerse. “Hace algunos años, me mandaste una carta cuando eras Florentina del mar para mí”, le escribía Carmen Laforet a Carmen Conde, “Me acuerdo que decías en ella que deberíamos

25 Carmen Laforet a Carmen Conde, s. f. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde. 26 Roma, Carmen Laforet a Carmen Conde, 5-1-1976. Patronato Carmen Conde Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde.

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reunirnos y charlar de ‘algunas cosas que nos son comunes’. Yo pensé. No tengo cosas comunes con ningún escritor. No soy escritora”, continuaba Laforet, “era muy salvaje, muy terca, no quería acercarme a nadie que viniera a mí por lo que yo había escrito”, reconocía Carmen Laforet27. Pero sí quiso mantener la correspondencia con Carmen Conde pero en ningún caso para reconocerse y ayudarse como escritora. No necesitaba generar identidad de grupo. A Carmen Laforet las cartas con Carmen Conde le interesaban por los afectos. Le tenía un enorme cariño. “Conozco bien la hermosura de tu espíritu, y generosidad, tu cultivada inteligencia […] me encanta haberte conocido […] me siento muy a gusto a tu lado. Por eso te escribo”, concluía Carmen Laforet una de sus cartas dejando claro que las razones para la correspondencia de una y de la otra eran muy distintas28. Aún así, una vez recolocado el pacto epistolar, en su correspondencia, Laforet, hace mención a la bondad de la comunicación epistolar. Así Carmen Laforet reconoce en carta enviada el 17 de febrero de 1960 que las dos estaban destinadas a la comunicación escrita: “podía haberme comunicado contigo antes, por teléfono, por amigos intermediarios pero yo creo que nosotras estamos destinadas a la comunicación epistolar”, afirmaba Laforet. “Estoy otra vez en la cama, ahora con una gripe cogida al salir de casa de Juana Mordó”, escribía Carmen Laforet a Carmen Conde, “y tengo ganas de escribirte. Yo que no escribo nunca más que cartas muy necesarias, muy breves, muy estilo telegrama”, concluía Laforet (Archivo Carmen Conde. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver). Pero esa comunicación a pesar de no ser “literaria”, de no perseguir la creación de comunidad, seguía siendo costosa para la amiga más joven. “Hace unos días te escribí una carta hablándote de tu madre, de la imposibilidad de hablar contigo por teléfono, de tu libro del Escorial que tiene cosas preciosas…”, le escribía Carmen Laforet a Carmen Conde. “La carta se puso vieja. Hoy llevaré

27 Carmen Laforet a Carmen Conde, s. f. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde. 28 Carmen Laforet a Carmen Conde, s. f. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde.

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esta a tu casa, a mano”. Y la llevó (Archivo Carmen Conde. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver). Laforet fue una corresponsal muy original que en nada se parecía a las escritoras de las vanguardias. Ni utilizó el mismo soporte cuidado, ni perseguía los mismos fines, y a veces ni siquiera utilizó el medio de envío tradicional: el correo postal. Algo muy parecido ocurrió con la correspondencia entre Victoria Kent y Ana María Matute. Es Victoria Kent, la más mayor y lectora empedernida, quien escribe a la novelista para mostrarle su admiración. En total Victoria Kent le escribió desde Nueva York seis cartas, casi todas en el año sesenta y nueve, y conocemos también tres cartas de Ana María Matute a Victoria Kent. “La esperaba por estas tierras hace ya muchos meses después de su breve anuncio de llegada”, le escribía Victoria Kent a Ana María Matute, en 1969, y continuaba: “No tengo noticia de ninguna obra nueva escrita por usted y me interesan mucho sus libros”, iniciando así una correspondencia que a Kent le interesaba. “Acabo de dedicarle mi último libro, La trampa, que salió por correo ordinario”, le respondía Ana María Matute. “Espero con el mayor interés su último libro […]. Acusaré recibo en el momento que llegue. Soy, como usted sabe, una devota lectora suya. Me atrajo siempre su limpia derechura de fondo, su estilo sugestivo”, escribía a su admirada Matute, iniciando el tema literario Victoria Kent en octubre de 1969. Pero no pareció que a la escritora le interesase intercambiar una correspondencia literaria con Victoria Kent y no comentó ninguno de sus trabajos con ella. El pacto epistolar se quebró pronto. Para Matute no era una correspondencia necesaria29. Quizás uno de los rasgos que mejor reflejan las diferencias culturales de las dos generaciones de mujeres es la relación que con el ámbito doméstico tuvieron unas y otras. Los esfuerzos del franquismo por reconducir a las mujeres de nuevo al hogar e insistir en su función fundamental de madres y esposas caló hondo en la generación de escritoras del medio siglo. Existe un cambio en las cartas de estas mujeres de la posguerra que las aleja y mucho de las más mayores. Las modernas eran

29 Beinecke Rare Books and Manuscript Library. Louise Crane and Victoria Kent Papers, YCAL, Mss. 473.

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mujeres con menos cargas familiares. Tenían vidas amorosas pero solo una de todas las que he enumerado, Gabriela Mistral, tuvo hijos y fue una experiencia muy trágica. Carmen Conde perdió a una niña y nunca más quedó embarazada y las demás vivían solas o en pareja pero sin las ocupaciones que tuvieron las mujeres del medio siglo. Es verdad que sí se ocuparon de sus mayores, pero no tuvieron las obligaciones de cuidado que impuso la representación tradicional de la maternidad querida por el franquismo. Siendo como eran mujeres nada convencionales y la mayoría progresistas, las cartas de las escritoras del medio siglo están llenas de referencias a sus cargas familiares. “No te he ido a ver por cuestiones de ajuste doméstico. Me quedé solo con una muchacha pues mi economía zozobraba de manera peligrosa y en estos días aprendí a guisar con gran asombro de mi parte ya he lo he logrado sin envenenar a mi familia”, escribía Laforet a Carmen Conde30. Estos incisos domésticos no aparecen nunca en las cartas de las modernas. Es algo que recuerda esa exageración en la diferencia de funciones enarbolada por el franquismo y asumida por la cultura dominante de la España del medio siglo. En la misma carta Laforet expone cómo esas cargas domésticas son las culpables de su alejamiento de la escritura. “Hoy ha sido la primera vez que he escrito algo en este periodo”. Y esa queja por el exceso de las labores domésticas no era comprendida por Carmen Conde. Esta carta de Laforet, de alguna manera, recuerda a la carta enviada por Carmen Martín Gaite a Asunción Carandell, el 24 de junio de 1957, exponiendo entre muchas otras cosas sus dificultades para afrontar la tarea literaria y el cuidado de su hija (Riera/Carandell 2014: 45-46). Las mujeres de las vanguardias y las de la generación de posguerra participaron en la cultura epistolar. Las más mayores utilizaron las cartas con mayor frecuencia e intensidad que las mujeres del medio siglo. Eran cartas afectivas y literarias y ayudaron a configurar una comunidad de mujeres profesionales. Por un lado, hablaban de sus obras, de los problemas de edición, de las actividades culturales y políticas relevantes y en este sentido eran similares a las de los varones. Pero a

30 Carmen Laforet a Carmen Conde. s. f., Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver, Archivo Carmen Conde.

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su vez eran cartas confidentes. Cartas en donde todas compartían ese secreto de convivencia entre mujeres, de pasiones entre ellas. Y eso se aprecia menos en los epistolarios masculinos. La correspondencia entre estas mujeres de las vanguardias y las de las generaciones de posguerra fue más compleja. Las mujeres más jóvenes no sintieron esa innegable necesidad de la comunicación epistolar. No consideraron útil unirse y actuar como un grupo compacto de mujeres. Además, en sus cartas, se aprecia y mucho la cultura de la domesticidad enarbolada por el franquismo. Todas se sintieron madres y esposas, lo que dificultó, según ellas, su relación con la literatura. La correspondencia es un pacto entre dos partes y mientras que para las mujeres de las vanguardias fue algo necesario para arroparse y crear comunidad, para las de posguerra fue, en muchos casos, un mero empeño individual.

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Zardoya, Concha a Gabriela Mistral. Archivo del Escritor Biblioteca Digital Nacional de Chile. Zardoya, Concha, Carmela Iglesias a Carmen Conde y Amanda Junquera. Archivo Carmen Conde, Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver.

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La reconversión de los intelectuales falangistas a mediados del siglo: Gonzalo Torrente Ballester José Lázaro Universidad Autónoma de Madrid

En el año 1939 publicó Gonzalo Torrente Ballester dos folletos en la colección Cuadernos de Orientación Política de la Editora Nacional; se titulan Antecedentes históricos de la subversión universal y Las ideas políticas modernas: el liberalismo. El mismo año preparó y prologó una Antología de José Antonio Primo de Rivera, que va fechada en “Ferrol del Caudillo, agosto de 1939, Año de la Victoria”. En su prólogo, por ejemplo, Torrente escribe lo siguiente: José Antonio fue el primer político español contemporáneo, frustrado por anticipada muerte: por esa muerte que los honrados demócratas de todos los tiempos reservan para quienes intentan restaurar formas políticas ambiciosas y de gran estilo, las formas creadoras y heroicas. […] El burgués español conoce otros hombres y otros nombres; pero el pueblo, el pueblo que trabaja y que combate, el que muere en la guerra y pierde sus hombres, no conoce sino dos: uno, real, tangible, que a veces se ve o se oye: el Caudillo; otro, un poco raro, que suena en las imaginaciones populares como un héroe de tiempos pretéritos, del cual la gente tiene idéntico saber que tiene de sus santos o de sus héroes espontáneos y queridos: es José Antonio (Torrente Ballester 1939c: 13-14 y 19-20).

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Cuarenta años después, en una entrevista que concedió a La Voz de Asturias, Torrente Ballester expresó con toda claridad su postura ideológica en plena transición: Un socialismo que busque la solución del problema económico en sus dimensiones mundiales es la única solución para terminar con nuestros problemas de este orden, y eso ha de ser compaginado con lo que estimamos como una inapreciable libertad democrática. Es decir, que el ideal, a mi juicio, sería armonizar el liberalismo del siglo xix, no como fue, sino como quería ser, y el socialismo. Evitando, eso sí, las mediocridades y toda esa serie de pequeñeces que con mucha frecuencia van inherentes en estas revoluciones (Rodríguez Sánchez 1978: 15).

Precisó además, en aquella entrevista asturiana, un dato importante: dijo que su gran giro ideológico lo podría documentar quien analizase bien su obra escrita y situó concretamente ese cambio entre 1943 y 1945. Ahora bien, para entenderlo y documentarlo realmente en su contexto —dentro del proyecto de investigación en que se enmarca este trabajo— ha sido necesario ampliar ese periodo y revisar sus publicaciones desde 1937 hasta 1946. Y en aquella sustanciosa entrevista de 1978, Torrente dijo otras cosas también muy reveladoras. Se refirió a la pobreza en la que vivió siempre, haciendo grandes esfuerzos por llegar a fin de mes, tanto en la época de Franco como en los primeros años de Juan Carlos I. De hecho no fueron sus exquisitas novelas las que le permitieron comprar por primera vez un piso, con setenta años cumplidos, sino la adaptación banalizada de una de ellas como serial televisivo y el posterior Premio Planeta. También añadió en la misma ocasión que cuando se habla de “cambiar de chaqueta” se solía hacer como un reproche moral a los listillos que dejan una bicoca para disfrutar de otra mejor, no a los que salen de Guatemala para caer en Guatepeor. Y recordó, una vez más, que todos los españoles en la época de la guerra y del franquismo, si no apoyaban con entusiasmo al régimen, tenían que buscar algún tipo de encaje razonable en la realidad del país, porque la única alternativa que existía a esa adaptación era la cárcel o el destierro, aparte del garrote vil en algunos casos.

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El objetivo de este capítulo es empezar a demostrar que, más allá de su conocida etapa falangista, hay documentación suficiente, tanto en obras publicadas como en fuentes inéditas de archivo, para demostrar que su evolución tiene una coherencia de fondo y un sentido que muestra, junto a concesiones impuestas por las circunstancias, una clara congruencia entre las convicciones íntimas de Torrente desde su adolescencia hasta su muerte, entre las confidencias privadas y las manifestaciones públicas (Cercas 1994; Campos Cacho 2009). Dos declaraciones suyas, puestas en relación entre sí, son esenciales para justificar esta tesis. La primera procede de un artículo del Faro de Vigo fechado en 1965, y por tanto no es una declaración improvisada sino una afirmación pensada, escrita y publicada deliberadamente. Su tono es rotundo, quizá demasiado rotundo, y dice: Estoy seguro de mis intenciones. Y, por supuesto, de mi independencia y de mi libertad. Mi pluma no sirve, o no intenta servir, más que a la verdad y a la justicia. Si alguna vez me he equivocado, no ha sido a sabiendas. Si alguna vez me he excedido, fue por dejar que el corazón, turbulento siempre, alterase la frialdad de la mente y la contagiase. Pero jamás he mentido deliberadamente, jamás defendí una idea en la que no creo o en la que, entonces, no creyera. Si algún valor tienen mis escritos, o, más que los escritos mismos, la actitud personal que revelan, es la sinceridad (Torrente Ballester 1965).

La otra declaración sobre el mismo tema, aún más importante, procede de un libro poco conocido de conversaciones con Lola Suardíaz Espejo que se titula Gonzalo Torrente Ballester, evidentemente. La desgana con que el autor responde en esas páginas a su entrevistadora es congruente con la escasa agudeza de las preguntas, pero a pesar de ello hay algunas respuestas que por su espontánea sinceridad adquieren un gran valor para nuestro tema: He vivido momentos en que era fácil enriquecerse. El hecho de que el enriquecimiento fuese fácil por ciertas circunstancias o por ciertos procedimientos que yo no aprobaba, me llevaron siempre a no ceder, a rechazarlo, a preferir la pobreza o la modestia a una situación mucho más boyante pero que me habría costado un sacrificio de orden moral. No quiero decir que en este aspecto esté libre de pecado, pero yo los pecados que recuerdo a este respecto son exactamente peccata

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José Lázaro minuta, ¿estamos?, es decir, pequeñeces. Por ejemplo, escribir un articulo con cuyo contenido estaba disconforme, porque si no lo escribía me echaban del periódico, ¿estamos? Bueno, en ese tipo de cosas fui indulgente, pero siempre, ya digo, cosas pequeñas, aunque fueran fundamentales. Nunca valores fundamentales, varié valorcillos, diríamos (Suardíaz Espejo 1996: 43-44). [La causa fue], evidentemente, mi carácter. Entendiendo que dentro de la palabra carácter podemos incluir las normas éticas. Yo siempre he tenido y sigo teniendo unos principios de conducta heredados, que me han impedido con mucha frecuencia, y concretamente en este caso que tú preguntas, el aprovecharme de una situación favorable (Suardíaz Espejo 1996: 15).

La documentación revisada permite concluir que esos peccata minuta, esas “cosas pequeñas”, esos artículos insinceros escritos para que no le echaran del periódico eran, por ejemplo, algunos que publicó Torrente en los años cuarenta con lamentables elogios a Franco, al que despreciaba ya entonces, como muestra, por ejemplo, el análisis de El golpe de Estado de Guadalupe Limón (Torrente Ballester 1946). Por el contrario, en aquella misma década de los cuarenta, resultan sinceras y auténticas sus entusiastas apologías de José Antonio Primero de Rivera, cuyas ideas Franco se encargó de mutilar y tergiversar en cuanto tuvo la suerte de que lo fusilaran en Alicante. Afirma, Gonzalo Torrente, en el año 1996: El episodio de la guerra es ideológicamente muy confuso. En primer lugar porque en la zona franquista donde yo vivo coexisten varias ideologías, fundamentalmente dos: la carlista y la falangista, que se unen artificialmente, porque son incompatibles. A la ideología falangista se le puede llamar fascista, pero también se le puede llamar no fascista, porque es una ideología que antes de la guerra no se había establecido en un sistema, y que se intentó establecer en un sistema durante la guerra y después de la guerra, por razones muy pragmáticas, ¿verdad? Muy pragmáticas y además no desde dentro sino desde fuera. Es decir, existe un grupo de señores, que pudiéramos llamar la izquierda falangista, que tiene un interés manifiesto y activo por la reforma social. En algunos aspectos muy avanzados. En algunos aspectos tan avanzados como, por ejemplo, la nacionalización de la banca y cosas por el estilo. Naturalmente el equipo triunfante no está de acuerdo con esto. Entonces hay el gran engaño de la posguerra, que es un gran engaño al grupo con el cual yo tengo relaciones y al que pertenezco. El grupo de la revista Escorial (Miller 1989: 185-186).

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Este es un punto en la trayectoria ideológica de Torrente sobre el que existen pocas dudas (a diferencia de otros). Como se verá a continuación en pasajes inéditos de sus diarios juveniles, Torrente, a finales del año 1931, ya estaba claramente identificado con un socialismo revolucionario que se expresaría de forma directa en varios de los 27 puntos en que Ramiro Ledesma y José Antonio Primo de Rivera sintetizarían tres años después, en octubre de 1934, el programa fundamental de la Falange. Estos puntos representan lo que en la cita anterior denominaba Torrente “izquierda falangista”, los que provocaron la temprana ruptura con Franco del mentor e íntimo amigo de Torrente, Dionisio Ridruejo, y el progresivo alejamiento del régimen franquista de los demás miembros del grupo Escorial, que compartían sin duda las ideas de Ridruejo, aunque, por razones personales, laborales y familiares, no tuviesen el valor y el arrojo —hay que decir incluso la temeridad heroica— con que Ridruejo se enfrentó a Franco desde el decreto de unificación en 1937 y rompió definitivamente con él mediante su famosa y virulenta carta en 1942, condenándose así, para el resto de su vida, a las represalias, los exilios y la asfixia económica, que muchas veces tuvieron que paliar los apoyos de sus amigos más prudentes y menos impulsivos (Penella 2006 y 2013; Pradera 2014; Ridruejo 2007). Aquel programa falangista, rápidamente olvidado por la Falange franquista desde la ejecución de Primo de Rivera, entre otras cosas decía: 10. Repudiamos el sistema capitalista, que se desentiende de las necesidades populares, deshumaniza la propiedad privada y aglomera a los trabajadores en masas informes, propicias a la miseria y a la desesperación […]. 11. El Estado Nacionalsindicalista no se inhibirá cruelmente de las luchas económicas entre hombres, ni asistirá impasible a la dominación de la clase más débil por la más fuerte.  12. La riqueza tiene como primer destino —y así lo afirmará nuestro Estado— mejorar las condiciones de vida de cuantos integran el pueblo. No es tolerable que masas enormes vivan miserablemente mientras unos cuantos disfrutan de todos los lujos.  13. El Estado reconocerá la propiedad privada como medio lícito para el cumplimiento de los fines individuales, familiares y sociales, y la protegerá contra los abusos del gran capital financiero, de los especuladores y de los prestamistas. 

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José Lázaro 14. Defendemos la tendencia a la nacionalización del servicio de Banca y, mediante las corporaciones, a la de los grandes servicios públicos.  15. Todos los españoles tienen derecho al trabajo. Las entidades públicas sostendrán necesariamente a quienes se hallen en paro forzoso. 19. Organizaremos socialmente la agricultura por los medios siguientes: distribuyendo de nuevo la tierra cultivable para instituir la propiedad familiar y estimular enérgicamente la sindicación de labradores.

Ahora bien, no se pueden citar estos puntos programáticos de la Falange original de 1934 sin mencionar que junto a ellos aparecen otros que justifican plenamente su fama de ser la variante española del mismo fascismo que floreció por entonces en Italia o Alemania, por ejemplo: 3. Tenemos voluntad de Imperio. Afirmamos que la plenitud histórica de España es el Imperio […]. Respecto de los países de Hispanoamérica, tendemos a la unificación de cultura, de intereses económicos y de poder. España alega su condición de eje espiritual del mundo hispánico como título de preeminencia en las empresas universales […]. 6. Nuestro Estado será un instrumento totalitario al servicio de la integridad patria. Todos los españoles participarán en él a través de su función familiar, municipal y sindical. Nadie participará a través de los partidos políticos. Se abolirá implacablemente el sistema de los partidos políticos, con todas sus consecuencias: sufragio inorgánico, representación por bandos en lucha y parlamento del tipo conocido.

Estas frases del programa falangista original de 1934 ilustran un hecho decisivo para entender la evolución de Torrente y de sus camaradas. Hasta que fusilaron a Primo de Rivera y Franco se encargó de usurpar, tergiversar y castrar sus ideas, sus símbolos y sus estructuras organizativas, la Falange original parecía ser una verdadera ensalada ideológica compuesta por socialismo revolucionario, patriotismo imperialista, autoritarismo totalitario y catolicismo ortodoxo. Pues bien, en un diario íntimo de Torrente Ballester cuando vivía en Bueu (el pueblecito gallego que sirvió de modelo a la Pueblanueva de Los gozos y las sombras) y tenía 21 años, escribe lo siguiente el día 8 de noviembre del año 1931 (el año no figura en el manuscrito pero

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se puede comprobar por sus referencias a hechos históricos como la sublevación de Jaca): Aún no me referí, en este diario, a la taberna de Escanio. Se le denomina “Jaca”, a causa de su vitalidad política. Está integrada por hombres sencillos, atentos a su inmediato problema. Francisco Escanio es un estupendo hombre —Capitán de la pata de palo— con historia peregrina en las Américas. Es el Jefe y el Guía. Juan Carballeira y yo vamos —a veces— allí, y discutimos —y exponemos— ideas sobre economía y política. Hay algo en lo que nos sentimos unánimes: la necesidad de una reforma social. Auténtica, profunda, definitiva. Una Revolución. Pero tropezamos al llegar a Dios. Carballeira y yo hablamos de Él. No es Católico —sí cristiano—. Escanio no cree en Dios. No siente la necesidad de Dios. Realmente, verdaderamente: no tiene tiempo de creer en Dios. Nosotros le acosamos. Él sabe que no somos unos vivos, no cree que prediquemos a Dios, “opio del pueblo”, para vivir ricamente. Cree en nosotros, que amamos el Comunismo y la Revolución. Le sacamos de quicio y acaba de admitir a Dios, pero “con otro nombre”. Dios, no. Pero Dios, sí. Causa primera, etc. Escanio es un intelectual. No tiene, no siente angustia metafísica. Yo lancé la palabra piedra de toque —“¿No sentís pena al pensar que vais a morir, a ‘no ser’?” —Claro. Hay que cultivar esa pena, germen de angustia, y valerse de ella para conducir a estos hombres a Dios. ¡Pero cómo nos estorba, no la Iglesia, el Clero! Estos hombres son furiosamente, justamente anticlericales. Aquel viejo sin cejas, hombre alegre a pesar de 60 años de sufrimiento, hablaba de quemar A TODO. No, a Cristo no. Estos hombres sencillos detestan a Dios por la ignominia de sus Ministros. Gran medida política de la Iglesia: purificarse1.

Esta entrada de un diario íntimo en 1931 es mucho más valiosa que docenas de declaraciones públicas muy posteriores de su autor, en las que se mezcla la sinceridad con los “pecadillos de supervivencia”. El futuro falangista, tres años antes de que se fundase la

1 Propiedad en la actualidad de su hija, Marisa Torrente Malvido. Citado con autorización de ella y de sus hermanos.

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Falange, en un texto que solo estaba destinado a sus propios ojos, y que probablemente no fue leído por nadie desde que se escribió hasta la actualidad, escribe que sus amigos y él mismo aman el comunismo y la revolución, que de los proletarios comunistas y anarquistas solo les separa la cuestión de Dios y que la culpa de que sus compañeros de taberna se consideren ateos no es Dios el que la tiene sino la ignominia de sus ministros, el clero español puesto al servicio de la injusticia social y necesitado de una purificación que solo podría lograr un socialismo revolucionario. Faltaban cinco años para que Gonzalo Torrente Ballester se adhiriese oficialmente al falangismo, en aquel momento aún no nacido, pero las condiciones previas ya se daban: una opción clara por una revolución socialista y totalitaria que coincidía con la comunista en casi todo. Una de las diferencias —probablemente la más importante— era su carácter religioso y cristiano. Torrente estaba en París, recogiendo documentación para su tesis, el 18 de julio de 1936. En aquel momento era (o lo había sido hasta poco antes) secretario en Ferrol del Partido Galleguista. En innumerables entrevistas a partir de los años setenta tuvo que responder a la pregunta de por qué decidió unas semanas después de iniciada la guerra, regresar de París a España por el puerto de Vigo y no por uno de la zona republicana. Con más o menos detalles, su respuesta fue siempre la misma: porque en Galicia estaban su mujer y sus dos hijos, que le importaban mucho más que la Guerra Civil. Si hubieran estado en Valencia, allí se hubiese ido. Y en Vigo lo recibió su padre, diciéndole —asustadísimo al verlo— que casi todos sus amigos ya habían sido fusilados. En el trayecto por carretera desde Vigo a Ferrol, Torrente fue contando los cadáveres que veía en la cuneta. Esa misma noche el Padre Fermín, director del colegio en que habían estudiado los hermanos Torrente Ballester y sacerdote de toda confianza de la familia, tras hacer discretamente las oportunas consultas a las correspondientes autoridades, le dejó claro al joven Gonzalo que tenía dos opciones: pedir inmediatamente el carné de Falange o prepararse para el pelotón de fusilamiento. Si se leen los discursos de José Antonio Primo de Rivera y los escritos tempranos de Dionisio Ridruejo o de Pedro Laín, junto con los

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panfletos falangistas que Gonzalo Torrente Ballester publicó en 1939, y se completan con los trabajos que en los últimos años ha publicado Diego Gracia sobre la generación de 1936, las cosas quedan muy claras: hubo en España durante los años 1936-1939 un enfrentamiento armado de los que defendían una revolución socialista y totalitaria con internacionalismo prorruso y ateísmo frente a los que defendían una revolución socialista y totalitaria con nacionalismo español y catolicismo. (Dejo al margen de este análisis la cuestión de los anarquistas, los liberales y algunos otros grupos ideológicos minoritarios). No había demócratas auténticos ni entre los comunistas ni entre los falangistas; cada bando tenía un proyecto totalitario con elementos comunes (nacionalización de la banca, reforma agraria) y elementos diferenciales (nacionalismo, religión), pero en ambos bandos había un pequeño núcleo de idealistas que luchaban por lo que noblemente consideraban lo mejor para el pueblo español y también había, en ambos bandos, una gran cantidad de aprovechados, sinvergüenzas, oportunistas y ladrones que empleaban la violencia para amasar poder y dinero (aparte del generalmente pequeño, pero muy activo, grupo de psicópatas y sádicos, en el sentido psicopatológicamente técnico del término, que aprovechaban la ocasión para gozar sin restricciones de la tortura y asesinato de seres humanos, para disfrutar torturando y matando con la excusa de la Guerra Civil). Había muy pocos demócratas por entonces. En el año 36 en España se enfrentaron dos maneras de entender el socialismo (al margen, como he dicho, de los requetés, monárquicos, republicanos, liberales, anarquistas y oportunistas de todos los colores, claro está). Había un proyecto de socialismo católico y otro ateo, uno profascista y otro prosoviético. Ninguno de los dos rechazaba la violencia y en ocasiones ambos la utilizaban. Gente como Laín, Ridruejo y Torrente encontraron en el falangismo una síntesis de patriotismo, catolicismo y socialismo jerárquico que, en su juventud, verdaderamente les fascinó. Pero, al comprobar el abismo que se abría entre la revolución sindicalista que ellos esperaban y el régimen que Franco construyó a su imagen y semejanza, el resultado no podía ser más que la decepción, la amargura y el escepticismo. En uno de sus diarios inéditos escribe Torrente Ballester:

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José Lázaro 22 de noviembre [de 1941], Compostela Estoy desesperado. No se resuelve mi situación, y mis cosas en Madrid van cada vez peor. No tengo dinero, y no me envían el que me deben. Mi voluntad va de un lado a otro, y tan pronto me propongo firmemente una solución como otra. Ahora me he determinado a marchar enseguida, dentro de tres días. Pero no sé cuántas vueltas daré aún de aquí allá. Y tampoco sé si marcharé, o seguiré esperando […]. Decididamente yo soy idiota o lo son ellos. O no entiendo el mundo en que vivo. ¡Ah! No lo entiendo o no quiero entenderlo. Ayer encontré la frase que me faltaba: disconforme: estoy disconforme de todo. He llegado a la conclusión de que todo es ridículo en mi contorno, menos el dolor. Porque otros valores altos hay a los que no alcanza el ridículo. No lo será esa joven india a quien ahora canonizan. Pero esos valores han desparecido de mi mundo: nos los encuentro por ninguna parte. José Antonio fue el último héroe. El héroe de veras se muere, tiene que morir. Si no, le pesa tanto su heroicidad que acaba siendo ridículo sin remedio. No es que yo niegue la existencia de valores eminentes, ni tampoco que se puedan realizar en personas también eminentes. Pero no las encuentro. Es un escepticismo relativo. No encontré en mi vida más que petulantes, majaderos, insensatos, vanidosos, frívolos. ¿Quién se salva de esa desoladora conclusión? Naturalmente que yo tampoco me salvo.

En la España de los años cuarenta no hay posibilidad de hacer una crítica pública de la situación política, por lo que los lamentos se refugian en la correspondencia privada. El 23 de enero de 1943, Dionisio Ridruejo le envía a Torrente una carta con membrete del Hotel Victoria, Ronda, donde estaba sometido a confinamiento. Aparece en ella de nuevo el tema de su frustración como falangistas, pero con un enfoque diferente: Me parece que no estabas en esos días en la mejor hora de la esperanza. Quizá yo tampoco cuando la recibí. Pero me defiendo con la alegría que nunca me deja y con una especie de moral de pasajero o peregrino que yo no quiero que me deje de por vida. Y creo que antes del puerto final —esto al margen de la vocación política que no sé si tengo o no tengo— creo que aún nos quedarán muy sabrosas escalas que hacer. Lo que es más cierto es que ni volvemos al punto de destino [¿posible errata por origen?] ni falta que hace. Tú crees estar en el mismo punto

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que en el año 36 pero es mentira. Mentira por tus cuatro o cinco libros que te obligarán a hacer quince o veinte más y mentira incluso por esa melancolía napoleónica que acusas y que yo no quiero compartir porque siempre tuve nostalgia de lo que aún no ha venido, nostalgia futurista y mesiánica. Pero aunque solo fuera aquella melancolía hay que confesar que ella nos da un fondo a la vida y una disposición pasional que no podíamos tener antes. Algo “caballeros desilusionados” sí somos. Pero ¿por qué situar la ilusión en un solo espacio, en un solo punto inmóvil? Al fin creo que tu repliegue al Ferrol dará buenos frutos y buen porvenir. Yo por mi parte disfruto del mejor modo posible de este paisaje, escribo con gusto porque sí, sin respeto ni dedicatoria especial; y me hago la ilusión de irme poniendo las ideas claras mientras los hechos corren turbios. Ideas sencillas y nada ideales2.

El proceso mediante el cual los intelectuales falangistas de los años treinta se convirtieron en auténticos demócratas liberales en los años setenta está ya bien estudiado y ampliamente documentado. Fue análogo en todos los miembros del grupo Escorial, aunque no simultáneo entre ellos. Quien lo inició primero fue, desde luego, Dionisio Ridruejo, que el mismo día en que se publicó, en plena guerra, el decreto de unificación de falangistas y carlistas, se presentó furioso en el despacho del general Franco para protestar enérgicamente por aquella publicación. Con el paso del tiempo todos los miembros de aquel grupo realizaron una evolución similar, en unos rápida, en otros lenta, en unos temprana, en otros más tardía, pero en todos ellos coherente y comprensible si se analiza con rigor y en su contexto histórico. No es cierto que fuesen secretamente liberales ni siquiera demócratas en los años treinta, pero llegaron a serlo de forma sincera a lo largo de las siguientes décadas. Y los principios de fondo que mantuvieron intactos tenían tanto de socialismo radical como de españolismo católico.

2 Debo agradecer la copia de esta carta inédita y el permiso para citarla a su propietario, el escritor Marcos Giralt Torrente, nieto, como es sabido, del autor objeto de este capítulo. Es respuesta a la que Torrente había remitido a Dionisio Ridruejo el 9 de enero, publicada por Jordi Gracia (2007: 102).

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Pedro Laín Entralgo publicó en El País, tras la victoria socialista de 1982, un artículo titulado “14 de abril y 28 de octubre”, en el cual, con su retórica característica, se formulaba y se respondía a sí mismo una pregunta: “¿Qué nos ha movido a muchos a votar la candidatura socialista? ¿Por qué tantos y tantos que en 1931 no hubiesen votado al PSOE, aunque su personal actitud ante el problema económico y social de España y de Europa fuese socializante, lo han hecho con buen ánimo en el día 28?” (30-10-1982). Su respuesta le lleva a reconocer en el programa socialista la propuesta de un enérgico cambio de la ética civil, la llamada a todos los españoles como base social de un gobierno para todos, la extinción de nuestras arraigadas injusticias sociales, la definitiva superación de la Guerra Civil y la integración de las fuerzas renovadoras de trabajadores, intelectuales y autonomistas periféricos. En sus trabajos sobre Laín Entralgo, Diego Gracia ha glosado esta pregunta y su respuesta, dándoles un sentido que es válido para Laín, para Torrente y, en general, para todo el grupo de intelectuales falangistas que trabajaron en un proyecto común desde que se reunieron en plena guerra hasta que fueron “disueltos” por la caída de Serrano Suñer, la marginación de Ridruejo y el giro de la revista Escorial. Felipe González dimitió en mayo de 1979 como Secretario General del PSOE tras ver rechazada su propuesta de que el partido renunciase oficialmente al marxismo y fue triunfalmente reelegido en septiembre, tras el cambio oficial de postura en que el PSOE renunció a la doctrina marxista y en concreto al dogma de la lucha de clases. La conclusión de este hecho, en la interpretación de Gracia, es bastante clara: un socialismo que ya no es marxista ni predica la lucha de clases, en la España de 1979, en la cual la cuestión religiosa ha perdido toda la virulencia que tenía en los años treinta, se parecía bastante al socialismo imaginado por aquellos jóvenes falangistas que despreciaban la democracia liberal tanto como sus contemporáneos comunistas, pero que en los años cincuenta y en los sesenta tuvieron tiempo de reflexionar, madurar y contribuir en sus últimos años de vida a aquella liberalización democrática que hoy se denomina “transición” y que tanto critican y desprecian las nuevos partidarios de las viejas doctrinas totalitarias que siguen floreciendo en la España actual.

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— (1939c): “Prólogo”, en José Antonio Primo de Rivera (Antología). Madrid: Ediciones Fe, pp. 9-35. — (1946): El golpe de Estado de Guadalupe Limón. Madrid: Nueva Epoca. (Recogido en Obra completa I, Barcelona, Destino, 1977). — (1965): “Un año”, en Faro de Vigo, 30 de julio. (Recogido en: Memoria de un inconformista. Madrid: Alianza, 1997, p. 311).

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Hacer(se) público. Las preocupaciones diarias de Gonzalo Torrente Ballester Joana Sabadell-Nieto Hamilton College

“Si alguien leyera alguna vez estas notas, las llamaría ‘Diario de una impotencia’”, escribía Gonzalo Torrente Ballester el 18 de enero de 1955 en el primer cuaderno de sus diarios aún inéditos. Empiezo con esta cita de Mi fuero interno, que es como su autor llamó a sus cuadernos manuscritos porque, breve como es, nos sitúa frente a la potencialidad inherente en todo proceso de expresión pública de lo personal, de entrada a la historia de lo privado. Esta potencia aún no se ha cumplido en nuestro caso a pesar de los esfuerzos de su autor por preservar sus textos en circunstancias adversas de toda índole a las que me referiré. Pero vayamos al final. En enero de 1967, Torrente donó sus tres cuadernos escritos entre 1954-1964 a la Universidad del Estado de Nueva York en Albany, donde era profesor visitante, en un intento de proteger los textos de su posible destrucción y por razones de seguridad personal, familiar y la de amigos y conocidos. Recordemos que cuando Torrente acepta la invitación de SUNY-Albany como profesor invitado, había sido represaliado con la pérdida de sus trabajos en Madrid tras firmar con más de cien intelectuales y artistas de la época la carta de protesta contra la represión de los mineros asturianos; recordemos también, que algunos de sus amigos habían sido ya detenidos

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en alguna ocasión, sus casas registradas y que temía por su seguridad y por la de los suyos. Los diarios se hacen eco de estas circunstancias y de los temores de su autor en numerosas ocasiones. Para dar tan solo un ejemplo. Entre el 9 de febrero y el 3 de marzo de 1956, Torrente no escribe y a su regreso el día 3, comenta lo siguiente: Este cuaderno ha estado escondido en la Escuela de Guerra Naval desde el día 10 de febrero hasta hoy. No me considero capaz de narrar la historia de lo sucedido, ni siquiera de lo que me sucedió a mí. Sin embargo, de todos los recuerdos confusos hay algo que debo consignar. Intentaré hacerlo con el mayor orden posible. Anticipo el resultado: mis amigos han sido definitivamente vencidos —yo con ellos—. No hay nada que hacer, sino esconderse, retirarse, callar.

A pesar de su intención de referirse a los detalles de lo ocurrido esos días, no llegó a hacerlo. El instinto de conservación personal y de protección hacia sus allegados no requiere mayor explicación, dado que nos encontramos en los años sesenta de la España franquista; pero otras cuestiones relacionadas plantean preguntas que voy a proponer. ¿Qué hay detrás del impulso mismo de escribir estos textos? ¿Qué, tras de la intención de preservarlos, de donarlos a una universidad —es decir, a una institución— para su archivo, catalogación y para hacerlos públicos? Y, por último, ¿por qué pasados los años, no recuperarlos, de ser posible y por qué mantener ese gesto convertido en imperativo legal que es, por una parte, el reconocimiento de que en los diarios hay páginas dedicadas a sus cinco primeros hijos e hijas y, por otro, el anuncio, la decisión, la ley que veta el acceso de esos mismos hijos a la lectura de dichas referencias de su padre acerca de ellos y ellas? Como consecuencia de lo establecido por Torrente en el documento de donación, todas las referencias explícitas e implícitas a sus primeros cinco hijos han sido expurgadas y solo podrán hacerse públicas, si acaso, tras la muerte de todos y cada uno de ellos. Como consecuencia de esa no-donación a la familia, algunos miembros de la misma se oponen y dificultan su publicación, que no ha sido posible hasta el momento.

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Los paralelismos entre algunas de las características propias de los diarios como género y sus dificultades de visibilidad, expresión, publicación en pleno franquismo y las añadidas en la segunda década del 2000, nos permiten adentrarnos en el análisis de elementos que son tal vez intrínsecos al escribir para uno mismo, exponiéndose al otro. Dicho de manera más sucinta, los diarios de Gonzalo Torrente Ballester nos plantean entonces y ahora cuestiones con relación a la escritura de lo personal, al archivo, al control, al poder y a la filiación. Como hay un buen número de textos clásicos acerca de por qué escribir un diario, no voy a detenerme mucho en la escritura autobiográfica: Philippe Lejeune y la numerosa crítica y teoría desde el pensamiento feminista han desarrollado este tema suficientemente para lo que aquí nos interesa. Recuperemos sin embargo —porque nos dan claves que relacionan dicha escritura de lo personal con las demás cuestiones pertinentes a la trayectoria de nuestros diarios— las consideraciones expresadas por Matthieu Sergier y Myriam Watthee-Delmotte respecto a los enunciados de la supervivencia en los diarios de escritor: L’invariant qui caractérise la pratique diariste est la datation chronologique. Le journal s’inscrit toujours ainsi dans la contingence du sujet scripteur et s’avère, plus que tout autre genre, hanté par la mortalité. La conscience de la finitude amène dès lors les écrivains à proposer des solutions à l’angoisse qu’elle génère, dans un dispositif sous-tendu par une forme de ritualité (Sergier/Watthee-Delmotte 2013: abstract).

Manifiestan asimismo que su interés en el género parte de que un estudio de los diarios, de “les procédés scripturaux mis en œuvre pour traduire l’écoulement imperturbable du temps dont l’horizon est la mort, et pour relever le défi de lui opposer un énoncé de survivance” (Sergier/Watthee-Delmotte 2013: abstract). Este dar noticia del paso del tiempo, es decir, de una vida, y ese plantarle cara mediante una estrategia de casi-supervivencia daría respuesta a las preguntas que me vengo haciendo durante los años dedicados a la transcripción y anotación de estos diarios, durante el tiempo dedicado a leer y entender al Torrente más personal, menos

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filtrado y que, por ello, no siempre resulta amable a sus lectores. Ese Torrente que, sabiéndolo, decide exponerse, opta por sobrevivirse en las lecturas que le sucederán, a las que se ofrece a la interpretación. Así pues, pongamos en circulación, por su utilidad, varias palabras clave que permitirán enfocarnos en algunas de las cuestiones que los diarios plantean, cuando los entendemos como estrategias de supervivencia.

Palabras en circulación Frente a la supresión (en la memoria personal, en la colectiva, para la historia en la que no se entra), o frente a la desaparición (de la vida, la memoria o de los textos), frente a la represión (también en la memoria, por ejemplo como consecuencia del trauma, o del poder político cuando impide la expresión libre), frente a la finitud (de la vida, de lo escrito) pensemos en las opciones que ofrecen los diarios: hacen posible un cierto modo de salvación, de duración, de extensión de una vida —tras la muerte— y de algunos de los elementos vividos sobre los que se escribe, es decir, que se conservan a pesar de la finitud. Consideremos cómo enlaza todo ello y cómo requiere de la impresión mecánica y/o electrónica para su pervivencia; pero también de la impresión en el sentido de dejar una marca, dejar una huella, busca im-presionar, influir. Los diarios dejan huella. Esa impresión de los diarios hace posible una re-producción, en el sentido de publicación que se puede reproducir (mediante la tecnología), pero también en el sentido de volver a producirse, de re-producir. Los diarios proporcionan, en los sentidos que venimos viendo, una cierta continuidad a la que se incorpora la diferencia, una extensión más variación: se habla de los hijos como extensión de la vida de los padres, por ejemplo, en el sentido de que no son clones de sus progenitores, pero algo de ellos se preserva en su vivir siendo diferentes. Asimismo los diarios extienden la vida escrita siendo estos no la vida misma. Y, por último, pensemos en cómo todo ello no es posible sin un almacenamiento, que es permanencia, que es consignación, que es un archivo y, con ello, es potencial accesibilidad e interpretación.

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Preservar y archivar Vemos, pues, sin ánimo de ser exhaustiva, que estamos entrando en las complejas áreas en que opera la memoria, conservando (a veces), suprimiendo (otras) y frecuentemente alterando y distorsionando. Por ser esta memoria frágil y poco fiable, algunos escritores, también Torrente Ballester, han querido fijar sus recuerdos o su interpretación de los recuerdos de los acontecimientos, de las ideas, de las vivencias de una cierta manera: de la del momento exacto en que se produce la escritura, que sería consiguientemente un recuento parcial y no natural de lo almacenado mediante esa memoria falible. Por lo que esa escritura de lo perecedero tiene de consignación intencional del pasado y por lo que tiene de exterior de lo interno (es decir, de exterior de la memoria personal), la escritura de los diarios funciona como un archivo. El que Torrente donara esos cuadernos personales a la universidad y a su biblioteca es una duplicación de ese acto archivador, de esa voluntad de archivar y abre la idea misma de archivo no solo a la recuperación de ese pasado sino, y fundamentalmente, a su apertura hacia el futuro. A ello se refiere Derrida, cuando escribe que “tanto la palabra como la noción de archivo parecen […] señalar hacia el pasado, remitir a los indicios de la memoria consignada, recordar la fidelidad de la tradición”. Pero, advierte también de que “al igual o más que una cosa del pasado, antes que ella incluso, el archivo debería poner en tela de juicio la venida del porvenir” (1997: 41). Y añade que “quizá […] la cuestión del archivo no es, repitámoslo, una cuestión del pasado. […] Es una cuestión del porvenir, la cuestión del porvenir mismo, la cuestión de una respuesta, de una promesa y de una responsabilidad para mañana. Si queremos saber lo que el archivo habrá querido decir, no lo sabremos más que en el tiempo por venir. Quizá” (44). ¿Por qué insistir en este momento en el modo en que el archivo, el preservar los diarios de Gonzalo Torrente Ballester y los diarios mismos, es/son bisagra hacia el pasado y sobre todo hacia el futuro? Porque tal vez se halle aquí la respuesta hipotética al impasse en que se encuentra su publicación, el (aún no) hacerse públicos unos escritos que son originariamente privados y que lo son en un doble sentido: porque son

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personales y porque están siendo privados en el sentido de limitados, secuestrados, impedidos de ser y de ser vistos, leídos, interpretados.

Poder y control Volvamos con Derrida (1997) a las ideas de poder y de control, cuando el pensador francés nos recuerda algo que es particularmente pertinente para unos diarios que fueron escondidos y depositados en otro país, en los Estados Unidos, ante la imposibilidad de que vieran la luz en España durante la dictadura. Pero explorar las nociones de poder y de control también es pertinente para esos mismos diarios cuando se impide su publicación tras la muerte de su autor, en su futuro y nuestro presente en democracia; es relevante cuando su impacto en cada una de nuestras interpretaciones y en las futuras está siendo controlado y evitado, contraviniendo tal vez otro tipo de leyes, que no son las del territorio. Como nos recordaba en Mal de archivo (1997: 12, nota a pie): […] Ningún poder político sin control del archivo, cuando no de la memoria. La democratización efectiva se mide siempre por este criterio esencial: la participación y el acceso al archivo, a su constitución y a su interpretación. A contrario, las infracciones de la democracia se miden por lo que una obra reciente y notable por tantos motivos llama Archivos prohibidos (Les peurs francaises face a l’histoire contemporaine, Albin Michel, Paris, 1994). Bajo este título, que citamos como la metonimia de todo lo que nos importa aquí, [Sonia Combe] plantea asimismo numerosas preguntas esenciales sobre la escritura de la historia, sobre la represión del archivo (318), sobre el “archivo reprimido” como poder… del Estado sobre el historiador (321).

Por lo que se refiere muy concretamente a los diarios de Gonzalo Torrente Ballester, a su Mi fuero interno, ya se ha aludido a las (sin) razones para el control que imponía el Estado dictatorial; esa censura y la represión que la acompañaba estaban en la base de su donación y de su archivación en el extranjero. Conoceremos todos los detalles, las referencias al estado dictatorial, a aquellos consejos de ministros, a los bulos no publicados pero que circulaban en el Madrid de los años cincuenta y

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sesenta, a las pequeñas y grandes parcelas de decisión editorial, académica, artística de la época, al posicionamiento de Torrente Ballester frente a todo ello, cuando se puedan finalmente publicar y podamos acceder libremente a su lectura, para poder juzgar por nosotros mismos. Pero, ¿cómo explicarse el control que se ejerce desde el presente democrático, el que impide su publicación? “[…] todo archivo […] es a la vez instituyente y conservador. Revolucionario y tradicional. Archivo eco-nómico en este doble sentido: guarda, pone en reserva, ahorra, más de un modo no natural, es decir, haciendo la ley (nómos) o haciendo respetar la ley. Lo llamábamos hace poco homológico. Tiene fuerza de ley, de una ley que es la de la casa (oikos), de la casa como lugar, domicilio, familia, linaje o institución” (Derrida: 15). Cuando Derrida reflexionaba sobre el archivo en estos términos no pensaba en Torrente Ballester, sino en Freud; y muy concretamente en cuestiones relativas a la filiación. Pero como espero mostrar, todo ello no son cuestiones alejadas de la donación, que no herencia, de los diarios del escritor gallego, y, de hecho arroja luz sobre la trayectoria de los escritos personales del novelista. Lo que el filósofo francés se estaba preguntando era concretamente qué es lo que ocurre si el padre de Freud le entrega a su hijo un libro que ya le había dado por primera vez cuando niño: una Biblia, que, para esta segunda ocasión, ha encuadernado, ha envuelto, se dice, en una “piel nueva”. Y lo que sucede mediante este acto de donación es un re-establecimiento de la alianza, de la filiación, es el momento cuando el padre se está dirigiendo al hijo “dirigiéndose a él, en él, (a ti, en ti, within you) […] para darle a entender, en verdad a leer o a descifrar: ‘Ve, lee en mi Libro, el que yo he escrito’” (46). ¿Es esto lo que se produce cuando Torrente dona los diarios a una institución y no a la/su familia y cuando elige y declara velar parte de su contenido, el relativo precisamente a ellos? Lo que coincide en ambos casos es el acto de dar a la lectura un libro, lo que ocurre es que el padre establece de manera clara su ley también en ambas circunstancias; pero en el segundo de ellos, en el del fuero interno de nuestro novelista, se produce una cierta contestación, una interpelación, una negación de esa ley por parte de los descendientes.

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Quedémonos con esta idea: la de la contestación, impugnación, oposición al padre.

Nunca pensé que se pudiera citar a Trump En el tercero de los debates entre los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos se les preguntó a estos qué tipo de jueces elegirían para el Tribunal Supremo, cuestión de extraordinaria importancia puesto que los futuros jueces tendrán una enorme influencia en materia legislativa y consiguientemente en el futuro del país durante las próximas décadas. El ahora presidente, respondiendo lo que su electorado conservador quería oír, afirmó que nombraría jueces que interpretaran la Constitución como lo habían previsto los Padres Fundadores del país. La suya fue una respuesta esperable, pero de grandes consecuencias; fue la enésima puesta en circulación de la falacia de que la historia solo se escribe una vez, de que el conocimiento es solo uno, de que hay una única interpretación de las leyes, de la historia, de los diarios… Fue la conclusión de que alguien (él) es capaz de saber exactamente qué es lo que tenían en mente quienes redactaron y promulgaron la Constitución y que esa voluntad originaria, ese texto fundacional es inamovible, como lo es, desde esta perspectiva inmovilista, la sociedad que en ella se ampara: nunca cambiante, siempre “fiel” a una esencia congelada y preservada en el tiempo. Se trata de un renacido intento de legitimar una lectura, una interpretación no como lo que es —una construcción—, sino como la verdad; se anuncia el cierre de las puertas a la interpretación abierta y democrática, que la ley se va a sobreponer a los ciudadanos, a aquellos de quienes emana (esos “we the people” que performativamente se dan voz, derechos, son la fuente del derecho, como recoge la Declaración de Independencia de los Estados Unidos), a aquellos que son la única razón de ser de esa ley y no al contrario. El nuevo presidente del país es quien nomina, quien da nombre, quien nombra a los jueces, es decir, a los intérpretes autorizados, con autoridad, a quienes establecen y re-establecen la ley.

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Las palabras de Trump, el abc del ideario conservador y nacionalista, nos permiten pensar en cómo se escribe, en cómo se archiva la historia y en quiénes son susceptibles de leer los archivos y de interpretarlos. Cuando se publiquen los cuadernos de Torrente Ballester, poder ir a leer directamente y sin mediación algunos de los hechos de su historia personal, así como la política y cultural del periodo tal como él nos los cuenta, será un regalo. Pero es solo un comienzo, los textos nos permitirán interpretar, porque en una sociedad de sujetos libres los significados no están fijados. Quizá también sea un regalo poderlos leer pasado suficiente tiempo como para que las pasiones/presiones propias de la inmediatez histórica no nos obliguen a hacer una lectura demasiado marcada por lo oposicional. De todos modos, como sabemos, la historia se escribe siempre desde el presente y, por ello, en los actos de lectura nos situamos inevitablemente en nuestro ahora, pero con la mirada puesta en el futuro si es que, como aconsejaba Nietzsche (2000), no actuamos frente a la historia (que yo extiendo aquí al conocimiento en general) con la mentalidad del entomólogo que quiere fijar con un alfiler los insectos para su estudio, sino con la actitud del historiador, de la investigadora que aspira a utilizarla para la vida. Porque es desde el presente desde donde leemos y (en los mejores casos) re-escribimos la historia y los variadísimos testimonios y documentos en los que esta se apoya, porque estamos aprendiendo con esfuerzo a tener una visión menos esencialista y más antropológica de la misma que “cuestiona el concepto de verdad absoluta y se propone como solución a un mundo abierto, a una red compleja de distintas interpretaciones” (Juliá 2006: 55). Porque “La historia hoy día, como sugiere Nancy Petersen, es un texto compuesto de representaciones y significados conflictivos y competitivos; y esta situación hace imposible un regreso a la creencia inocente y transparente de la representación histórica” (Juliá 2006: 55). Por todo ello, los lectores de los diarios de Torrente Ballester encontraremos en ellos elementos para nuestro análisis del periodo acerca de los cuales habremos de preguntarnos qué hacer. También nos haremos ideas, descubriremos cuestiones respecto a su autor —complejo, polifacético, contradictorio a veces, controvertido tal vez, pero nunca irrelevante—.

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Y, volviendo a lo que habíamos dejado en suspenso, quizá sea aquí donde entren en juego las reticencias para su publicación. Quizá parezca más fácil relacionarse con esta escritura última del padre desde la intimidad, menos incómodo el negarse a abrir la lectura a interpretaciones que escapen al control y la mitificación, que escapen a una economía determinista del archivo que, volvamos a recordarlo con Derrida, opera mediante una cierta homología que nos remite a lo familiar, al linaje, a la casa… pero que su autor, el padre, ha querido que circulara expresamente fuera de esa lógica, mediante la suya propia, puesto que es su “fuero interno”. Torrente decidió dar, también a los hijos, a leer su libro; pero es el suyo un libro que no les estaba destinado en primera instancia, aceptando su autor, con ello, la entrada de sus diarios personales en una historia que hará de ellos material interpretativo, no imagen congelada, no mito, ni fósil. Mi fuero interno es el título que Gonzalo Torrente Ballester le quiso dar a unos diarios personales que no debían ser leídos, y no lo han sido, hasta pasados diez años después de su muerte. Su título tiene resonancias que vienen de antiguo y que nos acercan y nos alejan simultánea y semánticamente de nociones como norma y ley. Sus ecos remiten a los privilegios y a los fueros medievales y, por extensión, al fuero de los españoles franquista, que regía y sometía durante la década en que Torrente escribió sus diarios. Pero, sin abandonar los fueros que nos preceden, sino más bien gracias a la suma de todo ello invocada por el título de los cuadernos, llegamos también gracias a dicho título al sistema de derecho actual, el que nos hemos dado democráticamente, alejándonos de las concepciones no igualitarias de aquellos privilegios medievales o del posterior control dictatorial, para asociarnos con los derechos que nos hemos otorgado en nuestro presente; con todo ello coexistimos mediante su lectura. Los fueros nos acercan pues a las diversas interpretaciones de lo que es la ley y la gobernanza. Sin embargo, el título de estos escritos personales nos refiere además inequívocamente a su autor, mediante el posesivo con que se abre y con el movimiento hacia lo subjetivo con que se cierra; y nos circunscribe al ámbito de lo personal y/o lo privado, sin abandonar lo

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público. Así Mi fuero interno tiene vocación de enlazar lo privado y lo público. Según el diccionario de la RAE no hay distinción entre fuero interno y fuero de la conciencia, entendido este como “libertad de la conciencia para aprobar las buenas obras y reprobar las malas”. En una aplicación introspectiva de lo que serían los tribunales que implementan las leyes del territorio, es decir, de lo que sería el fuero externo, Torrente Ballester se somete a su propio juicio ético/interno (político, estético, literario, religioso, sexual, familiar…) a lo largo de una década. De su lectura se desprende que los diarios personales de su autor son, a veces, subversión de las normas públicas y, siempre, un diálogo simultáneo entre el sujeto y su entorno, su tiempo, su sociedad. Desde la perspectiva de sus lectores, de la recepción de la escritura personal de Torrente, ocurre lo mismo. Puesto que de lenguaje se trata, la relación entre significado y significante es arbitraria y se escapa al control del sujeto (Price Herndl 1997: 486). Y si hacemos un acto de fe en Lacan, ¿no es justamente eso lo que por su similitud se ha denominado ley del padre: la puesta en circulación, la entrada del sujeto en lo social inherente a lo simbólico, la “salida” del ensimismamiento de las identificaciones fijas, parciales e imaginarias propias de la fase del espejo y de la primera infancia, para entrar mediante el lenguaje en un sistema de interpretación arbitraria y abierta? Volver en este momento al ejemplo de Trump y a su elección de jueces que determinen un significado único y correcto de la ley, de aquello que los padres fundadores de la nación dejaron escrito, es volver a esas imágenes congeladas y parciales… y es invocar la idea de nación inamovible, reducida a una idea, reducir a una idea. Sería, la suya, una nación fosilizada, basada en textos fijos en el tiempo y no abiertos a interpretación. Sería el armazón ideal para sustentar un sesgo autoritario: incontestable. Es de un interés enorme el que Gonzalo Torrente Ballester haya decidido, por el contrario y cuando ya se debería poder, poner en circulación y abrir a la interpretación sus relaciones consigo mismo y con su mundo, unas difíciles relaciones con aquel entorno sociopolítico

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particularmente críptico, que, como sabemos, no permitía abiertamente posicionamientos de ninguna índole. Es indicio, además, de confianza en su futuro. Sin embargo, hasta este momento se ha estado bloqueando esa circulación, esta supervivencia y, con toda seguridad, no por razones frívolas. En el origen (¿o es en el final?) está la exclusión expresa: la omisión y el simultáneo reconocimiento de una relación que se escribe, pero no se va a contar; la declaración de un silencio en cuanto a lo que se refiere a la relación padre-hijos en los diarios de Gonzalo Torrente Ballester, el anuncio de una elisión en el relato. Parecería con todo ello producirse una interrupción de la ley del padre en forma de una doble negación: la del uno, a la inclusión y la explicitación mediante las palabras; la de los otros, a no darle la palabra, a pesar de la voluntad expresa del autor de los mismos por preservar, conservar, archivar sus propios cuadernos manuscritos, guardados, queridos. Hay una censura última que se está produciendo post mortem, cuando la filiación parecería interrumpirse, a nivel teórico, con esta doble negativa, con este silenciamiento de la palabra y de la voluntad de supervivencia de esos textos que aspiraban a pasar de lo privado a lo público, abriéndose ellos, abriéndose su autor a través de sus propias palabras. Torrente Ballester ofrece su escritura a un futuro que no lo será en tanto que no se le permita salir de la clandestinidad, del silencio al que sus diarios, al que su escritura se negaba. Hay en su querer ser una interrupción, un impedimento, un no dejar que sus palabras im-presionen el futuro, lo sobrevivan. Y en esta negativa adquieren un nuevo sentido las consideraciones sobre los límites que los diarios personales han de traspasar: […] Le genre diariste apparaît ainsi comme le lieu d’une parole “précaire” au sens étymologique de ce mot, du latin precari, qui veut dire: “obtenu par la prière”, donc susceptible d’être retiré, fragile. Il donne corps au moment d’une prise de risque pour affirmer l’expé­rience intérieure, instant d’un pari infiniment réitéré, ritualisé, sur les potentialités de rencontre intime de l’Autre, le lecteur, grâce à qui le journal ne restera pas lettre morte, mais deviendra véritablement un énoncé de la survivance (Sergier/Watthee-Delmotte 2013: 13).

