Un Deseo De Historia

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Alain Touraine es en estos momentos uno de los sociólogos más importantes de Europa, con contribuciones ya conoci­ das en España, como La Sociedad Postindustria/ o La Sociología de la Acción. Muy criticado por algunos, excesivamente alabado por otros, esta autobiografía intelectual que ahora publicamos permite conocer mejor su aportación y sus ideas resumidas por él mismo. El lector podrá comprobar que el intento de denostar a Touraine como ideólogo de derechas carece de la más mínima base. A lo largo de su vida ha intentado profundizar en los movimientos sociales (categoría impues­ ta por él), señalando las limitaciones de los análisis marxistas oficiales, pero sin caer en la otra vertiente estructural funcionalista de la sociología, de evidente filiación reaccionaria. Es el suyo un empeño intelectual serio por dar una nueva visión de la sociedad postindus­ trial, por analizar los nuevos movimientos sociales como las luchas antinucleares o los movimientos feministas en los que él ve el espacio en el que se estaría llevando actualmente la lucha más radical, aunque no por eso exenta de contradicciones, contra el sistema. El libro termina precisamente haciendo una llamada para estar atentos a esos movimientos, analizar sus contradicciones y potenciar sus aspectos más positivos.

biblioteca de bolsillo «Promoción del pueblo»

Biblioteca «Promoción del Pueblo»

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Colección: Biblioteca «Prom oción del Pueblo», n .° 31 Edita: ZERO , S. A. A rtasam ina, 12. Bilbao. D istribuidor exclusivo: Z Y X , S. A. Lérida, 82. M adrid-20. Traducción de Rene Palacios. Portada de Ignacio Pérez Pinó. © Stock, París, 1977. © Zero, 1978. M adrid, septiem bre, 1978. I. S. B. N .: 84 - 317 - 0473 - X D epósito legal: M -30185 - 1978. Printed in Spain. Im preso en España. Fotocom posición: M. T . - Tel. 255 12 13 - M adrid. Im prim e. G ráficas C olor. María Zayas, 15. M adrid.

Un deseo de Historia A u to b io g r a fía in te le c tu a l A la in T o u ra in e

Para M arisol y para Philippe el cam ino recorrido Este texto, grabado en prim era instancia por D om inique G risoni, sufrió luego m o d ifi­ caciones. Y o revisé y transform é p ro fu n d a­ m ente aquel prim er original. Si bien h e escri­ to cada línea de este libro, sé q u e éste hubiera sido diferente si antes no hubiese p a ­ sado por las m anos de un oyente y corrector tan apasionado, com o firm e en sus rechazos, pero abierto a nuevas ideas, incluso cuando son distintas de las que sostiene. C lau de Glaym an sugirió numerosas correcciones a la primera versión del texto; se lo agradezco.

Introducción

¿Por qué tengo que escribir m is recuerdos? N o soy un hom bre público; no m e he codeado con los grandes de este m undo ni participé en decisiones graves. Mi v id a no conoció aventuras em ocionantes y ni siquiera tengo edad como para efectuar u n balance de m i trabajo y m i exis­ tencia. En consecuencia, no hablaré del pasado, incluso cuando recuerde m i infancia o el clim a intelectual y político en el que he trabajado. Sólo dije — y luego escribí— estas páginas para aclarar m is ideas, m is proyectos, m is esperanzas actuales. ¿ Y cóm o com prender lo que piensa y lo que busca cualquiera si se ignora todo sobre él, su itinerario, su am biente? Pero, ¿por qu é tom ar la p alabra de este m odo? Porque durante m ucho tiem po ello no fue posible. La am plia indiferencia de la universidad p o r las ciencias socia­ les, el choque con ideologías intolerantes y la len titud de m i propia form ación — alum no estudioso y de buenas notas pero, finalm ente, autodidacta— m e encerraban en el silencio. Por el contrario, desde hace algunos años se am plió el espacio en que m e m uevo; se reiniciaron las d is­ cusiones, el conocim iento logró avanzar pese a las barreras, y, sobre todo, nuestra sociedad volvió a adquirir un sentido vital: se plantean nuevos problem as, estallan con­ flictos, se conform an distintos m ovim ientos. M añana,

probablem ente — espero que m añana m ism o— , la socie­ d ad en la que vivo h ab rá de sacudir los viejos privilegios, las antiguas categorías, los poderes envejecidos. Paralela­ m ente, tras largos años de aprendizaje y de ejercicio, quizá consiga dar curso a las ideas qu e he elaborado y explicar de m ejor m odo m i análisis de las sociedades, de su funcio­ nam iento y su transform ación. A tales razones se d e b e qu e hable hoy, no tanto de m í com o de las experiencias, los problem as y las tareas que conform aron m i vida y que constituyen un a parte de lo qu e se denom ina la «situación» en la que todos debem os actuar, intelectual y políticam ente. Porque soy sociólogo. Q uien le habla a u n a sociedad de sí m ism a, ¿no debe acaso ser interrogado, exam inado, ya que todos deben saber de dónde provienen esas ideas qu e pueden cam biar la im agen que él tiene de sí y de los otros? N o pretendo aportar el conocim iento a un m undo adorm ecido. El soció­ logo no se halla por encim a de la sociedad que estudia. Así pues, es preciso que él m ism o em prenda la tarea de situarse y que ayude de ese m odo, a la crítica qu e debe ejercerse a sus ideas. Este libro es pues u n balance por partida doble, ya que ha sido escrito al térm ino de u n largo período de trabajo y en un m om ento en el qu e todo el m un do siente q u e la sociedad se transform a, y perm ite, a quienes escuchan al sociólogo, hablar del presente y del porvenir y juzgarlo según lo que han sido hasta aq u í su vida y su trabajo. P arís, a b ril d e 1977.

Capítulo I

C aída libre

Carezco de m em oria. Quizás ello se deba a que durante treinta años he corrido m ás para alejarm e d el p a ­ sado que para avanzar hacia un porvenir del que habría debido tener un a im agen clara. C uando pienso en m i ju ­ ventud y en el am biente en qu e ella se desarrolló, siento a la vez que siguen m arcándom e y que no consigo com pren­ derlos, verme vivir y pensar en ellos. Sería preciso qu e un historiador recogiese m i testim onio y el de m uchos otros, estudiase docum entos y estadísticas para reconstruir una im agen coherente de un m un do a la vez dem asiado cer­ cano y dem asiado alejado. C uando era niño, quienes h a­ blaban de la preguerra — la prim era— m e parecían evocar una historia que no m e concernía. El m undo de la pre­ guerra — la segun da— debiera concernirme, con total seguridad, y sin em bargo lo siento tan ajeno a lo qu e soy actualm ente com o m uchos períodos que, en el liceo o la facultad, recordaban m is profesores de historia. Ocurre que m e encuentro aislado de m i infancia y de m i adoles­ cencia por un m uro de som bra y de fu ego, la guerra y el hundim iento de la sociedad francesa. En los Estados U nidos, que se autodenom inan país nuevo, he encontrado por todas partes tradición y continuidad. A quí, cuando m e vuelvo para contem plar el cam ino recorrido, sólo hallo in ­ dicios interrum pidos, cubiertos de ruinas o de construc­ ciones nuevas. Y a no sé de dónde provengo; tal vez

porque siempre m e interesé en la m anera de ir más allá. N o reniego de m i p a sa d o ; estoy ligado a él, pero si todavía vive en m í, yo ya no estoy en é l. D eseo pertenecer a lo que he denom inado, con otros, u n a sociedad posindustrial — a punto de surgir— , p ero por m i personalidad y las condi­ ciones en las que ella se form ó pertenezco a un pasado in­ m em orial, qu e por cierto es preindustrial. T en go la im pre­ sión de m overm e sin descanso entre los siglos X IX y X X I, siendo el X X , para m í, un sim ple lugar de paso. M etro B ac* C uando intenté p en sar en m i juventud y en m i infan­ cia, tuve m uchas dificultades para describirlas en términos sociales, sobre todo d e b id o a que resultaría m uy superficial situarlas en categorías sociales o profesionales. Si procuro ubicar el am biente en qu e crecí, pienso ante todo en un barrio m ás que en u n lugar, en un espacio m ás que en un m edio social. Mis p adres vivían en París, bulevar Raspail abajo, casi en la esq u in a de lo qu e entonces era la glorieta C happe, decorada con un a estatua del inventor del telé­ grafo óptico. Era un barrio de la burguesía aristocratizante. El faub ourg Saint-G erm ain confluía allí con la burguesía m ás nueva del bulevar R aspail, en el lím ite del m undo aristocrático de la calle du Bac o de las calles de Varenne y de l ’Université, h ab itad as p o r nobles y por el pueblo hum ilde que les servía. Era u n m undo en el qu e, por cierto, no faltaba el dinero, pero donde el sable y el hisopo resultaban más im portantes o, en todo caso, m ás respeta­ dos que la cuenta bancaria. M undo de tradiciones y de preceptos, a la vez arcaico y dinám ico. Mi fam ilia no pertenecía a las de tradición; yo no tengo ascendientes ni parentescos de altura. Mi padre había «subido» por los es­ tudios. Form ado en el espíritu de la Tercera república, creía ante todo en las virtudes de la ciencia y la educación. * Se refiere a la estación d el m etro d e París, situ ad a ju stam en te en las confluencias de los bulevares R aspail y Sain t-G erm ain con la calle du Bac. C on esta expresión el autor quiere u b icar y nom brar el am bien te característico de los lugares de París donde vivió y transcurrió su infancia y juventud (N . d el E .)

Esta capa social, en el lím ite de la vieja burguesía y de la nueva clase m edia, bastante ajena al m un do de «los nego­ cios», desem peñó un gran papel en la vida francesa des­ pués de la guerra. Q uienes nacieron en ella sirvieron al estado m ás qu e al capital. N o es un azar que el Com isariado general de planificación se halle en ese barrio: encarna todo su espíritu. Puede hallarse en él a servidores del estado qu e no ganan m ucho dinero, al igual qu e sus antecesores que probablem enter fueron generales, ab o g a­ dos u o b isp o s... Vale decir, gente m ás volcada hacia la defensa de los valores y de las form as de control de la so­ ciedad qu e hacia las actividades com erciales, m ás clara­ m ente m iem bros de u n a élite que de una clase dirigente. Mi padre representaba a una generación en ascenso (esos nuevos estratos de qu e había h ablado G am b etta algo antes), y al m ism o tiem po al m ovim iento de decaim iento de toda la vida francesa de entreguerras. Era m édico; con algunos otros había sido, antes de 1914, de aquéllos que desarrollaron una m edicina científica, y m ás tarde fu e uno de los prim eros en introducir la genética en la m edicina francesa. A l m ism o tiem p o , sobrellevaba cada vez más el peso de u n m undo m édico en el que la carrera y los honores detenían el progreso intelectual. Murió en el m om ento en que acababa de ser elegido presidente de la A cadem ia de m edicina. A unque cada vez m ás apresado en un sistem a de notabilidad, sabía m antener no obstante una gran distancia para consigo, incapaz de comerciar, de saber ganar el dinero qu e le habría correspondido dado su nivel profesional. H om bre de la naturaleza, le gustaban las largas cam inatas, los sitios solitarios; am igo de los libros, confeccionábalos él m ism o, yo lo im agino como u n per­ sonaje del renacim iento, hom bre de la naturaleza y de la ciencia, p in tado por Frangois Clouet. El m un do de m i infancia estuvo fuertem ente m arcado por la separación entre vida pública y vida privada, entre vida de los hom bres y vida de las m ujeres; siendo los niños confiados al gineceo. O cupábam os un apartam ento en el qu e se practicaba la m edicina. La parte noble era la parte profesional, que daba al bulevar, pero la fam ilia vivía dando al patio, en

habitaciones oscuras y frías. La frontera entre am bas partes era casi in fran q u eab le, tanto como la distancia entre los sentim ientos personales y las funciones fam iliares o socia­ les. Estaban allí el p ad re o el hijo más en sus papeles qu e como personas. A l m ism o tiem po, el m un d o paterno era el m undo de la respon sabilidad y de la creación, m ientras que el m aterno era el de la ternura y, tam bién, el de las buenas costum bres y m aneras, de la integración social y cultural. A m or m aterno que supo protegerm e hasta tai pun to, pese a m is retiradas y huidas hacia la soledad, que hizo nacer en m í un deseo de infancia qu e reviví m ás tarde con m is propios hijos. Sobre todo, fu i educado en un elitism o a la vez exigen te y confiado. Crecí con la idea de que nosotros nos h allábam o s en el centro del m un d o, que los franceses, los ingleses, los alem anes y algunos otros europeos eran los únicos pueblos cultos de la tierra: los americanos eran nuevos ricos m ás bien insoportables; E u ­ ropa, por el contrario, era el sitio privilegiado de la cultura, y los parisinos, a condición de qu e hubiesen apro­ bado oposiciones difíciles, eran- en verdad la sal de la tierra. Para m i padre existían, m anifiestam ente, dos cate­ gorías de personas: quienes habían aprobado las oposicio­ nes más duras, y el resto. Q ue se fuese politécnico, norm a­ lista* o interno de los hospitales de París no suponía ninguna diferencia. Q ue se ganase poco o m ucho dinero tam poco cam biaba la situación; pero qu e alguien pudiese ascender socialm ente a despecho de los estudios constituía un escándalo. Así p u es, no existía para él otra idea p o ­ sible y en consecuencia para mí, un niño, ninguna otra que no consistiese en seguir otro cam ino qu e el denom i­ nado «los estudios». El apartam ento en qu e me crié era un a verdadera b i­ blioteca, de diez m il o quince mil volúm enes. N uestra vida estaba centrada en el trabajo. La m oralidad que la regía descansaba en la convicción de que había que renun­ ciar al placer inm ediato para construir una obra útil y duradera, o más trivialm ente: «N o vayas a jugar, haz tus * A lum n os de la Escuela Politécnica y de la Escuela N o rm al, lugares d o n d e, g e­ neralm ente, se educan las clases dirigentes francesas. (N . del E.)

deberes si quieres triunfar m añana». C uando yo estu d iab a en el liceo, por la noche íbam os con m i herm ano a d esp e­ dirnos de m i padre q u e trabajaba hasta m uy tarde en su escritorio; si p o r casualidad nos presentábam os antes de las diez y m edia — teníam os entre diez y trece años— él nos decía: «Entonces, ¿no se trabaja esta noche?» A u n qu e nos­ otros preferíam os dorm ir en nuestras cam as y levantarnos a las once m enos veinte para besarle a una hora considerada decente. Este m undo estaba muy seguro de sí; descansaba sobre valores nacionales, profesionales y sociales que juzgaba evidentes. El qu e se hubiese configurado en m í tal sistema de exigencias que m e marcó para toda la vida, explica la violencia con que experimenté, a la vez, la m ediocridad y el hundim iento de ese m undo cuando pude darme cuenta de ello. En efecto, ese am biente qu e afir­ m aba con sem ejante fuerza sus valores se hallaba en total descom posición. U na fam ilia fuerte y exigente m e dió los medios y, sobre todo, la necesidad de salvarm e del desastre, a la vez que lo experim entaba tanto com o yo. N o se sale de tales contradicciones. La instrucción p ú b lica Pero, ante todo, ese m undo era para m í el liceo: liceo M ontaigne, liceo Louis-le-Grand, nada de despreciable en ello. Ahora bien, yo he detestado el liceo y, luego, la un i­ versidad: esto explica algunas posiciones qu e tom é en m i vida. En prim er término, siem pre fu i incapaz de p erm a­ necer un a hora con las piernas por debajo de una m esa, inmóvil, y la disposición de los espacios en u n a escuela siempre m e h a parecido de una brutalidad totalm ente inútil e inexplicable. D espués, aprendí qu e en los liceos falta actividad, y el sentim iento qu e m e dom inó durante años fue el aburrim iento. Aburrim iento tan grande que, muy pronto, desde los nueve años de edad, com encé a dedicarm e a otras ocupaciones durante las horas de clase. Redactaba textos m uy escolares: un m anual de geografía, luego un tratado de literatura francesa que elaboraba con m is com pañeros, y que abarcaba m uchos cientos d e

págin as. Tenía yo d iez, once añ o s... ¡H ab ía que ocuparse en algo, a la espera de que a uno le preguntasen cada quince d ía s!... A dem ás, el liceo sólo se interesaba en textos, lo que siem pre m e chocó profundam ente. N o creo qu e la situación haya cam biado m ucho, a juzgar por los program as de m is hijos. Lo m ás escandaloso en la escuela francesa es su volu n tad sistem ática de suprim ir la clase, a los alum nos como gru p o, y, m ás am pliam en te, de negar lo que puede denom inarse educación. El ám bito escolar no quiere ser educativo. Para retom ar los viejos términos o fi­ ciales, d a una instrucción pública y no una educación nacional. Se ha explicado la situación diciéndose qu e ello era resultado de un pacto entre el estado y la burguesía: la burguesía educaba, fija b a las norm as, y el estado transm i­ tía los instrum entos. Es verdad, pero insuficiente. La ed u ­ cación de un niño francés reposa sobre la idea de qu e la autoridad es exterior. A un joven am ericano se le enseña una m oral; se le enseña a conducirse de u n a determ inada m anera, a sentirse culpable o, por el contrario, m oralm en­ te satisfecho de sus actos. En Francia hem os sido educados según un m odelo qu e proviene de la religión y del estado. D ios no es la conciencia; el estado no es los grupos de presión. Se trata de absolutos, es el m ás allá: uno debe conformarse a sus principios y tem er su juicio, pero no se está realm ente o b ligad o a creer en sus órdenes. La única ventaja de la religión consiste en qu e ella dispensa de tener un a m oral, y la única ventaja del estado reside en qu e él puede proteger contra el dom inio de los notables. Al m enos, yo lo he creído así. Fui educado en este m un d o. El profesor no es un ani­ m ador, sino un m ediador. El últim o en pensar así fue M alraux, cuando creó las casas de cultura. Estas debían ser lugares de encuentro de «la gente» con las grandes obras. D ios o el estado. G en te a la que no hay quien se atreva a llam ar «m asa» y a la que se denom inará el pueb lo, o, en los grandes días, la nación. Pero la nación es, en realidad, los sujetos del estado, y no la voluntad nacional del año I I*. N o he p odido soportar bien este sistem a. El m e * Hace referencia al añ o II, expresión em p le ad a en la revolución francesa sustituyendo al calendario rom ano. (N . del E.)

formó y soy incapaz de habituarm e a un a sociedad d e tipo com unitario a la am ericana. Pero tengo la sensación de que me ha violentado de m anera perm anente y, sobre todo, que m e ha im pedido expresarme. A lgo después, en los últim os cursos del liceo siem pre fu i un m al alum n o, no pésim o, sino un alum no inadaptado (en parte a causa de mi escasa edad; aprobé m i segundo año de bachillerato a los quince años, y el prim ero el año anterior, de p an talo ­ nes cortos). Siem pre m e afectó, en la vida universitaria y escolar, qu e se m e im pusiesen m odelos de com portam ien­ to intelectual que eran de sumisión. Lo qu e se llam a inte­ ligencia en el sistem a escolar es, sobre todo, la com pren­ sión correcta de un texto escrito. Esto no es del todo des­ preciable, pero sólo es una form a de inteligencia; la capa­ cidad de inventar, de im aginar, de expresarse personal­ m ente es otra cosa. Com o los estudios que seguí daban m ucha im portancia a las letras clásicas, recuerdo m i despecho y m i tristeza cuando trab ajaba con am igos, en preparatorio * sobre Tácito u H om ero. Algunos hallaban rápidam ente el sentido de los pasajes difíciles, m ientras que con frecuencia yo me veía en serias dificultades. N unca tuve una dispo ­ sición adecuada según el sentido escolar. Siem pre m e inte­ resé m ás en im aginar y en expresarme y, tam bién, conservé del ejem plo paterno la idea según la cual lo esencial con­ siste en producir, inventar, aportar algo nuevo, y no repro­ ducir fielm ente el pasado. Me gu sta m ás escribir qu e leer, m ás hablar que escuchar. N o guardo m uchos recuerdos de m is profesores. La relación tradicional era de sum isión o, por el contrario, de jaleo. Los alum nos proceden com o los soldados en sus cuarteles. En clase no se puede ni discutir ni expresarse, pero en el p atio se crea una cultura escolar secreta. Los profesores estaban tan agobiados como los alum nos por esta educación, y por cierto que m uchos de ellos, huyendo de la im personalidad de costum bre, se ocuparon con mucho interés de m is problem as escolares. Al no ser la ' La expresión K hágne pertenece al argot estud ian til francés y hace referencia a las clases y cursos preparatorios a las escuelas superiores, en régim en d e tutorías generalm ente. T raducim os com o preparatorio (N . del T .)

clase un grupo, sólo q u ed ab an los am igos. En m asculino, desde ya, porque esta form ación se b asab a en una se p a­ ración total de los sexos. Era un m undo de chicos que no tenía la m enor relación con el de las niñas, y para m ales m ayores pasé sin alegría m uchos años entre los scouts. Esto no convenía de n in gú n m odo a m i tem peram ento, que era poco cam orrista y m á s bien intelectual. C onstantem ente tem ía que se m e rom piesen las gafas. El escultism o era u n m ovim iento agresivam ente m asculino, de un anticuado increíble, pero qu e hizo qu e m e gustasen las largas cam i­ natas por el bosque y los fu egos de cam pam ento. El am biente en qu e crecí era de derechas, pero los acontecim ientos políticos nos eran bastante ajenos en la época en qu e teníam os entre diez o doce años. N o o b s­ tante, me qu edan algunos recuerdos políticos; el m ás antiguo d ata del 6 d e febrero. Los cam elots du ro i* tenían una sede justam en te al lado de m i casa, en la calle Saint G uillaum e. Allí vivía la fam ilia D au d et, al lado de Ciencias políticas. Recuerdo la llegada de los jovencitos de A ction fran gaise por las calles de G renelle hacia el bulevar, y su ataque a los guardias a caballo, lanzando las verjas de los árboles del bulevar Raspail contra aquellos jinetes y desjarretando con navajas, a los caballos. En ese barro, el Frente popular in fun día terror. El m undo obrero parecía lejano y am enazador. M endes-France dijo, hablando de la inm ediata posguerra: «La historia de Francia ha estado d o ­ m in ad a por el hecho de qu e la clase obrera no obtuvo él acceso al poder que conquistó en la mayoría de los países europeos.» D urante la preguerra, la burguesía parisina tenía relaciones m ás arcaicas todavía. Para ella, la clase obrera era «los arrabales», instalados alrededor d e la ciudad. La clase obrera era ya num éricam ente im portante en Francia, pero la Francia oficial era un m undo preindustrial, hecho de cam pesinos, funcionarios, comerciantes y gente de profesiones liberales, mientras que alrededor de las ciudades se ap iñ aba la oscura m asa de los obreros y las fábricas. Francia no era u n a sociedad industrial. El verd a­ * M ilitantes realistas del período de entreguerras, dedicados generalm ente a repartir p rop agan da m onárquica. (N . del E.)

dero p ro b lem a, en la burguesía, era la tentación fascista. A l ir al liceo Louis-le-G rand veía por la calle Saint-Jacques a los J P (las Je u n esse s p atrio te s, equivalentes al G U D actual) m an ifestán dose ante la facultad de derecho contra G astón Jé z e , profesor de la m ism a que había dado a cono­ cer un com unicado a la Sociedad de Naciones condenando la intervención italiana en Etiopía. Los JP , cuyo je fe era T aittinger, y la A ction fran gaise de Maurras y de D au det se lanzaban contra la izquierda y contra la república. La Francia tradicionalista, afectada por la crisis y por el tem or a la clase obrera, se hacía fascista. Mi am biente se m antuvo en lo esencial — si no com pletam ente— al abrigo de la tentación fascista. Era dem asiado conservador; los grandes principios, el elitism o, el estado y la religión ju gab an en él un papel m uy considerable, lo que le hacía sentirse d em a­ siado sólido para caer en el fascism o. Se era nacionalista, no fascista. Más tarde, m uchos chicos de este am biente lu ­ charon en la división Leclerc. Extraño m undo, tan arcaico como m odernizador, tan exigente como ciego; lo opuesto a la m odernidad, pero anim ado por un gran deseo de acción y rebelde a la rutina. G ente tensa. Un universo cerrado al q u e, si tuviese que encontrarle un lado bueno — y no tengo m odo de hallárselo— , estaba protegido por su propia vetustez contra el m un do del dinero, la especu­ lación, el m ercado negro. Un «estu d ian te» fu e ra d e l tiem po Pasé de allí sin solución de continuidad a un lugar ex­ traordinario, extravagante: el preparatorio durante la guerra. Fui alum no de estos cursos en el Louis-le-G rand; allí viví en un m undo fuera del tiem po, fuera del espacio, seguram ente fuera de la historia. Creo que no pasé, en cuatro años, un solo dom ingo sin trabajar. Las referencias dom inantes nos llegaban de la literatura. Tres épocas se sucedieron en ese am biente: la m ía, la m ás antigua, en la que uno se definía en relación con la literatura; luego, diez años después, aquélla en que uno se definía en rela­ ción con la filosofía; y finalm ente, diez años más tarde,

aqu élla en que los alum n os pensaron en térm inos p o líti­ cos. Y o pertenezco probablem en te a la últim a generación para la que el gran pun to de referencia fu e G id e. Lo leí con entusiasm o cuando ten ía dieciséis o diecisiete años. Experim enté un am or particular por L es nourritures terres­ tres y Les nouvelles nourritures, pero tam bién por S i le grain ne m eurt, o por L a p o rte étroite. U nicam ente su faceta de los Faux-m onnayeurs nunca m e gustó m ucho. D os o tres años después, leí con pasión a M alraux. L ’esp o ir — m ás que L a con dition h u m ain e— respondía a mis acti­ tudes contradictorias respecto del lejano m un do de la acción, que m e atraía com o la vida m ism a y del que per­ m anecía separado p o r la conciencia. Pero m i mayor recuerdo de esta época (y del que jam ás volví a hallar equivalente en el teatro) fu e Le sou lier de satin , represen­ tado en 1943 en la Com édie-Frangaise, con Jean-Louis Barrault. Pasábam os m ucho tiem po leyendo y com entando textos. El latín y el griego eran com o ejercicios de gim nasia indispensables para aprobar oposiciones, pero m i interés nunca m e volcó hacia ese lado. Jam ás experim enté el m enor placer con la literatura latina, y m i único buen recuerdo es la lectura de H om ero. La costum bre establecía que en el examen de l ’Ecole N órm ale el catedrático de griego solicitase en el oral, sin ninguna preparación, qu e se tradujera a H om ero. Eso que yo leía con frecuencia L a O disea en el m etro. Logré leer, asim ism o, m uchos discursos de D em óstenes. T ucídides y los trágicos han sido siem pre dem asiado difíciles para mí. Pero en realidad no teníam os acceso a las literaturas antiguas; m ás bien se trataba, creo, de arraigarnos si no en un a determ inada cultura, al m enos sí en el sentido q u e una tradición le había otorgado. Las clases de francés y de filosofía eran las qu e alim entaban nuestra vida intelectual. M i actividad estaba absolutam en ­ te dom inada por las disertaciones o las explicaciones de textos. Y o no sostenía, de ningún m odo, un a actitud propia de un em pollón. Experim entaba gran satisfacción intelectual al expresarm e sobre una idea o un texto. N o tuve profesores notables, a excepción de Ferdinand Alqu ié, que era el gran hom bre del preparatorio de Louis-leG rand. Volví a hallarle dos o tres veces en m i cam ino.

Sean cuales sean sus opiniones en la actualidad, sigue siendo para m í el gran profesor que fue. Mis grandes alegrías provenían de los textos literarios. Mi generación fue educada en el culto de B audelaire y de R im bau d. N in gú n texto m e marcó más que Une saison en enfer. T od avía constituye, para m í, un texto de iniciación. N o p u e d o pensar en las Fleurs d u m al sin recordar que fueron, durante años, el centro del m undo cultural, exigente y cerrado, con el que m e identificaba. A través de algunos textos como ésos pasé del m un do escolar al m u n d o real, qu e no podía vivir sino com o algo im aginario. La escuela lab rab a mis juicios y mis sentim ientos. A causa de haber recibido un a educación «clásica», Italia será siem pre, para m í, un país absolutam ente diferente: era el país sagrado. En la cultura que recibí, A lem ania, Inglaterra o los Países B ajos no tienen nada qu e p u e d a com pararse a Rom a o Florencia. Brujas o la N ational G allery eran adm irables, pero no divinas com o el Foro o gli U ffizzi. C uando, después de la guerra, pu d e viajar, me fu e im p o ­ sible concebir dirigirm e a otra parte que no fuese Italia. Yo d etestab a la cultura grecorrom ana que se m e había im puesto pero estaba com pletam ente penetrado p o r ella. A u n qu e lo esencial, para m í, era la m oral, y nunca la literatura. T enía yo grandes preocupaciones religiosas, li­ gadas a aqu el encierro im puesto y a la ausencia de capta­ ción del m u n d o real. Hay que reconocer que aquel m u n d o de preparatorio, con bien pocas excepciones, estuvo duran­ te cuatro años fuera del tiem po y de los acontecim ientos. Extraordinaria desconexión. Si actualm ente se me dice: «La escuela es u n a escuela burguesa», contesto que es cierto pero q u e, m ás aún, es una escuela libresca. H e vivido esa vida p atológica de los sem inaristas de universidad, traba­ jando en m edio de las llam as y de las conmociones sin ser afectados por ellas. En 1944, en el Louis-le-G rand, eran frecuentes las alertas aéreas. Se b ajab a al sótano, donde continuaba la explicación de los textos latinos o griegos. Los acontecim ientos ocurrían, realm ente, ¡sobre nuestras cabezas! G uardo un resentim iento inextinguible de un m undo social y libresco qu e, en nom bre del trabajo, el saber y la dign idad, fue tan castrador. Finalm ente, la

cultura en la que fu i educado era extrem adam ente dualis­ ta: el alm a contra el cuerpo, la espiritualidad contra la m aterialidad, el sen tido contra el caos de los acontecim ien­ tos; los hom bres por un lado, las m ujeres por el otro. En este am biente, las ciencias sociales no podían tener cabida. Y yo era el prim er convencido de ello. Mi últim o recuerdo de m is años de preparatorio se sitúa en 1945, en la calle d ’U lm , en el prim er piso de l ’Ecole N órm ale, en una sala . llam ada salón de actos. A llí aprobé el oral de filosofía. En un m om ento, C an gu ilh em m e dijo: «D ése vuelta. A llí atrás ve vd. unas losas de m árm ol con el nom bre de los antiguos alum nos m iem bros de las distintas academ ias. Puede leer: “ H en ri B ergson - A cadém ie des sciences m orales et p o litiq u es” . ¿Q u é son para usted las “ ciencias morales y políticas” ?» Y o era un buen alum no de prepa­ ratorio por lo qu e contesté: «Eso no existe». A lgún tiem po después, ¡m e convertí en sociólogo! En efecto, era evidente que no existían. ¡C onocim ientos im puros, inferiores! En esta condena veo hoy m enos una posición clasista que el signo de u n a sociedad en descom posición, incapaz de pensar en sí m ism a. Sociedad-avestruz, con la cabeza en la arena y el culo al aire. Sociedad des-realizada, con sobre­ producción de principios, ideas, sím bolos, barreras. Sien­ to, por la Francia de preguerra, una viva repugnancia, y si bien participé efectivam ente en el clim a a la vez industrializador y m odernizador de los veinte años de posguerra y en la esperanza m en d esista* de los años 50, fue por horror de aquel pasado cuya suficiencia y m ediocridad se m e habían vuelto in soportables. T am bién advertí bastante rápidam ente la decadencia intelectual de la pretenciosa e inerte Francia de entreguerras. En ese aislado am bien te de preparatorio la actividad intelectual personal, los libros y los am igos ocupaban casi toda m i vida. C u an d o digo los «am igos», no se trata de una palabra totalm en te exacta: más bien habría que decir los «com pañeros», o sea aquéllos con quienes se trabajaba. N o creo haber h ab lad o a m en udo de problem as personales * Referente a Pierre M endés-France, u n o de los dirigentes de la IV R epública y de la izquierda francesa. (N . d e lE .)

con am igos. Pero pasaba horas enteras discutiendo el tem a de la disertación de filosofía o de francés. Y las am istades o los desacuerdos estaban determ inados por ideas y gustos intelectuales o literarios. A fines de m i período de prepa­ ratorio m i am igo m ás cercano fue Jean-Frangois Lyotard. En 1944, la vida era com plicada, casi no había electrici­ dad. Lyotard y yo íbam os entonces a trabajar al hospital Laénnec, p o r la noche, en locales ocupados durante el día por la consulta de derm atología qu e dirigía m i padre. Lyotard vivía en el bulevar de V augirard, yo en el bulevar Raspail, y yo hacía el recorrido en bicicleta. El era altanero y reservado. N os enojam os porque yo era m uy espiritualis­ ta y él, por el contrario, tenía un nietzscheísm o agresivo y cínico. A sim ism o, le gu stab a M ontherlant, y, a mí, G ide: era éste un tem a de desacuerdo. H e conservado por él la adm iración y el tem or qu e m e inspiraba. Com o no m e com unicaba fácilm ente con los otros, m e convertí en m i propio confidente, y durante cuatro o cinco años escribí un diario cuyos cientos de páginas viven toda­ vía bajo u n a pila de viejos expedientes y de textos redac­ tados en la m ism a época. Sólo he vuelto a hojearlo una vez, y lo hallé m uy lejos del m un do en que vivo aunque muy parecido a lo que soy. A veces tengo la impresión de acercarme poco a poco a una ju ven tu d por la que m ás he pasado que vivido. E l desastre El único m om ento en que sentí, por la fuerza de las cosas, que la historia nos atañía, fue durante el desastre. H abíam os pasado el año de guerra en Orléans, donde m i padre, bastante mayor, había sido m ovilizado para dirigir un hospital. C uando llegó la invasión, m i fam ilia se replegó a Cher. A quí escuché la noticia del armisticio, en un bar. El m ariscal Pétain h ab laba con su voz trém ula. Era escuchado en un clima de tristeza, de dign idad, y, sobre todo, de cobardía. La burguesía francesa había tenido m iedo. R ecordaba el Frente popular, la crisis, el quebranto de su orden. Se aban donaba al castigo. Tuve la sensación

física de qu e ese m u n d o tan seguro de sí ya no era nada. , La ocupación su p u so, sobre todo, u n a vida m aterial difícil. En nuestro gran apartam ento sólo había una habitación rescaldada, con diez o doce grados, y por la noche toda la fam ilia trab ajaba alrededor de la m esa. Mi padre escribía sus artículos, yo hacía m is versiones, mi herm ano sus deberes de m atem áticas, una de m is hermanas preparaba sus exám enes de m edicina, la otra sus deberes de liceo, y m i m adre zurcía. Este m undo tan noble vivía en la decadencia m aterial, dignam ente, pero sin com pren­ derla. Por supuesto, entre los quince y veinte años no tuve vacaciones. Tal es el sabor de m i juventud: el contraste entre el elitism o d e m i form ación escolar o la fuerza del am biente fam iliar, y la usura de la vida cotidiana. A raíz de aquéllo me qu ed ó una inadaptación definitiva hacia todo am biente que siem pre m e im pulsó a hacer las cosas a todo correr e intensam ente, a respetar únicam ente la creación y el trabajo productivo, pero tam bién a sentirm e a disgusto en todas partes. Si m e convertí en sociólogo, ello qu izá se deba a .querer volver a encontrar un m undo «exterior» del que p o r tanto tiem po y tan com pletam ente había sido separado, durante m is interm inables años de sem inarista. El día en que la historia barrió esta sociedad enm ohecida, todo lo que había en la vieja casa, en la so­ ciedad francesa, y, sobre todo, en sus escuelas me pareció algo irreal. Mi vida intelectual fue determ inada por esta ruptura. La sociedad cam bió com pletam ente, sus princi­ pios se hundieron en el polvo; Francia, un personaje y casi un a divinidad, no era m ás qu e un territorio ocupado. La historia se encargó de arrastrar hacia el m ar todos los desechos de una grandeza m uerta. Lo que de aqu ella educación perm anece en m í es una cierta distancia, q u e hoy critico y preservo a la vez, con respecto a las «realidades» económicas. En el m undo en que crecí se po día uno convertir, si acaso, en fascista o com unista, pero seguram ente que no en vendedor de inm uebles. N un ca abandonaré la idea según la cual la sociedad no es solam ente un «sistem a», sino que es arrastrada por eso que p u ede denom inarse, indiferente­ m ente, fuerzas, ideas o acciones. Si se m e habla de lucha

de clases, lo entiendo; pero si alguien afirm a: «Los hom bres se mueven p o r el dinero», ya no lo entiendo. La idea de qu e la sociedad está organizada alrededor de principios de integración m e resulta ajena. La sociedad no es lo que es, carece de naturaleza; es el producto de acciones, es decir, a la vez, de conflictos y de valores. N o me atrae pensar en térm inos de presente. El térm ino «Sociedad de consum o» es algo que no tiene un sentido muy positivo para mí. Se canta al placer, a la integración, a la adaptación ; siento horror por esas palabras. Si alguien me h ab la de la industrialización o de la creación de una nueva nación — aludiendo al Tercer m undo o al m un d o soviético— experim ento u n cierto entusiasm o, au n q u e m e oponga a los program as qu e proponen. Mis años juveniles term inaron en una situación d e des­ com posición total, cuando irrum pió la historia. Q uería abandonar m is estudios — como todo el m un do— pero finalm ente los continué. En agosto de 1944, durante la liberación de París, viví en Com m erce-Saint-A ndré, cerca de la glorieta D anton. U na m añana vi unos soldados alem anes m uertos en la esquina de am bos bulevares. Par­ ticipé en la construcción de barricadas en la calle de 1’Ancienne-Com édie y en Saint-André-des-Arts. Pero en octubre recuperé el p atio asfaltado y las salas con ventanas enrejadas del Louis-le-Grand. Tras un últim o año de vida escolar, en octubre de 1945 me hallaba en un án gulo del patio cuadrado de l ’Ecole N órm ale. El edificio estaba todavía ocupado por grandes dorm itorios, atravesados por un pasillo central hacia el que se abrían las puertas de las cam arillas cerradas por cortinas blancas. En aqu ella cam a­ rilla h abía una cama de hierro. Recuerdo m i prim era noche. A brí mi sem iventana (los tabiques de las cam ari­ llas cortaban las ventanas en dos); escuchaba el ruido del pequeño surtidor. Ese fu e uno de los m om entos de dicha en m i vida. N o el estar en l’Ecole N órm ale, con la que me hábía llevado muy m al, sino escuchar aquel pequ eñ o surtidor. Veía allí todos los jardines del M editerráneo soñ ad o... H abía sido transportado por una ilusión qu e no duró sino pocos días, la ilusión de que después de to do iba a poder ingresar en el m undo vivo, en vez de conocerlo

probablem en te — espero que m añana m ism o— , la socie­ d a d en la que vivo h ab rá de sacudir los viejos privilegios, las antiguas categorías, los poderes envejecidos. Paralela­ m ente, tras largos años de aprendizaje y de ejercicio, quizá consiga dar curso a las ideas qu e he elaborado y explicar de m ejor m odo m i análisis de las sociedades, de su funcio­ nam iento y su transform ación. A tales razones se deb e q u e hable hoy, no tanto de m í com o de las experiencias, los problem as y las tareas que conform aron m i vida y que constituyen un a parte de lo qu e se denom ina la «situación» en la que todos debem os actuar, intelectual y políticam ente. Porque soy sociólogo. Q uien le habla a u n a sociedad de sí m ism a, ¿no debe acaso ser interrogado, exam inado, ya que todos deben saber de dónde provienen esas ideas que pueden cam biar la im agen que él tiene de sí y de los otros? N o pretendo aportar el conocim iento a un m undo adorm ecido. El soció­ logo no se halla por encim a de la sociedad que estudia. Así pues, es preciso que él m ism o em prenda la tarea de situarse y que ayude de ese m odo, a la crítica qu e debe ejercerse a sus ideas. Este libro es pues u n balance por partida doble, ya que ha sido escrito al térm ino de un largo período de trabajo y en un m om ento en el qu e todo el m undo siente q u e la sociedad se transform a, y perm ite, a quienes escuchan al sociólogo, hablar del presente y del porvenir y juzgarlo según lo qu e han sido hasta aq u í su vida y su trabajo. París, a b ril de 1977.

Capítulo I

C aída libre

Carezco de m em oria. Q uizás ello se deba a que durante treinta años he corrido m ás para alejarm e del p a­ sado que para avanzar hacia un porvenir del que habría debido tener una im agen clara. C uando pienso en m i ju ­ ventud y en el am biente en qu e ella se desarrolló, siento a la vez que siguen m arcándom e y que no consigo com pren­ derlos, verme vivir y pensar en ellos. Sería preciso qu e un historiador recogiese m i testim onio y el de m uchos otros, estudiase docum entos y estadísticas para reconstruir una im agen coherente de u n m u n d o a la vez dem asiado cer­ cano y dem asiado alejado. C uan d o era niño, quienes ha­ blaban de la preguerra — la prim era— m e parecían evocar un a historia que no m e concernía. El m undo de la pre­ guerra — la segunda— debiera concernirme, con total seguridad, y sin em bargo lo siento tan ajeno a lo qu e soy actualm ente com o m uchos períodos que, en el liceo o la facultad, recordaban m is profesores de historia. Ocurre qu e m e encuentro aislado de m i infancia y de m i adoles­ cencia por un m uro de som bra y de fuego, la guerra y el hundim iento de la sociedad francesa. En los Estados U nidos, qu e se autodenom inan país nuevo, he encontrado por todas partes tradición y continuidad. A quí, cuando m e vuelvo para contem plar el cam ino recorrido, sólo hallo in ­ dicios interrum pidos, cubiertos de ruinas o de construc­ ciones nuevas. Y a no sé de dónde provengo; tal vez

porque siem pre m e interesé en la m anera de ir más allá. N o reniego de m i p asad o ; estoy ligado a él, pero si todavía vive en m í, yo ya no estoy en él. D eseo pertenecer a lo que he denom inado, con otros, u n a sociedad posindustrial — a pun to de surgir— , pero p o r m i personalidad y las condi­ ciones en las que ella se form ó pertenezco a un pasado in­ m em orial, qu e por cierto es preindustrial. T engo la im pre­ sión de m overm e sin descanso entre los siglos X I X y X X I, siendo el X X , para m í, un sim ple lugar de paso. M etro B ac* C uando intenté pen sar en m i juventud y en m i infan­ cia, tuve m uchas dificultades p ara describirlas en términos sociales, sobre todo d e b id o a qu e resultaría m uy superficial situarlas en categorías sociales o profesionales. Si procuro ubicar el am biente en qu e crecí, pienso ante todo en un barrio m ás que en un lugar, en un espacio m ás que en un m edio social. Mis padres vivían en París, bulevar Raspail abajo, casi en la esquin a de lo q u e entonces era la glorieta C happe, decorada con u n a estatua del inventor del telé­ grafo óptico. Era un barrio de la burguesía aristocratizante. El faubourg Saint-G erm ain confluía allí con la burguesía m ás nueva del bulevar R aspail, en el lím ite del m undo aristocrático de la calle du Bac o de las calles de Varenne y de l ’Université, h abitadas por nobles y p or el pueblo hum ilde que les servía. Era un m undo en el q u e, por cierto, no faltab a el dinero, pero don d e el sable y el hisopo resultaban más im portantes o, en todo caso, m ás respeta­ dos que la cuenta bancaria. M undo de tradiciones y de preceptos, a la vez arcaico y dinám ico. Mi fam ilia no pertenecía a las de tradición; yo no tengo ascendientes ni parentescos de altura. Mi padre h abía «subido» por los es­ tudios. Form ado en el espíritu de la Tercera república, creía ante todo en las virtudes de la ciencia y la educación. * Se refiere a la estación del m etro d e París, situada ju stam en te en las confluencias de los bulevares R aspail y Sain t-G erm ain con la calle du Bac. C on esta expresión el autor quiere u bicar y n om brar el am b ien te característico de los lugares de París d o n d e vivió y transcurrió su infancia y ju ven tu d (N . del E .)

Esta capa social, en el lím ite de la vieja burguesía y de la nueva clase m ed ia, bastante ajena al m undo de «los nego­ cios», desem peñó un gran papel en la vida francesa des­ pués de la guerra. Q uienes nacieron en ella sirvieron al estado m ás q u e al capital. N o es un azar qu e el Com isariado general de planificación se halle en ese barrio: encarna todo su espíritu. Puede hallarse en él a servidores del estado que no ganan m ucho dinero, al igual q u e sus antecesores qu e probablem enter fueron generales, ab o g a­ dos u o b isp o s... Vale decir, gente m ás volcada hacia la defensa de los valores y de las form as de control de la so­ ciedad que hacia las actividades comerciales, m ás clara­ m ente m iem bros de u n a élite que de una clase dirigente. Mi padre representaba a una generación en ascenso (esos nuevos estratos de q u e había hablado G am b etta algo antes), y al m ism o tiem po al m ovim iento de decaim iento de toda la vida francesa de entreguerras. Era m édico; con algunos otros había sido, antes de 1914, de aquéllos que desarrollaron una m edicina científica, y m ás tarde fu e uno de los prim eros en introducir la genética en la m edicina francesa. Al m ism o tiem po, sobrellevaba cada vez más el peso de un m undo m édico en el que la carrera y los honores detenían el progreso intelectual. Murió en el m om ento en qu e acababa de ser elegido presidente de la A cadem ia de m edicina. A u n qu e cada vez m ás apresado en un sistem a de notabilidad, sabía m antener no obstante una gran distancia p ara consigo, incapaz de com erciar, de saber ganar el dinero qu e le habría correspondido dad o su nivel profesional. H om bre de la naturaleza, le gustaban las largas cam inatas, los sitios solitarios; am igo de los libros, confeccionábalos él m ism o, yo lo im agino com o u n per­ sonaje del renacim iento, hom bre de la naturaleza y de la ciencia, pin tado por Frangois Clouet. El m undo de mi infancia estuvo fuertem ente m arcado por la separación entre vida pública y vida privada, entre vida de los hom bres y vida de las m ujeres; siendo los niños confiados al gineceo. O cupábam os un apartam ento en el qu e se practicaba la m edicina. La parte noble era la parte profesional, que daba al bulevar, pero la fam ilia vivía dando al patio, en

habitaciones oscuras y frías. La frontera entre am bas partes era casi in fran q u eab le, tanto com o la distancia entre los sentim ientos personales y las funciones fam iliares o socia­ les. Estaban allí el p a d re o el hijo más en sus papeles qu e como personas. Al m ism o tiem po, el m undo paterno era el m undo de la respon sabilidad y de la creación, m ientras que el m aterno era el de la ternura y, tam bién, el de las buenas costum bres y m aneras, de la integración social y cultural. A m or m atern o qu e supo protegerm e hasta tal pun to, pese a m is retiradas y huidas hacia la soledad, que hizo nacer en m í un deseo d e infancia que reviví m ás tarde con m is propios hijos. Sobre todo, fu i educado en un elitismo a la vez exigente y confiado. Crecí con la idea de que nosotros nos h alláb am o s en el centro del m un d o, qu e los franceses, los ingleses, los alem anes y algunos otros europeos eran los ún icos pueblos cultos de la tierra: los americanos eran nuevos ricos m ás bien insoportables; E u ­ ropa, por el contrario, era el sitio privilegiado de la cultura, y los parisinos, a condición de que hubiesen apro­ bado oposiciones difíciles, eran en verdad la sal de la tierra. Para m i padre existían, m anifiestam ente, dos cate­ gorías de personas: qu ien es habían aprobado las oposicio­ nes más duras, y el resto. Q ue se fuese politécnico, norm a­ lista* o interno de los hospitales de París no suponía ninguna diferencia. Q u e se ganase poco o m ucho dinero tam poco cam biaba la situación; pero que alguien pudiese ascender socialm ente a despecho de los estudios constituía un escándalo. Así p u e s, no existía para él otra idea p o ­ sible y en consecuencia para m í, un niño, ninguna otra que no consistiese en seguir otro cam ino que el denom i­ nado «los estudios». El apartam ento en que m e crié era una verdadera b i­ blioteca, de diez m il o quince m il volúm enes. N uestra vida estaba centrada en el trabajo. La m oralidad que la regía descansaba en la convicción de que había que renun­ ciar al placer inm ediato para construir una obra útil y duradera, o más trivialm ente: «N o vayas a jugar, haz tus * A lum n os de la Escuela Politécnica y de la Escuela N orm al, lugares dond e, g e ­ neralm ente, se educan las clases dirigentes francesas. (N . del E.)

deberes si quieres triunfar m añana». C uando yo estu d iab a en el liceo, por la noche íbam os con m i herm ano a d e sp e ­ dirnos de m i padre q u e trabajaba hasta m uy tarde en su escritorio; si por casualidad nos presentábam os antes d e las diez y m ed ia — teníam os entre diez y trece años— él nos decía: «Entonces, ¿no se trabaja esta noche?» A u n qu e nos­ otros preferíam os dormir en nuestras cam as y levantarnos a las once m enos veinte p ara besarle a una hora considerada decente. Este m undo estaba m uy seguro de sí; descansaba sobre valores nacionales, profesionales y sociales que ju zgab a evidentes. El q u e se hubiese configurado en m í tal sistem a de exigencias qu e m e marcó para toda la vida, explica la violencia con que experimenté, a la vez, la m ediocridad y el hundim iento de ese m undo cuando pude darm e cuenta de ello. En efecto, ese am biente q u e afir­ m aba con sem ejante fuerza sus valores se hallaba en total descom posición. Una fam ilia fuerte y exigente m e dió los m edios y, sobre todo, la necesidad de salvarm e del desastre, a la vez que lo experim entaba tanto como yo. N o se sale de tales contradicciones. L a instrucción p ú b lica Pero, ante todo, ese m undo era para m í el liceo: liceo M ontaigne, liceo Louis-le-Grand, nada de despreciable en ello. A hora bien, yo he detestado el liceo y, luego, la uni­ versidad: esto explica algunas posiciones qu e tom é e n m i vida. En prim er término, siem pre fu i incapaz de p erm a­ necer u n a hora con las piernas por debajo de una m esa, inm óvil, y la disposición de los espacios en una escuela siem pre m e ha parecido de una b r u t a lid a d totalm ente inútil e inexplicable. D espu és, a p r e n d í que en los liceos falta actividad, y el sentim iento que m e dom inó durante años fu e el aburrim iento. A b u r r im ie n t o tan grande que, m uy pronto, desde los nueve años de edad, com encé a dedicarm e a otras ocupaciones durante las horas de clase. R edactaba textos muy escolares: un m anual de geografía, luego un tratado de literatura francesa que elaboraba con m is com pañeros, y que abarcaba m uchos cientos de

páginas. Tenía yo d ie z, once a ñ o s... ¡H ab ía que ocuparse en algo, a la espera de que a uno le preguntasen cada quince d ía s!... A d em ás, el liceo sólo se interesaba en textos, lo que siem p re me chocó profun dam ente. N o creo que la situación haya cam biado m ucho, a juzgar por los program as de m is hijos. Lo m ás escandaloso en la escuela francesa es su v olu n tad sistem ática de suprim ir la clase, a los alum nos com o gru p o , y, más am pliam en te, de negar lo que puede denom inarse educación. El ám bito escolar no quiere ser educativo. Para retom ar los viejos términos o fi­ ciales, d a una instrucción pública y no un a educación nacional. Se ha explicado la situación diciéndose que ello era resultado de un pacto entre el estado y la burguesía: la burguesía educaba, fija b a las norm as, y el estado transm i­ tía los instrum entos. Es verdad, pero insuficiente. La e d u ­ cación de un niño francés reposa sobre la idea de que la autoridad es exterior. A un joven am ericano se le enseña una m oral; se le enseña a conducirse de u n a determ inada m anera, a sentirse culp able o, por el contrario, m oralm en­ te satisfecho de sus actos. En Francia hem os sido educados según un m odelo q u e proviene de la religión y del estado. Dios no es la conciencia; el estado no es los grupos de presión. Se trata d e absolutos, es el m ás allá: uno deb e conformarse a sus principios y tem er su juicio, pero no se está realm ente o b ligad o a creer en sus órdenes. La única ventaja de la religión consiste en qu e ella dispensa de tener una m oral, y la única ventaja del estado reside en qu e él puede proteger contra el dom inio de los notables. A l m enos, yo lo he creído así. Fui educado en este m undo. El profesor no es un an i­ m ador, sino un m ediador. El últim o en pensar así fu e M alraux, cuando creó las casas de cultura. Estas debían ser lugares de encuentro de «la gente» con las grandes obras. D ios o el estado. G en te a la que no hay quien se atreva a llam ar «m asa» y a la que se denom inará el pueblo, o, en los grandes días, la nación. Pero la nación es, en realidad, los sujetos del estado, y no la voluntad nacional del año I I*. N o he p o d id o soportar bien este sistem a. El m e * Hace referencia al añ o II, expresión em p le ad a en la revolución francesa sustituyendo al calendario rom ano. (N. del E.)

form ó y soy incapaz de habituarm e a un a sociedad d e tipo com unitario a la americana. Pero tengo la sensación de que m e ha violentado de m anera perm anente y, sobre todo, qu e m e ha im pedido expresarm e. Algo después, en los últim os cursos del liceo siem pre fu i un mal alum n o, no pésim o, sino un alum no in adaptado (en parte a causa de m i escasa e d ad ; aprobé m i segundo año de bachillerato a los quince años, y el prim ero el año anterior, de pan talo­ nes cortos). Siempre m e afectó, en la vida universitaria y escolar, qu e se m e im pusiesen m odelos de com portam ien­ to intelectual que eran de sum isión. Lo que se llam a inte­ ligencia en el sistema escolar es, sobre todo, la com pren­ sión correcta de un texto escrito. Esto no es del to do des­ preciable, pero sólo es una form a de inteligencia; la capa­ cidad de inventar, de im aginar, de expresarse personal­ m ente es otra cosa. Com o los estudios que seguí d ab an m ucha im portancia a las letras clásicas, recuerdo m i despecho y m i tristeza cuando trab ajab a con am igos, en preparatorio * sobre Tácito u H om ero. A lgunos h allaban rápidam ente el sentido de los pasajes difíciles, m ientras que con frecuencia yo m e veía en serias dificultades. N un ca tuve una dispo­ sición adecuada según el sentido escolar. Siempre m e inte­ resé m ás en im aginar y en expresarm e y, tam bién, conservé del ejem plo paterno la idea según la cual lo esencial con­ siste en producir, inventar, aportar algo nuevo, y no repro­ ducir fielm ente el pasado. Me gu sta m ás escribir q u e leer, m ás hablar qu e escuchar. N o guardo muchos recuerdos de mis profesores. La relación tradicional era de sum isión o, por el contrario, de jaleo. Los alum nos proceden com o los soldados en sus cuarteles. En clase no se puede ni discutir ni expresarse, pero en el p atio se crea una cultura escolar secreta. Los profesores estaban tan agobiados com o los alum nos por esta educación, y por cierto que m uchos de ellos, huyendo de la im personalidad de costum bre, se ocuparon con m ucho interés de mis problem as escolares. A l no ser la * La expresión Khágne pertenece al argot estu d ian til francés y hace referencia a las clases y cursos preparatorios a las escuelas superiores, en régim en d e tutorías generalm ente. Traducim os cam o preparatorio (N . d el T .)

d ase un grupo, sólo qu ed aban los am igos. En m asculino, desde ya, porque esta form ación se b asab a en una sep a­ ración total de los sexos. Era un m un do d e chicos que no tenía la m enor relación con el de las niñas, y para m ales mayores pasé sin alegría m uchos años entre los scouts. Esto no convenía de n in gú n m odo a m i tem peram ento, que era poco cam orrista y m ás bien intelectual. Constantem ente tem ía que se m e rom piesen las gafas. El escultism o era un m ovim iento agresivam ente m asculino, de un anticuado increíble, pero q u e hizo qu e m e gustasen las largas cam i­ natas por el bosque y los fuegos de cam pam ento. El am biente en qu e crecí era de derechas, pero los acontecim ientos políticos nos eran bastante ajenos en la época en qu e teníam os entre diez o doce años. N o o b s­ tante, m e qu edan algunos recuerdos políticos; el más antiguo d ata del 6 d e febrero. Los cam elots du roi* tenían una sede justam en te al lado de m i casa, en la calle SaintG uillaum e. Allí vivía la fam ilia D au d e t, al lado de Ciencias políticas. Recuerdo la llegada de los jovencitos de A ction fran gaise p o r las calles de G renelle hacia el bulevar, y su ataqu e a los guardias a caballo, lanzando las verjas de los árboles del bulevar Raspail contra aquellos jinetes y desjarretando con navajas, a los caballos. En ese barro, el Frente popular in fun día terror. El m un d o obrero parecía lejano y am enazador. M endés-France d ijo , hablando de la inm ediata posguerra: «La historia de Francia ha estado do­ m in ada por el hecho de que la clase obrera no obtuvo él acceso al poder qu e conquistó en la m ayoría de los países europeos.» D urante la preguerra, la burguesía parisina tenía relaciones m ás arcaicas todavía. Para ella, la clase obrera era «los arrabales», instalados alrededor d e la ciudad. La clase obrera era ya num éricam ente im portante en Francia, pero la Francia oficial era un m undo preindustrial, hecho de cam pesinos, funcionarios, comerciantes y gente de profesiones liberales, m ientras que alrededor de las ciudades se ap iñ ab a la oscura m asa de los obreros y las fábricas. Francia no era un a sociedad industrial. El verda' M ilitantes realistas del período de entreguerras, dedicados generalm ente a repartir p ro p ag an d a m onárquica. (N . del E.)

dero p ro b le m a, en la burguesía, era la tentación fascista. Al ir al liceo Louis-le-G rand veía por la calle Saint-Jacques a los J P (las Je u n esse s p atrio te s, equivalentes al G U D actual) m anifestán dose ante la facultad de derecho contra G astón Jé z e , profesor de la m ism a que había dado a cono­ cer un com unicado a la Sociedad de Naciones condenando la intervención italiana en Etiopía. Los JP , cuyo je fe era T aittinger, y la A ction fran gaise de Maurras y de D au d e t se lanzaban contra la izquierda y contra la república. La Francia tradicionalista, afectada por la crisis y por el tem or a la clase obrera, se hacía fascista. Mi am biente se m antuvo en lo esencial — si no com pletam ente— al abrigo de la tentación fascista. Era dem asiado conservador; los grandes principios, el elitism o, el estado y la religión ju gab an en él un papel m uy considerable, lo que le hacía sentirse dem a­ siado sólido p ara caer en el fascism o. Se era nacionalista, no fascista. M ás tarde, m uchos chicos de este am biente lu ­ charon en la división Leclerc. Extraño m undo, tan arcaico como m odernizador, tan exigente como ciego; lo opuesto a la m odern id ad, pero anim ado por un gran deseo de acción y rebelde a la rutina. G ente tensa. Un universo cerrado al qu e, si tuviese que encontrarle un lado bueno — y no tengo m odo de hallárselo— , estaba protegido por su propia vetustez contra el m un do del dinero, la especu­ lación, el m ercado negro. Un «estu d ian te» fu e ra d e l tiem po Pasé de allí sin solución de continuidad a un lugar ex­ traordinario, extravagante: el preparatorio durante la guerra. Fui alum no de estos cursos en el Louis-le-Grand; allí viví en un m undo fuera del tiem po, fuera del espacio, seguram ente fuera de la historia. Creo que no pasé, en cuatro años, un solo dom ingo sin trabajar. Las referencias dom inantes nos llegaban de la literatura. Tres épocas se sucedieron en ese am biente: la m ía, la m ás antigua, en la que uno se definía en relación con la literatura; luego, diez años después, aquélla en que uno se definía en rela­ ción con la filosofía; y finalm ente, diez años m ás tarde,

aquélla en que los alum n os pensaron en térm inos p o líti­ cos. Y o pertenezco p rob ab lem en te a la últim a generación p ara la que el gran p u n to de referencia fue G id e. Lo leí con entusiasm o cuando ten ía dieciséis o diecisiete años. Experim enté un am or particular por L es nourritures terres­ tres y Les nouvelles nourritures, pero tam bién por S i le grain ne m eurt, o por L a p o rte étroite. Unicam ente su faceta de los Faux--m onnayeurs nunca m e gustó m ucho. D os o tres años después, leí con pasión a M alraux. L ’esp o ir — m ás que L a con dition h u m ain e— respondía a mis acti­ tudes contradictorias respecto del lejano m undo de la acción, que m e atraía com o la vida m ism a y del que per­ m anecía separado p o r la conciencia. Pero m i mayor recuerdo de esta época (y del que jam ás volví a hallar equivalente en el teatro) fu e Le sou lier de satin , represen­ tado en 1943 en la Com édie-Frangaise, con Jean-Louis Barrault. Pasábam os m ucho tiem po leyendo y com entando textos. El latín y el griego eran com o ejercicios de gim nasia indispensables para aprobar oposiciones, pero m i interés nunca m e volcó hacia ese lado. Jam ás experim enté el m enor placer con la literatura latina, y m i único buen recuerdo es la lectura de H om ero. La costum bre establecía qu e en el examen de l ’Ecole N órm ale el catedrático de griego solicitase en el oral, sin ninguna preparación, que se tradujera a H om ero. Eso qu e yo leía con frecuencia L a O disea en el m etro. Logré leer, asim ism o, m uchos discursos de D em óstenes. T ucídides y los trágicos han sido siem pre dem asiado difíciles p ara m í. Pero en realidad no teníam os acceso a las literaturas antiguas; m ás bien se trataba, creo, de arraigarnos si no en u n a determ inada cultura, al m enos sí en el sentido q u e un a tradición le había otorgado. Las clases de francés y de filosofía eran las q u e alim entaban nuestra vida intelectual. Mi actividad estaba absolutam en­ te dom inada por las disertaciones o las explicaciones de textos. Y o no sostenía, de ningún m odo, un a actitud propia de un em pollón. Experim entaba gran satisfacción intelectual al expresarm e sobre una idea o un texto. N o tuve profesores notables, a excepción de Ferdinand Alquié, que era el gran hom bre del preparatorio de Louis-leG rand. Volví a hallarle dos o tres veces en m i cam ino.

