Hannah Arendt: libertad política y totalitarismo [1 ed.] 9788418193675

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Hannah Arendt: libertad política y totalitarismo [1 ed.]
 9788418193675

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Pensamiento político posfundaciona

Hannah Arendt: Libertad política y totalitarismo

Fina Birulés

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Fina Birulés

Hannah Arendt: Libertad política y totalitarismo

Pensamiento político posfundacional

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Hannah Arendt: Libertad política y totalitarismo Fina Birulés

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Lina Birules, 2019

■ De la presentación: Laura Llevadot, 2019 1 traducción del catalán por Edgar Straehle Diseño de cubierta: Genis Carreras Montaje de cubierta: luán Pablo Venditti

Primera edición: noviembre de 2020, Barcelona Derechos reservados para todas las ediciones en castellano (?) Editorial Gedisa, S.A. Avda. Ttbidabo, 12, 3o 08022 Barcelona (España) Tel. 93 253 09 04 gedisa^gedisa.com www.gedisa.com Preimpresión: www.editorservice.net ISBN: 978-84-18193-67-5 Depósito legal: B. 12914-2020 La traducción de esta obra ha contado con una ayuda del Institut Ramón Llull

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Lengua y cultura catalanas

Impreso por LTlzama Impreso en España Printed in Spain Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.

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índice Si te atacan como judío, ¿te debes defender como judío? Laura Llevadot......................................................

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In tro d u c c ió n ........................................................

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En las entretelas de vida y pensam iento...........

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El totalitarism o, un fenómeno sin precedentes...........................................................

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Aislamiento y so led ad ........................................

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Epílogo...................................................................

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Breve biografía de Hannah Arendt....................

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Aclaraciones.........................................................

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Bibliografía...........................................................

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Si te atacan como judío, ¿te debes defender como judío? Laura Llevadot En uno de los últimos filmes de Kaurismaki, El otro lado de la esperanza (2017), asistimos a un diálogo en­ tre dos refugiados que pasan sus días en un centro de detención de inmigrantes en Helsinki esperando que les llegue la resolución de su ciudadanía. Uno de ellos le dice al otro: «Aquí no hago feliz a nadie». La simpli­ cidad del enunciado nos golpea como un espejo, nos devuelve de golpe a la estupidez y el egoísmo de la po­ sición en la que estamos aquéllos que no hemos tenido que abandonar nuestra casa. El inmigrante no dice que en este espacio de la espera infinita no se realiza, no tiene objetivos, no trabaja ni prospera —como diría­ mos quienes permanecemos en el lugar de donde somos—, sólo nos dice que no hace feliz, que en Siria, por lo menos, tenía una mujer, unos hijos, unos ami­ gos, a quienes intentaba hacer felices, y que ahí no hay nada, hay la nada de la espera sin esperanza. Quizá se debería haber sido alguna vez inmigrante para saber qué se siente cuando se está pendiente de ser aceptado 9

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sólo para vivir, cuando no se habla la lengua de quie­ nes decidirán sobre tu derecho a sobrevivir sin tan si­ quiera poder hacer feliz a nadie, cuando se está des­ provisto de todo derecho, de toda protección legal, y esta se anhela como una gracia que depende de una maquinaria institucional, económica y legal totalmen­ te arbitraria. Unos obtendrán el derecho de ciudada­ nía, otros no. 1 anto en un caso como en el otro, la vida ya detenida no tiene fuerzas para hacer feliz. Esto es aquello que borramos cada vez que reducimos la cues­ tión de la inmigración a un problema de cifras y cuo­ tas: la experiencia de la fragilidad que el cine y la filo­ sofía, a veces, se empecinan en poner de manifiesto. De esta fragilidad hum illante que acompaña siempre al apatrida, al refugiado, al inmigrante, habla también Arendt en sus Escritos judíos, y es por eso que hoy, más que nunca, es preciso leerla. En su es­ critura, que brota de la experiencia y de una inteligen­ cia que se rebela contra su uso meramente teórico, una escritura que quiere hacerse cargo de lo vivido, que quiere com prender —tal y como Fina Birulés, lectora excepcional de esta pensadora alemana y ju­ día, nos hace ver—, se ilumina nuestra condición vulnerable. La singularidad hebrea siempre ha cono­ cido esta fragilidad constitutiva. A diferencia de otros apatridas que se han visto presionados por la guerra o la pobreza a abandonar sus casas, los judíos nunca 10

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han tenido una. Paul Celan nos lo recuerda en su Diálogo en la montaña: «pues el judío, ya sabes, no tiene nada que le pertenezca verdaderamente, que no sea fiado, prestado y no devuelto». No sólo la au­ sencia de tierra sino también de lengua, obligados siempre a hablar la lengua del otro y a preservar el hebreo en el ámbito de lo sagrado, aquéllos que «ha­ blan con Dios en una lengua diferente a la que em ­ plean con su hermano», como decía Rosenzweig, co­ nocen bien esta condición vulnerable. Pero los escritos de Hannah Arendt no se limitan a constatar lo que los judíos han sabido desde antiguo y que el nazismo no hizo más que extremar hasta su forma más aberrante, la de la solución fin a l Su lucidez consiste en mostrar que no es la condición vulnerable la que genera esta violencia, sino la forma misma del Estado nación. Pese a que muchos judíos, como ella misma, supieron convertirse en asimilados alemanes hasta olvidar su origen apátrida, el Estado se acabaría encargando de mostrar de la manera más cruel y bru­ tal que nunca estás suficientemente asimilado o, como diríamos hoy, integrado. Las naturalizaciones de ayer pueden pasar a ser mañana reversibles, los derechos de ciudadanía, y con ellos la protección legal que cree­ mos natural e inalterable, pueden derrum barse en cualquier momento. Basta con un cambio de gobierno o con el ascenso desde las urnas de una u otra ideololl

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gía. Arendt constata en sus escritos que no hay ni una sola nación europea que no haya desposeído alguna vez a parte de sus ciudadanos de su ciudadanía. El Es­ tado nación se reserva siempre el derecho de expulsar de su seno aquello que antes ha codiciado. Es lo que Agamben, a quien hemos dedicado también uno de los libros de esta colección (Valls Boix, 2018), desarro­ lló en su crítica a la soberanía. Al cinismo de la Realpolitik que reduce a mera problemática cuantitativa la cuestión de la inmigración, Arendt opone la voluntad de comprender, de hacer comprender que la ciudada­ nía, vinculada a la estructura misma del Estado na­ ción, es la espada de Damocles que voltea perenne­ mente la fragilidad de los ciudadanos y la provoca, que es mediante el derecho a la ciudadanía que el miedo se instala en nuestros cuerpos, y que un cuerpo asediado por el miedo nunca podrá hacer feliz a nadie. Fue su condición de judía exiliada, por haber po­ dido escapar del infierno de la Shoá, la que despertó a Arendt del sueño de la asimilación. Expulsaron a los judíos de Alemania por el hecho de ser judíos, como hoy expulsamos a los inmigrantes por el solo hecho de serlo. El judaismo le sirvió a Arendt para entender la condición de fragilidad universal de todo exiliado, y sin embargo nos dice —tal y como recuerda Fina Birulés en este texto sereno y preciso— que «si te atacan como judío, te debes defender como judío». Es en este 12

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punto que quisiera introducir una interrogación y se­ ñalar tal vez otra deriva posible. Si te atacan como mujer, ¿debes defenderte como mujer? Si te atacan como negro, ¿es como negro que te debes defender? Si te expulsan como inmigrante, o te insultan como les­ biana, gay o trans, ¿es como tal que tienes que defen­ derte? En un hermoso texto de la psicoanalista Estela Paskvan, que analiza la novela de Soazig Aaron, El no de Klara, se nos ofrece un contraejemplo. Después de haber pasado por la deportación y por el campo de concentración, Klara reniega de su condición de ju ­ día: «¿Por qué debería yo responder de mis ancestros hasta la centésima generación; y qué tiene de especial la religión judía? Esas viejas lunas son tan interesantes como cualquier otra mitología, ni más ni menos. Si quieres que te diga lo que pienso en el fondo, Hitler dio a los judíos un empujón para que sigan siendo ju ­ díos o vuelvan a serlo, y regresar al seno del judaismo es guardar fidelidad a ese cabo lamentable».1Del mis­ mo modo que se niega a reconocerse como judía porque es ésta la identidad que le ha asignado el ene­ migo, Klara no volverá a hablar nunca más la lengua alemana ni a llevar el cabello largo. Las largas melenas de las chicas monas le recordarán para siempre aque-

1. Paskvan, E. (2005). «Cuando la ficción testimonia», De­ ber de memoria, Ed. Grama, Buenos Aires, p. 78. 13

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lia joven alemana rubia y espléndida, una nazi cabrona, que la vigiló en el Lager. Pese a ser su lengua m a­ terna, ya no hablará nunca más alemán por miedo a que un día esta lengua le ladre en la cara. Todo lo con­ trario de la posición afirmativa de Arendt que, como Birulés rememora en este libro, dirá que de la Shoá le queda todavía la lengua materna con la que piensa. El no de Klara se opone de este m odo al sí de Arendt. El sí a la condición judía, a la lengua materna, a la autodefensa desde la posición asignada por el otro cuando te ataca. Hannah Arendt proviene de una tra­ dición moderna que todavía le hace pensar la política en términos de acción, de visibilidad, de mundo co­ mún. Podríamos decir que Arendt, a diferencia de los otros autores de la colección, cree todavía en la políti­ ca como espacio de resistencia al totalitarismo. A un­ que, al mismo tiempo, sus reflexiones sobre los refu­ giados, los apátridas, su crítica del Estado nación, es la que abrirá las vías a autores como Lefort, Abensour o Agamben, todos ellos pensadores posfundacionales que no hubieran podido desarrollar su trayecto sin esta pensadora de excepción que testimonió las peo­ res consecuencias prácticas de nuestra elevada tradi­ ción metafísica. El sí de Arendt nos plantea que de todo esto que han sido la política y las identidades cul­ turales, religiosas o lingüísticas hay algo a preservar. El no de Klara, desde el dolor y la rabia, nos insta a 14

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rechazar cualquier signo de identidad que provenga de ahí. Quizás es esta defensa del judaismo del judío atacado la que ha perm itido que el Estado de Israel replicara el terror del que huía, quizá todo Estado na­ ción ejerce su derecho a la expulsión y a la violencia en nombre de estas identidades ficcionales «tan inte­ resantes como cualquier otra mitología, ni más ni m e­ nos». Vale la pena pensar, a partir de los caminos que nos abre Arendt y guiados por la mano experta de Fina Birulés, nuestros síes y nuestros noes. No es como sirio que se defiende el inmigrante de Kaurismaki, ni mucho menos como ciudadano del mundo. Es desde la condición vulnerable, desde la incapaci­ dad de hacer feliz al otro, que Kaurismaki inicia, como dice Galende,2la posibilidad del comunismo del hom ­ bre solo, de quien sólo tiene en común con los otros su mirada dirigida al cielo azul. Al fin y al cabo, era eso lo que «tenía de especial» el judaismo, haberse sabido siempre sin tierra ni lengua, apátrida en todo el mundo. Es desde esta vulnerabilidad estructural que Arendt pudo captar como judía exiliada, pero que descubrió en toda relación entre el inmigrante y el Estado que lo acoge o lo expulsa, o que por turnos hace ambas cosas, que podremos pensar lo político desde otro lugar. El

2. Galende, F. (2016). El comunismo del hombre solo. Un ensayo sobre Aki KaurismakU Catálogo libros, Viña del Mar. 15

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lugar de un hombre que mira el cielo, que es y no es sirio, judío y no judío, mujer y no mujer, negro y no negro, lesbiana y no lesbiana... y que sólo querría que le dejaran poder hacer feliz a alguien.

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Introducción ¿No comprendes que el desastre general es ex­ cesivamente grande como para que lo lamen­ temos? [...]. Cuando el mundo entero se sale de sus casillas, no intento más que compren­ der qué es y por qué ocurre todo y en cuanto he cumplido con este deber, recupero mi tranquilidad y mi buen humor. Rosa Luxemburg Hannah Arendt es una de las autoras más citadas y estudiadas en los últimos años; son conocidas y elo­ giadas su apuesta por pensar la vita activa y la política a partir de la categoría de natalidad, su análisis de los regímenes totalitarios, la en su momento escandalosa tesis de la banalidad del mal o sus reflexiones en torno a la república y el tesoro perdido de la tradición revo­ lucionaria. Se podría decir que, a más de cien años del nacimiento de esta teórica de la política (Hannover, 1906-Nueva York, 1975), nos encontramos en pleno proceso de rehabilitación, o incluso de normalización, de un pensamiento por otro lado y paradójicamente no domesticable ni fácil de reducir a los lugares co­

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muñes del discurso contemporáneo. De hecho, la es­ trategia conceptual de esta pensadora dificulta que se la sitúe en alguno de los cajones en los que acostum­ bramos a ordenar el saber académico o las tradiciones filosóficas contemporáneas. Como se sabe, sus reflexiones parten de la consta­ tación de que los hechos del totalitarismo dejaron una situación en la que se iba a levantar acta de la hetero­ geneidad de las viejas herramientas conceptuales y de la experiencia política del siglo xx. Para Arendt, hay que tomarse en serio que la ruptura del hilo de la tra­ dición dejó de ser una cuestión que sólo pertenecía a la historia de las ideas y se convirtió en un hecho de importancia política. A pesar de que ya se podía de­ tectar un fallo en la desconexión de las generaciones después de la Primera Guerra Mundial, «no estaba realizada, por cuanto la conciencia de la ruptura toda­ vía presuponía el recuerdo de la tradición y hacía re­ parable en principio esta desconexión. La ruptura se produjo por primera vez tras la Segunda Guerra M un­ dial, cuando ya no se notó» (Arendt, H. 2002; 2006: Cuaderno XIII [8], 1953). De ahí que Arendt hable de un «pensar sin barandillas» y que su obra se caracteri­ ce no sólo por una feroz independencia intelectual sino también por la presencia de una multitud de registros o de idiomas, unos procedentes del debate filosófico y de las ciencias sociales, y otros de la literatura, en es18

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pecial de la poesía. Como se verá en las páginas que siguen, su pensamiento pone de relieve una relación conflictiva con la filosofía y la sociología, la historia o la psicología. Los escritos de Arendt no son, pues, fru­ to de una tentativa de recordar o recuperar los gran­ des principios o las grandes preguntas, sino de una voluntad terca y lúcida de comprender y de buscar las formas de pensamiento y de organización política que hacen falta en el Mundo Moderno: un tiempo marca­ do por experiencias políticas estremecedoras, en particular las de las dos guerras mundiales, los regí­ menes totalitarios y la amenaza de una guerra atómica (Arendt, H. 1958a; 2009b: 16). De hecho, su pensa­ miento es de carácter tentativo, no tiene una finalidad conceptual, como la filosofía, ni aspira a una clausu­ ra explicativa, como hacen la historia y a menudo la teoría política; puesto que el foco está en el presente o, mejor dicho, entre pasado y presente. Hacia el final de su vida afirmaba: «Todo lo que he hecho y he escrito es provisional. Considero que todo pensamiento —la forma que yo me he permitido quizás es un poco des­ medida, extravagante— tiene la marca de ser experi­ mental» (Arendt, H. 1979; 1995: 171). Étienne Balibar ha hecho notar que Arendt nunca escribió dos veces el mismo libro, así como tam po­ co escribió dos libros consecutivos desde el mismo punto de vista, lo que hace de su obra un experi19

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mentó continuado e inconcluso de pensamiento (Balibar, É. 2007). En efecto, no encontramos en Arendt una voluntad de sistema, sino un gesto de partir de la experiencia, de dejarse interpelar y repensar. Antes de entrar en algunos de los puntos en torno a los cuales se articula su estudio sobre el totalitarismo quisiera, tomando el hilo de algunas de sus palabras de la cono­ cida entrevista que le hizo en 1964 Günter Gaus en el programa de la televisión alemana occidental Zur Person (Arendt, H. 1976; 2005), anticipar algunos temas y observaciones que permiten captar la perspectiva arendtiana entremezclada con su biografía.

