Historia De Un Deseo

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LEOPOLDO BRIZUELA

HISTORIA DE UN DESEO

El erotismo homosexual en veintiocho relatos argentinos contemporáneos

Diseño de cubierta: María Inés Linares Diseño de interior: Orestes Pantelides © 2000 de la selección, el prólogo y las notas biográficas: Leopoldo Brizuela Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo: © 2000, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C. Independencia 1668,1100 Buenos Aires, Argentina Grupo Planeta ISBN 950-49-0248-0 Hecho el depósito que prevé la ley 11.723 Impreso en la Argentina

Í n d ic e

P rólogo

Leopoldo Brizuela El estante escondido .............................................................

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I. Dos MITOS .....................................................................................

21

Blas Matamoro Jonatán .................................................................................. Juan Rodolfo Wilcock Tristán e Isoldo .....................................................................

23 30

II. N u e s tr o s a n te p a s a d o s ....................................................... 37 Manuel Mujica Lainez El cofre ................................................................................... Sara Gallardo Amiga........................................................................................ Jorge Consiglio Al amparo de la galería ....................................................... Martha Mercader T.ns in fr u a r ta

................................

39 49 50 58

Luisa Valenzuela Leyenda de la criatura autosuficiente ............................... Marcelo Birmajer En la noche de bodas ............................................................ María Moreno El affair Skeffington ............................................................. III. EN FAMILIA .................................................... ...................... Silvina Ocampo Carta perdida en un cajón .................................................. Abelardo Castillo El marica ............................................................................... Juan José Hernández Bambino ................................................................................. Pablo Torre Adiós fiel Lulú ......................................................................

66

70 80 109 111 116

120 125

IV. E l d e s c u b rim ie n to d e E u ro p a :...................................... 133 Julio Cortázar La barca ................................................................................. 135 Héctor Bianciotti De la melancolía de las perspectivas ................................. 170 Manuel Puig Sí, era bella como una diosa ............................................... 184

V. C iud ad b a jo c iu d a d .............................................................. 189 M arta Lynch El dormitorio ......................................................................... 191

Carlos Correas La narración de la historia ................................................. Manuel Mujica Lainez La larga cabellera negra ..................................................... Osvaldo Lamborghini El marqués de Sebregondi llega y retrocede ..................... Jorge Asís La invitación ......................................................................... Oscar Hermes Villordo Las dos prisiones de Víctor .................................................

208 224 229 232 237

VI. F in d e s ig lo ............................................................................. 253

Eduardo Muslip La playa ................................................................................. 255 Nelson Mallach Elefante .................................................................................. 270 Claudia Schvartz Primavera .............................................................................. 276

VII. DOS UTOPÍAS .............................................................:............. 283

Angélica Gorodischer ; Bajo las jubeas en flor .......................................................... 285 Dolly Skeffington El porvenir del socialismo ................................................... 305 LOS AUTORES ..................................................................................... 311

P r ó lo g o

EL ESTANTE ESCONDIDO Mientras no alcances la verdad, no podrás corregirla. Pero si no la corriges, no la al­ canzarás. Mientras tanto, no te resignes. J osé S aramago

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¿Cómo entendían nuestros antepasados el deseo homosexual? ¿Qué emociones les provocaba, a qué acciones los inclinaba, a qué tipo de reacción social quedaban expuestos quienes se atrevían g. consumarlo? Los primeros relatos sobre el tema -escritos entre fi­ nes del siglo XIX y principios del XX, cuando «el homosexual» ya ha­ bía sido establecido como arquetipo psiquiátrico- coinciden en pre­ sentar personajes tan sorprendidos por lo inevitable de su propia pasión como ignorantes de su naturaleza. Personajes que, como única vía de escape a una soledad pavorosa, tratan de encontrar en el pasado comprensión, modelos de conducta, solidaridad. En este sentido, la figura de Oscar Wilde se nos aparece una vez más como pionera y paradigmática. En sus cuentos y poemas, Wil­ de reivindicó para «el amor que no puede decir su nombre» precur­ sores tan encumbrados como los filósofos griegos o William Shakes­ peare. En sus ensayos, legitimó al grupo de homosexuales como «espacio de producción» de arte, filosofía y teoría política. Pero tam­ bién, al convertir su propia vida en obra artística y, sobre todo, al hacer visible su itinerario, pasó a ser él mismo un arquetipo en el friso de nuestra tradición, un referente sin el cual no podrían enten­ derse miles de vidas y militancias del siglo XX.

En lo que se refiere al pasado argentino, los testimonios ante­ riores al 1900 fueron siempre escasísimos. Sabemos que las «afemi­ naciones» eran comunes en los barquitos pintados que vinieron a fundarnos la patria, y que en 1631 fueron condenados a la hoguera «cinco mozos y dos mozalbetes» por prácticas de sodomía. Sabemos que en 1770 el tendero Mariano de los Santos Toledo se amancebó con un árabe apodado «Calzonazos», y que ambos fueron condena­ dos por pretender seducir a un dependiente de dieciocho años. Sa­ bemos, por recientes investigaciones sociológicas, que hacia 1820 un enfermero de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires fue ex­ pulsado por mantener una relación con un interno y que en 1860 un caballero porteño denunció a su esposa por abandonarlo constante­ mente para ir a casa de otra mujer. Sabemos, por ultimo, que los in­ dios ranqueles se entregaban sin culpa ni horror a «ritos de sodo­ mía» en sus largas celebraciones.1 Pero no mucho más. Por supuesto, ninguno de los argentinos contemporáneos de Wilde hubiera encontrado en estas brevísimas anécdotas respuestas a sus más profundos interrogantes: ¿eran la «sodomía» y el «amor de Lesbos» prácticas excepcionales o tan corrientes como para que de­ biera dictarse una ley en su contra? Y en tal caso, ¿qué frontera se­ para lo habitual de lo normal? Esos condenados ¿habían sentido que su deseo homosexual los diferenciaba radicalmente de varones y mu­ jeres? Por otro lado, si las culturas «bárbaras» podían hacer de la ho­ mosexualidad un elemento de celebración religiosa y una fuente de pura alegría, ¿a qué era proporcional la dureza con que las conde­ naba la «civilización»? Fuera como fuese, unas pocas anécdotas ha­ brán bastado para advertir -como lo hacemos hoy- que si nuestro pasado es una casa silenciosa, no lo es porque esté vacía, sino por­ que muchos de sus habitantes están todavía amordazados. Y si no cambió el contenido de la historiografía, sí habrá cambiado la forma de leerla: desde entonces, todos leemos sospechando, tratando de es­ cuchar las voces de los condenados en las entrelineas, tratando de descubrir, en todo silencio, un secreto vital. 1. Estas anécdotas son mencionadas en los Códices de Pellicer de Tovar (1631), y en textos o declaraciones de Juan José Sebreli (1997) José Luis Moreno (1998) y Lucio V. Mansilla (1870).

Es muy posible que esta nueva manera de leer la historia ins­ pirara, también, la creación de ficciones: historias que respondían, en térm in os de hipótesis, a preguntas como aquéllas; historias que no podían sumarse a la historiografía oficial con la verdad de la prueba, pero sí con la lógica de la «imaginación razonada», vale de­ cir, la verosimilitud. Dadas las múltiples formas de censura que si­ guieron pesando durante el siglo XX, es probable que la mayor par­ te de estas ficciones circularan oralmente, en forma de leyendas, casos que se daban por ciertos, chismes, chistes, etc., y que sólo mu­ cho más tarde comenzaran a ser reelaborados por los autores de nuestra literatura. Desde entonces, (y como la carencia de una «his­ toria de la homosexualidad» se extendió hasta las últimas décadas del siglo XX2), muchísimas personas que se entendían como «homo­ sexuales» buscaron en la literatura la respuesta que los historiado­ res no podían ó no querían encontrar. Así, fueron creando antologías muy similares a esta Historia de un deseo cuyo compilador viene construyendo, desde principios de su adolescencia, en un estante es­ pecial de su biblioteca.

2 Lo cierto es que Historia de un deseo recoge relatos breves pro­ ducidos por autores argentinos del siglo xx. A diferencia de otras an­ tologías que se proponen incluir sólo autores «gays» o «lesbianas», o más aún, textos que en sí mismos (¿?) sean «gay or lesbian», hemos adoptado el criterio espontáneo de aquellos antólogos anónimos: in­ cluir cuentos en los que el deseo homosexual aparezca de algún mo­ do, como motor principal de la historia, como dato secundario, como simple telón de fondo, o incluso como raíz oculta de una conducta que el propio texto no califica en términos sexuales. Para ordenar los cuentos, hemos atendido a la época en que transcurren los sucesos relatados. Este libro juega a ser, sí, ese im­ 2. «La homosexualidad en la Argentina», de Carlos Jáuregui apareció en Bue­ nos Aires en 1987. El texto capital de Jorge Salessi «Médicos maleantes y ma­ ricas» es de 1994, y Juan José Sebreli publicó tres años después su «Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires».

posible «libro de historia» que, como los marciales de la escuela, abarcara «desde la antigüedad hasta nuestros días». Por supuesto, los vacíos siguen siendo demasiados. Dos episodios basados en el pa­ sado mítico bastan para señalar, como el marco de una tela aún sin pintar, el inmenso espacio en blanco que nos separa de la antigüe­ dad. Pero a partir del tercer cuento, que transcurre en 1648, vemos sucederse etapas fundamentales de nuestra historia (la colonización española, la conquista del desierto, la llegada de la ola inmigrato­ ria, las dictaduras militares del siglo XX, etc.). No se trata, claro, de «materiales históricos» que los cuentos en primer plano, sino telo­ nes de fondo inequívocamente políticos, centros de irradiación de las normas que reprimen o estimulan el deseo homosexual de los per­ sonajes. Por supuesto, ninguna de las historias narradas se postu­ la como «verdad descubierta»; y sin embargo, sería injusto decir que esta antología no aporta ninguna novedad al relato de nuestra his­ toria. Para entender esos aportes, sugerimos ordenar la lectura atendiendo a la fecha en que esos textos fueron escritos y publica­ dos, y preguntarse qué reflejan del presente de cada autor y de sus contemporáneos.3 Como ya adelantamos, queda fuera de este prólogo la investiga­ ción sobre el posible carácter autobiográfico de los textos. Aunque muchos la consideren esencial, convengamos que es, hasta cierto punto, ociosa: ya porque coincidiendo con la psicología se sostenga que el deseo homosexual es parte de toda sexualidad humana; ya porque todo autor de ficción, al describir «lo homosexual», reprodu­ ce una mirada compartida por muchos de sus contemporáneos, una mirada que es, en sí misma, histórica. En verdad, algunos textos re­ producen el arquetipo del «invertido» de principios de siglo, prove3. El cuento más reciente de la antología es «Al amparo de la galería», de Jor­ ge Consiglio, escrito en diciembre de 1999; el más antiguo, «El cofre», de Ma­ nuel Mujica Lainez, fue publicado por primera vez en 1949. Diversos inconve­ nientes nos impidieron incluir los únicos dos relatos más antiguos que conocemos sobre el tema de la homosexualidad: un fragmento de El juguete ra­ bioso (1926) de Roberto Arlt, y «Quinto piso», un relato incluido en La casa de enfrente, de Salvadora Medina Onrubia, escrito en la década del 30.

rúente de la psiquiatría positivista o de la criminalística vernácula. Cuentos como «El marica» de Abelardo Castillo describen las «imá­ genes» populares de lo homosexual, los «prejuicios» generalizados con que se juzgó a sujetos y acciones. Cuentos como «El dormitorio» de Marta Lynch evocan «escándalos» que fueron reforzando o complejizando ese imaginario popular. Pero también, a lo largo del siglo, vemos surgir otros modelos, especialmente creados para desbaratar preconceptos, y, en tal sen- • tido, la antología refleja la lenta configuración de una conciencia y un espacio de lucha. El cuento «La larga cabellera negra», de Mujica Lainez, así como «De la melancolía de las perspectivas», de Héc­ tor Bianciotti, construyen la imagen del «esteta» que, al modo de Os­ car Wilde, forja su vida como una obra de arte y reivindica su deseo homosexual en términos de amor por la belleza (una figura que, en su artificiosidad y su elitismo, parodian ferozmente los textos de Os­ valdo Lamborghini y de Jorge Asís). El desopilante diálogo de Ma­ nuel Puig revela cómo aquella imagen del «marica» pudo ser rever­ tida y adoptada como un arma. «El affair Skeffington», de María Moreno, se complace en reseñar y discutir todas las teorías sobre la homosexualidad enunciadas a lo largo del siglo por los propios ho­ mosexuales. En el extremo final de la curva, los cuentos de Eduar­ do Muslip y Nelson Mallach evidencian una incomodidad «muy fin de siglo» ante las coerciones del ghetto homosexual: la desconfianza ante el modelo mercantil de «lo gay» y «lo lesbiano», así cómo la ten­ sión entre la necesidad política de «asumirse» y el rechazo a toda nueva etiqueta; y a su vez -como bien lo describe Leo Bersani- la tensión entre este «íntimo rechazo a etiquetarse» y la exigencia so­ cial de «volver invisible la propia homosexualidad para que los de­ más nos toleren». Al mismo tiempo, esta antología refleja la historia de la lite­ ratura argentina durante el siglo XX. Aun sin salimos del estre­ cho campo del relato breve, hemos podido incluir los géneros más variados, cada uno con su ideología y su «estructura de senti­ miento». La fábula paródica de Juan Rodolfo Wilcock, el relato realista de Oscar Hermes Villordo, el cuento de ciencia ficción de

Gorodischer, la escena familiar de Pablo Torre, el chejoviano tron­ che de vie de Nelson Mallach, la reescritura bíblica de Blas Matamoro; la crónica de ambiente policial de Correas, el parco y es­ pléndido «estudio de caracteres» de Ricardo Piglia, el cuadro lírico de Claudia Schvartz, configuran un abanico tan imprevisible co­ mo exhaustivo. Pero más allá de toda diferencia de estética y po­ lítica, el lector podrá ir siguiendo el proceso de crecimiento y profundización de ciertos procedimientos literarios, compartidos por todos. En primer lugar, señalemos la búsqueda de un modo de nom­ brar el deseo homosexual y todo lo que éste desencadena. Se trata de una empresa particularmente dificultosa, porque los autores se proponen sortear la censura interna e interna; pero también por­ que todo autor que empieza a escribir sobre el tema comprende que nuestra cultura no provee nombres para representar esa zona de la realidad que por convención denominamos homosexualidad, o, a lo sumo, provee sólo palabras desgastadas por el uso, definicio­ nes poco convincentes. Notemos que una inmensa mayoría de los autores se aboca, no sólo a contar hechos ficticios, sino a contarlos a partir de discursos previos', hay quienes dejar colar las voces de los homosexuales y adoptan así los modos de hablar de una cultu­ ra de ghetto (Juan José Hernández, Manuel Puig); otros (Julio Cor­ tázar, M artha Mercader) reescriben cuentos propios o ajenos para hacer oír la palabra de un personaje antes sin voz; y otros, por fin, adoptan parcialmente ciertas modalidades de estéticas anteriores al siglo XX, para discutir la visión de la homosexualidad implícita en dichas estéticas: Luisa Valenzuela, por ejemplo, parodia la lite­ ratura gauchesca, género «macho» si los hay; Sara Gallardo, en un texto inolvidable del que sólo ofrecemos un breve fragmento, tra­ ta de imaginar las voces de las indias que calló el Coronel Estanis­ lao Zeballos en su relación de la masacre de las tribus de Calfucurá, «Piedra Azul». Para terminar, deberíamos atender al hecho histórico que con­ figuró, en sí misma, la publicación de cada uno de estos relatos, y a la influencia que tuvo en su tiempo. En realidad, desde que en

1914 el intendente de Buenos Aires prohibió la tragedia Los inver­ tidos de González Castillo, toda publicación de una obra con «te­ ma homosexual» fue un acto de política editorial muy combativo y muy riesgoso.4 A partir de 1930, las sucesivas dictaduras milita­ res reforzaron la práctica de la censura previa, y el escándalo de los cadetes del Colegio Militar de la Nación de 1942 sirvió como pretexto para instalar una política peronista cada vez más repre­ siva en términos sexuales. Desde entonces, uno de los focos de re­ sistencia más constantes y menos estudiados fue la revista y edi­ torial Sur, fundada por Victoria Ocampo, pero efectivamente dirigida por dos homosexuales, José Bianco primero y Enrique Pezzoni mucho tiempo después. José Bianco casi no tocó el tema del deseo homosexual en sus maravillosos relatos, pero desde su ingreso en Sur desplegó una se­ rie de estrategias que no se limitaron, por cierto, a la publicación constante de libros y textos cortos de diferentes autores. Cuando en 1958 H. A. Murena envió a Sur un monstruoso panfleto homofóbico, indignado por la fundación en Buenos Aires de una «editorial de­ dicada a difundir a autores homosexuales y lesbianas», Bianco pu­ blicó junto al panfleto un cuento de Juan José Hernández, que sin enunciar una sola teoría rebatía cada postulado de Murena. La fi­ gura de Oscar Hermes Villordo está íntimamente asociada a la idea de publicación no sólo porque, en las postrimerías de la dictadura 76-83, su novela La brasa en la mano, colocó a lo homosexual en el foco de la consideración mediática, sino porque desde entonces Vi­ llordo hizo pública su condición de homosexual. Para su novela si­ guiente, La otra mejilla, Enrique Pezzoni escribió una contratapa que da al libro, y al hecho de publicarlo, el carácter de complemen­ to del Juicio a las Juntas Militares, por entonces en curso: La otra mejilla narra los crímenes de la policía contra los homosexuales con una crudeza sólo equiparable al Nunca Más. 4. En este marco puede entenderse la notoria escasez de cuentos con tema ho­ mosexual en la literatura argentina pero, además, el hecho de que la mayoría de los textos que hemos podido, encontrar estuviera «escondido» en medio de una colección, sin referir directamente al tema desde el título, y sin dar título, por supuesto, casi ninguno de los volúmenes.

3

Por supuesto, hubiéramos podido ordenar estos relatos de mu­ chas otras maneras, y cada una habría iluminando un aspecto dis­ tinto de nuestra historia. Antes de finalizar, convendría detenerse al menos en la que atiende la geografía en que los relatos fueron es­ critos y publicados. Aunque muchos de los autores nacieron en pro­ vincias, la mayor parte de sus textos vieron la luz, o bien en «nues­ tra capital portuaria», o bien en otras capitales del mundo: espacios que son a un tiempo centros de poder y de rebelión intelectual. En este sentido, merecen una atención especial las piezas escritas por autores que huyeron del peronismo y que, en su gran mayoría, per­ manecieron en el exterior después de 1955, por temor de las subsi­ guientes dictaduras militares. Marcados en la impronta de Sur, que en su reivindicación del «grupo de Bloomsbury» proponía la más am­ plia libertad de pensamiento y acción en materia sexual, estos au­ tores llegaron sobre todo a París y Roma, se incorporaron a sus círcu­ los literarios, adoptaron sus modos y trataron de reescribir sus mitologías para encauzar en sus huellas sus propios destinos. Si comparamos sus textos con los que se escribían por la misma época en el país, podemos señalar conquistas indudables: una ima­ ginación liberada de las coerciones del realismo, una inteligencia que se prueba y se aguza en su propia voracidad cosmopolita, una forma cada vez más dada a la experimentación y al juego, y sobre todo, un humor que desbarata el halo trágico y fatal que había ro­ deado al tema homosexual durante décadas. Por supuesto, esta adaptación a una nueva cultura y, en muchos casos, a una nueva lengua, no carecía de contradicciones, que perduran en los textos co­ mo zonas conflictivas.5 Pero la excelencia de su arte, y sobre todo, la parábola de sus propios destinos (son los primeros autores argenti­ nos que se declararon gays y lesbianas) dejó una impronta indeleble 5. Los expatriados del peronismo se asumían como víctimas de una política, pe­ ro parecieron siempre ajenos a toda política de resistencia y, más aún, a la so­ lidaridad con otros marginados. Aunque por su condición de sudamericanos «cultos» se creían con derecho a integrarse a una corriente europea de escritu­ ra «gay y lesbiana», muchos de los protagonistas de esta cultura europea los consideraban distintos, «lo otro de lo otro», y hasta «buenos salvajes».

sobre sus lejanos compatriotas, que una segunda generación de es­ patriados -Lamborghini, Puig, Molloy, Matamoro- no dejó de reco­ nocer y de extremar. En ambas generaciones, la frase de Néstor Perlongher, «¡qué país expulsor!», con infinitas variaciones, parece haber sido el gran lema: como si el único camino que le quedaba a la Argentina para decir su deseo fuera, en fin, escapar de sí misma. «Pero a propósito», se preguntará quien, siguiendo nuestro juego, llegue ordenadamente al último capítulo de esta Historia, «¿cómo se vive hoy la homosexualidad en la Argentina?» La lectura de los rela­ tos más recientes nos permite aventurar una sola respuesta cierta: el deseo homosexual ha dejado de considerarse la marca de un destino trágico, el signo fatal de una condena biológica o divina. Consideremos, por ejemplo, la «forma» de los cuentos: si en los más antiguos la inevitabilidad de sus causalidades y la ferocidad de sus finales parecen re­ producir la rigidez de la organización social y la fatalidad de las con­ denas, en los relatos actuales se verifica la elección de formas mucho más abiertas. Como si los autores dijeran, con Grace Paley: «Siempre he despreciado esa línea recta entre dos puntos. No por razones litera­ rias, sino porque desvanece toda esperanza. Todo el mundo, sean se­ res reales o inventados, merecen el destino abierto de la vida.» Más aún: puede decirse que el deseo homosexual ha dejado de ser el conflic­ to motor de los cuentos, y se ha trasladado el foco a la manera de reac­ cionar ante sus desafíos y al modo de relacionarse en sociedad. Pero por lo demás, nos complace decir que Historia de un deseo no responde de manera unívoca ningún otro interrogantes. Si alguien intenta averiguar en estas páginas qué es la homosexualidad, encon­ trará una serie muy diversa de objetos de observación. Si alguien quiere saber qué sentido puede darse a cada uno de estos «objetos», encontrará una gama igualmente vasta de respuestas posibles, da­ da no sólo por las variadísimas ideologías de los autores, sino tam­ bién por la diversidad de sus formaciones: la «homosexualidad» es juzgada desde la «espontaneidad» aparente de alguien como Villordo a la hipererudición de María Moreno. Por su propia excelencia narrativa, ninguno de estos autores elabora personajes «paradigmá­ ticos», ni políticamente correctos, ni paradigmas de incorrección po­

lítica; ninguno ve siquiera a la homosexualidad^ sí misma como un valor o un disvalor de cualquier tipo. Las «dos utopías» del final tam­ poco tienen el peso de una prescripción, sino la levedad de quien se atreve por fin a imaginar el futuro o, para seguir parafraseando a Paley, «a conquistar una esperanza». María Elena Walsh acuñó la idea de una antología como un «cantar de gesta», al estilo de aquellos que todo un pueblo cantaba para celebrar a sus héroes. Aunque, confesamos, nos tienta presen­ tar a esta antología como una «épica de combate», lo escaso del ma­ terial disponible6 y su propia variedad sólo autorizan a decir que Historia de un deseo es más bien el rumor de una gesta, un rumor hecho de secretos y presunciones, de susurros a espaldas del poder y de quejidos, de gritos momentáneos y de prolongados silencios. Por otro lado, ¿cuál sería, en un libro a tal punto heterogéneo, el héroe único y cuáles las virtudes unánimemente celebradas? A menos, claro, que el .protagonista secreto de cada uno de estos tex­ tos sea nuestra propia libertad de pensamiento, nuestra lucha por forjar un destino fiel al deseo profundo, a medio camino entre el pa­ sado de sumisión y aquella libertad última y terrible de la que ha­ blaba Alejandra Pizarnik. Y así quisiéramos legar esta antología al lector y, muy especialmente, a los lectores que escriben: como una incitación a la libertad de imaginar en la vida y en la literatura, co­ mo una propuesta de emulación que permita llenar los vacíos de nuestra historia y de nuestro lenguaje y, sobre todo, como una for­ ma de reparar, con el placer de la lectura, todo «el dolor que costó foijar tanta belleza». Para que también quienes nos sucedan se en­ cuentren mucho menos desguarnecidos, solos y desdichados que los contemporáneos del viejo y querido Oscar. L eopoldo B rizuela

Tolosa, 12 de marzo de 2000 6. Otros autores capitales que no han podido figurar en la antología, pero que deseamos señalar al lector, son los siguientes: Copi, Alejandra Pizarnik, Mar­ co Denevi y Néstor Perlongher.

I

Dos mitos

B las M atamoro

Tú ERAS UN príncipe , Jonatán, y yo un pastor. Ni tú ni yo lo sabía­ mos, y menos habríamos de saber que Samuel, que oía a Dios y un­ gía al elegido, me echaría el óleo del privilegio y me comunicaría el deseo del Señor frotando sus secos labios sabios sobre mi boca sor­ prendida y fresca, la boca de un pastor sin letras que tañía mala­ mente el arpa y cantaba palabras aprendidas sin preguntarse por su sentido. Tú eras príncipe, Jonatán hermano, amado mío, y no sabrías de unciones porque te aguardaba un trono que no habrías de ocupar. Nunca supiste de unciones, del temblor que te posee porque el espí­ ritu de Dios entra en ti, borra el torpe tesoro de tu memoria y te ha­ ce ver claro sobre una llanura de años donde ya has ganado bata­ llas, ya te han acusado de victorioso y las mujeres de Israel se arrodillan ante ti, ante mí, queriendo ser las madres de tus hijos y hasta las abuelas de tus nietos. Profetizas, con el óleo todavía vacilante y tibio sobre la frente. Te marchas al desierto, te desnudas, te tiendes sobre la arena que la noche hiela, se te duerme el cuerpo, disuelto en la inmensidad os­ cura, y tu cabeza vaga por el mundo, y con la primera luz del ama­ necer dices a los hombres prodigios o desdichas que ya tienen vivi­ dos en los días del porvenir. Aquella noche mi cabeza se detuvo en una gruta donde colgaba un escudo que era un espejo de bronce. Me miré en sueños y me vi con el espíritu que me acechaba desde tu cuerpo, que yo no conocía.

Vi mi rostro pálido, alargado y cubierto por la negra maleza de tu barba. Mi rostro no era el mío, el mío era rojo y calvo, bajaban sobre él unos bucles dorados y el sol me ennegrecía como a un amalecita. Al verme ese rostro ajeno comprendí que era el mío y partí a buscar­ lo, sabiendo que, en sueños sucesivos, el espejo me hablaría con una voz ajena que era la mía y que habría de oírla bajo la luz del sol cuando tú te me aparecieras y pudiera yo tocar tu presencia. Yo era otro, alabé al Señor y me sentí dichoso en aquella cueva donde ha­ bitaba la cabeza terrible y bella que reflejaba mi propia vagabunda cabeza. Samuel me empujó al camino y me puso delante al gigantesco Goliat de los filisteos. Lo cubría una armadura de bronce y se echó a reír al verme, tan pequeño, sin espada ni puñal, pastor cubierto de andrajos. La risa lo hizo llorar y se llevó una mano a los ojos pa­ ra limpiarse las lágrimas. Fue entonces cuando le di una pedrada en la frente, única parte desprotegida de su cuerpo, porque dicen las sibilas que pensamos con la frente y siempre está desprotegido nues­ tro pensamiento, en tanto Dios monta guardia ante nuestros cora­ zones. El gigante cayó con un estrépito de cacharros sorprendidos y corté su cabeza. Trenzas de espesa sangre colgaban de su cuello y vibraban al viento musitando coros de palabras misteriosas. Fueron esta voces las que ahuyentaron a los diez 'mil filisteos, dejándome en un paraje desconocido y solitario que pronto llenó una multitud admirativa, murmurante y hebrea. Yo era la leyenda del pequeño pastor desarmado que mata al gigante artillado, para siempre la fe de los pequeños en el favor de Dios. Una gota de aceite, una hermo­ sa pesadilla y una pedrada oportuna construyen prestamente a un héroe. El camino hacia el rey Saúl, tu padre, recorría valles y aldeas en que David era ya objeto de culto. Los niños jugaban a David y Go­ liat, los mercaderes vendían muñecos y dulces en forma de David, todos querían ser los poseedores de la piedra que había derribado al gigante, altares domésticos la mostraban a la piedad de las familias y las servidumbres. Las mujeres de Israel deseaban ser madres de David, ofrecían sus vientres a la fecundación del héroe, entre cantos que proclama­ ban la fama del pastor como diez veces más alta que la del rey.

En la corte de tu padre tú me aguardabas, sin saberlo yo, sin sa­ berlo tú. Eras la cara de aquel sueño que el espejo me devolvía co­ mo propia cuando acababa de conocerla. El espíritu de Dios te po­ see como un amante y aceptas que te convierta en otro, y así, mientras yo llevara tu rostro tú no morirías, así también tú serías el custodio de mi vida en tanto en tus espejos la cara rubia de un pastor desconocido devolviera la mirada de tus ojos. Engendré muchos hijos en mi larga vida, Jonatán, engendré hi­ jos propios y ajenos y cuando el varón conoce a la mujer y la preña, es ella quien se queda con el fruto del encuentro. Lo que dejas den­ tro de la mujer le pertenece, pues has servido a la madre de los hi­ jos de Israel. Cuando un varón conoce a otro varón queda dentro de él para siempre, oscura flor de simiente que navega en la sangre del amado y que vuelve, misteriosa, en el rostro del hijo. Engendré hi­ jos propios y ajenos, Jonatán, y una porción de ellos son tus hijos, amado mío. En la cara de los hijos que tuve en tu hermana Mikhal has vuelto para siempre a abrir los ojos y a sorprenderte por la al­ tura calva de las montañas. ' Porque tú siempre fuiste un animal de altura, Jonatán, águila que se afila el pico y las garras en las cimas solitarias. Saltabas ris­ cos, trepabas desfiladeros, aguardabas a los enemigos en las grietas y en las peñas, seguro de desgarrarlos con tu gesto pugnaz, que ba­ jaba como el alud hasta el terror de los vencidos. Yo, en cambio, he sido siempre el pastor en el valle, hundido en la alta hierba, entre la pereza del ganado, he visto el cielo cambiar con desgano de color, recortado por la mezquindad del follaje, me he adormecido en la blandura maternal y húmeda de los hondones, he acariciado el ar­ pa como la temblorosa cabellera de una muchacha que se desnuda por primera vez y he imaginado los salmos donde la voz del hombre, perdido en la bruma del hombre, perdido en la bruma del mundo, alaba la certeza de Dios en las alturas de su luz. Tú, más cerca de la cumbre, bajabas tus miradas sombrías sobre un paisaje que do­ minabas hasta las lejanías enemigas. Tú compartías la nítida sole­ dad de rocas y soles, eras la ley echando sus rayos sobre el descon­ cierto de los hombres. Me han crecido uñas de halcón, alas de vencejo y pico de buitre desde tu simiente vaga, secreta, por las ave­ nidas de mi cuerpo, así como la hierba de mis valles ablanda tu

muerte, Jonatán, hermano mío. Sólo huyo al desierto de noche, bus­ cando el cobijo del páramo borrado por la tiniebla donde te encierren mis brazos y mi boca, el desierto qne se ilumina en el avaro momen­ to de la profecía y que borra los caminos apenas los hollamos con pies de fiebre y de olvido. En los sueños de Saúl no había espejos. No había escudos de me­ tal en sus alcobas, el agua de las fuentes se enturbiaba de miedo cuando él se asomaba en busca de su rostro. Saúl no ha visto nunca su cara, por ello lo asaltaron siempre los malos espíritus del Señor y las puertas de su alma estuvieron siempre abiertas a las visitas de­ moníacas. Saúl que te echó de su mesa porque amabas al pastor, que te ofreció como víctima al Supremo ante el clamor del pueblo que te quería vivo y vencedor de venideras batallas, Saúl que me persiguió con su lanza fatigando los años y los senderos, porque sabía o porque ignoraba que yo era tú y que tú me amabas como a ti mismo. Vi tu cara, por fin, unida a tu cuerpo, aquel cuerpo de santo gue­ rrero, blanco y lacio, con los anchos hombros apuntados desde la al­ tura hacia la tierra donde se combate. Tu cuerpo, espesura de pelo negro con el medido tesoro de tus ojos, seguros diamantes en la ma­ raña de tu frente, y el águila de vello que se desplegaba en tu pecho, ah vello que se derramaba sobre mi pecho calvo y tostado, en tomo al alabastro de mis tetillas, como la lluvia en la vaguada, cuando dormías, confiado a mi monótono aliento, a mi corazón monótono que sólo aprendió a amarte, en tanto tu boca cubría un ínfimo arro­ yo con su respiración entre los dedos de mi diestra. No sabía tu nombre todavía cuando tú me diste tu espada y tu manto, Jonatán, me puse tu mano y empuñé tu espada, y sentí que era un príncipe y que sabía blandiría desde siglos, porque me pose­ yó tu espíritu y tu nombre me subió a la boca desde la bruma de los misterios, me llenó tu nombre la boca y se escapó entre mis labios como un pájaro impaciente y te nombré sabiendo que guardarías mi vida en remotos confines del mundo cuando la muerte me exigiera su moneda. Samuel me había descubierto rey entre la maraña de los valles, pero yo me sentí rey sólo cuando tu manto ciñó mi cuerpo, tu manto que aún tenía la tibieza de tu piel, Jonatán, y cuando tu es­ pada se irguió en mi puño, tu espada que aún temblaba con tu últi­ ma estocada.

Saúl me persiguió con su lanza y tú me salvaste la vida con avi­ sos oportunos, en tanto nos íbamos al desierto y juntos convocába­ mos el testimonio de Dios para que mi descendencia fuera la tuya y tu descendencia fuera la mía, Jonatán. El desierto estaba frío en la tiniebla y había calor sólo en nuestra tienda. La hogaza reseca por el sol se ablanda en el vino como mi voz en el canto, cantándote pa­ labras que mi vejez ha olvidado, palabras que nadie escuchó salvo tú y que aseveran la memoria del Señor. La flor de tu simiente se abrió de golpe en mis entrañas, flor oculta y certera, y te proclamé en secreto mi padre y mi rey, porque acababa de coronarte yo a ti con la apagada diadema de mis manos y porque terminaba yo de nacer bajo tu mirada húmeda, y desde en­ tonces mis hijos son tus hijos, Jonatán, y repiten tu nombre sin co­ nocerlo y sin callarlo. Un sol moroso y rojo fue habitando el desierto y tu mano echó su sombra sobre mi muslo y vi mi cuerpo inmenso como el desierto y la sombra de tu mano inmensa como una nube y tú no eras un gue­ rrero dormido ni yo un danzarín enamorado de ti, sino que éramos inmensos como el mundo y como la muerte y ya nada podía inquie­ tarnos, porque el mundo es seguro y la muerte es quieta. Mucho después supe que aquella mañana era la última vez que te vería, y una oscura certeza debió llegar a mi alma, porque hui de vosotros y me oculté en una cueva donde los días no transcurrían, y me fingí loco y fui llevado por las aldeas encadenado a los furiosos y a los melancólicos, y me hice siervo de los filisteos y luché por ellos y guardé en un talego las monedas que me proporcionó la sangre de sus enemigos. Caí ante Saúl esperando la muerte y él me reconoció hijo suyo, hermano tuyo, hermano de príncipes, sin saber, acaso, que la más alta corona la llevabas tú y me la pasarías con tu último aliento. Su­ pe entonces que morirías antes que yo, Jonatán, que ya estabas muerto para mí, pues el agua del arroyo me mostró tu cara inmóvil, con los ojos vacíos. Ya nunca me habrías de mirar, Jonatán, amor muerto, y Saúl me imponía su herencia porque sabía que tú no lo habrías de heredar. Soñé en noches solitarias. Soñé formas penumbrosas que olvi­ daba al despertar. Soñé que el viejo Samuel, muerto hacía años, w-

nía con sus anuncios en lo más íntimo de los sueños. Samuel salía por una grieta del desierto, quejándose de que lo despertaran de su larga siesta junto al Señor, la cara cubierta por un manto negro. So­ ñé que se descubría la cara y que en el negro manto estabas tú, he­ lado, rígido, y que tu sudor aún parecía mojar tu frente y la sangre de tus heridas aún parecía rodear tu cuello, pero al besarlos en bus­ ca de tu acre presencia, Jonatán, se astillaban entre mis dientes co­ mo cristales, y tú te transformabas en un tamarisco mientras te lle­ vaba en mis brazos como a un niño dormido, y el árbol aumentaba de peso hasta obligarme a caer de rodillas y de rodillas me desper­ taba, al amanecer, en mi lecho, cantando tu nombre sobre la músi­ ca de un salmo. Yo dancé ante el Arca, Jonatán, y ordené que se construyera el Templo para que el trono tuviera su sitio y el Arca cesara de errar por el mundo y los pueblos encaminaran sus pasos hacia la Ciudad de Dios. Pero, en secreto, eras tú quien danzaba y eras tú quien or­ denaba y eras tú quien arrastraba ante la devoción de la multitud el manto real. Tú eras mi rey y llevabas mi corona y yo, el pastor co­ ronado, llevaba tu cuerpo con el gesto regio aprendido en las altu­ ras despobladas en las que afilaste tu pico y tus garras. Ese tu rostro pálido y enmarañado el rostro de Salomón, mi hi­ jo, que construirá el Templo y fijará el trono y hará reposar el Arca en la penumbra sagrada que acunan las arpas y las voces. Cuando vi en la cara de mi hijo tu cara, Jonatán, comprendí que el viejo Da­ vid, con su boca despoblada, sus piernas inútiles y su palabra balbu­ ceante, agradecía a Dios la moneda del final. Salomón eres tú y que­ darás vivo para cuidarme cuando haya muerto, como yo he montado guardia en tomo al oculto jardín de tu simiente de donde sale tu ros­ tro una vez y cien veces para asomarse al rostro de mis hijos, de nues­ tros hijos, Jonatán, mi padre y mi rey, mi hermano y mi amado. Busqué la muerte en la batalla, entre los apostados, en el adul­ terio que la ley castigaría con la vida, y no la hallé. Mis glorias y mis lágrimas me han empujado a la ancianidad, en la que la niña de Sunam me acerca sus pechos de paj arillo y se abraza a mí por las no­ ches para entibiar el frío de las últimas estaciones. Busqué la muerte y no la hallé porque tú habías muerto, con tu padre y tus hermanos, y era yo quien debía guardar tu rostro secre­

to en el infalible escudo de bronce al que me miraba en el centro de los sueños. Supe de aquella guerra antes de que se librara y tuve tiempo de compartir vuestras espadas. No fui, Jonatán, pudiendo haber ido. Los enemigos acabaron contigo, cortaron tu cuello y alabaron tu suelta cabeza antes de sepultarte bajo un tamarisco, según el anun­ cio de Samuel. Pude estar junto a ti, morir junto a ti o, tal vez, con mayor seguridad, salvarte la vida. Tú serías rey y yo pastor. Tú se­ rías un viejo balbuciente, de boca despoblada y piernas inútiles, que intentaría conmover los pechos de pajarillos de la niña sulamita. En cambio, eres Jonatán, el santo guerrero que señorea sobre las más encumbradas montañas, hermano de soles y de leyes, eres el ágil muchacho de los desiertos que tiene a su lado al rubio pastor ungi­ do, un niño que lo ama como a sí mismo. Tú puedes danzar ante el Arca y cuando Salomón se siente en el trono, tú te sentarás con él y dominarás el Templo de la Ciudad de Dios con tu húmeda mirada de buitre. Ofrendad a Dios la gloria de su nombre. Firme está el orbe y el Señor no vacila. (Inédito.)

Tristán e Isoldo J u a n R odolfo W ilcock

(Guión cinematográfico inédito de Llorenc Riber; manuscrito procedente de una colección privada.) É poca : E dad M ed ia . Lugar: E l

Canal de la Mancha y alrededores. Tristán, hijo de Blancaflor, hermana de Marcos de Comualles, vive en la corte de su tío. Él e Isoldo, estudiante de medicina y príncipe de Irlanda, hijo del rey Gurmano y de la reina Lotta, son la créme de la créme de la jeunesse dorée de la época. Llevan mucho tiempo sabiendo cosas el uno del otro, pero sólo de oídas. Isoldo, sin haber­ lo visto nunca, considera a Tristán el folk-singer ideal: barba rubia y espesa, mostachos de león, anteojos de cornalina; para Tristán, en cambio, Isoldo personifica el sueño maravilloso del universitario im­ berbe de excelente familia. Tristán debe la fama que lo rodea tanto a su voz como a sus dig­ nas costumbres; preciosa herencia de su sangre bretona. (En efec­ to, su padre, Rimalino de Parmenia, se trasladó de la tierra natal a Tintal, sede de la corte del rey Marcos; la historia de sus amores con Blancaflor y un ciervo del bosque real tuvo un trágico desarro­ llo.) Él no sólo es el más hermoso y el más deportivo de los jóvenes, el experto condottiero que ha prestado al tío mil servicios como pro­ fesor de gimnasia del cuerpo de cadetes, el brillante y heroico caba­ llero de tantos encuentros de polo y campeón local de ajedrez, sino también el hombre más culto de aquellos tiempos incultos, hábil conversador, experto en cante español y en medios de comunicación

de masas, una mente política, en suma, no un mero playboy de los bosques. En cuanto a las gracias del rubio Isoldo, sumadas a unas ex­ traordinarias dotes espirituales (la madre lo ha iniciado entre otras cosas en los secretos de la cocina), mucho saben acerca de ellas los viajeros que han visitado Irlanda y su capital (Dublín) pero no todo cuanto sería necesario para tejer las justas alabanzas. Así, ambos jóvenes llevan sus respectivos retratos en el corazón, y sus pensamientos se encuentran superando cualquier distancia. (Encuadres iniciales.) Pero es bastante improbable que puedan encontrarse alguna vez en persona, puesto que antiguos rencores separan inexorablemente a Cornualles de Irlanda, y con suerte alterna ambos países se han combatido ásperamente durante mucho tiempo. La sangre corrió a torrentes y el odio fue grande; tal vez mayor por parte irlandesa, porque una ley exigía que cada hombre de Cornualles, si era sor­ prendido aunque sólo fuera preguntándole la hora a un muchacho irlandés, fuera muerto inmediatamente y colgado cabeza abajo de imposte de la luz. En el castillo del rey, en Tintal de Cornualles, encontramos una extraña situación: el rey Marcos, muerta su mujer Gerunda, famo­ sa por la longitud y rectitud de su nariz, ha designado como herede­ ro del trono a su sobrino (de él), a quien el monarca ama entraña­ blemente, y por dicho motivo no quiere casarse de nuevo. Por él, en efecto, cuentan en voz baja los habituales de lugares de mala nota, hizo destripar a la reina, que en cierto modo obstaculizaba aquel afecto. En la corte, sin embargo, entre los grandes del reino, muchos barones envidian a Tristán, conspiran contra él y apremian al rey Marcos para que nombre otro heredero menos escandaloso. Tristán, desprovisto de cualquier egoísmo, es incondicionalmen­ te fiel a Marcos; hasta tal pinito consigue confundir esta fidelidad con su interés por el famoso Isoldo, que se propone conquistar al jo­ ven para ofrecerlo como heredero a su señor. El proyecto no está des­ provisto de consecuencias políticas: aparte de las ventajas de tener un médico en la familia, el gesto de Tristán servirá para pacificar a los dos países, profundamente golpeados por el odio recíproco y ex­ cesivamente dañados por la prolongada guerra.

El proyecto es osado, pero, cuando Tristán se lo insinúa al rey para pedirle consejo, éste lo considera irrealizable. Al final, sin em­ bargo, Marcos se rinde a la idea, para poner término a las imper­ tinencias de los barones. Se convence de querer únicamente a Isoldo; pero si Tristán fracasa en su intento de secuestrar al irlandés, el rey renunciará a la adopción y Tristán seguirá siendo heredero del trono. Los barones procuran cargar sobre Tristán todo el peligro de la empresa e intentan convencer al rey de que lo envíe solo a Irlanda (con la secreta esperanza de que no regrese, colgado patas arriba por la dura ley de Dublín). El rey opone un airado rechazo y pretende incluso que sean los barones quienes vayan para que Tristán se que­ de con él. Tristán, entre otras razones porque le parece improbable que aquellos antihigiénicos barones consigan seducir al estudiante, exige para sí el honor de la empresa; acepta que los barones lo acom­ pañen, pero no todos, y con prohibición absoluta de tocar a la presa. Éstos, preocupados, acceden de mala gana. Parten. Cerca de las costas irlandesas el príncipe se viste unas míseras y harapientas ropas, los blue-jeans más viejos que ha en­ contrado, y desciende a una barca con su arpa y un gran conejo de regalo. Ordena a los demás que vuelvan a la patria y le cuenten al rey que traerá a Isoldo preparado para la adopción, o, en caso con­ trario, no regresará jamás. Después se deja arrastrar por las olas hacia la playa. La barca a la deriva es avistada por una lancha pa­ trullera en las proximidades de Dublín y del puerto sale una barca en su auxilio. A los oídos de los marineros que se aproximan llega un canto, acompañado del sonido del arpa, tan dulce y encantador que todos se ponen a bañar sobre la barca, descuidando remos y timón. Abor­ dan finalmente la barquilla a la deriva y encuentran en ella a Tris­ tán, que les cuenta una historia lacrimosa: yendo de viaje hacia Bretaña con un rico compañero y una preciosa carga, fueron sor­ prendidos por los piratas, los cuales mataron a su compañero jun­ to con toda la tripulación de la nave, a excepción del conejo. A él, sin embargo, le perdonaron la vida, después de haber sido violen­ tado por todos, junto con el conejo, gracias a su belleza viril y a sus canciones; los apiadados piratas lo abandonaron en medio del mar

con esta barca y una modesta provisión de comida. Pide por cari­ dad a sus socorredores un puñado de hierba para el conejo, que no ha comido nada desde el día del estupro. Los irlandeses llevan a los dos a tierra; mientras desembarcan, pasa cerca de ellos Isoldo, en compañía de Branganio y de sus pa­ jes, de regreso al castillo después del baño (encuadres de playa con muchachos y jóvenes irlandeses en traje de baño, esquí acuático, desnudos a contraluz, etcétera). Acude mucha más gente, y alguien comunica la noticia al principito, que quiere que le traigan inme­ diatamente a Tristán (el cual manifiesta llamarse Tantris) y le or­ dena que cante y recite. El inglés lo hace, y su voz, sus modales y su conejo suscitan una gran impresión. Isoldo ordena finalmente que lleven a los dos náufragos al castillo y que los alojen en una ha­ bitación aseada, a fin de que puedan reponer fuerzas y sacarse los piojos de mar. De este modo llega Tristán, bajo fingida cobertura, a la corte y no tarda en conquistar, con sus músculos y su talento, el favor de to­ dos; porque a todos supera en ingenio, cultura musical y sentido in­ nato de la publicidad. Junto a Isoldo, se dedica a la música y a las letras, a la cría de conejos, al juego del ajedrez; le da también leccio­ nes de moralidad, de judo, de español; en suma, se enamoran uno del otro. Pero frente a la responsabilidad de su misión y a su deber res­ pecto al rey Marcos, Tristán hace pasar a segundo término sus sen­ timientos, por otra parte más que naturales entre dos jóvenes be­ llos, ricos y amantes del deporte; cuando descubre el amor de Isoldo, se alegra, porque piensa que ahora el príncipe lo seguirá con mayor agrado a Comualles. Isoldo, por su parte, vive con el escozor de que su inclinación no llegue a nada concreto; desde el momento en que sabe que el pobre y desconocido pero fascinante juglar-mercader duerme con su cone­ jo, teme no ser plenamente correspondido. Finalmente Tristán le revela su propia identidad. Es una esce­ na abundante en los más contrastados sentimientos. Isoldo se ente­ ra de ese modo de que el jovencito amado por él es Tristán, aquel que era para él tanto un nombre como un sueño, y que ahora llegaba has­ ta él astutamente, para conquistarlo; pero no para sí mismo, sino

para el rey Marcos. ¿Debería seguirlo, pero sólo para acabar entre los brazos del tío? Tristán intenta convencerlo, con el ímpetu de su experta lengua, en nombre de Marcos y de sus proyectos políticos; finalmente obtie­ ne el consentimiento del muchacho, vencido ahora por el espejismo de un menage á trois a nivel real. Todo, o casi todo, es revelado a los venerables progenitores: sigue de ahí la sorpresa, la cólera, la refle­ xión, la alegría, y después la conformidad. Tristán recoge el conejo y conduce a Isoldo a Cornualles. Durante el viaje se acaba creando en la nave una situación extra­ ña. Isoldo, a quien hasta ahora no se le ha resistido un sólo hombre, sigue celoso del conejo y vacña entre el amor y el odio; Tristán titubea en cambio entre la voz del instinto y la de la razón de Estado. Pero una noche, en que se han quedado solos porque todos los demás han des­ cendido a tierra, los dos jóvenes beben un litro de cerveza irlandesa por cabeza, y el deseo de Isoldo estalla libremente sin freno. El conejo es abandonado en la estiba de la nave y los dos príncipes se alojan juntos durante el resto del viaje, temiendo ambos su indeseable final. El rey Marcos los acoge con gran pompa y nombra heredero a Isoldo. Aquella misma noche, cuando se dispone a llevar a término la adopción, el complaciente Branganio se deja convencer por los otros dos: sustituye a Isoldo en el lecho familiar, y Marcos pasa con él el resto de la noche. El engaño prosigue sin que Marcos lo descubra, porque Tristán tiene libre acceso a las habitaciones de Isoldo, y ambos consiguen evitar la menor sospecha. Pero su felicidad, nacida bajo el signo de la fatalidad, es descubierta por Marioldo, el senescal del rey, el cual también desea entrañablemente a Isoldo. Marioldo lleva años durmiendo en la misma tienda que el cone­ jo y Tristán; así que no tarda en descubrir que éste, a determinada hora de la noche, se dirige furtivamente a las habitaciones del prín­ cipe heredero. Marioldo sigue sus huellas sobre la nieve y descubre a Tristán e Isoldo que juegan al ajedrez sobre la alfombra, aunque el fiel Branganio intente cubrir con el tablero la luz de la lámpara. ¡Dolor y rabia! Marioldo, sin embargo, no revela al rey que ha descubierto a los dos en plena apertura india, pero le informa de ciertos rumores, que le inquietan, y sigue estando en guardia.

Terribles dudas atormentan a Marcos, puesto que se trata na­ da menos que de su hijo, puro como un ángel, y de su más querido amigo y sobrino, no tan puro pero en cualquier caso de la familia. El rey y Marioldo, roídos por las sospechas, contratan como es­ pía al enano Melot. Como espía éste es un fracaso y al primer espio­ naje hace venir a Marcos, pero los otros se dan cuenta a tiempo y fingen que están jugando al ajedrez en un árbol. Marcos, furioso, arroja al enano al arroyo. Vuelve a la corte y ordena que los dos jó­ venes sean expulsados: que vayan a jugar al ajedrez a Francia: Los dos príncipes se refugian en la selva y viven en una gruta, antiguo refugio de los gigantes (encuadres de la vida serena y bucó­ lica en plena Edad Media entre las fieras del bosque). Sin embargo, el rey los ha seguido y los descubre en la gruta, dedicados a jugar un final de partida especialmente difícil, torre contra torre, sobre el montón de paja del conejo. Los dos protestan que en la Irlanda me­ dieval todo el mundo juega al ajedrez. Pero el rey no atiende a razones: desenvaina la larga espada y se abalanza contra Tristán. En un desesperado intento por salvar al amigo, que en lugar de escapar ha ofrecido el pecho al sable, Isoldo se adelanta, con el resultado de que ambos jóvenes son ensartados por la misma hoja, y ésta se clava en la roca. Unidos como dos tor­ dos en el sangriento espetón de la muerte, Tristán e Isoldo consi­ guen soltarse de la roca, adelantar unos pasos juntos y caer final­ mente, exánimes, sobre el tablero de ajedrez. A lo que el conejo, enfurecido, se lanza contra el rey y lo devora. (Por gentñeza de Char­ les Guy Fulke Greville, conde de Warwick.) (Fragmento de «Llorenc Riber», en La sinagoga de los inconoclastas, Anagrama, Barcelona, 1981; tra­ ducido del italiano por Joaquín Jordá.)

Nuestros antepasados

M a n u el M u jic a L ainez

1648 E ra UNA CANOA larga Y esbelta , de aquellas que solían recorrer, tri­

puladas por diez o quince guaraníes, todo el curso del Uruguay y del Paraná, aventurándose hasta el delta mismo. Sólo que ahora no la ocupaba nadie. Abandonada, a la deriva, ponía en la serenidad del Río de la Plata inesperadas sugestiones de naufragio. Los dos pescadores, de pie sobre el lomo de los caballos cuyos belfos sobrenadaban el agua indolente, escudriñaban el interior de la barca, más cerca de la costa. Un movimiento de la corriente hizo virar con blando balanceo la proa erguida, y el sol, al bañar su cóncava superficie, arrancó chis­ pas de un objeto oscuro, metálico, alzado en la popa. -¡Un cofre! ¡Un cofre! -gritó Ignacio, el menor de los muchachos, y zambulló ágilmente. El otro le siguió. Brillaban los ojos de ambos, pero su luz era distinta. Había entusiasmo, codicia, en los de Igna­ cio; en los de Miguel, desazón: cada brazada que le acercaba a lo des­ conocido, añadía a su miedo. Chapaleando las ondas breves, llega­ ron hasta la canoa. Por más que mirara hacia atrás, hacia los comienzos de su cor­ ta vida, Miguel no podía separar de su memoria la imagen de su pri­ mo hermano. Juntos habían crecido en el caserío de Torre del Mar,

en Vélez Málaga. Su infancia transcurrió entre olivos y naranjos, a orillas del Mediterráneo, y en barcazas ligeras que regresaban al anochecer, henchidas las redes. Fue una vida alegre, retozona, de semidioses anfibios. Cuando no estaban bañándose en las aguas azules, o pescando mar afuera, o tumbados entre los naranjales, pa­ seaban por las callejas delgadas y entraban en las iglesias antiguas y en los conventos. Lo poco que sabían lo habían aprendido codo con codo; algunas oraciones milagreras, zurcir una red, preparar un an­ zuelo, elegir el cebo mejor. Los grumetes de los barcos que acudían al refugio de Torre del Mar, en busca del agua fresca de sus pozos, les habían referido cuentos de sirenas, y los pescadores no cesaban de narrarles la mágica historia de cuando el Rey Católico pasó por allí, acuchillando moros. Para Miguel, Ignacio era inseparable de esas evocaciones. En su imaginación infantil azuzada por las viejas piedras esculpidas y por el aire del Mediterráneo, Ignacio ocupaba el sitio de los héroes de la leyenda. Veíale amarrado al mástil del navio veloz, mientras las mujeres de cola escamosa cantaban los cantos fatales. Veíale, el casco coronado de alas, frente a la hueste sonora que salvó a Anda­ lucía del infiel. Ignacio, siempre Ignacio, para su soledad de niño. Su desnudez atravesaba como un relámpago la negrura de los oli­ vares y todo se iluminaba con brusco resplandor. Al morir el padre de su primo, hermano del suyo, aquella inti­ midad se aguzó. Ignacio a los quince años y Miguel a los diecisiete se parecían como dos estatuas de bronce, en la similitud de los tor­ sos soleados, del pelo renegrido, de los ojos árabes. Pero en aquella relación, riesgosa por lo que implicaba de desequilibrios, el mayor era, al tiempo que el protector, el esclavo. Tan habituado estaba Ig­ nacio a hacer su voluntad, desde que juntos iniciaron la vida, que no lo consideraba un privilegio que podría quitársele. Y así, si Miguel le otorgaba todo, Ignacio no advertía la singularidad de tal actitud, y la recibía sin agradecerla, con la naturalidad inconsciente de los pequeños déspotas. Pero a Miguel le bastaba, como recompensa de tina situación cuya injusticia no podía escapársele, sentir que ese sacrificio permanente, que era en él como una segunda personali­ dad, le había dado en cambio la seguridad de que no compartía a Ig­ nacio con nadie. Durante años, habíase válido de mil tretas para ale­

jarle de los otros muchachos pescadores, y su primo, con aquel aban­ dono y aquella fácil indiferencia que le singularizaban, le había de­ jado hacer, quizá sin notarlo. Si Miguel se hubiera detenido a analizar, indagando en sus sen­ timientos, la índole sutil de los lazos que había estrechado así con Ignacio, su ingenuidad aldeana no le hubiera permitido discernir su nudo más escondido. Esa ignorancia que sólo obraba por impulsos ponía una extraña base de pureza a su amistad. Lo único que él le pedía a la vida es que le dejara estar con Ignacio, bajo los naranjos deslumbrantes o bajo las estrellas balanceadas, en las noches en que el Mediterráneo vuelve a ser griego y fenicio. Y como Ignacio, por inercia, porque exige más esfuerzo negar que acordar, se había so­ metido a esa vida de tácito aislamiento, su existencia transcurrió fe­ liz en el caserío de Torre del Mar. Hasta que el menor cumplió diecisiete años, y repentinamente empezó a sentir que le ahogaba un dogal tan laboriosamente tren­ zado. íbansele los ojos tras las muchachas, cuando salían los domin­ gos de misa, y aunque Miguel le urgía para que volvieran a la pla­ ya, se atardaba en el atrio de la iglesia de la Encarnación o, si conseguía escapar, rondaba el palacio de los marqueses de Veniel, cuyas criadas eran hermosas. También cambió entonces el carácter de Miguel. De jubiloso y encendido, se tomó taciturno, receloso, secreto. Ignacio ya no pudo ejercer su tiranía. Aunque se acompañaban siempre, abríanse en­ tre ambos verdaderos pozos de silencio, y entonces advertían la dis­ tancia que les separaba: Ignacio de una parte, con su inquietud, su ansia de vida, de amor, de luces; Miguel de la otra con la muda an­ gustia de quien siente que pierde lo que es suyo y comprende que cada palabra puede contribuir al alejamiento y por eso no la pro­ nuncia, aunque arde por hablar. Así iban, trepando las pendientes de Vélez Málaga entrecortadas de calles cojas, sin percibir ningu­ no de los dos cuál era la índole del peso que les agobiaba. Y a am­ bos lados, en los soportales, bullía la vida con los gritos de los arrie­ ros y de las fregonas, con el tartam udear de los mendigos y las grescas de los marineros. Nombres remotos: México, Lima, Portobelo, Cartagena de Indias, Buenos Aires, acudían a los labios. Pe­ ro ellos no los escuchaban. Ignacio, disimulando -y no entendien­

do, en verdad, la causa de su disimulo-, se detenía con cualquier pretexto para entornar los ojos y atisbar, bajo un corpiño, el pujar de un pecho adolescente, imperioso. Y Miguel, disimulando también y sin alcanzar tampoco la fuente de ese fingimiento, seguía con la mirada los ojos de Ignacio y bajaba los párpados. No se había equivocado el menor. Era un arca de madera dura, quizá de jacarandá macizo. Su tosca talla aparecía aquí y allá, bajo el cuero repujado que la vestía y al que ornamentaban rígidas figu­ ras de águilas, de flores, de leones y pájaros. Tanto pesaba que tu­ vieron que hacer un esfuerzo para moverla, cuidando de que no zo­ zobrara la embarcación. Cerrábanla herrajes martillados. Cuando quisieron levantar la tapa, ésta no cedió. Entonces, desenvainando los cuchillos de pescadores, hundiéronlos en el delgado intersticio que separaba el cajón de la cubierta. Ignacio, agrandados los ojos por la emoción, hablaba con una vo­ lubilidad que Miguel no le conocía de largo tiempo. No paraba de preguntar. ¿De dónde podía venir ese cofre? Y él mismo se contesta­ ba, como intoxicado: -De seguro que trae tesoros de los Padres de la Compañía. El gobernador está en lo cierto. ¡Aquí hay oro, Miguel, onzas de oro has­ ta el tope! Y forcejeaba con la faca reluciente, hasta que la hoja se quebró por la mitad, haciéndole un pequeño corte en una mano. Miguel, co­ mo tantas veces cuando eran niños, allende el océano, le tomó la ma­ no y oprimiéndola con fuerza entre los labios, comenzó a sorberle el hilo de sangre. Mucha gente había venido de la costa andaluza para América. Los viejos que recordaban los relatos de las primeras conquistas, encen­ dían fogatas en la imaginación de los auditorios. Desgarrábanse los mozos de Almería, de Motril, de Málaga, de Cádiz. ¿Quién iba a resig­ narse a andar con bueyes o con cabras, o trabajando en las vides y en los sembradíos, si cada golpe de viento de África alimentaba la hogue­ ra con alusiones a un pasado levantisco, aventurero? En las Indias meterían el brazo hasta el codo en oro virgen, y de regreso serían más príncipes que los califas que alzaron las mezquitas y los palacios.

El padre de Miguel no resistió a ese reclamo alucinante. Dejó los aparejos de pescador y embarcó con su hijo y su sobrino. Tanta era su certeza de fortuna, que antes de partir de Torre del Mar es­ cogió el solar de Vélez Málaga en el cual levantaría su casa rica, con fuentes en los patios y terrazas y jardines de cipreses y arrayanes. Poco le duró el espejismo. La peste que asoló al velero y contra la cual fue impotente el «maestro zurujano», le empujó con otros veinte cadáveres al seno de las aguas profundas, para festín de las especies plateadas que él había recogido tantas veces en las mallas de su red. Miguel e Ignacio quedaron solos, más solos que nunca, antes de que el mayor hubiera cumplido veinte años. Aislados en medio del duelo de la tripulación, recobraron la confianza perdida. Miguel cre­ yó que su primo volvía a ser suyo, en el miedo de un porvenir que habría que ganar paso a paso. Fondearon en Buenos Aires a fines de julio de 1647 y a poco se alistaron en la expedición que el gober­ nador Don Jacinto de Lariz aprestaba contra las misiones de la Compañía de Jesús. Don Jacinto debía su nombradía principal a sus querellas con el obispo del Río de la Plata, quien acababa de excomulgarle a pe­ sar de sus privilegios de caballero santiaguista. ¡Qué terrible fue la enemistad del Señor de Lariz y del prelado! Por nada, ya estaban escribiendo memoriales al Rey y al Consejo de Indias y a la Audien­ cia de Charcas, pintándose respectivamente como demonios. Si el jefe civil organizó su expedición misionera, cabe suponer que, en buena parte, su afán derivó de la urgencia de alejarse de Buenos Ai­ res, revuelta por la discordia. El pretexto era la denuncia de que los padres ignacianos ocul­ taban minas de oro en sus reducciones y que no las habían declara­ do, como ordenaba la ley, ante la autoridad real. Un indio, llamado Buenaventura, se ofreció a conducir a Don Jacinto hasta los mismos yacimientos. Y allá se partió el malhumorado maese de campo, con un ensayador de metales, algunos vecinos de la ciudad y cuarenta soldados. Formaban entre ellos Ignacio y Miguel. Fue una marcha penosa y estéril. Pasada Nuestra Señora de la Encarnación de Itapuá, sobre el Paraná, el indio desapareció; sólo volvieron a hallarle bastante más tarde, en plena selva, y aunque Buenaventura fue so­

metido a tormento por el gobernador irritado* no pudo sacársele pa­ labra. Vagaron de misión en misión, recibidos con violines y chiri­ mías por jesuítas astutos que simulaban una sorpresa respetuosa ante su aparición, y por caciques que no les mostraban más que ca­ charros y plumas de colores. En diciembre estaban de nuevo en Bue­ nos Aires. Durante aquellos seis meses se acentuó el humor melancólico de Miguel. De noche, su Primo solía acercarse á los fuegos que cre­ pitaban para ahuyentar a las fieras, en un claro del bosque o a ori­ llas de los grandes ríos. Quedaba allí las horas, escuchando a los sol­ dados que hablaban de mujeres. Súbitamente, un yacaré atravesaba la corriente entorpecida por camalotes, o un jaguar elástico cruza­ ba un calvero entre los disparos de la mosquetería. Renacía la cal­ ma, y las imágenes, con su obsesión, tornaban a danzar sobre las brasas. Eran mujeres de las tabernas y de los burdeles del Levante, o indias maravillosas que uno de ellos había entrevisto en el Perú, en el último patio de la casa de un alto funcionario de Castilla. El vaivén de las llamas tatuaba en todos los pómulos igual quemadu­ ra. Suspiraban los veteranos. Ignacio no se cansaba de oírles. Jus­ tificaba tanta fatiga y tanto riesgo, a cambio de estas horas de ca­ maradería bronca con hombres de pelo en pecho que iban descubriendo ante sus ojos ávidos visiones que le enardecían. Cuan­ to había en él de bisnieto de árabes voluptuosos cimbraba ante la promesa de los serrallos. Más atrás, en la sombra, Miguel sentía el frío de la soledad. Cuando Ignacio entraba en la tienda, apenas si cambiaban palabra. A costa de mucho brío consiguieron arrastrar la canoa hasta la playa. El cofre empecinado no les había revelado todavía su secre­ to. Lo colocaron sobre las toscas y reanudaron la tarea ardua. El sol brillaba sobre sus espaldas, sobre sus manos sudorosas. Ignacio se había anudado un lienzo a la herida y apretaba los dientes. Nada, nada, la tapa no cedía. Dijérase que los leones y las águilas, acaso repujados por un indio de esas mismas misiones de la Candelaria, de Santa Ana y de Yapeyú que habían recorrido el año anterior, les hacían burla con las fauces grotescas y los picos desmesurados.

-¡Mejor fuera llevarlo a la cabaña! -dijo Miguel-; allí podremos usar de otros hierros. El menor aprobó. No fue fácil trabajó el que emprendieron. El arca era pesada y voluminosa. Empujándola lentamente entre los sauces, alcanzaron la base de la barranca. Peor resultó el ascenso. De camino, se asían a la matas, a los troncos de los ceibos y de los espinillos. Bajo la piel dorada, hinchábanse sus músculos tensos. Así escalaron la cumbre de la loma y, exhaustos, se echaron a la sombra del tala que la coronaba. Frente a ellos, sin una vela, el río se irisaba con los esmaltes transparentes del atardecer. A esa hora única, ya no semejaba una prolongación de la pampa vecina, pues lograba una hermosura que no fincaba en su. grandeza desierta sino en el tesoro de tonos que de su entraña subía. Ignacio no prolongó el reposo. De un Salto estuvo en la choza y regresó con un trozo de hierro curvo, para reanudar la lucha con lo desconocido al borde de la barranca. Cuando volvieron de las misiones de piedra roja, resolvieron que en Buenos Aires no prosperarían. Es decir que lo decidió Miguel. De haberse seguido el deseo de Ignacio, hubieran permanecido en la ciu­ dad. Con la sopa de los conventos y las sobras del Fuerte hubieran tenido para sustentarse. Siempre hubieran encontrado qué hacer en una metrópoli adolescente. ¿Por qué no engancharse de soldados? Pero Miguel opuso todo el vigor de su tenacidad al proyecto. Ellos eran pescadores y la capital del Río de la Plata necesitaba alimen­ tarse. Los comienzos serían duros, mas pronto ganarían lo suficien­ te para instalar un comercio. Medio año de andar entre gentes de la villa le había bastado para comprender que aquí no había ni el oro ni las esmeraldas ni las turquesas que les anunció la fantasía anda­ luza. Aquí, para amasar algunas onzas, era menester recurrir al ne­ gocio de cueros. Primero pescarían; más tarde, Dios les guiaría de su mano. Ignacio capituló a regañadientes. Argüyó que podían ubicar su choza a las puertas de Buenos Aires, cerca de donde las lavanderas batían la ropa. Pero Miguel tampoco quiso oír hablar de tales vecin­

darios. Había demasiados pescadores en la fcona y la competencia anularía su empeño. Él sabía de un paraje ideal, cinco leguas más arriba, en los Montes Grandes. Y allá se fueron, aunque no se le es­ capaba a Miguel que la distancia conspiraba contra las probabilida­ des de su comercio. Habitaban una cabaña que había pertenecido, según se decía, a unos mestizos que huyeron de allí, después de una terrible tormen­ ta y a quienes ya no se vio nunca. Corría la fama de que la mujer había tenido una hija con Don Pedro Esteban Dávila, uno de los go­ bernadores de más lujuriosa memoria. Lo cierto es que en los aleda­ ños moraba una pareja de labradores, con una niña de quince años a quien hallaron recién nacida en los cañaverales de la costa, y que los pobladores del lugar sostenían que ése era, precisamente, el fru­ to de los amores de aquel gran Señor violento con la mestiza esfu­ mada. Miguel e Ignacio tardaron bastante en ponerse al tanto de las habladurías. Por lo pronto, tuvieron que reconstruir la deshecha ca­ baña; luego emplearon sus magros ahorros de la paga de Lariz en adquirir dos caballos; después, la diaria tarea les absorbió. Con ella, dijérase que el mayor surgía a una vida nueva. Todas las mañanas salían a pescar. Se internaban en el río a caballo, acarreando cada uno un extremo de la red. Adelantábanse hasta que el agua limosa tocaba el pescuezo de las bestias y, de pie sobre el lomo, separados por el largor del ancho aparejo de cuerdas, recogían en la malla a los convulsionados batallones del río. Bogas, sábalos, zurubíes de cabe­ za chata, bagres y pejerreyes, se revolvían en la prisión. Hacían el mismo viaje varias veces. Otras, cazaban tortugas en las islas veci­ nas, y hasta pequeños lagartos, valiéndose de arpones. De tarde pre­ paraban los cebos de carne, lombrices, pescado y frutillas, o tornea­ ban anzuelos, o concertaban las ventas con los carreteros que pasaban por el camino, de la costa hacia la ciudad. La felicidad de Miguel era sólo comparable a la de su infancia en Torre del Mar. Sucedíale de despertar en mitad de la noche y que­ dar las horas, a los pies de la cuja de su primo, velándole. Ningún pensamiento atravesaba su mente. Una infinita paz le invadía. Al alba, cuando le veía ensillar los caballos, desnudo el torso, la emo­ ción le caldeaba el pecho.

Hasta que conocieron a Antonia, la de los cuentos, la que podía ser hija de un gobernador del Río de la Plata y sobrina del Marqués de las Navas. Era una muchacha fina, frágil, modosa. Andaba siempre como dentro de un halo que le desdibujaba el contorno y le otorgaba el prestigio de la lejanía. La leyenda de su origen añadía a su orgullo. Aderezaba las ropas pobres como si fueran vestidos cortesanos; cui­ daba el ademán; medía la risa. Ignacio se enamoró de ella con locu­ ra. Estaba en la edad en que el misterio es el condimento más esco­ gido de la pasión. A fin de ocultarse de Miguel -e ignorando, como antes, por qué se escondía- fingía acostarse muy temprano para es­ capar luego. Miguel espiaba desde la barranca sus sombras entre­ lazadas en el agua inmóvil. Así transcurrieron cuatro, cinco meses... Y ahora, el cofre... Nada podía con las cerraduras y con sus refuerzos. Jadeantes bajo las primeras estrellas, sacudían el arca como si fuera la cabe­ zota de un gigante que se niega a comprender. Ignacio hablaba a borbotones, con un ritmo entrecortado de hombre que se confiesa o que piensa en alta voz. Subía tras ellos la luna inmaculada, y Miguel, clavando en el jacarandá macizo el pu­ ñal mellado, seguía el monólogo de su primo a modo de quien se aso­ ma a un abismo entre jirones de niebla. Ahí estaba la fortuna, por fin, y qué fácil, qué fácil... el oro de los jesuítas, tan ansiosamente buscado, venía a buscarles a su tumo por obra de encantamiento a bordo de una barca a la deriva... Se irían de allí... serían dos reyes... reyes como los que edificaron la Alhambra... Y Antonia -repetía Ig­ nacio-iría con ellos... Tendría cuanto ambicionara... los terciopelos crujientes... los collares... el patio en el cual baila el surtidor sobre los mosaicos... A Miguel le temblaron las manos y le latieron las sienes. Ya no eran suyas, ya no eran suyas esas ásperas manos de pescador que se aferraban a la daga de ganchos, filosa como una hoz. Eran las ma­ nos del hombre que debe matar y matar en seguida, porque todo en él, el cuerpo y el alma, van dirigidos inconteniblemente hacia la os­ curidad de un destino de sangre.

Lucharon un instante, como dementes. Apagóse el alboroto de los loros en el ramaje del tala, y de las ranas en las charcas del ba­ jo. Hasta que los dos rodaron por la barranca espinosa, arrastrando en pos el arca enorme. Ignacio, ovillado, llevaba la faca hundida en el corazón, sobre el cual crecía una flor bermeja. Miguel se abraza­ ba a su primo, cegado por el arañazo de los arbustos. Detrás descen­ día a los tumbos, entre desprendidas piedras, el cofre de los jesuí­ tas, como un negro jabalí que les fuera persiguiendo. Cuando llegaron a la playa, el arcón, impulsado por la fuerza de la caída, se estrelló contra el cuerpo de Miguel, destrozándolo. Así les iluminó el parpadear del amanecer, entre el indiferente charloteo canoro: el menor, de espaldas, más niño con la palidez de la muerte; Miguel, a su lado, echada la greña sobre la faz, tina ma­ no lívida sobre el pecho desnudo de Ignacio; el cofre, volcado, des­ vencijado, abierto por fin, vacío. (En Aquí vivieron, Sudamericana, Buenos Aires, 1976.)

Amiga. S ara G allardo

A miga , dame tu boca . Ábreme las piernas. Yo te sacaba piojos de la

cabellera. Gordos para ti; medianos para mí; flacos, a morir entre las uñas. Pasó algo. Poco me importa ser esposa del rey. Poco te im porta ser esposa del rey ¿Es posible esconderlo? Hay tantos ojos. (Fragmento de «Las treinta y tres mujeres del empe­ rador Piedra Azul», en El país del humo, Sudameri­ cana, Buenos Aires, 1977.)

Al amparo de la galería J orge C o n sig lio

ESTOY AL AMPARO DE LA GALERÍA. Detrás de mí Rosa prepara un baño

caliente. Ni bien bajé del caballo, me abrí paso a los empujones en­ tre mi gente, busqué la penumbra de mi aposento y le grité a Rosa que calentara el agua, pero que la calentara para pelar chanchos. Quiero sacarme de la carne el veneno que este maldito desierto me fue metiendo en los días de galope. Miro para arriba porque no sé qué hacer con estos ojos que no merecen existir. Estos ojos mordidos por las fauces del diablo. Veo cómo el firmamento empuja la fiebre del día, la recluye en la espal­ da del campo. Es casi la noche. El filo, que estrecha los cuerpos, tam­ bién la anuncia. Soy cristiano y en este cielo, que ahora es angosto y parece que ahoga, no veo más que el color de la piedad. Así que rezo. Con los brazos pegados al cuerpo y moviendo apenas el labio inferior. Sin quebrarme, como debe ser, a pesar del inmenso desasosiego. Repito dos oraciones: el Padrenuestro y el Ave María. No pienso en lo que digo, me dejo arastrar y, confirmando lo que me había anticipado el padre Eloy, siento alivio. La mandíbula se me ablanda y una piedra muda me golpea desde el vientre. Ahora sí, carajo, me digo y le mando a Rosa: -Apúrate con el agua, mierda. O te creés que estoy de fiesta acá afuera. El grito sobresalta a un soldado que cruza la plaza de armas. Lo llamo con una seña. Se para firme frente a mí y mueve su cabeza

con un gesto que está entre la complacencia y la estupidez. Preten­ de conocer mi voluntad. Permanezco inmutable y lo observo. Es jo­ ven, debe tener menos de veinte años. Lleva el pelo grueso y muy negro volcado hacia la derecha y debajo de los pómulos se concentra cierto aire montaraz que permanece dormido hasta que el olor de la guerra lo sacude. En el pecho duro le cuelga un amuleto que, me consta, defiende con la vida. Su cara es oscura, brillosa, y el escaso pelo que le crece no es digno de llamarse barba. Se apellida Camargo y sé que le dicen El Tigre. Pienso en castigarlo. Soy consciente de que voy a castigar a El Tigre y no a cualquier soldado. No hay razones concretas para des­ cargar el golpe; sin embargo, reconozco, como él también tendrá que reconocer, que la autoridad, al igual que la fe, carece de justificati­ vos. El cabo Vidal, al que me recuerda en la firmeza de su porte, hu­ biera sabido entenderlo. Levanto el talero para tomar fuerzas. El hombre instintivamente se proteje la cabeza con los antebrazos; entonces, me detengo. Ordeno: -No se cubra, pedazo de cobarde. El Tigre abre la boca para decir algo, pero se arrepiente. Los bra­ zos le cuelgan al costado del cuerpo como dos estacas negras. Gol­ peo con fuerza. Se me escapa Tin chillido por entre los dientes apre­ tados. -Hijo de una gran puta -le digo. Ahora, tiene en la cara una franja morada que empieza en la sien y termina en la boca. Su mirada, encendida por el odio, finge calma. Advierto un leve temblor debajo de las cejas y en el mentón. A pesar de que sé cómo se llama, quiero escucharlo de sus labios. Digo: -Su nombre, soldado. -Camargo -responde con una voz tan torva como su semblante. -¿Sabe, Camargo, que el talero con que le pegué me lo regaló mi madre hace muchos años? Se permite unos segundos de confusión y enseguida dice: -No, mi coronel. Canta un gallo. Es un sonido extraviado, ajeno al crepúsculo. Comienzo una búsqueda del animal somera e infructuosa. Recorro con la vista los pilares de defensa, las dos cuadras, el montón de le­ ña, los canastos de basura. Nada más. Estoy a punto de decirle al

soldado que tengo clavado frente a mí que córra y no pare hasta en­ contrar el gallo. No me mueve la crueldad o el malhumor, como de­ be estar pensando este pobre infeliz, sino que respondo a los man­ datos de la disciplina militar. De todas formas, me apiado y le digo: -Lo salvó el gallo... Desaparezca de mi vista y guarde bien lo que le di. Lo veo girar sobre sus talones y alejarse con paso lento. A los po­ cos metros se repasa con el canto de la mano la huella de la ofensa. De pronto el viento del desierto se hace más fuerte y levanta polva­ reda. Adivino por sus gestos que la tierra lo molesta y que insulta en voz baja. Va con su cuerpo dolido dispuesto a encontrar el ampa­ ro del catre. Oigo el lento trabajo de Rosa y, aunque conozco bien su eficacia, otra vez la apuro: -Vamos -le digo- que el homo no está para bollos. Debe hacer ya más de media hora que puse fin a una travesía de más de tres días. Tengo todavía en la nuca la feroz dentellada del sol. La pampa es puro sol y yuyo reseco. Cabalgué con siete hombres, gen­ te de mi confianza que habla poco y cuya mirada es pura amenaza. Gente de espaldas anchas, de frente endurecida por la resolución y brazos fuertes. Gente de uniforme descolorido por la intemperie, afec­ tos a los sombreros de paja ordinaria y a las boleadoras. Anduvimos todo el tiempo al paso o al trote corto, favorable pa­ ra ir hilvanando pensamientos. Habíamos estado en las tolderías de la Jarilla, a orillas de una riacho de aguas cristalinas. Nos llevó has­ ta aquel sitio la esperanza de poder frenar la espantosa matanza de cristianos. Un colaborador mío había logrado concertar una junta de paz con Caiomuta, quien siempre parecía preocupado por dar testi­ monio de su fama de asesino. Hace tres días, ni bien traspuse el vallado de defensa del fuerte montado en mi alazán para cumplir con la misión, me vino a la cabe­ za la cara del cabo Vidal. Su sonrisa ladeada de mestizo, su pelo negro y rabioso, su voz de pájaro, su olor a sudor dulce de tan agrio.

