Generos Procedimientos Contextos

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Géneros, procedimientos, contextos Conceptos de uso frecuente en los estudios literarios

Martina López Casanova y María Elena Fonsalido (coordinadoras)

P rólogo de José Luis de Diego

EDICIONESUNGS

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Universidad Nacional de General Sarmiento

Martina López Casanova y María Elena Fonsalido (coordinadoras)

Géneros, procedimientos, contextos Conceptos de uso frecuente en los estudios literarios

P ró lo g o de José Luis de D ieg o

E D IC IO N E S U N G S

I Universidad Nacional de J H General Sarmiento

Géneros, procedimientos, contextos : conceptos de uso frecuente en los estudios literarios / Adriana Albina Bocchino ... [et al.] ; coordinación general de Martina López Casanova ; María Elena Fonsalido. - la ed. - Los Polvorines : Universidad Nacional de General Sarmiento, 2018. 244 p. ; 22 x 15 cm. - (Comunicación, artes y cultura. Sobre literatura ; 3) ISBN 978-987-630-325-5 1. Estudios Literarios. 2. Géneros Literarios. I. Bocchino, Adriana Albina II. López Casanova, Martina, coord. III. Fonsalido, María Elena, coord. C D D 807

E D IC IO N E S U N G S © Universidad Nacional de General Sarmiento, 2018 J. M. Gutiérrez 1150, Los Polvorines (B 1613G SX ) Prov. de Buenos Aires, Argentina

Tel.: (54 11) 4469-7507

[email protected] www.ungs.edu.ar/ediciones Diseño gráfico de colección: Andrés Espinosa Diseño de tapa: Franco Perticaro Corrección: Edit Marinozzi Colección Comunicación, Artes y Cultura - Serie Sobre Literatura Coordinación de la serie: Martina López Casanova Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en FP Com pañía Impresora Beruti 1 560, Florida (1602) Buenos Aires, Argentina, en el mes de marzo de 2018. Tirada: 2000 ejemplares.

Índice Prólogo José Luis de D iego........................................................................................... 9 Presentación Martina López Casanova y María Elena Fonsalido........................................ 13 PRIMERA PARTE De los géneros literarios a los géneros discursivos Géneros literarios / géneros discursivos Adriana A. Bocchino..................................................................................... 21 Comedia Sandra Ferreyray Martín Rodríguez............................................................29 Cuento Dante A. J. Peralta........................................................................................ 35 Drama Juan Rearte.................................................................................................. 45 Épica y epopeya Clea Gerber.................................................................................................. 53 Mito / mítico Francisco García Chicote.............................................................................. 59 Novela Nicolás Olszevicki.........................................................................................67 Poema José Fraguas................................................................................................. 75 Tragedia Sandra Ferreyra y Martín Rodríguez........................................................... 83 SEGUNDA PARTE El texto como construcción. Procedimientos Procedimientos Martina López Casanova............................................................................. 91 Figuras retóricas Noelia V itali.................................................................................................99

Motivo y tópico Eloy Martos N ú ñ e z.....................................................................................107 Narrador Isabel Vassallo............................................................................................ 113 Parodia Diego Di Vincenzo....................................................................................... 121 Personaje María Isabel Morales Sánchez.................................................................... 127 Polifonía Eduardo Muslip.......................................................................................... 135 Yo lírico / sujeto lírico María Elena Fonsalido................................................................................143 TERCERA PARTE El texto situado. Contexto/s Contexto/s Martina López Casanova e Inés Kreplak...................................................... 151 Autor Adriana A. Bocchino...................................................................................159 Campo literario Paulo Jaime Lampreia Costa...................................................................... 167 Canon María Elena Fonsalido................................................................................173 Generación M artín S ozzi.............................................................................................. 179 Industria cultural Nicolás Olszevickiy Dante Peralta.............................................................. 187 Lector Aitana Martos García.................................................................................195 Literatura y culturas populares Gloria Chicote............................................................................................ 201 Tradición/tradiciones Analía Gerbaudo........................................................................................207 Algunos otros conceptos de uso frecu en te........................................... 213 Bibliografía c ita d a ...................................................................................215 A u tores..................................................................................................... 233

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Prólogo José L u i s

de

D ie g o *

Los conceptos o categorías son herramientas que solemos utilizar para tor­ nar inteligible el caos del mundo. La persistencia en el tiempo es la prueba de su eficiencia; las hay efímeras y otras duraderas. Borges nos enseñó que todas son arbitrarias, tanto las que refieren a los animales que llamamos mamíferos o vertebrados como a “los que de lejos parecen moscas” o “ los que acaban de romper un jarrón” . Por el absurdo, el autor de “ El idioma analítico de John Wilkins” nos advierte que la probada arbitrariedad de las categorías solo parece redimirse cuando cumplen acabadamente su función: explicar el mundo. Si volvemos a la transitada metáfora de las “herramientas” , digamos que algu­ nas se ajustan adecuadamente al objeto sobre el que operan y otras no sirven para nada. Hay quienes piensan que con las categorías solo describimos algo que existe en el mundo, que tiene sustancia, esencia o algo así; otros creen que aquello que designamos existe en el momento en que decidimos que existe, cuando las categorías lo nominan, lo ordenan, definen el espacio semántico de su significación. En su Diario filosófico (1914-1916), Ludwig Wittgenstein sugiere que podemos imaginar la realidad como una superficie de manchas irregulares; para otorgar alguna coherencia a esa superficie, colocamos sobre ella una grilla o plantilla con recortes uniformes, de manera que uno de esos recortes nos dejará ver un rombo de color blanco, otro un círculo bicolor y así sucesivamente. Nosotros creemos que de ese modo estamos describiendo el mundo, y en verdad no hacemos más que hablar de la grilla... Pero no voy a continuar en las densas aguas de la filosofía.

* IdIHCS, Universidad Nacional de La Plata-Conicet.

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Desembarquemos pues en tierra fírme mediante un ejemplo. Buena parte de la crítica se ocupó de cuestionar, una y otra vez, la resistente categoría de “realismo”, tenazmente eficaz para referirse a variadas formas de represen­ tación en el arte. Para algunos, ningún texto puede en verdad dar cuenta de la realidad, esquiva e inagotable, y por lo tanto, el realismo es una pretensión ilusoria; para otros, todo texto de algún modo habla de la realidad, y por lo tanto, el realismo es una categoría inútil. O sea, como veníamos diciendo: cuando una categoría no nos sirve para fragmentar la realidad (por exceso si abarca todo, o por defecto si no abarca ni siquiera un ejem plar), cae. ¿Cómo, pues, el “realismo” se las arregló para sobrevivir? O bien adjetivado (realis­ mo socialista, realismo mágico, realismo sucio) o bien prefijado (surrealismo, neorrealismo, hiperrealismo); de esa manera, recortaba objetos específicos y la herramienta nos seguía siendo útil. El ejemplo nos señala al menos tres cosas. La primera es que las catego­ rías tienen historia, y el alcance semántico que les otorgamos y reconocemos va modificándose. Para referir algunos casos del libro que prologamos -este diccionario de categorías-, en la tercera parte encontramos juntas, una al lado de la otra, a “canon” y “generación” . “Canon” es de un uso relativamente reciente; en nuestro ámbito, se impuso hacia mediados de los años noventa con la fuerza de una moda, impulsada por la publicación, casi en paralelo, de las traducciones de The Western Canon de Harold Bloom y de Les regles de Yart de Pierre Bourdieu. “Generación”, en cambio, es una categoría en boga hasta los años cuarenta que luego fue cayendo en desuso, denunciada de ingenuo historicismo por el énfasis sincrónico que protagonizó la entonces emergente escuela estructuralista; en los últimos años, sin embargo, ha reaparecido con nuevos significados y nuevas precauciones. La segunda enseñanza es que las categorías son contenciosas. Néstor García Canclini, con su lucidez habitual, ha definido el lugar específico de la cultura como un espacio de disputas. Si en la vida social las relaciones de fuerza re­ gulan la materialidad de los objetos -propiedad, intercambio, oferta y deman­ da, robo y opresión-, las relaciones de sentido regulan la significación de los objetos -eso que la lengua taimada de los comunicólogos gusta hoyen llamar batallas massmediáticas por el control del sentido-. Quienes nos dedicamos a los estudios literarios también participamos de estas reyertas, aunque algo más modestas; nuestro terreno de disputas son, precisamente, las categorías. Por citar una más o menos célebre: la que enfrentó a Roland Barthes y Raymond Picard a mediados de los años sesenta, y nos legó un librito fundamental, Cri­ tique et vérité, diríamos que fue una querella sobre las categorías. La tercera enseñanza no deriva, en rigor, de nuestro ejemplo, sino de las dos anteriores, y es esta: enfrentarnos a las categorías que usamos habitual­ mente nos obliga a preguntarnos por qué las usamos y cómo las usamos: una práctica autorreflexiva propia de los metalenguajes. Las prácticas autorreflexivas, constitutivas de las instituciones de enseñanza e investigación, adoptan

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Prólogo

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diferentes nombres, como epistemología o metodología; en nuestro campo, en las universidades que emergían trabajosamente de la noche negra de la dictadura, se consolidaron en las cátedras de teoría literaria. Sabemos que no existe una teoría literaria sino muchas, y que no sería descabellado que nuestras materias asumieran el plural en su formulación; sin embargo, cuan­ do hablamos de teoría literaria, en singular, nos referimos precisamente a un tipo de actividad autorreflexiva, a una suerte de metacrítica, que se pregunta obstinadamente si las categorías resultan pertinentes y significativas en rela­ ción con tal o cual objeto. No nos ocupamos de un objeto que está después del trabajo de los especialistas, a manera de una gran síntesis, sino de algo que está antes: las condiciones de posibilidad de un discurso crítico. De hecho, hay muy pocas tesis sobre teoría literaria, pero todas las tesis requieren de una dimensión autorreflexiva que la actividad teórica provee, incluso cuan­ do no aparece explicitada en los tediosos, y a menudo innecesarios, marcos teóricos. Nuestra labor es incómoda y nuestro principal escollo es el sentido común asentado en las prácticas más o menos rutinarias: para qué le siguen dando vueltas a la categoría de autor si todo el mundo sabe lo que es un autor; ahora resulta que al poeta hay que llamarlo yo poético... Las categorías, entonces, son históricas y mutables, están sujetas a disputas y polémicas, y periódicamente debemos revisar por qué y cómo las usamos; si necesitáramos alguna prueba para demostrar estas afirmaciones, allí están los diccionarios de términos. Son una actualización de nuestras discusiones, una radiografía de un estado del campo, un reto estimulante para decidir cómo ordenamos nuestra “ grilla” , qué categorías incluimos -y cuáles no-, y qué decimos de ellas. Las coordinadoras del presente volumen han citado al­ gunos valiosos antecedentes en nuestro país; si evaluaron necesario un nuevo diccionario de conceptos fundamentales en los estudios literarios es porque habrán creído que la actividad de enseñanza e investigación requería una pues­ ta a punto, un nuevo intento de definir los alcances y el territorio de nuestros trabajos. No me detendré en las virtudes y limitaciones que, en mi opinión, pone de manifiesto este nuevo diccionario: este prólogo no presume de reseña. Conozco a Martina López Casanova y a María Elena Fonsalido hace muchos años, sé de su inteligencia, de su dedicación, de su capacidad, y sé que per­ tenecen a una etnia en extinción. Cada vez más nos es dado observar que los colegas, a medida que acrecientan sus papers y sus calificaciones académicas, comienzan a desdeñar la docencia como una labor que les resta tiempo a sus imprescindibles lucubraciones; dan clases, pero pretenden hacerlo en su nivel, en un posgrado con no más de diez alumnos selectos. Pero alguien tiene que hacerse cargo de los cursos de primer año, de los ingresos, esos que concen­ tran cuatrocientos alumnos o más, que han leído poco y nada, y que provienen de zonas más o menos sumergidas de la sociedad. Ahí, en ese lugar a menudo abandonado por las políticas universitarias, resisten los miembros de la etnia, los que se reconocen orgullosos jornaleros de la enseñanza. Y no se sabe bien

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por qué están ahí, aunque tengo para mí que hay una sola explicación posible: porque los alumnos les importan. No me refiero a los becarios, ni a los docto­ randos, ni a los maestrandos; sino a los alumnos sin más, sin atributo alguno. Y allí, en esa preocupación casi extinta, está también la razón de existencia de este libro. Si uno lee con detenimiento las veintiséis entradas de este diccio­ nario, advierte rápidamente que no presume de surfear en la cresta de la ola teórica, ni le interesa dar debates focalizados en tal o cual nudo gordiano de la teoría. No se pensó como una actualización teórica que acaso pueda servir a los estudiantes; sospecho que el recorrido, y la génesis, fue el inverso: pre­ guntarse cuáles son las categorías que más y mejor pueden ayudarlos en sus estudios. Quizás por eso, por haber decidido abandonar desde el origen mis­ mo del proyecto la pedantería de las jergas para iniciados, la arrogancia de las modas vacuas que a poco de sacudirlas muestran sus pies de barro; acaso por eso, decía, estamos ante un libro al que los alumnos le importan.

Presentación M a r t in a L ó p e z C a s a n o v a * y M a r í a E l e n a Fo n s a l i d o *

Volver sobre categorías propias del campo de los estudios literarios y de la enseñanza de la literatura implica revisar concepciones acerca de la litera­ tura misma, atentos a la variabilidad histórico-cultural tanto de las primeras como de las segundas. La asunción del desafío se corresponde con las deci­ siones que se plasman en el diseño de este breve libro, en la selección de los términos, en la estructura que comparten los artículos que lo componen. Por otra parte, para tomar esas decisiones hemos tenido en cuenta, en primer lu­ gar, el lector que prevemos; en segundo lugar, distintos modelos y criterios de textos que también compilan conceptos, en un sistema familiar al de los diccionarios especializados y divulgativos del mismo campo. En síntesis, el lector previsto en primer plano es el estudiante que inicia carreras de letras o afínes. En relación con este perfil, la mayoría de las categorías seleccionadas pertenecen a un conjunto léxico fuertemente establecido en el ámbito de la escuela media a través de tradiciones propias de la enseñanza de la literatu­ ra (cuento, novela, tragedia, narrador, personaje, figuras, etcétera). Se suman a ellas algunas categorías de incorporación más reciente al ámbito escolar (como industria cultural o cultura y literatura popular, por ejemplo) que indi­ carían allí la apertura o la consideración de cuestiones fuertemente debatidas en el campo intelectual local desde los años sesenta, y más o menos inclui­ das de modo sistemático en programas de literatura de planes de estudios de formación docente, a partir de la transición democrática. Es decir, el corpus trae, para someterlas a discusión, categorías que el estudiante que inicia su formación en el nivel superior ya conoce. El diseño en partes tiende a orientar * Universidad Nacional de General Sarmiento.

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Martina López Casanova y María Elena Fonsalido

una lectura que asocie términos en conjuntos mayores, que a su vez puedan articularse en la propuesta global del libro. En este sentido, se apela a carac­ terísticas formales y objetivos más cercanos a los de un manual que a los de un diccionario especializado. Por último, y en consonancia con lo anterior, la estructura de los artículos apunta a revisar las cristalizaciones conceptuales implícitas en el posible uso automatizado de las categorías seleccionadas. En los siguientes apartados, con el fin de explicitar nuestros propósitos y pers­ pectiva, desarrollamos estas y otras cuestiones.

Breve historia El trabajo surge de una necesidad detectada en nuestra tarea docente en materias de literatura del Profesorado de Lengua y Literatura (Introducción a los Estudios de la Literatura y Estudios de la Literatura Contemporánea) y de la Licenciatura en Cultura y Lenguajes Artísticos (Literatura I y Literatura II) de la Universidad Nacional de General Sarmiento. La práctica nos alertó sobre la falta de un actualizado material de consulta sobre conceptos propios de los estudios literarios, de uso frecuente no solo en el ámbito académico, sino también y sobre todo en el escolar, que previera como principal destinatario el perfil lector de estudiantes de los comienzos del nivel superior. Este criterio de selección de las categorías apunta al objetivo de revisar los conceptos que el estudiante trae de su paso por la escuela media. A partir de la detección de la vacancia señalada, pensamos también, como en una puesta en abismo, un conjunto mayor de posibles lectores en distintos momentos de su formación: además de estudiantes en el inicio de estudios de literatura, estudiantes avan­ zados, profesores de literatura de nivel medio y superior, e investigadores en formación. Es justamente para este conjunto de lectores que nuestro libro re­ toma conceptos básicos con el fin de, en cada artículo, partir de sus usos en la circulación viva, actual, y luego complejizarlos en un recorrido por puntos de inflexión y contrastes de distintas líneas de la teoría, situadas. Además de vincularse con la práctica docente en la universidad, este tra­ bajo se vincula con la de investigación. En efecto, los proyectos que venimos desarrollando en los últimos diez años nos proveen de un repertorio variado de materiales correspondientes a discusiones de la teoría y la crítica, en su relación con la literatura y con los lectores en la escena local. Por otra parte, si bien no encontramos material publicado que reuniera los temas y destinatarios que nos propusimos enfocar, tuvimos como modelos trabajos que constituyen insoslayables referentes. En este sentido, pensamos y ubicamos nuestro texto en relación con el conocido y ya clásico volumen de Jaime Rest Conceptos fundamentales de la literatura moderna (1979) y con Literatura. La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates, publicado en 2008 bajo la dirección de José Amícola y José Luis de Diego. Del libro de Rest

Presentación

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tomamos el carácter de “ fundamentales” como criterio de selección y le su­ mamos un segundo criterio doble que nos permitió confeccionar un corpus actualizado: debía tratarse, como ya adelantamos, de conceptos de uso alta­ mente frecuente y de circulación casi cristalizada en el ámbito escolar e incluso a veces también en el académico. De Amícola y De Diego tuvimos en cuenta la actualización de la perspectiva especializada y la densidad polémica de los artículos, dadas no solo en cada uno, sino sobre todo en su sumatoria, propia de una obra colectiva. Otros modelos nos proveyeron de otras dimensiones: Palabras clave de Raymond Williams, la dimensión histórico-conceptual de las categorías; Diccionario de nuevas formas de lecturay escritura coordinado por Eloy Martos Núñez y Mar Campos Fernández-Fígares, la dimensión ex­ plicativa que cierra con una puesta en análisis a través de la cual se exhibe un modo de operar en la lectura de un caso/problema.1 La revisión de modelos y la puesta en discusión de sus criterios de con­ fección en relación con sus destinatarios tuvieron también una instancia de intercambio presencial en una jornada realizada en la Universidad Nacional de General Sarmiento en 2015. Bajo el título de “Conceptos, términos, cate­ gorías: problemas interdisciplinares en el estudio de las ideas” se reunieron especialistas de distintas áreas de las Ciencias Sociales y las Ciencias Humanas para comunicar criterios y modos de trabajo conjunto, que habían permitido la confección de diversas compilaciones de artículos sobre conceptos más o menos especializados de cada ámbito, en las que los expositores participaron como autores, asesores o directores.2Esta puesta al día de las discusiones sobre criterios críticos y, a la vez, en términos generales lexicográficos, fue decisiva a la hora de delinear nuestra propuesta. Luego establecimos los propios criterios de diseño, armamos una lista de términos a definir y convocamos al equipo de autores. Al respecto, una pro­ puesta inicial se puso en discusión en dos reuniones de la Subárea de Litera­ tura; enriquecedores, los encuentros dieron como resultado la lista definitiva. Los investigadores de la Subárea y de Áreas afínes (Cultura, Comunicación) del Instituto del Desarrollo Humano ( i d h ) de nuestra universidad que se su­ maron al proyecto eligieron de la lista convenida el concepto que cada uno quería desarrollar. Los autores externos fueron convocados especialmente. Como es de esperar en todo trabajo colectivo, el armado del libro funcionó como eje de un conjunto de conversaciones que, al tiempo que lo mejoraban, abrían o renovaban canales de diálogo colaborativo y formativo entre pares.

1 El D iccion a rio de nuevas form a s de lectura y escritura fue publicado por la Red Internacional de Universidades Lectoras. En este volumen participamos como autores varios investigadores-docentes de la Universidad Nacional de General Sarmiento (u n g s ). 2 La jornada se realizó el 28 de agosto de 2015 y fue organizada por el Programa Universitario de Enseñanza de la Literatura ( p r o l i t e ) y la Subárea de Investigación en Literatura del Instituto del Desarrollo Humano ( id h ) de la u n g s .

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Estructura externa e interna Se reúnen aquí veintiséis artículos/entradas, organizados en tres partes que atañen respectivamente a tres modos de abordar la literatura. Lejos de pensarlos desvinculados entre sí, intentamos orientar esos modos de leer como enfoques que privilegian, cada uno, distintas dimensiones de la cuestión: i) los géneros, ii) el texto como construcción y iii) su relación con distintos re­ cortes contextúales. La primera parte, entonces, enfoca la cuestión de las clasificaciones, los géneros literarios, tal como se los denomina en una larga tradición (y no solo escolar y académica) que retoma, y por supuesto reformula, hitos canónicos como Aristóteles y Hegel. A esta tradición viene a agregarse Mijaíl Bajtín quien, con el (ya muy difundido y también muy cristalizado) concepto de géneros discursivos pone en discusión los criterios ahistóricos de las clasificaciones en sus versiones más esquemáticas. ¿Cómo ha sido pensada la cuestión de las clases de textos literarios desde las distintas teorías? Bajo este interrogante, la primera parte se dedica a problematizar conceptos como cuento, novela, comedia, tragedia, etcétera. La segunda parte agrupa conceptos correspondientes al texto literario en­ tendido como una construcción, es decir, que pone el acento en aspectos for­ males en relación con los marcos teóricos en los que los textos se leen. Efecti­ vamente, desde el Formalismo ruso hasta nuestros días (valga como ejemplo ¿Cómo leer literatura? (2016 [2013]), de Terry Eagleton), los aspectos formales de los textos literarios concentran un especial interés, más allá de las distintas maneras en que laform a haya sido / sea pensada: de modo más inmanentista, de modo más sociológico. Asi, la segunda parte del libro despliega conceptos ligados a procedimientos -que retoman abordajes formalistas pero no se que­ dan en ellos- en distintos niveles: estructural, argumental, discursivo (paro­ dia, personaje, narrador, figuras...) y a sus funciones. La última parte se dedica a conceptos vinculados con la idea del texto como producción/producto situado, es decir, a la cuestión del o los contextos de producción y recepción. Autor, lector, tradiciones, industria cultural son algu­ nos de los conceptos seleccionados. Los aspectos formales y estéticos cobran aquí su significación en relación con lo que cada texto hace con las convencio­ nes y con los géneros dados en cada caso. ¿A qué puede remitir el concepto de contexto?, ¿de qué modos se relacionan textos y contextos? Estas son las principales preguntas que orientan la parte final. Casi a modo de introducción, cada parte se inicia con el artículo corres­ pondiente al concepto que le da nombre: “Géneros literarios / Géneros dis­ cursivos” , “ Procedimientos”, “Contexto/s” . A continuación, los términos se ordenan alfabéticamente en cada sección. La articulación de las secciones entre sí postula -a la hora de acercarse a lecturas especializadas- la orien­ tación teórico-m etodológica de concebir la literatura como producción

Presentación

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variable, situada, histórica, en la consideración de la materialidad de sus aspectos formales. A su vez, cada artículo consta de una primera parte explicativa en la que se retoma la categoría en sus concepciones más habituales y se la complejiza con aportes de distintas perspectivas teóricas. A esta explicación le sigue una “Puesta en análisis” que concreta en la lectura de un texto o en el análisis de un caso o problema particular lo desplegado antes en la exposición. Cuando es necesario, se incluye la indicación “ [VER]” que, aplicada a un término in­ mediato marcado en cursiva o a un título entrecomillado, reenvía a otro artí­ culo en el que se desarrolla el correspondiente concepto. Al final del libro figura una selección de otras categorías que, aunque no se abordan como tema central en ninguno de los textos que conforman el vo­ lumen, se definen acotadamente o se problematizan en algunos de ellos. En un cuadro de doble entrada se indica en qué artículos puede encontrarse in­ formación sobre cada una de esas categorías.

Agradecimientos Finalmente, el agradecimiento al compromiso de quienes participaron en este trabajo. Obra colectiva, las entradas han sido escritas por colegas de nuestra universidad, de la Subárea de Literatura y de las Áreas de Cultura y Comunicación del i d h , y por investigadores y profesores de otras institucio­ nes: Instituto Superior del Profesorado Dr. Joaquín V. González de la Ciudad de Buenos Aires, Universidad Nacional de las Artes, Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional Arturo Jauretche, Universidad Nacional del Lito­ ral, Universidad Nacional de La Plata, Universidad Nacional de Mar del Plata, y universidades extranjeras integrantes de la Red Internacional de Universi­ dades Lectoras (de la que somos parte): Universidad de Almería, Universidad de Cádiz, Universidad de Extremadura y Universidad de Évora. Contamos, además, con la asesoría lexicográfica de Andreína Adelstein y Victoria Boschirolli, quienes hicieron importantes aportes para la confección de las pautas generales; con la generosa colaboración de nuestro compañero Dante Peral­ ta, quien tradujo el artículo “Campo literario” ; con la valiosa ayuda de Jorge Monteleone y con el apoyo profesional y a la vez afectuoso de José Luis de Diego, que se hace presente en el prólogo. La coordinación compartida surge no solo de la participación conjunta en distintas instancias de investigación y docencia durante más de una década, y de los acuerdos que de ellas fueron surgiendo, sino sobre todo de la común convicción de la importancia del trabajo colectivo, especialmente en el mar­ co de las instituciones educativas. En este sentido, el libro se ofrece como el primero de una serie de tres, prevista también como producto de renovados intercambios y debates que nuestra universidad siempre alienta.

PRIMERA PARTE De los géneros literarios a los géneros discursivos

Géneros literarios / géneros discursivos A d r ia n a A. Bo c c h in o *

Entre quienes estudiamos literatura circula la teorización de Mijaíl Bajtín (1982), “El problema de los géneros discursivos” escrito hacia 1952 y 1953, para referirnos a los géneros literarios además de los “ géneros discursivos” . De estos últimos se serviría la literatura (un tipo de discurso entre otros) para poner en escena diferentes textualidades, configurándose como un género discursivo secundario. Asimismo, una comprensión tradicional de los géneros literarios hablará de género épico/narrativo, lírico y dramático, con diferen­ tes matices. Vítor Manuel Aguiar e Silva (1972) da cuenta de las diferentes posiciones teóricas hasta bien entrado el siglo xx. Ahora bien, las respuestas tradicionales necesitan repensarse respecto de los problemas que entrañan para asumir la reflexión de Bajtín bajo una perspectiva productiva en el tra­ bajo con la literatura. En este sentido, una definición de género literario con­ lleva un concepto de literatura, de modo que la comprensión de los géneros determina qué debe entenderse por literatura, así como qué puede o debe estudiarse como literatura. Planteada esta primera cuestión, urge remitirse a los textos para observar su funcionamiento en torno de los géneros literarios y admitir que cualquier ejemplo que tomemos pone en cuestión la convención tripartita; cada texto, los que han hecho historia, desafían las clasificaciones y ponen en escena la producción de nuevos géneros. Una segunda idea entonces: los textos están antes que los géneros. Una tercera: los géneros no son cajas vacías y son los textos los que le dan razón de existir. Así, revisar la norma sobre los géneros ayuda a comprender el potencial revulsivo que significa su transgresión, para

* c e l e h i s , Universidad Nacional de M ar del Plata.

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Adriana A. Bocchino

lo cual es necesario reconocer la norma, lo que sucede cuando explicamos los géneros desde un punto de vista puramente formal. Ante la lectura de un texto cualquiera, la primera hipótesis que ponemos a consideración es la de que casi todos implican una excepción a la supuesta norma de la tripartición clásica, por lo que las teorías de los géneros han proliferado a lo largo de la historia. Paul Hernandi (1978) llega a dar cuenta de unas sesenta teorías: desde Platón hasta la suya propia. Este libro, como otros manuales, finalmente proporciona una única certeza: la cuestión de los géneros es un género de malos entendi­ dos que, cada vez, intenta clarificarse, y cada nuevo punto de vista, aunque contradiga al anterior, se justifica con sobriedad. Cada clasificación se justifica a sí misma y nada agrega a la literatura que pretende clasificar. Los diferentes criterios han tenido puntos de apoyo para marcar semejanzas o diferencias: el objeto representado, la actitud de los autores, el tipo de construcción verbal, la presencia del lector, etcétera. Puntos de apoyo que pueden ser subdivididos o ramificar en nuevas tipologías. Tratándose de una cuestión bien problemática, no obstante resulta una de las primeras categorías de análisis que reciben los alumnos al enfrentarse con un texto. En consonancia con la propuesta de Juri Tinianov de (1968 [1924]), esto se relaciona con aquello que cada uno entiende por literatura: preguntarse por la literatura implica preguntarse por el género y viceversa. Y esta impli­ cancia, siempre vigente, pone en el centro de la ecuación otro problema que la abarca: el de la representación, que pone en jaque a la literatura, a las artes en general y a los géneros en particular. Desde finales del siglo xix hace eclosión y se convierte en problema de las teorías de la literatura y de gran parte de la literatura misma, de la teoría del arte y, también, de las ciencias jurídicas y hasta de las exactas. Desde las primeras reflexiones de los sofistas, pasando por los nominalistas medievales, hasta Ludwig Wittgeinstein, los avances de la lingüística y, desde los años sesenta, a través de pensadores como Michel Foucault, Jacques Derrida o Gilíes Deleuze, la distancia entre las palabras y las cosas, la capacidad de las palabras para representar las cosas, parece in­ salvable, es decir, indemostrable por vía de la razón. En este sentido, habrá que tomar posición en cuanto a los géneros: conside­ rarlos estructuras vacías a llenar de acuerdo a épocas e intereses que confían ser representados fielmente o, tal como la etimología lo indica, considerarlos una familia, un lugar de origen, una patria, una manera o un modo de ser, entre otras acepciones. La primera hipótesis conlleva una marca apriorística y confirma la división aberrante entre fondo y forma. La segunda permite hablar de una construcción o, tal como lo exigen los textos del siglo xx, de un tejido siempre haciéndose de nuevo, una cadena análoga a una cadena ge­ nética en la que pueden descubrirse leyes de funcionamiento, pero también nuevos elementos, fallas o desvíos. Y son las leyes de funcionamiento las que parecen armar los sistemas históricos de los géneros. Además, pensar en un tejido despeja cuestiones como la ilusión de eternidad de las formas -que los

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géneros tal y como han sido definidos seguirán existiendo siem pre-y la ilusión de persistencia -que propone que a igual forma corresponde igual función-. Lo productivo está en ver cómo, en cada momento, y de qué manera, funcio­ na una toma de decisión genérica: desde dónde, apuntando a qué, buscando qué, narrar o describir, escribir un poema o producir un video, proponer un texto dramático en términos trágicos o llevar adelante una comedia. La ilu­ sión de una estructura universal y eterna confunde forma con función y traza arquetipos de género, una entelequia. Podemos decir, entonces, que los géneros resultan ser un sistema histó­ rico de regulación de las relaciones literarias y sociales (Altamirano y Sarlo, 1983): definen los límites entre lo que se entiende por literatura y lo que no, los límites entre ideologías y experiencias, la subjetividad y sus representacio­ nes o, incluso, su imposibilidad de representación. Según estas regulaciones internas, el género dispone qué le compete, apropiándose, refutando, contes­ tando o continuando a otro género, o tan solo callando. Los géneros se van haciendo continuamente. De tal suerte, hay que observar las diferencias entre textos llamados clásicos en comparación con textos de difícil clasificación. Tal procedimiento permite incluir discursos no habituales (la telenovela, la histo­ rieta, la publicidad, el político, el deportivo, etcétera) que, a su vez, resultan determinantes en la construcción del imaginario de lo cotidiano, y que no consideraríamos si no fuera por su inadecuación a una norma, pero tampoco como potencialmente literarios si no tuviéramos una norma. Cuando Alta­ mirano y Sarlo (1990) definen convención insisten en que las obras literarias no se producen en un vacío social o estético, se recortan sobre un horizonte de “convenciones y rupturas” de un tejido social que habilita lo que se puede escribir o contra lo que escribir en oposición a una norma estética aceptada. En consecuencia, la convención es producto y productor de lo literario. Porta­ dores de una ideología y una estética, los géneros proporcionan un conjunto de dispositivos lingüísticos, semánticos, estructurales, verosímiles, ligados a dispositivos sociales, aunque nunca en una relación de equivalencia. Precisará Bajtín que los géneros discursivos secundarios -d e entre ellos, los literariosestán marcados por la impronta del ideologema, un término que sirve para definir el elemento a mitad de camino entre el horizonte ideológico-social y el horizonte del texto, siendo la representación discursiva de una evaluación social. Ahora bien, ligamos los discursos primarios y secundarios porque para Bajtín un acto de habla, un breve enunciado o una novela, es comprensible en relación con una evaluación social orientada en un mundo ideológico. La lengua, como material de la literatura, es sobre todo un sistema de evalua­ ción social que organiza el material lingüístico en una forma. Y la evaluación social allí tiene un doble juego: en la lengua (por los géneros primarios) y en la actividad del que escribe frente a su material, produciendo una segunda evaluación.

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En un sentido histórico, los géneros literarios resultarían de un conjunto de evaluaciones que responden a una serie de preguntas: ¿cómo contar?, ¿cómo organizar el tiempo de la narración?, ¿cómo presentar un personaje?, ¿cómo orientarse en este medio?, ¿cómo conseguir efectos de lectura? Cuestiones que Bajtín, en 1929, en La poética de Dostoievski (1979), resumirá con la pre­ gunta por cómo representar el discurso del otro. La literatura no será de tal modo representación de acciones, ni de objetos, ni de sujetos, como querían las poéticas tradicionales (Aristóteles, Horacio o Nicolás Boileau), sino de discursos. Y allí reside el punto para pensar mejor la cuestión de los géneros literarios. En esta línea, la teoría del discurso en Bajtín, asentada en la carac­ terización de los enunciados, observa que estos son siempre contestatarios y orientados (contestan a un enunciado anterior, orientan un enunciado como respuesta). La evolución literaria responde, a través de los géneros, a un me­ canismo similar: todo texto literario será para Bajtín un sistema de discursos plurilingües y, por lo tanto, el problema de la representación literaria será un problema de representación de discursos en el que se encuentran por lo menos dos conciencias lingüísticas, la del que representa y la que es representada. De aquí que la hibridación discursiva aparezca como procedimiento constitutivo. La teoría de los géneros se liga a la conciencia de la lengua que puede tender a reprimir la diversidad o propiciarla (la lengua del otro), según promueva o no las posibilidades de esa representación. Bajtín (1982) habla de los enun­ ciados y sus tipos como de “correas de transmisión” entre la historia de la so­ ciedad y la historia de la lengua, enunciados que piden respuesta, mediata o inmediata, quieren contestación, consentimiento, participación, objeción o cumplimiento. Todo hablante cuenta con la presencia de enunciados anterio­ res, suyos o ajenos, con los cuales el enunciado presente establece toda suerte de relaciones: “ Todo enunciado es un eslabón en la cadena, muy compleja, de otros enunciados” dice, a lo que agregamos que por cadena puede entenderse cadena genérica. Así, las fronteras de cada unidad (enunciado, discurso o gé­ nero), en cada cadena, se establecen por el cambio de los sujetos discursivos, el modo alternativo de los hablantes en la conversación: los géneros discursivos ceden la palabra, la cortan, la interfieren, presuponen siempre el otro género, la cadena propia y la ajena, y entonces, la posibilidad de ser contestados. Es el género elegido, la puesta en discurso, el que establece los tipos de oraciones y sus relaciones, y proporciona el proceso de estructuración del enunciado. Este mecanismo, a su vez, repercutirá, nuevamente, en el género elegido, con­ tinuándolo, refutándolo o haciendo lugar a uno nuevo. Cada género ocupa una determinada posición en correlación con la de otros géneros discursivos. Ahora bien, la cuestión de los géneros específicamente literarios, entre los discursivos secundarios según Bajtín, nos lleva a pensar formas de trabajo al respecto. Por un lado, las teorías tradicionales hacían hincapié en los nive­ les de estilo y de lengua, los asuntos, los procedimientos, etcétera. Pero la estratificación de cada uno de estos elementos, entre otros para decidir una

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clasificación, se relaciona con una estratificación social productora de textos, reafirmando o contrariando esa estratificación. De hecho, la historia de los géneros ha establecido relaciones de correspondencia entre estratos sociales y formas literarias. En este sentido, hay que recordar que las clases sociales se arrebatan los géneros unas a otras y surgen, entonces, formas con funciones que varían radicalmente. Por eso decimos que es pertinente enfocar el tema por el lado de la función: en cada momento y en cada lugar, los mismos niveles de estilo, los asuntos, los procedimientos y hasta los niveles de lengua señalados por las teorías tradicionales funcionan de manera diferente. Aquí nos remitimos a Raymond Williams (1980) para entender la diná­ mica de la constitución, refutación, robo o préstamo, de un género a otro, observando que es más fácil acceder a los momentos de constitución de la convención de un género, de la apropiación violenta, que a los momentos de su normalización: entre los géneros de frontera, la “ no ficción” , por ejemplo. Allí, el género le roba algo a la novela pero también a la crónica periodística y da lugar a otro género. En cambio, frente a un texto “clásico” es difícil ver las rupturas devenidas convenciones que lo convirtieron en un clásico. Este aspecto introduce un nuevo elemento: el lector. Y con él, el pacto básico de la producción literaria que regula relaciones e instituye las reglas del género. Las obligaciones contractuales presuponen variables históricas entre el autor, el texto y el lector, cuya combinación produce cada vez las formaciones dis­ cursivas que llamamos géneros. Por ello, también dice Williams que existen relaciones sociales e históricas entre las formas literarias particulares y las sociedades y los períodos en que se originan, así como continuidades de las formas entre - y más allá d e - las sociedades y los períodos con los que man­ tienen tales relaciones. Por lo tanto, es imposible combinar diferentes niveles de organización de manera definitiva. Sería necesario detener la historia. Y en consecuencia, la forma es una relación que depende de la producción como de la percepción o el consumo y resulta un fenómeno social móvil y dependiente. Un ejemplo de la transformación del género desde el punto de vista de la recepción lo brin­ da el Diario de a bordo de Colón: un reporte para la corona es hoy un texto literario en algún programa de literatura. Existen correlaciones significativas entre las formas, las instituciones y los sistemas sociales. En los períodos de transición es habitual encontrar supervivencias de formas más antiguas, que examinadas, pueden considerarse formas nuevas. De tal manera, Josefina Ludmer (1988) pudo decir que un género es un concepto político porque siempre implica una apropiación y un uso, un tipo de circulación y una transformación para conseguir una posición, dado que el contexto de un texto es su cadena genérica, pero el contexto del género es un debate social.

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Puesta en análisis En el inicio de la novela Los premios (1961) de Julio Cortázar vemos cómo la puesta en escena del habla de los diferentes personajes, de diversas clases y tipos sociales en un extenso diálogo, nos permite identificar e imaginar la fisonomía de esos personajes sin que el narrador necesite describirlos: reunidos en un bar de Buenos Aires a raíz de haber ganado un misterioso premio, un viaje en barco sin destino prefijado, se escuchan voces. De un tal Restelli, un pedante profesor incómodo por compartir el premio con un alumno al que considera de otra clase; de López, un amable intelectual; de Lucio, un pacato socialista que solo espera estar a solas con su novia Nora, virtuosa y casta; del dentista Medrano, compañero de trabajo de Lu­ cio, pretendidamente intelectual; de Paula, una mujer liberada aunque de familia conservadora e invitada a compartir el premio por su amigo Raúl, un arquitecto que pareciera escapar de algo; de Claudia, una divorciada con su hijo Jorge, que aprovecha el premio para olvidar; de Felipe Trejo, el alumno que debe cargar su familia; de Atilio Pressuti, un hombre de barrio y de poco dinero que viaja con su madre, su novia y la madre de su novia que no paran de hablar; de Don Galo, de escasa educación pero adinera­ do, postrado en una silla de ruedas; finalmente, Persio, amigo de Claudia, encargado de las reflexiones poético-filosóficas. A llí el autor, mediante la imitación de discursos del habla cotidiana coloquial, recupera un espacio y un tiempo determinados y además, entonces, una estructura de sentimiento, al decir de Williams (1980). El inicio de este texto al que llamamos novela plantea diferentes pro­ blemas a la hora de hablar de géneros, puesto que desde el mercado (p re­ sentado como novela) y desde lo literario (propuesto como ficción), lo identificamos de forma inmediata dentro de la narrativa. Sin embargo, se inicia con un largo diálogo, procedimiento propio del teatro (no son p o­ cas las partes de este texto que se desarrollan según este procedim iento) y el título de este inicio se inscribe como “ Prólogo” , lo que nos lleva, antes que a una novela, a un ensayo. A su vez, en la primera página aparece un epígrafe, una cita de El idiota de Dostoiesvki, cuya inclusión nos saca del género novela para llevarnos al de la reflexión filosófica, aun cuando la cita remite a un texto de ficción. Ensalada de géneros, el inicio del texto anuncia una de las características de la ficción cortazariana, la hibridación genérica y, más aún, la puesta en foco del tema, problem atizándolo a cada paso en el mismo texto. Si miramos el debate social junto al estético implicado en la asunción de un género u otro, las posibilidades que brinda el amplio término novela se ofrecen para pasearnos por casi todos los otros géneros que las poéticas tradicionales delimitaban con soltura. En la novela, mejor que en cualquier otro lugar, y así lo estudió Bajtín, el funcionamiento de los géneros discur­

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sivos secundarios que mimetizan los géneros discursivos prim arios hacen hablar a sus personajes según las circunstancias y las posiciones que ocu­ pan en el relato. Ello significa que un texto aferrado a un género literario, inclasificable desde el punto de vista tradicional, podrá ser m ejor pensado en el concierto de los géneros discursivos (los modos de discurso que cir­ culan en lo social), y allí entrever el debate social, puesto en escena en las diferentes hablas de los personajes. Por ejemplo, qué polémicas lingüís­ ticas, y por tanto sociales, salen a la luz, qué concepto de literatura tiene el autor, qué ideologías aparecen en diálogo, contrapuestas o refutadas, con qué convenciones rompe la obra, qué podrían significar estas rupturas frente a lo entendido como novela hasta el momento y, entonces, qué es lo nuevo dentro del género. Finalmente, habría que pensar también qué hay entre medio, qué elementos -sociales, estéticos, políticos, sexuales, entre otros- para tomar una decisión genérica, por qué un autor decide por un género, novela, y no el ensayo por ejemplo. Ello permite evaluar una idea de lo que es literatura cuando se publica Los Premios y, por contraposición o contigüidad, en otras publicaciones. Haber pasado de los géneros lite­ rarios a los géneros discursivos no nos garantiza saber ahora con certeza qué sea la literatura, pero nos exige preguntárnoslo con cada nuevo texto que aparece en el campo de nuestros estudios.

