Historia Del Eremita

Citation preview

Miguel Espinosa HISTORIA DEL EREMITA

alfaqueque ediciones 2012

B ib lio te c a I r r e m e d ia b le

Esta obra ha sido publicada con una subvención del Ministerio de Edu­ cación, Cultura y Deporte, para su préstamo público en Bibliotecas Pú­ blicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propie­ dad Intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación públi­ ca o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la au­ torización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríja­ se a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro. org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Director colección: Femando Fernández Villa Coordinadora colección: MuPilar Fernández Martínez Edición de Femando Fernández Villa

“Historia del Eremita” © Herederos de Miguel Espinosa, 2012 O de esta edición, Alfaqueque Ediciones, 2012 Apartado de Correos, 68. 30530 Cieza, Murcia, España. http://www.alfaqueque.com http://alfaquequeediciones.blogspot.com

Ilustración cubierta: José Lucas Fotografía solapa: Miguel Espinosa en 1957

Primera edición: octubre de 2012 ISBN: 978 84 938858 1 6 BIC: FA Depósito legal: MU 855-2012

Printed in Spain - Impreso en España Impreso en Romanyá Vails, S.A. La Torre de Claramunt (Barcelona)

Indice PRESENTACIÓN....................................................

9

H IS T O R IA D E L E R E M IT A INTRODUCCIÓN....................................................

19

RELATO AUTOBIOGRÁFICO I.

Prim eras A fic io n e s ................................

47

II.

El prim er d e m o n io .................................

51

III. El segundo d e m o n io ...............................

59

IV. D iscurso i n ic ia l.......................................

67

V.

El tercer d e m o n io ..................................

73

VI.

E ncuentro r u r a l .....................................

79

VII.

Corazón a rre p e n tid o .............................

87

VIII.

C arácter in d e le b le .................................

95

IX.

Intim idad con d e m o n io s ......................

101

SUCESOS URBANOS I.

El valor de la p a la b r a ...........................

109

II.

M etáforas y d e m o n io s ..........................

119

III. Las fiestas tr á g ic a s ................................

125

IV. La c o n d e n a ...............................................

131

V. El hombre más orgulloso del mundo ....

139

VI.

O rtodoxia y e c o n o m ía ...........................

147

VII.

N e c r ó fo r o s ................................................

153

NARRACIÓN DEL MENDIGO I.

El m endigo p r e c e p tu a d o ......................

163

II.

La inflación de v ir t u d e s ........................

169

III. D iscusión de los m a n d a r in e s ...............

175

IV. La ira del j u s t o .........................................

181

V. El h om bre más ju sto del m u n d o ........

187

VI.

Los m endigos h e r e je s ............................

195

VII.

U ltim os s u c e s o s .......................................

201

LIBERACIÓN DEL EREMITA I.

L a calidad irr e m e d ia b le .......................

209

II.

La gentecilla u r b a n a .............................

213

III. El discípulo de P a lu c io ..........................

221

IV. L a litera de C le o fá s .................................

229

GUERRA CIVIL I.

Prim eras n o t ic ia s ....................................

239

II.

D esolación del P r ín c ip e ........................

245

III. Las b a t a lla s ...............................................

251

IV. El testam en to del P r ín c ip e ...................

257

V. L os tres p r ín c ip e s ....................................

259

VI.

Juego de a je d r e z ......................................

263

V IL

Festín de s e t a s .........................................

267

REINADO DEL SEGUNDO AGUILUCHO (I) I.

A ficion es filo s ó fica s ................................

273

II.

C om pilación h e r é t ic a ............................

279

III.

El lego de las p o s ib ilid a d e s .................

283

IV.

V en gan za de P e d r a r ia s ......................

291

V.

N ueva d ia lé c tica ...................................

297

VI.

El bu fón im p e r ia l...................................

305

VII.

Extravagancias del P r ín c ip e ..............

311

VIII.

V acaciones de los a n c ia n o s ................

317

REINADO DEL SEGUNDO AGUILUCHO (II) I.

H erejía de los b e c a r io s .........................

325

II.

El becario F a lc a .....................................

333

III. Los cincuenta m il a s n o s ........................

339

IV. La ley b e c a r ia ...........................................

345

V.

D ivinización de F a lc a ...........................

349

REINADO DEL SEGUNDO AGUILUCHO (III) I.

El cuarto h o m b r e ...................................

359

II.

N uevas extravagancias del Príncipe..

363

III. Novísimas extravagancias del Príncipe

371

IV. Las siete s e n te n c ia s ...............................

377

V. L evan tam iento de las le g io n e s ...........

391

VI.

M uerte del P r ín c ip e .............................

399

L A R E ST A U R A C IÓ N I.

R etorn o de la t r a d ic ió n ........................

411

II.

La sentencia d e fin id o r a .......................

421

III. L a sustancia de b e c a r io ........................

427

IV. La sentencia d o b le ..................................

433

V.

L as fiestas in o c e n te s ............................

441

APÉNDICES

EL BUFÓN Y EL PRÍNCIPE

453

DE LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE LOS MANDARINES

La sociedad m a n d a rin e sca ................................

463

Las cosas prim eras, o el in s t in t o .....................

468

Las cosas últim as, o la prem editación.............

470

Las cosas contradictorias o razón dialéctica .

476

La naturaleza h u m a n a ........................................

480

E l c in is m o ................................................................

482

La c o r r u p c ió n .........................................................

485

El s u c e s o ..................................................................

488

Lo irre m e d ia b le ......................................................

492

El P o d e r ...................................................................

495

El P r ín c ip e ..............................................................

498

El p u e b lo ..................................................................

501

L a política com o to t a lid a d .................................

504

PRESENTACIÓN

lo largo de dieciocho años, Miguel Espinosa escribió hasta tres versiones de Escuela de mandarines; y, de cada una, varias redacciones. Con el título Historia del Eremita, ofrecemos aquí la versión primera —compues­ ta entre enero de 1954 y diciembre de 1956, cuando el autor apenas contaba treinta años— , que difiere sustan­ cialmente de la definitiva. Aun así, ya muestra la gra­ cia en el decir y el sistema de ideas que sostendrán el libro, con la distinción, fundamental, entre cosas prime­ ras, últimas y contradictorias. La edición incluye, como apéndices, pertenecientes a esa época, una breve pieza, El bufón y el príncipe, y un texto sobre la filosofía política de los mandarines, preparado para el Boletín Informativo del Seminario de Derecho Político de la Universidad de Salamanca, que por entonces dirigía Enrique Tierno. En relación con este ensayo, impresiona comprobar cómo el mundo mandarinesco se manifestaba ante Miguel Espi­ nosa: como si fuera Naturaleza, descubierta y por descu­ brir; como algo objetivo y autónomo, anterior, en cierto sentido, a su propio creador. Platonismo del artista. Historia del Eremita está bajo el influjo de Suetonio y Plutarco, los Evangelios y Nietzsche; también, en menor medida, de Goethe, y del entomólogo francés Henri Fabre, del que Espinosa hace una sentida y personalísima lectura. De menor riqueza léxica y complejidad sintáctica que Escuela de mandarines, y con un índice de personajes y materias más reducido, Historia del Eremita presenta, como es natural, algunos detalles pendientes de ajuste. A cambio, ofrece temas propios; y la frescura y el encanto de

A

-9-

las primeras formulaciones; la posibilidad de contemplar una gran obra en estado naciente. El Eremita recuerda al Zaratustra de Nietzsche, sobre todo al principio. Como él, es viejo, arrogante y ás­ pero; como él, compone discursos y canciones; y, como él, desarrolla un lirismo de la interioridad, en el que el yo, para aliviar su soledad, conversa con las cosas, o se divide en varias instancias (en este caso, corazón, alma y ser), que dialogan entre sí. De todo esto, quedará poco, casi nada, en Escuela de mandarines. Que el Eremita fuera viejo, no es asunto menor. La vejez del personaje debió de ser sin duda un auténtico obstáculo interno de cara a la cabal expresión del autor, un hombre joven. Y si las mujeres no aparecen, de hecho, en esta versión (extraordinaria ausencia, tratándose de Miguel Espinosa), es porque no podían aparecer, de de­ recho, dada la edad del protagonista, so pena de hacerlas objeto del malhumor y de los sermones de un viejo. Como portavoz de las cosas, de las cosas primeras, otro nombre de la Naturaleza, el Eremita predica la mo­ destia, de acuerdo con la condición efímera del hombre. “Sed modestos”, dice. Pues bien, su arrogancia y aspereza no se compadecen con el contenido de esa predicación, el imperativo de modestia. Espinosa resolverá la disonan­ cia, en Escuela de mandarines, de dos maneras: - Dotando al Eremita de un carácter misteriosa­ mente sereno, que ni siquiera se verá alterado por el odio que siente contra los mandarines (el viejo Eremita de la introducción y del epílogo conserva rasgos del primitivo, aunque no jyega papel alguno, claro está, en el relato pro­ piamente dicho). - Corriendo un velo sobre su discurso inicial al pue­ blo; y, en general, presentándolo por encima de cualesquier doctrinas y mensajes, incluso heterodoxos; en la actitud del que escucha y aprende, no en la del que ha­ bla y enseña. Lo hará autor, sí, de la Orgía en el valle de Tabladillo, capítulos 29 y 30; pero se trata de una obra puramente estética, que trasciende toda posición ideológi­

co­

ca, toda intención doctrinal. Sometido el personaje a este proceso de purificación, nuevas voces tendrán que hacerse cargo, ahora, de las cosas que él decía antes: por ejemplo, la muchacha que canta y baila, del cap. 7; el santo, del cap. 9; el teólogo que saluda al sol, del cap. 57; o el predi­ cador de calendarios, de los cap. 31 y 70. En esta versión, el Eremita es juzgado por los man­ darines, acusado de heterodoxia. No se defiende, desde luego; pero asistimos a su declaración, todo un discurso, tras un incidente procesal (se advierte aquí la formación jurídica del autor), y a su condena a muerte. Y, después de que permanezca en la cárcel durante cierto tiempo, nos enteramos de que ha sido absuelto por el Gran Padre, a instancias del Príncipe. ¿Los motivos de la imperial ape­ lación? Poco creíbles, aunque llenos de humorismo. Cada vez que los mandarines juzgan a un heterodoxo, se es­ candalizan al escucharle, y se rasgan las vestiduras; y el Tesoro ha de reponerlas, siendo muchas y riquísimas, con daño para el Príncipe, que necesita esas ropas, o ese dinero, a fin de equipar a sus soldados, ahora más que nunca, pues el Imperio se halla en guerra. En Escuela de mandarines, la costumbre de destrozar y reponer túnicas queda relegada al pasado, más o menos lejano, de la Feliz Gobernación, como curiosidad histórica; sin peso, pues, en la intriga. Y el juicio contra el Eremita, si es que lo hubo, no llega a verse. El lector sabe que se salvó al cabo; pero ignora en qué circunstancias, cómo y por qué, quedó libre. Y esta salida, que podría considerarse como un rodear el nudo, un pasarlo por alto, resulta, en verdad, la más ar­ tística de las soluciones. El corazón, el alma y el ser del Eremita constitu­ yen, en sus relaciones, con él mismo, una especie de sa­ grada familia, fuente de ricas sugerencias; con el Eremita como “padre”; el alma y el corazón como “hijos” (aunque de distintas madres; aquélla, la hermana mayor, y éste, el pequeño); y el ser, en fin, como padre del padre, por tan­ to, como “abuelo”. En el capítulo La calidad irremediable, el parentesco se extiende a la Naturaleza, pero con otros

-11-

grados. Y el sol es saludado por el Eremita como padre de su ser, por tanto, como su “bisabuelo”. El lirismo de la interioridad, hemos dicho. En Es­ cuela de mandarines presenciamos un lirismo muy dis­ tinto: el de la intimidad, que presupone el encuentro histórico, real, con un tú concreto, en este caso, Azenaia, la amada del Eremita. Roto el círculo del yo, el canto se orienta al otro. Miguel Espinosa llama “demonios” a las voces que empujan al Eremita a predicar, con fatal determinación. Se trata de demonios de quinta clase, los últimos, al pa­ recer, en la jerarquía de los espíritus, y, por eso mismo, heterodoxos. Sus nombres, o sus misiones: irritación, ternura y rubor, estados de ánimo que han de caracte­ rizar al Eremita, porque contradicen el ser y el estar de los mandarines, pálidos e impasibles ante la injusticia. La ambigüedad o riqueza significativa del término “de­ monio”, presente en demasiadas tradiciones (griega, cris­ tiana, medieval, romántica), propicia malentendidos, que perjudican a veces la comprensión del texto. De ahí que lo sustituyera en seguida, en feliz hallazgo, por el término “demiurgo”. Esos demonios, “comparecencias sociales”, según el autor, son correlacionados o puestos en correspondencia, en una ocasión, con los elementos entrañables del Ere­ mita (corazón, alma, ser), de forma que su ser se irrita, su corazón se enternece y su alma se ruboriza. Y es que tal vez sean las mismas personas: unas, proyectadas al mundo exterior; las otras, al interior. Los mandarines, poseedores de la sabiduría, intér­ pretes del Libro, representantes de las cosas últimas, re­ lativas a la premeditación, son afines a todos los hombres prudentes e inclinados por el Poder que en el mundo han sido, ya pertenezcan al Sanedrín, ya al Senado Romano, ya al Colegio Cardenalicio. Estos mandarines, en la pre­ sente versión, siempre ancianos. El autor todavía no ha dado espesor a sus instituciones, a sus crónicas, con una

-12-

época clásica y otra de decadencia, y a su mitología, cen­ trada en la diosa Azenaia. Tampoco ha fijado sus catego­ rías; habla, así, de un Sumo Mandarín, como distinto del Gran Padre. En éste, por cierto, culmina la pirámide del saber, ya esotérico. Él es el guardián de la ortodoxia, y el único capaz de adaptarla a los sucesos, cuando convenga, en nombre de las cosas contradictorias, sí, contradictorias, para que nadie pueda investigar sus decisiones ni enjui­ ciarlas racionalmente. Cómo no recordar aquí la historia de los dogmas y del papado. La posibilidad, apuntada por el malicioso lego Silvio, de que aquella parte del Libro consagrada a las cosas contradictorias, esté en blanco, no se halle escrita, es uno de los momentos más felices de la obra, momento en que la razón y la sinrazón, el sentido y el absurdo, se dan, sonrientes, la mano. Quedan los becarios, pretendientes al mandarinazgo, dispuestos a sufrir humillaciones sin cuento con tal de alcanzar su objetivo; los legos, ocupados en tareas ad­ ministrativas, intrigantes y propensos a la corrupción; y los cabezas rapadas, autoridades cercanas a la gente, de proverbial ignorancia, buenos padres de sus hijos (a pro­ pósito de estos últimos, se retoma el tema, tan cervantino, tan español, de los alcaldes asnales). La ironía del autor hace blanco en los personajes inmodestos, sobre todo en los legos. No es casualidad que sea el Hombre más Orgulloso del Mundo quien se arrodi­ lle de continuo ante el Príncipe; o quien se eche al suelo, sin necesidad alguna, a recoger los guantes arrojados por él, mientras los demás permanecen en pie. Pero toda cria­ tura, cada una en su género, pude resultar pretenciosa, como él mendigo y el insecto, también, más orgullosos del mundo. Tratando de los legos, becarios y cabezas rapadas, Miguel Espinosa parece más preciso que tratando de los mandarines. Quizá porque describiera a éstos desde es­ quemas y modelos de la cultura universal; y a aquéllos, desde experiencias directas, vividas por él en la España de entonces (visiones de la Universidad, de los Colegios

-13-

Mayores, de la Iglesia, del poder local y de la clase media). A los mandarines, por decirlo así, los habría retratado de

memoria (con memoria histórico-cultural, no psicológica); a los legos y becarios, con intuición sensible, con percep­ ción alucinada. Y se entiende, por eso, que semejante im­ presión pidiera, para expresarse cumplidamente, la exa­ geración formal, una estética de grandiosas cifras (veinte mil quintales de sopilla, cincuenta mil vacas, setenta mil piojos, ochocientos mil becarios, un millón de años, etc.), otra característica del libro. Pero Miguel Espinosa sí tuvo experiencia de los mandarines, y en esa misma España, por imitadores in­ terpuestos (algún rector universitario, algunos jesuitas); los vio tan desdeñosos e hipócritas, que quiso desenmasca­ rarlos para siempre, haciendo que hablaran con cinismo. En un lenguaje paradójico, imposible y necesario, entre la mentira y la verdad. La historia del mendigo Ceferino, relato dentro de otro, casi reproduce, a escala menor, la del propio Eremita. Esta narración, aunque conmovedora, parece el complemento irónico de los memoriales y tratados patrios sobre la reforma de la mendicidad. Según M i­ guel Espinosa, la caridad con los pobres, al menos la practicada y promovida por la Iglesia española de los años 50, es un medio de hacer merecimientos, y hasta de ejercer la crueldad. En Escuela de mandarines (ca­ pítulo 43, nota 3), por boca de Lamuro, dice: “Cuanto los mandarines llaman actos morales ordenados por la Escritura, como por ejemplo, la ayuda al necesitado, lleva implícitas ciertas contraprestaciones psíquicas o estéticas, al objeto de compensar al cumplidor del daño originado por la observancia del mandamiento”. Tenien­ do muy sistematizada la crítica a la caridad eclesiástica u oficial, Miguel Espinosa aísla aquí diez situaciones en las que el caritativo obtiene beneficio de su acción: Así, el bienhechor imagina que se relaciona con la Di­ vinidad; o realiza el bien con desprecio, convirtiendo su

-14-

amor en asco; o se siente acreedor a un bien mayor del que realiza; o concilia el precepto con los propios inte­ reses, en actitud ambigua; o lo reduce a prácticas nada costosas, casi simbólicas, como donar unos céntimos; o se cree protagonista, al valorar heroica la acción; o se goza víctima, al considerarla perjudicial para sí; o en­ tiende la existencia de los demás como ocasión de ad­ quirir virtud; o ve la conducta como simple exterioridad, transformando la ética en estética; o la condiciona a un rito que exige a los otros... La dádiva, pues, para mayor gloria, y locura, del dadivoso. El pueblo se muestra como sujeto paciente: incapaz de acción política y rebeldía, e incapaz, incluso, de ale­ gría y fiesta. Es “gentecilla”, inerme y melancólica. Un coro resignado ante el cual transcurre la historia; un fon­ do patético sobre el que destacan mejor los sucesos (lector de la novela rusa, Miguel Espinosa habría aprobado la expresión “almas muertas”, para designar a esa genteci­ lla). Con esto se confirma el cínico punto de vista de los mandarines, según el cual el pueblo y los dioses coinci­ den en estar conformes con los hechos (por fuerza han de estarlo, pues no intervienen en ellos); la irrelevancia de lo abatido enlaza, así, con la irrelevancia de las alturas. En Escuela de mandarines, el pueblo cobrará más vigor o vitalidad, despertado, en parte, por muchos y variados heterodoxos, adversarios de los mandarines, que aspira­ rán a redimirlo. Es llamativa la importancia que adquieren los prín­ cipes en esta versión. El joven Miguel Espinosa se deja llevar de la historia de Roma, que conocía y amaba. Los pinta extravagantes y locos; pero también nobles y me­ lancólicos, y aun críticos con el orden mandarinesco, in­ cluido el principado, cosa inverosímil, si bien poética. De creer a biógrafos e historiadores, los grandes romanos no sabían ni podían morir sin recitar antes unos versos, en griego; con aquel linaje entroncan estos príncipes. Miguel Espinosa será más realista después, y no hará ninguna concesión a la espada, o a la estaca, como le gusta decir; y,

-15-

con la vista puesta en los totalitarismos, y en el régimen autoritario del general Franco, los presentará como dicta­ dores, histéricos o grises, siempre brutales. Un contrapeso de la historia de Roma, en Miguel Espinosa, son los mitos griegos. En el capítulo dedicado a la divinización del becario Falca, el autor de Asklepios cumple con Grecia, y paga gozoso tributo a las religiones de los misterios, en particular, al culto a Dionisos. Para el autor, el bufón de un príncipe es idéntico al “filósofo” (lego o mandarín) que le aconseja, pues los dos dicen, en rigor, las mismas palabras. Y si, diciendo lo mis­ mo, éste es tomado en serio, y aquél, a risa y broma, es por algo externo y contingente, resultado de la arbitrariedad del Poder: el gorro de cascabeles, signo diacrítico que da y quita la sabiduría; que hace filósofos o bufones según esté ausente o no; que indica la oposición entre los unos, sin cascabeles, y los otros, con ellos. De ahí las siguientes interdefiniciones: filósofo = bufón al que le quitaron las metálicas bolas tintineantes; bufón = filósofo al que se las pusieron. Si exceptuamos al pueblo, la gente de estaca, com­ parada con las demás castas, es la que mejor parada sale, dada su condición de simple brazo ejecutor de la volun­ tad política de otros. A ella pertenecen los guardianes del Eremita. En la primera versión, mudos e indiferentes con él; en la definitiva, y conforme avanza el viaje, o el relato, más sueltos de lengua (son fuente de refranes) y con más muestras de humanidad, y hasta más preocupados por la suerte de su prisionero, al que no comprenden del todo, y por quien.sienten ya verdadero afecto. En el fondo, los escuderos, el contrapunto popular del protagonista. Murcia, paisaje del autor, también se asoma al li­ bro, bajo la apariencia de “una región caliente del Impe­ rio, donde la gente suele ser habladora, perezosa y malin­ tencionada”. Así la vio, en 1954, Miguel Espinosa.

Juan Espinosa

-16-

Dibujo de Pedro Pinto

HISTORIA DEL EREMITA

Miguel Espinosa (1947)

INTRODUCCIÓN

na vez que el Gran Padre Mandarín se sin­ tió enfermo, después de haber gobernado durante cincuenta mil años, llamó a los doctores de la medicina imperial, y les pidió ayuda. — Para curarte necesitamos primero una cosa — dijeron los doctores— , y es que nos dejes hablar como sabios, y no como médicos, pues ya conoces la afición de los médicos a hablar como sabios. Perdónanos este atrevimiento por los cincuenta mil años que llevas gobernando. — Mi viejo corazón se siente débil — con­ testó el Gran Padre M andarín— , y no sé si podré soportar el oíros como a sabios. Pero hablad como queráis, pues, a la fuerza, he de escucharos. — ¡Oh Padre! Pon atención y óyenos como a sabios. Lo que tú sufres se llama melancolía, y la melancolía viene del exceso de Poder. Muchos son cincuenta mil años ordenando y viendo ca­ bezas rapadas de gente sumisa. Porque así como la tozudez en ser, engendra la enfermedad de los inocentes, así la tozudez en permanecer, en­ gendra la enfermedad de los sabios. La primera

U

-19-

se llama rebeldía; y la segunda, hastío. Tal es nuestro diagnóstico. El Gran Padre sonrió, y dijo: — Bien está el diagnóstico, aprendices de sabios, pillines que aprovecháis la licencia de la sabiduría para echarme en cara los cincuenta mil años de mandato y de ropas gratuitas; tam­ bién he tenido durante este tiempo criados, luz y agua a costa del Estado. Bien está el diagnós­ tico, y sé recibirlo como sabio, pero decidme, ¿y la receta? — ¡Oh Padre! — contestaron los doctores— . También te la daremos como la dan los sabios. Tu salud depende de que te vuelvas un poco ton­ to durante cierto tiempo, pues a veces conviene que la sabiduría baje a tratar con las humildes cosas, y se vista de ganapán. — ¿Y cómo me haré un poco tonto? — pre­ guntó el Gran Padre Mandarín. Los doctores bajaron la cabeza con rubor. — ¡Oh Padre! — exclamaron con humildad untuosa— . Tú bien lo sabes. Un poco de dine­ ro te hará inmediatamente un poco tonto; y un mucho de dinero, un poco más tonto. Por ningún otro medio se puede volver tonto el sabio. —Ya, ya — dijo el Gran Padre Mandarín— . Ahora comprendo cómo son los médicos quienes intrigan siempre contra el Poder. Tal ocurre, por lo menos, en mi reino. Pero decidme qué he de hacer cuando me haya vuelto un poco tonto. —Viaja alegre por las rutas de tu Imperio, y desciende a componer los relojes parados de -20-

los patanes. Conviértete en un poeta que anda leguas, o en un viajero que compra vanidades. — Esas palabras tienen mala intención. Pero voy a seguir, no obstante, vuestro consejo, pues he decidido tomarme unas vacaciones cada cinco mil años. Y he aquí que el Gran Padre Mandarín se compró un zurrón y un bastón, y comenzó a re­ correr las tierras de su reino. Y cuando se halló de camino, como el más solitario de los hombres, dijo: “¡Oh corrupción y premeditación de las co­ sas!, hoy os dejo con mis vestiduras de manda­ rín. El sol luce hoy para mí como una cosa recién descubierta” . Y como su andar zancudo le llevara al cen­ tro de un bosque, echó el zurrón al suelo, y se sentó. Y dijo: “Realmente hay cosas en el mundo que viven como si no hubiera mandarines. A la profunda sabiduría se escapan sus muchas cria­ turas”. No es propósito ni empresa nuestra el na­ rrar los sucesos ocurridos al Gran Padre LXV en este insólito viaje, pues sus anales son tan mi­ nuciosos que merecían relato aparte. Pero nos ha parecido oportuno contar el primero de los sucesos, precisamente acaecido en este bosque. Sucedió que estando el Cara Pocha dis­ puesto a recostarse y contemplar la bóveda del suceso a través de la enramada, avistó m ulti­ tud de gente que salía de entre los árboles con los brazos abiertos y el cuerpo todo desnudo. El Gran Padre acuclillóse a la manera de quien -21-

otea el terreno, mientras los nudistas le rodea­ ban poco a poco, formando masa que le vedaba la visión con el espectáculo inmediato de sus desnudeces. Los viejos ojos del Gran Padre con­ templaron figuras de todas las edades, niños, muchachas, mujeres, hombres y ancianos; y ad­ miraron la belleza y la fealdad de los desnudos, por lo cual pensó: “Es extraño el paisaje de las vergüenzas; sin duda que el hombre ha nacido para ir vestido” . Empero, el Cara Pocha sintió cómo se le iban y huían los ojos hacia la desnudez de las muchachas, típicamente sucias y originarias, por lo cual también confesó: “El ojo se escapa hacia las primeras cosas, y cuando se trata del ojo nada valen cincuenta mil años de tratar las cosas contradictorias o razón dialéctica. Por eso se dirá que el ojo y el tacto nunca se educan” . Como suele inveteradamente acontecer en tales ocasiones, los niños se colocaron en prime­ ra fila, muy cerca del Gran Padre; después las muchachas y las gacelas; inmediatamente las mujeres; luego los hombres; y, por último, los viejos y viejas. Contemplando este orden instintito, el Cara Pocha añadió para sí: “También la desnudez tiene su recato, el pudor de lo feo y lo bello”. Y he aquí que apareció de entre la multi­ tud un carcamal encorvado, casi todo puro pe­ llejo, que se colocó resueltamente delante de los niños, y allegándose al Cara Pocha, susurró un­ tuosamente: -22-

— ¡Oh Totalidad!, perdona nuestra pers­ picacia, pero te hemos conocido en cuanto te hemos visto. Cincuenta mil años de mando, aunque sea aparente, dan un talante especial e indeleble, que no puede escapar a ningún obser­ vador perspicaz. Mas si ello no fuera suficiente, hemos descubierto bajo tu sayo de hombre ple­ beyo la señal de cien bolsillos, que mostraste al pretender recostarte. Ni siquiera cincuenta mil años de gobierno pueden engañar a cincuenta mil años de desnudez. — En verdad, ¡oh parvulito! — repuso el Gran Padre— , que has hablado como hombre de experiencia, aunque tus palabras son un tanto desvergonzadas. Empero, te perdono por ir des­ nudo, ya que un bípedo así desvestido no puede hablar con vergüenza. Como el Cara Pocha dijera tal sin dejar de contemplar las gacelas, el viejo agregó: — Perdónanos, ¡oh Gran Padre!, que da suelta al ojo, pero comprenderás que no podía­ mos dejar pasar la ocasión de hablarte y pedirte un favor que anhelamos desde hace un millón quinientos mil años. — ¡Di pronto! — ¡Oh Tolerancia!, perdónanos y contempla cuantas gacelas quieras. Aún hay otras que no han venido, porque son tan inocentes que per­ dieron el interés de admirar novedades. Dispen­ sa que la carne de gatita te desprecie así, pero todavía hay cosas que viven de contemplarse a sí mismas. -23-

— Si acaricias alguna fechoría — puntuali­ zó el Gran Padre— , he de avisarte que no pien­ so pasar del ojo, pues soy suficientemente viejo para comprender las cosas que convienen y no convienen a un mandarín. Por lo demás, no olvi­ des de hablarme con el debido respeto, aunque contemple a las muchachas. — Perdónanos, ¡oh Gran Padre!, perdóna­ nos por lo que ve tu ojo, pues un hombre desnu­ do no sabe de cortesías — replicó el viejecillo aga­ chándose— . No de las muchachas, sino de las cosas primeras y de las cosas últimas queríamos hablarte. Mira: desde que nacimos desnudos, nuestras almas están en las cosas primeras, y no salen de ellas, pero mientras quieren estar en las cosas últimas. Esta carne desnuda nos ma­ niata el espíritu; quiero decir, que no nos deja ser espirituales y moralistas. De vernos así, dijo alguien: el hombre desnudo carece de alma. — ¡Qué paz para mi espíritu! — exclamó el Gran Padre Mandarín, sin quitar el ojo de las muchachas desnudas— . ¡Qué senos, qué vien­ tres, y qué caderas tan pacíficas! Verdadera­ mente se dijo bien cuando se dijo: Las cosas pri­ meras dan sosiego a los sabios. Verdaderamente hay cosas tan bellas como la sabiduría. Luego volvió la cara hacia el viejecillo, que le esperaba todo encogido, y añadió: — Y tú, charlatán desnudo, extraño pellejo que conoce la retórica de los cortesanos, dime: ¿qué pretendes con esas palabras?, ¿qué quieres de mi corazón? -24-

— Perdónanos, ¡oh Gran Padre! Perdóna­ nos, ¡oh corazón magnánimo!, pero déjame que te hable de viejo a viejo y de pellejo a pellejo, de zorro a zorro y de pendón a pendón. Por una sola vez consiente que un hombre sin bolsillos te ha­ ble como un igual. Consiéntelo por los cinco mil años que estoy esperando esta ocasión. — Sabandija rezumante, habla, y dime qué quieres. — Perdónanos, ¡oh Padre! — replicó el viejecillo, todo untuoso y encogido— . Perdónanos por la paz que te han dado estas muchachas. Pero tú eres lo bastante viejo y sabio para saber lo que queremos. — ¿Queréis que os regale un alma? ¿que os traiga la moral?, ¿rubor para vuestras mujeres?, ¿taparrabos para vuestras vergüenzas? — ¡Oh Gran Padre!, ¡oh Gran Padre! Per­ dónanos, pero tú sabes que no es eso lo que que­ remos. — Pellejo falluto. Solo entre iguales se adi­ vinan los pensamientos, y yo no soy vuestro igual. Habla, pues, con tus palabras. — Perdónanos, ¡oh Padre! — recalcó el viejecillo— . Pero tú sabes lo que queremos. La desnudez se tapa con bolsillos, con bolsillos co­ mienza el traje, y con el traje la civilización y la moral. Entre las cosas primeras y las cosas últimas se interponen los bolsillos, ¡ay!, que son el principio primero de toda nobleza. El hombre desnudo tiene un defecto que no me gusta: y es, que no se puede meter las cosas en el bolsillo. -25-

Por eso, no progresa, carece de moral, desconoce la cortesía y siempre habla con desvergüenza. Tal es nuestra historia de gente estancada en la Naturaleza, por culpa de los bolsillos. Nosotros, los nudistas, carecemos de historia universal. Perdónanos, ¡oh Gran Padre! — repitió el viejecillo en medio de este discurso, como si temiera, de pronto, del mandarín. Luego prosiguió, y dijo: — Dieciséis bolsillos tiene el vestido de un hombre vulgar, y treinta y dos el de un manda­ rín; cien, el tuyo. Desde que la civilización lo es, los sastres no acaban de cortar bolsillos. Mira, pues, lo que queremos, confinados aquí como estamos. La caridad de tus grandes damas, la moral y el rubor de las señoronas, la conciencia de los alcaldes de tu reino, nos han ofrecido, re­ petidas veces, menguados trapos para nuestras vergüenzas, porque dicen que así insultamos al cielo y a las buenas costumbres, yendo en cue­ ros, como vamos. Pero nunca han querido dar­ nos bolsillos, pues niegan que el bolsillo sea el principio del traje, del rubor y de las buenas cos­ tumbres. Quieren contentarnos con taparrabos, y no sabep que las vergüenzas se cubren mejor con bolsillos. Mira, Padre, que no pedimos cien, ni treinta y dos, ni siquiera dieciséis, sino solo ocho, y el mayor delante de nuestras vergüen­ zas. Es justo que así sea, si bien se piensa, pues todos desnudos somos iguales, pellejos viejos y cueros vacíos, excepto las muchachas, que son bellas y tienen calor. Perdónanos, ¡oh Gran Pa­ -26-

dre! — añadió con unción— . Pero tú ya sabías estas cosas. Y he aquí que todos los nudistas se pusie­ ron a besar las manos del mandarín, adulándole y diciendo: — ¡Oh Gran Padre!, ¡oh Gran Padre!, danos bolsillos. Pero el mandarín se levantó, cogió el zu­ rrón y el bastón, se sacudió el polvo de las vesti­ duras, y dijo: — ¡Qué sé yo de bolsillos! Yo sé del bien y del mal, de las primeras y de las últimas cosas, pero no de bolsillos. Si queréis bolsillos, id a los sastres. Y se fue, dejando a los nudistas en espera de otro salvador. Otras fuentes apócrifas cuentan que cuan­ do el Gran Padre Mandarín hubo escuchado el último discurso del viejecillo, se puso en pie, se rasgó las vestiduras delante de los nudistas, y dijo: — Blasfemado has, corruptor de la moral. Agradece al cielo que esté de vacaciones cuando yo lo estoy, porque tu pecado es pecado de ateís­ mo. Pues se dijo: el espíritu quiere taparrabos, y no bolsillos. A lo cual respondió el viejecillo: — Perdónanos. ¡Oh Gran Padre! que te ras­ gas las vestiduras delante de los hombres que van en cueros. Te cuidado de no arañarte, y per­ dona también que nosotros no te imitemos. -27-

— Si carecéis de vestidos, rasgaos la carne, y haced penitencia. Que vuestra desnudez sea vuestra penitencia. — ¡Oh Gran Padre!, danos bolsillos, y no adules nuestra fe en el más allá. Sutil costum­ bre de los que tienen bolsillos es adular el afán de justicia de los inocentes. Y entonces fue cuando el Gran Padre M an­ darín dijo: — ¡Qué sé yo de bolsillos! ¿Acaso soy sas­ tre? Yo sé del bien y del mal, de las primeras y de las últimas cosas, pero no de bolsillos. Si queréis bolsillos, id a los sastres. Y se fue. ***

Y he aquí que el Gran Padre M andarín sa­ lió del bosque de los nudistas, prosiguió su cami­ no, siguió la ruta de los vagabundos, y conoció, por vez primera, las montañas, las mesetas y los valles de su reino. Y cuando hubo conocido todo esto, se dijo: “Estoy contento de mi viaje, pues he aprendido que las ciudades están en medio del campo, y que todavía existe algo que soporta a los hombres con más modestia y callada pa­ ciencia que la sabiduría: la Tierra” . Por lo cual, compuso y cantó esta canción, doblemente esotérica:

-28-

Canción a la Tierra ¡Oh Tierra!, ¡oh Tierra! Eres lo primero que está ahí, lo primero y lo más humilde que posee presencia perenne. Después de los dioses, que tanto soportan, no hay una cosa más sencilla que tu silencio ingrávido, ni mejor que tu vieja costumbre de ver, callar, ser bella, candorosa, ingenua y generosa. ¡Oh Tierra!, ¡oh Tierra! Si la sabiduría no existiera, yo te amaría más que a todas las co­ sas de este viejo mundo: niños, mujeres y Poder, amores de un corazón antiguo. ¡Oh Tierra!, ¡oh Tierra! Te has adelantado a mis virtudes, a mis virtudes te has adelanta­ do mucho antes de que yo fuera niño, antes de que naciera recién hecho, cuando todavía eras muchacha, gacela sumisa, sencilla, hermosa, en espera de que sucedan las cosas, confiando que los mandarines nazcan. ¡Oh Tierra!, ¡oh Tierra! Me has enamorado por buena, fiel, paciente, y por todas las gracias naturales que posees con tanta humildad. Por eso eres la esposa que yo quisiera, la que convie­ ne a un corazón de señor. Cantado esto, se ruborizó el Gran Padre Mandarín, después de cincuenta mil años de cara pocha, por lo cual pensó: “Nadie deberá sa­ ber que he compuesto esta canción, ni que me he enamorado de la Tierra. Así será esta canción dos veces esotérica: por cantar la primera de to­ -29-

das las cosas, y por ser prueba de la debilidad de un sabio” . Y el Gran Padre comprendió que había sido el amor de la Tierra quien le había ruborizado. Y añadió: “Escrito está que el sabio no ha de po­ ner su corazón en las cosas; pero también se ha dicho que un viejo corazón se siente atraído por los pequeños sucesos”. Y después de esto, como el Gran Padre Mandarín se notara melancólico, entró en un pueblecillo, para beber agua de los hombres. Y sucedió que fue reconocido seguidamente por la gentecilla, que vino presurosa a honrarle, mien­ tras admiraba su porte, contemplaba su cara, tocaba sus ropas y aspiraba el olor de su cuerpo. Y todos, en viéndole, decían: “Ciertamente tiene porte de gran señor” . Y es que el Gran Padre se sentía un poco alejado del alma de aquellas gentes, del pueblo y de los problemas del pueblo. Por lo cual se dijo: “La profunda alegría de las cosas vuelve melan­ cólicos a los grandes espíritus. Porque no pueden remediar que los hiera el contento tanto como la tristeza. Por eso, todo porte de señor distinguido pronuncia alejamiento de los naturales goces de los inocentes” . Y he aquí que la gentecilla se puso a su­ surrar delante del Gran Padre, hablando de su persona como si estuviera ausente. Y de­ cían: —Así nos imaginábamos a nuestro Gran Padre, siempre austero, siempre melancólico, -30-

nunca riendo; porque la tristeza es la compañía de los grandes señores. Y le besaban las sandalias. Y todos, mirando su cara, sentían reveren­ cia y miedo. Y una mujeruca zarrapastrosa dijo: — Si guiñara el ojo y dijera chistes, ya no se­ ría el Gran Padre Mandarín. Sería un chistoso. Y el Gran Padre pensó: “La gentecilla es in­ solente. Si no fuera por el amor de la Tierra, no merecería la pena haber recorrido medio mundo para oír estas cosas” . Y, pensando esto, vio venir hacia su figura un grupo de hombres maduros y rasurados, que, por sus maneras, vestidos y aspecto, parecían los principales del pueblo. Traían aires de maes­ tros rurales, funcionarios o servidores oficialescos del Príncipe. Y el Gran Padre, en viéndolos, dijo: — En verdad, en verdad que el Poder es triste y menesteroso en sus pequeñas células. No me gustaría saber que la grandeza del Prín­ cipe se funda sobre esa comitiva de cabezas ra­ padas. Y como el grupo se le acercara hasta sus plantas, el Gran Padre añadió: — Estos son los hombres. Y se sintió más melancólico. Mas la comitiva llegó, decidida, hasta el propio terreno del mandarín, y, apartando la curiosidad de los niños, el fervor de las mujeres y el asombro de la gentecilla toda, dijo: -31-

— ¡Oh Gran Señor nuestro! Nosotros somos los buenos padres, que venimos a saludarte como parvulitos. Perdona la impertinencia cerril de la gentecilla, y consiente que intermediemos entre tu sabiduría y su ignorancia. — ¡Oh buenos padres!, yo os agradezco vuestro interés. Dejemos la sabiduría y la gen­ tecilla, y vamos a ver el pueblo y sus alrededo­ res, pues viajo como caminante, y voy de incóg­ nito. — ¡Oh Gran Padre Mandarín! Perdona que te hayamos conocido, yendo de incógnito. Ha sido la gentecilla quien dio primero el grito. Tú ya sabes que la gentecilla es así: que no respeta el incógnito de un gran señor, porque cree que los grandes señores son algo que le pertenecen. Es chusma que no sabe nada de la propiedad, y que, por tanto, ignora que un mandarín lo es siempre en propiedad. — Pero vosotros no sois como la gentecilla, y sabéis lo que es ir de incógnito. — Por propia experiencia, por propia expe­ riencia, lo sabemos, ¡oh Gran Señor! — contesta­ ron los cabezas rapadas. Y el Gran Padre pensó: “No sé cómo aguanto tanta insolencia y presunción de es­ tos patanes adocenados. Se han enriquecido, chupando la sangre de la gentecilla, y ahora dicen que también viajan de incógnito. A decir verdad, no merecía la pena haber llegado has­ ta aquí” . Mas, enseguida, dijo: -32-

—Acompañadme, pues, a través del pue­ blo, en busca de una salida al campo. Los cabezas rapadas rodearon al Gran Pa­ dre Mandarín, y se pusieron en marcha. Y de­ trás iba la gentecilla, saltando y brincando de alegría. Por lo cual se dijo que la gentecilla es fácil de contentar. Y he aquí que, al llegar a una calleja sin nombre, apareció la figura de un viejo andrajoso y sucio, que comenzó a gritar delante de la comi­ tiva. La gentecilla se alarmó de verle, y empezó también a dar berridos, diciendo: — ¡El eremita!, ¡el eremita!, ¡el santo!, ¡el santo! Y los buenos padres le recriminaron, aña­ diendo: — Vete de aquí, loco. Vete de aquí, santo estúpido. Pero el viejo se paró en medio de la calle, dando saltos y voces, por lo cual, los buenos pa­ dres se lanzaron contra él, y le cogieron de los brazos, empujándole, y diciéndole: —Vete, maldito santo, que llevas el demo­ nio dentro. Huye de aquí, poseído. Y la gentecilla seguía chillando: — ¡El eremita!, ¡el eremita!, ¡el santo!, ¡el santo! Y muchos buenos padres arrancaban, en la lucha, trozos de harapos del viejo, y daban gri­ tos de asco. Y decían: — Tiene piojos. Mas el Gran Padre Mandarín, viendo todo esto, sintió repugnancia, y dijo: -33-

— Dejad que se acerque. Y la gentecilla calló, y un gran silencio in­ vadió la comitiva. Entonces se abrió la guardia de los bue­ nos padres, y el viejo se acercó al mandarín, y se postró en tierra, todo conmovido, y juntó las manos, en ademán suplicante. — ¡Oh Gran Padre!, ¡oh Gran Padre! — dijo con voz cansada. Y el Gran Padre añadió: — Sigue. Dime qué quieres, viejo demonio. Y el viejo alzó las manos, cruzadas, hasta implorar al mandarín, y dijo: — ¡Por piedad!, ¡por piedad!, ¡oh Gran Padre Mandarín! Déjame que te escupa en la cara, y que, después, me muera. Perdona este capricho, y déjame que lo haga por los cincuenta mil años que llevas gobernando, por los cincuenta millo­ nes de comidas que has engullido en ese periodo. Hazlo, también, por los veinte mil quintales de trigo que ha cocido tu estómago. — Vegetariano sin dientes, devorador de raíces, entrañas resecas, piel de momia — ex­ clamó el Gran Padre— . ¿Cómo has contado mis comidas? Y el viejo mostró su carne, y dijo: —Mira: Cada vez que tu engullías, yo ha­ cía una señal en mi carne. Contempla cómo está mi piel, como un mapa arrugado. Tus dientes la han mordido durante cincuenta milenios. — ¿Y qué importa la comida y la carne? ¿Acaso no vale más el espíritu? -34-

El viejo soltó una carcajada estruendosa, y dijo: — No me hagas reír, Cara Pocha. No me hagas reír, que estoy viejo y se me rompen los huesos. A mí no me hables con el diccionario del pueblo. Háblame con tu propio diccionario, y deja que te escupa a la cara. Y dicho esto, quiso cumplirlo. Pero uno de los buenos padres se interpuso en su camino, le cogió de los hombros, y le dijo: — Escucha, santo. Durante cinco mil años tú has sido bueno y sencillo, como conviene a un eremita. No quieras ahora romper, con una acción tal, el encanto de una vida tan ejemplar. Mira que escandalizas al pueblo. Como todo hombre puro, eres cruel, porque buscas la ver­ dad y quieres imponerla contra la necesidad de lo conveniente. Pero yo te digo: Mira si la verdad es tan necesaria como tú crees. Nosotros somos los buenos padres, que tenemos hijos, mujeres y haciendas. Medita y dime: ¿Qué nos importa a nosotros la verdad?, ¿y qué le importa a la gente­ cilla que solicita pan y hembras? Deja, pues, que las cosas sigan como están; deja que se diga: No solo de pan vive el hombre; deja que los mandari­ nes coman millones de comidas, y deja que noso­ tros también comamos lo que podamos alcanzar buenamente. Deja que los mandarines sucedan a los mandarines; deja que los buenos padres eduquen a sus hijos. Y deja que la gentecilla bese las manos a su señor. El mundo no está tan co­ rrompido como tú crees, pues cada uno tiene la -35-

razón de su estómago, y el estómago es inocen­ te. Cierto es que tú no puedes comprender esto, porque eres vegetariano y comes raíces, pero no debes juzgar las cosas por la atonía de tus intes­ tinos. La verdad es también algo que come poco, y que, por tanto, odia los buenos dientes de un tragapuercos. Los hombres de espíritu han te­ mido siempre a la gente que come poco, porque suelen hacerse amigos de la verdad. El viejo fue a contestar, y la gentecilla le cortó, gritando: — Nosotros queremos la verdad, porque so­ mos tan pobres que no nos importa cambiar de amo. Y, diciendo esto, la gentecilla daba saltos alborotados. — Mira, santo — añadió el buen padre— . Mira lo que han hecho tus palabras: solivian­ tar la gentecilla, que pide la verdad como quien pide la huelga, el alboroto y la guerra. La ver­ dad les hará crueles, porque, en el fondo, desean ver rodar nuestras cabezas rapadas. Pero yo te digo: Ni para la gentecilla ni para la verdad se hizo este mundo. Por eso Dios ha creado el cielo: para que los eremitas, la gentecilla y la verdad tengan su justicia. — ¡Perdona, buen padre! — replicó el ere­ mita— . Tus palabras me dan asco. Has hablado como un hombre sensato, y tú bien sabes que a los eremitas no se les puede hablar con sensatez, pues la sensatez contraría nuestra afición por lo trágico. Bien se nota que eres un cabeza rapa­ -36-

da, sin trato mundano ni otra educación que la del estómago, un patán sin más intuición que la del hambre; otro espíritu más fino, un cora­ zón de verdadero señor, hubiera usado palabras de mejor raza. Tu presunción te ha hecho creer que hablabas contigo mismo; y eso es lo que no soporto. Perdona que me exprese así, pero no puedo remediar la irritación que me produce tu presencia. El buen padre pareció ruborizarse de esta respuesta, porque toda su cara se coloreó viva­ mente, y las cicatrices de su cabeza se volvieron rojas. Pero todavía habló, y dijo: — Eres incorregible. La afrenta y la desver­ güenza van siempre en tus palabras. Mas yo sé tratar a los eremitas tozudos con un buen palo. Vete, y déjanos ahora; vete y rómpete la sesera contra lo irremediable de los sucesos. — No te enfurezcas, buen padre — dijo el viejo— . No te enfurezcas, que te pones feo. Ahora comprendo por qué llevas cicatrices en la cabeza; son los estigmas que dejaron las pedra­ das de los hijos de la gentecilla, cuando huías de ellos, como un cobarde, porque les robabas el trigo de la chusma. Entonces eras un pastor de cabras, que restregaba la panza por el estiércol de los cabrones. Escucha y dime: ¿De dónde te viene la sensatez, sino de la cobardía? Todos los cobardes son como tú: sensatos y triposos. Pero no quiero hablar más contigo, enterrador de car­ naza. Si saco la verdad y te la estampo en los sesos se nos va acabar la sensatez en el mundo. -37-

Algo me dice que si se acaba la sensatez, se aca­ bará también la raza de los buenos padres. Cuando el buen padre oyó esto, quiso pegar al viejo, pero la gentecilla se alarmó, y dijo: — ¡Cuidado, cabeza rapada! Un día mata­ mos a un buen padre, y ahora hay mil. Si el ere­ mita muere, nacerán cien mil. El cabeza rapada detuvo su brazo, volvió el rostro a la gentecilla, y dijo: — Escuchad, amigos: Yo os compro al san­ to por trigo rubio. La gentecilla rumoreó entre sí; después contestó: — Un santo ha de valer mucho trigo. Y como el viejo oyera esto, comenzó a gri­ tar, diciendo: — ¡Oh gentecilla, gentecilla! ¿Me vais a vender por trigo? ¿Vais a vender la verdad por el gusto del estómago? ¿Vais a manchar vuestra pobreza con una acción de rico? La gentecilla suspiró, y dijo: — ¡Oh buen santo, buen santo! Perdónanos, pero estamos hambrientos. No es solo nuestra hambre, sino el hambre de nuestros padres y de nuestros abuelos quienes te venden. Ten m iseri­ cordia de nosotros, corazón humano, y advierte que con este negocio comerán nuestros hijos. Se puso a gem ir y a lanzarse tierra al rostro. Y el viejo dijo: — Si hacéis eso, yo os maldeciré y os anun­ ciaré el odio de todos los pobres, de las manos -38-

que se tienden a la dádiva, de vuestros hermanitos de corazón tierno. La ingenuidad de vuestros hijos se volverá hosca, la carita de los niños famélicos ya no será la alegría de vues­ tra pobreza. Y jam ás llegaréis a estar unidos, pues el trigo y el estómago os separarán de la verdad. Tampoco seréis el amor puro de la ver­ dad, ni la irremediable afición de nosotros, los santos. ¡Oh gentecilla de mi alma!, como yo os amo, nadie os podrá amar, porque sé que sois la inocencia y la tragedia; el dolor callado y la espera silenciosa. En oyendo esto, la gentecilla aumentó su gemido hasta los ímpetus del llanto. — ¡Perdónanos, santo nuestro, hijo de nues­ tras pobrezas! Son los hijos quienes nos llaman a esto. Perdónanos y ruega por nosotros, tú que también fuiste, un día, niñito ojeroso. — ¡Oh cuando yo era niño! Entonces me sa­ bía el país a dulce. Pero la Tierra ha envejecido mucho desde entonces. Y la gentecilla añadió: — ¡Oh cuando tú eras niño! Y el viejo, todo lleno de lágrimas, dijo: — ¡Oh gentecilla de mi alma! Perdonad que pierda mi pudor, pero yo os amo. He venido a escupir la cara del Gran Padre, y me veo cam ­ biado por unos quintales de trigo. Vosotros ha­ béis venido a besar las manos del Gran Señor, y os veis vendedores de santos. Tal importa en nosotros la fuerza oscura del destino. Ellos, los cabezas rapadas y el mandarín, son hombres -39-

de porvenir; nosotros, gente de destino. Esa es la mayor diferencia que separa al hombre del hombre. Entonces intervino el Gran Padre Manda­ rín, cuyo corazón estaba conmovido de contem­ plar esta escena. Y dijo: — ¡Basta ya! No está bien que se venda un santo. Pues dice el Libro: Es irremediable que haya santos y que haya gentecilla. Y la gentecilla, en oyendo esto, se arrodilló delante del Gran Padre, y dijo: — ¡Oh corazón de señor magnánimo!, cara pocha que se ruboriza con la luz de la verdad. Ten misericordia de nosotros y de nuestros hi­ jos. Danos pan y danos al santo. Y, diciendo esto, lloraban todos. El Gran Padre se ladeó de la chusma, reco­ gió sus vestiduras, y dijo: — ¡Qué sé yo de pan y qué sé yo de santos! ¿Acaso soy panadero o clérigo? Yo sé del bien y del mal, de las primeras y de las últimas cosas, pero no de pan y de santos. Si queréis pan o san­ tos, id a los panaderos o al Sumo Hacedor. Y, aprovechando la confusión de la gente­ cilla y Ja admiración de los buenos padres, se esfumó, camino del campo. ieJcit

Cuando el Gran Padre Mandarín se halló, de nuevo, en medio de la tierra, y lejos de la gri­ tería humana, dijo: -40-

— En verdad que la lejanía de los hombres da sosiego al alma. Y comenzó a caminar despacio por las sen­ das de las montañas. Pero al bajar un soto, vio aparecer al viejo eremita, que le esperaba como una sombra, tras unos arbustos. La caída del crepúsculo confun­ día los harapos del santo con los leños del cam­ po, y, como era otoño, ponía en el viejo y en las cosas la dulzura de la melancolía. Y, en viendo al eremita, el Gran Padre pen­ só: También la Tierra tiene este paisaje. Y como el santo no se moviera, ni hiciera mueca alguna, el Gran Padre se le acercó, y los dos se contemplaron, como fantasmas, a través de las ramas de los arbustos. Y el viejo habló susurrando, como si temie­ ra ser oído, y dijo: — Perdona que te hable en este tono de fal­ sete, pero no lo hago por confianza, sino por evi­ tar que el eco coja mis palabras. Pues el eco es un traidor que caricaturiza nuestros vocablos. Ten, por tanto, cuidado al hablar, que no te oigas a ti mismo, y te pierdas. Que una vez me oí yo a mí mismo, y estuve a punto de morirme de risa. Y como el Gran Padre notara que el viejo esta­ ba mucho más tranquilo que en el pueblo, le dijo: — Te veo con más paz. Háblame ahora como quieras. — No temas que te insulte, pues estoy en el campo, y el campo es como mi propia casa. Tú eres ahora mi huésped. -41-

— Tú eres un santo como todos los santos, que se mueven por demonios internos. Ahora tienes el demonio de la paz. — Mi demonio me dice que te felicite — con­ testó el viejo— . Has hablado a la gentecilla como hablan los sabios. He de reconocer que sabes ha­ cer sutiles distingos. —Advierte que ni la gentecilla, ni los cabe­ zas rapadas, ni los santos son cosas nuevas para mí. Ahora mismo acabo de adularte, sin que tú lo hayas notado. Te he dicho que albergabas un demonio, y tu cara se ha iluminado de gozo. Desde muy antiguo sé que los santos quieren co­ dearse con el demonio. — Si no estuvieras en mi casa, te diría que eres un tunante — replicó el eremita— . Ni si­ quiera sientes piedad de la debilidad de un san­ to. Pero no creas que calas tan hondo. Tú tam ­ bién, en el fondo, crees tener otro demonio. Y luego, guiñando el ojo, añadió: — Tú te crees irremediable. Mas como el Gran Padre no se inmutara, el viejo creyó que se había molestado, y dijo: — Perdona, Gran Padre, pero consiente que te hable así. Recuerda que somos de una misma edad. — ¡Ay eremita, eremita! Veo que posees el instinto de la duda, que da raza a los sabios. Dime: ¿quién te ha enseñado tales saberes? — Las cosas, Padre. Cuando un hombre pierde la voz de los hombres, comienza a hablar con las cosas. Porque de dos maneras se hace -42-

sabio el muchacho que va creciendo: por el trato con la canalla de los hombres, o por el trato con la soledad. — No está bien que hable así un santo — dijo el Gran Padre— . Pareces un eremita des­ engañado y escéptico. — Mira, Gran Padre. Está bien que exista la duda, porque si no existiera, yo me aburri­ ría comiendo raíces y haciendo oposiciones a la felicidad futura, como un cabeza rapada cual­ quiera. Tú bien sabes que éste es el mejor de los mundos, y que cuanto sucede es absolutamente necesario... Pero escúchame con paciencia, que quiero contarte una larga historia. — Habla. Mas no hagas gestos, pues ten en cuenta que la noche ha caído, y no te veo. Y la voz del eremita salió de entre los ar­ bustos, diciendo:

-43-

RELATO AUTOBIOGRÁFICO

I. PRIMERAS AFICIONES

caso parezca extravagante lo que voy a con­ tar, pero he de advertir que surge de mi corazón como la inocencia brota de los niños. Cuando yo era mozo y las cosas comenzaban a susurrar preludios de aventuras, recién abando­ nado el sueño plácido de la adolescencia, dije: — El mundo es bello y bueno, pero no está bien que me guste, porque yo he nacido para oponerme a lo que naturalmente sucede. Un buen día vacié mis bolsillos, cogí un bastón, expurgué las costuras de mis vestidos, abandoné mis padres y el pueblo de mis padres, y salí al campo. Cuando hube recorrido muchas leguas, dejando atrás las casas de los hombres, viendo los valles, los bosques, los ríos grandes y pequeños y la cara graciosa de la Tierra, re­ petí: — En verdad que el mundo es bello y bue­ no, pero no está bien que me guste. Tal era mi tozudez de aficionado a eremita. Luego busqué una cueva, entré y viví en ella diez siglos, contemplando cómo el sol apare­ cía y desaparecía sobre las laderas rojas de las

A

-47-

montañas. Cada vez que me asomaba al paisaje de las cosas, exclamaba: — El mundo es bello y bueno, pero no está bien que me guste, porque yo he nacido para de­ mostrar mi voluntad. De lustro en lustro venían algunos pastores de cabras, que traían queso fresco, y preguntaban: — ¡Oh padre! ¿Cuándo vas a reformar el mundo? — ¿Qué tiene el mundo que reformar? ¿Aca­ so no es bello y bueno? — ¡Oh padre! Poco sabes tú del mundo — respondían, moviendo la cabeza. Al llegar el año quinientos de mi edad, como fuera tiempo de contraer matrimonio, subieron mis padres con algunas mujeres, y dijeron: — Mira, hijo. Tus hermanos han matrimo­ niado y poseen prole. Piensa tú en hacerlo, y ten gozo en el recreo animal, como hacen todas las criaturas, pues no queremos que se diga: el hijo de tales es un monstruo que no ha conocido ca­ lor de hembra ni sonrisilla de niño. Contemplando las gacelas, tan hermosas como la Tierra, tan frescas y puras como el aire de arriba; tan candorosas, alegres y sumisas como las sendas de las montañas; tan blancas, sonrosadas y sucintas de ropas como el alba; tan apretadas y duras de carne como las sentencias antiguas; y tan inocentes como los animalitos de cada día, sentí que se gozaba mi corazón igual que si descubriera por vez primera la presencia de las cosas ligeras, y exclamé: -48-

— Las gacelas tienen belleza, dulzura y prestancia, dan calor y son simples; pero no está bien que me agraden. Tal era el irrefrenable vigor de mi extraña afición a estar contra los sucesos. Mis padres comenzaron a gemir, murmu­ rando: —Ya no eres nuestro hijo, sino un eremita. Luego dieron en llorar con grave tristeza, por lo cual intenté consolarles como pude, agre­ gando: — Padres, yo tengo mi camino. Y decía aquello porque me parecía una fra­ se conveniente para el modesto corazón de mis ascendientes y la inocencia del pueblo, aunque en realidad no experimentaba otra inquietud que la de contrariar la ley de los sucesos natu­ rales. — Hijo, la voluptuosidad y el dolor son co­ sas humildes y sencillas. Si renuncias a su trato, habrás renunciado a la modestia de tus padres y de los padres de tus padres — replicaron. — Las gacelas son una fruta que no he de comer, porque no está bien que me guste la fru­ ta buena — contesté. Ellos bajaron la vista, exclamando: — En verdad que ya no eres nuestro hijo, sino los ojos que espían en la noche, el espíritu que vigila nuestros actos. Sabemos que tu semi­ lla no sonreirá a la Tierra, porque todo tu ser va a convertirse en conciencia. En el fondo no quieres ser inocente. -49-

Y se fueron. Confieso que mi corazón se rebanó cuan­ do vio desaparecer la comitiva. Con las gacelas huyó también la alegría de ver mis padres y el olor de los hombres, categorías todavía estima­ bles para un aprendiz de eremita. Luego llegó la noche y la paz de la soledad, que confunde nuestro ser con el de las cosas. A l amanecer salí a esperar el sol, que lucía como nuevo, y dije: — ¡Oh sol!, tú que ves todo, habrás obser­ vado lo que sucedió ayer. Mas comprende que no está bien que me gusten las gacelas; y ya que soportas cuanto ocurre ante tu presencia, so­ pórtame definitivamente como un hombre que pretende estar contra los sucesos que rigen el mundo. Así hablé al sol, y quedé tranquilo, aun­ que la nostalgia de las gacelas duró todavía cien años, pues no fue empresa fácil perder la im a­ gen de sus figuras, ya que nada hay tan bello como la forma de una mujer, si se exceptúa la gracia de los animales que viven en libertad. Después pasé otros cinco siglos en el silen­ cio de aquellas tierras. Todas las mañanas me levantaba con el sol, y repetía el motivo de mi vocación: — El mundo es bello y bueno, pero no está bien que me guste.

-50-

II. EL PRIMER DEMONIO

sí transcurrieron los primeros mil años de mi nueva edad de solitario, hasta que un día, cuando ya había olvidado las cosas de los hombres, recibí una extraña visita. Se trataba de una especie de hombrecillo a medio realizar, un homúnculo o engendro salido a destiempo del vientre de su madre. Parecía el feto de un diablo o el embrión de un polluelo, con la cabeza apepinada y el cuero lampiño, los miem­ bros decaídos y doblados. Se movía muy ligero y ridículo, dando saltitos que no venían a bien con la desgracia de su cuerpo, por lo cual semejaba una salamandra crecida, pues el dibujo de su figura era perfecto y acabado, excepto en la proporción y la estatura. Viéndole así formado, me alarmé y dije: — ¿Qué es esto? ¿Acaso nacen ahora los hombres como espantajos? — ¡Quita, loco! — replicó muy irritado— . Los hombres continúan naciendo de un suceso; pero yo soy la mitad de un suceso. Me llaman Media-Voluptuosidad. — ¡Vete! — exclamé— . No me gustan los hechos a medias.

A

-51-

— Cinco años he tardado en subir a tu cubil, arrastrándome por la tierra, y no me iré sin es­ cupirte mi deseo. También soy un poco tozudo. Diciendo tal, guiñó el ojo con picardía, mientras procuraba acomodo a la entrada de mi cueva. Entonces comprendí que había de habér­ melas con un bergante confianzudo y descarado, y decidí adularle y tratarle con agudeza, para dominar su voluntad y ponerla en camino de otras tierras y lugares; intuía que aquella bestia iba a turbar la paz de mi ser y el sosiego de mi estancia entre las cosas. — No te irrites, sabandija, y siéntate al sol, pues tiemblas de frío y pareces tener cansadas las piernecitas. — ¡Oh eremita!, no me insultes — repuso— . Advierte que mi corazón se siente desgraciado desde hace tiempo, y sufre de oír ciertas expre­ siones. — Perdona, muchacho. Mas no sé cómo debo llamarte. — ¡Ten piedad de mí, eremita! — exclamó— . Llámame enclenque o renacuajo. Luego se sentó con las piernecitas cruza­ das y la. cabeza enhiesta. — ¡Oh renacuajo! ¿Por qué has hecho un viaje tan largo? Mira que tus padres andarán buscándote. El movió la cabeza lentamente, y contestó: — Bien se ve que has perdido la modestia, ¡oh eremita! ¿Acaso no puedo yo también aban­ donar a mis padres? -52-

Al oír estas palabras, entendí que se trata­ ba de un renacuajo orgulloso y lleno de presun­ ción, por lo cual hablé con ánimo de burlarme. — ¿Y las gacelas? ¿También has abandona­ do las gacelas? — ¡Ay, eremita! Entre nosotros se puede decir que las gacelas son un hecho. Pero las ga­ celas hablan, y no está bien que nos guste cuan­ to dicen. Déjalas estar a su manera, y vamos a lo nuestro — al momento se arrodilló allí donde reposaba, dejóse caer sobre los talones, y aña­ dió— : ¡Oh eremita! ¿Acaso no me conoces? ¿No ves que soy tu primer demonio? Tras mil años de soledad, te envía el mundo la mitad de un suceso. Alégrate y busca la otra mitad. Como yo quedara perplejo, agregó seguida­ mente: — No seas ingenuo. He venido a sonsacar­ te, a sembrar la inquietud en tu corazón parsi­ monioso y a lanzarte a las cosas y costumbres de los hombres. Quiero que abandones la cueva y cumplas la misión de rescatar el suceso que me falta, pues en la Tierra se ha perdido la mitad de una voluptuosidad. — ¡Quita, renacuajo! — grité— . La inquie­ tud es sustancia de títeres con hormiguilla en los miembros, gentecilla nerviosa, revuelta y de asiento ingrávido. Advierte que ya no soy mozo, y comprende que no está bien que pierda la paz. Vete o calla. — ¡Oh eremita! — repuso— . Pareces bobo, no sabes que ha llegado tu hora. En principio -53-

pareces irritable y vanidoso, mas luego se adivi­ na que no eres sino la costumbre de estar aquí arriba. Comprendo que poseas buenas ideas de ti mismo, pero he descubierto que en verdad evi­ dencias una rata hinchada y somnolienta, aun­ que te hayas acostumbrado a la paz y a mirar el mundo como algo que no cabe en tus bolsillos. — ¡Calla, renacuajo! ¿Qué sabes tú de mi persona? Llegó hasta mis pies, abrazóme los muslos y susurró: — ¡Oh eremita de mi alma! Semejas una voluntad que quiere con firmeza, aunque tam ­ bién resultas un poco simplón. Sin embargo, yo te amo, porque has dicho: “El mundo es bello y bueno; la voluptuosidad, sencilla y humilde; pero no está bien que me gusten” — después restre­ gó su cabecita entre mis rodillas, añadiendo— : Porque tienes el alma tan fresca como las maña­ nas, no quieres las cosas a medias. Mas habrás de perder ahora la primera inocencia, pues has de buscar la mitad de todos los sucesos que se desenvolvieron en parte. ¡Oh padre!, te auguro milenios de irritación. — Déjame y no me adules, hombrecillo. Tus palabras no lograrán que las hormigas de la zo­ zobra penetren mi alma; has de saber que he perdido la costumbre de pensar y hacer juicios. — ¡Perdóname, padre! — murmuró— , mas traigo el vocablo que ha de moverte. — Renacuajo, sé humilde; déjate de pala­ bras. -54-

Y me desprendí como pude de sus abrazos. Pero la bestia me acosó incesante. — ¡Perdóname, eremita mío! He venido a irritarte. — ¡Vete, vete, renacuajo! Estás loco. — No, padre mío. He venido a sonsacarte. — Enclenque, respeta la inocencia de mi casa. — Perdóname, padrecito, corazón de mal­ va, pero tú ya no podrás ser inocente. En aquel instante comencé a subir por las rocas desnudas, pretendiendo alcanzar lo más alto de mi cueva. En principio adelanté lo sufi­ ciente para no oírle; mas me siguió como sombra tenaz, arrastrándose y haciendo crujir sus huesecillos. Conforme ascendía de esta guisa, iba yo observando su carita de angustia, cada vez más cercana, y oía los latidos de su corazoncito pal­ pitante. Al fin alcanzó mis pies, los besó, dejó caer su boca sobre las sandalias y murmuró precipi­ tadamente: — He de manifestarte que en el mundo hay mandarines. Al oír aquello, sentí lo que jamás había ex­ perimentado ni soñado experimentar: que la ira invadía mi alma como fuego joven. Desde las vis­ ceras me subió de pronto al pecho el calor irre­ mediable del odio; tembló mi cuerpo, enfrióse mi estómago, sonrojáronse mis mejillas, se estre­ mecieron mis piernas y la vergüenza se revolvió en mis entrañas como niño recién formado. -55-

El enclenque musitó: — Padre, ahora tienes espíritu; ya no eres una criaturilla; desde hoy amarás y odiarás las cosas. Arremetí a puntapiés contra su figurilla, diciendo: — Demonio infame, bestia inmunda, ali­ maña untuosa, medio suceso, feto de un aborto, ¿qué has dicho? La sabandija intentó huir, pero sus piernas se doblaron torpemente; hizo un esfuerzo supre­ mo, y todos sus huesos crujieron como cosa tier­ na. Luego quedó a la manera de muñeco roto y desangelado, locos los miembros, torcido el cue­ llo, bailando los ojos. Se agarró a las rocas con ansiedad, mas su carnecita blanda resbaló como pescado recién cogido; todo fue en un segundo. Después cayó al abismo, dando vueltas de pelele. Bajé corriendo y aún pude verle morir. Estaba despanzurrado y ensangrentado, rojo de alma­ gre, dejando ver el engaste de los huesecillos. A l levantarse la cabeza, susurró: — Has sido cruel, matándome porque te he abierto los ojos. — ¡Oh renacuajo de mi alma! — exclamé— . Perdóname, pues tú sabes que no ha sido mi vo­ luntad quien te ha matado, sino la ira, que bro­ tando tan poderosa y nueva de mi corazón, ha rebasado la medida de mi ser. — ¡Oh eremita! — suspiró— . Dispensa que te haya irritado de esa manera; mas he venido a cumplir mi misión. Ahora no quiero importunar -56-

te con mi muerte precipitada; por eso te mando que escupas los remordimientos en cuanto me hayas enterrado. También pretendo que bu s­ ques la otra mitad de mi suceso. Dejé su cabecita sobre la tierra, acomodé el cuerpo a mi manera, y murmuré: — Descuida, enclenque mío, pues allí donde esté tu otra mitad, estará también mi corazón. El renacuajo cerró sus ojillos y se fue a la región del eterno y pálido amanecer. Yo esperé que cayera la noche, porque sus sombras pare­ cen llevarse definitivamente los muertos. A la mañana siguiente recogí los huesecillos y los enterré en el mismo valle de mi afición de soli­ tario.