Recuerdo que lo trajeron al fuerte una mañana de octubre. Ve­ nía en un carro maltrecho, boca abajo, maneado como un animal. -Es guacho. El padre es indio; la madre murió ayer de tisis -me enteró el peón que lo trajo-. Dice el general Gelly que lo haga mili­ co o que lo mate. Me acerqué al carro y le eché una mirada; después le apreté el muslo y lo hallé macizo. Había dos soldados cerca. Fumaban. Hice un gesto para que lo bajaran y dije como para mí: -No le veo uña de guitarrero. Y me equivocaba. Cuánto me equivocaba. Lo advertí antes de que pasara un año. Fue para la época en que un malón entró a pu­ ro fuego en la plaza de Palo Seco. Esa vez, me asqueo con sólo recor­ darlo, la indiada, borracha con cognac robado, bailó hasta que se hi­ zo de noche sobre las entrañas tibias de los Baigorria. Mataron hasta a los perros, pero como es común en los salvajes se ensañaron con las mujeres. De don Mariano se deshicieron enseguida, le abrie­ ron el pecho a lanzazos, pero los lamentos de agonía de su mujer y de su hija mayor espantaron a los pájaros hasta que se fue la luz. La menor, la más robusta, perdió el conocimiento al ver que los sar­ nosos entraban a los gritos por las ventanas y, cuando volvió en sí, estaba en las tolderías tirada al lado de un fuego mezquino. Tengo para mí que el tremendo olor a sebo que le entró por las narices en aquel primer momento quebró para siempre la dichosa armonía de su cara de ángel. En el fuerte no se hablaba más que de la cautiva. Los hombres andaban con el mal revolviéndoles el pecho y los ojos como brasas. Los filos, porque algo había que hacer, porque no se aguanta mu­ cho cuando se tiene los hombros partidos por la desgracia, corta­ ban seguido. Y cortaban mal: la carne equivocada, la del hermano de armas. Sin embargo, sabíamos que rescatarla era imposible. No tenía­ mos ni puta idea de dónde podrían tener a la muchacha. Los indios habían tomado la costumbre de ir con los prisioneros de un lado a otro; de esta forma, los muy taimados, esquivaban bien los arreba­ tos de la milicia. A mí se me courrió rastrear la zona con grupos de seis hombres. Hice más de veinte salidas y lo único que conseguí fue que los sol­

dados me hablaran sólo de algarrobos, caldenes y chañares. Ya no sabía qué cuernos hacer. A la tarde, me sentaba resignado a mirar cómo la claridad se iba descolgando del día. Sin parar, fumaba uno tras otro los cigarros que me armaba Villarreal y, cada tanto, escu­ pía la saliva amarga del que desespera. Entonces, el cabo Vidal hi­ zo lo suyo. Desde lejos se vio que venía herido. En sus brazos traía a la chica Baigorria envuelta en una manta gris del ejército. Cuan­ do llegamos a él, lloraba y no paraba de gritar: Viva la patria, carajo. Tenía un desgarrón en el vientre que hubiera volteado a más de uno y un corte en la garganta que le duplicaba la boca, pero como era mestizo y guacho supo sobrevivir. A los tirones le sacamos lo que pasó. Contó que había salido sin rumbo y que se acercó a un arroyo para que su caballo se saciara. A la sombra de un montecito distinguió a la indiada despatarrada y, de lejos nomás, supo que custodiaban a la muchacha. Al poco rato, la vio. Estaba atada a un tronco medio quemado y tenía la cara ama­ rilla de tanto maltrato. Los salvajes parecían no verla, estaban ocu­ pados asando un pedazo de carne. Caminaban lentos, como abom­ bados, pero mantenían el odio intacto. Eran pura barbarie. Vidal se acercó lo más que pudo y buscó refugio. Bendita fue su suerte: le­ vantó la vista y se encontró con un matungo grande, muerto. Con rápida maniobra, le abrió el vientre y.le sacó las visceras. Él ocupó su lugar y en su húmedo refugio se dedicó a madurar el ataque. Les cayó encima cuando los salvajes terminaban de llenarse el buche. Eran seis guerreros jóvenes, seis guerreros de pecho cuadrado y lan­ za diestra que murieron con una maldición en el paladar y echando baba blanca. El cuchillo y los sólidos dientes de fiera fueron las ar­ mas del cabo. Los devoró, les arrancó las orejas y el pútrido cuero. Hizo que sus cuerpos dejaran de serlo. Hizo justicia. Un tiempo más tarde, volvió a medir las armas con los indios; hirió a un capitanejo muy mentado y a otro lo hizo prisionero. Desi­ derio Vidal no guardaba más que temple en su alma. No sólo era un soldado resuelto y astuto, sino que era dueño de una inmensa noble­ za. Prueba de esto es su intervención en la riña entre Araya y un miliquito insolente. Cuando las mesas estaban volteadas y los filos a la luz, fue Vidal y sólo Vidal el que con su físico impuso el armisti­ cio y logró dispersar los vapores de la ira.

Así ocurrió. Y con cada paso, el joven Vidal supo ganarse mi con­ fianza y hacerse singular entre la masa de soldados. Por esta razón fue que lo elegí a él para que acompañara al capitán Bustos y a Gas­ cón en sus negociaciones de paz con el cacique Caiomuta. Partieron con el frío del alba. Tengo en mi memoria sus vozarrones permitién­ dose chanzas y el sonido de sus risas. Iban animados, poco menos que eufóricos. Jamás volvieron. Tres altos hombres de la patria tra­ gados por la barbarie. Hace de esto más de dos años. Ahora vuelvo de verle la cara a Caiomuta. Tiene el aspecto de un animal vigoroso. Su frente, piedra de su orgullo, está cruzada por una cicatriz blancuzca. Un poco más abajo, los ojos, pequeñísimos y severos, se clavan en el pozo de sus cuencas. Mastica un yuyo que a cada tanto escupe y renueva. Ni bien abrimos el diálogo, llamó con la mano a un indio rechon­ cho y le susurró una orden al oído. Enseguida, el mismo indio, con la cara atravesada por la indiferencia, me extendió una botella de vidrio oscuro. Casi escupo el primer trago, no esperaba un aguar­ diente tan amargo. Sabedor de los rudimentos del castellano, Caiomuta escuchó lo que tenía para decirle con expresión de bestia atenta. Después ne­ gó con un movimiento rotundo de cabeza y, como si su gesto no hu­ biera sido lo suficientemente claro, dijo: -No, no me gusta... No... En adelante tomó la palabra. Contó, con un idioma quebrado por su lengua díscola, la mucha historia que unía a su pueblo con la tierra. Nací siendo militar. Por lo tanto soy un hombre disciplinado en la atención, sigo paso a paso los razonamientos del que me habla, se trate del mismísimo general Arredondo o del más abyecto de los sal­ vajes. Sin embargo, en este caso, casi al mismo tiempo que el caci­ que comenzó a desgranar su retórica tartamuda, una mujer hizo tri­ zas mi sostenido criterio. Estaba cocinando junto a un algarrobo enclavado a buena dis­ tancia de la espalda del cacique. Era alta, llevaba las mechas del pe­ lo tan largas que llegaban a rozarle las ancas, que se adivinaban fir­ mes y generosas bajo el rudimentario atuendo. Se movía precisa y

lenta como lo hacen las muías. La manera con que arrojó a la olla los trozos de carne y las cebollas me dejó ver algo que al comienzo nombré aspereza, de la que contagia la intemperie, y, luego, al poco rato, odio. De pronto, Caiomuta dejó escapar una tos reseca. Lo tomé como un aviso y me avergoncé. Alguien me había contado sobre su entre­ cejo: Caiomuta jamás amontonaba arrugas en vano. No era hombre de advertencias ni de preámbulos y su enojo hubiera sido perjudi­ cial para la causa que represento. En adelante, porque amo a mi pa­ tria más que a mi propia vida, puse todo mi emepeño en atender só­ lo a lo que sus labios pronunciaban. Pero, a pesar de mi esfuerzo y debido a que ya estaba embriagado por los lúbricos licores de Sata­ nás, a los pocos momentos estaba otra vez con la inteligencia extra­ viada por aquella hembra. Ahora, estaba parada, con la melena retinta cubriéndole la ex­ presión. Su espalda era recta, fibrosa, casi elegante. Su cuerpo es­ taba cubierto todo por una tela gruesa, impropia para el calor que nos agobiaba. Junto a la hoguera, ella miraba cómo ardía la leña, cómo se carbonizaba y se volvía ceniza. Parecía dueña de una mira­ da distinta de la de su raza, una mirada detenida en la reflexión, honda de pensamiento. Tal vez fue por esto que su encanto doblegó con tanta facilidad mi -hasta aquel momento- inquebrantable sen­ tido de la responsabilidad. No puedo decir que vi bien sus facciones, más bien las fui adivi­ nando: boca de labios gruesos, ojos achinados, arrugas precisas cru­ zando sus mejillas de ébano. Una mujer con la rara hermosura de la tierra. De pronto, al advertir que yo tenía la mirada fija en ella, pareció sentirse incómoda o sorprendida y, sin preocuparse por el menjunje al que hasta el momento había dedicado su empeño, se ale­ jó con paso rápido y se metió en uno de los últimos toldos. En ese momento, un golpe en el hombro me sobresaltó. Antes de ver a Caiomuta quemado por la desconfiaza, escuché el ruido de las armas. Era la lealtad que movía los brazos siempre prestos de mis hombres. Con un alarido preciso les ordené calma. Después me disculpé con el cacique y hablé de consultar con mis superio­ res, hablé de buenas intenciones, de respeto por las tradiciones, de voluntad de paz. Porque la misericordia de Dios siempre nos

acompaña, fue que salimos indemnes, atravesando despacio la in­ diada recelosa. Cabalgamos los tres días casi sin miramos. Como arrasados por nn tremendo duelo. Las comidas y las noches fueron tan incómodas como breves. Un quebranto físico pesaba en el lomo de las bestias, en el calor de los fogones y hasta en el ronquido de los soldados. Yo no podía sacarme a la india de entre las sienes. Flotando en el letargo del trayecto me imaginé acariciando su larguísima cabe­ llera, buscando el centro de su saludable cuerpo, abriéndola como a un durazno. Y fue al cruzar el arroyo Bustos que, por así decirlo, comprendí cuánto la estaba queriendo. La noche siguiente, perdido en el humo de mi cigarro, estuve se­ guro de que aquella mujer me recordaba a alguien: las cejas, grue­ sas y arqueadas, la gracia de sus movimientos, la forma en que las venas azules trazaban un mapa en sus manos. Me dormí tarde, pre­ so de aquella obsesión. Cuando volví a la vigilia, antes de que los pá­ jaros anunciaran el alba, terminé de definirla. Quiero decir que la vi tal cual era. Tuve entonces que tapar mis labios con ambas ma­ nos para evitar el grito que iba a nacer de todo el espanto que me torcía la lengua. Imposible, me dije. Sentí helada la sangre, inte­ rrumpida la respiración. Debí ponerme más pálido que una docena de muertos. Mis cabellos se erizaron tanto que podrían haber toca­ do las hojas del árbol que me amparaba. Un sudor frío barrió mi frente: aquella mujer, aquella hembra que tanto deseaba, que me había hundido en la oscura sustancia de la deshonra, no era otro que Vidal, el cabo Desiderio Vidal. (Inédito.)

Los intrusos M arth a M er ca der 2, Reyes, 1, 26 2, Samuel, 1, 26 A Pierre Menard, autor de El Quijote, y a Rafael Flores, que me alcanzó la palabra exacta.

I N unca sabré si fue la hermana o la sobrina de Juliana Burgos quien

le contó la historia a Catalina Lamela. (Tampoco hay que descartar la hipótesis de que hubiera sido una hija de Juliana.) Cuando quise averiguarlo ya era tarde. Catalina Lamela era una allegada de mi familia paterna. Mis mayores casi nunca se molestaban en visitarla y éramos los chicos los encargados de damos una vuelta por su casa para llevarle fru­ tas o dulces con los que aquéllos creían mitigar su desatención. Pa­ rece ser que un desliz de juventud fue la causa de la discreta penum­ bra en que transcurrieron los últimos sesenta o setenta años de su vida. Para decir lo suyo (que nunca coincidía con lo ajeno), Catalina no utilizaba más que las palabras necesarias, que siempre son po­ cas. Entre éstas, incluía sin pudor las llamadas malas. Mis tías más estiradas la tildaban de vieja loca. Catalina parecía agradecer mis parloteos cuando yo caía por su casa, llena de muebles demasiado grandes, de begonias y helechos sofocantes y de grotescos muñecos en papel maché que ella misma modelaba y pintaba. Mientras yo comía sin parar tortitas de man­ teca que eran la especialidad de una criada hermética, heredada y antigua como sus muebles, le contaba todo lo que reputaba conta­ ble, con la intención de distraerla de sus erráticos dolores. Su mar-

ginalidad no dejaba de encantarme, como la de una pequeña esta­ ción ferroviaria en desuso invadida por la maleza. Una tarde del verano del 48 se me ocurrió repetirle algo (a pe­ sar de que no era un tema apropiado para una charla entre señori­ tas) que había escuchado la noche anterior, en una reunión inespe­ rada: un ex policía que tocaba el violín, Atilio o Santiago Dabove, no recuerdo bien, había narrado la historia de dos orilleros de Turdera que compartían una misma mujer, la Juliana Burgos. Otro de los contertulios, un escritor de palabra vacilante, no muy conocido pe­ ro de gran futuro (según opinaron algunos entendidos, le expliqué), había declarado que el tal Dabove le acababa de regalar un tema pa­ ra un cuento perfecto (o un tema perfecto para un cuento). -¿Dijiste Juliana Burgos? -me preguntó entonces Catalina, in­ corporándose en su hamaca de esterilla-. A ver, contá, yo también conocí una juliana Burgos, mejor dicho, conocí a su hermana, la Jesusa. Repetí, sin omitir detalle y asimismo sin arte, lo que Dabove ha­ bía contado. -Hay cosas que ese Deadobe o como se llame se dejó en el tinte­ ro -afirmó Catalina. -¿Cómo lo sabe? -Te digo. La gente macanea mucho. No fue como vos decís. La propia Jesusa me habló de la vida y de la muerte de Juliana. Un cal­ vario. -¿Dónde la conoció a esa Jesusa? Usted... usted... ¿anduvo por Turdera? -Yo anduve por muchos lugares, m’hija. Presentí tanta carga, tanto tumulto de recuerdos prohibidos en esa frase, que la curiosidad sobre su vida anuló -momentáneamen­ te- la que sentía por la otra versión de la historia de Juliana. Pero la discreción -virtud que puede no ser más que pusilani­ midad- inhibió otras inquisiciones. Acepté una taza de té, le pedí la receta de las tortitas, nuestra charla se ramificó y sólo cuando estu­ ve en la puerta, a punto de despedirme, retomé el hilo: -¿Y cómo fue lo de Juliana Burgos? -Venite cuando quieras -contestó- y te cuento todo. Pasó mucho tiempo antes de que yo cayera de nuevo por allí. Re­

gresé demasiado tarde; Catalina estaba muy desmejorada. Se dor­ mía en cualquier posición y confundía el nombre de los parientes vi­ vos .con el de los muertos. Llegó a preguntarme: «Vos ¿sos la hija de Malvina o de Corina?» Por eso, cuando me animé a interrogarla a boca de jarro sobre la identidad de Jesusa Burgos y su relación con ella, tenía pocas esperanzas de alcanzar datos seguros. Efectivamen­ te, me respondió con vaguedades, pero también con algunas escasas y certeras palabras, como en sus mejores épocas. Al poco tiempo, a mediados del '49, Catalina Lamela murió, no­ nagenaria, en la ciudad de La Plata. Con sus palabras y sus pistas he recompuesto una historia aje­ na. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un bre­ ve y trágico cristal de la índole de nuestras antepasadas, las mudas milenarias. Lo haré con probidad, aunque ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

II Juliana Burgos nació en un rancho de las afueras de Morón, co­ mo sus diez hermanos. Habrá sido cuando las tropas de Mitre mar­ chaban al Paraguay. Era la mayor de las hembras. A su padre no lo conoció. Al cumplir trece años, su madre se la entregó a un señor a cambio de algunos pesos, que ella nunca vio. Le dijeron que se la lle­ vaban a Turdera para trabajar de sirvienta. Entró con miedo en el caserón de ladrillo sin revocar, que le pareció enorme. Sus dos patios se le figuraron un lujo, a ella, que había compartido una pieza con un enjambre humano. El dueño de casa se llamaba Cristián Nilsen y tenía el pelo y la barba color zanahoria. Don Cristián vivía con un hermano bastante menor, Eduardo, tan alto y pelirrojo como él, que se fue sin saludar apenas llegaron.* Aquél parecía hecho a tajo de hacha, en dura madera; éste, una figura de cera. Su cara le recordó la de algunos santos, por lo linda. * «La intrusa», cuento de J. L. Borges, en El informe de Brodie, Emeeé, 1970, contiene referencias a los Nilsen, con pequeñas variaciones.

Después de enumerarle sus nuevas obligaciones, don Cristian la empujó sobre un catre y tras varios intentos la desvirgó. Juliana su­ frió menos el dolor que la decepción. Mientras se alejaban del rancho, ella había fantaseado que ese hombre que la llevaba en ancas de un oscuro bien aperado era el padre que le hubiera gustado tener. Don Cristian se metía en su catre de vez en cuando, cuando Eduardo no estaba. Por lo demás, la dejaba tranquila para que hi­ ciera la comida y lavara y planchara. Sólo le dio unos sopapos una vez que se le quemó el puchero. Era hombre de cuidar el centavo, aunque le gustara comer bien. En esa casa siempre había azúcar y fideos y buena carne y algunas veces hasta queso y dulce de mem­ brillo. Juliana engordó y adquirió curvas de mujer. Eduardo lo reconoció en voz alta, mientras ella les cebaba ma­ te en el segundo patio, una tardecita de primavera, y Juliana son­ rió; le había parecido casi un piropo. Los Nilsen eran troperos y cuarteadores y salían a menudo con su carreta. (Después, la Juliana se enteraría de su fama de cuatre­ ros y tahúres.) Cuando se quedaba sola soñaba despierta el mismo sueño: con sus alpargatas nuevas salía corriendo y no paraba has­ ta llegar a su rancho y todos la abrazaban y se admiraban de lo que había crecido. El recuerdo de sus hermanitos la hacía lagrimear. No digamos el de su madre. Buscaba entre sus petates la crucecita que le había regalado al despedirse y la besaba. Pero nunca se animó a escaparse. Juliana no era una mujer decidida, como la Lujanera. Todos los viernes, de puro aburrida, lustraba con ceniza las mo­ nedas de plata de las rastras de los Nilsen. Y los sábados, con el pre­ texto de barrer el patio de baldosa colorada, se divertía mirando de reojo a Eduardo que, de bombacha blanca, corralera y pañuelo al cuello, se calaba el chambergo y ensayaba poses de forajido frente al espejo del ropero. Al rato era Cristián el que aparecía con el atuen­ do rumboso de los sábados, la daga de hoja corta asomando en el cin­ to, y se admiraba en la luna. Satisfechos con su estampa, ambos her­ manos se iban al boliche. Volvían borrachos. A veces dormían la mona, endomingados y todo, en cualquier parte, incluso en el zaguán; otras veces el alcohol nfindAnrvÍArn rtasíitaha ]a lpnona Ha Eduardo, míe sobrio no osaba de­

sacatarse ante el mayor, y discutían en la pieza con la puerta cerra­ da hasta que los gritos se convertían en sollozos y susurros. Más de una vez el inesperado remate de estas curdas fue una paliza propi­ nada a Juliana. Cuando al día siguiente Cristián emergía desencajado y con oje­ ras, o Eduardo caminaba como arrugado, la Juliana, tragándose el rencor, pensaba quién te ha visto y quién te ve. Pero se cuidaba de mostrarse retobada o solícita y cebaba el mate como si tal cosa. Los Nilsen no eran gente de admitir ante extraños ninguna debilidad. Al caballo, el apero, la daga, la rastra y ías espuelas, Cristián decidió añadir un lujo más; le compró un vestido de colores y un co­ llar de cuentas de vidrio a la Juliana y la llevó a una fiesta. El bai­ le fue en un conventillo, donde la quebrada y el corte estaban pro­ hibidos. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, y en ese barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no pa­ recía fea. Cristián bailó alguna polca o ranchera con ella. Esa noche bastaba que alguien la mirara para que Juliana sonriera; esa noche Juliana pensó que su suerte había mejorado. Mientras tanto, Eduardo, acodado en el mostrador, se dedicaba a la grapa. Muy pocos días después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa a una muchacha que había levantado por el camino y a los pocos días la echó. Se hi­ zo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén. Cualquiera po­ día advertir que estaba celoso. Una noche, al volver tarde la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándo­ lo con sus mejores pilchas. Juliana iba y venía con el mate. Cristián le dijo a Eduardo: -Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Julia­ na; si la querés, úsala. El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó y se despidió de Eduardo, no de Juliana. Los hombres no se despiden de las cosas. Juliana tampoco sabía qué hacer. Imaginó el frío placer de hun­ dir el acero en la espalda de Cristián, pero la daga quedó en el cin­ to del hombre, que montó a caballo y se fue al trote, sin apuro. Desde ese día soportó alternativamente el peso de Cristián y de

Eduardo. Nadie le había enseñado que eso también podía ser fuen­ te de placer y ella no tuvo nunca ocasión de descubrirlo por sí mis­ ma. Cerraba los ojos, abría las piernas y esperaba que todo acabase lo antes posible. Pero no le daba lo mismo mío que otro. Eduardo ha­ bía resultado un pelele, un don nadie, un si te he visto no me acuer­ do. El que no tenía perdón era Cristián. Las discusiones entre los Nilsen arreciaron. Las riñas eran por nna partida de truco o por la venta de unos cueros o por nada. El barrio tal vez supo con fruición adelantada que ese triángu­ lo prefiguraba una pedestre tragedia. Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por el primor que se habían agenciado. Fue en­ tonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a ha­ cer burla de Cristián. Juan Iberra habrá tenido sus razones; lo cier­ to es que no acusó recibo de la injuria. Así Eduardo aumentó su fama entre el compadraje. A él, sin embargo, le importaba más la opinión de su hermano que la de todos los orilleros de la Costa Brava. Un día le mandaron a la Juliana sacar dos sillas al primer pa­ tio y no aparecer por ahí, porque tenían que hablar. Ella se fue a su cuarto, a rumiar en soledad. Al rato la llamaron, le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía. A ella le importó no olvidar el rosa­ rio de vidrio, la crucecita que le había dejado su madre y las barati­ jas regaladas por Cristián, que alguna vez la habían hecho feliz. Sin explicarle nada, la subieron a la carreta y emprendieron un silen­ cioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las tres de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho. Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro. Los Nilsen quisieron reanudar su antigua vida de hombres en­ tre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas ca­ suales, a la ropa sucia y sin planchar, a las comidas fáciles. Pero en esa casa faltaba algo, además de la comodidad. Para Juliana, el burdel fue escuela de negras enseñanzas sobre la condición humana. Allí terminó de aprender la infinita gama de perversiones que se pueden mentar con lenguaje soez. El efímero placer, pocas veces a su alcance, no compensaba la maldad del mun­ do, demasiado compleja para su orfandad.

Lo que no le habían hecho los Nilsen se lo hizo alguien irreco­ nocible. Un aborto (o varios) mediante agujas curanderas; quizás nna hija que la sobrevivió, fueron sus nuevas experiencias. Allí, por primera vez, supo que se quería morir. Poco antes de fin de año el menor de los Nilsen dijo que tenía al­ go que hacer en Morón. Cristián lo siguió; conocía de sobra sus ma­ niobras; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando tumo. Para desbaratarle el juego, le dio a entender que él también ha­ bía visitado varias veces el lupanar. -De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano- le dijo, canchero. Habló con la patrona y con unas monedas que sacó del tirador cerró el nuevo trato. Antes de regresar a Turdera, Juliana obtuvo permiso (de la ma­ dama o de Cristián, esto Catalina Lamela no lo podía saber) para llegarse hasta su rancho o hasta otro sitio, a encomendarle a al­ guien, tía o hermana, el cuidado de una hijita. Habrá sido entonces cuando habló algunas palabras, las necesarias, que siempre son po­ cas, para insinuar la intención de manejar su destino. Y partieron sin perder más tiempo. La Juliana iba con Cristián Eduardo espoleó el overo para no verlos. Una de las pupilas, al saber que la Juliana regresaba con los Nilsen, le había dicho: -Tenés suerte, hermana. Pero casa y comida y sólo dos hombres no elegidos en lugar de diez extraños por día no era nada para quien alguna vez, secreta­ mente, había anhelado el amor, aunque fuera como tenue gesto, co­ mo brecha que permitiera colarse la esperanza. Los Nilsen volvieron a lo que ya se ha dicho. Para no enfrentar­ se, los hermanos desahogaban su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que nunca sería solución. Sin embargo, una mujer es un buen pretexto para descargar tensiones sin desnudar el alma, alternativamente, y luego, simultá­ neamente. Hasta que uno se atreve a tocar al otro. Entonces se pres­ cinde del pretexto. Una tardecita de domingo de finales de un marzo empecinado

en prolongar el verano, Eduardo volvió del almacén y lo encontró a Cristián unciendo los bueyes. Cristián le dijo: -Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo de Pardo. Ya los car­ gué; aprovechemos la fresca. El comercio de Pardo quedaba, creo, más al sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agran­ dándose con la noche. Orillaron el pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendi­ do y dijo sin apuro: -A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Se abrazaron, temblando. Ya no les importaba disimular su víncu­ lo secreto al aire libre. Nadie sabrá si alguna vez Cristián reveló a su hermano los de­ talles que precipitaron el último acto: Sabiamente elegida, gracias a la universidad del lupanar, la pa­ labra esacta, la que a su juicio le otorgaría la libertad de elegir su venganza al mismo tiempo que su muerte, la Juliana había levan­ tado por primera vez la cabeza y había afirmado: -Eduardo Nilsen es un manflora. En Morón lo sabe todo el mundo. -¿Qué estás diciendo, deslenguada? -habrá preguntado Cris­ tián. De pie frente a la muchacha, ese hombre temido por el barrio y que probablemente debía alguna muerte, no podía creer que una cualquiera desbaratara de un solo golpe el amor propio familiar, tan cuidadosamente apuntalado. -¡Y usted también! -gritó Juliana-. ¡Sí! ¡Usted también! ¡Manflorón! Cristián sacó el cuchillo y ahí nomás la sacrificó. (En El hambre de mi corazón, Sudamericana, Buenos Aires, 1989.)

Leyenda de la criatura autosuficiente L u isa V alenzuela

no es de macho. Peor que mari­ ca, parece una mujer, da asco -comentan por las noches los paisa­ nos mientras juegan al truco en la pulpería del pueblo. -Nos mira como hombre. Debe de haberse vestido de mujer pa­ ra tocarnos. No le demos calce que es cosa de mandinga- comentan por las mañanas las mujeres en el almacén de ramos generales. La ubicación es la misma, ¿es también la misma la persona? ¿Un hombre que es mujer, una mujer que es hombre o las dos cosas a un tiempo, intercambiándose? Pobre pueblo, qué duda, cuánta angustia metafísica aunque muy bien no sepa explicarla... ¿Pueblo? ¡Bah! una veintena de casas disper­ sas, y bien chatas para no ofender a la llanura, una iglesia abandonada (muy pocos se dijeron si viviera el padre cura él nos ayudaría a develar el Misterio, él nos protegería. Los más decidieron actuar por sus propios medios y observar de cerca a este ser tan extraño; de cerca, sí, no de muy cerca, no tanto como para caer en el negro pozo del contagio). En el pueblo -como bien puede verse- no hay criollos, todos hi­ jos de italianos y uno que otro inglés que nunca se pronuncia (el dia­ blo se queda, el gaucho ya se nos ha ido). El gaucho habría sabido develar los arcanos en el relincho de su propio caballo cuando este ser tan indefinido se avecina al palenque (ellos en el pueblo entien­ den tan poco de caballos: los atan al poste y los pobres animales de­ saparecen de sus vidas como si en la pampa no se llevara el caballo siempre en el corazón, aun a la distancia o entre cuatro paredes). En cuanto a este ser, no tiene ni caballo ni perro, claro está: los ani­ -S u

manera DE barajar las cartas

males reconocen el olor a diablo por más que el diablo se oculte en las hormonas. ¿Al despuntar el alba este ser se rebana la hombría para arran­ carse al diablo? ¿Y vuelve a ponérsela al caer la noche por miedo de tener al diablo metido en algún frasco? ¿O este ser portador de mandinga pertenece francamente al sexo femenino? ¿Se meterá el diablo dentro de este ser cuando este ser es hembra volviéndose dual en cada pecho y manando como leche? ¿O el Maligno estará siempre allí corriéndose de arriba para abajo, de pechos a cojones, por solo placer de desplazarse? ¿Desplazamiento a horario como el ómnibus que llega por la ruta polvorienta los martes a la tar­ de? Pero el Maligno no se atrasa: con la primera estrella se hace hom­ bre y vaga toda la noche como rondando al pueblo. Aveces los paisanos lo han visto tenderse entre los pastos altos y dormir al relente para des­ pués, al clarear el día, volver al carromato -sólo el breve tiempo de al­ gunas mutaciones- y salir nuevamente ya convertido en hembra. Al llegar la noche se comentan estas cosas en la pulpería mien­ tras el extraño ser está acodado al mostrador a distancia prudente. Bajo el techo amigo y al calor de la ginebra se sienten hermanados los del pueblo, libres para hablar de aquello que a cielo descubierto los haría temblar de sacrilegio. Únicamente el pulpero no intervie­ ne en conjeturas, en burlas o temores: él sabe que un cliente, si es doble, bien vale dos clientes. Salen dos compradores del raro carro­ mato y sólo eso importa. El diablo no entra en sus haberes. En cuanto al carromato, es una historia aparte. Cierta madruga­ da lo vieron los paisanos en las tierras fiscales sin poder explicarse có­ mo había llegado pero sin importarles. No que fuera cosa usual un ca­ rromato a una legua del pueblo, pero era tan humildito color tostado vivo como la tierra misma, en el campo de cardos bajo el azul del cielo. Tenía un aire heráldico que conmovió la gota ancestral de sangre en nuestros campesinos. Nadie opuso reparos. Sólo que al poco tiempo se descubrió lo otro y se empezó a hablar de engualichamientos y el mie­ do se largó a correr por las calles del pueblo y fue bueno sentirlo pasar removiendo la calma. La desconfianza también corrió a la par del mie­ do pero la desconfianza era vieja conocida v nn nprtnrKñ a

Se va la segunda Ni lúcidos payadores pueden con esta historia de puro sencillita que es, sin pretensiones. Ella es María José y él José María, dos personas en una cada uno si se tienen en cuenta apelativos pero nada que ver con la idea de los otros que hacen la amalgama de los dos en un ser único. Algo profundamente religioso. Inconfesable. Son dos, lo repito: José María y María José; nacidos del mismo vientre y en la misma mañana, tal vez algo mezclados. Y los años también transcurrieron para ellos. Hasta llegar a es­ te pinito donde empieza a pesarles -por sobre las ansias de hacer su voluntad- el más amplio surtido de imposibilidades. No pueden ni seguir avanzando: están atascados en el barro y casi sin combusti­ ble. No pueden siquiera separarse del todo porque el temor del uno sin el otro se hace insoportable. Ni pueden dormir juntos por temor a enredarse malamente pues como todos saben el tabú de la especie suele contrariar los intereses de la especie. Él sale por la noche y hace suyo lo oscuro. Ella sale de día mien­ tras dura él día y ninguno de los dos corta el hilo ni se aleja por de­ más del carromato, ese vientre materno. (Y pensar que estuvieron tan cerca, apretaditos, cuando empezó la vida para ellos y ahora sin to­ carse, sin siquiera mirarse a los ojos por temor visceral a tentaciones.) (¿En tiempos prenatales era tuyo este brazo que rodeaba mi cuer­ po, de quién este placer tan envolvente, esta placenta ?) Ahora, sin darse cuenta, él se va robando el aspecto felino que es propio de ella y ella en cambio pone más firmeza en sus gestos y quizá ¿quién podría negarlo? mira con deseo a las mujeres del pue­ blo, únicos seres humanos que cruza en su camino diurno mientras los hombres se la pasan devorando el campo con tractores o aten­ diendo el ganado (tareas propias de este continente embrutecido con los pies y las manos y hasta el alma en la tierra). Y él, por las no­ ches, quizá desespera por estirar su mano tan suave y tocar alguna de las manos callosas que saben del facón y de la carne viva. Y cada vez las manos más distantes y cada vez el pueblo más cerrado en contra de ellos, sin dejarles hablar, sin que se expliquen. Se me hace que en todos los casos de la vida conviene señalar a

algún culpable. Nuestro chivo expiatorio será entonces aquel lejano cura que les puso los nombres. Es cierto que la sotana lo separaba de las cosas del sexo, pero resulta imperdonable, debió de haberse fijado bien: María María la una, José José el otro y a ehminar la du­ da; no todas las indagaciones son morbosas, a veces son científicas.

Estribillo -Este hombre es mujer y se disfraza, algo trae bajo el poncho aun sin poncho. -Esta mujer es hombre, se nos va a venir encima si le damos confianza. Nunca una definición para ellos, pobrecitos, y menos una sonri­ sa. Desde el polvo tenaz que cruje entre los dientes hasta el otro cru­ jido de la desconfianza humana. Eso ya es demasiado. Y al cabo de seis días, un viernes por la noche para ser más exactos, José María no logra reunir las fuerzas necesarias para mover su cuerpo y lle­ garse a campo traviesa hasta una copa amiga. A María José le deja casi toda la cama en un principio. Al ratito no más las cosas empie­ zan a mezclarse: allí está al alcance de la mano y de las otras par­ tes anatómicas el calor tan buscado. Allí está el cariño, la esperan­ za, el retomo a las fuentes y tanto más también que conviene callar por si hay menores. Y los hubo: al cabo del tiempo establecido nació la criatura muy bella y muy sin sexo, lisita, que a lo largo de los años se fue desarrollando en sentido contrario de sí misma, con picos y con grietas, con un bulto interesante y una cavidad oscura de pro­ fundidad probada. Más allá del carromato nunca se logró saber cuál de los dos se­ res idénticos había sido la madre. ¿Lo habrán sabido ellos? (En Donde viven las águilas, Celtia, Buenos Aires, 1983.)

En la noche de bodas M arcelo B irm ajer

I

E fraím lo supo en su noche de bodas . La casa estaba perdida en el

medio del campo. El vapor que los trajo había pasado del mar al río en el mismo instante en que los cristianos celebraban el cambio de centu­ ria. El capitán y la tripulación habían brindado, pero los pasajeros, to­ dos judíos, se observaron temerosos. La alegría de los gentiles no siem­ pre acababa bien para ellos. En la estación de tren los abandonaron: los dueños de los grandes terrenos que el Barón Hirsh les había ren­ tado nunca llegaron a buscarlos. Pasaron hambre y frío, surgió una peste, sesenta niños murieron. Marcharon solos en busca de un peda­ zo de campo. Efraím se sorprendió de su estulticia: aún en el medio de aquel desastre, mirar a Runia lo excitaba. Ella tenía veinte años, pe­ ro llevaba en los pechos y en el trasero la pesada belleza de la madu­ rez. Le daban ganas de tenerla, pensaba mientras los hombres se arrastraban y las mujeres cargaban a los niños, como si fuera una va­ ca. Se subiría a un banquito y la tomaría como se toma a una vaca. Un hombre cayó a su lado, afiebrado y diciendo un nombre. Efraím lo ayu­ dó a levantarse, pero al inclinarse vio el trasero de Runia moviéndose hacia un lado y a otro, ayudaba a una señora a cargar sus enseres. «Ojalá se convirtiera en vaca por la noche», pensó Efraím, «Le ha­ ría cualquier cosa». Aprovechó que debía humedecer los labios del hom­ bre para continuar inclinado: no quería que se le viera la erección. Llegaron al pueblo de Monigotes la segunda mañana luego de

comenzada la marcha: en carretas, en caballos a pelo, caminando. Dos niños más murieron por el camino y una señora llegó loca. A Efraím no le costó casarse con Runia. Simplemente le informó al ra­ bino su elección, y el rabino le dio la orden al padre de Runia. Ha­ bía que reproducirse, ¿cómo iba a continuar la vida de otro modo? Antes de su noche de bodas, nunca hubiera imaginado Efraím cuán fácil le iba a resultar tratarla como a una vaca. Pero en el ini­ cio, la certeza del cumplimiento de este deseo, lo espantó. Esa misma madrugada los recién casados debían dejar sobre el techo de paja de su casa una sábana con una mancha de sangre: la prueba de que la novia había sido desvirgada. Si Ruma simplemente se hubiera acostado boca abajo, y le hu­ biera propuesto la abominación a Efraím, él lo hubiera tomado co­ mo un milagro, no habría hecho más preguntas y habría pasado su vida sintiéndose un sencillo hombre afortunado. Pero cuando Efraím vio el cuerpo todopoderoso de Runia, sus pechos exorbitantes, la blancura de los muslos y el monte sagrado de sus nalgas, ella le dijo: -Soy un hombre. Lo primero que Efraím sintió fue pánico. ¿Había elegido a una lo­ ca? ¿Su vaca era una loca? ¿No la podría tener en cuatro patas como había soñado desde la primera vez que la vio, en el vapor? ¿Debería regresarla a sus padres? No. Primero la tendría, pensó. Luego creyó que ella no soportaba la idea de ser desvirgada: algunas mujeres, le habían contado, sentían tanto miedo que no podían entregarse la pri­ mera noche. En ese caso, había que forzarlas. Luego ellas mismas lo agradecían. ¿Pero tan lejos llegaba la repelencia de Runia a la consu­ mación, como para pergeñar semejante estratagema: «soy un hom­ bre»? Además, en su voz no había signos de inquietud, ni en su expre­ sión temor. En su rostro perfecto de campesina polaca, la frente despejada, los ojos grises y la nariz fuerte, se pintaba la convicción pi­ cara de una mujer que se sabe hermosa: soy un hombre. Y entonces, sin esperar a que Efraím contestara, se dejó caer so­ bre la cama, sin apagar las velas, boca abajo, y sabiéndolo delante del espectáculo de sus nalgas, le dijo: -Hacemelo por el culo. Efraím enrojeció y su pene se alzó contra él como un animal que

no le perteneciera. Sintió cólera. Apagó las velas de un soplido y se lanzó sobre ella. La tomó por un brazo, la dio vuelta hasta que que­ dó de frente a sí y trató de entrar en su vagina. No se podía. Le abrió las piernas. Aquello estaba seco y duro. Se llevó una mano a la bo­ ca, se la llenó de saliva (tenía la boca llena de saliva), regresó con la mano a la vagina, la humedeció y volvió a intentarlo. Pero en un ins­ tante se había secado, chocaba otra vez contra una sequedad y du­ reza inesperada. -Es imposible -dijo eÉa-. Soy un hombre. Hacemelo por el culo. Efraím estaba más excitado de lo que podía áeeptar. ¡Era su re­ ciente esposa, su novia recién casada, su mujer en su primera noche! Sin creerse capaz de semejante diálogo, Efraím respondió: -Necesitamos sangre, para la sabana. -Igual voy a sangrar -dijo ella-. Es mi primera vez. Se desenredó de él y volvió a acostarse boca abajo. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, Efraím vio el culo en la penumbra. Era un milagro. Era un salmo. Era el misterio por el cual los hombres vivían y morían. Era toda la dul­ zura de una vaca hecha mujer. Aquello no podía ser un hombre. Era demasiado bello para ser un hombre. Efraím nunca había sentido la menor atracción por un hombre; conocía incluso a un muchacho afe­ minado -todos lo conocían-, y sabía de algunas circunstancias que ofendían la mínima decencia, de hipocresías y monstruosidades; pe­ ro Beziel, el muchacho, sólo le provocaba rechazo. Los pensamientos giraban en su cabeza como el agua antes de hacer el ruido que provo­ can los remolinos menores. Qué lindo será meterla ahí, pensó Efraím mirando la cola de su esposa en la penumbra. Ella se abrió las nalgas. -Así no -dijo Efraím-. Pónete en cuatro patas, como una vaca. Los dientes de Runia brillaron en la oscuridad. Obedeció a su marido. Él puso las manos sobre las de ella y en­ tró. Primero hubo un grito, luego dolor -podía ver la mueca de do­ lor de ella, que no abandonaba la sonrisa-, y luego ella permaneció en silencio y él batalló contra su urgencia, porque aquel era el me­ jor momento de su vida y quería que durara una eternidad. -¿Te gusta? -le preguntó como un niño. -Me encanta -respondió ella con una voz que no era de este mundo.

La sangre de Runia no alcanzó para fingir una mancha creíble. Efraím se hizo un tajo en la palma de la mano y se limpió la sangre en la sábana. Entre los dos la pusieron sobre el techo. Una mujer pasó, dio un breve salto sobre la tierra, y dijo sin gritar: -Mazeltov.

II Un año sin hijos era extraño y lamentable, pero no inadmisible. Efraím, por las charlas con los pocos hombres que aceptaban ese ti­ po de charlas, sabía que Runia y él lo hacían con más frecuencia que el resto. Con mucha más frecuencia. -¿Cómo es entonces que no tienen hijos? -le preguntó Kamisov, el zapatero, un gordo barbón y lujurioso, que se regodeaba en la con­ versación. Efraím se encogió de hombros. La única locura de Runia era sostener que ella era un hombre. Y su negativa a acoplarse con él como se acoplan los hombres y las mujeres. Ni siquiera se negaba: le demostraba que no se podía. Al resto no lo podía llamar locura: ella no quedaba impura como el res­ to de las mujeres, no sangraba. ¿Qué más podía pedir un hombre?, pensaba Efraím. Runia era la más bella de todas. Dentro de la casa, era cierto, a veces Runia caminaba como un hombre, hablaba como un hombre. Delante de otros, nunca. Efraím y Runia se querían. Efraím no sabía si se amaban. Runia nunca le había dicho que lo amaba. A Efraím no le importaba la ver­ dad última de Runia, no le importaba si estaba loca o cuerda. Descreía de la lógica del mundo, había visto morir y sufrir a la gente a su alre­ dedor, y sabía que el culo de Runia tenía un sentido, preciso, hermoso, poderoso y profundo, del que el resto del universo carecía. Trabajaba como todos, no robaba, no mataba, y por las noches regresaba y tenía a su mujer incandescente, su cuerpo dulce y su voz inexplicable. Pero una noche que estaba aburrido, más aburrido de lo que ha­ bía estado nunca, y que a su vida le faltaba sentido (ni siquiera el culo de Runia podía salvarlo de aquellos momentos en que un hom­ bre no sabe por qué vivir), le preguntó:

-¿Cómo es que sos un hombre? ¿Cómo puede ser que seas un hombre? Runia. no contestó. Se subió a la cama frágil, se puso en cuatro patas, se levantó la pollera, y se abrió las nalgas para su marido. -No -dijo Efraím, aunque vulnerado por el deseo-. Quiero que me expliques. Runia sacó la lengua, se relamió y se sentó antes de que su es­ poso cambiara de opinión. -Mi nombre es Roni -dijo Runia-. Roni Shipalzky, de la ciudad de Lodz. Me gustan los hombres, pero no quiero sufrir. Nuestra ley dice que al hombre que le gusten los hombres debe ser lapidado. Yo no quiero que me hagan eso. Tampoco quiero que me señalen o ser repudiado por los demás. Quiero recibir a un hombre entre mis nal­ gas y que nadie lo sepa. No me importa nada: quiero ser cojido to­ das las noches y que todos los demás caminen tan tranquilos a mi lado. No me gusta el mundo ni trato de cambiarlo. Lo único que quie­ ro es tenerte arriba mío cada noche antes de dormir. -Eso ya lo sé -dijo Efraím- ¿Pero cómo te convertiste en mujer? -Me perdí en el bosque, me subí hasta dónde pude de un árbol y dije en silencio: «No quiero mi vida así. Si existe un poder que quie­ ra mi alma, se la entrego ahora». Y salté. -¿Y entonces? -Un ángel me detuvo en el camino. -¿Y qué te dijo? -Que él quería mi alma. Que se la iba a llevar. -¿Para qué quiere un ángel un alma? -Se las cuelgan alrededor del cuello y se jactan ante los demás. -¿Y qué pasó? -preguntó Efraím, arrepentido de haberla inte­ rrumpido, tal vez la loca ya ni siquiera continuara con un mínimo de cordura, tal vez después de esto se volviera loca para siempre, tal vez le negara su trasero. Un nudo de angustia cerró la garganta de Efraím. -Le dije al ángel que si quería mi alma, debía batallar por ella. -¿Y? -Me dijo que yo ya se la había ofrecido. -¿Y qué le dijiste? -Que me gustaban los hombres, no los ángeles. Que lo había en­

gañado, y que me iría al infierno con mi alma en mis manos. Que no se la daría. Nos detuvimos en el aire, nos paramos en el aire, y pe­ leamos. Soy un hombre fuerte. Lo tomé por la cabeza y se la di vuel­ ta dos veces. Le mordí la oreja y le dije palabras que avergonzarían a una prostituta. Lo vencí. -¿Y? -Un ángel vencido está obligado a concederte un milagro. -Lo engañaste. -Lo engañé y lo vencí. -¿Y qué le pediste? -Que me pusiera en un cuerpo de mujer. -Así que el ángel te convirtió en mujer. -No. No me convirtió en mujer: me puso en un cuerpo de mujer. Todavía soy Roni Shipalzsky de Lodz. -Pero te llamás Runia. -Es el nombre que uso para engañar. -Como engañaste al ángel -dijo Efraím. -Pero no fue tan fácil -dijo Runia-. Después de que lo vencí, y que le hice mi pedido, el ángel se retiró al bosque a meditar. «Qué meditas», le dije, «Te vencí, tienes que concederme lo que te pida». «Por supuesto», dijo el ángel, «Pero yo no tengo todo el poder, só­ lo puedo concederte lo que esté en mí poder. Permíteme meditar». Lo esperé. -¿Parada en el árbol? -Parado en el aire. El ángel regresó. «Puedo concederte tu deseo», me dijo, «pero tengo que tomar la mitad de tu vida». «Con un día de felicidad me alcanza», respondí. «Eso es mentira», me dijo el ángel, «nadie quiere morir». «¿Y los suicidas?», le pregunté, «Tampoco», me respondió. «Pero cuando llegues al Paraíso, o al Infierno», me dijo el Ángel, «Llegarás como hombre. Y allí nada po­ dré hacer por ti». «No me interesa ser una mujer», le dije, «Sólo quiero estar en el cuerpo de una mujer para que nadie me moleste. Cuando llegue al Paraíso o al Infierno, dame el cuerpo que quieras. Soy un hombre

ahora y en el más allá. Pero nací en este mundo y no me gusta la in­ comodidad». -Cuando el ángel se fue -continuó Runia- yo estaba en el cuer­ po de una mujer. El que había sido mi cuerpo de hombre yacía en el suelo, rasguñado por las ramas del árbol. Era un feo espectáculo. Una rama me había entrado en el ojo. Aunque ya no tenía vida, y estaba malamente dañado, aún sentí melancolía por mi cuerpo. To­ davía hoy no me siento cómodo con lo senos. ¿Te gustan? -Son frutas de un árbol sagrado- dijo Efraím. -¿Y mi culo? -Me da ganas de vivir. -A mí también me gusta -dijo Runia-, Eso sí que me gusta. -¿Y cuánto vivirás? -le preguntó Efraím en broma. -La mitad de mi vida -dijo Runia-, Todo no se puede. -¿Y tu familia, tus padres? -Una tumba del cementerio de Lodz guarda mi cuerpo de hom­ bre, le borré el nombre porque me parecía de mal agüero. Nadie se preocupó de reescribirlo. Mi cuerpo está alejado del resto, en la par­ cela de los suicidas, y aún muerto fui una vergüenza para mis padres. Me subí al vapor Vessel, que venía a la Argentina, y descubrí que era la hija de Mensh y Feingele; ellos me llamaron hija, y cuando empe­ cé a hablar me di cuenta que tenía recuerdos de otro, de otra. -Estás totalmente loca -dijo Efraím, sonriendo, meneando la cabeza. Runia se puso en cuatro patas, se alzó la pollera y se bajó la bombacha hasta el comienzo de los muslos. Sus nalgas blancas, es­ pumosas, brillantes, aparecieron como una aurora profana. Efraím la tomó. -Soy Roni Shipalzsky -dijo Runia mientras Efraím entraba-. De Lodz.

III Al segundo año, los judíos ya tenían una pulpería en el pueblo, y el rabino se le acercó a Efraím una noche, allí. -¿Qué hace por aquí, rebe? -le preguntó Efraím.

-Vine a hablar contigo -dijo el rabino. -Ahora no, rabino -dijo Efraím-. Estoy totalmente borracho. -¿Y por qué tendrías que estar cuerdo? -dijo el rabino; pero qui­ so decir sobrio-. Tengo que hablar contigo ahora. No quiero que se­ pan lo que te voy a decir. -Ya deben saberlo todos -dijo Efraím- Usted me va a pregun­ tar por qué no tengo hijos. -No exactamente -dijo el rabino-. Sólo quiero decirte que si quieres romper tu matrimonio y tomar una mujer fértil, la comuni­ dad aprobará tu decisión. -¿Y Runia? -preguntó Efraím. -Continuará viviendo. El divorcio no mata. Efraím sonrió. -Ya me puedo ir -dijo el rabino. -Una sola cosa, rebe -dijo Efraím. -¿Sí? -dijo el rabino. -Usted ya me dijo lo que me tenía que decir -dijo Efraím-. No me lo diga nunca más. El rabino asintió y se fue. Efraím regresó a su casa. Runia dormía. La despertó. -¿Te gustaría tener hijos? -le preguntó. -No -dijo Runia. -¿Decís que no porque no podés? -No -dijo Runia-. Digo que no porque soy un hombre; no quie­ ro hijos adentro mío. La sola idea me espanta. -¿Y no pensás en mi deseo de ser padre? -¿Vos querés ser padre? -le preguntó Runia. -No sé -dijo Efraím. -Casate con una mujer -le dijo Runia, le dio la espalda y se durmió. Pasó una hora y Efraím la volvió a despertar. -Nunca te voy a dejar -le dijo. -Ya podrías hacerlo -dijo Runia-, Ya he sido feliz. -¿Quién es feliz en este mundo? -dijo Efraím. Runia no contestó, pero dijo: -No soy normal. -Ya lo sé -dijo Efraím con el soplo de una carcajada.

-No, no -dijo Runia-. Me refiero a que tengo poderes. -Ya lo creo -dijo Efraím. -Yo he visto un mundo -dijo Runia- en que los hombres pueden ir de la mano. Pueden besarse por la calle. Pueden tener una casa y acostarse juntos sobre una parva de heno. -¿Existe ese mundo? -preguntó Efraím. -El universo es infinito -dijo Runia-. En algún lado existe. Yo lo he visto. -Entonces, ¿por qué no te vas allí? -preguntó Efraím. -Porque no te tendría a vos -dijo Runia.

IV Efraím continuó junto a Runia dos años más, y lo hubiera he­ cho por el resto de su vida. Una tarde de marzo, mientras los hom­ bres rezaban, Efraím regresó a su casa simplemente porque ardía en deseos de ver a Runia. La encontró frente al espejo, cortándose el pelo. Efraím se ex­ trañó: ella no usaba peluca, y se lo estaba cortando sin ningún or­ den. ¿Para qué? -Qué haces -le preguntó. -Me corto el pelo -dijo Runia. -Ya veo -dijo Efraím tomando los cabellos muertos-. Pero, ¿pa­ ra qué? Vos no usas peluca. -Se terminó -dijo Runia sin detenerse -¿Te vas a convertir en un hombre del todo? -dijo Efraím bur­ lón, sonriendo. -En todo el cuerpo -dijo Runia aún más burlona. -¡No! -gritó Efraím, sobrepasado. Runia sonrió, dejó las tijeras -su pelo estaba corto y desparejo-, le extendió la mano a su marido, -No, mi amor -le dijo- No te asustes. -Me dijiste «mi amor» -dijo Efraím-. Nunca me dijiste «mi amor». -Hoy te lo quería decir -dijo Runia. Inclinó su cabeza sobre uno de sus hombros y murió. Efraím supo al segundo que ella había muerto, pero un según-

do después se dijo que no. Luego le acarició la cara como si ese se­ gundo en que supo de su muerte nunca hubiera existido, la besó en los labios, y sólo en la mejilla sintió el frío. Entonces vio en el espe­ jo el rostro de un muchacho, magullado, con un ojo especialmente lastimado. Pero nada como lo que le había contado Runia: aquel era un rostro bello, armónico, sólo un poco lastimado, no un estropicio. Efraím lo abrazó contra su pecho. Llamó a Runia, llamó a Roni. Le dijo palabras de amor. Tomó su cuerpo y lo extendió sobre la cama. «Volvé como quieras», suplicó Efraím arrodillado junto a la ca­ ma, «Como hombre, como mujer. Volvé». Pero Runia continuaba muerta. Porque la vida no tiene ningún sentido ni orden, pero todo no se puede. La enterró de noche en un sitio perdido. En una piedra escribió: Roni Shipalzsky, de Lodz, y la enterró junto al cuerpo. Pensó en matarse. Pero no quería morir. ¿Por qué no quiero mo­ rir?, se preguntó. Al día siguiente nadie le preguntó por Runia. Y con el correr de los días fue como si nunca hubiera existido. Pero él sabía que esta­ ba en su memoria. Se negaba, no obstante, a desenterrar el cuerpo que él mismo había sepultado. Efraím volvió a casarse, tuvo hijos. Sólo el rabino, durante un Purim en que ambos se emborracharon, lo miró como si recordara algo. (Inédito.)

El affair Skeffington M aría M oreno

In memoriam C. E. Feiling

Avergüenza empezar -¡una vez más!- con el hallazgo

de un manus­ crito, no de John Shade, Emily L. o Gabrielle Sarrera sino de una to­ tal desconocida: Dolly Skeffington. Una vez más también se trata de inventar una precursora en cuya obra -por demás problemática de definir- podamos leer, como dicta la convención, lo que queremos leer. El manuscrito le fue entregado a John Glassco, cronista de los expatriados norteamericanos en París, durante los «años locos»: consta de veintiocho poemas organizados en tres secciones -Exposi­ ción, Gwendolyn Massachusetts y El honor de las damas-, y de una suerte de diario filosófico en forma de notas encabezadas por una so­ la palabra para indicar el tema, como si se tratara de un juego mnemotécnico. Habiendo conocido bastante en la intimidad a Dolly Skeffington, el mismo Glassco desestima que la entrega, hecha en calidad de recuerdo por los años vividos en común y regalo personal, fuera una demanda de publicación, y el contenido del manuscrito es el mejor defensor de esa tesis. Como Max Brod desobedeció a Kafka, John Glassco desobede­ ció a Skeffington pero realizando, quizá para aliviar su conciencia, una ajustada transacción entre el pedido y su propio deseo de in­ cumplimiento: no hizo publicar el texto de Skeffington -lo que la hu­ biera convertido, más allá del éxito o el fracaso de la empresa, en una autora, condición que algunas de las notas parecen repudiar o, por lo menos, poner en conflicto- ni la incluyó en sus Memorias de

Montparnasse. Para una edición limitada realizó los retratos biográ­ ficos de la baronesa Elsa von Freytag, Dan Mahoney y Dolly Skeffington en calidad de curiosidades de época, de personajes familia­ res a los famosos de la rive gauche pero que no dejaron más que una obra fragmentaria, totalmente inédita en el caso de Skeffington y mínima en el caso de Mahoney. El librito, titulado dañinamente Los que no fueron, no figura en los catálogos pero puede encontrarse un ejemplar traducido al castellano en la biblioteca feminista de Ma­ drid, situada en la calle Barquillo 17. El ejemplar contiene, amén de las biografías, los poemas de la baronesa -que fueron extraídos de la Little Review- y de Skeffing­ ton, las notas de ésta y el ensayo Perfumes, de Mahoney que antes había aparecido en The Ignatian (vol. 6, número 3). Los papeles recibidos por Glassco eran, según él, hojas arranca­ das de cuadernos -siempre de la misma marca Continuum- marmolados en los cantos con distintos colores. De acuerdo al peculiar sen­ tido que Skeffington daba a la palabra corrección, algunos poemas están señalados con un mismo asterisco que, según explica una de las notas, indica el principio y el final de una idea a través del «autoaná­ lisis». Sin embargo, si bien se puede reconocer una cierta similitud te­ mática, los textos parecen básicamente diferentes y no, como preten­ de la Skeffington, la primera y la última entre versiones sucesivas: si no, pruébese leer La repetición como una corrección de Cenizas, y Bloody Mary como otra de La fuerza (los poemas-nexo faltan, al me­ nos en el ejemplar editado). La sinceridad de Skeffington acerca de la existencia y alcance de este procedimiento personal puede ser puesta en duda o por el contrario verificada al interpretar las citas de las no­ tas entregadas a Glassco y que aparecen en este prólogo. Quizá se trate simplemente de un ritual para no poner fin al ac­ to de escribir y es cierto que si un texto es trabajado durante un cier­ to tiempo por el método de Skeffington concluirá -porque a pesar de todo, el manuscrito publicado por Glassco prueba que alguna vez concluyó- en otro cuya conexión con el primero será inabordable a toda pesquisa. El único documento sobre la vida de la autora es lo que su bió­ grafo pudo atestiguar en Greenwich Village, y luego en París donde los dos eran amigos.

Las notas no son fuentes seguras y, si bien es probable que al leer la última página del libro sólo queden dudas, al menos se pue­ den rechazar algunos datos debido a la incongruencia de las fechas, la obsesión de Skeffington por desestimar el carácter autobiográfi­ co de toda obra -aun la no destinada al público- y sus extravagan­ tes interpretaciones de la teoría de Freud. Olivia Streethorse (Dolly Skeffington) llego a París en 1923, en compañía de su padre, Christopher Streethorse, quien instaló un pe­ riódico en la próspera rive droite donde vivían el ochenta por ciento de los expatriados, más precisamente los ricos. . Así como Pauline Tam utilizó el seudónimo de Renée Vivien pa­ ra festejar su decisión de permanecer soltera («née una y otra vez renée»), y Judy Gerowitz se despojó de todos los nombres que le fue­ ron impuestos por la dominación patriarcal eligiendo libremente su nombre «Judy Chicago», Olivia Streethorse necesitó de un «autobautismo privado para la asunción de un nuevo yo» reemplazando «Olivia» por «Dolly» en honor a una querida niñera que la acompa­ ñó a París pero que permaneció del otro lado del Sena, en la casa familiar, y «Streethorse» por «Skeffington» in memoriam del lucha­ dor irlandés difundido por Joyce. Con esa única arma entró en la rive gauche.

París-Lesbos Si hacemos de la vida de Safo una interpretación menos mítica, podemos dar a París-Lesbos un significado más complejo que el de un conjunto de mujeres homosexuales e incluir en él a otras, tanto homosexuales como con diversos pactos de colaboración, vínculo eró­ tico y estético con los varones: después de todo, muchas versiones dan por sentado que Safo estaba casada -su marido Cercólas era muy rico- y se suicidó por el abandono de un joven marino, Faón. De este modo quedan dentro de París-Lesbos Jean Rhys, desdicha­ da dominicana con un marido en prisión; Nancy Cunard, quien fue fotografiada por Cecil Beatón disfrazada de árbol; Colette, artista de mimo-drama; Caresse Crosby (Caresse fue un bautismo privado de su marido) y tantas otras mujeres de letras -escritoras, editoras,

galoneras- capaces de diferenciar lo que va de la vida oficial a la clandestina. Si el principio de siglo descubre a la mujer artificial y el gusto por el «menorazgo», empieza a ennegrecerse la lencería y triunfan, contra el bruto matrimonial, el voyeur y el ladrón de trenzas, París lo sabrá primero. Será cuestión de burlar al padre, ocupando su lugar ahora de pervertido. Eran los tiempos de monsieur. Willy agregando escenas pican­ tes a las memorias escolares de Colette, quien luego bailaría desnu­ da en el Music Hall con un collar de perro donde podía leerse «Per­ tenezco a Missy» (Mathilde de Morny, ex condesa de Belbeuf). Semiramis y sus doncellas, Les Amies de Courbet pintadas en un tierno abrazo, las amantes exhibidas entre los almohadones de la gargonniére ofrecida por un marido curioso o laxas y divagantes en el secreto de un fumadero de opio, hacían una mitología de mujeres solas y sin embargo, colmadas. El safismo era una voluptuosidad social que aún no promovían lazos de afiliadas y el baboso duque de Morny opinaba que «afina a la mujer, y la inicia sin riesgo alguno en un erotismo de muchacha avezada cuyo beneficiario será, en definitiva, el hombre». Pero tam­ bién existíanlas que jamás hubieran consentido en otorgar sus «be­ neficios»: entre las colecciones de escarabajos, monedas persas y arbolitos con hojas de cristal de Renée Vivien, las anandrines bebían curacáo con hielo, comían lonjas de pescado crudo arrolladas en va­ ritas de marfil y se escribían entre ellas libros horribles y encanta­ dores, salpicados de baudelerismo sombrío, chinerías a lo Pierre Loti y apotegmas de boulevard. Renée, la soberana, era una poetisa inglesa que con sus ojeras profundas, su cuerpo sin densidad y sus abismos de opereta parecía una precursora de los darks. «He dejado de esperar. He dejado de amar y esta noche me en­ tregaré a un judío muy rico y muy feo», amenazó un día a su se­ ductora. Luego partió a un retiro espiritual con la intención de abando­ nar la bebida. En realidad nunca perdió la costumbre de esconder copas llenas de alcohol bajo la pollera de su ama de llaves, quien de­ bía permanecer en el baño fingiendo bordar (Renée entraba, bebía,

luego se enjuagaba la boca con un vaso de leche). Siempre semidesnuda, loca y desconsolada, balbuceaba los infructuosos versos de ol­ vido de Safo: «Atis, yo te amaba hace tiempo». Murió a los treinta años atormentada por muchachas a quienes llamaba «Violette-nombre y Violette-flor», luego de haber concurri­ do al estado de Maine munida de un revólver para defenderse de los indios, aún enamorada de una poetisa que tenía el apodo de Ópalo. El salón más concurrido de París-Lesbos era el de Natalie Clifford Barney, una norteamericana rubia que «corrompió» mujeres hasta los ochenta años y que escribía aforismos breves como «la fa­ ma es conocer gente que uno no quiere conocer». En su casa de la rae Jacob se recitaba en voz alta bajo un óleo del barón Charlus, se bebía champagne Dom Perignon acompañado con delikatessen y se educaba a varones como Rémy de Gourmont, Pierre Louys, André Gide, Paul Valéry y Ezra Pound con una filoso­ fía destinada a un Eros que excluía el principio masculino. Miss Bar­ ney, largamente «amancebada» con una pintora apodada El Coche­ ro -Romaine Brooks- se soñaba la versión decó de Bilitis. París-Lesbos no se relevaba, existía por enriquecimiento, las nue­ vas generaciones podían toparse con las viejas: Anals Nin, que se ins­ talo allí en 1930, superponerse con Gertrude Stein, que lo hiciera tres décadas antes. Además las estadías erán largas, las anandrines lon­ gevas: Natalie Barney murió a los noventa y seis años, Janet Flanner a los ochenta y seis, Djuna Bames a los noventa y Biyher a los ochen­ ta y ocho. Por eso muchos memoralistas dan la impresión de que las cosas sucedieron en el mismo lugar y al mismo tiempo. Fue durante tres décadas que las habitantes de París-Lesbos continuaron abrien­ do salones, fundando editoras o librerías para ofrecerse como bacan­ tes a las artes y a las letras. La mayoría parecían flappers inventadas por Fitzgerald (peinado príncipe valiente, piernas de barrote de ba­ laustrada, manos fuertes para la raqueta y el trago largo) pero las ha­ bía también como Natalie Barney, con tufillo a principio de siglo. «Siempre me fascinó la belleza femenina pero el lesbianismo ha sido una tentación o una comarca desconocida para mí. El hombre fue mi patria», bramaba en otra parte (aunque estuviera allí) Victo­ ria Ocampo, y Nina Hamnett cantaba por los cafés de la rive gau­ che: «Nos fuimos a la Argentina/ donde todos los hombres son mari­

cas». Tal vez para las mujeres norteamericanas e inglesas que hicie­ ron de París una exhumación de Lesbos, también el hombre fue su patria, sólo que ellas estaban exiliadas. Entonces el exilio bien po­ dría ser una mujer: matrimonios blancos y herencias cuantiosas -co­ mo los que se jugaban entre el escritor Me Almon y su mujer Bryher (a su vez amante de Hilda Doolittle)-, dólares americanos y francos franceses obtenidos sin el sudor de la frente, a menudo dejaban la satisfacción femenina a cargo de las amigas, que solían dormir abra­ zadas sin la sombra de un hombre o en medio de una ternura de ca­ chorras. Colette recuerda en su libro Lo puro y lo impuro a dos jóve­ nes inglesas -Eleonor Butler y Sarah Ponsonby- que provocaron un escándalo para vivir en las afueras de Gales entre un huerto y un diario íntimo perfectamente castos. En París-Lesbos las amigas iban de a dos como las niñas de los ojos: Gertrude Stein se repartía con Alice B. Toldas los esposos y las esposas que los visitaban en su barricada de Picassos erigida en la rué Fleurus, Janet Flanner y Sólita Solano se hacían carne y uña hasta parecerse tanto como los nombres (Nip y Tuck) con los que fi­ guran en El almanaque de las damas que escribió Djuna Bames en­ tre paseos por Montparnasse del brazo de su amante Thelma Wood -envueltas en la misma capa-; Adrienne Monnier y Sylvia Beach, libreras a metros de por medio en la rué D’Odéon, compartían un cuarto y la obsesión por que el Ulises de Joyee dejara de ser un de­ lito para convertirse en un libro. Pero había una que iba sola.

Anandrine «Por la calle Mouffetard caminaba como a través de una suce­ sión de obstáculos. Sus largas piernas norteamericanas y sus pies delgados, sostenidos por el taco carretel de los de guillermina, se bamboleaban como los de una mujer torpe ceñida en un vestido de noche (tenía las medias agujereadas). Sus cabellos rojos y rizados, recogidos en lo alto de la cabeza por un moño de nácar, se desmoro­ naban sobre las hombreras del tapado negro de bolsillos deformes cuyos agujeros escupían objetos de niño vagabundo -una flauta he­

cha con una avellana, un reloj rojo, una miniatura de zapatilla, lá­ pices- que ella se agachaba a recoger con la dificultad de una per­ sona de edad muy avanzada y, no bien se había erguido y sacudido un poco la caspa de las solapas, dejaba caer otros: el bolso, un ma­ nojo de novelitas usadas, el manto de spaí que dijo haber comprado en el mercado de pulgas. «Aunque ya la había visto beber en las terrasses una botella de Ricard y tenía los ojos vidriosos, pasó sin verme y se metió en el ca­ fé Les Amateurs.» Así describe John Glassco a Dolly Skeffington. Luego se pregunta y responde retóricamente: «¿Qué era? ¿Una ar­ tista? Por cierto que no. ¿Una puta? Quizás intermitentemente ¿Una lesbiana? Sí y no. De lo que estoy seguro es que era una anandrine».

Freudiana Podemos imaginarla. No había dinero. No había fósforos. El fue­ go se había apagado. Dolly Skeffington caminaba en círculo por el cuarto, una echarpe alrededor del cuello y en la cabeza un sombrerito, encasquetado sobre las cejas, de Lucianne Reboux (en forma de escupidera). De vez en cuando se paraba bajo lá pequeña pantalla de opali­ na rosa para que la luz cayera de lleno sobre el papel que estaba le­ yendo: una carta de Hilda Doolittle. El cotidiano olor fétido subía por la ventana. Abajo un coche de caballos recibía el contenido de las letrinas que, tras una puerta, al fondo de cada pasillo, había en los pisos del hotel. Se escuchaba el sonido de la bomba al empujar hacia abajo, que acompañaba el momento como los redobles de un tambor antes de un acontecimiento singular. Era como si hubiera caído el telón ocultando todo lo conocido. Casi como volver a nacer. Los colores y los olores eran diferentes (incluso el que subía por la ventana) y esas sensaciones que se percibían por dentro también lo eran porque Dolly Skeffington se había quedado semiparalizada frente a un párrafo: «Me alargó el objeto. Lo tomé en la mano. Era una estatuilla de bronce, con yelmo, vestida hasta los pies con una túnica labrada, con el manto superior o pétalo grabado. Tenía la ma­ no extendida como si sostuviera un cayado o una vara. “Es perfec­

ta”, dijo, “sólo que ha perdido su lanza”». Hilda Doolittle se estaba analizando en Viena con Sigxnund Freud. Él le había mostrado una estatuilla de Palas Atenea. Estaban a solas, seguramente, quizás en un lugar más íntimo de la casa y no en el que el profesor recibía a sus otros pacientes. Dolly Skeffington sólo podía aguantar el dolor a través del cuer­ po: primero sintió ardor en el estómago, luego un hormigueo en las piernas. Instantáneamente dejo de sentir frío. Estaba celosa. Tomó el bolso y caminó en tranco militar hasta la Shakespeare and Company para encargar los tomos editados por Strachey. Tenía celos pero quería saber de qué. La espera resultó larga, el envío costoso. Al verla entrar por se­ gunda o tercera vez en el día, luego de habérsele dicho que el paque­ te llegaría en una o dos semanas, Miss Beach desviaba la sonrisa radiante que tenía posada ante el cliente al que estaba atendiendo y la dejaba caer sobre ella, congelada. Cuando llegaron los cuatro tomos en una preciosa edición de cu­ bierta azul, la succión de números romanos de los capítulos le pare­ ció infinita. Sintió ganas de inventar alguna escusa y devolverlos, pero luego pensó que podría leer los títulos y elegir lo que más le gustara. En principio los ojos se le cerraban o distraían con los di­ bujos del empapelado: rosas de color té que se entrelazaban subien­ do hasta el techo y separadas por una delgada línea de puntos. Del mismo modo huía en su infancia de los versículos de la Biblia que le obligaba a leer su padre. Luego comenzó a entender, o al me­ nos a deslizar pequeñas asociaciones, tímidas como conejos, entre las frases del profesor y su propia vida. Las conclusiones fueron bruscas, impactantes: claro que se trataba de una aproximación como cuando se baña por primera vez con un desconocido y, entre los pasos teme­ rosos pero acompasados, aparecen breves tirones de separación. Al leer en La novela familiar del neurótico que los padres imaginarios no eran más que los padres reales tal cual los veíamos con los ojos ma­ ravillados de la infancia, creyó imposible revelar la verdad de su pro­ pia vida. Al principio fue una desilusión, luego un alivio: la autobio­ grafía era una quimera. ¿Acaso la histérica que dice haber sido seducida por su padre no lo cree realmente, sólo que eso es fruto del Complejo de Edipo? Pero quiso ir más lejos. «Si a través de los sueños

a que a menudo nos resultan tan extraños como una ficción, de todos modos se pueden alcanzar las napas más profundas hasta rozar el de­ seo inconsciente, ¿no sería igualmente posible la interpretación en el ejercicio del autoanálisis si en lugar de dejarse llevar por la asocia­ ción libre uno contara algo que le hubiere sucedido a otro, una frase popular, un argumento de teatro?», se preguntó. Luego una afirma­ ción del profesor le hizo concebir un plan utópico que le duraría toda la vida: tanto la esencia misma de la neurosis como la de todo talen­ to superior tienen por rasgos característicos una actividad imagina­ tiva. Al considerar que el artículo sobre Leonardo era la obra de un escritor («he leído en Burlingston Magazine que el supuesto buitre era en realidad un milano y Freud, como si quisiera los beneficios de un autor de ficción, ni siquiera se molestó en hacer correcciones», escri­ be), y que el poeta con su fantasía se adelantaba a la ciencia; no vio en todo esto un enigma sino una adquisición. Es probable que haya pensado: si el neurótico es como un artista y el artista como un psi­ coanalista, transitivamente el neurótico puede ser como un psicoana­ lista. Desenlace: ella haría de sus terrores infantiles, de sus humilla­ ciones entre las figuras del mundo y los reclamos de su cuerpo precozmente obeso aunque no desproporcionado, piezas de arte per­ sonal, curativas y necesariamente ficticias. Tirada en la cama del hotel D’A nnglaterre leyó durante tres días con la sola presencia de la mucama que golpeaba la puerta en los horarios fijados y dejaba el plato sobre la mesita de luz para desa­ parecer luego en silencio (el vino estaba en una gruesa bota que col­ gaba de la pared). Dolly Skeffington fumaba un cigarrillo tras otro y comía a tem­ peratura ambiente pastas italianas con el aspecto de un aguaviva; trozos de pollo donde la salsa se había endurecido hasta formar una segunda piel y sopas en cuya superficie era posible trazar un surco con una cuchara. Escribiría poemas que, aun leídos al azar, hilaran la historia de alguien desde su infancia hasta la cercanía de la muer­ te, probablemente una norteamericana; sin embargo intentaría ha­ cerlo en sus momentos de viva angustia o felicidad, de ninguna ma­ nera borracha, dejando fluir su imaginación y evitando ejercer censura alguna sobre las imágenes y -con el fin de aturdir o desviar aún más la conciencia- eligiendo una forma atenta al ritmo y a la

métrica. Luego guardaría los frutos en un cajón y los dejaría añejar. «Si el relato de la propia vida es ya una interpretación, escribirlo -es decir someterlo a las leyes de la sublimación- actuará sobre el in­ consciente como la palabra del psicoanalista y, al pasar un tiempo que sólo podría establecerse a partir de las primeras experiencias, como si utilizara una de esas cámaras que permiten fotografiarse luego de una breve corrida, los analizaría. Esto sólo podría llevar a nna sustitución. No haré correcciones puesto que ellas se ocupan de reparar errores sintácticos, de modificar ritmos o hacer decoracio­ nes, reemplazando una metáfora por otra que parece mejor. Serían auténticos relevos como los que hace una persona luego de psicoanalizarse. Sería absurdo que la cura (el subrayado es nuestro) con­ sistiera en recordar más detalles de una escena, mantener una fra­ se donde antes había un sollozo, desplazar a un género más atractivo el relato del trauma», escribía en una de las notas entregadas a Glassco. Y lo haría. ¿Realmente? A Dolly Skeffington -¿será vano aclarar que no hacemos más que glosar sus notas?- la descorazonaban las evidentes aunque pá­ lidas objeciones del profesor al autoanálisis, hasta que encontró dos frases en Análisis terminable e interminable. En una entendió que los sujetos analizados a menudo no se diferencian de los no analiza­ dos y que los grados de domesticación de los instintos por el yo eran variables tanto en un grupo como en otro. La segunda frase era: «Un hombre autoanalizado con éxito llegó a la conclusión de que sus re­ laciones con los hombres y las mujeres -con los hombres que eran sus competidores y las mujeres a las que amaba- no se hallaban li­ bres de alteraciones neuróticas y como consecuencia se sometió al psicoanálisis por otra persona a quien consideraba superior a él». Decidió, entonces, esperar al hombre a quien consideraba superior a ella y emprendió mientras tanto su tarea de autoanálisis literario. «Es increíble que no considerara a Freud superior a ella y que como muchas mujeres ricas o inquietas no intentara viajar a Viena para someterse a algunas sesiones en Bergasse 19», comenta Glass­ co en Los que no fueron. Pero la explicación está en una de las notas de Skeffington: «Sí el profesor utiliza el arte para justificar sus teo­ rías, y yo en cambio utilizo sus teorías para justificar mi arte: ¿Aca­ so no lo he vencido?».

Baronesa Es poco probable que dos monstruos se hagan amigos, a menos que se encuentren entre las paredes de una cárcel o de una institu­ ción benéfica. Sin embargo Dolly Skeffington y Elsa von Loringhoven solían pasar la noche juntas. No eran amigas a la manera de París-Lesbos sino en un estilo de soldadesca soez y copas levantadas donde la fraternidad casta no impedía la irrupción dolorosa de un nombre (masculino o femenino) pronunciado con rencor homicida. Según Andrew Field, la baronesa acostumbraba usar la cabeza afeitada y con una línea longitudinal de pintura púrpura, sombre­ ros que consistían en una caja de cartón, una boina de la que colga­ ban cucharas y plumas y en una ocasión, una torta de cumpleaños con velitas encendidas que fue su carta de presentación en la emba­ jada francesa de Berlín. La baronesa era muy pobre y tanto en el Village como en Montpamasse solía estar a cargo de Djuna Bames. Tenía intenciones sui­ cidas, lo cual parecía darle cierta impunidad con el prójimo del que abusaba hasta la violencia (muchos comprobaron que su revés era poderoso); si le prestaban un cuarto quería un departamento, roba­ ba la vajilla en los restaurantes, los asientos de la vía pública y has­ ta los sellos de correo de la Little Review con los que durante un tiempo se adornó las mejillas. Había estado apasionadamente ena­ morada de William Carlos Williams, a quien ofreció contagiarle la sífilis para acercarlo a su obra de arte definitiva. Hart Grane le te­ nía terror y Wallace Stevens era capaz de desviarse diez cuadras de su camino con tal de no encontrarse con ella. Dolly Skeffington y la baronesa salían de copas pero evitando las terrasses y la compañía de los conocidos. Elegían bailes populares como el café Des Amateurs, único don­ de la calaña de los parroquianos, por otra parte habituados a su pre­ sencia, las había hecho cómplices en el alcohol corrido y la huida an­ te la policía. Tanto Skeffington como la baronesa corrían a gran velocidad en superficies lisas, pero sobre todo eran hábiles sorteando obstáculos como transeúntes, mesas de bar o puestos callejeros.