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Comedia S a n d r a Fe r r e y r a * M a r t ín Ro d r íg u e z * *

El origen del término comedia se encuentra en Aristóteles, quien en su Arte Poética la define como la “imitación de hombres de calidad inferior” . De manera más general, la comedia es un género teatral que, en principio, se ca­ racteriza por desarrollar conflictos que se resuelven de manera conciliatoria. Su intriga es de carácter cómico y esa comicidad es generada por distintos procedimientos, tales como el chiste verbal, los apartes, el uso del idiolecto y el malentendido, entre otros. Dado que la comedia y lo cómico suelen con­ fundirse, es importante señalar que no significan lo mismo. Si bien lo cómico remite a una serie de recursos que provocan risa, también es posible distin­ guir géneros cómicos, como por ejemplo, el sainete, el juguete cómico o la astrakanada, que no necesariamente poseen los rasgos estructurales, procedimentales y temáticos de la comedia. Es decir: en la comedia intervienen procedimientos cómicos, pero los géneros cómicos constituyen un universo amplio que incluye a la comedia sin limitarse a ella. Acerca de los mecanis­ mos y formas de lo cómico han teorizado desde Henri Bergson (quien define a lo cómico como “lo mecánico incrustado sobre lo viviente”) hasta Sigmund Freud, para quien el chiste es “una economía de energía” . También su princi­ pal efecto, la risa, ha sido objeto de profundas reflexiones que van desde los que la piensan como una expresión de simpatía fraternal hasta quienes la ven como pura burla, como expresión de un sentimiento de superioridad. Es decir: aunque no todo lo cómico es comedia, resulta indudable que la comicidad y * Universidad Nacional de General Sarmiento. * * Conicet-Universidad Nacional de las Artes.

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su efecto, la risa, están indisolublemente asociados a ella. Abordar la comedia sin tener en cuenta la importancia de lo cómico y de la risa en su constitución solo podría llevarnos a una comprensión parcial y poco profunda del género. Además del carácter conciliatorio y del predominio de lo cómico, otro as­ pecto a destacar de la comedia es el tratamiento de lo público y lo privado. Por un lado, aun cuando encontremos en ella reyes o príncipes, los problemas que estos enfrentan casi nunca están vinculados a la esfera pública de mane­ ra directa (por ejemplo, en Mucho ruido y pocas nueces) y tiene más bien que ver con acciones que derivan del temperamento de los personajes (la llamada comedia de humores) o en las que intervienen elementos maravillosos (Sueño de una noche de verano). Por otro lado, existen obras en las que el conflicto deriva del cruce entre lo público y lo privado y adquiere una dimensión po­ lítica. En ellas (más allá del desarrollo parcialmente cómico y el final conci­ liatorio) la tensión con lo trágico se vuelve inevitable: un caso paradigmático de esto es Fuenteovejuna de Lope de Vega, en la que el conflicto privado entre varones por la defensa del honor que porta el cuerpo femenino (la esposa, la hija) deviene un asunto público que altera el orden social de un modo que se encuentra en estrecha relación con los desplazamientos de poder que comien­ zan a hacerse visibles en la España del siglo x v i i . En este caso, el conflicto se produce entre el comendador y los campesinos de Fuenteovejuna cuando este se presenta en la boda de Laurencia y Frondoso para reclamar el derecho de pernada (el derecho de los nobles a tener contacto sexual con las mujeres a punto de casarse). Los campesinos salen en defensa de Laurencia: usando sus herramientas como armas reclaman el honor del que también son portado­ res en su condición de ciudadanos y matan al comendador. Los reyes envían funcionarios a investigar lo sucedido y, ante la pregunta de “ quién mató al comendador”, el pueblo responde: “Fuenteovejuna, señor” . La llegada de los reyes resuelve el conflicto positivamente y el campesinado se reconcilia con la monarquía en un final festivo, en el que se pone en primer plano el carácter colectivo del sujeto de la acción. Es interesante observar entonces que a partir del Renacimiento la come­ dia comienza a desplazarse de la imitación de acciones vulgares (Aristóteles) al desarrollo de conflictos determinados por la mezcla de espacios sociales y culturales: así, deriva en una “imitación activa” capaz de dar cuenta de la he­ terogeneidad del mundo. Este desplazamiento puede darse en dos sentidos: el que privilegia la construcción de personajes (la comedia de caracteres, la comedia burlesca) y el que busca el efecto cómico a partir de la multiplicación de peripecias o el desarrollo de situaciones (la comedia de enredos, la comedia de episodios, la comedia de capa y espada). Así, el término comedia adquirió un sentido más amplio que no lo limitaba al género, sino que lo extendía a la producción teatral (Comédie Frangaise y Comedia Nueva Española). Con el avance de la modernidad, la comedia como género dramático va a estar cada vez más asociada a la representación de conflictos centrados en los vicios y

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virtudes de la burguesía (como ejemplos paradigmáticos se pueden citar a Moliere o a M oratín). En cuanto al modo en que incide la formación actoral en las transforma­ ciones del género, se puede señalar la distinción entre el actor cómico (po­ pular) y el actor de comedia (culto). Mientras que el actor cómico tiende a transgredir los sentidos del texto y apela a recursos considerados bajos, el actor de comedia se caracteriza por su capacidad para resaltar la “ inteligen­ cia” de un texto por medio del uso de la ironía, el manejo de las pausas y los tonos, y la fineza de sus réplicas. La distancia entre un actor cómico y un ac­ tor de comedia se percibe en las diferencias que separan a Vittorio Gassman de Alberto Sordi o a Osvaldo Miranda de Alberto Olmedo. Sin entrar en de­ talles que exceden los objetivos de esta entrada, es importante destacar que los orígenes de los actores cómicos (en oposición a los actores de comedia) están vinculados a un género fundamental para comprender la evolución de la comedia y del teatro: la commedia dell’arte. Este género diluye al máximo los rasgos discursivos y procedimentales que caracterizan a la comedia en su forma culta para dejar que en sus intersticios emerja lo cómico en su forma más popular. Se trata de un teatro de improvisación en el que a partir de un texto apenas esbozado los actores desarrollan una serie de escenas cortas o lazzi parcialmente preparados con anterioridad, de la que participan perso­ najes codificados (enmascarados o no), de los cuales el más famoso es Arlequino. La mayor virtud de estos actores (de los que grandes cómicos popula­ res como Totó o Alberto Sordi son herederos) es su capacidad para generar comicidad directa recurriendo a lo imprevisto de la escena e interactuando de manera activa con el público. Cario Goldoni es quien desde el teatro culto se apropia dramatúrgicamente de este género y le confiere un matiz realista y moralizante que le permite incorporarlo a la escena cortesana y burguesa. En el siglo xx, géneros modernizadores como el grotesco y la farsa italianos, con Pirandello a la cabeza, absorben estas formas de la comedia (sobre todo el uso de la caricatura) y la fusionan con otras, como el melodrama, a fin de llevar al teatro reflexiones filosóficas en torno a las relaciones entre máscara y rostro o a las formas de la mismidad y la otredad. En ocasiones, la comedia está asociada a otros géneros cómicos como la farsa (comedia farsesca), la sátira (comedia satírica), el costumbrismo (la comedia de costumbres) o el sainete (la comedia asainetada), pero también puede estar eventualmente asociada a la tragedia (la tragicomedia) o al drama (la comedia dramática). También es posible hablar de otros géneros híbridos, como por ejemplo la llamada comedia romántica, de particular desarrollo en el cine, o la comedia brillante, cercana al teatro de ideas de autores como Bernard Shaw y con exponentes como Oscar Wilde (El abanico de Lady Windermare, La importancia de llamarse Ernesto) . Otra forma muy productiva de la comedia es el vodevil, verdadero subgénero que exacerba procedimientos de la comedia, como el malentendido y los enredos, y lleva sus mecanismos

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(fundamentalmente las entradas y salidas) a un límite que linda con lo ar­ bitrario. Buena parte del teatro del absurdo posterior ha incorporado estos mecanismos por considerar que ellos evidencian el carácter mecánico de las relaciones humanas. La farsa, cuyos orígenes se remontan a Aristófanes y Plauto, recién se constituye en género en la Edad Media. Si bien teóricos como Patrice Pavis rescatan (retomando a Bajtín o a Mauron) el carácter popular y la dimensión corporal y hasta escatológica de la farsa en oposición a la comedia de texto en la que triunfarían el ingenio, el intelectualismo y la palabra sutil, en su uso más corriente la farsa como género suele girar en torno a un mentiroso o farsante, cuyos engaños resultan por lo general desarticulados por los en­ gañados. Aunque esta es su forma más usual, también puede darse el caso inverso en el que el centro de la acción es el engañado y son los personajes que lo rodean los farsantes. Podemos decir que la farsa siempre está asociada a la simulación y a la impostura, entraña una representación dentro de la re­ presentación cuyo objeto es perpetrar un engaño. Este sentido se traslada al habla cotidiana cuando alguien dice que determinada situación “no es más que una farsa” o que cierta persona “ es un farsante” . Así es que Tartufo finge una virtud que no tiene y solo busca su beneficio personal infringiendo daño a los otros personajes. El teatro argentino ha recurrido con frecuencia a la forma farsa en el segundo de los sentidos referidos y la ha incorporado a co­ medias como Los invisibles oJettatore de Gregorio de Laferrére, pero también a dramas como Saverio el cruel de Roberto Arlt, obra en la que lo farsesco no necesariamente está asociado a lo cómico. En Jettatore, la trama gira en torno al engaño perpetrado por la pareja joven que desea liberarse de Don Lucas, el viejo enamorado, a quien acusan de traer mala suerte. La propia vanidad de Don Lucas ayuda a acrecentar su fama deyeta y esta idea es reforzada por medio de un uso falso del discurso médico y, fundamentalmente, por la cre­ dulidad y la sugestión colectivas. En esta comedia se fusionan la simulación y el engaño propios de la farsa con los malentendidos y las entradas y salidas constantes que caracterizan al vodevil, con una finalidad moralizante propia de la comedia satírica, subgénero que se centra en la crítica, por medio del humor, a ciertas conductas sociales. La sátira es una forma que atraviesa distintos géneros y en ella los vicios individuales o colectivos, las locuras, los abusos o las deficiencias se ponen de manifiesto a través de la ridiculización, la parodia, la burla, la analogía y la ironía con el fin de divertir, pero también de dejar una enseñanza de tipo moral y mostrar ciertos comportamientos que deben ser modificados. Si bien la comedia en general expresa un enfrentamiento de ideas o visiones de mundo, es la comedia satírica la que con mayor claridad persigue un fin didáctico que posee dos formas bien diferenciadas: una conservadora (que cada uno ocupe el lugar social que le corresponde) y una reformista (que lo nuevo desplace a lo viejo). El primero de estos casos está asociado al origen del género; en la

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comedia clásica (por ejemplo en La olla de Plauto) el conflicto se resuelve en el sostenimiento de un estado de cosas que conviene a todos los involucrados. El segundo de estos casos (que por lo general coincide con la llamada comedia satírica) se ve claramente en las comedias de Moratín (por ejemplo en El sí de las niñas) o en las de Moliére (por ejemplo en El avaro); en ellas, las ideas de los jóvenes se enfrentan a un ideario anticuado en el que los padres tienen derecho a casar a sus hijas por dinero y con quien ellos consideren, sin que estas puedan intervenir en la decisión. Por lo general, su desenlace exhibe el triunfo de la virtud sobre el vicio, de lo nuevo sobre lo viejo, y es habitual que este triunfo esté vinculado a cambios políticos y exprese realidades sociales de mayor complejidad. En la dramaturgia argentina este uso político de la comedia se inicia con El hipócrita político de autor anónimo y se continúa en textos como Don Tadeo (1837) de Claudio Mamerto Cuenca y La conciliación (1878) de Rafael Barreda que analizaremos a continuación.

Puesta en análisis Siguiendo el camino abierto por El hipócrita político, Don Tadeo resulta ejemplar en varios sentidos. Cercana a las obras de Moliére y de Moratín, su importancia radica en que es la única pieza que se hace eco de esa breve eta­ pa en la que los jóvenes intelectuales románticos que participaban del Salón Literario buscaron acercarse a Rosas para llevar adelante su plan de reformas. Para Cuenca (como para otros jóvenes vinculados al Salón) era indispensable combatir las costumbres hispánicas e imponer otras nuevas. En Don Tadeo se satirizan ciertas conductas que eran percibidas como negativas y se proponen otras como modelo: el conservadurismo católico hispánico en Doña Rufina, pero también el iluminismo racionalista de los hombres de Mayo en Don Ta­ deo. Estos conflictos son asimilados a una intriga sentimental en la que Don Tadeo se opone a que Luis (el joven pretendiente) se case con su hija Clara. La unión entre Luis y Clara cifra el mensaje de la obra: el futuro debe estar en manos de los jóvenes, ya que el tiempo de los hombres de la “ generación pasada” ha concluido y es Don Tadeo quien en la mirada final afirma que, si la misión de los hombres de Mayo había sido conseguir la libertad y la inde­ pendencia “de estos países” , la misión de los jóvenes ya libres es “conquistar el pensamiento”, lograr la independencia cultural. La conciliación, de Rafael Barreda, comparte con la pieza de Cuenca la idea de que el teatro debía cumplir una función social, proponer modelos de con­ ducta, pero lo hace dentro de un ideario ya no reformista sino conservador: Barreda va a considerar que los jóvenes -especialmente las mujeres- deben adaptarse al orden establecido. Ya no se trata de imponer nuevas costumbres, sino de conservar un orden cuyos cimientos fundamentales serían el trabajo, la religión y la familia. En este sentido, la sátira pone en evidencia el carácter

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negativo de las conductas de los jóvenes: Edelmira (que pretende llegar a ser una escritora importante) y Santiago (quien se propone ser un gran político) frente al carácter positivo de la conducta de Ventura (su padre) y los mayo­ res. Finalmente, Edelmira va a reconocer cuál es la ‘Verdadera” función de ia mujer ( trocar la pluma por la aguja” y “rezar”) y Santiago va a aceptar que la verdadera política se halla en el trabajo y en la economía, únicas fuentes de progreso posibles. Estas dos comedias analizadas son un ejemplo de cómo en buena parte de los textos del género los destinos de la familia son sinécdoque de los destinos de la Nación. A lo largo del siglo xx, la comedia en nuestro país seguirá rumbos diversos, con autores como Federico Mertens, José Antonio Saldías, Germán Ziclis, Abel Santa Cruz, Hugo Moser o los hermanos Sofovich.

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Cuento Da n t e

A. J.

Peralta*

Se suele entender por cuento, en la representación corriente relativa a la literatura, un género narrativo breve y en prosa, oral o escrito, de suce­ sos Acciónales, generalmente con fines recreativos. Se entiende, también, que la historia narrada es relativamente simple y presenta un final abrup­ to o sorpresivo. Algunas veces se lo asocia con cierta finalidad pedagógica, debido -probablem ente- a un rasgo dominante de la fábula, una de las va­ riantes del género. La denominación cuento es relativamente tardía en español -se suele situar su aparición durante el Renacimiento (Anderson Imbert, 19 74 )-y abarca di­ versas variantes. Intentar tanto una definición como una clasificación es tarea ardua y, como ocurre habitualmente con los géneros literarios, casi imposible de realizar desde una única perspectiva. Las clasificaciones corrientes -en las que se pueden reconocer antiguos antecedentes académicos- proponen categorías por lo general poco precisas —a veces con definiciones heterogé­ neas—que remiten a diferentes dimensiones del objeto. Asi, se cruzan rasgos temáticos -por ejemplo, cuento policial, de hadas-, funcionales -d e suspen­ so, de terror-, según el destinatario -cuento infantil-, tanto como criterios que derivan de variedades históricamente definidas, como el mito o la recién nombrada fábula, o como la adscripción a una corriente literaria - e l cuento naturalista-. Ya Propp, en la fundacional perspectiva que desarrolla en M or­ fología del cuento (1927), que sustentaría los principales trabajos del estructu­ ralismo posterior, señala las serias limitaciones de ese tipo de propuestas y se plantea la necesidad de describir el género; para ello, como punto de partida * Universidad Nacional de General Sarmiento.

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Dante A. J. Peralta

a priori, analiza un corpus de cuentos cuya pertenencia a una única clase -la que él considera “cuentos populares fantásticos”- se propone demostrar a través de la descripción. Así pues, Propp -especialista en folklore- realiza implícitamente una pri­ mera distinción que puede operar como un principio ordenador general, en­ tre el cuento popular y el literario. En efecto, y aunque en alguna medida el atributo literario resulte equívoco, refiere un rasgo que se asigna a los cuentos originalmente escritos y, habitualmente, con autoría determinada. El carácter popular -o tradicional-, en cambio, se suele atribuir a los cuentos transmitidos oralmente, sin autoría reconocible o segura, y sujetos por el modo de circula­ ción a contaminaciones con historias diversas, a variaciones en la compleji­ dad de la trama, a transformaciones de los nombres o roles de los personajes [VER, p. 127], entre otras posibilidades. Esa distinción no impide reconocer, sin embargo, el carácter literario ya no como una categoría para la clasificación, sino como un valor de los cuentos populares. La distinción tampoco debería ignorar que el cuento literario tiene su origen en una extensa tradición de na­ rrativa popular oral, muchas veces fijada a través de recopilaciones escritas, algunas de ellas muy antiguas y de extensa influencia temporal y geográfica. Son ejemplo de ello las colecciones de cuentos de la India que llegaron a Oc­ cidente durante la Edad Media, especialmente a través de los árabes, vertidos muy tempranamente al castellano: el Libro de Calila y Dimna -traducido por orden de Alfonso X, el Sabio- o Disciplina clericalis -unos treinta cuentos de fuentes desconocidas, traducidos por Pedro Alfonso en el siglo xii-. Asimismo, se reconocen distintos ciclos temáticos de la Antigüedad europea (Anderson Imbert, 1974; Lida de Malkiel, 1976). Entre las variantes más estables del género popular cuyas raíces se pierden en esa tradición, conviene distinguir, sin dudas, la ya nombrada fábula: un relato en general pero no exclusivamente protagonizado por animales, con un propósito didáctico definido y expresado muchas veces en una moraleja ex­ plícita, esto es, una conclusión moral inferida del relato que apunta a orientar las conductas de los receptores. Las más conocidas son las atribuidas a Esopo, un griego del siglo vi a. C., cuya existencia en cuanto autor no es segura. Ese tipo de propósito didáctico o moral presente en tales tradiciones tuvo amplia difusión en el medioevo europeo y ese modelo narrativo tuvo influencia en los primeros autores europeos como, en lengua castellana, por ejemplo, el Infante Don Juan Manuel, autor de El conde Lucanor - o Libro de Patronio—. Aunque la independencia del cuento literario respecto de cualquier intención didáctica o moral siguió un camino complejo y no lineal, se suele tomar como referencia el Decamerón (siglo xiv), de Giovanni Boccaccio, para marcar el inicio de una literatura más interesada en la dimensión estética que en la ética. En cuanto a la descripción del cuento literario como género, aquella pro­ puesta teórico-metodológica basada en los aspectos formales que Vladimir Propp realizó a principios del siglo xx para el cuento popular fue retomada

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-junto con otros aportes, como los de la Escuela de Praga- muchos años des­ pués por el estructuralismo. En su trabajo, Propp había dejado de lado los ya para entonces tradicionales modos de abordar el cuento desde perspectivas historicistas y contenidistas, y propuesto estudiar “las formas del cuento” con “la misma precisión que las de cualquier ser orgánico” , es decir, consideran­ do “las partes constitutivas” y sus “relaciones entre sí y con el conjunto” . En suma, quería realizar “el estudio de la estructura” del género, y eso requería encontrar regularidades en un conjunto amplio de cuentos. Así, verificó las hipótesis que se había planteado: los elementos estables y constantes del gé­ nero “están constituidos por las funciones de los personajes, independiente­ mente de la identidad y de su modo de obrar” , y esas funciones conforman “las partes constitutivas fundamentales” ; también constató que el número de esas funciones es limitado y que la sucesión de ellas en el desarrollo del relato es siempre idéntica, de modo que podía afirmar que todos los cuentos populares fantásticos “tienen una estructura del mismo tipo” . Propp describe treinta y una funciones. Por ejemplo, entre las primeras de la sucesión: “Uno de los miembros de la familia se aleja de la casa” , “ al héroe le es impuesta una prohibición” ; y, como última, “el héroe se casa y/o llega al trono” . Si bien la descripción de las funciones específicas, la cantidad y el orden de la sucesión de las secuencias funcionales que establece Propp son propios del cuento po­ pular fantástico, y por esa razón la estructura que componen no es trasladable al cuento literario o escrito, el método de análisis fue un antecedente muchas veces citado por la corriente estructuralista, a mediados del siglo xx, parti­ cularmente en Francia, en los trabajos de Roland Barthes, Claude Bremond, Gérard Genette, Algirdas Greimas, Tzvetan Todorov, entre los principales autores. Esta perspectiva aportó modelos que permiten el análisis del cuento considerando la integración de diferentes niveles de la estructura narrati­ va. Barthes, por ejemplo, en Introducción al análisis estructural de los relatos (1966) distingue tres niveles: el de las funciones, el de las acciones y el de la narración. En el plano funcional, a su vez, distingue entre funciones propia­ mente dichas -núcleos y catálisis- e indicios -integrativos e informativos-; el nivel de las acciones corresponde al análisis del “estatuto estructural del personaje” : distingue pues al actante, esto es, el sujeto que realiza las accio­ nes definido no desde una “esencia psicológica” -esencia que se corresponde con el concepto de personaje- sino según “lo que hacen” ; y también, en cuanto instancia discursiva, pero no como referencia exterior al relato, a aquello que consideramos realidad. El tercero de los niveles, el de la narración, es defini­ do a partir de la conocida distinción de Todorov entre historia y discurso. El primer concepto remite a lo que en otra terminología se llama el argumento, esto es, la sucesión de las acciones según su propia lógica, una evocación de cierta realidad que “hubiera podido ser referida por otros medios” , tales como una película o una historieta (Todorov, 1966). El segundo concepto, discurso, refiere el nivel del enunciado, de “los tiempos, aspectos y modos del relato”

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(Barthes, 1966), es decir, de las formas en que la historia es presentada en la narración: el encadenamiento y jerarquización de las secuencias, la relación entre secuencias más elípticas -la supresión de acontecimientos en la linealidad de la historia- y expansiones -el desarrollo detallado de una secuencia-. Desde esta perspectiva, además, el modelo distingue entre narrador y autor, y permite el análisis de las distintas relaciones posibles entre narrador y actantes. Ahora bien, Barthes mismo marca el límite del tipo de análisis propuesto: todas las unidades que postula se integran en el nivel más alto, el de la na­ rración, y ese es el último de los niveles a los que puede llegar el trabajo ana­ lítico según el modelo descripto. Más allá del relato “comienza el mundo, es decir, los otros sistemas (sociales, económicos, ideológicos)” , y para avanzar en el estudio de los sentidos de los relatos en ese mundo “ es necesario pasar a otra semiótica” , a otro modelo de análisis, proyecto que realizará pocos años después, con el análisis de Sarrasine (1830), una novela corta de Balzac, en S/Z (1970). En ese trabajo, Barthes aborda el texto balzaciano precisamen­ te desde perspectivas diversas: estructural, psicológica, temática, histórica, etcétera. Pero, como se puede inferir de lo dicho, estas propuestas no focali­ zaron específicamente el género cuento sino que abordaron el relato, como una categoría mayor que incluye otros géneros, como la novela y la epopeya, entre otros (Barthes, 1966). Aunque con una finalidad clasificatoria -ausente en la propuesta estructuralista recién vista-, desde otra perspectiva, Todorov aporta para la descrip­ ción de géneros literarios, en Introducción a la literatura fantástica (1970), un sistema de categorías que permite distinguir entre lo fantástico, lo maravilloso y lo extraño. De manera general, la propuesta se sustenta en la relación entre el grado de verosimilitud que personajes, narrador y/o lector-según el casoasignan a los acontecimientos referidos. Así, lo fantástico -cuyo sentido no es el dado por Propp al término- es definido como un procedimiento y como un efecto: se trata de una ambigüedad respecto de la verosimilitud de algún ele­ mento, que no se resuelve en el relato. Es un equilibrio sostenido en la línea que separa lo maravilloso de lo extraño. Entiende por maravilloso, típicamente, una intervención sobrenatural aceptada como parte de la lógica por persona­ jes, narrador y/o lectores, como ocurre, por ejemplo, en el cuento de hadas tradicional; por extraño, en cambio, aquello que, aun cuando resulte excep­ cional y rayano en lo inverosímil, es aceptado por personajes, narrador y/o lectores como algo potencialmente ubicable dentro de la leyes de la naturaleza. Tal como ocurre con la propuesta estructuralista, esta categorización de Todorov, si bien resulta un aporte que permite dar cuenta de muchos de los as­ pectos del género cuento, no define ningún rasgo específico de él que permita, por ejemplo, diferenciarlo de la novela, y es un sistema aplicable a toda la lite­ ratura. En ese sentido, tal vez uno de los rasgos más específicos y definitorios sea el postulado por Ricardo Piglia en “ Tesis sobre el cuento” (1986). A partir de una anécdota registrada por Antón Chéjov - “Un hombre, en Montecarlo,

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va al casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida”- y de la distinción de Todorov entre historia y discurso, Piglia destaca como particularidad el hecho de que un cuento siempre narra dos historias. En la cuentística clásica del siglo xix y principios del xx, por ejemplo la de Edgar Alian Poe o la de H o­ racio Quiroga, una de las historias, la de superficie, la evidente, se despliega narrativamente según su lógica -si se tratara de la anécdota de Chéjov, sería la historia referida al casino, el juego y el triunfo-; y la otra -la del suicidioaunque sigue también su propia lógica, es construida secretamente, cifrada “en los intersticios” de la primera, de manera elíptica y fragmentaria, indicialmente, podría decirse, según la terminología de Barthes. La emergencia a la superficie de la segunda historia al final del relato es la que produce el efecto sorpresivo. Esa historia secreta “es la clave de la forma del cuento y de sus variantes” . Piglia recorre entonces los modos en que distintos autores han resuelto la re­ lación entre las dos historias. Así, por ejemplo, plantea que el mismo Chéjov, Katherine Mansfield o James Joyce abandonan el final sorpresivo y trabajan “la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca” ; Franz Kafka, en cambio, convierte en historia narrada en superficie la segunda historia y la desarrolla con sencillez y claridad, a la vez que da cuenta de la primera de manera sigilo­ sa y amenazadora: así, si narrara un cuento a partir de la anécdota de Chéjov, Kafka contaría en superficie y con sencillez la historia del suicidio, mientras que la del juego en el casino ocuparía los lugares intersticiales; y en ese recurso con­ siste para Piglia lo kafkiano. En el caso de Jorge Luis Borges, en cambio, siem­ pre según Piglia, la historia secreta o segunda es siempre la misma en todos los cuentos, y esa “esencial monotonía” es atemperada por la historia primera que juega con los géneros y con cierto tono leve de parodia. La historia de superficie de la anécdota de Chéjov se convertiría en Borges -ejemplifica Piglia- en “una partida en un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi” . Y “ el relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino” . Veremos a continuación un análisis muy sucinto de dos cuentos de dos épocas diferentes, en el que se complementan los modelos descriptos.

Puesta en análisis Uno de esos cuentos es “El jardinero”, de Rudyard Kipling (1865-1936), que narra la siguiente historia: en un pueblo británico vivía Helen Turrel, una mujer soltera e independiente, bien conceptuada por la comunidad según las reglas morales -victorianas- de la época. El narrador refiere brevemente que el hermano de Helen, Georges, vivía en la India -p or entonces, parte del Imperio británico- y se había convertido en inspector de policía; Georges se

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había enredado con la hija de un suboficial y había muerto en un accidente días antes de que naciera su hijo, fruto de esa relación. La protagonista del cuento, Helen, viaja a Marsella, donde se instala por un largo período para tratarse un problema respiratorio que la aquejaba. Según las versiones dadas por ella a todos sus amigos y conocidos al regresar a su pueblo, tras enterarse de la suerte de su hermano, Helen hizo llevar a la ciudad francesa al hijo de su hermano junto con una criada desde Bombay. En Gran Bretaña, Helen crió y educó a su sobrino, al que bautizó Michael. Ya joven, Michael se enlistó para ir a la guerra y murió víctima de un bombardeo en Bélgica, pero su cadáver fue encontrado una vez terminada la guerra. A Helen le informaron oportuna­ mente la desaparición de Michael y, un año después, el hallazgo del cadáver y el cementerio militar belga en el que había sido enterrado. Helen viajó enton­ ces para honrar la tumba. Se instaló en un hotel cercano al cementerio para pernoctar e ir a buscar la tumba al día siguiente. Como no lograba encontrar­ la, le preguntó a un hombre, al que ella consideró jardinero del cementerio, por la tumba de su sobrino, pero el jardinero, tras mirarla, le respondió que la llevaría a ver la tumba del hijo. Este resumen sigue la articulación de las secuencias narrativas principales, aunque no podemos dar cuenta aquí, en razón de brevedad, de las elipsis y expansiones. Tampoco podemos enumerar en detalle el conjunto muy amplio de lo que Barthes llamaba catálisis, es decir, una serie de microsecuencias, ni de los indicios, pero podemos indicar que varios de esos elementos están referidos a la alta consideración moral que la sociedad pueblerina tiene de Helen y que ella desea conservar, y a la relación materno-filial que establece con Michael -que incluso la llama “mamá”, primero en secreto y luego públi­ camente, tras una explicación dada a los conocidos fundada en la piedad por la historia del chico-; y una microsecuencia refiere el caso de otra mujer que Helen conoció en Bélgica -la señora Scarworth- que iba al cementerio con diversas excusas para, ocultamente, visitar la tumba de un amor secreto. A partir de esos elementos, el lector puede inferir que el viaje de Helen a Marse­ lla no había sido, entonces, por un problema de salud sino para parir a un hijo lejos de las habladurías pueblerinas regidas por la moral victoriana; Helen no criaba, pues, amorosamente a su sobrino sino, en realidad, a su propio hijo, y mantenía en secreto ese carácter materno-filial del vínculo. Desde la perspectiva de la propuesta de Piglia, es evidente que la historia segunda -la de la maternidad de Helen y su esfuerzo por ocultar el verdadero carácter del vínculo-, contada en los intersticios de la historia de superficie a través de catálisis e indicios que se resignifican al final, aflora con la actitud del jardinero. El relato de superficie oculta entonces -como hace el personaje frente a la sociedad pueblerina- otra parte de la historia: la de la relación -amorosa o no- de Helen con quien en verdad fuera el padre de Michael. El narrador acompaña las estrategias que Helen despliega frente a la sociedad, construye ese personaje como ajustado a la moral y sensato; pero a través de las elipsis,

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expansiones, e indicios, permite entrever piadosamente las razones ocultas de Helen. Más allá del nivel de la narración -ahora según la perspectiva barthesiana-, queda por preguntarse por el sentido de este cuento en el mundo: la interpretación de la historia oculta requiere del lector conocimientos acerca del contexto social regido por la moral victoriana, de las distintas estrategias implementadas -en el mundo- por los individuos, en especial por las mujeres, para mantener su imagen moralmente intachable -com o la de Helen- frente al resto de la sociedad. Y en ese sentido, lo más inmediato que el lector puede inferir, entonces, es la levedad de tales estrategias, pues pueden ser desmon­ tadas con facilidad por alguien como el jardinero, que ni siquiera conoce la historia particular de Helen, pero que seguramente conocía muchas historias similares a la de ella, actitudes comunes, gestos, miradas. Y esa naturalidad con que el jardinero enuncia la verdad oculta produce el efecto de puesta en duda del valor o de los límites de la moral victoriana, indica implícitamente la futilidad de los principios que la rigen y cuestiona la hipocresía. Este cuento queda fuera del foco teórico de Todorov: nada resulta extraño ni maravillo­ so y, por lo tanto, no existe la línea divisoria en la que opera lo fantástico. Se trata de un registro realista, en el sentido de que todos los hechos, actitudes y personajes tienen lugar dentro de las leyes naturales y sociales conocidas. Un ejemplo muy diferente de cuento es “Continuidad de los parques” , de Julio Cortázar (1964). La estructura funcional es breve: dos secuencias prin­ cipales. El personaje -sin nombre- una tarde retomó la lectura de una nove­ la “en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles” , sentado en un sillón de terciopelo verde, de espaldas a la puerta. Se sumergió paulatinamente en la “ilusión novelesca” y gozaba de la lectura. La segunda secuencia del cuento se corresponde con una de la novela que ese personaje leía: una pareja de amantes -ambos también sin nombres- tiene un encuentro amoroso más, de una serie que se sugiere habitual, en una cabaña de mon­ te; durante el encuentro se sienten incómodos por un tercero, ausente en ese momento, que se interpondría en la relación. Se van de la cabaña por cami­ nos opuestos, como parte de un plan: el hombre se dirige a la casa principal, ingresa con un puñal en la mano y recorre la casa hasta que llega al salón en el que un hombre lee una novela en un sillón de terciopelo verde. La posibilidad de establecer una relación de “ continuidad” entre las dos secuencias está abierta a partir fundamentalmente de indicios y no es posible definir con claridad si la primera de las secuencias engloba a la segunda -en ese caso se estaría tomando como referencia cierta esa primera secuencia- o si, a la inversa, la segunda engloba a la primera; y los actantes -e l lector de la novela y la pareja de amantes- carecen de toda densidad psicológica. En cuanto al nivel de la narración -en el tipo de análisis estructural-, no se pue­ de establecer si el narrador de la primera secuencia es el mismo que el de la segunda; en el supuesto de que no lo fuera, tampoco es posible discernir si el narrador de la segunda secuencia es el lector de la novela que resume la his­

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toria del texto que lee, o si es una cita de la novela leída. Ese juego abierto de articulación entre las dos secuencias y la indefinición respecto de la cantidad de narradores contribuye sustancialmente a sustentar el efecto fantástico -se­ gún la propuesta de Todorov-: dependerá de la interpretación del lector del cuento si se trata de algo extraño -por ejemplo, porque lo entienda como un juego de raras coincidencias entre dos historias cuyos sendos finales quedan abiertos—o si se trata de algo maravilloso, es decir, que estaría por fuera de las leyes conocidas de la naturaleza. Complementariamente, considerando la pro­ puesta de Piglia, se puede observar que resulta imposible definir con claridad cuál de las dos historias constituye la “de superficie” : ambas están articuladas a modo de cinta de Moebius -esto es, una superficie de una sola cara, un solo borde, no orientable- El efecto sorpresivo no lo produce la emergencia al final del texto de una historia oculta, como ocurre en el cuento de Kipling, sino el modo de articulación entre las dos. Lo que se vuelve visible para el lector al llegar al final y genera un efecto de sorpresa es, pues, el descubrimiento de esa “continuidad” que no puede atribuir con certeza ni al plano de la estructura ni al plano de lo que pudiera entender como lo real representado. En cuanto objeto cultural, cabe destacar-entre otras conclusiones posiblesque este cuento no problematiza cuestiones morales o de otra índole -social, cultural-, propias del mundo en el que circula -com o ocurre con el cuento de Kipling en su época-. En cambio, problematiza una cuestión interior del campo mismo de la literatura: la relación entre realidad y ficción cuyos lími­ tes -en caso de existir- son borrados o, en otra interpretación, en la que una de las partes, la que se asumiría como ficción, se vuelve amenazadora en el plano de lo real que estaría representado en la otra. El contraste entre ambos textos vuelve evidente que -com o ocurre con otros géneros literarios- una definición ahistórica del género cuento resulta muy dificultosa dada la variabilidad que, a lo largo del tiempo, se registra de mu­ chos de los parámetros con los que se ha intentado caracterizarlo; y por ello, tampoco es posible una clasificación satisfactoria. Las propuestas estructuralistas, como la de Barthes, entre otros, aportan elementos muy valiosos para el análisis formal, a la vez que subsumen el cuento dentro de un macrogénero, el narrativo, que incluye otros como la novela. Pero ese marco permite decir que en todo cuento se observa una condensación de la historia en relativamente pocos núcleos y secuencias -lo que explica, en alguna medida, la brevedad-, aunque la cantidad de esas secuencias -a diferencia de lo que ocurría según Propp con el cuento popular ruso de tradición oral- es muy variable. En una perspectiva que consideramos complementaria de la estructuralista, la prin­ cipal de las tesis de Piglia -en todo cuento se cuentan dos historias- define el rasgo tal vez más característico del género. La alta variabilidad en cuanto a la articulación de las dos historias y de las clases de contenidos tematizados -com o se puede vislumbrar en los ejemplos- sea quizás el motivo de la per­ durabilidad del género y la clave de su riqueza.

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Bibliografía para ampliar Barthes, R. (1993 [1973]). “Análisis textual de un cuento de Edgar Poe” . En La aventura semiológica, pp. 323-352. Barcelona: Paidós. De Mora Valcárcel, C. (1995). En breve. Estudios sobre el cuento hispanoameri­ cano contemporáneo Sevilla: Universidad de Sevilla. Greimas, A. J. (1983 [1976]). La semiótica del texto: ejercicios prácticos. Análisis de un cuento de Maupassant. Barcelona: Paidós. Piglia, R. (2005 [1986]). “Nuevas tesis sobre el cuento” . En Formas breves, pp. 113-137. Barcelona: Anagrama. Pupo-Walker, E. (1997 [1973]). El cuento hispanoamericano ante la crítica. Madrid: Castalia. Valcárcel, E. (ed.) (2015 [1997]). El cuento hispanoamericano del siglo xx: Teoría y práctica. La Coruña: Universidad de La Coruña.

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Por su etimología, el término drama remite a la acción (en griego, 5pá¡ja es “actuar”) ; por eso, un drama podría reunir un conjunto variado de produc­ ciones textuales y escénicas. Habitualmente se entiende este género como una composición en verso o en prosa que retrata la vida o el carácter de un personaje por medio de conflictos y emociones desenvueltos por la acción y el diálogo. La división en cuadros, escenas y actos, también es parte de una estructura que se ajusta a las convenciones del drama en el siglo xix. Aquí nos ocuparemos del drama como un género en el que se reúnen en el texto deter­ minadas propiedades generales e invariantes, así como aspectos cambiantes a través de la historia, para, en general, ser llevadas a escena. El drama ex­ presa la plasmación en la dramaturgia y en el teatro de las transformaciones socioformales que delimitan los intereses políticos y culturales de la burguesía a partir del siglo xvm, razón por la que es necesario abordar históricamente el término como un tipo de producción artística de la modernidad. Si bien el drama, en el contexto isabelino, encarna ideas muy definidas en la voluntad de diálogo, el pensamiento y la acción del sujeto hasta llegar a proyectar imá­ genes que abarcaban en gran medida la cosmovisión de la época (Cerrato, 2003), Patrice Pavis señala que el término drama burgués fue acuñado por Denis Diderot en Discurso sobre la poesía dramática (1758), ensayo en el que se reunirían por primera vez las características del drama moderno. En Dide­ rot se encuentran los rasgos de un teatro que comienza por dar voz y enun­ ciados socialmente determinados a figuras configuradas de manera política, en una escena en la que se deja de lado la función ornamental de los elemen­ * Universidad Nacional de General Sarmiento-Universidad de Buenos Aires.