-57-

III. EL SEGUNDO DEMONIO

l llegar el mediodía subí a mi cueva lenta­ mente, volví a contemplar el paisaje de las cosas, y dije: — ¡Oh cosas! En verdad que estoy un poco inquieto, pues el suceso del renacuajo ha colma­ do mi alma de novísimas sensaciones. Mas voso­ tras sabéis que yo no he querido estos hechos. — ¡Oh eremita! — contestaron— . La volun­ tad no te justifica, porque tu ser ha conocido la existencia del espíritu. Ya no pareces ingenuo ni una criaturilla como nosotras, pues has perdido la paz y el gusto por la soledad. En el fondo de ti anida el recuerdo del enclenque; por eso no podemos hablarte con la pureza de otros días. — ¡Oh cosas de mis años inocentes! — supli­ qué— . Tened piedad de un corazón amigo. De­ jadme permanecer entre vosotras, procurando imitar vuestra humildad y callada modestia. — No seas falso, eremita — replicaron— . Cumple tu destino y déjanos silenciosamente, porque el demonio que ha entrado en tu cuerpo odia nuestra figura. Vete y comienza tu éxodo, desterrado de nuestra tranquila presencia. Tal

A

-59-

te mandamos para exorcizar el azogue que los hombres titulan espíritu. Oyendo tal, me dije: — En verdad que he perdido la sencillez, pues hasta las mismas palabras de los inocentes me parecen preñadas de rara sabiduría. Tam­ bién las cosas conocen a los mandarines. Luego cogí mi bastón y zurrón antiguos, volví a expurgar mis ropas, tras mil años de na­ tural convenio con todas las criaturas, y decidí abandonar mi cueva, los valles, los árboles y las tierras de mi cueva. Cuando me dispuse a bajar, torné los ojos hacia las cosas, exclamando por última vez: — ¡Oh cosas de los días de mis días! Conju­ rad mi inquietud con vuestra asistencia. — ¡Oh eremita, corazón efímero — contes­ taron— . Cuando hayas matado el tunante que soportas dentro, ven a morir con nosotras. — Conviene que se cumpla la fatalidad — susurré— . Pero allí donde me conduzca el demonio del desvelo y allí donde mi ser no quie­ ra reposar un segundo; allí donde la zozobra interior haga jeringonzas a la cara del mundo, y allí donde mi lengua escupa palabras a los hombres, allí tendré nostalgia de vuestra ino­ cencia. Así me despedí de las cosas, y comencé a bajar de mis montañas. Conforme descendía de senda en senda y de alcor en alcor, notaba que se me iba la compañía de la soledad y sosiego primitivos, como tenue niebla que disipa el sol -60-

del amanecer. Mis ojos veían otros colores en el cielo y en la tierra, mis oídos escuchaban otros murmullos en el silencio de los grandes bosques, y mis piernas sentían diferentes la piedra y el suelo. Al llegar a un encinar, vi la figura de un simio, que me seguía saltando de árbol en árbol. Al principio solo pude observar su sombra gro­ tesca sobre el espacio inmediato de mis pasos; luego escuché también su voz aguda, que dio en hablarme hasta trabar el siguiente diálogo: — ¡Oh eremita! Sé que te vas. — ¿De qué me conoces, simio? — De andar en el mundo con el mismo por­ te; ahora eres como yo y la gente de mi raza, un ser inquieto. — Déjame solo. — ¡Oh padre! Bien sabes que ya no podrás estar solo, pues te ha abandonado la virtud del desierto. Yo soy tu primer compañero. — ¡Vete, simio, vete! — Consiente que te acompañe hasta que veas algún hombre; te divertiré, contando his­ torias. — ¡Quita de historias! No soy crédulo. —Ya no pareces el mismo, pues hablas como si en ti se quejara algún viejo gruñón. ¿Será que te ha nacido el espíritu? — ¡Déjate de espíritu! Eres un simio dema­ siado serio. — Perdona, padre. Te distraeré de otra ma­ nera; sé lo que en verdad eres. -61-

— Dilo. — Dejemos lo que fuiste, pues ya no resul­ tas simple, sino un compuesto de partes. Tu co­ razón semeja una letrina donde vuelcas el odio que no puedes arrojar al mundo; tu lengua, una viborilla recién nacida, con ganas de envenenar; tu cerebro, un laberinto donde se guiñan el ojo las más absurdas ideas que han cabido en cala­ baza hueca; tus pies son planos, y andas como un bufón que pisara ascuas. — Ten cuidado, simio. Que te ves en un es­ pejo y crees que me estás contemplando. — Me das pena. También posees ingenio, como los histriones; eres casi un filósofo. — ¡Vete, vete! Hay cosas en el mundo más interesantes que tu palabrería; has de compren­ der que no me diviertes. — No adules las bellas cosas. Déjalas quie­ tas; mira que no te han hecho ningún daño. A l oír esta impertinencia, comencé a tirar piedras a la cabeza del mono; pero se refugió en­ tre los árboles, gritando: — ¡Oh eremita!, adulador de las bellas co­ sas, lavacaras de la inocencia. ¡Te he descubier­ to! Confiesa que he sido agudo. — Reconozco que eres un simio im perti­ nente, grosero y fatuo: un verdadero rabo de lagartija. Figuró desde la enramada una vocecilla in­ fantil, tenue y cariñosa, diciendo: — Pues soy tu segundo demonio, el símbolo de tu destino inmediato y la sombra de los fu-62-

turos años. Perdona que los sucesos hayan de ocurrir así, mas he de acompañarte hasta en­ contrar un hombre, porque no está bien que un señor como tú vaya sin comitiva. — Si tal es verdad — contesté— , hagamos un pacto: Callas, y me dejo acompañar. Admite que tampoco está bien que hables tanto. Sonrió con sus grandes labios, exclamando: — No seas bobo. Comprende que un demo­ nio no puede callar. — ¡Holgazán, fanfarrón — grité— , cerníca­ lo, orejón, panza gris!, eres tan tozudo como el deseo de fornicar. — ¡Oh eremita! Corazón ardoroso — susu­ rró muy tranquilo— . Concede que no sabes tra­ tar con demonios, pues pareces un loco impulsi­ vo; corrígete y aprende de nuestra humildad y mansedumbre, nunca rebosadas ni exhaustas. Entonces comprendí que era demasiado tenaz para vencerle con la ira y demasiado pro­ caz para reducirle con el juicio, por lo cual decidí quitarle de en medio, llamándole con engaño y buenas palabras. — ¡Oh simio infantil, compañero de mi so­ ledad, pequeñín inocente, orejitas finas! Aproxí­ mate. Diciendo estos embelecos, miraba entre los árboles, por verle salir. Mas como no apareciera, añadí: — ¡Oh almita alada, ingenio puro, cabecita de infante, cosilla ligera! Consiente que oiga el latir de tu corazoncillo alegre. -63-

Como tampoco surgiera, agregué: — ¡Oh huerfanito sin padres, sonrisilla triste, espíritu confiado! ¿Quién podrá hacerte daño? Ven y muéstrate, pues sabes que no cabe ficción entre semejantes. El replicó: — ¡Oh eremita! Perdóname, pero has de constreñir tu ser antes de amar; rezuma odio, y puede envenenar cuanto toque. — ¡Oh cosita graciosa! — contesté— , redun­ dancia del hombre, cría del espíritu, balancín del bosque, ojillos de asombro! El ansia de ver tu rostro ha rebasado los antiguos vicios de mi corazón. Allégate y dame tu manita de niño per­ dido y hallado. En acabando tales palabras, vi salir al sim io de la enram ada. Su figurilla avanzaba poco a poco y m uy torpem ente, m ientras m o­ vía la cabeza y balanceaba las piernas en un com pás estúpido; su aspecto parecía la ca ri­ catura del hom bre, o el más extraño rem edo de un niño. Sem ejaba una especie de parvulito construido por un dios falso e in com pe­ tente. Viéndole aparecer tan indefenso, me dije: ‘V a le tengo” . Pero aun esperé que se acercara hasta mis pies, por atraparle mejor y más fá­ cilmente. Llegó y pude observarle rostro a ros­ tro, como a un deudo de tiernos años. Entonces advertí que estaba muy ojeroso y melancólico, pues su faz recordaba la cara afligida y vieja del mundo. -64-

Con esto se enterneció mi corazón, que ya no pudo realizar su propósito, porque la imagen de la bestezuela le torció el ánimo. Comprendí que no hallaba motivo de matarle. Luego excla­ mé: — ¡Oh criaturilla modesta! Tu semblante no asevera la alegría y el cinismo de tus pala­ bras; tampoco los goces del ingenio y del buen decir. En verdad que eres un hombre. El simio movió su cabeza de solitario, y musitó muy tiernamente: — ¡Oh eremita!, corazoncillo amable. Per­ dona mi petulancia, pero yo te amo. Hace tiem­ po que no puedo remediar esta inclinación. «•Pensé: “Así como he cambiado de vida y costumbres, así habré de cambiar de aficiones y simpatías. Desde hoy seré amigo y confidente de mis demonios, que parecen criaturas faltas de consuelo, gentes sombrías y desdichadas” . A l fin me alargó su manaza velluda, que yo cogí como cosa nueva. Juntos anduvimos el res­ to del bosque y de las montañas, hasta descubrir la tierra labrada. En aquel momento dijo: — Está escrito que deba dejarte, pues has encontrado los tuyos. Después me abrazó y lloró como un huerfanito panzudo, restregando sus ojos con los enor­ mes dedos. — ¡Oh parvulito! — murmuré— . No llores; allí donde esté mi corazón, estarás tú. Enseguida me adelanté hacia el limo, hun­ dí los pies en el suelo fértil y saludé la llanura -65-

v e rd e . Al caer la tarde llegué al primer pueblo, c o n los labriegos que volvían de la faena, las la­ van deras y los niños. Me dirigí a la plazuela con án im o decidido, y pronuncié mi discurso inicial.

-66-

IV. DISCURSO INICIAL

ííjO h gentecilla sumisa! Escuchadme, pues ha tiempo que mi destino esperaba este momen­ to. No estoy a gusto entre vosotros y vuestras costumbres, pero es necesario que habite ahora aquí abajo. Tal es la fuerza de la fatalidad en un corazón predestinado. No soy un demonio ni la voz orgullosa de los demonios. Soy el enviado de las cosas, y en su nombre hablo; mi doctrina es efímera, como yo mismo, y no pretende abrir a nadie las puer­ tas de la eternidad, porque la eternidad comen­ zó para vosotros el propio día del nacimiento. Aquel momento fue el primero de los bellos instantes que no perecen, el principio de la suce­ sión de hechos que forman el hombre y el aliento del hombre. Ninguno de vosotros ha de morir para siempre, una vez que ha nacido, pero tam ­ poco ninguno dejará de ser pasajero. Sed, pues, modestos, y escuchadme. Yo digo: El mundo es malo, mas no está bien que deje ahora de gustarme, pues mi volun­ tad ha de ser más pura que mi juicio y que todos -67-

los juicios de los hombres y de los hijos de los hombres. También mi voluntad ha de parecer una simpatía dirigida hacia la libertad cuando la libertad afirme que debo querer lo más bello; por eso no os pido que torturéis vuestra mente o hagáis penitencia de existir, sino que dejéis sen­ cillamente a vuestra voluntad simpatizar con la libertad. Consentid que los juicios sucedan a los juicios, y que el desencanto hable con el desen­ canto, la modorra con la modorra y la untuosi­ dad con la untuosidad. Colocad la libertad en el amor de lo efímero y espontáneo, la alegría y la conformidad en ser, pues nada hay tan ingenuo como la belleza de un suceso transitorio, inde­ terminado y discontinuo. Lo que mi corazón ama reside en todos vosotros: la parte que tenéis de cosillas humil­ des; aquello que pertenece por igual al mundo del hombre, del animal y de la piedra: presen­ cia tranquila del ser. Yo os conmino a que estéis contentos de parecer cosillas, pues quien ha pa­ sado mil años en el desierto, ha comprendido lo más profundo; que las cosas hablan y dicen: sed modestos y agradeced la Creación. Sabed que las cosas son lo más inocen­ te que existe bajo el sol y los cielos del sol. Por eso no hablo en nombre del espíritu, porque es menos candoroso que las cosas; porque ha re­ sultado lo más sucio, complicado e impuro que habita el mundo; porque no es modesto ni ama la modestia. -68-

Ayer descubrí el espíritu, y vi que era me­ dio suceso, la mitad de una voluptuosidad, el en­ clenque que anda dando saltitos, la cara pocha y los ojos desvelados de la Tierra. Alguien me guiñó entonces el gesto, diciendo: Advierte que el espíritu no quiere que las cosas sucedan en­ teras, porque se ha hecho últimamente ingenio, negocio teleológico, empollón que oposita, regla de posesión, voluntad de dominio y pálido envi­ dioso’. Por eso yo no afirmo que sea espiritual ni aficionado al mágico fluido etéreo; porque el es­ píritu ha ido contra sí mismo, vendiéndose a las intenciones y dejándose ganar por las palabras; porque ha despreciado los principios humildes, y ha sobado la virginidad del mundo, volviendo la espalda a las cosas que están ahí como criaturillas sin porvenir; porque no ha querido habitar el barrio de la gentecilla. He bajado de mis montañas para deciros definitivamente estas palabras: Que no me gus­ ta que se quiebren los sucesos ni que se corrom­ pa la pureza de lo efímero. Todo lo pasajero es inocente; y lo que perdura, corrupto. No creo en la inocencia del hombre, mas si en el candor de las cosas; sed, pues, modestos, y emular el ejem­ plo de lo que permanece sin buscar merecimien­ tos intencionados. Sé que alguien ha dicho: ‘¡Oh espíritu!, no consientas que tenga una voluptuosidad ente­ ra’. Ahora respondo: ‘Hay que ser de corazón corrupto y ánimo torcido para añorar la media -69-

voluptuosidad, que engañe a la Tierra y a los dioses, porque poseer media voluptuosidad es como mirar de lado’. También he meditado sobre la cara que mira de lado y la cara que mira de frente, y he susurrado al momento mis viejas palabras de juventud: ‘La voluptuosidad es sencilla y buena, pero no está bien que me guste’. Así se habla cuando se contempla la volup­ tuosidad y el mundo rostro a rostro, conforme en existir aquí abajo y ser una criaturilla ligera; por eso pienso que nunca seré verdaderamente espiritual, acostumbrado a observar las cosas de lado y con mirada oblicua. Sin embargo, ellas han confesado a mi corazón: ‘También el espíri­ tu tiene mal asiento y úlceras en las posaderas, porque es algo que quiere y no quiere estar en el mundo’. Habéis llamado puerca a la mujer que entrega su cuerpo; mas ella lo hace porque se aburre de ser pacífica, se entristece de parecer una cosilla sin porvenir, y busca el futuro en los largos dedos de la aventura. Advertid que el es­ píritu también se aburre de estar quieto y no corromper el mundo, invertir el orden modesto de lo necesario o aparecer sin historia venidera. Porque es algo que no permite ser parte de la Creación; pide mundo propio, diferente y pre­ suntuoso. Algún demonio ha murmurado: ‘El espíritu es un viejo gruñón que sirve a una víbora, llama­ da conciencia humana’. El tunante ha sucumbi­ -70-

do a tres tentaciones muy precisas: la tentación de estar aquí abajo, la de admitir el yo y la de ser importante en esta vida y en la otra. Tales costumbres extravagantes han determinado la segunda naturaleza de las cosas o naturaleza humana del mundo. A estas tres tentaciones corresponden tres demonios: el que denosta la vida, el que habla de sí mismo y el que habla del bien y del mal. Estas son las aficiones irremediables de los de­ monios menores o sustancialmente espirituales y etéreos, decaídos de jerarquía y grado; pues los más principales y mayores se entretienen en pellizcar el trasero de vuestras mozas. He aprendido que el porvenir del mundo pertenece a los hombres y demonios menores, austeros y tozudos, gente de empeño y tesón, almitas capaces de vender a su madre por un puestecillo en la Gran Administración del Uni­ verso; dictadores de su propia costumbre, pata­ nes testarudos y abejorros que se cuelan en el corazón a través del hueco que dejan las gran­ des palabras. Por eso os digo: ‘Recelad de las grandes pa­ labras y de las grandes verdades, pues las ví­ boras habitan su enorme masa. No os pido que neguéis la verdad ni la conformidad con la ver­ dad, mas os suplico que tengáis orejas muy avi­ sadas para escuchar el bullicio de los ratones en el grávido queso de la doctrina’. Yo afirmo: “Vuestras normas quieren ser el sucedáneo de vuestro instinto; alguien os ha -71-

fabricado una costumbre común y determinada, para sustituir la diversidad de vuestra esponta­ neidad ante el bien y el mal. No quisiera saber que también sois el sucedáneo de lo que debiera ser el hombre: el sabor, el olor y la gracia de lo efímero, una cosilla modesta y tranquila'. Tal es la nueva que yo predico. Miel silves­ tre son mis palabras, dulzor agrio, leche espu­ mosa, vino de pasas y dátiles que han madurado en la palmera. Desde las montañas he bajado para decir esto; mas quien sienta acíbar en mis frutos, puede desprenderse de los dientes, escu­ pir las muelas y comer desde hoy la sopilla boba de los untuosos, porque mis palabras se han he­ cho para quien sepa degustar el sabor originario de las cosas y de la belleza de las cosas. No soy un demonio espiritual ni uno que predica la carne y la gula. Soy la voz de las co­ sas, el enviado de lo efímero, y en su nombre he hablado, y he dicho: ‘Sed modestos’. ¡Oh gentecilla! Perdonad que mi corazón se haya sentido hoy tan parlanchín. Comprended que se trata del corazón de un viejo solitario”.

-72-

V. EL TERCER DEMONIO

abada mi predicación, adelantóse un viejo rtesano, un zapatero que llevaba todavía su trabajo en las manos, y exclamó: — jOh eremita, cosilla ligera o lo que fue­ res! Tus vocablos son demasiado profundos, y nosotros demasiado humildes para entenderlos. Poseemos, en verdad, cierta intuición de las co­ sas, pero nos falta la regla que puntualiza. Ve a los mandarines, nuestros padres, y repíteles, porque ellos resultan intermediarios naturales entre la palabra y la gentecilla. Pues si la expre­ sión nace de los dioses, la interpretación surge de la boca de los mandarines. — ¡Oh gentecilla insulsa! — objeté— , nue­ ces fallutas, bobos de remate. También la inter­ pretación brota de la boca de los demonios. Si yo fuera diablo, me gustaría explicar la intención del Inmutable. — ¡Ay, santón de la caverna! — replicó el zapatero— . Consiente que los sucesos ocurran como es costumbre común en el mundo. Pues si tus voces no son hondas, el mismo diablo las despreciará. -73-

Iba a contestar, pero los cazurros fueron yéndose poco a poco, hasta dejarme solo. Enton­ ces advertí la presencia de un tullido, que soste­ nía su cuerpo sobre dos muletas, como piltrafa sobre dos estacas. Parecía un ajusticiado que es­ perara los cuervos; un jirón de carnaza dada al tiempo y los gusanos. Envuelto por la penumbra del crepúsculo, acerqueme con cautela, hasta alcanzar la altura de los pies colgantes. Luego pregunté: — ¿Qué haces aquí, espantapájaros? La estantigua repuso: — ¡Oh eremita!, tu primera predicación ha fracasado. Admite que no sabes hablar con la gentecilla. — Quita, pellejo — protesté— . ¿Acaso quie­ ro yo conversar con nadie? No platica mi ser, sino mi corazón, que pretende más inocencia que mi ser. Permite que mi corazón encierre sus aficiones. Allá él, y allá la gentecilla. — Me das lástima, eremita. Podrías pare­ cer un poco más noble, si tus inclinaciones no fueran tan pueriles; porque, en el fondo, ateso­ ras porte y ademanes de señor. —Algo ambicionas — murmuré— , cuando me adulas. Pero has de saber que nada acopio. — Eremita, garganta áspera. Tu discurso me ha conmovido. Se trata de una sabiduría que no has podido aprender sino después de con­ templar en silencio cómo el sol sustituye al sol todos los días. Reconozco que tu ciencia guarda sustancia de lagarto; también el lagarto posee -74-

cierta gravedad, y un corazoncito propenso a la meditación. No te sulfures, pues, si alguien con­ funde tu raza, llamándote fardacho. Es natural que sucedan tales accidentes a un predicador de novedades. — ¡Oh colgajo infamado! — proferí— , zorro viejo, sucio guiñapo. El áspid, el fardacho y la sabandija serás tú, víbora de cola partida, sala­ mandra inválida. — No me insultes. Durante mil años he arrastrado las muletas hacia el horizonte, espe­ rando tu venida como quien aguarda una égi­ da. Mi corazón te ama, porque resultas áspero y sencillo, originario y profundo; porque estimas lo inmediato, porque aprecias lo efímero, porque te irritas, porque evidencias sangre primitiva, porque denostas tus demonios y porque deglutes diariamente el pan de tu ingenuidad. A pesar de tus años y de tu aspecto, patentizas instinto e inocencia. — ¿Quién eres? — ¡Oh eremita, padre agridulce!, lengua impulsiva. ¿Acaso no me conoces? Soy el tercero de tus demonios. El amigo que da la bienvenida al mundo de los hombres. — ¿Qué es esto? — musité— . El primero de mis demonios fue un homúnculo; el segundo, un simio; y el tercero, un espantajo que cuelga de dos trancas. — ¡Eremita de mis entrañas! — adujo— . ¿Cómo pretendes que parezcamos los demonios, si somos todo espíritu y todo inquietud? ¿Acaso -75-

nos presumes bizarros y bien formados, tran­ quilos como gacelas que semejan cosillas? Pensé: M i corazón tendrá que apiadarse definitivamente de sus demonios, pues no he co­ nocido progenie más desventurada. También mi corazón ha de gozar de aficiones piadosas. Mas yo me pregunto: ¿Qué clase de sustancia pelona soportan estos demiurgos pensarosos, tristes, mustios, deprimidos y atribulados? — Perdónanos, eremita. Somos diablos de quinta categoría, lémures de la última casta. En suma: demonios heterodoxos. Dicho esto, volvió el rostro hacia ponien­ te, siguiendo la estela del sol moribundo. Luego continuó: — Tolera que los mandarines glosen tus vo­ cablos. Si yo fuera un dios, encomendaría a los demonios la exégesis de mis nuevas, pues ha­ brás de reconocer que un gran señor debe ser caprichoso. — ¡Oh tullido!, no me tientes. — Dispénsame — argüyó— . Intentaba in­ citarte a la modestia. Todo nuncio modesto se sonroja de revelar grandes cosas. El juicio, la vehemencia y la sinceridad no bastan a la pre­ dicación, pues también hace falta la vergüenza. Yo quiero que te ruborices o te rías de cuanto dices. Por eso distingo a los hombres que hablan verdad. — ¿Acaso crees que mis verbos tienen la cara pocha? — exclamé— . No he venido de mis tierras para ser pálido. El sol ha teñido mi piel. -76-

— No te ofendas. Tus palabras son como ni­ ños nacidos ayer, como el primer día del mundo, como crías salvajes, como cachorros de felino, como cervatillos nerviosos, como inocentes ga­ celas, como jabatos y como golosinas. Mas pare­ ce ofensivo que no enrojezcas de traerlas en el regazo. La hembra del animal se entristece de parir; y la mujer, se conturba. ¿Acaso puedes ser tú más inocente que la hembra y la mujer? Imi­ ta estos animalitos, y ten pudor de tratar con las grandes cosas. — ¡Oh demonio gotoso, encías sin dientes, lengua de segunda intención, retintín pegajo­ so! ¿Qué necesidad tengo yo de sonrojarme por traer verdades en el regazo? ¿Acaso no fueron las amigas de mi mocedad y las compañeras del tiempo en que todos los días eran para mí un solo día? ¡Oh demonio podrido!, boca de gusanos, ¿qué necesidad tengo yo de enrojecer y bajar los ojos por ser amigo de todo lo inocente? — Compórtate — murmuró— . Era fatal que supieras esto, pues importa que aprendas a sonrojarte cuando hables, para que des ejemplo de modestia. Comprende que ya no habitas tus tierras, sino con los hombres, un mundo de pa­ labras y de .muecas; y conviene que a la palabra siga el gesto. El enclenque, mi antecesor, tuvo la misión de irritarte; el simio, la de enternecerte; y yo, la de ruborizarte. Confiesa que tales cosas han hecho un hombre de ti. — ¡Oh tullido!, camaleón triste. Atinada­ mente has advertido que mis demonios sois he­ -77-

terodoxos. Pero me cuesta decir a nadie: tienes razón. Perdona esta extravagancia, y considera que un corazón de eremita posee también sus rarezas. Odio todo lo que es razonable o huele a juicio. — ¡Oh eremita!, alma excéntrica. Siempre serás algo patán, hijo y nieto de campesinos. Las tripas de aldeano te zurren cuando hablas; de ahí que odies la razón; pero está bien que seas así, porque tus aficiones rezuman gusto de lo antiguo. Concede, sin embargo, que soy un poco más sutil, más fino y más observador que tú. — Reconozco — dije— que resultas más es­ piritual. A l fin y al cabo eres un demonio. Y dicho esto sentí ganas de despanzurrar­ le, para volcar sus ahorros espirituales, pues in­ tuí que podía ser una hucha de virtudes pálidas, un zorro que había huido con los merecimientos de sus congéneres.

-78-

VI. ENCUENTRO RURAL

uando iba a derribarle de un empujón, vi llegar hacia nosotros cuatro figuras, que se acercaban presurosas. Eran un cabeza rapada, seguido de tres soldados, con las armas desnudas. Como fueran el primer cabeza rapada y los primeros soldados que yo viera en mi vida, pregunté: — ¡Oh tullido!, olfato sutil. ¿Quién es tal que lleva la cabeza como un mondongo? — ¡Oh eremita!, no seas ingenuo. Se trata de un lacayo del Poder, y lleva la cabeza rapada porque el Poder no quiere que sus parásitos ten­ gan parásitos. En suma: no quiere alimentar los piojos de nadie. — ¿Y los otros?, ¿qué son? — Eremita, corazoncillo candoroso. Los otros son alabardas o tres estacas del Poder. — Reconozco, tullido, que los cabezas ra­ padas y los alabardas son cosas de este mundo, fatalidad que está ahí. Pero no está bien que me gusten las bestias ni los cabezas rapadas. Acabando de decir tal, arribaron las cuatro figuras, que se detuvieron a la distancia de un

C

-79-

golpe de espada. El cabeza rapada quedó en me­ dio de los soldados, diciendo: — ¿Quién eres, y por qué predicas? ¿Acaso ignoras que no se puede discursear sin autoriza­ ción del Príncipe? Pues puede ocurrir que seas un predicador heterodoxo. Iba a responder, pero me interrumpió, aña­ diendo: — Calla tu doctrina, ya que será cuestión de palabras que no me importan. Solo me inte­ resa la cédula que has de llevar, con autoriza­ ción para predicar. Mira que puedes estar fuera de la ley. — Me das asco — dije— , cuelgacapas, por­ que accedes a que alguien te prohíba la gene­ rosidad de tener parásitos. ¿Acaso no han de tener parásitos los grandes corazones? Porque un corazón noble se deja devorar por sus piojos, y un santo solo expurga sus costuras cuando va a cambiar de vida, para que los piojos sean dife­ rentes y nuevos. ¡Oh cabeza servil!, me das asco, y das asco a mis piojos. — ¿Sabes con quién hablas, animal de be­ llota? — dijo— . ¿Ignoras que soy de la casta de los buenos padres? Eres un cazurro de manos calientes, hijo de la gentecilla; y tus piojos son tan cazurros como tú, patanes de la misma san­ gre y de la misma grasa. — ¡Oh calabaza raída!, no me irrites. Mira que mis piojos se alborotan de verte. Huye, pues, y consiente que no sea yo, sino ellos, quienes sientan verdadero asco de tu presencia. -80-

— Estás loco, bestia orgullosa, y como a un loco he de tratarte. Dio órdenes a los soldados de que me pren­ dieran. Ellos obraron con las espadas puestas a punto de matar. Pero como me cogieran del cuello y de los brazos, protesté: — ¡Oh cabeza rapada! Reconoce que un se­ ñor ha de ser juzgado por otro señor. — ¿Dónde has aprendido esa treta, viejo ca­ zurro? ¿Acaso llevas el Libro en el zurrón? Y decía esto porque creía que mi frase era una cita del Libro de los mandarines. Luego dio cédula a los soldados para que me condujeran a la ciudad. Así anduve medio Imperio en compañía de aquellos alabardas, desde poniente a oriente. Conocí muchos pueblos, ciudades, aldeas y villo­ rrios. En ocasiones me contemplaban los niños, con sus vientres tan hinchados, las piernas en­ debles, y las cabecitas bailando sobre el cuello; en ocasiones, las mujeres de la plebe, las hem­ bras preñadas, con los pechos bajos; en ocasio­ nes, los hombres de la gleba, los mozos ruines, los menestrales presuntuosos; en ocasiones, los buenos padres y los aficionados a buenos pa­ dres, que empollaban el huevo de la sensatez en el canasto de la miseria. Viendo todo esto, la simpleza y la mala vida de la gentecilla, comenzó a reblandecer­ se mi corazón como si hubiese dejado algo en el mundo de los hombres; pues mi ser dijo: La gentecilla es necia, ruin, desconfiada, tozuda y -81-

malintencionada. Pero no está bien que deje de gustarme. Cierta vez que desperté a la luz de un nue­ vo día, viendo mis ojos el callado silencio y el tranquilo sosiego de la mañana, mientras dor­ mían los soldados, dijo mi corazón: ¡Oh genteci­ lla! Yo te amo. Porque mi corazón quería ser más puro que mis sentidos y más espontáneo que mi juicio; porque quería estar en medio del campo, como la gentecilla; porque quería ser libre. Tal fue el resultado de mi rara vocación de estar contra lo conveniente. Mi corazón pudo haber elegido el amor de los cabezas rapadas o de los buenos padres, de los empollones o de las vacas rumiantes, de las sutiles viborillas o del Príncipe, y no eligió sino el amor de la genteci­ lla, que es ingrata y cazurra. Perdona, otra vez, esta extravagancia de mi corazón, ¡oh Gran Pa­ dre Mandarín!, pero comprende que no se puede esperar nada sensato de un corazón de eremita. Y a lo dice tu mismo Libro: El corazón de eremita es un borrico que da coces contra la fatalidad. Mi corazón siguió repitiendo su extraña afición, sobre todo cuando contemplaba las som­ bras de los niñitos, con sus ombligos como boto­ nes. Pues los niños de la gentecilla eran como cosas en medio de las cosas, paisaje sencillo y modesto del mundo; y mi corazón encontraba en ellos la presencia humilde de las cosas. De tal manera era tozudo mi corazón en repetir sus viejas aficiones de solitario. Porque -82-

un corazón solitario es, también, un corazón absurdo. Y sucedió que mi ser comenzó a alar­ marse de la blandura de mi corazón; mi alma se sintió conturbada; mi voluntad se ruborizó; mi experiencia natural quedó perpleja, y lo más profundo de mi conciencia receló del porvenir. Fue entonces cuando me mordieron incesantes las palabras del tullido: — ¡Oh eremita!, ¡Oh eremita!, tus demonios heterodoxos te van a perder. Comprendí también la necesidad de que mis demonios fueran de quinta clase, pues unos más señoriales hubieran inclinado mi corazón al amor de los mandarines. Sin embargo, no pude remediar el verme uncido a sus gustos, ya que, en lo más profundo, parecían gente simpática y un tanto inocente de su. existencia. Yo habría querido ignorar su melancolía y su buena predis­ posición respecto a mi persona y a la presencia de mi figura en el mundo; así, no habría sentido jamás ternura de verlos como cosillas. Pero fue irremediable el nacimiento de cierta comunidad de gustos. También pensé que yo mismo pudie­ ra ser un espíritu de quinta categoría; melancó­ lico, sensible, irritable, imperioso, sentimental y amigo de las cosas de poca importancia. En suma: un diablo heterodoxo. Sentí que lo que había en mí de señor repu­ diaba incesante las aficiones de mi corazón, pues la vocación de señorío predica dureza y soledad. Un verdadero señor ha de tener el corazón a re­ caudo de los malos afectos, porque los corazones -83-

son como los alimentos: que se reblandecen con el calor del cuerpo. Perdona, ¡oh Gran Padre Mandarín!, que no supiera por entonces lo que tú sabías desde infante. Comprende que el espíritu no había he­ cho más que nacer en mí. Entiendo que en ti nació ya viejo; pero tú lo heredaste, crecidito, de los antiguos sabios. También tú has tenido de­ monios, de primera categoría, espíritus severos y racionalistas, nada dados al trato con las cosillas o con la humilde luz del día. Esta compañía ha otorgado a tu cuerpo cierto aire distinguido y absorto; eres alto y fino, como un potro que mirara el mundo desde la altura de su pescue­ zo; tu cara alargada parece decir no a cuanto es redondo, maduro, espontáneo, inmanente. La gentecilla es redonda, como las mujeres chatas; y sus cosas son bolas de grasa; a todo lo que es vivo, se le hincha el vientre. Yo te pido perdón porque sean así las cosas; pero entiende que no puedo remediarlas. Los patanes poseen color en las mejillas, y tú la cara pocha; las muchachas tienen pezones, y tú hoyos en el pecho; en todos los animales son calientes las entrañas, y en ti heladas. Porque tus demonios son fríos, flemáti­ cos; porque son la razón, la premeditación y el juicio perenne sobre las cosas. Mas sigamos: Durante aquel largo viaje por la ruta del Imperio, camino del tribunal de los mandarines, apenas tuve otra distracción que hablar con la interioridad de mi ser y contemplar el paisaje de -84-

los hombres, pues desde que recibí el espíritu, se cerró para mí el lenguaje de las cosas. Los soldados me llevaban de lugar a lugar sin decir palabra; cuando descansábamos, se ponían a ju ­ gar a los dados, dormían, se rascaban el cuerpo, limpiaban sus botas o hacían cuenta de sus suel­ dos. Parecía que no querían poner el corazón y el pensamiento en nada de la Tierra; rehuían tratarme, odiaban los vocablos y expurgaban de su cabeza los piojos de la responsabilidad. Por lo cual pensé que el mundo de los soldados era impenetrable. Un día sentí curiosidad de sonsacarles, y les pregunté: — ¡Oh soldados!, compañeros que no he pe­ dido. ¿Por qué sois estacas tan duras? — Déjate de palabras, eremita. No somos hombres de palabras, sino de porte. A un prín­ cipe servimos, y un príncipe nos paga; tenemos sed y hambre; bebemos y comemos. ¿Qué sabe­ mos de sutilezas? No fuimos los soldados, sino el cabeza rapada, quien dijo: un predicador ha de tener cédula. Llevadle a los mandarines. — ¡Oh soldados! Es verdad que sois bestias nimias. — Cállate, eremita — replicaron— . Aquí no estamos para hablar, sino para cumplir un de­ ber. Allá tú y allá los mandarines con vuestras palabras. Y ya no hablaron; por lo cual entendí que apenas querían juzgar ninguna costumbre, y menos la extravagante costumbre de ser man­ -85-

darín o eremita. Así resultaban de testarudos en la afición de no reflexionar. Confieso, sin embargo, que me asom bré de ver lo que eran. Pues yo creía que serían cora­ zones impulsivos, poderosos, gentes de carácter dominador; y parecían gentecilla amodorrada, cerebros obtusos, y grandullones sin latidos.

-86-

VIL CORAZÓN ARREPENTIDO

así proseguí mi camino de prisionero, has­ ta que llegamos a los arrabales de la capi­ tal del Imperio. Y, en contemplando la ciudad, comenzó a saltar mi corazón en el pecho, como si lo agitara algún demonio. Y me dije: malo es que se conturbe mi corazón por ver ladrillos en medio del campo. Alguno de mis tres demonios debe de haber entrado hoy en mi regazo, para taponar con el barro del espíritu el arroyo fresco de mis palabras. Alguien quiere que me pierda en esta ciudad. En aquel instante vi como se acercaba una figura a los soldados, y les mostraba una cédu­ la de jerarquía. Las bestias abrieron paso, y el hombre llegó hasta mí. Se trataba de un potran­ co fino y delgado, todavía joven, que traía el aire gris de discípulo de mandarines. Su cara había com enzado a alargarse; los ojos adoptaban las curvas de quien mira de lado, y el pecho quería refugiarse en el es­ pinazo. Las piernas eran delgadas y larguí­ simas, la cabeza pequeña, las orejas grandes y prontas al ruido. Parecía, enteram ente, un

Y

-87-

asnillo recién nacido; una verdadera cría de m andarín. Acercándose, dijo: — ¡Oh eremita!, busco un carácter que ven­ ga de lejos; una voluntad tenaz, un corazón ardo­ roso, un amigo de lo más antiguo y un enemigo de lo que sucede. ¡Oh eremita!, busco un espíritu surgido en el alma del mundo; un inquisidor de las costumbres, un látigo que fustiga, un gesto picaro para las bellas palabras. ¡Oh eremita!, busco un hombre ineludible, irreductible e irre­ mediable; busco la ocasión de una nueva hazaña con la vida. — ¡Quita!, potranco, y no dobles el espinazo. Mira que tus palabras apenas van con tu porte; pues cuando las palabras se hacen carne, sonro­ jan y dan color al esqueleto. ¿Qué edad tienes, que aún no has digerido tus vocablos? — ¡Oh eremita!, perdona. Esta costumbre de doblar el espinazo, es una vieja costumbre de educando de mandarín. Tal pueden los hábitos en un corazón arrepentido. — ¿Qué hablas de arrepentimiento? ¿Aca­ so un corazón puede arrepentirse? Él nace para las cosas o para las palabras; a la modestia se entrega o cae en el falso rubor de las sonrisillas; muerde o chupa, engulle carne o traga sopas. Pero no hace juicios. — ¡Oh eremita de mis entrañas! Da gusto estar a tu lado y ver lo que eres. Porque hablas como si acabáramos de fundar el mundo. ¡Oh eremita de mi alma!, eres el hombre que yo bus­ -88-

co, porque tu corazón enseña virtudes al mío; y es el continente de todos los corazones jóvenes. — ¿Qué hablas de virtudes, carita de hipócri­ ta? ¿Acaso son ésas, palabras para un eremita? — Perdóname otra vez, ¡Oh padre mío! Pero este lenguaje que en mí se repite es un lenguaje de la ciudad. —Veo que no eres sincero, potrillo. En ti hay un tufillo que hiede a ropilla, a merienda vespertina, a toque de silencio, a ropas de lecho y a calzoncillos de becario. Intuyo que alguna vez has hurtado brasas de la cocinilla, para ca­ lentar tu catre de empollón humilde. Mi instinto se revuelve de intuir tu presencia, y mi olfato se ofende de sentirte. Comprenderás que no son es­ tos los olores que convienen a un eremita. ¿Aca­ so crees que he bajado de las montañas para oler a becario? No había terminado de expresar mi dis­ gusto, cuando se sentó y me cogió las manos, con vehemencia, obligándome a realizar lo propio. Luego comenzó a narrar, diciendo: — ¡Oh eremita!, perdona mi pasado por la confesión que voy a hacerte. Mis padrecitos se quitaban la gorra para saludar a los mandari­ nes; porque tenían la extravagancia de creer­ los sabios. Un día dijo mi padre: “Yo quiero que mi hijo llegue a mandarín” . Y aunque mi carne era de siervo, los mandarines me concedieron la ropilla de becario, porque habían dicho que el talento y el espíritu superan la condición del cuerpo. -89-

»Así resultó que mi sangre de esclavo cogió la palabra a los mandarines, por lo cual dijeron ellos, al entregarme la ropilla: — Nos has cogido la palabra, porque has alegado nuestras propias sentencias. Mas solo serás mandarín cuando hayas comido veinte mil quintales de sopilla boba. »Ellos sabían que para engullir este dere­ cho de la beca se necesitaban mil años. Así fui discípulo de mandarines durante diez siglos, estudiando lo que dice el Libro, sin añadir ni quitar una tilde, pues afirma el Libro que el Li­ bro no puede ser reformado. Cuando hubieron transcurrido estos primeros mil años, vinieron los mandarines, y dijeron: —Ya has comido la sopa boba que corres­ ponde a un novicio. Desde hoy serás iniciado en saberes esotéricos. Mas no llegarás a mandarín hasta que hayas comido mil vacas, pues el Libro dice que los futuros mandarines han de alimen­ tarse de sopas y de vacas. »Ellos sabían que para engullir mil vacas se necesitaban otros mil años. Pasé otro mile­ nio engullendo vaca y llevando los calzoncillos de becario, que no tienen aberturas por ningún lado. Y al cabo de este segundo milenio, vinieron de nuevo los mandarines. —Ya has comido las mil vacas bobas que corresponden a un futuro mandarín. Dinos lo que has aprendido de las vacas. — He aprendido que las vacas rumian; lo que han rumiado mil vacas, he rumiado yo. -90-

También sé que las vacas son señoronas que desprecian el mundo y el paisaje del mundo. — En verdad que sabes lo que ha de cono­ cer un mandarín; porque tu carne ya no es de hombre, sino de vaca; porque tu estómago es es­ tómago de vaca; porque la sopilla y la vaca te han dado una segunda naturaleza. Pero no se­ rás mandarín hasta que hayas comido cincuenta mil avestruces, pues dice el Libro que un futuro mandarín ha de alimentarse de sopas, de vacas y de avestruces. »Y ellos sabían que para digerir cincuenta mil avestruces se necesitan mil años. Por lo cual tuve que pasar otro milenio comiendo avestruz y llevando los calzoncillos de becario, sin aber­ turas por ningún sitio. Y al fin de este tercer milenio vinieron los mandarines, y me dijeron: — Ya has digerido los cincuenta mil aves­ truces bobos que corresponden a un futuro mandarín. Dinos qué has aprendido de los avestruces. — He aprendido que tienen el cuello y las patas largas; la cabecita en el extremo del cue­ llo; y la pechuguita como una quilla sobre las patas. También sé que el mundo se contempla mejor desde la altura del cuellecito; y que el corazoncito debe resguardarse encima de unas pa­ titas enormes. Pues los avestruces me han dicho que las patitas y el cuellecito largos son signos de espiritualidad. — En verdad ya sabes tanto como nosotros, pimpollo de avestruz; porque tus piernas se han -91-

alargado, porque la cabecita se te ha subido un palmo, porque todo se ha hecho fino y estilizado en tu figura; porque tu carne es carne de aves­ truz, porque tu carne es todo espíritu. Pero solo serás mandarín cuando el Mandarín del Sello haya sellado tu expediente. »Y ellos sabían que el sello debía decir: “Visto bueno. Hágase un nuevo mandarín” . »Pero el Mandarín del Sello estaba ocupa­ do: de viaje, o enfermo, o haciendo meditaciones, o pasando con el Príncipe. Y como yo viera que demoraban mi investidura, dije: — ¿Qué es esto? ¿Acaso no he comido veinte mil quintales de sopa boba, mil vacas y cincuen­ ta mil avestruces bobos en tres mil años? ¿Acaso no he llevado durante este tiempo la ropilla y los calzoncillos de becario? ¿Acaso no sé lo que dice el Libro? — ¡Oh pimpollo de avestruz, mandarín que ha de nacer! Ten paciencia. Solo falta el sello. »Pero el Mandarín del Sello andaba de va­ caciones, o de ejercicios espirituales, o casando a una hija. Y como pasase, aún, más tiempo, fui a visitar al Sumo Mandarín, y le expuse mis in­ quietudes:. — Descuida, hijo mío. Yo hablaré con el Mandarín del Sello. »Así transcurrió mucho tiempo más, hasta que empezé a dudar de que me invistieran, pues veía muy untuosas las sonrisillas de mis supe­ riores. Y ocurrió que un día me presenté al Con­ sejo de Ancianos, y les pedí la última decisión, -92-

pues mi corazón sentía miedo de lo que pasaba. Y ellos, tras consultarse, dijeron: — Ten paciencia, hijo nuestro. En sustan­ cia tú eres mandarín: pero solo falta el sello que lo diga. Vete, y espera. »Mas el Mandarín del Sello estaba ausen­ te: en negocios, de gira oficial o convaleciente de una caída. Y ocurrió que dio al fin la cara. — He perdido el sello, no puedo sellar ese expediente. — Haz otro sello. — ¡Quita! Para un solo mandarín no hago yo un sello. Espera que nazcan niños, y se hagan mandarines. »Por lo cual, vi claro que me tenía anti­ patía, o cumplía órdenes, para impedir que yo fuera mandarín. Y, enseguida, fui de nuevo al Consejo. — ¿Por qué me vetáis? — dije— . ¿Acaso no he comido veinte mil quintales de sopa boba, mil vacas y cincuenta mil avestruces en un novicia­ do de tres mil años? ¿Acaso no he dicho lo que dice el Libro? — Ten paciencia, muchacho. Solo falta el se­ llo; pero se ha perdido. Espera que hagan otro. »Y se levantaron, en ademán de salir. — ¿Pero qué importa el sello? — contesté— ¿Acaso no es una insignificancia? »Y ellos, en oyendo esto, se rasgaron las vestiduras, y dijeron: — ¿Qué dices, imprudente? ¿Acaso no es el sello lo que te hace mandarín? ¿Cómo has di­ -93-

gerido los avestruces, que no te han enseñado tales cosas? »Y el Mandarín del Sello se adelantó en medio de la sala y me señaló con el dedo. — Miradle. Es un heterodoxo. Con razón no quería yo sellar su expediente. »Y todos asintieron. —Venga, muchacho, danos tu ropilla de becario — dijeron. »Y comprendí que me habían dejado de la mano, por lo cual, hundiendo mis uñas en la del­ gadez de mi vientre, me rasgué los calzoncillos de becario. — Tomad vuestra ropilla, pues mi corazón ha nacido hoy para otras cosas. — ¿Qué dices de corazón, comilón de vaca? Recuerda que está hecho de sopa boba. — Pues se ha hecho a imagen del vuestro. Y es el corazón que gusta al Libro. —Mira, muchacho, que te vas a perder. Vete, pues, con tus padres, y vuelve a ser el pa­ tán que eras. »Y, diciendo esto, se fueron, y me dejaron solo. Pero como los mandarines dicen que la educación- de mandarín da carácter, no pudie­ ron despojarme del grado que tenía y que tengo entre las gentes del Imperio, por lo cual poseo aún cédula de jerarquía.

-94-

VIII. CARÁCTER INDELEBLE

ientras el potranco decía esto, relucía la ira en sus ojos, que brillaban como dos es­ meraldas. El pajarraco tenía los brazos caídos sobre el abdomen, y el estómago hundido en el infinito de la sabiduría mandarinesca, y se incli­ naba para hablarme, de alto que era. — En verdad que la educación de mandarín da carácter — dije— , pues toda tu figura tiene sustancia de avestruz. — Perdona, buen padre, deja que pasen mil años, y habré perdido esta facha. — ¿Qué hablas de mil años? — repliqué— . ¿Acaso crees que cuento los milenios como días? ¿que estudio el Libro y hago oposiciones? — ¡Oh eremita compasivo! Consiente de nuevo mis torpezas, pues son resabios de mis antiguas costumbres. Quien ha com ido sopa boba, aprende a contar el tiem po por m ile­ nios. — Mira, becario. Anda y vete, que ya has hablado bastante. Juntó sus manos largas en ademán supli­ cante, y dijo:

M

-95-

— ¡Oh eremita, corazón espontáneo, gar­ ganta de las cosas! Por estas manos piadosas, de sumiso, por estos dedos que han tocado el pudor del hombre, consiente que acabe mi historia. — ¡Oh becario del diablo! Como todo rena­ cuajo espirirual tienes dedos desvergonzados en manos piadosas. Pero habla, si has de irte pronto. — Cuando los mandarines me dejaron, se abrió mi corazón a la presencia de las cosas; pues descubrió que están ahí. La simpleza del descubrimiento te hará sonreír, pero has de comprender que antes de cumplir los tres mil años no sabía yo que hubiera un mundo ante­ rior a los mandarines y a las cuestiones de los mandarines. Entonces se preguntó mi corazón: ¿Dónde está el hombre que habita entre las co­ sas?; ¿dónde la voluntad conforme, que ríe y que llora con ellas?; ¿dónde las piernas que bailan con la manifestación y la presencia de lo que existe?; ¿dónde el ser que se irrita, se enterne­ ce y se ruboriza?; ¿dónde la cara fresca y bella del mundo? Porque intuía que debía existir tal hombre; y acariciaba la aurora espontánea de la rebeldía. ,Y añadió: ¡Oh días de los días de mis padres, y de los padres de mis padres! Yo quiero volver a ser inocente, y agradecer al Creador la obra de mi almita. Yo quiero estar ahí, como las cosas y las criaturillas. Y mi alma dijo: Yo quie­ ro irritarme, ruborizarme, y sentir ternura. Y mi voluntad dijo: Yo quiero ser más pura que la necesidad, y más imperiosa que la fatalidad. Yo -96-

quiero estar por encima de lo que sucede. Y mi ser dijo: Yo quiero encontrar en cada instante lo que sucede a cada instante; yo quiero bajar a la gentecilla y oler el olor de lo vivo; yo quie­ ro romper con el espíritu. Por aquellos días, ¡oh eremita mío!, supe que los recuerdos de la niñez del mundo se habían sustanciado en tu hombría, pues la Tierra recordaba su infancia a través de tus palabras; tú eras su nodriza y su compañero de juegos, la alegría de las mañanas y la me­ lancolía de la tarde. Tú eras, ¡oh eremita de mi corazón!, el cóndor y el águila, el niño que ríe, los claros ojos, el Ave Fénix, la miel silvestre, el abrazo con las cosas y la muchacha que danza. Tú eras, ¡oh eremita testarudo!, la modestia de la Creación, la antinomia de las costumbres, lo contrario del espíritu, la inocencia de lo efímero y el candor increado. Pues tú eras, ¡oh eremita simple!, el hombre que yo busco. Cuando el potranco acabó de decir esto, te­ nía las manos suplicantes a la altura de mi cara, y las piernas abiertas, como un danzarín extra­ vagante. Su faz parecía entonces el pico de una palmídea, por lo cual le dije: — ¡Oh patito! No llores más, pues mi cora­ zón solo se enternece por mis demonios o por la gentecilla. No está bien que intentes engañarme con tus extravagancias, repitiendo mis palabras, como un día repetiste las de los mandarines. Mira que a mí no se me coge la palabra, pues no he dicho nada que me obligue con los becarios de la vida. ¿Acaso crees que he puesto mi corazón -97-

en algún libro? Escucha, potrillo, y compórtate como conviene a la austeridad de tu educación: Yo no quiero hombres desencantados; a mí no se llega por el desencanto ni por el juicio, sino habiendo nacido para mis cosas; lo que yo amo está hoy en el vientre de las mujeres, y lo amo antes de que haya nacido; y lo que odio, lo odio antes de que nazca. De tal forma amo la natu­ raleza y no la razón de las cosas; y tú eres, hoy, todo razón, arrepentimiento y juicio. Vete, pues, y déjame. — ¡Oh eremita!, perdóname y sé razonable, pues yo te amo. — ¡Oh boca torpe! No me irrites. ¿Piensas que un eremita puede ser razonable? — ¡Oh corazón noble! Yo no quisiera saber que tú eres cruel y malo. Pues el hombre que no se compadece es malo. — ¡Ay, ay! Si llegaras a comprender que yo no soy espiritual, te ahorrarías muchas pa­ labras. Pero el burro que llevas te impide en­ tender que estás hablando con un hombre sin costumbres espirituales. Yo soy un compuesto de partes; y mi corazón ama lo que le place, pues también es mi tirano. Hoy ama a mis demonios y a la gentecilla, porque ama por instinto. ¿Qué culpa tengo yo de que sea así? Así nació, y así es. Vete, y déjame en paz. — ¡Oh eremita!, aún no entiendo la pro­ fundidad de tu mundo. Pero ya que no puedes amarme, dime, por lo menos, dónde están tus montañas. Los mandarines andan buscándo­

o s-

me, y un día caeré en sus manos; esta maña­ na me han llamado y me han dicho: “Sabemos que eres heterodoxo. Di tu doctrina”. Y he vis­ to que querían cogerme, y he contestado: “¿Qué doctrina? Yo digo lo que dice el Libro”. Y han replicado: “¿Acaso basta con decir lo que dice el Libro? También hay que interpretarlo” . Y, di­ ciendo esto, lo han abierto por cualquier parte, y han leído el texto que dice: “Porque tus pies son blancos; porque tus piernas son esbeltas; porque tus muslos son hermosos y redondos” . Y han preguntado: “Dinos, ¿a qué piernas y a qué muslos se refiere?” Y he respondido: “¡Vosotros sabéis que el Libro se refiere a las piernas y a los muslos de los mandarines”. Y ellos han dicho: “Está bien. Vete, y ten cuidado” . Y he compren­ dido que pretenden cogerme en contradicción y matarme. De tal forma me acosan y desean mi perdición, porque no pueden despojarme de la cédula de jerarquía, e intentan hacer ver al pue­ blo que estoy contra el pueblo, porque no digo lo que dice el Libro. Así son de austeros con sus conciencias y con el pueblo; no quieren matarme sin que el texto del Libro y la inocencia del pue­ blo carguen con la responsabilidad de sus actos. Pues el Libro dice: “Aquí estoy yo para ser con­ ciencia, juez y cordero”. Y el pueblo dice: “Aquí estoy yo para ser verdugo” . Por eso he decidido huir a tus montañas; porque si los mandarines me llaman otra vez, y sacan el texto que habla de los senos maduros y de los ruborosos pezo­ nes, ¿cómo voy decir que se trata de los senos y -99-

los pezones de los mandarines? ¡Oh eremita de mi alma!, entonces me cogerán, y me habré per­ dido. Ten, pues, compasión de mí. — Mis montañas están ahí; hacia occiden­ te. Vete, en buena hora; y que la modestia de las cosas te esconda de los mandarines. Y él, tras besarme las manos, como un buen becario agradecido, salió corriendo a gran­ des zancadas. Viéndole marchar, pensé: Este pájaro vol­ verá de nuevo a la ciudad. Porque ha nacido para perderse entre palabras. Pues quien a hierro mata, a hierro muere. Y quien vive de coger la palabra, también muere cogido entre palabras.

-100-

IX. INTIMIDAD CON DEMONIOS

eguí con los alabardas, camino de la ciudad. Mas como notara que mi corazón seguía tur­ bado de contemplar las inmediatas sombras de las edificaciones urbanas, pedí licencia a los sol­ dados para cantar. Ellos dijeron: — Canta lo que gustes. Y he aquí la canción que canté para hacer salir a los demonios de mi corazón.

S

C a n cion cilla p a r a em b a u ca r d em on ios

Negra es la noche, y llena de sombras; pro­ funda e inquieta es la noche. Pero si yo tuviera una amada escondida en la noche, no diría a la noche: vete; diría a mi gacela que surgiera de la noche. Si yo tuviera un tesoro en el fondo del mar, no pediría al mar: sécate; pediría a mi tesoro que flotara sobre las olas. Si yo tuviera mi alma en lo profundo de las cosas, no ordenaría a las cosas: id; ordenaría a mi alma que bailara sobre las cosas. -101-

Y si yo tuviera demonios en lo hondo del corazón, no diría al corazón: muere; diría a los demonios que salieran de mi corazón. Pues mi gacela, mi tesoro, mi alma y mis demonios son cosas mías. De tal forma resulta exigente mi voluntad con lo que yo amo. Así canté mi canción, y habiéndola termi­ nado, sentí más aligerado mi pecho, pues los de­ monios, en oyéndola, salieron. A l punto olfateé la presencia de sus espíritus, los cuales comen­ zaron a hablarme, diciendo: — ¡Oh eremita, corazón de malva! Nos has enternecido con tu canción. Reconoce que somos sensibles. — ¡Oh demonios, criaturillas! ¿Por qué ocu­ pasteis mi corazón? — Queríamos defenderte de las palabras de los hombres. Porque la ciudad está hecha de palabras; y las palabras son como cadáveres de moscas que se escupen los súbditos del Príncipe, cordón de grasa que une boca con boca. Teme­ mos que no sepas escupir palabras; que te apo­ rreen con carnecita de insecto y que pretendan ahorcarte, con la seda de las palabras. — ¡Niñitos!, dejad que añada un nuevo ver­ so a mi canción: Pues si mi corazón ha de hun­ dirse entre palabras, le diré que ande sobre las palabras. — Padrecito, ya que vas a entrar en la ciu­ dad, permite que te cantemos una canción de despedida. -102-

Y he aquí lo que cantaron: C a n ción p a r a a d v ertir erem ita s

El día es claro, hermoso y gentil; pero en el día hay palabras. ¡Oh eremita!, ten cuidado con las palabras. El día es claro, gracioso y sencillo; pero en el día hay sonrisillas. ¡Oh eremita!, teme las sonrisillas. El día es claro, tranquilo y modesto; pero en el día hay distingos. ¡Oh eremita!, teme los distingos. El día es claro, inocente y dócil; pero en el día hay premeditación. ¡Oh eremita!, teme la premeditación. El día es claro, candoroso y originario; pero en el día hay hombres de porvenir. ¡Oh eremita!, teme los hombres de porvenir. El día es claro, espontáneo y confiado; pero en el día hay merecimientos. ¡Oh eremita!, teme los merecimientos. El día es claro, ingenuo y abierto; pero en el día hay intereses. ¡Oh eremita!, teme los in­ tereses. El día es claro, pudoroso y fresco; pero en el día hay espíritu. ¡Oh eremita!, teme el espíritu. En el día hay melancolía, ternura, rubor y claros espacios. En el día estás tú y lo que te es contrario.

-103-

De tal forma cantaron mis demonios invi­ sibles la canción de la despedida o canción de las cosas que están en el día. Y, oyéndola, dije: — Corazoncillos alados, vuestra canción es tan melancólica como vosotros, espíritus su­ fridos. Permitid que, finalmente, os regale otra canción, para que bailéis cogiditos de la mano; pues no quiero dejaros sin alegría. Y esto es lo que canté:

Cancioncilla para adular demonios Un día era mi corazón tranquilo, un día era mi corazón feliz; sabed que era un día como niño que mira las cosas. Pero hoy está turbado, porque en mis amores entraron los celos. Mis gacelas: la Tierra, el día y la noche, han juntado sus caras diciendo: ¿Qué sucede? En el interior del eremita habitan demo­ nios, y van a robarnos su corazón. ¡Ay!, porque los demonios del amado son criaturillas tiernas, figuras de lágrimas, almitas aladas, mohines donosos y corazoncillos melan­ cólicos. .. ¡Ay!, porque son parte de su corazón, que se roba a sí mismo como la tarde roba la m a­ ñana. ¡Ay!, porque han sabido hallarle, engatu­ sarle y enternecerle. Porque han sabido rubori­ zarle y llamarle padre; porque son unos zalame­ ros que han ganado su alma. -104-

¡Ay!, porque corren día y noche tras él, can­ tándole canciones; porque van de la mano hacia su destino. ¡Ay!, porque adulan su hombría y escuchan sus palabras; porque pueden irritarle y conmo­ verle seguidamente; porque halagan también sus aficiones. De tal manera nos han robado el corazón del amado esos tunantes imberbes, pimpollos presuntuosos, piernecitas en arco, caritas ridicu­ las, ademanes extravagantes y boquitas creídas. Esto dicen mis gacelas, amadas de siem­ pre, perezosas y recreadas. Porque en mi harén han penetrado los celos, un reproche que la gra­ cia hace a la gracia, y el amor al amor. ¡Ay!, un día era mi corazón tranquilo; había contado sus amadas, y había dicho: nadie falta. Mas hoy está inquieto, seducido por sus de­ monios; porque estos muchachos han tocado el punto flaco de su eremita. ¡Ay!, no sé que sucederá en el harén de mis gacelas. Cuando terminé esta canción sentí que mis demonios lloraban en la oscuridad. Las voces entrecortadas llegaron a mis oídos como suspi­ ros de la noche. — ¡Oh eremita! — dijeron— . Verdadera­ mente nos has conquistado. Reconocemos que nos has conquistado. Mas cuando yo iba a responderles, vinie­ ron los soldados, diciendo: -105-

— Déjate de canciones, que está al caer la medianoche, y hay camino hasta la ciudad. Confieso que me alegró la impertinencia de los soldados, pues así pude evitar la tristeza de la despedida.

-106-

SUCESOS URBANOS

I. EL VALOR DE LA PALABRA

eguimos caminando hasta el amanecer. Por la mañana entramos en la ciudad, y los sol­ dados dijeron: — ¡Oh eremita!, prisionero tozudo. Ahora hemos de entregarte al Prefecto. Allá tú, y allá los mandarines con vuestras querellas. Tras esta despedida, me entregaron al Pre­ fecto del Orden y del Bien Común, el cual, como tuviera negocios privados que atender, dejóme en la cárcel todo el día y toda la noche. A otra mañana me llamó, diciendo: — Sé que has pretendido sonsacar a los soldados. ¿Acaso ignoras que la estaca es nece­ saria? Pues la estaca resulta irremediable; sin su protección hubieras podido morir a manos de bandidos, de las fieras o de la misma gentecilla. — ¡Oh Prefecto! Reconozco que la estaca es precisa. Pero no está bien que me guste, porque mi voluntad quiere ser más inocente que mi ra­ zón. Yo no soy hombre de razón ni de porvenir, sino de instinto. Perdona que sea así. — Has reconocido la razón de la estaca. Esto te servirá en juicio.

S

-109-

Y tomó nota de mis palabras. Después aña­ dió: — Voy a trasladarte al Consejo Ortodoxo de los Mandarines. Discute con ellos y sálvate como puedas, pues nada tengo contra ti, porque has reconocido la razón de la estaca. De todas formas, cuando las palabras hayan terminado, intervendrá la estaca. Y me dio cédula de traslado. Los mandarines se reunieron en el Pala­ cio de los Compromisos, con sus túnicas precio­ sas, cuajadas de pedrería y de bordados alegó­ ricos. Había tantos como presupuesto tenía el Príncipe. Todos se conocían, y se saludaban, y preguntaban por su salud, y hablaban de cierta enfermedad del Príncipe, y reían historietas, y se guardaban papelitos en las mangas. Algunos sacaban esmeraldas, y me observaban a través de la joya; otros consultaban sus libros con dis­ plicencia; y otros leían y anotaban cartas. Los guardianes me condujeron hasta la mi­ tad de la sala, haciéndome sentar. V i que llega­ ban muchos criados, portando gran cantidad de vestiduras, que depositaban sobre el entarima­ do. Y luegp supe que las enviaba el Príncipe, por si me condenaban. Era costumbre, en los juicios sobre cuestiones de ortodoxia, traer vestimen­ tas de repuesto. Colocadas al pie de la tribuna presidencial, los ancianos comenzaron a mirarlas. Las mira­ ban, y me miraban a mí, como si yo tuviera que ver algo con ellas. Mas como no supiera enton­ -110-

ces que de mi palabra dependía la posesión de aquellos vestidos, creí que trataban de compa­ rar mis harapos con sus riquezas, por lo cual me encogí de hombros, y despreocupé totalmente de las miradas. Sin embargo, pude notar que en los ojos de los mandarines brillaba cierta inquietud esperanzada. Habiéndose hecho profundo silencio, se puso en pie un viejecillo encorvado y dijo: — En el nombre de lo justo y de lo injusto, de lo que conviene y de lo que no conviene. Este Consejo Supremo celebra juicio contra una cosi11a, una bestia o un hombre acusado de heterodo­ xia. Tal es la prueba: Que este hombre, o lo que fuere, ha predicado sin autorización imperial. Tal es nuestra autoridad para juzgarle: Que los dioses y el pueblo están con nosotros; pues dice el Libro que los dioses y el pueblo se hallan con­ formes con lo que sucede. Y tal es nuestra vo­ luntad: Que sea juzgado y declarado inocente o culpable. Y que si es culpable, sea condenado; y si inocente, devuelto a sus tierras. Después, levantóse el que parecía principal, por el lugar que ocupaba en la tribuna, y dijo: — ¡Oh cosilla, bestia, hombre o lo que fue­ res! Dime a qué clase perteneces. — Mis padres y mis hermanos eran de la gentecilla. — Reconoces, pues, que perteneces a la gentecilla. — Reconozco que mi corazón se encuentra bien entre la gentecilla. -n i-

— Obras bien. Mas dime: ¿Sabes leer y es­ cribir? —Jamás he leído ni escrito una línea. ¿Qué sé yo de las patitas de moscas? El anciano abrió los brazos, dirigiéndose a todos, y dijo: — Fácil es juzgar a un hombre harapiento y analfabeto, retoño de la gentecilla. Pregunté­ mosle con sencillez, y que él nos responda con sinceridad. Pues, ¿qué sabe del Libro y de lo que dice el Libro? ¿No será, acaso, un necio, un ex­ travagante o un pobre loco? Luego volvió a hablarme, y dijo: — Si eres un hijo de la gentecilla, cómo has confesado, y un iletrado pobretón, admite que en el mundo hay gente superior. Reconoce que hay sabios. — Reconozco que en el mundo hay hombres de espíritu. — Bien está; veo que pareces cuerdo. Dinos quiénes son tus amigos. Preguntaba esto por si yo era parte de al­ guna de las facciones políticas que luchaban contra el Príncipe. Por lo cual, los mandarines prepararon sus oídos para escucharme. — ¡Oh padre! Mis amigos son los demonios que han ocupado mi corazón. Cuando el anciano oyó tal cosa, hizo un gesto de aburrimiento y exclamó: — Tendremos que condenarle. Es una irre­ mediable vocación de heterodoxo. Ya lo habéis oído. ¿Qué necesidad tenemos de más pruebas?

El mismo ha confesado que tiene demonios en el corazón. Es un hereje, y ha escandalizado nues­ tros oídos. Culpable es. Y se clavó las uñas en el estómago, y rasgó sus vestiduras por la parte de los intestinos, a la manera de quien se saca las tripas y las espar­ ce. Y todos le siguieron, destrozando sus vesti­ dos por el abdomen, desgarrando los bordados y haciendo crujir las costuras en un ruido sutil y constante. De tal forma acabó mi juicio en un es­ tropicio de vestiduras, que parecía no terminar nunca; pues cuando se acercaba el fin, volvía el crujido de los desgarrones, que se contagiaban por simpatía, en un crescendo feroz. Y a este destrozo acompañaban gritos; y los gritos eran: — ¡Es culpable! ¡Blasfemado ha! Y los guardianes, en oyendo tal, me coloca­ ron argollas en las muñecas. Mas, en medio, quedó sentado un manda­ rín barbudo y delgado, con las ropas intactas y el rostro sonriente. El cual, por ser notoria ex­ cepción, llamó, en seguida, la atención de los de­ más, que le miraban con impaciencia. Y, cuando vino el silencio, y apareció la paz sobre las ropas desgarradas, se levantó y dijo: — ¡Oh custodios de la ortodoxia del Libro! Si el acusado es un analfabeto, hijo de la gente­ cilla, y un presunto necio, vestido de andrajos, ¿por qué no le preguntamos qué entiende por demonios? Quizás ocurra que no entiende lo que nosotros. -113-

Después supe que decía esto porque estaba vendido al Príncipe, para reprimir la ligereza en condenar, y ahorrar el reparto de nuevas vesti­ duras. Cuando acabó, se dirigió a mí, y añadió: — ¡Oh cosilla, bestia, hombre o lo que fue­ res! Dinos qué entiendes por demonios. Todos se sentaron de nuevo, con sus ropas destrozadas. Y era extraño verles de tal guisa, como si vinieran de una refriega, como pihue­ los que se han roto los pantalones, como locos que se cuelgan trapajos de los hombros, como chusma de carnaval. Y el principal se entretuvo todavía en desprenderse de algunos jirones que le caían sobre los muslos. Y parecía que, entre aquella gente, solo el barbudo y yo éramos per­ sonas bien vestidas, dejando aparte los guardia­ nes y los criados, que llevaban ropilla de cuartel o de palacio. — Mis demonios — respondí— se llaman irritación, ternura y rubor. Tales son los demo­ nios que han entrado en mi corazón. Ignoro si son o no los del Libro. Oyéndome, se volvió el barbudo a los an­ cianos, y dijo: — ¿Veis? Se expresa en metáfora. ¿Se puede condenar a un hombre por hablar en metáfora? —Y luego añadió— : No está bien que el Consejo se escandalice sin aclarar las palabras del acu­ sado. ¿Acaso quiere condenar a un inocente? Y decía esto porque tenía interés en mi libertad, para que volvieran las vestiduras al -114-

Erario; pues si el Consejo me condenaba, se ha­ cía firme la entrega de ropas. De tal manera in­ teresaba mi inocencia a la economía del Prínci­ pe y a los merecimientos políticos del Mandarín Barbudo. En cuanto terminó de hablar, le contestó el principal de ellos, enzarzándose en una disputa a la que, poco a poco, fueron sumándose todos. El Consejo parecía estar contra el barbudo; y éste, contra el Consejo. Discutían si el vocablo demo­ nio podía ser usado como metáfora. El Consejo afirmaba que los demonios no eran metáforas, sino espíritus vivos, cuya mención implicaba su conocimiento como tales. El disidente mantenía que la expresión demonios era metafórica, y po­ día significar el nombre de los impulsos, de las pasiones o de la fatalidad. Todos esgrimían citas del Libro, para reforzar sus asertos e invocaban la interpretación de los antiguos. Pues el Libro había dicho: “Los demonios son: sustancia viva del mal y personalidad que tiene un yo” . Y tam ­ bién: “La inquietud y la conformidad en ser una cosilla modesta son los demonios que ha de evi­ tar el sabio. Tientan por la alegría o por el des­ encanto, que no resultan malos de por sí, sino en cuanto son bienvenidos al corazón humano, y regalados con las golosinas de la soledad y el orgullo. De tal forma debe evitar el sabio caer en el pecado de soledad”. Y como el Libro dijera muchas cosas, y como los ancianos las interpre­ taran sutilmente, la controversia no acababa. A un distingo seguía otro; y luego se hacía distin­ -115-

gos de distingos y sutilezas de sutilezas. Así se llegó a tratar de la naturaleza de los demonios, de sus categorías y de su libertad; y allí fue el llover de las antinomias y de las extravagancias. Salieron a relucir los más rancios textos de las más venerables autoridades, escritos en viejas lenguas. Era que el Consejo quería condenarme, para justificar el escándalo, y la adquisición de nuevas vestiduras. Era que el Mandarín Bar­ budo quería servir los intereses económicos del Príncipe, frente al Consejo. De tal forma, a nin­ guno le interesaba la cuestión de los demonios. Y yo pensé que los demonios eran gente digna de tenerse en más respeto y consideración. En medio de este alboroto, alcé la voz como pude, levantando mis manos con sus argollas, y dije: — ¡Oh padres!, abuelos de vuestros nietos y de los nietos de los hijos de vuestros nietos. ¿Por qué tanto desacuerdo por palabras? Oyéndome, el principal me miró con des­ precio, y dijo: — ¡Quita, analfabeto! ¿Por qué estamos aquí sino por la palabra? ¿Acaso sabes tú lo que ella vale? Decía esto porque sabía que de la palabra dependía la posesión de las vestiduras. Miré entonces a mis guardianes, y les dije: — ¿No os da grima? ¿Creéis que he bajado de las montañas para oír palabras? — ¡Calla, simplón! — dijeron— , que estás condenado a muerte si la palabra no lo remedia. -116-

— ¿Y qué importa? ¿No son la vida y la muerte algo fatal? — ¡Calla, bobo! ¿Y no es la palabra algo to­ davía más fatal? Y me tiraron de la cadena que llevaba uni­ da a las argollas, por lo cual entendí que eran bestias sometidas a la palabra de los mandari­ nes. Mas, como llegara la noche, y no acabara el debate, y muchos quisieran abandonar la sala, el M andarín Barbudo dijo: —Ya que la razón no decide, que decida la autoridad. Apelo al Gran Padre; que él resuelva el incidente, y diga si el acusado habló o no en metáfora. Y decía esto porque quería ganar tiempo para ver al Príncipe.

-117-

II. METÁFORAS Y DEMONIOS

nterrumpióse mi juicio y fui devuelto a la cár­ cel, donde habité unas semanas, aguardando la solución del incidente. Como estuviera acos­ tumbrado a la soledad, no experimenté melan­ colía de ninguna clase, aunque sí cierta nostal­ gia de mis tierras, pues recordaba los olores del campo y los años de juventud. Sentía tristeza de esperar la sentencia de los mandarines, ya que mi corazón se preguntaba: “¿Acaso he pretendi­ do el oficio de ellos? ¿Acaso he querido ser un corazón de porvenir?” Y sospechaba que se vol­ viera contra mi persona, diciendo: “¿Por qué has predicado, eremita? ¿Por qué has dicho nada a la gentecilla? ¿No ves que yo he sido un corazón silencioso? En verdad, eremita, que eres simple, según establecieron tus jueces”. Y temía que se irritara; porque no he temido jamás a nadie como a mi propio corazón irritado. Por lo cual decidí entonar una canción para aplacarle. Y he aquí la canción que compuse: “¡Oh corazón!, cosilla ligera, no te irrites. Porque tú no eres el fin del universo, sino un animalillo que está ahí.