Sean cuales sean sus opiniones en la actualidad, sigue siendo para m í el gran profesor qu e fue. Mis grandes alegrías provenían de los textos literarios. Mi generación fue educada en el culto de Baudelaire y de R im baud. N in gú n texto m e marcó más qu e Une saison en enfer. T odavía constituye, para m í, un texto de iniciación. N o p u ed o pensar en las Fleurs d u m al sin recordar que fueron, durante años, el centro del m undo cultural, exigente y cerrado, con el que m e identificaba. A través de algunos textos como ésos pasé del m undo escolar al m u n d o real, que no podía vivir sino com o algo im aginario. La escuela labrab a m is juicios y mis sentim ientos. A causa de haber recibido un a educación «clásica», Italia será siem pre, para m í, un país absolutam ente diferente: era el país sagrado. En la cultura qu e recibí, A lem ania, Inglaterra o los Países B ajos no tienen nada qu e p u e d a com pararse a Rom a o Florencia. Brujas o la N ational Gallery eran adm irables, pero no divinas com o el Foro o gli U ffizzi. C uando, después de la guerra, p u d e viajar, m e fu e im p o ­ sible concebir dirigirm e a otra parte q u e no fuese Italia. Yo detestab a la cultura grecorromana que se m e había im puesto pero estaba com pletam ente penetrado p o r ella. A u n qu e lo esencial, para m í, era la m oral, y nunca la literatura. Tenía yo grandes preocupaciones religiosas, li­ gadas a aq u el encierro im puesto y a la ausencia de capta­ ción del m un do real. Hay que reconocer que aquel m un d o de preparatorio, con bien pocas excepciones, estuvo duran­ te cuatro años fuera del tiem po y de los acontecim ientos. Extraordinaria desconexión. Si actualm ente se m e dice: «La escuela es u n a escuela burguesa», contesto que es cierto pero que, m ás aún, es una escuela libresca. H e vivido esa vida patológica de los sem inaristas de universidad, traba­ jando en m edio de las llam as y de las conm ociones sin ser afectados p o r ellas. En 1944, en el Louis-le-G rand, eran frecuentes las alertas aéreas. Se b ajab a al sótano, donde continuaba la explicación de los textos latinos o griegos. Los acontecim ientos ocurrían, realm ente, ¡sobre nuestras cabezas! G uardo un resentim iento inextinguible de un m undo social y libresco qu e, en nom bre del trabajo, el saber y la dign idad, fue tan castrador. Finalm ente, la

cultura en la que fu i educado era extrem adam ente dualis­ ta: el alm a contra e l cuerpo, la espiritualidad contra la m aterialidad, el sen tido contra el caos de los acontecim ien­ tos; los hom bres p o r un lado, las m ujeres por el otro. En este am biente, las ciencias sociales no p o d ían tener cabida. Y yo era el prim er convencido de ello. Mi últim o recuerdo de m is años de preparatorio se sitúa en 1945, en la calle d ’U lm , en el prim er piso d e l ’Ecole N órm ale, en una sala llam ada salón de actos. A llí aprobé el oral de filosofía. En un m om ento, C an gu ilh em m e dijo: «D ése vuelta. A llí atrás ve vd. unas losas de m árm ol con el nom bre de los antiguos alum nos m iem bros de las distintas academ ias. Puede leer: “ H enri B ergson - A cadém ie des sciences m orales et p o litiq u e s” . ¿Q u é son para usted las “ ciencias morales y políticas” ?» Y o era un buen alum no de p rep a­ ratorio por lo que contesté: «Eso no existe». A lgún tiem po después, ¡m e convertí en sociólogo! En efecto, era evidente que no existían. ¡C onocim ientos im puros, inferiores! En esta condena veo hoy m enos una posición clasista que el signo de un a sociedad en descom posición, incapaz de pensar en sí m ism a. Sociedad-avestruz, con la cabeza en la arena y el culo al aire. Sociedad des-realizada, con sobre­ producción de principios, ideas, sím bolos, barreras. Sien­ to, por la Francia d e preguerra, una viva repugnancia, y si bien participé efectivam ente en el clim a a la vez industrializador y m odernizador de los veinte años de posguerra y en la esperanza m en d esista* de los años 50, fue por horror de aquel pasado cuya suficiencia y m ediocridad se me habían vuelto insoportables. T am bién advertí bastante rápidam ente la decadencia intelectual de la pretenciosa e inerte Francia de entreguerras. En ese aislado am bien te de preparatorio la actividad intelectual personal, los libros y los am igos ocupaban casi toda mi vida. C uando digo los «am igos», no se trata de u n a palabra totalm ente exacta: más bien habría que decir los «com pañeros», o sea aquéllos con quienes se trabajaba. N o creo haber h ab lado a m en udo de problem as personales * Referente a Pierre M endés-France, u n o de los dirigentes de la IV República y de la izquierda francesa. (N . d e lE .)

con am igos. Pero pasaba horas enteras discutiendo el tem a de la disertación de filosofía o de francés. Y las am istades o los desacuerdos estaban determ inados por ideas y gustos intelectuales o literarios. A fines de m i período de p rep a­ ratorio m i am igo más cercano fue Jean-Frangois Lyotard. En 1944, la vida era com plicada, casi no había electrici­ dad. Lyotard y yo íbam os entonces a trabajar al hospital Laénnec, p o r la noche, en locales ocupados durante el día por la consulta de derm atología qu e dirigía m i padre. Lyotard vivía en el bulevar de V augirard, yo en el bulevar Raspail, y yo hacía el recorrido en bicicleta. El era altanero y reservado. N os enojam os porque yo era m uy espiritualis­ ta y él, por el contrario, tenía un nietzscheísmo agresivo y cínico. A sim ism o, le gu stab a M ontherlant, y, a m í, G ide: era éste un tem a de desacuerdo. H e conservado por él la adm iración y el temor qu e m e inspiraba. Com o no m e com unicaba fácilm ente con los otros, m e convertí en m i propio confidente, y durante cuatro o cinco años escribí un diario cuyos cientos de páginas viven to d a­ vía bajo u n a pila de viejos expedientes y de textos redac­ tados en la m ism a época. Sólo he vuelto a hojearlo una vez, y lo hallé muy lejos del m undo en que vivo aun que muy parecido a lo que soy. A veces tengo la im presión de acercarme poco a poco a una juventud por la que m ás he pasado que vivido. E l desastre El único m om ento en que sentí, por la fuerza de las cosas, qu e la historia nos atañía, fue durante el desastre. H abíam os pasado el año de guerra en Orléans, donde m i padre, bastante mayor, había sido m ovilizado para dirigir un hospital. C uando llegó la invasión, mi fam ilia se replegó a Cher. A quí escuché la noticia del arm isticio, en un bar. El m ariscal Pétain hablaba con su voz trém ula. Era escuchado en un clima de tristeza, de dign idad, y, sobre todo, de cobardía. La burguesía francesa había tenido m iedo. Recordaba el Frente popular, la crisis, el quebranto de su orden. Se aban donaba al castigo. Tuve la sensación

física de qu e ese m un d o tan seguro de sí ya no era nada. %La ocupación su p u so, sobre todo, u n a vida m aterial difícil. En nuestro gran apartam ento sólo había u n a habitación rescaldada, con diez o doce grados, y por la noche toda la fam ilia trab ajab a alrededor de la m esa. Mi padre escribía sus artículos, yo hacía m is versiones, m i herm ano sus deberes de m atem áticas, una de m is herm anas preparaba sus exám enes de m edicina, la otra sus deberes de liceo, y m i m adre zurcía. Este m undo tan noble vivía en la decadencia m aterial, dignam ente, pero sin com pren­ derla. Por supuesto, entre los quince y veinte años no tuve vacaciones. Tal es el sabor de m i juventud: el contraste entre el elitism o de m i form ación escolar o la fuerza del am biente fam iliar, y la usura de la vida cotidiana. A raíz de aquéllo m e quedó u n a inadaptación definitiva hacia todo am biente que siem pre m e im pulsó a hacer las cosas a todo correr e intensam ente, a respetar únicam ente la creación y el trabajo productivo, pero tam bién a sentirm e a disgusto en todas partes. Si m e convertí en sociólogo, ello qu izá se deb a a ,querer volver a encontrar un m undo «exterior» del que p o r tanto tiem po y tan com pletam ente había sido separado, durante m is interm inables años de sem inarista. El día en qu e la historia barrió esta sociedad enm ohecida, todo lo que había en la vieja casa, en la so­ ciedad francesa, y, sobre todo, en sus escuelas m e pareció algo irreal. Mi vida intelectual fue determ inada por esta ruptura. La sociedad cam bió com pletam ente, sus princi­ pios se hundieron en el polvo; Francia, un personaje y casi una divinidad, no era m ás que un territorio ocupado. La historia se encargó de arrastrar hacia el m ar todos los desechos de una grandeza m uerta. Lo que de aqu ella educación perm anece en m í es un a cierta distancia, q u e hoy critico y preservo a la vez, con respecto a las «realidades» económicas. En el m undo en que crecí se podía uno convertir, si acaso, en fascista o com unista, pero seguram ente que no en vendedor de inm uebles. N un ca abandonaré la idea según la cual la sociedad no es solam en te un «sistem a», sino que es arrastrada por eso que p u ed e denom inarse, indiferente­ m ente, fuerzas, ideas o acciones. Si se m e habla de lucha

de clases, lo entiendo; pero si alguien afirm a: «Los hom bres se mueven p o r el dinero», ya no lo entiendo. La idea de que la sociedad está organizada alrededor de principios de integración m e resulta ajena. La sociedad no es lo que es, carece de naturaleza; es el producto de acciones, es decir, a la vez, de conflictos y de valores. N o m e atrae pensar en térm inos de presente. El térm ino «Sociedad de consum o» es algo que no tiene un sentido muy positivo para mí. Se canta al placer, a la integración, a la adaptación; siento horror por esas palabras. Si algu ien m e h ab la de la industrialización o de la creación d e una nueva nación — aludiendo al Tercer m undo o al m u n d o soviético— experim ento un cierto entusiasm o, au n q u e m e opon ga a los program as que proponen. Mis años juveniles term inaron en una situación d e des­ com posición total, cuando irrum pió la historia. Q uería abandonar m is estudios — como todo el m un do— pero finalm ente los continué. En agosto de 1944, durante la liberación de París, viví en Com m erce-Saint-A ndré, cerca de la glorieta D anton. Una m añana vi unos soldados alem anes m uertos en la esquina de am bos bulevares. Par­ ticipé en la construcción de barricadas en la calle de 1’A ncienne-Com édie y en Saint-André-des-Arts. Pero en octubre recuperé el p atio asfaltado y las salas con ventanas enrejadas del Louis-le-Grand. Tras un últim o año d e vida escolar, en octubre de 1945 m e hallaba en un ángulo del patio cuadrado de 1’Ecole N órm ale. El edificio estaba todavía ocupado por grandes dorm itorios, atravesados por un pasillo central hacia el que se abrían las puertas de las cam arillas cerradas por cortinas blancas. En aqu ella cam a­ rilla h abía una cam a de hierro. Recuerdo mi prim era noche. A brí m i sem iventana (los tabiques de las cam ari­ llas cortaban las ventanas en dos); escuchaba el ruido del pequ eño surtidor. Ese fue uno de los m om entos de dicha en m i vida. N o el estar en 1’Ecole N órm ale, con la que m e había llevado muy m al, sino escuchar aquel pequ eñ o surtidor. Veía allí todos los jardines del M editerráneo so ñ ad o ... H abía sido transportado por una ilusión q u e no duró sino pocos días, la ilusión de qu e después de to d o iba a poder ingresar en el m undo vivo, en vez de conocerlo

sólo a través de los escritos y las convenciones escolares. La historia h ab ía invadido nuestra p equ eñ a ciudadela; ib a a ser necesario saber arreglárselas en ese gran barullo. Pero m uy pronto la aparente tranquilidad de ese superliceo fal­ sam ente libre m e ib a a resultar insoportable. Tal fu e la ju ven tu d que yo m ism o m e otorgué desde m i ingreso en el m un do adulto. Y sin em bargo, descri­ biéndola hoy, siento que com ienza a escapar de esta form a en la qu e durante tanto tiem po la encerré. Y no es la cólera contra un a autoridad, u n a escuela, unas convencio­ nes desde hace tan to desaparecidas lo que me devuelve cada poco tiem po a ella, sino más bien el olor del gran abeto por el qu e trepaba en casa de m i tío, más allá de Aix-les-Bains, o la desem bocadura de la carretera sobre los árboles en lo alto del Revard, a donde subía en bicicleta. Y , m ás aún, es el largo pasillo del antiguo apartam ento que conducía del com edor a la cocina, donde todavía siento el frío de los inviernos m al rescaldados, y donde veo la silueta m enuda, coronada por un inm enso m oñ o, de aquélla que era, para m í, m ucho m ás que una «criada». Crecí en un m undo en el qu e existían la som bra y la distancia, donde el verano no era el viaje, sino la cam inata, buscar cham ­ piñones, el paseo p o r la carretera sin autom óviles y el baño en un lago frío de m ontaña. Un m un d o en el q u e el espacio era nacional, ni m ás ni m enos, y donde cada día le enseñaba al niño q u e pertenecía a una sociedad y a una cultura cuyos sím bolos son sagrados y la perennidad está asegurada. Busco lo que esa infancia ha dejad o en m í, algo de lo que apenas tengo conciencia pero q u e, sin em bargo, me gu ía como un radar. ¿N o será, m ás qu e todo otro an ta­ gonism o, el de lo serio y lo divertido? ¿Será lo serio, tal vez, una form a debilitada de lo sagrado? Es cierto, de todos m odos, que sólo he sido atraído por los individuos, las ideas, las acciones sostenidas por un a creencia y un com prom iso más allá de la rutina, el consum o o la b ú s­ queda de ventajas m ateriales. A prendí a desconfiar del uso que de este entusiasm o hacen los tiranos, grandes y p eq u e­ ños. Pero agradezco a m i infancia, e incluso a m i liceo, el haberm e otorgado la insatisfacción.

Calle d 'U lm Mis prim eras sem anas o m is prim eros meses en la calle d ’Ulm fueron felices. D espués del trabajo tan aprem iante del preparatorio y del exam en, encontré allí una extrem a­ da libertad de m ovim ientos y un a ausencia de preocupa­ ciones escolares que no carecían de un cierto elitism o. Los «norm alistas» casi ni se p reocupab an por el problem a de los diplom as: su suponía qu e uno había aprobado sus exám enes, y los profesores de la Sorbonne daban pru ebas de una buena voluntad real al respecto. Para m í, se trataba de un cam bio total de vida, ya que m e había convertido en interno. A sí pues, pasé cuatro años en esos edificios, de ellos tres en la vieja escuela. Sólo el últim o año viví en los nuevos edificios, lujosos: ¡teníam os agu a caliente en las habitacion es!... Conocí el sistem a tradicional de cuartos, en los que éram os cuatro en prim er año, luego tres al año siguiente, y dos para preparar las oposiciones. Por tanto, hice lo que todo el m undo: gocé de m i libertad, to m é el sol en las terrazas, di vuelta a las m esas m uy activam ente aquel año. O tros, como Ja c q u e s Le G off, m i com pañero de cuarto de oposiciones, ju g a b a n al bridge. Me gu stab a físi­ camente l ’Ecole, los árboles hacia el lado de la calle Rataud, la inm ensa biblioteca por donde circulábam os librem ente y nuestro Barrio Latino, vivo y tranquilo, ajeno

sólo a través d e los escritos y las convenciones escolares. La historia había invadido nuestra p eq u eñ a ciudadela; iba a ser necesario saber arreglárselas en ese gran barullo. Pero m uy pronto la aparente tranquilidad de ese superliceo fal­ sam ente libre m e ib a a resultar insoportable. Tal fu e la ju v en tu d que yo m ism o m e otorgué desde m i ingreso en el m undo adulto. Y sin em bargo, descri­ biéndola hoy, siento que com ienza a escapar de esta form a en la qu e durante tanto tiem po la encerré. Y no es la cólera contra u n a autoridad, u n a escuela, unas convencio­ nes desde hace tanto desaparecidas lo que m e devuelve cada poco tiem po a ella, sino más bien el olor del gran abeto por el q u e trepaba en casa de m i tío, más allá de Aix-les-Bains, o la desem bocadura de la carretera sobre los árboles en lo alto del Revard, a don de subía en bicicleta. Y , m ás aún, es el largo pasillo del antiguo apartam ento que conducía del com edor a la cocina, don d e todavía siento el frío de los inviernos m al rescaldados, y donde veo la silueta m enuda, coronada p o r un inm enso m oño, de aquélla que era, para m í, m ucho m ás que una «criada». Crecí en un m undo en el q u e existían la som bra y la distancia, donde el verano no era el viaje, sino la cam inata, buscar cham ­ piñones, el paseo p o r la carretera sin autom óviles y el baño en un lago frío de m ontaña. Un m un do en el qu e el espacio era nacional, ni m ás ni m enos, y donde cada día le enseñaba al niño q u e pertenecía a una sociedad y a una cultura cuyos sím bolos son sagrados y la perennidad está asegurada. Busco lo que esa infancia ha d ejad o en m í, algo de lo que apenas tengo conciencia pero q u e, sin em bargo, me guía como un radar. ¿N o será, m ás que todo otro anta­ gonism o, el de lo serio y lo divertido? ¿Será lo serio, tal vez, una form a debilitada de lo sagrado? Es cierto, de todos m odos, que sólo he sido atraído por los individuos, las ideas, las acciones sostenidas por un a creencia y un com prom iso más allá de la rutina, el consum o o la b ú s­ queda de ventajas m ateriales. A prendí a desconfiar del uso que de este entusiasm o hacen los tiranos, grandes y p eq u e­ ños. Pero agradezco a m i infancia, e incluso a m i liceo, el haberm e otorgado la insatisfacción.

C alle d 'U lm Mis prim eras semanas o m is prim eros meses en la calle d ’U lm fueron felices. D espués del trabajo tan aprem iante del preparatorio y del exam en, encontré allí una extrem a­ da libertad de m ovim ientos y un a ausencia de preocupa­ ciones escolares que no carecían de un cierto elitism o. Los «norm alistas» casi ni se p reocupaban por el problem a de los diplom as: su suponía q u e uno había aprobado sus exám enes, y los profesores de la Sorbonne daban pruebas de una buena voluntad real al respecto. Para m í, se trataba de un cam bio total de vida, ya que m e había convertido en interno. A sí pues, pasé cuatro años en esos edificios, de ellos tres en la vieja escuela. Sólo el últim o año viví en los nuevos edificios, lujosos: ¡teníam os agu a caliente en las h abitacion es!... Conocí el sistem a tradicional de cuartos, en los que éram os cuatro en prim er año, luego tres al año siguiente, y dos para preparar las oposiciones. Por tanto, hice lo que todo el m undo: gocé de m i libertad, to m é el sol en las terrazas, di vuelta a las m esas m uy activam ente aquel año. Otros, como Ja c q u e s Le G o ff, m i com pañero de cuarto de oposiciones, ju gab an al bridge. Me gu stab a físi­ cam ente l ’Ecole, los árboles hacia el lado de la calle Rataud, la inm ensa biblioteca por donde circulábam os librem ente y nuestro Barrio Latino, vivo y tranquilo, ajeno

al bulevar Saint-M ichel, cuyos com erciantes y falsos estu­ diantes siem pre detesté. El placer de estar allí era m uy sim ple: haber con quistado un poco de libertad. Así, por otra parte, es como funcionan las sociedades elitistas: se les im ponen obligaciones considerables a quienes están desti­ nados a funciones superiores; después de lo cual se les concede un a gran libertad. Se supone que una sociedad no puede perpetuarse n i sus élites dirigentes están preparadas solam ente para la conform idad. Es necesario que se form en en un descarrío controlado. Los alum nos de las grandes escuelas n o abusaban de ello con frecuencia, aunque esta extrem ada libertad de que nosotros dispon ía­ m os no resultaba p eligrosa para la sociedad, puesto qu e provenía de años d e obligaciones y era sancionada por el hecho de que un d ía (m uy lejano para nosotros) habría que som eterse a ese pequ eño castigo llam ado «oposicio­ nes». Intelectual m en te, no tuve grandes satisfacciones durante m is dos prim eros años. La principal fue el curso dictado por un geógrafo, R oger D ion , qu e nos h ab laba de los tipos de suelos franceses. Mis am igos y yo estábam os los tipos de suelos franceses. Mis am igos y yo estam os encantados con e sa inteligencia qu e ligaba historia, geo ­ grafía y organización social. Por lo dem ás, como yo era es­ tudiante de historia, la Sorbonne era un m undo bastante triste. C uando todavía era alum no de filosofía en el Louis-le-Grand, segu ía por m i cuenta los cursos de Georges Lefebvre y de A u gu stin R enaudet, que fueron grandes historiadores. Pero la m ayoría de sus sucesores eran mediocres. El am bien te de la Sorbonne carecía com pleta­ m ente de interés; era m ás bien un m ercado de cursos; la gente iba a adquirir unos cursos y, una vez efectuada su transacción, se volvía a su casa. D eb o confesar tam bién que los jóvenes «norm alistas» se consideraban superiores y no se m ezclaban fácilm ente con la m uchedum bre de alum nos de la Sorbonne. Así p u es, probablem ente por buenas razones, tan to com o por otras m alas, siem pre guardé una cierta aversión respecto de ese feo edificio llam ado la Sorbonne, y qu e es tan poco notable en su inte­ rior como en su exterior. Para nosotros, historiadores, la vida intelectual se h allaba en otra parte; estaba en lo qu e

se conocía com o la «escuela de los Annales», form ada bajo la influencia de Lucien Febvre y de Marc Bloch. El K abelais de Febvre o L a société féo d ale de Marc Bloch fueron los grandes libros d e mi generación de historiadores, con los de Pirenne, qu e era un poco el padre espiritual de dicha escuela. Entre m is profesores, me vinculé con Ernest Labrousse, gran anim ador de la historia económica en la Sorbonne, con quien tuve ocasión de trabajar. ¡V igorosa y generosa personalidad! Pero en el fondo estos estudios, que m e interesaban, casi no m e satisfacían, y encontraba en esta vida «norm alista» tanta extrañeza respecto del m u n d o como en la vida de sem inarista que había llevado como interno de preparatorio. N o por convertirse en un cura jesuíta se está m ás cerca de la realidad. Me parecía q u e mi am biente seguía estando extraordinariam ente cerrado, pese a que las puertas se habían abierto. Yo había querido salir del m un d o escolástico; libresco y ya veía, a m i alred e­ dor, a m uchos q u e se com portaban totalm ente de acuerdo con sus reglas y pasaban casi sin transición de una situación de alum nos a otra de «casi enseñante». Com encé a par­ lotear en las terrazas con uno de m is com pañeros, Je a n Pénard. H acia fines del segundo año decidí cam biar de aires, y él tam bién. El d ejó l ’Ecole, partió hacia N oru ega utilizando a l’Alliance frangaise y luego se convirtió en consejero cultural. En cuanto a m í, utilicé una ocasión: se m e había p e d id o , como a otros estudiantes, que preparase un trabajo con ocasión del centenario de la revolución húngara de 1848, en colaboración con un a institución húngara que era el equivalente de l ’Ecole N órm ale superior en H ungría, Eótvós C ollegium . Escribí entonces un pequ eñ o ensayo sobre la im agen - de la revolución húngara en la prensa francesa. Pasé sem anas agradables en la Biblioteca nacional leyendo las gacetas de 1848, y viendo cóm o los diarios de derecha o de izquierda infor­ m aban de diferente m odo sobre los m ism os sucesos.

Así pues, llegu é un día de verano a una H ungría ocupada por el ejército soviético, pero liberada, estado en que siguió durante casi un año m ás. Viví prim ero en Debrecen, después en B u dapest, donde m e establecí durante dos o tres m eses en el Eotvós. Y o quería ir a Grecia, donde M arcos luchaba todavía contra los com unis­ tas del interior. H e gu ardado un recuerdo deslum brante de la H ungría de 1947. País conm ocionado por la libera­ ción, del que los gran des propietarios y los grandes bur­ gueses, se habían m arch ado en trenes alem anes, donde se había hecho un a reform a agraria a la vez espontánea y organizada, en d o n d e experim entaba por todas partes u n a renovación social vigorosa, y donde reinaba la más am plia libertad. Vivía yo en el lado del B u d a, en el m onte Gellert, pero iba a pasear por el otro lado, por Pest, cruzando los grandes puentes del D an u b io. Me interesaba por la reforma agraria. Me dirigía todas las sem anas al cam po con perfecta libertad, habiendo elegido yo m ism o a mis intérpretes. Me deten ía en las granjas, al azar, y p lan ­ teaba mis pregu n tas. Este prim er trabajo sociológico casi no tuvo difusión , pero fue útil para alguna gente. Los viajes por provincias m e dieron tam bién la ocasión de des­ cubrir y degustar los vinos húngaros y el aguardiente de dam asco, el baracz, que consum ía en cantidades conside­ rables. Lo que b ien p u ed e explicar el excelente recuerdo que guardo de ese país. D e H ungría pasé a Y ugoslavia, no sin dificultades, p o rq u e el telón de acero de esa época separaba H ungría de Y ugoslavia. H ungría estaba en el oeste y Y ugoslavia en el este. Llegué pues a un Belgrado absolutam ente soviético. N o tenía posibilidades de salir a m ás de quince kilóm etros de la ciu dad, salvo para dirigir­ m e hasta el m on um en to a los m uertos de la guerra de 1914, que para m í sólo suponía una atracción lim itada. G rupos de activistas recorrían la ciudad cantando: «¡V iva Stalin! ¡Viva T ito !» Advertí rápidam ente qu e estab a com pletam ente b loq u ead o y que no p odría ir hacia el sur. Por otra parte, a decir verdad, m e faltab a dinéro. Feliz­

m ente, encontré en la em bajada de Francia a Jean-M arie Soutou, joven consejero m uy destacado, qu e luego habría de hacer u n a carrera brillante. Su m u jer y él m e ofrecieron las únicas com idas norm ales que tom é durante este tiem po. C u an d o ya no tuve realm ente ningún m ed io de subsistencia, el em bajador, m uy gentilm ente, p a g ó m i billete de vuelta. G uardo un gran recuerdo de este viaje, interrum pido por paradas im previstas ya que las vías habían sido destruidas. El tren tardó m ás de veinticuatro horas en ir d e Zagreb a Trieste. Una noche, hacia las once, llegué a V enecia. Era a fines de noviem bre; salí de la es­ tación; el aire era dulce, unas m ujeres paseaban , con un niño dorm ido en sus brazos; gente en grupos h ab lab a en los bares y los restaurantes a orillas del canal. Respiré pro­ fundam ente esa dulzura, la de O ccidente e Italia, que había com enzado a descubrir. Volví a Francia, no sin difi­ cultades, ya que el país estaba paralizado por la h uelga general. H ab ía m ucha nieve en M odane, donde el tren se detuvo. Tuve problem as para encontrar algún cam ión que quisiese llevarm e a París. E l carbón N o tenía intención de reanudar m is estudios. H abía inform ado de manera un tanto caballeresca a l’Ecole N ór­ m ale sobre m i deseo de no volver a ella, y bastante pronto partí hacia el norte donde alguien m e h abía hecho posible entrar en contacto con C harbonnages de France. A sí, m e encontré instalado al lado de V alenciennes, en Raism es, ciudad a la vez minera y de m etalurgia pesada. A llí se fabricaban vagones de ferrocarril. Pasé el invierno en las m inas. Prim ero m e alojé en un caserío de m ineros, en casa de uno de ellos, cuya m ujer m e preparab a el café. Eran personas bastante mayores, m uy agotadas por el trabajo, m ás que ahorradoras. N o había bom billa eléctrica d e m ás de veinte vatios en esa casa, en la que se vivía en la penum bra. A este m inero le gu stab a fu m ar puros, pero consideraba im posible mostrarse en p úblico en esta activi­ dad típicam ente capitalista. Entonces, los dom ingos por la

m añana se perdía p o r las arboledas para fu m ar a ocultas un puro belga, qu e por otra parte no tenía nada de espec­ tacular. Com o yo n o era m uy fuerte y absolutam ente nada cualificado, efectu ab a un trabajo de m aniobras, conocido en la term inología d el N orte com o chercheur a terre. Mi salario era bajo. La pen sión que debía pagar, y que prob a­ blem ente no era excesiva, lo cubría por entero. A l término de algunas sem anas tuve q u e buscar un tipo de vida m enos costosa. Viví entonces en las barracas de «los m arginados», las de los trabajadores extranjeros. La m in a, en aquella época, era una superposición de grupos étnicos. Los franceses constituían la aristocracia; no trabajaban en el derribo durante la noche. T odo el personal de m andos interm edios, todos los capataces, eran franceses, salvo cuando eran polacos, pues éstos form aban el segundo estrato. H abían venido después de la prim era guerra m undial, y su com u n id ad m ostraba m ucha cohesión. D e ella salió el actual prim er m inistro de Polonia, Gierek, que trabajó en las m in as del N orte y de Bélgica. Por debajo se hallaban los m arginados, sobre todo alem anes llegados a Francia en busca d e trabajo. Eran éstos trabajadores libres, pero que vivían en barracas, en pésim as condiciones. La últim a categoría e ra la de los prisioneros de guerra. Com o sobre todo yo trab ajab a por la noche, veía por la m añana cóm o partían los prisioneros en sus vagonetas. H abían «hecho su carbón» durante la noche, sin refrigerio, sin ducha, y regresaban com pletam ente negros, mientras que nosotros nos du ch ábam os. La ducha abrasante en aquellas inm ensas salas llenas de vapor era un m om ento de gran alivio. El trabajo en la m in a, tal com o lo conocí, se hacía de un m o d o obsoleto. N o h abía grandes cortes m ecanizados, sino cortes pequeños. La única m odernización introducida por entonces era lo que los mineros denom inaban con un térm ino encantador bois de fe r, los puntales. El techo de los cortes era sostenido tradicionalm ente m ediante pun ta­ les de m adera, provenientes con frecuencia de los abetos de las Landas. Pero se com enzaba a introducir puntales de hierro regulables y m ás cóm odos. Sin em bargo, los m ineros pensaban que los puntales de m adera ofrecían

mayores ventajas, ya q u e, cuando la tierra se h u n de, la m adera cruje, y en consecuencia previene de posibles acci­ dentes. Los m ineros tenían el casco chato de cuero que todavía puede verse en los dibujos de otras épocas y b ajo el cual colocaban un pañuelo. Llevaban la lám para en el cuello colgada de otro pañuelo. D espués habría de llegar la lám para en el casco, m ás ligera y m ás cóm oda. La lám para del m inero era blanca y la del capataz, q u e le servía para detectar los gases, tenía un a llam a am arilla. C uando se advierte la presencia de un resplandor am arillo, se sabe q u e hay que trabajar más activamente, p u es el m ism o anuncia al capataz de recorrida. Nosotros trabajá­ bam os entonces en cortes bajos, probablem ente de un metro y veinte. Creo incluso haberm e hallado a veces en cortes netam ente más b ajo s, de ochenta centímetros. Pero tam bién — y ésta era un a de las tareas del equipo noctur­ no— había qu e evacuar el carbón que se am on tonaba en los corredores en chapas al conducirlo del corte a la ram pa. En los sectores m odernizados se em pleaba ya transportado­ res oscilantes qu e facilitaban la caída del carbón. Por otra parte, a m en udo había q u e subir los transportadores fijos para desbloquearlos, lo que puede ser peligroso. Pero el trabajo nocturno es m enos cansado cuando no se está en el derribo. A d em ás, nunca m anejé el m artillo neum ático; es un trabajo cualificado y qu e exige una fuerza física consi­ derable. Trabajábam os en un pequeño equipo, alrededor del llam ado «m inero», o «el obrero», que es el obrero cualificado, jefe de equipo. Expresión que tam bién puede ser hallada en las vidrierías. N o todo el m undo tiene derecho a ser llam ado «obrero». Con él trabajaba un ayu­ dante, polaco, de fam ilia que vivía en Francia, pero que había partido después de la guerra a Polonia, donde ya no se había encontrado a gu sto. H ab ía vuelto a p ie, a Francia, cruzando todas las zonas ocupadas de Silesia. Le encantaba robar, ropas o dinero, a no im portaba quién. Com o buen polaco, sobre to do procuraba robar a los alem anes. L a vida de la m ina estaba dom inada por el odio entre alem anes y polacos. Si yo hubiese perdido m i portafolios con m i paga de la quincena, este am igo polaco, evidentem ente, m e lo habría devuelto. Era un hom bre de una gran generosidad

y muy buen h ab lad o r. T rabajam os tam bién , algún tiem po, con un m uchacho m uy joven qu e acababa de casarse. N e ­ cesitaba dinero p ara com prar su com edor y, en consecuen­ cia, cum plía jo rn ad a doble, u n a bajo tierra, otra en las oficinas. T rab ajab a de este m odo dieciséis horas diarias. Por la noche estaba m uy cansado y dorm ía en un rincón; nosotros vigilábam os la llegada de la lám para am arilla del capataz para despertarle. En las barracas, sobre todo, traté a los polacos. H a b ía bares polacos y bares alem anes, y, a final de la sem ana, se bebía m ucho y así estar preparado para la gresca. Trifulcas serias qu e producían m uertos. La frontera belga no qu ed aba lejos; la gente tom aba el tranvía de. Saint-A m and, q u e tam bién servía para pasar tabaco y chocolate de contrabando, y desaparecía por Bélgica. Me parecía herm osa esta región de Valenciennes, sobre todo cuando trab ajaba por la noche. La explotación se hallaba en los lím ites del bosque de Saint-A m and, y por las m añanas, cuando m e recogía, acortaba para volver a mi casa por los m ontes todavía cubiertos de nieve, atravesados por grandes alam edas, coronados por un cielo cargado pero muy inestable y q u e d ifu n d ía una luz vibrante, incluso en invierno. Así com o la siderúrgica Lorraine es triste, puede afirmarse que el paisaje del N orte es anim ado, sobre todo a causa de su hielo, y porqu e es portador de una civiliza­ ción particular. Ese m un do de la m ina era el de la vieja clase obrera, defin id a por u n tipo de vida y un tipo de hom bres m ás qu e sim plem ente por unas condiciones de trabajo. M undo de hom bres. N o hay prácticam ente em pleos fem eninos en esa región. M ás hacia el oeste, las m ujeres y las hijas de m ineros iban a trabajar a A rm entiéres, en la industria textil, y llevaban un a vida m uy dura, pues se las recogía — quizá se las recoja todavía— hacia las cinco de la m añana en un autocar para hacer largos trayectos. Por la noche volvían tarde, y al día siguiente por la m añana los autocares que iban a las fábricas textiles llevaban a m ujeres dorm idas. En la región de Raism es, éste es el m undo en el que la vida privada y la vida de la com unidad estaban to­ talm ente dom inadas por las m ujeres encerradas en la casa,

que p asab an su tiem po lim pian do sus cocinas, calentando café o preparan do reban ad as de pan con m antequilla. Com o los hom bres cam bian de equipo constantem ente, es necesario qu e puedan encontrar casi de m odo perm anente rebanadas de pan con m an teq u illa y café. Era un m un do ya en vías de destrucción, destruido por el desarrollo de la producción y por la llegada m asiva de personas m arginadas y prisioneros de guerra, que convertía a aquel sitio en una especie de gran caravana. M undo destruido asim ism o porque el invierno de 1947-1948 se sitúa entre las dos grandes huelgas que m arcaron para siem pre esta región. C uando yo llegué, los C R S de Ju le s Moch hacía p o co que habían evacuado esta zona ocupada com o un territorio conquistado, provocando u n a violenta hostilidad de la población. Los mineros estaban sindical y políticam ente organizados por la C G T y p o r el PC, que, tanto u n a como otro, habían form ado desde hacía decenas de años a m ili­ tantes totalm ente identificados con la población y con la región. En las huelgas, las m ujeres eran tan activas como los hom bres. Si afirmo que se trataba de una vieja clase obrera, no quiero dar un a im agen de E p in al*, la de un m undo organizado alrededor de sus propios valores (otros hablarían así del m undo cam pesino),’ tam poco quisiera dar la im presión de que era ése un lugar de m iseria. A llí se vivía con estrechez, p u e s, pese a la prioridad otorgada al carbón, casi todos los obreros estaban m al pagad o s y tra­ bajaban en condiciones evidentem ente penosas. Era sobre todo un grupo social m ás volcado sobre sí que hacia su papel en la sociedad. Los m ineros — casi en to do el m undo— tienen una coincidencia de clase, de sí m ism os, m ás fuerte qu e su conciencia de las relaciones de clases, y, sobre todo, qu e su conciencia política de clase. Incluso puede decirse que, en m uchos países, el radicalism o social de los mineros ha sido con frecuencia asociado a u n reform ism o político. Esto afirm a su aislam iento. Más tarde, cuando hice encuestas sobre el m undo obrero, m e sorpren­ * Epinal. C iu d ad francesa, capital del departam ento de los V osgos. E l autor se refiere en esta expresión francesa a una im agen m an oseada, caduca, ya que esta ciudad es fam osa p o r sus grib ad o s antiguos. (N . del E .)

dió advertir que cuanto m ás se va hacia categorías aisladas, m ás positiva es la im agen de la sociedad y de las oportu­ nidades que ella ofrece. Si pregun to a un obrero m etalúr­ gico cualificado, parisino, encuentro un vivo sentim iento por las barreras sociales con las qu e chocan sus hijos. Y m e dice: «Las grandes escuelas, la m edicina están reservadas para los hijos de ricos.» U n m in ero, por el contrario, afir­ m a: «Mi hijo no es m ás bruto qu e cualquier otro; n atu ­ ralm ente, puede llegar a don de sea.» Las barreras sociales son poco apreciadas porqu e están lejos, y porque el am biente es sólido y está aislado del resto de la sociedad. Para los m ineros, la escuela es la escuela prim aria, que es gratuita, donde concurren todos los n iñ o s... Está abierta a todos, ¡pero a ella sólo van hijos de m ineros! El m aestro es alguien qu e vive con ellos; se acepta qu e se preocupe por los niños, que intente enviarlos al colegio superior, y en consecuencia los m ineros tienen u n a im agen de la sociedad extrañam ente abierta, ya qu e en realidad se hallan tan en­ cerrados en su condición que ven el ascenso social com o una especie de ilusión. A l m ism o tiem po, quieren partir. Pues todos los m ineros — y sobre todo las m ujeres— dicen: «Mi hijo no será com o su p ad re .» Los hom bres que conocí, y que tenían cuarenta años, habían bajado a la m in a con sus padres cuando eran m uy jóvenes; nunca tuvieron otra p o si­ bilidad. A partir d e la finalización de la guerra se extendió la inform ación, la industria se desarrolló y la cam paña efectuada a favor de los m ineros les hizo descubrir que eran ellos quienes soportaban lo esencial del esfuerzo de la reconstrucción nacional, m ientras que no eran, segura­ m ente, los m ejor pagad os. Así pues, las m ujeres querían que sus hijos se fuesen. N o sólo para ascender, sino tam bién para evitar los sinsabores de que todo el m undo hablaba constantem ente. ¡Un m inero de cincuenta años no es un funcionario o u n em pleado de cincuenta años! Y a ha tragado m ucho polvo y sus pulm ones están estropeados. Y sin em bargo, la m in a es un m undo bastante tranqui­ lizador, pese al peligro. Es casi acogedora, sobre todo en invierno: en ella, la tem peratura es buena. Por otra parte, había por aquella época m uchas posibilidades de com uni­ cación, que desaparecieron con la creación de grandes

tajos. Se h a b la b a al andar, durante las pausas o el alm uerzo. El trabajo no era m onótono, las tareas a cum plir muy distin tas. M undo m uy artesanal en el qu e el obrero tenía q u e ser capaz de extraer el carbón, reparar las tu b e ­ rías, ap u n talar, conocer el terreno y sus reacciones. M undo verdaderam ente obrero. La relación entre el obrero y la em presa era directa. La em presa, para el m inero, era el ca­ pataz. La relación con él era una relación de m ercado, ya que todo el problem a consistía en cargar vagonetas y evaluar su carga. El capataz le dice al m inero: «Tus vago­ netas no están com pletas, faltan cincuenta k ilo s...» O bien, acusación m ás frecuente y grave: «N o hay m ás que carbón; y tienes que cargarlo con roca.» Y el m inero con­ testa: «N o p u e d o conseguir un rendim iento alto, es un terreno p eligroso; tuve qu e apuntalar varias veces; d e b í ir con cuidado porqu e la arena se desprendía del te c h o ...» O bien: «El aire no llegaba hasta el m artillo n eum ático.» La com praventa de la fuerza de trabajo es visible directam en­ te. La condición obrera, en la m ina o en las industrias de base, se vive al m ism o nivel del trabajo. En la industria autom ovilística, por el contrario, el puesto de trabajo no es la un id ad significativa; lo es el taller o la cadena. É n las m inas an tiguas la u n id ad es el pequeño equ ipo de tres, cuatro o cinco, en conflicto directo con el capataz que evalúa un trabajo del q u e nadie puede prever exactam ente todas las condiciones. El capataz es un obrero an tigu o , así que conoce el asunto, pero desem peña el papel del patrón. H acia la socio lo gía N o fu i, por supuesto, un verdadero m inero, p o rq u e no estaba o b ligad o a serlo. Y o sabía que un día cercano vol­ vería a u n a actividad intelectual, incluso en el caso d e no desear reanudar los estudios. Pero este paso por la m ina im pulsó m ás directam ente m i orientación profesional que los cursos a qu e había asistido. D urante esta tem porada cayó en m is m anos el libro de G eorges Friedm ann: L es p ro b lem es hum ains du m achinism e in du stñ el. Por cierto, me concernía. Publicado en

1946, era u n a o b ra m uy nueva en Francia, ya que la u n i­ versidad francesa casi ni se dign aba ocuparse de los p ro b le­ mas contem poráneos del trabajo, y m enos aún del trabajo obrero, tem a probablem en te dem asiado vulgar para nu es­ tros grandes conocim ientos. Friedm ann fu e el prim ero en estudiar seriam ente los talleres y fábricas, en encabezar la crítica contra el taylorism o y sus pretensiones científicas. Recordó las objeciones de los fisiologistas, los psicólogos y los sociólogos; intentó dar una prim era im agen de la o rga­ nización del trab ajo , a través de las prim eras grandes en­ cuestas am ericanas, de las conductas colectivas del trabajo. Leí ese libro con entusiasm o. H ab laba de lo que m e inte­ resaba. Se aventuraba lejos del m un do escolar, hablando de eso que in gen uam ente yo habría llam ado «la vida». El m undo obrero, es decir a la vez el trabajo m aterial de pro­ ducción, una clase social y el m ovim iento obrero habían irrum pido en m i existencia. Para m í, joven burgués hiperescolarizado, la liberación y la época 1945-1947 (con los com unistas en el gobierno) lo habían trastocado todo. Pero la irrupción en m i experiencia vivida de la clase obrera como realidad y com o fuerza fue m ás en concreto im por­ tante. Si se m e h ubiese pedido dibujar la sociedad, yo habría puesto en su centro un a fábrica o una m ina. Para m í, el m undo obrero (y nunca perdí esta im agen, hoy ca­ ducada) era el fu eg o . Si elegí la m ina, ello se debe a qu e el carbón supone el fu ego. Después habría de gustarm e, m ucho, la siderurgia. Entre los m ás herm osos recuerdos de m i vida, considero las noches pasadas en Francia o en Chile, al lado de los altos hornos, los transform adores Bessemer, las acerías M artin, las gruesas lam inadoras. Qué grandeza y b elleza las de una batería de hornos M artin durante la noche, o u n abanico de llam as Bessemer q u e se deshace, o la colada de un alto horno. Ese fuego hacía es­ tallar la b urb uja d e aire o de papel en la que yo estaba en­ cerrado, y sim bolizaba la «reconstrucción», la del p aís y la m ía. Experim enté un entusiasm o industrial. H e visto varias veces L a lín e a general, de Eisenstein, y cada vez con mayor em oción. Pensaba, com o m uchos, que la m áquina, el trabajo obrero y la acción colectiva obrera iban a construir u n a nueva sociedad. H e sido de los que hablaron

y hablaban de un a sociedad posindustrial; creo qu e no lo habría hecho si no me hubiese gustado tanto la industriali­ zación. Se habla hoy del m ito de la industrialización; no fue un m ito, sino una gran realidad. Sé lo que hay d e pe­ ligroso en estos sentim ientos. Lejos de m í la id e a de afirm ar que el m undo obrero o el trabajo en las fábricas es siem pre entusiasm ante, pero no exagerem os; puede serlo. Evidentem ente, si las circunstancias m e hubiesen arrojado al ám bito textil, otras habrían sido m is reacciones. Sin em bargo, no es la casualidad la que m e im pidió estar en la industria textil. Me atraían las industrias de base, el carbón y el acero, que tenían un valor estratégico y sim bólico m ucho m ás fuerte. Para una gran parte de m i generación, este nuevo relanzam iento de la econom ía francesa consti­ tuyó una gran alegría. Los sindicalistas, en todo caso, la experim entaban fuertem ente. A ctualm ente salim os de la sociedad industrial. C ondenam os la polución y sabem os que el progreso económico ya no depende, prim ordial­ m ente, de la industria propiam ente dicha. N o fui de los últim os en señalar el fin de la era industrial, pero m an ten ­ go de ella, así com o de m i educación, el culto por la trans­ formación del m undo a través del trabajo y la voluntad. Tanto peor si desde hace cierto tiem po, y por algunos años todavía, este sentim iento parece anacrónico. G uiado por la esperanza de cubrir poco a poco la dis­ tancia entre m i form ación intelectual y el m u n d o del trabajo, entre el Barrio Latino y Billancourt, no m e dejé llevar por un a teoría o por hipótesis, sim plem ente quería reflexionar sobre el trabajo y no solam ente sobre los textos. Preocupaciones y sentim ientos com o los m íos pudieron llevar algunos a convertirse en intelectuales del partido com unista. Esa gente, que se pregu n ta desde hace unos años sobre su aventura personal, fue durante m uchos años colm ada de bienes. El aparato del partido en Francia y en el extranjero les prodigó con qué halagar su am or propio, y ellos siguen m anteniendo m ás o m enos la posib ilid ad de cultivar su jardín intelectual y com unicarse con quienes no estaban com prom etidos con su partido. Por el contrario, yo viví la doble soledad de quien es considerado com o per­ dido por la universidad y que no se siente anim ado p o r las

fiestas partidarias. D e ahí m i ap ego al «m icroclim a» inte­ lectual en el qu e he vivido, lleno d e sinsabores, pero burbuja de oxígeno en un universo contam inado por el sectarismo y el conservadurism o m ás estúpido. In m ediatam en te, h ab ía que vivir. D espués de haber leído el libro de Friedm ann , le escribí. Probablem ente se asom bró al recibir u n a carta de un m uchacho «norm alista» con el sello de la región de las m inas. M e respondió calu­ rosam ente, com prom etiéndom e a reiniciar m is estudios y a aprobar m i licenciatura. Volví pues a París. Hice un pequeño estudio sobre un a cooperativa obrera de produc­ ción, lo qu e m e perm itió pasar el verano. Friedm ann orga­ nizaba p o r entonces un a serie de estudios sobre las trans­ form aciones profesionales en distintas industrias. Maurice Verry observaba las lam inadoras de las A rdennes, y Viviane Ja m a ti la industria relojera en D o u b s; Friedm ann m e envió a R en ault, donde por lo dem ás fu i recibido fría­ m ente, pero d o n d e m e establecí gracias, sobre todo, a je a n Myron y a Raym ond Vatier. Al m ism o tiem po volvía a l ’Ecole N órm ale q u e m e aseguraba el albergue y la comida. Sus responsables se mostraron com prensivos y no m e pidie­ ron explicaciones por ese año de ruptura. En realidad, yo seguía estando ausen te, porque deseaba dedicarm e a aquella tarea en la casa Renault. Pasé allí prácticamente todo el año, estudian do los talleres uno tras otro para conocer las transform aciones introducidas en el trabajo obrero. Esta fábrica era una especie de m useo en el que cohabitaban form as antiguas y nuevas de producción. Incluso se acababan de introducir m étodos de fabricación muy m odernos: las m áquinas de trasm isión. Conocí algo las otras fábricas, sobre todo la de Le M ans, pero trabajé esencialmente en Billancourt, adquiriendo un conocim ien­ to bastante detallado de la fábrica, buscando asim ism o algunos docum entos históricos o estadísticos, difíciles de hallar en otra parte. Q uería intentar reconstruir la historia profesional de la industria autom ovilística. Esto ocupó lo esencial de m i año de preparación del diplom a de estudios superiores (equivalente de la actual li­ cenciatura). Pero tam bién tenía qu e escribir un trabajo com plem entario. U n profesor de historia rom ana m e pidió

una m em oria sobre las técnicas bancarias en la R om a del siglo IV d e nuestra era. Me dediqué a u n a com pilación superficial de trabajos alem anes, pero este buen profesor, al ver el trabajo m e dijo: «¡V eo, señor, que tam bién es V d. capaz de hacer u n trabajo serio, y no solam ente periodis­ m o!» En esto q u e , aunque yo no tenía ningún deseo de volver a la vida escolar, Friedm ann insistió nuevam ente para que aprobase m i licenciatura, agregando con elegan ­ cia: «T anto si es V d., adm itido com o no, haré que ingrese en el C N R S .» A sí, durante aquel año casi abandoné la sociología por la que h ab ía com enzado a interesarme y m e reintegré a los edificios de l ’ Ecole N órm ale. C om partía m i cuarto de estudio con Ja c q u e s Le G o ff, qu e acabó siendo uno d e los historiadores m ás originales de su generación. Preparam os nuestra licenciatura sin extrem ada pasión. Mi m ejor re­ cuerdo es el haber dedicado un tiem po totalm ente d esm e­ surado — dos meses del año— a una ponencia sobre los seléucidas, uno de los reinos helenos, es decir sobre A sia occidental y central posalejandrina. Mis conocim ientos de historia eran de los más flojos, pero aprobé m i licenciatu­ ra. El presidente de m esa, Fernand Braudel, tuvo la deli­ cadeza de colocarnos ex aequo a Jacq u es Le G o ff y a m í. Es un hom bre respecto de quien tuve luego otras razones para estar reconocido. Le agradaba darse la im agen de u n con­ quistador, lleno de desprecio por el viejo m undo univer­ sitario, ávido de cabalgatas por las desconocidas tierras de las ciencias sociales. Seguro de sí, gran señor, brutal y afec­ tuoso, fu e tan detestado com o adm irado. N unca olvidaré que perm itió q u e m uchos, entre los que m e cuento, traba­ jasen en condiciones favorables. E l oficio T al com o Friedm ann m e lo había prom etido, ingresé en el C N R S. Era en 1950. Sólo éramos algunos en la sección de sociología. Casi todos pertenecían al Centro de estudios sociológicos, prim era pequ eñ a célula creada p o r la dirección del CN RS y qu e primero fu e dirigida por

G eorges Friedm ann y p o r G eorges Gurvitch. Este Centro de estudios sociológicos constaba de u n a gran habitación, separada en dos p o r u n a cortina y dos escalones, en una casa del bulevar A rag o , casi frente a la prisión de la San té. La señora H albw achs, cuyo m arido, gran sociólogo, había m uerto deportado, y que era h ija de Víctor Basch, tam bién asesinado durante la guerra, presidía m uy m ater­ nalm ente nuestras actividades. Este pequeño centro, a cargo de G eorges Friedm ann, era dirigido por un grupo de cuatro personas: E d gar Morin, Paul-Henri C hom bart de Lauwe, Paul M aucorps y yo. N o teníam os ninguna referen­ cia teórica o em pírica particular. M aucorps y C hom bart eran los prim eros en haber constituido equipos de trabajo: Morin escribía ya sobre distintos tem as con su siem pre gran talento. Por ser m ás joven y m ás torpe, yo m e esforzaba a la vez en continuar las investigaciones sobre los problem as del trabajo y orientarm e teóricam ente. M aterialm ente, la vida de los jóvenes investigadores no era fácil. Las carreras eran lentas y los salarios bajos. Sólo poco a poco los sindi­ catos lograron obtener m ejoras. Viví durante este período cerca del puente de Billancourt, en un barrio obrero, al lado de la casa R enault, lo qu e no era precisam ente una casualidad. D ejé el lugar unos años después para pasar a Chátenay-M alabry, en m edio de los árboles, no lejos del parque de Sceaux. Permanecí largo tiem po en Chátenay, que tanto m e gu stab a, porque era un poblado en el que podía efectuar cam inatas qu e m e llevaban hasta Vallée-aux-Loups, la propiedad de C hateaubriand, cuidada por la viuda de un m édico y qu e tam bién es hija de Pléjanov. Al lado de Vallée-aux-Loups se encuentra la calle Eugéne-Sinet; situad a a lo largo de los viveros Croux por un lado, e inm ensos jardines y algunas casas, de las que una perteneció a Fautrier, por el otro. El pintó cuadros para los fusilados, que eran ejecutados muy cerca, al borde del cam ino de l ’Orme-M ort. A llí transcurrió m i vida fam iliar interrum pida por viajes y conferencias en el ex­ tranjero. N o referiré aquí recuerdos muy personales. N o quiero aislar a m i m ujer de A m érica latina, su lugar de origen y de la q u e diré m ás adelan te el lugar que ocupó en m i vida. Y con todo, ded iqu é uno de m is libros al cedro

situado ante nuestras ventanas de Chátenay, para afirm ar que sin él, o sea sin el pequ eñ o grupo fam iliar, sin m i m ujer y m is dos hijos, yo no habría pod id o trabajar tanto en unas condiciones a veces desalentadoras. Pero eso es afirm ar m uy poco. En realidad, m i vida sin ellos h abría sido tan diferente que incluso no p u ed o im aginarla y a d i­ vinar las direcciones qu e m i trabajo habría tom ado. Creo que los hom bres de m i generación han sido los prim eros en otorgar u n a im portancia tan grande, tan central a sus relaciones con sus hijos. La seriedad y la inteligencia de Marisol, así com o el encanto y la im aginación de P hilippe form an parte de m í tanto com o m i trabajo o m i interés por la política. El pequ eñ o m undo de los sociólogos estaba al m argen de la universidad. Ser sociólogo era — y lo es aún— m enos decente q u e ser historiador, filósofo o latinista. N osotros eramos m arginales o atípicos. M aucorps, que m urió d e m a­ siado pronto, era un oficial de m arina, an tiguo alum no de la Escuela naval y, probablem ente, uno de los pocos en haber pasado a la Francia libre. C hom bart de Lauwe pro­ venía de la etnología, pero tam bién de la RAF. Morin había corrido muchos y graves peligros y había tenido una vida errante durante la guerra. N o éram os solam ente m ar­ ginales en relación con la vida universitaria, sino tam bién respecto del aparato com unista que nos rodeaba. N o parti­ cipábam os en polémicas con los intelectuales com unistas de aquella época; yo, personalm ente, nunca lo hice. Pero los sociólogos eran acusados de ser agentes de la burguesía, ya que su pensam iento libre am enazaba el predom inio autoritario del PC. D urante diez años dediqué lo esencial de m i trabajo a lo que se llam aba la sociología industrial. Ante todo, retomé m i estudio sobre Renault, para com pletarlo. Ese fue m i prim er libro. Participé en investigaciones sobre la siderurgia lorenesa e hice un pequeño estudio sobre los obreros de origen agrícola. Sobre todo, preparé largam ente un am plio estudio, que term inó siendo un grueso tom o: L a conscience ouvriere. En 1959, el trabajo efectuado p o r algunos de nosotros nos perm itió crear la revista Sociologie du travail. La fundé con Michel Crozier, Jean -D an iel

Reynaud y Jean -R en é Tréanton. Q ueríam os publicar trab a­ jos de investigación, y naturalm ente los buscábam os en los problem as del trab ajo qu e todavía gozaban del privilegio de parecer los m ás im portan tes y, sobre todo, los más ale­ jados de la retórica académ ica. Y o había com enzado a organizar, en el m arco del C N R S, un grupo de trabajo. En 1958 pasé a H autes E tu des, donde m e convertí en director de estudios en 1960. D esde m i llegada creé allí un a unidad de trabajo q u e duran te doce años se llam ó «Labo­ ratorio de sociología industrial» y que actualm ente se de­ nom ina «Centro d e estudio de los m ovim ientos sociales». Continúo o cu p án d o m e de él. Pues bien, durante todo este período m is principales preocupaciones estuvieron centra­ das en los problem as del trabajo obrero y de la empresa industrial. Mi prim er tem a fu e la evolución profesional, es decir las relaciones entre la evolución técnica y la evolución profesional. ¿C óm o transform an los oficios la evolución de las m áquinas? P u n to de p artid a aparentem ente alejado de los cam pos en q u e trab ajé a continuación: los m ovim ientos sociales, la sociología política. Me interesaba el trabajo en su aspecto más in m ed iato , el del puesto, el del taller. Esta elección tuvo m u ch a im portancia para m í, ante todo porque respondía a m i deseo de captar realidades concre­ tas, y por otra p arte porqu e m e aportaba un sistem a de re­ ferencia. D urante esos años desarrollé un pensam iento sobre las transform aciones del trabajo, de la situación y la conciencia de los obreros. La idea m uy sim ple de la que partí consistía en la sucesión de diferentes sistem as de trabajo.'L o que observaba era el paso de lo que llamé un sistem a profesional a un sistem a técnico. El prim ero está dom inado por la au ton om ía profesional de los obreros, al m ism o tiem po q u e por su relación directam ente antagóni­ ca con el capital. D e donde surge u n a du alidad fu n d a­ m ental: los obreros son, a la vez, asalariados y trabajado­ res. D e ahí se p asó al m un do de la organización, es decir a un dom inio más directo y más com pleto del capital sobre el trabajo. E stu d ié, en particular, la categoría de los O S, de los obreros no cualificados, y los m ecanism os m ediante los cuales se destruyó la autonom ía profesional.

L a conciencia obrera Ese trabajo m e llevó rápidam ente a estudios sobre la conciencia de clase, sobre la conciencia obrera. M ás qu e hablar de ella en general, m e interesé en su «historia n a­ tural». ¿C óm o, y cuán do, ella es fuerte o débil? D escubrí que alcanza su apogeo en un lugar preciso: el del encuentro conflictivo entre el m undo del trab ajo y el m undo de la organización y, yendo m ás lejos, el del capital. A esto se debe que en las actividades con fuerte autonom ía profesional — como la construcción o las m inas— esta conciencia de clase, es decir esta conciencia de una sociedad dirigida por el dom inio del capital sobre el trabajo, sea m ás bien d éb il, m ás débil en todo caso que una conciencia del grupo obrero en sí, pues aquí u n a viva conciencia del conflicto entre el trabajo y el capital es más defensiva qu e asociada a la idea m ás general d e un a orientación capitalista o socialista de la industrialización. Los retos generales del conflicto vivido son poco conscien­ tes. Si se pasa a sectores con alto desarrollo tecnológico, como el gas, la electricidad o el petróleo, la conciencia de clase es todavía m ás débil. Y alcanza su m áxim a expresión entre los obreros cualificados, pero en las industrias ya dom inadas por la «racionalización», por ejem plo, en la transformación de los m etales. Por ello el sindicalism o ha sido anim ado por obreros cualificados, en todo caso hasta los años 60, y en particular por los obreros especializados. D aniel M othé, uno de los pocos obreros que ha escrito en términos de sociología sobre la condición obrera, es un caso característico: es u n obrero especializado de la casa Renault. La mayoría de los m ilitantes que han ju g ad o un papel im portante en la C G T y en el PC provienen de esas categorías. Lo m ism o ocurre con los ferroviarios. Este razo­ nam iento d e historiador quiere suponer que es posible situar el nacim iento, la m adurez y la declinación de la conciencia de clase obrera. Un m ovim iento social centrado en la conciencia obrera está ya históricamente situado; adquirió to d a su am plitud a fines del siglo X IX , en un a época sim bolizada por los nom bres de Taylor y Ford.