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tos escénicos, y los objetos pasan a guardar una relación de sentido con la acción y con los personajes, y fundamentalmente, en el drama se presencia un conflicto que deviene en acción. En esencia, ese conflicto, que se extiende en gran medida hasta el realismo del siglo xix, expone al lector y al público a desórdenes y dilemas morales y éticos, es decir, a problemas propios de la intimidad con los que se identifica o al menos reconoce. El carácter serio pero no trágico, el tono patético y la condición enteramente humana del conflicto, mantienen la tensión y permiten considerar las transformaciones que recaen sobre el sujeto, ya sean producto de su voluntad o de las fuerzas sociales con las que se vincula; pero más allá de esa tensión, la acción persigue, conforme al clima de época y al preceptismo cortesano, a exigir que la belleza moral sea puesta a prueba. Ya en su drama El hijo natural (1757), Diderot conforma las relaciones, que escénicamente van a delinear por primera vez, tal como lo plantea en su Discurso, una función central en el director de escena como organizador de la materialidad, del espacio y del tiempo de acción, pero tam­ bién como intérprete general del texto previo. Esta innovación es una de las más significativas para entender esta clave central del drama moderno: la de una articulación específica y efectiva entre el texto y la escena. Sería necesario remitirnos al siglo xvi para señalar que desde entonces se habían ido creando las condiciones para el desarrollo del drama. Precisamente, no es posible hablar de una forma unificada en sus orígenes, sino, como sugiere Raymond Williams, de una “comunidad de formas” definida por la especifici­ dad social de sus inquietudes y de su espacio de producción y circulación (W i­ lliams, 1994:146). No creemos necesario analizar este desarrollo en relación con otros géneros, pero sí al menos indicar que en el elemento colectivo de la forma dramática se integran inquietudes y objetivos coincidentes con otras formaciones en el contexto político y social de mediados del siglo xvm, como la comedia [VER, p. 29] de costumbres o la ópera moderna. En efecto, una de las transformaciones fundamentales que expresa el drama moderno es la re­ presentación de relaciones a través de personajes socialmente determinados y que hasta entonces, en la tragedia neoclásica [VER, p. 83], se habían visto representadas por el coro y por personajes heroicos. La representación de las relaciones interpersonales enriquecieron los conflictos de dimensión histórica y política, fenómeno que evidencia que no estamos solo ante un cambio de cosmovisión, sino también ante un radical giro en la autopercepción de los autores, que pasan a canalizar, además de los intereses de las élites, sus pro­ pias inquietudes. Los dramas de Gotthold Ephraim Lessing Minna von Barnhelm (1767) y Emilia Galotti (1772), en el contexto de la Ilustración alemana, explicitan la confluencia entre política y arte, y precisamente el arte dramá­ tico es producto de un campo de lucha particular. En su tratado Dramaturgia de Hamburgo (1767), Lessing toma como referencia la Poética de Aristóteles, pero no para legitimarse en la querella contra el neoclasicismo francés, muy extendido en el teatro alemán, sino para poner sus preceptos a la luz de la mo­

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dernidad burguesa, y para tomar como principio predominante para un fin digno y decoroso, el de la naturalidad, que es el que provee la finalidad “ética y didáctica” (Spang, 2011: 261). Con sus dramas burgueses, Lessing prepara el terreno para la revolución estética del movimiento Sturm und Drang ( “tor­ menta e impulso” , nombre debido al drama de Friedrich Maximilian Klinger de 1776), movimiento que, en suma, expande el interés de autorrepresentación de la burguesía, que a menudo colisionará con los intereses de las cortes que promueven y financian el arte teatral. Por medio de la “relativización y depreciación de las virtudes heroicas aristocráticas” , Arnold Hauser considera que el drama se constituye en ins­ trumento de propaganda de la burguesía y de su ideología, haciendo explíci­ to el contenido latente de un conflicto que se vuelve programático (Hauser, 1994: 247). Frente a esta configuración, Williams advierte la persistencia de la figura del príncipe en la evolución de la tragedia neoclásica a las nuevas convenciones que van a sustituir el orden olímpico y el coro por relaciones políticas y personales demarcadas históricamente (Williams, 1994:144). Asi­ mismo, es de notar la creciente asimilación del género por las élites sociales, y en particular por la burguesía. Las innovaciones formales que vamos seña­ lando no pueden concebirse sin presentar las respectivas condiciones sociales. Esta transformación del mundo representado lleva a un cambio en el estilo: la diversidad de la métrica se simplifica, se vuelve uniforme, y paulatinamente comienza a ser abandonada. En el drama moderno, el lenguaje representa, se remite a temas y modos que deben ser identificados por el destinatario. El orden consuetudinario aparece en su complejidad en escena y la acción visible -más que referida- se vuelve centro de interés de la representación y cumple una función estructurante. Según Williams, la percepción popular del conflicto se debe a la referencia a formas simples y callejeras, como la pantomima, lo que tiene su inmediata consecuencia sobre una forma canónica del conflicto dramático, en el que se representa un intercambio de fuerzas e intereses que tienden a una transformación de un estado inicial. Con Friedrich Schiller, la aparición de la anomalía social había llevado, con Los bandidos (1781), a la desintegración de las esferas públicas y privadas por las contradicciones entre el ideal de orden y la práctica de un absolutismo deslegitimado. Ese régimen obsoleto y caduco pretendía continuar su linaje desconociendo que en manos del criminal Franz Moor, contrafigura de Karl, héroe, y sin embargo, incendiario y asesino, se descubría su estado terminal. Schiller había puesto en tensión el drama con los objetivos sociales del arte teatral al plantear in extremis la amalgama de crimen, pasión y libertad, pero finalmente, si bien deja prevalecer la educación moral a través de la obra de arte (Bodas Fernández, 2011), queda pendiente el problema de la continui­ dad del sistema político. El parlamento dramático se configura como un elemento formal unifican­ te, y aun cuando en el siglo xvm prevalecen estructuras versificadas, se dan

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las condiciones para la inclusión de un estilo popular que repercute extraor­ dinariamente en el desarrollo ulterior. Esa impronta se registra en el carácter de la representación de la lengua en el contexto público, pero también espe­ cíficamente en el ámbito privado, incluyendo la representación del discurso interior. Pavis (1996: 297-298) define la tipología del monólogo consideran­ do las funciones dramáticas y la forma literaria, por lo que, en particular, es posible identificar en la forma del monólogo de reflexión o decisión, una si­ tuación característica del héroe del drama moderno: el momento de asumir la resolución de un dilema. Es un elemento fundamental de la modernidad que el lenguaje como pro­ ducto de los distintos estamentos y clases puede ser medio y objeto de la re­ presentación dramática. Así como sirve a la justificación política del absolutis­ mo, también revela sus debilidades y contradicciones, y fundamentalmente el estado de guerra sobre el que se funda ese régimen. Aún así no debe pensarse en la forma dramática como anticipación de sistema político alguno, sino más bien que los procesos culturales intervienen sobre las cualidades de cualquier estructura formal. Gustav Freytag (1866) estableció un esquema formal en el que las unidades de acción se corresponden con la división en actos y con una intensidad creciente y gradual. En Don Carlos de Friedrich Schiller, se puede apreciar esta relación dinámica a través de innovaciones que favore­ cen la verosimilitud y la intriga para un despliegue de acciones muy complejo. Las cinco unidades de la acción: 1. Exposición, 2. Gradación en el desarrollo de la acción, 3. Punto culminante, 4. Retardamiento de la acción y 5. Catás­ trofe se corresponden así con la estructura de los actos, dentro de los cuales predomina un orden interno. En particular, en este drama de 1787, la crisis política conduce, en la representación, a una interacción entre orden social y disolución, lo que pone de relieve la inocultable relación entre los escenarios públicos y los privados. Con el Romanticismo se observa una discontinuidad mayor en la referencia al mundo de la experiencia. En la primera década del siglo xix, la escritura dramática de Heinrich von Kleist a menudo elude la representación visual del conflicto para explorar un contenido latente de la acción a través del enigma, la confusión y los malentendidos a los que da lugar el lenguaje. En efecto, el lenguaje representa, pero de aquí en adelante el mundo representado ofrece menos certidumbre que el mundo concebido por la Ilustración. El activo rol social de la burguesía en el contexto de la Restauración mo­ nárquica en Europa, prefigura nuevamente en el drama un escenario de lucha, en el que se denuncia la imitación complaciente o en el que, por el contrario, se llama a la revolución estética. Así, por ejemplo Giacomo Leopardi, en sus escritos publicados como Zibaldone deipensieri denuncia en el drama moderno el predominio del artificio por sobre la poesía, ya que “fingir una pasión o un carácter que no tiene (cosa necesaria al dramaturgo) es algo completamente ajeno al poeta” (Leopardi, 1921: 1182). Se trata de un diagnóstico semejan­

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te al que lleva a Víctor Hugo a proclamar el nacimiento del drama romántico con su “Prefacio” a Cromwell (1827). En un gesto de apropiación que tiene resonancias con la de los románticos alemanes, Hugo ve en Shakespeare al precursor de la nueva estética y destaca el ritmo de la acción y la inserción de los conflictos sociales e históricos (Wellek, 1973). En respuesta a la Academia Francesa contra las reformas del Romanticismo, Hugo desconoce la historici­ dad de escuelas y generaciones y, una vez más, proyecta los aportes de Racine y Moliére sobre el acuciante presente de inestabilidad política. A diferencia de Stendhal, que exige abandonar la métrica y tomar distancia de toda pre­ ceptiva, Hugo mantiene que la versificación libre de su drama es producto de la imaginación y que el drama romántico tiene su fundamento en lo real, es decir, en la combinación de la naturaleza a un tiempo sublime y grotesca del hombre (Hugo, 1966: 58). Esta ironía estructural que anida en lo verdadero y multiforme revela la posibilidad de trastocar las unidades formales. El deve­ nir temporal de Cromwell, por ejemplo, que se reduce a un día y que alcanza a más de setenta personajes, sugiere una amalgama de acontecimientos que representa el movimiento y las convulsiones de la historia. Hugo considera, como Schiller con Los bandidos, que el drama no es representable, precisa­ mente porque las dimensiones y proporciones exceden las posibilidades del teatro de acercarse a la realidad. También aquí se mantiene la estructura convencional de los cinco actos del drama, pero resulta sugerente que Hugo conciba cada uno de esos actos como escenificaciones sociales relativamente autónomas, aunque integradas a la unidad de la trama: I. Los conjurados; II. Los espías; III. Los bufones; IV. El centinela y V. Los trabajadores. Por otro lado, la figura del héroe se vuelve ambigua. Si el drama expresa “la tragedia dentro de la comedia” (Hugo, 1966: 63), los grandes hombres, expuestos pública­ mente a la intriga y las miserias de su tiempo, se muestran como emergentes de su comunidad. El regicida que ambiciona ser rey se mueve “ acompañado del cortejo innumerable de hombres de todas clases” (63), y revela ante ellos una verdad moral. Como en su desarrollo temprano el drama propusiera una reflexión sobre el orden social y sobre el rol de las instituciones, conforme se vuelve hegemónico el predominio cultural de la burguesía europea, la realidad como presente, deseo y amenaza se torna el centro de las inquietudes. Este predominio deja paso también a la incertidumbre producto de las transformaciones sociales del siglo xix, los procesos revolucionarios y la progresiva concientización de la clase trabajadora. La determinación social e ideológica de toda estructura formal, sugiere Peter Szondi en su Teoría del drama moderno, ofrece la clave de interpretación del drama moderno y despeja la posibilidad de la universa­ lización de sus rasgos (Hays, 1983: 70). De todos modos, como género de la modernidad, acompaña su emergencia y también su crisis. La conciencia de la sujeción al entorno lleva al individuo a una introspección que deja vacante la esfera de acción y que traslada el conflicto al orden de lo privado y de la

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intimidad. Los dramas individualistas de Henrik Ibsen, August Strindberg y Antón Chéjov, con todo su crepuscular esplendor, representan las limitacio­ nes formales del drama. Si, como sostiene Szondi, el drama reúne tres rasgos absolutos, como el tiempo presente, el espacio interpersonal y la libertad de acción, con estos autores quedan a la vista las grietas del monumento cultural de la cultura burguesa. En dramas de Ibsen, como en La noche de San Juan (1853), no es en el presente que se decide la suerte de los personajes, sino que la memoria, como un permanente oleaje, devuelve al lector/espectador al pasado en el que se consumó una cierta formación (Lagunas Pilar, 2006). Por medio de la estructura analítica, que pone la trama en función de revelaciones, el personaje adquiere conciencia del pasado como si se tratara de un espacio a contemplar. Asimismo, la soledad del sujeto en los dramas de Chéjov, a tra­ vés de los variados conflictos que se revelan en La gaviota (1896), presenta un aspecto formal recurrente, el del monólogo como conciencia naciente, ámbito de recuerdos y sensaciones, y ya no función o producto de la acción. Por su parte, en el drama subjetivo de Strindberg Adviento (1898), se abandona la presunta objetividad de una conciencia que organiza el mundo representado, se deja atrás la división en actos, y fundamentalmente se introduce la perspec­ tiva panorámica de la experiencia, presentada como sucesión de estaciones, y que supone, como la función del testigo en los dramas de Gerhart Hauptmann, un distanciamiento crítico, producto de la incongruencia de la forma artística con la realidad social (Garrido, 2011). En suma, estas rupturas de la dialéctica autónoma profundizan la crisis de la obra dramática moderna y preparan, a su vez, el terreno para la estética contemporánea, que se situará hasta mediados del siglo xx, entre la preservación del drama del naturalismo tardío, del expresionismo y del existencialismo, y las estrategias de distanciamiento escénicas de Erwin Piscator, en cuanto al montaje, y de Bertolt Brecht en cuanto a la teoría y a la escritura teatral. Así, en el teatro épico, tanto la escritura como la representación, estarán orientadas a provocar una confron­ tación entre la materia de la representación, dotada de referencias y elementos técnicos que desrealizan la imagen, y la conciencia del lector-espectador. En general, estas estrategias de distanciamiento permitirán reflexionar sobre la forma del drama, diluyendo su autonomía formal y volviéndola parte de una hegemonía que aparece bajo crítica.

Puesta en análisis Durante el siglo xix, el drama despliega aspectos convencionales, como una estructura dividida en actos y escenas que acompañan la evolución de la tensión, la relación del héroe con su contrafígura, y del héroe frente a las ins­ tituciones, pero esta consolidación de la forma también conduce a llamativas innovaciones. Nos detendremos en un autor representativo de su época, y al

Drama

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mismo tiempo precursor de estéticas futuras. La obra de Kleist fue calificada por Goethe como expresión de un teatro para ser leído, un “teatro invisible” (Goethe, 1807, citado en Sembdner, 1996: 162), un emergente indeseable del Romanticismo, anatema con el que impugnó un producto sintomático de la época en la que el apartamiento de lo clásico invertía los valores estéticos del drama. En el período romántico, el potencial dramático de un peculiar modo de presentar los conflictos, con una latencia que recuerda lo fantásti­ co o al menos un carácter velado y misterioso de la realidad, se expresa en el drama El príncipe de Homburgo (1811). Esta pieza puede considerarse un paso muy significativo en la transición del drama burgués al drama realista. Georg Lukács considera que esa significación, una vez más, descansa en la naturaleza del conflicto. El conflicto no se reduce a la pasión individual, que por otro lado, aparece atenuada, solapada por el estado de inconsciencia del príncipe que aparece insomne en la primera escena, sino que se extiende a “todo un contenido nacional y social” que permite problematizar -en el texto y en escena- la fuente política y social de la trama. El individuo y la sociedad entablan un conflicto de difícil resolución, porque, entre otras razones, la len­ gua del burgués difiere de la artificiosa comunicación de la corte del Príncipe Elector. Esa lengua, ya no producto de la convención ni artificio legal, quiere ser medio para expresar la emancipación del sujeto. La liberación de las ata­ duras morales y sentimentales ponen al príncipe Friedrich de cara a su desti­ no: para ver en estado de conciencia debe aceptar su estado de culpabilidad. Lukács considera que en la evolución dramática del héroe aparece el poder que encarna y que ya lo había puesto en contradicción, el poder social objetivo se remonta al pasado feudal y descubre al sujeto, en el presente, en estado de soledad (Lukács, 1964: 25). En estado de soledad, considera Lukács, el héroe de los dramas de Kleist debe empeñarse, movido por el deseo, en desenmas­ carar la realidad, debe quitar el velo discursivo de la experiencia para final­ mente enfrentarse con su destino. En Homburgo, esa acción se representa en la estructura espejada que concluye con el héroe nuevamente ante la corte, pero ahora, con los ojos cubiertos para ser ajusticiado, logra ver el mandato del destino. Marthe Robert ha señalado que en ese universo representado, el drama no se dispara por la violación de tal o cual ley primordial -moral, social o religiosa-, en este mundo fragmentado de una incipiente moderni­ dad, el conflicto radica en la íntima convicción de una culpa que llevan los héroes. En concordancia con Lukács, el despliegue de la vida social lleva al individuo al drama. Esta criatura desconoce la tragedia, porque no puede encarnar ni representar una ley concomitante, ni necesidades colectivas. El sujeto de Kleist no solo duda, también desconoce su origen y su destino, su impulso lo lleva a librarse del pantano de la existencia, este es el fin de la ac­ ción (Robert, 1955: 50).

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Bibliografía para ampliar Ranciére, J. (2010 [2008] ) . El espectador emancipado. Buenos Aires: Manantial. Ubersfeld, A. (1989 [1978]). Semiótica teatral. Madrid: Cátedra. Williams, R. (1975 [1968]). El teatro de Ibsen a Brecht. Barcelona: Península.

Épica y epopeya C lea G erber*

Desde un punto de partida etimológico, la épica es lo relativo al épos, término de muchos sentidos, uno de los cuales es verso y, en particular, verso narrativo: ello da paso al término epopeya, entendido como “factura de versos narrativos” (Cavallero, 2014). El adjetivo épico se utiliza entonces para designar algo perte­ neciente o relativo a la epopeya. Bajo este nombre se entiende habitualmente al poema extenso que canta en estilo elevado las hazañas de un héroe o un hecho grandioso, aunque puede aludir también al conjunto de poemas que forman la tradición épica de un pueblo, o bien al conjunto de hechos gloriosos dignos de ser cantados épicamente. Podemos englobar bajo esta etiqueta textos tan hete­ rogéneos como el Poema de Gilgamesh sumerio, la Ilíada y la Odisea homéricas o los llamados cantares de gesta medievales -largos poemas épicos en lengua vulgar, de los que poseemos una centena de ejemplares conservados en manus­ critos de los siglos x i i , x i i i y xiv (Zumthor, 1972)-, entre los que se incluyen el Nibelungenlied, La Chanson de Roland y el Poema de M ió Cid, ejemplos paradig­ máticos de la epopeya germánica, francesa e hispánica respectivamente. Las definiciones clásicas de la epopeya han buscado, en principio, deslin­ darla de los otros géneros producidos por la cultura griega. Así, Aristóteles indica sus diferencias con la tragedia [VER, p. 83], entre las que destaca la ma­ yor extensión y el metro utilizado (hexámetro dactilico). Por lo demás, señala que los componentes de la poesía épica son los mismos que los de la poesía trágica, salvo el espectáculo y la música. Así pues, no singulariza elementos propios de la epopeya, lo cual contribuye notoriamente a la imprecisión ter­ minológica que arrastrará desde entonces el concepto. * Conicet-Universidad de Buenos Aires-Universidad Nacional de General Sarmiento.

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De modo análogo, el discurso crítico de los siglos xix y xx buscará definir la epopeya contrastándola con el moderno género de la novela [VER, p. 671. En la estela de Hegel y su afirmación de que la novela es la “moderna epopeya burguesa”, Gyórgy Lukács, en su Teoría de la novela (1920), caracteriza a la epopeya como universo cerrado de la globalidad de la vida, frente a la novela, concebida como universo de la alteridad del mundo y del yo, del que emerge el “héroe problemático” . Mijaíl Bajtín (1941), por su parte, describe las características de la novela en oposición a la epopeya y señala que esta última se caracteriza por tres ras­ gos: 1) tener como objeto el pasado heroico nacional, el “pasado absoluto”, es decir, el mundo de los “comienzos” y las “ cimas” de la historia nacional, el de los padres fundadores; 2) tomar como fuente la tradición, la leyenda na­ cional (y no la experiencia personal y la libre ficción) y 3) situar un universo separado de la contemporaneidad -es decir, de la época del autor y de sus receptores- por una distancia épica absoluta, de modo tal que el universo épico se percibe como inmutable, fuera de la esfera de la actividad humana. El común denominador de los estudios teóricos citados es que conciben la epopeya, más que como un género literario, como una verdadera categoría estética, con lo que este tratamiento implica de exceso en la generalización (Paquette, 1988). Engloban bajo esta categoría un conjunto muy amplio de textos opuesto al universo novelístico que se busca caracterizar, sin tener en cuenta las particularidades de las diversas manifestaciones épicas ni sus con­ textos de producción y circulación. Frente a este tipo de abordajes, cabe situar el estudio de Cecil Bowra en su influyente libro Heroic Poetry (1952). Este autor señala, sobre la base de un trabajo comparatista, los rasgos característicos de toda poesía heroica, desde Homero hasta el siglo xx, en diversos espacios geográficos. Desde luego que resulta necesario, a partir de las constantes relevadas, proyectar las diferen­ cias existentes en función de los distintos contextos en que surgen las mani­ festaciones épicas. No obstante ello, su análisis permite singularizar algunas características que distinguen el género que buscamos definir. En primer lugar, se trata de una poesía centrada en la figura de un héroe, a través del cual se exaltan las virtudes más apreciadas por una comunidad (fuerza, valentía, voluntad, ingenio, astucia). Un héroe difiere de otros hom­ bres en el grado de sus poderes: en la mayor parte de la poesía heroica, se trata de poderes específicamente humanos, aun cuando son llevados más allá de los límites de lo humano. Bowra explica que la poesía heroica nace, precisamen­ te, cuando la atención popular se concentra no en los poderes mágicos de un hombre, sino en sus virtudes específicamente humanas. Incluso en los casos en que aparecen dioses en acción, el interés principal del relato está puesto en las hazañas de los hombres. Es por ello una poesía antropocéntrica, en el sentido de que celebra a los hombres mostrando las proezas de las que son ca­ paces. Así, el héroe da dignidad al género humano porque ensancha los límites

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de la experiencia y encarna el intento de trascender la fragilidad humana en busca de una vida más plena. Se trata asimismo de una poesía de acción, ya que el héroe manifiesta sus virtudes, sobre todo, mediante el relato de sus actos. Resulta, por lo mismo, una poesía esencialmente narrativa, que crea un mundo imaginario en el que los hombres actúan según principios que se comprenden con facilidad, y genera admiración por su héroe mostrando lo que este hace: buscar el honor a través del riesgo. La naturaleza de la narración tiende a ser objetiva, sin la intromi­ sión de digresiones que persigan la instrucción o moralización. Ello se debe a que en las sociedades primitivas, las audiencias que oían los relatos del aedo (etimológicamente, “cantor” ; trovador que reelabora materiales conocidos y transmitidos de manera oral de generación en generación) participaban de la recreación de los hechos relatados como si ellos mismos fueran sus especta­ dores. En la medida en que compartían con el cantor una concepción general de lo que los hombres debían ser, podían seguirlo fácilmente en el desarrollo de la materia narrada. Por último, esta poesía remite a una edad heroica, es decir, que los hechos que narra se ubican en un tiempo pasado en el que esa comunidad habría alcanzado su máxima gloria. No se trata de un tiempo definido de modo cronológico, y no en todos los pueblos se dan “edades heroicas” claramente definidas. Sin embargo, desde el punto de vista literario, las edades heroicas proyectan un modelo que los hombres de cada comunidad intentan alcanzar y es motivo de orgullo y de afirmación de una identidad cultural. Ejemplo de ello son las guerras troyanas, base de los poemas homéricos, el período de las grandes migraciones germánicas o las conquistas de Carlomagno. En el aspecto formal del discurso, la unidad de composición de la poesía épica es el verso, lo que responde a la génesis oral de este tipo de poesía, un aspecto central a la hora de definirla. En efecto, desde mediados del siglo xx, debido a las investigaciones de Milman Parry (1928), ampliadas luego por su discípulo Albert Lord (1960), cobró nuevo impulso el estudio de la oralidad como aspecto esencial de la creación de los poemas épicos. La tesis oralista afirma que el lenguaje de estos poemas proviene de un repositorio tradicio­ nal de fórmulas fijas, que se fue desarrollando gradualmente en un sistema estructurado como resultado de generaciones sucesivas de poetas orales. Esta teoría de la composición oral-formulaica permitió explicar mejor el peculiar lenguaje de los poemas homéricos, considerados ya no como el resultado de una superposición de varios textos, sino como una lengua creada a través de los años por los poetas épicos, los cuales utilizaban antiguas expresiones fi­ jas que guardaban o refundían principalmente por motivos métricos (Ong, 1982). Así, lo esencial en un poema épico es el hecho de que esté integrado por fórmulas, puesto que, en una cultura oral, los patrones de pensamiento formularios y fijos son esenciales para la administración y la conservación eficaz del conocimiento.

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Esto permite asimismo entender mejor la raíz histórica de la materia épica, pues este género cumplía una importante función en una sociedad que en su mayoría desconocía la escritura, y las tradiciones orales servían de conexión con el pasado. La epopeya se constituye en un soporte de la memoria colec­ tiva, y por ello quien la transmite, sea el aedo o el juglar medieval, se erige en portavoz de la comunidad, en cuanto es el depositario de los relatos que conforman el patrimonio cultural y la identidad comunitaria (Funes, 2009). Debemos mencionar, por último, el fenómeno de las epopeyas cultas o eru­ ditas, que se distinguen de la epopeya tradicional porque su transmisión es escrita y son producidas por poetas cultos. Estos textos constituyen tentativas tardías de emulación de un modelo altamente valorizado: así, Virgilio com­ pone la epopeya erudita de la Eneida para rivalizar con Homero. Del mismo modo, Camoes escribe tardíamente sus Luisíadas (1572) para dar a su comu­ nidad una epopeya, como la tuvieron todos los demás pueblos de la Europa occidental (Paquette, 1988). En efecto, una singularidad de la epopeya, según Paquette, es que puede considerarse como el texto fundador de una cultura, de una comunidad cultural que frecuentemente se confunde con una comunidad lingüística. Se presenta como tal bajo la forma de una valorización de un sentimiento que solo mucho más tarde, al término de fases ulteriores del desarrollo de esta cultura, podrá calificarse de nacional. El campo de emergencia de la epopeya, entendido como el conjunto de condiciones susceptibles de haber favorecido su aparición, gravi­ ta alrededor del proceso de territorialización, es decir, el proceso que consiste, para una comunidad, en ocupar, luego en delimitar y defender un territorio. La epopeya tendría por función concluir sobre el plano de lo imaginario el proceso de territorialización: más que un relato sobre las fundaciones históricas de una cultura, es ella misma fundadora de esta cultura; su intención y su destino como texto se confunden con el desarrollo de la comunidad que la epopeya funda en cierto modo simbólicamente (Paquette, 1988).

Puesta en análisis Centraremos nuestro análisis en el Poema de M ió Cid, el mayor exponente de la épica medieval española. Este texto, y en particular la figura del héroe que allí aparece, exhiben una serie de rasgos que lo distinguen no solo de la epope­ ya clásica, sino de otros cantares de gesta, forma específica que adopta la épica medieval. Tal como veremos, las características singulares del Cid como héroe se explican por cuestiones relativas al contexto en que surge el poema, lo cual permite subrayar el modo en que la épica condensa los valores importantes para una comunidad en un momento dado. La matriz histórica del poema remite a la parte final de la vida de Ruy Díaz de Vivar, el Cid Campeador, guerrero y caudillo poderoso que vivió en el siglo

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xi y sirvió al rey Sancho II de Castilla y luego a Alfonso VI de León y Castilla, quien lo desterró al menos en dos oportunidades. Ahora bien, el anónimo poeta que compuso el cantar no relata con fidelidad de cronista las hazañas militares y políticas del Cid, sino que selecciona, condensa e inventa hechos de acuerdo con los patrones comunes a todas las obras del género (Funes, 2009a). En este sentido, la materia del poema presenta una clara estructura bipartita, que po­ demos caracterizar, siguiendo a Pedro Salinas (1945) y a Leonardo Funes, como un doble proceso de pérdida y recuperación del honor del héroe (el honor como vasallo en el caso de su enfrentamiento con el rey; la honra familiar en el caso del conflicto con los infantes de Carrión por el agravio a sus hijas). Variados aspectos de la trama hacen que este texto se distinga de otros en el conjunto de la tradición épica. Por empezar, el rasgo que singulariza al Cid, repetido numerosas veces a lo largo del cantar, es la mesura, una cualidad que difícilmente podríamos atribuir al Aquiles de la Ilíada, o incluso a otros héroes medievales, como Siegfried o Roland. En efecto, toda la primera línea argumental del poema, que enfoca el enfrentamiento entre el Cid y el rey, subraya continuamente cómo el héroe no se deja llevar por arrebatos pasionales a la hora de actuar y se mantiene siempre firme en su lealtad al monarca, pese al injusto destierro al que este lo somete. De este modo, la construcción del Cid como héroe mesurado cuadra bien con la defensa que el texto lleva a cabo, en el plano ideológico, de la institución medieval del vasallaje, pilar sobre el que se asienta todo el sistema feudal. La mesura del héroe ligada al respeto de los lazos vasalláticos se ve subra­ yada al final del cantar, cuando en lugar de tomar bajo su cargo la reparación de la honra de sus hijas, solicita al rey que convoque unas cortes para llevar a los agresores a juicio, situación en la que estos nobles serán derrotados en su propio ámbito de pertenencia. Cabe subrayarlo atípico de esta resolución, pues resulta difícil imaginar al protagonista de cualquier otra epopeya buscando resolver su deshonra mediante un proceso legal. Como señala Funes (2009a), este reencauzamiento jurídico de la esperada venganza del héroe remite, en el plano ideológico del poema, a la voluntad de impulsar un nuevo ordenamiento legal que ponga un coto a los abusos cometidos por la alta nobleza. Algo similar cabe decir respecto de la notoria relevancia que se le da al dinero en el cantar, visible sobre todo en las escenas de reparto del botín, y que lleva al Cid a realizar acciones tan poco heroicas a primera vista, como estafar a unos prestamistas para poder financiar su campaña. Como lo ha explicado Francis­ co Rico (1993), esto remite a un tipo de heroicidad de nuevo cuño, propia del tiempo de enunciación del poema (finales del siglo xn-comienzos del xm ), en­ carnada en la figura del pionero que vive en la frontera, donde las expectativas de medro están ligadas a las posibilidades que brindan el ataque permanente y el saqueo. Esta exaltación de la ética propia del espíritu defrontera se percibe también en la oposición que el cantar establece entre la baja nobleza a la que pertenecen el Cid y sus hombres -que labran su fortuna a partir del esfuerzo

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personal-y la alta nobleza que representan los infantes de Cardón, cuya sober­ bia y cobardía resultan prácticamente caricaturescas. Lo explicado hasta aquí nos muestra cómo los rasgos señalados de modo general como característicos de la epopeya deben proyectarse sobre los textos y comprenderse en función de los contextos culturales específicos en que estos surgen. En cuanto a los modos de producción y circulación del cantar, encontramos en el texto que ha llegado a nosotros -un único manuscrito, conocido como “el códice de Vivar”- numerosos recursos que remiten a la práctica de la actuación juglaresca, es decir, a la recitación del juglar, verdadera performance que tras­ cendía el mero recitado e implicaba un particular uso del espacio. Ejemplo de ello es la fraseología que alude a una gestualidad, el empleo de deícticos -que permitirían señalar elementos en la escena juglaresca- o la aparición de recursos “mnemotécnicos” como las fórmulas y expresiones formulísticas. De modo tal que el componente verbal nos deja percibir las características de una práctica oral que se apoyaba también en elementos no verbales. Superada, hasta cierto punto, la polarización crítica entre los tradicionalistas (que postulaban un autor popular analfabeto que empleaba técnicas de la composición oral) y los individualistas (que proponían un autor culto, letrado, que elaboró su texto por escrito influido por modelos retóricos), cabe afirmar que el texto conservado testimonia un proceso en el que se suma la tradición oral con el proceso de puesta por escrito de un estadio de esta, que luego sufre el proceso de tradicionalidad escrita. En ese proceso, una posible actitud de algunos copistas es la refundición del texto, lo que explica los tópicos cultos o eruditos que aparecen en el poema (Orduna, 1958). En todo caso, subsiste la idea de que la puesta por escrito de un cantar de gesta implica un proceso complejo, que culturalmente supone siempre el cruce del mundo de la oralidad y el de la escritura (Funes, 2009b). Las huellas de este cruce están en los códices que hoy manejamos.

Bibliografía para ampliar Bajtín, M. (1989 [1941]). “Épica y novela”. En Teoría y estética de la novela. Trabajos de investigación, pp.449-485. Buenos Aires: Taurus. Cavallero, P. (2014). Leer a Homero. ílíada, Odiseayla mitología griega. Buenos Aires: Quadrata. Funes, L. (2009). “ Introducción” . En Poema de M ió Cid, pp.vn-cxxvn. Buenos Aires: Colihue. Ong, W. J. (2000 [1982]). Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Mito / mítico F r a n c is c o G a r c ía C h ic o t e *

Puede entenderse de manera provisoria que el mito es una unidad narrativa relativamente autónoma, de circulación estable y tradicional, institucional­ mente sancionada de modo estético, que aborda la génesis irracional-natural de un fenómeno socialmente relevante. Es decir, un mito suele explicar el origen de una institución, un elemento que cumple un rol institucional o un estado general de las cosas humanas mediante una historia en la que se real­ za la participación de un sujeto no humano, en la forma de una subjetividad natural -p or ejemplo, piedras que piensan y hablan- o trascendental -por ejemplo, una divinidad-. En lo que respecta a la Antigüedad clásica, ha de ad­ vertirse un rol destacado de la materia mítica en las tragedias [VER, p. 83]: el conflicto suele contar con referencias a mitos, o constituir una interpretación de uno de ellos. Esta afinidad entre el mito y la tragedia se funda en la intrin­ cada relación entre lo natural-irracional y lo social-racional que opera en el seno de ambos. El carácter reaccionario-conservador del mito se presenta como material propicio para la construcción del ethos trágico: el héroe de las tragedias debe lidiar con un mundo determinado míticamente y, por lo tanto, inamovible. En este sentido, y aunque se trate aquí siempre de términos pro­ visorios, no ha de despreciarse la función ideológicamente conservadora del mito - y de su aliada, la tragedia-, tal como ha sido destacado por diferentes corrientes de la filosofía a lo largo del siglo xx. Esto se debe a que, si bien el modo de trabajo con estas unidades, su circulación y recepción responden a lincamientos estéticos, se presupone la efectividad del mito, aun cuando este carácter se conciba como alejado espacial, cultural o temporalmente. En otras * Conicet-Universidad Nacional de General Sarmiento-Universidad de Buenos Aires.

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palabras, estas genealogías irracionales suelen ser asumidas de manera esté­ tica por un sujeto que no las reconoce como propias, como constitutivas de su ser social actual, pero que cree que han servido como verdaderas en otros mo­ mentos de la historia, o lo siguen siendo lejos de él, en otros países, o cerca de él, por personas que no comparten lo que él entiende como su propia cultura. Es en este elemento peculiar del mito, el reconocimiento de su efectividad desplazada, que asoma su peculiaridad como forma narrativa. La predicación mítica, que presupone una estructura procesual y cuyos términos pretenden vincular elementos sociales con factores irracionales -sean naturales o tras­ cendentales-, es mítica solo en la medida en que el sujeto que la experimenta como tal reconoce en ella a un sujeto que no es él. A esto se le suma el hecho de que el concepto de mito, tal como hemos intentado abstraerlo, remite cier­ tamente a narraciones antiquísimas -com o es el caso de la materia mítica en la tragedia griega-, pero su concepción, su elaboración como concepto tiene menos de trescientos años; antes, el término podía.remitir a narraciones his­ tóricas, ficticias, religiosas, o confundirse, por ejemplo, con la simple noción de estructura narrativa. Como se verá más adelante, lo que hoy se entiende por mito es una herramienta creada por ideólogos burgueses para responder a problemas propios del desarrollo de la humanidad en el momento de las revoluciones burguesas. De todo esto se sigue la inviabilidad de cualquier determinación de mito en cuanto algo que existe con independencia de la conciencia. Tómese el siguiente ejemplo: desde el punto de vista de la verdad objetiva, la historia del Minotauro de Creta es menos falsa que la de la Virgen María. Sin embargo, solo la primera es aceptada como mítica, mientras que la segunda, lejos de ser asumida desde el punto de vista estético, sigue condi­ cionando todavía segmentos vitales no menospreciables en la vida cotidiana de una gran parte de la población mundial, curiosamente, aquella a la que de modo histórico se le debe el desarrollo del concepto de mito. La imposibilidad de tratar el mito como algo que existe fuera de la conciencia, y que por lo tanto puede ser definido de manera objetiva, fue percibida ya a mediados del siglo xx por filósofos progresistas de la política y la literatura; así, Ernst Cassirer concibe el mito como “un espejo mágico” en el que diversas corrientes modernas pretenden reflejar sus propias ensoñaciones (1947:11), y Gyórgy Lukács descarta toda “objetividad mítica” y llama a examinar la ló­ gica del sujeto que crea tal objetividad (1972: 333). En años recientes, Ernst Müller (2002) ha propuesto que el mito se entienda como algo que recuerda la noción kantiana de concepto límite: más que echar luz sobre la cosa, lo hace sobre el sujeto que lo enuncia, y el sujeto que enuncia es, en este caso, el suje­ to burgués. En efecto, el desarrollo histórico del concepto de mito comienza en la segunda mitad del siglo xvm en Europa a partir de una contraposición entre, por un lado, el desarrollo racional de los procesos de socialización en el ámbito del conocimiento -i.e., el surgimiento de un concepto positivo de razón universal- y, por el otro, el señalamiento del carácter irracional de cier­

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tas representaciones, que se asocian a lo natural y que tienden a vincularse con un presunto bajo desarrollo de la humanidad. Lo mítico será siempre lo otro, lo irracional; dependiendo del concepto de razón que se tenga, el mito pertenecerá a lo felizmente relegado de manera temporal o cultural, o remi­ tirá a un origen al que se deberá volver para sanar los vicios del capitalismo. Por ello, el sujeto sociohistórico que construye en su origen el concepto de mito revela rasgos irracionales eurocentristas que se articulan sin fricción con políticas de sometimiento colonial; no es casual que el término haya ad­ quirido en Francia cierta estabilidad y autonomía conceptuales recién en la Enciclopedia de Diderot y d’Alembert, de 1765, en paralelo con la expansión imperialista francesa. Como tampoco debe sorprender que el mito surja como crítica hacia el interior de la sociedad burguesa: en Alemania, su fijación con­ ceptual hacia finales del siglo xvm se realiza en un contexto de crítica teórica de la alienación capitalista - y del avance de los ejércitos napoleónicos-. Así, el idealismo alemán incita a la creación de una “nueva mitología” en la que los polos desgarrados de la vida humana, idea y materia, mente y corazón, razón y naturaleza, puedan conciliarse (Anónimo, 1995:119). Estas constataciones dejan entrever que el concepto de mito está estrecha­ mente ligado a modos de reflexión sobre la sociedad burguesa y el capitalismo, y que su inestabilidad conceptual remite a las contradicciones esenciales a las que el pensamiento burgués debe llegar cada vez que se arroga la tarea de pensar el ser social. Por ello, toda definición de mito que pretenda anclarse en la faceta objetiva del concepto deberá conformarse con limitaciones arbitra­ rias si no quiere terminar en el callejón sin salida de las conclusiones falsas y políticamente distorsivas. Pues, como dice el especialista Jean-Pierre Vernant, “en sentido estricto, la palabra ‘mito’ no designa nada” (1980: 22). La fecun­ didad de estas limitaciones arbitrarias reside, de manera precisa, en su parti­ cularismo: constátese por ejemplo que la célebre definición de Pierre Grimal (2001) es antes bien una caracterización y una clasificación que no cuestiona la realidad del concepto, sino que la da por hecho, y se restringe a una realidad grecolatina que tampoco pone en duda. Sin explicitarlo, Grimal adjudica a los mitos griegos y romanos un valor romántico -es decir, m oderno- en la medida en que afirma que la “prestación más esencial” al “pensamiento humano” de esta forma que se encontraría “entre la razón, la fe y el juego” es ofrecer una “imagen” de lo “inefable” y “misterioso” del mundo, cuando el pensamiento racional se encuentra con sus presuntos límites (2001: 10-11). O tómese en cuenta el ferviente rechazo al mito - y a la tragedia- por parte de pensadores del “marxismo occidental” como Lukács, Walter Benjamin y Siegfried Kracauer durante las primeras décadas del siglo xx: antes que un exhaustivo análisis concreto sobre la materia mítica, su examen consiste en la crítica del concepto de mito que por entonces detentaban los ideólogos reaccionarios. En cambio, si se capta el problema desde el polo subjetivo, es decir, no desde aquello que este concepto pretende señalar, sino de los impulsos sociohistóricos de este

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señalamiento, se verá que lo que entendemos hoy por mito fue condicionado por el desarrollo de la conciencia burguesa. En cuanto forma de la conciencia burguesa, el mito indica modos de reflejo espacial o temporal distantes, en cuya radical contraposición se intenta instalar el moderno ser burgués, y que solo existen de manera real en las determinaciones de existencias moldeadas por el proyecto político-económico de la burguesía. Solo mediante este arrai­ go en la dialéctica clasista del desarrollo del capitalismo puede entenderse el lugar del mito en la literatura y la filosofía modernas. En las líneas que si­ guen, se abordarán brevemente aquellos impulsos históricos que moldearon el concepto de mito; luego, se indicarán a modo de ejemplo dos limitaciones arbitrarias que analizan los mitos de manera objetiva. Uno de los elementos probatorios de que el mito no es más que un concepto límite del sujeto burgués lo constituye el hecho de que en la Antigüedad grecolatina, el término apenas indicaba otra cosa que un discurso sobre el ser, a menudo de rasgos narrativos, cuya validez estaba por fuera del mundo sensorial. De esta manera, solía oponerse a Aóyoq, cuyo contenido de verdad podía ser empírica­ mente comprobado o racionalmente argumentado. En la lengua ática, por ejem­ plo, uno y otro término significan indiferentemente “palabra”, “discurso”, aunque juüOoqse refiere sobre todo a lo oculto, mientras que el segundo a lo sensorial y lo racional. Esta generalización presenta, empero, excepciones: en Historias, de Heródoto, y Odas, de Píndaro, son Aó yo l las sagas de los héroes y dioses, las his­ torias de las épocas dorada, plateada y de bronce. Recién en la época de Sófocles parece el mito relacionarse con lo ilusorio y ajeno al conocimiento, a lo relativo al rumor. En Platón, ¡iQQoqy Aóyo^son discursos coexistentes: mientras que el primero se asocia al saber de un pasado lejano comunitario, transmitido de generación en generación por medios miméticos, el segundo es un conocimien­ to que puede ser probado con argumentos. Sin embargo, esto no impide que Platón acepte el recurso de mitos para la representación de su filosofía (cfr., por ejemplo, el diálogo Timeó). En la Poética de Aristóteles, ¡lüOoqes simplemente el compuesto unitario de sucesos prácticos, de resultados de acciones del carácter; es la estructura narrativa. La tradición griega continúa en la latinización con los términos fabula o fabulosus, que son luego asumidos por las diferentes lenguas nacionales europeas. De hecho, hasta la fijación moderna del concepto en el si­ glo x v i i i , no hay diferencia entre ¡jüOog y fabula. Martin Lutero traduce con el término alemánfabeln las emergencias de ¡i üQoqen la versión griega de la Biblia (cfr. Timoteo 1.4-7: “Rechaza las fábulas profanas y de viejas”). Esta vinculación del mito con lo no aceptado por la doctrina cristiana ocurre, de hecho, desde la Antigüedad tardía, en la que ¡lOQoqyfabula comienzan a utilizarse peyorativa­ mente para remitir a los contenidos narrativos de los cultos paganos, en especial aquellos que se asocian al mundo grecolatino. Agustín de Hipona se refiere a las genealogías politeístas como “theologia fabulosa theatrica scaenica” (teología de fábula, teatro y escena), y vincula así lo mítico con la experiencia estética, en contraposición al presunto carácter auténticamente vivencial-religioso de la