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Hay en el proceso de llegar a ser interpretables, en la supervivencia, en definitiva, no poca cosa: historias de familia. Gonzalo Torrente Ballester, por lo que se infiere de los documentos de donación, pensaba que sus diarios se podían leer, interpretar, dar a conocer en clave no familiar, sino ampliada, abierta, democrática. Está por ver… Ojalá no se confirme su temor de que sus diarios sean, en más de un sentido, los diarios “de una impotencia”.

Bibliografía Derrida, Jacques (1997): Mal de archivo. Una impresión freudiana. Trad. Francisco Vidarte Fernández. Madrid: Editorial Trotta. [Mal d’archive. Paris: Galilée, 1995.] Juliá, Mercedes (2006): Las ruinas del pasado: aproximación a la novela histórica posmoderna. Madrid: Ediciones de La Torre. Legoff, Jacques (1992): History and Memory. New York: Columbia University Press. Lejeune, Philippe (2009). On Diary. Eds. Jeremy P. Popkin y Julie Rak. University of Hawaii Press. (24-1-2017). Nietzsche, Friedrich (2000): Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida. Trad. y estudio Dionisio Garzón. Madrid: EDAF. Price Herndl, Diane (1997): “Desire”, en Robyn R. Warhol (ed.), Feminisms: An Anthology of Literary Theory and Criticism. New Burnswick: Rutgers University Press, pp. 671-684. Sabadell-Nieto, Joana (inédito): “Mi fuero interno”, Gonzalo Torrente Ballester. Transcripción y edición. Sergier, Matthieu/Watthee-Delmotte, Myriam (2013): “Le journal d’écrivain, un énoncé de la survivance”, en Le Journal d’écrivain. Un énoncé de la survivance. Interférences littéraires/ Literaire interferenties, 10, pp. 7-13. (24-1-2017). Torrente Ballester, Gonzalo (inédito): Mi fuero interno (My Inmost Conscience), Box 1, Folder 7. Gonzalo Torrente Ballester

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Papers, 1954-1964 (MSS-029), University Archives, M. E. Grenander Department of Special Collections and Archives, University Libraries, University at Albany, State University of New York. — (inédito, 1967): Documento de donación (10 de enero). Manuscript Collection Files, M. E. Grenander Department of Special Collections and Archives, University Libraries, University at Albany, State University of New York.

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Una carta de Dionisio Ridruejo (1952) Pedro Álvarez de Miranda Universidad Autónoma de Madrid / Real Academia Española

El 10 de marzo de 1952 José María Valverde escribe desde Roma a su amigo Dionisio Ridruejo, que había regresado a Madrid en junio del año anterior tras una estancia de dos años y medio en la capital italiana. La carta de Valverde, incluida en el nutrido epistolario de Ridruejo que ha publicado Jordi Gracia, comienza así: “Querido Dionisio, ayer me han enseñado Chelo y Ángel una carta tuya, por cuya insólita longitud he medido tu nostalgia y tu ‘cabreo’. Aquí te echamos mucho de menos […]” (2007: 224). Quienes habían compartido con Valverde la carta del amigo común eran Ángel Álvarez de Miranda, director entonces del Instituto Español de Lengua y Literatura de Roma —en el que tanto Valverde como Ridruejo dieron clases—, y su esposa, Consuelo de la Gándara. Entre sus papeles se ha conservado esa carta de “insólita longitud” escrita por Ridruejo desde Madrid pocos días antes, y estas páginas solo tienen la bien modesta pretensión de darla a conocer, como pequeño complemento del mencionado, y magnífico, epistolario. Se trata, en efecto, de una misiva escrita a mano en nueve cuartillas de papel de avión por una sola cara; su fecha, el 3 de marzo de 1952. El volumen epistolar cuidado por Gracia es una muestra, entre varias, de la sostenida atención bibliográfica que en los últimos años ha recibido la figura de Ridruejo. Se han publicado nada menos que tres biografías suyas, las de Morente (2006), el propio Gracia (2008)

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y Penella (2013). El segundo de estos biógrafos ha procurado además el volumen Dionisio Ridruejo. Materiales para una biografía (Gracia 2005) y, en compañía de Jordi Amat, las Cartas íntimas desde el exilio (1962-1964) dirigidas por el político y escritor a su esposa, Gloria de Ros (Ridruejo 2012a). Han visto la luz nuevas ediciones de Casi unas memorias (Ridruejo 2007) y Escrito en España (Ridruejo 2008). El mismo Amat ha reunido los “papeles políticos” escritos durante ese exilio (Ridruejo 2012b) y ha dedicado recientemente un libro —en el que nuestro autor ocupa lugar protagónico— al acontecimiento que lo hizo forzoso, el llamado “Contubernio de Múnich” (Amat 2016). Jordi Gracia divide Materiales para una biografía en dos grandes partes: la primera, “La fabricación de un fascista”, va de 1934 a 1952; la segunda, “La pedagogía de la democracia”, desde 1952 hasta la muerte de Ridruejo en 1975 (pocos meses antes de la del dictador). Así pues, nuestra carta se sitúa precisamente en el quicio entre esas dos grandes etapas. En marzo de 1952 Ridruejo va a cumplir 40 años. No es este el lugar para resumir siquiera su biografía, pero recordemos que tras la guerra y su alistamiento en la División Azul vino su insubordinación a Franco, que trajo como consecuencia un confinamiento en Ronda en 1942, seguido de una situación de semiconfinamiento en varias localidades de Cataluña, que concluye en 1947. Son años muy dados a las meditaciones líricas, que recogerá un libro aparecido en 1960: Dentro del tiempo. Memorias de una tregua. Dionisio llega a Roma con su mujer y su hija pequeña en diciembre de 1948. Va como corresponsal de la agencia de prensa del Movimiento, Pyresa. Poco antes había llegado Ángel Álvarez de Miranda, para dirigir el recién fundado Instituto Español de Lengua y Literatura. Así, Ridruejo añadirá otra tarea a la periodística: las clases de Literatura que Álvarez de Miranda le encomienda en el Instituto. A fines de 1949 otro poeta, jovencísimo, José María Valverde, llega a la ciudad como lector de español en la Universidad, y el director del Instituto lo incorpora también a él. Entre los tres se anudará una amistad profunda. Dionisio da clases en el Instituto, publica artículos en la prensa del Movimiento, especialmente en el diario Arriba, y reúne sus poemas en el libro En once años, que publica la Editora Nacional y que obtiene en 1951 el Premio Nacional de Poesía.

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Una carta de Dionisio Ridruejo (1952)

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La estancia romana dura hasta mediados de 1951. El matrimonio Ridruejo, ya con un miembro más —el pequeño Dionisio, cariñosamente Piccolo— se instala en Madrid, pues nuestro escritor viene a hacerse cargo de la dirección de una nueva radio que ha fundado su amigo Ramón Serrano Suñer: Radio Intercontinental. Se abre, pues, una nueva etapa, que terminará en 1956. Ese será, como es bien conocido, un año clave en que se producen los disturbios estudiantiles de febrero y el cese del ministro de Educación (Ruiz-Giménez) y de los rectores de Madrid y de Salamanca (Laín y Tovar). Se cierra la etapa de cierta apertura y liberalización cultural, intelectual, universitaria (con la recuperación incluso de algunos profesores exiliados) que se había iniciado en 1951 —dicho sea sin el menor ánimo, como nos previene Mainer (2005: 408), de “glorificar el periodo 1951-1956”—. Es entonces cuando se produce la primera detención y encarcelamiento de Ridruejo. El proceso de su evolución política, a la que sin duda hubo de contribuir su experiencia italiana1, la experiencia de vivir en un país con un régimen democrático, ha alcanzado un punto de maduración y de no retorno. Como apunta Jordi Gracia (2007: 211), sabemos muy poco de la actividad de Ridruejo como director de Radio Intercontinental. La carta que vamos a transcribir arrojará alguna luz sobre ella. El nuevo trabajo, desde luego —¡con horario!, circunstancia para él inédita—, no llenaba ni satisfacía a nuestro poeta. Se entrega a él con cierta resignación, y pro pane lucrando (mas ni siquiera entonces, como veremos, alcanza el desahogo económico que siempre le fue esquivo).

1 Véase el capítulo sobre “La experiencia italiana” en Penella (2013: 312-327). “Cuando volví de Italia —dirá Ridruejo en una fundamental entrevista de 1971— tenía en mi mente y en mi conciencia la idea de que había que intentar estudiar en serio el problema de la democracia política a nivel español. Por otra parte, no me cabía duda —incluso por propia experiencia— [de] que el bien supremo de la vida colectiva era la libertad…”; “yo volví de Italia creyendo que había que postular, efectivamente, la transformación del sistema” (Ridruejo 1973: 212, 214). Hacia la “experiencia que hizo en el Gobierno Ruiz-Giménez” dice, por cierto, en la misma entrevista que, como no podía ser menos, sintió “simpatía”, “aun manteniendo reservas sobre la posibilidad de su éxito” (215).

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Otras actividades lo ocupan, naturalmente. Una importante, de la que hablará en la epístola que damos a conocer, es la fundación de una revista que aparecerá en Barcelona desde 1952 porque la apoya un mecenas catalán, Alberto Puig Palau, pero cuyo inspirador y casi director en la sombra es Dionisio desde Madrid. De título poco imaginativo —Revista, con el subtítulo Semanario de información, artes y letras—, la publicación dio voz al grupo intelectual al que pertenecían Ridruejo y sus amigos (Laín, Tovar, Aranguren, etc.) en combinación con lo más moderno y cosmopolita del mundo barcelonés, frente al integrismo de los sectores ultraconservadores y con especial enemiga al Opus Dei. Remito al imprescindible trabajo que le ha dedicado Mainer (2005). Aquellos fueron también los años en que Dionisio Ridruejo colaboró con Joaquín Pérez Villanueva y Rafael Santos Torroella en la organización de los Congresos de Poesía celebrados en Segovia, Salamanca y Santiago entre 1952 y 1954 (Amat 2007). Por cierto que Álvarez de Miranda, que seguía en Roma, hizo de intermediario para que algunas figuras de las letras italianas, como el poeta Giuseppe Ungaretti, el novelista Carlo Emilio Gadda o el hispanista Oreste Macrí, vinieran a España para asistir al segundo de dichos congresos. Que, como se sabe, sirvieron también para propiciar un acercamiento entre los poetas castellanos y los catalanes (como Riba o Foix). Con lo dicho creemos haber puesto al lector en los antecedentes necesarios para situar en su contexto la carta, que procedemos a transcribir. Me limito a completar —cuando solo se da el de pila— o aclarar ahora en notas al pie algunos nombres propios, y pasaré después a comentar brevemente los pasajes de mayor interés. Madrid, 3 - III - 52 Queridos Chelo y Ángel: Después de vuestra carta, tan cariñosa y buena, he quedado como un monstruo de ingratitud dándoos la callada por respuesta. Mi disculpa fundamental es la de haber caído en un medio para mí nuevo y desconcertante: el del trabajo. Nuevo, desconcertante y, como se dice ahí, disgustosísimo. Trabajo —para lo que mi cuerpo y mi alma están acostumbrados— de un modo abyecto y brutal. Me meto en una oficina, cómoda y hasta lujosamente repugnante, a las 10 de la

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mañana, y reaparezco ante el mundo apacible a las 10 de la noche —salvo un paréntesis para comer y dormitar muy deprisa—. El número de tontos y locos radiofónicos a los que puedo ver en ese largo plazo de tiempo es infinito. A veces —lo confesaré— me divierto un poco por eso de que hay que estar inventando —y porque no hay cosa que no sea divertida a su modo—. En realidad es mucho más un trabajo de hombre de negocios que de hombre de letras, y como lo que nos gusta es hacer bien lo que teóricamente estamos incapacitados para hacer, tengo en ello un placer deportivo que me cansa un poco pero que me espolea. Creo que mi radio es tan estúpida como cualquiera, pero creo que empieza a serlo de un modo más ameno y gracioso que las otras. Me divierte comprobar que las otras se ponen nerviosas y —al menos eso dicen, porque yo me guardo muy bien de oír ninguna, incluso la mía— empiezan a “picarse” y dejarse arrastrar. Pero cuando llegan las 10 de la noche todo eso se desvanece y se hace tan fatigoso y tan ruin que me pongo de un humor de perros y comprendo que el no haber podido perder espiritualmente seis u ocho horas de mi día me deja en un estado de vaciedad lamentable. Pero como después de anunciar muy ingeniosamente la tableta OCAL yo no he ganado bastante dinero, tengo que ponerme a escribir artículos para ver si llego hasta el 20 del mes —del 20 en adelante, hasta que me muera, será siempre incumbencia del Sumo Hacedor, que alimenta y viste a los pájaros y los lirios y a Cotufa y Pícolo2. ¡Buenos estaríamos sin su misericordia!—. En fin, lo que se dice una mala vida. Aparte de que me traen y me llevan como a un zascandil y me hacen decir toda clase de tonterías en toda clase de “tribunas” más o menos ilustres y tener comidas trascendentales de esas en las que se arregla el mundo cada dos por tres. El resultado es que adelgazo visiblemente y me voy convirtiendo en un marido de esos que siempre echan de menos algún botón o de más alguna cuenta de la casa. Una perdición. La verdad es que el negocio de marcharme de Roma ha sido el más estúpido de mi vida, aunque todos digan que si mi estabilidad, que si mi porvenir, que si ya era hora de que pisara tierra firme. Pero es una tierra firme que me hace cada vez más partidario de las civilizaciones lacustres, de las arenas movedizas y del precioso pájaro en mano, que es el único que vuela. A lo mejor resulta que todo esto que digo es injusto y que la tal tierra firme va a llenarme los bolsillos de opulento lastre cualquier día. Probablemente todo está

2 Apodos familiares de los dos hijos del matrimonio Ridruejo, llamados como sus padres: Gloria y Dionisio.

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Pedro Álvarez de Miranda en la rabia —también la nostalgia puede pasar un día de acongojada a colérica— de no estar en Roma. Es una cosa muy extraña en mí, que estoy acostumbrado a encontrarle ventajas hasta a una isba rusa si me toca estar en ella, y que nunca he sido muy esclavo de mi memoria. Pero lo de Roma es distinto. Volver la vista ahí es como entrar en un horno que comienza delicioso y termina asfixiante, insufrible. Paseo mucho por Roma con la imaginación —nunca he paseado tanto— y el recordar es tan verdadero que a veces me deshace. Sobre todo el color. Es un color de por dentro del corazón: aquel pardo rojizo y aquel pardo dorado con unas pocas yerbas o con unos pinos. En fin, de todo esto habrá que empezar a hablar en verso cualquier día. De aquí habréis tenido con José María3 todas las noticias posibles. Desde su marcha no han sucedido muchas cosas, salvo que la caverna ruge cada vez más temerosamente. ¿Habéis leído Ateneo? Si no fuera todo tan peligroso, sería de una comicidad irresistible. Os recomiendo un articulito de Calvo Serer donde la historia —que tampoco tiene problema4— viene a estar contada como en un artículo de La Codorniz. Luego hay lo del neo-inquisidor Vigón5, echando a la hoguera a Unamunos, Machados, don Ramones6 y compañía. La paloma de la cultura Nacional se escapó un día del halda de Fray Gerundio, posó un instante el vuelo en las espaldas de don Marcelino —no sin recelo— y ha venido a posarse en las frentes electas —águila bicéfala del nuevo imperio— de los Rafaeles y los Florentinos7 (¡con perdón!). Bajo ese vuelo, nada: miseria, aberración, ruina y calamidad. Y hay que decir que la revista —que se llama como se llama sin miedo a los miasmas— tiene una sección que se llama Cacharrería cuando debía llamarse caballo, o algo un poco menos ilustre. En fin, que el equipo de desasnadores —quiero decir nuestros buenos amigos— maneja como puede entre tanto rugido-rebuzno. A Pedro8 —desasnador máximo que está en un momento de plenitud humana y espiritual auténticamente contagiosa— lo veo mucho, para consuelo mío. A Joaquín9 lo vi el otro

3 José María Valverde, que, según de estas palabras se desprende, habría estado algún tiempo en Madrid. 4 Alude al libro de Rafael Calvo Serer España, sin problema, réplica a otro de Laín, España como problema; ambos se habían publicado en 1949. 5 Jorge Vigón, militar perteneciente al sector monárquico del Régimen; entre 1957 y 1967 sería ministro de Obras Públicas. 6 Alude, naturalmente, a don Ramón Menéndez Pidal. 7 Se refiere a Rafael Calvo Serer, de nuevo, y a Florentino Pérez Embid. 8 Pedro Laín Entralgo. 9 Joaquín Ruiz-Giménez.

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día, me llamó para ver si hacíamos una revista de combate contra el gamberrismo intelectual. Veremos si cuaja la idea. Entre tanto estoy “inspirando” y trabajando un poco para una Revista (así se llamará) que hará en Barcelona Alberto Puig. Creo que —mejor o peor realizada— será ya un instrumento de razonable eficacia dentro de los límites de lo posible. Para ello tengo encargo de pedirte algún original: lo que tú quieras, pero si quieres —incluso— algo informativo sobre los estudios de tu especialidad en Roma y algo sobre la polémica de arte y política, y algo sobre política italiana y algo tuyo propio y original: ensayo o conferencia. Di también a Valverde que queremos cosas suyas del tipo de las que me dijo que le gustaría hacer: periodismo, reportajes o cartas sobre temas de los llamados humanos, cotidianos o como quiera llamarse: él sabe bien lo que es. No digo que si la señora de Álvarez de Miranda quiere proporcionarnos algo desde su ángulo de observadora sagaz —y hasta un poquito maligna—, la cosa quedará redonda. La revista saldrá —creo— por primera vez el 21 de marzo (corriente)10. Hay ya promesa de Pedro, Zubiri, D. Ramón, D. Gregorio11, Ors, Serrano Suñer, Montero Díaz (a quien vi días atrás y me habló cariñosamente de ti), etc. Cuando veáis el primer número (al que no quisiera que esperarais para enviarme algo) supongo que las diversas secciones os inspirarán cosas. Dadme también ideas sobre lo que veáis que falta o sobra. Yo no podré ocuparme a fondo de ella como desearía, pero poco a poco creo que podré conseguir que la hagan como la he imaginado, y vuestra ayuda crítica me servirá mucho. En fin, dejo de martirizaros con esta caligrafía sibilina y más que hermética. No me echéis en olvido. Sabéis que de mi nostalgia —de nuestra nostalgia— un buen trozo está entre las paredes de esa casa donde tantas desazones nos hemos comunicado día tras día. Creo que conseguiré visitaros en primavera, y hasta os prometo no dar la conferencia que forzosamente me servirá de pretexto. Nadie va a enterarse. Un favor: decidme si podéis pagar a mi librero y yo aquí a vosotros, y cuánto resulta para hacerlo (pero, bien entendido, sin dulcificar amistosamente el cambio porque sería una mala pasada; que de eso ya sabe uno). Mil cosas de Gloria y un abrazo muy fuerte de vuestro Dionisio

10 Se retrasó la aparición algo más, hasta el 17 de abril. 11 Gregorio Marañón.

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Uno de los temas de la carta es la nostalgia de Roma, que se diría incurable: “Paseo mucho por Roma con la imaginación”. La ciudad —“la ciudad que más he amado en el mundo”, dirá en 1971 (1973: 210)— entusiasmó a Ridruejo. Y allí escribe, en 1950, un texto arrebatado: “¡Oh!, Roma, Roma (como en una carta de amor)”. Ese texto vería la luz por vez primera en un libro de 1960, En algunas ocasiones12, y ocho años después separadamente en una edición de bibliófilo con dibujos de Fernando Chueca Goitia (Ridruejo y Chueca 1968); es en ella —solo trescientos ejemplares y único fruto de una efímera Sociedad Española de Escritores— donde el texto va fechado, al final, en 1950. Lo ha reproducido también Gracia (2005: 187-204). Considerable interés tienen las andanadas de Ridruejo contra lo que llama “la caverna”, que “ruge cada vez más temerosamente” y está aquí representada por figuras como los opusdeístas Pérez Embid o Calvo Serer o el militar Jorge Vigón (no puedo precisar si en ese momento ya general o todavía coronel). El primero de los mencionados era a la sazón presidente del Ateneo de Madrid, y contra una nueva revista de esa casa, llamada como ella, se despacha Dionisio bien a su sabor. El artículo de Calvo al que se refiere ha de ser el titulado “Nuestra conciencia nacional unitaria”, que puede leerse en el número 1 de Ateneo, del 2 de febrero de 1952, y sirvió en ese mismo año de prólogo a un libro del autor aparecido en Rialp, Teoría de la restauración. También en el número inaugural, el artículo del “neo-inquisidor” Vigón, “Defensa del Occidente”, es desdeñoso con Unamuno y virulento contra Miguel Hernández; a Machado y Menéndez Pidal no los menciona en esa colaboración, pero sí en otra del número 2 (16 de febrero) titulada “Las ideas claras”. Por pundonor filológico he ido a ver estas cosas, pero haré gracia al lector hasta del más mínimo pasaje de ellas. Leyéndolas resulta claro que Ridruejo las tiene en la cabeza cuando, al mes siguiente, escribe su conocido artículo “Excluyentes y compren-

12 Se incluye al frente de una sección titulada “Crónica italiana (1948-1951)”. Según Amat, En algunas ocasiones solo pudo aparecer “con la condición expresa de que no se diese noticia de su publicación ni hubiese reseña alguna” (Ridruejo 2012b: 18).

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sivos”, aparecido en Revista en su primer número, el 17 de abril de 1952, con mutilación censoria más que previsible. Entendemos ahora que no es casualidad que salga ahí en defensa precisamente de Unamuno y de Miguel Hernández. Y también por qué replicó Vigón en un artículo de La Vanguardia (“¡Viva Cartagena!”, aparecido el 27 de abril) al que contestó inmediatamente Ridruejo con una carta abierta que “fue tachada por el lápiz rojo de la censura” (Penella 2013: 340). En Revista invita a colaborar Ridruejo a Ángel Álvarez de Miranda, y este así lo hará en siete ocasiones, en diversos números de 1953 y 1954. Véase el inventario bibliográfico que del historiador de las religiones ha elaborado Díez de Velasco (2007: 12-13). En fin, toda la carta destila un sentido del humor delicioso, de principio (“mi disculpa fundamental es la de haber caído en un medio para mí nuevo y desconcertante: el del trabajo”) a fin (“creo que conseguiré visitaros en primavera, y hasta os prometo no dar la conferencia que forzosamente me servirá de pretexto”). No quería ser yo, hoy, el único en poder disfrutarlo13.

Bibliografía Amat, Jordi (2007): Las voces del diálogo. Poesía y política en la España del medio siglo. Barcelona: Península. — (2016): La primavera de Múnich. Esperanza y fracaso de una transición democrática. Barcelona: Tusquets. Díez de Velasco, Francisco (2007): Ángel Álvarez de Miranda, historiador de las religiones. Madrid: Ediciones del Orto. Gracia, Jordi (ed.) (2005): Dionisio Ridruejo. Materiales para una biografía. Madrid: Fundación Santander Central Hispano. — (ed.) (2007): El valor de la disidencia. Epistolario inédito de Dionisio Ridruejo, 1933-1975. Barcelona: Planeta.

13 Agradezco a los hermanos Ridruejo de Ros que me autorizaran a publicar esta carta de su padre.

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— (2008): La vida rescatada de Dionisio Ridruejo. Barcelona: Anagrama. Mainer, José-Carlos (2005): “Los primeros años de Revista (19521955): diálogo desde Barcelona”, en Jean-Michel Desvois (ed.), Prensa, impresos, lectura en el mundo hispánico contemporáneo: homenaje a Jean-François Botrel. Bordeaux: Université Michel de Montaigne-Bordeaux 3, pp. 405-421. Morente, Francisco (2006): Dionisio Ridruejo. Del fascismo al antifranquismo. Madrid: Síntesis. Penella, Manuel (2013): Dionisio Ridruejo. Biografía. Barcelona: RBA. Ridruejo, Dionisio (1960): En algunas ocasiones (crónicas y comentarios), 1943-1956. Madrid: Aguilar. — (1973): Entre literatura y política. Madrid: Seminarios y Ediciones. — (2007): Casi unas memorias. Edición al cuidado de Jordi Amat. Barcelona: Península. — (2008): Escrito en España. Edición y estudio introductorio de Jordi Gracia. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. — (2012a): Cartas íntimas desde el exilio (1962-1964). Introducción y selección de Jordi Amat y Jordi Gracia. Madrid: Fundación Banco Santander. — (2012b): Ecos de Múnich. Papeles políticos escritos en el exilio. Presentación de Jorge M. Reverte. Selección y prólogo de Jordi Amat. Barcelona: RBA.

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Españoles y benditos: las cartas inéditas de Carlos Edmundo de Ory a Miguel Labordeta* José Antonio Llera Universidad Autónoma de Madrid

Epistolografía, espectralidad y canon poético de posguerra

En una de sus cartas a Milena, Franz Kafka señala que la escritura de cartas es un comercio con fantasmas, no solamente con el fantasma del destinatario sino también con el propio. Estoy persuadido de que una carta es un texto de adivinación mutua, una forma espectral que crece en el jardín del ser y del no ser (todo espectro es ontológicamente ambiguo y fugitivo). Emisor y receptor aparecen como seres imaginarios, y esa imagen resulta performativa, se moldea frente al espejo del otro. Nosotros, como lectores de cartas privadas, de sus trazos abisales (encrucijadas, renuncias y exaltaciones, antifaces arrojados a la hoguera) nos convertimos en los que escuchan un diálogo entre muertos, y

* Quiero dejar constancia de mi agradecimiento a Matilde Cantín Luna, directora de la Biblioteca María Moliner (Universidad de Zaragoza), y a Javier Vela, director de la Fundación Carlos Edmundo de Ory (Cádiz).

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ya sabemos que a veces ese lenguaje es incomprensible porque nace de presuposiciones no compartidas, de actos de habla de los que hemos sido expulsados como ángeles caídos. Precisamente, cuando en el diálogo entre Diógenes y Heracles, compuesto por Luciano de Samosata, el primero pregunta cómo es posible que alguien sea mitad dios y mitad muerto, Heracles responde que no está muerto el dios, sino él, que es solo su imagen1. Intentamos, como el impostor, ocupar no solo el lugar del otro, sino también su tiempo; tratamos de vampirizarlo, aunque nos sabemos fuera de esa enunciación. La verdad de una carta no está en la verdad de la persona que la redacta, del sujeto empírico, sino en la verdad del personaje que le da voz, fluencia, comezón oral. Como advierte Sempronio en La Celestina, las paredes oyen. Somos esa pared, mitad oído mitad membrana que inventa y rectifica lo que nunca fue escrito. Toda carta es un asidero para el historiador o el biógrafo, pero a condición de que sepamos que ese asidero se acopla a su vez a otro, como un signo de interrogación se adhiere a su enunciado. El lector de cartas recibe revelaciones, pero también inquisiciones de esfinge con las que puede salvarse o despeñarse. Dentro del panorama de la lírica de posguerra, de su galería de visibles e invisibles, Miguel Labordeta y Carlos Edmundo de Ory ocupan posiciones de disidencia poético-estética en el campo literario. Uno en Zaragoza y otro en Madrid, están unidos por el hilo de Ariadna del postismo. La aventura postista, iniciada en enero de 1945, retuerce el lenguaje bajo la tutela del ingenio barroco para socavar los módulos expresivos del grupo Juventud Creadora, a la vez que se distancia de la histeria referencial espadañista. Al imitar el código renacentista, el garcilasismo hacía presente el pasado2. Por el contrario, la neo-

1 Escribe Luciano (16, 1-3): ναί: οὐ γὰρ ἐκεῖνος τέθνηκεν, ἀλλ᾽ ἐγω ἡ εἰκῶν αὐτοῦ (en la traducción de Alsina: “Sí, porque no está muerto él, sino yo, su imagen”). 2 Garcilaso fue fundada en mayo de 1943 por José García Nieto, Pedro de Lorenzo, Jesús Revuelta y Jesús Juan Garcés. Por mucho que la revista perdiera su primer acento épico-falangista bajo la posterior dirección y tutela estética de José García Nieto, no estoy de acuerdo con la valoración de José María Martínez Cachero (2005: 59), para quien García Nieto evita la politización de la revista. Esa tarea

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vanguardia exploraba las posibilidades del significante y si imitaba, lo hacía transformando lúdicamente, impulsada por la inercia de la renovación y la ruptura. Como ha señalado Rafael de Cózar (2011: 194), el postismo no es un movimiento trasnochado, sino que anticipa la literatura experimental de los años sesenta y es coetáneo además del letrismo y el espacialismo. La propaganda franquista, con Juan Aparicio a la cabeza, trató de instrumentalizar el postismo en calidad de avanzadilla de un arte nacional, pero ese invento insospechado les pareció que mutaba de modo siniestro e insumiso, de ahí que fuera prohibida la revista que lanzó los primeros manifiestos. Y es que usar el lenguaje para producir sinsentido era un modo de amenaza; creaba en el poder totalitario la paranoia de su propia contingencia. Ory no hace sino agujerear, poner ojos de esponja escrutadora, entre las rejas aceradas del soneto clásico. Las equilibradas formas renacentistas, resucitadas en cansina imitatio epigonal, constituían en realidad una ideología: postulaban la unidad del imperio por el conducto de una lengua siempre idéntica y eterna. Como mostraría Theodor Adorno, el arte sitúa su razón negativa en apuntar a lo diferente, en señalar lo particular sensible frente a la totalidad. Aunque fuera de modo harto implícito, el postismo vino a señalar que determinados códigos —morales, ideológicos, literarios— no eran sino juegos de lenguaje, mitologías, y por ello sus pretensiones de verdad podían y debían deconstruirse abriendo las esclusas del extrañamiento. No se conserva ninguna de la cartas que Labordeta remitió a Ory, pero sí casi todas las este último. El hecho es que Labordeta y Ory

era imposible, pues la estética ya estaba politizada desde cualquier perspectiva. Los símbolos no son nunca inocentes, y menos en una dictadura: Garcilaso era el poeta-militar encargado de degollar con su espada flamígera a Góngora, emblema del Veintisiete. En el editorial del primer número se declara, no por casualidad, que el poeta renacentista había nacido en Toledo, ciudad “ligada también a esta segunda Reconquista”. Aunque Carlos Edmundo de Ory llega a colaborar en cinco números distintos de Garcilaso, su poética no acaba de encajar en la revista, ya sea por sus piruetas modernistas (léase “Balada a una muchacha”) o porque, como puede advertirse en “Sonata del jardín negro”, parte de un topos bien conocido para desfamiliarizarlo a través de una atmósfera gótica inquietante.

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debieron conocerse en los cafés madrileños en torno a 1947, cuando Miguel viajó a Madrid con la idea de documentarse para escribir una tesis doctoral. Después, en mayo de 1948, tuvo lugar en las Galerías Macoy de Zaragoza una exposición postista —eran sus últimos rescoldos—, a la que seguramente asistió Labordeta (se conserva la invitación entre sus papeles). El 31 de mayo de ese mismo año, Ory anota en su diario que acaba de recibir Sumido 25, el primer libro de Miguel. Anuncia una “reposada y larga crítica” y califica a su autor como un “futuro postista quizás” (1975: 45). En esta carta, la única que ha sido editada, leemos: “Has hecho bien en llamarte postista; así me llamo también yo […]. Y el postismo es tan vuestro como mío” (Ory 1977: 158). Aunque Labordeta no puede calificarse de postista pleno, el guiño debe interpretarse en el sentido exacto: ambos son conscientes de que enlazan con las propuestas de modernidad quebradas por la Guerra Civil y se enfrentan al retoricismo vacío de la poesía oficial. Los dos fundan su amistad en esta posición periférica en el campo literario, en cuyo horizonte también aparece Gabriel Celaya, editor de Transeúnte central (1950), el tercer libro de Labordeta. En una carta fechada el 13 de octubre de 1950, este sugiere la necesidad de “unirnos los malditos, quiero decir los no subvencionados por el guisopo” (2015: 37)3. El

3 En la correspondencia cruzada entre ambos, que ha sido muy oportunamente editada por Jesús Rubio Jiménez, se incluye otra carta que ejemplifica bien lo que vengo diciendo. El 23 de septiembre de 1948, el autor de Sumido 25 se refiere críticamente a “algunos cotos bien administrados” de la capital (Labordeta y Celaya, 2015: 16). En el archivo de Carlos Edmundo de Ory, que proyectaba publicar un libro de sonetos —Doblo hablo— en la colección Norte dirigida por Celaya, también se hallan pruebas de este mutuo reconocimiento y admiración. El 10 de diciembre de 1949 Celaya expone así sus gustos personales: “Tú y Labordeta sois los dos únicos poetas españoles contemporáneos que no me aburren. Esto quizás te parezca poco, pero es extraordinario. Influís en mí, me hacéis pensar que me he desviado y que con mis monerías me estoy yendo por los cerros de Úbeda”. No parece mutuo acicalamiento. Esa influencia creo que se produjo en distintas direcciones, si bien el más impermeable y encastillado en su yo tal vez fuera Carlos Edmundo de Ory. Evidentemente, Celaya evolucionó hacia posiciones que no suscribirán ni Labordeta ni Ory.

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guisopo, neologismo cargado de sarcasmo, nos lleva a las cuestiones de campo literario planteadas por Pierre Bourdieu en Las reglas del arte. Cuando el sociólogo francés analiza la subordinación del campo artístico al campo político a través de la censura y de los beneficios materiales o simbólicos en Francia, en la segunda mitad del siglo xix, sitúa tanto a Baudelaire como a Flaubert como los representantes de una vanguardia que se rebela contra todas las instituciones, ya fueran políticas o literarias. El motor de cambio vendrá dado por la dialéctica entre ortodoxia y herejía: El proceso en el cual están inmersas las obras es el producto de la lucha entre quienes debido a la posición dominante que ocupan en el campo propenden a la conservación, a la defensa de la rutina y la rutinización, de lo banal y la banalización del orden simbólico establecido, y quienes propenden a la ruptura herética, a la crítica de las formas establecidas, a la subversión de los modelos en vigor y al retorno de la pureza de los orígenes (1995: 308).

Cuando en carta, datada el 11 de octubre de 1950, Carlos Edmundo de Ory le acusa recibo a su amigo de Transeúnte central, alude, como ya Labordeta había hecho en su misiva a Celaya, al poeta maldito, que se desmarca de los gustos del público; el maudit es el inadaptado al mundo, el solitario, el órfico, el desclasado, el viudo, el melancólico, el príncipe de Aquitania en la torre abolida. Su panteón lo lustró Rubén Darío en Los raros. Labordeta tenía la intención de que su amigo le escribiera una reseña4. La respuesta que le da Ory mide la agresividad del campo literario en el que han de mover por fuerza sus peones: Deseabas que te hiciera una crítica en cualquier sitio “porque hemos de hacernos el juego” (hagamos de esta frase una definición surrealista cabalístico-maquiavélica). Pobre de ti, ignoras que no hay sitios. El mundo está lleno de quítame-el-sitio. No existe para nosotros el hazme sitio. Comprende esto. Solo a los mediocres les interesa actualmente que nosotros seamos malditos. Les interesa para seguir

4 Carlos Edmundo de Ory había firmado en Ínsula una nota de lectura sobre Violento idílico (n.º 50, 15 de febrero de 1950). La reseña completa de Transeúnte central se publicará finalmente en Verbo (n.º 21, febrero de 1951).

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siendo españoles y benditos. Para reírse con su cabeza pobre de tambor sin importancia. […] Había escrito un pliego sobre tu último libro para Correo Literario. Cuando he vuelto he visto el número donde debía de salir y he notado que lo que han hecho es inaudito. Pero no te desoriente. Dejaron de mi crítica lo que les dio la gana (porque no toleran tu poesía).

Clanes, tribus, choque de cuadrigas, la guerra en el principio de todas las cosas: lo habían dictaminado Heráclito de Éfeso y Nietzsche. Esta excomunión de los malditos no era solo una metáfora inocua; uno y otro sufrirán los cintarazos de la censura desde muy pronto: Labordeta tuvo que retirar un buen puñado de versos del manuscrito original de Sumido 25 y a Carlos Edmundo de Ory le prohibirán por blasfema su novela Mèphiboseth en Onou. No sabemos a ciencia cierta si acertaba o no el olfato de Ory en lo relativo a la aversión de los redactores de Correo Literario. En la misma revista, bajo el epígrafe de “Ni poesía pura ni poesía popular”, Labordeta trabará polémica con José Luis Cano al desmarcarse tanto del purismo como del popularismo, haciendo gala de lo que Fernando Romo (1988: 53) ha definido como “profetismo esencialista”. Escribe el autor de Sumido 25: “Naturalmente que estoy en contra de la poesía pura. Naturalmente que hablo de que la poesía debe estar al servicio del hombre; pero de esto a que la poesía deba ser popular hay un abismo. […] Hay una cosa clara: rara vez la poesía auténtica es popular” (1951). Ambos, Labordeta y Ory, edifican su poética haciendo uso de la negación, atravesando las falsas dicotomías (vanguardismo versus compromiso), desordenando las casillas y los cómodos marbetes. Por supuesto, y como sucederá con autores como Cirlot por otros motivos, pagarán un precio por esta singularidad5: ninguno figura en la antología más representativa

5 En una conferencia inédita de Ory sobre la poesía labordetiana, titulada “El hombre de Sydnik” y fechada en marzo de 1994 (así consta en su archivo de la Fundación Carlos Edmundo de Ory), se pone de relieve este papel de francotiradores: “Existen tres poetas españoles coetáneos en cierto modo afines, que fueron silenciados en tiempos de posguerra, y que se han visto más tarde unidos sin comerlo ni beberlo en paradigma de trinidad. No santísima, pero casi. Tres poetas marginales, aunque ya menos por mor de la recuperación beneficiosa […].

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de los cincuenta, la de Francisco Ribes, que consagrará la corriente social-realista. Tampoco verán publicadas sus obras en editoriales de prestigio —las exquisitas autoediciones de Cirlot hablan por sí mismas—, ni lograrán premios. ¿Cuál era la salida? El viaje interior, la lealtad a la propia locura, si hacemos caso del consejo que le da Ory a su amigo en una carta del 16 de noviembre de 1950: “Ven a verme cuando llegues a este garaje de locos y de putas, donde vivo como un iluminado. Pediremos cerveza y habrá ocasión de pasear bajo los árboles. Yo te leeré mis versos entonces. Yo te aconsejo lo único: habita tu mundo y su coro de interrogaciones, que solo eso te deparará éxtasis y motivo para cantar”. La receta está clara: estricnina en vena contra los pequeños invertebrados impuros. Ory se califica a sí mismo como un iluminado, es decir, como un hereje perseguido por la Inquisición (político-cultural, entendemos), al modo de los alumbrados españoles del Siglo de Oro. No era tan descabellado el símil, pues en esa hora ya podía lucir algunos “estigmas”.

La querella surrealista Pienso que no exagero si digo que, antes y después de la Guerra Civil, la relación de los poetas españoles con el surrealismo fue esquizofrénica. Aceptaban y a la vez renegaban de esa impronta en sus obras, y dicha actitud era síntoma de que el término había designado desde el principio realidades concomitantes pero dispares; a saber: escritura automática; un inventario de temas; una ética; y una estética. Ante un campo conceptual tan diverso, no puede sorprender que la recepción en España fuera tan controvertida desde que Fernando Vela, en las páginas de Revista de Occidente, mostrara sus reticencias al manifiesto de André Breton (García Gallego 1984; Navas Ocaña 2009). Mal podía casar la llamada al inconsciente con la apelación orteguiana a la intelección y claridad como guías del proceso creativo. Por si fuera poco,

En suma, tres poetas malditos y surrealistas los tres como Dios manda. Cirlot, Ory, Labordeta, o Labordeta, Cirlot, Ory. Tanto monta”.

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el surrealismo era también sospechoso de amoralidad y decadencia en las costumbres, a juzgar por los juicios de valor que en los años treinta vierten autores como Giménez Caballero y Eugenio Montes. El propio Dámaso Alonso evita deliberadamente el rótulo cuando escribe sobre la poesía de Vicente Aleixandre y lo reemplaza por el de neorromanticismo, relegando la escritura automática a una vía muerta. Después de la guerra, estas tensiones se recrudecen en un contexto estético y político mucho menos propicio para la vanguardia. En 1942, José García Nieto proclama de este modo su rechazo: “Amor, vitalidad y masculinidad en nuestro verso. […] Sin sutilezas mentales, sin manquedades groseras, sin escarbar cenagosos fondos freudianos, sin hospedarse en nieblas becquerianas tampoco”. La ruptura con el Veintisiete resulta manifiesta, incluida la alusión a Alberti. No obstante, el postismo llegará para agitar esos fondos abisales y declarará su inequívoca filiación bretoniana, no sin antes introducir matices muy relevantes: el alogicismo del movimiento francés muta ahora en control técnico, mientras que los materiales que dispensa el subconsciente son sometidos a criba estética. En carta inédita dirigida a Carlos Edmundo de Ory y fechada el 2 de junio de 1945, Juan Eduardo Cirlot reconoce la genealogía: “Eres un surrealista. Y serías postista con una condición. Con la [de] que no fueras surrealista”. A finales de la misma década, Dámaso Alonso hablará por fin de “surrealismo español”. Por mucho que José Luis Cano (1950) reconozca la continuidad del surrealismo en la poesía de posguerra citando los nombres de Julio Garcés, Cirlot y Manuel Segalá, dicha modalidad de escritura, en todas sus variantes, será una opción marginal. Celaya lamenta en carta a Miguel Labordeta el que la etiqueta de surrealismo se hubiera convertido en una excusa para no profundizar críticamente en Sumido 25. Pero lo irónico es que fue él mismo quien había puesto en circulación esa palabra-baúl, de ahí que se viera obligado a pedirle disculpas a su corresponsal. En una de estas misivas, el poeta zaragozano se refiere a “un largo poema metafísico en que comunico una liberación espiritual” (2015: 26). La descripción apunta a “Catarsis del buzo”, inédito hasta ahora y totalmente olvidado en la bibliografía sobre el autor. Quiero aludir a él porque la intervención de Ory será decisiva para que continuara inédito hasta hoy.

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“Catarsis del buzo” es un poema de lenta elaboración. Recibió antes otros títulos, entre ellos “Profesor Éxtasis (poemoide)”. La primera versión mecanografiada data del otoño de 1947, es decir, cuando es inminente la publicación de Sumido 25. Me interesa subrayar la rareza de este poema, pues, aunque se trata de un antetexto (Blasco 2014), no estamos frente a una primera versión. Si consultamos los originales depositados en el archivo zaragozano, se observa que el poema se mecanografió y corrigió varias veces. Era una obra aparentemente acabada, pero que Miguel decide no dar a la imprenta, probablemente porque no terminó de estar convencido de su calidad. Aunque “Catarsis del buzo” no sea un poema totalmente logrado, recoge los núcleos temáticos de su lírica, sus obsesiones y sus excesos de dicción, y por este motivo merece la pena estudiarse. El error también enseña: cierto retoricismo arcaizante, el desaliño estructural y algunas cacofonías debieron herir el oído de un poeta tan musical como Ory cuando se lo mandó para que lo leyera. Tengo para mí que Labordeta se dio cuenta de que no estaba dotado para el poema largo. ¿Cuáles son las características fundamentales de “Catarsis del buzo”? Por medio de una perspectiva aérea, la primera de las siete secuencias sienta las bases de un maremoto existencial empujado por la angustia y la privación erótica (el intertexto sanjuanista es claro: “las tardes fracasadas / sin ciervo enamorado”). Es el homo viator en la faz de un “ciego caminante terráqueo / sin rumbo de vestigio celeste” el que absorbe sibilancias heideggerianas, el que habrá de asumir la concepción dramática del destino del hombre, su contingencia y el misterio insoluble del mundo. El hábil uso de la enumeración caótica dibuja un sombrío retrato del presente y del pasado, donde resuenan las heridas de la Guerra Civil. El tópico del locus eremus describe un paisaje individual y colectivo calcinado, en el que la palabra sufre también erosión y daño, lastrada por una insuficiencia que denuncia una situación histórica opresiva: Hundo la despoblada luz de los límites en el trueno matriarcal de los buitres sagrados. Imágenes de cráneos y electrones conserjes y banderas despavoridos habitantes del reloj

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José Antonio Llera inviernos y teléfonos dientes calcinados naipes flotantes leyes penales aviesos párpados enseñanzas de lobos teorías y técnicas lejanas torres antiguas y todo mandato que hallé en los perros dormidos degüello en implacable rompecabezas rodando voraces fulminados como una alma bestial inundada de aceras destruidas a esa hora fatídica en que el Cero y Andrómeda quieren huir en gozosa reyerta devorada. La palabra es imposible eco en las urbes sin nombre llanuras de destierro y el amor sin consuelo diálogos de estrellas beberán de silencio de tanta criatura libre de espada o paloma sin orilla.

La maldición de la palabra, su eco imposible, solo deja ver destrucción y ruinas en el reino de la mentira: “Retorno a los escaparates de cieno / donde cada verdad arrancada / es un maniquí vacío de ojos horizontes / hacia bosques de piedra y niebla submarina”. La metáfora copulativa —muy lorquiana, por cierto— dialoga con la pintura de Giorgio de Chirico, extremando el fetiche del maniquí hacia una compostura inquietante. El sujeto lírico se objetiva después en un buzo astral que se sumerge en su devastación, persiste en el gozo doliente de vivir y se reconcilia al fin con la belleza del cosmos: Todo lo perdí. No tornaremos. Vivo. Gané la Mística del Mundo. Su humilde sentido desprendido

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hallo un latido en mis tigres funestos y ya el corazón es como una colina madura sobresaltada por encima de los ataúdes personales dispuesta a darse enteramente por todos los rumbos maravillosos de la leoparda Tierra.

Del intercambio epistolar entre Ory y Labordeta se deduce que este último pretendía publicar “Catarsis del buzo” con una ilustración (un collage) de su amigo. Sin embargo, todo queda en suspenso a causa de la crítica negativa de Ory, que se nos presenta como un lector exigente6, que no puede perdonar lo que interpreta como un pastiche demodé. Dice así un fragmento de la misiva con data del 27 de abril de 1950: Siento, querido Labordeta, violentar tu alma, herirte la cabeza y matar tus ilusiones. El poema no me gusta. El título es digno de Max Ernst, con su germen de mar onírico y su subconsciente turbulento. Pero las palabras son horriblemente pasadas de moda. Por mucho fósforo que hayas puesto en ellas y por mucha tem-

6 Esta exigencia la traslada también a su obra. Téngase en cuenta que Ory, por estas fechas, aún no ha publicado ningún libro de poemas completo, si bien ha escrito sin cesar (no publicará hasta 1963, año en que aparece en Taurus Los sonetos). Desdeñoso del público, amante de la soledad exaltada por los románticos y por Rilke, y haciendo alarde de su vocación internacionalista (pedigrí de la vanguardia histórica), se presenta en una carta posterior, el 18 de octubre de 1950: “Yo me distingo en ser un escritor solitario, que trabaja y no publica, porque no le interesan las cuatro críticas y el cerrojo, y me distingo también en querer salir al exterior con un grupo de verdaderos locos auténticos, niños, demonios o ángeles y convencer a Francia, Italia, Inglaterra y los demás países de que aquí estamos edificando el incendio más bello del mundo”. En otra misiva inédita, esta vez dirigida a Celaya el 1 de julio de 1949, tras la lectura del poema “Teogonía” señala sin ambages que sus reservas provienen de su credo simbolista: “Tal vez lo rechace en parte por una necesidad de ira hacia lo que no llega o se pasa a lo que es mi estética. […] Ahora desprecio más que nunca la divagación y la ‘máscara’. […] En poesía es triste todo lo que no es poesía, es decir, música, ritmo, verbo caliente, lengua. Bueno, es decir, belleza”. Analizando la correspondencia inédita entre Celaya y Ory, llegamos a la conclusión de que el plan de editar en la colección Norte se va a pique porque Ory no deja de retocar su manuscrito, lo que hace perder la paciencia al editor. “Has enmudecido. ¿Por qué? ¿Por qué eres un hombre con el que no se pueden ultimar las cosas?”, le reprocha Celaya en carta del 13 de julio de 1950.

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pestad agujereada, demasiado bien sabes tú que esas dormidas producciones de sal y delirio son abstrusas e incoherentes, consiguiendo, todo lo más, que la poesía algodonada, amarga y roñosa que se instala en sus formas de humo caiga en la triste nariz del cursilismo surrealista […]. ¡De qué vale que escribas versos buenos que no van al rocío, porque se entremezclan con la flor podrida! No publiques ese poema, como quieres. […] Y no olvides que el surrealismo es a la poesía lo que un militar es a la vida social de la cultura. Sin embargo, lejos de la disciplina surrealista y de los buzos circula siempre, desfila siempre, y sobre todo hoy día, sobre las mariposas y sobre la sangre delincuente y caliente de tus ojos, hasta que hagas polvo los muros de tu corazón. Escribe sin imitar, orina color jalde sobre la voluntad lírica del mundo, hasta que llenes de fantasía líquida la tierra profunda y amada de los insectos. Tu poesía no es limpia, sino sucia, aunque yo dijera lo contrario. Tu poesía es pesada y reiterativa como un sombrío manto hueco. […] La poesía es una peste como la música que a ti te gusta. Escríbeme y hablaremos. Y perdona que sea franco contigo.

“Catarsis del buzo” no se amolda exactamente al pastiche surrealista contra el que se pone en guardia Ory, ya que agrega ingredientes neorrománticos, existencialistas e incluso tremendistas, donde late un denso vigor testimonial (opaco para los realistas más canónicos). Por esta razón, me atrevería a decir que está más cerca del expresionismo que del surrealismo. Lo que sucede es que los dos amigos tenían un sentido de la forma poética distinto. En Labordeta —siempre más visual que rítmico, más débil en lo que Ezra Pound llamaba melopoeia— la forma incuba un presagio de caos, en tanto que Ory construirá formas más clásicas, siempre elevadas por la música. En otra comunicación posterior, Ory se mostrará algo más comprensivo y le propondrá que haga de “Catarsis del buzo” un poema más breve, dando a entender que aunque no funcione como un todo orgánico contiene versos salvables. Este diagnóstico me parece impecable. Labordeta, en cambio, decidirá pasar página y centrarse en otros proyectos. El 17 de mayo de 1951 recibe desde Madrid otra carta del mismo corresponsal. La propuesta es sorprendente: “Sigo creyendo que debemos de publicar (unos cuantos de nosotros) algo así como un cuaderno donde incluir poesía surrealista solamente, de la más surrealista. Pero solo de los hombres surrealistas que han nacido dentro de nuestra canasta española”. ¿Otra vez el espectro del surrealismo recorre la meseta

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española? Si antes había sido el foco de la disputa, ahora es el clarín prestigioso que imanta capital simbólico, lanzado aquí a manera de anzuelo y bajo la presuposición de que existe de facto una variante nacional que lo particulariza. Por esta razón hablaba más arriba de actitudes contradictorias. Aquel proyecto de cuaderno tampoco fructificará. No obstante, a principios de la década, José Albi y Joan Fuster dan a la imprenta su Antología del surrealismo (1952), en la que figura Miguel Labordeta, pero no Carlos Edmundo de Ory. Los antólogos se proponían romper el cerco tradicional que reducía este movimiento de vanguardia a la práctica de la escritura automática, propiciando una visión más universalista. En sus páginas, Labordeta declara: “¿Surrealista? Yo creo que ya nadie lo es enteramente, y que sin embargo, nadie de sensibilidad actual, puede quedarse al margen de su influencia mágica” (1952: 184). La respuesta de Carlos Edmundo de Ory en la prensa no se hizo esperar y en un artículo para Correo Literario tacha a la antología de apócrifa. Objeta que en España nadie ha hecho surrealismo integral, a excepción de Larrea, Aleixandre, Dalí y él mismo. Este ataque de vanidad no debe soslayar lo esencial: la perspectiva de Ory no coincide con la de Albi y Fuster porque enfoca el objeto de análisis desde otro punto, ciñéndose rigurosamente a la técnica y a la ética del movimiento francés7.

Manifiesto ópico e introrrealismo El 8 de noviembre de 1951, Miguel Labordeta recibe una carta de Ory en la que sale a relucir la fuerte personalidad de su amigo: Tenemos que salvar la poesía de España. No estoy hablando de España. Digo de españa [sic]. En un tiempo yo llamaba a España Espiña […]. Tú estás llamado

7 Años más tarde, en un trabajo más extenso publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, Ory (1972) vuelve sobre la cuestión e insiste en que el surrealismo no podía darse en hombres católicos. También ahora hace salvedades: Larrea, Basilio Fernández, Luis Álvarez Piñer, Pedro García Cabrera y el Celaya de Mara del silencio se incluyen en la nueva nómina.

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a ser quien me ayudes, si lo deseas, a salvar a la poesía de los poetas. España se ha vuelto una sección de poetas. Yo sé que tú estás sintiendo esto como yo […]. Me encontré la otra noche con José Antonio Novais. Iba con otro muchacho, que también se decía poeta. Me estuvo contando que entre ellos y tú mezclado como emperador de la iniciativa ibais a publicar un manifiesto. […] Me dolió y me dolí de mí mismo al tenerle que expresar a Novais mi repulsa o mejor dicho mi negación respecto a firmar con mi nombre en ese manifiesto. Pues me dijo que lo firmaban también otros nombres. Y esos nombres me asquean. Está bien el nombre de Gabriel Celaya, pero ¿por qué otros nombres? […] Así no podemos salvar nada. ¡Ya no te quiero a ti para salvar nada! Porque estableces la mezcla. Y odio las mezclas. […] Yo no quiero estar mezclado con lo que es puramente falso. Tú no eres falso, porque tu poesía no es falsa. Sin embargo, quieres ir hacia lo falso.

El significante España, que actúa como mantra socializador durante la dictadura, se subvierte paródicamente (Espiña), proclamando una escritura de los bordes, del exilio. ¿Cuál era exactamente ese camino falso que señalaba un mesiánico Ory? El caso es que ese año Miguel preparaba un manifiesto de tono desenfadado y dadaísta, el Manifiesto Ópico. En él satirizaba ciertas modalidades de la poesía española coetánea: “Señoras y señores, estamos hasta dos palmos encima de las rodillas (aproximadamente) de las laringológicas evacuaciones de ‘niño bien’ (de señorito adocenado que escribe poemas a la novia, neoclásico-alexandrino-burrománticorilkeanoenverde […]. Adoramos los (ópicos) jounakos la ‘pupa’ dulce de la vida, la temible ‘pupa’ de la existencia que muge y fornica y se devora bajo esos cielos enormes” (2015: 337)8. Entre los firmantes de este manifiesto, además de algunos incondicionales suyos como Gabriel Celaya, Labordeta quería que estuviera también Ory9. Y es en ese momento cuando este reacciona como se ha visto, con cajas destempladas. Los motivos

8 El manifiesto será prohibido por la censura. Consta el expediente (núm. 464751) en el Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares). El informe tiene fecha de 2 de noviembre de 1951: “Rechazable por entero este burdo manifiesto de introducción seudopoética”. 9 Según la versión que le da a Celaya, Miguel Labordeta ya había hablado del asunto directamente con Ory: “[…] lo hablé en Madrid con De Ory y Novais y aceptaron. […] De Ory sería el botones ‘celestial’ y misterioso” (2015: 42).

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de esta reacción pueden explicarse si leemos su Diario. Sucede que, en esos momentos, estaba orientando todas sus energías hacia la elaboración de un nuevo movimiento poético junto al pintor Darío Suro, el introrrealismo, a través del cual se aproxima a una poética expresionista “desde el poso rehumanizador del existencialismo” (Pont 1998: 48). La plaquette, que se editó en el invierno de 1951, se encuentra entre los papeles personales de Miguel Labordeta. Todo hace indicar que le interesó la lectura del texto programático, ya que se advierten numerosos subrayados. Cito un párrafo elocuente: “Se trata, naturalmente, de un subjetivismo pujante, creador; de un estremecimiento sensual y patético de vida, producido única y exclusivamente por la vida y su coro de sombras; es decir, por el amor a la vida y el dolor que entraña la vida”. Pero el introrrealismo apenas tendrá recepción crítica, si exceptuamos las cartas de cortesía de Eugenio D’Ors y Vicente Aleixandre. Las razones de este fracaso resultan obvias: el canon dominante de la poesía social, basado en las exigencias miméticas de un ingenuo realismo genético, no era compatible con poéticas de la lámpara propias del romanticismo, si retomamos el binomio teórico propuesto por Abrams (1971). La vuelta al yo no colectivo, médula de la expresividad, solo podía entenderse como una heterodoxia solipsista ante el que, irremediablemente, casi todos volvieron la cara. A principios de los cincuenta, cuando su salud se resiente y debe pasar un tiempo interno en un sanatorio, Carlos Edmundo de Ory tiene ya la determinación del exilio, de la huida; está dispuesto a errar porque sabe que la vida también se inventa y quiere guardar la cabeza de Dios en cloroformo. El 8 de abril de 1953, anota en su diario: “¡Es un asco España actualmente! En mis propias narices me han reprochado el haber dado una conferencia de tipo internacional. Un pintor falangista me ha venido con el cuento de que ‘lo que nos debemos proponer es una unidad nacional’. […] Creo que absolutamente nadie me ha comprendido y que he estado, una vez más, solo” (1975: 246). Entretanto, Miguel Labordeta sufre la prohibición de Epilírica por la censura franquista (el libro no se podrá publicar hasta 1961). Logra al fin romper su silencio —el golpe anímico fue devastador— cuando empieza a aproximarse a las propuestas experimentales de los años sesenta, a las que llega gracias a

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Julio Campal. Rehabilitados justamente por la crítica (que no bendecidos), Ory y Labordeta acaso ya no son malditos, pero no dejan de afirmar una verdad difícil: si un poeta renuncia a la singularidad —la suya inalienable—, entonces no le queda nada, absolutamente nada.