I

-119-

Y si un viento fresco azota mi cara; y si el aire de la noche empuja mi nuca, te acurrucas en mi pecho y tiritas de frío. Y si viene la lluvia, buscas mi refugio; y si duermo, a mi lado duermes; y si viajo, conmigo vas. En mi regazo te he ovillado, como madeja que mis manos devanaban. ¡Oh corazón! Ternura me das, y orgullo y esperanza, sentimientos persistentes de mi an­ tigua mocedad de solitario. Porque te he visto crecer junto a mí, con­ forme de ser una cosa entre las cosas, jugar con la tierra y extender la mano a los seres; porque he aceptado la presencia de tus amigos. Porque me has señalado la altura de las nubes, y el candor y la gracia de lo efímero; por­ que me has enseñado a esperar el sol como el suceso más importante. Porque me has conducido a parajes increa­ dos, mostrándome el mar tranquilo de los ojos claros; porque te he descubierto recién hecho, despreocupado de la razón de tu origen, inocen­ te de estar aquí abajo. ¡Oh corazón!, potrillo salvaje, hermano de los días de mis días. No te irrites. Pues tú no eres el propósito de la Creación, y sí un ovillito que yo he abrigado y consentido”. Terminado que hube esta amonestación, me sentí más libre entre los muros de la cár­ cel. Y me dije: Está bien que de vez en cuando se bajen los humos a los corazones, criaturillas -120-

impulsivas y un poco dadas a la irreflexión. Con­ viene seguirles, pero sin que lo sepan y se crean irremediables. Por lo demás, el Gran Padre resolvió el in­ cidente de mi juicio pronunciando el siguiente dictamen: “Si el acusado es analfabeto, hijo de la gentecilla, y pobretón vestido de harapos, como se ha probado, ¿qué sabe de metáforas?” Esta sentencia resultaba condenatoria, concediendo al Consejo la autoridad de la pena y las ropas del Erario. Mas como el Mandarín Barbudo conociera su contenido antes de ser pú­ blico, voló hasta el Príncipe, y dijo: — Si castigan al reo, perderás tu economía y no podrás vestir las legiones. El Príncipe visitó presuroso al Gran Padre, que lo recibió sentado entre penumbras, según costumbre en tales audiencias. Llegó, desdobló su manto y exclamó: — ¡Oh Padre!, no está bien que los man­ darines pretendan las vestiduras que necesito para los soldados. ¿Acaso no doné al Consejo las túnicas que precisó en otras ocasiones? ¿De qué se queja el Consejo? — ¡Oh Príncipe!, parvulito — replicó el Gran Padre— . Aún hay otra cuestión difícil, de conciencia y de sabiduría interior. Es un hecho que hubo escándalo de oír al heterodoxo. Si el Consejo devuelve las vestiduras, habrá de ab­ solver al condenado. — ¿Y qué importa? ¿Acaso vale más un he­ terodoxo que una estaca? ¿Acaso han de ir mis -121-

legiones desnudas? ¿No doné al Consejo las tú­ nicas que precisó en otras ocasiones? ¿De qué se queja el Consejo? — ¡Oh corazón munífico!, sabes que el reo ha predicado sin tu imperial autorización. ¿Que­ rrás, tal vez, que siga predicando? — ¿Qué predicó el reo? Pues predicó pala­ bras. ¿Acaso vale más la palabra que los hechos? — adujo el Príncipe. En seguida volvió a repetir: — ¿No doné al Consejo las túnicas que pre­ cisó en otras ocasiones? ¿De qué se queja el Con­ sejo? Hablaba así porque su madre tuvo el cuida­ do de prohibirle el estudio de la filosofía, y por­ que se había curtido en el manejo de la espada. Como el Gran Padre oyera tales razones, conociera el temperamento de su interlocutor y supiera que había necesidad de enviar legiones contra facciosos, no quiso oponérsele, y susurró: —Advierto que tu corazón quiere perdonar al acusado. También el nuestro inclínase tenaz hacia la benevolencia, como ordena el Libro. Y citó el texto: “Ortodoxia munífica est” . El Príncipe agregó: — Hágase, pues, como quiere el Libro y de­ sea tu corazón. M i madre aprobaría esta deci­ sión. Decía esto porque recordaba las palabras que ella le había dicho al morir: “Escucha, hijo mío. Te dejo un Imperio y unos mandarines. El Imperio se gobierna con la estaca; y los manda-122-

riñes, con el lomo del Libro. Pues los ancianos hacen y dicen cuanto desean, y luego buscan justificación en el Libro; porque el Libro es muy extenso, y nada hay que no pueda justificarse desde sus parágrafos. Tal mandato te doy: no leas el Libro, pero úsalo como estaca contra los mandarines” . Luego que manifestó aquello, arrodillóse, tomó las manos del Gran Padre, y murmuró: — Recuerda que el hombre es animal de memoria. Después levantóse, cogió su manto y fuese; pero antes de abandonar el recinto, se detuvo un segundo, diciendo: — Beso a tu hija. Expresaba esto refiriéndose a la Gacela Azenaia, diosa de los mandarines, aunque el Gran Padre poseía, en verdad, una bella hija. Tal era la cortesía del Príncipe y del Gran Padre, que rectificó inmediatamente su primi­ tiva sentencia, produciendo otra, que decía: “Si el acusado es analfabeto, hijo de la gentecilla, y pobretón vestido de harapos, como se ha proba­ do, ¿qué sabe de demonios?” Esta sentencia resultaba absolutoria, des­ autorizando la pena del Consejo y devolviendo las vestiduras al Erario.

-123-

III. LAS FIESTAS TRÁGICAS

e tal manera se resolvió el primer inciden­ te de mi juicio, y fui sacado de la cárcel, y conducido, de nuevo, a presencia de los manda­ rines, para que me siguieran juzgando, entran­ do ya en el fondo de la cuestión. Pues, habiendo sido acusado de heterodoxia, era preceptivo que determinaran la sustancia de mi error. Y he aquí que regresé a la sala del Conse­ jo, maniatado por mis guardianes. Y sus miem­ bros, en viéndome, ladearon el rostro; y muchos me dieron la espalda. Y advertí que llevaban re­ cosidas las túnicas que se habían desgarrado al oírme; por lo cual pensé que tratarían de conde­ narme al cabo, so pena de resignarse a ir con las vestiduras remendadas. Y el viejecillo que oficiaba de portavoz, se levantó, y dijo: — Éste es el juicio que se celebra contra un hombre, una bestia o una cosilla, acusado de heterodoxia. Y en cuanto el Príncipe nos da la gracia; y los dioses y el pueblo, la conformidad; y el Libro, la autoridad; este Consejo prosigue sus actuaciones.

D

-125-

Y los ancianos escuchaban esto con las ma­ nos puestas ritualmente sobre los ojos, para no verme. — ¡Oh cosilla, bestia, hombre o lo que fue­ res! — dijo el principal— . Ya ves que hay justicia en este Imperio; pues has sido liberado del cargo de blasfemia, por ser iletrado, pobretón e hijo de la gentecilla. — ¡Oh padre! Tú sabes que yo no quiero estar aquí, ni predicar de voluntad — dije— ; ni opinar de vuestras cosas ni de la justicia de vuestras cosas. — En verdad que resultas un patán de las montañas, hosco y terco. Entre ceja y ceja se te ha metido la idea de que eres un predestinado, con de­ monios en el corazón. Pero, ¿qué sabes tú de ellos? —Yo no he querido saber de demonios, ni he querido albergarlos. Y él, dirigiéndose a los demás, exclamó: —Veamos ahora qué tales son esos espíritus. Después se volvió a mí, y dijo: — Dinos, por Dios vivo: ¿Qué predicas? — ¡Oh mandarines! Yo predico un nuevo calendario de fiestas, unas trágicas, o de los hombres,..y otras inocentes, o de las cosas. Helo aquí: I. Fiesta de la Vejez del Mundo, que cele­ bra la irritante antigüedad de la Tierra. II. Fiesta de la Presencia del Mundo, que celebra el agua, el aire y la vida, en constante retorno. -126-

III. Fiesta de la Costumbre de Estar en el Mundo, que celebra la aparición del bípedo so­ bre la Tierra. IV. Fiesta de la Costumbre de Admitir el Yo, que celebra el nacimiento de la conciencia. V. Fiesta de la Costumbre de Admitir a los Demás, que celebra la configuración del grupo como una forma de la realidad. VI. Fiesta de la Palabra y del Oído, que cele­ bra el comienzo de la hipocresía entre los hombres. VII. Fiesta de lo que Conviene y de lo que No Conviene, que celebra el conocimiento moral y la corrupción de la naturaleza humana. VIII. Fiesta de las Sonrisillas, que cele­ bra la adulación y la soberbia, condiciones de la edad histórica. IX. Fiesta de la Posesión de la Tierra, que celebra lo tuyo y lo mío, o la apropiación de las cosas bajo el manto del Derecho. Estas fiestas están simbolizadas por tres asnos, a saber: el de trapo, que lleva las ropas prendidas con sebo de los tenderos; el de oro, que las lleva adheridas con sangre de la gentecilla; y el de palabras, que las lleva con escupitajos de los príncipes. Tales asnos cohabitan asque­ rosamente, y poseen hijos y nietos, hermanas y cuñados; y llaman deber a cuanto hacen, y se condecoran y titulan excelentísimos, y se repar­ ten el mundo; y esperan otra vida aún mejor, para seguir siendo allí beatísimos y felicísimos, dueños de lo suyo. -127-

El asno de trapo compra y vende. Y comer­ cia con tripas de los mataderos y freiduras de los figones; y suelta aceite y pringue por las costu­ ras de sus vestidos. Y se llena la boca de salivilla para hablar con la gente de estaca; y va detrás de los ejérci­ tos en procura de ganancia; y espía la carroña del tigre, porque llama tigre al príncipe. El asno de oro entiende de cohecho y malver­ sación, ríos de oro. Y busca una burra de vagina do­ rada, con la que engendrar hijas de oro, que alum­ brarán nietecillos dorados; y goza de amantes que le chupan el oro con boquitas del amarillo metal. Y tutea al tigre, y lo caza con redes de oro, pues el tigre es el príncipe, y el príncipe sabe quién paga la estaca de sus soldados. Y educa a sus hijos entre mentores que hi­ cieron votos de austeridad; y los viste con la piel de la gentecilla, regalo y bendición del Poder. Y baja la cabeza, mira el oro, se pone triste, y dice: “Vanidad de vanidades” . El asno de palabras empuja el diccionario contra la. muralla del Poder, y se cuela de ron­ dón, por el hueco que abrieron las palabras. Y habla en nombre de los dioses; cuando no hay dioses, en nombre del príncipe; y, cuando no hay príncipe, en nombre del pueblo. Y se llama a sí mismo ángel, o demonio; o servidor de los mandarines, o de los soldados, o de la propia gentecilla, según convenga. -128-

Y muerde a su burra, y deja una baba le­ chosa de palabras, de la que nacen asnillos que dicen y no dicen, pues disfrazan sus intenciones mediante la palabra. Y juega con la inocencia de los inocentes, abusando de la palabra; maestro en distingos, inexcusable en los juicios, a todos coge la pala­ bra, entre protestas de legalidad, justicia y legi­ timidad. Y sueña que coge la palabra a Dios, y que El le da el cielo, cogido en su palabra, como el príncipe le ha dado ya la tierra. Y planea engañar a Dios en el día del Jui­ cio, con su retórica; y descubrir el Diccionario de Dios; y componer sus discursos, si los hubiere, como eminencia gris. Y no renuncia a cualquier otra influencia en el trasmundo; a la amistad de los demonios, que son allí, imagina, lo que aquí la gente de estaca. Y lanza palabras al príncipe, y éste le de­ vuelve escupitajos; y el asno pega las palabras con los escupitajos, y se hace un traje: ese ves­ tido es su título de jerarquía y su salvoconducto en el mundo. Y termina, al fin, cogido entre palabras, por­ que el príncipe dejó de escupirle; porque el prín­ cipe ya no lo es; o porque se secaron los salivazos reales, y se deshizo, así, su traje de palabras. Y, en la muerte, busca un vocablo al que agarrarse, para volar al más allá montado en la palabra. -129-

El más constante y poderoso, el asno de palabras; tras él, vienen el de oro y el trapo, simplemente tozudos, nunca dados a la filoso­ fía. Perdonad, ¡oh ancianos!, que sean nueve las fiestas y tres los asnos; pero éstos se multipli­ can, y aquéllas no. Sabed, finalmente, que este discurso ha sido pensado para mandarines; y el discurso de las fiestas inocentes, para la gente­ cilla; y que, por tanto, no ha de ser pronuncia­ do ante vosotros. Porque yo no he bajado de las montañas por mi voluntad, sino para cumplir la fatalidad de las cosas; y no sería fatal que os predicara lo que he de predicar a otros.

-130-

IV. LA CONDENA

así acabé mi discurso ante el Consejo Orto­ doxo. Y, habiendo terminado, me lanzó las manos el que parecía ostentar la presidencia. — ¿Y qué has de predicar tú — dijo— que no sea para el oído de los patanes? Y todos amenazaron mi persona, levan­ tando los puños, al tiempo que la rehuían, por liturgia. — ¡Está condenado — decían— , ha blasfe­ mado del Libro! Pero el Mandarín Barbudo se puso en pie con sencillez, y dijo susurrante: — ¿Se puede condenar a un hombre por predicar un nuevo calendario? El principal repuso: — Si el Libro ha dicho: “Estas son las fies­ tas, y están contadas, como cosas del Príncipe y de los mandarines” , ¿por qué ha de venir él a reformar la Escritura, el calendario y la autori­ dad imperial? Y su segundo, callado hasta ahora, añadió: — Mucho escondido hay en eso de proponer un calendario; porque no en señalar los trabajos,

Y

-131-

sino en la manera de entender la fiesta, reside el problema de la ortodoxia. — ¿Acaso estamos aquí para que un gañán de establo nos adoctrine? — dijo uno. Y se golpeó el pecho con ira. — ¿Y no es ya heterodoxo — preguntó otro— dirigirse a los mandarines? ¿No es el Libro el único que puede hablarnos? Y alguno dijo: — ¿Y quién es éste, con discursos para sa­ bios y para ignorantes? ¿Quién es él, sino un plebeyo de manos sudorosas? — Por donde se mire el Libro — decían mu­ chos— , se encuentra castigado semejante atre­ vimiento. ¿Qué más vamos a buscar? Y otro exclamó: — ¿Acaso podremos seguir llevando vesti­ duras que han soportado tanto escándalo? El Libro se ruborizará de ver que no somos prestos en sacudirnos las ropas y el polvo de nuestras ropas. Y el primero, alzando los brazos, la vista puesta en el Mandarín Barbudo, adujo: — ¿Y qué más delito, entre tantos, que el haber ofendido al Príncipe? ¿Por ventura autori­ zó él esas nueve fiestas y esos tres asnos? Y todos, volviendo al rostro hacia el discre­ pante, gritaron: — ¡Ya está bien! Caiga sobre nosotros la responsabilidad de su muerte. Cuando el Consejo decía esto, no cabía dis­ cusión posible, porque su autoridad respondía -132-

de todo bien y de todo mal. Por lo cual fui con­ ducido, por tercera vez, a la prisión, y encerra­ do en la celda de los castigados a muerte. Esta habitación había sido ocupada en aquel año por tres reos de heterodoxia y un bandido. Los hete­ rodoxos eran locos que habían predicado la po­ breza absoluta, la castidad total y la renuncia a todo porvenir, respectivamente; el bandido, un ladrón de cosechas. Y en las paredes del en­ cierro había señales de los presos, y signos de escritura. Y estaba pintado el sol, y sus rayos; y las figuras de algunos animales. Viendo todo aquello, sentí la presencia de los condenados, y me vino su recuerdo, como si los hubiera cono­ cido, y se me hizo más ingrata la estancia entre los hombres. Pues comprendí que la Creación fijaba en la ciudad otros fines que en el campo; y experimenté la irremediable presunción del ser humano, carente de inocencia, y la falta de necesidad en sus actos. Y volví a arrepentirme de haber bajado de las montañas, para predicar, obediente a mis demonios. Y era mi alma la que se encontraba aho­ ra sombría y herida, como caída en una sima; pues se apagaban en mí los brillos de las co­ sas, la conformidad y la voluntad de estar aquí abajo. Todos mis sentimientos fueron entonces desmayados y tiernos; y entendí que se trata­ ba del desencanto, que llegaba hasta mi alma, con atenuación de la luz. Mas como supiera que el desencanto es una enfermedad agradable al alma, igual que el sopor a los miembros cansa­ -133-

dos, o la queja de amores a la boca femenina, no quise consumir mi alma en suspiros. Pues tam­ bién la tarde gana a la mañana; y la melancolía del atardecer, al esplendor del mediodía; y, m e­ ciéndose en los brazos del crepúsculo, el día se pierde en la noche. Yo sabía que el desencanto resulta cariñoso y manso, que posee delicadas manos y sosegado estar; pero que, en lo más hondo, adula nuestra extraña afición a ser víc­ timas del mundo, debilita el ánimo, y lo dispone a cualquier negación, sin humildad ni modestia. Por eso decidí hacer con mi alma lo que había hecho con mi corazón, y compuse una canción para entretenerla; para que rehusara los brazos del desencanto. Y esta es la canción que yo compuse: C an ción a l a lm a

Ha brillado el sol sobre mis tierras, y las cosas de mis tierras están hoy serenas. Tente, pues, alma mía, y sé como el sol, como mis tie­ rras y como las cosas de mis tierras: sucesos de naturaleza pura. Mientras mi corazón ha sido revoltoso, tú has sido dócil; y mientras mi corazón ha tenido sus gacelas amadas, tú has callado la queja del olvido, y no has dicho: ¿Quién eres tú para tener un corazón presuntuoso? Cuando mi corazón me ha llevado más allá de los altos picos, y me ha hecho subir y bajar, seguir la espía de los aguiluchos, y robar crías -134-

a las alimañas, tú me has seguido solícita, sin decir palabra ni quejarte de tales caprichos. Cuando yo he regalado a mi corazón con golo­ sinas y juguetes fabricados por mis manos, no has protestado de ser mi hija mayor y tener mi huma­ nidad en tu regazo, pues no has dicho: ¿Quién es tu corazón para ocupar todos tus amores? Tampoco has prorrumpido en otros lamen­ tos, diciendo: He consolado tu tristeza, he velado tu sueño y he plantado semillas en las rocas de tu cueva; para ti he destilado plantas aromáti­ cas. He vestido de colores tu corazón, he lavado la cara del tunante, he compuesto su ropilla de mimado y he peinado sus cabellos. No dijiste: A tus pies he dormido, como una esclava, cuando tú amabas otras gacelas y dabas tu corazón a la Tierra, el día, la noche y la gente­ cilla; también, cuando llegaste a poseer todo un harén de gacelas, o cuando abandonaste el amor de las gacelas por el amor de los demonios. No has dicho: He barrido tu casa y he ro­ ciado el patio de tu casa; he puesto almidón en tu camisa, he colado tus sábanas, y he esparci­ do esencia del campo sobre tu lecho. Pues, ¿qué habría sido de ti, cuando volvías de andar con tu loco corazón, si no hubieras encontrado pura, limpia y sosegada la casa de tu alma? No has dicho: Un sueño de niño te he dado, he mecido tu cuna, te he sonreído al despertar, he abierto las ventanas, para que los rayos del sol acariciaran tus párpados, y he bajado la vis­ ta cuando has pasado ante mí; te he dado miel -135-

de desayuno, he escogido el trigo de tu alimento y he traído nieve para tu agua de verano. ¡Oh alma! Cuando yo era niño y vivía con mis padres, entre los hombres y las cosas de los hombres, tenía una hermana que se miraba en mis ojos; como yo fuera el niño preferido de mis padres, mi hermana se alegraba de mis días. Esa hermana se llamaba Teresa, y tú has sido mi hermana Teresa. Cuando yo era mozo recién hecho conocí a una gacela que me amaba. Esa gacela veía el mundo en mis ojos y en las pupilas de mis ojos; el gesto de las cosas, en mi sonrisa; en mi sueño y en mi vigilia, el día y la noche. Esa gacela se llamaba también Teresa, y tú eres mi gacela Te­ resa; eres la sonrisa de mi hermana y la sonrisa de mi gacela. Porque en medio de estas montañas y de la tozudez de mi corazón, tú has sido mi llanura apacible, la planicie donde he jugado de niño, la blanca sábana que he tendido y doblado en mis sueños infantiles, el cuarto de mis juguetes, mi tambor y mi flauta, la lejanía y la presencia de las cosas. Has sido la hija que espera la llegada del padre; has quitado las nieves de mis barbas, has rozado tus mejillas con mi piel helada, has colo­ cado la jofaina de agua tibia bajo mis plantas, te has arrodillado a mis pies, has lavado mis llagas y has desentumecido mis músculos. Yo he agradecido que me dieras este des­ canso, que echaras sal en el agua, y que retira­ -136-

ras el agua con ojos de muchacha que sirve a su señor, con pacífica figura de corza. He agradecido que me miraras de reojo, cuando te daba la espalda; y he agradecido tu limpio pago y tus limpias manos sobre mis pies. He agradecido tu larga espera. He agradecido tus silencios y tu modestia en servirme; tu sombra sobre mi sombra, tu an­ dar sin ruido y tu leve pie sobre las sendas de las montañas. De haber querido esposa, tú hubieras sido la esposa; de haber querido una hija, tú habrías sido esa hija; de querer el abrazo de alguien, de ti lo hubiera soñado; de querer calor, de ti ha­ bría esperado la intimidad ingenua del calor. Tu sustancia es de seda que ha hilado la eternidad; eres flexible y suave como ella; no hay tacto que te palpe. Tienes olor de cosa re­ cién hecha, la pureza del éter, vienes de lejos y estás aquí como si aquí hubieras estado siem­ pre. Posees ojos garzos, andas con inocencia y vas suelta de ropas. Eres el fondo y el trasfondo de mi ser, el jo ­ yero de luces que no he abierto, el mar tranquilo y la mañana luminosa. ¡Oh alma! El sol brilla sobre mis tierras y las cosas de mis tierras; sobre mi harén de gace­ las amanece el día. Sé, pues, como el sol, como mis tierras y como mis gacelas: sucesos modes­ tos, que retornan a lo efímero. Deja el desencanto y los largos brazos del desencanto. Vuelve a mi ser y échate a mis pies, -137-

como gacela sumisa que eres, como muchacha que baja los ojos cuando la miro. ¡Oh alma! ¡Oh alma! Porque tu eres la nieve que esponja la bue­ na tierra, el inicio del deshielo, la lumbre en la noche fría, los claros espacios entre las cosas y la muchacha que mira asombrada cuanto suce­ de. También, la primera afición de mi ser y el originario temblor de mis sentires. ¡Oh alma! ¡Oh alma! Porque yo te amo, y te he amado, con el profundo amor de los silencios. ¡Oh alma! ¡Oh alma! Porque me da rubor decirte estas cosas.

-138-

V. EL HOMBRE MÁS ORGULLOSO DEL MUNDO

espués de lo sucedido, estuve varias sema­ nas en prisión, hasta que un día recibí cier­ ta visita. Se trataba de un hombre de grandes ojos negros, cabello azabachado y tez morena; el cual entró con muchos papeles y cartapacios, diciendo: — Perdona, ¡oh erem ita!, que interrum ­ pa tu soledad. Soy amigo del Príncipe y de los m andarines. Aunque nunca fui investido, leí el Libro; y tuve frases y arrum acos para los ancianos, señales de mi lealtad, de manera que ellos me aceptaron, principalm ente, los cercanos al Poder. Luego fundé una com pa­ ñía de legos, que, si no pueden com entar la Escritura, sí pueden, al menos, alabar al co ­ m entarista; pues, sin ser m andarín, siento una irrem ediable afición por las cosas de los m andarines. — Si eso eres — dije— , vete. Porque has inundado mi celda de olor a lego, y no bajé de mis tierras para soportar tales emanaciones. — ¡Oh eremita! ¿Sabes cómo me llaman? Pues me llaman el Hombre Más Orgulloso del

D

-139-

Mundo. Ten, por tanto, cuidado, porque te doy la espalda, y te dejo. —Apenas necesitas presentarte; te conozco por instinto, y por instinto te odio. Eres el que siempre está en medio; la voz de la ortodoxia, el proxeneta de las buenas costumbres, el punti­ llo de la moral, y el correveidile de las virtudes. También, ese animal que precisan los mandari­ nes para anunciar al pueblo la sabiduría de los mandarines; la palabra recortada y untuosa, el confianzudo con el saber, y la afrenta de toda ino­ cencia. Finalmente, ¡oh lego semi ungido!, la an­ títesis de la modestia y la agresividad absurda. Porque la agresividad absurda se llama orgullo. ¿Quién te hizo así?: ¿el trato con las grandes pa­ labras, o con los hombres? Has desayunado pas­ tas de almendra y nieve de azúcar con los man­ darines, y ya eres más orgulloso que ellos. — En verdad que resultas una mala víbora, y una alimaña sin educación. Mas, porque soy piadoso, vengo a salvarte, pues el hombre más orgulloso del mundo también es el más piadoso. — ¡Oh lego! No seas alcahuete de la piedad, que ya disfruto de mi harén de gacelas hermosas. Ni agradezco tus atenciones de hombre piadoso, ni pienso ayudarte a contraer merecimientos. — ¿No sabes que soy el que siempre tiene la palabra a punto? — ¿Y qué palabra tienes hoy? — Hoy tengo a punto la palabra del Prín­ cipe. Reconoce que se trata de una palabra im ­ portante. -140-

— Reconozco que eres apropiado para toda clase de misiones, pues sabes escoger, de tu co­ secha de palabras, la más conveniente. — Disculpa, ¡oh eremita!, que mi vocación me lleve a estar en medio de todas las cosas, es­ pecialmente, en medio de las grandes palabras, como bien dijiste. Soy el llamado a estar entre el Príncipe y los mandarines, entre los mandarines y los legos, entre los legos y los cabezas rapadas, entre los cabezas rapadas y la gentecilla, entre la gentecilla y las primeras cosas. Y, ahora, entre el Príncipe y tú mismo. El quiere verte. Ven, pues, y sígueme. Y dio media vuelta, y salió. Después vinieron los guardianes, y me condujeron al palacio impe­ rial, detrás del Hombre Más Orgulloso del Mun­ do; el cual, entrando al patio de armas, me dijo: — Tente, eremita, y cuida con las palabras; en este lugar valen mucho. Y ya que no posees ningún poder, has de procurar hacerte con el Príncipe por la simpatía de la palabra. En seguida llegamos al salón del trono, y vi al Príncipe sentado bajo un dosel, sobre cojines. Era joven, de aspecto despreocupado y adema­ nes perezosos, como si estuviera cansado de su Imperio. Apoyaba la cabeza en el corazón de un águila de oro; y tenía a su lado, como asesor, al Mandarín Barbudo, que metía sus manos en las entretelas del pecho. Los guardianes me quitaron las argollas, y el Hombre Más Orgulloso del Mundo me llevó delante de su amo, y dijo: -141-

— ¡Oh Señor mío! Aquí está la cosilla, la bestia, el hombre o lo que fuere. — ¡Oh viajero! — dijo el Príncipe— . Porque has llegado hasta aquí y porque se te ha ocurri­ do predicar sin mi autorización, te has converti­ do en suceso. Yo no he querido mal ni bien para ti, ni que predicaras, ni que fueras un suceso. — ¡Oh Príncipe! Tampoco he querido yo predicar, ni estar aquí, ni verme enredado por tus mandarines, o tus secretarios. Tampoco he querido que fueras príncipe. En acabando de decir esto, el Hombre Más Orgulloso del Mundo me dio con su guante en la cara, y dijo: — ¡Detente, bruto! ¿Acaso no sabes con quién hablas? Y ésta fue la primera y la única bofetada que recibí en mi vida: la del hombre más piadoso y más orgulloso del mundo, que lo hizo por hala­ gar a su Príncipe. — ¡Oh lego! ¿Acaso no te es suficiente la pa­ labra para adular? ¿Necesitas, también, pegar a un indefenso? — Déjalo, Pedrarias — dijo el Príncipe— . Pues ignora el lenguaje de los cortesanos. Así supe cómo se llamaba el Hombre Más Orgulloso del Mundo. Después me habló el Príncipe. — ¡Oh viajero! He tenido un sueño: he visto que tres aguiluchos caían sobre una llanura y sus rebaños, haciendo gran matanza, y perse­ guían al pastor, y traían la guerra y la sangre. -142-

Esa llanura era mi Imperio, esos rebaños eran mis gentes, y ese pastor era yo. Dime si esos aguiluchos son mis tres hermanos, que hoy lu­ chan contra mí. Porque si me adivinas este sue­ ño, serás libre. Y decía esto porque, según el Mandarín Barbudo, el Libro permitía que se salvaran los condenados que descifrasen los sueños del Prín­ cipe. Pues querían mi excarcelación, presentán­ dome como adivino, para vencer al Consejo y conseguir la devolución de las ropas imperiales. — ¡Oh Príncipe! Como a un perro me tiras la palabra — dije— , para que te la coja. Pero no he bajado de mis tierras para resolver charadas, en pirueta de pájaro, o de retórico. Yo no soy un hombre de porvenir, como esos Aguiluchos que se ciernen sobre tu Imperio; o como ese man­ darín, que te dice palabras al oído; o como este servidor orgulloso, que conoce tus aficiones de memoria. Yo soy un hombre de destino, aunque no pretenda serlo; porque yo era una cosilla mo­ desta, entre mis montañas, antes de que los de­ monios irritaran mi ser, y lo llenaran de ternura y de rubor. Cuando el Príncipe oyó esto, miró a su con­ sejero con expresión de entendimiento, y sonrió. — Eres testarudo, como hijo de tus mon­ tañas. Pero ya que no deseas coger mi palabra, coge, por lo menos, nuestra simpatía, y hazte bufón por unas semanas. Si demostramos al Consejo que resultas un bufón, lograremos tu libertad. -143-

Y decía esto porque, según el Mandarín Barbudo, el Libro prohibía acusar de hetero­ doxia a los bufones, cuya lengua debía quedar suelta. Pues declaraba: “Si el bufón se hizo para ultraje de la melancolía, para recreo y solaz, se ha de consentir que juegue con las palabras. Porque el juego de palabras es un juego de se­ ñores, aunque no parece conveniente que sus bocas den gusto a sus propios oídos” . — ¡Oh Príncipe! — dije— . Hay señores, asnos serios, y hay bufones, asnos sentim enta­ les; pero ni la piel de los unos ni la de los otros han sido hechas para mi cuerpo. Sin duda, los bufones im periales gozan de gran futuro. Si yo fuera hombre de carácter, o querer que prom e­ te, bestia voluntariosa, me enfadaría, al prin­ cipio, con tu propuesta; si fuera un hom bre de espíritu, siem pre austero, me regodearía en el dolor de la hum illación; y si fuera un lego, un cabeza rapada, o un becario, em pollón de ro­ pilla gratuita, diría, cuando nadie me oyera, que no está bien que un príncipe corresponda así a quien se esfuerza en servirle, y hacer se­ rio y trascendente su poder. Pero, como soy un hom bre de destino, te digo que no es ese el ofi­ cio que determ inaron mis dem onios. Perdona, ¡oh Príncipe!, que ellos se sitúen por encima de lo conveniente. Y puesto que en todo hom ­ bre hay algo de bufón, declara bufones a los m andarines del Consejo, y desautoriza así el escándalo, mi condena y la apropiación de las ropas. -144-

— Te veo fiel a tus demonios y al espíritu de las cosas que hay en ti — dijo el Príncipe— . ¿Pero qué son esos demonios y ese espíritu sino palabras? Porque tú también eres un hombre subyugado por las palabras; un maniático que pretende someter la realidad a su voluntad; una especie de mandarín contrario a los mandari­ nes; un heterodoxo que tiene su propia ortodo­ xia; otro Libro que dice lo que calla el Libro; y aunque tu Libro no se ha escrito, bien pudieran escribirlo un lego, un escriba, un discípulo que te chiflara, o unos nuevos becarios, de tus mon­ tañas. [Tachado en el original. Y luego vendrían los intérpretes y comentaristas de tu Libro; y una ortodoxia y unos mandarines, y la corrupción; y un príncipe que sometería su instinto a tus palabras; y unos heterodoxos, y la sangre y la guerra.] Y hablaba con voz cansada y gesto de le­ janía, casi con queja; porque amaba los hechos, porque era escéptico, y porque estaba fatigado de tratar con los mandarines.

-145-

VI. ORTODOXIA Y ECONOMÍA

uando yo iba a contestar, me miró fijamen­ te, y dijo: — ¡Oh viajero!, ¿por qué predicas? ¿Acaso no temes que tu vocablo devenga legal? Pues si tu doctrina se hace estatuto, vendrá sobre ella la gusanera de los legos, los becarios, los cabe­ zas rapadas y otros aficionados, que te cogerán la palabra en cuanto les convenga, porque son como buitres que espían la carroña de fonemas, pus del que llenan su estómago y el estómago de sus hijos. Y se puso en pie, y arrojó los guantes al suelo; por lo cual se inclinó a recogerlos el Hom­ bre Más Orgulloso del Mundo, y, entregándose­ los, dijo: — ¡Oh Señor! No te irrites contra una bes­ tia. Pues cada uno es hijo de sus padres. Y el Mandarín Barbudo, siempre al lado de la imperial persona, exclamó: — ¡Oh Príncipe! No te desconsueles. M aña­ na gozarás del triunfo en el campo de batalla. El sol, asombrado, descubrirá tu ejército; y el fres­ co del amanecer saludará la gloria de tus gene­

C

-147-

rales. Y en el Imperio, y entre la gentecilla, la espera de los hechos dará paso a la final alegría, merced al ardor de tantos corazones. Y vi cómo lucían los ojos del Príncipe, con esperanza, y nostalgia. Comprendí que el man­ darín sabía hablarle, y tocar la sustancia de sus aficiones. Y entendí que el Príncipe tenía a la guerra como gacela amada, y a los hechos como demonios zalameros con su señor. El, acercándose a mí, dijo: — ¡Oh viajero! ¿Cómo podré convertir a mis mandarines en bufones, si ya lo son? Pues ellos hacen sus guiños; y tienen sus palabras y su có­ digo de bufones; y la segunda intención de to­ dos los bufones. Pero son bufones de una especie particular. — ¡Oh Príncipe! ¿Y qué hay de un bufón a otro? ¿Qué especie es ésa, de los que son y no son? — Poco sabes tú de palabras, de distingos, entre palabras, y de bufones. — ¿Ves?, ¡oh Príncipe! Tal es el lenguaje de la ciudad; un lenguaje que dice y no dice. Ad­ mite que no resulta apropiado para príncipes. Pues entre palabras te enredas, siendo hombre de hechos, como eres; y quieres hacerme tu bu­ fón, teniendo tantos como mandarines tienes; y quieres un bufón para engañar a tus bufones. Porque has llegado a tal punto, que necesitas coger la palabra a tus mismos bufones, como si fueras un becario, u otro bufón más; ya que ellos te cogieron la voluntad, y las ropas que precisa -148-

la gente de estaca. Y tú reconoces que son de una clase especial; que sus guiños también son especiales. Con ello confiesas que su código es también el tuyo; que estás por debajo de los far­ santes; y que quisieras escupirles la palabra que te escupieron. Porque al fin eres, ¡oh Príncipe!, un trozo de ciudad, una habitación de palacio, disponiendo, como dispones, de un Imperio. Oyendo esto, se adelantó el Mandarín Bar­ budo. — Guarda, viajero, tus vocablos — dijo— . Pues, ¿quién eres tú para incitar al Príncipe contra sus ancianos? Y hablaba de esta manera a fin de poner sus intenciones en mis palabras, y decir al Prín­ cipe lo que no podía con voz propia. Y supe que el consejero imperial estaba dominado por la ambición, en él, sentimiento de porvenir. Pues solo el deseo vehemente de porvenir es capaz de alimentar en el sujeto histórico la pasión por destruir la obra que le mantiene; solo la afición al porvenir vuelve locos a los hombres, les ven­ da los ojos y les transforma en demonios de una sola y fija idea. La vocación de futuro despre­ cia los días y la sabiduría presentes; estrecha el mundo y borra el paisaje al que pertenecen ellos mismos y cuanto les rodea. Así pude yo ver al mandarín como un individuo sin paisaje. Y el Príncipe repuso: — ¿Y qué? ¿Acaso un Príncipe es solo un Príncipe? El es muchas cosas; tantas, como su Imperio, que contiene ciudades y campos, mon­ -149-

tañas y simas, bosques y mares, animales y de­ monios, niños y muchachas, carceleros y verdu­ gos, becarios y legos, cabezas rapadas y gente de estaca, y mandarines y bufones. Un Imperio es algo que está ahí, es fatal; y un Príncipe ha de ser tan fatal como su Imperio. Y ha de admitir que el Imperio sea todo eso, y más; pues tam­ bién ha de tener ortodoxia y heterodoxia, eremi­ tas y viajeros, como tú, y hasta Aguiluchos que se levanten contra el Príncipe. Y parecía demudado, melancólico. Y, como se paseara por la estancia, observé su porte no­ ble; y recordé la delicada nobleza de los juncos de mis tierras, ligeramente doblados por el vien­ to de las mañanas. Y diríase que el viento que doblaba al Príncipe venía del norte, ya que allí se habían alzado sus hermanos, los Aguiluchos. Como la pesadumbre del Príncipe recaye­ ra sobre la sala, el Hombre Más Orgulloso del Mundo vino presuroso hasta mí, y, extendiendo los brazos, dijo: — ¡Oh bestia!, corazón de albarda. ¿Por qué no cejas? ¿No ves que el Príncipe quiere salvarte? Y sus ojos negros brillaron con la luz de la ira. — ¿Acaso no tiene el Príncipe un instinto y un corazón para salvarme? — dije— . Pues que use su instinto y su corazón, y se deje de pala­ bras. Porque la simpatía es más inocente que las sutilezas. Y el Príncipe, volviéndose despacio hacia su trono, exclamó: -150-

— ¿Y qué es un Príncipe sino una palabra entre palabras? ¿Qué es sino una sutileza entre sutilezas? Y se sentó de nuevo, e hizo señal de que nos retiráramos. Y el Hombre Más Orgulloso del Mundo se puso de rodillas. — ¡Señor de mis padres y de los padres de mis padres! — dijo— . Deja que yo arregle esta cuestión; consiente en entregarme la bestia. — No, Pedrarias, no — intervino el Manda­ rín Barbudo— . Ese es un asunto que han de re­ solver los mandarines, y no los legos. Y sonrió al Príncipe. — En otra ocasión — dijo éste— harás me­ recimientos, ¡oh Pedrarias!, pues, tratándose ahora de un problema de ortodoxia y de econo­ mía, han de decidir otros. El Hombre Más Orgulloso del Mundo, le­ vantándose tristemente, susurró: —Yo habría sido un mandarín de hechos, mejor que de palabras; un mandarín fiel a su Príncipe. — ¡Lego irremediable! — suspiró el bar­ budo— . Todos sabemos que tú habrías sido un magnífico mandarín. Y lo empujó con suavidad hacia mi perso­ na. Y el Hombre Más Orgulloso del Mundo, en­ carándose conmigo, espetó: — ¡Bestia! Vamos a la cárcel. Y ordenó a los guardianes que me pusieran las argollas.

-151-

VIL NECRÓFOROS

íme de nuevo en la cárcel, donde recordé aquellas palabras del Príncipe: “¡Oh viajero!, ¿por qué predicas? ¿Acaso no temes que tu vocablo devenga legal? Pues si tu doctrina se hace estatuto, vendrá sobre ella la gusanera de los legos, los becarios, los cabe­ zas rapadas y otros aficionados, que te cogerán la palabra en cuanto les convenga, porque son como buitres que espían la carroña de fonemas, pus del que llenan su estómago y el estómago de sus hijos”. [Tachado en el original. Y sentí que mi ser tiri­ taba de asombro y repugnancia, pues se soña­ ba arrastrado, como un insecto patas arriba, por una procesión de esfegos, que le pincha­ ban los ganglios de la vida, inmovilizaban su cuerpo, y le ponían encim a el huevo, la blanda carnecita de la larva minúscula, hambrienta e implacable. Pues tal había visto yo hacer, en mis montañas, a los esfegos de alas amarillas, con el grillo, juglar ingenuo, predicador de la alegría. Y eran los esfegos tan activos como los hombres morales; y era su instinto tan agudo

V

-153-

como el espíritu, y tan obstinado como la m e­ diocridad; y era su vuelo tan aéreo, y eran sus saltos tan ligeros, como los suspiros de las al­ mas devotas; y era su espera tan larga como la de los retóricos, que aguardan, durante mi­ lenios, una palabra que coger. Y yo sabía que el esfego resultaba un animal de porvenir; y el grillo, de destino. Y pensaba que el porvenir del esfego estaba en la carne del grillo. Y entendía que la larva del esfego, viscosa y estúpida, era una larva becaria, que vivía del grillo y de su canto. Y me parecía que esa larva becaria pre­ paraba oposiciones a lego o a cabeza rapada, mientras devoraba las entrañas de su prisio­ nero, aún palpitantes; y que, hecha ya lego o cabeza rapada, se convertía en el insecto más orgulloso del mundo, y cazaba, a su vez, otros grillos para otras larvas. Y veía que éstas, de tanto comer grillo, adquirían, al fin, prestancia de grillo, y repetían el sonido del grillo como cosa propia, y hablaban con sus palabras. Pero no eran grillos, sino larvas becarias: gente de ropilla, con ojillos de gusano y visceras testa­ rudas; empollones de calzoncillos gratuitos, con manos piadosas y uñas de luto.] Impresionado por estos augurios, me soñé muerto y separado de mi palabra, ahora inva­ dida por la comparecencia vermiforme de los legos, los becarios, los cabezas rapadas y otros etcéteras, dispuestos a escarbar el estercolero y la purulencia de cualquier programa, para reco­ ger su bodrio y conducirlo hasta el lugar donde -154-

espera la larva, igualmente tozuda y hambrien­ ta. Ya veía la inquieta diligencia del cuajaron, el ir y venir, entrar, salir y ahondar; la impavi­ dez de algunos, la laboriosidad de otros, y el roce de todos con todos, en ese caliente bullicio de la pudrición y la glotonería, pues la generación es­ pontánea de las moscas de siete metamorfosis es la propia generación de los hombres de por­ venir sobre el cadáver de la doctrina. Todo nace de la muerte. Como mi ser recibiera estas sensaciones muy lentamente, comenzó a concebir ictericias y asco, temiendo, sobre todas las cosas, que de mi palabra fabricara el becario su hogaza de co­ milón. También se aterró de sospechar que la digestión de esta corrupción transformara mi palabra en ortodoxia, por la que unos matan y otros mueren, recelo, estatuto, matriz de distin­ gos o alabanza del Poder. En último extremo, abrigó espanto de pensar que mi vocablo pudie­ ra convertirse, irremediablemente, en la pala­ bra oficial. Así como ciertos organismos se reducen y angostan al advertir un cuerpo extraño, así se estrechó mi ser al presentir el posible futuro. Y como este ser resultara la profundidad, la exten­ sión y la liberalidad que necesitaban mi alma y mi corazón, allí contenidos, tuve miedo de que, al encogerse y endurecer sus formas, constriñera aquellos habitantes, matándolos definitivamen­ te. Pues aunque mi ser no había experimentado jamás propensión hacia el futuro, porque no era -155-

sustancia interesada en la permanencia, sentí ahora temor por el destino de mi palabra, y el te­ mor no es otra cosa que intuición del porvenir. Movido por estas inquietudes, y sabiendo que la preocupación por el futuro quiebra aque­ lla inocencia que supone el eterno presente de la Naturaleza, llamada concordia o Gran Alianza entre el querer y el estar, decidí hacer con mi ser cuanto había hecho con mi alma, esto es, adu­ larle por medio de una canción que le apartara del terror. Y esta es la canción que compuse: C a n ción a l ser

De no poseer alma y corazón, yo hubiera comprado un alma y un corazón para mi ser, trabajando para ganar esta compra. Y si el alma y el corazón no fueran bienes que se adquiriesen en el mercado, yo habría ro­ bado a la noche su alma absorta, y al día su co­ razón ingenuo, y hubiera regalado a mi ser el alma y el corazón de la noche y del día. Y si mi ser no mostrara contento de recibir estos dones, yo sabría que sentía nostalgia de su alma y de su corazón verdaderos, pues nada hay semejante a lo nacido dentro de uno mismo. He visto mi alma y mi corazón jugar con­ fiados en el seno del ser, como criaturas a la sombra del padre. Mi ser conoció esta compare­ cencia y sus aficiones, diciendo: En mí crecieron sin indagar quién soy. -156-

De tal forma admitió mi ser la extravagan­ cia que supone la presencia de tales criaturas, sin inquirir: ¿Acaso no son hijos de alguna za­ rrapastrosa? En verdad parecen crías de mujer analfabeta y sin historia universal. Porque el ser es lo más profundo que hay en mí, y en él caben un alma y un corazón soli­ tarios, todas las formas de la existencia, los de­ monios que me acompañan, los hijos que tuve y aquellos que pudieran venir de mi trato con pelanduscas. Yo andaba de joven tras la Tierra, preten­ diendo raptarla y traer retoños de todas las co­ sas. Tal conocía igualmente mi ser, que no pro­ testó: ¿Acaso te has de unir a una viuda cargada de hijos? Si la Tierra es la más graciosa y sumi­ sa de las pecosas, tú resultas el más despreocu­ pado de los hombres. Porque el ser es lo más liberal que hay en mí, y en él caben todos los amores, la tozudez de mis años mozos, mi extraña vocación por negar lo conveniente, mi amistad con demiurgos y esta cierta fatalidad que hoy me impulsa a vivir en­ tre hombres. Viendo un día lavar las mujeres y jugar los niños, me pregunté: ¿Desde cuándo lava la mu­ jer y juega el niño? Pues lavan y juegan desde siempre. Así descubrió mi ser la manifestación de las primeras cosas, la sensación de la tierna comparecencia de lo efímero. Porque el ser es lo más antiguo que hay en mí, y en él caben todos los días y la belleza de -157-

los días, el originario instante, el retorno de los gestos y la vuelta monocorde de lo pasajero. Cuando cumplí cinco mil años de soledad, las cosas comenzaron a enviarme vaho de con­ cordia. Respondí, y así nació esta continuidad que tengo con ellas, pues ya soy Naturaleza y silencio. Mi ser calló igualmente, dilatándose hasta contener mis nuevas costumbres. Porque el ser es lo más extenso que hay en mí, y en él caben las montañas y los valles, las planicies y los bosques, el latir del bíos, la muer­ te de las alimañas, el zumbar de los insectos, cualquier silbo y esta hora. Cuando era niño esperaba cada instante, y siendo mozo supe que debía esperar. Encon­ tré espera en el silencio, en el sueño, en el des­ pertar, en la mañana, en la tarde y en toda vuelta que da el sol. M i ser albergó esta espera sin referirla, sin musitarla, y sin hacerla vo­ luntad. Porque el ser es lo más paciente que hay en mí, y en él caben todos los sucesos y la razón de todos los sucesos, la repetición de lo determina­ do y la realización de lo imprevisto, el fatum y sus aficiones, la necesidad y toda casualidad. Si yo hubiera de soportar la profundidad de alguien, yo querría soportar la profundidad de mi ser; y si hubiera de atenerme a la liberalidad de alguien, yo querría atenerme a la liberalidad de mi ser; y si hubiera de padecer la antigüedad de alguien, yo querría padecer la antigüedad de mi ser. -158-

Si yo hubiera de compartir la extensión de alguien, yo querría compartir la extensión de mi ser; y si hubiera de conllevar la paciencia de al­ guien, yo querría conllevar la paciencia de mi ser; y si hubiera de correr eternamente por una llanura sin fin, yo querría correr por la llanura luminosa de mi ser. ¡Oh ser!, si resultas lo más profundo, libe­ ral, antiguo, extenso y paciente que hay en mí, ¿por qué te estrechas y constriñes un alma y un corazón solitarios? No está bien que tal hagas. Pues tú no eres una entelequia de porve­ nir, que se devana hacia los días, un becario que hace merecimientos, ni la segunda intención de las cosas, sino el perenne presente, la mañana eterna, la manifestación y la expresión, la com ­ prensión infinita. Tampoco un ser premeditado en el tiempo, la conciencia de cautela, el émulo de la Divini­ dad, o la voluntad de permanecer y dar cuenta, sino la sustancia espontánea que une cosa con cosa, el estar confiado, la calma, la benignidad y la placidez no referidas. ¡Oh ser!, deja el porvenir y los pensamien­ tos sobre el porvenir, pues creciste entre inocen­ tes, y sabes que todo lo inocente y necesario, aun teniendo larga existencia, carece de futuro. Hoy quiero el futuro de las montañas. ¡Oh ser!, abandona el porvenir a los dedos de uñas enlutadas, a los empollones y a la carnecita de empollón. Sube y ven a mis tierras, corre hacia el reverbero de las cosas, sella la alianza, -159-

di la palabra, pues tú eres el Gran Explorador y el Profundo Descubridor. ¡Oh ser!, el sol dora mis tierras como si las descubriera cada día, y mis tierras reciben el sol como algo siempre nuevo. La Creación halla su destino en cada instante, y a esto se llama mo­ destia y concordia de la Naturaleza; también, entusiasmo. ¡Oh ser!, ¡oh entusiasmo!

-160-

NARRACIÓN DEL MENDIGO

I. EL MENDIGO PRECEPTUADO

n esto, como mi vista se hubiera acostum­ brado a las tinieblas de la celda, me asom­ bré de contemplar la imagen de un animal bí­ pedo y peludo, que me miraba desde un rincón con grandes ojos sanguinolentos. Me acerqué y vi que se trataba de un hombre muy viejo, con aspecto de mendigo. Traía harapos y un zurrón, a la manera de los que van de puerta en puerta. Su barba era negra; su nariz, aguileña y húme­ da; sus orejas, velludas; su carne, delgada; sus huesos, presuntuosos; sus piernas, largas; su abdomen, hundido, y sus costillas en forma de quilla. Miraba sin inmutarse, como si me hubie­ ra sorprendido en un mal pensamiento, y todo su ademán, sin ser descarado, parecía socarrón y profundo. Por lo cual, pensé que podría ser una especie de espía de mis actos, y le dije: — ¿Qué haces aquí, zamarro pringoso? — pues parecía un zamarro sucio, tendido en el suelo húmedo de la celda. — Calla, eremitón, mala lengua, y mira que soy un condenado como tú — contestó— . No te enfades ni te dejes llevar de tu genio de soli­

E

-163-

tario, pues soy más viejo, y tengo un corazoncito que se irrita fácilmente, porque ha soportado muchos sucesos. — ¿Quién eres? ¿Acaso un falso eremita?, ¿un imitador de costumbres?, ¿un discípulo que me ha surgido? — Calla, petate —replicó— , que antes de que tú nacieras ya era yo importante: un men­ digo urbano. — ¿Son tal vez en esta ciudad gente impor­ tante los mendigos? Porque he recorrido todo el Imperio, en compañía de los soldados, y no he conocido un lugar donde lo fueran. — Bobo eres y sin remedio, eremitilla; pre­ suntuoso que cree poseer el mundo en el corazón, y nada sabe de los hombres. Y o he sido men­ digo del barrio de los mandarines, con licencia para ir a todas partes. He sido lo que se llama un mendigo oficial; en verdad, el mendigo más orgulloso del mundo. — ¡Ay!, bestia — grité— . Tú has sido en­ tonces un servidor de mandarines. — ¡Oh lenguecita!, calla y escucha. Yo es­ taba sentado a la puerta del Palacio de los Compromisos, donde los ancianos discuten y comentan la palabra del Libro. Cuando venían los soldados a expulsarme, en nombre del deco­ ro, les mostraba mi cédula de mendigo oficial, y ellos decían: “Dejémosle, pues es el mendigo de los mandarines”. Y como el Libro ordenara a los mandarines que hiciesen obras de caridad, los ancianos habían necesidad de un mendigo; -164-

y supe serles fiel, constante, barato y sumiso. Cuando salían del palacio, les tendía la mano, diciendo: “¡Oh ancianos! Haced merecimientos”. Y ellos, arrojándome moneditas, contestaban: “Toma, y ve contento de tu destino. Pues nos ayudas a ser perfectos” . »Contaba mis monedas, y saludaba a los señores con la barbilla en el estómago, porque pensaba que en el mundo no había otros señores como aquellos, que poseían el dinero, la moral, las buenas costumbres, el libro de la Verdad, los hijos respetuosos, el nombre intachable, la sabi­ duría, la paz y las llaves de la despensa. »Creía que en siendo amigo y servidor de aquellos señores, tendría influencia en este mundo y en el otro; porque un pobretón sin nombre ni ilustración solo puede pensar en ser simpático a los corazones influyentes, caer en gracia o causar lástima. Siempre he afirmado que un pobretón ha de ser ingenioso y de buen decir, pues no posee otra propiedad que la de su cuerpo y palabras; y aun la palabra se la ha de prestar a veces cualquier leguleyo, doctorado en leyes, sobre todo cuando ha de hablar al Prínci­ pe; porque no se consiente que el pobretón hable al Poder con la palabra de sus entrañas, que es una palabra también pobretona y reseca de la ausencia de tocino, sino con la ropilla de la pa­ labra oficial, que es entre las palabras como los vestidos de guadarropía entre las vestiduras. Al llegar aquí, se miró sus harapos grasientos, se levantó, se puso en cuclillas, y prosiguió: -165-

— Supe caer en gracia a los mandarines, y llegar a ser el mendigo más elegante de la ciu­ dad, hasta el punto de atraerme la envidia de la gente de mi oficio. Pues las señoronas y las hijas de las señoronas dieron en tratarme y hacerme caridad. Cuando agradecía la limosna con mis finezas, muchas, que además de tener vocación de señoronas tenían vocación de santas, en es­ tando endemoniadas por la ausencia de hijos o por el desprecio de los maridos, me besaban las manos, y decían: “Sean dadas gracias a ti, que nos ayudas a hacer merecimientos” . »De tal manera fue naciendo en mi corazón la idea que me conturbó por entonces, como rei­ na de mi alma; la presunción de ser un mendigo irremediable y fatalmente necesario al mereci­ miento de los señores y las señoronas. Y si al principio apareció con la timidez de un infante recién hecho, luego creció y se hizo tan grande como la soberbia. Así llegué a pensar que podría convertirme en una especie de moral viviente y comilona, un santón, profeta, adivino, predesti­ nado, ungido o visionario. »Tal idea me acompañó durante muchos siglos, ya lánguida, ya poderosa, y fue como la amada de mi corazón, que no se atrevió a en­ tregarse definitivamente a su gacela, porque la gacela tenía ojos oscuros y mucho ardor en la carne. Mas como la afición caritativa de las señoronas adulara mi pobreza y mi destino de mendigo espiritual, mi corazón embobado acabó por gozarse a sí mismo, y por gozar su papel de -166-

víctima, y rehusó totalmente el trato con aque­ lla gacela. Y habiendo podido volverme santón y dominar a los señores y a las señoronas, terminé por caer en la trampa de la adulación, y perdí la primera gran oportunidad de mi vida. En aquel tiempo tenía yo cinco mil años, y éstas eran las manos que besaban las señoronas. Diciendo tal, extendió sus manos de men­ digo flaco. — ¡Oh zamarro! — dije— . Contemplo tus manos, y las veo espontáneas, primitivas y bas­ tas, aunque un poco tímidas. — ¿Cómo quieres que sean las manos de un mendigo? — Tus manos son también tu destino, pues con ellas nunca hubieras podido llegar a santón, adivino, demiurgo o pesadilla moral de los man­ darines, de los señores o de las señoronas de tus días. Para ser tal, se necesitan manos espiritua­ les, de pedigüeño, y no de mendigo; y unas ma­ nos así sí son piadosas. — ¡Oh eremita!, boquita cruel. Cuando yo era mozo, me dije: “Puesto que en mi oficio de mendigo tengo horas de solaz, voy a ocupar mi tiempo en buscar un hombre que posea peor lengua que los mandarines”. Y encontré la len­ gua de los legos. Mas como todavía me sobrara tiempo, me volví a decir: “Voy a buscar un hom ­ bre que tenga aún peor lengua que los legos” . Y, tras mucho indagar, descubrí que yo tenía peor lengua que los legos, por lo cual me dije: “En verdad, en verdad, que debo de ser el hombre -167-

de peor lengua del mundo, porque la tengo peor que los legos y los mandarines” . Mas ahora he conocido que tú me aventajas en ello, joh ere­ mita! Permite, pues, que lo reconozca, y que me avergüence de mi antigua presunción. Así dijo, y continuó en cuclillas, apoyando los codos sobre los muslos, y cruzando los dedos de sus manos. — Perdona, ¡oh zamarro!, que te aventaje en algo. Pero yo no soy mi lengua, porque ella tiene instinto propio, y se mueve a impulsos de la simpatía. —Ya veo que eres víctima de las partes de tu ser, ¡oh eremita anárquico!, simplón vehe­ mente. Las partes de tu ser se volverán un día contra ti, y te harán la guerra. Porque tú, como el Príncipe, también posees aguiluchos revolto­ sos.

-168-

II. LA INFLACIÓN DE VIRTUDES

espués, como yo fuera a responder, dijo: — Sigamos con la historia de mis días. Durante varios siglos continué siendo un men­ digo feliz y despreocupado, hasta que el tatara­ buelo del tatarabuelo del Príncipe reinante dio en reglamentar el ejercicio de la mendicidad. En aquel tiempo llegaron al Imperio muchas legio­ nes de extranjeros aliados, que traían una mone­ da más fuerte que la del Príncipe; y como hom ­ bres de paso, sin intereses en estas tierras, se encontraban con los mendigos, y decían: “Puesto que ya no nos veremos más, tomad de una vez la limosna de todos los días”. »Y nos daban centenares de monedas, que venían a ser en nuestras flacas manos una ver­ dadera fortuna. Mas como en el Libro de los mandarines no estuviera prevista esta fatalidad irremediable, llegó la confusión a las almas cari­ tativas del Imperio, porque en el mercado de las virtudes aumentó el precio de los merecimien­ tos. Las señoronas, los señores y las hijas de los señores y de las señoronas, dijeron: “No podemos dar una gran limosna a un mendigo que vemos

D

-169-

todos los días, porque una gran limosna, duran­ te muchos días, hace una fortuna” . Luego, aña­ dieron: “Ya que teníamos nuestros mendigos ofi­ ciales, y nuestros merecimientos cotidianos, por poco precio, han venido los extranjeros a postar con ventaja en la subasta de los méritos. Porque esos extranjeros son gente dada a comprar todo con el brillo del oro” . »Esta queja recorrió el Imperio, de casa en casa de los cabezas rapadas, de los legos, de los becarios y aun de la gente de estaca. Y llegó al Príncipe, que entregó la cuestión a la autoridad de los mandarines. La redacción oficial que pasó al Consejo de Ancianos, decía que los mendigos, en viendo a los extranjeros, se iban tras ellos, despreciando la caridad de los aborígenes, e im ­ pedían a los hijos del Imperio contraer mereci­ mientos ante el espíritu del Libro. »Mas como el Libro dijera que “es hombre bueno el que va siempre de paso”, los ancianos dieron en discutir este pasaje ortodoxo y lleno de profunda intención; y como ese texto pareciera favorecer a los extranjeros, y no estuviera muy de acuerdo con el contenido ordinario del Libro, algunos llegaron a hablar de posible interpola­ ción, en la época oscura de la emigración de las tribus. Alguien dijo que se trataba, sin duda, de un texto colocado en el Libro por algún demonio, dada la ironía que reflejaba en el fondo; y ase­ guró que el demonio de aquel pasaje sacaba la lengua a los mandarines, a través de sus pala­ bras; y que era el demonio de la confusión y de la -170-

duda, el último y más temible de los demonios, por su gran capacidad de variar de forma y co­ lor, y por su habilidad en imitar al Libro. »Pero como fuera temerario e inaudito afir­ mar la falsedad de un texto del Libro sin apo­ yo vehemente de otro, los ancianos anduvieron buscando una palabra ortodoxa donde apoyar la palanca de sus deseos. Cada cual se llevó un ejemplar del Libro, y estuvo indagando por de­ terminados capítulos. Había quien encontraba en cada versículo la palabra que ansiaba, por­ que era un intérprete agudísimo y de la escue­ la de la analogía, de manga tan ancha como el hombre con sus costumbres y el becario con su estómago; y había quien no la hallaba en todo el Libro, porque resultaba un intérprete severísimo y de la escuela de la legislatura, que se atiene a la letra. »Los ancianos de esta última escuela, por ser numerosos, eran también los de menos ima­ ginación; pues los poco agudos solían hacerse de conciencia estrecha, atentos a la letra del Libro, porque no tenían luces para inventar un mun­ do o una tilde. La falta de imaginación de tales mandarines favoreció esta vez a los mendigos; y el Consejo estuvo un año discutiendo, y los man­ darines de conciencia severa, leyendo sin cesar el Libro, gastando velas y perdiendo las pesta­ ñas, sin hallar nada. »Así llegó al Príncipe otra nueva queja de las castas del Imperio, que decía: “¡Oh Príncipe! En tu Imperio hay inflación de virtudes, porque -171-

los extranjeros han prodigado y prostituido la virtud de dar. Nuestros mendigos ya no quieren ser mendigos nuestros”. »Por el texto de esta queja oficial, que lle­ vaba las firmas de todas las jerarquías del Im­ perio, se llamó a este tiempo época de la Infla­ ción de Virtudes. »El lego más sabio, sutil e importante de aquel entonces, que fue precisamente el tatara­ buelo del tatarabuelo del Hombre Más Orgullo­ so del Mundo, en observando tales sucesos, se puso a meditar por cuenta propia, y dijo: “Esta es la gran paradoja de la moral, la afrenta de las buenas costumbres, el escarnio de los corazones piadosos y la burla de nuestras aficiones. Los extranjeros, por ser los más materialistas de la tierra, prodigan el dar, porque creen que todo se alcanza con dinero, y aparecen ante los ojos in­ genuos como espíritus virtuosos. Mas la verdad es que desprecian la virtud, pues han traído la inflación de las virtudes”. »Tal fue la sutilidad del lego más señalado del Imperio; por lo cual adquirió gloria y fama, y el nombre de Boquita de Oro; y por lo cual, también, ese texto ha pasado a la historia del Imperio con el título de Paradoja del Lego. »Como el Príncipe recibiera aquella queja vehemente, y conociera esta paradoja, llamó con urgencia a los ancianos, y les dijo: “ ¡Oh ancianos! Hace un año que os entregué la primera queja de mi pueblo, y nada habéis sentenciado. ¿Acaso no están condenadas en el Libro estas cosas que -172-

suceden? Pues yo pienso que en el Libro deben estar contenidos todos lo sucesos”. Los ancianos contestaron: “¡Oh Príncipe! Si el Libro ha conta­ do las estrellas y lo que hay tras las estrellas, la gentecilla y los hijos de la gentecilla, tus hijos y los hijos de tus hijos, ¿cómo no va a contar esos sucesos?” Y le decían esto para recordarle de paso que había tenido buen número de hijos na­ turales, perdidos por todo el Imperio, pues era aficionado al trato con las gacelas simplonas.

-173-

III. DISCUSIÓN DE LOS MANDARINES

l llegar aquí, como sacara la lengua para re­ frescar sus labios resecos, le interrumpí y

A dije:

— ¡Oh zamarro! Eres demasiado minucioso en narrar tu historia. Pues, ¿qué importa que aquel Príncipe tuviera o no tuviera hijos natu­ rales con las gacelas simplonas? — ¿Cómo quieres que hable un mendigo? — replicó— . El no posee más bienes que la histo­ ria de sus días, como un señorón posee su dine­ ro; y ha de reiterar su historia, como el señorón reitera sus monedas. Y como dijera esto en tono melancólico, comprendí que se trataba de una historia muy amada por el zamarro, que parecía recordarla como quien recuerda el origen de las primeras cosas. Por lo cual consentí que siguiera. — Sucedió que el Príncipe, en oyendo tal, sonrió diciendo: “¿Y qué? ¿Acaso no habéis leído el Libro en un año?”. Los ancianos contestaron: “¿Crees que basta con leer el Libro? Hay que des­ cubrir lo que quiere decir. Y aún no hemos halla­ do la intención que conviene a este problema”. -175-

»Entonces se acercó al Príncipe cierto mandarín palaciego y tuerto, su privado oficial o primer ministro, y le susurró al oído unas pa­ labras. El Príncipe asintió con la cabeza, volvió el gesto hacia los ancianos y dijo: “ ¡Oh ancianos! Estáis ciegos o sois presuntuosos. Pues si habéis leído el Libro con los dos ojos durante un año, y no habéis encontrado el saber que se busca, es porque tal saber no ha de entrar en el hombre por los dos ojos, sino por uno. Porque el Libro ha dicho: ¿Quién es el hombre que intenta abarcar mi palabra? No por mirar con dos ojos carnales, ni con diez docenas de ojos y anteojos se coge la palabra del espíritu. Y habrá quien vea con un solo ojo; y habrá quien no vea con mil ojos y mil veces mil anteojos” . »Mientras el Príncipe citaba así el texto del Libro, sonreía el Mandarín Tuerto, y miraba a los ancianos con el enigma de su ojo único. Por lo cual se dijo que este sutil mandarín había gana­ do jerarquía espiritual para todos los tuertos. »Los ancianos se retiraron a leer el Libro con un solo ojo; y como de esta manera leyeran solamente la mitad de los versículos, de izquier­ da a derecha o de arriba abajo, llegaron a tener otra perspectiva del Libro sagrado, y dijeron: “Este es otro libro, y no aquél. Porque aquí solo hay medio juicio, y no uno entero, sobre la reali­ dad. La mitad que falta se deja al criterio de los intérpretes lectores” . »Así corrió el nuevo método de ánimo en ánimo, hasta que cierto mandarín oscuro, llama -176-

do el Insignificante, descubrió un texto que de­ cía: “Por ir de paso parecéis buenos” . En hallan­ do esto, sin leer más ni abrir el otro ojo, corrió a comunicar la noticia al Consejo de Ancianos, y el Consejo exclamó: “En verdad, en verdad, que éste es el texto” . Los ancianos volvieron al Prín­ cipe, y le dijeron: “¡Oh Príncipe! Hemos hallado la palabra tras leer el Libro con un solo ojo, y para resolver el problema moral que aqueja a tu Imperio y a las gentes de tu Imperio, no hay más solución que cumplir lo que manda el Libro. Pues dice que quien va de paso parece bueno; y nuestro juicio añade que ha de cambiar cuando se quede y permanezca. Consiente, pues, que los extranjeros se afinquen en tus tierras”. El Prín­ cipe, oyendo tal, se irritó, y dijo: “¿Qué solución es ésa? Parece de becarios principiantes, y no de mandarines ancianos. ¿Cómo voy a entregar mi Imperio a los extranjeros? Antes lo daría a la gentecilla, y a los hijos de la gentecilla”. Y los ancianos dijeron: “¡Oh Príncipe! Perdónanos, pero no existe otra solución ortodoxa, porque ta­ les son las cosas del Libro” . Y el Príncipe, lleno de ira, gritó: “¡Quitad, bobos, quitad! Pues antes que entregar mi Imperio a los extranjeros, les entregaría los mendigos y los ancianos todos”. »Entonces, el Mandarín Tuerto, como co­ nociera el mal carácter del Príncipe, se acercó suavemente a los ancianos, y dijo: “¡Oh Padres! Bien veo que habéis leído el Libro con un solo ojo; pero también observo que os falta experien­ cia en este menester de lector espiritual. Por­ -177-

que tres son los juicios o razones que adecúan la verdad a la realidad: la razón del Libro, la razón del intérprete, y la razón de la naturale­ za de las cosas. Y si el Libro ha dicho: ‘Parecéis buenos por ir de paso’. Y si vuestro juicio dice: ‘Quedaos, pues, para que veamos lo que sois’; la razón de la naturaleza de las cosas añade: ‘No es conveniente que el Imperio sea entregado a los extranjeros’. Por consiguiente, ¡oh ancianos!, el último juicio, o la razón de la naturaleza de las cosas, ha colocado a la ortodoxia en antino­ mia con la realidad. Cuando tal sucede, quiere decir que el problema que se debate no es pre­ cisamente un problema moral, sino político, que pertenece a la voluntad del Poder, del Príncipe, y, en último extremo, a la gente de estaca. Pues ya dice el Libro que ‘la ortodoxia cede a la políti­ ca’. Y tal es la sabiduría antigua y la costumbre cortés de la ortodoxia, del Libro y de la gente del Libro” . »Así habló el Mandarín Tuerto, clavando en los ancianos el fuego de su ojo de esfinge, y como ellos desearan desprenderse de este pro­ blema, se alegraron de oírle, y dijeron: “Esta es la verdad de las verdades, la razón de lo con­ veniente y el espíritu del Libro, descubierto por el ojo inocente del Mandarín Tuerto. Porque el enigma de la palabra se ha hecho para el ojo mo­ desto; y es paradoja de los cielos que un ojo vea más que dos ojos”. Y en acabando de decir esto, hicieron una reverencia al Príncipe, y se fueron contentos de abandonar tan ardua cuestión, el -178-

Libro y la lectura del Libro con un solo ojo, que no era tan natural en los ancianos de doble vis­ ta como en el Mandarín Tuerto, que, habiendo leído siempre el Libro con un solo ojo, no conocía más Libro sino el que se lee con un solo ojo.