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doctrina de Cristo (De Civ. 6, V II). Hacia el siglo xvi, estos motivos mitológicos se convirtieron en objetos centrales de los pintores (por ejemplo, Bellini, Tiziano y Tintoretto) y también de representaciones teatrales. Aparece entonces la mitografía, que clasifica y estudia el origen de los motivos y se apoya materialmente en técnicas desarrolladas de impresión de imágenes. Recién en la Enciclopedia de Dideroty D’Alembert (1765) se separa el término mitología del defábula. El autor del artículo, Louis de Jaucourt, entiende por mi­ tología la historia fabulosa de los dioses, semidioses y héroes de la Antigüedad, así como todo lo que remite a la religión pagana (tomo 10: 924). La mitología ofrecería, según Jaucourt, una fuente inagotable a las artes y la formación de las “personas del mundo”, y la crítica del mito consistiría en quitar su forma maravi­ llosa para descubrir en su interior verdades históricas o filosóficas: se trata de la “confusa mezcla de quimeras de la imaginación, sueños de la filosofía y ruinas de la historia antigua” . Si bien destaca el tenor racional-ilustrado de su crítica del mito, la Enciclopedia muestra hasta qué punto se encontraba allanado el camino para una utilización antropológica del mito que sirviera al cuestionamiento del yo burgués. En efecto, ya en 1755, Jean Jacques Rousseau prioriza, por encima de la valoración estética, el examen político-antropológico del mito para echar luz sobre el origen de la cultura y la relación con la naturaleza. Así aparece la idea­ lización del “buen salvaje” como “ hombre natural” en el Discurso sobre el origen y losfundamentos de la desigualdad entre los hombres; se trataría de una configu­ ración subjetiva/uera de la historia en la que se daría una experiencia natural no mediada y una unidad entre hombre y naturaleza, una totalidad que el mundo contemporáneo burgués habría destrozado, en el plano político, por medio de la desigualdad y el despotismo; en el plano intelectual, a través de la razón y la reflexión. Así se abría la puerta para un concepto de mito que sirviera como crí­ tica de las formas contemporáneas de la sociedad y el pensamiento burgueses. En el contexto alemán, la fijación del concepto de mito a finales del siglo xviii se halla intrínsecamente ligada a la reacción contra los impulsos raciona­ listas e intemacionalistas de la Ilustración y al intento de teñir la praxis poética de elementos político-trascendentales. Johann Gottfried Herder convoca a la creación de “toda una nueva mitología” en la que se fundan historia, alegoría, religión y poética y que busque la “experiencia mítica presente” del ser social. Anticipándose a los románticos, Herder incluye motivos tradicionales popu­ lares del mundo alemán dentro del acervo de materiales míticos. El pensador oscurantista Johann Georg Hamann, que sostiene que “la poesía es la lengua materna del género humano”, comprende la historia en términos “m itológi­ cos” y “misteriosos” que, al remitir a factores irracionales tanto cristianos como paganos, escaparían a los alcances de nuestro entendimiento (1950, t. 2: 65). Así se constituye, en términos generales, el concepto moderno de mito como índice de los límites de la razón: según el grado de conciencia que se adquie­ ra en torno a la diferencia entre, por un lado, la razón utilitaria, turbia, inhu­ mana del capitalismo y, por el otro, la razón humana per se, el mito aparece

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bien como mero índice de la necesidad de una nueva forma social, bien como la forma social deseada. Para el primer caso, el mito sirve solo como prefigu­ ración de una forma no alienada en la que idea y masa, mundo intelectual y mundo sensorial, ser social y ser natural pueden articularse con armonía. Así aparece en el “El más antiguo programa de sistema del idealismo alemán”, escrito entre 1796 y 1797 posiblemente por Georg Wilehelm Friedrich Hegel, Friedrich Schelling y Friedrich Hóderlin: ... tenemos que tener una nueva mitología. Esta mitología, sin embargo, debe estar al servicio de las ideas, debe ser una mitología de la razón. Antes de que las ideas se hagan estéticas, es decir, mitológicas, éstas no tendrán ningún interés para el pueblo y, a la inversa, antes de que mitología se haga racional, el filósofo deberá avergonzarse de ellas. Por eso, el ilustrado y el que no lo es deberán darse la mano, y la mitología deberá hacerse filosófica para que el pueblo se convierta en racional al tiempo que la filosofía deberá ser mitológica para que los filósofos se hagan sensibles. Entonces dominará la unidad eterna entre nosotros (Anónimo, 1995: 119). Un impulso comparable aparece muchos años más tarde, en 1857, de la mano del filósofo Karl Marx. En el borrador a la Introducción de la Crítica de la economía política, Marx sostiene que el encanto contemporáneo por la mi­ tología griega reside en que esta representa una coordinación recíproca de forma y contenido, su actualidad no es otra cosa que la aspiración moderna a reproducir, en un nivel superior, un estadio que se percibe como íntegro y que se identifica como una suerte de infancia feliz de la humanidad (1982). La otra dirección, la que ve en el mito una forma efectiva de vida y no un mero índice de crítica, es la que desemboca en la catástrofe fascista y es defendida por ideólogos reaccionarios durante todo el siglo xx. Su fundamento teórico consiste en la identificación total entre razón y racionalidad capitalista, de ahí que se proponga un modo social mítico, oscuro, inmediato, vivencial, violen­ tamente voluntarista como salida de la asfixia del capital. Los ideólogos nazis Alfred Baeumler y Alfred Rosenberg son claros ejemplos de cuán importantes fueron las teorizaciones positivas de los mitos en la preparación ideológica de la dictadura hitleriana (cfr. Baeumler, 1965: 306 y Rosenberg, 1936: 459).

Puesta en análisis Solo por medio de una limitación arbitraria puede definirse el mito como algo que existe fuera de la conciencia, y por ello, cuando esto sucede, los frutos con­ ceptuales son restringidos. Apenas surja una pretensión de validez universal, la definición resultará falsa. En lo que respecta al estudio de las formas literarias, ya se ha hecho referencia a la celebración irracionalista, de tinte inconscientemente

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romántico, que Grimal hace del mito grecolatino. Ahora considérese brevemente un gesto opuesto: la interpretación política del mito desarrollada por exponentes del marxismo occidental durante las primeras décadas del siglo pasado. En el contexto de luchas ideológicas entre, por un lado, aquello que even­ tualmente se consolidó como barbarie fascista y, por el otro, los impulsos socia­ listas, filósofos como Lukács, Emst Bloch, Siegfried Kracauer y Walter Benjamin desarrollaron un concepto negativo, opresor, inhumano de mito, contrapuesto a otro positivo, auténticamente humano y liberador de cuento maravilloso. Ya en sus escritos del período 1911-1916, Lukács sostenía que el cuento maravilloso es “el mito secularizado” , pues configura un mundo armonioso sin la partici­ pación de sujetos trascendentes, exclusivamente humano. Así, mientras que el mito provee materiales al ambiente oscuro, asfixiante y necrófilo de la tragedia clásica, el cuento maravillo se instituye como la determinación simple de géne­ ros más humanos, no condicionados por el yugo de la categoría de necesidad y celebrantes del mundo plebeyo, como el drama no trágico de Shakespeare, o la narrativa cervantina (cfr. Lukács, 1975: 274; 2015: 130). Luego, ante la emer­ gencia masiva de los movimientos fascistas en Europa Central, Bloch, Kracauer y Benjamin desplegaron la contraposición entre un género y otro, agregando que, mientras que el cuento maravilloso proponía a la vez una anticipación del proyecto racionalista de la Ilustración y constituía un modelo de vida socialista, el mito representaba una regresión a estructuras estamentales de opresión. De acuerdo con estos autores, el cuento maravilloso rompería con la inflexibilidad de la legalidad de lo natural-trascendental que impera en los mundos del mito y de la tragedia; mientras que en estos una decisión de un ser superior es la que justifica un ser-así contemporáneo de las cosas, en el cuento maravilloso todo es mágicamente posible para el ser humano, que deshace y rehace a su parecer el orden del universo. Por otro lado, mientras que en el mito el carácter suele ser poderoso y su voluntad se realiza de manera violenta, en el cuento maravilloso los personajes suelen ser débiles, y por ello deben emplear la astucia, que implica un relacionarse no violento con el mundo. El mito sería la justificación ideológi­ ca de la opresión. A propósito, se lee en un ensayo muy conocido de Benjamin que el cuento maravilloso fue el primer consejero de la humanidad: “Cuando el consejo era preciado, el cuento maravilloso lo conocía, y cuando el peligro era máximo, su ayuda era la más cercana. Este era el peligro del mito” (1991:128).

Bibliografía para ampliar Levi-Strauss, C. (2007 [1 9 7 8 ]). M ito y significado. Madrid: Alianza. Vernant, J. P. (1993 [19651). Mitoypensamiento en la Grecia antigua. Madrid: Ariel.

Novela N ic o l á s O l s z e v ic k i*

Como lo es la tragedia para la Antigüedad clásica, la novela es el género característico de la modernidad tardía y la posmodernidad, ese período que abarca desde el siglo xvm hasta la actualidad: se trata de la forma consagratoria para los escritores de literatura y el principal bien en circulación en el mercado literario de hoy. Como tal, no resulta sorprendente que haya sido abordada desde todas las corrientes principales de la teoría literaria: el for­ malismo ruso (Schklovsky, Propp), el formalismo americano (Crane, Booth), el marxismo ortodoxo y heterodoxo (Lukács, Benjamín, Adorno), el psicoa­ nálisis (Marthe Robert), la narratología (Bal), el estructuralismo (Barthes, Todorov), el posmodernismo-deconstrucción (Deleuze, Derrida), etcétera. A pesar de todos estos abordajes teóricos, intentar distinguirla de manera tajante del resto de las formas narrativas continúa siendo una tarea muy tra­ bajosa y, como señalan algunos especialistas, acaso inconducente. En líneas generales, se entiende por el término novela una narración fíccional escrita en prosa, relativamente extensa (lo que la distingue de otras formas Acciónales en prosa de naturaleza más breve, como el cuento o la nouvelle), en la que se desarrolla un conflicto central y varios conflictos periféricos. Si bien esta de­ finición general suele ser suficiente para abarcar la mayor parte de los textos que se reconocen de manera habitual como novelísticos, adolece de varios puntos débiles. En primer lugar, acaso el más obvio sea el de la extensión: ¿cómo podría fijarse, evitando arbitrariedades, un límite a partir del cual un texto dejaría de ser un cuento o una nouvelle para convertirse en una novela propiamente dicha? ¿Qué institución o instituciones serían las encargadas * Conicet-Universidad de Buenos Aires-Universidad Nacional de General Sarmiento.

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de establecer ese parámetro y bajo qué criterios? En segundo lugar, si bien es cierto que la inmensa mayoría de las obras que llamamos novela están escritas en prosa, existen textos que, catalogados de modo unánime con esa etiqueta, están escritos enteramente en verso (como Eugenio Oneguin de Pushkin -18231831-, o, más recientemente, The Monkey’s Mask, de la poetisa australiana Dorothy Porter -1994-) o incorporan procedimientos compositivos propios de la poesía en una mayor o menor medida (como la novela del escritor Matías Alinovi, La reja -2013-, en la que se amalgama una historia narrativa a p riori más adecuada para la prosa con un uso melódico del lenguaje, casi siempre agrupado en endecasílabos, característico de la poesía). Estas primeras y rápidas objeciones dan cuenta de que la extraordinaria variedad de las obras que circulan hoy en día en el mercado literario bajo la denominación novela es imposible de aprehender en una definición general que enumere y exija el cumplimiento de una serie de condiciones necesarias y suficientes. La novela es, en verdad, una macrocategoría muy general, utili­ zada de manera laxa, que engloba diversos subgéneros, algunos de los cuales casi no parecen tener aspectos en común ni desde el punto de vista formal ni desde el punto de vista temático. Aunque hay diversas propuestas para cla­ sificar estos subgéneros, la más abarcativa es la que lo hace de acuerdo a su contenido; en este sentido, se habla de novelas de aventuras (Las aventuras de Huckleberry Finn), góticas (Frankenstein), policiales (El largo adiós), de ciencia ficción (Fahrenheit451) , picarescas (El lazarillo de Tormes), fantásticas (La invención deM orel), del realismo mágico (Cien años de soledad), históricas (Ivanhoe), de aprendizaje (Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister), etcé­ tera. Se ha llegado, incluso, a hablar de anti-novelas (como, por ejemplo, el Finnegarís Wake de James Joyce) para referirse a textos que, fingiendo utili­ zar ciertas convenciones supuestamente características del género, lo hacen estallar desde adentro. Ahora bien: siempre que se reconstruye la historia de un término, es pre­ ciso, para no cometer errores de interpretación ni anacronismos, distinguir palabras de conceptos. Este principio metodológico resulta particularmente útil para el caso que nos ocupa. La palabra novella, en efecto, se utilizaba en Italia desde el siglo xiv, pero para referirse a formas breves que no alcanzaban las dimensiones de las formas más extensas, catalogadas como romanzos. El Decamerón (1354), de Bocaccio, por caso, está compuesto por una serie de novellas, esto es, de cuentos relativamente cortos. En España, Cervantes se consideraba a sí mismo “el primero que ha novelado en lengua castellana”, pero entendía la novela como algo cercano a la narrativa breve italiana y no a lo que hoy en día reconocemos como novela. En efecto, no es por sus Novelas ejemplares (que abrevan en la tradición del cuento bocacciano) que muchos críticos señalan a Cervantes como el primer novelista moderno, sino por su El Quijote (1605 y 1615), texto imposible de catalogar con los parámetros de su época y que representa el acta de defunción del ya para entonces envejecido

Novela

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romance medieval y la aparición de una nueva forma, rebelde con respecto a los cánones epocales, que incorpora la polifonía (esto es, la pluralidad de voces) como principio compositivo. Si la palabra novela se remonta a la Baja Edad Media, el concepto moder­ no, utilizado para referirse a un tipo particular de obra literaria relativamente extensa, recién alcanza estabilidad a fines del siglo xvm y su utilización varía de acuerdo con el ámbito nacional. En Francia se conserva la denominación román, aunque los autores deben hacer malabares retóricos para distinguir la nueva forma de su antecedente medieval (cfr. el Éloge de Richardson, de Diderot, quien sugiere buscar un término que no sea román, con carga nega­ tiva, para referirse a las novelas sentimentales del autor inglés). En Inglaterra, país que según la mayoría de los críticos dio inicio a la novela moderna (que a menudo se confunde con la novela a secas, y que tiene a Robinson Crusoe como punta de lanza), se produce una distinción entre novel, la nueva forma realista, y romance, la forma antigua ligada a lo maravilloso. Su ascenso defi­ nitivo como género privilegiado dentro del canon se produce recién entre la segunda mitad del siglo xix y el siglo xx. Como han demostrado diversos historiadores de la literatura -Darnton y Chartier, entre otros- la novela moderna exige un nuevo modo de lectura (privado, individual y extensivo) que se torna posible, en parte, como con­ secuencia de una serie de cambios económicos, políticos y sociales. Entre ellos, se destaca la creciente alfabetización y demanda de materiales escritos por parte de la nueva clase social moderna, la burguesía; el desarrollo de la imprenta y el surgimiento de una economía de mercado, con la consecuente dispersión de libros por vías tanto legales como clandestinas y el crecimiento de las ciudades y, con ellas, de nuevas formas de sociabilidad y de interés por la vida de los otros. Desde entonces, las obras definidas como novelas se distinguen por su no­ table plasticidad formal y temática. No es casual, por ello, que el problema de la definición del género -sin dudas el que más atención crítica ha despertado en los últimos cien años- haya sido y continúe siendo objeto de un intenso debate entre especialistas, protagonizado, por un lado, por quienes prefieren una historia de larga duración, que, con una perspectiva de análisis más in­ manente, rastrean la aparición de lo novelesco desde la Antigüedad (cfr. Th. Pavel -2 0 0 5 - y M. Bajtín -19 75 -) y, por el otro, por quienes optan por una historia corta y, de este modo, limitan la aplicación del concepto exclusiva­ mente a aquellas obras extensas y en prosa surgidas a partir del ascenso de la novela realista dieciochesca (Ian Watt -1957-, Richetti -1996-, Me Keon -1 9 8 7 -y, nuevamente, Bajtín). Así, por ejemplo, Ian Watt, en su influyente The Rise ofthe Novel, plantea que existe una ruptura fundamental entre formas narrativas previas y la novela propiamente dicha. De acuerdo con su perspectiva, esta surge como producto del desarrollo conjunto, en el siglo xvm, del individualismo burgués -respon-

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sable de tomar narrables las historias de vida de hombres y mujeres comunes y corrientes- y del empirismo filosófico -que exige un “realismo formal” ca­ paz de dar cuenta de manera precisa de esas experiencias particulares-. En oposición a esta postura, Pavel defiende la necesidad de trazar una historia interna de la prosa moderna que, lejos de concebir su advenimiento histórico como una revolución, abreve en “las tradiciones narrativas existentes” : para estudiar con rigurosidad la novela moderna, sostiene, es necesario incluirla en un continuum con formas novelísticas muy anteriores a la modernidad, procedimiento que concluiría por evidenciar “la asombrosa estabilidad de sus preocupaciones” . Sin decantar por ninguna de las dos opciones (lo que redundaría en la postulación de una definición que, naturalmente, resultaría o demasiado abarcativa o demasiado estrecha), la postura de Bajtín es, a la vez, pertur­ badora y productiva. La novela es, para el crítico ruso, el género polifónico por antonomasia; aquel que, a través de procedimientos como la parodia o la incorporación de voces de todos los estamentos, cuestiona al mismo tiempo las jerarquías literarias y sociales. Si es indefinible, esto se debe a que es, por su propia naturaleza, polémica; a que, a diferencia de los géneros cerrados y codificados de las épocas clásicas (que no por casualidad tienen sus poéti­ cas más o menos normativas asociadas), rompe con el estatismo, muta per­ manentemente y fagocita todos los discursos circulantes en la sociedad. Un rápido recorrido por los trabajos de Bajtín muestra que a menudo piensa la novela como un modo que se arrastra desde la Antigüedad clásica y otras ve­ ces como un género que, aunque proteiforme, tiene su verdadero origen en el siglo x v t i i : en “Épica y novela”, por ejemplo, el crítico ruso dice que la novela “ es el único género producido por la época moderna de la historia universal y, por lo tanto, profundamente emparentado con ella” , pero en “La novela de educación y su importancia en la historia del realismo” y en “Las formas del tiempo y el cronotopo en la novela” ensaya una tipología que incluye subcategorías como la novela griega, la novela bizantina, la hagiografía y la novela barroca, obviamente muy anteriores a la modernidad. En definitiva, consideramos que ni la perspectiva de larga duración (Pavel) ni la de corta duración (Watt) pueden excluirse mutuamente si se pretende aprehender el concepto de novela tal como se lo usa con frecuencia, no solo en la industria editorial sino en los propios estudios literarios. Si la definición de Watt resulta demasiado restrictiva porque equipara novela con realismo (y, por cierto, no todas las novelas responden a este imperativo ni se lo propo­ nen como objetivo), la visión de longue durée, al colocar en un mismo plano cierta narrativa helenística con la nueva novela del siglo xx, pierde de vista la especificidad que el género exige en sus modos de lectura y circulación, que se tornan posibles únicamente a partir del siglo xvm. Más interesante que adoptar una de las dos posturas resulta la vacilación Bajtíniana, que sintetiza ambas al combinar las metodologías de lo que Laka-

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tos llamó “historia interna” e “historia externa” . Desde el punto de vista de esta última, la novela es un género que surge en el siglo xvm y asciende al centro del canon por transformaciones que no pertenecen exclusivamente a la serie literaria, sino también a los ámbitos social y económico. Ahora bien, no puede soslayarse que este género no aparece ex nihilo, sino que encuentra, desde el punto de vista formal (historia interna), importantes antecedentes en la tradición literaria, tanto en textos específicos de la antigüedad grecolatina (El asno de oro, de Apuleyo, por ejemplo) como en los romances medievales y temprano-modernos. La expansión del mercado y la consecuente revolución de la lectura contribuyen al ascenso de una forma que coloniza el campo lite­ rario en forma paulatina, convirtiéndose en la más importante para los au­ tores de los siglos xix, xx y xxi. Una vez consolidado y difundido el género, su naturaleza indeterminada y su carácter difuso permiten realizar lecturas críticas retrospectivas para rastrear indicios de lo novelesco en ficciones muy anteriores al surgimiento y expansión de la novela propiamente dicha. Como le hubiese gustado a Borges, la novela moderna crea a sus precursores y obli­ ga a leerlos a través de su prisma.

Puesta en análisis Aunque fijar una serie de rasgos como condiciones necesarias y suficientes para que un texto sea considerado una novela es una tarea imposible, como ya hemos señalado, resulta provechoso recurrir a un ejemplo, acaso extremo, para dar cuenta de las variadas estrategias creativas que habilita el género. Su carácter abierto, su independencia de toda poética normativa y, funda­ mentalmente, su extensión, abren para el escritor amplias posibilidades crea­ tivas. Una de ellas es la de convertir en artificio literario las distintas formas que adopta el discurso en la vida cotidiana. La capacidad de reproducir voces provenientes de todos los estratos sociales y de todos los géneros discursivos convierte a la novela, de acuerdo con las postulaciones de Bajtín, en el género mejor preparado para dar cuenta de la pluralidad de la realidad sin someterla a una visión unívoca. Esta capacidad de la novela de entrelazar lenguajes y géneros se observa de manera palmaria en una obra central de la narrativa argentina de la se­ gunda mitad del siglo xx: Boquitas pintadas, de Manuel Puig. En esta obra se narra centralmente la historia de las aventuras amorosas del protagonista, Juan Carlos Etchepare, con tres personajes femeninos diferentes (Nélida, Mabel y Elsa di Cario) hasta que muere de tuberculosis. Organizada como si fuera una novela folletinesca, consta de dos mitades de ocho “entregas” cada una: la primera, titulada “Boquitas pintadas de rojo carmesí” ; la segunda, “Boquitas azules, violáceas, negras” . La capacidad de la forma novelística de fagocitar el conjunto de los géneros discursivos circulantes en la sociedad se

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verifica desde el comienzo de cada capítulo, en la incorporación de poemas provenientes del cancionero popular. Las letras de tangos y boleros contribu­ yen a delinear la atmósfera del relato, una reconstrucción paródica de las es­ tructuras de sentimiento dominantes en la cultura de masas, y muestran que las formas poéticas son, también, instrumentos a disposición del escritor. Pero el carácter radicalmente polifónico de la obra viene dado por la renuncia de Puig a incorporar un narrador que estructure, hile y jerarquice el relato de una manera clásica (ya sea en tercera o en primera persona); por el contrario, los diversos conflictos que se entretejen en la trama deben ser reconstruidos por el lector a partir de lo que se le presenta como un pastiche de cartas, notas de diario, necrológicas, fragmentos de agenda, monólogos interiores, etcétera. El suspenso narrativo, como apunta el crítico Ricardo Piglia, se sostiene gracias al “collage, la mezcla, la combinación de voces y registros que rompen con los estereotipos de la novela tradicional” . En este sentido, el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti apuntaba: “Des­ pués de leer dos libros de Puig sé cómo hablan sus personajes, pero no sé cómo escribe Puig, no conozco su estilo” . El escritor desaparece detrás de sus perso­ najes. En buena medida, es por la incorporación de voces y géneros diversos que esta novela comenzó a reposicionarse en el centro del canon argentino a partir de la década de 1970 por la así llamada nueva crítica. Josefina Ludmer, una de las autoras centrales de este movimiento, afirmaba, en consonancia con Onetti: “En las novelas de Puig [...] no hay una voz nacional y social ca­ paz de hacerse cargo de la narración; no hay una región de la palabra a la que pueda otorgársele el crédito de ‘narrador’”. Lo que define al texto de Puig y lo que lo hace valioso es el haber empleado con un vigor hasta entonces inédito en la literatura argentina uno de los rasgos centrales de la novela moderna: su radical polifonía.

Bibliografía para ampliar Adorno, T. (2003 [1958]). Notas sobre literatura. Madrid: Akal. Barthes, R. (2005 [2003]). La preparación de la novela. Buenos Aires: Siglo XXI. Bal, M. (1998 [1985]). Teoría de la narrativa. Introducción a la narratología. Madrid: Cátedra. Benjamín, W. (2008 [1936]).£í narrador. Santiago de Chile: Ediciones Metales Pesados. Booth, W. (1983 [1961]). The Rhetoric o f Fiction. Chicago: University o f Chicago Press. Lukács, G. (2010 [1920]). Teoría de la novela. Buenos Aires: Godot.

Novela

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Poema Jo s é F r a g u a s *

El término poema proviene del latín poema y este del griego noírivia ( poiéma) . En el mundo romano hacía referencia a las obras literarias en verso, pero para los griegos como derivado de la palabra no í r^a i q (poíésis), acción transformadora o productiva, no í ripa significaba en primer lugar obra, algo creado, fabricado o construido y el texto poético no era sino el resultado de un tipo particular de construcción. La cultura clásica considera además a la lírica, Áup i KÓg (lyrikós) en griego y lyrícus en latín, como un tipo de composición específica en la que predomina la expresión subjetiva y que originalmente fue concebida para ser acompañada por la voz y la música de la lira. Más allá de ese complemento instrumental, el ritmo y la melodía son elementos constitutivos del lenguaje poético. Su importancia decisiva se observa también en el modo en que otras culturas nombran aquellas composiciones que no son narrativas ni dramáticas. Flor y canto (in xóchitl, in cuícatl) llamaron, por ejemplo, los nahuas, a su poesía metafísica. En nuestro idioma, poesía puede utilizarse en sentido amplio para hacer referencia a la literatura en general, remitir a la lírica como género literario específico o aludir a una pieza individual. El tér­ mino poema, en cambio, tiene sobre todo este último sentido, remite a una composición lírica concreta y particular. Las definiciones de poema suelen señalar como elemento distintivo, o bien los aspectos formales, o bien sus características semánticas, pero es probable­ mente la intrincada relación entre ambas dimensiones lo que caracteriza a la composición lírica. Los poemas están organizados de acuerdo con principios de regularidad rítmica. El verso es la estructura formal mínima y puede tener, * Universidad Nacional de General Sarmiento-Universidad de Buenos Aires.

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en relación con el resto de la composición de la que forma parte, determina­ da medida y rima. En algunas formas poéticas como el soneto, los versos se agrupan regularmente en estrofas. En cambio, no tienen división estrófica de­ terminadas formas como los romances, compuestos por un conjunto variable de versos con medida y rima, los poemas de versos blancos o sin rima y los de versos libres, sin medida ni rima. En este caso, que predomina en la poe­ sía contemporánea, la dimensión musical se constituye a través de otro tipo de regularidades o de la experimentación de nuevas posibilidades sonoras y estructurales. Desde fines del siglo xix son frecuentes también los poemas en prosa, composiciones breves, compactas y autónomas, que utilizan recursos propios de la lírica pero que se presentan en la página como una secuencia continua de oraciones. En cuanto al plano semántico, el poema es quizá la composición literaria en la que la interacción de significados es más intensa y compleja. Sin aban­ donar su sentido literal y denotativo, las palabras que constituyen el discurso poético amplían su valor semántico desplegando su capacidad connotativa y metafórica. El carácter figurativo de este lenguaje intensificado se traduce generalmente en la presencia de un conjunto de recursos expresivos deno­ minados figuras o recursos retóricos [VER, p. 99], que consisten en utilizar palabras o frases de un modo diferente al habitual. Las figuras pueden operar en el plano fónico (aliteración), morfosintáctico (hipérbaton) o semántico (metáfora) No son exclusivas del discurso poético, pero cuando aparecen en este refuerzan su capacidad sugestiva. Sin desconocer no solo el carácter histórico de la noción de poema sino también las particularidades irreductibles de cada texto lírico, críticos y poe­ tas han efectuado numerosas y diversas caracterizaciones del lenguaje poéti­ co. Como notas propias de este lenguaje suelen señalar, entre otros rasgos, la interdependencia del plano fónico y el semántico, la autorreferencialidad, la densidad y concisión, la potenciación de la polisemia, la primacía de la ima­ gen, el rechazo de los principios del tercero excluido y de no contradicción, y la búsqueda de expresión para lo indeterminado, ambiguo o inefable. Estas características profundizan el desafío que supone siempre la traducción de obras literarias. Además de que la dimensión connotativa y la trabazón inter­ na originales son muchas veces irrepetibles, la cuestión rítmica depende de la naturaleza prosódica de cada idioma y puede variar y organizarse de otro modo en la lengua receptora. De modo que la traducción de un poema se con­ cibe muchas veces como una reescritura o reinvención. El poema tiende además a generar un efecto de unidad, no a través del anclaje espacial y temporal, aspectos que se problematizan o aparecen atrave­ sados por lo vivencial en la lírica, sino mediante la constitución de unyo lírico [VER, p. 143], instancia que asume la enunciación y que aunque se presente como un punto de vista relativamente estable conviene considerar siempre como una voz construida, compleja y variable. Puede asumir las perspectivas

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más diversas, ser plural, impersonal o cuestionar la identidad misma del yo. Además, aunque en el poema cobren relevancia las vivencias y emociones subjetivas, ese yo no está nunca del todo encerrado en sí mismo, siempre hay otro u otros a los que se dirige y que constituyen también una intrincada ins­ tancia multidimensional. La espacialidad es otro elemento constitutivo de la lírica escrita y se ma­ nifiesta en la página en blanco que rodea el poema, los saltos entre estrofas, el fragmentarismo, las rupturas de la linealidad, el texto-dibujo, la experi­ mentación tipográfica, etcétera. Estos aspectos visuales brindan movimien­ to al poema y propician nuevos efectos de sentido sugiriendo, por ejemplo, densidad, lentitud, equilibrio o disgregación. Tienen impacto además en la recepción, a través de la lectura silenciosa o en voz alta. En ambos casos, el poema exige que el lector repare en su disposición espacial y en su construc­ ción formal, ritmo, sonidos, y silencios. Estos elementos cobran particular relieve en prácticas como la performance poética, que suele consistir en la de­ clamación pública de poemas apelando a recursos de diversos campos, como las artes plásticas, el teatro, etcétera. Se trata de una manifestación del arte contemporáneo que remite, sin embargo, a costumbres y ritos que se vinculan al nacimiento mismo de la lírica. Todas las culturas tienen su poesía, cuyo origen está asociado a danzas y cantos colectivos que forman parte de rituales sagrados y festividades cíclicas. Las relaciones entre esas formas líricas anónimas y comunitarias, y los poe­ mas que se ajustan a otro tipo de convenciones y están firmados por un autor determinado varían en cada sociedad y son muchas veces difíciles de recons­ truir. Pueden identificarse, no obstante, formas de producción y transmisión específicas, así como elementos que reflejan situaciones tanto de desarrollo autónomo como de influencia recíproca. En la tradición oral del Noroeste ar­ gentino, por ejemplo, se han detectado coplas que, aunque los que las cantan no lo sepan, incluyen fragmentos del Martín Fierro. Se considera un caso de interacción mutua, teniendo en cuenta que el poema de Hernández se nutre de elementos de la cultura rural, anónima y popular, pero del ámbito geográ­ fico y cultural pampeano. Se han propuesto múltiples y diversos modos de subdividir el género lí­ rico. Los griegos distinguían las composiciones monódicas y las corales. Es­ tablecieron también subgéneros a partir del contenido y el tono de los poe­ mas: himnos, epitalamios, ditirambos, etcétera. Desde la antigüedad se han elaborado además antologías o colecciones de poesía que reúnen textos que comparten una característica en común, como pertenecer a un mismo autor, época, género, tema, estilo, movimiento literario, etcétera. Uno de los aportes teóricos más consistentes que se han elaborado en el siglo xx para abordar la especificidad del poema pertenece a un integrante del formalismo ruso y miembro de la Sociedad para el Estudio de la Lengua Poética (Opoiaz), Yuri Tinianov, quien publicó en 1924 El problema del len­

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guaje poético. Influido por el dinamismo orgánico de Goethe, presenta las categorías de estructura dinámica y factor constructivo. Según Tinianov, una obra de arte no es una suma de elementos, sino una interacción de factores que conforman “ una integridad dinámica con desarrollo propio” . La dinámica requiere que no todos los elementos tengan el mismo valor, es necesario que exista un factor determinante que subordine al resto. En el caso de la poesía lírica, ese elemento es el ritmo, que si bien no es exclusivo de ese género, ope­ ra en él como determinante específico o factor constructivo. La primacía del ritmo es decisiva también en el nivel semántico, ya que hace de cada verso una unidad compacta en el que las palabras resultan evidenciadas por su po­ sición más que por su significado. Para Tinianov cuando las palabras pasan a formar parte de un poema pierden buena parte de su sentido habitual o indi­ cio fundamental para dar lugar a indicios fluctuantes o sentidos particulares que se activan a partir de su inserción en una serie determinada y le dan un significado unitario al conjunto. Aunque la búsqueda de la especificidad del lenguaje poético que empren­ dieron los formalistas constituye un aporte fundamental para el campo de los estudios literarios, recibió también críticas. Otro teórico ruso, Mijaíl Bajtín, cuyo pensamiento ha tenido amplia repercusión en diversos campos de las ciencias humanas, cuestionó el contraste que el formalismo establecía entre el lenguaje literario y el cotidiano. Para Bajtín, ninguno de los supuestos rasgos diferenciales, como el relieve del aspecto fónico, están ausentes en el lenguaje habitual aunque sí se intensifican de modo intencional en el discurso literario. Pero este no puede realmente comprenderse si se eliminan las valoraciones sociales de los enunciados, si no se considera su densidad histórica, si no se participa en su atmósfera ideológica. La teórica de origen búlgaro Julia Kristeva retoma el aporte de los forma­ listas rusos, en particular, el interés por el significante en la poesía y la con­ cepción del lenguaje poético como un funcionamiento particular del lenguaje más que como un género literario determinado. A mediados de la década de 1970, desde una perspectiva posestructuralista, Kristeva apela a categorías forjadas en diversos campos disciplinares pero sobre todo a principios de la lingüística estructural y del psicoanálisis, aceptando algunos aspectos y cuestionando otros, para abordar la especificidad de ese tipo particular de práctica significativa que es el discurso poético. Según esta autora, aunque en todo discurso existe una heterogeneidad irreductible a su significado, es en el lenguaje poético en el que ese elemento insumiso que otros discursos intentan borrar o negar se hace visible y productivo. Se trata de “una discor­ dancia en la función simbólica, en un cuestionamiento de los signos, del ob­ jeto significado y, a partir de esto, de la identidad” (Kristeva, 1974: 281). Ese elemento que aparece en los sonidos que hacen los bebés antes de articular cualquier fonema y que retorna en los balbuceos de los psicóticos, opera en el lenguaje poético de diversas formas: irrumpe en los aspectos sonoros, des­

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articula el orden sintáctico y a través del sinsentido trastorna las creencias y significados establecidos. A fines de la década de 1980, el filósofo francés de origen argelino Jacques Derrida ensayará en una revista literaria italiana una definición de poesía. Aunque en principio parece imposible o más bien incompatible porque las de­ finiciones son algo del terreno de la prosa, la poesía, plantea Derrida, parece decir de sí misma que ella es algo dicho en voz alta para alguien, un dictado, y a través de las insistencias y las repeticiones que la caracterizan demandar que se la aprenda de memoria. Derrida aprovecha el sugerente modo que tie­ ne la expresión en francés, apprendre par coeur, y presenta a lo poético como una experiencia similar a la vivida en un viaje o travesía no exenta de ries­ gos: “Lo poético, digámoslo, sería eso que deseas aprender, pero de lo otro, gracias a lo otro y bajo su dictado, par cceur (con el corazón/de m em oria)” (Derrida, 1989: 166).

Puesta en análisis

Unas macetas de amarillo No tengo para ver sólo los ojos. Para ver tengo al lado como un ángel que me dice, despacio, esto o lo otro, aquí o allí, encima o más abajo. Siempre soy el que ve lo que ya ha visto, lo que ha tocado ya, lo que conoce, no me puedo morir porque ya tengo la muerte atrás, vestida como novia. Voy entrando, de a poco, en lo que es mío, en lo que ya lo fue, en lo que me nombra, campos azules y altos hasta el pecho, con el machete centelleante y rápido. Veo cómo comienzan las naranjas a nadar por el aire, a perfumarlo, girando velozmente en sus semillas. Veo moverse ese árbol, luego el otro, pierdo el sentido de mirar la vida, me lleva el mar, el pecho hacia lo alto, muevo el cielo en el puño como un poncho. Me quieren despertar y estoy despierto, no me pueden tocar, me aman, me gritan, me lloran como a muerto y estoy libre. Yo puedo separar filo y cuchillo,

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guardar el uno y arrojar el otro, terminar con un truco la semana, pintar unas macetas de amarillo. Yo tengo como un ángel que me dice aquí o allí, más cerca todavía, habla, calla, resiste, estira el brazo, toca despacio todo lo que es tuyo. El poema “Unas macetas de amarillo”, del argentino Héctor Viel Temperley, fue publicado por primera vez en 1967 en El nadador, segundo poemario de este autor, que dentro del panorama de la literatura argentina se puede ubicar en la generación de poetas que renuevan la lírica nacional durante la década de 1950. Pero Viel Temperley, aunque se vinculó con otros escritores como Edgardo Bayley, Enrique Molina y Rodolfo Fogwill, permaneció bastante al margen del ambiente literario. Publica su primer libro, Poemas con caballos, en 1956, y la crítica destacará el dinamismo, la tensión vibrante y el poder de asociación de su lenguaje, además de un personal misticismo asociado a la escritura poética. Aunque a primera vista “ Unas macetas de amarillo” se presenta como un bloque de treinta versos que se observan en la hoja como líneas de diversa extensión, se trata de un poema que encierra importantes regularidades en su estructura formal. Son endecasílabos que, guiándose por la puntuación, pueden agruparse en cuartetos y tercetos en una progresión casi especular C4-4-4-3-4-3-4-4). La diáfana musicalidad del poema por la recurrencia de palabras breves y la abundancia de vocales abiertas es cortada por los sonidos de la ch, la 11/y ( “cuchillo”) y la j/g (“ojos”, “ ángel”). Estos quiebres reapare­ cen en el nivel estructural como disyunciones (“aquí o allí”, “esto o lo otro” ) y tienen repercusiones en el plano semántico. El poema aborda la cuestión de la experiencia poética. El carácter reflexivo o metapoético, además de ser algo recurrente en la poesía contemporánea, constituye una exacerbación de la vuelta sobre sí propia del lenguaje lírico. En este caso, si bien las imágenes ocupan desde el título un lugar central, a través de los verbos, que resultan evidenciados por su posición inicial en varios ver­ sos, aparece lo narrativo. Pero, como señaló Enrique Molina en la contratapa de otro poemario de Viel, Carta de marear, no se trata de un relato lineal sino irradiante El estallido del yo, la fragmentación de la unidad e identidad de la primera persona anunciada por Arthur Rimbaud en “Las cartas del viden­ te” , y pensada en términos psicoanalíticos por Kristeva, se formula en este poema con el desdoblamiento que supone la figura del ángel, intermediario y conductor del poeta en una aventura hacia lo otro, la inquietante invitación que según Derrida nos formula la poesía, pero que en este caso no se presenta sino como una vía hacia aquello más propio, un viaje hacia lo suyo, es decir, la poesía misma: éxtasis, estado de gracia, lugar donde todo es posible.

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Bibliografía para ampliar A A .W . (2013). ¿Quién habla en el poema?. Buenos Aires: Del Dock. Bellesi, D. (2011). La pequeña voz del mundo. Buenos Aires: Aguilar. Carrera, A. (1993). Nacen los otros. Rosario: Beatriz Viterbo. Fatone, V. (1994 [1954]). Filosofía y poesía. Buenos Aires: Biblos. Freidemberg, D. y Russo, E. (1994). Cómo se escribe un poema. I (Español y portugués) y Cómo se escribe un poema. II (Lenguas extranjeras). Buenos Aires: El Ateneo. Heidegger, M. (1978 [1 9 5 8 ]). Arte y poesía. México: Fondo de Cultura Económica. Jackson, V. y Prins, Y. (eds.) (2014). The Lyric Theory Reader: A Critical Anthology. Baltimore: JHUP. Guerrero, G. (1998). Teorías de la lírica. México: Fondo de Cultura Económica. Paz, O. (2006 [1956]). El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica. Pfeiffer, J. (1951 [1936]). La poesía. Hacia la comprensión de lo poético. México: Fondo de Cultura Económica.