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Labordeta, Miguel/Celaya, Gabriel (2015): Epistolarios inéditos. Ed. de Jesús Rubio Jiménez. Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza. Luciano (1966): Obras. Vol. 2. Trad. de José Alsina. Barcelona: Alma Mater. Martínez Cachero, José María (2005): La revista de poesía Garcilaso y sus alrededores (1943-1946). Madrid: Devenir. Medina, Raquel (1997): El surrealismo en la poesía española de posguerra (1939-1950). Ory, Cirlot, Labordeta y Cela. Madrid: Visor. — (2013): “El surrealismo, el postismo y la revisión de la neovanguardia. Hacia un esclarecimiento terminológico”, en Eduardo Becerra (coord.), El surrealismo y sus derivas. Madrid: Abada, pp. 383-391. Morris, C. Brian (2000): El surrealismo y España (1920-1936). Trad. de Fuencisla Escribano, Madrid, Espasa-Calpe. Navas Ocaña, María Isabel (2009): “La crítica al Surrealismo en España”, en Bulletin Hispanique, vol. 111.2, pp. 551-581. Ory, Carlos Edmundo de (1952): “Surrealismo ibero y apertura de polémica”, en Correo Literario, 50, 15 de junio, p. 5. — (1972): “¿Surrealismo en España?”, en Cuadernos Hispanoamericanos, 261, pp. 579-583. — (1975): Diario. Barcelona: Barral Editores. — (1977): “Miguel Labordeta y el postismo: una carta de Carlos Edmundo de Ory (Madrid, 4-6-48)”, en VV. AA., Miguel Labordeta: un poeta en la posguerra. Zaragoza: Alcrudo, 1977, pp. 157-163. — (1978a): Energeia (1940-1977). Barcelona: Plaza & Janés. — (1978b): Metanoia. Ed. de Rafael de Cózar. Madrid: Cátedra. Pont, Jaume (1998): La poesía de Carlos Edmundo de Ory. Lleida: Universitat de Lleida. Pont, Jaume/Fernández Palacios, Jesús (eds.) (2001): Carlos Edmundo de Ory. Textos críticos sobre su obra. Cádiz: Diputación de Cádiz. Romo Feito, Fernando (1988): Miguel Labordeta: una lectura global. Zaragoza: Universidad de Zaragoza.

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La correspondencia de Caballero Bonald: propuesta metodológica para una historia epistolar del medio siglo Julio Neira UNED

Los epistolarios y su importancia como documentos para la historia literaria. El ejemplo de la generación del 27 En consonancia con la corriente crítica que viene reivindicando los epistolarios como fuente informativa para conocer el contexto sociológico en el que los autores crean sus obras en todas las épocas de la literatura, en la filología hispánica la edición de epistolarios ha conocido un auge extraordinario desde hace unas décadas, en especial los que se refieren a los autores de la conocida como generación del 27; aunque la publicación de este libro evidencia que su interés no es privativo de una época tan mitificada, y que se expande a tiempos más recientes porque su valor como documento historiográfico excede el fenómeno mitómano de aquel grupo de autores. No obstante, conviene analizar lo realizado sobre esos autores para sacar conclusiones valiosas acerca de cómo afrontar con garantías el proceso de edición de epistolarios del medio siglo. En mayo de 2000 se celebró en la Universidad de Bérgamo (Italia) un primer Encuentro internacional sobre los Epistolarios del 27. El

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estado de la cuestión; y en abril de 2001 los especialistas en este nuevo “género” de la investigación volvieron a exponer sus avances en el I Encuentro sobre metodología e investigación de la historia literaria, organizado por la Sociedad Menéndez Pelayo en Santander. En ambas reuniones científicas se reflexionó sobre el camino recorrido y se acordaron algunos procedimientos comunes que permitieran avanzar más y obtener aún mejores resultados científicos. En realidad, la edición de la correspondencia de estos autores había empezado décadas atrás con las cartas de Federico García Lorca, pues las circunstancias de su asesinato en la Granada falangista de 1936, que truncó una vida en plena y genial creación artística, hicieron urgente recoger sus textos inéditos, que había que preservar y estudiar para conocer mejor tanto su obra publicada como aquella que dejó inédita o inconclusa. Por otra parte, todo ello no es una novedad crítica reciente, porque si bien en el auge actual influye notablemente el impacto editorial de la literatura del Veintisiete, la consideración de los epistolarios como instrumentos de historia literaria tiene una tradición nada desdeñable en España. En el siglo xviii —en cuyas letras tanta importancia tuvo lo epistolar— encontramos las primeras ediciones de epistolarios tal y como hoy los entendemos: cartas escritas entre corresponsales concretos no destinadas en su origen a ser hechas públicas. Gregorio Mayáns y Siscar edita en Lyon en 1733 las Cartas de Nicolás Antonio, el fundador en el siglo xvii de nuestra historia literaria. Y José Nicolás de Azara publica las Cartas eruditas de algunos literatos españoles, con textos del Siglo de Oro, bajo el seudónimo de Melchor de Azagra, edición impresa por Ibarra en el Madrid de 1785. En el siglo xix la edición de epistolarios como instrumento de la historia literaria se hace mucho más frecuente y sistemática. La correspondencia entre José Nicolás de Azara y Manuel de Roda aparece en Madrid en 1845 con el romántico título de El espíritu de don José Nicolás de Azara descubierto en su correspondencia epistolar con don Manuel de Roda; y el romántico Eugenio de Ochoa, codirector de El Artista da a conocer Epistolario español. Colección de cartas de españoles ilustres antiguos y modernos, recogida y ordenada con notas y aclaraciones históricas, críticas y bibliográficas, en dos volúmenes de 1850 y 1870. Otros ejemplos son las Cartas al rey Felipe IV, de Sor M.ª de Jesús de Ágreda, editadas

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por Francisco Silvela, 1885-1886; o Últimos amores de Lope de Vega y Carpio, revelados por él mismo en 48 cartas inéditas y varias poesías, que en 1876 sería embrión del Epistolario que publicaría en cuatro volúmenes la Real Academia Española entre 1935 y 1941 a cargo de González de Amezúa. Ya en el xx, en ediciones suficientemente conocidas, al de Lope se sumarían epistolarios más o menos completos de Góngora, Quevedo, Leandro Fernández de Moratín, Fernán Caballero, Zorrilla, Campoamor, Clarín, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Galdós, Pereda, Ganivet, Valera, Salvador Rueda, Rubén Darío, Unamuno, Machado, Juan Ramón Jiménez, los veintitrés volúmenes de Marcelino Menéndez Pelayo, etc., cuyas referencias son fácilmente asequibles en los repertorios bibliográficos. De modo que a los autores del Veintisiete antecede, como vemos, una tradición académica bastante asentada. Y es que la carta ofrece inmenso valor documental; en muchas ocasiones imprescindible, no solo para desvelar la biografía íntima, individual y colectiva de sus autores, sino, lo que importa más, también para alcanzar un conocimiento mejor del proceso de creación y edición de sus obras, y también muchas de las claves sociológicas y que condicionan la escritura y el estatus del artista. Baste recordar aquí la monumental correspondencia entre Jorge Guillén y Pedro Salinas, editada en 1992 por Andrés Soria Olmedo o la que Pedro Salinas cruzó con Katherine Whitmore, colección de 354 cartas (más 144 poemas, algunos inéditos, otros primeras versiones) que el poeta escribió entre 1932 y 1947 a la profesora americana, inspiradora del ciclo poético central en la obra saliniana, La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento, editada por Enric Bou en 2002. Serían numerosos los ejemplos a aportar de esta línea de investigación documental, culminada con gran rigor en la primera década del siglo xxi en el Proyecto Epístol@ de la Residencia de Estudiantes y la Institución Libre de Enseñanza, que ha editado epistolarios completos de Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Juan Ramón Jiménez, o correspondencias parciales de singular valor, como las cruzadas entre Vicente Huidobro, Gerardo Diego, Juan Larrea, etc. Sin duda esas colecciones de cartas, bien anotadas, han supuesto una mejora muy notable de nuestro conocimiento sobre la realidad

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literaria de la llamada Edad de Plata. Hasta entonces, sin embargo, la edición de epistolarios del Veintisiete se había producido en los últimos lustros del siglo xx de una manera asistemática, sin una reflexión teórica previa y con bastante improvisación metodológica, por lo que su resultado es una variadísima tipología de ediciones Pienso que este es un aspecto sustancial, pues al gran valor informativo que poseen y su aportación metodológica, hay que contraponer algunas dificultades que vienen de la propia naturaleza del corpus o género epistolar. Por ejemplo las numerosas lagunas que contienen las cartas y dificultan su estudio; pues fueron escritas por lo general sin voluntad de perduración, sin fecha en muchas ocasiones, con caligrafía apresurada o poco cuidada, y dirigidas a un corresponsal con el que se compartía un alto grado de información previa sobre buena parte de los asuntos a los que se alude, por lo que la información suele ser bastante fragmentaria. Las cartas presentan con frecuencia pasajes de difícil lectura, imprecisión cronológica y sobreentendidos de ardua comprensión. Lo que obliga entonces a cruzar textos enviados a diferentes destinatarios por un mismo emisor en un mismo periodo para aclarar el sentido. Inconvenientes para el investigador que son compensados por la inmediatez de los textos a los hechos que comentan, por la fiabilidad con que son descritos y la frescura con que dejan constancia de proyectos luego desechados. Para obtener una información manejable y al tiempo fiable es preciso evitar la disparidad de planteamientos metodológicos en la edición de epistolarios, que redunda en una abundantísima información difícil de tratar, depurar y asimilar. Considero oportuno evitar tal dispersión en la elaboración de una posible historia epistolar del medio siglo.

Para una historia epistolar del medio siglo. Una propuesta metodológica Ante todo empezamos por la cuestión terminológica. Las evidentes deficiencias científicas que ofrece la aplicación del método generacional a la historia literaria obligan a desecharlo como válido para explicar la realidad de la poesía española de mediados del siglo pasa-

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do. Una estricta diferenciación de poetas en función de su fecha de nacimiento, e incluso de la publicación de sus primeros libros, supondría el empobrecimiento de la realidad histórica, hasta el punto de falsear su análisis y significado. Diferenciar como grupos estancos una primera de una segunda generación de posguerra, e incluso las anteriores, y estudiarlas por separado como líneas paralelas que no se encuentran nunca es distorsionar la realidad de un espacio y un tiempo poético en el que convivían varias generaciones biológicas. Sería desconocer, por ejemplo, que el libro de Vicente Aleixandre, Historia del corazón (1954), fue parte importante del debate poético de su tiempo, no una pieza arqueológica; como lo fueron los poemas de Luis Cernuda que llegaban desde su exilio mexicano; o como lo fueron Blas de Otero y Gabriel Celaya, incorporados al pulso poético de los más jóvenes, con los que compartieron durante aquellos años cruciales ideología política y poética. No fue casualidad que Otero asistiera al homenaje a Machado de Collioure en febrero de 1959, o que Celaya fuera uno de los autores de la colección Colliure allí proyectada junto a los más jóvenes Gil de Biedma, Barral, Caballero Bonald, Valente, etc. Este asunto podría llevarnos cientos de páginas. Baste esta constatación. En suma, considerar una generación del 50, más una Escuela de Barcelona dentro de ella, me parece una simplificación reduccionista de lo que fue la poesía española en las décadas de los cincuenta y sesenta, cuyo panorama debe estudiarse en toda la complejidad que tuvo, de poetas, grupos y estéticas. Amplitud y diversidad que la denominación de medio siglo, con todas sus posibles insuficiencias, sí proporciona. Esta elección terminológica tiene, claro está, consecuencias a la hora de tomar decisiones metodológicas para elaborar una historia epistolar del periodo, pues habrá que ampliar el censo de corresponsales pertinentes a todos aquellos que operaban de modo efectivo en el ámbito poético, al margen de su edad y de la promoción literaria en la que hasta ahora han sido encasillados. Aún no se ha realizado una investigación sistemática de los epistolarios del periodo que tratamos. Como señala José Teruel (2016) en su reciente estado de la cuestión, apenas se han publicado dos de cierta entidad, el de Gil de Biedma (2010) y la correspondencia

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entre Carmen Martín Gaite y Juan Benet (2011), aunque varios epistolarios han sido ampliamente utilizados en la elaboración de biografías, como las cartas entre Paulina Crusat y Juan Marsé en la biografía de este Mientras llega la felicidad, de la que es autor Josep Maria Cuenca, o las de Martín-Santos y Juan Benet en la biografía del psiquiatra José Lázaro, o las que yo mismo empleé para mi biografía de José Manuel Caballero Bonald (Neira 2014), a las que enseguida me referiré. Estamos a tiempo de afrontar la tarea con una planificación que resulte eficiente y evite derrochar energías en proyectos individuales que con posterioridad sean poco compatibles ecdóticamente. Convendría establecer un proyecto global, acordar normas de edición homogéneas y un mismo planteamiento en el que puedan insertarse los diferentes epistolarios para generar una historia epistolar del medio siglo. Así, una red de investigadores puede trabajar con un objetivo común desde preferencias particulares con presupuestos y procedimientos comunes. Este es el sentido de la propuesta metodológica que presento. Con relación a la ecdótica de las cartas debemos tener en cuenta que debe decantarse por el rigor científico, que permitirá rescatar no solo su interés inmediato como expresión del autor, sino también el inestimable valor documental que poseen para la historia literaria, para la crítica y para la edición de textos. En su inmensa mayoría, estas cartas no fueron escritas para ser publicadas. No tienen, pues, función literaria. Sus autores no las prepararon para la imprenta, no corrigieron su estilo, no las pulieron. Si nosotros lo hacemos y pretendemos darles un acabado literario estamos falseando su naturaleza. Por eso, en mi opinión, la actuación del editor debe seguir como pautas fundamentales el respeto a su integridad, un riguroso tratamiento filológico del texto y una exhaustiva anotación que permita identificar o contextualizar referencias poco claras. Desde 2010 disponemos de una edición de las cartas de Jaime Gil de Biedma a sus amigos. Pero se trata solo de una selección de doscientas cincuenta de las misivas que envió entre 1951 y 1989. Son cartas escritas con una innegable voluntad de estilo e intención literaria; pueden considerarse una parte más de su obra. Sin negar su importancia para conocer el mundo personal de Gil de Biedma, sin embargo no

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incluyen las respuestas de sus corresponsales y distan mucho de ser el documento historiográfico que necesitamos a partir del cual construir la historia epistolar del periodo. La misma intención literaria tienen las cartas que Benet y Martín Gaite se enviaron, como señala su editor José Teruel (2016). También tenemos algunos epistolarios bilaterales y fragmentarios, o están en proceso de edición. No son nada desdeñables como parte del puzle global, aunque precisamos un patrón que estructure con más fiabilidad el corpus epistolar. Pienso que esa función la puede realizar con éxito la correspondencia de José Manuel Caballero Bonald, conservada con esmero en el archivo de su Fundación en Jerez de la Frontera. Varias son las razones. En primer lugar su posición central en la poesía del periodo, con vínculos estrechos tanto con los poetas catalanes (más con Barral que con Gil de Biedma, y sobre todo con José Agustín Goytisolo) como con los asentados en Madrid. Con todos ellos y con otros mantuvo fluida correspondencia debido a su labor junto a Cela en la elaboración de la revista Papeles de Son Armadans entre 1956 y 1958. Además, su estancia en Colombia en 1960 y 1961, en plena “operación realista”, le obligó a una actividad epistolar intensa. Después, ya retornado a España, ocupó un lugar significativo en el proceso de evolución estética de la poesía. A su riqueza documental ha de añadirse otro motivo que no es menos importante a efectos prácticos: la disponibilidad de los responsables de su custodia para facilitar su consulta a los investigadores, objetivo germinal de la Fundación José Manuel Caballero Bonald en Jerez de la Frontera que dirige la poeta Josefa Parra. La correspondencia de José Manuel Caballero Bonald fue de extraordinaria utilidad para reconstruir la evolución de su trayectoria personal en su biografía, como ya se ha dicho, pero lo sería también para escribir la historia colectiva de la poesía española de su tiempo, especialmente de las décadas del cincuenta y sesenta en las que ahora nos centramos. Entre otras, contiene cartas cruzadas con autores de promociones anteriores, como los autores del Veintisiete Dámaso Alonso, Max Aub, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Rafael Alberti y María Teresa León, Vicente Aleixandre, Pedro Pérez Clotet y José María Pemán; con otros más jóvenes como Muñoz Rojas, Carmen Conde, Camilo José Cela, Blas de Otero, Gabriel Celaya, José Luis Cano, Luis

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Felipe Vivanco, Luis Rosales, Leopoldo de Luis, Victoriano Crémer, Leopoldo Panero, Carlos Bousoño, los miembros del grupo Cántico, Pablo García Baena y Ricardo Molina, José María Valverde, Joan Perucho, Julio Mariscal, Trina Mercader. Las más abundantes son las intercambiadas con sus coetáneos Ángel González, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, José Agustín y Juan Goytisolo, Ana M.ª Matute, Alfonso Canales, Aurora de Albornoz, Manuel Arce, Ángel Crespo, Enrique Badosa, Jaime Salinas, Juan García Hortelano, Lorenzo Gomis, Juan Valencia, Julio Mariscal, Pilar Paz Pasamar, Pedro Ardoy, Jesús Lizano, Rafael Soto Vergés, Fernando Quiñones, Gabino Alejandro Carriedo, José Antonio Labordeta, José Batlló, Rosa Regás, Angelina Gatell, José Luis Acquaroni; y muchos otros más jóvenes, cuya mención haría este relación interminable. Hay correspondencia también con numerosos poetas hispanoamericanos, entre los que destacan dos grupos notables: los cubanos Nicolás Guillén, Juan Marinello, Pablo Armando Fernández, Nancy Morejón, Heberto Padilla, etc.; y los colombianos del grupo de la revista Mito Eduardo Cote, Fernando Charry Lara, Hernando Valencia, Pedro Gómez Valderrama y Jorge Gaitán. Además en el archivo se conservan cartas con editoriales y revistas, contratos, etc. que contribuirían a conocer mejor las circunstancias, siempre precarias, en que se desarrollaba la edición de la poesía. Algunas de estas cartas han sido dadas a conocer de manera fragmentaria en Campo de Agramante, la revista de la Fundación dirigida por el poeta Jesús Fernández Palacios: con el grupo Mito (núm. 2, 2002), doce de Carlos Barral (núm. 4, 2004), quince de Gil de Biedma (núm. 5, 2005), de Vicente Aleixandre (núm. 6, 2006), de Luis Cernuda (núm. 9, 2008), de Ángel Crespo (núm. 10, 2008), de José Ángel Valente (núm. 12, 2009); y algunas cuyo destinatario no era el poeta jerezano, sino Pedro Pérez Clotet (núm. 3, 2003) o Claudio Rodríguez (núm. 16, 2011), lo que demuestra el interés de la revista por los epistolarios. En el archivo de la Fundación se dispone igualmente de las cartas enviadas por Caballero Bonald a Carlos Barral, José Agustín Goytisolo y José Ángel Valente, lo que permite reconstruir la correspondencia completa. Habría que conseguir la misma reciprocidad de

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otros corresponsales para ir completando las relaciones entre los principales poetas del periodo. La edición completa de esas cartas permitiría conocer con detalle aspectos de la trayectoria de cada uno de ellos, pero también episodios colectivos. La correspondencia de Caballero Bonald con Carlos Barral aporta luz sobre la publicación de Metropolitano (1957) y las manías editoriales del catalán. Detalles de la organización del viaje a Collioure en febrero de 1959 se conocen bien a través de las cartas que el jerezano cruza con José Agustín Goytisolo; así como la “operación realista”, en clave político-poética, que surge de aquel encuentro, y su desarrollo, del que tratan también las cartas con Barral y su mujer, Yvonne, con José María Castellet, el crítico de cabecera del grupo, y con Jaime Gil de Biedma. Los proyectos de antologías que habían de dar impulso internacional al grupo, en Italia, Francia, Argentina, Colombia y Cuba constan también en las cartas con Goytisolo, según estudió ya María Payeras (2014), etc. Así como la organización del homenaje a Antonio Machado de 1966 en Baeza, que acabó siendo tumultuoso por la actuación de las fuerzas gubernativas, episodio sobre el que existe cuantiosa correspondencia en el archivo. En suma, información muy relevante para ampliar nuestro conocimiento de la historia y la intrahistoria de esa época de nuestra poesía. Veamos algunos ejemplos. El día 1 de enero de 1959 José Agustín Goytisolo escribe a José Manuel Caballero Bonald para ponerle al tanto de los preparativos del homenaje a Machado en el vigésimo aniversario de su muerte en Collioure: Querido amigo: el próximo 22 de Febrero se cumple el 20.º aniversario de la muerte de Machado, en Colliure [sic]. Ese día iremos a Colliure un grupo de amigos de aquí: Castellet, Barral, Jaime Gil, Otero, Gomis, mi hermano Luis, y otros. Desde Ginebra irán Valente y Costafreda, y de París, Juan —mi otro hermano—, Corrales Egea, y otros amigos. Colliure está a 18-20 kmts. de La Junquera, es decir, a unos 180 de Barcelona. Para nosotros es más fácil ir, pero si te animas y vienes a Barcelona, te aseguras (o aseguramos la gente de aquí) alojamiento y medio de locomoción para llegar a Colliure. El día 22 de Febrero es domingo, es decir, que saldríamos el sábado 21, por la tarde. Yo les he escrito

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a Jesús López Pacheco y a Celaya. Si los ves, tratad de organizaros el viaje hasta aquí. Aquí no creemos que sea conveniente que asista demasiada gente, para evitar que la noticia corra demasiado antes de la fecha del viaje, y se vaya a rodar el asunto. La cosa es que “se nos ocurrió a unos cuantos”, no vaya a pensarse en una organización. En fin, dinos qué te parece la cosa. Gracias por tu felicitación de año nuevo. Un abrazo José A. Goytisolo

La respuesta del poeta de Jerez se retrasa unas semanas, tal vez porque la carta hubiera dado un largo rodeo administrativo antes de llegar a sus manos. Obsérvese la cautela con que se omite el propósito del viaje. Además la carta contiene información sobre sus inmediatos proyectos literarios: Madrid, 23 de enero de 1959 Sr. D. José Agustín Goytisolo, Recibí tu carta hablándome del viaje a Colliure [sic] que teníais proyectado para el 22 de febrero. No sabes cuánto te he agradecido que te acordaras de mí. Y ni que decir tiene que me uniré a vosotros con mi mejor entusiasmo. Ya me puse de acuerdo con Celaya. Él y yo llegaremos a Barcelona el día 19 o el 20. A López Pacheco aún no le he visto y no sé si vendrá con nosotros, aunque es probable que ya te haya escrito a ti sobre este particular. En seguida que lleguemos a Barcelona, intentaremos localizarte. A Cano lo vi el otro día y me dijo que seguramente no podría venir porque por esas fechas tiene que dar una conferencia no sé donde. Hace un par de semanas vino a verme un chico que venía de Roma, un tal Castellón, que pretendía organizar por su cuenta otro viaje a Colliure de un grupo de aquí. Prudentemente, le di largas al asunto e ignoro en qué habrá quedado la cosa. No aludí para nada al proyecto que tú me expones, ni tampoco he hecho comentario alguno en ningún sitio, para evitar agregados poco gratos de última hora y para evitar, sobre todo, que nos vayan a echar a rodar el asunto. Tengo el propósito —el ya viejo propósito que cumpliré sobre la marcha— de escribir un artículo sobre tus Salmos al viento, libro por el que siento una muy aislada suerte de aprecio y de devoción. Quiero aprovechar un punto de vista de Matthew Arnold, sobre “la poesía como crítica de la vida”, para enfocar el trabajillo. Ya te enviaré el recorte. Lo publicaré en Cuadernos Hispanoamericanos, seguramente, o en los Papeles.

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Mi libro del Boscán creo que saldrá a finales de febrero. Ya veremos si es verdad. ¿Interviniste tú en la edición y distribución del tuyo? Porque, además de mejor editado, lo veo por ahí mucho más que los restantes de la colección. ¿Quieres decirme algo de todo esto? Desconsuela pensar que el libro de uno lo van a meter en un estante. Hasta que tú quieras. Ya te tendré al tanto de todo. Un fuerte abrazo [firmado:] José Manuel

Como es bien sabido, durante aquel fin de semana en Collioure se gestó la idea de un lanzamiento colectivo que acabaría denominándose “operación realista”. Sobre ella hay información relevante en la correspondencia de Caballero Bonald. Como la carta circular de Carlos Barral del 19 de octubre de 1959: Querido amigo: Tengo en proyecto un libro que se titularía algo así como UNA GENERACIÓN REALISTA y que consistirá en una serie de textos acerca de la estética de nuestro tiempo y de la función sociológica de la literatura, el teatro y el cine, basados en la experiencia personal y en el credo estético de cada uno de los siguientes escritores: Jesús López Pacheco / Juan García Hortelano / Rafael Sánchez Ferlosio / Carmen Martín Gaite / José M.ª de Quinto / Ángel González Muñiz / José M. Caballero Bonald / Alfonso Sastre / Ignacio Aldecoa / J. A. Bardem / Jesús Fernández Santos / Rabanal Taylor / Eduardo Haro Tecglen / José M.ª Castellet / Juan Ferrater / Luis Goytisolo / José Agustín Goytisolo / Jaime Gil de Biedma / Carlos Barral / J. Fuster / Eugenio de Nora / J. Corrales Egea / Juan Goytisolo. Esta es solo una lista en principio. Sin duda habrá en ella modificaciones y no debe considerarse rigurosamente cerrada. Espero que no tendrás inconveniente en figurar en ella y que puedo, por lo tanto, considerar tu nombre como uno de los definitivos. Desearía que lo antes posible me hicieras saber si estás dispuesto a colaborar con un texto de unos 5 a 1 folios (que naturalmente devengará derechos) y el término aproximado en que podrías enviármelo; ya que quisiera reunir en un plazo relativamente corto el material, a fin de ponerme a la redacción de un prólogo en el que explicaré el sentido de la publicación y el alcance de los datos comunes a la mayoría de los textos. Como tú ves, queda en todo esto un tanto vago el contenido de las aportaciones. Prefiero que a tenor de lo que te digo interpretes mi idea. Se trata de

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poner de relieve una voluntad de realismo que indudablemente existe en la nueva generación intelectual y literaria a partir de la experiencia personal de sus más destacados representantes. Estoy convencido de que si cada uno de los consultados expresa en la forma que juzgue mejor sus puntos de vista estéticos y sociológicos, la con[s]tante que pretendo señalar aparecerá y se configurará de un modo absolutamente natural. A la espera de tu respuesta Carlos Barral1

Sabemos que ese libro no llegaría a ver la luz, pero sí la antología grupal de José María Castellet, Veinte años de poesía española (19391959), que despertó una notable polémica, a la que se refiere Gil de Biedma en un fragmento de una carta del 15 de noviembre de 1960 a Caballero Bonald, por entonces en Colombia, donde realizaba una intensa labor de difusión periodística del grupo realista: Si mantienes contacto un poco continuo con España, especialmente a través de las revistas literarias, habrás visto ya que en torno a la antología de José M.ª Castellet se ha levantado bastante polvareda. Creo que es lo mejor que podía ocurrirnos: por lo pronto, la antología en cuestión está teniendo un éxito poco frecuente en este tipo de libros. Los sectores de Velintonia y Ágora son, como dirían los ingleses, los más “vocales” en su indignación. En las revistas salió un artículo furibundo de Manuel Mantero, poeta de quien sólo conozco algunos versos sueltos e ignoro por completo qué clase de persona es —es posible que tú tengas más datos que yo. Cómicamente, una de las cosas que le parecen más inexplicables es “la manía de hablar de la guerra” que nos ha entrado a algunos de los jóvenes poetas y críticos… Se trata, sin duda, de una nueva versión de “la funesta manía de pensar”, como decían los antecesores decimonónicos del tal Mantero. […] Nosotros hacemos bastante labor de grupo. El libro colectivo sobre el realismo va por buen camino, y para primavera del año próximo contamos con sacar los primeros volúmenes de la colección Colliure de poesía —te escribirá sobre ello Jaime Salinas, que es el que lo lleva (Gil de Biedma 2010: 214-215).

1 © Carlos Barral y Herederos de Carlos Barral, 1959

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Los propósitos y la teoría eran excelentes. Otra cosa es que lo fueran los resultados. Una carta de Yvonne Hortet, esposa de Carlos Barral, a Caballero Bonald del 1 de julio de 1960 lo deja bien claro: Estuvimos últimamente en Italia, donde Carlos dio, en Milán y en Roma, una conferencia sobre la nueva poesía española. La operación del realismo va incluso demasiado bien. A mí me parece que lo que está haciendo falta es que escribáis más; de lo contrario va a haber mucha más cáscara que pulpa. Los intelectuales italianos que tratamos están convencidos de que saldrá de España el movimiento literario más importante de Europa, pero luego resulta que sois siete y ocho y que escribís poquísimo. Y ahora ya no tenéis derecho a hacer el ridículo. Espero que trabajes tú un poco más que los metropolitanos. Carlos me dice que te escribirá largo y tendido sobre cuestiones literarias y de política literaria, en sus próximas vacaciones. Es absolutamente sincero, pero poco de fiar. Yo le empujaré a que lo haga2.

Como se apreciará, todos estos ejemplos forman parte de un relato único, el de la fase realista en la poesía del medio siglo. Construir el relato de esa historia nos obliga a editar las cartas ordenadas cronológicamente, insertando las respuestas de los diversos corresponsales en un único epistolario, pues unas complementan a otras. Solo así obtendríamos una visión de conjunto, lo que no impediría estudiar las correspondencias bilaterales por separado si así se deseara. Ahora bien, con tener este material un interés de primer orden, no dejaría de ser una parte, la perspectiva de uno de los protagonistas de esa historia que pretendemos reconstruir: Caballero Bonald; una parte de un conjunto muy superior, poliédrico o multifocal, como se prefiera. Deberíamos intentar completar nuestra reconstrucción con las correspondencias de otros protagonistas y acceder a los epistolarios de Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo —depositados en el Fondo José Agustín Goytisolo de la Biblioteca d’Humanitats de la Universitat Autònoma de Barcelona—, Carlos Barral, Claudio Rodríguez, Francisco Brines, Ángel González, Fernando Quiñones, etc. Cuantos más mejor. Y por qué no, la de actores secundarios

2 © Yvonne Hortet y Herederos de Ivonne Hortet, 1960.

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pero de singular interés, como el crítico Castellet o los editores de colecciones poéticas y revistas literarias, como José Batlló, antólogo, poeta y crítico, editor de la famosa Antología de la nueva poesía española (1968), de la colección El Bardo (1964-1974) y de la revista Camp de l’Arpa (1972). Pondré otro ejemplo: el del santanderino Manuel Arce, poeta y novelista, pero sobre todo editor de la revista La Isla de los Ratones (1948-1955) y sus colecciones de libros, en las que destaca la de poesía, donde publicaron Gabriel Celaya, Susana March, Juan Eduardo Cirlot, Gabino Alejandro Carriedo, Angelina Gatell, Ángel Crespo, Josefina Vidal, los Murciano, Concha de Marco, Aurora de Albornoz, Enrique Badosa, Juan Ruiz Sánchez, Ángel González, además de José Agustín Goytisolo como traductor de poetas italianos de la importancia de Mario Luzi o Salvatore Quasimodo, por mencionar solo a los jóvenes de aquel momento. El archivo epistolar de Manuel Arce, que sirvió de base documental a sus memorias (Arce 2010) en las que se reproducen bastantes cartas, tiene un valor documental extraordinario y completaría mucho el proyecto que planteo de un epistolario integrado de la poesía del medio siglo. Soy consciente de lo ambicioso de mi propuesta. En todo caso se trata de una propuesta de máximos, que puede abordarse por fases, epistolario a epistolario. Pero también estoy convencido de que no se trata de una quimera, pues si bien el formato libro no facilita la publicación simultánea de cartas de distintos corresponsales, y mucho menos la incorporación de nuevos textos, en la actualidad las herramientas digitales aplicadas a las humanidades, y concretamente a la filología, —que concibo como un instrumento y no como un fin— lo hacen posible. La digitalización del patrimonio literario tiene probadas ventajas para su preservación y también para su manejo como fuente informativa o documental para la investigación filológica. La reducción del espacio es quizás la menor de las ventajas. Resuelve, por ejemplo los problemas de conservación, ya que la digitalización de la carta asegura la perduración de su texto y zanja los riesgos de una transcripción defectuosa desde el punto de vista de la literalidad. En un archivo digital su imagen siempre estará disponi-

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ble para comprobar cómo salió de la mano de su autor, facilitando enormemente, además, la accesibilidad al investigador. Un siguiente paso sería la edición digital de este corpus epistolar. Entre las herramientas digitales de que disponemos para la edición, el sistema que ofrece mayores ventajas al filólogo es el codificado del texto en TEI (Textual Encoding Initiative). TEI no es otra cosa que un sistema de marcado o etiquetado (markup, encoding), diseñado especialmente para las humanidades3. Este cifrado de texto permite al editor digital marcar, señalar aquellos rasgos textuales que son relevantes. Una ventaja concreta sobre los epistolarios que ofrecen las herramientas digitales es la solución a los problemas de simultaneidad en la edición de cartas de diferentes corresponsales. La grabación de la transcripción de las cartas siguiendo los mismos procedimientos de codificado, con marcadores específicos iguales en todos los epistolarios, permite poder conectar todos ellos, bajo principios de análisis e interpretación comunes, o bien sugiriendo otros. Es decir, que puede accederse a las menciones a un mismo autor, hecho literario o edición en todas las cartas del corpus epistolar editado digitalmente. Conectar de este modo todos los epistolarios del medio siglo permitiría una lectura de relaciones epistolares bilaterales, pero también una edición virtual de correspondencias múltiples en ordenación cronológica, y estudiar por ejemplo los temas prioritarios coincidentes en la correspondencia de estos poetas en una fecha o un mes determinados, porque podríamos seleccionar todas las cartas de abril de 1958 o de junio de 1965, por ejemplo. E incluso serían posibles lecturas mucho más específicas, como comprobar qué se dijeron entre todos ellos sobre cuestiones como poesía social, existencialismo, comunicación o conocimiento, o cuáles eran las opiniones más generales sobre determinados autores y sus obras. Se fijarían, pues, una serie de categorías conceptuales que operan en los epistolarios y a través del marcado en TEI, estos ítems de análisis (emisor, destinatario, temas, lugares, fe-

3 El esquema de codificación que usa TEI se expresa a través de un lenguaje formalizado muy extendido, el conocido como XML (Extensible Markup Languague), que es el que usan todas las páginas webs.

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chas, citas, etc.) se recuperarían a través de un buscador. Este sistema permitiría tener una gran base de datos digitalizada, aprovechable de muchas maneras. Podría construirse casi una historia de los hechos literarios desde la inminencia de las referencias epistolares de sus protagonistas estrictamente contemporáneas. Este proyecto requeriría la fijación previa de criterios sobre los marcadores o etiquetas de la edición digital (en TEI) entre los investigadores participantes, que debería ser lo más amplia posible para contemplar muy diversas posibilidades en las que luego pudiera añadirse cualquier epistolario. Luego habría que tomar la decisión de qué epistolarios colindantes deberían integrarse en esa geografía epistolar. Y, por fin, ir paulatinamente incorporándolos a la base de datos, que debería ser accesible en una página web abierta a toda la comunidad académica. Otra ventaja incuestionable de este proceso sería que la información estaría disponible desde un principio, aunque iría enriqueciéndose continuamente, conforme fueran integrándose nuevas fuentes de información. Conseguiríamos que nunca quedara anticuada la información obtenida por la edición de epistolarios, lo que en formato papel es lamentablemente habitual. Siempre podríamos actualizar las notas con los nuevos datos que ofrecieran nuevos epistolarios. Comprendo que la magnitud final del proyecto puede provocar reticencias, pero insisto en que el resultado sería la adición de trabajos que solo pueden ser parciales y perfectamente asumibles por un investigador; trabajos individuales que todos venimos realizando en nuestro quehacer cotidiano. La amplitud la proporcionaría el número de participantes y el tiempo de desarrollo, pues se trata obviamente de una investigación colectiva.

Bibliografía Arce, Manuel (2010): Los papeles de una vida recobrada. Santander: Ediciones Valnera. Cuenca, Josep Maria (2015): Mientras llega la felicidad. Una biografía de Juan Marsé. Barcelona: Anagrama.

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Gil de Biedma, Jaime (2010): El argumento de la obra. Correspondencia (1951-1989). Ed. Andreu Jaume. Barcelona: Lumen. Lázaro, José (2009): Vidas y muertes de Luis Martín Santos. Barcelona: Tusquets. Martín Gaite, Carmen/Benet, Juan (2011): Correspondencia. Ed. José Teruel. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Neira, Julio (2014): Memorial de disidencias. Vida y obra de José Manuel Caballero Bonald. Sevilla: Fundación Lara. Payeras Grau, María (2014): “Un adelantado en las américas. Apuntes sobre la correspondencia entre José Agustín Goytisolo y José Manuel Caballero Bonald”, en Mitologías Hoy, 9, pp. 30-46. Teruel, José (2016): “Estado de la cuestión sobre los epistolarios editados de la literatura española del medio siglo”, en Ínsula, 838, pp. 2-5.

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Hacia una autobiografía de Jaime Gil de Biedma. La doble insuficiencia del arte y de la vida José Teruel Universidad Autónoma de Madrid

En este capítulo me propongo un acercamiento a la autobiografía del poeta Jaime Gil de Biedma, partiendo de dos supuestos. En primer lugar, en el estudio de su correspondencia y de sus diarios, fundamentalmente, pero también en otras apariciones de lo autobiográfico en su obra —poesía, crítica literaria y entrevistas—, pretendo no solo reparar en la autorreferencialidad sobre su tradición y taller literarios, sino también detenerme, con especial énfasis, en la categoría intimidad, que no hay que confundir con privacidad, con aquello que uno hace en su casa cuando nadie nos ve, “puertas adentro”, y que “si se mostrase públicamente, sería tan obsceno como ridículo a los ojos de los otros” (Pardo 2004: 28). Gracias a la correspondencia y a los diarios recopilados póstumamente el lector se aproxima al modo en que Gil de Biedma se retrata a sí mismo y ese conocimiento no destruye la intimidad del hombre ni la profana, no la ensucia “ni la publica sino que, misteriosamente, la comunica” (Pardo 2004: 28). Siguiendo los trabajos de José Luis Pardo (2004), Carlos Castilla (1996) y Nora Catelli (2007), conviene desbaratar “los dos prejuicios más extendidos acerca de la intimidad: el primero, que se trata de algo inexpresable e

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incomunicable, sin relación alguna con el lenguaje, y el segundo, que solo se experimenta auténticamente (o supremamente) en soledad, cuando toda relación con otro está excluida” (Pardo 2004: 29). En segundo lugar, entiendo con Paul de Man que lo autobiográfico más que un género literario es un “momento” presente en cualquier texto (2007: 149). En tal sentido, la autobiografía íntima e intelectual de Jaime Gil de Biedma tuvo en vida del autor dos apariciones centrales: Las personas del verbo (edición definitiva de 1982) y la colección de ensayos El pie de la letra (primera edición de 1980).

Los momentos autobiográficos en Las personas del verbo y El pie de la letra La obra poética completa de Jaime Gil de Biedma podría concebirse como una especie de biografía imaginada en todas las personas del verbo y en las tres etapas de la vida del hombre que fue su autor. Estas etapas, o más bien edades, estarán explícitamente marcadas en los paratextos de sus tres libros, como si se tratase de la narración en tres entregas de una vida. Para la crisis del fin de la juventud de Compañeros de viaje seleccionará el quinto movimiento de la oda de William Wordsworth, “Intimations of Immortality from Recollections of Early Childhood”; para la entrada en la madurez de Moralidades elegirá Le Testament de François Villon; y para las inevitables artes de ser maduros de Poemas póstumos escogerá el duodécimo canto del Don Juan de Lord Byron. Si “envejecer, morir, eran tan solo / las dimensiones del teatro”, según leemos en “No volveré a ser joven” (2010a: 230), desde ese ahora que traza Poemas póstumos será el único argumento posible de la obra. Parece como si Gil de Biedma tuviera dificultades para inventarse una persona poética acorde con su nueva edad y con un nuevo estado de conciencia, y no quisiera asomarse, al modo de Dorian Gray, a la decrepitud que le proyecta el retrato de un viejo verde: “Muerto Calibán, Narciso rompe el espejo y guarda silencio” (Blasco 1996: 37). El poeta no quiere insistir en la vergonzante variación de lo perdido, pone un coherente punto final a la biografía imaginada de Jaime Gil.

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Nunca llegarán los Poemas de Ultramort (pueblo ampurdanés donde el poeta compró una casa del siglo xvii con la intención de convertirla en su residencia de retiro y título con el que prefiguró una posible vuelta a la poesía más allá de los Poemas póstumos, según confesó a su amiga Ana María Moix [Jaume 2015: 573-574]), como tampoco disfrutará de la jubilación: solo aparecerán divertimentos editados en 1983 en la revista jerezana Fin de Siglo (2010a: 829-835). En el fondo Jaime Gil sentirá su lengua poética agotada. En “De senectute” creó un personaje anciano ya “fuera del tiempo y viendo la vida tras los cristales” (Jaume 2015: 59), pero esa voz no tendrá continuidad. “Mis ganas y mi necesidad de escribir casi no existen”, leemos en el Diario de 1978 (2015: 588). Si Las personas del verbo podría concebirse como una especie de biografía imaginada del hombre que fue su autor en tres edades, El pie de la letra es una muestra ejemplar de como el ejercicio de la crítica puede ser también un “momento” en la autobiografía del autor que lee en intimidad. Y ello tiene un evidente interés, siempre que el lector sea un autor distinguido, como es el caso de Gil de Biedma. La primera edición de esta colección de ensayos redactados entre 1955 y 1979 siempre estará en mi experiencia lectora de Gil de Biedma en la fase de apasionada y de recurrente inmersión. El pie de la letra ofrece una reflexión crítica sobre la cultura española de esos años y sobre las carencias de su tradición literaria; y es un ejemplo avant la lettre de estudios culturales en nuestro panorama intelectual. Pero también nos facilita claves decisivas de interpretación sobre su vida y obra (este es el escalón que nos interesa subir). Hablar a los demás de los demás se convierte en Gil de Biedma en otro modo eficaz de hablarse a sí mismo de sí mismo. Y de ello era perfectamente consciente nuestro autor, quien sabía que los poetas metidos a críticos podían ser estimulantes, si estaban hablando en secreto de sí mismos (Gil de Biedma 2010a: 492). A título de ejemplo —y entre otros muchos que se podrían indicar— destaco ese hermoso artículo, “De mi antiguo comercio con los héroes” (1965), sobre la lectura infantil de La pagoda de cristal, de Charles J. L. Gilson, en la Nava de la Asunción durante la Guerra Civil, ensayo que habría que poner en relación con el poema de Moralidades, “Intento formular mi experiencia de la guerra”, y con otros

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textos generacionales sobre la representación de la contienda desde la lógica de la primera memoria, auténtico topos de la literatura española del medio siglo (véase en este volumen “Memorias de infancia y de guerra” de Celia Fernández Prieto). Y recalco igualmente dos reflexiones de El pie de la letra, que gravitarán a lo largo de toda su obra y de la redacción de este capítulo. Una procede de “Emoción y conciencia en Baudelaire” (un temprano artículo redactado en 1957, después de la composición del poema “Infancia y confesiones”): “Baudelaire padeció de la permanente inestabilidad emocional que suele ir aneja a la excesiva conciencia de sí mismo” (2010a: 533). Las consecuencias sentimentales vinculadas a la excesiva conciencia de sí mismo es un leitmotiv que atraviesa Las personas del verbo y todos sus diarios: “La inestabilidad de ánimo lleva camino de hacerse casi tan duradera como una cicatriz […]. Lo peor de la inestabilidad emocional es cuánto nos fatiga de nosotros mismos”, leemos en el Diario de 1978 (2015: 616-617). La segunda meditación arranca de “Como en sí mismo, al fin”, el ensayo dedicado a Luis Cernuda que cierra la colección y que siempre consideró uno de los mejores que había escrito (2015: 590): Pensaba yo que la fundamental experiencia del vivir está en la ambivalencia de la identidad, en esa doble conciencia que hace que me reconozca —simultánea o alternativamente— uno, unigénito, hijo de dios, y uno entre tantos, un hijo de vecino. El juego de esas contrapuestas dimensiones de la identidad, que solo en momentos excepcionales logran reposar una en otra, que incesantemente se espían y se tienden mutuas trampas, cuando no se hallan en guerra abierta, configura decisivamente nuestra relación con nosotros mismos y nuestras relaciones con los demás (2010a: 806).

Entendemos que el efecto último que provoca la poesía de Gil de Biedma es la especial facultad de entenderse a sí mismo a través de las disyunciones y ambivalencias de su identidad, escindida entre el esteta y el canalla, entre el Dr. Jekyll y Mr. Hyde, entre Ariel y Calibán, entre su pertenencia a una clase social y sus placeres privados, pero con igual derecho al usufructo de la primera persona del singular. La relación de Gil de Biedma consigo mismo está marcada por la fractura, pero

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sin conciencia de culpa y con una firme voluntad de llegar a un acuerdo. Este motivo de la doble vida que recorre su poesía, especialmente desde Moralidades, procede también de una tradición literaria: la de sus dilectos poetas ingleses de los años 1930 —W. H. Auden, Stephen Spender y Louis MacNeice—, a quienes tradujo y leyó con provecho antes que a Luis Cernuda. El reconocimiento del poeta sevillano llegó en marzo de 1959 con la lectura de “Historial de un libro”, aunque leyera la primera edición de La realidad y el deseo, en el ejemplar que le prestó Vicente Aleixandre en 1951, pero sin que le impresionara demasiado (Gil de Biedma accede con prioridad a la obra de Cernuda a través de su crítica literaria: el mencionado “Historial” de autobiografía poética y Estudios sobre poesía española contemporánea [1957]). Igualmente hemos demostrado en otro lugar que las ambivalencias de identidad están estrechamente vinculadas en la locución del poema con un uso de la intertextualidad procedente de variadas tradiciones literarias y opuestas experiencias morales (Teruel 2008). Las personas del verbo es un auténtico ballo in maschera: “Es llamativa la afición de Jaime Gil de Biedma a disfrazarse con citas, a andar por las páginas —dirían en otra época— ‘plumas vestido’” (Rico 1982: 133). Pero estas máscaras procedentes de su biblioteca están a veces tan pegadas a la piel del actor que terminan revelándonos el rostro; por ejemplo, en “Pandémica y celeste”, donde se mantiene tensamente toda la elisión acerca del género de su amante que su obra poética exhibe, aunque el lector del Banquete de Platón sabe que la doctrina sobre el amor descrita por los comensales está referida al amor hacia los muchachos. La intimidad está también hecha de silencios: “es lo que callamos cuando hablamos” (Pardo: 55).

Las cartas (1951-1989) En los últimos seis años contamos con dos publicaciones póstumas en la autobiografía de Jaime Gil de Biedma: una selección de su correspondencia y sus diarios. Ambos corpus, impecablemente editados por Andreu Jaume, recorren la vida del poeta desde el primer lustro de 1950 al segundo de 1980, es decir, desde los veintipocos años hasta

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las fechas próximas a su muerte, con sesenta. La correspondencia y los cuatros diarios son vasos comunicantes. Muchas declaraciones se repiten en ambos textos desde distintos puntos de observación (corresponde a los diarios la profundización en la propia perspectiva, mientras en las cartas la presencia del yo frente a los otros es la constante) y las lagunas entre los distintos periodos acotados en los diarios se compensan con la dilatación y la continuidad temporal de la correspondencia. Aunque las cartas a sus amantes aparezcan solo en el Diario de 1978 —en este caso, a Juan Enrique López Medrano y a Josep Madern— y, desde luego, no se pueden decir que sean las misivas más confidenciales. Esta correspondencia y estos cuatro diarios se hacen eco de un proyecto naufragado de Gil de Biedma de haber escrito un autobiografía, “pero sin las convenciones del género, urdida tan solo a través de la relación que él había mantenido consigo mismo” (Jaume 2010: 10-11) y con sus contemporáneos a lo largo del tiempo. En la correspondencia editada solo escuchamos la voz de Jaime Gil y por ahora únicamente podemos cruzarla con las cartas de dos de sus destinatarios: Gabriel Ferrater (1986) y Joan Ferraté (1994), cuyas ediciones constituyen también dos registros epistolares significativos del medio siglo. Llama inmediatamente la atención del epistolario seleccionado y publicado de Gil de Biedma la frecuente correspondencia con destinatarios de su grupo catalán (Carlos Barral, Gabriel Ferrater, José Agustín Goytisolo y Joan Ferraté) y de su generación (especialmente significativas son las cartas dirigidas a José Ángel Valente [30 de noviembre de 1959], José Manuel Caballero Bonald [15 de noviembre de 1960] y Ángel González [30 de octubre de 1961]). Ello demuestra su voluntad de situarse en primera línea de la poesía española y confirma su ascendiente e influyente papel aglutinador de la joven poesía. Su participación en la revista universitaria Laye (1950-1954) y en tres actos coincidentes en 1959 y sobradamente mitificados en la retrospectiva generacional (el veinte aniversario de la muerte de Antonio Machado en Collioure, las conversaciones poéticas de Formentor y la lectura en el Ateneo de Madrid junto a Carlos Barral y José Agustín Goytisolo, presentados por Carlos Bousoño) culminará con el lanzamiento editorial de Veinte años de poesía española (1960), con la colección Colliure (1961-1966) y con la gestación

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de un proyecto nonato: un libro colectivo de ensayos “que se titularía algo así como Una generación realista”, según escribe Carlos Barral a Caballero Bonald el 19 de octubre de 1959 (Neira 2014: 227). Jaime Gil precisa en una carta a Valente del mismo año: “Se trata de hacer algo más documental que doctrinal: nada de teorizar acerca del realismo […], sino que cada cual hable de la propia actitud realista y del porqué y el cómo ha llegado a ella —así, al menos, conseguiremos que unos cuantos españoles se sienten por fin a intentar un ensayo de autobiografía espiritual, género bien escaso en nuestra literatura y que por lo tanto siempre tiene un valor” (2010: 203). Es evidente que Gil de Biedma acababa de leer “Historial de un libro” de Luis Cernuda en la edición mutilada por la censura de Papeles de Son Armadans (1959), pero como seguidamente veremos la evolución de la sociedad y la literatura española tras el new deal político y económico instaurado en julio de 1959 hizo inviable esta publicación colectiva. Después de la edición de la antología de Castellet, los artículos del propio Valente publicados en Ínsula en 1961 (“Del simbolismo a nuestros días” y “Tendencia y estilo”) podrían servir de respuesta diferida a esta carta: “Habrá de sopesar en cambio el futuro —y acaso el presente— con mayor realismo, sobre todo si es un futuro realista el que predica para nuestras letras. Importa, en breve, no levantar arcos de triunfo colosales para un desfile de balbucientes enanos” (Valente: 1105). Pero más allá de la política literaria y de la esperada información que arroja este epistolario sobre su taller, quiero destacar como núcleo de interés literario el proceso de desasirse de la tradición moderna o simbolista, que podríamos situar en torno a 1956, cuando acomete su autocrítica de “Las afueras”, compone los poemas irónico-morales de la segunda parte de Compañeros de viaje (“Por vivir aquí”) y emprende la redacción de su primer diario (si la tradición moderna partió de la tajante división entre poesía y literatura, entre verso y prosa, como demuestra la Antología de Gerardo Diego de 1932, Jaime Gil irá en busca de la complementariedad a través de su adiestramiento y brillante incursión en la práctica de la prosa del diario íntimo). Este proceso le llevará a encaminarse “a la formulación de una particular y concreta experiencia en lo que esta tiene de típico, o de sintomático, de una determinada situación histórica que el autor comparte con

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otros seres humanos”, según leemos en la solapa de la primera edición de Compañeros de viaje (2010a: 1335). En la misma línea, pero con más humor, la citada carta del 30 de octubre de 1961 a Ángel González es un documento explícito de esta voluntad de desarraigo de la poesía simbolista, justo cuando Jaime Gil comenta el poema político del poeta ovetense “Perla de las Antillas”, que formará parte de Grado elemental, pero escrito para la antología colectiva España canta a Cuba: educados en una poesía que consiste en andarse por las ramas de la propia subjetividad, en la que todos los gatos son metáforas, de modo que el lector necesita toda la ayuda posible por nuestra parte, para no perder el hilo, no siempre se acuerda uno que ahora estamos hablando de cosas públicas, que todo el mundo sabe, y que por lo tanto con media palabra basta para que nos cojan lo que queremos decir […]. Los detalles pueden encontrarse en la prensa —a veces incluso en la de Franco (2010b: 228-29).

Si la intención principal de su poesía es trazar una imagen matizada de la vida moral de un hombre, el binomio historia e intimidad se encuentra con otro candente tema generacional en su epistolario: el curso de la reconversión psicológica que generará la expansión económica de 1959. Las cartas de Gil de Biedma son especialmente lúcidas a la hora de analizar los inconvenientes que trajo consigo el crecimiento industrial y económico, cuando no iba acompañado de libertad de expresión o, en términos menos abstractos, cuando el escritor tenía que seguir burlando a la censura (recordemos que la censura denegó la autorización de Moralidades, publicado en México, y no permitió que se pusiera a la venta Colección particular). La carta a Joan Ferraté del 6 de abril de 1965 es suficientemente explícita de ese clima de irrealidad, y también de inhibiciones morales, donde el desahogo de los instintos políticos era solo de carácter privado: Barcelona y la mayor parte del país están en pleno boom eufórico. Se abren bares y restaurantes de más o menos pretensión en barrios antes insospechados por la vida de noche. La gente parece que tiene más dinero y que se divierte más, y a mí me parece que incluso está cambiando la expresión de la gente: aquel réspice cejijunto, aquella cara de pedrada de español sempiterno empieza poco a poco a suavizarse. Pero en ciertos aspectos, nuestro país, con su falso milagro, su falsa

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liberación, su falsa satisfacción y su falsa asimilación de los criterios y las costumbres del free world está más irritante y deprimente que nunca. O quizá lo que ocurre es que nosotros y nuestros amigos no somos ya lo bastante jóvenes para ser ricos (2010b: 291).

Las consecuencias de tales circunstancias sobre el panorama literario español y la previsión de una intransigente reacción contra las diversas etiquetas y matices de la llamada literatura social quedarán evaluadas hasta la autocrítica en “Carta de España (o todo era Nochevieja en nuestra literatura al comenzar 1965)”, publicada en marzo del mismo año en el semanario neoyorquino The Nation: “Para las clases universitarias e intelectuales, la literatura engagée ha sido un poco lo que la devoción a este o aquel equipo de fútbol para las masas urbanas: un sucedáneo de la pasión y de la acción política” (2010a: 689). El autoexamen de conciencia contra las actitudes ideológicas y estéticas del wishful thinking en el que la izquierda española se adormecía generará lúcidas reflexiones ensayísticas y poéticas por parte de otros autores de su generación a mediados de la década de 1960. Sirvan de ejemplos el pionero “On ne meurt plus à Madrid”, de Juan Goytisolo, publicado el 2 de abril de 1964 en el periódico parisino L’Express, exactamente 25 años después de que Franco tomara el poder1; “Tiempo de destrucción para la literatura española” (1968) de Josep Maria Castellet; o los poemas de José Ángel Valente y Ángel González: “Ramblas de julio, 1964” y “Preámbulo a un silencio”, de La memoria y los signos (1966) y Tratado de urbanismo (1967). Igualmente el Diario de “Moralidades” en una anotación de febrero de 1963 nos da noticia de un poema que hubiera estado en la misma línea, “Estética y ética, o el milagro español” (502), pero que Gil de Biedma no llegó a terminar. Pero la correspondencia de Gil de Biedma nos permite reconstruir partes del argumento tanto de su obra como de su vida, por

1 El artículo también se publicó en Il Giorno de Milán con el encabezamiento de “Un tren lento, pero que se mueve” y en distintos medios de Latinoamérica con el rótulo más explícito de “España, 25 años después”. Finalmente será incluido con diversas modificaciones y añadidos en la primera edición de El furgón de cola (1967) con el título definitivo de “Examen de conciencia” (Goytisolo 2007: 208-230).

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la información que ofrece no solo de su relación vital con textos propios y ajenos, sino también de sus vínculos con sus contemporáneos y, más aún, de las relaciones que mantuvo consigo mismo. Sabemos que estas últimas son siempre las más inasibles, pero que continuamente están interactuando hasta convertirse en la escena central de Las personas del verbo. En tal sentido, es muy relevante la brecha que se observa en su correspondencia a partir de 1969. Después de la primera antología de su obra, Colección particular, el epistológrafo Gil de Biedma se muestra más escueto, menos locuaz, exhibe su incurable pereza epistolar y confiesa a Joan Ferraté el 16 de abril de 1969: “Es probable, casi seguro, que no vuelva a escribir poesía en cierto tiempo —y es probable, temo, que no vuelva a escribir—; creo pues que quod decet es prepararse para la otra vida” (2010b: 343). Esta brecha se incrementa tras 1981, cuando el poeta da definitivamente por finalizada su obra poética por sobredosis de reconocimiento y por la incapacidad de ir más allá de su propio estilo (Jaume 2010: 32-33; Gil de Biedma 2010a: 620-623; Goytisolo 1988). Quizá la historia que describa su correspondencia es cómo se convirtió en personaje de sí mismo o en un poeta póstumo a partir de 1967 cuando escribió “No volveré a ser joven”. En sus últimas cartas prevalecen los recados y nos deja la imagen de su propio espectro. Jaime Gil “se encontró de pronto en un escenario vacío con su propio cadáver en brazos”, según comenta lucidamente Andreu Jaume (2010: 32), tras la composición de “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”, epitafio anticipado a una parte sustancial de su identidad que consistió en ser poeta. La muerte artística se convierte en preludio de la muerte física. No es discutible que al poeta Jaime Gil en Las personas del verbo le interesó la exploración de la tensión de las relaciones amorosas y no el género del ser amado. Tampoco se propuso discernir en su poesía las diferencias entre identidades homoeróticas o heterosexuales, sino las disyunciones que operaban dentro de su propia identidad. Pero sigue llamando la atención la precaución social sobre la publicidad de lo privado que Gil de Biedma adoptó hasta en los últimos meses de su vida, cuando ya estaba mortalmente enfermo de sida y cuando su orientación sexual era un secreto a voces.