-179-

IV. LA IRA DEL JUSTO

E

l zamarro prosiguió diciendo: — De tal manera se convirtió en cues­ tión política el asunto de los mendigos, y ya sa­ bes, ¡oh eremita!, cómo se resuelven las cues­ tiones políticas. A la semana reunió el Príncipe a sus leguleyos y a los principales de su gente de estaca, y produjo una pragmática imperial, que llevaba las armas del Imperio, el nombre de Dios, los títulos del bien y del mal, y los sím ­ bolos del pueblo. Y decía: “Por cuanto es tradi­ ción que las gentes de este Imperio resuelvan sus propios asuntos de pobreza o riqueza, de bien o mal, de estar o no estar en el mundo, de moral o necesidad, y por cuanto resulta extra­ vagante, y corrompe el decoro y la dignidad de los hombres de estos reinos, se prohíbe a los mendigos aborígenes el recibir moneda de los extranjeros. Pues este Imperio y las gentes de este Imperio saben y sabrán tener con honra sus propios mendigos. La gente de estaca pro­ curará el cumplimiento de lo que se ordena; y la pena, para quien lo contraviniere, será la pérdida de las manos, por una vez; la pérdida -181-

de las piernas, por dos veces; y la pérdida de la cabeza, por tres veces” . »De esta forma quedamos los mendigos en verdadera miseria y esclavitud, teniendo que volver a la caridad de los antiguos señores, que nos afeaban nuestra pasada conducta, diciendo: “¿No os ha dado vergüenza recibir dinero de ex­ tranjeros? Pues habéis desprestigiado el Imperio y las costumbres del Imperio” . Como yo fuera en­ tonces un hombre sensible y sencillo, que amaba las tierras, el sol, el agua y la luz del Imperio, llegué a sentir vergüenza cierta de mi antiguo comportamiento. Porque nadie había podido qui­ tarme del corazón los recuerdos de mi infancia, recuerdos y regusto también de mi patria. Así perdí a un tiempo el dinero de los pródigos ex­ tranjeros y la tranquilidad de conciencia, de ma­ nera que me hallé más pobre y desgraciado que nunca. »Tras esta pragmática, la caridad se vol­ vió austera y durísima, haciendo insoportable el oficio de mendigo. Pues aunque la caridad es de por sí una virtud cerrada y severísima, suele estar relajada por la misma apatía natural que relaja la costumbre de existir en el mundo, ex­ cepto cuando la situación de los tiempos hace nacer la desconfianza en los corazones caritati­ vos. Porque no hay nada más orgulloso, necio, absurdo, vanidoso y quisquilloso bajo el sol que un corazón caritativo en recelo. »Había entonces almas tan severas y lim­ pias que pretendían prohibir al mendigo la inges­ -182-

tión de alimentos picantes o aguas duras, pues decían que el condimento es un vicio del alimento y un placer del paladar, y afirmaban que ellos no daban limosnas para satisfacer gustos, sino para aliviar la pesantez del estómago. Por lo de­ más, en esta terrible época restauradora, llama­ da época de la Ira del Justo, se llegó a manifestar que el fin terreno de la limosna no era alegrar la vida del mendicante, y sí hacerla menos pesada. Y se propuso al Consejo de Ancianos que diera por ortodoxo este juicio. Mas como el Consejo no tuviera deseos de plantearse un nuevo problema, ni ganas de consultar el Libro, contestó: “Dejad esas sutilidades, y consentid que los mendigos se alegren o se entristezcan de estar en el mundo. Porque cada cual tiene su cuerpo, su alma y su carácter”. »Pero la Ira del Justo no se arredró, y con­ tinuó haciendo guerra a la paz, a la inocencia y a la modesta sustancia de los mendigos. Hubo un lego, beatísimo y ortodoxísimo, que dijo: “Propongo que se ordene la caridad y se saque del caos en que se encuentra. Pues, ¿de qué me sirve hacer el bien si no lo hago para el recto orden del Imperio? Así opino que se tenga en cuenta la espiritualidad de los estómagos, y que solamente concedamos limosna a los mendigos de estómagos espirituales” . »Como llegara esta tesis al Consejo de Man­ darines, el Consejo sonrió, y replicó: “¿Qué hay de nuevo en ello? Es una antigua sabiduría que ya practicamos nosotros con los becarios y los estó­ -183-

magos de los becarios. Y porque esta tesis es orto­ doxa, autorizamos y recomendamos su práctica. Por lo cual, cada justo, señor o señorona, hará cuestión de conciencia el examen del estómago de su mendigo, tratando de descubrir sus calidades espirituales. Y quien no halle en la viscera rastro o huella de espiritualidad alguna, sino indecen­ cia de la carne y de la grasa, podrá repudiar su mendigo, y buscar otro”. »Tal fue la respuesta más dura y extravagan­ te que jamás pronunció el Consejo en cuestiones de ortodoxia moral. Por ella nos vimos los mendi­ gos en precarísima situación, a merced de algo tan flaco y contingente como las aficiones espirituales de nuestros estómagos, que en lo más profundo no podían ser aficiones naturales y modestas. »Yo mismo me dije entonces: “¿Qué men­ digo podrá soportar un estómago espiritual? Porque un estómago espiritual será vanidoso e insufrible. Y si pide todos los días su alimento, ¿quién sufrirá que le pida diariamente una com i­ da espiritual? Y si el espíritu es una cualidad de los señores y un habitante de los barrios elegan­ tes, ¿cómo podrán los mendigos poseer espíritu? Ellos no haji dicho que quieran ser espirituales, ni becarios de la ortodoxia, sino gente modesta y sin luces, asnillos de carne, zoquetes iletrados y estómagos analfabetos; porque se conforman con ser cosillas creadas para el merecimiento de los señorones”. »Así comprendí que aquella respuesta aca­ baría con la modestia de la mendicidad y con -184-

las inocentes costumbres de los mendigos. Pues en el fondo tendía a favorecer la actitud de los mendigos extravagantes, existieran o no. Tam ­ bién comprendí que anunciaba la llegada de la hipocresía al campo llano de la costumbre de pe­ dir; la entrada de los distingos y la razón a un mundo tan pacífico y contemplativo como el de los mendigos; la corrupción del más dulce, sua­ ve, tranquilo, humilde y desapasionado oficio que existe en la tierra; en definitiva, la afrenta más grande que se podía hacer al Creador de los mendigos y del estómago de los mendigos. »El contenido de tal respuesta dio, por lo de­ más, nombre a la época, que se llamó época del Despotismo Espiritual. Y su leyenda fue: “Al espí­ ritu por la estaca”. Pero yo, particularmente, lla­ mé a estos tiempos con el título de “Era del olvido de las cosas primeras”, porque el mendigo es algo que pertenece a las cosas primeras. Y sentí lásti­ ma de que el espíritu y los hombres espirituales pringaran de tal forma la belleza tranquila de la vida. Y como glosara estas desgracias al calor del sol, ciertos mendigos campesinos y amigos dije­ ron: “Si a la fuerza ahorcan, a la fuerza se hacen espirituales los estómagos”. Y yo dije: “Os habéis vuelto hipócritas”. Y ellos contestaron: “¡Quita, bobo! Nos hemos vuelto espirituales. Y porque tal somos, ya no nos entiendes”. “¡Ay, amigos, ay! En verdad que parecéis becarios, y no mendigos”, dije. Y se fueron, como canalla, con la cabeza baja y el andar recatado, haciendo un gesto indecen­ te con el dedo. Y yo, como no pudiera remediarlo, -185-

sentí risa y asco de verlos; pues me hacía gracia el contemplar aquella chusma de falsos becarios presuntuosos. »Después supe que todos estos pordioseros fueron examinados, en cuanto a la espiritualidad de sus estómagos, y suspendidos seguidamente, y arrojados por la gente de estaca a los bosques y pantanos que rodean la ciudad, donde, con el paso del tiempo, han formado una raza espe­ cial de mendigos desahuciados y nudistas, que se pasan la vida engendrando hijos y pidiendo bolsillos. Pues van desnudos, no pueden pedir limosna a los viajeros ni meterse en los bolsillos las cosas que encuentran. Es una raza de gente sin historia ni progreso, recluida en el bosque y vigilada por los soldados, para que no huyan con sus vergüenzas por delante. Como carecen de bolsillos, no prosperan ni evolucionan, sino que siempre se hallan en el mismo estado pri­ mitivo. Y afirman que el bolsillo es el origen de toda perfección y toda civilización, y toda moral, por lo cual rehúsan los taparrabos que les ofre­ ce el rubor de las señoronas, que han intentado repetidas veces llevar las buenas costumbres a esta gente.. Por lo demás, poseen bellas mujeres, y muchachas de carnes encantadoras, según cuentan algunos viajeros extravagantes. Y di­ cen que estas muchachas tienen anillos, colla­ res, abalorios, dijes y otras baratijas de hueso. Y ¿sabes dónde las guardan? Pues las guardan, ¡oh eremita!, en...

-186-

V. EL HOMBRE MÁS JUSTO DEL MUNDO

A 1 llegar aquí, volví a interrumpir al mendil l g o , diciéndole: — ¡Oh zamarro! ¿Por qué abres tantos pa­ réntesis en tu historia? Pues haces prolija la narración y la llenas de opiniones y distingos innecesarios. — ¡Oh eremita! Perdona, y déjame seguir. Porque un hombre de setenta mil años ha de te­ ner opiniones. Después me miró con melancolía, y añadió: — En conociendo el destino de aquellos mendigos presuntuosos, comencé a temer mi propio futuro y las cosas de mi futuro. Yo intuía que el estómago debía de ser un órgano palurdo e irreverente, simplón y tozudo en sus aficiones, tan egoísta como los becarios y tan testarudo en permanecer como los buenos padres, por lo cual sentí miedo de que el mío no supiera alcanzar el grado espiritual y reverencioso que era oportuno. Pensando en esto deambulé por el barrio elegan­ te de los mandarines, esperando de un día a otro ser citado a examen. Una vez tuve la fatalidad de tropezarme con el varón beatísimo y ortodoxí­ -187-

simo que había alcanzado por el momento el tí­ tulo de el Hombre Más Justo del Mundo, el cual, viéndome, sonrió y dijo: —Tengo que examinarte algún día. »Mas como llevara prisa y muchos carta­ pacios en las manos, porque iba a pasar con el Sumo Mandarín los asuntos de la caridad oficial, se fue presuroso. Yo quedé con el rostro demu­ dado y el ánimo inquieto; y estuve varias sema­ nas haciéndome el perdido, temiendo encontrar a la vuelta de cualquier esquina sus ojos negros y profundos, irritables y orgullosos. El corazón me saltaba cuando alguien, que le pareciera, se me acercaba de lejos; y la vista se me nublaba cuando creía oír su voz engolada y retórica; pues mi ser entero se estremecía de presentirle. »Pero como todo tiene que ocurrir, suce­ dió, al fin, que un día, estando bebiendo de una fuente pública, vi reflejada su cara en el espejo de las aguas, y me dije: “En verdad que me ha cogido”. Y decidí entregar mi ser a la fatalidad irremediable de las cosas. El levantó sus brazos, exclamando: — Tengo que examinarte algún día, pues andas suelto con mi permiso. — ¡Oh Padre! Con el permiso del justo hay pecadores. Permite, pues, que yo haya pecado al­ guna vez, y que sea necio, simplón e ineducado. Porque soy un bobo y un hijo de la gentecilla. »El me miró desde la lejana autoridad de su alma influyente en las cosas del espíritu, y dijo: -188-

— Haces bien en ser hum ilde y recono­ cer tu linaje oscuro. M as, ¿de qué te servirá la m odestia si no tienes espíritu?; en esta vida y en la otra serás pobre, tontucio, oscuro y sim ­ plón. — ¡Oh Justo! — repliqué— Me conformo con ser una cosa humilde en esta vida y en la otra. Solo pido unas moneditas y un lugarcillo al sol. — ¡Ay, bobo, ay! Si las monedas de la otra vida son los merecimientos que se contraen en ésta, ¿qué merecimientos tienes para poseer allí un lugarcillo? — ¡Oh Justo! Espero que las almas caritati­ vas me den allí la limosna de algún merecimien­ to oscuro, como aquí me dan pequeñas monedas. En conformándome con un lugar modesto, bas­ tará el solo mérito de alguna de vuestras obras. »Entonces, él me dio con su guante suaví­ simo, y dijo: — ¡Qué simple eres y qué inocentasco! Crees que en la otra vida hay gente modesta, aunque el Libro diga que en la otra vida nadie será modesto. »Después sonrió de nuevo; y su sonrisa pa­ reció poseer la autoridad de los secretarios del Príncipe Eterno. Pues aunque el Príncipe de los Príncipes no ha nombrado secretario, tú sabes, ¡oh eremita!, que muchos hombres pasan la vida haciendo oposiciones a ese oficio... Cuando dijo tal, exclamé: — ¡Oh zamarro!, ¡oh zamarro! No opines, no opines. Deja que las cosas sucedan a las co-189-

>

I

sas. Tú eres un hombre de destino, y no de opi­ niones, como cualquier menestralillo. Porque si fueras un hombre de opiniones, serías también un hombre de porvenir. Y yo no he bajado de mis montañas para escuchar a los hombres de porvenir. — ¡Ay, eremita! — dijo— . Perdona de nue­ vo, y consiente que siga mi historia. En cuanto el Hombre Más Justo del Mundo acabó de son­ reír, añadió: — Tengo que examinarte algún día. »Y decía aquello como si quisiera jugar con mi zozobra. — ¡Oh Justo! — dije— ¿De qué vas a exa­ minarme? Pues yo soy un bobo analfabeto y un leño sin ilustración. Mis años son como con­ chas que cubren mi entendimiento; mis siglos son palurdos, y todos mis ascendientes han sido mendigos analfabetos. No querrás que vaya a la escuela, y coja la cartilla, como un parvulito de faldoncillos. No consentirás que me siente entre los mocosos, y me caiga a la acequia, en yendo a la labor. No dejarás que mis piojos vuelvan a ser infantilillos. »Abrió otra vez su sonrisa, y dijo: — ¿Y qué? ¿Acaso no dice el Libro?: “Entre los mocosos me senté para oír la palabra de los mandarines. Y fui uno más entre los parvulillos” — luego, añadió— : Tengo que examinarte algún día. Pero no de la palabra que sale de la boca del hombre, sino de la que sale de la boca del espíritu. -190-

»Y, diciendo esto, se fue, porque llevaba también muchos cartapacios y papeles en los cartapacios, y misión de visitar al Sumo Manda­ rín. Mas cuando apenas había andado algunos pasos, se volvió y dijo: — ¡Oh mendigo! Dime, ¿qué te comerías si tuvieras mucha hambre? »Y, como yo notara que quería tentarme, dije: — ¡Oh Justo! Comería mi propio estómago, para que no me escandalizara. »Entonces, él entornó sus grandes ojos, se llevó la mano a la barbilla, y dijo: — ¡Oh mendigo! Esta es una respuesta in­ geniosa, y no moral. Y, como tal, ambigua y me­ tafórica. »Y, acabando de decir tal, se fue definitiva­ mente, aunque, desde la lejanía, volvió la cabe­ za, y gritó: — Se me olvidaba decirte que tengo que examinarte algún día. »Enseguida corrí a las puertas del Palacio de los Compromisos, en busca de los mandari­ nes. Pues pensaba que habían de tenerme consi­ deración, por los muchos años que llevaba sien­ do su mendigo oficial. Cuando salían en grupo, hablando de sus cosas y arrastrando sus precio­ sas vestiduras y la turba de sus criados y legos, les abordé, diciendo: — ¡Oh ancianos! Tened piedad de vuestro mendigo. Porque el Hombre Más Justo del M un­ do quiere examinarme; y pienso que ha de sus­ -191-

penderme, pues soy un pobretón y un inocentasco sin ilustración. »Los ancianos, en oyéndome, susurraron entre sí, sin dejar de contemplarme, y se acer­ caron al Sumo Mandarín, y le hablaron queda­ mente. Él bajó con gran majestad las gradas del pórtico, mientras refulgían al sol las piedras de sus vestiduras, y se dirigió a mi figura, seguido de los ancianos, que llevaban en las manos los rollos del Libro. Viéndole, incliné la cabeza, bajé los ojos y junté las manos a la altura del estóma­ go. Y él dijo: — ¡Oh mendigo!, parvulito. No temas, pues el Justo no te examinará. Porque desde que se ha convertido en el Hombre Más Justo del Mundo, tiene mucho que hacer, y no le queda tiempo para examinar mendigos. Advierte que es el Justo oficial del Imperio, y un justo oficial siempre lleva prisa — después añadió— : Tam ­ bién eres tú una tradición inveterada por la cos­ tumbre continua; y una tradición no se ha de quebrar en un examen. »Y, diciendo tal, me dio con el rollo de las Escrituras en el hombro, como señal de bonda­ doso afecto, para acabar de confortarme. Por lo cual yo quedé definitivamente tranquilo y des­ preocupado. »Sin embargo, durante muchos siglos seguí viendo al Hombre Más Justo del Mundo, que siempre me decía: — ¡Oh mendigo! Tengo que examinarte al­ gún día. -192-

»Pero yo sabía que nunca llegaría ese día, porque el Justo llevaba prisa en todo momento. Y como transcurrieran siglos y siglos en esta si­ tuación, llegó a olvidarse de su misión y prome­ sas primitivas; y ya, viéndome, no me recordaba su viejo propósito. Por lo cual, muy seguro yo de sus ocupaciones y de la corrupción y el olvido de las primeras intenciones de los hombres y de las cosas de los hombres, le decía: — ¡Oh Justo! Tienes que examinarme al­ gún día. »Y él, recordando cosas lejanas y de otro mundo, contestaba: — Pues tienes razón. Algún día habré de examinarte. »Y se iba con sus cartapacios; sus ojos ne­ gros y su prisa. Hasta que un día, como yo le dijera lo mismo, alzó sus brazos, y gritó: — ¡Oh mostrenco! ¿Qué dices? ¿Acaso crees que me he quedado para examinar mendigos? »Y así acabó, ¡oh eremita!, la historia del examen espiritual de los mendigos; y, con ella, la durísima época del Despotismo Espiritual, que, como sabes, siguió a la época de la Inflación de Virtudes.

-193-

VI. LOS MENDIGOS HEREJES

E

l zamarro continuó diciendo: — No creas, ¡oh eremita mío!, que todos los mendigos soportaron tan fácilmente las iras de la caridad irritada; pocos han podido contar los días que yo cuento. Porque muchos fueron desterrados, como te he dicho; y muchos comenzaron a entriste­ cerse y a sentir nostalgia de los tiempos pasados, que es la peor y más amarga e impotente de las nostalgias; y muchos cayeron en el oprobio de to­ mar limosna de los extranjeros, y perdieron las ma­ nos, las piernas y la cabeza, por reincidir tres veces; y otros se suicidaron, colgándose de los árboles. »Por lo cual las almas caritativas dijeron: “La limosna que dimos se hizo carne de mendi­ go. Y esa carne sirve hoy de alimento a los cuer­ vos. ¿Acaso hemos dado nosotros limosna para alimentar cuervos?” . »Y descolgaron los cadáveres de los ahor­ cados, y los quemaron, y repartieron las ceni­ zas, que fue como recuperar las limosnas o tener merecimientos en la propia casa, metidos en un frasquito. Pues la ira del justo es el más grande azote que Dios ha enviado a los pueblos. -195-

»Mas lo peor fue que otros muchos mendi­ gos, en viendo tales cosas, cayeron aún más aba­ jo. Pues se entregaron al desencanto, y se vol­ vieron untuosos y absurdos, dando en llamarse a sí mismos “mendigos justos” , y ofreciendo sus sufrimientos a las promesas del Libro. Tales quisieron adivinar en las palabras del Libro fra­ ses de porvenir para los mendigos, y afirmaron que el Libro se había escrito para los pobres, y no para los ricos. También compusieron conso­ laciones filosóficas en elogio de la pobreza y del nihilismo; por lo cual fueron llamados “mendi­ gos sabios”, o “mendigos filósofos” . »Y como los mandarines supieran esto, di­ jeron: “¿Quiénes son los mendigos y qué ilustra­ ción tienen para elogiar la pobreza? Si la pobre­ za tiene elogio, la han de elogiar los mandari­ nes y los hombres ilustrados, no los pobretones analfabetos”. »Y, sin más, declararon heterodoxos a los mendigos filósofos; por lo que fueron también lla­ mados “mendigos herejes”. No he de contarte, ¡oh eremita párvulo!, lo que sucedió entonces. Pues sucedió que la gente de estaca recibió órdenes de dar caza a estos mendigos, que fueron cogidos como alimañas en la red, y llevados a la ciudad, como chusma del diablo; y juzgados, y condena­ dos a morir en la hoguera pública. Y como fuera grande la ira de los justos, también fue grande la locura de esos herejes, porque ninguno quiso re­ tractarse, y todos murieron nombrando el Libro y las palabras del Libro. -196-

»Y yo me decía: “Soy bobo, o mis años me hacen ver cosas de bobos. Por el mismo Libro matan unos, y otros mueren. Y todos están con­ tentos con el Libro; y todos afirman que ellos di­ cen lo que dice el Libro. Pues parece que el Libro se haya hecho para satisfacer la crueldad de los hombres, el orgullo, la vanidad, la untuosidad y la soberbia. Porque, en leyendo el Libro, nadie quiere ser modesto; y por tal mueren y matan” . »Y como anunciara estas ideas a ciertos men­ digos herejes, me dijeron: “Por la verdad se muere, y no por el Libro. Y la verdad se sella con la sangre. Porque nosotros no queremos ser una mentira” . »Mas como los mandarines conocieran esta respuesta, por la espía de los becarios, que iban predicando ortodoxia a los herejes, dijeron: “Tam­ bién son osados y presuntuosos estos herejes” . »Y ordenaron que les amordazaran en la hora del tormento, para que no imploraran el Libro ni las cosas del Libro en el momento de la muerte. Porque hay crueldades y cruelda­ des; y solo la crueldad de la canalla, por ser una crueldad analfabeta, es peor que la crueldad del justo, aunque la crueldad de la canalla tiene la razón de los siglos. »Los mandarines lograron del Príncipe auto­ rización de perseguir y encarcelar a todos los men­ digos del Imperio, sospechosos de herejía. Y como los cabezas rapadas de las villas y aldeas fueran los encargados de recibir las denuncias y entender de las acusaciones, se acrecentó la crueldad; pues en los burgos rurales se confunde la competencia -197-

del Poder con la competencia de los mandarines; y todo viene a convertirse en fiereza. »De tal manera cayeron en sospecha miles de mendigos herejes; y miles de inocentes, acu­ sados de encubridores. Y fue de ver la matanza que de ellos se hizo. Pues hubo un platerillo que amaba a cierto mendigo, porque decía tenerle como hijo natural, habido con una moza de cán­ taro. Y como éste fuera acusado de heterodoxia, preguntaron al platerillo qué opinaba; y dijo que él opinaba lo mismo que el mendigo, por lo cual fue también condenado y muerto. »El caso del platerillo simplón se repitió en otros inocentes, hasta el punto de extender la sospecha de herejía a todos los ciudadanos del Imperio, mendigos y no mendigos. Y como la opresión y el terror fueran inaguantables, se levantó la gentecilla en algunas provincias, en­ tregándose a la crueldad. Y el Príncipe envió las legiones imperiales, que entraron al degüello. »Así fue aquel tiempo una época sangrien­ ta, llevada de la locura y de la vanidad. Después de tantas matanzas, apenas se podía contemplar un mendigo vivo; y, cuando se le hallaba por al­ gún camino solitario, se le veía triste y temeroso, como una sombra fugitiva. No obstante, andaban todavía por la ciudad algunos mendigos oficiales, que se dirigían a las almas caritativas, diciendo: “Dad limosna a un mendigo ortodoxo, analfabeto y simple” . Y ésta era la confesión que les protegía de las iras de la caridad y de la ortodoxia irrita­ das. -198-

»Mas hubo cierto mendigo, cabecilla here­ je, que se fugó a un reino contiguo, disfrazado de mandarín, pues era tan ilustrado que podía pasar por tal. Y como el regente de ese reino fue­ ra enemigo de nuestro Príncipe, le acogió como a un santo, y le ordenó que siguiera escribiendo y arrojando palabras por aquella boca. Y el men­ digo hizo su gusto, y afirmó que los mandarines carecían de autoridad para prohibir a nadie el escribir sobre la pobreza. Y el regente le alentó. Después dijo que los mandarines eran imposto­ res, que afirmaban lo contrario de lo que dice el Libro. Y el regente le alentó. Luego añadió que el Libro no tenía más interpretación que el entender común de los hombres. Y el regente le alentó. Seguidamente manifestó que el Libro había sido escrito para pobres y ricos, sin distin­ ción de castas. Y el regente le alentó. Al punto afirmó que el Príncipe no poseía poder legítimo para perseguir a los mendigos filósofos ni al pen­ samiento libre. Y el regente le alentó. Y así con­ tinuó diciendo mayores y más graves herejías, seguro de la protección del regente. Y dijo que el reino de la otra vida había de ser el reino de los mendigos, filósofos o no filósofos. Y el regente le alentó. Y dijo que los mendigos juzgarían a los señores en la otra vida. Y el regente le alentó. »Y dijo que los mendigos habían sido pues­ tos en este mundo para espiar a los señores y las conductas de los señores. Y el regente, entonces, mandó que se callara. Pero él no calló; y dijo que el reino de este mundo debe ser de los mendigos, -199-

y que los mendigos han de estar por encima de los príncipes y de las cosas de los príncipes. Y el regente, sin más, le cortó la cabeza, por blasfemo y hereje. Pues dijo: “Bien está que los mendigos, santos o no santos, pidan el reino de la otra vida y el porvenir de la palabra del Libro; con ello a nadie dañan. Pero es presuntuoso que soliciten el reino de este mundo; porque el reino de este mundo pertenece al Príncipe o al regente”. »Así languideció la herejía de los mendigos filósofos. Porque nuestro Príncipe se congratuló cuando el regente le envió la cabeza del hetero­ doxo, metida en ceniza. Los mandarines rieron la ocurrencia del regente, y le enviaron unas ta­ blillas con esta sentencia del Libro: “Consentí al necio, y el necio dijo: Mío es el reino de los cielos. Adulé al necio, y el necio dijo: Mío es el reino de la tierra. Dame tu reino y las cosas de tu reino” . »El regente, por lo demás, contestó a los mandarines con muchos presentes riquísimos, y otra tablilla de oro, que decía: “Dios ha creado al Príncipe y los mandarines para que el Príncipe y los mandarines se entiendan”. »Mientras se cruzaban estos regalos y sen­ tencias, el Imperio amanecía plagado de cuer­ vos, que comían la carroña de los atormentados; de gusanos sobre los cadáveres sin enterrar, y de cadenas de cabezas cortadas, que adornaban las entradas de las ciudades y villas. Y era difícil salir al campo sin oler a corrupción, y contem­ plar los buitres picoteando la carne heterodoxa. -200-

VIL ÚLTIMOS SUCESOS

E

l zamarro prosiguió diciendo: — De tal forma, ¡oh eremita de corazón ingenuo!, resistí la fiereza espiritual de aquellos tiempos, sin perder la vida ni la esperanza. Pero mi alma se doblegó definitivamente a la triste­ za, en ausencia de la alegría de mi juventud y de la inocencia primitiva de mi ser. »Así he vivido durante veinte milenios, hasta que, en estos días, me ha ocurrido algo extraordinario. Una señorona, que me tenía en lástima, me ha legado sus bienes en testamento. Y como hoy es grande la escasez de mendigos oficiales, y yo soy el más antiguo y el único que merece la categoría de tal, los mandarines han dicho: — No está bien que perdamos la causa de nuestros merecimientos. »Y me han buscado, y me han arrojado a la cara estas palabras: — ¡Oh mendigo! Tú sabes que siempre has sido una cosa nuestra, pues te hemos tratado como a un hijo. Dinos: ¿Acaso quieres dejar de ser una cosa de los mandarines? No te ensoberbezcas -201-

de lo que hoy te ocurre; porque a un hombre que vive tanto le tienen que suceder muchas cosas. »Y, como intuyera sus intenciones, les he contestado: — ¡Oh ancianos! Si el libro dice que se dé a cada uno lo suyo, dadme la fortuna que he he­ redado. »Y ellos, muy irritados, han dicho: — ¡Quita, bobo! Tú no sabes lo que un hom ­ bre ha de saber para heredar. Porque un here­ dero ha de saber leer y escribir, para firmar el recibo de la herencia. — ¿Acaso no soy viejo para aprender tal? Pues no tengo edad escolar. — Claro, bobo. Y, además de viejo, torpe. Porque somos nosotros los que hemos de exami­ narte. Cédenos esa fortuna, y ya te la devolvere­ mos, limosna a limosna, de por vida. »He comprendido entonces que estaba per­ dido, y les he dicho: — Escuchadme: Setenta mil son mis años, y setenta mil mis piojos. Cuando yo tenía un año, tenía un piojo; y cuando cien años, cien piojos; y cuando mil años, mil piojos. »Y ellos, en mirándose, han proferido: — ¿Qué querrá decir con este enigma? Por­ que habla como una esfinge. — Quiero decir que me pesan mis piojos y mis años — he aclarado. — ¡Oh mendigo! Reconoce que no es ésta una respuesta cortés ni razonable. Pues, ¿acaso te hemos dado nosotros los piojos y los años? -202-

— Tal es verdad. No tenéis culpa de mis años ni de mis piojos; pero sí de haberlos irrita­ do. Y mirad lo que son setenta mil años y seten­ ta mil piojos irritados. »Yo sabía que el decir esto era como pre­ sentar la dimisión de mi oficio, y, quizá, de mi existencia. Pero ya me sentía un poco cansado de mi oficio y de los mandarines. Ellos han reí­ do, y han dicho: — Mira éste. Se irrita ahora, y se ensober­ bece como un señorón, porque tiene herencia que recoger. »Y me han golpeado en el hombro. — ¡Oh ancianos! Yo juro por mis piojos sa­ grados y por la inocencia de mis piojos que, si algún día tuviere hambre, me habré de comer el Libro, sin pensarlo, y habré de dar a mis piojos parte en el banquete. »En cuanto he terminado de decir tal, los ancianos, llenos de gozo, han levantado los bra­ zos al cielo, y han gritado: — ¡Blasfemó, blasfemó! Reo es de muerte. »Y me han condenado. Así terminó su larga historia, llena de pa­ réntesis y pormenores. Y cuando acabó, seguía todavía en cuclillas. Entonces, le dije: — ¡Oh zamarro! En verdad que me das lás­ tima. A tus años debe uno de haberse acostum­ brado a vivir. — ¡Oh eremita!, parvulillo. Esta mañana he estado pensando. Y, ¿sabes lo que he pensa­ -203-

do? Pues he pensado que si en el mundo existe alguna verdad, y esa verdad no soy yo, todo es mentira. Porque si en el mundo hay una verdad, y esa verdad no soy yo, no sé cómo he podido soportar la vida. — ¡Ay, ay! No consientas que a la hora de la muerte salga el asno que llevas dentro, que es el asno de la vanidad. Porque dicen que la última tentación llega con la muerte, y es la tentación de morir con untuosidad. Y, puesto que has vivi­ do en cuclillas, es modesto y bueno que mueras también en cuclillas, como una cosa inocente. Si no obras así, borrarás con la muerte soberbia el encanto candoroso de tu vida. Porque el hombre ha de morir como si no fuera a morir; y cada uno ha de convertir su muerte en un hacer más de su vida. — ¡Ay, eremita! Voy a hacerte caso, porque eres aún más simple e inocentasco que yo. Un día vi morir a un niño; y moría tan sencillo, que me dije: ‘En verdad que el morir es una gran inocencia, y el vivir una gran premeditación’. Enséñame, pues, a morir como tú quieres. — ¿Acaso crees que yo soy un consolador de moribundos? Si no te he enseñado a vivir, ¿qué autoridad tengo para enseñarte a morir? Porque has de morir en el seno de tu vida, y no en el mío. Al oír tal, se levantó, y vino hacia mi figu­ ra. Entonces pude notar que era un hombre alto y majestuoso, con toda la dignidad de sus seten­ ta mil años ingenuos. Llegó, pues, y me abrazó; -204-

y yo noté en mi cara el helor húmedo de sus me­ jillas. Y dije: — ¡Oh zamarro!, corazoncillo tierno. Desde hoy no te llamaré más zamarro, sino por tu pro­ pio nombre. — Mis padres me pusieron Ceferino — dijo. — Pues Ceferino te llamaré en adelante. Mas, cuando apenas había terminado de decir tal, entraron los guardianes, y dijeron: — ¡Oh mendigo! Ya es hora de que vayas a pedir limosna a la otra vida. Y él, en preparándose, contestó: — ¿Acaso no he presentado a los mandari­ nes la dimisión de mi oficio? Y los guardianes rieron y dijeron: — ¿Quién eres tú para eso? Los ancianos ponen y quitan sus mendigos, según quieren; y no admiten la voluntad de nadie. — ¿Acaso no he de cambiar de costumbre cuando cambie de vida? Pues, ¿qué sabéis voso­ tros del otro mundo? — ¿Qué podrás ser tú en cualquier mundo, sino mendigo? Porque los señorones no querrán ser tus iguales. Entonces intervine, y dije: — ¡Oh guardianes! ¿No os avergüenza el ser crueles con un hombre que va a morir? Pare­ céis bestias sin cortesía. Y ellos dijeron: — ¡Oh eremita! ¿Por qué hablas así a unos pobretones que se ganan el pan con su traba­ jo? Considera que no somos nosotros, sino los -205-

mandarines, quienes condenan a los presos. Y, porque tengamos este oficio, no hemos de estar siempre entristecidos y melancólicos. Pues es humano gastar bromas y ser ocurrentes. Y, diciendo tal, se llevaron a Ceferino, ce­ rrando después la puerta con todas las llaves. A la noche siguiente oí graznar los cuervos sobre el patio de la cárcel. Y su aleteo asqueroso me turbó el sueño y las gracias del sueño.

-206-

LIBERACIÓN DEL EREMITA

I. LA CALIDAD IRREMEDIABLE

espués estuve otras veintidós semanas en la cárcel. Y supe que el Príncipe había ape­ lado, en última instancia, al Gran Padre, que se halla por encima del Consejo de Ancianos y del Sumo Mandarín, porque es la esencia pura del Libro y de la palabra del Libro. Y como el Gran Padre fuera ganado por los deseos del Príncipe y los intereses políticos y económicos del Imperio, dio esta sentencia definitiva: “Puesto que es irremediable lo que es fatal, el eremita es irremediable. Pues dice el Libro que siempre habrá eremitas y genteci­ lla” . Esta sentencia, semejante a la que tú has pronunciado delante de los buenos padres, era definitivamente absolutoria, porque daba a la cuestión la calidad de cosa juzgada. Y desauto­ rizaba por segunda vez al Consejo de Ancianos; y devolvía al Príncipe, sin más, las ropas que ne­ cesitaba para vestir la gente de estaca. Pues, en los considerandos de la misma, el Gran Padre había implorado el principio de que la ortodoxia cede a la política.

D

-209-

Así acabó mi juicio con la victoria del Prín­ cipe. Por lo cual me dije: “En verdad que soy un suceso extraño. Habiendo sido juzgado por los mandarines, no he perdido ni ganado con ello, sino los mandarines y el Príncipe. Porque ellos han luchado con sus palabras y distingos, y ellos han resuelto con mi pleito sus propias cosas”. Enseguida recibí la visita del Hombre Más Orgulloso del Mundo, que llegó con sus grandes ojos negros, y dijo: — ¡Oh bestia! Agradece al Príncipe cuanto ha hecho por ti y por tu vida. Pues ha sido bon­ dadoso y magnánimo. —Me ha parecido un Príncipe cortés — con­ testé— . Dile que le he agradecido que me llama­ ra “viajero” cuando estuve en su palacio. Porque es un título que favorece los días de un eremita solitario. Tras esto, se fue el Hombre Más Orgulloso del Mundo, y el alcaide de la cárcel me dio cédu­ la de libertad, diciendo: — Los soldados debieran acompañarte has­ ta llegar a tus tierras. Pero, como el Imperio está en guerra, habrás de ir solo. Vete, pues, y no temas, porque se ha hecho saber a todos los cabezas rapadas y alcaldes de villas y ciudades que eres irremediable. Y, diciendo tal, me leyó el texto de la orden que se había cursado a los correos imperiales, para hacerla cumplir a los cabezas rapadas. Y decía: “Si veis un eremita que predica un calen­ dario de fiestas, y otras cosas que afirma haber -210-

las aprendido de la modestia inocente de su tie­ rra de montañas, consideradle como un suceso irremediable y efímero. Porque él mismo confie­ sa que es efímero” . — ¡Oh alcaide! — dije— . Veo que es una or­ den cortés y estricta. Mas dime: ¿Por qué se afir­ ma con tanto empeño que soy efímero? Aunque en verdad lo soy, por propia sustancia, no veo razón de que se diga en una orden imperial. — ¡Oh eremita! No seas bobo. Se dice eso para consolar a los cabezas rapadas. Porque si se afirma que eres irremediable, habrá que añadir que eres efímero, ya que nada hay tan terrible como un ser irremediable y eterno; un tostón cínico, malintencionado, iracundo, in­ fantil, inquieto, irritado y analfabeto como tú. ¿Acaso pretendes que los cabezas rapadas crean que eres como el mundo y como la existencia en el mundo? — Escucha: ¿Quién ha dicho que soy irre­ mediable? Han sido los mandarines. Yo solo he dicho que soy efímero, y que no he querido pre­ dicar, ni estar aquí, ni conocer a los mandarines, ni ser la pesadilla de los cabezas rapadas, ni un objeto de distingos. Después salí a la ciudad, como un hombre libre. Y mi primera salutación fue al sol, pues, en viéndole tan paciente y tranquilo, dije: — ¡Oh sol! Me alegra que seas modesto y humilde, y que sigas haciendo la vista gorda ante las cosas que suceden en el mundo. M ien­ tras yo he habitado la cárcel, tú has prosegui­ -211-

do el camino de tu naturaleza, como una cosilla que cumple el método de su sustancia íntima. Y mientras yo he vivido allí dentro, la modestia de tu ser me ha incitado a continuar en la mía. Porque ningún padre es tan callado, bondadoso y paciente como tú, que soportas ante tu vista cuanto sucede sin tu permiso. Y ya que has esta­ do ayer y hoy en mis montañas; y has alegrado las cosas de mis montañas y los amores de mis gacelas; y has calentado tan generosamente la carnecita de mis insectos, consiente que te agra­ dezca tan magnánimo hacer, y te llame, desde hoy, bisabuelo. Pues mi abuelo es mi ser, y yo quiero que tú seas el padre de mi ser. Cuando hube saludado así al sol, sin in­ tención de adularle, por el inmenso respeto que siempre le he tenido, decidí saludar a mis piojos, y les dije: — ¡Oh infantilillos!, tenaces y pequeños punzones, almitas aladas. Puesto que sois de la tierra, como yo, he amado vuestra presencia candorosa, porque vosotros sois también inocen­ tes de estar aquí abajo. Os agradezco la compa­ ñía, el contento y la distracción que me habéis concedido mientras he habitado en la cárcel. Y ya que me habéis entretenido con vuestros bai­ les alborozados, recibid la hermosura del día y el calor del sol como un presente que os ofrezco.

•212-

II. LA GENTECILLA URBANA

E

n acabando de cumplir así con el sol y con mis piojos, me vi rodeado de la gentecilla curiosa, que decía: — Este es el eremita que han condenado los mandarines. Y todos me miraron con ojos de distancia; por lo cual comprendí que me tenían por un ser extraño, y les dije: — ¡Oh gentecilla! No juzgadme extrava­ gante. Aunque predico, no he querido predicar ni estar aquí. — ¡Oh eremita! — dijeron— . Tu presencia nos causa temor. Tú puedes predicar, porque has sido declarado irremediable, pero nosotros no sabemos si nos será lícito escucharte. —Así como he saludado al sol y a mis pio­ jos, así quiero saludaros; porque también sois pacientes, como el sol, e inocentes como mis pio­ jos. Pues, como él, hacéis la vista gorda ante lo que sucede; y, como ellos, sois cosas de la tie­ rra. — No sabemos lo que quieres decir, ni he­ mos sido autorizados a creer en tu palabra. *

-213-

— ¡Parvulitos! No temed; habéis sido decla­ rados irremediables, como yo. La sentencia del Gran Padre dice que siempre habrá eremitas y gentecilla. Al oír tal, la gentecilla murmuró entre sí, y luego dijo: — ¡Oh eremita! No es a ti, precisamente, a quien tememos, sino a tus demonios. Porque tú eras hace poco un condenado a muerte, y ahora eres un hombre libre, con autorización para pre­ dicar. Y tienes la misma cédula que nosotros, para estar en el mundo, que es la cédula de ser un suceso. Tus demonios deben de ser muy im ­ portantes. — ¡Quitad, bobos! Mis demonios son criaturillas sin prestigio, tan simples, lerdos, melan­ cólicos e inocentes como vuestros niños; asnillos presuntuosos, que solo han servido para irritar­ me, enternecerme y ruborizarme; almitas tor­ pes, que han dado con mis huesos aquí abajo. — Si tus demonios no tienen crédito — di­ jeron— , ¿a qué vienes? Nosotros necesitamos gente de influencia, y no hemos de seguir a unos demonios oscuros y bobos. — ¡Ay, gentecilla, ay! ¿Acaso no os intere­ sa irritaros, enterneceros y ruborizaros? Porque mis demonios enseñan esas maneras del ser: la de la ternura, la del rubor y la de la irritación. Como oyeran esto, rieron ellos con tristeza, y dijeron: — Este no es el eremita que nosotros nece­ sitamos, loco y espiritual. -214-

Y escupieron, desconsolados. Luego salieron, de entre todos, un menes­ tral joven, de porte severo, y un viejo muy arru­ gado y ciego, que traía las manos vendadas. El menestral me miró con sus ojos de mozo inquie­ to, se ladeó la gorrilla, y dijo: — Comprende que éstas no son palabras para nosotros. Pues, ¿qué porvenir tiene eso de ruborizarse, enternecerse e irritarse? Déjate de vocablos, y mira cómo lloran nuestros hijos. Por­ que nuestros hijos no tienen porvenir. La gentecilla, entonces, movió la cabeza con melancolía, y gimió. Algunos de los hombres comenzaron a retirarse; y muchas de las muje­ res se fueron yendo, con sus niños de la mano, mientras decían: “En verdad que no es éste el eremita que nosotros necesitamos”. En ese momento intervino el ciego, y, alar­ gando las manos como para tantear mi presen­ cia, dijo: — ¡Oh eremita! ¿Eres viejo? — Cuando tú eras niño, yo era niño — dije. Entonces, él sonrió con su cara de ciego, y dijo: — ¿Me conoces acaso? — Eres Palucio, el hombre cegado por los mandarines. Has nacido en mi misma aldea, y tu madre se llama Eufrasia. Aunque desde la mocedad falto de las tierras de mis padres, sé tu historia y las razones de tu historia. Me han di­ cho que tú querías ser un hombre de porvenir. — Te han mentido, ¡oh eremita! Porque yo solo quería el porvenir para la gente de mi casta; -215-

para los míos y los hijos de los míos. Desde mozo no pude dejar de sentir esta afición redentora, aunque el Libro diga que la gentecilla es algo que “está ahí” , mera historia natural y simple suceso. Por eso he odiado siempre el Libro y las cosas del Libro. Al oírle así, la gentecilla susurró quedo, y luego gritó: — ¡Oh padre! Ten cuidado, pues los beca­ rios están al acecho. Mira que la suspicacia po­ see mil oídos. El se turbó, y comenzó a mover la cabeza, preguntando: — ¿Dónde están? ¿Dónde están los beca­ rios? — ¡Oh Palucio! No temas. Los becarios an­ dan ocupados en estudiar el Libro, y no tienen tiempo de salir a la plaza pública. Considera que son gente de porvenir. Entonces, él se acercó, tocó mi cara con sus manos, y dijo: — Me parece que te conozco. A l mismo tiempo abandonamos la aldea. Tú, camino de las montañas; y yo, de la ciudad. Anduvimos juntos un largo trecho. — Tienes razón, Palucio. Tú caminabas hacia el porvenir; y yo, hacia el presente de las cosas. En aquel tiempo afirmabas que eras un hombre espiritual. —Yo te creía inocente; porque no sabías que en el mundo había becarios, legos y mandarines. Comprendí que no te interesaba el porvenir. -216-

— Los legos, los becarios y los mandarines me han hecho bajar de mis montañas, porque han irritado mi presente. — M e hace gracia pensar en este encuen­ tro. Por el presente y por el porvenir, y por amor al presente y al porvenir, estamos los dos contra los mandarines. — Considera, Palucio, que llevamos dis­ tintos caminos andados. No somos de la misma fe. — Todos los caminos inocentes van contra los mandarines y las cosas de los mandarines. — Pues no iré contra los mandarines en nombre de tu porvenir. Porque yo no amo a los hombres ni las castas de porvenir. Y soy el m is­ mo de cuando mozo. En esto volvió a intervenir el joven menestral, que se quitó definitivamente la gorrilla, y dijo: — ¡Oh eremita! Ya que eres paisano de Pa­ lucio, un padre para mí, consiente que te hable como a un igual. — Habla como gustes. Entonces, él abrió sus ojos, y dijo: — Desengáñanos, y dinos si predicas el rei­ no de la otra vida. Porque, para pensar en la otra vida, ya tenemos el Libro de los mandari­ nes. Ten, pues, piedad, y no te burles de nosotros y de nuestras aficiones. Y si has de predicar el desencanto, déjanos, y vete; pues el desencanto no tiene porvenir. Como el menestral dijera tal, la gentecilla asintió con la cabeza; por lo cual comprendí que -217-

le tenían por hombre importante, siendo discí­ pulo de Palucio. — ¡Quitad, y dejadme! — dije— . Queréis ser gentecilla de porvenir, y solo la canalla lo es. Porque los hombres de porvenir han sido y son de la canalla. Y ellos, ladeando al menestral, gritaron: — ¡Oh eremita! Más vale callar. Pero dinos, ¿qué nos das si nos quitas el porvenir? — ¡Oh bobos! Os doy el presente. Porque yo no he bajado de mis montañas para haceros be­ carios de un nuevo Libro o reino de este mundo. No he venido a haceros mandarines, legos, cabe­ zas rapadas o gente de estaca de otro orden de cosas, pues todos los legos, los mandarines y los cabezas rapadas son iguales en un orden que en otro, y se llaman irremediables, y se creen eter­ nos y perennes, y hablan de la gentecilla como de algo que está ahí, y tienen sus mujeres y sus hijos, que estudian para becarios, y poseen sus aficiones y sus vanidades. Veo que pretendéis ser hombres de porvenir, sin pensar que los ma­ les de vuestra casta vienen de ellos. Y no puedo sufrir que me pidáis el porvenir con esa inso­ lencia presuntuosa de analfabetos. Si queréis el porvenir, meteos a becarios. — Ya que hablas así— dijeron— , predíca­ nos ese presente que nos anuncias. Porque debe de ser un presente sin hambre. —Ahora no quiero. Porque veo que sois una gentecilla urbana con ideas propias, a la mane­ ra de los becarios. -218-

Y, diciendo tal, me aparté como pude, y les dejé muy melancólicos. Y algunos decían: — ¡Bah! Este eremita, que parece tan he­ terodoxo, es un eremita como otro: una especie de mandarín, vestido de pobretón, que intenta adularnos con la idea de la otra vida o con el reino de la interioridad.

-219-

III. EL DISCÍPULO DE PALUCIO

sí dejé la gentecilla, y me adentré en la ciu­ dad, camino de los barrios elegantes. Mas, cuando apenas había recorrido un pequeño tre­ cho, vi que me seguía la figura del menestral, el cual me abordó al fin, y dijo: — Perdona que te siga, ¡oh eremita!, y con­ siente que te hable. Un hombre que ha estado a punto de morir, puede soportar mi juventud sin enfado. Y es peor morir que oír a un presun­ tuoso. — Si fuera fariseo — dije— , diría que es peor oírte que morir. Mas voy a detenerme bajo estos tilos, para escucharte; entiendo que has de tener mucho que decir. — ¡Oh eremita! Tú sabes que los mandari­ nes cegaron a Palucio porque decía que había visto a Dios en la gentecilla y en las cosas de la gentecilla. Yo no diré tal, porque no creo en eso. — ¡Oh menestral! ¿Acaso no es Palucio tu maestro? La gente dice que eres su discípulo. — Entiéndeme, Palucio es viejo, y hombre de otros tiempos; posee intuiciones, pero carece de instrucción. ¿Qué más se le puede pedir, sino

A

-221-

que hable con sus propias palabras? Y así como él tiene las suyas, así tengo yo las mías, sacadas de la propia cosecha de mis lecturas. Aunque Palucio es mi maestro, reconozco que pertenece a un mundo antiguo. — Está escrito que el discípulo aventaje al maestro, sobre todo cuando el discípulo es un lector de novedades. Mas dime: ¿Qué noticias has leído que echen por tierra los treinta mil años de Palucio? ¿Acaso no cuenta ya el tiempo en la sabiduría? —Yo no cuento por milenios, sino por días. Cada día tiene su hambre y su pan, y sus legos, y sus mandarines y sus becarios que anuncian la permanencia del llanto en nuestros niños. Y mientras lloren mis niños y los de mis herma­ nos, ¿por qué he de preocuparme de los treinta mil años de Palucio? — Bello es lo que dices, ¡oh menestral!, be­ llo, tranquilo y tierno. Te llamaré bendito si te irritas por el hambre de tus hijos. — No me irrito, ¡oh eremita!, premedito. Porque la irritación no tiene porvenir, y la pre­ meditación es el futuro de las cosas. De los man­ darines he aprendido a premeditar. Mira, pues, como soy: a la manera de los mandarines, pero con ideas diferentes. — ¿Por qué dices eso? Tú sabes que yo odio los mandarines, los cabezas rapadas, los legos y los becarios de cualquier clase que sean. — No obstante, algo tienes de ellos. Ambos creéis en los demonios y en las cosas de los de­ -222-

monios. Cuando llegue la hora de la gentecilla, como los mandarines, los legos, los becarios y los cabezas rapadas, prohibiremos, sin más, la exis­ tencia de demonios y de eremitas antiguos. — Digno de mandarines recién llegados es prohibir tales cosas; muy propio de señores aca­ bados de hacer, o de inocentes entusiasmados con alguna clase de nuevos tiempos redentores. Mas no son esas las ideas de Palucio; porque él decía que todo tiempo es tiempo viejo. Y odia­ ba la manera de los mandarines, allí donde la viera. — Palucio es un soñador y un loco; ignora que el mundo no puede ser regido sino al modo de los mandarines. Lo interesante es que no sean siempre los mismos, sino que cambien de arriba abajo y de abajo arriba. Palucio y tú tenéis que aprender todavía mucho. — Pues, enséñanos, ¡oh menestral! —Aprende esto: Los que ahora sufren, go­ zarán un día; y los que ahora gozan, sufrirán. Quienes mandan, obedecerán; y quienes obede­ cen, mandarán. Tal es la doctrina que yo predico sin ayuda de Palucio. — Eres descortés; de repente me echas en­ cima el peso todo de una doctrina de porvenir. Mas te perdono, porque eres joven y porque pre­ dicas cosas de la otra vida. — ¿Qué afirmas, padre? ¿Acaso es de la otra vida el que el hombre mande y goce? Mandar y gozar son cosas de la tierra y de la gente de la tierra. -223-

— ¡Ay menestral!, boquita dulce. Yo no creo que el hombre haya nacido para mandar y go­ zar, sino para irritarse, enternecerse y rubori­ zarse. Yo predico el reino de esta vida con la luz del presente; y el presente es algo que está ahí. He vivido en mis montañas con la compañía de mi corazón, mi alma y mi ser; y solo he bajado de allí arriba porque mis demonios lo han querido. Pues un día se irritó mi corazón, se enterneció mi ser y se ruborizó mi alma. Comprende que yo no he bajado de mis montañas para alentar a un menestral presuntuoso, que sueña en ser mandarín sin aprender el Libro, porque el Libro haya sido prohibido. — ¿Y mis hijos? ¿Y el hambre de mis hijos? ¿Y el llanto de los hijos de mis hermanos? ¿Y los hijos de mi casta, cada vez más mansos? — Por ello odio a los mandarines, a los le­ gos, a los cabezas rapadas y a los becarios, que comen vaca, avestruz y sopa boba. Por ello me irrito, me enternezco y me ruborizo de estar en el mundo. Mas no consientas que el hambre de tus hijos te sirva a la manera que la moral sirve y favorece a los mandarines: como un ungüento de fariseo, taparrabos de tus vergüenzas y man­ to de tus costras. — ¡Ay, eremita! Como los mandarines, me insultas, y me llamas envidioso y materialista, porque he solicitado un lugar al sol. Como los becarios y los legos, te irritas y sospechas de mis intenciones. Y porque estás dentro de tus cosas y eres parte de tus propias verdades, des­ -224-

precias las cosas y las verdades de la gentecilla, y vuelves la espalda a un menestral de porve­ nir. Dime: ¿Acaso eres tú también un hombre espiritual? Así habló, y se fue. Y yo quedé con el alma inquieta de la presencia de sus palabras, pues sentí haberle causado algún daño; por lo cual corrí en su busca, como pude, y le dije: — ¡Oh menestral!, cabecita ilustrada. El rencor y el remordimiento son dos calidades inexcusables de la ciudad y de las cosas de la ciudad. Y porque tú eres un hombre rencoroso, has hecho nacer en mi alma la sombra tozuda del remordimiento; me turba la duda de haber podido ser cruel y arbitrario con el corazón de un menestral afanoso. Perdóname, y considera que has hablado con un hombre que desconoce el diccionario de la ciudad. El me miró claramente, con sus ojos de mozo, y dijo: — Como antiguo, eres todavía piadoso con los hombres y con la divinidad. Mas dime: ¿No habrá llegado la hora de acabar con el remordi­ miento? — Nunca ha sido el remordimiento algo mío, sino una calidad de vosotros, los hombres. Y por estar en la ciudad, y por haber hablado con un hombre de porvenir, he sentido sus cos­ quillas y sus negros dedos sobre mi alma. — No me hagas reír, padre. Pues, ¿acaso es tu alma un tambor que tocan los dedos del re­ mordimiento? /

-225-

—Acaso sea el remordimiento un cuarto demonio que haya entrado en mi ser confiado y simplón. Si tal fuera, habría de temerle más que a nada ni a nadie en el mundo, por tratarse de un demonio urbano y sugerente. — A pesar de tus años y de tu porte, caes en m anos de cualquier dem onio, por sim ple que sea; y no parece sino que tienes el alma abierta a toda clase de gente desocupada y sin porvenir. De ti se dirá: Éste es el que ca r­ ga con todos los dem onios aburridos y des­ ahuciados del infierno. Pero pienso que has nacido para ello; pues en tus ojos se ve que eres inocentasco, fácil carne de sentires irra­ cionales. — ¡Oh menestral!, corazón plácido. ¿Qué haces tú para evitar los demonios? — ¡Oh eremita!, bobalicón crédulo. Con ra­ zón he dicho que Palucio y tú sois de otro mundo y de las cosas de otro mundo. ¿Acaso no sabes que ya no hay demonios? — Perdóname, corazoncito de porvenir. Yo ignoraba que los habían prohibido. Mas dime: ¿Qué mandarines o qué legos han sido los auto­ res de esa prohibición? ¿Qué pragmática contie­ ne el texto? — ¿Crees que en este Imperio se puede pro­ hibir la existencia de los demonios? No han sido los mandarines ni los legos, ni el Príncipe, quie­ nes los han prohibido, sino la razón. — De la razón no me fío, porque es una mala costumbre de la inteligencia, una hija na­ -226-

tural que se entiende con los becarios y los legos, les hace el gusto y los ensoberbece. — ¡Oh padre! ¿Quién eres tú, que pretendes ser tan limpio? Los señorones tienen sus aman­ tes, y la gentecilla, las suyas. Yo he buscado la razón, como muchacha fácil y común para los míos, y les he dicho: “¡Oh hermanos!, parvulitos. Allí donde esté la razón, estad vosotros. Y donde estéis vosotros, haced que esté la razón” . Y este es el mandamiento de los nuevos tiempos. Dime si no es sencillo y piadoso; pues en él perdono que la razón haya sido manoseada por tantos hombres, y, principalmente, por los becarios y los legos. — ¡Oh m enestral!, coranzoncillo tierno. Me da lástim a y tristeza tu futuro de hom bre uncido a la razón, cabestro de una muchacha tan facilona y sucia. Contento irás y metido en tu traje de pavo real, contando con los de­ dos las posibilidades de tu porvenir de m an­ darín de otro estado de cosas, sin Libro, sin dem onios y sin eremitas; sin tu m aestro Palucio y sin los treinta mil años de tu maestro. Consiente que me vaya, y perdona que haya sido cruel con tus aficiones de joven afanoso y sem i-becario. En el fondo, te aprecio, porque tam bién tú eres algo irrem ediable, y llevas en el corazón muchas verdades sencillas y bue­ nas. Mas conviene que tú tengas unas pala­ bras y yo otras. — Si es fatal que tus palabras no sean las mías, vete con ellas, y déjame estar con las pro­ -227-

pias. Porque mis palabras son también mi por­ venir. Vive mucho, y en paz. Diciendo esto me dio en el hombro con ges­ to de cariñosa predisposición. Y yo le dejé, y se­ guí mi camino, bajo la sombra de los tilos.

-228-

IV. LA LITERA DE CLEOFÁS

E

n esto vi llegar una gran multitud alboroza­ da, que gritaba como recién llegada a la Tie­ rra. Traían todos aire de fiesta, mucha alegría y predisposición social. A l frente marchaba un hombrecillo lampiño e improvisado, que decía: — ¡Paso, paso a Pedrarias, el lego de los mandarines! Y la multitud contestaba con una gritería ensordecedora, como si quisiera dar expresión oscura a la costumbre de estar en el mundo, te­ ner Príncipe, mandarines y legos. Como fuera aquella la primer multitud vo­ ciferante que yo viera en mi larga existencia, pregunté qué sucedía, y alguien dijo: — ¡Oh padre! Los mandarines han ordena­ do que haya una manifestación espontánea. Entonces observé con curiosidad la figura del Hombre Más Orgulloso del Mundo, que su­ bió como pudo sobre los capiteles derruidos de unas viejas columnas imperiales, y dijo: — ¡Oh parvulitos! Nuestro Príncipe dará ba­ talla a los Aguiluchos. Y porque los Aguiluchos son tres, serán tres las victorias del Príncipe. -229-

Pues si los Aguiluchos fueran como las arenas del mar, también como las arenas y las estrellas sería el número de las victorias imperiales. Así dijo Pedrarias, y se bajó de su pedestal, mientras la multitud daba voces hasta ensorde­ cer mis oídos. Yo les seguí, y recorrí con ellos toda la ciudad. Y vi que los edificios y palacios eran demasiado grandes; las calles, demasiado largas; las plazas, demasiado anchas; y todo en antinomia con la medida del hombre. Por lo cual me dije: “Si la ciudad no está hecha a la medida del hombre, ¿para quién está hecha la ciudad?” Y comprendí que la ciudad era una forma de la retórica, construida a la medida de los inmensos vocablos vacíos. Así pude escuchar, a la multi­ tud y al lego Pedrarias, retahilas de palabras impúdicas, sin asombrarme. Y dije: “Bien está que sucedan estas cosas a la gente que soporta tales ciudades” . A l llegar a una plaza se pararon, y el Hom­ bre Más Orgulloso del Mundo intentó subir al techo de una litera de mano, detenida en el cen­ tro de las losas. Mas cierto hombrecillo, también lego, salió presuroso de la litera, y le dijo: — ¡Oh Pedrarias! ¿No ves que has de rom­ per la litera? Mira que es antigua. Y Pedrarias contestó: — ¡Calla, Cleofás! Que la litera es ahora mismo una cosa pública. Tal respuesta me pareció extravagante y llena de profundo instinto político. Por ella adi­ -230-

viné el subconsciente del lego, y supe cómo la presencia de una multitud, con su hombre al frente, convierte cualquier realidad en suceso público. Cleofás dijo: — ¿Dónde tienes la cédula de requisa? Por­ que yo no daré mi litera sin cédula del Príncipe. — ¡Oh Cleofás! Yo he de ensalzar al Prínci­ pe desde el techo de tu litera. Mas, si eres con­ trario al Príncipe, no subiré. Como la respuesta del Hombre Más Orgu­ lloso del Mundo fuera también pública e im pla­ cable, el dueño de la litera cedió a su pesar; y Pedrarias subió al techo. La litera, no obstante, tembló; y su propietario bajó los ojos. Pedrarias, desde arriba, dijo: — ¡Oh parvulitos! Vayamos a los mandari­ nes, y pidámosles por la victoria del Príncipe. Pero como la litera amenazara ruina, Pe­ drarias bajó al momento, y la multitud volvió a clamar hasta el paroxismo. Cleofás, contem­ plando la ruina que le habían dejado, movió la cabeza con melancolía, y dijo: — Pues ésta no es ya una litera pública, sino una litera rota. Y se fue, en busca de artesanos. La multitud siguió después hacia el Pala­ cio de los Compromisos. Se detuvo en las gradas del pórtico principal, y esperó la aparición de los ancianos, dando gritos y exigiendo su rápida presencia. Sin embargo, las ventanas del palacio continuaron cerradas herméticamente, y todo el edificio en paz y silencio, como si los mandari­ -231-

nes lo hubiesen abandonado por primera vez. La grandeza señera del palacio y la fábrica entera de su arquitectura semejaban, por otra parte, despreciar la muchedumbre y las cosas de la muchedumbre, pues parecía que solo el edificio tuviera nobleza en aquel momento. Como los ancianos no aparecieran por ningún sitio, ni dieran señales de vida, el gen­ tío comenzó a inquietarse, y, poco a poco, fue languideciendo, entre gritos esporádicos y en­ trecortados. Mas de pronto surgió sobre una ventana la cabeza del Hombre Más Orgulloso del Mundo. La multitud le miró, e hizo silen­ cio, mientras los rayos del sol picaban la calma y hacían impaciente la espera. Sin embargo, el Hombre M ás Orgulloso del Mundo desapareció de la ventana sin decir palabra, dejando a todos con el ansia desmayada, a la manera de algo que se escapa de entre los dedos. Luego volvió a surgir y a esconderse; y así hasta cinco o seis veces, mientras temblaban los estores blanquí­ simos de las celosías. Y sucedió que al fin se de­ tuvo, y dijo: — Id. Porque la manifestación ha terminado. La. multitud comenzó a desfilar, toda me­ lancólica y aburrida. Y alguien dijo: — Este lego ha hecho el ridículo. Después se supo lo ocurrido en el interior del Palacio de los Compromisos. Pues los ancia­ nos recibieron al lego con prudencia irritada. Y, como el Príncipe reinante hubiera abandonado ya la ciudad, y se hallara en el campo, buscando -232-

los enemigos, le hablaron con extrema frialdad, y le dijeron: — ¡Oh Pedrarias! El afán de contraer mere­ cimientos ante la imperial persona va a perder­ te. ¿Quién te ha dicho que elogies a este Prínci­ pe sin nuestro permiso? — ¡Oh ancianos!, padrecitos. ¿Acaso está mal elogiar a nuestro Príncipe? Yo no sabía que fuera delito ensalzar al soberano. — ¿Quién eres tú y quiénes somos nosotros para elegir nuestro Príncipe? — contestaron los ancianos— . Porque dice el Libro que el Príncipe es un suceso. ¿Acaso elige el hombre sus propios sucesos? Y Pedrarias, conturbándose, replicó: — No os comprendo. Ayer mismo alababais al Príncipe, y le cogíais las manos, y se las besa­ bais, y hacíais votos por sus victorias, y le habla­ bais de justicia y de destino. —Ayer era el Príncipe un suceso irremedia­ ble. Pero puede ocurrir que hoy aparezcan en el campo de batalla otros sucesos más irremedia­ bles. Y dice el Libro que a un suceso irremediable sustituye otro suceso más irremediable. Y, diciendo esto, le volvieron la espalda, que era como darle por necio, según tradición en la costumbre de los mandarines. Pedrarias fue entonces hacia los ancianos como una sombra triste que les persiguiera, y dijo: — ¿Acaso ha de perder el Príncipe la ba­ talla contra los Aguiluchos? ¿Acaso la victoria será de los hermanos? -233-

Y decía esto con el temblor del miedo, pues Pedrarias rezaba ya por su cabeza de lego. Sin embargo, nadie le contestó, sino que todos se re­ unieron en grupos, y murmuraron, hasta que el Mandarín Barbudo dijo: — ¡Oh Pedrarias!, lego irremediable. Noso­ tros no decimos tal, sino decimos que ha de ven­ cer el Príncipe que esté con Dios, porque será un Príncipe bueno y conveniente. Mas dime: ¿Acaso sabes, por conocimiento especial, con qué Prín­ cipe se ha colocado Dios? Y Pedrarias, cruzando mansamente las manos, contestó: — Porque yo no he conocido más que a un Príncipe, he creído que Dios estaría siempre con ese Príncipe; perdonadme, pues. Mas decidme por qué señal conocéis vosotros que un Príncipe está con Dios. Y ellos dijeron: — El Príncipe que está con Dios es todo un suceso, un hecho consum ado. Y todo P rín ­ cipe victorioso, que viene a sentarse en el trono de sus ascendientes, es un hecho con ­ sumado. Pedrarias comprendió entonces que estaba perdido, y exclamó: — Tened misericordia de mi ignorancia. Me habéis conocido desde niño, y sabéis que soy un hombre de buena voluntad. — ¡Oh Pedrarias!, lego de buenos oficios. Por desgracia no somos precisamente nosotros los que hemos de perdonarte. -234-

Y le decían esto para recordarle que podía caer en manos de los Aguiluchos. El Mandarín Barbudo intervino de nuevo, y dijo: — ¡Ay, Pedradas!, corazón oficioso. Te has dejado coger entre palabras, como un retórico, olvidando la consigna augusta de tu casta. El lema de las gentes de tu oficio dice: Paso de tor­ tuga y diente de tigre. La osadía te ha perdido, como a un párvulo. ¿Qué prisa tenías de llegar alto? ¡Oh Pedradas!, hombre público. Reconoce que no hubieras hecho un buen mandarín. Y le decía esto para sonrojarle de sus afi­ ciones presuntuosas, porque al Mandarín Bar­ budo le irritaba que Pedrarias fuera diciendo por todas partes que él hubiera sido un magní­ fico mandarín. Al oír tal, dijo el lego: — ¡Oh ancianos!, padres. Decidme si hay noticias de la guerra. Pues habláis como si los hechos estuvieran ya consumados y los Aguilu­ chos fueran un verdadero suceso. — ¿Ves?, Pedradas, ¿ves? — dijeron los an­ cianos— . Tu corazón y tu destino están ahora pendientes de unas noticias; tu ser, de un hilo; tu libertad, de unas palabras. No parece, mi­ rándote, sino que temieras ahogarte en un vaso de agua. De tal forma se entristece e inquieta el necio, que coloca en las cosas su propia res­ ponsabilidad. ¡Oh Pedradas! Si hubieras sabido ser sabio, estarías tan tranquilo como nosotros, y tan despreocupado de las noticias. Porque podrá -235-

hundirse el mundo con todo el estropicio que se quiera, y quedará impávido el corazón del sabio. En acabando de decir esto, le recitaron unos versos en idioma antiguo. Y luego, sin ha­ cerle mayor caso, mandaron traer los rollos del Libro, y el más joven de los ancianos comenzó a leer por el pasaje que dice: — “¿Dónde puso el necio su corazón? Pues lo puso en las cosas de este mundo, bienes, mu­ jeres y Poder. Las cosas de este mundo pasan y transcurren, como los sucesos; mas el sabio per­ manece, como el Libro. Todo lo que viene o todo lo que va se acomoda al Libro en el corazón del sabio” . Conforme leía el ponente el texto de este pasaje, los ancianos repetían a coro: — Pues el Libro es el suceso de los sucesos. Y así rezaban por su Príncipe. El lector decía: —Vanidad de vanidades, y todo vanidad. Y el coro repetía: — Porque solo el Libro es un verdadero su­ ceso. Entonces fue cuando el lego Pedrarias se asomó a la ventana, y dijo a la multitud: — Id. Porque la manifestación ha terminado. Y como el dueño de aquella litera a la que subió Pedrarias en la plaza pública, supiera es­ tas cosas, exclamó: — Le está bien empleado, por haber con­ vertido mi litera en una litera pública.

-236-

GUERRA CIVIL

I. PRIMERAS NOTICIAS

ientras tanto, el Príncipe, al mando de su gente de estaca, y al frente de sus innume­ rables y riquísimos pendones, se dirigía, campo traviesa, a la región de los Grandes Lagos, en busca de sus hermanos rebeldes, los Aguilu­ chos. La última noticia que se recibió aquella noche fue ésta: “El Príncipe acaba de pasar el lago de las Hojas Muertas, y se dirige en gran marcha hacia el lago de los Ruiseñores Pacífi­ cos” . Al amanecer llegó un correo, que reventó los caballos, y dijo: “Se han capturado emisarios enemigos, y se sabe que los Aguiluchos traen un ejército de cien mil hombres de las montañas, arqueros de las provincias rebeldes y cuadrigas de los confines del Gran Océano” . A l mediodía vino un pastor de cabras, so­ bre un caballo sin montura, y dijo: “A l amane­ cer avistó el Príncipe los campamentos de sus enemigos, y vio multitud de tiendas rojas, azu­ les, verdes y de todos los colores, con inmenso número de gallardetes, armaduras, morriones, máquinas y gente feroz. Nuestro Príncipe ha contemplado cómo la aurora descorría el velo de

M

-239-

la noche, para mostrarle este nuevo paisaje de las tierras de su Imperio. Y como el Príncipe es hombre sencillo y amante de las cosas de la gue­ rra, no ha podido dejar de exclamar: ‘Pues en verdad que es un paisaje bello’. Y se ha vuelto con sus soldados y generales” . Como los habitantes de la ciudad anduvie­ ran inquietos por estas noticias, pasaron la no­ che en espera de nuevos clamores, durmiendo sobre las gradas del Palacio de los Compromi­ sos. Y era de ver cómo el silencio temeroso de la multitud temblaba con la luz de las antorchas. Cuando algún anciano aparecía, la gente le mi­ raba y le seguía con unción, como si la autoridad del mandarín tuviese poder sobre los sucesos. Por lo cual yo comprendí que la gente de la ciu­ dad era también ingenua y simple. A medianoche llegó un nuevo correo, que cayó rendido a la luz de las antorchas imperia­ les. Se trataba de un estipendiario de las M on­ tañas Gigantes, vestido de harapos, y herido, que no pudo subir las gradas del palacio, pues se derrumbó sobre los grandes escalones, y se fue arrastrando hacia el pórtico. Los ancianos surgieron presurosos, y el correo les miró con ojos de animal moribundo. Mas como uno de los mandarines golpeara con el pie aquel cuerpo casi inánime, en intento de hacerle hablar, la multitud gritó: “ ¡Déjale!” Y el anciano se retiró temeroso, pues la multitud parecía un enjambre de fantasmas. No obstante, el correo habló que­ damente, y dijo: -240-

— ¡Oh ancianos!, padres de la patria. El Príncipe se retira de posición en posición, sin perder el orden, hacia la región de las Colinas Plantadas, porque los Aguiluchos han cortado el camino de la ciudad. Después jadeó unos segundos, reposó y si­ guió diciendo: — ¡Oh padres! El Príncipe me envía con este mensaje: “Que salgan de la ciudad correos para las provincias de poniente, y avisen a las legiones de Calvo y Sempronio. Que se notifique a la flota del Gran Océano la concentración en el puerto de las Hadas Marinas, con toda la gente de guerra que pueda sustraerse de las provin­ cias adheridas. Y que se fortifiquen las grandes ciudades” . Oyendo esto, dijeron los ancianos: — Los Aguiluchos se hallan a tres días de la ciudad, y la ciudad lo es todo. Y el Sumo Mandarín añadió: — Las provincias de poniente se encuen­ tran a quince días a caballo; la flota del Gran Océano, en alta mar. Las legiones de Calvo y Sempronio están dando caza a la gentecilla fu­ gitiva de los señores. El Mandarín Barbudo dijo entonces: — Si tal ocurre, nuestro Príncipe es ahora mismo medio suceso. Y, diciendo esto, arrancó al correo el sello imperial, que traía como cédula de sus noticias, y lo guardó en su faltriquera de mandarín, que era muy profunda. -241-

Desde entonces fueron confusas las noti­ cias de la guerra, pues se perdió toda comunica­ ción con los ejércitos del Príncipe. Así transcu­ rrieron quince días, y al decimosexto se recibió una nueva, traída por prisioneros fugitivos, que venían con las manos cortadas, y decían: — Tres ejércitos de Aguiluchos van contra el Príncipe, a grandes marchas. El Primer Aguit lucho, al mando de feroces analfabetos extran­ jeros, le viene desde oriente. El Segundo Agui­ lucho, al frente de sus extraños jinetes de ojos cargados, le viene desde el mediodía. Y el Tercer Aguilucho, con sus hombres de pequeño esque­ leto, le viene desde poniente. A l norte se halla el Gran Océano; y la flota no llega al puerto de las Hadas Marinas. En oyendo tal, el M andarín Barbudo dijo: — Nuestro Príncipe es ahora mismo un cuarto de suceso. Y el lego Pedrarias, que estaba presente, añadió para sí: “Si cuando el Príncipe era todo un suceso, yo era medio suceso, ahora soy un octavo de suceso”. Y se fue muy melancólico. Mas como me viera entre la multitud, me habló con tono de antiguos conocidos, y dijo: — ¡Oh eremita! Prepárate a morir, porque los sucesos cambian. — No temas, Pedrarias — dije— . Eres hom ­ bre de porvenir, y los Aguiluchos habrán de ne­ cesitarte, porque hacen la guerra para ocupar el lugar de tu Príncipe y señor. Los que poseen -242-

esa jerarquía han necesidad de legos, porque los legos son irremediables al Imperio y las cosas del Imperio — así le consolé, y me fui. Después continuaron llegando gran can­ tidad de prisioneros, con las manos cortadas. Pues los Aguiluchos los mutilaban de esta ma­ nera cruel, y les decían: — Id a la ciudad y contad estas noticias. Y las noticias eran que los tres Aguiluchos habían pasado la región de las Colinas Planta­ das, y se dirigían presurosos hacia el valle de los Soñadores Tranquilos, donde el Príncipe espe­ raba los refuerzos de sus legiones y flota. Luego dejaron de venir prisioneros, hasta que una mañana despertó la ciudad a los gritos de un correo imperial, oficial de la gente de es­ taca, que se arrojó a los pies de los mandarines, y dijo: — ¡Oh ancianos!, padres nobles. Nuestro Príncipe ya no es nuestro Príncipe, porque aho­ ra tenemos tres Príncipes. Y lloró sobre las losas del pórtico del Pala­ cio de los Compromisos. Y como la multitud co­ menzara también a gemir y a temblar, el Sumo Mandarín alzó su mano y el manto de sus vestíduras, y dijo: — ¡Oh parvulitos! No lloréis. Dejad que los sucesos sucedan a los sucesos. Porque está es­ crito que Dios quita y pone los príncipes. Como el lego Pedrarias se turbara de oír tales nuevas, quiso buscar amparo en la autori­ dad del Mandarín Barbudo, y le dijo: -243-

— ¡Oh padre! Si cuando el Príncipe era un suceso entero y perenne, yo era medio suceso, ¿qué soy ahora? Y el Mandarín Barbudo replicó: — ¡Oh Pedrarias!, lego pueril. Desde este momento eres un suceso negativo, pues tu exis­ tencia está impugnada y convertida en pura an­ tinomia. Y, diciendo tal, le recordó de paso aquel texto del Libro que dice: “Las cosas suceden a las cosas; pero los hombres y los conceptos im ­ pugnados no suceden a nadie ni a nada. Solo permanecen por pereza de la lógica o misericor­ dia de la voluntad” . Y le decía esto porque le quería mal; por lo cual el lego se escabulló como pudo, y desapa­ reció del Palacio de los Compromisos. Después se supo que fue a componer un memorándum dirigido a los Aguiluchos.