TRAGEDIA S a n d r a Fe r r e y r a * M a r t ín Ro d r í g u e z * *

La tragedia es un género teatral asociado comúnmente a conflictos cuya resolución está atravesada por la fatalidad que empuja al héroe hacia un jui­ cio erróneo. Estos conflictos se presentan entre dos fuerzas que en sí mismas denen la razón pero que no pueden alcanzar sus fines sin excluir el valor de la otra. Así, el héroe trágico se encuentra frente a una disyuntiva que lo obliga a luchar contra el poder ciego, inevitable, del destino. En este sentido, la tra­ gedia clásica es el género dramático en el que se manifiesta más claramente la esencia de lo trágico entendida como un modo de concebir la existencia humana y su sometimiento a las leyes que la gobiernan, sean del orden que sean. Los autores más representativos de la tragedia clásica son Esquilo, Só­ focles y Eurípides. Aristóteles define la tragedia privilegiando su carácter religioso y su valor cívico y moral sin olvidar su condición estética: “Es, pues, la tragedia repre­ sentación de una acción memorable y perfecta, de magnitud competente, re­ citando cada una de las partes por sí separadamente, y que no por modo de narración, sino moviendo a compasión y terror, dispone a la moderación de estas pasiones” (Aristóteles, 1948: 39). De esta definición se desprenden, por un lado, los componentes estructurales del género que determinan tanto su representación clásica como sus rescrituras y sus versiones en la escena mo­ derna: la catarsis es el término que da nombre al efecto de purgar las pasio­ nes produciendo terror y piedad; la hamartia es la acción con la que el héroe * Universidad Nacional de General Sarmiento. * * Conicet-Universidad Nacional de las Artes.

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pone en marcha el proceso que lo llevará a su perdición; la hibris resume la persistencia del héroe en el error trágico más allá de las advertencias; final­ mente, se denominapathos al sufrimiento del héroe tal y como es mostrado al público. Por otro lado, pueden reconocerse también los aspectos estilísticos, sostenidos por la variación de las formas métricas y los cantos y danzas que están presentes en la tragedia antigua. En este sentido, la intervención del coro es el procedimiento más evidente. Además de atender al origen religioso de la tragedia (según Aristóteles, su forma deriva de cantos religiosos y formas cultuales), es preciso señalar que es una producción cultural que nace junto con la democracia ateniense, en rela­ ción directa con la ciudad y sus modos de organización social: las obras eran representadas durante las fiestas oficiales consagradas a Dionisos, se las elegía por concurso de autores y se las financiaba con dinero público proveniente de un impuesto que los ricos pagaban alternadvamente, la coregia. Los pobres ac­ cedían a las representaciones por medio de una subvención (Ubersfeld, 2002). En el devenir histórico, este carácter cívico de la tragedia clásica deriva en el desarrollo de conflictos que pueden ser leídos no solo en función de un orden religioso o moral, sino también en relación con la conformación de los sistemas socioeconómicos y políticos. La tragedia moderna presenta múltiples posibi­ lidades en este sentido. Formas dramáticas tan diversas como las producidas por Pedro Calderón de la Barca, William Shakespeare, Jean Racine o Bertolt Brecht encuentran lecturas filosóficas, históricas y políticas que ponderan su valor como expresión de las transformaciones históricas fundamentales. Así, Jan Kott subraya la materia histórica de la que se sirve Shakespeare para mostrar la contemporaneidad de la tragedia. Para este autor las tragedias históricas (Ricardo II y Ricardo III; Enrique TV, V, VI) son el terreno de experi­ mentación de los conflictos de poder que darán cuerpo a las grandes tragedias (Hamlet, Macbeth y El rey Lea r). En estas obras es posible observar dos tipos básicos del sentir trágico: Uno de ellos está basado en la convicción de que la historia tiene su sentido, que cumple sus finalidades objetivas y está orientada en una dirección definida [...]. Lo trágico es entonces el precio de la historia, el precio del progreso que la humanidad debe pagar. [...] Pero hay otro modo de sentir lo trágico que está basado en la convicción de que la historia no tiene sentido y que es inmóvil, o repite siempre su cruel ciclo; que es una fuerza elemental igual que el granizo, la tormenta o el huracán, igual que el nacimiento y la muerte (Kott, 2007 [1964]: 51-52). Según Kott, en este enfrentamiento Shakespeare parece tomar partido por la segunda de estas concepciones, al poner en evidencia el mecanismo que opera por debajo del poder real. Por otra parte, para un recorrido del concepto de tragedia resulta inelu­ dible el vínculo que con ella establece el teatro barroco. Para Walter Benja-

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min, “al Barroco le fue concedido el poder de ver el presente en el médium de la Antigüedad” (2012 [1928]: 137). Si bien este autor se dedica a estudiar la particularidad de los dramas [VER, p. 45] barrocos alemanes, observa de manera más general el modo en que el teatro europeo de este período (del que Calderón de la Barca es el exponente esencial) seculariza la historia, cap­ turando el tiempo histórico en imágenes espaciales que permiten analizarlo en su devenir. Mientras que en la tragedia clásica la muerte del héroe es la culminación de un tiempo único, definitivo y cerrado, en el drama barroco esa unicidad temporal desaparece en imágenes alegóricas que muestran la historia en su transítoriedad. La importancia que cobran los objetos en obras como La vida es sueño o El mayor monstruo muestra claramente el ingreso a la escena del mundo transitorio de las cosas, mundo que no tenía cabida en la tragedia clásica. En las obras calderonianas las pasiones humanas se ma­ nifiestan en la naturaleza material de los objetos, sirva de ejemplo el puñal como imagen alegórica de los celos. En el caso de Racine, la tragedia alterna la materia histórica con la materia mítica, pero sin abandonar el carácter político del conflicto trágico. En Fedra, por ejemplo, la contienda pasional que enfrenta al hijo con el padre puede ser leída en términos políticos en la medida en que para alcanzar su objeto amoroso tanto Hipólito como Arida tienen que conseguir además, el poder, encarnado en la figura de Teseo. No es que el problema político no esté pre­ sente, se trata más bien de comprender que el poder es objeto de la acción pero por una motivación individual. La evolución de la monarquía absoluta obliga a Racine a camuflar los problemas políticos (observables, justamente, a través del análisis del modelo actancial) bajo el discurso de las pasiones: lo político es lo nodicho del texto en un momento en el que el individualismo lo reduce a una posición congruente (Ubersfeld, 1998 [1978]: 70-71). En la primera mitad del siglo xx, Bertolt Brecht configura el llamado teatro épico-didáctico discutiendo el concepto aristotélico de catarsis, es decir, de la puri­ ficación del espectador por medio de la representación de acciones que provocan el espanto y la compasión. Según Brecht, para transformar el teatro burgués en un teatro materialista resulta necesario reconocer las formas históricas que ad­ quiere la identificación del espectador con los personajes [VER, p. 127] en tanto acto psíquico que garantiza la finalidad catártica de la escena. El distanciamiento, concepto clave del teatro épico-didáctico, consiste entre otras cosas en romper esa identificación para habilitar “una actitud del espectador completamente libre, crítica, centrada en soluciones puramente terrenales de los problemas” (Brecht, 2004:20). Así, personajes paradigmáticos del teatro épico-didáctico como Anna Fierling de Madre Coraje o Galy Gay de Un hombre es un hombre “ citan” al hé­ roe trágico en su singularidad, es decir, en aquello que lo vuelve extraño a la mirada del espectador; por ejemplo, en el caso de la protagonista de Madre

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Coraje, el verse obligada a optar por órdenes tan diversos como la materni­ dad y el comercio. Para una mirada distanciada ni la maternidad resulta tan natural como las convenciones sociales proponen, ni el comercio es tan ajeno a la condición humana. Frente a estas miradas sobre lo trágico se destaca la que aporta Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, libro en el que estudia el enfrentamiento en­ tre la concepción trágica de la vida que se expresa en la tragedia griega y el optimismo racionalista que encuentra en Sócrates su expresión filosófica y en Eurípides su traducción teatral. La tragedia previa a Eurípides partía de la conciencia de que la destrucción y el dolor son partes constitutivas de la na­ turaleza, y lo trágico es la conciencia vital de esa destrucción devenida forma, lo dionisíaco en tensión con lo apolíneo. Lo dionisíaco es lo instintivo, lo pulsional, el goce de la vida pero también la aceptación del carácter inexorable y transitorio de la existencia humana, aceptación que se vuelve soportable gracias a las moderaciones de Apolo que le dan forma. La descripción nietzscheana de ambas divinidades se resume en una serie de aspectos: en el caso de Apolo, la apariencia, la mesura y la espiritualización del instinto, en el de Dioniso, el develamiento del engaño de la apariencia y de la potencia artística de la naturaleza. La liberación instintiva sirve para acceder a lo que está más allá de la apariencia y para que el individuo se reconcilie con la naturaleza y con el dolor de sabernos perecederos. El surgimiento de la estética racional impulsada por Eurípides implica una disolución de la apropiación trágica del mundo. La agonía de la tragedia co­ mienza con el racionalismo socrático de Eurípides, quien junto con Filemón y Menandro deciden humanizar al héroe: el héroe mítico es reemplazado por la realidad de la vida cotidiana y la casualidad que debía provocar un efecto súbito e intenso en el espectador es reemplazada por una estricta causalidad puesta al servicio de la comprensión: “todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser comprendido” , “todo tiene que ser consciente para ser bueno” . Se introducen entonces el prólogo y la disputa dialéctica entre actores dotados de iguales derechos, a partir de palabras y argumentos que redundan en una ética y una dialéctica optimistas. En esta estética es posible rastrear los inicios del racionalismo y optimismo de las vertientes más idealistas del drama moderno, que se contraponen a una concepción trágica y materialista, que lejos de querer obviar el carácter transitorio de la existencia lo incorpo­ ra como un elemento constitutivo. Frente a buena parte del drama moderno (aun ciertas variantes del absurdo) que opera a partir de los principios idea­ listas (racionalistas y en última instancia optimistas) de la identidad, la tota­ lidad y la causalidad, existe un teatro trágico que opera desde los principios materialistas de la negatividad, la fragmentariedad y la discontinuidad, y que es capaz de dar forma a lo caótico y lo transitorio sin anular su fuerza vital.

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Puesta en análisis En el teatro argentino moderno, la tragedia aparece asociada, entre otras cosas, a modos diversos de representación de la historia y de los acontecimien­ tos del pasado reciente del país: uno de impronta idealista y otro de impronta materialista. Son ejemplo de esto Antígona furiosa de Griselda Gambaro y La oscuridad de la razón de Ricardo Monti. Mientras que en la primera de estas obras operan sobre la tragedia los principios estéticos idealistas de la identidad, la totalidad y la causalidad, en la segunda lo hacen los principios materialistas de la negatividad, la fragmentariedad y la discontinuidad. En Antigona furiosa los elementos trágicos están asociados a la represen­ tación del accionar del terrorismo de Estado y la escena funciona como un dispositivo de memoria alternativo. En el comienzo, Corifeo y Antinoo están vestidos de calle y toman café: se pretende de este modo situar la acción, mostrar al hombre común, al hombre de la calle, al porteño. Y el tomar café cobra sentido cuando Antígona lo califica de ‘Veneno” . Es que el café (como la cerveza en Nietzsche) mina el cuerpo y el alma, alimenta el sentido común; en los cafés se reproduce la doxa del porteño. Desde este lugar comienzan ne­ gando la existencia de los cadáveres, le preguntan a Antígona: “ ¿Ves césped? ¿Ves piedra? ¿Ves tumba?” , se burlan de ella adoptando ia voz de Polinices y diciendo en tono de burla infantil: “ ¡Nadie me enterrará! ¡Me comerán los perros!” (Gambaro, 1997: 197-198). Para generar la reflexión sobre la historia reciente, Gambaro configura un sistema de identificación entre los elementos de la tragedia clásica y los acon­ tecimientos de la historia reciente argentina. Así, Creonte es identificado con el poder autoritario, Antígona con las Madres de Plaza de Mayo, Polinices con los desaparecidos. Existe una relación causal entre ese pensamiento común de los sectores medios y populares y la posibilidad de que en la Argentina con­ temporánea exista un Creonte. La tríada Creonte, Corifeo y Antinoo, es decir, la alianza entre los sectores medios populares y el poder dictatorial es que­ brada por el personaje de Antígona que representa otra totalidad, fundada en la identificación entre quienes reclaman los cuerpos insepultos (las madres) y Antígona. Se trata de un enfrentamiento entre dos discursos que se exclu­ yen entre sí en función de una idea de mundo que es previa a la obra: el de la represión y el de los derechos humanos. La obra de Gambaro es, en efecto, catártica, pero en el sentido nocivo que Brecht le adjudica al teatro burgués. En la obra de Ricardo Monti, los elementos trágicos se combinan con otros provenientes de sistemas artísticos y culturales muy diversos. Esto se eviden­ cia desde el principio en la didascalia que refiere el espacio escénico: un edi­ ficio a medio camino entre la construcción y la destrucción, “una montaña de escombros” de los que emergen “en monstruosa mezcla de estilos, muros rematados en ornamentación barroca, columnatas neoclásicas, escaleras que conducen a ninguna parte. El conjunto es absurdo, producto del sueño o el

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delirio de un arquitecto enloquecido” (Monti, 2005:117). La escena funciona como un dispositivo de asociación y disociación de imágenes que emergen del entrecruzamiento de sistemas discursivos y estéticos reconocibles en mayor o menor medida por el espectador: la tragedia clásica, el drama barroco, el romanticismo rioplatense, el misterio medieval, la lírica romántica y simbolis­ ta. En este sentido, la obra se exhibe como la disolución de la identidad como principio. En Mariano, el protagonista de La oscuridad de la razón aparecen citados Echeverría, Orestes, Hamlet, Hólderlin: este se configura en la cons­ telación de elementos fragmentarios arrancados de esas construcciones dis­ cursivas. Así, Mariano no es una identidad asociada a un sistema de valores que la preexiste, es las semejanzas que pueden establecerse entre todas estas figuras, semejanzas perceptibles únicamente en la forma de esa particular constelación de discursos que es la obra. Son esas semejanzas transitorias lo que la obra le ofrece al espectador como un escape posible a la transmisión lineal de la historia y la cultura.

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SEGUNDA PARTE El texto como construcción. Procedimientos

Procedimientos M a r t in a Ló p e z C a s a n o v a *

La palabra procedimientos puede aparecer como sinónimo de recursos retóricos -orientados a la “eficacia y a la persuasión” y objeto de la retórica antigua- y de técnicas literarias -asociadas a figuras retóricas [VER, p. 99], que otorgan “énfasis y urgencia al enunciado literario” y que son objeto de la retórica centrada en la elocutio- (cfr. Rest, 1979:134-135). Pero, sobre todo, el término queda particularmente vinculado con la propuesta que el forma­ lista ruso Víktor Shklovski desarrolla en su artículo de 1917 “El arte como procedimiento” , como uno de los conceptos fundantes del campo de la teoría literaria del siglo xx. Si la retórica de la elocutio realiza inventarios o catálogos de las figuras, el Formalismo entiende los procedimientos en relación con su función cons­ tructiva en un texto concreto. Iuri Tinianov (1997 [1927]) denomina función constructiva a aquella que hace que cada uno de los elementos de la obra de arte (o del texto literario) entre en correlación con los demás que la conforman y, en consecuencia, con el sistema que la obra constituye. De este modo, correlaciona­ dos, todos los elementos interactúan entre sí: tema, estilo, ritmo, sintaxis, etcé­ tera. Por otra parte, algunos elementos -un procedimiento, un tópico, un motivo [VER, p. 107], el ritmo [VER “Poema”, p. 75], etcétera- permiten vincular una obra con otras que conforman el sistema literario. Tinianov diferencia el concepto amplio de función constructiva de lo que define como principio constructivo. Este es el procedimiento dominante en un texto, cuya función constructiva particular es la de subordinar el resto de los ele­ mentos formales y los materiales; estos últimos comprenden desde realidades * Universidad Nacional de General Sarmiento.

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discursivizadas hasta ideologías. En otras palabras, el principio constructivo es el procedimiento formal que da cuerpo y unidad a la obra, la atraviesa y la sos­ tiene. Distintos procedimientos pueden funcionar en cada caso como principio constructivo. Por ejemplo, en una novela epistolar el principio constructivo sería justamente la estructura de la carta y el encadenamiento de varias de ellas, ya que ese procedimiento formal saturaría las necesidades de una ficción construi­ da, en ese tipo de novela, como comunicación dada en una serie de intercambios escritos entre los personajes, siempre en primera persona pero con referente va­ riable. Por su parte, Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo (1983) explican y ejem­ plifican el principio constructivo propuesto por Tinianov con el análisis de dos cuentos de Final del juego de Julio Cortázar: “Axolotl” y “La noche boca arriba” . En ambos señalan como principio constructivo procedimientos consistentes en transformaciones: en el primero, transformaciones del sujeto en la matriz prono­ minal que va “deyo-hombre y ellos-axolotl ayo-nosotros-axolotlen el segundo, “la conversión de una modalidad espacial (una ciudad vagamente rioplatense) en otra (la Mesoamérica de la guerra florida) y de una modalidad temporal (la ‘actualidad’) en otra (períodopropiamente americano, precolombino)” (Altami­ rano y Sarlo, 1983:17). De este modo, los materiales ideológicos -que en ambos cuentos remiten a lo que sería el imaginario de lo americano- se organizan en las claves del fantástico, reunidos bajo el procedimiento de la transformación que, como dijimos, funciona en estos casos como principio constructivo. Altamirano y Sarlo concluyen vinculando estos aspectos con los diferentes modos en que los cuentos analizados proponen una relación con (o una reelaboración de) la poética de lo real maravilloso. Los procedimientos corresponden, entonces, a la form a del texto, pero como puede observarse en el ejemplo, form a no significa para el formalismo envase de un contenido, sino la materialidad lingüística o la construcción lingüística entendida como específica o propia de la literatura. Efectivamente, procedimiento o artificio, función, construcción y form a son algunas de las principales categorías que (vinculadas entre sí en una red conceptual con fines descriptivo-explicativos, es decir, en una teoría) el For­ malismo ruso propone para encarar con legitimidad científica los estudios de la literatura a comienzos del siglo xx. Esta intención teórica se contrapone a, entre otras diferentes propuestas, una crítica que articulaba comentarios impresionistas sobre cuestiones temáticas, psicológicas, biográficas, socioló­ gicas o históricas en relación con los textos. En el planteo de los formalistas, estudiar los procedimientos permitiría -además de observar aquello que los textos tendrían de literarios- establecer criterios para trazar historias de la literatura en cuanto evolución de las formas (cfr. Rodríguez, 2015). Volvamos ahora sobre el título del mencionado texto de Shklovski, “ El arte como procedimiento” (1917), al que queda asociado, dijimos, el concepto que nos ocupa. En principio, además de procedimiento, otras palabras podrían ser traducciones más o menos apropiadas del término en el que se focaliza la hi­ pótesis del conocido artículo, en ruso (traslitero) “Iskusstvo, kak priém” . Al

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respecto, en una de sus Clases... Josefina Ludmer señala que “en las traduc­ ciones alemanas o inglesas [...] la traducción es [a su vez pasada al español] ‘El arte como técnica’” , y seguidamente observa: “esto es muy importante por­ que para ellos [alemanes e ingleses] ‘artificio’ y ‘técnica’ son prácticamente sinónimos” (2015: 168). Por otra parte, los siguientes ejemplos muestran la .variedad de traducciones al español: “El arte como procedimiento” (Shklovski, 1970 [1917) en la traducción de Agustín García Tirado; “El arte como artificio” (Shklovski, 1997 [1917]) en la traducción de Ana María Nethol (destacado nuestro en cursiva); en El formalismo ruso de Beatriz Sarlo (1971) y en His­ toria de la crítica literaria de David Viñas Piquer (2002) se habla indistinta­ mente de artificio y procedimiento; en la traducción de Teorías de la literatura del siglo xx de Fokkema e Ibsch (1992) se hace referencia a mecanismos; en Para una teoría de la literatura de Juan Carlos Rodríguez (2015), a técnica/ procedimiento / artificio / medios. ¿Por qué interesa aquí este breve despliegue de un posible campo semán­ tico en relación con las traducciones? Por un lado, porque en ellas se define de manera particular el concepto al expresarlo en una palabra de otra lengua, con un significado supuestamente equivalente al de la lengua original y, por otro lado, porque consideradas en sus distintas posibilidades las traducciones evidencian, más que un problema de fidelidad a un significado, el problema de la conceptualización de la categoría. Es decir, si bien las palabras que lista­ mos antes podrían ser sinónimos en español (digamos, considerada la lengua española como objeto abstracto), no todas son conceptualmente equivalentes entre sí en relación con la hipótesis de Shklovski; dicho de otro modo: pues­ tas en el sistema de ideas del artículo, no todas las traducciones se vuelven igualmente aptas. Entonces, ¿qué término la expresaría mejor, como título, en nuestra lengua? Para acercarse a una respuesta no es un dato menor considerar que Tzvetan Todorov lo haya traducido al francés como “L’art en tant que procédure” , en español “ El arte como procedimiento” en su compilación de 1965 Théorie de la literátüure. Textes des formalistes russes. Revisemos esto. Además de su fun­ ción constructiva, los procedimientos se asocian en los planteos de Shklovski a una finalidad propia de los objetos estéticos; en efecto, el teórico ruso con­ cibe estos últimos como objetos que, a través del extrañamiento que producen sus características lingüísticas (es decir, su forma), desautomatizan la percep­ ción del receptor/lector. Shklovski advierte que la automatización devora las cosas del mundo y las vuelve invisibles, y que el arte permite, en cambio, (volver a) percibirlas, individualizarlas. La finalidad del arte, afirma Shklovski, es dar una sensación de objeto como visión y no como reconocimiento; en relación con esto señala dos procedimientos generales: el de la singularización de los objetos y el que consiste en oscurecer la forma lingüística y aumentar así la di­ ficultad y la duración de la percepción. Teniendo en cuenta esto, procedimiento

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se vuelve palabra adecuada para traducir el título del artículo de Shklovski porque pone el acento en el carácter del texto como construcción. Es importante destacar que los postulados en favor de la desautomatiza­ ción de la percepción (y de la lectura) a través de los procedimientos formales que construyen un texto permiten pensar en la correlación entre Formalismo ruso y vanguardias históricas en lo que se refiere a la búsqueda de un lengua­ je de ruptura respecto de las convenciones literarias dadas y de los modelos dominantes de percepción del mundo (cfr. Todorov, 1991 [1964]). En efec­ to, tal como ha señalado Arnold Hauser (1982 [1951]), tanto los modelos de percepción como las convenciones artísticas y literarias que recibe la década de 1920 serían puestos en jaque por factores de distinta índole: entre ellos, la crisis de entreguerras y el entonces nuevo lenguaje del cine que, por un lado, traía la posibilidad de construir el tiempo en simultaneidad y, por otro, replanteaba la relación entre arte y público de masas. El Formalismo recibiría (además de ese nombre despectivo) no pocas crí­ ticas por haberse centrado, más que en los fines del arte, en sus medios (así entendidos en vez de como procedimientos) y en el análisis de lo que definía como sistemas formalizados por leyes específicas (cfr. Rodríguez, 2015). Pero aquí nos interesa remarcar particularmente la diferencia y la contraposición que, con respecto al Formalismo, encarna la teoría de Mijaíl Bajtín en referen­ cia a la concepción de la forma. Las ideas rectoras de Bajtín son las siguientes. Primero, la forma literaria refleja no la realidad de las personas, los objetos y los hechos, sino el universo de los discursos sociales y, en este sentido, esforma ideológica. Esto significa que el texto-entendido como enunciado, es decir, en relación con un contexto comunicativo e interlocutores concretos- condensa evaluaciones sociales. Esas evaluaciones son segundas, ya que resultan de un particular trabajo en o por el discurso literario sobre las evaluaciones cifradas en los discursos reflejados. En este sentido, Bajtín señala la novela moderna como un género clave porque refleja y confronta un mundo ideológico múlti­ ple: polifónica, la novela trae multiplicidad de voces a través de las palabras del otro, como procedimiento (podemos utilizar aquí el término en un sentido diferente al formalista) capaz de representar ese mundo (1978 [1934-1935]) en la representación de sus discursos [VER “Novela” , p. 67; “Parodia”, p. 121 y “Polifonía” , p. 135]. Por otro lado, a pesar de las críticas al Formalismo, es posible pensar que el concepto de Shklovski del arte como procedimiento tendiente a la desauto­ matización de la percepción resuena de algún modo como sustrato en las tesis de Hans Robert Jauss correspondientes a la teoría de la recepción. Esto podría observarse particularmente en su propuesta de una historia de la literatura que enfocara efectos y recepción (1981), teniendo en cuenta las modificacio­ nes del horizonte de expectativas de los lectores. En efecto, esos cambios pue­ den asociarse, según Jauss, con procesos y fenómenos de desautomatización y rupturas en los modos de leer dominantes en un determinado momento.

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También desde una perspectiva muy diferente a la de los formalistas, Theodor Adorno -uno de los principales referentes de la Escuela de Frankfurt, preocupado por el lugar del arte en la sociedad contemporánea después de la experiencia del nazismo y del estalinismo- pone el acento en los procedi­ mientos formales cuando postula que a través de ellos el ensayo crítico -género que Adorno plantea como propio de la filosofía crítica- y el arte autén­ tico pueden desenmascarar lo que el capitalismo oculta. Adorno reconoce la naturaleza social del arte y de la filosofía, pero también les otorga un poder de autonomía que les permite oponerse a la sociedad. Esta oposición es la que define como negatividad. Según el autor, la literatura de vanguardia es la que resiste la cosificación distanciándose de lo representado a través de la leyform al de su propio lenguaje. Desde la distancia crítica que le confiere su forma, la literatura de vanguardia habla sobre el mundo. La negatividad de la vanguardia implica no evocar el mundo bajo sus propias leyes, sino deve­ larlo desde la particularidad formal de la obra (1958, 1971). En esta línea, Adorno valora autores como Franz Kafka, James Joyce y Samuel Beckett, ya que en las leyes formales de sus textos denuncian que el mismo lenguaje na­ rrativo tradicional está comprometido con el “mundo administrado” . Por lo tanto, desde esta perspectiva, la literatura de experimentación, el rechazo de la tradición (entendida como única y dominante) y la búsqueda de lo nuevo desarrollan la historia de la estética y promueven cambios sociales radicales, en virtud de una serie de procedimientos (podríamos decir) desalienantes o desautomatizantes (según Shklovski) respecto de las formas dominantes. Finalmente, nos referiremos sucintamente a la preocupación actual de Terry Eagleton sobre la cuestión formal. Discípulo de Raymond Williams, Eagleton es uno de los referentes de los estudios culturales que renovaron, en su momento, la crítica literaria. En ese marco, ha negado toda pretensión (formalista) de especificidad de la literatura, concebida intrínseca o inma­ nentemente. No obstante, en el “Prefacio” de Cómo leer literatura, Eagleton presenta su libro como una “ modesta aportación a la recuperación” de la “disciplina” de “ analizar obras literarias [...] mediante una atención especial a la form a y técnica literarias” (2016 [2013]: 11, destacado nuestro). Respec­ to de su propio lugar en el campo [VER, p. 167] y en relación con el objetivo del libro, el autor declara: Supongo que se me conoce sobre todo por mi actividad como teórico literario y crítico político, y puede que algunos lectores se pregunten de qué modo esos intereses quedarán reflejados en mi libro. La respuesta es que no pueden plantearse aspectos políticos o teóricos acerca de textos literarios sin un cierto grado de sensibilidad para con el lenguaje utilizado (11). Consecuentemente, en el primer capítulo, Eagleton observa como error fre­ cuente de los estudiantes de literatura abordar lo que dice el poema o la novela

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directamente, sin atender a la manera en la que está dicho: “Leer de ese modo [sin atender a la forma en que se dice] supone dejar de lado el aspecto ‘litera­ rio’ de la obra [...] cuando definimos una obra como ‘literaria’ nos referimos a que lo que se dice debe interpretarse en función de cómo se dice” (14-15).

Puesta en análisis Un hecho interesante es que gran parte de la literatura contemporánea, en diálogo con la teoría y la reflexión metaliteraria, exhibe la conciencia de sus procedimientos formales y, en relación con ellos, su preocupación sobre cómo decir, cómo expresar, cómo contar. Tomemos como ejemplo para el análisis La invención de la soledad (2013 [1982]) de Paul Auster, texto compuesto por dos partes: “ Retrato de un hombre invisible” y “El libro de la memoria” . La primera, construida de algún modo como un policial, implica la necesidad del narrador-personaje de investigar, a partir de la muerte del padre, el enig­ ma que este ha constituido para el narrador-hijo [VER “Narrador”, p. 113 y “ Personaje”, p. 127]. Lo que descubre es un crimen familiar: el asesinato del abuelo paterno sesenta años atrás a manos de la esposa, abuela del narrador. La segunda parte, “El libro de la memoria”, encadena recuerdos, lecturas, reflexiones sobre la memoria y la escritura, en torno al eje de la paternidad, desde el punto de vista filial y paternal. El texto de Auster explícita los procedimientos que lo construyen, en va­ rias capas y en un arco que va del principio al final. Así, en la primera parte, el narrador-personaje declara: “ ... he comenzado a sentir que la historia que intento contar es de algún modo incompatible con el lenguaje, y que su resis­ tencia a las palabras es proporcional al grado de aproximación a lo importan­ te” (Auster, 2013: 48), y luego sospecha o intuye aquello que sería su procedi­ miento narrativo: “ ...a veces tengo la sensación de que estoy escribiendo sobre dos o tres personas diferentes, distintas entre sí, cada una en contradicción con la otra. Fragmentos. O la anécdota como forma de conocimiento” (88). Esta explicitación de los procedimientos llega, como arco decíamos, a “El li­ bro de la memoria” . La explicitación se realiza a través de: i) la exhibición de un cambio de procedimiento respecto de la construcción del narrador de la primera parte (ahora “Decide referirse a sí mismo como A” , 103), distancia que permite enfocar/ver al escritor como una “persona diferente” y hablar de él, y ii) posibilitado por esa distancia, el señalamiento de la compatibili­ dad entre memoria y habitación del escritor, ya que ambas son lugares de la repetición de fragmentos: recuerdos, lecturas, (re)escrituras, movimientos, escenas, anécdotas. El principio constructivo es la repetición fragmentaria o la “ rima” (se dirá en la novela) de palabras, voces y situaciones. Así, la escritura se vuelve (re­ petición de) la del otro tanto en la elección del narrador en tercera que enfoca

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al escritor como en las citas/géneros intercalados, fragmentos de lo que sería un libro de la memoria plural, polifónico, en términos de Bajtín. En la dimensión polifónica, algunos elementos permiten poner en serie esta novela con, al menos, dos cuentos de Jorge Luis Borges: “ Emma Zunz” y “ El Aleph” (1974 [1949]). Con respecto al primer cuento, resuenan en Auster: i) la muerte del padre separada del tiempo (que en la novela da pie a la repetición) y la construcción del enigma en términos asociados al policial; ii) el narrador que problematiza cómo contar (En “ Emma...” : “¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde?” , 1974 [ 1944]: 565). Con respecto a “El Aleph” , el punto que contiene todos los puntos apa­ rece en la novela como habitación del escritor, como memoria y como texto. Una lectura formalista marcaría la correlación de los procedimientos cons­ tructivos de la novela de Auster y de los cuentos de Borges, entendido cada texto como un sistema. Desde la perspectiva de Shklovski podría establecerse que la percepción del lector se desautomatiza, en cada caso, con el procedi­ miento de explicitar los procedimientos. Desde la perspectiva de Tinianov, los tres textos mencionados entrarían en correlación en el sistema literario: Borges citado o aludido por Auster. Aquí podemos trascender la lectura formalista a partir de la observación de algunos de los sobreentendidos (Bajtín, Voloshinov) que encarnan en la nove­ la de Auster: en efecto, en esta línea, seguramente Auster prevé los textos de Borges en la competencia de sus lectores (Jauss). En términos Bajtínianos, la relación intertextual (la cita / los géneros intercalados) que encama la refor­ mulación de los procedimientos representa, antes que la realidad de nada, el diálogo con un otro (¿Borges, el padre?) como precursor. En términos adornianos, podríamos decir que Auster retoma procedimientos de la vanguardia histórica de principios de siglo xx, como la construcción de la simultaneidad en la yuxtaposición de fragmentos, y así quiebra la estructura de la narratio tradicional, sobre todo en el segunda parte. Pero además, en Auster están los sobreentendidos y las evaluaciones so­ ciales de la historia del genocidio judío, que se repiten en la novela, por ejem­ plo, en el modo en que se incorpora el Diario de Ana Frank. En este sentido, la memoria trae la soledad de los otros, el pasado de la historia como textos de los otros, como en un aleph, bajo la explicitación de un narrador desplazado del personaje. En términos formalistas, esto se construye a través del proce­ dimiento de la singularización primero y del oscurecimiento después. Desde ese descentramiento que parecería retomar el del narrador de “Emma Zunz” , el libro de Auster reflexiona sobre los problemas del narrar y sobre los problemas de leer/comprender lo que ha sucedido, cuando la vero­ similitud de la historia se escapa. Esta correlación de los procedimientos de Borges y Auster permite al segundo desautomatizar tanto la percepción del

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lector respecto del mundo (la guerra, el exterminio, la muerte del padre) como del funcionamiento de la memoria.

Bibliografía para ampliar Amícola, J. y De Diego, J. L. (dirs.) (2008). La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates. La Plata: Al Margen. López Casanova, M. y Fernández, A. (2005). “ Formalismo” . En Enseñar Literatura. Fundamentos teóricos. Propuesta didáctica. Buenos Aires: UNGS-Manantial.

Figuras retóricas NOELIA V lT A L l*

El interés por el estudio del discurso y sus mecanismos constructivos se ha desarrollado en Occidente desde épocas muy remotas. Muchos de los aspec­ tos que aborda la teoría literaria actual han sido examinados durante siglos desde diferentes áreas dedicadas al estudio del uso de las palabras. En lo que concierne propiamente a lo que en la actualidad entendemos por discurso literario, dos son las disciplinas que en la Antigua Grecia sentaron las bases para su abordaje. Nos referimos a la Retórica y a la Poética. Los conceptos fundantes de estos saberes los hallamos, como tantos otros, en dos obras del filósofo Aristóteles (384-383-322 a. C.). El libro de la Poética, compuesto hacia el año 334 a. C., ofrece un estudio de las creaciones verbales realizadas con un fin estético. La Retórica, en cambio, se ocupaba del arte (en griego: tejné, es decir, técnica) de producir discursos con el fin de persuadir. En sentido estricto, entonces, tal como sostiene el es­ pecialista alemán Heinrich Lausberg, “ la Retórica es un sistema más o menos estructurado de formas conceptuales y lingüísticas que pueden servir para conseguir el efecto pretendido por el hablante de una situación” (1975: 13). Desde una perspectiva más amplia, Roland Barthes ha definido la Retórica como “ese metalenguaje (cuyo lenguaje-objeto fue el ‘discurso') que reinó en Occidente desde el s. V a. C al s. XIX d. C.” (1982: 9). Para el crítico francés, este saber involucra no solo una técnica, sino varias prácticas, a saber: una enseñanza, una ciencia, una moral, una práctica social y una práctica lúdica, que hicieron de la Retórica un ‘Verdadero imperio” (1982: 11), que perduró *

Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas Dr. Am ado Alonso, Universidad

de Buenos Aires.

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a lo largo de dos milenios y medio. Es decir, que los conocimientos retóricos se extendieron durante esos siglos prácticamente a todos los campos del sa­ ber. Esto condujo a una esquematización y a un desgaste que terminaron por generar durante el siglo xix un rechazo de la disciplina que después, como veremos, fue reivindicada por el interés de los lingüistas en el siglo xx. A pesar de tener objetivos distintos, desde siempre el lenguaje poético y el retórico han compartido un repertorio de recursos expresivos destinados a generar diversos efectos en los receptores. Se trata de las denominadas fig u ­ ras. Etimológicamente, la palabra figura significa “ imagen plástica” . Según el filólogo alemán Erich Auerbach, quien historió la formación de este concepto en la tradición occidental, en las Instituciones oratorias de Quintiliano (siglo i d. C.) se documenta por primera vez la noción de “figura retórica” (1998: 62). En la Antigüedad, las figuras estaban incluidas en la elocutio (es decir, la parte de la Retórica dedicada a la expresión). En especial, eran concebidas como elementos del ornato. En otras palabras, las figuras eran consideradas procedimientos [VER, p. 91] para embellecer el discurso. Dentro de esta cate­ goría, se encontraban los tropos, un tipo particular de figura que involucra el cambio del sentido de un término por el de otro. Tanto el concepto de figura como las clasificaciones propuestas para sus diversas manifestaciones han suscitado a lo largo de la historia variadas con­ troversias. Fundamentalmente, porque el planteo de un uso figurado o artificial de las palabras implica la existencia de un lenguaje sencillo o natural que el anterior desvirtuaría, de manera principal, con fines estéticos. En este sentido, el término figura comportó desde el comienzo la idea de desvio. Como ya dijimos, durante el siglo xx se observa un retorno al examen de las categorías propuestas por la Retórica Antigua desde diversos ámbitos liga­ dos a la reflexión sobre el lenguaje. En este marco, el teórico y crítico búlgaro Tzvetan Todorov (1971), desde una mirada estructuralista, dedica un apar­ tado de su obra Literatura y significación a los tropos y las figuras. A llí plan­ tea objeciones a la concepción del significado figurado como desvío y revisa las categorías sobre las que se basa la dicotomía lenguaje natural/lenguaje figurado. Como consecuencia, propone pensar la clasificación de las figuras teniendo en cuenta, por un lado, aquellas que infringen una regla lingüísti­ ca y presentan, por ende, una anomalía; y, por otro, aquellas figuras que no conllevan ninguna infracción. Más allá de lo operativa que pueda resultar, la taxonomía propuesta por Todorov tiene la virtud de ensayar una reorganización de las categorías an­ tiguas de acuerdo con criterios lingüísticos. De este modo, practicando una simplificación de lo expuesto por el teórico búlgaro, es posible agrupar los recursos retóricos de acuerdo con los diferentes niveles lingüísticos. Encon­ tramos, entonces, que las figuras pueden involucrar procedimientos en los planos fónico, sintáctico o semántico y en los vínculos que se establecen entre el signo y el referente.

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Dentro del grupo de los recursos que ponen enjuego la relación entre so­ nido y sentido, podemos mencionar como ejemplo la aliteración (repetición sistemática de un mismo fonema en un mismo enunciado con una función ge­ neralmente evocativa). Lo hallamos ejemplificado los siguientes versos: “ En el silencio solo se escuchaba un susurro de abejas que sonaba” (Garcilaso de la Vega, “Égloga III”). En este caso, el procedimiento fónico refuerza onomatopéyicamente el sentido de lo enunciado en los versos, ya que la reiteración de las sibilantes emula el zumbido de las abejas. Otra de las figuras que Todo­ rov incluye en esta subclase es la anáfora (repetición de una misma palabra al comienzo de los versos): “ Todo estaba vacío, muerto y mudo, / caído, aban­ donado y decaído, / todo era inalienablemente ajeno, / todo era de los otros y de nadie, / hasta que tu belleza y tu pobreza/ llenaron el otoño de regalos” (Pablo Neruda, “Soneto XXV” , destacados nuestros). Según el crítico, lo que se produce con este mecanismo es un efecto de sentido (que debe determi­ narse en cada contexto) asociado con la utilización de iguales combinaciones de sonidos actualizadas en enunciados diferentes. Entre las figuras de tipo sintáctico, la más destacada es el hipérbaton (alte­ ración del orden lógico de los elementos de la frase): “De gorja son y rapidez los tiempos” (José Martí, “Amor de ciudad grande”, destacados nuestros). Vemos en el ejemplo que el verbo está intercalado en el predicativo y ante­ puesto, a su vez, al sujeto; en un texto ordenado sintácticamente de modo habitual debiera decir “los tiempos son de gorja y rapidez” ). Esto produce un efecto de caos y desconcierto. Sirve también como recurso para destacar los elementos dislocados. El conjunto más numeroso de recursos está compuesto por aquellos que operan en el plano semántico. Entre ellos se encuentran los denominados tropos. Los tres más importantes son metáfora, metonimia y sinécdoque. Es­ tos, como dijimos anteriormente, constituyen desde la Antigüedad una clase especial dentro del repertorio de figuras. La metáfora es quizás la figura que ha recibido mayor atención a lo largo de la historia. En su sentido original -tal como era concebida en la tradición grecolatina-, la metáfora implica la traslación del sentido de un término a otro con el que, en principio, guarda alguna relación. Quintiliano la conce­ bía como una comparación abreviada. Es decir, que la vinculación implícita que se establece entre los términos involucrados es una relación analógica. En la siguiente expresión: “ y cediendo al retrato del contrario/ de la vida...” (Sor Juana Inés de la Cruz, Primero sueño), la sustitución del vocablo aludi­ do (“sueño”) por el término imaginario (“retrato del contrario de la vida” -es decir, la muerte, de la que el sueño es solo una im itación-) es plena. En otros casos, ambos miembros de la comparación están presentes: “ El tamboril de la luna/ cuelga su copla en el aire” (Atahualpa Yupanqui, “ Romance de la luna tucumana” , destacados nuestros).