Esto m e llevó a entender qu e el m undo obrero y la condición obrera no son definibles únicam ente en térm i­ nos de relaciones económ icas de trabajo. O brero no es sólo quien se halla som etid o al dom inio capitalista. Lo es tam bién el productor, aqu él que carga, en nuestra socie­ d ad industrial, ese valor cultural que es el trabajo p ro d u c­ tivo. El es e l trab ajo productivo, él es e l productor, y debido a que es el portador de este valor cultural, choca con quien tam bién es u n a fuerza de producción, pero cuyos intereses sociales se opon en a los suyos: el capitalista. Se trata de un conflicto social, de una lucha p o r e l con trol de la sociedad de producción industrial. Un puro conflicto económico se traduce en el econom ism o, qu e puede en ­ contrarse m asivam ente entre los O S. El O S quiere más dinero, sobre to do cuando trabaja en cadena. Q uiere tener ventajas económ icas q u e com pensen, o al m enos qu e hagan más acep tab le, un trabajo que carga sobre el indivi­ duo tensiones fisiológicas y psicológicas m uy fuertes. Los obreros no cualificados p ueden tam bién tener, m ás allá del econom ism o, eso q u e he denom inado un a conciencia pro­ letaria, o sea la conciencia de ser totalm ente dom inados. Se la encuentra, en particular, entre quienes tienen un trabajo especialm ente duro — como los m ineros— o una extrem ada inseguridad de em pleo. El sindicalism o revolu­ cionario se extendió con frecuencia, entre obreros qu e trabajaban en talleres más qu e en fábricas. La conciencia de clase alcanza su m ayor expresión allí donde se encuen­ tran la afirmación de los derechos del trabajo y la reivindi­ cación proletaria. La segunda otorga a la prim era u n a fuerza de ruptura qu e la protege contra las tentaciones de la aristocracia obrera. La prim era otorga a la segun da la capacidad de superar objetivos económicos o la participa­ ción heterónom a en una acción política y, de hecho, la fuerza disuasoria de un a contestación de clase. Este encuentro se opera precisam ente allí donde se conjugan la autonom ía profesional y la producción de m asa. Situación inestable, puesto qu e con sum a rapidez, en los sectores avanzados, los trabajadores resultan definidos sólo po r un lugar en la organización, en vez de serlo, equipados con su oficio, fren te a ella. En esta nueva situación, num erosas

categorías reivindican m ejores condiciones de trabajo y de paga, pero sin conciencia de clase. Se trata aquí de los tra­ bajadores del sector burocratizado. Se encuentran en una escala y exigen una m ejora del índice. Afirm an: «¿P or qué soy B4 cuando el tipo de al lado es C 5?» Lo que define, desde ya, un a integración conflictiva. A sí pues, el m undo obrero ha pasado sucesivam ente por cuatro grandes tipos de acción sindical: 1. El sindicalism o correspondiente a una sim ple d efen ­ sa económ ica (uno de cuyos prim eros ejem plos históricos se encuentra en el siglo X IX , en la industria del algodón en Inglaterra). 2. U n sindicalism o revolucionario proletario, allí don d e los problem as de em pleo son m ás aprem iantes que las condiciones de trabajo. 3. El qu e habría que denom inar un sindicalism o de clase, cuyo gran período habría que situar, probablem en ­ te, en entreguerras: 1926, la gran huelga inglesa señ ala el fin del antiguo m undo obrero; 1936, en Francia y en los Estados U nidos, ofrece la im agen m ás fuerte del sindica­ lism o de clase. El personaje central es por entonces el m etalúrgico cualificado. 4 . Progresivamente se va hacia situaciones en las que aparece, com o dicen los sociólogos, un a cierta institucionalización de los conflictos. Creo q u e este fenóm eno tiene causas profesionales, adem ás de causas sociales. En el propio nivel de su posición social, el actor, social d e ja de situarse ante la empresa; pierde su autonom ía profesional. Está com pletam ente defin ido por su p ap el, por su lu gar en una red de comunicaciones. En el seno de la organización existen num erosos conflictos, en particular entre categorías profesionales. Por ejem plo, entre m édicos y enferm eras, profesores y adjuntos, servicios com erciales y servicios de fabricación, expertos y cuadros de m an do directo, em p lea­ dos y jefes. Estos conflictos cuestionan el ejercicio de la autoridad, y por tanto la organización del trabajo, pero no la orientación social de la producción. Quienes, en la em presa, proceden a una crítica fundam ental en térm inos de clase, no pueden hacerlo sino h ablan do en nom bre de aquéllos que se encuentran en el exterior de la organ iza­

ción y qu e son, de algu n a m anera, consum idores. Lo qu e podría denom inarse el fin de la condición obrera no supone que ya no haya obreros, sino el fin de esta situa­ ción central, el del obrero apoyado todavía en su auton o­ m ía, su oficio y, tam bién , el de los elem entos de un a cultura, pero atacado ya por los m étodos autoritarios de organización del trabajo. Al llevar a cabo tales estudios tuve tam bién cuidado en luchar contra diferentes form as de ideologías patronales, con frecuencia sostenidas por ideologías parauniversitarias. El desarrollo de la industria, la preocupación por la pro ­ ductividad, la presión sindical habían vuelto insuficientes y hasta insoportables los antiguos m étodos disciplinarios de m ando. He p o d id o apreciar la m ism a evolución, algo después, en la U n ió n Soviética. H u b o preocupación por entonces por eso q u e se llam ó las relaciones hum anas, es decir una cierta integración psicológica de los obreros o de los trabajadores en las em presas. El tem a se presentó bajo la form a de un a idea m uy sim ple: cuando la gente es dichosa, trabaja m ejor. Si se pretende qu e la gente reporte m ás dinero, es preciso qu e sea feliz. Si se m ejoran las con­ diciones de trab ajo , el entorno m aterial, las relaciones de autoridad, la com unicación, etc., p uede obtenerse un m ejor rendim iento. T al era la nueva ideología patronal. La crítica a la m ism a provino sobre todo de los sociólogos am ericanos de com ienzos de los años 50. Los vendedores de «relaciones hum anas» afirm aban: «C u an do la gente es feliz ¡el rendim iento es m ayor!» A hora bien, aquellos investigadores observaron que eso era falso, debido a dos razones. 1. Ser dichoso no significa nada en sí; la satisfacción en el trabajo no es una un id ad ; se divide en al m enos varias dim ensiones independientes: satisfacción del puesto de trabajo, del equ ip o, del em pleo, de la em presa y del salario. 2. C uando se busca la correlación entre el rendim iento y estas dim ensiones de la satisfacción en el trabajo, se des­ cubre que ella, en general, no existe, salvo quizás entre el rendim iento y la naturaleza del equipo. Esta conclusión es de sum a im portancia, pues destruye la ideología consisten­

te en relacionar una conducta en el trabajo con sentim ien­ tos. A firm ar que la satisfacción y el rendim iento están ligados equivale a hacer desaparecer las relaciones colecti­ vas de trab ajo , las situaciones de clase. Esos sociólogos am ericanos fueron m uy conscientes de ello: excelente ejem plo de aportación positiva de una investigación para destruir u n a ideología. Por otra parte, prolongaban la parte m ás adm irable de la gran encuesta de sociología industrial efectuada b ajo la dirección de F. Roethlisberger en la W estern Electric. E sta investigación había aportado observacioners apasionantes sobre el fenóm eno del «fren a­ do». Taylor decía: «O frezco estím ulos financieros, y los obreros seguirán mis m étodos racionales de trabajo que acrecentarán sus ganancias». Ahora bien, esta encuesta dem uestra que los obreros no se com portan así. El propio grupo obrero se fija sus norm as. El que unos trabajadores se entiendan para fijarse cuotas de producción y las respeten, supone la expresión concreta de una conciencia de las relaciones de clase. T am bién en Francia la m ayoría de los sociólogos han hecho lo qu e han podido para criticar las ideologías patronales, y sobre todo lo que se denom inó el m ovim iento de las relaciones hum anas. Es cierto que estas ideologías reaparecen constantem ente, bajo form as siem pre nuevas. A ctualm ente se habla m ás fácilm ente de creatividad que de relaciones hum anas. Sería tan exagera­ do tom ar en serio esas seudociencias hum anas como negarles toda im portancia. Se trata de ideologías, es decir de la interpretación patronal de un a situación nueva, en la que la integración en la em presa desem peña un p ap e l más central qu e la búsqueda del rendim iento. Pero quizás, asim ism o, el peso de las ideologías apartó paulatinam ente a la m ayoría de los sociólogos de los pro ­ blem as del trabajo. Y o m ism o llegué a sentirme agotado de escuchar hablar, por un lado, de pauperización abso­ luta y, p o r otro, de relaciones hum anas. Los años de la liberación se alejaban, y con ellos el im pulso a la vez reconstructor y progresista que m e había arrastrado. N uestro pequeño grupo de sociología industrial se d isper­ só. G eorges Friedm ann, q u e había sido su padre intelec­ tual, com enzó a volcarse m ás hacia los problem as d e los

m edios de com unicación. Michel Crozier em prendió sus estudios sobre las organizaciones que habrían de desem bo­ car en una crítica d e los bloqueos de la sociedad burocrá­ tica. O bra cuya im portancia reconozco, aunque la critique, y que se convirtió en la principal ideología de los tecnócratas que llegaban al p oder con la Q uinta república. Jean -D an iel R aynaud y otros se instalaron en el nivel inter­ m edio de las relaciones profesionales. Y o m e volqué hacia el estudio de los m ovim ientos sociales, m enos para am pliar m i conocim iento d el m ovim iento obrero qu e para recons­ truir un a im agen d e la sociedad en térm inos de proyectos y de conflictos. Me alejaba así, a la vez, de un estudio conservador de los m ecanism os de integración o de ad ap ta­ ción y de u n a denuncia de los «m ecanism os» de dom inio social que m e parecía q u e aplastab a toda posibilidad de acción verdadera y qu e ju stificab a a los dictadores q u e pre­ tenden hablar en nom bre de los trabajadores. Este deseo m e llevó a dar u n rodeo teórico, q u e probablem ente no habría sido tan largo si la situación política e intelectual en la qu e yo trab ajab a no hubiese sido tan desfavorable para el nacim iento de u n a nueva representación de la sociedad.

La división D espués de la liberación y durante un largo período se im puso la idea según la cual nacía y debía nacer u n a nueva sociedad; el crecimiento económ ico tenía que estar asocia­ do a una transform ación política y social. Tanto los com u­ nistas com o el gaullism o, y la m ayoría de las fuerzas polí­ ticas, habían m anifestado su acuerdo al program a del CNR, a la vez m odernizador y socializante. A hora bien, la historia del cuarto de siglo que acabam os de vivir fu e la de la disociación progresiva de esos dos aspectos. H em os lle­ gado ahora a un a extrem a separación de los problem as de la econom ía y de los de la sociedad, a tal pu n to qu e ni siquiera se habla ya de estos últim os. N os encontram os, veinticinco años después de la liberación, acorralados entre quienes nos hablan del sistem a m onetario, de la crisis de la energía o del estancam iento, y las voces de quienes hablan de intim idad o de deseo. ¿Q ué nexo puede establecerse entre la crisis del petróleo y un deseo indeterm inado de liberación? N o lo hay. El cam po de la sociedad ha estallado en pedazos. N o se cuestionó el crecim iento eco­ nómico hasta fines de los años 60. El m ism o com portó transformaciones m ateriales y sociales conm ocionantes. Puede afirmarse que durante este período la vida de nuestro tipo de sociedad fu e dom inada por el m ovim iento

intelectual conocido como el producto nacional bruto, y m ás sim plem ente p o r el gran tem a de la energía. Final­ m ente, acrecentar la cantidad de energía suponía, sin caer en un mal ju ego de palabras, perm itir qu e la sociedad fuese más enérgica y, tam bién en consecuencia, más activa. H e ahí el título de un libro del sociólogo A m itai Etzioni, The A ctive Society. N o es p o r casualidad que yo m ism o, aunque con un ánim o m uy diferente, haya hablado de «producción de la sociedad», lo que pu ede suscitar un contrasentido. Este título de m i principal libro (Production de la société) lleva a creer que hablo de lo que la sociedad produce, cuando de ningún m odo se trata de eso, sino de la producción de la sociedad por sí m ism a, de la invención d e la sociedad por sí m ism a. Con todo, paulatinam ente, lo qu e era esperanza tecnocrática se convirtió en preocupación económica. El crecimiento fu e reem plazado por la crisis. Si considero m i am biente de trabajo durante todo este período, tengo la m ism a im pre­ sión de deterioro, no m aterial, sino cultural. La sociología se desarrolló hasta tal pun to qu e se creyó, a la vez, en el crecimiento y en las necesarias transform aciones sociales. Pero m uy pronto tuve la im presión de que se perdía la propia idea de u n cam bio social y de que, finalm ente, el objeto de la sociología desaparecía con la capacidad y el deseo de nuestra sociedad de actuar sobre sí m ism a. Tengo la sensación de haber vivido estos veinticinco años tranquilam ente, en verdad, en un país no afectado brutalm ente por la guerra, qu e sólo lo fu e en el m om ento de la O A S ... y, sin em bargo, en un clim a de ansiedad, casi de histeria, y com o un sujeto perdido. Acabo de reencon­ trar ese clim a al ver la autobiografía film ada de Sartre. Guerra fría y guerra de Corea, guerra de Indochina y guerra de A rgelia, com plots y persecuciones, crisis m inis­ teriales y divisiones ideológicas; es verdad qu e hem os vivido en una tensión constante, agotadora, irrisoria tal vez. Si esto se olvida, ¿cóm o p u ed e com prenderse lo que fue esta generación tan bien representada, en sus es­ peranzas, sus cóleras y sus contradicciones, por el propio Sartre? A ntes d e la güera, se trataba sim plem ente de la descom posición. D urante la liberación, abortó rápidam en­

te la creación d e una sociedad. Lo que hoy m e asom bra, como hace veinte años, es que este país tan rico, tan privi­ legiado, sea de u n a fragilidad extrem a. T engo siem pre la sensación d e qu e todo se va a desplom ar m añana — y no me he equivocado com pletam ente, ya q u e — después de todo— el p aís oficial se derrum bó en 1940, en 1958 y en 1968. La sociedad francesa no se adapta a sus cam bios. Sigue siendo, com o afirm an algunos am igos latinoam eri­ canos, el m ás rico de los países subdesarrollados. El derrum bam iento de nuestras ilusiones colectivas tras la li­ beración fu e m u y rápido. La ruptura de la sociedad francesa p o r la guerra fría, la quiebra de la izqu ierda a partir de 1947, el bloque ruso contra el bloque am ericano, crearon u n a situación inm ediatam ente intolerable. D e s­ apareció el espacio político e intelectual para u n a transfor­ mación voluntaria de la sociedad. De inm ediato nos en ­ contramos en un clima de guerra fría. Entre las huelgas de 1947 y de 1948 m e volqué hacia la sociología, y a lo largo de los diez años siguientes, o al m enos hasta 1956, quienes querían com prender la sociedad estuvieron cogidos y divi­ didos entre ideologías adversas. T odos nosotros m ostram os todavía las huellas de este período de enfrentam ientos ideológicos absolutam ente destructores. Los E stad o s U nidos En 1952, debid o a que sentía desaparecer la p ro p ia base de m i actividad profesional, ya qu e la sociología era rechazada con igu al fuerza por la universidad tradicional y por el partido com unista que todavía d om in aba la izqu ier­ da, decidí estudiar algo de sociología, lo que nunca había tenido la posibilidad de hacer. O btuve una beca de la Fundación Rockefeller gracias al historiador Frederick Lañe, a quien, sin em bargo, no había ocultado m i an tipatía por la política am ericana. Llegué p u es en otoño de 1952 a Harvard, don de m e alojé en la Eliot H ouse. Los estu d ian ­ tes de Harvard viven en residencias a la inglesa, herm osas y confortables. T en ía yo allí un m uy buen am igo, M artin Malia. La atm ósfera era de estudio; los estudiantes y p ro ­

fesores eran de lo m ás inteligentes. Por la noche, los jóve­ nes asistentes se reunían en un salón forrado en m adera provisto de sillones profun dos, don de bebíam os aguar­ diente de A rm agn ac, francés. T od o aquello m e ponía fuera de m í, p o rq u e , cuando h ab laba del m accartism o, mis preguntas eran cortésm ente evitadas. N o po día sopor­ tar ese aristocratism o falsam ente liberal. Y m enos aún las enseñanzas de T alcott Parsons, figura central de la socio­ logía am ericana cuya orientación no he dejado de com ­ batir. D ejé H arvard con la im presión de haber vivido en una corte dem asiado civilizada, ajena a la agitación de los pueblos. D u ran te m ucho tiem po seguí experim entando la sensación de qu e nosotros, los nuevos investigadores p ro ­ venientes de Francia, de una universidad desorganizada y sin tradición, éram os jóvenes bárbaros todavía poco p u li­ dos, aunque llenos de energías, m ientras que N ueva Inglaterra era el V iejo M undo. Tuve esta sensación hasta el m om ento en q u e tom é contacto, unos años después, con la otra Am érica, o sea California. D e allí pasé a New Y ork, a la C olu m bia University, por entonces la cim a de la socio­ logía, dirigida p o r Lazarsfeld y M erton. Viví en un barrio puertorriqueño, d esp u és de haberm e alojado por unos días en Harlem , lo q u e m e preparó para m i recuerdo más vivo de ese año, la tem p orada que pasé en Chicago. Estuve en esta ciu dad a fines del invierno y toda la p ri­ mavera. Vivía al sur de la universidad, en un barrio célebre en América p o r haber sido descrito en una novela de Farell: S tu d s Lonigan. Barrio de gente h um ilde, agitado por bandas al estilo de W est Sid e Story. C uan d o llegué, el barrio negro o cu p ab a tres bloques. C uando lo dejé, to d a m i calle era negra. Viví el período que podría denom inar el de los últim os blancos. Los notables se habían marchado antes, ya qu e la llegada de los negros significaba el h u n d i­ m iento del valor de la propiedad. A u n q u e qu edaban únicam ente hom bres solos, m arginales, con frecuencia borrachos o drogados. Muchas veces ayudé a volver a tales desechos a sus casas. Y o vivía en casa de u n a vieja señora de origen sueco y m uy racista; su gran sueño consistía en que su hija la invitase a su casa de Texas. Pero ésta escurría

el bulto. Finalm ente, le anunció a su m adre que no p o d ía recibirla. En efecto, esa pobre m u jer se quedó, la ún ica blanca, en aqu ella calle. En m edio de m i estancia, reuniéndom e con am igos de Harvard, Peter M athias, que llegó a ser un excelente h isto­ riador en Inglaterra, y Jim Schlesinger, por entonces joven econom ista y del que no im aginaba qu e habría de conver­ tirse en jefe del Pentágono, efectué un recorrido por Am érica en coche. C uando volví tras haber conocido todo el O este, en los peldaños de la casa algunos jóvenes tocaban la guitarra, y la población se había doblado. C om o a todos los sociólogos, m e gustó m ucho C hicago, ciudad sociológica por excelencia, cuerpo social desollado. Allí, un rico es rico, y un pobre es pobre. N in gu n a capa de m onum entos oculta, com o en París, la violenta realidad. C uando to m ab a el metro aéreo, p asab a a la altura del prim er piso de los más espantoso tugurios. Viví en el barrio negro utilizando como guía Black M etrópolis, d e St. Clair D rake y Clayton. Iba con frecuencia a una de esas iglesias que parecen tiendas y qu e se llam an store-fron t churcbes, donde las ceremonias religiosas eran anim adas por cánticos ritm ados y m ovim ientos de exaltación. E ra el único blanco de la concurrencia. Los fieles se alzaban y danzaban cantando, a veces entraban en trance. Los bautism os eran m agníficos. Eran los últim os años en que un blanco p o día pasearse durante la noche por los barrios negros. Tales fueron m is primeras im presiones de A m éri­ ca: un m undo intelectual muy refinado, pero falto a m i entender de valentía, y que no se atrevía a m irar a la sociedad de frente, conform ándose con recubrirla con falsos esplendores de teorías tranquilizadoras. El triunfo del funcionalism o de esa época no p u ed e entenderse sin esa gran autosatisfacción, esa ausencia de crítica respecto de la sociedad americana que se explicaba de hecho p o r la form idable potencia de ese país y suv p oder de integración y de lucha contra los m arginales en ese período de guerra fría. Am érica tiene otra cara, felizm ente, la que descubrí en Chicago, la de un país convencido de que lo esencial ocurre en la base y dispuesto a acoger a las m inorías. Siempre m e gustó esta Am érica, p u jan te, a m en udo

brutal, pero innovadora, protestona y dem ocrática. Sin em bargo, no la encontré con frecuencia en las grandes universidades, dem asiado preocupadas por form ar una élite social al m ism o tiem po qu e en producir conoci­ m iento. E l p artid o com u n ista Volví a Francia en el m om ento en qu e se ventilaba el affaire Rosenberg, lo que m e dio ocasión para una primera intervención pública. En un gran m itin en el Pabellón de exposiciones, en la Puerta de Versalles, hablé del clim a maccartista para explicar la condena de los Rosenberg. Ese clim a no disp en saba a Francia. H enri Lefebvre, m iem bro del PC, fue expulsado del C N RS por razones políticas y, como por entonces yo m e ocupaba de la sección sindical de los sociólogos, tuve qu e organizar su defensa, lo que resultó difícil p o rqu e el propio PC rechazaba la existencia de la sociología. C u an d o iba a ver a algunos grandes d ign a­ tarios de la universidad o del C N R S, com unistas no me ocultaban su desconfianza respecto de la sociología, ¡cien­ cia b urguesa!... La N ouvelle C ritique nos atacaba violen­ tam ente y d ab a a entender, fácilm ente, que nos h allába­ m os a sueldo del capitalism o internacional. Estábam os ab ru m ad o s entre el pensam iento del PC, que rechazaba to d o estudio de la sociedad, que im ponía dogm as en flagrante contradicción con la realidad — como el de la pauperización absoluta— y una ola atlantista, reaccionaria, qu e sostenía una SFIO en proceso de profun­ da degeneración. ¿H ab ía que elegir entre los estalinistas y aquéllos a quienes de buena gan a yo llam aba los socialtraidores de la SFIO , a quienes habríam os de encontrar unos años después en el colmo de la abyección? La des­ composición de la izquierda destruía la capacidad de trans­ formación de la sociedad, situaba a los intelectuales en una posición difícil. E l dinam ism o político de la sociedad fran­ cesa fue condenado desde qu e la guerra fría im puso la des­ articulación de las fuerzas de izquierda y produjo un acuerdo de un a parte de la izqu ierda con una parte de la

derecha, en vez del bloque de izquierdas, que se h allab a en el cinismo de todos y en el ser del tiem po en e l m o ­ m ento de la liberación. Los intelectuales, que se sentían tan profundam ente ligados a la transformación de su sociedad, se encontraban fuera de toda práctica social y política, sin p oder aceptar el lenguaje de palo del P C , ni las infam ias de los socialistas de derecha o del MRP. Algunos erraron por posiciones contradictorias, sirviendo a un amo pero condenándolo en privado, o bien extravián­ dose en el im posible RD R. Esos intelectuales se replegaron entonces políticam ente sobre lo que se convirtió en su obsesión, la lucha contra las guerras coloniales. D urante dieciséis años, mi vida p o lítica parisina estuvo ante to do dom inada por el tem a de las guerras coloniales. En el am biente en que viví, su presencia fue constante y predom inante. Pero pese a esta movilización incesante, sentíam os el carácter artificial de esas guerras, pues nadie puede afirm ar que ellas fuesen obra del gran capital francés. Los grandes intereses eco­ nómicos m iraban más hacia el valle del Rin y se ocu­ paban en desarrollar su capacidad com petitiva en el marco del M ercado C om ú n . Estas guerras, lejos de ser ex­ presión de las fuerzas dom inantes, lo fueron de la descom ­ posición del sistem a político. Q uienes jugaron u n papel central en esas aventuras son las fuerzas m ás alejadas de las grandes clases definidas por intereses económ icos, grupos que se definían por u n a ideología más que p or una política, o a través de un a política más que m ediante in te­ reses económ icos. La p eq u eñ a burguesía católica con d u jo la guerra de Indochina; la pequ eñ a burguesía SFIO d irigió la guerra de A rgelia. H acia 1958 se m entaba un a an écdota reveladora. En 1956, G u y M ollet llam ó a Paul Rivet. Este había desem peñado un papel im portante en la an tropolo­ gía en Francia, como creador del M useo del H om bre. Pero, sobre todo, había sido el prim er electo de la izqu ierda unida, antes del Frente popular, en París. G uy M ollet le solicitó que fuese a A m érica latina para explicar q u e , en Argelia, la República francesa defendía las luces contra el oscurantismo m usulm án. Signo de la perversión de una idea: los jacobinos se convertían en verdugos, y el tem a de

la unificación territorial (de D unkerque a Tam anrasset), qu e se presentaba com o un liberalism o progresista, era m uy sim plem ente el reconocim iento de que la historia se leía al revés. U n an tigu o intelectual antifascista, Jacq u es Soustelle, se convirtió en el héroe de los colonos retró­ grados. Las guerras coloniales atestiguan sobre todo la descom ­ posición de la an tigu a sociedad, incapaz ya de situarse al nivel de los grandes m ovim ientos de la historia, lo que explica ese com prom iso exagerado, desproporcionado con los intereses económ icos que tal o cual grupo podía tener que defender, y que desem bocó en catástrofes considera­ bles en Indochina y gigantescas en Argelia. Los intelectua­ les encontraban ahí un a situación que les o b ligab a a denunciar todo. Pierre V idal-N acquet fue el Zola de este affaire, el hom bre d e la verdad y de la libertad, contra Massu, contra los torturadores de Argel y en casos m uy concretos com o el affaire A lleg, en el que había, a la vez, principios que defender y hechos que establecer. Mi am biente personal de trabajo fue afectado directam ente por todos estos asuntos. La secretaria de nuestro grupo fue perseguida; tuve q u e llevarla a Bélgica y su vida resultó profun da y definitivam ente perturbada por la represión. La policía se presentó m uchas veces en nuestros locales. Uno de mis m ejores am igos, Jacq u es D ofny, fu e expulsado de Francia, lo que le llevó a convertirse en el m ás activo organizador de la sociología en Q uebec. D urante la últim a fase de la guerra d e A rgelia, la de los años 60-62, m e parece haber estado, todos, constantem ente febriles. R epi­ to qu e no creo qu e estos acontecim ientos, por graves que hayan sido en sí, nos m ovilizasen de m odo tan total si no hubiesen sido el signo de la destrucción de nuestra capaci­ dad política. El gobierno Mendés-France fu e im portante, sobre todo porque hizo renacer esa capacidad política, porque afirm aba u n a voluntad de acción, de alejar la autodestrucción dram ática del sistem a político, qu e poco después llegó hasta el suicidio. G uardo un extraño recuerdo de la paz en A rgelia. N os hallábam os en un estado de excitación extraordinaria, sólo h ablábam os de la O AS. Llegó la paz. Ocho días después,

nadie h ab lab a ya de A rgelia. Brusco cam bio generacional. En el espacio de unas sem anas cam bió todo el pan oram a cultural y político. Unas canciones reem plazaron a otras, y Lévi-Strauss, si así p uede decirse, reem plazó a Sartre. D urante quince años, Francia se había industrializado, enriquecido, pero en el fo n d o no había vivido en absoluto política o culturalm ente esta transform ación. H ab ía sido totalm ente requerida ideológica y políticam ente p o r las guerras coloniales, problem as obsesivos pero antiguos. A unque desde el m ism o día en que las colonias, fin al­ m ente, se habían in depen dizado, se advirtió q u e el m undo h abía estado en m ovim iento. H abíam os estado com pletam ente congelados por ese inm enso bloque de la vida política. ¿D e qué m odo este país habría p o d id o m anejar dem ocráticam ente su propia transform ación, cuando im pon ía agrupam ientos de poblados en los Aurés o m ientras un gordo alm irante se regalaba una guerra en Tonkín? Al lado de esto, y en gran parte por su causa, nuestro espacio intelectual fue dom in ado hasta 1956 por el PC. ¡Resulta difícil im aginar hoy lo que era la dom inación com unista! C uan do todavía estaba yo en l’Ecole N órm ale, asistí en el refectorio a las colectas y a la preparación de regalos para el septuagésim o aniversario del Padre d e los pueblos. U nos com pañeros, que son hoy intelectuales muy conocidos, y que por otra parte sostienen, en general, otras orientaciones políticas,, ¡nos solicitaban ofrendas para el dictador! Quienes no eran com unistas, caso frecuente en las ciencias sociales, eran m anifiestam ente considerados como m arginales. Pero m uy poco num erosos son los investigadores de ciencias sociales cuya vida no fuese d o m i­ nada por sus relaciones con el PC. Creo qu e donde m ejor se cuenta todo es en la adm irable A u tocritique de E d gard Morin. A u n veinte años después, resulta útil interrogarse sobre este papel del P C , reflexionar sobre nuestra expe­ riencia personal del estalinism o. La vida política y el pensam iento social no volverán a renacer verdaderam ente en nuestro país sino el d ía en que la reverencia respecto al PC haya desaparecido, en qu e se desacralice com pletam en­ te eso que muchos pálidos progresistas llam an todavía el

Partido, com o si h ubiese q u e oponer un dios único a las m últiples divinidades de las religiones paganas. Me parece lam entable la pobreza y la deshonestidad d e los análisis sobre lo que se llam ó el «culto de la persona­ lidad», o sea el estalinism o, y que es el fenóm eno com u­ nista. El PC no escapa al hecho de que en todo m ovim ien­ to que se dice revolucionario actúan a la vez u n m ovi­ m iento social y u n a crisis de las instituciones y del estado (no'hago sino parafrasear a Lenin, al com ienzo de L a en ­ fe rm ed ad in fa n til...) . En consecuencia, su acción ap u n ta siem pre, por un lad o , a cam biar la sociedad, y, por el otro, a apoderarse del estado. H ay países en los que es arrastrado por uno u otro de estos objetivos. Si se vive en C hina en la prim era m itad del siglo X X , lo esencial consiste en trastocar el aparato estatal para tom ar el poder. Esa era, asim ism o, la situación de Lenin en 1917. Si se es un minero inglés en 1926, m ás bien se quiere cam biar la so ­ ciedad, las relaciones de producción, los salarios, etc. Francia es el más oriental de los países occidentales, o el m ás occidental de los países orientales. País dom inado por una burguesía, pero sobre todo por un estado, de donde surge la im portancia del PC y el tem a de la dictadura del proletariado: la p alab ra «proletariado» proviene del len­ guaje de clases; la p alab ra «dictadura», del len guaje político. Lo esencial para el P C es la preem inencia del actor político, es decir del partido, en tanto qu e agente form ativo y de realización del m ovim iento obrero, así como el estado napoleónico o gaullista fu e el agente de formación y de realización de la burguesía cap italista... Y en nuestro espacio políticosocial congelado, nosotros cono­ cimos un a subordinación cada vez más extrem ada de un contenido social cristalizado, que se había vuelto m ítico, respecto de un actor político. Finalm ente, se llega al predom inio m ás extrem ado de la acción de la clase m ediante la estrategia de ruptura política. Esta situación duró hasta 1956. En los m edios intelectuales, la revuelta de B udapest y el inform e Jruschov señalaron el fin de la influencia com unista. B u d ap est fue esencial, porque su p u ­ so el encuentro de los intelectuales del círculo P etófi con los obreros m etalúrgicos de C seped, alianza, clásica en

Europa, d e los intelectuales y del m ovim iento obrero contra el ap arato estatal. Por prim era vez, el papel q u e se h abía atrib u id o el PC se veía negado por el hecho de que, a la vez, qu ien es crean las ideas y quienes se hallan en las fábíicas luchan contra su dictadura. D esde entonces, la historia del PC sigue siendo un elem ento esencial de nuestra h istoria política, pero es una historia seculari­ zada. A partir de ese período, el PC en Francia se encuentra en una situación de la qu e ya no saldrá m ás, d efin id a por dos im perativos opuestos. Por un lado es, com o lo afirm a, el partido de la clase obrera, y lo seguirá siendo h asta su últim o d ía y que no es, todavía, el de m añana. Q uiere m antener el control político de la clase obrera, y si la izquierda gan a en 1978, buscará ante todo asegurarse el control de la gran industria nacionalizada. Por otra parte, está ob ligad o a definirse por su situación a izquierda, en un sistem a político representativo, en una sociedad civil que tiene un a cierta capacidad para tratar sus conflictos. El PC no cesa, desde hace veinte años, de balancearse entre la apertura y el cierre, entre la m ano ten dida y el puño cerrado. Q uiere m antener una base y un análisis defensivos en una sociedad que ya no puede ser totalm ente conden a­ da. G eorges Marchais lo representa adecuadam ente: abier­ to y brutal a la vez. H ab la desde el bunker, pero se dirige a un espacio político abierto. El PC puede lanzarse — se ha visto en estos últimos años— a la lucha contra los socialis­ tas, y, p o r tanto, volver a cerrarse, retom ar el lenguaje de com ienzos de los años 30 contra los socialtraidores, y, por el contrario, puede m ultiplicar los avances hacia to d o el m undo, desde los cristianos a los gaullistas. N o hay que preguntarse si va a ir hacia un lado o hacia el otro. S e debe excluir tanto la socialdemocratrización del PC com o un retorno al lem a «clase contra clase». Perm anecerá d efin iti­ vamente en esta dualidad, porque ya no se halla histórica­ m ente sobre su propio terreno. Responde, a la vez, a su propia lógica y a una lógica que le es ajena, pero qu e lo penetra. Por ello le resultará difícil escapar a un retroceso m ás o m enos rápido y qu e, lógicam ente, deberá dejar el papel principal, a izquierda, a un partido socialista que

nada tenga de com ú n con aquella SFIO que tanto he d e ­ testado. Para term inar d e esbozar la escena política sobre la que se situó mi trab ajo , habría finalmente que hablar del gaullism o. Me sien to en un aprieto. Porque, si observo a Francia desde Sirio, reconozco fácilmente la fuerza de la posición gaullista y de su lucha contra los bloques. Pero viviendo en Francia, no en el pensam iento gaulliano sino en el régimen gau llista, fui constantemente antigaullista. Ante todo, recuerdo 1958. La llegada de de G aulle al poder, en m ayo, se produjo sobre el cuerpo m oribundo de la Cuarta república. M ientras una gran marcha fúnebre de la N ation a la B astille (o de la Nation a la R epublique) *, echaba a la república por tierra, algunos am igos — M orin, Lefort, Pagés— y yo fabricam os, en ocho días, un núm ero de la revista A rgu m en ts qu e expresaba a la vez nuestro rechazo absoluto del gaullism o y nuestro rechazo de la despreciable com edia de la defensa de la C uarta república. N egábam os la confraternización de los viejos de la Cuarta con la Q uinta. N o fu e casualidad, el qu e los cuatro, en el am biente sociológico, hayam os estado diez años después, y muy activam ente, al lado del movimiento de m ayo. Mi antigaullism o expresaba ante todo mi voluntad de otorgar­ le a la sociedad la prioridad sobre el estado, y de luchar contra la im potencia de las fuerzas populares divididas. D e pronto, puesto qu e esta sociedad se había hundido en las guerras coloniales, el estado se situaba en prim er lugar. El orden venía a ocultar el m ovimiento de las relaciones sociales. Los m odernizadores económicos se apoyaban en la fuerzas sociales y culturas m ás arcaicas, tecnócratas elegidos por las viejas clases m edias, lo que quebró el deseo de m odernización económ ica y social de la liberación; la arcaización social se convertía en la condición del desarro­ llo económ ico. El qu e la sociedad francesa sea tan débil se debe a que es, ante todo, y sobre todo, un estado. Este, ligado a la vez a las antiguas clases dirigentes o m edias y preocupado p o r su propio poder, deja p>oco espacio a las fuerzas sociales, a sus conflictos y a sus negociaciones. Plazas de París, escenarios de im portantes m anifestaciones. (N . del E .)

Los in telectuales N unca se ha reflexionado tanto sobre los «intelectuales» como en la Francia m oderna. Por lo dem ás, la m ism a palabra ¿no nació en Francia, en el m om ento del a ffa ire Dreyfus? Para nosotros, sociólogos, esta referencia tiene un sentido preciso, ya que la sociología apareció en Francia en relación directa con aquel gran debate. En parte, ese rechazo antisem ita hizo que los intelectuales burgueses judíos se sintiesen suficientem ente distanciados d e su sociedad para poder pensarla. N o es casualidad q u e la sociología en Francia haya sido casi totalm ente ju d ía y también en los Estados U nidos. Para ser sociólogo hay que tener un cierto distanciam iento, no estar enteram ente apresado en el tejido social. Así p u es, tal vez deberíam os agradecerles al general de G aulle y a los tecnócratas el que perm itieran, al subordinar la sociedad al estado, crear tal distancia y generar una reflexión crítica. Los intelectuales están siem pre repartidos entre dos papeles: su faceta de clérigo y su faceta de profetas. Entiendo por clérigo al m ediador entre la sociedad y lo que está más allá de ella, los dioses, el príncipe, la verdad o la naturaleza. El clérigo se encuentra en las puertas de la ciudad o en la m ás alta torre. El intelectual clérigo apela a un m ás allá de la so­ ciedad, asciende hacia algo que se halla m ás arriba, y en consecuencia se identifica a sí m ism o, por encim a de los desórdenes de la sociedad, con un absoluto. A ctitud a la vez de pureza y absolutista. En el m undo m oderno, y en nuestro siglo en particular, dom inado todavía por la revo­ lución soviética, el clérigo es, sobre todo, el clérigo leninista, aquel que, contra la sociedad, contra las fuerzas sociales, contra el poder podrido, ap ela a la ciencia, a la historia, qu e habrán de encarnarse en el partido o en el nuevo poder. H ay en e l clérigo un defensor d e l p o d e r absoluto. Pienso que en nuestro siglo, en el que el poder estatal y la concentración del p oder económico no han cesado de acrecentarse, un a de las mayores orientaciones del intelectual es, el pensam iento bolchevique. Hay en m uchos intelectuales un pequ eñ o M ao o un pequ eño

Lenin que con frecuencia desconoce com o tal, y que apunta a im poner, com o en el m om ento de la revolución francesa, la dictadura de la razón, del espíritu, de la historia, de la ciencia, de u n a idea que dom ine a la sociedad. La otra vertiente es la vertiente profética. El intelectual habla en nom bre de aquellos que, puestos ya en m ovi­ m iento por el cam bio histórico, no se han incorporado todavía al m undo d e la palabra, de los derechos políticos, de la instrucción pú b lica. Tal es el p ap el de la intelligentsia. El intelectual, el estudiante de Petersburgo o de Moscú, en el m om ento de la abolición de la servidum bre, hablan en nom bre de esos cam pesinos qu e se han puesto en m ovim iento, pero qu e no hablan, y casi al m ism o tiem po com ienzan a hablar en nom bre de los obreros, en especial en el sur d e Rusia, de esos obreros qu e no tienen derecho a hablar y q u e están som etidos a la represión. En la Francia gau llista, el poder casi no se valió de los intelectuales. Era algo dem asiado pragm ático y no dem a­ siado autoritario. En consecuencia, los intelectuales se convirtieron en m asa — dem asiado fácilm ente, dem asiado cóm odam ente— en profetas, de m odo qu e nuestra socie­ dad parece d o m in ad a de un lado p o r el establish m en t y, del otro, por los intelectuales, qu e form an un antiestablishm ent, sin em bargo bastante bien establecido. H ablan al estado de igual a igu al. Francia tuvo dos príncipes: de G aulle y Jean-P aul Sartre, uno a la orilla derecha, otro en la orilla izquierda, dialogan do por encim a del Sena; de G aule siempre cuidó que Sartre fuese tratado con las con­ sideraciones deb id as a su rango. A sí, los intelectuales de Francia eran definidos de m anera am bigu a. D e ahí esa tentación del m un do com unista q u e, para los intelectua­ les, no fue la tentación populista, sino, m ucho más sim ­ plem ente, la tentación del poder absoluto para los intelec­ tuales orgánicos. Pero la época del estado gaullista acabó, las tentaciones com unistas se han d eb ilitad o m ucho actual­ m ente, aunque los intelectualers vuelven a ser profetas. Surgen nuevos m ovim ientos sociales, pero los nuevos oprim idos están todavía, a m en udo, privados de la palabra. Los intelectuales hablan por los inm igrados, los

prisioneros, los recluidos en asilos y hospicios. Y el m u n d o universitario se convierte cada vez m ás en un lugar de m arginación, de crisis, y no ya de aprendizaje del po d er. D esde el Barrio Latino provinieron, a partir de 1968, los llam ados a la contestación. Pero este izquierdism o tam bién pu ede estar cargado de espíritu clerical, así com o de espíritu profético. Lo p ro p io del izquierdism o es, precisam ente, ser doble y contradic­ torio. El izquierdism o es siem pre, a la vez, libertario y bolchevique. En el héroe más sagrado del izquierdism o, Che G uevara, ¿cómo evitar ver los dos aspectos? Por un lado,, el te m a del rebelde, del m édico que deja B uen os Aires, qu e se mezcla en las revoluciones de A m érica Central, em barca en el G ranm a, d e ja el poder instalado, retom a el cam ino de la aventura y va a sacrificarse a Bolivia. Por otro lado, aqu él que dirige en C uba la po lítica m ás leninista, de acusado centralism o, de prioridad ab so ­ luta otorgada a la industria pesada, com o lo m uestra su fam oso d eb ate con Charles Bettelheim . D el m ism o m o d o , el izquierdism o en Francia tuvo siem pre dos caras, q u e en la term inología corriente posterior a 1968 recibieron el nom bre de «troskista» y «m aoísta», y q u e, m ejor, h ab ría que llam ar «bolchevique» y «libertaria». Propio d el izquierdism o es ser arrastrado hacia ese pun to o m eg a en el que la creación de un a nueva sociedad y el rechazo d e la sociedad se m ezclan en un a escatología política. La gran figura de los intelectuales es Sartre. In te­ lectual de la in telligen tsia liberal, h ab la en nom bre de aquéllos qu e no tienen palabra, de los colonizados o d e los trabajadores inm igrados. Pero este hom bre que tanto luchó y habló por los pueblos y las m asas no conquistó esa audiencia única- que es la suya analizando o anim ando luchas sociales. Su papel real fue, siem pre, el de com batir al estado. Su dram a reside en que es un profeta que n o se dirige de hecho sino a las fuerzas liberales (com prendidas las libertarias) de los regímenes de tipo occidental. C a d a vez qu e tom ó posiciones propiam ente sociales y políticas, lo hizo a destiem po o de m anera confusa. En com pensa­ ción, alguna de sus protestas morales no fue ni débil ni inútil. Su prop ia grandeza consiste, en haber procurado

hablar políticam ente para el pueb lo, cuando nunca pu d o hablar sino contra el Príncipe, en la gran tradición liberal. Me siento m ás profun dam ente solidario de aquellos qu e, más allá de los sentim ientos y de los rechazos, han analizado las nuevas form as de poder y de contestación. N un ca p ud e olvidar los prim eros grandes artículos de Chaulieu contra la burocracia en Socialism e ou Barbarie. Castoriadis — b ajo todos sus seudónim os o bajo su propio nom bre— y C lau d e Lefort fueron los defensores m ás exi­ gentes de una nueva crítica del poder. Ellos son de aquéllos cuyo pen sam ien to será cada vez m ás indispensa­ ble para los nuevos m ovim ientos sociales y políticos. Pero hasta tanto éstos se organicen, el pensam iento contesta­ tario continúa por largos m eandros. El explora los nuevos cam pos en los q u e se ejerce el poder, y con frecuencia pierde incluso de vista la crítica social para lanzarse a una revuelta cultural global. H e ahí, probablem ente, el cam ino indirecto al térm ino del cual sé desarrollarán nuevas luchas sociales, pero qu e en el interm edio corre el riesgo de extraviarse. Es u n a especie de infierno en el que la contestación se expresa con todas sus fuerzas, pero, en su lím ite, sin o b jeto , sin ám bito . D e m anera qu e el m undo de los intelectuales de izquierda se desgarra poco a poco entre aquéllos, por un lado, que se encierran en un gran rechazo que no es más que la teoría de u n a práctica obrera revolucionaria en vías de desaparición, y, por el otro, quienes afirm an ante todo la necesidad de adoptar u n a nueva im agen del m un d o, pero cuya crítica es m enos política y social que cultural. Resulta urgente q u e la reflexión haga surgir a la vez el nuevo cam po cultural en que vivimos, las nuevas form as de poder y los nuevos m ovim ientos sociales, y por tanto una nueva definición de la sociedad, al mism o tiem po — para decirlo com o Serge Moscovici— que un nuevo estado natural. A ctualm ente, por una parte la contestación social es rechazo del orden social en general, como si éste estuviese siendo arrastrado por un a putrición m aterial y moral, y, por otra, creación de un a cultura posindustrial. Existen pasos entre un a y otra, pero am bas corrientes siguen estando separadas. El día en que se encuentren

habrá nacido un a nueva in telligen tsia y se form arán nuevos m ovim ientos sociales y una nueva política; h a­ brem os entrado en una nueva sociedad. Nosotros vivim os la disgregación de la in telligen tsia de la época industrial, de la in telligen tsia del siglo X IX . La figura de Sartre com pleta esa historia. A hora, los hijos de Sartre se han separado; un os, siguiendo al m aestro, se han sum ido en el izquierdism o, y los otros han sido adoptados p o r LéviStrauss o p o r otros pensadores, buscando definir un nuevo espacio del conocim iento y de la experiencia hum anos. Así pues, nos encontram os ante un vacío. El objetivo que yo m e fijo cada vez más conscientemente consiste en trabajar por la unión de un a nueva im agen de la cultura y de un nuevo análisis de los conflictos sociales. P orque el interrogante qu e nos debe m antener despiertos es; ¿quiénes serán los actores de la historia en el teatro en el que el nuevo decorado ya ha sido m ontado? D e hecho, esta transición señala para m í el nacim iento de la sociolo­ gía. P orque estam os finalm ente en el m om ento en qu e se puede pensar socialm ente la sociedad. Viví y vi personalm ente estos problem as y estas oposicones. N un ca acepté dejarm e llevar totalm ente de u n lado o del otro, no hallando sin em bargo un m edio acogedor para un pensam iento que no perm itía tom ar actitudes sim ples, aun que crea qu e el m ism o perm ite superar las contradicciones y las confusiones actuales y nutrir después una reflexión y una acción políticas. ¿Pero quién, entre los intelectuales de izquierda, no experim entó esta im potencia y esta soledad? Se m e h a considerado a m en udo tanto tecnócrata com o izquierdista. ¿Tecnócrata? Creo qu e, sobre todo, fue Henri Lefebvre quien m e llamó así. Q uizá porque no concibo que se p u ed a pensar en la sociedad, los m ovim ientos sociales, sin pensar asim ism o en la econom ía, la adm inistración, el ám bito internacional, etc. E n este sentido, soy muy fundam entalm ente antizquierdista: m e niego a salir del cam po de las fuerzas económicas y p o lí­ ticas reales. Lo que m e interesa es, efectivam ente, saber cuáles serán los conflictos sociales y políticos, y por tanto los m ecanism os de transform ación de la sociedad. Pero si ser tecnócrata supone pensar así, la antitecnocracia no es

m ás qu e un a actitud, una pose, y n ada tiene que ver con la acción social y política. Esta irresponsabilidad es la q u e, por otra parte, provoca el encanto algo trillado de alguno de m is críticos. ¿Izquierdistas? T am bién se me ha hecho este reproche. En el m undo universitario, bastante gente que enseñaba conm igo en N anterre se niega todavía a darm e la m ano, y he sufrido un cierto núm ero de conse­ cuencias normales p ara las posiciones que sostuve en el 68. En efecto, durante la larga fase en que la tentación de la integración social fu e tan fuerte, es cierto que siem pre tom é posición contra el poder de turno. N unca, pues, tuve actividades políticas, sino m arginales. C uando una m inoría se separó de la SFIO para protestar contra su política en A rgelia, ingresé en el PSA , y luego en el P SU , que am plió su acción. Pero lo d e jé cuando sus luchas internas lo p a ra ­ lizaron. Y o pertenecía a una corriente de opin ión; no podía adherirme a un program a político durante esa inter­ m inable hibernación de la izquierda. La crítica que acepto y que m e hago a m í m ism o reside en que intento pensar socialm ente una sociedad que no se piensa así. Y o anticipo, y, en consecuencia, al no corresponder a la posición y a los intereses de los actores sociales reales, no recibo las ventajas de los ideólogos. Creo que la sociología acaba en este m om ento su travesía del desierto. Hay m om entos en que a un a sociedad le resulta im posible pensarse socialm ente. Por ejem plo, cuando experim enta un estallido, o pasa por una transición, com o se dice con un térm ino dem asiado fácil. Pero nuestro pap el consiste en elaborar los instrum entos de conocim iento qu e habrán de perm itirle, a la sociedad, que se com prenda cuando se halle nuevam ente en condiciones de efectuar elecciones voluntarias, lo que, p ara Francia, puede p ro d u ­ cirse m añana m ism o.

Capítulo IV

La sociedad perdida

A nte la sociología Yo no recibí, durante m is estudios, ninguna im agen de la sociedad. La econom ía y la sociología, al no form ar parte ni de las letras ni de las ciencias, estaban todavía excluidas de los program as escolares, que sólo reconocían dos ejércitos del saber, u n o dirigido por las m atem áticas, el otro por la filosofía. Pero com o no se puede superar tal im agen, la enseñam a transm itía una qu e provenía direc­ tam ente del pensam iento del siglo pasado. D os tem as la definían. El primero es el evolucionismo. Las tendencias de la historia se realizan a través de las formaciones socia­ les. Cualquiera qu e sea el m odo, idealista o m aterialista, con el cual se defina esta evolución, siem pre se vuelve a caer en la idea del paso de lo sim ple a lo com plejo, de lo tradicional a lo m oderno, de la inm ovilidad al m o vim ien ­ to. El segundo tem a, nacido del prim ero, consiste en que habiendo definido así un a sociedad particular d ad a su u b i­ cación en una evolución m aterial o cultural, se la concibe como un organism o o una m áqu in a, dirigida p o r unos principios. Principios qu e pueden ser valores, una form a de poder o fuerzas de producción. Las sociedades están en la historia, y hay un principio, una fuerza que se h alla en el corazón de la sociedad. En eso qu e puede llam arse la sociología clásica (y q u e en nuestra época se den om in ó ,

m ás que u n a actitu d , u n a pose, y nada tiene qu e ver con la acción social y política. Esta irresponsabilidad es la q u e, por otra parte, provoca el encanto algo trillado de alguno de m is críticos. ¿Izquierdistas? T am bién se m e ha hecho este reproche. En el m undo universitario, bastante gente qu e enseñaba conm igo en N anterre se niega todavía a darm e la m ano, y he sufrido un cierto número de conse­ cuencias normales p ara las posiciones que sostuve en el 68. En efecto, durante la larga fase en que la tentación de la integración social fu e tan fuerte, es cierto que siem pre tom é posición contra el poder de turno. N unca, pues, tuve actividades políticas, sino m arginales. C uando una m inoría se separó de la SFIO p ara protestar contra su política en A rgelia, ingresé en el P SA , y luego en el PSU , que am plió su acción. Pero lo d ejé cuando sus luchas internáis lo p ara ­ lizaron. Y o pertenecía a una corriente de opin ión; no podía adherirme a un program a político durante esa inter­ m inable hibernación de la izquierda. La crítica qu e acepto y que me hago a m í m ism o reside en que intento pensar socialmente una sociedad que no se piensa así. Y o anticipo, y, en consecuencia, al no corresponder a la posición y a los intereses de los actores sociales reales, no recibo las ventajas de los ideólogos. Creo qu e la sociología acaba en este m om ento su travesía del desierto. Hay m om entos en que a un a sociedad le resulta im posible pensarse socialm ente. Por ejem plo, cuando experim enta un estallido, o pasa por una transición, com o se dice con un térm ino dem asiado fácil. Pero nuestro papel consiste en elaborar los instrum entos de conocim iento que habrán de perm itirle, a la sociedad, que se com prenda cuando se halle nuevam ente en condiciones de efectuar elecciones voluntarias, lo que, para Francia, puede p ro d u ­ cirse m añana m ism o.

Capítulo IV

La sociedad perdida

Ante la sociología Yo no recibí, durante m is estudios, ninguna im agen de la sociedad. La econom ía y la sociología, al no form ar parte ni de las letras ni de las ciencias, estaban todavía excluidas de los program as escolares, que sólo, reconocían dos ejércitos del saber, un o dirigido por las m atem áticas, el otro por la filosofía. Pero com o no se puede superar tal im agen, la enseñanza transm itía un a que provenía direc­ tam ente del pensam iento del siglo pasado. D os tem as la definían. El primero es el evolucionism o. Las tendencias de la historia se realizan a través de las form aciones socia­ les. C ualquiera que sea el m odo, idealista o m aterialista, con el cual se defina esta evolución, siem pre se vuelve a caer en la idea del paso de lo sim ple a lo com plejo, de lo tradicional a lo m oderno, de la inm ovilidad al m ovim ien­ to. El segundo tem a, nacido del prim ero, consiste en que habiendo definido así una sociedad particular dad a su u b i­ cación en una evolución m aterial o cultural, se la concibe como un organismo o una m áqu in a, dirigida p o r unos principios. Principios qu e pueden ser valores, una form a de poder o fuerzas de producción. Las sociedades están en la historia, y hay un principio, una fuerza que se halla en el corazón de la sociedad. En eso qu e p u ed e llam arse la sociología clásica (y q u e en nuestra época se denom inó,

m ás generalm ente, sociología funcionalista), estas dos ideas se dan en conjunto con extrem a nitidez. La historia es el paso de com unidades restringidas y lim itadas por re­ laciones de producción, p o r form as de acción instrum enta­ les, científicas, racionales. Paso de lo tradicional a lo m oderno, com o cualquiera puede decirlo en un len guaje ingenuam ente ideológico. D el m ism o m odo, en u n a perspectiva m arxista, la sociedad dom in ada por la lógica de la clase dirigente tam bién es d efin id a, pero esta vez contradictoriam ente, en relación con el m ovim iento de las fuerzas de producción. C ualqu iera qu e sea la m anera en que se defina la sociedad , ésta no es concebida com o el producto de su p ro p ia acción, de su política. La historia nos devuelve siem pre a algo que escapa a la acción social, que es, según las escuelas, el progreso del espíritu hum ano, la tendencia a la diferenciación y a la racionali­ zación, o el progreso y el desarrollo de las fuerzas de p ro ­ ducción. T odavía hoy p u ed e observarse un ejem plo un tanto desecado de este pensam iento: la orientación oficial de la sociología soviética, qu e retom a las tesis evolucionis­ tas optim istas del siglo X IX . U n a sociedad es defin id a y ju zgada en relación con la «revolución científica y técnica», nuevo nom bre del progreso. Esto rem ite finalm ente a la idea de que las conductas sociales deben ser ju zgad as en términos de deber m oral, el que nos com prom ete al servi­ cio de un más allá de la sociedad. En el lenguaje com u ­ nista, es la m isión histórica del proletariado, léase del partido. Pero no es n ada diferente de la im agen de nación que nos dio M ichelet y qu e tantos historiadores han dad o a los checos, servios, húngaros, y, hoy, a los m exicanos, ar­ gelinos o brasileños. A lgo se realiza a través de la historia, que nos supera, qu e es a la vez un personaje y un destino. André M alraux es probablem ente el últim o que haya hecho entender en pleno siglo X X la im agen de la socie­ dad del siglo X IX . Es norm al que, cuando una im agen de la historia deja de ser la historia real, se convierte en un discurso — en este caso adm irable— sobre la «condición hum ana». En este sen tido, ya lo he dicho, las casas de cul­ tura que André M alraux creó son creaciones del siglo X IX . Hay que poner ai p u eb lo en relación con el espíritu, la

cultura, p ara perm itir u n a reapropiación sim bólica de la historia. Así p u es, la representación de la sociedad estuvo siem pre d o m in ad a, hasta en la época contem poránea, por la idea según la cual los hechos sociales están determ inados por un orden superior. Es lo q u e yo he llam ado los fiadores m etasociales del orden social. B ajo su form a más antigua, el orden social aparece determ inado por un orden sagrado. La historia es concebida en térm inos de creación, de caída, d e profetas, de redención y de fin del m un do. Pero esto está lejos de nosotros. H oy estam os m ucho m ás m arcados p o r un pensam iento de la sociedad en el q u e los hechos sociales son considerados com o dom inados p o r los hechos políticos y juiídicos. Existe el orden de las pasiones, y aqu él, superior, de las leyes. Las leyes llevan el orden a las pasiones, sea de manera liberal, sea de m anera autocrática. T al es el pensam iento social que corresponde a la econom ía m ercantil, desde la filosofía política inglesa hasta la ob ra de M ontesquieu. La sociedad industrial reem plazó a estos fiadores m etasociales inm óviles (com o el orden de lo sagrado o el orden político jurídico) p o r el m ovim iento. Pero la sociedad siguió estando subordinada a un fiador m etasocial qu e es el sentido de la historia, lo que conocem os como evolución o progreso. A hora bien, esta im agen de la sociedad h a llegado a ser hoy inaceptable por dos razones. La prim era es la m ultiplicidad de tipos de sociedades industriales y la diversidad de su desarrollo. N adie, por ejem plo, piensa seriamente que el Ja p ó n será, en diez años, lo que son los Estados U nidos actualm ente, o que México es hoy lo que los Estados U nidos eran hace cincuenta años. Esta especie de ingenuidad etnocéntrica se ha vuelto insoportable, y en consecuencia ya no podem os situar a un a sociedad en una evolución. C hina no es la URSS con veinte años de atraso; sigue otro cam ino. Y Jap ó n es y será diferente a los Estados U nidos. La segun d a razón — que comenzó a m anifestarse m ucho más pron to— consiste en que la idea de un m otor central, capaz de arrastrar a to d a la sociedad, dejó de corresponder a la experiencia. El gran fenóm eno es la penetración de la poli-

para decirlo con otras palabras, las instancias han dejado de ser discernibles. ¡Mucho adm iro a la gente qu e habla de lo económ ico! ¡Q ué m irada m ás perspicaz! Confieso qu e no sé qué es ese algo económ ico defin ible independientem ente de los actores sociales y políticos. Y cuando el PC habla de capi­ talism o m on opolista de estado, encuentro m ejor la expre­ sión porque, incluso si el análisis es m alo, ella dice, a la vez, capitalism o y estado. Por cierto que deseo que se diga que el estado está al servicio del capitalism o, pero o bien se supone desde el com ienzo lo que hay qu e m ostrar, o bien se adm ite en la práctica que la un id ad observada es un conjunto político-económ ico. Si se observa la U nión Sovié­ tica, C hina o V ietn am , resulta difícil saber dónde se hallan lo económ ico, lo político y lo ideológico. A partir de la creciente intervención del estado, las fuerzas políticas, los sindicatos, las negociaciones colectivas, la idea de que la sociedad es m ovida por un m otor llam ado las fuerzas de producción o las leyes internas del capitalism o parece des­ plazada. Esto no quiere decir que no haya un a cierta resis­ tencia, un a cierta lógica interna de las estructuras estable­ cidas, pero ellas se m anifiestan m ás como fuerzas de inercia — quiero decir de reproducción de lo existente— que com o lo que dirige la evolución histórica. La idea de que el conjunto de la historia es dirigido por la contradic­ ción entre un beneficio que cae inexorablem ente y nuevas fuerzas de producción m e parece una pura m itología. La capacidad de lectura de los hechos a partir de tales hipótesis es tan d éb il como a partir de la «ley de los tres estados» de A u gu sto Com te. Hay que abandonar com ple­ tam ente esta representación de la sociedad como regida por leyes naturales a la vez que dom in ada por un m ás allá. Estim o, sin em bargo, al sociólogo qu e en Francia, a mi entender, m ejor representó este pensam iento presociológico, G eorges Gurvitch. Sostuvo una sociología que tuvo el gran m érito de ser antifuncionalista y anticonservadora, pero qu e en su propio principio era la antisociología. Procuró hallar, tras la organización de la sociedad, el fuego de la vida, que luego se degradó en sistem a de reproduc­ ción, en controles institucionales, etc. Este fuego puede

denom inarse la libertad — y tal era la tendencia de Gurvitch— de dar una interpretación moral o política qu e sigue siendo, en Sartre tanto com o en Gurvitch, fu n d a ­ m entalm ente indeterm inada, no social. La sociología de Gurvitch y de Sartre es el pun to tope, el m om ento final de esa sociología del siglo X IX en la que el principio histórico de la racionalización y de la industrialización se vuelve filosófico, y en la que la superación de las obligaciones y de los órdenes se hace «puro», sin contenido. D e hecho, todo intento por salvar los restos de este evolucionism o, de esta filosofía de la historia es vano, incluso si el m ism o puede alim entar una filosofía moral vigorosa. El período que acabam os de vivir está señalado por la declinación fundam ental del viejo pensam iento social, y por la apari­ ción de una nueva im agen de la cultura y, en parte al m enos, de la sociedad. Hay qu e reconocer este agotam ien ­ to de la filosofía social antes de ver en qu é condiciones el pensam iento social puede renacer bajo un a form a nueva: la sociología. La transform ación esencial de nuestra cultura — es decir la m anera de definir nuestras relaciones con nuestro entorno— consiste en no apelar más a un principio dador de sentido y ajeno a la realidad, y, por tanto, a la actividad social. Hay que adm itir que las relaciones del hom bre y su entorno conform an un sistem a, pero qu e el sistem a social es capaz no sólo de m odificar su propio program a en función de las m odificaciones del entorno, sino sobre todo de producir sus propias orientaciones, y no de reproducir su código. Esta aproximación elim ina la idea de evolución y, en consecuencia, la idea de un sentido m etasocial de la historia. D e ningún m odo ella puede ser reducida al estudio de eso que puede llam arse la reproducción o los sistemas de intercam bio qu e se conform an a las condicio­ nes de supervivencia de la colectividad. La sociedad no es solam ente un conjunto de m ecanism os de control, p o ­ niendo y m anteniendo a cada cual en su sitio. Es ante todo un agente de producción de sus propias orientaciones, y por tanto de sus prácticas y de sus transformaciones. Supone un a verdadera banalidad afirm ar que acabam os de vivir treinte años de cam bios económ icos, tecnológicos,

etc., excepcionalm ente rápidos, y sin em bargo, extraña paradoja, en el corazón de este período excepcional de conm ociones m ateriales y sociales el pensam iento redes­ cubrió lo estable, lo inm óvil. N un ca se habló tan poco de producción com o en esta sociedad de producción. Entre una teoría de la cu ltura y una teoría del orden y de su producción (que se h an visto acopladas, casi fusionadas a causa de la ausencia d e teoría sociológica), lo que falta (y que constituye la clave de bóveda del análisis) es una teoría de la capacidad de la sociedad p ara actuar sobre sí m ism a, de la acción de la sociedad sobre sí m ism a. A nosotros nos corresponde efectuar esta teoría. Este atraso, tiene una explicación. H istóricam ente, cuando cam biam os de sociedad, lo qu e nace ante todo es un nueva im agen de la cultura. A cabam os de ver nacer una representación d e la cultura en térm inos de sistem a, y hasta en térm inos de estructura, y ya no en térm inos de evolución. El m ovim iento de ideas qu e se llam ó estructuralismo fu e esencialm ente esa superación del evolucionis­ m o, el rechazo de u n sentido proveniente de afuera, im ­ puesto a los hechos sociales. E sta antropología es la condi­ ción de nacim iento d e la sociología, que sólo puede nacer asociada a esta im agen de la cultura, pero ella puede tam bién ser un obstáculo a su desarrollo, en la m edida en que esta definición de un nuevo cam po cultural fuese transcrita directam ente en térm inos sociales, en el que se disecarían los hechos sociales. U n segundo retorno debe pues volver a introducir en el análisis al cam po de la acción social. E l tiem po de la u to p ía Lo qu e ya dom in a nuestro presente es el largo y m uy sinuoso m ovim iento a través del cual redescubrim os la acción social. La línea recta no es el cam ino m ás corto de un punto a otro de la historia de las ideas o de la historia a secas. Nosotros partim os de u n a im agen cristalográfica de la sociedad. La sociedad, como cristal, com o estructura, como sistem a capaz de reproducirse, como código y com o