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Me refiero a la carta que dirige a Dionisio Cañas, el 18 de mayo de 1989, después de que este le manifestase su intención de escribir claramente sobre el erotismo en su obra, despejando la elisión del género que deliberadamente el poeta cultivó. El tópico literario de la doble vida, tan recurrente en su poesía desde Moralidades, persiste hasta los últimos meses de su biografía, confirmándonos que la doblez fue el lugar donde se refugió su verdad íntima. La dualidad entre la sociedad literaria (en la que su homosexualidad era “un hecho universalmente conocido y respetado”) y el medio tanto familiar como laboral (“en que vivo y he vivido siempre” y donde todos saben “pero jamás se han dado por enterados” por no existir una mención en letra impresa [2010b: 441]) ratifica una vez más que el espacio privado lo define el propio sujeto y que una conducta no es intrínsecamente íntima, privada o pública, sino que deriva “de la índole del escenario en que transcurre” (Castilla del Pino 1996: 18). Aunque esta disociación también corrobora las rémoras represoras y esquizofrénicas entre vida pública y privada que el franquismo causó a un vástago de la alta burguesía catalana. La vida es “demasiado confusa para explicar por carta” (2010a: 204), leemos en un verso de Moralidades y en la carta del 10 de julio de 1968 dirigida a la extraordinaria figura de Gustavo Durán (2010b: 330). La correspondencia que Gil de Biedma mantuvo entre 1966 y 1969 con el compositor y militar republicano quizá sea la que alcance un mayor grado de matización de su intimidad (fueron además años muy críticos en su vida, entre la redacción del poema “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma” y la trágica muerte de Bel Gil Moreno). De esta serie de cartas entresaco una confesión, en la que parece que Edward Hyde se hubiera apoderado de Henry Jekyll: “Hay momentos en que mi sexualidad me inspira verdadero terror, es como si de repente sospechase que estoy poseído por una fuerza impersonal que no tiene nada que ver conmigo ni con mi vida —Afrodita Despótica, Eros Anarquista, la Subversión de la Carne” (2010b: 314). “No estoy dispuesto de ninguna manera a llevar una vida ordenada”, leemos con persistencia una década más tarde desde su Diario de 1978 (2015: 587). El desorden fue también un modo de oponerse a los falsos paraísos de su clase social.

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Los diarios (1956-1985) Los diarios de Jaime Gil están estrechamente vinculados con dos fenómenos de naturaleza diversa: con la enfermedad y la convalecencia —salvo el Diario de “Moralidades”—, si atendemos al momento de redacción, y con la intencionalidad de su publicación póstuma y pautada, si atendemos al itinerario de edición establecido por el propio autor. Hay en este itinerario cuatro hitos que señalo brevemente: En 1974, víspera de la primera edición de Las personas del verbo, cuando Gil de Biedma era ya “un hombre convencido de su valía literaria” (Mainer 2015), publicó bajo el joyciano título de Diario del artista seriamente enfermo solo la tercera parte de lo que era su diario de 1956, la que después titulará “De regreso a Ítaca”, muy expurgada de cualquier referencia explícita a su orientación sexual. Todo lo experimentado en Filipinas se hace introspección en la parte publicada en vida. En 1987, dos años después de haberle sido diagnosticado un sarcoma de Kaposi, amplió notablemente su diario de 1956 añadiéndole textos procedentes del ámbito privado. El propósito juvenil del autor de adiestrase en una prosa más apta para la expresión de la vida personal parece ahora más provocativo y firme: “cambiar de raíz el contenido de la intimidad en las letras españolas” (Mainer 2015), donde el retraimiento y el pudor a la hora de abordar la vida sexual han sido —salvo en muy raras excepciones— el rasgo común del discurso autobiográfico. En 1989, entregó a Carmen Balcells para su publicación póstuma el diario de Filipinas y la versión completa de “De regreso a Ítaca”, a la que añadió el “Informe sobre la Administración General en Filipinas”. De este Informe elevado a la dirección, o sea, a su padre, Andreu Jaume recalca su funcionalidad oblicua en el destino literario del escritor, ya que le sirvió “para situarse fuera de la poesía y volver a ella con una mirada más limpia” (2010: 22) y Nora Catelli analiza su posición dentro del conjunto y cómo determinó el cambio de título, ya que el término Diario no compaginaba con el Informe: “Gil de Biedma llevó el proyecto autobiográfico al ámbito de una construcción visual que depende de una mirada exterior” (2007: 92). El Retrato del artista

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en 1956 (1991) prefigura en sus tres partes (la estancia en Filipinas, el Informe y el regreso a Barcelona más la convalecencia en la Nava de la Asunción) todas las dobleces donde se refugia su verdad íntima. Los deberes de la necesidad erótica, su anticolonialismo y su filiación profesional como ejecutivo en la empresa familiar cohabitan con su dimensión de escritor, de lector y crítico. Y de esta juntura de caras irreductibles y que se apoyan mutuamente las unas en las otras su intimidad puede ser inferida. Finalmente, un cuarto de siglo después de su muerte (el 8 de enero de 1990), aparece junto al Retrato del artista en 1956 el llamado Diario de “Moralidades”, otro de 1978 y el más breve y crepuscular de 1985. En la producción autobiográfica en sentido estrecho de Jaime Gil de Biedma se ha ejecutado un sabio blindaje, el que realiza el propio tiempo. La diferencia fundamental entre el Retrato y las nuevas entregas salta a la vista: contrasta la mayor reelaboración del primero, sobre todo del cuaderno de Manila (“Las islas de Circe”), frente a los diarios publicados en 2015, especialmente los dos últimos, que alcanzan menos desarrollado y cuyo destinatario es en la mayoría de las ocasiones el propio emisor. De ello era perfectamente consciente el poeta, como leemos en una anotación de 1962: “Parece cada vez más difícil conservar mi prurito diarista, ni siquiera cuando se trata de un diario tan somero y esquemático como este” (2015: 467). Sin embargo, esta escritura menos elaborada es de sumo interés, ya que permite que volvamos con un mayor conocimiento a la obra de Gil de Biedma, el conocimiento que proporciona la desprejuiciada meditación autobiográfica y el autoanálisis de sus capacidades creativas (aspectos que confieren unidad al proyecto de los diarios). A lo largo del Retrato del artista en 1956 y de la correspondencia publicada del autor son continuas las autorreferencias a las distintas fases de la construcción narrativa del diario: “repaso”, “releo”, “envío secuencias” a amigos (Carlos Barral, Yvonne Hortet, Gabriel Ferrater y Jaime Salinas), “corrijo”, “completo”, “redondeo”, “mecanografío”… hasta el punto de postergar su trabajo sobre Jorge Guillén. Esta operación de relectura y reelaboración llega hasta los años 1960, ya dentro del Diario de “Moralidades”: “Ayer tarde empecé a pasar a máquina la tercera parte de mi diario del 56” (2015: 389); “El domingo

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por la tarde se me ocurrió releer, al alimón con L[uis Marquesán], mi diario de Filipinas en 1956. Hace tiempo que lo tenía casi por completo olvidado, y me interesó” (473); o esta cita de 1965 en la que alude a cómo la intimidad es una construcción sometida al lenguaje y al devenir, y no conviene confundirla con la privacidad noticiosa: He recordado mi diario de Manila […] y he caído en la cuenta de cómo la edad modifica nuestra actitud con respecto a las actividades eróticas. A los veinticinco años consideraba casi obligatorio decir lo que uno tiene gusto en hacer, llamando pan al pan y vino al vino; ahora pienso que para qué contar lo que a uno le gusta, si a todos nos gusta hacer lo mismo y con media palabra nos entendemos […]. No son viles los actos, sino el hombre que ha dejado de conferirles una significación. Siempre que escucho de labios de alguien que pasó los treinta años el relato de una noche de amor tengo la impresión de que me está contando cómo va de vientre o cómo logró expulsar las piedras de la vejiga. Conviene, al menos, abstenerse de envilecer con la palabra lo que es en sí mismo inocente (566).

El Diario de “Moralidades” está fechado entre 1959 y 1965, años decisivos en la consolidación de su proyecto poético y en el proceso de su madurez vital. En 1959 terminan los “capitales acumulados” (368) durante la enfermedad de 1956 (da por finalizado su ensayo sobre Guillén y entrega al editor Joaquín Horta Compañeros de viaje) y en 1965 aparece En favor de Venus (primitivo título que barajó para “Pandémica y celeste”) y escribe los primeros Poemas póstumos. Entre esas dos fechas, el Diario relata el proceso de composición de uno de los libros fundamentales de la poesía española del siglo xx. Del laborioso taller de composición de Moralidades destaco su preocupación formal. La transparencia fue fruto de un artificioso trabajo técnico. El 19 de noviembre de 1960 anota cómo el proyecto de escribir una sextina le seduce cada vez más, quizá “por razones extrapoéticas —i. e., la de hacer un tour de force que deje con un palmo de narices a los aficionados y a los críticos para quienes el tipo de poesía que yo hago constituye un síntoma evidente de incapacidad formal o de completa despreocupación” (424). El poeta conoce con pasmosa claridad el efecto último que quiere provocar en cada uno de sus poemas, y una vez establecido ese punto culminante va en busca de los efectos artísticos o parciales (ritmo, tono, metro, extensión, disposición) que propicien el aumen-

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to progresivo del efecto final. Su estrategia compositiva coincide con The Philosophy of Composition de Edgar Allan Poe, según el mismo Gil de Biedma desveló en alguna entrevista (2002: 189). “En el nombre de hoy”, “París, postal del cielo” serán puntos de partida y “Pandémica y celeste” de llegada, así como ejemplos conspicuos en el nuevo modo de “faire de la musique” que caracterizará Moralidades. En los dos primeros, compuestos entre 1959 y 1960, el ritmo del verso está presidido por “una tendencia a la frase larga, al periodo único que se prolonga todo a lo largo de la estancia, pero de sintaxis más bien suelta, y una afición a usar el encabalgamiento de manera sobre todo musical y no, como antes, para marcar las fases del ‘pensamiento en acto’” (402). En el tercero, finalizado en 1964, el poeta ya se sabe dueño de una voz: el “tono fundamental de rudeza, sabiduría erótica, cinismo y sentimentalismo”, leemos tanto en una anotación del 19 de febrero de 1964 (537) como en una carta dirigida unos meses más tarde a Joan Ferraté (2010b: 286). Al igual que en su Correspondencia, el Diario de “Moralidades” confirma en sus primeras anotaciones, la necesidad de Gil de Biedma de seguir afirmando su posición personal y grupal en la poesía española frente al círculo madrileño entonces dominante, “la coterie de Ínsula” (422), con José Luis Cano y Carlos Bousoño como blanco de sus dardos críticos (muy arbitrarios con el primero), pero encabezado por Vicente Aleixandre, a quien públicamente se trató siempre con amistad, respecto y devoción. De hecho, Gil de Biedma proyectó a finales de 1960 un poema que iba a titularse “La visita a Vicente Aleixandre” y había colaborado con el artículo “Encuentro con Vicente al modo de Aleixandre” en el monumental homenaje de diciembre de 1958 que Papeles de Son Armadans dedicó al autor de Historia del corazón, a García Lorca y a Dámaso Alonso. A partir de 1961 y de la falta de futuro de la operación realismo manifiesta un mayor retraimiento con respecto a la sociedad literaria. Esta anotación de 1961 alude al precio biológico de estar en primera línea y nos descubre una cualidad insospechada de su carácter: “Los días de Formentor me han dejado mal sabor de boca, como casi siempre me ocurre con las reuniones de literatos. Para sobreponerme a mi molesta timidez, bebo, y cuando bebo enseño los peores matices de mi persona. Luego, después, tengo

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una visión de mí mismo que me inspira verdadero disgusto, y miedo además de que sea la verdadera” (448). La cita demuestra nuevamente la información entrelazada que se puede desprender de estos diarios entre intimidad e historia literaria. Pero el taller de escritor y las experiencias de libertad y de expansión eróticas también conviven en este Diario con el impávido presente histórico: con una citación del Juzgado Militar, junto a Luis Goytisolo y Jordi Carbonell, por la disparatada inculpación de “¡¡ser un activista catalanista y pertenecer a la Federación de universitarios catalanes!!” (542). Este expediente militar fue consecuencia de haber sido uno de los 102 firmantes de la primera carta dirigida al ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, el 3 de septiembre de 1963, en protesta por las torturas de Asturias2. Sobre esta participación anota el 21 de octubre del mismo año: “la reacción de histérico miedo de mi padre, la pasada semana, al ver mi nombre entre los firmantes de la carta sobre las torturas de Asturias. El recuerdo de la escena no sería desagradable, si no fuese por la claridad con que uno descubre lo fundamentalmente deshonesto de su clase en persona tan encantadora como él lo es, y aparentemente tan humana” (522-523). Andreu Jaume aclara en una nota que Jaime Gil solicitó la dimisión de la Compañía General de Tabacos de Filipinas para evitar los perjuicios que su proceder pudiera causar tanto a la empresa como a su padre, pero la dimisión no fue aceptada (523). 1965 fue un año crítico en la biografía de Gil de Biedma, que nos proyecta una imagen de sí mismo sumida en un proceso de deterioro y desinterés (ya en 1963 se preguntaba si no sería la desmoralización la esencia del vivir). El poeta experimenta el miedo a la sequedad poética, a no tener nada que decir, ni siquiera la necesidad de hacerlo. Este miedo se convierte a ratos en algo peor: el temor a ser víctima de su

2 La primera firma que aparece manuscrita en esta carta es la de José Bergamín —de hecho la respuesta de Fraga fue dirigida a Bergamín—, pero en la relación mecanografiada de firmantes figura en primer lugar el nombre de Vicente Aleixandre (Archivo General de la Administración, Alcalá de Henares: Fondo de Censura Literaria. Signatura 42/08814).

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propio estilo. Extraigo esta reflexión que parece un anticipo de su invectiva y epitafio en Poemas póstumos: “Contra Jaime Gil de Biedma” y “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”, precisamente el primer poema fue iniciado en este mismo año: “Parece haberse producido en mí un curioso proceso de desdoblamiento, que me lleva a observar el proceso de gradual desmoralización a que estoy sometido y anticipar el posible desenlace —la desintegración de mi persona—, como un espectador desinteresado. Es algo parecido a ser operado con anestesia parcial” (562). En diciembre de 1965 rompe su relación con Luis Marquesán y aunque el diario se interrumpe en mayo y no dejó testimonio diarista de los años inmediatos, sí contamos con su correspondencia, especialmente la ya avistada con Gustavo Durán en la que alude a esta crisis depresiva. El leitmotiv del Diario de 1978 es la constatación de ser un escritor —no solo poeta— póstumo. Tenemos la impresión de que Gil de Biedma decide iniciar un diario a los 48 años para cotejar la diferencia con el diarista de 1956. La circunstancia es semejante: se le reabren las antiguas heridas de la tuberculosis y como consecuencia tendrá tres meses de quietud, pero el artista está ahora seriamente enfermo de escepticismo, de la imposibilidad de asentarse literariamente en otra edad, de no haber sabido reinventarse en un nuevo estado de conciencia. De hecho la propia escritura del diario le parecerá una aburrida tarea de producción de letra muerta. Precisamente en 1978 comenzó a compilar los ensayos que formarán parte de El pie de la letra. Gil de Biedma concibió la crítica literaria como una actividad aneja a la creación poética, abandonada esta no tenía razón de ser aquella. Sin embargo, somos muchos los que estimamos que su producción ensayística tiene valor por sí misma, al margen de su identidad de poeta, si su inveterada pereza y autocomplaciente negativa se lo hubieran permitido. El pie de la letra puede leerse no solo como la poética de un poeta. Cuando en 1965, en “Carta de España”, hace una valoración de la novela aparecida después de la Guerra Civil, evalúa el silencio de Sánchez Ferlosio en unos términos que se podrían aplicar a sí mismo: “voluntariamente apartado de la literatura —por nihilismo y por un prurito muy español de fastidiar y fastidiarse—” (206). El “talento analítico” de Gil de Biedma (que

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ya reconoció Gabriel Ferrater en el Retrato) aunado con la voluntad de estilo de su crítica literaria dio buena prueba en los ensayos escritos entre 1955 y 1979, y en dos de los publicados posteriormente: el “Prólogo” a la traducción al catalán de los Quatre quartets de T. S. Eliot (1984) y la conferencia “La imitación como mediación, o de mi Edad Media” (1985). Viene siendo una constante en los textos autobiográficos sensu stricto de Gil de Biedma cómo la reflexión sobre la actividad literaria se entremezcla con anotaciones del ámbito íntimo (registros necesariamente asociados); de igual manera la lucidez se entrevera con el fardo del escepticismo y de la desilusión, y aunque el poeta sabe que su sentido de la felicidad no es un estímulo para el orden, también confiesa tras una cena con Josep Madern en una taberna de Gerona que “[…] mi felicidad no es otra en el fondo que la de querer y que me quieran, sumada a la de encontrarnos el uno con el otro, inesperadamente rescatados de la rutina urbana, sin nada que hacer más que disfrutar del intermedio” (587). Esta revelación sobre los paréntesis que el estupor de la felicidad provoca ocasionalmente en medio del vivir nos remite a la significación del último poema que Gil de Biedma compuso: “T’introduire dans mon histoire…”. De cualquier modo, llama la atención en los diarios posfranquistas de nuestro poeta cómo llegó o cómo llegaron algunos miembros de la denominada generación de los 50 a la transición (¿o es que ya la habían hecho en el decenio anterior?): demasiado viejos sin serlo y prematuramente desengañados sin haberse dejado engañar. Las pocas páginas de 1985 se escribieron en el hospital Claude Bernald del Instituto Pasteur de París donde necesita agarrarse al lápiz para tranquilizar sus nervios, para apuntar minuciosamente los efectos de la medicación, las llamadas telefónicas esperadas y algunas lecturas. Aunque quiero volver a observar la preocupación que le produce el modo en que sustentaría su imagen en público, en este caso era además una cuestión de dignidad: “Mantener mi enfermedad en secreto, salvo para unos pocos íntimos, me parece cada vez más difícil” (629). Tres años más tarde comunicará por carta su cese como consejero-secretario de la Empresa Gil y Carvajal de Levante, “por motivos de salud”, a su primo, Santiago Gil de Biedma (2010b: 446).

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La autobiografía de Jaime Gil de Biedma entraña a la luz de su significación moral el reconocimiento de una doble decepción: “la de la insuficiencia del arte” y “la de la irremediable insuficiencia de la vida” (2010a: 790). Para llegar a esta afirmación, que cierra su ensayo sobre Valentín de Juan Gil-Albert en forma de pregunta retórica, fue necesario aceptar que no solo se peca por acción y por omisión, sino también por equivocación; pero la equivocación si es capaz de transponerse en significación, puede ser literariamente más “bella y plena de sentido” que el acierto ­(2010a: 729). Lo íntimo es también el lugar donde se reconoce el error.

Bibliografía Blasco, Javier (1996): “Cuando Narciso rompe el espejo: Diario del artista seriamente enfermo”, en Túa Blesa (ed.), Actas del Congreso Jaime Gil de Biedma y su generación poética, vol. I: En el nombre de Jaime Gil de Biedma. Zaragoza: Departamento de Educación y Cultura, pp. 15-37. Castellet, Josep Maria (1968): “Tiempo de destrucción para la literatura española”, en Siempre (29 de mayo). Incluido en Literatura, ideología y política. Barcelona: Anagrama, 1976, pp. 135-156. Castilla del Pino, Carlos (1996): “Teoría de la intimidad”, en Revista de Occidente, 182-183, pp. 15-31. Catelli, Nora (2007): En la era de la intimidad. Rosario: Beatriz Viterbo Editora. Cernuda, Luis (1959): “Historial de un libro”, en Papeles de Son Armadans, XXXV (febrero), pp. 121-172. De Man, Paul (2007) [1979]: “La autobiografía como desfiguración”, en La retórica del Romanticismo. Trad. Julián Jiménez Heffernan. Madrid: Akal, 2007, pp. 147-158. Ferraté, Joan (1994): Jaime Gil de Biedma. Cartas y artículos. Barcelona: Quaderns Crema. Ferrater, Gabriel (1986): Papers, cartes, paraules. Ed. Joan Ferraté. Barcelona: Quaderns Crema. Gil de Biedma, Jaime (2002). Conversaciones. Ed. Javier Pérez Escohotado. Barcelona: El Aleph.

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— (2010a): Obras. Poesía y prosa. Ed. Nicanor Vélez. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. — (2010b): El argumento de la obra. Correspondencia (1951-1989). Ed. Andreu Jaume. Barcelona: Lumen. — (2015): Diarios 1956-1985. Ed. Andreu Jaume. Barcelona: Lumen. González, Ángel (1967): Tratado de urbanismo. Barcelona: Seix Barral. Goytisolo, Juan (1964): “On ne meurt plus à Madrid”, en L’Express, 2 de abril. — (1986): “Notas sobre la poesía de Jaime Gil de Biedma”, en Litoral, 163-165, pp. 75-83. — (2007): “Examen de conciencia”, en Obras completas VI. Ensayos literarios. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, pp. 208-230. Jaume, Andreu (2010): “Narciso en Calibán: Jaime Gil de Biedma en sus cartas”, en Jaime Gil de Biedma, El argumento de la obra. Correspondencia. Barcelona: Lumen, pp. 9-42. — (2015): “Prólogo”, en Jaime Gil de Biedma, Diarios 1956-1985. Barcelona: Lumen, pp. 13-63. Mainer, José-Carlos (2015): “Los diarios de Gil de Biedma, al fin”, en El País/Babelia (5 de diciembre), p. 7. Neira, Julio (2014): Memorial de disidencias. Vida y obra de José Manuel Caballero Bonald. Sevilla: Fundación José Manuel Lara. Pardo, José Luis (2004): La intimidad. Valencia: Pre-Textos. Rico, Francisco (1982): “Poemas póstumos”, en Primera cuarentena y Tratado general de Literatura. Barcelona: El Festín de Esopo. Teruel, José (2008): “Poesía e identidad. Efectos de las relaciones dialógicas en ‘Pandémica y celeste’, de Jaime Gil de Biedma”, en Confluencia, vol. 24, 1, pp. 101-115. Valente, José Ángel (1966): La memoria y los signos. Madrid: Ediciones de Revista de Occidente. — (2008): Obras completas II. Ensayos. Ed. Andrés Sánchez Robayna. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. pp. 47-50 y 1104-1107.

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De Metropolitano a Moralidades: diarios de una pasión José Luis Ruiz Ortega Universidad Autónoma de Barcelona

La creación especular A principios de los años cincuenta, cuando el joven Carlos Barral, poeta y editor en ciernes, da a conocer su primera plaquette, “Las aguas reiteradas”, ya existía una lectura previa de su amigo Jaime Gil de Biedma que, como sucedería con otros textos posteriores, se había producido paralelamente a la creación e indudablemente la había condicionado (Riera 1988: 57). De este proceso sincrónico de composición e interpretación surge también una de las primeras tentativas poéticas de Gil de Biedma, “Versos a Carlos Barral por su poema ‘Las aguas reiteradas’” (1952), que se lee como una respuesta cargada de admiración y pone de manifiesto en formas oscurecidas el diálogo sobre estética que los dos jóvenes escritores mantenían en el seno del grupo poético barcelonés fraguado en la Facultad de Derecho: “En el grupo barcelonés, los poemas podían surgir de una anécdota compartida […] o incluir entre los versos una referencia usual de la conversación entre amigos […] los poemas se leían o pasaban de mano en mano, antes de ser ultimados o aun después de acabados para que los compañeros pudieran observar los retoques de última hora […] uno de los rasgos más representativos del grupo catalán […] es el tono conversacional de sus poemas” (Riera 1988: 38).

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En estos “Versos a Carlos Barral”, a través de una serie de topoi comunes, como la presencia del agua, y de la superposición de horizontes entre Calafell y la Nava de la Asunción, la voz poética de Gil de Biedma se configura desde la mímesis del estilo de su amigo, que en aquella etapa temprana ya había tomado conciencia de sus coordenadas poéticas, como demuestran sus primeras declaraciones en revistas como Estilo, en las que se observa que “sus puntos de vista sobre la materia poética […] apenas han variado” (Riera 1990: 16), o su controvertido artículo de 1953, “Poesía no es comunicación”. Por medio de este juego de hacer y leer versos, en una constante dialéctica entre la tradición, española y europea, la poesía como compromiso o conocimiento y las fórmulas de disidencia, se establece esa otra dimensión especular de lo íntimo. Este territorio de la intimidad, tan poco experimentado en la tradición hispánica a ojos del propio Gil de Biedma (2015: 277), se explora y se desarrolla ahora en un discurso de poeta a poeta, entre aprendices que se retroalimentan mientras buscan un lugar desde el que expresarse, y lo hacen mediante una modalidad como el diario de trabajo que les permite verse reflejados en el proceso de escritura, al mismo tiempo que asientan las bases de su propia singladura.

De Metropolitano a Moralidades, por la vía de la sensualidad verbal

En 1977 tiene lugar una entrevista singular en contenido y forma, en la que se entrecruzan las voces de Biel Mesquida y Leopoldo María Panero, además de los propios Gil de Biedma y Barral. Lo que en origen estaba pensado como una entrevista al uso se convierte desde la primera intervención en un coloquio en el que el poeta de Moralidades habla de antologías como “guías de ferrocarriles” (2010: 1201), del discurso como mercancía, o de Josep Maria Castellet como maquinista, pero sobre todo pone el acento en el aspecto del que todo ello carece, que él condensa en el sintagma “sensualidad verbal” (1203). Una sensualidad verbal que adquiere relevancia porque Gil de Biedma no concibe la escritura sin “sufrir o divertirse o gozar” (1203), lo que

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entraña ese manejo del verbo como si fuera materia corpórea, pues el texto poético no se puede entender sino como un ente corpóreo que emana sensualidad, en la línea de lo que manifestaba Roland Barthes por aquellos años tanto en Le plaisir du texte (1973)1 como en Roland Barthes par Roland Barthes (1975). Es en esta obra para-autobiográfica donde Barthes reconstruye la imagen adánica de un hombre que, al alcanzar la posición erecta y redimir la boca de sus funciones predatorias, “s’est trouvé libre d’inventer le langage et l’amour” (1975: 144), y pudo entonces imaginar un uso simultáneo de la palabra y el beso —hablar besando, besar hablando—, donde el cuerpo se funde con la palabra y siente a través de ella. En cierto modo, la hipóstasis poética de esta abstracción parece ser aquel beso en los labios a la estatua de Formentor de la que Barral se había encariñado, como recuerda en Los años sin excusa (1978), en un momento en que los asistentes a las jornadas de mayo de 1959 estaban congregados en la orilla del mar. De “ese instante de la noche / que se confunde casi con la vida” quedó en el recuerdo “la suavidad de la naturaleza / que hacía más lejanas nuestras voces, / menos reales” (Gil de Biedma 2010: 165), mientras el poeta con alma de escultor, por boca de todos, besaba la estatua — “Amé a la estatua, besé al menos su fría sonrisa, y no resultó bochornoso” (Barral 2001: 470)—. Los diarios de trabajo de Barral y Gil de Biedma responden también a esta concurrencia simbiótica entre la palabra y el cuerpo, en tanto que muestran el proceso creativo de dos poetas que idolatran la escritura como si de la propia musa se tratase, y que se representan y se configuran identitariamente a través de sus versos. Estos dos diarios aceptan el apelativo “de trabajo” porque en sus páginas se da cuenta de una labor, tomada en ambos casos como minuciosa y en ocasiones

1 En Le plaisir du texte, Barthes reflexiona sobre la relación entre el texto comme ensemble, su corporeidad y el erotismo, buscando el encaje entre “l’activité intellectuelle” y la “jouissance” (1975: 107): “Le texte a une forme humaine, c’est une figure, un anagramme du corps? Oui, mais de notre corps érotique. Le plaisir du texte serait irréductible à son fonctionnement grammairien (phéno-textuel), comme le plaisir du corps est irréductible au besoin physiologique” (2002b: 228).

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exhaustiva, que se extrema por su afán perfeccionista e incumbe a los dos poetas en busca de la aprobación mutua como garante de calidad: El poema empieza a moverse hacia el final, sí que todavía muy lentamente. Es preciso insistir todavía […]. Esperaba carta de Jaime acerca de la última correspondencia que le envié, carta que me sirviera de guía en la paginación total, y Jaime no ha escrito. Una de dos: o no quiso emplear las dos horas necesarias en estudiar el nuevo poema o prepara, y esto es lo más probable, una carta larga y meditada sobre el asunto (Barral 1997: 126).

Cronológicamente, el primero de estos diarios acompaña a Barral desde el 1955 al 1965 durante la composición de sus dos primeros poemarios, Metropolitano (1957) y Diecinueve figuras de mi historia civil (1961), incluyendo también referencias a composiciones que formarán parte de poemarios posteriores, por lo que su título no debería limitarse al primero de ellos. Como señala Luis García Montero en su edición de estos diarios, Barral sigue el modelo de Il mestiere di vivere (1952) de Cesare Pavese (1997: 12), de manera que el oficio de vivir, por medio de referencias a las vicisitudes de la cotidianidad, se conjuga con la reflexión sobre los avatares del proceso creativo, que constituyen el propósito principal de estas anotaciones2. Mientras que en Il mestiere di vivere “la volontà di pubblicare il diario è più o meno costantemente presente nelle intenzioni del poeta” (2014: 150), en el caso de Barral la publicación de su diario de trabajo no estaba prevista (1997: 73), y llega a decir en sus diarios íntimos que el de Metropolitano “es un duro testimonio, poco interesante desde el punto de vista de la calidad de las notas, pero útil” (1993: 44) —aunque finalmente lo viera publicado 2 Fabrizio Miliucci, en el artículo “Il mestiere di vivere di Pavese. Un percorso fra secretum professionale e autoesegesi”, define este diario con una serie de rasgos que coinciden plenamente con lo que se advierte en el barraliano: “si disegna un profilo teorico dell’articolato rapporto che Pavese va instaurando con la letteratura, specchio dell’esistenza, strumento di esplorazione di sé e dell’altro, ma soprattutto lavoro giornaliero” (2014: 147), trad. “se dibuja un perfil teórico de la relación estructurada que Pavese instaura con la literatura, espejo de la existencia, instrumento de exploración de sí mismo y del otro, pero ante todo trabajo diario”.

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en vida—. Por tanto, además del diario de trabajo, Barral escribe otros siete cuadernos de contenido más misceláneo que llegan hasta 1989, año de su fallecimiento, y que Carme Riera compiló y sistematizó en la edición póstuma de 1993. De estos siete cuadernos, Barral tenía la intención de publicar al menos el primero de ellos, el denominado Gran Cuaderno Verde, que es además el diario cuya cronología coincide con la del Diario de “Metropolitano” —El Gran Cuaderno Verde “corre […] a partir de su inicio paralelo al Diario de “Metropolitano”, al que, muy a menudo, complementa […]. Es el único de los cuadernos que lleva correcciones del propio autor, hechas en 1989 con la intención de que Mario Muchnik lo publicara” (Riera 1993: 12). Por su parte, análogamente, el diario de trabajo de Gil de Biedma, publicado en 2015 bajo el título de Diario de “Moralidades” junto al resto de cuadernos que quedaban inéditos, abarca el periodo de composición de su segundo poemario, desde el 1959 al 1965. Resulta sintomático que este diario sobre materia poética comience en un momento de tanta carga simbólica como febrero de 1959, apenas nueve días antes del homenaje a Antonio Machado en Collioure, con la composición de los primeros poemas de Moralidades (1966), y parece justificado que no haya uno anterior que glosara Compañeros de viaje (1959), porque esta primera fase es considerada por Gil de Biedma como un periodo de formación y aprendizaje inicial. El propio poeta reconoce en la entrevista concedida a Joaquín Galán en 1978 que su anterior tentativa en prosa, el Diario del artista seriamente enfermo (1956), le sirvió para adiestrarse en este molde (2010: 1210) —en unos años en que también tenía previsto ejercitarse en el género novelesco a partir de una propuesta de obra en colaboración con Carlos Barral, que no fructificó (1993: 61). Asimismo, en esta entrevista también apunta que había escrito otros diarios, “blocs de notas que van del cincuenta y nueve al sesenta y nueve” (2010: 1210), en referencia a los inéditos, que en cambio cumplieron la función de “controlar mi trabajo literario” (1210), como si el autor necesitara apuntalar en el papel los avances del proceso de escritura para que el “monstruo” poético del que habla Barral no se desmandase. Asumida la analogía en cuanto a su naturaleza y función, a nivel interno la comparación entre los dos diarios se propone partiendo de

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un análisis estructural. Ambos diarios presentan una primera fase que funciona como engarce con el estadio anterior de iniciación o pre-escritura. En la primera fase del de Moralidades, que se extiende a lo largo de 1959, Gil de Biedma da cuenta de los últimos flecos del ensayo sobre Jorge Guillén, cuya estética, y por extensión la de la generación del 27, ha dejado de interesarle —“Nada más irritante que esto de desarrollar ideas viejas que han dejado de interesarnos” (Gil de Biedma 2015: 336)—, de manera que la escritura se vuelve excesivamente costosa y desapasionada: “Mi trabajo de estos días podría ser el de Aquiles corriendo detrás de la tortuga […] cada vez tengo más en mano y lo que queda por hacer es menos, pero siempre queda algo” (336). En esta primera fase, también se encuentra ultimando Compañeros de viaje, y trabaja en otro ensayo sobre José Agustín Goytisolo y Claudio Rodríguez, que no verá la luz. En conjunto, su expresión deja entrever ciertos síntomas de agotamiento, precisamente en el momento en que se abre un nuevo horizonte a partir de la estrategia generacional que se fragua en Collioure. El tránsito hacia la segunda fase queda tematizado en la superación del simbolismo que experimenta, según apunta Andreu Jaume (2015: 33), a través de la relectura de Antonio Machado, cuyos poemas son percibidos como materia orgánica, capaz de crecer y optimizarse con el tiempo —con don Antonio ocurre que “a cada vez descubrimos que es mucho mejor de lo que lo recordábamos” (Gil de Biedma 2015: 382). Sin embargo, a finales de 1959, cuando escribe los primeros versos de Moralidades, con “Noche triste de octubre, 1959” (2010: 160), todavía mantiene como intertexto un poema de Baudelaire, “Chant d’automne”, aunque en la anotación del 4 de diciembre concluya que con este nuevo poema “ahora ya no hay peligro de una regresión simbolista” (2015: 370), quizá por haber dotado a estos versos de una diversidad tonal que antes no había alcanzado. En este mismo año, Barral se encuentra escribiendo los poemas de Diecinueve figuras de mi historia civil (1961), lo que supone en su trayectoria un proceso de moderación respecto al estilo alambicado que había caracterizado su poesía anterior. Así pues, a partir de finales de 1959 ambos diarios entran en sintonía y presentan procesos creativos paralelos en el marco estético de la “maniobra de taller” que Josep Maria Castellet diseña y cuyos fundamentos —basados en

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una interpretación deliberadamente sesgada de la poética machadiana (Riera 1988: 181)— están recogidos en la antología Veinte años de poesía española (1960) —“Cuando en 1959 Jaime Gil de Biedma y Barral, en unión de Goytisolo y potenciados por Castellet, intentan promocionarse como grupo, tratarán de aproximarse a las posturas que la poesía social plantea y, en cierto modo, pondrán en entredicho a su poesía anterior” (162). Por lo que respecta a la perspectiva tonal y lingüística, como ya hemos avanzado, la expresión poética de Gil de Biedma nace barralizada, con aquellos primeros versos a su admirado amigo en respuesta a “Las aguas reiteradas” (1952). Al igual que Barral tomó como modelo Il mestiere di vivere de Pavese, el diario de Moralidades dialoga con el de Metropolitano y adopta su forma, partiendo de la base de que, como afirma Barral en el prólogo, su diario de trabajo era “secreto, salvo para Gil de Biedma” (1997: 73), puesto que entendía que su utilidad se limitaba a la reflexión teórica sobre el proceso creativo y no interesaba al lector general. De modo similar a como ocurre con su incipiente expresión poética, en su diario Gil de Biedma desarrolla un lenguaje que refleja el tono y las recurrencias propias de su amigo Carlos. Acudiendo a la terminología barthesiana, estos motivos biográficos o estilísticos coincidentes entre los dos poetas encajan en la categoría de “biographèmes”, como aquellos detalles significativos de la experiencia vital de un cuerpo que lo conforman y que pueden entrar en diálogo con los de otros sujetos. Por tanto, dada su naturaleza fragmentaria y selectiva —“la Photographie a le même rapport à l’Histoire que le biographème à la biographie” (1980: 54)—, los biografemas se establecen en el terreno ficcional y en su conjunto configuran “une vie trouée” (Barthes 2002a: 706), construida y moldeada a partir de reminiscencias que pertenecen a un orden distinto del de los referentes factuales —“Le biographème n’est rien d’autre qu’une anamnèse factice” (1975: 114)—. En este sentido, la escritura primigenia de Barral y Gil de Biedma muestra un buen número de biografemas comunes en los que confluyen sus subjetividades literarias, como aquellos relacionados con aspectos locativos o con el léxico escogido. No en vano la geografía que Gil de Biedma frecuenta en su diario de trabajo sigue siendo la marinera del Calafell barraliano, con constantes

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referencias a lo largo de las anotaciones, siempre en clave de remanso y esparcimiento —“Día espléndido en Calafell, con el mar que daba lástima salirse” (2015: 346)—. La mímesis se observa también en el uso particular de determinados términos fuertemente connotados, como el mencionado de “monstruo”, muy recurrente en los primeros años del Diario de “Moralidades” y que cohesiona la práctica totalidad del diario de Barral —“Un monstruo de diez versos nuevos en el telar desde hace tres o cuatro días. Serán los versos que cierren el tramo central y expositivo del poema” (Barral 1997: 92)—. Un término que connota el poema en crudo, esa fase del proceso creativo en que las palabras restan indómitas y el poeta ha de domarlas. Ambos, por tanto, tratan el texto poético como una presencia viva, evidenciando su materialidad y autonomía —precisamente el diario de Barral se inicia aludiendo a su monstruo por antonomasia, Metropolitano, “en busca de tema, ahogándose en el tema” (1997: 75), como si de un ente autónomo se tratara—; un monstruo que también entraña imperfección y fealdad, de manera que Gil de Biedma lo tildará en alguna ocasión de “monstruo informe” (2015: 375), y que, aunque albergue sensualidad y belleza en potencia, no deja de ser despreciable y nefando mientras no satisfaga a sus creadores en la incesante búsqueda de la forma y el tono precisos. Esta concepción orgánica del hecho literario sale a relucir en una tercera fase del Diario de “Moralidades” en la que el poeta hace un alto en el camino e intenta condensar y exponer su poética renovada —“me gustaría apuntar aquí algunas reflexiones sobre mi actual práctica poética y sobre ciertas manías formales, contra las que debo prevenirme” (2015: 401)—. A diferencia de Barral, cuyos presupuestos estéticos apenas varían a lo largo de su producción y ya se pueden encontrar de manera programática en el temprano artículo de Laye de 1953, “Poesía no es comunicación”, Gil de Biedma asume una renovación que le conduce a tratar el poema como ente independiente de moldes o ritmos externos —como señala Andreu Jaume, “el poema se atiene a las leyes que él mismo crea” (2015: 36)—, y le reconoce una unidad estructural y temática que es indisociable por naturaleza, lo que en palabras del poeta será “un intento de faire de la musique, de fiarme más al ritmo del verso” (2015: 402), es decir, de dotarle de un

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cuerpo textual autosuficiente: “Creo que estoy viviendo una reacción contra lo que quizá pudiera calificarse de ‘naturalismo’ tonal y rítmico […] en los que la música del verso se confiaba y se supeditaba, de modo casi exclusivo, a los cambios de tono y a la melodía de la frase hablada” (Gil de Biedma 2015: 401). Respecto al proceso creativo, más allá de los planteamientos estéticos, lo que constatan ambos diarios es una búsqueda de la precisión y una minuciosidad llevada al extremo, que desemboca en inexorable lentitud y procrastinación. Como demuestra la periodicidad de sus notas, Gil de Biedma compone “Noche triste de octubre” durante un mes a finales de 1959, antes de abandonarlo por “un error de planteamiento” (2015: 383) y retomarlo dos meses más tarde (370-390). Sus versos son esencialmente provisionales y sufren un laborioso proceso de poda o de alteración hasta que el poeta queda conforme. Las anotaciones reflejan cierto desencanto y sufrimiento ante la improductividad, y son constantes las alusiones a la falta de resultado, lo que provoca una nueva revisión que en muchos casos da al traste con la estructura inicial del poema. Por su parte, el tono más reflexivo y teórico de Barral permite que en su diario dé cuenta de la toma de conciencia sobre lo que queda patente en sus anotaciones, y que también es aplicable a Gil de Biedma: “Mi tiempo psicológico debe ser lentísimo con respecto a la medida natural de la vida de acción. De ahí mi irrecuperable descompás, mi eterna máquina de aplazamientos incluso sensitivos. Tal vez tiene esa figura buena parte de mi universal esterilidad”, y concluye, sintetizando su propia problemática creadora: “una pausa, otra pausa, excesivas pausas” (Barral 1997: 89). Sin embargo, son precisamente estos diarios sus únicos ejercicios de escritura sobre materia poética que se salvan de dicha precisión exhaustiva sobre su propia composición, puesto que, al menos en origen, estos cuadernos no son escritos para su publicación ni para que un interlocutor ajeno los lea —puesto que en todo caso eran escritos para sí mismos o para la otra cara del espejo, el poeta amigo— y, por consiguiente, no responden a los criterios de autoexigencia y revisión del resto de su producción. Ambos son diarios que se generan en el paradigma de lo íntimo y que se retroalimentan sin necesidad de abandonarlo.

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Esta suspensión de la escritura precisa y rigurosa en favor de la espontaneidad y la inmediatez que comporta un diario personal repercute en un supuesto mayor grado de honestidad que, en cierta manera, desenmascara al personaje y libera al escritor, que ya no ha de preocuparse por ser objeto de exégesis. El diario actúa como un espejo en el que el poeta puede verse reflejado tal cual es, con sus preocupaciones, sus dificultades y su sufrimiento físico, de manera que el cuerpo del texto pueda llegar a coincidir en un alto grado con el de la materialidad del sujeto que se escribe en busca de la “sensualidad verbal”, de ese besar hablando, hablar besando que tanto cuesta conjugar.

Conclusiones: el magisterio especular en los diarios de pasión

Desde sus primeras composiciones, entre Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma existe una conexión que va más allá de su amistad, de sus biografemas comunes o de sus afinidades estéticas e ideológicas. En la producción de ambos queda patente su voluntad de conversar consigo mismos y con el otro como procedimiento para optimizar su expresión. De este modo, como prueban sus cuadernos de trabajo, se produce un magisterio bidireccional que les permitirá alejarse de los manierismos y excesos verbales, y asumir su singularidad a través de los ojos de su amigo poeta, aunque en ocasiones esta manera de proceder provoque disentimiento: Han sido necesarias veinticuatro horas para eliminar el descorazonamiento originado por la inoportuna lectura de los últimos versos a Jaime Gil. Sus objeciones eran inoperantes y probablemente efectos del humor, pero parecían esconder indiferencia ante el texto. Y eso era lo grave. ¿Sería realmente impenetrable incluso para alguien ampliamente informado de la estructura y sentido del poema? Pero hoy me importa ya poco. Mejores o peores, difíciles, herméticos del todo esos versos están en función del mecanismo total. Deben ser (1997: 91).

En un principio, durante sus años universitarios, será Barral el que ejercerá como mentor, en un momento en el que también será el nexo de unión entre los poetas del grupo barcelonés del medio siglo. Con

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el tiempo, el magisterio se equilibra y la influencia de Gil de Biedma sobre Barral se intensifica, hasta tal punto que el poeta de Metropolitano accederá a los textos de la tradición inglesa —intertextos clave en su primer poemario—, por mediación de Jaime Gil y Gabriel Ferrater. Como destaca el también poeta Pere Rovira, este vínculo acaba fundamentando sus procesos creativos: El aspecto más inmediato de esas complicidades era la, como ellos decían, peritación de los poemas: no creo que ninguno de los dos publicase algo sin someterlo antes a la crítica del otro. La naturalidad con que asumen tal tarea demuestra que para ambos formaba parte del proceso creativo, y por eso no se permiten concesión alguna […]. Estoy seguro de que en los cuadernos de trabajo de Jaime Gil de Biedma encontraríamos la otra parte de esa labor; por ejemplo, según me dijo él mismo, uno de sus últimos poemas, “Artes de ser maduro”, todavía fue montado por Carlos Barral (1996: 46).

Las concomitancias entre los diarios de Metropolitano y Moralidades son, por tanto, una prueba más de este magisterio especular. Estos diarios, más que de trabajo, son definitivamente y ante todo diarios de una misma pasión compartida. Pasión que, como su definición indica de acuerdo a la significación de su étimo remoto en griego, pathos (πάθος), alberga una enantiosemia que puede resultar reveladora: son diarios de fervor, de afición vehemente hacia “el juego de hacer versos” (2010: 212-213) con el que concluye Moralidades, pero precisamente por su intensidad son también diarios de compromiso con la letra y de padecimiento ante la expresión imperfecta. Para sobrevivir a esta tensión entre el placer y la exigencia, entre la espontaneidad y la métrica, el poeta intenta “aprender a pensar / en renglones contados” (212), siempre con el propósito de dotar de sentidos a las palabras, y lograr que “sufrir o divertirse o gozar” (1203) sean el argumento principal de la obra.

Bibliografía Barral, Carlos (1952): “Las aguas reiteradas”, en Laye, 18, pp. 47-50. — (1953): “Poesía no es comunicación”, en Laye, 23, pp. 23-26.

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— (1993): Los diarios 1957-1989. Ed. Carme Riera. Madrid: Anaya & Mario Muchnik. — (1997): Diario de “Metropolitano”. Ed. Luis García Montero. Madrid: Cátedra. — (2001): Memorias. Barcelona: Península. Barthes, Roland (1975): Roland Barthes par Roland Barthes. Paris: Éditions du Seuil. — (1980): La chambre claire. Note sur la photographie. Paris: Cahiers du cinéma Gallimard. — (2002a): Œuvres complètes. III. Paris: Éditions du Seuil. — (2002b): Œuvres complètes. IV. Paris: Éditions du Seuil. Castellet, José María (1960): Veinte años de poesía española (19391959). Barcelona: Seix Barral. Gil de Biedma, Jaime (2010): Poesía y prosa. Ed. Nicanor Vélez. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. — (2015): Diarios 1956-1985. Ed. Andreu Jaume. Barcelona: Lumen. Miliucci, Fabrizio (2014): “Il mestiere di vivere di Pavese. Un percorso fra ‘secretum professionale’ e autoesegesi”, en Otto/Novecento, 3, pp. 147-161. Riera, Carme (1988): La Escuela de Barcelona. Barral, Gil de Biedma, Goytisolo: el núcleo poético de la generación de los 50. Barcelona: Anagrama. — (1990): La obra poética de Carlos Barral. Barcelona: Península. Rovira, Pere (1996): Los poemas necesarios: estudios y notas sobre la poesía del medio siglo. Palma: Universitat de les Illes Balears.

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La amistad entre Claudio Rodríguez y José Agustín Goytisolo a través de su correspondencia1 Sergio García García Universidad Autónoma de Madrid

En su Diario de “Moralidades” Jaime Gil de Biedma, en la entrada correspondiente al 3 de marzo de 1959, escribió lo siguiente: “Finalmente he decidido que mi artículo para Nuestras Ideas sea un ensayo sobre los libros de Claudio Rodríguez y de [José Agustín] Goytisolo; la cabeza ha empezado ya a calentárseme y tengo ya bastantes cosas que decir sobre uno y otro y sobre uno en relación con el otro. Podría titularse ‘Dos buenos libros de poesía’” (2015: 338). Concretamente, el poeta barcelonés se refiere a los poemarios Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez, y Salmos al viento, de José Agustín Goytisolo. Gil de Biedma continuó con la redacción de su ensayo durante los días 19, 24 y 25 de marzo y 1, 3 y 5 de abril, hasta que el 7 de ese mes decidió, debido a la extensión de su propuesta, separar a los poetas y mantener para Nuestras Ideas un texto dedicado exclusivamente a

1 Agradezco a Clara Miranda y a Asunción Carandell, viudas de los poetas, la atención que desde el primer momento han prestado a este estudio y su aprobación para poder publicarlo.

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Goytisolo, dejando pendiente un ensayo sobre Rodríguez para Papeles de Son Armadans (344). Llama la atención que Gil de Biedma tomara la decisión inicial de realizar una propuesta aunando a dos poetas del medio siglo, que en muy pocas ocasiones se han relacionado entre sí. Cada uno, como es sabido, estaba vinculado con un foco distinto de la poesía de los cincuenta: Goytisolo con la denominada Escuela de Barcelona y Rodríguez con el grupo madrileño organizado en torno a Velintonia, 3. Es un hecho que el poeta zamorano era objeto de reticencias por parte de algunas de las figuras del grupo barcelonés, como es el caso de Gil de Biedma, quien reitera en algunas entrevistas que las estrategias editoriales promovidas desde Barcelona tenían como uno de sus principales objetivos el ir en contra de Rodríguez por ser el poeta oficial de la revista Ínsula. Para José Teruel fue sobre todo una cuestión de “celos poéticos” más que de antipatías: “en el fondo Don de la ebriedad fue el libro que Jaime Gil de Biedma no consiguió escribir en Las afueras” (2003: 77). Aun así, cuando Gil de Biedma comenzó a esbozar lo que sería mucho más tarde El pie de la letra, incluyó en su Diario de “Moralidades”, en la entrada del 2 de junio de 1961, un índice provisional cuyo último punto estaría dedicado a Claudio Rodríguez (2015: 451). A pesar de todo, Rodríguez fue incluido en la antología de Castellet Viente años de poesía española de 1960, uno de los principales movimientos estratégicos del grupo catalán, seguramente por “razones de oportunidad y diplomacia” (Payeras 1990: 11), y compartió protagonismo con los poetas catalanes en la antología que canonizó al grupo: El grupo poético de los años 50 (1978), de Juan García Hortelano (Teruel 2000: 52). Pero para Goytisolo las tensiones que ellos, la Escuela de Barcelona, experimentaron hacia Rodríguez iban por otros derroteros, y así lo aclaró en una de las sesiones de los actos que se celebraron entre el 27 y el 29 de mayo de 1987 en Oviedo en torno a la generación poética del medio siglo: Nuestro amigo Claudio Rodríguez es amigo nuestro ahora, pero no lo fue antes y nos costó un poco, no porque no supiera escribir bien, sino porque mantenía un mito, que era, —a Carlos Barral, a mí y a muchos amigos nuestros nos tenía

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hasta las narices—, que era el mito de Castilla. Yo odié siempre ese mito: escritores como Azorín, los Machado, como Unamuno se volvían locos delante de un abeto o de una encina, cuando nosotros rechazábamos a los poetas celestiales y a toda esta cuantraperia que después se ha repetido en Venecia. Odiábamos también ese paisaje que conocíamos muy bien, el paisaje del mito. Pero, a pesar de todo, distinguimos enseguida que Claudio Rodríguez no representaba eso (VV. AA. 1990: 68).

Aunque a Rodríguez aquellas declaraciones de Goytisolo le molestaron un poco, lo importante es resaltar el inicio de la intervención de Goytisolo: entre los poetas catalanes y Rodríguez las desavenencias iniciales desembocaron en amistad, relación que el barcelonés repite a título personal en otra de las sesiones de aquel encuentro en Oviedo (1990: 42). Claudio Rodríguez y José Agustín Goytisolo son poetas muy distintos en sus respectivos usos del lenguaje, a pesar de que algún punto de unión sí que se puede salvar si se presta atención a sus trayectorias, como el hecho de que sus primeros poemarios fueran publicados en la colección Adonáis: Don de la ebriedad en 1954, tras ganar el premio de 1953, y El Retorno en 1955 al ser accésit del mismo al año siguiente, siendo el ganador de aquella edición José Ángel Valente con A modo de esperanza. Asimismo, en un artículo publicado en La Vanguardia en 1992 dirigido casi por completo a Rodríguez y donde se lamenta del precario estado de salud del ya citado García Hortelano, Goytisolo recuerda cómo este último en su antología hermanó a los dos poetas a partir de la aparición del tema de la madre en sus primeras obras, así como la nula influencia de Luis Cernuda en su poesía (1992: 56; García Hortelano 1980: 26 y 28), pero estas dos similitudes son un tanto precarias para tender un sólido puente poético entre los dos autores; esta solidez, en cambio, sí que reside en su relación personal, plasmada intensamente en la escasa correspondencia inédita hasta la fecha que se conserva de ellos, pues Goytisolo, como declara en una entrevista, no solo guarda cartas de sus amigos barceloneses, sino también de aquellos que conoció en Madrid, entre ellos a Claudio Rodríguez: Y me voy a Madrid con la buena suerte de que conozco a Emilio Lledó, a Pepe Caballero Bonald, a Valente, a Ángel González y a Claudio Rodríguez. ¡No me

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digas tú que no es una chiripa! Entonces empezamos a viajar de un lado a otro: ellos venían aquí, nosotros íbamos allí. Ángel estuvo dos años trabajando en Barcelona. Yo tengo cartas de ellos desde el año cincuenta y… y antes (Martínez Pifarré, Puigbó, Segarra y Serra 1999).

El corpus de la correspondencia entre Rodríguez y Goytisolo se reduce a cinco textos encontrados, dos de ellos en la Fundación Jorge Guillén de Valladolid, donde se guarda el archivo personal del poeta zamorano, y tres en la Cátedra José Agustín Goytisolo, vinculada con la Universitat Autònoma de Barcelona, y se compone de una postal de Rodríguez enviada a Goytisolo, una carta de nuevo de Rodríguez a Goytisolo, el resguardo de un telegrama enviado por Goytisolo a Rodríguez, una postal de Goytisolo a Rodríguez y un sobre con recortes de prensa y una fotografía que Goytisolo le entregó a Rodríguez en la habitación de un hotel2. Se deduce que el escaso número de textos se debe a que, posiblemente, alguna de las cartas que se enviaron los poetas no las conservaron y que, sobre todo, su comunicación fue más telefónica que epistolar. La correspondencia entre los poetas comienza con una postal de Rodríguez a Goytisolo como respuesta a una carta de este último, texto de cual no se tiene ningún conocimiento. La postal está fechada en Cambridge el 27 de abril de 1961. El zamorano fue lector de español en Inglaterra entre 1958 y 1964, los dos primeros años en Notthingham y los restantes en Cambridge, puesto que consiguió gracias a la intercesión de Vicente Aleixandre, quien recuerda lo triste que estaba Rodríguez antes de su partida en una carta a José Luis Cano el 8 de septiembre de 1958 (1986: 157 y 158), y de Dámaso Alonso. Más que una nueva oportunidad laboral el nuevo trabajo inglés fue para el zamorano una huida. Desde su llegada a Madrid en 1951 para cursar Filosofía y Letras, los conflictos con miembros de Falange fueron reiterados: primero en el Colegio Mayor José An-

2 Las referencias de los tres primeros textos, archivados en la Cátedra José Agustín Goytisolo, son GoyC_2224, GoyC_2225 y GoyC_0555, y las de los dos últimos, encontrados en la Fundación Jorge Guillén, CR14/006 y CR04/043.

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tonio —allí coincidirá con el poeta catalán Jaime Ferrán (Payeras 1990: 10)—, donde Rodríguez residió al inicio de sus estudios y que pronto abandonó debido al fuerte falangismo que predominaba entre sus residentes, y años más tarde, en 1956, durante la celebración en la Universidad de Madrid del I Congreso Universitario de Escritores Jóvenes, de cuya secretaría Rodríguez formó parte: se le relacionó con otro de los organizadores, Jesús López Pacheco, quien había sido denunciado a la policía, al haber ganado ambos el Premio Adonáis, y rápidamente fue objeto de varias palizas propiciadas por grupos de falangistas. Asimismo, Rodríguez fue sometido a vigilancia policial durante un corto periodo de tiempo en Zamora tras los enfrentamientos estudiantiles que se produjeron entre el 1 y el 9 de febrero de 1956. Tal situación de hostilidad política constante le obligó a solicitar un lectorado fuera del país. José Manuel Caballero Bonald recuerda aquellos desencuentros con los falangistas en el segundo tomo de sus memorias: De uno u otro modo, estuve cerca, o procuré estarlo, de algunos activistas políticos en ciernes, los mismos que andaban metidos en la organización de unos Encuentros entre la Poesía y la Universidad y un Congreso de Escritores Jóvenes que encubría la tentativa de airear un poco los cerrados conductos de la vida cultural española. […] Quienes más se movían en aquel tinglado eran los entonces comunistas Javier Pradera, Enrique Mújica, Jesús López Pacheco, Ramón Tamames, Fernando Sánchez Dragó y, por otra parte, Julio Diamante, Julián Marcos, Juan Antonio Bardem o Ricardo Muñoz Suay, vinculados a la revista de cine Objetivo. Y luego estaban, cada cual a su aire, Dionisio Ridruejo, Miguel Sánchez Mazas, José María Ruiz Gallardón, José Luis Abellán o Claudio Rodríguez, al que —por cierto— apalearon un día unos falangistas y a quien conocí justo entonces, casi al mismo tiempo que leí Don de la ebriedad, su primer y casi único libro verdaderamente admirable (2001: 63 y 64).

Rodríguez desde Inglaterra le escribe al barcelonés a la Editorial Praxis, donde estuvo Goytisolo trabajando algunos años, “porque —según declara— necesitaba dinero para vivir, ya que de la poesía no se vive, más bien se muere” (Marsal 1979: 161). La postal muestra una amistad en ciernes entre los dos poetas:

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Sergio García García Cambridge, 27 de abril. 1961

Querido amigo José Agustín: Muchas gracias por tu carta; en efecto la carta de Rossi no la recibí, ni tenía ni idea del proyecto de su Antología. La ayudaré en lo que pueda. ¿Cómo van tus cosas? Recuerdo que nos conocimos, como una ráfaga, hace años, en Madrid, en Argüelles. Me gustaría mucho volver a encontrarnos; yo estaré en Madrid a primerísimos de junio, y hasta octubre. Mis señas son: Lagasca, 24. Te doy otra vez las gracias, y un abrazo Claudio ¡Qué alegría lo de Valente! Claro que se lo merece. A la falta de vino, brindamos por él mi mujer y yo… con cerveza.

Como se deduce desde el inicio, la postal es una respuesta a una carta inicial de Goytisolo a Rodríguez donde posiblemente se haría algún tipo de mención a la hispanista italiana Rosa Rossi. Entre otras cuestiones, como la alusión al Premio de la Crítica de Poesía que José Ángel Valente obtuvo en 1961 por su obra Poemas a Lázaro y al verano que Rodríguez y su esposa Clara Miranda pasarán en Madrid, del cual también Aleixandre, quien llamaba a la pareja “los Claudios”, se acuerda en su epistolario con Cano3, cabe destacar el rápido encuentro que ambos poetas tuvieron en el barrio madrileño de Argüelles, donde se conocieron. En aquel barrio residió Goytisolo durante los cuatro años que estuvo cursando Derecho en la Universidad de Madrid. La huida de Rodríguez a Inglaterra se asemeja con creces a la de Goytisolo de Barcelona a Madrid: al poco de comenzar Derecho en la Universidad de Barcelona en el curso 1945-1946, donde conoció a los que serían sus compañeros de la Escuela de Barcelona: Gil de Biedma, Carlos Barral y Jaime Ferrán (Riera 2009: 21) —aunque no 3 La carta en cuestión es la fechada el 11 de septiembre de 1969 desde Miraflores de la Sierra; escribe Aleixandre: “Mis días aquí están terminando. Ayer vino Carlos [Bousoño] en su coche con Claudio y Clara. Luego salimos los cuatro de excursión a varios pueblos, por variadísimos paisajes. […] Los Claudios se van a Cambridge el 29, con pena de que un error burocrático de [Edward] Wilson les quite ocho o diez días de vacaciones en Madrid” (1986: 182).