Skeffington usaba una especie de guardapolvo gris de tela rús­ tica, pantalones, gorra con visera en cuyo interior ocultaba el cabe­ llo, borceguíes de la Primera Guerra. Cuando el travestismo público estaba prohibido jamás fue dete­ nida ya que la policía tenía el ojo adiestrado con los trajes de calle y de etiqueta y no con la habitual indumentaria obrera. En ocasiones la baronesa se ponía un poncho indio sobre el cuer­ po desnudo y un colgante lleno de coladores de té abollados. Enton­ ces ni bien escuchaban el silbato de los agentes, Skeffington huía de su amiga. Claro que los artistas de Montparnasse tenían un protec­ tor en el comisario León Zamaron, gran coleccionista de arte -y en eso aceptaba sobornos-, que se preocupaba para que retirasen los cargos. Aveces Dolly Skeffington y la baronesa se iban a la Riviera y se jugaban el dinero del señor Streethorse en los casinos. Solían apos­ tar al 612, posible fecha del nacimiento de Safo, o al 62, últimos nú­ meros del teléfono de Freud. Pero esos homenajes no debían ser dig­ nos de los homenajeados, ya que sus influjos no parecían enviarles suerte sino desgracia. También solían ir a ver boxeo al Stade Anastasie donde en los momentos más calientes de la pelea solían gritar ¡les flics! ¡les flics! provocando avalanchas y contusiones. Skeffing­ ton no dejó de acudir ni cuando estaba a pinato de ser madre y Glass­ co lo atestigua: «Olivia debía llevar como ocho meses de embarazo cuando fue a presenciar un match» -él insiste en llamar a Dolly Oli­ via desestimando los autobautismos privados para asumir un nue­ vo yo-, «y ya Hemingway le había advertido lo peligroso que era y cómo, poco antes de nacer Mister Bumby, tuvo que hacer un gran es­ fuerzo para proteger a Hadley de una avalancha. Pero no hizo nin­ gún caso y vino en compañía de la baronesa. En el Stade Anastasie los boxeadores, al bajar del ring, se ponían a trabajar de mozos. Era un lugar sórdido pero espléndido, un jardín arbolado con mesas y si­ llas donde se apretujaba la concurrencia, ruidosa y en su mayoría masculina. A Olivia le gustaba un pluma marsellés que no solía ga­ nar pero que tenía un elegantísimo juego corporal. Cuando el hom­ bre salió de entre las sogas perdedor y luego de un violentísimo com­ bate, se enroscó una toalla al cuello y se puso a levantar pedidos. Estaba chorreando sudor y tenía un corte en el ojo. Olivia, cuyo enor­

me vientre pareció sobresaltarlo, estiró el brazo, le pasó el índice por el pecho empapado y luego se metió el dedo en la boca». Un día, en un barrio apartado, Skeffington y la baronesa fueron arrastradas a un matorral por un grupo de borrachos. Eran muchos, y fuertes, así que de nada valieron las corridas ni el revés de la ba­ ronesa. Pero no fueron violadas. Los hábitos liberales que el par había mantenido desde siempre por las calles de París, la confianza alegre e ingenua con que solían dormir acurrucadas en cualquier umbral cuando el exceso de alco­ hol les impedía volver a casa, la libre ronda de.haschisch más su na­ tural negligencia, al parecer habían dejado en sus labios inferiores unas manchas rosadas que uno de los atacantes señaló alarmado. «Ninguno de ellos tenían preservativo», le contó Skeffington a Glass­ co, «¿te imaginas a un violador corriendo a comprarse uno?» Es probable que la anécdota sea apócrifa: no existe prueba al­ guna sobre el estado de salud de Skeffington, salvo la existencia de un cáncer y la mastectomía de la que se recuperó totalmente. En cuanto a la baronesa, es probable que hubiera sucumbido al mito de que la sífilis, al dañar las células cerebrales, origina ideas brillan­ tes y totalmente nuevas, con lo cual es de esperar que antes de la paresia se realice una obra maestra cuya culminación sea una muer­ te fáustica y con todas las licencias poéticas de la demencia. De ahí lá oferta «generosa» que la baronesa hiciera a William Carlos Wi­ lliams. «Ella era original, sin duda. Estaba loca, nadie podía negar­ lo. Pero, ¿era sifilítica?», titubea John Glassco. La amistad entre Skeffington y la baronesa no se sustentaba en un compás de espera -del hombre o de la mujer-, carecía de la decorosidad lesbiana con que los personajes de Djuna Bames sugieren el suplicio de la folie á deux, tampoco era el simple remedo de la pa­ sión entre varones, como sugiere apresuradamente Glassco. Podía ser la de dos hetairas pero que reciben en un hotel cubista. De he­ cho, cuando una llevaba a la otra al baño y la limpiaba y vestía lue­ go de una borrachera, o tenía que levantarla de la taza del inodoro si había perdido la conciencia, parecían madre e hija. Pero también podían evocar la discreción en el socorrer sin que medie palabra al­ guna de una fraternidad caballeresca: cuando Skeffington estaba muy deprimida se pasaba días enteros en la cama, entonces hacía

venir a su es niñera Dolly desde la rive droite para que buscara a la baronesa y le diera dinero, comida o medicamentos. «Menos mal que enloquecían por tumo» escribe Glassco con mal­ dad. «Entonces solían visitarse una a la otra en el manicomio y par­ ticipar activamente en la cura. El día del alta, sin esperar ni que ca­ yera el sol, las dos se iban a la Petite Chaumiére y se pasaban toda la noche bebiendo y bailando». Sin embargo, en otra parte de la bio­ grafía, Glassco reconoce que Dolly Skeffington fue internada una so­ la vez en La Salpetriére, «pero en un viaje anterior al de su expa­ triación». Y en las notas no existen profundas señales de una autodestrucción de plataforma a lo Renée Vivien o su modelo Baudelaire. Su vínculo con Elsa von Freytag suena más a Gargantúa y Pantagruel que a mistificación romántica del sufrimiento y la expe­ riencia del abismo. Si bien Glassco no puede recordar ninguna conversación textual entre Skeffington y la baronesa, da la impresión de que aquello que no logra reproducir era tan complejo como un coloquio perpetuo en­ tre los popes de dos vanguardias disidentes dentro de un movimien­ to tan moderno que ni siquiera puede otorgarse la concesión de exis­ tir. A veces el encadenamiento de las argumentaciones -imaginamosllegaría a tal punto en el encuentro de paradojas que terminaría de­ jándolas exhaustas y con las manos vacías. Entonces sería cuando, viéndose obligadas a romper su alteridad a fin de retomar más ali­ viadas el camino del conocimiento, las amigas irían a ver a la prin­ cesa de Murat que vivía en los muelles de Tolón bajo el techo de un submarino abandonado. Es probable que las tres fumaran opio du­ rante días enteros sin llegar a ninguna conclusión. Pero Glassco di­ ce que la princesa, que no tenía cuello («parece un huevo pero el hue­ vo es de Fabergé»), era muy avara y fumaba opio sola o con René Crevel, a quien las brumas en tomo al muelle de Tolon le provocaron una letal recaída en la tuberculosis. La baronesa que no era moderna sino futura, lo que no le faci­ litaba su presente, se suicidó en 1927 abriendo el pico del gas y su último perro -los otros habían desaparecido- corrió su misma suerte. Janet Flanner, que por entonces firmaba Genet, escribió una necrológica en The New Yorker cuyo final era: «Instalada al fin, debido a la generosidad de amigos parisinos, en las primeras ha-

d bitaciones cómodas que había conocido en tiempos recientes, ella y su pequeño perro faldero murieron asfixiados por el gas durante la noche, ambos víctimas de un lujo que no habían disfrutado por de­ masiado tiempo».

La Vía Regia Cuando se mudó del hotel D’A nglaterre a uno más pequeño de la rué Chaumiére, Dolly Skeffington había incluido entre sus bultos una jaula con un mono (Charabia) y dos gatos blancos acostumbra­ dos a caminar de la trailla por la vía pública. Continuaba leyendo los Collected Papers, pero con mayor ener­ gía se dedicaba a una suerte de clínica literaria. Luego de analizar inadvertidamente a las amigas de París-Lesbos improvisaba clasi­ ficaciones y buscaba subgéneros dentro de lo que ella denominaba «nuevos vínculos». Observó por ejemplo, que tanto Natalie Barney como Mabel Dodge, en sus salones literarios, tenían la capacidad de producir con preguntas sencillas, sonrisitas -a veces mediante un silencio alternativamente helado y simpatizante, o las frases proto­ colares que impiden la declinación de la charla- una gran variedad de ideas en los hombres que las rodeaban. «Se puede decir que ellas les sacan el libro de la boca como un dentista extrae una muela o un cirujano las amígdalas», discurría. «Como si los artistas varones al proyectar sobre ellas sus deseos sexuales sublimados, al igual que la refracción de la luz en un cristal, los recibieran acrecentados y or­ denados en una lógica formal de la que antes carecían, y en cuya inercia se alcanzaría la obra estética.» Skeffington llamó a esta capacidad, no sin razón, aunque harían falta algunas precisiones, «transferencia», que dividió en dos: la si­ métrica y la asimétrica. La simétrica es la que se da entre dos per­ sonas que escriben; la asimétrica aquella en que una no lo hace, lo hace en un mayor secreto o «una mayor sustancia en el quehacer y el querer hacer». Luego se exigió rigor prefiriendo la originalidad a la tradición psicoanalítica: reemplazó «transferencia» por «pase». Su próximo descubrimiento provino de la observación de un cier­

to tipo de pacto entre mujeres como el de Gertrude Stein con Alice B. ToHas. A pesar de las apariencias, la «esposa» dedicada a las es­ posas ejercía sobre su amiga un dominio sin tregua: evitaba el tim­ bre del cartero, la visita inoportuna, los monólogos que excedían la medianoche. Por último fundó una editorial (Plain) en la que fraca­ só quizá porque su eficacia consistía en mantener concentrada la fuerza de trabajo de Gertrude en el lugar hacia donde la sociedad inclina a las damas: el doméstico. Skeffington encontró que este amor de corte administrativo tenía algo de maternidad implacable pero «la satisfacción de privilegiar por sobre todo sacrificio la obra de la otra no parece tener el aspecto de una renuncia sino, por el con­ trario, lograr una sublimación plena»; creyendo improbable que se tratara de una simple extensión del instinto maternal, ya que el re­ sultado era una obra de arte reconocida en el mundo. Lo denominó «sublimación transitiva». De acuerdo a sus conclusiones «un autor es una construcción li­ gada a la oportunidad de la historia, el éxito de la traducción, los cambios en la ciudad, el trabajo físico de los colaboradores y las dis­ tintas escuelas de interpretación de cada tiempo». Poco a poco ad­ virtió que se iba interesando por los pasos anteriores a la obra la ca­ pacidad de ésta para borrar sus huellas materiales y la dificultad para situar a un autor único. Pero también se condolía: «Sé que a veces parece injusto cómo la trata (Gertrude a Alice). Pero en estos tiempos, ¿no es la única alternativa para un gran artista -sea hom­ bre o mujer- descargar el peso de lo material sobre otra persona? Ellos, lejos de entregarse a un egoísmo ciego como parece, deben to­ mar esa decisión cuando jóvenes y no sin conflicto, cuando saben que aun en riesgo de llevar a la familia a la muerte o de comportarse co­ mo parásitos no harán más que escribir». En cierta ocasión Miss Beach, que había leído algunos artículos de sus propios papers freudianos, le comentó disgustada que no esta­ ba de acuerdo con Freud en que las mujeres tenían menos capacidad de sublimar que los hombres. Skeffington, firme y con cierto aire fa­ nático, le contestó que no se trataba de igualar a las mujeres en las reglas del arte, tal como eran definidas por «la multitud», sino de pro­ bar investigando sobre las tan diversas formas de creación que ellas realizaban -«como el tapiz de la reina Matilde, el acolchado “P” de Pe-

colia Warner y el autorretrato bordado de la monja Guda» (ignoramos las referencias)-, la pobreza de Freud al respecto tan insatisfactoria para uno como para el otro seso. Pensando en Miss Beach y en una nota titulada no muy misteriosamente Madres y que está en la mis­ ma línea que la exposición de 1935 escribió: «¿No da casi risa que es­ tas mujeres que no están dispuestas a tolerar en la cama ni siquiera el pelo de un bigote de hombre dediquen a éstos» -la sintaxis de Skef­ fington es confusa y a menudo Glassco no la corrige- «toda su vida, incluidos los fines de semana para que obras geniales salgan a flote?». ¿O se, trataba de una subespecie de «sublimación transitiva»? »

Maestro «Aproximadamente un metro sesenta y cinco de estatura: pier­ nas cortas, hombros anchos, contextura fuerte. Rostro cuadrado, na­ riz como un palo de golf, labios delgados en constante movimiento, siempre oscurecidos, mandíbulas macizas. Llevaba un bigote peque­ ño como mi cepillo de dientes y tenía el pelo tieso y cortado en brosse, ambos evidentemente teñidos de negro azabache pero gris acera­ do en las raíces. Los ojos grandes, grises y saltones, de párpados pesados y artificiosamente azules y pestañas con rimmel, se movían sin descanso. Su rostro estaba cubierto con polvos de un blanco apa­ gado, a través de los cuales asomaba una espesa barba negra. Siem­ pre usaba camisa blanca con el cuello y los puños almidonados, cor­ bata negra de nudo corredizo y traje negro, sin chaleco, que parecía quedarle grande, los pantalones demasiado holgados en los fondillos y la chaqueta tan larga que parecía una falda. Zapatos en punta, pe­ queños y negros; manos velludas y feas. Caminaba contoneando las caderas; cuando estaba de pie tenía las rodillas ligeramente dobla­ das y los brazos estirados hacia adelante, las muñecas caídas hacia adelante y hacia abajo como mi perro que camina sobre las patas tra­ seras (tanto Djuna Bames como yo hicimos esta comparación inde­ pendientemente, el parecido fue sugerido de manera irresistible). »Era un bailarín fantástico, tenía pies ágiles. Su voz era de un tono suave y su acento mi gangueo típico de Nueva York, con ento­ nación de “marica” y un ceceo artificial. Se rumoreaba que había si­

do boxeador profesional y, en realidad, era un temible pendenciero de bar: lo vi con mis propios ojos romperle la muñeca a un joven nor­ teamericano que había estado mofándose de él en el Dingo, en la rué Delambre. Era considerado un sujeto peligroso por su terrible tem­ peramento.» Éste es el retrato que hace Glassco de Dan Mahoney en Memo­ rias de Montparnasse. La imagen no es muy diferente de la del doc­ tor O’Connor, el profético centinela de El bosque de la noche que Djuna Bames escribiera en 1906. Mahoney fue también el modelo de Mac Namon para escribir acerca de un travestí en su novelita Miss Knight. Skeffington, que era su amiga, lo hizo pieza clave de su con­ cepto de «escritor ágrafo». Mahoney era un monologuista de genio, con una perfecta sinta­ xis oral bordada de metáforas extravagantes y citas que se remon­ taban desde la mención de una fortaleza del siglo xv hasta los por­ menores de las prácticas eróticas de la concurrencia en una letrina barcelonesa. Según Skeffington, Mahoney podía hablar usando su­ bordinadas y si uno escuchaba bien el sujeto de la frase al comen­ zar, luego de larguísimas observaciones, chistes internos y pregun­ tas retóricas (como si utilizara barras) comprobaba que coincidía perfectamente con su predicado. Los dos amigos solían sentarse a beber aguardiente en las terrasses y hablar durante horas en términos obscenos. Muchas veces por la mañana estaban en el mismo lugar, por lo que algún mozo de confianza que había hecho el relevo de su compañero del tumo de la noche se ponía a provocarlos con ingenuidad haciéndoles bromas por el hecho insólito de que hubieran madrugado. «Por su voz pasaban grandes parrafadas de teatro isabelino, cla­ sificaciones de vergas, crónicas mundanas situadas en todas partes del mundo, sus experiencias como médico abortero y como marica alistado en el ejército, comentarios sobre los muchachos que pasa­ ban junto al café, imitaciones de sonidos callejeros o de gritos de ani­ males; todo al mismo nivel como si se tratara de la superficie de una esponja o la trama de una tela.» Sin saber nombrarla, Skeffington había descubierto la «novela río».

Weill La marchante Berthe Weill solía ofrecer en su salón la obra de muchas artistas mujeres como Hermine David, Alíce Halicka o Valentine Prax. En 1935 Dolly Skeffington realizó allí una muestra ti­ tulada Prénome. Glassco opina que eligió esta forma de expresión para lograr un control menos duradero de la crítica, que le hubiera resultado más difícil de haber publicado un libro. La muestra incluía una serie de «cadáveres exquisitos» conseguidos mediante un siste­ ma de tarjetas perforadas que consignaban figuras gramaticales, distribuidas a la entrada del Cirque D’H iver donde había colas in­ terminables para asistir a combates de veinte asaltos. Eran bastan­ te desilusionantes ya que sólo contenían enumeraciones tópicas («tu boca, tu pelo, tus ojos, tu belleza»). Había en ellos un exceso de «ro­ sas», «nunca te olvidaré», «corazón herido» y otras expresiones que daban una idea de lo que las clases populares consideraban digno de dejar escrito. Los «cadáveres» se disponían sobre un espiral de cartón de unos tres metros de alto que los concurrentes debían re­ correr por dentro como si se tratara de un laberinto. El espacio en­ tre las paredes iba estrechándose a medida que se llegaba al centro y había que hacer un esfuerzo para darse vuelta y volver sobre los pasos. Luego estaba la obra específica de Skeffington. La primera se llamaba Joylises y consistía en una serie de nombres femeninos insertados sobre una enorme superficie azul -el azul de la bandera griega repetido con duro trabajo de Sylvia Beach sobre la tapa de Ulises- en la que figuraba desde Harriet Weaver, editora de la obra de Joyce en inglés, pasando por Margaret Anderson y Jane Heap, que publicaron una parte en la Little Review, hasta Myrsine Moschos, la joven empleada de la Shakespeare and Company y las su­ cesivas copistas caligráficas como Rayminde Linossier y Cyprian, la hermana de Sylvia Beach. El esquema incluía notas extraídas de los diarios sobre los pro­ cesos que mereció la obra, las sanciones penales sufridas por las edi­ toras y tina copia del contrato firmado por Joyce y Sylvia Beach don­ de se establecía que ella tendría la exclusividad del tiraje y de las ventas del Ulises pero con una cláusula según la cual el editor de­ bía abandonar sus derechos sobre el texto si esto era juzgado opor­

tuno por el autor y el editor, de acuerdo con el interés del autor (el subrayado es de Skeffington). La cifra 45.000 -es lo que la Random House envió a Joyce en calidad de adelanto por los derechos- iba acompañada de una flecha que se dirigía hacia la palabra «Joyce» colocada en lo alto del esquema. Otra flecha se dirigía hacia ia pa­ labra «Beach» inmersa en la masa de nombres femeninos. Pero la que llegaba hasta «Joyce» estaba llena de sellos con el signo pesos mientras que la que concluía en «Beach» estaba trazada sobre las columnas de un libro de contabilidad: en la del «debe» había un mon­ tón de cifras, en la del «haber» un signo de interrogación. El segundo esquema, titulado Mothernisme, consistía en un ma­ pa de París con el signo femenino señalando los lugares donde ha­ bitaban las expatriadas. La lista era espesa y detallada: Isadora Duncan (rué Danton 5), Sylvia Beach y Adrienne Monnier (rué de L’Odéon 18), Nancy Cunard (rué Guénégaud 15), etcétera. La inclu­ sión de esposos requería de asteriscos que se explicaban al pie. De Me Almon, por ejemplo, salía una flecha que conducía a un trozo del documento firmado por Bryher y sus padres donde se establecía que la primera sólo podía hacer uso de su herencia al casarse. Mother­ nisme contenía también direcciones de prostíbulos como La belle Poule de la rué Blondel o restaurantes regenteados por mujeres co­ mo Chez Rosalie. Otra obra era una fotografía de Mahoney sobre la que había sus­ pendida una gran masa de texto compuesta por lo que Héctor Libertella descubre en los trabajos de Mirtha Dermisache como «grafismos asemánticos». «¿No sería el grafismo un clisé a la espera de todas las impresiones que le vendrán impuestas aposteriori por cul­ tura o la sociedad?», escribió Libertella en Ensayos o pruebas sobre una red hermética y a Skeffington le hubiera encantado esta frase. En un rincón del salón había varios ejemplos de «pase»; un mon­ taje de un poema de Valéry sobre algunos aforismos de Miss Barney acerca de la indiscreción, textos de Freud y Lou Andreas Salomé so­ bre el erotismo anal, el manifiesto vorticista de Pound junto a un poema de H. D. Con el título A partir del azar, trabajo de sublimación figuraban el poema de Baudelaire «La venus negra», el soneto n° 127 de Sha­ kespeare y versiones de un poema de Skeffington que culminaría en

Gwendolyn, Massachusetts. La secuencia se abría con una fotogra­ fía tomada en las terrasses donde se veía a Dolly junto a Aisha, una modelo negra de artistas muy de moda por aquellos años. Aisha, que era muy narcisista y nada tonta, miró la obra, leyó cada texto y di­ jo: «jamás hablé con ella pero después de esto, aunque antes no lo estuviera, ahora sí está enamorada de mí». Sin embargo Skeffington aspiraba a que su «mensaje» fuera pre­ ciso: la literatura sólo podía provenir de la literatura; tuvo un fugaz romance con Aisha, quien no equivocaba al suponer que los efectos de una ficción contada tan arduamente no podían ser inocuos para las personas «reales» a las que aludía, a pesar del descrédito que A partir del azar... demuestra hacia el diferente. ¿Y por qué no pen­ sar que la ¿obra? misma fuese una tentativa de seducción que, al pa­ recer, logró su cometido? Quizá como sacrificio por el arte y aunque la exposición fue presentada como anónima, por razones de seguri­ dad y a fin de conservar intacto el sentido de su «mensaje» antiau­ tobiográfico, Skeffington mantuvo en la clandestinidad su romance con Aisha y, cuando pudo, lo hizo añicos (la versión es de Glassco). La descripción de la muestra fue posible a partir de algunas no­ tas donde Skeffington menciona las dificultades técnicas para la construcción y pintada de los carteles. Prénome no tuvo ninguna re­ percusión aunque algunos parroquianos de los bares de extramuros se animaron a entrar a Berthe Weill para constatar su participación en los cadáveres exquisitos, amén de boire un litre a expensas del espíritu democrático de la dueña de casa.

París-Lesbos Las relaciones entre las integrantes de París-Lesbos iban des­ de el intercambio de un breve saludo al encontrarse en un salón has­ ta la amistad íntima. Dolly Skeffington había sido amante de Miss Bamye, admira­ ba y plagiaba a Gertrude Stein pero habló pocas veces con ella, no tenía ningún vínculo con Bames y las editoras le eran indiferentes. Su relación con Miss Bamey, que rápidamente naufragó en la amistad, era ambivalente. La sorprendía que la reivindicación ge­

nealógica de Safo y el amor a las mujeres no fueran defendidos en térroinos muy diferentes a los de Pierre Louys quien, por otra par­ te «nunca ocultó sus objetivos políticos: querellar con el naturalis­ mo a través de la idealización de un vínculo que fuera el artificio de los artificios como el amor sáfico» (nota titulada Amazona). Skeffington solía provocar a Miss Bamey por el hecho de que en el templo de la calle Jacob el alcohol no estuviese permitido, pero a veces una broma terminaba en una discusión seria y entonces las dos permanecían peleadas hasta que alguna se decidía a mandar una esquelita de disculpa: «Natalie no tenía mucho humor respecto de sí misma. Cuando yo la provocaba, sin llegar a enojarse, se vol­ vía impaciente, lo que en ella era decir demasiado. Le sugerí que de­ bía ser más respetuosa de la historia ya que en Lesbos, durante las celebraciones era muy popular un juego que consistía en embocar vino desde un recipiente en otro más pequeño. Claro que ella no con­ sentiría en manchar el piso. Luego tuvimos el siguiente diálogo que terminó mal: «-¿Por qué defiendes la virginidad si la misma Safo tuvo una hija? »-¿Una hija? -preguntó mirándome con soma. »-Sí, y se llamaba Ciéis -y le leí esos versos citados en Hefestion: “Tengo una linda niñita, cuya belleza es semejante a la de las flores doradas”. »-Pero mujer -ahora se reía abiertamente-, ¿quién no llama “ni­ ñita” a su amiga? »Entonces me tocó a mí: »-¿Y por qué eres tan pueril al afirmar que Safo se mató por una mujer y no por Faón? Si fueras más atenta (probé con otro argumen­ to) sabrías que los eruditos modernos dicen que Safo debió haber si­ do confundida con Afrodita en alguna leyenda antigua. Faón es en­ tonces Faetón, Helio, el sol. »Por su mirada comprobé que lo sabía, entonces le dije (y ahora me arrepiento porque es una gran mujer y la quiero mucho): »-¿No te da vergüenza engañar a las amigas sólo para tenerlas contentas? »Se puso pálida, pegó media vuelta y se metió en el dormitorio dejándome sola. Me acerqué a la puerta y le dije en voz baja:

«-Perdóname, pero me gustaría conocer un pecado que no fue­ ra al mismo tiempo una renuncia». Skeffington también criticaba el credo estético de Miss Barney que rendía culto a la belleza y hacía de la virginidad un arma con­ tra los estragos corporales que traía aparejada la heterosexualidad: «Las mujeres también son sangre, leche y excrementos. Los partos, el aborto espontáneo, las enfermedades de la matriz multípara de­ ben ser dominados pero no por abstinencia. Eso es tan absurdo co­ mo si para evitar la opresión de los obreros se eliminara la fábri­ ca». En una nota tardía, al enterarse de la simpatía de Miss Barney por Hitler y Mussolini, escribió: «¿Cómo el culto por las muchachas que danzan en ronda envueltas en gasas y flores fue reemplazado por el culto a los oficiales de la Gestapo o los camisas negras, si no por el retorno trágico de eso que ella pretendía negar obsesivamen­ te: la violencia? En el fondo no despreciaba a los hombres sino a los hombres débiles». Dolly Skeffington solía conseguir amigas en los bares clandes­ tinos o en el salón de La Amazona, pero «en busca de un pecado que no fuera una renuncia» solía seducir muchachos de los barrios bajos -sobre todo si los encontraba suficientemente borrachosmuy a menudo en trance de parecer ella misma uno. Glassco cuen­ ta una aventura que Skeffington le contó en el Dingo luego de ha­ ber dejado a la baronesa -que entonces estaba viva- curándose de la resaca en el cuarto de Barnes: «Yo estaba apoyada en la barra cuando sentí que alguien hacía fuerza con los codos para abrirse paso. Era un mozo de ferrocarril alto, muy moreno, con unos her­ mosos ojos verdes y cuello de toro. Por su expresión, parecía a pun­ to de tirarse al Sena. De vez en cuando agachaba la cabeza para que no lo vieran llorar. Lo abordé y le ofrecí aguardiente. No pare­ cía un homosexual pero su desesperación era tan grande que pro­ bablemente no le importara acostarse con un muchacho como yo lo aparentaba. O quizá fuera un voluptuoso de la autodestrucción, uno de esos que dice como Renée: “Epa, tengo que irme. Alas ocho tengo mi abismo”. El hotel era asqueroso porque, mira, yo dejé que él pagara. Pronto se me abalanzó y empezó a desabrocharme la ro­ pa. Cuando me quitó los pantalones y metió la mano, se quedó un instante como paralizado pero constatando -lo cual fue muy agra­

dable-, luego la cara se le iluminó y pegó un grito que por poco me rompe el tímpano». Skeffington deseaba un más allá del sexo sin que eso la convir­ tiera en un espíritu. El salón privado y exclusivo de las damas se­ dentarias oponía la calle y el nomadismo de clases. Por eso critica­ ba vivamente el trato que las amigas daban a sus pupilas pobres o con poca educación: «Les enseñan a simular hasta borrar toda hue­ lla de origen. De este modo no se enfrentan a nada que sea diferen­ te, reeducan a la propia imagen y semejanza. Jamás salen de sí mis­ mas y extienden sus privilegios sin conocer jamás otra cosa». La crítica adquirió el rango de praxis a través de un acto de repudio ex­ plícito aunque los efectos hayan sido olvidados (al menos por Glass­ co): un viernes, día de las veladas áticas en la calle Jacob, Skeffing­ ton y la baronesa se presentaron borrachas, hecho cuyo único antecedente había sido una visita de Djuna Barnes en idéntico es­ tado y que no la condujo a ninguna acción sino a lanzar sus habitua­ les opiniones desilusionantes y airosas con el encanto dudoso del la­ grimeo sin motivo y la lengua bola. Las manifestantes cantaron una canción de la que Glassco recuerda una sola línea: «Pequeños yoes (en realidad enormes)/ no necesitaríais tantos velos y gasas/ si cada día no debierais remolcar nuestra mierda/ a la estatura de besos co­ lombinos». Sin la complicidad de la baronesa, Skeffington escribió más sensatamente, aunque en términos igualmente duros: «Liman y despuntan hasta tal punto sus yoes que si éstos lograran materia­ lizarse tendrían el aspecto descamado y esencial de los pacientes terminales». En Skeffington no se puede hablar tanto de bisexualidad sino de una estructura itinerante, con períodos alternativos de casamiento, no­ madismo, castidad depresiva, excesos orgiásticos que incluían el uso del haschisch y el alcohol hasta la pérdida de la conciencia, pero todo formando parte de una autodestrucción perfectamente organizada don­ de ella se negaba a reconocer una plataforma estética o política. Para Skeffington la querella entre los sexos no podía fecundar ni en los hogares ni en los espacios de producción rentada sino en aquellos donde, aun bajo vigilancia, florecían el ocio y la comunica­ ción. Su modelo de ciudad era una en la que conviviera un protoco­ lo común -a la vez rígido y complejo- que permitiera abandonar el

»-Perdóname, pero me gustaría conocer un pecado que no fue­ ra al mismo tiempo una renuncia». Skeffington también criticaba el credo estético de Miss Barney que rendía culto a la belleza y hacía de la virginidad un arma con­ tra los estragos corporales que traía aparejada la heterosexualidad: «Las mujeres también son sangre, leche y excrementos. Los partos, el aborto espontáneo, las enfermedades de la matriz multípara de­ ben ser dominados pero no por abstinencia. Eso es tan absurdo co­ mo si para evitar la opresión de los obreros se eliminara la fábri­ ca». En una nota tardía, al enterarse de la simpatía de Miss Bamey por Hitler y Mussolini, escribió: «¿Cómo el culto por las muchachas que danzan en ronda envueltas en gasas y flores fue reemplazado por el culto a los oficiales de la Gestapo o los camisas negras, si no por el retomo trágico de eso que ella pretendía negar obsesivamen­ te: la violencia? En el fondo no despreciaba a los hombres sino a los hombres débiles». Dolly Skeffington solía conseguir amigas en los bares clandes­ tinos o en el salón de La Amazona, pero «en busca de un pecado que no fuera una renuncia» solía seducir muchachos de los barrios bajos -sobre todo si los encontraba suficientemente borrachosmuy a menudo en trance de parecer ella misma uno. Glassco cuen­ ta una aventura que Skeffington le contó en el Dingo luego de ha­ ber dejado a la baronesa -que entonces estaba viva- curándose de la resaca en el cuarto de Barnes: «Yo estaba apoyada en la barra cuando sentí que alguien hacía fuerza con los codos para abrirse paso. Era un mozo de ferrocarril alto, muy moreno, con unos her­ mosos ojos verdes y cuello de toro. Por su expresión, parecía a pun­ to de tirarse al Sena. De vez en cuando agachaba la cabeza para que no lo vieran llorar. Lo abordé y le ofrecí aguardiente. No pare­ cía un homosexual pero su desesperación era tan grande que pro­ bablemente no le importara acostarse con un muchacho como yo lo aparentaba. O quizá fuera un voluptuoso de la autodestrucción, uno de esos que dice como Renée: “Epa, tengo que irme. Alas ocho tengo mi abismo”. El hotel era asqueroso porque, mira, yo dejé que él pagara. Pronto se me abalanzó y empezó a desabrocharme la ro­ pa. Cuando me quitó los pantalones y metió la mano, se quedó un instante como paralizado pero constatando -lo cual fue muy agra­

dable-, luego la cara se le iluminó y pegó un grito que por poco me rompe el tímpano». Skeffington deseaba un más allá del sexo sin que eso la convir­ tiera en un espíritu. El salón privado y exclusivo de las damas se­ dentarias oponía la calle y el nomadismo de clases. Por eso critica­ ba vivamente el trato que las amigas daban a sus pupilas pobres o con poca educación: «Les enseñan a simular hasta borrar toda hue­ lla de origen. De este modo no se enfrentan a nada que sea diferen­ te, reeducan a la propia imagen y semejanza. Jamás salen de sí mis­ mas y extienden sus privilegios sin conocer jamás otra cosa». La crítica adquirió el rango de praxis a través de un acto de repudio ex­ plícito aunque los efectos hayan sido olvidados (al menos por Glass­ co): un viernes, día de las veladas áticas en la calle Jacob, Skeffing­ ton y la baronesa se presentaron borrachas, hecho cuyo único antecedente había sido una visita de Djuna Bames en idéntico es­ tado y que no la condujo a ninguna acción sino a lanzar sus habitua­ les opiniones desilusionantes y airosas con el encanto dudoso del la­ grimeo sin motivo y la lengua bola. Las manifestantes cantaron una canción de la que Glassco recuerda una sola línea: «Pequeños yoes (en realidad enormes)/ no necesitaríais tantos velos y gasas/ si cada día no debierais remolcar nuestra mierda/ a la estatura de besos co­ lombinos». Sin la complicidad de la baronesa, Skeffington escribió más sensatamente, aunque en términos igualmente duros: «Liman y despuntan hasta tal punto sus yoes que si éstos lograran materia­ lizarse tendrían el aspecto descamado y esencial de los pacientes terminales». En Skeffington no se puede hablar tanto de bisexualidad sino de una estructura itinerante, con períodos alternativos de casamiento, no­ madismo, castidad depresiva, excesos orgiásticos que incluían el uso del haschisch y el alcohol hasta la pérdida de la conciencia, pero todo formando parte de una autodestruceión perfectamente organizada don­ de ella se negaba a reconocer una plataforma estética o política. Para Skeffington la querella entre los sexos no podía fecundar ni en los hogares ni en los espacios de producción rentada sino en aquellos donde, aun bajo vigilancia, florecían el ocio y la comunica­ ción. Su modelo de ciudad era una en la que conviviera un protoco­ lo común —a la vez ríerido V cnmnlfvin- m iP n p ri-rn tip ríi ahanrtnnar a1

yo y los sentimientos personales como en los espacios de refrigerios del siglo XVIII y sin que se borraran -sería ingenuo pensarlo- las je­ rarquías sociales, éstas quedaran convencionalmente en suspenso para generar una suerte de disputatio perpetua, bullanguera pero ordenada, donde la autonomía del disfraz y de los uniformes res­ pecto de la identidad de oficios y poderes imitara las licencias del teatro. Una nota titulada Jeróme permite suponer que Skeffington se animó a definir más precisamente su sueño de «intimidad públi­ ca» para ofrecérselo a los que Glassco llama un «pélele barriobajero»: «Las habitaciones son cálidas aunque sin ningún espacio pa­ ra el esparcimiento común, sólo dormitorios de techo vidriado que permiten vivir de acuerdo a los ciclos del día, también iluminados por altos ventanales, opacos para evitar toda visión del exterior pero a través de cuyas claraboyas entran sin tregua los ruidos de la calle: la música de las kermeses y de los ejecutantes espontá­ neos, el rodar de los vehículos, las voces de los anunciadores de fe­ nómenos, los chillidos de los niños y animales: que todo llame a sa­ lir y a fundirse con la muchedumbre. En las veredas hay espejos laterales para contemplación de los disfraces en libre juego con los de los otros paseantes, asientos colectivos, túneles para enamora­ dos, tiendas de trueques, bares con terraza, parterres que aligeren la circulación de los niños y animales -separados por barras de hi­ giene-, fuentes diseñadas con juegos acuáticos y de luces más to­ da suerte de aparatos óptico-prismáticos para atrapar imágenes al paso, con vidrios deformantes, proyecciones de escenas eróticas y paisajes extraños o anormalidades naturales, telescopios y calei­ doscopios. Actividades: juegos de metrónomo -el del huevo que se hace bailar en lo alto de un surtidor, el de la pluma que no hay que dejar caer soplándola-, competitivos -de insultos y lisonjas, de pi­ rámides humanas, de comilonas-, para asociación -contrapuntos escritos a lo largo de las paredes de la calle Delambre (con autori­ zación del comisario Zamaron) y que se borran con cal para poder repetir el juego-». Skeffington había leído a Fourier.

Arte En la rive droite el señor Streethorse dirigía el París Voice don­ de su hija hacía tareas editoriales. Sin embargo, no parece haber es­ crito notas periodísticas a menos que lo haya hecho utilizando un heterónimo. En la vida de Skeffington el dos insiste: nació en 1892, llego a París en 1922, tiene dos nombres, dos objetos de orientación sexual, dos formas de expresión: la escritura -dos estilos, dos géne­ ros- y una suerte de arte conceptual, al igual que el de la baronesa, futuro pero sin público posible. Luego de la muestra en Berthe Weill pasó por un período de­ presivo. Al releer nuevos fragmentos de la obra de Freud descubrió que si bien lo real era inapresable, la obra jamás era el producto de una impresión actual sino una mezcla con recuerdos del pasado que se despiertan y actúan a través de diversas transacciones. Con despre­ cio escuché decir a Alexander Calder, quien parecía tan alejado del yo autobiográfico como sus abstracciones de aquello que simulaban representar: «Mi padre era el peso, la quietud. Era escultor. Contra él quise que todas las cosas tuvieran movimiento y fueran capaces de flotar». Si como neurótica consideró un hallazgo que se pudiera llegar a través de «una frase popular o una obra de teatro» al deseo inconsciente, como artista detestó que el arte revelara algo de la pro­ pia vida. Con gran desilusión escribió: «El realismo es constitucio­ nal». Jamás se preocupó por diferenciar «verdad», «sinceridad» y «de­ seo inconsciente», «realidad» y «autobiografía», y en sus notas usa alternativamente uno u otro término. Al final sólo restaba la melan­ colía. «He sido todos estos años como el hombre citado por Freud que sueña con una mujer vieja y dice no es mi madre. O lo que es peor, como si en todo lo escrito no hubiera más que un grito amordazado: cuando yo tenía cinco años mi padre me sedujo...» Tenía en muy alta estima sus notas que, aunque recuerden el estilo del presidente Schreber, por los problemas que le plantean al psicoanálisis, tienen actualidad. Sus poemas -no incluidos en esta versión- que ella insistía en llamar «zonas de memoria» parecen pre­ parados para la publicación aunque carecen de ese ritmo y métrica que les adjudica en sus notas. El lenguaje crudo, a veces obsceno,

hace que no se parezcan a nada que las mujeres hicieran hasta en­ tonces; así como su familiaridad con el vocabulario ilegítimo del jazz o el lugar común. Si la filósofa María Zambrano sueña con un mundo de palabras como pasado del lenguaje, es decir la alteridad y el poder, Juña Kristeva sitúa al objeto poético en un tiempo precedente a la construc­ ción simbólica y Luce Irigaray reivindica una plenitud simbiótica original entre madre e hija anterior a la tasa del padre, Dolly Skef­ fington trata de reconstruir la posición de las mujeres en la factura de una obra que la publicación bajo firma de un autor único expro­ piaría. (¿La creencia en un espacio no enajenado por la jerarquía de los sexos es común a las autoras?) Estratégicamente llamaba obra a la obra escrita y no la publicada. Reescribiendo constantemente difirió el momento de someterse al juicio del otro, a la violencia de sus tasaciones. Su oscuridad se parecía más al dandysmo de Maho­ ney que a la renuncia neurótica. En todo lo que ha experimentado puede leerse un feminismo a contrapelo -que intenta disolver el yo en lugar de afirmar su diferencia-, preguntas anticipatorias sobre el alcance de la palabra «autor» y la propiedad de la producción ar­ tística, una política sexual, un acceso al psicoanálisis conseguido a través del síntoma personal y sin embargo capaz de poner enjuego los límites del psicoanálisis mismo. Pero todo mezclado en un bati­ burrillo tan cercano de la idea profética como del azar que hace que un joven tonto responda a un problema cuya solución desconoce: E=m c. Al final de su vida, al enterarse de la trágica muerte de Hemingway en plena decadencia física y mental escribió: «Si en el in­ consciente fuera posible la descripción del azar nada valdría la pe­ na de ser hecho. Toda la vida estuvo ensayando el encuentro tan temido, coqueteándole bajo las rígidas normas de diversos juegos. Paladeó la entrada de una bala, la cercanía de unos cuernos pero ja­ más pensó que el fin vendría del interior de ese cuerpo bien templa­ do de homosexual casto». Luego se lamentaba: «Después de todo na­ die sabe quién es. Mahoney murió convencido de haberse sustraído heroicamente al complot crítico y de que su acto era lo más radical del modernismo, mientras que la guerra derrumbó a Virginia Woolf reduciendo su fama al efecto de una aspirina en el cuerpo de un de­ sollado vivo. Pero esta sospecha me es más penosa que suponer que,

en el fondo, yo quería algo de la gloria». ¿Se estaba procurando un consuelo? De lo contrario habría que levantar un monumento a un fracaso tan perfecto: ningún memorialista de la rive gauche la men­ ciona, a excepción de Glassco en esas escuetas páginas casi secre­ tas. Como si no hubiera nacido nunca. (En El affair Skeffington, Bajo la Luna Nueva, Rosario, 1992; versión condensada por la au­ tora.)

III

En familia

Carta perdida en un cajón S ilvina Q campo

¿C uánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil, que te intercalas entre las líneas del libro que leo, dentro de la mú­ sica que oigo, en el interior de los objetos que miro? No me parece posible que el revestimiento de mi esqueleto sea igual al tuyo. Sos­ pecho que perteneces a otro planeta, que tu Dios es diferente del mío, que el ángel guardián de tu infancia no se parecía al mío. Co­ mo si se tratara de alguien que hubiera entrevisto en la calle, me parece que no nos hemos conocido en la infancia y que aquella épo­ ca hubiera sido mero sueño. Pensar de la mañana a la noche y de la noche a la mañana en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz, en esa manera de caminar que tienes, me incapacita para cualquier tra­ bajo. A veces, al oír pronunciar tu nombre mi corazón deja de latir. Imagino las frases que dices, los lugares que frecuentas, los libros que te gustan. En medio de la noche, me despierto con sobresaltos preguntándome: «¿dónde estará esa bestia?» o «¿con quién estará?». A veces, con mis amigos, llevo el diálogo a temas que fatalmente atraen comentarios sobre tu modo de vivir, sobre las particularida­ des de tu carácter, o bien paso por la puerta de tu casa, perdiendo un tiempo infinito en esperarte para ver a qué horas sales o cómo te has vestido. Ningún amante habrá pensado tanto en su amada co­ mo yo en ti. Recuerdo siempre tus manos levemente rojas, y la piel de tus brazos oscura en los pliegues del codo o en el cuello como are­ na húmeda. «¿Será suciedad?», pienso, esperando con un defecto nuevo lograr la destrucción de tu ser tan despreciable. Podría dibu­

jar tu cara con los ojos cerrados, sin equivocarme en ninguna de sus líneas: me guardaré de hacerlo, pues temo mejorar tus facciones o divinizar la expresión un poco bestial de tus mejillas prominentes. Será una mezquindad de mi parte pero todas mis mezquindades te las debo a ti. Después de nuestra infancia, que transcurrió en un co­ legio que fue nuestra prisión donde nos veíamos diariamente y dor­ míamos en el mismo dormitorio, podría enumerar algunos furtivos encuentros: un día en el andén de una estación, otro día en una pla­ ya, otro día en un teatro, otro día en la casa de unos amigos. No ol­ vidaré aquel último encuentro, tampoco olvido los otros, pero el úl­ timo me parece más significativo. Cuando advertí tu presencia en aquella casa perdí por la fracción de un segundo el conocimiento. Tus pies lascivos estaban desnudos. Pretender describir la impre­ sión que me causaron las uñas de tus pies sería como pretender re­ construir el Partenón. Creo, sin embargo, que en la infancia tuve el presentimiento de todo lo que iba a sufrir por ti. Oí a mi madre pro­ nunciar tu nombre cuando entramos a visitar por primera vez aquel colegio donde había en el jardín tantos jacarandás en flor y aquellas dos estatuas sosteniendo globos de luz en cada lado del portón. -Alba Cristián es hija de una amiga mía. La internarán tam­ bién aquí. Es de tu edad -dijo mi madre cruelmente. Sentí un extraño malestar: pensé que era por culpa del colegio donde me iban a internar. Sin embargo, inconscientemente, como esos antiguos anillos que contenían veneno debajo de un camafeo o de una piedra, tu nombre semejante también a un círculo me pare­ ció venenoso. Otro presentimiento me avasalló aquel día del paseo a los lagos de Palermo, cuando nos bajamos a comer la merienda so­ bre el césped y que Máxima Parisi te enseñó unas taijetas postales que no quiso enseñarme a mí y que al final de la tarde, comiendo un helado de frambuesa, se recostó sobre tu hombro en el ómnibus que nos llevó de vuelta al colegio. En aquella intimidad que me excluía, sentí la amenaza de otras desventuras. No creas que olvidé la llave misteriosa de tu mesa de luz que hacía sonreír a Máxima Parisi ni aquel atado de cigarrillos americanos que fumaron sin convidarme en la glorieta de los arbustos «cuerpo a tierra», decían ustedes «co­ mo los soldados», en aquel escondite que aborrecí hasta el día de hoy. No creas que olvidé aquel libro pornográfico, ni al gato que bautiza­

ban con un nuevo nombre estrafalario cada día, ¡pobre diablo! Ni aquella suerte de supositorios para perfumar el baño con olor a ro­ sa que disolvían en un vaso de agua y que se pasaban por el pelo y por los brazos. No creas que olvidé la enfermedad de Máxima cuan­ do te colgaste de mi brazo todo el día diciéndome que yo era tu ami­ ga predilecta y que me invitarías a tu casa de campo durante el ve­ rano. No me hice ilusiones, además no me inspirabas ninguna simpatía. No aspiré a tu amistad sino para alejarte de otras. En el fondo de mi corazón se retorcía una serpiente semejante a la que hi­ zo que Adán y Eva fueran expulsados del Paraíso. Sospechaba que mi vida sería una sucesión de fracasos y de abo­ minaciones. No hay niño desdichado que después sea feliz: adulto podrá ilusionarse en algún momento, pero es un error creer que el destino pueda cambiarlo. Podrá tener vocación por la dicha o por la desdicha, por la virtud o por la infamia, por el amor o por el odio. El hombre lleva su cruz desde el principio; hay cruces de madera tos­ ca, de aluminio, de cobre, de plata o de oro, pero todas son cruces. Bien sabes cuál es la mía, pero tal vez no sepas cuál es la tuya, pues no todos los seres son lúcidos, ni capaces de leer el destino en los sig­ nos que diariamente ven a su alrededor. ¿Será cruel advertírtelo? Me tiene sin cuidado. No siento por ti la menor lástima. Me moles­ ta que alguien aún crea que somos amigas de infancia. No falta quien me pregunte con tono almibarado y escandalizado a la vez: -¿No tenés amigos de infancia? Yo les respondo: -No me casé con los amigos de infancia. Si ahora tengo poco dis­ cernimiento para elegirlos, ¿cómo habrán sido las equivocaciones de mis primeros años? Las amistades de infancia son erróneas, y no se puede ser fiel al error indefinidamente. Aquel día, en casa de nuestros amigos, al verte, una trémula nu­ be envolvió mi nuca, mi cuerpo se cubrió de escalofríos. Tomé un li­ bro que estaba sobre la mesa y comencé a hojearlo ávidamente: só­ lo después advertí que el libro se titulaba «Balance de las ventas de animales bovinos». La dueña de casa me ofreció una naranjada ho­ rrible «de alfileres» como denominábamos toda bebida que llevaba soda. Bebí de un trago para ocultar el temblor de mi mano; felizmen­ te hacía calor y salí al balcón con el pretexto de tomar fresco y de

mirar la vista que abarcaba el Río de la Plata*a lo lejos y en primer plano el Monumento de los Españoles que divisado de ese ángulo pa­ recía, más que nunca, un gigantesco postre de bodas o de primera comunión. Sonreí a tu cara de bestia, sonreiste. Vivir así no era vi­ vir. Sentí vértigos, náuseas. Desde aquel séptimo piso contemplé la calle pensando cómo sería mi caída, si me tiraba de esa altura. Un puesto de finta, cajones de basura al pie de la casa (estarían en huel­ ga los basureros) y una baranda alta me molestaban para imaginar la escena. Traté de concentrarme en esa idea llena de dificultades para serenarme. Tenía el poder, que ahora no tengo, para desdoblar­ me: conversé con la gente que me rodeó, reí, miré a todos lados con los ojos clavados en el fondo de aquel precipicio con cajones de basu­ ra, con frutas y con hombres que pasaban. Todo era menos inmun­ do que tu cara. «De cuántas músicas, de cuántas personas, de cuán­ tos libros tengo que renegar para no compartir mis gustos contigo», pensé al mirar hacia el interior del departamento a través del vidrio de la ventana. «Quiero mi soledad, la quiero con mil caras imperso­ nales.» Te miré y a través del vidrio que reverberaba tembló tu ca­ ra de piraña como en el fondo del agua. Pensé en quien no puedo pensar por causa tuya y en el sortilegio que me envolvía. Estás en mí como esas figuras que ocultan otras más importantes en los cua­ dros. Un experto puede borrar la figura superpuesta pero ¿dónde es­ tá el experto? Necesito dar una explicación a mis actos. Después de haberte saludado con una inusitada amabilidad te invité a tomar té. Aceptaste. Te dije que en mi casa había pintores. Sugeriste felizmen­ te que sería mejor ir a tu casa. En el momento en que prepares el té y lo dejes sobre la mesa fingiré un desmayo. Irás a buscar un vaso de agua que yo te pediré, entonces echaré en la tetera el veneno que traigo en mi cartera. Servirás el té después de un rato. Yo no toma­ ré el mío, pensé como delirando mientras me hablabas. No cumplí mi proyecto. Era infantil. Me pareció más atinado usar ese procedimiento para matar a L. Deseché la idea porque la muerte no me pareció un castigo. -¿Qué te pasa? -me decía L. La conversación recaía sobré ti. Le decía de ti las peores cosas que pueden decirse de un ser humano. Hablé de suciedad, de men­ tiras, de deslealtad, de vulgaridad, de pornografía. Inventé cosas

atroces que resultaron maravillosas. No sospeché que por primera vez L. se interesaba en tu personalidad, en tu vida, en tu manera de sentir y que todo había nacido de mi imaginación. Durante el tiempo que dediqué a pensar sólo en ti, a hablar de tus horribles vestimentas, de tu malignidad, de tu falta de asco pa­ ra meterte en la boca dinero sucio y cosas que encontrabas en el sue­ lo, con mi complicidad, con mis sospechas, con mi odio construí para ustedes ese edificio de amor tan complicado donde viven alejados de mí por mi culpa. Quiero que sepas que debes tu felicidad al ser que más te desdeña y aborrece en el mundo. Una vez que ese ser que te adorna con su envidia y te embellece con su odio desaparezca, tu di­ cha concluirá con mi vida y la terminación de esta carta. Entonces te internarás en un jardín semejante al del colegio que era nuestra pri­ sión, un jardín engañoso, cuidado por dos estatuas, que tienen dos globos de luz en las manos, para alumbrar tu soledad inextinguible. (En La furia, Orion, Buenos Aires, 1976.)

El marica

A belardo C astillo

E scúchame , C ésar : yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me

gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche sien­ te que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y en­ tonces yo siento que tengo que decírtelo. Escúchame. Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas de­ lante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada tino es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gus­ taba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no re­ cuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Sólo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a Misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: «Adiós, los novios». A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas. -Te lastimaste por mí, Abelardo. Cuando hablaste, sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano en­

tre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasia­ do blancas, demasiado delgadas. -Soltame -dije. Alo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, qué son cuestiones de educación, de andar siem­ pre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es. Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo. Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello y te qui­ se de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que to­ davía están limpios. Me gustaba ayudarte. Ala salida del colegio íba­ mos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perpleji­ dad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste: -Sabés, te admiro. No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos, y decías las cosas del mismo modo. Eso era. -Es un marica. -Déjense de macanas. Qué va a ser un marica. -Por algo lo cuidás tanto... Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que vos valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácñ. Y uno tam­ bién acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse, quiere la bru­ talidad de noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, por las Quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al Cé­ sar. Y yo dije macanudo. -César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas. -¿Con los muchachos?... -Sí. Qué tiene. -Y bueno. Vamos.

3

Porque no sólo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fui­ mos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La lu­ na enorme, me acuerdo: alta entre los árboles. -Abelardo, vos lo sabías. -Calíate y entrá. -¡Lo sabías! -Entrá, te digo. El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba so­ carronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pi­ bes: siete por cinco treinticinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Mo­ queando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca en mi vi­ da me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra. El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estó­ mago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales, desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le temblaba el fósforo cuando me dio fuego. -Debe estar sucia. Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfa­ dor. Abrochándose. Nos guiñó un ojo: -Pasá vos, Cacho. -No, yo no. Yo después. Entró el colorado, después Roberto. Y cuando sallan, salían dis­ tintos. Salían no sé, salían hombres. Sí. Ésa era la impresión que yo tenía. Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas. -¿Donde está César? No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contes­ tado: disparó. Y el ademán -un ademán que pudo ser idéntico al del negro- se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho. -Vos también te asustaste, pibe. Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chi­ co jugaba entre sus piernas.

-Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue. -Agarró pa ayá -con la misma mano que sostenía la pava, se­ ñaló el sitio. Y el chico sonreía. Y el chico también dijo pa ayá. Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado con­ tra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas. -Lo sabías. -Volvé. --No puedo, Abelardo, te juro que no puedo. -Volvé, ¡animal! -Por Dios que no puedo. -Volvé o te llevo a patadas en el culo. La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano en­ tre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedir­ me perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensu­ ciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me es­ taba atragantando. -Bruto -dijiste-. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros. Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste. Cuando te ibas, todavía alcancé a decir: -Maricón. Maricón de mierda. Y después lo grité. Escúchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pe­ ro de golpe, un día necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escú­ chame. Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por fa­ vor, no se lo vaya a contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude. (En Los mundos reales, Universitaria, Santia­ go de Chile, 1972.)

Bambino J uan J osé H ernández

A yer , al oír el timbre del cartero , salí a la puerta

de calle a reci­ bir la correspondencia. Contrariaba, a sabiendas, una orden de pa­ pá, pero valía la pena arriesgarme. Como lo imaginaba, había una carta de Buenos Aires dirigida a mí, que guardé de inmediato en un bolsillo del pijama. No me resultaba difícil adivinar su contenido. A esa hora de la mañana el calor ya era sofocante. Aunque pro­ tegidas por el toldo que cubre el patio, las begonias se veían mus­ tias; los pájaros, con las alas flojas, permanecían silenciosos en sus jaulas; la gata bostezaba en el sillón de la galería donde mamá, des­ pués de almorzar, hojea revistas de moda porque no soporta el rui­ do del ventilador que papá invariablemente pone a funcionar no bien se acuesta a dormir la siesta. Al volver a mi cuarto me detuve un momento en el umbral de la sala, tan fresca y agradable gracias a la sombra del jacarandá de la vereda. Hasta hace poco había allí un piano, pero papá lo vendió en un remate para cortar por lo sano, sentenció, luego de un episodio que me avergüenza recordar. Creo que el ventilador es un pretexto de mamá para leer con tranquilidad El Hogar y Rosalinda, sus revistas preferidas, sin ne­ cesidad de soportar los ronquidos leoninos de papá, que por lo de­ más casi desborda la cama matrimonial con su corpulencia. Por lo que me contaron, el carácter un tanto excéntrico de ma­ má se agudizó como consecuencia de mi nacimiento: se ponía som­ brero y guantes para acostarse, y al salir de compras, en vez de una

cartera, llevaba doblado bajo el brazo su corsé. En realidad, fui el culpable de su crisis al negarme a venir al mundo en el término nor­ mal fijado por la naturaleza. Instalado cómodamente en el vientre de mamá, tuvieron que desalojarme a la fuerza con pinzas de acero cuyas huellas amoratadas llevé de niño en los pómulos y que se bo­ rraron con los años. Nací con cinco quilos de peso, algo que en un principio halagó la vanidad de papá a juzgar por un retrato en que sonríe de oreja a oreja con su rollizo bebé en los brazos. La noche en que mamá, sonámbula y en camisón, trepó a lo al­ to de una cornisa del patio, papá resolvió traer una enfermera para que cuidara de ella y de mí cuando por motivos de trabajo él debía ausentarse de la provincia. Así fue como apareció la Mercedes Zárate, que al principio trabajaba por horas y que después, encariñada con nosotros, se quedó en la casa y ocupa todavía el cuarto de servi­ cio, cerca del gallinero. No ignoro que las malas lenguas dicen que papá la había conocido mucho antes, en un bailable de pésima fama que frecuentaba de soltero, comentario que jamás me preocupó. Mis sentimientos hacia la Mercedes son de gratitud. En una oportuni­ dad, su providencial aparición impidió que mamá, distraída, me su­ mergiera en un lavatorio de agua hirviendo cuando se dispoma a ba­ ñarme. Este percance, que puso en peligro mi vida, y la obstinada negativa de mamá a cumplir con sus deberes conyugales, determi­ naron su internación en una clínica, de la que salió bastante resta­ blecida al cabo de un año, pero con los dientes rotos, la mirada opa­ ca y el pelo canoso. Es probable que durante la internación de mamá la Mercedes, conocedora del temperamento fogoso de papá, haya tomado la ini­ ciativa de aliviar una abstinencia cuyas involuntarias fisuras per­ cibiría al retirar su ropa del canasto y enviarla al lavadero. Esto ex­ plicaría su turbación la vez que al volver del colegio una hora antes de lo habitual, la sorprendí arrodillada ante papá con el pretexto de atarle los cordones de sus zapatos. En cierto modo, su forma de ac­ tuar se asemeja a la de una persona precavida que abre un escape de vapor en una caldera a punto de reventar. Porque la energía de papá es incontenible como una marea y superior a la de los demás hombres. En una ocasión fui testigo de esa superioridad; yo tendría cinco años, y a veces él me sacaba a pasear por el parque 9 de Julio

en su cupé Ford descubierta, o me llevaba al Club de Viajantes don­ de se reunía con sus amigos a jugar a las cartas o al billar mientras su bebé se hamacaba en un columpio y engullía cucuruchos de he­ lado de crema. Aquella noche, al abandonar el club, papá y sus ami­ gos, que habían bebido mucha cerveza, resolvieron hacer un torneo de competencia. Tambaleándose, se internaron por una calle desier-, ta para detenerse frente a un paredón de ladrillos. Parados en el cor­ dón de la vereda con las piernas abiertas, bajo la luz mortecina de un farol, cada cual se dispuso a obtener la victoria. El chorro de pa­ pá fue el más potente; un vibrante arco ambarino que atravesó la calle de tierra y humedeció el paredón. Mi modesta participación en el torneo provocó la risa de todos. Hasta el presente, soy incapaz de emular esa hazaña de papá; tampoco he podido, como lo hace él, des­ tapar una botella de gaseosa con los dientes, o bañarme en invierno con agua fría. La Mercedes suele decirme, en tono burlón, que con las mangas de una camisa de papá ella podría confeccionarme un pantalón. Debo reconocer que, a pesar de sus años, papá se conser­ va bastante bien, aunque gran parte de su aspecto juvenil se deba a una faja elástica que usa permanentemente y a su pelo y bigote retintos que la Mercedes se encarga de retocar con un pincel. Ser distinto de papá tiene sus ventajas: mi rostro redondo y lam­ piño, mi pelo rubio y mis ojos azules, me dan un aire infantil que justifica mi apodo. En los últimos meses, a la par de un ligero en­ ronquecimiento de mi voz, he notado la aparición de algunos pelos sobre mi labio superior y en mis pantorrillas, que me apresuré a arrancar con una pinza de cejas. En esta provincia tórrida, ha de ser una tortura tener esa vellosidad de papá que desborda de su cami­ seta; trepa, rasurada y celeste, por su nuez de Adán y sus mejillas; reaparece en su bigote; asoma como un yuyal en sus orejas y se arre­ molina en sus cejas fruncidas, amenazadoras. Cuando se enoja, su aspecto es aterrador. Es comprensible el pánico que se apoderó de don Giovanni Frascati, mi profesor de piano, cuando papá salió de­ trás del biombo de la sala, donde estaba escondido, gritando como un energúmeno. Pero la víctima inocente fue el piano, que se ven­ dió tirado en un remate. No obstante la simpatía que mamá le demostraba a Don Gio­ vanni (es Tin perfecto caballero, un europeo, solía decir de él) no mo-

vio un dedo en su favor, y en un primer momento hasta pareció que aprobaba la brutalidad de papá en aquella ocasión. Pero con mamá nadie sabe nunca a qué atenerse. Uno la cree en Babia y en el fon­ do lo ha comprendido todo. A decir verdad, Don Giovanni era un músico mediocre: había nacido en Nápoles donde se recibió de profesor de piano, especiali­ zado en la enseñanza de la técnica del pedal. Precisamente, a esa tarea estaba entregado el día del escándalo. Debido a mi escasa es­ tatura, apenas podía yo alcanzar los pedales con la punta de mis zapatos. Fue entonces que don Giovanni me hizo sentar sobre sus rodillas y apoyar mis pies encima de los suyos para distinguir de ese modo los matices de sonidos en el Claro de Luna de Beethoven. No hubo manera de explicárselo a papá, que amenazó con denun­ ciarlo a la policía. Don Giovanni, asustado, tomó el primer tren a Buenos Aires. Yo, hábilmente, pude salir airoso de los interrogatorios a que me some­ tió papá y al mismo tiempo hacerlo desistir de su propósito de corro­ borar mi inocencia con un médico. A partir de ese día, se ha desatado una guerra entre papá y yo. Debo vestirme como los demás chicos y no con esas camisas que la Mercedes me cose utilizando algunos vestidos viejos de mamá; olvi­ darme de la música, o bien resignarme a cambiar el piano por el vio­ lín, instrumento que a él se le antoja más apropiado para un varón, así como un ovejero alemán es un perro más acorde con un chico que un caniche o un Lulú de Pomerania. Lástima. La Mercedes me ha­ bía prometido un piyama de seda cruda. Mamá le ha confiado la lla­ ve de su ropero, repleto de ropa pasada de moda que jamás volvió a usar después de su internación; desde entonces sólo se viste con am­ plias camisolas que disimulan su extrema delgadez. Parecería no importarle la familiaridad de la Mercedes con papá, y mantiene ha­ cia ella una actitud distante, silenciosamente despectiva, salvo al­ gunas noches de luna en que pierde su habitual compostura. Enton­ ces la insulta, la llama mulata hocico negro. Estoy ahora en la sala, angustiado ante la idea de que pronto me iré de casa para siempre. Me gusta este lugar silencioso y dora­ do, con su vitrina de abanicos preciosos, que pertenecieron a la fa­ milia de mi mamá, y un viejo narguile de Oriente, reliquia de mi

abuelo paterno. Como es verano, las persianas de los balcones están cerradas, las sillas enfundadas, y un tul cubre la araña para prote­ gerla del polvo. Las flores del empapelado de la pared se ven mucho más nítidas en el sitio que ocupaba el piano. Tengo conmigo la carta de don Giovanni y el pasaje a Buenos Ai­ res que la acompañaba. Por momentos me parece oír los primeros compases del Claro de Luna que él, con exagerada lentitud, empie­ za a modular, su voz acariciadora que susurra a mi oído: Bambino, Bambino. ¿Por quién decidirme? Rompo la carta y el pasaje dispues­ to a continuar hasta el final la encarnizada batalla con papá. Aquella tarde, poco antes de empezar la clase, gracias al espejo que reflejaba un rincón de la sala, pude descubrir a papá agazapa­ do detrás del biombo. Al principio pensé en evitar el fatal desenla­ ce, pero fue mayor la tentación de provocar su cólera, peligrosa y magnífica, semejante a la erupción de un volcán. Debió sentirse de­ rrotado al ver que yo reía, feliz y un poco aturdido por el par de bo­ fetadas que acababa de propinarme, mientras don Giovanni huía co­ mo un conejo ante la sombra inesperada del cazador. (En Así es mamá, Seix Barral, Buenos Aires, 1996.)'

Adiós fiel Lulú P ablo T orre

D esde hacía algunos a ñ o s , hasta

entonces, habíamos conseguido engañar a mamá, mostrándonos displicentes al cumplir cualquiera de sus caprichos, cuando en realidad éstos nos obligaban a privar­ nos, incluso, de lo más elemental. Ella desconocía completamente nuestra situación económica. Si algo me horrorizaba en el insomnio, era intuir que ya no po­ dríamos seguir con el engaño, y que pronto terminaría por descu­ brirlo todo. Ya he dicho que mamá vivía recluida, y que desde hacía muchos años no abandonaba su habitación. Me horrorizaba pensar que un día, ella pudiera llegar a descubrir que la planta baja de nuestra ca­ sa se hallaba desmantelada, porque estábamos en bancarrota y ha­ bíamos tenido que venderlo todo. Pero, peor aún, que habíamos da­ do albergue allí a nuestro primo Julio. Julio había sido expulsado de esa misma casa veinte años atrás. Al morir nuestro padre, mamá creyó que el primo sería una influen­ cia perniciosa para sus hijos y lo echó. Nuestro primo gozaba de una pequeña pensión de su antiguo oficio de telegrafista, y este dinero constituía nuestro mayor recur­ so económico. Según él, treinta años asistiendo al lóbrego espectáculo de ver a la gente empeñada en reducir sus mayores desgracias a pocas pa­ labras, le habían valido esta pensión, y el descanso senil del que se propuso gozar en la casa de la que había sido expulsado en su juven­

tud por pervertido. Mi hermano se había resistido al principio a dar­ le albergue pero, ya entonces, nuestra situación era desesperante.. Y, aunque al principio se negaba a recibir el aporte de la pensión, fue éste el único motivo por el que resolvimos desoír el decreto de mamá, que había jurado que el primo Julio no volvería a poner los pies en nuestra casa. En la infancia, alguna vez le preguntamos por qué razón nos ha­ bía privado de su amistad y ella se limitó a respondemos: «Era un pervertido». Sabíamos que aquella expulsión coincidía cronológica­ mente con la muerte de nuestro padre, pero ignorábamos por qué. Tampoco Juho parecía dispuesto a hablarnos al respecto. Mi hermano, para permitir que nuestro primo colaborara con el sustento de la casa, había forjado en su imaginación la torpe excu­ sa de desestimar las razones que mamá había tenido para expulsar­ lo. Sostenía que, la pobre, estaría muy perturbada con la muerte de papá para juzgar con claridad ciertas actitudes del primo. Transfor­ mó entonces aquellas razones en una confusión, después en un sue­ ño, hasta que por fin las olvidó. Julio se transformó para él en un residente del que no teníamos por qué hablarle a mamá. Un hom­ bre como cualquiera, nuestro primo. Yo era el único que conocía las frustradas pasiones que Julio ex­ perimentaba desde la ventana de su cuarto, por algunos individuos que solían frecuentar nuestra cuadra. A través de las cortinas, y en los horarios en que estos individuos deambulaban por las calles, ali­ mentaba por sus ojos las pasiones de su corazón. Vivía frente a nuestra casa una pareja de fruteros ya madu­ ros. Él era un hombre alto y delgadísimo, quijotesco, de carácter débil, casado con una pequeña y enérgica mujer. Con lo que habían ahorrado en su comercio, aquellos fruteros se habían vuelto pres­ tamistas. La mujer lo decidía todo. Si se le preguntaba algo al ma­ rido, éste se inclinaba hasta los labios de su mujer para consultar la respuesta. Y aquello los había transformado, a mis ojos, en una pareja de vegetales. De tanto inclinarse para consultar las opinio­ nes de su pequeña y enérgica esposa, al frutero había terminado por doblársele la columna, de modo que andaba de aquí para allá en esa misma posición a la que lo obligaba la debilidad de su ca­ rácter frente al de su mujer.

Muy temprano, se los veía abandonar la frutería. Caminando , lentamente, él se inclinaba hacia su esposa, como si estuviera reci­ biendo constantemente instrucciones. Tenían un hijo, un muchacho joven, encargado del local. Esperaba ver alejarse a sus padres, para abandonar el mostra­ dor de la frutería, poner una silla en la vereda, y salir a disfrutar del sol de la mañana. Éste era el primer amor de Juño. También él esperaba ver partir a los fruteros para espiar al muchacho desde su ventana. Su oficio de telegrafista lo había acostumbrado a descubrir un mundo detrás de cada signo... Esa mañana, el joven frutero se ha­ bía rascado la cabeza varias veces, parecía algo preocupado. ¿Ha­ bría muerto un familiar, habrían diagnosticado a sus padres una en­ fermedad incurable? Sonreía... ¿Sería su cumpleaños? A media mañana, un portero barría la vereda contigua a un con­ ventillo vecino. Julio abandonaba cualquier ocupación que hubiera emprendido, al escuchar el sórdido llamado que dirigía a su corazón el estrépito del baldazo de agua con que aquel individuo, grosero y brutal, anunciaba su presencia en la vereda. Por las tardes, tenía la esperanza de que el cartero, que algu­ nas veces aparecía fugazmente por allí, diera una recorrida por nuestra cuadra. De tanto en tanto, como nadie enviaba cartas a nuestra casa, él mismo se enviaba sobres desde el correo, para que el mensajero apareciera por la cuadra. Cuando lo hacía, temblando de emoción, sin atreverse a atenderlo, me pedía que le abriera yo la puerta y me fijara si, tal como le había parecido, sus ojos eran ne­ gros o habían empezado a encanecérsele las patillas. Nada más que en esto, en que vivía a distintas horas diferentes amores, se parecía mi primo a un Don Juan. En lo que hace a su se­ xo, era tan casto como un santo. Cuanto más brutales eran los indivi­ duos que las inspiraban, más sublimes y etéreas eran sus pasiones. A los ojos de mamá, mi hermano era el responsable de la con­ ducción económica. Ella lo creía al frente de unos campos, descono­ ciendo que aquellos campos habían sido loteados y vendidos a mal precio. La verdadera ocupación de mi hermano era la de viajante. El pobre realizaba distintos corretaies ñor los Dueblos. valiéndose na-

ra ellos de un auto que, junto a la casa, era todo lo que habíamos conseguido rescatar de la avidez de los acreedores. Ami cargo había quedado atender la casa, y sustentar aquellas fantasías por las que alguna vez mamá preguntaba. La familia del capataz, la vida de tal o cual peón que todavía recordaba. No podía contar con la imaginación de mi primo para alimentar estos ensue­ ños. Los personajes no hubieran hecho otra cosa más que morir, na­ cer a celebrar aniversarios, cuando no contraer enfermedades gra­ vísimas que hubieran preocupado a mamá por la situación de la estancia. Y, como una mujer que se encargara de mamá estaba en el terre­ no de preservar sus fantasías de opulencia, y aquello estaba a mi car­ go, mi hermano volvió a sus viajes y el asunto quedó en mis manos. Ala mañana siguiente de aquella horrible noche en que mi ma­ dre descubrió que su lengua había conseguido liberarse, me dolía to­ do el cuerpo. El insomnio, interrumpido sólo por algunas pesadillas, me había molido. Tan pronto amaneció, corrí a su cuarto con mis trapitos y el al­ cohol, por si aceptaba, al menos, dos o tres días más de mis cuida­ dos. Sin dirigirme la palabra, dejó que acomodara la cama y que me sentara a su lado para refrescarle un poco el cuello y la frente. Del resto, ni hablar. Salí del cuarto desesperado; tenía que contratar una mujer. Esa misma tarde tendría que conseguir una enfermera, y en la casa no había fondos más que para los alimentos del resto del mes. Entonces lo descubrí. Julio había estado espiándome, observando a través de la ren­ dija mis manipuleos en la habitación. Trató de esconderse en su cuarto, pero se lo impedí. -¿Y si ella te hubiera visto? -le dije tan pronto estuvimos lo su­ ficientemente lejos, como para qué mamá no escuchara. -¿Qué sorpresa, verdad? -respondió él. -Me ha dicho que debo contratar a una mujer -confesé desa­ lentado. El empezó a reírse. -Mientras estabas allí adentro, yo te espiaba desde la puerta. Te miraba trajinar con el algodoncito sobre su cara, y de pronto me

pareció estar observando al personaje de una novela que leí una vez. Es el único libro que leí en mi vida y por eso lo recuerdo claramen­ te. Una historia hermosa, injustamente olvidada -me dijo. »La historia transcurre en los Estados Unidos, entre una pa­ reja de maquilladores de Hollywood. Cuando aquello empezó a de­ caer, mucha gente del cine quedó sin trabajo. Los americanos acos­ tumbran a maquillar a sus muertos, y esta pareja fue contratada por una empresa funeraria para retocar cadáveres. Los pobres des­ dichados no sabían vivir uno sin el otro, pero en esa funeraria in­ mensa, descubrieron que debían trabajar separados. Ocho horas sin verse era demasiado para ellos. Uno debía encargarse del ma­ quillaje, y desde allí, sin que pudieran verse un solo instante, el ca­ dáver era llevado por un engranaje a otra sala, donde le esperaba el segundo maquillador para peinarlo. Esta separación empezó a resquebrajar la pareja, y un día, después de una terrible pelea, el más joven decidió abandonar a su compañero. Lo hizo, pero siguió trabajando para la misma empresa. Éste se encargaba de peinar a los muertos que el otro le enviaba maquillados. Fue así como, al poco tiempo de la ruptura, empezó a descubrir que le enviaban ca­ dáveres con una trágica expresión de tristeza pintada en el rostro. Al poco tiempo, descubrió que era éste el modo que había elegido su compañero para hacerle notar su desdicha. Enviaba a los muer­ tos como mensajeros, para inspirarle piedad. Pero los parientes de estos muertos empezaron a quejarse en la funeraria, diciendo que no tenían ningún derecho a pintar en sus seres queridos tales ex­ presiones de tristeza. Pagaban para encontrarlos rejuvenecidos. Y esto los obligó a unirse. Habían descubierto, además, que podían trabajar separados diciéndose cosas a través de los cadáveres que se enviaban. Encontraron formas de expresar lo que sentía uno por el otro. Aquellos mensajeros mudos llevaban los recados pintados en sus labios, sus párpados o sus trenzas. Los cadáveres no deja­ ban de correr por los engranajes, como si los fabricaran allí. En me­ dio del ir y venir de los clientes, uno descubría entre sus manos las mejillas de una americana vieja, gorda y suicida. Se ponía a con­ templarla, recordando a su amado, y de pronto se lanzaba sobre ella a garabatear alguno de sus mensajes. Estaba tan contento de que hubieran conseguido superar sus momentos difíciles, que le

pintaba una boca redonda y roja como un beso, si sus labios eran carnosos, o le daba una expresión de serena felicidad, al mismo tiempo que deslizaba entre las manos de la muerta una nota que decía: “Esta noche comeremos a las nueve. ¡Pavo a la York!”. Por­ que, además, con la ola de suicidios y asesinatos habían empezado a enriquecerse. Julio estuvo contemplándome un rato en silencio después de contarme esta historia con la que, sin duda, intentaría sugerirme algo que no conseguí descubrir. -Eran mensajes que sólo ellos sabían interpretar, y allí estaba su secreto -agregó suspirando porque, en todo lo referente al afec­ to, Julio era enormemente cursi. Se le encamaban las mejillas y no podía disimular cierto aire soñador ni reprimir algún suspiro cuan­ do el amor quedaba al descubierto. -¿Estabas allí espiándome, y de pronto imaginaste que yo esta­ ría tratando de dibujar con mi algodoncito un mensaje de amor...? -Esperando que alguien supiera interpretarlo -sugirió. Pero allí terminó nuestra charla. Mamá acababa de llamarme. Estuve en su habitación un rato, escuchándola hablar de las ga­ rantías que debería exigir en la agencia de contratación, y de cómo tendría que asegurarme para que la mujer contratada no fuese una ladrona o una intrusa dispuesta a hurgar en la intimidad de la ca­ sa. Ella detestaba el mundo de los extraños, tanto como que los ex­ traños llegaran a entrometerse en el suyo. Cuando bajé, el salón estaba en penumbra. Había alguien mo­ viéndose nerviosamente de un lado para otro. Prendí la luz y entonces pude verlo. El primo Julio tenía puesto uno de aquellos vestidos antiguos de mamá que conservábamos en el desván de la casa, junto a otros objetos que no habíamos sido capaces de vender. Quise saltar sobre él y arrebatárselo pero, como si esa visión ho­ rrenda me hubiera hechizado, terminé de bajar lentamente la esca­ lera, observando el destello anhelante de sus ojos, sus brazos, que colgaban a ambos lados de su cintura, y el esfuerzo que hacía por parecer seguro de sus encantos. -¿De dónde sacaste ese vestido? ¿Cómo te atreviste a tocarlo? -fue todo lo que atiné a reprocharle.

-E staba en el desván. N adie había tomado las precauciones neqesarias para que no se apolillara y yo me ocupé de él -respondió.