regla. Y vem os, desde hace bastante tiem po, totalm ente al otro extrem o del horizonte intelectual, aparecer lo o p u e s­ to, el deseo o el rechazo. Prefiero decir, en términos socio­ lógicos: la utopía. U topía qu e no es en sí una respuesta a una nueva im agen de la cultura, sino *a la ideología tecnocrática de los dirigentes. En efecto, en la situación intelec­ tual que da prioridad a la cultura por encim a de la socie­ dad, es verdad que una ideología de directivos reina más fácilm ente, ya que ella no encuentra pensam iento social organizado. En esta situación aparecen las u topías, qu e protestan contra la despersonalización y contra el carácter autom ático de los m ecanism os sociales; utopías del des­ enfreno y de la reform ulación de una im agen de la socie­ dad a partir de lo más ín tim o. A sí es com o hem os visto triunfar pensam ientos qu e aceptaron la im agen de la sociedad-m áquina, pero agregando: «Se ha vuelto im p o si­ ble luchar en esta sociedad; ella es m áqu in a, es sistem a, ya no se puede m eter en ella el dedo o la palabra, ya no se puede protestar y actuar sino al m argen o incluso fuera». Tal fue la fu erza del llam am iento de Marcuse. El acepta la im agen de la sociedad com o sistem a, pero agrega q u e esta sociedad es unidim ensional, que deriva, com o en una sociología de ficción al estilo de Orwell, m ás allá de la historia, sociedad totalitaria qu e carece de entorno y que sólo reproduce el código de un poder absoluto o d e los privilegios exorbitantes. C ontra este poder, M arcuse sólo cuenta con los m arginados, los drop-out, las m inorías étnicas o los grupos de jóvenes que habrán de form ar contrasociedades, contraculturas, y que quizá hayan de llegar, así, no a hacer que la sociedad cam bie, sino a que estalle en p e d azo s... o, para retom ar la term inología de Morin, Lefort y Castoriadis, a ab rir un a brecha. A cabam os de vivir un período dom inado por la yuxtaposición d e un a im agen de la sociedad com o sistem a de reproducción, y por tanto com o un m undo cerrado, y p o r otra parte llenos de hechos q u e se dan de bruces contra esta realidad, en nombre de un a cierta surrealidad: deseo, liberación, rela­ ciones interpersonales, contracultura. Esta situación aparece cada vez que surge un nuevo tipo de sociedad. C uando se plantea la sociedad industrial

vem os nacer, ante to d o , u n a im agen de la naturaleza, for­ m ad a en parte en el siglo X V III, la de los filósofos, en el m om ento en que se prepara la gran transform ación económ ica en Inglaterra. Luego, a com ienzos del siglo X IX , vemos aparecer protestas, m uy elitistas con frecuen­ cia, la apelación a los sentim ientos o al arte, contra la m áqu in a y la u tilid ad . Y vem os tam bién, en térm inos d i­ ferentes, los prim eros m ovim ientos contestatarios, que son m ovim ientos religiosos, m orales, que recurren a la com u­ nidad, a la conciencia o a la belleza. Pero la distancia entre la utop ía y los m ovim ientos sociales ya no es tan grande com o en el pasado: ella dism inuye incluso tan rápidam enter qu e las utopías se convierten ya en m ovim ientos en vez de ser imágenes de la sociedad ideal, reservadas a las enso­ ñaciones de algunos intelectuales aislados. Y ello porque la resistencia al poder establecido ya no pu ede ser totalm ente efectuada en nom bre de fuerzas sociales; lo es tam bién en nom bre de aqu ello qu e resiste a la intervención social y que es natural, se trate de las condiciones de supervivencia de un ecosistem a, del lenguaje del inconsciente o de la d e ­ fensa de la iden tid ad . Pero hoy lo m ás im portante no es reconocer la fuerza recreadora de la uto pía; sí lo es el preguntarse en qué condiciones, m ás allá de esta yuxtapo­ sición del m undo m ecánico y de la iden tidad, habrá de volver a form arse u n a im agen conflictiva de la sociedad. E l orden y la exclusión La prim era e tap a fue la de la creación de una nueva im agen de la naturaleza y de la cultura, en un vacío social. La segunda, la aparición en este vacío social de una luz interm itente, u tó p ica, fuegos artificiales utópicos, que danzan alrededor d e la esfera de la sociedad. La tercera, la qu e precede inm ediatam ente al renacim iento del pen sa­ m iento social, arroja u n a du da sobre ese carácter cerrado, natural, m ecánico de la sociedad. Hay quienes dicen: ese sistem a llam ado natural es todo lo contrario; es la form a en que se m anifiesta una dom inación. T al es precisam ente el m om ento actual del pensam iento social. M om ento en

que se acepta todavía el carácter sistem ático del orden social, pero nom brándolo ya social y no naturalm ente. En el transcurso de los últimos años, la corriente de pensam iento m ás viva, la que m ejor ha correspondido al espíritu del tiem po, es la anim ada en Francia por Michel Foucault. Para él, el m un do m oderno, la sociedad contem ­ poránea es u n vasto sistem a de reglas y de controles no li­ gado específicam ente a un m ecanismo central com o la ganancia o el poder político, sino al orden en general. Este orden, este sistem a de m allas cada vez más racional y téc­ nicam ente tejido, acrecienta inexorablem ente el encierro. N os hallam os cada vez más encerrados en un sistem a de racionalización, es decir de norm alización, o de normación, que tiende a separar, valiéndose de un juicio no ya final ni últim o, sino cotidiano, a los buenos de los m alos, a quienes se adaptan a las reglas y qu e reproducen el sistem a, de quienes disienten, conocidos como enferm os, crim inales, m inorías. El m ecanism o es tan general que todo el m u n d o pertenece un día u otro, bajo uno u otro aspecto de su personalidad, a una m inoría. A tal punto que no q u ed a nadie en el centro, en la m ayoría silenciosa. La sociedad, el orden, no se definen ya por un contenido, m ediante valores, sino por un sistem a de discrim inación tal que al fin de cuentas todos estam os seguros d e ser m inorizados, en uno u otro m om ento. D esde este pun to de vista, la expresión de los estudiantes del 68: «T odos som os ju d íos alem anes» es de una acertada justeza. El sistem a funciona de tal m anera que en un m om ento crucial todos podem os convertirnos en judíos alem anes o en el equivalente de lo que fueron los ju díos alem anes en el sistem a nazi. Henos aq u í en un punto muy im portante de la historia de las ideas sociales, un punto dram ático. T od o el m undo sabe qué aporta de novedosa esta línea de p en sa­ m iento: arranca al análisis social de todo sitio privilegiado. En efecto, es cierto que los conflictos y los debates ya no se sitúan en un dom inio particular y central, los derechos cívicos o los de los trabajadores, por ejem plo. Pero un aná­ lisis de la exclusión, así com o un análisis de la reproduc­ ción son dem asiado difusos y no perm iten reconstruir la

posibilidad de la acción política en el interior del propio orden social. Afirm ar, por e jem p lo , que el sistem a universitario reproduce los privilegios de la burguesía no explica por qué hubo un m ovim iento estudiantil, u obliga a pensar que ese m ovim iento es totalm ente irrisorio, qu e no es m ás que la m anifestación d e contradicciones internas. A sí pu es, Michel Crozier piensa q u e el sistem a burocrático francés va de crisis en crisis y no hace más que hundirse en su inca­ pacidad de evolucionar. Pero m e parece difícil — tanto en Francia como en otros países— reducir el m ovim iento estudiantil a la m anifestación de esa crisis. D e un m odo m ás general, no se p ueden confundir tres realidades bien diferentes: unos sistem as de reproducción, por lo dem ás cada vez m ás descom puestos; u n orden general y apre­ m iante que no define u n a sociedad, sino m ás bien un tip o general de estado; y, finalm en te, lo esencial, nuevas form as y nuevos centros de poder, que no son el orden social en general, sino lugares de m ando. Por ciento qu e se los puede hallar en to d o s los dom inios de la vida social, pero no por ello son m en os identiflcables. Son los grandes aparatos de gestión y de decisión. Volveré sobre ellos. Por ahora prefiero reaccionar contra la ilusión de la u n id ad y de la integración del conjunto de prácticas, y por tanto del orden social. Lo qu e se reproduce carece de un id ad , está hecho de cualquier m o d o , del presente y del pasado, com o un a oligarquía en la q u e se m ezclan las viejas fam ilias y los nuevos ricos. Se pretende creer en la un id ad de lo qu e se reproduce, o bien d e los privilegios. Y o sostengo, por el contrario, que esa u n id ad no existe. En el caso d e la escuela, en particular, no existe n inguna integración id eo ­ lógica de los program as. La escuela o la fam ilia, o todo otro agente de socialización, interviene, es verdad, com o instrum ento de inculcación, de reproducción. Pero lo que yo niego es la u n id ad de lo inculcado o de lo reproducido. En la escuela encontram os elem entos de dom inación de clase. Pero en el caso francés encontramos tam bién la intervención de un estado dirigido por la pequ eñ a b u rgu e­ sía, o, por el contrario, de inspiración autoritaria y, fin al­ m ente, lo que den om ino la retórica escolar, es decir la

auton om ía de los enseñantes al fabricar clases m edias y or­ ganizar tam bién una cierta vida intelectual en función de sus propios criterios. Pienso que estos tres elem entos se descom pon en: el dom inio de clase, por ejem plo, es a la vez el de la burguesía de hoy y el de la antigua burguesía, o incluso de la aristocracia, gracias a la continuidad de los colegios de jesuítas y de oratorianos hasta en los liceos, desde el colegio de Clerm ont hasta el liceo Louis-le-G rand. C uanta m ayor distancia se establezca del poder económ ico y de sus problem as, más com plejo será lo que se rep rod u ­ ce. Su contenido pertenece a un bloque histórico hetero­ géneo y no a una clase dirigente. Sabem os que nuestro sistem a escolar está hecho, a la vez, de una tradición estatal napoleónica, de una tradición socialdem ócrata, de una cultura burguesa y de un a cultura profesoral. Resulta incluso peligroso prestar un a unidad ilusoria a los privilegios y a las tradiciones. Supone acordar de hecho una prioridad indebida al estado, que unifica y codifica las prácticas, p o r encima de las clases sociales, que se dividen y se com baten. Así, la atención se desvía de lo esencial: del descubrim iento de los nuevos adversarios, encantados de perm anecer ocultos detrás de defensas para ellos secundarias y que p ueden ser atacados sin que peligre su poder. Q ueda el interrogante: actualm ente, el análisis de la acti­ vidad social, de la producción de la sociedad sigue estando en la som bra, mientras q u e se pone el acento sobre los m ecanism os de reproducción; ¿por qu é? ¿Por q u é esta visión invertida de la sociedad, reproducción p o r encim a de p ro d u cció n ? Porque vivimos el m om ento en q u e el pensam iento social es apropiado por el m undo universita­ rio, por un m undo de clérigos, que viven una pro fu n d a crisis de reproducción, qu e choca ante todo con cualquier agente de la educación en u n m undo qu e cam bia: iglesia, fam ilia, escuela, etc. Y los intelectuales dan a la sociedad de hoy u n a interpretación de sus conflictos a partir de su propia crisis. Quiero decir qu e los intelectuales, m uy n atu ­ ralm ente, adquieren prim ero una visión ideológica de la sociedad y, puesto que ellos m ism os son los productos de una educación en crisis, le prestan a ésta una u n id ad que ella no tiene, para salvaguardar o reforzar su posición. El

análisis de los m ecanism os de exclusión tiene m ucho m ás fuerza que los discursos dem asiado generales sobre la re­ producción. ¿Y cóm o no reconocer su fecundidad, cuando Sartre o Foucault luch an por y con los prisioneros, cuando el m undo de los trabajadores sociales sale de sus rutinas conservadoras, cuan do se ha em pezado a du dar sobre el papel de los hospitales psiquiátricos, etcétera? Estos debates y estas luchas son el punto más avanzado de la crítica social activa. Pero incluso aquí falta la capa­ cidad de nom brar al adversario. G randeza y lím ite de un liberalismo real, m ilitan te, que descubre la falsa raciona­ lidad y lo que oculta el orden. Los intelectuales no pueden ir m ás lejos; no p u e d e n sustituir a unas fuerzas sociales populares, las únicas en poder hacer surgir los grandes conflictos. Ellos contribuyen a preparar el nacim iento de tales fuerzas, pero a condición de señalarse a sí m ism os los límites de su propia acción. La situación actual evoca la crisis del an tiguo régim en ; está dom inada por la lucha contra los privilegios, pero es conducida por semiprivilegiados. Esta lucha d e los intelectuales contra los privile­ giados hace tam b alear la confianza en el orden antiguo, pero al m ism o tiem p o p u ed e desviar de los problem as sociales centrales, q u izá , por otra parte, porque esos m ism os intelectuales se encuentran en situación am bigua. Ellos son, a la vez, la flor y nata del viejo m undo (cada vez m ás elitistas, sofisticados), y agentes de destrucción del antiguo orden, pero en condiciones tales qu e no puede haber continuidad entre esta crisis del antiguo régim en y la captación teórica o práctica de los conflictos sociales reales y centrales de la nueva sociedad. N os hallam os preci­ sam ente en ese m om en to am biguo en qu e predom ina la im agen de un a sociedad unidim ensional, sociedad de encierro, de m allas y de cables (como se dice de las socie­ dades inform atizadas que tienen m edios de control cada vez m ás estrictos), d e esas sociedades program adas y llenas de norm as. N os hallam os en la am bigü edad de la reivin­ dicación, de la protesta contra un orden que sólo es capta­ do desde fuera, de lo alto, y no desde el interior y desde abajo. Tal era, ya, la crítica de los estudiantes de m ayo del 68

a Marcuse. C uando llegó, fue atacado por los estudiantes parisinos que le dijeron: «usted habla de sociedad u n id i­ m ensional, y afirm a qu e la única acción posible debe provenir de la m arginación. ¡N osotros no somos m argin a­ dos! Los estudiantes son gente, por cualquier lado q u e se los tom e, privilegiada y central. Mire, aquí, en este m om ento, las barricadas están en el bulevar Saint-M ichel, no en Aubervilliers. Q uienes las levantaron no son m argi­ nales indefinidos, sino estudiantes, y por tanto “ herede­ ros” »... La contestación resurgió en el centro del sistem a. D e mis conversaciones con Marcuse en aquel m om ento m e quedó la im presión de qu e aceptaba esta crítica y que m odificaba ya su pensam iento para tenerla en cuenta. Pero el propio m ovim iento de mayo no podía escapar a la am bigü ed ad. Su fuerza consistió en redescubrir la lucha social, pero no separaba los nuevos conflictos de la crisis de las antiguas instituciones, universitarias o políticas. Se situaba en el m om ento en qu e los conflictos no pu eden ser aprehendidos, todavía, sino sobre el m odo de la crisis. A l no poderse captar aún los m ecanism os, las relaciones sociales centrales, se captaba un orden que se declara en crisis; se presta atención al núm ero creciente de quienes ya no aguantan , que ya no hablan el lenguaje nuevo, q u e se retiran, se derrum ban, se vuelven locos, que ya no soportan m ás. En efecto, así es com o se siente la crisis del antiguo régim en, pero sobre todo a través de ella aparecen los conflictos del nuevo m undo. Así, m ediante esta vía indirecta, se descubren los nuevos conflictos sociales. D el m ism o m odo, a com ienzos de la industrialización cap ita­ lista, el desarraigo, la m iseria, el alcoholismo y la prosti­ tución generaron una crítica m oral y social a la vez im p o r­ tante y ciega, porque no h ab ía identificado todavía al a d ­ versario central: el capitalism o. Es tiem po, incluso hoy, de reconocer que el análisis de la crisis sólo puede ser efec­ tuado a partir de un análisis de los sistem as de producción y de poder. Tal es la tarea qu e m e he asignado. Tras haber situado así las etapas de renacim iento del pensam iento social, querría ahora hacer un balance, mirar el paisaje, antes de penetrar en el análisis de la sociedad.

A lgo que choca d e inm ediato es que, hoy, quien intenta pensar la sociedad se encuentra rodeado de im áge­ nes qu e son otros tantos escondites. Q uiero decir que de todas partes nos llegan im ágenes qu e parecen im ponernos analizar la sociedad en térm inos no sociales. En este sentido nos hallam os en el pun to cero, en busca de la so cied ad p erd id a. C u an d o m iro hacia los cuatro puntos cardinales, encuentro cuatro im ágen es principales. 1. La prim era, q u e palidece desde hace m ucho tiem po, es la que nos ha dicho: la sociedad es una m anera de ser, un orden de norm as y de principios, u n a cultura que descansa sobre unos valores (la racionalización, la seculari­ zación, por ejem plo). A q u í, la p ro p ia idea de la acción social no tiene lugar; lo que existe es el destino, el deber, la vocación; la gente va, o no, .en el sentido de la historia; cada uno de nosotros tiene relaciones con los dioses y con los dem onios. C ada un o es conducido por un radar, por principios qu e se le im p on en . La sociedad es un conjunto de gente llevada por su conciencia, o infiel a su llam ada y seducida por los dem onios o por la naturaleza. En conse­ cuencia, no estam os situados respecto de relaciones socia­ les, sino ante valores. 2. La segunda es la im agen negativa de un orden que es dom inación a la vez ideológica, política y económica. Sistem a preocupado ante todo de asegurar su perpetua­ ción. Todavía aquí, la acción social no parece tener lugar. 3. La tercera im agen es producida por la ideología tecnocrática. Es la idea según la cual la sociedad es puro cam bio, pura adaptación, y qu e p o r tanto es un m ercado. N o ya solam ente un m ercado económ ico, sino tam bién, o m ás aún, un m ercado político o ideológico. Este pen sa­ m iento proclam a el fin de los grandes principios y de las ideologías; ahora se trata de adaptarse, de negociar. T od o se ha convertido en táctica y estrategia. 4. Y finalm ente aparece la idea 'd e un m undo en crisis, incapaz de adaptarse, de cam biar, arrastrado a la

decadencia y dom inado por com portam ientos irracionales, pervertidos. Cuatro imágenes: la decadencia, el m ercado, la d o m i­ nación, la m odernidad. Tienen en com ún el que en todos los casos el actor social percibe la sociedad como una cosa, com o un orden ajeno a la acción. Estas im ágenes son tan fuertes q u e m e producen una gran du da. En el m om en to en que digo que la sociología nace, ¿no habría por el contrario que decir q u e ella desaparece, debido a qu e la razón d e ser no solam ente de los conflic­ tos, sino del funcionam iento de la sociedad, está en lo sucesivo fuera del cam po social? La idea es de fácil fo rm u ­ lación. En el siglo X IX nos convencim os de que los p ro ­ blem as sociales habían desbordado el cam po político, se hallaban en un m ás allá que era el lugar de las relaciones de clases, del trabajo, de la producción. ¿Acaso ahora no tenem os, en efecto, por un lado el orden, que e stá m ás allá de lo social, que es el poder absoluto, y por el otro la naturaleza? El orden, y contra él ¿n ada m ás que esos m ú l­ tiples m ovim ientos de los que Serge Moscovici d ijo que eran repetidos intentos de «ensalvajam iento»? ¿N o estam os ahora definitivam ente m ás allá de lo social, es decir e n un choque directo entre, por una parte, un orden q u e hay que expresar, en el lím ite, en térm inos no sociales, au to ­ m áticos, la m aquinaria del sistem a social, y, p o r otra parte, el deseo o todo otro principio de contestación qu e ya no es definido en térm inos de papeles sociales? H e ahí la gran cuestión. Una cuestión que nos lleva directam ente a preguntarnos si en efecto vivimos el fin de la sociedad, de una definición social de la experiencia. Interrogante al que se p u ed e responder de dos m aneras opuestas. La prim era dice: hay que cam biar radicalm ente las bases del pensam iento sobre la sociedad; la otra: de ningún m o d o ; vivimos la crisis y el fin de una sociedad, y es preciso que aprendam os, a través de la conciencia y la experiencia de la crisis, a pensar u n a sociedad nueva q u e, por prim era vez, no sea pensable sino en términos de relaciones sociales. En este sentido, en este m om ento nos hallam os a la vez m uy alejados y muy cerca del nacim iento de un pensam iento social de la sociedad. La prim era respuesta ya h ab ía sido

d ad a por T ocq u ev ille. U n a sociedad d e m asas disuelve las dep en den cias y las barreras y perm ite la aparición de un poder ab so lu to . Se añade hoy que la resistencia a ese poder sólo p u ed e provenir de la defensa de u n a id en tid ad , de una n atu raleza o d e u n a co m u n id ad . Entre ese más alíá y este m ás acá d e las relaciones sociales, d e las instituciones y de los conflictos o rgan izados, no h abría más que un confuso y cam b ian te ju e g o de intereses m uy diversos. E sta visión es seductora. Sin em bargo , m e parece incapaz d e dirigir el análisis. Sigo siendo gu iad o por el ejem plo marxista, p o r la volu n tad d e rom per esta im agen dem asiado general d e l p o d er y de volver a hallar la naturaleza precisa de un a dom in ación . B low -up* Pero la sociología nun ca pu ed e nacer antes de q u e la escena social se haya rean im ado. A cabam os de cam biar la escena d e nuestro teatro y el eq u ip o d e los obreros estructuralistas h a instalado u n nuevo decorado. A cabam os d e escuchar u n as voces en algu n a parte hacia el fondo d e la escena o en la sala. C om en zam os a pon er en fun cion a­ m iento las luces y a ver algunas som bras q u e atraviesan la escena: lo s tecnócratas, las sociedades m ultinacionales. Lo que to d a v ía nos falta, algo que es el gran interrogante del sociólogo, es saber q u é person aje, d a d a su acción, su lucha, h ab rá d e reanim ar la escena. ¿Q u ién va a tom ar el lugar d e la clase obrera, convertida en agente político más que en actor de los grandes problem as sociales? El sociólogo tiene verdaderam ente, aú n , los oídos sordos. ¿C u án d o van a retom ar la palab ra los actores? ¿C óm o, desde enton ces, no pen sar en m ayo del 68 y en lo q u e significa esto: no ya el actor que to m a la palabra, sino la palabra q u e produce al actor y q u e revela las relaciones so­ ciales? P o rq u e el m ovim iento social es el que hará aparecer a los actores y su conflicto. H e ahí el m om ento en q u e nos encontram os situados. La historia ya no p u ed e aparecer * E xpresión to m ad a del título de la pelícu la d e A n toníoni. (N . del E .)

com o el triu n fo de la m odern idad o, inversam ente, como el d e un o rd en represor. N o s hallam os en el alb a de un nuevo d ía, de nuevos com bates y de nuevas esperan zas. El sociólogo no pu ed e descubrir y anunciar soberanam ente lo que h abrá d e ocurrir. Sin m ovim ientos sociales n o hay sociología posible. El m ovim iento social produce la socio­ logía al m ism o tie m p o que el sociólogo revela el sen tid o del m ovim iento social. Sin el nacim iento del m ovim ien to obrero, no habría h a b id o teoría de la sociedad industrial. Se habría perm an ecido en el análisis económ ico o en la protesta m oral. A p u esto por que ya se form an los m ovi­ m ientos sociales q u e van a exigir el renacim iento de nuevas relaciones sociales, al m ism o tiem po q u e nuestro trab ajo , superando e incorporando la cristalografía estructuralista, las u topías del deseo o la crítica de la reproducción y d e la exclusión, habrá de ilum in ar la escena. B low -up. N o sotros som os quien es to m am o s la foto que h ará aparecer al perso ­ naje, al m ism o tie m p o q u e el m ovim iento d e los actores será el que nos o b lig ará a desplazar nuestra m irad a, de la sala hacia la escena.

Capítulo V

Pensar la sociedad

H u b iese preferido no tener que p reocu parm e por construir u n a representación general de la sociedad. Y ello p o rq u e la investigación no tiene otro objetivo prin cipal que resolver problem as, y por tan to im aginar, enunciar y verificar hipótesis. Pero, en las ciencias sociales estam os o b ligad o s a dedicar m ucho tiem po a tareas preparatorias poco glorio­ sas, siem pre a punto de reiniciarse, y sin em bargo in d is­ pen sables. N o se las d eb e llam ar teoría, sino q u e habría que h ab lar de prolegóm enos. Las estrellas o las h orm igas no im p o n en su p ro p ia representación a quienes las estu­ d ian ; por el contrario, la sociología o la historia se ejercen según docum entos que son, m ás o m en os directam ente, portadores de tal representación. En consecuencia, hay q u e hacer la crítica d e esas nociones y d e esas categorías que uno se ve llevado a confundir con los propios h ech os. Sobre to d o , hay que aprovechar las ventajas d e n uestra sociedad. Su gran capacidad d e acción sobre sí m ism a, debid o al crecimiento o la revolución, favorece el naci­ m iento de u n análisis social q u e no explica lo social sino por lo social, como lo exigía D urkh eim . Lo que su p o n e u n esfuerzo crítico p ara liberarse d e to d a filosofía social o m oral. Si tuve que dedicar m ucho tiem p o a hacerm e u n a id ea d e la sociedad, ello fu e así, ta m b ié n , p orque cuando puse m an os a la obra n o encontré a m i alcance n in gú n

in strum en to de análisis. Por un lado se m e incitaba a describir y a relatar, sin preocuparm e por las categorías a em plear ni por su origen; p o r el otro, se h a b la b a sobre la sociedad m á s q u e d e la sociedad. Y cuan d o, en el trans­ curso de m i prim era estancia en los Estados U n ido s, en ­ contré la teoría dom in an te en esa época, el funcionalism o, m e chocó tan vivam ente y m e pareció tan cargad a de id eo ­ lo gía conservadora que no p u d e evitar com batirla en su propio terreno. A la vez q u e d ed icab a un tie m p o conside­ rable a m i encuesta sobre la conciencia obrera, preparaba Sociologie d e l ’action. El libro interesó a un cierto núm ero de co legas, pero fu e considerado m ás bien severam ente por un trib u n al d e la Sorbonne. A q u e l d ía , quien es m e ju z ­ gab an aprovecharon esa ú ltim a ocasión p ara decirm e lo q u e les d isg u stab a de m í y de m i trab ajo , y esto en térm i­ nos q u e yo experim enté com o tan injustos que m e levanté para d e ja r la sala en la que d efen d ía m i tesis, se m e retuvo. F u e a fin es d e ju n io d e 1965. Partí hacia Chile unos d ías d esp u és y pasé unas m alas sem an as reviviendo cual u n a p esad illa aqu ella m uerte cerem onial. Pasaron los m eses. L a universidad de M ontreal m e invitó p o r algunas sem an as en el o toñ o d e 1967. A llí, en m ed io de am igo s, al lado d el m onte Royal, rojo y am arillo p o r el otoño, com encé a reunir m is id eas. N a d a q u ed ó de aquellos p ri­ m eros cientos d e págin as, pero ellas trajeron otras, escritas en C h átenay, San tiago o Los A n geles. Pese a otros trab a­ jos, d u ran te los cinco años siguientes no d e jé d e dedicar la m ayor parte de m i tiem p o al libro p u blicado en el otoño de 1973: P roduction d e la société. U n año d esp ués, P ou r la sociologie, u n a colección de ensayos, fu e ofrecido com o p u n to d e referencia a los lectores de a q u e l grueso libro. R ecien tem ente, en La so ciété in visible, retom é y p ro fu n d i­ cé el tratam ien to de algunos problem as y, sobre to d o , del cam b io social. Me gustaría retocar cada cierto tiem po p artes de m i libro principal, pero él constituye u n pu n to de p artid a suficiente. Fin alm en te voy a p o d er dedicarm e al verdadero trabajo. El an d am iaje está com pleto; falta construir. Por últim a vez, h agam o s el balan ce de nuestras herram ientas. L a sociedad ha sido , prim ero, u n sendero d e un

b osqu e, abierto a duras pen as entre las leyes de D io s y las de la naturaleza. Poco a poco, ella desbrozó a los dioses y a la n atu raleza, p ara llegar al sitio en q u e ahora nos hallam os, en un a situación casi inversa en la que ya no hay ni unos ni otros. A hora, som os responsables de todo. N o hem os m atad o a los dioses, nos los hem os devorado. N uestra sociedad no es u n a sociedad sin dioses, p u ram en te positiva, pu ram en te secularizada o racionalizada. E lla h a reincorporado en sí lo que d o m in ab a a las sociedades anteriores. Lejos de ser positiva y transparente, es una so c ie d a d q u e actúa sobre s í m ism a, q u e , en consecuencia, está d ivid id a consigo m ism a. D e ahí, p ro b ab lem en te, m i resistencia a dos im ágenes extrem adas d e la sociedad q u e ya hem os encontrado en nuestro cam ino: aqu élla, n e o lib e ­ ral, q u e anuncia el advenim iento del pragm atism o, de los cálculos y d e las estrategias, de la adaptación al «g o lp e a golpe», y la de la sociedad en tanto q u e orden com pacto, dom inación y reproducción. N uestras sociedades, por el contrario, están m ás desgarradas que nunca. E stam os o b li­ gados a considerar a la sociedad com o producto de sí m ism a, com o acción sobre sí m ism a, pero a través de la m ultiplicid ad de las relaciones y de los conflictos sociales. Henos aq u í ante las dos palab ras claves del análisis de la sociedad: relación social y acción. A lgu n as palabras La sociedad es acción sobre sí m ism a: es lo q u e ella se hace, lo q u e ella se produce. Pero no se produce a partir de u n m ás allá, del lugar de los dioses, del lu gar d el orden político o d e la historia; sólo se produce a través de sí m ism a, es decir m ediante sus relaciones sociales. A q u í, muy brevem ente, hay q u e form ular los principios ele m e n ­ tales del análisis sociológico. Los resum iré en tres proposiciones: 1. El o b jeto d e la sociología es e l estu dio d e las rela­ ciones sociales. Esto nos libera d e go lpe de u n a gran parte de aqu ello qu e se cree debe ser la sociología. D escribir u n aspecto d e las sociedades contem poráneas no d ep en d e de

la sociología. H ab lar de las condiciones d e v id a de los obreros d e C h icago o de los cam pesinos tailan deses, descri­ bir las in stitucion es políticas o las prácticas religiosas en París o R ío de Jan e iro d ep en d e d e eso q u e siem pre se h a d en o m in ad o la historia y la geografía. N o veo m otivo para darle otro n o m bre. La sociología trata d e un orden d e hechos específicos: las relaciones sociales. N o tiene por objeto n i las situacion es o b jetiv as, ni las intenciones o las opiniones. C onsiste incluso m enos en explicar lo subjetivo por lo o b je tiv o , o lo objetivo p o r lo subjetivo. Su principio básico es: e l se n tid o de una con du cta está d eterm in a d o p o r la natu raleza d e las relaciones sociales en las cuales está situ ado e l actor. 1. ¿Q u é es un a relación social? Es u n a interacción d eterm in ad a p o r un cam po . H ay dos gran des órdenes de interacciones: u n o estu diad o por la sociología, y otro e stu d iad o por su h erm ana casi gem ela, la ciencia política. Existen, d e hech o, interacciones sin cam po, tales que los actores son d efin id os com pletam en te p o r sus intereses, sus conflictos o sus negociaciones. A ellos lleva el análisis p o lí­ tico. Sus prin cipales ejem p los son la guerra y el m ercado. En ellos los actores se sitúan ante todo con sus objetivos y sus an tagon ism o s. El cam po d e batalla o el d e la tran­ sacción no intervienen en la d efinición d e los actores. Esto se ap lica, asim ism o, fu era de los fen óm enos m ilitares y económ icos, p o r ejem p lo en las negociaciones. La v id a política su p o n e aspectos de m ercado y d e guerra. N osotros, sociólogos, estu diam o s, por el contrario, lo q u e d en om i­ nam os relaciones sociales, es decir interacciones definidas por un ca m p o d ete rm in ad o . T om o u n ejem p lo para m ostrar d e inm ediato la diferencia entre estos dos tipos d e interacción: si considero la relación entre u n obrero y un capataz en u n a em presa in d ustrial, cualquiera ve que no hay ahí u n obrero y un capataz q u e se encuentran en la em presa p ara com batirse y negociar. C u alqu iera en tien de q u e la fáb rica, o sea el patrón , el sistem a de au to rid ad , el pod er, es lo que define la posición «obrero» y la posición «capataz». Se p u ed e im a ­ ginar fábricas — y las hay— en las q u e no existan capata­ ces, en d o n d e la distribución de la au to rid ad se efectúe de

otro m odo. En consecuencia, no ten em o s a q u í e l caso d e personajes q u e se encuentran, sino e l d e p a p e le s q u e se ju egan . A q u í, es el cam po el q u e m an d a. Y esto m e lleva al tercero y últim o capítu lo d e este breve tratad o de sociología. 3. ¿Q ué es un cam po? Es una intervención de la socie­ d a d sobre s í m ism a. Id ea sim p le, pero fu n d am en tal. Retom o m i ejem plo de la relación obrero-capataz. Ella es defin ida por un m odo d e au torid ad . La organización in ­ dustrial es producida p o r u n a intervención que em an a de un po d er y que construye los p apeles y sus relaciones. Estos p a p eles se definen a s í m ism os p o r sus relaciones d ife re n ­ ciales con ese p o d e r. Se experim en ta q u e el cap ataz es el representante del poder, y que el obrero es quien sufre el poder. A s í pu es, n o hay relaciones sociales sin d im e n sió n de p o d e r. T oda relación social supone u n a dim ensión de poder p orque los actores están d efin id os por su relación con el poder. U na vez planteados estos principios, hay q u e intro­ ducir d os grandes pro blem as q u e ocupan lo esencial de nuestro trabajo. Primer problem a: ¿son to d as estas intervenciones de la m ism a naturaleza? ¿N o hay diferen tes tip o s de interven­ ciones? Segun do problem a: ¿q u é significa esta expresión tan vaga: «la sociedad»? ¿Q u é es esta sociedad q u e a ctú a sobre sí m ism a? Existen, en efecto, n um erosos niveles de intervención de la sociedad sobre sí m ism a. El q u e di com o e jem p lo es el de las organizaciones, co n ju n tos concertados d e m edios al servicio d e u n a acción sobre u n entorno, com o u n a em ­ presa, u n hospital, u n a escuela, un regim iento, etc. A qu í, la intervención consiste en d efin ir reglas, papeles, relacio­ nes de autoridad. A un nivel m ás elevado, encontram os cam pos de decisión circunscritos p o r determ in ados princi­ pios. Y o los llam o instituciones. Los actores, fuerzas p o lí­ ticas, grupos de intereses o de presión , ejercen a h í su in ­ fluencia sobre las decisiones. La intervención, todavía aquí, proviene d e fu era, d e m ás arriba. E n la cim a de las leyes se encuentra la constitución, pero, tam b ié n , un

d om in io d e clase q u e fija lím ites al ju e g o d e las in stitu ­ ciones políticas. Fin alm en te, m ás arriba, encuentro rela­ ciones de clase q u e están situ ad as en un conjunto de inter­ venciones d e la sociedad sobre sí m ism a, m ed ian te las cuales ésta d efin en sus orientaciones culturales, las catego­ rías de su práctica, sus fin es. Las d en om in o la historicidad de una socied ad . La sociedad se lee, entonces, de arriba ab ajo. La historicidad es el cam po de acción d e las clases. El resultado de sus relaciones es u n d om in io que circuns­ cribe el cam p o institucional y separa a los actores políticos en conservadores u opositores. El resultado d e sus discusio­ nes produce leyes o contratos, q u e determ inan las form as de organización y, en consecuencia, los p ap eles sociales. T al es la jerarqu ía d e los sistem as sociales. ¡Pero cuid ado! C u an d o d igo jerarqu ía hay que desechar to d a id ea de superposición d e diferentes categorías d e hechos. Y o no jerarquizo lo económ ico o lo político; yo jerarquizo rela­ ciones d e clases, relaciones políticas y relaciones o rgan iza­ tivas, lo que es m uy diferente.- N u n ca hablam os d e factores, y jam ás de instancias. U n id a d y d u a lid a d d e la so c ie d a d A h ora, hay que considerar la otra cuestión; ¿q u é es esta sociedad que actúa sobre sí m ism a? N o s hallam os a q u í ante un p ro b lem a fu n d am en tal. P ued o im aginar u n a so ­ ciedad q u e se contem pla en un espejo o q u e se reproduce. Sería d efin id a, entonces, com o un person aje q u e p ro m u lga reglas: el rey, la iglesia o el e sta d o ... Pero ¿cóm o p u ed e hablarse de u n a sociedad que interviene sobre su propio funcionam ien to? ¿D e d ó n d e proviene ese volverse sobre sí? ¿C óm o p u ed e la sociedad actuar sobre sí m ism a? R esulta claro que el cam ino intelectual que m e hace afirm ar q u e la sociedad produce sus categorías d e prácticas, su ser, su funcionam ien to, m e o b liga a agregar de in m e­ diato: la sociedad se d iv id e, u n a parte de ella actúa sobre el conjunto d e la sociedad. N o pu ed o separar intelectual­ m ente las dos afirm aciones que sí p u ed o sim bolizar m ed ian te las d o s palabras clave de m i análisis; la histori­

cidad — vale decir esta producción de la sociedad p o r sí m ism a— y las relaciones de clases — o sea esta ruptura que hace que u n a parte de la sociedad se iden tifique con la historicidad, se h a g a cargo de ella y construya así su p o d er y sus privilegios, m ien tras que la otra se defiende contra este d om in io y busca retom ar la dirección de esa h isto ri­ cidad. Esto m e o p o n e a la vez a dos concepciones opu estas entre sí. La prim era dice: en la cim a se hallan los valores; a partir de ellos se conform an norm as que rigen los d o m i­ nios particulares d e la v id a social: el trabajo, la fam ilia o la política, lo que d a nacim iento a organizaciones, jerarq u i­ zadas y diversificadas, pero en el interior de una cultura. Por ejem p lo , en la cultura m oderna, racionalizadora, industrial, se encuentran, a la vez, ingenieros y peones. La concepción inversa afirm a: lo prim ero y fu n d am e n ­ tal es la oposición de clases; cada clase es portadora d e sus propias categorías, d e su ideología. Pero la clase d o m in an ­ te tiene un gran privilegio: es capaz d e im poner su id eo ­ logía. Por tanto, lo que parece ser el terreno com ún en el cual se enfrentan las clases no lo es en absoluto: la clase dirigente tiene la elección del terreno, la elección de las arm as, y ella es la q u e define las condiciones de la in te ­ racción entre las clases. Yo niego del m ism o m odo am bas visiones. La cap aci­ d ad de acción de la sociedad sobre sí m ism a, la producción de la sociedad por sí m ism a y su división en clases so n las dos caras de la m ism a m o n ed a. Son dos afirm aciones in se­ parables, que tienen el m ism o estatuto teórico. A ello se debe el que yo p reten d a que toda conducta social sea defin id a conjuntam en te por u n a relación con un p o d er, y en consecuencia, sea conflictiva, y, a través de la referencia a un cam po, a eso que denom ino conflicto de intereses, id en tidad de apuestas. Se lucha por el control, p o r la d i­ rección de uno u otro tip o , de uno u otro nivel, d e in ter­ vención de la sociedad sobre sí m ism a, constituyendo el asunto clave el conflicto po r la gestión de la producción de la sociedad por sí m ism a. ¿Puede afirm arse q u e las relaciones de d ase son relaciones sociales de producción ? En segu id a elim iné la id e a de clases reducidas a u n a estra­

tificación social, a la d esigu ald ad social; y agrego ahora: no, las relaciones d e clase no son relaciones sociales de producción; son relaciones d e producción d e la sociedad por sí m ism a. Lo qu e está en ju ego en estas relaciones es el control d e la historicidad. ¿C óm o se m an ifiesta esta producción d e la sociedad por sí m ism a , esta historicidad? La historicidad, la p ro d u c­ ción de las categorías m ás generales de la cultura y del cam po de la acción social tiene tres dim ensiones p rin cip a­ les: una dim en sión que yo llam aría el m o d o de conoci­ m iento (lo m ism o q u e M ichel Foucault den om in a u n episiem d), u n m odo d e acum ulación (es decir u n a d im ensión económ ica), y u n a dim en sión que llam o m odelo cultural. Es la im agen q u e u n a socied ad se form a d e su capacidad de actuar sobre sí m ism a, de su historicidad, im agen que p u ed e ser n o social, por ejem p lo si u n a sociedad se som ete a un o rd en superior q u e d eten ta la creatividad, y que pu ed e llam arse D ios. 1. U n m o d o de conocim iento es a la vez una ap u esta, un cam po de relaciones d e clases, pero al m ism o tiem p o nunca se ofrece a la observación fuera de una cierta división. E stá dividido en id eo lo gías, pero al m ism o tiem po es el cam po que produce particulares relaciones d e clases. Los intelectuales son , a la vez, id eólogos qu e repro­ ducen id eologías de clase y productores de conocim iento, y por tanto una parte de la cultura y el cam po en el cual habrán d e definirse nuevas relaciones de clases. 2. En el p lan o económ ico, la historicidad consiste en retirar d e l circuito de producción-consum o una parte del producto con sum ible para acum ularlo e invertirlo b ajo u n a form a d ete rm in ad a p o r el m o d elo cultural. El m ism o puede servir p ara construir cem enterios, iglesias, palacios, m on um en tos o fábricas. E l tipo d e inversión determ ina el m odo de producción. 3. F in alm en te, el m odelo cultural es una representa­ ción, pero no separable de una acción m aterial, del grad o de in fluencia económ ica de la sociedad sobre sí m ism a. C u ando m ás d éb il es la capacidad de acción de la socied ad sobre sí m ism a, m ás exterior a la sociedad parece el p rin ­ cipio d e creatividad. Por el contrario, cuanto m ás fuerte es

ella, m ás es cap tad a prácticam ente, d efin id a com o creci­ m iento o com o ciencia. La h istoricidad es, a la vez, epistém ica, económ ica y cu ltu ral, pero el nivel de historicidad d eb e ser d efin id o por u n a práctica m aterial, económ ica. El nivel m ás b ajo corresponde a las sociedades agrarias q u e sólo pu ed en actuar sobre la reproducción de la fuerza de trabajo , que sólo invierten para au m en tar la can tid ad de p ro d u cto s consum ibles. A un nivel m ás elevad o se encuentran las sociedades m ercantiles en las que intervie­ nen el intercam bio y la distribución d e bienes. Por en cim a de ellas, las sociedades industriales suelen utilizar el capital acum ulad o para m odelar la organización d el trab ajo , la división d e las tareas, lo q u e en general se llam a la racio­ nalización. Finalm ente, las sociedades posin d ustriales «p ro­ ducen productividad:», inventan productos nuevos, suelen realizarse al nivd de los conjuntos d e producción, e m p re ­ sas y sistem as económicos. Pero, ¿d e dónde surge q u e u n a socied ad se encuentre a tal o cual nivel d e historicidad? El siglo X I X resp on d ió a esta p re g u n ta en térm inos d e evolución, d e p asaje p ro g re ­ sivo a la racionalidad y a la co m p lejid ad . Si n ie go esta respuesta, m e veo o b ligad o a decir lo sigu ien te: el nivel de influencia d e una socied ad sobre sí m ism a proviene del nivel del estím ulo y de challenge proveniente de su e n ­ torno. D ich o de otro m o d o , u n a sociedad alcanza u n nivel de influencia sobre sí m ism a tanto m ás elevado cuanto q u e se vea más e stim u lad a y más am en azad a de fu era, precisándose que el entorno de u n sistem a son la s otras sociedades o , incluso, los m iem bros de la sociedad tanto com o un m arco natural. E l nivel d e lo m ás ín tim o e n un a sociedad, su producción en sí m ism a, no es d efin id o com o lo interior, sino com o lo exterior. Lo esencial, m e parece, es la am en aza, o digám oslo m ás claram ente: la guerra. Las sociedades posindustriales no son sólo las m ás prom eteicas, sino tam b ién las m ás frágiles, las m ás a m e n az a d a s. El m u n d o en qu e vivim os n o p u ed e ser d efin id o so lam en te p o r el triun fo de la po sitivid ad; d eb e serlo a la vez p o r el triunfo del conocim iento científico y por el d e los im p e ­ rios. Estas sociedades de historicidad muy acusada, y que

yo d e n o m in o sociedades posin d ustriales o pro gram adas, qu e tien en cap acid ad p ara actuar sobre la to talid ad d e su fu n cio n am ien to y no reconocer otro principio de creativi­ d ad que su p ro pia obra, no son d e n in g u n a m anera las sociedades positivas de A u gu ste C o m te, o esas sociedades libres con q u e se soñ aba a fin es del siglo X I X y h asta en las grandes con m ocion es de la prim era m itad d el siglo X X . D e sp u é s de la u n id a d , la d u alid ad . C u an d o digo «rela­ ciones d e clases», h ablo d e relaciones sociales, de relaciones entre actores d efin id os p o r sus relaciones con la historici­ d ad y p o r su conflicto p ara el control d e ese cam po d e h istoricid ad . A grego qu e no p u ed o im agin ar u n a situación social q u e no entrañe, q u e no su p o n ga u n a conciencia d e situación social. N o hay clase sin conciencia d e clase. Esto no quiere decir q u e in dividuos o gru p o s, en u n m o m en to cu alq u iera, sean d efin id os únicam ente p o r su pertenencia de clase. E stá claro que en u n m om ento d ad o , obreros q u e tienen u n a conciencia d e clase p u ed en actuar com o franceses o alem an es, o en tanto q u e m iem bros de una fam ilia, u n grupo local, u n a categoría de ed ad , u n grupo religioso, o incluso en tan to que individuos en ascenso o caída so cial. Pero las relaciones d e clases son las relaciones sociales m á s fu n d am en tales desde el p u n to de vista del fu n cio n am ien to d e u n a sociedad. Esto quiere decir, sobre to d o , q u e la capacidad d e acción colectiva no proviene fu n d am e n talm e n te del partido o d e la organización, q u e ella existe al nivel de la propia clase. H e d efin id o a las clases co m o actores históricos. Sus relaciones son relaciones entre actores orientados. A ello se d eb e el que haya que descon fiar d e análisis d em asiad o fáciles qu e relacionan directam ente u n a acción d e clase y u n a política o un a ex­ presión cultu ral. Estas b u rd as correlaciones son casi sie m ­ pre falsa s, pu es evitan los verdaderos p ro b lem as, aquéllos que sólo p u ed en entenderse al nivel d el sistem a form ad o por u n cam p o d e h istoricidad y de relaciones de clases. Es tan falso h ablar de u n a lógica natural d el beneficio com o fragm en tar la sociedad en series de actores que persigu en sus intereses superficialm ente defin id os. Lo m ás in acepta­ ble consiste en n o ver en u n a sociedad sino la con form a­ ción d e u n a dom in ación de clase. T al afirm ación rem ite al

funcionalism o más chato. En lugar de decir «los valores» se dice «la clase dirigente», y se recrea un cam po h om ogén eo en el interior del cual se estudia los m ecanism os d e jerarquización, fun cion alidad, centralidad, m arg in alid ad , del m odo m ás tradicional. Por el contrario, siem pre m e represento la so cied ad com o, a la vez, orientada por su historicidad y d iv id id a por la lucha de sus clases. Sé q u e el conflicto nunca es c o m p le ­ tam ente abierto, que hay sistem as de d om in ación. Pero una dom inación de clase jam ás, tam p o co, está co m p leta­ m ente cerrada. Siem pre hay lu g ar p ara la lucha y lo s con­ flictos. Existen sisterm as com pletos de dom in ación , pero éstos nunca pu ed en ser iden tificados con u n a clase d irig e n ­ te. Sólo un estado absoluto p u e d e im poner un d o m in io absoluto; m ientras que la existencia d e u n a clase d irigen te plan tea p o r sí m ism a la existencia de u n conflicto activo con la clase dirigid a. R esulta claro, ahora, que h ab la r d e la so c ie d a d es hablar d e la acción social. La sociedad n o es un ser, u n a naturaleza, un organism o; es u n a red de relacio ­ nes sociales organizadas alrededor d e luchas p o r la dirección d e diversos m odos de intervención de la socied ad sobre sí m ism a. T en go u n a im agen d ram ática de la socie­ d ad , pu esto que hay d ram a cu an d o hay lucha. La expe­ riencia cotidian a no es la de u n a sociedad to talm en te an im ad a p o r la producción de sí m ism a y por las luchas por el control de esta producción; pero de ahí es de d on d e hay que partir, p o rqu e lo que no es dram ático, o sea el orden , la reproducción, y com o corolario la adap tación o la m argin ación , debe ser considerado com o u n ach atam iento, u n a destrucción d e la acción y d e las relaciones sociales, y por tan to com o la p ato lo g ía de la so c ie d ad . E sta im agen dram ática de la sociedad concuerda con la nuestra; es norm al q u e sea p ro d u cid a por ella. Las socie­ d ad es del p asad o , acorraladas entre el orden de los d io ses y las leyes d e la naturaleza, d ejaron a la acción social un espacio d é b il, pero fuertem ente ilu m in ad o , aqu él en el que se sitú an los grandes hom bres. Creo que si siem pre hem os sido fascinados por esos person ajes, ello se d e b ió a q u e, en esas sociedades encerradas en sistem as d e repro­ d ucción, ellos eran, en la cim a d e la sociedad, los únicos

actores. P rop io d e nuestras sociedades es q u e el d o m in io de la acción , que antes estab a lim itad o a algunos p rín ci­ pes, señ ores, guerreros o sacerdotes, se extendió a la casi to talid ad d e la población , lo que no d e ja de su po n er consecuencias negativas, sin el pelig ro , ya presen tido por T ocqu eville, de q u e esta m ovilización p u e d a crear el to ta ­ litarism o. D e hecho, hem os lle gad o a situaciones sociales en las q u e los m ovim ientos sociales, las acciones d e clase, se p lan te a n cad a vez m ás com o portad ores de sü p ro pio sentido, es decir, com o no subord in ad os a las leyes d e la n aturaleza, al pen sam ien to superior de sabios u hom bres políticos o a u n partido to do po deroso, portad or d e la verdad d e la historia y d e la naturalerza. N os hallam os pues en u n a sociedad en la que todo nos aparece com o acciones y relaciones sociales, y en consecuencia en u n a so­ ciedad en la q u e to do parece efím ero. La sociedad n o es u n conjunto d e m ecanism os regidos p o r leyes n aturales, sino una red d e relaciones, de luch as, de negociaciones, de m ovim ientos sociales. C u an to m á s avan zam os, la sociedad m ás nos parece iin d ram a o u n enm arañam iento de dram as, com o el teatro d e la historia. Pero un teatro al m odo d e l que m uestra el festival d e N ancy, en el q u e el m un do aparece agitad o de arriba ab ajo p o r ese m o vim ien ­ to de la acción y de los conflictos. E l p o d e r com o p a to lo g ía Sería, sin em bargo, u n a im agen intolerable p o r in ge­ nua la d e u n a sociedad cada vez m ás abierta, en la q u e todo el m u n d o tuviese la p alab ra. L a capacidad (que parece ilim itad a) de acción d e la sociedad sobre sí m ism a tiene com o contrapartida el refuerzo, la transform ación del orden. C u an to más se agita la socied ad , m ás se refuerzan los sistem as de orden. C u an to m ás fuerte es la dialéctica de las relaciones sociales, m ás aprem ian te se hace la positivi­ d ad d e l orden. C u an d o las sociedades, las colectividades estaban am pliam en te ocu p ad as en su sim ple reproducción, el p o d er, si bien era ab so lu to , no era m enos lejan o. Era el del faraó n , con sus pirám id es, sus trab ajo s forzad os y sus

ejércitos; la vida co tid ian a del cam pesino estab a exp u esta a conm ociones; pero en sus operaciones co tidian as sólo estaba débilm ente m arcada por las intervenciones del poder. Y sabem os cóm o en un a m on arquía a b so lu ta, un a española p o r ejem p lo , la idea del poder m on árquico central siem pre h a sido asociada a la d e la au ton om ía, la de los fu eros, lo qu e siem pre perm itió — incluso en Francia— que una cierta tradición m on arqu ista se p resen ­ tase com o algo libertaria. C u an to m ás vivim os e n u n a sociedad activa, m ás, tam bién, nos vem os inm ersos — lo que parecería contradictorio— en u n a sociedad reg lad a. El cam po del control social n o d eja d e extenderse, y al m ism o tiem po este control social se interioriza. U no d e los grandes fenóm enos actuales es el reem plazo en la vida privada d e la costum bre y de lo proh ibido por norm as. La acción sobre el com portam iento hum an o se efectu ó, durante m ucho tiem p o , negativam ente, m ediante san cio­ nes y repulsa: hoy, ella tiende a u tilizar cada vez m á s las recom pensas. A qu í se sostiene la id eo lo gía d e los d ete n ta ­ dores del orden — qu e se han convertido m enos en agentes de coerción que en agentes de m an ipu lación . E sta in terio ­ rización d e las norm as es reciente en Francia: en el espacio de un a generación, y sin crisis m ayores, este país católico se convirtió en un p aís protestante. Las referencias a la au to ­ ridad organizada de la iglesia han d esaparecido por com pleto. La iglesia católica se h a d escom pu esto. P o r todas partes florecen cam pañas de m oralización. A lgu n os espíri­ tus superficiales afirm arán: la iglesia católica h a d esap are ­ cido, nos hemos liberado. Es cierto, pero el hecho de haberse liberado d e una iglesia p u ed e asim ism o p erm itir la influencia d e los m oralizado res, d e aquellos q u e buscan fijarnos norm as d e consum o y d e relaciones sociales. Y a no se nos dice lo que nos está p ro h ib id o hacer, sino lo que nos está prohibido no hacer, a m en u d o en n o m b re del rendim iento, ya se a m onetario o sexual. Play-B oy es un buen ejem p lo de esta id eología de dirigentes: aproveche su cuerpo com o aprovecha a su em presa; ten ga un b u e n ren­ dim iento afectivo o sexual; h ágalo al m áxim o p o sib le , lo m ejor po sib le, en el tiem po m ás breve po sible, p a ra tener un buen índice d e eficien cia...

Estas observaciones m e llevaron al segu n d o gran terre­ no del a n álisis sociológico. La sociedad tiene u n a faceta de som bras y u n a faceta d e lu z. La faceta de luz es la acción, la h istoricidad, y en consecuencia todas las relaciones sociales a través de las cuales ella se m an ifiesta y se realiza; la faceta d e som bras es el achatam iento de las relaciones sociales, el reem p lazo de la producción d e la sociedad por sí m ism a por la reproducción del orden establecido. Lo que d eterm in a entonces el tercer cam po d e la actividad sociológica, el m ás difícil de conquistar: ¿en qué se con­ vierten estos actores así aplastad os por el orden ? N o hablo de algu n o s de nosotros d esign ad os com o víctim as, disi­ dentes o m argin ales, sino de todos los qu e no som os suje­ tos soberan os d e la historia, conscientes y o rgan izados, sino personajes reventados com o una escultura de Lipschitz. C ad a u n o de nosotros participa en la producción de la historia, pero al m ism o tiem po está separado de ella; está encerrado en el m u n d o del p o d er y del orden. En conse­ cuencia, cad a cual vive en categorías q u e son u n obstáculo a su participación en la acción d e la sociedad sobre sí m ism a. E sta situación es la que yo den om in o — no sin h e­ sitación— la alienación, dan do a esta p alab ra d em asiad o im precisa u n sentido preciso, lim itad o. En u n a relación social, el q u e es d om in ad o actúa a la vez según su posición y según el p apel que le otorga el d om in an te. Sigu e a la vez dos lógicas contradictorias: la del d om in ad o y la del d o m i­ nante. A sí pu es, es contradictorio consigo m ism o, incohe­ rente, sep arad o de sí m ism o , es decir alien ad o. T anto más cuanto q u e el papel que otorga el d om in an te no es im puesto directa y personalm ente. Se im p on e a través de la im p erson alid ad , la positivid ad d el orden, según el m odo d e lo natural, el buen sen tido, la adaptación: la gente es así, hay qu e conform arse. Los m o d o s de conducta acordes con los intereses de los dirigentes no se im ponen al d irigido, al d om in ad o, sino a través d e esta naturalización y este consenso supu esto. D e m o d o q u e la contradicción no es reconocida. C u ando lo es, es el resultado del trabajo de los m ovim ientos sociales. Estos siem pre le han dicho a la gen te: lo que se pien sa, lo que se hace, se está forzado a hacerlo p o r el otro, por el am o. Y a partir del m om ento en

que se h a n om brad o al am o, se descubre q u e se está apresado entre los p ro p io s intereses y lo que ta m b ié n es el propio interés, pero exterior, es decir som eterse al a m o , ya que él es quien tiene el poder. A partir del m o m e n to en que se vive la contradicción, ya se es u n actor. La alien a­ ción ocurre cuando se aprehende la lógica del am o com o la lógica n atu ral, y cu an d o se entiende la propia ló g ica de d om in ad o como p e ca d o , como lo que destruye — y a que, puesto q u e no se proced e como todo el m u n do , n o se es n a tu ral... En otras p alab ras, que se está loco. Y h e a q u í qu e e l am o se ha co n vertid o en e l b u en sen tido y la reivin­ dicación en la disiden cia. D ar la vuelta a esta inversión define la tarea m á s co m pleja de las ciencias h u m an as: llegar a encontrar en las conductas llam adas p ato lógicas o disidentes (la locura, la crim inalidad o las distintas form as de rechazo o de agresividad), no la no conform idad con la norm a (lenguaje q u e hay que destruir), sino el efecto de la pérd id a de historicidad y, por tanto, de relaciones sociales. Se ingresa aquí en d om in ios de los q u e la sociolo gía ha sido desechada (el o rd en se d efien d e)/ ahí es d o n d e ella habrá de efectuar, a no dudarlo, sus progresos m ás espec­ taculares en los decen ios por venir, cuándo se a p ren d a a tratar estos problem as en térm inos de relaciones sociales y m ediante relaciones sociales— en vez de procurarse n atu­ ralizar estos pro b lem as, com o si la gente estuviese en ferm a o fuese víctim a de m alas condiciones.