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entablará relación con ellos hasta su regreso de Madrid (Riera 1988: 68 y 69)—, comenzó a tener serios problemas con los falangistas del SEU; concretamente, Goytisolo recuerda cómo un día unos cuantos amigos y él salieron en defensa de Antonio de Senillosa, compañero suyo de clase y futuro político de ideología monárquica —el “monárquico preferido” de Manuel Vázquez Montalbán desde que descubrió esta anécdota (2010: 203)— a quien diez o doce militantes del SEU le estaban dando una paliza (Marsal 1979: 164). Debido a este incidente y a que las tensiones políticas del joven Goytisolo en la universidad iban en aumento, su padre le aconsejó que se trasladara a estudiar a Madrid, donde concluyó sus estudios en 1951. Durante estos cuatro años, el barcelonés no perdió el contacto con sus amigos de Barcelona, a la que acudía regularmente primero en tren y más adelante en avión (1979: 164 y 165). Ya en Madrid, Goytisolo se alojó en un primer momento en una pensión situada en la calle Donoso Cortés, 65, regentada por una tal doña Sagrario (Virallonga 1992: 21), hasta que, en el bar situado enfrente de la pensión llamado El Diamante de Honorio, conoció al filósofo Emilio Lledó, quien le propuso cambiar su residencia y trasladarse al Colegio Mayor Nuestra Señora de Guadalupe, también situado en Argüelles. Como las comodidades eran mayores en el Colegio Mayor que en la pensión (Dalmau 1999: 219), Goytisolo accedió a la propuesta de Lledó y pasó el resto de su tiempo madrileño en Nuestra Señora de Guadalupe, donde entabló amistad con Valente, Caballero Bonald y con numerosos escritores latinoamericanos residentes allí, como Ernesto Cardenal. Goytisolo se convirtió entonces en un importante enlace entre los grupos de Madrid y Barcelona (Payeras 1990: 9 y 10); en palabras de Carme Riera, asumió el “papel de cónsul de la poesía castellana en Barcelona” (2009: 22). Es probable que los poetas se conocieran después de 1951, quizás en uno de los regresos del barcelonés a Madrid. El segundo texto que se conserva de su correspondencia está datado muchos años después, en 1988, con fecha del 2 de abril. Se trata de una carta compuesta por tres folios escrita por Rodríguez desde Zarauz, localidad en la que pasará los veranos del resto de su vida desde que conociera a Clara Miranda en 1953 durante una excursión

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universitaria —los “Cla-Cla”, como denominaba cariñosamente a la pareja José Olivio Jiménez (Cañas 1988: 62), se casaron años más tarde, en 1959, en Madrid—. El paisaje y la cultura vascos le impactaron sobremanera y son varios los vestigios de ello que se pueden encontrar en su poesía y en su breve obra en prosa4; “parecía difícil que un castellano encontrara un cimiento, un recuerdo, una espera junto al mar y junto a las personas y el paisaje”, escribió Rodríguez rememorando su primer contacto con Zarauz durante el verano de 1955 (1996: 37). Esta vez, el zamorano envió la misiva al domicilio de Goytisolo, sito en la calle de Mariano Cubí, 166, residencia que compartirá con su esposa Asunción Carandell desde 1961 hasta el día de su muerte (Virallonga 1992: 23). Esta carta hace también la función de respuesta a un anterior envío de Goytisolo, esta vez su último poemario en aquel momento: El rey mendigo, publicado por la editorial Lumen en enero de 1988 (Riera 2009: 83). La amistad entre los poetas, como se aprecia en el críptico e interesante texto de Rodríguez, ha aumentado considerablemente con los años: Zarauz - 2 de abril. Querido José Agustín: “Desde el cántabro mar te escribo”, casi no es necesario, viejo abuelo. Pero para mí sí. Porque tú bien sabes cómo estoy contigo en tu poesía y, sobre todo, en nuestra [ilegible] (olas) de amistad. Junto al rey mendigo ¿o el rey de los mendigos? (Villon al fondo). Por eso he querido leer tu libro —el mejor— con la serenidad posible desde este hondo oleaje, junto al placer de tu poesía, a pesar que me debes el tributo de

4 Los poemas de Rodríguez donde la influencia del País Vasco es clara son “Espuma”, de Alianza y condena (1965), y “Lamento a Mari”, de Casi una leyenda (1991). También, encuentran cabida en el tema vasco dos proyectos de textos bastante desarrollados, “Marea en Zarauz” y “Galerna en Guetaria”, que el poeta pensaba incluir en Aventura, el poemario que se encontraba preparando cuando le vino la muerte. En cuanto a la prosa, Rodríguez redactó un breve texto sobre uno de los deportes nacionales de lo que se podría llamar su segunda casa: “El juego de pelota a mano. Algunas divagaciones” (2004: 203-206).

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la moneda —o que me lo dé Masaccio— y, desde luego, sin usura porque siempre hay destello, un temblor.— Claudio Estoy contigo. Mira que es curioso. “Casa que no existe” —que no es de mis poemas preferidos— coincide con un futuro poema mío. Y ahora mismo tú has escrito “pule el mar—” “o que la lluvia hiere”. Ahora mismo lo estoy viviendo. Tú lo sabes. Ahora vivo. Y no se te olvide que te espero donde sea. Como reyes o como Mendigos. No entiendo por qué. Pero lo sé. ¿Sabes que hay un tercer oleaje en esta playa?

Pero no solo una complicidad ya consolidada se extrae de las palabras de Rodríguez: este texto, además, es el único del corpus de su correspondencia donde uno de los dos poetas trata el tema de la literatura. No solo el zamorano en la carta muestra la admiración por la poesía de Goytisolo, que acompaña constantemente con reiteradas muestras de amistad (“Porque tú bien sabes cómo estoy contigo en tu poesía y, sobre todo, en nuestra […] amistad”), sino que alude directamente a dos poemas de El rey mendigo, así como al título, al que se refiere al principio y al final del texto: en primer lugar, a “El tributo de la moneda”: “a pesar que me debes el tributo de la moneda —o que me lo dé Masaccio— y, desde luego, sin usura porque siempre hay destello, un temblor”, escribe Rodríguez, cuyo título cita directamente, así como al protagonista del poema de Goytisolo, el pintor Masaccio, quien claramente aparece en él: “Te vemos ¡oh Masaccio! / filtrando las diversas incidencias / de la sombra y la luz” (Goytisolo 2009: 549), y en segundo lugar, a “Lección de Demócrito”, pues las dos citas explícitas de la posdata se corresponden con el cuarto verso del poema: “que pule el mar o que la lluvia hiere” (2009: 540). Asimismo, Rodríguez le anuncia a Goytisolo que su poema “Casa que no existe” guarda bastante relación con un “futuro poema” suyo; posiblemente se trate de “Balada de un treinta de enero”, incluido en Casi una leyenda, publicado en 1991 (Rodríguez 2015: 350-352), tres años después de la carta; en ambos textos se descubre la común reafirmación y preocupación por el paso del tiempo que el sujeto poético experimenta a uno y otro lado de la puerta. También, la imagen con la que Rodríguez cierra su carta, ese “tercer oleaje” de la playa de Zarauz

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(Marzal 2004), coincide con el final del poema “Nuevo día”, incluido en Casi una leyenda, lo cual lleva a pensar en dos hipótesis: bien el zamorano ya tenía escrito el texto antes de la carta a Goytisolo, bien el primer testimonio de la imagen del tercer oleaje está en la propia misiva, que más tarde el zamorano usaría para, como también califica a “Balada de un treinta de enero”, un “futuro poema”. Sea como fuere, la actitud contemplativa del mar que se vislumbra en la carta, que genera en el poeta una conciencia plena de su vida (“Ahora mismo lo estoy viviendo. Tú lo sabes. Ahora vivo”), no está nada alejada de lo expresado por el poeta en los versos finales de “Nuevo día”: Grave placer el de la soledad. Y no mires al mar porque todo lo sabes cuando llega la hora adonde nunca llega el pensamiento pero sí el mar del alma, pero sí este momento del aire entre mis manos, de esta paz que me espera cuando llega la hora —dos horas antes de la medianoche— del tercer oleaje, que es el mío (Rodríguez 2015: 322).

Curiosamente, siguiendo un criterio cronológico, en el ecuador de la correspondencia que Rodríguez y Goytisolo compartieron, se halla un documento que llama considerablemente la atención: un sobre tamaño A4, procedente de una reprografía de la calle Muntaner, Artyplan Color, que incluye una serie de recortes de prensa y de fotocopias sobre otros textos periodísticos, un dossier fruto de un encuentro cultural y una fotografía, y que Goytisolo entregó en la recepción de un hotel en el que se alojaba Rodríguez, tal y como reza lo que escribió el barcelonés en el sobre: CLAUDIO RODRÍGUEZ HABITACIÓN 105 DEJAR SOBRE LA CAMA. ¡GRACIAS! JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO

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En el sobre, Goytisolo incluyó tres artículos de prensa que hablan sobre su obra, concretamente de uno de sus textos más conocidos, “Palabras para Julia”; otro artículo sobre un homenaje a Carlos Barral en La Pineda; dos artículos escritos por Goytisolo, uno sobre el ingreso de Rodríguez en la RAE y otro sobre sus compañeros poetas del medio siglo; dos reseñas en prensa sobre la presentación del libro La noche le es propicia (1992); un artículo sobre la publicación de Casi una leyenda; una foto del tamaño de un folio de Goytisolo con un niño —posiblemente, su nieto Víctor—, y un dossier compuesto de tres pliegos sobre un recital de Goytisolo en el Cine Municipal Rambla de Cambrils el 8 de mayo de 1992 a las diez de la noche, con numerosos textos en prosa y poemas en homenaje al autor, que se entregó a los asistentes a dicho acto5. Se deduce que el barcelonés se lo entregó a Rodríguez después de mayo de 1992, la fecha más tardía

5 Los textos, respetando el orden en el que aparecieron dentro del sobre, son los siguientes —algunos números de página de algunos artículos de prensa no aparecen en los textos al tratarse de fotocopias o de recortes; asimismo, la fecha de publicación de alguno de ellos aparece escrita por el propio Goytisolo—: Maruja Torres, “La espera más hermosa”, El País, p. 6 [fotocopia; fecha a mano: “10 Mayo 19[ilegible]”]; Emilio Alarcos Llorach, “Palabras para José Agustín”, La Voz de Asturias [fotocopia; fecha a mano: “27 abril 1992”]; foto del poeta con su nieto Víctor; Agustín Cerezales, “Palabras para Julia”, ABC, 22 de diciembre de 1992 [fotocopia]; Guillermo Gaya, “El mundo de la cultura recuerda a Carlos Barral”, Diari de Tarragona, 9 de mayo de 1992, p. 3 [fotocopia]; José Agustín Goytisolo, “Claudio Rodríguez en la Academia y Juan García Hortelano en el recuerdo”, La Vanguardia, 5 de abril de 1992, p. 56 [fotocopia]; tres pliegos con el título José Agustín Goytisolo. Tempestades de amor contra los cielos, publicación patrocinada principalmente por la librería Galatea de la ciudad de Reus, con textos de Ramón García Mateos, Ramón Oteo, Manuel Vázquez Montalbán, Alfredo Gavin Agustí, Susana Vecino Santamaría, Juan L. Carrillo, Josep Moragas Pagés y del propio Goytisolo [original]; Mercedes Marqués, “‘Me horrorizan los poemas de amor que escriben mis contemporáneos’”, La Nueva España, 25 de abril de 1992 [recorte original]; José Agustín Goytisolo, “Mis amigos los poetas del 50”, El Periódico de Catalunya, 8 de marzo de 1992 [fotocopia]; LVA, “‘He pasado vergüenza al aguantar a una generación de asnos’” [fotocopia; a mano: “La voz de Asturias” y “Sábado 25 abril 1992”], y Javier Villan, “Claudio Rodríguez: leyenda y celebración”, El Mundo, 29 de diciembre de 1991 [recorte original].

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de los documentos guardados en el sobre, quizá durante la celebración del algún curso de verano en el que coincidieran los dos poetas. Da la casualidad de que en uno de los textos incluidos en el sobre, “Mis amigos los poetas del 50”, que apareció en El Periódico de Cataluña en marzo de 1992, Goytisolo dedica unas breves palabras a Rodríguez, en el que destaca, ante todo, la amistad que lo liga al zamorano, amistad que de nuevo, como sucedía en la carta de Rodríguez desde Zarauz, va de la mano de la calidad literaria de su poesía: “A Claudio Rodríguez es difícil no quererle mucho. Su aspecto serio no puede esconder una gran ternura, una elocuencia de sentimientos y una fineza que también se reflejan en su obra. Le gusta disentir de lo que sea, jugar al mus y a los chinos y cambiar de lugar continuamente. Él y su poesía ganan con el conocimiento y con el trato: es un maestro, vaya”. Asimismo, Goytisolo le incluyó en el sobre a su amigo otro texto escrito por él, el ya citado artículo publicado en La Vanguardia en 1992 con motivo de la toma de posesión de Rodríguez de su sillón académico. Quizá sea este texto el que mejor refleje el profundo y sincero sentimiento que el poeta de Barcelona profesó por el zamorano, como se muestra, sobre todo, al final del artículo: “Es cierto, casi no pude verte, pero te tuve amigo Claudio mucho más cerca que en una de nuestras interminables partidas de póquer, en las que el amanecer nos señala la fugaz duración de la felicidad, tú ya sabes. Claudio, hijo, más viejo me hago, más te quiero” (Goytisolo 1992: 56). Pero también la narración que hace Goytisolo desde su llegada a Madrid para acudir al acto en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, hasta su partida esa misma noche a Barcelona, descubre la razón principal por la que ambos poetas compartieron una correspondencia tan escasa: el teléfono6. Desde el inicio de su artículo hasta su encuentro con

6 Fue algo habitual, según recordó Clara Miranda durante una mañana en su casa de la madrileña calle de San Hortensia en enero de 2017, que tras el fallecimiento de Barral y Gil de Biedma, en 1989 y 1990, Goytisolo llamara a Rodríguez pasada la medianoche para decirle lo mucho que le necesitaba porque sus mejores amigos de Barcelona se habían muerto.

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el zamorano, Goytisolo, entre anécdota y anécdota, relata cómo fue su búsqueda particular del nuevo número de teléfono de Rodríguez: Llegué a Madrid el pasado domingo 29 de marzo a eso de las 12 de la mañana, pues me aburría en Barcelona, y quería tener tiempo para conseguir el nuevo número de teléfono de Claudio Rodríguez. Quería quedar con él y acompañarle mientras se vestía y entraba en capilla, antes de que hiciese el paseíllo previo a su discurso de toma de alternativa o ingreso en la Real Academia Española […]. El teléfono que yo tenía de Claudio seguía mudo. Claro, pensé, estará nervioso y se habrá ido a un hotel como hacen los toreros antes de ir a la plaza, así esta sea la de la ciudad en que vivan. En un hotel todo está mucho mejor controlado, y hay poco lío […]. Después del café me volví a colgar al teléfono, para que algún amigo me diese una pista y así poder encontrar a Claudio Rodríguez. Quién sabe, pensé, si desea distraerse: podríamos jugar a los chinos o bien continuar una partida de póquer, mano a mano, que empezamos en las Palmas de Gran Canaria la primavera de 1980. Estaba decidido a dejarme ganar, por una vez, a los chinos o bien permitirle a Claudio rebajar su deuda en el póquer, que en estos momentos arroja un saldo a mi favor de 1.357.542 pesetas en números redondos; deuda reconocida por él, en documento autógrafo, firmado ante dos notarios tahúres del Principado de Asturias, del pasado año. Bien, José Manuel Caballero Bonald estaba fuera de Madrid, y sus hijos nada sabían del paradero de Claudio; Fanny Rubio «no se encontraba»; los teléfonos de Ángel González y de Francisco Brines estaban abandonados: sus dueños debían comer fuera de la casa, porque luego les vi en el acto académico (1992: 56).

Finalmente, Goytisolo localizó a su amigo y descubrió el porqué del silencio de su teléfono al comienzo de aquel día: […] el público iba entrando, y yo mirando. Hasta que percibí inusitado revuelo y grande aglomeración alrededor de un personaje calzado en un frac o terno azabache y perla. Claudio me vio, por Dios que sí, y abrazos, y dónde te has metido. Dónde te has metido tú, estepario, le solté. “Ya no vivo en la calle Lagasca”, dijo. ¿Habría hecho un abandono del hogar? “No, no, mi mujer está conmigo y yo con ella”. Yo comento, eso está muy bien, y más en los tiempos que corren. “¿Por qué has venido?”. Pregunta absurda: para verte y escucharte, tonto. Los de su cuadrilla halaban [sic] de él hacia extrañas dependencias interiores. “Nos vemos luego”, dijo antes de ser arrastrado. No, no nos veremos luego, tengo que tomar

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el último puente aéreo, hoy es domingo y no puedo perder el de las 10 pm como dicen los trasatlánticos siempre tan finos. “Quédate, te conviene”. Sí, seguro que me convenía, pero no me quedé (1992: 56).

Es interesante detenerse en el cambio de domicilio de Rodríguez. El poeta estableció desde su regreso de Cambridge en 1964 su residencia en Madrid, concretamente en la calle Lagasca, 24, hasta este repentino cambio al número 2 de la también madrileña Avenida de América. En la Cátedra José Agustín Goytisolo se encuentra conservada una carta fechada el 24 de junio de 1992 firmada por Emilio Alarcos, Andrés Sorel y el propio Goytisolo dirigida a Jordi Solé Tura, el entonces ministro de Cultura, donde se trata expresamente el cambio de domicilio del poeta (GoyC_2388). Durante una conversación que se mantuvo hace ya algún tiempo con Manuel López Azorín, poeta e íntimo amigo de Rodríguez, al preguntarle por la mudanza de Lagasca a Avenida de América, contestó lo que en su momento le respondió el zamorano ante aquella misma cuestión: “Eso son cosas que no tienen que ver con la poesía”. Los dos últimos textos del corpus de la correspondencia, enviados por Goytisolo a Rodríguez, datan de 1993 y tratan ambos sobre el mismo tema: la concesión al poeta zamorano del Premio Príncipe de Asturias de las Letras. La noticia se comunicó a los medios el 28 de mayo (Fernández Rubio 1993), y ese mismo día Goytisolo envió un telegrama a su amigo recién premiado. De este texto solo se conserva el resguardo del telegrama dictado por teléfono y enviado a la Avenida de América, 2; el telegrama que debió recibir Rodríguez no se halla entre los papeles del poeta en la Fundación Jorge Guillén. La amistad, de nuevo, es el tema principal de este documento: ALEGRIA INMENSA POR TU PRINCIPE DE ASTURIAS ES UNA FIESTA PARA TODOS NOSOTROS TE QUIERO MUCHISIMO JOSE AGUSTIN

El otro texto que le envió Goytisolo está fechado meses más tarde en Barcelona, el 28 de noviembre de 1993, al día siguiente de la entrega del galardón en Oviedo. De aquel evento se conservan cinco

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documentos entre los papeles de Rodríguez7. Esta vez Goytisolo le envió una postal personalizada con sus datos en el pie inferior de la hoja: Barcelona 28 Nov. 1993 Querido Claudio, me acabo de enterar de tu Príncipe de Asturias, y estoy muy contento por ti y por Clara. Te mereces lo mejor, y lo tendrás siempre. Un gran abrazo para los dos de vuestro José Agustín

Quizá sea un despiste que el barcelonés escribiera que se acaba de enterar, contando con el envío del telegrama meses antes con prácticamente el mismo mensaje, pero es un hecho que Goytisolo se alegraba enormemente por Rodríguez, lo cual le llevó a felicitarle dos veces por el premio. Los dos poetas, que fueron ante todo amigos, como demuestra su correspondencia, compartieron también el último episodio de sus vidas: el año de sus respectivas muertes, ambas en 1999. José Agustín Goytisolo falleció en la puerta de su domicilio barcelonés el 19 de marzo, al desplomarse por la ventana. Claudio Rodríguez acompañó a su amigo meses más tarde, el 23 de julio, falleciendo en la Clínica Nuestra Señora del Rosario de Madrid. Mucho se ha especulado sobre la muerte de Goytisolo: algunos medios conservadores, como El Mundo o el ABC, anunciaron desde

7 Invitación a la entrega de los premios Príncipe de Asturias 1993 a cargo de la Fundación Príncipe de Asturias y con fecha del 27 de noviembre de 1993 (CR14/001); recepción oficial celebrada con motivo de la entrega de los Premios, a cargo de S. A. R. el Príncipe de Asturias y de Plácido Arango, y con la misma fecha (CR14/002); programa del Solemne acto de entrega de los Premios, de nuevo a cargo de la Fundación Príncipe de Asturias y con la misma fecha (CR14/018); intervención en el Solemne acto de entrega de los Premios, a cargo del embajador de las Naciones Unidas Joseph Verner Reed y con la misma fecha (CR14/019), y dossier de prensa de la entrega del Premio a Rodríguez, a cargo también de la Fundación Príncipe de Asturias y con fecha de 1993 (CR14/023).

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que se conoció la noticia que el poeta se había suicidado8, a pesar de que su yerno, Pedro Valicur, lo negó rotundamente a los pocos días en El País y atribuyó su muerte a un accidente doméstico (“La familia de […]” 1999); aun así, la juez que realizó el levantamiento del cadáver no pudo determinar con exactitud las causas de la caída desde una de las ventanas de su casa (García Mateos y Riera 2009: 7). Con la muerte de Goytisolo terminaría lo que se podría denominar la amistad escrita entre Rodríguez y él, que no solo abarca el corpus de textos que se intercambiaron, sino también algunos de ellos publicados en prensa, como ya se ha señalado anteriormente. Ambos poetas, tan distintos literariamente, no lo fueron en el plano personal, y de ahí su buena relación: los unía un modus vivendi terrenal y basado en la sencillez, muy alejado del “elitismo” intelectual que sí se identifica en otros de sus compañeros de generación. Tras enterarse de su muerte, Rodríguez escribió un pequeño obituario para ABC, convencido de que su amigo se había suicidado, como defendía el diario. Unas últimas palabras de Claudio Rodríguez que José Agustín Goytisolo no tuvo la oportunidad de responder, ni por medio de un telegrama, de una postal, de una carta o de un artículo: Estoy conmovido. José Agustín Goytisolo era compañero y, sobre todo, amigo. Fue —¿por qué fue?— es uno de los poetas de mi generación más valiosos y de obra más vasta, de gran repertorio de registros, y de tonos muy variados: la intimidad, la crítica social, la epigramática, la canción, lo bíblico, etcétera se amansan entre el timbre elegíaco, la ironía y la experiencia amorosa, en fin, todo el vivir humano se conjuga en un estilo personal. ¿Quién iba a esperar que su vitalidad iría a desembocar de esta manera? (1999: 43).

8 La noticia de El Mundo del 19 de marzo tiene como titular “El suicidio del poeta José Agustín Goytisolo deja huérfana a la poesía social española”, así como la noticia que ocupa la esquina superior derecha de la portada de ABC del día siguiente: “Suicidio de poeta José A. Goytisolo”, con el subtítulo de “El autor de ‘Palabras para Julia’, uno de los máximos representantes de la poesía social española, se quitó ayer la vida en Barcelona”.

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La génesis de Reivindicación del conde don Julián a la luz de la correspondencia Américo Castro-Juan Goytisolo Santiago López-Ríos Universidad Complutense de Madrid

Entre los desafíos que encierran los epistolarios de los escritores del llamado medio siglo, destaca la necesidad de prestar atención a las misivas que se intercambiaron con intelectuales de épocas precedentes, en especial con aquellos a quienes consideraron sus maestros o les inspiraron de manera indudable. Los avatares editoriales de la correspondencia de Américo Castro-Juan Goytisolo y las preguntas que esta aún plantea lo ejemplifica a la perfección. En 1997, Javier Escudero Rodríguez publicó en Pre-Textos las cartas de Américo Castro a Juan Goytisolo con prólogo del propio novelista. Se trata de una edición filológicamente esmerada, con criterios de transcripción, notas a pie de página y en la que se declara dónde están los originales (Howard Gotlieb Archival de la Universidad de Boston, EE. UU.). Se incluye, además, un estudio preliminar muy valioso. Sin embargo, el editor lamentaba no haber podido completar el volumen con la correspondencia dirigida por el autor de Don Julián a Castro (El epistolario 1997). Esta asignatura pendiente quedó saldada el 7 de octubre de 2000 en el ABC Cultural, donde el propio Javier Escudero Rodríguez publicaba un buen número de estos textos. La

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transcripción parece bastante cuidada, a pesar de que no se menciona dónde se conservan los originales. Por razones obvias, tampoco había espacio para un análisis en profundidad de los nuevos documentos (Goytisolo 2000). Años más tarde, el volumen VI de las Obras Completas de Juan Goytisolo en Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores recoge, por fin, la correspondencia de ambos intelectuales (Goytisolo 2007: 14731527). Se reproduce asimismo el prólogo de Goytisolo a la edición de Pre-Textos, titulado “La imaginación histórica” y en el prefacio general al tomo, el novelista justifica la inclusión de este corpus epistolar puesto que su “deuda con Castro, tanto en el plano intelectual como en el creativo, es inmensa” (12). Ahondando en estas razones, añade: Para explicar cabalmente el proceso de transformación de Álvaro Mendiola en el protagonista de Don Julián debo señalar la fuerte impresión que me causó aquellos años la lectura de Cristianos, moros y judíos y De la edad conflictiva. Américo Castro me procuraba una perspectiva nueva sobre nuestro pasado que me permitía entender mejor el presente de entonces. El nacional-catolicismo en el que se abanderaba la Cruzada de Franco con el sostén de la Iglesia, y la interminable dictadura que le sucedió, echaban raíces en la historia épica que, desde la Crónica de Pedro del Corral a la exaltación de nuestra misión histórica, confiada por la divinidad, de Menéndez Pelayo, García Morente y Menéndez Pidal, alimentaba el imaginario hispano del Romancero y la “destrucción de la España Sagrada” (11).

En 2009 Juan Goytisolo inauguró el congreso El pensamiento de Américo Castro. La tradición corregida por la razón en la Biblioteca Nacional de España, organizado por Julio Rodríguez Puértolas. La conferencia del novelista giró, precisamente, sobre las cartas que le envió el autor de España en su historia y que había publicado Escudero en 1997. El título de su intervención, “La soledad de Américo Castro”, anuncia la honda y aguda nostalgia que destila. Goytisolo recalca el “contenido altamente emotivo” que posee para él ese conjunto epistolar. Evitando entrar en cuestiones sobre su propia trayectoria literaria, se centra en Américo Castro, cuyas cartas cita con frecuencia, mientras denuncia cómo el mundo intelectual y académico ninguneó al exiliado a su regreso a España al final de su vida. Con emocionado

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e indignado recuerdo, Goytisolo hace gala de la coherencia ética y el contundente aplomo que tanto le distingue al defender las voces discordantes de la cultura oficial: A causa de esta rebeldía e inconformismo frente a las supuestas verdades como puños, nuestro historiador no obtuvo el reconocimiento oficial de medallas y honores que a menudo acompañan a las mediocridades que doblan oportunamente el espinazo ante los poderes fácticos. Murió solo y ninguneado por la mayoría del gremio universitario y académico. Pero su integridad al servicio del saber cognoscible de su tiempo vale a ojos de quienes tanto hemos aprendido de él por todas las recompensas y lauros (Goytisolo 2009).

En parte, debido a que la publicación del epistolario Castro-Goytisolo se ha hecho por entregas dilatadas en el tiempo, y en parte quizás a que el propio Goytisolo ha escrito sobre las cartas de Castro, la crítica se ha mostrado un poco reticente a volver sobre estos documentos y, en especial, sobre las misivas escritas por Juan Goytisolo al autor de España en su historia. Cabe, sin embargo, agregar algún dato relevante sobre los originales y plantearse alguna pregunta de calado acerca del contenido de alguna carta: el 1 de noviembre de 1968 Goytisolo desde París le declara a Castro con entusiasmo su deseo de dedicarle la Reivindicación del conde don Julián y le pide expresamente su permiso. ¿Por qué Castro dio la callada por respuesta? Adentrarse en estos asuntos sirve también para profundizar en la figura de Américo Castro (1885-1972), uno de los autores más conspicuos de la generación del 14 y cuya correspondencia está suscitando gran interés últimamente. En 2012 se publicó su correspondencia con el hispanista Marcel Bataillon, antes y después de la Guerra Civil (Epistolario. Américo Castro y Marcel Bataillon), un libro que el propio Goytisolo calificó “de obligada lectura” (Goytisolo 2012). Dentro de no mucho aparecerá la edición que preparan Milagro Laín y Jesús Antonio Cid del epistolario Ramón Menéndez Pidal-Américo Castro. En 2015 se leyó en la Universidad Complutense de Madrid un Trabajo de Fin de Máster que editaba y analizaba la correspondencia de don Américo con Pedro Salinas (Zamarreño Méndez 2016). Por lo que respecta específicamente al medio siglo, Américo Castro y Camilo José Cela se cruzaron

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nada menos que unas 319 cartas entre 1956 y 1971, publicadas en 2009 (Cela 2009: 161-492). Julio Rodríguez Puértolas analizó este conjunto de documentos en un artículo fundamental titulado “Amistades peligrosas: Américo Castro y Camilo José Cela” (Rodríguez Puértolas 2009). El corpus epistolar Castro-Goytisolo no es demasiado extenso. El publicado en el volumen VI las Obras Completas de Juan Goytisolo consta de cuarenta y tres cartas; quince son del autor de Makbara; el resto, de Castro. En la Fundación Xavier Zubiri, en Madrid, donde se custodia el archivo que dejó Castro a su muerte, no he podido localizar siete cartas de Juan Goytisolo que sí aparecen en las Obras Completas (18 de febrero de [1969], 26 de febrero de 1969, 4 de marzo de 1969, 24 de septiembre de 1969, 19 de octubre de 1969, 23 de marzo de 1970 y 5 de diciembre de 1971). Por el contrario, se preservan en la Fundación Xavier Zubiri dos misivas de Goytisolo a Castro (datadas en París, el 24 de junio 1969 y Boston, el 13 octubre 1970) aún inéditas. Por referencias internas, además, cabe dar por sentado que se han extraviado otros originales, en especial cartas de Juan Goytisolo a Castro. Estos avatares del epistolario Castro-Goytisolo demuestran la cautela que exige investigar en la correspondencia de los autores del medio siglo y alertan de la urgente necesidad de acometer medidas para que no se pierdan de forma irreparable aún más documentos. El contacto epistolar entre Juan Goytisolo y Américo Castro lo estableció el primero con una carta enviada desde París el 13 de julio de 1968 por sugerencia de Vicente Llorens (Goytisolo 2007: 14791480). La última carta del corpus la firma don Américo en Lloret de Mar el 23 de julio de 1972 (Goytisolo 2007: 1526-1527). El cruce de epístolas revela cómo va creciendo la admiración y el interés en la vida y obra del destinatario de manera progresiva. Según avanzan los meses, aumenta la confianza, la complicidad, y el aprecio sincero entre ambos. Abordan temas transcendentales para los dos, se intercambian y comentan publicaciones, se recomiendan bibliografía, hablan de sus viajes, de conocidos comunes, de política española e internacional, se preocupan de la salud del otro y no falta casi nunca alguna nota de humor. Las cartas les sirven de desahogo a ambos. Goytisolo también le pide ayuda para dar algún curso en alguna universidad de EE. UU.

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y Castro se la brinda rápidamente a través de Juan Marichal y sus amigos en La Jolla, donde el novelista terminaría impartiendo un seminario. La sintonía aumenta desde que se conocen en persona a finales de marzo o en los primeros días de abril de 1969 en Madrid1. Goytisolo le escribe desde París, El Cairo, La Jolla o Boston. Pese al mal estado de salud, la pérdida de su esposa, su avanzada edad, Castro nunca deja de contestar al novelista, aunque sea de forma lacónica. Resulta elocuente que su última carta esté fechada el 23 de julio de 1972, tres días antes de su muerte. Javier Escudero Rodríguez en su edición del epistolario de Castro a Goytisolo dedicó unas atinadas páginas a la influencia de la obra del primero en la del segundo (Epistolario 1997: 41-53), asunto sobre lo que, como hemos visto, ha reflexionado el propio novelista. Sin embargo, aún hay margen para ahondar en unos detalles concretos de un par de cartas: las misivas de Goytisolo sobre Reivindicación del conde don Julián, que se publicaría en México en 1970. Goytisolo había empezado ya con este proyecto en 1968 y el 1 de noviembre le da cuenta de ello a Castro. Le escribe, y esto es lo curioso, pidiéndole incluso permiso para dedicarle el libro: París, 1 de noviembre de 1968 Ahora estoy trabajando en una obra de imaginación Reivindicación del conde don Julián —que es una nueva invasión “mental” de España, cuyos efectos duran ocho siglos: es una forma de destruir todos los mitos acumulados siglo tras siglo y que culminan en el 98 (“esencias” españolas, paisaje de Castilla, “caballerosidad y cristiandad” a lo García Morente, represión del sexo y la inteligencia, etc. etc.). Como empresa novelesca es algo apasionante y, sin ningún falso halago, puedo decirle que, gracias a usted, me ha sido, me es posible escribirla (Creo que le divertirán mis digresiones sobre Gredos y Guadarrama y las estupefacciones alpinas de algunos de sus contemporáneos). Si Vd. no tiene inconveniente (dígamelo con toda franqueza), me gustaría dedicarle el libro (Se lo daré a conocer antes, claro está).

1 Es lo que se deduce de la carta de Castro a Goytisolo fechada en Madrid, el 3 de abril de 1969 (Juan Goytisolo 2007: 1499).

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En fin, no le retengo más. Espero que su aclimatación madrileña no le sea excesivamente penosa. Reciba un abrazo de su cordial amigo, Juan Goytisolo (Goytisolo 2007: 1489).

En carta del 18 de febrero de 1969, probablemente desde París, Goytisolo vuelve a hablarle del libro, aunque ya omite lo de la dedicatoria: Por otra parte estoy acabando mi Reivindicación de conde don Julián, experiencia novelesca en la que igualmente se refleja (indirectamente aquí) el impacto de su obra. Es una identificación con el personaje de la leyenda y el pretexto de una invasión mental que acarree una “destrucción” de la España Sagrada por espacio de ocho siglos (el paisaje de Castilla, la imagen del caballero cristiano, el seudo-senequismo, etc., etc.), así como una reivindicación de la inquietud intelectual “judaica” y de la sensualidad musulmana (Goytisolo 2007: 1493).

En ninguna carta de las que han llegado hasta nosotros, Castro contesta la proposición de Goytisolo. Solo le dice sobre la novela antes de recibirla, el 21 de febrero de 1969: “Lo del Conde don Julián ha de ser también sabroso manjar” (Goytisolo 2007: 1493). Pudiera ocurrir que se hubiera extraviado alguna carta de Castro comentando lo de la dedicatoria, pero me parece una posibilidad remota. Más probable se me antoja interpretar el silencio epistolar de Castro al respecto como una respuesta en sí misma. A pesar de la afinidad intelectual de ambos, creo que algo de la carta de Goytisolo no le terminó de entusiasmar al autor de España en su historia: la forma de recordar a Manuel García Morente y aquello de “Creo que le divertirán mis digresiones sobre Gredos y Guadarrama y las estupefacciones alpinas de algunos de sus contemporáneos”, sobre todo, claro está, lo del Guadarrama. Hay que recordar que por estas fechas Goytisolo no conoce personalmente a Castro y lo que ha leído de él es su obra historiográfica de posguerra. Aún no se ha publicado De la España que aún no conocía, en donde Castro recoge ensayos de etapa anterior a la Guerra Civil, ensayos que evidencian su estrecha vinculación con el entorno de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) y su fundador Francisco Giner de los Ríos, a quien

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trató siendo muy joven y a quien siempre consideró un maestro de vida (Castro 1975). Sin duda, el mejor testimonio de la huella de Giner de los Ríos en Castro es su hermosa evocación del maestro, publicada, en plena Guerra Civil, en La Nación de Buenos Aires. Aun cuando Castro no publica este ensayo hasta 1937, su admiración y agradecimiento a Giner afloran en varios artículos publicados antes de esa fecha. En “El movimiento científico de la España actual” (1919), un panorama sobre la contribución de la Junta para Ampliación de Estudios (JAE) al progreso de la ciencia, arguye que aquella obedece a la “inspiración directa” de Giner, cuya “fuerza atractiva” era el verdadero motor de la ILE: Giner de los Ríos […] supo crear en torno de aquella casa de educación un amplio círculo social, formado por científicos, artistas, políticos e incluso industriales y comerciantes, los cuales recibían del maestro, en forma variadísima, un consejo y un aliento para realizar dignamente su función en la sociedad. Este modo original de sacerdocio laico permitía a Giner reunir en torno suyo a católicos y a ateos, a ricos y a humildes, pues cierta concepción espiritualista de la vida, combinada con una exquisita sensibilidad, alejaron siempre de su ánimo el exclusivismo y la violencia (López-Ríos 2015a: 115).

Pero es en el ensayo de 1937, que incluirá después en De la España que aún no conocía, donde realmente Castro reivindica de forma más emotiva y precisa a Francisco Giner de los Ríos (López-Ríos 2015a: 451-457). Para don Américo, la vida del llamado Sócrates español, “arisca al encomio y olvidada de la popularidad” y “en perenne ascesis”, sobresale como “la mejor y más bella” que ha conocido. Comenta cómo Giner “acogía junto a sí a quienes poseían o aspiraban a lograr una jerarquía superior en el plano del espíritu” y escuchaba a sus discípulos “sin prisas, sin impaciencia”, sondeando “el espíritu en todos los sentidos”, de tal forma que, al terminar la plática, “se salía de allí debiéndole algo que valía más que todas las ciencias, clasificadas o no: una postura ante el mundo y un punto de referencia aún dentro del caos más trastornante” (452-453). Y como no podía ser menos, ofrece su testimonio en primera persona de cómo Giner descubrió al pueblo español la importancia de su paisaje:

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Paseos inolvidables con el maestro por el terso y deslizante monte de El Pardo, tierra bien “sencida” (como el huerto de Berceo), pasto apenas hollado, que solo sabía entonces de la ingenua dentellada de los gamos huidizos. Centenarias y solemnes encinas, orondas de barroquismo, hojas en bronce que enmarcaban el azul y el violado de las lejanías. Frente a tal horizonte aprendimos a concebir el sin límite de las cosas. Muchos años más tarde, las perspectivas del Guadarrama siguieron meciendo el sueño engañoso de un vivir que, ¡oh miseria!, no volverá. El granito impasible templaba su aspereza en la vegetación intacta y sin retórica, y al beso de un aire que cercaba en delicias cada objeto. En la senda solitaria nos precede la grácil y ondulante maravilla de una ilusión, voz de mil sabores, mundo de presencia y de alusiones en que se aúnan todos los sentidos. Rumor de aquella recatada fuentecilla, tan difícil de hallar, manante en la peña viva, blando desliz de la roca. Como en la divina canción de Gil Vicente, había que preguntarse “si la sierra, o la fuente, o la estrella, es tan bella”. Paisaje que no enmudece, que no consiente las alas replegadas. Por lo mismo, tal vez confiáramos con exceso en su promesa; aunque ya fue bastante el haber podido sentirla tan próxima y haber podido grabar allá muy dentro sus trémulos espejismos. “Cuando el pueblo español esté a la altura de su paisaje” había dicho Giner (452-453).

Indudablemente, alguien que escribe esto y que exhibe, siendo octogenario, aún la fotografía de Giner en su estudio de la calle Segre de Madrid, leería con cierto recelo lo que le auguraba Goytisolo de que se iba a divertir con sus “digresiones sobre Gredos y Guadarrama y las estupefacciones alpinas de algunos de sus contemporáneos”. Sobra decir, claro está, que la vertiente institucionista de Castro no la tenía por qué conocer Goytisolo entonces, como tampoco tenía por qué saber que el destinatario de su carta había sido íntimo amigo del filósofo Manuel García Morente (1886-1942), y que este había tenido una trayectoria muy distinta antes de la Guerra Civil, trauma que desembocó en su conversión al catolicismo, su ordenación como sacerdote y en la publicación de Ideal de la Hispanidad, un libro ciertamente en las antípodas del pensamiento de Castro y Goytisolo, y cuyas páginas sobre el “caballero cristiano” se ridiculizan en Don Julián. Realmente, no sabemos mucho de cómo fue la relación de Castro y García Morente desde el estallido de la Guerra Civil hasta la muerte del segundo en 1942. Hubo una ruptura (se lo cuenta en 1937 Castro a Federico de Onís), pero cuesta creer que, pese al giro radical de cosmo-

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visión y vida que experimenta Morente, Castro hubiera olvidado a aquel amigo de la adolescencia en Granada, con quien había compartido tanto como estudiante en París a principios del siglo xx. Al fin y al cabo, en buena medida, logró introducirse en el núcleo mismo de la ILE gracias al filósofo. Y con él se embarcó, además, en 1933 en una de las más ambiciosas aventuras pedagógicas de la universidad española: la reforma de los planes de estudio de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid y su traslado a un edificio moderno e innovador en la Ciudad Universitaria (López-Ríos 2015a: 20-31; 51-68). En enero de ese año en un artículo de El Sol en el que Castro celebra la inauguración del nuevo edificio y la modernización de la facultad, sale en defensa del decano García Morente frente a los ataques de la Federación Universitaria Escolar: Sí, mis queridos amigos de la F. U. E. Sin Morente seguiríamos hoy en la calle de los Reyes y la Facultad no sería hoy lo que es. Yo, desde luego, habría sido incapaz de realizar semejante obra y esta modesta y sincera confesión me autoriza a declarar que no hay en la actual Facultad (en cada caso, por un motivo) quien esté capacitado para realizar, “de verdad”, lo que nuestro actual decano. Y quienes me conocen saben muy bien que la amistad nunca guía mis juicios (López-Ríos 2015a: 365).

Cuando Américo Castro recibe la Reivindicación del conde don Julián, le escribe una carta a Juan Goytisolo datada en Madrid el 8 de julio de 1970 en la que le encomia la novela: “Su libro es duro, fuerte, amargo, pero a mi juicio es una gran obra: ‘patria rezumando pus y grandeza por entre agrietadas costras de cicatrices’ (p. 34)” (Goytisolo 2007: 1510). Resulta muy curioso en esta carta todo el espacio que dedica Américo Castro a evocar un recuerdo que le ha provocado la lectura de Don Julián: un viaje suyo en los años veinte al Marruecos español y su visita a la judería de Tetuán, de la que relata anécdotas. Quizás la divagación se entiende mejor si recordamos que para entonces Castro y Goytisolo se conocían ya en persona: Por motivos arbitrarios sus páginas marroquíes —originalmente fuertes— me hacen recordar mis andanzas por aquellas tierras en 1922, para recoger romances y estudiar la lengua de los sefardíes. En Tetuán me encaminaron a la vivienda de Makníben-Shimmná. Su morada consistía en una sala baja que daba al patio. Estaba sentada en el suelo, paralítica, con un orinal a su alcance, se veían chin-

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ches, hedía todo ello. Yo entonces fumaba, encendía puros para con su humareda proteger mi olfato. Sentado no sé cómo, transcribía su estupenda habla; y los romances salían de aquella boca como rosas y madreselva que hacían olvidar lo circunstante. Así las cosas, asomó por la puerta una leprosa […]. La alejé gritando las escasas palabras árabes a mi disposición: emahí, emahí (vete, vete!), mientras la amenazaba con un palo […]. Me imagino el mundo que Ud. tuvo presente al escribir, como algo parecido a mis situaciones en el mellah de Tetuán —no obstante los baños y cepillados de ropa, noté un día que me salían dos chinches por el puño de la camisa. Pero aquella porquería no intentaba hacerse pasar por limpieza, era ingenua asquerosidad. Lo atroz es cuando esta pretende disimularse tras el oropel de las palabras y gesticulaciones (Goytisolo 2007: 1510).

Por lo que respecta a la novela en sí misma, se mueve más bien en generalidades: Ignoro si su tajante obra va a circular aquí, ni si muchos la van a entender. ¿Es entender lo que busca? Otra vez, en p. 175, sale la “patria rezumando pus y grandeza”. […] Piensa uno a veces en Rabelais, no mencionado en la lista de colaboradores, entre los cuales tengo el honor de figurar (no está Valle Inclán, Ruedo Ibérico). Le felicita por este ímpetu de expresión formidable y arrolladora. Su buen amigo y admirador, Américo Castro (Goytisolo 2007: 1510).

Con todo, añade una posdata en donde desciende a una observación de detalle: Su descripción del coito como acto fisio-mitológico, si damos a aquellas cavidades dimensiones rabelaisianas, permitiría subtitularla “Caverna-palacio del pecado original”. De una de aquellas cavernas, la de la Caba [sic], brotó el pecado español que algunos tratamos de redimir (Goytisolo 2007: 1511).

Dos aspectos de estas citas merecen un comentario. Por un lado, hemos de reparar en que Américo Castro, pese al giro radical de su pensamiento desde La realidad histórica de España, nunca dejó de ser un intelectual institucionista con un profundo amor a su país, derivado en buena medida de su formación en el círculo de Giner de los Ríos (López-Ríos: 2014 y 2015a). Aunque Castro lo silencia en la

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carta, el viaje que hizo al Marruecos español en los años veinte respondió a dos razones: investigar sobre el judeo-sefardí, pero también, y prioritariamente, informar al Ministerio de Instrucción Pública sobre el estado de los centros educativos españoles del Protectorado. En otras palabras, era un Castro comprometido con la reforma educativa inspirada en ideales de la ILE (López-Ríos 2015b). Que volviera a recordar ese viaje sesenta años después resulta elocuente: no ha olvidado los principios que orientaban su vida en su juventud. Por otro lado, la posdata exige también una glosa. A Castro le llamó la atención, citando palabras suyas, “la descripción del coito como acto fisio-mitológico”, traza paralelismos con Rabelais y hasta propone un subtítulo. Recordemos que en estas páginas audaces de Don Julián Goytisolo construye políptoton tras políptoton con la palabra “coño”: Coño del Coño, sí, del Coño no lo creen ustedes? Mírenlo bien Del Coño Emblema nacional del país de la coña De todos los coñones que se encoñan con el coñesco país de la coñífera coña donde todo se escoña y descoña y se va para siempre al sacroñísimo Coño Del Coño Símbolo de vuestra encoñante y encoñecedora coñadura coñisecular De la coñihonda y coñisabidilla coñería de la archicóñica y coñijunta coñición coñipresente Del Coño, coño! (Goytisolo 2009b: 267).

A mi modo de ver, esta posdata pone de relieve que, por más que Castro no se hubiera deleitado con la ridiculización de la contemplación entusiasta del Guadarrama, en donde se llega a usar como intertexto nada más y nada menos que un verso de la elegía de Antonio Machado a Giner de los Ríos2, sí apreció el carácter innovador de Don

2 “[…] se oye a lo lejos el melancólico sonar de las esquilas : un zagalejo canta : junto a ti, las abejas, la ermita, el tajo sobre el río, el sempiterno rodar del agua entre

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Julián y, cuando felicita al autor por “este ímpetu de expresión formidable y arrolladora”, lo hace con sinceridad absoluta. Baste para confirmar esta hipótesis comparar estas reflexiones de Castro con las que hace sobre el lenguaje más procaz de Camilo José Cela. Como anota Julio Rodríguez Puértolas, “Con lo que no puede transigir don Américo es con el lenguaje malsonante, soez y grosero en que en ciertos momentos de su narrativa parece complacerse Cela” y así se lo transmitió al autor de La colmena en varias cartas (Rodríguez Puértolas 2009). Nada de esto hay, en cambio, en el comentario a Don Julián y nada de eso hay en la correspondencia con Juan Goytisolo. Sobra casi decirlo: Castro había percibido muy bien que Goytisolo transitaba otros derroteros de mayor complejidad literaria, y el final de su carta lo dejaba bien claro. Su sintonía con él era completa. Juan Goytisolo respondió a Castro el 13 de julio de 1970, subrayando el carácter deliberadamente provocador de su libro: Celebro que mi libro le haya interesado. Como Vd. habrá visto, no es una obra hecha para agradar, sino todo lo contrario. A algunos podrá muy bien parecerles excesiva pero deberán admitir al menos que responde a una situación realmente excesiva también. La herencia que mi generación ha recibido entre manos es demasiado siniestra para cualquier espíritu deseoso de respirar aire libre. De no contar con la obra admirable de un puñado de españoles —entre la que debe incluirse, desde luego, la suya— el panorama sería totalmente asolador. Todo ello explica mi reacción goyesca contra un mito, una ideología y un lenguaje opresores, que nos abruman diariamente como una pertinaz pesadilla. El libro, como puede Vd. suponer, no circulará por España y no despertará ningún eco: solo el insulto habitual o, lo que es más probable, el silencio (Goytisolo 2007: 1512).

De esta preocupación por la difusión de Reivindicación del conde don Julián se hace eco de pasada Castro en una carta desde Playa de Aro el 24 de agosto de 1970: “¿Cómo va su libro condal? ¿Entenderá alguien su sentido, captarán su intensidad de estilo?” (Goytisolo

las hondas peñas emboscado en un sotillo, a la vera de un rústico sendero, abarcas por última vez los elementos vectoriales, ordenancistas del inmoble paisaje : una cigüeña estática, un olmo escueto, una encina casta” (Goytisolo 2009: 240).

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2007: 1512). Y algo muy parecido le vuelve a repetir desde Madrid el 26 de octubre de 1970. Pero aquí acaban las referencias a Don Julián. En realidad, a partir de entonces escasean las cartas de Goytisolo y las que conservamos son casi todas de Castro hablándole de sus proyectos e interesándose por lo que investiga el novelista sobre Blanco White. Si hasta ahora he insistido en que la huella institucionista está presente en el último Américo Castro, quiero terminar aclarando que el de Castro fue un institucionismo con sus matices y sus particularidades, según ejemplifica el interés genuino que le despierta una obra tan perturbadoramente original y provocadora como la de Juan Goytisolo. Prueba también esta evolución de Castro, o esta flexibilidad a la hora de contemplar la figura de Giner, un comentario un tanto sui generis sobre el maestro que desliza en una carta a Pedro Salinas de 1951. Se trata más bien de una divagación, en la que imagina o sueña a Giner en un contexto de la España de las tres castas: “Si don Francisco hubiera tenido una educación europeo-islámica, habría causado un efecto semejante: un revoltijo de sabio, brujo, poeta, místico, absurdidad, el vivir pluridimensional de la vida, en suma” (Castro 1951). Castro era un institucionista muy particular y aunque no vibrara con la ridiculización de la contemplación del paisaje español en Don Julián, supo apreciar la original fuerza narrativa y cómo su obra historiográfica cobraba nueva vida literaria en un autor de una generación muy distinta a la suya. Por lo que respecta a Juan Goytisolo, hay algo en Don Julián que pudo percibir Castro y le debió de acercar aún más a él. Ciertamente, no faltan lecturas que destacan el carácter rupturista de la novela con “lo español”; o más sencillamente la violenta traición a España y lo español. Desde luego, la imprecación contra España del principio sorprende: “tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti” (Goytisolo 2009c: 117) y más adelante: “adiós, Madrastra inmunda, país de siervos y señores : adiós, tricornios de charol : adiós, pueblo que los soportas” (Goytisolo 2009c: 122). Sin embargo, como ha explicado Luce López-Baralt, “es difícil que el lector quede absolutamente convencido de tan dramática protesta de desprecio antiespañol”. Tras citar unas atinadas palabras de Mario Vargas Llosa, termina concluyendo: “difícil deslindar el odio por España del amor

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atroz, inconfesado y recóndito que el narrador de estas novelas parece profesar a su nación de origen” (López-Baralt 1989: 202). Tengo para mí que Castro, que era “más español cada día que pasa” (Marías 1965), advirtió también la particular y discordante “españolidad” del novelista, y la debió de ver cercana a la suya propia. En el fondo, esto mismo confiesa Juan Goytisolo cuando afirma: “Aun en mis épocas de mayor distanciamiento físico y moral de mi país la obra de Castro me ha reconciliado con él, trayendo a mi corazón y memoria aquel ‘bien está que fuera tu tierra’, del bellísimo y hondo poema de Cernuda” (Goytisolo 2007: 1477).

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El epistolario [1968-1972]. Cartas de Américo Castro a Juan Goytisolo (1997). Ed. J. Escudero Rodríguez. Prólogo de J. Goytisolo. Valencia: Pretextos. Epistolario. Américo Castro y Marcel Bataillon (1923-1972). (2012). Ed. S. Munari. Introducción de F. J. Martín. Madrid: Biblioteca Nueva. López-Baralt, Luce (1989): Huellas del islam en la literatura española. De Juan Ruiz a Juan Goytisolo. Madrid: Hiperión. López-Ríos, Santiago (2014): “‘Und das Leben ist sicherlich grosser als die Philologie’: Américo Castro y Francisco Giner de los Ríos (1906-1911)”, en Romance Philology. 68.2, pp. 1-22. — (2015a): Hacia la mejor España. Los escritos de Américo Castro sobre educación y universidad. Prólogo Juan Goytisolo. Barcelona: Bellaterra. — (2015b): “De l’intérêt d’Américo Castro à propos de Tanger et du Maroc espagnol”, en Horizons Maghrébins 72, pp. 74-82. Marías, Julián (1965): “La pasión intelectual”, en Papeles de Son Armadans, 90, p. 137. Rodríguez Puértolas, Julio (2009): “Amistades peligrosas: Américo Castro y Camilo José Cela”, en El pensamiento de Américo Castro. La tradición corregida por la razón. Congreso Internacional en homenaje a Américo Castro en el 70 Aniversario del inicio del exilio de 1939 (14 al 16 de octubre de 2009, Madrid). Ed. J. Rodríguez Puértolas. (última consulta: 2-4-2017). Zamarreño Méndez, Fabio (2016). “Cada página lograda es una letra al más allá”. Estudio de la correspondencia Américo Castro-Pedro Salinas. Trabajo de Fin de Máster. Universidad Complutense de Madrid. >http://eprints.ucm.es/39254/1/Zamarre%C3%B1o%2C%20Epistolario.pdf >.

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Memorias de infancia y de guerra (sobre textos de Jacint y Joan Reventós, Antonio Rabinad y Jaime de Armiñán) Celia Fernández Prieto Universidad de Córdoba

No es exagerado afirmar que nunca antes en la tradición literaria española la infancia desempeñó un papel tan relevante como en la obra de los escritores del medio siglo. Sin duda, el factor generador de esta presencia radica en el hecho biográfico de que todos ellos vivieron una niñez y adolescencia marcadas por la Guerra Civil (Godoy 1979: 16): A los tres, y a muchísimos otros compatriotas de nuestra edad —escribe Gil de Biedma en el Prólogo a Dos infancias y una guerra—, nos correspondió el irónico destino de vivir inocentemente la guerra y de sentirnos luego, durante los interminables años de nuestra juventud y de nuestra primera madurez, vicariamente beligerantes en ella; dicho en contradictoria y escueta paradoja: que la hemos vivido sin participar en ella y hemos participado en ella sin vivirla. Así se comprende que la relación de nuestras ideas de adultos con nuestros recuerdos de niños fuera, por momentos, tan obsesiva como turbadora (2010: 1.025).

En efecto, su aprendizaje de la vida se produjo en medio de la inseguridad y el desorden de la guerra y, por ello, muy tempranamente, fueron testigos de actos de violencia y crueldad, captaron el temor y el desasosiego de los adultos, y en algunos casos afrontaron la muerte de

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sus familiares más próximos. Tales experiencias, cuya dureza varía según el entorno socioeconómico y político de la familia, se grabaron en la memoria infantil de manera inconsciente, quedaron en buena parte congeladas y aisladas, y retornaron en los recuerdos y en los sueños del adulto provocándole el malestar, la culpa o la desolación que no aparecieron en el momento de vivirlas. Estos “hijos de los niños que fuimos en la guerra civil” (Gil de Biedma 2010: 1026) proyectan en la escritura literaria la necesidad de revisitar su pasado como una manera de objetivarlo, narrarlo, elaborarlo y, si es posible, exorcizarlo. Y lo hacen desde muy diversas perspectivas y opciones genéricas y estilísticas. A veces estas memorias dañadas estimulan la imaginación novelística y se materializan en tramas, personajes y escenarios de ficción, como ocurre en la obra de Ana María Matute o de Juan Marsé. Otras veces encuentran su cauce en la concentración expresiva o narrativa del verso, en motivos y acuñaciones poéticas: pensemos, por ejemplo, en Moralidades (1966) de Gil de Biedma1 o en Un armario lleno de sombras (2009) de Antonio Gamoneda2. Pero también han dado lugar a una nutrida serie de textos autobiográficos, en algunos casos, los que

1 Aunque se trata de una deriva conceptual ajena a lo que aquí considero, interesa mencionar que la infancia es objeto de atención en una dimensión teórica y mítica tal como la plantea Gil de Biedma en su ensayo “Sensibilidad infantil, mentalidad adulta”, precedido significativamente de una cita de Baudelaire: Le genie c’est l’enfance retrouvée à volonté. Aquí Gil de Biedma explica que quien no haya logrado, de algún modo, salvar su niñez o haya perdido toda afinidad con ella, “difícil es que llegue a ser artista, casi imposible que pueda ser nunca poeta, y no por ninguna razón sentimental, sino por un hecho muy simple: la sensibilidad infantil constituye, por así decir, un campo continuo, y la poesía no aspira a otra cosa que a lograr la unificación de la sensibilidad” (2010: 529). Un desarrollo iluminador acerca de la relación entre el concepto moderno de literatura y la idea de la infancia elaborada en el romanticismo lo ofrece Fernando Cabo (2001). 2 A este respecto es interesante la antología Niñez de Gamoneda, seleccionada por su hija Amalia (2016). Extraigo de ahí uno de los textos, procedente de Un armario lleno de sombras (2009), en el que el yo poético revive el desconcierto doloroso del niño ante el desfile de los presos que iban al penal de San Marcos: “Pasaban bajo mis balcones. En algún lugar he escrito que el frío de sus hierros no cesará nunca en mi rostro. Yo vivía pegado a los cuadradillos verticales contemplando el acontecer sucesivo cuyas causas y resultados no comprendía, pero que ponía en mí la visión

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aquí me interesan, centrados en los años de infancia y adolescencia3. Los relatos de infancia constituyen un género singular e independiente cuyo cultivo se acrecienta a partir del momento en que la infancia deja de ser valorada solo como una etapa cronológica en el desarrollo de la vida humana que termina en torno a los 12/14 años, al inicio de la adolescencia. Esta concepción narrativa —causalista, teleológica— se fue cargando de adherencias simbólicas, sobre todo desde el romanticismo, en un trayecto de interpretación tropológica mediante el cual la infancia adquirirá un valor autónomo, una dimensión de alteridad. Es decir, el niño ya no se define negativamente con relación al adulto por lo que le falta, o por lo que ignora, sino que aparece como otro yo con perfiles (físicos, psicológicos, morales o sociales) propios y con el cual el narrador adulto mantiene diversos tipos de relaciones: identificación, rechazo, distancia, ironía, benevolencia, burla, etc., que se revelan en el tejido verbal, en sus tensiones, sus secretos y sus desajustes. La niñez deviene así un estado interior o íntimo solo accesible a través de la introspección: “la infancia no solo remite a un pasado, sino que se deja entender también como una presencia interior y esencializante ligada a la identidad más íntima (homogénea y atemporal) del adulto” (Cabo 2001: 55). Por tanto, para el escritor adulto, internarse en su pasado biográfico más lejano, en la desmemoria de la primera década de su vida, implica casi siempre una búsqueda de las raíces de la identidad, un ejercicio de autoconstitución vinculado al presente: si cómo éramos depende de cómo somos (Schacter 2007: 168), la infancia es un producto de la evocación del autobiógrafo que reconstruye imaginariamente al niño que fue, es decir, al niño que ahora imagina que fue. En este sentido, la infancia es una “invención”. El niño ya no existe pero habita como un fantasma la memoria (la intimidad) del adulto y su única posibilidad de restauración es el texto. La escritura de un sufrimiento y la adivinación de hechos temibles. Todo ello se iba depositando confusamente en mi conciencia hasta entonces vacía” (2016: 34). 3 Me centraré en tres libros: Dos infancias y una guerra (1974, 1984), de Joan y Jacint Raventós, El niño asombrado (1967), de Antonio Rabinad y La Dulce España (2000), de Jaime de Armiñan. Joan nace en 1928 y los otros tres en 1927. Tenían entre 8 y 9 años al estallar la guerra.