-244-

II. DESOLACIÓN DEL PRÍNCIPE

a ciudad estuvo doce semanas en espera de los Aguiluchos victoriosos, y durante este tiempo se conoció con certeza lo que había ocu­ rrido en el valle de los Soñadores Tranquilos. Pues los exploradores del Príncipe vieron apa­ recer, cierto día, los ejércitos del Primer A gui­ lucho, que conocieron por sus pendones azules, y comunicaron la noticia a la imperial persona. El Príncipe desocupó el valle en una mañana, y se retiró a las montañas que lindan con el mar. Desde allí ponía los ojos en el valle aban­ donado y en la lejanía del mar, por esperanza de ver llegar su flota, y decía: — ¿Qué hará mi flota? ¿Qué harán Sempronio y Calvo, que no traen sus legiones destaca­ das? Y se daba a jugar con las piedrecitas del suelo de su tienda. Los generales, para conso­ larle, le decían: — ¡Oh Príncipe! Cuando acabe esto te lla­ maremos el Soñador Tranquilo, por la victoria que has de alcanzar en este valle.

L

-245-

Cierta tarde trajo un soldado un verdadero aguilucho, robado de su nido. Y el Príncipe dijo: — ¡Ah! Si este aguilucho fuera solo una me­ táfora — luego se volvió todavía más melancóli­ co, y, hablando con el mayor de sus generales, exclamó— : ¡Oh Porfirio! Ahora pienso que debí haber estudiado filosofía. Y decía esto porque sospechaba de la trai­ ción de los mandarines. Pero el general, que era enemigo de los ancianos por naturaleza, contestó: — ¡Oh Príncipe! Dejaste los ancianos en la ciudad, y debiste traerlos a la guerra, encadena­ dos de pie a pie, aunque hubieran de llevar por armas los rollos del Libro. Después cayó el Príncipe en brazos de la fiebre; y estuvo tres días y tres noches con la piel ruborizada, como si padeciera sarampión. Y, delirando, decía: — ¿Dónde está mi hijo? Porque tenía un hijo de pañales, que ha­ bía dejado al cuidado del procónsul Calvo. Mas cuando el sol apareció por tercera vez, tras estas fiebres, el Príncipe abandonó el lecho, y se mos­ tró a los soldados como un príncipe arrogante, aunque ciertamente entristecido. Aquel mismo día avistaron los vigías el ejército del Primer Aguilucho, que había planta­ do sus reales en el valle de los Soñadores Tran­ quilos. Los generales del Príncipe comenzaron entonces a impacientarse, rogándole que baja­ ra al valle y diera batalla, pues creían propicia -246-

la ocasión. Pero el Príncipe decidió esperar tres días, en ánimo de recibir los refuerzos solicita­ dos. Al fin, como sus generales le hicieran ver que no era posible mantener la situación, ni buscar salida de alguna manera, sino dando la batalla y ganando el camino de oriente, se aven­ turó a bajar al valle. Con tal intención movió su ejército y comenzó el descenso. En una noche, en fila de uno, yendo pri­ mero la caballería y después los infantes, pasó los desfiladeros gigantes. A l amanecer vio el ejército de su hermano a través del tenue algo­ dón de la niebla, que flotaba en el espacio como sutil pelusa de seda. La ferocidad del ejérci­ to analfabeto del Príncipe Aguilucho se hacía símbolo en la fábrica tosca de las tiendas y en la ausencia de arte en las armas; pues los sol­ dados portaban espadas sin desbastar, mazas claveteadas y lanzas construidas de ramas. Por lo demás, sus vestidos eran rústicos e im provi­ sados. Como el Príncipe contemplara esta extra­ vagancia de las armas y de los soldados enemi­ gos, se sintió melancólico de tener que enfren­ tarse con aquella gente. Y dijo: — Mis hermanos no juegan limpio, porque es innoble traer estas gentes al bello juego de la guerra — luego se dirigió a sus soldados, y ex­ clamó— : ¡Oh soldados! Es triste la lucha contra gente que no parece de nuestro igual. Perdonad­ me, si a tal os llevo. Pero sabed que en adelante tomaré el cuidado de elegir mis enemigos. -247-

Y repartió a sus generales las órdenes de ataque y estrategia, mientras decía: — ¡Oh fieles! Si hubiera estudiado filosofía, habría sabido elegir mis enemigos. Y recordó que, siendo muchacho, el M an­ darín Barbudo se había empeñado en enseñarle filosofía, contra el criterio de su madre, y le ha­ bía dicho: l — ¡Oh Príncipe! No pierdas el tiempo con el \ manejo de las armas, y aprende política, pues la ! política es el arte de elegir los enemigos. Uno de los generales le preguntó: — ¿Qué filosofía saben esos que están ahí abajo? Y, como se pusiera a un tiempo la coraza de batalla, el Príncipe le dio con el mango a la altura del pecho, de manera amigable, y dijo: — Si la filosofía no hubiese fallado, no esta­ rían esos ahí abajo. Mas como esta frase no pareciera clara a la gente de estaca, nadie supo lo que entendía el Príncipe por filosofía. El general, pues, acabó de vestirse, y salió hacia los suyos. El Príncipe llamó entonces a dos escribas, e hizo .testamento, legando a su hijo el Imperio y las tierras del Imperio, con el mandato de es­ tudiar filosofía; por lo cual los escribas dieron en llamarle Príncipe Desengañado. Y con este nombre pasó a la historia del Imperio. El testamento estaba escrito por duplica­ do, y decía: “Yo, Príncipe por la voluntad de Dios y el consentimiento del pueblo, en trance de dar -248-

batalla a mi hermano, el Primer Aguilucho, que me esperaba en el valle de los Soñadores Tranquilos, con sus feroces soldados analfabe­ tos, siendo el quinto sol de marzo, manifiesto la voluntad de seguir la tradición de mis padres y de los padres de mis padres, en cuanto al go­ bierno del Imperio, por ser así la sustancia de la ley antigua. Y ordeno: Que si muriere o des­ apareciere en la batalla, cayera o no cayera mi ejército, sea elevado a Príncipe mi hijo infante, llamado el Deseado. Y que el hijo de mi hijo su­ ceda a mi hijo, y así hasta el fin del Imperio o de los Príncipes. Y a estas mis tierras, provincias sometidas, libres o adheridas; y a todos los paí­ ses que se conquisten o puedan conquistar; y a todas las gentes presentes y futuras de mis tie­ rras, lego estos Príncipes natos y naturales. Y a estos Príncipes de mi sangre lego este mandato: que estudien filosofía. Pues tal es mi voluntad y el derecho de mi voluntad, que ejerzo en nombre de Dios, del pueblo, de mis padres y de los pa­ dres de mis padres” . Cuando así hubo testado el Príncipe, los escribas solicitaron correos, y enviaron una de las copias a los mandarines; la otra, a los pro­ cónsules Calvo y Sempronio.

-249-

III. LAS BATALLAS

espués de esto bebió el Príncipe un vaso de leche de cabra, se vistió y salió con sus soldados. Formó el ejército en orden de comba­ te, puso el estandarte imperial en medio de su guardia, se reservó el mando del centro, y entre­ gó las alas a Porfirio y Próspero. Era la hora en que el sol despereza las co­ sas de las montañas, por lo cual relucían las ar­ maduras ante sus rayos tímidos y mañaneros. El cielo estaba limpio y tranquilo, porque en aquella región se adelanta la primavera. No ha­ bía nubes ni sombra de nubes. El Príncipe atacó, y cayó rápidamente so­ bre las huestes del Primer Aguilucho, haciendo gran matanza, y llegando, en poco tiempo, hasta las mismas tiendas de los soldados analfabetos. En medio del estruendo de las armas y de los gritos de los combatientes, Porfirio arrasó el ala izquierda del ejército enemigo, y buscó salida ha­ cia el camino de oriente, mientras su retaguardia resistía el embate de los soldados analfabetos. La intención del Príncipe era alcanzar este camino de esperanza, y retirarse hacia las pro­

D

-251-

vincias leales, antes de que llegaran los otros Aguiluchos. Del primer golpe pudo lograrlo sin grandes pérdidas, aun a costa de abandonar el exterminio de la chusma analfabeta. A l medio­ día dejó de atacar el ejército enemigo, y, tras un silencio tristísimo, avistó el Príncipe la subme­ seta de los Lagartos Impávidos. Porfirio y Prós­ pero protegían la retaguardia. Pero a esta hora habían llegado al valle de los Soñadores Tranquilos los ejércitos del Ter­ cer Aguilucho, que venían de poniente, la región de los hombres enanos. Y, como se abrazaran, los Aguiluchos enviaron emisarios al Segundo, con esta orden: “Corta a las ratas el camino de oriente” . Porque los Aguiluchos llamaban “ra­ tas” a los hombres del Príncipe. De tal manera cambiaron los Aguiluchos de táctica; el Segundo fue a cortar el camino de oriente, y los otros, tras la retaguardia del Príncipe. Quiso la fortuna que los jinetes de ojos cargados se retrasaran en llegar al valle de los Soñadores Tranquilos, pues así pudieron alcan­ zar más fácilmente a las huestes imperiales. Los soldados de pequeño esqueleto y la chusma analfabeta y extranjera salieron del valle con prisa de matanza, después que los Aguiluchos les prometieron saqueo y degüello. Al amanecer del siguiente día avistó la retaguardia imperial la multitud de jinetes de ojos cargados, que le venían de sur a oriente. El Príncipe intentó ladearse, pero sus vigías de re­ taguardia descubrieron los ejércitos del Primer -252-

y Tercer Aguilucho, que le venían de espaldas. Los generales imperiales consideraron muy pe­ ligrosa la situación, y, como último recurso, de­ cidieron atrincherarse en el cráter de un volcán apagado, llamado el Volcán Fatuo. Pronto se vieron rodeados de enemigos, que atacaron sin esperar. Venían primero los ji­ netes de ojos cargados; después, los soldados de pequeño esqueleto; y, al final, la chusma anal­ fabeta. Todos iban muy decididos a entrar en el cráter y acabar con el ejército imperial. En lo alto de un montículo de tierra gredosa relucían las tres tiendas, rojas, azules y negras, de los Tres Aguiluchos, y extraños pendones. Los soldados de pequeño esqueleto, los ji­ netes de ojos cargados y la chusma analfabeta atacaban en oleadas sucesivas y monótonas, sin arte de la guerra ni más orden. Y aunque m o­ rían muchos, surgían otros nuevos, impasibles, sonrientes y malintencionados. Pues no parecía aquello una guerra civil, sino la guerra del odio de los enanos, de los analfabetos y de los hom­ bres de ojos hinchados contra la gente ilustrada, los hombres de gran esqueleto y las criaturas de ojos limpios. Las huestes imperiales resistían este ase­ dio. Y el general Porfirio, viendo venir aquellas oleadas interminables de hombrecillos extraños y sonrientes, decía: — Maldigo la matriz que ha parido tanta canalla, porque no puede ser una matriz ino­ cente. -253-

Vino la noche, y se retiraron los jinetes; pero continuaron atacando los analfabetos y los enanos. Y era de ver avanzar a estos con los bra­ zos enarcados y las piernas zambas y peludas; y morir como animales; y llegar otros nuevos, y otros, y otros, y otros. Como la luz de la luna diera aire fantasmal a estas gentes, que emitían gritos al tiempo que se lanzaban al ataque, el ejército imperial comenzó a sentir terror moral. Al amanecer se volvió loco el general Porfirio, y exclamó: — ¡Oh matriz!, ¡oh matriz! Deja de parir. Y decía esto porque, en su locura, había confundido las tiendas de los Aguiluchos con una matriz que paría constantemente soldados enanos y soldados analfabetos. Poco después entró esta chusma en el crá­ ter, y degolló a todos los supervivientes. Mas cuando cierto soldado analfabeto levantó la maza para herir al Príncipe, le detuvo la mano el Primer Aguilucho, diciendo: — ¡Quita, bestia! Y como el soldado refunfuñara, el Aguilu­ cho le aplastó la cabeza con su propia maza, por lo cual empezaron a inquietarse los otros anal­ fabetos. Luego fue conducido el Príncipe a la tien­ da del Primer Aguilucho, que era azul, y allí le recibieron los otros hermanos. El Segundo Agui­ lucho se adelantó a verle, y como sintiera ver­ güenza, porque al fin y al cabo era de su sangre, dijo: -254-

— ¡Oh hermano! ¿A qué has venido? — He venido a cumplir la ley antigua; por­ que la ley antigua os ha condenado como a re­ beldes que se alzan contra su señor natural, hermano y Príncipe. El Tercer Aguilucho levantó entonces el brazo, y le dio en la cara con un guantelete de hierro, escarchado de clavos, y le destrozó toda la mejilla derecha, dejando al descubierto las en­ cías sangrantes y la fila de dientes y muelas. Y como el Príncipe quedara en ese trance con una mueca tristísima, mostrando la cueva de la boca, el mismo Tercer Aguilucho gritó estremecido: — ¡Oh mis maceros! Matadle, matadle. Y sus maceros, sin más, entraron y le aplas­ taron el cráneo, en diez golpes. El Primer Aguilucho se dirigió presuroso al fraticida, y le dijo: — Eres un borracho loco, y te juzgaremos por la ley antigua. Y sacó su espada; y el Segundo Aguilucho le siguió; y el Tercero hizo igual; y las puntas de las tres espadas coincidieron a la misma distan­ cia del corazón de los Aguiluchos. Mas el frati­ cida dijo: — ¡Oh hermanos! Apenas hemos triunfado y ya sacáis a relucir la ley antigua. Pues todavía no os habéis sentado en el trono, y ya sois con­ servadores. Así habló, y guardó su espada, seguido de los otros. Y éste fue el primer incidente que se produjo entre los Aguiluchos. -255-

IV. EL TESTAMENTO DEL PRÍNCIPE

l testamento del Príncipe Desengañado lle­ gó a la ciudad antes que los Aguiluchos, y fue entregado al lego Pedrarias, el cual, como le quemara en las manos, lo envió a los manda­ rines, con esta nota: “¿Desde cuándo guarda un lego el testamento de los Príncipes?” Los ancianos, pues, recibieron el documen­ to, y, tras leerlo, dijeron: “Esto corresponde al Mandarín del Sello” . Y se lo remitieron. Mas el Mandarín del Sello lo enrolló y lo de­ volvió al Consejo de Ancianos, diciendo: “¿Desde cuándo incumbe al Mandarín del Sello la custo­ dia de testamentos?” El Consejo, por no ponerse a buscar en el Libro estas obligaciones y derechos, exclamó: “Pues será competencia del Mandarín Sumo”. Y le mandó el escrito. Pero el Sumo Mandarín dijo: “¿Desde cuán­ do soy un cesto de papeles?” . Y lo reexpidió al Consejo de Ancianos. Y el Consejo, como volviera a contemplar aquello, exclamó: ‘Y a no queda más que el M an­ darín Privado” . Y lo pasó al Mandarín Barbudo,

E

-257-

con esta aclaración: “¡Oh Padre! Te adjuntamos un suceso” . El Mandarín Barbudo lo leyó, y dijo: “Dice el Libro que hemos de ocuparnos de sucesos; pero esto ya no lo es” . Y reenvió el testamento al Gran Padre Mandarín, en apelación de la honra de su competencia. El Gran Padre lo desdobló, y dijo: “Este papel ha sido enrollado, desenrollado, doblado, desdoblado y vuelto a doblar. Es, pues, un papel viejo” . Y, sin más, ordenó guardarlo en el archi­ vo de las leyes antiguas, pozo donde duermen las palabras muertas, en espera de la resurrec­ ción y la justicia. Tal fue el destino inicial del testamento del Príncipe Desengañado, otorgado en el nombre de Dios y del pueblo, de la tradición y de la cos­ tumbre, de sus derechos y de los derechos de sus padres y de los padres de sus padres.

-258-

V. LOS TRES PRÍNCIPES

os Aguiluchos llegaron a la ciudad con gran lujo de poderío y majestad. El Consejo de A n­ cianos les concedió los honores del triunfo, como a vencedores de bárbaros, y salió a recibirles con sus riquísimas vestiduras, exclamando: — Todo suceso pertenece a Dios, y estos Príncipes son sucesos de Dios. De mañana se formó la procesión que ha­ bía de dar la bienvenida a los nuevos amos. Iban primero los mandarines; y tras los mandarines, los legos; y tras los legos, los cabezas rapadas o buenos padres, en solemne presencia, mientras los becarios caminaban junto a los ancianos, como parvulitos del Libro. El lego Pedrarias aparecía detrás del Mandarín Barbudo, y éste le decía: — Quita, Pedrarias, y no seas mi sombra de perdición. Los Aguiluchos alcanzaron con paso quedo las puertas del Palacio de los Compromisos, y allí les recibió el Sumo Mandarín, que, en vién­ doles, alzó sus brazos y el manto de púrpura que cubría sus brazos, y dijo:

L

-259-

— Por la gracia de Dios, ¿dónde están los salvadores? Entonces sucedió un incidente extraordi­ nario. Pues el Tercer Aguilucho se adelantó con gallardía, y dijo: — Yo soy Salvador, porque así me puso mi padre al nacer. Y, diciendo tal, desplegó el manto de sus vestiduras, y mostró la coraza plateada que cu­ bría su pecho, con un águila labrada. El Sumo M andarín se ruborizó un momen­ to ante la presencia de todos los ancianos, y re­ plicó: — ¡Oh Príncipe! Aunque tu nombre sea el de Salvador, sois tres los salvadores. Pero el Tercer Aguilucho, plantándose en­ tre sus hermanos y los ancianos, contestó: — No es verdad, ¡oh padre! Porque yo solo soy Salvador. Aquél se llama Eleuterio; y éste, Eutiques; y no hay más que un Salvador entre nosotros. Y mientras así hablaba con arrojo, le contem­ plaban silenciosos sus soldados de pequeño esque­ leto, que no entendían la lengua del Imperio. En esto intervino el Primer Aguilucho, que empujó a su hermano, y dijo: — Hemos venido a heredar el trono de nuestra madre, y no a discutir nuestros nom­ bres. Porque a ningún príncipe se le ha llamado jamás con nombre propio. El Sumo Mandarín se regocijó de oírle, y exclamó: -260-

— Es verdad, ¡oh Príncipe! Porque el Con­ sejo de Ancianos os ha dado ya el nombre de go­ bierno; y ha decidido llamaros Príncipes Espi­ gados, por haber ganado la batalla del Valle de las Espigas. Y decía esto mintiendo a sabiendas. Los Aguiluchos habían ganado la batalla del Volcán Fatuo, en la submeseta de los Lagartos Impá­ vidos, y no la batalla del Valle de las Espigas, que se halla a dos días del Cráter de la Muerte. Sin embargo, quedaron con este título oficial de Príncipes Espigados, y con él reinaron el tiempo que reinaron. Tras esto subieron los Aguiluchos al Pala­ cio de los Compromisos, y juraron gobernar se­ gún el mandato del Libro. Los ancianos leyeron en tal ceremonia sus letanías, repitiendo el tex­ to que dice: — “Yo he venido a regir mi pueblo y las co­ sas de mi pueblo. Solo el Libro y solo yo somos sucesos de naturaleza irremediable; pues solo el Libro y solo yo estamos aquí por haber querido de voluntad” . Y como el Tercer Aguilucho oyera tal, ex­ clamó: — Soy bobo, o el Libro está pasado de moda. Porque habla de un Príncipe, y ahora somos tres Príncipes. El Sumo Mandarín invistió después a los tres Aguiluchos con los símbolos del Principado, poniéndoles la estola que da imperio universal sobre las gentes, y dijo: -261-

— Porque sois tres, formaréis triunvirato. Y vuestro reinado será el reinado de los Tres Es­ pigas. Paz y felicidad, ¡oh Príncipes! Los Aguiluchos se levantaron hechos ya Príncipes, según el Libro, y fueron a postrarse ante los pies del Gran Padre Mandarín, que se hallaba sentado sobre la infinita quietud de su sabiduría tranquila. Y, como se arrodillaran los tres, el Gran Padre extendió sus brazos, y dijo: — ¡Oh parvulitos! La guerra os ha dado la gallardía e inocencia de las cosas primeras. Pero en el gobierno del Imperio habréis de buscar la dignidad del trato con las cosas últimas. Porque si la guerra os ha transformado en un suceso, las cosas últimas os convertirán en un derecho. Así habló el Gran Padre Mandarín, mo­ viendo apenas los labios. Y el Tercer Aguilucho, con la cabeza inclinada, preguntó: — ¡Oh Padre! ¿Qué son las cosas últimas? Y el Gran Padre, acariciándole los cabellos jóvenes con su mano de anciano, dijo: — ¡Oh Espiga! Las cosas últimas son las co­ sas de los mandarines. Y así conocieron los Aguiluchos la misión de gobierno.

-262-

VI. JUEGO DE AJEDREZ

e tal form a entraron los A guiluchos en la ciudad, y tom aron posesión de su Im pe­ rio, y com enzaron a reinar, m ientras los so l­ dados ocupaban los cuarteles im periales de verano y pedían el derecho de saqueo, ropas y trigo. El Primer Aguilucho se entregó al estudio de las leyes antiguas, porque pretendía hacer de su reinado un modelo de tradición. El Se­ gundo Aguilucho salió de campaña contra los bárbaros, por dar ocupación a los soldados y lograr tributos. Y el Tercer Aguilucho se dio a intimar con sus soldados de pequeño esqueleto, en ánimo de fortalecer su ejército. Y como el Segundo Aguilucho llevara consigo los jinetes de ojos cargados y la chusma analfabeta, que­ daron los enanos dueños del imperio m etropo­ litano. El Primer Aguilucho, como leyera las anti­ guas leyes, dijo un día a su hermano: — ¡Oh Salvador! ¿Por qué no licencias a tus soldados? La ley antigua prohíbe la presencia de soldados extranjeros en el Imperio.

D

-263-

Pero el Tercer Aguilucho no hizo caso, y fue a jugar al ajedrez con el Mandarín Barbudo. Y, al comenzar a jugar, dijo: — ¡Oh padre! Consiente que sea grosero, pues, jugando al ajedrez, no me divierto si no soy grosero. Y decía esto porque jugaba al ajedrez como a la guerra. A l poco de comenzar la partida, em­ pezó a irritarse, diciendo: — He de comerme todas las piezas. Y sus ojos centelleaban, agitando los dedos, como cuervos, sobre el tablero. Mas el M andarín Barbudo sonrió, y dijo: — ¡Oh Príncipe!, parvulito. Perdóname, pero voy a hacer la jugada que recomienda el Libro. Y, sin aclarar si se refería al L ib ro d el A je ­ d rez o al Libro de los mandarines, movió un ca­ ballo y le dio jaque mate. El Aguilucho, demudado, dijo: — ¿Por qué das jaque mate sin comer an­ tes todas las piezas? Veo que las dejas en el tablero. — Dice el Libro que éste es un juego de dar jaque mate, y no de comer peones. En matando al rey,, todos sus peones se vuelven míos. Y no está bien que mate primero los peones, y luego al rey, porque entonces no habrá botín. Y le decía esto porque sabía que el Aguilu­ cho andaba matando soldados analfabetos de su hermano; se entretenía en este oficio por las no­ ches, y daba cuenta, con sus enanos, de todo sol­ dado extranjero que no supiera leer ni escribir. -264-

Luego se levantó, y dijo susurrante: — ¡Oh Espiga! Este no es un juego de gue­ rra, sino de gobierno; y el gobierno pertenece a la sabiduría de las cosas últimas. Y se fue. El Tercer Aguilucho quedó, no obstante, sobre el tablero, acariciando las piezas con ade­ mán pensativo. Y, desde entonces, dejó de ma­ tar soldados analfabetos. Mas, como a otro día volviera a tropezarse con el Mandarín Barbudo, le preguntó: — ¡Oh padre! Si el gobierno de tres se llama triunvirato. ¿Cómo se llama el gobierno de dos? — ¡Oh Príncipe!, parvulito. Dice el Libro que el gobierno de dos se llama gobierno de transición. Después se pusieron a jugar de nuevo al ajedrez. Y como el Mandarín Barbudo protegie­ ra mucho su rey, logrando rodearle de peones doblados, el Tercer Aguilucho exclamó: — Mira que no me es posible matar al rey, pues se halla muy vigilado. El Mandarín Barbudo cogió entonces una torre del Príncipe, y, comiendo un peón de su propio color, susurró: — Pues da de comer al rey, porque a veces se indigestan los reyes, y se mueren. Oyendo esto, se ruborizó el Aguilucho, y se fue.

-265-

VII. FESTÍN DE SETAS

uince semanas después habló el Tercer Aguilucho a su hermano, y le dijo:

Q

— ¡Oh hermano! Porque la ley antigua pro­ híbe la presencia de soldados extranjeros en el imperio metropolitano, voy a licenciar mis gen­ tes de pequeño esqueleto. Celebremos esto con una comida de príncipes. Los dos comieron y bebieron hasta quedar ahitos; y, en la embriaguez, el Tercer Aguilucho decía: — ¿Dónde van los príncipes cuando mue­ ren? Y el otro contestaba: — Dice el Libro que van a la Gloria de los mandarines; porque la gloria se ha hecho para los príncipes y los mandarines. — Esta noche llegaremos a la gloria, por­ que yo conozco un alimento que sabe a gloria. Y, sin más, le dio a probar unas setas de las montañas. El Primer Aguilucho las comió, y dijo: — En verdad que las setas son un alimento de príncipes. -267-

Y se murió aquella misma noche, sin saberlo. En esto llegó el Segundo Aguilucho, con prisioneros y rehenes de los bárbaros, estandar­ tes, pendones extranjeros y mucha gente de ar­ mas. El Consejo de Ancianos le votó los honores del triunfo, pues traía los rebeldes uncidos a los carros de combate, y los pabellones enemigos arrastrando por el lodo. Los caudillos vencidos venían degollados y corruptos sobre sus propios guiones; y los hijos, amedrentados en las carre­ tas de paja. El aparato del ejército parecía feroz e implacable. El Tercer Aguilucho, viendo venir a su her­ mano de tal guisa, salió a recibirle, y le dijo: — ¡Oh hermano! Licencia tus tropas, por­ que la ley antigua prohíbe la presencia de ex­ tranjeros en las tierras metropolitanas. — ¿Acaso no han dado mis tropas gloria, seguridad y tributos al Imperio? — La ley antigua es la ley de nuestros pa­ dres, y nosotros hemos venido a reinar en su nom­ bre. Pues, aunque la guerra sea bella y sencilla, pertenece a las cosas primeras, y nosotros hemos de gobernar en nombre de las cosas últimas. El Segundo Aguilucho sonrió entonces, y dijo: — ¡Oh hermanito!, cabecita alocada. Un día te levantaste contra la ley antigua, que ahora imploras. Y, sin más, entró en el palacio imperial, ro­ deado de sus feroces soldados analfabetos y de ojos cargados. Allí preguntó por el Primer Agui­ lucho, extrañado de su ausencia. Pero le dijeron -268-

>

que se había ido a la gloria, porque com ió setas que le supieron a gloria. Entonces lloró, porque le amaba mucho, dado su carácter bondadoso leguleyo. Salió en busca de su otro hermano, le dijo: — ¡Oh Salvador! ¿Dónde está Eleuterio? El Tercer Aguilucho, como viera demudado el rostro de su hermano, se irritó de mala mane­ ra, y dijo: — ¿Qué se j o ? Pregúntalo a los mandari­ nes, que conocen el L ib ro de los m uertos. En aquel instante, el Segundo Aguilucho, sin decir palabra, sacó la espada y cortó la cabe­ za de su último hermano. Después añadió: —Ahora soy yo la ley antigua. Como los mandarines supieran esto, re­ pitieron las palabras de aquel texto del Libro, que dice: “Solo los locos, los necios y los pata­ nes cargan con la responsabilidad de sus pro­ pias obras, pretendiendo intervenir en la obra del mundo. El sabio, por el contrario, úncese a los sucesos irrem ediables, porque conoce la entraña del destino, y adivina que los hechos son hechos cuando están más hechos. Y todo Poder que vence es un hecho” . Y el Mandarín Barbudo, recordando las partidas de ajedrez que había jugado con el di­ funto, exclamó: — En verdad, en verdad que el gobierno de dos es un gobierno de transición. Y estos fueron los funerales que hicieron los ancianos al Tercer Aguilucho. -269-

REINADO DEL SEGUNDO AGUILUCHO (I)

I. AFICIONES FILOSÓFICAS

ViSii'cUAri'é-A

e tal forma entró a imperar el Segundo Aguilucho, con el nombre de Espiga Solita­ ria, Príncipe por la gracia de Dios y el consenti­ miento del pueblo. Su reinado fue en principio tranquilo y pa­ cífico, por el carácter conciliador del Príncipe, que comenzó por someterse a la ley antigua, li­ cenciando todas sus tropas de extranjeros. Luego rehabilitó la casta de la gente de estaca, nombró generales aborígenes, procónsules y visitadores, f reponiendo en sus cargos los hombres antiguos, con honores y mercedes. Organizó el Imperio en nuevas circunscripciones, extendió la acción de los legos hasta las remotas provincias adheridas, y consintió en los pendones la leyenda tradicio­ nal, que decía: “El Príncipe y los mandarines en nombre de las primeras y de las últimas cosas”. También repartió trigo a la gentecilla, hizo fiestas, saneó el Erario, fundó residencias de be- c carios y renovó las cédulas de los mendigos, ca­ ducadas desde el reinado de su abuelo. Sometió nuevos pueblos bárbaros, selló alianzas, afincó los reyezuelos satélites, reorganizó la confede­

D

-273-

ración de países imperiales, logró tributos, cons­ truyó jardines, botó navios y extendió las legio­ nes hasta los límites del Gran Océano, junto a la región de los hombres de ojos cargados. Mas como se diera finalmente a recordar su hermano envenenado y las aficiones de su hermano, cayó pronto en la melancolía, y se vol­ vió extravagante, entregándose al estudio del Derecho y de la historia del Derecho y de las costumbres. Después quiso estudiar filosofía, y tuvo por maestro al Mandarín Barbudo, que le enseñó filosofía moral, recogida de los escritos de los antiguos mendigos herejes, que privaban a la gente ilustrada de entonces, después que el Lego Censor consintió su publicación. Pues aun­ que el Consejo de Ancianos condenó novecientas tesis de estos escritos, la untuosidad de ánimo de los legos encontró satisfacción en su lectura, ya que la filosofía de los mendigos herejes adu­ laba el desencanto. El Príncipe conoció esta filosofía por obra del Mandarín Barbudo, según se ha dicho, y leyó aquel aforismo del Gran Perezoso, que dice: “Es igual ser rey o mendigo, porque todo es miseria de miserias. Y, aunque yo mandara sobre los prínci­ pes, mis pasiones mandarían sobre mi corazón”. Leyendo esto, el Príncipe llamó al Manda­ rín Barbudo, y le dijo: — ¡Oh padre! Mira lo que dice el Gran Pe­ rezoso. ¿Acaso no es ello una hipocresía? — ¡Oh Príncipe! Dices eso porque todavía eres un principiante en los estudios filosóficos, y -274-

aún conservas en el corazón el sentir espontáneo que te concedió el trato con las cosas primeras. Mas, cuando se habla de filosofía, no se puede dejar de hablar de hipocresía, porque la filoso­ fía supone cierta clase de cortesía en el ánimo lector. — ¿Qué cortesía es esa? — En el reino de las últimas cosas existe cierto código de hombre de mundo, que prohíbe situar unas palabras frente a otras; pues con­ viene adquirir confianza de sabio a sabio, y su­ poner que todas las palabras son expresiones de lo más profundo del ser. Así se inició el Príncipe en el oficio de lector correcto y sutil. Y el Mandarín Barbudo le fue entregando, rollo tras rollo, todos los textos de los mendigos herejes. Y llegó al L ib ro d e l esta r y d el no esta r en el m undo, compuesto por un an­ tiguo mendigo de las provincias occidentales, y leyó los aforismos que dicen: “El sabio no guarda en su alma más que sustancias racionales; pues, dejando de lado las cosas primeras y últimas, alcanza la verdad a través de la contradicción de las cosas. Por eso, el aprendiz de sabio se en­ cuentra siempre entre las cosas contradictorias, que son la sustancia inmediata a las esencias racionales” . Leyendo tal, volvió el Príncipe a llamar al Mandarín Barbudo, y le dijo: — Dice el L ib ro d el esta r y d el n o e s ta r en el m u n d o que las cosas contradictorias son la escala inmediata a las cosas racionales. Dime: -275-

¿Qué quiere decir eso de las cosas contradicto­ rias? — ¡Oh Príncipe! Tú sabes que nuestro L i­ bro posee una parte dedicada a las cosas con­ tradictorias; pero también sabes que nadie, ex­ cepto el Gran Padre Mandarín, puede leer ese texto, porque es un texto reservado. Dice el Li­ bro que quien lo lea, sin ser Gran Padre, queda­ rá eternamente entre las cosas contradictorias, que es como quedar atravesado en la matriz de la madre. El Príncipe, pues, continuó leyendo el L i­ bro d el esta r y d el n o esta r en e l m u n d o, y cono­ ció el aforismo que dice: “Así como el parvulito va de las primeras a las últimas cosas, así va el sabio de las últimas a las primeras. Porque de los seres que están ahí, solo dos son puros e inocentes de su existencia: el niño y el sabio. Y como los dos se crucen en este ir y venir, los dos son, ciertamente, compañeros y semejantes” . Leyó el Príncipe esto, llamó de nuevo al Mandarín Barbudo, y le dijo: — ¿Soy yo como un niño, o soy como un sa­ bio? — Parvulito, tú eres como el instante en que se encuentran el niño y el sabio; porque también eres como una tarde plácida y como una espiga ingenua y pensante. El Príncipe siguió leyendo, y pasó al L ibro d e la costu m b re de ser h om bre, compuesto por un extraño mendigo, llamado Sexto Flaco, que murió de tormento en los tiempos de las grandes -276-

persecuciones, tras la época de la Inflación de Virtudes, y leyó aquel pasaje oscuro que dice: “Cuanto me ha ocurrido, ha sucedido sin que yo lo quiera ni solicite. Pues, si el nacer fue el pri­ mero de mis sucesos, nadie me preguntó si que­ ría o no quería nacer. Y si he admitido, sin más, el suceso extravagante de mi nacimiento, he ad­ mitido implícitamente todos los demás. Porque, en verdad, en verdad, no soy otra cosa que la costumbre de admitir sucesos. ¿Contra quién, pues, me levanto y a quién imploro? He temido y temo que, en alzando mi voz a la protesta, me digan las voces de las cosas: ¡Oh cobarde! Si has dejado pasar el suceso de tu nacimiento, ¿a qué protestas de los otros sucesos?” Leyendo esto, se sintió el Príncipe muy melancólico, pero el regusto íntimo e inconfesa­ ble de la melancolía le incitó a proseguir la lec­ tura, pues el camino del desencanto es dulce y apacible. Así alcanzó aquel otro pasaje donde el mendigo Flaco reflexiona sobre el mundo, y dice: “Cuando volvía esta tarde del campo, vi los ni­ ños y las mujeres jugando y lavando en el agua. Como la tarde fuera bella y suave, dijo mi alma: ¡Oh Sexto!, sé misericordioso. Yo contemplé los niños y las mujeres, y me dije: En verdad que el estar en el mundo es una costumbre de inocen­ tes. Y esto es lo que yo he aprendido hoy de los niños y de las mujeres” .

-277-

II. COMPILACIÓN HERÉTICA

uando el Príncipe acabó de leer todos es­ tos libros de los mendigos herejes, llamó al Mandarín Barbudo, y le dijo: —Veo que en mi Imperio han sucedido y suceden cosas bellas e inocentes. En conmemo­ ración de tal, quiero recopilar y editar las obras enteras de los mendigos herejes y no herejes. — El Consejo de Ancianos no consentirá este homenaje postumo a los mendigos, porque tales escritos son heterodoxos, y sus autores fueron condenados por los padres de los padres de tus padres, siguiendo el espíritu de la ley antigua. — ¡Oh padre! — el Príncipe se irritó— . Di, pues, al Consejo que me declare hereje. Por lo cual el Mandarín Barbudo compren­ dió que el estudio de filosofía estaba dando sus primeros frutos. Mas el Consejo de Ancianos, tras consultar al Gran Padre Mandarín, autorizó la edición, a condición de que llevara notas y comentarios. Al terminar el terrible trabajo de la compilación, el Príncipe llamó al lego Pedrarias, que había sido el director del seminario compilador, y le dijo:

C

-279-

— ¡Oh Pedrarias! ¿Qué te parece la obra de los mendigos herejes? — Muy larga, Señor, muy larga. — Mas dime: ¿Qué opinas del texto? Pedrarias movió la cabeza, y dijo: — Dice cosas bellas, pero, ¡qué falsas!, ¡qué falsas! Y, diciendo esto, bajaba la vista. Pero como el Príncipe tuviese humor, le recriminó de esta manera: — ¡Ay, Pedrarias, ay! Pareces bobo. Pues, ¿cómo puede ser falso lo que es bello? Pedrarias se ruborizó, y dijo: — Nunca ha sido ortodoxo confundir la be­ lleza con la verdad; porque dice el Libro que la belleza se halla más cerca de la criatura que la verdad. Y como dijera tal, y se atreviese a citar el Libro sin ser mandarín, pareció recordar los tiempos en que era el Hombre Más Orgulloso del Mundo, antes de que la victoria de los Agui­ luchos le hiciese bajar la cabeza, como lego os­ curo. El Príncipe sonrió, y dijo: — ¡Oh Pedrarias!, lego de buenos oficios. Comprendo que hayas sufrido al recopilar las obras de tales herejes, porque tu corazón es or­ todoxo de nacimiento. Mas, para premiar esa labor y hacer menos doloroso tu remordimiento, he decidido nombrarte Lego Político. Hoy m is­ mo envío al Sumo Mandarín la recomendación de tu oficio. -280-

Pedrarias se arrodilló como un parvulito ante el Príncipe, y dijo: — ¡Oh Señor! Te doy gracias, porque h oy vuelvo a ser el Hom bre Más O rgulloso del Mundo. Mas como otro lego, llamado el Lego de las Posibilidades, porque siempre tenía a su favor la posibilidad inmediata de lograr algún cargo, aunque nunca lo alcanzaba, supiera esto, fue c o ­ rriendo a los mandarines, y les dijo: — ¡Oh padres! El Príncipe cam ina de las últimas a las primeras cosas, traicionando la ortodoxia, pues ha confundido la belleza con la verdad, y, además, ha nombrado a Pedrarias Lego Político. Y el Mandarín Barbudo, que se hallaba presente, replicó: — En verdad que el Príncipe debe de estar ya en las primeras cosas y en las primeras le­ tras, cuando ha concedido tal oficio a Pedrarias. El Lego de las Posibilidades exclamó: — ¿Qué talento tiene Pedrarias para ese desempeño? ¿Acaso no tengo yo más posibilida­ des que él? Los ancianos, no obstante, sonrieron, y contestaron: — ¡Oh Silvio!, parvulito. Tal es la voluntad del Príncipe. Decir en esta ocasión que Pedra­ rias carece de talento, es como dudar del talento del Príncipe. Y no olvides que un príncipe ha de poseer talento. Así hablaron, y le dejaron solo. -281-

III. EL LEGO DE LAS POSIBILIDADES

ras esto, el Lego de las Posibilidades decidió resolver por su cuenta la competencia con Pedrarias, y fue a viajar el Imperio, pronun­ ciando discursos. Y, com o hablara con voz su­ til y cortante, gesticulando a cada palabra; y se mordiera los labios y entornara los ojos; y cru­ zara las manos y ladeara la cabeza, remedando los becarios, la gente com enzó a tenerle consi­ deración y respeto temeroso. Pues imploraba a cada instante el Libro y las cosas del Libro, y nombraba a Dios y al demonio entre cada cinco o seis vocablos, como si fueran cosas suyas. Y decía: — ¡Oh hermanos! Yo soy el único hombre del Imperio que, siendo lego, puede explicar y comentar el Libro de los mandarines. Y los cabezas rapadas o buenos padres se admiraban, y escuchaban sus palabras como de­ finitivas. El lego continuaba hablando, y decía: — El Gran Padre Mandarín ha dicho: Me alegro, Silvio, de verte tratar con mujeres; yen­ do con estas criaturas, podrás caer fácilmente

T

-283-

en brazos de la pasión inocente, y tendrás oca­ sión de comprender la miseria de la naturaleza humana. Dios quiere que te sucedan tales cosas para evitar que el demonio de la soberbia posea tu corazón. Pues, si te volvieras soberbio, llega­ rías a ser el más grande y peligroso hereje del Imperio y de la historia del Imperio, dado tu ta­ lento y trato continuo con la sustancia segunda de las últimas cosas. Así hablaba, y el pueblo se estremecía, di­ ciendo: — En verdad, en verdad que el Lego de las Posibilidades posee también la posibilidad de ser hereje. El lego llevaba las manos al corazón, y ex­ clamaba: — ¡Oh gentecilla!, cabezas rapadas o bue­ nos padres. También soy el único hombre del Imperio que ha dicho: La ortodoxia no se halla en el individuo, sino en sus palabras. Porque la ortodoxia no reside en el corazón, y sí en los vo­ cablos que salen de la garganta. ¡Oh hermanos!, purificad vuestras gargantas. Así asombraba las gentes, y crecía su fama de lugar en lugar, mientras decía: — Con autorización del Gran Padre M an­ darín, conozco las obras de los mendigos here­ jes; y os digo que en ellas hay talento. Oyendo esto, se extrañaban algunos, y pre­ guntaban: — ¡Oh Silvio! ¿Acaso puede haber talento en la herejía? -284-

Y el lego contestaba: — El talento lo da Dios, o el demonio. Y se mordía los labios gruesos; por lo c u a f muchos se ruborizaban y sentían turbación el alma. — Por el am or que Dios os tiene — seguí^ afirmando— , ha consentido en dar talento al d e . monio. Y, por salvaros, ha condenado a los m e n . digos herejes. Y decía esto como si lo conociera directa mente de la boca de Dios, de forma que im p re ­ sionaba a todos, conmoviéndoles la conciencia y la fe simples. Mas cierto día en que hablaba ante un a u ­ ditorio rural, se levantó un becario, que le te n ía rencor, y dijo: — ¡Oh Silvio!, boquita de oro. Afirmas co sa s que el Libro no dice, pues las inventas, las z u r ­ ces o las sacas de otros escritos. — ¡Oh becario!, huerfanito. ¿Acaso no i n ­ ventó el Libro quien escribió el Libro? ¿C óm o aseguras que han terminado los tiempos de l a inspiración? — luego miró de reojo al au ditorio inocentasco, y añadió— : Los enemigos del P r ín ­ cipe dicen que yo he vendido mi talento al P r ín ­ cipe. Y así afirm aba que poseía talento y s e rv ía al Príncipe; que sus enemigos eran los e n e m i­ gos del Príncipe; y que los enemigos del P r ín ­ cipe eran sus enem igos. Por ello nadie se a tr e ­ vía a contradecirle, y le dejaban hablar c o n temor. -285-

Pero los legos de la ciudad, menos brillan­ tes en palabras, comenzaron a envidiarle, y di­ jeron: — ¿No llegó este Silvio de las lejanas pro­ vincias adheridas, con su hatillo de becario re­ nunciado, y no imploró un puestecillo de lego, recordando a los mandarines los veinte mil quintales de sopa boba que había engullido? ¿Y no fue un becario que relegó las mil vacas y los cincuenta mil avestruces bobos, con tal de aban­ donar los calzoncillos sin abertura? Si tal fue, ¿de dónde le viene esa soberbia? Porque parece que nos perdona el notificarse hereje. Y cierto lego cojitranco, recién llegado a la casta, exclamó: — ¿Quién es Silvio para tratar con Dios y el demonio sin haber digerido las mil vacas y los cincuenta mil avestruces bobos que ordena el Libro? Y un cabeza rapada, que había sido su com ­ pañero de habitación, cuando becarios, añadió: — Es falso que Silvio tenga ese trato de tú a tú con Dios o el demonio. En nuestros tiempos solo era aficionado al trato con pelanduscas de tres al cuarto. Y aquel otro becario rural que Silvio afren­ tara un día, susurró: — Yo pienso que, en el fondo, no es más que un hereje orgulloso y lleno de fatuas presuncio­ nes. Mas como el Lego de las Posibilidades co­ nociera esto, llamó al becario, y le dijo: -286-

— ¡Oh becario! Dios no permita que se atre­ viesen en tu cuerpo los calzoncillos de huerfanito. Pues, ¿quién es un becario para declarar hereje a nadie? Y si tú dices, sin más, que yo lo soy, incurres al punto en herejía. Porque dice el Libro que la declaración de herejía tiene sus formalidades, pertenecientes a la competencia de los mandarines. Y si un becario asume esa competencia, cae en herejía. Así habló el lego, y, como tuviera razón, el becario se avergonzó, y se fue. Pero los otros legos continuaron intrigando, porque no podían soportar su hablar sutil ni la gloria de su fama. Y fueron al Mandarín de los Legos, anciano vie­ jísimo, y le dijeron: — Mira, padre, que el Lego de las Posibili­ dades está incurriendo en herejía. Ha dicho que el demonio concedió talento a los mendigos he­ rejes. — Me extraña la actitud de este Silvano, porque siempre fue un hombre prudente — re­ plicó el mandarín. — Mira que no se llama Silvano, sino Silvio — y después, mirándole de arriba abajo, añadie­ ron— : ¡Oh qué viejo está! — ¡Ah, ah! Ya me acuerdo de ese Silvio. ¿No es acaso un muchacho que llegó cierto día a la ciudad, con su ropilla de becario convertida en vestidura de lego? — Ese es, padre, ése es. —Ya veré a este Silvano, ya lo veré — ex­ clamó. /

-287-

Y se puso a beber té; por lo cual los legos movieron la cabeza, y dijeron: — Habremos de recurrir al Sumo Manda­ rín, porque este anciano no arreglará el proble­ ma. No obstante, el mandarín llamó al Lego de las Posibilidades, y le dijo: — ¡Oh Silvio!, hijo. ¿Por qué hablas del de­ monio, habiendo otras cosas más concretas? Deja esta cuestión al Libro, y dedícate, por ejemplo, a elogiar al Príncipe, que es mejor carrera. — ¡Ay, padre! Veo que te han hablado al oído. — Es verdad, hijo mío. Abandona esos pro­ blemas, que se prestan a la envidia y confusión. Conozco el corazón humano, y sé que nadie pue­ de soportar que otro hable del demonio con au­ toridad — después carraspeó unos segundos, y añadió— : ¡Oh Silvio! Dicen que tú hablas del demonio como si le tratases todos los días. Has declarado que el demonio da talento. El Lego de las Posibilidades cogió entonces las manos del mandarín, y dijo: — Comprendo que las ocupaciones te im ­ pidan, releer el Libro; pero es lástima que los ancianos no sepan ya Teodicea. Pues el Libro dice: “El demonio, aburrido, se rascó un día el vientre, y, abriendo la boca, dijo: Entre los hom ­ bres necios no hay ninguno que se me parezca como el talentudo” — luego añadió— : ¿No es, pues, ortodoxo afirmar que el demonio concede talento? -288-

El mandarín se sentó suavemente sobre un sillón de terciopelo rojo, y exclamó poco a poco: — ¡Ay, pimpollo! Conoces bien el Libro. Yo no puedo recordar ahora ese pasaje, ni voy a buscarlo, porque he perdido la vista. No obstan­ te, de ti me fio. Y, diciendo esto, se fue, dejando nuevamen­ te victorioso al lego, que se enorgulleció y siguió hablando por todas partes, de ciudad en ciudad y de aldea en aldea. Mas los otros legos no cejaron, y, como pri­ mera medida, hicieron correr por todo el Impe­ rio el rumor de que Silvio era un demonio; y le pusieron de sobrenombre el Demonio y su Má­ quina, porque poseía una extraña máquina de alambres y números combinados, que mostraba en cualquier momento el símbolo del Libro, la página que citaba a Dios, al demonio o al talen­ to, las tres palabras predilectas del Lego de las Posibilidades.

-289-

IV. VENGANZA DE PEDRARIAS

omo Pedrarias conociera estas aventuras de Silvio, y supiera que el Lego de las P o­ sibilidades le había jurado odio, haciendo todo aquello por socavar su fam a; y com o observa­ ra que en ciertas ciudades de las provincias se había am otinado la gente, diciendo que el Lego de las Posibilidades poseía más talento que el lego Pedrarias, aunque éste fuera el Hom bre M ás O rgulloso del M undo, corrió en busca del Príncipe, y le dijo: — ¡Oh Príncipe! Ese Lego de las Posibilida­ des agita la paz de tu Imperio; nombra a Dios en vano, cita el Libro en falso y mecaniza su pala­ bra. Además, asegura que sus enemigos son tus enemigos, lo cual no podemos consentir aquellos que le despreciamos. — ¡Oh Pedrarias!, cabeza ortodoxa. Oí de­ cir que ese lego arrebata las multitudes, pues tiene fama de dominar las gentes con la pala­ bra. Y Pedrarias, dejando sobre una concha de jaspe sus eternos cartapacios de Lego Político, exclamó:

C

-291-

— ¡Oh Señor!, parvulito. ¿Sabes por qué domina ese lego con su palabra? Porque dice cosas que él presenta como dichas por Dios. La gente se estremece de sopetón; y luego, por no investigar, lo admite simplemente. Tales son las agudezas de Silvio y la perezosa naturaleza humana. El Príncipe quedó pensativo unos segun­ dos, y dijo poco a poco: — Muy sutil, muy sutil. El lego acercóse entonces a su señor, y le dijo muy quedo: — ¿Por qué no llamas a Silvio, y le mandas que te diga de dónde saca esa confianza en el trato con Dios o con el demonio? Son cosas que conviene saber a un Príncipe. El Príncipe entornó los ojos, como si pre­ tendiera medir la lejanía de su Imperio, y repu­ so también poco a poco: — Muy interesante, muy interesante. Y mandó llamar al Lego de las Posibilida­ des, que llegó con su máquina-busca palabras, sus labios sensuales, su gran melena, su peque­ ño esqueleto y su cara un tanto demacrada de los continuos viajes. Viéndole, el Príncipe le habló, y le dijo sin más: — ¡Oh Silvio! Me han dicho que eres hete­ rodoxo, fatuo y soberbio. ¿Qué respondes a ello? — ¡Oh Príncipe! — replicó el lego— . El so­ berbio y el heterodoxo, en todo caso, serás tú, según... -292-

A l oír esto, el Príncipe mandó que le rapa­ ran en el acto, para degradarle y convertirle en un simple cabeza rapada. Pues entendió que le había ofendido. Y com o tal hicieran los barberos imperiales, el lego, en viéndose con los cabellos cortados, la cédula de su jerarquía rota y las vestiduras rasgadas, comenzó a llorar junto a su máquina, diciendo entre gemidos lastimeros: — ¿Por qué no has consentido que termina­ ra la frase? Y o quería decir: “En todo caso serás tú el soberbio y el heterodoxo, según se deduce de los discursos de Pedrarias, que si tuviera ta­ lento no afirmaría las cosas que dice de su Prín­ cipe” . Mi dialéctica es una dialéctica de sorpre­ sas, pero tú no has dejado que desenvuelva mi magia. El Príncipe sonrió, contempló de reojo la enorme cabeza recién pelada del lego, y dijo: — Debiste advertir que había duende en tus palabras. Tal es mi excusa: que no es fácil conocer la dialéctica de todos los retóricos y filó­ sofos del Imperio. M as ya no hay remedio, por­ que ahora m ismo eres un cabeza rapada, y un cabeza rapada no es un lego. Silvio volvió a gemir, y replicó: — Señor mío, ¿acaso no dejarás que me crezca el pelo? — Sé que conoces el Libro y las cosas del Li­ bro. Respóndeme a esta pregunta, y consentiré que te crezca el pelo. El lego cruzó las manos con untuosidad, bajó la voz, y dijo: -293-

— Pregunta, ¡oh Señor! El Príncipe se acercó suavemente a la ca­ beza recién rapada del lego, y susurró: — ¿Qué opinas de esa parte del Libro que habla de las cosas contradictorias? ¿La has leído tal vez? — Tú sabes, ¡oh Príncipe!, que esa parte no ha sido jamás conocida por hombre alguno de los efímeros, porque está reservada al Gran Pa­ dre Mandarín. Pero, en confianza, en confianza, yo creo que esa parte no ha sido tampoco escrita, sino que está en blanco. Así dijo, y se mordió los labios, precipitan­ do en el gesto la malicia de su dialéctica. El Príncipe volvió a entornar los ojos con ademán inocente, meditó unos segundos pacífi­ cos, y exclamó: — Con razón te llam an el Lego de las Posibilidades, porque todas las form as y sus­ tancias posibles de las cosas concurren en tu cabeza de filósofo. M ira que yo no había caído en esta últim a posibilidad que acabas de m os­ trarme. Después le tocó el hombro con el dedo ín­ dice, y añadió: — Consentiré que te crezca el pelo, porque has dicho una gran agudeza, y has abierto mi corazón a nuevas perspectivas y paisajes — y re­ pitió quedo— : Con razón te llaman el Lego de las Posibilidades. Como Silvio oyera esto, se contentó en ex­ tremo, diciendo: -294-

— En verdad, Señor, que eres magnánimo con los hombres de espíritu. Dios te h a concedi­ do talento, y ha querido ahuyentar el demonio de tu corazón de Príncipe. Mas al momento se entristeció de nuevo, y susurró, gimiendo: — ¿Cómo me presentaré al pueblo con esta cabeza? Perderá confianza en m i palabra; y mis enemigos, echando mano del Libro, dirán que un cabeza rapada no puede predicar. — Tampoco querrás tú predicar, estando así, para que no sufra la ortodoxia de tu corazón de filósofo austero. El lego bajó los ojos, ensalivó sus labios, y exclamó: — Ya no se trata de predicar o no predicar, sino de hacer el ridículo. Todos sabrán que he sido degradado. — No temas — replicó el Príncipe— , porque he decidido hospedarte en mi palacio mientras no crezca tu pelo, para que salgas de aquí con­ vertido otra vez en el Lego de las Posibilidades. A l oír esto, se arrodilló Silvio, y besó las manos de su Príncipe y señor.

-295-

V. NUEVA DIALÉCTICA

e tal forma quedó instalado Silvio en el pa­ lacio imperial, a la manera de un huésped del Príncipe. Y como el lego Pedrarias visitara diariamente este lugar, dado su oficio político, preguntaba por su enemigo. Pero Silvio procu­ raba rehuirle, por temor de satisfacer sus ma­ las esperanzas, y viéndole de vez en cuando, se cubría la cabeza con los brazos, para evitar que Pedrarias contemplara su afrenta. Los cabellos del Lego de las Posibilidades fueron creciendo, por ley natural y común; y se­ gún aumentaban su extensión y volumen, au­ mentaba también la soberbia de su dueño, rena­ cida, acrecentada y resucitada a la nueva vida de lego cortesano. Cada pulgada de cabello era una vara de soberbia, y cada hilo sutil una nue­ va ambición de poder y dominio. El lego llegó a pensar que podría ganar fá­ cilmente al Príncipe con sus agudezas, logrando ascendiente sobre la voluntad de su corazón. Y como albergara en lo más profundo de su alma la vocación definida de eminencia gris, que es, por lo demás, la vocación general de la casta de

D

-297-

los legos, comenzó a sopesar de repente la idea untuosa de volverse irremediable. Y su soberbia creció mil veces más que sus cabellos. Poco a poco fue suspirando por alcanzar la jerarquía suprema de los seres necesarios y fatales, llamados en idioma antiguo individuos sin e q u a non, de forma que determinó añadir una nueva palabra al triunvirato de sus voca­ blos dilectos. Y como en cierta ocasión afirmara que Dios, el demonio y el talento eran las tres sustancias irremediables, decidió sustituir este aforismo por otro nuevo, que dijera: “Dios, el de­ monio, el talento y yo somos los tres elementos irremediables” . La nueva palabra que descubrió fue, pues, la palabra yo. El Príncipe le veía discurrir todos los días por los jardines de palacio, con la dignidad de su enorme cabeza, y preguntaba: — ¡Oh Silvio!, callacuece. ¿Qué haces? El lego respondía: — ¡Oh Señor! Estoy revisando mi pensamiento. Y el Príncipe sonreía. Por lo cual bajaba Silvio la cabeza, y luego, contando con los dedos, se decía: “M i primer paso fue nacer; mi segundo paso,,hacerme becario; mi tercer paso, venir a la ciudad con la vieja ropilla de huerfanito, para que los mandarines conocieran origen y costum­ bres; mi cuarto paso, descubrir a Dios, al demo­ nio y al talento como señores de influencia; mi quinto paso, construir la máquina busca-citas; mi sexto paso, adivinar que nadie lee el Libro, y que, por tanto, puede ser citado en falso, atri-298-

huyéndole cuanto convenga; mi séptimo paso, hallar la retórica de la sorpresa; mi octavo paso, infamar al lego Pedrarias; mi noveno paso, ha­ cer que me llamara el Príncipe, por la ira misma de Pedrarias, y usar con él de la retórica de la sorpresa; mi décimo paso, aparecer escéptico y cínico ante el Libro, que me ha valido el favor del Príncipe. Y si estos han sido mis diez pri­ meros pasos, el próximo será el más sutil y po­ deroso de todos, pues me volverá irremediable. Y cuando tal sea, citaré el Libro en el desayuno, y diré cómo dice el Libro que haya de asarse la manteca, y nadie se atreverá a contradecirme, porque seré más importante que los mandarines y que el Gran Padre Mandarín” . Tales cuentas se hacía el Lego de las Posi­ bilidades, mientras paseaba los jardines impe­ riales. Por lo demás, el Príncipe seguía viéndole todos los días, y le preguntaba siempre: — ¿Qué haces? — Estoy revisando mi pensamiento. Y pergeñaba su eterno gesto de hombre compungido, pesaroso y manso. Mas como cierto día el Príncipe le viera muy infantil y rejuvenecido, jugando con bolitas de papel, que arrojaba desde lo alto de una fuen­ te a las gacelas, alborotadas de su propia im pe­ rial persona; y como notara que ellas reían sus gracias y ocurrencias, y se sonrojaban alegres de sus gestos y ademanes, ora de becario sumiso y untuoso, ora de mozo lascivo, de macho cabrío, ora de demonio, se extrañó, y dijo: -299-

— ¿Qué te ocurre? — ¡Ay, Señor! Acabo de revisar mi pensa­ miento, y soy otro hombre. He descubierto una nueva dialéctica. Luego alzó los brazos mórbidos, mientras sonreía como un pequeño diablo, arrojó unas bo­ litas de papel al harén de las imperiales gacelas, y exclamó: — Mira cómo botan y rebotan esas bolitas. El Príncipe vio cómo las bolitas daban en las cabezas de sus gacelas, caían por los senos y terminaban en los pies, saltando y rodando. Sin embargo, aquello no le pareció en principio un fenómeno extraordinario, sino bien natural y corriente. Las gacelas, entre tanto, observaban al lego, observaban al Príncipe, observaban las bolitas y reían. Y eran como cosillas graciosas y ligeras, como animales inocentes y como el sol dando en mis montañas y en las cosas de mis montañas. El lego pergeñó una sonrisa de profundis, y dijo: — Como estas traviesas bolitas es mi dia­ léctica. Por eso la llamo dialéctica del bote y del rebote... — ¡Oh Silvio!, corazón esotérico. Si no citas un ejemplo, no comprenderé tus oscuras pala­ bras. Mira que no es correcto hablar en enigma a un Príncipe. El Lego de las Posibilidades abandonó en­ tonces la fuente de un salto, y viniendo hacia su señor, susurró levemente: -300-

— ¿Has visto cuán pálido está Pedrarias? Parece que anduviera revisando sus virtudes y las virtudes de sus padres y d e los padres de sus padres. Pero más vale que sea por otra cosa — después añadió— : Tal es mi dialéctica del bote y del rebote. El Príncipe rió con inocencia de niño, y ex­ clamó: — ¡Silvio!, mala lengua. M e gusta tu dia­ léctica. Di más, di más, di más. El Lego de las Posibilidades soltó de m o­ mento toda una retahila de aforism os del bote y del rebote, hasta el extremo de desternillar de risa al Príncipe, que le ordenó seguir y progre­ sar en estas aficiones y filosofías tan singulares. Y como el lego no se dejara rogar, comenzó a producir agudezas en cantidad prodigiosa, con­ quistando así el favor y la am istad del Príncipe. Pues aunque los cabellos le crecieron con sufi­ ciencia para recobrar su antigua cédula y salir a predicar, optó por quedarse en palacio, entrega­ do a la nueva dialéctica. El Imperio conoció pronto tales sucesos, y los dichos del lego corrieron de boca en boca, en­ tusiasmando a la gentecilla de lugar en lugar. Pero como estas sentencias fueran ganando poco a poco en cinismo e impiedad, saltando por en­ cima de las tradiciones y de las personas augus­ tas, los mandarines se alarmaron y convocaron el Consejo de Ancianos, diciendo: — Sabemos que ese Lego de las Posibilida­ des, ensoberbecido por la protección del Prínci­ -301-

pe, anda ironizando sobre el Libro y las cosas del Libro, los ancianos, los buenos padres y la sagrada persona del Gran Padre Mandarín. Y éste es aquel leguillo que llegó un día con su ro­ pilla de becario, pidiéndonos caridad. Así hablaron los ancianos, y el Sumo M an­ darín se llevó las manos a las vestiduras, y ex­ clamó: — No soportaré una irreverencia más. Pero soportó todas las irreverencias e im ­ piedades que quiso decir el lego, porque el Prín­ cipe sentía humor de oírle. Por lo cual el Sumo Mandarín hubo de rectificar su primitiva aseve­ ración, y dijo: — He pensado que basta con declarar hete­ rodoxo al lego, porque así lo manda el Libro. Mas tampoco declaró heterodoxo a nadie, sino que se limitó a prohibir que alguna persona comentara las extravagancias de Silvio. Sin embargo, los ancianos todos, a instan­ cias del Mandarín Barbudo, pasaron noticia de estos sucesos al viejísimo Mandarín de los Le­ gos, que había de entender por competencia en tales asuntos. Y el anciano dijo: —Y o „creo que exageráis el problema, ¡oh padres!, y sacáis de quicio la solución, vertiendo sobre un necio vuestras propias iras. Con cam ­ biar el nombre al Lego de las Posibilidades, y llamarle, desde hoy, el Lego Extravagante, hay suficiente a mi entender. Y era que el viejísimo Mandarín de los Le­ gos no tenía ganas de complicarse los años. -302-

En esto llegó de los confines del Imperio una comisión de cabezas rapadas o buenos pa­ dres, que se presentaron al Consejo de Ancianos con sus vestidos austeros, y dijeron: — Sabemos que ese Lego de las Posibilida­ des hace ocurrencias a nuestra costa. Y lo peor es que el pueblo también lo sabe, y habla de no­ sotros y de nuestros hijos, mujeres, sobrinas, cuñadas y primas. Pues corren por ahí muchos panfletos, obrillas que empiezan con estas pala­ bras: “Tal es mi dialéctica del bote y del rebote” ; y luego sigue multitud de aforismos crueles y desvergonzados, que, desde la casta de la gente­ cilla al Gran Padre Mandarín, no respetan per­ sona ni institución alguna. En oyendo tal, exclamó el Consejo: — De aquí no pasamos. Y fueron al Príncipe, que les recibió de mal talante, y dijo: — ¡Oh ancianos!, tiquismiquis. Dejadme y dejad a Silvio, pues el lego solo dice palabras. Y como el Sumo Mandarín conociera esta respuesta, se irritó vehemente, y exclamó: —Ya se nota que el Príncipe ha estudiado filosofía. Y culpó al Mandarín Barbudo de cuanto estaba ocurriendo, porque había sido el maestro del Príncipe en los estudios filosóficos.

-303-

VI. EL BUFÓN IMPERIAL

ientras tanto, el Príncipe y su lego conti­ nuaron divirtiéndose a través de la dialéc­ tica del bote y del rebote; y era de admirar cómo las ocurrencias de Silvio crecían en atrevimien­ to y descaro conforme el Príncipe aplaudía su ingenio y la segunda intención de sus palabras extravagantes. Solía el Príncipe acomodarse por las tardes en su reclinatorio de comensal, teniendo al lego por invitado perpetuo; y como llegara la hora nebulosa de la digestión, excla­ maba: — ¡Oh Silvio, boquita cruel. Comienza poco a poco. Y el lego prorrumpía en aforismos de esta índole y manera: — Sé que Pedrarias está haciendo méritos para opositar al puesto que Dios ocupa en el cos­ mos. Pero más vale que logre su deseo y alcance ese oficio, porque a ti y a mí nos conviene un dios mediocre. Así blasfemaba por rencor a Pedrarias y a to­ das las castas del Imperio, teniéndolas en desprecio. Oyéndole, sonreía el Príncipe, y añadía sin más:

M

-305-

— Sigue, sigue. Y el lego se mordía los labios, y decía susu­ rrante: — Es lástima que tus mandarines no lean el Libro. Pero más vale así. El Príncipe reía con franqueza, y el lego crecía en soberbia, sin reparar en que su dia­ léctica le estaba convirtiendo en un ingenioso de oficio, menestral de las agudezas. Y decía: — ¡Oh Príncipe!, parvulito. Lamento que Pedrarias visite los burdeles. Pero mientras esté allí saben los mandarines dónde encontrarle. El Príncipe moría de risa, escuchando tal filosofía, y luego gritaba como un resucitado: — Sigue, sigue, sigue. El lego suspiraba diciendo: — ¡Ay, Señor! Y sentía la fatiga de ser tan agudo, porque el Príncipe no tenía hartura de oírle ni de reír sus máximas, mientras decía: — ¡Silvio!, parlanchín. Estos chistes son panzudos e impúdicos como tú y las cosas de tu vida y de la vida de tus padres y de los padres de tus padres. Y decía esto porque el lego procedía de una región caliente del Imperio, donde la gente suele ser habladora, perezosa y malintencionada. De tal forma se entretuvieron ambos du­ rante un largo periodo de palabras y retórica, hasta que cierto día ocurrió un suceso extraor­ dinario. El Príncipe llamó a su lego, y le ordenó, como de costumbre, que siguiera produciendo -306-

burlas y disparates. Y como el lego se creyera en la cumbre del Poder y dominio sobre el Príncipe, a punto ya de transformarse en irrem ediable e ineludible, fatal e inexcusable, se atrevió a seña­ lar con el dedo a una de las gacelas im periales, que paseaba por los jardines del gineceo, y dijo: — Señor mío, ¿ves aquella jovencita tan simple e inocentasca? Pues hace favores y reci­ be compensaciones y regalos ajenos a tu mano. Créelo, porque me lo ha dicho el Sum o M anda­ rín, su director espiritual. A l oír esto, rió el Príncipe con más vehe­ mencia de lo que conviene a la franca alegría, y golpeando cariñosamente las espaldas del lego, exclamó lentamente: — Corazoncito, tú ya no eres un lego ni un cabeza rapada, sino un bufón muy perspicaz. Y, en acabando de decir tal, hizo señ al a sus soldados y m ayordom os, que pren d ieron al lego, y le vistieron de bufón, colocán d ole los aros, las argollas, los collares, los ca lzon es ro ­ jos, el gorro de cascabeles y todo cu an to p er­ tenece al m enester de histrión. C om o el lego se viera de esta guisa, y oyera el ru ido de los cascabeles sobre su cabeza, com enzó a gem ir, diciendo: — Padre mío, ¿por qué haces esto? Y o in­ venté la dialéctica del bote y del rebote para lle­ gar a ser tu eminencia gris, no tu bufón. Y o no he querido este oficio. — ¡Oh Silvio!, parvulito. Consuélate, por­ que también un bufón tiene algo de eminencia -307-

gris. Los bufones de este Imperio han sido siem­ pre famosos e importantes. Y decía tal porque había estudiado filosofía. Los mandarines acudieron presurosos a conocer la nueva, y besando las manos del Prín­ cipe, dijeron: — ¡Oh Señor! Nos has sorprendido con tu descubrimiento; nosotros no sabíamos que, en­ tre tantas posibilidades, tuviese ese Silvio la de transformarse en bufón. Luego fueron al lego, y le raparon de nuevo la cabeza, y le despojaron de la cédula de su an­ tigua jerarquía, mofándose de su flamante traje de histrión palaciego. El lego lloraba, prorrumpiendo en lamen­ tos femeniles, y decía: — ¡Oh padres! ¿Qué dirá el pueblo cuando tal sepa? Y los ancianos contestaban: — Dirá que en verdad, en verdad, eres el Lego de las Posibilidades. Y reían. Como el viejísimo Mandarín de los Legos conociera también estas noticias, exclamó mien­ tras sorbía el té: — Los hechos me han dado la razón, p or­ que el problem a se ha resuelto sin necesidad de sangre o crueldad, y sin declarar a nadie hereje. Ha bastado con cam biar el nom bre y el traje del lego; porque si antes era un p a ­ dre de la patria, ahora es un bufón, y un b u ­ fón puede hablar com o quiera. A sí cam bian -308-

los hom bres cuando cam bian de nom bre o de traje. El lego Pedrarias tampoco dejó pasar la ocasión de la mofa. Pues visitó a su enemigo, y le dijo: — ¡Silvio!, amiguito. Alégrate, porque aho­ ra eres nada menos que todo un bufón imperial, cargo único y muy principal. Tal era la gran po­ sibilidad que tú y nosotros ignorábamos, la po­ sibilidad última y misteriosa de tu vida llena de posibilidades. El Príncipe nos ha conmovido a la hora postrera, mostrándonos su sabiduría y magnanimidad no superadas; ha descubierto tu destino, y ha querido cumplirlo. A sí habló Pedrarias mientras lloraba Sil­ vio, haciendo sonar sus cascabeles. Luego se fue, y dejó al bufón muy melancólico, repitiendo las viejas palabras de su antiguo discurso ín ti­ mo: “Mi prim er paso fue nacer; el segundo, ha­ cerme becario; el tercero, venir a la ciudad...” Y contaba, con los dedos, todos sus pasos, y luego añadía: “Mi primera posibilidad fue ser m an­ darín; la segunda, hereje; la tercera, alcanzar el grado de Lego Político; la cuarta, llegar a santo; la quinta, transformarme en eminencia gris...” Y así enumeraba también sus posibili­ dades. Finalmente suspiraba y decía: ‘Y o no sabía que tuviese esta posibilidad de convertir­ me en bufón” . Y lloraba y lloraba, pensando que no h a­ bía previsto esta extrema posibilidad. Por lo demás, aquella noche soñó intranquilo, y oyó -309-

una voz interior que le decía: “¡Oh Silvio!, im ­ prudente. Debiste suponer que la dialéctica del bote y del rebote tenía que acabar en este rebote definitivo” .