Los m o vim ien to s sociales H en o s aqu í d e v u elta al pu n to d e partida. L a socie­ d ad es acción sobre sí, producción cultural, pero a través de la división de los conflictos sociales. Esto es lo q u e hace que el objeto principal de la sociología sea el estu d io de las conductas sociales y, en prim er lugar, el estudio de la s con­ ductas q u e com prom eten m ás directam ente a la historici­ d ad , es decir, las relaciones y los conflictos d e clases, conductas d en om in ad as los m ovim ientos sociales. Estos son acciones colectivas antagónicas, y p o r tanto situ a d a s en

relaciones conflictivas de clases, para el control de la h is­ toricidad. U n m ovim ien to social se define por la con ju gación de dos d im ensiones; es a la vez conflicto con el adversario y objetivo d e un cam p o cultural com ún . El m ovim ien to ca­ pitalista y el m ovim ien to socialista, los patrones y los obreros, se com baten , pero por el control d e u n cam po q u e d efin en en los m ism o s térm inos, al q u e d en om in an , tanto u n os como otros, la industria o el pro greso, el m u n d o d el trab ajo , el m u n d o del ahorro, el m u n d o d e la evolución. A l igu al q u e en las sociedades m ercantiles en las que el cam po cultural es político y no económ ico; los ricos y lo s po bres d efien d en interpretaciones sociales opuestas d e l orden político. U n m ovim iento n o p u ed e ser reducido a u n a reivindicación y, m enos aún , a u n a v olu n ­ tad de cam bio; es luch a p o r el control de los instrum entos y d e los p ro d u cto s d e la intervención de la socied ad sobre sí m ism a. Los conflictos de clase pertenecen p u es a u n tipo de socied ad , nacen y m ueren con él. La historia d e las luchas d e clases, así com o la de los sistem as históricos de acción es d iscon tin ua. La historia no es la larga lu ch a d e los pobres contra los ricos, de los trabajadores co n tra los ociosos; n o es el largo ascenso hacia el progreso; es una serie discon tin ua de luchas d e clases, tanto com o u n a serie discon tin u a de sistem as históricos d e acción . S e g u n d a observación: no hay historicidad sin luch a de clases, n o hay s o c ie d a d sin clases aparte de sociedades lim ite s sin h istoricidad, es decir en particu lar sin acu m u la­ ción y sin intervención. Puede hablarse d e las socied ad es prim itivas com o d e sociedades d e abu n d an cia q u e sólo producían para el con sum o y que incluso se libraban a la destrucción sim bó lica d e bienes; tales sociedades p u ed en ser sociedades sin clases. Pero, a partir d el m o m en to en q u e se ingresa e n lo q u e C lau d e Lévi-Strauss lla m a las «sociedades calientes», es decir sociedades con h istoricidad, ya no hay socied ad es sin clases. A ctualm en te, nuestras sociedades han alcan zad o tasas de acum ulación nunca antes realizadas. N o nos hallam os en sociedades calientes, sino abrasantes, y q u e en consecuencia son cada vez más sociedades de clases. Q uienes h ablan a la vez d e creci­

m iento y d e sociedades sin clases quieren burlarse d e nos­ otros. Este lenguaje sólo es, totalm en te clásico, el d e una nueva clase dirigente. Para retornar al p ro b lem a d e los m ovim ien tos sociales, es im portante no tener u n a im agen positivista. U n m ovim iento social es tal en la con ju gación de d o s órdenes d e acciones: las acciones de ru p tu ra y las acciones de reform a. C u an d o la tenden cia a la ru p tu ra es d éb il, los m ovim ientos sociales tien den a ser avalad o s p o r las reform as institucionales. C u an d o la ruptura es d em a­ siad o fu e rte , la form ación de u n nuevo p o d er d e estado tiende a im ponerse sobre el m ovim iento p o p u lar; la tom a del p o d er se im pon e sobre la transform ación de la so­ ciedad. Incluso habría q u e ir m ás lejos. N o basta con afirm ar q ue los m ovim ientos sociales se hallan en el p u n to inesta­ ble d e encuentro entre las reform as y las ru p tu ras; ellos son, a la vez, reform a y ruptura. N o son so lam en te la esperanza, el m ovim iento positivo d e u n a fuerza social que busca liberarse y orientar la socied ad . Son ta m b ié n des­ tructores d el predom inio de su adversario y d el o rd en que lo sostiene. Son a la vez portadores d e v ida y d e m uerte, de esperan za y d e violencia. Personalm ente, p ara reaccio­ nar contra los análisis de la sociedad en térm inos d e con ­ tradicciones, he insistido voluntariam ente sobre el aspecto positivo d e los m ovim ientos sociales. Siem pre m o stré , en m is investigaciones sobre la conciencia obrera, q u e el m o ­ vim iento obrero n o era únicam ente lucha an tipatro n al, sino q u e era al m ism o tiem po volu n tad d e construir el m u n d o de los trabajadores y d e los p roductores, d e construir u n a sociedad industrial b asad a en el trab a jo . D e ahí la im portancia d e los tem as asociacionistas q u e , si están aislad os, se convierten en u to p ías, pero q u e so n una co m pon en te indispensable del m ovim iento obrero. Sin em bargo , es asim ism o im portan te introducir elem entos negativos. El m ovim iento social hace surgir u n conflicto destruyendo un orden . D estruye, pu es, las relaciones sociales establecidas, y, sobre esta ta b la rasa, im p o n e una volu n tad q u e es liberad ora, pero q u e n iega las relaciones de clases y, en consecuencia, se convierte en u n puro poder. C u an to m ás extrem ado es el m o v im ien to , m ás

rom pe con e l orden, pero tam bién es llevado a pro p on er otro orden en m ayor grad o. T ien de a convertirse, a la vez, en aq u el q u e llam a a la lucha total contra el p o d e r y aquel que construye un nuevo estado. Me gu staría recurrir a q u í a la oposición que p ro p o n e D an iel V id a l en su estu d io de u n m ovim iento social con co m pon en te religioso — los cam isards— *, la d el aspecto profético y el aspecto sectario de la acción de los protes­ tantes rep rim idos. T o d o m ovim iento social es a la vez profético, destructor d el orden , y sectario, y a p u n ta a crear un nuevo orden tan to m ás absoluto cuando m ás abso lu to es el conflicto. Estas d os facetas de los m ovim ientos sociales se co n ju gan de u n a m anera aún m ás concreta. B asta con pen sar en las palab ras em plead as p ara h a b la r del m ovim ien to obrero o d e m ovim ientos revolucionarios. Estas p alab ras siem pre están to m ad as del len gu aje m ilitar. N o es por azar q u e los h ijos de la revolución se conviertan en m ariscales im periales, com o Stalin , y q u e M ao tam b ién fuese un jefe de estado civil y m ilitar ab so lu to . T al es la p arad o ja o lo patético de los m ovim ientos sociales. D e fin i­ dos en y p o r un sistem a al q u e no sobrevivirán, d ad o que no p asarán a la sociedad sigu ien te, sin e m b argo no se vuelven poderosos sino transform ándose en agen tes del cam bio histórico. Estos m ovim ientos, que son el corazón m ism o 'd e la sociedad civil, son tam b ié n contra-estados y m ovim ientos de m ovilización. Im plican su pro p io sen tido y, al m ism o tiem p o , son siem pre la infan tería en las luch as entre im perios y entre prín cipes. Es im posible defin irlos p o r una función o por u n a esencia. En el propio interior d e estas acciones colectivas, las m ás im portantes de to d a s, vuelve a hallarse to d a la co m p lejid ad d e la socied ad . Sobre todo cuando estos m ovim ientos se m ezclan con otro tipo de luchas sociales, las luchas contra el orden en tan to que d es­ ig u a ld ad , injusticia, privilegio. Estas son p lan te ad as no en nom bre d e intereses d e clases o de gru p o s sociales definí• M ovim iento calvinista d e C évcn ncs (M acizo C entral) q u e se reb eló después d el edicto d e N an tes contra L u isX IV . (N . d el E .).

dos, sino en nom bre d e la m odern idad , contra lo m u erto y a favor d e lo vivo. Esta lucha en nom bre de la v id a , la participación , el progreso, contra las barreras y contra los privilegios, esta lucha liberal p u e d e ser de extrem a iz q u ie r­ d a , d e centroizquierda o de centroderecha. Siem pre es im p o rtan te, pues es el instrum ento que perm ite q u e u n a acción d e vanguardia, esencial pero m inoritaria, se trans­ form e en m ovim iento de m asas. Así, los m ovim ientos sociales trazan su vía brillante y san grienta entre, por u n lado, las suaves pen dien tes, d em asiad o suaves, de la m odernización y la adaptación, y, por el otro, los acan tila­ dos a b ru p to s, vertiginosos, del po d er, de la guerra y de la m uerte. ¿D e qué m o d o quien los observa podría vivir en sí, de u n solo g o lp e , todos los sentim ientos q u e ellos suscitan? ¿Cóm o entusiasm arse a la vez por la o b ra de justicia, la agitación po pu lar, la guerra de liberación, la invención de una nueva cultura? N osotros m ism os, aq u í, pertenecem os en grado suficiente a la sociedad occidental com o p ara ser sensibles a la extensión de las libertad es pú blicas y al progreso d e las costum bres, pero som os here­ deros dem asiado cercanos de u n estado nación construido, al igu al que los otros, por la conquista, y vibram os todavía suficientem ente fuerte ante el gran nom bre de la revolu­ ción com o para ser solidarios de la inm ensa obra d e su b ­ versión de la dep en den cia y d e la m iseria q u e se h a cu m p lid o en el Este, cada vez m ás lejos hacia el Este. Q u e, al m enos, la m irada p u esta sobre los gran des m ovim ientos que agitan y transform an a la socied ad nos h aga capaces de d istin guir lo esencial de lo subalterno, d e no ser engañados por las grandes palabras que recubren los peq u eñ o s intereses, y d e reconocer, en donde exista, la esperanza y el sacrificio m edian te los cuales hay h om bres que subvierten lo que se au tod en om in a el orden, que se halla en la peor tiranía y en el m ejor com prom iso, y procuran, a través de la acción, negándose a su d estin o , producir su propia historia.

Así p u e s, el estudio de la socied ad es prim ero y ante todo el estu d io de las luchas sociales, debid o a que todas las relaciones sociales tienen u n a d im en sión conflictiva. El sociólogo no es aqu él que explica cóm o fun cion a el capita­ lism o con tem po rán eo , sino aqu él a quien se le pid e que h ag a com pren der por qué la gen te hace lo q u e hace — y, en particular, com prender los gran des m ovim ientos colec­ tivos q u e cuestionan las orientaciones generales de la sociedad. Pero, ¿cóm o p u ed e nacer el análisis en el m ism o interior d e la sociedad q u e e stu d ia , sin estar pro tegido , com o el d e l historiador o el del e tn ó lo g o , por la distancia cronológica o cultural qu e lo separa de su o b jeto? El sociólogo d e b e . hallarse en un sitio a la vez preciso y am b ig u o . Y esta am b igü ed ad lo ayuda en su conocim ien­ to. D a d o su esfuerzo de conocim iento, contribuye a definir el cam p o cultural d e la sociedad, pero sólo apreh en d e este cam po cultural a través d e las relaciones sociales. A u n q u e , a la vez, an aliza las relaciones sociales desde el p u n to de vista del cam po cultural qu e las produce, y observa el cam po cultural d esd e el punto de vista d e las relaciones sociales qu e lo anim an. P or tanto, observa u n o b je to qu e es a la vez, acto d e conocim iento y p r o d u c to ideológico. El sociólogo está aprisionado entre estos d o s sentidos de lo que estu d ia. H e afirm ado con frecuencia que el sociólogo d eb e ser un intelectual crítico, po rq u e quería oponerm e a la im agen del intelectual orgá­ nico, d e l intelectual ligado al sistem a d e gestión, o m ás generalm ente, al sistem a dom in an te. P ero esta palab ra «crítico» es, en sí, d em asiad o vaga. D e hech o, el sociólogo debe ser doblem en te crítico. C ritica las id eo lo gías, el pu n to d e vista d e los actores, p ara volver a h allar las relaciones sociales y sus riesgos. Pero d ebe asim ism o criticar las categorías del orden dom in an te, encontrar detrás de ellas los conflictos y los d ebates, lo q u e le im p o n e estar del lado de los d o m in ad o s, p o rqu e sola­ m en te cuando éstos p u ed en h ablar y actuar las relaciones sociales, y por tanto el o b je to de estudio de los sociólogos,

se vuelven visibles. A sí, el sociólogo d eb e tom ar por o b je to — hay q u e decir u n a perogru llad a— las relaciones sociales, es decir las interacciones producid as y d efin idas p o r un cam po q u e es la m anifestación de un m o d o de interven­ ción de la sociedad sobre sí m ism a. Pero hay que hacer aparecer este objeto, q u e no es visible; hay que extraerlo y reconstruirlo. Porque lo d ad o es el actor en una situ ación , com o el conductor en la ru ta, que se com porta bien o m al, se orienta en un m a p a , se a d a p ta entonces a un dato sobre el qu e no tiene n in gu n a influencia. El sociólogo se ve ten tad o a aceptar esta realidad «objetiva». Si cede a esta tentación, h ab la algo más rigurosam en te q u e otros, pero incluso si em plea m étodos co m plejos no nos enseña fin a l­ m en te n ada nuevo. E n su lím ite, si se dedica a efectu ar sondeos ¡es un buen fotó grafo! Pero Paul Lazarsfeld h a retordado q u e los sondeos eran d ocum en tos históricos, y no análisis. H em os llegad o al m o m en to en que la so ciolo ­ g ía ya no puede vivir en esta historia descriptiva del presen te, m enos exigente q u e la historia del p a sa d o , todavía m ás apresada en el espíritu del tiem po y cuyos trabajos habrán de anularse todavía m ás rápidam ente que los libros de historia. La id ea de d efin ir con ju n tos históricos es totalm ente contraria a la naturaleza m ism a de la reflexión sociológica. El m ejor historiador es aquél que logra conjuntos de m ás larga d uración , relativam ente estables. En las sociedades m uy calientes, m uy cargadas d e historicidad y de acontecim ientos, la solidez del análisis histórico se debilita. Entonces, no hay que estu d iar ya con ju n tos históricos, sociedades o civilizaciones. H ay q u e analizar m ecanism os y construir conceptos q u e no p u e d a n ser d efin idos sino en térm inos d e acción social y de re la ­ ciones sociales. Lo m ás difícil consiste en redefin ir la relación d e l sociólogo con su objeto de estu dio . Q u ien observa d e sd e fu era destruye su objeto, ya q u e reem p laza las relaciones sociales en m ovim iento por el ord en , cuyas categorías d e s ­ criptivas y clasiflcatorias d eb e incluso aceptar, las q u e siem pre están cargadas de id eo lo gía. Por el contrario, el sociólogo debe intervenir lo m ás directam ente p o sib le , crear situaciones tan controladas y experim entales como se a

po sible, p ara hacer aparecer las relaciones, los conflictos o los acuerdos q u e qu iera estudiar. Y a se h a visto cóm o algun os sociólo go s m o n taban «ju ego s» p ara estu diar las decisiones in dustriales o urbanas. Su intervención d eb e ser m ás directa todavía cuando se trata de estudiar relacio­ nes d e clases y de m ovim ientos sociales. E s d em asiad o p ron to, a ú n , p a ra que h able de estos nuevos m é to d o s cuya elaboración m e ocupará m is próxim os años d e trabajo, pero p u ed o recordar u n a investigación b astan te reciente. E staba d e d ic a d a al M ovim iento francés p ara el p la n n in g fam iliar. Se efectu ó, bajo la dirección d e D o m in iq u e W olto n , en el interior del m ovim ien to, con m ilitan tes. N o sólo llegó a conclusiones que no eran previsibles, sino que — algo q u e es lo m ás interesante— se llegó a estas conclu­ siones a través de u n a crisis o u n a redefin ición por el m ovim iento m ism o d e sus objetivos. E l m ejor te s t de los resultados d e l estudio sociológico fu e su efecto sobre el propio m o vim ien to, que, de m an era libre, se transform ó p ro fu n d am en te. El m ovim iento e stab a convencido d e que rep resen taba la m o d ern id ad contra la trad ición , las luces contra el oscurantism o, la razón contra la ig le sia católica; y advirtió q u e este análisis era insuficiente e incluso falso, que el verdadero p ro b lem a no se h a lla b a ahí. El m ism o se encontraba m ás bien en el conflicto em ergen te entre quien es quieren norm alizar u n nuevo cam po de conductas sociales y q u ien es, d e m anera m ás o m en os precisa, apelan a u n a liberación d er la sexualidad y d e las m ujeres. D icho de otro m o d o , el conflicto era m en os entre la tradición y la innovación que entre u n a derecha y u n a izquierd a. C u an d o se hizo consciente, el m o vim ien to se dividió. Prim era im agen d el estudio a com prender: u n a investiga­ ción efectu ad a con actores colectivos, situ an do a éstos en u n a interacción con sus interlocutores reales y asociando el análisis d el sociólogo a un autoan álisis del gru p o m ilitante. D eseo vivam ente que p o n gam o s fin al períod o de los frescos, q u e los sociólogos dejen d e cubrirse detrás d e los análisis llam ad o s históricos, y que procuren inventar m étodos activos d e intervención. Sobre to d o , hay q u e salir de la elección m ortal en la q u e nos sen tim os encerrados, entre la o b je tiv id ad y el preju icio ideológico.

Lo que se considera objetividad consiste, de hecho, en aceptar sin criticarlas, sin investigar su razón de ser, las categorías d el orden establecido. Y es cierto que ún ica­ m ente la atención p restad a a lo q u e se halle d ism in u id o o excluido por este orden perm ite tom ar la distancia in d is­ pensable al análisis. Pero no se gana nada con separarse de una ideología para identificarse con otra. Por el contrario, hay que situarse en m ed io d e las relaciones sociales y d e sus retos, y no situarse en el lu g ar del actor, d e sus intereses y de sus ideologías. Lo que im pone al sociólogo u n a situación tan difícil como la del intelectual com prom etido defin id o por Sartre. C o m p ro m e­ tido pero no p artid ario , solidario con un com bate m á s que con una organización. Sé m uy bien q u e no hay lugar para él allí don d e la guerra causa estragos, pero tam bién sé — y m ás aú n — q u e el co m batien te q u e no escucha su an álisis, incluso si éste proviene d e lejos, no es m ás q u e un defensor del orden establecido o a establecerse. Si y o soy sociólogo, ¿no se d eb e ello , sobre todo, a que viví la disociación d e los m ovim ien tos sociales y la d e sus form as políticas e id eológicas? Por un lado, el m ovim iento obrero se convirtió, a veces, en sim ple g ru p o de presión y, o tras, en instrum ento de u n p o d er totalitario; por el o tro, los nuevos m ovim ientos sociales son con fu n did os aún co n la negación y la revuelta. Y o m ism o, no soy en abso lu to el intelectual «flotan te» q u e d eseaba M annheim . N o he dejado de estar com prom etido, pero nunca m e asocié al partido com unista, n i siquiera en la época en que e ra el m ás atrayente, en las ruinas de la posguerra. A islam ien to que exige algo de au sterid ad y expone a los reproches de los m ilitantes y de los doctrinarios. ¡Pero q u é im p orta eso! H em os hecho nuestro cam ino, producido id eas, cu an d o únicam ente estábam os rod ead os, hace veinte añ o s, de prejuicios y d e slogans. U n a nueva generación h ab rá de recoger el fruto de nuestros esfuerzos. H em os reflexionado y velado durante este alba interm inable.

E l cam bio y la estructura T o d o lo que acabo d e decir se refiere a l e stu d io d el funcionam iento d e las sociedades o , com o se afirm a a veces, d e la estructura social. Es tiem po ya de d efin ir las relaciones entre este tip o d e análisis y el e stu d io d el cam bio. T area tan to m ás in d ispen sable cuanto q u e a q u é ­ llos q u e han leído el térm ino «h istoricidad» d ese an pen sar que m i intención consiste en reintroducir la h istoria en el análisis sociológico, y efectu ar u n análisis d e socied ad es en puro cam bio. L a id ea es tentadora. ¿N o se d e b e pen sar que la historia se acelera, q u e ya no hay p u n to s fijo s ni m odos de producción ?, ¿qu e todo se an ega en el cam b io, y, en consecuencia, no se trata d e pregun tar lo q u e son las sociedades sino cóm o se transform an? M ás a ú n , u n o tendería a afirm ar q u e el cam bio no tiene otro sen tid o , otra dirección q u e la desintegración de los ab so lu to s, el pragm atism o y, por tan to , la racionalidad in strum en tal de las estrategias. N u estras sociedades ya no ten d rían gran des p roblem as, sin o un n úm ero infinito de ten sion es y d e conflictos; pertenecerían a u n m u n d o por venir en el que el único valor sería la cap acid ad de cam bio — lo q u é arroja un a im agen n egativa sobre todo lo q u e resiste al cam bio, sobre las tradiciones, los principios, los conflictos glo b ales. Pero esta im agen es d em asiad o «liberal», sólo conviene a las sociedades m ás d om in an tes. A sí pu es, o tra es la q u e se ha introducido con m ayor fuerza. A sí com o el ú ltim o siglo h abló en térm inos d e etap as de desarrollo, así ta m b ié n el m u n d o d e hoy tien d e a pensar en térm in os de diversidad de vías d el cam bio histórico. R evancha d el historicism o contra el evolucionis­ m o. En el siglo X I X , Inglaterra tuvo u n a visión evolucionis­ ta. Por el contrario, aqu éllo s q u e se sitúan en el p u n to de vista d e los países atrasados y que d eben avanzar a m archas forzadas y m ovilizarse p ara m odernizarse p ie n sa m ás en térm inos, d igam o s así, alem an es. Se m ovilizan en su espe­ cificidad. V isión historicista q u e dom inó a E u ro p a central con su apelación a la nación contra el d om in io extranjero y su voluntad de encontrar u n a especificidad concreta para

salvar la cultura y la econom ía nacionales. A ctu alm en te, el historicism o se im pone casi por com pleto. N o se ve acaso cóm o las transform aciones económ icas se expan den por todas partes en el m undo y nunca de la m ism a m a n e ra ... E videntem ente, la revolución soviética constituyó, a q u í, la ruptura prin cipal, ya que por prim era vez se asistió al naci­ m iento d e lo q u e den om in o un m odo d e desarrollo, es decir, u n m o d o de transform ación social, qu e no era de n in gún m o d o d e igual naturaleza que el m o d o inglés. Pero d esd e entonces hem os visto nacer las vías china, cam boyana, iraquí, argelin a, m exicana, jap o n esa, etc. El asunto clave reside en q u e , si durante un tiem po p u d o satisfacer u n a solución interm edia afirm ándose que to do s los cam inos conducen a R om a (o a New Y o rk o a M oscú), hoy esto no es creíble. Los chinos no se convertirán en rusos y los japoneses no se volverán am ericanos. Las m o v i­ lizaciones políticas, sociales y culturales no excluyen de n in gu n a m an era el qu e haya características generales de los grandes tipos de sociedades; pero los conjuntos históri­ cos (o las form aciones sociales, como dicen los m arxistas) están m arcados, fun dam en talm en te, tanto p o r su m o d o de desarrollo com o p o r su m o d o de producción. H e a q u í una id ea sobre la que hay q u e detenerse. M ientras no conocimos n ad a m ás q u e un tip o de sociedad industrial, el u p o británico o su im agen m anchesteriana, no hicim os diferencias entre sistem a y génesis. A partir d el m om ento en q u e observam os u n a p lu ra ­ lidad de tipos de sociedades industriales, o bien decim os que todo es diferente de u n p aís a otro, lo q u e m e parece falso, o bien reconocemos que hay q u e d istin guir dos dim ensiones en el análisis: el funcionam ien to de la sociedad industrial y el m o d o de industrialización. Lo q u e yo llam aría u n cam po d e h isto ricid a d por u n lado, y, por el otro, un m o d o de desarrollo. U n m odo d e desarrollo es la m anera de pasar de un m o d o de producción a otro, o de un sistem a de acción histórica a otro. Su n aturaleza resulta m ejor d efin id a por la n aturaleza de la élite, o sea del grupo dirigen te que ordena este proceso de tran sform a­ ción. Conocem os países industrializados por su b u rgu esía nacional, y otros cuya industrialización es d irigid a por un

estado n acional al servicio de la form ación d e u n a burguesía n acion al, con m ezcla del sector p ú b lico y de sector priv ad o . E n otros casos, aún, es u n p artid o revolu­ cionario el q u e dirige la industrialización; y en otros m ás, es una b u rgu e sía extranjera o bien u n estad o nacionalista que no p u e d e apoyarse en una clase dirigen te nacional. Lista d eso rd en ad a, pero q u e nos m uestra q u e aq u í h ab la­ m os de cu alq u ier otra cosa q u e no sea el funcionam ien to de la socied ad industrial. A q u í, no se trata d e relaciones de clases, sino d e élites dirigentes, y en consecuencia del estado. Los distin tos m odos de desarrollo corresponden a diferentes tipos de estado, considerado éste com o agente de transform ación social. P ueden definirse tres gran des tipos de estado. Prim ero, el m enos au tó n o m o , brazo arm ado de la clase dirigente, com o en el caso d e la Inglaterra victoriana o d e la Francia de Luis F elip e, en el q u e se afirm aba qu e el gobierno era el consejo de adm in istración de la bu rgu esía. Estos países se dicen liberales, pluralistas, y han llevado bastante lejos la decaden cia d el estad o, no en provecho d el p u eb lo sino en provecho de la clase dirigente. U n segu n d o tipo es aqu él en q u e el estado es el agente directo del desarrollo económ ico. Se form a ya u n estado m ás fu erte cuando la burguesía nacional es d ébil y d eb e, por razones por otra parte estatales — por ejem p lo de in d epen d en cia, d e uni­ d ad nacional— apoyarse en fracciones d e la a n tigu a clase dirigente. Estado aristocrático y m odern izador a la vez, tal como lo conocieron A lem an ia, Italia y J a p ó n . Estos tres países h an tenido el m ism o m odo de industrialización, y por tan to el m ism o tipo d e relaciones entre el estad o y las clases, lo que explica que hayan sido los tres principales portadores del fascism o. Este no está lig a d o directam ente al capitalism o. Inglaterra y los Estados U n id o s fueron los centros d el capitalism o y no conocieron el fascism o. Este está ligad o a un determ inado m odo de industrialización , capitalista por cierto, pero propio de los países que lograron su desarrollo m ás por su estad o que por su bu rgu esía. Si se considera a países en los q u e las burguesías eran m á s débiles aún , com o R usia o C h in a, y donde las fuerzas d e conservación y los privilegiados eran poderosos,

se advierte que conocieron u n a ruptura d el estado y la construcción de otro estad o, de un estado revolucionario com unista. A m e d id a q u e uno se aleja de A lem an ia hacia C h in a, h acia el Este, se va hacia una situación en la que el p ap e l del estado, de la acción política, es cada vez m ás fu n d am en tal. El estad o es el que m oviliza a la socied ad para trastocar obstáculos ligados a u n a dep en den cia exter­ na y a bloqueos internos. C am in o q u e conduce d el estado bism arckiano a la dictadura del proletariado. Si, por el contrario, se va hacia el O este, se encuentra un tercer tipo de estad o, propio de los países capitalistas dep en dien tes económ icam ente o com pletam en te colonizados. E n estos países, la élite dirigente es la burguesía extranjera, lo que produce u n tercer tipo d e estad o, m enos soberano y más político, m ás integrador, conju nto m ás o m enos estable de fuerzas y d e m ovim ientos políticos que quieren liberarse de la dependencia. Tales fueron los regím enes p o pu listas y nacionalistas, de N asser a Perón, de C árdenas a N yerere. Así p u es, en el prim er caso el estado está sobre todo ligad o a la clase dirigente; en el segu n d o, es ante todo un agente de industrialización voluntarista; en el tercer caso, fin al­ m en te, es m ás un cam po de fuerzas, en particular d e clases m ed ias civiles o m ilitares. T o d a sociedad nacional debe ser d efin id a con ju n tam en te por un m o d o de p ro d u c­ ción y p o r un m o d o de desarrollo. N o se pu ed e o p o n er a los E stad os U nidos y a la U nión Soviética solam en te com o un país capitalista y un p aís socialista. En tanto q u e socie­ d ad es industriales, tienen el m ism o tipo de relaciones de clases, basadas en el predom in io de los organizadores sobre los trabajadores. Pero uno fu e in dustrializado por su bur­ guesía nacional, y el otro por un estado nacido de un m ovim ien to y de u n a crisis revolucionarios. En consecuencia, capitalism o y socialism o son m odos de desarrollo, no m odos d e p rodu cción . El capitalism o es la industrialización por la burguesía. El socialism o es la industrialización p o r un estado-partido revolucionario. En u n a socied ad capitalista observo, ante to d o , el m u n d o de la fábrica, con el patrón , sus ingenieros y sus capataces, que exp lotan a los obreros, q u e m an ipu lan la organización d el trabajo controlando el producto d el trabajo o rgan iza­

do. Este proceso es el m ism o en la U R S S . Pero lo que, adem ás, observo , es un m o d o de transform ación social que se efectú a m e d ian te el m ercado. E conom ía de m ercado, b asad a en la co m peten cia y en el person aje del em presario en el sen tid o schum peteriano. Estas d os realidades no están necesariam en te asociadas: por un lad o , el m u n d o del em presario y d e l m ercado y, por el otro, la dirección de la organización in d u strial, de la fábrica en la que se deduce la gan an cia. Si m e vuelvo hacia al U R S S , veo en ella, del m ism o m o d o , d o s elem entos: p o r u n a parte patrones, y, por la otra, u n agen te d e desarrollo q u e no se apoya en el m ercado sino sobre un a volu n tad política, a saber el partid o . El p a rtid o no es la clase d irigen te, sino la élite dirigen te, co m o los financieros en el m u n d o capitalista. Así com o p u e d e n existir conflictos entre los industriales y los financieros, hay conflictos entre los m anagers y el partido en la U R S S , o en los países de dem ocracia p o p u lar. Lo que se den om inó con un térm ino inexacto la reform a económ i­ ca en la U R S S , H u n gría o C h ecoslovaquia no era m ás q u e un aspecto d e estas luchas, que se rigieron en general por u n a cierta ap ertu ra del partido a los m anagers, pero sobre todo por u n a reconciliación rá p id a entre m anagers y partido contra el peligro d e u n a presión p o p u lar, a partir del m o m en to en q u e ésta aparecía. D e igual m o d o , en el m u n do capitalista se llegó al caso de que los in dustriales se rebelasen contra los financieros, pero cuan d o el p u eb lo alzó la cabeza, unos y otros se aliaron contra el peligro com ún. Así pu es, hay que renunciar a d efin ir globalm en te a un a sociedad como capitalista o socialista. R esulta ab su rd o, hoy, dividir el m u n d o en «b lo q u e capitalista» y «b lo q u e socialista»; hay m uchos gran des tipos de m odelos d e desarrollo, y el m odelo n acionalista d e los an tigu os p aíses colonizados es tan im p ortan te com o el socialista o el capitalista. E n el lím ite, la oposición capitalism o-socialism o no es hoy m ás que un disfraz cóm od o de la h egem o n ía m ilitar ejercida por los dos gran des. D ad o que am b o s tienen m ás bo m bas y fuerzas destructivas, quieren tam b ié n tener el m onopolio del análisis d el m u n d o contem poráneo. Sobre to d o , hay que otorgar la m ayor im portancia a la

separación d e los dos gran des ejes del análisis sociológico: el eje de la estructura — y por tanto de las relaciones d e clases— y el d el cam bio — y por tan to del estado. El an álisis del funcionam iento y el análisis del cam bio no p u ed en efectuarse en los m ism os térm inos. C u ando se an aliza el funcionam ien to de un sistem a, se encuentra a actores en conflicto y retos; cuando se trata de estudiar el cam b io , se encuentra prim ero un actor central, el estad o, capaz o no de m ovilizar a una sociedad nacional en u n entorno d efin id o sobre todo por relaciones d e co n qu ista y de d ep en den cia. Esto im p on e un a distinción: en el an álisis interno de u n a sociedad, las relaciones d e clases y sus retos d irigen las instituciones políticas que enm arcan a las o rg a ­ nizaciones. Por el contrario, cuando se estu d ia el cam bio histórico, hay q u e pensar en térm inos d e estad o, p u d ie n d o este estado estar más o m enos ligado a u n a clase d irigen te. A sí p u es, el estad o no p u ed e ser con fu n did o con el sistem a político. A cabam os d e asistir a las elecciones am ericanas. D u ran te m ucho tiem po, los Estados U n id o s quisieron ser — y lo han sido en am plia m ed id a— una sociedad más q u e un estad o. A hora bien, tienden a ser, prim ero, un estad o; lo advirtieron prim ero durante la guerra fría, y sobre to d o duran te la de V ietnam , que supuso el encuentro con el adversario p u ro , la derrota m ilitar, la crisis y el refuerzo del estado. D e sd e hace tres años se asiste a una especie d e volu n tad d e revancha d e la sociedad civil. El esta b lish m en t, los gran des caciques del partido republicano, fueron, an te to d o , quienes dirigieron el affaire W atergate, revancha d e l gran capitalism o contra el estado. A hora acabam os de ver cóm o la gente h um ilde, en un a ola p o p u lista y m oralizad ora, lleva al poder a Cárter. V ieja tradición am ericana, rep etida por la historia del Sur, q u e d eb e ser in terpretada tam bién com o la revancha de la sociedad civil contra el estad o. Sabem os que ha d e haber todavía u n aparato estatal, pero lo esencial consiste en reconocer que la historia de las clases y la del estado m ás se cruzan q u e encuentran. Esto es casi tem a de brom a en Francia, este d ob le aspecto de los gobernantes, q u e son a la vez rep re­ sentantes (están subordinados a las fuerzas sociales, y en consecuencia, a las relaciones de clases) y hom bres d e

estad o, es decir d irigentes que actúan e n función d e u n a situación internacional y en térm in os d e acción voluntarista d e transform ación de la sociedad. D e pron to, to d a la cuestión d e la sociología es ésta: ¿cuál es la relación entre el estad o y la clase dirigente? D aré u n a resp u esta d o b le, partien do d el principio de q u e nos en fren tam os con sociedades d e clases. C u an to m ás efectivam ente son conducidas por su clase dirigen te, m enos au tón om o es el p ap el del estad o, y, asim ism o, m ás su b o rd in ad o s y au tón om o s son, a la vez, el sistem a político y las expresion es culturales respecto a esas relaciones d e clases; m ás libertad es hay entonces. Se trata de sociedades de d e sig u ald a d , de explotación y d e pluralism o. Sobre to d o , son sociedades dom in an tes. C iertam en te, los E stados U n id o s tienen m ás libertades q u e V ietn am , pero ellos fu ero n los q u e bom bardearon V ietn am , y V ietnam el qu e tuvo que liberarse de la invasión am ericana. Y he a q u í la otra categoría: los países con b u rgu esía d éb il, d o m in a­ dos p o r la colonización, encadenados en la depen den cia o sim plem en te deten id o s por los b lo q u eos d e la vieja a u to ­ cracia y p o r crisis internas, históricam ente tienen q u e liberarse. Las libertades son u n a cosa, los m ovim ientos d e liberación son otra. C om o m uchos franceses deseo q u e unas y otros se con fu n dan : q u e u n o se libere y que sea libre al m ism o tiem p o , pero la realid ad es otra. La historia y el m u n d o eligen perpetu am en te entre las libertades y la liberación, entre la m o dern idad y la m odern ización , entre los d os sen tidos de la palab ra «dem ocracia». N o veo por qué hay q u e proh ibir a la U R S S , a los p aíses d e dem ocracia po pu lar, a C h in a , V ietnam , C am b o y a, que afirm en que su acción de dictad u ra del proletariado es u n a acción d e m o ­ crática, es decir d irigid a por la in d ep en d en cia, el desarro­ llo de la nación y del p u eb lo contra los capitalistas y el d om in io extranjero. D icho esto, n a d a au toriza a abusos d e len gu aje q u e confundan esta liberación con eso q u e a q u í se llam a la dem ocracia, o sea la cap acid ad d e intervención, de expresión y de organización de la m ayoría de la p o b la ­ ción en el proceso de decisión política, y m ás aún la no concentración del p o d er político , económ ico, cultural en las m ism as m anos. Por u n lad o , dem ocracias liberadoras;

por el otro, dem ocracias liberales: son éstas dos realidades de las cuales una rem ite al funcionam ien to interno de u n a sociedad, y la otra, al proceso d e industrialización. C u an d o se vive en la m iseria y en el dom inio colonial, la gran tarea consiste en salir d e ellos y dar un tazó n d e arroz y alfabetización a todo el m u n d o . Pero es ésta u n a obra de naturaleza diversa a lo llam ado dem ocracia en los países capitalistas. Esto quiere decir q u e cuando conside­ ram os fenóm enos tan fu n d am en tales com o el estalin ism o, hay q u e advertir que este tip o de régim en totalitario estaba supuesto d esd e el com ienzo en la realidad soviética, por el sim ple hecho de q u e la acción de clase, el m ovim iento social era d éb il en u n a R usia débilm en te in ­ dustrializada, m ás débil aún (como lo recordó Lenin) en las circunstancias dram áticas d e la guerra civil. Lo p ro d u jo una lógica estatal: la construcción de u n estado, la d efen sa de la colectividad nacional, la d efen sa del poder soviético. El proceso que defin e la historia d e la U R SS reside en que este estado dictatorial tuvo qu e reprim ir y liqu id ar lo que h abía habido de m ovim ien to social, y se convirtió en totalitario, apropiándose de u n a id eo lo gía. El estalinism o es, en el sentido estricto, u n a dictad u ra sobre el p ro leta­ riado, es decir u n a d ictad ura lle gad a al poder a partir del m ovim iento obrero, pero vuelta contra él. Llegados aqu í, se tendería a decir: ¡vayam os m ás lejos! ¿Por qué preocuparse po r esos viejos problem as de clases? T odo es cam bio, todo es estad o. C u an d o se observa la historia del siglo X I X , ¿q u ién es son los grandes p erso n a­ jes? N o , por cierto, D israeli o G lad sto n e, sino la m arina m ercante inglesa, el dinero, el capital, el espíritu m anchesteriano. En el siglo X X , p o r el contrario, los gran des p e r­ sonajes son H itler, Stalin , M ao, d e G au lle, K issinger, Nasser o B u m edian — personajes políticos. N adie osaría decir hoy q u e hay q u e desligarse las grandes estructuras económ icas en cuya superficie ocurren los acontecim ientos políticos. M ao, ¿un acontecim ento sobre un fondo econó­ m ico? A ctualm ente, cuanto m ás se avanza hacia los países com unistas y hacia los países an tigu am en te colonizados y dependientes, no sólo lo político se im pon e sobre lo eco­ nóm ico, sino q u e, m ás aú n , la id eo lo gía se im p on e sobre

lo político. Estas sim ples observaciones no llevan a pensar que el an álisis de las estructuras sociales d eb a ser reem p la­ zado por e l de las del cam b io, sino m ás bien que sus relaciones, y por tanto las de la clase dirigen te y del estado, cam b ian segú n la situación considerada. C u an to m ás se está en u n a sociedad de clases, m enos au tón om o es el estado en relación con la clase dirigente, y el cam bio es m ás en d ógen o y, en consecuencia, económ ico. Por el contrario, cuanto m ás se está en sociedades con d éb il clase dirigente, en las q u e el estado ju e g a un p ap el esencial, y cuanto m á s exógeno y volu n tarista es a la vez el cam bio, en m ayor grado la id eo lo gía d om in a a la po lítica, que d om in a a la econom ía. A q u í, en el estudio del cam bio, hay que h ab lar en térm inos d e factores o de instancias, m ientras q u e , cuando se trata de hablar de la socied ad , no hay q u e em plear estas palabras p o rqu e lo económ ico, lo político y lo id eológico no son separables. P odem os ahora responder m ás directam ente al p ro b le­ m a de las relaciones de la clase dirigente y del estad o. Para aportar u n a respuesta, hay q u e recordar que las relaciones de clases tienen dos caras: los capitalistas y la clase obrera están relacionados y enfrentados de dos m aneras com ple­ m entarias y opuestas. Por una parte se enfrentan por el control d e la historicidad, de la industria. A esto se le pu ed e llam ar relaciones de producción. Por otra parte, cada u n a de esta clases tiene u n a actitud defensiva: la clase dirigente se iden tifica con el progreso, pero asim ism o se lo apropia y transform a este p ap el dirigente en dom inación del o rd en y en privilegios. La clase obrera no es solam ente la que luch a por la reapropiación de la industrialización ; tam bién se d efien d e en nom bre de su oficio, su cultura, su au ton om ía profesional. C u an d o la clase p o p u lar defiende su au ton om ía y cuando la clase superior d efiende sus p ri­ vilegios, deja d e h aber, entre estas actitudes defensivas, referencia a la h istoricidad. Se trata de relaciones de repro­ ducción. A firm o pues q u e la distancia q u e separa a las re­ laciones d e p ro d u cció n de las relaciones de reproducción, que separa e l conflicto ofen sivo de las clases sociales d e su conflicto defensivo, es lo q u e d efin e la a u to n o m ía d e l estado.

En un p aís capitalista central (es decir que exp lo ta al resto del m un do), las clases sociales están d efin id as, ante todo, por sus luchas alrededor de un reto; sobre to d o , el conflicto de clases ocu p a un lugar central. Por el contrario, el p apel del estado es d éb il. A la inversa, si se considera a la vieja R usia con sus privilegiados y, por otra p arte, a sus com un id ad es cam pesinas que d efienden su au ton om ía, en don d e la b u rgu esía industrial perm anece relativam ente d éb il, se com prende el p ap e l predom in an te que h ab rá de d esem peñ ar el estado com o agente histórico. Este va a d es­ em potrar a las m asas popu lares y superar su conservadu­ rism o tradicional p u ram en te defensivo; y va a entrar en acción, asim ism o, p ara rom per los privilegios y perm itir la m odernización del p aís, es decir, la creación de u n a nueva clase dirigen te que él controlará estrecham ente. En conse­ cuencia, no es cierto que haya p o r un lado el estado y, por el otro, las clases sociales. Finalm ente, la situación de la sociedad civil es la que d eterm ina el grado de au to n o m ía del estado. Así p u es, me o p o n go a una visión pu ram en te historicista. Es verdad q u e existe una m ultiplicid ad de v ías d e cam bio histórico y que la organización social es una m ezcla de form as genéticas y de form as estructurales. Pero m e niego a afirm ar q u e to do es diferencia histórica entre con­ juntos concretos, entre naciones particulares. En ú ltim o análisis, lo predom inante es la naturalerza d e las relaciones entre am bas caras, positiva y negativa, ofensiva y d e fe n si­ va, de las relaciones de clases. Esto quiere decir, asim ism o , que el estado de las relaciones d e clases a nivel internacio­ nal, o sea la naturaleza d el sistem a m u n d ial de p re d o m i­ nio establecido p o r u n a clase dirigente, es un elem en to escencial de com prensión de las relaciones entre clases dirigentes y estado. La p rio rid a d , a l fin d e cuentas, p e r ­ ten ece a una análisis en térm in o s d e clases y en té rm in o s de historicidad, pero a condición de advertir q u e este m ism o análisis debe incluir el tem a del predom in io inter­ nacional de un m odo de producción para poder explicar la n aturaleza de las relaciones entre el estado y la clase dirigente. La parad oja aparente reside en q u e cu an to más hablam os de una sociedad que se produce a sí m ism a , más

— contrariam ente a lo esperado — se encuentra separado el análisis del cam b io del análisis de la estructura. Ello porque la noción de historicidad es un concepto que se encuentra en el centro del análisis del funcionam iento de la sociedad y n o del cam bio. Esto rem ite a afirm ar que cuanto m ás en ten d em os la socied ad com o u n sistem a d e relaciones sociales, m á s, tam b ién , nos vem os llevados a reconocer el carácter exógeno d el cam bio. Incluso en este sentido nos ale jam o s d efinitivam en te d e la im agen evolu­ cionista d e u n cam bio en d ógen o q u e nos legó el siglo X IX .

América Latina. La dependencia

En el m o m en to en q u e escribo, la A m érica latina q u e conocí hace unos veinte años va a desaparecer. En 1964, el golpe de estado brasileño dispersó (al m enos pro vision al­ m ente) la vida intelectual, suprim ió por un largo p e río d o la vida política e im p lan tó en ese continente m ás b ien pacífico la tortura y la represión sistem áticas. L u ego, el pequeño U ru g u ay (del q u e se hablaba algo ligeram en te en Europa, diciéndose q u e era la Suiza de Am érica latin a), tras el fracaso d e los tu p am aro s y la instalación de u n régim en dictatorial v agam en te encubierto por un p resi­ dente, inició tam b ién u n a represión violenta; este p aís está casi en vías de desaparición: sus intelectuales, sus m éd icos, sus ingenieros se han m arch ado. Pero, sobre to d o , p a ra m í, esta desaparición de u n a A m érica latin a es la d e C h ile , donde vi nacer, m ás q u e en otra parte, un m ovim ien to popular, y al q u e dejé a p lastad o por la represión y e m p o ­ brecido por u n a política económ ica ultrarreaccionaria. El silencio cayó sobre este país. A hora se llega al final d e l cam ino. A rgen tin a, qu e fu e el m ás rico, el más b rillan te, el m ás u rb an izad o de lo s países de Am érica latin a, esa Argentina que hace veinte años pasó por tantos obstácu los, se hunde a su vez en u n a represión que quiere destruir en particular a la m ayor in tellig en tsia de A m érica latin a. M ás allá de las m asacres y de las expulsiones m asivas, se pretende la d esaparición d e un tipo d e civilización. T odavía recientem ente el régim en m ilitar peruan o, a m b i­ guo en verdad, pero q u e indicaba u n esfuerzo p o r construir u n a realidad nacional fuera de la sum isión al ex-

tranjero, acaba d e inclinarse a la derecha, poco después de la elim inación d e V elasco. Q u e d a, p o r su pu esto, un M éxico qu e se a b re un p o co , pero cuya realid ad es m ás brutal de lo q u e en general se cree, u n a V enezuela q u e se esfuerza por d esarrollar u n a política económ ica m ás nacio­ n al, pero en su to ta lid a d A m érica latin a se inclina h acia un nuevo tip o d e so c ied ad , m ás directam ente d o m in ad a por u n a gestión a u to ritaria q u e asocia las em presas extranjeras y el capitalism o d e estad o. N o intento idealizar el p asad o ; sólo h ablo a q u í d e m i experiencia personal. Me d esp id o de la A m érica la tin a nacion alista y p o p u lista que conocí. Pasé m ucho tiem p o en esos p aíses y tengo la sensación de q u e cada vez iré a ellos con m enor frecuencia. Esperaré el retorno de algo d e lib ertad en A m érica del Sur para reiniciar allí unos estu d io s q u e sin em bargo no ab an d on o, gracias a m is estu d ia n te s d el Instituto d e E studio d el D e s­ arrollo E conóm ico y Social. Pero la esp eran za tam b ién p u ed e ser u n a h u id a ante el análisis. P refiero perm anecer p lan tad o cerca d e 'l a s ruinas. P orque el país q u e m ejor conocí, Chile, está to ta l­ m ente tritu rad o y d e b id o a q u e ahora está cerrado para m í, la p re g u n ta qu e hay q u e tener el coraje d e p lan tear es la d e la n atu raleza d e ese dram a: ¿a q u ién se asesinó en Santiago, en M on tev ideo , en B uen os A ires? A hom bres e ideas, al m o vim ien to p o p u lar y la agitación an tiim perialis­ ta, n atu ralm en te. Pero m ucho m ás todavía: a un tip o de régim en y d e so cied ad , llenos de d eb ilid ad es y de contra­ dicciones, pero llevados por un espíritu nacional, reivindi­ caciones sociales y u n a inm ensa m ovilización. M edio siglo de conciencia y de esperan zas, enterradas por u n a acu m u ­ lación brutal y un a san grienta represión. Soy solidario con los prisioneros y exiliados, pero, en tan tas ciudades com o conozco, ¿a q u ié n h ablarle ahora? A l encuentro d e C hile C onocí A m érica latin a por prim era vez en 1956. Llegué a San tiago en ago sto ; h ab ía sido enviado allí, prim ero de un p eq u eñ o gru p o , por G eorges Fried m an n , a quien la

universidad de C h ile le h abía p e d id o que organ izase u n centro de investigaciones sociológicas. U n año d esp u é s llegó Jean -D an iel R aynaud, y al año siguiente Lucien Bram s. D e b ía yo crear un grupo de sociología del trab ajo . N o h ab lab a español y m e fueron necesarias varias sem an as para desenvolverm e: dictar cursos, ¿no es la m ejor m an era de apren der una len gu a? Los estudiantes le ayudan a uno. M i aprendizaje fu e bastante rápido. Al térm ino d e unas sem anas encontré a A driana y m e casé en San tiago . Su p ad re, profesor d e letras, h abía anim ado durante m uch os años el liceo experim ental d e la universidad d e Chile, seguram en te el m ejor del continente, penetrado po r los aspectos m ás innovadores de la enseñanza am ericana, capaz d e dotar d e un alto nivel de conocim iento a sus alum nos. D e este liceo, m ixto desde antes d e la guerra, surgió buen núm ero de aquellos que iban a ser los agentes de progreso y d e transform ación social de su p aís. La m ism a A driana h abía sido u n a de las lum breras de ese liceo, pero no solam en te a él le debía el ser a la vez corazón y razón, belleza y voluntad. ¿Por qué co m partí m i vida con esta m u jer, a la que encontré tan le jo s, tan diferente de m í, ajen a a m i-cu ltu ra tanto com o yo a la suya, y cuya presencia me parece cada día tan nueva? Porque ella es eso que yo nunca podré apren der y qu e se h alla en ese corazón de la vida social al que jam ás llegaré, la relación con el otro. A m o la generosidad, pero tal vez po rqu e ella es un m ovim iento hacia el otro q u e no exige respuesta. Ella, por el contrario, sabe recibir tan to com o dar. Ella establece, m ás allá d e la generosidad, la sim p atía. Ella crea en cad a instante la vida contra el egoísm o y contra la regla m uerta. El sociólogo sólo gira alred edo r de ese don de am or q u e ella posee. En cuanto a m i trabajo en Santiago, pensé q u e en vez de dictar cursos a algun os futuros investigadores, lo m ejor sería em prender u n a investigación con ellos. Esta id ea m e perm itió pasar u n a gran parte de m i estancia fu era de Santiago, ya q u e elegí com o tem a la com paración entre dos categorías obreras, vecinas u n a de la otra g e o g ráfica­ m ente, los m ineros de carbón y los obreros d e la siderur­ gia. Los m ineros estaban en Lota, al sur de C o n cepción , y

la gente de la siderurgia algo más al norte, en Huachipato. Ambas industrias se hallan a orillas del mar. Las minas de Lota, partiendo de un promontorio, tienden sus galerías bajo el mar. Pasé muchos meses en esta región, lo que me permitió tener de Chile un conocimiento diferente del de la mayoría de viajeros. Los extranjeros salen poco de la capital y raramente van a las regiones industriales, que sin embargo, han jugado un papel esencial en la vida de Chile. Lota se com pon e de la ciu d ad alta, la ciud ad d e la com pañía, d o n d e se hallan las bocas d e extracción, las villas obreras, el barrio de los em p lead os y el d e los in g e ­ nieros. Las categorías profesionales están m uy separadas: obreros y em plead os tienen escuelas y piscinas se p a ra d a s... Al pie de la colina se extiende la ciu d ad libre, alrededor de su p lazu ela española — tan p o co españ ola— , ciu d ad d e barracas, de tien d as, d e tugu rio s y d e chabolas, ciud ad d e tal vez 5 0 .0 0 0 habitan tes y d on d e no ejercían sino m uy pocos m édicos. C iu dad d e m iseria som etid a a un control m uy estricto p o r parte de la com pañ ía. M undo de m ineros, gen te proveniente d el cam p o q u e m an ten ía grandes contactos con su fam ilia. C on frecuencia, los parientes sin trab ajo venían a instalarse en su s casas, au n que el alojam ien to sum inistrado p o r la com pañ ía era ocupado p o r och o, diez, doce personas. N osotros quería­ m os efectuar u n estudio en base a entrevistas y observa­ ciones. T an p ro n to com o llegam os, d esp u és d e h ab er visto al representante d e la co m p añ ía, los investigadores chile­ nos y yo fu im o s a ver a los sindicalistas y les ped im o s entrar en contacto con los obreros. H icieron sonar las sirenas y organizaron u n a gran reunión d e m ineros en la exp lan ad a. N os dieron u n altavoz para q u e explicásem os lo que queríam os hacer. Fuim os verdaderam ente bien acogi­ dos en esta co m u n id ad , en la q u e la conciencia de grupo, la conciencia de clase, era fuerte, en d o n d e los obreros que tienen m ayor conciencia d e su situación de clase son aquéllos q u e m á s se hallan en el corazón d e la p o blación , los m enos cualificados. E l sindicato es la expresión de la com un idad contra la patronal. El tiem po duro del año es el de la discusión de la lista d e reivindicaciones; el sindi­

cato es entonces la expresión m ism a del gru p o , y su s d iri­ gen tes, todos com unistas, se encuentran m uy u n id o s a la base. R esulta tam bién característico observar que aq u e llo s m ás católicos son asim ism o los m ás m ilitantes sin d ical y políticam ente. A n tig u a im agen q u e me recordaba m i infan cia, cuando veía a los pescadores de D ou arn en ez o d e A ud iern e alrededor de la iglesia, los d om in gos, con la ban dera roja al frente. H uach ipato es u n a p lan ta siderúrgica b astan te nueva q u e , sin ser inm ensa, represen taba un gran progreso p ara C h ile; en consecuencia, es una em presa cuyo nivel técnico y los salarios eran elevados, pero d on d e las condiciones d e h ab itab ilid ad eran m alas — sobre las colinas alred edo r d e T alcah u ano. A qu í aparecía la otra cara dé la clase obrera, obreros q u e no se d efinían com o co m u n id ad , casi nunca eran d e origen rural y se sentían im p u lsad os, a ca u sa de esa técnica m oderna y de esos salarios m ás elevados, hacia la clase m ed ia. Los sindicatos estaban divididos, d esd e que el gobierno había elim in ad o a los com unistas, y d eb ilitad o s por luchas de tenden cias. Los trabajadores m ás m ilitan tes eran aquéllos q u e se consideraban com o m ás p erten ecien ­ tes a la clase m e d ia, pareciéndoles el sindicato u n m edio de presión sobre el estado. H e a q u í, pu es, dos caras de la clase obrera bastante diferentes com o para q u e resu lte fácil encontrar sitio p ara u n a conciencia d e clase a la europea. Sólo durante la U n id a d P opular, gracias a am igo s hoy expulsados de su país, p u d e estudiar el tercer centro industrial de esta región , la p e q u e ñ a ciudad de T om é, a unas decenas de kilóm etros al norte de C on cepción . T o m é es la ciudad textil. A hí encontré en estado p u ro lo q u e p u ed e llamarse u n a acción de clase, que no es ni la d efensa de la com unidad, ni u n a presión económ ica, sino la lucha d irigid a contra el patron o en nom bre del trab ajo y por u n a transform ación de la gestión económ ica. Estos focos d e conciencia d e clase obrera eran — y son— muy lim itados en A m érica latina.

Lo d ich o lleva a plan tear un interrogante im portante: ¿por qué en ese continente de sobreexplotación no hay grandes m ovim ien tos y gran des partidos revolucionarios? ¿Por q u é , en A m érica latin a, el PC nunca ju gó un p ap e l central? P o rq u e , incluso en C h ile, jam ás desem peñó el m ism o p a p e l q u e en Francia, Italia o E spañ a; y en Brasil, Argentina o M éxico su p a p e l es secundario. A nte to d o , porque la clase obrera está desarticulada y los sentim ientos de la b ase y la estrategia d e la cúspide están, en lo esencial, separados. N o existe co n tin uidad entre la con­ ciencia defen siva de base y la acción ofensiva política d e la cúspide, q u e rige la cap acid ad d e acción d e clase. Por el contrario, existe u n a fu erte disociación entre la base y la cúspide. Y ta m b ié n u n a gran distancia entre los núcleos de obreros m ilitan tes, concentrados a m enudos en em presas extranjeras, y los obreros d e las industrias tradicionales, que trab ajan para u n m ercado interior d e d éb il progreso o transform ación, o, m ás a ú n , la m asa considerable d e tra­ bajadores su b e m p lead o s y desocupados no protegidos por las leyes sociales. En se gu n d o térm ino, y esto sorprenderá m ás, p o rq u e el sindicalism o en A m érica latin a h a sido el m ás ráp id am en te incorporado al sistem a político. En el propio C h ile, país d e m ilitan tism o obrero desde la crea­ ción de la prim era gran central sindical en los años 20, el sindicalism o no es ajeno al ju e g o político. Lo es m ás de lo que fue la C G T U en Francia p o r la m ism a época. El caso m ás extrem o es el de los m ineros del estaño bolivianos, el núcleo obrero m ás m ilitan te de A m érica latina. Los obreros m ilitan tes revolucionarios lograron, por interm edio de su célebre dirigente, J u a n Lechín, participar directa­ m ente en el ju ego político duran te el período del M ovi­ m iento N acio n alista R evolucionario. En Brasil, los sindica­ tos, en su m ayor p arte, fu ero n creados p o r el estado. Si bien es cierto que en A rgen tin a existía en los años 30 u n sindicalism o p u jan te, no lo es m enos que a partir del período 1943-1945 y con la instalación del peronism o en el poder, es éste el que controló a la C G T . Tras la caída de

Perón, resulta difícil desbrozar lo sindical de lo político. H ab lar de la C G T supone hablar d e «las sesenta y dos», es decir del agru p am ien to de los sesenta y dos sindicatos de orientación peronista. En M éxico, las grandes organ izacio­ nes sindicales, desde la CR O M , siem pre han estado estrecham ente ligad as al poder. Se advierte entonces que la clase obrera no está organizada con la coherencia y en el aislam iento q u e evoca en Europa la im agen del m ovim ento obrero. En A m érica latina, el m u n do obrero es a la vez m ás h o m ogén eo (a causa de la im portancia de la m igración y d e la d el subem pleo) y m uy in tegrado en el sistem a político. La d eb ilid ad de la clase obrera corresponde a una d eb ilid ad paralela de la burguesía. En Chile, choca el que este país haya casi negado la industrialización d esd e hace cien años. T o d o ocurre como si h ubiese un acuerdo m ás o m enos aceptado o im puesto entre, p o r una parte, el capi­ talism o extranjero q u e se apodera de los recursos p rin cip a­ les y, por otra, u n a burguesía local su bo rd in ad a q u e sigue siendo m ercantil y financiera. A m ediados del siglo X I X Chile conoció un desarrollo industrial; d esp u é s de la guerra del Pacífico, que term inó con la ad q u isió n de las provincias del N o rte (tom adas a Perú y Bolivia), C h ile fu e despojado d e sus recursos y los ingleses se apoderaron de ellos. Estos fueron los am os h asta los años 20, en que los reem plazaron los am ericanos. D u ran te este largo período, la burguesía chilena en el p o d er no fue una b u rgu esía industrial, sino grupos financieros, com erciales y bancarios que vivían en y de la dependencia. El país era d irigid o por un blo qu e en el poder al que yo denom inaría la oligar­ quía, que un ía los intereses tradicionales de los grandes propietarios de la tierra y los de los finan cieros m ás o m enos asociados al capitalism o extranjero. Así p u e s, no encuentro en el propio Chile ni clase obrera fuertem en te constituida ni burguesía nacional in d epen d ien te. Faltan los grandes personajes de la historia social que esperam os según nuestras ideas europeas, la b u rgu esía y el proletariado. ¿Q uién es son, entonces, en A m érica latina, lo s grandes personajes? A nte to d o , el capital extranjero, que está ins­ talado en enclaves: m inas de cobre en Chile o de estaño en Bolivia, petróleo en V enezuela, algo dó n o caña en la costa

peruana, b an an o e n A m érica central, caña en C u b a en otro tie m p o , e tc.; o, incluso, q u e h a p en etrad o m ás pro fu n d am en te en el conjunto del país, p e rm itie n d o la creación d e u n a clase capitalista nacional com o en la región del Río d e la Plata, com o en las regiones d el café en B rasil, o com o en el m o m en to del desarrollo de la caña en M éxico a com ienzos del siglo X X . Eso, para el prim er p erso n aje, Luego, al lad o de u n sistem a cuya lógica es exterior a l terri­ torio n acio n al, tenem os partes im portantes de la p o b la ­ ción que h a n sido d ejad as fuera de este sistem a d o m in a n ­ te. Situ ació n cercana a la q u e creó la colonización fran cesa o inglesa a l organizar en M arruecos o en K en y a sectores m odernos, y al esforzarse por enm arcar al resto d el p a ís en la red de estructuras tradicionales. T en em os aq u í, asim is­ m o, un sector d e agricultura capitalista, d e com ercio o d e m inas, q u e se extiende, q u e asegura sus privilegios y q u e com prim e a u n a parte d e la población en una eco n om ía m arginal. E l gran interés d el capitalism o extranjero con sis­ te en evitar la form ación d e un m ercado nacional. P ero — y aqu í es d o n d e las im ágen es se em pañ an — con frecuen cia se tiende a creer q u e entre este d om in io exterior y estas poblaciones com prim idas se establecen relaciones d e d o m i­ nio autocrático ab so lu to . D e nin gun a m anera. Por el contrario, entre am bos se extiende u n inm enso espacio político, o cu p ad o por d os grandes categorías qu e no son clases p ro piam en ter h ablan do : la «clase» m ed ia y los «m ar­ ginales». ¿Q ué es la clase m ed ia? C u an d o conocí C hile, en 1956, y hasta 1964, este país m e hacía pensar en grado su m o en la Francia d e m i infan cia: poseía industrias, pero no era u n país in d ustrial. Sobre un fondo de cam pesin ado rein ab a lo que se p o d ría d en om in ar, en Francia, u n a p eq u eñ o burguesía ■— gente del com ercio, funcionarios, profesion es liberales— m uy influyente. G ente q u e no es del p u e b lo , que m ultiplica los sím bolos de no pertenencia a la clase obrera, y cuyo nivel de v id a descansa en los bajos salarios de los obreros y d el personal dom éstico y, tam b ié n , sobre el nivel m uy b ajo de los alquileres. C ategorías m ed ias interesadas en la segu ridad y la educación, a la vez laicas y conservadoras com o los radicales d e Francia al su r d el