Nota de la autora En algunos casos he modificado las traducciones exis­ tentes en castellano de los textos que cito. Por otra par­ te, en estas páginas sigo la «elección» de Hannah Arendt de usar siempre el término «hombres» («men») como masculino neutro. 20

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En las entretelas de vida y pensamiento1 Lengua y exilio ¿La Europa del período prehitleriano? Le ase­ guro que no la añoro. ¿Qué queda? Queda la lengua. Hannah Arendt Un par de años después de su llegada a los Estados Unidos, Hannah Arendt escribe, en su conocido texto Nosotros los refugiados: «Perdimos nuestra lengua, es decir, la naturalidad de las reacciones, la simplicidad de los gestos, la sencilla expresión de los sentimien­ tos» (Arendt, H. 1943; 2009b: 354). A lo largo de su vida conjugó esta fidelidad a la lengua materna con el uso de una pluralidad de lenguas. Así lo ponía de re­ lieve su biógrafa, Elisabeth Young-Bruehl, cuando de­ jaba constancia de que las cartas, los documentos y las

1. Todas las citas que encabezan los diversos apartados de esta primera parte provienen de la entrevista de 1964 con Günter Gaus (Arendt, H. 1976; 2005). 21

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obras que había reunido para hacer la biografía esta­ ban escritos en varios idiomas: además del alemán, «de la lengua de su prim er exilio, el francés, de la de su segunda ciudadanía, el inglés-con-acento-alem án, y de los idiomas de sus ancestros políticos, el griego y el latín» (Young-Bruehl, E. 2006: 57). Por otro lado, el hecho de que en el Diario filosófico, iniciado en 1950, podam os leer anotaciones en seis lenguas se puede considerar como una manera de administrar su exilio y como una manifestación de su práctica de frecuen­ tar los textos filosóficos. Todo ello m uestra que era bien consciente de que la pluralidad de lenguas es un hecho determinante para la constitución del mundo común (Arendt, H. 2002, Cuaderno II [15], 1950). De hecho, hay que hablar al menos dos lenguas para en­ tender que el lenguaje que hablas no es el logos, sino una lengua entre otras (Durand-Bogaert, F. 2014). Pero volvamos a la fidelidad a la lengua materna. Además de las palabras de la entrevista con Günter Gaus que encabezan este apartado, recordamos aque­ llas otras, célebres, que estremecieron a Jacques Derrida en el El monolingüismo del otro (1997b): «No fue el alemán el que enloqueció» (Arendt, H. 2005: 30). Con afirmaciones como éstas y otras similares, Arendt desliga lengua y pueblo (Cassin, B. 2013: 86). Es la lengua m aterna, y no la tierra de los padres, lo que constituye su patria; no es una exiliada de su país, Ale22

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manía, lo es de una lengua. Como repite varias veces: «Hay una diferencia enorme entre la lengua materna y otra lengua». «En mi caso puedo decirlo de una manera terri­ blemente simple: en alemán me sé de m em oria una gran parte de los poemas alemanes. Siempre los ten­ go, de algún modo, en el fondo de mi cabeza — in the back of my m ind—; y, naturalmente, esto no se puede volver a conseguir nunca más»— leemos en la entre­ vista. Y Arendt añade que quienes han olvidado la len­ gua m aterna pueden llegar a hablar muy bien la lengua extranjera, pero lo hacen encadenando un cli­ ché tras otro, «porque al olvidar la suya propia han cortado con la productividad que en ella se tiene» (Arendt, H. 2005: 30). Como ha observado Barbara Cassin, al desligar pueblo y lengua, Arendt m uestra que ésta no pertenece a nadie (el alemán no es la len­ gua nacional o del régimen político vigente) y, de este modo, señala que es desde el exilio que la lengua se ha salvado de haber quedado como el idioma de la Ale­ mania nazi. Sería posible considerar que ésta es su respuesta a preguntas sobre cómo volver a confiar en la lengua, una vez que tuvo que pasar a través de las múltiples tinieblas de un discurso homicida sin dis­ poner de palabras para lo que ocurrió, como plantea­ ba Celan en su alocución de Bremen (Celan, P. 2004). En una carta a Karl Jaspers de enero de 1933, Arendt 23

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escribía: «para mí, Alemania es la lengua materna, la filosofía y la poesía, de todo esto puedo y debo respon­ der» (Arendt, H.-Jaspers, K. 1985, carta §22). En continuidad con lo anterior, la noción común de edición original no se puede aplicar a la obra de Arendt: algunos textos son escritos inicialmente en alemán, otros primero en inglés y, al aparecer poste­ riormente en la otra lengua, nos damos cuenta de que nunca se limita a hacer una simple traducción. Así, por ejemplo, de los capítulos de Los orígenes del totalitarismo, redacta unos en alemán y otros inicial­ mente en inglés y la obra se publica por primera vez en inglés en 1951. «Ésta es la versión alemana del libro The Origins ofTotalitarianism, publicado en la prima­ vera de 1951 en América. No es una traducción fiel palabra por palabra del texto inglés [...] en la reelabo­ ración al alemán ha habido cambios, supresiones, añadidos aquí y allá, que no merecen ser inventaria­ dos en este lugar caso por caso», escribe en la intro­ ducción (Arendt, H., 1962).2 Otro ejemplo ilustrativo puede ser La condición humana, su primera edición vio la luz en inglés en 1958, mientras que la alemana apareció en 1960 con otro título, Vita Activa, y con notables añadidos y variaciones. Además, como han 2

2. Véase infra, «Aclaraciones» (*), p. 117. 24

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destacado entre otros Sigrid Weigel o M arie Luise Knott, podemos considerar que los «originales» re­ dactados en inglés ya son, en sí mismos, traducciones, dado que la lengua m aterna de la autora era el alemán. De este modo, tal vez todos sus textos al final no son más que versiones (Ferrié, Ch. 2008; Weigel, S. 2012; Knott, M. L. 2016). Al hilo de la lectura de las diversas «versiones» de los escritos arendtianos nos dam os cuenta de que una idea publicada en inglés vuelve a ser reescrita —no sólo traducida— en alemán y, a la vez, esta reescritura es utilizada de nuevo en la si­ guiente edición inglesa. No es extraño, pues, que ac­ tualmente se considere que la versión norteamericana y la alemana de sus obras fundamentales constituyen dos originales diferentes, aunque coexistentes. M ary McCarthy, amiga y primera albacea de su obra, en el «posfacio» a la edición postum a de La vida del espíritu, asegura que todos los libros y artícu­ los de A rendt escritos en inglés, antes de llegar a la imprenta, habían pasado por una corrección y co­ menta que esta tarea la llevaban a cabo amistades, como era su caso, o personas vinculadas a editoriales y revistas. Muy a menudo, en este englishing de los manuscritos intervenían varias manos, desconoci­ das entre ellas, que contaban con el consentimiento de Arendt «pero no siempre con su colaboración» (Arendt, H. 1978; 2010: 15). 25

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Como exiliada de la República de Weimar, en 1941 Arendt llegó a los Estados Unidos, país que —a diferencia de la Francia donde residió como «apátrida» desde 1933— no sentía mucha atracción por los escritores europeos y que tenía una cultura política e intelectual totalmente diferente (Palmier, J-M. 1990). Por esta razón podemos encontrar en muchos de sus textos publicados en inglés una marcada preocupa­ ción en torno a cómo transmitir o traducir los hechos acaecidos en Europa para un contexto cuyo pensa­ miento no había sido destruido por la experiencia de la Primera Guerra Mundial y que conocía bien poco los interrogantes planteados por la modernidad teóri­ ca y artística, el fascismo o el nazismo, sin llegar a ser por ello un personaje de feria o caer en la m elanco­ lía (Knott, M. L. 2016: 54). En 1954 escribe: «Las ex­ periencias con el totalitarismo, bien en forma de m o­ vimientos totalitarios, bien la completa dominación totalitaria, resultan familiares a todos los países euro­ peos excepto Suecia y Suiza. A los americanos estas experiencias les parecen extrañas y “no-americanas”, justo tan foráneas como les parecen frecuentemente a los europeos las experiencias específicamente con­ temporáneas americanas» (Arendt, H. 1954; 2005: 509). Así pues, no tiene nada de sorprendente que, en su novela El segundo paraíso, la escritora alemana Hilde Domin —que también pasó 22 años en el exilio—, 26

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situara la casa de Arendt en el Atlántico —entre Amé­ rica y Europa— y dado que pertenecer al mismo tiem ­ po a ambos continentes era imposible, habitaba entre los dos (Domin, H. 2012: 66). Convencida de que la Europa de las Luces, de la razón, de los derechos humanos, había quedado redu­ cida a migajas y que el hilo de la tradición se había roto de m anera irreversible, anotará en el prólogo de Hombres en tiempos de oscuridad: «Los tiempos de os­ curidad, al contrario, no sólo no son nuevos sino que no son en absoluto una rareza en la historia, a u n ­ que tal vez eran desconocidos en la historia norteame­ ricana, que por lo demás tiene su buena porción, en el pasado y el presente, de crímenes y desastres» (Arendt, H. 1968b; 2017: 11). Se ha dicho que el exilio significa la certeza de que toda expresión, todo gesto, todo sentimiento, toda reacción deberán ser traducidos, invertidos, adapta­ dos, y Arendt se llega a preguntar, por ejemplo, si es más difícil inculcar una conciencia política a los ale­ manes o transm itir a los norteamericanos una m íni­ ma idea de lo que trata la filosofía (Arendt, H.-Jaspers, K. 1985: carta §84; Knott, M. L. 2016: 58). Pero tam ­ bién en medio de la Guerra Fría traduce para sus com­ patriotas americanos —y para ella misma, ya ciudada­ na de Estados U nidos— la fuerza innovadora de la historia revolucionaria americana en su libro de 1963, 27

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Sobre la revolución. En casi todos sus escritos, Arendt presta m ucha atención a las experiencias políticas, pasadas o presentes, que el público lector potencial puede conocer. Así, por ejemplo, en un texto como Sobre la violencia, publicado en 1970, que parte de los «acontecimientos» de la década de los sesenta con el trasfondo de un siglo xx de guerras y revoluciones y donde reflexiona críticamente sobre la retórica en fa­ vor del uso de la violencia, encontramos referencias y ejemplos m uy diferentes en las ediciones norteam eri­ cana y alemana. A la luz de lo que acabamos de ver, podemos con­ siderar que, tal como nos es accesible hoy en día, la de Arendt es una obra que arrastra las decisiones de sus editores y traductores. Quiero decir, por un lado, que las editoriales han tomado la opción de hacer accesi­ bles los libros que la autora publicó en vida en una de sus versiones (en nuestro país, prácticam ente todas las traducciones lo son de la versión inglesa) y, por el otro, y en la m edida en que su obra es el resultado de lo que llamó «ejercicios de pensamiento político» (Arendt, H. 1968; 2016), caracterizados por ser el fru­ to de dejarse interpelar por los hechos de su presente, por intentar responder a las experiencias con las cua­ les se sintió confrontada, a m enudo las anotaciones para cursos, conferencias y artículos se han visto reu­ nidos, bajo títulos elegidos postumamente por los edi28

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tores de cada país, en volúmenes que no siempre tie­ nen equivalencias entre ellos, a excepción de los inéditos que, desde 2005, ha ido publicando Jerome Kohn y que se han traducido en las diversas lenguas sin discutir las selecciones y decisiones que, como edi­ tor, ha hecho este antiguo ayudante de Hannah Arendt en la New School for Social Research. También hay que tener presente que se han publicado y considera­ do centrales para la interpretación de su pensamiento textos que la autora había desestimado para la publi­ cación o que, después de la primera edición, nunca más quiso que viesen la luz; un ejemplo de esto último sería su artículo «¿Qué es la filosofía de la existencia?» (Arendt, H. 1946; 2018a), tal y como destaca Antonia Grunenberg (Grunenberg, A. 2012: 294).

Filosofía política: ¿un oxímoron? Lo único que puedo decir es que tenía claro que estu­ diaría filosofía, desde que tenía catorce años [...]. De algún modo la cuestión era para mí: puedo estudiar filosofía o me puedo tirar por la ventana. Hannah Arendt De los estantes de la casa familiar y con catorce años, Arendt había leído a Immanuel Kant, Sóren Kierkegaard y Karl Jaspers. Posteriormente hizo estudios 29

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universitarios de filosofía como primera especialidad y, además, teología cristiana y lengua griega en Marburgo, Heidelberg y Friburgo. Heidegger, Bultmann y Jaspers fueron algunos de sus profesores. En 1928 se doctoró con una tesis sobre «El concepto de amor en Agustín de Hipona», donde se percibe la influencia de Heidegger, a pesar de haber sido dirigida por Karl Jaspers. En 1929 publicó una versión en la editorial Springer de Berlín con el título de Der Liebesbegriffbei Agustín: Versuch einerphilosophischen Interpretation, y muchos años después, en la década de 1960, hizo una im portante revisión que apareció postumamente en 1996 (Arendt, H. 2001). Heidegger y Jaspers fue­ ron los dos grandes maestros de Arendt. El primero era el joven profesor que a inicios de los años veinte fascinaba a los estudiantes que querían aprender a pensar, y así asistió a sus seminarios donde coincidió, entre otros, con Hans Joñas, Karl Lówith, Elisabeth Blochmann, Herbert Marcuse y Günther Stern. Como es sabido, desde que Elisabeth Young-Bruehl lo hicie­ ra público en 1982, la joven Arendt y su profesor Hei­ degger iniciaron una relación sentimental. A raíz de las circunstancias políticas, la subida al poder de los nazis, la relación se interrum pió y no se volvieron a ver hasta el año 1950 (Arendt, H.-Heidegger, M. 1998: 2010). En cuanto a su antiguo director de tesis y compañero de Heidegger en el rechazo de los lugares 30

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bien establecidos de la filosofía universitaria, Karl Jaspers, será el amigo y confidente de Arendt hasta su muerte, como lo muestra la interesante y continuada correspondencia que mantuvieron (Arendt, H.-Jaspers, K. 1985). Dos experiencias, vividas en la década de 1920, marcaron profundamente el pensamiento político de Arendt: el «choque filosófico» —la filosofía de la exis­ tencia de Jaspers y Heidegger— y el «choque de la realidad» —la consolidación del movimiento nacio­ nalsocialista en Alemania. Ambas experiencias pusie­ ron en movimiento su necesidad de comprender, de evitar que la realidad se convirtiera opaca al pensa­ miento, de ocuparse de la particular densidad que en­ vuelve todo lo real. De hecho, ya es un tópico recordar que, a pesar de haber estudiado filosofía y perfilarse como una figura que prometía una notable carrera académica, en va­ rias ocasiones a lo largo de su vida, Arendt rechazó que se utilizara el rótulo «filosofía política» para ca­ racterizar la labor que desarrollaba y prefería la deno­ minación «teoría política». Pese a que hoy en día, en el marco del creciente interés en su obra, se tienda a de­ jar de lado este rechazo o a no concederle relevancia a la hora de reseñar la especificidad de su pensamiento, considero que si hacemos caso de sus palabras en re­ lación con la filosofía se nos abre una vía para enten31

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der su itinerario de reflexión. En la entrevista de 1964, al afirmar que no era una filósofa, entre muchas otras cosas quería subrayar dos que son esenciales para en­ tender su trabajo: en prim er lugar, que entre la filo­ sofía y la política —entre teoría y praxis— hay una tensión ineliminable y, en segundo lugar, que no compartía la secular animadversión de los filósofos hacia la política y que pretendía mirar la política con unos «ojos no enturbiados de filosofía». De hecho, consideraba que la mayor parte de la filosofía, desde Platón hasta Marx incluido, se podía interpretar sin dificultad como resultado de los diversos intentos para encontrar bases teóricas y formas prácticas que perm itieran escapar del todo de la política (Arendt, H. 2009a: 242; Grunenberg, A. 2002: 182 y ss.). De este modo, al afirmar que no era filósofa estaba señalando que no se sentía heredera del legado de la tradición de la filosofía política. La afirmación de no pertenecer al círculo de los filósofos, lejos de indicar la ignorancia de una tradi­ ción de la que provenía y en la que se movía con como­ didad, tiene que ver con una posible forma de señalar cuestiones que serán centrales en su pensam iento —tales como la búsqueda de la especificidad y la digni­ dad de la libertad política o la pregunta por cuál es el sentido de la política— que no pertenecen a la tradi­ ción de la filosofía política ni han brotado en su seno. 32

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Ahora bien, esto no significa, que su manera de con­ ducir la reflexión sobre la política se desarrolle en una lucha frontal con la filosofía, sino, al contrario, en un diálogo con ésta desde los márgenes. Quiero decir que su interés radica mucho más en encontrar una nueva manera de pensar la política y de subrayar su dignidad que de mostrar en detalle los límites de la tradición fi­ losófica o de la ciencia política de su época, una disci­ plina autónoma con la aspiración de convertirse en una ciencia positiva. Esta actitud adquiere a lo largo del tiempo nuevas tonalidades y acentos e, incluso, se puede percibir en su última obra, en la que se ocupa de la vita contemplativa. Para decirlo con las palabras de una conversación mantenida con Hans Joñas, «“he puesto mi parte en teoría política —me dijo—, basta con esto; a partir de ahora y por lo que aún me queda, sólo quiero dedicarme a asuntos transpolíticos”, con lo que quería decir: a la filosofía» (Joñas, H. 2018: 25-26). De hecho, lo que llama sus «trenes de pensam ien­ to» arrancan casi siempre de los hechos y experiencias que le toca vivir y de su voluntad de comprenderlos. Cuando en 1951 publica el libro donde trata de iden­ tificar los elementos que cristalizaron en la emergen­ cia de los gobiernos totalitarios y que la hará conoci­ da en Estados Unidos, Los orígenes del totalitarismo, Arendt ya había levantado acta del final de la tradi­ ción y, consciente de que este colapso nos deja afuera, 33

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en la intemperie, había tom ado la decisión de trabajar con fragmentos y de adoptar una vía experimental a la que se mantendría fiel a lo largo de su vida. Hacia el final comentó: «¿Cuál es el objeto de nuestro pensar? ¡La experiencia! ¡Nada más! Y si perdem os el suelo de la experiencia entonces nos encontram os con todo tipo de teorías» (Arendt, H. 1995: 145). Formada, como hemos visto, en la filosofía de la existencia de Heidegger y de Jaspers, en una ocasión manifestó que se consideraba una especie de fenomenóloga, «pero no al modo de Hegel o de Husserl» (Young-Bruehl, E. 2006: 501). Se hace difícil aclarar qué quería indicar con estas palabras, pero quizás una m anera de aproxim arnos a ellas es recordar lo que acabamos de decir en relación a la incapacidad de la filosofía de pensar la política. De m om ento podem os señalar que, al hablar de incapacidad, A rendt alude a la característica propensión del pensam iento especu­ lativo hacia la abstracción, a crearse un reino propio separado de la realidad; y señala la necesidad de anali­ zar el vínculo de éste con la pretensión de gobernar, de dom inar la contingencia a través de las ideas. A ho­ ra bien, Arendt no entiende la contingencia como una deficiencia, sino como una form a positiva de ser: la form a de ser de la política. De hecho, intenta restituir un sentido positivo a la política como ám bito autóno­ m o, caracterizado no p o r la cuestión del dom inio 34 Powered by