Entonces, el miserable usaba los vestidos de mamá para espiar desde la ventana a aquellos individuos horrendos. Usaba las reli­ quias que nosotros no nos habíamos atrevido a vender, para forjar las morbosas fantasías que le inspiraban el portero, el frutero, y cuanto individuo grosero deambulara por la cuadra. -Esos vestidos, con los que ella me tuvo en sus brazos -me la­ menté sin dejar de acercármele. Pero entonces vi algo que me horro­ rizó todavía más-. ¡Y también sus zapatos! -exclamé. Tontamente, él levantó uno de sus pies: -Tu madre tenía pie grande -reflexionó. Recordé, al verlos, que eran aquellos zapatos que, las noches en que mamá salía, yo esperaba oír taconear desde mi ventana, mien­ tras aguardaba despierto su regreso pensando que ya no volvería. -Yo esperaba escucharla taconear... -fue todo lo que alcancé a decir. -¿Así...? -preguntó él, empezando a girar lentamente a mi al­ rededor, taconeando. -Sí... es como si ella regresara. -Y entonces, sin que pudiera im­ pedirlo, su vieja imagen olvidada, aquella que yo esperaba despier­ to, temeroso de no volver a ver, los reconoció como propios. Se agitó un instante en mi memoria, pronta a reencarnarse, creyendo que volvían para acoplarla nuevamente a su andar. A todo esto, mi primo no dejaba de girar a mi alrededor, mirán­ dome, envolviéndome con aquellos tacones. -¡Estás loco! -exclamé enfrentándome a aquellos emocionados espectadores, compungidos por mi destino-. Además, ella te recono­ cería. -Imposible -dijo él- Hace más de veinte años que me echó de aquí. ¿Ésa era su venganza, entonces? Había vuelto para mostrarse en sus narices, haciendo gala de la condición por la que ella lo echó... -Aunque yo aceptara, mi hermano no estaría dispuesto a per­ mitírselo. -Sabiendo que no hay otra solución, se esforzaría en creer que lo hago por caridad -dijo más seguro, recobrando su aplomo. Aquella alusión a los recursos de mi hermano me hirió tanto,

que hablé sólo por evitar que esa herida empezara a sangrarme allí mismo, por esconder el color de mi sangre, el de mi alma bondado­ sa, que iba a escaparse por allí si no la retenía con mis manos. -No quiero que tenga que esforzarse en creer ninguna cosa -ex­ clamé. Y eso era todo lo que él esperaba. Yo había aceptado pronuncian­ do esas palabras. -Claro que no tiene que convencerse de nada -explicó afable­ mente-. Lo haremos a sus espaldas. Me desesperaba tanto no encontrar otra solución más que aque­ lla monstruosa que Julio me proponía, que hubiera querido recos­ tarme en la cama de mamá y confesarle mi mentira. Como de chico, algunas veces, hacer que ella sostuviera mi cabeza recostada contra su pecho, escuchándome llorar. Pero eso era imposible, ahora, por­ que sus brazos estaban paralizados. Una hora después, introduje a mi primo Julio en la habitación de mamá. Había luchado tontamente para evitar que se pintara los labios, para impedir que se soltara el cabello o que se empolvara. Regateé horquillas, cosméticos... Por un lado temía que mi madre llegara a descubrirlo, por otro, me angustiaba que el miserable aprovechara mi situación para satisfacer sus vicios. Me sentía mezquino, culpa­ ble y confundido. Lo obligué a deshacer un moño que se había atado en la cabeza, intuyendo que no hacía nada al disimulo, y que lo había puesto allí sólo por coquetería. Pero entonces pensé: «Que sea lo que Dios quie­ ra». Golpeé la puerta y empujé a Julio dentro del cuarto de mamá. (En Literal, 4/5, Buenos Aires, 1977.)

IV

El descubrimiento de Europa '

ha barca J ulio C ortázar

de reescribir textos literarios que me habían conmovido pero cuya factura me parecía inferior a sus posi­ bilidades internas; creo que algunos relatos de Horacio Quiroga lle­ varon esa tentación a un límite que se resolvió, como era preferible, en silencio y abandono. Lo que hubiera tratado de hacer por amor sólo podía recibirse como insolente pedantería; acepté lamentar a so­ las que ciertos textos me parecieran por debajo de lo que algo en ellos y en mí había reclamado inútilmente. El azar y un paquete de viejos papeles me dan hoy una apertu­ ra análoga sobre ese deseo no realizado, pero en este caso la tenta­ ción es legítima puesto que se trata de un texto mío, un largo relato titulado La barca. En la última página del borrador encuentro esta nota: «¡Qué malo! Lo escribí en Venecia en 1954; lo releo diez años después, y me gusta, y es tan malo». El texto y la acotación estaban olvidados; doce años más se su­ maron a los diez primeros, y al releer ahora estas páginas coincido con mi nota, sólo que quisiera saber mejor por qué el relato me pare­ cía y me parece malo, y por qué me gustaba y me gusta. Lo que sigue es una tentativa de mostrarme a mí mismo que el texto de «La barca» está mal escrito porque es falso, porque pasa al lado de una verdad que entonces no fui capaz de aprehender y que ahora me resulta evidente. Reescribirlo sería fatigoso y, de alguna manera poco clara, desleal, casi como si fuese el relato de otro autor y yo cayera en la pedantería que señalé al comienzo. Puedo en cam­ D e s d e jo v e n m e t e n t ó l a id e a

bio dejarlo tal como nació, y mostrar al mismo tiempo lo que ahora alcanzo a ver en él. Es entonces que Dora entra en escena. Si Dora hubiera pensado en Pirandello, desde un principio hu­ biera venido a buscar al autor para reprocharle su ignorancia o su persistente hipocresía. Pero soy yo quien va ahora hacia ella para que finalmente ponga las cartas boca arriba. Dora no puede saber quién es el autor del relato, y sus críticas se dirigen solamente a lo que en éste sucede visto desde adentro, allí donde ella existe; pero que ese suceder sea un texto y ella un personaje de su escritura no cam­ bian en nada su derecho igualmente textual a rebelarse frente a una crónica que juzga insuficiente o insidiosa. Así, la voz de Dora interrumpe hoy de tanto en tanto el texto ori­ ginal que, aparte de correcciones de puro detalle y la eliminación de breves pasajes repetitivos, es el mismo que escribí a mano en la Pen­ sione dei Dogi en 1954. El lector encontrará en él todo lo que me pa­ rece malo como escritura y a Dora malo como contenido, y que qui­ zá, una vez más, sea el efecto recíproco de una misma causa.

E l turismo juega con su s adeptos , los inserta en una temporalidad

engañosa, hace que en Francia salgan de un bolsillo las monedas in­ glesas sobrantes, que en Holanda se busque vanamente un sabor que sólo da Poitiers. Para Valentina el pequeño bar romano de la via Quatro Fontane se reducía a Adriano, al sabor de una copa de martini pegajoso y la cara de Adriano que le había pedido disculpas por empujarla contra el mostrador. Casi no se acordaba si Dora estaba con ella esa mañana, seguramente sí porque Roma la estaban «ha­ ciendo» juntas, organizando una camaradería empezada tontamen­ te como tantas en Cook y American Express. Claro que yo estaba. Desde el comienzo se finge no verme, redu­ cirme a comparsa a veces cómoda y a veces afligente.

De todos modos aquel bar cerca de Piazza Barberini era Adriano, otro viajero, otro desocupado circulando como circula todo turista en las ciudades, fantasma entre hombres que van y vienen del trabajo, tienen familias, hablan un mismo idioma y saben lo que está ocurrien­ do en ese momento y no en la arqueología de la Guía Azul. De Adriano se borraban en seguida los ojos, el pelo, la ropa; sólo quedaba la boca grande y sensible, los labios que temblaban un po­ co después de haber hablado, mientras escuchaba. «Escucha con la boca», había pensado Valentina cuando del primer diálogo nació una invitación a beber el famoso cóctel del bar, que Adriano recomenda­

ba y que Beppo, agitándolo en un cabrilleo de cromos, proclamaba la joya de Roma, el Tirreno metido en una copa con todos sus tritones y sus hipocampos. Ese día Dora y Valentina encontraron simpático a Adriano; Hm. no parecía turista (él se consideraba un viajero y acen­ tuaba sonriendo el distingo) y el diálogo de mediodía fue mi encan­ to más de Roma en abril. Dora lo olvidó en seguida • Falso. Distinguir entre savoir faire y tilinguería. Nadie como yo (o Valentina, claro) podía olvidar así nomás a alguien como Adriano; pero me sucede que soy inteligente y desde el vamos sentí que mi largo de onda no era el suyo. Hablo de amistad, no de otra cosa porque en eso ni siquiera se podía hablar de ondas. Y puesto que no quedaba nada posible, ¿para qué perder el tiempo? ocupadísima en visitar el Laterano, San Clemente, todo en una tarde porque se iba dos días después, Cook acababa de venderles un complicado itine­ rario; por su lado Valentina encontró el pretexto de unas compras para volver a la mañana siguiente al bar de Beppo. Cuando vio a Adriano, que vivía en un hotel vecino, ninguno de los dos fingió sor­ presa. Adriano se iba a Florencia una semana después y discutieron itinerarios, cambio, hoteles, guías. Valentina creía en los pullmans pero Adriano era pro-tren; fueron a debatir el problema a una trattoría de la Suburra donde se comía pescado en un ambiente pinto­ resco para los que sólo iban una vez.' De las guías pasaron a los informes personales, Adriano supo del divorcio de Valentina en Montevideo y ella de su vida familiar en un fundo cercano a Osomo. Compararon impresiones de Londres, París, Nápoles. Valentina miró una y otra vez la boca de Adriano, la miraba al desnudo en ese momento en que el tenedor lleva la comida a los la­ bios que se apartan para recibirla, cuando no se debe mirar. Y él lo sa­ bía y apretaba en la boca el trozo de pulpo frito como si fuera una len­ gua de mujer, como si ya estuviera besando a Valentina.

Falso por omisión: Valentina no miraba así a Adriano, sino a toda persona que la atraía; conmigo lo había hecho apenas nos conoci­ mos en el mostrador de American Express, y sé que me pregunté si no sería como yo; esa manera de clavarme los ojos siempre un poco dilatados... Casi en seguida supe que no, personalmente no me hubiera molestado intimar con ella como parte de la no man’s land del viaje, pero cuando decidimos compartir el hotel yo sabía que había otra cosa, que esa mirada venía de algo que podía ser miedo o necesidad de olvido. Palabras exageradas a esa altura de simples risas, shampoo y felicidad turística; pero después... En to­ do caso Adriano debió tomar como un cumplido lo que también hu­ biera recibido un barman amable o una vendedora de carteras. Di­ cho de paso, también hay ahí un plagio avant la lettre de una famosa escena de Tom Jones en el cine.

La besó esa tarde, en su hotel de la via Nazionale, después que Valentina telefoneó a Dora para decirle que no iría con ella a las ter­ mas de Caracalla. ¡Malgastar así una llamada!

Adriano había hecho subir vino helado, y en su habitación había revistas inglesas y un ventanal contra el cielo del oeste. Sólo la cama les resultó incómoda por demasiado angosta, pe­ ro los hombres como Adriano hacen casi siempre el amor en camas estrechas, y Valentina tenía demasiados malos recuerdos del lecho matrimonial para no alegrarse del cambio. Si Dora sospechaba algo, lo calló. Falso: ya lo sabía. Exacto: que me callé.

Valentina le dijo aquella no­ che que se había encontrado casualmente con Adriano, y que tal vez dieran de nuevo con él en Florencia; cuando tres días después lo vie­ ron salir de Orsanmichele, Dora pareció la más contenta de los tres. En casos así hay que hacerse la estúpida para que no la tomen a. una por estúpida.

Adriano había encontrado inesperadamente exasperante la se­ paración. De pronto comprendía que le faltaba Valentina, que no le había bastado la promesa del reencuentro, de las horas que pasa­ rían juntos. Sentía celos de Dora, los disimulaba apenas mientras ella -más fea, más vulgar-, le repetía cosas aplicadamente leídas en la guía del Touring Club Italiano. Nunca he usado las guías del Touring Club Italiano porque me re­ sultaban incomprensibles; la Michelin en francés me basta de so­ bra. Passons sur le reste.

Cuando se encontraron en el hotel de Adriano, al atardecer, Va­ lentina midió la diferencia entre esa cita y la primera en Roma; aho­ ra las precauciones estaban tomadas, la cama era perfecta y, sobre una mesa curiosamente incrustada, la esperaba una cajita envuel­ ta en papel azul y dentro un admirable camafeo florentino que ella -mucho más tarde, cuándo bebían sentados junto a la ventanaprendió en su pecho con el gesto fácil, casi familiar del que gira una llave en la cerradura cotidiana. No puedo saber cuáles eran los gestos de Valentina en ese mo­ mento, pero en todo caso nunca pudieron ser fáciles; todo en ella era nudo, eslabón y látigo. De noche, desde mi cama la miraba dar vueltas antes de acostarse, tomando y dejando una y otra vez un frasco de perfume, un tubo de pastillas, yendo a la ven­ tana como si escuchara ruidos insólitos; o más tarde, mientras dormía, esa manera de sollozar en mitad de un sueño, desper­ tándome bruscamente, llevándome a pasarme a su cama, ofre­ cerle un vaso de agua, acariciarle la frente hasta que volvía a dormirse más calmada. Y sus desafíos esa primera noche en Ro­ ma cuando vino a sentarse a mi lado, vos no me conocés, Dora, no tenés idea de lo que me anda por dentro, este vacío lleno de espejos mostrándome una calle de Punta del Este, un niño que llora porque no estoy ahí. ¿Fáciles sus gestos? A mí, por lo me­ nos, me habían mostrado desde el principio que nada tenía que esperar de ella en un plano afectivo, aparte de la camaradería. Me cuesta imaginar que Adriano, por masculinamente ciego que estuviera, no alcanzara a sospechar que Valentina estaba be­

sando la nada en su boca, que antes y después del amor Valen­ tina seguiría llorando en sueños.

Hasta entonces no se había enamorado de sus amantes; algo en él lo llevaba a tomarlas demasiado pronto como para crear el aura, la necesaria zona de misterio y de deseo, para organizar la cacería mental que alguna vez podría llamarse amor. Con Valentina había sido igual, pero en los días de separación, en esos últimos atardece­ res de Roma y el viaje a Florencia, algo diferente había estallado en Adriano. Sin sorpresa, sin humildad, casi sin maravilla, la vio surgir en la penumbra dorada de Orsanmichele, brotando del tabernáculo de Orcagna como si una de las innumerables figurillas de piedra se desgajara del monumento para venir a su encuentro. Quizá sólo en­ tonces comprendió que estaba enamorándose de ella. O quizá des­ pués, en el hotel, cuando Valentina había llorado abrazada a él, sin darle razones, dejándose ir como una niña que se abandona a una necesidad largamente contenida y encuentra un alivio mezclado con vergüenza, con reprobación. En lo inmediato y exterior Valentina lloraba por lo precario del encuentro. Adriano seguiría su camino unos días más tarde; no vol­ verían a encontrarse porque el episodio entraba en un vulgar calen­ dario de vacaciones, un marco de hoteles y cócteles y frases rituales. Sólo los cuerpos saldrían saciados, como siempre, por un rato ten­ drían la plenitud del perro que termina de mascar y se tira al sol con un gruñido de contento. En sí el encuentro era perfecto, cuerpos he­ chos para apretarse, enlazarse, retardar o provocar la delicia. Pero cuando miraba a Adriano sentado al borde de la cama (y él la mira­ ba con su boca de labios gruesos) Valentina sentía que el rito acaba­ ba de cumplirse sin un contenido real, que los instrumentos de la pasión estaban huecos, que el espíritu no los habitaba. Todo eso le había sido llevadero e incluso favorable en otros lances de la hora, y sin embargo esta vez hubiera querido retener a Adriano, demorar el momento de vestirse y salir, esos gestos que de alguna manera anunciaban ya una despedida. Aquí se ha querido decir algo sin decirlo, sin entender más que un rumor incierto. También a mí Valentina me había mirado así mien­

tras nos bañábamos y vestíamos en Roma, antes de Adriano; tam­ bién yo había sentido que esas rupturas en lo continuo le hacían da­ ño, la tiraban hacia el futuro. La primera vez cometí el error de in­ sinuarlo, de acercarme y acariciarle el pelo y proponerle que hiciéramos subir bebidas y nos quedáramos mirando el atardecer desde la ventana. Su respuesta fue seca, no había venido desde el Uruguay para vivir en un hotel. Pensé simplemente que seguía des­ confiando de mí, que atribuía un sentido preciso a ese esbozo de ca­ ricia, así como yo había entendido mal su primera mirada en la agencia de viajes. Valentina miraba, sin saber exactamente por qué; éramos los otros quienes cedíamos a ese interrogar oscuro que te­ nía algo de acoso, pero un acoso que no nos concernía.

Dora los esperaba en uno de los cafés de la Signoria, acababa de descubrir a Donatello y lo explicó con demasiado énfasis, como si su entusiasmo le sirviera de manta de viaje y la ayudara a disimular alguna irritación. -Claro que iremos a ver las estatuas -dijo Valentina-, pero es­ ta tarde no podíamos entrar en los museos, demasiado sol para ir a los museos. -No van a estar tanto tiempo aquí como para sacrificar todo eso al sol. Adriano hizo un gesto vago, esperó las palabras de Valentina. Le era difícil saber lo que representaba Dora para Valentina, si el viaje de las dos estaba ya definido y no admitiría cambios. Dora vol­ vía a Donatello, multiplicaba las inútiles referencias que se hacen en ausencia de las obras; Valentina miraba la torre de la Signoria, buscaba mecánicamente los cigarrillos. Creo que sucedió exactamente así, y que por primera vez Adriano sufrió de veras, temió que yo representara el viaje sagrado, la cul­ tura como deber, las reservas de trenes y de hoteles. Pero si al­ guien le hubiera preguntado por la otra solución posible, sólo hu­ biera podido pensar en algo parecido junto a Valentina, sin un término preciso.

Al otro día fueron a los Ufizzi. Como hurtándose a la necesidad de una decisión, Valentina se aferraba obstinadamente a la presen­

cia de Pora para no dejar resquicios a Adriano. Sólo en un momen­ to fugaz, cuando Dora se había retrasado mirando un retrato, él pu­ do hablarle de cerca. -¿Vendrás esta tarde? -Sí -dijo Valentina sin mirarlo-, a las cuatro. -Te quiero tanto -murmuró Adriano, rozándole el hombro con dedos casi tímidos-, Valentina, te quiero tanto. Entraba un grupo de turistas norteamericanos precedidos por la voz nasal del guía. Los separaron sus caras vacuamente ávidas, falsamente interesadas en la pintura que olvidarían una hora des­ pués entre spaghetti y vino de los Castelli Romani. También venía Dora hojeando su guía, perdida porque no le coincidían los números del catálogo con los cuadros colgados. A propósito, por supuesto. Dejarlos hablar, citarse, hartarse. No él, eso ya lo sabía, pero ella. Tampoco hartarse, más bien volver al perpetuo impulso de la fuga que quizá la devolvería a mi manera de acompañarla sin hostigamiento, a esperar simplemente a su lado aunque no sirviera de nada.

-Te quiero tanto -repetía esa tarde Adriano inclinándose sobre Valentina que descansaba boca arriba-. Tú lo sientes, ¿verdad? No está en las palabras, no tiene nada que ver con decirlo, con buscar­ le nombres. Dime que lo sientes, que no te lo explicas pero que lo sientes ahora que... Hundió la cara entre sus senos, besándola largamente como si bebiera la fiebre que latía en la piel de Valentina, que le acariciaba el pelo con un gesto lejano, distraído. ¿D’Annunzio vivió en Venecia, no? A menos que fueran los dialoguistas de Hollywood...

-Sí, me quieres -dijo ella-. Pero es como si tú también tuvieras miedo de algo, no de quererme pero.... No miedo, quizá, más bien ansiedad. Te preocupa lo que va a venir ahora. -No sé lo que va a venir, no tengo la menor idea. ¿Cómo tener­ le miedo a tanto vacío? Mi miedo eres tú, es un miedo concreto, aquí

y ahora. No me quieres como yo a ti, Valentina, o me quieres de otra manera, limitada o contenida vaya a saber por qué razones. Valentina lo escuchaba cerrando los ojos. Despacio, coincidien­ do con lo que él acababa de decir, entreveía algo detrás, algo que al principio no era sino un hueco, una inquietud. Se sentía demasiado dichosa en ese momento para tolerar que la menor falla se inmiscu­ yera en esa hora perfecta y pura en la que ambos se habían amado sin otro pensamiento que el de no querer pensar. Pero tampoco po­ día impedirse entender las palabras de Adriano. Medía de pronto la fragilidad de esa situación turística bajo un techo prestado, entre sábanas ajenas, amenazados por guías ferroviarias, itinerarios que llevaban a vidas diferentes, a razones desconocidas y probablemen­ te antagónicas como siempre. -No me quieres como yo a ti -repitió Adriano, rencoroso- Te sir­ vo, te sirvo como un cuchillo o un camarero, nada más. -Por favor -dijo Valentina-. Je t’en prie. Tan difícil darse cuenta de por qué ya no eran felices a tan po­ cos momentos de algo que había sido como la felicidad. -Sé muy bien que tendré que volver -dijo Valentina sin retirar los dedos de la cara ansiosa de Adriano-. Mi hijo, mi trabajo, tantas obligaciones. Mi hijo es muy pequeño, muy indefenso. -También yo tengo que volver -dijo Adriano desviando los ojosTambién yo tengo mi trabajo, mil cosas. -Ya ves. -No, no veo. ¿Cómo quieres que vea? Si me obligas a considerar esto como un episodio de viaje, le quitas todo, lo aplastas como a un insecto. Te quiero, Valentina. Querer es más que recordar o prepa­ rarse a recordar. -No es a mí a quien tienes que decírselo. No, no es a mí. Tengo miedo del tiempo, el tiempo es la muerte, su horrible disfraz. ¿No te das cuenta de que nos amamos contra el tiempo, que al tiempo hay que negarlo? -Sí -dijo Adriano, dejándose caer de espaldas junto a ella-, y ocurre que tú te vas pasado mañana a Bologna, y yo un día después a Lucca. -Cállate. -¿Por qué? Tu tiempo es el de Cook, aunque pretendas llenarlo

de metafísica. El mío en cambio lo decide mi capricho, mi placer, los horarios de trenes que prefiero o rechazo. -Ya lo ves -murmuró Valentina-. Ya ves que tenemos que ren­ dimos a las evidencias. ¿Qué más queda? -Venir conmigo. Deja tu famosa excursión, deja a Dora que ha­ bla de lo que no sabe. Vámonos juntos. Alude a mis entusiasmos pictóricos, no vamos a discutir si tiene razón. En todo caso los dos se hablan con sendos espejos por de­ lante, un perfecto diálogo de best-seller para llenar dos páginas con nada en particular. Que sí, que no, que el tiempo... Todo era tan claro para mí, Valentina piuma al vento, la neura y la depre, y doble dosis de valium por la noche, el viejo, viejo cuadro de nues­ tra joven época. Una apuesta conmigo mismo (en este momento, me acuerdo bien): de dos males, Valentina elegiiía el menor, yo. Conmigo ningún problema (si me elegía); al final del viaje adiós querida, fue tan dulce y tan bello, adiós, adiós. En cambio Adria­ no... Las dos habíamos sentido lo mismo: con la boca de Adriano no se jugaba. Esos labios... (Pensar que ella les permitía que co­ nocieran cada rincón de su piel; hay cosas que me rebasan, claro que es cuestión de libido, we know we know we know).

Y sin embargo era más fácil besarlo, ceder a su fuerza, resbalar blandamente bajo la ola del cuerpo que la ceñía; era más fácil entre­ garse que negarle ese asentimiento que él, perdido otra vez en el pla­ cer olvidaba ya. Valentina fue la primera en levantarse. El agua de la ducha la azotó largamente. Poniéndose una bata de baño, volvió a la habita­ ción donde Adriano seguía en la cama, a medias incorporado y sonriéndole como desde un sarcófago etrusco, fumando despacio. -Quiero ver cómo anochece desde el balcón. A orillas del Arno, el hotel recibía las últimas luces. Aún no se habían encendido las lámparas en el Ponte Vecchio, y el río era una cinta de color violeta con franjas más claras, sobrevola­ do por pequeños murciélagos que cazaban insectos invisibles; más arriba chirriaban las tijeras de las golondrinas. Valentina se tendió en la mecedora, respiró un aire ya fresco. La ganaba una fatiga dulce, hubiera podido dormirse; quizá durmió unos

instantes. Pero en ese interregno de abandono seguía pensando en Adriano y el tiempo, las palabras monótonas volvían como es­ tribillos de una canción tonta, el tiempo es la muerte, un disfraz de la muerte, el tiempo es la muerte. Miraba el cielo, las golondrinas que jugaban sus límpidos juegos, chirriando brevemente como si trizaran la loza azul profundo del crepúsculo. Y también Adriano era la muerte. Curioso. De golpe se toca fondo a partir de tanta falsa premisa. Tal vez sea siempre así (pensarlo otro día, en otros contextos). Asombra que seres tan alejados de su propia verdad (Valentina más que Adriano, es cierto) acierten por momentos; claro que no se dan cuenta y es mejor así, lo que sigue lo prueba. (Quiero decir que es mejor para mí, bien mirado.)

" Se enderezó, rígida. También Adriano era la muerte. ¿Ella ha­ bía pensado eso? También Adriano era la muerte. No tenía el me­ nor sentido, había mezclado palabras como en un refrán infantil, y resultaba ese absurdo. Volvió a tenderse, relajándose, y miró otra vez las golondrinas. Quizá no fuera tan absurdo; de todos modos haber pensado eso valía tan sólo como una metáfora puesto que re­ nunciar a Adriano mataría algo en ella, la arrancaría de una parte momentánea de sí misma, la dejaría a solas con una Valentina di­ ferente, Valentina sin Adriano, sin el amor de Adriano, si era amor ese balbuceo de tan pocos días, si en ella misma era amor esa en­ trega furiosa a un cuerpo que la anegaba y la devolvía como exhaus­ ta al abandono del atardecer. Entonces sí, entonces visto así Adria­ no era la muerte. Todo lo que se posee es la muerte porque anuncia la desposesión, organiza el vacío a venir. Refranes infantiles, mantantiru liru lá, pero ella no podía renunciar a su itinerario, quedar­ se con Adriano. Cómplice de la muerte, entonces, lo dejaría irse a Lucca nada más que porque era inevitable a corto o largo plazo, allá a lo lejos Buenos Aires y su hijo eran como las golondrinas sobre el Arno, chirriando débilmente, reclamando en el anochecer que cre­ cía como un vino negro. -Me quedaré -murmuró Valentina-. Lo quiero, lo quiero. Me quedaré y me lo llevaré un día conmigo.

Sabía bien que no iba a ser así, que Adriano no cambiaría su vi­ da por ella, Osorño por Buenos Aires. ¿Cómo podía saberlo? Todo apunta en la dirección contraria; es Va­ lentina la que jamás cambiará Buenos Aires por Osomo, su insta­ lada vida, sus rutinas rioplatenses. En el fondo no creo que ella pen­ sara eso que le hacen pensar; también es cierto que la cobardía tiende a proyectar en otros la propia responsabilidad, etcétera.

Se sintió como suspendida en el aire, casi ajena a su cuerpo, tan sólo miedo y algo como congoja. Veía una bandada de golondrinas que se había arracimado sobre el centro del río, volando en grandes círculos. Una de las golondrinas se apartó de las otras, perdiendo altura, acercándose. Cuando pare­ cía que iba a remontarse otra vez, algo falló en la máquina maravi­ llosa. Como un turbio pedazo de plomo, girando sobre sí misma, se precipitó diagonalmente y golpeó con un golpe opaco a los pies de Valentina en el balcón. Adriano oyó el grito y vino corriendo. Valentina se tapaba la ca­ ra y temblaba horriblemente, refugiada en el otro extremo del bal­ cón. Adriano vio la golondrina muerta y la empujó con el pie. La go­ londrina cayó a la calle. -Ven, entra -dijo él, tomando por los hombros a Valentina-. No es nada, ya pasó. Te asustaste, pobre querida. Valentina callaba, pero cuando él le apartó las manos y le vio la cara, tuvo miedo. No hacía más que copiar el miedo de ella, quizá el miedo final de la golondrina desplomándose fulminada en un aire que de pronto, esquivo y cruel había dejado de sostenerla. A Dora le gustaba charlar antes de dormir, y pasó media hora con noticias sobre Fiésole y el piazzale Michelangelo. Valentina la escuchaba como de lejos, perdida en un rumor interno que no podía confundir con una meditación. La golondrina estaba muerta, había muerto en pleno vuelo. Un anuncio, una intimación. Como si en un semisueño extrañamente lúcido, Adriano y la golondrina empeza­ ran a confundirse en ella, resolviéndose en un deseo casi fp.rny, fn-

4 ga, de arrancamiento. No se sentía culpable de nada pero sentía la culpa en sí, la golondrina como una culpa golpeando sordamente a sus pies. En pocas palabras le dijo a Dora que iba a cambiar de planes, que seguiría directamente a Yenecia. -Me encontrarás allá de todos modos. No hago más que adelan­ tarme unos días, de verdad prefiero estar sola unos días. Dora no pareció demasiado sorprendida. Lástima que Valenti­ na se perdiera Ravenna, Ferrara. De todos modos comprendía que prefiriera irse directamente y sola a Venecia; mejor ver bien una ciu­ dad que mal dos o tres... Valentina ya no la escuchaba, perdida en su fuga mental, en la carrera que debía alejarla del presente, de un balcón sobre el Arno.

Aquí casi siempre se acierta partiendo del error, es irónico y di­ vertido. Acepto eso de que no estaba demasiado sorprendida y que cumplí con el lip service necesario para tranquilizar a Valentina. Lo que no se sabe es que mi falta de sorpresa tenía otras fuentes, la voz y la cara de Valentina contándome el episodio del balcón, tan desproporcionado a menos de sentirlo como ella lo sentía, un anuncio fuera de toda lógica y por eso irresistible. Y también una deliciosa, cruel sospecha de que Valentina estaba confundiendo las razones de su miedo, confundiéndome con Adriano. Su cortés dis­ tancia esa noche, su veloz manera de asearse y acostarse sin dar­ me la menor oportunidad de compartir el espejo del baño, los ri­ tos de la ducha, le temps d’un sein nu entre deux chemises. Adriano, sí, digamos que sí, que Adriano. ¿Pero por qué esa ma­ nera de acostarse dándome la espalda, tapándose la cara con un brazo para sugerirme que apagara la luz lo antes posible, que la dejara dormir sin más palabras, sin siquiera un leve beso de bue­ nas noches entre amigas de viaje?

En el tren lo pensó mejor, pero el miedo seguía. ¿De qué estaba escapando? No era fácil aceptar las soluciones de la prudencia, elo­ giarse por haber roto el lazo a tiempo. Quedaba el enigma del mie­ do como si Adriano, el pobre Adriano, fuera el diablo, como si la ten­ tación de enamorarse de veras de él fuese el balcón abierto sobre el vacío, la invitación al salto irrestañable.

Vagamente pensó Valentina que estaba huyendo de sí misma más que de Adriano. Hasta la prontitud con que se le había entrega­ do en Roma probaba su resistencia a toda seriedad, a todo recomien­ zo fundamental. Lo fundamental había quedado al otro lado del mar, hecho trizas para siempre, y ahora era el tiempo de la aventura sin amarras, como ya otras antes y durante el viaje, la aceptación de cir­ cunstancias sin análisis moral ni lógico, la compañía episódica de Dora como resultado de un mostrador en una agencia de viajes. Adriano en otro mostrador, el tiempo de un cóctel o una ciudad, mo­ mentos y placeres tan borrosos como el moblaje de las piezas de los hoteles que se van dejando atrás. Compañía episódica, sí. Pero quiero creer que hay más que eso en una referencia que por lo menos me equipara a Adriano como dos lados de un triángulo en el que el tercero es un mostrador.

Y rencia había avanzado hacia ella con el reclamo del poseedor, ya no el amante fugitivo de Roma; peor, exigiendo reciprocidad, esperán­ dola y urgiéndola. Quizá el miedo nacía de eso, no era más que un sucio y mezquino miedo a las complicaciones mundanas, Buenos Aires/Osorno, la gente, los hijos, la realidad instalándose tan diferen­ te en el calendario de la vida compartida. Y quizá no: detrás, siem­ pre, otra cosa, inapresable como una golondrina al vuelo. Algo que de pronto hubiera podido precipitarse sobre ella, un cuerpo muerto golpeándola. Hm. ¿Por qué le iba mal con los hombres? Mientras piensa como se la hace pensar, hay como la imagen de algo acorralado, sitiado: la verdad profunda, cercada por las mentiras de un conformismo irrenunciable. Pobrecita, pobrecita.

Los primeros días en Venecia fueron grises y casi fríos, pero al tercero estalló el sol desde temprano y el calor vino en seguida, de­ rramándose con los turistas que salían entusiastas de los hoteles y llenaban la piazza San Marco y la Mercería en un alegre desorden de colores y de lenguas.

sin emba

4

A Valentina le agradó dejarse llevar por la cadenciosa serpien­ te que remontaba la Mercería rumbo al Rialto. Cada recodo, el puen­ te dei Baretieri, San Salvatore, el oscuro recinto postal de la Fondamenta dei Tedeschi, la recibían con esa calma impersonal de Venecia para con sus turistas, tan diferente de la convulsa expectativa de Nápoles o el ancho darse de los panoramas de Roma. Recogida, siem­ pre secreta, Venecia jugaba una vez más a hurtar su verdadero ros­ tro, sonriendo impersonalmente a la espera de que en el día y la ho­ ra propicios su voluntad de mostrarse de verdad al buen viajero la recompensaran de su fidelidad. Desde el Rialto miró Valentina los fastos del Canal Grande, y se asombró de la distancia inesperada en­ tre ella y ese lujo de aguas y de góndolas. Penetró en las callejuelas que de campo en campo la llevaban a iglesias y museos, salió a los muelles desde donde podían enfrentarse las fachadas de los grandes palacios corroídos por un tiempo plomizo y verde. Todo lo veía, todo lo admiraba, sabiendo sin embargo que sus reacciones eran conven­ cionales y casi forzadas, como el elogio repetido a las fotos que nos van mostrando en los álbumes de familia. Algo -sangre, ansiedad, o tan sólo ganas de vivir- parecía haber quedado atrás. Valentina odió de pronto el recuerdo de Adriano, le repugnó la petulancia de Adria­ no que había cometido la falta de enamorarse de ella. Su ausencia lo hacía aún más odioso porque su falta era de las que sólo se casti­ gan o se perdonan en persona. Venecia La opción ya tomada, se hace pensar como se quiere a Valentina, pero otras opciones son posibles si se tiene en. cuenta que ella op­ tó por irse sola a Venecia. Términos exagerados como odio y re­ pugnancia, ¿se aplican en verdad a Adriano? Un mero cambio de prisma, y no es en Adriano que piensa Valentina mientras vaga por Venecia. Por eso mi amable infidencia florentina era necesa­ ria, había que seguir proyectando a Adriano en el centro de una acción que acaso así, acaso hacia el final del viaje, me devolviera a ese comienzo en el que yo había esperado como todavía era ca­ paz de esperar.

se le daba como un admira­ ble escenario sin los actores, sin la savia de la participación. Mejor así, pero también mucho peor; andar por las callejuelas, demorarse

en los pequeños puentes que cubren como un párpado el sueño de los canales, empezaba a parecer una pesadilla. Despertar, despertarse por cualquier medio, pero Valentina sentía que sólo algo que se pa­ reciera a un látigo podría despertarla. Aceptó la oferta de un gondo­ lero que le proponía llevarla hasta San Marco a través de los cana­ les interiores; sentada en el viejo sillón de cojines rojos sintió cómo Venecia empezaba a moverse delicadamente, a pasar por ella que la miraba como un ojo fijo, clavado obstinadamente en sí mismo. -Ca d’Oro -dijo el gondolero rompiendo un largo silencio, y con la mano le mostró la fachada del palacio. Después, entrando por el Rio di San Felice, la góndola se sumió en un laberinto oscuro y si­ lencioso, oliente a moho. Valentina admiraba como todo turista la impecable destreza del remero, su manera de calcular las curvas y sortear los obstáculos. Lo sentía a sus espaldas, invisible pero vivo, hundiendo el remo casi sin ruido, cambiando a veces una breve fra­ se en dialecto con alguien de la orilla. Casi no lo había mirado al su­ bir, le pareció como la mayoría de los gondoleros, altos y esbeltos, ce­ ñido el cuerpo por los angostos pantalones negros, la chaqueta vagamente española, el sombrero de paja amarilla con una cinta ro­ ja. Más bien recordaba su voz, dulce pero sin bajeza, ofreciendo: Gondola, signorina, gondola, gondola. Ella había aceptado el precio y el itinerario, distraídamente, pero ahora cuando el hombre le llamó la atención, sobre el Ca d’Oro y tuvo que volverse para verlo, notó la fuerza de sus rasgos, la nariz casi imperiosa y los ojos pequeños y astutos; mezcla de soberbia y de cálculo, también presente en el vi­ gor sin exageración del torso y la relativa pequeñez de la cabeza, con algo de víbora en el entronque del cuello, quizá en los movimientos impuestos por el remar cadencioso. Mirando otra vez hacia proa, Valentina vio venir un pequeño puente. Ya antes se había dicho que sería delicioso el instante de pa­ sar por debajo de los puentes, perdiéndose un momento en su conca­ vidad rezumante de moho, imaginando a los viandantes en lo alto, pero ahora vio venir el puente con una vaga angustia como si fuera la tapa gigantesca de un areón que iba a cerrarse sobre ella. Se obli­ gó a guardar los ojos abiertos en el breve tránsito, pero sufrió, y cuando la angosta raja de cielo brillante surgió nuevamente sobre ella, hizo un confuso gesto de agradecimiento. El gondolero le estaba se-

ñalando otro palacio, de esos que sólo aceptan dejarse ver desde los canales interiores y que los transeúntes no sospechan puesto que só­ lo ven las puertas de servicio, iguales a tantas otras. A Valentina le hubiera gustado comentar, interesarse por la simple información que le iba dando el gondolero; de pronto necesitaba estar cerca de alguien vivo y ajeno a la vez, mezclarse en un diálogo que la alejara de esa. ausencia, de esa nada que le viciaba el día y las cosas. Enderezándo­ se, fue a sentarse en un ligero travesano situado más a proa. La gón­ dola osciló por un momento Si la «ausencia» era Adriano, no encuentro proporción entre la con­ ducta precedente de Valentina y esta angst que le arruina un pa­ seo en góndola, por lo demás nada baratos. Nunca sabré cómo ha­ bían sido sus noches venecianas en el hotel, la habitación sin palabras ni recuentos de jomada; tal vez la ausencia de Adriano ganaba peso en Valentina, pero una vez más como la máscara de otra distancia, de otra carencia que ella no quería o no podía mi­ rar cara a cara. (Wishful thinking, acaso; pero, ¿y la celebérrima in­ tuición femenina? La noche en que tomamos al mismo tiempo un pote de crema y mi mano se apoyó en la suya, y nos miramos... ¿Por qué no completé la caricia que el azar empezaba? De alguna manera todo quedó como suspendido en el aire, entre nosotras, y los paseos en góndola son, es sabido, exhumadores de semisueños, de nostalgias y de recuentos arrepentidos.)

pero el remero no pareció asombrarse de la conducta de su pasajera. Y cuando ella le preguntó sonriendo qué había dicho, él repitió sus informes con más detalle, satisfecho del interés que despertaba. -¿Qué hay del otro lado de la isla? -quiso saber Valentina en su italiano elemental. -¿Del otro lado, signorina? ¿En la Fondamenta Nuove? -Si se llama así... Quiero decir al otro lado, donde no van los tu­ ristas. -Sí, la Fondamenta Nuove -dijo el gondolero, que remaba aho­ ra muy lentamente-. Bueno, de ahí salen los barcos para Burano y para Torcello. -Todavía no he ido a esas islas.

-Es muy interesante, signorina. Las fábricas de puntillas. Pero este lado no es tan interesante, porque la Fondamenta Nuove... -Me gusta conocer lugares que no sean turísticos -dijo Valenti­ na repitiendo aplicadamente el deseo de todos los turistas-. ¿Qué más hay en la Fondamenta Nuove? -En frente está el cementerio -dijo el gondolero-. No es intere­ sante. -¿Es una isla? -Sí, frente a la Fondamenta Nuove. Mire, signorina, ecco Santi Giovanni e Paolo. Bella chiesa, bellissima... Ecco il Colleone, capolavoro dal Verrocchio... «Turista», pensó Valentina. «Ellos y nosotros, unos para expli­ car y otros para creer que entendemos. En fin, miremos tu iglesia, miremos tu monumento, molto interessante, vero...». Cuánto artificio barato, después de todo. Se hace hablar y pensar a Valentina cuando se trata de tonterías; lo otro, silencio o atribu­ ciones casi siempre dirigidas en la mala dirección. ¿Por qué no es­ cuchamos lo que Valentina pudo murmurar antes de dormirse, por qué no sabemos más de su cuerpo en la soledad, de su mirada al abrir la ventana del hotel cada mañana?

La góndola atracó en la Riva degli Schiavoni, a la altura de la Piazzetta colmada de paseantes. Valentina tenía hambre y se abu­ rría por adelantado pensando que iba a comer sola. El gondolero la ayudó a desembarcar, recibió con una sonrisa brillante el pago y la propina. -Si la signorina quisiera pasear de nuevo, yo estoy siempre allí -señalaba un atracadero distante, marcado por cuatro pértigas con farolillos- Me llamo Dino -agregó, tocándose la cinta del sombrero. -Gracias -dijo Valentina. Iba a alejarse, a hundirse en la ma­ rea humana entre gritos y fotografías. Ahí quedaría a sus espaldas el único ser viviente con el que había cambiado imas palabras. -Dino. -¿Signorina? -Dino... ¿dónde se puede comer bien? El gondolero rió francamente, pero miraba a Valentina como si

comprendiera al mismo tiempo que la pregunta no era una estupi­ dez de turista. -¿La signorina conoce los ristoranti sobre el Canal? -preguntó un poco al azar, tanteando. -Sí -dijo Valentina que no los conocía-. Quiero decir un lugar tranquilo, sin mucha gente. -¿Sin mucha gente... como la signorina? -dijo brutalmente el hombre. Valentina le sonrió, divertida. Dino no era tonto, por lo menos. -Sin turistas, sí. Un lugar como... «Allí donde comen tú y tus amigos», pensaba, pero no lo dijo. Sin­ tió que el hombre apoyaba los dedos en su codo, sonriendo, y la invita­ ba a subir a la góndola. Se dejó llevar, casi intimidada, pero la sombra del aburrimiento se borró de golpe como arrastrada por el gesto de Dino al clavar la pala del remo en el fondo de la laguna e impulsar la gón­ dola con un limpio gesto en el que apenas se advertía el esfuerzo. Imposible recordar la ruta. Habían pasado bajo el Ponte dei Sospiri, pero después todo era confuso. Valentina cerraba a ratos los ojos y se dejaba llevar por otras vagas imágenes que desfilaban parale­ lamente a lo que renunciaba a ver. El sol de mediodía alzaba en los canales un vapor maloliente, y todo se repetía, los gritos a la distan­ cia, las señales convenidas en los recodos. Había poca gente en las calles y los puentes de esa zona, Venecia ya estaba almorzando. Dino remaba con fuerza y acabó metien­ do la góndola en un canal angosto y recto, al fondo del cual se entre­ veía el gris verdoso de la laguna. Valentina se dijo que allá debía estar la Fondamenta Nuove, la orilla opuesta, el lugar que no era interesante. Iba a volverse y preguntar cuando sintió que la barca se detenía junto a unos peldaños musgosos. Dino silbó largamente, y una ventana en el segundo piso se abrió sin ruido. -Es mi hermana -dijo-. Vivimos aquí. ¿Quiere comer con noso­ tros, signorina? La aceptación de Valentina se adelantó a su sorpresa, a su casi irri­ tación. El desparpajo del hombre era de los que no admitían términos medios; Valentina podía haberse negado con la misma fuerza con que acababa de aceptar. Dino la ayudó a subir los peldaños y la dejó espe­ rando mientras ataba la góndola. Ella lo oía canturrear en dialecto, 4

con una voz un poco sorda. Sintió una presencia a su espalda y se vol­ vió; una mujer de edad indefinible, mal vestida de rosa viejo, se aso­ maba a la puerta. Dino le dijo unas rápidas frases ininteligibles. -La signorina es muy gentil -agregó en toscano- Hazla pasar, Rosa. Y ella va a entrar, claro. Cualquier cosa con tal de seguir escapan­ do, de seguir mintiéndose. Life, lie, ¿no era un personaje de OTSTeill que mostraba cómo la vida y la mentira están apenas separadas por una sola, inocente letra?

Comieron en una habitación de techo bajo, lo que sorprendió a Valentina ya habituada a los grandes espacios italianos. En la me­ sa de madera negra había lugar para seis personas. Dino, que se ha­ bía cambiado de camisa sin borrar con eso el olor a transpiración, se sentaba frente a Valentina. Rosa estaba a su izquierda. Ala derecha el gato favorito, que los ayudó con su digna belleza a romper el hie­ lo del primer momento. Había pasta asciutta, un gran frasco de vi­ no, y pescado. Valentina lo encontró todo excelente, y estaba casi contenta de lo que su amortiguada reflexión seguía considerando una locura. -La signorina tiene buen apetito -dijo Rosa, que casi no habla­ ba-. Coma un poco de queso. -Sí, gracias. Dino comía ávidamente, mirando más al plato que a Valentina, pero ella tuvo la impresión de que la observaba de alguna manera, sin hacerle preguntas; ni siquiera había preguntado por su nacionalidad, al revés de casi todos los italianos. Ala larga, pensó Valentina, una si­ tuación tan absurda tiene que estallar. ¿Qué se dirían cuando el últi­ mo bocado faera consumido? Ese momento terrible de una sobremesa entre desconocidos. Acarició al gato, le dio a probar un trocito de que­ so. Diño reía ahora, su gato no comía más que pescado. -¿Hace mucho que es gondolero? -preguntó Valentina, buscan­ do una salida. -Cinco años, signorina. -¿Le gusta? —M n n s i

o+ q

m o l--.

-De todos modos no parece un trabajo tan duro. -No... ése no. «Entonces se ocupa de otras cosas», pensó ella. Rosa le servía vi­ no otra vez y aunque se negaba a beber más, los hermanos insistie­ ron sonriendo y llenaron las copas. «El gato no bebe», dijo Dino mirán­ dola en los ojos por primera vez en mucho rato. Los tres rieron. Rosa salió y volvió con un plato de frutillas. Después Dino acep­ tó un Camel y dijo que el tabaco italiano era malo. Fumaba echado hacia atrás, entornando los ojos; el sudor le corría por el cuello ten­ so, bronceado. -¿Queda muy lejos de aquí mi hotel? -preguntó Valentina- No quiero seguir molestándolos. «En realidad yo debería pagar este almuerzo», pensaba, deba­ tiendo el problema y sin saber cómo resolverlo. Nombró su hotel, y Dino dijo que la llevaría. Hacía un momento que Rosa no estaba en el comedor. El gato, tendido en un rincón, se adormecía en el calor de la siesta. Olía a canal, a casa vieja. -Bueno, ustedes han sido tan amables... -dijo Valentina, co­ rriendo la tosca silla y levantándose-. Lástima que no sé decirlo en buen italiano... De todos modos usted me comprende. -Oh, claro -dijo Dino sin moverse. -Me gustaría saludar a su hermana, y.;. -Oh, Rosa. Ya se habrá ido. Siempre se va a esta hora. Valentina recordó el breve diálogo incomprensible, a mitad del almuerzo. Era la única vez que habían hablado en dialecto, y Dino le había pedido disculpas. Sin saber por qué pensó que la partida de Rosa nacía de ese diálogo, y sintió un poco de miedo y también de vergüenza por tener miedo. Diño se levantó a su vez. Recién entonces vio ella lo alto que era. Los ojillos miraban hacia la puerta, la única puerta. La puerta daba a un dormitorio (los hermanos se habían disculpado al hacerla pasar por ahí camino del comedor). Valentina levantó su sombrero de paja y el bol­ so. «Tiene un hermoso pelo», pensó sin palabras. Se sentía intranquila y a la vez segura, ocupada. Era mejor que el amargo hueco de toda aque­ lla mañana; ahora había algo, enfrentaba confiadamente a alguien. -Lo siento mucho -dijo-, me hubiera gustado saludar a su her­ mana. Gracias por todo.

Tendió la mano, y él la estrechó sin apretar, soltándola en segui­ da. Valentina sintió que la vaga inquietud se disipaba ante el gesto rústico, lleno de timidez. Avanzó hacia la puerta, seguida por Dino. Entró en la otra habitación, distinguiendo apenas los muebles en la penumbra. ¿No estaba a la derecha la puerta de salida al pasillo? Oyó a su espalda que Dino acababa de cerrar la puerta del comedor. Ahora la habitación parecía mucho más oscura. Con un gesto invo­ luntario se volvió para esperar que él se adelantara. Una vaharada de sudor la envolvió un segundo antes de que los brazos de Dino la apretaran brutalmente. Cerró los ojos, resistiéndose apenas. De ha­ ber podido lo hubiera matado en el acto, golpeándolo hasta hundir­ le la cara, deshacerle la boca que la besaba en la garganta mientras una mano corría por su cuerpo contraído. Trató de soltarse, y cayó bruscamente hacia atrás, en la sombra de una cama. Dino se dejó resbalar sobre ella, trabándole las piernas, besándola en plena bo­ ca con labios húmedos de vino. Valentina volvió a cerrar los ojos. «Si por lo menos se hubiera bañado», pensó, dejando de resistir. Dino la mantuvo todavía un momento prisionera, como asombrado de ese abandono. Después, murmurando y besándola, se incorporó sobre ella y buscó con dedos torpes el cierre de la blusa. Perfecto, Valentina. Como lo enseña la sagesse anglosajona que ha evitado así muchas muertes por estrangulación, lo único que ca­ bía en esa circunstancia era el inteligente relax and enjoy it.

A las cuatro, con el sol todavía alto, la góndola atracó frente a San Marco. Como la primera vez, Dino ofreció el antebrazo para que Valentina se apoyara, y se mantuvo como a la espera, mirándola en los ojos. -Arivederci -dijo Valentina, y echó a andar. -Esta noche estaré ahí -dijo Dino señalando el atracadero-. A las diez. Valentina fue directamente al hotel y reclamó un baño caliente. Nada podía ser más importante que eso, quitarse el olor de Dino, la contaminación de ese sudor, de esa saliva que la manchaban. Con un quejido de placer resbaló en la bañera humeante, y por largo ra­ to fue incapaz de tender la mano hacia la pastilla de jabón verde.

Después, aplicadamente, al ritmo de su pensamiento que volvía po­ co a poco, empezó a lavarse. El recuerdo no era penoso. Todo lo que había tenido de sórdido como preparación parecía borrarse frente a la cosa misma. La ha­ bían engañado, atraído a una trampa estúpida, pero era demasia­ do inteligente para no comprender que ella misma había tejido la red. En esa confusa maraña de recuerdos le repugnaba sobre todo Rosa, la figura evasiva de la cómplice que ahora, a la luz de lo ocu­ rrido, resultaba difícil creer la hermana de Dino. Su esclava, me­ jor, su amante complaciente por necesidad, para conservarlo toda­ vía un poco. Se estiró en el baño, dolorida. Diño se había conducido como lo que era, reclamando rabiosamente su placer sin consideraciones de ninguna especie. La había poseído como un animal, una y otra vez, exigiéndole torpezas que no hubieran sido tales si él hubiera tenido el mínimo de gentileza. Y Valentina no lo lamentaba, ni lamentaba el olor a viejo de la cama revuelta, el jadeo de perro de Dino, la vaga ten­ tativa de reconciliación posterior (porque Dino tenía miedo, medía ya las posibles consecuencias de su atropello a una extranjera). En rea­ lidad no lamentaba nada que no fuera la falta de gracia de la aventu­ ra. Y quizá ni eso lamentaba, la brutalidad había estado ahí como el ajo en los guisos populares, el requisito indispensable y sabroso. La divertía, un poco histéricamente Pero no, ninguna histeria. Sólo yo podía ver aquí la expresión de Valentina la noche en que le conté la historia de mi condiscípula Nancy en Marruecos, una situación equivalente pero mucho más torpe, con su violador islámicamente defraudado al enterarse de que Nancy estaba en pleno período menstrual, y obligándola a bo­ fetadas y latigazos a cederle la otra vía. (No encontré lo que bus­ caba al contárselo, pero le vi unos ojos como de loba, apenas un instante antes de rechazar el tema y buscar como siempre el pre­ texto del cansancio y el sueño.) Acaso si Adriano hubiera procedi­ do como Diño, sin el ajo y el sudor, hábil y bello. Acaso si yo, en vez de dejarla irse al sueño...

pensar que Diño, mien­ tras con manos absurdamente torpes trataba de ayudarla a vestir-

se, había pretendido ternuras de amante, demasiado grotescas pa­ ra que él mismo creyera en ellas. La cita, por ejemplo, al despedir­ la en San Marco, era ridicula. Imaginarse que ella podía volver a su casa, entregársele a sangre fría... No le causaba la menor inquie­ tud, estaba segura de que Dino era un individuo excelente a su ma­ nera, que no había sumado el robo a la violación, lo cual hubiera si­ do fácil, y hasta admitía en lo sucedido un tono más normal, más lógico que en su encuentro con Adriano. ¿Yes, Dora, ves, estúpida?

Lo terrible era darse cuen­ ta hasta qué punto Dino estaba lejos de ella, sin la menor posibili­ dad de comunicación. Con el último gesto del placer empezaba el si­ lencio, la turbación, la comedia ridicula. Era una ventaja, al fin y al cabo, de Dino no necesitaba huir como de Adriano. Ningún peligro de enamorarse; ni siquiera él se enamoraría, por supuesto. ¡Qué li­ bertad! Con toda su mugre, la aventura no la disgustaba, sobre to­ do después de haberse jabonado. Ala hora de cenar llegó Dora de Padua, bullente de noticias so­ bre Giotto y Altichiero. Encontró que Valentina estaba muy bien, y dijo que Adriano había hablado vagamente de renunciar a su viaje a Lucca, pero que después lo había perdido de vista. «Yo diría que se ha enamorado de ti», soltó al pasar, con su risa de soslayo. Le encan­ taba Venecia, de la que aún no había visto nada, y se jactaba de de­ ducir las maravillas de la ciudad por la sola conducta de los cama­ reros y los facchini. «Tan fino todo, tan fino», repetía saboreando sus camarones. Con perdón de la palabra, en mi puta vida he dicho una frase se­ mejante. ¿Qué clase de ignorada venganza habita esto? O bien (sí, empiezo a adivinarlo, a creerlo) todo nace de un subconsciente que también ha hecho nacer a Valentina, que desconociéndola en la superficie y equivocándose todo el tiempo sobre sus conductas y sus razones, acierta sin saberlo en las aguas profundas, allí don­

de Valentina no ha olvidado Roma, el mostrador*de la agencia, la aceptación de compartir un cuarto y un viaje. En esos relámpagos que nacen como peces abisales para asomar un segundo sobre las aguas, yo soy deliberadamente deformada y ofendida, me vuelvo lo que me hacen decir.

Se habló de Venice by night, pero Dora estaba rendida por las bellas artes y se fue al hotel después de dos vueltas a la plaza. Va­ lentina cumplió el ritual de beber un oporto en el Florian, y esperó a que fueran las diez. Mezclada con la gente que comía helados y sa­ caba fotos con flash, atisbo el embarcadero. Había sólo dos góndolas de ese lado, con los faroles encendidos. Dino estaba en el muelle, jun­ to a una pértiga. Esperaba. «Realmente cree que voy a ir», pensó casi sorprendida. Un ma­ trimonio con aire inglés se acercaba al gondolero. Valentina vio. que se quitaba el sombrero y ofrecía la góndola. Los otros se embarca­ ron casi en seguida; el farolillo temblaba en la noche de la laguna. Vagamente inquieta, Valentina se volvió al hotel. La luz de la mañana la lavó de los malos sueños pero sin quitar­ le la sensación como de náusea, la opresión en la boca del estóma­ go. Dora la esperaba en el salón para desayunar, y Valentina se ser­ vía té cuando un camarero vino a la mesa. -Afuera está el gondolero de la signorina. -¿Gondolero? No he pedido ninguna góndola. -El hombre dio las señas de la signorina. Dora la miraba curiosa, y Valentina se sintió bruscamente des­ nuda. Hizo un esfuerzo para beber un trago de té, y se levantó des­ pués de dudar un momento. Divertida, Dora encontró que sería gracioso mirar la escena desde la ventana. Vio al gondolero, a Va­ lentina que le iba al encuentro, el saludo cortado pero decidido del hombre. Valentina le hablaba casi sin gestos, pero le vio alzar una mano como rogando -claro que no podía ser- algo que el otro se negaba a otorgar. Después fue él quien habló moviendo los brazos a la italiana. Valentina parecía esperar que se fuera, pero el otro insistía, y Dora se quedó el tiempo suficiente para ver cómo Va­ lentina miraba por fin su reloj pulsera y hacía un gesto de asen­ timiento.

-Me había olvidado completamente -explicó al volver-, pero un gondolero no olvida a sus clientes. ¿No vas a salir, tú? -Sí, claro -dijo Dora-. ¿Todos son tan buenos mozos como los que se ven en el cine? -Todos, naturalmente -dijo Valentina sin sonreír. La osadía de Dino la había dejado tan estupefacta que le costaba sobreponerse. Por un momento la inquietó la idea de que Dora le propondría su­ marse al paseo; tan lógico y tan Dora. «Pero ésa sería precisamente la solución», se dijo. «Por bruto que sea no va a animarse a hacer un escándalo. Es un histérico, se ve, pero no tonto». Dora no dijo nada, aunque le sonreía con una amabilidad que a Valentina le pareció vagamente repugnante. Sin saber bien por qué, no le propuso tomar juntas la góndola. Era extraordinario cómo en esas semanas las cosas importantes las hacía todas sin saber por qué. Tu parles, ma filie. Lo que parecía increíble se coaguló en simple evidencia apenas me dejaron fuera del paseíto. Claro que eso no podía tener importancia, apenas un paréntesis de consuelo bara­ to y enérgico y sin el menor riesgo futuro. Pero era la recurrencia a bajo nivel de la misma comprobación: Adriano o un gondolero, y yo una vez más la outsider. Todo eso valía otra taza de té y pre­ guntarse si no quedaba todavía algo por hacer para perfeccionar la pequeña relojería que ya había puesto en marcha -oh, con toda inocencia- antes de irme de Florencia.

Dino la condujo por el Canal Grande hasta más allá del Rialto, eligiendo amablemente el recorrido más extenso. A la altura del pa­ lacio Valmarana entraron por el Rio dei Santi Apostoli y Valentina, mirando obstinada hacia delante, vio venir otra vez, uno tras otro, los pequeños puentes negros hormigueantes. Le costaba convencer­ se de que estaba de nuevo en esa góndola, apoyando la espalda en el vetusto almohadón rojo. Un hilo de agua corría por el fondo; agua del canal, agua de Venecia. Los famosos carnavales. El Dogo se casaba con el mar. Los famosos palacios y carnavales de Venecia. Vine a bus­ carla porque usted no fue a buscarme anoche. Quiero llevarla en la góndola. El Dogo se casaba con el mar. Con una frescura perfecta. Frescura. Y ahora la estaba llevando en la góndola, lanzando de vez

en cuando un grito entre melancólico y huraño antes de enfilar un canal interior. Alo lejos, todavía muy lejos, Valentina atisbo la fran­ ja abierta y verde. Otra vez la Fondamenta Nuove. Era previsible, los cuatro peldaños mohosos, reconocía el sitio. Ahora él iba a silbar y Rosa se asomaría a la ventana. Lírico y obvio. Faltan los papeles de Aspem, el barón Corvo y Tadzio, el bello Tadzio y la peste. Falta también una cierta Eamada telefónica a un hotel cerca del teatro La Fenice, aunque no es cul­ pa de nadie (quiero decir la ausencia del detalle., no la llamada te­ lefónica).

Pero Dino arrimaba la góndola en silencio y esperaba. Valentina se volvió por primera vez desde que embarcara y lo miró. Dino sonreía hermosamente. Tenía unos estu­ pendos dientes, que con un poco de dentífrico hubieran quedado per­ fectos. «Estoy perdida», pensó Valentina, y saltó al primer escalón sin apoyarse en el antebrazo que él le tendía. ¿Lo pensó de verdad? Habría que tener cuidado con las metáforas, las figuras elocutivas o como se llamen. También eso viene de abajo; si yo lo hubiera sabido en ese momento, tal vez no hubiera... Pero tampoco a mí me estaba dado entrar en el más allá del tiempo.

Cuando bajó a cenar, Dora la esperaba con la noticia de que (aunque no estaba del todo segura) había visto a Adriano entre los turistas de la Piazza. -Muy de lejos, en una de las recovas, sabes. Pienso que era él por ese traje claro un poco ajustado. Alo mejor llegó.esta tarde... Persiguiéndote, supongo. -Oh, vamos. -¿Por qué no? Éste no era su itinerario. -Tampoco estás segura de que sea él -dijo hostilmente Valenti­ na. La noticia no le había chocado demasiado, pero echaba a andar la maquinaria lamentable de las ideas. «Otra vez eso», pensó. «Otra vez». Se lo encontraría, era seguro, en Venecia se vive como dentro

dé una botella, todo el mundo termina por reconocerse en la Piazza o en el Rialto. Huir de nuevo, pero por qué. Estaba harta de huir de la nada, de no saber de qué huía y si realmente estaba huyendo o hacía lo que las palomas ahí al alcance de sus ojos, las palomas fin­ gían hurtarse al asalto envanecido de los machos y al fin consentían blandamente, en un plomizo rebullir de plumas. -Tomemos el café en el Florian -propuso Dora-. A lo mejor lo encontramos, es tan buen muchacho. Lo vieron casi en seguida, estaba de espaldas a la plaza bajo los arcos de la recova, abstraído en la contemplación de unos horrendos cristales de Murano. Cuando el saludo de Dora lo hizo volverse, su sorpresa era tan mínima, tan civil, que Valentina se sintió aliviada. Nada de teatro, por lo menos. Adriano saludó a Dora con su corte­ sía distante, y estrechó la mano de Valentina. -Vaya, entonces es cierto que el mundo es pequeño. Nadie esca­ pa a la Guía Azul, un día u otro. -Nosotras no, por lo menos. -Ni a los helados de Venecia. ¿Puedo invitarlas? Casi en seguida Dora hizo el gasto de la conversación. Tenía en su haber dos o tres ciudades más que ellos, y naturalmente busca­ ba arrollarlos con el catálogo de todo lo que se habían perdido. Va­ lentina hubiera querido que sus temas no se acabaran nunca o que Adriano se decidiera por fin a mirarla de lleno, a hacerle el peor de los reproches, los ojos que se clavan en la cara con algo que siem­ pre es más que una acusación o un reproche. Pero él comía aplica­ damente su helado o fumaba con la cabeza un poco inclinada -su bella cabeza sudamericana-, atento a cada palabra de Dora. Sólo Valentina podía medir el ligero temblor de los dedos que apretaban el cigarrillo. Yo también, mi querida, yo también. Y no me gustaba nada por­ que esa calma escondía algo que hasta ahora no me había pare­ cido tan violento, ese resorte tenso como a la espera del gatillo que lo liberaría. Tan diferente de su tono casi glacial y matter of fact en el teléfono. Por el momento yo quedaba fuera del juego, nada podía hacer para que las cosas ocurrieran como las había esperado. Prevenir a Valentina... Pero era mostrarla t.nHn ™l-

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ver a la Roma de esas noches en que ella había resbalado, ale­ jándose, dejándome libre la ducha y el jabón, acostándose de es­ paldas a mí, murmurando que tenía tanto sueño, que ya estaba medio dormida.

La charla se hizo circular, vino el cotejo de museos y de peque­ ños infortunios turísticos, más helados y tabaco. Se habló de reco­ rrer juntos la ciudad a la mañana siguiente. -Quizá -dijo Adriano- molestaremos a Valentina que prefiere andar sola. -¿Por qué me incluye a mí? -rió Dora- Valentina y yo nos en­ tendemos a fuerza de no entendemos. Ella no comparte su góndola con nadie, y yo tengo unos eanalitos que son solamente míos. Haga la prueba de entenderse así con ella. -Siempre se puede hacer una prueba -dijo Adriano-. En fin, de todas maneras pasaré por el hotel a las diez y media, y ustedes ya habrán decidido o decidirán. Cuando subían (tenían habitaciones en el mismo piso), Valenti­ na apoyó una mano en el brazo de Dora. Fue la última vez que me tocaste. Así, como siempre, apenas.

-Quiero pedirte un favor. -Claro. -Déjame salir sola con Adriano mañana por la mañana. Será la única vez. Dora buscaba la llave que había dejado caer en el fondo del bol­ so. Le llevó tiempo encontrarla. -Sería largo de explicar ahora -agregó Valentina-, pero me ha­ rás un favor. -Sí, por supuesto -dijo Dora abriendo su puerta-. Tampoco a él quieres compartirlo. -¿Tampoco a él? Si piensas... -Oh, no es más que una broma. Que duermas bien. Ahora ya no importa, pero cuando cerré la puerta me hubiera cla­ vado las uñas en plena cara. No, ahora ya no importa; pero si Va­

lentina hubiera atado cabos... Ese «tampoco a él» era la punta del ovillo; ella no se dio cuenta del todo, lo dejó escapar en la confusión en que estaba viviendo. Mejor para mí, desde luego, pero quizá... En fin, realmente ahora ya no importa; a veces basta con el valium.

Valentina lo esperó en el lobby y a Adriano no se le ocurrió si­ quiera preguntar por la ausencia de Dora; como en Florencia o Ro­ ma, no parecía demasiado sensible a su presencia. Caminaron por la calle Orsolo, mirando apenas el pequeño lago interior donde dor­ mían las góndolas por la noche, y tomaron en dirección del Rialto. Valentina iba un poco adelante, vestida de claro. No habían cambia­ do más que dos o tres frases rituales pero al entrar en una calleja (ya estaban perdidos, ninguno de los dos miraba su mapa), Adriano se adelantó y la tomó del brazo. -Es demasiado cruel, sabes. Hay algo de canalla en lo que has hecho. -Sí, ya lo sé. Yo empleo palabras peores. -Irte así, mezquinamente. Sólo porque una golondrina se mue­ re en el balcón. Histéricamente. -Reconoce -dijo Valentina- que la razón, si es esa, era poética. -Valentina... -Ah, basta -dijo ella-. Vayamos a un sitio tranquilo y hablemos de una vez. -Vamos a mi hotel. -No, a tu hotel no. -A un café, entonces. -Están llenos de turistas, lo sabes. Un sitio tranquilo, que no sea interesante... -Vaciló porque la frase le traía un nombre - Va­ mos a la Fondamenta Nuove. -¿Qué es eso? -La otra orilla, al norte. ¿Tienes un plano? Por aquí, eso es. Vamos. Más allá del teatro Malibrán, callejas sin comercios, con hileras de puertas siempre cerradas, algún niño mal vestido jugando en los umbrales, llegaron a la calle del Fumo y vieron ya muy cerca el bri-

lio de la laguna. Se desembocaba bruscamente, saliendo de la pe­ numbra gris, a una costanera deslumbrante de sol, poblada de obre­ ros y vendedores ambulantes. Algunos cafés de mal aspecto se ad­ herían como lapas a las casillas flotantes de donde salían los vaporettos a Burano y al cementerio. Valentina había visto en se­ guida el cementerio, se acordaba de la explicación de Dino. La pe­ queña isla, su paralelogramo rodeado hasta donde alcanzaba a ver­ se por una muralla rojiza. Las copas de los árboles funerarios sobresalían como un festín oscuro. Se veía con toda claridad el mue­ lle de desembarco, pero en ese momento la isla parecía no contener más que a los muertos; ni una barca, nadie en los peldaños de már­ mol del muelle. Y todo ardía secamente bajo el sol de las once. Indecisa, Valentina echó a andar hacia la derecha. Adriano la seguía hoscamente, casi sin mirar a su alrededor. Cruzaron un puen­ te bajo el cual uno de los canales interiores comunicaba con la lagu­ na. El calor se hacía sentir, sus moscas invisibles en la cara. Venía otro puente de piedra blanca, y Valentina se detuvo en lo alto del ar­ co, apoyándose en el pretil, mirando hacia el interior de la ciudad. Si en algún lugar había que hablar, que fuera ése tan neutro, tan poco interesante, con el cementerio a la espalda y el canal que pe­ netraba profundamente en Venecia, separando orillas sin gracia, ca­ si desiertas. -Me fui -dijo Valentina- porque eso no tenía sentido. Déjame hablar. Me fui porque de todas maneras uno de los dos tenía que ir­ se, y tú estás dificultando las cosas, sabiendo de sobra que uno de los dos tenía que irse. ¿Qué diferencia hay, que no sea de tiempo? Una semana antes o después... -Para ti no hay diferencia -dijo Adriano-. Para ti es exactamen­ te lo mismo. -Si te pudiera explicar... Pero nos vamos a quedar en las pala­ bras. ¿Por qué me seguiste? ¿Qué sentido tiene esto? Si hizo esas preguntas, me queda por lo menos el saber que no me imaginó mezclada con la presencia de Adriano en Venecia. Detrás, claro, la amargura de siempre: esa tendencia a ignorarme, a ni si­ quiera sospechar que había una tercera mano mezclando las cartas.

-Ya sé que no tiene ningún sentido -dijo Adriano-. Es así, na­ da más. -No debiste venir. -Y tú no debiste irte así, abandonándome como... -No uses las grandes palabras, por favor. ¿Cómo puedes llamar abandono a algo que no era más que lo normal al fin y al cabo? La vuelta a lo normal, sí prefieres. -Todo es tan normal para ti -dijo él rabiosamente. Le tembla­ ban los labios, y apretó las manos en el pretil como para calmarse con el contacto blanco e indiferente de la piedra. Valentina miraba el fondo del canal, viendo avanzar una góndo­ la más grande que las comunes, todavía imprecisa a la distancia. Te­ mía encontrar los ojos de Adriano y su único deseo era que él se mar­ chara, que la cubriera de insultos si era necesario y después se marchara. Pero Adriano seguía ahí en la perfecta voluptuosidad de su sufrimiento, prolongando lo que habían creído una explicación y no pasaba de dos monólogos. -Es absurdo -murmuró al fin Valentina, sin dejar de mirar la góndola que se acercaba poco a poco-. ¿Por qué tengo que ser como tú? ¿No estaba bien claro que no quería verte más? -En el fondo me quieres -dijo grotescamente Adriano-. No pue­ de ser que no me quieras. -¿Por qué no puede ser? -Porque eres distinta a tantas otras. No te entregaste como una cualquiera, como una histérica que no sabe qué hacer en un viaje. -T ú supones que yo me entregué, pero yo podría decir que fuiste tú quien se entregó. Las viejas ideas sobre las mujeres, cuando... Etcétera. Pero no ganamos nada con esto, Adriano, todo es tan inú­ til. O me dejas sola hoy mismo, ahora mismo, o yo me voy de Venecia. -Te seguiré -dijo él, casi con petulancia. -Nos pondremos en ridículo los dos. ¿No sería mejor que...? Cada palabra de ese hablar sin sentido se le volvía penoso has­ ta la náusea. Fachada de diálno-n man« i- - 1

estancaba algo inútil y corrompido como las aguas del canal. A mi­ tad de la pregunta Valentina empezaba a darse cuenta de que la góndola era distinta de las otras. Más ancha, como una barcaza, con cuatro remeros de pie sobre los travesanos donde algo parecía alzar­ se como un catafalco negro y dorado. Pero era un catafalco, y los re­ meros estaban de negro, sin los alegres sombreros de paja. La bar­ ca había llegado hasta el muelle junto al cual corría un edificio pesado y mortecino. Había un embarcadero frente a algo que pare­ cía una capilla. «El hospital», pensó. «La capilla del hospital». Salía gente, un hombre llevando coronas de flores que arrojó distraída­ mente a la barca de la muerte. Otros aparecían ya con el ataúd, y empezó la maniobra del embarque. El mismo Adriano parecía ab­ sorbido por el claro horror de eso que estaba ocurriendo bajo el sol de la mañana, en la Venecia que no era interesante, adonde no de­ bían ir los turistas. Valentina lo oyó murmurar algo, o quizá era co­ mo un sollozo contenido. Pero no podía apartar los ojos de la barca, de los cuatro remeros que esperaban con los remos clavados para que los otros pudieran meter el féretro en el nicho de cortinas ne­ gras. En la proa se veía un bulto brillante en vez del adorno denta­ do y familiar de las góndolas. Parecía un enorme búho de plata, un mascarón con algo de vivo, pero cuando la góndola avanzó por el ca­ nal (la familia del muerto estaba en el muelle, y dos muchachos sos­ tenían a una anciana) se vio que el búho era una esfera y una cruz plateadas, lo único claro y brillante en toda la barca. Avanzaba ha­ cia ellos, iba a pasar bajo el puente, exactamente bajo sus pies. Hu­ biera bastado un salto para caer sobre la proa, sobre el ataúd. El puente parecía moverse ligeramente hacia la barca («¿Entonces no vendrás conmigo?») tan fijamente miraba Valentina la góndola que los remeros movían lentamente. -No, no iré. Déjame sola, déjame en paz. No podía decir otra cosa entre tantas que hubiera podido de­ cir o callar, ahora que sentía el temblor del brazo de Adriano con­ tra el suyo, lo escuchaba repetir la pregunta y respirar con esfuer­ zo, como si jadeara. Pero tampoco podía mirar otra cosa que la barca cada vez más cerca del puente. Iba a pasar bajo el puente, casi contra ellos, saldría por el otro lado a la laguna abierta y cru­ zaría como un lento pez negro hasta la isla de los muertos, llevan­ i

do otro ataúd, amontonando otro muerto en el pueblo silencioso detrás de las murallas rojas. Casi no la sorprendió ver que uno de los remeros era Dino, ¿Habrá sido cierto, no se está abusando de un azar demasiado gra­ tuito? Imposible saberlo ya, como también imposible saber por qué Adriano no le reprochaba su aventura barata. Pienso que lo hizo, que ese diálogo de puras nadas que subtiende la escena no fue el real, el que nacía de otros hechos y llevaba a algo que sin él parece inconce­ bible por extremo, por horrible. Vaya a saber, quizá él calló lo que sa­ bía para no delatarme; sí, ¿pero qué importancia iba a tener su de­ lación y casi en seguida...? Valentina, Valentina, Valentina, la delicia de que me lo reprocharas, de que me insultaras, de que estuvieras aquí injuriándome, de que fueras tú gritándome, el consuelo de vol­ ver a verte, Valentina de sentir tus bofetadas, tu saliva en mi cara... (Un comprimido entero, esta vez. Ahora mismo, m’hijita.)

el más alto, en la popa, y que Dino la había vis­ to y había visto a Adriano a su lado, y que había dejado de remar para mirarla, alzando hacia ella los ojillos astutos llenos de interrogación y probablemente («No insistas, por favor») de rabia celosa. La góndola es­ taba a pocos metros, se veía cada clavo de cabeza plateada, cada flor, y los modestos herrajes del ataúd («Me haces daño, déjame»). Sintió en el codo la presión insoportable de los dedos de Adriano, y cerró por un segundo los ojos pensando que iba a golpearla. La barca pareció huir bajo sus pies, y la cara de Dino (asombrada, sobre todo, era cómico pen­ sar que el pobre imbécil también se había hecho ñusiones) resbaló ver­ tiginosamente, se perdió bajo el puente. «Ahí voy yo», alcanzó a decir­ se Valentina, ahí iba ella en ese ataúd, más allá de Dino, más allá de esa mano que le apretaba brutalmente el brazo. Sintió que Adriano ha­ cía un movimiento como para sacar algo, quizá los cigarrillos con el ges­ to del que busca ganar tiempo, prolongarlo a toda costa. Los cigarrillos o lo que fuera, qué importaba ya si ella iba embarcada en la góndola ne­ gra, camino de su isla sin miedo, aceptando por fin la golondrina. (En Alguien que anda por ahí, Bruguera, Bar­ celona, 1978.)

De la melancolía de las perspectivas H éctor B ianciotti Al fin, la perspectiva me permi­ te ver el mundo cómo Dios lo vio.

J. B. Alberti

Si u n tr a n s e ú n te ob serv a d o r hubiera entrado en el bar la tarde de los hechos y reparado en los dos hombres aparentemente disímiles que, sentados a una mesa, en un rincón, fumaban sin hablarse, ha­ bría tal vez conjeturado que el muchacho, la cara apoyada en una mano, se aburría, y que el otro, el mentón erguido, la mirada entre­ cerrada, tendida más allá de los muros, padecía de tedio. Pero, si le concedemos una imaginación suspicaz, a poco habría sospechado, al sorprender entre ellos una mirada sin parpadeos, de ojos absortos en los ojos del otro -que un imperceptible esbozo de sonrisa desvia­ ba-, que les gustaba compartir el silencio, mejor dicho, una consen­ tida mudez, ya que de silencio no podía tratarse en aquel despacho de bebidas vocinglero donde el vecindario intentaba dar a sus mise­ rias un color de aventura o de leyenda. Ambos tenían un aspecto de exiliados prestigiosos -todos lo son de alguna manera- que subrayaban las maneras cautas de la patrona, esa señora digna y melancólica que se sentía visiblemente re­ confortada por la presencia de los presuntos extranjeros, tanto más cuanto que debía condescender a brindar con la clientela miscelá­ nea en la que alternaban, con los comerciantes del mercado vecino, solitarios de ambos sexos para quienes el sexo no era ya sino una jactancia, que atenuaban sus desilusiones con vino, y prostitutas que habían recuperado cierta dignidad a fuerza de hacer sus com­ pras menudas a la misma hora, aunque sin renunciar a la estriden­ cia de los afeites y teñidos que delataban su condición primigenia.