-310-

VII. EXTRAVAGANCIAS D E L PRÍNCIPE

partir de estos sucesos estrafalarios fue vol­ viéndose el Príncipe más extraño, tornando al estudio de la filosofía y de las cosas de la fi­ losofía. Una vez llamó a todos los ancianos del Consejo, y les dijo: — Desde que convertí a Silvio en mi bufón, he vuelto al trato con las cosas serias; no hay mejor incentivo para ello que tener por bufón a un retórico malalengua. Y he pensado que la primera y principal de todas las cosas serias es mi propia seriedad de Príncipe y señor del Im­ perio; por lo cual he decidido cam biar la leyenda de mis estandartes, porque si antes decía: “El Príncipe y los mandarines en nombre de las co­ sas primeras y últimas”, ahora quiero que diga: “El Príncipe y los mandarines en nombre de las cosas primeras, últimas y contradictorias” . Pues he advertido que falta en mis estandartes el nombre augusto de las cosas contradictorias. Los ancianos contestaron: — ¡Oh Señor!, parvulito, Espiga del Valle. Tú sabes que nadie, excepto el Gran Padre Man­ darín, conoce la sabiduría de las cosas contra­

A

-311-

dictorias. ¿Cómo, pues, vas a reinar en nombre de tales principios? Se diría entonces que reinas en nombre de lo desconocido. — Padres antiguos, comprended que mi reinado será incompleto si no reino en nombre de las cosas contradictorias; los sabios y los aprendices de sabios quedarán más allá de mi autoridad. Y todavía podrá existir alguien que diga: “¡Oh Príncipe! No te obedezco, porque mi espíritu se halla entre las cosas contradictorias, y tú no reinas en nombre de tales cosas” . Y hablaba así porque, desde que leyera las obras de los mendigos herejes, se le había meti­ do en la cabeza la cuestión de las cosas contra­ dictorias, como si se tratara de algo que se coge con la mano. — ¡Oh Príncipe!, parvulito. Escucha la voz de la ortodoxia: En nombre de las cosas prime­ ras, está la gentecilla en el mundo; en nombre de las cosas últimas, los mandarines; en nombre de las cosas primeras y últimas, el Príncipe como poder conciliador entre los señores y la genteci­ lla; y en nombre de ese poder conciliador, los le­ gos, los buenos padres y la gente de estaca, como emisarios de las cosas últimas ante las primeras, y viceversa. Pero solo el Gran Padre Mandarín está en nombre de las cosas contradictorias. Por eso mismo, el Gran Padre puede decir que tú no reinas sobre él ni las cosas que le son propias. El Príncipe se enfadó como un niño, y dijo: — Decid al Gran Padre que si no reino en nombre de las cosas contradictorias, no quiero -312-

reinar. Porque estoy enamorado de las cosas contradictorias, y prefiero dejar las cosas pri­ meras y últimas por amor a las contradictorias. Tal es mi deseo y mi vocación irremediable de Príncipe. Y decía esto con melancolía de loco enamo­ rado; por lo cual los mandarines comprendieron que no podrían convencerle fácilmente, y fue­ ron a consultar al Gran Padre. En el camino, el Sumo Mandarín recriminaba al Mandarín Bar­ budo de esta manera: — ¿Ves lo que has logrado con enseñar fi­ losofía al Príncipe? Pues que se enamore de las virginales gacelas reservadas a la sabiduría eso­ térica del Gran Padre. Tres semanas después volvieron los ancia­ nos ante el Príncipe, y dijeron: —Alégrate, porque el Gran Padre se ha alegrado de conocer tu preocupación por cues­ tiones tan profundas, y ha pronunciado sen­ tencia sobre tu pretensión nobilísima. Dice que puedes colocar en los estandartes el nom ­ bre augusto de las cosas contradictorias, pero a condición de que pongas tam bién el nombre sagrado del Gran Padre; pues siendo él su de­ positario señero, ha de figurar junto a ellas, como el tutor junto a las pupilas, para que el espíritu del Libro no pueda decir alguna vez: “¡Oh Padre! Te confié mis preciadas gacelas, niñas de mis ojos, y tú las abandonaste por te­ mor al hierro” . El Mandarín Barbudo añadió: -313-

— ¡Oh Señor!, parvulito aficionado a la sa­ biduría de los mandarines. El Gran Padre ha escrito el nuevo lema de tus estandartes pode­ rosos, y este lema dice: “El Príncipe, los man­ darines y el Gran Padre en nombre de las cosas primeras, últimas y contradictorias” . Cuando tal oyó, el Príncipe prorrumpió en gritos de cólera, como si de repente hubiera des­ cubierto alguna clase de intriga contra su perso­ na, y dijo: — Ingenios sutiles, ¿acaso creéis que he nacido ayer? Aunque soy parvulito, conozco la cartilla de cabo a rabo, y sé que el Gran Padre no tiene razón de figurar en mis banderas, por­ que no reina ni gobierna, según la tradición or­ todoxa y legítima. Así veo que pretendéis colarle de rondón en el gobierno de mi pueblo e Imperio, como si se tratara de un becario de porvenir, que busca un puestecito al sol del Poder y al calor oloroso de la hogaza comunal. Yo os he pedido reinar en nombre de las cosas contradictorias, y me contestáis inventando novedades que van contra el Libro y la ortodoxia del Libro. Los ancianos bajaron la cabeza, muy confun­ didos con estas palabras, y el Príncipe añadió: — He pensado, por otra parte, que esta cuestión pertenece a los bordadores imperiales, mejor que a los mandarines. Pues, ¿por qué he de importunaros con problemas de trapos y agu­ jas? Perdonad, e id tranquilos. Así habló, y, sin más, ordenó por su cuen­ ta que bordaran nuevos estandartes, con esta -314-

leyenda: “El Príncipe, en nombre de las cosas contradictorias”. Como los mandarines supieran esto, se lle­ naron de ira, y dijeron: — Tal osadía tendrá su castigo inmediato. Hasta el presente nadie se ha atrevido a rom per así con la tradición y la sabiduría de los siglos. Y el Gran Padre exclamó: — Tendré que declarar heterodoxo al Prín­ cipe, y liberar sus súbditos de la obligación de obedecerle y respetarle. Mas por lo pronto se limitó a condenar a los bordadores de los estandartes, a sus h ijos y a los hijos de sus hijos.

-315-

VIH. VACACIONES DE LOS ANCIANOS

E

stando así las cosas, el Gran Padre decidió esperar doce semanas, y luego envió emi­ sarios al Príncipe, para que se retractara. Pero el Príncipe no se retractó, sino que prosiguió en sus deseos y aficiones, com o un verdadero ena­ morado de las gacelas contradictorias. Enton­ ces, el Gran Padre dio sentencia definitiva, li­ berando a los súbditos de la obligación del pacto social, anulando los compromisos tributarios y ordenando a los buenos padres que dejaran de cumplir las pragmáticas que llevasen el lema infame. La sentencia era m uy extensa, y decía: “¡Oh ancianos! ¿Qué sería del mundo si los prín­ cipes reinaran en nombre de las cosas contra­ dictorias? Los gobernantes se harían como dio­ ses, y el principado se convertiría en opresión tiránica. Un príncipe quitaría a otro príncipe; los hijos se alzarían contra los padres; los nie­ tos, contra los abuelos; y la ignorancia contra la sabiduría. Se vulgarizarían mis bellas gace­ las, jam ás manchadas por manos de patán, y toda gente, por ínfima que fuere, querría poseer -317-

verdades. La cabeza de la gentecilla tendría su tesis y su antítesis; los dedos sudorosos de los jayanes hurgarían la nobleza de la sabiduría; y los pies de la canalla pisotearían la virginidad de cuanto he criado con el amor de los siglos. Los sabios contemplarían esto con dolor infinito, y sufrirían cuando un mostrenco les hablara de tú a tú, diciéndoles: “Yo pienso...’ Porque no hay cosa más dolorosa para un sabio que oír a un cernícalo opinar. Las mujerzuelas, los mozos de cuadra, los amanuenses, los escribanos y cual­ quier carne manosearían los libros sagrados, y dirían: ‘¿Por qué ha de ir el Gran Padre con esas vestiduras? ¿Por qué ha de poseer tan gran man­ sión?’ Y los aficionados a becarios asentirían con sus cerebros medio ilustrados, y la cabecita lle­ na de ambiciones de mando y goce, añadiendo: ‘Eso, eso, eso’. Pero ninguno comprendería que el Gran Padre es el perpetuo enamorado de las be­ llas cosas, y que las bellas cosas son gacelas que ellos no pueden conocer ni soñar en ver. El mun­ do se conserva porque yo guardo, adulo, confío, halago y custodio las muchachas tentadoras que son las cosas contradictorias. Si yo las soltara, se perdería la Tierra. ¿A qué, pues, ha de venir un príncipe a declarar que reina en nombre de las cosas contradictorias? Jamás han besado su frente, ni han velado su sueño, ni han consolado su melancolía, ni han sosegado su ánimo. Mas si el Príncipe se empeña en poseerlas, contra nuestra voluntad, vendrán años malos para su persona. Y llegará un día en que la gentecilla se -318-

le levante y le cuelgue en nombre de las cosas contradictorias, que, en manos de la chusma, vienen a ser las cosas contrarias” . Tal fue la sentencia del Gran Padre, lla­ mada S en ten cia m agna, o S en ten cia sob re la con serva ción d el m und o, que conquistó el favor de los legos, buenos padres, becarios y gente de estaca. El Príncipe conoció su texto; se irritó; lla­ mó al Mandarín Político, y dijo: — Mira cómo es cruel y cínica esta sen­ tencia tan extensa y aparatosa. Trata mal a la gentecilla y a las costumbres y aficiones de la gentecilla, sin advertir que el pueblo está aquí en nombre de las cosas primeras, que merecen respeto de los sabios. El Mandarín Político cruzó sus manos, y contestó: — ¡Oh parvulito! Comprende que esa sen­ tencia ha sido producida desde el seno mismo de las cosas contradictorias, y la sabiduría de tales gacelas tiene que ser a veces cruel y des­ carnada. Las cosas contradictorias no poseen el encanto inocente de las cosas primeras, porque no son cosas de amor. Tampoco tienen la espi­ ritualidad de las cosas últimas, porque no son objeto de fines y merecimientos. Las cosas con­ tradictorias, ¡oh Príncipe!, son precisamente la contradicción de las cosas y de los principios, no existiendo nada más delicado, sutil ni pro­ blemático. Pues son como muchachas que es­ tán preguntando siempre, y como corzas que te -319-

muestran una vez los senos floridos, y otra vez el esqueleto, con su calavera. Son un juicio que te confunde; el sí y el no, la duda, la esperanza, la desesperanza, el recelo. Te conducen por la vida confiado y alegre, te sacrificas por ellas, y cuando llegas al lugar soñado, te desencantas y dices: “Esto no es lo que yo quería” . Por eso, la sabiduría de los siglos ha colocado tales ga­ celas en manos de un solo hombre, porque si anduvieran sueltas, ni tus bufones querrían ser menos que tú. Así habló el Mandarín Político, intentando convencer al Príncipe. Pero ni estas palabras ni el texto mismo de la sentencia pudieron mudar un ápice la decisión de la imperial persona, que parecía entregada por entero al demonio de los enamorados. El Príncipe replicó: — Perdona, pero, oyéndote, he sentido que mi corazón pertenece por entero a tales gatitas, dignas gacelas de un príncipe. Así quiero reinar en su nombre, para que digan las gentes del orbe: “Más acá de las cosas primeras, y más allá de las últimas se halla el Príncipe Espiga del Valle, porque se encuentra aposentado entre las cosas contradictorias” . Diciendo esto, se fue. Y el Mandarín Políti­ co se arrepintió por primera vez de haber ense­ ñado filosofía a su Príncipe. El Consejo de Ancianos se reunió entonces con urgencia, para tratar la rebeldía del Prínci­ pe, y algunos de los mandarines dijeron: -320-

— Entendemos que ha llegado la hora de declarar heterodoxo al Príncipe, porque ya ha hecho bastantes merecimientos desde que se dio a la lectura de los mendigos herejes. Y nombraron un ponente de la proposición de heterodoxia, tras consultar el Libro. El po­ nente fue un mandarín bajito y oscuro, que en diez mil años no había abierto la boca, según unos; y según otros, desde que comió el último avestruz bobo, en sus tiempos de becario su­ miso. El Lego de las Posibilidades había dicho en sus buenos años que a este m andarín se le indigestó el último avestruz, de prisa que se dio en devorarlo, y que desde entonces no co­ mía sino obleas y hojuelas. El caso fue que le nombraron para este menester, porque nadie quería cargar con la responsabilidad de tal m i­ sión. Y él dijo: — ¡Oh padres! Yo no tengo saberes para tanto, y además soy viejo. Pero los ancianos contestaron: — Si no has hecho nada en diez mil años, haz ya algo. El Príncipe ignora tu existencia, y ésta es la ocasión de que la conozca. Oyendo esto, el Mandarín Oscuro se rubori­ zó, porque era muy tímido, y tomó la ponencia. Mas el Príncipe rodeó una mañana el Pala­ cio de los Compromisos con su gente de estaca, y ocupó todas las habitaciones y dependencias. Entro en la Sala del Consejo cuando los manda­ rines estaban reunidos, y, plantándose frente al mandarín de la ponencia, dijo: -321-

— No será este escribanillo el que me de­ clare hereje. Y decía esto porque el Mandarín Oscuro te­ nía porte de escribano de los legos. Al oír tal se levantaron los ancianos, y se lle­ varon las manos al pecho, en trance de implorar el fuero sagrado del recinto, mientras el Manda­ rín Oscuro guardaba apresuradamente los rollos de la ponencia escrita y escondía la cabeza bajo el pùlpito. Los soldados comenzaron entonces a cumplir sin más las órdenes secretas, haciéndose de los ancianos para conducirles a sus domicilios. Cuando el Príncipe hubo desocupado de esta guisa el Palacio de los Compromisos, man­ dó colocar sobre la puerta principal esta ins­ cripción: “El Príncipe, en nombre de las cosas contradictorias, ha concedido vacaciones a los ancianos. Paz y felicidad, ¡oh pueblo!” . Por lo demás, cada anciano hubo de refugiarse en su propia casa, custodiado por los soldados. M u­ chos decían a sus conductores: “¡Bestias!, ¿acaso no sabéis que todo esto es heterodoxo?” Pero los más callaban y solicitaban cargas de leña para pasar el invierno.

-322-

REINADO DEL SEGUNDO AGUILUCHO (II)

I. HEREJÍA DE LOS BECARIOS

D

e tal m anera quedó cerrado el Palacio de los Com prom isos para largos años, en ausencia forzosa de los ancianos. La hierba creció en el pórtico, el moho cubrió los hierros del edificio, y la inscripción que el Príncipe había colocado sobre la puerta se fue hacien­ do vetusta, y se dignificó con el tiem po. Los que nacieron durante esa época ignoraron la existencia del Consejo de A ncianos, por lo cual no extrañaron que el Príncipe gobernara sin m andarines y sin consultas. Pues en ese largo periodo reinó el Príncipe com o señor absolu­ to, en nom bre de las cosas contradictorias, y concedió a la gente de estaca la com petencia civil y la posibilidad de pasar a la casta de los legos. En aquel tiempo florecieron, por lo demás, dos herejías singulares y particularmente pro­ picias a los intereses del Príncipe y de la gente de estaca. La primera fue la llamada herejía de los becarios, y tuvo su origen en un diálogo en­ tre dos parvulitos del Libro, Fustos y Simplicio, pues Fustos dijo: -325-

— ¡Oh Simplicio! ¿Acaso no somos noso­ tros más que los cabezas rapadas, los legos y los mandarines? Porque ellos son ya cabezas rapa­ das, legos y mandarines, pero nosotros podemos llegar a ser cuanto queramos; tenemos el por­ venir por delante, y nada hay como un porvenir abierto a todas las posibilidades. Ni el Gran Pa­ dre Mandarín ni el Príncipe tienen mejor futuro que nosotros mismos, porque nadie ha dicho que se haya clausurado el número de las posibilida­ des de un becario. Así habló Fustos una tarde de otoño, mien­ tras paseaba por el claustro de su residencia, in­ ventando una doctrina que hizo furor entre los huerfanitos, ensoberbecidos desde la ausencia de los mandarines. El atrevimiento de estas pa­ labras fue creciendo poco a poco y de lugar en lu­ gar, hasta alcanzar la jerarquía de un principio de renovación y ganar los corazones de todos los becarios. El mismo Fustos comprendió el alcan­ ce de sus palabras cuando supo que en algunas residencias se habían alzado los huerfanitos, so­ licitando gobernantes propios, y no legos. Entonces se declaró padre de la rebelión, y compuso un memorandum que decía: “¡Oh hermanos!, parvulitos del Libro. El que se confunde con su oficio no tiene prisa en su oficio. ¿Por qué, pues, hemos de andar noso­ tros ligeros en el menester de devorar los vein­ te mil quintales de sopilla, las mil vacas y los cincuenta mil avestruces bobos? Desde hoy que­ remos regirnos por nuestra propia autoridad, y -326-

ser una casta fija, y no transitoria; una casta que permanezca como permanecen los legos y los mandarines. Pues si los mandarines están en el mundo en nombre de las cosas últimas, la gentecilla en nombre de las cosas primeras, y el Príncipe en nombre de las cosas contradictorias, nosotros queremos estar en nombre de las cosas pacíficas”. Tal fue la doctrina primitiva de los becarios herejes, expuesta por Fustos y recogida unáni­ memente por la mayoría de los huerfanitos, que comenzaron a levantarse en las provincias leja­ nas, expulsando a los legos de las residencias y rechazando los emisarios secretos de los man­ darines. El Consejo de Ancianos clandestino ad­ virtió pronto la trascendencia de esta soberbia herejía, que llevaba camino de privar al Imperio de futuros ancianos, y envió al becario Fustos un acta de reconvención, para que se retractara de su memorándum. Pero Fustos devolvió el acta de manera orgullosa, y mandó al Sumo Mandarín una nota con la proposición de sus diez tesis, que decían: “¿Por qué ha de ser un becario untuoso? ¿Por qué ha de ser obediente? ¿Por qué ha de llevar calzoncillos sin abertura? ¿Por qué ha de tener prisa? ¿Por qué ha de admirarse a cada instante de lo que dicen los mandarines? ¿Por qué ha de ser transitorio? ¿Por qué ha de dormir sobre tres almohadas? ¿Por qué ha de ser páli­ do? ¿Por qué ha de ser austero? ¿Por qué ha de comer sopas?” -327-

El Sumo Mandarín leyó esta proposición y movió la cabeza con tristeza irremediable. Lue­ go solicitó del Príncipe un hombre de estaca, y lo envió al becario Fustos con otra nota que decía: “Porque un becario, ¡oh Fustos!, no es inocente de estar en el mundo”. A l margen de la nota iba un aforismo del antiguo Lego de las Posibilida­ des, que añadía: “Todos los seres son inocentes de su existencia, menos los becarios” . Como Fustos conociera el texto de esta ré­ plica, rompió orgullosamente la nota delante de todos sus seguidores y correligionarios, y dijo: —Ya no hay ancianos ni autoridad sobre nosotros. Desde ahora nos entenderemos direc­ tamente con el mundo y con el Libro. Y éste fue el comienzo de la Damada doctri­ na de la justificación de los becarios, que afirma­ ba que el becario solo responde ante Dios y ante la historia. El Consejo de Ancianos prorrumpió en ex­ clamaciones de ira, una vez supo estas alarman­ tes noticias, y delegó en el Sumo Mandarín la misión de visitar al Príncipe y pedirle ayuda. El Sumo Mandarín cumplió su cometido con ener­ gía, gallardía y orgullo antiguos, pues habló al Príncipe, y dijo: — ¡Oh Señor! Desde hace tiem po h e­ mos venido sufriendo grandes calam idades y afrentas por causa de tu voluntad y de las cir­ cunstancias que rodean tu voluntad. Hemos soportado la com pilación heterodoxa de las obras de los mendigos herejes; la presencia de -328-

aquel Lego de las Posibilidades, con su dia­ léctica irreverente; el lem a infam e de tus es­ tandartes, y al fin la disolución del Consejo y el destierro de los m ejores ancianos, el olvido del Libro y tu reinado absoluto. Y porque to ­ das estas cosas y sucesos están contra el Libro y la autoridad de los siglos, nos hem os apar­ tado voluntariam ente del gobierno del Im pe­ rio. M as ahora, ¡oh Príncipe!, se han colm ado nuestra resignación y buena voluntad, pues nuestros ojos han visto lo que no pueden ver los ojos de los señores: Y es que los becarios se enorgullezcan y rebelen contra la norm a anti­ gua. M ejor quisiéram os m orir que contem plar tal; y más nos valiera que tu gente de estaca nos hubiera cortado la cabeza cuando cerraste el Palacio de los Comprom isos, y aun que or­ denaras degollarnos y arrojar nuestra carne a los perros. — ¡Oh Padre! Desde que clausuré el Con­ sejo de Ancianos he dejado de ocuparme de las herejías. Mas no temas, porque todavía hay be­ carios y señores; y aunque os tengo en entredi­ cho por culpa de vuestra intransigencia, sé di­ ferenciar un mandarín de un becario. Alégrate, pues, y ve a mi Estaca Mayor, exponiéndole tu pretensión. Y diciendo esto le dio cédula para visitar al Estaca Mayor del Imperio, el cual oyó al ancia­ no, y dijo: — Tú sabes que solo me dedico a perse­ guir las herejías políticas, y no las dialécticas, -329-

porque mi estaca no sabe de palabras. Por lo demás, yo no quiero quedarme para matar be­ carios. — ¡Oh Estaca! — respondió el Sumo M anda­ rín— . ¿Acaso no hay tesoros en las residencias de los becarios? ¿Acaso no hay un presupuesto estatal para la manutención de los becarios? ¿Acaso no se compensa ya a los soldados con el beneficio del saqueo? Al oír tal, contestó el Estaca Mayor: —Ya veo que se trata de una cuestión po­ lítica. Y accedió a la pretensión del Sumo M an­ darín, yéndose a recorrer el Imperio, como per­ seguidor oficial de los becarios y de la herejía de los becarios. Y como el Sumo Mandarín le viera ir con gran muchedumbre de soldados, exclamó: — Desaparezcan todos los tesoros y hún­ danse el Imperio y el mundo, si es necesario, pero no se ensoberbezcan los becarios. El Estaca Mayor comenzó a visitar el Impe­ rio desde la periferia al centro, empezando por las provincias más lejanas. Y conforme prose­ guían sus andanzas y aventuras, enviaba cartas de esta guisa al Sumo Mandarín: “La semana última estuve en la Gran Provincia Limítrofe, y vi una residencia de becarios, y la rodeé con mis tropas, y pregunté si eran herejes. Ellos nega­ ron, pero yo, por si eran o no eran, les maté. Y por allí dicen que los huerfanitos han dejado a su vez otros huérfanos” . -330-

Y también decía: “Vengo de la Tercera Provincia Oriental, y he visto seis residencias hermosísimas de becarios, y he preguntado a las gentes si los huerfanitos eran sospechosos, y han dicho que de ninguna manera. Pero yo, por si eran o no, los he matado. Luego he entrado a saco en las residencias, y he hallado en verdad bellos tesoros, tablas antiguas y gran cantidad de ropilla, que he repartido a mis soldados”. En otra ocasión, añadía: “Acabo de aban­ donar la Quinta Provincia del Sur, y me ha sor­ prendido la belleza suave de sus innumerables cascadas y el carácter pacífico de sus habitantes. He visto treinta y dos residencias de becarios, pero los aborígenes me han dicho que los huer­ fanitos huyeron al centro del Imperio, en cono­ ciendo mi llegada inminente; por lo cual pienso trasladarme a ese lugar, para cortar la hierba cuando esté más prieta” . Otra misiva decía: “He puesto mis plan­ tas en la Duodécima Provincia de Occidente, y he visto ochenta y siete residencias de becarios como ochenta y siete palacios de señores. Y sin más, por si los huerfanitos huían o no huían, les he pegado fuego, a despecho de perder los teso­ ros. Tal es mi vocación de soldado” . Finalmente terminaba diciendo: “¡Paz y fe­ licidad, oh padre! Acabo de recorrer la Décimo Octava Provincia del Norte, y he conocido ciento seis residencias de becarios como ciento seis re­ cintos amurallados y vetustos. Pero se hallaban abandonadas y entristecidas por ausencia de los -331-

huerfanitos. No obstante he podido encontrar seis becarios, como seis sombras enflaquecidas, y les he preguntado si eran herejes. Ellos han contestado diciendo que, por ser precisamente ortodoxos y más que ortodoxos, se han quedado cuando los demás han huido. Pero yo, por si aca­ so se vuelven alguna vez herejes, les he matado. Ahora dejo estas provincias, y camino hacia el centro del Imperio, en busca de mis huerfanitos perdidos”. De tal forma llegó el Estaca Mayor al Im­ perio metropolitano, y rodeó con sus feroces sol­ dados las grandes ciudades, y entró a degüello contra los becarios, que conocía por la estructura de los calzoncillos y el ademán untuoso y sumi­ so. La matanza y afrenta que de ellos hizo, fue tal que desde entonces quedó como ejemplo de crueldad y soberbia desmedida. En poco tiempo murieron más de ochocientos mil becarios, y mu­ chos de puro susto, sin llegar a ser tocados por las armas; por lo cual corre este refrán que dice: “Ha muerto de susto, como los huerfanitos” . Luego que el Estaca Mayor hizo esto, se re­ tiró a jugar a los dados.

-332-

II. EL BECARIO FALCA

on motivo de estos acontecimientos, se des­ cubrió la corrupción habida en el seno de la casta de los becarios. El saqueo de las residen­ cias y expurgo de los papeles y notas de los legos administradores sacó a la luz viejos secretos, mostrando la cara sucia de la venalidad y de la prevaricación. Se supo cómo los legos de las re­ sidencias habían llevado a la beca gran parte de sus familiares y amigos, convertidos en eternos becarios de un nepotismo sin rubor ni medida. Y se conoció la presencia del privilegio y del fa­ vor en el logro de las diferentes jerarquías de los huerfanitos, desde el grado de la sopilla al grado de los avestruces. Pero el descubrimiento más escandaloso fue la revelación de la existencia de un becario, llamado Falca, que había devorado cincuenta mil vacas bobas en cincuenta mil años de huerfanito, falseando cada año su expediente de licen­ ciatura. La afrenta que produjo este hecho fue tal que el pueblo se amotinó en muchos lugares, y colgó a los huerfanitos que habían escapado de la matanza oficial. Falca sufrió tormento, y

C

-333-

confesó la existencia de otros semejantes, prote­ gidos por los legos, conociéndose hasta cuarenta mil nombres de estos comilones de vacas, que esperaban todavía alcanzar el grado de los aves­ truces. La gente se irritó al escuchar los nom­ bres, y exclamó: — ¿Qué pensaban estos becarios? Han de­ vorado cincuenta mil vacas bobas, y aún confia­ ban hincar el diente a los avestruces. El Príncipe condenó a Falca a recorrer el Imperio, arrastrando los huesos de las cincuen­ ta mil vacas engullidas a costa del Poder y del Erario. Pero era tal el peso y la cantidad de es­ tos huesos, y tan grande su volumen, que ni cien legiones con sus carros y carretas auxiliares po­ dían con ellos; pues se afirmaba que sobrepasa­ ban los cien mil quintales imperiales. Cuando la comitiva estuvo a punto de marchar, se com­ prendió la imposibilidad de la empresa, por lo cual el Príncipe perdonó a Falca, de acuerdo con una ley antigua. Mas como los ancianos supieran esto, roga­ ron a la gente de estaca que considerara preciosa la persona de Falca, para tirarle de la lengua. Amedrentado el becario, confesó de nuevo, y com­ puso un memorándum de su puño y letra, donde descubría otras corrupciones y venalidades de tipo heterodoxo, acusando a los legos de haber guisado la vaca con especias picantes, vino y pi­ ñones, en vez de servirla asada en ascuas, como ordena el Libro y la ortodoxia del Libro; haber sustituido la tisana de cigarras, que el Libro -334-

prescribe a los becarios indigestados, por licores efervescentes; y haber añadido granzas de café y otras drogas excitantes a la sopilla de leche. El memorándum de Falca afirmaba, por lo demás, la existencia de cierta trampa en los calzoncillos de los becarios, y la tendencia de los huerfanitos a enamorarse de las hijas de los le­ gos pudientes, o de las sobrinas de los mandari­ nes. Por ello se descubrió la extravagante pre­ sencia soterránea de una clase de muchachas, aficionadas irremediablemente al trato con los becarios; en hablándoles los huerfanitos del es­ píritu y de las cosas del espíritu, las encantaban sin remedio, y más porque se llamaban parvulitos de porvenir y opositaban a la sabiduría de las cosas últimas. Se supo que muchos legos poderosos y afin­ cados, siendo padres bondadosos, habían am ­ parado las pretensiones de los becarios, por no dejar a sus hijas sin matrimonio; y que los huer­ fanitos, al lograr ventajosos enlaces, habían ce­ rrado el Libro, yéndose a contemplar el teatro de las pelanduscas sin decoro, pues también había entrado el encanto de la obscenidad en la casta de los becarios. Y como la gente llamara comida boba a la hogaza de los becarios, dio en llamar muchachas bobas a las gacelas que así cedían ante los huerfanitos. No obstante, el mayor es­ cándalo se produjo cuando se supo finalmente que un extraño becario, llamado Frigio, había devorado veinte mil vacas y veinte mil mucha­ chas bobas en veinte mil años. -335-

Tales noticias se hicieron públicas y co­ munes, creciendo por todo el Imperio la rabia y el odio contra los huerfanitos, alimentados principalmente por el rencor de los antiguos aficionados a becarios, que, como resentidos y fracasados, no podían perdonar a los parvulitos del Libro. Estos aficionados fueron los primeros en solicitar del Príncipe la supresión de todas las residencias de becarios, y su sustitución por otras instituciones o Colegios de Aficionados a Becarios. Mas el becario Falca, aun en la sima de su desgracia, abrió la boca y dijo: “No a todo el mundo le ha sido dada la ocasión de comer vaca boba” . Y decía esto por desprecio a los aficiona­ dos y a las cosas de los aficionados a becarios. Como el Estaca Mayor del Imperio conocie­ ra estas pretensiones de los aficionados, fue al Sumo Mandarín, y le dijo: —Advierte que yo no he matado huerfani­ tos para que sean sustituidos por aficionados a huerfanitos. Y si he descendido a destripar be­ carios, no descenderé a degollar aficionadillos. — No temas, porque no habrá residencias de aficionados a becarios. Dice el Libro que un becario solo puede ser sustituido por otro beca­ rio, y no por aficionadillos. Al oír tal, exclamó el Estaca Mayor: — Si el Libro dice eso, ¿por qué me ordenas­ te despanzurrar huerfanitos? Ahora veo que son gente irremediable. — ¡Oh Estaca!, inocentasco — respondió el Mandarín— . Dice el Libro que siempre habrá -336-

becarios; pero yo opino que no han de ser los mismos. Y diciendo esto guiñó el ojo, por lo cual se fue diciendo el Estaca Mayor: “Debí cortarme las manos antes que degollar huerfanitos. Pues he aprendido que los huerfanitos suceden a los huerfanitos. Hogaño vendrán nuevos pimpollos a las residencias de antaño, y los recién veni­ dos serán peores que los antiguos, más sumisos y untuosos. Si he de hablar en verdad, prefiero Falca a cualquier aficionadillo, porque Falca ha sabido, al menos, devorar cincuenta mil vacas y engañar al Poder; también ha sido arrogante y cínico en sus confesiones, porque la antigüe­ dad en el trato con la cosa pública da cinismo y valentía. Mas los aficionadillos llegarán balbu­ cientes y temerosos; he oído decir que muchos de ellos no alcanzaron el grado de la beca por exceso de untuosidad y mansedumbre” . Así meditó el Estaca Mayor, y luego fue al Príncipe, diciéndole: — ¡Oh Señor! No consientas que los man­ darines restauren la casta de los becarios con aficionados de poco más o menos. Porque yo no pienso quedarme para matar aficionados. El Príncipe sonrió, y dijo: — ¡Oh Estaca!, hombre sencillo. Descuida y ve tranquilo, pues he prohibido la existencia de huerfanitos. Y el Estaca Mayor volvió a jugar a los dados.

-337-

III. LOS CINCUENTA MIL ASNOS

ientras tanto, el becario Falca fue haciendo confesiones y confesiones, como si guarda­ ra su corazón todos los secretos de la corrupción. Según pasaban los días, crecían las noticias y las sorpresas de las noticias salidas de su boca, y la gente decía: — No por listo ni por agudo sabe Falca tan­ tas cosas y detalles, sino por haber estado cin­ cuenta mil años de becario. Otros añadían: — Este Falca ha de ser un pozo de saberes oscuros, porque ha comido cincuenta mil vacas, y las vacas deben de haberle transmitido su sa­ biduría. Y algunos exclamaban: — Falca no ha dicho todo lo que sabe; si ha­ blara de verdad, no quedaría un lego sin acusa­ ción. Así aumentaban los rumores y habladu­ rías sobre el susodicho becario, hasta el punto de extender su fama por todo el Imperio, pues su nombre se hizo tan conocido y popular que desde entonces ha quedado con el título de “falquismo”

M

-339-

el hecho de devorar sopa boba a costa del poder público. Hoy mismo se dice que en tal o cual rei­ no ha surgido el falquismo, si el Poder alimenta multitud de comilones; y la última edición del diccionario retórico del Imperio manifiesta: “fal­ ca, comilón de hogaza pública, tragón de sopa boba”. De tal manera ha pasado este nombre a la posteridad. Mas como las confesiones de Falca rozaran la integridad de la casta de los legos, y su moral austera, el Gran Lego de los Becarios apeló de su honra al Sumo Mandarín, acusando a Falca de embustero y farsante. Pero Falca dijo: — ¿Acaso no es cierto que yo he devorado cincuenta mil vacas? Y decía esto por perder a sus antiguos amos, a despecho de perderse también. El Gran Lego de los Becarios se irritó al oír esto, y como no pudiera soportar tal afrenta, exclamó: — ¡Insensato!, no fueron cincuenta mil va­ cas lo que comiste, sino cincuenta mil asnos, porque durante cincuenta mil años has estado comiendo carne de burro. Y hacía esta confesión por ridiculizar a Falca, a pesar también de perderse a sí mismo. Luego añadió: — Por eso, ¡oh Falca!, rebuznas ahora y re­ buznarás siempre. El escándalo y la confusión que produ­ jo esta cínica declaración fueron tales que no se pudo rem ediar la m ayor discusión de todos -340-

los tiem pos. Pues Falca se puso a llorar, d i­ ciendo: — ¡Ay, padres, ay! Con razón notaba yo cierto gustillo a lego en la carne becaria. Ellos comieron las cincuenta mil vacas, engañándo­ me con carne de burro, y luego han pretendido que arrastrara por todo el Imperio los huesos de las vacas que devoraron. No he visto mayor infamia. Muchos de los ancianos exclamaban: — Falca es inocente, porque ha sido enga­ ñado. Otros añadían: — Le está bien empleado a este Falca cuan­ to le ha sucedido, por querer vivir a costa de la sopa boba. Y otros gritaban: — Cincuenta mil vacas o cincuenta mil bu­ rros, qué importa. Todos son bobos. Y se irritaban sobremanera. Los aficionados a becarios también supie­ ron estos sucesos, y dijeron: —Ahora comprendemos los derechos de la beca. Los legos no iban a dar a Falca, por su be­ lla cara, cincuenta mil vacas de bóbilis. Y reían un poco, temerosos de su porvenir. Tales fueron los comentarios y las tenden­ cias, hasta que el mismo Falca fue al Consejo clandestino de Ancianos, y dijo: — Comprended que los legos tienen la cul­ pa de la herejía habida entre becarios, pues han alimentado a los parvulitos con carne de -341-

burro, en contra de lo que manda el Libro y su ortodoxia. Y unos becarios que comen burro no pueden ser huerfanitos espirituales y sanos. Los ancianos asintieron con la cabeza, con­ sultándose, y Falca prosiguió diciendo: — ¿Cómo íbamos a ser ortodoxos y ecuáni­ mes? En faltando la vaca, falta la serenidad, y el aprender a rumiar, y el saber despreciar la pre­ sencia del mundo, y el ser lentos en la reflexión, y el contemplar las cosas con ojos de ausencia, y el parecer grandullones impávidos, y el tener la paciencia de los siglos. Los mandarines siguieron asintiendo len­ tamente, como verdaderas vacas sagradas, y Falca añadió: — En vez de mugir, hemos rebuznado, y ellos han jugado a este juego inicuo, y se han enriquecido, blasfemando del Libro, sin temer que les hablara el espíritu mismo del Libro, y les dijera: “¡Oh legos! ¿Qué habéis hecho de mis parvulitos inocentes? Yo os los entregué para que rumiaran, y veo que rebuznan. Les ha em­ brutecido la carne infame, y ahora son como bestezuelas que pisotea el Poder airado”. Así habló Falca, todo vehemente, y termi­ nó diciendo: — Pido justicia por mis hermanitos asesi­ nados. Haced que la ira del Libro caiga sobre los culpables, pues yo sé que el Libro se irrita a través de los ancianos. Al oír tal, se miraron los mandarines, y ex­ clamaron: -342-

— En verdad que hemos ordenado matar a unos inocentes. Y el Mandarín del Sello llevó las manos a la cabeza, y gritó: — ¡Ay, ay! También ha entrado la corrup­ ción en la casta de los legos. Por lo cual el Mandarín Barbudo se ade­ lantó en medio de la sala, y dijo: — Habremos de juzgar a los legos, como hemos juzgado a los becarios, y haremos escar­ miento general. Y decía esto porque no podía ver a los le­ gos. Pero el Sumo Mandarín se plantó en el centro del Consejo, cogió los rollos del Libro, los extendió lentamente, y dijo: — ¡Oh ancianos!, padres del saber. Escu­ chad — y leyó con gran voz el texto que dice— : “La corrupción está en los legos, y los legos son la corrupción y prevaricación. No hay corrupción sin legos, ni legos sin corrupción. Si los manda­ rines han de velar por el orden, han de saber que la corrupción y los legos conservan las doc­ trinas; pues sin ellos triunfarían las ideas pu­ ras, que son principios de disolución. La natu­ raleza primera de las cosas es la naturaleza de los niños y las criaturas inocentes; la naturaleza segunda es la naturaleza de los legos, llamada también naturaleza humana. Sabed, pues, que los legos son hombres” . Cuando los ancianos oyeron esto, se tapa­ ron la cara con las manos, en señal de rubor por -343-

desconocer los textos del Libro, faltando a la sa­ biduría, y el Sumo Mandarín dijo: — ¿Quién se atreverá ahora a acusar a los legos de corrupción? Pero el Mandarín Barbudo exclamó: —Yo apelaré al Gran Padre sobre la inter­ pretación de este pasaje. Y decía esto porque no podía soportar que se salvaran los legos. El Gran Padre pronunció definitivamente una sentencia incidental, que decía: “Siempre habrá legos y corrupción, porque los legos y la corrupción son cosas irremediables”.

-344-

IV. LA LEY BECARIA

espués de esto, como las residencias de be­ carios hubiesen quedado sin huerfanitos, el Sumo Mandarín intentó rehabilitar la casta me­ diante la creación de una legislación especial. Así nació la llamada Ley Becaria, que volvía los huerfanitos a su oficio, pero obligándoles a cam ­ biar de residencia cada cien años, para que la personalidad de los muchachos no influyera en el carácter de las instituciones. La Ley fue apro­ bada por el Consejo clandestino de Ancianos, con una enmienda del Mandarín Barbudo, que decía: “Ningún becario podrá jamás comentar su situación ni el gusto de las comidas” . Su tex­ to era muy extenso, y afirmaba que el derecho de la beca no era consustancial a la naturaleza humana, y que, por tanto, ningún becario podía presumir de ser inocente o estar en el mundo con inocencia. En los primeros pasajes, decía: “El huerfanito hará penitencia de haber nacido, y en co­ miendo vaca, avestruz o sopilla, procurará pro­ longar la digestión, para que se alargue en el cuerpo la presencia del alimento bobo” .

D

-345-

Luego añadía: “El becario usará sin ape­ lación el diccionario de los becarios, y, al sentir hambre o sed, dirá que tiene hambre y sed de bienes espirituales” . Después declaraba: “El becario no podrá oír sin ruborizarse la palabra instinto; y cuando experimente ambiciones o deseos, dirá irreme­ diablemente que siente vocación. Pues un beca­ rio ortodoxo no puede poseer instinto ni pasio­ nes, sino fatal e inexcusable vocación, porque el Libro dice que la vocación es una forma de la premeditación” . En otro texto decía: “Aunque los m andari­ nes se hacen de becarios, un becario no es más que el atrevimiento presuntuoso de querer ser mandarín. En la carne del parvulito se castiga esta presunción, hasta que la tozudez del huér­ fano gana la naturaleza segunda de las cosas, y el pimpollo de la gentecilla se convierte en señor” . Las conclusiones finales afirmaban: “La Ley que los mandarines hacen sobre los beca­ rios, ha de ser una ley cruel, porque los man­ darines han surgido de los becarios. Cuando los huerfanitos de hoy sean los mandarines de mañana, podrán igualmente mostrarse impla­ cables con los becarios de entonces, pues nada hay que moleste tanto a los mandarines como la osadía de los becarios”. El último pasaje cerraba el texto de esta manera: “El becario ha de ser untuoso, obedien­ te, transitorio, pálido, austero y sumiso; y ha de -346-

llevar calzoncillos sin abertura, ha de dormir sobre tres almohadas, ha de comer sopas y ha de admirarse a cada instante de lo que dicen los mandarines o los legos de los mandarines”. Y decía esto para contradecir definitivamente las diez tesis del becario Fustos. En cuanto el Consejo de Ancianos aprobó la Ley, el Sumo Mandarín fue al Príncipe, y le dijo: — ¡Oh Príncipe!, parvulito. Ha tiempo que las residencias de los becarios están entristeci­ das de la ausencia de huerfanitos; y son como jaulas sin avecillas, como cunas vacías, o como redil sin corderos. — ¿Pues qué ha sido de ellos? El mandarín bajó la cabeza, y replicó: — Tú sabes que se fueron a la gloria. Y el Príncipe añadió: — Pues déjalos allí. Pero el mandarín sacó del pecho unos ro­ llos de papel, y exclamó: — ¡Señor!, escucha: Traigo una ley para restaurar los becarios, porque sin becarios no puede haber mandarines. El Príncipe se llevó entonces las manos a los ojos, como si quisiera desprenderse de algu­ nas telarañas, y con voz lenta dijo: — ¡Ay, padre, ay! Yo no sabía que los man­ darines salían de los becarios. Y, sin más, llamó a su Estaca Mayor, y le ordenó por su cuenta que arrasara todas las residencias abandonadas de los antiguos huer­ fanitos, sin dejar piedra sobre piedra, ni señal, -347-

ni ruina, ni surco, ni arena, ni hoyo, ni árbol o planta. Después exclamó: — Si no hay becarios, no habrá mandarines. Y pareció regocijarse, por lo cual compren­ dió el Sumo Mandarín que el Príncipe se había vuelto definitivamente extravagante o loco. El Consejo de Ancianos conoció estos he­ chos, se reunió presuroso y exclamó: — Enajenado está el Príncipe, y lo estará hasta que muera. Después ordenó al Mandarín del Sello que guardara la Ley Becaria en el archivo de las le­ yes antiguas, en espera de mejor ocasión. Pero el Mandarín Barbudo cogió los rollos, y dijo: —Yo apelaré al Gran Padre de la legitimi­ dad de estos hechos. El Gran Padre produjo una sentencia in­ cidental, que decía: “Dejad que los sucesos su­ cedan a los sucesos. Pues cuando un príncipe se vuelve extravagante, fratricida, parricida o necio, se vuelve más irremediable. Y un prínci­ pe tan inexcusable solo puede ser sustituido por otro príncipe todavía más inexcusable. ¡Oh an­ cianos!, contad con el tiempo y la obra del tiem­ po en los hombres” . Los mandarines leyeron esto, y dijeron: — ¿Querrá decir el Gran Padre que un Príncipe loco solo puede ser sustituido por otro Príncipe más loco? Y se confundieron, temiendo por su futuro y el futuro del Imperio.

-348-

V. DIVINIZACIÓN DE FALCA

n esto apareció m uerto el becario Falca, junto a un cúm ulo de huesos de asno, con señales de haber sido golpeado con una arm a­ dura de borrica. La gentecilla lo arrastró por toda la ciudad, lo llevó hasta el Palacio de los Com prom isos y lo depositó en la hierba del Pórtico. M uchos acusaron a los m andarines de este crim en; otros, al Príncipe; y otros, a los legos y cabezas rapadas. La chusm a pasó frente a su cadáver durante toda una noche, gritando: “ Este becario no volverá a comer sopa boba” . A otro día se manifestó la gentecilla ante el Príncipe, para agradecer la muerte de Falca, y el Príncipe dijo: —Yo devolveré al pueblo las vacas que de­ voró Falca. Y mandó repartir cincuenta mil vacas en­ tre la gentecilla de la ciudad, por lo cual la gente de estaca hubo de recorrer el Imperio, en bus­ ca de vacas. Los campesinos de villas y aldeas perdieron así sus vacas y los ternerillos de sus vacas, que pasaron a la plebe urbana.

E

-349-

Fue de ver el reparto de las vacas en las plazas públicas y las suertes que se hizo de ellas. Había tantas y tan pestilentes y ruidosas, que parecían ahogar y atronar la ciudad. Viéndolas juntas, nadie podía comprender cómo Falca ha­ bía sido capaz de engullir tal número de corazón citos parsimoniosos. La gentecilla decía: —Aunque no fueran vacas, sino burros, cincuenta mil burros son también cincuenta mil burros. Y se maravillaba de las tragaderas del becario, creciendo así su fama, aun después de muerto. Tras estos sucesos vino una época llena de temblor y melancolía, como si la locura del Prín­ cipe hubiese contagiado a las gentes. En prin­ cipio se comenzó a decir que algunas personas habían visto el fantasma del becario Falca, que, volviendo a la tierra, saludaba cumplidamente a los caminantes nocturnos, y les decía: — ¡Oh hermanos! ¿Qué habéis hecho de mis cincuenta mil vacas? Los más crédulos afirmaban que tal sombra solo huía de la presencia de los asnos, símbolo vivo de sus tiempos de comilón de carne asnal, por lo cual muchos llevaban amuletos de pezuña de asno; otros salían a los campos con pieles de burro, y otros no salían de noche. También se de­ cía que el fantasma de Falca se contentaba con presentes de carne de vaca, y hacía reverencias de recibirlos, igual que en su época de becario sumiso. Pues se aseguraba que un becario sigue -350-

siéndolo en el otro mundo, porque la educación de huerfanito imprime carácter eterno y fatal. Algunos decían: — Ni en este mundo ni en el otro le quita nadie a Falca el haber sido becario. Otros añadían: — Ni tampoco el haber comido cincuenta mil burros bobos. Y así, entre humor y simplezas, se am e­ drentaba la gente. Tal superstición se extendió por todo el Im ­ perio, creciendo de día en día, hasta el punto de que en algunos lugares comenzó a tributarse un verdadero culto a Falca. En las encrucijadas de muchos caminos apareció de pronto su imagen, con presentes de vaca, ternerillos y miel, pinta­ do con el símbolo del tiempo en la mano diestra, el Libro en la siniestra, y las cincuenta mil vacas a los pies, como rebaño sumiso. Los caminantes exclamaban: — ¡Este es el dios de los becarios! Otros decían: — Este Falca está irritado por el engaño de que fue objeto, y viene a pedir cuentas de las cincuenta mil vacas que dejó de comer. Y los más ortodoxos añadían: — Los huerfanitos lo envían para renovar el mundo. Como los ancianos supieran esto, se irrita­ ron y dijeron: — Hasta después de muerto sabe intrigar un becario comilón. -351-

Enseguida prohibieron el culto infame a Falca, pero la gente no hizo caso y prosiguió la superstición, que señoreó principalmente las pro­ vincias limítrofes, donde su imagen apareció un día con cuerpo de hombre y cabeza de vaca. En aquellas regiones se le invocó también como al dios de la glotonería, pues los creyentes decían: — ¿Quién puede ser el dios de la glotonería sino un becario? También se afirmó que el dios Falca era, entre los dioses, un dios becario, por lo cual se le tuvo como padre del cinismo y de la carcajada loca. Por eso dio la gente en tributarle culto noc­ turno, principalmente en la hora de la mediano­ che, que decían ser la hora en que los espíritus de los becarios se ponen en contacto con la natu­ raleza primera de las cosas. En la Gran Provincia Oriental, el culto a Falca apareció rodeado de saberes irracionales y fuerzas oscuras, especialmente en lo que respec­ ta a la intervención femenina. Las muchachas y los mozos se reunían de noche, para cantar y bailar ante la imagen del divino becario. Ellas vestían pieles de vaca, y ellos las perseguían a dentelladas por todo el campo, entre luces de ho­ gueras y ruidos de aguas manantiales. Todos, en éxtasis, cantaban esta canción extravagante: C an ción al dios F a lca

La danza que yo danzo me danza en el alma que danza. Zumba, zumba que zumba, ya -352-

viene el dios Falca, ya viene el Becario, divino y borracho. Zurrón y pan duro, muy fuertes los dien­ tes, hinca, hinca que te hinca, le transporta el éxtasis de lo irracional. Se anima la Tierra, florecen los frutos, el bosque se quita la nieve de encima. Los insectos susurran de ver al dios vaca, habla que te ha­ bla, los animalitos mueven sus antenas al mis­ mo compás. ¡Ay, ay, ay! Se acabó el run-run de las leyes antiguas. Ya nadie caza, ya nadie pare, ya nadie vuela. Se ríe el dios, y su carcajada repiten las cosas de lugar en lugar. Corre el eco, corre que te corre, corre el mun­ do entero a la gran algarabía de esta fiesta jubi­ lar. ¡Oh qué alegría de ver al dios bobo! Locura me da contemplar la pezuña de tan tenaz comilón. También es como un niño de rubias guede­ jas, huerfanito que hace guiños y saca la lengua; y como un viejo, sucio risueño, zorro ladino, de gestos lascivos. Danza, danza que danza, me danza la dan­ za que danza mi alma que danza. La carne hace cosquillas de ver el contento de tanta criatura. Ya bailo de pies a cabeza. Ya viene el dios Falca moviendo el cence­ rro, ya muge divino, ya brama en éxtasis fiero. Aquí yo me quedo y hago mi agosto; pese a quien pese no vuelvo al infierno. Zumba, zumba que zumba, me embriaga la danza que danzan las cosas en mi alma que -353-

danza, que danza, que danza, que danza, que danza, ¡que danza! Tal fue la canción al dios Falca, según la versión oriental, tan popular como rítmica, pues era de verla bailar en las noches de luna ensan­ grentada. Los mandarines la oyeron, y dijeron: — No comprendemos cómo un becario pue­ de producir excitación irracional. Porque los be­ carios han sido siempre racionalistas y ecuáni­ mes. Luego citaron aquel pasaje del Libro, que dice: “Un becario es la mismísima razón depau­ perada y tímida” . Así hubieron de pensar que el demonio an­ daba suelto por el Imperio, pues debió de esca­ par de sus habitaciones particulares cuando el Príncipe arrasó las residencias de los becarios. El Mandarín de los Legos, que estaba licencia­ do en saberes demoníacos, aprobó esta tesis, y dijo: —Mientras había becarios ha estado el de­ monio ocupado en tentarles, pero ahora busca otras andanzas por el Imperio. Y citó de memoria aquel texto del Libro que dice: “Agrupad los huerfanitos, y se agrupa­ ran los demonios, porque los demonios son a los becarios como las moscas a la miel” . Mientras tanto consiguió entrar el culto a Falca en las provincias centrales del Imperio, ya en la región metropolitana, y llegó hasta la m is­ -354-

ma ciudad, sin desagrado manifiesto del Prínci­ pe y la gente de estaca. Solo los mandarines y los legos se horrorizaron y dijeron: — No comprendemos cómo un becario pue­ de provocar tanto entusiasmo. Pero el Mandarín Barbudo exclamó: — ¡Oh ancianos! Mirad que no es el becario, sino el glotón quien produce arrebato y fervor, pasmo, furor y frenesí placenteros. Y leyó a todos aquel texto del Libro que dice: “Todas las virtudes son pálidas, y todas las pasiones sonrosadas y ruborosas. Mas el cinis­ mo es rojo como la sangre, y produce la emoción y el delirio de la sangre. La sangre y el cinismo dan alegría y fiebre, exaltación y enardecimien­ to, porque la sangre y el cinismo son también inocencia” . Al oír esto se confundieron los ancianos, no sabiendo si quedarse con su propia norma o con la norma del Libro, hasta que el Sumo Manda­ rín dijo: — Con razón decía el Lego de las Posibilida­ des que ya no leíamos el Libro; y por ello nos ve­ mos como nos vemos, porque hemos abandonado la tradición de nuestros mayores. Así nos ha des­ terrado el Príncipe, así hemos perdido autoridad, así han llegado falsos dioses al Imperio, y así se ha colmado nuestra afrenta hasta el extremo de ver convertido a un becario en un dios. Después recordó que, en cierta ocasión, cuando el becario Falca era todavía un parvulito humilde, le confesó sus tentaciones, y le dijo: -355-

— ¡Oh padre! Me veo tan listo que temo ser el demonio del futuro. A lo cual había respondido el mandarín: — ¡Falca!, parvulito. Estudia para dios, y no estudies para demonio. Al oír esta historia, contestaron los ancia­ nos: — En verdad que Falca tomó el consejo al pie de la letra. Y se pusieron a meditar con verdadera m e­ lancolía, como si fueran crepúsculos de otoño. Luego pensaron resolver el problema, y sin más hicieron correr el rumor de que Falca no existía, porque durante varias noches se había aparecido al Sumo Mandarín, preguntándole qué clase de animal era el hombre, hasta que el Sumo Mandarín le dijo que el hombre era el ani­ mal que cuece los alimentos, por lo cual se había matado Falca, estrellándose contra las piedras del Palacio de los Compromisos. Mas la gente no dio crédito a esto, porque se parecía demasiado a una leyenda antigua, que corría por los campos y ciudades del Imperio.

-356-

REINADO DEL SEGUNDO AGUILUCHO (III)

I. EL CUARTO HOMBRE

oco después surgió en el Imperio la segunda herejía singular, llamada Herejía del Cuar­ to Hombre, o Herejía del Herrero, por haber na­ cido en el seno de un forjador de hierros y me­ tales. Este hombre, denominado Taxiles, salió un día a la plaza pública, y comenzó a predicar, diciendo: —Yo divido a los hombres en fariseos, filis­ teos y demoníacos. Los fariseos dicen: ¡oh las vir­ tudes!, ¡oh las costumbres!, ¡oh la tradición! Los filisteos exclaman: ¡oh la sabiduría!, ¡oh el espí­ ritu!, ¡oh la verdad! Los demoníacos repiten: ¡oh los instintos!, ¡oh las intuiciones!, ¡oh la realidad! Los primeros palidecen al hablar, porque las vir­ tudes son pálidas. Los segundos quedan impasi­ bles, porque el espíritu es tozudo. Los terceros se sonrojan, porque todo cinismo posee rubor. Así hablaba el herrero, y luego desaparece­ ría camino de otro lugar, con intención de decir lo mismo, hasta que una vez le preguntaron: — ¡Oh Taxiles! ¿A quién sigues de esos tres hombres? ¿De quién eres partidario? El herrero sonrió, y dijo:

P

-359-

— ¡Oh hermanos!, tontucios. Yo sigo al cuarto hombre, que no ha nacido ni nacerá, por­ que es un hombre imposible. Al oír tal, se contentaron muchos, y excla­ maron: — ¡Eso es ser sabio! Y le siguieron como discípulos irremedia­ bles. De tal forma se configuró la doctrina más sencilla, espontánea, extravagante, pacífica e inocente que conoció la historia del Imperio. Poco a poco se extendió en todas direcciones, entusiasmando a las gentes con sus calidades paradójicas y consoladoras; por lo cual el herre­ ro fue llamado, también, el Gran Paradojo. Sin otras complicaciones, libros, dogmas, filosofías ni credos, llegó a la capital del Imperio, y entró en el propio palacio del Príncipe, que, según mu­ chos, se adhirió a ella. Los fieles eran tranqui­ los como tardes esplendorosas, y se conocían por esta máxima: “Sabemos que no vendrá el cuarto hombre, y ésa es nuestra fe”. Los mandarines conocieron esto, y dijeron: — En verdad, en verdad que asistimos al fin de los tiempos, porque la gente cree en un hombre que no existe ni existirá, y cuya sustan­ cia misma reside en no existir. Luego añadieron: — Ni entre las cosas contradictorias hay nada tan verdaderamente contradictorio como esta doctrina. La sabiduría de Taxiles ha con­ ducido a sus fieles al seno oscuro de las cosas -360-

absurdas, desconocido hasta por el propio Gran Padre Mandarín. Pero el Sumo Mandarín, como viera con­ fundidos a los ancianos, abrió el Libro, y leyó el texto que dice: “He puesto entre los hombres el deseo de un nuevo hombre, y a todos he pica­ do con esta desazón que nunca ceja. Porque en cada hombre hay muchos hombres, y solamente en el sabio hay un solo hombre. En el sabio no es el hombre una esperanza” . Cuando los ancianos oyeron esto, se mara­ villaron y dijeron: — En verdad que en el Libro están conteni­ dos todos los sucesos. Después repitieron monótonamente: — Con razón decía el Lego de las Posibili­ dades que ya no leíamos el Libro ni conocíamos la sabiduría del Libro.

-361-

II. NUEVAS EXTRAVAGANCIAS DEL PRÍNCIPE

esde que el Príncipe se diera al estudio de las cosas contradictorias, fue cayendo de extravagancia en extravagancia, mientras cre­ cían en su corazón la simpatía y el gusto por las representaciones mímicas: el canto, la danza, el coro, la máscara y las fiestas del tiempo. A sí ce­ lebró con gran aparato el cambio natural de las estaciones, la llegada de la primavera, el vera­ no, el otoño y el invierno, festejando el calor y el frío, la humedad y las nieves, el hacer y el des­ hacer de la razón interior de las cosas en la pre­ sencia del mundo. Hizo festivales de arrebato, trajo ídolos de las provincias y sometió su propia persona augusta a las costumbres bárbaras que gobiernan los juegos de furor y rapto. Una vez salió rodeado de muchos legos y servidores a visitar las ruinas antiguas del Im ­ perio, y recogió multitud de estatuillas de dioses primitivos y extraños, ordenando la renovación de su culto e inclinándose ante los momos más feos y horripilantes, porque decía que la fealdad del ídolo dignifica lo interior y serena el espíritu contemplativo, volviéndolo sencillo y tranquilo.

D

-363-

De tal manera aparecía siempre circundado de símbolos tristes, melancólicos y grotescos, hijos propios de sus aficiones; y afirmaba que se sen­ tía unido a ellos como la uña a la carne, pues los tenía en verdadera veneración. Y era que estaba ganado por el espíritu íntimo de las cosas irra­ cionales. Los mandarines dijeron que el Príncipe se había vuelto loco, o necio, o inquieto, sien­ do turbado por el cansancio de reinar; pero en realidad estaba solamente algo desencantado y un poco entregado a la suave dulzura del des­ engaño. La presencia de los tristones diosecillos en su propia intimidad de hombre desangelado no podía significar otra cosa que la asistencia del poder consolador que sigue a todo desencan­ to. Se decía que el Príncipe los amaba como a parvulitos de su carne, y que ponía cuidado en limpiarlos y traerlos consigo de noche y día, en la ciudad y en el campo. Cuando iba de viaje, se hacía acompañar de estas tallas de todos los colores, verdes, rojas, negras, grises, amarillas, desvaídas y blancas como la nácar; pero sentía especial ternura y amor por la de un asno ne­ gruzco, tan tosca como los comienzos del hombre y las cosas de los hombres. Los legos y procónsules, visitadores y ge­ nerales, en conociendo la afición del Príncipe, dieron en enviarle presentes de nuevas figuri­ llas, recogidas de las provincias sometidas; y la colección engrosó hasta hacerse universal y exhaustiva. La imperial persona se alegraba de -364-

ello como un niño, acariciaba los objetos y les hablaba como a huerfanitos de carne, haciéndo­ les ternezas y confiándoles secretos. De su m e­ lancólica colección tenía por favoritos a un dio­ secillo que representaba una salamandra con testuz de gato; un sapo con brazos humanos; un lagarto con cabeza de hombrecillo rapado; un niño con trompita de ratón, y una figura de be­ cario ungido, con la boca de oreja a oreja. Y era muy tierno, delicado y sensitivo el contemplar todo este coro de animalillos y hombrecitos, ya alegres, ya tristes, llorones, mustios, sibilinos, abúlicos, grávidos y fatales. Mas sobre estos dioses y momos tenía el Príncipe en gratísimo aprecio una imagen de mantis religiosa en actitud de orar; y también era de admirar en ella el estremecimiento de los élitros y la postura misteriosa de la fiera; pues dicen que este insecto es, entre los de su clase, la peor y más sanguinaria de las alimañas. El Príncipe afirmaba bobamente que tal mantis era hembra, y no macho, porque sentía más respe­ to por los animales hembras; y decía que entre las criaturas no hay nada tan absurdo como un insecto macho, estúpido y presuntuoso; ni nada tan lleno de temblor y esperanza como un insec­ to hembra. A tal extremo llegaron las extravagantes aficiones del Príncipe, mientras los mandarines hacían aspavientos de ictericia, y exclamaban: — ¿Quién ha dicho que los insectos perte­ necen al mundo de las cosas contradictorias? Ni -365-

siquiera en las cosas primeras se hallan, sino en las últimas. Porque el mundo de los insectos es el mundo de los demonios. Pero el Príncipe, sin hacerles mayor caso, seguía coleccionado representaciones de estos animales, que aparecían con sus caras y sus posturas estáticas; pues los insectos, aunque parezcan nerviosos e inquietos, son más im pá­ vidos que los mismos lagartos. Los mandarines continuaban quejándose mientras tanto, y decían: —Ahora trata el Príncipe con la ínfima gente de la Creación, y con la conciencia más primitiva y torpe del mundo. Y cree que está en las cosas contradictorias, cuando realmente se halla entre las cosas irracionales. Un día, como se colmase la colección de fi­ gurillas, pasó el Príncipe a hacer acopio de in­ sectos vivos, y mandó que le trajeran ejemplares de todas las regiones del Imperio, ya cálidas, ya frías; y recibió legiones infinitas de estas criaturillas, en informe masa de élitros, patitas, capa­ razones y carne blanda. Los jardines del palacio imperial se llenaron de ellos, y fue repugnante el contemplarlos palpitantes, con esa tozudez que caracteriza al insecto grandullón. El Príncipe se dio a estudiar la vida de esta gentecilla, con simpleza de recién llegado al mundo, adquiriendo una esmeralda de au­ mento. Y, por fuerza, convirtió al lego Pedra­ d a s en su confidente, haciéndole partidario de sus descubrimientos simplones y estrafalarios. -366-

Una vez le requirió muy particularmente, y le dijo: — ¡Oh Pedrarias!, lego fiel. Si mi alma no ha podido temblar con las cosas de los hombres, ha temblado con las cosas de los insectos; pues estas bestezuelas han conmovido la última sus­ tancia de mi ser. No he visto nada en el mundo que corra tanto como las cucarachas negras, que en viéndolas correr, parece que le van a uno por la sangre. De tal forma se eriza la carne y sien­ ten frío los cabellos, se encogen los dedos y so­ bran las piernas y los brazos. Amigo, dime: ¿Qué poder tienen estos animalitos sobre el hombre? Pedrarias se estremeció de asco, y contestó: — ¡Oh Señor!, ¡oh Señor! Perdona que no sienta amor por esas criaturillas; de niño les te­ nía temor, habiendo muchas en mi habitación de becario. El Príncipe sonrió, y siguió estudiando los insectos durante veinte años. Al fin llamó a cien escribanos de fe, y les dictó sus experien­ cias en mil rollos, componiendo un libro que llamó el L ib r o d e los en ig m a s. El prólogo fue puesto de su puño y letra, y decía: “Habiendo conocido la existencia de los insectos, machos y hembras, he pensado que no puede haber en la tierra un oficio más inocente y tranquilo que el dedicarse a estudiar estos anim álculos y sus costumbres, prueba evidente de la m anifesta­ ción de las cosas”. Los mandarines conocieron también esto, se escandalizaron y exclamaron: -367-

—Así educa el Príncipe a su pueblo, y así cumple la ley antigua, hablando de insectos, como un desocupado. Y decían tal porque la ley antigua prohibía a los Príncipes dedicarse a otro menester que reinar y procurar la felicidad de los súbditos. Mas el Príncipe no se dio por aludido, sino que prosiguió en sus aficiones, e invitó a los mandarines a un banquete de langosta volado­ ra, alimento, decía, de eremitas. Los ancianos protestaron, diciendo: — ¡Oh Príncipe! Comprende que esto no es ortodoxo ni correcto. Pues el Libro no dice que los mandarines hayan de comer langosta. — Tontuelos, reconoced que el Libro no sa­ bía de insectos. Los ancianos, pues, hubieron de comer, aun haciendo ascos; y como ésta fuera la afrenta más confianzuda e irritante que sufrieran nunca, de­ cidieron ir al Gran Padre Mandarín, en nueva y urgente apelación del estado de cosas presentes. En el largo camino recriminaba el Sumo M an­ darín al Mandarín Barbudo, y le decía: — Esto has logrado con enseñar filosofía al Príncipe. Y todos movían la cabeza y hacían naúseas de la langosta ingerida. El Mandarín del Sello exclamaba: — El Príncipe comenzó por leer las obras de los mendigos herejes, y ha terminado por hacer­ nos comer carne de insecto. De tal forma dege­ neran los gustos cuando decae la ortodoxia. -368-

Muchos añadían: — Pues si los insectos son sus amigos y con­ fidentes, que reine sobre los insectos. Y proferían votos de no consentir ningún otro capricho imperial, mirando con ira al M an­ darín Barbudo, culpable, según ellos, de todas las desgracias. Pero el Mandarín Barbudo alzó los brazos, y dijo: — Reconoced que entre los antiguos era costumbre comer langosta —y citó el texto del Libro, que dice— : “Los desencantados han hui­ do al desierto; y allí está la pálida virtud que de­ vora langostas. Mas también el comer langosta es una premeditación” . Como oyeran esto, los ancianos pensaron que el Mandarín Barbudo estaba releyendo el Libro por su cuenta. Luego llegaron todos al Gran Padre, y dijeron: — Advierte que nuestra situación es insos­ tenible, porque los insectos reinan ahora sobre nosotros y sobre el Libro. — ¿Acaso los insectos son un suceso? Pues los insectos paren insectos, y los sucesos paren indeterminación. Dejadlos, y rogad que los suce­ sos sucedan a los sucesos. Y ésta fue la llamada sentencia incidental sobre los insectos y los sucesos.

-369-

III. NOVÍSIMAS EXTRAVAGANCIAS DEL PRÍNCIPE

l fin dejó el Príncipe la afición por los in ­ sectos, y se entregó a estudiar poesía en idioma antiguo, afirmando que la poesía era lo más puro y desinteresado que existe bajo el sol, después de las gacelas simplonas y la vo­ cación de sabio. Trajo libros de todo el Imperio, leyó, midió y aprendió de memoria los poemas; luego dio en corregirlos, asegurando que algu­ nos versos estaban oscuros; y después quiso recitarlos ante la gente de estaca y los mismos mandarines. Así cayó en la tentación de escribir por su cuenta y riesgo; y, sin más, comenzó a ocupar el día y la noche en este menester estrafalario, por lo cual se mostraba siempre cabizbajo y pensaroso, entregada su imaginación a buscar palabras en la selva inmensa del diccionario. Era de verle absorto y pálido, con ojos de lejanía y ademán inquieto, refugiándose en los rincones de su pa­ lacio y reclamando el encanto de la penumbra, porque decía que la penumbra inspiraba, y que toda poesía no era más que una cuestión de cla­ roscuros.

A

-371-

Tan tímida y apocada era su actitud, desde que se entregara a este trabajo, que no parecía sino que huía de cualquier remordimiento o cri­ men. Así semejaba un verdadero autor, sobre todo cuando aparecía ojeroso y triste, frente a la luz del candil nocturno. Poco a poco abandonó el trato con la gente de estaca, y se rodeó de legos; tam bién dados a acuñar expresiones, siguiendo una augusta tradición de los adm inistradores del Im perio. Pero com o ese afán fuera más prim i­ tivo e irrefrenable en el Príncipe que en los le ­ gos, tales servidores se vieron im portunados noche y día por las lecturas y las consultas de la im perial persona, hasta el punto de tener que relegar sus labores adm inistrativas. M u­ chos dijeron: —Ya estamos cansados de canciones y ele­ gías. Esto no es serio. Los mandarines añadieron: — El Príncipe se ha vuelto definitivamente simple o definitivamente fariseo, porque se com­ porta y habla como un hombre de sangre débil. Y temieron por su futuro y el futuro del Im­ perio. Mas el Príncipe no cejó, porque la vocación por la poesía era en él una afición inocentasca, y los legos comenzaron a rehuirle con discreción, según podían, simulando enfermedad o saliendo de vacaciones, aunque algunos cayeron enfer­ mos de verdad, como indigestados de palabras. Las gentes decían: -372-

— Todos los legos palaciegos están melan­ cólicos, porque el atracón de palabras produce melancolía y desgana de vivir. Los ancianos, empero, sonreían gozosamen­ te, porque sabían que de inventar imágenes se cae en un estado de semiconciencia y semiexistencia, que no tardaría en alcanzar el Príncipe, sucumbiendo para siempre en la aniquilación de todas las aficiones y gallardías pasadas. El acontecimiento más extraordinario fue la aparición del Príncipe en las tabernas, con ánimo de recitar poemas a la gentecilla urbana, porque había descubierto que la poesía y la gen­ tecilla pertenecen por igual al reino de las cosas primeras. Vestido de juglar andariego, mostran­ do las piernas y la curva del abdomen, que ha­ bía crecido en los últimos años, procedió como un auténtico cómico. Con gestos de gracia inten­ cionada, imitó a los mandarines, legos, cabezas rapadas y gente de estaca. Sus palabras fueron muy ingeniosas, de puro simples; y sus guiños y burlas, muy entretenidos, compitiendo con los mejores mimos del Imperio y de las provincias del Imperio. También salió a las plazas públicas, y pa­ seó por los barrios de la ciudad, disfrazado de dios cómico, diciendo: — ¡Oh gentecilla!, amigos. Tened compa­ sión de un Príncipe que quiere llegar a dios. A vosotros vengo con esta pretensión, porque la sa­ biduría ha dicho que estáis más cerca de los dio­ ses que ningún otro animal de carne y sangre. -373-

La gentecilla gritó: — ¡Oh Príncipe! Nos alegra que no te rubo­ rice el tratar con las cosas primeras. Y le siguió encantada, queriéndole como a un niño ungido. En otra ocasión exclamó el Príncipe: — Parvulitos, comprended que yo no qui­ siera ser Príncipe, sino dios, el dios de la farsa; porque los grandes señores son burlones y ca­ prichosos. La gentecilla contestó alborozada: — Consuélate, pues, aun siendo mortal, nos alegras como un dios. Y era que la plebe se complacía de ver a su señor de esta guisa desusada y excéntrica. Otras veces vestía el Príncipe de becario penitente, y hacía mofa de los becarios; o de mandarín, y hacía burla de los ancianos y de las cosas de los ancianos; o de lego, y traía bufones con aspecto de escribanos o de jurisconsultos untuosos. La gentecilla le rodeaba como a una deidad benevolente y jocosa, y le quería más y mejor de día en día. En una ocasión se presentó embozado en las ropas de aficionado a dios, arrastrando un gran manto blanco, y dijo: — Perdonad que haya tenido que descender hasta vosotros para aspirar a lo alto; mas sabed que solo vuestra inocencia es capaz de amar y comprender al dios de la mueca. La plebe lloró de simpatía, por lo cual se conmovió el Príncipe, a pesar del hedor a vino y -374-

ajos que desprendían sus amigos. Luego conti­ nuó haciendo extravagancias, ganando el aplau­ so, el amor y la confianza de su pueblo, hasta que un día apareció vestido con la caricatura de sus propias ropas imperiales, todo rodeado de falsos legos, y en gimiendo como un niño des­ consolado, comenzó a leer cierta composición, que decía: P o em a de la risa y d e la p e n a

Dicen las historias que yo no era alguien antes de nacer. ¡Qué pena me da pensar en la edad en que yo era nadie! Me observo ahora mismo, y me da mucha risa de ver lo que soy. El mundo fue hecho sin que yo quisiera, no tengo culpa de que sea así; pues las histo­ rias dicen que yo no era alguien antes de nacer. ¡Qué pena me da pensar en la edad en que yo era nadie! Hoy me adulan, me elevan, me ensalzan mis servidores, y yo siento risa y melancolía de verlos a ellos y de verme a mí. ¡Qué cosas tan raras tienen el destino y la hipocresía! Dicen las historias que yo no era alguien antes de nacer. ¡Qué pena me da pensar en la edad en que yo era nadie! Pensándolo bien, me muero de risa de ver lo que soy. Así decía el Príncipe, y lloraba, sobre todo cuando leía aquello de: “¡Qué pena me da pensar en la edad en que yo era nadie!” . La gentecilla, -375-

oyéndole, también lloraba y prorrumpía en ge midos lastimeros, como si se sintiera irremedia blemente unida a la suerte de su señor.