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(¿quién debe gobernar a quién?) sino por la libertad y la acción. El proyecto no es encontrar un nuevo funda­ mento o diseño de una ciudad ideal, sino repensar la vita activa, reconsiderar el poder, la ley. De hecho, el interés de Arendt es atender a las diferencias entre las diversas actividades de la vita activa —labor, trabajo y acción—, que permanecen ocultas cuando se compa­ ran sin más con la quietud propia de la vita contempla­ tiva, como había hecho la tradición metafísica. Podemos decir que los que llama sus «ejercicios de pensamiento político», parten del supuesto de que el pensam iento nace de la experiencia viva, de los acontecimientos, a los que debe mantenerse vincula­ do ya que son los únicos indicadores para poder orien­ tarnos (Arendt, H. 2016: 20). Y, por tanto, sus re­ flexiones tienen siempre un carácter experimental, y prefiere contradecirse y dar algún sentido a los acon­ tecimientos a los que se ve confrontada, que conseguir un sistema de pensamiento coherente y que aspire a poder explicar cualquier hecho. Este carácter abierto y dóxico de su pensamiento puede parecemos en sinto­ nía con una característica propia del pensar filosófico de la época, la crítica de la tradición de la metafísica occidental, pero también es fruto de las tentativas de Arendt, tras la emergencia de los regímenes totalita­ rios, de alejarse de cualquier form a de teoría o de ideología que aspire a explicarlo todo y que menos35

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precie la particularidad del acontecimiento. Dicho de otro modo, ella trata de encontrar un pensar que no anule lo contingente y que no sea indiferente a la rea­ lidad ni a la experiencia. Prácticamente podríamos considerar que lo que nos ofrece son meditaciones, en el sentido de «ejercicios», como nos sugiere la etimo­ logía griega de esta palabra (meléte), o en el sentido de los ensayos de Montaigne. Se trata de una actividad vigilante, de experimentos de pensamiento, entre el discurso y la experiencia (Young-Bruehl, E. 1979). Una muestra de ello es el hecho de que, como apuntó Fran^oise Collin, el de Arendt no es un pensamiento de «o bien, o bien» sino de «y, y». Eso se puede apre­ ciar si, por ejemplo, contrastamos dos textos escritos entre 1956 y 1958, uno publicado por ella misma, La condición humana y, el otro, confeccionado por ma­ nuscritos reunidos postumamente, ¿Qué es la políti­ ca?: en el primero, encontramos un elogio casi sin condiciones de la dimensión de la política, en el se­ gundo, una recopilación de todas las incertidumbres referentes a la validez y los límites de la política (Co­ llin, F. 1999: 31). También se puede advertir esta ca­ racterística de las meditaciones arendtianas en que, por ejemplo, su tratamiento a menudo entusiasta de la natalidad, de la capacidad humana de comenzar, de interrumpir, de hacer aparecer lo inédito, se pre­ senta acompañado de una cierta prevención respecto 36

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de los procesos que, con nuestras acciones, podemos desencadenar. Así escribe, de la acción «se inician procesos cuyo resultado no se puede vaticinar, de m a­ nera que la inseguridad más que la fragilidad pasa a ser el carácter decisivo de los asuntos hum anos» (Arendt, H. 1958a; 2009a: 251-252; C anovan, M. 2001). Hay que notar que, diferenciada del carácter cíclico de la labor —ligado al m antenim iento de la vida en sentido biológico del término (zoé)— y pensa­ da bajo la m atriz de la natalidad, la acción es energeia, es un fin en sí misma: «La grandeza, por tanto, o el significado de cada acto, sólo puede descansar en la realización m ism a y no en la motivación o el éxito» (Arendt, H. 2009a: 229). Esto significa que no puede ser descrita en térm inos de aplicación de una lógica medios-fines, propia de otra actividad hum ana, la fa­ bricación o el trabajo. En toda su obra, el «retorno a los fenómenos» ca­ racterístico de la fenomenología, se puede leer en su rehabilitación o elogio de las apariencias. Basta con traer a colación unas palabras que apuntan de m anera nítida a la especificidad del pensamiento de H annah Arendt: «los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar» (A rendt, H. 1958a; 2009a: 265). En contraste con los metafísicos, que han tomado la mortalidad como experiencia lím i­ te de la finitud humana, ella apuesta por la natalidad. 37

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No es lo mismo decir: «todos los seres humanos son mortales» que tomar en consideración que los huma­ nos somos «natales» y ponerlo en el centro de la re­ flexión: a diferencia de morir, nacer es entrar a formar parte de un mundo que ya existía antes de que llegá­ ramos y que sobrevivirá cuando partamos; nacer es también aparecer por primera vez, iniciar, irrumpir, interrumpir, hacerse visible: la libertad política nece­ sita la presencia de los otros, exige pluralidad, requie­ re un espacio entre los hombres. La comunidad políti­ ca es, pues, entendida en términos de distancia y no de proximidad; como ha destacado Roberto Esposito, «la comunidad es lo que relaciona a los hombres en la modalidad de la diferencia entre ellos» (Esposito, R. 2003: 137 y ss.). Convivir en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común, dice Arendt, y como todo lo que se encuentra en medio, que está «entre» (in-between), el mundo une y separa a aquéllos que lo tienen en co­ mún (Arendt, H. 1958a; 2009a: 62). De esta manera, por decirlo así, el mundo tiene el poder de agrupar, separar y relacionar a las personas. Se trata de un mundo humano en el seno del cual hay espacio para desplazarse y com partir perspectivas diferentes. La comunidad política es inseparable de la distancia que hay «entre» quienes la habitan, de la pluralidad y, por tanto, del límite que esta última sitúa frente a la fusión 38

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de forma orgánica o frente a la pretensión de llegar a alcanzar una sola perspectiva. En este espacio público, donde nada ni nadie puede «ser» sin que alguien mire, sin aparecer ante los otros, se multiplican las oportunidades para que cada uno pueda distinguirse, m ostrar con la acción y con las palabras su unicidad, quién es. Ésta es la razón por la que enfatiza que, en el espacio político, ser y aparecer coinciden. Como escribe en La condición humana: «Para nosotros, la apariencia —algo que ven y oyen otros al igual que nosotros— constituye la rea­ lidad [...]. La presencia de otros que ven lo que vemos y oyen lo que oím os nos asegura de la realidad del m undo y de nosotros mismos» (Arendt, H. 1958a; 2009a: 59-60). Quizás su declaración de ser una fenomenóloga sui generis apunta hacia este «salvar los fenómenos» tal y como se m uestran en su multiplicidad y diversi­ dad y señala categorías que serán centrales en su p en ­ samiento: la irreductible pluralidad propia de la liber­ tad política y el carácter dado del mundo. Este hablar como fenomenóloga tal vez tam bién es una m anera de reconocer una deuda, especialmente en la prim era parte de su último libro, La vida del espíritu, con la fenomenología de la percepción de M erleau-Ponty, por lo que respecta al aparecer, a la fe perceptiva y al carácter predado del mundo. El hecho de que estemos 39

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destinados al universo sensible al cual nos liga una «fe perceptiva» es la evidencia que permite a La vida del espíritu dar la vuelta a toda la problemática del sujeto lejos de una conciencia parapetada en su cogito (Enegrén, A. 1982: 154). Hace años Paul Ricoeur se refería a la fenomenología arendtiana del poder, remitiendo a aquel parágrafo 7 de Ser y tiempo donde se dice que lo que nos es más cercano es a la vez lo más escondido y olvidado, y destacando que uno de los hilos vertebradores del pensamiento de Arendt es aquél que gira en torno al hecho del olvido de la pluralidad en el pen­ samiento occidental. Ahora bien, Ricoeur también en­ fatizaba que este olvido no era el de un pasado ya sido, sino del que constituye el presente de nuestro vivir juntos (Ricoeur, P. 1993: 148 y ss.).

Una judía alemana De lo único que tenía dudas era de cómo se manejaba todo esto [estudiar teología] cuando se es judía. Y qué resulta de ello. No tenía ni idea. Hannah Arendt Diez años después del incendio del Reichstag y ya ins­ talados en los Estados Unidos, Arendt y su marido se enteran de la existencia de los campos de exterminio: 40

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«Era realm ente como si el abismo se abriese» (Arendt, H. 1976; 2005: 30). A pesar de que, desde los últim os años de la dé­ cada de 1920, era consciente de las nubes que en ­ som brecían la República de W eimar, el incendio del Reichstag (27 de febrero de 1933) y las posteriores en­ carcelaciones en las celdas de la Gestapo o en los cam ­ pos de concentración produjeron en A rendt un fuerte im pacto —el «choque de la realidad»— y a partir de ese m om ento no pudo ni quiso ser una m era especta­ dora (Palm ier, J-M. 1990: 61 y 139 y ss.). Con la ayuda de su am igo K urt Blumenfeld empezó a colaborar en actividades vinculadas a la Asociación Sionista de Alemania. A raíz de ello fue detenida, pero la fortuna le acom pañó y fue liberada; en ese m om ento hizo efectiva una decisión que hacía tiempo que tenía to ­ mada: cruzar ilegalmente la frontera. De hecho, antes de la detención tenía m uy claro que ella no pensaba circular p o r Alemania como ciudadana de segunda, fuera de la m anera que fuera. Treinta años después, y en relación con ese m om ento, explicaba que «El p ro ­ blema, el verdadero problem a personal no fue lo que hicieron nuestros enem igos, sino lo que hicieron nuestros amigos. [...]. Dejé Alemania dom inada por la idea —algo exagerada sin d u d a— de “nunca más , nunca más meterme en historias intelectuales» (Arendt, H. 1976; 2005: 27). Con estas palabras Arendt estaba 41

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aludiendo, entre otras cosas, al fenómeno de la «uniformización» (Gleichschaltung), es decir, el «repenti­ no cambio de opinión que afectó a la gran mayoría de las figuras públicas en todos los vericuetos de la vida y todas las ramas de la cultura, acompañado además de una increíble facilidad para romper y desechar amis­ tades de toda la vida», con el afán ya muy temprano de no perder el tren de la Historia (Arendt, H. 1964; 2007a: 54). Una vez refugiada en París, trabajó en una organi­ zación sionista dedicada a alojar jóvenes en Palestina, la Aliyahy lo que le proporcionó un conocimiento de prim era m ano de la experiencia de los kibbutzim , mientras simultáneamente asistía con su primer m a­ rido, Günther Stern, a los seminarios sobre Hegel de Alexander Kojéve. En París también conocerá en 1936 a quien será su segundo marido, Heinrich Blücher, y establecerá importantes vínculos con Walter Benja­ mín (Arendt, H.-Benjamin, W. 2006), así como, entre otros, con Raymond Aron, Jean Wahl, Alexander Koyré y Gershom Scholem. Permanecerá en la ciudad hasta que, en tanto que «enemigos extranjeros», son internados en campos de concentración: Blücher en el de Villemalard, ella en el de Gurs. Gracias al m om en­ to de confusión generado durante las dos semanas que siguen al armisticio de 22 de junio de 1940, Arendt, junto a otras internas, sale del campo y se reencuentra 42

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con Blücher con quien se queda en tierras francesas hasta obtener el visado para marcharse a los Estados Unidos, vía Lisboa, en 1941. Vivirán ya siempre en este país y, una vez adquirida la ciudadanía estadou­ nidense, en 1951 y ya con «papeles», viajará con una cierta periodicidad a Europa. Lo hará para visitar los lugares que siempre había deseado conocer (Grecia, Italia), para ver amigos (Jaspers, Heidegger, entre otros), hacer conferencias, estancias de investigación o de escritura, o para recibir premios y reconoci­ mientos, y también por su trabajo como miembro destacado de la Jewish Cultural Reconstruction Inc. (JCR).

Hacia el final de su vida, continúa presentándose en público con palabras como las del discurso pro­ nunciado en Copenhague en 1975, con motivo de la concesión del Premio Sonning: «Como pueden ver soy un individuo judío feminini generis, nacida y edu­ cada en Alemania como no es difícil de adivinar, y a lo largo de ocho largos y felices años me formé en Fran­ cia» (Arendt, H. 1987). Con estas palabras parece su­ gerir que no piensa disertar sobre unas condiciones dadas, aunque ciertamente habla a partir de ellas. Quiero decir que Arendt no olvidará nunca su proce­ dencia de una Alemania que un día se convirtió en la enemiga de los judíos alemanes hasta el punto de que­ rer eliminar su existencia y de la que, como hemos 43

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visto, le queda sólo la lengua materna. Hemos de de­ cir, sin embargo, que nunca acabó de renunciar del todo a «su Alemania», de modo que cuando publica en 1948 su «Dedicatoria a Jaspers» como prefacio de la edición de Sechs Essays, escribe: «no es fácil para un judío publicar hoy en Alemania, ni siquiera siendo un judío de habla alemana. A la vista de lo que ha ocu­ rrido, la tentación de poder volver a escribir en la pro­ pia lengua no cuenta verdaderamente, aunque se trate del único retorno al hogar desde el exilio que una nunca consigue desterrar del todo de sus sueños. Pero nosotros, judíos, no somos o ya no somos exiliados, y difícilmente tenemos derecho a tales sueños» (Arendt, H. 1948; 2005: 261). Justamente ya en los años 1930, en la carta a Karl Jaspers que he citado en el apartado Lengua y exilio de este libro, ella dice que no es una alemana como las otras (judía alemana y no alemana judía), ya que no pertenece al pueblo alemán (Arendt, H.-Jaspers, K. 1985: carta §22). Hay que decir que el pueblo, en su pensamiento político, es tanto «lo dado» como el fru­ to de organizarse a partir de inter-esse(s) comunes. En este sentido, en la entrevista de 1964, dice a G. Gaus: «Pertenecer a un grupo es antes que nada una condi­ ción natural [...]. Pero pertenecer a un grupo en el sentido [...] en un segundo sentido, es decir, forman­ do un grupo organizado, es cosa completamente dis44

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tinta» (Arendt, H. 1976; 2005: 34). Ser de un pueblo en esta última acepción significa participar del poder político. De hecho, con estos comentarios, Arendt se­ ñala que, con el auge del nazismo, los judíos han que­ dado reducidos a lo dado y que, por tanto, «si a uno lo atacan como judío, tiene que defenderse como judío. No como alemán, ni como ciudadano del mundo, ni como titular de derechos humanos, ni nada por el es­ tilo» (Arendt, H. 1976; 2005: 28). Éste es uno de los motivos que la llevarán a estudiar la experiencia de este pueblo europeo oprimido. De hecho, a principios de los años cuarenta, para Arendt, la suerte del pueblo judío no se juega en la construcción de Palestina sino en Europa, de modo que el reto reside en comprender la naturaleza del totalitarismo; de ahí que en su obra de 1951 consiga mostrar la especificidad del antisemitis­ mo moderno. En contra de la teoría del «chivo expia­ torio» —los judíos fueron víctimas accidentales— y de la del antisemitismo eterno —según el cual los judíos son las víctimas inevitables—, parte del convencimien­ to de que el antisemitismo contemporáneo está vincu­ lado al carácter apolítico del pueblo judío y al proceso de su emancipación iniciado a finales del siglo xviii. Al tomarse en serio la amenaza del antisemitismo, Arendt subraya que, pese a la emancipación y la ciu­ dadanía, el pueblo judío no había desaparecido, como algunos asimilacionistas parecían querer o defender 45

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(Leibovici, M. 1998: 373; Arendt, H. 1946c; 2004a y 2019a). De esta manera, dedica buena parte de sus esfuerzos a analizar las condiciones de posibilidad del antisemitismo moderno a través de un estudio del desarrollo paralelo del proceso de emancipación de los judíos en la Europa de finales del xvm y del au­ mento del antisemitismo en el siglo xix y en la prim e­ ra mitad del xx. No es pues extraño que el prim er li­ bro que escribe, una vez finalizado su doctorado, sea un ensayo donde trabaja en torno a la idea de que la m oderna emancipación de los judíos había significa­ do nuevas condiciones de su exclusión. En 1933 una buena parte de Rahel Varnhagen. La vida de una m u­ jer judía ya está term inada —aunque se publica des­ pués de la guerra en Estados Unidos—, el resto la fi­ naliza a lo largo de sus años en París, donde también escribe un ensayo sobre el «Antisemitismo» que que­ da inacabado y que ha permanecido inédito hasta su publicación postum a (Arendt, H. 2009). De hecho, en el prólogo que en 1958 Arendt hace para la publi­ cación de Rahel Varnhagen. La vida de una mujer ju ­ día, dice que el libro ha sido redactado consciente de la destrucción de la comunidad judía en Alemania, pero que, al haberlo escrito un poco antes del ascenso de Hitler al poder, le falta aquella distancia que per­ mite ver el fenómeno en su totalidad (Arendt, H. 1958b; 2000: 17). 46

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El deseo de comprender Yo quiero comprender. Y si otros comprenden en el mismo sentido en que yo he comprendido, ello me produce una satisfacción personal, como un senti­ miento de encontrarme en casa. Hannah Arendt «Esto no debió pasar nunca [...] Allí ocurrió algo con lo que no nos podremos reconciliar. Nadie de noso­ tros puede». Con estas palabras y las del epígrafe —to­ das de la entrevista con G. Gaus— Arendt está alu­ diendo al hecho de que, con la institución de los campos de exterminio, queda eliminada la opción de reconciliar espíritu y realidad a través de aquella peri­ cia, de raíz hegeliana, que permite armonizar y ver en cualquier mal algo bueno. Así pues, cuando encuen­ tra argumentos como éstos en la filosofía que le es contemporánea no tiene otro remedio que conside­ rarlos como fruto de una falta de sentido de la reali­ dad o comenzar a sospechar de su mala fe: «¿Quién se atrevería a reconciliarse con la realidad de los campos de exterminio o a jugar al juego de la “tesis-antíte­ sis-síntesis” hasta que su dialéctica descubriera un “sentido” en el trabajo esclavo?» (1954b; 2005: 537). De hecho, lejos de la reconciliación dialéctica, en uno de sus artículos más brillantes, «Comprensión y polí47