De costumbre, no solían demorarse hasta el caer de la noche, pero les gustaba contemplar el humo de sus cigarrillos que se des­ hacía en la vidriera cuando el anochecer lo volvía paulatinamente neto. En cierto modo era para ellos el último acontecimiento de la tarde. La tarde les pertenecía. Mas, aquel día, debían esperar un festejo: el casamiento de una portera de la vecindad, que había sido la del hombre hasta una fecha reciente, y cuyo inventario de infor­ tunios -obviamente su vida- los había primero intrigado y, al fin, conmovido. Se habían encontrado por casualidad -adoptemos el vanidoso término- en el Museo del Louvre, en un día de inextinguible afluen­ cia. Los dos, impedido el paso por el cordel protector, intentaban ver, en el costado penumbroso de uno de esos nichos espectaculares que la burguesía rellena con un diván y cuya definición evitan los dic­ cionarios, la virgen de Rafael que obedece al concurrido apodo de «La Belle Jardiniére», relegada allí sin duda por el prejuicioso desa­ pego del que padece el pintor, cuyo «San Miguel», en la sala adya­ cente, hace de paje de «La Gioconda». Cuando uno alargaba el cue­ llo, el otro retrocedía, cediéndose el precavido espacio y, a la tercera o cuarta vez, como ya una complicidad se había establecido, se mi­ raron y sonrieron. El hombre, al ver de lleno la cara del muchacho, tuvo la impre­ sión de que pertenecía al mundo invulnerable de la pintura, que ta­ les rasgos, esa serenidad lisa del rostro, la mirada inmediata que denotaba una vehemencia recóndita, correspondían a las figuras ha­ bituales de un pintor que no supo ubicar. Tal vez le recordase un re­ trato del oscuro Ambrosio de Predis. En todo caso, pensó que era de­ masiado hermoso: más allá de cierto grado de belleza se sentía en zona prohibida. Quizá porque, aunque no compartiera la candorosa opinión, según la cual hermosura e inteligencia se excluyen, estaba convencido de que un hombre o una mujer bellos están, y con razón, tan distraídos por su belleza, que pueden prescindir de los demás. Hablaron de Rafael, arriesgando frases que eran como la con­ clusión de largas meditaciones y que pocos habrían entendido. Y, po­ co a DOCO. Doraue SUS n a re r.firfis t'.rñruñrtía-n oo o n o T rlo o in rn n

otras exaltaciones que se complementaban, formando más que un diálogo un monólogo, habiendo recalcado la lisura del rostro de la virgen, su misteriosa materia, la ausencia de toda huella de factu­ ra, uno de ellos (tal vez el hombre -más tarde ya ninguno de los dos sabría decir quién-) arriesgó la fórmula de «pinceles escamoteados». Ala que sucedió la sentencia según la cual los cuadros del pintor de Urbino parecían estar, haber estado allí desde siempre, no haber si­ do pintados. ¿Qué le reprochaba la complacida modernidad de la que ambos -no tardarían en descubrirlo y no sin entusiasmo- abomina­ ban? ¿Haber querido deducir sus figuras de la Ley? Y esa voluntad de triunfar de lo efímero la rebajaban hasta reducirla a un mero epí­ teto, a una infamia estética: «Académico», olvidando que el alma po­ see, esencialmente, una tendencia a la constancia, vale decir, la nos­ talgia de la eternidad. Por lo demás, afirmaba el muchacho, para que Sanzio fuera Rafael, había tenido que soñar la Antigüedad, an­ helarla y, de algún modo tenaz aunque ilusorio, imitarla para ser Rafael, él mismo, único. Luego pasaron a enumerar convicciones, de una manera sucinta y atropellada, como si quisieran afianzar la in­ cipiente intimidad acumulando afinidades, e hicieron el elogio de la tradición hasta tal punto que terminaron considerando el plagio -el plagio que suele rescatar de libros somnolientos la iluminación fur­ tiva, la frase exacta- como una contribución generosa. De pronto se miraron, por primera vez, con esa mirada sosteni­ da que años más tarde habría podido sorprender al hipotético obser­ vador en el bar, en la tarde del suceso, y ambos sintieron lo que se siente al encontrar a alguien que se va a querer: como el recuerdo impreciso de una imagen que, en el santuario íntimo, la espera, la vigilante espera del otro ha llevado a la perfección. Ya que todo preexiste en el ser -los rostros que nos seducirán, las músicas que con­ tentarán el oído, los colores y la luz que varía los colores, los instan­ tes precarios que nunca sabremos por qué razón hemos retenido, los momentos preclaros que nunca sabremos por qué ya no nos parecen tales, y usted y, detrás, esta enumeración y el orden de las palabras que la componen. A través del entrevero de circunstancias, toda vi­ da es la busca ahincada de esas cosas que nos faltan interminable­ mente sin sospechar que ya las poseemos, que son una -ese perpe­ tuo desconocido con el que convivimos.

Tal vez ya en aquel momento presintieron la amistad que hoy los une, sin saber que esa suerte de sensualidad aérea y confiada que se instauraba entre ellos los conduciría a una violencia insaciable. El atro­ pello de los espectadores en bandada, que se aglutinaron frente a los opulentos terciopelos del Giulio Romano que preside en ese penumbro­ so receptáculo, los arrancó a aquel éxtasis. Dieron unos pasos y luego, atravesando el desfile que se prolonga en los vidrios que alejan aún a la lejana dama de Leonardo, ganaron la espaciosa galería. En los museos reina una especie de inmunidad, de sensualidad irresponsable. Los ojos que se despegan de un cuadro, si lo han con­ templado con amor, conservan, al volverse, una intensidad que, an­ tes de apagarse, se transmite, si el azar es generoso, a uno u otro es­ pectador, convirtiéndolo en objeto casual de esa pasión suscitada por la pintura. Si la mirada encuentra otra mirada que goza aún de lo que ha visto, no es improbable que un fluido entre ellas se establez­ ca y que la óptica tensión del deseo contagie los cuerpos. Así, a ve­ ces, de cuadro en cuadro, dos desconocidos se van poco a poco acer­ cando, con fingida indiferencia, sin perderse de vista, adelantándose o retrasándose, como en un juego en el que un hilo tenue los ligara, y luego se esperan, los cuadros se van volviendo lejanos, invisibles a su paso: al fin hay dos siluetas paralelas que se hablan. El hombre y el muchacho, que ya eran, en aquel momento, el uno para el otro, el escritor y el pintor, habían justamente seguido (tal vez con la sensación de un presentimiento) el manejo de dos es­ pectadores que en un momento dado habían cesado de mirar los cua­ dros y que, al llegar al fondo de la galería, antes de desaparecer, se habían abordado. Sin duda, aquel día les debió de parecer prematu­ ro hablar de ese erotismo difuso que emana de la pintura, y habla­ ron de perspectiva. Aventuraron fórmulas, no sin tratar de asom­ brarse mutuamente: «Una línea que penetra en el espacio de la tela, que es todo el espacio, no es una simple línea, sino el tiempo». Hu­ bo un asentimiento por parte del otro, pero disminuido por las ga­ nas de decir lo que ya había pensado: «La perspectiva es la sensa­ ción que se vuelve matemática». No acertaban. «No, es el tiempo que fluye hacia el pasado... Sí, la perspectiva es la metáfora del pasado...»

Desvariaban. «No, del tiempo.» Se asomaron a los ventanales que dan a los jardines. Llovizna­ ba. El césped lavado tenía un color químico. En voz baja, el muchacho dijo: «La perspectiva es la melancolía». Y el hombre sintió la dicha de una revelación y, al mismo tiem po, una punzada en el pecho. Aquella tarde, la patrona de «El Kedive» había juntado las me­ sas en una sola, en el saloncito del fondo, recubriéndola con un man­ tel de plástico que imitaba el encaje con sus calados y relieves. En­ tre el respaldo de la manqueta de terciopelo raído y el cielorraso pespunteado por generaciones de moscas, la fotografía de un río bor­ deado de vegetación oscura ocupaba todo el muro. El agua era de co­ lor esmeralda pero el cielo la manchaba de azul, allí donde agua y cielo se juntaban. En la mesa había floreros con dalias y, en primer plano, un letrerito de metal herrumbrado cuya advertencia ya no se distinguía. En el alboroto que llegaba a su apogeo a la hora del cierre del mercado, con las voces broncas y jactanciosas de los autóctonos se mezclaban otras, yugoslavas y, de cuando en cuando, la tímida de un árabe para quien era una cuestión de honor hacer reír su fran­ cés aclimatado. Árabes lentos remontaban la calle y a veces, del sa­ co de la compra, asomaba un ramillete de menta. Nadie se marchaba, esperando a los novios. El nivel alcohólico subía y hubo algún vaso roto. El hombre y el muchacho fueron los primeros en avistar a la por­ tera: venía por la vereda de enfrente y los bomberos del cuartel ve­ cino le hicieron reverencias, sacudiendo una manguera. Entonces, se pusieron de pie y la concurrencia se dio vuelta hacia ella, que se había detenido en el umbral: novia vestida de madrina, con traje y abrigo de color gris perla, una toca de bies y dos vueltas de perlas al cuello, tenía la majestad honesta y razonable de la reina de Ingla­ terra. Un carnicero se restregó la diestra en el delantal, pero, atur­ dido por tanto esplendor, no atinó a tendérsela. La gente le abrió pa­ so entre aplausos y vivas, y ella avanzó sonriendo a unos y a otros,

tocando con la punta de la mano enguantada la joroba de la enana rubia que, encaramada en una silla, se la ponía a su alcance para que le trajese suerte. Como ya había sido casada, el matrimonio no había tenido lugar sino en las aulas desamparadas del Registro Ci­ vil, de modo que «El Kedive», con las dos Mieras de conocidos que la miraban pasar, era su iglesia, y la mesa al fondo, blanca y con flo­ res, el altar. Pero y el novio, el novio, ¿dónde estaba el novio? Los amigos que lo esperaban a la salida, se lo habían llevado a tomar una copa, no sin invitarla, claro está, pero ella había eludi­ do... Y, aunque ahora hubiera preferido esperarlo, con amables em­ pujones la obligaron a ocupar su sitio, en el centro de la banqueta, entre esos vagos primos que habían oficiado como testigos y que, co­ mo no conocían a nadie, demostraron cierto alivio. Con remilgos y gestos precavidos, como si temiera perturbar la solemnidad que le imponían el traje y el tocado, trató de elevar a evento el borrón que había hecho al coronar con una rúbrica su firma, y la risa de los asis­ tentes que, aseguraba, el mismo juez, tan simpático, había desenca­ denado. La desapacible enana, siempre trepada a su silla, miraba la im­ paciencia que los demás, conociendo al novio, intentaba disimular, fijaba la vista alternativamente en el grupo y en la calle, alargando la cabeza sin cuello, poniéndose una mano de visera, haciendo alha­ racas. Y todos esperaban que descorcharan las botellas de champán, y nadie se atrevía a hacerlo. La dueña había cerrado la puerta de entrada, y afuera había gente que apretaba la cara contra los vidrios y chicos que hacían morisquetas. Un sentimiento de embarazo em­ pezaba a cundir y algunos invitados optaron por formar una rueda de sillas, a una prudente distancia de la mesa, para no darle la im­ presión al otro, cuando se le ocurriere venir, de estar instalados, fes­ tejando. La patrona paseó la bandeja de bocadillos y todos se sirvie­ ron inventando modales apropiados a la circunstancia, intimidados por el atuendo y la compostura de la novia, que se había decidido a quitarse los guantes y enseñaba su sortija guarnecida de un brillan­ te. Aunque la sonrisa se le había vuelto triste y la mirada era ya la de todos los días, mantenía su actitud erguida, sin apoyarse en el respaldo. Y la cabeza se recortaba en medio del paisaje de la foto­

grafía, el sombrero al sesgo como una barca ladeada, y todo alrede­ dor un vellón disperso de nubes, y el río que se iba. El hombre, que por su parte había permanecido acodado al mos­ trador, para que hubiera un vínculo entre la celebración del fondo y la puerta, cuando apareciera el descomedido, miró al pintor que, en­ trecerrando los ojos, fijos en la mesa blanca, intentaba de seguro gra­ bar de un modo indeleble la visión. La concurrencia se había calma­ do y era una composición hierática la que ofrecía en torno de la clara figura de la portera, y cabal, en la que no faltaba el personaje anó­ nimo que se vuelve y mira fuera del cuadro, ni las sombras comple­ jas y tenues, como una veladura. En el grupo, sólo la enana aspa­ ventera introducía el desasosiego de la vida. En seguida, un bullicio de protesta descompuso el boceto, porque, aprovechando el silencio, uno de los presentes alegó una cita de negocios y entonces la patrona, que debía de esperar la ocasión, hizo saltar los corchos, llenó las copas, y cada uno quiso entrechocar la suya con la de la novia, que no ignoraba ya que la compadecían y que, detrás de los afeites, mos­ traba su habitual rostro marchito, su alma aturdida. Que el escritor y el pintor, que el hombre y el joven hombre, cu­ ya compartida pasión es la de atisbar en el desorden del día los in­ dicios de esa ley que -les agrada imaginar- gobierna el mundo, ten­ gan la costumbre de encontrarse a diario, terminadas sus tareas, en el desapacible «Kedive», puede tener visos de inverosimilitud si, se­ gún puede constatarse, se mantienen aislados, observando pero elu­ diendo participar en ese teatro del atardecer donde se representa, inmutable, la relación de los clientes entre sí o con la patrona, he­ cha de mutuos y consabidos recuentos de miseria, que esaltan cier­ tas fanfarronadas. Que a ambos parejamente los fascinen los cuerpos doblados por el tiempo, los rostros que han perdido para siempre su rostro, los deshechos humanos cuya última posibilidad de naufragar digna­ mente, de inventarse un destino, consiste en el cotidiano relato de sus pocas dichas y sus ciertas desdichas, puede inducir a conside­ rarlos como testigos faltos de pudor. Sin embargo, si entre los esta­ blecimientos del barrio sólo éste los retuvo, fue ante todo porque, sin

que mediaran palabras, la patrona los conmovió: todo en su rostro se acordaba de una niña remota -la tímida sonrisa que atenuaba la expresión compungida, los ojos desorbitados y dispares que no aca­ baban de asombrarse. Mientras la atención discreta que prodigaba a los clientes, los gestos devotos al pasar el trapo sobre el mostra­ dor, al repasar los vasos y alinearlos evitando el menor ruido, habla­ ban de una vida cuya desdibujada finalidad se reducía a esos ritos precavidos que, un día, había de haber celebrado para alguien, con amor. Por lo demás, de un modo oscuro deben de presentir que el fruto de sus laboriosas vigilias, de sus sueños perplejos, corre el ries­ go de ser mero ornamento si no lo irriga la compasión. Y así, vienen a un bar como «El Kedive», poco propicio a sus elucubraciones, mas donde las figuras erosionadas y gárrulas que componen la asamblea se mueven para ellos en el espacio de la piedad. Como en la pintu­ ra o en los libros, cuando el estilo no es simple cuidado, o manera. En cuanto a la portera, si nunca había ganado el afecto del hom­ bre, poco a poco lo había vuelto atento a sus penas. Tal vez por el re­ mordimiento que le procuraba su mal disimulada exasperación an­ te las imprevistas intermitencias en la limpieza de su apartamento y, en particular, la complacida exhibición de sus agobios, la volup­ tuosa pesadumbre que ostentaba. Quizá a causa de la reprobación de los copropietarios, estrechamente colectiva, de que era objeto, los cuales, al tanto de ciertas anécdotas de su vida, que la misma infe­ liz les había a unos y otros prodigado, habían decidido que no tenía sino su merecido -y, en asamblea general, rehusado la instalación de una ducha en la portería que, habían aducido, ya tenía lavabo y una gran ventana que había resultado costosa (y que era, por cier­ to, una tiniebla de vidrios esmerilados). Tanto a él como al muchacho que, cuando venía a verle, era un auditor escogido para la portera, ya que simulaba ignorar sus des­ calabros biográficos y sabía distraerse sin denotarlo, los fascinaba la disonancia física de esa mujer del Norte, de ojos y pelo claros, de hermosos rasgos que perduraban bajo la piel fláccida y cuyo cuerpo, en cambio, se había deformado por partes, en realidad, del talle pa­ ra abajo: las caderas y los muslos, que un ajustado pantalón acen­

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tuaba, eran enormes y macizos, de modo que el torso, grácil aún, emergía como un cuerpo dentro de otro cuerpo que lo llevaba torpe­ mente de un lado a otro. Por otra parte, si la fatigada historia del abandono, tantos años atrás, del domicilio conyugal -en cuyo relato ocultaba con sagacidad lo que quería que se adivinase: el repudio por adulterio, del que sin duda se sentía todavía dichosa-, nunca lo había conmovido porque con ella la mujer nórdica no hacía sino agregar una variante agres­ te a las razonables heroínas de Ibsen, le gustaba imaginar la silue­ ta ladeada por el peso de la valija, alejándose por un camino entre campos de remolacha exaltados por las chimeneas de una fábrica de azúcar, y luego un tren al alba sin despedidas. Ni siquiera el reciente hecho luctuoso, la muerte de su hijo cre­ cido lejos y, sin duda, en el desprecio que de ella nutría la tribu do­ méstica, lo había movido a compasión, tan evidente resultaba que su dolor se convertía en una complaciente declamación al narrar lo sucedido, en el patio, en los rellanos, como si más que desaho­ garse intentara sosegar la perpetua acechanza del vecindario, opo­ ner a la reprobación, una desgracia de talla. Por cierto, la culmi­ nación de su afligido recuento no era el cuerpo destrozado del adolescente entre las ruedas de un tractor, sino ciertas circunstan­ cias que hacían de ella la verdadera víctima, coronada de infamia: que había sido arrojada, apenas llegar, por el marido y la suegra y la entera parentela al acecho, quienes le habían impedido el paso a la capilla ardiente y pisoteado las flores empaquetadas que, a falta de manos que las recibieran, había depuesto en el suelo. Que, en el día del entierro, se había escondido entre los panteones del cementerio sin árboles, para asistir, aunque fuese de lejos y medio de espaldas, arrodillada junto a una tumba ajena. Y esperado que la comitiva se marchase para plantar, con la bien recompensada complicidad del sepulturero, un ciprés a la cabecera del hijo, de ca­ si un metro ya, decía señalando con la mano, y casi sonriendo, que había hecho venir de París y que quién sabe si se habría aclimata­ do. Nada parecía apaciguar su desdicha como contarla a quien­ quiera le prestase oído, y perfeccionaba el recitado, la graduación de los detalles infaustos, y ese lloro final, que era sin duda por ella misma, al hacer mutis aludiendo a sus palpitaciones que la aho­

gaban si subía la escalera, a su corazón nervioso, según el displi­ cente dictamen de su médico. Quizás, aparte el fervoroso menosprecio de la copropiedad, que lo había convertido en su exclusivo y malmirado defensor, lo que des­ pertaba su compasión por ella era la ahincada pasión por ese mucha­ cho furtivo que tenía el aspecto de un actor al que le habían distri­ buido para siempre el mismo papel en un melodrama -el personaje de los gestos imprevisibles, que fatalmente comete los mismos- y que, cuando venía a verla, se ocultaba detrás de la heladera si algún ve­ cino se asomaba a la portería. Aveces, cuando las diversiones domi­ nicales vaciaban el inmueble, ellos dejaban la puerta abierta. El hom­ bre solía verlos, él, sentado a la mesa, de espaldas, mirando en la televisión algún partido ruidoso; ella, recostada en el diván, lejana, doblando los cabos de una geografía insegura, como intentando divi­ sar en él los archipiélagos últimos, abandonada a la ignorante espe­ ranza, entreviendo tal vez, desde la terraza de su vida, la curva del mundo. Grávida de proyectos, o de uno solo, ese hombre joven, sin sospechar que los proyectos no son, casi siempre, sino indiscernibles recuerdos. Que ese muchacho la hiciera feliz, lo desdecían las dispu­ tas tras de la cena esmerada, la batahola que el volumen a fondo de la televisión intentaba confundir con los griteríos o los llantos de un folletín, cuando el vino caudaloso daba cuenta de su apatía y libera­ ba en él una violencia que se le iba en alaridos^ tal vez en empujones o en puñetazos y que, una noche, acabó con la puerta, lo cual procu­ ró a la copropiedad un satisfactorio escándalo. Pero tal vez esas tur­ bulencias periódicas, que a veces durante días seguían atestiguando los moretones, eran parte irremediable de la felicidad de la portera. Lo cierto es que, al día siguiente -salvo la vez de la puerta destroza­ da-, allí estaba él, de nuevo, al atardecer, y su larga silueta que pa­ recía agazaparse, aun en la calle, atravesaba el patio. Ligeramente entrado de hombros, aunque le gustase lucir su delgadez ceñida por vestimentas de una elegancia canalla, caminaba esquivando, miran­ do de soslayo con esos ojos agudos en los que subsistía algo de entra­ ñable que hubiese podido contaminar su expresión, si los bigotes, aunque ralos, largos, no le hubieran ocultado la comisura de los la­ bios, acentuando el despecho de su media sonrisa, la desdicha renco­ rosa que le consumía los rasgos.

Tal era el novio, o tales los indicios del oblicuo amedrentador que apareció al fin en «El Kedive», amedrentado en su traje azul ma­ rino, indispuesto por la corbata que se aflojó de un tirón para desa­ brocharse la camisa a su manera, hasta el cuarto botón, cuando ya la mayoría de los invitados se había ido y la enana renunciado a su puesto de vigía. Salvo el hombre y el muchacho que, junto al mostrador, habían reanudado el monólogo de sus perplejidades -así llamaban ellos lo que, otros, metafísica-, aparte el padrino y el carnicero que no ha­ bía osado tenderle la mano a la novia enguantada y que, ahora -pa­ ra no contribuir al desdoro que había dado cuenta del esfuerzo de­ corativo de la patrona- se metía una servilleta de papel abollada en el bolsillo, no quedaban más que las vecinas asiduas, las que espe­ raban, como cada día, el cierre, para retardar la soledad. El cuadro había cambiado. Una noche con vagos reflejos se agol­ paba en la ventana y, aunque la patrona demostrara las ventajas del encaje de plástico pasando de tiempo en tiempo un trapo húmedo sobre la mesa y reordenara.las dalias, la compleja composición ya no existía. Los personajes subsistentes, aglutinados frente a la no­ via, con los codos apoyados en la mesa, sosteniéndose con la mano el mentón o la sien y, en general, despatarrados, habían renunciado a la juiciosa pose inicial. Y, cuando el novio entró en el bar, hubo un barullo de sillas y risas atolondradas, pero nadie se alzó. Sólo la no­ via se enderezó un poco más, iluminada desde adentro bajo la luz cónica de la lámpara del cielorraso, que parecía venir desde otra al­ tura, tendiendo los brazos hacia el novio que se había quedado plan­ tado en medio de la primera sala, junto al hombre y al muchacho a quienes, sin mirarlos a la cara, como de costumbre, invitaba a una copa, depositando sobre el mostrador un par de billetes excesivos y apelmazados. «Mi mujer...», dijo de pronto, pero sin que sus pies apartados se despegaran de las baldosas, balanceando de atrás hacia adelante el rostro. «Mi mujer...», repitió despacio, como si le costara reconocer el hecho y, aunque trastabillaba, se fue acercando a la mesa nupcial y la novia se llevó una mano al pecho, tal vez por aquello de las pal­ pitaciones. Aliviadas, las vecinas vocearon y la enana, que de algún modo se sentía invulnerable o mágica, le cortó el paso y le hizo una

reverencia. Él le pasó xana de sus largas piernas por encima y se apo­ yó con ambas manos en la mesa, alargando entre sus hombros en­ cogidos su cara hacia la cara de su mujer que irradiaba un blando temor pero también una especie de beatitud: al fin llegaba, después de tantos años de haber huido, del Norte dilatado por las brumas, de la hacendosa miseria campesina, a través de la miseria prolija de cuchitriles, de hambre saciada en encuentros aceptados sin amor, de calles largas al azar, de noches escondidas en un zaguán, de ama­ neceres sin café que le había deparado la metrópolis, hasta alcan­ zar la modesta competencia de las porterías. Al fin quedaban atrás, se borraban para siempre en el fulgor de este momento, la tribu fa­ miliar y, en ella, su exigua calidad de mano de obra, los vejámenes de la copropiedad que ya poco o nada le importarían. Al fin, acudien­ do del fondo de los años mal vividos, llegaba al juvenil presente es­ camoteado, recuperaba el tiempo que la torpe vida le había impedi­ do vivir. Cargada de dolores, los deponía todos como una ofrenda al pie de este instante. Y los muertos de la infancia y el hijo muerto que bordoneaban en sus noches, se apagaban, prudentes, y, si el ci­ prés plantado con sus manos no crecía en el frío del Norte, sería una distracción de la Providencia... En ese ensueño debía de hallarse, esperando el beso del novio, cuando se descargó la bofetada. Ella trató de enderezarse el sombre­ ro que se le escurría y las vecinas, vociferaron, triunfales: «Te lo ha­ bíamos dicho, te lo habíamos dicho y requetedicho», mientras el car­ nicero, el hombre y el muchacho se abalanzaban para retener al demente y la enana se le prendía con su enorme boca de la muñeca, sin que nadie lograse impedir los dos golpes simétricos que dejaron tiesa a la portera, los ojos en blanco, la boca abierta y resollante, buscando el aire, inútilmente el aire. Como una befa última, mien­ tras decía a la concurrencia: «Son nuestras caricias...», el avieso arrancó de golpe el mantel (otro hubiera sido el efecto de ser de te­ la), tirando al suelo copas, dalias y botellas. De nuevo se calmó, se volvió, y todos se volvieron: en medio del bar, la horda de sus amigotes, alevosamente sonrientes, con los pulgares en sus cintos cla­ veteados de tachuelas, como sus botas. La novia estaba rígida, el alma hundida ya no latía en sus sie­ nes, ya nada palpitaba en ella. La enana, que de un manotazo ha­

bía dado con su joroba contra el filo de un muro, fue la primera en per­ catarse: a gatas bajo la mesa, se escurrió, le pegó el oído al pecho y, despegándolo con asco, decretó su muerte. Entonces, en el crepúscu­ lo de ceniza amarillo de la lámpara, la novia se fue deslizando lenta y de lado, como si se hundiera en el río que se la llevaba hacia el pun­ to de fuga de sus aguas, hasta quedar doblada en la banqueta. Luego hubo teléfonos urgentes, bomberos llamados a gritos de una vereda a otra, más tarde una sirena, policías, hombres vestidos de blanco. Era tarde. En sus casas respectivas habrían dejado de esperar­ los. Entonces echaron a andar, decididos pero sin consultarse, aban­ donando las calles sucias, los confusos bulevares, hacia ese lugar di­ lecto y afortunadamente solitario que en el caos prolijo de la ciudad gris subsistía, así lo pensaban, para ellos: el impávido rectángulo que en los jardines del Palais Royal delimitan sendos pórticos, las fachadas idénticas, en los extremos y, en el empedrado, dos rectán­ gulos de agua quieta que retienen todo el cielo. La simetría, que revela la indescifrable ley del Universo, los exal­ taba. En una noche única -aunque todas lo eran cuando estaban jun­ tos- habían opinado que aquel espacio de inalterables columnas, aquel orden tangible, era, por encima de todos los lugares de la Naturaleza o los inventados por el ingenio, propicio a la pasión. «La simetría es el amor», había concluido el muchacho -a menos que no fuera el hombre: en general olvidan quién de los dos ha dicho una u otra cosa y así na­ da les pertenece, vale decir, todo. Y mirando las siete ventanas de ca­ da fachada, las siete columnas que sostienen el balcón, habían añadi­ do: «La simetría es el amor, porque es siempre dos, en uno». Allí habían vivido momentos que seguían atenuando con su felicidad el pasado de cada uno y que se prolongarían en lo porvenir, modificándolo ya. La so­ ledad, que suele ser industriosa cuando se trata de un soñador, había amortiguado su soberbio prestigio y dejado de ser, para ambos, un há­ bito. Aunque, como todos los hombres, no sabían bien quiénes eran, eran lo que sabían -y esto, lo sabían. Digamos que, fundamentalmen­ te, no ignoraban que ya no estarían solos. Esa alegría, a veces, podía dejarles exhaustos. Nadie, ni ellos mismos que habían multiplicado por

juego las conjeturas, hubiera podido definir esa tensión violenta que entre ambos se instalaba, como la irreparable de los pórticos entre las opuestas fachadas. En todo caso, nunca condescendieron a la ternura, que tiende a convertir al otro en niño. Ni a la tristeza, que acobarda, pero se deleitaban en la melancolía que es impersonal: nace de la mi­ rada, busca algo a lo lejos, piensa: «La melancolía es el único sentimien­ to que piensa». Y allí estaban, tras de los sucesos del «Kedive», y de tiempo en tiempo hablaban de la portera muerta -a veces decían «la novia»como si hubieran querido brindarle la dignidad postuma de aquel sitio. De nada había vuelto la desdichada, ni del Norte natal ni de la acumulada miseria: como en esos cuadros en que el pintor ha dis­ puesto en primer plano a los personajes del presente, iluminados por una luz que les llega del futuro y, más lejos, a otros, pequeños, y, en un resplandor último, a otros aún, diminutos, entre los que hay al­ guien a veces que vuelve la cara, una mano en el aire, que mira a los protagonistas y quisiera regresar a reunirse con ellos (pero na­ die responde a sus señales) -como en esos cuadros en que el tiempo atraviesa el espacio y a todos los va llevando, ineluctable, hacia el pasado, la vida no le había perdonado que destruyese su ardua com­ posición huyendo del sitio que los años le habían asignado. El muchacho recordó el encuentro en el Museo del Louvre y un vago texto, cautelosamente alusivo, que al día siguiente el hombre le había dado, y que trataba de la perspectiva. Ya no lo recordaban. Las dilatadas conversaciones, el atareado olvido de las palabras, lo habían ido transformando. Sólo recuperaron, o creyeron recuperar de su compartido palimpsesto, unas sílabas desmemoriadas que re­ sonaron como la lectura de un epitafio entre los altos pórticos, bajo la cúpula de nubes entreabiertas: «Nadie vuelve del fondo de las perspectivas...». Luego se alejaron y en la plaza vecina se despidieron. Cada uno se fue por su lado sin volverse. Nunca se volvían al separarse. Sin duda porque les hubiera apenado no coincidir. (En El amor no es amado, Tusquets, Barcelona, 1983.)

M anuel P uig

-M irandolina , eres u n a tonta.

-Y tú Thea, quédate un poco callada, hazme el favor. -No se llora por estas boberías, se te hinchan los párpados, ¡un lindo espectáculo para alguien que ha pasado los cuarenta 7 cinco hace rato! Y, además, de Mirandolina no tienes lo que se dice nada. El que te puso ese nombre en realidad no te conocía. Eres una trá­ gica, eres... eres Mila di Codro. -De joven era más alegre, es cierto-. Pero es verdad, ciertos nom­ bres crean obligaciones. Mejor que a una le digan Thea, como a ti, que no significa nada. -¿Cómo nada? ¿No lo sabías? Thea era mía famosa lesbiana de la embajada alemana en Roma, durante la guerra. Y como yo de jo­ ven andaba con otras maricas, en lugar de con los machotes de ri­ gor, bueno... se corrió la voz y de golpe me bautizaron así. -Thea, sé buena y déjate de mirarme de ese modo. -¿Cómo te miro? -Me traspasas con la mirada como queriendo descubrir algo. -Mirandolina, quizás hago mal en decirte esto, pero inclusive a mí me produjo una honda impresión la muerte de la Mangano. Ya pasaron unos cuantos meses y cada vez que lo pienso, experimento una fea sensación. -¿Qué sensación, Thea? -La sensación de pérdida, creo, pero muy fea. Y quizás por esto

te miro, porque quiero descubrir la razón en ti, y el por qué de esto tan absurdo. -¿Por qué absurdo, Thea? A mi Silvana Mangano me gustó siempre una barbaridad, desde el comienzo, desde Arroz amargo. -Sí, Mirandolina, piénsalo bien. Es absurda esta pena nuestra. Mi tú ni yo la conocimos nunca personalmente, lo que veíamos eran películas, y ésas siguen allí, las podemos volver a ver mil veces si queremos, como este bendito Ludwig, que te costó una fortuna, ¡pe­ ro cómo lo disfrutamos esta noche!, ¿no es cierto? -Lo que pasaba es que yo creía que esta versión en video podía traer alguna escena suya que no hubiera sido pasada en cine. -De todos modos es una gran obra maestra. -Pero qué tristeza, Thea; Romy Schneider ha muerto, Trevor Howard ha muerto, Visconti ha muerto, inclusive Nora Ricci. Y aho­ ra Silvana Mangano. -Pero Helmut Berger está vivo. Y también ese otro alemanote, Helmut Griem, ése de Cabaret. ¡Qué buen mozo que es! -A mí me parece ayer que se filmaba esta película. Me acuerdo de mi alegría cuando anunciaron el comienzo de los trabajos. ¡Vis­ conti llamando de nuevo a la Mangano, después de Muerte en Venecia\ Y ahora son todos fantasmas del pasado, nada más, gente que en ese momento tenía todo en la vida, gloria y dinero. -¡Mirandolina, de nuevo las lágrimas! Eres una mujer, si sigues así terminarás por hacerme llorar también a mí, que soy la peluque­ ra unisex más encallecida de estos alrededores. Pero escúchame y pon a trabajar ese cerebrito, en lugar de tener esos pensamientos de sirvienta. Dime la verdad, ¿por qué la Barbara Stanwick no te con­ movió de ese modo? -Es cierto, a mí Barbara Stanwick me gustaba muchísimo. Pe­ ro, como dices tú, quedan sus películas, que son una maravilla, ¿qué más se puede pedir? Pero hay un caso más raro todavía: la muerte de Ava Gardner, que era mi pasión. -Para nosotras, adolescentes de los años cincuenta, Ava Gard­ ner era una pasión inevitable. Todas queríamos ser unas arrastra­ das como ella. -Pero, Thea, la muerte de Ava Gardner la acepté, con tristeza, pe­ ro la acepté. Mientras que ésta de la Mangano no puedo aceptarla.

-Será porque Ava Gardner vivió siempre tan intensamente. -Pero también Silvana Mangano tuvo una vida muy intensa, ya a los 19 años era famosa, se casó enseguida con un productor rico, y enseguida tuvo todos los vestidos y joyas y pieles que quiso, e hijos y éxito. Una vida verdaderamente plena, y por eso no admito que haya terminado, me da la impresión de haber perdido parte de mí. -Te sientes mutilada. También yo, en cierto sentido, ¿sabes? -Sí, Thea, pero, ¿qué tengo que ver yo con esa mujer tan refina­ da, tan hermosa y satisfecha? Yo soy una marica de pueblo, gorda, pelada y sin ningún talento especial, o sí, con el talento de soportar el maltrato de mi jefe, desde hace ya 23 años. Y eso es todo, ¿por qué esta muerte me conmueve tanto? -Dices que la Mangano se sintió satisfecha, pero, pobrecita, hace algunos años se le murió el hijo, que para ella era lo más importante del mundo. Y no se repuso, fue internada más de una vez por eso. -Ya sé, Thea. -Espera un momento. Creo que hay una cosa esencial que es la clave de todo, a lo mejor. -¿Qué, Thea? -Silvana Mangano era una fuente inagotable de sorpresas. Des­ de la regordeta de Arroz amargo, donde ya se insinuaban esos án­ gulos extrañísimos de la cara, pasó a la monja sensible de Ana, que se desafora bañando ese «baiáo», y lo hace maravillosamente. Y des­ pués ya delgada, consumida de la vergüenza, se tomaba la prosti­ tuta arrepentida de El oro de Nápoles. -Cinta, de Plata a la mejor actriz, querida Thea. -¿Y quién se esperaba una cosa así, eh? Después vinieron con todo algunas desüusiones. -Para mí lo peor suyo fue El dique en el Pacífico. Esperaba al­ go especial quizás del encuentro con René Clément, por lo general un director de gran vuelo trabajando con divas. Y, más tarde, la gran sorpresa: un director no interesado para nada por las grandes actri­ ces como Cario Lizzani, que le da el empujón hacia la tragedia en El proceso de Verona, con esa máscara nueva, de condenada, de una mujer precipitada en el infierno. -Despacio, Mirandolina, respira un poco mientras hablas, te me estás quedando sin aliento. 3

-Y después el histórico encuentro con Pasolini, que le quita las cejas y la transforma en la efigie definitiva de la antigüedad: Edipo rey... Teorema. -Hablas como una crítica, ¿qué te sucede? A mí no necesitas con­ vencerme de nada. Mejor si agregas un detalle importante: sus pe­ lículas más memorables las hizo sin la intervención del marido pro­ ductor, Dino De Laurentis. -Y, por fin, los cuatro filmes con el divino. Con Visconti hizo tres, nada de cuatro. -Te equivocas, Thea. Está el episodio de Las Brujas, titulado «La bruja quemada viva», hablando con exactitud... -Si Pasolini la transformó en la efigie definitiva de la antigüe­ dad, ¿qué llegó a ser después en las manos de Visconti? -¡Cómo decirlo!... Una Monna Lisa que se niega a sonreír. -Mirandolina, basta de «kitsch» involuntario. Silvana Mangano era justamente lo opuesto: ¡el «antikitsch», la belleza pura! Un poco de mesura, hija de una gran..., y ahora déjame completar mi teoría. ¿Por qué no nos podemos consolar por su muerte? Por lo que te dije antes: Silvana Mangano se había habituado a su extraordi­ naria capacidad de transformación, de constante renovación artís­ tica. Y la renovación es parte esencial de la vida, por eso no pode­ mos admitir que justamente esta mujer haya muerto. -Quizás es eso. Pero hay algo más, Thea. Ella sufrió tanto con la muerte de su hijo... Se decía que no se había repuesto nunca. Bue­ no, esto me hace pensar que la tristeza puede matar y que ella mu­ rió de tristeza. -Pero qué pensamiento lúgubre. Eres Mila di Codro, no hay ca­ so, y no Mirandolina, la tabernera. -Nunca vi La ciudad muerta. -U n momento, creo que es la protagonista de La hija de Lorio, pero ahora me haces dudar. -Ambas terminan mal, me imagino. -Por supuesto, pero si nos escucha D’A nnunzio desde lo alto, que estamos confundiendo sus obras, nos manda un rayo. -Por favor, Thea. Nos faltaba sólo el rayo de D’Annunzio. -Basta. Confórmate. Te compraste Ludwig, puedes ver a Silva­ na Mangano cuantas veces quieras.

-Es cierto. Digamos que Silvana Mangano no ha muerto, que ha venido a vivir conmigo, que siempre la he querido tanto. -No lo olvides... que siempre te he querido tanto... como justa­ mente decía ella en su famosa canción de Ana. -Thea, ahora eres tú la que me hace llorar. -¡Mila, eres Mila di Codro! (En Los ojos de Oreta Garbo, SeixBarral, Bue­ nos Aires, 1993.)

El dormitorio M arta L ynch

apagarán la luz. Habrá que cerrar los ojos, dejar que la pequeña muerte venga, que sin mayores aspavientos, el buen sueño despeje los cortos interrogantes de cada día. No hay ninguna variación entre una hora y otra aunque el tiempo transcu­ rra vertiginosamente con fajinas tan iguales que apenas se distin­ gue el miércoles del jueves. Acaso la irritación es provocada por la soberbia de los cadetes viejos, de esos aberrantes sujetos algo mayo­ res que nosotros, los que ahora tenemos que dormir. Ellos duermen un poco más allá. Durante un tiempo los cadetes antiguos van a molestarnos: tienen opción para darnos órdenes y una autoridad amplia y fastidiosa que va desde corregir la forma en que nos mantenemos de pie hasta el grado de inclinación de nues­ tra columna vertebral. Para eso son los anteriores. Los más anti­ guos. Viejos, los llamamos. Todo está tranquilo y en la barraca caben unas cien camas. Osorio escucha la respiración de Schlieman y éste la forma en que ja­ dea, al inspirar, Pereixa. Tres camas más lejos duermen -o están en los prolegómenos del sueño- Massa e Ibarra, y en la semipenumbra recortada por una luz que llega desde afuera, brilla débilmente, como una mancha oscu­ ra, la cabeza de Vargas. Ellos piensan -todos pensamos- que tan rígida disposición rei­ na desde siempre. Quizá hemos nacido en la forma como ahora tra­ tamos -o tratan- de dormir. Sin embarsro. nunca nos sentimos más D e n tr o d e u n in sta n te

próximos a la vacuidad. Atrás se extienden los cortos años de la in­ fancia y los diminutos detalles de la rutina adolescente. Tantas ho­ ras de estudio, tantas horas de formación, tanto de ejercicios, tanto de destreza. Siempre codo con codo, respirándose los unos en las nu­ cas de los otros, intimando muy a su pesar aun cuando han sido mu­ chachos sencillos -esas son las apariencias-, muchachos saludables arribados sin ajuste de cuentas previo. Sin rencores mutuos, crecien­ do juntos en una leve y aun discreta promiscuidad que lleva el nom­ bre de la camaradería. Ahora Osorio va a dormirse. No es tarea difícil para una salud absoluta y falta de arrojo en la imaginación. No albergamos angus­ tia. Casi no hay tiempo para otra cosa que no sea gastar energías y enseguida reponerlas. Se corre, se estiran las articulaciones, se tra­ ta de estudiar, se aprende a defender, a influir en la dependencia de los que nos siguen, se devora cuanto se coloca sobre el plato. Hay una alegría decorosa a la hora del recreo, pero todas nuestras fuer­ zas van conformándose de acuerdo a un esquema prolijísimo. Alisa­ mos la vida con un simple pase de las manos. Como la mano que re­ corre ahora la superficie de las sábanas de áspera tela. Pero ni aun así se huye de la trampa de una cama. Entonces se hace más paten­ te la respiración próxima. Es un ser humano sano y joven, una vida similar, un cuerpo conocido que respira y destila humores rápida­ mente borrados por los hábitos de la limpieza diaria. Sin embargo, la mano de Osorio alisa las sábanas y he ahí que se encuentra -co­ mo era de prever- con la montaña de su cuerpo. Hacia atrás, el de Schlieman, unos metros hacia la izquierda, la sombra de Vargas. Vargas duerme ya. Un momento antes han podido comentar la últi­ ma trivialidad. Vargas tiene un dedo meñique curiosamente en án­ gulo. Para exasperar a su cadete lo crispa todavía más en cada for­ mación. La voz monótona del superior anota desde un extremo de los dormitorios: -Cadete Massa: por salir de la formación... dos días. El mismo: -Por no guardar las reglas... -Cadete Vargas: por no mantener en debida posición su mano izquierda... dos días. -Cadete Vargas: por contestar sin la debida compostura...

El mismo: -Por resistirse a la orden de marchar... El mismo: -Por leer fuera de hora... Cadete Osorio: Por secundar la insubordinación de Vargas... dos días. Los días se acumulan. Quedan rezagados Vargas, Osorio, Schlieman. Los de­ más van a salir. El sábado retomarán a casa, donde mamá y las her­ manas, el hermano que ya es capitán, el hermanito, dos tías abue­ las, un abuelo jubilado reciben al recién llegado con un entusiasmo servicial. Los cadetes son considerados piezas valiosas. Somos posi­ bilidades de futuro, vectores de la nacionalidad. Respirando a buen compás. Alguien tose más allá. El cansancio sube por las piernas que desnudas muestran la belleza innegable de la musculatura. Trepa por los muslos. Llega al nudo de la vida. Un ramalazo de furor ansioso se encrespa precisamente donde están los órganos que les son comunes. La masculinidadd es un don precioso. La escuela es un prodigio de hombrías y los cadetes, los ejecutores en potencia de un plan existencial. Se encrespa sobre las ingles, sobre el vello negro y rizado que sube por un vientre liso y muy firme. Tanto quie­ to ardor. Un cambio apenas en la respiración de Schlieman me dice que ya duerme. Su hálito me llega apenas, pero estoy consciente de que está muy cerca con su cuerpo conocido y amistoso, su similitud de estructuras y la condición que la vida nos pone para cumplir un ciclo tras el otro. Yo soy el cadete Osorio y el picaro sueño no quiere venir. Sin embargo, sin apelación, nos acostamos a las ocho, a las ocho y diez apagarán la luz. Apagada ya, escucho el jadeo de Pereira con sus padecimientos de garganta que el médico de la unidad lle­ va controlando desde que lo admitieron. Pereira creería morir si al­ guna vez le dijeran que su paso por la escuela ha terminado. Massa, en cambio, empezaría desde las antípodas con mayor elasticidad. Ibarra se dedicaría al comercio. Pero Schlieman, Vargas y yo esta­ mos profundamente asentados en el convencimiento de la vida mi­ litar. Aunque con los cadetes antiguos más vale una cara discreta que una cabeza alerta. Aunque de nada le sirva a Vargas su viveza y se pierda por aquel meñique en ángulo, por su desobediencia. Él desobedece para sentirse vivo. Y el cadete mayor reza desde el es­

tremo de este dormitorio: -Cadete Vargas: por no guardar las for­ mas... tantos días. Ahora, es cierto que la atención sobre el centenar de camas ha bajado como el pulso del que duerme. Menos alientos. Menos movi­ miento bajo vigilancia. El cadete Osorio siente una angustiosa opre­ sión de soledad y al pasar su mano sobre la sábana percibe que su cuerpo existe y que reclama compañía. No voy a dormir. No quiero hacerlo ni podría aun si lo quisiera. Me veo caminando por una ca­ lle del centro, en Buenos Aires. El aire del verano me da sobre el ol­ fato. Huelo. Ahora vuelvo a oler y percibo el olor.familiar de la ba­ rraca; la acidez del cuerpo de Schlieman, un definido olor a cuerpo fregado llega desde la piel de Vargas. Nos han castigado al mismo tiempo. Sin proponérnoslo estamos conformando un triángulo, tres compañeros que ni aun a sabiendas de que existe eluden esta tristeza que ahora se me pega al borde de ■j la boca, que me provoca arritmia como si fuera una mujer emocio­ nada. Si yo fuera una mujer, la barraca crujiría entre la persecución y el miedo. Pero todos somos hombres tan cabales como lo exige la definición de nuestro código. ¿Qué dirían los cadetes mayores ante la presencia de Susana? Susana es a Vargas como un arma valiosa a su funda de cuero. Pegados por los bordes. Asidos por la casuali­ dad. Ligados. También estoy ligado a Vargas que gira sobre la cama dándome el frente de su cara. Tan amigo, tan extraño. Día a día, comportándonos bien y mejor, según las circunstan­ cias, compartiendo mesa, aula, cama, juego, intriga. Ami alrededor, las respiraciones de todos crecen como los ruidos de esas noches hú­ medas en que los pequeños animales del jardín gritan acompasada­ mente. Pero aunque vuelva la cabeza, la respiración de Vargas da sob^o rni cuello y es una pluma suave manejada por la mano de un chico que juega. Jugamos a menudo, cuerpo a cuerpo, somos gran­ des cachorros juguetones escondiendo la incipiente ferocidad. Son los grandes pumas, dice el capitán Balestra, reconociéndonos detrás de un par de ojos desconfiados que espían el mundo para después tratar de hacer su entrada en él. O devoramos entre todos los que tenemos que dormir sin mayor deseo de perder la conciencia de una fajina rutinaria que pesa sobre nuestra vida de cadetes y que, como

por encantamiento, cesará la tarde aquella cuando se nos entreguen los sables de oficiales. Papá, mamá, la familia emocionada, ni el padre de Vargas que está hemipléjico ni su madre que murió aún antes de que él entra­ ra en esta escuela. Tan libre como me pareció al conocerlo, con sus historias de juegos y sus emotivas evocaciones de la última prosti­ tuta estrechada entre la prisa y el deseo, la culpa y el rechazo. Tan seguro de que siempre van a amarlo y tan profundamente aislado por su timidez, su imposibilidad de amar y su furia fresca y sexual. Massa e Ibarra lo persiguen como pequeños sabuesos deseosos de aprender o de emular. Schlieman lo tiene tan en cuenta como se lo permite su orgullo, pero somos Vargas y yo quienes por las noches nos unimos en la pequeña muerte, aspirando uno los humores del otro, perdidos en ese viaje espacial de ocho horas de buen sueño, so­ mos respectivamente lo primero que vemos al despertar, sería mi mano la que aprisionara la tuya si tuviera miedo. De la fila en oposición a la que ocupamos, con desprecio de ser visto por algunos de los antiguos cadetes, aun a riesgo de ser casti­ gado, un muchacho se levanta de la almohada, queda sentado, des­ pabilado, los ojos rojos de sueño, frente a nuestras camas. Creo que se llama Verti. Es rubio, pálido, su cuello brilla con ma­ yor intensidad a tiempo que quiere hablar, de hecho hace como que nos está hablando y levanta ambas manos llamando la atención. En la penumbra es frágil y armonioso como la silueta de una chica que se hubiera rapado la cabeza y estuviera tratando de ocul­ tar sus pechos. Yo me siento a mi vez curioseando sobre las cabezas yacentes. Un cadete en el extremo de la habitación sueña en alta voz. Alguno que otro resuella y da cuenta de una pesadilla de la que no tendrá memoria al despertar. Aunque nadie lo haya sospechado, Vargas está también despierto y se sienta en la cama extrayendo del bolsillo de su saco pijama una fotografía de mujer: está arrugada, los colores no son nítidos a causa del roce con su cuerpo que suda. Levanta el cartoncito brilloso y lo pone frente a los ojos del rubio, luego frente a los de Osorio. Tiene un gesto de malicia cuando hace girar hacia uno y otro el rostro femenino que adquiere un gran va­ lor en aquella ambigua soledad. El cuerpo desnudo en el papel está vuelto hacia la

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lo y armonioso se apoya en el otro, los pequeños pies en punta lle­ van sandalias. Se ve la curva de sus nalgas, un pelo desordenado y bello da luz al pequeño rostro triangular donde los labios levantan risueñamente cada comisura. Los muchachos dicen que es la foto de una bailarina que Vargas frecuenta con asiduo desparpajo. -Tanto como para no aburrirme -dice mientras explica cómo es que pasa de una mujer a la otra, incansablemente, dejándose perse­ guir por la saturación que le produce cada encuentro sexual. A ve­ ces, tras la primera acometida. Duran una noche, dos; después se­ guirá en pos de un objetivo nuevo. Los cadetes duermen en la casa de sus padres pero Vargas es el padre de su pequeña tribu familiar. Es un adolescente que mueve dinero, que apuesta, que decide, que finge no advertir lo acorralado de una situación de muchacho de diecisiete años, ya libre y decidi­ do a manejar un impulso vital que debe conducirlo seguro y lejos. Por un instante estamos sobre ascuas: él pálido Vargas, agitan­ do su foto inquietante y Osorio, confusamente humillado por la in­ sinuación. Él adivinó mis pensamientos o quizá burlándose los transmutó en una escena trivial. Tres jóvenes cadetes, la noche, la cercanía animal y el fácil expediente de una fotografía de mujer. Creo que está desnuda. Creo que se llama Graciela. A Susana no la perturban condiciones semejantes. Susana es a Vargas como una funda de cuero a su revólver. Pegados por los bordes. Enfrentados, jamas hallaría Susana motivos de indignación. De un lado reina atractiva y virginal, insospechada de nada que no sea la inocencia. Que no tiene. Pero ella y Vargas se la otorgan cada vez que se en­ cuentran en el salón de baile del Casino de Oficiales para toparse con delicadeza y dialogar. Vargas colocó la foto entre el índice y el pulgar; la hizo girar y doblar graciosamente. El rubio boqueaba como si fuera un vampiro de cinematógrafo a quien le dio la luz. ¡El placer a solas puede ser tan triste! Y el rubio está a pocos pasos de nosotros, tan confuso co­ mo si hubiera olvidado el idioma y sólo le quedara su cuerpo delica­ do como manejo de comunicación Me digo: Si saltamos sobre él... La noche se hace densa alrededor de nuestras camas en una es­ cena que todos olvidaremos juiciosamente mañana al despertar.

Vuelvo la cabeza y recibo la fortísima mirada de Vargas que deseo absorber y llevar conmigo hasta asimilarla. La foto de la muchacha desnuda liberará a Vargas para siempre en mis deseos de sentirlo como una bocanada de aire seductor. Vivirá deshaciéndose de la mi­ rada, de la agitación del rubio que será pronto un teniente cuya ad­ miración irá a dar a Vargas entre el cúmulo de fotos satinadas, de poemas de amor vergonzante, de besos ávidos y de abrazos apasio­ nados. Es la mirada del teniente lo que habrá de quitarse de enci­ ma y ciertamente son mis ojos que ahora le preguntan, que investi­ gan, que indagan acerca de la razón por la cual los tres fuimos galvanizados por la mutua proximidad y la noche, seducidos por el largo y rudo contacto diario que no alcanza a disipar este untuoso humor que nos acerca. El aire está tirante y cálido. Vargas ríe suavemente, deshacién­ dose de nosotros, devolviendo al rubio su movilidad y echando al bol­ sillo la desnudez exhibida como decoroso detente. Nos miramos los tres; hay debilidad en el rubio, hay deseo en mí, hay fuerza y segura perversidad en él y está el cadete antiguo que no duerme nunca por lo cual aparece, a pocos metros de noso­ tros, reclamando por los días que nos apartan del regreso a casa y nos llevan hasta el calabozo. Un cadete antiguo tan malhumorado que nos pide que nos dejemos de joder, que durmamos, que lo deje­ mos en paz mientras se aleja. Y el pálido, Vargas y yo nos entrega­ mos al latido de nuestros corazones, buscando el sueño de esta lar­ ga noche en que el cadete Osorio sintió a su compañero tan cerca como la manoseada cartulina con la efigie de la chica desnuda, tan cerca de su piel, de su olor particular. Tan cerca también el rubio que con menos continencia creyó fácil el expediente de sentarse en la ca­ ma y reclamar un mínimo de generosidad. (En No te duermas, no me dejes, Sudamerica­ na, Buenos Aires, 1985.)

El Laucha Benítez cantaba boleros R icaedo P iglia

1 si el Vikingo intentaba contarme lo que realmente sucedió esa madrugada en el club Atenas, o se que­ ría sacar de encima la culpa o estaba loco. La historia dé cualquier modo era confusa, deshilvanada: pedazos de su vida, el desconsola­ do saludo de guerra de los escandinavos y un estropeado recorte de El Gráfico, envuelto en trapos, con la finísima y luminosa cara del Vikingo mirando la cámara de frente. De salida yo había sospechado que algo no andaba en la histo­ ria que contaban los diarios, pero si tuve alguna esperanza de que él mismo descifrara los hechos, se me borró no bien lo vi llegar, re­ celoso, la piel de la cara llagada por el sol, escondiendo las manos en el pecho, con un aire obsesivo y brutal. Se movía despacio, en un bamboleo suave y era fatal acordarse, con melancolía, de ese modo suyo tan indolente de caminar el ring para entrar en distancia, de su elegancia natural para salir pegando y hacer juego de cintura sin dejar el infaitin. Estaba allí, arrinconado, la espalda contra la pa­ red, medio perdido, y miraba sin ver en el fondo del pasillo la últi­ ma luz de la tarde, disuelta ya entre los álamos y las rejas del hos­ picio. Le alcancé un cigarrillo y él ahuecó las manos para resguardar la llama, sin tocarme, avergonzado por los lamparones de suciedad que le teñían la piel; fumó, abatido, hasta casi no poder despegar la brasa de los labios y después se quedó quieto, con los nins venina ™ N u n c a l le g a r é a sa b er d e l to d o

de golpe estaba hurgueteando en los bolsillos de la camisa, desente­ rrando un montón de trapos que fue abriendo con prolijidad hasta encontrar el ajado recorte de El Gráfico donde se veía su cara, joven y borrosa, al lado de la cara de Archie Moore. Me estiraba el papel respirando con la boca abierta, hablando dificultosamente, con una voz gutural, incomprensible, amontonando sin orden las palabras hasta que sin querer se quedaba callado y me miraba, como espe­ rando una respuesta, antes de comenzar de nuevo, regresando una y otra vez a esa madrugada en el club Atenas de La Plata, al cuerpito destrozado del Laucha Benítez tirado en el piso; boca arriba y como flotando en la temblorosa luz del amanecer. De algún modo toda esta historia va a parar al club Atenas; la historia o lo que vale de ella empieza allí la tarde en que el Laucha Benítez se arrimó a la figura desolada y feroz del Vikingo y en una prueba de lealtad, de imprevista lealtad hacia ese monstruo estra­ falario, él, con su cuerpito escuálido y su cara de monito tití, se acer­ có a los otros, a los que acosaban al Vikingo y les arrebató el trofeo, la única insignia o escudo heráldico que el Vikingo había logrado conquistar en años de batallas perdidas y fracasos heroicos. Los ahu­ yentó, embravecido, a punto de largarse a llorar y después se arrin­ conó junto al Vikingo y trató de sosegarlo, sin saber que se estaba buscando la muerte. Nadie sabrá jamás lo que pasó, pero es seguro que el secreto hay que buscarlo en ese desvencijado club de box que alza sus paredes carcomidas y su techo a dos aguas en el fondo de una calle vacía: allí, una tarde de mayo del 51, el hombre que años después se verá obli­ gado a hacerse llamar El Vikingo, se calzó por primera vez un par de guantes, tiró hacia adelante la pierna izquierda, levantó las ma­ nos, se puso en guardia y empezó a boxear. Introvertido y delicado, era ágil, rápido y demasiado elegante para ser eficaz. Se movía con la soltura de un liviano y todos elogia­ ban la pureza de su estilo, pero era imposible ganar con esos golpes que parecían caricias. En el fondo no había nacido para boxeador y menos para peso pesado, con su dulce rostro de galán del cine mu­ do, con su figura espigada y romántica hubiera hecho mejor papel en cualquier otro lado, pero era boxeador sin haberlo elegido, fata­ lidad de nacer con ese cnpmn j ---------- ■ >

ba tristeza verlo aguantar, impávido y sin sombra de duda, las arre­ metidas confusas de los brutales mastodontes de la categoría. Era más bien un hombre para boxear entre livianos, a lo sumo con al­ gún peso welter; de todos modos, inexplicablemente y en una espe­ cie de traición que lo llevaba al desastre, su cuerpo estricto como un junco siempre pasaba los noventa kilos aunque él se matara de ham­ bre. No llegó a ningún lado y nunca tuvo otra virtud que la pureza de su estilo, una loca obstinación para asimilar el castigo, un empe­ cinamiento, un orgullo que lo obligaba a seguir en pie y arremetien­ do aunque estuviera destrozado. La cuhninación de su carrera la alcanzó mía tarde anónima: una tarde de agosto del 53, en el gimnasio iluminado a medias y vacío del Luna Park, en la que se aguantó de pie frente a Archie Moore, en la única sesión de entrenamiento que el campeón del mundo hi­ zo en Buenos Aires antes de pelear con el uruguayo Dogomar Mar­ tínez. Fue una tarde vertiginosa que después siempre le dolió recor­ dar. Nadie se atrevía a ser sparring de Archie Moore y él se decidió porque aún conservaba inalterable esa cualidad, digamos adolescen­ te, de despreciar los riesgos y confiar sin la menor vacilación en la fuerza de su insensata voluntad. Ilusionado pensó que era su chan­ ce, se convenció que era capaz de pelear de igual a igual, durante cinco rounds de tres minutos, con esa perfecta máquina de hacer box que era Archie Moore. Estuvo mucho tiempo solo, sentado en un rincón, cerca de las duchas, esperando. Miraba la luz grasienta que bajaba de los focos enrejados y se mezclaba con la claridad de la tarde, sin pensar en nada, tratando de olvidar que Moore era, en ese entonces, uno de los tres o cuatro boxeadores más grandes de la historia del box. Duran­ te un momento le pareció que se dormía, acunado por el sonido con­ fuso de los hombres que se movían al fondo, pero de golpe llegaron los fotógrafos como un torbellino y se encontró encima del ring con Archie Moore enfrente. Empezaron liviano, haciendo cambio de fren­ te y trabajo en las sogas. Moore era más bajo, usaba guantes rojos y botitas de terciopelo. El Vikingo se sentía muy duro, atado, dema­ siado atento a lo que pasaba afuera del ring, a los fogonazos que ca­ ían imprevistamente no bien Moore se movía. Además sentía curio­ sidad más que miedo. Ganas de saber hasta dónde le iban a doler

los golpes de un campeón del mundo. Al rato Moore lo había acorra­ lado dos veces, pero las dos veces consiguió zafarse haciendo juego de cintura. El campeón quedó descolocado, de cara al vacío y dejó de sonreír. El Vikingo empezó a darle vueltas alrededor, siempre fuera de distancia y Moore lo punteaba de zurda, quieto, hamacándose, y de repente se le iba encima con una velocidad fulminante. El Vikin­ go no hacía otra cosa que mirarle las manos, tratando de anticipar, con la oscura sensación de que el otro adivinaba lo que iba a hacer. En una de esas se movió un poco más despacio y Moore lo cruzó con dos derechas y una izquierda abajo y al Vikingo le pareció que algo se le quebraba, adentro. Moore lo tocó suave con la izquierda, como queriendo tomar distancia, amagó dar un paso al costado buscando perfilar la derecha y cuando el Vikingo se movió para cubrirse la zur­ da de Moore bajó como un latigazo y lo encontró a mitad de camino. Al Vikingo se le nublaron los ojos, levantó la cara buscando aire pe­ ro sólo vio los globos de luz del gimnasio que daban vuelta. Moore se ladeó, sin tocarlo, esperando que se derrumbara. El Vikingo sin­ tió que se le cruzaban las piernas, se hamacó para dejarse ir pero se sostuvo de algún lado, del aire, vaya a saber de dónde se sostuvo, lo cierto es que cuando bajó la cara estaba otra vez en guardia. A partir de ahí Moore lo empezó a buscar en serio, para tirarlo. Cuando estaban en el centro del ring y había espacio, el Vikingo se las arreglaba con el juego de piernas, pero cada vez que Moore lo acorra­ laba contra las sogas tenía ganas de levantar los brazos y ponerse a llorar. Al rato navegaba en una niebla opaca, sin entender cómo po­ dían pegarle tan fuerte, toda su energía concentrada en no despegar los pies de la tierra: única certidumbre de que aún estaba vivo. Tra­ taba de mantenerse fiel a su estilo y salir boxeando pero Moore era demasiado veloz y siempre llegaba antes. Hacia el final había perdi­ do todo, menos ese instinto fatal que lo llevaba a buscar la salida más clásica y conservar cierta elegancia pese a estar medio ciego, deshe­ cho por los golpes cruzados y la combinación de jab y aperca que lo frenaban como si continuamente chocara contra un muro. A esa altu­ ra el mismo Moore parecía un hombre piadoso, obligado a pegar por­ que ése es el trabajo, con un suave relámpago de respeto y considera­ ción alumbrando sus ojos levemente bizcos, una suerte de ruego, como si le pidiera que se dejara caer para no seguir golpeándolo.

Cuando todo terminó casi no se dio cuenta. Siguió cubriéndose y no bajó los brazos ni siquiera al ver subir a los fotógrafos, como si tuviera miedo que pensaran que Moore había podido noquearlo al final. Recién cuando alguien lo puso al lado de Moore y vio enfren­ te a un fotógrafo, comprendió que había logrado resistir: entonces miró la cámara, se puso rígido y trató de concentrarse para no ce­ rrar los ojos cuando llegara el estallido del flash. Bajó del ring pen­ sando cada gesto, atontado por el dolor pero invicto y satisfecho, ha­ biendo adquirido para siempre una fatal confianza en su valor y su hombría, como si realmente hubiera peleado con Móore por el títu­ lo mundial, entre mareas de embriagadora fama y sin ver el vacío, la pálida, enfermiza claridad que diluía los rostros, la silueta de los hombres que rodeaban a Moore, sin que nadie se ocupara de él, so­ lo como nunca volvió a estarlo.

2 En los cinco años que siguieron no hübo otra cosa que una lar­ ga sucesión de masacres heroicas, en las que únicamente tuvo para ofrecer la extraña belleza de su rostro que a menudo llenaba de in­ quietud a las señoras del ringsai y una torva altivez, una manía de perfección, imperceptible para alguien que no estuviera con él ente las sogas. Claro que la emoción de las señoras del ringsai fue siem­ pre una ansiedad secreta y ninguno de sus rivales resultó un caba­ llero capaz de respetar ese orgullo suicida. De modo que su campaña se cortó, sin sorpresas, una noche de febrero del 56, en el club Atenas. En ese galpón casi desierto boxeó por última vez, enfrentando a un desconocido brutal y de mirada turbia, que lo persiguió diez rounds tirándole lerdos mazazos, fren­ te a los que él sólo oponía la absurda perseverancia y la fútil pure­ za de su estilo, un elegante juego de cintura que parecía destinado a encontrar todos los golpes que anduvieran sueltos por el aire. Ca­ yó cuatro veces pero terminó de pie, borroso y tambaleante, la vista fija en el vacío. Cuando sonó la campana lo arrastraron a su rincón y él los miraba, arisco, los ojos muy abiertos, como alucinado o dor­ mido, la cara rota, borrada por la sangre.

Nunca decidió dejar el box, porque para hacerlo tendría que haber dudado de sí mismo y era inútil esperar que hiciera eso; sencillamen­ te dejaron de ofrecerle peleas, lo miraban rondar las oficinas de los pro­ motores, lo veían llegar todas las mañanas al gimnasio con su bolsón de mano y empezar a entrenarse, terco, incansable, inspirando esa pie­ dad irritada que suele provocar la sobrevaloración y el exceso de con­ fianza. Seguro de sí y arruinado, jamás pidió otra cosa que una chan­ ce para volver a pelear y demostrar lo que valía. Al final, cuando estaba por morirse de hambre, alguien lo sacó del letargo y lo enganchó como luchador profesional en una troupe de catch. Allí, al menos, servía de algo su mirada grisácea, su cara delicada y aristocrática; subía al ring con una barba roja que lo avergonzaba y una especie de casco con cuer­ nos para justificar el nombre de batalla. Tenía que abrir los brazos e inventar un rito aparatoso que, según el promotor, era el saludo vikin­ go. Lo hacía mal, torpemente, y sin darse cuenta trataba de estar siem­ pre de espalda al público, como no queriendo que lo reconocieran. La troupe andaba de gira por el interior y él se pasaba las tar­ des encerrado en los cuartos desvencijados de tristes hotelitos de provincia, tirado boca arriba en la cama, esperando la noche, espe­ rando los saltos absurdos y las risas, sin otro consuelo que el de de­ senterrar, de vez en cuando, el amarillento recorte de El Gráfico en el que aparecía su cara invicta y joven, al lado de la cara de Archie Moore. Se pasaba las horas alisando el papel contra la mesa tratan­ do de borrarle las arrugas que le iban deformando la cara en la fo­ to, tajeando su hermosa cara rubia que parecía haber envejecido, cuarteada en el papel quebradizo. Todos lo soportaban porque les era útil, porque su expresión me­ lancólica y su figura altísima, de melena rojiza y barba al viento atraía al público que no parecía notar su torpeza, su aire ausente que mostraba a las claras que estaba a miles de kilómetros de ese cuadrado de soga levantado en medio de una plaza. Para disimular su indiferencia terminaron diciendo que era sue­ co o noruego, que no hablaba una palabra en casteEano, y esa fábu­ la, inventada para fortalecer el mito, favoreció su hosquedad, su si­ lencio. Al tiempo, todos terminaron por creérselo, hasta el que lo había inventado, y quizás él mismo se convenció que había nacido en algún remoto país del que sólo le quedaba una nostalgia vaga.

Anduvo en eso más de dos años en los que apenás si habló con los otros, arrinconado y siempre solo, atrapado por la vertiginosa y mo­ nótona sucesión de pueblitos, de caras brutales y saludos vikingos, y nadie se extrañó cuando desapareció de improviso, Tina tarde. La trou­ pe había desembarcado en La Plata y él se fue sin avisar, súbitamen­ te, como obedeciendo a un llamado, sin llevarse otra cosa que una vie­ ja valija de cartón, el seudónimo que conservaría hasta su muerte y la barba iluminándole la cara. Caminó por las calles desiertas, en el ardiente calor de la siesta de febrero, enfundado en una tricota negra de cuello volcado, llamando la atención con su cuerpo tan alto, con su figura estrafalaria, sin mirar a la gente que se daba vuelta para ver pasar a ese gigante rubio; atravesó el espeso y dulce aroma de los ti­ los y buscó el club Atenas como quien vuelve a casa después de una tormenta. No tenía otra cosa para ofrecer más que su misma obstina­ ción, pero se quedó hasta hacer estallar la tragedia. Fue allí, después de cruzar el hall desmantelado del Atenas y agacharse para trasponer la puertita que daba al gimnasio, cuando vio por primera vez el cuerpo diminuto del Laucha Benítez. El chi­ co, un peso mosca de diecisiete que prometía mucho pero que no se decidía entre su innato talento para el box y sus ganas de ser can­ tor de boleros, estaba al fondo, perdido entre las sogas y el olor de la resina y, según dicen, apenas hizo un gesto, un leve balanceo y ese fue su modo de decirle que lo estaba esperando desde siempre. Los dos se miraron, casi inmóviles, y después de un instante el Laucha siguió golpeando con sus manitas delicadas una bolsa de arena más alta que él, todo el rostro concentrado en el esfuerzo por parecer fe­ roz. El Vikingo siguió caminando hacia el medio, como si lo busca­ ra, mientras el Laucha se abrazaba a la bolsa de arena y lo veía acer­ carse, fascinado ya por esa figura a la que el sol de la siesta bajando por los cristales empañados otorgaba un aire fantasmal. Se lo que­ dó mirando, una leve sonrisa aquietada en su boquita de mujer, co­ mo si entreviera la altivez y el furor secreto del Vikingo, o mejor, como si adivinara que ese furor y esa altivez le estaban dedicados. Tal vez por eso, de allí en adelante, el Laucha fue el único que pareció reparar en la existencia del Vikingo. Cautivado, atento a sus menores gestos, lo vigilaba, emitiendo extrañas señales, muecas, murmullos, equilibradas representaciones en las que su cuerpo ad­

quina la armonía y el fulgor de una pequeña estatua. Estas celebra­ ciones culminaban cuando el Vikingo estaba cerca: entonces el Lau­ cha dejaba lo que estuviera haciendo, echaba la nuca hacia atrás, clavaba sus ojos en la cara desolada del Vikingo y con su voz aguda, tristísima y casi de mujer, cantaba uno de los boleros de la época de oro, en el estilo de Julio Jaramillo. El Vikingo no parecía escucharlo o saber que existía, como si se moviera en otra dimensión, siempre ausente. Se arrinconaba con los ojos perdidos y pasaba las horas, aturdido por el rumor del gimnasio, sin hacer otra cosa que cambiar de posición de vez en cuando. A ve­ ces, sin embargo, parecía excitado, se movía nervioso con un brillo azul en los ojos y de pronto, en los momentos más inesperados, lo asalta­ ban extrañas inquietudes, temblaba levemente, empezaba a murmu­ rar en voz muy baja, agitado y manoteando el aire, hasta terminar enfurecido, contando en un tono indescifrable una historia confusa: la historia de su sesión de guantes con Archie Moore. Repetía los movi­ mientos boxeando solo, agazapado y en guardia, largando al vacío ler­ dos mazazos tímidos. Saltaba o se movía, pesado, torpe, tratando de rescatar algo de todo aquello, siquiera una visión fugaz de ese pacto con Moore, de ese loco, insensato y nunca valorado heroísmo. El res­ to (todos los que usaban el Atenas como templo de sus esperanzas, de sus catástrofes) le formaban un círculo, lo excitaban con gestos de aliento, con risas, sabiendo que al final, indefectiblemente, sudoroso y cansado, respirando con la boca abierta, con ademanes lerdos y cui­ dados, hurguetearía en su camisa hasta encontrar el recorte de El Gráfico que sostendría con firmeza pero lejos de su cuerpo, con un ges­ to de tristeza, de abatimiento y de secreto orgullo. El Laucha era el único que parecía impresionado, el único que miraba la foto del recorte, la cara del Vikingo un poco magullada que se alcanzaba a descifrar en el pedazo de papel. Los demás hacían bromas, se reían, mientras el Laucha se alejaba, parecía esconder­ se, refugiarse en un rincón y desde allí vigilaba a todos los que se amontonaban alrededor del cuerpo vacilante del Vikingo. Asustado, sin animarse a intervenir, miraba con dolor al Vikingo que intenta­ ba contar de cualquier modo aquella pelea, la fulminante velocidad de Moore y sus botitas de terciopelo. Y esa tarde, cuando alguien le arrancó el pedazo de papel, el Vi­

kingo se quedó quieto, como sin entender y después pareció que algo le nublaba los ojos porque se cruzó una mano por la cara y de golpe es­ taba en medio de ellos, sin ver al Laucha que a su lado, enfurecido y diminuto, los insultaba y los hacía retroceder, hasta que al final se dio vuelta hacia el Vikingo y lo rozó apenas con la palma de las manos, despacio, arreándolo como si fuera un gran animal enfermo. Lo llevó hacia un costado, lejos de los demás y empezó a hablarle en voz baja, arrullándolo, mientras el Vikingo dejaba de moverse y de gemir, sose­ gado ya, los ojos perdidos en el aire, la hermosa cara en paz. Desde ese día empezaron a andar siempre juntos, separados del resto. Se arrinconaban al fondo del gimnasio, quietos, sin hablar, y de golpe el Laucha empezaba a cantar los boleros, muy bajito, sólo para el Vikingo, dejándose ir en los agudos como si fuera a desarmarse. En ese tiempo, según dicen, el Vikingo pareció renacer. Empezó a entrar en el ring con el Laucha y le servía de sparring. Algunos atrib,uyen a esto la causa de todo, hablan de accidente, de una mano in­ controlada. De todos modos, era cómico verlos cambiar golpes, el Lau­ cha menudo, casi un chico, saltando ágilmente, con su cara de monito tití y al lado la mole encorvada del Vikingo moviéndose pesadamen­ te. Uno solo de los golpes del Vikingo hubiera bastado para quebrar en dos al Laucha que sin embargo entraba en el ring seguro y pavo­ neándose, como un domador en la jaula de los osos. Se ponían en guar­ dia y empezaban un simulacro de combate, el Vikingo plantado en el centro, el Laucha bailoteando alrededor. El Vikingo lo golpeaba con delicadeza, como si lo acariciara y ponía la cara impunemente, orgu­ lloso de haber recuperado su fabulosa resistencia al castigo. Al fin el Laucha se cansaba de pegar y se dedicaba a hacer soga. El Vikingo se sentaba en un costado, los ojos quietos en la cara del otro, tenso por el esfuerzo, todo el cuerpo brilloso de sudor. Cuando caía la tarde los dos se metían juntos en las duchas; des­ de afuera se escuchaban los chillidos del Laucha que se demoraba horas bajo el agua, cantando con los ojos cerrados, mientras el Vi­ kingo se vestía y lo esperaba, tendido sobre uno de los bancos de ma­ dera sin respaldo, las manos en la nuca, dormitando hasta que el Laucha aparecía, la piel azulada, oliendo a jabón de coco y empeza­ ba a vestirse, elegante y teatral, haciendo muecas frente al espejo empañado. Los dos salían a caminar por la ciudad en el atardecer,

y la gente se paraba a mirarlos como si vinieran de otro mundo, el Laucha con su pinta de jockey pero vestido como un dandy, cami­ nando al lado de ese gigante melancólico, de melena rojiza. Terminaban siempre en los alrededores de la estación de trenes, sentados frente a una mesa, en la vereda del bar Rayo, bajo los ár­ boles, tomando cerveza negra y respirando el aire suave del verano. Se pasaban las horas ahí, mientras crecía la noche, mirando el mo­ vimiento de la estación, adivinando la llegada de los trenes por el aluvión de gente que cruzaba junto a ellos. No hablaban, no hacían otra cosa que mirar la calle y tomar cerveza, tranquilos, como au­ sentes, hasta que al fin, sin que ninguno de los dos dijera nada, se levantaban y se iban, guiados por el Laucha que miraba atentamen­ te a un lado y a otro antes de cruzar, caminando siempre un poco atrás del Vikingo, como si lo arreara entre los autos. Así pasaron lo que quedaba del verano: cada vez más aislados, per­ feccionando entre los dos el final secreto de la historia. Todos opinan que en ese tiempo el Laucha se quedaba a dormir en el Atenas. Inclu­ so llegaron a verlos, una mañana, durmiendo juntos, la cabeza del Lau­ cha apoyada en el pecho del Vikingo que parecía acunar una muñeca. De todos modos nadie previo o pudo saber lo que pasó esa noche: se vio luz en el club hasta la madrugada y alguien escuchó la voz aguda y suave del Laucha cantando «El relicario». Un viento espeso sopló toda la noche, arrastrando el olor a madera quemada del río. Pareció extra­ ño que nadie saliera a abrir; la puerta estaba rota, como si el viento la hubiera desencajado, y del otro lado, en la temblorosa luz del amane­ cer que se filtraba por las ventanas, encontraron al Laucha agonizan­ do, destrozado a golpes, y al Vikingo en el suelo, llorando y acaricián­ dole la cabeza sucia de sangre y polvo. Todo el gimnasio vacío, el suave murmullo del viento entre las chapas y al fondo la figura encorvada del Vikingo abrazado al cuerpo del Laucha que tenía la cara destroza­ da y una sonrisa en su boquita de mujer, como una oscura señal de amor, de indolencia o de agradecimiento. (En Cuentos morales, Espasa Calpe, Bue­ nos Aires, 1995.)