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Entre los abordajes del siglo xx de los procedimientos metafóricos, des­ tacamos la propuesta del lingüista Román Jakobson (1967), quien puso de relieve el funcionamiento paradigmático de esta figura, en oposición a la m e­ tonimia, que funciona, según este autor, en el eje sintagmático. A partir de un estudio sobre los trastornos afásicos, el investigador demostró que metáfora y metonimia configuran dos polos de los procesos semánticos del lenguaje. La primera se vincula con la semejanza y opera en el eje de la selección, mientras que la segunda tiene sus fundamentos en la combinación. Estas observaciones propiciaron que ulteriores reflexiones teóricas comenzaran a pensar la m e­ táfora de un modo más amplio y la pusieran en relación con otros lenguajes artísticos y extra artísticos. La metonimia puede definirse como la sustitución de un término por otro con el que tiene una relación de contigüidad. Por ejemplo, nombrar el ins­ trumento como símbolo de la cosa significada: “y al cuerno, al fin, la cítara suceda” (Luis de Góngora, Polifemo, destacados nuestros). Es decir, a la caza (asociada con el sonido del cuerno) suceda la poesía (vinculada con la cítara). La sinécdoque, por su parte, considerada por algunos como un subtipo de metonimia (aunque desde la retórica antigua siempre se especificó como una figura independiente), tiene un mecanismo similar al metonímico, pero la sustitución se produce de acuerdo con criterios cuantitativos (la parte por el todo o el todo por la parte): “ Para la libertad, mis ojos y mis manos, / como un árbol carnal, generoso y cautivo, / doy a los cirujanos.” (Miguel Hernán­ dez, “El herido”, destacados nuestros). En el ejemplo, el cuerpo herido del soldado-poeta es mentado a través de sus partes. Por último, queda mencionar aquellos recursos que ponen enjuego para Todorov (1971) una relación entre signo y referente. Entre ellas, se pueden destacar la hipérbole (aumento o disminución excesivos en la designación del objeto): “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios...” (César Vallejo, “Los heraldos negros”, destacados nuestros); y la litote (perífrasis que niega lo opuesto de lo que se quiere afirm ar): “ Servía en la venta asimesmo una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana” (M iguel de Cervantes, Quijote I, cap. x v i). Frecuentemente, se ha asociado el uso de figuras retóricas con el lenguaje lírico. No obstante, estos recursos no son privativos de la lírica (tal como ob­ servamos en el último ejemplo) ni aun del discurso literario. Desde posturas filosóficas e historiográficas, en las últimas décadas del siglo pasado se han hecho aportes significativos a la teoría del lenguaje figurado. Autores como Paul Ricoeur (1980) -en su acercamiento fenomenológico a la metáfora- o Hayden White (1992) -en su estudio sobre las vinculaciones entre discurso narrativo y representación histórica- han demostrado cómo el funcionamien­ to de las figuras extiende su operatividad hacia otras áreas del conocimiento que exceden las tradicionalmente calificadas como artísticas.

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Por lo tanto, es posible afirmar que las figuras retóricas no son un mero adorno discursivo. Representan no solo una forma de conocimiento, sino tam­ bién una manera de reconstruir el mundo a través del discurso.

Puesta en análisis La dulce boca que a gustar convida un humor entre perlas distilado y a no invidiar aquel licor sagrado que a Júpiter ministra el garzón de Ida, amantes no toquéis, si queréis vida: porque entre un labio y otro colorado Amor está, de su veneno armado cual entre flor y flor sierpe escondida. No os engañen las rosas, que a la Aurora diréis que, aljofaradas y olorosas, se le cayeron del purpúreo seno;

manzanas son de Tántalo, y no rosas, que después huyen del que incitan ahora, y sólo del Amor queda el veneno.

Este soneto de Luis de Góngora está fechado en 1584. Por la época a la que pertenece y por su carácter de texto breve, el poema [VER, p. 75] permite apreciar la funcionalidad de los recursos retóricos en el contexto de la con­ formación de la estética y el lenguaje gongorinos que luego veremos consoli­ dados en las obras mayores del poeta (Fábula de Polifemo y Galatea, de 1612; Soledades, de 1613-1614 y Panegírico al Duque deLerma, de 1617). Lo primero que enfrentamos los lectores al abordar el poema es su dificul­ tad. Las obras de Góngora no son de lectura fácil. Dámaso Alonso (1967) sos­ tiene que la oscuridad es el rasgo más sobresaliente de la poética gongorina y lo asocia con una postura aristocrática frente a la poesía. En efecto, la retórica de la dificultad que tan bien describe Aurora Egido (1990) en su estudio sobre la poesía barroca era una idea bastante arraigada entre los poetas de la épo­ ca. Esta consistía en considerar la práctica literaria como un ejercicio que no debía estar al alcance de cualquiera. Góngora la llevará a los extremos. Para él, no era solo una cuestión estética, sino también política: al incorporar gran cantidad de cultismos a su poesía buscaba aproximar la lengua española al esplendor de la lengua imperial latina. Para hacerlo, se vale de los procedí-

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mientos provistos por la tradición, pero les da un uso intensificado que termina por lograr una opacidad inusitada en el lenguaje. Veremos, entonces, cómo las figuras se encuentran al servicio de estos postulados estéticos. El soneto que presentamos aquí desarrolla el tema del desengaño amoro­ so, vinculado en el poema con la idea barroca del engaño de los sentidos. El asunto se plantea a partir de un procedimiento metonímico, al identificar la atracción amorosa con la tentación ejercida por la “dulce boca” de la amada, que a lo largo de la composición será asociada metafóricamente con una serie de elementos atrayentes y a la vez amenazantes. La estructura del poema es de carácter binario: a lo largo de sus catorce versos va trazando una alternancia entre engaño y desengaño en la que los lectores también somos subsumidos. Los dos cuartetos conforman una única oración. El primero, que gracias a un hipérbaton violento constituye el obje­ to directo de la exhortación “amantes no toquéis” , expone las virtudes de la tentadora boca mediante una serie de procedimientos de realce (anteposición del adjetivo: “dulce boca” ; hipérbole metafórica: “ humor entre perlas distilado” y alusión mitológica al elixir que distribuía Ganimedes entre los dioses). Tras la amonestación con la que comienza el segundo cuarteto, se rompe la isotopía laudatoria y se abre la coordenada del desengaño. El elixir se trans­ forma, entonces, en “veneno” que Amor (personificado) usa como arma letal, escondido tras las bellas apariencias (expresadas mediante la cita velada del adagio virgiliano “latet anguis in herba”). A la alusión mitológica en el eje del engaño presente en el último verso del primer cuarteto, le corresponde esta nueva alusión clásica en el polo del desengaño. Los dos tercetos (también unidos sintácticamente) distribuyen otra vez la materia de un modo dual: en el primero, aparece descripta la majestuosidad aparente a través de la asociación metafórica entre labios y rosas, por un lado, y mediante la utilización de un lenguaje suntuoso y colorista típico del gongorismo, por el otro. La mención mitológica de la Aurora se corresponde en este caso con la referencia a Tántalo. Las aparentes “rosas” de la Aurora, son en realidad, manzanas que tientan y huyen, creando para el amante un infierno de deseo insatisfecho del que solo queda, finalmente, el veneno. Es digno de ser destacado el modo en que Góngora reelabora las metá­ foras petrarquistas asociadas a la belleza femenina (lo rosado de los labios insertos en la blancura de los rostros de las amadas) que formaban parte de un código ya desgastado al momento en que este poema fue escrito. El poe­ ta logra por medio de sus novedosas combinaciones dar un aspecto nuevo a estos elementos. Observamos, entonces, cómo este poema pone los procedimientos des­ plegados al servicio de una estética particular y los transforma en vehículos expresivos de una cosmovisión. Las figuras, entonces, no son en este soneto meros adornos, sino principios activos con los que Góngora construye su poética.

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Bibliografía para ampliar Lausberg, H. (1966 [1960]). Man ual de retórica literaria. Fundamentos de una

ciencia de la literatura. 3 tomos. Madrid: Gredos. Mayoral, J. A. (1994). Figuras retóricas. Madrid: Síntesis. Perelman, Ch. y Olbrechts-Tyteca, L. (1989 [1958]). Tratado de la argumen­

tación. La nueva retórica. Madrid: Gredos.

Motivo y tópico Eloy M arto s N ú ñ e z *

El concepto de motivo fue empleado por los folkloristas de la escuela histórico-geográfíca Antti Aarne y Stith Thompson (1932), quienes construyeron un gran aparato documental -e l índice de tipos y el índice de m otivos- has­ ta conformar el sistema a t u (Aarne-Thompson-Uther classifícation system, desarrollado en 2004) de clasificación de las narraciones tradiciones. Para Thompson, motivo es un elemento mínimo de una cadena narrativa, por ejemplo, el agente o un objeto (el zapato de Cenicienta); por tanto, se asimila a una especie de ladrillo o átomo narrativo. Ciertamente, esta acotación ha sido cuestionada por autores como Hans-Jórg Uther (2009) y otros, pues se apoya en criterios ambiguos; así, un motivo no es solo un elemento mínimo, sino que puede ser también la combinación de dos o más átomos narrativos (laprueba del zapato de Cenicienta). Si el motivo es el ladrillo o el átomo del edificio fabulístico, las moléculas serían combinaciones que forman, por un lado, secuencias bien conocidas (por ejemplo, la huida mágica), y, finalmente, tipos complejos, como “Ceni­ cienta” , Tipo 510a (según el Index de Aarne-Thompson). Desde esta perspec­ tiva taxonómica, un tópico es una agrupación recurrente de motivos, como el antes citado la huida mágica en los cuentos maravillosos, y se podría decir que un leit-motiv equivaldría al tema o eje interpretativo de un texto, que de hecho, puede cambiar en su recepción. En la versión de Charles Perrault de “Cenicienta” se focaliza la importancia de los trajes y del zapato (de hecho, se indica en el propio título, “Cendrillon ou la pantoufle á verre” (Cenicienta, o el zaparito de cristal), al socaire de las modas francesas del preciosismo. En * Universidad de Extremadura.

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cambio, en la versión de los hermanos Grimm “Aschenputtel” ( “ Cenicienta” ) lo que se subraya es la determinación de la heroína. Ciertamente, los términos motivo, tópico, tema y símbolo están en estrecha relación. Podemos convenir con Elisabeth Frenzel (1980) que ciertos motivos se muestran emblemáticos, cargados de un hondo significado, saturados de un valor afectivo especial. También el lector de un relato sabe percibir una o varias imágenes centrales dotadas de un valor alegórico. La aparición de Cris­ to a San Pedro, que huye de Roma, con la interpelación “ Quo Vadis?” , no es un simple motivo de aparición mágica ni tampoco un tema milagroso, sino la imagen axial de la obra Quo Vadis de Henryk Sienkiewicz (1895). Significa, en su contexto, la aceptación del destino y la lucha contra la adversidad (o en su aspecto moral, contra la perversión y el mal), motivo que resume la tra­ yectoria de Vinicio y de Ligia. Es, pues, el símbolo cristiano condensado, que resume, significa e intitula toda la obra. Habrá acciones, situaciones, estados o experiencias que constituyan m oti­ vos obligados de un relato (Segre, 2001). Por ejemplo, un rapto o una fechoría es una acción con función estructural, porque explica el impulso posterior del héroe. De modo similar, un motivo es principal ( leit-motiv) o secundario se­ gún su inserción en un discurso y en unos ejes contextúales. Igualmente, un motivo puede ser marginal o de relleno según que acompañe o no a un núcleo relevante del texto (es semejante a cómo funciona la dicotomía de Barthes núcleo /catálisis [VER “Cuento”, p. 35], 1970). En consecuencia, vemos que los motivos no pueden entenderse como material conocido a priori o como parte empleada de repertorios tradicionales que el fabulador conoce, ni solo como opciones de un amplio paradigma, sino más bien a la luz de su encade­ namiento o estructura en el discurso. Un motivo ha de definirse por su lugar en la cadena de motivos; en suma, por su valor cotextual. Así que para encon­ trar el valor justo de un motivo hemos de determinar el trayecto argumental, las partes o secuencias que constituyen la línea de la ficción. Una secuencia temática, como hemos dicho, es una cristalización o aso­ ciación de motivos, es decir, una especie de script o pauta de motivos que se combinan de un modo más o menos fijo. Su cristalización puntual lleva a tópi­ cos literarios acuñados en cada etapa, como el Renacimiento difundió el locus amoenus, que no es más que un motivo estático usado en cuentos de hadas o, en su uso literario, la morada bucólica de las ninfas (“ Égloga III” de Garcilaso).

Puesta en análisis En este tópico citado del locus amoenus concurren motivos que se asocian por contigüidad o similitud. De hecho, Vladimir Propp se dio cuenta de que todas las funciones (i. e., motivos obligados) de su modelo no eran iguales. En efecto, la partida es una acción funcional -es decir, una invariante- que se

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basa en una combinación simple de elementos (un agente parte de un lugar), pero tenemos funciones que tienen una estructura molecular y que serían, por tanto, microtemas. Un caso de ello es la prueba, divisible en elementos de encargo, aceptación y ejecución, o de la persecución, segmentable en persecución, evitación y hui­ da. El problema no está tanto en identificar los temas o los motivos de que se compone una ficción como en desvelar su articulación. De ahí que la teoría literaria haya tratado de diferenciar entre niveles funcionales o estructurales (hablando de modelo narrativo, funciones, actantes...) y niveles no estructu­ rales (hablando de fábula, acciones, actores...). Ciertamente, tenemos un motivo típico del cuento maravilloso como el hechizo/encantamiento del novio o novia, pero lo inconveniente de esta des­ cripción es que este motivo tiene sentido solamente por los motivos que le preceden y los que le siguen; esto es, tal acción se puede reducir a un tipo en el que un actante sujeto hace daño a otro actante en perjuicio de otro. Este sería el motivema o relación base, que se puede encarnar en multitud de alomotivos concretos (rapto, secuestro, herida, etcétera). Este hacer daño y la nece­ sidad subsiguiente de repararlo es lo que explica el motivo del hechizo como preludio del cuento. A nivel de tema, los cuentos de encantamiento del novio o de la novia sue­ len aglutinar varios motivos en torno a la víctima (origen del encantamiento, infracción de algún tabú, etcétera) y en torno al héroe buscador (separación, pruebas...). Es parecido a lo que Propp llamaba esferas de acción de cada ac­ tante: existen un conjunto de acciones ligadas por naturaleza a la heroína, otras al donante, etcétera. En efecto, la actuación del héroe o, en su caso, de la de la heroína hechi­ zada, pueden ser consideradas como temas, porque rebasan el campo de un motivo concreto. Por último, los encantamientos en forma de animal o mons­ truo, las conflictivas relaciones novio/novia, la reunión final de los amantes, conforman un tipo de cuento en el que el motivo del animal-novio aparece con un claro significado simbólico. Cuando un niño lee los cuentos “El rey rana” o “La Bella y la Bestia”, lo que más le impacta es esta imagen repulsiva de la rana y de la bestia que cohabita con la princesa, igual que le llama la atención otras genuinas imágenes kitsch (cursi), como el Hombre Masa o King Kong. Así que tendríamos un ciclo temático vinculado a la cultura popular moderna: los héroes monstruosos o los superhéroes que coexisten con la gente en la co­ tidianidad; por tanto, el aspecto, la prosopografía (la descripción del perso­ naje), puede ser también un leit-motiv. En un paso más adelante, hablaríamos del tema de los héroes enmascarados y, en nivel superior aún, del simbolismo iniciático de la máscara. Encontramos, pues, casos de encadenamientos entre estas nociones. En “El rey rana” el motivo de la promesa a cambio de rescatar la bola del estanque cobra sentido porque se convierte en deuda o requerimiento para el futuro.

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Es menos importante que sea una pelota, una bola de oro -com o en la versión de Grimm- que el hecho de que la deuda genere un compromiso. Las actua­ ciones de la rana y de la princesa generan dos grupos de motivos o temas: el tema del animal-novio, con los rasgos inconfundibles de monstruosidad, y el tema de la princesa en situación de tomar marido. Ahora bien, establecida esta dinámica de temas que se confrontan, parece claro que esta confrontación se debe a que una o varias imágenes revisten un significado que trasciende las asociaciones inmediatas de la experiencia y ia memoria. El contacto de la rana con la princesa se nos muestra, pues, como un ele­ mento simbólico, que no se agota en su significado literal. Un psicoanalista como Bruno Bettelheim resaltará que el motivo del animal-novio tiene un profundo simbolismo del miedo o la repugnancia hacia las relaciones sexua­ les. Como indica también Frenzel, una imagen pasa a ser símbolo cuando se transforma en el “punto de cristalización” de las intenciones de un texto. En el caso de “El rey rana” hay un contenido mítico profundo, que nos habla de hechizos y encantamientos, pero también hay un contenido histórico relativo a la elección de pretendientes. En este sentido, la acción de la historia se encamina a dar una lección a la princesa inmadura, haciendo que cumpla sus promesas, que venza sus temo­ res y que no se fíe de las apariencias. Por tanto, el motivo de la cohabitación con el monstruo es claramente una imagen alegórica que encierra la inten­ ción fundamental del texto: transformar la situación previa de inmadurez de la princesa y de hechizamiento del príncipe. Es, pues, un motivo emblemá­ tico. En el símbolo hay siempre una aglutinación de ideas y sentimientos: el contacto rana-princesa es una analogía del vínculo matrimonial, es decir, de la relación entre opuestos, y a la vez despierta temores, asco, agresividad. En suma, varios scripts o temas unidos formarían un tipo narrativo (Thompson, 1972), que resultaría ser una composición más compleja, que es justamente el paso del relato folklórico al literario. De este modo, vemos cómo en la teoría y en la praxis convergen las dos perspectivas centrales en el estudio de estas categorías: el análisis del folklore y la perspectiva comparatista en los estu­ dios de literatura.

Bibliografía para ampliar Carreño, M. (2013). “ Tema tología”. En Martos Núñez, E. y Campos FernándezFígares, M. Diccionario de nuevas formas de lectura y escritura, pp. 245-247. Madrid: Santillana. Frenzel, E. (2004). Diccionario de argumentos de la literatura universal. Madrid: Gredos.

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Guillén, C. (1985). “Tematología” . En Entre lo unoylo diverso. Madrid: Crítica. Harun, H. y Jamaludin, Z. (2013). “ Folktale Conceptual Model Based on Folktale Classifícation System o f Type, Motif, and Function” . 4thInternational Conference on Computing, Networking and Informatics. 28-30 de agosto. Sarawak, Malaysia. Universiti Utara Malaysia. Disponible en: http://www.icoci.cms.net.my/proceedings/2013/PDF/PID118.pdf Fecha de consulta: 16/6/2016. Márquez, M. A. (2002). “Tema, motivo y tópico. Una propuesta terminológica” . Exemplaria, n° 6, pp. 251-256. Martos Núñez, E. y Campos Fernández-Fígares, C. (2013). Diccionario de nuevas formas de lectura y escritura. Madrid: Santillana. Trocchi, A. (2002). “Temas y mitos literarios” . En Gnisci, A. (dir.). Introducción a la literatura comparada, pp. 129-165. Barcelona: Crítica. Uther, H. J. (2009). “Classifying Tales: Remarks to Indexes and Systems o f Ordering” . Narodna umjetnost-Hrvatski casopis za etnologiju i folkloristiku, vol. 46, n° 1, pp. 15-32.

Narrador Is a b e l V a s s a l l o *

La palabra narrador remite, en cuanto concepto específico dentro de los estudios literarios, a la voz que enuncia desde un texto narrativo. Hacer esta afirmación nos conduce, inmediatamente y antes que nada, a establecer una primera distinción fundamental: narrador no es quien escribe materialmen­ te el relato, el autor de carne y hueso, sino la persona gramatical, la forma lingüística que, inventada y dispuesta por el escritor, sostiene el enunciado narrativo. Así, por ejemplo, cuando en el relato de Silvina Ocampo “Cielo de claraboyas” se dice: “Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita” , ese pronombre posesivo “mi” , propio de la primera perso­ na, no remite a Silvina Ocampo, sujeto biográfico. Estamos leyendo el texto como ficción, y por lo tanto, nos desentendemos de establecer una relación de correspondencia con una realidad comprobable. Esa primera persona señala antes que nada que quien relata cumple un doble rol: narrador y personaje [VER, p. 127]. Importa, entonces, que ese yo sostiene el discurso de la narra­ ción. Porque no es lo mismo, a nivel de efectos de sentido, que el relato esté en una primera o en una tercera persona. Debemos al estructuralismo francés (entre fines de los años cincuenta y de los sesenta del siglo xx) una serie de clasificaciones que, inscriptas en el proyecto de constituir gramáticas de los relatos, propio de esa corriente, resultan útiles para tener un panorama de los diferentes niveles en que es posible concebir las voces narrativas, tanto como de su caracterización. Agreguemos, además, que la teoría de la enunciación adquiere aquí un lugar privilegiado; es más: lo que se pueda decir de la na­ rración literaria como proceso encuentra sus fundamentos en la teoría de la * Instituto Superior del Profesorado Dr. Joaquín V. González.

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enunciación. Asi, la lectura de Gérard Genette y Tzvetan Todorov, y no menos la de Emile Benveniste, fundante del discurso de estos autores, nos permite bosquejar este esquema básico para pensar los mecanismos de la enunciación/ narración literaria. Partimos, pues, de que el enunciado narrativo es el resultado de un proce­ so de enunciación ficcional que implica, como todo proceso de enunciación, la necesaria presencia de un yo, que por el solo hecho de existir instala la de un tú, ese sujeto al que el yo se dirige a través del enunciado. Eseyo, sujeto de enunciación básico, debería pensarse como una instancia diferente del autor [VER, p. 159] real, empírico, de carne y hueso, puesto que este es un ser his­ tórico, cuyo carácter mortal no conlleva un destino paralelo para el enunciado literario que, como tal - y como sabemos por experiencia-, puede seguir circu­ lando independientemente y mucho más allá de la existencia efectiva del autor o de la autora reales y concretos [VER “ Yo lírico / sujeto lírico”, p. 143]. A esta voz le corresponde la denominación de Genette de narrador extradiegético, esto es: quien da lugar a la diégesis en que consiste el relato como totalidad. En casos en que se trate de una narración en tercera persona (pensemos en “El Sur” de Jorge Luis Borges), la voz que sostiene el relato visiblemente no coincide con esa fuente enunciativa extradiegética, que es por definición un yo. En el caso de una narración en primera persona, puede decirse que esa voz extradiegética da lugar a una voz intradiegética -interna al relato- que coin­ cide con el narrador-personaje (es el caso de “Es que somos muy pobres” , de Juan Rulfo). Es decir, que tanto terceras como primeras personas narrativas son una construcción de un yo, sujeto de enunciación básico. Si excluimos al escritor real, que es en un momento de la historia -para la perspectiva estructuralista no importa en qué siglo: Boccaccio, Antonio di Benedetto ...-o rig e n de las voces ficcionales, podríamos pensar, pues, en la necesidad de distinguir dos instancias enunciativas: I o) un sujeto de enunciación básica; 2o) una voz narrativa que puede estar en tercera persona (narrador heterodiegético: no forma parte del mundo narrado) o en primera (narrador homodiegético). En este último caso, ese narrador se referirá a un mundo del que forma parte y que puede coincidir o hacer como si coincidiera (en la novela El entenado de Juan José Saer, por ejemplo), o no (en “Axolotol” de Julio Cortázar), con ese sujeto de enunciación básica. Estos desdoblamientos son necesariamente pensables para el tú, destina­ tario del relato. Podría decirse que al autor real le corresponde el lector de carne y hueso. Asimismo, al sujeto de enunciación básico le corresponde el narratario, en el decir de Genette, figura interna al texto, concebible material­ mente como el conjunto de marcas, huellas que, como indicios, el texto ofrece al lector para que, reuniendo las pistas que le permiten atribuir significación, interprete el relato -está claro que no todos los lectores se apropiarán de las mismas pistas ni las combinarán del mismo modo-; a la vez que también puede pensarse en un destinatario-personaje: aquel que escucha, dentro del relato,

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la voz de un narrador-personaje; es el caso típico de los relatos enmarcados, donde alguien cuenta a otro allí presente el relato que están leyendo también los lectores reales (Guy de Maupassant recurre a menudo a este procedimiento [VER, p. 91]: un ejemplo es “El puerco de Morin”). Si avanzamos más en esta línea taxonómica propia del estructuralismo, es necesario remitir a la idea de perspectiva o punto de vista narrativo. Es impor­ tante señalar que esta categoría es fundamental, ya que como bien lo indica su denominación, nos enfrenta con la cuestión siguiente: desde qué lugar y también desde qué posición/postura se relata. Esa posición implica pensar cuestiones de tanto peso como qué se selecciona para contar (habrá un ángulo que permita poner el acento en ciertas situaciones y acontecimientos y no en otros); o desde qué lugar, entendido como ubicación material -p o r ejemplo: observar panorámicamente a un grupo, o seguir a un personaje como una es­ pecie de sombra; haciéndose cargo o no, tanto en un caso como en otro, de su pensamiento y/o de su em otividad...-; pero también desde qué valoraciones -los estructuralistas denominan a esto el aspecto apreciativo del relato: qué valores sostiene el relato en su conjunto-. Decimos entonces que el problema del punto de vista (el de “las visiones” , en el decir de Todorov) enfrenta con tres tipos básicos: el narrador que sabe más que el personaje -preferimos no identificar en forma absoluta esta categoría con la de omnisciencia, ya que esta se trata de un caso particular y específico del saber mayor del narrador-; el que sabe igual y el que sabe menos. Obviamente, es muy difícil que el que sabe más esté en primera persona como narrador homodiegético; por tanto, se lo suele asociar, con razón, a la tercera persona. Mientras que el que sabe igual puede hacer uso de la tercera persona internándose en la conciencia del personaje -visión interna- e identificándose con su mirada, esto es: re­ latando desde su perspectiva; o puede utilizar la primera: el típico narrador personaje. El saber menor del narrador se vincula con una mirada externa, que no puede percibir movimientos de conciencia de los personajes, ni aludir a hechos que no coincidan con lo que el devenir del relato va mostrando. Es claro que muchas veces la mirada de un narrador que sabe igual ( narrador con el personaje, lo denomina Todorov) observa exteriormente -es imposible que no lo haga- a todos esos otros personajes que su conocimiento no puede abarcar. No está demás decir que estas formas se combinan: la mayor parte de las veces los relatos no las presentan en forma pura, sino que solemos ca­ lificar el tipo de narrador en términos de predominio. Así, un cuento como “El muerto”, de Borges, está predominantemente relatado por un narrador heterodiegético que sin embargo, a lo largo del relato, opera ubicándose en la perspectiva del héroe, como narrador con; además, hace como si le hubie­ sen contado la historia y se dirige al lector diciéndole: “quiero contarles” . Y por un instante, entonces, la primera persona quiebra la homogeneidad de la tercera, característica del relato todo. Las categorías, pues, se cruzan; lo que

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resulta interesante en este sentido es preguntarse qué efecto a nivel de signi­ ficación global producen esos cortes, esas irrupciones. Pero no solo las categorías se cruzan. Muchas veces son las voces las que se cruzan. Esto sucede cuando la voz narrativa le cede la voz al personaje. Tres modos básicos tiene la voz narrativa de representar esas otras voces: a) en forma de estilo directo, citando lo que los personajes dicen en forma textual; b) en forma indirecta, haciendo depender sintácticamente el enunciado del personaje del enunciado de la voz narrativa: es el caso del discurso indirecto (aquí, las fórmulas “dijo que”, “pensó que” ... son características). Y finalmente, c) el narrador puede dar pie al discurso del personaje como en el discurso in­ directo, pero mostrar el estilo propio de la voz del personaje, liberando la voz de este a tal punto que no llegue a saberse quién está hablando: si el persona­ je o el narrador. Es el discurso indirecto libre (tan frecuente en la cuentística de Katherine Mansfield, de Julio Cortázar...). Cuando el discurso del perso­ naje adopta la forma del monólogo interior, abandonando la convención del diálogo o el control de la voz narrativa, e imita las asociaciones libres y hasta caóticas propias del hablar consigo mismo, nos encontramos frente a lo que se ha dado en llamar fluir de la conciencia (algunos pasajes de Boquitas pintadas de Manuel Puig ilustran con toda claridad esta estrategia). Si bien la perspectiva que terminamos de exponer permite, por cierto, po­ ner nombre a una serie de fenómenos propios de la enunciación narrativa, así como adoptar ciertos acuerdos terminológicos, nos parece interesante propo­ ner la mirada que sobre la narración aportan el Círculo de Bajtín ( u r s s , 19191929) y el mismo Mijaíl Bajtín, aun en escritos posteriores a su liderazgo de dicho grupo. La propuesta Bajtíniana no está dominada por el deseo de armar un modelo de análisis, sino que las categorías que surgen de sus elaboraciones son resultado de una concepción según la cual es central la idea de lo literario como una forma particular de comunicación: la comunicación estética. Dicha comunicación comparte con otras formas de comunicación, pertenecientes a diversas “esferas de actividad” (Bajtín, 1952), su carácter ideológico, pero posee una especificidad, como la tienen respectivamente el discurso político, el jurídico, etcétera. Para el grupo Bajtín es la obra artística el espacio donde queda fijada la comunicación estética, de la que participan autor (un autor que no es el empírico, sino el equivalente de lo que Genette denomina “sujeto de enunciación básico”, proyectado en la figura del narrador), el héroe (enten­ dido como el mundo representado en la obra, tanto como los personajes que hacen posible el despliegue de la acción) y el auditor o lector [VER, p. 195] (la figura del lector inmanente a la obra) (Voloshinov, 1926). Pero autor y lector no son instancias puramente descriptivas, retóricas, sino que entablan entre sí relaciones que, de entrada, se caracterizan como dinámicas, instan­ cias que de manera permamente ponen en juego evaluaciones sociales, que precisamente la obra configura a través de la forma. La forma de una obra (los recursos formales elegidos por un autor creador, diferente del empírico pero

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tampoco identifícable en todos los casos con la voz narrativa, que bien puede no ser coincidente con aquel y con el que esta puede entrar en divergencia a nivel valorativo/ideológico) es el indicador de cuáles son las evaluaciones que se ponen en escena, qué mirada acerca del mundo -en relación con una problemática puntual- se privilegia. Así, en “Diles que no me maten” de Rulfo, nunca se tilda de asesino a Juvencio Nava: este es el marginado que huye de la justicia porque para defender su fuente de subsistencia mató, en su ju­ ventud, a otro hombre. El único que lo ve como asesino es el personaje que lo sentencia a muerte, coronel, hijo de aquel muerto en el pasado, a quien solo escuchamos, observándolo desde una perspectiva externa; con un “grado de proximidad”, diría Valentín Voloshinov, donde domina la distancia. Los rasgos formales (los subjetivemas y modalidades empleadas, la persona gramatical asumida, las elipsis, los subgéneros utilizados, etcétera) se cargan de signifi­ cación ideológica. Evalúan. Puesto que las preguntas que parecen alentar en el proyecto discursivo teó­ rico de Bajtín son: ¿qué relación tiene mi discurso con el discurso del otro?; ¿qué hay de ajeno y de mío en los discursos que profiero?, lo que se enfatiza en el tratamiento del problema de la enunciación narrativa según este autor es la cuestión del diálogo como constante en la creación estético/ideológica. Y así, la obra artística, manifestación objetiva del diálogo activo entre subje­ tividades inscriptas en un contexto social e histórico, aparece atravesada a su vez por diálogos diversos: el autor creador no solo es la fuente enunciativa básica que da lugar a la enunciación de la voz narrativa, sino que, adoptando una dimensión activa, dialoga con ella, con el lector -inscripto en el mundo ficcional- y con sus héroes; como también lo hace la voz narrativa. Si tuviésemos que plantear en términos de Paul Ricoeur (que pone en es­ cena y debate, a la vez, la postura de Wilhem Dilthey) la diferencia entre estas dos posturas: la taxonómica del estructuralismo y la estética/evaluativa de Bajtín y sus discípulos, esta parece radicar en que la primera se vincula con la explicación: muestra un funcionamiento; mientras que la segunda va más allá: se vincula con la comprensión; esto es, interpreta los términos de dicho funcionamiento. Nos parece interesante hacer alusión a una tercera mirada sobre el proble­ ma del narrador que, lejos de contradecir las que hemos apuntado, se ubica directamente en otra perspectiva, eminentemente sociocultural y antropológi­ ca. Nos referimos al ensayo de Walter Benjamín titulado “El narrador” (1936). Aquí, Benjamín presenta en principio al narrador como la figura concreta del sujeto que cuenta historias, la vida: la propia, la de los otros. Esta figura es la que subyace en el relato escrito y resuena en él, con sus reminiscencias de oralidad y ligada a la “ facultad” inalienable de “intercambiar experiencias” y de transmitir un consejo. Esta “forma [...] artesanal de la comunicación” , en la que el sentido de pertenencia comunitaria es fundamental, aparece como absolutamente desvinculada del proceso de la narración novelesca, que im­

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plica concebir al individuo en su soledad (condición del lector de novelas). Asimismo, explica Benjamin su diametral diferencia con la información, que “ cobra su recompensa en el instante en que es nueva” , con lo cual, podríamos pensar, se agota en el momento en que es recibida y asimilada; mientras que la narración se atesora en la memoria, lo que garantiza su reproducción y su germinación en múltiples resonancias a través del tiempo y de la historia. Frente a la mediatización que implica la novela y la inmediatez transparente de la información (la noticia), el relato, al “elaborar las materias primas de la experiencia” , coloca a su autor, el narrador, en el lugar del maestro y del sabio. Por fin, es imprescindible señalar que Benjamin trabaja a lo largo de su ensayo sobre la caducidad de esta forma -hecho que deplora-, en la medida en que considera que su propia contemporaneidad -la Europa de entreguerras- está marcada por la crisis de la experiencia.

Puesta en análisis En “Las actas del juicio” de Ricardo Piglia (en La invasión, 1967, reeditado en Nombre falso, 1975, y en Prisión perpetua, 1988) nos encontramos con el relato de la declaración que, en fecha y lugar precisos, un hombre que ha pe­ leado al mando de Justo José de Urquiza presta frente un jurado, explicando la razón por la cual, de común acuerdo con sus compañeros, ha terminado con la vida de su jefe, su caudillo. Dos voces en primera persona articulan el relato. Una, destacada con una tipografía diferente del resto, hace una inter­ vención muy breve en el inicio: es la del secretario de actas que tomará nota de la declaración. La otra, en cambio, ocupa la totalidad del texto; es la voz del acusado Robustiano Vega, hombre de Urquiza, hombre del llano, que se dirige al jurado: un “ustedes” al que informa, increpa y pretende persuadir de lo que enuncia prácticamente al comienzo: “Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes” . Vega responde a unas preguntas que se encuentran elididas en el texto pero que el lector puede suponer o reponer a partir de la respuesta de Robustiano. Hasta aquí, lo que hemos hecho, como es visible, es describir -desde el estructuralismo, diríamos- qué voces narra­ tivas aparecen, cómo se articulan y cómo se construye un tú interno al mundo representado. Agreguemos que, a lo largo del relato, Robustiano construye a Urquiza, “el General”, como lo llama invariablemente, primero como el héroe, luego en su decadencia, que es la que lo conduce a él -p or decisión colectivaa asesinar a su líder. Resulta de particular interés el hecho de que un autor organizador -e l autor creador de Bajtín-, que no tiene voz más que para dar título al relato, ponga en el centro de la atención la voz de Vega, que da su versión de la historia. Esta plantea variantes con respecto a otras, conocidas y más o menos consagradas. Acto fuertemente valorativo: al relatar, Vega lee al líder y lo evalúa; y propone su visión de este capítulo de nuestra historia,

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sometiendo los hechos a criterios éticos y políticos que claramente no tienen por qué ser los mismos criterios de ese autor creador, organizador, estratega, aunque seguramente los de este tampoco son los de ese jurado que escucha y pregunta -si no, por qué habría promovido la confrontación, el contraste-. Se infiere, entonces, y acá tenemos en cuenta la perspectiva de Bajtín, el diálogo posible entre ese autor de base y el narrador personaje, así como el diálogo entre ese autor y nosotros lectores; entre Robustiano y su escucha y entre Robustiano y nosotros, vueltos a nuestra vez testigos y jueces de la historia. El relato se aparece como una proliferación de evaluaciones ideológico-sociales, frente a las cuales el lector puede comprender y optar. La reminiscencia de la oralidad y de lo épico, presentes en el relato, nos hacen establecer asocia­ ciones con ese narrador y ese relato del que Benjamin, sobria y lúcidamente, añora la existencia. Robustiano Vega ha vivido una experiencia -esa que el discurso de la historia nunca desplegaría-. Y la transmite.

Bibliografía para ampliar Bajtín, M. (1985 [1979; escrito h. 1922-1924]). “Autor y personaje en la acti­ vidad estética” . En Estética de la creación verbal. México: Siglo XXI. ----- (1986 [1929]). Problemas de la poética de Dostoievski. México: Fondo de Cultura Económica. Benveniste, E. (1974 [1966]). “De la subjetividad en el lenguaje” . En Problemas de lingüística general, 1.1. México: Siglo XXI. Ricoeur, P. (1995 [1984]). “ Mundo del texto y mundo del lector” . En Tiempo y narración II. México: Siglo XXI.

Parodia D ie g o D i V i n c e n z o *

El término parodia admite -y así lo atestiguan sus diversos usos- un aba­ nico de significados que lo colocan en un lugar inestable como concepto uní­ voco. Aun cuando todas las perspectivas con las cuales se lo abordó coincidan en algunos rasgos (por ejemplo, en que es una diatriba contra un modelo, o que posee una intencionalidad marcadamente burlona, que hay presencia de la ironía), todavía a fines del siglo xx solía presentar límites difusos. Sobre su estatuto teórico, la parodia ha sido considerada, por una parte, como género [VER, p. 21] (la preceptiva clásica; Linda Hutcheon y Margaret Rose la consi­ deran también como género, junto con la sátira, pero diferente de la ironía); por otra, se ha visto como un procedimiento [VER, p. 91] de construcción dis­ cursiva (Bajtín), como unafunción sistémica (la escuela formalista rusa) y una relación textual (Genette, Kristeva, Sarduy). Estas diferencias conceptuales se explican, en parte, por el enfoque y las lecturas que ha propuesto de la parodia cada una de estas perspectivas de análisis. En este artículo, nos concentrare­ mos en describir sus rasgos discursivos. La preceptiva clásica la consideró un género menor. En la Poética hay una alusión breve a la parodia: Aristóteles la caracteriza como una cierta burla de la epopeya [VER “Épica y epopeya”, p. 53] o de cualquier otro género serio como la tragedia [VER, p. 83]; burla consistente en disociar y modificar su espíritu, trasponer su estilo heroico a otro vulgar, vulgarizar la seriedad de su tono. Las aves (414 a. C.), de Aristófanes, parodia un género sagrado como la teogonia, o Los arcanienses (425 a. C.), también del gran comediógrafo grie­ *

Universidad Nacional de General Sarmiento-Instituto Superior del Profesorado

Dr. Joaquín V. González.