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da voz, palabra, presencia, a ese otro mediante el tropo de la prosopopeya, como argumentó Paul de Man (1979). Entre lo referencial o cognitivo y lo performativo, el relato de infancia se escora claramente hacia lo segundo en la medida en que, como ya se ha dicho, la infancia resulta una figuración cuyos elementos provienen en parte de la circulación cultural y literaria (intertextual) de imágenes, símbolos, tópicos o metáforas. La infancia se piensa, se escribe y se lee mediante figuras (tropos) que representan la relación descompensada, emocionada y espectral, del adulto autobiógrafo con su yo infantil (el niño que sueña haber sido y que es un producto del deseo del adulto). Ahora bien, en los autores de los cincuenta, los años de infancia son inseparables de la circunstancia histórica externa de la Guerra Civil, que impone una cronología precisa sobre la atemporalidad propia del transcurso infantil, y que parece invadir lo privado, las actitudes y rutinas del niño para darles una transcendencia insólita. Una travesura, una indiscreción, una desobediencia pueden costar la vida. El niño no lo sabía entonces, el adulto lo supo después, y por eso ahora las evoca con inquietud, no tanto por lo que ocurrió sino por lo que pudo haber ocurrido. Por otra parte, la guerra ofrece un espectáculo fascinante a los ojos de un niño, como una película o un juego de mayores que los pequeños imitan. Todo resulta imprevisible, excepcional y hasta divertido: Guerra, victoria, lucha, bombardeos… entraban en el vocabulario de nuestros juegos. Durante el recreo, en el colegio, antes, se jugaba al clásico pam i pet, a canicas o a la peonza. Ahora todos los juegos se transformaban en simulacros guerreros (Reventós 1984: 105). No era muy consciente de lo que significaba la guerra —a excepción de la muerte de mi tío Alel— y tomaba aquella terrible circunstancia como una aventura de cuento. Me divertían los desfiles y las manifestaciones; me gustaba levantar el brazo, como hacían los italianos, escuchar la música militar y ver la propaganda, que invadía San Sebastián, y cuya sutileza se me escapaba casi siempre (Armiñán 2000: 212).

Aquella aventura coloreada por la inconsciencia infantil se reviste con el paso del tiempo de angustia, rabia o rencor, sentimientos potenciados por una posguerra larga y asfixiante y por la distancia ideológica en que la mayoría de estos escritores se situaron con res-

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pecto al régimen franquista: “Mis ideas de la guerra —escribe Gil de Biedma— cambiaron / después, mucho después / de que hubiera empezado la postguerra” (2010: 199). Por ello, cuando miran —la insistencia en este verbo es signo de que ese pasado está ahí, ante los ojos— las imágenes que su memoria de los 7 a los 10 años retiene, inscriben en ellas el futuro, la persistencia de un conflicto que tardó décadas en concluir. Estos rasgos comunes de carácter general no rebajan la singularidad de cada autobiógrafo que ensaya una escritura posible de su infancia y de su guerra, cuya materialización enunciativa, retórica y tonal revela y oculta, en grados diversos, el vínculo emocional, ideológico y moral que mantiene el narrador con su otro yo infantil. De los autores que estudiamos aquí, como veremos con más detalle, el mayor distanciamiento lo ofrecen Joan y Jacint Reventós —abogado y político el primero, médico el segundo—, seguramente porque la redacción de sus memorias obedece a un propósito testimonial que, como explica Fernández Romero, “hace de la infancia y la juventud no el ensayo de una escritura de la intimidad, sino el tiempo desde el que testimoniar sobre la Historia, decididamente con mayúsculas” (2007: 37). El novelista Antonio Rabinad se vale de un registro lírico-narrativo para poder contar las experiencias traumáticas de su infancia, quizá porque solo puede rememorarlas literariamente, por medio de las figuraciones del asombro y de la ceniza. Y, por último, Jaime de Armiñán, cineasta y escritor, se entrega a un recorrido por su memoria sentimental en la que incorpora fragmentos de escritos de sus padres a través de los cuales no solo se contrasta la inconsciencia del niño con el drama de los adultos, sino que pone de relieve la transcendencia que el apego familiar tuvo para la formación de su identidad.

El niño como testigo La voluntad testimonial orienta el relato de Jacint y Joan Reventós, primos hermanos, pertenecientes a la alta burguesía catalana, cuyos padres se vieron enfrentados durante la guerra. El padre de Jacint abandona Barcelona para unirse al ejército de Franco. Su mujer con

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los dos hijos pequeños pasan los años de la guerra en diversas ciudades de Italia y no regresan hasta el verano de 1938. La familia de Joan, en cambio, permanece en su casa y vive la alteración del orden social y político, los incendios y los bombardeos, el hambre y la derrota. En el libro se van alternando las voces de Joan (en letra redonda) y de Jacint (en cursiva), de modo que el lector asiste como espectador al desenvolverse de las dos historias, que transcurren simultáneas en el tiempo, pero en muy distintas circunstancias geográficas, económicas e ideológicas. El tono dominante en ambos casos es el del narrador adulto, distanciado de aquello que vivió, capaz de transmitirlo de manera neutra, enfriada, porque, como indican en el prólogo, su propósito es recordar con la máxima veracidad y mostrar la enorme complejidad de la guerra. Ni juzgan comportamientos ni atribuyen responsabilidades. No pasemos por alto que la primera edición de este libro se publica en catalán en 1974; la actitud de los autores concuerda con el deseo compartido por amplios sectores sociales y políticos de entonces de avanzar hacia una reconciliación de aquellas dos Españas aún con cuentas pendientes: “Convendría, al cabo de tantos años, que todos nos esforzásemos en superar las pasiones y asimilarla, la guerra, a un hecho histórico. Nosotros nos daríamos por satisfechos si con estos recuerdos de infancia contribuyésemos a ello en alguna medida” (Reventós: 9). Sin nostalgia, con seguridad, la memoria de los adultos rescata y recrea las experiencias de su niñez en un tono desapasionado y veraz. Sin apenas introspección. No obstante, el relato de Joan va ganando intensidad y emoción a medida que avanza el frente nacional y las condiciones de vida en la ciudad empeoran; este efecto se logra mediante el control del narrador sobre las prolepsis y el respeto al carácter fragmentario, aleatorio y trivial de los recuerdos del niño que, no obstante, percibía la escasez de suministros, la preocupación de los mayores, y que retiene, aún ahora, el olor de la destrucción: Del último otoño y del último invierno de la guerra, quizá lo que recuerdo con más intensidad es el hedor desagradable y característico que salía de las ruinas y despojos de las casas destruidas por las bombas en el centro de Barcelona. Soy

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incapaz de describirlo, pero lo siento todavía con una precisión extraordinaria y estoy convencido de que muchos chicos de mi edad deben recordarlo también, si es que, como yo, se acercaban a las casas siniestradas, a pesar de la prohibición, atraídos por la curiosidad invencible (153).

En contraste con su primo, la experiencia de Jacint es apacible y hasta placentera: para aquellos hijos de la burguesía tradicional los tiempos de la guerra fueron una “época especialmente feliz —a pesar de las privaciones y malos ratos— debido a la libertad en que les dejaban sus atribuladas familias” (138). Solo cierta precariedad económica y la añoranza del padre ausente afectan al niño cuyas percepciones son suplantadas por la perspectiva analítica del narrador informado, que comenta aspectos interesantes de la emigración catalana en Italia, en Sevilla, Salamanca o Béjar, y las visitas de personajes como Francesc Cambó o Eugeni D´Ors. En la Salamanca nacional, a la que regresa con su madre en 1938, había comida, tranquilidad, cierto bienestar, y consignas patrióticas alusivas “al destino imperial del pueblo español; por todas partes había frases grandilocuentes que nos transportaban, quisiéramos o no, algunos siglos atrás. Llegaba un punto en que ya no sabías si estabas en el siglo xx o en el xvi” (165). La impresión, obviamente realizada desde el presente, coincide con la expresada por Gil de Biedma en su poema “Intento formular mi experiencia de la guerra”: Mi recuerdo, muy vago, es solo una imagen, una nítida imagen de la felicidad retratada en un cielo hacia el que se apresura la torre de la iglesia, entre un nimbo de pájaros. Y los mismos discursos, los gritos, las canciones eran como promesas de otro tiempo mejor, nos ofrecían un billete de ida y vuelta al siglo diez y seis. ¿Qué niño no lo acepta? (2010: 198-199).

Pero frente a la mala conciencia de Biedma en “Ribera de los alisos”, a la tensión entre la ignorancia del niño y “el rencor de conciencia engañada” del adulto (2010: 207), en el relato de Jacint Reventós

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no hay culpa ni intento de justificarse o de excusarse por haber habitado en un pequeño reino afortunado. Las historias terminan en 1939 con el reencuentro de las dos familias en Barcelona. Los recuerdos de lo ocurrido en los meses inmediatos al final de la guerra son para Joan “borrosos e inconexos, sin cronología posible” (187), sin embargo, evoca con detalle el regreso del tío Cinto Reventós, vestido con el uniforme de capitán de sanidad, la alegría y el abrazo de todos, pero también el reproche de su padre. “Cinto, ¿era necesario que llegaras a Barcelona disfrazado de esa manera?”. La tensión se resuelve con una elipsis que quiere simbolizar la reconciliación: “Mi madre, viendo el giro que tomaba la conversación, nos hizo salir de la sala, dejando solos a los dos hermanos. Estuvieron hablando más de dos horas seguidas” (188).

El niño bajo la sombra y la ceniza El niño asombrado (1967) de Antonio Rabinad, aunque paratextualmente calificado como “novela”, desarrolla un relato de infancia introspectivo4, que se resuelve en una serie de escenas breves, conectadas mediante procesos asociativos emocionales y tropológicos, ajenos a una linealidad narrativa o causalista. Es un pasado irredimible, quebrado y traumático, inmóvil en su fragmentariedad, carente del afán reconstructivo de una evocación serena y continuada. El autobiógrafo trabaja desde su presente con una memoria dañada, hecha de materiales sensibles; las imágenes retenidas son nítidas o confusas, detenidas o rápidas, triviales o terribles, a menudo de imposible confirmación (que, de hecho, tampoco importa). Pero esas escenas sueltas, inciertas, se cargan de una energía emotiva y simbólica (le tremblé de la memoria, en frase de Philippe Lejeune, 1998: 36) que paradójicamente las autentifica ante el lector que tiende a conferirles un alto grado

4 En el año 2000 Rabinad publica El hombre indigno, cuya primera parte establece una clara relación con el anterior: “Antecedentes o lo que no conté en El niño asombrado (1927/1939)”.

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de veracidad y, por tanto, de credibilidad. La sinécdoque interviene continuamente desplazando lo particular a lo general, anulando la temporalidad. El narrador adulto de El niño asombrado se describe a sí mismo sentado ante una mesita con máquina de escribir, mirando la calle a través del balcón abierto, espacio intermedio entre el fuera y el dentro, lugar que acerca y que distancia a la vez. Se siente al fin libre, desocupado, “evadido de la cuadrícula y de la nómina” (14), pero esa falta de la rutina laboral lo deja desamparado ante sí mismo: “¿quién soy yo?” (15). La conciencia de su extravío lo empuja a regresar a su pasado infantil cuyos ecos lo alcanzan y lo atrapan “en la indestructible malla de los recuerdos” (15). Esa malla va abriéndose en las páginas siguientes, en una yuxtaposición de momentos (días de enfermedad), objetos (los globos aerostáticos, el revólver que le traen los Reyes en 1936 y que se rompe al caer), personas (las tres vecinas, los amigos del colegio), espacios (la calle, la casa, la escalera). El mundo “era algo tenue, ilimitado, casi mágico, donde todo era posible” (63) hasta que en la primavera del 36, “el día en que las caras se apretaron y se levantó una barricada en la calle Mayor” (64), todo se derrumbó: “Yo no tengo conciencia clara de ese día; solo sé que, más que los tiros, más que los rostros cambiados que veía, me angustiaba el sonar de las sirenas; ellas daban, con más intensidad que otra cosa, realidad a aquello anormal que estaba sucediendo” (64). Desde entonces, los recuerdos se fijan en un solo día, aquel en el que, por tercera vez, una patrulla de hombres armados se lleva a su padre detenido sin que nadie se acerque o pregunte. Ya no volverá a verlo. No hay explicación ni análisis político. Tampoco recuerdos precisos. Solo el desconsuelo y el llanto de la madre y la convicción infantil de que el padre sigue vivo. En estas escenas se funde la mirada del niño y la del adulto en un presente traumático que no ha pasado, figurado mediante el tropo de la sombra: “Se cierne algo protervo sobre la casa: primero es una sombra, luego una presencia viscosa” (65); el padre baja los escalones “que, a medida que descienden, se recubren de una capa de sombra cada vez más líquida, más consistente” (70); “Yo estoy aturdido, asombrado” (76). El adjetivo que acompañaba desde el título al niño adquiere ahora un sentido inesperado, que re-

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fracta hacia el dolor un sentimiento generalmente asociado en los relatos de infancia a una figuración de la plenitud, como se plasma en estos versos de Francisco Brines: Todo es un mismo dios, y el niño lo comulga. Todo es siempre presente, Pues todo se sucede y nada acaba. No hay tiempo, solo espacios. Y todo allí vivía: el mundo descubierto Y el ser, aquel asombro (1997: 481).

El asombro del niño es un efecto provocado por un modo de aprehensión inmediata e intensa con lo real, en la que no hay fisura entre lo interno y lo externo, en la que no hay abstracción ni conceptualización: solo emoción directa, concreta, sensorial, con las cosas. En este libro, el asombro infantil se llena de sombra tras la muerte del padre, finalmente aceptada cuando la noche del primero de noviembre, el niño, despierto e incorporado en la cama, intenta convencer a la madre de que él no ha muerto, pero a medida que intentaba explicarse con palabras, aumentaba su inseguridad al tiempo que la llama de la lamparilla de aceite que la madre había colocado en su cuarto se extingue: “la llama temblaba. Yo tenía los brazos helados; me alargué en el lecho y, en esto, la llama dejó de temblar, se apagó definitivamente, y yo, vacío e inerte, los ojos bien abiertos, vi cómo caían sobre mí consecutivas capas de negrura” (82). A partir de este momento, la figuración de la sombra, de lo negro, del luto, transfiere la descripción referencial a la inmanencia discursiva: tras los bombardeos, el mundo era negro; los refugios volcaban “una humanidad lenta y oscura, como si se desangrase la sombra almacenada en su interior” (87)5. El final de la guerra ocupa un breve capítulo titulado “La mujer enlutada”, construido mediante una sin-

5 Aunque también Rabinad (como Joan Reventós) alude a que la guerra se transformaba en las aulas en plena orgía, anuladas la disciplina, la vigilancia y la autoridad, el niño asombrado no participa ni comprende nada de lo que ocurre: “Y ese embate del sexo, el más fuerte, resbaló ante mis ojos como si nada” (90).

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taxis paralelística en la que cada párrafo queda enmarcado por dos frases: “Pasaban los soldados”, al principio; “La guerra había terminado”, al final. En medio, las caras pálidas e inertes, el silencio irreal, el grito de la mujer de oscuro, que se vuelve, por un desplazamiento metonímico, en símbolo de aquella pesadilla. El narrador adulto acusa dentro de sí aquel estremecimiento infantil en el que proyecta su duelo actual: Entonces comprendí que acaso la guerra no hubiera terminado aún; que subsistiría mientras el corazón de aquella mujer estuviera lleno de dolor y los muertos no se apagasen en su recuerdo; y me pareció que aquellos soldados que pasaban rumoreantes arrastraban consigo un formidable espectro, una sombra que cubría los añosos plátanos […] y todo yo me vi anegado bajo un ala fúnebre. ¡Qué tristeza, Dios mío! (Rabinad 1967: 106).

La infancia ha terminado. El muchacho que regresa al colegio es un adolescente taciturno y desconfiado: “todo me asombraba y aturdía” (118). Su iniciación en el amor, la muerte y el deseo lo llena de turbación, vergüenza y culpa. “Mi vida era triste, algo sucio, sin brillo” (153). La metáfora de la ceniza6 funde en el presente atemporal del narrador la memoria de la infancia y de la guerra: “Todo estaba lleno de cenizas; la sentía caer sobre mis manos, sobre mi vientre, sobre mis párpados; llenar con oscura indiferencia mi cerebro y henchir mi corazón: mil muertos pesaban sobre mí en la oscuridad y yo mismo estaba entre los muertos” (156). La escritura, iniciada en un mediodía solar, termina cuando el cuarto se oscurece; en medio no ha habido redención, ni respuesta a sus interrogantes:

6 Esta misma imagen se reitera en la descripción del 26 de enero de 1939 que se narra en El hombre indigno: “Todos los niños […] andaríamos pisando esa ceniza durante tres interminables décadas. Comíamos ceniza y respirábamos ceniza, la sentíamos caer sobre nosotros al acostarnos y nos levantábamos con la boca llena de ceniza; todo estaba cubierto de ceniza, un tristísimo polvo que seguía cayendo día tras día, año tras año, y España entera era un sepulcro blanqueado, el vasto campo de maniobras de la muerte” (2000: 87).

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Y pienso en el niño que era yo. Que ya no soy yo. Me vuelvo, y le veo como dentro de una esfera luminosa, intraspasable; vaso de cristal límpido en el que cualquier hecho actual, el pormenor más insignificante, puede despertar un eco, un reflejo; yo lo estoy viendo, y él no puede verme a mí. ¿Desde dónde me miraría? Y siento una gran lástima por él, por ese niño que no ha muerto, pero que ya no vive, y que descansa —¡al fin!— en su limbo natural, ese paraíso intermedio de la nostalgia (164).

El yo adulto se desdobla y mira al niño que fue y ya no es, al que sitúa dentro de una esfera luminosa o de un vaso de cristal límpido, que no son accesibles ni traspasables. Ese niño no es posible, es la imagen del deseo o la nostalgia del adulto, lo está viendo, pero él no puede verlo. Porque lo que la escritura nos deja son las huellas borrosas de un niño asombrado, porque la memoria de su infancia sigue todavía cubierta de sombra, como el cuarto en el que ahora escribe: “El cuarto se ha llenado de sombra como un vaso” (165).

El niño solo tenía una patria: su propia infancia Si en Antonio Rabinad la memoria de infancia y de guerra se representaba en la metáfora de la sombra y la ceniza, en Jaime de Armiñán se condensa en un microrrelato alegórico antepuesto al principio de su libro: un niño mira goloso el escaparate de la confitería La Dulce España, en el que se exponen dulces tradicionales del país, desde yemas de santa Teresa a mazapanes de Toledo o crema catalana. De pronto una piedra se estrella contra el cristal y el reflejo del niño se parte en pedazos. Se trata de una escena inventada, “una imagen donde se mezcla el sabor del azúcar y de la sangre” (2004: 55), en la que convergen o se solapan la figuración de una España unida y del paraíso de la infancia, ambos rotos por la pedrada que destruye el cristal7. Sin embargo, la

7 Esta misma imagen aparece en otro momento, cuando la madre y el niño viven en Salamanca, alquilados en la casa de la mujer de un socialista que había sido encarcelado. Al niño le regalan un mapa de España con banderitas nacionales y republicanas clavadas con alfileres. El niño lo extiende y va marcando el desarrollo de la guerra con

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lectura de las memorias matiza esta interpretación. En realidad la guerra es un asunto de los adultos; el niño está en sus cosas, a salvo gracias a la figura protectora de la madre, que lo preservó del dolor y de la angustia: “Carmita Oliver fue La Dulce España para el niño Paupico, que solo tenía una patria: su propia infancia” (404). Por eso el final definitivo de la infancia para el narrador es la muerte de la madre en 1991, acontecimiento que ocupa el epílogo pero que es el resorte que genera la escritura de estas memorias: “Las manos tibias de mi madre se iban enfriando. En aquel larguísimo minuto me hice mayor, porque todos somos pequeños mientras vive mamá, pero cuando muere se nos vienen los años encima y nos hacemos viejos de repente” (2000: 404). El libro quiere ser un homenaje a la figura materna, idealizada por el amor y la gratitud del hijo, que ahora se reprocha no haberla atendido como se merecía en los últimos años de su vida. No hay, por tanto, ninguna ruptura ni discontinuidad en la memoria de un narrador que se identifica moral y emocionalmente con el niño que fue, hasta el punto de fundir en una única perspectiva el yo infantil y el yo actual que escribe, un niño viejo que, guiado por la mano fantasmal de su madre, va desgranando las vicisitudes normales de sus primeros años (enfermedades, el Instituto Escuela, el cine…). En paralelo, se insertan fragmentos literales del diario de su padre, Luis de Armiñán, gobernador civil en diversas ciudades durante la Segunda República y luego cronista de guerra en el frente, de su madre, la actriz Carmen —Carmita— Oliver, y de su abuelo. De hecho este autobiógrafo escribe porque ella ha estado ahí, con él, desde su fragilidad infantil, porque ese círculo familiar lo ha acogido y amparado en su aprendizaje y le han dejado ese rastro de palabras, de fotografías, de cuadernos, que ahora incorpora como parte esencial de su identidad. La historia, que se extiende de 1927 a 1945, se ajusta a una ordenación cronológica y lineal, articulada sobre las ciudades, las calles o las casas a las que la familia se iba trasladando en función de los destinos del

las banderitas, lo que provoca el enfado de la madre que se lo arranca de un tirón. “Yo lo guardé cuidadosamente y nunca olvidé aquella escena, tanto que ahora la veo repetida, una y otra vez, como en un sinfín el mapa de la Dulce España dividido en dos partes y dos mujeres bien educadas quitándole importancia a la situación” (171).

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padre. El niño Paupico, de salud delicada, tranquilo y mimado, vive feliz, sin miedos, ignorante y ajeno a los hechos históricos que están sucediendo8, experimentando la guerra como una aventura de cuento9. Solo parece captar el drama cuando ve llorar a su abuelo al conocer la noticia de la muerte de su hijo Alel en el frente y, aterrado, corre a esconderse en su cuarto. El narrador lo interpreta a su modo adulto como un rechazo a la muerte (“porque era la muerte que revoloteaba en las habitaciones, que goteaba sangre por los grifos cerrados, que se deslizaba por el suelo, que pasaba sobre los cristales de la ventanas, dejándolos aún más fríos” [186]), aunque lo que se desprende del texto es el desconcierto y el miedo del niño ante esa manifestación de fragilidad de una figura masculina hasta ese momento garante de su seguridad y protección. Buena parte de la referencialidad de la historia procede, como es habitual en el relato de infancia, de memorias ajenas, de episodios que oyó contar a familiares o amigos, y que le ayudan a ordenar los acontecimientos, a precisar datos y nombres, a seguir los detalles de la ofensiva franquista. No hay apenas juicios críticos o comentarios ideológicos sobre los bandos enfrentados. De nuevo, domina una actitud prudente y conciliatoria, similar a la manifestada por los Reventós. Pero la infancia de Paupico transcurre al margen de todo eso, ocupada en anécdotas, juegos, trivialidades cotidianas, barrabasadas, paseos solitarios, que aquí se evocan con bastante morosidad. El tono es afable, cercano, directo, siempre benevolente con aquel niño, hijo único, rodeado de adultos, ingenuo, callado y observador10, apasionado del cine, del teatro y de

8 Basta leer la descripción de la Plaza Mayor de Madrid durante las elecciones del 36 (102-103). 9 Así, cuando se producen los bombardeos en San Sebastián, el niño sale al balcón para ver la silueta del barco de guerra que de pronto se iluminaba con un relámpago y luego se oía el silbido cada vez más intenso del proyectil. Una mañana lo descubre el padre, quien le prohíbe que vuelva a salir al balcón. “Y yo pensaba: ¿qué importa? Si la bomba cae en nuestra casa da lo mismo estar en el balcón que en la cocina” (132). El pensamiento ¿es realmente del yo infantil? 10 “Es mentira que los niños no se fijan en nada, porque muy al contrario suelen estar atentos a todo lo que les rodea, y que raramente comentan, como los chimpancés, que tampoco hablan, pero se acuerdan luego” (66).

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las mujeres. No es fácil contar una infancia feliz sin deslizarse hacia el tópico o la cursilería nostálgica. Armiñán lo evita gracias al humor y a la ironía, aunque a veces resulte previsible y se eche en falta una cierta tensión, eso que queda apuntado en esta frase y que no quiso o no supo abordar: “Si de verdad intentas horadar en los oscuros tiempos de la niñez, surgen sombras y luces imposibles, imágenes sorprendentes, como si fueran inventadas o prestadas” (284). En estos tres libros el relato de infancia aparece como discurso autosuficiente, no subordinado a la explicación de los orígenes de una identidad social o de una vocación científica o literaria. Aunque Antonio Rabinad incorpore algunas escenas de su difícil y áspera entrada en la adolescencia (que desarrollará ampliamente en obras posteriores, como el ya citado El hombre indigno), y Jaime de Armiñán hable de la posguerra en la cuarta parte de sus memorias y las concluya con su estancia en París en 1945 al cumplir dieciocho años, el eje de la narración gira en torno a los recuerdos de una infancia asaltada por la guerra. No es posible saber cómo fueron en verdad aquellas vivencias y aquellos miedos infantiles, pero eso no se opone, antes al contrario, a la necesidad de rescatarlos desde los interiores opacos del olvido, a veces como ejercicio introspectivo, otras veces como testimonio de un pasado colectivo. Ese trabajo de rememoración, volcado en el orden lineal o fragmentario de la escritura autobiográfica, puede servir, además, a estos hijos de los niños que fueron en la Guerra Civil para desempañar las sombras aún fijadas en las paredes de su memoria personal y familiar.

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Celia Fernández Prieto

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Paratexto y narración autobiográfica en la obra de Carmen Martín Gaite Maria Vittoria Calvi Università degli Studi di Milano

Introducción Como es bien sabido, fue Genette (1987) quien propuso y definió la noción de paratexto1, entendido como el conjunto de elementos de varia naturaleza que se sitúan en torno al texto propiamente dicho, estableciendo con él distintas relaciones y llenando, por lo menos en parte, el hiato que, dentro de la comunicación literaria —por su naturaleza diferida—, se crea entre el autor y el público. El paratexto comprende elementos verbales —como dedicatorias, epígrafes y prólogos— y no verbales, como los elementos tipográficos, los dibujos y las imágenes. Estos últimos corren a cargo, por lo menos en parte, de las editoriales, que suelen intervenir en algunos aspectos exteriores para aumentar la atractividad del “producto”, lo cual dilata

1 La noción de paratexto está emparentada con la de parergon (del griego πάρεργον, compuesto de παρα- y ἔργον, ‘lo que se añade a la obra’), utilizada sobre todo en el campo artístico. Este concepto, propuesto por Kant y desarrollado por Derrida (1978), indica los elementos accesorios de la obra de arte, que se sitúan en la frontera entre lo propio de la obra y su contexto.

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los efectos pragmáticos más allá de las intenciones del autor hacia las dinámicas del sistema literario. Sin que se pueda excluir la participación del autor en la presentación editorial, su responsabilidad directa recae en piezas tales como títulos, dedicatorias, epígrafes, prefacios, advertencias, notas iniciales, notas a pie de página y finales, y todo cuanto se encuentra en los márgenes del texto; es más, el paratexto contribuye precisamente a delimitar estos márgenes, como si del marco de un cuadro se tratara2 (Caturla 2009), si bien es cierto que también hay casos en los que el autor difumina deliberadamente los confines entre texto y paratexto, manteniendo la continuidad entre lo que está fuera y lo que está dentro del texto. El cuento de nunca acabar (1983) de Carmen Martín Gaite, con sus siete prólogos “constitutivos”, ofrece un significativo ejemplo de esta indeterminación de fronteras. En todo caso, se trata de un espacio impregnado de cierta performatividad, es decir, capacidad de realizar una acción mediante el lenguaje; el paratexto es, en efecto, el recinto en el que se enmarca la pragmática de la comunicación literaria (Caturla: 15-16). Entre las múltiples funciones que desempeñan los componentes del paratexto, descuellan las relaciones intertextuales que emanan, por ejemplo, de los distintos epígrafes, sugiriendo pistas interpretativas para el lector y posicionando la obra dentro de la tradición discursiva y literaria a la que pertenece3. Asimismo, el paratexto tiene la capacidad de crear un contexto de producción-recepción en el que se estipula el pacto con el público: es en este perímetro donde el autor puede justificar la obra, aclarar sus intenciones, proporcionar ciertas claves interpretativas, ofreciendo una especie de “manual de instrucciones” para orientar la lectura. Esta función pragmática es especialmente relevante en las obras de ficción, 2 Caturla (2009) destaca cómo el concepto de marco, “en cuanto límite doble —con la obra y con el medio en donde esta se inscribe— ha sido reivindicado, en numerosas ocasiones, para el estudio de los límites de la obra de arte y de su impresión” (19-20). 3 Véase, por ejemplo, el amplio estudio de Montalto Cessi sobre los epígrafes en Pío Baroja (1990).

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puesto que en el paratexto se manifiesta directamente la voz del autor (Arroyo Redondo 2014: 58). En El cuento de nunca acabar la autora, a la vez que utiliza el espacio prologal para establecer el sentido de la obra, niega su validez interpretativa al fragmentarlo en múltiples perspectivas; tampoco fija de forma definitiva su naturaleza genérica, al referirse a ella en estos términos: “Las cosas de que voy a tratar en este cuento, ensayo o lo que vaya a ser” (Martín Gaite 1985: 13), estableciendo así un pacto de lectura fronterizo entre la realidad y la ficción. El paratexto tiene larga tradición y resulta muy reconocible para el público, como pórtico de la obra que es. Sin embargo, con el paso del tiempo su función ha ido cambiando. En su estudio sobre el prólogo en la narrativa española reciente, Susana Arroyo Redondo (2014) observa cómo este dispositivo tiende a abandonar cada vez más su función persuasiva, encaminada a dirigir la mirada del lector, abriendo más bien una pluralidad de interpretaciones posibles y pidiendo la colaboración del destinatario. Esto se debe, según la estudiosa, a la preponderancia de la reflexión metaliteraria dentro de la obra misma, que anula la función hermenéutica del prólogo. Este elemento tiende incluso a desaparecer, por lo cual su presencia resulta especialmente significativa.

Paratexto y autobiografía en Carmen Martín Gaite A pesar de que en el paratexto la presencia del autor es dominante, rara vez se ha estudiado este componente de la obra literaria en el marco de los géneros autobiográficos, más allá de su función como lugar del texto en el que se suscribe el pacto autobiográfico con el lector4. Creo, sin embargo, que el espacio paratextual constituye una di-

4 La noción de pacto autobiográfico (Lejeune 1975), como es bien sabido, subraya el carácter pragmático, performativo, de aquellos segmentos del texto autobiográfico en los que el autor promete al lector decir cosas verdaderas acerca de su vida: “el pacto autobiográfico no es otra cosa que una promesa”, escribe el mismo Lejeune en un recuento retrospectivo de su propia obra (Lejeune 2004).

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mensión esencial de la escritura autobiográfica, máxime en una autora como Carmen Martín Gaite, que ha practicado de forma constante esta modalidad de escritura, sin haber realizado nunca una obra que se pueda enmarcar plenamente dentro del género (Soto-Fernández 1996; Fiordaliso 2004; Senís Fernández 2004). En ella lo autobiográfico se declina en un amplio abanico de modalidades que van desde el relato personal a la escritura del yo incluida en las obras de ficción, pasando por las notas personales diseminadas en todo tipo de obras, incluidos los ensayos históricos (Calvi 2014). No menos autobiográficas son algunas de sus obras visuales, como los collages de Visión de Nueva York (2005), que funcionan como ejemplos de autonarración (Teruel 2005). En definitiva, en Carmen Martín Gaite la autorreferencialidad (Gil González 2005) es un rasgo perseverante: autorreferencialidad en sentido amplio, incluyendo la puesta en escena del acto de escribir, la novela que habla de la novela o del acto de escribir una novela; su universo narrativo exhibe “la huella (las marcas) de su originario acto productor” (2005: 11). La escritura del yo es una constante, tanto en obras de ensayo como en las novelas; por otra parte, recordemos que la autobiografía no se diferencia de la ficción a nivel discursivo sino pragmático (Pozuelo Yvancos 2006), aunque su estatuto pragmático mismo sea de tipo fronterizo. El cuarto de atrás de Martín Gaite (1978a), por ejemplo, puede verse como autobiografía que se enmarca en un pacto de ficción. Dicho en otras palabras, en la producción de nuestra autora se impone el valor de la experiencia personal, según observa José Teruel en un estudio reciente sobre el ensayo martingaitiano: “El marco de referencia de su mundo literario se ordenó a través de una categoría cognitiva y retórica llamada experiencia” (2015a: 392). La suya es una obra en la que lo narrativo se explaya más allá de lo ficcional, mediante un proceso de narrativización (Todorov 1991), que consiste en insertar el acto verbal —como por ejemplo escribir una carta o hacer correspondencia— dentro de una situación narrativa. De ahí que autobiografía y narración estén en Carmen Martín Gaite estrechamente vinculadas: la vida misma, por otra parte, posee una cualidad narrativa, es como “un relato en busca de narrador” (Ricoeur 1994); la iden-

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tidad individual es, al fin y al cabo, una identidad narrativa, centrada en la inmediatez situacional, que se configura en la dialéctica entre la sedimentación de las experiencias del pasado y la proyección hacia el futuro (Ricoeur 1990)5. El paratexto es por su naturaleza subjetivo, pero no todo lo subjetivo se enmarca en la autobiografía; no se adscriben a la narración autobiográfica, por ejemplo, los movimientos evaluativos e interpretativos, reveladores de la actitud del enunciador y, en términos más amplios, de la naturaleza subjetiva del lenguaje (Kerbrat-Orecchioni 1999). A efectos del presente trabajo, me centraré en particular en la narración de acontecimientos personales —incluyendo el proceso mismo de elaboración de la obra—, la autorrepresentación y algunos aspectos del diálogo con el lector. Es decir, las principales directrices en las que discurren los estudios sobre la autobiografía: por un lado, la referencialidad, el pacto y la comunicación con el lector (Lejeune 1975); por otro lado, la ficcionalización del yo, su representación como figura (De Man 1984). Asumo que el paratexto, precisamente por su carácter liminar, ofrece el espacio ideal para conjugar estas dimensiones. Carmen Martín Gaite, en su amplia producción literaria, ha explotado las múltiples potencialidades de este dispositivo textual tanto en las obras de ficción como en los ensayos y en las traducciones. Muchos críticos han subrayado las relaciones entre las novelas y sus respectivos epígrafes, en el marco de la difusa intertextualidad que caracteriza su producción, como consecuencia de su visión dialógica de la lectura y de las relaciones entre vida y literatura, expuesta en El cuento de nunca acabar6, pero falta un estudio de conjunto y autónomo del paratexto

5 El concepto de identidad narrativa es asumido por el mismo Lejeune: “Hoy sé que la vida es simplemente vivir. Nosotros somos hombres-relato” (2004: 163). En otra obra reciente, su atención se va desplazando desde la autobiografía literaria propiamente dicha a la difusión de esta práctica a través de diferentes canales y modalidades, que ofrecen en su conjunto lo que define como patrimonio autobiográfico (2015). 6 El enfoque de la intertextualidad es recurrente en uno de los primeros volúmenes enteramente dedicados a la escritora salmantina, From Fiction to Metafiction

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en Carmen Martín Gaite. Lejos de proponer un análisis exhaustivo, me limitaré aquí a reflexionar sobre el papel de lo autobiográfico en el paratexto de algunas obras, desarrollando la sugerencia que nos envía José Teruel desde una de las notas a El cuento de nunca acabar incluida en el V volumen de las Obras completas: “Las notas preliminares a las distintas ediciones de sus libros y, en general, los paratextos son en Carmen Martín Gaite significativos umbrales autobiográficos, hasta el punto de que se podría reconstruir con ellos una muy particular autobiografía de la autora” (Teruel 2016: 1.239). Una autobiografía cuya cifra estriba, como veremos, en la proyección intersubjetiva de la intimidad, en el diálogo que desde ese umbral se lanza al lector, como si de una carta de acompañamiento se tratara, y en la empatía que genera esta modalidad comunicativa.

Segmentos paratextuales Cabe recordar, ante todo, que la autora, además de los elementos fijos como los títulos, utiliza con frecuencia una amplia gama de segmentos paratextuales, que incluyen dedicatorias, epígrafes, prólogos (tanto en las primeras ediciones como —y sobre todo— en las sucesivas), notas en varios puntos del texto y apéndices. Algunos de estos elementos se identifican simplemente por su colocación (título, dedicatoria y epígrafes), otros presentan, como es habitual, una etiqueta definitoria, con cierta variación denominativa (Introducción, Prólogo, Nota preliminar, Advertencia preliminar, Nota a la segunda edición, etc.). En las obras de ficción prevalecen dedicatorias, epígrafes y las breves notas al final del texto, que suelen ofrecer algunos datos sobre

(Servodidio/Welles 1983), que marcó un hito en la interpretación crítica de su obra, hasta entonces encorsetada en los límites angostos del realismo intimista, al revelar la complejidad y refinamiento de su poética. En tiempos más recientes, Cruz-Cámara (2008) ha dedicado un estudio monográfico al tema de la intertextualidad en Martín Gaite.

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las coordenadas espacio-temporales de la redacción, pero también se encuentran algunos usos interesantes del prólogo, como en el caso de la “Nota preliminar” de la Reina de las Nieves (1994), que se verá más adelante, y de la escueta “Advertencia preliminar” de Ritmo lento (1963), en la línea interpretativa que es propia del paratexto: “Esta novela no pretende imponerse como forzosamente verosímil. —Que solo la crea el que lo tenga a bien” (Martín Gaite 1981: 9). También encontramos significativas notas preliminares a las reediciones de algunas novelas, en las que generalmente se recapitulan las vicisitudes editoriales de la obra, sin que falten toques de narración personal, como los que encontramos en la tercera edición de El balneario (1955): “Fue el primer libro mío que vi impreso y se publicó con una portada dibujada por mi amigo el pintor Carlos Pascual de Lara, que murió algunos años después; era un sillón desvencijado con las hojas lacias de una planta, al fondo” (Martín Gaite 1983: 9)7. Asimismo, en el Prólogo a la edición de 1978 de Cuentos completos se justifica la selección de los cuentos y se hace hincapié en algunos de sus motivos temáticos. En los ensayos, la presencia de un Prólogo o Introducción recae dentro de las convenciones del género y sirve para justificar la elección del tema, la manera de abordarlo y otros aspectos compositivos, como es evidente en la nota que abre la primera edición de El proceso de Macanaz. Historia de un empapelamiento de 1969, que lleva como título “A modo de justificación”8. Aun así, Carmen Martín Gaite tiende a superar los modelos convencionales, utilizando los segmentos paratextuales para afirmar una interpretación personal del ensayo, en una línea narrativa y experiencial. Pensemos, por ejemplo, en la espléndida pieza titulada “Apéndice arbitrario”, con la que se cierra Desde la ventana (1986). 7 Esta descripción de la portada de la edición anterior es reveladora de la predilección de Carmen Martín Gaite por los elementos pictóricos y, podemos añadir, de su sensibilidad por el aparato paratextual. 8 Este prólogo se reproduce en las siete ediciones sucesivas, según explica José Teruel (2015b: 1431) en las “Notas” finales a la edición del volumen IV de las Obras completas. Ensayos I.

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En cuanto a la dimensión autobiográfica, esta se manifiesta en el paratexto de diferentes maneras, y especialmente mediante la narración de los avatares y circunstancias de la escritura, la autorrepresentación y el posicionamiento dentro de un escenario que se ilustra mediante imágenes u objetos representativos de emociones y vivencias, y emblemáticos de la relación entre vida y escritura (Pittarello 2016). En otras palabras, el paratexto ofrece a Carmen Martín Gaite un lugar ideal para construir y afirmar su identidad de autora en simbiosis con la literatura, gracias a la performatividad y la prominencia de este dispositivo. En rigor, como se ha visto, todo el paratexto contribuye a esta autoafirmación, también mediante el dialogismo y la intertextualidad —no olvidemos que la lectura consiste, para Martín Gaite, en un diálogo creativo con otros autores—, pero mi análisis se limitará a lo más cercano a la narración de experiencia personal. Veamos algunos retazos de narración personal que se pueden rastrear no solo en las piezas paratextuales más extensas (prólogos, introducciones, etc.), sino también en las que desarrollan una textualidad más limitada, tales como títulos y dedicatorias. Títulos En los títulos que Carmen Martín Gaite eligió para sus novelas y ensayos sobresalen algunos motivos recurrentes como las geografías domésticas (Entre visillos, El cuarto de atrás, Fragmentos de interior, Desde la ventana, Irse de casa), el flujo de la conversación (Retahílas, El cuento de nunca acabar) y el imaginario de los cuentos infantiles (Caperucita en Manhattan, La Reina de las Nieves). Desde nuestro ángulo visual, emerge por su contenido autobiográfico y experiencial El cuarto de atrás (1978): como se va viendo en el libro, este sintagma reenvía a un cuarto de la casa salmantina en la que transcurrió la infancia de la autora. Además de los valores simbólicos asociados, resalta su iconicidad, es decir, la capacidad de evocar emociones e intimidad: la de El cuarto de atrás es una imagen esencial, imagen-síntoma, en la que se concentran las vivencias relacionadas con la infancia y la guerra (Pittarello 2016).

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Imágenes de portada No siempre es posible establecer el papel del autor en la selección de las imágenes de la portada, pero como ya se ha visto, Martín Gaite atribuía gran importancia a este elemento visual. Hay algunos casos que no dejan lugar a dudas, como el collage de la autora “Petición de socorro” reproducido en la portada de Nubosidad variable (1992), y el autorretrato que encontramos en Agua pasada (1993), asimismo realizado por ella con la técnica del collage. En él se ve a la autora sentada a una mesa, bien vestida, en la actitud de buscar algo en el bolso, rodeada de cuadernos y recortes de varios tipos como flotando en el aire o desparramados en suelo. Además del bolso, en la mesa aparecen varios objetos: unos folios, una botella de agua, una copa y una plaquita donde se lee “Cosa por cosa”: un llamamiento al orden que supone todo acto discursivo, ante la imposibilidad de aprehender todas las vivencias y pensamientos. Se trata de un ejemplo figurativo muy cercano a los collages autobiográficos de Visión de Nueva York, y en la misma línea de los fragmentos verbales autorrepresentativos que estudiaremos más adelante. Dedicatorias Carmen Martín Gaite aprovechó sistemáticamente las dedicatorias para crear una especial sintonía con el lector9, insertando también en ellas varias pinceladas narrativas. Se destaca la de Caperucita en Manhattan (1990), tanto por su aspecto gráfico como por la red de relaciones intertextuales que establece con otros textos que reenvían al mismo escenario vital, el viaje a los Estados Unidos en 1985, tras la muerte de la hija10. En la dedicatoria, que asume forma de dibujo, 9 José-Carlos Mainer (2008) analiza detenidamente las estrategias de las dedicatorias en su prólogo al primer volumen de las Obras completas, destacando su función comunicativa. 10 Este contexto biográfico ha sido estudiado en profundidad por José Teruel (2006), a través de las múltiples versiones que se encuentran en Cuadernos de todo y en Visión de Nueva York (2005).

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leemos: “Para Juan Carlos Eguillor, por la respiración boca a boca que nos insufló a Caperucita y a mí, perdidas en Manhattan a finales de aquel verano horrible” (Martín Gaite 1990: 9). La creación literaria, sobre todo cuando se nutre de la amistad, se configura como la única salida para el individuo extraviado ante el dolor. También se hallan varias dedicatorias a figuras familiares, que hacen revivir una intimidad compartida, como ocurre en Entre visillos (1958): “Para mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano” (Martín Gaite 1975: 7) y en Retahílas (1974): “Para Marta y sus amigos (Máximo, Elisabeth, Juan Carlos, Alicia, Pablo), siempre turnándose, al quite de mis horas muertas” (Martín Gaite 1979: 7). Epígrafes Los epígrafes, al ser citas de otros textos, no suelen contener elementos de narración personal. Un caso especial está representado por las citas de la entrada retahíla en el DLE (Diccionario de la Lengua Española) y en el Diccionario crítico etimológico de Joan Corominas que encabezan la novela que lleva esta palabra como título. Al final de la cita se añade la siguiente nota en la que la reflexión lingüística reenvía a la experiencia personal: “Yo debo añadir a tan acreditados testimonios el sentido figurado de ‘perorata’, ‘monserga’ o ‘rollo’ —como ahora se suele decir— con que he oído emplear esta palabra desde niña en Salamanca” (Martín Gaite 1979: 9). En la palabra retahíla se condensa la prioridad de lo oral sobre lo escrito, pero lo que aquí interesa recalcar es, más bien, su arraigo en la experiencia personal. Notas finales Como ya se ha dicho, las novelas de Carmen Martín Gaite acostumbran a dar cuenta al final de las circunstancias espacio-temporales de la redacción. A veces contienen también elementos narrativos, como en el caso de Retahílas: “Empecé a tomar los primeros apuntes para esta novela en junio de 1965, en un cuadernito al que llamo, para mi gobierno, ‘cuaderno-dragón’ por un dibujo que me había hecho en la primera

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hoja un amigo que entonces solía decorar mis cuadernos. Terminé su redacción definitiva la tarde del 31 de diciembre de 1973, en mi casa de Madrid” (Martín Gaite 1979: 234). El dibujo del dragón que aquí se menciona puede verse reproducido en Cuadernos de todo (Martín Gaite 2002: 145). El protagonismo del cuaderno, uno de los objetos más evocadores de la escritura, es el dato esencial de la nota; pero no son menos importantes el dialogismo literatura-pintura (cuaderno-dibujo), la amistad como resorte para la creación y el elemento temporal, durativo: la autora quiere dejar constancia de cómo la redacción de una obra es un proceso largo, que se extiende en una etapa dilatada. Prólogos e introducciones Prólogos e introducciones —y sus variantes como notas preliminares, notas a nuevas ediciones, etc.— son los componentes paratextuales que contienen más ingredientes de narración personal. Como se ha anticipado, en las novelas se destacan unos pocos casos emblemáticos, mientras que en los ensayos son preceptivos. Veamos algunos ejemplos. La Reina de las Nieves (1994) presenta una “Nota preliminar” bastante extensa en la que se da cuenta del accidentado proceso de elaboración. Una precisión que la autora considera necesaria, dada la distancia entre el comienzo de la redacción (1975) y su conclusión (1994): un desfase temporal que contiene un largo hiato (19851993), en coincidencia con una etapa dolorosa en la que aquellos cuadernos quedan enterrados “bajo siete estadios de tierra”. La relación con la novela se condensa en la descripción del lugar donde se sitúa la etapa más productiva: Esta novela, para la que vengo tomando notas desde 1975, ha tenido un proceso de elaboración lleno de peripecias. […] trabajé en ella con asiduidad hasta finales de 1984, sobre todo en otoño de ese año, durante una estancia larga en Chicago. […] me albergaba en el piso diecisiete de un antiguo hotel, el Blackstone, que tenía puerta giratoria. Desde mi habitación se dominaba el lago Michigan, yo había corrido la mesa junto a la ventana, y me pasaba tardes enteras trabajando allí. La Reina de las Nieves la asocio siempre con la fría y desolada visión de aquel lago inmenso (Martín Gaite 1994: 11).

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Una vez más, sobresale un elemento visual, el lago Michigan, que entraña un condensado de vivencias y emociones. Asimismo, el fragmento liminar propone un ejemplo de autorrepresentación y de construcción identitaria paralelo al que se vio en el collage de la portada de Agua pasada: como en una actuación, Carmen Martín Gaite se ve desempeñando su papel de escritora en el escenario envolvente de una habitación —el acto, en ella recurrente, de cambiar de sitio los muebles permite personalizar el entorno anónimo de una habitación de hotel—, con la mirada puesta hacia la ventana y la porción de paisaje que esta deja ver. A diferencia de lo que ocurre en el collage, la figura de la autora aquí no se ve, sino que se posiciona como observadora dentro de un decorado; pero su relación con el contexto de producción no es puramente contemplativa sino cambiante y dinámica. Su actitud hacia el lector es la de desvelar los mecanismos, las dificultades y los avatares de la escritura, y exhibir los recursos constructivos de la obra literaria: una novela tan complicada y “especial” no puede habérsela “sacado de la manga” en poco tiempo, dirá más adelante. El actor hace el gesto de quitarse la máscara11, dejando que el lector se asome a su taller: de esta manera, la autorreferencialidad del paratexto asume cierto carácter de comunicación íntima y demanda la complicidad del lector. Tal como observa Pittarello (2016: 354), la dialéctica del desmontaje y del montaje es en Martín Gaite un “método de conocimiento” ajeno a la argumentación racional, pues se basa en las relaciones subyacentes y en los elementos vivenciales. De ahí que la actitud autobiográfica forme parte integrante de su mundo literario y se relacione con la construcción de una identidad narrativa fuertemente anclada en los datos situacionales —es decir, la ipseidad—, que se opone a la asertividad de los modelos masculinos

11 En otro lugar, ella misma advierte que este desvelamiento puede tener su trampa: “Será algo parecido a lo que hace un prestidigitador cuando enseña la trampa”, nos dice en El cuento de nunca acabar al presentar la sección final, “Río revuelto”, que se compone de fragmentos extraídos de sus cuadernos personales; pero añade enseguida: “Aunque la selección, supongo, también llevará su trampa” (Martín Gaite 1985: 279).

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que ella rechazaba —o sea, la identidad como mismidad (Ricoeur 1990). Este mismo ritual se repite en otros casos, como la “Introducción” de Usos amorosos de la postguerra española (1987): “Precisamente hoy, 20 de noviembre de 1985, cuando estoy redactando este prólogo en el apartamento de una Universidad americana, se cumple el décimo aniversario de la muerte del general Franco. Ya ha llovido y se ha secado el barro” (Martín Gaite 1987a: 15). Al dejar constancia del contexto espacio-temporal en el que redactó el prólogo, Carmen Martín Gaite pone énfasis en su papel como marco autobiográfico de la obra y no solo como justificación de los contenidos y pórtico interpretativo. La prominencia de las circunstancias personales queda reafirmada mediante un recurso bastante insólito, la actitud dubitativa con respecto a la efectiva posibilidad de publicar la obra: “El presente trabajo, para el que llevo tomando notas desde 1975, como queda dicho, verá la luz —si es que llega a verla— gracias a una ayuda de la Fundación March” (1987a: 15). No estará de más recalcar la relevancia de este contexto biográfico. En él se sitúan, además del proyecto de Caperucita al que ya he aludido, algunos Cuadernos de todo tan relevantes como “El otoño de Poughkeepsie”, dotado de elevada calidad narrativa (Calvi 2012), y otros cuadernos, que ofrecen versiones múltiples del mismo autorretrato, con la ciudad de Nueva York y el mundo estadounidense como telón de fondo (Teruel 2006). De esta manera, se reafirma la importancia de las historias (la suya personal, en este caso) en relación dialéctica con la historia, que constituye el tema central del ensayo sobre los usos amorosos de la posguerra española. En la Introducción a Desde la ventana se esboza otro interesante toque autobiográfico, asimismo de ambiente neoyorquino pero perteneciente a un viaje anterior, igual que el “Apéndice arbitrario”; una pieza menos conocida que esta última, pero de gran interés en cuanto testimonio personal coherente con los temas tratados en el ensayo. En ella Carmen Martín Gaite nos cuenta cómo, tras la compra del libro A Room of One’s Own de Virginia Woolf, se encierra en su habitación para leerlo, acerca la butaca a la ventana

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y entabla una conversación con la autora inglesa. El dinamismo de la identidad narrativa centrada en la inmediatez situacional queda reafirmado por el paso de la luz (“Era una tarde luminosa de otoño”) a la oscuridad: […] ya había anochecido en la calle 119 y había tenido que encender la lámpara de mesa. Se había disipado la inquietud que a esas horas me condenaba a recordar mi condición de extranjera entre rascacielos y a repasar la larga lista de espectáculos reseñados en el New York Times, con el ansia de encontrar un aliciente que me lanzara a la calle, huyendo del enfrentamiento conmigo misma. Las cuatro paredes de mi refugio provisional no solo no se me caían encima, sino que me arropaban maternalmente. Nunca como aquella tarde me he dado cuenta del privilegio que supone para una mujer tener un cuarto solo suyo y habitarlo como liberación, no como encierro (Martín Gaite 1987b: 11-12).

Como se ve, la tesis defendida en el ensayo, que apunta a la dimensión interior y vivencial de la escritura femenina, se apoya en la intimidad de un relato personal. Por último, veamos un fragmento de la nota a la segunda edición de El cuento de nunca acabar. Como se ha dicho, desde su primera edición la obra lleva siete prólogos integrados dentro de su compleja estructura y red intertextual. La segunda edición salió poco después de la primera con una larga nota inicial, que contiene varios elementos narrativos: la pieza se abre con el relato de la presentación del libro, tras su primera aparición, y sigue narrando, mediante un flash back, las circunstancias en las que se concluyó su redacción, que en la primera edición solo quedan aludidas por la nota final sobre lugar y fecha: “Madrid, otoño de 1973 - Charlottesville, Virginia, otoño de 1982” (Martín Gaite 1985: 377). Una vez más se repite el ritual de la autorrepresentación: Después de nueve años de trabajar en él, terminé de ordenar los apuntes que componen su última parte la madrugada del primer día de octubre de 1982 en Charlottesville, Virginia. Eran las cuatro de la mañana y había luna llena. […] todo el mes de septiembre me lo pasé encerrada en mi apartamento, rodeada de papeles que se amontonaban en la mesa, por las sillas y hasta por

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el suelo, en un estado como de borrachera. El tiempo no oprimía, pasaba de puntillas por encima de mí […]. Era un apartamento muy bonito y ahora lo recuerdo con nostalgia. Casi nunca sonaba el teléfono. Había cambiado de sitio todos los muebles (Martín Gaite 2016: 234)12.

Además de la fecha y el lugar, descubrimos otro apartamento en el que la autora ha dispuesto los muebles a su antojo, está rodeada de papeles y mira fuera de la ventana. Véase también cómo el acto de la escritura permite huir de la opresión del tiempo; una dimensión apacible de la temporalidad que se vislumbra también en el trozo citado de Desde la ventana. La narración sigue con el acto de meter el manuscrito dentro de un sobre y enviarlo a la editorial madrileña. Se encuentra también una alusión al contexto de recepción, cuando la autora alude a las reacciones positivas de los amigos, e invita al lector a entablar un diálogo con ella: “Terminaré dando las gracias a todos mis lectores. Algunos de ellos, con sus comentarios verbales a lo largo de estos primeros días de primavera, me han hecho entender que el primordial designio del Cuento de nunca acabar está logrado. El texto ha dejado y sigue dejando abiertas las puertas para que todos los que tengan algo que aportar arrimen el ascua de su cuento a la sardina del mío” (Martín Gaite 2016: 237). Este fragmento reviste especial interés para el estudio de la relación entre la teoría del paratexto y la estética de la recepción: en efecto, el espacio liminar del texto ofrece pistas ineludibles para reconstruir el horizonte de expectativas del lector (Caturla 2009: 172-175). Aquí Carmen Martín Gaite inscribe a algunos de sus lectores dentro del contorno paratextual del libro, solicitando su colaboración en la construcción del sentido del texto. Por otra parte, esta larga nota completa el paratexto de El cuento de nunca acabar en su conjunto. En efecto, hay cohesión temática entre el 12 En la edición de José Teruel de El cuento de nunca acabar incluida en las Obras completas (Martín Gaite 2016) están recogidas las tres Notas, respectivamente, a la segunda edición de Trieste (1983), a la cuarta edición de Anagrama (1988) y a la edición de Círculo de Lectores, la quinta y más completa (1994).

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remate final de la primera edición —en el que se explica que el amigo a quien el ensayo está dedicado estaba muerto al abrir el libro pero todavía vivía en el sexto de los prólogos, uno de los primeros en ser escritos— y esta nota de la segunda edición, ya que ambas giran en torno a la dialéctica producción-recepción y a la repercusión del diálogo con el lector en la composición de la obra literaria. Este mismo principio queda reafirmado en la nota a la edición de Círculo de 1994, donde se lee: Transcurridos once años desde la primera aparición de este libro, tengo que reconocer que en sus páginas se dan cita mis temas predilectos. Bien puede decirse que a él afluyen o de él brotan todos los ríos de palabras por los que más me gusta discurrir. Intenté levantar una especie de teatrito desde el cual tender la mano a mis lectores. Y no me la dejaron colgando. Por el puente de este cuento se han acercado a mí muchos amigos nuevos, me han contado muchos cuentos a los que este servía de pre-texto. Y si los incluyera, que bien me gustaría, no habría editor, por muy aventurado que fuese, que se atreviera a meter en imprenta el texto resultante. Pero en mi cabeza y en mi corazón han ido fructificando las sugerencias que, a modo de anotaciones al margen, enriquecen para siempre y mantienen vivo El cuento de nunca acabar. A todos estos lectores, y a los que aún pueda seguir cosechando, muchas gracias (Martín Gaite 2016: 231).