-376-

IV. LAS SIETE SENTENCIAS

artir de estos hechos cayó el Príncipe denitivamente en aquel estado de semiconciencia y semiexistencia que predijeran los mandarines. La edad del niño tornó a ocupar su corazón, dado por entero al trato con la genteci­ lla, el vino, la melancolía, el desencanto y la sin­ razón; pues aunque no olvidó su antigua amis­ tad con los insectos, se volvió ciertamente cruel con estas criaturillas, comenzando de repente a odiar los grillos, porque los veía presuntuosos y fatuos. También compuso un texto para su se­ pulcro, que decía: E p ita fio

¡Oh amigos! Cuando yo muera, podréis mo­ ver la cabeza, y decir: “¡Ay que ver! Yace yerto. De nada le sirvieron sus vehementes palabras ni sus deseos” . Pero si alguno de vosotros resulta amable, se acercará a mi tumba, y escribirá con el dedo: “Este solitario que aquí duerme, tan severo, odia los gri­ llos que cantan día y noche el asco de la vida”. -377-

¡Oh amigos! Si me queréis bien, seguid mi con­ sejo: Cuando vayáis a mi tumba no sed como grillos. Así recitaba el Príncipe, todo afligido. La gentecilla se enternecía, y gritaba: — ¡Oh Príncipe! No te mueras, porque no está bien que nos dejes. Y le besaban los pies y las manos gordezuelas. El Mandarín Barbudo conoció estas bufo­ nadas, reunió a los ancianos, y dijo: — El Príncipe baila, canta, duerme y sus­ pira en las tabernas. Vosotros sabéis que tales cosas están prohibidas por las leyes antiguas. Los ancianos encogieron los hombros, y preguntaron: — ¿Dónde están ahora las leyes? Pero el Mandarín Barbudo extendió sus vestiduras, y exclamó: —Yo apelaré al Gran Padre de estos suce­ sos, porque he sido Mandarín Privado, y sé lo que conviene a la cosa pública. El Gran Padre concedió extraordinaria im ­ portancia a esta nueva apelación. Tardó setenta semanas en contestar, produciendo siete senten­ cias, llamadas las S en ten cia s p olítica s, o las S en ­ tencias grá vid a s, por este orden: P rim era

Trataba de la locura del Príncipe, y decía: “¡Oh ancianos! Sabed que los timoratos in­ decisos, los ingenuos de corazón frío, los inocen­ -378-

tes de siempre, los discípulos apenas iniciados, los que buscan en todo una norma racional y los que aman la justicia y el bien, se asombran y pre­ guntan cómo es posible que tales cosas ocurran. Pero los más sabios ponen sus ojos en la entraña de los hechos, y esperan: de profundis les llega la presencia silenciosa de un juicio apegado a la antigüedad de la Tierra: Que tales cosas han de suceder necesariamente, pese al escándalo de fi­ lósofos; que la razón de la locura es la fatalidad; que el talento de los sandios es universal y pre­ ciso; que la preñez de la mujer pare igual necios que listos; que los niños son niños, y los gan­ sos, gansos; que también los dioses han puesto la sonrisa en los labios del más agudo. De tal forma sonríe y calla el sabio ante lo irremedia­ ble de la estupidez, con la humildad suficiente para admitir la presencia de los demás. Es bello que así se conduzca el sabio, tornándose modes­ to frente a la calidad fatal del necio. Pues si no hubiera tontos, el sabio no podría ruborizarse” . Esta sentencia señaló un hito en la histo­ ria interior de las sentencias, dado el nuevo sen­ tido de su texto, y fue saludada por los manda­ rines como la alborada de la antigua sabiduría, llamándola S en ten cia d e p r o fu n d is , o S en ten cia sob re e l ru b or d el sa bio. Pasó al L ib ro d e las s e n ­ ten cia s con el nombre de la irrefutable, la muy amada y la muy esperada; pues el Mandarín del Sello dijo que, una vez leída y comprendida con suficiencia, tenía que ser forzosamente amada.

-379-

S eg u n d a

Trataba del comportamiento del Príncipe, y decía: “¡Oh ancianos! Sabed que todo Poder y todo Príncipe resultan sustancias trágicas e irreme­ diables, como la Naturaleza, los dioses, el fatum y los demonios. El saber antiguo afirma la ca­ lidad irresponsable de estas formas superiores del suceder; pues quien alcanza a contemplar de una mirada el paisaje del mundo, se torna como un dios o como un niño. Importa, por consiguien­ te, que la sabiduría quiera estar de acuerdo con lo que sucede, aprendiendo a hacer distingos en cuestiones de hecho, y armonizando el suceso principesco con la conveniencia de cada uno; y que dé al Príncipe lo que es del Príncipe, y a los sabios lo que es de los sabios: la prudencia, el no asombrarse prontamente, el saber callar, el hacer de la sencilla naturaleza del Poder una categoría impenetrable y el volcar la letra y el espíritu de los libros sagrados sobre la inocen­ te realidad de la locura o la necedad agresiva y fatua” . Esta sentencia, recibida por los ancianos como trigo rubio, tomó el título de S en ten cia trá ­ g ica , o S en ten cia sob re la n a tu ra leza d el P od er, y fue al L ib ro d e las sen ten cia s con el nombre de

la inacabable, porque el Mandarín del Sello afir­ mó que su texto reflejaba la sabiduría política de todos los tiempos y lugares.

-380-

T ercera

Trataba de la situación del Príncipe ante el Imperio, diciendo: “¡Oh ancianos! Sabed que la posibilidad de realizar lo indeterminado desaparece cuando surge la estupidez como forma de lo necesario, pues la fatalidad es la última y más grávida de las cosas. De tal forma no era tan irremediable al Imperio la existencia del joven Príncipe como la del Príncipe maduro, contemporáneo y loco; porque no hay en el mundo verdades suficientes para hacer responsable o contingente la nece­ dad del Poder, cuando el Poder habla en nombre de los principios primeros y últimos, y cuando el Poder son todas las cosas, hechos, sucesos, reali­ dades y presencias que están ahí; pues el Poder es también como el mundo: algo que pudo existir o no existir, pero que, en existiendo, no se pre­ gunta la razón de su origen ni fin”. Esta sentencia, llamada S en ten cia d e la n ecesid a d , o S en ten cia esfinge, por su contenido enigmático y fatalista, fue al L ibro d e las sen ­ ten cia s con el título de la misteriosa, pues el Mandarín del Sello dijo que en ella latía todo el secreto de la existencia del Poder y el Príncipe. C uarta

Trataba de las aficiones del Príncipe, y decía: “¡Oh ancianos! Sabed que el prestigio y la dignidad de los padres de la patria no dependen -381-

tanto de tener un Príncipe loco, sentimental y fratricida, como de consentir que este necio aca­ be por mostrar al pueblo sus piernas zambas. La más augusta tradición política entiende que los crímenes del Poder son cosas irremediables y trágicas, que están por encima del querer hu­ mano, mientras el Príncipe no compita en la es­ cena o en las plazas públicas. La opresión y la tiranía se manifiestan de igual modo como dic­ tadura de la fatalidad sobre el hombre, con tal de que el Príncipe se conserve definitivamente malo e irremediable; pero un Príncipe que baila en público no es ya un Príncipe irremediable, pues la Ley Antigua del Principado afirma que los Príncipes pueden hacer todo lo permitido y lo no permitido a los mortales, excepto bailar; y ha de ser, si quiere, fratricida, parricida, iletrado y cruel hasta la ferocidad, mas no histrión. Así ha entendido la sabiduría de nuestros padres y de los padres de nuestros padres que el Poder debe permanecer indefinidamente enmascara­ do, siguiendo el espíritu de la vieja conciencia, que afirma la constitución sustancialmente hi­ pócrita del Príncipe; pues es sabido que el Poder se desenmascara cuando se pone la máscara, es decir, cuando transige en convertir la tragedia fatal en farsa indeterminada” . Los ancianos acogieron esta sentencia como a la clara luz de la mañana, llamándola S en ten cia fá rsica , o S en ten cia sob re la m ásca ra y el P od er. Fue al L ib ro de las sen ten cia s con los títulos de la luminosa y la interior, pues el M an­ -382-

darín del Sello dijo que su luz interior y sutil ha­ bía iluminado la melancolía de los mandarines. Q u in ta

Trataba de la calidad temporal del Prínci­ pe, y decía textualmente: “ ¡Oh ancianos! Sabed que el Príncipe es también como la tarde, el día y la noche: cir­ cunstancia que pasa; pues desde que se ha he­ cho bailarín y bufón, se ha transformado en algo efímero y pasajero, perdiendo su carácter de necesidad. Así ha caído en manos de ino­ centes instintos, como un hombre espontáneo y sin tradición; y luego, responsable o irres­ ponsable, ha term inado por cargar con los resultados de sus propias locuras, porque ha obrado despreciando toda costum bre admitida, y no se ha preocupado de justificarse ante las cosas últimas. Frente a este ejem plo doloroso de anticonductas, los sabios siguen pareciendo perennes y eternos, hijos legítim os de esa pre­ meditación de las cosas que está por encima de todo Príncipe, cuando el Príncipe com ete la extravagancia de transform arse en un suce­ so perecedero y fugaz. Los padres de la patria han de admitir como fatal la necedad del Prín­ cipe contemporáneo, pero no han de uncirse a su calidad efímera; pues cuando el Príncipe se convierte en un recuerdo del pasado, ellos han de salvar al pueblo, rem em orando la existencia de las antiguas leyes. Y si un nuevo acontecer -383-

irremediable se opone al suceso del Príncipe, las viejas y augustas leyes han de colocarse junto al moderno acontecimiento; porque las leyes antiguas se han hecho para que sirvan al último suceso” . Esta sentencia llegó al Consejo de Ancianos como un grito de rebelión. Los mandarines, en leyéndola, hicieron copias atrevidamente, y las mandaron a todos los procónsules y gobernado­ res del Imperio, como mensaje secreto y procaz. La llamaron S en ten cia in stitu id a o S en ten cia con stitu cion a l, y fue al L ib ro d e las sen ten cia s con el título de sapientísima, pues el Mandarín del Sello dijo que su texto contenía la sustancia misma de las reglas de comportamiento de los mandarines frente al Príncipe. También marcó un jalón en la tradición política de los ancianos; hasta entonces ningún Gran Padre Mandarín había consentido el uso de una ley antigua contra un hecho moderno, y menos contra un suceso tan irremediable y contemporáneo como un Príncipe todavía vivo y poderoso. El único antecedente semejante se remontaba a cinco mil años atrás, y señalaba la utilización de una ley antigua contra un Prínci­ pe vencido y muerto. Mas el Gran Padre pudo pensar que el Segundo Aguilucho, Espiga del Valle y señor del Imperio, por la voluntad de Dios y el consentimiento del pueblo, era ya como un hombre verdaderamente vencido y muerto, de entregado que estaba a la melancolía, al des­ encanto y al juego de la máscara. -384-

En efecto, cuando se produjo esta senten­ cia, el Príncipe se hallaba embriagado de vino y sentires oscuros, dado al trato fatal con las cosas primeras, los niños, las mujerucas, los animales y la inocente luz del día; y era como una sombra de lo que había sido en sus tiempos de gallardía. Producida la quinta sentencia, los ancia­ nos creyeron llegado el momento de buscar una pragmática que condenara al Príncipe, y hurga­ ron en el depósito de las leyes antiguas, cerrado desde milenios. En principio pareció imposible penetrar en el recinto, porque las llaves estaban oxidadas e inservibles; luego que descerrajaron la puerta, surgió tan gran multitud de insectos y roedores, que los mandarines desconfiaron de encontrar algún papel sano. Mas al fin entra­ ron, y hallaron en primer lugar el testamento del Príncipe Desengañado, que había sido arro­ jado por el hueco de una ventana cuando la vic­ toria de los Aguiluchos. El Mandarín Barbudo lo desdobló y guardó en el pecho, diciendo: — Un suceso reemplaza a otro suceso. Los ancianos cogieron a brazadas los ro­ llos de las antiguas leyes, medio descompuestos por la acción del tiempo y los animales, y los llevaron al Consejo secreto, en sinnúmero de carretas pesadas, como si fueran botín de gue­ rra. Allí hablaron y discutieron largamente, con las manos puestas sobre las leyes, siendo dig­ no de contemplar la reunión que siguió a este descubrimiento; pues muchos habían olvidado el idioma antiguo, y no podían entender el texto -385-

de, que traducían a manera de pipiólos; otros se esforzaban en recordar sus lecciones de be­ carios, entre sudores; y los más reían y hacían piruetas de vocablos e intenciones, porque con­ fesaban su despreocupación por las cuestiones de tiempos pasados. En medio de la discusión cayó una pila de manuscritos sobre el Mandarín de los Legos, aporreándole levemente y embozándole de pol­ vo, de manera que hubo de pedir auxilio, para evitar la asfixia. Cuando le sacaron de aquel cúmulo de documentos, comenzó a toser, y no descansó en todo el día, diciendo: — En verdad que las leyes antiguas tienen demasiado polvo. Aquel Mandarín Oscuro que fue nombrado una vez ponente para acusar al Príncipe de he­ terodoxia, tuvo miedo de indagar en las viejas leyes, y azorándose, rompió gran número de ro­ llos, porque le temblaban las manos. Los otros movieron la cabeza y dijeron: — Nada has hecho en diez mil años, y aho­ ra te pones a tronchar tiras de pergamino, como si se tratara de comer obleas. Y era que los libros, de puro viejos, se quebraban tan sutilmente como las obleas tos­ tadas. El Mandarín Oscuro meditó sobre sus des­ trozos, y contestó: — ¡Oh padres! En diez veces diez mil años no os habéis acordado de estos papeles, y ahora os entra tan profundo amor. ¿Qué sucede? -386-

Los otros respondieron: — Sucede que te vamos a nombrar ponente pragmático, para acusar al Príncipe de fratri­ cidio. El M andarín Oscuro exclamó: —Ya una vez quise acusar al Príncipe, y fracasé, pues soy torpe y viejo. Los otros dijeron: — Nada has hecho en treinta mil años, sino comer hojuelas; ya está bien que descubras aho­ ra una pragmática. Y le decían esto porque conocían sus aficio­ nes, y querían nombrarle, en efecto, ponente de la nueva acusación, porque era tradición de los mandarines tener un anciano que nunca hubie­ se hecho nada, para ocuparlo en circunstancias extremas y peligrosas. En esto produjo el Gran Padre sus dos últi­ mas sentencias políticas, por este orden: S exta

Trataba del futuro del Príncipe, y decía: “¡Oh ancianos! Sabed que es locura estar de acuerdo con el pasado; y un Príncipe que se en­ trega al desencanto y a la pasión desvaída, per­ tenece al pasado. La conciencia política antigua afirma que nada hay tan imprescindible, inexcu­ sable, irremediable, determinado, constituido y fatal a un Príncipe que viene, como los padres de la patria y las tradiciones perennes; ni nada tan odioso, contingente e innecesario a un Príncipe -387-

que se va. Pues los Príncipes mudan y cambian, mientras permanecen los padres de la patria, las instituciones y la premeditación de las cosas últi­ mas. De tal manera hacen al Príncipe el pueblo, el Imperio, los buenos padres y las costumbres antiguas, por encima de la osadía y del destino íntimo de cada señor ungido. La sabiduría de los distingos perdura así sobre los sucesos, sobre la estolidez del necio, sobre la bizarría del héroe y sobre la ingenuidad de los inocentes; pues si el hombre es efímero, la hipocresía es eterna”. Esta sentencia vino al Consejo de Ancia­ nos como un mensaje de orgullo y esperanza. Los mandarines la llamaron S en ten cia g loriosa , o S en ten cia resta u ra d ora , porque afirmaron que restauraba el lugar del Consejo en el mundo. Fue al L ib ro de las sen ten cia s con los nombres de la sublime y la expresiva, y alcanzó fama de anunciar la llegada de otros tiempos para los ancianos y las cosas de los ancianos. También se dijo que en ella había seguido el Gran Padre la vieja tradición de permanecer fiel a su augusto título de Cara Pocha, pues en ruborizándose, no habría podido decir tal. Para aseverar con suficiencia esta hipótesis, el M an­ darín Barbudo leyó aquel texto del Libro, que dice: “Por tratar con las cosas últimas y contra­ dictorias, me llaman Cara Pocha, que quiere de­ cir cara descolorida, cara vieja, cara fría y cara inteligente del mundo. Yo mostraré que hago honor a mí título, y seré el peso de la verdad y de la realidad sobre el corazón de los hombres, -388-

porque he nacido para no ruborizarme ante la presencia del niño ni de la mujer” . El Consejo mandó hacer también copias de esta sentencia, y el Mandarín Barbudo, por su cuenta y riesgo, envió dos ejemplares a los pro­ cónsules Calvo y Sempronio, destacados en las provincias adheridas. También les envió el tes­ tamento del Príncipe Desengañado, que había recogido del depósito de las leyes antiguas, como cosa propia. S ép tim a

Trataba del porvenir del Im perio, d i­ ciendo: “¡Oh ancianos! Sabed que no solo los Prín­ cipes y los padres de la patria, sino también las ideas, los hechos, los fenómenos y los proce­ sos hacen los Imperios presentes y futuros, de acuerdo con el ritmo de estas leyes: Las ideas preceden a los hechos. Las ideas forman procesos. Los procesos abocan en fenómenos. Los fenómenos, empero, se deducen de los fenómenos. Todo cambio del estado de cosas tie­ ne su génesis en la situación misma del estado de cosas. Los fenómenos y las ideas coinciden cuan­ do se trata de cambiar el estado de cosas con­ temporáneo; los hechos hallan siempre ideas que los justifiquen; las ideas, hechos con que avenirse. -389-

El cambio del estado de cosas es impulsado desde los más profundos y originarios valores de la realidad que se pretende revisar. Toda revolu­ ción es, por ello, un fenómeno de reforma. Entre la voluntad que impulsa un movi­ miento de reforma y el ser de las cosas, se abre el abismo de la historia universal, que aparece como la resultante de la relación entre la ambi­ ción de lo que debe ser y la naturaleza de las co­ sas; es decir, entre el ideal de verdad y la reali­ dad misma. Así se produce la historia como una voluntad ajena al hombre y al mundo, pero no a los mandarines” . Los ancianos consideraron esta sentencia como pan tierno y sabroso; la llamaron S en te n ­ cia d e la g r a v ita c ió n de los im p erios, o S en te n ­ cia eid ética , por su contenido puramente m etó­ dico. Fue al L ib ro de la s s e n te n c ia s con los títu­ los de la divina y la angélica, pues el M andarín del Sello dijo que su texto había sido dictado al Gran Padre por el espíritu de un ángel muy estudioso. Tales fueron las siete sentencias del Gran Padre Mandarín, producidas mientras el Segun­ do Aguilucho languidecía en el desencanto y la ataraxia, ajeno por completo al estado de cosas de su Imperio y a las intrigas de los ancianos.

-390-

V. LEVANTAMIENTO DE LAS LEGIONES

oco después se supo que los procónsules Calvo y Sempronio se habían alzado contra la tira­ nía del Segundo Aguilucho, y venían con ánimo de restaurar al hijo del Príncipe Desengañado, lla­ mado el Infante Deseado, o el Infante Desprovisto. Las legiones sublevadas pasaron la región de los Grandes Ríos, límite de sus cuarteles, y arrasa­ ron algunas villas y ciudades leales, arrastrando el grueso de otros ejércitos, cansados de la paz. Tales noticias se recibieron de mañana, por mediación de unos correos extranjeros y merce­ narios, que anunciaron la existencia de gran número de soldados de estipendio en las legio­ nes rebeldes. La gentecilla fue corriendo junto al Príncipe, y comenzó a gemir, porque suponía el triunfo inmediato de los sublevados. El vistió sus ropas de aficionado a dios, salió en público y empezó a declamar unos versos que decían: — Es trágico el dios de la mueca, y son trá­ gicas, ¡oh parvuhtos!, las cosas que le suceden — luego añadió— : ¡Oh amigos! No temed, por­ que yo saldré contra Calvo y Sempronio, les re­ citaré mis versos y les haré llorar.

P

-391-

Y decía esto como si se tratara de un juego de teatro y farándula. La plebe suspiró conmovida, y el Príncipe exclamó con parsimonia: — Este es mi plan. Hablaré a Calvo, y le diré: “¡Oh Calvo!, estaca leal. En tus brazos he dormido de infante, he aspirado el olor a nie­ ve de tu barba. ¿Cómo, pues, te levantas aho­ ra contra mí? Advierte que un día pude decir a mis soldados de ojos cargados: Traedme la cabeza de Calvo. Mas quise respetar tus ser­ vicios al Imperio, porque recordaba el olor de tu barba” — después agregó— : También diré a Sempronio: “ ¡Oh Sempronio! ¡Qué gallardo vie­ nes con tus ejércitos! Llevas estandartes que han bordado mis gacelas, pagas tu gente con moneda de mi efigie y mandas legiones en mi nombre. ¿A quién vas a combatir? Comprende que en cierta ocasión pude decir a mis solda­ dos de pequeño esqueleto: M atad a Sempronio y dad sus miembros a los perros. Pero preferí rememorar la inocencia de tu porte guerrero; y quise saber que en pleno invierno habías pa­ sado las Grandes Montañas, para caer sobre una provincia que no obedecía a mi madre; y decidí recordar que me regalaste un pequeño elefante y el cachorro de un león, recogido del cubil de la madre” — seguidamente dijo— : ¡Oh amigos! ¿Qué culpa tengo de haberme conver­ tido en dios? Y lloró tristemente, por lo cual se enterne­ ció la gentecilla, gritando: -392-

— Triste es ser hombre, pero más triste es ser dios sin dejar de ser hombre. El Príncipe exclamó: — Yo era amigo de mis hermanos, y sus soldados eran míos también; pues mandaba tanto en la chusma analfabeta como en los hombres de pequeño esqueleto o en los jinetes de ojos cargados. Pero licencié mi gente extran­ jera porque la ley antigua prohibía su presen­ cia en el imperio metropolitano. ¿Cómo, pues, vienen ahora Calvo y Sempronio con canalla estipendiaría? ¿Acaso no saben que van contra la tradición de nuestros padres y de los padres de nuestros padres? La gentecilla gritó: — ¡Oh Príncipe! No te vayas. Veremos a los mandarines y les pediremos que saquen las leyes antiguas y condenen a los procónsules levantados. Y como cumplieran su palabra, los man­ darines mostraron los rollos que estaban tradu­ ciendo, y dijeron: — Día y noche duran nuestros desvelos y trabajos; mas no cejaremos hasta encontrar la ley conveniente. Y decían esto con doble intención, pues en realidad andaban buscando una ley que conde­ nara al Príncipe. Mas como la plebe les viera tan ocupados, les creyó y se alegró. Luego volvió junto al Príncipe, que siguió diciendo: — Porque soy el dios de la mueca, conozco el últim o gesto de todas las cosas, y sé que es el -393-

guiño de la m elancolía. Por eso hablaré a C al­ vo y Sem pronio con mi careta de desencanta­ do, y les diré: “ ¡Oh ingenuos! ¿Acaso no sabéis que ese Infante Deseado, que ahora protegéis, se tornará tam bién m elancólico?; porque si ha nacido Príncipe, tendrá tristeza de serlo” — al punto exclam ó— : Tam bién m ostraré a Calvo y Sem pronio las obras de los m endigos here­ jes, recopiladas por mi m andato, les haré leer­ las y seré un m aestro en filosofía; pues quiero que todos mis generales y procónsules sean hom bres de filosofía, en pasando de los años mozos. Al llegar aquí, gritó un hombre de la gen­ tecilla: — Nuestro Príncipe es la libertad, y Cal­ vo y Sempronio son la tiranía. ¡Levantémosnos contra la tiranía! Mas el Príncipe replicó: — ¡Oh Frixo!, inocentasco. ¿Qué libertad tenéis la gentecilla, sino en todo caso la de elegir vuestros amos? Yo no quiero daros libertad para eso, pues prefiero que la fatalidad de las cosas os imponga el tirano; porque es más bello y más digno de un dios ser arrastrado por el fatum que esperar de la voluntad de los hombres. Todos lloraron, y el Príncipe aprovechó la ocasión para repetir aquellos versos antiguos que empiezan diciendo: “Ésta es la ley por la que el Padre ordena el mundo. Allá van los ni­ ños cuando crecen, y todo cuerpo y toda carne y sangre” . -394-

La gentecilla comprendió que se refería a la ley trágica, por lo cual creyó que pretendía entregarse definitivamente a la fatalidad de los sucesos, y comenzó a besarle las manos, los pies y las vestiduras, exclamando: — Jamás ha existido un Príncipe tan m ag­ nánimo y misericordioso como tú, ¡oh Segundo de los Aguiluchos!, porque has tenido misericor­ dia de ti mismo, y nos has enseñado a hacer ges­ tos y guiños a las cosas de los príncipes. El sonrió gozosamente, y dijo: — Sabed que solo un lego o un cabeza ra­ pada es capaz de tomar en serio el principado; pues en las ceremonias públicas los he visto con caras más irremediables que la mía propia. La gentecilla añadió: — También en los duelos suelen parecer más doloridos que el difunto y los parientes del difunto. El Príncipe dio entonces en imitar los ges­ tos de los legos, y la gentecilla, en reír alegre­ mente; y así pasaron, como seres simples, del llanto a la risa y de la risa al llanto. Luego hizo el Segundo Aguilucho otras varias muecas, y trató de remedar a los becarios, encogiendo el cuerpo, cruzando las manos, abriendo los ojos de forma atónita, y diciendo finalmente: — He venido a hacerme todo un hombre, porque mis padres dicen que soy un muchacho de porvenir. La gentecilla gozaba sobremanera, por­ que el Príncipe figuraba una voz afeminada y -395-

untuosa. Otras veces dejaba caer los brazos en ademán palurdo, escondía el pecho, sacaba el abdomen y exclamaba: — Mis padrecitos me han encargado que les escriba; y yo les he escrito, diciendo: Ya me sé el Libro. También imitaba a los mandarines, a la gente de estaca y a los cabezas rapadas; y hacía el papel de un buen padre, con hijo becario, ex­ clamando: — No comprendo cómo el poder imperial hace estudiar tan desconsideradamente a estas pobres criaturillas de porvenir. La gentecilla se moría de risa, y gritaba: — No consientas que la seriedad de Calvo y Sempronio nos haga resucitar a la vida seria de los legos, becarios, buenos padres y mandarines. Mátanos definitivamente en esta dulce muerte de la risa. Muchos dijeron: — Estaría bien que el Príncipe muriera de risa, porque sería en verdad una muerte de dios. Después clamaron: — Si has de morir, muere de risa. Mas el Príncipe replicó: — ¡Oh parvulitos! Consentid que muera mejor de melancolía, pues el dios de la máscara solo puede morir de tristeza y aburrimiento. Diciendo esto se quitó la careta de histrión, y se fue muy cabizbajo, seguido de la plebe. En el camino decía: -396-

— iOh hermanos! En verdad lamento que hayáis de resucitar a la vida seria de los legos, cabezas rapadas, becarios, mandarines y gen­ te de estaca; porque la vida seria es también la vida de la corrupción. Como llegaran a palacio, mandó repartir trigo a la gentecilla; pero en palacio no había nadie, ni nadie obedecía sus órdenes, por lo cual pronunció unas palabras enigmáticas, diciendo: — En verdad que ya no soy una mentira. Y se entró solitario.

-397-

VI. MUERTE DEL PRÍNCIPE

om o los legos m ayores, los m edianos y los m enores supieran estas cosas, ocu pa­ ron los registros, las oficinas, los cuarteles y todo lugar donde figuraran los escudos y las arm as de la cosa pública. Luego llevaron los antiguos estandartes a los recintos abando­ nados desde la renovación de las costum bres, desem polvaron los sím bolos de la tradición y se sentaron en las tribunas de jerarquía, ex­ clam ando: — Aquí estamos para servir a Dios y a la historia. Y hacían esto por recibir de tal guisa a las legiones rebeldes, y lograr la propiedad y los ho­ nores del asiento ocupado. Los mandarines abrieron el Palacio de los Compromisos con euforia, restauraron las vie­ jas prerrogativas de su casta, y dijeron: —Aquí estamos para salvar el Imperio y el futuro del Imperio y de las cosas del Imperio. También algunos de los huerfanitos super­ vivientes de las grandes matanzas, y otros afi­ cionados a becarios, buscaron las ruinas y seña­

C

-399-

les de las antiguas residencias, señorearon las piedras y clamaron: —Aquí estamos y aquí seguiremos la tradi­ ción de nuestros padres. La ciudad, empero, permaneció silencio­ sa y queda, mientras el Consejo de Ancianos se afanaba hurgando entre las leyes, en busca de una pragmática que condenara definitivamente al Príncipe. Mas como ese trabajo resultara lar­ go y minucioso, hubieron de solicitar el auxilio de los legos y de los hijos de los legos, siempre dispuestos a contraer merecimientos con los se­ ñores del Libro. Este conjunto de mandarines y legos en trance de buscar una ley se llamó el Consejo Mixto, y gobernó la ciudad mientras lle­ gaban los nuevos amos. Un día se supo que las legiones de Calvo se hallaban solamente a diez jornadas de la ciu­ dad, en tanto que Sempronio se detenía en la región de los Grandes Lagos, y esperaba la lle­ gada de los ejércitos metropolitanos que venían de los cuarteles de invierno, queriendo sumarse al levantamiento de los procónsules. Pues tam ­ bién los generales y oficiales metropolitanos sabían que el Segundo Aguilucho les había ri­ diculizado, y deseaban restaurar la vida seria, y contraer merecimientos, como los legos y los becarios; y adquirir posesiones de recompensa, y ser tribunos de la gentecilla, y repartirse los consulados como botín de guerra. Conocidas tales noticias de última hora, los mandarines y legos del Consejo M ixto de­ -400-

cidieron aumentar la jornada de trabajo, en busca febril de la pragmática que había de con­ denar al Príncipe; y fue de ver la inmensa ale­ gría de estas castas reunidas, juntam ente con el aparato de las viejas vestiduras, los rollos de leyes, las palabras recortadas, las citas del Libro, las premuras, las esperanzas, los deseos, las ambiciones renovadas y las protestas vehe­ mentes de servir a la Divinidad, al Imperio, a la historia universal, al Libro y a la gentecilla misma. En medio de esta confusión nerviosa, apa­ reció el antiguo Lego de las Posibilidades, ya desprovisto de sus ropas de bufón, golpeándose el pecho y diciendo que en toda su vida no había sido otra cosa que un espía de Calvo y Sempronio, al servicio de la restauración gloriosa. Tal juró en nombre de Dios y del demonio, claman­ do con voz de sibila, de forma que los ancianos no supieron qué hacer, y decidieron admitirle en principio; pues Silvio afirmaba que sus tiempos de bufón habían sido tiempos de cautiverio, y aseveraba poseer más merecimientos que los otros legos y los mandarines. Sin embargo, el Mandarín Barbudo no qui­ so creerle, y apeló de esta pretensión al Gran Padre, que produjo una sentencia incidental extremadamente rápida, citando aquel pasaje del Libro que dice: “Yo no he querido ser señor de legos; mas la irremediable presencia de esta gente me ha convertido en su señor. Y si tal soy, a tales he de soportar, porque no hay Príncipe -401-

tan loco que elimine a sus súbditos, ni mandarín tan absurdo que repudie a sus legos. Entre las costumbres inveteradas de los ancianos, la pri­ mera es la de admitir la presencia de los legos y de los hijos de los legos”. El Consejo Mixto recibió, pues, al Lego de las Posibilidades como a cautivo redimido; y el lego dijo: — ¡Oh ancianos! Porque he sido hasta aho­ ra el Lego de las Posibilidades, también he sido el látigo que os ha fustigado. Dadme un cargo y quedaré tranquilo. Pero los mandarines movieron la cabeza y contestaron: — ¡Oh Silvio! Mejor es que sigas siendo el Lego de las Posibilidades. Y decían esto porque tenían comprometi­ dos todos los cargos y prebendas. De tal forma se desenvolvían las sesiones del Consejo Mixto, mientras Calvo avanzaba con sus legiones. Cuando este procónsul llegó a cinco jornadas de la ciudad, la gentecilla rodeó el pa­ lacio imperial y comenzó a llorar sobre las esca­ linatas. Al cuarto día apareció el Príncipe, acom­ pañado de un hombre llamado Timón, y dijo: — ¡Oh hermanos! ¿Acaso ha venido Calvo? La gentecilla gritó: — Calvo se halla a un día de la ciudad, pues hemos visto abrevar sus caballos en la Fuente de las Mazorcas. — ¿Y mis mandarines? ¿Dónde están mis mandarines y mis legos? -402-

— Tus legos y tus mandarines están prepa­ rando otros sucesos, porque dicen que ya no eres irremediable. El Príncipe recitó entonces aquellos versos que empiezan diciendo: — “Cien años he tardado en conocer la no­ che, porque existe una noche que cierra para siempre los párpados de los hombres” . Cuando terminó estas palabras, se oyó rui­ do de caballos presurosos, y llegaron dos emisa­ rios con estandartes y armas, gritando: — ¡Oh Príncipe!, Segundo de los Aguilu­ chos. El Consejo de Ancianos ha encontrado la ley antigua. Después se apearon sudorosos, y agitaron en las manos las insignias del Consejo y un rollo de pergamino sellado. La gentecilla clamó largamente, y el Prín­ cipe entró despacio. Luego se sentó en la sala del trono, siempre acompañado de Timón, el hom ­ bre recogido del mimo y la farándula, y dijo: — ¡Oh Timón! ¿Qué ruidos son esos? Pues no parece sino que mil corceles entraran en la llanura de combate. Y se refería al ruido que hacían los emisarios al subir rápidamente las escaleras interiores. Timón repuso: — Es la ley antigua, que se despereza. El Príncipe entornó los ojos y exclamó con parsimonia: — Por cumplir la ley antigua licencié sin tanto ruido la chusma analfabeta, los soldados -403-

de pequeño esqueleto y los jinetes de ojos car­ gados. Y decía esto porque en los últimos días sentía nostalgia de su época de guerrero. Luego añadió: — La ley antigua es tozuda, ¡oh Timón!, pero más tozuda es la adulación, porque mis aduladores me permitieron acabar con la ley antigua. En esto llegaron los emisarios, que dobla­ ron las rodillas, diciendo: — ¡Paz y felicidad, oh Príncipe! El Consejo de Ancianos te envía este mensaje, y recomien­ da que lo leas y cumplas pronto, porque las le­ giones rebeldes son ahora las legiones leales. El Príncipe extendió el rollo y lo dio a leer a Timón con ademán frío. El hombre de la farán­ dula leyó en alta voz, y dijo: — “El Consejo de Ancianos, en nombre de las últimas cosas, al Segundo Aguilucho, Espi­ ga del Valle, Príncipe por pacto. Por cuanto este Consejo, depositario de las leyes antiguas, es un suceso más perenne que los príncipes y la vo­ luntad de los príncipes, te manda leer, conocer y cumplir, la decimosexta Ley del Comportamien­ to de los Príncipes, admitida por la tradición de tus padres y de los padres de tus padres. Esta ley dice: Si algún hijo de príncipe desposeyera a su hermano del trono, sea fratricida; y si ade­ más le matare, sea parricida” . Cuando el Príncipe oyó esto, dejó caer su manto, arrugó el rollo entre las manos y exclamó: -404-

— ¡Oh Timón! ¿No te hace gracia? Ahora se acuerdan de las leyes antiguas. Después pidió permiso a los soldados para retirarse a una habitación contigua, y allí estu­ vo toda la tarde y toda la noche, recordando poe­ mas y haciendo sus últimos gestos de dios de la mueca. A l amanecer tenía fiebre, y decía: — Timón, ¿oyes el ruido de las legiones? Pero Timón no oía nada. Luego que la aurora dio su faz, los soldados golpearon la puerta, gritando: — ¡Oh Aguilucho! Date prisa. El Príncipe recitó aquellos versos que dicen: — “¿De dónde me viene tanta zozobra? Pues ningún muerto ha dicho que sea malo el morir, y más que el vivir, es inocente el morir” . — ¡Oh Señor!, ¡oh Señor! — sollozó Timón, y se agarró a sus vestiduras. Los soldados volvieron a gritar: — ¡Oh Príncipe! Date prisa. Mira que es tarde. El Príncipe clamó con voz airada, como si volviera a sus antiguos tiempos, y dijo: — En verdad, Timón, que he vivido bien. Bien está, pues, que muera ya. Y sin más cogió un puñal y se traspasó la garganta, cayendo a los pies del hombre de la farándula. Timón comenzó a llorar, gritando: — ¡Oh Príncipe!, parvulito. Pero los soldados entraron presurosos, y se llevaron el cadáver, que depositaron sobre -405-

las escalinatas del Palacio de los Compromisos, para que los mandarines pudieran observarlo tras las celosías de las ventanas. A l poco llegó la gentecilla, venida de todas partes, y se apode­ ró del cuerpo para quemarlo y hacerle honras, porque le querían mucho y muy sensiblemente, recordando el trigo que había repartido y su ca­ rácter bondadoso y cómico. Los mandarines no se atrevieron a oponer­ se a estos deseos vehementes de la plebe. Pero a la tarde fueron hacia los principales de la gente­ cilla removida, y dijeron: — ¡Insensatos! ¿Qué habéis hecho? ¿Acaso no sabéis que la ley antigua prohíbe quemar los cadáveres de los príncipes? Porque un príncipe ha de ser embalsamado. — El Príncipe dijo que no quería tener gri­ llos en su tumba, y nosotros hemos pensado que en no habiendo tumba, no habrá grillos — con­ testó la gentecilla. Los ancianos movieron la cabeza y excla­ maron: — No comprendemos qué temor pueda te­ ner un muerto a los grillos. Y se fueron, porque tenían prisa de recibir a Calvo. Tras ellos pasaron seguidamente los legos, los becarios improvisados y los buenos padres en procesión solemne y espontánea, portando estandartes antiguos y leyendas modernas, que decían: “¡Oh Calvo! Lo fugitivo perdura y per­ manece en la tradición de nuestros padres”. -406-

La gentecilla se hizo a un lado, y comenzó a murmurar, diciendo: — Ya han venido los grillos a cantar sobre la tumba del Aguilucho la canción del asco de la vida. Mas como no hay tumba, no habrá grillos. Luego se puso a imitar a los mandarines, legos, becarios y buenos padres. Y éste fue el le­ gado que dejó el Principe a la gentecilla.

-407-

LA RESTAURACIÓN

I. RETORNO DE LA TRADICIÓN

l llegar el crepúsculo entraron en la ciudad las legiones de Calvo, con todo el aparato de sus hombres y máquinas. Los mandarines sa­ lieron a recibirle, como antaño hicieran con los Aguiluchos victoriosos, siguiendo la tradición cortés de los padres de la patria, que mandaba agasajar al vencedor del último suceso. La gen­ tecilla se limitó a contemplar estos hechos, sin interés por admirar la prestancia del procónsul, pues estaba ciertamente desencantada y me­ lancólica, con la memoria puesta en el Segundo Aguilucho y en las cosas del Segundo Aguilu­ cho. A otro día llegó el Infante Desprovisto, acompañado de gran número de generales, es­ tandartes, escudos, armas y riquísimas vesti­ duras. Traía servidores administrativos de las provincias insurgentes, legos rurales, novísimos becarios y cabezas rapadas recién hechos, por­ que el espíritu de la tradición había encontrado multitud de aficionados a buenos padres, la afi­ ción que más perdura en el hombre. Cuando la comitiva alcanzó el Palacio de los Compromisos,

A

-411-

los ancianos saludaron al Infante, llamándole Suceso Anhelado y Príncipe Restaurador. Luego visitó el Infante al Gran Padre M an­ darín, que dijo: — ¡Oh parvulito! Siéntate en el trono de tus padres y gobierna tu Imperio y las gentes de tu Imperio. Mas advierte que si la guerra te ha convertido en un suceso, las cosas últimas te transformarán en un derecho. El Infante preguntó: — ¡Oh Padre! ¿Qué son las cosas últimas? — ¡Oh Príncipe! Las cosas últimas son las cosas de los mandarines. Como ya conociera estas palabras y supie­ ra que eran las mismas que un día pronunció el Gran Padre ante los Aguiluchos invictos, com ­ prendí que las cosas y razones de los hombres vuelven a los hombres en ciclos sin fin, pues de todos los principios presentes y futuros solo tres permanecen y se hacen eternos: el tiempo, el co­ razón humano y la corrupción. Por eso pude es­ cuchar la voz de mi corazón, que decía: — ¡Oh eremita!, vuelve a tus montañas, porque ya has visto lo que es la ciudad. Si el hombre torna al hombre y si sus palabras están contadas, difícil es que puedas hallar de aquí en adelante algo que te asombre. Como oyera esto y conociera la humilde razón de mi corazón, me sonrojé prontamente. Mas uno de la gentecilla me dio entonces en la espalda, diciendo: —No te ruborices de ver lo que estás viendo. -412-

Todos me observaron, y gritaron: — ¡Mirad, mirad! El eremita se abochorna. Alguien exclamó: — Eremita, simplón cazurro. Habrás de hacerte becario y adquirir calzoncillos sin aber­ tura, porque no está bien que te sonrojes a tu edad. — ¡Oh gentecilla!, bobos — contesté— . Sa­ bed que me dije cuando era mozo: Las mucha­ chas son bellas y tranquilas, pero no está bien que me gusten. Si hablé así en aquel tiempo de sangre caliente, ¿por qué he de llevar a la vejez calzoncillos de becario? Ellos rieron y dijeron: — ¡Ay, ay! ¿Acaso no sabes que los becarios renuncian a lo que no pueden alcanzar? Es dig­ no de tal gente el perdonar disgustos a Dios y afrentas a los demonios. — Estáis mintiendo, porque yo no he visto ningún becario que haya renunciado a ser listo. A l oír tal, comenzaron a llorar como bufo­ nes, haciendo muecas y diciendo: — ¡Oh eremita, oh eremita! Vístete de be­ cario huerfanito, y oposita a Cara Pocha, pues no está bien que te ruborices como un párvulo. Luego cogieron tierra del suelo, la espar­ cieron y exclamaron: — ¡Ay, ay, ay! Como granos de tierra habrá de becarios, y no quedarán vacas para el pueblo; porque el Segundo Aguilucho dijo que cuando las instituciones se restauran, crecen en núme­ ro y se vuelven feroces. -413-

— Esto ocurre, tontucios, porque nadie re­ nuncia a ser espiritual, feliz e importante en esta vida y en la otra; nadie quiere ser modesto. Ellos volvieron a reír, y dijeron: — ¡Ay padre! Tampoco tú eres modesto, porque también tienes tu doctrina. Luego se fueron muy tranquilamente, tor­ nando a los gestos y guiños, por lo cual com­ prendí que el trato con el difunto Aguilucho y la careta y el mimo les había vuelto escépticos y cínicos. Entonces volvió a hablar mi corazón, que dijo: — ¡Oh eremita! Tampoco tienes nada que hacer con la gentecilla, porque posee un genio que tú ignoras. Huye, pues, a las montañas an­ tes de que ese demonio entre en mi ser. —Ahora me turba un demonio muy sensi­ ble, pues siento ternura por la gentecilla — re­ pliqué. — ¡Ay!, bobo enamoradizo — exclamó— . ¿Cómo es posible que te enternezca esa gente? No eres el dios de la mueca ni sabes hacer gestos o guiños, afición urbana, y no de las montañas. Tú mismo has dicho que no bajaste de allí para convertirte en histrión. — Sabes que desde antiguo he amado a la gentecilla con el rubor de la timidez. — Puede ocurrir que mi hermana y yo con­ vengamos en decirte: “Muchos amores y gacelas has tenido y nada te hemos reprochado; pero no está bien que nos avergüences ahora con tus -414-

muecas y befos en honor de una pelandusca. ¿Acaso eres un retórico, un político, un filósofo o un hombre de porvenir? Deja ya esas cosas y vuelve a las montañas” . Yo me avergoncé de oír esto, y dije: — ¡Oh parvulito!, amigo. Porque has crecido y sabes mucho, debo reconocer la pureza de tus palabras. Desde hoy seguiré tus mandatos. Diciendo esto, vi llegar un grupo numeroso de becarios, que parecían salir recién hechos del vientre de la madre premeditación. Venía con ellos el antiguo Lego de las Posibilidades, que suspiraba de vez en cuando, exclamando: — ¡Oh huerfanitos! Desde este instante glo­ rioso, queráis o no, estáis uncidos al destino del Imperio y de la cosa pública. Ellos temblaban de pies a cabeza, y decían tímidamente: — Tal es nuestra vocación. ¡Oh padre! Y el lego añadía presuroso: — Dad gracias al Príncipe Restaurador, que ha querido concederos la oportunidad de elegir y realizar vuestra vocación. Seguí a los becarios, y pude notar que Sil­ vio castigaba a los pimpollos con el látigo impla­ cable de su retórica, haciéndoles ver a cada ins­ tante que les esperaban tres mil años de Libro y de sopa boba, avestruz y vaca. De trecho en trecho llevaba las manos al pecho, y decía: — Huid de la soberbia y de la tentación de la soberbia; porque también castiga Dios a los hombres con el don del talento — luego agrega -415-

ba— : Alguna vez os tentará el deseo de hablar con el demonio y pedirle sabiduría, porque yo sé lo que es el impulso de una vocación irrem e­ diable. Así hablaba el lego, y se mordía los labios con extraña excitación nerviosa y sibilina, por lo cual tiritaban los becarios, murmurando: — Nosotros queremos ser hombres espiri­ tuales, y no demonios, pues nuestra vocación es limpia y concreta. Mas él replicaba: — ¿Acaso no es concreta y limpia la voca­ ción de demonio?, ¿acaso no es también el demo­ nio una persona eminentemente espiritual? Los huerfanitos se conturbaban, cogidos en las trampas de Silvio, que parecía gozar de ver­ los temblorosos, mientras decía: — Temed y no temed, porque no a todo el mundo le ha sido dada la ocasión de hacerse de­ monio. Así jugaba con los muchachos y con sus tres palabras o elementos favoritos, que él lla­ maba sustancias de amor y perversión. Luego que les dejaba tranquilos, volvía a la carga, ex­ clamando: — Se me olvidaba decir que también na­ cerá un día la envidia entre vosotros, porque muchos preguntarán: “¿Quién es ése que vino una vez a comer sopa boba con su hatillo de campesino, y ahora oposita a Cara Pocha? Su padre viste de zamarro, hiede su madre, y sus hermanos tienen dedos calientes y sudorosos. -416-

¿De dónde, pues, le viene el talento y la palidez del rostro?” Los becarios mudaban el color, como si ya quisieran pretender el cargo de Cara Pocha, y decían: — ¡Oh padre! ¿Acaso es tan difícil conver­ tirse en un hombre espiritual? Silvio entornaba los ojos, ladeaba el cuello y replicaba: — ¿Acaso no es una presunción el querer ser espiritual? Mas no temed, porque se trata de una vanidad que Dios castiga y premia según quiere. Como estas cosas sucedieran a la vista de la gentecilla removida, alguien alzó la voz y gritó: — Silvio, boquita cruel. Deja a los huerfanitos y consiente que renuncien a la vocación de demonio, pues son pimpollos tiernos y ensimis­ mados, que no han comido caliente en mil años. Muchos arrojaron piedras a la comitiva, por lo cual se volvió el lego a la canalla, diciendo con arrojo: — Tened cuidado, tened mucho cuidado, gentecilla, porque el Infante Desprovisto ha res­ taurado la tradición de Dios, el demonio y el ta­ lento. Un mozo de la plebe dijo: — Silvio, bufón imperial, lengüecita de oro, mariquitón. ¿Con qué autoridad nos hablas de Dios, el demonio y el talento? Advierte que de estos principios se sabe poco. Otros añadieron muy bajo: -417-

— ¡Hijo de mala burra!, cachorro de arpía mordido por un asno libidinoso, dientes claros. ¿Cuándo ha hablado Dios contigo? Finalmente exclamó un tullido: — ¡Oh Silvio!, callacuece. ¿Qué posibilidad tienes ahora? Porque tú has sido siempre el Lego de las Posibilidades. Silvio alzó los brazos y gritó: — Tengo la posibilidad de ahorcaros. Y se puso lívido, por lo cual comprendió la plebe que estaba resucitada a la vida seria, y se fue yendo muy lentamente; pues entendió que la cara del Lego de las Posibilidades era la más­ cara trágica del Poder, y no la faz cómica del Se­ gundo Aguilucho, benevolente dios de la mueca y el mimo. Luego que desapareció la gentecilla, se acercó el lego a mi figura, diciendo: — Lleva cuidado, ¡oh eremita!; sé que has renunciado a ser espiritual. — No te ensoberbezcas por haber sido res­ taurado; si tú eres la tradición, yo soy algo irre­ mediable a la tradición y al espíritu de la tradi­ ción. El pergeñó un gesto displicente, y excla­ mó: — Calla, bobo; en el mundo hay todavía muchas cosas más irremediables que un eremitilla analfabeto. Después se fue con sus huerfanitos, como si tuviera prisa por castigarlos. Yo anduve un largo trecho, preguntando a la gente: -418-

— ¿Cómo va ese lego con los becarios? ¿Aca­ so no es ya el Lego de las Posibilidades? Alguien suspiró y dijo: —Ahora es el Lego de los Becarios, aunque nadie le ha dado ese cargo, porque él mismo se ha nombrado, colocándose al frente de los mu­ chachos. Otro añadió con tristeza: — Siendo el Lego de las Posibilidades, tiene siempre la posibilidad de ser cualquier cosa, y ha elegido la que más le place. Tal murmuraba la plebe, y bajaba la cabe­ za con melancolía y desgana de estar en la vida, como si sospechara que no había otro mundo po­ sible que el de los legos, cabezas rapadas, beca­ rios, mandarines y gente de estaca.

-419-

II. LA SENTENCIA DEFINIDORA

a obra restauradora del Infante Deseado co­ menzó por la casta de los becarios, que re­ sultó la más necesitada. En esta época apenas quedaban huerfanitos antiguos ni ropilla vieja, pues las persecuciones que siguieron a la here­ jía de Fustos habían acabado con todo símbolo o recuerdo de los pimpollos de porvenir. Una vez que el Consejo de Ancianos pudo reanudar sus sesiones, los mandarines solicitaron del Poder la urgente reposición de la beca, que fue cubierta en principio por aspirantes salidos de todas las regiones y castas del Imperio, aunque principal­ mente de los cabezas rapadas o buenos padres, que, poseyendo sutil conciencia de la tradición, veían abiertas para sus retoños las puertas do­ radas del futuro. Los nuevos becarios llegaron tímidos y pu­ silánimes, como renacuajos famélicos, por haber sentido largamente en las entrañas la presencia tozuda de la mediocridad. La gentecilla, remo­ vida, dio en llamarles primeramente diablillos depauperados; y luego empusas empobrecidas, porque les halló semejanza con cierto insecto an­

L

-421-

tiquísimo y primitivo, que figura en el catálogo imperial de animálculos, criatura tan extraña como absurda y ancestral, miserable pariente de la mantis religiosa. Con tal nombre pasaron los restituidos huerfanitos a la historia del Imperio; y fue de verlos aparecer con sus hatillos y caras puntia­ gudas, los ojos saltones, los bracitos endebles, la espalda como un corselete y el abdomen en las vértebras del segundo espinazo. La gentecilla afirmaba que estos muchachos poseían dientes de sierra para devorar las vacas, a la manera de los insectos de quienes habían tomado el nom­ bre, pues aseguraba que la presencia antigua del espíritu les había inutilizado los caninos. También dudaba de que hubiese en el mundo vacas suficientes para tanto becario y sospecha­ ba que habrían de llevar con resignación la in­ gestión de carne de asno, aun a costa de incurrir en heterodoxia, porque el Libro había dicho que la ortodoxia cede a la política, y la política a la economía. El Consejo de Ancianos sancionó definiti­ vamente la llamada Ley Becaria, luego que re­ chazó una enmienda muy particular del M anda­ rín Barbudo, que pretendía prohibir a los huer­ fanitos el hablar del talento, para contrariar la vocación sibilina del antiguo Lego de las Posibi­ lidades, ya convertido en flamante Lego de los Becarios. El Sumo Mandarín habló en nombre de la más pura ortodoxia, y afirmó que resulta­ ba antinómico limitar en los muchachos el ejer­ -422-

cicio de esta afición letrada e inocente, porque los becarios y el talento son cosas de porvenir, que han de ir unidas por igual al tiempo y a la sopa boba. El Mandarín Barbudo argüyó entonces po­ sibilidad de ensoberbecimiento en los parvulitos restaurados, y apeló de su argumento y preten­ siones al Gran Padre, que produjo seguidamente una sentencia muy extensa y llena de doctrina, dividida en tres partes, por este orden: P r im e r a : sob re las fo rm a s d el talento

¡Oh ancianos! Sabed que la tradición de los siglos enseña que existe un talento nato y un talento suplido para andar por entre las cosas de los hombres. Aquél pertenece al reino de las cosas primeras, como los niños y la gentecilla, y se revela a la manera espontánea de la vida; éste, al reino de las cosas últimas, como la pre­ meditación y la untuosidad moral, y se revela a la manera de la costumbre; uno se llama instin­ to y otro se llama juicio. Así se expresa el texto augusto del Libro, cuando dice: “Los hay que nacen con talento y los hay que me piden talento, pues el principio de las cosas concede talento a unos, y yo a otros. Los primeros son hijos del fluir de las formas, se llaman rebeldes o corazones liberales, son efí­ meros, están contra lo que sucede en todo ins­ tante y no quieren permanecer ni dar cuenta del mundo. Los segundos son retoños de la postre­ -423-

ra intención del juicio, se llaman talentudos o corazones grávidos, parecen perennes, están de acuerdo con lo que sucede en todo momento y pretenden permanecer y dar cuenta del mundo, porque son la necesidad y la premeditación” . S eg u n d a : sob re el ta len to na to

¡Oh ancianos! Sabed que el talento nato es algo que puede o no puede existir entre becarios; pero que, en existiendo, no hace al muchacho más becario que otro becario, pues ni el talento implica beca, ni la beca implica talento. Sería soberbia de los mandarines y presunción ridi­ cula de los legos el pretender favorecer al talen­ to nato, porque siendo su sustancia ingrávida, indeterminada, espontánea, efímera y disconti­ nua, solo algo que resulte igualmente ingrávido, indeterminado, espontáneo, efímero y disconti­ nuo puede favorecerle; y ya saben los ancianos que todo principio de estas características rezu­ ma heterodoxia, por innecesario al método fatal de las cosas. Afirma el Libro que solo lo irremediable arguye necesidad, y que la necedad es más irre­ mediable que el talento nato, porque el mundo puede conservarse sin talento, pero no sin nece­ dad; y añade que solo el talento puede ayudar al talento, la estupidez a la estupidez, la modorra a la modorra, la untuosidad a la untuosidad, y la hipocresía a la hipocresía. Si los mandarines, los legos o los buenos padres ayudaran al talen-424-

to nato, sería como si la premeditación del juicio coadyuvase con el sentir espontáneo y originario del mundo, o como si las cosas últimas contribu­ yeran a las cosas primeras. Y si el talento libre favoreciese a los becarios, sería como si la libe­ ralidad y la rebeldía colaborasen con la untuosi­ dad, o como si la primera intención del hombre asistiera a la segunda, o como si el instinto de lo efímero socorriera al juicio de permanencia. T ercera : sob re el ta len to su p lid o

¡Oh ancianos! Sabed que talento suplido es algo que debe existir necesariamente entre becarios; pues si la conciencia antigua enseña que la costumbre suple al hombre en el hom ­ bre, la sabiduría moderna ha demostrado que la costumbre moral o juicio de permanencia su­ ple a la vida y a todas las formas del fluir en el huerfanito. El consenso universal testifica que la sustancia de los becarios es grávida y páli­ da, fría y tenacísima, uncida irremediablemente a la segunda intención de las cosas; y asevera que todos los hombres quieren poseer el mundo, pero que así como unos lo intentan a través de la voluntad inmediata de dominio, la relaciones de osadía y riesgo, el dinero o el placer, así otros lo pretenden a través de la impávida e inexcusable vocación moral. Tal se expresa también el texto del Libro, cuando dice: “No existe en la Tierra razón que pueda arguirse contra la afición moral de mis -425-

huerfanitos juiciosos, porque ellos son la propia calidad de vaca y avestruz, al tiempo que la mo­ ral resulta la esencia ultraconsciente y supraespiritual del mundo. Por eso los he nombrado parvulitos de mi sabiduría, para que retocen y trisquen, como ternerillos y polluelos, alrededor de la grávida vaca y la perenne clueca moral” . Los mandarines recibieron esta sentencia como la noche al día, llamándola S en ten cia d el cla ro a m a n ecer, o S en ten cia sob re el ta len to p r i ­ m ero y segu n d o. Pasó al L ib ro d e las sen ten cia s con los títulos de la definidora y concretísima, pues el Mandarín del Sello afirmó que su texto contenía el más conciso y concluso saber sobre los becarios y las cosas de los becarios.

-426-

III. LA SUSTANCIA DE BECARIO

sí habló el Gran Padre, desde lo más pro­ fundo de las últimas cosas. Y aunque esta sentencia tuvo su nombre propio, los ancianos dieron también en llamarla, entre ellos, S en ten ­ cia g rá v id a . Porque el Mandarín Barbudo afir­ mó que toda la sabiduría de su contenido está expuesta en aquella frase que dice: La sustancia del becario es una sustancia grávida. Por lo demás, el Sumo Mandarín añadió que, desarrollando tal axioma, había bastan­ te para ocupar una vida de trabajo y estudio. Pues dijo que “sustancia grávida” equivalía a sustancia de porvenir, sustancia de permanen­ cia, sustancia tozuda, sustancia perenne, sus­ tancia última, sustancia untuosa, sustancia conformada, sustancia prefigurada, sustancia compuesta, sustancia pálida, sustancia moral, sustancia sin metamorfosis, sustancia juiciosa, sustancia racional, sustancia sumisa, sustancia de dos intenciones, sustancia segunda, sustan­ cia secunda secundae, sustancia fría, sustancia impávida, sustancia premeditada, sustancia de lagarto, sustancia de sapo, sustancia de aves­

A

-427-

truz, sustancia de vaca, sustancia de mantis religiosa, sustancia fatal, sustancia determina­ da, sustancia continua, sustancia irremediable, sustancia omnipresente, sustancia tenacísima, sustancia admitida, sustancia irrefutable, sus­ tancia inexcusable, sustancia caritativa, sus­ tancia ultraconsciente, sustancia supraespiritual, sustancia invertebrada, sustancia blanda, sustancia final, sustancia firmísima, sustancia teleológica, sustancia trascendente, sustancia concatenada al orden del mundo, sustancia pre­ ferente, sustancia perfilada, sustancia someti­ da, sustancia compleja, sustancia del ser y del existir, sustancia de la costumbre de estar en el mundo, sustancia de la costumbre de admitir el yo, sustancia de la realidad y de la verdad, sus­ tancia inmóvil... Y así citó hasta cien clases de sustancias diferentes y equivalentes, por lo cual los ancia­ nos se admiraron del contenido implícito de la Sentencia grávida, y dijeron: — En verdad que un becario puede ser nom­ brado de cien maneras; porque hay cien títulos para llamar a un becario y cien sustancias que son la sustancia misma del becario. Mas el viejísimo Mandarín de los Legos se levantó torpemente, y dijo: — ¡Oh padres! Yo he oído decir que la sus­ tancia del becario es una sustancia sin meta­ morfosis. ¿Acaso el becario no es ya una crisá­ lida? Porque en mi época se mantenía que el huerfanito era una crisálida. -428-

Y los ancianos dijeron: — ¿Por qué traes ahora esas cuestiones? Si el becario fuera una crisálida, ¿cómo iba a ser una sustancia grávida? Y el Mandarín de los Legos, hablando con la paz y la tozudez de los viejos, exclamó: — ¡Oh ancianos! En mis tiempos se decía tal. Y era costumbre llamar a los huerfanitos con el nombre de crisálidas. Porque el Gran Pa­ dre que antecedió al presente, había dicho que si los mandarines son la última de las últimas cosas, los becarios son la penúltima de las pe­ núltimas. El Sumo Mandarín dijo: — Esas cosas ya han sido superadas. Déja­ las, pues, en el reino de los recuerdos. Y el Mandarín de los Legos, sentándose tranquilamente, exclamó: — No comprendo cómo pueda ser superada la sabiduría. Y, como los mandarines oyeran esto, comen­ zaron a discutir y a producir opiniones diversas y contrarias. Unos se pusieron de parte del Sumo Mandarín, y dijeron que la cuestión de las crisá­ lidas era una mera metáfora; y otros, de parte del Mandarín de los Legos, y dijeron que no era posible hablar de simples metáforas dentro de la ortodoxia, ya que el espíritu de la ortodoxia da sustancia juiciosa a las mismas metáforas. Y cierto anciano de este grupo exclamó: — Pues, ¿cómo puede ser metáfora llamar Cara Pocha al Gran Padre? -429-

Por lo cual, los ancianos se hundieron toda­ vía más en la discusión, sin ver modo de abando­ narla, porque, a cada instante, surgían nuevas palabras y problemas. Y el Sumo Mandarín cortó la disputa, ma­ nifestando su voluntad de apelar al Gran Padre de este incidente. Y apeló. Y el Gran Padre produjo una sen­ tencia incidental, que decía: “¡Oh ancianos! La crisálida también po­ see sustancia grávida, porque manifiesta la voluntad de permanencia. Y es la fuerza oscu­ ra del tiempo, y no la naturaleza de la ninfa, quien transforma la sustancia permanente en una nueva forma de lo efímero. De igual mane­ ra, tampoco es la naturaleza del becario, y sí el paso del tiempo, quien transforma al huerfanito en mandarín. Pues ni la crisálida ni el becario esperan sucesos, sino que los sucesos vienen a ellos. Porque también a la crisálida y al becario le es irremediable el tiempo” . Con esta sentencia acabó el desacuerdo en­ tre ancianos. Y el Mandarín de los Legos pudo añadir un título más a las cien sustancias becarias, enumeradas por el Sumo Mandarín. Y la sustancia ciento uno fue la llamada “sustancia de crisálida” . Y el Mandarín Barbudo, pensando sobre estas cosas, dijo: — ¡Oh ancianos! El Gran Padre nos ha he­ cho admirar la importancia del tiempo en el ju i­ cio de la premeditación. Si no hubiera tiempo, -430-

no podría transformarse la crisálida en forma adulta, ni el becario en mandarín. Si el tiem ­ po no transcurriera con benevolencia, ningún huerfanito llegaría a anciano. Y, diciendo esto, leyó el texto del Libro, que dice: “El tiempo está conmigo y con la preme­ ditación de las cosas. Y es lo más generoso que existe en el mundo; se derrama sin cesar, sobre hombres, niños, sabios y patanes. Y como corra y descorra el manto del día y de la noche, pone canas en el huerfanito, y lo convierte en padre” . Y como los ancianos oyeran esto, comenza­ ron a murmurar entre sí, y dijeron: — Hemos de añadir otro título más a la enumeración de las sustancias becarias. Pues también habremos de tener en cuenta la presen­ cia del tiempo. Y la sustancia ciento dos fue la llamada “sustancia del tiempo” . Como el Mandarín Barbudo sintiera irre­ mediable afición por las grandes frases, dada su vocación de Mandarín Político, ideó una leyenda para colocar sobre los pórticos de las residencias de los becarios. Y la leyenda decía: “Aquí me asiento y per­ manezco, dando cuenta del tiempo a los manda­ rines. Y si el tiempo me es benevolente, habré de llegar también a mandarín y a Gran Padre” . Esta leyenda fue aprobada por el Conse­ jo de Ancianos, con una enmienda que presentó el Sumo Mandarín. Y, después de la corrección, quedó este texto definitivo: “Aquí me asiento y -431-

permanezco, creando una nueva raza de hom­ bres, dando a los mandarines cuenta del tiempo. Y si el tiempo me fuere benevolente, llegaré tam­ bién a mandarín y a Gran Padre Mandarín” . De tal forma descubrieron los mandarines el poder del tiempo en la sustancia de becario.

-432-

IV. LA SENTENCIA DOBLE

n esto llegaron a la ciudad las legiones de Sempronio, que venían de arrasar las pro­ vincias leales al antiguo Príncipe. Y como los soldados de este procónsul se encontraran ham­ brientos, asaltaron los depósitos de trigo y car­ ne, y saquearon los cuarteles de los intendentes, que guardaban el tributo anual de la gentecilla. El procónsul Calvo habló entonces de exi­ gir nuevos impuestos a las provincias someti­ das; pero los viajeros y correos de estas regiones lejanas trajeron la noticia de la pérdida de las cosechas; y manifestaron que los mismos abo­ rígenes querían solicitar del poder imperial los préstamos suficientes para pasar el invierno, en espera de mejores sucesos. Por lo demás, también se supo que los si­ los de las provincias metropolitanas habían sido quemados por los soldados de Sempronio, como medida de guerra. Y como a esto se uniera la au­ sencia de cereales extranjeros, el hambre mos­ tró al Imperio su cara testaruda, y se extendió desde la periferia al centro. Y fue de ver la nue­ va faz de los tiempos, llegando a los estómagos

E

-433-

la melancolía de la nostalgia. Era triste el con­ templar la sonrisa de los niños y la paz de las muchachas; y no había, en todo el Imperio, una región con el estómago ensimismado y tranqui­ lo; porque la presencia del hambre hace perder al estómago su primitiva inocencia. Como el Poder no tuviera fuerzas para re­ solver esta cuestión, porque también el hambre es un suceso tan irremediable como el Poder, los ancianos y los legos hubieron de soportar la per­ manencia del nuevo hecho. Y fue, precisamen­ te, en la casta recién restaurada de los becarios, donde se configuró el hambre de manera singu­ lar. Y los huerfanitos sufrieron la ausencia de sopa boba como la falta de un elemento especí­ ficamente ortodoxo e ineludible a la formación del becario. El Poder jerarquizó las necesidades de los estómagos del Imperio; y colocó en primer lugar a la gente de estaca; y, luego, a los mandarines, legos, becarios, buenos padres y gentecilla; por lo cual se entendió que en la cuestión de paliar el hambre existía un orden especial de castas, en acuerdo con la naturaleza de la realidad. Pero la verdadera primacía jerárquica pertene­ ció a la moneda, que era la séptima casta o casta alígera y fluyente; de forma que los poseedores del metal pudieron adquirir toda clase de mer­ caderías, mientras los becarios sufrían, sin más, su calidad de hombres de porvenir. Pues tam ­ bién se dijo que los estómagos espirituales eran estómagos de porvenir. -434-

Los ancianos, empero, protestaron de la clasificación imperial de los estómagos; y, con­ templando la falta de sopa y de vacas en las re­ sidencias de los huerfanitos, apelaron al Gran Padre Mandarín, del estado de cosas contempo­ ráneo. Y el Gran padre produjo una sentencia particularmente profunda y extensa, llamada la S en ten cia d el h a m b re o S en ten cia d oble, porque estaba dividida en dos partes, una para el cono­ cimiento de los ancianos, y otra para el conoci­ miento del pueblo. La parte de los ancianos era esotérica por naturaleza, y llevaba el título de Saber de la Cueva, porque trataba de una sabiduría de posesión, que se desenvuelve entre el m iste­ rio del paladar y la lengua, com o un conocer de sustancia fatal e ineludible. Contenía un prólogo y diez leyes o noticias; y decía: “¡Oh ancianos! Por cuanto la sustancia del hambre es de carácter trágico, también es trági­ ca la sabiduría que la conoce. Porque toda sabi­ duría que trata de la realidad, es trágica; y toda sabiduría que trata de la verdad, es fársica. Pues con dolor habla el sabio de lo irreme­ diable; y con dolor conoce la entraña trascen­ dente de los hechos; con dolor, también, halla en el reino de las cosas contradictorias la esencia última de toda costumbre, de toda piedad, o de todo suceso de calidad universal. De tal manera son dolorosas y duras las noticias que la sabiduría antigua nos ofrece del -435-

hambre. Pero es tan simple su sustancia, y tan sencilla e inocente su enunciación, que el cora­ zón del sabio no se resiste a enumerarlas. Y por­ que es costumbre vieja de los sabios el hablar de lo ineludible con cara pálida, he aquí las diez noticias pálidas sobre el hambre, que vosotros, ¡oh padres!, podréis llamar noticias pochas o no­ ticias sin rubor: Primera.- Que el hambre, por su calidad fatal, es el más grande e irremediable poder creador del hombre. Segunda.- Que el hambre, por su fuerza de necesidad, es un elemento constitutivo de la his­ toria universal. Tercera.- Que, fuera del hambre, no hay en el mundo nada fundamentalmente serio y nece­ sario. Cuarta.- Que, no obstante ser hija de la na­ turaleza primera del hombre, el hambre es algo que trasciende la mera historia natural. Quinta.- Que, por ello, el hambre se halla más cerca del espíritu que cualquier otro suce­ der en el mundo. Sexta.- Que, frente a la universalidad creado­ ra del hambre, toda otra acción es mera aventura. Séptima.- Que, en la cuestión del hambre, no es permitido conceder intervención a Dios ni a los hambrientos; porque ha de ser un proble­ ma reservado a la caridad de los señores. Octava.- Que el hambre no debe ser im ­ plorada de forma inmanente o fisiológica, sino como un acontecimiento vergonzoso. -436-

Novena.- Que, en cuestión de paliar el hambre, debe tenderse primeramente a satisfa­ cer los estómagos espirituales, a fin de forzar el hallazgo del espíritu a través de la fatalidad de las cosas. Décima.- Que no es posible estar más allá o más acá del hambre, sin estar más allá o más acá de la moral.” La parte pública llevaba el título de Saber Espiritual o Saber Moral, porque trataba de con­ solar al pueblo, y estaba dividida en un prólogo y diez leyes o noticias; y decía: “¡Oh ancianos! Por cuanto la sustancia del hambre es de naturaleza fársica y deleznable, también es fársica y deleznable la sabiduría que la conoce. Porque toda sabiduría que trata de la realidad, es fársica, y toda sabiduría que trata de la verdad, es trágica. Y porque la verdad no es el hambre, ni la fisiología es el espíritu, el sabio se resiste a poner su corazón en cuestión tan efímera. Sin em bargo, el sabio habla con alegría del hambre, como el varón fuerte habla de su do­ lor; porque el ham bre y el dolor son cuestiones efím eras para los hom bres de vocación espiri­ tual. Y porque es costumbre antigua de los sa­ bios el ruborizarse cuando hablan de cosas va­ nas, estas son las noticias ruborosas que la vieja sabiduría ofrece del hambre: Primera.- Que, frente al espíritu, el ham­ bre carece de poder creador. -437-

Segunda.- Que el hambre, por su calidad natural, es la antítesis de la historia universal. Tercera.- Que, fuera del hambre, se halla todo lo que es verdaderamente serio y digno del hombre. Cuarta.- Que el hambre, por ser hija de la naturaleza primera de las cosas, es algo que no trasciende la mera historia natural. Quinta.- Que, por ello, el hambre se halla tan lejos del espíritu como el suceder efímero de la Naturaleza. Sexta.- Que, frente a la calidad de bien y de mal que hay en cualquier otra acción del ser hu­ mano, el hambre es mera aventura sin nombre. Séptima.- Que, en la cuestión del hambre, por ser cosa natural, se debe oír a Dios y a los hambrientos, sin reservar opción a la caridad de los señores. Octava.- Que el hambre debe ser implora­ da como razón natural e inmanente. Novena.- Que, en la cuestión de paliar el hambre, debe tenderse a satisfacer por igual todos los estómagos; porque no hay estómagos espirituales, buenos o malos, sino estómagos naturales e inocentes. Décima.- Que la moral está por encima del hambre y de la naturaleza ingenua del estóma­ go hastiado o atónico.” Tal fue la S en ten cia d ob le del Gran Padre Mandarín, llamada, también, la S en ten cia d e la p r im er a y seg u n d a in ten ción , o S en ten cia c o n ­ trad ictoria. Y fue única en su género, y famo­

-438-

sa por el método dialéctico que inauguró. Pues, hasta ahora, ningún Padre había usado en una misma sentencia el saber dualista o trágico fársico. Y porque la parte pública de esta sentencia iba dirigida a los legos, becarios, gente de esta­ ca, buenos padres y gentecilla, el Gran Padre afirmó implícitamente la calidad pública de to­ das estas castas, reservando solo la calidad eso­ térica a la casta de los mandarines. Así, los an­ cianos comprendieron que el Gran Padre quería fortalecerles y convertirles en impenetrables. Y hasta el Príncipe recibió una copia de la parte pública, y no de la esotérica, con lo cual se quiso entender que el Príncipe mismo estaba bajo el dominio de los ancianos y de la sabiduría de las cosas contradictorias. Por lo demás, la importancia y transcen­ dencia de esta S en ten cia d ob le fue tal que hizo costumbre. Desde entonces, los Grandes Padres han venido produciendo las suyas con el mismo carácter de sabiduría dualista, reservada y pú­ blica. Y a la sentencia que así se produce se sue­ le llamar, por antonomasia, S en ten cia d e fon do.