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go, parodia el Télefo (438 a. C.), de Eurípides, al convertir a Dionisio en un proxeneta que sustituye las alegrías del vino con las del sexo, y que trastoca las oraciones y sacrificios del rito religioso en una suma de alusiones obscenas. El Medioevo contó con parodias sacras que introducían contenidos gro­ seros en los textos bíblicos o en la liturgia de la misa (la Missa potatorum, o Misa de los bevitori, delicioso juego fonético que resulta de vivit y bibit: “vive y bebe” ), sin que se percibieran como blasfemias, sino como simples chistes. Esta era una práctica muy común en la tradición europea, de la que participa Juan Ruiz (la parodia de las horas canónicas, de su Libro de buen amor, 1330 y 1343), y también Fran^ois Rabelais, que conforman un tipo de humor iden­ tificado con los clérigos y la vida monacal, de intenciones no solo humorísti­ cas, sino también didácticas. El Renacimiento destacó de la parodia un carácter que, con variantes, señalarán todos los intentos posteriores por asir su especificidad: la inver­ sión como operación dominante. Escalígero le dedica un capítulo entero de su Poética (1561). Así como la sátira deriva de la tragedia y el mimo de la comedia [VER, p. 29], la parodia deriva de la rapsodia (fragmentos de poe­ mas épicos). Cuando, de hecho, los juglares interrumpían su recitación, en­ traban en escena aquellos que, por amor al juego y para reanimar el ánimo de quienes los estaban escuchando, invertían y trastocaban todo lo que los había precedido. Por esto llamaron paroidoús a estos cantos, porque junto al argumento serio insertaban otras cosas ridiculas. La parodia es, así, una rapsodia invertida que transpone el sentido en ridículo cambiando las pa­ labras (Agamben, 2005). Estas perspectivas explicitan otro rasgo que identifica la parodia: la presen­ cia de dos textos que establecen relaciones particulares entre sí. Esas relaciones permiten distinguir formas de hipertextualidad, una de las cuales es la parodia. La hipertextualidad es una de las cinco formas de transtextualidad que ha propuesto Gérard Genette. En efecto, existe un primer texto ( hipotexto) del cual deriva otro ( hipertexto) en el cual es posible reconocer, implícitamen­ te, el primero. El segundo texto opera sobre el primero de dos maneras: por transformación o por imitación. En el primer caso, el hipertexto se inspira en el hipotexto para transformarlo de algún modo y lograr un nuevo texto con características y sentido propios. Esa transformación puede asumir la forma de una parodia: el hipertexto efectúa una transformación mínima del hipotexto. Su intención es lúdica: Tanto va el cántaro a la fuente, que, al final..., se llena (el refrán que toma por modelo es Tanto va el cántaro a la fuente, que, al final, se rompe); un travestimiento: transformación de estilo cuya función es satírico-degradante. Se conserva la acción, es decir, el contenido fundamental del hipotexto, pero se transforma su estilo: La princesa está triste ( “ Sonatina” , de Rubén Darío) y La percanta está triste (tango de Vicente Greco). Transpo­ sición: esta transformación es seria y es la más importante de todas las prác­ ticas hipertextuales. La amplitud textual y la ambición estética o ideológica

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del hipertexto ocultan u olvidan su carácter hipertextual. Esta operación pa­ rece intervenir, por ejemplo, en las reelaboraciones que Juan Gelman hace de Santa Teresa y de San Juan, y otros poetas, en Citas y comentarios (1982). En cuanto a los hipertextos que derivan por imitación, estos sufren una transformación más compleja e indirecta de un modelo cuya imitación im­ plica un dominio de los rasgos que se ha decidido imitar. Puede tomarse el estilo, como en el caso del pastiche (que deviene caricatura cuando agrega elementos satíricos). Hutcheon también ha señalado que existen parodias lúdicas y serias. En este esquema de oposiciones, la diferencia se explica por la transformación (parodia) del modelo o la imitación (pastiche). La transformación es “ super­ posición de textos, [...] articulación de una síntesis, una incorporación de un texto parodiado (de segundo plano) en un texto parodiante, un engarce de lo viejo en lo nuevo”, cuyo objetivo es diferenciarse. “La parodia represen­ ta, a la vez, la desviación de una norma literaria y la inclusión de esta norma como material interiorizado” (Hutcheon, 1981), lo cual determina un rasgo de identidad en estas relaciones textuales que se apoyan en estructuras des­ doblantes, pues a la parodia le interesa la diferencia, no la semejanza con su modelo. Resta, no obstante, y siguiendo a Hutcheon, precisar los límites de la parodia con respecto a la sátira y la ironía. En esta tríada, la primera diferenciación pasa por la oposición entre género (la parodia y la sátira), como ya hemos señalado, y tropo (la ironía) [VER “Fi­ guras retóricas” ] . Al igual que Rose, Hutcheon defiende el carácter genérico de la parodia (existen obras íntegramente paródicas: el ejemplo universal es el de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha); lo que no implica afir­ mar que exista solo como género; se sabe que la parodia puede configurar una estrategia de construcción discursiva con fines muy diversos. La sátira es un género que implica juicio; por eso se reúnen, a menudo, ambos términos en sintagmas como parodia satírica o sátira paródica. Sin em ­ bargo, el rasgo que los diferencia es la referencia: en el primero, la crítica se efectúa hacia un elemento externo (una costumbre, un vicio, una recurrencia de la vida social); en cambio, la parodia suele marcar desvíos, como señala­ mos, respecto de otros textos; en otras palabras, es una crítica desde el arte y hacia el arte, una reunión de dos códigos textuales que, en ocasiones, puede tener como blanco la recepción de una obra (cómo se la lee o ha leído) o su proceso de creación. La ironía, que es una figura retórica, mantiene una relación muy estrecha con la parodia. En principio, tanto una como la otra ponen en escena dos textos. La primera exige inferir un mensaje que descansa, implícitamente, en la superficie de un texto y que es, al mismo tiempo, su oposición. Una de las formas con las que la parodia consigue sus efectos de ataque al modelo sobre el que trabaja es la ironía, gracias a la cual logra oponer hiper e hipotexto y lograr burla, comicidad. Sin embargo, la ironía exige mayor complejidad para

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relevar sentidos que no están explícitos y que se construyen en la acumulación semántica que surge de la interacción entre lector y texto: exige mayores com­ petencias para inteligir el segundo texto; en la parodia hay un modelo que es más sencillo o reconocible. En cualquier caso, la parodia surge como una alteridad, y es con este sentido que Bajtín (1987) la conceptualiza en su análisis histórico de la novela [VER], Para el semiólogo ruso: “La parodia [...] introduce [...] una orientación de sentido absolutamente opuesta [...]. La segunda voz, al anidar en la palabra ajena, entra en hostilidades con su dueño primitivo y lo obliga a servir a propó­ sitos totalmente opuestos” . En la parodia, las voces se oponen con hostilidad; por esa razón, señala Bajtín, la palabra ajena debe ser ostensible y marcada.

Puesta en análisis Cuando Bajtín (1974) estudia la novela como género desde una perspectiva histórica, la postula como un producto típicamente moderno en el cual con­ curren infinidad de voces provenientes de la sociedad. Sostiene que la novela teje una imagen del lenguaje ajeno que dialoga con otros lenguajes, a veces estableciendo tensiones; otras veces, imitaciones o destrucción. La parodia es una de las formas de funcionamiento de esta representación. No se trataría, entonces, de un género autónomo, sino de una fuerza discursiva que, en el transcurso de la historia, hace posible el advenimiento de la novela. Esta no­ ción de novela se relaciona con el mundo carnavalesco, es decir, la inversión de los valores hegemónicos y de toda jerarquía, mundo cargado de voces dis­ pares, contradictorias, diversas... que dialogan. Este carácter (en otros trabajos identificado por Bajtín como polifónico [VER “ Polifonía” , p. 135]) lo encuen­ tra en algunos géneros de la Antigüedad como el diálogo socrático o la sátira menipea, pero también en autores como Rabelais o Cervantes. Un procedimiento típico de carnavalización es la representación de los per­ sonajes por inversión, a la que alude también Vladimir Propp en su Morfología del cuento. La inversión modifica el orden jerárquico y lo sustituye por otro, lo que puede provocar un cambio (elevación o rebajamiento) en la situación de un personaje (por ejemplo, la sirvienta que se convierte en reina). En el libro sobre Dostoievski, Bajtín coloca a Cervantes en la línea dialógica de la literatura europea. Señala que escribió una de las más grandes y, al mismo tiempo, más carnavalescas novelas de la literatura mundial. Lo considera como un punto fundamental dentro de la historia de la risa, en la tradición del bajo estrato corporal; su dialogismo, al igual que el del autor francés, descansa central­ mente en la interacción que establece con la cultura popular, en la mascarada y en la mistificación. En la línea de una concepción de la Modernidad como progresiva secularización que derriba los grandes estandartes del mundo oc­ cidental, y que encuentra en el Barroco o en la novela como forma histórica

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(Luckács, 1985) la caída de un cúmulo de certezas, Bajtín ve también los pa­ res de opuestos que representan lo bajo y lo alto, el frente y el reverso, la vida y la muerte, Quijote y Sancho. Cervantes lo declara en el Prólogo de la Primera Parte: “Es una invectiva contra los libros de caballerías” que lleva “la mira puesta a derribar la máqui­ na mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de mucho más” . El rasgo de foto sobreimpresa que permite la parodia (ad­ vertir la presencia del modelo que se critica en un dualismo que suele tomar la forma de una inversión) se lee en Cervantes no solo en la presencia de la novela de caballerías, cuyo punto culminante es el Amadís de Gaula (1508) sino, además, en la novela picaresca, la novela pastoril, el romancero, la pre­ sencia distorsionada, pero exhaustiva, del refranero español en boca de San­ cho. Una estela de procedimientos de parodización que incluyen estos aspec­ tos más discursivo-genéricos, pero también aspectos micro, como las figuras retóricas de tipo fónico, entre ellas la paronomasia y la aliteración: Quijada, Quijano, Quejaría, Quesada, Quijote, es decir, la transformación del nombre mismo; dulcísima Dulcinea, para referirse a la aldeana rústica que toma como señora de sus desvelos. Y figuras de tipo semántico: hipérboles, degradacio­ nes, extrañamientos. Alonso Quijano, el héroe novelesco, no es un caballero ni pertenece a la alta nobleza, es un pobre hidalgo perdido de La Mancha, una zona seca e insignificante de España. También es paródico el manuscrito de un tal Cide Hamete Benengeli, el supuesto historiador musulmán que escribió gran parte de su novela. Amadís es un joven apuesto, valeroso, fuerte. Quijano, contrariamente, es viejo y flaco, va metido en una armadura antigua, abollada, desactualizada, en compañía de un labriego tosco y de pocas luces, a diferencia de Amadís, que lleva a Gandalín, un escudero prototípico. Don Quijote, además, no lucha contra gigantes ni magos, ni siempre vence; se enfrenta a molinos de viento, rebaños de ovejas; libera delincuentes y termina golpeado, vencido y desen­ mascarado en su locura, lo que da lugar a risa y burla. Quizá uno de los puntos más particularmente paródicos del mundo de la caballería se encuentre en el capítulo m de la Primera Parte, pues hay allí ingredientes que convierten la solemnidad y el arreglo de la ceremonia de armarse caballero en una suma de enredos y desaciertos.

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Sarduy, S. (1978). “El barroco y el neobarroco” . En Fernández Moreno, C. (e d .). América Latina en su literatura, pp. 167-184. México: Siglo XXI. Tmianov, I. (1968 [1921]). “Dostoievski y Gogol: hacia una teoría de la parodia” . Petrogrado: Opoiaz. Disponible en http://maxicrespi. blogspot.com.ar/2014/06/tesis-sobre-la-parodia.html?m=0. Fecha

de consulta: 12/11/2016.

Personaje M a r í a Is a b e l M o r a l e s S á n c h e z *

El término personaje procede etimológicamente del griego n p ó o o n o v (que significa máscara de actor o personaje teatral) y es definido por la Real Academia Española como “cada uno de los seres reales o imaginarios que fi­ guran en una obra literaria, teatral o cinematográfica” . El personaje resulta de una construcción artificial y por ello es un término que surge en el con­ texto del arte. Puede identificarse asimismo como una categoría textual, por lo tanto, pertenece al mundo de la ficción-invención y requiere un diseño y una configuración que dependerán tanto de la capacidad y habilidad creati­ vas del autor [VER, p. 159], como de sus principios estéticos y de su forma de concebir el hecho literario. El personaje se construye de formas diferentes y con distintos niveles de complejidad, incluso cabría la posibilidad de poder analizarlo según el género [VER, p. 21], estilo o medio para el que se diseñe: novela [VER, p. 67], teatro, cine, cómic, videojuego, saga. A veces, solo cono­ cemos de él rasgos psicológicos, otras, su descripción física y, en ocasiones, solo lo que los demás -e l narrador [VER, p. 113] u otros personajes- dicen de él. Cabe también la posibilidad de que el personaje muestre solo un estereoti­ po social determinado, cuya función se reduce a la representación sin más del tópico, siendo poco relevante en el conjunto de la trama. Es muy importante, por lo tanto, ver cómo ha sido diseñado y qué función e importancia tienen en el relato. Aristóteles entiende el personaje trágico [VER “Tragedia” , p. 83] como agente de la acción y sitúa en la peripecia, en el reconocimiento y en la pasión sus tres instancias transformadoras. Atendiendo a las diversas teorías

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generadas en torno a su estudio, Garrido Domínguez (1993) explica cómo el personaje puede ser considerado desde distintas perspectivas: 1) como un elemento funcional, un signo en el marco de un sistema; 2) como un elemento que representa un paradigma ideológico (por ejemplo desde el marxismo, en la perspectiva de Mijaíl Bajtín), es decir, el personaje es el portavoz de las estructuras mentales de un determi­ nado grupo social; 3) como un fenómeno literario (Mauriac, 1955) nacido de la observa­ ción de otros hombres y del propio escritor y formado con elementos tomados del mundo real. Para analizar el personaje como elemento textual debemos resolver varias cuestiones, entre las que se encuentran cómo está ideado y construido, qué información tenemos de él y quién nos la facilita, qué función desempeña en la trama y qué transcendencia tiene con relación a los acontecimientos esenciales. La construcción del personaje. El personaje ha de poseer una serie de rasgos físicos y psíquicos que el lector advierte, bien por la descripción que se hace de él a través del texto -retrato o caracterización física, psíquica y moral del personaje, bien por sus acciones, reacciones o comportamiento en general-. Estos rasgos pueden aparecer en distintos momentos del relato y ser propor­ cionados de forma discontinua, incluso ser ocultados intencionadamente. Por ello, el análisis del personaje no solo ha de responder a la pregunta de cómo es, sino también a la de cuál es la fuente de la que proceden los datos que conocemos de él. En el caso de que proceda de otros personajes, es preci­ so analizar el tipo de relación establecida entre ellos, pues de esta dependerá la visión o el enfoque que se le dé a dicha información. Para Remo Ceserani (2004) es importante subrayar que, a través del diseño realizado, el persona­ je adquiere una identidad que permanece intacta, aunque participe de varias historias. Este aspecto es muy interesante, porque, aunque haya variantes, el lector-espectador siempre ha de poder reconocerle por unos rasgos caracterís­ ticos. Los casos de Aquiles, Odiseo, Hamlet, El Quijote, Mme. Bovary, Sherlock Holmes, por ejemplo, son perfectamente identifícables aunque protagonicen diferentes versiones, interpretaciones o adaptaciones (cine, ópera, teatro...), de tal manera que el lector reconoce una serie de aspectos que permanecen inalterables. No sin razón, Fernando Cabo Aseguinolaza afirma que los per­ sonajes son una de las categorías más importantes de la narración, sobre todo si tenemos en cuenta “su capacidad para imponerse y permanecer en la me­ moria de los lectores como manifestación más sobresaliente de los mundos de ficción a los que pertenecen” (2006: 249).

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Para realizar el diseño del personaje, el autor puede elegir entre dos tipos esenciales de presentación, siguiendo lo que se denomina una retórica (una táctica, una forma de construcción) realista o imaginativa. En la primera, el personaje aparece construido de acuerdo con las pautas existentes en la rea­ lidad, resultando muy verosímil con relación a nuestro modelo de mundo: han sido interpretados así el rey Lear, Sancho Panza o Hans Castorp (el pro­ tagonista de La montaña mágica). En el segundo caso, la retórica imaginativa es aquella que determina la construcción de personajes míticos, fantásticos e inverosímiles con relación a nuestro modelo de mundo: hadas, duendes, los personajes de Kafka, de Tolkien... etcétera. Asimismo, según su complejidad, podremos hablar de personajes re­ dondos o planos, clasificación que debemos inicialmente a Eduard Morgan Forster y que retomará posteriormente Tzvetan Todorov, autor este último que caracterizará asimismo a los personajes redondos como dinámicos (Ducrot y Todorov, 1972). Los personajes redondos son los que presentan ma­ yor complejidad y diversidad en su caracterización, pues a través de ellos se indaga en el mundo interior, en el conflicto, en la incertidumbre. Por ello, es usual que se utilicen recursos como el sueño, la aparición, la locura, así como técnicas tales como el m onólogo interior (el personaje, dominado por conflictos internos, mantiene una disputa consigo mismo) o corriente de conciencia (fluir de la conciencia, orden mental), técnica desarrollada por autores como James Joyce, Virginia W oo lf o Wiliam Faulkner, que marca un antes y un después en la novela contemporánea. Por su parte, los personajes planos, también llamados personajes tipo o clichés, son traídos al texto por medio de fórmulas o ideas sintéticas que representan algún rasgo definidor de su carácter: el bondadoso, el gracioso, el bufón, el avaro.... etcétera, y que pueden presentarse bajo un nombre común y no propio: el rey, las da­ mas, los cortesanos. La información sobre el personaje. En general, los rasgos del personaje que llegan al lector pueden tener diversa procedencia: 1) de su participación en la acción en su condición de agente, es decir, de la función que desempeña respecto a la trama: principal, secundario/ fijos, móviles; 2) de los rasgos constitutivos de su personalidad: físicos o de carác­ ter: rasgos morales, éticos, intelectuales. Conjunto de atributos que se muestran a través de las acciones del personaje, conformando su identidad y conducta; 3) de lo que el propio personaje dice de él: autorretrato, novela epistolar, monólogo interior, memorias, confesiones;

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4) de lo que dicen otros agentes, como por ejemplo los distintos tipos de narrador heterodiegético, omnisciente o testigo, que pueden diseminar los rasgos a lo largo del relato. Distintas combinaciones de los anteriores. Las funciones de los personajes pueden ser determinadas principalmen­ te a través de dos criterios: respecto a la trama y relacionado con la acción principal (principal, secundario) o según su relación con otros personajes. En este último sentido y a partir de los estudios generados alrededor del cuen­ to tradicional, Vladimir Propp (1928) distinguirá treinta y una funciones, identificadas a través de siete actantes: agresor, donante, auxiliar, princesa' mandante, héroe y falso héroe. Por su parte Algirdas Greimas (1971) identi­ ficará seis tipos: sujeto, objeto, donador, destinatario, oponente y ayudante. No obstante, existen diversas clasificaciones de estas funciones y la comple­ jidad de ellas varía sustancialmente en función del diseño de la trama y de la sofisticación con la que se articulen los personajes, por lo que su estudio debe realizarse minuciosamente a través del análisis de la configuración de cada obra en cuestión. Otros aspectos: sobre los textos y su representación. La construcción del personaje adquiere una dimensión distinta en el caso del teatro y de los géneros audiovisuales. Desde el punto de vista semiótico, la comunicación literaria sufre un proceso de desdoble, pues el texto teatral o el guión cine­ matográfico responden a una naturaleza diferente al narrativo, al ser textualidades pensadas para ser representadas o llevadas a escena. Ello quiere decir que al personaje diseñado en la obra hay que sumarle la interpretación que de él hace el actor que lo lleva a escena, aportando matices que trascien­ de la obra escrita y que vienen determinados, asimismo, por las directrices del director escénico. De ahí que en su detallado estudio sobre la comuni­ cación teatral, María del Carmen Bobes Naves (1997) hable de una doble dimensión ficcional (texto-representación) y comunicativa (autor-lector/ obra-espectador). Debido a ello, el personaje de una obra dramática o cine­ matográfica debe ser analizado desde dos perspectivas complementarias: por un lado, su diseño y construcción en la trama, su función y caracterización tal y como hemos determinado con anterioridad y, por otro, su construcción como personaje escénico en el que influyen, además de la capacidad dra­ mática del autor que lo encarna, códigos distintos al lingüístico, que tienen que ver con la escenografía. Ello nos lleva, además, a tener en cuenta que los distintos medios de representación -teatro, cine, televisión- conllevan técnicas específicas que influirán en la forma en la que el espectador visua­ lizará al personaje, sin olvidar que la representación puede seguir o no al pie de la letra las indicaciones del autor, dándose el caso de obras que, aun siguiendo el texto y sin constituir versiones o interpretaciones libres de él, juegan con la escenografía, integrando elementos innovadores vinculados a la iluminación, el decorado, los escenarios móviles, etcétera.

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Puesta en análisis La especial configuración del género teatral hace que el personaje sea el elemento de referencia esencial. En El mercader de Venecia de William Shakes­ peare, por ejemplo, la doble trama cómico-trágica permite observar la im­ portancia que tiene identificar los planos en los que se desarrolla la función de los personajes, así como comprobar cómo, incluso, los tipos de personajes sirven, en la teoría clásica, para marcar la distinción entre géneros como la comedia [VER, p. 29] y la tragedia. En esta obra, Porcia es la protagonista de la trama cómica -que se desarrolla en la ciudad de Belmont- una bella dama desenfadada, alegre y feliz, cuyas argucias le permiten conseguir lo que de­ sea. Antonio, el mercader, protagoniza la trama trágica situada en Venecia y se presenta adornado con las galas de un personaje importante, de relevan­ cia social, acorde con el rango que ostenta en la ciudad. El amor de Basanio -am igo de Antonio- y Porcia, materializado con su unión al final de la histo­ ria, tras haber superado todos los obstáculos, simboliza al mismo tiempo la unión estructural de las dos tramas, revelando la habilidad de Shakespeare para unir lo trágico y lo cómico en una sola obra, sin trasgredir las normas clásicas que desaconsejaban la mezcla. La situación dramática desencadena­ da por el impago de la deuda que Antonio contrae con el prestamista judío Shylock meses antes para ayudar a Basanio, tiene, sin embargo un final feliz que viene de mano de Porcia, que interviene con una de sus inteligentes ar­ gucias —recurso típico de la comedia- en una trama, la trágica, en la que ini­ cialmente no tenía ninguna función. Su presencia en Venecia representa la interacción entre ambas. El hecho de que una mujer, a través del disfraz y de la inteligencia, resuelva la situación trágica, subraya aún más la importancia del perfil ideado por Shakespeare para sus personajes. Por lo tanto, el diseño de los personajes esenciales de esta obra está estrechamente vinculado a lo trágico y a lo cómico según formen parte de una u otra trama. En el caso de Antonio y Shylock, mercader y prestamista tienen un perfil complejo y pro­ fundo que no solo responde a rasgos particulares ligados a sus rangos, sino también al ideario social que representan en la época según su profesión y su religión. De asunto serio y trascendente, la trama trágica, por lo tanto, con­ tiene personajes complejos que dirimen sus conflictos a través de una lucha interior (consigo mismos) y exterior (con la sociedad). En el caso de la come­ dia, prevalece una construcción mucho más simple, que puede corresponder a estereotipos, pues el asunto esencial carece de conflicto. El papel otorgado a Porcia como agente resolutorio del conflicto trágico, aumenta su importancia respecto de su función estructural, reforzando el juego entre lo trágico y lo cómico planteado por Shakespeare. Esta obra es un buen ejemplo, tanto por la forma en la que el autor los caracteriza como por la diversidad de los que aparecen en las dos tramas, para analizar el proceso de construcción de los personajes según su tipología y función.

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Por otra parte, en el caso de la narrativa, la descripción de los personajes tiene por lo general una fuente esencial, la del narrador, aunque las técnicas varían según se narre en primera -en la que la voz del personaje principal y el narrador coinciden-, segunda o tercera persona. En La Regenta de Clarín, la información sobre los personajes procede fundamentalmente de un narra­ dor en tercera persona omnisciente. Todos los datos físicos (prosopografía) y psicológicos (etopeya) que tenemos proceden de su voz, aunque puntual­ mente podamos tener otros datos proporcionados por otros personajes, por la misma acción del personaje en cuestión y a través de sus diálogos. Estos datos se dispersan a lo largo de todo el relato, como ocurre, por ejemplo, con la caracterización del Magistral por parte del narrador que nos va desgranan­ do rasgos derivados de su físico, de su modo de ser e, incluso de sus gestos: La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaba como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo expresión, aunque escrito en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral sentía y pensaba. Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos por la barba que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones con la punta de la nariz claudicante. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencias de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío y calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia. La barba puntiaguda y levantisca se­ mejaba el candado de aquel tesoro. La cabeza pequeña y bien formada, de espeso cabello negro muy recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de recios músculos, un cuello de atleta, proporcionado al tronco y extremidades del fornido canónigo, que hubiera sido en su aldea el mejor jugador de bolos, el mozo de más partido; y a lucir entallada levita, el más apuesto azotacalles de Vetusta [...]. Como si se tratara de un personaje, el Magistral saludó a Celedonio doblando graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia él la mano derecha, blanca, fina, de muy afilados dedos, no menos cuidada que si fuera la de aristocrática señora (1900: 10). Otros datos de su retrato proceden de sí mismo, al afirmar: “yo soy un am­ bicioso, yo soy un avariento, yo guardo riquezas mal adquiridas, y vendo la Gracia, yo comercio como un judío con la religión del que arrojó del templo a los mercaderes..., yo soy un miserable...” (1900: 354). Aunque Ana Ozores es el personaje protagonista del relato, otros perso­ najes, como el de Fermín, (el Magistral), adquieren una relevante presencia, incidiendo de manera importante en el desarrollo de la trama. Para Celina Alegre, es un caso de construcción paralela, de manera que ambas vidas -la

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de Ana y la de Fermín- presentan importantes similitudes incluso en sus ver­ tientes más dispares: “Lo que diferencia radicalmente a Ana y a Fermín -ella está casada y él es sacerdote- es también posiblemente lo que les hace más semejantes. Ambos están viviendo entre la clase alta de la sociedad, pero nin­ guno de los dos estaría en ella de no haber tomado la opción que ha arruinado su vida” (Alegre, 1986: 13). Por lo tanto, para analizar cómo está diseñado un personaje y qué función o peso tiene en la trama hemos de tener en cuenta no solo lo que se dice de él, sino cómo se configura a lo largo del texto. También, que los géneros dramá­ tico y narrativo tienen componentes estructurales diferentes que determinan cuáles son las fuentes de información del personaje: en el caso del teatro, los propios personajes a través del diálogo, de la acción o de alguna acotación literaria que pueda hacer referencia en el caso de que la haya; en el caso de la narrativa, a través esencialmente del narrador, de los propios personajes o de la acción.

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Polifonía Ed u a r d o M u s l ip *

El término polifonía refiere a la pluralidad de voces presentes en un texto que surgen de cualquier ámbito de la comunicación; en esta entrada nos cir­ cunscribiremos a los fenómenos de polifonía que se conecten con lo literario. El término proviene de la música y, frente al sentido literal y acotado que tiene en ese terreno, dentro de la literatura cubre fenómenos de índole muy diversa. La amplitud de la idea de polifonía cobra especificidad frente a ciertas re­ presentaciones sobre la literatura, que permanecen en el sentido común, que enfatizan o presuponen la idea de que el texto literario crea una compleja pero única voz. Esto es, representaciones en las que se asocia el texto literario más con lo monológico, término que sirve normalmente de antónimo de polifónico. Así, cabe partir de las ideas sobre la literatura que la noción de polifonía contradiría. En el nivel de la instancia de producción, entraría en conflicto con la figura de autor [VER, p. 159] como sujeto excepcional, desvinculado del contexto del que surgió y de las tradiciones en las que se inscribe; en el caso de los textos de literatura popular, la noción de polifonía discutiría las ideas más extremas sobre autoría comunitaria, que suponen la comunidad como un todo homogéneo. En el nivel del texto en sí, ante la presuposición de existen­ cia de un lenguaje literario que puede diferenciarse con claridad de la lengua corriente, la idea de polifonía remarca las relaciones entre el uso literario del lenguaje y las voces de otras esferas de la actividad humana, que la literatura incorpora de diversos modos, desde las voces más íntimas hasta las social­ mente más ritualizadas y complejas. En el nivel de la recepción, la idea de un lector [VER, p. 195] general que debe comprender a partir de las claves que * Universidad Nacional de General Sarmiento.

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el propio texto propone y la existencia de una interpretación privilegiada o un mensaje al que el lector debe acceder son supuestos que la noción de poli­ fonía contradice: las diversas lecturas posibles, en un sentido amplio, serían voces posibilitadas por la polisemia del texto literario. Las cuestiones de los fenómenos de modificación de los textos en la transmisión oral o por la trans­ cripción de los relatos populares pueden interpretarse como distorsiones de una voz original o como fenómenos que crean una constelación de voces que permiten un acceso a particularidades de diversos entornos sociales, diversos momentos históricos, diversas vidas y experiencias. Una mirada sobre la literatura que pone el énfasis en el carácter polifónico del texto literario supone una idea de texto plural en el sentido del término de Barthes (1971), quien ve el monologismo como cercano a la ley y lo plural, polifónico, como las diversas formas de su transgresión. Supone además una perspectiva materialista y no esencialista de la literatura, la lengua y la comu­ nicación, esto es, aborda la producción literaria como un fenómeno situado socialmente, una manifestación más de la dinámica de la comunicación social. Categorías de análisis tradicionales como la división entre poesía épica, lí­ rica y dramática tienen la variable de la forma de presentación de voces como central para su definición: la épica como representación de un él, la poesía de u n jo, la dramática como el despliegue de las voces de ellos; se suelen estable­ cer lazos históricos entre esta tripartición y la división posterior entre narrati­ va, poesía lírica y drama (ese punto de partida, formalizado por Hegel, tuvo larga resonancia crítica). La dimensión dramática de los textos puede hallarse en las formas narrativas o líricas, lo que genera fenómenos de hibridez que pueden considerarse polifónicos. El lenguaje literario, que explota diversas posibilidades de uso del sistema de la lengua, el así llamado lenguaje inten­ sificado propio del texto literario, puede verse como otro factor de polifonía: todo el terreno de las figuras no es apenas un catálogo de juegos de lenguaje posibilitados por el sistema de la lengua (en todo caso asociadas con deter­ minados movimientos estéticos), sino expresión de voces diversas; el desvío de la lengua corriente suele dar lugar a la expresión de posiciones de sujeto que disuelven el lugar hegemónico de ciertas voces. Los estudios de narratología aportaron herramientas relevantes para el análisis de la polifonía. Así, la construcción de la figura del narrador [VER, p. 113], el modo en que se incorporan las voces de los distintos personajes [VER, p. 127], la cuestión del punto de vista, pueden analizarse como for­ mas en que se expresa la polifonía interna del texto. Más que como meras particularidades del dispositivo retórico literario, la cuestión de las posicio­ nes del narrador y el modo en que se articulan las voces de los diferentes personajes cobran significatividad si se los encara como formas en que la literatura expresa la diversidad de voces en el seno de la vida social. Dentro de estos elementos, debe considerarse también el modo en que se incorpo­ ran las distintas voces: a veces, delimitando de un modo claro la voz narra­

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tiva y las de los personajes, a veces aprovechando las marcas gráficas que reafirman la separación, y a veces no; en algunos casos, se establece una continuidad entre la voz narrativa y la de los personajes, como con el estilo indirecto libre, en que la voz del narrador y la del personaje se identifican. Las relaciones de referencia entre textos literarios, el modo en que un texto literario retoma otro u otros, se suele agrupar con el término intertextualidad. La diversidad de voces se puede clasificar de diverso modo. Gérard Genette (1982) hizo un análisis exhaustivo, y procuró asignar un término para cada fenómeno; más allá de que no todos los términos de Genette se incorporaron al discurso crítico, crea un panorama amplio y esclarecedor de los modos en que un texto literario retoma otro. Puede haber una cita directa de otro texto o una apropiación de recursos de estilo; pueden tomarse aspectos de estruc­ tura, puede haber referencias temáticas a otro texto literario, desde elemen­ tos sueltos a una trama argumental completa. En esa apropiación, el sentido puede ser de burla, homenaje, de simple uso. La noción de parodia [VER, p. 121] explica algunas de esas relaciones. La consideración de los géneros literarios dentro de la categoría más amplia de géneros discursivos [VER, p. 21] permite observar los aspectos polifónicos: la literatura toma, incorpora y transforma otros géneros, que deben compren­ derse en el marco del nuevo contexto discursivo. Las relaciones que establece Bajtín (1979) entre géneros primarios y secundarios permiten abordar otras cuestiones vinculadas con la polifonía. Las instancias de comunicación más simples, generalmente orales, se incorporan de un modo no mecánico dentro del texto literario, secundario; de hecho, Bajtín menciona la importancia que tienen los llamados géneros de la intimidad para explicar los fenómenos de cambio en la literatura. Más allá de que la polifonía parecería una condición inherente a la literatura, habría géneros más polifónicos que otros (la poesía [VER “Poema” , p. 75] sería el género más monológico; la novela [VER, p. 67] sería el género polifónico por excelencia). La dimensión dialógica de los enunciados es otro elemento que define la polifonía de los textos literarios. El texto literario, como cualquier enunciado, entra en una cadena discursiva: remite a textos anteriores y supone también un destinatario implícito. En ese nivel, se distinguiría en sentido general una voz propia de una voz otra, la del lector inscripto en el propio enunciado. En el caso de la literatura, los lectores empíricos efectúan diversas lecturas en la que se reconocen o distancian de diversas maneras de esa construcción de destinatario, y a su vez establecen otro eslabón de la cadena discursiva. Las diversas ramas de la sociolingüística aportan elementos para obser­ var lo que hay de social en cualquier forma de uso individual de la lengua: las mezclas de lenguas, las variantes dialectales, de registro, de franja etaria, socioculturales, ideológicas, marcan la presencia de diversas voces sociales dentro del texto; hacen ver que a través del autor se hacen presentes diver­ sas voces que muestran la variación de la lengua dentro de la comunidad. Es

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interesante tener en cuenta este fenómeno frente a cierta lengua estándar li­ teraria a la que algunos textos parecen acercarse, y que procuran borrar las marcas de esa diversidad. Es relevante percibir la polifonía inherente al discurso literario, los modos en que se restringe y los momentos de la producción cultural en que se busca darle una voz a sujetos o grupos sociales que escasamente tuvieron represen­ tación literaria. Así, los estudios de literatura popular (Bajtín) perciben la tensión entre la mera reproducción de la ideología dominante y las formas de incorporar voces de los sujetos populares; en el terreno de los estudios culturales se discutió la idea de canon, la instalación en el sentido común de una lista acotada de clásicos [VER “Canon” , p. 173], que supuestamente eran expresión de una condición humana ahistórica, cuando lo que incorporaba ese canon normalmente se restringía a literatura producida por hombres, por blancos, en los países imperiales de Occidente, en las lenguas de esos países. Así, se revisó el canon procurando incorporar voces de otros grupos: otras etnias, otras clases sociales, otros lugares de sexo-género, otras naciones, otras lenguas. Se revisaron las formas en que esas voces aparecen o se silencian en los textos canónicos, y se revisó el canon mismo. Los estudios poscoloniales (Bhaba, Spivak) ponen el énfasis en las exclusiones discursivas generadas por la herencia colonial en los países periféricos y el modo en que las voces de los sujetos subalternos pueden ser representadas, discutiendo incluso la posibili­ dad misma de representación (uno de los textos de Spivak fundantes de esta línea se titula “¿Puede hablar el subalterno?”). Los estudios de sexo-género (la tradición feminista en sus distintas corrientes, la teoría queer, etcétera) observan que las voces de las mujeres aparecen normalmente silenciadas en textos en que se pretende hacer pasar por la voz del ser humano, de lo general, lo que suele ser una voz masculina y heterosexual, dejando para las mujeres o sujetos que se reconocen en otros lugares de sexo-género el lugar de lo parti­ cular. La biopolítica (desde Foucault hasta los desarrollos de los últimos años) también revisa las formas en que los dispositivos ideológicos les otorgan dere­ cho a la voz e incluso reconocimiento de existencia a los seres que no entran en los parámetros hegemónicos de lo legítimo, de lo aceptable, hasta de lo vivo. En todos estos abordajes se pone en crisis la noción de identidades fijas (de género, nacionales, raciales, de clase, lingüísticas, etcétera), con lo que se hace posible la construcción de lugares de sujeto más complejos; en todos estos casos, la polifonía de la literatura sería mayor en cuanto aparezcan las voces no hegemónicas.

Puesta en análisis Reproducimos el poema 13 de Marosa di Giorgio, de Rosa mística, que ana­ lizamos poniendo el foco en aspectos relacionados con la polifonía.

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El bosque de casuarinas donde un día se presentó el Diablo. — ¿Se presentó el Diablo? Sí, y todo tejido en lana roja y negra. Como una manta y un saco. Yo era chica y dije: — ¿Qué es un diablo? Era adolescente y quedé alelada. Era una mujer y quedé picada. Me le acerqué, pero no mucho, porque no se podía; a ratos, parecía que no estaba. De pronto dije: — Yo soy una princesa. Pero, legítima; no de pacotilla como las que salen en los diarios. Al oír esta oración extraña, parpadeó, aunque sus ojos eran inmó­ viles, y algo se asombró. Quedaba tieso. Parecía un objeto, un tejido olvidado. Yo, por aliviar las cosas, vencer esas extrañezas, fui hasta la coci­ na, tomé, desde un platillo, dulces de higo, salí a mirar las ramas. Pero, él ya estaba allí; con un salto invisible y opaco, ya estaba allí. Le dije: — Diábolo. Él contestó: — Mariposa Glicina. Y Glicina Mariposa. Llamándome así por mis nombres prohibidos, pues, por salvarme de todo mal, no me habían hecho figurar en el Registro. Me acerqué a su lana. Él dijo: — Vayamos a los infiernos donde es­ tán nuestros hermanos. — ¿Cómo...?!! Di un grito que no se oyó. Pero, le tendí los dedos, que él acarició por sumo instante. Pidió: — Y dame las cosas de abajo. Aunque parezca mentira me acerqué y separé las piernas. Él buscó y encontró los orificios; lamió y hendió; uno a uno, los lamía y los partía. Yo, un poquito, brincaba. Dijo: —Vayamos al in­ fierno, ya. Eres de las que sirven bien. Vamos, bromelia, móntate en mi lomo. Y vamos. Observemos algunos de los elementos de este texto tomando en cuenta las consideraciones efectuadas alrededor de la noción de polifonía. Por un lado, presenta una hibridez genérica; si bien se supone que es narrativo (forma par­ te de una edición de relatos eróticos) se relaciona también con la poesía lírica e incluso dramática: el texto dialoga con el resto de la producción de Marosa, fundamentalmente poética, y posee una evidente cualidad dramática. El re­ conocimiento de la hibridez genérica, como dijimos, da pie al reconocimiento de diversidad de voces, y permite a su vez distintas lecturas, que se traducen, en este caso, en la circulación del texto como poema, como cuento y en su utilización performática.

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Se trata de un poema de autor, pero que recoge elementos de la poesía y el relato populares: una escena rural situada en un tiempo y espacio indeter­ minados (ocurre “un día” , en un vago “bosque de casuarinas”), hay princesas, niñas abordadas por figuras sobrenaturales. Se incorpora al texto la enuncia­ ción del relato oral, como si hubiera un interlocutor presente ( “ ... se presentó el diablo. — ¿Se presentó el diablo? — Sí...”). Tiene un nexo también con la mística: por la forma en que se cruzan sensualidad y religión, por la presenta­ ción de un cuerpo erotizado conectado con elementos del escenario natural. En el diálogo con estas tradiciones, hay un complejo juego con la indetermina­ ción entre la degradación, el homenaje, el simple uso lúdico de otros géneros. El uso de diferentes figuras también incorpora polifonía, con un despliegue de recursos que establecen un desvío respecto de la lengua corriente y de la lengua de la tradición del relato oral. La utilización del oxímoron y de diversas formas de antítesis suponen la articulación de voces: hay “ un grito que no se oyó”, el contacto se da en un “sumo instante” ; el diablo parece un “objeto” , un “tejido”, y también un ser carnal, sensual. El narrador o yo poético es plural: junta las voces de una “chica” , de una “ adolescente” , de una “mujer” ; puede recibir nombres de otros seres del mundo natural (“ Mariposa Glicina”). El texto reúne una variedad de registros, desde lo coloquial ( “de pacoti­ lla”) a un lenguaje más alto. El tono de relato popular es interrumpido por elementos de la vida moderna (el Registro Civil, los diarios); aparece incluso una palabra en otra lengua ( “Diábolo”) : el pasaje al italiano cuando el yo poé­ tico se dirige al diablo se conecta con los “nombres secretos” que reciben los personajes, evidencia de la condición “plural” de sus identidades. El contexto de difusión de los poemas de Marosa, desde el fin de las dicta­ duras en Uruguay y Argentina, coincidió con el surgimiento de nuevos movi­ mientos sociales, como los que llevaron a darle voz y visibilidad a grupos que discutían las categorías tradicionales de sexo-género: el particular erotismo de los poemas de Marosa fantasea identidades y conductas sexuales poco etiquetables, por las continuidades entre los lugares de infancia y adultez, con los contactos entre el yo y otros seres a veces ni siquiera humanos, a veces ni siquiera del entorno natural. La construcción de la figura de autor de Marosa se hizo, en un punto, tam­ bién más plural con el correr de las décadas: de ser una autora con un público minoritario reconocida en un pequeño círculo vinculado con la alta cultura, una figura de artista peculiar de la que se marcaba su excepcionalidad, pasó a considerársela en relación a otros autores locales y tradiciones (Garbatzky). Jugando con distintos lugares de autor, llegó a tomar un lugar de performer en sus múltiples lecturas públicas en la escena cultural más alternativa, so­ bre todo desde los años noventa; algunas de esas lecturas fueron grabadas y editadas junto con los libros. Este, como otros textos de Marosa, fue además utilizado para diversas representaciones teatrales.

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Yo lírico / sujeto lírico M a r í a E l e n a Fo n s a l i d o *

Es usual escuchar a partir de lectura de textos líricos expresiones tales como “Octavio Paz expresa.. o “los sentimientos de Walt Whitman,, Frases como las antedichas parten de del supuesto de identificar al autor empírico del texto lírico con la voz que habla en él, supuesto que conviene revisar. Ya en 1968 el crítico francés Roland Barthes había puesto en duda la identidad entre escritura y autor empírico, y en un famoso artículo postuló que era el lector el dador final de los sentidos de un texto. Esto quitaba toda prerrogati­ va al escritor concreto, lo que devenía en su muerte. Este desplazamiento de la figura del autor a la del lector que proponía Barthes tuvo más aceptación en relación con la narrativa que con respecto a la lírica, debido a la idea ins­ talada de que el poema es el vehículo de expresión de la psiquis de su autor. Después de la propuesta de Barthes, mucho se ha discutido acerca de esta identidad entre autor y voz que habla en el texto. El crítico argentino-francés Julio Premat, en una propuesta integradora, propone ampliar la figura del au­ tor al “espacio conceptual desde el cual es posible pensar la práctica literaria en todos sus aspectos” (2006: 311) [VER “Autor”, p. 159]. Si en primer lugar revisamos la identidad entre el poeta y la voz que enuncia el poema, en segundo lugar proponemos reconsiderar otro concepto instalado: la concepción muy afianzada de que un poema es siempre la expresión de un yo [VER “Poema”, p. 75 y “Narrador”, p. 113]. A tal punto se ha cristalizado esta concepción que a la voz que habla en el texto poético se la ha llamado yo lírico. Se ha dicho también que la figura delyo lírico es una construcción que sostiene con el poeta empírico una analogía similar a la del narrador con el * Universidad Nacional de General Sarmiento.