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tica», escribe sobre las dificultades de la comprensión, una actividad mediante la cual aceptamos la realidad y nos reconciliamos con ella (Arendt, H. 1954c; 1995). Las reflexiones de Arendt arrancan de la expe­ riencia de los hechos derivados de la emergencia de los regímenes totalitarios y, a partir de ahí, exploran las posibilidades del pensam iento y de la com pren­ sión, dado que, como decía antes, estos hechos han dejado una hendidura dramática en que, no queda más remedio que leer la heterogeneidad entre las vie­ jas herramientas conceptuales y la experiencia políti­ ca del siglo; de ahí su deseo de comprender, tan paten­ te y expresado a lo largo de la entrevista con G. Gaus, que estoy usando de hilo conductor de esta primera parte. Arendt considera el surgimiento de los regíme­ nes totalitarios como un fenómeno sin precedentes y, cuando dice «sin precedentes», se refiere a que los acontecimientos del totalitarismo significaron una ruptura, (a) porque hicieron estallar todas nuestras herram ientas de juicio y los parám etros de medida —no hay que olvidar que el horror totalitario emergió sin hallar una verdadera oposición— y (b) que no constituyeron un simple accidente, un «pequeño» pa­ réntesis, en una historia que acto seguido proseguiría su curso progresivo (Collin, F. 1999: 11). Como escri­ be en 1959: «Ya no nos podemos permitir el lujo de coger del pasado lo que era bueno y simplemente 11a48

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ruarlo nuestra herencia, y descartar lo malo conside­ rando como un peso muerto que el tiempo por sí mis­ mo enterrará en el olvido» (Arendt, H. 2018b: 27). Una vez el hilo de la tradición se ha roto de m ane­ ra irreversible y sin la posibilidad de recurrir a aquella reconciliación de raíz hegeliana que acabamos de mencionar, Arendt se interroga cómo comprender lo ocurrido, como dar razón de ello. Además, como ve­ remos en las próximas páginas, en la medida en que la característica de los regímenes totalitarios ha sido el completo destierro de la libertad política, y no la in­ tromisión de la política en todas las dimensiones de la vida —como han considerado algunos—, encontrare­ mos en el centro de sus reflexiones finales de la década de 1950 la pregunta por el sentido y la dignidad de la política. Con el colapso de la tradición, la comprensión ad­ quiere la función «de anclar el hombre en el mundo, que sin juicio no tendría significado ni realidad existencial...» (Lafer, C. 1994: 342). De este modo, Arendt considera que comprender el acontecimiento no es «negar la atrocidad, ni deducir de precedentes lo que no tiene o explicar los fenómenos por analogías y ge­ neralidades tales que ya no se sientan ni el impacto de la realidad ni el choque de la experiencia. Significa, más bien, examinar y soportar conscientemente la carga que nuestro siglo ha colocado sobre nosotros 49

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—y no negar su existencia ni someternos m ansam en­ te a su peso. La com prensión es un enfrentam iento atento y resistente con la realidad, cualquiera que sea o pueda haber sido» (Arendt, H. 2018b: 26). Reconci­ liarse con lo ocurrido no significa, por tanto, descu­ brir la astucia de la razón hegeliana en la Historia, sino superar nuestra extrañeza y m antener contacto con un m undo donde cosas como éstas son posibles. De hecho, aceptar que ya no podemos com prender sería adm itir que no podemos echar raíces, que esta­ mos condenados a la superficie (Arendt, H. 2002; 2006: Cuaderno XIV [17], Marzo 1953). En la m edida en que la emergencia de los regíme­ nes totalitarios no implicaba sólo una crisis política, sino tam bién un problema de comprensión, H annah Arendt admitía que una de las dificultades del trabajo que había llevado a cabo en su libro Los orígenes del totalitarismo se encontraba en el hecho de que, por un lado, no pertenecía a ninguna escuela y casi nunca recurría a herram ientas oficialmente reconocidas ni ortodoxas y que, por otro lado, el análisis que realiza­ ba era de difícil ubicación en el m apa del conoci­ miento. En esta obra se percibe el lugar desde el que la autora se esfuerza por com prender los aconteci­ mientos políticos de su época y desde el que desarro­ llará su posterior y más elaborado diagnóstico crítico de la m odernidad, el cual se puede leer, por ejemplo, 50

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en La condición humana. Ahora bien, se trata de un lugar que sólo se perfila a partir del énfasis en los lí­ mites o en las insuficiencias de otras formas de apro­ ximación a los hechos del totalitarismo, especialmen­ te las de las ciencias sociales y, en particular, las de la historiografía. «Mi prim er problema era, pues, cómo escribir históricamente acerca de algo, el totalitarismo, que yo no quería conservar, sino que, al contrario, me sentía comprometida en destruir. Mi forma de solucionar el problema ha dado lugar al reproche de que el libro estaba falto de unidad» (Arendt, H. 1953; 2005: 484). Estas palabras expresan la convicción de Arendt de que toda aproximación historiográfica significa siem­ pre y de m anera necesaria la salvación y, a menudo, una suprema justificación de lo acaecido. De hecho, sabemos que las ciencias históricas tradicionales no pueden dar cuenta de lo inédito, dado que la narra­ ción histórica presupone siempre una continuidad de fondo, justificada por la voluntad del historiador o historiadora de preservar la materia de la que se ocupa y de legarla a las generaciones futuras. Quizás ésta es una de las razones por las que Arendt entiende que el terror totalitario se debe analizar desde su carácter de «sin precedentes» y bien lejos de la tendencia, dema­ siado fácil, de los historiadores de trazar analogías. El objetivo no puede ser, pues, escribir una «historia del 51

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totalitarismo», sino dar razón de la configuración de «los elementos que cristalizaron» y llevar a cabo un análisis político de la estructura elemental de los regí­ menes totalitarios. El uso de la imagen de la cristalización emparien­ ta a Arendt con las reflexiones de Walter Benjamin y también con palabras de la Crítica del juicio como: «La conformación ocurre entonces por cristalización, esto es, por una solidificación repentina y no por un paso progresivo del estado líquido al sólido, sino, de alguna manera, por un salto» con que Kant introduce la cristalización como metáfora de la contingencia (Kant, I. 2004: §58; Disch, L. 1994: 147-148). De he­ cho, la cristalización no es una simple combinación de elementos preexistentes, sino que los elementos sólo se convierten en tales en virtud de la cristalización, que se define por su novedad e ilumina nuestra expe­ riencia de lo ocurrido (Leibovici, M. 1998: 137). En su tentativa de encontrar una forma no tra ­ dicional de relación con el pasado, A rendt escribe: «Walter Benjamin sabía que la ruptura en la tradición y la pérdida de la autoridad que se dio en su vida eran irreparables y llegó a la conclusión de que tenía que descubrir nuevas formas de tratar con el pasado» (Arendt, H. 2017: 200). Y, desde este punto de vista, tiene una deuda importante con la concepción benjaminiana de una historia fragmentaria y discontinua. 52

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Sabemos que en Lisboa, m ientras esperaban el barco que Ies tenía que llevar a Estados Unidos, Arendt y Blücher leían y discutían con otros refugiados el m a­ nuscrito de las «Tesis de la filosofía de la historia», uno de ios textos que Benjamín les había entregado en Marsella para que lo hicieran llegar a Max Horkheimer en Nueva York (Arendt, H.-Scholem, G. 2018a: carta §128). Arendt encuentra en Benjamin un estí­ mulo para su propia concepción, como se puede per­ cibir en la introducción que escribió para la edición en inglés de Illuminations, donde utiliza unas célebres palabras: «Al igual que un pescador de perlas que desciende hasta el fondo del mar, no para excavar el fondo y llevarlo a la luz sino para descubrir lo rico y extraño, las perlas y el coral de las profundidades y llevarlos a la superficie» (Arendt, H. 2017: 212). Tras la imagen del «pescador de perlas» hay, por un lado, la convicción de que, si bien el mundo cede a la ruina, al mismo tiempo se dan cristalizaciones y, por otro, una sugerencia, una articulación, de la im portan­ cia de un acercamiento alternativo al pasado más allá de la historia tradicional. Arendt pretende rehuir el pe­ ligro de habitar un presente absoluto, idéntico a sí m is­ mo, sin proyectos ni memoria; sabe que un m undo sin pasado ni futuro es un mundo natural, no humano. Con la aproximación deliberadamente fragm en­ taria, ligada a la convicción de que no se trata de esta­ 53

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blecer una especie de continuidad inevitable entre el pasado y el futuro que nos obligue a ver los hechos ocurridos como si hubieran tenido que ocurrir nece­ sariamente, Arendt muestra algo que dom inará su ca­ mino: comprensión y conocimiento científico no son lo mismo, y muy especialmente en el ámbito de la po­ lítica. De este modo, en Los orígenes del totalitarismo el acento se coloca en la irreductible novedad de los hechos del totalitarismo, en su carácter de aconteci­ miento sin precedentes. Este énfasis en la contingen­ cia hace que la com prensión que alcanzamos sólo podamos entenderla como un proceso interminable, como una aproximación al acontecimiento que nunca podemos dom inar del todo. La propuesta de extraer perlas y coral parece traducirse también en la obra de Arendt en una ampliación de los documentos históri­ cos con materiales poco convencionales que se pueden entender como fuentes posibles de la com prensión. Basta pensar cómo en Los orígenes del totalitarismo encontramos una heterogeneidad de fuentes y de m a­ teriales tratados y discutidos: el caso Dreyfus, la guerra bóer, la conquista francesa de Argelia, El corazón de las tinieblas de J. Conrad, En busca del tiempo perdido de Proust... (Valk, E. 2010: 41). Todo ello comporta un gesto de responsabilidad, de coraje, para tenérselas con fragmentos y cristaliza­ ciones. La preocupación de Arendt es evitar que, una 54

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vez roto el hilo que nos ligaba a él, todo el pasado se pierda junto con nuestras tradiciones; de modo que busca un pensamiento que, alimentado en el hoy, tra­ baje con fragmentos arrancados del pasado, desgarra­ dos de su contexto original, que puedan tener la fuerza de los pensamientos nuevos. En sintonía con Walter Benjamin, Arendt también quiere dejar claro el carácter falaz de la concepción moderna del pasado como algo acabado, como lo que ya ha sido, en contra­ posición al presente que apunta hacia un futuro car­ gado de posibilidades; quizás es eso lo que quiere ilustrar cuando se refiere a la «Canción de la rueda hidráulica» de Bertolt Brecht y señala que, si bien la rueda gira de modo que lo que ahora está arriba no siempre estará ahí, también es cierto que «cada pala sale a la luz» (Young-ah Gottlieb, S. XVIII: 2007). O cuando escribe en el prólogo a la edición norteameri­ cana de Los orígenes del totalitarismo que el libro ha sido escrito con un fondo incansable de optimismo y de incansable desesperación (Arendt, H. 2018b: 26).

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El totalitarismo, un fenómeno sin precedentes «El problema del mal será la cuestión fundamental de la vida intelectual de posguerra en Europa», escribía Hannah Arendt en 1945, y tenía razón, siempre que nos tomemos en serio —como ella hizo— que ya no son suficientes los tradicionales instrumentos de la teología o de la filosofía moral para orientarnos entre el bien y el mal (Arendt, H. 1945; 2005: 167-168; Forti, S. 2008). Aunque se puede decir que sus reflexiones en torno a la especificidad del mal en el siglo xx se van desgranando a lo largo de su obra, aquí esbozaré sólo algunas notas en torno al mal como aquello que ame­ naza nuestra condición humana, la pluralidad. Como observó Richard Bernstein, en toda la ex­ tensión del pensam iento occidental, la «gramática» del mal ha implicado casi siempre la idea de intención maligna (Bernstein, R. 2005: 298). Arendt, en cambio, describe lo que se produjo en los regímenes totalita­ rios del siglo xx en térm inos de actos horribles sin motivos abominables —actos llevados a cabo más allá de consideraciones económicas o de tentativas de aca­ bar con la resistencia al régimen: aquella «monstruosa 57

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máquina de masacre administrativa», aquel mundo falto de sentido, funcionó a la perfección gracias a la participación directa de una franja de «personas normales», simples empleados, y a la complicidad pa­ siva de «un pueblo entero». Refiriéndose a Himmler, Arendt escribe: «Demostró su capacidad suprema para organizar las masas en una dominación total, al supo­ ner que la mayoría de los hombres no eran ni bohe­ mios, ni fanáticos, ni aventureros, ni maníacos sexua­ les, ni tontos, ni fracasados sociales, sino primero, y antes que nada, trabajadores y buenos cabezas de fa ­ milia» (Arendt, H. 2018b: 471; cursivas FB). Si asumimos que la mayoría de nuestras acciones son de naturaleza utilitaria y que nuestras malas ac­ ciones emergen cuando exacerbamos el propio inte­ rés, tendríamos que concluir que la emergencia de los totalitarismos se encuentra más allá de nuestra com­ prensión. Hannah Arendt observa que tanto la bestia­ lidad como el resentimiento, el sadismo o la hum i­ llación tienen una larga historia y continúan siendo categorías (¿motivos?) humanamente comprensibles. En cambio, considera como sin precedentes la bar­ barie totalitaria y el asesinato de millones de personas bajo un régimen que aspiraba a una dominación total de modo que no es extraño que afirme que «no hay en la H istoria hum ana historia más difícil de contar» (Arendt, H. 1946b; 2005: 246). El asesinato en sí mis­ 58

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mo, el numero de víctimas o el de personas que se aliaron para perpetrar estos crímenes, no es lo que ca­ rece de precedentes. Es el absurdo ideológico que los provocó, la mecanización de su ejecución y la institu­ ción cuidadosamente programada de un mundo de moribundos donde nada tenía sentido lo que no tiene precedentes» (Arendt, H. 1950; 2005: 299). La esencia del régimen totalitario es el «terror», lo que exige una criminalidad legalizada en su seno; pero no se trata de un medio para asegurar una dominación, sino de un principio. La naturaleza de los movimientos totali­ tarios quedó clara justamente cuando, al llegar a con­ trolar Estados, no se detuvieron para ajustarse a las realidades ordinarias del poder político: se trataba de un proceso, de un movimiento, para el cual no había un final. Otra muestra de este carácter del totalitarismo la hallamos, por ejemplo, en el hecho de que, en Alema­ nia, la preparación del terror se remonta al año 1936, cuando toda la resistencia interna organizada había prácticamente desaparecido y Himmler propone una expansión de los campos de concentración. Es en este sentido que Arendt subraya la difícil posición de los jueces de Nuremberg «que se enfren­ taron a crímenes de una magnitud tal que trascienden todo castigo posible». Ella habla, con Kant, de mal ra­ dical y al hacerlo se refiere al momento en que «lo im­ posible es hecho posible», y el mal deviene incastiga59

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ble, imperdonable o al mom ento en que se está más allá de lo que serían motivos humanamente compren­ sibles; de todos modos, hay que decir que, con estas expresiones, no pretende conceder a estos crímenes ninguna grandeza satánica (2009b: 267). Considera que los regímenes totalitarios del siglo xx constituye­ ron una nueva forma de poder, desconocida hasta el momento de su emergencia, y que excedían las cate­ gorías de la filosofía política clásica, de Platón a Montesquieu. En su opinión, el totalitarismo no debe en­ tenderse como un régimen suplementario que añadir a los ya conocidos, dado que, al eliminar la dimensión de impredecibilidad y espontaneidad propia de la ac­ ción libre en los seres humanos, se caracterizó por convertirlos en superfluos, por la completa supresión de la libertad política, es decir, por anular la red de relaciones, característica del espacio público-político, en la cual poder irrumpir, interrumpir, hacer aparecer lo inédito y distinguirse los unos de los otros.