A través de estas palabras, Carmen Martín Gaite sugiere una visión abarcadora del paratexto como espacio de actuación (“una especie de teatrito”) abierto a los lectores, que se dilata hasta incluir en un abrazo ideal sus comentarios y sugerencias. No se trata de destinatarios potenciales, sino de personas reales —aunque aludidas mediante un plural genérico, “muchos amigos nuevos”— que han recogido el hilo y se lo han devuelto a la autora; una vez más, la narración personal es el dispositivo utilizado dentro del paratexto para poner en relación la experiencia del yo con la literatura, en una aproximación empática a la experiencia del otro: “se han acercado a mí…”, “me han contado muchos cuentos…”.

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Conclusiones Carmen Martín Gaite hace un uso muy personal y a veces poco convencional del paratexto, edificando en él un espacio enunciativo para la autorrepresentación, en el que construye performativamente su identidad narrativa de autor. La autora salmantina practica una modalidad autobiográfica en la que la experiencia vital se funde con la creación literaria, dejando traslucir los mecanismos de ficcionalización de la realidad. Una perspectiva experiencial que deconstruye y pone en entredicho, en particular, los modelos convencionales del ensayo, como se ve con especial evidencia en El cuento de nunca acabar, dotado de un complejo entramado paratextual. Si bien es cierto que en la literatura reciente el paratexto ha perdido su función interpretativa, en Carmen Martín Gaite ha ganado en valor comunicativo, en cuanto lugar privilegiado para implicar al lector. Como colofón de este trabajo, permítaseme proponer un ejemplo de paratexto especial, la dedicatoria que la autora me escribió en 1989 al hacerme obsequio de la edición de 1988 del libro, a raíz de una conversación sobre él (Figura 1, p. 235). Ni que decir tiene que la metáfora del hilo ejemplifica la idea de comunicación que defendía Carmen Martín Gaite, a la par que condensa una serie de valores vivenciales que giran en torno al acto de coser, en un entorno doméstico, con la mirada que se explaya más allá de la ventana.

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“Homenaje a Virginia Woolf”: palabras e imágenes en un collage neoyorkino de Carmen Martín Gaite Elide Pittarello Università Ca’ Foscari Venezia

Arqueologías Entre los diarios que Carmen Martín Gaite guardaba en un cajón destaca Vision of New York, que se publicó póstumo con el título traducido en español y una cubierta diferente del original. Este diario en forma de collages enlaza con varios textos de la autora: de Cuadernos de todo a El cuento de nunca acabar; de las traducciones, los artículos y los textos historiográficos a las novelas, especialmente El cuarto de atrás. La autora se había adiestrado en la praxis del fragmento mucho antes de componer los collages de Visión de Nueva York. En los Cuadernos de todo hay anotaciones y proyectos que a menudo no pasan del esbozo típico de un pensamiento en devenir. Los silencios del texto son fracturas del discurso. Significan en cuanto crisis del decir que a veces deriva hacia el ornamento gráfico. Sustrayendo el alfabeto al rol de medio pragmático, invisible por el uso, en Cuadernos de todo Carmen Martín Gaite valora también la forma de las consonantes y las vocales por ser signos y a la vez dibujos. Escribe palabras según una trayectoria oblicua, o en letra de molde, o subrayadas e integradas

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con figuras, etc. Sus páginas tienen también cualidades estéticas de tipo visual. En su valiosa edición de los Cuadernos de todo, Maria Vittoria Calvi inserta aquí y allá muestras del manuscrito original que la versión impresa no puede reproducir (Martín Gaite 2002). Así el lector no se limita a leer, también ve figuras, se convierte en un espectador. Es un rol que se invierte en Visión de Nueva York dado que priman las imágenes, como anuncia el propio título del diario. La autora solía dibujar y hacer collages, pero como forma de entretenimiento privado o como cifra confidencial en las cartas que enviaba a sus amistades. Antes de estar en Nueva York, de septiembre a diciembre de 1980, no había compuesto nunca un cuaderno como este, ni lo hará después. Solo allí se promueve aquel talento suyo, marginal y jocoso, de buscar un necesario lenguaje icónico porque, afirma, “New York es una ciudad que no se puede captar ni transferir solo con la pluma, se necesitan imágenes” (Martín Gaite 2005: 139). En este diario la palabra desempeña el papel secundario de premisa, integración, comentario, interrogante o sello de los collages. El discurso es híbrido y fragmentario, evidente pero no siempre perspicuo. Lo visual se impone sobre lo verbal como una forma inédita de comunicación, porque los actos icónicos —afirma Horst Bredekamp— no desafían la lengua para debilitarla, le añaden un refuerzo de tipo personal (2015: 37). Exceptuando algunos collages finales, cuyo tema es un breve viaje a California, Visión de Nueva York testimonia un proceso de adaptación a la metrópoli norteamericana. Ante la novedad la autora tiene que cambiar sus planes. Estaba allí para dar un curso de Literatura en Barnard College de Columbia University, pero también para seguir escribiendo un ensayo acerca de la creación literaria. Lo había empezado siete años antes con el título provisional de El cuento de nunca acabar. Una eventualidad que acabó cumpliéndose, pues se publicaría inacabado en 1983. Pero mientras estaba en Nueva York, Carmen Martín Gaite aún no se había rendido, si bien se sentía asaltada por dudas que se remontaban a los años sesenta. Ya entonces no sabía cómo expresar con palabras la plenitud de la experiencia. Para ella el decir —sobre todo el decir bien trabado y consecuencial— falseaba el sentir o no lo abarcaba suficientemente. También de este planteamiento conflictivo son deudores los collages de Visión de Nueva York.

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Escenas de la memoria Precede aquel cuaderno una larga experimentación literaria que culmina en El cuarto de atrás, un texto acerca del cual se ha escrito mucho y bien. Quizá no se haya dedicado bastante atención a su íncipit, un caso singular de la poética de la huella, del movimiento —anterior a cualquier contenido— que produce diferencias (Derrida 1967: 92). He aquí la representación de esa carencia de plenitud que pone en marcha los signos: “… Y sin embargo, yo juraría que la postura era la misma, […]” (Martín Gaite 2008: 961). Tres puntos suspensivos, una conjunción copulativa y una adversativa separadas por una coma marcan un vacío. Falta el logos, expulsado a un espacio semántica y gráficamente abismal. Fenómenos de este tipo suelen referirse más al silencio que a la ausencia absoluta de comunicación (Palacio 2003). Así lo ilustra el epígrafe de George Bataille: “La experiencia no puede ser comunicada sin lazos de silencio, de ocultamiento, de distancia” (Martín Gaite 2008: 959). Aquí la autora ha hecho una adaptación tendenciosa del original, que dice lo siguiente: “L’expérience ne peut être communiquée si des liens de silence, d’effacement, de distance, ne changent pas ceux qu’elle met en jeu” (Bataille 1973: 42). La divergencia semántica es llamativa. La eventualidad del francés (“si”) pasa al español como una exclusión (“sin”), que el significante casi idéntico encubre. Pero mientras a Bataille le importaba el acceso al éxtasis trascendental, a Carmen Martín Gaite le interesaba dialogar con las personas en este mundo, lo mismo que la protagonista de El cuarto de atrás a la que tanto se parece. Pero esta identidad emerge al comienzo por aproximación, acudiendo al dibujo narrado con palabras. De noche, en la cama, la protagonista insomne se distrae imaginando que coge un lápiz para dibujar una puesta en escena imprecisa. Retrocede a la infancia y junta a la niña que fue con la mujer de mediana edad que es, la una y la otra unidas por el uso del pronombre “yo” y el tiempo presente de indicativo. No es la única paradoja del recuerdo. El lápiz es de pronto un palito o tal vez una concha, la hoja de papel es una playa del norte de España, el dibujo es una letra del alfabeto, pero no una letra cualquiera:

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me voy a figurar que estoy trazando rayas con un palito sobre la arena de la playa, da mucho gusto porque la arena es dura y el palito afilado, o tal vez sea un caracol puntiagudo, no importa, tampoco sé qué playa es, podría ser Zumaya o La Lanzada, es por la tarde y no hay nadie, el sol desciende rojo y achatado, entre bruma, a bañarse en el mar. Pinto, pinto, ¿qué pinto?, ¿con qué color y con qué letrita? Con la C. de mi nombre, tres cosas con la C., primero una casa, luego un cuarto y luego una cama (Martín Gaite 2008: 962).

Ninguna precisión documental. Quien narra recupera la estela de sí misma haciendo coexistir la pintura/escritura, la reflexión metartística y la vivencia que privilegia la visión. El nombre, reducido a monograma, es un palimpsesto de la consonante dibujada y del alfabeto abstracto. En su vaguedad atrae otros nombres o imágenes que remiten a otras reminiscencias de la infancia y la adolescencia, como se ve en el resto del capítulo. Del sujeto a los objetos, del exterior al interior, de la vista al oído y al tacto: el pasado emerge como constelación perceptiva alrededor de la inicial “C”. Es a través de la imagen visual y fónica de la “casa”, el “cuarto” y la “cama” como el sujeto se identifica. El acto de dibujar, si bien imaginado a través de una intermedialidad referencial, es decir, solo narrada, ubica a la niña en su hábitat de manera sensible. Pero, afirma Hans Belting, también las imágenes que se transmiten con el medium del lenguaje necesitan “nuestro cuerpo para completarlas con la experiencia personal y el significado” (2015: 156). De aquel recuerdo, lo que menos importa es la exactitud. Con su evocación simbólica la protagonista ensalza la poética del fragmento y desacredita la teología del autor.

Con Virginia Woolf Cuando llega a Nueva York en septiembre de 1980, Carmen Martín Gaite ha acabado de traducir la novela de Virginia Woolf To the Lighthouse, donde es crucial el arte de la pintura. La encarna Lily Briscoe, la deuteragonista que no para de analizar el desfase entre la visión y el cuadro, entre la experiencia estética y su posible representación. El tema es tan importante que esta artista independiente y soltera tiene

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el privilegio de terminar la historia. A ella no le importa si su lienzo es mediocre. Ha pintado siempre y seguirá haciéndolo aunque sus obras no valgan mucho. Lo que persigue no es la verosimilitud sino la vivencia del fenómeno que precede a la forma. Hay en la novela varias reflexiones metartísticas análogas a las de Carmen Martín Gaite. Una, en particular, evidencia por un lado la desorientación frente a cánones estéticos inservibles, tanto verbales como pictóricos; por otro lado, expresa el deseo de captar la sacudida del cuerpo frente a un paisaje natural que perturba. Aún sabiendo que es una ilusión, a Lily Briscoe le gustaría representar el proceso del descubrimiento antes del resultado, fijar la transformación cuando acontece: “Phrases came. Visions came. Beautiful pictures. Beautiful phrases. But what she wished to get hold of was that very jar on the nerves, the thing itself before it has been made anything” (Woolf 1990: 184). No extraña que al llegar a Nueva York, Carmen Martín Gaite no se haya desprendido aún de esta novela. No extraña tampoco que compre A Room of One’s Own y descubra nuevas afinidades. Las celebra con el collage “Homenaje a Virginia Woolf ”, al que preceden un par de páginas manuscritas y también decoradas. En la primera destaca el dibujo de la cubierta del libro recién comprado (ver figura 1). A Carmen Martin Gaite no le basta poseerlo, necesita estrechar gráficamente el vínculo representando su imagen en lo alto y a la izquierda: una posición preeminente. A diferencia del dibujo narrado de manera aproximativa en El cuarto de atrás, este es detallado, mimético y hecho para ser visto. No evoca una época pasada, archiva el momento presente. Siendo Visión de Nueva York un diario, todo lo que la autora deposita en él es un documento destinado a una hermenéutica futura. El dibujo reproduce la cubierta de A Room of One’s Own, que ilustra el título. Muestra una habitación estilizada con un mobiliario fantástico, apto para leer y escribir: sobre el fondo de tres paredes blancas emerge una butaca verde; del suelo surge una gigantesca flor azul; en el techo un globo amarillo ilumina y arroja sombras; a la izquierda, una gran pluma fuera de escala retoma los tres colores en las rayas oblicuas de su superficie. Con su mole vertical y la plumilla del mismo color del globo luminoso, esta estilográfica se parece a un faro, la torre tantas veces mencionada en la homónima novela de Virginia

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Woolf. Pero hay algo más, esa figura condensa una vivencia íntima, es sobredeterminada. En palabras de Georges Didi-Huberman, “hace síntoma, es decir, grito o mutismo en la imagen supuestamente hablante” (2010: 269). Del padre, que había fallecido dos años antes, la autora había heredado los diarios y la pluma, “una Parker negra de antes de la guerra” que ella usaría también, como anotará en las páginas sobrecogedoras del Cuaderno de todo 35, escrito a raíz de la muerte de la hija en 1985 (Martín Gaite 2002: 628). La pluma desprende la energía simbólica del objeto que interpela al sujeto en cuanto viviente, en cuanto ser que lleva impresa la memoria también en el cuerpo. La emoción rebasa el concepto, el espacio evoca el tiempo. De manera análoga a El cuarto de atrás, la interacción del bíos con logos preside la huella icónica de la edición americana de A Room of One’s Own (1957). Pero aquí la figura no es solamente narrada, está a la vista y encierra significados explícitos y latentes. Los aclaran en parte la primera página manuscrita que rodea el collage (Martín Gaite 2005: 144). También esta lleva algunos recortes. El primero es el gran titular del margen superior. Está sacado de un periódico, remite a un sujeto femenino que no se menciona: “She had a lifestyle all her own”. En el margen izquierdo, en posición vertical, otro pequeño recorte de fondo naranja lleva una cita de J. Carie Sexton, “Every season is a continuing miracle of life…”. Un mensaje eufórico que alude a la actitud de la autora, encantada de estar allí. Hacia la parte inferior de la página y en posición horizontal, una mano femenina con una sortija —por la textura de la piel, una mano joven y seductora, las uñas pintadas con un barniz rojo oscuro— ofrece el contexto cronológico sobre fondo negro: “Autumn 1980”. Así Carmen Martín Gaite fecha el acontecimiento narrado en la parte manuscrita y, a partir de este recorte, deforma las líneas manuscritas que completan la parte inferior de la página. Ya no son rectas, ni apretadas y dispuestas con orden a lo largo de las rayas de la página, como las anteriores. La autora aquí secunda la curva inferior del collage relativo a la mano, añade un valor icónico a su propia letra optando por una andadura sinuosa y desahogada. El conjunto de esta primera página —con los collages, el dibujo de la cubierta de A Room of One’s Own y el texto manuscrito— es la primera muestra de una

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alianza intertextual e intermedial tan fértil como esporádica. En un diario íntimo la omisión referencial y el sobrentendido son la norma. Pero si el diario se compone sobre todo de collages que se relacionan con textos escritos, las brechas son originarias: hay elipsis que están a la vista y otras que se infieren. Veamos, pues, el dibujo de la cubierta de A Room of One’s Own, que destaca en la página por su configuración y tamaño. Para saber hasta qué punto la autora está implicada en aquella imagen hace falta acudir a la parte verbal, que así empieza: “Aquí a la gente le extraña bastante que yo haya traducido To the Lighthouse de la Woolf. Me acuerdo de todas las horas que le dediqué en El Boalo, de las resonancias que allí, en el despacho de papá, me traía ese texto. (Hace solo mes y medio)” (Martín Gaite 2005: 144-145). En Nueva York aún perdura el vínculo literario y sentimental con la habitación elegida para llevar a cabo la tarea, es decir “el despacho de papá” en la casa de verano de la familia, adonde la autora siguió yendo toda su vida. Con respecto a las reivindicaciones antipaternalistas de Virginia Woolf esta preferencia logística suena a apostasía. Pero la consonancia con la escritora inglesa es más profunda, como puede verse en el “Bosquejo autobiográfico” que precede a Visión de Nueva York. En este escrito, fechado en junio 1980 y redactado en España, Carmen Martín Gaite recuerda con devoción a sus progenitores. En particular le agradece al padre —un notario de ideas liberales y antimilitarista— haberles impartido a ella y a su hermana Anita una educación inusual. No fueron al colegio, aprendieron en casa, el acceso al saber fue un asunto familiar desde la más tierna edad: “Mi hermana y yo en la primera infancia tuvimos varios profesores particulares de dibujo y de idiomas y de cultura general, pero fue sobre todo mi padre quien nos aficionó al arte, a la historia y a la literatura” (Martín Gaite 2016b: 641). Entonces habían pasado casi dos años desde que había muerto primero el padre y, dos meses después, la madre. La doble pérdida era aún reciente cuando la escritora hizo su primer viaje a Nueva York, en 1979. Se entiende pues cómo “el despacho de papá” formaba parte de un legado afectivo, una elegíaca “habitación propia” que no era necesario conquistar. La autora había tenido una desde pequeña, era

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“el cuarto de atrás” del que habla en la obra homónima. Está claro que lo que la aproxima a Virginia Woolf, tras leer A Room of One’s Own, no atañe al despotismo masculino. Por el contrario, el espacio doméstico posibilitó para ella una labor literaria grata, satisfactoria. Lo que reconoce como propio en ese libro es la relación simbólica, creativa, entre el hogar y la literatura que había escrito hasta la fecha: “Ahora (también el otro día en Rizzoli) he comprado A Room of One’s Own, que he terminado de leer este fin de semana en New Haven y que me congracia con la Woolf ya definitivamente. Porque ella, como yo, entendía de interiores, de ‘todo lo bueno que se cocía en la cocina’, como me dijo Celso en aquel telegrama que me mandó desde no sé donde cuando me dieron el Nadal por Entre visillos” (Martín Gaite 2005: 145). En la tercera y última parte de esta página que introduce el collage, la autora declara lo que le ha aportado el hallazgo de A Room of One’s Own: “Me pasé el verano traduciendo la Woolf en El Boalo y el otoño lo he recibido en New Haven, con calor, bañándome en la piscina de los Durán y, en los ratos libres (ya en el viaje New York-New Haven), a vueltas con el libro cuya portada he dibujado más arriba, lidiando con las reflexiones que me deparaba” (Martín Gaite 2005: 145). Fijémonos en el último verbo, “lidiando”. Con esta metáfora Carmen Martín Gaite admite que no consigue argumentar de manera satisfactoria sus desvelos metaliterarios. En la página sucesiva (ver figura 2) deja bien claro el conflicto, anuncia que va a ensayar un orden ajeno a la lógica: “Y ahora (23 de septiembre de 1980) trato de agrupar esas reflexiones en plan collage” (Martín Gaite 2005: 146). Es una actitud que reaparecerá en una novela de 1992 con la misma modalidad discursiva. En el capítulo III de Nubosidad variable, Sofía —una de las protagonistas— está dibujando y recortando figuras. A la hija que no entiende bien de qué va aquel bricolaje, le contesta: “Se titula ‘Gente en un cóctel’. Es un poco en plan collage”. Y después de explicar por qué va pegando los triangulitos de papel plata sacados de un paquete de tabaco y cómo piensa añadir en el medio un conejo blanco o una liebre, concluye que aquel collage “también puede ser un homenaje a Lewis Carroll” (Martín Gaite 2009: 220-221). Nada está fijado de antemano: ni el orden de la composición, ni el tema o el título.

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El personaje de Nubosidad variable duplica lo que había escrito su autora, en Nueva York, mientras preparaba el collage en honor de Virginia Woolf: enmarcado por un sombreado lila, un recorte de la invitación al cóctel de bienvenida que le ofrece Barnard College sintetiza la ocasión social. La imagen pegada se impone sobre la parte manuscrita y ahorra descripciones circunstanciadas. La autora solo añade a mano y entre paréntesis: “(Acabo de volver de un party que me han ofrecido en Barnard College)”. Luego, en una línea aparte, añade: “Y yo con mi ABANICO” (Martín Gaite 2005: 146). Nótese este último lexema, semánticamente denso. La letra de molde es el único recurso icónico (e irónico) con el cual la autora apunta a una pluralidad de significados posibles: por ejemplo, el hecho de protagonizar la fiesta o de marcar su procedencia extranjera a través de un objeto identitario como el abanico. La toma de distancia geográfica y antropológica se deduce por lo que la autora escribe a continuación. Ya que escribe “en plan collage”, no le hace falta coordinar una cosa con otra: yuxtapone los enunciados enfatizando la falta de nexos por medio de la ortografía (puntos suspensivos, paréntesis, punto y aparte). En esa fiesta Carmen Martín Gaite ha encontrado a mujeres del mundo académico, algunas de ellas se dedican a los Gender Studies, un campo de investigación desconocido en la España de 1980, recién empezada la transición. Las reflexiones que promueve A Room of One’s Own atañen a las mujeres americanas que tal vez no sepan consolidar las conquistas del feminismo, movimiento a cuya ideología la autora miraba con reserva. A pesar de las proclamas, tal vez las mujeres americanas no sepan perseverar en la lucha hasta alcanzar la meta más ardua, es decir, cargar con todas las consecuencias de la autonomía, valerse por sí mismas. Al igual que el íncipit de El cuarto de atrás, donde el discurso surge de un más allá inaccesible como el origen de una pieza de collage, Carmen Martín Gaite antepone a sus reflexiones tres sintomáticos puntos suspensivos. También aquí el enunciado arranca con una conjunción copulativa, un enlace desprovisto de antecedentes: “… Y no estoy segura de que las mujeres americanas, ni las de ningún lado, acaben de conquistar la libertad y el estar-en-sí que Virginia Woolf deseaba para ellas, ni que acaricien ese sueño de tener una habitación propia, o que sepan habitarla en soledad una vez que la han puesto” (Martín Gaite 2005: 146).

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Pero ella tampoco sabe sacarle todo el partido al lugar de la escritura que tiene en Nueva York. A veces le falla el ánimo o la autodisciplina, no obstante los propósitos que anota en el otro diario, el Cuaderno 25, al poco de llegar: “no quiero inercia, perderme en amistades, sino seguir yo sola, sin andadores. Otros no pueden salir solos adelante porque lo que están haciendo no les convence ni les alimenta. A mí me gusta lo que hago y tengo la suerte de que gusta a los demás. Organizarme. No perderme” (Martín Gaite 2002: 495). La cita con la redacción de El cuento de nunca acabar aparece ineludible y sin embargo será desatendida una y otra vez, suplantada por la práctica del collage. Como se ve en la página que precede el collage dedicado a Virginia Woolf, aflora un sentimiento de culpabilidad que apuntará a menudo en el resto de Visión de Nueva York: Yo, aleccionada por este libro, que tanto coincide (en la forma sobre todo) con algunas de mis solitarias retahílas, con mi afán por abarcar lo concreto y lo abstracto al mismo tiempo, me esforzaré por no echar las pelotas fuera de banda y estar lo más posible en este apartamento neoyorkino donde, a lo tonto, llevo ya viviendo quince días, sin haberle sacado por ahora todo el fruto a sus posibilidades de retiro e independencia. (Aunque, eso sí, he leído mucho en inglés, literatura y prensa, pero tengo que coger por los cuernos El cuento de nunca acabar, darle un empujón) (Martín Gaite 2005: 146).

José Teruel ha notado con acierto cómo El cuento de nunca acabar está vinculado a Visión de Nueva York (2005: 267-268). Carmen Martín Gaite no consigue darle a su ensayo aquel “empujón”, la invade el asombro del día a día metropolitano, del que deja constancia en el cuaderno de collages donde la memoria es discontinua por naturaleza. Aplica así icónicamente aquella estética del fragmento en la que venía trabajando desde hacía años. No concierne la precisión cronológica. Al contrario del padre que en sus diarios registraba los acontecimientos con diligencia escrupulosa, en Nueva York la autora sigue pensando que “las fechas en fila” son una falacia (Martín Gaite 2002: 503). Lo que la desasosiega es elegir qué experiencias vale la pena contar y cómo comunicarlas. El 22 de octubre anota en el Cuaderno 25: “lo que más cuesta al principio es renunciar, podar, dejar de ser notario de cuanto los ojos ven” (Martín Gaite 2002: 503-504). En este sentido,

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la poda realizada un mes antes con el “Homenaje a Virginia Woolf ” fue sin duda eficaz: hay cortes y lagunas, hiatos y vacíos, ya que el collage nace de materiales desechables y heterogéneos, representa por yuxtaposición, superposición y simultaneidad. Es un lenguaje icónico que prescinde del continuum espacio-temporal de las artes visuales tradicionales. El collage combina fragmentos de imágenes cuyo origen se desconoce (Perloff 1983: 5-47). Como afirma Rosalind Krauss, en el collage lo que se ve enlaza dinámicamente con lo que falta: “As a system, collage inaugurates a play of differences which is both about and sustained by an absent origin: the forced absence of the original plane by the superimposition of another plane, effacing the first in order to represent it” (1981: 20). El collage actúa difiriendo, lo prueba de sobra el “Homenaje a Virginia Woolf ”, cuyos símbolos nómadas engarzan palabras e imágenes con lo inexpresado y lo informe (ver figura 3).

El derecho y el revés de la soledad En la composición hay muchas figuras de mujeres, distintas por edad, estilo y época histórica. Hay también muñecas, juguetes que remiten a un destino programado desde la infancia. En la pluralidad de perspectivas dadas por cada figura, los huecos y los silencios entre uno y otro recorte enfatizan las presencias. El efecto es el de una muchedumbre femenina solidaria bajo un título que apenas se nota, en el centro del margen superior. La rayas del fondo y las anillas de la izquierda recuerdan que el collage ocupa la hoja de un cuaderno grande. El formato y el soporte material de una imagen no son neutros, también vehiculan mensajes (Shapiro 1994: 1-32). Este cuaderno, además de servir para la escritura a mano, contiene otro tipo de texto: el de las figuras recortadas y dispuestas con una sintaxis transmedial. De pequeñas dimensiones, escrito en letra de molde y con tinta negra, el título “Homenaje a Virginia Woolf ” cabe en una speech bubble típica de los comics, dibujada también ella pero con tinta roja, el mismo color de la doble línea que subraya cada palabra. Falta el vector. La speech bubble no sale de la cabeza de ninguna figura, encierra el pensamiento de la autora. Lo sintetiza el lexema “Broadway”, el imponente

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recorte pegado oblicuamente bajo el título, alto y central. Lo forman una miríada de bombillas encendidas que evocan los escenarios de los teatros de la calle homónima en Manhattan: “Broadway” significa espectáculo, mímesis, puesta en escena. Es una vía hermenéutica original, que no se conecta de manera explícita con los contenidos de A Room of One’s Own. Sigue, en letra redonda y también subrayado, el acto icónico que domina el collage de arriba a abajo. Es un titular sacado de un periódico, las palabras convertidas también en imágenes. Roto en cuatro fragmentos colocados en zigzag, ese texto no se puede leer siguiendo el orden de nuestra escritura, de izquierda a derecha. La recepción del alfabeto está sustraída al automatismo. La división del enunciado performativo en unidades estratégicas —“because” “I want to” “be” “alone”— tiene un realce sensible. La escritura deja de ser un médium abstracto, hecho transparente por la costumbre. Según los formalistas rusos, así funciona el lenguaje del arte que anima el objeto trasmitiendo su impresión, haciéndolo sentir. La disposición icónica del significante, dividido y superpuesto a las figuras del collage, cambia la semántica de los signos verbales. El ojo puede demorar en cada una de aquellas porciones de frase, posadas entre los escorzos ilustrados y la página del cuaderno con sus rayas paralelas y horizontales, un orden geométrico dejado al descubierto. La fuerza ilocutoria del enunciado deriva tanto de las imágenes recortadas y pegadas como del vacío de la representación. Las rayas de la página acentúan el trayecto transversal del mensaje, muestran cómo ha sido alterada la práctica de la escritura. La transgresión es simbólica. Colocado a lo largo de diagonales contrarias, el texto “because” “I want to” “be” “alone” exhibe los desgarros que pueden obstaculizar un propósito tan firme. Además la dirección de los recortes está condicionada por el rectángulo vertical del formato de la página y gravita hacia el margen inferior, hacia el punto donde termina el enunciado, allá donde el crucial adjetivo “alone.” tiene también el sello del punto final. Esta frase-manifiesto carece de la proposición principal. Al igual que la frase inaugural de El cuarto de atrás, no tiene un comienzo. Es una causal sin conexión. Por el contexto verbo-visual se deduce el agente —un sujeto femenino— pero no su intención. Volvamos

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entonces al recorte “Broadway”, a esa teatralización de la vida inspirada por el ensayo de Virginia Woolf. En El cuento de nunca acabar Carmen Martín Gaite opina que tanto el espectador de una escena, como el oyente de un relato o el lector de un texto literario acaban convirtiendo la información en un cuento inédito. Debido a la interpretación, siempre personal, así “es como se archiva en la memoria” (2016a: 345), como se crea la versión amada de lo ajeno. Pero el lexema “interpretación”, añade la autora, designa en español “tanto la exégesis de un texto como su representación escenificada”. Es esta la manera de “resucitar la letra muerta”, encarnándola en un escenario o vivificándola con glosas (2016a: 347). La dramaturgia metaforiza el paradigma del destinatario activo de un texto. El recorte “Broadway” escenifica pues el discurso de Virginia Woolf con una muestra de papeles femeninos. El nombre invade la frente amplia del rostro más grande del collage, colocado en la parte superior de la página, a la izquierda. La escala es un elemento semiótico relevante. Rasgos finos, maquillaje sofisticado, la bella y joven mujer está ensimismada, no mira al espectador. Desde su álgido rostro dominante descienden a lo largo de una diagonal las imágenes de otras mujeres variamente absortas, en diferentes contextos cotidianos. Es difícil distinguir hoy, a distancia de décadas e interpretando una reproducción del original, si los recortes son fotogramas de películas o ilustraciones de revistas o periódicos; si las mujeres son actrices, cantantes, modelos o personas que habían salido en la prensa por alguna razón. Más que la identidad, cuenta el valor icónico. Cada figura femenina interactúa con las demás, las une la voluntad de encontrar su propio camino. Aquí el collage materializa la estética de lo negativo, la que linda con el más allá del signo tanto verbal como icónico. No se sabe de dónde proceden las figuras, son heterogéneas, pero las congrega el hecho de estar solas. Es el rasgo que las une también a la pintora Lily Briscoe de la novela To the Lighthouse. Aquí Mrs. Ramsey, madre de ocho hijos, sentencia que todas las mujeres tienen que casarse porque “an unmarried woman has missed the best of life”. Por el contrario, la pintora se sustrae a la que considera una ley universal, aclarando que “she liked to be alone; she liked to be herself ” (Woolf 1990: 46). Fijémonos ahora en el margen izquierdo del collage. Bajo el fragmento

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verbal “I want to” y bajo una boca roja y entreabierta, carnosa y sensual, aparece en blanco y negro una pintora del xix con su caballete. Lo mira reconcentrada, es la intérprete ejemplar de la soledad artística. Pero acerca de este motivo en el collage puede haber otros modelos subyacentes, hasta el de una mujer de carne y hueso que vivía entonces en Nueva York y defendía con obstinación su aislamiento. Es la legendaria Greta Garbo, soltera y arisca. Es ella la actriz que dice “I want to be alone” en la película Grand Hotel, dirigida por Edmund Goulding en 1932. Pero el adjetivo “alone”, que califica también a otros personajes de las películas que Greta Garbo había interpretado, acabó pasando de la ficción a la realidad. Aún en la cumbre de su carrera estelar la actriz ya tenía fama de huraña. La trabazón con el “Homenaje a Virginia Woolf ” se encuentra pasando la página, en el collage siguiente, hecho también el 23 de septiembre. La composición es sencilla: hay unas cuantas fotos de la actriz y varios recortes biográficos impresos. Ilustran un sueño de Carmen Martín Gaite que se representa a sí misma con la imagen de una joven durmiendo. Así refuerza icónicamente la parte manuscrita, que destapa una clave hermenéutica decisiva: “Anoche he soñado con Greta Garbo, que se moría. Me la encontraba tirada en la esquina de Broadway y la 116 St., como una señora que vi el otro día en ese sitio y a la que unos chicos jóvenes estaban haciendo la respiración artificial. Me acerqué y le dije que yo había visto películas suyas en el cine Moderno de Salamanca, pero creo que ya no me oyó. Luego venía ese reportaje de su vida en el N. York Post. ¡QUÉ COSAS!” (Martín Gaite 2005: 148). De ese reportaje de septiembre de 1980 no hay más datos. La autora hace collages para sí misma, no necesita especificar el autor, el título, la fecha. Encontrar el documento fue algo complicado, pero existe, el periódico de aquel mes está archivado en un microfilm de la Library of Congress de Washington. El reportaje al que se refiere Carmen Martín Gaite es el adelanto de una biografía de Greta Garbo escrita por Alexander Walker, experto en las estrellas de Hollywood (1980). El reportaje aparece en el New York Post del 15, 16, 17 y 19 de septiembre de 1980, pero Carmen Martín Gaite elige solo la entrega del día 17, p. 37. Se titula “Garbo” como las demás, pero la diferencia el subtítulo: “She has a lifestyle of her own”. Es este el recorte que

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encabeza la primera página manuscrita que precede el collage dedicado a Virginia Woolf. Además, el periódico refiere una frase que Greta Garbo pronuncia en una de las primeras escenas de The Single Standard, una película de John S. Robertson, de 1929. En letra redonda y subrayada esta es la cita: “I am walking alone because I want to be alone…”. Tras eliminar la oración principal, Carmen Martín Gaite recorta la subordinada causal de la manera que ya se ha comentado. Cabe añadir que también reemplaza los tres puntos suspensivos con un punto final, mostrando una vez más el efecto tanto icónico como semántico de la ortografía. Así manipulado, el adjetivo “alone” es lapidario como un veredicto. Está al fondo de la página, como un final de trayecto. No es casual que a su alrededor se agrupen las partes manuscritas del collage, que se relacionan directamente con The room of one’s own. Examinemos el refrán escrito a mano, en letra de molde y en pequeña escala. Lo contiene una bubble speech sin vector y de fondo amarillo, un cromatismo mimético: “No es oro todo lo que reluce”. El texto ocupa un lugar estratégico en el cruce de las diagonales que estructuran el collage. A lo largo de la diagonal que baja del lado izquierdo limitan la bubble speech una joven en camiseta y pantalón, el fragmento de la frase “I want to”, una gigantesca cabeza de muñeca conectada a través del fragmento “be” con la cabeza de la mujer mayor que lleva un sombrero llamativo. Estas imágenes femeninas llevan a pensar en la edad, en el paso del tiempo que flaquea los proyectos (“I want to”, “be”). Encabeza la otra diagonal que baja en dirección contraria una joven que camina en la calle llevando una maleta. Más abajo una mujer rubia (¿Jeanne Moreau?) está bebiendo sentada en una barra; luego una roja y perfecta boca sonriente muerde con alegría un collar de perlas que marca una línea recta. Es una boca enorme, fuera de escala. Casi en el centro del collage, representa una seductora e impetuosa juventud, reforzada por el collar de perlas, lleno de implicaciones simbólicas. Las perlas remiten a la luna, y por lo tanto a la mujer, pero en particular a Afrodita. Cruzando el adjetivo “alone.”, pegado encima como un presagio, el collar llega hasta el margen inferior del collage, sale del límite de la página, tras rozar a la mujer mayor y circunscribir la única figura que mira al espectador que la

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está mirando. El quiasmo visual activa una relación fenomenológica con aquella mujer de busto desnudo y senos caídos que está sentada entre las sábanas de una cama deshecha. ¿Qué expresa esta circunstancia privada, quizás sentimental? ¿Desolación? ¿Desafío? La imagen es polisémica. Entre todas, tal vez sea esta la encarnación más enigmática del ansia de estar sola y del posible precio de la libertad. Y es junto a su cabeza donde está la amonestación de la bubble speech: “NO ES ORO TODO LO QUE RELUCE”. El collage, en cuanto montaje de palabras e imágenes, se confirma como un moderno método de conocimiento que muestra desmembrando. Como observa Georges Didi-Huberman, esta práctica comporta la necesidad de desentrañar las relaciones subyacentes, de efectuar una excavación de tipo freudiano para que venga a la superficie lo que está latiendo (2013: 76-81). En el “Homenaje a Virginia Woolf ” la hibridación abre muchos frentes antes de dar con las citas sacadas de A Room of One’s Own, el libro que ha inspirado la obra. Se encuentran en el margen inferior de la página como epílogo de una interiorización compleja. Carmen Martín Gaite copia las palabras elegidas con letra pequeña, si bien son el móvil del collage. Colocada en diagonal en el ángulo inferior izquierdo, sobre el soporte de otro papel amarillo, la primera cita destaca lo siguiente: “Women never have an half hour that they can call their own” (Martín Gaite 2005: 147). Hace falta acudir al Cuaderno de todo 25 para saber la importancia de esta frase. La autora acababa de llegar a Nueva York: “Es un tiempo precioso este de América. Acordarme de las condiciones tan adversas en que escribí Entre visillos, de las ganas que tenía de que dieran las ocho para subirme a aquella buhardilla. Pensar en la Woolf (A Room of One’s Own, p. 70). Es mi amiga ahora, desde el verano, me tiende la mano y yo se la recojo” (Martín Gaite 2002: 496). Averiguando lo que está escrito en la p. 70 de aquella edición, se descubre que la primera línea corresponde a la cita del collage. Es metanarrativa. Virginia Woolf la había sacado de un texto de la luchadora Florence Nightingale para hablar de Jane Austen, quien escribía sus novelas a escondidas en el cuarto de estar. Vuelve el tema de la habitación propia en esta cita de una cita. Pero Carmen Martín Gaite la modifica, siendo esta su manera de apropiarse de un saber que la involucra. En A Room of One’s

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Own se lee: “women never have an half hour… that they can call their own” (Woolf 1989: 66). Pero en la transcripción del collage los puntos suspensivos han sido eliminados y la frase suena a máxima atemporal. Finalmente, en el centro del margen inferior de la página, en correspondencia vertical con el título del collage, hay una frase que Virginia Woolf escribe hacia el final de A Room of One’s Own. Carmen Martín Gaite la usa como despedida, compendia en ella el sentido del collage en relación con el mundo femenino y el reto de la escritura. En su ensayo Virginia Woolf comenta cómo tendría que escribir su alter ego imaginario, Mary Carmichael, una novelista mediocre que solo habla del mundo doméstico de las mujeres. Pero según ella el personaje de Olivia, si sale a la calle, va a dar con “a piece of strange food-knowledge, adventure, art”. La consecuencia es una combinación inédita de aquellas habilidades que, atesoradas para otros fines, se integrarán en lo habitual sin conflictos. Con una subordinada final así Virginia Woolf concluye su hipótesis: “so as to absorb the new into the old without disturbing the infinitely intricate balance of the whole” (Woolf 1989: 85). Acto seguido la autora deshace aquella fantasía optimista, mientras que Carmen Martín Gaite se queda con la perspectiva armoniosa, la promueve a mote personal. Elimina la locución conjuntiva “so as”, convierte la oración subordinada en una principal que inicia con un infinitivo y antepone al comienzo absoluto del verbo tres puntos suspensivos. Es su manera inconfundible de remitir a lo negativo u origen ausente. En otras palabras introduce el signo de su conexión trascendente con el universo, un sentido de pertenencia que linda con lo sagrado: “…To absorb the new into the old without disturbing the infinitely intrincate [sic] balance of the whole’” (Martín Gaite 2005: 147). Nótese el realce icónico del final: “the whole” está escrito aparte, con una letra más grande y en otro soporte, un papel color azafrán que remata la página. Posando el pincel tras terminar el cuadro que tanto esfuerzo le había costado, la pintora Lily Briscoe concluye To the Lighthouse pensando: “I have had my vision” (1990: 198). Con este collage también Carmen Martín Gaite ha llevado a cabo la suya. Esperanzadora, animosa y dubitativa como siempre que emprendía una de sus artes.

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Historia de una correspondencia: Carmen Martín Gaite y Esther Tusquets1 Andrea Toribio Álvarez Universidad Autónoma de Madrid

El entramado interpersonal que se estableció durante la posguerra española fue sepultado bajo una suerte de ficciones; un sistema de amplio calado vino a sustituir el espacio íntimo del sujeto por una habitación privada. El negativo desprendido del paisaje tras la ventana de aquel cuarto ofreció un relato que en nada se asemejó a la vivencia del transeúnte, esto es, a su vida cotidiana. La experiencia ciudadana y la inexistencia interior fueron considerados ámbitos que no debían establecer comunicación alguna entre sí, sobre todo, si quienes iban a moderar dicho diálogo eran los afectos. Si retomamos ahora aquel tridente indisoluble, “Dios, patria y familia”, que marcó para siempre a toda una generación de posguerra, y que fue diluyéndose, no así desapareciendo, a medida que el tiempo se convirtió en el sucederse de las generaciones, debemos incorporar un cuarto elemento: la propaganda. Tanto es así que, aquel dogma cuatripartito que comentaba, “única” verdad del sujeto, aspiró a erigirse como el sustituto cabal de 1 Agradezco a Milena Busquets y a Ana María Martín Gaite que me hayan permitido consultar y citar fragmentos de las cartas que Carmen Martín Gaite envió a Esther Tusquets. Lamentablemente en el Archivo de Martín Gaite no se conservan las de la autora y editora catalana.

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la “libertad” del mismo (Neuschäfer 1994: 46). Por ello, resulta fundamental regresar, aunque sea brevemente, sobre el fresco que ilustró los circuitos culturales en el umbral de la década de 1970, es decir, del tardofranquismo. La labor de una serie de editores insertos en el marco histórico apuntado, conscientes del agotamiento de aquel “cuerpo místico” (Morcillo 2015: 17) que constituyó el franquismo, debe someterse a un proceso de relectura, con independencia de sus tendencias ideológicas. La tarea que desempeñaron con especial atención, cuidado y coherencia, creó un territorio habitable, no solo para ellos, sino también para los autores y para los lectores; una conversación fecunda e incierta, repleta de códigos lingüísticos a favor del decir. Su objetivo principal residió en la recuperación veraz del caldo de cultivo artístico inmediatamente paralizado tras el triunfo del mal llamado bando nacional, la “reconstrucción del pasado colectivo que sirviera de base para una redefinición de la imagen, de la identidad colectiva, del demos o sujeto básico de la democracia” (Álvarez Junco 2014: 13). La conciencia de que era, no ya necesario, sino crucial encontrar un asidero dialéctico para restablecer las relaciones del individuo con su ser más íntimo condujo a la búsqueda de un punto de encuentro para entrar así en la modernidad histórica y literaria. Pese a que el camino hacia la autodefinición y hacia la libertad auténtica había sido emprendido por el mundo editorial mucho antes de la muerte natural de la dictadura, no fue hasta los años setenta cuando “el descubrimiento de la necesidad de una política cultural que sustituyera a la mera ‘propaganda’ falangista” (Álvarez Junco 2014: 14) se hizo efectivo, materializándose de forma peculiar. El relato de una España sangrante, aún escindida en vencedores y vencidos, socavaba la contemplación de un porvenir democrático. Existía, además, cierto recelo hacia aquellos que se alejaron progresivamente del régimen, pasada su adhesión y apoyo entusiasta inicial, al intuir sus múltiples vacíos éticos y morales, como Pedro Laín Entralgo o la propia Mercedes Formica. La historia de los deseos individuales, las inquietudes morales y los afectos no podían reducirse a un cuento cuya única motivación residiese en una cuestión netamente política. No existía un proceso claro de evolución cultural, y resultaba

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imposible legitimar la creación artística —literaria, en nuestro caso—, apostando por un relato determinado que no evitase los conflictos desglosados de la polarización ideológica de la posguerra. No obstante, se logró alcanzar un nexo que permitió asentar los cimientos para un entendimiento general, en el que las futuras discrepancias fuesen otras. En la batalla por la cultura, el mundo intelectual, integrado por toda una amalgama de tendencias ideológicas y espirituales, alcanzó una relativa neutralización ideológica en pos de la normalización de un objeto arrinconado y maltratado: el libro (Quaggio 2014: 26). A estos efectos, Distribuciones de Enlace, capitaneada por Carlos Barral, representa el collage, ligeramente esbozado: “Un grupo de editores independientes, antifranquistas —dentro de tendencias muy diversas: pesuqueros, nacionalistas, socialistas, cristianos de izquierdas […] ocho editores atípicos, que no consideraban que una editorial fuera simplemente un negocio más” (Tusquets 2012: 165). El olvido de la dimensión que ocupa lo cotidiano en la vida íntima había abocado al libro a la más terrible de las ignominias, si consideramos la lectura, al igual que la escritura, un acto definitivamente intransferible e incluso fundacional. A este rescate es necesario sumar la desautomatización de la dialéctica maniquea franquismo/ antifranquismo, una vez perdida su operatividad y su teórica funcionalidad; algo que, sin duda, permitió a los escritores y a los editores enfrentarse a la conquista del lector. El libro, como realidad tangible u objeto de memoria, rechazó acoger recuerdos adulterados y pretendidamente partidistas, distanciándose así de un posible standing panfletario y propagandístico. Si con anterioridad nos referíamos a la inmanencia artificial de la terna franquista, “Dios, patria, familia y propaganda”, en el ámbito cultural estos elementos fueron debidamente reemplazados por otra cadena bien distinta: “lector, editor, autor y libro”. El lector había sido, hasta aquel momento, un “otro” del que apenas se sabía algo, como bien explicita la voluntad de estilo que posee el título de Carmen Martín Gaite de 1973, La búsqueda de interlocutor. El desconocimiento del mismo era total, exceptuando un caso muy concreto: la figura del censor; lector, dicho sea de paso, poco avezado, en la mayor parte de los casos. Buen ejemplo de ello sería el contraste que se establece entre el informe

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emitido por la censura, a propósito de la novela Entre visillos, también de la salmantina, “Una historia provinciana de un grupo de chicos, sus estudios y amoríos. El argumento se centra en torno a la figura del nuevo profesor de alemán del instituto, desde que llega al pueblo a las vacaciones de Navidad” (Álamo Felices 1996: 95) y un comentario de la autora en 1983, con motivo de la reposición de la serie televisiva que se hizo de aquella primera novela: “la adaptación televisiva de esta novela puede representar una aportación interesante para tantos aficionados a la moda camp como han surgido en estos años” (Madaria 1983: 23). La llegada al “libro” no fue, en absoluto, sencilla. Bajo la alianza inquebrantable entre autores y editores, encontramos todo un mapa repleto de conexiones soterradas. Si tuviésemos que marcar un hito significativo, o un primer acercamiento, entre el lector y el autor, este sería la seguridad de que el segundo experimenta las mismas desazones que el primero y que, por ello, el libro debe postularse como un objeto que invite a la conversación sin edulcorantes y que sea capaz de persistir en el tiempo. No obstante, en esta comunión entre el lector y el autor, ¿qué papel ocupa el editor, más allá de la edición y de la distribución? ¿No es el editor un segundo lector, un ente mediador entre el espacio íntimo y el público? Gracias a la memoria de aquellos editores, como es el caso de Jorge Herralde en Anagrama o de Esther Tusquets en Lumen, somos ahora capaces de desentrañar la geografía editorial de aquellos años. Esta última, al igual que Herralde en sus Opiniones mohicanas (2001) o en Por orden alfabético. Escritores, editores, amigos (2006), evoca en Confesiones de una editora poco mentirosa (2005) una serie de momentos que supusieron verdaderos puntos de inflexión, no solo en el panorama editorial, sino también en el horizonte político de la España posterior a 1959. Su ejercicio introspectivo adquiere una fuerza y una significación mayor cuando conversa con el retrato de algunos escritores que publicaron alguna de sus obras en Lumen; me refiero, muy especialmente, a aquel capítulo que dedica Esther Tusquets a Carmen Martín Gaite. Bajo un epígrafe no menos sorprendente: “Carmiña en sus cartas”, Esther Tusquets hace partícipe al lector de su relación con la autora salmantina que, según dice, “fue una hermosa relación que duró más

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de veinte años” (Tusquets 2012: 203). La imagen que la editora decide reflejar se construye ante nuestros ojos, a través de fragmentos seleccionados minuciosamente de aquellas “Cartas espontáneas, sinceras, directas, en una bonita letra grande y clara (solo muy raramente mecanografiadas), con tan pocos tapujos como ella” (201). Durante la lectura, se intuye el empleo de una “dialéctica objetalista” por parte de Tusquets en la reconstrucción de la memoria, que atiende a la comprensión de la carta como objeto literario. Y es que en el capítulo, encontramos un total de siete citas procedentes de las cartas, hilvanadas, a su vez, con sus propios recuerdos. Esta maniobra le permite matizar el contenido de las mismas, esto es, lo que se dice, y completar la fotografía que se pueda extraer de las mismas: lo que no se dice. Crea una tensión dialéctica entre la visión que la carta nos ofrece, en cuanto a situación espacio-temporal, y la que proporciona el calor de la memoria. Además de representar la ilusión de intimidad de la carta, esta opción comparte, curiosamente, uno de los parámetros a los que la publicación de la correspondencia, ya sea parcial o total, debería atenerse, en opinión de Martín Gaite: “Y en cuanto al contenido válido por sí mismo, más valdría entresacarlo y darlo como material de ensayo por los editores bien intencionados, ya que ese interés espúreo [sic] que pueda conferir al género el deseo de adivinar a través del texto [...] más bien se parece al interés por las vidas ajenas [de] los semanarios de actualidad” (2002: 347). Estos destellos epistolares obtuvieron una nueva categoría en 2014, gracias a la adquisición del fondo Tusquets, por parte del departamento de Cultura de la Generalitat de Catalunya. Gracias a Anna Gudayol, responsable de la catalogación del mismo en la Biblioteca de Cataluña, pude comprobar que el contacto epistolar establecido entre la autora y la editora no se limitaba, simplemente, a las cartas mencionadas en el volumen anteriormente señalado. La “cultura de la vergüenza”, término empleado por Martín Gaite y Juan Benet en su correspondencia, comprendía un total de 40 documentos, en su mayoría inéditos: 33 cartas, 5 de ellas mecanografiadas, 4 tarjetas, 2 postales y el manuscrito de El pastel del diablo. El diálogo establecido en estas cartas se debate entre la memoria como reconstrucción, frente al tiempo reconstruido, puesto que no se conservan aquellas que envió la editora a la escritora.

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Para introducirnos en el análisis de las mismas, quisiera apuntar cuatro velas de foque que, bajo mi punto de vista, se tornan necesarias para su comprensión. Las relaciones interpersonales entre editores y autores, así como entre escritores, solían iniciarse por motivos literarios o públicos para ocupar con posterioridad un hábitat nuevo: el de la privacidad. Si el epistolario entre el ingeniero don Juan Benet Goitia y Miss Ferlosio, como este maliciosamente llamó a Martín Gaite, se distingue, en palabras de José Teruel, por su carácter “fundamentalmente literario” (2011: 11), este, en cambio, pese a su apariencia de monólogo a palo seco, se caracteriza por abordar fundamentalmente cuestiones editoriales. El empleo de una dialéctica “objetalista” por parte de Esther Tusquets atiende a la dimensión de la carta como objeto, concepción que compartirá con la salmantina. Es por ello que, a esta última reflexión, añado un breve comentario sobre la importancia que presenta lo real en los textos de Martín Gaite. Para la autora los objetos integran un sistema heterogéneo de elementos que presentan una disposición, o un existir natural, escindido en dos partes. Por un lado, los objetos intervienen en la vida del sujeto, obedeciendo a una funcionalidad otorgada por el mismo que reincide, a su vez, sobre su propio carácter o utilidad primaria, siguiendo a Jean Baudrillard: “los objetos tienen como función, en primer lugar, personificar las relaciones humanas, poblar el espacio que comparten y poseer un alma” (2010: 14). Por el otro, podemos afirmar que poseen una significación o utilidad secundaria: albergar la traducción geopolítica y afectiva, cuyo fin recae sobre aquel que se halla en posesión de estos; volviendo, de nuevo, a Baudrillard: “Nuestros objetos cotidianos son, en efecto, los objetos de una pasión, la de la propiedad privada, en la que la inversión afectiva no cede en nada a las demás pasiones humanas, una pasión cotidiana que a menudo se impone a todas las demás, que a veces reina sola en ausencia de las demás” (91). La carta, uno de los soportes de cultura escrita alternativo durante el franquismo y preferido por los escritores, al igual que el uso de diarios y cuadernos personales, supone la asunción de un ser por escrito que trata de decir, y que se impone sobre el otro decir, el del conversar en público. Dicho de otro modo, en estos soportes se aprecia “the elevation of the writen over the spoken” (Steedman 1999: 115). La labor del dueño

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del objeto consiste, primeramente, en dotarlo de un sentido práctico, tarea inserta en un marco espacio-temporal concreto; seguidamente, en confiar un secreto o sentido íntimo creado ex nihilo, como dijo José Luis Pardo, con el fin de “construir intimidad y restituir comunidad” (1996: 292). Para Martín Gaite relacionarse con los objetos se tradujo en un sentirse existir a través de ellos. Los objetos le permitían explicar su cotidianidad, erigiéndose en testigo de los vínculos evocativos que se establecen entre ellos. Con todo, la tensión dialéctica entre el libro de memorias de Tusquets y la lectura de las cartas de Martín Gaite se produce por la fricción que genera la maniobra recreativa de Tusquets y la teatral puesta en escena de la salmantina. Aquello que Esther Tusquets no dice en sus memorias, sí se dice en las misivas, y a la inversa. Al hilo de lo comentado, el motivo editorial que unió a ambas mujeres debemos situarlo en Infame turba, un libro de entrevistas a varios escritores, publicado en 1970 por Lumen, editorial que Esther Tusquets dirigía desde 1959: Querida amiga; anoche por medio de Vicente Molina, me enteré de que está entregado en esa editorial un libro de entrevistas que nos hizo a algunos escritores Federico Campbell. La noticia me ha producido enorme sorpresa. Campbell me prometió repetidamente —y tengo alguna carta que puede acreditarlo— que no se publicaría ni una sola línea de lo que hablamos sin que yo lo corrigiera y viera primero. No puedo dar permiso para que salga en otra forma, ya que los magnetófonos me horrorizan y solamente con la condición de reescribirlo yo había accedido a la entrevista […]. Estos atropellos no pueden cometerse con un escritor (4 de noviembre de 1970).

La lectura de este fragmento nos permite realizar una asignación cautelosa de la funcionalidad y de la significación que presenta el molde epistolar para Martín Gaite. Si los objetos personifican las relaciones humanas, la misiva acogerá la relación entre autora y editora: servirá de puente comunicativo y colmará el espacio o la distancia entre ambas. En cuanto al alma, esta se transformará en presencia, es decir, en saber para quién escribimos y cuándo escribimos, con independencia de obtener una futura respuesta. La significación, en cambio, dependerá de una preocupación central en el itinerario existencial y

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en el proyecto literario de Martín Gaite; una problemática ya expuesta por Kafka a Milena: “Se trata, en efecto, de un trato con fantasmas; y no solo con el propio fantasma del destinatario, sino con el propio, que nace bajo mano en la carta que uno está escribiendo, o incluso en una sucesión de cartas, donde una carta corrobora la otra y puede referirse a ella como testigo” (Kafka 2003: 188). El fantasma, o fantasmas, a los que me refiero no son otros que el de la deconstrucción de su voz autorial, su autoridad como escritora y aquel que concierne al conocimiento íntimo de sí. Un regreso al eterno existir entre dos orillas: la de lo íntimo, orquestada desde una performance o ilusión de privacidad, y la de lo público2. El descontento del que nos hemos hecho partícipes continúa en la siguiente carta del 24 de noviembre de 1970, la primera que afirma conservar la editora: “Si yo quisiera ponerme a hablar por extenso y con autonomía —como en parte lo estoy haciendo ahora— de los problemas de mis novelas, comprenderás que aprovecharía estos apuntes para un ensayo personal”. La autora que, para entonces, poseía una conciencia lectora asentada no pudo evitar sentir cierta estupefacción ante la transcripción de la cinta. A modo de subsanación, decide proponerle a su interlocutora otra muy diferente: “Así que llevo dos días trabajando en la entrevista que me estoy sacando de la manga”. La intermitencia propia de la comunicación epistolar se cifra aquí en un salto temporal de casi ocho años. La siguiente carta, fechada el 27 de mayo de 1978, figura de forma completa en el volumen de Tusquets, mas no en el capítulo citado, sino en el que le precede, donde la catalana relata lo que supuso la publicación de El mismo mar de todos los veranos. Y es que la aparición del libro invitó a que numerosos lectores y lectoras —Carmen Martín Gaite entre estas últimas— le dedicasen por escrito un rosario de primeras

2 Esta última reflexión dialoga con lo afirmado por José Teruel con relación a Ritmo lento: “El problema de la personalidad, la puesta en cuestión de la persona social frente a su yo más auténtico, las relaciones interpersonales de dominio y dependencia, la necesidad de interlocución, ‘se sepa o no buscar’, el difícil equilibrio entre la inteligencia y la forma de encauzar la conducta diaria, así como la correlación entre el orden y el caos, son cuestiones que preocupaban especialmente a Martín Gaite en el umbral de la nueva década” (Teruel 2015: 391).

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impresiones. El tono íntimo de la misiva se tradujo en una reseña para Diario 16, bajo el título “Una niña rebelde”. La concesión del Premio Nacional de Literatura a Martín Gaite por su novela El cuarto de atrás, el titular de un recorte de prensa de La Vanguardia, “Carmen Martín Gaite presenta su última novela en Barcelona”, así como la fecha de la carta, que coincide, además, con la de la noticia mencionada, 23 de junio de 1978, nos acercan al negativo de la siguiente misiva: Querida Esther, te escribo enseguida de llegar, porque luego el tiempo, con todos sus enredos y solicitudes, empieza a llover encima de los que vuelven al decorado virgen y se desvirtúa y torna lejana la exigencia de continuidad, de fijar palabras que son dichas, no apuntadas. Y te quería, primero de todo, dar las gracias por el tiempo y la atención que en Barcelona me has dedicado, hasta el punto de que es la primera vez que en un viaje a esa ciudad he sentido tener un centro afectivo, un reducto de apoyo. Eso, para una persona tan desarraigada como yo, sobre todo en el curso de mis esporádicos viajes, no es una experiencia tan frecuente. No creí que pudiera gustarme tanto contar con que alguien me espera y me acompaña en esta ciudad.