La narración de la historia C arlos C orreas

a Celia Durruty

1 E l v ie r n e s 10 d e a b r il d e 1959 Ernesto Savid se sintió perturbado por la lectura de la revista Radiolandia y por la noticia del casa­ miento de un actor. No había dormido la noche anterior y ya por la mañana había decidido ir al cine Colonial, en Avellaneda; quería ver una película de ficción llamada Rodán. Era un día nublado y había viento. Ala tarde comenzó a lloviz­ nar. Ernesto llegó al cine y entró en la mitad de la primera pelícu­ la; se sentó al lado de un jovencito y por accidente se tocaron brus­ camente las piernas. En el intervalo, Ernesto buscó bastante, casi desesperado. Fue al baño. En el hall del cine vio a un muchachito delgado, con una cara extraña, oriental; como un soldado asirio o ba­ bilónico o un esclavo al servicio del rey. Pero luego, no lo pudo en­ contrar. Cambió de sitio en el cine y fue a sentarse al lado de uno que parecía joven, con la cara picada de viruelas y un zurrón de ro­ pa que apoyaba sobre los muslos. Ernesto le rozó un poco las pier­ nas, pero el otro no atendía; luego hablaron, comentando la pelícu­ la. En el intervalo, el otro se levantó y se fue. Luego Ernesto vio Rodán: una especie de pájaro prehistórico que vuela a velocidad supersónica y destroza ciudades enteras; final­ mente muere en la erupción de un volcán. Cuando terminó la película Ernesto vaciló un poco y salió del ci­ ne. Eran las 19 y 30. ¿Qué hacer? Tenía sueño pero también una ten­

sión vigilante. Pensó ir a Lanús. Caminó hasta la esquina de las ave­ nidas Mitre y Pavón; había mucha gente a esa hora en Avellaneda. En la esquina, Ernesto vio a un grupo de estudiantes secundarios que habían salido de un colegio cercano y esperaban para tomar al­ gún vehículo. Se acercó con disimulo para verlos de cerca y escuchar la conversación. Al rato llegó un amigo de ellos al que llamaron Alber­ to; éste había faltado a la clase del día y ahora venía a reunirse con sus compañeros. Era morocho, flaco y tenía un saco sport grueso de un tostado suave, remera roja y blue jeans. Luego llegó una mucha­ cha rubia que tenía que encontrarse con él y se fueron los dos juntos. El era vivaz y afable; había comprado un paquete de cigarrillos en un kiosco cercano. Ernesto quiso gritarle: «¡Alberto!», cuando se iba, con un pasito saltarín. Ya tenía novia, ya iría a algún club a bailar; vivi­ ría por cuánto tiempo en ese pueblo. Hoy, desde luego, viernes, no ha­ bía ido al colegio. Travesuras de adolescente de 18 años. Ernesto, el ocioso, el inútil, lo miraba. Hasta el lunes Alberto no volvería al cole­ gio. Era un joven estudiante con padres; tendrá algún hermano, con el que se verán en ropa interior. Ya habrá descubierto su sexo dentro de sí; ya sabrá que lleva el Mal ahí. Ya recurrirá a los preservativos que talleres secretos fabrican para él, para sus necesidades, para que se cuide de sí. Era sensible e inquieto. Ernesto podría apoyar sobre esa espalda juvenil sus manos húmedas, hinchadas, venosas y arran­ carlo de esas calles y hacer estallar ese futuro. Ernesto volvió a observar a los estudiantes que seguían en la esquina; conversaban sonriendo y con ademanes desenvueltos y enérgicos. Se quedó inmóvil, mirándolos. ¡Dios mío! Ya tenían ese aspecto de reproductores. Cuando se pongan a engendrar... ¿cómo impedirlo? En vez de viajar hasta Lanús, Ernesto decidió ir a Constitución, caminando por la calle Montes de Oca. Cruzó el puente sobre el Ria­ chuelo y pasó junto a los depósitos y las fábricas; era un paraje so­ litario. Pensaba en la novia de ese estudiante. Era una muchacha hermosa y, quizás, alegre. Seguramente se ruborizaría con facilidad y además soñaría con los momentos en que se encontrase llena de él. También Ernesto llegaría a tener una mujer; algún día y después de varios años aceptaría para él una muchacha flaca y casi sin pe­ chos que se dejara poseer con indiferencia.

Tomó por la calle Montes de Oca y caminó con lentitud. Sentía deseos sexuales muy fuertes. Eso le sucedía por haberse quedado tantos días en su casa; cuando volvía a salir, todo se le caía de nue­ vo encima de la cabeza. Ahora estaba indefenso y asustado por esos pensamientos. La falta de sueño también lo debilitaba. Ernesto entró en el hall de la estación de Constitución por la puerta de la calle General Hornos; eran las 20 y 40. Caminó un po­ co; entre la gran cantidad de hombres que llenaban el lugar vio dos o tres rostros que le parecieron atractivos; fue al baño y luego vol­ vió al hall. Entonces descubrió a un muchachito moreno, que habla­ ba con otro. Vestía una campera de cuero amarillo, camisa despren­ dida en el cuello, blue jeans, medias negras y mocasines castaños; sonreía ampliamente. Ernesto dio una vuelta y regresó. Ahora el chi­ co estaba solo. Ernesto lo observó y el otro siguió la mirada, dando un pequeño giro. Ernesto se sobresaltó y se apartó, yendo hasta la "pequeña locomotora de juguete encerrada en una caja de vidrio. El chico se le acercó y echó una moneda e hizo funcionar el aparato. En seguida, encendió un cigarrillo y miró a Ernesto; éste sacó a su vez un cigarrillo pero no se atrevió a pedirle fuego. El morochito, enton­ ces, dio media vuelta y se fue; se miraron una vez más a través del vidrio de la pequeña locomotora. Ernesto lo siguió hasta que llegaron á la salida de la calle Ge­ neral Hornos; allí el chico habló por teléfono. Ernesto lo esperó. Lue­ go aquél volvió y fue hasta el bar, donde tomó un jugo de finitas. Sa­ lió, dio unos pasos y se detuvo junto a una balanza automática. Ernesto se quedó a un costado; el morochito miró a su alrededor y se dio cuenta nuevamente de la presencia de Ernesto. Otra vez en­ cendió un cigarrillo. Entonces Ernesto se acercó y le pidió fuego. En ese instante apareció un viejo que se puso a mirarlos. Ernesto pasó al otro lado del morochito y murmuró: «Ese viejo está mirando». El morochito, con todo aplomo, se volvió al viejo y dijo en voz alta: «¿Qué pasa?». El viejo alzó las cejas, asombrado y se sonrojó; comen­ zó a mirar distraídamente una estantería de artículos para el hogar y luego desapareció. El chico dijo: «Me molesta que me estudien. Sean policías o no, que vengan a hablarme». Siguieron hablando y el chico le contó que había estado en Mar del Plata, vendiendo café helado en la playa, pero que la vida le re­

sultaba muy cara; el hotel y la comida eran costosos. Ala noche, ca­ minaba alrededor del casino y de las confiterías de lujo, pero no te­ nía suerte y por último tuvo que volverse. Era santafesino. Había trabajado en La Plata y en Balcarce. Ernesto pensó que era como un resexito moderno, un pequeño aventurero. Ya que lo había consegui­ do, quería sacarlo de la estación de ferrocarril. Además, temía que algún conocido los viese. Salieron y caminaron por la calle Brasil hasta la entrada del Balneario Municipal. En el trayecto, el morochito le contó que ha­ bía vivido un tiempo en Temperley, en casa de un tal Rodolfo Ponce de León, profesor de Ciencias Económicas, que le compraba ropa y le daba dinero. El profesor estaba casado, pero la mujer tenía cier­ tos vicios y realizaban reuniones en las que participaba el chico. És­ te, en una oportunidad, había invitado a un amigo y entonces hicie­ ron un grupo los cuatro. Ernesto, como de costumbre, le habló de su padre muerto. (Ernesto pensaba que si él no tenía hijos se le termi­ naba la dinastía a ese inmigrante.) «Mi padre era muy severo -di­ jo-. De esos que obligan a uno a guardarlo todo en el interior; de tal modo, que cuando uno se libera se vuelve loco.» El chico también le habló del padre, que había muerto alcoholizado; desde entonces él podía ir por cualquier sitio y hacer lo que quisiera. Tenía 17 años. Vaciló un instante y miró a Ernesto de reojo; luego dijo que en las relaciones sexuales él era el macho y no otra cosa. Ernesto respon­ dió que eso era evidente porque el morochito tenía esa mirada pene­ trante que poseen los hombres y de la que carecen los invertidos. El morochito sonrió, divertido, y le pidió el sombrero negro a Ernesto; éste se lo dio y el morochito se lo puso y dijo que así era como un gángster de Chicago. Dijo que a veces a él le daban sermones. Así, un día en que estaba comprando un pasaje de ferrocarril en la esta­ ción de Quilmes, el empleado le había dicho: «Sacáte el cigarrillo de la boca, negrito, no estamos en Chicago». Entraron en el Balneario Municipal y siguieron hasta la aveni­ da Costanera. Al chico el lugar le recordaba Mar del Plata. Pasaron junto a la fuente de Lola Mora y miraron las estatuas. Después fue­ ron a ver el río. El morochito dijo que a él le gustaba mucho leer. Lle­ garon a un recreo al aire libre donde estaban ofreciendo un número de varieté. Ernesto dijo: «El recreo se llama Juan de Garay. Acordá-

te». Adentro sólo había una mesa ocupada, peío afuera había gente mirando la representación. Vieron a un actor cómico que contaba chistes pornográficos y que luego imitó a un invertido. El morochito se reía a carcajadas y se divertía muchísimo. Siguieron caminando. El chico cantó una canción mejicana. En ese instante pasaron dos policías en motocicleta. Ernesto cantó tam­ bién y le enseñó al chico «el brindis» de la ópera La Traviata. El morochito cantaba y bailaba en mitad de la avenida. Sólo había algu­ nos pescadores. Se sentaron en un banco de madera; estaban casi solos. Nuevamente pasó la motocicleta con los dos policías. El chico llevaba en la mano un envoltorio de papel de diario; dentro había una camisa sucia. Ernesto se le acercó y quiso tocarlo un poco, pero el chico comenzó a hablar de otras cosas; dijo que le apasionaba ti­ rar al blanco en las kermeses; cuando tenía dinero lo gastaba total­ mente ahí. Le explicó a Ernesto cómo debían apoyarse los revólve­ res en la cadera para evitar que el retroceso del arma perjudicase la puntería. También habló de drogas y de la manera de aplicar las in­ yecciones de cocaína y la adquisición gradual de la tolerancia. Hubo un silencio y el chico preguntó adonde iban y dijo que a las dos de la mañana tenía que estar en San Martín, donde dormi­ ría en casa de un amigo. Comenzaron a salir del Balneario por la calle Cangallo. «Enton­ ces, ¿no podemos hacer nada ahora?», dijo Ernesto. «Aquí no; no hay seguridad», dijo el chico. Ernesto bajó la cabeza, angustiado. «Y si yo te acompañara a San Martín...», dijo. «Sí, dijo el chico, hay calles oscuras y además está la avenida General Paz.» Ernesto se emocionó con ese morochito de 17 años. Quizá se de­ jase besar. Irían hasta San Martín, a calles oscuras y desconocidas donde Ernesto lo abrazaría contra su pecho. Volvían a Constitución. Allí tomarían un ómnibus. Pasaron jun­ to al Ministerio de Hacienda y entraron en el subterráneo; eran las once de la noche. Hablaron del idioma inglés. Ernesto le enseñó algu­ nas palabras; el chico se reía mucho y decía: Kiss me, piense, kiss me. Ernesto dijo que sólo tenía dinero para el viaje, pero el chico con­ testó que no importaba. Habían estado en los lugares sombríos, ocul­ tos y abandonados del Balneario Municipal y de la Costanera y aho­ ra iban hacia las luces, al encuentro con los demás hombres. Ernesto

se sentía avergonzado y hubiera querido esconder al morochito de las miradas de los tipos con los que se cruzaban. El chico tenía las uñas sucias, una boca de labios gruesos y largos, dientes muy blan­ cos y un suave bigote. Ernesto vestía un traje gris, camisa blanca y corbata azul. En el subterráneo hablaron de los dioses y héroes mitológicos. El chico mencionó a Júpiter, Venus y Marte. Ernesto le contó la leyenda de Faetón y de las hermanas convertidas en álamos. Bajaron en la es­ tación Avenida de Mayo y cambiaron para tomar el subterráneo a Constitución; mientras esperaban, Ernesto fue al baño. Vio a dos o tres invertidos maduros que conocía. Se lo contó al chico y éste dijo que no le gustaban los viejos aunque tuvieran dinero. Eso le agradó a Ernesto. En el andén había varios marineros brasñeños sacándose fo­ tos. Felizmente, en el subterráneo no había ningún conocido. Conver­ saron de política. El chico nombró a Lenin y a Trotsky. Ernesto le ha­ bló con entusiasmo y con fervor de la revolución rusa. Llegaron a Constitución. Ernesto tenía miedo de que el morochito quisiera volver al hall de la estación del ferrocarril, a ver a los tipos que estaban en ese momento, a buscar a otro, pero el chico se quedó a su lado. Salieron a la calle y el chico gritó: «¡Ahí esta el óm­ nibus!» y corrió. Ernesto lo siguió y subieron al ómnibus; pagó los boletos. Iban hasta las avenidas General Paz y Lope de Vega. El chico se sentó y Ernesto le puso su sombrero negro sobre las piernas. Luego se pudo sentar él; el viaje era largo y temía que el chico se aburriera. Le dijo que durmiera y que él lo despertaría cuan­ do llegaran. Luego Ernesto sacó de su bolsillo un libro de historia romana que llevaba y se lo dio. El chico se entretuvo mirando las lá­ minas y haciendo comentarios. Ernesto le habló de Nerón y de la vi­ da desordenada de los emperadores. Le contó la historia de Salomé, que al chico le impresionó mucho. La cabeza del profeta en la ban­ deja de plata y el beso en la boca agria de Iokanaán, y la muerte de Salomé bajo los escudos de los soldados. El morochito escuchaba se­ rio y con los ojos muy abiertos. Abandonaron el ómnibus y entraron por los terraplenes de la avenida General Paz; caminaron en la oscuridad sobre el barro. Ori­ naron los dos en unos matorrales. El chico abrió el paquete que lle­ vaba y se metió la camisa sucia debajo de la campera. Ernesto se pu­

so el impermeable. El chico se le acercó y le dijo que se ajustara el impermeable si tenía frío. Cruzaron la avenida hacia San Martín. El morochito le señaló un árbol que había en la mitad de la avenida General Paz y donde él había dormido a veces; cantó una canción es­ pañola, palmoteo las manos y bailó golpeando los tacos contra el sue­ lo. Ernesto tenía miedo; pasaron por un terreno baldío y cruzaron varias calles desiertas. Ernesto ahora le daba cigarrillos y fumaban los dos. Buscaban un lugar donde quedarse. El chico dijo que San Martín se parecía cada vez más a Chicago. Se acercó a Ernesto y le puso una mano en la nuca y lo acarició delicadapiente; dijo que Er­ nesto tenía una piel muy fina. Le preguntó si sentía filo, si no esta­ ba cansado y si iba a saber volverse ya que él tenía que ir a casa del amigo. Llegaron a una esquina y se detuvieron debajo de un foco de alumbrado. El chico se acercó, se puso un dedo entre los dientes y dijo mirando a Ernesto con fijeza: «¿Sos ardiente?». Dieron vuelta por una calle y caminaron hacia un terreno com­ pletamente oscuro que el morochito conocía; en el trayecto contó una pelea que había tenido con un tipo en Santa Fe. El chico le había cla­ vado al otro un cortaplumas en el brazo izquierdo aunque en reali­ dad le había tirado al pecho, al corazón. El otro, con una botella ro­ ta, le había abierto un terrible tajo en el cuello. El morochito tuvo que quedarse encerrado tres meses en su casa hasta que se curó del todo. Le mostró la cicatriz en el cuello, muy ancha y más oscura que la piel. Ernesto se la acarició un poco. El chico dijo que le daba una sensación extraña cuando se la tocaban. El morochito tenía puesto el sombrero negro. Ernesto temblaba de miedo. Quizá lo llevaba adonde vivía el amigo; éste podía salir de cualquier parte y le robarían y lo desnudarían. Quizás el chico lo traicionaba. Entraron en el terreno y siguieron un camino junto a una fila de casas. Apenas había luz. Había varios perros que ladra­ ban fuertemente. Ernesto dijo que no seguía más. El chico insistió para que fueran más adelante. Ernesto lo siguió: «Es por mi propia seguridad y por la tuya», dijo el chico. Se quedaron de pie uno frente al otro. Ernesto extendió el im­ permeable en el suelo y volvió a mirar al chico. Éste sonrió y llevó una mano a la cadera. Ernesto se estremeció y pensó que en las ma­ nos del morochito ya aparecía un revólver o un cortaplumas, pero el

morochito, en cambio, se abrió el cierre relámpago del blue jeans. Ernesto sonrió y se acercó al chico y le pasó los brazos por el cuello y luego por la cabeza y lo despeinó. El chico dijo: «Así hacen todos». Ernesto lanzó una pequeña carcajada y lo abrazó. El morochito se separó y se tendió sobre el impermeable y desde allí lo miró. Ernes­ to se acostó junto a él. Enseguida se abrazaron nuevamente. Ernes­ to le apretó con fuerza la espalda y el cuello. Sentía el corazón dila­ tado y golpeándole en la garganta y una fiebre intensa en las manos y en la cara. Las bocas quedaron sobre las orejas; Ernesto le besó las mejillas y luego deslizaron los labios suavemente hasta que se en­ contraron y se besaron. Ernesto oprimió unos labios blandos y muy frescos. Abrieron las bocas y se tocaron las lenguas. El chico abrió grandemente la boca y abarcó toda la boca de Ernesto. Lo besó en la mandíbula y en los ojos. Cuánto hacía que Ernesto no besaba. Aho­ ra un chico de 17 años lo había besado en la boca. Se acariciaron durante un rato y el morochito insinuó la posibi­ lidad de poseerlo a Ernesto, pero éste se negó diciéndole que le re­ sultaba muy doloroso. El chico, amablemente, desistió. Luego hubo una precipitación para terminar. Ernesto le pidió que lo masturbara y el chico accedió. Se limpiaron los dos en la camisa sucia del mo­ rochito. Éste, entonces, dijo que Ernesto ya estaba frío y que había perdido interés en la situación. Pero Ernesto negó y el chico comen­ zó a masturbarse a su vez. Ernesto le besaba el pecho, los pequeños pezones, el vientre y los costados. El tiempo pasaba y el chico seguía masturbándose. A Ernesto se le entumecían los labios y comenzaba a dolerle mucho la lengua de tanto pasársela por la piel. Entonces se sentó en el suelo y lo miró. El morochito tenía un sexo pequeño y pálido, que todavía no tenía mar­ cas ni manchas. «Miráme -dijo-, a mí me gusta que me vean gozar.» Luego Ernesto vio en el puño del morochito unas gotas muy blancas en la oscuridad y espesas que resbalaron lentamente hacia la muñeca. El chico se limpió nuevamente con la camisa sucia y los dos se pusieron de pie. El morochito tenía que estar en casa de su amigo antes de las dos de la mañana. Sonreía y comenzó a dar sal­ tos y quiso levantar a Ernesto por los hombros. Se afirmó en el sue­ lo, lo tomó a Ernesto por los sobacos y consiguió alzarlo. Ernesto lo alzó a su vez. Luesro el tVhim lo levantó pn Ins hrn'zns! ram irñ nnna

pasos y los dos jugaron a que estaban casados y entraban en su fu­ turo hogar. Ernesto, nervioso, lo levantó a su vez, con más facilidad de la que había creído. Dio una rápida vuelta, le dejó caer la cabeza como en una acrobacia y lo soltó del todo. Cuando el morochito se enderezó le pegó una palmada en las nalgas. Se abrazaron y se besaron nuevamente y salieron del terreno. El chico miraba a todas partes porque decía que había que estar muy atento. Llegaron a la calle iluminada. El chico se puso el impermea­ ble y el sombrero negro y jugó a que era un gángster de Chicago. Pa­ ra poder tocarlo así vestido, como se los ve en la calle, en todas par­ tes, Ernesto se puso detrás del morochito, le besó la nuca y deslizó las manos por la cadera, el vientre y las ingles, por sobre el panta­ lón, la tela azul del blue jeans. En la esquina se despidieron. El chico le devolvió el impermea­ ble y el sombrero negro y le indicó cómo debía volver para no perder­ se. Ernesto tomó el sombrero negro y se lo puso al chico en la cabe­ za. «Es tuyo», dijo. Él hizo un gesto para rechazarlo, pero Ernesto dijo que era un sombrero viejo y que apenas servía para un regalo. Que­ daron citados para el próximo domingo a las 20, junto a la pequeña locomotora de juguete de la estación de Constitución. El morochito le pidió alguna ropa usada: pantalones, camisas, ropa interior y me­ dias. Ernesto le prometió llevársela. Se despidieron. Alzaron las ma­ nos y hablaron en voz alta del lugar de la cita. El chico se fue saltan­ do y corriendo, con el sombrero puesto. Ernesto ya había decidido no ir a la cita. No podía llevarle ropa tampoco; su madre se daría cuenta. El morochito se llamaba Juan Carlos Crespo. Ernesto le dijo que él se llamaba Osvaldo y que es­ tudiaba Derecho. El chico le calculó 22 años y Ernesto le dijo que te­ nía 24. Antes, el chico había dicho que se notaba que Ernesto era es­ tudiante por los gestos y por la manera de hablar. Ernesto se volvió por la mitad de la calle, por temor a un asal­ to. Se cruzó con dos o tres tipos, pero no pasó nada. Al contrario, hu­ bo uno que se apartó de él. Llegó a la avenida General Paz. Hubie­ ra querido caminar más para poder pensar, quizás hasta Liniers, pero no conocía la distancia y decidió tomar el ómnibus en el que ha­ bían llegado. Tomó el que salió a las dos de la mañana, luego de es­ perar en un bar.

Ernesto se sentía desconcertado por la libertad del chico. Esa i bertad joven, graciosa, arbitraria. Además, el chico parecía tener es vehemencia ciega y egoísta de los adolescentes. Pero, por sobre te do, era tierno, cariñoso y necesitado de cariño; un hombrecito ms duro y aterciopelado, como una fruta. Ernesto, a su lado, en cambic era un viejo y ávido pederasta con una homosexualidad que ya s había hecho automática. El morochito, desde luego, era bastante he mosexual. Ernesto había descubierto y podría seguir descubriend muchas de sus debilidades y hasta, quizás un día, poseerlo. Cuan do se despedían el chico había dicho: «¿Cómo tenemos que hacer pa ra que yo sea para vos y vos seas para mí?». Ernesto habló de fide lidad y de que él, económicamente, no podía hacer nada por el chicc pero éste sólo quería que lo ayudaran y la amistad y la presencia d Ernesto. El gusto de su boca, su olor, era el mismo olor de otros mucha chitos de su edad que Ernesto había logrado conseguir: un olor ru do, fresco, árabe. El olor que debía de tener Ernesto a la edad di ellos. Habrá otros que recibirán toda la soledad del chico y su ira gilidad, su figura, su manera de caminar, sus caderas sólidas y su piernas duras. Por supuesto, Ernesto no podría quejarse nunca. Un chico de 1' años se había colocado en sus manos. Todo se lo había dado sin qu( Ernesto lo mereciera. Un adolescente argentino se le había ofrecid» y entregado. Todo había sido inmerecido. Al día siguiente, mientras estudiaba, Ernesto sentía a veces ] repentinamente, como un recuerdo, el olor del morochito: crudo, car nal, leve e insistente. Olor de adolescente griego. Un olor griego. «Vi vo en medio de una mitología», se dijo Ernesto.

2 Una semana más tarde, una noche, Ernesto se encontró nueva mente con Juan Carlos Crespo en Constitución. El chico se disponú a dormir en uno de los bancos de los andenes de la estación. Salieror los dos y caminaron por la calle General Hornos hasta Barracas. Ernesto le contó que era amigo de un viejo mendocino, dueño de

u n restaurante, que lo mantenía. Se acostaba coñ él dos o tres veces por semana y el viejo le daba doscientos o trescientos pesos, pero ya se estaba cansando de Ernesto e iba en busca de los más jóvenes. Ernesto ya estaba listo. El morochito quería que entre los dos lo asal­ taran al viejo y en caso de que se resistiera podían terminar matán­ dolo. Ernesto se negaba, diciendo que le tenía lástima y repugnan­ cia al viejo. Llegaron a una plaza en Barracas y se sentaron en un banco de piedra. Ernesto lo besó de pronto y el chico se rió, complacido. -Tengo que conseguir un trabajo -dijo-, pero yo no puedo durar mucho en ninguna parte. Trabajé en una compañía de tabaco. Me tenían confianza y me encargaban que cuidara el dinero de la caja -sonrió-. Pero me pagan poco y yo me desquitaba traicionándolos. Ernesto sacó el paquete de cigarrillos. Le dio uno y comenzaron a fumar. El morochito lo miró de reojo, dudó un momento y sonrió misteriosamente, como si estuviera solo. Luego dijo: -Vos aparecés y desaparecés. Me explicás muchas cosas y me contás historias. Pero yo no sé nada de vos; parece que vos tenés de­ recho a interesarte en mí, pero yo en vos no. De todos modos, vos acostumbras a venir a Constitución, y a pasearte por la estación y por la plaza. Ernesto apretó las mandíbulas y sintió que enrojecía. -Yo no tengo costumbres -dijo-. Me horroriza tener costumbres. Y no tengo historia, tampoco. Ni tengo evolución. El morochito lanzó un breve silbido y empezó a echarse el hu­ mo del cigarrillo en las manos. -Yo sé quién sos -dijo-. Uno de esos tipos fracasados que se vuelven viejos arrastrándose por las calle y hablando en los cafés y cambiando amigos todos los días. Ernesto lanzó una carcajada. -Muy bien dicho -dijo-. Alguien te lo habrá enseñado pero no es así. Yo no soy de esa clase de hombres -bajó la cabeza y frunció las ce­ jas, como si recordara algo desagradable; una antigua preocupación. Algo de lo cual había querido huir durante toda su vida y que había terminado por llevarlo a esa noche, a esa plaza y a ese muchachito que lo escuchaba- Yo no soy Erdosain -dijo como para sí mismo. -¿Quién es ése? -dijo el morochito.

-Un personaje de una novela -contestó Ernesto-. Un pobre ti­ po equivocado. Un maniático pensativo. Algo inmundo. El chico comenzó a cantar suavemente. Ernesto fumaba, con ai­ re abstraído y miraba el suelo. Se sentía absolutamente solo. -Yo he querido otra cosa -dijo, con la cabeza gacha-. He queri­ do ser un hombre duro y libre. Algo así como un hombre solitario que camina por la noche: disponible y dispuesto a todo. Que va, desde luego, a su casa, pero que puede desviarse en cualquier momento hacia otra parte tal vez para siempre. Sin compromisos, sin costum­ bres, sin gustos, de ninguna manera típico. Que puede volverse o se­ guir adelante. Solamente acosado por el hambre, el sueño o la su­ ciedad y por el miedo de que a pesar de todo pueda tener una vida. Algo que los demás pudieran mencionar como «La vida de...», sin agregar nada más. Pero no sé por qué estoy diciéndote esto. -Es demasiado complicado para mí -dijo el chico-. Yo no pien­ so tanto. No me hace feliz pensar siempre lo mismo, pero yo tengo algunas ideas que te voy a decir después. De pronto, Ernesto alzó la cabeza. -Hay música de jazz que me gusta y que también te gustaría a vos -dijo-. Se llama Chicago. El morochito no respondió y siguió con su canto. Ernesto se pu­ so de pie. -Volvamos a Constitución -dijo. Volvieron y entraron en un bar junto a la estación. Ernesto pi­ dió cerveza y el morochito café con leche y pan y mermelada. Por un pedido de Ernesto no se robó el cuchillo que había llevado el mozo. Éste rondaba cerca, lustrando las mesas con una servilleta, pero en realidad los vigilaba y Ernesto comprendió que temía que se fueran sin pagar. Ernesto se sentía muy bien y disfrutaba con la situación. Por último llamó al mozo y pagó. Salieron y cruzaron la calle hasta la plaza. Dieron una vuelta y se sentaron en un banco. Pero, enseguida, el chico se puso de pie. Dio unos pasos, estirando las piernas, y se detuvo frente a Ernesto y alzó los brazos, como desperezándose. Ernesto lo miró y sintió una especie de vértigo: parecía ver algo que estaba mucho más allá del chico. «Un cuerpo masculino -pensó-; un cuerpo estricto, resplan\

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ric n ir n o n

-Tengo ganas de bañar -dijo el morochito-. Me gusta tanto. Es­ ta mañana me bañé y me lavé la cabeza con un jabón especial. Ernesto lo seguía mirando y no respondía: «No comprendo cómo hacen para vencer el tiempo -se dijo-; y además, ese amor por el mo­ vimiento que tienen.» -Vos parecés un monaguillo serrano -dijo Ernesto-. Un cordobesito o un coyita. El chico dio una rápida vuelta sobre un pie y se plantó frente a Ernesto, con las piernas abiertas. -Estoy pensando -dijo- Estoy pensando que vos y yo... Ernesto rió alegremente y sacó el paquete de cigarrillos. Nue­ vamente se sentía muy bien. Se dijo que él se divertía con el chico. -Vos estás pensando que vos y yo, ¿qué? El morochito se puso serio y se quedó un momento silencioso. Luego dijo: -Yo he trabajado en muchas partes y he tenido amigos. He co­ nocido a mucha gente, sobre todo cuando trabajaba en los puertos, en Rosario y en Buenos Aires. Conocí a muchachos extranjeros: alemanes rubios, noruegos, suecos, canadienses. Es entretenido tener aventuras con ellos porque es difícil entenderse. No tienen ropa y están siempre borrachos de whisky. Yo siempre quise... vi­ vir con uno de ellos y trabajar los dos e ir a los bares en los puer­ tos y luego viajar. Ir a Asia y al África y a un puerto que se llama Hamburgo. Pero nunca tuve la oportunidad y otras veces ellos no querían. -Ésa es gente pura -dijo Ernesto-. Los marineros noruegos y suecos, los leñadores canadienses, los nadadores australianos. Si no­ sotros fuéramos como ellos también seríamos puros. -Yo no sé -dijo el chico-. Pero yo tengo que hacer algo, y eso es lo que verdaderamente busco. Lo que yo quiero es no sentirme me­ diocre. -¿Y entonces? -dijo Ernesto. -Entonces lo podríamos hacer vos y yo. Yo soy libre. Si vos fue­ ras libre podríamos trabajar juntos y... no sé... Compartir la vida. Ernesto miró al chico con gratitud y luego irguió la cabeza, animado. -Yo sé tocar el piano -dijo-. Podríamos trabajar en un bar de la

calle 25 de Mayo o de la calle Viamonte. Hay uno que se llama Chi­ cago. Vos podrías cantar o tocar la guitarra. Yo te enseñaría. -¿Tendríamos éxito? -dijo el chico. -Seguro. Nos los tragaríamos a todos. Y además cambiaríamos de vida. Hasta ahora sólo hemos sido dos tipos en busca de acción. Trabajaríamos juntos y a la madrugada iríamos a dormir a nuestro departamento que estaría muy cerca. Vendrían a vemos todos los días y a la larga terminarían pensando que el mundo se compone solamen­ te de vos y yo. Vos les gustarías mucho a los tipos y mujeres que van ahí porque aunque sos inocente tenés un aspecto sospechoso. -Y tendríamos dinero -dijo el morochito-. Podríamos ir por cualquier calle y entrar en cualquier sitio. Y tomar siempre whisky. Con mucho dinero podríamos vivir en todas partes. -Ya lo conseguiremos -dijo Ernesto-. Algún día tendremos bas­ tante dinero como para comprar esta ciudad y tirarla al río. El chico dejó de bailar y volvió a sentarse. Se acercó a Ernesto y dijo: -Alo mejor es una suerte que nos hayamos encontrado. Los de­ más se acuestan conmigo y se van. Vos podrías quedarte. Además, yo creo que te quiero. Ernesto le puso la mano en el hombro. Le introdujo los dedos en las orejas, luego en la nariz y por último le pasó un dedo por los dien­ tes y por las encías. -Tu saliva es dulce -dijo. -La tuya, en cambio, es salada -dijo el morochito. Ernesto le apretó el cuello y el chico comenzó a ponerse rojo y a ahogarse. -Somos dos hombres que se dicen el gusto de sus salivas -m ur­ muró Ernesto y lo soltó. -O podrías trabajar únicamente vos. Yo te acompañaría todos los días al trabajo, que es adonde uno siempre va tan solo. Luego te esperaría en casa, te haría la comida, te lavaría la ropa -dijo Ernes­ to con un tono burlón-. Y nos acostaríamos solamente cuando vos quisieras; es decir, nunca. Porque yo te desearía constantemente. Además, seríamos una pareja; como hay tantas. Y una pareja es al­ go fuerte, amenazante, que hace sentirse débiles a los que están so­ los. Vos pondrías tu naturalidad, tu violencia y tu inconsciencia sa­

na de chico proletario y yo mi refinamiento, mi cultura y mi cinis­ mo. Vos serías el bárbaro conquistador que finalmente termina ven­ cido y conquistado, como dice la historia. -¿Y yo, entonces, sería tu ... tu hombre, tu macho? -Oh, ya nos entenderíamos. Pero, verdaderamente, vos serías mi chiquito, mi muñeco, mi chongo. Ernesto agachó la cabeza y se frotó las manos con fuerza. «No me respeto a mí mismo -se dijo-; me acuesto con todos éstos porque no respeto ni mi cuerpo ni mi sexo.» Luego se despidieron. Eran las cuatro de la mañana. Quedaron citados para el otro día en el mismo bar donde habían estado. Er­ nesto le dio cincuenta pesos y el chico dijo que iba a Quilmes, a ca­ sa de otro amigo. -H asta mañana -dijo el morochito-. Yo te espero. -Adiós -dijo Ernesto-. Y no hagas nada que no pueda hacer yo. El chico se echó a reír otra vez y se fue. Ernesto volvió a su casa caminando con paso vivo. Tenía un ci­ garrillo en la boca y sonreía al aire fresco de la madrugada. Con .el morochito había usado un lenguaje audaz, imperial, poderoso. Ha­ bía estado solemne y patético. Ese chico era una revolución para él; era algo nuevo y querido. El chico lo cambiaba, pero él debía dejar­ lo. Y si no era así, Ernesto caía en el fracaso total. «No puedo, no de­ bo desearlos -se dijo-, desearlos a ellos es como si también deseara a mi padre, o a mi hermano o a mis compañeros de la Facultad.»

3 Al día siguiente, insoportablemente asediado por el recuerdo de la conversación con el morochito, Ernesto salió nuevamente de su casa; bajo el calor y un sol aplastante. Fue al cine a ver películas po­ liciales. Luego caminó lentamente por la calle Corrientes. Caminó hasta quedar rendido, hasta sentir que reventaba. Tenía miedo de volver a su casa. Sabía todo lo que le esperaba en su habitación. La noche anterior con el chico fue casi irreal e increíble. Ernesto pare­ cía un sueño. Se detuvo a mirar una vidriera y entonces, repentinamente, de­

cidió ir a Constitución, en busca del chico. Se disponía a tomar el sub­ terráneo y en ese instante se encontró con Enrique Vidal (h.) y un com­ pañero de éste llamado Mario, según le dijo después Enrique Vidal Los dos jóvenes venían de la escuela de baile del teatro Colón. Ernesto ya se había cruzado varias veces en la calle con Mario. Se dijo que era a éste y no a Vidal a quien debió haber seguido. Ma­ rio era un muchacho de boca gruesa, africana y andar macizo y vi­ brante. Más tarde, cuando se quedó solo, Ernesto tuvo, por un mo­ mento, un vago sueño de estar con Mario en Mar del Plata o en Chapadmalal, junto al mar. Convivir con él por unos meses. Una imagen que pasó ante sus ojos. Ya lo vería. Tenía la piel oscura y era áspero y sinuoso. Parecía un cubano o un puertorriqueño. Ya lo en­ contraría. Ernesto acompañó a Enrique Vidal hasta la estación de Retiro y luego fueron a San Isidro; a casa de Vidal, donde pasó lo de cos­ tumbre. A Ernesto le agrada mucho Enrique Vidal, que es muy joven y suspira y gime cuando lo aprietan y lo abrazan. Podía comprender­ se muy bien con esos muchachitos y siempre le divertía esa mezcla desconcertante de vanidad sexual y de complejo de castración que tenían. Ernesto era feliz al volver de San Isidro en el último tren de la 1 y 40 de la madrugada. Había esperado en la estación desierta y ahora viajaba en un tren vacío y brillantemente iluminado. Iba sen­ tado junto a una ventanilla abierta y le daba el viento en la cara. Te­ nía puesta su remera blanca. Bajó en Retiro, tomó una Coca-Cola y volvió a su casa. Estaba satisfecho. Sabía que al día siguiente ya no se acordaría de nada. Y además se sentía contento y feliz, a diferencia de su crispación lue­ go de las palabras con el chico de Constitución. Ahora era como si hubiese estado con una mujer: tranquilo, liberado, de acuerdo con­ sigo mismo. Luego, en su casa, pudo dormir bastante por primera vez en mucho tiempo. (En Piglia, Ricardo (comp.): Las fieras, Alfa­ guara, Buenos Aires, 1998.)

La larga cabellera negra M anuel M u jica L ainez

E sta verdadera historia no me la creerás. Y sin embargo es verda­

dera. De cualquier modo, jamás me atreveré a contártela, a sentar­ me delante de ti y contártela. La escribo, eso sí, para detallármela a mí mismo. Acaso, dentro de muchos años, te mostraré el cuader­ no. Y nos reiremos juntos. Quién sabe, quién sabe si nos reiremos. Te informo, por lo pronto, a fin de ubicarte exactamente, cuán­ do sucedió. Fue el 29 de mayo del año pasado, un domingo. Si tuvieras, co­ mo yo, un carnet en el que apuntaras tus diarias obligaciones -y tus felicidades- te enterarías de qué pasó el 29 de mayo. Pero ¡qué vas a tener! Nada te interesa, nada. Te dejas llevar por el tiempo. En cambio yo conservo mis carnets de doce en doce meses. ¿Te ríes? ¿Juzgas que es una ingenuidad; que el tiempo quizá no existe; en to­ do caso que es absurdo pretender encerrarlo, archivarlo, dentro de las hojitas de un carnet; coleccionar tiempo como se coleccionan es­ tampillas? Somos tan distintos... Mi carnet avisa que el 29 de mayo de 1966, domingo, fuimos a lo de Aída Carballo, la grabadora. Estuvimos allí casi la tarde ente­ ra. Tú jugabas con su gato, el del nombre italiano que olvido siem­ pre. Debería consignarlo en mi carnet. Ella dibujaba y yo copiaba un relato mío, de «Crónicas Reales», penosamente, en altas páginas, para que lo ilustrase Aída. Oíamos, sin hablar, unos discos de anti­ gua música, refinados. También debí anotar sus nombres: cosas del siglo xrv o del XV, españolas, si no me equivoco. De tanto en tanto,

yo alzaba los ojos y te miraba el pelo. La larga cabellera negra. Hay que decirlo así sonoramente, románticamente, ubicando el substan­ tivo entre dos adjetivos. Y esa palabra: cabellera... tan descalifica­ da. Pero si en vez pusiera aquí: el largo pelo negro, no me entende­ rían otros lectores; supondrían que me refiero a un pelo, a un cabello solo y largo. ¡Bah! Te miraba el pelo, o los pelos, y volvía a escribir, a la copia. De la calle Velazco entraba un aroma a fogatas, a tarde, a melancolía. La luz de la lámpara los aislaba en su círculo a ti y al gato. Se adhería, como ún barniz, al largo pelo negro, a tus hombros. Todo en ti me gusta, te lo he repetido a menudo, todo, fuera del carácter, a ciertas horas, en ciertos inexplicables minutos. Calculo que me odias entonces. O no... Todo me gusta, pero nada me gusta tanto como tu larga cabellera negra. Lo sabes; de ella te ufanas. La cuidas. Te he visto cepillarla hasta que la cara se te enciende. Lar­ ga y negra, lacia, no muy fina, partida a la izquierda por una raya inconstante. Mas no definitivamente lacia, y en eso finca, me pare­ ce, su seducción, porque se ondula sobre las orejas con ancha onda y luego recupera su lisura. Negra, renegra. El cuervo, etc. Recuer­ do que aquel día, en lo de la buena, admirable Aída Carballo, mien­ tras me dolían los dedos de tanto copiar y los frotaba suavemente, se me ocurrió que tu pelo tiene vida propia, que vive aparte de ti, por su lado; que cuando duermes, por ejemplo, se mueve apenas, co­ mo si se desperezase. Aseguran que la cabellera de los muertos si­ gue creciendo, en el silencio del ataúd, que vive en medio de la muer­ te. La tuya -adivinaba yo- vive en medio de la vida, su vida, como la de las Gorgonas. Pero no tiene nada que ver. Las Gorgonas... ¡Qué imagen! Yoilá la littérature. Nos fuimos a casa antes de comer. Te estiraste en el sillón amarillo, con el vaso de whisky en la mano. Al­ go murmuraste sobre tu fatiga. De eso no me acuerdo, pero lo su­ pongo: esos cansancios, esos cansancios permanentes... Dejaste el vaso y te dormiste. Yo intenté leer. Empero, la certidumbre, la ex­ traña certidumbre de que tu pelo es como un animal negro o, mejor aún, como un bosque, no como un bosque sino un bosque, misterio­ so, viviente, me obsesionaba. En lo de Aída había bebido dos whisfeies y un vaso de vino: bebí otro whisky en casa y sabes que no soy fuerte. De manera que puedes, si te resulta cómodo -y te resultaráatribuir lo que sigue al alcohol. No fue el alcohol. Fue.

Me puse de pie, mirándote, mirando la larga cabellera negra, aparentemente inofensiva, que se te volcaba, por la inclinación de la cabeza, sobre el hombro derecho. Tu larga cabellera negra -voilá la littérature, la deformación profesional- es como un río nocturno, es como una fúnebre bandera yacente, es como un gran pájaro dor­ mido, es como un arpa oscura (¿un arpa? ¡qué idea!), es como... Adelanté un dedo, dos dedos, hasta rozarla. Me incliné a respi­ rar su olor, su olor familiar, que reconocería entre miles y millares y millares, fresco, con un dejo de violetas. Luego volví a mi asiento, detrás de la mesa, y reanudé la lectura. Leía (camét) una antología voltairiana, y lo señalo para afirmar que ninguna extraordinaria in­ fluencia -fuera, acaso, de la del alcohol... pero había bebido pococontribuía a crear un clima de singularidad, propicio a la alucina­ ción. Al contrario, el escepticismo de Voltaire, su vigilante burla, me armaban contra la tentación mágica. De repente se apagó la luz eléctrica que a la espalda tenía, fija en la biblioteca, la única del cuarto. Estaba habituado, como leal por­ teño, a los apagones súbitos, a los desperfectos, a los ensayos que me privaban de luz durante media hora. Sin duda alguien, en alguna oficina, sacudía hilos, desajustaba y ajustaba. No me importó. Ya reaparecería la luz. Hasta prefería aquella penumbra, pues la tenue claridad que el esplendor de la noche filtraba desde el jardín, a tra­ vés de las persianas, confería a la habitación un aire irreal, una -no me queda más remedio que llamarla así- dimensión poética, en la que sobrenadaban, pálidos, lunares, los cuadros de Susana Aguirre y los vagos libros. A ti no te tocaba; se deslizaba hacia los muros, co­ mo si respetase tu sueño. Eras, en la sombra, una sombra más den­ sa. Tu pelo apenas brillaba. Fue entonces -busco en vano otra palabra- cuando tuve la im­ presión de que tu pelo empezaba a fluir. Eso es: a fluir, como si fue­ se líquido, como si fuese un pequeño manantial negro, silencioso. Pensé en la ilusión óptica, modifiqué mi posición, detrás de la mesa; nos separaban sólo dos metros, pero la distancia parecía mayor, por los muebles que entre nosotros se interponían, y no logré restablecer la disciplina lógica, el ritmo convencional. Tu pelo seguía fluyendo, insinuándose, extendiéndose sobre tus hombros, sobre tus brazos, so­ bre la mitad indecisa de tu cara. Me incorporé y entrecerré los ojos.

Tu cabellera se desparramaba lentamente sobre tu pecho, sobre tus piernas, descendía, en la desconcertante visión, hasta la alfombra, y allá también captaba yo, cuando lo permitía la incierta lobreguez de mi cuarto, su pausado andar, su manar mínimo y secreto. Conjeturaba las flexibles ondulaciones y el discurrir calmo de la corriente, porque no veía casi nada. Una especie de vibración repta­ ba por la alfombra, sin rumores, y nacía de tu cabeza, de tu trému­ lo pelo esparcido. Las viejas metáforas, tu pelo es un bosque, es un río nocturno, es como..., sumaron su tenacidad literaria, irritante, a la angustia que me sobrecogía. Quise adelantarme; quise empujar las persianas, admitir, cruel, la franqueza de la luna, romper el es­ pejismo, el sortilegio engañoso, y no bien di un paso sentí, bajo las suelas, un crujido, algo como una suavidad que cruje y que no co­ rrespondía a la alfombra, sino a otra presencia sutil -todo esto es muy difícil de explicar-, mientras que se intensificaba en el cuarto el olor a violetas. Fascinado, retrocedí a mí asiento. No me restaba más que alzar los ojos, tal vez entregarme. Y tu pelo no cesaba de fluir. Ya estaba alrededor de mi silla; ya ascendía, acariciándome las piernas, ya me envolvía despacio, despacio, el torso, imponiéndose a mi aterradora rigidez; ya estaba alrededor de mi cuello, de mi bo­ ca. Abrí los ojos y sentí su sabor familiar, querido. Era tarde para gritar, para tratar de aflojar sus nudos. Me cubría los ojos, me aho­ gaba en un caudal que olía a violetas -no era una metáfora, no era un manido adorno literario, era una realidad, el río, el río de la ca­ bellera negra- y se desplazaba, como una lánguida serpiente (la Gorgona), inmovilizándome en su perezosa torsión. Voy a morir -me dije-, esta es la extravagancia, la monstruosi­ dad de la muerte. Pero con la misma naturalidad con que me había aprisionado, tu pelo, cuando menos lo esperaba yo, cuando me creía condenado, aflojó sus nudos y empezó a desandar el camino, liberán­ dome, remontando su curso. Gradualmente, su liviano cabrilleo, en la alfombra, me indicó que se retiraba la marea, que cedía terreno, y que el escapado ser -un ser hecho de infinitas hebras inestablesreasumía su esclavizada condición de casco negro y hermoso. La sombra, que por tus brazos subía, terminó situándose en tomo de tu rostro, al que la luna, por un juego más, en las mudanzas de la ilu­ minación, imponía una lividez celeste.

Me estremecí, y en ese instante se encendió, en la biblioteca, la lámpara. La luz se apoderó del cuarto, imperiosa, inmediata, con una rabia brusca que nada tenía que ver con la posesión lograda, minutos antes, por tu paciente cabellera. Sobre la mesa, proseguía abierto el «Comentario Histórico» de Voltaire; tú seguías durmien­ do, la cabeza doblada en el hombro, el largo pelo todavía volcado, quizá palpitante todavía: seguías ignorando, como siempre, en el re­ fugio de tu inocencia feroz, las cosas incalculables que a los demás nos afligen. (En El brazalete y otros cuentos, Sudamerica­ na, Buenos Aires, 1978.)

El marqués de Sebregondi llega y retrocede O svaldo L amborghini

(«paciencia, culo y terror nunca me faltaron», dice), el marqués de Sebregondi, huyente de sus ruinas recaló en estas cosas: ancló en Buenos Aires. Yo lo veo venir. Aparece y sus pasos son breves, medidos. Vuelve, retrocede, llega. Tiene el marqués raída la ropa y una flor ficticia en la solapa. Humean, hu­ mean sus restos de creencias. Del norte de Italia, el vaho llega hasta aquí, hasta la humedad de estas costas, hasta este humo Río de la Plata. Lo recibimos en familia y la cosa empieza cuando mi padre gi­ ra y se ausenta, ausente en este giro pecaminoso casi, en este darse vuelta. En otro tono, en otra órbita (casi manera de decir) con su ma­ no ortopédica plástica y delgada, la mano enfundada en cueroguante, sosteníase el marqués ampliamente la barbilla. Crujiente, sumi­ so señor de solapas raídas -su énclave el Plata, su anclaje, y su clave: barrosa y agua- la flor ficticia decaía exhausta, en la enredada sobre­ mesa: así como los anillos de piedras deslucidas ya no enjoyaban en sus dedos, el resplandor, el ópalo, el tabaco. Detrás de ese humo, de ese cigarro, culto y cultor Sebregondi confesaba: «Ya no hay poesía que me espante. Empero, empero, empero. No he venido aquí -o aquí no he venido- a ocupar el lugar de nadie. Mi retórica se adormece y brilla, y es el fulgor de un fragmento, y es, el rumor de un recuerdo, ronroneo de otra época.» Espacio declaracionismo: las ruinas podero­ samente hablan, por toda rotura emergen palabras. No lo hacía el marqués de Sebregondi, sin embargo, sino que él, atento, escuchaba ese fraseo: lo está escuchando. El marqués que viene muy de lejos se H omosexual activo , cocainómano

ha sentado a nuestra mesa, acodado en familia en el óvalo precario: equilibrio de destinos y palabras. Cuando nadie lo veía, en lo huero de no ser visto, el marqués se hurgaba las narices justo en el hueco de no ser mirado. Escupía saliva agria por los colmillos acompañada de restos de comida. Mascaba fuerte o le hurgaba el culo a algún mucha­ cho. Uno tenía preferido y con él vivía en un astroso departamento nórdico: creo Arenales, Arenales y Callao. En el relato su droga la to­ maba frente al espejo y después hacía el chiste: «Soy Narciso, el del estanque: estancamiento y desastre.» Fijo se miraba al espejo, toda su esperanza fiada al cuarteado del espejo y el mundo, como si cada fisura fuera una posibilidad de escape. Habitaría la cuarteada super­ ficie de la luna, o Luna, si se le ofreciera una fisura tan grande como para intentar el raje. Pero él no decía, tal vez ni escuchaba esas pa­ labras. La luna girantepálida lo rondaba, la huecaspléndida, san­ grienta luna quevediana: las palabras españolas que sabía, pero no recordaba. Urdidamente le enseñamos el lunfardo. Retazos de la con­ dena de hablar, sentida como opresión, como cultura/condena, ba­ beándole el escracho. Pero en la lenta, crujiente fractura de las jer­ gas y la lengua, en esta prosa, en parte, cortada, la historia del marqués (la nuestra) no ha terminado: al unísono los tres mogólicos hablan con los ojos opacos, erguidos. Y en el cuento, tradición de bo­ ca en boca o refrán, la sumisa flor de la solapa decae hasta caerse dor­ mida en la copa de vino: aquí una respiración se niega, pero a morir­ se. Y el marqués, durmiente, derrama el vino con brusca, ortopédica mano. Sobresalto, sobre el mantel se dibuja otra flor cansada. La re­ tórica es insomne. En cambio. Admira la perfección de este cóncavo, convexo, resonante y callado fracaso. Ante el espejo, espejo dicho, el marqués nariguea y se relame. Deposita la droga blanca sobre la ca­ naleta de una llave y se contempla tomarla. Soy El Marqués de la Falopa, un raído señor recalado en estas costas. Creo en un dios en for­ ma de cadete militar sometido (en uniforme del Liceo Militar) a mi locura de bufarra. Y se mira. Síguese mirando. Se persigue. Ve, helas aquí, otras solapas raídas. Porque el marqués es tan antiguo que usa robe de chambre. Con irrefrenable simpatía clásica, deseo y ganas, hasta con cierta irreprimible lozanía, encamina sus medidos pasos hacia el cuarto de Roxano. Ésta es la escena, palabra que no nos per­ deremos. La mano ortopédica se apoya en la nuca amarilla del mu­

chacho que está esperando, en peluca, boca abajo sobre la cama. El marqués entonces desajusta de su bragueta, desadhiere un miem­ bro fino de cincuenta centímetros de largo y compuesto por nodulosfalanges. Lo hace crujir, sonar. Lo desenrosca. Penetra sin hacer caso de los ayes. Esta escena la veremos, esta palabra. Repetida, esta pa­ labra personaje entra y sale. Huye y reaparece. El marqués de Sebregondi, exhausto, mira el cielo raso. (Fragmento de Sebregondi retrocede, en Nove­ las y cuentos, Del Serbal, Barcelona, 1988.)

La invitación

Jo rg e Asís

a Edmundo Eichelbaum

P redispuesto , M arinelli caminaba por Callao; elegante, había ba­ jado del subte en Congreso, en blanco, con absolutamente nada en la cabeza, contento por haberse escapado de Alabama, mejor dicho contento por haber dejado con las ganas al Profesor Acuña, ganas de proseguir indefinidamente discutiendo acerca de la cosmogonía, la frivolidad, el peronismo, la masonería y el tango. Marinelli recor­ daba el triunfo de la noche anterior, en Alabama: el Profesor Acuña se había ido derrotado, con una bronca muy poco disimulable, inter­ pretando sin equivocarse que su derrota provocaría una abundan­ cia feroz de comentarios adversos. Y ¿demás lo peor: los muchachos elegirían, en adelante, sentarse en la mesa de Marinelli. Limpio, en blanco, trajeado, Marinelli caminaba por Callao; pre­ dispuesto, dudando si el cine, algún café, o sencillamente caminar: era viernes, y la noche, fresca y estrellada, prometía cosas. Victorioso, ca­ minaba con su traje negro, nuevo (bah, recién sacado de la tintorería), la corbata bordó, el chaleco, los zapatos como lagos, que le daban a su grueso bigote un aire particular, artístico. Además, como no llevaba ningún libro en la mano, se sentía vacío; como decía él: predispuesto. Sabía que en Alabama estaría esperándolo el Profesor Acuña, con gra­ ves deseos de revancha, de continuar la polémica, o armar otra. Pen­ saba entonces en el Profesor, ahora. Mejor, se dijo, es dejarlo calentito, deseando, así, dándole ventajas: que converse primero él con los muchachos. Cuando Marinelli llegara, lo derrotaría, otra vez; pobre Profesor, lo volvería loco, tendría que irse de Alabama, parar en otro café. Imaginaba que en esos momentos, mientras caminaba en blan­

co y predispuesto, el Profesor estaría hablando a los muchachos del derrocamiento de Yrigoyen, los viejos métodos de falsificación, aten­ tados anarquistas, la década futbolística del cuarenta, la segunda gue­ rra mundial, Perón o Braden. Pobre Profesor: hoy también lo estro­ pearía, le saldría con otro tema, el buda, el ocultismo, protocolos de los sabios de Sión, trigonometría y yoga, petrogrifos de La Rioja o di­ versas noblezas europeas características del siglo xvil. Sería brillan­ te, lúcido e irónico; triunfaría. Había encendido un cigarrillo Marinelli; se disponía a tomar Co­ rrientes cuando un cabecita negra desarreglado, despeinado y sucio y con zapatos rotos, lo detuvo para decirle: -Me permite, señor. Dio otra pitada Marinelli; lo miró fijo, a los ojos, sin responder­ le. Sin embargo se quedó parado, predispuesto. -Hace dos días y medio que no como. Siguió contemplándolo Marinelli; fumaba. Lo miró como diciéndole: y qué más. Sin embargo no le dijo nada; los ojos fijos, penetran­ tes a los ojos del negrito que aparentaba poco más de veinte años. -Me daría unos pesos. Otra pitada; le miró, ahora, desfachatadamente la bragueta; con lentitud, retomó a los ojos. -Ando juntando plata pa comprarme un sánguche, me da. Con la cara, Marinelli dijo que no; viajó nuevamente desde los ojos hasta la bragueta del negrito. Al volver a los ojos, contempló rabia. -Disculpe. Ya miraba a otro lado el negrito; es decir, ya estaba por dirigir­ se resueltamente hacia otro tipo, cuando Marinelli: -Joven. El negrito se dio vuelta, hacia él. -Yo no soy quién para humillarlo, dándole a usted dinero -ex­ pulsando humo Marinelli-. Pero si lo desea, puedo invitarlo a cenar. Claro, si no le incomoda. El negrito se quedó mirándolo. -No soy un ciudadano que acostumbra repetir las invitaciones. Si lo desea, gustoso gozaré de su amable compañía. Casualmente, iba a cenar a Pichín. No sé si a usted le agradarán las tiras de asa­ do de Pichín. Lo que es a mí, amigo, me fascinan.

Varios comensales levantaron la cabeza áel plato cuando Marinelli entró a Pichín, acompañado del cabecita negra, despeinado, ro­ to, mientras que él con su traje, la corbata bordó, los zapatos como lagos. Y por si no bastara, ese bigotazo, desgarrador, crepitante. Los ojos de Marinelli estaban muy abiertos, como para mirarlo todo. Se ubicaron en una mesa del medio, ante las miradas. -Como le dije, joven. A mí siempre me fascinaron las tiras de asado de Pichín. ¿Qué va a comer usted? El negrito -Marinelli lo notó enseguida- temblaba. -Y... un plato de fideos... con tuco. Con la cara, Marinelli dijo que no. -Pero cómo va a comer fideos en mi mesa. No tolero una insolen­ cia semejante. Por favor. Pídase, no sé si le agradará... a ver, a ver. Se fijó en la lista Marinelli. -Arroz con mariscos pídase. Aquí sale bien, abundante. -Bueno -y no sabía hacia dónde m irar- el negrito. Marinelli se dio vuelta para buscar al mozo. -Mozo -aplaudió, despacito, pero para que todos sintieran. Probablemente intrigado, el mozo se acercó. -Si es amable, haga marchar para mi joven un arroz con maris­ cos. Y para mí, una tira de asado, con papas fritas, ensalada mixta, de lechuga, tomate y cebolla, ¿entendió? Y para tomar... un segundito, mozo, que lo consultaré con mi joven. El mozo se fue. -¿Gusta del vino? -le preguntó al negrito. -Sí. -¿Qué prefiere tomar entonces? ¿Vino? -Y... sí... un litro -mirando hacia cualquier costado el negrito-. Tinto -agregó, muy molesto por los penetrantes ojos de Marinelli, por su bigote. Con la cara, Marinelli dijo que no. -No, un litro no -moviendo los labios Marinelli, mucho-. Yo pe­ diría una botella de tres cuartos, pero reserva, qué le parece. ¿Cuál prefiere usted?, ¿un Pont L’Évéque, algún Escorihuela?, por ejem­ plo podría ser un Santa Silvia. ¿O acaso el Filippini? Nervioso, el negrito intentaba inútilmente decir que era lo mis­ mo; esa manera de mover los labios, el bigote.

-El Santa Silvia prefiero yo. Pero no el tinto, de ninguna mane­ ra. Es... cómo decirle, vulgarote. Mejor es el rosé, ¿no le parece? Con la cara, el negrito dijo que sí. Mientras aguardaban, mirándolo a los ojos, Marinelli untaba man­ teca en un pan. Curiosos, algunos comensales contemplaban la mesa; probablemente alguno notaba los nervios del negrito, la tranquilidad trágica de Marinelli que, untando prolijamente el pan, comprendía que el negrito no soportaba más, ni sus ojos, ni su bigote, en ese instante ni sus manos que, con ostentosa finura, untaban un pan con manteca. -Sírvase -alcanzándole el pan con manteca Marinelli-, A pro­ pósito, ¿cuál es su gracia? -No hay de qué -temeroso, mientras llevaba el pan a su boca el negrito. -Ja -y movió los labios, el bigote-, qué histriónico, joven mío. Anhelo con desventura saber su nombre. -Torres -secamente el negrito, ya a punto de estallar. A la mesa, llegó el vino; con una ancha sonrisa, mirándolo per­ manentemente fijo, Marinelli sirvió. -Brindemos, señor Torres, por nuestro encuentro. Chinchín. Bebieron; movió de nuevo los labios, por supuesto también el bi­ gote, sonrió, abrió más los ojos. -Mirá, viejo -cuando estalló Torres-, si yo tengo que hacerme un culo... -con cierto aire de resignación, dispuesto, pero Marinelli repentinamente lo interrumpió: -¡Cómo dice! No puedo de ninguna manera tolerar una insolen­ cia por el estño. Con quién supone que está dialogando. Por quién me ha tomado -poniéndose serio Marinelli-. No esperaba una reac­ ción semejante, imperdonable de su parte, no creo merecerla. -Perdone, señor... es que... -Es que nada. Es una insolencia injustificada -como un caba­ llero honesto, herido por una deshonra. -Perdone -repitió el negrito, justo cuando a Marinelli le traían la tira de asado, las papas fritas, la ensalada. Comía precipitadamente ahora Marinelli, mientras que el negri­ to le miraba el plato, las papas, la carne, lo miraba masticar, lim­ piarse de cuando en cuando la boca. Parecía a punto de desmayarse el negrito. Enojado, insuperablemente serio, Marinelli no le ofreció

siquiera una papa frita al negrito que, desesperado, aguardaba su arroz con mariscos que, todavía, tardaría unos minutos. Mastican­ do, Marinelli le preguntó: -¿Qué razón perversa ha tenido usted, señor Torres, hombre en quien deposité toda mi confianza, para pensar algo semejante res­ pecto de mi noble persona? -Perdone -repetía el negrito, muerto de hambre. -No es fácil de perdonar una presunción por el estilo, señor To­ rres, no es fácil. Marinelli llevaba a su boca una papa frita, tomate, lechuga, ce­ bolla, carne y pan. -Tchu, tchu tchu, no es fácil de perdonar -y se limpiaba la boca. Concluyó su comida Marinelli justo cuando al negrito le traían el arroz con mariscos. -No es fácil el perdón, de ninguna manera, no es nada fácil. Con su permiso, señor Torres, iré al baño, a llorar en silencio su falsa pre­ sunción. Desesperadamente, el negrito comenzó a devorar su arroz con mariscos mientras Marinelli fingía dirigirse al baño; pero no, en pri­ mer lugar se dirigió hacia el teléfono público, que estaba ubicado muy cerca de la puerta. Simuló cierta impaciencia, como si no pu­ diera comunicarse, en el primer descuido, colgó el teléfono y abrió la puerta: salió lentamente hacia la calle, pero al cruzarla, comen­ zó a apurarse. Detuvo un taxi -Rapidísimo -ordenó al taxista Marinelli-, Hasta Rivadavia y Urquiza, al bar Alabama, no sé si lo conoce, mi amigo. Predispuesto, mientras el taxista le decía que sí, que conocía, cómo no iba a conocer, Marinelli pensaba en el Profesor Acuña, en otro triunfo; ahora en Alabama lo reventaría. -Qué lindo es un cigarrillo después de cenar -le comentó al ta­ xista, después de pedirle fuego. Con la cara, el taxista dijo que sí, y con palabras, un cigarrillo y un café. (En Fe de ratas, Sudamericana, Buenos Aires, 1976.)

Las dos prisiones de Víctor O scar H ermes V illordo

La primera vez fu e e n la comisaría de su. barrio y él era entonces el muchacho con bigotes de la fotografía que me regaló. Había estado conversando con un desconocido a la salida del café y se había para­ do en el poste indicador del ómnibus que iba a tomar cuando fue lle­ vado por un hombre, acompañado por otro, que rápidamente le mos­ tró la credencial de policía y más rápidamente aún lo obligó a acompañarlo. Cuando entró en la salita donde lo tuvieron largo ra­ to, no podía darse cuenta todavía de lo que le estaba pasando. De la salita, de la «amansadora», lo pasaron a una celda colectiva. Previa­ mente, claro, le habían hecho «tocar el pianito». (Estos términos, «amansadora» y «tocar el pianito», por las largas esperas y la toma de impresiones digitales, los aprendió entonces, y aunque indican una amarga experiencia, él, muchacho de buena familia con casa y trabajo, los repetía en las conversaciones desenfadadamente, con en­ tusiasmo, como si no le importaran, porque lo colocaban por sobre los otros, los que no los conocían y lo escuchaban, y porque la cos­ tumbre acaba por matar la inocencia.) En la celda vio las primeras miserias. Cuando entró y se cerró tras él la reja con el horrible ruido de llaves y hierros descubrió sentados en los rincones, acostados en las camas de cemento, contra la pared, y parados en medio, a los que habrían de ser sus compañeros. Eran hombres jóvenes en su mayo­ ría, pero parecían no tener edad, vencidos por el cansancio y aton­ tados por el encierro. Mal entrazados, ojerosos, barbudos, no resul­

taba extraño que olieran mal. Pero la observación que hizo de ellos fue rápida porque la luz que se había prendido para que entrara se apagó en seguida. En la penumbra inmediata -quedó un foco encen­ dido en el pasillo, cuyo resplandor amarillento alcanzaba de sosla­ yo la celda- apenas si los distinguió. Notó sin embargo, que ellos lo observaban. Uno se le acercó. Tembló. Pasó a su lado y se asomó a la reja pa­ ra mirar afuera. Un segundo imitó al primero en sus movimientos, con la misma seguridad y displicencia. Los observó sin moverse, asustado. Los dos permanecieron juntos mirando el corredor, como si tuvieran todo el tiempo por delante. Notó, también, que otros se revolvían en el fondo de las camas y que unos más se desplazaban en el espacio libre. Mientras ocurrían estas cosas no pudo dar un pa­ so; el miedo lo mantenía paralizado. Sin embargo, ni los que esta­ ban asomados a la reja, ni los que se acomodaban o caminaban, in­ tentaron tocarlo. Se quedó un rato clavado en el mismo sitio hasta que se dio coraje y se dirigió a la cama que vio vacía para acostarse. No pudo hacerlo porque el dueño, que se había levantado un momen­ to, se le acercó y firmemente le señaló el piso. Algo confundido, pe­ ro obediente, ocupó el pedazo de cemento donde, ante su desconcier­ to, un tercero colocó las hojas de diario para que se sentara. Víctor no sabía que la prisión tiene sus reglas, aun tratándose de una comisaría. Los muchachos que habían pasado a su lado pa­ rándose luego delante de la reja, y los que se movían en las camas o caminaban por la celda, no querían hacerle nada sino darse cuenta de que estaban junto a un igual, que no les provocaría problemas ni era un «batidor». Esto último, el «batidor», el soplón, es lo más temi­ do, y ya averiguarían la verdad cuando le hablaran. Más tranquilo, cabeceó un sueño, aceptando su destino. Cuan­ do volvió a la realidad, a su realidad de cuatro paredes sin salida, todo estaba en calma a su alrededor. Los compañeros aparecían in­ movilizados en sus posiciones de acostados, sentados o parados. Se­ guían en los mismos sitios, apenas visibles en la penumbra. Pensó que dormían envueltos en una suerte de sortilegio que les permitía permanecer en el sueño aun estando de pie. Y en verdad eso era lo que ocurría, lo que estaba ocurriendo. Lo comprobó en seguida, cuando él mismo fue víctima del encantamiento. El oficial de guar­

dia se paseaba en el pasillo, delante de la reja, haciendo sonar las llaves que tenía en las manos. El mágico tintineo, que resonaba en las mentes de los enclaustrados con los ecos de la libertad perdida -ésa que podía ser recuperada si se abría la reja para salir al patio o a la calle, daba lo mismo-, actuaba como una hipnosis colectiva, un modo de mantenerlos expectantes, otra forma de la tortura. Víc­ tor estuvo largo rato con la mirada puesta en las idas y venidas del policía que pasaba y volvía a pasar, y atento al sonido que se des­ prendía del llavero y se agrandaba cruelmente en sus oídos. Pero no para que se abriera la reja. Esta, sin embargo, súbitamente se abrió. Y se oyeron las órde­ nes perentorias para que formaran en el pasillo y se alinearan en el patio como en un cuartel. Había llegado la hora de pasar lista, hora que coincide con los cambios de guardia. Atropellándose, tropezan­ do, empujándose, el grupo cumplió de mala gana, pero sin chistar, los mandatos. En la media luz casi cenicienta del patio, Víctor oyó que lo llamaban con un nombre cambiado. «Deben de haberlo escri­ to mal», pensó, y no contestó con el «¡presente!» militar con que los otros habían respondido. Claro que en su silencio, en la mudez que le sobrevino, estaba, aparte de la sorpresa del cambio de identidad, la vergüenza de ser nombrado en un patio de comisaría entre mal­ hechores y desgraciados que nada tenían que ver con él. Así que si­ guió guardando silencio y el oficial se enfureció, repitió una y otra vez el nombre equivocado y se volvió al agente de guardia para pre­ guntarle. Éste lo buscó con la mirada y lo encontró. Los dos se le acercaron entonces y el oficial lo interrogó diciéndole cuál era su nombre, que por qué desobedecía. Víctor, tímidamente, le hizo no­ tar el error, y el otro escribió en la lista. Pero al llamarlo de nuevo para que contestara su «[presente!», le dijo, a voz de cuello, el nom­ bre equivocado, el mismo de antes, y no una sola vez, sino varias, a las que Víctor debía responder «¡presente!, ¡presente!» bajo la mira­ da autoritaria. Él debía saber que un policía no se equivoca. De vuelta en la celda se les sumó el nuevo contingente de la no­ che, la última redada del amanecer que las rondas reclutan en las es­ quinas y los bares apartados. Entre ellos estaba el mecánico, el pri­ mero que le habló, un muchacho limpio, de buen aspecto, juerguista con otros compañeros en un boliche de mala muerte, donde se habían

emborrachado y donde cayó la policía. Cuando lo*abordó, después del primer momento en que él también pasó la inspección de los reclusos, hacía rato que la borrachera se le había ido como por encanto y que los vapores del alcohol se le habían disipado como por arte de magia, encanto y magia que no eran otra cosa que susto. El joven, flamante recién casado, no disimulaba tampoco su aflicción por el disgusto que iba a causarle a su mujer cuando ésta se enterara, porque antes de que lo sacaran del bar consiguió pedirle al mozo que conocía, que le avisara. También entre los detenidos estaba el muchacho de pelo lar­ go con el que conversó después, cuando ocurrió la escena en la segun­ da salida al patio, ya en pleno día, pero entonces no lo vio. Esas charlas a media voz ayudaban a los desesperados como él. Aveces los mal dormidos les chistaban desde los rincones, reclaman­ do el sueño que el murmullo les impedía conciliar, pero ellos apenas les hacían caso, guardando silencio sólo un momento, para retomar 1' la charla en seguida. A medida que transcurría el tiempo -que sin embargo no pasa­ ba-y que se sucedían las tandas de nuevos incorporados, los prime­ ros detenidos pasaban a ser los más viejos y el grupo de los antiguos se solidarizaba con ellos. Víctor lo notó cuando llegaron los presos de la mañana. El primer movimiento de los ocupantes fue el de re­ chazar a los recién venidos, el de apartarlos, y el segundo, el de in­ corporar a los aparecidos antes, como él. Eso lo animó, lo reconfor­ tó. Se entregó a la charla con el mecánico sin pensar en el desamparo en que quedaban los últimos infelices caídos en la celda. Pero las le­ yes para sobrevivir son muy duras y no las dicta la piedad sino el instinto. Y esto también tenía que aprenderlo él, que se desvivía por el prójimo. La camaradería se instaló entre las cuatro paredes de la celda, para entonces demasiado estrecha por la acumulación de contingen­ tes. El muchacho le preguntó por qué estaba preso, pero él no supo decirle la causa. «Te emborrachaste», comentó el muchacho. «Sí», balbuceó Víctor. «Está preso por el segundo hache», se oyó claramen­ te a una voz. El que había hablado era el del pelo largo, que lo mi­ raba desde un rincón y al que se volvieron todos. Pero nadie dijo na­ da; por el contrario, se hizo un largo silencio, un silencio que pareció advertir con su carga más al que había hablado que a Víctor.