Loire, en donde la in d ustria no o cu p ab a m ucho lu g ar, y que era y es d ep en dien te de la Francia industrial. G ente ajen a a las preocupaciones del desarrollo económ ico, poco sensible al p ro b lem a d e la dependencia respecto d e l capi­ talism o extranjero, y q u e son incluso u n a clase de apoyo a este d om in io extranjero al m ism o tiem po q u e reciben privilegios del estad o y quieren desarrollar su p ap el. En C h ile, el estad o fabricó desde hace un siglo un a clase m ed ia supradesarrollada m ed ian te la ayuda la cons­ trucción, la m ultiplicación de los em pleos p ú blico s y una inflacción muy im p ortan te. En efecto, cuando el co b re o el nitrato se vendían bien , se creaban em pleos p ú b lico s, y cuando se vendían m al, para p agar a los funcionarios se em itía dinero. E sta clase m edia alen tab a el desarrollo de la integración nacional b ajo la autoridad d el estad o. E n este sentido, sus objetivos socioculturales eran m ás im portan tes que sus objetivos económ icos. E n este p u n to , p o d em o s todavía pensar en la Francia dreyfusiana. Los dreyfusianos y los radicales anticlericales eran m enos agentes d e progre­ so económ ico q u e de integración social m e d ian te la educación y a través de las instituciones políticas. Lucha­ ban contra la in fluen cia de la iglesia, contra los p articu ­ larism os y contra los caciques tradicionales. En A m érica latina, y con frecuencia, esta clase m ed ia h a sido n acio n a­ lista, incluso, a veces, po pu lista. Los dirigentes, llevados tam bién por su am bició n personal, quisieron a p e lar a los elem entos populares contra las viejas oligarqu ías y asociar­ los políticam ente a la clase m ed ia. En C h ile, la dem ocracia cristiana, ijistalada en el poder con Frei, y que reto m ab a de otra m anera los esfuerzos de A lessandri en los añ o s 20 e incluso los del Frente Popular en 1938-1940, se esforzó tam bién por am pliar el cam po d el estad o , ligado a la clase m edia, asociándose con las fuerzas po pu lares contra las viejas oligarquías, lo que supon e la definición m ism a del populism o. Este popu lism o d e clase m ed ia fue el eje d e la historia de A m érica latina durante sesenta años. Acción g u ia d a por una clase m edia lig a d a al estado y que ap e lab a a la plebe urbana, a un p u e b lo q u e no es d efin id o por la condición obrera, sino p o r un a débil integración al a p arato de

p roducción , a la vez p o rq u e éste no a p u n ta al desarrollo del m ercado nacional y p o rq u e no h u b o , com o en Inglaterra, coordinación entre la transform ación d e la eco­ n om ía agraria y el desarrollo de la econom ía urban a e in ­ dustrial. E l m un do capitalista m oderno m antuvo la eco­ nom ía an tigu a y ésta se d erru m ba, se vacía brutalm ente como n u b e de to rm en ta, desp ren d ien do un a m an o d e obra excedente (acrecentada por la ola dem ográfica) que el sistem a no absorbe. A lg o q u e defin e adecu adam en te la desarticulación de la socied ad ; no existe lógica integrada del desarrollo del capitalism o . Este desarrollo, dado q u e se efectúa b a jo dom in ación exterior, m an tien e sectores tradi­ cionales, n o es d irigid o p o r u n a clase dirigente nacional, no apu n ta al desarrollo d e u n m ercado interno nacional, lo q ue d a lu g ar a d esfases y desarticulaciones. T o d o ello produce u n juego po lítico am pliam en te au tón om o , incluso en los p a íses autoritarios — la in estab ilid ad de estos regí­ m enes lo d em u estra— , pero el estado es d ébil. La capa­ cidad de la sociedad nacional de actuar de m anera a la vez in d epen d ien te y eficaz, frente a sus p ro pio s problem as y al dom inio extranjero, es m uy reducida, con casi u n a excep­ ción, la d e M éxico, p o rq u e éste fu e transform ado p o r lo que se lla m a revolución; se trata d e un aparato de estado que o cu pó el p a p e l central y que adm in istró las relaciones con el capitalism o extranjero. O tra excepción, m uy parcial, es la de B rasil, con to d a la tradición de G etu lio V argas. Pero, de u n m o d o general, en Chile com o en A rgentina, Perú, B o liv ia o C o lo m b ia, el estado era tradicionalm ente m uy d éb il y resultaba casi ausente. La ú ltim a característica de estas sociedades consiste en que en el sen o de esta gran au ton om ía del m un do político existe u n a au ton om ía m ayor todavía de la producción ideológica. Los intelectuales han ju g a d o en A m érica latina un p apel excepcion al. En este continente, m ás que en cual­ quier reg ió n , los universitarios se han encontrado en el centro d e la vida política y de la v id a intelectual. Esto com enzó e n C ó rd o b a, A rgen tin a, en 1918, y se p ro p agó com o un reguero d e pólvora. El m u n d o universitario con­ quistó la a u to n o m ía en todas partes, es decir u n a in d e p e n ­ dencia p resu p u estaria e institucional en relación con el

m inisterio d e educación. Se volvió, a la vez, m uy artificial, m uy p e q u e ñ o b u rgu és y, al m ism o tiem p o , h ip erpopu lista, revolucionario y m uy com prom etido en una o b ra d e in ­ tegración nacional. El m u n d o universitario recibe gran des privilegios, pero al m ism o tiem po está atravesando por corrientes políticas, con sum a frecuencia, m uy radicales. E xtrem o com prom iso p o lític o y extrem o desapego in s titu ­ cional. El caso m ás extrem o es el d e la universidad de San M arcos, en Lim a, d ivid id a durante años entre gru p o s d e extrem a izquierda aislados de las fuerzas políticas nacio­ nales, y de los cuales algunos lanzaron guerrillas al cam po que fueron m asacradas en pocas sem anas por el ejército. M ás extrem ado todavía era el caso de la universidad de La H ab an a, bajo B atista, an im ad a por una actividad política intensa e irrisoria, bien descrita por Fidel, q u e eligió d ejarla, condenando esas palabras al viento para en cam i­ narse a México y preparar la expedición del G ran m a. La situación es diferente en A rgentina, d on d e el peron ism o penetró m ás profundam ente en la universidad, e l m ovi­ m ien to de los m onton eros encontró allí u n a base im p or­ tante. Pero, en to tal, los m ovim ientos izqu ierd istas, incluso cuando han ten ido una im portancia considerable, no contribuyeron a reforzar las reivindicaciones po p u lares. Sufro al ver tantas ideas provenientes de E urop a repetidas ávid am en te por intelectuales de los países d ep en d ien tes. Porque estas ideas, q u e apelan a la resp on sab ilid ad de los intelectuales, les sirven para aislarse d e la realid ad social en que viven, a veces para convertirse en burócratas, y otras veces — algo m ás resp etable— para lanzarse a aventuras d esesperadas, extrañadas de las m asas popu lares. Pero, a m e d id a q u e nuestros países europeos ingresan en m ayor grado en u n im perio d irigid o p o r las sociedades m u ltin a­ cionales, ¿no conocem os, tam bién nosotros, esta pérd id a de responsabilidad y este desfase de m uchos intelectuales? En el m un do latinoam ericano, las form as d el cam bio histórico, y en consecuencia la dep en den cia respecto del extranjero, rigen la vida social m ás directam ente q u e las leyes internas del sistem a capitalista. C onstituye u n error pretender analizar estas sociedades com o se an aliza las nuestras. N o es q u e carezcan de realidad p ro p ia , o que

sean en teram en te transparentes a la ló gica d e un beneficio que se e lab o ra en u n centro m uy lejan o , sino p o rq u e la d ep en d en cia crea sociedades d e un tipo particular. D e sg ra­ ciad am en te, se han estu d iad o poco las sociedades d e p e n ­ dien tes; a ello se debe el qu e yo les haya d ed icado un libro p u b licad o e n 1976. N o son colonias; tienen u n a a m p lia au ton om ía. Pero la dependencia las h a d esqu iciad o: en ellas, la id eo lo g ía dirige lo político, q u e dirige lo económ i­ co a nivel nacional, m ientras que a l m ism o tiem po un poder económ ico extranjero dirige d esd e fuera su fu n cio ­ nam iento. Esto resu lta im portante para com prender el m om en to m ás d ram ático y reciente d e la historia latinoam erican a, el de la U n id a d Popular. Porque lo característico es, ante todo, el p re d o m in io de las acciones d e tip o político-ideo­ lógico y la m uy d ébil capacidad p a ra desarrollar u n a política econ óm ica. E sta fu e obra de u n hom bre y d e un grupo; y d e n in gú n m odo el resultado d e u n a discusión de las fu erzas políticas y sociales. H ab ía u n a crisis d e subproducción ; Vuskovic creyó entonces, en 1970, que n o se p o d ía relan zar la econom ía acrecentando la oferta (las p a ­ tronales h a b ían frenado sus inversiones), y q u e por tanto h abía q u e au m en tar la d em an d a. Pero el asunto no fu e bien llev ad o en parte por ausencia de conocim ientos técn i­ cos, pero so b re todo porque no existían las condiciones políticas p a r a esta acción económ ica. E n efecto, al relanzar­ se la p ro d u ctiv id ad se term inó enriqueciendo a la b u rg u e ­ sía. La id e a consistía, entonces, en q u e luego el estado h a ­ bría de recuperar todo este dinero, lo q u e su p o n ía u n a m uy fuerte p resió n popu lar, u n a política revolucionaria. A h o ra bien , la U n id a d P opular se h allaba situ a d a entre tensiones institucionales m uy precisas. Los com unistas no iban d e s­ cam inados al afirm ar q u e esta salida revolucionaria no era p osible y q u e h abía que term inar con e sa política económ i­ ca. D e sp u é s de lo cual ya no hubo política económ ica nin gun a; la olead a p o p u lar se im puso y el estado se con ­ form ó con ab rir créditos a las em presas em bargadas, lo q u e contribuyó a la desintegración económ ica, a u n alza d e la inflación y a u n a dram ática descom pósición del estad o, d ad as las presion es económ icas y políticas ejercidas po r los

Estados U nidos y la fuerza d e la contraofensiva d e la derecha y de los poseedores. La gran dificultad con q u e se enfrentan to d o s los m ovim ientos políticos en A m érica latin a consiste en q u e no p u ed en seguir una sola línea de acción. Son m ovim ien ­ tos d e clase, pero tam bién nacionalistas y al m ism o tiem p o m odernizadores, que luchan contra la dualidad im p u esta por la dom inación extranjera. T o d o gobierno, cu alqu iera que sea, debe m anejar este tronco de tres caballos q u e van en direcciones diferentes. C hile conoció la fragm entación de estas diferentes ten ­ dencias. La contradicción p o r la q u e to d o s estos regím en es m ueren reside en q u e una vida p o lític a y social d o m in a d a p o r la d epen den cia tien e d ific u lta d e s para organizarse alrededor de un agen te central d e desarrollo, e l estado. En estas sociedades fragm en tadas y desarticuladas, to d o d a prioridad a las fuerzas de base y, m ás aún , a las corrientes ideológicas, y por tan to, a lo m ú ltip le . La atracción de los europeos por Chile provenía de lo m ism o que d eterm in aba la d eb ilid ad de su régim en: se estab a en relación con un m ovim iento dem ocrático, en el q u e las coerciones del orden eran m ínim as y donde se expresaban todos los in te­ reses y todas las opiniones. Es v erdad, se estaba en las an típodas del m odelo com un ista, d el m onopolio d e un partido revolucionario. El actor central nunca fu e un partido u otro; el único actor q u e h abría p od ido ser diri­ gente era la central sindical, a la que A llende qu ería con­ vertir en piedra angular de su régim en. Pero ella no p o d ía sustituir al propio estado. En u n a sociedad d om in an te y estable, com o los Estados U n id o s, las fuerzas sociales, los p lan team ien tos sindicales, los m ovim ientos d e los negros p u ed en desarrollarse en el interior d e un im perio. Por el contrario, la situación d e d ep en den cia im pone un p a p e l ai estado. En los países del Este, d esd e A lem an ia h asta C h in a, en d o n d e la auton om ía d e la sociedad era débil y d o n d e el poder del estado autocrático era absolu to, el m ovim iento social se aju stó al m arco del estad o. T u vo como objetivo la tom a del estado; se apoderó d e él e im p u so a la sociedad la dictadura d e un partid o . E n cam b io, en los países d e A m érica latina (y tam b ién d e A frica o del m un do árabe),

la desarticulación d e la socied ad provoca la oposición de dos lógicas q u e se desarrollan y q u e se en fren tan : la d e un sistem a p o lítico m uy integrador y la d e fu erzas sociales e ideológicas m uy explosivas. En alg u n o s m o m en to s es posible advertir (pienso en el Brasil d e K u b itsch ek) q u e se conjugan el p o p u lism o y un refuerzo d el aparato del estado, p e ro lo m ás frecuente es q u e haya ch o qu e, o p o si­ ción entre am bas exigencias. En un p a ís extrem ad am en te dom in ad o por el capital extranjero com o Perú, la acción estatal p u e d e convertirse en n acion alista e intentar crear su propio p o pu lism o — se le h a visto d u ran te ocho años bajo el im p u lso de V elasco. Pero en C h ile, así com o en A rgen tin a, U ru gu ay y el Brasil d e los ú ltim o s años antes del golpe d e estad o, se advierte, p o r el contrario, cóm o se acelera la fragm entación de las fuerzas sociales e id eo ló g i­ cas, lo q u e provoca una intervención d el estad o , pero que se convierte en contrarrevolucionario, an tip o p u lista. A quí interviene el personaje q u e ha p asad o a ser el m ás im portanter del continente: el ejército. En to d as partes don d e h ubo im p u lso p o p u lista, hay un contraim pulso, represión m ilitar. El ejército es la expresión m ás pu ra del estado, salvo allí d o n d e éste está descom ­ puesto, d o n d e se form an ejércitos p riv ad os, pero, ¿no quiere esto decir qu e el estado se h a red ucid o a un nivel local? La intervención de los m ilitares se sitúa en el m om ento en que la acción de las fu erzas progresistas, ap u n tan d o a u n a integración social, p o lítica e id eológica, llega a acrecentarse (o a contradecirse con) la descom posi­ ción del estado. En consecuencia, la intervención del ejército es la revancha de éste contra las fuerzas populares. Lo que tiene dos sentidos diferentes. El prim ero se inscribe en la lógica de una acum ulación cap italista efectuada bajo control extranjero. N o hay que o lvidar, p o r ejem p lo , que un aspecto esencial de la vida en Brasil después del golpe de estado es la baja de los salarios reales. El nuevo estado tiene, p u e s, un papel clásico de retroceso de las reivindi­ caciones en provecho de una acu m u lación capitalista. Pero se com etería u n error caso de creer q u e la represión se explica únicam ente así. Ella se sitú a, asim ism o, en una perspectiva nacionalista, an tip o p u lista, o p u e sta al im pulso

conjunto de las fuerzas populares y d e una parte de las clases m edias que tien d e a una participación a m p lia d a, un «consum o político» acrecentado. E n consecuencia, existe una intervención del estado que es m enos p ro cap italista que contra popu lista y, al m ism o tiem p o , nacionalista. A esto se d ebe que se advierta, en to d a Am érica latin a, al m ism o tiem po q u e el desarrollo del capitalism o extranjero y la represión contra las fuerzas po p u lares, los progresos del capitalism o d e estad o, y la creación de gran d es em presas públicas. Y por ello existen siem pre dos lógicas: la del desarrollo capitalista d ep en d ien te en la q u e se asocian — no sin tensión— las em presas extranjeras y las em presas públicas, y la d e la integración represiva a n tip o ­ pulista. Los que d efin en a los gobiernos m ilitares sólo como agentes del im perialism o am ericano o eu rop eo se equivocan. Conocem os por cierto el p a p e l extrem ad am en ­ te directo del D epartam en to de estado en Chile o B rasil, el de la CIA en Bolivia tan to com o en C h ile. Su intervención en la represión an tip o p u lar y en la acción para derrocar a los regím enes d e izquierda es constante y directa. Pero si se afirm a de m anera d em asiad o unilateral la u n id ad d el estad o y del capitalism o extranjero, se ubica a las fuerzas d e o p o ­ sición frente a un m uro in fran qu eable y creo q u e ello supone d ar pruebas de un pesim ism o excesivo. Por el contrario, pienso q u e d e hecho nos enfrentam os hoy con dos adversarios, m uy a m enudo aliad o s, pero q u e ta m b ié n pu ed en separarse: el estado en tanto q u e agente d e u n a acum ulación capitalista d ependiente y el estad o com o fuerza de represión an tip o p u lista. A m b o s se unen cu an d o se ven am enzados p o r las fuerzas popu lares, es decir, en el m om ento del go lp e d e estado. Pero tienden a separarse cuando el poder d el estado está m ejor estab lecid o y cuando la econom ía progresa. La distancia q u e se crea entre estas dos lógicas estatales es la qu e los o positores pu ed en utilizar. T om em os el e je m p lo de Brasil: conoció u n a fuerte penetración de em presas extranjeras y no se p u e d e n citar grandes decisiones económ icas del gobierno brasileñ o desde hace doce años, qu e sean contrarias a los intereses de las em presas m ultinacionales; al m ism o tiem po se h a

im p u esto u n n acion alism o an tipopulista, sobre to d o bajo los presiden tes C o sta e Silv a y M edici. A h o ra bien, actu al­ m en te, b a jo G eise l, qu e fu e directivo d e la m ayor em presa pú b lica — P etrobras— cohabitan am bas tendencias. Por u n a p arte, la tenden cia represiva an tip o p u lar y, por otra, u n a ten d en cia al refuerzo del aparato económ ico del estado com o m e d io de incorporación al m u n d o capitalista, lo que p u e d e llevar a u n a voluntad de am pliar el m ercado, y en consecuencia, a desarrollar la clase m ed ia y otorgarle derechos económ icos, culturales y políticos que le conven­ gan. D e a h í la liberalización del régim en antes y d esp ués d e las elecciones d e 1974, deten id a unos m eses después d e qu e la o p o sició n h ubiese gan ado las elecciones, pero q u e no fu e su p rim id a. E sta distensao, com o se la llam a, este liberalism o de clase d irigen te, q u e ciertam ente n o tiene n ad a de dem ocrático, no pu ed e ser co n fu n did o con el nacionalism o represivo q u e originó el acta institucional n .° 5, de diciem bre d e 1968, creando una verdadera dictad ura. P inochet: d e l ascenso b r u ta l a la caída p o s ib le R esulta m ás difícil h ab lar d e C h ile, pero es tam bién algo m ás in m ed iatam en te im portante. Pese a la aparen te un id ad d e la «ju n ta» m an ten go m i hipótesis central. A firm o q u e existen dos lógicas diferentes en la política de la ju n ta. M i sorpresa surge ante el hecho de q u e u n a de am bas sig a prevaleciendo, cuando yo p en sab a q u e sería m ás ráp id am en te su p erad a. Me explico: la lógica que dom in a a C hile, d ad a la poderosa fuerza de la m o viliza­ ción política antes de septiem bre de 1973, es la de la vio­ lencia represiva. Pinochet es el hom bre de la represión y d e la CIA. E con óm icam en te, él ha sacado adelante a los viejos grupos finan cieros y no a la burguesía industrial. D estruyó a la clase m e d ia asalariad a, y por tanto el m ercado d e los productos industriales, y así h izo retroceder económ ica­ m ente a l p aís. Su principio central de gobierno es la repre­ sión contrarrevolucionaria. Se situó al otro lado d e los com ienzos m ás m oderad os del p o p u lism o , antes d e 1920. Política qu e su p o n ía la llegada m asiva de inversiones

extranjeras y una su m isió n total del país a los beneficios d e éstas. Pero estas inversiones no llegaron. El go b iern o recibió m ucho dinero d el gobierno am ericano, p e ro para sobrevivir. N o obtuvo inversiones productivas p o rq u e a los grandes capitalistas les rep ugn ó invertir en u n país q u e se libraba a sem ejante represión y q u e destruía el m ercad o interno. E sta lógica de Pinochet, qu e es contrarrevolucio­ naria, es diferente de u n a lógica nacionalista, y m á s p ro ­ piam ente fascista, que bu sca un desarrollo del ap arato d e estado y, en consecuencia, el apoyo d e u n a clase m ed ia superior. El general Leigh , jefe d e la aviación, rep resen ta esta tendencia. Y o creí q u e la tendencia contrarrevolucio­ naria cedería bastante ráp id am en te el sitio a la ten d en cia fascista. Sin em bargo, el prim er incidente serio sólo se produjo en noviem bre de 1975. U n a convergencia de la oposición cristianodem ócrata y d e la oposición m ilitar am enazó a Pinochet. E sta am en aza fu e alejad a. La p resen ­ cia de K issinger en el D ep artam en to de E stad o era un a baza im portante para el dictador. El nuevo p resid en te am ericano habría de hacer peligrar a Pinochet y apoyar un a política de desarrollo económ ico capitalista y au tori­ taria, un esfuerzo para reconstruir un sector económ ico público y, en consecuencia, para recrear u n a clase m ed ia que constituya el m ercado in dispen sable p ara los p ro d u c­ tos industriales. E sfuerzo apoyado en em presas industriales tanto nacionales com o extranjeras. Lo q u e no elim inaría la represión. Esta solución no es en sí d em ocratizadora, y no he creído, desde hace cuatro años, en la po sib ilid ad d e u n a apertura liberal en C h ile. Pero la lucha entre las d o s te n ­ dencias m ilitares, que tard e o tem prano deberá im p licar la elim inación de Pinochet, p u ed e crear u n a situación en la cual algunos representantes de la clase m edia intervendrían en las luchas internas d e la ju n ta p ara procurar introducir sus objetivos, q u e norm alm ente d eb en suponer u n a cierta liberalización. T o d av ía hay q u e seguir siendo conscientes de que este ju ego continúa excluyendo a las fu erzas p o ­ pulares. En Brasil, la utilización d e esta distancia entre las dos lógicas d om in an tes es la única política posible p ara el M D B, el partido d e oposición. Estas estrategias de reaper­

tura p o lítica son riesgosas, tien en pocas po sib ilid ad es de ésito en lo in m ed iato, pero son las únicas po sib les a largo plazo. En el caso chileno hay q u e otorgar u n a priorid ad absoluta a l derrocam iento de la política estrictam ente con­ trarrevolucionaria y retrógrada de Pinochet, sabién d ose sí que ello llevará ante to do a u n desarrollo económ ico cap i­ talista periférico. T al solución, en la presente coyuntura, no llegará pro b ab lem en te a pon er fin a la represión , pero puede lim itarla e, incluso — pero esto se encuentra m ás allá de m is esperanzas personales— , perm itir la reaparición de un m ín im o ju e g o político. D o s m anadas d e lobos luchan entre sí. E sto ya es algo alentador: se p u ed e esperar q u e los lobos se devoren unos a otros. El ap lastam ien to de las fuerzas po pu lares o la evolu­ ción hacia la derecha d e regím enes nacionalistas han con­ solidado suficientem ente la dom in ación de los ricos y del estado com o para que se p u e d a operar u n a cierta aten u a­ ción de la represión, llevando a una b u en a parte de Am érica latin a hacia la m ezcla de progresism o y de represión, de nacionalism o y de sum isión a los intereses extranjeros que caracteriza a M éxico. N o p u e d o evocar los pro blem as de A m érica latin a sin que vuelvan a m i m em o ria los últim os años — q u e yo viví— de la U n id ad P o pu lar. Viví el go lpe d e estado en Santiago. En la m añ an a d el 11 de septiem bre, in m e d iata­ m ente d esp u és d e h aber escuchado los com unicados de am bos b an d o s por rad io, partí a pie hacia el centro de la ciudad q u e se vaciaba d e em plead os, evitando algunos tiros sobre la avenida central. Me instalé en el vacío despacho d e u n m inistro a doscientos o trescientos m etros del p alacio presidencial, q u e vi bo m bardear. D e jé el centro antes del to q u e d e q u e d a. N a d a se m ovía en la ciudad. Los barrios po pu lares estaban en silencio; en las zonas residenciales, las casas tenían izad a la ban d era, como lo h abía ped id o la ju n ta. La línea que sep arab a el jú b ilo del aplastam ien to era la fron tera que separa a la b u rgu esía del p u eb lo . A l cam inar por las avenidas vacías recordaba las ú ltim as sem anas de ju lio y agosto, cuan d o Santiago vivía el ascenso d el p o d er p o p u lar. Por su la d o , los sin d i­ catos o rgan izaban m anifestacion es, pero pasivas. A princi-

píos de m es, una m an ifestació n para apoyar el in greso de los m ilitares en el go b iern o y, fin alm en te, un m itin de solidaridad con el gen eral Prats, que acababa de se r o b li­ gado a dim itir. A su n to s aceptables, pero poco n atu rales c o m o p ara m ovilizar el entusiasm o popular. M ientras los oradores oficiales se esforzaban por explicar la p o lítica gubernam en tal, escu ch ab a m uy cerca de m í a u n grupo im portante d e m ilitan tes del MIR y d e otras o rganizaciones de extrem a izquierd a qu e coreaban la consigna d e l pod er popular. Sen d a, a la vez, la crisis po lítica, el ascenso de las fuerzas popu lares y la creciente disociación del im p u lso social y d e las in stitucion es. E staba im presion ado p o r el peso d e los m ovim ientos de base y por la a m p litu d del desfile del 4 de sep tiem b re. Vi al p u eb lo , m edio m illó n o un m illón d e person as, desfilando ante la M on ed a, ante A llende. Seguí p o r gran parte de la ciudad a las com itivas, a sus pancartas y a los cam iones cargados de h o m b re s y m ujeres. Pese al h u n d im ien to económ ico del siste m a , el apoyo p o p u lar a A llen d e era poderoso, en nada m a n ip u la ­ do por las organizaciones. Pero era aquél un p u e b lo sin estado y sin dirección política, p o rq u e, apenas se d e ja b a a la m u ltitu d en m ovim iento para reflexionar, se se n tía por todas partes la d u d a e, incluso, la im potencia. Y o vivía, a la vez, convencido de la extrem ada gravedad de la crisis y en espera de u n a nueva iniciativa p o lítica del gobierno. Sabía, al igual que todos, que la derecha p re p a ­ raba activam ente una acción, sentía la am enaza, p e r o , por curioso q u e parezca, no sentía alrededor de m í m o v iliz a ­ ción alg u n a con vistas al enfrentam iento. N ad ie, a l m enos de la izquierda, esperaba con claridad el d ese n cad e n a­ m iento d el golpe de estado. Lo atestigu an así m is en cu en ­ tros de la propia víspera del golpe, el lunes. Por la m añ an a fui a ver a uno d e m is antiguos estudiantes, m uy lig a d o al viejo m inistro de econom ía. Este m e invitó a cen ar la noche siguiente; en la tarde de ese m ism o lunes p a s é p o r m i despacho de la facultad de sociología y fui a escuchar una conferencia dictada por un sociólogo español so b re los problem as del franquism o y la guerra civil esp añ ola. A m i lado se h allaba u n am igo español q u e era el consejero más ín tim o d e A llende. A las siete de la noche, d esp u é s d e

haber hablado de España, nos separamos y me dijo: «Voy a casa del presidente». Volví a ver en París a este amigo, que casi milagrosamente escapó a la muerte, ya que al día siguiente estaba en la Moneda, con Allende. Anécdota que prueba que en el centro del sistema se ignoraba todo, la noche del 10, sobre el golpe de estado ya en marcha. Y en ese país en el que el movimiento popular parecía tan fuerte, donde un desencadenamiento popular había res­ pondido a principios del verano a un intento de golpe, no pasó casi nada durante las horas que siguieron al golpe de estado. Vivía yo bastante cerca de una zona industrial importante y por la noche escuché disparos; inmovilizado por un toque de queda de treinta y seis horas, imaginaba un amplio levantamiento popular. De hecho, la capacidad de lucha armada era débil. No hay muchos ejemplos de un movimiento popular tan amplio, detenido por un golpe de estado tan bruscamente, sin lucha. Esto no fue así por ausencia de convicción, sino materialmente por falta de armas, y sobre todo por fragmentación, desintegración de una capacidad política empleada en un estado en ruinas. Las fuerzas armadas pudieron actuar con efectivos limita­ dos: dos aviones girando alrededor del palacio presidencial y dejando caer las bombas que lo incendiaron, un desta­ camento militar en el cuartel central, pero bastante débil al comienzo; había pocas tropas visibles en el resto de la ciudad. Patética contradicción entre la movilización popu­ lar y el vacío de estado, la ausencia de capacidad de acción central y militar por parte del gobierno popular. La muerte voluntaria de Allende, prácticamente solo en la Moheda, es el símbolo a la vez del coraje y de la impotencia de la Unidad Popular. Se sacrificó, no quiso desatar una guerra civil que consideraba perdida de antemano. Después de él llegó la barbarie. Mi última imagen de Chile es de algunos días después, la misma víspera de mi partida: la última visita que efectué, con dos o tres amigos, a Pablo Neruda, muerto, trasladado el día anterior a su casa, al pie del cerro San Cristóbal. Esta casa había sido saqueada, los cristales rotos, los libros quemados, verosímilmente por grupos de extre1

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continente, parecía abandonado en su ataúd, rodeado so­ lamente por su mujer y cuatro o cinco amigos fieles. Algo después llegaron los embajadores de Suecia y de Francia. Neruda murió con su país, con una civilización. En el momento en que yo tomaba el avión, al día siguiente, se efectuaba su patético entierro, en el que la multitud se atrevió a cantar La Internacional acompañándolo al cemen­ terio general. Este hombre había sido aceptado, reconoci­ do como el símbolo del país y del continente por casi todas las categorías sociales; moría rechazado, era enterrado por sus compañeros de lucha, primera víctima, ya, de la repre­ sión. No he vuelto a ver los Andes dominando a Santiago, las minas de carbón a la orilla del mar, el cobre al pie de los volcanes, en el desierto del Norte. Aguardo con espe­ ranza que desaparezca Pinochet, que haya voces que vuelvan a hacerse escuchar en Santiago. Quebec libre Dejemos, sin olvidarlo, este mundo al que ahora hay que intentar entender a través de su silencio obligado, para volver a encontrar, en otro sitio, los mismos proble­ mas. Lo que me gustó de América latina es el esfuerzo de pueblos, de naciones, de trabajadores por recuperar su existencia nacional, su capacidad de acción, su indepen­ dencia. Esos países querían alcanzar más conciencia. Encontré esta necesidad, más fuerte aún, en un rincón de América del Norte. Amo a Quebec. No creo que ello se deba principalmente a que allí se habla francés, sino más bien porque nosotros, franceses, que tenemos la costumbre de ser colonizadores, experimentamos un choque cuando aquellos que hablan nuestra lengua son colonizados. En Montreal, los barrios ricos hablan inglés y los barrios pobres, francés. En las fábricas, en los cuarteles, por todo se observa a gente que se niega a hablar francés porque esto supondría cerrarse las vías del ascenso social. Ca­ nadá, y en especial Quebec, está sometido a la lógica de la dependencia: omnipresencia de la dominación extran­ jera, autonomía del espacio político, papel importante de

los intelectuales, ambigüedad de la burguesía, que es menos una burguesía nacional que un apéndice de una burguesía extranjera, debilidad política de una clase obrera cada vez más apresada en la red de los sindicatos ameri­ canos. Esta desarticulación de las sociedades dependientes es extremada en Quebec, donde se convierte en una fragmentación total de la identidad de los habitantes, que son, a la vez, de cultura francesa, canadienses y norteame­ ricanos. Buzos alzados demasiado rápidamente, mucha­ chos o muchachas de veinticinco años que, hace diez, en las escuelas religiosas secundarias recibían como modelo de conducta a Bayard, los cruzados, quizás a Juana de Arco, seguramente a San Luis, y que en pocos años son trasla­ dados de una edad media de leyenda a un siglo XX dominado por una gran metrópoli, por empresas moder­ nas y la apremiante proximidad de los Estados Unidos. Gente a la vez pesimista, frágil, sin raíces, dividida en esa desarticulación extremada de la sociedad de que ya hablé y que vive difícilmente el doble movimiento de superdesarrollo social e ideológico y de difícil constitución de un estado como agente de transformación histórica. Hay que preguntarse si habrá, y a qué nivel, encuentro y alianza entre la voluntad de creación de un estado nacional y el desarrollo de las fuerzas sociales e intelec­ tuales internas. Las relaciones entre el movimiento sindical y el nacionalismo, que es pequeño burgués, han sido difí­ ciles. La victoria electoral del PQ, ¿favorecerá su conjun­ ción? El caso de Quebec es menos trágico que el caso de los países latinoamericanos, pero también aquí la cuestión consiste en saber si habrá nexo entre las fuerzas sociales y el estado, o si un estado pequeño burgués que administre la dependencia habrá de ser combatido desde fuera por fuerzas sociales e intelectualers que naveguen en la ficción. René Levesque llega a primer ministro después del fracaso de los liberales desechados por una coalición de descon­ tentos más que por un impulso independendsta. Una vez más, temo una política solamente integradora, populista, que no se atreva a encargarse claramente del conjunto de tareas de un estado. Pero si bien me preocupo, me siento

las posibilidades nacionales de Lin Quebec que con bastan­ te premura debe elegir entre, por un lado, el retroceso anunciador de una desaparición próxima y, por el otro, la responsabilidad nacional. Portugal: la cabeza y los p ie s

Querría, dejando de lado el continente americano, hacer otro alto, en Portugal. En Quebec, el gran peligro es la incorporación a América. Portugal, ese país dominantedominado, que ha creado su propia dependencia impo­ niendo su dominio a sus colonias, fue incapaz de crear su propia transformación social y política. La sociedad y el estado se han disociado. En ese Portugal asfixiado por su propia locura colonial y reaccionario en la época de Salazar y de Caetano, un golpe de estado creó un poder militar y, detrás de ese poder (y en cierta medida en su interior), el partido comunista, que había sido la principal fuerza orga­ nizada de la oposición al fascismo y había sufrido una represión muy dura, se esforzó por apoderarse del mando de la sociedad. Lógica militar y política totalmente cons­ truida en la cúspide. Lo que no quiere decir que no ocu­ rriese nada en la base. Todo se agitó en el campo, en las fábricas, en los barrios: ocupación de tierras, comités de barrio, consejos de fábrica. Pero incluso allí donde el PC intervino más directamente, aquéllo se produjo ante todo para controlar, para dirigir, mucho más que para desarrollar esos movimientos de base. Y, por su parte, esos comités no podían intervenir en un plano propiamente político. Durante mis estancias en Portugal me vi constantemente sorprendido por esta distancia entre la vida política en la cúspide y las transformaciones sociales de base. Los diarios de Lisboa dedicaban poco espacio y escaso interés a las transformaciones sociales. El verano de 1975 fue un gran período de ocupación de tierras en el Sur; los diarios de Lisboa prácticamente no hablaban de ello. Finalmente, esta disociación condujo al fracaso absoluto de la política del PC ai mismo tiempo que al de las ilusiones de Otelo. Volvió la victoria de la buena gente. Se evitó lo peor. La

victoria comunista habría conducido inevitablemente a la guerra civil, y Portugal evitó una dictadura de extrema derecha. El país se repliega hacia una socialdemocracia levemente inclinada a derecha debido a la experiencia de la lucha con los comunistas. Viví esta historia con angustia y con dos sentimientos encontrados. Tiendo a reafirmar el primero. Estaba en Portugal en julio de 1975, en el momento de la mayor presión de los comunistas y de al­ gunos elementos del ejército, sobre todo del Copcon, con el PS. Estuve en el mitin del PS que las fuerzas del Copcon intentaron impedir presionando directamente. Estuve en la tribuna con Mario Soares y no procuro disimular que mi posición era entonces, y lo sigue siendo, de hostilidad respecto al PC portugués, que sólo podía llevar a la dicta­ dura más extremada o a la guerra civil. Creo que la actitud defensiva del PS tenía una base social mucho más fuerte y me siento, a este nivel, solidario contra la política de Cunhal. Y sin embargo, nunca pensé que el PS pudiese representar, por sí mismo, la solución conveniente para Portugal. Un país tan dependiente, tan periférico en rela­ ción con el centro del capitalismo, no podía depositar su suerte en una vaga socialdemocracia. He creído, y creo aún que Portugal rozó la única solución positiva, la solución tercermundista propiciada por Meló Antunes y que, por cierto, en el espíritu de éste, no era imaginable sin la par­ ticipación de Otelo. Solución nacionalista y populista, alejada, por la propia naturaleza de la sociedad portugue­ sa, de una transformación revolucionaria dirigida por un aparato doctrinario. Esta situación que había visto diseñar­ se desde mi primera estancia fracasó en particular a causa de la actitud de Otelo. En el momento de su detención, después del 25 de noviembre, en una declaración de prensa, reconoció en algunas frases que la solución era la que le había propuesto Meló Antunes. Pero ocurrió que se encaminó en otro sentido; se dejó arrastrar por fuerzas políticomilitares izquierdistas, cuya capacidad de acción era, en realidad, muy débil y que incluso se reveló ridicula el 25 de noviembre. Lo cual no podía tener sentido, salvo que se intentase lo imposible, es decir la alianza con los comunistas; pero ¿quién puede creer que la alianza de

izquierdistas y com unistas p u ed e ser u n a alianza só lid a y que no sea otra cosa que la del devorador y el d evorado? ¿Y cóm o, en 1975, se p u ed e tom ar a C u b a com o m o d e lo de u n a revolución p o p u lar, cuando este país se h a lla lejos, tan lejos, d e la im agen en tu siasm ad a que había d a d o en sus com ienzos? E sta predisposición aventurista de O telo, tanto com o la d em asiad o larga resistencia d e V asco G ongcalves, explican q u e no se haya p o d id o in ten tar la solución q u e denom ino tercerm undista o nacionalpopulista. A partir de ese m om en to h ab ía que elegir pu ra y sim plem en te entre la solución m ilitarcom unista — q u e ya se descom ponía, p o rqu e la m ayoría de los m ilitares no querían pasar a estar bajo control com unista— y la solución socialdem ócrata de derecha, que nos rem ite, por otra parte, al período 1910-1926, que term inó m uy m al y que sólo podía significar u n a especie de incorporación periférica de Portugal al m un do capitalista eu rop eo. N o tengo un juicio negativo sobre la solución que se a d o p tó : creo que la solución actual im p id ió lo peor; Portugal no se halla en u n baño d e sangre. ¡Pero q u é repugnante lo d azal! ¡Q ué pru eba más dram ática d e la disociación, fa ta l para los países d epen dien tes, entre u n a lógica del estad o (qu e aquí fue la d e los com unistas y del ejército) y la de fuerzas sociales e ideológicas estatal y económ icam ente irrespon sa­ bles! Portugal conoció esta extrem ada fragm entación , q u e finalm ente se trad ujo en una doble anulación d e las fuerzas estatales y de las fuerzas revolucionarias, en un triunfo de la ciénaga y en la autodestrucción de to d a s las po sibilidades de la sociedad portu gu esa.

A favor de los palestinos En el paso de uno a otro te m a, y com un ican do m is reacciones ante lo que vi o viví, m e expongo a q u e se m e reproche incoherencia: en C hile h ablo favorablem en te d e los com unistas; en P ortugal, to d o lo contrario. Pero ¿d ón de está la contradicción? Lo q u e ante to d o m e im porta en este m u n d o llam ado en desarrollo es la p o si­ bilid ad de un pu eb lo de actuar sobre su porvenir. L o q u e a

la vez su p o n e — y toda la d iferen cia reside ah í— m ovili­ zación p o p u la r, y por tanto acción de clase, y capacidad estatal d e decisión. ¿C óm o hacer q u e surja esta elección principal sin m anifestar, para term inar, m i adhesión a la causa p ale stin a? El problem a de Israel y los palestinos es el único q u e d ividió al p equeñ o m u n d o en el que trabajé y viví. N o vi que m is am igos se o pu siesen u n os a otros a propósito d e la guerra d e A rgelia o de la guerra d e Indo­ china: to d o s se oponían a ellas. N o los vi dividirse en 1958 respecto a la llegad a de de G au lle al po d er: prácticam ente nunca escuché a m i lado peroratas gaullistas. Pero en el m o m en to de la guerra de los seis días, gente m uy cercana una a o tra firm ó declaraciones q u e sep arab an a aquellos que d efe n d ían la existencia de Israel de quienes defen dían la causa árabe. En el p lan o de las id eas, cuando conocí por prim era vez el Líbano y p u d e tom ar contacto directo con el p ro b le m a p alestin o , tenía orientaciones próxim as a las del N o u v e l O bservateur, vale decir q u e h abía qu e reconocer la existencia d e Israel y la de los palestin o s, crear un hogar nacional palestin o y las condiciones internacionales que perm itiesen una coexistencia d e am bos estados, pero no tenía conocim iento directo del p ro b lem a palestino. Me interesé m ás directam ente en él en el curso de m i segu n d a estancia en el Líbano. D e d iq u é casi todo m i tiem po a encuentros con dirigentes de los diferentes m ovi­ m ien tos, sobre todo con H aw atm é, el jefe del FD PLP, y visité cam po s d e refugiados. A partir d e ese m om ento pensé q u e el problem a principal no es el de las relaciones entre las com unidades (sunita, m aronita, chiita, drusa, etc.), sino ante todo el d e la transform ación política del m u n d o árab e. El gran p ro b lem a es, m ás allá d e un m ovi­ m iento nacionalista árabe, la form ación de estados nacio­ nales asociados no a burguesías nacionales, sino a pequeñ oburguesías nacionales, reforzadas baio Sad at, y que rigen la acción d e A ssad en Siria. El «frente del rechazo», y sobre to d o el FPLP, insta desesperadam en te a esta un id ad árabe q u e , lo creo, se eclipsa in evitablem ente tras la for­ m ación d e los estados nacionales y sus conflictos. D e ahí la urgencia d e la constitución de u n estad o palestino; ligar la suerte de la nación palestina a u n gran m ovim iento ara­

bista no tiene salida. En cambio, la creación de un hogar nacional (Cisjordania y Gaza, para empezar) es funda­ mental, porque solamente a partir de la transformación de la región en estados nacionales y a partir de perspectivas de desarrollo económico ofrecidas por el petróleo, estos países podrán ver desarrollarse luchas sociales, separaciones entre las clases que se desarrollarán transversalmente a las fron­ teras estatales. No veo otra solución que la creación de estados nacionales (situación peligrosa pero inevitable). Hawatmé tiene razón cuando acepta, por esta razón, la alianza con los objetivos del Fath, sabiendo que chocará con los dirigentes del estado palestino. El sabe que el des­ arrollo de una dinámica social será lento y difícil. El pro­ blema palestino rige el problema libanés. Si se aísla éste, sólo se puede ir hacia el caos. El Líbano conoce una doble desarticulación, ya que por un lado la comunidad maronita —y las comunidades cristianas en general— se ha sos­ tenido contra el imperio turco (no sin dificultades; basta con pensar en la suerte de los armenios), y en consecuencia busca defenderse y sobrevivir. Pero el Líbano cristiano es también una burguesía financiera, especuladora, incapaz de realizar el desarrollo económico del país y que siempre hizo fracasar los intentos de modernización nacional, como la del genera] Chehab, pese al apoyo que le brindaban algunos empresarios dinámicos. Si se añade que la super­ posición del problema palestino y de la doble desarticu­ lación de la sociedad libanesa crea una situación favorable a la rivalidad de las grandes potencias —cómo compren­ der pues la situación sin referirse a la rivalidad francobritánica, y luego americano-soviética—, se entiende que el estallido de la situación sea permanente y que todo se conjugue para arrastrar a este desgraciado país hacia una extremada fragmentación. Una vez más, no existe, en mi opinión, solución al problema libanés, es decir a la exis­ tencia nacional libanesa, que no pase por la creación previa de un estado nacional palestino, o, inversamente, por el paso del Líbano a protectorado extranjero. Lo que en mi espíritu no condena de ningún modo al estado nacional israelí, cuya existencia tiene los fundamentos más sólidos, mucho más allá de los horrores de la persecución nazi.

Incluso me siento más cerca, culturalmente, de la izquier­ da israelí que de los combatientes palestinos. Pero única­ mente la lucha palestina se opone hoy al triunfo de las burguesías nacionales cada vez más asociadas a los intereses generales de la dominación capitalista. El porvenir de Israel no puede ser opuesto a la necesidad de una solución al problema nacional palestino. Kamal Jumblatt me lo dijo con enorme franqueza. Las pasiones y los incidentes más trágicos no impedirán que no haya otra solución que esta tan difícil coexistencia.

La primavera y el invierno de la universidad

Cuando procuro imaginarme cómo un historiador de comienzos del próximo siglo que escribiese sobre este período que abarca los veinte o treinta años de la posguerra, tengo la impresión de que podría escribir dos libros entremezclados pero casi sin relaciones entre sí. El primero reproduciría el disgusto sobre el crecimiento, que no sólo es sostenido por los dirigentes. Es cierto que la sociedad francesa se ha modernizado extraordinariamente, se ha vuelto industrial, se ha abierto al mundo exterior. Se elevó el nivel de vida; en el campo de la educación conocimos, como en muchos países, un rápido crecimiento del número de estudiantes. Es fácil escribir semejante libro. No digo que el mismo sería completamente falso, pero sí que su tono me parecería distante. Quizá por haber vivido en el mundo universitario, tengo de esta historia una visión muy diferente. Tengo la sensación de haber vivido en una sociedad que se desplomó en 1940, cuyo orden político fue trastocado por un golpe de estado militar en 1958, y que vivió una crisis profunda, no sola­ mente cultural, sino también social y política, en 1968. De ahí la imagen, no de una sociedad en crecimiento y que cada vez se hace más fuerte, sino de una sociedad que ha dado tumbos entre crisis y rupturas. Si se aísla esta visión de la otra, se haría excesiva; lo importante es el contraste

Incluso me siento más cerca, culturalmente, de la izquier­ da israelí que de los combatientes palestinos. Pero única­ mente la lucha palestina se opone hoy al triunfo de las burguesías nacionales cada vez más asociadas a los intereses generales de la dominación capitalista. El porvenir de Israel no puede ser opuesto a la necesidad de una solución al problema nacional palestino. Kamal Jumblatt me lo dijo con enorme franqueza. Las pasiones y los incidentes más trágicos no impedirán que no haya otra solución que esta tan difícil coexistencia.

La primavera y el invierno de la universidad

Cuando procuro imaginarme cómo un historiador de comienzos del próximo siglo que escribiese sobre este período que abarca los veinte o treinta años de la posguerra, tengo la impresión de que podría escribir dos libros entremezclados pero casi sin relaciones entre sí. El primero reproduciría el disgusto sobre el crecimiento, que no sólo es sostenido por los dirigentes. Es cierto que la sociedad francesa se ha modernizado extraordinariamente, se ha vuelto industrial, se ha abierto al mundo exterior. Se elevó el nivel de vida; en el campo de la educación conocimos, como en muchos países, un rápido crecimiento del número de estudiantes. Es fácil escribir semejante libro. No digo que el mismo sería completamente falso, pero sí que su tono me parecería distante. Quizá por haber vivido en el mundo universitario, tengo de esta historia una visión muy diferente. Tengo la sensación de haber vivido en una sociedad que se desplomó en 1940, cuyo orden político fue trastocado por un golpe de estado militar en 1958, y que vivió una crisis profunda, no sola­ mente cultural, sino también social y política, en 1968. De ahí la imagen, no de una sociedad en crecimiento y que cada vez se hace más fuerte, sino de una sociedad que ha dado tumbos entre crisis y rupturas. Si se aísla esta visión de la otra, se haría excesiva; lo importante es el contraste

entre ambas imágenes. Por un lado, el crecimiento econó­ mico; por el otro, la inestabilidad, la incoherencia, la debilidad de la sociedad. A falta de universidades Imagen que se impone desde que uno se sitúa en la universidad, ahí donde una sociedad prepara claramente su porvenir y donde, en consecuencia, se advierte si ella es capaz de conducir sus propias transformaciones. La escuela ha sido en Francia, hasta estos muy últimos años, un mundo sagrado. Era progresista, laica, luchaba contra los caciques locales, religiosos o no, era igualitaria, con todas sus oposiciones a cátedra y exámenes anónimos. E incluso esta austeridad que hacía que fuese más instrucción pública que educación nacional (sólo se enseñaba en ella conocimientos positivos: matemáticas, lenguas, etc.), hacía que tampoco aceptase (contrariamente a las public shools inglesas) las desigualdades sociales; creía en la ciencia, era nacional y pacífica, en suma, poseía todas las virtudes. En cuanto a los enseñantes eran pobres pero honestos, sacrifi­ cados por el bien público y la educación de los niños. Sólo hace muy poco que desapareció esta imagen de la escuela, que se dejó de ver en ella un mundo socialmente abstrac­ to, ligado exclusivamente a la ciencia y al estado, que se reconoció que formaba parte de nuestra sociedad, que no era tan progresista, tan igualitaria como se había querido creer, y que era más un obstáculo que un apoyo para la democratización y el progreso. Pero no quiero retomar el tema, convertido en lugar común, de la desigualdad de posibilidades en la escuela, porque experimento, al escucharlo, la ausencia de una visión histórica más completa. En una sociedad campesina y mercantil en la que las barreras sociales y económicas eran tan difíciles de franquear como superar los particula­ rismos culturales, la escuela fue vivida como un instru­ mento de liberación. Recuerdo la confianza absoluta de los mineros del Norte puesta en la escuela, única posibilidad para que sus hijos salgan de la mina y del caserío en que

habitan. Y, para los enseñantes, la escuela era un arma contra los caciques, los curas, todas las fuerzas y tradiciones aristocráticas y monárquicas del país. El mundo del trabajo, separado del progreso por la propiedad burguesa, apelaba al conocimiento para preparar su liberación. Pienso en Blanqui, en los anarquistas andaluces y en todos los revolucionarios que piadosamente celebraron el culto de la ciencia y de la educación. La desigualdad no data de hoy; ella era, evidentemente, mayor cuando una gran parte de la población era analfabeta. Pero la escuela no es ya liberadora. Las antiguas barreras se han derrumbado y, ahora, en la escuela es donde las desigualdades se mani­ fiestan más directamente. La ciencia, la técnica y los diplomas se convierten en instrumentos de dominio en la sociedad meritocrática, y la fisión nuclear ha ligado dramá­ ticamente saber y poder. No basta con denunciar la des­ igualdad en la escuela; es más importante aún reconocer que después de haber sido apertura en un mundo cerrado, esperanza en una sociedad de reproducción, la escuela se ha convertido en barrera en una cultura en transformación y puede aparecer como lugar de reproducción en una sociedad que produce cada vez más su porvenir y su pre­ sente. De ahí la necesidad de una crítica fundamental del sistema escolar, que va mucho más allá de la búsqueda de una igualdad tanto más ilusoria cuanto que la escuela transmite la desigualdad social más de lo que la crea por sí misma. Lo que supone, ante todo, la desacralización de la escuela, al mismo tiempo que la destrucción de todo el aparato burocrático de reglas, programas e inspecciones que impide que nuestra sociedad se reapropie de su escuela y que la libere. La universidad era todavía más sagrada, primero porque para la mayoría era algo lejano, un objetivo difícil de alcanzar. En consecuencia, la gente no quiere que se la haga saltar en el momento en que, finalmente, sus hijos van a ingresar en ella. La universidad era vista como una fortaleza del saber, tanto como los profesores. Imagen asombrosa cuando se conoce la realidad. Los franceses no tienen ningún conocimiento de la realidad universitaria de su país. Todavía hoy se escucha decir que hay que destruir

la universid ad n apoleón ica. La obra d e N a p o le ó n influyó sobre los liceos, y m uy poco en la enseñanza superior. B asta con recordar que m ucho después d e N apo león , a m e d iad o s del siglo X I X , la facultad d e letras y la facu ltad de ciencias sólo agru p ab an en París a algu n o s profesores y a algu n o s cientos de estudiantes. Los profesores universi­ tarios, p ara N a p o le ó n , eran inspectores generales que presidían las m esas exam inadoras del bachillerato. A sí pu es, el hecho d el q u e hay que partir es la falta d e u n i­ versidades en nuestra tradición. Y o p o d ría valerm e de la im agen clásica m ed ian te la cual in ten tam os hacer entender a los extranjeros la organización aparen tem en te co m pleja de nuestra enseñanza superior; esta im agen es la de un tronco envejecido, pero del que salen ram as nuevas en cuyos extrem os estalla todavía la vida. T ras el declinar de fines d e la ed ad m ed ia, en el m o m en to d el hum anism o y d el renacim iento, cuando el conocim iento ya no p a sa sola­ m ente p o r el latín , sino, tam bién p o r el griego, p o r el hebreo, p o r las m atem áticas y la astron om ía, Francisco I crea, contra la un iversidad, lo que hoy se llam a el C ollége de France. En el siglo X V III surgen en to d a E urop a las ciencias n aturales; se instala entonces el adm irable M useo de H istoria N atu ral fu era de la u n iversid ad . En el siglo X I X , cu an d o los estu dios experim entales y filológicos se desarrollan en A lem an ia, se crea, siem pre fu era d e la un iversidad, 1'Ecole P ratiqu e des H a u te s E tudes. En el siglo X X , cuando el gran problem a p a sa a ser la investiga­ ción científica organ izad a en laboratorios, aparece, u n a vez m ás fu era d e la u n iversidad, el C N R S. E n el intervalo, la revolución francesa h ab ía creado las escuelas especiales que, reu niendo algunas escuelas d el an tigu o régim en y com pletadas con otras, iban a form ar el blo qu e de las grandes escuelas. A sí p u es, to da la historia de la enseñanza superior y d e la investigación, en Francia, es la de las «contrauniversidades». En el siglo X I X existe un m o d elo predo m in an te, el m odelo alem án , el d e la universidad d e Berlín creada por H u m b o ld t d esp ués de Je n a . A partir d e 1850, O xford y C am b rid ge, en Inglaterra, se reform an segú n el m odelo de las universidades alem an as. Entre 1870 y 1900 se produce

la fo rm id ab le creación del sistem a universitario am ericano, bajo la dirección d e tres grandes presidentes o fu n d ad ores de los q u e el m ás im portante fue Eliot, el presiden te m o dern izad or d e H arvard. T am b ién en Francia aparece un m ovim ien to de reform as, lan zado por un d eterm in ad o núm ero d e universitarios, y en particular por e l rector L ouis Liard. Se trata de crear universidades a la alem an a, a la in glesa, a la am ericana. Este intento fracasa. Sólo se crean facu ltad es sin au ton om ía. D uran te toda la p rim era m itad d el siglo X X , y h asta 1968, la organización de las univer­ sid ad es no cam bia fun dam en talm en te. La h istoria de la ciencia en el siglo X I X se dicta muy poco en la universi­ d ad . T od os los franceses pequeñ os han ap ren d id o a respetar los nom bres d e Pasteur y de C laud e B e rn a rd ... El segu n d o trabajó en el C ollege de France, que no pertenece a la universidad. E n cuanto al prim ero, su laboratorio se h allab a en l’Ecole N o rm al Superior, que, d u ran te todo el siglo X I X , se halló fuera de la universidad, y a la q u e sólo h abría de ser añ ad id a a com ienzos de nuestro siglo . El centro de la investigación científica, p o r esa é p o ca, es l'E cole V olytechnique. H asta m e resulta d ificu ltoso hacer en ten d er a mis am igo s extranjeros lo que h a g o , d ón d e trabajo , porque los que encuentro son profesores en H arvard o Berkeley, en O xford o C am b rid ge, en Francfort o M unich, en Sao Paulo o México. Y yo, ¿d ó n d e estoy? R ecapitulo mi v ida profesional: fu i alum no en u n liceo y, después de mi bachillerato, no ingresé en la un iv ersid ad ; segu í en el liceo, fu i interno. Ingresé en l’Ecole N ó rm ale; es cierto que form a parte de la universidad, pero esta pertenencia es casi ficticia. Luego ingresé en e l C N R S, d o n d e pasé ocho años. A hí fu i elegido para l ’Ecole des H au tes Etudes, d on d e todavía m e encuentro. D u ran te tres años fu i, adem ás, profesor en u n a universidad. Tres años sobre veinticinco durante los cuales, com o se d ice, serví a la educación nacional. H e ahí u n a situación q u e casi no tiene equivalente en los países extranjeros, salvo en la U R SS , donde el sistem a descansa desde hace siglo s en la d u alid ad entre la universidad y la A cadem ia d e Ciencias. En Francia no ten em os solam ente estos dos elem en to s, sino cuatro: las universidades, la investigación científica,

las escuelas profesionales (en especial de ingenieros), y finalmente esas parauniversidades que son los grandes establecimientos de enseñanza superior: Collége de France, E cole d e s H autes E tudes, Museo de Historia Natural, Conservatorio de Artes y Oficios, etc. No tenemos sistema de enseñanza superior. Todo ello comporta que la universidad ocupe poco sitio en la cultura general. C ontrariam ente a lo qué creen los franceses, su u n iv e rsid a d no sufre p o r dar una fo rm a ­ ción d em asiado general, sino p o r ser dem asiado p ro fe sio ­ n a l y, sobre todo, dentro de marcos caducos. Esto no es

totalmente cierto para las mejores escuelas; pero sí lo es para las facultades de medicina y de derecho, hechas con el fin de preparar para funciones profesionales y que tradi­ cionalmente han estado dominadas, como en la mayoría de países, por los propios profesionales. La vetustez de la organización universitaria sólo se hizo insoportable cuando las universidades tuvieron que acoger a gran número de estudiantes, cuando fueron desbordados los marcos profe­ sionales universitarios, los mismos que convenían al reclu­ tamiento de enseñantes. Se abrió un largo período de des­ orden. Parecería que salimos de él paulatinamente y que se conforma bajo nuestros ojos un sistema extraño que descansa en una jerarquía de los campos de estudio. En la cima, protegido por una fuerte selección, el reclutamiento de los tecnócratas, administrativos e ingenieros. Por deba­ jo, las facultades profesionales, economía y medicina, que han establecido la selección ya oficialmente, como en medicina, ya oficiosamente, como en los estudios de economía, donde todo se ha dispuesto para incluir sufi­ cientes matemáticas —que por lo demás no tienen siempre un empleo directo— con el fin de eliminar a quienes no provienen del bachillerato. Finalmente, por debajo de los economistas y médicos, administradores de sistemas com­ plejos de producción, vienen los estudiantes de letras y de ciencias, reunidos en albañales cuya función principal es la de no servir para nada. Los estudiantes ingresarán en la vida activa un poco por delante de los bachilleres, pero sin amenazar el orden tecnoburocrático y los privilegios de las grandes escuelas. No es un azar el que el reclutamiento

social de los estudiantes de ciencias sea el más bajo; el sistema marcha bien: da las posibilidades más débiles a quienes provienen del nivel social más bajo. En conclu­ sión, el sistema es incoherente, segmentado y, finalmente, bastante liberal para dejar llegar Ja ola de estudiantes, pero bastante conservador como para encerrar a la mayoría en parkings, para retomar la expresión exacta de André Lichnerowicz. ¿Por qué no interpretar así lo que se titula la crisis de la universidad? Fue necesaria una desorganización de este tipo para que se estableciera un sistema brutalmente jerar­ quizado y pretendidamente adaptado al mundo moderno. El estallido del movimiento estudiantil hizo ver —al menos a algunos— que la crisis era el instrumento de una transformación no planificada pero sin embargo significa­ tiva. Nanterre fue ei ejemplo perfecto de una improvisa­ ción que respondía a una crisis y que, como ésta, anuncia­ ba indirectamente nuevas orientaciones. En Nanterre, en el 68 Así pues, ¿hay que condenar a Nanterre? Sin embargo, quise ir allí, porque siempre pensé que la nueva facultad sería menos ciega que las antiguas en cuanto a su propio funcionamiento. No quiero caer en la caricatura: hay tanta gente activa e inteligente en la universidad como en otras partes. Pero la institución universitaria era ciega, indife­ rente a sus propios problemas. Cuando Nanterre se creó, en el desorden de universidades desbordadas, me sentí atraído por este lugar salvaje. Un día, teniendo que formar parte de un tribunal examinador de tesis (en la sala del consejo, en lo alto de la torre central), contemplé el paisaje alrededor de mí: me conquistó. Y me sigue atrayendo. París visto del revés, no el Arco de Triunfo y sus avenidas bien trazadas, sino los depósitos, las chabolas y los solares. La verdad de todo lo que después se llamará monumento, proeza técnica, centro comercial, autopista. Me dije que -allí, simbólicamente, en ese barrio de chabolas, bloques* y En el original la co n ocida expresión francesa H .L .M . (N . d el T .)

solares, la buen a conciencia y el barniz universitario tendrían q u e desm oronarse, que se ib a a po d er inventar form as n u ev as de v ida universitaria. M antenía el razo n a­ m iento q u e siem pre ap liq u é en m i vida universitaria: vivir al m arg en , allí d on d e está la vida, la innovación, y q u izás el descu brim ien to. N an terre se creó m uy d e acuerdo con la im agen q u e yo ten ía de e lla . Fue u n a universidad m odern izad ora (em pleo adrede esta palabra a m b ig u a ); a las ciencias sociales se les o to rgab a u n a im portancia m ayor qu e en la Sorbon n e; ella bu scaba preocu parse por su sitio en la so cied ad , p lan te ab a el p ro b le m a de sus relaciones con su entorno económ ico y social. E ra tam bién un lu gar en el q u e, d eb id o a su aislam ien to , profesores y estu dian tes m an ten ían m ucho m ás contacto que en la Sorbonne. G u ard o del período 1966— 1968, en el desorden , en la falta d e acab ad o d e los edificios repelentes, el sentim iento de u n d in am ism o vigorizante. E n sociología, y en la m ayoría d e los d ep artam en tos, las relaciones d e los enseñantes con los estudiantes eran excelentes, y entre los prim eros se m an ifestaba u n deseo bastante general de renovación. N anterre era u n a facu ltad activa, m al e q u ip a ­ d a , pero cuya im portan cia to d o s com prendían. Luego surgió el m ovim iento estu d ian til, con el q u e estuve bastante estrecham ente m ezclado . N o quiero analizar n u evam en te este m ovim iento — el libro que le d ed iqu é, escrito a partir del verano de 1968, no tiene p o r q u é ser ree m p lazad o — , sino decir m ás bien cómo lo vi d esd e m i p u esto , q u e era particular, p u e s fu i responsable d el d ep ar­ tam ento d e sociología en N an terre, de 1967 h asta fines de 1969. T en g o conciencia de falsear las perspectivas al n o ver a q u í sino los acontecim ientos d e N anterre, pero creo que desde este sitio se veía m ejor lo que era p o rtad o r de porvenir. M anifestaré tam b ién m is d u d as sobre m i propia interpretación del m ovim iento de m ayo. En N anterre he pen sado d esd e el prim er d ía, y no sólo a nivel universi­ tario, sino tam b ién a otro m ás general, q u e a través de la crisis y de sus consecuencias sociales y psicológicas debían aparecer elem entos, tal vez desordenados pero capitales, de transform ación de la cultura y d e la sociedad.

Mi particularidad, algo que debe pertenecer a mi per­ sonalidad, consiste en que en vez de gozar con esa mezcla de crisis y de conflictos, en vez de hallarme como un pez en el agua, constantemente luché contra la crisis y contra las conductas de crisis e intenté participar intelectual y políticamente en todo lo que era contestación y transfor­ mación. Situación incómoda, ya que en Nanterre las ma­ nifestaciones de la crisis, las conductas de desorganización y las conductas innovadoras se mezclaban constantemente. En el año de 1967 hubo una primera huelga dirigida contra determinadas consecuencias de la ley Fouchet. Nació en nuestro departamento y fue dirigida, sobre todo, por Philippe Meyer, que luego se convirtió en un buen sociólogo. Huelga muy mal vivida por el conjunto de profesores. Yo tuve que negociar con los estudiantes en mi calidad de director del departamento y defenderlos ante el consejo de facultad. En realidad, este primer conflicto manifestaba una preocupación y un rechazo más que la prosecución de objetivos precisos. Aceleró la crisis general. Unos meses después, a comienzos de 1968, pequeños grupos desataron una campaña contra el decano, calificán­ dolo de SS, acusación inadmisible, insoportable, dirigida a un hombre que había sido deportado. Yo condené total­ mente este tipo de comportamiento, así como después, sin la menor duda condené también totalmente los ataques escandalosos contra Paul Ricoeur, cuando fue decano de la facultad en 1969. Pero al mismo tiempo, en la primavera de 1968, con otros tres o cuatro profesores de la facultad, luché contra el espíritu de sanción y de represión. Fui el único en Francia, y por cierto que sin convencer a la mayoría, que anunció, mediante dos largos artículos en Le Monde, la crisis inminente. Durante esos meses tuve siempre conciencia de vivir dos tipos de problemas a la vez. Por un lado, un alzamiento contra un tipo de educa­ ción y, más ampliamente, de sociedad. Por otro, las con­ ductas desatadas de individuos o de grupos cuya rebelión habría de manifestarse en no importa qué situación de crisis. El análisis debe conectar estos dos órdenes de pro­ blemas; cuando se los vez, por el contrario, hay que sepa­ rarlos, no tomar a los contestatarios por fanáticos, y

tampoco hay que confundir todas las conductas de crisis con la contestación. Para mí, yo tenía una tarea concreta: denunciar y combatir la ceguera universitaria. La ceguera: he ahí lo que define mejor que nada las reacciones de la institución uni­ versitaria durante este período. Recuerdo a aquel profesor que, a rry lado en el gran hall de Nanterre, un día de huelga general, en medio de cientos de estudiantes que rodeaban a un representante del SDS alemán, ¡afirmaba que todo aquéllo no era más que la obra de una decena de agitadores! El ministro de educación nacional (con quien yo había sido estudiante en la calle d’Ulm) me decía, aquella primavera: «Entonces... ¿tus chinos?...» Y no era el gobernante más ciego, y por cierto que tampoco el más conservador, bien lejos de ello. Pero la universidad no se daba cuenta de su propia situación. Al igual que en circunstancias más dramáticas el rector de la universidad de París (hablo aquí de la noche de las barricadas), al recibirme en el transcurso de una misión de la que yo había tomado la iniciativa en medio de la noche, con otros dos enseñantes y tres estudiantes, entre ellos Daniel Cohn-Bendit, ni siquiera advirtió la presencia del principal líder estudiantil en su despacho: era, probablemente, uno de los pocos parisinos incapaces de reconocer a Cohn-Ben­ dit. ¡Extraordinaria ceguera! Mi posición ante el estallido de mayo era la siguiente: al estar el movimiento dirigido por los estudiantes, yo, enseñante y responsable de un departamento, debía defender la enseñanza al mismo tiempo que la acción de los estudiantes. En cuanto a esto, nunca hubo problema serio con los sociólogos de Nanterre. Quizá lo haya hoy. El estudiante que mejor conocía yo era Cohn-Bendit, y nuestras relaciones eran amistosas. Lo siguen siendo. Nunca hubo el menor ataque personal en el departamento de sociología: «Vd. se ocupa del departamento, yo me ocupo de la política», me decía Cohn-Bendit. Los estu­ diantes revolucionarios no pensaban destruir la universidad;tampoco cuestionar el conocimiento en sí. Actualmen­ te, lo que se refiere a la universidad e incluso a la ciencia provoca duda y sorpresa. No era ése el caso en el 68.