El acontecimiento ilumina su propio pasado Los orígenes del totalitarismo se ha convertido en una de las interpretaciones clásicas del totalitarismo, pero el particular análisis de los hechos que lleva a cabo Arendt generó en los años cincuenta, entre intelectua­ les, historiadores y científicos sociales, numerosas crí­ 60

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ticas referentes a su parcialidad y a su forma de apro­ ximarse a la historia. Entre los aspectos que fueron —y siguen siendo— objeto de gran discusión desta­ can la falta de unidad entre las tres partes del libro —Antisemitismo, Imperialismo y Totalitarismo—, la explicación del paso del imperialismo al totalitarismo, la heterogeneidad de las fuentes utilizadas —así como su carácter poco convencional— y, en fin, la precoz y, en aquel mom ento, escandalosa equiparación entre nazismo y estalinismo. De hecho, Arendt sólo consi­ dera totalitario el período que, en Alemania, va de 1938 hasta el final de la guerra y en Rusia el dominado por Stalin, desde 1930 hasta 1953 —por tanto, entien­ de que, a partir de la muerte de Stalin, el régimen so­ viético se convierte en una forma de dictadura. En el momento en que escribió esta obra, las fuentes sobre el régimen estalinista eran escasas y por esta razón nun­ ca terminó de sentirse del todo satisfecha con el trata­ miento que había dado a los elementos marxistas del totalitarismo (Baehr, P. 2015: 353-366). En la mayoría de críticas leemos una objeción destacada: en el libro el totalitarismo emerge como un universal abstracto del que sólo habría dos manifesta­ ciones. Así, a juicio de autores como Eric Voegelin (Arendt, H. 1953; 2005: 483-492), no se hace un aná­ lisis científico y objetivo de los hechos acontecidos, sino que sencillamente se enhebran una serie de aso­ 61

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ciaciones metafísicas. En la correspondencia que mantuvo con Karl (aspers (Arendt, H.-Jaspers, K. 1985: carta 76) y en su réplica a Eric Voegelin, Hannah Arendt admitió que una de las dificultades que plantea la obra es que de ningún modo se deja asimi­ lar una mera aproximación científica al fenómeno del totalitarismo. Justamente por ello, podemos conside­ rar que en este libro se percibe el lugar desde el que H annah Arendt se esfuerza por comprender los acontecimientos políticos de su época, ya que está convencida de que «mientras nuestros patrones de precisión científica no han dejado de crecer y hoy son más altos que nunca antes, nuestros patrones y crite­ rios de verdadera comprensión parecen no haber de­ jado de declinar [...]. La precisión científica no tolera ninguna comprensión que vaya más allá de los estre­ chos límites de la escueta facticidad, y por esta arro­ gancia ha pagado un alto precio, ya que las salvajes supersticiones del siglo xx, revestidas de un cientifi­ cismo embaucador, empezaron a suplir sus deficien­ cias» (Arendt, H. 1954?; 2005: 408). En línea con lo que hemos visto en las últimas pá­ ginas del capítulo anterior, Arendt escribe en su res­ puesta a la crítica de Voegelin: «El problema con que originalmente me confrontaba era al mismo tiempo simple y desconcertante: toda historiografía es nece­ sariamente una operación de salvación y con frecuen­ 62

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cia de justificación; [...] y no es probable que desapa­ rezcan por la interferencia de juicios de valor, que norm alm ente interrum pen la narración y hacen que el relato aparezca como sesgado y “no científi­ co”» (Arendt, H. 1953; 2005: 484). En la obra de 1951, el totalitarismo es considerado una mezcla de determinados elementos presentes en todas las condiciones y problemas políticos de su tiempo: el antisemitismo, la decadencia del Estado nación, el racismo, «la expansión por la expansión» o la alianza entre el capital y el populacho [mob], aun­ que cada uno de ellos, tomado por separado, no es suficiente para caracterizarlo. Tras cada uno de estos elementos se esconde un problema real, presente, sin resolver: la cuestión judía tras el antisemitismo; la nueva organización de los pueblos tras la decadencia del Estado nación; la necesidad de un nuevo concepto de humanidad tras el racismo; la organización de un mundo que ha dejado de ser pequeño tras «la expan­ sión por la expansión», o la sociedad de masas tras la alianza entre el capital y el populacho. De este modo, podemos pensar que lo que pretende Arendt con esta obra no es sólo ofrecer una mirada que vuelva inteli­ gible un tiempo pasado, sino principalmente m ostrar­ lo en relación con los problemas del presente. Siempre que no identifiquemos «orígenes» con «causas» podemos entender que estos elementos 63

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constituyen los orígenes del totalitarismo; recorde­ mos que la edición alemana lleva por título Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft (1962), como si hu­ biera querido enmendar la ambigüedad del título de la edición norteamericana. Los elementos se convier­ ten en orígenes cuando entran en relación con otros sin que podamos prever el tipo de composición que de ahí saldrá. Cuando Arendt habla de «orígenes» no se refiere a causas ni a gérmenes que se tengan que desarrollar inevitablemente. Como dijo en 1954 en su conferencia «The Nature of Totalitarianism»: «Los elementos, por sí mismos, probablemente nunca son causa de nada. Se convierten en orígenes de aconteci­ mientos si, y cuando, cristalizan en formas fijas y defi­ nidas. Entonces y sólo entonces, podemos seguir su historia retrospectivamente hasta sus orígenes. El acontecimiento ilumina su propio pasado, pero nun­ ca puede ser deducido del mismo» (Young-Bruehl, E. 2006: 276). Fijémonos que aquí el énfasis se encuentra en cómo la mirada retrospectiva sobre los hechos ocurridos permite ver fragmentos y tramas del pasado a los que de otra manera no podríamos acceder. Esto indica, entre otras cosas, que, por mucho que seamos capaces de saber del pasado, eso no nos per­ mitirá conocer el futuro. Así, por ejemplo, aunque con la derrota del totalitarismo nazi se haya destruido un conglomerado especialmente terrible y hayan que­ 64

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dado al descubierto elementos antiguos que, al estar ahora desligados, son menos nocivos, esto no quiere decir que no puedan cristalizar otra vez en una direc­ ción inesperada. Claro que, como decíamos antes, la cristalización no se reduce a una simple suma de los elementos, dado que el evento sobrepasa todos los ele­ mentos considerados en su conjunto. Com o hem os visto en las páginas anteriores, el énfasis arendtiano en la contingencia hace que la com ­ prensión alcance un carácter fragmentario y dóxico y que sólo la podamos entender como un proceso inaca­ bable; para Arendt, el verdadero significado del acon­ tecim iento trasciende siempre cualquier núm ero de «causas» pasadas que le podamos asignar. Como es­ cribió en su última obra: «Basta pensar en el número de volúmenes que se han escrito para explicar la ne­ cesidad del estallido de las dos últimas guerras, al elegirse cada teoría una causa particular diferente —cuando ciertamente nada parece más plausible que considerar que fue una coincidencia de causas, quizás finalmente puestas en movimiento por una adicional, lo que “causó contingentem ente” las dos conflagra­ ciones» (Arendt, H. 1978; 2010: 371). Reflexiones como éstas son indesligables de la vo­ luntad arendtiana de comprender, de dar cuenta, de la especificidad de los hechos ocurridos a través de una investigación que no oculte la responsabilidad de 65

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aquéllos a quienes les tocó vivirlos. Es decir, una bús­ queda que se encuentra lejos de aquellas aproxima­ ciones que nos presentan lo sucedido como algo que tenía que ocurrir necesariamente, tanto si esto se hace en vista de las causas anteriores como si se hace mos­ trándose a nosotros como un fenómeno de caracterís­ ticas cuasi-naturales; por ejemplo, las ciencias sociales serían intrínsecamente incapaces de comprender los fenómenos sin precedentes porque apelan a tipos ideales o tienen tendencia a trazar analogías tales que no es posible percibir ni el choque de la experiencia ni la especificidad del acontecimiento. Todo ello hace que la aproximación de Arendt sea crítica o alejada de aquellas interpretaciones de la historia contemporá­ nea que entienden que es posible dotarse de un tipo de modelo científico de comprensión aplicable a cual­ quier período o acontecimiento. De hecho, ella está convencida de que la comprensión está estrechamen­ te relacionada con «la facultad de la imaginación que Kant llamó Einbildungskraft y que nada tiene que ver con la habilidad para la ficción» (Arendt, H. 1953; 2005: 486). Arendt señala con fuerza la centralidad de la imaginación y la importancia de la ficción; sabe, por decirlo con Jorge Semprún, que hay juegos de la fic­ ción que iluminan la realidad (Semprún, J. 1998). No se cansa de repetir que todo pensamiento surge de la experiencia, pero entiende que ninguna experiencia 66 A

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es capaz de adquirir sentido si no se somete a las ope­ raciones de la imaginación. Y, en esta línea, afirma que los ejercicios espirituales —orientar la imagina­ ción hacia lo que ha sido y hacia lo que es— «pudieran ser más relevantes para el método de las ciencias históri­ cas de lo que la formación académica cree» (Arendt, H. 1953; 2005:486). Así pues, para Arendt la emergencia de los regí­ menes totalitarios no implicaba sólo una crisis políti­ ca, sino tam bién un problema de comprensión, dado que, como ya se ha dicho, no resultaba inteligible en los términos de las categorías conceptuales de la tradi­ ción política occidental. Con la aproximación delibe­ radam ente fragmentaria ligada a la convicción de que no se trata de establecer una especie de continuidad inevitable entre el pasado y el futuro, Arendt muestra que com prensión y conocimiento científico no son lo mismo. De este modo, en Los orígenes del totalitaris­ mo, el hecho de que en el título no se hable del origen sino de los orígenes parece indicar una decidida vo­ luntad de escapar del modelo de explicación histórica.

Elementos que cristalizaron en el totalitarismo. Comprensión Dividido en tres partes, Antisemitismo, Imperialismo y Totalitarismo, el libro Los orígenes del totalitarismo 67

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estudia la aparición de una nueva forma de dominio, basada en el terror, en la que cristalizan, después de la Primera Guerra Mundial, dos elementos ya existen­ tes: el antisemitismo moderno, nacido después de la emancipación de los judíos en la Europa del siglo xix, y el imperialismo, emergido gracias a la expansión co­ lonial europea iniciada en el último tercio del siglo xix y que se puede dar por finalizada con la liquidación de la dominación británica de la India. De todos modos, y como veremos, la emergencia del totalitarismo no puede entenderse meramente como consecuencia ló­ gica de alguna tradición o cultura nacional particular ni de la secularización o de la irreligiosidad, así como sus raíces iniciales tampoco se pueden encontrar de manera clara en la primera modernidad (Baehr, P. 2010:4). No obstante, Arendt es a veces ambigua, deja entender que en el período del imperialismo colonial y en el surgimiento de las masas en la modernidad se pueden leer algunas raíces, y al mismo tiempo se niega a mostrar una continuidad nítida entre éstas y la emer­ gencia de los regímenes totalitarios. Como ya he comentado, poco después de haber finalizado la tesis doctoral, Arendt inicia en 1929 la re­ dacción de Rahel Varnhagen. La vida de una mujer ju ­ dia, libro en el que trabaja —como también hará en la prim era parte de Los orígenes del totalitarismo— en torno a la idea de que la emancipación moderna de los 68

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ju d ío s c o m p o r tó n u e v a s c o n d ic io n e s d e e x c lu sió n , lo q u e se e v id e n c ia e n la im p o r ta n c ia y la s u e rte d e l s a ló n ju d ío en la s o c ie d a d b e rlin e s a d el u m b r a l d el siglo XIX.

El ensayo sobre Rahel Varnhagen nos ofrece una extraña biografía/autobiografía (Leibovici, M. 2017) de la hija de un mercader judío que, a raíz de su con­ dición judía, se debate toda la vida (Berlín, 17711833) entre la lucha por superar su estatus de paria y la voluntad de evitar el destino posible como parvenue, es decir, el de no ser nunca del todo aceptada en la sociedad en que se integra. En este libro, Arendt estudia las paradojas de la emancipación judía que emergen entre la apertura temporal de los muros del gueto y el surgimiento del Estado nación en el siglo XIX; en esta época (1790-1806) el salón de Rahel Levin florece en Berlín. Los salones constituyeron un nuevo tipo de espacio social donde se cruzaban lo pú­ blico y lo privado; además de tener en el centro a la comunidad judía, implicaban a una sociedad mixta de aristócratas, de artistas y de intelectuales de clase media que coincidían con los judíos en que ninguno de ellos pertenecía a la sociedad respetable. El salón quedaba establecido en los límites de la sociedad y, en principio, no compartía ninguna de sus convencio­ nes o prejuicios. En este contexto, el ambivalente estatuto de Rahel Varnhagen, medio paria, medio parvenue no era del 69

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todo desventajoso (Nixon, J. 2015: 55 y ss.). Este sue­ ño de una sociedad mixta, dice Arendt, fue el pro­ ducto de una constelación fortuita en una época de transición; los judíos se convirtieron en solución temporal, en un remiendo, entre un grupo social en decadencia —la aristocracia— y otro aún no esta­ bilizado —la burguesía; «precisamente porque los judíos estaban fuera de la sociedad, [los salones] fue­ ron, durante unos años, una especie de terreno neu­ tral en el que se reunían las personas cultas. Y, de la misma m anera que, como veremos, la influencia ju­ día en el Estado se desvanece en cuanto la burguesía comienza a tener un peso político, el elemento judío será otra vez excluido de la vida social [...] en cuanto aparezcan las primeras señales de una vida social propia de los burgueses cultos» (Arendt, H. 2000: 87, cursiva FB). Judíos como Rahel Varnhagen trataron de negar su judeidad, m ostrando su carácter de «excepción aceptada», al hacer patente su capacidad de «pensar por sí mismos», y alienándose del mundo que tan sólo les ofrecía una condición de extranjeros dentro de su propio país, lo que les hacía altamente vulnera­ bles. A lo largo de su vida, Rahel Varnhagen se fue haciendo consciente de que siempre sería una outsider y desde ahí empezó a aceptar el carácter inescapable de sus orígenes, como ilustran las palabras que 70

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pronunció en su lecho de muerte: «Lo que en mi vida lúe durante tanto tiempo la mayor vergüenza, la pena y la infelicidad más amargas —haber nacido judía—, no quisiera ahora que me faltara por nada del m u n ­ do». Con estas palabras Arendt comienza su libro (Arendt, H. 2000: 21). Arendt toma la situación de los judíos emancipa­ dos como modelo de quien es extranjero en su propia tierra y, en este contexto, hace funcionar como cate­ gorías la noción de paria y la de advenedizo (parvenú). Para aproximarse a ellos tal vez vale la pena recordar las palabras empleadas por la pensadora en la entre­ vista del año 1964, que ya he citado antes, «cuando se nos ataca en calidad de judíos, hay que defenderse como judíos. No como alemanes, como ciudadanos del mundo o incluso en nombre de los derechos del hombre». Así, el paria es definido en función de su falta de pluralidad, de su exclusión del mundo, de la luz. Paria es aquella persona cuya asimilación es im ­ posible; aquél o aquélla que se encuentra siempre a cierta distancia de la com unidad a la que pertenece según todas las apariencias. En principio no es una condición elegida y siempre supone sólo dos opcio­ nes: la identidad colectiva de los oprimidos o la abso­ luta ausencia de identidad. La actitud de advenedizo es negar el propio destino, tratando de ser como los otros, borrando las diferencias y asimilándose, de 71

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modo que pueda llegar a ser una excepción aceptada. En Arendt, paria es también el irreductible, el inasi­ milable, el inconformista (no sólo el judío, sino tam­ bién el creador, el poeta, el revolucionario). Éstos son aquéllos a quienes llama, tomando prestada la expre­ sión de Bernard Lazare, «parias conscientes», dado que son los que tratan de sacar fuerzas de su singula­ ridad, de su condición de proscritos sociales. La con­ dición de paria consciente quizá es la única que perm ite la resistencia. Y seguramente dentro de las sombras de los tiempos, cuando el mundo, el espacio público, se caracteriza por una facticidad opaca y ca­ rente de sentido, son las últimas personas en ser ver­ daderam ente políticas, es decir, las únicas capaces de acción y de discurso. El análisis arendtiano en la primera parte de Los orígenes del totalitarismo está estrechamente vincula­ do, por un lado, al intento de comprender la especifi­ cidad del antisemitismo moderno respecto las secula­ res persecuciones derivadas del odio religioso a los judíos y, por otro, a la voluntad de responder a la pre­ gunta sobre cómo el antisemitismo llegó a convertirse en agente amalgamador en el nazismo. En esta direc­ ción, Arendt distingue entre el antisemitismo moder­ no pretotalitario, vinculado a la situación social y po­ lítica de los judíos em ancipados y asim ilados en el Estado nación del siglo xix, y el antisemitismo totali­ 72 Powered by

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tario, que sitúa en el judío un principio con el cual transform ar el mundo. Este último ya no tenía nada que ver con la situación real de los judíos ni con la historia de las persecuciones religiosas, sino con las condiciones de socialización, resultado de la búsque­ da imperialista de la «expansión por la expansión», la crisis del Estado nación y la aparición de una masa de seres hum anos atomizados y aislados. Hay que subrayar, en prim er lugar, el hecho de que, en su intento de com prender la especificidad del antisem itism o m oderno, Arendt rehúye el tópico se­ gún el cual los judíos se han convertido de m anera arbitraria en el chivo expiatorio de inflamadas pasio­ nes que no tenían nada que ver con ellos. Esto no quiere decir que los culpe de algo, pero quiere com ­ prender los terribles acontecimientos que le tocó vi­ vir. Observa que en ninguna parte y en ninguna épo­ ca, después de la destrucción del Templo, para su existencia física los judíos no habían poseído un te­ rritorio propio o un Estado, siempre habían tenido que depender de autoridades no judías. Enfatizar este dato no significa negar que los judíos no tuvieran p o ­ der, sino hacer notar que esta situación les convertía en altamente vulnerables en cualquier conflicto. De hecho, A rendt entiende que, a lo largo de su historia, el pueblo judío ha sido un pueblo que ha evitado la acción política, por lo que se ha caracterizado por su 73

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carácter apolítico, o lo que es lo mismo, por su acosmismo: [L]a historia judía ofrece el extraordinario espectáculo de un pueblo, único en este aspecto, que comenzó su historia con un bien definido concepto de la historia y una prácticamente consciente resolución de realizar un plan del todo delimitado en la Tierra y que, des­ pués y sin renunciar a este concepto, evitó cualquier acción política a lo largo de dos mil años. El resultado fue que la historia política del pueblo judío devino mucho más dependiente de factores imprevistos y ac­ cidentales que la historia de las otras naciones, de tal modo que los judíos vagaban de una misión en otra sin aceptar responsabilidad por ninguna de ellas (Arendt, H. 2018b: 71). Con estas palabras se está rechazando la victimización absoluta, que se sigue tanto de la tesis de que el genoci­ dio fue causado por el eterno e inevitable antisemitis­ mo como de la consideración de que los judíos no ha­ bían cumplido ningún papel en su historia, ya que la mirada victimizadora supone la negación de cualquier forma de acción o de intervención y alimenta todavía más la despolitización y la falta de poder. Como ha he­ cho notar Anya Topolski, asum ir responsabilidad sig­ nifica que todo agente o actor tiene un papel que jugar en la red de relaciones (Topolski, A. 2015: 191). 74 Powered by