Claro, sí, el tiempo no pasaba, pero acabó por pasar. Y fue la ho­ ra del desayuno la que le avisó que eran las ocho de la mañana. Has­ ta allí, la claridad del día no llegaba. Remota, remotísimamente, de una claraboya del costado, abierta en el extremo del corredor, se fil­ traba un rayo de sol, una lucecita tan débil como la del foco, que ya había sido apagado. Tampoco llegaba la comida, y el hambre, insta­ lado en los estómagos, se convirtió en el mejor reloj. La novedad fue que algunos recibieron llamadas de afuera. El solicitado salía con el agente y al cabo de un rato volvía. Un pariente o un amigo, entera­ do de lo que le pasaba, había venido a preguntar por él, y la guar­ dia accedía a la visita. Por eso lo sacaban y lo traían luego. Duran­ te su ausencia, en la celda se hacían conjeturas y todos aguardaban expectantes, aunque algunos siguieran conversando. Porque a ve­ ces el llamado no volvía (¡ah, el feliz que había ganado la calle!), pe­ ro otras (el camión celular se había detenido junto a la comisaría, y aunque no lo vieran, no pudieran verlo, lo sabían, adivinaban que ésa era la causa; recordaban la situación del compañero, las conver­ saciones, lo que habían oído, y pensaban en la cárcel)... Víctor conversaba con su amigo el mecánico cuando éste fue lla­ mado por el agente que le franqueó la puerta y le dio paso diciéndole que su mujer quería verlo. El muchacho quedó demudado, su ca­ ra reveló la mayor aflicción, todo él mostró la tensión que transmite ansiedad a las manos, a los brazos, a las piernas y especialmente al abdomen que se contrae hasta doblar el cuerpo en dos. «Qué le digo, pobrecita», se le oyó. «¡No tiene vergüenza, andar emborrachándo­ se, con una mujercita así!», lo empujó el agente. Pero seguramente el encuentro fue muy distinto del que pensaron todos, porque el mu­ chacho volvió feliz, cambiado por otra emoción, diferente de la que lo había afligido un momento antes, y sonreía transfigurado, el cuer­ po dentro de la comodidad distendida del placer. En la mano traía un paquete que olía a comida y el grupo lo rodeó apenas se cerró la puerta tras él, acercándosele con el lenguaje mudo de los hambrien­ tos que no piden, pero que, paradójicamente, reclaman compartir el alimento. El mecánico se abrió paso y se sentó en una cama. En la cama abrió el paquete. Era una tortilla de papas recién hecha. Por el brillo de los ojos de los otros pasó el ¡ah! que los labios no dijeron y por el aletear de las narices la urgencia del hambre que debía ser

satisfecha y que, sin embargo, ningún gesto delataba. Esta doble ex­ clamación no expresada tuvo un segundo momento, casi inmediato, que desconcertó a Víctor. Los famélicos no avanzaron, no dieron un paso más; por el contrario, se retrajeron, fueron retrayéndose, retro­ cedieron poco a poco, siempre en silencio, hasta alejarse del mucha­ cho sentado junto a la tortilla, casi dándole la espalda, dándose vuel­ ta, con tanto pudor, con tanta delicadeza, que podría creerse que estaban heridos en lo más profundo de sus sentimientos por la ver­ güenza de encontrarse en una celda sin que nadie se acordara de ellos. El desconcertado Víctor no pudo decir si el muchacho tuvo con­ ciencia de estos movimientos, pero lo cierto es que la escena que so­ brevino no se le olvidaría jamás, junto con la del pelo del muchacho, del muchacho de pelo largo, que presenció después. Desde su posición de sentado, con las piernas colgando, el me­ cánico dividió la tortilla con las manos. La cortó en trozos hasta lle.gar al número de los allí encerrados. Le ofreció luego uno al que te­ nía más cerca, que era Víctor (que lo miraba hacer asombrado y admirado). Repitió la operación con otro, también próximo. Estos movimientos, realizados en silencio, sin pronunciar palabra, basta­ ron para que los demás se volvieran y lo mirasen. Él, entonces, los llamó uno a uno, con el trozo de tortilla que le correspondía en la mano, también sin hablar, sin hacer ruido, ni siquiera con el papel del paquete. El instante fue mágico: todos comieron, sonrieron, di­ jeron cosas al mismo tiempo. Al menos esto es lo que recordó Víctor, la felicidad de comer con hambre en una celda, o simplemente la fe­ licidad de comer, como cuando los chicos comen contentos, con la bo­ ca llena, levantando las cucharas. «Dios mío», se dijo. «Este hombre es muy bueno.» Este hombre -el mecánico- no comía. Después de ofrecer el último trozo de la tortilla que su joven mujer le había pre­ parado con tanto amor, se quedó sentado, pensativo, en paz consigo mismo, moviendo las piernas. Esa noche, cuando el sueño venció a todos, tumbados en la celda informe, se fue sin que nadie lo notara, llamado por la voz del oficial de guardia que vino a buscarlo y que sólo Víctor oyó. Luego de la siesta, después de una trifulca porque no los deja­ ban ir al baño, salieron al patio. El pase de lista resultó accidenta­ do. Uno de los muchachos se negó a hacer número en la rueda para

identificar a un ratero. Se resistió, pataleó, gritó. «Siempre a mí! ¿Por qué? ¡No quiero!», decía. Fue arrastrado, golpeado y dejado bo­ ca abajo sobre las baldosas. Se oyeron sus quejidos hasta que dos agentes se lo llevaron hacia la oficina donde se realizaba el recono­ cimiento. A los que quedaron les dieron un corto recreo durante el cual recorrieron el perímetro del patio bajo la mirada de los cancer­ beros. Casi no hablaban, apurados por agotar las vueltas, cuantas más mejor. En una de esas idas y venidas del círculo, o, mejor de la rueda que se había formado, el muchacho de pelo largo se apartó y, resuelto, encaró al agente gordo que vigilaba con los otros los des­ plazamientos. Algo le pedía, le pidió, porque el otro lo conminó a vol­ ver a la fila de los que daban vueltas. Algo que fue más fuerte que esa orden porque el de pelo largo no se movió; por el contrario, in­ sistió. Antes de que los otros agentes se acercaran, lo patearan y lo tumbaran al suelo con sus golpes, suplicó todavía ante el gordo arro­ dillándose y clamando -como una Magdalena, decía Víctor, al recor­ dar sus pelos sueltos- con los brazos alzados y las mano juntas con los dedos entrelazados en actitud de oración, levantadas hasta las narices del otro. ¿Qué pedía, qué pediría, qué estaría pidiendo? La respuesta fue esas patadas, esas trompadas, esas exclamaciones en­ tre las que se oía «puto de mierda». La rueda, sin embargo, no dejó de girar, siguió haciéndolo sobre su eje como si no pasara nada. La escena parecía transcurrir en otro plano, en otro tiempo, lejos de los que allí estaban, como si fuera una proyección de imágenes que ve­ nía de otro lado y no de personas de carne y hueso: algo fantástico y no real, que, sin embargo, perturbaba. ¿Y qué había ocurrido, en ver­ dad? «¡Puto de mierda!» Sucedía que el muchacho, la Magdalena ahora golpeada, que se sonaba los mocos, amiga del gordo -lo supo Víctor en seguida-, le había pedido que lo dejara lavarse el pelo en la pileta que se veía en el rincón del patio. El gordo había reaccio­ nado con un «no» porque no le gustaba que le pidieran nada delan­ te de sus iguales, y éstos, los agentes, procediendo como custodios, habían extremado el celo castigándolo con golpes e imprecaciones. ¡Querer lavarse la cabeza como si estuviera en su casa! ¡Puto de mierda! Pero el reo no cedió tan pronto, como era de esperar; por el contrario, volvió a la carga con nuevos ruegos, esta vez dirigidos a los verdugos. Menudearon todavía los golpes, pero la saña fue dis­

minuyendo, paró la andanada violenta. El pelo largo del muchacho parecía suplicar también, se movía con los cabezazos que acompa­ ñaban a los ruegos. En fin, al cabo de un momento lo dejaron en paz, cansados y fastidiados, caído en el suelo, al costado de la vorágine que giraba. «¡Lo dejarán ahí hasta que nos metan adentro!», se dijo Víctor, desconsolado. Pero no. Una vez que los guardianes lo aban­ donaron, el gordo, rogado nuevamente, en un último intento del mu­ chacho, le dijo algo, habló seguramente accediendo, accediendo ex­ trañamente, porque el de pelo largo se paró, dio un salto de alegría y corrió hacia la pileta que el agente le había señalado. La rueda se­ guía girando sin parar, pero Víctor vio la escena. Casi trepado a la pileta, aferrado al borde, el pelo caído hacia adelante por la cabeza inclinada, con un jabón que había sacado de quién sabe dónde, el muchacho dejaba correr el agua; lavaba su ca­ bello debajo del chorro, y la catarata dentro de otra catarata descri­ bía una escena lejana, una escena que Víctor descubriría cuando, encerrados en la celda, el protagonista se la contara. Y era que el muchacho, criado por una abuela, había asistido desde chiquito al lavado del pelo de la vieja, que lo acostumbró al ritual. Por eso él, cada vez que lo hacía, era feliz, dejaba derramarse el pelo, lo revol­ vía en la espuma, aunque fuera en la pileta de un patio sórdido y no en la tina de agua clara, de agua de lluvia, del patio con plantas de la casa donde su abuela cantaba, mientras él, con el tacho, dejaba caer el agua sobre la cabellera desparramada en la luz. La segunda vez que Víctor estuvo en la comisaría no fue en su barrio. Conocía el baño de la estación terminal de ómnibus y allí en­ tró, incauto, como siempre. La estación estaba a un costado de la plaza, y al fondo del bar, en el extremo del corredor que hacía de an­ dén, detrás del muro que parecía cerrarlo pero que le daba acceso como a un laberinto, se encontraba el baño. Los conocedores del si­ tio solían apagar la luz del muro aflojando la bombita colocada de­ masiado alta, lo que hacía suponer que uno se trepaba sobre el otro, apoyándose en sus hombros para alcanzarla, y que eran dos los que realizaban la operación. Esa noche las manos serviciales habían ac­ tuado cuando Víctor llegó y se demoró con uno empecinado en que

le desprendiera la bragueta con botoncitos puestos en hilera inter­ minable, de acuerdo con la moda de entonces. Fue llevado a empu­ jones al camión celular de la policía, que hacía una de sus razias, apostado en la calle. Esta vez lo metieron en una celda que era una jaula colocada en la mitad del patio. O al menos eso le pareció cuando lo arrojaron adentro. Se trataba de dos o tres compartimientos, por llamarlos de alguna manera, separados por barrotes, con puertas independien­ tes y alineados contra la pared. Daba la impresión de estar abier­ ta en todas direcciones, ubicada en medio del espacio rectangular. Pero la disposición obedecía a la mejor vigilancia desde afuera por parte de los guardianes. Esto lo comprendió Víctor al poco rato cuando se dio cuenta de que sus movimientos eran seguidos por las miradas del policía que lo obligó a quedarse quieto, paralizado en el rincón. Los compañeros, sin embargo, como en la otra oportunidad, des­ pués de haberlo admitido, le hablaron largamente, usando la clave de no moverse del lugar y de hacerlo como si no se dirigieran a nin­ guno. La jaula se convirtió en un lugar tranquilo donde unos mu­ chachos sentados o parados conversaban casi sin palabras, como en una esquina. Nadie alzaba la voz, nadie se movía. Así supo que el comisario era un policía temible, famoso por el trato severo que daba a sus reclusos. No los castigaba o torturaba; apenas algunos sopapos o algún empellón, o la celda solitaria para el rebelde, pero no admitía desórdenes ni mucho menos que se fal­ tara a la disciplina interna que había impuesto. Todos los presos de­ bían desfilar frente a él, llevados uno detrás del otro a su escritorio, para que los mirara sin decir nada, los escrutara de frente obligán­ dolos a bajar la vista sin permitirles a su vez que le hablaran. De­ cían que tenía la boca torcida en un rictus y que constantemente to­ maba pastillas que tragaba con el agua del vaso puesto al alcance de su mano. «¡No le pusieran veneno!», exclamaba algún preso. Supo también que en una comisaría se hacen las mismas cosas de afuera, aunque con otras reglas de juego. Lo sacaron de la celda colectiva y lo llevaron a una individual, una de las tantas puestas en fila en ese corredor del costado del pa­ tio. No comprendió la razón del traslado, y se dejó llevar con la va­

ga esperanza de que el corredor condujera a fas oficinas y a la sala de espera, donde aguardaba el público, y desde donde (lo supo cuan­ do lo trajeron, en un recorrido inverso) podía salirse a la calle, a la libertad. Lo dejaron entre esos cuatro muros donde la oscuridad era total y donde la reja de la puerta de hierro era un mezquino cuadra­ do con barrotes desde donde se veía el exterior en una franja angos­ ta. Pero no estuvo mucho tiempo solo. Aun hombre de estatura me­ diana, flaco, pálido, según pudo verlo cuando entró, mostrado por la luz de afuera, le fue franqueada la entrada, discreta, casi subrepti­ ciamente, por el policía, que, sin olvidar su función de carcelero, des­ de luego cerró la puerta al salir. Aparte del color macilento de la fi­ gura, le llamó la atención que el recién llegado vistiera un traje elegante de calle. Pero pensó que se trataba de un ladrón de guan­ te blanco, de esos que en su imaginación andaban impecablemente vestidos, tal como lo había aprendido en las películas. Había una so­ la cama en la celda; él se encontraba recostado cuando el hombre en­ tró. Se incorporó para verlo y se sentó con las piernas colgando cuan­ do se quedaron solos. Uno y otro guardaron silencio después de los saludos balbuceados más que dichos. El nuevo ocupante caminó unos pasos, se quedó quieto y le dijo de pronto si podía recostarse él un momento, ocupar la cama. Víctor, diligente, le cedió el lugar, abandonó el lecho y ahora fue él el que se puso a caminar por la cel­ da. El hombre estaba tendido boca arriba, las piernas abiertas, con las manos detrás de la nuca por almohada. Miraba el techo pero se veía que hacía un esfuerzo por mantener tenso el cuerpo, por soste­ ner la rigidez que desde las piernas parecía transmitírsele, por la fuerza de la voluntad, hacia el bajo vientre. Víctor lo advirtió ense­ guida, pero no podía dar crédito a sus ojos de que eso ocurriera ahí, en una comisaría. Lo observó de soslayo, detuvo su caminata y vio que entre las piernas la tensión había alcanzado la rigidez. Nada di­ jo; nada pudo decir. El otro, sin embargo, desde su inmovilidad, lo invitó a sentarse en el borde de la cama, y para darle más fuerza a la invitación hizo un movimiento más, un esguince que proyectó la rigidez notable hacia arriba, y sacando una mano de detrás de la nu­ ca, extendió el brazo y tocó dos o tres veces el borde, señalándole el lugar. Pasmado, casi sin poder moverse, pero fuertemente excitado, Víctor obedeció. Entonces el otro, con la mano que lo había llamado,

obligándolo a inclinarse, mientras se desabrochaba, lo empujó ha­ cia abajo, hacia el falo erecto, liberado, que entró en la cavidad de la boca apretado por los labios. El acto fue rápido y perfecto. Después el otro, apartándolo (Víctor escupió en un rincón), se limpió con un pañuelo que olía a lavanda, y haciéndole señas de que se callara, de que guardara silencio, se asomó a los barrotes de la puerta y espe­ ró. Al poco rato la puerta se abrió, con el ruido característico de lla­ ves, y el agente, dándole paso como cuando lo había traído, lo dejó sa­ lir y cerró. Asombrado, sin poder hacerse cargo todavía, Víctor se pregun­ tó si lo que le había ocurrido no sería una alucinación, una inven­ ción de la fantasía. Espió hacia afuera aferrándose a los barrotes; no vio a nadie. Tanteó el duro cemento de la cama, tan frío como al comienzo. No; nada, ni un rastro. Ni siquiera el olor que recordaba un momento antes: el fino, volátil olor de la lavanda. Seguramente todo había sido un sueño, el recuerdo alucinado de un hecho ocurri­ do tantas veces y convocado por su imaginación. Entonces él, que veía lo pequeño sin confundirse, descubrió la babosa inmóvil del rin­ cón, equivocándose por primera vez en su vida. Se inclinó a tocarla y la baba con el olor del semen se levantó pegada al dedo, deshecha en el hilo espeso que se cortó en la gota transparente, porque lo que había escupido estaba mezclado con saliva. Su soledad, desde ese momento, fue muy grande. Confinado en la celda, arrinconado por el remordimiento, sintió el abandono de su condición. Ni siquiera tuvo el consuelo de llorar porque algo oscuro le indicaba que las lágrimas no lo desahogarían -no lo redimiríande la pena de ser homosexual y haber sucumbido a la tentación. No podía pensar, no entraba en sus cálculos, que había sido arrastrado por otro igual, o parecido, hacia la felacio que lo preocupaba y afli­ gía. La culpa era suya. Sumido en estos pensamientos se durmió. Lo sacó del sueño la conversación en voz alta que provenía del corredor. Sigilosamente abandonó la cama, se asomó a la reja. Esperó. Se había producido el silencio que sobreviene en los diálogos. Oyó sin respirar, sin ha­ cer el menor ruido. «¿Querés que venga el sargento Aquiles?», dis­ tinguió con claridad la voz del guardia. «¡Mirá que ése tiene una...! Te va a dejar mansita.» Y la otra voz, aue le respondía- «¡Sí

venga! Llamálo.» «Quedáte tranquila.» «Andá, áeeile que soy la Mecha.» «Está ocupado, te digo. Vos sabés que a ése no le basta con una.» «Si le decís quién soy va a venir.» «Claro que va a venir. Pe­ ro dejálo terminar. Está amansando a una guachita.» Un nuevo in­ tervalo en la charla marcó la transición. La tercera voz, voz de mu­ jer, irrumpió violenta: «¡Que se calle esa puta que no deja dormir!» «¡Más puta será tu madre!», volvió la de la otra. «¡Arrastrada!» «¡Cornuda!» «¡Silencio!», se interpuso la del guardia. «¡Aver si ten­ go que proceder!» Una tercera pausa marcó el instante en que ya no podría seguir escuchando porque con ruido de botas y de llaves en el corredor se anunció el sargento Aquiles. Casi no le dio tiem­ po a retroceder al abrir la puerta de su celda rápidamente y al pa­ rarse en el marco a contraluz, erguido en toda su estatura. Venía a sacarlo a él, en primer lugar, para devolverlo a la jaula donde ha­ bía estado, y a quedarse con la mujer, después, para encerrarse con ella en la celda. Pero esto, ni el nombre ni lo que haría, lo supo en el acto -aparte de la irrupción del policía parándose en la puertasino en seguida, cuando lo sacó con buenas maneras, le dijo al agente que se lo llevara («¡Sí mi sargento Aquiles!») y abriendo la celda de la mujer («¡Mecha!» «¡Sargento!») cerró la pueda tras él, no sin antes darle tiempo al guardia para que le hiciera el gesto, que con la manos separadas quiere decir que el señalado la tiene grande, a la mujer fugazmente asomada. («¡Reventada, se hace co­ ger por un cana!», se oyó todavía a la voz violenta. Pero ya se iban por el corredor desandando el camino que lo devolvería a sus com­ pañeros) Aunque había visto bastante, Víctor estaba lejos de imaginar lo que le esperaba. En la celda colectiva el espacio resultaba mezqui­ no porque la población había crecido durante su ausencia. Las luces estaban apagadas cuando fue introducido de nuevo, de modo que no distinguió nada y las presencias sólo se manifestaron por los pisoto­ nes sin querer que dio y los codazos rencorosos que recibió. En la os­ curidad llegó hasta la pared y allí apoyó la espalda para pasar la no­ che. Pero sentado en el piso, rozándole la pierna, alguien sollozaba temblando lastimosamente. No lo advirtió en seguida, pero como el llanto, aunque apagado, persistía, acabó por reparar en el desdicha­ do al que, sin embargo, su vecino del otro costado, y el del frente, pa­

recían ignorar. Se puso en cluclillas para hablarle y el otro se enco­ gió aún más, doblándose sobre sí. Entonces, en un arranque de com­ pasión, lo atrajo contra su cuerpo, le acarició la cabeza y le tomó la mano. Así, su mano sobre la mano -el otro lo dejó hacer, seguramen­ te vencido por el sufrimiento-, pasó gran parte de la noche, hasta que el afligido, precisamente él, fue llamado por el oficial de guar­ dia y los separaron. Cuando las primeras luces del día inundaron por los tres costados la celda -una jaula en la que los rostros reve­ laban mucho más que una confesión voluntaria-, vio a los dos vie­ jos antes de encontrarse de nuevo con el muchacho que había pro­ tegido. Uno de ellos estaba parado, en la inevitable pose a la que obli­ gaba la cantidad. El otro se encontraba en el piso, apoyada la es­ palda contra la pared, con las piernas extendidas y las manos en un ir y venir constante sobre la piel de los hombros descubiertos. Se rascaba. Se rascaba con tanta insistencia que el esfuerzo le ha­ cía emitir bufidos, estertores, que acompañaban con sus ruidos al movimiento. En la prolija ocupación, que lo ponía más activo cada vez, se restregaba las espaldas, debajo de la camisa raída, y se ras­ trillaba el cuello con los dedos abiertos de las manos. En todos los recorridos, de la piel amoratada, blanqueada a trechos por lampa­ rones, se desprendía una caspa espesa cuyas partículas flotaban en el aire. En un momento dado, cuando la fricción llegó al paroxismo y pareció que las uñas no le alcanzarían, el otro viejo le espetó la orden: «¡Dejá de rascarte! ¡No respetás a la gente!» Las manos se inmovilizaron instantáneamente, los brazos quedaron suspendidos en la mitad de la acción. «¡Sos un puerco!», le dijo, y volviéndose a Víctor, cuya sorpresa de testigo había visto, le explicó: «Tiene soriasis, ¿sabe? Una enfermedad de la piel». En seguida, con parsimo­ nia y decisión se abrió paso entre los apretujados y se asomó a la reja. Llamó al guardia y habló con él. Consiguió, siempre con el to­ no mesurado -tenía la voz grave-, que el compañero fuera sacado de la celda para higienizarse y cambiarse de camisa. Eso dijo. Lo de higienizarse podía pasar, pero lo de cambiarse de camisa no. Ca­ da preso tenía sólo una muda, la puesta, cuando la tenía; no se les permitía otra. A menos que familiares o amigos se la alcanzaran, con la venia superior, durante las visitas. O a menos que un ami­

go, como ese viejo de gestos pausados, se sacara el saco, se quitara la camisa y se la diera al necesitado. «Andá, lavate bien. Sacáte la roña y ponéte esto», le dijo alcanzándole la prenda, bastante percu­ dida, por cierto. «Y no traigas de vuelta la camisa que tenés pues­ ta. ¡Quemála!» Víctor seguía lo que estaba ocurriendo con incredulidad y admi­ ración, pero también con ternura. Por primera vez en una celda se sentía igual a los otros, hermanado con ellos. La pareja de viejos le parecía un ejemplo del afecto entre los presos, aunque hubiera sido uno solo de ellos el que se manifestara hasta entoncés. No se enga­ ñaba: la severidad del viejo mayor, su desprecio y hasta su asco, en­ cubrían amor. Lo supo enseguida, cuando el hombre le dijo, mien­ tras esperaba el regreso del otro: «Es como un chico, ¿sabe? Tengo que estar diciéndole todos los días: “No seás caprichoso, sacate la mugre. ¿No ves que la mugre te da más picazón”. Pero no, se la tie­ ne jurada al agua. Y dale con las uñas. Es como un chico, créame». Cuando el otro regresó, lo siguió hasta el rincón donde se sentaron: dos pordioseros, uno con camisa y el otro con saco y nada debajo. Juntos. Él, Víctor, sin embargo, no estaría mucho tiempo solo porque el muchacho del llanto apareció dándose a conocer del único modo que podía hacerlo. Le tomó la mano, y al sentir el contacto se dio cuen­ ta de que era él. «¿Pero cómo supiste que era yo?», le preguntó Víc­ tor, admirado del reconocimiento. «¿Te crees que no lo sabía?», le con­ testó el otro con una pregunta. Desde ese momento, ellos también fueron una pareja. La cara del muchacho no se le borró. ¿Cómo hu­ biera podido borrársele, siendo como era? Tenía debajo de los ojos dos bolsas amoratadas (dos debajo de cada uno), de esas que indi­ can alguna enfermedad renal. Bien separadas y marcadas unas de otras: dos. Le faltaba un diente. El pelo peinado y repeinado (una especie de casco negro con rulos en la parte de atrás, sobre la nuca) indicaba el cuidado de quien está pendiente de su arreglo. «Un narcisista casero», pensó Víctor. Y por lo que le dijo y adivinó luego, un cafishio. Pero nada de esto lo desvió del sentimiento que sentía ha­ cia él, tan súbito, sino que, por el contrario, lo afirmó en la convic­ ción de que tenía que ayudarlo, de que tenía que ser su amigo. Lo atraía poderosamente, lo atrajo desde el primer momento, cuando

había oído sus sollozos y adivinado más que percibido su voz ronca, áspera, y sobre todo cuando había palpado su miedo. Todavía no imaginaba que ese miedo era la manifestación de un hombre ner­ vioso, de esos que no pueden contenerse, y que la muestra significa­ ba la más segura presencia de un déspota. Consolándolo y velándo­ lo no supo con quien estaba, y cuando lo supo, o creyó que lo sabía, se dijo que no importaba, que el muchacho lo atraía precisamente por eso, por lo que era. Víctor estaba madurando para el amor, ha­ ciéndolo consciente. En adelante sabría a qué atenerse respecto de sí mismo y de los demás, y respecto del sentimiento que no le daba tregua en el dolor, pero le ofrecía al mismo tiempo momentos de en­ trega como ése, no importa si en una jaula con presos hacinados. Sin separarse ya, compartieron las largas horas del encierro, algún bo­ cado que consiguieron y la esperanza de salir para encontrarse afue­ ra. Otra cosa que Víctor no pensó: el otro podía irse antes (o él) y ha­ bría todavía otra separación. Así ocurrió: el muchacho fue dejado en libertad y él se quedó. Sin que se diera cuenta cómo, lo vio salir de la celda, casi sin despedirse, sólo con la vaga promesa de que se en­ contrarían, apurado por correr quién sabe dónde, con quién, pero le­ jos de él, rotos los lazos que atan a dos desconocidos en la prisión, abandonados a sí mismos. Pero a él le llegó también el turno de irse. Fue después del des­ file ante el comisario que, sentado en su escritorio, tal como le ha­ bían dicho, vio pasar uno a uno a los presos. Formados en el patio, los desgraciados iban avanzando a través de puertas y oficinas has­ ta el lugar donde se encontraba el sátrapa. Entre los que debían pa­ sar se hablaba del reconocimiento de algún ratero de avería o de al­ gún asesino caído junto a los vagos reclutados por la noche. Y se comentaba la poderosa memoria del comisario que, tragando píldo­ ras, grababa a fuego las caras de los que veía, distinguiéndolas sin equivocarse, para usar después su retentiva ante cualquier even­ tualidad. (Esto de «cualquier eventualidad» era del viejo que había hecho lavar al otro, quien, detrás de su amigo, estaba colocado de­ lante de Víctor en la cola.) Cuando se encontró frente al hombre, que lo miró sin inmutarse, los ojos fijos, perdidos, no pudo creer lo que veía; su asombro fue tan grande que no reparó en otra cosa y pasó ante él, casi escapó de la oficina atontado, golpeado, trastabillando,

y al recuperar la libertad, momentos después, trató de desaparecer más que marcharse, ganando la calle sin poder decirse todavía que el comisario era el hombre que había entrado en la celda cuando lo encerraron solo. (En La otra mejilla, Sudamericana, Buenos Aires, 1986.)

La playa E duardo M u slip

H ola, A n a . Estoy escribiendo en un bonito cuaderno que ayer com­ pré y que me hizo crear esperanzas de que podía, por fin, llegar a es­ cribirte algo y enviarlo. La suma de cartas que inicio y no termino sigue creciendo. Sobre la arena, los sentidos levemente embotados y a la vez ex­ trañamente alertas, miré el amplio arco amarillo rodeado por los acantilados, el mar casi sin oleaje, los escasos bañistas. Percibía el rumor del mar, el calor del sol, la cercanía de Santiago, dormido jun­ to a mí. Le sentía la respiración lenta, profunda, regular; tenía un brazo paralelo al cuerpo y otro sosteniendo la cabeza, la boca entrea­ bierta: su posición habitual de sueño Santiago finalmente despertó, se desperezó, miró a su alrede­ dor -unos pocos grupos, bastante dispersos- y se detuvo en mí, son­ riente. Me emociona un poco verlo cuando se despierta así, como si me contagiara las promesas implícitas en todo buen principio. -Estás escribiendo a tu hermana, supongo. -Sí. -Voy a buscar agua. ¿Querés algo? Santiago acaba de despertarse, y se fue a dar una vuelta. Creo que no me quiso interrumpir. Todo el tiempo me estoy quejando de las cartas que no escribo. Me llevo más o menos bien con él. Me parece que te gustaría. Lo conocí en la facultad hace dos meses. Entre otras virtudes, escribe

cartas con una soltura que envidio: la que te envié (¿hace dos años? ¿o más?) fue la última que haya mandado a persona alguna. Levanté la cabeza. Qué difícil me era describir a Santiago. El tono distanciado, trivial, me disgustaba. Hubiera podido poner algo como lo quiero mucho, pero sentí que me entristecería, no sé por qué. Venimos aquí casi todos los días. Es cerca del centro de Mar del Plata. Esta playa es un poco diferente de las que visitábamos cuan­ do éramos chicos. La que tiene la concesión del lugar es una antigua vedette y actual animadora de televisión. Lo bueno es que hay poca gente, pocas familias. Yo no había vuelto desde la última vez que estuvimos todos jun­ tos (¿hace diez años?). Me acuerdo que mirabas todo entre despecti­ va y furiosa; no habías podido irte con tus amigas, y no aguantabas a mamá, a papá ni a mí. El otro día me acordé de lo que me contaste sobre cómo encon­ arás Buenos Aires en cada viaje: todo más viejo, más chico, más po­ bre. Yo sentí algo parecido al llegar a esta ciudad, está todo igual, pero más viejo. Y tal vez más chico. Y más pobre. Y me sentí mal, también, por cómo soy ahora, en qué situación estoy. Por ejemplo, mí itinerario sexual, el formar una pareja con un chico era algo que no existía en absoluto —ni siquiera como una pálida fantasía- cuando tenía quince años. En fin. Llegó Santiago y dejó el termo sobre la loneta. Pensé que no era del todo sincero decir que el hecho de estar con él era una de las co­ sas que me había perturbado al contrastarme hoy con el que era a los quince años; en realidad, ese «ejemplo» representaba, creo, todo el malestar. Y también lo cierto era que, si bien a los quince años no podía prever mi «itinerario sexual», sí existían «pálidas fantasías» acerca de lo que sobrevendría. Pero, en fin, tal vez Ana entendiera también mis reticencias. Empecé a sentir frío. Un perro muy grande, cobrizo, corría de un extremo al otro de la playa. Los dueños estaban en un grupo de hom­ bres altos y atléticos, de más o menos treinta años, que hablaban en voz muy alta y reían también muy ruidosamente. Estaban muy bron­ ceados; tenían casi el color del perro, sólo que algo menos rojizo. -Cómo dejan suelto a ese animal -dijo Santiago. Se le había pasado el buen humor. Si bien despertaba de exce­

lente ánimo, éste se volatilizaba rápidamente, sobre todo a la tarde. Pero con las horas el malhumor se le pasaba, y cuando yo estaba ya cansado, a la vez con frío y próximo a la insolación él quería quedar­ se hasta que casi era de noche. Cerca de nosotros había otra pareja. Dos hombres altos, uno mu­ cho más joven que el otro. Parecían no desear ningún tipo de contac­ to con nadie; permanecían absolutamente inmóviles, por horas, de ca­ ra o de espalda al sol; muy cada tanto se cruzaban alguna palabra. Daba la impresión de que, si hubiera sido posible, habrían estado sus­ pendidos a un centímetro de la arena. Casi no iban al agua, supongo que sentirían que eso los desarreglaría. Me extraña un poco la gente que, aun casi sin ropa, se ve tan correcta, cuidada. Deseé que el perro marrón se acercara a ellos y torpemente les arrojara arena o algo así, algo que los obligara a alterar su distante perfección. Los primeros días fueron bastante fríos. Santiago y yo habíamos llegado el dos de enero, a las siete de la mañana, y en el balneario parecía no haber nadie. Dejamos las valijas en un hotel; horas más tarde, alquilamos la casa en la que estaríamos el resto del mes. Llo­ viznó durante todo ese día; hacía frío y el cielo era de un gris triste y uniforme; pensé que debía sospechar que el lugar de veraneo tendría que haber sido otro. La casa tiene un único ambiente, y un entrepiso. Está hecha ca­ si íntegramente en madera, o da esa impresión, sobre todo porque la casa completa parece crujir a cada paso, como si la construcción fue­ ra muy reciente. Dentro de poco van a llegar dos amigos nuestros. Uno es un an­ tiguo compañero mío del ingreso a la universidad, que ahora está estudiando Medicina; se llama Pedro, tal vez te lo haya nombrado. El otro es «Fer»: un amigo de Santiago, un actor bastante simpáti­ co. Tengo ganas de que lleguen; los días pasan y a veces nos abu­ rrimos un poco -más Santiago que yo, en realidad—de sólo hablar entre nosotros. Fer llegó un viernes; al día siguiente, en la playa se produjo la «inauguración de la temporada». Había periodistas y cámaras de ca­ nales de televisión. En una pequeña tarima, se exhibían tres muje­

res altas y sonrientes, vestidas con mallas de dos piezas. La dueña de la playa soltó los breteles del sostén de cada una, y ellas los arro­ jaron al público. -La de la izquierda es Grace. Es amiga mía. Está allá, en el sec­ tor privado. Después la van a conocer. La amiga de Fer era una mujer realmente muy alta, y muy lin­ da, de pelo rubio y muy corto, y con orgullosos senos de cirugía. Te­ nía cuarenta años; transmitía toda la fuerza y la energía que puede tener una mujer de esa edad, y vista de lejos parecía mucho más jo­ ven. Dirigía una peluquería muy importante de Buenos Aires. Es­ taba en la playa con su marido. Empezamos a visitar con frecuencia la carpa de Grace. No me siento demasiado cómodo allí. Santiago y su amigo se divier­ ten con los comentarios absurdos que ella hace, pero que yo casi ,nunca llego a escuchar. Me da la impresión de que, cuando estoy presente, sin querer hago más razonables las conversaciones, co­ mo si la gente se cuidase, como si hubiera algo en m í que los in­ comodara. La mayor parte del tiempo, sin embargo, seguimos con nuestras cosas en el sector público. Dejamos una parte cerca del acantilado para que les dé algo de sombra -aunque ahí constantemente se des­ prende tierra que va cubriendo todo-, y nosotros nos acercamos un poco al mar. El acto finalizó rápidamente. Fer se recostó de espaldas, los ojos cerrados al sol. No dormía; su inmovilidad era obviamente más un efecto de la decisión de permanecer así que de la distensión. Santia­ go se puso a leer un libro. Yo intentaba continuar mi nuevo intento de escribir a Ana. El cuaderno que había comprado el primer día no mostraba nada escrito y, en cambio, sí habían quedado los rastros de varias hojas arrancadas. Fer se dirigió a mí, casi sin modificar su posición, apenas en­ treabriendo los ojos y mirándome con algún esfuerzo: -¿Qué estás escribiendo? -Una carta. A mi hermana. -Siempre le está escribiendo a-esa hermana- murmuró Santia­ go, sin dejar de leer. -Vive en Estados Unidos, en Los Ángeles -informé a Fer-. Des­

de hace diez años. Hablamos cada tanto por teléfono, pero me exige que le escriba cartas. Me cuesta mucho escribirlas. -¿Por qué? No quise empezar a explicar -de hecho, no hubiera sabido bien qué decir-, e ignoré la pregunta. Como te decía, por momentos me aburro un poco. Está con noso­ tros un amigo de Santiago, muy simpático pero de un humor un po­ co cansador: habla sin■interrupción de otros actores, o personas de la televisión. Intenta actuar: filmó una escena en una película. Tra­ baja de transformista (se disfraza de mujer) y crea así un personaje que lleva a discotecas o pubs gays. No es un genio pero, en fin, cae bien y es bastante entusiasta. Traje muchos libros para leer, pero apenas los abrí... Dejé el cuaderno. No me gustaba la descripción de Fer, dema­ siado a la medida de lo que mi hermana pensaría si lo conociera, o de lo que yo creía qúe pensaría. Me irrité un poco con ella, como si me hubiera estado obligando a evaluar a Fer de ese modo. Cerca de nosotros, empezó a instalarse un grupo familiar. Era raro ver gente así en esa playa: dos mujeres más o menos mayo­ res, una con aspecto de abuela; un hombre con aire de sostén de familia, sufrido y responsable; dos chicos de más o menos diez años; un perro blanco, pequeño, y de aspecto tranquilo. El hombre colocó la sombrilla, cavó y clavó en la arena mientras los demás lo miraban, casi en círculo, silenciosos. Luego las actividades fueron más compartidas: desplegaron un par de bancos y reposeras, saca­ ron de los bolsos las lonetas y otros objetos. Organizaron todo con concentración en la tarea, con decisión y seriedad. La modesta fun­ dación quedó concluida, y la mujer mayor se sentó, mirando hacia el mar; a su. lado, no muy cerca, se recostó el perro, mirando en la misma dirección. -Ahí viene Grace -indiqué. Santiago dejó de leer. Ella se acercaba a nosotros desde la zona privada, seguida por su marido. Miraron con alguna aprensión al nuevo grupo vecino. «No hay gente así en la zona privada», parecían querer decir. El viento la molestaba: -En el Caribe es tan diferente. No hay nada, nada de viento. El agua allá es calífvn+o *■------

El otro día, vi pasar un hombre con una herida en la cabeza; te­ nía la cara ensangrentada. Hacía mucho calor, por lo que la herida me impresionó más; el rojo de la sangre parecía vibrar. Me dediqué a observar el resto intacto del cuerpo. Siempre me llamó la atención que, cuando alguien está herido, el resto del cuerpo no manifieste ningún problema. Alguien puede estar muriendo y el pie conserva su movilidad, el pelo su plasticidad, su movimiento... El marido de Grace era un hombre muy serio que se dedicaba a registrar la imagen de su mujer con una cámara de video y dos de fotos, todas extremadamente sofisticadas. Tenían además unos muy buenos prismáticos. Mientras ella hablaba, él filmaba a su mujer, la playa, a nosotros. Yo estaba atento a ver si me filmaba, pero creo que sólo quedé registrado al lado de Fer en un momento previo a que el hombre hiciera un zoom sobre él. -... la arena también es mejor, allá. Parece azúcar impalpa­ ble. Además, las rocas del fondo acá son tan peligrosas -comenta­ ba Grace. -Sí. El otro día vi que salió del agua un hombre ensangrentado -dije. -Medio me dormí. Hasta soñé -dijo Fer, incorporándose-. Saca­ ban mi tipo del mar que parecía ahogado, pero era un axolotl -se en­ cogió de hombros- No sé bien cómo es un axolotl, pero sacaban un axolotl. -Todo el tiempo nos estamos durmiendo o despertando -comen­ tó Santiago, riendo. -¿El axolotl estaba ahogado? -pregunté. -Creo que sí. -Es malo soñar con muertos -dijo Grace, muy seria. Traté de recordar si yo soñaba con muertos. La noche anterior había soñado con mi abuela, y mi abuela está muerta, pero no sabía si era el caso. -Más malo sería verlos aparecer en la realidad -argüyó Santiago. -Leí -dijo Grace- que en una tribu de Norteamérica creen que las personas más cambiantes son las que están siempre co­ mo medio dormidas o medio despiertas, así es como pueden ser capturados por las fantasías que les hacen comportarse de cual-

Su marido asintió: -Son engañados por esas fantasías, y después abandonados a la buena de Dios. Lo vimos en un documental en cable. -Seguramente, yo debí haber sido capturado por alguna fanta­ sía homosexual. Más o menos, cuando tenía quince años -comenté. -Y no te abandonó más. Aveces -retomó Grace-, los que dormi­ tan nos «tiran» esas fantasías sobre los despiertos. -¿Y qué consecuencias trae eso? -dijo Fer, nuevamente exten­ dido al sol. No podía darme cuenta si él estaba realmente interesa­ do en el tema. -Muy pocas -tranquilizó Grace-Distracciones. Olvidos. Leve cambio en el estado de ánimo. A veces, enfermedades menores: contracturas, resfríos. Problemas dentales -miró con aprensión al perro marrón, que había aparecido de improviso al lado de noso­ tros, y la olfateaba ansiosamente. Desde lejos, los dueños son­ reían, cobrizos y despreocupados. Instantes después, el perro se alejó velozmente, para perturbar a dos personas que jugaban a la paleta. Me pareció que uno de los hombres seguía mirando hacia nuestro grupo, en particular, hacia Santiago, y se encogió de hom­ bros, con un gesto mezcla de resignación, disculpa y saludo. Miré a Santiago. -Ayer hablé con él un rato -me dijo, también encogiéndose de hombros-. El perro fue el tema, por supuesto. El día de ayer fue un horror: hizo un frío espantoso, había vien­ to y arena en el viento. Se supone que esto tiene que ser totalmente placentero, pero tengo miedo de quemarme mucho, o de tener frío, y nunca sé si tengo que estar al sol o protegerme en la sombra, o me­ terme al agua y quedarme quieto o qué. Sin embargo, hay momentos en que me siento cálidamente protegido; me encanta la sensación ca­ si material del sol sobre la piel. Y, en promedio, me siento bien. Así que no me quiero quejar. Grace y su marido se fueron; el hombre iba filmándola a medi­ da que caminaba de retorno al sector privado. Santiago se puso a leer de nuevo. El pequeño perro blanco de nuestros vecinos se había sentado relativamente cerca de mí. Tan tranquilo, tan diferente del marrón. Me sentía un poco triste. Tuve el impulso de acariciarlo, pe­ ro me contuve: se veía tan parecido al resto de la familia que hacer­

lo hubiera sido casi una impertinencia, casi como si intentara aca­ riciar a la señora mayor. -¿Cuándo va a llegar tu amigo? ¿Cómo se llamaba? -preguntó Fer. -Pedro. Llega pasado mañana. La casa que alquilamos no está tan mal. Los dueños se esmera­ ron en cuidar detalles que dieran cierta calidez. Sobre un armario hay objetos de decoración típicos de un balneario de la costa: cara­ coles pintados, un delfín de plástico transparente, que cambia de co­ lor según la temperatura. Me llamó la atención una cápsula de agua con un paisaje de montaña y una casita de madera. Uno agita, y en el paisaje de montaña cae nieve, pequeñas partículas blancas como restos de aspirina... Pedro y Fer hablaban sobre cirugías estéticas y drogas. Pedro desplegaba mucha información, conocimientos que habría adquiri­ do en alguna materia cursada recientemente, y los exhibía como va­ liosas nuevas posesiones con las que no se sabe bien qué hacer, co­ mo si todavía no pudiera ser un tranquilo depositario de esos bienes y necesitara transferirlos de alguna manera. Fer lo estimulaba, ha­ cía preguntas como para mantener la conversación, mientras arma­ ba posiciones de descanso de yoga. Me puse a mirar las fotos. Yo había revelado un rollo con las que habíamos sacado, durante los primeros quince días, con la cámara de Santiago. Sólo habían salido tres. En una, Fer estaba haciendo un gesto como si se acomodara el pelo -largo, de un muy claro rubio de tintura-, y, aunque estaban todos al sol, la cara parecía en som­ bras y como borroneada. Pedro tenía aspecto de persona totalmen­ te feliz; Santiago salió un poco parpadeante, y yo bastante bien. En las otras dos salí horrible, pero Fer y Santiago no, por lo que no pu­ de tirarlas. El resto de las fotos no salió. «Entró luz en la cámara», dijo el hombre de la casa de revelado. «Imposible», le contesté. «La abrí después de rebobinada»... Empecé a contarle a Santiago esa si­ tuación, pero él estaba distraído, y realmente a mí mismo no me im­ portaba mucho. Intenté entonces seguir la conversación de los otros. Fer le hacía a Pedro detalladas preguntas sobre los efectos neurológicos de distintas drogas, en particular, la cocaína.

-Cuando se reciba, él va a ser mi médico personal -bromeó Fer. Estoy con algunos problemas con Santiago. Siempre nuestra re­ lación fue un poco precaria, creo, y el estar ahora tanto tiempo jun­ tos no ayuda a mejorar mucho las cosas. Además, a veces tengo, aquí, ataques de celos que por suerte consigo reprimir: sabés que, como vos, le tengo pánico a las «escenas». En esta playa los chicos están tan atentos a lo que pasa alrededor como en un bar gay, y con las mis­ mas intenciones. Si la calidad de la cocaína es buena, decía Pedro, no era tan pe­ ligrosa. Fer contó sobre un día en que ni él ni sus compañeros pu­ dieron trabajar en la discoteca: habían tomado cocaína «mal corta­ da» y terminaron todos al borde de la hospitalización. Era raro el contraste entre sus posiciones de yoga, sus atardeceres solitarios en la playa -a veces rehuía hasta la compañía de Santiago- y su pre­ sencia en el cuadro desquiciado de un grupo de actores transformistas, a medio cambiarse, tomando cocaína en los pequeños camari­ nes de una discoteca. Percibí algo en Fer que lo hizo más opaco a mi mirada, e intuí también en él una intensidad a la que yo no podía acceder. Santiago estaba dormitando. Lo desperté: -Estás mucho tiempo semidormido, y te poseen espíritus que no me quieren -le dije, intentando a la vez tomarlo por los hombros. Santiago rechazó, riendo, la broma y el brazo; se incorporó y le pidió a Fer que lo acompañara al sector privado. Mientras ellos se iban hacia la carpa de Grace, pensé que el rit­ mo de actividades de las vacaciones, la morosidad de nuestros mo­ vimientos, esa especie de estado permanente de semivigilia, parecía más bien alejarme de Santiago. Tal vez, debí no haber viajado con él, y entonces, cuando volviera, él realmente habría deseado ver­ me... Intenté transmitirle mi desasosiego a Pedro, pero él estaba tranquilo y contento, y no parecía dispuesto a tomar en serio ese ti­ po de problemas. Era el que más disfrutaba la compañía de Fer y del grupo de Grace. No hacía mucho caso a mis preocupaciones por la distancia de Santiago, y me hacía comentarios que querían ser tranquilizadores, pero no me daba argumentos que realmente me apaciguaran. Se lo reproché. -Un lexotanil te tranquilizaría más que lo que pueda decirte

-evaluó, entre divertido y fastidiado- o un valium. La playa no te sirve mucho, parece -concluyó, y se alejó también en dirección del sector privado. No sé si se cumple lo que yo me propuse al venir a Mar del Pla­ ta: distenderme, disfrutar de la compañía de Santiago... Dejé el cuaderno y me acosté como para tomar sol. Me sobresal­ tó un vapor cálido en la mejilla. Alguien a mi lado ahuyentó al pe­ rro marrón; éste galopó hacia el acceso de la playa; sus dueños se es­ taban yendo. -Disculpálo. Seguro que está siempre encerrado en un departa­ mento. Se trataba del miembro más joven de la perfecta pareja distan­ te; busqué con la mirada al otro: no estaba a la vista; tampoco San­ tiago, ni Pedro, ni Fer. Hablamos un rato; me reanimé. Si los tres se habían ido en caravana hacia la carpa de Grace, yo bien podía ha­ blar un rato con ese chico, jugar a las conversaciones casuales y le­ vemente intencionadas que esa playa se suponía que propiciaba. Hasta nos intercambiamos nuestros teléfonos de Buenos Aires. Sin duda no nos llamaríamos, pero eso no era importante. Miré hacia las carpas del sector privado: en una de ellas estarían todos inter­ cambiando su estival entusiasmo. Yo había quedado en el desolado sector público cuidando nuestras cosas; si me iba a la carpa de Gra­ ce, debía acarrearlas, pero era muy engorroso. Durante el lapso de indecisión, me entretuve sacando el polvo que había ido cayendo de las terrosas paredes del acantilado sobre los objetos que estaban a su sombra. Finalmente volví al sol, estiré la loneta y retomé la es­ critura. Las vacaciones estaban llegando a su fin, y yo pensaba en eso mientras la cámara de video del marido de Grace circulaba por las personas que habían convergido en su carpa. Como siempre sucede, todos trataban de ejercer cierto control de la posición, del gesto que se registraba de cada uno, y, a la vez mantener una imagen de na­ turalidad. Los más cómodos en esa situación eran, por supuesto, Grace y Fer. Pedro y Santiago hablaban con otras tres personas que también se habían acercado; ese lugar se había ido convirtiendo en

el centro social de unos cuantos de los visitantes de la playa. Un po­ co a un costado, yo conversaba con un hombre gordo, de unos trein­ ta años, y que parecía algo mayor. -Observé que filman sólo a los que tienen buena imagen, o que son conocidos -supongo que se refería a gente como Fer, o a un ani­ mador de televisión que también estaba allí- A mí no me tomaron nunca, y eso que hablo con ellos y estoy en la carpa de al lado todo el tiempo. El comentario me hizo pensar en las deficiencias en mi imagen que hacían que la selectiva cámara no me tomara; hasta el momen­ to yo había preferido pensar que mi exclusión era, por decirlo de al­ guna manera, por cuestiones de «estilo», de forma de ser o algo así. Realmente no me agradaba sentirme parte de la clase de personas que afearía un video casero, y decidí no decirle nada; hice un gesto de indiferencia y me puse a escribir. En este momento estoy en el sector privado de la playa; dejamos como siempre las cosas en el sector público-al cuidado de un confia­ ble grupo familiar-y vinimos a la carpa de Grace. La relación con Santiago sigue más o menos igual o, más bien, creo se va diluyendo; es como que él se integró perfectamente a un rit­ mo de vacaciones que, me parece, me excluye casi del todo. Trato de no angustiarme, de dejar que estos días pasen y que, cuando regre­ semos a Buenos Aires, empezar a ver si esto realmente puede conti­ nuar o no. Trato de no quejarme, de no mostrarme celoso, y ese tipo de cosas. Tal vez fue un error alquilar una casa en la que estamos los cuatro en contacto permanente hasta para dormir: no tenemos nin­ guna intimidad, por lo que nos comportamos sólo como amigos, pen­ sándolo un poco, es posible que eso en realidad ayude a evitar algu­ nos problemas. Por las noches, intento no salir con ellos, finalmente empecé a leer los libros que traje. Vi que Santiago se alejaba con Fer; irían a dar una vuelta por la playa. Tuve el impulso de acompañarlos, pero me contuve. Dejé la libreta y miré a mi alrededor. A veces, siento la playa co­ mo un lugar muy expuesto; hay demasiado cielo, el mar se ve inmen­ so e inquietante, el viento o el agua parece que pudiera fácilmente barrer con todo, con nosotros incluidos. Recordé la pequeña cápsu­ la con el paisaje nevado y montañas, y las pequeñas partículas blan­

cas que simulaban nieve, e imaginé un objeto similar, pero con una playa, y con pequeñas manchas en la arena, nuestros cuerpos. En­ cerrados en una cápsula o con la idea de estar en un lugar enorme y peligroso, la sensación de insignificancia era la misma. Me acerqué más a la carpa. Me puse a hojear unas revistas: el marido de Grace había comprado varias en las que había salido re­ producida la escena de inauguración de la playa, con primeros pla­ nos de su mujer arrojando el sostén por el aire. Al fondo de la carpa, estaba desplegada la compleja tecnología que habían traído: las cá­ maras de fotos y sus complementos, un grabador de sonido para ex­ teriores... Me detuve frente a un par de prismáticos. -Usalos, si querés -invitó el marido de Grace. El tono del hombre era amable; íntimamente agradecí su acer­ camiento, y le pregunté detalles sobre los artefactos. El alcance y la calidad de la imagen de los binoculares me im­ presionaron. Vi, en el sector público, a nuestros vecinos del perro blanco, que se estaban yendo; nuestras cosas, muy cerca de ellos; la pareja del hombre mayor y del joven que había resultado no tan dis­ tante. Vi también al grupo del perro marrón, y a Santiago y a Fer hablando con ellos. Los gestos eran de una intimidad inequívoca, las sonrisas, los contactos físicos tan poco casuales... Casi temblando, bajé los prismáticos. Yo no tenía de qué sorprenderme; Santiago habría tenido inti­ midades mayores en sus salidas nocturnas a las que yo no lo acom­ pañaba, pero el hecho de verlo en esa escena, y el carácter furtivo de mi mirada, dio a nuestro alejamiento una realidad y claridad de­ soladoras. Alabé los prismáticos y los dejé en su lugar; me alejé lue­ go hacia la periferia de la carpa, con el cuaderno. Qué raro, Ana, que esta playa sea la misma que se ve en las fo­ tos de cuando éramos muy chicos, vos y yo tomados de las manos de mamá (yo tengo una en casa) y también de cuando éramos no tan chicos... En realidad no era exactamente ésta; las playas a las que íbamos estaban más al sur. ¿Te acordás de ese hombre que se había ahogado, que trajeron varias personas, y que vos te pusiste a llorar ? Mamá te consolaba como si se hubiera roto un juguete: no pasa na­ da, no pasó nada... Vi que Santiago volvía; hice como que no me daba cuenta y me

fui a nuestro lugar en el sector público. Primero me puse a la som­ bra del acantilado; me deprimió percibir sobre los hombros la tierra que caía; sentí que podía permanecer allí por horas hasta quedar cu­ bierto como un objeto de decoración abandonado. La familia del pe­ rro blanco se había ido; pensé, mirando el espacio vacío, que era muy fácil y muy triste irse de un lugar sin dejar casi rastros. Después, me metí en el mar. Me imaginé golpeándome la cabe­ za y siendo retirado espectacularmente, o regresando solo, vacilan­ te y sangrando por la playa para caer al lado de Santiago. Pero no me sucedió nada, e incluso salí del agua un poco mejor que cuando entré. Pude comprobar que, para situaciones así, es mucho más con­ veniente el agua nerviosa, fría, de la costa argentina que la tibia ca­ ricia del agua del Caribe: el frío produce un shock que, en ese caso, me animó bastante; reemplazó a posibilidades más teatrales como salir corriendo o ponerme a llorar. Recordé la voz de Pedro: «sabés cómo se estimula el sistema inmune cada vez que entrás al agua fría». Si el estado de ánimo también tuviera algo así como un siste­ ma inmune que lo protegiera, sin duda ese sistema necesitaba un refuerzo. Santiago se acercó hacia mí. Yo temblaba de frío, mientras me secaba enérgicamente. -¿Y? ¿Cómo va la carta? Era una broma repetida: Santiago, Fer y Pedro me lo pregunta­ ban en todo momento, y más en situaciones absurdas: cuando aca­ bábamos de despertar, mientras comíamos, dentro del agua... -Te animaste a entrar al agua. Creo que me voy a meter yo también. -Te vi con los largavistas. -¿Cómo? -Desde la carpa de Grace. Te vi con el chico del perro marrón. Se mostró entre nervioso y amenazante: -¿Me estabas mirando con los largavistas? ¿Me estabas contro­ lando? -No te alarmes, no te pongas nervioso -dije, muy alarmado y nervioso. -Yo también te vi con los largavistas -comentó, súbitamente tranquilo.

-¿Qué? Aún húmedo, temblando de frío, me sacudió un segundo tem­ blor. Me sentí como un actor en su camarín, a quien de improviso le informan de algo dramático y definitivo, y queda inmóvil, a medio maquillar y cambiado a medias, frente a su espejo. -Vi incluso -continuó- cuando anotaron y se intercambiaron al­ go, los teléfonos, seguro... -Sí, pero... -No se cómo, me reí- Pero... -No es lo mismo, claro. -Él también se rió, me apretó los hombros con su brazo, como si intentara un breve consuelo, y se fue al agua. Me tranquilizó recibir tu carta; como no tuve noticias tuyas en estos últimos dos meses, empecé a sospechar que la mía se habría perdido. Tal vez cuando la carta te llegue ya te hayas ido a Nueva York; espero que te queden días de vacaciones para que este año pue­ das venir. Es lógico que te haya costado entender la letra. La noche ante­ rior, había tomado pastillas para dormir -por suerte Pedro había llevado de todo-, pero me desperté tempranísimo y totalmente ansio­ so -ese tipo de pastillas producen en mí extraños efectos-, y escribí de corrido la carta que te mandé. A Fer no lo volví a ver personalmente, pero me enteré de que va a ser el protagonista de una película que ya se está filmando, sobre un transexual que se va a vivir al interior, el director y otros actores son muy conocidos. Hace poco vi que lo entrevistaban en televisión; sale realmente muy bien: parece que se convierte en una estrella. Gra­ ce también está exitosa, aunque en menor escala: trabajó en una pu­ blicidad en la que hace de mujer bella y mala que ataca a James Bond. No recuerdo qué se publicitaba; creo que era algo de Lotería. Me encontré un par de veces con el muchacho de la playa (el que no era tan distante) pero nada más. Pedro sigue como siempre. Está estudiando mucho y lo veo poco. De los perros no tuve más noticias. Me alegró que la carta te haya divertido y que quisieras saber más sobre los personajes. Por el modo en que la escribí, tenía el te­ mor de haberte enviado un alarmante delirio. Cumplo también con el pedido «principal». La foto en que estamos con mamá prefiero que­

dármela; tendrás que conformarte con esta fotocopia color. Es de cuando yo tenía cinco y vos ocho; detrás de la original está la fecha. De la otra hice una copia; no salí fantástico pero tampoco tan mal, y Santiago y los chicos se ven realmente bien; el efecto general también me conmueve un poco. Tenía intenciones de mandarte una carta en la que comentaba las nuevas situaciones con Santiago, que es el tema que más me si­ gue ocupando y afligiendo, pero empecé a no saber qué poner y, al se­ gundo bollo, decidí responderte puntualmente a lo que me pregun­ taste, que ya es mucho. Bueno, hasta aquí llego. Espero que pases unas felices vacaciones. Te quiere, tu hermano. (Inédito.)

Elefante N elson M allach

V oy a 't rabajar u n año m ás . Después otro año y quién sabe. No quie­

ro saber más que eso de acá a dos años. Tal vez venda los libros. Me restan leer Las olas de Virginia Woolf, Un invierno en Mallorca de George Sand y Trópico de cáncer de Miller, aunque en realidad nun­ ca pude superar la página treinta. Lo lamento Henry. Los compactos se los voy a regalar a mi hermano Fran, salvo uno de Leonard Cohén, que quedará puesto en mi diseman. Con la ropa voy a hacer una feria americana. No me preocupo por los comprado­ res, sé de más de uno que querrá tener algo mío. Los recuerdos de via­ jes se los merece mi vieja que me enseñó a no querer quedarme nun­ ca mucho en un mismo lugar. No encuentro nada más en la casa que tenga valor para mí, cualquiera puede decidir por su suerte.

Maldita mesa de exámenes previos. La escuela es una heladera en Julio. La de al lado es una maestra que da clase a primer año. Es honesta con su saber y prefiere llenar los libros mientras que con el otro profesor pulverizamos a trece alumnos. Pregunto cuántos fueron. Trece me contesta la maestra. Cruzo los dedos. Sé que ella hace los mismo debajo de la mesa. El número trece me mira desde la puerta. No desvío la vista. La celadora lo empuja al entrar. Viene a saludar­ me porque sabe de mi renuncia. El resto se sorprende. Me voy a Eu­ ropa miento. Nada de abrazos ni de saludos, sólo salgo de la escuela.

Tampoco pude terminar Un invierno en Mallorca. Lo tiro en la caja que va a venir a buscar el librero. A él se los compré, a él se los vendo por la mitad de precio. Lleva retrasado media hora. Atiendo el teléfono. Mi madre quiere saber por qué estoy tan ra­ ro últimamente. La tranquilizo. Va a tener que llamarme más tar­ de porque el librero toca el timbre. Le paso la lista de los libros. In­ teresante dice, pero cree que no conseguirá lectores para esos autores. Ciento cincuenta pesos. No discuto. Los sumo a los doscien­ tos que saqué de la ropa por la mañana. Escribo la carta que se acos­ tumbra para estos momentos: Voy a estar bien, o al menos mejor. Por favor no me busquen, igual ya no me van a poder encontrar. Mamá, esto es una decisión personal, pensá que hay madres en peores condiciones. Fran, te re­ galo los compactos y el equipo, siempre te gustó ese aparato y mi música. No busques el discman porque me lo llevo. Si no lo quie­ ren cuidar a Gómez prefiero que lo envenenen antes de regalarlo. Yo sé Fran que vos me entendés, matalo tranquilo pero que no su­ fra y después enterralo junto a la foto que dejo en el escritorio. Dis­ pongan del resto de las cosas como les parezca. Los quiere más que nunca. Rodrigo. Toco el portero en la casa de Guille. Me espera en la puerta del.ascensor, la abre apurado y bajamos juntos. Está la madre pasando el ñn de semana. Le explico que sólo quiero los dos mil pesos que me debe. Dice que no los tiene. Lo extorsiono con su madre. Puedo entrar y presentármele como quien soy en reali­ dad. Los dos sabemos que hablo de algo diferente al problema que tuvimos con el asunto de los ácidos. Me pide que lo espere quince minutos en el bar. Vuelve transpirado, su madre me vio por el balcón. Tiene la plata en la caja fuerte y le es imposible abrirla con ella ahí. No tengo tiempo para problemas familiares. Me pide que lo espere hasta la noche. Toma un café y quiere ha­ blar. Estoy irreconocible. Nunca pensó que su relación conmisto

iba a terminar en una inmunda extorsión. Creo que nunca tuvi­ mos una relación y le digo casi en el oído que el fin justifica los medios. Guille está nervioso. Quiere saber para qué necesito la plata. Le pido que no me pregunte para no involucrarlo. Guille tiene una cam­ pera de piel seguramente europea. Los ojos verdes le brillan. Ner­ vioso se pone más afectado de lo común. Tomo la plata y sin contar­ la arranco la moto. Guille me llama, parece desesperado, como si supiera. Dice que me quiso. Está bien Guille, siempre hay algo me­ jor. En el semáforo de cuarenta y siete miro por el espejo. Guille si­ gue en el mismo lugar. Me palpo el bolsillo interior de la campera para asegurarme que la billetera, los papeles de la moto y el pasa­ porte están ahí. I can’t forget en mi discman. Tal vez no pueda lo­ grarlo Leonard, pero estoy dispuesto a hacerlo. Lío en la frontera. Los gendarmes bolivianos no entienden mi nombre. Me meten en un cuarto y me obligan a que me desnude. Re­ visan todo hasta que al final me hacen abrir de piernas. Hablan tal vez en quechua y se ríen. Después de dos horas me dejan seguir. Doy dos vueltas por la plaza de Villazón. Me doy cuenta que no quiero estar dos minutos más en ese lugar lleno de milicos. Le compro unas hojas de coca a un pibito que me explica como tengo que masticarlas. No quiere que le pague en bolivianos sino con una vuelta en moto. Recorremos la calle principal y el pibito no pa­ ra de saludar. Estoy contento Leonard. Te escucho en Fcant forget sin prestarle atención al estribillo. Casi la moto se queda apantanada en un río crecido que atrapó a varios camiones. En una de ellos hay una chica de San Telmo. Juntos seguimos viaje a Potosí. Se llama Sandra y tiene muchas ganas de ha­ blar. Me pongo los auriculares. Montañas. Camino de tierra y piedras. Casas de adobe. Ni un alma. Sandra me toca el hombro. Me muestra una botellita de whisky. Paro la moto en un mirador que da a un va-

lie verde que contrarresta lo desértico del entorno. Me pregunta qué escucho. Tm your man digo. Grita el nombre y apellido de Leonard, su cantante preferido. Quiere saber dónde voy, por qué viajo. Por suer­ te no le interesan mis respuestas. Las contesta desde ella. Sandra re­ sulta un poco molesta. Le pido que por favor trate de no hablar por­ que me gusta el silencio. Queda perpleja. Al rato me pide que la lleve al pueblito que se ve en el valle porque quiere quedarse ahí. Potosí. Una ciudad increíble. Paro en una posada que me sale tres dólares. Guardo la moto y salgo a comer. Alguien me recomien­ da el mercado. Descubro las empanadas salteñas y ya voy casi por una docena parado frente a la canasta de la chola que me las vende cuando se me acerca un tipo que se presenta como Eduardo. Me pre­ gunta si soy alemán. Descendiente le contesto. Dice que no me puedo perder de ver su taller de pintura. Cami­ namos unas cuadras por el empedrado mientras me cuenta detalles de la arquitectura potoca. Tenía razón. Un pisco mientras miro las pinturas, el segundo cuando se pone a tocar en el piano algunos de los temas que compuso. Miro una de sus esculturas. Sus dedos re­ nacen I can’t forget. Me sonríe y guiña un ojo. Cuando llega al estri­ billo canta. Miro la puerta de calle y después a Eduardo, sus dedos, las teclas, la música, su boca. Me acerco. Los codos sobre la cola del piano. Nuestras vistas pegadas. Deja de tocar. Unos segundos y re­ pite I can’t forget cuando intenta besarme. Atravieso la puerta y co­ rro calle arriba. Tomo una peatonal que está repleta de gente. Pre­ gunto por la posada. Estoy a cincuenta metros y no me di cuenta. Pago los tres dólares, saco la moto y busco la ruta a La Paz. Enero. No quiero pensar que debo estar pesando diez kilos me­ nos. No pude recuperar los perdidos por la diarrea que tuve en La Paz. Por ahora desistí de Machu Pichu. Me gustaría llegar para cuando se cumplan los dos años. Para esto faltan seis meses. Vendí la moto en La Paz y me tomé un bote por el río Beni. A mitad de ca­ mino me gustaron estas barracas de paja, el embarcadero. Por cin­ cuenta dólares compré una canoa hecha con un tronco y una barra­

ca que funcionaba como Iglesia a unos evangelistas que se volvían a vivir a Rurrenavaque. Me dejaron los animales, una huerta, un cuartito con pescado disecado, cañas de pescar, redes y un rifle. Me defiendo. Conseguí hacerme amigo de un marimono que duerme conmigo. Las pilas del discman se acabaron hasta que vaya al pueblito de río arriba. Me acuerdo mucho cuando de pibe leí Rosinha, mi canoa y eso no me hace mal. No hay nadie para preguntarme na­ da. Salvo los que viajan por el río pero ellos no me conocen de antes y no pueden notar las diferencias. Hay dos tonos posibles de decir I can’t forget: no puedo permi­ tirme olvidar (no es el que yo siento), quiero olvidar pero no puedo. Todo parece una vuelta a la naturaleza pero es otra cosa. Nadie po­ dría haber imaginado hace unos meses que yo podría vivir tranqui­ lo en un lugar sin asfalto. Pero este sitio extraño y ajeno acaba de traicionarme. Justamente el río que yo creía que me protegía, cuan­ do tiraba de una línea que había picado, me mostró mi cuerpo. Quie­ ro pero no puedo Leonard y ya es junio. Ante todo prometí ver has­ ta el último segundo que me otorguen. Compro tres sweters de las bolivianas y los superpongo. Un go­ rro de lana negra. Gafas oscuras. Estoy en La Paz, sentado al sol frente a la catedral. Sandra pasa frente mío con un tipo rubio. La saludo. Ella también lo hace pero no parece conocerme. Me saco las gafas, el sombrero, pero no me reconoce. ¿Viajaste a Potosí en moto? pregunto. Grita el autista, no lo puedo creer y me da la espalda sa­ cando al tipo de ahí. Cuando caminan unos pasos escucho que San­ dra le dice a su compañero que es imposible que yo sea la misma per­ sona. Decido no ir a Machu Pichu. Los auriculares. I can’t forget en el primer sentido Leonard. Miro por la ventana de mi casa. Fran está sentado delante del equipo cantando por sobre la música que suena. Lo observo por un ‘

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TV.T-

m á o W aTI

se asusta. Levanto mi brazo y le muestro la caja del compacto de Leo­ nard Cohén. El que faltaba digo. Fran apoya las manos en el vidrio de la ventana. Llora del otro lado. No deja de mirarme como a un ex­ traño. En el vidrio también estoy yo, una cara sólo de huesos. Me siento un elefante moribundo encontrando por fin el último lugar. Fran desempaña el vidrio con la mano. Trata de reír. Me señala una cruz en el jardincito del costado de la puerta de entrada. Gómez. (En Sisear, Cristina (comp.): Varados, Desde la Gente, Buenos Aires, 1997.)

Primavera C l a u d ia S chvartz

a Luis Issaly es terriblemente cruda. Sopla un viento áspero y helado, que echa por tierra la frágil expectativa del veranito de San Juan. Aveces, observaba Fermín, hace más frío en primavera de lo que ha hecho en todo el invierno. No es que ese frío le disgustara, sino que, simplemente, lo toma­ ba desprevenido. Ahora, por ejemplo, vivía en una zona bastante apartada y los colectivos lo dejaban a varias cuadras. Obligadamen­ te tenía que caminar a lo largo de un paredón pelado, que daba a una avenida gélida, surcada en su mayor parte por camiones con acoplado, que retumbaban sordamente al pasar. El viento, en ese trayecto, soplaba despótico, tal vez con la certeza de que no había ningún obstáculo. Tampoco el caserón donde tenía la pieza ofrecía amparo alguno. Esa lamentable situación pronto sería peor si no conseguía al­ go de dinero para enfrentar el pago del alquiler. Ese día, por lo pron­ to, encontraba a Fermín con apenas unas monedas en el bolsillo y un hambre atroz. Había dado vueltas en la cama con los ojos cerrados hasta in­ ventar una estrategia. Su única posibilidad. Sólo entonces se había lavado con el chorrito helado y vestido lo más decentemente posible. El hambre provoca mal aliento y Fermín sabía que eso sería adver­ so. Iba a pedir dinero prestado y sería una situación delicada, en la que se jugaba su permanencia en la pieza. Mísera, pero era su casa y en cualquier idioma del mundo, un hombre de treinta y cinco años L a primavera e n B u e n o s A ires

sabe apreciar lo que esta palabra significa. Iría a ver a Elisa. No te­ nía idea de lo que haría después. En sus épocas de actor, Fermín había seducido a muchas muje­ res exquisitas. Las había seducido con su humor, su delicadeza, su extraordinario talento en el escenario y un no menor talento en el arte de la conversación. Seducción que, por otra parte, no entraña­ ba consecuencias, dada su clara definición sexual. Como verdadero caballero, Fermín solía no hacer promesas en vano. De estas damas, Elisa era la más querida. A pesar de lo indigno que se sentía, recu­ rría ahora a ella en virtud de aquel afecto. De no haber mediado la certeza del mutuo cariño, Fermín ni siquiera lo hubiera intentado. Tal era su situación. Mientras el colectivo traqueteaba por las empedradas avenidas suburbanas, Fermín se estudió en el gran espejo retrovisor. Iba sen­ tado en el asiento individual y pudo hacer de sí la siguiente descrip­ ción: un hombre todavía joven, ligeramente rojizo el pelo, ensortija­ do pero no demasiado largo, la piel muy blanca (¿en exceso?), delgado pero no enjuto. El saco era un poco grande pero de color ma­ rrón que le sentaba bien. Tenía cierta elegancia, un poco fané, pero elegancia al fin. Eran sus ojos, de ansiedad inciertos... ¿dónde ha­ bría leído esa combinación a la Darío? Muy cierta su ansiedad. A pe­ sar de los años en los escenarios, no había aprendido a enmascarar la perplejidad de los ojos, la humedad de los labios... Eran esos sus rasgos más temidos, los que se resistían a todo maquillaje. Elisa leía poesía. Fermín traía en el bolsillo del saco un libro pe­ queño pero delicioso, antigua edición de un poeta menor, que ella sa­ bría apreciar. ¿Acaso no había sido él quien le leyera por primera vez cuatro cuartetos? Un golpe teatral: se despreció. Ahora despreciaba todo lo teatral que, en él, era ya una especie de segunda naturaleza. Se le ocurrió que el centro, al que no llegaba desde hacía algu­ nas semanas, había multiplicado repentinamente su violencia. No entendía las corrientes turbulentas que encarrilaban a la gente, ni

las miradas hostiles e impertinentes de los que, como él, padecían la situación de peatón. Codazos, presiones y apurones. El día es así, se dijo, por eso soy noctámbulo... lo vacío permite advertir la pers­ pectiva de la calle, la distancia apropiada para ver al otro, y tal vez, si se quiere, entablar algún diálogo... Si se puede. Querer ya no en­ lazaba lo posible para un hombre como Fermín, que había dejado el centro y el teatro en recurrentes exilios, cada vez más pronunciados. -Antes -fugacidad, pensó- me trataba como a un títere pero era al mismo tiempo mi propio titiritero. -Una especie de monumental cansancio le hundió los hombros y se le deslizó por el esternón como si se tratara de un precipicio. No podría hacerlo hoy. Aunque se con­ fesó, ocultando las manos heladas dentro de los bolsillos, que ese desdoblamiento, precisamente hoy, frente a Elisa, habría sido útil... si él, otro. El edificio tenía puertas vidriadas y piso de mármol blanco. El portero, que parapetado en el rincón estaba enfrascado en el diario o la correspondencia, no alzó los ojos cuando Fermín se detuvo frente al ascensor, pero sin mover un ápice le preguntó a quién venía a ver. Voz metálica, en cuya modulación reconocía cualidad de mirilla. -Segundo piso: Elisa Blixer- su voz delataba inseguridad y era acuosa. No hizo falta que Fermín se diera vuelta para saber que el hombre lo fiscalizaba con mirada guardiána. Las puertas de acero se cerraron tras de sí. Respiró profundamente. Ahora las manos temblaban un poco. ¿Huir? Tomar fuerza, se corrigió in mente, ¿Tal vez un trago? El dinero no alcanza. De ma­ nera que estaba haciendo lo que humanamente podía, sin perder la última cordura, o dignidad. No era una cosa tan del otro mundo que una persona como él, de flagrante fragilidad -admiró su propio jue­ go de palabras- pidiera auxilio a alguien como Elisa. Las puertas de acero se abrieron y estuvo en el piso de la agencia de publicidad. Alfombra color habano enmudeció sus pasos. Se sentó en las confortables sillas de cuero a esperar que lo comunicaran. Elisa apareció al cabo de un momento. Venía con los anteojos en la mano, como si acabara en ese preciso momento de levantarse de la máquina, dejando una frase a medio terminar.

-¡Pero sí!... ¡Si sos vos! ¡No lo puedo creer! Con frases como esa, Elisa lo abrazó una y otra vez y tomándo­ lo de los hombros lo hizo pasar a su oficina. -¿Café? Oh sí café y tostadas, pensó Fermín y después un delicioso ciga­ rrillo y olvidarse del tiempo y fundirse en este sillón de cuero sedo­ so y que me lleves muy lejos, muy lejos de aquí. Elisa estaba demasiado maquillada para esta hora de la maña­ na, se la notaba tensa. Tal vez demasiado enfática. Nunca había sa­ bido vestirse: caderas anchas, cinto de cuero y como siempre la ca­ misa mostrando el nacimiento de los pechos. Esta fidelidad al error lo hizo sentir de inmediato en familia. -Fermín, siempre estamos conectados con la mente, vos y yo. Creo que sos la única persona con quien puedo hablar de ciertos te­ mas. Hay cosas, vos sabés, que te muerden el alma. ¡Irracional! Ya sabes... obsesiones inconfesables. -Creo que llegué demasiado temprano -se rió Fermín, y el hu­ mo salió sensual con cada sílaba pronunciada. Siempre tan vehe­ mente, Elisa. -Ya sé que es para reírse. Pero llegaste justo, querido. Hay per­ sonajes en la vida que no se van por más tiempo que pase. Sobre to­ do si te cagaron la vida. -¿Quién será? -¿sobresaltarse Fermín? -Ninguna historia de amor, no te confundas. Sólo un perverso que me fritó los sesos. ¿Decirte que era joven? Años después me con­ fiesa que me hacía esas maldades por una cuestión... ¡Algo ridícu­ lo! Me da hasta pudor decirlo... -¿Te lo volviste a encontrar? -Sí. Hace poco. Vergüenza es poco, querido. -¿Para tanto...? -Un tipo demasiado inteligente para mí. La inteligencia es fas­ cinante. Pero básicamente, un malvado. -Ya... Ernesto. -Claro. Todas esas historias con su mujer, su amante, sus hijos, sus pacientes... Demasiado para una pendeja petulante. Y yo, recién casada, sin dar pie con bola en la vida y con la cabeza llena de fan­ tasías acerca de cómo debía ser pl rrmnrin nrnntn me fvnr.nntré

siendo testigo y partícipe de miles de historias de esa extraña fami­ lia tan diferente a todo... Y bueno, no es el caso ahora de volver a desenmarañar las cosas, porque todo estaba saldado. Como una cuestión dolorosa, pero saldada por prudencia... o algo así. -El tiempo hace algunos favores a veces ¿no? -Ya no estoy tan segura. Porque me lo encontré hace muy poco. Las Heras. Yo caminaba una noche. Lo hago a veces. A veces es lo único que hago, caminar como loca por la ciudad muy tarde. Me em­ poncho bien y salgo con dos mangos, la llave y los cigarrillos. La ciu­ dad desnuda, vacía... me inspira. ¿Te reís? Reíte que es para dar ri­ sa. Ni me ofende... -Yo hago algo por el estilo, pero mi barrio es demasiado tor­ mentoso. -¿Qué? ¡querés que me ría yo! -¿Entonces? -dijo poniendo fin a la disgresión. -Entonces me lo cruzo a Ernesto. Completamente alegre. -Borracho. -Claro. Y nos ponemos a conversar. Sólo una locura. Un impul­ so loco. Le digo «Me hiciste la vida imposible» Y él: que me lo tenía merecido porque siempre le avisaba a la mujer de sus citas con la amante. Me dejó helada. Él perverso otra vez y yo vuelta a caer. ¿Querés creer que voy y le doy una respuesta sensata? ¡Yo! ¡Otra vez! Ahora, ahora mismo no lo puedo creer. -¿Y? -Terminamos en un lugar inmundo y yo gritándole «cerdo cerdo». Mientras ella hablaba, se descubrió tratando de recordar su pa­ sado en los escenarios, un tema que había soslayado hasta que se había ido hundiendo en la bruma del desuso. Ni recordaba por qué, cuál había sido la anécdota desencadenante. Había sostenido el am­ biguo equilibrio que le proporcionaba el escenario hasta que final­ mente un día, se había encontrado fuera, física y espiritualmente imposibilitado de volver a transitar mutaciones. Elisa lo había la­ mentado como una pérdida personal. Todavía guardaba la esquela que le había enviado a uno de sus domicilios falsos, diseminados por toda la ciudad. Domicilios que ha­

bía ido teniendo que abandonar a las apuradas, por una u otra ra­ zón. Hubiera querido ofrecerle una pista concreta de sí mismo pero en él todo era guedeja de apariencia. Sí mismo era silencio, hubiera querido decirle. En la fuerte añoranza que cada tanto lo conmovía, también estaba Elisa, que había sabido mantenerse próxima sin que se deslizara, nunca, ni una sombra de indiscreción. -Dos días después me lo vuelvo a encontrar en una disquería. Ni siquiera me había visto, creo. Pero me dio tanto pánico verlo ahí, me sentí tan ridiculamente expuesta que me acerqué brusca y le di un beso a él y a su nene que nunca había visto pero que tenía la mis­ ma cara de cerdo del padre y me di media vuelta y ese lugar no lo vuelvo a pisar. Ahora tengo miedo de salir a la calle y encontrárme­ lo en cualquier parte. La ciudad ya no es segura para mí. Fermín esbozó un ademán que Elisa incluyó a modo de comen­ tario. -Por supuesto. Debe estarse riendo con su risa de cerdo. Ya sé lo que piensa: que soy una estúpida. No, peor que eso. Que soy una engreída... un tipo específico de engreída... Me parece estar escu­ chando su risotada despectiva... Había desayunado, entrado en calor, había fumado. También había escuchado. Ahora llegaba el momento de decir algo. Sin em­ bargo, cualquier cosa que dijera podría sonar insuficiente. O cruel. La sensación de estar despegado de sí mismo persistía. Hubie­ ra querido estar caminando, en ese mismo momento, como en viejas despreocupadas épocas. Pero la aguda percepción de la ansiedad de Elisa, cuyo silencio se había vuelto tan interrogativo como la postu­ ra de su cuerpo, exigía palabras. Todo gesto, en ese minuto, podía ser equívoco. «Para eso, sólo el tiempo, dormir, olvido.» ¿Podía, acaso, decirle esto a Elisa, toda ansiedad y escote, con las caderas demasiado prietas bajo el ancho cinturón?, ¿su amiga, en la que había pensado como último recurso? Arrojo y remordimiento: recuerdos de fuego. Sentados frente a frente, Fermín sólo rozó con su mano una mejilla.

-Me detesto miserable -dijo Elisa en un hilo de voz, escondida la cabeza. Despuntaba en su voz una peligrosa alarma. Fermín, las manos cruzadas entre las rodillas, asintió breve­ mente mordiéndose los labios. Tomó la mano de Elisa entre las su­ yas y se quedó en silencio un momento. Sólo se le ocurrían lugares comunes acerca del miedo, la felicidad, el egoísmo. «La vida puede ser algo irrisoria». No le podía decir eso. Tampoco que necesitaba di­ nero. Palmeó suavemente la mano que descansaba entré las suyas. -¿Coincidencias...? Tal vez no todo estaba saldado. Tampoco pa­ ra él. Ella alzó los ojos y lo miró bien al fondo de los suyos. ¿No alcan­ zaba con lo dicho? Fermín agregó con solemnidad teatral: «Palabra de caballero». Elisa hizo una rápida, fugaz sonrisa. Ahora es lo intocado que se oculta por decoro. -Mira, se hizo la hora de almorzar -dijo ella como si acabara de entrar a escena con aire casual-. Acá a la vuelta está la Casa Suiza que es como el extranjero... ¿O vamos a la Richmond? (Inédito.)