Dado que la confianza en la ciencia y la educación era general se podían plantear conflictos importantes en esos terrenos. Pero, por supuesto, esos problemas dejaron de ser esenciales a partir del momento en que el conflicto se amplió y cuando desborcó la facultad, es decir cuando ésta fue clausurada. Entonces pasó a ser esencial, evidentemen­ te, reconocer lo que ocurría. El acontecimiento tenía dos sentidos y, por tempera­ mento, me mostré más sensible a uno que a otro. Por una parte, una revuelta cultural, cargada de nuevos plantea­ mientos (más que de reivindicaciones) referidos a la vida personal, la sexualidad, la expresión («Sea realista: pida lo imposible», «Gozar en las calles», la apelación reichiana. al deseo, etc.). Todo eso estaba lejos de mí y bastante lejos de Nanterre. Eran, más bien, los planteamientos de la Sorbonne y del Odeón. Yo abominé de io que ocurrió en el Odeón, no me gustó nada el espectáculo que se brindaba en la Sorbonne y siempre tuve en mucho mayor estima y admiración a los estudiantes que veía, o sea, sobre todo, a los estudiantes del 22 de marzo, para quienes los aspectos de la revolución cultural no eran los más impor­ tantes. Ellos estaban más orientados hacia temas sociales y políticos; eran revolucionarios más que innovadores cultu­ rales. Por otra parte, el segundo planteamiento era, en toda su complejidad y con toda su riqueza, la renovación de los movimientos sociales, de las acciones colectivas de base. Esta renovación se realizaba de dos maneras a la vez: primero, todo el mundo pensaba —a derecha como a izquierda— que la apropiación social del conocimiento era un campo político nuevo y fundamental. En el mismo momento en que los estudiantes de sociología advirtieron que no iban a vivir en la universidad, ya que no había lugar para ellos, que por tanto iban a ser echados fuera, comprendieron que los conocimientos de demografía, sociología, antropología que se les brindaba no iban a ser­ virles de gran cosa. Iban a dedicarse al marketing, encargarse de alguna sección de personal, ser los perros guardianes de un capitalismo tecnocrático. Se sintieron vendidos al mundo del dinero y del poder. Esta cuestión fue vivida más profundamente en Francia que en los

Estados Unidos. Tema al que estoy muy estrechamente ligado, ya que no creo que se pueda entender a nuestras sociedades si no se reconoce que actualmente el conoci­ miento se ha convertido en un elemento del poder y, en consecuencia, en un asunto social y político fundamental. A esto se añadía el resurgimiento de todos los movimien­ tos ideológicos y sociales que recurrían a la base en contra del aparato. Era el desencadenamiento confuso y poderoso de todas las tendencias antileninistas. Recuerdo aún una sesión en el anfiteatro que había sido rebautizado «Che Guevara», en la que Cohn-Bendit arrojó a la cara de los dirigentes de las juventudes comunistas todo el martirolo­ gio de los movimientos revolucionarios. Confieso, para mi vergüenza, haber escuchado aquel día muchos nombres por primera vez. Se sentía renacer tradiciones proudhonianas, sindicalistas revolucionarias, anarquistas, libertarias. Doce años después del informe Jruschov, doce años después de Budapest y del octubre polaco, unas semanas antes de la invasión de Checoslovaquia, renacía sobre las ruidas del mundo estaliniano la inmensa ola de los militantes vencidos, reprimidos y desfigurados, por la policía, los campos de deportación y la mentira. Ese fue el día en que Cohn-Bendit proclamó que había que «romper el cemento que contenía a la fuente cautiva». Todo eso me parecía indicar la presencia de un movi­ miento social, la definición de un nuevo campo para nuevas luchas. Esta rehabilitación no se producía tampoco sin una cierta adhesión a un pasado un tanto mítico. Este movimiento buscaba relacionarse con el movimiento obre­ ro. Se trataba de «hacer pasar la bandera revolucionaria de las manos frágiles de los estudiantes al fuerte puño de los obreros», lo que llevó a marchas tristemente simbólicas Luego, volví a l ’Ecole des Hautes Etudes, a los sitios que mezcló crisis universitarias e innovación cultural, antiguas frases socialistas y nuevos movimientos sociales. Reconozco que el mismo agotamiento del mundo universitario (así como otras causas) dio paso a la imagen de la crisis y de la brecha. Nueve años después, la imagen de Nanterre se ha borrado un poco. Mayo del 68, actualmente, es identifi­ cado con la Sorbonne. Para mí quedan Nanterre y el

resurgim iento de las luchas sociales an tiguas y nuevas más que la crisis cultural. H e ah í el sentido d e m ayo, tal com o lo viví. Encontré tam bién la alegría de u n a liberación, el encuentro con la vida o p u esta al absurdo. Experim enté este sentim iento con gran fu erza cuando algunos e stu d ia n ­ tes com parecieron ante el consejo d e disciplina de la u n i­ versidad, tribunal d e d ign atarios reunidos en u n a Sor­ bonne rod ead a por la policía. Y o ten ía q u e intervenir ante ese consejo para d efen der a cuatro o cinco estudiantes, entre ellos C ohn-Bendit, q u e h abían solicitado, a H enri Lefebvre y a m í, que así lo hiciésem os. La situación era, a la vez, grotesca y ab su rd a. E n ese París am otin ad o se le reprochaba haber roto pu ertas y por reuniones no autori­ zadas a un C ohn-Bendit q u e se b u rlab a de sus jueces con una inspiración rabelesian a. C om o el presidente le repro­ chaba el hecho de haber participado en u n a reunión proh ibida, él rechazó la acusación afirm an do q u e h abía estado en su casa aqu el d ía. El presidente le pregu n tó : «¿Q u é hacía vd. en su cad a a las dos de la tard e?» El contestó: «El amor. ¿Le asom bra, señor presidente, q u e se h aga el am or a las dos d e la tard e?» E scán d alo. Las conductas no pasaban ya p o r los canales institucionales. El agu a se desbord aba, era la inundación. H ab lé a favor de esos estudiantes con toda sinceridad, p o rqu e tam b ié n yo tenía conciencia de haber vivido en el escándalo, d esd e el m om ento en que se me h ab ía o b le a d o a ser un alu m n ito de liceo, con las piernas b ajo la m esa d u ran te d o s horas escuchando al señor que h ab la b a , h asta todos lo s años pasados en u n a universidad q u e n egaba las ciencias sociales y q u e rechazaba to da reflexión sobre sí m ism a. M ás allá del escándalo, viví intensam ente los m om entos d el alza­ m iento. Puesto que pertenezco a un país d om in ad o p o r su estado, m e sentí enteram ente en m i lugar en el interior de las barricadas de la calle G ay-Lussac, así com o m e sentí feliz, después de u n largo circuito p o r París, en la noche del 24 al 25, encerrado en la Sorbonne h asta la m añ an a. A lgunos consideraron an ticuados estos sentim ientos y estas barricadas, pero cuando p o r u n lado están los policías y por el otro los estudian tes, m e p arece insensato p erm an e­

cer en la ca m a, o, com o los puristas m aoístas, la noche de las barricadas, volver a casa p o rq u e allí no está el p ro leta­ riado. C u alq u iera q u e sea el juicio que se m an ifieste sobre m ayo del 6 8 , aq u éllo s, q u e se encontraron en los sitios d on d e se p ro d u cía el acontecim iento y que n o reconocie­ ron su im p ortan cia y su significación harían m ejor en no ocuparse d em asiad o en reflexionar y actuar sobre la sociedad, p o rq u e es in ad m isib le no darse cuenta de las explosiones d e tam añ a im p o rtan c ia . T od o ese fu ego se extin guió pron to. E l m ovim iento francés acab ó m ás bru talm en te todavía q u e el m ovim iento am ericano, q u e h abía d u rad o m ucho tie m p o , ya que h abía com en zado en 1964. En u n o y otro caso, el m ovim iento estudiantil h ab ía d esatad o una acción m ucho m ás am plia: en Francia, la h u elg a general y la crisis política; en los Estados U n id o s, la cam p añ a contra la guerra y la gran ola de la prim avera de 1970, en el m om en to d e la invasión de C am boya. En am b os casos, el m ovim iento resultó d esbor­ dado e incluso q u e b ran tad o por el exceso de éxito. En m ayo, no era cuestión d e pen sar que los estudian tes iban a encontrar u n a salid a po lítica. Me m ostré m uy hostil a los intentos q u e se m an ifestaron al respecto en la reunión de Charléty. Y aprobé enteram ente a C ohn-B endit cuando, reapareciendo en la Sorbon n e y o p o n ién d o se a algunos de sus am igo s, d ijo q u e era un a locura el querer crear un partido d e m ayo, p o rq u e no tendría salid a política. En los Estados U n id o s, d on d e estuve en ju n io , y lu ego en octubre de 1970, to d o se d erru m bó ejn pocos m eses. E n el otoño de 1968, el m ovim iento en Francia se h abía descom puesto, sólo q u e d ab an en el cam po de b atalla los salteadores de cadáveres, los co m portam ien tos en crisis. Llegó el m o m en ­ to de aju ste: 1969 y 1970. Los estudian tes revolucionarios habían d eja d o N an terre; los enseñantes activos, de derecha o de iz q u ie rd a, hicieron lo m ism o; el cam pus h abía sido q u em ad o por el fu ego de la crisis. Lo sabio hubiera consis­ tido en llam ar a profesores y estudiantes nuevos. E l año 1969 estuvo d om in ad o por conductas de descom posición. Y o tenía q u e d efen der a m i d ep artam en to contra todo el m un do. A p e n a s salía del despacho d e E d g ar Faure h a b ié n ­ dole convencido de q u e no suprim iese la sociología en

Nanterre, cuando grupos de estudiantes me atacaban porque había salvado un departamento que estaba al servicio del capitalismo. En el consejo de universidad, la mayoría de los profesores ni siquiera querían saludarme, esperando únicamente la ocasión de suprimir esa maldita sociología. En suma, me sentí agotado. No sé si tuve razón al salvar la sociología en Nanterre, pero, para m í, era evidente que tenía que hacerlo. Acabé por marcharme, agotado, a fines de 1969- Fui durante tres meses a enseñar en Los Angeles. Vi Califor­ nia, encontré a Edgar Morin que estaba a punto de vivir su gran descubrimiento del «método» y que se sentía feliz. Luego, volví a ¿ ’Ecole des Hautes Etudes, a los sitios que no habían sido destruidos por la irracionalidad y las conse­ cuencias de lo que ya no sería en lo sucesivo más que una crisis. Proyecto para una universidad. Asistimos en Francia a la muerte de la universidad de los profesores Quienes se esfuerzan por mantener una organización de estudios que descansa en las categorías internas de la enseñanza y por el reclutamiento dan una batalla propiamente reaccionaria, aun cuando la cubran con una ideología de izquierdas y recurran a la cultura desinteresada contra la influencia del capitalismo. Nadie se ha adherido más que yo a la libertad de los universitarios, pero las necesidades de la creación son una cosa, la organización de la enseñanza es otra, y todos los estudian­ tes no son futuros profesores. Hay que terminar con esta visión corporativista de la universidad. Solamente a partir de ahí se podrá combatir la política de la clase dirigente y la sumisión de la universidad a los intereses de los grandes aparatos. Esta política intenta profesionalizar la universidad, es decir adaptarla al mercado del trabajo tal como ha sido construido por los intereses de la patronal y del estado. Muchos han advertido sobre lo que tiene de ilusorio esta «adaptación» a una situación de empleo en constante

cambio. Prefiero definir las elecciones reales ante las cuales nos encontramos, o sea enunciar lo que puede ser una universidad liberada del corporativismo y al mismo tiempo antitecnocrática. Sostendré una idea central, alrededor de la cual organizaré otras propuestas. Pienso que la función de la universidad consiste en preparar a la sociedad para el cumplimiento de un determinado número de acciones sobre sí misma y para el análisis de esas acciones. Quiero decir que el objeto de los estudios universitarios debe ser comprender cómo se opera la acción de la sociedad sobre sí misma y su entorno. La unidad de organización en la en­ señanza superior no debe ser la «disciplina», sino el campo de acción social: salud, producción, información, guerra, vejez, lengua, sexualidad, etc. No hay que separar los conocimientos de su empleo social y de su trasmisión. Quien quiera estudiar los problemas de la salud debe adquirir conocimientos biológicos, químicos, los propia­ mente médicos, pero también debe preguntarse por lo que determina el estado de salud de una población, qué es un hombre enfermo, cuál es la relación entre médico y enfermo o qué es un hospital. En consecuencia, biología, prácticas médicas, economía, epidemiología, psicoanálisis, sociología deben concurrir a la función de los especialistas de la salud a los que se llamará médicos, enfermeras, administradores de hospitales. Todos, aún, deben apren­ der a conocer a la vez al enfermo, la enfermedad, la medicina y la administración de cuidados. Tómese asimis­ mo el ámbito urbano: arquitectura, tecnología de la cons­ trucción, sociología urbana, geografía, conocimientos jurí­ dicos y políticos deben participar en la formación de quienes tienen incidencia en las ciudades. El papel de la universidad consiste en organizar conocimientos diversos alrededor de grandes interrogantes: ¿qué ciudad? ¿Para qué sociedad? ¿Para qué clase de vida? y agrego: ¿qué significa enseñar aspectos que atañen a la ciudad y a la urbanización? La universidad debe tomar como objeto de estudio al conjunto de una práctica social colectiva. Tal es mi idea directriz: nuestra universidad fue construida alre­ dedor de disciplinas; debería serlo alrededor de campos de intervención social.

Pero toda la actividad universitaria no puede depender de un mismo modo general de organización. Un conjunto universitario debe implicar tres subconjuntos. Acabo de indicar el más masivo, pero es necesario que exista asimismo un medio de aprendizaje, formación, innovación y expresión, una escuela, todavía se la quiere llamar así. La escuela debe ser administrada por los enseñantes y los estudiantes, mientras que la gestión de los departa­ mentos a que me refería debe corresponder a consejos en los que los usuarios, ciudades y asociaciones, empresas y sindicatos, profesionales y administradores, sean mayoría. En tercer lugar, la universidad debe ser también un lugar de producción del conocimiento. Este papel es el principal para muchos universitarios, entre los que me cuento. Perq> el mismo sólo puede ser protegido si se encuentra relativa­ mente separado de los otros y, en consecuencia, no puede otorgar a los universitarios el derecho de administrar por su cuenta el conjunto del sistema. Reclamo la mayor inde­ pendencia para la producción de ideas y del conocimiento y también, más concretamente, la independencia de los investigadores respecto del poder político y administrativo. Creer que puede hacerse de la universidad una república oligárquica de profesores o una cooperativa de enseñantes y alumnos, sin tomar en consideración la necesaria separa­ ción de esas tres funciones, conduce al fracaso. Sólo puede salvarse la universidad «federalizándola>, reconociéndole una amplia autonomía a cada una de esas tres funciones, es decir, a la producción, la trasmisión y la utilización social del conocimiento. Mi objetivo no consiste en fragmentar la universidad. Atiéndase al caso. La frag­ mentación es total y viene de lejos. Por el contrario, yo deseo restablecer un nexo entre productores, trasmisores y usuarios de los conocimientos. Sin el nexo entre esas tres funciones, se llega a la ruptura a la francesa ante un mundo replegado sobre sí mismo, la universidad, y un mundo exterior, la sociedad. Cuando en Francia se habla de reformar la universidad actual, sólo parecería haber elección entre dos posibilidades. La primera, que condujo a la descomposición actual, es la del conservadurismo y el corporativismo universitario. La segunda, animada por una

especie de rabia destructora, quiere adaptar la universidad a la sociedad, es decir al empleo, lo que quiere significar a los intereses de la patronal. Ahora bien, existe una tercera vía, más realista: convertir a la universidad en lugar de reflexión sobre la producción, y en lo posible sobre la producción democrática, de la sociedad por sí misma, una reflexión sobre su propia acción. La universidad es el lugar donde la sociedad debe producir sus categorías, sus con­ ceptos, sus técnicas, sus ciencias, esclarecer sus modos sociales y económicos de intervención sobre sí misma. Es también el sitio en donde la sociedad debe pensar su pasado, reflexionar sobre su porvenir, compararse con otras sociedades... ¿Cómo puede pensarse seriamente que se puede y debe mantener el aislamiento corporativista de la universidad, o que se puede hacer una universidad técnica y profesional? Esto me parece escandaloso y sólo puede desembocar en la destrucción de la universidad. En este período de espera de cambios probablemente importantes en la sociedad francesa, hay que recordar la exigencia absoluta de una recreación de la universidad. Un territorio liberado Viví dramáticamente la situación universitaria, pero tuve la posibilidad de encontrar en la sexta sección de l ’Ecole Pratique des Hautes Etudes (se llama así, con un título de antigualla lleno de encanto), formas de organiza­ ción del trabajo y un medio intelectual que, sin ser perfec­ tos, son más que aceptables. Esta Ecole es el mejor empleo de ese «establishment paralelo» que podía crearse en una situación a la francesa. Al igual que el CNRS y la Fundación de Ciencias Políticas, ella se desarrolló en ese solar que despreciaban los representantes de las disciplinas nobles, el de las ciencias sociales, y con gran audacia. Algunos historiadores, inmediatamente después de la guerra, fueron los creadores de la «sexta sección». Esta había sido ya prevista por Víctor Duruy en 1869, pero nunca se realizó. Lucien Febvre fue su fundador; luego, Fernando Braudel le dio toda su amplitud y, en especial,

logró que esta creación de historiadores se convirtiese en lugar de trabajo para antropólogos, economistas, sociólo­ gos, especialistas de diferentes regiones del globo. Una de las fuerzas de l’Ecole reside en que no está dividida en secciones: historia, sociología, economía, antropología, etc. Otra, en haber tenido una dirección, porque una institución universitaria sólo puede tomar decisiones y estar atenta al porvenir si tiene una gran capacidad de decisión, es decir, de algún modo, un estado que le permite ir más allá de los equilibrios entre grupos de presión. Fernand Braudel, Clemens Heller y Louis Velay fueron, durante muchos años, la dirección de esta Ecole; ésta les debe gran parte de su éxito. Jacques Le G off le otorga ahora un papel más nacional que exclusivamente parisino, adaptándola a las nuevas formas de la vida uni­ versitaria. Ingresé en 1’Ecole en 1958, primero como jefe de trabajos, luego como director de estudios, en la prima­ vera de 1960. Creé un centro titulado «Laboratorio de Sociología Industrial» y que hoy se llama «Centro de Estudio de los Movimientos sociales». Así pues, hace casi dieciocho años que dirijo este centro que, ahora, es uno de los más activos de 1’ Ecole. Hay dos maneras de concebir un centro de investiga­ ciones: algunos se organizan alrededor de un pensamiento, de un camino muy preciso. Esto depende de la naturaleza de este camino, y también, probablemente, de la natura­ leza del carácter del hombre que es su principal repre­ sentante. Se trata entonces de un centro-equipo, en el que con la mayor frecuencia, es así, los miembros del equipo aparecen como colaboradores del principal responsable. En París conocemos, en ciencias sociales, dos o tres de estos centros. Marcan profundamente la vida intelectual. Pero existe el riesgo de que esos centros se conviertan en capillas o sectas, lo que se produce si su existencia es prolongada artificialmente. Con todo, juegan un papel esencial. Mi centro pertenece a otra categoría. Basta con ver la lista de sus miembros y sus publicaciones para advertir que no se halla organizado alrededor de temas comunes, y aún menos de una doctrina o de una escuela. Centros semejan­ tes podrían ser simples conglomerados. Pero escapan de

este peligro si se definen a la vez por una orientación intelectual general (aunque ella no sea seguida directa­ mente por todos los miembros del centro) y por su capa­ cidad de crear un espacio de innovación intelectual. En mi centro partimos de los problemas del trabajo. Esto quiere decir, asimismo, que los problemas del movimiento obrero y, en consecuencia, las nociones y las orientaciones marxistas han jugado, para los investigadores de este centro, un papel importante. Pero si observo lo que hoy se hace en él, advierto que sus investigadores se ocupan más en nuevos campos —la ciudad, la salud, el desarrollo— o en conflictos y movimientos sociales. El centro desempeña un papel positivo en la medida en que, cualesquiera sean las preferencias doctrinarias e intelectuales de unos y otros, el mismo es un lugar de innovación, de evolución, de conversión. Es uno de los sitios de París donde un sentimiento de responsabilidad social sirve de punto de partida para una investigación dirigida hacia los nuevos problemas sociales, las nuevas políticas y los nuevos movimientos sociales. Esta diversidad de los investigadores me parece indispensable, a condición de que está ligada a una cierta capacidad de comunicación. Me parece muy acertado que en el dominio urbano una determinada orientación marxista, la de Manuel Castells, asistido por Edy Cherki y Dominique Mehl, dialogue y se oponga amigablemente con otra orientación marxista, la de Jean Lojkine, o con el temperamento más libertario de Alain Cottereau, mientras que Daniel Bertaud reconstruye casos concretos. Está bien que la reflexión sobre las sociedades dependientes y el desarrollo se efectúe en nuestro centro, de un lado por Anouar Abdel Malek, del otro por Daniel Pécat, Albert Meister y Michel Gutelman, o en mi propio seminario. Y, también, el que Daniel Vidal traslade a las Cévennes camisardes de fines del siglo XVII el análisis de los movimientos sociales. Me siento dichoso cuando veo que se constituyen, espontáneamente, relaciones de trabajo entre investigadores que primero estaban alejados unos de otros, pero que se encuentran en estos amplios temas: el cuerpo, la salud, la medicina, la enfermedad; o si veo que Anne-Marie Guillemard, traba­

jando sobre la vejez, Claudine Herzlich sobre la enferme­ dad, Antoinette Chauvenet o Frangois Steudler sobre el sistema de asistencia hospitalaria, Claude Liscia y Frangoise Orlic sobre la ciudades de paso y los «marginales», inter­ cambian ideas; y lo mismo en cuanto a Bernard Mottez, que se interesa por los minusválidos, los sordomudos, o Jean-Max Gaudilliére y Frangoise Quarré, que estudian desde hace muchos años los hospitales psiquiátricos y se dedican a reflexionar sobre la locura. Yo mismo acabo de constituir, en mi centro, un nuevo equipo. Con Zsuzsa Hegedus, Frangoise Dubert, Michel Wieviorka vamos a explorar nuevos métodos de estudio de los movimientos sociales. Este tema y este grupo hacen revivir en mí la alegría de aprender, directa y metódicamente a la vez, prácticas sociales. Renaud Dulong y Louis Queré abordan por su parte los problemas y los movimientos regionales con un ánimo diferente. No creo que en el momento actual se deba dar privilegio a la formación de centros que sean escuelas. Nos hallamos en un período de rápidas transformaciones como para que convenga construir casas muy solidad. L ’Ecole des Hautes Etudes, el Centro de Estudios de los Movi­ mientos Sociales son formas débiles de organización: sus reglas son ligeras; en ellas, la definición de los papeles es siempre incierta. En mi centro no existen secciones. La administración me solicita todos los años que reparta a los investigadores en grupos, algo que hago piadosamente, y, debe confesarlo, sin siquiera informar a los interesados, ya que entiendo que hay que considerar esas clasificaciones como desprovistas de importancia y de estabilidad. Espero que mantengamos suficiente ligereza e indeterminación en nuestras formas de gestión para finalmente, en nuestro impreciso objetivo del porvenir intelectual, poder referir­ nos a conceptos amplios y a buenos métodos a partir de los cuales, algún día, pueda volver a desarrollarse un cierto clasicismo. No soy ni marginal ni conservador. Me gusta la aventura solitaria, pero me hago cargo de los problemas generalers de mi profesión. Presidí la Sociedad Francesa de Sociología y llegué a vicepresidente de la Asociación

Internacional de Sociología, funciones modestas a fin de cuentas, pero en las que únicamente quienes reverencien más que yo a las instituciones verán una contradicción con mi gusto por los puestos avanzados riegosos y mi acepta­ ción de un aislamiento, que sin embargo a veces me pesa, lejos de las fiestas y de las camaraderías ideológicas. Puesto que me voy refiriendo cada vez más a mi trabajo personal, ¿cómo no hablar finalmente del que es mi lugar más público y más secreto: el seminario que dirijo desde hace muchos años, los jueves por la mañana, en la calle de Varenne? Admiro los seminarios técnicos, ésos en los que un muy pequeño número de investigadores que poseen el mismo tipo de conocimientos, orientados hacia los mismos problemas, analizan juntos documentos. Algún día me gustaría trabajar así, pero hasta el presente mi pensamiento, en busca de sí y sensible a los estrechos nexos que ligan la transformación de la sociedad y la transformación del pensamiento sobre la sociedad, difícil­ mente pudo manifestarse mediante un seminario de ese tipo. Yo me he dirigido a un público heterogéneo e internacional, pese a que mi seminario estuviese muy centrado en mi propia investigación intelectual. Siempre fue el lugar de expresión y de comunicación a través del cual me sentí impulsado hacia adelante, llamado a buscar nuevas ideas. Así pues, le he otorgado a este seminario tal lugar en mi vida personal que me pregunto si se trata de mi oficio o de mi droga. En todo caso, mucho sentiría hoy tener que dejar por algún tiempo esa mezcla de confesio­ nario público, representación teatral y creación intelectual al que me dedico todos los jueves por la mañana.

Capítulo VIII

¿Por qué luchar?

Durante dos decenios de fuerte crecimiento la idea más extendida sobre el porvenir consistió en creer en la continuación de la expansión y en perder paulatinamente el sentido de los límites y de la lógica particular de la sociedad en que vivimos. De hecho, perdimos la imagen de nuestra sociedad en beneficio de una representación bastante vaga de las tendencias o de las orientaciones generales del cambio. Se había infiltrado la idea misma de que cuanto más avanzasen nuestras sociedades, más ha­ brían de definirse íntegramente por su capacidad de cambio y cada vez menos por su estructura y por sus grandes conflictos o sus ideologías. El fin de los personajes A mediados de los 60, en un libro titulado La société post-industrielle intenté defender la opinión contraria a esta manera de ver y procurar un primer análisis de esta sociedad posindustrial. Me preguntaba ante todo por la naturaleza del poder dirigente, las relaciones de clases y los movimientos sociales que podían formarse y obrar en la nueva sociedad. Esto me sigue preocupando todavía, pero han pasado diez años y hoy nos es posible retomar estos problemas de modo más preciso, puesto que los aconteci-

miemos económicos, culturales y sociales ya nos han ofrecido algunos elementos suplementarios de reflexión. Actualmente casi ni se discute la idea de ruptura, de cambio de sociedad, que era muy poco admitida todavía a mediados de los 60. Resultaría asombroso que no se reco­ nociese que un crecimiento propiamente excepcional, unas alteraciones técnicas, económicas, sociales fundamentales no puedan llegar a transformar profundamente la natura­ leza de la sociedad. Me asombra un tanto el ver la preocupación por la continuidad que, al parecer, domina a muchos observadores en un período como el nuestro, que es un período de discontinuidad y de cambios brutales. Esta conciencia de la mutación social se ha nutrido de reflexiones y de reacciones provenientes de las más diversas direcciones. Ante todo, el descubrimiento de lo que se denominó los límites del crecimiento, en el momento de la crisis de la energía, situada ésta después de otros elementos de crisis (crisis monetaria, económica). La conjunción de estas crisis y de esta toma de conciencia llevó entonces a admitir la idea de que era imposible imaginar la prosecución pura y simple de la expansión anterior. Incluso si se critican las predicciones pesimistas de los expertos del Club de Roma en el informe Meadows sobre el agotamiento de las materias primas, no queda por menos que aceptar que resulta imposible proseguir duran­ te mucho tiempo, o bien generalizar, la expansión de los últimos treinta años. Debemos tener en cuenta que no vivimos en una sociedad sin fronteras o sin límites. No podemos imaginar que haya bastante oxígeno o materias primas para permitir que el conjunto de la humanidad viva al nivel de vida americano actual. Tenemos una capacidad casi ilim itada de intervención en un entorno limitado. Junto con estas consideraciones económicas han inter­ venido hechos sociales y, ante todo, la reaparición, en los años 60, de movimientos contestatarios. El movimiento estudiantil, en los Estados Unidos y en Japón primero, luego en Alemania, Francia e Italia, sacudió la cultura mercantil. Más allá de los movimientos sociales, el cambio de naturaleza de nuestra sociedad dejó sus huellas en el

conjunto de las conductas culturales. Desde hace diez o quince años, todo ocurre como si las conductas culturales, que habían estado asociadas a la sociedad industrial (capi­ talista o no), se desligasen de ella, y como si comenzasen a faltarle, a esta sociedad, la base o los apoyos culturales. Primero es la gente que no sigue el movimiento, que se nie­ ga a jugar el juego, no acepta los valores profesionales y so­ ciales de una sociedad de trabajo: beatniks, hippies, miem­ bros de comunidades... Estos fenómenos no pueden ser ma­ sivos, pero anuncian un cambio en las ideas y las costum­ bres. De modo más general, escuchamos por todas partes nuevas llamadas a la diversidad, a la diferencia y esto, evidentemente, no es separable de las transformaciones del sistema económico mundial. Lo que se conoce como el Tercer Mundo no era más que un conjunto de países colonizados; el mundo socialista sólo era una Rusia soviética que luchaba contra el subdesarrollo y se hallaba sumida en la dictadura. Sólo había un modelo único de «civilización». Ahora bien, hoy reconocemos a la vez las limitaciones y el etnocentrismo y los crímenes de los etnocidas. Ello, no por espíritu liberal o simplemente como consecuencia de la descolonización, sino porque comenzamos a aceptar la idea de que las sociedades se desarrollan según modelos muy diversos, definidos por sus formas de intervención sobre sí mismas. Al mismo tiempo, la sociedad no puede representarse como un tren cuya locomotora sería la economía, y los vagones la sociedad y la cultura. Nos vemos llevados, al mismo tiempo que a reconocer la pluralidad de modos de desarrollo, a comprender que no se puede definir una cultura por su conformidad a un modelo general del progreso (como si hubiese conductas modernas y conductas tradicionales). Asimismo, a nuestra sociedad la define el hecho de que elimina todas las referencias al ser, a la esencia, a todo lo que acabaría por proyectarse en forma de principios en nuestras conductas; lo que sacude muchas nociones antiguas. Quiero conside­ rar dos o tres de estas transformaciones concretas. La primera y más importante para el sociólogo atañe a las clases sociales. La sociedad industrial y el pensamiento

marxista nos han enseñado ya a pensar en términos de relaciones de clases, más que en términos del ser de clase. Todavía en el siglo XIX las clases eran grupos reales, es decir poseedores de una cultura y separados de los otros por barreras institucionales. Actualmente hemos llegado al límite de una evolución. Ya no se puede hablar de clases sociales, sólo hay que hablar de relaciones de clases, y terminamos afirmando que vivimos en una sociedad de relaciones de clases, sin clases reales, quiero decir con esto: sin que las clases sean grupos reales, visibles, poseedores de un tipo propio de vida particular. Estamos muy lejos del tiempo en que éramos dirigidos y domina­ dos por una aristocracia, por señores feudales o, incluso, por una burguesía: somos dirigidos y estamos dominados por aparatos. Es cierto que, a veces, estos aparatos suelen crear privi­ legios para quienes los dirigen, constituyéndolos así en un grupo real. Pero esto se encuentra esencialmente en los países de tipo soviético y por tanto mediante el poder del estado: en ellos, los dirigentes tienen acceso a tiendas, hospitales, escuelas, alojamientos que les están reservados. No es éste el caso en los países capitalistas, donde una extremada desigualdad no implica, con todo, la creación de privilegios regulares, al menos no en un nivel muy elevado. Es evidente que quien dirige es la empresa de grandes dimensiones y no tal o cual categoría de gente, lo que no quiere decir que no haya, como lo demostró Wright Mills, fusiones entre la burguesía de otros tiempos y los nuevos dirigentes de las organizaciones, así como hubo fusiones entre la aristocracia y la burguesía en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII. En el aspecto popular, si se contempla los films que se hicieron sobre la clase obrera en 1936 —por ejemplo el de Henri de Turennc ,Ju in 36—, la clase obrera puede ser reconocida físicamente. Ahora bien, hoy las categorías materialmente más desfavorecidas son cada vez más raramente descritas como clase obrera o como una de sus partes. Podrá nombrarse a los trabajadores inmigrados, a los ancianos o a los habitantes de una región en declive. Pero el aloja­ miento, el nivel de ingresos, el nivel de educación, los

utensilios domésticos, todo eso no me parece que permita considerar que lo que se denomina clase obrera sea hoy aislable y reconocible. ¡Esto no quiere decir que todo el mundo vive de la misma manera! Simplemente, tenemos que estar atentos para definir hoy las relaciones de alienación, explotación o dominación en términos que designen directamente esas mismas relaciones y no a los personajes o los grupos sociales reales que las viven. Un segundo campo de aplicación de esta misma idea general es el de las relaciones entre los sexos. Los grupos de sexo, en tanto que grupos reales, tienden a desaparecer. Hubo, y hay todavía, una condición femenina, pero su especificidad se ha debilitado. La progresión del trabajo femenino, al que puede llamarse liberación o participación cada vez más fuerte en el circuito de la vida económica, conduce lentamente a acercar la situación femenina a la de los hombres. Resulta característico ver que la diferencia entre el voto masculino y el voto femenino ha disminuido. Es éste un fenómeno importante, ya que supone proba­ blemente la victoria de la izquierda. El día en que las mujeres voten como los hombres, la izquierda ganará. Y esta desaparición progresiva de los grupos de sexo viene acompañada por una mayor atención volcada sobre los problemas de la sexualidad y las relaciones sexuales. También aquí las relaciones son más reales que los perso­ najes. Un tercer y último ejemplo es el de la nación. Nosotros provenimos de sociedades en las que las luchas de clases y la vida política se situaban en un marco nacional ya cons­ tituido, o que construía el movimiento de las nacionalida­ des, lo que vuelve a hallarse en el nacionalismo que hemos visto desarrollarse con la descolonización. No se puede apartar de una historia social de la época industrial a este personaje central: la nación. Ahora bien, hoy vivimos, al menos en nuestra parte del mundo, en un universo en el que las naciones han dejado de ser personajes centrales. Henri Lefebvre inicia la publicaciójn de un gran libro sobre el estado, y destaca este fenómeno de la catolicidad de la nación-estado. Nuestra historia, ¿no está ya a punto de salir de esa etapa? Hoy domina el papel de los imperios

supranacionales, de las zonas de influencia e, inversamen­ te, el de los movimientos nacionaiizadores, es decir nacionalidades que no desean o no pueden ya identificarse con un estado, pero quieren entenderse como nacionalida­ des. A mi entender, el estado-nación ha sido desbordado por arriba y por abajo; como compensación, las relaciones interimperiales (más que internacionales) desempeñan en nuestra vida cotidiana un papel formidable. ¿Quién de nosotros no cree que, finalmente, nuestra existencia coti­ diana está dominada por las relaciones entre los dos grandes? Pensemos en Vietnam, Líbano o Angola. ¿Cómo no advertir que el choque entre imperios penetra hasta el corazón de la vida nacional? Para nosotros, los franceses, así como para los italianos, después de la guerra, la victoria socialmente previsible de la izquierda fue impedida por el choque de los imperios, por la guerra fría. Esta desaparición de las clases, de los sexos, de los estados, en tanto que colectividades reales, como persona­ jes, y este triunfo de las relaciones de clases, de las rela­ ciones sexuales y de las relaciones interimperialistas como líneas de fuerza de nuestra experiencia colectiva debilitan los mecanismos de trasmisión y de reproducción social. De ahí proviene la crisis de la educación. Nos aflige imaginar formas de eso que denominamos «educación» y que no son más que trasmisión de una herencia, conformación a modelos preestablecidos. Esta alteración de nuestras con­ cepciones conmovió a la iglesia católica. Y también modificó el papel de la familia, lugar de reproducción por excelencia pero que paulatinamente es concebido más como lugar de producción de la vida afectiva, y por tanto de deseo y de relaciones sociales. Desgraciadamente apenas empieza a afectar a la escuela, encerrada en demasiadas defensas administrativas. Actores y retos Procuremos describir ahora el paisaje nuevo en el que es preciso que aprendamos a vivir. Ante todo, nuestra sociedad no se reconoce como dominada por un orden

cualquiera de hechos que serían ajenos a su propia acción. Nosotros no la pensamos ya en términos de evolución o de progreso, sino de política en el sentido más amplio del término. Lo que implica un conjunto de transformaciones muy concretas. Cambiamos de modo de organización, de criterios de jerarquización y, también, de modelo de consumo. Nuestra sociedad define cada vez menos el consumo como un nivel. Los novelistas del siglo X IX nos habían acostumbrado a esa búsqueda de la adquisición, a signos de nivel: indumentaria, alimentación, tiempo libre, lenguaje que indicaban una posición social. Por el contra­ rio, nuestra sociedad define al consumo como goce. Agrego de inmediato que esta imagen del consumo y del goce se desdobla, en función de las posiciones de clase. Del lado de la clase dirigente (es decir de los grandes aparatos de producción y de consumo), se venden productos dicién­ dose, sobre todo a las mujeres: disfrute, o bien: agrade. Las fuerzas y las ideologías de oposición, por su lado, hablan de espontaneidad, de expresión, de lo imaginario. De ahí una erotización general, buscada, del consumo. En cuanto a la jerarquización, en las sociedades capitalistas industriales ella, se basaba en la relación con el capital y con el dinero. La posesión del capital definía a la burguesía; la posesión de un ahorro, a la pequeña burgue­ sía; la vida a salto de mgita, el endeudamiento, el crédito, señalaba al pueblo. Hemos ingresado hoy, y las sociedades socialistas antes que las capitalistas, en un mundo de aparatos en el que la jerarquía es ante todo un nivel de autoridad o de títulos, una jerarquía de diplomas, sin olvidar que los diferentes regímenes los definen de modo diferente. Así se trate de la posición ocupada en el partido comunista chino o soviético o del lugar en el organigrama de una empresa multinacional, la jerarquía se sitúa en el interior de los aparatos. El nivel es definido por la capacidad de manejar sistemas simbólicos y, sobre todo, de participar en el poder ligado a la gestión de los grandes aparatos. Finalmente, también las formas de organización del trabajo han sido modificadas. Las sociedades mercanti­ les han conocido lo que Max Weber llamó la burocracia, es decir, la jerarquía de las posiciones, la impersonalidad de

los derechos y los deberes correspondientes a la función y no al individuo. En la sociedad industrial se impuso otro modelo de organización: el rendimiento. A ello se debe que la opinión pública tenga razón al considerar que el trabajo en cadena, incluso si no está generalizado, es la quintaesencia de la sociedad industrial. Cuando los sindi­ catos combatieron las cadencias infernales, tocaron un problema central. Actualmente, en una sociedad domina­ da por los grandes aparatos surgen nuevos tipos de organi­ zación: se orienta a una gran diversidad de medios hacia un objetivo particular. El primer ejemplo célebre de este nuevo tipo de organización fue el desembarco de 1944. Lo importante consiste en la idea de que se puede llegar a un punto dado por distintos modos de combinación de causas o de medios. Tales son las nuevas orientaciones normativas que rigen los principales aspectos de la organización económica. Una vez que ha descrito las grandes transformaciones de nuestra cultura, el sociólogo debe sobre todo interrogarse sobre las nuevas relaciones sociales que se conforman en ese campo cultural. ¿Qué formas adquieren ellas? ¿Y qué pueden ser las luchas sociales en esa sociedad? Es tentador afirmar que esas relaciones se basan en la fuerza o el poder más que en la propiedad. Unos grupos ejercen el poder y unas masas lo sufren; mundo de imperios y de sujetos. En una palabra, la potencia dominante no sería ya la clase dirigente, sino el estado. ¿No es así en la URSS o en China? Y cuando en los países capitalistas se habla de capitalismo monopolista de estado, ¿no se quiere decir que cada vez es en mayor grado el estado la fuerza dominante? Si observo el Tercer Mundo, ¿no se impone en él, todavía esa idea? He dicho suficientemente que el concepto de estado está indisolublementer ligado al análisis del cambio social, como para negar totalmente esta visión de las cosas. Es cierto que nuestras sociedades cambian rápidamente, y que, en la medida en que cambian, el papel del estado es cada vez más fundamental. Pero esto en ningún caso puede reemplazar un análisis de las relaciones de clases. Estas son más fáciles de aislar en los países capitalistas, en donde la autonomía del estado está más limitada. En estos

países es donde, incluso cuando el beneficio de la empresa privada sigue siendo el principal motor de los cambios económicos, hay que reconocer el cambio de modo de producción. El beneficio y el rendimiento dependen menos de las formas de organización de la fabricación y más de la capacidad de crear nuevos productos y de admi­ nistrar aparatos complejos. Nuestro mundo está dominado por los grandes aparatos y si bien es cierto que estos aparatos están atravesados por muchos conflictos, afirmo que en las grandes organizaciones hay cada vez menos conflictos de clases, y que éstos enfrentan cada vez más a las grandes organizaciones con el mundo exterior que ellas dominan. He ahí el motivo por el cual ni la clase dirigente ni los movimientos sociales se sitúan exclusivamente en el orden de la producción económica en sentido estricto. En todas partes se han desarrollado procesos de industrialización y de concentración: en el comercio, pero sobre todo en las actividades terciarias modernas: la investigación científi­ ca, las atenciones médicas, la información. En todas partes se conforman aparatos dirigentes que imponen su volun­ tad a los consumidores. Finalmente, la más importante concentración de poder aparece en la gestión de las técnicas nucleares, civiles y militares, tan formidables que una amenaza a veces difusa, a veces localizada parece pesar constantemente sobre nosotros. Estas modificaciones pro­ fundas de la cultura y de las relaciones de clases no han dado lugar todavía a un conjunto sólido de análisis. Parecería que dudamos, o que somos impotentes para pensar en las nuevas formas de poder. Entre los discursos manifestados, hay que aislar uno, el más elaborado y que tiende a dominar a los otros. Consiste en afirmar: existe un sistema cada vez más integrado de dominio y de dirección y que necesariamente se halla en manos del centro principal de poder: el estado. Así pues, el conflicto de clases es reemplazado por la oposición del orden y de lo que es excluido por el orden. No acepto esta idea; me niego a creer que se haya salido del dominio de las relaciones de clases para entrar en el orden de lo político o de lo totalitario.

En verdad, esta imagen es sería. Recuerda sobre todo a la URSS, dominada por un sistema totalitario y en el que las fuerzas de oposición apelan al nacionalismo, a la religión, a un retorno tolstoiano a la tierra rusa o a las na­ cionalidades minoritarias cuando se trata de ucranianos, georgianos o lituanos. Pero este razonamiento no es aplicable directamente al nuevo modo de producción posindustrial que se plantea; el mismo sólo conviene a un cierto modo de desarrollo, aquél en el que el estado total es dominante. No es aceptable para las sociedades capita­ listas, en las que no es el estado, sino más bien una clase dirigente' quien domina la escena social. A ello se debe que sea peligroso mantener esta imagen de un poder total ai que sólo se le puede oponer fuerzas que recurren a las conductas marginales o a las minorías bajo todas sus formas, y que, en consecuencia, son necesariamente per­ dedoras. Pensamiento que remite a las ilusiones utópicas de comienzos del siglo XIX en el momento de la gran proletarización, cuando sólo se pensaba en salir de la miseria a través de rupturas. Pensamiento histórico insu­ ficiente, ya que no preparaba la formación del movimiento obrero y las luchas de clases propias de la sociedad indus­ trial. Hay que estar a la escucha y en busca de las fuerzas y de las conductas que se oponen al orden establecido, que no juegan el juego o no se integran en la esfera de dominación de esos grandes aparatos. Pero ellas no pueden ser más que una forma primera y confusa de resistencia al poder de los aparatos. Si se les aísla, si se convierten en su propio fin, estas conductas de marginación, o bien son autodestructivas —como en muchas comunidades en las que lo esencial de la actividad es absorbido por la conservación de relaciones interpersonales muy apremiantes—, o bien se convierten en instrumentos funcionales de innovación cultural para el sistema. En realidad, lo importante en ellas es que son ya formas fragmentadas de resistencia y de oposición, no al orden, a la modernidad o a la sociedad, sino a los centros de dominación. Su importancia proviene de que la inmensa amplitud de la dominación social aleja cada vez más una de otra las dos vertientes de la acción social. La acción

defensiva es aquélla mediante la cual los dominados se protegen de la influencia de los amos. El obrero defendía su autonomía profesional, su empleo y la vida de su comunidad. Anteriormente, se ha visto cómo las colectivi­ dades defendían su existencia o su lengua contra el poder político central. Hoy, esta defensa supera la frontera de lo social, debido a que el poder llega a dominar todos los aspectos de la vida colectiva. Ella debe apelar a una natu­ raleza. Los grandes movimientos contestatarios hablan en nombre de la defensa de la naturaleza, lo que supone reivindicar un «estado de hecho», y por tanto una diferen­ cia. Unos homosexuales, en una discusión televisada, dicen: nos negamos a discutir las razones por las cuales somos homosexuales; somos así; tal es nuestra naturaleza. La remisión a la especificidad, a la diferencia es importante y va más allá de la defensa del papel profesional o político. El movimiento antinuclear pone en juego, también él, una fuerza defensiva que es más que el temor del accidente, que llega hasta la defensa del patrimonio genético: no queremos engendrar monstruos. Es decir: queremos defen­ der lo más fundam ental en nuestra naturaleza, y que la ciencia, la tecnología y el poder que las utiliza están a punto de alterar. Algo que amplía fantásticamente el campo de las luchas sociales. He ahí en cuanto al lado defensivo. Hay que pasar ahora a la vertiente contraofensiva, considerar las luchas por la reapropiación del poder de acción de la sociedad sobre sí misma. En la época de las sociedades mercantiles, se trataba de luchas cívicas para establecer la república y restaurar para el pueblo la capaci­ dad de decisión. En la efioca industrial se trataba, por y para los trabajadores, de reapropiarse del trabajo acumula­ do, el capital, y por tanto del poder económico. Actual­ mente, así como la acción defensiva ha superado los límites de lo denominado lo social para ir hacia la natura­ leza, así también la acción contraofensiva desborda el marco tradicionalmente considerado como social, va más allá y plantea tres cuestiones inseparables. Primero, la apelación a la creatividad, al derecho de ser productor, de elegir sus actividades, sus consumos o sus formas de

trabajo. En segundo lugar, la llamada al deseo, lo que probablemente no es algo diferente, y sí formulado únicamente en otra clave. Apelación a lo que lleva más allá del objeto deseado en vez de encerrar en un sitio, un lugar, una identidad y un placer. Aspiración al deseo sobre el placer, a la superación sobre la identidad. Es normal que se utilice un vocabulario psicológico, pero lo impor­ tante es que ahora hay una carga de relaciones sociales. El tercer término empleado es el de comunicación; la apela­ ción ofensiva a la voluntad de comunicación, contra la subordinación a la regla, al espectáculo o a la excitación impuestos. La idea de comunicación es la que el sociólogo preferiría, pues ella incluye a las otras dos. Ella combate más directamente la serialización, la práctico-inercia, por parte de los centros dirigentes que quieren constituir la sociedad como orden, mediante la compartimentación, la expulsión, la marginación, la especialización, etc. La aspiración a la comunicación es la aspiración a la relación social. La cuestión que ahora se plantea consiste en saber cómo pueden constituirse movimientos sociales, cómo la defensa de una identidad y de la naturaleza puede unirse a la voluntad de creación de relaciones, a la apelación al deseo. Unión difícil, cada vez más difícil, pues la amplia­ ción de los movimientos sociales, que desbordan todo campo y todo grupo particular, tiende a desmembrarlas. En otro tiempo estos movimientos eran contenidos en límites estrechos, pero no tenían dificultades en elevarse a acción heroica. Actualmente, el terreno está libre, pero ya nada impone que las componentes del movimiento se unan. Ellas están presentes, ¿pero surgirán o no las condiciones de su cristalización histórica? Por una parte se escucha la llamada a la naturaleza, a la diferencia, que desborda los objetivos sociales, políticos o económicos mediante objetivos socioculturales. Existe asimismo el sen­ timiento de planetarización de los problemas. Pero estas acciones defensivas se dispersan, corriendo el riesgo de encerrarse en una identidad temerosa, y no se ligan fácilmente con acciones contraofensivas. La unidad de los nuevos movimientos sociales les viene de la ideología de

los antiguos movimientos en declive, es decir en vías de consolidación. El sol poniente del marxismo sigue ilu­ minando los primeros elementos de la nueva vida social, que no son todavía vividos sino como la negación del orden por los movimientos antiautoritarios, antiorganizati­ vos, que no van más allá de la apelación a la identidad o a un deseo socialmente indeterminado. El trabajo teórico y práctico de los sociólogos debe consistir en relacionar la defensa de una naturaleza, la aspiración a un deseo, la lucha contra todos los aparatos de dominación y la solida­ ridad con todos aquellos a los que conciernen estos conflictos. Contestaciones Habría que definir más históricamente la situación de estos nuevos movimientos sociales que todavía se hallan mezclados con luchas de otra naturaleza. En un período de concentración del poder económico, de transformación del papel del estado, surge primero, contra una confianza liberal indeterminada en la modernidad, una resistencia general sostenida sobre todo por viejas élites o por catego­ rías en vías de extinción. Luego viene, más allá de esta resistencia, la ilusión populista, es decir, una mezcla de oposición y de contraproyectos, una voluntad de mantener la continuidad de lo que existe a través del cambio, o de hacer que lo mismo se convierta en lo otro sin dejar de ser lo mismo. Más tarde aún, más allá de esta ilusión popu­ lista, aparecen los elementos que yo describía en teoría y que van a constituir los nuevos movimientos sociales. Tales son las componentes de nuestro presente. En las luchas que observamos, lo antiguo se mezcla con lo nuevo, el tradicionalista se mezcla con el contestatario, en condicio­ nes que no podemos definir a priori. No siempre lo que parece lo más progresista será lo más importante en la constitución de los nuevos movimientos sociales. Mucho se perderá en las luchas actuales. A través de esta confusión histórica, en la que lo más visible es lo que muere, hay que aprehender la formación de nuevos movimientos

sociales, y por tanto de una nueva vida política. El caso más simple es el de los movimientos que apelan a la mo­ dernización, a la destrucción de las barreras tradicionales y del absurdo, en beneficio de un sentido por otra parte poco preciso, definido más como capacidad de acción, como libertad. Posición liberal, importante sobre todo en Francia, en la medida en que la industrialización desde hace treinta años ha sido acompañada por un fuerte conservadurismo social y cultural, lo que creó grandes des­ fases entre el estado real de la sociedad y las normas sociales o morales que la rigen. Buena parte de las prácticas de los movimientos fememinos* depende de este aspecto; se trata de suprimir obstá­ culos, desigualdades tradicionales, sobre los cuales la socie­ dad no se interroga, de denunciar barreras y clasificaciones casi espontáneas y revindicar para las mujeres, mediante eso mismo, igualdad de situación y libertad de creación. Simone de Beauvoir es la figura central de este movimien­ to liberal que vuelve a encontrarse también, en las organi­ zaciones sindicales, en las luchas por la igualdad de los salarios femeninos con los salarios masculinos o por la igualdad de posibilidades ante la formación o la promo­ ción profesionales. También en los medios universitarios, en los Estados Unidos más que en Francia, las mujeres han llevado a cabo una campaña bastante activa por asegurar la igualdad de sus derechos y de sus posibilidades en su vida profesional. Pero este programa, al igual que todos los programas liberales, es vago y hasta ambiguo. Resulta fácil criticarlo afirmando que esta apertura, esta supresión de barreras, tiene muchas posibilidades de ejercerse en favor de las categorías superiores mejor situadas. Para las restan­ tes, puede sostenerse la idea de que esta liberación o esta equiparación de las mujeres no son, después de todo, sino la posibilidad de poner a disposición de un capitalismo de consumo más fuerza de trabajo, más poder adquisitivo. La liberación de las mujeres, desde este mundo de vista, es análoga a la liberación de los esclavos en el siglo XIX, que no puede separarse del triunfo de la ideología y de los in­ * En el original fém inins. (N . del T .)

tereses capitalistas, es decir, de la creación de una mano de obra «libre», a disposición del empresario capitalista. A esto se debe que se pueda preguntar si lo que vemos desarrollarse en este momento no es sobre todo la penetración de la vida privada o familiar por parte de los intereses capitalistas. Una posición liberal no deja de ser positiva, pero no hay que dejarse engañar por el tono contestatario al que ella recurre en momentos de crisis. Neuwirth, Giscard y Simone Yeil fueron quienes tomaron las medidas más activamente reclamadas; no digo esto para subestimar la importancia de las mismas, sino para recordar que ellos no son revolucionarios. En este sentido, resulta más interesante observar ante todo lo que es exactamente la inversa, es decir los movimientos femeni­ nos de resistencia. Por todas partes se afirma la voluntad de las mujeres por reconquistar un conocimiento y una afectividad que ya no sean regidas por el papel que les asignan los hombres. Pero esta resistencia, a su vez, puede encerrarse en un gheto homosexual o atañer solamente a una élite de intelectuales. Me asombró en los Estados Unidos, y en especial en Boston, observar la importancia de este autoaislamiento. Algunas de mis estudiantes se negaban a tomar el metro o el autobús porque era condu­ cido por un hombre. En una gran universidad femenina, Radcliffe, se habían planteado batallas durante mucho tiempo para que desapareciese la separación entre el colegio de muchachos y el de muchachas, lo que se obtuvo. Radcliffe y Harvard fueron integradas. Pero yo vi el rechazo de las estudiantes de Radcliffe en particular en la vida de Harvard, su voluntad de tener profesoras para las mujeres y en un medio que ejercía sobre sus miembros fuertes presiones homosexuales. Algunas campañas muni­ cipales (una o dos de ellas tuvieron logros bastante impor­ tantes) también fueron conducidas por mujeres abierta­ mente lesbianas. Todo esto es importante, pero se enfrenta rápidamente con los límites del aislamiento, porque esta apelación a la especificidad es elitista y no atañe verda­ deramente sino a un pequeño número de intelectuales. Lo que restringe el alcance del movimiento. Este liberalismo abstracto y este integrismo feminista sólo pueden ser

superados por un movimiento que apele a lo que ha sido dado e interiorizado, a lo que ha sido «feminizado», contra los aparatos de dominación machista, conformados alrede­ dor del dinero, el poder o la guerra. El movimiento femeni­ no se vuelve importante en la medida en que lucha por todos contra la tecnocracia, pero en nombre de todo lo que ha sido negado por ésta y dado a las mujeres como signo de dependencia. Las mujeres se comportan como los coloni­ zados. Al igual que los movimientos de liberación de que Frantz Fanón y Jacques Berque tanto han hablado, ellas oponen a los valores de los dominadores —la racionalidad, el dinero, el poder— lo más ajeno al colonizador, lo más oculto. Jacques Berque, en unos escritos muy hermosos, ha otorgado por esta razón un gran papel a las mujeres colo­ nizadas. Fue su enclaustramiento lo que a menudo las convirtió, en especial en el mundo árabe, en una fuerza de liberación. Del mismo modo puede pensarse que en el seno de la sociedad tecnocrática masculina la mujer es una población colonizada que, reivindicando los derechos de su sexualidad y de su cuerpo, puede entablar la batalla contra la dominación del poder y de la agresividad, y luchar así — pero en nombre de todos— por eso que ya he definido como uno de los elementos esenciales de los nuevos movimientos sociales: la alianza entre la naturaleza y la creatividad. Puede razonarse de manera análoga sobre los movi­ mientos de defensa regionales que se convierten con frecuencia en movimientos nacionalizadores. Pueden ellos aparecen, ante todo, como movimientos de defensa o de resistencia de categorías amenazadas por la transformación del capitalismo y del estado. Pierre Grémion tocó un punto importante al describir la crisis del estado tradicio­ nal. Estado que es representado superficialmente como un puro aparato administrativo, napoleónico, y que en reali­ dad se halla en acuerdo constante con los caciques locales. La integración social y cultural de Francia era mucho más débil de lo que hoy se cree, y sólo muy recientemente ha progresado vivamente con la movilidad geográfica y el desarrollo de la cultura de masas. En consecuencia las élites regionales, que disponían de una autonomía bastante

grande, ya en el marco local, ya en relación con el aparato estatal, están hoy amenazadas y tienden a defenderse. Este pudo ser el caso de grupos aristocratizantes o de una parte del clero en el oeste de Francia antes de la guerra, pero también el de toda clase de notables, desde los propieta­ rios hasta los enseñantes; Inversamente, nuevos notables quieren liberarse de esta tutela del estado y reivindican pra las regiones un desarrollo autónomo. Ellos pueden, inclu­ so, animar un movimiento populista, es decir, apelar a la idea de que apoyándose en sus formas tradicionales de or­ ganización social y cultural, una colectividad puede asegurar su evolución sin ruptura, sin tener que pasar por la proletarización social y cultural, característica de la industrialización capitalista clásica. Era éste el plantea­ miento de los intelectuales rusos en los años 1870-1880; las tradiciones colectivistas' de los campesinos rusos iban a permitir el paso a un socialismo moderno evitando la frag­ mentación capitalista. Estas cuestiones están igualmente presentes en Francia, fuertemente alimentadas por ideas cristianas, ya que la desaparición de la iglesia católica hizo que los medios cristianos se volviesen comunitarios. La tendencia a las comunidades de base, tan importante entre los cristianos, puede adquirir formas muy reformistas o, por el contrario, revolucionarias, espontaneístas o escatológicas. Esta componente cristianopopulista desempeñó un papel considerable por intermedio de grupos semipolíticos que son, a la vez, corrientes de opinión y partidos políti­ cos, como el PSU. Pero la cuestión principal es: a partir de esta resistencia de los antiguos caciques, a partir de esta ilusión populista, ¿en qué condiciones pueden surgir nuevos movimientos sociales? Otra formulación: ¿en qué condiciones pueden movilizarse contra la dominación de los aparatos centrales los movimientos regionales o nacionalizadores, superando e incluso combatiendo la cuestión de la comunidad y el integrismo nacional, yendo más allá de la aspiración ilusoria a una pura autonomía social y cultural? Hay dos tendencias en los movimientos regiona­ les y nacionalizadores: una se vuelca hacia la búsqueda de la identidad, hacia la defensa de un ser, una tradición, una cultura, y combate globalmente al extranjero, al colo­

nizador; la otra busca constituir, más allá de los marcos arbitrarios y paralizantes del estado burocrático, una voluntad y una capacidad de acción, pero en el marco de un programa político general. Queda entonces por deter­ minar no ya lo que son los movimientos regionales sino en qué condiciones, cómo o cuándo esta segunda tendencia puede imponerse sobre la primera, encerrada en la reivin­ dicación de una identidad contradicha por la creciente incorporación a cambios de todo orden. Inversamente, hay que preguntarse cómo la conciencia de identidad puede alimentar una contestación autogestionaria más allá de una incorporación bastante floja del movimiento regional en una «izquierda unida» nacional. Estos interrogantes son válidos también para otros movimientos. En el movimiento estudiantil del 68 veo una revuelta cultural y la aparición de nuevos movimientos sociales, movimientos de lucha alrededor de la utilización social del conocimiento. Pero veo también, suscitados por la crisis fundamental de las universidades en Francia, mo­ vimientos de ruptura, de búsqueda de identidad, de aisla­ miento. Todavía aquí, la cuestión consistía en saber en qué condiciones las significaciones positivas, las del 68, se impondrán sobre las significaciones negativas, aquéllas que dominaron la crisis de 1976, y contra las cuales luchan los propios militantes estudiantiles. Así consideremos a los movimientos nacionalizadores estudiantiles, femeninos o antinucleares, vivimos esta situación de equilibrio, suma muy clásica, entre lo que es resistencia al cambio o ilusión utópica de la continuidad, y lo que, a través de miles de estallidos y mil conflictos, puede constituir los movimien­ tos sociales de mañana: la alianza de la defensa de una naturalerza con la aspiración a la creatividad contra los aparatos tecnocráticos. Es probable que los movimientos antinucleares desempeñen en un próximo futuro un papel central. Ello porque, más que los otros, escapan a una acción puramente defensiva; y porque pueden señalar con precisión a su adversario, las centrales y otras instalaciones nucleares, lugares precisos construidos por un poder tecnocrático fácilmente reconocible. Pero su desarrollo será regido por las tensiones entre una aspiración defensiva de

los equilibrios naturales, e incluso a una detención del crecimiento, y una acción contraofensiva, análoga a la del movimiento obrero, pero capaz de llevar mucho más lejjos la contestación. Acción dirigida contra la concentración del poder y capaz de derribar la ilusión de que no hay alternativa, de que la técnica impone una política. Y, en consecuencia, guiada más por la voluntad de restablecer la democracia que por una imagen de la civilización ideal. La autogestión Desde hace algunos años, una palabra define el objetivo de estos nuevos movimientos sociales: autoges­ tión. Resulta difícil tratar a esta palabra como si fuese un concepto de las ciencias sociales, cuando se ha convertido en una cuestión social y política. Así pues, primero hay que tomarla por lo que es, por el signo de una transfor­ mación de los movimientos sociales. Ante todo, se opone a «dictadura del proletariado». La autogestión es primero la afirmación de los derechos de los movimientos sociales a regirse por sí mismos, en vez de ser dirigidos por un partido o una ideología que representern científicamente, y por tanto, de modo absoluto, el sentido de la historia. En este sentido y en la medida en que hay que elegir entre grandes cuestiones históricas, yo elijo claramente la auto­ gestión en vez de la dictadura del proletariado, sobre todo en Francia, donde la primacía de la lucha por o contra el estado sobre li transformación de las relaciones sociales ha sido casi constanter. Pero hay que ir más lejos, pues en la misma palabra, se mezclan diferentes ideas. Reparo en tres: primero, una versión radicalizada de lo que en los países anglosajones se denomina desde hace mucho la «democria industrial». El supuesto remite a la desaparición de los obstáculos — que siguen siendo consi­ derables en Francia— a la organización sindical, a la participación de los ciudadanos, trabajadores o consumi­ dores, en las decisiones que les conciernen. Un segundo sentido más contestatario afirma la necesidad de movi­ mientos de base contra todas las formas y todos los niveles