-439-

V. LAS FIESTAS INOCENTES

uego decidí abandonar la ciudad, y comencé a recorrer las villas metropolitanas. A l lle­ gar a una aldea, vi aparecer la gentecilla, hos­ ca y hambrienta. Como observaran mi atuendo, creyeron que era un mendigo. —Vete; porque nosotros mismos necesita­ mos de la caridad — dijeron. — ¡Oh gentecilla! Soy un viajero que deja la ciudad de los legos y los mandarines. Si la repu­ dio, comprenderéis que no he nacido para estar entre los hombres. — ¿Y por qué vienes a nosotros, una cos­ tumbre, también, de los hombres? — Voy de paso, parvulitos; no receléis. De querer permanecer entre ellos, yo habría elegi­ do otras costumbres. — ¡Qué poco sabes! ¿Acaso puede alguien elegir sus costumbres? Y movieron la cabeza con resignación. Mas noté que me veían extraño, y no se les iba el recelo; por lo cual me aparté como pude, y me fui. Pero, al poco, me alcanzaron en un b os­ que.

L

-441-

— ¡Oh viajero! ¿Eres tú ese eremita irreme­ diable del que hablan los mandarines? — ¿Cómo me habéis conocido? — Por la displicencia de tu porte. También, porque te expresas como si acabaras de fundar el mundo. — ¡Oh gentecilla! Como seréis la última naturaleza humana que yo vea, os haré un re­ galo. Porque un día hablé a los mandarines de las fiestas trágicas, ahora quisiera hablaros de las inocentes. Si aquéllas se hicieron para los hombres de porvenir; éstas, para los de destino. Unos y otros no pueden tener las mismas fies­ tas, pues no están en el mundo con igual suerte, ni resultan sucesos de raíz común. Y éstas son: I. Fiesta de la Pesadumbre Terrena, que celebra la docilidad de la Tierra. II. Fiesta del Pescador de Caña, que cele­ bra el paso tranquilo del tiempo sobre los seres. III. Fiesta de la Muchacha que Baja la V is­ ta, que celebra la inocencia de admitir el mundo sin hacer comentarios. IV. Fiesta de la Fuente que Mana, que ce­ lebra el fluir constante de las formas. V. Fiesta del Fruto Maduro y del Diente que Aprieta, que celebra la plenitud como un su­ ceso efímero. VI. Fiesta de la Careta, que celebra el en­ canto de cambiar de personalidad y ser como un duende. -442-

VIL Fiesta del Vino que Embriaga, que ce­ lebra la despreocupada alegría de confundirse con lo oscuro. VIII. Fiesta del Hombre que Mira la Tarde, que celebra la nostalgia, recuerdo de la niñez del mundo. IX. Fiesta del Amor Tardío, que celebra el abra­ zo con la Tierra, a la hora modesta de la muerte. A estas nueve fiestas corresponden otros tantos modos de ser, manifestaciones de lo es­ pontáneo, por los que se configura y halla a sí mismo el hombre de destino. — Si no podemos escoger nuestras costum­ bres, ¿cómo vamos a escoger nuestras fiestas? — dijo uno. — ¡Oh gentecilla! Exterior a la voluntad es la costumbre; pero no la fiesta, que se lleva en el corazón. Y así como no hay quien se coloque por encima de sus costumbres, tampoco hay quien no lleve sus fiestas dentro de sí. Y sé esto: que toda esperanza aguarda una fiesta. Entonces se me acercó una muchacha, rodeada de rapazuelos, delgada y limpia, a su manera de pobre. La gentecilla, al verla, dio en murmurar: — Ya está aquí la cabeza loca. Y muchas mujeres quisieron tirarle del vestido. — ¡Oh padre! — dijo— . Llevo en el cuerpo el espíritu del baile; pero aquí no hay músicos ni nadie que cante. -443-

— No temas. Yo seré tu músico y tu cantor — repliqué. Ella se quitó en seguida las sandalias, y yo improvisé esta canción: C an ción d e la m u ch a ch a q u e ba ila

Niños pequeñuelos, carne nuevecita, almitas aladas vedme danzar. El baile que yo bailo os ha de asombrar. Soy la mismísima historia natural. Felina o paloma, gacela o gatita, me repito incesante desde la primera antigüedad. Siempre dispuesta y fresca, ligera de ro­ pas, conozco la inocencia de danzar sin pensar. El baile que yo bailo carece de historia univer­ sal. Como sois tan lindos y pequeñitos, cantad a coro mi alegre canción: También la carne y la sangre tienen su espíritu interior; también la carne y la sangre son verdadero amor. Sumisa yo espero que pasen los días, sumi­ sa deshojo las hojas del libro del tiempo, bailan­ do, bailando transcurro mi vida. Desprecio aquello que no sea bailar, des­ precio las obras de la voluntad, desprecio la ac­ ción, pues soy inmortal. Niñitos pequeños, almitas quam tabula rasa, mocosos de piernas combadas, como estáis calladitos y boquiabiertos, os diré mi última ver­ dad: Si el pensamiento entra en mi alma, dad por supuesto que ensuciará mi danza. -444-

Cuando hubo terminado, las mujeres se abalanzaron sobre su persona. — ¡Ay, loca, ay! Nuestra vergüenza eres — decían— , pues tienes el demonio dentro. Y la maltrataban; por lo cual huyó, con las ropas rotas. En aquel instante salió de entre los árboles una especie de bufón de la gentecilla. Brincaba y daba volteretas, diciendo: Salto, salto que salto, sin saber dónde cai­ go. Perro, o cerdo, a todos divierto. Salto, salto que salto. Dadme una moneda y os sacaré la lengua. Salto, salto que salto. Porque no adulé, así me veo. Salto, salto que salto. ¿Dónde está mi se­ ñor? Salto, salto que salto. Hasta halle a quien adular. Salto, salto que salto, sin saber dónde cai­ go. Perro, o cerdo, a todos divierto. Como yo viera a los niños absortos en el ti­ tiritero, les quise enseñar la siguiente canción:

Canción del niño que ríe ¡Oh padres, oh padres! Dejad al titiritero, pues nos da mucha risa verle rebotar. Sus pala­ bras son raras, extrañas; nada comprendemos de su sonsón. -445-

Pero nos divierten su trompa, sus guiños y sus ojillos de vivo ratón. Del mundo hemos aprendido el ritmo, las actitudes y los gestos, primeros principios que al oído se pegan. Cocos, brujas, dragones e insectos, tropa graciosa, fueron siempre muy amigos nuestros; y titiriteros. De verlos, la risa nos llega al cuerpo, tan nuevo. Los hombres, muy serios, se ríen de las cosas profundas; nosotros, de las pequeñas. De asombro en asombro vamos descu­ briendo la historia natural. Como somos ino­ centes, recogemos la música, y la letra despre­ ciamos. Así canté a los niños. Y vino el cabeza ra­ pada del lugar, y dijo: — ¡Perros! Me vais a comprometer con vuestros visajes y mojigangas. ¿No sabéis que está prohibido cantar y bailar, hacer piruetas, y aun reír, sin cédula que lo autorice? — ¡Oh alcalde! — dije— . Como los animales corren y brincan en libertad, han cantado y bai­ lado estas gentes, sin poner el pensamiento en ello. — ¿Sin poner el pensamiento? Corrompido lo tienen. — ¿Y quién se lo corrompió? — ¡Quita! Nadie corrompe nada en nadie. El pensamiento es corrupto de suyo; divaga, se extravía, y va de sueño en sueño. -446-

— Tienes la sensatez metida en las entra­ ñas, ¡oh alcalde!, en el mundo que tú mereces, estrechado hasta tus medidas. Pues no parece sino que se hiciera el mundo como es; y, después, te hicieran a ti, para remediarlo. En este punto empezó a gritar la genteci­ lla, y a señalar con el dedo. — ¡Mirad! ¡mirad! La muchacha baila. Y todos miramos; y vimos a la muchacha bailar en la lejanía, sobre una colina, con el pelo suelto. Y era de admirar el ensimismamiento de sus ademanes, pues bailaba para sí misma. — ¡Oh loca! ¡Oh loca! — dijo la gentecilla. Y el cabeza rapada exclamó: — Esta necia acabará por perderse; porque ha nacido para ello. Después de esto, salí al campo, camino de mis montañas. Como fuera otoño, sentí melan­ colía, y recordé mis tiempos de enamorado de la Tierra; me encontré como en esos años mozos, libre ya del trato con los hombres. La irritación, el rubor y la ternura, comparecencias sociales, parecieron tranquilizarse, y cedieron a mis anti­ guas aficiones de solitario, ahora renovadas. — ¡Oh padre! — dijo mi corazón— , ha llega­ do la hora. Y mi alma manifestó: — ¡Oh padre! Por fin vuelvo a la infancia. Y mi ser concluyó: — ¡Oh hijo! Porque tornas a lo que te es propio, experimento el roce con la sustancia que origino. -447-

En el campo me vi como criatura recién hecha, lejos de los vocablos; tan lozano y nuevo, que decidí saludar a las cosas que están ahí. — ¡Oh cosas!, presencia del día y de la no­ che — dije— , a vosotras vengo; recibidme como la patria al viajero, y como los padres al niño. — ¡Oh eremita! Este es el camino que a tus montañas lleva — respondieron— . Síguelo, parvulito. Y, ascendiendo sin descanso, pude contem­ plar mis demonios, a vista de pájaro, pequeños y lejanos, en las fronteras de la sociedad. Llora­ ban, y se despedían para siempre. Y mis oídos recogieron sus últimas palabras: ‘Y a que te vas y desapareces, déjanos guardar en los ojos la estampa de tu figura, ¡oh semejante!”

-448-

A p é n d ic e s

EL BUFÓN Y EL PRÍNCIPE

I (Habla un Príncipe) En verdad que he comido bien. Los ajos pi­ caban demasiado, pero en este Imperio no hay modo de evitar que los ajos piquen... Trataré de hacer la digestión charlando con mi bufón... Eh, eh, mi bufón. ¿Dónde está mi bufón? (Reclínase). II (Habla un bufón) Pregunta mi señor: ¿Qué es lo bueno, loco bufón? Lo bueno es la sabiduría. Y guiño el ojo. Los cascabeles suenan a fiesta en mi cabeza. Lo bueno es querer lo irremediable. Y guiño el ojo. Los cascabeles cantan alegres sobre mi frente. -453-

Lo bueno es poseer la juventud. Y guiño el ojo. Los cascabeles cascabelean con rara prisa. Lo bueno es un silencio callado. Y guiño el ojo. Los cascabeles se ríen falaces de mis pa­ labras. Lo bueno es la paz de ánimo. Y guiño el ojo. Los cascabeles repiten mi carcajada. Lo bueno es una voluntad que pretende. Y guiño el ojo. Los cascabeles retiñen con loca algarabía. Lo bueno es saber contemplar. Y guiño el ojo. Los cascabeles desacompasan su agudo canto. Lo bueno es tener alegría. Y guiño el ojo. Los cascabeles estremecen chirridos tristes. Lo bueno es realizar lo indeterminado. Y guiño el ojo. Los cascabeles tintinean con malicia. Lo bueno es la inocencia. Y guiño el ojo. Los cascabeles hacen un ruido estrepitoso. -454-

Mas terminaré pronto: Estas diez formas de lo bueno se resumen en lo mejor. Pregunta mi señor: ¿Qué es lo mejor? Para mí, lo mejor es no llevar cascabeles en la cabeza. III El Príncipe: Sigue, sigue, loco falaz, agudo embustero, pertinaz pesimista, lengua de víbora que guiñas el ojo a toda inocencia. Sigue, sigue, loco endemoniado, filósofo que saca la lengua al Poder, y solicita, luego, un trozo de pan. Sigue, sigue, bufón divertido. El bufón: Oh mi señor. Sois cruel, pensan­ do que digo chismes y mentiras. Los cascabeles, y no yo, hacen vanas mis palabras. Consentid en quitarlos, y devendré moralista, enseñándoos a prohibir. El Príncipe: ¡Qué bestia eres! Ja, ja, ja. (Dale un puntapié)... Mas espera. Consultaré a mis mandarines. (A los mandarines) Dogmati­ zad, quiero que resolváis esta cuestión. IV (Habla un coro de mandarines) Desnudos contestamos, sin vestiduras, he­ chas jirones de ver lo que vemos. Mirando de lado, como es nuestra norma, la vista aparta­ mos de tanta bajeza y contumaz osadía. Pregunta nuestro señor: ¿Qué es lo malo? -455-

Lo malo es ser ignorante. Y bajamos la vista con modestia. La mano en el pecho, nuestro corazón es­ tremece. Lo malo es rehusar cuanto sucede (los he­ chos). Y bajamos la vista con modestia. La mano en el corazón, constriñe nuestro amor. Lo malo es verse viejo. Y bajamos la vista con modestia. La mano en la frente, la cabeza meneamos. Lo malo es hablar a destiempo. Y bajamos la vista con modestia. La mano en los labios, el silencio predi­ camos. Lo malo es la intranquilidad del alma. Y bajamos la vista con modestia. La mano en la barbilla, meditamos. Lo malo es carecer de pretensiones. Y bajamos la vista con modestia. La mano en los pómulos, nos lamentamos. Lo malo es despreciar la contemplación. Y bajamos la vista con modestia. La mano sobre los ojos, nuestro pensar aclaramos. -456-

Lo malo es sentirse triste. Y bajamos la vista con modestia. La mano sobre la mano, pensarosos que­ damos. Lo malo es materializar lo previsto. Y bajamos la vista con modestia. La mano extendida, lo insospechado espe­ ramos. Lo malo es ser culpable. Y bajamos la vista con modestia. La mano en la oreja, la cabeza apoyamos. Estas diez formas de lo malo se resumen en lo peor. Para nosotros, lo peor es que este bufón desvergonzado pretenda desprenderse de sus cascabeles. V El Príncipe: Estos bufones son, en el fon­ do, unos sentimentales, ladinos que saben tocar un corazón magnánimo a la hora de la digestión... M as el presente hase ganado la li­ bertad. Quitadle, pues, los cascabeles, y veréis cóm o no bien lo note, se vuelve enemigo de las cosas vacías y ruidosas. Dejad al filósofo. Hoy ha nacido un nuevo mandarín.

-457-

DELA FILOSOFÍA POLÍTICA DE LOS MANDARINES

ACLARACIÓN D ebiendo escribir, para el B ole­ tín del Sem inario de D erecho Político de la U niversidad de Salam anca, un ensayo sociológico y político sobre mi m undo de los m andarines, he pen sa ­ do dividirlo en tres partes. La p rim e­ ra tratará de la filosofía m andarinesca; la segunda, de las castas en pa rti­ cular; y la tercera, de las costum bres, ética y estética de los m andarines. En este núm ero publicaré solo la prim era parte, reservando las res­ tantes para otra ocasión, si m e es lí­ cito y D ios quiere. M urcia, agosto de 1956

-461-

LA SOCIEDAD MANDARINESCA

ividíase la sociedad mandarinesca en castas o grupos estatificados. La casta era la objetivización de un lugar de la cultura, y, por con­ siguiente, parte de la naturaleza de las cosas, o manera civil de revelarse el suceso del hombre. Tal quiere decir que apenas se fundamentaba sobre valoraciones de tipo económico ni catego­ rías de porte, educación, apariencia o sangre, a guisa de nuestros viejos estamentos, sino, preci­ samente, sobre la cristalización de una fase de la sabiduría. El Libro de los mandarines decía que los acontecimientos más originarios del hombre eran dos: estar en el mundo y estar en la casta. Los textos auténticos apenas tratan de jus­ tificar la existencia de castas, pues la dan como natural, conveniente e incontrastable. Sin em ­ bargo, al abandonar la era clásica, se encuen­ tran comentarios sobre el sentido de esta dife­ renciación. He aquí algunas citas, correspondientes a la época del Nihilismo, o etapa del Gran Desen­ canto:

D

“Contemplando el hecho político desde el punto de vista eminentemente natural, es obvio que la estructuración de la comunidad en cas­ tas responde a la organización intencional del -463-

universo, a la sustancia humana y al sentido de la realidad. En efecto: Las castas se limitan a reglamentar la sabia desigualdad; no la crean”. “Pensando con categorías del primer día del mundo, que son, por lo demás, las eternas categorías del sabio, se adivina que los hombres resultan desiguales en temperamento, inten­ ción, gracia, ingenio y capacidad inventiva. Las castas los agrupan como el entomólogo reúne los insectos, sin querer ser responsable de la diferencia habida entre estos animálculos, que remite al Creador. Nada hay, pues, más en con­ sonancia con el espíritu de la Tierra, o el propó­ sito del mundo, que una materialización de los individuos en castas”. “La ordenación de la comunidad en castas es más filosófica que jurídica, y, por consiguien­ te, más profunda que justa. De ahí la tenaz pre­ sencia de este concepto en todo creador de uto­ pías, pues el hombre suele soñar con inocencia y cinismo. Los filósofos, y no los juristas, han im a­ ginado mundos políticos típicamente naturales y bellos. Contra esto arguyen los filántropos1 la crueldad del filósofo y el optimismo del jurista. Mas yo digo: ¿Acaso no es cruel la Tierra? ¿Aca­ so el sabio ha de alejarse de la Tierra? En ver­ dad que los filántropos son hombres de sangre débil” .

1 He traducido por filántropos la expresión “enamorados de la capacidad de pretensión del hombre”, que en el original es una sola palabra. Se trata de una secta de plebeyos ilustrados, dirigida por un platero y un barbero.

-464-

“Algunos afirman que la casta contraría el deber ser, la justicia y la razón, pero olvidan que el deber ser, la justicia y la razón han podi­ do surgir gracias a las castas. ¿Pues cómo iba a poseer ideas un platerillo, si no las hubiera recogido de los mandarines? Y porque ha habi­ do mandarines nihilistas y desencantados, hay platerillos ensoberbecidos” . “Caracteriza a la casta superior el cinis­ mo y el sentido realista, por lo cual su gobierno resulta despótico y retórico. Despótico, porque el sabio está de acuerdo con la reru m n a tu ra ; y retórico, porque usa un falso diccionario para hablar al pueblo. Los filántropos arguyen con­ tra esto dos razones: que el despotismo quiebra la armonía humana, y que el falso diccionario contraría la sinceridad. Los filántropos viven, pues, en el interior del hombre, y han hecho de la persona un mundo, cuya medida es la razón, y cuya norma es el deber ser. De ahí que esta secta haya rehusado el trato con el Libro y la autoridad del Libro” . (E scritos P olíticos del L eg o O rtod oxo: C on tra los filá n trop os)

Dividíanse las castas en cinco permanen­ tes y una transitoria, a saber: Los mandarines, o casta eminente; los legos, o casta administra­ tiva; la gente de estaca, o casta militar; los cabe­ zas rapadas, o casta del ejercicio rural del Poder; la gentecilla, o casta que está ahí; y los becarios, o casta engendradora de mandarines. Los tex­ -465-

tos auténticos usan, a veces, sinónimos litera­ rios, pues a los mandarines llaman ancianos, o crepúsculos pensantes; a los legos, corazones irremediables; a la gente de estaca, hombres de porte, o jugadores de dados; a los cabezas rapa­ das, buenos padres; a la gentecilla, primera de las primeras cosas; y a los becarios, pimpollos de porvenir, huerfanitos, parvulitos del Libro, pa­ titos y potrillos. He podido descubrir hasta cien sinónimos de becario, por lo cual deduzco que fue la más tierna, poética, espiritual e ingrávida de las castas. En otra ocasión hablaré de ello. Afirman algunos que esta división no es exacta, ni corresponde a la realidad mandarinesca, aunque resulte admisible desde el punto de vista enunciativo. Los que así piensan, asegu­ ran que los mandarines no conocieron más que dos castas: la gentecilla y los señores, debiendo considerarse las otras como clases funcionales, o meros estamentos de ocasión, al servicio de la casta suprema. Para afianzar esta pretensión, arguyen dos razones: el carácter móvil del ofi­ cio de lego, hombre de estaca, cabeza rapada, o becario; y la existencia del príncipe como poder moderador entre la plebe y los mandarines. Es cierto que, al hablar de las cosas prime­ ras y últimas, la originación del Poder y el con­ trato social, los textos no mencionan otras rea­ lidades que los mandarines y la gentecilla. Des­ de el campo puramente filosófico, parece, pues, posible defender la permanencia de dos castas. Mas desde la razón histórica y sociológica, no es -466-

lícito abandonar un hecho tal como la presencia de los legos, los hombres de estaca, los cabezas rapadas y los becarios, que configuraron gru­ pos perfectamente delimitados y aislados, sobre todo en la época clásica. Pudo ser que en princi­ pio existiesen solamente los señores y la plebe, y nacieran de sus relaciones las demás castas. No conviene confundir la calidad de casta con el carácter abierto de la misma, lo cual fue común entre los mandarines. En efecto: Todo hombre, nacido en cualquier grupo o lugar, podía aspirar a convertirse en señor, transformándose en becario, o a ser nombrado lego, individuo de estaca o cabeza rapada. Al hablar de las castas en particular, trataremos con detenimiento esta cuestión.

-467-

LAS COSAS PRIMERAS, O EL INSTINTO

a filosofía de los mandarines apenas resulta metafísica, por así decirlo, sino poética. Esto quiere decir que se fundamenta en principios puramente estéticos e intuitivos, alcanzados por comunicación directa con el sentido del mundo. La sabiduría mandarinesca proviene de clasi­ ficar la realidad en tres grandes grupos: cosas primeras, cosas últimas y cosas contradictorias. Tales conjuntos se muestran como esencias dife­ rentes de la materialidad física, biológica y hu­ mana, y su constitución carece de base racional alguna. Veamos de analizarlos por separado: Las cosas primeras pertenecen al reino del instinto, es decir, a la vocación de la Tierra, y en ellas están implícitos la presencia y la mani­ festación del cosmos, la materia, los animales, las mujeres, los niños y la gentecilla. He aquí algunos ejemplos:

L

“El instinto reside en las cosas primeras, y obra como si el día de hoy se repitiese por los si­ glos de los siglos” (D iscu rso d el M a n d a rín S o n ­ rien te: S obre la p rem ed ita ción ).

“Así como el parvulito ya de las primeras a las últimas cosas, así va el sabio de las últimas a las primeras. Porque de los seres que están ahí, solo dos son puros e inocentes de su existencia: -468-

el niño y el sabio. Y como los dos se crucen en este ir y venir, los dos son, ciertamente, compa­ ñeros y semejantes” (p á g . 276). “El Gran Padre Mandarín dijo: La guerra os ha dado la gallardía e inocencia de las co­ sas primeras. Pero en el gobierno del Imperio habréis de buscar la dignidad del trato con las cosas últimas. Porque si la guerra os ha trans­ formado en un suceso, las cosas últimas os con­ vertirán en un derecho” (pág. 262). La acción, la aventura, el amor, el entu­ siasmo, y todo lo que es espontáneo y vivo, con­ ciernen también a las cosas primeras, como se deduce de los siguientes textos: “A la manera de un parvulito he venido a posar entre las cosas primeras, como un enamo­ rado y un hombre espontáneo” . “Dijo mi gacela: Los sabios afirman que la fi­ losofía carece de intimidad, porque no atañe a las cosas primeras. Mas yo no soy la filosofía”. “Queriendo poseer carne recién hecha, ol­ vidé veinte mil años de sabiduría. Ahora podré sonreír a mi gacela, la más bella de las primeras y tranquilas cosas” . ( D el M a n d a rín E n a m ora d o d e la D io sa )

-469-

LAS COSAS ÚLTIMAS, O LA PREMEDITACIÓN

sí como las cosas primeras pertenecen al reino del instinto, así las cosas últimas co­ rresponden al reino del juicio, resultando, por ello, eminentemente humanas. Tales son las co­ sas de los sabios. Ahora bien, los mandarines dividen el juicio en dos especies: juicio dialéctico y juicio moral. El primero es puramente gnoseológico e histórico. El segundo busca lo conveniente, y se llama premeditación. A este juicio incumben las cosas últimas, como se deduce de los siguientes textos:

A

‘Dos sabidurías hay: la del instinto y la del juicio moral. Esta última se llama premeditación”. “El instinto conoce la cara fresca y lozana del mundo. La premeditación conoce el dolor y la necesidad de las cosas”. “Se llama doctrina a una larga premedita­ ción. Así resultan las doctrinas un juicio conve­ niente sobre los hechos” . “Cuando la premeditación se transforma en costumbre, nace la regla. Una regla no es otra cosa que la premeditación convertida en el hacer de cada día” . “El instinto quiere poseer el mundo en el corazón; la prem editación, en los bolsillos. -470-

Jamás la prem editación ha ido desnuda a las cosas” . “La prem editación tiene su nom bre p o ­ lítico: am or por el espíritu. Este am or por el espíritu usa seis diccionarios: El prim ero, para hablar con Dios: diccionario falso. El se­ gundo, para hablar con el pueblo: diccionario falso. El tercero, para hablar con el Poder: diccionario falso. El cuarto, para hablar con los inocentes: diccionario falso. El quinto, para hablar con la historia: diccionario falso. Y el sexto, para hablar consigo m ismo: d iccio­ nario cerrado” . “Los niños creen que en el dinero se acuña oro, o se acuña plata. Pero los sabios conocen que se acuña premeditación” . “El hombre de la premeditación tiende a convertirse en esfinge, símbolo hierático del afán de permanencia”. “Cosa de niños inocentes parece la creación del mundo, comparada con la obra de conserva­ ción que supone la premeditación”. “Las oscuras y soterráneas fuerzas se po­ nen de una parte de las cosas, o se ponen de otra. Pero hay tres elementos que siempre están junto a la premeditación: el tiempo, el corazón humano y la vejez del mundo” . (D iscu rso d el M a n d a rín S on rien te: S ob re la p rem ed ita ció n )

Las relaciones entre las cosas últimas y las cosas primeras han quedado igualmente ex­ -471-

puestas en este Discurso del Mandarín Sonrien­ te. He aquí algunos ejemplos: “Hay quien habla con el instinto; hay quien habla con la sensibilidad; y hay quien habla con el juicio moral. El instinto descubre las cosas; la sensibilidad las hace vanidosas; y el juicio las relega. Las cosas primeras están ahí; las cosas últimas, en la cabeza del sabio. Cuando la pre­ meditación ha llegado a las cosas últimas, el co­ razón ha olvidado las primeras”. “Entre las cosas primeras y las cosas últi­ mas existe la misma antinomia que entre la li­ bertad y la fatalidad, el bien y el mal, la alegría y el desencanto, la verdad y la necesidad. La premeditación tiene un dogma supremo: hablar de las cosas primeras con razones sacadas de las cosas últimas”. “Dice el Libro: Las cosas primeras tienen claros ojos; las cosas últimas, oscuros ojos. La primera de las cosas primeras es la inocencia; la última de las cosas últimas, la moral. El con­ junto de todas las primeras cosas se llama na­ turaleza primera de las cosas; el conjunto de todas las últimas cosas, naturaleza humana. La premeditación es el aliento de la naturaleza humana” . “Jamás se levantará el sol sin contemplar este espectáculo: que las cosas últimas conspi­ ren contra las cosas primeras” . “Las cosas primeras tientan al sabio de sie­ te maneras: por la carne nueva, por la faz lim ­ -472-

pia, por el ritmo interior, por el candor increado, por la ternura de lo efímero, por la presencia ge­ nerosa y por la constante modestia” . “Contra estas siete tentaciones hay siete reglas de premeditación: la regla de la carne podrida, la regla de la cara pocha, la regla del interior desvaído, la regla de la virtud moral, la regla de las entrañas sin grasa, la regla de la permanencia tozuda y la regla de los premios merecidos”. También debemos al Mandarín Sonrien­ te calificaciones políticas de la premeditación, de acuerdo con el contenido de las citas que si­ guen: “Mirad las bellas doctrinas corrompidas por los mediocres; pues las bellas doctrinas son como los niños, que, cuando crecen, pierden el candor. Tal han de conocer los sabios: que los necios y los mediocres son la premeditación ins­ tintiva”. “Hace milenios que corre este refrán: M e­ jor es que haya tontos”. ‘T odos los hombres quieren ser objeto de la premeditación de los siglos. Los reyes dijeron un día: Para este oficio hemos nacido, pues estamos predestinados al mando” . “Las queridas de los reyes añadieron: Tam bién nosotras hem os nacido para esto, pues no hay duda de que la prem editación de las cosas pensó en el rey y en la querida del rey” . -473-

“Cuando se acabaron los reyes, dijo el re­ cién venido: Milenios y milenios han estado pre­ parando mi llegada” . “Y el coro de los esbirros y aduladores del recién venido exclamó: En verdad que todo esta­ ba escrito” . “Aprended, pues, esto: Los hombres prefie­ ren ser amados por un dios sensato mejor que por un dios espontáneo. Los más avispados gui­ ñan el ojo, y consideran que, en el fondo, un dios mediocre es un principio inmutable de seguri­ dad. Por eso dice la premeditación: ¡Oh Princi­ pio de los Principios!, déjate de profundidades, y danos un dios becario” . “La premeditación es también el talento de los sandios, la voluntad de los perezosos, la pasión de los abúlicos, el color de las cosas des­ coloridas, el misterio de las almas desvaídas. Ella dice: Yo soy una jerarquía ascética, que solo pueden seguir los que renuncian, en principio, a lo que no alcanzarán jamás” . “Acaba diciendo la premeditación: Tam­ bién soy la cara seria del mundo, la boca que no sonríe, las encías sin dientes, los ojos sin brillo, la mueca de las sombras, la medida de todo lo raquítico, la osadía de los enclenques, el atrevi­ miento de los cobardes y el espíritu de los mere­ cedores. Yo soy la regla” . “Habrá premeditación sin juicio, sin inter­ pretación, sin virtudes, sin necios, sin mediocres y hasta sin regla, antes que premeditación sin mandarines. Porque los mandarines son la pre­ -474-

meditación en el vientre de la madre. Así dice el Libro: Si los hombres nacen, los mandarines renacen. Todo auténtico mandarín ha estado ya en este mundo” .

-475-

LAS COSAS CONTRADICTORIAS, O RAZÓN DIALÉCTICA

ás allá de las cosas primeras y últimas, que resultan sustancias grávidas o defini­ das, se hallan las cosas contradictorias o juicio dialéctico inmanente. Se trata de una esencia móvil, un lugar fluido y cambiante de la sabidu­ ría, cuyo conocimiento está reservado a un solo hombre: el Gran Padre Mandarín, supremo in­ terprete del Libro y los hechos. El carácter estático de la civilización mandarinesca se alía con la dinámica histórica a través de las cosas contradictorias, logrando con ello mayor flexibilidad para los textos del Libro. En la cita que sigue trataremos de averiguar, en lo posible, el sentido que los mandarines dieron a esta soberana expresión del mundo.

M

“Estando así las cosas, el Gran Padre de­ cidió esperar doce semanas, y luego envió emi­ sarios al Príncipe, para que se retractara. Pero el Príncipe no se retractó, sino que prosiguió en sus deseos y aficiones, como un verdadero ena­ morado de las gacelas contradictorias. Entonces, el Gran Padre dio sentencia definitiva, liberando los súbditos de la obligación del pacto social, anu­ lando los compromisos tributarios y ordenando a los buenos padres que dejaran de cumplir las pragmáticas que llevasen el lema infame. -476-

La sentencia era muy extensa, y decía: ¡Oh ancianos! ¿Qué sería del mundo si los príncipes reinaran en nombre de las cosas con­ tradictorias? Los gobernantes se harían como dioses, y el principado se convertiría en opre­ sión tiránica. Un príncipe quitaría a otro prín­ cipe; los hijos se alzarían contra los padres; los nietos contra los abuelos; y la ignorancia contra la sabiduría. Se vulgarizarían mis bellas gace­ las, jamás manchadas por manos de patán, y toda gente, por ínfima que fuere, querría poseer verdades. La cabeza de la gentecilla tendría su tesis y su antitesis; los dedos sudorosos de los jayanes hurgarían la nobleza de la sabiduría; y los pies de la canalla pisotearían la virginidad de cuanto he criado con el amor de los siglos. Los sabios contemplarían esto con dolor infinito, y sufrirían cuando un mostrenco les hablara de tú a tú, diciéndoles: ‘Yo pienso...’ Porque no hay cosa más dolorosa para un sabio que oír a un cernícalo opinar. Las mujerzuelas, los mozos de cuadra, los amanuenses, los escribanos y cual­ quier carne manosearían los libros sagrados, y dirían: ¿Por qué ha de ir el Gran Padre con esas vestiduras? ¿Por qué ha de poseer tan gran mansión? Y los aficionados a becarios asentirían con sus cerebros medio ilustrados, y la cabecita llena de ambiciones de mando y goce, añadien­ do: ‘Eso, eso, eso’. Pero ninguno comprendería que el Gran Padre es el perpetuo enamorado de las bellas cosas, y que las bellas cosas son gace­ las que ellos no pueden conocer ni soñar en ver. -477-

El mundo se conserva porque yo guardo, adulo, confío, halago y custodio las muchachas tenta­ doras que son las cosas contradictorias. Si yo las soltara, se perdería la Tierra. ¿A qué, pues, ha de venir un príncipe a declarar que reina en nombre de las cosas contradictorias? Jamás han besado su frente, ni han velado su sueño, ni han consolado su melancolía, ni han sosegado su ánimo. Mas si el Príncipe se empeña en po­ seerlas contra nuestra voluntad, vendrán años malos para su persona. Tal fue la sentencia del Gran Padre, lla­ mada S en ten cia m agn a , o S en ten cia sob re la con serv a ción d el m und o, que conquistó el favor de los legos, los buenos padres, los becarios y la gente de estaca. El Príncipe conoció su texto; se irritó; llamó al Mandarín Político, y dijo: ‘Mira cómo es cruel y cínica esta sentencia tan extensa y aparato­ sa. Trata mal a la gentecilla y a las costumbres y aficiones de la gentecilla, sin advertir que el pueblo está aquí en nombre de las cosas prime­ ras, que merecen respeto de los sabios’. El Mandarín Político cruzó sus manos y contestó: ‘¡Oh parvulito! Comprende que esa sen­ tencia ha sido producida desde el seno mismo de las cosas contradictorias, y la sabiduría de tales gacelas tiene que ser a veces cruel y descarnada. Las cosas contradictorias no poseen el encanto inocente de las cosas primeras, porque no son cosas de amor. Tampoco tienen la espiritualidad de las cosas últimas, porque no son objeto de fi­ -478-

nes y merecimientos. Las cosas contradictorias, ¡oh Príncipe!, son precisamente la contradicción de las cosas y de los principios, no existiendo nada más delicado, sutil ni problemático. Pues son como muchachas que están preguntando siempre, y como corzas que te muestran una vez los senos floridos, y otra vez el esqueleto, con su calavera. Son un juicio que te confunde; el sí y el no, la duda, la esperanza, la desesperanza, el recelo. Por eso, la sabiduría de los siglos ha colo­ cado tales gacelas en manos de un solo hombre, porque si anduvieran sueltas, ni tus bufones querrían ser menos que tú’. El Príncipe replicó: ‘¡Oh Padre! Perdona, pero, en oyéndote, he sentido que mi corazón per­ tenece por entero a tales gatitas, dignas gacelas de un príncipe. Así quiero reinar en su nombre, para que digan las gentes del orbe: Más acá de las cosas primeras, y más allá de las últimas se halla el Príncipe, porque se encuentra aposenta­ do entre las cosas contradictorias’. Diciendo esto, se fue. Y el Mandarín Políti­ co se arrepintió por primera vez de haber ense­ ñado filosofía a su Príncipe” (p á g s . 317-320).

-479-

LA NATURALEZA HUMANA

sí como la filosofía general divide las cosas en primeras y últimas, así la intuición polí­ tica clasifica la común naturaleza en naturaleza primera y naturaleza segunda. Esta segunda naturaleza es lo que normalmente se llama na­ turaleza humana. Siete notas o caracteres hallan los manda­ rines en la naturaleza humana, y son: la calidad irremediable, la calidad ineludible, la calidad inex­ cusable, la calidad fatal, la calidad determinada, la calidad continua y la calidad de estar hecha de una vez para siempre. Por eso dice un texto del Libro:

A

“La naturaleza humana es como el amor auténtico. Pues todo auténtico amor resulta irremediable, ineludible, inexcusable, fatal, de­ terminado y continuo. Todo auténtico amor está hecho de una vez para siempre” (D el M a n d a rín E n a m ora d o de la D iosa).

El problema de la bondad o de la maldad del hombre no fue planteado hasta la época del Nihilismo. A él hace referencia el Lego Orto­ doxo, cuando escribe: “La vieja sabiduría intuyó que toda cues­ tión política podía reducirse a considerar si el -480-

individuo es bueno o malo. Los filántropos sos­ tienen que la persona es naturalm ente bonda­ dosa. Pero después de los filántropos han ven i­ do muchos a decir que el espíritu de la maldad reside en el estilo de la Tierra, por lo cual el hom bre debe divorciarse del mundo. Em pren­ dido este camino, fácil es que surjan todavía quienes lleven el juicio lógico a sus últimos extrem os, asegurando que no hay diferencia entre las humanas criaturas, ni entre el necio y el sabio, el malvado y el prudente, pues solo existe una diversidad aquí abajo, y es la des­ igualdad que trae la instrucción” . “El Libro afirma que el hombre no es bueno ni malo, sino que posee el sentido de la Tierra. Los que dicen que la sustancia humana es bue­ na, niegan, pues, el sentido de la Tierra, ya que el sentido de la Tierra no es moral” . (.E s cr ito s P o lític o s d e l L eg o O r to d o x o : C o n tra los filá n tr o p o s )

Como se ve, los mandarines practicaban una especie de naturalismo antropológico, cuyo último fundamento estribaba en la concepción de la sabiduría como abrazo con la Tierra. Así aparece en este bello texto: “Más allá de la Naturaleza todo resulta de una asombrosa continuidad. Solo este mundo es discreto y desigual” (D el M a n d a rín E n a m ora d o d e la D iosa ).

-481-

EL CINISMO

egún los más antiguos textos, el cinismo es la manera inocente de enfrentarse el hom ­ bre con la realidad. Así dice el Libro:

S

“Solo el sabio y solo el niño son verdadera­ mente cínicos, porque solo el niño y el sabio son inocentes de estar en el mundo” . Por lo demás, el cinismo no es una forma de ser o vivir, una pasión o un hábito, sino un modo de conocer el esquema de la naturaleza de las cosas. La alta y profunda sabiduría resulta, por ello, eminentemente cínica, como se ve en este texto: “Me enamoré de la Tierra, y la Tierra me guiñó el ojo. Desde entonces, entre el sabio y la Tierra existe un inteligente juego de guiños” (D el M a n d a rín E n a m ora d o d e la D iosa ).

Al cinismo, como sabiduría, corresponde el ejercicio de la virtud política llamada hipocre­ sía, que habla al pueblo con el diccionario fal­ so. Esta virtud se realiza a través de la retórica, elemento sine qua non para la feliz gobernación. Así aparece en el siguiente texto:

-482-

“El Príncipe ha de buscar al retórico, que reconocerá por su mala lengua. Pero si la mala lengua no fuera bastante, diez caracteres distin­ guen al retórico: usar vocablos indefinidos, ma­ nejar grandes conceptos, hablar de cuestiones espirituales, poner a Dios en sus obras, repudiar las cosas modestas, servirse de la moral, preten­ der inaugurar una nueva edad feliz, interpretar el sentido de los libros sagrados, ser testarudo y ser mediocre” (D iscu rso d el M a n d a rín B izco : S ob re la corru p ción ).

En los autores heterodoxos aparecen abun­ dantes ataques a la calificación eminente de la hipocresía. He aquí algunos ejemplos: “Sostenían los antiguos dos errores contra la razón y la gentecilla: que todo Poder es un hecho, y que el Estado resulta algo naturalmen­ te hipócrita. Estas son las tesis que hoy defien­ den los mandarines, pretendiendo conservar el mandato sobre el pueblo. Pero nosotros, desde que somos hermanos, hemos descubierto la sin­ ceridad” . “Los demonios y la hipocresía son una for­ ma de la solemnidad, por lo cual, siendo nosotros parvulitos de la razón, hemos decidido expulsar la solemnidad de nuestro reino” . “Sé que los niños recitan todavía el viejo poema de nuestros padres: ‘Cuando digas a una gacela: te amo, díselo con solemnidad. Por ello sabrá que eres un mandarín’. Nosotros enseña­ -483-

remos a los niños que las mujeres no son gace­ las, sino compañeras” . (E scritos d el B a rb erillo A u tod id a cta )

Los textos auténticos traen agudas obser­ vaciones sobre la relación entre el cinismo y la hipocresía. Se trata de finas sugerencias de tipo psicológico, como las expuestas a continuación: “Solo existe una forma para hablar desde el cinismo, y es la manera literaria, o el modo de los sabios. Pues todo hombre tiende por na­ turaleza a expresarse desde la hipocresía, y ya, desde que va creciendo, es hipócrita. Solamente el sabio logra desprenderse de esta costumbre de patán. Pero, aun el sabio, ha de buscar una fórmula metódica y majestuosa para su cinismo; pues el cinismo, como la inocencia, es ruboroso” (L ibro de los m a n d a rin es).

“Yo divido los hombres en fariseos, filisteos y demoníacos. Los fariseos dicen: ¡oh las virtudes!, ¡oh las costumbres!, ¡oh la tradición! Los filisteos exclaman: ¡oh la sabiduría!, ¡oh el espíritu!, ¡oh la verdad! Los demoníacos repiten: ¡oh los instintos!, ¡oh las intuiciones!, ¡oh la realidad! Los primeros palidecen al hablar, porque las virtudes son páli­ das. Los segundos quedan impasibles, porque el espíritu es tozudo. Los terceros se sonrojan, por­ que todo cinismo posee rubor” (pág. 359).

-484-

LA CORRUPCIÓN

l fundamentar los mandarines la realidad política sobre principios puramente natu­ rales, hubieron de admitir como inexcusable la tendencia de la persona humana hacia la corrup­ ción, dando carácter de materialidad a esta in­ clinación. Los textos auténticos hablan de la co­ rrupción como de un elemento de gobierno o for­ ma natural de revelarse el hombre en el paisaje de las cosas civiles. He aquí algunos ejemplos:

A

“Sin corrupción nada se conserva. Todo lo que se corrompe, se mantiene”. “Aprended a corromper, y poseeréis la Tie­ rra. El hombre es corrupto por naturaleza, y el sabio, corruptor por conveniencia” . “El necio dice: Esto se halla corrupto, pron­ to caerá. Mas el sabio replica: Esto se está co­ rrompiendo, va a durar mil años. Pues solo per­ dura lo que se corrompe, y solo en la corrupción hallan las ideas su argamasa” . “Desde que las ideas triunfan, comienzan a corromperse, pues las ideas son como las muje­ res: que buscan dulcemente un corruptor” . “Así como una mujer virgen no pare niños, así una idea pura tampoco pare hechos. Toda mujer núbil quiere ser desflorada, y toda idea también núbil pretende ser corrompida” . -485-

“Cualquier doctrina posee tres momentos: el fundador, el corruptor y el jurista. El fun­ dador dice, el corruptor interpreta, los juristas distinguen. Todo fundador va seguido de su co­ rruptor, y todo corruptor de sus juristas” . “Si la inocencia es cínica, la corrupción es tímida. La inocencia se desnuda, y la corrupción se cubre. El manto de la corrupción se llama re­ tórica”. “Los necios son a la corrupción lo que la necesidad al mundo, pues toda corrupción ha de admitir fatalmente la presencia de los necios. Si en la limpieza hay moscas, absurdo es intentar exterminarlas de la podredumbre” . “La corrupción es algo que solo puede ser superado por la corrupción. Millones de hombres sueñan con la dicha de ser corrompidos alguna vez. Pero no a todos les ha sido dada la ocasión de corromperse”. “Habrá corrupción sin intereses, sin hoga­ za, sin retóricos, y hasta corrupción sin necios, antes que corrupción sin mandarines. Pues la sonrisa de los mandarines es la cara sensata y pocha de la corrupción” .

(Discurso del Mandarín Bizco: Sobre la corrupción) “La corrupción está en los legos, y los le­ gos son la corrupción y prevaricación. No hay corrupción sin legos, ni legos sin corrupción. Si los mandarines han de velar por el orden, han de saber que la corrupción y los legos conser­ -486-

van las doctrinas; pues sin ellos triunfarían las ideas puras, que son principios de disolución” (pág. 343).

En la época del Nihilismo, el Lego Orto­ doxo escribió en defensa del carácter tradicional de la corrupción, diciendo: “Afirman los filántropos que la corrupción va contra el debe ser, el juicio y la razón. Pero yo pregunto: jOh filántropos!, mostradme al hom ­ bre nuevo. ¿Dónde está esa segunda naturaleza humana que habéis inventado en vuestros ocios de artesanos? Para ello cito la frase del Libro: ‘He puesto entre los hombres el deseo de un nue­ vo hombre, y a todos he picado con esta desazón que nunca ceja. Porque en cada hombre hay mu­ chos hombres, y solamente en el sabio hay un solo hombre. En el sabio no es el hombre una esperanza”’ (pág. 361).

-487-

EL SUCESO

l carácter eminentemente natural de la fi­ losofía política mandarinesca se agranda al llegar a la teoría del suceso. Es obvio que la ma­ terialidad social se fundamenta en acaecimien­ tos, pero en ninguna concepción del mundo han llegado los hechos a poseer tan singular catego­ ría como en el caso que tratamos. En efecto: Los mandarines elevaron el simple acontecer a razón universal, construyendo la más originaria doc­ trina sobre la justificación de la soberanía y los modos de gobierno. He aquí algunos ejemplos:

E

“Pedrarias dijo: ¡Oh ancianos!, padrecitos. ¿Acaso está mal elogiar a nuestro Príncipe? Yo no sabía que fuera delito ensalzar al soberano” . “Los ancianos contestaron: ¿Quién eres tú y quiénes somos nosotros para elegir nuestro Príncipe? Porque dice el Libro que el Príncipe es un suceso. ¿Acaso elige el hombre sus propios sucesos?” “Pedrarias replicó: Ayer mismo ensalza­ bais al Príncipe, cogiéndole las manos y hacien­ do votos por su victoria” . “Los ancianos añadieron: Ayer era el Prín­ cipe un suceso irremediable. Pero puede ocurrir que hoy aparezcan en el campo de batalla otros sucesos más irremediables. Y dice el Libro que -488-

a un suceso irremediable sustituye otro suceso más irremediable” (p á g . 233). “Pedrarias preguntó: Decidme por qué se­ ñal conocéis vosotros que un Príncipe está con Dios. Los ancianos contestaron: El Príncipe que está con Dios es todo un suceso, un hecho con­ sumado. Y todo Príncipe victorioso, que viene a sentarse en el trono de sus ascendientes, es un hecho consumado” (pág. 234). “El sabio permanece, como el Libro. Todo lo que viene o todo lo que va se acomoda al Libro en el corazón del sabio” (p á g . 236). “Solo los locos, los necios y los patanes car­ gan con la responsabilidad de sus propias obras, pretendiendo intervenir en la obra del mundo. El sabio, por el contrario, úncese a los sucesos irremediables” (p á g . 269). “Dejad que los sucesos sucedan a los suce­ sos. Pues cuando un príncipe se vuelve extrava­ gante, fratricida, parricida o necio, se vuelve más irremediable. Y un príncipe tan inexcusable solo puede ser sustituido por otro príncipe todavía más inexcusable. ¡Oh ancianos!, contad con el tiempo y la obra del tiempo en los hombres” (pág. 348). Conviene advertir que, según la más pura ortodoxia, el suceso convierte en posible lo in­ determinado. Por eso, ni la sustancia física ni los animales pueden considerarse como sucesos, sino como presencia o paisaje del mundo. Así aparece en estos textos: -489-

“¿Acaso los insectos son un suceso? Pues los insectos paren insectos, y los sucesos paren inde­ terminación” (pág. 369). “¿Quién ha dicho que la gentecilla sea un suceso? Pues la gentecilla, como el mundo, es mera presencia, algo que está ahí” (L ib ro de los m an d arin es).

Las cosas primeras tampoco pueden enten­ derse como sucesos. En efecto: en opinión de los mandarines, ni la mujer, ni el niño, ni el instin­ to, ni la inocencia poseen verdadera historia. He aquí un texto ejemplar: “Viendo lavar las mujeres y jugar los ni­ ños, me pregunté: ¿Desde cuándo lava la mujer y juega el niño? Pues juegan y lavan desde el primer día del mundo, por lo cual son también paisaje de la Tierra” (pág. 157). Abundando, podríamos afirmar que ni los mismos dioses resultan sucesos, como se deduce de esta cita: “Díjele a mi gacela: Entre las cosas tranqui­ las, tú eres la primera y más bella, pues en ti nada ocurre” (D el M a n d a rín E na m orad o de la D iosa). De todo ello parece deducirse la calidad tí­ picamente histórica y política del suceso, cuya interpretación corresponde a la casta superior. Corroborando esta idea, existe un texto hetero­ doxo, que dice: -490-

“Los mandarines pretenden conservar el antiguo engaño, sosteniendo que los sucesos solo acaecen a los mandarines, pues el pueblo está fuera de la historia” (E scritos P o lítico s d el B a rb erillo A u tod id a cta ).

-491-

LO IRREMEDIABLE

nida al concepto de suceso aparece la idea de lo irremediable. Se trata de una catego­ ría de impronta material, que se realiza en el mundo político a través de la ineludible presen­ cia de elementos formales, que no pueden ser soslayados de la sustancia social, pues son la ra­ zón misma de la comunidad. Los mandarines no sistematizaron los fac­ tores irremediables; pero, siguiendo los textos, podemos ofrecer algunos ejemplos. Son irreme­ diables el Príncipe, los legos, la gente de estaca, los becarios, la corrupción, el necio, la tiranía, etc. Así aparece en las citas siguientes: “¡Oh ancianos!, sabed que todo Poder y todo príncipe resultan sustancias trágicas e irreme­ diables, como la Naturaleza, los dioses, el fatum y los demonios. El saber antiguo afirma la cali­ dad irresponsable de estas formas superiores del suceder, pues quien alcanza a contemplar de una mirada el paisaje del mundo, se torna como un dios o como un niño. Importa, por consiguien­ te, que la sabiduría quiera estar de acuerdo con lo que sucede, aprendiendo a hacer distingos en cuestiones de hecho, y armonizando el suce­ so principesco con la conveniencia de cada uno” (pág. 380).

-492-

“Siempre habrá legos y corrupción, porque los legos y la corrupción son cosas irremedia­ bles” (p á g . 344). “No temas, Pedrarias. Eres hombre de por­ venir, y los Aguiluchos habrán de necesitarte, porque hacen la guerra para ocupar el lugar de tu Príncipe y señor. Los que poseen esa jerar­ quía han necesidad de legos, porque los legos son irremediables al Imperio y las cosas del Im­ perio” (pág. 242). “El dijo: Sé que has pretendido sonsacar a los soldados. ¿Acaso ignoras que la estaca es necesaria? Pues la estaca resulta irrem edia­ ble” . “Yo contesté: Reconozco que la estaca es precisa. Pero no está bien que me guste, porque mi voluntad quiere ser más inocente que mi ra­ zón. Yo no soy hombre de razón ni de porvenir, sino de instinto. Perdona que sea así”. “El replicó: Has reconocido la razón de la estaca. Esto te servirá en ju icio” (pág. 109). “El Sumo Mandarín contestó: No temas, porque no habrá residencias de aficionados a be­ carios. Dice el Libro que un becario solo puede ser sustituido por otro becario, y no por aficionadillos” . “A l oír tal, exclamó el Estaca Mayor: Si el Libro dice eso, ¿por qué me ordenaste despanzu­ rrar huerfanitos? Ahora veo que son gente irre­ mediable” . “El mandarín respondió: ¡Oh Estaca!, inocentasco. Dice el Libro que siempre habrá beca­ -493-

rios; pero yo opino que no han de ser los mismos” (p á g . 336). “Sonríe y calla el sabio ante lo irremedia­ ble de la estupidez, con la humildad suficiente para admitir la presencia de los demás. Es be­ llo que así se conduzca el sabio, tornándose m o­ desto frente a la calidad fatal del necio. Pues si no hubiera tontos, el sabio no podría ruborizar­ se” (p á g . 379). “ Sabed que la posibilidad de realizar lo indeterm inado desaparece cuando surge la estupidez como form a de lo necesario, pues la fatalidad es la última y más grávida de las co­ sas” (p á g. 381).

-494-

EL PODER

a típica condición natural de la sabiduría política mandarinesca se refleja en la teoría del Poder. En efecto: según la más pura ortodo­ xia, la soberanía corresponde a la casta supe­ rior, mas no porque lo sea racionalmente, sino porque lo es de facto. Tal filosofía lleva implícito el reconocimiento de que todo Poder es detenta­ do, y de que, por consiguiente, cualquier lucha contra el Poder es legítima, de acuerdo con la naturaleza de las cosas. Así aparece en los tex­ tos siguientes:

L

“Todo Poder es un hecho. Todo Poder es legítimo. Todo Poder es fatal. Todo Poder es in­ manente” . “Un Poder no puede ser sustituido sino por otro Poder”. “Toda lucha contra el Poder es humana, racional y legítima. Pero no toda lucha contra el Poder puede justificarse a posteriori, porque no siempre resulta victoriosa” . ( L ibro d e los m a n d a rin es)

De lo expuesto se deduce que la soberanía es algo que se explica en sí mismo, pero se justi­ fica siempre a posteriori, como la vida y el m un­ do. He aquí algunos ejemplos: -495-

“Los hechos son hechos cuando están más hechos. Y todo Poder que vence es un hecho” (pág. 269).

“Las cosas suceden a las cosas; pero los hombres y los conceptos impugnados no suceden a nadie ni a nada. Solo permanecen por pereza de la lógica o misericordia de la voluntad” (pág. 244).

“Cuando el Príncipe se convierte en un re­ cuerdo del pasado, los padres de la patria han de salvar al pueblo, rememorando la existencia de las antiguas leyes. Y si un nuevo acontecer irremediable se opone al suceso del Príncipe, las viejas y augustas leyes han de colocarse junto al moderno acontecimiento; porque las leyes an­ tiguas se han hecho para que sirvan al último suceso” (pág. 383). “Luego visitó el Infante al Gran Padre M andarín, que dijo: ¡Oh parvulito! Siéntate en el trono de tus padres y gobierna tu Im perio y las gentes de tu Imperio. M as advierte que si la guerra te ha convertido en un suceso, las co ­ sas últim as te transform arán en un derecho” . “El Infante preguntó: ¡Oh padre! ¿Qué son las cosas últimas?” “El mandarín repuso: ¡Oh Príncipe! Las cosas últimas son las cosas de los mandarines” (pág. 412).

En la época del Nihilismo, el Lego Orto­ doxo escribió en defensa de los caracteres tradi­ cionales del Poder, diciendo: -496-

“Afirma el Platerillo que todo auténtico Po­ der ha de ser moderado, ha de ser metódico y ha de realizar la civilidad. No parece sino que el Platerillo pretendiera enseñar modales a los mandarines, lo cual es gran locura de este tiem­ po” . “Si en el mundo hubiera una verdad, y esa verdad no residiera en la casta de los mandari­ nes, no merecería la pena vivir aquí abajo. Pues la verdad sería como una pelandusca manosea­ da por la gentecilla. Igual digo del Poder”. “Enseña la tradición que los nuevos seño­ res suelen ser recelosos. Por eso, el Poder de la canalla resulta defensivo, y, por consiguiente, cruel y bajuno. ¿De dónde, pues, ha sacado el Platerillo su pálida teoría sobre el dulce reino de la gentecilla?” (E scritos P o lítico s d el L eg o O rtod oxo: C on tra los filá n trop os)

-497-

EL PRÍNCIPE

entro de la filosofía general de los manda­ rines, la historia surge como objetivización de las relaciones entre las castas. El Príncipe es el árbitro supremo de esas relaciones, y su mi­ sión estriba en actuar como elemento modera­ dor entre la gentecilla y los señores. De ahí que carezca de verdadero valor sustantivo, como se deduce del siguiente texto:

D

“Cada casta tiene su lugar en la naturale­ za de las cosas, y cada lugar, su poder. Pugnan, pues, los poderes, y hácese la realidad social. La soberanía de cada casta es sustantiva, pues tiene sustancia propia. Dominan los mandari­ nes y obedece la gentecilla. ¿Mas quién mode­ ra esta lucha? La modera el Príncipe, que no tiene poder sustantivo, sino adjetivo. Por eso, la soberanía del Príncipe se llama soberanía de moderación, que quiere decir poder metódico. Si no hubiera poder metódico, la lucha de las castas sería una pugna de fieras” ( L ibro d e los m a n d a rin es).

Por ficción política, los mandarines sostie­ nen que el Príncipe y su familia provienen de la gentecilla, inventando así la más extraña teoría sobre el origen de los reyes, considerados -498-

en otras civilizaciones como descendientes de la Divinidad. Las citas antiguas hablan de una es­ pecie de pacto entre la casta eminente y la ple­ be, por el cual consintió aquélla en establecer un Príncipe para cuidar de la armonía. Así aparece en esos textos: “Gobierna el Príncipe, y dice: Yo voy de las primeras a las últimas cosas, y de las últimas a las primeras. Pues ha convenido que yo esté sobre las castas, para que las castas tengan un espectador y un árbitro de su presencia”. “Así hablaron los mandarines: ¡Oh gente­ cilla!, porque tenemos la costumbre de admitir a los demás, nombraremos un Príncipe mode­ rador, y ese Príncipe será, desde hoy, todo un suceso” . (L ibro d e los m a n d a rin es)

Esta doctrina sobre el origen del Príncipe y el pacto de soberanía tiende a resaltar dos con­ ceptos: que el Poder pertenece, en pura natura­ leza, al más fuerte y sabio; y que el Estado ha nacido para defender al débil, representándolo en el concierto de la lucha general de poderes. Por eso, los estandartes reales llevaban esta le­ yenda: “El Príncipe y los mandarines en nombre de las primeras y de las últimas cosas” (L ib ro d e los m a n d a rin es).

-499-

Por lo demás, tal concepción del sobera­ no tiene su fundamento en algo que nunca nos cansaremos de repetir: el carácter natural de la filosofía política mandarinesca. En efecto: Si el Poder es un hecho, y la casta un lugar de la cul­ tura, el Príncipe resulta una ficción creada por contrato, es decir, una entelequia inventada ra­ cionalmente, para templar el ritmo de la reru m n a tu ra . De ahí que al soberano le esté vedado el trato con las cosas contradictorias o razón dia­ léctica, como se deduce del ejemplo que sigue: “Los ancianos dijeron: ¡Oh Príncipe!, parvulito. Escucha la voz de la ortodoxia: En nom ­ bre de las cosas primeras está la gentecilla en el mundo; en nombre de las cosas últimas, los mandarines; en nombre de las cosas primeras y últimas, el Príncipe, como poder conciliador en­ tre los señores y la gentecilla; y en nombre de ese poder conciliador, los legos, los buenos padres y la gente de estaca, como emisarios de las cosas últimas ante las primeras, y viceversa. Pero solo el Gran Padre Mandarín está en nombre de las cosas contradictorias. Por eso mismo, el Gran Padre puede decir que tú no reinas sobre él ni las cosas que le son propias” ipág. 312). Es innecesario advertir que no todos los príncipes cumplieron la doctrina expuesta, pues muchos gobernaron según su propia voluntad, humillando la ortodoxia y sometiendo la liber­ tad de los mandarines. -500-

EL PUEBLO

obre el concepto de pueblo poseemos abun­ dante literatura, contenida especialmente en el discurso del Mandarín Cojo. He aquí algu­ nos textos:

S

“Todo hombre untuoso busca una mujer que lo descubra. El pueblo es como un adoles­ cente que busca su mujer. Pero la mujer del pue­ blo se llama gobernación” . “El pueblo no es instinto ni raciocinio, sino costumbre. Dos son las costumbres que hacen pueblo: estar aquí abajo y admitir los sucesos”. “El pueblo es algo que está fuertemente unido a la tradición del diablo; pues, como el diablo, ama el pueblo la inteligencia y lo que hay en ella. Así tiene el pueblo la mala costum ­ bre de creer inteligentes a sus gobernantes” . “El pueblo y los sabios coinciden en dar al tendero la importancia que merece. Porque si la eternidad es de Dios, y el Poder del Príncipe, la mantequilla y el tocino son de los tenderos” . “Dos irremediables tendencias hacen tam­ bién pueblo: oír los sacerdotes y escuchar los de­ magogos. Porque el pueblo posee la extravagan­ cia de querer ser redimido” . “Las grandes ideas no buscan la felicidad. Sin embargo, el pueblo cree que las grandes ideas -501-

se han hecho para hallar la dicha. De ahí que el pueblo no pueda entender a los filósofos”. “El pueblo cree que la acción política ha de realizar el bien común. También piensan así los barberos, por lo cual se ha dicho que muchos tie­ nen ideas de barberos. M as lo espíritus autén­ ticamente sabios conocen que la política tiende a la pervivencia del estado contemporáneo de cosas, a convertir los hechos en derechos, y a endurecer definitivamente los sucesos, transfor­ mando en antiguo lo recién llegado. La política es la simpatía que el Poder siente hacia sí mismo . “La más grande fe del pueblo es la fe en lo indeterminado, la esperanza en dejar de ser una forma de la realidad. Por eso mismo, el pueblo es víctima de los retóricos, porque los retóricos prometen la realización de lo indeterminado” . “Hay algo en el pueblo superior al hombre, la razón y la necesidad, y es la extraña afición por lo guiños. En efecto: Gústale asomarse al pecho de un corazón guiñoso, pues halla las causas pri­ meras y últimas de las cosas en los gestos de un histrión. Un príncipe avispado querrá poseer su­ tiles juristas para su pueblo; pero el más profun­ do de los príncipes buscará retóricos guiñosos”. “No conviene, sin embargo, que el Príncipe o los mandarines guiñen el ojo al pueblo. Déjese esto para los legos o los becarios, pues los gran­ des señores han de tener intermediarios”. “He aquí la más alta justificación de todo Poder: D eo volente, P o p u lo feren te. Queriéndolo -502-

Dios y consintiéndolo el pueblo. En efecto: Dios y el pueblo están de acuerdo con lo que necesa­ riamente sucede. Tal ocurre en Dios porque es anterior a los hechos y al mundo; y en el pueblo, porque es posterior al mundo y los hechos. Todo príncipe profundo sabe que Dios y el pueblo son conformes con su reinado. Pues el que vence, al­ canza victoria porque Dios quiere; y cuando el triunfador ha vencido, también el pueblo con­ siente que haya vencido” . “Los hechos son tozudos, y el pueblo tam ­ bién. Pero más tozudo que el pueblo ha de ser el príncipe, y más que el príncipe, los aduladores. Pues los aduladores son los herederos de todos los sucesos” . “Habrá pueblo sin príncipe, sin dioses, sin costumbres, sin leyes y hasta sin retóricos; pero jamás sin mandarines. Pues los mandarines son la cara pocha del pueblo” . (D iscu rso d el M a n d a rín C ojo: S obre el p u eb lo)

-503-

LA POLÍTICA COMO TOTALIDAD

e lo expuesto se deduce que la sabiduría mandarinesca concibió la política como hacer in­ tegral del hombre, no sometido a ningún otro em­ peño de naturaleza religiosa, filosófica, científica o hedonista. Los textos auténticos dan por supuesto el carácter universal de la empresa de gobierno y convivencia, totalidad donde están implícitas todas las tendencias y aficiones humanas. De ahí que ha­ blen de la vida como de lucha de poderes; de las re­ laciones individuales, como de enlaces o conexiones civiles; de las castas, como de formas del mundo; del juicio moral, como de premeditación, etc. Aunque los tiempos modernos han llegado a poseer una conciencia semejante, parece difí­ cil superarla, pues los mandarines jamás im agi­ naron una materialidad ajena a la obra política, unciendo cualquier saber a la expresión de lo conveniente. He aquí algunos ejemplos: “Yo divido los hombres en rebeldes y afa­ nosos. Los rebeldes miran caer la tarde; los afa­ nosos cumplen sus oficios, porque poseen intere­ ses. Tened cuidado de no mirar la tarde” . “Quien posee intereses se unce a la necesi­ dad, reb u s sic sta n tibu s. El que mira la tarde no ve lo inmediato ni ama el día de mañana. Tened cuidado de poseer intereses y amar el día de m a­ ñana”.

D

-504-

“Yo divido los hombres en rebeldes y guiñosos. Los rebeldes son como niños en un mer­ cado; los guiñosos como mercaderes que vocean. Cuando se levantan las tiendas, cada uno lleva su negocio; el niño, nada. Tened cuidado de no ser como niños en un mercado.” “Porque el niño ha de tener padre que vele por su carne, y un niño no es padre de otro niño. Los inocentes van de la mano de sus mayores; los guiñosos, conducidos de sus guiños. Tened siempre cuidado de encontrar un padre en vues­ tros guiños” . “Yo divido los hombres en rebeldes y res­ petuosos. Los rebeldes tratan lo antiguo como si fuera de ayer; los respetuosos tratan lo de ayer como si fuera antiquísimo. Tened cuidado de respetar el hecho más próximo” . “Los sabios conocen que los señores quieren ser antiguos, porque la antigüedad justifica. El poderoso construye los hechos, y el respetuoso los convierte en derechos tradicionales. Tened cuida­ do de estar de acuerdo con el día de hoy” . ‘Y o divido los hombres en rebeldes y afinca­ dos. Los rebeldes obran como si fueran de paso; los afincados como gente que se queda en este mundo. Tened cuidado de no ir de paso” . “El hombre que va de paso es capaz de trastornar las costumbres y usos inveterados, corrompiendo el viejo orden con generosidades efímeras. Puede decir: doy y no tomo; pago caro; entrego y no solicito; dono; me desentiendo de los merecimientos. El ir de paso produce así in­ -505-

ilación de virtudes. Tened cuidado de afincaros y no elevar el precio de los merecimientos” . “Yo divido los hombres en rebeldes y dis­ cretos. El rebelde habla igual a todos; el discreto posee varios diccionarios. Tened cuidado de sa­ ber diferenciar vocablos para hablar a los hom ­ bres” . “El necio habla como un niño, y el sabio como un juicio largamente rumiado. Cada Poder tiene su gramática, y cada gramática su diccio­ nario. Por eso, el más avispado conoce y usa el diccionario más contemporáneo, para poseer la hipocresía que conviene al momento” . ‘Y o divido los hombre en rebeldes y opor­ tunos. Los rebeldes aman aquello que les parece bueno o bello, perdiendo el tiempo en defender lo inactual o reivindicar los muertos. Los opor­ tunos saben e intentan hacer coincidir lo bello con lo conveniente, y lo bueno con lo actual. Te­ ned cuidado de encontrar una razón moral para el último hecho” . “Pues tan solo un loco es capaz de ser ami­ go del demonio, cuando el demonio no priva; ir contra la razón de la estaca, o ponerse de par­ te de un dios caído. No hay en la Tierra juicio suficiente para convertir en inactual un hecho contemporáneo. Tened cuidado de estar con lo que sucede”. (A ren ga del S um o M a n d a rín a los beca rios )

-506-

“La ortodoxia cede a la política. O rth od oxia ced it recto civita tis ord in i ” {A forism o d el M a n ­ d a rín P olítico).

“El Estado es presencia de lo irremediable. Sabed convertir esa presencia en cosa vuestra” . “El Estado es cualidad política. La cualidad política son tres cosas: rebaño que mandar, estó­ magos con intereses y tiempo que acumular”. {C onsejos del E tern o B ecario a sus com p añeros ) “El Sumo Mandarín dijo: ¡Oh mendigo!, parvulito. No temas, pues el Justo no te exami­ nará. Porque desde que se ha convertido en el Hombre Más Justo del Mundo, tiene mucho que hacer, y no le queda tiempo para examinar men­ digos. Advierte que es el Justo oficial del Impe­ rio, y un Justo oficial siempre lleva prisa” (p á g . 192).

“Hubo un lego, beatísimo y ortodoxísimo, que dijo: Propongo que se ordene la caridad y se saque del caos en que se encuentra. Pues, ¿de qué me sirve hacer el bien si no lo hago para el recto orden del Imperio? Así opino que se tenga en cuenta la espiritualidad de los estómagos, y que solamente concedamos limosna a los mendi­ gos de estómagos espirituales” . “Como llegara esta tesis al Consejo de Mandarines, el Consejo sonrió, y replicó: ¿Qué hay de nuevo en ello? Es una antigua sabiduría que ya practicamos nosotros con los becarios y los estómagos de los becarios” {p á g . 183).

-507-

Esta edición de ‘H istoria del erem ita’, se acabó de im prim ir en B arcelona en la im prenta R om anyá Valls, S.A., el 4 de octubre de 2012, aniversario del nacim iento de M iguel Espinosa.

alfaqueque (Del ár. hisp. alfakkák, y este del ár. clás. fakkák).

1. m. Hombre que, en virtud de nombramiento de autoridad competente, desempeñaba el ofi­ cio de redimir cautivos o libertar esclavos y prisioneros de guerra. 2. m. Aldeano o burgués que servía de correo.