Bajo las jubeas en flor A n g élic a G o r o disc h er

Ingresé e n el establecimiento penitenciario Dulce Recuerdo de las

Jubeas en Flor apenas una hora después de haber tomado tierra. Como yo era el Capitán de la nave, se me reservó el tratamiento más riguroso: se llevaron a mis hombres a otro correccional, de régimen más benigno según se me dio a entender, y no volví a verlos nunca. No era que hubiéramos cometido algún delito grave desembarcan­ do allí, no era que consideraran delincuentes peligrosos a todos los extranjeros; era algo mucho más sencillo y, para usar la palabra apropiada, mucho más infernal. El Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor era un enorme edificio irregular que se levantaba en medio de una llanura salitrosa. Cuan­ do el sol estaba alto no se podía mirar para afuera porque el reflejo te quemaba los ojos. Nunca llegué a conocer todo el establecimiento y eso que no puedo decir que me haya faltado el tiempo. Pero era una construcción completamente estúpida, de madera y piedra: pa­ recía haber empezado en el patio central, empedrado, rodeado de celdas. Después, supuse, sentado en un rincón, mirando, se habían construido los otros pabellones, irnos encima de otros, o tocándose por los vértices, o enlazándose, y las antiguas celdas habían pasado a ser oficinas y depósitos. El resultado era una confusión de cons­ trucciones de distintas formas y tamaños, puestas de cualquier mo­ do y en cualquier parte, y todas altamente descorazonadoras. Había ventanas que daban a otras ventanas, escaleras en medio de un ba­ ño, pasillos que daban una vuelta para ir a terminar contra una Da-

red ciega, galerías que alguna vez habrían, quizá, dominado un es­ pacio en el que más tarde se había construido, de modo que ahora eran corredores con barandas y antepechos, puertas que no se abrían o se abrían sobre una pared, cúpulas que se habían transfor­ mado en cuartos a los que había que entrar doblado en dos, habita­ ciones contiguas que no se comunicaban sino dando un largo rodeo. Pero me adelanto a los hechos. Me detuvieron apenas puse un pie en tierra, me leyeron un largo memorándum en el que se expo­ nían los cargos, y me llevaron al Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor. Nadie quiso contestar a mis preguntas sobre el resto de la tri­ pulación, sobre si habría un juicio, sobre si podía tener un defensor. Nadie quiso escuchar mis explicaciones. Simplemente, estaba pre­ so. Se alzaron las rejas de la entrada para dejarnos pasar, y mis guardianes me entregaron al Director de la prisión, previa lectura del mismo memorándum. El Director dijo ¡Ajá!, y me miró, creo, con desprecio. No, no creo, estoy seguro. Apretó un timbre y entraron dos carceleros de uniforme, con látigos en la mano y pistolas en la cintura. El Director dijo llévenselo y me llevaron. Así de simple. Me metieron en un cuartito y me dijeron desnúdese. Pensé me van a pe­ gar, pero me desnudé, qué remedio. No me pegaron, sin embargo. Después de rebuscar en mi ropa y de quitarme papeles, lapicera, pa­ ñuelo, reloj, el dinero, y todo, absolutamente todo lo que encontra­ ron, me revisaron la boca, las orejas, el pelo, el ombligo, las axilas, la entrepierna, haciendo gestos sonrientes de aprobación, y comen­ tarios sobre el tamaño, forma y posibilidades de mis genitales. Me tendieron en el suelo, no muy suavemente, me separaron las nalgas y los dedos de los pies, y me hicieron abrir la boca nuevamente. Al fin me dejaron pararme y me tendieron un pantalón y una camisa y nada más y me dijeron vístase. ¿Y mi ropa?, pregunté. Tiraron todo en un rincón, el dinero y los documentos también, y se encogieron de hombros. Vamos, dijeron. Ésa íue la primera vez que me deso­ rienté dentro del edificio. Ellos no: pisaban con la seguridad de un elefante sabio y daban portazos y recorrían pasillos con toda tran­ quilidad. Desembocamos en el patio y ahí me largaron. Descalzo sobre las piedras no precisamente redondeadas del pa­ vimento, dolorido por todas partes, pero sobre todo en lo más hondo de mi dignidad, con un peso en el estómago y otro en el ánimo miré

lo que había para mirar. Era un patio ovalado, enorme como un an­ fiteatro, poblado por grupos de hombres vestidos como yo. Ellos tam­ bién me miraban. Y ahora qué hago, pensé, y recordé manteos, brea y plumas, y cosas peores, por aquello de los novatos, y yo ahí con las manos desnudas. Qué iba a poder con tantos. Ensayé caras de cri­ minal avezado, pero estaba cosido de miedo. Me dejaron solo un buen rato. AI fin uno se me acercó: muy jovencito, con el pelo enru­ lado y la cara hinchada del lado izquierdo. -Uno de mis deseos más vehementes en este momento -me di­ jo-, junto con el de la libertad y el perdón de mis mayores, es que su dios le depare horas venturosas y plácidas, amable señor. Debí haber contestado algo pero no pude. Primero me quedé ab­ sorto, después pensé que era el prólogo a una cruel broma colectiva, y después que era un homosexual dueño de una curiosa táctica para insinuarse. Y bien, no. El chico sonreía y movía un brazo invitador. -Me envía el Anciano Maestro a preguntarle si querría unirse a nosotros. Dije: -Encantado -y empecé a caminar. Pero el chico se quedó plantado ahí y batió palmas: -¿Oyeron? -gritó a todo pulmón dirigiéndose a los presos en el patio enorme-. ¿Oyeron? ¡El señor extranjero está encantado de imirse a nosotros! Aquí, pensé, empieza el gran lío. Otra vez me equivoqué, den­ tro de poco eso iba a ser una costumbre. Los demás se desentendie­ ron de nosotros después de aprobar con la cabeza, y el chico me to­ mó del brazo y me llevó al extremo más alejado del patio. Había diez o doce hombres rodeando a un viejo viejísimo y nos acercábamos a ellos. -Me mandaron a mí -decía el muchacho hablando con dificul­ tad- porque soy el más joven y puede esperarse de mí que sea lo bastante indiscreto para preguntar algo a una persona, por ilus­ tre que sea. Aquí hay algo, concluí. Por lo menos sé que no hay que andar preguntando cosas. -Bienvenido sea, excelente señor -el viejo viejísimo había levan­ tado su cara llena de arrugas con una boca desdentada, y me habla­

ba con voz de contralto-. Su dios, por lo que veo, lo ha acompañado hasta este remoto sitio. Confieso que miré a mi alrededor buscando a mi dios. Los que estaban en cuclillas se levantaron y se corrieron para hacerme lugar. Cuando volvieron a sentarse, el muchachito esperó a que yo también lo hiciera, de modo que me agaché imitando a los demás, y sólo entonces él también tomó su lugar. Al parecer yo no había interrumpido nada porque todos estaban en silencio y así siguieron por un rato. Me pregunté si se esperaba que yo dijera algo, pero qué podría decir si lo único que se me ocu­ rría eran preguntas y ya me había enterado de que eso era algo que no se hacía. De pronto el viejo viejísimo dijo que el amable extranjero debía sin duda tener hambre, y como el amable extranjero era yo, me di cuenta que el peso en el estómago era efectivamente hambre. El peso en el animo no, y no me lo saqué de allí hasta que no salí del Dulce Recuer­ do de las Jubeas en Flor, y aun entonces, no del todo. Dije que sí, que tenía hambre, pero que no quería molestar a nadie y que solamente me gustaría saber cuáles eran las horas de las comidas. Esperaba ha­ ber respetado el estilo y que eso último no hubiera sonado a pregunta. El viejo viejísimo asintió y dijo sin dirigirse a nadie en especial: -Tráigale algo con que restaurar sus fuerzas al amable señor y compañero, si es que desde ya podemos llamarlo así. Imitando en lo posible los cabeceos de los demás, asentí con una sonrisa a medias. Me dolían las pantorrillas pero seguí acuclillado. Uno de los del grupo se levantó y se fue. Entonces el viejo viejísimo dijo: -Prosigamos. Y uno de los acuclillados empezó a hablar, como si continuara una conversación recién interrumpida: -Según mi opinión, hay dos clases de números: los que sirven para medir lo real y los que sirven para interpretar el universo. Es­ tos últimos no necesitan conexión alguna con la realidad porque no están compuestos por unidades sino por significados. Otros dos hablaron al mismo tiempo: -Superficialmente puede ser que parezca que existen sólo dos cla­ ses de números. Pero yo creo que las clases son infinitas -dijo uno.

-El número en sí no existe, si bien puede ser representado. Pe­ ro debemos tener en cuenta que la representación de una cosa no es la cosa sino el vacío de la cosa -dijo el otro. El viejo viejísimo levantó una mano y dijo que no se podría conti­ nuar hablando si se producían esos desórdenes. Y mientras yo trata­ ba de adivinar lo que se esperaba de mí, si debía decir alguna cosa o no, y qué cosa en el caso de que sí, llegó el que había ido a buscarme comida y comí. En un cuenco de madera había una pasta rojiza y brillante, na­ dando en un caldo espeso. Con la cuchara también de madera me llevé a la boca el asunto que resultó tener un sabor lejanamente ma­ rino, como de mariscos muy cocidos en una salsa suave con un re­ gusto agrio. Al segundo bocado me pareció apetecible, y al tercero, exquisito. Para cuando me enteré de que eran embriones de solomántides cocidos en su jugo, ya los había comido durante demasia­ do tiempo y me gustaban y no me importaba. Pero ese primer día dejé el cuenco limpio a fuerza de rasparlo, y después me trajeron agua. Quedé satisfecho, muy satisfecho, y me pregunté si debía o no eructar. La cuestión se resolvió por sí sola entre la presión física y mi cuerpo encogido, y como todos sonrieron me quedé tranquilo. Ya entonces tenía las piernas dormidas y los codos clavados en los mus­ los, pero seguí aguantando. Y ellos siguieron hablando de números. Cuando alguien dijo que los números no sólo no existían sino que no existían tampoco como representación, y aún más, que no existían en absoluto, otro alguien entró a poner en duda la existencia de to­ da representación, y de ahí la existencia de todas las cosas, de todos los seres y del universo mismo. Yo estaba seguro de que yo por lo me­ nos, existía. Y entonces empezó a oscurecer y a hacer frío. Sin em­ bargo nadie se movió hasta que el viejo viejísimo dijo que el día ha­ bía terminado: así, como si hubiera sido el mismísimo Dios Padre. Lo que me hizo acordar de mi dios personal, y empecé a preguntar­ me dónde se habría metido. El viejo viejísimo se levantó y los demás también y yo también. Los otros grupos empezaron a hacer lo mismo, hacía frío y me dolía el cuerpo, sobre todo las piernas. Nos fuimos caminando despacio, hacia una puerta por la que entramos. Segunda vez que me deso­ rienté. Caminamos bien hacia adentro del edificio, atravesando los

sitios más complicados, hasta llegar a una sala grande, con venta­ nas a un costado, por lo menos ventanas que daban a un espacio li­ bre por el que mirando para arriba se veía el cielo, porque en la otra pared más corta, no sé si dije que era una sala vagamente hexago­ nal, había ventanas que daban a un muro de piedra. En el suelo ha­ bía jergones, a un costado una gran estufa, y puertas, incluso una que abarcaba un ángulo. El viejo viejísimo me señaló un lugar y me advirtió que me acostaría allí después de pasar a higienizarme. Adonde pasamos todos y nos lavamos, hicimos buches y ablusiones en palanganas fijas al piso y evacuamos en agujeros bajo los cuales se oía correr el agua. Y al volver, como cuando había descubierto que tenía hambre, descubrí que tenía sueño y decidí relegar el problema de mi porvenir, es decir, mi situación legal y eventualmente mi fu­ ga, para el día siguiente. Pero alertado como estaba sobre las cos­ tumbres de los presos, esperé a ver qué hacían los demás, y los de­ más esperaban a que se acostara el viejo viejísimo. Cosa que hizo inesperadamente sobre las tablas del piso y no sobre un jergón más grande o más mullido que yo había tratado de identificar en vano. Otros también se acostaron y yo hice lo mismo. Pero no fue tan fácil dormir. Estaba a un paso del sueño cuan­ do tuve que resignarme a esperar porque todos los demás parecían hablar al mismo tiempo. Se me ocurrió que estarían hablando de mí, cosa bastante comprensible, y abrí los ojos disimuladamente para mirarles las caras y volví a equivocarme. Como yo, otros dos esta­ ban echados y parecían dormir. Pero los restantes debatían alguna cuestión difícil con el viejo viejísimo como árbitro. Hasta que uno de los hombres le pidió que designara a tres porque esa noche eran mu­ chos. Muchos qué, pensé, tres qué. Cerré los ojos. Cuando los volví a abrir el viejo viejísimo había designado a tres presos que en silen­ cio se desnudaban. Me puse a mirar sin cuidarme de si me veían o no. Uno de los tres era el muchachito de la cara hinchada. Los otros miraban a los tres hombres desnudos, los tocaban, parecían decidir­ se por uno y se le quedaban al lado, ordenadamente, sin precipita­ ciones ni ansiedad, y vi cómo iban echándoseles encima, cómo los go­ zaban y se retiraban luego para dar paso al siguiente. Los tres se dejaban hacer con los ojos cerrados, sin protestas ni éxtasis, y el vie­ jo viejísimo seguía acostado sobre las maderas del suelo. Cuando to­

dos estuvieron satisfechos, cada uno se acostó en su jergón y el mu­ chachito y los otros dos entraron al baño y por la puerta abierta oí correr el agua. Me dormí. Al día siguiente me despertaron a gritos. No los presos, claro es­ tá, sino los carceleros. Estaban en la puerta del ángulo, los látigos en la mano, la pistola a la cintura, gritando insultos, arriba carroña, ba­ suras inmundas, hijos de perra emputecida, asquerosos, porquerías, pero no entraban ni se acercaban. Los hombres se levantaban mano­ teando la ropa, estaba caldeado allí adentro con el calor de la estufa retenido por la madera y las piedras, y muchos dormían desnudos. Yo también me levanté. Los carceleros se faeron y volvimos a pasar por las ceremonias del baño y las abluciones. Hubiera dado cualquier co­ sa por un café, pero guiados por el viejo viejísimo nos fuimos al patio, al mismo lugar en el que habíamos estado el día anterior. Todos se acuclillaron alrededor del viejo viejísimo, y yo decidí ver qué pasaba si me sentaba en el suelo con las piernas cruzadas. No pasó nada, y así me quedé, soñando con un desayuno caliente. Antes de que el viejo viejísimo dijera prosigamos, yo hubiera apostado cualquier cosa a que estaba a punto de decirlo, se acercó un hombre de otro grupo y todas las caras de los del nuestro, la mía también, se levantaron para mirarlo. -Que el nuevo día -dijo el que llegaba- esté formado por horas felices, meditación y reposo. El viejo viejísimo sonrió y le dijo a alguien: -Invite al amable compañero a unirse a nosotros. Uno de los nuestros dijo: -Considere que nos sentiremos sumamente alegres si accede a unirse a nosotros, amable compañero. -Sólo vengo -contestó el otro- enviado por mi Maestro, quien suplica la autorización del Anciano Maestro para que uno de noso­ tros, deseosos de ampliar su visión de la sabiduría del mundo, pase algunas horas con ustedes, en la inteligencia de que proveeremos a sus necesidades de alimento e higiene. -Dígale a su amable compañero -dijo el Anciano Maestro- que sentiremos el gozo de que así lo haga. El hombre de nuestro grupo que había hablado antes repitió el mensaje y el otro se fue y al rato llego el invitado que se unió a no­

sotros y otra vez empezó una conversación incomprensible acerca de números. Yo traté de entender algo, pero todo me parecía o muy ton­ to o muy profundo, y además tenía hambre. Empecé a pensar en mi problema, no en el del hambre, que eso podía esperar, sino en cómo salir de allí. Era muy claro que tendría que preguntar cómo conseguir una entrevista con el Director, pero no me animaba a hacer preguntas, por lo que había dicho el chico de la cara hinchada. Y al pensar en él se me presentaron dos cosas: pri­ mero, lo que había pasado la noche anterior en el dormitorio, y se­ gundo una idea para convertirlo en mi aliado y llegado el caso ha­ cerme ayudar por él. Lo busqué con la mirada y no lo encontré. Medio me di vuelta y lo vi acuclillado a mi derecha, un poco atrás mío, rozándome. Espléndido, me dije, y esperé un silencio de los que eran frecuentes entre eso de los números. Cuando todos se callaron, tratando de no pensar en él, aplastado, desnudo bajo los otros hom­ ares del dormitorio, me di vuelta y le dije: -Habría que hacer algo para que ese diente no lo molestara más. Me sonrió como el día anterior, como si no1,le hubiera pasado na­ da, y me contestó que su dios determinaría el momento en el que fi­ nalizaría su dolor. Sigamos, decidí. Le contesté que podía ver, así, que podía ver, que su dios había dispuesto que su dolor cesara, por­ que yo era el instrumento designado para detenerlo. Me miró como si no me comprendiera y tuve miedo de haber cometido un error, pe­ ro al segundo le brillaron los ojos y se veía que hubiera saltado de alegría. -Todo lo que tiene que hacer -le dije- es conseguirme una pinza. Hizo que sí con la cabeza y fue a arrodillarse frente al Anciano Maestro. Hubo una larga conversación en la que el chico pedía auto­ rización y explicaba sus motivos, y el viejo viejísimo aceptaba y auto­ rizaba. El muchachito se fue, el invitado me miraba como si yo hubie­ ra sido un monstruo de tres cabezas, y las disquisiciones sobre los números o lo que fuera terminaron por completo. Yo seguía teniendo hambre y el Anciano Maestro la emprendió con una parábola. -Hubo en tiempos muy lejanos -se puso a contar- un pobre hombre que tallaba figuras para subsistir. Pero pocos eran los que las compraban y el tallador estaba cada vez más pobre, de modo que las figuras eran cada vez menos bellas y cada vez menos parecidas

al modelo. Cuando el tallador hubo pasado varios días sin comer, las figuras que salían de sus manos eran desatinadas y no se parecían ya a nada. Entonces su dios se apiadó de él y determinó hacer tan gran prodigio que acudirían de todas partes a contemplarlo. Y así hizo que las figuras talladas cobraran vida. Mucho se espantó el ta­ llador al ver esto, pero después pensó: vendrán curiosos y sabios y gentes de lejanas tierras a ver tal prodigio y seré rico y poderoso. Las bellas figuras animadas talladas en los días de pobreza pero an­ tes del hambre, lo saludaban y le sonreían. Pero las figuras mons­ truosas lo amenazaban y le hacían muecas malignas, y la ultima que había tallado, arrastrándose sobre sus miembros informes, se le acercó para devorarlo. Empavorecido el tallador pidió clemencia con tales voces que su dios se apiadó nuevamente de él y redujo a ceni­ zas a las figuras monstruosas conservando animadas a las más be­ llas. Y el tallador descubrió entre éstas a una mujer hermosísima con la que se desposó y fue feliz durante algún tiempo, y rico tam­ bién exhibiendo ante los curiosos y los sabios sus figuras animadas. Pero la mujer, si bien de carne debido al prodigio del dios del talla­ dor, había conservado su alma de madera, y lo martirizó sin piedad durante el resto de su vida, haciendo que a menudo pidiera a su dios entre lágrimas que volviera a la vida inanimada a sus figuras, aun­ que tuviera que perder sus riquezas si con ello se libraba de su mu­ jer. Pero su dios, esta vez, no quiso escucharlo. Me quedé pensando en el significado de la cosa y en qué tendría que ver con la muela del chico. Por cierto que todos los demás pare­ cían haber comprendido, porque sonreían y cabeceaban y miraban al Anciano Maestro y me miraban a mí pero yo no pude sacar nada en limpio de modo que sonreí sin mirar a nadie y esta vez acerté. To­ dos, salvo mi estómago, parecíamos estar muy contentos. En eso volvió el chico con una pinza. De madera. Y me la ofre­ ció. Iba a tener que arreglarme con eso y lo lamenté por él. Agarré la pinza y le dije lo más suavemente que pude, que para actuar co­ mo instrumento de su dios, primero tenía que saber su nombre. Se me había puesto que tenía que saber cómo se llamaba. -¿Cuál de mis nombres? -dijo. Por lo visto había preguntas que sí se podían hacer. Pero lo ma­ lo era que yo no sabía qué contestarle.

-El nombre que debo usar yo -se me ocurrió.4 -Sadropersi -me dijo. Para mí, siempre fue Percy. -Y bien, Sadropersi, acuéstese en el suelo y abra la boca. Me parecía que había dejado de equivocarme y me sentía seguro. Se acostó y abrió la boca no sin antes mirar para el lado del An­ ciano Maestro, y les indiqué a algunos de los otros que le sujetaran los brazos, las piernas y la cabeza. Me dio un trabajo terrible, pero le saqué la muela. Tuve que andar muy despacio, moviéndola de un lado para el otro antes de tirar, para que no se rompiera la pinza. Y a él tenía que dolerle como las torturas del infierno. Pero no se mo­ vió ni se quejó una sola vez. Las lágrimas le corrían por la cara y la sangre le inundaba la boca; tenía miedo de que se me ahogara y de vez en cuando le levantaba la cabeza y lo hacía escupir. Finalmen­ te mostré la muela sostenida en la pinza y todos suspiraron como si 'Íes hubiera sacado una muela a cada uno. El Anciano Maestro sonrió y contó otra parábola: -Estaba una mujer cociendo tortas en aceite en espera de su ma­ rido. Pero se le terminó el aceite y aún quedaba masa por cocer. Se dirigió a uno de sus vecinos en procura de aceite, y éste se lo negó. Se dirigió entonces a otro de sus vecinos, quien también le negó el aceite para terminar de cocer la masa. Contrariada, la mujer empe­ zó a dar gritos y a lanzar imprecaciones a la puerta de su vivienda, suscitando la curiosidad de los que pasaban, hasta que uno de ellos le gritó: «¡Haz tú tu propio aceite y no alborotes!». Entonces la mu­ jer se dirigió a los fondos de su casa y cortó las semillas de la plan­ ta llamada zyminia, las molió y las estrujó dentro de un lienzo, ex­ trayendo así el aceite que necesitaba. Cuando llegó el marido, le presentó las tortas en dos fuentes y díjole: «Éstas son preparadas con el aceite comprado al aceitero, y estas otras son preparadas con el aceite extraído por mí de la planta llamada zyminia». Y el mari­ do comió de las dos fuentes y las cocidas con el aceite extraído por su mujer le supieron mejor que las otras. Percy sonreía más abiertamente que los otros, y yo también, ca­ beceando. Ahora estaría en condiciones, dejando pasar un poco de tiempo, de pedirle al muchacho que me indicara cómo llegar al Di­ rector. Y mientras pensaba en eso y en mi estómago vacío, llegó la

hora de comer. No hubo nada que la anunciara, ni campana, ni lla­ mado, ni carceleros con látigo, nada. Pero el Anciano Maestro se le­ vantó, y después de él todos los demás, y nos encaminamos a una de las puertas y llegamos al interior cálido de la prisión. Después de vericuetos que recorríamos con el viejo viejísimo a la cabeza, llega­ mos al gran comedor que estaba en el primer piso. Subimos y baja­ mos tantas veces tantas escaleras, que si me hubieran dicho que es­ taba en el sexto piso, lo hubiera creído. Pero desde las ventanas se veían la planta baja, los aleros y los balcones de los otros pisos y la llanura blanca bajo el sol. Muchos hombres cocinaban en fogones de piedra instalados en el suelo, y los que entrábamos íbamos dividién­ donos en grupos y nos dirigíamos hacia los fogones. Nos acuclilla­ mos todos alrededor del nuestro y el hombre que cocinaba nos repar­ tió los cuencos de madera con la pasta rojiza y comimos. Vi que otros hacían lo mismo que yo quería hacer, pedir más, y cuando terminé mi ración pedí otra. Tomé mucha agua, y como el día anterior, estaba satisfecho. Ese día se deslizó sin otro incidente y la noche fue tranquila. Percy parecía feliz y me miraba con agradecimiento. No hubo otra comida en el día, pero no volví a tener hambre. Terminados el pro­ blema de la alimentación y el de la muela de Percy, tenía que pen­ sar qué haría para llegar hasta el Director y en lo que le diría cuan­ do lo viera. Pero cuando me acosté tenía tanto sueño que me dormí antes de haber podido planear algo. Ala mañana del otro día fueron los insultos y los gritos de los car­ celeros, recibidos por los presos con la misma indiferencia. Después fueron las conversaciones en el patio, la comida, más conversaciones, siempre sobre números, y otra noche. Decidí que al día siguiente ha­ blaría con Percy. Pero en ese momento necesitaba algo más urgente: quería darme un baño. Antes de acostarme, le dije a Percy: -Sadropersi, estimado amigo -trataba de aprender o por lo menos de remedar la manera de hablar de los presos-, quisiera bañarme. Percy se inquietó muchísimo: -¿Bañarse, amable señor? -miró para todos lados-. Nos bañan los señores carceleros. -No me diga que esos brutos nos restriegan la espalda con guan­ tes de crin.

-Los apreciados señores carceleros -(parecía que no debía ha­ berlos calificado de brutos)- fumigan, desinfectan y bañan a los pre­ sos periódicamente, excelente señor y compañero. -Está bien -dije-, ¿Cuándo es la próxima función de fumigación, desinfección y baño? Pero Percy no sabía. Calculó que podría ser pronto porque la úl­ tima sesión había tenido lugar hacía bastante tiempo, y tuve que conformarme con las abluciones en la palangana. Esa noche también fue tranquila y antes de dormirme me com­ padecí un poco de mí mismo. Aquí estaba yo, un descubridor de mun­ dos, preso en una cárcel ridicula con un nombre ridículo, entre gen­ te que hablaba en forma ridicula, humillado y no victorioso, degradado y no ensalzado. ¿Y qué sería de mi nave y de mis hom­ bres? Y lo que era más importante, ¿cómo iba a hacer para salir de allí? Y al llegar al final de ese negro pensamiento me dormí. Al día siguiente volví a apartarme con Percy en el baño y le plan­ teé mi necesidad de ver al Director. -Al egregio Director no puede llegar nadie, amable señor. Me contuve para no acordarme en voz alta y desconsiderada­ mente de la madre del Director y de la madre de Percy. -Dígame, amable Sadropersi, ¿y si uno provoca un tumulto, no lo llevan a ver al Director? -¡Un tumulto, excelente señor extranjero y amable compañero! Nadie provoca un tumulto. -Ya sé, claro, por supuesto. ¿Pero en el caso teórico y altamen­ te improbable de que yo empezara una pelea en el patio, no me lle­ varían ante el Director para que me castigara? Pareció pensar en el asunto. -Nadie pelearía con usted, amable compañero -dijo por fin. Maldito seas, Percy, pensé, y le sonreí con toda la boca: -Bueno, bueno, olvidemos el asunto, era una cuestión académica. Él también sonrió: -Hay mucho que decir en favor de las academias, egregio señor. Me había llamado egregio, lo cual era un honor, tal vez recor­ dando lo de la muela. Con la cara deshinchada era un lindo mucha­ cho y uno se explicaba que lo eligieran para el amor: me sentí real­ mente inquieto. En cuanto a la enigmática observación sobre las

academias, la dejé pasar, no fuera que se le ocurriera hacer cambiar en mi honor el tema de los números al que ya me estaba acostum­ brando, por el de las academias, sobre las que yo no sabía nada. So­ bre eso de los números tampoco, desde luego, no por lo menos así co­ mo lo hablaban ellos. Nos sentamos en el patio hasta la hora de comer, comimos y vol­ vimos al patio, y el Anciano Maestro contó otra parábola: -Antiguamente los hombres eran muy desdichados, pues per­ dían sus posesiones, aun las más insignificantes y pequeñas, cada vez que se trasladaban de lugar. Llevaban sólo su mujer y sus hijos y sus parientes, al menos los que estaban en condiciones de cami­ nar: los muy viejos quedaban atrás. Y todo eso porque aún no se ha­ bía inventado el transporte. Los hombres viajaban con las manos vacías, lamentando los enseres y las vestiduras que quedaban en el lugar de donde partían. Pero un hombre que debía trasladarse a una lejana ciudad, tenía una mujer a la que amaba entrañablemente. La mujer estaba enferma, no podía caminar, y el hombre se lamentaba llorando al pensar que debía abandonarla. Se acercó al lecho en el que ella yacía y la abrazó con tal fuerza que la levantó. Sorprendi­ do, dio unos pasos con la mujer entre sus brazos, y dio otros pasos, y salió caminando de la casa cargando a la mujer y emprendió el ca­ mino. De todas partes salían las gentes a verlo pasar, y de pronto to­ dos comprendieron que era posible llevar de un lugar a otro cuan­ tas cosas se pudieran cargar. Y entonces se vio a multitudes que iban de un lugar a otro cargando muebles, enseres, colgaduras, textos, jo­ yas y adornos. Esto duró por mucho tiempo, con las gentes viajando en todas direcciones y los caminos y senderos atestados de personas felices que se mostraban unas a otras lo que llevaban, hasta que to­ dos se acostumbraron y ya no llamó la atención de nadie ver pasar a un hombre con un saco cargado en los brazos. Cada vez que el viejo viejísimo contaba una parábola, yo me es­ forzaba honestamente por comprender el significado. De más está decir que no lo conseguía. Tampoco con esta de la invención del transporte que me pareció una tontería, aunque de cuando en cuan­ do la recuerdo y vuelvo a preguntarme si no habría algo importan­ te detrás de eso. Esa noche maldita volvió a producirse una asamblea porque los

hombres querían fornicar, y yo no me acosté, me quedé junto a los demás y a nadie pareció llamarle la atención. El Anciano Maestro volvió a elegir a Percy y a otros dos, que no eran los mismos de la vez pasada. Los dos se desnudaron inmediatamente, pero Percy se echó llorando a los pies del viejo viejísimo pidiéndole que le permi­ tiera estar en el otro bando. Yo, a mí no sé lo que me pasaba. Me da­ ba lástima el chico y me parecía que era una porquería que lo sacri­ ficaran dos veces seguidas si él no quería, pero al mismo tiempo estaba contento porque lo deseaba y me daba vergüenza por las dos cosas, por desearlo y por estar contento. El Anciano Maestro le dijo con su suave voz de contralto que lo per­ donaba porque era muy joven para distinguir entre lo conveniente y lo inconveniente, pero que ya sabía él, Percy, que no estaba permitido apelar sus mandatos y que debía plegarse y obedecer a lo que se le or­ denaba. Percy entonces dejó de llorar y dijo que sí y el viejo viejísimo le dijo que le pidiera él mismo, como favor, que le permitiera ser goza­ do por los demás. Ahí lo odié al viejo, pero a todos les parecía muy bien lo que había dicho, hasta a Percy que sonrió y dijo: -Oh, Anciano, venerable y egregio Maestro, te ruego como favor especial e inmerecido hacia mi despreciable persona, que permitas que despierte el goce de mis amables compañeros. El viejo viejísimo se permitió todavía la inmunda comedia de ha­ cer como que no se decidía, y Percy tuvo que insistir. Retrocedí en­ furecido y decidí que no tomaría parte en esa bajeza. Pero cuando Percy se desnudó y nos sonrió, me acerqué a él si bien cuidando de estar siempre a sus espaldas para que no me viera la cara. Cuando todo terminó, me fui a dormir, tranquilo y triste. Ya estaba hecho a la rutina del despertar, pero esa mañana me pareció que los insultos de los carceleros iban dirigidos personal y directamente a mí. Casi deseaba que se acercaran con los látigos y me azotaran. No por haberlo montado a Percy, sino por sentirme tan feliz como me sentía. Percy, por otra parte, me trataba como todos los días y yo tenía que hacer esfuerzos para contestarle con natura­ lidad, y para mirarlo. Tenía que distraerme, a toda costa tenía que pensar en otra cosa y sentir otra cosa. En el patio, mientras se hablaba de números (he aquí una buena pregunta que oí esa mañana: ¿Se puede con otros nú­

meros construir otro universo, o bien cambiar el universo cambiando los números?) pensé otra vez en cómo salir de allí. La fuga parecía ser la única posibilidad que se me dejaba, si le creía a Percy, y por qué no habría de creerle, eso de que nadie podía llegar al Director. Pero antes iba a intentar franquearme con el Anciano Maestro por mucho que lo despreciara por lo que le había hecho a Percy, ya que parecía ser la per­ sona más importante entre los presos. Me pregunté por qué estaría allí el viejo viejísimo. Por corrom­ per jovencitos, seguramente. Pero, ¿y Percy? Y esas eran preguntas de las que no se podían hacer, seguro. Después de la comida se nos acercó otro hombre de otro grupo a pedir permiso para saludar al egregio extranjero. Ya era egregio dos veces, yo. Con las formalidades de costumbre, el viejo viejísimo se lo concedió, y nos cambiamos saludos y buenos deseos. Lo que quería, él no me lo dijo, tuve que decírselo yo cuando me di cuenta, era que le mirara la boca porque le dolía una muela. Le encontré en un molar de arriba un agujero grande y feo. Le dije que se lo saca­ ría y hubo otra retahila de buenos deseos e inevitablemente el An­ ciano Maestro contó una parábola. -Hubo una vez hace mucho tiempo un hombre que tenía un multicomio con el que roturaba su campo. Sembraba después en la épo­ ca propicia y se sentaba a mirar crecer las plantas tiernas, y llega­ do el tiempo recogía abundante cosecha. Pero un día nefasto el animal se enfermó, y viendo que no curaba, el hombre determinó matarlo y vender su carne y su lana, y así lo hizo. No teniendo en­ tonces animal para el trabajo, él mismo tiraba de la reja para rotu­ rar la tierra, pero el trabajo se hacía muy lentamente y se atrasa­ ban la siembra y la cosecha, y ésta no era tan abundante como antes. Viéndolo un vecino en esos menesteres, díjole: «Desdichado, si hu­ bieras sido prudente y hubieras esperado, probablemente el animal habría sanado y ahora no estarías agotado por el trabajo y empobre­ cido por la falta de buenas cosechas». Y comprendiendo el hombre que su vecino tenía razón, se sentó a la vera de su campo y se lamen­ tó llorando durante largo tiempo. Clarísimo, le dije. Si el hombre no hubiera matado al animal, podían haber pasado dos cosas: o que sanara, en cuyo caso podría haber seguido trabajando el campo con él, o que muriera, en cuvo

caso hubiera podido vender de todas maneras la carne y la lana. Pe­ ro aparte de una superficial condena al apresuramiento, no veía yo qué había allí de tan importante como para suscitar la veneración de todos. Dejé la cuestión de lado porque la inminente sacada de otra muela había puesto a mi persona sobre el tapete y el viejo viejísimo le explicaba a mi paciente el delito que yo había cometido. -El honorable señor extranjero desembarcó en nuestra tierra sin transmitir previamente saludo alguno con las luces de su nave y sin dar tres vueltas sobre sí mismo, decía. Me sentí obligado a defenderme al ver la cara'de pena con que me miraba el de la muela cariada. -En primer lugar -dije-, yo ignoraba que esta tierra estuviera habitada; y en segundo lugar, aunque lo hubiera sabido, ¿cómo po­ día estar enterado del protocolo que exige los saludos luminosos y las vueltas sobre uno mismo? Además, no se me ha hecho compare­ cer ante juez alguno, ni se me ha permitido defenderme, lo cual en mi tierra sería considerado una muestra de barbarie. Todos estaban muy serios y el Anciano Maestro me dijo qüe la naturaleza es la misma en todas partes, cosa con la que yo podía es­ tar de acuerdo o no pero que no venía al caso, y que no se podía ale­ gar el desconocimiento de una ley para no cumplirla. No le di una trompada en el hocico porque la llegada de Percy con la pinza de ma­ dera me permitió pensarlo un poco y recordar que necesitaba la be­ nevolencia del viejo viejísimo. Hablé otra vez de los nombres, cuál de mis nombres, el que debo usar yo, y el de la muela cariada me di­ jo que se llamaba Sematrodio. Lo hice acostar y empecé otra vez mi trabajo. Me costó más que con Percy porque estaba más agarrada que la muela podrida del pobre chico, pero en compensación hubo menos sangre y volví a tener un éxito relumbrante y a ser egregio. Por suerte ese día no hubo más parábolas, pero a la noche el An­ ciano Maestro me llamó junto a él y después de propinarme una can­ tidad de alabanzas me dijo que quizá mi condena sería corta en vis­ ta de mi condición de extranjero venido de tierras distantes, a lo sumo veinte años. Creo que casi me desmayé. ¡Veinte años!, con se­ guridad que cerré los ojos y me incliné hacia el suelo. -Comprendo su emoción -me dijo el viejo viejísimo-, yo moriré probablemente aquí adentro, ya que se me acusó, con toda justicia,

de uso impropio de dos adjetivos calificativos, dos, advierta usted, en el curso de un banquete oficial -suspiró-. Por eso quiero darle, honorable extranjero y amigo, un recuerdo para que lleve a sus tie­ rras lejanas cuando vuelva a ellas. Y sacó de bajo de su camisa un alto de papeles atados con un cordel. Yo no podía pensar más que en una cosa: ¡veinte años, vein­ te años, veinte años! -Es -me decía el viejo viejísimo y yo me obligué a escucharloun ejemplar del Ordenamiento De Lo Que Es y Canon De Las Apa­ riencias. Guárdelo, egregio señor extranjero, léalo y medite sobre él. Yo sé que le servirá de consuelo, ilustración y báculo. Agarré los papeles. Veinte años, ¿cómo era posible? ¡Veinte años! El viejo viejísimo se dio vuelta y cerró los ojos y yo me fui y me acos­ té, pero poco fue lo que dormí esa noche. Y a la madrugada, para tratar de olvidarme de los veinte años, pensamiento que me impedía planear una fuga, una manera de ver al Director, algo que me permitiera salir de allí, buscar mi tripula­ ción y llegar a la nave, saqué los papeles y me puse a hojearlos al resplandor de la llanura blanca que entraba por una ventana. En­ tendí tanto como lo de los números o las parábolas del viejo viejísi­ mo. Era como un catálogo con explicaciones, pero sin sentido algu­ no. Recuerdo, tantas veces lo leí: «El Sistema ordena al mundo en tres categorías: ante, cabe y so. Ala primera pertenecen las fuerzas, los insectos, los números, la música, el agua y los minerales blan­ cos. A la segunda los hombres, las frutas, el dibujo, los licores, los templos, los pájaros, los metales rojos, la adivinación y los vegeta­ les de sol. Ala tercera los alimentos, los animales cubiertos de pelos y escamas, la palabra, los sacrificios, las armas, los espejos, los me­ tales negros, las cuerdas, los vegetales de sombra y las llaves». Y así sucesivamente, lleno de enumeraciones y enumeraciones que se iban haciendo cada vez más absurdas. Al final, preceptos y poemas, y al final de todo una frase que hablaba de un cordel que ataba todas las ideas, y que supuse que era el cordel atando los papeles que me ha­ bía dado el viejo viejísimo, en cuyo caso los papeles serían las ideas. Pero lo importante no era eso, sino mi condena. Y pensando en mi condena, con los papeles atados con el cordel guardados bajo mi ca­ misa, me levanté y fui al patio y comí y pasé el resto del día.

A la noche hubo otro conciliábulo de los hombres que reclama­ ban con quién fornicar y yo temí por Percy y por mí. Pues si bien mis temores por mí mismo estaban justificados, no era por la alegría que hubiera podido sentir al ver elegido nuevamente a Percy, sino por­ que al siniestro viejo se le ocurrió designarme a mí, a mí, para que hiciera de mujer de los otros, a mí. Me indigné y le dije que me im­ portaba muy poco lo que se podía y lo que no se podía hacer, que yo era muy macho y que de mí no se iba a aprovechar nadie. El viejo viejísimo se sonrió y dijo un par de estupideces pomposas: según pa­ recía, ser elegido para eso era una muestra de deferencia, afecto y respeto. Le dije que podían empezar a respetar a otros porque yo no pensaba dejarme respetar. -Ah, honorable señor extranjero y amigo -dijo el viejo viejísimo-, ¿pero entonces quién le dará de comer, quién le proporcionará asilo, quién lo recibirá en su grupo, quién le hará la vida soportable en el Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor? Ojalá te mueras, pensé, y estuve a punto de contestar: Percy. Pero no lo hice, claro, pensando en lo que le esperaría al chico si yo lo decía. El viejo viejísimo esperaba, supongo que esperaba que yo me bajara los pantalones, cosa que no hice. En cambio di dos pasos y le encajé la trompada que había estado deseando darle desde aquella noche en que había obligado a Percy a dejarse go­ zar. La sangre le corrió por la cara, hubo un silencio pesado en to­ do el dormitorio, y el viejo viejísimo contó una parábola. Contó una parábola allí, así, con los labios partidos y la nariz sangran­ te, y yo lo escuché esperando que terminara para ir y darle otra trompada. -Hubo hace muchísimo tiempo -dijo-, un niño que creció hasta convertirse en hombre, y una vez llegado a ese estado en el que se necesita mujer, se prendó de una prima en tercer grado y quiso des­ posarla. Pero su padre había elegido para él a la hija de su vecino a fin de unir las dos heredades, y le mandó que le obedeciera. El joven hizo oídos sordos a las palabras de su padre, y una noche robó a su prima y escapó con ella hacia los montes. Vivieron felices alimen­ tándose de frutas y de pequeñas aves y bebiendo el agua de los arro­ yos hasta que los criados de su padre los encontraron y los llevaron de vuelta a la casa. Allí celebraron con fastos la boda del joven con 3

la hija del vecino de su padre, y encerraron a la prima de tercer gra, do en una jaida que fue expuesta al escarnio público en la plaza. Esa parábola sí la entendí. Y como la entendí, en vez de darle otra trompada al viejo viejísimo, lo agarré del cuello y se lo apreté hasta quebrárselo. Lo dejé ahí, tirado en el suelo sobre el que siem­ pre dormía, con la cara ensangrentada y la cabeza formando un án­ gulo recto con el cuello, y les grité a los demás: -¡A dormir! Y todos me obedecieron y se fueron a sus jergones. Me quedé dormido instantáneamente y al día siguiente no me despertaron los insultos de los carceleros, sino una gritería atronadora. Todo el mun­ do corría de un lado para otro gritando ¡la desinfección!, ¡la desin­ fección! Vi entrar a un grupo grande de carceleros con los látigos en las manos. Esta vez los usaron: repartían latigazos a ciegas y los hombres escapaban desnudos por el dormitorio desnudo. Yo también escapé, tan inútilmente como los otros. De pronto los carceleros se replegaron hacia la puerta del ángulo y entraron otros que traían mangueras. Nos alcanzaron los chorros de agua helada, aquí esta­ ba el baño que yo había andado deseando, que se estrellaban contra nuestros cuerpos y nos clavaban a las paredes y al piso. Entonces vi que el único que no se movía era el Anciano Maestro y me acordé que lo había matado y por qué, y los carceleros también debieron verlo al mismo tiempo que yo porque hubo una voz de mando y las mangueras dejaron de vomitar agua helada. Uno de los carceleros se acercó al cuerpo del viejo, lo tocó, con lo que la cabeza ahora ne­ gra se bamboleó de un lado al otro, y gritó: -Quién hizo esto. Me adelanté: -Yo. Pensé: si por no saludar me condenaron a veinte años, ahora me fusilan en el acto. Ni miedo tenía. -Vístase y síganos. Me puse la camisa y los pantalones, agarré, vaya a saber por qué, los papeles que me había dado el viejo viejísimo, lo miré a Percy y me fui con los carceleros. Había conseguido al menos lo que quería: me llevaron a ver al Director.

-Estoy enterado -me dijo-. Ha matado a un maestro. -Sí -le contesté. -Llévenselo -les dijo a los carceleros. Me llevaron otra vez a la pieza en la que me habían desnudado y revisado y vestido de presidiario, y me devolvieron todas mis co­ sas. Por lo menos iba a morir como Capitán y no como presidiario, como si eso tuviera alguna importancia. Puse el Ordenamiento De Lo Que Es y Canon De Las Apariencias en el bolsillo derecho de la chaqueta. Volvimos al despacho del Director. -Señor extranjero -me dijo-, será llevado hasta su nave y se le ruega emprenda el regreso a sus tierras lo más rápidamente posi­ ble. La acción por usted cometida no tiene precedente en nuestra larga historia, y hará el bien de perdonamos y de comprendemos cuando le decimos que nos es imposible mantener por más tiempo en uno de nuestros establecimientos públicos a una persona como usted. Adiós. -¿Y mis hombres? -pregunté. -Adiós -repitió el director, y los carceleros me sacaron de allí. Me llevaron a la nave. Parada sobre una llanura verde, tan dis­ tinta de la superficie salitrosa sobre la que se alzaba el Dulce Re­ cuerdo de las Jubeas en Flor, parecía estar esperándome. La saludé militarmente, cosa que no dejó de asombrar a los carceleros, me acerqué a ella y abrí la escotilla. -Adiós -dije yo también, pero no me contestaron y no me impor­ tó porque no era de ellos de quienes me despedía. Miré a mi alrededor para saber si mi dios personal se venía con­ migo, y despegué rumbo a la Tierra, con el sol de Colatino, como yo mismo había llamado al mundo descubierto por mí, dando de plano sobre el fuselaje y los campos y las montañas lejanas. Adiós, volví a decir, y me puse a leer el Ordenamiento De Lo Que Es y Canon De Las Apariencias con cierta atención, para distraerme en mi solita­ rio viaje de vuelta. (En Souto, Marcial (comp.): La ciencia ficción en la Argentina, Eudeba, Buenos Aires, 1985.)

El porvenir del socialismo D olly S keffington

M ientras subía por la s piernas de m i tío M erril él no m e dejaba lleg a r h a sta el fondo.

«Estas son las llaves de la ciudad» decía colocando la mano en su abultada hilera de botones, y cuando yo alcanzaba una de sus rodillas me hacía rodar sobre la alfombra cerrando sus robustas piernas de muchacho para todo trabajo. ¿Comprendí entonces que me negaba no la reservada flor masculina n i la fatal d istan cia de la sangre

sino el bravo secreto del amor entre varones?

Merril acostumbraba ganarse el sustento entregando toallas a la puerta de los baños. Muchos pasaban sin siquiera un saludo como si la toalla estuviera suspendida en el aire, pero a veces alguno se detenía y lo miraba fijamente a los ojos. Entonces la toalla se convertía en un arcoiris entre las manos de Merril y el cuerpo del muchacho y cuando éste se secaba dejando la puerta entreabierta era un pedido angustioso y una promesa.

Para quitarme a Merril del pensamiento mis padres quisieron ofrecerme una diadema, muchachos en flor que no eran mi tío. Me enviaron a Vicker Maxim’s para que los viera. El ir y venir de los cepillos metálicos sobre las plataformas destinadas al armado diurno de los barcos que usaríamos en la próxima guerra levantaban una maleza de acero rizado y la presión y la tensión de su musculatura en el esfuerzo de levantar la pala hicieron que ningún otro fuera como Merril: alto y hermoso, alegre y valiente, un señor Venus aceitando trapajos. Y cuando años más tarde en un cine de la calle 42 fui a ver El acorazado Potemkim todos los trabajadores me parecieron Merril, dioses barriobajeros con callos en las manos. Sólo que entre las estrellitas de los yunques yo veía una cinta que no estaba en la bobina: cuerpos cansados en la lucha por sustraerse a toda esa infantería de metales pesados dominada por tan alegre carne que cuando el rigor de los tumos se rendía en la noche enorme de los bares de Sheffield, pechos velludos se estrechaban unos contra otros retorciéndose y perlándose én estériles abrazos estremecedores. Yo era muy joven entonces, muy pobrecita, mi idea de virilidad eran sólo imágenes de potencia acorralada en trajes Victorianos que la ropa de trabajo, en cambio, dejaba adivinar mejor a una mirada virgen.

Lleven al socialismo el trotar de Merril tras los muchachos de los baños que aunque sin vocación domiciliaria a menudo estaban picados por las chinches en la respiración común de las chozas de Leeds. Lleven al socialismo las bicicletas de rayos azules, los carteles pintados y las canciones y la euforia gay por morir primero para congelar el final de Hollywood en la memoria débil de los pueblos. Un día Merril se fue a vivir a Millthorpe con un «profeta del mañana» que le leía la Biblia mientras él pinchaba tocino en el fuego de la chimenea y cuando escuchó que Cristo había pasado su última noche en Getsemani Merril preguntó «¿Con quién?» En Millthorpe mujeres acaloradas por los mitines se desabrochaban el primer botón de la blusa para discutir sobre sindicalismo y cría de cerdos, sobre cómo liberar el pie del calzado ordinario a través de frescas sandalias artesanales o si gardenias en los jarrones riman con austeridad administrativa cuando el socialismo es vida interior. Una constelación de obreros manuales, bellezas de garaje, operarios de las canteras, facinerosos elegidos jocosamente a través de los zapatones palurdos que asomaban por las empalizadas de las letrinas en los baños de la estación de ferrocarril, afiladores de limas y choferes de grúa

jugaban en los salones guasos juegos de taller: atarse, incendiarse los pies, empujarse desnudos a los jardines. Muchos camaradas de lucha se encogían de hombros cuando el amante de Merril decía «El futuro se esconde en este cuarto». Y aquéllos que se ponían guirnaldas en la cabeza y bebían del mismo vaso en el cumpleaños de Whitman no soportaban que un simple muchacho del servicio de mesas pasara sin un respiro a ser ama de casa consciente y que en Millthorpe leer fuera menos importante que barrer. Nadie advirtió el acto de justicia que Merril inventó sin prédica alguna cuando, abriéndose paso en el soplo de la mañana, arrastró un piano de cola hasta la cocina decretando mudo que Mozart es el derecho de todo trabajador doméstico cuando se halla ocupado en la trituración de las verduras, cosiendo el borde de un matambre o simplemente esperando a que en el salón cese la filosofía. Lleven al socialismo el significado de la palabra «esposos» a través de éstos dos hombres que durante años solían despertar juntos rodeados de pimpollos (la jardinería comercial había sido sólo una idea), el chistoso muchacho de Sheffield cuyo único arte había sido colocar un empapelado gótico en el salón de los visitantes extranjeros y un pañuelo de madrás a modo de tapete para cubrir la jaula de la urraca, y el aristócrata soñador que deseaba la vida dual y todas sus criaturas absueltas para siempre en el estado soltero y desnudas al sol sobre las piedras de Millthorpe,

los dos cosiendo uno junto al otro sobre un huevo y corriendo de vez en cuando las sillas para estirar la luz de la ventana al ritmo justiciero del piano en la cocina. (En Moreno, María: El affair Skeffington, Ba­ jo la Luna Nueva, Rosario, 1992.)

LOS AUTORES

J o r g e A s ís

Nació en Villa Dominico, Gran Buenos Aires, en 1945. Desde su pri­ mera juventud alternó la escritura de ficción con el periodismo, y úl­ timamente, con el ejercicio de cargos públicos. En los cuentos de La Manifestación (1973), la crítica especializada encontró méritos in­ negables que sus relatos siguientes -Don Abdel Zalim (1972), La fa­ milia tipo (1974), Los reventados (1974) y Fe de ratas (1976)- no hi­ cieron más que confirmar. El reconocimiento masivo de los lectores llegó con las novelas Flores robadas en losjardines de Quilmes (1980) y Carne Picada (1981) y con la recopilación de sus ácidas crónicas periodísticas, El Buenos Aires de Oberdán Rocamora (1981). «La in­ vitación» es un cuento impar en esta antología, no sólo por la ambi­ güedad del «esteta» que lo protagoniza, sino por la feroz caricatura de sus costumbres, desde un punto de vista moral, pero también so­ cial y hasta político. H é c t o r B ia n c io t t i

Nació en 1930 en una chacra de la pampa cordobesa, en el seno de una familia originaria del Piamonte: éste es el escenario en que transcurren muchos de sus mejores relatos, desde La busca del jar­ dín, una novela de 1978, a Lo que la noche le cuenta al día, primer

volumen de su autobiografía novelada, aparecicfo en 1993. Fue se­ minarista durante unos años, después se trasladó a Buenos Aires, donde se dedicó brevemente al teatro y comenzó a escribir. Según Bianciotti mismo cuenta en un texto memorable, las extorsiones de la policía lo decidieron a exiliarse poco antes de la caída del régimen peronista, y ya nunca volvió a establecerse en la Argentina. Tras una breve estadía en Roma se radicó en París, donde consiguió trabajo como lector de la Editorial Gallimard, una actividad que desempe­ ñó durante muchísimos años. Este trabajo le permitió anudar amis­ tad con Jorge Luis Borges, de quien editó las obras, completas para la colección la Pléiade y cuya influencia es notoria en la construc­ ción, precisa y delicada, de sus propias ficciones. El amor no es ama­ do, hasta ahora su único libro de cuentos, es también el último que escribió en español. Bianciotti integra la Academia Francesa. La ho­ mosexualidad es tema de muchos de sus textos, entre los que cita­ remos la novela Detrás del rostro que nos mira. M arc elo B hsm ajeb ,

Nació en Buenos Aires en 1966. Periodista desde la adolescencia, co­ labora con diarios, revistas, radios y programas televisivos. Es au­ tor de ensayos, guiones cinematográficos y piezas teatrales, pero el centro de su obra lo constituyen sus ficciones. Desde su primera no­ vela, Un crimen secundario (1992), quizá el mayor best-seller de la literatura juvenil argentina, Birmajer se reveló como uno de los más originales escritores de su generación. Humor, destreza narrativa, y audacia en la combinación de géneros literarios muy disímiles, son las principales virtudes de una obra que, en la línea de Conrad y de Heinrich Boíl, hace constante eje en conflictos éticos, mirados con singularidad y valentía. En su último libro para adultos, Historias de hombres casados, Birmajer incluye otro cuento con temática ho­ mosexual, «La puerta intermedia». Entre sus libros restantes men­ cionaremos El alma al diablo (novela, 1995), Fábulas salvajes (1996) y El fuego más alto (1997).

A b e l a r d o C a st il l o

Nació en San Pedro, Provincia de Buenos Aires, en 1935. Su importan­ cia como escritor, y sobre todo, como cuentista, ha sido indiscutible des­ de la publicación de su primer libro, Las otras puertas (1961), al que per­ tenece el relato que se leerá a continuación. Menos reconocida es, en cambio, la trascendencia de Castillo como generador de proyectos cultu­ rales, impulsor de debates estéticos y políticos, y, más recientemente, co­ mo maestro de legiones de escritores. Creador y propagandista de una poética muy definida, dirigió dos revistas literarias de gran influencia, El escarabajo de oro y El Ornitorrinco, y coordinó talleres literarios por los que pasaron muchas de las figuras más interesantes de las genera­ ciones recientes. Entre sus obras merecen destacarse la pieza teatral Israfel (1963), las novelas El que tiene sed (1985) y Crónica de un iniciado (1991), y los volúmenes de cuentos Las panteras y el templo (1976) y Las maquinarias de la noche (publicado en sus Cuentos completos, 1997). JQKGE CONSIGLIO

Nació en Buenos Aires en 1962. Se graduó de Licenciado en Letras en la universidad estatal, se especializó en Semiología, y dio clases en to­ dos los niveles de la enseñanza. Por su obra literaria ha sido premia­ do en diferentes concursos. Publicó dos libros de poesía: Indicio de lo otro (1986) y Las frutas y los días (1992) y unaplaquette, Las arrugas de la terraza (1994). Su primera compilación de cuentos, Marrakech, de 1998, tiene la densidad expresiva y el amargo lirismo de sus poe­ mas, a los que suma un manejo preciso de la acción física y del tiem­ po narrativo, y un notable sentido de la ambigüedad. «Al amparo de la galería» fue escrito especialmente para esta antología. Caklos C orreas

Nació en Buenos Aires en 1931. Estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, de la que es profesor. Como recuerda Juan José Sebreli, «La narración de la historia» apareció por primera vez en 1959, en Cen­

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tro, la revista del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras. Condenando el tema homosexual del cuento, el juez Guillermo de la Riestra ordenó el secuestro y prohibición de la revista, la prisión por seis meses en suspenso del autor, del editor responsable, Jorge Lafforgue, y todos los miembros de la redacción, actitud que la propia Fa­ cultad convalidó al retirar el subsidio imprescindible para q¡ue Centro continuara publicándose. Veinticuatro años después, Correas volvió a tocar el tema en un espléndido conjunto de nouvettes titulado Los casos de Félix Chaneton. Entre sus libros de no-ficción señalaremos Ensayos de tolerancia (1999), que se abre con un artículo, de base supuestamen­ te autobiográfica, sobre el tema del travestismo. En todos los géneros, la prosa de Correas sobresale por la claridad, la insumisión a los códi­ gos establecidos y la capacidad de generar polémica. J u lio C ortázar Nació en Bruselas en 1914 y murió en París en 1984. Es el más po­ pular de los grandes cuentistas de su generación, entre los que pode­ mos nombrar a Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Manuel Mujica Lainez, Bernardo Kordon, etc. Traductor, profesor de literatura, sus primeros volúmenes adhieren a una estética y una temática que suelen nombrarse como «el estilo de Sur»: preferencia por el género fantástico, estilo muy elaborado, constante referencia a literaturas europeas, etc. Poco después de publicar su primer libro de cuentos, Bestiario, en 1951, Cortázar se exilia en París, y se aplica a la crea­ ción de una narrativa que va desarrollando tendencias veladas en su literatura anterior: ruptura de los géneros tradicionales, experimen­ tación verbal, compromiso político con la izquierda; tendencias que, sobre todo a partir de Rayuelo (1963) pasan a vertebrar sus relatos. Entre sus grandes obras podemos citar también: Final del juego (1956) y Todos los fuegos el fuego (1966). En «La barca», el interesan­ tísimo experimento que se realizará a continuación, un personaje de un cuento escrito en 1954 «anota y corrige», hacia 1979, dicho cuen­ to, revelando aquello que el narrador no se había atrevido a decir; pe­ ro también, revelando los límites expresivos de aquel primer Cortá­ zar y de aquella estética a la que adhería.

Ba b a G a l l a r d o

Nació en Buenos Aires en 1932, y murió en la misma ciudad en 1988. Pertenecía a una familia de terratenientes, militares e intelectua­ les famosos, entre los que podemos citar al general Bartolomé Mi­ tre y al naturalista Ángel Gallardo, abuelo de la escritora, de in­ fluencia decisiva en su formación. Desde su primera novela, Enero (1958), Gallardo ganó el favor de la crítica por la delicadeza de la prosa, la economía con que caracterizaba a sus personajes, y sobre todo, por la magnífica pintura del paisaje pampeano, lejos de todo criollismo. Su tercera novela, Los galgos, los galgos (1968), confir­ mó estas cualidades, mereció varios premios y el reconocimiento de un público más vasto. Sin embargo, sus dos obras maestras son la novela Eisejuaz (1973), que cuenta en primera persona y en un «len­ guaje inventado» la historia de un indio del Chaco, y la larga serie de relatos El país del humo (1977). En ambos libros alcanza plena madurez su originalísimo estilo, que combina herencias muy dispa­ res, como las de Silvina Ocampo y las de Juan Rulfo, las de Emilio Salgari y las de Clarice Lispector. A n g é l ic a G o r o d isc h e r

Nació en Buenos Aires en 1928. Muy joven se trasladó a Rosario, donde vive. Fundamentalmente novelista y cuentista, es autora de una obra tan extensa como atípica y variada. Famosa internacionalmente por obras de «fantasía» más o menos científica, como Bajo las jubeas en flor (1968), Trafalgar (1979) y la extraordinaria saga Kalpa Imperial (1983), Gorodischer es autora también de relatos poli­ ciales, utopías criollas, crónicas ficticias, relatos de reconstrucción histórica, artículos humorísticos, etc. Ha recibido muchísimos pre­ mios, no sólo como escritora, sino también como militante feminis­ ta. Experta en temas de género, Gorodischer cuestiona constante­ mente los roles sexuales establecidos, proponiendo transgresiones, temas y personajes «diferentes del Hombre y la Mujer y el Amor Con Mayúscula».

J u a n J o sé H em n ánd ez

Nació en Tucumán en 1932. Periodista, traductor, coordinador de talle­ res literarios. Sus primeros libros de poesía: Negada permanencia (1952), La siesta y la naranja (1952), Claridad vencida (1957), se carac­ terizan por un lirismo lacónico, intenso y profundamente sensual, que encuentra en el paisaje de la provincia sus principales metáforas; un li­ bro reciente, Cantar y contar (1999) inaugura una modalidad nueva, los «retratos», extensos poemas narrativos dedicados a personajes ho­ mosexuales del pasado. Sus dos volúmenes de cuentos, El inocente (1966) y La favorita (1977), le han ganado un sitio impar en la narra­ tiva argentina: sencillez, virtuosismo en la reproducción del habla tucumana, agudo manejo de la ambigüedad, son las herramientas con que refleja sin alardes ni piedad una sociedad feroz. Hernández publicó tam­ bién una novela, La ciudad de los sueños (1972). En muchísimos de sus testos el deseo homosexual está presente no sólo como vivencia de sus personajes, sino como generador de un modo muy particular de mirar el mundo: lateral, irónico, muchas veces implacable. O sv a ld o L a m b o r g h in i

Nació en Buenos Aires en 1940. Fue psicoanalista, militante políti­ co y eventualmente, periodista. Fundó y codirigió la revista Literal. La publicación de su primer y brevísimo relato, El fiord (1969), es­ crito a los veinticinco años, lo reveló como un escritor impar, «el más radical de los últimos tiempos», sorprendentemente seguro de una «escritura automática» que se complacía en transgredir toda pauta convencional sobre género, retórica y temática. Cuando en 1973 apa­ reció su segundo libro, Sebregondi retrocede, Lamborghini era qui­ zá el autor menos vendido pero más apreciado de la joven literatu­ ra argentina. Se trata de una serie de prosas a la que resulta insuficiente denominar «novela» y a la que pertenece el relato selec­ cionado para esta antología. Como sus obras siguientes, Sebregon­ di. .. vuelve una y otra vez a la homosexualidad, tratada con tina vi­ rulencia y un desprejuicio únicos en la literatura argentina, y seguramente, en toda la literatura contemporánea. Su último libro,

Poemas, fue publicado en 1980, poco antes de su partida a Barcelo­ na, donde vivió en «una casi reclusión» hasta su muerte, ocurrida en 1985. Fueron cinco últimos años de un trabajo intensísimo, cuyos frutos serían ordenados postumamente por César Aira, «alumno y amigo». Estos nuevos volúmenes se publicaron en Barcelona con los títulos Novelas y cuentos (1988) y Thadeys (1994). M abta L y n ch

Nació en La Plata, provincia de Buenos Aires, en la década del 20. Desde la publicación de su primera novela, La alfombra roja, prime­ ra finalista en un concurso que también consagró a Haroldo Conti, Lynch se contó entre los escritores más leídos de la Argentina. Su constante aunque variable compromiso político permite considerar su «figura de escritor» como una de las más polémicas y complejas de la literatura del siglo XX. Aunque sus grandes éxitos fueron dos novelas más o menos autobiográficas: La señora Ordóñez (1968) y La penúl­ tima versión de la Colorada Villanueva (1979), el cuento es el género en que Lynch alcanzó su pico más alto de calidad literaria. Cuentos de colores (1973) y Los dedos de la mano (1975) incluyen varias obras maestras de intensidad y agudeza que la crítica especializada comien­ za, poco a poco, a rescatar. Entre sus cuentos con tema homosexual pueden citarse «La pareja», incluido en el primero de los volúmenes citados, y «Ella», incluido en Los años de fuego (1981). El cuento esco­ gido para esta selección apareció en el libro No te duermas, no me de­ jes, publicado poco antes de su suicidio en octubre de 1985. N e l s o n M a lla c h

Nació en La Plata en 1968. Estudió Letras. Cuentista y dramatur­ go. Pobre Lisolette (que se joda), una pieza suya estrenada en 1995, parte de una hipótesis tan disparatada como ilustrativa: el Delfín de Francia, una especie de militante gay avant-la-lettre, habría pla­ neado una «revolución homosexual» para el 14 de julio de 1789, re­ volución abortada por las distintas facciones que ese mismo día lie-

van a cabo la Revolución Iluminista. «El Pasionaria», cuento pre­ miado que da título a un libro todavía inédito, narra la biografía de un travestí poeta que publica alternativamente en las revistas de los grupos Florida y Boedo, y de quien el presidente Hipólito Irigoyen se enamora perdidamente. «Elefante», el cuento incluido en es­ ta selección, fue premiado en el Concurso Desde la Gente, y publi­ cado en la antología Varados, de Cristina Sisear, publicada por el Centro Movilizador de Institutos Cooperativos. B l a s M atam oro

Nació en Buenos Aires en 1942. Abogado, ejerció la profesión hasta 1976, año en que marchó al exilio. Paralelamente, Matamoro había desarrollado una sostenida labor de ensayista, plasmada en artícu­ los periodísticos y en libros tan fundamentales y polémicos como La ciudad del tango (1969), Jorge Luis Borges o el juego trascencendente (1971) y Oligarquía y literatura (1973). En España ha escrito, ade­ más, los ensayos Por el camino de Proust y Genio y figura de Victo­ ria Ocampo. La mirada acerbamente crítica, el realismo de corte sociológico, caracterizaban ya su primer libro de cuentos: Hijos de cie­ go (1971). Es autor de las novelas Viaje prohibido (1978) y Las tres carabelas fl983) y del libro de cuentos Nieblas (1983), que conquis­ taron progresivamente mayor amplitud temática y estilística. Tra­ dujo a Mallarmé, Rilke, Valéry, Holderlin, Cocteau y Caldarelli, y ha sido corresponsal en Madrid de varios medios: La Opinión y La Ra­ zón de Buenos Aires, Vuelta de México, Cuadernos 90 de Barcelona, etc. Desde 1996 es director de la revista Cuadernos Hispanoameri­ canos. Las tres carabelas incluye una nouvelle memorable sobre la formación de un homosexual porteño en la década del 60. M artha M ercader

Nació en La Plata en 1926, en el seno de una familia de famosos po­ líticos radicales. Ella misma alternó siempre la escritura de novelas, cuentos y obras de teatro, con la militaneia política y el ejercicio de

importantes cargos públicos. Alas preocupaciones históricas y socia. les, evidenciadas ya en su primer libro de cuentos, Octubre en el es­ pejo (1966), se fueron sumando posturas cada vez más fuertes de rei­ vindicación de la mujer. Su libro más famoso es una novela de recreación histórica aparecida en plena dictadura militar: Juanamanuela mucha mujer (1980), basado en la vida de la novelista Juana Manuela Gorriti. Tanto o más notables son los cuentos de El hambre de mi corazón (1989), volumen de donde elegimos el texto que se lee­ rá seguidamente, una reescritura en clave femenina de «La intrusa», de Jorge Luis Borges. Como en los relatos de Marta Lynch y Ricardo Piglia, la homosexualidad es aquí la cara oscura de un universo ce­ rradamente masculino y opresor; pero también, como el cuento de Luisa Valenzuela que cuestiona la «virilidad emblemática» de la li­ teratura gauchesca, «Los intrusos» sugiere la homosexualidad ocul­ ta no sólo en los personajes de Borges, sino también en la misma ges­ tación de los textos borgianos. Notemos también que el epígrafe elegido por Borges, que Marta Mercader retoma para su cuento, tie­ ne estrecha relación con el cuento de Blas Matamoro que abre este libro. El tema de la homosexualidad ya había sido tocado por Merca­ der en «Entre Marte y Venus», un cuento de la década del 60. M a s ía M o r e n o (C ristin a Forero)

Nació en Buenos Aires en 1947. Periodista y poeta, es también, co­ mo acota Héctor Libertella, «una de las más celebradas operadoras de la cultura alternativa en Buenos Aires». Publicó dos libros: El affaire Skeffington (1992), una vida de la poeta Dolly Skeffington, se­ guida de una antología de sus mejores poemas; y la biografía El petiso Orejudo (1994). Dirigió varias publicaciones dirigidas a la mujer: Alfonsina, una revista que ella misma fundó en 1983, y las seccio­ nes «La cautiva» y «La mujer pública» de las revistas Fin de Siglo y Babel respectivamente. Especializada en temas de género, publica artículos y entrevistas sobre el tema de la homosexualidad, de cuya existencia duda, en el suplemento «RADAR» del diario Página 112 y en la sección «Las 12», del mismo periódico. Actualmente prepara -----una antología de sus mejores « a x -tíc n ln s rio

M a n u e l M u j ic a L a in e z

Nació en Buenos Aires en 1910. Su padre fue un abogado de pres­ tigio, último eslabón de una larga estirpe de «hidalgos pobres»; su madre, Lucía Lainez, descendiente de una familia de escrito­ res y ella misma escritora, supervisó de cerca la formación euro­ pea del futuro novelista. Aunque la celebridad y el reconocimien­ to generalizado le llegaron en la década del 60 con Bomarzo, una larga novela de tema italiano y renacentista, gran parte de la crí­ tica acuerda mayor valor a sus «relatos de Buenos Aires», escri­ tos con anterioridad y cuyo primer ejemplo es Aquí vivieron (1946), libro de donde está tomado «El cofre». Junto con los ma­ gistrales relatos de Misteriosa Buenos Aires (1962), este cuento sería el revolucionario intento de crear un héroe mitológico ho­ mosexual vinculado al comienzo mismo de nuestra historia. El eterna de la homosexualidad aparece, de forma más o menos vela­ da, en casi todas las novelas de Mujica, especialmente en Invita­ dos en el Paraíso (1958), pero es sólo a partir de Sergio (1976) y Los cisnes (1977) cuando pasa a primer plano y adquiere mayor originalidad. El autor se hizo célebre por el personaje que representaba en sociedad y ante los medios, Manucho, una suerte de dandy tar­ dío que combinaba la socarronería de un Oscar Wilde con la alti­ vez hispano-oligárquica de un Enrique Larreta. Al escribir en 1965 «La larga cabellera negra», Mujica Lainez decidió que Ma­ nucho fuera, por primera vez, protagonista de una obra literaria. Lo interesante del cuento es que de este afán realista se contra­ pone un trabajo virtuoso por ocultarnos el género de la persona a la que Manucho ama y habla en el cuento, un táctica muy ha­ bitual en la escritura de muchísimos autores homosexuales. El recurso permite, por supuesto, esquivar la censura sin tergiver­ sar el texto. Por último, notemos que «La larga cabellera negra» es uno de los pocos cuentos de la antología con contenido autobio­ gráfico expreso, y al mismo tiempo, uno de los cuentos más pura­ mente fantásticos.

E d u a k d o M u s l ip

Nació en Buenos Aires en 1966. Licenciado en letras por la Univer­ sidad de Buenos Aires. Su primera novela, Hojas de la noche (1997), Primer Premio Collhue de Novela Juvenil, se postula como el diario íntimo de un adolescente porteño, y ha conquistado a miles de lec­ tores gracias a la verosimilitud del tono y del estilo, sencillo y a la vez virtuoso en la utilización de lo coloquial. Fondo negro (1998), su segunda novela, es un libro mucho más complejo, que narra con ex­ trema concisión y eficacia la historia de la familia Lugones -Leopol­ do, Polo y Pirí-, a través de diálogos y flashes que adeudan mucho a la escritura guionística. Publicó diversas antologías y manuales de literatura para la escuela secundaria. El cuento incluido en esta selección pertenece a un libro todavía inédito. S blvina O cam pq

Nació en j.903, en Buenos Aires. Descendiente de una familia «pa­ tricia», hermana menor de la gran mecenas literaria Victoria Ocampo, esposa de Adolfo Bioy Casares y amiga íntima de Jorge Luis Borges, Ocampo elaboró casi en secreto una obra tan rica como original, constituida por varios libros de poemas y seis espléndidas coleccio­ nes de narraciones breves. Sus textos son el reflejo de una persona­ lidad que quiso construirse al margen de los grandes dictados de su tiempo y de su clase: la heterosexualidad obligatoria, la sumisión a los grandes maestros, la aceptación de las reglas del mercado lite­ rario. En el ala opuesta de la inmensa casa que compartía con su marido, Silvina recibía a sus amigos, casi todos escritores y casi to­ dos homosexuales, como Juan Rodolfo Wilcock, con quien compuso a dúo la tragedia lírica Los traidores, y como la misma Alejandra Pizarnik, cuyas cartas de amor a Silvina se han publicado reciente­ mente y parecen augurar una espléndida serie de textos inéditos. Fue también traductora y ocasionalmente escritora para niños y dramaturga. Entre 1998 y 1999 aparecieron los dos volúmenes de sus Cuentos Completos. Murió en Buenos Aires, a los noventa años.

R ic a r d o P ig l ia

Nació en Adrogué, Provincia de Buenos Aires, en 1941. Es uno de los intelectuales más prestigiosos e influyentes de la Argentina, no sólo por la solidez de su obra literaria, sino también por la variedad y amplitud de su saber. Como escritor, ha cultivado todos los géne­ ros, desde los relatos de La invasión (1967) y Prisión perpetua (1988), a las novelas Respiración artificial (1980) y La ciudad au­ sente (1992), desde los magníficos ensayos de Crítica y ficción (1985) y Formas breves (1999) a numerosos guiones cinematográficos. Pla­ ta quemada, su novela distinguida en 1997 con el Premio Planeta, presenta a un Piglia virtuoso en el manejo de los mecanismos na­ rrativos, cada vez más despojado y más seguro de lo que quiere de­ cir. En esta novela, como en «El Laucha Benítez cantaba boleros», el deseo homosexual aparece como la contracara, más o menos secre“Éa, de universos cerradamente masculinos. . M a n u e l P u ig

Nació en General Villegas, provincia de Buenos Aires, en 1932. Des­ de su primera novela, La traición de Rita Hayworth (1968), Puig concitó la atención y la admiración de la crítica por la audacia de su técnica, que combina virtuosamente múltiples registros de ha­ bla y, sobre todo, estilos y modalidades de la cultura de masas. Aun­ que antes de expatriarse en 1974 había publicado en Argentina otros dos libros importantes, Boquitas pintadas y The Buenos Ai­ res Affair, el reconocimiento masivo y el aprecio internacional le lle­ garon en 1976, con la publicación de El beso de la mujer araña, que fue adaptada para teatro y recreada en el cine por Héctor Babenco. La homosexualidad y, sobre todo, la relación entre homosexua­ lidad y política, es el gran tema de la novela, expuesto no sólo en el memorable debate entre la «loca» y el militante revolucionario, si­ no en las abundantísimas notas al pie, donde Puig elabora un ex­ haustivo registro de todas las teorías existentes sobre el deseo ho­ mosexual, las discute y toma sutilmente partido. Entre sus obras siguientes se destacan Maldición eterna a quien lea estas páginas

(1980) y Cae la noche tropical, publicada en 1988, dos años antes de morir. Dejó una gran cantidad de inéditos, sobre todo guiones y obras de teatro; de la edición de este material, y de su publicación, se ha hecho cargo un laborioso grupo de investigadores de la Uni­ versidad de La Plata. C l a u d ia S chvartz

Nació en Buenos Aires. Traductora, coordinadora de colecciones de poesía y de revistas literarias, periodista especializada. Su primera publicación fue un cuento para niños: Xímbala (1984). En 1991 pu­ blicó su primer libro de poemas, Pampa Argentino, que por la con­ cisión, la cuidada elaboración y la violencia de su lenguaje marcan claramente el camino que habrían de recorrer La vida misma (1992) y Avido don (1999), libros, sin embargo, cada vez más despojados. En 1991 publicó la novela Nimia, una historia de amor en el marco más o menos hostil de París y Nueva York: aunque la sencillez apa­ rente recuerde a Chéjov, el desgarro interior de la novela evoca tam­ bién los episodios internacionales de Henry James y las atmósferas de Anita Brookner. Actriz, Schvartz ha escrito también monólogos teatrales, que ella misma protagonizó, y varias piezas inéditas, de intenso lirismo. En 1999 editó en Venezuela su traducción de las ele­ gías y sonetos de Louise Labbé. D olly S e e f p in g t o n

Su biografía más exhaustiva, escrita por María Moreno, se incluye en este volumen. El ensayista y poeta Edward Carpenter (18441929), uno de los personajes evocados por el poema de Skeffington, fue un aristócrata inglés que, luego de un breve paso por el sacerdo­ cio, perdió la fe y se dedicó a practicar y divulgar las ideas revolu­ cionarias de su tiempo: el socialismo, el feminismo, el misticismo hindú, el vegetarianismo y, sobre todo, la «homosexualidad como de­ recho y vía de liberación del espíritu». George Merril, un labrador de Sheffield a quien Carpenter conoció por casualidad en un tren,

fue su amante durante casi cuarenta años, y un fervoroso militante de las mismas causas; la casa en que convivían se volvió un lugar de peregrinación obligada para los jóvenes intelectuales, entre ellos Lytton Strachey, E. M. Forster (que rindió homenaje a Merril, «el descubridor de mi homosexualidad», retratándolo en su novela Maurice) y la propia Dolly Skeffington. P ablo T orre

Nació en Buenos Aires en 1952. Leopoldo Torres Ríos, su abuelo, y Leopoldo Torre Nilsson, su padre, fueron dos de los más importan­ tes directores cinematográficos argentinos. Cursó estudios en un co­ legio marista, y más tarde en la Facultad de Filosofía y Letras. Des­ de los diez años se desempeñó como asistente de dirección y director de segunda unidad (cuerpo de actores secundarios) en películas de su padre, Leonardo Favio y Femando Siró. Su última película es La cara del ángel (1999). El cine como marca estética y como experien­ cia vital está en la base de sus textos literarios, desde «Adiós fiel Lulú» (1975), relato concebido como base de un guión cinematográfico que finalmente nunca se rodó, a El amante de las películas mudas (1986), novela que narra la vida imaginaria de un actor argentino en el «Hollywood Babñonia» de los tiempos del cine mudo. Es inte­ resante señalar que «Adiós fiel Lulú», como el cuento de Martha Mercader, es una reelaboración, muy libre por supuesto, del aquel cuento «La intrusa» de Jorge Luis Borges. L u is a V a l e n z u e l a

Nació en, Buenos Aires, en 1938. Su padre fue un médico presti­ gioso; su madre, Luisa Mercedes Levinson, fue una notable escri­ tora, de quien Valenzuela tomó el hábito de la escritura «como una de las formas más accesibles de la felicidad». En 1976, cuando ya había publicado en su país un libro de cuentos y dos novelas, Va­ lenzuela se exilió en los Estados Unidos, en donde sus ficciones han cosechado los más altos elogios: Susan Sontag, por ejemplo,

la considera «uno de los escritores del siglo», junto a Kafka, Borges e Italo Calvino. Aunque gran parte de la crítica norteameri­ cana la encasilla en la corriente del «realismo mágico latinoame­ ricano», Valenzuela es una autora inclasificable, que combina humor con erudición literaria, experimentación verbal con teoría política y psicoanalítica, técnicas narrativas del folklore con pa­ rodia de los estilos «criollos», como se verifica en la siguiente «na­ rración al estilo gauchesco». Entre sus obras más notables pode­ mos señalar: Como en la guerra (novela, 1977), Donde viven las águilas (1983), un libro de cuentos de donde hemos extraído esta «Leyenda de la criatura autosuficiente», y el homenaje a su ma­ dre Open door (1988). O sc a r H e k m e s V il l o r d o

Nació en Machagai, un pueblo del interior del Chaco, en 1932. Es­ tudió magisterio en Resistencia y a principios de los cincuentas se trasladó a Buenos Aires, donde casi inmediatamente empezó a trabajar como periodista. Aunque desde esa misma Villordo pu­ blicó regularmente libros de poesía y algunos pocos relatos bre­ ves, su verdadero nacimiento como escritor se produjo a fines de 1983, cuando se decidió a reflejar su propia experiencia homose­ xual en la novela La brasa en la mano, que se convirtió en ines­ perado best-seller. Todas sus novelas siguientes abordaron, desde distintas ópticas, el mismo tema; pero quizás sea su último libro, Ser gay no es pecado (1994) el que, más allá de todas sus fallas, alcanza mayor hondura y originalidad. Enfermo de sida, Villordo trata de entender el deseo homosexual en el marco de la religio­ sidad indígena de sus ancestros indígenas y de sus paisanos chaqueños, en abierta discusión con la jerarquía de la Iglesia Católi­ ca: el personaje de Monseñor Quarraccino, un amanerado cardenal que quería crear una ciudad-campo de concentración pa­ ra homosexuales, aparece caricaturizado en la novela bajo el nom­ bre de Monseñor Quatrocchio.

J u a n R o d o l f o W blcock

Nació en 1919. Sus primeros libros de poemas pueden ubicarse sin dificultad en el marco de la llamada «generación del 40»: formas clá­ sicas, lenguaje depurado, subjetivismo moderado por la influencia ca­ da vez más acentuada de la poesía inglesa contemporánea. Sus pri­ meros relatos, publicados en los años cincuenta, se apropian de la mejor herencia borgiana: audacia de imaginar más allá de las coer­ ciones del realismo, humor, tendencia a la «miscelánea», y gusto por la experimentación con las fronteras de los géneros que lo llevó a crear textos inclasificables. En 1958 se radicó en Roma, y se integró a un grupo de escritores, la mayoría homosexuales, que tendría gran influencia en las décadas siguientes: Sandro Penna, Pier Paolo Pasolini, Elsa Morante, etc. Empezó a escribir y a publicar en italiano, idioma que manejaba con tanta maestría como para que la editorial Einaudi le encargara sus traducciones de clásicos ingleses y para que Natalia Ginzburg lo juzgara un «inigualable traductor». Murió sor­ presivamente en 1978, mientras leía. Entre sus libros argentinos po­ demos destacar Libro de poemas y canciones, de 1940, y Sexto (1953). Entre sus libros italianos destacaremos II caos (1960), y La sinago­ ga degli iconoclasti (1972) -del que está tomado el fragmento selec­ cionado para esta antología-, un supuesto ensayo biográfico sobre un tal Llorenc Riber, personaje de ficción: más precisamente, se trata de una sinopsis de un guión cinematográfico que Riber habría filmado o se proponía filmar alguna vez.