de institucionalización. Aquí se manifiesta, asimismo, una gran desconfianza respecto al estado, que no es un árbitro pues hoy está cada vez más ligado a la gestión; lo que refuerza la aspiración a movimientos de base contra todo reformismo. Estas dos ideas están y estarán presentes durante mucho tiempo en el corazón de nuestra vida social. Pero una tercera idea puede también infiltrarse en el tema de la autogestión: la de que un grupo puede controlar su propio cambio como manera de preservar su identidad. Peligrosa ilusión. No hay continuidad en el cambio, así como no hay revolución a través de la ley. Si una categoría puede mantener su identidad a través del cambio, ello no puede ocurrir sino rodeándose de garantías del estado y protegiéndose con él contra el cambio, lo que pasa a ser exactamente lo contrario de la autogestión: la formación de un grupo de presión corporativo, que asegura el mantenimiento de sus hábitos o de sus privile­ gios. Este es, de modo muy amplio, el caso de la enseñanza. Puede decirse que ella se autorrige: muchas decisiones cotidianas son tomadas, conjuntamente, por las organizaciones profesionales y por las instancias adminis­ trativas. Pero se trata de una caricatura de la autogestión, ya que esto no apunta sino a mantener una presión sobre el aparato estatal. La autogestión supone una sociedad abierta, en la que una clase dirigente busca imponer directamente su domi­ nación, y no una sociedad en la cual grupos de intereses rivalizan en su presión sobre un estado distribuidor y árbitro. El tema de la autogestión no está exento de la idea de un conflicto abierto, mientras que la defensa corporati­ va apela constantemente a un estado protector. Todo ello lleva a plantear un último interrogante: ¿cómo se forman los movimientos sociales? ¿Cómo pueden superar las tentaciones de la identidad, como la de la simple apertura liberal? Hay que responder hoy que los movimientos de lucha social sólo pueden tomar forma si están asociados a fuerzas políticas de cambio. He ahí el precio de su extensión casi infinita. No tienen límites, pero carecen de principio interno de unificación. No se trata de volver a la teoría y práctica leninista: la toma del

poder del estado, la utilización de la crisis y de la descomposición de las instituciones será lo que dará su importancia histórica al movimiento. Me opongo a este tipo de nexo entre movimientos sociales y políticos, porque la fue na política que toma el estado se define de inmediato, necesariamente, por su propia dictadura sobre los movimientos sociales que la han llevado al poder. Pero supondría una ilusión el creer que la elección de la auto­ gestión contra la dictadura del proletariado permite llegar a una pura «sociedad civil» en la que no habría ya estado, en la que las fuerzas sociales pudiesen ser definidas sin su relación con el estado. Como vivimos en una situación que no es revolucionaria, en la que existen canales institucio­ nales de cambio, hay pues que admitir que la formación de los movimientos sociales no puede ser completamente separada de la acción de los partidos políticos. Solamente la existencia de fuerzas propiamente políticas permite hoy la formación de movimientos sociales, que, dejados a su ventura, se desintegrarían en defensa de una naturaleza y en la aspiración a una creatividad indeterminada. Si los movimientos sociales creen poder prescindir de estas rela­ ciones con las fuerzas políticas, no pueden sino zozobrar en la ilusión de la espontaneidad y en las limitaciones del izquierdismo, así se trate de un izquierdismo autoritario, es decir de la ilusión de que los movimientos de base pueden constituirse como partido, o bien, por el contrario, de un izquierdismo libertario, que se esfuerce por definir la acción de los movimientos sociales esencialmente como antipartidos o al margen de los partidos. Al mismo tiempo, hay que declarar que los movimientos sociales pueden afirmarse por primera vez como portadores de pleno derecho de su propio sentido político e ideológico. Lo que no contradice el hecho de que la acción histórica, la formación real, práctica, de estos movimientos sociales no pueda producirse sin la intervención de fuerzas políticas, las únicas capaces de definir el espacio estratégico en el cual estos movimientos pueden desarrollarse. En Francia, Italia y otros países, las centrales sindicales —y en particu­ lar en Francia la CFDT— son las que desempeñan un papel esencial, más aún que los partidos, como «operado­

res políticos» de los nuevos movimientos sociales. Actual­ mente, su formación, su tendencia a la fragmentación dependen ante todo de condiciones políticas, y sobre todo de la apertura de los partidos políticos a su respecto. El sindicalismo Este repaso de los nuevos movimientos sociales obliga a redefinir el lugar del sindicalismo. Al hablar de la concien­ cia obrera, cuya historia natural intenté escribir, así como situar el lugar central de la conciencia de clase y por tanto de la acción de clase obrera, me interrogaba de antemano sobre el porvenir del sindicalismo y, de modo más general, por el del movimiento obrero. Más allá del punto central de la conciencia obrera, ¿en qué se convierte el movimien­ to obrero? Llegará un momento en el que ya no podrá ocupar aquel lugar central que fue suyo a partir del gran desarrollo de la industria en Europa y después de la Co­ muna de París. Si es cierto que hay que negar las ridiculas afirmaciones sobre el fin del movimiento obrero, e incluso sobre el fin de la clase obrera, o, de un modo general, sobre lo que en los años 50 se llamaba el fin de las ideologías, no lo es menos que, durante los'años 50 y 60, en los grandes países capitalistas, se advierte muy clara­ mente que las sociedades industriales negocian cada vez más los conflictos industriales gracias a la intervención deJ estado, por un lado, y, por el otro, al refuerzo de las organizaciones sindicales. Hasta se ha visto cómo se des­ arrollaba, por ejemplo en la enseñanza, un sindicalismo muy importante cuyas bases e ideas son sensiblemente diferentes de las del sindicalismo obrero de clase. Por todas partes se observa una transformación parcial, aunque importante, de un movimiento social de reivindicaciones negociadas en el marco de las instituciones. Indudable­ mente, en Estados Unidos, Alemania o Suecia el movi­ miento obrero no se muestra ya como portador de enfren­ tamientos divisorios. Al mismo tiempo, este sindicalismo adquiere una importancia creciente en la vida social y económica del país. ¿Cómo reaccionar ante estas transfor­

maciones del movimiento obrero? Ante todo, reconocien­ do el nuevo papel de muchas organizaciones sindicales. Los sindicatos de enseñantes, por ejemplo, cuya práctica es sobre todo corporativa, emplean con frecuencia un voca­ bulario y una ideología que no se corresponden con sus prácticas. Espero que pronto encuentren perspectivas de acción más amplias, pero han penetrado muy profunda­ mente en el funcionamiento de la administración pública como para hallarse en una posición de lucha de clases abierta, mientras que los funcionarios se encuentran en una situación muy diferente a la de los obreros asalariados estrechamente sometidos al rendimiento. En segundo término, habría que intentar precisar la evolución del movimiento obrero, en especial en Francia. Esquemáticamente, el sindicalismo contemporáneo pasó por tres fases. 1. Primero, los años 1957-1959, los de la caída del sistema político y la llegada de de Gaulle al poder. Dado que las organizaciones políticas tradicionales se debilita­ ban, las organizaciones sindicales adquirieron lugar predo­ minante. Es el momento en que la CFTC lanza la idea de planificación democrática por intermedio de Gilbert Declercq. En ese momento habrá también esfuerzos por mo­ dificar, modernizar, renovar la concepción del sindicalismo sin cuestionarla fundamentalmente. Tal es el planteamien­ to de la nueva clase obrera, cuestión al que está ligado, pre­ cisamente, el nombre de Serge Mallet, y en la que me inte­ resé. El mismo fue includo primero en un número de la re­ vista Arguments dedicado a los problemas obreros. Edgar Morin me había pedido que me ocupase de él y yo había in­ vitado a Serge Mallet a que escribiera sobre el tema, también tratado por mí. La idea es simple: el movimiento obrero no cambia de naturaleza, pero sus objetivos se amplían al mismo tiempo que varía su composición profesional; en las industrias modernas, los obreros muy cualificados, pero sobre todo los técnicos, e incluso hasta los cuadros, desem­ peñan el papel que los obreros más clásicos —esencial­ mente cualificados— desempeñaron en el período prece­ dente. Esta cuestión de la nueva clase obrera recordaba sobre todo el carácter «positivo» del movimiento obrero,

mientras que en esta época la idea dominante era todavía la de la pauperización, lanzada por el PC. Los analistas de la nueva clase obrera insistía en el aspecto ofensivo del movimiento obrero, que lucha por una sociedad de traba­ jadores, de productores. Estas ideas impactaron considera­ blemente, pienso en especial en el trabajo de Serge Mallet sobre la Thomson; su papel fue positivo en la me­ dida en que llevaron a tomar una actitud realista en relación con la evolución económica. Se aceptaba buscar nuevas formas de lucha social, en vez de sostener una ima­ gen estrictamente proletaria, muy envejecida. Más tarde, muchos comentarías —pero no Mallet— procuraron otor­ gar a esta idea una amplitud totalmente excesiva. Actual­ mente las cosas son bastante claras, en especial gracias a los estudios efectuados después de 1968 sobre las huelgas, que han mostrado el interés y los límites de esta idea. Estos estudios revelaron que en 1968, en el momento de las grandes huelgas, quienes habían ido más lejos eran, en efecto, los trabajadores de las industrias más modernas. Ni los portuarios, ni los ferroviarios, ni los metalúrgicos, sino los trabajadores de la informática, la aviación, las oficinas de investigación, o sea de sectores en los que estar famosa clase obrera de técnicos era muy importante. Quienes detentan la capacidad técnica, la fuerza de producción son los que mejor pueden discutir la apropiación social del aparato de producción. Pero los cuadros no son revolucio­ narios. Entre los cuadros o los técnicos superiores, quienes se mostraban más activos se encontraban muy cerca del medio estudiantil, o bien pertenecían a grupos revolucio­ narios. En consecuencia, su categoría como tal no está ver­ daderamente implicada en su acción. Agrego que la práctica sindical después de 1968 demostró en Francia, Italia, etc., que estas categorías ya no desempeñaban el papel principal. A partir de 1969 se ha visto que los OS, los trabajadores de las regiones periféricas, las mujeres no cualificadas, los trabajadores inmigrados, intervenían más activamente que los nuevos especialistas. 2. Después de este planteamiento surgió un segundo, característico de la CFDT a partir de su gran desarrollo en la industria. Se trata de la idea de la ampliación del campo

de reivindicaciones. El sindicalismo tradicional estaba concentrado en los problemas del trabajo; en lo sucesivo, los problemas sindicales se extienden a un campo social mucho más amplio, se remontan a los problemas de polí­ tica económica (y de ahí el papel de la CFDT o de la CGT en las comisiones de planificación), pero también a los problemas del fomento de los recursos, la urbanización, la condición de las mujeres, la familia, el tipo de vida, el consumo... Durante buen número de años se desarrolló la idea de que el movimiento obrero había pasado de reivin­ dicaciones cuantitativas y defensivas a reivindicaciones cualitativas más ofensivas. No se cuestionaba la función del sindicalismo; se afirmaba una ampliación de su campo. Esta idea me parece falsa, ante todo porque no es cierto que el movimiento obrero, durante ochenta años, no haya sino defendido objetivos cuantitativos de salario o de empleo. Cuando se introdujo el taylorismo en 1913, en las fábricas Renault, estalló una gran huelga contra este método de organización del trabajo, es decir sobre un problema que no era cuantitativo. Del mismo modo, el interés del sindicalismo por los problemas culturales se hacía mucho más patente en otra época que ahora. El tema de la cultura proletaria fue muy poderoso antes y después de la guerra de 1914, en Francia, Alemania o Austria. Agrego que esta amplitud aparece a menudo como la marcha hacia un vago reformismo participacionista —que la CGT le ha reprochado a determinadas tenden­ cias de la CFDT— o bien puede, inversamente, dirigirse hacia movimientos que no tienen mucho que ver con el sindicalismo. 3. Esto nos conduce a la tercera fase, que concierne más al cambio de naturaleza y al papel de la acción sindi­ cal. En la sociedad en que ingresamos, el lugar de trabajo ya no es el corazón de los conflictos o de las contradiccio­ nes de la sociedad. Por el contrario, las empresas se convierten en grandes organizaciones que permiten que todos sus miembros participen en su posición dominante, sin que por lo demás resulten abolidos los conflictos inter­ nos. Las principales contradicciones se producen entre la empresa y su entorno, el territorio o la población que ella

controla. Por este hecho, los sindicatos se ven obligados a perder su papel de movimiento social y a ver aumentar su papel de agentes políticos, o sea de elementos de un sistema de decisión. Los partidos políticos ya pasaron por esta evolución. Las principales luchas sociales fueron, en una época, luchas políticas: luchas por los derechos del hombre y del ciudadano, el derecho al voto, la indepen­ dencia de las colonias. A medida que el movimiento obrero se desarrolló con la sociedad industrial, hemos visto que las fuerzas surgidas de la revolución francesa se con­ vertían en elementos del juego político, y no ya en porta­ doras de los grandes movimientos sociales. Los sindicatos comienzan a seguir el mismo camino. Actualmente, cuando preguntamos qué política económica y social van a seguir Francia, Alemania, Inglaterra, los Países Bajos o Noruega, procuramos saber cómo habrá de efectuarse una negociación entre el gobierno, la patronal y los sindicatos. Además, existe ahora un gran número de organizaciones profesionales. Cuando se hablaba del sindicalismo, se evocaba siempre el sindicalismo obrero. Ahora, no hay ya diferencia fundamental entre el sindicalismo obrero, la federación de sindicatos de trabajadores agrícolas o de las asociaciones de defensa como el CID-Unati. Ello no porque yo confunda los intereses que estas organizaciones representan, sino porque todas son actores del sistema político, utilizando los mismos canales institucionales y los mismos métodos de presión. La sociedad funciona en base a negociaciones entre grupos de intereses socioeconómicos organizados. Estudiar la política, hoy, no supone solamen­ te seguir la actividad del parlamento. Una historia política de Francia debe conceder más espacio a la CGT o a la FNSEA que al partido radical o a los radicales de izquierda. El sindicalismo se convierte en un actor político, y añado: un actor político sólo tiene importancia si es el operador político de movimientos sociales. Los partidos republicanos o socialistas han sido, en otro tiempo, los operadores políticos de los movimientos populares, luego del movimiento obrero. El porvenir del sindicalismo se halla, o bien en incor­ porarse paulatinamente al sistema político, o bien en

convertirse además en el operador de nuevos movimientos sociales, para darles una dimensión política. Tal es el papel de la CFDT; mientras que la CGT parte de una orienta­ ción política para dar curso a una acción sindical, contando con sus propios resortes y siguiendo el movimiento contra­ rio. Abierta a los nuevos movimientos sociales, ella también se esfuerza por ampliar el campo de negociaciones y reforzar la presión de los trabajadores. La CFDT, desde hace diez años, es la mayor fuerza innovadora de la socie­ dad francesa. Su pensamiento, su acción anuncian la sociedad de mañana creando un nuevo tipo de militantes. Pero ninguna de las dos grandes centrales (la situación de FO es muy diferente, ya que lo esencial de su fuerza se halla en el sector público) se define solamente por la reivindicación y la negociación colectiva, lo que les da una importancia política general. Dicho esto, surge que hoy el papel central del sindicalismo obrero es la lucha, con frecuencia conducida con fuerza, por la ampliación de su capacidad de negociación. Se trata de lo que yo denomino un reformismo radical, o sea la necesidad del radicalismo, en el sentido anglosajón, para llegar al reformismo. La costumbre francesa dice que hay que romper las puertas para que a uno lo reciban. ¡Fue necesaria la huelga del 68 para obtener el reconocimiento de la sección sindical de empresa! Pero también se aprecia que se desarrolla el nuevo papel del operador político, que es más noble y más importante. Y existe, finalmente, otra faceta del sindica­ lismo. Cuando una categoría social deja de conducir, por razones históricas, el movimiento social principal, no por ello deja de ser menos conductora de una subjetividad de clase. Si adoptamos un término del lenguaje religioso, se forma lo que podría llamarse un fundamentalismo obrero. Quiere decir que sigue habiendo conciencia de clase obrera allí donde ya no hay capacidad de acción revolucionaria, y en especial en las categorías que recientemente han arriba­ do a la industria, que viven por ejemplo una experiencia de proletarización, de sumisión a un empleador monopo­ lista en una región débilmente industrializada. Puede tra­ tarse, asimismo, de trabajadores inmigrados que ingresan en la actividad industrial. Así se opera una especie de

retorno al sindicalismo revolucionario de base, de resurgi­ miento de la vieja conciencia de clase, incluso cuando los antiguos objetivos de la acción se negocian cada vez más. Pero estas acciones se limitan bastante rápidamente a reivindicaciones salariales y condiciones de trabajo, dema­ siado estrechas, que no pueden renovar el movimiento obrero. Aunque el sindicalismo vive a tres niveles a la vez: el nivel central de la negociación difícil; por encima, el papel del operador político de los nuevos movimientos sociales; y por debajo, las llamas de una antigua conciencia obrera que retorna poco a poco, a través de los resurgimientos de la conciencia de clase, a acciones cada vez más defensivas. La apertura Al pensar en los meses y en los años que tenemos por delante, me pregunto cómo se combinarán las respuestas a dar a dos problermas muy diferentes: el desarrollo de las luchas sociales en el interior de un tipo de sociedad y el paso de una etapa histórica a otra. Por un lado la lucha de clases, por el otro el paso a la sociedad posindustrial. La complejidad y la fragilidad de la situación francesa provienen de que tenemos necesidad, a la vez, de un desarrollo de las luchas sociales y de una fuerte capacidad de transformación histórica. Una reflexión en profundidad sobre las relaciones entre estas dos tareas dirige nuestro porvenir político. Habremos de ver que se desarrollan nuevas luchas sociales, que surgen nuevos actores de clase; al mismo tiempo, tenemos que romper con un modo libe­ ral, capitalista, de transformación histórica. Ante todo, porque sufrimos bloqueos reforzados por el gaullismo y por la resistencia de antiguas categorías económicas, de antiguas formas de organización social y de antiguos modelos de comportamiento que llevan a que los proble­ mas del cambio exijan y hayan de exigir la intervención autónoma de un estado transformado; luego, porque nuestros países no poseen ya la hegemonía mundial, y no pueden conformarse con exportar su estado a través de guerras coloniales.

Desde hace tres años pienso constantemente en el ejemplo chileno. Es peligroso reducir el análisis de la caída de la Unidad Popular a la intervención de los Estados Unidos, Kissinger, la CIA o los militares brasileños. Soy el último en subestimar la importancia de estas intervencio­ nes, pero se las preveía. ¿Por qué haber hablado tanto de la dependencia, el imperialismo, el colonialismo si se había pensado que en el momento fatídico el imperialismo no intervendría? El gobierno de izquierda sabía que tendría que enfrentarse con la oposición, el sabotaje, la intervención directa de fuerzas imperialistas. ¿Pero por qué su derrota fue tan brutal, que no permitió la lucha popular contra el golpe de estado? Porque la dinámica de la Unidad Popular se expresaba únicamente en términos de fuerzas sociales, que no reconocían la existencia y el papel del estado. Tengo pocas inclinaciones leninistas, pero combatir al leninismo no puede llevar a olvidar el problema y el papel del estado. Acabo de leer una decla­ ración de Clodomiro Almeyda, que coordina actualmente las fuerzas de la Unidad Popular y que desarrolla valiente­ mente este asunto a propósito de su país. No se trata de afirmar que nos hallamos en una situa­ ción de crisis generalizada, dependencia y miseria, que la prioridad debe correspodner al estado, a la toma del poder y a la dictadura del proletariado. Ya no se trata de decir que hay que hacer desaparecer al viejo estado para llegar a una sociedad de espontaneidad y creatividad. Es preciso reconocer que los problemas políticos de la socie­ dad francesa tienen dos aspectos: hay que hacer que avan­ cen, a la vez, la autogestión y la planificación. Esta doble lectura se impone desde el momento en que se intenta definir la evolución del estado y del sistema político en Francia, en el curso de los últimos veinte años. Progresivamente, el estado, primero absoluto, volvió a situarse en la lógica del gran capitalismo internacional. Tras haber afirmado al capitalismo francés, que era débil y desorganizado después de la guerra, consiguió situar a la economía francesa en la economía atlántica, de tal modo que poco a poco, y es ésta la lógica de los intercambios internacionales, las grandes empresas y el dólar se impusie­

ron a una economía que primero estaba preocupada por la reconstrucción nacional, y por. tanto por una intervención directa del estado. Desde de Gaulle hasta Pompidou y Giscard, el estado, siempre manteniendo un papel eco­ nómico esencial, abandona su lógica de reconstrucción nacional para incorporarse al mundo del gran capital. La transformación más espectacular se sitúa bajo Pompidou. Vivimos entonces, después de la austeridad y la grandeza gaullista, un período de transición dominado por los escándalos financieros, la corrupción, la ostentación, detrás de la gran palabra industrialización, de los intereses más indecentes. El desarrollo del gran capitalismo industrial y financiero bajo Pompidou sigue estando pues asociado a la defensa de las viejas clases medias y de la vieja burguesía negociante. La gran innovación de Giscard consiste en querer reemplazar la alianza del capitalismo de estado con esas viejas categorías sociales por la del capitalismo moder­ no y las nuevas clases medias. Resulta fácil advertir que mengua la base política del gaullismo. El electorado gaullista era un electorado senil de agricultores, de mujeres sin empleo, de habitantes de los pueblos. Ahora bien, el electorado senil, por definición, tiende a desaparecer; las mujeres votan cada vez más como los hombres, y la urba­ nización le ha restado mucha importancia al voto de los pueblos y la campaña. Un gobierno de derecha sólo puede mantenerse si conquista a las nuevas clases medias, es decir a los empleados, los funcionarios, los técnicos. Por otra pane, los programas de reforma de Giscard han sido clara­ mente dirigidos hacia este aspecto, como lo confirma la imagen de la sociedad francesa que él mismo acaba de dar en su libro Démocratie frangaise. Si bien ha adquirido una posición bastante fuerte en la opinión pública, ello es producto de haber hecho aprobar leyes, en especial sobre el aborto, que fueron apoyadas por la gran mayoría de la opinión, pero que concordaban con las batallas libradas sobre todo por mujeres de las clases medias, y que asegu­ raban esa modernización de las costumbres a la que estas categorías sociales son particularmente sensibles. Pero en el orden social y económico, los intentos de reforma fracasa­ ron. No se lograron ni la reforma de la empresa, ni la del

régimen tributario, ni la de la regionalización. Ahora bien, todos ellos son problemas esenciales para las nuevas clases medias. La concentración económica alejó a los cuadros de los centros de decisión, y la intervención creciente del estado, con su corolario, la impotencia de las municipalidades sin recursos suficientes, desespera a todos los animadores de la vida local y regional. Finalmente, los cuadros asalariados medios se indignan al ver que las formas más espectaculares de enriquecimiento escapan ampliamente a la acción del impuesto. No le resultaba imposible a un gobierno de derecha operar estas reformas. No logró hacerlas aprobar en gran parte porque el princi­ pal aparato político de la derecha sigue siendo el partido gaullista. Por otra parte, la derecha liberal estaba domina­ da políticamente por grandes caciques, poco capaces de obtener un amplio apoyo político. Es evidentemente difícil convencer a los franceses de que el partido del príncipe Poniatowski se ha volcado en profundas reformas sociales. Giscard d’Estaing expresó claramente la idea según la cual únicamente esta orientación hacia el centro, es decir, en busca del apoyo de las nuevas clases medias, puede permitir que se desarrolle la modernización del capitalismo francés. Pero una vez frenadas y hasta detenidas sus orientaciones del comienzo, ya no se atreve hoy a volver a lanzar una corriente reformista y se conforma con solicitar­ le al economista Raymond Barre que tranquilice a las clases medias y a los consumidores en general, limitando la inflación, pero sin querer tocar ias desigualdades y los privilegios que son, directa e indirectamente su causa principal. Hoy, después del discurso frágil del reformismo giscardiano, se despliega el triunfo del dinero. Cuando, en medio de un millón de parados, un hombre de ne­ gocios como Jacques Borel declara que la crisis es ante todo de «oportunidades», su declaración es señal no ya simplemente del mal gusto de un individuo, cuya caída está cercana, por lo demás, sino también del triunfo de una burguesía luisfelipiana que ya no cree necesarios ni un discurso prudente y moralizador ni algunas lágrimas de cocodrilo sobre la desocupación. El provenir de la derecha liberal se ve amenazado, y ya parece que se prepara un

nuevo movimiento bonapartista, que intentaría movilizar a la opinión conservadora contra la izquierda. En el momento en que escribo, escucho por todas partes cómo se predice la irresistible ascensión de Chirac. A riesgo de ser desmentido rápidamente por los hechos, tiendo a afirmar que no creo en ello. Es cierto que Chirac detenta un instrumento político que le falta, cruelmente, a Giscard; pero éste corresponde mejor que su adversario de derechas al estado de una sociedad francesa en la que no veo de qué se alimentará un gran movimiento bonapartista. Al menos, antes de la victoria de la izquierda. El papel de Chirac no puede pasar a ser preponderante sino después de esta victoria. Esta nueva división entre orleanistas y bonapartistas hace poco probable que la derecha pueda mante­ ner la dirección política de la sociedad francesa. Lo que, a la vez, es la causa y la consecuencia de la reaparición de un partido y de un movimiento socialistas. Fueron necesarias circunstancias y conductas casi increíbles para que en Francia se haya visto la casi desaparición de un partido socialista. Se precisó del genio diabólico —o de la ausencia diabólica de genio— de Guy Mollet para llegar a tales extremos y al pequeño 5% en la elección presidencial de 1969- La subida socialista sólo es espectacular desde Epinay. Había sido preparada en cierta medida por Alain Savary, pero indudablemente el nuevo equipo, y sobre todo el propio Frangois Mitterrand, son los autores de este ascenso. Este vuelve a abrir el campo político en Francia. En la izquierda estuvimos dominados durante mucho tiempo por el tope comunista. Luego, el terreno fue ocupado por la contestación de grupos y de movimientos cuya fuerza ideológica e intensidad militante eran conside­ rables, pero que, por definición, no ofrecían solución política. Por primera vez desde hace mucho, una solución de izquierda parece posible y hasta probable. La vida política no era más que un debate sobre el estado; los problemas de la sociedad vuelven a surgir, se los trata de nuevo polí­ ticamente. Es ésta una razón ampliamente suficiente como para considerar que nuestra vida y nuestro pensamiento políticos están dominados por la resurrección del partido

socialista. La existencia de este partido permite que los problemas sociales puedan ser y sean ya, nuevamente, problemas políticos e ideológicos, y no solamente princi­ pios o acción de minorías. Pero al mismo tiempo todos sienten que no se puede definir la próxima gestión guber­ namental del PS sin pensar en la otra vertiente de la vida nacional, o sea en las responsabilidades del estado en tanto que agente de cambio histórico en un entorno internadonal muy apremiante. Esta dualidad de problemas, mucho más que el estado de las.fuerzas políticas, explica que en este momento la cuestión no estribe en una victoria del PS, sino en una victoria de la unión de la izquierda. La izquierda debe atender a las relaciones entre los problemas de la sociedad y los del estado. El PC es una fuerza concebida esencial­ mente para la gestión del estado. El PS se apoya en un conjunto de fuerzas de transformación de la sociedad. Al igual que el gaullismo era esencialmente una concepción del estado, mientras que el liberalismo es definible en términos sociales, es decir, en términos de clases sociales. Durante mucho tiempo la derecha consiguió ligar mejor estas dos componentes. Derecha liberal y derecha gaullista han estado asociadas desde el fin del reinado de de Gaulle. Durante este tiempo, había por el contrario la gran oposición entre una izquierda comunista y jacobina y una izquierda espontaneísta, apoyada en la diversidad y el utopismo de las nuevas fuerzas de reivindicación y de contestación... Ahora, a la inversa, las dificultades en el interior de la derecha no hacen sino aumentar, y, pese a incidentes serios, las relaciones entre las dos componentes de la izquierda parecen cada vez más estabilizadas. Aquello en que creo Querría ahora definir mi propia posición. Está domi­ nada, ante todo, por la defensa de las libertades. Tengo conciencia de pertenecer a una sociedad en la que el tema de las libertades es más importante que el de la liberación. Si fuese un negro de Soweto o si hubiese sido un vietna­

mita, habría pensado a la inversa. Pero aquí donde vivo, me opongo fundamentalmente a la reunión de poder estatal, poder económico y autoridad cultural en las mismas manos. Soy en consecuencia, y más simplemente todavía, hostil a la omnipotencia del estado. Soy un intelectual, y mi primer deber consiste en defender la libertad intelectual. En mi opinión, esto es algo que se da por supuesto. Por ejemplo, para mí, que tengo contactos con América latina, es esencial defender a los intelectuales reprimidos en Brasil, Uruguay o Argenti­ na, denunciar la destrucción de la vida intelectual en Chile. Tampoco tengo dudas para protestar contra el terro­ rismo gubernamental en Irán. Y menos aún cuando se trata de defender los derechos de los judíos en la URSS, o denunciar la perversión de las ciencias humanas —y en especial de la psiquiatría o de la psicología, pero también de la sociología— como instrumento de poder. Incluí mi nombre entre quienes luchaban por la liberación de Pliuch y otros más. En la posición y las rupturas producidas a propósito de Solyenitsin (pienso aquí en una discusión bastante dolorosa entre los dos periódicos que leo, Le Monde y Le Nouvel Obsen>atein), me sentí del lado de Edgar Morin y de Claude Lefort. Quienes condenan a Solyenitsin porque tiene opiniones reaccionarias cometen una falta grave, porque ante el inmenso fenómeno del Gulag, poco importan las opiniones de aquel que protesta (y Claude Lefort ha dado de él una imagen mucho más justa mostrando la del hombre común, con todo lo que tiene y no tiene de únicamente progresista, resistiendo el aparato aplastante del poder totalitario). No creo que suponga ser un «querido profesor» ingenuo el protestar hoy contra los atentados a la libertad tanto en el Este como en el Oeste; por el contrario, creo que ella, que sólo fue posible para los intelectuales protegidos, recuerda a todos cuál es la basa indispensable de todo régimen democrático. El papel de estos intelectuales es limitado, pero es su deber de estado. Entiendo que la sociedad china funciona de otra manera y también me preocupo por ello; no admito que un intelectual de los países industrializados no se comprometa activamente en la defensa de las libertades.

Si decidí publicar la mayoría de mis libros en Seuil, ello se debe a que Paul Flamand ha dado ahí pruebas de su valentía como defensor de estas libertades, en cualquier parte del mundo y sobre todo más cerca de nosotros, en Francia. En términos más generales, apoyo la idea de que el problema principal de nuestro tiempo no consiste ya en apelar a un pueblo, una masa, una mayoría, sino en limitar primero la influencia de un sistema dominante, que tiende a convertirse en económico, cultural y político a la vez. Por ello me siento solidario de la defensa de los derechos de las minorías. Creo posible el que se inicien transformaciones políticas y sociales que consigan extender y consolidar estas libertades y, a! mismo tiempo, asegurar la transformación y la modernización económica y social del país. He ahí dos asuntos aparentemente opuestos, pero yo reivindico a uno y otro. Sí, deseo una ampliación de la democracia social, la autogestión, los derechos de las minorías, la posibilidad de contestación y creo en la existencia de movimientos der base que nunca serán institucionalizados. Pero paralelamente considero que es­ tamos situados ante obstáculos que hay que superar. En los próximos veinte años, o bien nos convertiremos en un país relativamente subdesarrollado y en todo caso dependiente, o bien nos contaremos entre las sociedades que han alcanzado un nuevo estado de desarrollo económico y de organización social. Durante un largo período hemos tenido la sensación de que los países de Europa se acerca­ ban unos a otros y que los más atrasados alcanzaban al resto. Vemos nuevamente que la distancia entre ellos se acrecienta, así como se agrava nuestro riesgo de caída. Por cierto que en la izquierda no complacen estas preocupacio­ nes. Por el contrario, creo que nuestra situación nos impone no disociar completamente contestación y gestión. Ello por­ que los peligros que corremos provienen sobre todo del arcaísmo de nuestra sociedad y de suys desigualdades. Así como el movimiento obrero fue también un agente de progreso de toda la sociedad, los nuevos movimientos sociales pueden y deben modernizar a este país al mismo tiempo que atacan a un poder que se apoya de hecho en formas arcaicas de organización social, impuestas por los

detentadores de privilegios. Este poder puede tener reac­ ciones análogas a las de un grupo social o de un individuo en situación de movilidad descendente, reacciones irracio­ nales de violencia que pueden traducirse en movimientos autoritarios peligrosos. Un movimiento que lucha por más libertad, más democracia y por la autogestión es la única posibilidad para que la sociedad francesa asegure un salto adelante, es decir, que sea capaz de ingresar en la sociedad posindustrial. Me sitúo claramente en una visión «progre­ sista»; creo en la posibilidad de una modernización histórica y una transformación social realmente asociadas. Soy consciente de que este lenguaje puede parecer reformista, pero a escala mundial y de la miseria, ¿se halla Francia realmente en situación revolucionaria? Deseo que la izquierda consiga lo que es posible, en vez de refugiarse en el absoluto o sucumbir en el caos. La posibilidad de la sociedad francesa es hoy la alianza entre la voluntad de modernización económica y las luchas por la transforma­ ción social. Esta alianza es posible y está impuesta por la necesaria lucha contra los privilegios, contra las desigual­ dades trasmitidas, contra lo que está muerto. La izquierda debe elegir Y ahora, ¿cuáles son las alternativas más concretas que se le ofrecen a la sociedad francesa, o más exactamente a la izquierda en Francia? Me parece que en el interior de la corriente mayoritaria de la izquierda pueden reconocerse tres tendencias principales: la primera es la más política, en el sentido estricto del término. Ella apunta a las condiciones de la victoria electoral y considera los límites que la constitución impone a ésta. Quiere evitar las rupturas y teme sobre todo los excesos y los cambios totales que beneficiarían a una derecha autoritaria. Lo que corresponde a la actitud de la fracción del electorado cuya adhesión es necesaria para la victoria de la izquierda. Pero tal orientación socialdemócrata se opone claramente al espíritu y a las consecuencias del programa común, que proclama la necesaria ruptura con el capitalismo actual,

otorgando importancia central a las nacionalizaciones importantes. Puede estarse seguro de que el partido comunista, que espera de estas nacionalizaciones el refuer­ zo de su influencia en el corazón del sistema productivo, sería hostil a una política tan moderada, que también resultaría desbordada por muchos movimientos de base. La segunda está guiada por un espíritu unitario, por el deseo de volver a encontrar la unidad, quebrada en 1920, entre el movimiento socialista y la defensa de la ideología marxista mediante la prioridad acordaba a las transforma­ ciones económicas. Pero se corre el riesgo de que éstas impliquen tensiones sociales e impongan una acción jacobina, planificadora, centralizadora. Es incluso la razón de mi oposición a esta tendencia. Si se consideran esenciales las medidas que implicarían grandes rupturas económicas, hay que estar seguros de poseer los medios políticos para gestionar una situación difícil, imponer sacrificios, ganar la batalla de la producción. Al partido comunista le gustaría probablemente que un gobierno de izquierda se convirtie­ se en un gobierno de salvación pública. Me parece evidente que Francia rechazaría brutalmente una política que impusiese tales sacrificios y tales coacciones. Lo que llevaría indefectiblemente a la victoria de un bonapartismo dirigido por Chirac. Agrego asimismo que no consigo ver lo que los socialistas que siguen esta tendencia, bastante numerosos, esperan lograr. Serían las primeras víctimas del conflicto que aquélla no dejaría de provocar entre el partido socialista y el partido comunista. Finalmente, y sobre todo, ¿cómo puede defenderse una política basada en una visión tan arcaica de la sociedad, en la idea de que la economía rige a la sociedad y que la clase obrera es permanentemente el agente principal de las grandes luchas sociales? Aquí ocurre que lo que parece unir a la izquierda —una tradición y un lenguaje más que un análisis y una acción— , en realidad la debilita, impidiéndole observar y comprender la situación en que se encuentra y la que su victoria puede crear. Me vuelvo pues hacia una tercera tendencia, la que da prioridad a la renovación de los planteos y las sensibilidades políticos, tendencia que comenzó a definirse en el momento de los congresos

socialistas a fines de 1974. Ella le debe mucho a quienes provenían del PSU; está fuertemente marcada por nexos con la CFDT y se la encuentra en la revista Faire. Esta concepción asocia dos proposiones: la de la extensión de la democracia que va hasta la transformación de las grandes instituciones sociales para hacer de ellas instrumentos de liberación, creatividad y justicia, y la de la destrucción de los privilegios y las situaciones adquiridas. La sociedad francesa es increíblemente tradicional, viejo carricoche enganchado a una locomotora económica bas­ tante moderna. Las relaciones de autoridad, los medios de comunicación, los mecanismos de adaptación pertenecen todavía en lo esecial a una sociedad de cambios lentos y limitados a la cúspide. Si la izquierda no se encarga de las transformaciones de la sociedad, ésta se derrumbará. Inglaterra es una economía débil y una sociedad fuerte; Francia se halla, en parte al menos, en la situación inversa. Los riesgos de crisis, de descomposición son enormes en una sociedad tan vieja, en la que son muchos los bajos salarios, frecuente la arbitrariedad patronal, asfixiante la burocracia, alejada de las realidades culturales y sociales la enseñanza escolar. Ahí está la prioridad: tomar por los cuernos a la sociedad para transformarla, en vez de esperar los efectos tranquilizadores de un logro económico. Pero también hay que efectuar la crítica de esta tendencia. Su peligro reside en dejarse arrastrar por las sectas y los grupos, sumirse en discusiones indeológicas tan vanas que muy a menudo lo moderno raya en lo arcaico, que el vino nuevo se vuelca en odres viejos, corriéndose el riesgo de que las utopías de la identidad y de la comunidad sustitu­ yan a un programa político. Lo que me lleva a considerar más directamente el papel del PS. Es peligroso que resulte dividido entre las tres tendencias que acabo de distinguir. Puede ser arrastrado por movimientos izquierdistas, mientras que algunos de sus dirigentes darían prioridad a una estrategia política compleja y una parte de sus militantes organizados seguirían al ,partido comunista en un nuevo jacobinismo. Para superar este riesgo de fragmentación es preciso, ante todo, que el PS refuerce su propia integración, que tenga

una visión clara de las alternativas a jugar, que se niegue a ser un partido «péscalo todo» y que sus dirigentes dispon­ gan de real autoridad a todos los niveles. Pero este refuerzo no puede ser puesto al servicio de cualquier política. Hay que dar prioridad a las transformaciones sociales. La política económica debe ser concebida como un medio al servicio de este fin y no como el objetivo principal. Para evitar su propia división, el PS debe tomar la iniciativa de profundas transformaciones sociales en vez de ser desbordado por movimientos de base que se opongan a las tensiones impuestas por los efectos de una crisis económica. Concebir y realizar una política social, ¿no supone, a la vez, realizar los objetivos de los movimientos sociales y mostrarse capaz de gestionar las relaciones entre las transformaciones sociales y un conjunto de obligaciones económicas y políticas? Desde este punto de vista, la acción del PS me parece haber sido muy insuficiente. ¿Qué urbanización, qué educación, qué sistema de salud? He ahí unos programas de acción social que me gustaría mucho ver que se discuten abiertamente desde la cúspide hasta la base; si el PS no es capaz de definir unos objetivos, la transformación de la sociedad se efectuará en su contra, y en consecuencia pondrá en peligro el equilibrio del estado. Entiendo la tentación de algunos: el PS ha visto cómo se le reprocha su pensamiento económico insuficiente en d momento del Frente Popular. Pero sería peligroso que la prioridad dada a la gestión económica llegase a poner entre paréntesis la transforma­ ción de la sociedad durante uno o dos años, porque este bloqueo implicaría un desbordamiento por parte de la base. E, inversamente, una acción puramente contestataria es impensable; supondría una locura no considerar cons­ tantemente las obligaciones impuestas por el sistema económico internacional. Si se está en un proceso revolu­ cionario, lo que rige es el movimiento mismo de la radicalización. Aún es preciso observar que la contrapartida de este principio de acción consiste en que siempre llega un Termidor, luego un imperio y, en consecuencia, el aplas­ tamiento del movimiento revolucionario en beneficio de una nueva élite dirigente.

Hay que admitir que nos hallamos en una situación mixta y que debemos, a la vez, gestionar la transformación de la economía y desarrollar una lucha propiamente social. Un gobierno de izquierda debe combinar ambas acciones, en particular extendiendo la democracia y, ante todo, en el lugar de trabajo. Vuelve a surgir aquí, una vez más, el papel de los sindicatos que deben ocupar un sitio central en la formación de la política económica y social. Pero el partido socialista es el que hoy detenta la clave del problema, pues la victoria de la izquierda será ante todo la victoria del partido socialista y de todo lo que se reconozca en él. el PC apela al pueblo de Francia, pero tendrá que llevar a efecto una política sobre todo defensiva, una política de bunker, que habrá de apoyarse en el sector nacionalizado. Se asegurará así una capacidad de resisten­ cia a las presiones izquierdistas y a la influencia política predominante de los dirigentes socialistas. En esta situa­ ción, el PS se va a ver apresado entre el bunker comunista, los planteamientos de base izquierdista y las obligaciones del entorno internacional'e interior. ¿Cómo podría resistir a esas presiones si no llega a ser capaz de asegurar un nexo estable entre las diversas componentes de su acción? Porque el PS no puede ser reducido —no más de lo que Allende podía serlo— a un solo objetivo y a una sola tendencia. Debe llegar a combinar unos movimientos de base relativamente autónomos con un movimiento político que sea capaz de darle una expresión institucional y con un gobierno capaz de gestionar la economía. La solución de este problema que rige nuestro porvenir más inmediato pertenece, por supuesto, a los propios dirigentes políticos, pero cada uno de nosotros, en el interior y en el exterior de los partidos políticos, debe intervenir mediante la palabra, el pensamiento y la acción para que se resuelva este pro­ blema. Las posibilidades de una transformación de la sociedad francesa dependen de nuestra reflexión actual y de la capacidad política del partido socialista de mañana. Si se deja descuartizar por fuerzas opuestas, no podrá resistir al movimiento bonapartista que ya se prepara y que, jugando sobre el miedo, buscará imponer unas elecciones después de algunos meses de debilitamiento y

de caos económico y repetir la operación de junio del 68. La victoria es necesaria; desde hace un año ella parece probable y ya los «enarcas»* concluyen sus disertaciones con un elogio del socialismo. Pero se va a desencadenar la lucha política. Ahora es cuando la izquierda debe apelar por una gran transformación de la sociedad, debe oponer la esperanza y la imaginación al conservadurismo y al miedo. Desde ahora mismo debe proclamar que quiere y que va a transformar la sociedad, que es indispensable reemplazar un crecimiento industrial agotado por un creci­ miento posindustrial, es decir, orientado por los grandes servicios colectivos: salud, educación, información, urbani­ zación y defensa del medio ambiente y del territorio. Solamente tal elección puede acabar con el desempleo, pero esto supone considerables transformaciones en la inversión. Tal objetivo, ¿no habrá de suscitar más entusias­ mo que la perspectiva de un pilotaje prudente entre la inflación y el subempleo? Pero esta nueva política económica supone la acción de nuevas fuerzas sociales y más aún, quizá, un cambio en nuestras categorías mentales y, en consecuencia, en las políticas. Desearía que mi propia reflexión, partiendo de una crítica de las ideas establecidas, contribuyese a inventar los objetivos sociales y económicos nuevos en cuyo interior habrán de situarse las decisiones y las luchas del porvenir, si al menos así volviéramos a hallar el deseo de producir nuestra historia. Responsabilidad No dejo mi suerte y mi confianza en manos de la izquierda y del programa común. Lucho por una cierta orientación de la izquierda, la que asocia las reformas institucionales y económicas, indispensables para liquidar un pasado corrupto, con las nuevas fuerzas sociales y los * Expresión referida a los dirigentes salidos de la E N A . (N . del E.)

nuevos planteamientos culturales cuya importancia es ahora bastante visible y de cuya parte he combatido activamente desde hace más de diez años. Ya he manifestado suficien­ temente la importancia primordial de una victoria política de la izquierda como para considerar ahora más fríamente las tensiones, pero también las negociaciones que se deberán establecer entre la institucionalización de los viejos movimientos y la formación de los nuevos. Me ayudará a ello una comparación. Cien años después de la revolución francesa, nuestros radicales (por qué no algo socialistas) defendían con pasión, incluso con sectarismo, la república, instalaban en las escuelas y la universidad el cientificismo y el progre­ sismo, hasta entablaban difíciles batallas por el laicismo o por el capitán Dreyfus. ¿Qué hay de malo en ello? Pero los nuevos caciques, con la boca todavía llena de las grandes palabras revolución y libertad, hacían disparar de buena gana sobre los huelguistas y se preocupaban muy poco por la miseria obrera. Frente a ellos, el movimiento obrero no era más que una fragmentación de grupos y tendencias, más volcados hacia el absoluto de las doctrinas o de la huelga general que hacia la negociación y lá acción política. Pero algunos como Jean Jaurés trabajaban para unir el espíritu republicano y el espíritu socialista que con frecuencia se combatían. Casi un siglo después, henos aquí en una situación comparable. El socialismo reemplazó a la república y el marxismo a los programas de la escuela laica. Nadie se atrevería a decir que los problemas de la economía y del trabajo no se hallan en el centro de la sociedad, lo que ya permite oponerse a la aparición de nuevas contestaciones, cómodamente denunciadas como izquierdistas. Y sin embargo los nuevos combates de la izquierda son reales y el reino de la derecha es tan nefasto hoy como al día siguiente de la Comuna. Así pues, ¿qué hacer? ¿Situarse en el campo del progreso, sin ocultarse que soñar con el socialismo y la revolución, hoy, es algo tan huero como cantar a la república y la libertad de 1900, o, por el contrario, apuntarse del lado de los nuevos contestatarios, denunciar el reino de los aparatos como se denunció a las libertades burguesas y apelar a nuevos

combates y a nuevos militantes? Entiendo una y otra elección; la primera gusta a mi razón, la segunda me atrae mucho más. Después de treinta años de reinado de la derecha, pienso que un gobierno de izquierda abriría la vía a grandes reformas y a una renovación general de la vida política. Pero con igual convicción apruebo a quienes desean, ante todo, hacer estallar los nuevos problemas liberándolos de un vocabulario y de una ideología que los ocultan y los presentan como simples complementos de un programa inmutablemente calificado como socialista. Nin­ guna de estas dos actitudes puede en realidad satisfacerme, ya que, lo queramos o no, nos hallamos en un intervalo y las soluciones simples y extremas aportan en este caso más confusión que claridad. Así pues, me conformo con pedir algo más de audacia intelectual y de imaginación polí­ tica. Necesitamos algo, e incluso mucho de audacia intelec­ tual para rechazar expresiones peligrosamente equivocadas como «régimen de transición hacia el socialismo». Un gobierno de izquierda no será de transición, y menos aún hacia el socialismo, porque resulta tan absurdo definir hoy a la sociedad mediante un tipo de gestión económica como, hace cien años, definirla a través de las instituciones políticas. Observo hoy lo que es la izquierda y entiendo que se llame socialista, a condición de reconocer que el movimiento socialista y el propio movimiento obrero no son ya las fuerzas que dan nacimiento, o que organizan y elevan al nivel político e ideológico la protesta popular. ¡Qué importan las susceptibilidades! Aquí hay que serrar las ramas muertas de lo imaginario político, porque ellas nos impiden ver delante. Del mismo modo, deseo que el marxismo se convierta poco a poco en el discurso oficial de la universidad, desplazando así a los últimos restos de pensamientos difuntos desde hace mucho. Aún hay que añadir francamente que este pensamiento, tan encantado­ ramente convertido en teoría, ya casi no trabaja y que la creación intelectual se realiza fuera de los caminos trillados por sus exégetas. Pido en suma que se ganen las batallas que hay que entablar, que se efectúen reformas, pero que unos objetivos positivos y limitados no se paguen con el

precio del triunfo insolente de nuevos caciques y nuevas ortodoxias. Esta «secularización» de la acción política sólo tendría un interés limitado si no fuese una condición indispensa­ ble para el examen y la solución del problema principal ante el cual estamos situados, el de las relaciones entre una acción política demasiado institucionalizada, que abusa de la gloria de antiguos movimientos sociales que la llevaron al poder y nuevos movimientos, todavía fragmentarios y contradictorios. Si la izquierda termina identificándose con el movi­ miento obrero en nombre de un gran ideal, sólo podrá defenderse contra unas contestaciones que descansan sobre una visión totalmente distinta de la cultura y de la socie­ dad. Tomándose demasiado en serio, acordará prioridad absoluta a los equilibrios económicos, remitiendo para más tarde la transformación de las «superestructuras», lo que puede conducir a dos salidas. O bien la ebullición social que habrá de nacer de este retraso se verá limitada por un régimen autoritario, o bien ella desorganizará los progra­ mas gubernamentales. La primera solución, de inspiración estaliniana, es poco probable, dada la relación actual de las fuerzas políticas. La segunda es más previsible. ¡Hermosa perspectiva para un gobierno socialista la de ser víctima de una crisis social en el mismo momento en que habría de lograr éxitos económicos! Así pues, apelo a una izquierda pragmática, que niegue las grandes ideologías, pero que se preocupe constantemente por dar una expresión política a los nuevos movimientos sociales. ¿Por qué el partido socialista no podría hacer de manera decisiva lo que la CFDT logra tan valientemente: ser el operador político de las nuevas contestaciones? Pero hay que volverse también hacia los nuevos movimientos sociales y pedirles que reconozcan hoy la necesidad e incluso la prioridad de una estrategia política. Habrá que seguir el ejemplo de los movimientos regiona­ les: ellos se alejan de la búsqueda absoluta de identidad para insertar sus reivindicaciones en la estrategia de la izquierda. Probablemente resulta más difícil de elaborar una solución análoga en el caso de movimientos cuyos

objetivos son más generales y más fundamentales, como el movimiento ecologista; habría que aceptar elaborar tales soluciones. El mayor peligro consiste en la ruptura entre la sociedad y el sistema político; éste sólo será conquistado si, en lo inmediato, por parte de los partidos tanto como por parte de los movimientos, se reconoce que ha llegado el momento de dar prioridad a la estrategia, no para perderse en una vaga institucionalización, sino para asegurar la continuidad entre la solución de antiguos problemas y la maduración de los nuevos. Recurro al ejemplo de Jean Jaurés. Porque hoy, nuevamente, tenemos más necesidad de estrategia y sentimiento que de doctrina y disciplina. Esto me conduce a una última reflexión sobre el papel de los intelectuales. En la situación que parece tener que crearse pronto aparecerán dos tipos de intelectuales: primero, necesariamente, unos intelectuales gerentes, que tendrán la responsabilidad de la política económica y, también, la capacidad de dar un marco institucional a nuevas reivindicaciones y contestaciones sociales. Pero también tiene que hacerse escuchar otra categoría de intelectuales, que advierta al pueblo para que se cuide de nuevos amos y, sobre todo, de los riesgos de sumisión a un estado omnipotente. Hay que mantener una cierta distan­ cia —y tensiones— entre los movimientos contestatarios y la gestión estatal. Es preciso, pues, que haya intelectuales críticos, que tengan la voluntad de defender las libertades, que nunca puedan ser sacrificados a la confianza en un régimen «progresista». Así sean izquierdistas o simpleme;nte de izquierda, estos intelectualers desempeñan y desem­ peñarán un papel indispensable, porque todo lo que evite la confusión entre los movimientos sociales y el poder es útil, en particular allí donde —felizmente— el poder no pueda imponer su hegemonía. Los intelectuales pueden contribuir a hacer que se respete esta distancia entre contestación y gestión, partici­ pando ante todo en la defensa de los oprimidos y su contestación. Pero también, dado que hemos aprendido a desconfiar de las incitaciones a la liberación que llevan en sí el poder, ellos deben luchar por hacer que se reconozca

todo lo que debe permanecer más allá del poder político, que permite la creatividad intelectual tanto como la liberación social, y que impone al poder —y por tanto se opone— las barreras de lo que se conoce como libertades. Dos papeles que se unen en Francia en la acción extrema de Sartre a partir de 1968. Pero si tengo que nombrar al intelectual cuya actitud ha sido constantemente la más fiel a la imagen que acabo de presentar, debo más bien hablar de Jean Vilar. En la unión que él ha vivido entre acción democrática y rigor espiritual, entre compromiso y sole­ dad, hallo una imagen ejemplar del papel del intelectual. En el mundo de la excentricidad y de la autocracia, este papel consiste en ayudar al pueblo a salir del silencio y la represión. En el mundo del poder y de la manipulación en que vivimos, aquél consiste, por el contrario, en luchar contra lo absoluto del poder, el dinero o la ideología. Papel limitado, mal aceptado, porque no hay que esperar ni desear que sea entendido por todos. Pero es preciso que algunos hablen fuertemente por la libertad de elección, por la capacidad de producir, crear, hablar, amar, estar en comunicación, por el derecho a la disidencia e incluso al silencio. Sería un error dramático pensar que son éstos unos temas envejecidos, una etapa moralista y pequeño burguesa superada en el camino de las grandes revolucio­ nes proletarias. Es propio de nuestro tiempo el que estas cuestiones aristocráticas, que se convirtieron en temas de la burguesía, luego de la clase media, sean hoy portadores de la defensa de los débiles contra el poder y contra su orden. Pero ¿esta distinción no es insuficiente? ¿No corres­ ponde al largo período que acabamos de vivir y durante el cual la gestión económica y las fuerzas sociales populares se han visto completamente desunidas? La verdad es que no tengo ganas de ser un gerente y que no me satisface ser solamente un crítico. Deseo ser de aquellos que descubren la sociedad y la cultura en que ingresamos, en sus orien­ taciones generales a la vez que en sus luchas sociales. Durante mucho tiempo, este deseo fue irrealizable. ¿No se vuelve el mismo más realista a medida que se anuncia más claramente un cambio de sociedad que habrá de ser definido, a la vez, por la irrupción de las fuerzas populares

y por una transformación del campo de la cultura y de la propia economía? En mi trabajo deseo, asimismo, ir más allá del análisis, de la crítica, de las ideas. Quiero inventar una práctica sociológica que conduzca a prácticas sociales y, de este modo, que haga surgir la sociedad nueva que se forme alrededor de nosotros y que nosotros creemos también mediante nuestra acción colectiva. Después de una larga fase de trabajo descriptivo, me he encerrado mucho tiempo en una necesaria elaboración teórica. Habiendo reunido un determinado número de ideas que me parecían coherentes y claras, por tanto después de haber llegado al punto adonde me conducía mi obra Production de la société, acabo de pasar tres años viviendo con esas ideas e incorporándolas a mi experiencia y a mi personalidad escribiendo algunos libros: Pour la sociologie, Lettre a une eludíante, La société invisible y éste que acaba aquí. Ahora se completa un momento de mi reflexión y de mi vida intelectual. Quiero en lo sucesivo crear una práctica profesional a partir de estas ideas y deseo que esta práctica, estos estudios sobre los movimientos sociales, sean un medio de elevar la capacidad de acción colectiva de estos movimientos y, a través de ellos, de toda la sociedad. Quienes se conforman con describir el funciona-miento del orden pueden situarse en una posición de objetividad frente a él y aceptar en su análisis las categorías de la práctica social. Pero si se quiere aprehender los movimientos sociales y la acción histórica, es preciso que la propia investigación los haga aparecer, los ayude a des­ prenderse de las obligaciones de la práctica regulada y organizada. El sociólogo no puede conformarse con obser­ var, debe intervenir. De manera que el interés del conoci­ miento no es aislable del progreso de los propios movi­ mientos sociales. La sociología no merece que se le dedique la vida si no es capaz de conducir a prácticas liberadoras. Es necesario que el sociólogo produzca socio­ logía, pero este trabajo de conocimiento no puede ser separado de su intervención para acrecentar la capacidad de acción de la mayoría sobre su experiencia colectiva y personal. Dos veces en un mes, la primera cerca de Nueva York,

la segunda en París, escuché la misma objeción. El análisis de los movimientos sociales sólo puede servir a los dirigen­ tes: nosotros debemos dedicarnos, por el contrario, a analizar el propio sistema dirigente. Asombrosa paradoja. Y, ante todo, ¿por qué la clase dirigente, si controla y lo manipula todo, no sacaría provecho de esos estudios «objetivos» tanto como de los estudios propiamente socio­ lógicos? E, incluso, ¿quién me asegura que la negación de los estudios sociológicos no es una artimaña de esta misma clase dirigente? Si se parte de la imagen absurda de una dominación total, todo parece pervertido y sólo queda huir y encerrarse en el silencio. La verdadera discusión está más allá. Si se piensa que las conductas sociales sólo manifies­ tan las leyes y las contradicciones objetivas de un sistema de dominación o de explotación, no hay en efecto, ya, ni sociología ni movimientos sociales posibles. No se puede concebir sino el enfrentamiento de dos élites dominadoras. Por el contrario, creo que la sociología es necesaria, porque en toda sociedad existen fuerzas de oposición al mismo tiempo que cuestionamientos culturales. Ni unas ni otros serán nunca totalmente destruidos o tergiversados por la clase dirigente. La acción de estas fuerzas sociales y culturales es la que hace que surja, entre las mentiras del orden, la realidad de las relaciones sociales, y por tanto el objeto del conocimiento sociológico. Sostengo que el co­ nocimiento y la libertad siguen siendo aliados y que allí donde la sociología existe, el poder no ha impuesto una dominación total. No limito a las ciencias sociales a este papel a la vez crítico y profético. Muchos intelectuales serán llamados a participar en la gestión de una sociedad transformada, pero es preciso que algunos sepan vivir este período de mutaciones no buscando gestionarla mejor, sino, a la vez, haciendo visible el nuevo campo cultural en el que estamos situados y ayudando al mayor número posibler de actores sociales a actuar, en vez de simplemen­ te reaccionar ante un orden impuesto. ¿Coincidencia? Inicio una nueva etapa de mi trabajo en el momento en que probablemente vamos a entrar en profundas transformaciones sociales y políticas. Tengo la sensación de que se acaba un período, el de la expansión

capitalista y su impotencia creciente para dominar sus desequilibrios; el de los intentos abortados de una moder­ nización conservadora de la sociedad francesa; también, el de las dudas, las divisiones, las utopías. Mañana viviremos y pensaremos de otro modo. No escribo estas «memorias» después de haber atravesado grandes acontecimientos, sino al término de un largo período de espera, de tanteos y de preparación. En este lugar y con los medios materiales e intelectuales que son los nuestros en este momento, tenemos que prepararnos para vivir la única tentativa posible de transformación de nuestra sociedad. Si ella fracasa, derivaremos lenta, bas­ tante cómodamente, hacia la dependencia y un subdesarrollo relativo. Algunos esperan de las elecciones solamente un cambio de mayoría y de gobierno. Yo les otorgo otro sentido: después del golpe de estado de 1958 y la crisis del régimen de 1968, 1978 puede ser el año del vuelco del poder establecido y, a no dudarlo, el gran enfrentamiento del pueblo con sus amos. Yo no soy ni dirigente político ni guía de la opinión. No soy un personaje público. Y sin embargo siento hasta qué punto están entremezclados los cambios políticos que se acercan y los que transforman ya la orientación de mi trabajo. Porque no separo el trabajo de la sociología de la historia de una sociedad. ¿Quién se atrevería, ya, a separar el análisis económico de la historia económica? Es preciso que ocurra lo mismo con nosotros en el momento en que las fuerzas sociales, las contestacio­ nes y las discusiones políticas tienen muchas posibilidades de volver a tomar la palabra. Los movimientos sociales hacen que surja el objeto de nuestros estudios destruyendo las ilusiones del orden, y nuestros análisis, a su vez, para ser verdaderos, deben ser capaces de acelerar su acción. Me apresuro a hacer cuentas, saber dónde me encuentro, de dónde vengo y el camino que he recorrido para, más bien, perder totalmente la memoria y volver a encontrar la esperanza en un mundo renovado. La vigilia se acaba; ya no es hora de contar historias. Hay que volver al trabajo.

Indice

Introducción .................................................................

7

Capítulo Primero Caída lib re ..................................................................... Metro-Bac ................................................................. La instrucción pública............................................... Un «estudiante»fuera del tiempo ........................... El desastre.................................................................

9 10 13 17 21

Capítulo Segundo El fu e g o .......................................................................... Calle d ’U lm ............................................................... P artid a........................................................................ El c arb ó n ................................................................... Hacia la sociología..................................................... El o fic io ..................................................................... La conciencia obrera .................................................

25 25 28 29 35 39 43

Capítulo Tercero El atolladero ................................................................. La división................................................................. Los Estados U n id o s................................................... El partido comunista................................................. Los intelectuales .......................................................

49 49 51 54 61

Capítulo Cuarto La sociedad perdida....................................................... Ante la sociología..................................................... El tiempo de la utopía .............................................

67 67 72

El orden y la exclusión ............................................. Escondites.................................................................... Blow -up......................................................................

74 80 82

Capítulo Quinto Pensar en la sociedad..................................................... Algunas palabras....................................................... Unidad y dualidad de la sociedad .......................... El poder como patología.......................................... Los movimientos sociales........................................... El sociólogo................................................................ El cambio y la estructura ........................................

85 87 90 96 99 104 108

Capítulo Sexto América Latina. La dependencia.................................. Al encuentro de Chile ............................................ Las sociedades dependientes.................................... Pinochet: del ascenso brutal a la caída posible . . . Quebec libre ............................................................. Portugal: la cabeza y las piernas.............................. A favor de los palestinos..........................................

119 120 124 134 139 141 143

Capítulo Séptimo La primavera y el invierno de la universidad............. A falta de universidades.......................................... En Nanterre, en el 6 8 .............................................. Proyecto para una universidad................................ Un territorio lib erad o ...............................................

147 148 153 161 164

Capítulo Octavo ¿Por qué luchar?............................................................. El fin de los personajes . ........................................... Actores y re to s........................................................... Contestaciones........................................................... La autogestión........................................................... El sindicalismo . ....................................................... La apertura ................................................................ Aquello en que c r e o ................................................. La izquierda debe e le g ir.......................................... Responsabilidad .......................................................

169 169 174 181 187 190 196 201 204 209