Sirviéndose de la intimidad creada en la carta, al firmar, no ya como Carmen Martín Gaite, sino como Carmiña, le envía unos libros entre los que se encuentra la primera edición de La búsqueda de interlocutor. Resulta llamativo que la autora muestre gran interés en que su destinataria lea uno de los ensayos del libro, “De Madame Bovary a Marylin Monroe”, con relación, según dice, a “algunos de los temas que, fragmentariamente, he tocado contigo estos días”. Esta retahíla manifiesta una conexión directa con el feminismo sui generis de la escritora, cuyo eco también vertebraría el primer capítulo de A campo través, “Las mujeres noveleras”, incluido en El cuento de nunca acabar. La complicidad entre ambas encuentra una solución de continuidad en una carta del 6 de agosto del mismo año, transcrita en el libro de Tusquets. Retomando aquel no decir, nos topamos con un pasaje significativo que la editora decide no filtrar en sus memorias, y que regresa sobre la función y sobre la significación de la carta. En él, Martín Gaite reproduce la escenografía de una conversación en la casa de Esther Tusquets en Cadaqués, en presencia de Ana María Moix:

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[…] dijiste que éramos demasiado distintas y se inició una discusión sobre el tema, que luego cerraste bruscamente, como si te molestara seguirla cuando ya estábamos en el cuarto. Y yo me quedé muy triste. No me puso triste que dijeras que éramos distintas, lo cual es absolutamente verdad, sino que lo dijeras de una forma tan tajante y acre, como a la defensiva de un presunto “moralismo” que me atribuías para juzgar tu comportamiento o tu manera de enfocar la vida. Si supieras lo equivocada que estás en eso; me daban ganas casi de llorar al notar — aquella noche— que no sería capaz de convencerte de lo contrario.

La retórica de la intimidad consigue aquí traslucir un mensaje liberado de las etiquetas profesorales que tanto rechazo inspiraron a la autora salmantina. Diferenciarse y ser distinto a otro simbolizaban para esta modos de diferir que hacían de las posibles discrepancias un punto de encuentro. Tanto es así que la función y la significación de la carta le conceden al texto epistolar la capacidad de emplear un lenguaje fruto de la escritura como equilibrio existencial: Ahora creo que tal vez ya hayas cambiado de idea. No me puedes pedir que, las cosas en que discrepe de ti, no te las diga, porque eso sería totalmente contrario a mi condición, también quiero que ocurra al contrario y sé que solo por esos raíles puede avanzar una amistad como la nuestra. Que, por supuesto, aspiro a que no se quede en un mero contacto de verano. Mi gratitud por tu acogida es algo aparte, y casi —en este sentido— estorba. Yo quiero que tú estés bien, que acudas a mí cuando lo necesites, que tengas vida, estímulo y alegría. Los saques de donde los saques. Pero auténticos estímulos. Pídete siempre mucho a ti misma, no en plan de exigencia perfeccionista, sino de ambición. Y pídete la verdad siempre, y pídesela a todos los que te traten.

Que Carmen Martín Gaite estuvo en Barcelona en octubre de 1979, se lo debemos a una pequeña mención al viaje en Cuadernos de todo (2002: 477). Esta estancia encuentra su eco en una carta del 7 de noviembre de ese mismo año: “Ando muy atareada y no te puedo escribir ahora la carta de gratitud que mereces por todas tus bondades y delicadezas para conmigo. Son difíciles de expresar estas cosas, pero te aseguro que, por primera vez en mi vida, siento que tengo cobijo en Barcelona”. En este mismo marco, se aventura a mencionar el proyecto que tenía entre manos desde 1973: “Me he vuelto a meter con cier-

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to rigor (el que me dejan mis múltiples interrupciones) con mi Cuento de nunca acabar”. Si, hasta el momento, no nos hemos referido al diálogo autora-editora, se debe a que este no se produjo hasta el 12 de marzo de 1980: Lumen publica Usos amorosos del dieciocho en España, anteriormente editado en Siglo XXI. La preocupación de la autora por los detalles concernientes a la edición del libro resulta ciertamente reveladora: “estoy segura de que este libro se va a vender bien, porque la gente espera la reedición y tu colección es una de las más bonitas que hay; a mí me hace mucha ilusión tener un título mío en ‘Palabra en el tiempo’, siempre me ha gustado muchísimo. ¿Cuándo lo sacarías? Ojalá pudiera estar en primavera, para junio. ¿Es mucho pedir?”. Pese a que los Usos se presenten como el leitmotiv de la carta, otra novedad eclipsa la reedición: “¡Cuánto me alegro de que hayas terminado tu novela! Estoy deseando leerla, ¿cómo se titula?”3. Finalmente, el libro no apareció ese año, pero el entusiasmo de la autora puesto en él no se diluyó; una Carmen Martín Gaite absolutamente emocionada le escribe a su editora de nuevo, esta vez, desde Barnard College: Una de las cosas que quería haberte comentado fue la repercusión que tuvo mi conferencia en El Escorial sobre los Usos amorosos, que hasta motivó que me llamaran para un programa de T.V. Eso me hizo sospechar algo que ya barruntaba: el libro es para mucha gente una novedad y se ha creado ante él cierta expectativa. De eso también me estoy dando cuenta aquí y es una de las razones por las que te escribo. Me lo pide muchísima gente y no se lo puedo dar porque solo tengo un ejemplar. Te ruego que, si aparece antes de diciembre, (yo regreso a España el 7 de enero) me envíes con toda urgencia los libros que me correspondan (o parte de ellos, pero mejor sería la totalidad) a las señas del remitente de esta carta. El día 13 de noviembre doy una conferencia en New York University precisamente sobre ese tema, que aquí, por tener relación con los comienzos del feminismo en España, interesa sobremanera (9 de octubre de 1980).

La línea editorial de la amistad entre ambas experimentó un viraje de suma importancia en la primavera de 1981: “No sé cómo agradecerte la sugerencia que me hiciste hace un mes en casa de Miguel y

3 Carmen Martín Gaite se refiere a Varada tras el último naufragio.

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de MariPaz. No solo me ha permitido ensayar con ilusión (y creo que buenos resultados) un género al que no me había dedicado nunca, sino que me ha permitido colaborar con un amigo sensible y encantador que me ha estimulado continuamente con su entusiasmo”. La petición expresada de soslayo a propósito de los Usos se hace explícita en esta carta: “Tanto a él como a mí nos gustaría que pudieras hacer un esfuerzo para que este libro llegara a la Feria […]. Lo que más me importa, de todas maneras, es que leas el cuento. Muchas veces, según lo estaba escribiendo, me acordaba de ti imaginando que te gustaría”. Una semana más tarde, el deseo de la autora parece cumplirse: “no puedes imaginarte la alegría que tengo al pensar que pueda salir para la Feria El castillo de las tres murallas, ni lo que para mí representa”. El 17 de julio de 1981, Carmen Martín Gaite escribe a Esther Tusquets, no ya en calidad de autora, sino de intermediaria: Querida Ester, mi amigo el profesor Philip W. Silver, importante estudioso de la poesía española, a quien he conocido [...] en New York y que ahora pasa una temporada en España, te va a enviar en estos días un ejemplar de su libro Luis Cernuda: el poeta en su leyenda, editado en 1972 por Alfaguara y agotado en la actualidad. Yo, por mi parte, te pido el favor de que se la dediques con todo interés a la lectura de su original, y que le contestes lo antes que te sea posible4.

La carta es partícipe de su alegría al comprobar que los Usos se están vendiendo bien, pero que, según escribe “Del Castillo… no sé nada, porque se han ido Miguel y MariPaz. Críticas, por ahora, no ha salido ninguna”. Esta intranquilidad de Martín Gaite parece resolverse en la carta que le envía a Tusquets el día 16 de abril de 1982: “Me ha dicho Miguel que El castillo… se sigue vendiendo bien. He hablado por teléfono con Eguillor porque creo que, con miras a la 3.ª edición, debe ir pensando en otro Cambof menos escuchimizado que el que nos hizo”. Los compromisos personales y los proyectos profesionales de Carmen Martín Gaite en la España de la democracia protagonizan la carta desde El Boalo, el 18 de agosto de 1982. Esta misiva, escrita diez días

4 El volumen se publicaría muchos años después, en 1995, en la editorial Castalia.

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antes de viajar a Charlottesville (donde cerraría aquel proyecto iniciado hacía nueve años, El cuento de nunca acabar), le serviría para hacer partícipe a su interlocutora de sus actividades recientes: “Este año ha sido bastante agobiante para mí. Me he pasado ocho meses bregando con el trabajo de Santa Teresa de Jesús para Televisión, que me ha tenido totalmente alejada de mis proyectos personales de escritura”. El ánimo de la editora durante su último encuentro motiva igualmente su escritura: “La última vez que te vi, en casa de Miguel y MariPaz, me pareciste un poco decaída, como ausente”. Al abrigo del tiempo recuperado que le proporciona el texto y, llevando el agua hasta su molino, le traslada el sentimiento que le invade con frecuencia en los denominados calatoraos, haciendo uso de su particular léxico familiar: Ya sabes que los cócteles y las reuniones no son para mí la situación más idónea para trabar contacto verdadero con la gente. Se habla de este o de lo otro, pero no se acerca uno realmente a nadie. Así que no me pude enterar si la impresión que tuve acerca de ti respondía a alguna interpretación subjetiva y equivocada o es que verdaderamente estabas pasando por una crisis de desánimo. Preferiría, como es obvio, la primera alternativa.

Transcurridos casi dos años desde la última carta, el 15 de marzo de 1984, Martín Gaite responde a Esther Tusquets ante un nuevo cuarto a espadas: Te agradezco mucho la posibilidad que me brindas de volver a escribir otro cuento para la colección “Grandes autores”, y no creas que no me tienta. Lo que pasa es que ahora tengo mucho que hacer y muchos compromisos pendientes, a parte de mis esfuerzos por reanudar la novela que tantas veces se me interrumpe [La Reina de las Nieves]. Pero tomo buena nota de tu generosa oferta y, si se me ocurre de repente algún argumento que me convenza, igual me pongo inmediatamente manos a la obra.

Dada la concepción martingaitiana del hecho literario, similar a lo afirmado por José Antonio Marina, “Los creadores mantienen activados muchos proyectos, que dirigen su relación con la realidad, que se llena así de significados” (1997: 50), la autora le envía a la editora el manuscrito de El pastel del diablo, a través de la agencia Cualladó.

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En el mismo cuerpo de la carta, incluye la dedicatoria y la entradilla que olvidó adjuntar; la fe de erratas la enviará, sin embargo, desde “una habitación maravillosa, con vistas al lago [Michigan]”, el 17 de septiembre de 1984, en Chicago. Para el proyecto editorial que supuso El pastel del diablo, Martín Gaite quiso contar de nuevo con la interlocución y compañía de Francisco Nieva, en vista del éxito que alcanzó el año anterior El cuento de nunca acabar, y así se lo comunica a su interlocutora: “En cuanto a Paco Nieva, estaba entusiasmado con El pastel del diablo y decidido a hacer los dibujos, a poco que sacara tiempo”5. Así mismo, otros detalles ocupan su escritura: “Oye, by the way, alguien, no sé si Philip Silver, me dijo que pensabas venir por América. ¿Podríamos vernos? Me encantaría”. La tensión sostenida entre aquello que Tusquets decía y Martín Gaite callaba, y a la inversa, encuentra su máxima expresión en la carta del 21 de julio de 1985. Carmen Martín Gaite, para quien los sentimientos formaban parte indisoluble de la historia, sujetos a ella a través de fechas anotadas en cartas, papeles sueltos y cuadernos, decide omitir la historia de su corazón, es decir, la muerte de su hija Marta en abril y le propone dos proyectos literarios a su editora, antes de marcharse a Vassar College: Me gustaría que fueras pensando (aunque esto es anticipado), por si el verano y el otoño nos desconectan en dos cosas. Una la posible edición de los dos cuentos en tu colección de adultos, cosa que me interesa mucho. Y la segunda: como El pastel del diablo es mi primer reto contra la miseria y la destrucción, a ver si me saca, al menos económicamente, de penas. Plantéate con tiempo su presentación al premio de literatura infantil de este año6.

La invasión siempre destructiva del ámbito público en lo privado hizo mella en la relación al conocerse la presentación del libro Usos amorosos de la postguerra española al Premio Anagrama de Ensayo: “Mi única disculpa es la de que no pensaba haberle dicho a nadie que ha-

5 Las ilustraciones fueron realizadas por Nuria Salvatella, finalmente. 6 Terminaría por no presentarse al premio. El galardón correspondió a la obra de Joan Manuel Gisbert El museo de los sueños (1985); al año siguiente, Das cousas de Ramón Lamote (1986), de Paco Martín.

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bía presentado el libro al premio, por si acaso me lo conceden. Pero cuando me pidieron en El País un artículo sobre este tema, me preguntaron también que qué era del libro y dije que lo tenía Anagrama (sin mencionar lo del premio) y por eso lo sacaron a pie de página”. El 16 de febrero de 1987, Carmen Martín Gaite reitera su disculpa, ante una Esther Tusquets absolutamente inexpugnable. Ante el silencio, la salmantina decide escribirle nuevamente el 7 de marzo del mismo año, relegando la cuestión editorial a un segundo plano: “Yo no puedo permitirme ahora el lujo de perder amigos, no lo puedo resistir. De verdad, Esther, te lo dije en mi carta anterior, nunca pensé hacer algo que pudiera enfadarte. Solo son imperdonables los comportamientos que entrañan mala fe o retorcimiento. Insisto en decirte en que yo no te quería herir, te pido que me creas, es lo único que sé decirte”. Y es que entre la función y la significación de la carta se abrió una brecha que amenazó con la tan temida incomunicación. El silencio del otro, que en palabras de José Luis Pardo, uno nunca puede “convertir en significado”, obtuvo una contestación que Martín Gaite dio en llamar “carta de negocios”, el 3 de julio de 1987. En un momento en el que, para la autora, las problemáticas surgidas a raíz de los malentendidos editoriales “son lo de menos”, se introduce la figura de otro editor: “ya sé por Herralde de que […] va a ser él quien reedite mi libro sobre el xviii y que ya ha hablado este tema contigo”. La sempiterna preocupación de Martín Gaite por gestionar su intimidad, su privacidad y sus intervenciones públicas aparece en este texto epistolar ejemplarmente, reflejo de la honestidad y de la honradez intelectual que la caracterizó: Contra todas las apariencias que puedan derivarse de mi imagen “pública” (nunca me ha ido profesionalmente mejor que ahora), este verano estoy padeciendo más que nunca la ausencia de mi hija, y otras tantas cosas que se derivan de ella. Hace falta una moral de caballo para seguir teniendo ganas de vivir, y yo misma no entiendo de dónde saco las fuerzas. Es un milagro (que hace ella).

En 1989, templados los ánimos, emprenden juntas una nueva aventura editorial: la traducción para Lumen de Querido Miguel, de Natalia Ginzburg. Así, el 5 de julio, el espacio epistolar vuelve a acoger una fe de erratas, siempre rigurosa, y una propuesta para la

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portada del volumen: “En el libro sobre Remedios Varo editado por la fundación del Banco Exterior, hay un cuadro titulado ‘Encuentro’ (enmarcado con el número 52), que podría ser bastante oportuno para la portada de Caro Michel. Ya me dirás qué te parece”7. Esta calma relativa se quebró, inopinadamente, ante una demostración de amistad auténtica, rara avis en el sector editorial: “Querida Esther, hoy he dado a Jacobo Siruela, para que considere su publicación en la colección ‘El ojo sin párpado’ un relato largo (160 folios) [Caperucita en Manhattan] que acabé en febrero y ahora he retocado” (Madrid, 14 de junio de 1990). La coyuntura le permite sincerarse y mostrar cierta pesadumbre ante la falta de promoción de sus dos cuentos editados en Lumen: “La mayoría de mis lectores y estudiosos habituales ignoran que me haya dedicado a otra cosa que al realismo o al ensayo”. Pese a que, como afirma Martín Gaite, “Por ahora, no le he hablado a nadie más de este libro”, no recibe contestación alguna, por parte de la editora, y decide, como en ocasiones anteriores, significar su silencio: “A lo largo de estos meses, he pensado a veces si tal vez sería injusto mi juicio de que mis libros en Lumen han pasado desapercibidos y no te has molestado en moverlos, juicio fundado en las protestas de mis lectores que ni conocen esos títulos ni los encuentran”. El muro con el que la autora no paraba de encontrarse, hoy sabemos, por la propia Esther Tusquets, que tenía una explicación sencilla: “Creo que he odiado un solo aspecto de mi profesión, que en consecuencia debe ser el que peor he desempeñado: la promoción. Solo oír hablar de ‘argumentos de venta’, me ponía enferma” (Tusquets 2012: 13). El poder que ostenta la letra escrita consiguió convencer a la editora de que, como sugiere Martín Gaite en su carta del 25 de abril de 1991, Siruela pase a editar los Dos relatos fantásticos (1986) que se titularán ahora Dos cuentos maravillosos (1992). La discusión iniciada en Cadaqués, aquella noche lejana del 6 de agosto de 1978, se encontraba aún como telón de fondo: “Cada una somos de una manera y tenemos nuestros defectos, pero eso nunca debe ser razón para que

7 A su publicación, la fotografía de la portada no se correspondió con la sugerencia efectuada por la autora salmantina.

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se interrumpa la posibilidad de seguirse hablando con naturalidad”. Ante un desgaste acusado de su amistad fue necesario regresar sobre el origen; retomar relaciones a través de un objetivo y un fin común, el libro: “Recibo hoy el libro de Rosetta. Ya te diré lo que me parece”8. En julio de ese mismo año, Siruela y Lumen comienzan las conversaciones para la cesión de derechos de la autora, conversaciones de las que Martín Gaite se desentiende, depositando su confianza en el buen término de las mismas: “Me parece muy bien que hayas preferido discutir con Jacobo y Michi estas cuestiones editoriales. Yo solo quiero decirte que en principio tengo una buena disposición para estar de acuerdo con lo que decidáis”. El terreno profesional dejó de constituir un obstáculo comunicativo: “Yo también espero que en Nueva York, si no puede ser antes, nos desquitemos de esa larga conversación siempre demorada” (11 de julio 1991). La dimensión lectora de la editora catalana había jugado un papel importante en aquel vivir en la incomunicación. Nada más lejos de zanjar el problema, en una carta fechada el 9 de febrero de 1992, Martín Gaite vuelve a encontrarse con él. “Lo único que me extraña es que insistas en decir de Dos relatos fantásticos, que es el libro que va a sacar Jacobo, que te duele ceder los derechos porque contigo iba bien ese título”. No podemos olvidar que los editores de los años sesenta habían concebido su oficio desde un punto de vista artesanal y como una opción ideológica que no contemplaba la derecha y la izquierda como verdades estéticas, sino únicamente la arquitectura interior o refugio que podía ofrecer el libro, en tanto que objeto obsequiado al lector. Si cada libro, y cada autor que formaba parte de un catálogo de una editorial, era, en realidad, un elemento seleccionado desde la conciencia del editor/lector para su biblioteca, la salida de aquellos cuentos debió suponer para Tusquets un debate

8 El libro al que hace referencia Carmen Martín Gaite pertenece a la autora italiana Rosetta Loy, Los caminos del polvo, editado por Lumen en 1991. Debo la mención a Ana María Martín Gaite y a Patricia Caprile, por la consulta de la biblioteca personal de la autora en El Boalo, Fundación Centro de Estudios de los años cincuenta.. La relación de títulos que integran la biblioteca de la autora puede asimismo consultarse en la página (http://www.mediosiglo.es/docs/Relacion_Biblioteca_CMG.pdf ) web del proyecto www.mediosiglo.es.

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interior complejo. El viaje a Nueva York mencionado sirvió, por fin, para cerrar definitivamente la discusión: “las cuestiones profesionales son aburridísimas cuando se las compara con las provocadas por una llave plana de casi imposible manejo, moderno sésamo ábrete en los intestinos de Lexington Avenue” (20 de febrero de 1992). La fluidez y la espontaneidad vuelve en una carta, días después: Querida Esther, no sabes cuánto me alegro de que te gustara nuestra Celia, en la que tanto Borau como yo hemos puesto tanto amor y trabajo. Por otra parte, hace ya tiempo que quiero darte las gracias por unas declaraciones que hiciste el año pasado diciendo que Nubosidad variable era el libro que más te hubiera gustado editar. Te parecerá una insignificancia, pero a mí me conmovió. Hay muy poca gente que tenga la sinceridad de decir esas cosas, aunque las piense.

El ánimo que conmovió a Carmen Martín Gaite el 27 de mayo de 1978 a escribir tras la lectura de El mismo mar de todos los veranos regresa en una carta que le envía a Esther Tusquets el 25 de junio de 1993, desde El Boalo. Recordemos que la salmantina reseñó los tres volúmenes que conforman la denominada Trilogía del mar en Diario 16: “Una niña rebelde” (5 de junio de 1978), “Callejón de hastío” (23 de abril de 1979), “… Y Wendy creció” (12 de mayo de 1980)9. El intercambio epistolar ya no se produce entre editora y autora, sino entre escritoras: Querida Esther, he venido a pasar el fin de semana a la sierra con mi hermana. Son las diez de la noche y estoy leyendo Varada tras el último naufragio, un libro que había perdido de vista hace mucho y resulta que estaba en la biblioteca de aquí, de esas sorpresas que nos dan los libros a las personas desordenadas […] He leído en Madrid La reina de los gatos y muy bien, sí, se deja leer con agrado y entretenimiento. Pero necesitas picar más alto, Esther, volver al oficio que con tanta fortuna y empeño emprendiste a finales de los setenta […]. Yo te animo con todo entusiasmo, llevas callada demasiado tiempo.

9 La primera de ellas fue incluida en Agua pasada (2016: 844-845). La segunda y la tercera forman parte de la colección póstuma de artículos Tirando del hilo (artículos 1949-2000) (2006: 255-257 y 364-366).

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Las cartas breves que siguen, del 14 de enero de 1998 y el 6 de marzo de 2000, presentan un tono distinto. El fin del capítulo de Tusquets en Confesiones de una editora poco mentirosa coincide con el fin de la relación epistolar, ya que la última carta que Martín Gaite le envió, el 12 de junio de 2000, figura recogida en su totalidad en el volumen de memorias citado. Como le sucedió a Sorpresa en El pastel del diablo, a Altalé en El castillo de las tres murallas, o a la propia Sarah Allen en Caperucita en Manhattan, la conciencia del final es tan solo una incertidumbre que, al no verbalizarse, permite continuar indefinidamente con el cuento. Así se despidió Carmen Martín Gaite de Esther Tusquets: “Te supongo ejerciendo con una felicidad que envidio mucho tus funciones de abuela. Dale de mi parte un abrazo a Milena y otro con todo mi cariño para ti. Carmiña”.

Bibliografía Álamo Felices, (1996): La novela social española: conformación ideológica, teoría y crítica. Almería: Universidad Almería. Álvarez Junco, José (2014): “Prólogo”, en Giulia Quaggio: La cultura en Transición. Reconciliación y política cultural en España, 19761986. Madrid: Alianza. Baudrillard, Jean (2010): El sistema de los objetos. Trad. Francisco González Aramburu. Madrid: Siglo XXI. Campbell, Federico (ed.) (1970): Infame turba. Barcelona: Lumen. Kafka, Franz (2003): “Sobre el arte de escribir cartas”, en Escritos sobre el arte de escribir. Ed. Eric Heller y Joachim Beug. Trad. Michael Faber-Kaiser. Madrid: Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, pp. 185-192. Madaria, Catalina G. (1983): “Entre visillos, reposición de la novela de Carmen Martín Gaite”, en Mediterráneo, 12 de febrero, p. 23. Marina, José Antonio (1997): “La memoria creadora”, en Claves de la memoria. Madrid: Trotta, pp. 33-55. Martín Gaite, Carmen (2002): Cuadernos de todo. Ed. Maria Vittoria Calvi. Barcelona: Random House Mondadori.

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— (2006): Tirando del hilo (artículos 1949-2000). Ed. José Teruel. Madrid: Siruela. — (2016): Obras completas V. Ensayos II. Ensayos Literarios. Ed. José Teruel. Madrid/Barcelona: Espasa/Círculo de Lectores. Martín Gaite, Carmen/Benet, Juan (2011): Correspondencia. Ed. José Teruel. Barcelona: Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Morcillo Gómez, Aurora (2015): En cuerpo y alma. Ser mujer en tiempos de Franco. Madrid: Siglo XXI. Neuschäfer, Hans Jörg (1994): Adiós a la España eterna. La dialéctica de la censura. Novela, teatro y cine bajo el franquismo. Trad. Rosa Pilar Blanco. Barcelona: Anthropos. Pardo, José Luis (1996): La intimidad. Valencia: Pre-Textos. Steedman, Carolyn (1999): “A women writing a letter”, en Epistolary Selves. Letters and Letter-writers (1600-1945). Ed. Rebecca Earle. Aldeshot: Ashgate, pp. 111-133. Teruel, José (2015): “El descarrilamiento de Carmen Martín Gaite por los cauces del ensayo: El cuento de nunca acabar”, en Ondulaciones. El ensayo literario de la España del siglo xx. Jordi Gracia y Domingo Ródenas (eds.), Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert, pp. 389-410. Tusquets, Esther (2012): Confesiones de una editora poco mentirosa. Barcelona: Ediciones B.

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La memoria en la obra de Esther Tusquets: entre la intimidad y la crónica de una época Elisa Martín Ortega Universidad Autónoma de Madrid

La producción memorialística de Esther Tusquets discurre entre la exploración de la propia intimidad y la indagación en la historia pasada y sus protagonistas. La editora y escritora, que publicó su primera novela, El mismo mar de todos los veranos, en 1978, con cuarenta y un años, cuando su editorial, Lumen, ocupaba ya un lugar fundamental en la vida cultural española, no se embarcó en la escritura de libros de memorias propiamente dichos hasta 2005, con la aparición de Confesiones de una editora poco mentirosa, una obra precisamente centrada en su papel de editora y en las diferentes anécdotas que vivió con numerosos escritores españoles durante las décadas en que dirigió Lumen. En el primer capítulo, titulado “A veces un libro empieza por el título”, Esther Tusquets cuenta cómo nunca pensó que fuera a escribir una obra acerca de sus experiencias de editora; en primer lugar porque siempre le pareció que carecían de interés y, en segundo lugar, y sobre todo, porque no le apetecía. Pero su hija Milena Busquets, que en aquella época acababa de fundar la editorial RqueR, insistió en que lo hiciera. Esther reproduce sus palabras, las que la convencieron de ponerse a escribir el libro:

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—Esto es lo que quiero que escribas para mí. No unas memorias solemnes, hablando de los grandes problemas y acontecimientos de la edición, sino estas pequeñas anécdotas que constituyen la vida cotidiana de una editorial y que cuando tú las cuentas resultan divertidas. —Confesiones de un pequeño editor —apostillé, pensando en Azorín—, y tal vez podríamos añadir “poco mentiroso”. Y en cuanto lo dije supe que estaba perdida (Tusquets 2005: 10).

Entre los meses de septiembre de 2003 y junio de 2004 viví en casa de Esther Tusquets. Yo acababa de comenzar el doctorado en la Universidad Pompeu Fabra, y conviví con ella mientras escribía concretamente esta primera versión de sus memorias de editora. Para la redacción de este artículo me he servido, en ciertas ocasiones, de alguna confesión que me hizo su autora. En este sentido solo puedo empezar afirmando que, en todo aquello que me ha sido dado vivir y por lo tanto puedo comprobar, el apelativo de “poco mentirosa” no es retórico: tal cena existió y creo muy sinceramente que Esther nunca hubiera escrito ese libro si no hubiera mediado la insistencia de su hija Milena. La escritora explicó en multitud de ocasiones, también en sus libros, que sus padres de niña la habían inculcado que la mentira era el peor de los defectos, y que esa incapacidad para mentir le había acarreado multitud de problemas en la vida. Este hecho, sin embargo, es compatible con lo que en otra ocasión la autora dice de sí misma: “Soy exagerada, desmesurada y no cuento las cosas nunca como son” (Tusquets en Obiols 2001). Lejos de la mentira, proferida con intencionalidad, ese “no contar las cosas como son” tiene que ver con un determinado modo de estar en el mundo, con su concepto de la pasión, con una especial implicación emocional. Y creo que ambas dimensiones, por un lado el no mentir, el tratar por todos los medios de ser fiel a la verdad, y por otro una inevitable atracción por la ficción, derivada de una manera de vivir especialmente intensa y de una inclinación irresistible al acto de narrar, podrían tomarse como resumen de la obra literaria de Esther Tusquets. En 2001, tras la publicación de Correspondencia privada, la autora declara a la prensa que con dicha obra “se pone fin a la escritura de libros que, con mayor o menor contenido autobiográfico, he publicado

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desde El mismo mar de todos los veranos” (Tusquets en Obiols 2001). Nos encontramos, de este modo, con un aspecto importante del tema que nos ocupa: el elemento autobiográfico es central en la producción novelística de Esther Tusquets. Así describe la propia autora, en Confesiones de una editora poco mentirosa, la reacción de su madre cuando publicó su primera novela: En cuanto a mis padres… Una historia de amor entre mujeres era todavía motivo de escándalo en 1978, y además en mi novela la imagen de la familia, de la burguesía catalana, y sobre todo de la madre de la protagonista, era más que ácida. Pero a mamá, gran lectora, le gustó el libro, y por otra parte el personaje de la madre era ambivalente y hasta cierto punto halagador para quien se viera reflejado en él. De modo que, cuando le dije que celebraba una fiesta, y me preguntó, “¿quieres que yo vaya?”, y le dije: “Depende de si crees o no que mi novela es motivo de celebración”, me respondió que sí asistiría. Y añadió: “¿Quieres que vaya tal cual o como en el libro?” Naturalmente respondí que la quería como en el libro, y se presentó glamourosa con un vestido largo y envuelta en tules (Tusquets 2005: 149).

Estas constantes conexiones, idas y venidas, entre la realidad y la ficción, recorren casi todas las novelas de la autora. El elemento autobiográfico no debe confundirse en ningún caso con una confesión total, sino que ha de ser entendido como una indagación en el pasado que, al más puro estilo proustiano, es rescatado a través de la memoria y la escritura, condiciones últimas de la narración y el autoconocimiento. Es necesario destacar, en este sentido, que es el gesto de la escritura el que permite la reapropiación del pasado; no estamos ante la función básica del “recuerdo”, sino que precisamente a través del establecimiento de un marco ficcional y de la creación asociada a la escritura se logra penetrar en ese territorio cerrado del tiempo perdido. El recuerdo no es más que un hilo conductor que aparece y desaparece, que necesita ser desviado, revestido, permanentemente cuestionado. Si hay una obra de ficción donde lo autobiográfico alcanza un papel esencial, puesto que abarca la totalidad de lo narrado, es precisamente Correspondencia privada (2001). Se trata de una novela epistolar compuesta por cuatro cartas, las cuatro dirigidas a personas importantes de la vida de la escritora que están ya muertas (o, en el

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caso de la madre, gravemente enferma): la madre (“Carta a mi madre” había sido publicado anteriormente como cuento independiente con un título ligeramente diferente: “Carta a la madre”), y tres hombres de los que se enamoró (un profesor de literatura que tuvo en la adolescencia, un compañero de un grupo de teatro mientras era estudiante, y finalmente Esteban, el padre de sus hijos). Tras acabar de leer este libro le pregunté a Esther si todo lo que contaba era real, y ella me contestó que “absolutamente todo era tal y como lo recordaba”, aunque era posible que, en la memoria, su propensión al exceso la hubiera hecho alejarse de la realidad objetiva. En una entrevista tras la publicación del libro Esther Tusquets declaró haber utilizado “el material más literaturizable de su vida” (Tusquets en Obiols 2001), volviendo a desmontar las fronteras entre la realidad y la ficción. Tal y como puntualiza Mercedes Mazquiarán: “Carta a la madre es una narración confesional y autobiográfica sin ambages, si bien es verdad que la autobiografía es siempre una representación literaria de lo que se recuerda” (Mazquiarán 1998: 671). Esas cartas ficticias encierran seguramente más intimidad que cualquier otro libro de Esther Tusquets, y así lo reconoció en múltiples ocasiones la propia autora. Su elección del género epistolar tampoco es gratuita, y responde tanto a razones literarias (la aparición del “tú” como referente de la narración resulta esencial) como a una visión de la intimidad y de la palabra profundamente ligada a la carta. Esther Tusquets explicaba a menudo que, en su familia, todos los anuncios importantes se hacían por escrito. Y así, podía mostrar cartas de su padre sobre asuntos enormemente personales, y tenía la costumbre de intercambiar cartas apasionadas, enfurecidas, llenas de reproches, de declaraciones de amor y otro tipo de verdades, con sus hijos, que parecían haber heredado este peculiar modo de comunicarse y resolver conflictos. Nada que ver, por tanto, con la carta como modo de paliar la lejanía física: los Tusquets se intercambiaban cartas para decirse aquello que parecía demasiado importante, demasiado cargado de sentimientos, demasiado doloroso; y que quizá no habría soportado la imprecisión y la imprevisibilidad de la oralidad. No estamos ante una clásica novela epistolar porque no aparecen en ningún momento las respuestas de los destinatarios, que se en-

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cuentran atrapados en el silencio de la enfermedad (en el caso de la madre) o de la muerte. En las novelas epistolares el yo narrador suele adoptar dos posiciones y convertirse en su propio interlocutor. Aquí, sin embargo, en el lugar del interlocutor surge un silencio que pone al lector frente al abismo de la escritura como palabra dirigida a quienes no están, como palabra que se dedica a lo perdido y a lo irremediablemente ausente. Según Concha Alborg “las cartas, aquí, tienen un valor semántico. Son más bien un recurso literario que no sirve para la comunicación entre emisor y receptor sino que, al contrario, implica una falta de comprensión entre ellos” (Alborg 2003: 36). Ángeles Encinar, en su estudio sobre la técnica epistolar en la narrativa de las escritoras españolas, afirma que esta modalidad crea una serie de alicientes para el lector: “la ilusión de realidad, de autenticidad, un mayor dramatismo y la sensación de ser un observador privilegiado de acciones y sentimientos íntimos que podría resumirse en el placer de mirar sin ser vistos” (Encinar 2000: 35). Según Carmen Martín Gaite, “la forma epistolar ha debido ser para las mujeres la primera y más idónea manifestación de sus capacidades literarias. Con quien más gusta hablar de las tribulaciones del alma es con el causante de esas tribulaciones” (Martín Gaite 1987: 47); en el género epistolar se halla implícita la búsqueda del tú y cuando no se encuentra un interlocutor receptivo, “la necesidad de interlocución, de confidencia, lleva a inventarlo” (Martín Gaite 1987: 47). En “Carta a mi madre (divina entre las diosas…)” Esther Tusquets explora la relación madre-hija, uno de sus temas literarios por excelencia. El vínculo con la madre aparece teñido de un profundo conflicto que atraviesa la vida y la obra de la escritora: el paso de la adoración al desamor; la sensación de abandono; el sentimiento de que nunca se llegarán a poder cumplir las expectativas que marca el otro. La autora le dedica a su madre palabras llenas de reproches: “fuiste una madre seductora —más seductora por lo distante— y yo literalmente te adoraba” (Tusquets 2001: 35). O, “¿Qué ocurrió después, mamá? A menudo preguntas o aventuras en qué momento, a qué edad, dejé yo de quererte” (Tusquets 2001: 36). “Y yo no respondo nada, porque no lo sé; no sé a qué edad dejé de quererte, no sé si he dejado ni si dejaré de quererte nunca. No sé en qué preciso momento algo se

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echó a perder en nuestra relación” (Tusquets 2001: 36). Para acabar dando una respuesta parcial: “Fue porque comprendí […] que nunca (y, en cuanto se relaciona contigo, “nunca” es un nunca sin paliativos ni esperanza), por mucho que me aplicara, lograría tu aprobación” (Tusquets 2001: 37). Esta secuencia se repite una y otra vez en la obra de Esther Tusquets, expresada de diversos modos, camuflada en distintos personajes. En 2007 apareció Habíamos ganado la guerra, el segundo libro de memorias de la escritora. En este caso, se trata de unas memorias de infancia y adolescencia, otro libro que, según la autora, pensó que nunca escribiría. Parece que el impulso le vino en esta ocasión de su íntima amiga Ana María Moix, que dirigía en aquellos momentos la colección de Bruguera donde se publicó la obra, y que la animó a que la escribiera. Esther Tusquets solía afirmar que ella, su intimidad, estaba mucho menos presente en sus libros de memorias que en los de ficción. Decía que sus obras abiertamente autobiográficas se centraban más en los otros, en las personas que la rodeaban y en la sociedad en la que le tocó vivir, y que por esa misma razón quizá no se animó a escribirlos hasta ese momento, ya avanzada su vida, en que la mayoría de sus protagonistas estaban muertos. Habíamos ganado la guerra dedica una parte importante de sus páginas a describir la España de la posguerra desde la perspectiva de una familia de la burguesía catalana. La autora destaca constantemente su inadaptación como única forma de resistencia inconsciente al franquismo, e incluso al filonazismo, que reinaba en el ambiente en que creció, aunque tampoco tiene reparos en reconocer su apasionado falangismo durante algunos meses de juventud. En cualquier caso, a la narradora la salva, como ya se ha dicho, su inadaptación: la sensación de no encajar de ninguna manera en aquel mundo, que describe que la acompañó desde pequeña: “Recuerdo haber tenido desde muy pequeña, acaso desde siempre, la sensación de que algo iba mal, de que las cosas no podían ser de aquel modo, o al menos de que yo no encajaba, y seguramente llevaban razón cuando decían que yo era rara, y a lo mejor los nuestros no eran los míos, pero ¿quiénes eran los míos entonces? Y ¿dónde demonios estaba mi lugar?” (Tusquets 2007: 25).

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Al contrario de lo que ocurre en Correspondencia privada, novela que comparte con Habíamos ganado la guerra la narración de bastantes episodios relevantes, aquí nos encontramos en el terreno de la memoria cronológica, y en la voluntad de abarcar las distintas facetas de una época de la vida, en lugar de la exploración psicológica de su relación con cuatro figuras esenciales: sus cuatro grandes amores. Una y otra vez aparece una intensa nostalgia como motor de la escritura; aunque se trata de un sentimiento que, al contrario de lo que podría parecer, no implica una idealización del pasado: “fui, hasta donde me alcanza la memoria, una profesional, una adicta a la nostalgia, capaz de echar de menos hasta lo malo” (Tusquets 2007: 103). El carácter traicionero de los recuerdos, y lo resbaladizo de conjugar la memoria individual con la colectiva, le hacen partir de una advertencia: “Me baso en recuerdos personales, han pasado muchos años y no pretendo ser una espectadora neutral. He intentado ser fiel a la verdad, pero mi verdad no tiene por qué ser la verdad de todos, y menos aún han de coincidir mis puntos de vista con los ajenos. Puede además fallarme la memoria: ni siquiera los recuerdos de mi hermano coinciden con los míos cuando rememoramos un pasado por ambos compartido…” (Tusquets 2007: 7-8). Esta última afirmación será precisamente el leimotiv de su último libro de memorias, del que nos ocuparemos al final de este artículo. La intención de Habíamos ganado la guerra, en palabras de la autora, es la de hacer un relato de los años más duros de la posguerra desde el punto de vista de los vencedores. Nos encontramos, por tanto, ante una obra que tiene una importante intencionalidad histórica y hasta política. El libro comienza con un recuerdo centrado también en la figura de la madre: el primer recuerdo de la escritora es el de su madre gritando entusiasmada el nombre de Franco y aplaudiendo a las tropas que desfilaban por Barcelona tras la victoria. Un soldado le dio entonces a ella, que tenía tres años, una banderita roja y gualda, tras lo que la narradora añade: “Y ni siquiera tengo la certeza de que sea un recuerdo real y no un mero producto de mi imaginación, o un recuerdo basado en un hecho cierto pero modificado por mis fantasías” (Tusquets 2007: 12). En cualquier caso, Esther Tusquets le da la importancia que tiene en su

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memoria subjetiva: la inmediata toma de conciencia de encontrarse en el bando de quienes habían ganado la guerra. Al ser una de sus últimas obras, la autora nos ofrece también una mirada retrospectiva acerca de ciertos temas autobiográficos que han recorrido la casi totalidad de su obra, a saber, la relación con la madre: He escrito mucho sobre mi madre, a veces me parece que solo he escrito sobre mi madre, o quizá contra mi madre, sin lograr nunca cancelar el conflicto, pasar página, quedar en paz. La adoré de pequeña. La detesté a ratos. La admiré y la temí casi hasta el final. Todo lo que amo aprendí a amarlo de ella. El mar, los animales, el arte, los libros. Pero también le debo a ella mis frustraciones y mi inseguridad. Me dijo cosas tan aparentemente inocentes pero tan terribles, tan demoledoras para mi autoestima, que moriría antes que repetirlas. Lo sabía cuando me psicoanalizaba, sabía que era inútil estar tumbada allí contando sueños y jugando a asociar libremente, si no tenía la más remota intención de afrontar en serio lo que había sido mi relación con mamá. La frustración permanente, la herida siempre abierta. El desamor (Tusquets 2007: 79-80).

Pareciera que el tema de la madre hubiera sido definitivamente cerrado en varias ocasiones, y sin embargo la escritura de otros dos libros de memorias siguen girando en torno a él. En 2009 Esther Tusquets publica Confesiones de una vieja dama indigna, que es en realidad una reelaboración ampliada de Confesiones de una editora poco mentirosa (2005). Afila la pluma respecto a la primera versión. Mientras escribía Confesiones de una editora poco mentirosa me contó que había decidido no hablar mal de nadie, no contar desavenencias, como las que tuvo con la escritora Rosa Regàs, ni anécdotas que pudieran ridiculizar a nadie, incluso aunque los implicados estuvieran muertos. La mayoría de los escritores y los editores que aparecen en el libro, de hecho, están muertos. Pero, quizá para su sorpresa, resultó que esas precauciones, ese cuidado, no la dejaron a salvo de múltiples enfados: la mayoría de ellos provenientes de personas que no se molestaron por lo que se decía de ellos en el libro, sino precisamente por no haber aparecido, o no haber aparecido lo suficiente. Tras este precedente, Esther aceptó el encargo de ampliar su libro de memorias escribiendo con muchas menos precauciones, lo cual nos ha dejado una segunda edición que ya desde el título (una vieja dama indigna) es más irreverente.

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La última obra publicada por Esther Tusquets es sin duda la versión más atípica de un libro de memorias: Tiempos que fueron (2012) escrito a cuatro manos, por correo electrónico, con su hermano el arquitecto y también escritor Óscar Tusquets. Durante los últimos años de su vida Esther Tusquets desarrolló una verdadera pasión por el correo electrónico; escribía cartas extensas y cuidadas y le parecían maravillosas las posibilidades, sobre todo la inmediatez, de esta nueva forma de intercambiar palabras. Óscar le había reprochado en ocasiones no estar del todo de acuerdo con lo que contaba de su infancia y su familia en Habíamos ganado la guerra, tanto en lo que se refiere a anécdotas concretas como a la posición política de la escritora. Según su recuerdo, y tal y como se advierte en múltiples momentos de esta obra, la vinculación de su familia y de determinados sectores de la burguesía catalana con el franquismo no fue tan fuerte ni tan clara como refiere su hermana en sus memorias. Así que Esther lo retó a que contara su versión en un libro a cuatro manos. Desde el inicio de la obra, la escritora no esconde cuál es el principal interés de esta aventura: “Creo que eres muy reservado. Para mí uno de los objetivos básicos de este libro es saber de ti” (Tusquets 2012: 10). Una vez más, en la que sería su última obra, Esther Tusquets vuelve a reflexionar sobre los límites de la verdad y de la narración: ¿Hasta dónde vamos a llegar en la verdad? No hasta el final, sé que es imposible. No solo porque la ignoramos, sino porque la experiencia me ha enseñado que puedo desvelar facetas y describir sucesos de mí y de mi vida muy íntimos, pero hay cosas que ni en el diván del psicoanalista ni en el potro de tortura confesaría jamás. Y lo curioso es que suele tratarse de pequeñeces, porque nuestra verdad más íntima, al menos la mía, está formada de pequeñeces (Tusquets 2012: 9).

En el libro, la parte relativa a cada uno de los hermanos aparece en un tipo de letra y un color diferente (azul para Esther y negro para Óscar). Se advierte un tono liviano, menos hondo desde el punto de vista literario, y más cronístico o periodístico que en el resto de las obras analizadas. El lector tiene la sensación de estar asistiendo a una larga conversación. Llama la atención, en el caso de las partes escritas por Esther, el abandono de su peculiar estilo narrativo, caracterizado

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por los periodos largos, que por primera vez en esta obra parece haberse difuminado por completo. No estamos ya ante cartas, que se componen y se entregan en la soledad del silencio, que buscan a un destinatario ausente. La comunicación por correo electrónico parece imponer, por su inmediatez, el tono coloquial, y en cada una de las palabras escritas por ambos interlocutores late la espera de una respuesta rápida, sin que se abra en medio el hiato que funda el género epistolar. Al deseo que nace de la ausencia le ha sustituido la presencia constante del otro, que, en la mente del autor, parece ir leyendo sus palabras casi al mismo tiempo que son escritas. Este libro se convierte así en un exponente de la enorme brecha que las nuevas tecnologías han abierto en la concepción del género epistolar. La intimidad, que necesita de un espacio cerrado en que desarrollarse, emerge solo en forma de fugaces destellos en esta conversación cercana, llena de pequeñas confesiones y reproches, pero en la que todo queda muy alejado del género de la carta. No obstante, encontramos ciertos temas en los que Tiempos que fueron, la última obra de la autora, parece cerrar el círculo de la escritura como forma de conocimiento. La presencia del otro permite abrir nuevas interpretaciones, cuestionar las verdades antes establecidas, dudar de la propia historia: Pero he descubierto ahora, quizás al exponerlo delante de ti, algo tan descabellado, tan absurdo que no se me podía ni ocurrir, y que es sin embargo el punto clave de mis relaciones de amor-odio con mamá, lo que las explica. Nuestra madre, que me superaba en todo, y ella lo sabía, y yo lo sabía, y lo sabían todos, me tenía —casi me avergüenza decirlo y no me importará que no lo creas— una profunda envidia. Y no éramos un caso único (Tusquets 2012: 65).

Surge así una nueva perspectiva de análisis de la relación madre-hija, motivada precisamente por el diálogo, por el hecho de escuchar y conocer mejor la versión del otro, en este caso, del hermano: Siempre preví que este libro a cuatro manos descubriríamos muchas cosas acerca de nosotros dos (sobre todo de ti, porque yo he hablado y escrito mucho y sin excesivos tapujos sobre mí misma y presumo de conocerme bien), pero nunca

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La memoria en la obra de Esther Tusquets

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sospeché que las sorpresas serían tan grandes y que me obligarían a modificar en parte la imagen que tenía de mi propio pasado […]. Pero el descubrimiento más importante, y el que me obliga a replantearme más cosas, es la visión que tenías de mamá, sobre todo la capacidad de ternura de mamá. Nunca la supe ver. Al no sentir que la utilizaba conmigo, creí que no existía (Tusquets 2012: 97).

Al final de la obra, Esther y Óscar Tusquets abordan con asombrosa franqueza el tema de la decadencia física y la muerte de su madre; también de su abandono, pues ambos se preocuparon de que estuviera atendida pero no la acompañaron durante sus últimos días. De cómo murió sola. La palabra desamor, tantas veces pronunciada por la autora para referirse a su madre, alcanza una última significación, llena de dolor y de dureza, a la luz de estas últimas confesiones. A los pocos meses de la aparición de este libro fue la propia Esther quien murió. Siempre manifestó una profunda aversión a la muerte, a las ceremonias funerarias. Reconocía haber estado ausente de la muerte de muchas personas cercanas por su propia aversión a la idea de morir. En cuanto a la memoria, nunca dejó de cultivarla. Como he intentado mostrar, desde su primera a su última obra anduvo a vueltas con la memoria, con su incurable nostalgia, con su pasión por la verdad y su irresistible capacidad para convertir en relato todo aquello que llegaba a sus manos.

Bibliografía Alborg, Concha (2003): “Esther Tusquets vuelve a empezar: Correspondencia privada”, en Confluencia, vol. 19, 1, pp. 33-41. Encinar, Ángeles (2000): “La narrativa epistolar en las escritoras españolas actuales”. Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo xx: I Congreso de narrativa española (en lengua castellana). Ed. Marina Villalba Álvarez. Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha, pp. 33-50. Martín Gaite, Carmen (1987): Desde la ventana. Madrid: Espasa Calpe.

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Mazquiarán de Rodríguez, Mercedes (1998): “El mismo mar de todos los vernos y Carta a la madre: un diálogo intratextual”. Actas del XIII Congreso AIH (Tomo III), . Obiols, Isabel (2001): “Correspondencia privada cierra el ciclo autobiográfico de Esther Tusquets”, en El País, 15-5-2001. Tusquets, Esther (2001). Correspondencia privada. Barcelona: Anagrama. — (2005): Confesiones de una editora poco mentirosa. Barcelona: RqueR. — (2007): Habíamos ganado la guerra. Barcelona: Bruguera. — (2009): Confesiones de una vieja dama indigna. Barcelona: Bruguera. Tusquets, Esther/Tusquets, Óscar (2012): Tiempos que fueron. Barcelona: Bruguera.

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Sobre los autores

Pedro Álvarez de Miranda es catedrático de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la Real Academia Española, en la que ocupa el cargo de bibliotecario y dirige la Escuela de Lexicografía Hispánica. Es autor de numerosas publicaciones, en particular sobre aspectos lingüísticos y literarios del siglo xviii español. Su último libro es Más que palabras (2016), una colección de ensayos divulgativos sobre aspectos del idioma. Maria Vittoria Calvi es catedrática de Lengua Española de la Universidad de Milán y directora de la revista Cuadernos AISPI. Recientemente ha sido nombrada miembro correspondiente extranjero de la Real Academia Española. En el campo literario sus trabajos se han centrado en la narrativa contemporánea y sobre todo en la obra de Carmen Martín Gaite, Luis Mateo Díez y José María Merino. Sobresalen sus ediciones de las obras inéditas de la escritora salmantina Cuadernos de todo (2002) y El libro de la fiebre (2007), así como los estudios dedicados a la escritura autobiográfica (“Un cuento autobiográfico de Carmen Martín Gaite: ‘El otoño de Poughkeepsie’”, 2012; “La Correspondencia entre Carmen Martín Gaite y Juan Benet: ensayos de un género”, 2014; “Poética del lugar y actitud autobiográfica en Carmen Martín Gaite”, 2014).

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Celia Fernández Prieto es profesora titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Córdoba. Ha impartido clases y conferencias en diversas Universidades europeas (París VIII, Estocolmo, Gottemburg, Kent y Venecia). Sus líneas de investigación se centran en la narrativa histórica, la relación entre historia y ficción, y las escrituras del yo en sus diferentes modalidades. Entre sus libros pueden citarse Historia y novela. Poética de la novela histórica y Metaliteratura y melancolía (Memorias de un hombre de acción de Baroja); ha coordinado textos colectivos como Autobiografía en España: un balance; Pablo García Baena: misterio y precisión; y ha colaborado en la Historia de la literatura española 8. Las ideas literarias (1214-2010). Sergio García García es FPI del departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Madrid. Gran parte de sus publicaciones están dedicadas a la poesía de Manuel Vázquez Montalbán, tema sobre el que realiza su tesis doctoral, entre las que destacan “La memoria de dos generaciones y la respuesta experimental al desarrollismo de los años sesenta: Una educación sentimental” y “‘Ars amandi’: el primer erotismo poético de Manuel Vázquez Montalbán”, así como al estudio del ritmo poemático y la relación entre biografía/literatura en la poesía de Claudio Rodríguez, de quien editará próximamente una antología. Ana Garriga Espino completó su tesis doctoral sobre el epistolario de Teresa de Jesús en la Universidad Autónoma de Madrid y realiza un segundo doctorado en el programa de Hispanic Studies de Brown University. Sus líneas de investigación se centran en la literatura conventual del siglo xvi y en la escritura de epistolarios. Entre sus publicaciones más reciente destacan “Pido que se me coma, / que mi ser en no ser no se mude: Misticismo y poesía en Clara Janés” (2015), “El desafío editorial de las cartas de Teresa de Jesús” (2016) y “La autoridad literaria de Teresa de Jesús” (2016). Carmen de la Guardia es profesora titular de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid (con acreditación a catedrática) y directora adjunta del programa graduado de la Escuela Española de Middlebury College. Entre sus últimas publicaciones destacan

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Victoria Kent y Louise Crane en Nueva York. Un exilio compartido (2016); Moving Women and the United States: Crossing the Atlantic (2016); “Entre amigas. Mujeres neoyorquinas y españolas exiliadas y la ayuda a los refugiados republicanos (1953-1996)” (2017); “El poder de los afectos. Amistad y cooperación entre las modernas españolas, latinoamericanas y estadounidenses (1920-1987)” (2016) y “La ciudadanía nómada. Exilios, tránsitos y retornos de los exiliados españoles” (2015).  José Lázaro es profesor de Humanidades Médicas en el Departamento de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid. Editor científico (con Enrique Baca) de Hechos y valores en psiquiatría (2003) y de los textos escogidos de Bartolomé Llopis (La psicosis única, 2003) y Luis Martín-Santos (El análisis existencial. Ensayos, 2004). Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias por el libro Vidas y muertes de Luis Martín-Santos (Tusquets, 2009). Autor de La violencia de los fanáticos. Un ensayo de novela (Ed. Triacastela, 2013). Codirector de la revista www.deliberar.es y de Ediciones Deliberar. José Antonio Llera es profesor de Literatura Española de la Universidad Autónoma de Madrid. Entre sus monografías recientes destacan Los poemas de cementerio de Luis Cernuda (2006); Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman (2012) y Lorca en Nueva York: una poética del grito (2013). Preparó la edición del Epistolario de Miguel Mihura y una antología de la obra articulística de Wenceslao Fernández Flórez. Ha coeditado los volúmenes 60 años de Adonais: una colección de poesía en España y Luis Cernuda: perspectivas europeas y del exilio. Ha publicado el dietario Cuidados paliativos (Premio Café Bretón 2017) y Vanguardismo y memoria: la poesía de Miguel Labordeta (Premio “Gerardo Diego” de Investigación Literaria). Santiago López-Ríos es profesor titular de Literatura Española de la Universidad Complutense de Madrid (con acreditación a catedrático) y lleva años trabajando sobre las relaciones culturales entre España y Estados Unidos en el siglo xx desde una perspectiva histórica. Entre sus últimas publicaciones destacan Hacia la mejor España. Los escritos de Américo Castro sobre educación y universidad (con prólogo de Juan

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Goytisolo, 2015), “‘Und das Leben ist sicherlich grösser als die Philologie’: Américo Castro y Francisco Giner de los Ríos (1906–1911)” (2014) y “La Celestina en el franquismo: en torno a una frustrada película de José Luis Sáenz de Heredia” (2014). Elisa Martín Ortega es contratada Juan de la Cierva en el Departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Madrid. Se doctoró en la Universidad Pompeu Fabra y entre 2009 y 2014 trabajó como contratada posdoctoral en el CSIC. Sus temas de investigación se centran en la herencia judía en la literatura española e hispanoamericana del siglo xx y en la poesía escrita por mujeres sefardíes después del holocausto. Destaca su monografía El lugar de la Palabra. Ensayo sobre Cábala y poesía contemporánea (2013). Es autora y coeditora (junto con Paloma Díaz-Mas) del volumen Mujeres sefardíes lectoras y escritoras. Siglos xix a xxi (2016).  Julio Neira es catedrático de Literatura Española en la UNED. Ha dedicado su actividad docente e investigadora al estudio de la poesía contemporánea. Entre sus últimas publicaciones destacan Historia de Nueva York en la poesía española contemporánea (2012), Memorial de disidencias. Vida y obra de José Manuel Caballero Bonald (2014), la edición crítica de José Manuel Caballero Bonald, Descrédito del héroe. Manual de infractores (2015) y la antología Con Vietnam (1968) (2016). Elide Pittarello es catedrática de Literatura Española en la Università Ca’ Foscari Venezia. Recientemente ha sido nombrada miembro correspondiente extranjero de la Real Academia Española. Su investigación se centra en la literatura española contemporánea: de la novela a la poesía, de la autobiografía del exilio al teatro. Con un enfoque interdisciplinar privilegia en los últimos años la relación entre literatura y artes visuales. Entre sus publicaciones recientes están una edición italiana de Bodas de sangre de Federico García Lorca y ensayos sobre los collages de Carmen Martín Gaite, la hermenéutica pictórica de María Zambrano, las fotos y los cuadros de historia en novelas sobre la Guerra Civil y la dictadura.

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Sobre los autores

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José Luis Ruiz Ortega es FPU del departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro de la Junta Directiva de la Asociación ALEPH de jóvenes investigadores de la literatura hispánica. Sus líneas de investigación están centradas en la literatura contemporánea desde una perspectiva comparatista. En los últimos años sus publicaciones están dedicadas principalmente al estudio de la generación del medio siglo en Cataluña: “La metódica inexactitud o el silencio” sobre la prosa memorialística de Carlos Barral, o su contribución sobre la expresión barraliana y su geografía lingüística en el volumen Linguaggi del metareale nella cultura catalana (2016). Joana Sabadell-Nieto es catedrática de literatura y estudios de género en Hamilton College (EE. UU.) e Investigadora del “Centro Mujeres y Literatura. Género, sexualidades, crítica de la cultura” de la Universidad de Barcelona. Entre sus últimos libros destacan Differences in Common. Gender, Vulnerability and Community (con Marta Segarra, 2014); Desbordamientos. Transformaciones culturales y políticas de las mujeres (2011), y el monográfico Mujeres y naciones (2009). José Teruel es profesor titular de Literatura Española de la Universidad Autónoma de Madrid (con acreditación a catedrático). Ha sido Visiting Professor en Duke University y en la Escuela Española de Middlebury College. Entre sus publicaciones recientes destacan Los años norteamericanos de Luis Cernuda, con el que obtuvo el XII Premio Internacional “Gerardo Diego” de Investigación Literaria, y las ediciones de Poesía española. Antologías de Gerardo Diego, Un lugar llamado Carmen Martín Gaite y la Correspondencia inédita entre esta autora y Juan Benet. Dirige actualmente la edición de las Obras completas de Carmen Martín Gaite en siete volúmenes y el proyecto I+D “Epistolarios, memorias, diarios y otros géneros autobiográficos en la cultura española del medio siglo”. Andrea Toribio Álvarez realiza su tesis doctoral en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus líneas de investigación se centran en torno a la escritura del yo. Entre sus últimas publicaciones destacan “Historia de una sexualidad invisible: las chicas raras”, “La propuesta na-

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rrativa de Esther Tusquets en El mismo mar de todos los veranos” y “El cuento de nunca acabar: el proyecto lector de Carmen Martín Gaite”. Investiga actualmente sobre el Fondo Esther Tusquets en la Biblioteca de Cataluña, del que procede el ensayo incluido en este volumen sobre la correspondencia inédita entre Martín Gaite y la editora catalana.

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