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C om o es sabido, en la estera europea los judíos aparecieron com o banqueros de las m onarquías y de la aristocracia. A hora bien, Arendt hace notar que en el siglo xix los gobiernos y los m onarcas, para sus ne­ cesidades financieras, em pezaron a dirigirse de m ane­ ra progresiva a la nueva burguesía capitalista. Así, ésta adquirió un nuevo poder y los judíos prósperos del ámbito de las finanzas perdieron su función pública: a pesar de poseer dinero, no tenían ni un poder ni una utilidad claros, y esta combinación de factores, junto a la pérdida de influencia y de prestigio, les supuso la hostilidad de todas las clases sociales. En Los orígenes del totalitarismo leemos: «mi la opresión ni la explota­ ción en sí m ism as han sido nunca la causa principal del resentim iento; la riqueza sin función visible es m ucho más intolerable, porque nadie puede co m ­ prender p o r qué se debería tolerar» (A rendt, H. 2018b: 76). Sólo en los siglos xix y XX, m om ento en que, tras la asimilación y la emancipación, los judíos aspiraban a ser adm itidos en la sociedad no judía, el antisem i­ tismo alcanzó su cota máxima. De hecho, desde la Ilustración, el com prom iso en torno a la igualdad de derechos se confunde con la idea de igualación o de uniformidad. Esta confusión se ve amplificada por las reivindicaciones, características de los m odernos Es­ tados nación, de una existencia hom ogénea y autár75

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quica. Arendt, pese a conceder una importancia pri­ mordial al hecho de pertenecer a una com unidad política, a un Estado de derecho, es también conscien­ te de que los derechos de ciudadanía que rigen el Es­ tado nación han sido y pueden ser reductores de la diversidad humana. No obstante, los sentimientos antisemitas, que se desarrollaron y radicalizaron durante todo el siglo xix y principios del XX como consecuencia de los proce­ sos mencionados, no eran los mismos que los de la época del nazismo, pese a que estos últimos se desa­ rrollaran en el marco de este legado de hostilidad. Los judíos subestimaron los peligros sin precedentes que se les presentaban y, como grupo, no se protegieron de esta enemistad; estaban divididos entre quienes to­ davía querían encontrar su sitio entre las clases altas de la sociedad y la mayoría, que, sin tomar parte en la vida política y social de los países donde residían, vi­ vía refugiada en sus tradiciones. Así, por ejemplo, Arendt presta atención al hecho de que los emancipa­ dos del siglo xix se obstinaron en no ver la discrimina­ ción social que padecían, creyeron que el mundo se le abriría a cada uno de ellos a condición de ser como los otros, es decir, de desaparecer como judíos. De este modo la condición judía colectiva se hizo progresiva­ mente imperceptible, y quedó reducida a un proble­ ma individual que atormentaba la vida privada, como 76

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muestra el caso de Rahel Varnhagen. Es decir, al su­ poner la integración de los individuos —de uno en u no— en las diferentes com unidades nacionales, la vía de acceso a la ciudadanía había significado la ato­ mización del grupo. O tro aspecto que me parece im portante destacar es el hecho de que, al distinguir entre el antisem itism o pretotalitario y el totalitario, Arendt se distancia de la errónea concepción según la cual cualquier form a de antisem itism o conduce al totalitarismo. En este senti­ do, A rendt considera que esta concepción tan exten­ dida se encuentra tam bién en la base de las deficien­ cias que se pudieron observar en las actuaciones del tribunal que procesó a Eichm ann en Jerusalén en 1961. A pesar de entender perfectamente que m uchas de las víctimas del genocidio nazi pensaran que la ca­ tástrofe que habían sufrido bajo el imperio de H itler «no constituía el más nuevo de los delitos [...], sino el más antiguo de los que tenían memoria» (Arendt, H. 1963; 1999: 403), A rendt pondrá a m enudo de relieve que, convencidos de la persistencia del mismo antise­ mitismo a lo largo de todos los tiempos, los judíos (es­ pecialm ente los alem anes) habían sido incapaces de distinguir entre sus amigos y sus enemigos en cada momento histórico. Antes de que el desarrollo económico y el ritmo de aceleración siempre creciente de la producción in­ 77

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dustrial no forzaran los límites territoriales del Estado nación, el imperialismo colonial europeo era un fenó­ meno desconocido. De hecho, como hemos visto, la emancipación política de la burguesía, que hasta ese momento no había aspirado a ningún tipo de poder político y se había limitado a tener preem inencia eco­ nómica, fue el acontecimiento central del período im ­ perialista en el seno de Europa. Arendt considera que fueron motivos económicos y no políticos los que im ­ pulsaron la expansión imperialista; el m undo entero se convirtió en un campo de enriquecim iento y de expansión potencial para Occidente. La característi­ ca más destacada de este período, «la expansión por la expansión», indica una política que deja de lado todo lo que anteriorm ente se había considerado de interés nacional: la defensa del territorio y su ensan­ cham iento lim itado a través de la anexión de territo ­ rios vecinos. El intento del Estado nación de sobrevivir en el marco de una nueva economía y en un mercado m un­ dial emergente tuvo como resultado el imperialismo. Las circunstancias planteaban obstáculos de difícil so­ lución, como el conflicto entre la expansión exigida por los intereses económicos individuales y el hecho de que los mecanismos utilizados por esta expansión debían estar en consonancia con el nacionalismo tra­ dicional, con la identidad histórica de pueblo, Estado 78 Powered by

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y territorio. De hecho, los conflictos entre, por un lado, los adm inistradores coloniales y, por otro, los parlamentos, la opinión pública y la prensa de la n a ­ ción eran incesantes. En algunos m om entos el control de estos últim os hizo imposible «realizar “matanzas adm inistrativas”, ensayadas por doquier com o “m e­ dios radicales de pacificación”» (Arendt, H. 2018b: 224). Por ejemplo, los imperialistas británicos sabían de sobra que m ediante «masacres adm inistrativas» podían sostener las colonias som etidas a su yugo, pero, al m ism o tiempo, sentían que la opinión pública de su m etrópoli no toleraría medidas de este tipo; de hecho, concluían que estos conflictos no tendrían lu­ gar si los Estados nación, eliminando sus escrúpulos morales y aprensiones políticas, se hubieran suicida­ do y convertido en tiranías. «Lo que los imperialistas deseaban realm ente era la expansión del poder políti­ co sin la fundación de un cuerpo político» (Arendt, H. 2018b: 225). Es por esto que Arendt, quizás contradi­ ciendo a Lenin, escribe que el imperialismo debe ser considerado «como la prim era fase de la dom inación política de la burguesía más que como la últim a fase del capitalismo» (Arendt, H. 2018b: 229). Y entiende que la única grandeza del imperialismo radica en h a­ ber ganado la batalla que la nación libró en su contra. A pesar de que los empresarios imperialistas no logra­ ron com prar a muchos de los representantes naciona­ 79

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les, la verdadera tragedia no fue la corrupción, sino el hecho de que estos incorruptibles estaban convenci­ dos de que el imperialismo era la única form a de lle­ var a cabo una política mundial. En realidad, todas las naciones necesitaban las estaciones m arítim as y el ac­ ceso a las materias primas, pero los defensores de la nación no com prendieron que la anexión y la expan­ sión no obraban a su favor; no entendieron «la dife­ rencia fundam ental entre la antigua fundación de estaciones com erciales y m arítim as en beneficio del comercio y la nueva política de expansión» (Arendt, H. 2018b: 222). Se puede decir que, para la burguesía colonialista, la creciente preem inencia de lo económ ico parecía exigir una progresiva eliminación de lo político —en este caso parecía confirmar la teoría marxista, según la cual el Estado es una mera superestructura. De he­ cho, esta absorción de lo político por lo económico es una de las características de la época m oderna y del m undo m oderno e indica la progresiva pérdida de la libertad política, ya que si la estructura económica no necesita límites —como indica la imperialista «expan­ sión por la expansión»—, la estructura política los ne­ cesita siempre. De este modo, Arendt se halla lejos de quienes apoyan la tesis de que la república es burgue­ sa; está más bien de acuerdo con Rosa Luxemburg: la burguesía amenaza la república. 80

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«Es bien conocido que las clases poseedoras ha­ bían aspirado poco a gobernar, como había evidencia­ do su acuerdo con cualquier tipo de Estado al que p o ­ der confiar los derechos de propiedad» (A rendt, H. 2018b: 229). Hasta el momento, toda la clase burguesa se había m antenido fuera del poder político e indife­ rente a los asuntos públicos: antes que súbditos o ciu­ dadanos sus miembros eran esencialmente personas particulares. Ahora bien, en la era del imperialismo, cuando los hom bres de negocios se convierten en p o ­ líticos, en el m om ento en que sólo se tom a en serio a los hom bres de Estado cuando hablan el lenguaje de los empresarios de éxito y cuando «piensan en con­ tinentes», la preocupación primaria por ganar dinero y los principios de la vida privada y particular quedan gradualmente transform ados en normas y principios para la gestión de los asuntos públicos. Arendt subra­ ya que el hecho significativo de este proceso, que co­ menzó a finales del siglo xix, es que se inició con la aplicación de las convicciones y criterios burgueses a los asuntos exteriores y que sólo lentamente se exten­ dió a la política interior. «Por esta razón las naciones implicadas prácticam ente no fueron conscientes de que la temeridad, que había prevalecido en la vida p ri­ vada [...], estaba a punto de ser elevada a categoría de único principio político públicam ente respetado» (Arendt, H. 2018b: 230). 81

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Antes de la era imperialista, que abarcó tres déca­ das, no existía nada parecido a una política mundial. En principio, la expansión colonialista se presentó como la salida para un exceso de producción de capi­ tal y ofreció un remedio: su exportación. Sólo cuando los propietarios de capital superfluo exigieron protec­ ción gubernam ental para sus inversiones, penetraron en la vida de la nación. Durante este período el siste­ ma del Estado nación se mostró del todo incapaz para concebir nuevas norm as para manejar los asuntos ex­ teriores que se habían convertido en asuntos globales, así como para hacer observar una Pax Romana en el resto del m undo. Su pobreza y miopía políticas con­ cluyeron en el desastre del totalitarismo, cuyos horro­ res sin precedentes han oscurecido los abominables acontecimientos y la mentalidad aún más abominable del período anterior (Arendt, H. 2018b: 42). Arendt m uestra cómo la expansión imperial europea produjo la mayor brecha con las tradiciones de justicia estable­ cidas y significó la embestida más devastadora a los derechos del hombre, de las cuales los pueblos euro­ peos ya habían sido culpables (May, D. 1986: 64). Además de este imperialismo colonialista euro­ peo, A rendt analiza otra forma suya que tam bién de­ safió al Estado nación y su estrechez: el imperialismo continental intraeuropeo y anexionista. En este caso, en lugar de oponer al Estado nación argum entos 82

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económicos, lo enirentó a una conciencia tribal am ­ pliada que se suponía capaz de unir todos los p u e­ blos de un origen sim ilar independientem ente de la Historia y del lugar en que hubieran vivido. A rendt encuentra esta variante de im perialism o en el pangerm anism o y el paneslavism o, los cuales desarrolla­ ron una form a de racismo tribal o étnico no estatal sino intem acionalista. Arendt no deja de recordar que los totalitarismos se form aron en un m undo que no era totalitario. De hecho, su em ergencia los convirtió en reveladores de realidades que ya estaban presentes pero que opera­ ban de form a subterránea y que sólo fueron presenti­ das por unos pocos, como dice Bérénice Levet (2011: 214), raros espíritus. Entre otros, algunos escritores que son citados en diversos momentos de Los orígenes del totalitarismo como Péguy o Chesterton (Arendt, H. 2018b: 240). Además de la riqueza excedente, hay que recordar otro subproducto de la producción capitalista presen­ te en el imperialismo colonial: la mano de obra superflua, que fue conducida conjuntam ente con el dinero superfluo a las colonias. Lo que Arendt denom ina el «populacho» [mob] no es reducible ala creciente clase trabajadora industrial, sino que está constituida por los despojos de todas las clases, un producto derivado de la sociedad burguesa. Lejos y al margen de la na­ 83

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ción dividida en clases, en las colonias, el populacho y sus representantes parecían ser el auténtico pueblo, de modo que a finales del siglo XIX se dio una adm iración de la alta sociedad por el ham pa que encontrará tam ­ bién una cierta continuidad en el totalitarism o. C on el término mob, no se refiere al «pueblo» de la tradición política francesa, ni a la «clase proletaria» de la tradi­ ción m arxista, sino más bien a la m asa atom izada, amorfa y unida como fruto del proceso de la m oder­ nidad. El populacho es la masa desarraigada «com ­ puesta por los desechos de todas las clases» que pasará a ser uno de los pilares de los regímenes totalitarios. En la em presa colonial hay, como hem os visto, un predom inio de lo económico y de su correlato, lo so­ cial, y, en opinión de Arendt, ambos suelen devorar lo político.1 En térm inos m arxistas, el nuevo fenóm eno de una alianza entre el populacho y el capital parecía an­ tinatural y tan obviamente en conflicto con la doctri­ na de la lucha de clases que los verdaderos peligros del intento imperialista —dividir la H um anidad en razas de señores y razas de esclavos, castas superiores e in­ feriores, pueblos de color y hom bres blancos, todos ellos intentos de unificar el pueblo sobre la base del

1. Véase Infra, «Aclaraciones» (**), pág. 117. 84 Powered by

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p o p u lach o — q u ed aro n to talm en te d esaten d id o s. Cuando A rendt señala el racismo del im perialism o, lo diferencia del exterm inio de los pueblos nativos que se dio con la colonización de A m érica, A ustralia y África y que tenía la pretensión de una regulación co­ lonial de las poblaciones africanas sometidas. En cam ­ bio, en el m o m en to de la «rebatiña p o r África», la ideología de la expansión por la expansión se puso por delante, ya no se trataba de conquistar o de anexionar otro territorio, sino de actuar bajo la ley de un creci­ miento constante de la economía, de modo que las masacres y los genocidios estuvieron a la orden del día como un m odo legítimo de hacer política exterior (Bernstein, R. 2018: 53). Esto se dio cuando el popula­ cho europeo descubrió la «maravillosa virtud» que p o ­ día ser una piel blanca en África y cuando el conquis­ tador inglés en la India se convirtió en un adm inistrador que ya no creía en la validez universal de la ley, sino que estaba convencido de su propia e innata capacidad para gobernar (Arendt, H. 2018b: 330). Com o escribe A rendt, algunos aspectos fu n d a ­ mentales de esta época aparecen tan cercanos al fe­ nóm eno totalitario del siglo xx que puede parecer justificado considerar todo el período com o una fase preparatoria de las catástrofes que vendrían. Pese a m ostrar los elem entos m odernos que cristalizaron, Arendt no liga de m anera m ecánica totalitarism o y 85

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modernidad. Kl gobierno totalitario carece de prece dentes porque desalía cualquier com paración. Basta, por el momento, con recordar, como hace en las pri­ meras páginas de su obra de 1951, que los regímenes totalitarios surgidos en Europa a lo largo de los años treinta no eran en absoluto una variante del despotis­ mo. Por esta razón entiende que el terror totalitario debe analizarse desde su carácter de «sin precedentes» y bien lejos de la tentación de trazar analogías. «La cuestión está en que Hitler no era como Genghis Khan y no era peor que otros grandes criminales, sino ente­ ram ente diferente» (Arendt, H. 1950; 2005: 299).

El movimiento totalitario y el cambio de signiñeado de la ley No podía admitir la idea de que los humanistas profe­ sionales no se interesaran en los destinos individuales sino únicamente en la humanidad en general. Nadezhda Mandelstam, Contra toda esperanza Frente a quienes, a fin de explicar el gobierno totalita­ rio, lo asimilan a algún mal ya conocido o del pasado (el despotismo, la tiranía y la dictadura), A rendt afir­ ma la irreductible originalidad de los gobiernos totali­ tarios, dado que sus acciones e instituciones ya no son clasificables en categorías jurídicas, éticas y políticas 86 Powered by

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sobre las que se yergue nuestra facultad de com pren­ der; en concreto, estas acciones e instituciones aplas­ taron la alternativa entre gobierno legal e ilegal o entre poder legítimo y poder arbitrario, básica para definir la esencia de los gobiernos en filosofía política. En la tercera parte de su libro A rendt declara que lo que estaba en juego bajo el dom inio del totalitaris­ mo era «la naturaleza hum ana como tal» (Arendt, H. 2018b: 615). La tiranía, por ejemplo, se ha caracteriza­ do trad icio n alm en te com o un gobierno ilegal en el que el poder está en m anos de uno solo, como un ré­ gimen dom inado por un poder arbitrario, no lim itado por la ley, m anejado en interés del gobernante en con­ tra de los gobernados y siempre guiado por el tem or del dom inador en el pueblo y de éste en aquél. En el caso de los regímenes totalitarios la relación con la ley no es de legalidad ni ilegalidad, ni de falta de ley: a diferencia de los dictadores o de los tiranos, los líderes totalitarios no se ven a sí mismos como detentores de un poder sin ningún tipo de sujeción a regla o norm a, sino que se consideran servidores de unas leyes sobre­ hum anas rectoras del universo. En su análisis, A rendt m uestra cómo el gobierno totalitario desafía todas las leyes positivas, incluso las que él mismo ha prescrito, y cómo, en el mismo gesto, afirma obedecer de form a estricta «aquellas leyes de la Naturaleza o de la H isto­ ria de las que, supuestamente, proceden todas las le­ 87

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yes positivas» (Arendt, H. 2018b: 621). Lejos de ser ilegal, el totalitarismo se sitúa en las fuentes de la au­ toridad que conceden la legitimación última a las le­ yes positivas, por lo que se podría decir que ha encon­ trado la vía para establecer la justicia en la Tierra —algo que la legalidad del derecho positivo nunca podrá al­ canzar. De esta forma, la ley de la Historia o de la Na­ turaleza, se ejecuta sin necesidad de traducción a nor­ mas de lo que es justo y de lo que es injusto para el com portam iento individual. Y esto se perpetra desde la convicción de que, si se aplican adecuadamente, es­ tas leyes producirán la Humanidad como resultado final sin detenerse en el comportamiento de los hom ­ bres particulares. Ésta es la esperanza que hay tras la aspiración de dominación mundial de todos los gobiernos totalita­ rios: la política totalitaria pretende transformar la es­ pecie hum ana en portadora activa e inefable de una Ley. En este punto reside la diferencia fundamental entre el concepto totalitario y el resto de conceptos de derecho: no se sustituye un conjunto de leyes por otro, ni se crea, mediante una revolución, una nueva forma de legalidad; el derecho se impone sin el consensus iuris ya que promete hacer de la misma Humanidad la encarnación de la Ley. En opinión de Arendt, esta eliminación de la dis­ crepancia entre legalidad y justicia no tiene nada que 88

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ver con la antigua idea de que la Naturaleza o la Divi­ nidad son la fuente de autoridad por el ius naturale o la de los mandamientos divinos históricamente reve­ lados. Éstos no hacían del ser hum ano la encarnación de la ley, sino que exigían obediencia y, como fuentes estables de autoridad para las leyes positivas, se con­ sideraban perm anentes y eternas. En cambio, en la interpretación totalitaria, todas las leyes se convier­ ten en leyes del movimiento: la Naturaleza y la Histo­ ria dejan de ser fuentes de autoridad y de estabilidad para las acciones humanas; en sí mismas son movi­ miento. Un ejemplo de esto lo encontramos en el he­ cho de que, en la consideración nacionalsocialista de las leyes raciales como expresión de las leyes de la Na­ turaleza en el hombre, le es subyacente la idea darwiniana del hom bre como producto de la evolución natural —que no se detiene necesariamente en el es­ tadio actual de los humanos. De manera similar, la creencia bolchevique en la lucha de clases como ex­ presión de la ley de la Historia, se basa en la noción marxista de la sociedad como producto de un gigan­ tesco movimiento histórico que se mueve según su propia ley de desplazamiento hasta el final de los tiempos históricos, cuando llegará a abolirse por sí mismo. En estas ideologías, el término ley cambia de sig­ nificado: deja de expresar el marco de estabilidad 89

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dentro del cual pueden darse las acciones y los movi­ mientos hum anos y deviene expresión del propio m o­ vimiento. Más que una estructura, el totalitarismo es un movimiento en marcha perpetua que se entiende como un proceso natural y no como fruto de las acti­ vidades humanas. Las recetas ideológicas que las polí­ ticas totalitarias siguieron m ostraron la verdadera na­ turaleza de estos movimientos al manifestar, de forma clara, que se trataba de un proceso sin un final. «[...] de suelos firmes que soportan la vida y la acción h u ­ m anas, transform aron la Naturaleza y la Historia en fuerzas supergigantescas cuyos movimientos atravie­ san a la hum anidad, arrastrando consigo a todos los individuos tanto si quieren como si no [...]. Ambas ideologías pueden ser distintas y complicadas; pero es sorprendente cóm o a todos los efectos de política práctica estas ideologías tienen siempre como resulta­ do la m ism a “ley” de eliminación de individuos en aras del proceso o progreso de la especie» (Arendt, H. 1954c; 2005:410). Como hemos comentado, cuando llegó a contro­ lar Estados, el m ovim iento totalitario no se detuvo para ajustarse a las realidades ordinarias del poder po­ lítico; es así como el terror se hizo total, dado que se convirtió en independiente de cualquier oposición o resistencia al régimen (Arendt, H. 1950). En este pun­ to, Arendt subraya que el totalitarismo se caracteriza 90 Powered by

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por la eliminación de la política y que, por tanto, no debe entenderse como un régimen suplementario que añadir a los ya conocidos. Por lo que hemos visto hasta ahora, no nos debe sorprender que los habitantes de un país totalitario se sientan lanzados y atrapados en el proceso de la N atu­ raleza o de la Historia, con el único objetivo de acelerar su movimiento: sólo pueden ser ejecutores o víctimas de su ley inherente. De este modo culpa e inocencia se vuelven nociones carentes de sentido: culpable es quien ralentiza el proceso natural o histórico de desaparición de las «razas inferiores», de «las clases m oribundas y los pueblos decadentes», o se interpone en su camino. La dinámica del proceso puede llegar a hacer que aque­ llos que hoy ejecutan, mañana tengan que ser inm ola­ dos, y esto es así hasta el punto que los mismos dom i­ nadores, observa Arendt, no dicen ser justos o sabios, sino sólo meros ejecutores de un movimiento confor­ me a su ley. Con el fin de guiar el comportamiento de los súbditos, la dominación totalitaria necesita despo­ jarles de su condición humana, reducirlos al estado de cosa o de instrumento, negarles la capacidad de juzgar, lo que encierra una preparación que los haga igual­ mente aptos para el papel de ejecutores y de víctimas. Esta doble preparación es la ideología, que destacará, en Los orígenes del totalitarismo, como una de las cla­ ves del funcionamiento de los regímenes totalitarios. 91

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En Los orígenes del totalitarismo se caracteriza la ideología a partir de lo que el nom bre mismo indica: la lógica de una idea —la ideología de la Naturaleza y la ideología de la Historia. El rasgo distintivo de una ideología es la consistencia lógica con la que pretende, científicamente, explicar el pasado y delimitar el curso de los futuros acontecimientos. Para satisfacción de sus seguidores, los diversos «ismos» ideológicos pue­ den explicar cualquier hecho deduciéndolo de una sola premisa, pero, por eso mismo, ninguna ideología, en tanto que pretende describir todos los aconteci­ mientos, puede soportar la imprevisibilidad caracte­ rísticamente humana: dada su condición de natales, los seres hum anos son capaces de dar a luz algo tan nuevo que nadie lo hubiera podido predecir. De este modo, se llena de contenido la afirmación arendtiana según la cual lo que las ideologías totalitarias tratan de conseguir en realidad no es la transformación del mundo exterior o la transmutación revolucionaria de la sociedad, sino la transformación de la naturaleza humana: lo propio de los humanos es su espontanei­ dad, su capacidad para iniciar algo tan nuevo que no se pueda explicar como simple reacción al ambiente. En tanto que son algo más que reacción animal y rea­ lización de funciones, se podría decir que los hombres son del todo superfluos para los regímenes totalita­ rios. Al eliminar la espontaneidad y reducir a los hu92 A

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manos a su anim alidad natural, estos regímenes con­ vierten la creencia de que «todo es posible» en «todo se puede destruir» (Arendt, H. 2005: 368). Con su pretensión de explicación total, el pensa­ miento ideológico se vuelve independiente de cual­ quier experiencia, se em ancipa de la realidad que percibim os con los cinco sentidos e insiste en una «realidad más verdadera», oculta tras las cosas p er­ ceptibles. En la m edida en que esta realidad sólo se puede captar m ediante la ideología, todos los regíme­ nes totalitarios tienen necesidad de adoctrinamiento. La ideología no es, en opinión de Arendt, la m entira de las apariencias, sino más bien la sospecha proyec­ tada sobre las apariencias, la presentación sistemática de la realidad que tenem os ante los ojos como una pantalla superficial y engañosa; la característica de la ideología es la incredulidad y nunca la fe perceptiva. De esta manera, ni el nazi ni el comunista convencido son el sujeto ideal del régimen totalitario, sino el indi­ viduo por el cual ya no existen ni la realidad de la ex­ periencia ni la distinción entre hecho y ficción, o entre lo verdadero y lo falso. El propósito de la educación totalitaria nunca ha sido inculcar convicciones, sino destruir la capacidad de formarse alguna. Lo que distingue a los nuevos ideólogos totalita­ rios de los antiguos ideólogos es que lo que les atrae de la ideología ya no es la «idea» o sus doctrinas —la 93 Powered by

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lucha de clases y la explotación de los trabajadores, o la lucha de razas o la custodia de los pueblos germá­ nicos—, sino sus propiedades formales, el proceso ló­ gico que puede desarrollarse, las prácticas que de ahí se pueden derivar. La «irresistible fuerza de la lógica» perm ite pasar de la «existencia de clases m oribun­ das» a la afirmación de que estas clases están consti­ tuidas por personas condenadas a muerte. Entendida como guía para la acción, esta estricta lógica atraviesa la estructura de los movimientos y gobiernos totalita­ rios. A rendt entiende que corresponde a la naturale­ za de las políticas ideológicas el hecho de que el ver­ dadero contenido de la ideología —la atención a la clase trabajadora o a los pueblos germánicos—, que en su origen determ inó la idea —la lucha de clases como ley de la Historia o la lucha de razas como ley de la Naturaleza—, quede devorado por la lógica con que es realizada la «idea». Los regímenes totalitarios surgidos en Europa en los años treinta no representan una variante del des­ potismo, ya que su fundamento no es el temor, sino el terror. El terror es la realización de la ley del movi­ miento; su objetivo principal es perm itir que la fuerza de la Naturaleza o de la Historia fluya libremente, sin verse entorpecida por acciones espontáneas o por in­ dividuos que puedan sentirse responsables de lo que sucede. Si pasan hechos inconvenientes, contradicto94 Powered by

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rios con la ideología, son los hechos y no la ideología lo que hay que transform ar. Además, A rendt destaca que en los gobiernos to ­ talitarios el poder es una som bra descentralizada y lo contrario a una estructura estable fundada sobre la responsabilidad. En contraste con la conform ación piramidal del poder tiránico, la estructura propia de los totalitarism os es similar a la forma de la cebolla, con sus m últiples capas o estratos. Es característico del Estado totalitario el hecho de que el poder, a pesar de estar encarnado en últim o térm ino por una sola figura, se propague por capas sucesivas y coexistentes que generan duplicidades al m ism o tiem po que se controlan m utuam ente. Tras la fachada de las estruc­ turas del Estado y del ejército, se extienden ramifica­ ciones de la organización del partido, a su vez dupli­ cadas por la red de la policía secreta. Se trata de un régimen en continuo movimiento donde la m ultipli­ cación de estratos de poder (algo que no tiene nada que ver con la división de poderes) provoca una vigi­ lancia y un control perm anentes de todos los implica­ dos, de modo que todos y cada uno de ellos devienen sospechosos potenciales (Collin, F. 1999: 51; Enzensberger, H. M. 2011). Así, por ejemplo, todos los nive­ les de la m aquinaria administrativa del III Reich esta­ ban sujetos a una curiosa duplicación de organismos, suficiente com o para crear confusión, pero no para 95

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explicar la «taita de form a de toda la estructura» (Arendt, H. 2018b: 542).

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Aislamiento y soledad En definitiva, de acuerdo con Arendt, el totalitarismo no persigue un gobierno despótico sobre los hombres, sino un sistema en el que éstos sean superfluos. Al tra­ tar de encajar todo en una ideología determinista, el terror se convierte en necesario para que el m undo sea consistente y se mantenga en este estado. Si es fal­ so que todos los judíos son mendigos sin pasaporte, basta con que el diario oficial de las SS, Das Schwarze KorpSy tergiverse los hechos para que pase a ser cierto lo que antes no lo era. En la medida en que la con­ sistencia ideológica —que lo reduce todo a un factor omniabarcante— entra en conflicto con la inconsis­ tencia del mundo, se ha de ejercer la dominación to ­ tal y demostrar que «todo es posible» por medio de la eliminación, a todos los niveles, de la pluralidad y la característica imprevisibilidad de la acción y el pen­ samiento humanos. La dominación total, que «aspi­ ra a organizar la pluralidad y diferenciación infinitas de los seres humanos como si la humanidad fuera un solo individuo», sólo es posible si todas y cada una de las personas pudieran ser reducibles a una identidad nunca variable de reacciones, de manera que estos ha­ ces de reacciones pudieran intercambiarse. 97

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En este contexto, la especificidad de la propagan­ da es su efectiva literalidad, la transformación inme­ diata del contenido ideológico en realidad viva a tra­ vés de instrumentos de la organización totalitaria. «Si la legalidad es la esencia del gobierno no tiránico y la ilegalidad es la esencia de la tiranía, entonces el terror es la esencia de la dominación totalitaria» (Arendt, H. 2018b: 623). Lo que carece de precedentes en el totali­ tarismo no es, pues, su contenido ideológico, sino el acontecim iento mismo de la dom inación total; la transform ación de una perspectiva general, como, por ejemplo, el antisemitismo, en un único principio que gobierna todas las actividades. Justamente en uno de los últimos capítulos del tercer volumen de Los orí­ genes del totalitarismo, el que lleva por título «Domi­ nación total», Arendt afirma que los campos de con­ centración son la institución más consecuente del gobierno totalitario, son el ideal social de la domina­ ción total. De hecho, en el contexto de la ideología to­ talitaria, nada puede ser más juicioso y lógico: si los que están internados son insectos, es lógico que ten­ gan que ser gaseados. El terror total, como decía, comienza sólo cuando el régimen ya no tiene nada que temer de la oposición. Los campos desvelan verdades elementales sobre el ejercicio totalitario del saber, sobre la ideología totali­ taria: los hechos se pueden cambiar, lo que hoy es ver98

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dadcro, m añana puede ser falso, por lo que se habita un m undo donde la verdad y la moral han perdido cualquier expresión recognoscible. La existencia de los campos no se puede explicar en térm inos «funcionalistas», ni responde a ningún criterio de utilidad. Arendt subraya la falta de sentido del gesto de «casti­ gar» gente totalm ente inocente, y el hecho de que, tanto las condiciones en que se tenía a los prisioneros como los trabajos que se les hacía hacer, no perm itían sacar un provecho de este trabajo. Y al mismo tiem po enfatiza que el program a de exterminio del régimen nazi absorbía una gran cantidad de recursos logísticos y de otro tipo que eran enormemente valiosos para la empresa bélica: «Era como si los nazis estuviesen con­ vencidos de que más im portante que ganar la guerra era adm inistrar fábricas de exterminio» (Arendt, H. 1950; 2005: 284). Los cam pos son laboratorios en los que se evi­ dencia que «todo es posible», que las viejas distincio­ nes entre vivos y m uertos, entre verdugos y víctimas, pueden difum inarse de m anera perm anente, crear así un universo com pletam ente autoconsistente, vacío de realidad e im perm eable a cualquier refutación fáctica. Al com prim ir los unos contra los otros en una anilla de hierro que los uniformiza e iguala, destru­ yen el único «prerrequisito esencial de todas las liber­ tades, que es simplemente la capacidad de movimien99

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tí), que no puede existir sin espacio» (A rendt, H. 2018b: 624). El terror sólo puede dom inar de forma absoluta a hom bres aislados, por lo que el aislamiento es uno de los objetivos del gobierno totalitario y tam bién su re­ sultado, dado que el poder, tal y com o lo entiende Arendt, em ana siempre de hombres que actúan «con­ certadam ente»; así escribe: El aislamiento es el callejón sin salida al que son arras­ trados los hombres cuando se destruye la esfera políti­ ca de sus vidas, donde actúan juntos en la prosecución de un interés común [...]. Sólo cuando es destrozada la más elemental forma de creatividad humana, que es la capacidad de añadir algo propio al mundo común, el aislamiento se convierte inmediatamente en inso­ portable. Esto puede ocurrir en un mundo cuyos prin­ cipales valores sean prescritos por la labor, es decir, donde todas las actividades humanas hayan sido transformadas en labor. Bajo condiciones similares, sólo queda [...] el esfuerzo de mantenerse vivo, y la re­ lación con el mundo como artificio humano queda rota (Arendt, H. 2018b: 635). La dominación totalitaria como forma de gobierno es nueva en la medida en que no se contenta con el aisla­ miento (isolation) de la vida pública, sino que destru­ ye también la privada, se basa en la soledad (loneliness), en la experiencia de no pertenecer al mundo. 100 Powered by



Transformado en animal laborans —reducido a acti­ vidades que le perm itan m antener su vida, en el senti­ do biológico del térm in o —, desarraigado, falto de poder y solo, un individuo puede ser sustituido p o r cualquier otro y, por tanto, deviene superfluo. Estar desarraigado significa no tener un lugar reconocido y garantizado por los demás, y ser superfluo significa no pertenecer al m undo. Los campos de concentración son el ideal social de la dom inación total: el horror real, presente, con­ vierte a los seres hum anos en meros cuerpos sufrien­ tes, ya que paraliza de forma inexorable todo lo que no sea pura reacción y elimina la distancia que perm i­ te elaborar lo inmediato, lo vivido. Como escribió en 1950, «la dom inación total se alcanza cuando la p er­ sona hum ana, que de algún modo es siem pre una mixtura particular de espontaneidad y condiciona­ miento, ha sido transform ada en un ser enteram ente condicionado cuyas reacciones pueden calcularse in ­ cluso en el m om ento de ser llevada a una m uerte se­ gura» (Arendt, H. 1950; 2005: 295). Las cámaras de gas no se destinan a casos particulares, sino a una p o ­ blación en general; una población en la que no se dis­ tingue un individuo de otro ya que todos se reducen al mínimo denom inador com ún de la vida orgánica. En el camino hacia esta dominación total, el p ri­ mer paso básico es anular al individuo como sujeto de 101

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derecho, como ciudadano —«matar en el hombre la persona jurídica», lo que significa perder la capacidad de acción normal, y también la de acción delictiva, al quedar eliminada cualquier posibilidad de adivinar el nexo entre el encarcelamiento y la acción realizada. Hallamos antecedentes de este paso en el mundo ex­ traeuropeo por obra del imperialismo colonial y entre los judíos emancipados como consecuencia del anti­ semitismo moderno. Arendt dedica sendos apartados al análisis de este paso, el titulado «Entre el vicio y el delito» (2018b: 157 y ss.), donde escribe: «[e]1 castigo es el derecho del delincuente», y otro, dedicado a la anulación del individuo como sujeto de derecho, «Las perplejidades de los Derechos del Hombre» (2018b: 385 y ss.), se trata de aquellas conocidas páginas en que, al hacer referencia a los apátridas y refugiados, afirma que resulta mucho «más difícil destruir la per­ sonalidad legal de un delincuente [...] que la de a quien le han sido denegadas todas las responsabilida­ des humanas comunes». La culminación de este paso llega con la dominación totalitaria y los decretos de desnacionalización masiva de individuos cuyos dere­ chos, a partir de aquel momento, no serán defendi­ dos en ningún lado. En los campos de concentración y de exterminio, la reclusión no debe convertirse en ningún caso en un castigo calculable para delitos tipi­ ficados. 102

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El paso siguiente, prefigurado tam bién para las masacres coloniales y por los hechos ocurridos en tor­ no al caso Dreyfus, consiste en «el asesinato de la per­ sona moral en el hombre» y culmina con la pérdida del contenido de la propia noción de solidaridad en los campos de concentración y de exterminio. Esta pérdi­ da queda ilustrada en cómo en estos «pozos de olvido» la muerte se vuelve anónima, «el homicidio es tan impersonal como el aplastamiento de un mosquito» (Arendt, H. 2018: 596). El mundo occidental, observa Arendt, incluso en sus períodos más negros, siempre había otorgado al enemigo muerto el derecho a ser re­ cordado; en los campos se privó a la muerte de su sig­ nificado como final de una vida realizada; en cierto modo, al individuo se le arrebató su propia muerte. La destrucción de la individualidad, de la autono­ mía personal, constituye el último paso hacia la dom i­ nación total y, en la institución más consecuente del gobierno totalitario, se traduce en la metamorfosis de los hombres en meros especímenes del animal hum a­ no, en cadáveres vivientes. De este modo, el objetivo de convertir en superfluos los hombres se consigue al imponer un estilo de vida en el que el castigo no tiene conexión con un delito, en el que se realiza un trabajo sin producto y en el que se explota sin beneficio; se consigue, en definitiva, a través de la pérdida total de sentido de todo lo que pasa. 103

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Arendt m uestra que con la literalidad efectiva, con la transformación inmediata del contenido ideo­ lógico en realidad, los nazis, lejos de ser simples gánsters metidos en política, inventaron una perversidad que va más allá del vicio y que, al mismo tiempo, es­ tablece una inocencia absoluta, más allá de la virtud, de modo que inocencia y perversidad se hallan fuera de la esfera de la realidad política. De este modo alerta sobre los peligros de la inocencia absoluta en el siglo xx. Así, en su respuesta a una ponencia de 1968 de Joel Feinberg sobre la responsabilidad colectiva, es­ cribe: «Sí, es cierto que el siglo xx ha creado una cate­ goría de personas que han sido auténticos parias, que no pertenecían a ninguna comunidad internacional­ mente reconocida, fuera cual fuera: los refugiados y las personas sin Estado, que sin duda no podían ser considerados políticamente como responsables de nada. En términos políticos, sin tener en cuenta su carácter grupal o individual, ellos son los absoluta­ mente inocentes. Pero es precisamente esta inocencia absoluta la que los condena a una posición, por decir­ lo de alguna manera, extrínseca a la H um anidad como un todo» (Bernauer, J. W. 1987). El horror de los campos de concentración y exter­ minio radica en el hecho de que los recluidos, a pesar de continuar vivos, están más aislados del mundo de los vivos que si hubieran muerto, porque el terror im­ 104

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pone inmediatez y olvido. El exterminio tiene que ver con seres hum anos que, a efectos prácticos, ya están «muertos». Como ya hemos dicho en el prim er capítulo, para Arendt nuestra sensación de la realidad depende to ­ talmente de la apariencia y, por tanto, de la existencia de una esfera pública. Sólo donde las cosas pueden ser vistas por m uchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su identidad, de modo que quienes se agru­ pan en su derredor saben que ven lo mismo en total diversidad, sólo allí aparece auténtica y verdadera­ mente la realidad mundana. Por ello, al caracterizar el totalitarismo como eliminación de lo político, como supresión de la esfera pública en tanto que espacio de apariencias, A rendt no sólo subraya la conversión de los seres hum anos en un puro haz de reacciones sino tam bién la pérdida de la realidad hum ana, del mundo com partido. «Los campos son concebidos no sólo con el fin de exterminar gente y degradar a los seres humanos; sino también para servir a los terribles expe­ rimentos de eliminar, bajo condiciones científicamente controladas, la propia espontaneidad como expresión del comportamiento humano y de transformar la per­ sonalidad humana en una simple cosa, algo que no son ni tan siquiera los animales» (Arendt, H. 2018: 590). Por decirlo de alguna manera, el totalitarismo h u ­ biera querido una hum anidad sin m undo y habría in105

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troducido la posibilidad de convertir en falsos los he­ chos verdaderos. La mentira totalitaria ha mostrado cómo asuntos falaces pueden convertirse en verdades. Es como si, por utilizar palabras de Simona Forti (Forti, S. 2008), el totalitarism o hubiera sobrepasado el umbral de una ontología milenaria al convertir la ideología en un dispositivo que permite cambiar y de­ finir los límites de lo humano. Es así que A rendt justifica el tipo de aproxima­ ción que lleva a cabo en su libro, una aproximación alejada de las ciencias sociales. Se trata de entender elementos que simplemente superan nuestra capaci­ dad de comprensión; por ejemplo: ¿cómo emplear una categoría como la de asesinato para describir la producción en masa de cadáveres?, o cómo tratar de analizar el comportamiento psicológico de los reclui­ dos o de los miembros de las ss, cuando lo que se debe comprender es cómo la psyche puede ser destruida o se desintegra sin la destrucción física del hombre. De ahí que Arendt, a diferencia de Bataille, considere que para comprender el totalitarismo sea ciertamente pre­ ciso detenerse «en los horrores», ya que los campos son la institución más consecuente de la dominación totalitaria. Y apela al papel de la imaginación como la única que nos hace capaces de mirar de frente —y de reflexionar sobre— los horrores sin vemos anegados o enmudecidos por el dolor. Así escribe: «Sólo las ate106

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rradas imaginaciones de quienes se han sentido con­ movidos por estos hechos, pero que no los han sufri­ do en carne propia y que, por tanto, están libres del terror bestial y desesperado que, cuando alguien se enfrenta con el terror presente y real, paraliza de for­ ma inexorable todo lo que no sea una simple reacción, se pueden perm itir seguir pensando sobre los horro­ res» (Arendt, H. 2018: 593).

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Epílogo Pensar en campo abierto «se debe vivir y pensar en campo abierto». La consolidación del nazismo como totalitarismo dejó una huella definitiva en el pensam iento de A rendt. En todos sus libros y artículos pervive una especie de programa de reflexión estrechamente vinculado a la pasión por com prender, a la voluntad de examinar y de hacerse cargo de su tiempo y a la decisión de en ­ contrar vías para ir más allá del sentimiento de ver­ güenza que, una vez derrotado el nazismo, invadió a las víctimas y a todo el pueblo alemán. De su esfuerzo por aislar los elementos que crista­ lizaron en la emergencia de los regímenes totalitarios, aflora algo parecido a un guión para el pensam iento en «tiempos oscuros» complejo, difícil de catalogar y entretejido de consideraciones que no siempre enca­ jan fácilmente con la imagen que tenemos actualm en­ te de una autora en la que se puede encontrar una «va­ riante del radicalismo» y que resulta especialm ente cómoda por el hecho de «no estar contam inada por el 109

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materialismo, el leninismo o el historicismo» (Ganovan, M. 2018: 52). Las categorías y los problem as centrales de su pensamiento deben mucho a este guión medio oculto; de hecho, muchos se pueden leer como si fueran imá­ genes invertidas de los conceptos de que se dotó en Los orígenes del totalitarismo. Así, podemos pensar que su apuesta por entender la comunidad política en térm inos de distancia y no de proximidad, y su afir­ mación de que la libertad tiene que ver con el espacio «entre» los hombres, se contraponen al hecho de que los recluidos en los campos están comprimidos los unos con los otros por una anilla de hierro que hace desaparecer la pluralidad y la convierte en Un H om ­ bre de dimensiones gigantescas. También, la acción pensada bajo la matriz de la natalidad, de la imprevisibilidad y de la novedad absoluta es la imagen espe­ cular de la extinción total de la libertad y de la volun­ tad hum anas en una conducta convertida en serial. Su persistente preocupación por la durabilidad y la esta­ bilidad constituye una respuesta al carácter de movi­ miento incesante que tuvieron las ideologías y los go­ biernos totalitarios. Igualmente, la relevancia política que Arendt concede a la singularidad y la pluralidad puede ser considerada como la imagen inversa del te rror y de la m onstruosa uniformización e igualación propia de los campos; «En el ámbito de la pluralidad lio Powered by

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[...] todo lo que llamamos “parte” puede ser más que el “todo” al que pertenece» (Arendt, H. 2006: Cuader­ no IV [1], mayo 1951). En fin, la antítesis de «los po­ zos de olvido», sería su apuesta por la memoria, en­ tendida no sólo como un recordatorio del sufrimiento de los judíos en el siglo xx —dado que masacres y do­ lor ha habido profusamente a lo largo de la historia—, sino también como énfasis en el papel de la palabra y del relato como vías para juzgar y otorgar sentido a lo que hacemos y padecemos. En la medida en que no considera el totalitarismo como el resultado de un exceso de política en todos los ámbitos, sino de la destrucción de la misma, m u­ chos de sus trabajos pueden considerarse como fruto de las sucesivas tentativas de repensar el sentido, la especificidad y la dignidad de la política —distin­ guiendo entre dominio y poder político, y entre auto­ ridad y poder— o de abordar el problema de la funda­ ción de la libertad. Arendt está alejada de la confianza en un regreso a la Europa de las Luces y, de hecho, sabe que no es el siglo xviii sino el xix lo que se interpone entre aquella Europa y nosotros. En su obra dirige la mirada hacia los dos polos extremos entre los cuales está conteni­ da la modernidad, el totalitarismo del siglo xx y las revoluciones modernas (Enegren, A. 1994: 53). El hecho de haber identificado en el siglo xix los «orígeíii

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nes» del totalitarism o la lleva a profundizar en el análisis de la sociedad moderna como proceso de despolitización y de desposamiento de la libertad pú­ blica —de atomización de los individuos en la socie­ dad de masas—, a su conflictiva distinción entre lo social y lo político, a una relectura de Marx y a un estudio de las nuevas figuras contem poráneas sin mundo —el paria, el apátrida, el refugiado. Dirigir la m irada hacia el siglo xix y, al mismo tiempo, replan­ tearse la pregunta por la especificidad de la libertad política, la conduce a considerar las revoluciones como m om entos en los que la acción volvió a ser po­ sible, cuando tuvo lugar un nuevo inicio que aspira­ ba a crear un espacio público duradero, estable, don­ de la libertad pudiera aparecer. Arendt presenta el acontecim iento revolucionario como apertura y mo­ mento fulgurante de lo político, como conjunto de episodios que sólo han sido posibles en las condicio­ nes de la Edad M oderna; con ello está diciendo tam ­ bién que la auténtica política se manifiesta sólo en aquellas grietas de la historia en donde parece que la progresión tem poral se suspende, se interrum pe. De este modo, en este punto podem os entender que la libertad política tiene que ver con los espacios de tiem po que escapan al orden de la dom inación y a las dinám icas y m ovim ientos sociales e históricos, más que con algún tipo de utopía política. 112 Powered by

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Éstas son algunas muestras del proyecto que se entrevé en los escritos arendtianos, aunque cierta­ mente habría que matizar que no todo lo que encon­ tramos en su obra proviene de Los orígenes del totali­ tarismo. Como he dicho en las primeras páginas, en Arendt no hay ninguna intención de sistema, sino de encontrar un pensamiento que no rehúya lo particu­ lar, lo contingente, lo temporal. Pero esto no significa una renuncia a pensar o una sumisión a lo accidental, sino una clara y decidida voluntad de responsabilidad para con el mundo y de juzgar y comprender los tiem ­ pos que nos ha tocado vivir. Y comprender o juzgar significa pensar y expresar lo que hacemos, o sea, «ha­ blar de ello», dar nombre a las cosas y las personas, indicando las responsabilidades propias y ajenas, to­ mando posición respecto a lo que sucede. De hecho, Arendt sabe que uno de los peligros más grandes a la hora de reconocer el totalitarismo como la maldición del siglo sería obsesionarse hasta el punto de volverse ciegos ante los numerosos males pequeños y no tan pequeños de nuestro tiempo.

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Breve biografía de Hannah Arendt Hannah Arendt (Hannover, 1906-Nueva York, 1975), filósofa de origen alemán y una de las teóricas de la política más influyentes de la segunda mitad del si­ glo xx. Nacida en una familia judía asimilada, cursó estudios de filosofía, teología cristiana y lengua griega en M arburgo, Heidelberg y Friburgo. Heidegger, Bultmann y Jaspers fueron algunos de sus profesores. Heidegger y Jaspers fueron sus dos grandes maestros. Después de doctorarse con una tesis sobre el amor en Agustín de Hipona, bajo la dirección de Jaspers, se in­ teresó en la figura de Rahel Varnhagen. Con el ascenso al poder del régimen nazi, en 1933, huyó a Francia, donde trabajó para una organización sionista dedicada a alojar jóvenes en Palestina. En 1941 llegó a los Estados Unidos, donde residió hasta el final de sus días. Durante los primeros años en Nueva York escribió sobre la persecución de los judíos euro­ peos en revistas como Aufbauy publicó un polémico artículo «El sionismo reconsiderado» (1944) y trabajó en el libro que la hará conocida, Los orígenes del tota­ litarismo (1951). 115

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Desde la década de 1950 fue profesora de univer­ sidades como Chicago o Princeton y se dedicó a re­ pensar la vita activa y la especificidad de la libertad de la política, una vez ésta había recibido uno de sus más duros reveses, lo que se tradujo en tres libros: La con­ dición humana (1958), Entre el pasado y elfuturo (1961) y Sobre la revolución (1963). En 1961 cubrió el juicio de Eichmann y publicó su controvertido Eichmann en Jerusalén. Un informe so­ bre la banalidad del mal (1963). La polémica desatada por este libro le llevó a reflexionar sobre las relaciones entre verdad y política y sobre la articulación entre el pensam iento y el juicio, al mismo tiempo que conti­ nuó interviniendo en los hechos que le tocó vivir con textos como Sobre la violencia (1970) o Crisis de la República (1972). En los últimos años de su vida se dedicó a profundizar en el estudio de la vita contem­ plativa en su obra La vida del espíritu —dividida en tres partes, el pensamiento, la voluntad y el juicio—, que no pudo completar a raíz de su m uerte en 1975.

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Aclaraciones * Los orígenes del totalitarismo fue publicado por p ri­ mera vez en 1951 en Estados Unidos y, el m ism o año, en Reino U nido con el título de The Burden o f O ur Time. En 1958 apareció una segunda edición am plia­ da, en 1962 se publicó la versión en lengua alem ana Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft, y una te r­ cera edición vio la luz en inglés en 1967 con nuevos prefacios a cada una de las partes del libro. En 2004, Samantha Power prologó una nueva edición n o rte a ­ m ericana que incorporaba todas estas variaciones (Arendt, H. 2004b). Las diversas ediciones de esta obra, term inada en 1949 y publicada por prim era vez en 1951, contienen añadidos y supresiones significa­ tivos. Para un análisis detallado de las diferencias e n ­ tre las prim eras redacciones y ediciones y las siguien­ tes, véase Tsao, R. T. (2002), donde se detallan los cambios en la concepción arendtiana del totalitaris­ mo, especialmente en relación con su vínculo con el imperialismo. ** Cuando Arendt se refiere a lo social, a la sociedad, apunta hacia ese ámbito híbrido en el que las antiguas

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distinciones entre lo público y lo privado han queda­ do completamente desdibujadas; un ámbito donde la vieja dimensión de la vita activa habría resultado pro­ fundamente trastornada al quedar en el centro los cri­ terios del animal laborans. En este sentido, Arendt considera que el poder político no es idéntico a la mera administración de bienes, es decir, apunta a la incom ­ patibilidad entre lo político y lo económico, entre lo político y lo social, entre la política y la naturaleza. De hecho, es así que se puede entender su diagnóstico de m odernidad, el diagnóstico de su propio tiempo, en térm inos de una progresiva atrofia de m undo (worldlessness): el desarrollo de la economía moderna habría puesto la acción al servicio de la labor y del consumo. No es, pues, extraño que hable de un creci­ miento no natural de lo natural.

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Filósofa judía de origen alemán y una de las teóricas de la política más influyentes de la segunda mitad del siglo xx- Actualmente se conocen y elogian su apuesta por pensar la vita activo y la política a partir de la categoría de natalidad, su análisis de los regímenes totalitarios, la tesis de la banalidad del mal o sus reflexiones en torno a la república y al tesoro perdido de la tradición revolucionaria. De sólida formación filosófica y con una prometedora carrera académica, el «shock de la realidad», el incendio del Reichstag en 1933, la obligó a exiliarse a París y a repensar la especificidad y el sentido de la política. Como se sabe, sus reflexiones parten de la constatación de que los hechos del totalitarismo dejaron una situación en la que se tenía que levantar acta de la heterogeneidad de las viejas herramientas conceptuales y la experiencia política del siglo xx. De ahí que asumiera el reto de «pensar sin barandillas». Este libro propone una lectura contemporánea de algunas reflexiones en torno al totalitarismo y a la libertad política. 301606 I S BN 9 7 9 - 6 4 - 1 8 1 9 3 - 6 7 - 5

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