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novelista o cuentista. Si bien es innegable que en una gran cantidad de poe­ mas la voz que lo enuncia lo hace desde una primera persona del singular, la identificación sin más entre poesía lírica y construcción de un yo presentaría tantas excepciones que no convendría considerarla una regla. En este aspecto, como en otros referidos a la literatura, es útil tener en cuenta la historización de la categoría que nos ocupa. Es cierto que los prime­ ros poetas griegos, que cantaban sus poemas, los presentaban como vehículo de un yo que expresaba sus pensamientos o sentimientos: “Yo, sola, duermo” (Safo, Fragmento 94 D ). Esta tradición se sostuvo a lo largo del tiempo, con momentos de fuerte condensación en la subjetividad. Así, la introspección que proponía la poesía amorosa del Renacimiento: “Escrito está en mi alma vuestro gesto” (Garcilaso de la Vega, Soneto V ); el lugar central que el Roman­ ticismo le dio a la expresión de las pasiones amorosas: “ ¿Cómo te amo? Déja­ me contar las formas” (Elizabeth Barrett Browning, Soneto 43); la fuerza de la primera persona en algunos poemas contemporáneos: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche” (Pablo Neruda, Poema 20). Pero esto no es regla general. Es posible encontrar poemas, y aun poemas de amor, en los cuales no hay intervención de un yo lírico, como por ejemplo el soneto de Lope de Vega “Desmayarse, atreverse, estar furioso...” o el de Francisco de Quevedo “Es hielo abrasador, es fuego helado...” . En su libro Estructuras de la Urica moderna, el lingüista y crítico alemán Hugo Friedrich realiza un recorrido con el fin de mostrar lo que denom i­ na “proceso de deshumanización” (1974: 92) de la lírica, a partir del siglo xix en adelante. En su concepción, con la aparición de la poesía del poeta francés Charles Baudelaire, “empieza la despersonalización de la lírica m o­ derna, por lo menos en el sentido de que la palabra lírica ya no surge de la unidad de poesía y persona empírica” (49). Este proceso tiene implicancias que van más allá de la mera técnica, ya que la separación que sufre el poema del “sentimiento” del poeta resulta paralela a la separación que se realiza de contenido y forma, con claro predominio de esta última. Por esta razón, a partir de esta época, para el crítico alemán, la “salvación” del poema “solo consiste en el lenguaje” (54). Friedrich realiza un recorrido que comienza con Baudelaire y continúa con Arthur Rimbaud. El crítico alemán se detiene especialmente en el giro que pro­ ducen en la lírica las palabras de este poeta en las “Cartas del vidente” : “Nos equivocamos al decir ‘Yo pienso’ ; deberíamos decir: ‘Me piensan’ [...] Yo es otro” (Carta a Georges Izambard, 13 de mayo de 1871). El poeta decimonó­ nico con el que culmina el recorrido es Stéphane Mallarmé. Estos tres autores facilitan la aparición de la poesía del siglo xx, a la que Friedrich caracteriza por su anormalidad (desorden, incoherencia, fragmentarismo, reversibilidad), su oscuridad, su disonancia, su dislocación entre los signos y lo designado y, fundamentalmente, por su modificación del yo lírico, al que ve transformado en “una expresión polifónica y autónoma de la pura subjetividad” (1974: 23).

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A estas características se suma un fenómeno que se extendió en la lírica de ese siglo: la aparición de apócrifos o heterónimos, es decir, poetas que es­ criben bajo otro nombre, y que desarrollan estéticas diferentes acorde con la identidad que asuman. Son casos emblemáticos el español Antonio Machado (Juan de Mairena, Abel Martín), el portugués Fernando Pessoa (Fernando Reis, Alberto Caeiro, Alvaro de Campos) y el argentino Juan Gelman (José Galván, Julio Grecco, Elizer Ben Jonon). Ahora bien, si se pone en cuestión la posibilidad de que la única voz que habla en el poema sea la del autor, o aun la de un yo construido, ¿quién habla? Variadas son las respuestas que se le ha dado a esta pregunta. Algunos, como el poeta y editor Rafael Oteriño, consideran que en el poema habla la tradición: El yo biográfico, el yo lírico, el inconsciente del autor [...] algo de todo esto conlleva el poema. Pero hay otros hablantes no menos secretos que también moran en el texto. Son las lecturas hechas por el autor que, en muchos casos, operan como desencadenantes de la escritura y, en otros, ayudan a conformar el tono de su voz, su filiación (Oteriño, 2013:116). Para el poeta y traductor Mario Ateca, en el poema habla un lector “des­ plazado, desviado o bien ritualizado” (2013: 10), ya que, en su concepción, “la escritura es una verdadera máquina de impugnación del yo” (11). El poe­ ta argentino Eduardo D’Anna, luego de cuestionar que el poema sea un acto de habla común, de que la palabra del poema le “pertenezca” a alguien, y de que el poema exprese sentimientos de su autor, concluye: “ el que habla en el poema es el poema, no el poeta” (2013: 40). Uno de los críticos que más se ha ocupado de este tema es el profesor, críti­ co y traductor Jorge Monteleone, quien ha elaborado una teoría que juzgamos superadora al respecto. Según su lectura, varios son los elementos que conver­ gen para la desarticulación del yo como enunciador del poema: la pérdida del principio de individuación y la destitución de la divinidad como garante de lo subjetivo que aporta la filosofía de Friedrich Nietzsche, los descubrimientos del inconsciente de Sigmund Freud, el asentamiento en la “Nada” de la poesía de Stéphane Mallarmé. A partir de esta confluencia, “ya no hubo en la poesía de occidente un sujeto unitario, ni el yo del poema podía, sin más, atribuirse a una persona singular” (Monteleone, 2016: 10). Llegado a este punto, Monteleone da su respuesta a la pregunta inicial respecto de quién habla en el poema. Se trata de un sujeto a quien llama ima­ ginario. Este sujeto imaginario es concebido como un gran articulador de to­ das las inscripciones de la persona que aparecen en el corpus de cada autor. Esta figura, entonces, absorbe todas las posibilidades de la voz que habla: el yo, por supuesto, y de manera privilegiada, pero no solo. Así, el poema puede estar enunciado por un nosotros: “ ¡Y no saber dónde vamos / ni de dónde ve­ nimos!” (Rubén Darío, “Lo fatal”); puede aparecer un tú lírico, producto del desdoblamiento del yo: “fíjate vos, / la vida breve, bella que tenemos” (Diana

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Bellessi, “Alpiste”); puede producirse un distanciamiento del yo: “ ¡Qué raro que me llame Federico!” (Federico García Lorca, “De otro modo”); o puede presentar los juegos más especulares y complejos: Lope de Vega inventa un heterónimo, el licenciado Tomé de Burguillos, y bajo este nombre publica el poema “La pulga” y lo subtitula “Falsamente atribuida a Lope” . Este sujeto imaginario se relaciona con otros dos elementos: lo que el críti­ co denomina sujeto simbólico y la figura del autor. Para Monteleone, el sujeto simbólico pertenece al ámbito de lo social y representa las objetivaciones y la investidura que le da el espacio público al sujeto imaginario y le permite cum­ plir allí un rol: por ejemplo, el proscrito en la poesía del exiliado José Mármol o el gaucho perseguido en el Martín Fierro de José Hernández. La figura del autor, por su parte, aporta el contenido de su biografía y el ámbito de lo pri­ vado (Monteleone, 2016). De modo que se trata de una tríada que explora a los enunciadores del poema, tiene en cuenta los símbolos sociales que antece­ den y rodean al autor y, al mismo tiempo, los elementos biográficos que este aporta, que pueden ser reales o Acciónales.

Puesta en análisis

Un hombre pasa con un pan al hombro Un hombre pasa con un pan al hombro ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble? Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo ¿Con qué valor hablar del psicoanálisis? Un cojo pasa dando el brazo a un niño ¿Voy, después, a leer a André Bretón? Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre ¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo? Otro busca en el fango huesos, cáscaras ¿Cómo escribir, después del infinito? Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza ¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora? Un comerciante roba un gramo en el peso a un cliente ¿Hablar, después, de cuarta dimensión?

Yo lírico / sujeto lírico

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Un banquero falsea su balance ¿Con qué cara llorar en el teatro? Un paria duerme con el pie en la espalda ¿Hablar, después, a nadie de Picasso? Alguien va a un entierro sollozando ¿Cómo luego ingresar a la Academia? Alguien limpia un fusil en su cocina ¿Con qué valor hablar del más allá? Alguien pasa contando con sus dedos ¿Cómo hablar del no-yo sin dar un grito? El poema de César Vallejo se publicó postumamente en 1939 (el poeta ha­ bía muerto un año antes), en una recopilación que su viuda, Georgette Philippart, y su amigo Raúl Porras Barrenechea denominaron Poemas humanos. Esta recopilación recogió textos escritos entre 1923 y 1938. En el poema, el sujeto imaginario oscila y se conforma en el recorrido que va desde la inquietud interrogativa del “voy a escribir” hasta la exasperación del “dar un grito” . Esta conformación, si bien parte de un yo ( “voy a escribir” , en la primera estrofa; “voy, después a leer”, en la cuarta) termina en un “noyo” , subrayado por la impersonalidad de los infinitivos, lo que implicaría que no se trata de la expresión de una individualidad, sino de una problemática humana. Es decir, el sujeto que aparece en el poema por un lado se escinde, dado que se abre a un “no-yo” y en este acto se vacía de su individualidad; y por el otro encuentra en el prójimo desamparado una especie de sustitu­ ción de su subjetividad, un camarada en cada despojado. Es un sujeto que, al tiempo que pierde identidad, logra la identificación con el otro a partir de su condición de humillado. Este recorrido que parte del yo que se cuestiona, lo va socavando en cada pregunta y culmina en el sujeto que se desdibuja, va acompañado por la mé­ trica: trece estrofas formadas por dísticos que invierten la lógica inquisitiva pregunta / respuesta en afirmación / pregunta. En la estructura de estos dísti­ cos, la aseveración es el lugar de lo objetivo, del mundo; la pregunta, el espacio cuestionado y cuestionador del sujeto imaginario. En el poema, cada escena del mundo objetivo anula el deseo del sujeto imaginario de escribir, hablar, leer, innovar, ir al teatro, analizar un cuadro o pensar en la trascendencia, “como si se tratase de un gran escenario donde la vida ilustra las acciones que se desarrollan alrededor bajo el nexo de los interrogantes que certifican su oposición a los enunciados” (Merino, 2005:568). La anulación sería absoluta, si no fuera porque en sí misma constituye la factura del poema.

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En este texto, el sujeto simbólico que se relaciona con el sujeto imaginario es una de las figuras de mayor relevancia a lo largo de la literatura del siglo x x : la del poeta comprometido, que oscila entre la posibilidad de enfocarse en cuestiones espirituales y artísticas o responder a la coyuntura política. Este sujeto simbólico, a lo largo del siglo, ofrece una respuesta a esta oscilación en la figura del poeta marxista, respuesta que aúna la lucha en el plano político ( “Alguien limpia un fusil en su cocina”), con el despliegue ideológico en el plano discursivo que focaliza y se centra en la figura del marginado. El tercer elemento de la tríada, la figura del autor César Vallejo, interesa en cuanto su biografía aporta el dato de que se trata de un poema escrito en uno de los momentos históricos de mayor condensación del sujeto simbólico: la Guerra Civil Española. Vallejo, interpelado por esta situación política como gran parte de la generación de poetas hispanoamericanos y europeos de la primera mitad del siglo xx, participó activamente en apoyo de la República. En 1937 había recorrido los frentes de batalla españoles y había representado al Perú en el II Congreso de Escritores Antifascistas. El poema está fechado el 5 de noviembre de ese año. De este modo, el sujeto imaginario, disgregado e identificado con el do­ liente, encuentra en el sujeto simbólico su soporte ideológico y en la figura del autor la tensión vivencial que atraviesa el poema. La única respuesta posible a las preguntas que habita el sujeto imaginario está dada por la existencia mis­ ma del poema, que cuestiona la legitimidad del arte desde y en la creación de un objeto artístico.

Bibliografía para ampliar Monteleone, J. (2003). “La hora de los tristes corazones. El sujeto imaginario en la poesía romántica argentina” . En Jitrik, N. (dir.) Historia crítica de la literatura argentina, vol. 2, Schvartzman, J. (dir.) La lucha de los lenguajes, pp. 119-159. Buenos Aries: Emecé. ------(2004). “Mirada e imaginario poético” . En Sánchez, Y. y Spiller, R. (eds.). La poética de la mirada, pp. 29-43. Madrid: Visor Libros.

TERCERA PARTE El texto situado. Contexto/s

Contexto/s M a r t i n a L ó p e z C a s a n o v a * e In é s Kr e p l a k *

En distintas instancias en las que más o menos formalmente se comentan textos literarios, es frecuente el uso del término contexto como referencia di­ recta a una realidad histórica en la que el texto se produce o se lee. A veces in­ cluso se señala con esta palabra la realidad histórico-política a la que un texto se refiere, independientemente de cuán alejada del momento de la escritura esté esa época. Pero, más allá de estos usos cristalizados, el problema de los vínculos entre textos y contextos cobra dimensiones específicas desde diversas teorías y, entonces, la noción de contexto se vuelve, más que una referencia directa, una categoría de análisis que requiere ser explicitada. En principio, respecto del contexto de producción, el enfoque del problema presupone dos opciones generales: o bien se concibe el contexto como con­ dicionante o determinante de la producción discursiva, o bien se lo entiende como un conjunto de variables que interactúan con los textos en un marco constituido por procesos culturales, estéticos y políticos en los que los textos se inscriben. En esta segunda perspectiva, la idea de interacción permite relativizar la de determinación o condicionamiento. Por otra parte, con el fin de encuadrar un tipo de lectura, la afirmación de que los textos están situados en sus contextos -principio fundamental para su estudio- podría complementarse con la que invierte los términos: los contextos están presentes en los textos. Por supuesto, estas reflexiones caben para toda producción discursiva, no solo para la literaria. Ahora bien, ¿cómo se relacionan textos y contextos, y cómo se registran esas relaciones? Observaremos los modos en que estos interrogantes han sido * Universidad Nacional de General Sarmiento.

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abordados desde las Ciencias del Lenguaje y las Ciencias Sociales, lo que im­ plica recalar en distintas conceptualizaciones de contexto. Las corrientes teóricas de las primeras pueden dividirse en dos grandes perspectivas. En primer lugar, las inmanentistas, que consideran que sus obje­ tos de estudio deben analizarse de manera interna y autónoma; y las relacionistas, que los consideran en la interacción con el exterior. Para las corrientes inmanentistas el contexto es el entorno lingüístico de la propia pieza, es decir, lo que precede y continúa en ese enunciado específico (Saussure, Barrenechea, Kovacci). Y se refieren a “la situación de discurso” (Ducrot/Todorov) para dar cuenta del conjunto de circunstancias en las que se desarrolla un determinado acto de enunciación (entorno físico y social, identidad de los interlocutores, preconceptos, acontecimientos previos, etcétera). En segundo lugar, muchos lingüistas basan la noción de contexto en la relación con el problema del sen­ tido de cualquier tipo de actividad comunicativa. Leonard Bloomfield (1933), por ejemplo, considera que el sentido está constituido por el entorno físico de una emisión lingüística. Para fundar un sistema propio de estudio de los textos literarios, los for­ malistas rusos toman de la lingüística, específicamente de Saussure, la con­ cepción inmanentista y postulan técnicas de análisis de los textos literarios basadas en el estudio del material verbal y de las relaciones en el interior de un sistema determinado. De esta forma, en principio, el estudio de una obra literaria no se observa en relación con el mundo exterior ni con la vida del autor ni con las condiciones históricas o sociológicas en las que un texto se produjo. En “El arte como artificio” (2005 [1917]), Víktor Shklovski sostiene que: “La finalidad del arte es dar una sensación de objeto como visión y no como reconocimiento; los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la difi­ cultad y la duración de la percepción” (60). Las formas artísticas se explican por su necesidad estética y no por una motivación exterior tomada de la vida práctica. Así, la idea de autonomía se aplica a la forma literaria y, por ende, el estudio literario se autonomiza, dado que tiene un objeto específico y par­ ticular. No obstante, en las afirmaciones de Shklovski están considerados al­ gunos elementos del contexto: en efecto, el lector aparece en la referencia a la “ percepción” , a la que el arte desautomatiza, según el autor y acorde con los principios de la vanguardia de comienzos del siglo xx. La teoría de los formalistas rusos es fundacional y tomada como base para el desarrollo de otras corrientes posteriores, tales como el estructuralismo y el postestructuralismo. Sin embargo, la idea del texto literario como autónomo es revisada en una segunda fase del formalismo. Sin renunciar al principio de especificidad de lo literario, Iuri Tinianov considera la relación de la lite­ ratura con lo extraliterario. La corriente formalista comienza a pensar como un sistema no solo la obra literaria, sino también el conjunto de obras y las relaciones que estas entablan entre sí. En este sentido, una época literaria

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también se considera un sistema. Para Tinianov, observar la relación entre sistemas modifica el modo de concebir una obra literaria. Asimismo, desde la perspectiva de Tinianov, textos que en una época pue­ den ser parte de la vida íntima de una persona, posteriormente pueden asi­ milarse dentro del sistema literario y consumirse como literatura o viceversa. Entre otros, ejemplos del primer caso son la “Carta al padre” de Franz Kafka o sus Diarios. El círculo de Bajtín, un grupo de pensadores rusos que comienza a interve­ nir en la esfera intelectual en la década de 1920, toma del formalismo el estu­ dio específico de los materiales literarios, pero considera que hay una orien­ tación del arte respecto de la vida y de las condiciones de producción. Estos teóricos sostienen que el arte está siempre mediado por la esfera ideológica, es decir, el arte no refleja la vida, pero la realidad aparece siempre formada ya en la concepción del mundo y en cómo se organiza la experiencia a partir del lenguaje. En este sentido, uno de ellos, Valentín Voloshinov considera que la determinación social no aparece como algo que se aplica desde el exterior hacia la literatura, sino que aparece intrínsecamente en la literatura: “ ... la obra poética es un poderoso condensador de evaluaciones sociales inexpresadas, cada palabra está saturada de ellas. Y son precisamente esas evaluaciones sociales las que organizan las formas artísticas como su directa expresión” (1926: 12). El arte es social de manera inmanente, por ende, la obra de arte forma parte de la vida y lo social aparece en el interior de una obra literaria en términos de sus materiales y sus formas de organización. En La historia de la literatura como provocación de la ciencia literaria, el teórico alemán Hans Robert Jauss propone un nuevo enfoque, que dialoga con las afirmaciones de Shklovski antes referidas: Mi intento de superar el abismo existente entre literatura e historia, entre conocimiento histórico y conocimiento estético, puede comenzar en el límite ante el cual se han detenido ambas escuelas. Sus métodos conciben el hecho literario en el círculo cerrado de una estética de la producción y de la presentación. Con ello quitan a la literatura una dimensión que forma parte imprescindible tanto de su carácter estético como de su función social: la dimensión de su recepción y efecto (1976 [1967]: 162). Jauss atribuye al lector [VER, p. 195] la fuerza creadora e histórica que hasta ese momento, para la teoría literaria, habían tenido el autor o la función-autor y sus condiciones de producción [VER “Autor” , p. 159]. Desde esta nueva perspectiva, la obra literaria solo puede cobrar sentido desde el papel activo que desempeña el receptor. De esta manera, el concepto de horizonte de expectativas le es útil para señalar el sistema de ideas que los receptores utilizan en el ejercicio e interpretación de una lectura. La recepción jamás es un proceso neutral.

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Un proceso correspondiente de establecimiento continuado del hori­ zonte y de cambio de horizonte determina también la relación de cada texto con respecto a la serie de textos que forman el género. El nuevo texto evoca para el lector (oyente) el horizonte de expectaciones que le es familiar de textos anteriores y las reglas de juego que luego son variadas, corregidas, modificadas o también solo reproducidas (Jauss, 1976 [1967]: 171). Se agrega un nuevo factor determinante para problematizar la noción de contexto; desde este enfoque, las condiciones de recepción de un texto serán igualmente importantes a la hora de hacer un análisis. Por otro lado, convendría considerar varios aportes de las Ciencias Sociales (cfr. López Casanova, 2015). Asociada a la categoría de contexto, la categoría de campo propuesta por Pierre Bourdieu tiene en cuenta que las prácticas cul­ turales no se producen al margen de contextos sociopolíticos y económicos, pero a la vez cuestiona la idea de que estén totalmente determinadas por ellos. En la observación relacional de sus componentes, un campo se define sobre todo en el valor que pone enjuego: en ese capital simbólico estriba su especi­ ficidad. En el campo literario esto implica al menos dos premisas: 1) conocer las posiciones que tienen en el campo los sujetos se torna imprescindible para comprender el lugar, la función y hasta el impacto posible de sus textos; 2) la obra literaria puede ofrecer un análisis detallado del mundo en el que se inscribe, cifrado en el juego que entablan sus propios elementos (personajes, esquemas de relaciones entre ellos, sus espacios, sus condiciones, etcétera). Justamente es con respecto a esta capacidad de la escritura que Bourdieu de­ fine la especificidad de la literatura frente al lenguaje de la ciencia. En este sentido, Bourdieu (1995 [1992]) encuentra en la materialización formal de La educación sentimental (1869) de Gustave Flaubert un análisis so­ ciológico sobre lo que estaba pasando en el plano social con la delimitación del campo literario [VER, p. 167] y su relación con el campo de poder. Bourdieu señala cómo el contexto de producción, específicamente aquí el que remite a la configuración del campo literario, se inscribe en la novela de Flaubert no como contenido o referencia, sino en el esquema de los conflictos entre los personajes. Finalmente, para Bourdieu el campo mediatiza la relación entre un texto (literario, científico u otro) y los contextos sociales más amplios, econó­ micos, políticos, etcétera. En el caso de la literatura, el campo literario desde su conformación en la Modernidad sería el inmediato contexto en el que un texto se sitúa, con el que dialoga y al que remite. A través de esta relación se construye la referencia indirecta a contextos más amplios. Desde un lugar diferente, Walter Benjamin había puesto enjuego un mé­ todo de lectura parecido en su perspectiva y en sus resultados al propuesto por Bourdieu. En efecto, Benjamin advierte un cambio de contexto, entendi­ do como cambio de paradigma cultural, en la estructuración y composición

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gráfica del poema “Coup de dés” (1897) de Stéphane Mallarmé: “Mallarmé, que desde la cristalina concepción de su obra, sin duda tradicionalista, vio la verdadera imagen de lo que se avecinaba, utilizó por vez primera en el Coup de dés las tensiones gráficas de la publicidad aplicándolas a la disposición tipográfica” (Benjamín, 1987 [1928]: 37]). Benjamín lee en el nivel formal del poema la prefiguración del pasaje del dominio del libro y la organización cognitiva, perceptiva y social que este implica y genera, al dominio del anun­ cio publicitario y su correspondiente estructuración semiótica para cifrar lo real. En lo formal se evidencia aquí el advenimiento de un nuevo contexto en el que la publicidad dictaminará las reglas perceptivas. El historiador inglés Quentin Skinner retoma las teorías de la pragmática del lenguaje, especialmente de la teoría de los actos de habla de Austin, para puntualizar principios metodológicos de su programa de historia intelectual. Propone interpretar los textos políticos clásicos en el marco de un contexto lin­ güístico del momento de su producción, entendido sobre todo como un marco de convenciones dadas en el que un autor interviene. Allí es posible observar qué intentan hacer y qué hacen efectivamente los autores a través de su escri­ tura. Básicamente, quien escribe puede, en los actos que realice en su escritura, o bien confirmar o bien poner en crisis tales convenciones. En el ámbito argentino, el sociólogo Carlos Altamirano indica que la acti­ vidad de los intelectuales se realiza en ciertas tramas generales y específicas. Entre las primeras, el Estado y el mercado (con las que los intelectuales man­ tienen distinto tipo de relación, no siempre de antagonismo). Las segundas, instituciones -entre las que se destaca la universidad-, movimientos, revistas y tradiciones intelectuales [VER, p. 207]. Altamirano subraya que la actividad de los intelectuales no solo compromete textos e ideas, sino que “arraiga en estos contextos” generales y específicos y está “marcada por ellos” . Comple­ mentariamente, observamos que la actividad intelectual modifica o configura sus contextos, por ejemplo, tradiciones propias, grupos y revistas. La prácti­ ca puede, entonces, crear ciertos contextos con los que luego interactúa; las marcas señaladas por Altamirano son, así, producto de tales interacciones.

Puesta en análisis Dijimos, siguiendo a Skinner, que en relación con un contexto un texto puede ser entendido (en vez de como un reflejo de) como una intervención sobre. Observemos estas cuestiones a partir del análisis de A Moveable Feast (traducida como París era una fiesta) de Ernest Hemingway, y de algunas re­ cepciones de esta novela y de su autor. Hemingway escribe París... en los últimos años de su vida: la publicación es postuma, 1964; el escritor se suicida en 1961. El momento de la escritura en relación con el correspondiente a la trayectoria del autor es una clave con-

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textual para pensar qué intervenciones se perfilan en/desde el texto. La nove­ la se conforma con una serie de cuadros sin secuencia narrativa global sobre la vida y la situación de los escritores y artistas de la vanguardia literaria en París en la década de 1920. Hemingway joven, integrante de la llamada gene­ ración perdida [VER “Generación”, p. 179], es personaje; Hemingway viejo, consagrado como escritor y al final de su vida, se constituye discursivamen­ te como narrador y, por lo tanto, se convierte en portavoz del grupo que ha integrado. Vida literaria y personal confluyen en esa memoria novelada del tiempo vivido en París “cuando éramos [el escritor y Hadley, su primera mu­ jer] muy pobres y muy felices” (2015 [1964]: 269), cuando “creía que éramos invulnerables” (270). Desde esa posición, el narrador/autor interviene hacia atrás sobre, al me­ nos, dos aspectos que subrayamos: 1) explícita en la ficción (¿como un legado?) la teorización de su propia estética, y 2) corrige la lista canónica de autores de la vanguardia parisina. Son dos intervenciones sobre el campo literario, en términos de Bourdieu. La primera cuestión aparece ya en el primer capítulo, cuando se narra la escena de escritura en un bar de la bohemia París de un cuento cuya historia transcurre en Michigan. El episodio sirve de base para plantear de entrada una relación sutil entre ficción y realidad, entre texto y contextos. En efecto, no hay reflejo en el cuento porque hay distancia tempo­ ral y espacial del punto de vista respecto del mundo de la historia narrada; tal distancia mediatiza la historia re-construida. Esto importa porque también ocurre en el caso de la escritura de la novela, que se vaticina en la ficción: “Tal vez, lejos de París, podría escribir sobre París tal como en París era capaz de escribir sobre Michigan” (2015 [1964]: 14). Los polos de la diada se unen en un continuum a través de cadenas de indicios; Hemingway explica en su relato esta postura estética y la técnica correlativa como sensaciones que se filtran en el cuento desde la realidad (representada en la novela) del momento de escritura, y en esa realidad del personaje-escritor desde la historia del cuen­ to: “como el día [en el que escribía en París] era crudo y frío y resoplante, un día así hizo en mi cuento [sobre Michigan]” (11), “en mi cuento los amigos bebían unas copas y me entró sed” (12). Leemos la segunda cuestión, correspondiente a la corrección del canon de los años 20, desde el capítulo final, en el que se evoca el último diálogo con el poeta Evan Shipman, quien ya moribundo “había venido [a Cuba] a despedir­ se” de Hemingway en un salto al presente de la novela (272). El diálogo arti­ cula una serie de compartidos recuerdos de “historias divertidas de los viejos tiempos” (273), sobre todo las que tienen como marco las guerras en las que participara el narrador-personaje. Y luego Shipman se vuelve destinador (cfr. Greimas, 1966) de la empresa de escritura de Hemingway sobre el pasado, en un pedido/mandato asociado a la razón de la supervivencia: “Tú y yo he­ mos sobrevivido bastante, ¿no crees Hem? [...] Pero tú debes seguir porque escribes para todos nosotros [...] Tienes que meter toda la diversión y todo

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lo otro que sólo nosotros conocemos [...] Por favor, hazlo [...] y tienes que meter también el ahora” (274). Desde este último capítulo es posible releer el 14: “Evan Shipman en la Closerie des Liles” -en el que los personajes He­ mingway y Shipman cuestionan la escritura de Dostoievski- y las reflexiones del 15: “Nunca he visto nada escrito sobre Evan Shipman y esta parte de Pa­ rís, ni sobre sus poemas inéditos, y es por ello que me parece tan importante incluirlo en este libro” (133). Así, la novela replantea el lugar de los escritores de la París vanguardista, reasigna valor y resignifica la historia literaria oficial: el Hemingway narrador detenta ahora el poder que el joven Hemingway personaje concedía y disputaba frente a las sanciones y reglas del gusto, de Gertrude Stein. En efecto, Stein era una especie de alma mater por su posición económica privilegiada y por sus relaciones con críticos y editores (cfr. capítulo 2 “Miss Stein da enseñanzas” y capítulo 7 “Une génération perdue”, denominación que Stein impone al grupo de los jóvenes escritores que habían participado en las guerras). París era una fiesta puede leerse como una intervención del viejo Hemin­ gway sobre el pasado (joven) de la vanguardia para redistribuir valor y para legar una relectura de la propia trayectoria, grupal e individual. Portavoz del grupo, el que sobrevive acomete la empresa y parece querer contraponerse al Hemingway consagrado del Premio Nobel y del Pulitzer, y discutido entre los escritores que lo siguen. Sin embargo, ese lugar consagrado le otorga el capital simbólico para realizar tal intervención. Esta lectura contextual se vuelve particularmente pertinente sobre todo si tenemos en cuenta el arco de su imagen de escritor de modelo a antimodelo, registrado en la recepción que (desde diversas perspectivas y a través de dis­ tintas intervenciones en diferentes contextos) puede leerse, por ejemplo, en la novela Adiós, Hemingway del cubano Leonardo Padura (2001, 2006) y en el dossier dedicado al norteamericano en el número 15 de la revista argen­ tina Crisis, 1974. En el primer caso, el viejo escritor se cifra como personajeenigma del policial; desde allí Padura revisa su propia relación con la tradi­ ción del género del que Hemingway es principal referente, lo ficcionaliza y lo recupera. Además, la investigación sobre el escritor, ya muerto en el presente eje del relato, y las reflexiones del protagonista (el detective Mario Conde) permiten contraponer en la lógica del policial los contextos políticos de Cuba correspondientes al pasado de los años finales de Hemingway en la isla (que se reconstruyen en la narración y que coinciden con los primeros años de la Revolución cubana) y al presente enunciativo que corresponde al momento de la escritura de la novela de Padura. En el segundo caso, Crisis elige a He­ mingway para intervenir, a través de la revisión del perfil del escritor y de sus “influencias” en autores locales, en el cruce de la izquierda (la nueva y la vieja) que discute el tema del peronismo y del programa intelectual de un grupo de escritores y críticos (Piglia, Viñas, Walsh, entre otros) que replantean modos de leer y modos de escribir en relación con la práctica política revolucionaria:

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Hemingway será a la vez modelo y antimodelo para aquel campo literario local de los años setenta superpuesto al campo político (cfr. López Casanova, 2015). Por último, observemos la intervención que supone la recepción de la novela y del autor en la película Medianoche en París (2011). En efecto, W oody Alien retoma París... de Ernest Hemingway de una manera libre para establecer su propia intervención en el campo cultural desde las industrias culturales [VER, p. 187]. Gil Bender, el protagonista, es un joven guionista de Hollywood -a lter ego del personaje que suele encarnar Alien en sus películas- que sueña con convertirse en escritor y vivir en París. La imagen idílica que el guionista tiene de los años veinte y de la generación perdida lo lleva a trasladarse mágicamente hacia ese entorno durante las noches. El encuentro con sus ídolos y la distancia (mediación) estimulan la creación de su propia ficción durante el día. Gracias a Hemingway, Gil logra conversar y pasar tiempo con Scott y Zelda Fitzgerald, Gertrude Stein, Colé Porter, Pablo Picasso, Luis Buñuel, Man Ray y Dalí, entre otros. Al igual que Hemingway en París... y Alien en su serie de películas euro­ peas, Gil busca en un lugar lejano y en un momento pasado el lugar de su inspi­ ración para el arte. Hemingway es la figura que Woody Alien ubica como nexo entre la tradición literaria norteamericana y la europea, entre el siglo xx y el xxi, entre la vanguardia y la masividad, entre la literatura y el cine. A través de recursos como la intertextualidad [VER “Polifonía”, p. 135, p. 121] y la parodia [VER], Alien realiza un múltiple movimiento: mientras homenajea a los artistas e intelectuales que admira, reflexiona sobre la escritura y sobre la producción cultural masiva hollywoodense y se coloca, junto con Hemingway, entremedio de esos mundos. En este sentido, Alien plantea también una discusión acerca del rol del escritor de la industria en contraposición con el intelectual de vanguar­ dia y traslada sus propios pensamientos a las voces de sus personajes, a la vez que, como también hace Hemingway, explícita en la ficción su teoría estética. Sin olvidarse de su público, a quien conoce y con quien se congracia mostran­ do imágenes eclécticas y bellas (de Montmartre hasta Dior), en la madurez de su carrera, Woody Alien retorna hacia el pasado para seleccionar parte de ia tradición [VER, p. 207] y tomar posición sobre su presente.

Bibliografía para ampliar Casanova, P. (2001 [1999]). La República mundial de las Letras. Traducción de Jaime Zulaika. Barcelona: Anagrama. Crystal, D. (2008).ADictionaryofLinguisticsandPhonetics. Malden: BlackweU Publishing. Sapiro, G. (2016 [2014]). La sociología de la literatura. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Autor A d r ia n a

A.

Bo c c h in o *

En los estudios literarios se establecieron tres espacios de análisis delimita­ dos desde las categorías de autor, obra/texto y lector [VER, p. 195]. Partiendo del esquema de la comunicación elaborado hacia 1960 por Román Jakobson (1981) en una variante lingüística precisa -emisor, mensaje y receptor-, las nuevas teorías hablan de un lugar de origen -e l autor-, una producción -obra/ texto, según se considere cerrada o abierta la propuesta creativa- y un lugar de recepción -e l lector/espectador/consumidor-. Para hablar de autor en los estudios sobre literatura hay que señalar que las nociones, como los concep­ tos, se redefinen según diferentes entornos (Williams, 2000 [1976]), por lo que es útil recomponer una grilla de orientación para verificar la interrelación autor-obra/texto-lector a lo largo de los movimientos estéticos, en particular desde el Renacimiento hasta nuestros días. También, hablar en términos con­ dicionales, puesto que las nuevas tecnologías y sus usos habrán de llevarnos a redefinir la interrelación apuntada. El trabajo de reflexión sobre la noción autor, entonces, puede entreverse solo en el transcurso histórico de la literatura. Ello permite dimensionar lo que significan las vanguardias estéticas como ruptura en/con la historia del arte junto con la aparición y desarrollo de un cierto discurso que llamamos teorías de la literatura. Es entonces cuando se problematiza la noción autor tal como había venido gestándose desde el Renacimiento. Aquí se había con­ figurado frente al anonimato propio de la Edad Media, bien sea con la idea de la exaltación delfuror poeticus o bien con la del poeta como artifex en tomo al ideal antropológico del humanismo. El Barroco exaltará la figura de autor paródico e

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ingenioso, irónico y cínico, desesperado hasta el extremo del nihilismo; mientras el Neoclasicismo restará preponderancia al emisor real aunque le dará entidad jurídica, para poner en el centro las normas y las reglas de la factura artística. El Romanticismo hipertrofiará el individualismo hasta calzarlo en la idea de genio creador, concepto síntesis cuyo desarrollo permitiría plantear el imaginario todo del movimiento. A partir de aquí se produce una intensa crisis en la conceptualización del término, dado que la insistencia en tomo a la personalidad hará que las vanguardias históricas se vuelvan sobre/contra el autor. Importa decir que alrededor del problema de la autoría, junto con el de la representación, nacen las modernas teorías de la literatura. El Formalismo ruso da sus primeros pasos, al despejar la noción autoritaria y despótica de autor como genio creador para pensarlo como productor. Algunos otros antecedentes para entender el surgimiento de la noción au­ tor a partir del Renacimiento se relacionan con el reconocimiento social del pago por el saber que posee el maestro (Burke, 2002). Ello, en pos de evitar las disputas por acusaciones de plagio, cuyo resultado fue el comienzo del de­ recho de propiedad y la venta del conocimiento. Es elocuente el comentario de Burke cuando recuerda que durante la Edad Media la acción de compilar se había convertido en un oficio respetable, mostrando que la propiedad in­ telectual no tenía validez, así como, durante el siglo xm, el argumento por el que el conocimiento era “un don de Dios que no puede venderse” , se pone en tela de juicio ante la idea de que los profesores merecen recibir una paga por su trabajo. Ya en el Renacimiento, en cambio, las disputas por plagio se hicie­ ron muy frecuentes ante la dificultad para definir la propiedad intelectual, y si bien se acusaban unos a otros de robo, afirmaban practicar una forma de imitación creativa. La noción de autor se vincula desde entonces a características como la originalidad, la autoridad y la propiedad (moral, intelectual o económica). La etimología del término, del latín, auctor, -oris, conlleva el sentido de aquel que produce o crea, el padre, el antepasado fundador, junto con un carácter de posesión muy fuerte, que pasa a quienes lo asumen como profesión. El nuevo modo de circulación de los libros, aparejado a la invención de la imprenta, ayudó a la conformación de la noción moderna y reafirmó la propiedad inte­ lectual y los derechos de autor, lo que implicó responsabilidad jurídica de lo producido, al tiempo que protección de los manuscritos. Hacia el siglo xvm, y según la nueva concepción apoyada en los valores de la razón, el autor como hacedor original y garante de su obra, se fortalece financiera y legalmente. Con ello, la figura del hombre de letras en cuanto escritor se consagra como autoridad. Si bien el Romanticismo nace en oposición a los cánones estéticos de la Ilustración, la figura de autor se acrecienta incorporando cualidades sub­ jetivas, los sentimientos o las posibilidades imaginativas como características inalienables de su personalidad. Estas se convierten en aspectos de la mayor importancia y hacen del autor una figura excepcional. Se libera de los encargos

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de escritura al gusto de unos u otros en defensa del proceso creativo individual para caer, sin embargo, en los designios del mercado. La producción literaria se especializa de tal manera que los autores no aparecen solo como padres de sus obras, sino como iniciados o profetas iluminados. La idea de genio es la síntesis de este momento. Los movimientos de vanguardia que sobrevinie­ ron a inicios del siglo xx partieron de ese pedestal para romper con el arte y la literatura tal como eran concebidos hasta entonces. Los autores fueron asumidos por el imaginario colectivo como agentes libres, independientes y autónomos en su genialidad. Desde las teorías literarias inauguradas a principios del siglo xx, rodeadas por la labor de los movimientos de vanguardia y bajo la impronta del paradig­ ma lingüístico, se privilegió, sin embargo, la producción antes que el productor como objeto de las investigaciones. La literatura perdía sus formas habitua­ les. Ir al encuentro de la especificidad desencadenó las propuestas teóricas que pretendieron dar cuenta de ese extraño objeto en construcción, abierto y en constante productividad. Allí, autor y lector estuvieron obligados, valga la paradoja, a participar activamente en controversia con el modelo cerrado devenido del siglo xix. Una idea de literatura bien diferente de la que se tenía dio por resultado una teoría dedicada casi con exclusividad a su definición como espacio de trabajo durante la primera mitad del siglo. Fue en la década del sesenta cuando el estructuralismo y el postestructuralismo se propusieron de modo explícito contra la idea de autoridad inscripta en la noción autor. La crítica literaria y los movimientos estéticos de vanguardia ya habían cues­ tionado su lugar al considerar que las obras eran un producto colectivo en­ tre quienes las originan, las interpretan y las leen. Sin embargo, en términos jurídicos, un autor siguió siendo la persona que crea una obra susceptible de ser protegida por los derechos de autor. A medida que el campo de la creación se autonomiza, las obras tienen una doble valoración, estética y económi­ ca, que depara relaciones, muchas veces en conflicto, entre los agentes que intervienen en el propio campo y otros con los que se cruzan [VER “Campo literario” , p. 167]. El nombre de autor funcionará como marca a favor o en contra del mercado y deberá legitimarse en ambos espacios para conseguir su lugar. Este proceso no siempre es equivalente, y sus disparidades abonan interesantes enfoques teórico-críticos. La vuelta a la noción autor, hoy, como problema teórico, por ejemplo. Desde Jacques Derrida (De la Gramatología y La escritura y la diferencia, ambos de 1967), Roland Barthes ( “La muerte del autor” de 1968 y “ De la obra al texto” de 1971) y Michel Foucault (“ ¿Qué es un autor?” de 1969), la noción autor se vio tironeada desde diferentes posiciones por las implicancias que tuvo la definición del material específico, el lenguaje/escritura con el que su arte se produce. El autor, lugar-espacio-noción-concepto-categoría, fue co­ rrido de los análisis a partir de aquellas propuestas pero, por esto, reclaman una lectura minuciosa para volver a pensar qué dijeron, dado que se hizo una

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apropiación acrítica de ellas, aplicándolas sobre cualquier discurso que ocu­ rriera como literario. Proponemos como ejercicio la relectura de los textos de Barthes (1987 [1968 y 1971]) y de Foucault (1985 [1969]) para discutir los términos de lo expuesto y allí, entonces, se confronten con los trabajos de los mismos teóricos sobre autores concretos. Por ejemplo, Barthes sobre Bertold Brecht en 1975 o sobre Marcel Proust en 1978 (1987), o Michel Foucault sobre Raymond Roussel en 1964 o la entrevista al mismo Foucault de 1985 (1995) a propósito del estudio sobre Roussel. El trabajo de confrontación permite evaluar lo dicho a la luz de sus propias palabras y los usos críticos que ellos hicieron de sus nociones teóricas para ser pensadas en nuevos usos críticos. En este sentido, hay que insistir en la necesidad de contextualizar los enunciados teóricos y críticos, así como la evidente reelaboración del pensamiento. Cuan­ do Barthes o Foucault declaran la muerte del autor, lo hacen en sintonía con el “dios ha muerto” de Nietzsche de fines de siglo xix, planteando la muerte de un cierto modo de autoridad y de jerarquías en correspondencia con una “estructura de sentimiento” (Williams, 2000), la de la revuelta del Mayo fran­ cés en la que estos artículos están envueltos. Mientras Barthes da el poder al lector (un slogan de época), Foucault rehúsa meterse con la literatura (tal el ejemplo de Sherezada que trae a colación, para quien la literatura es refugio y estrategia de sobrevivencia), al aportar cierta función autor generadora de discursividad en la que el nombre de autor-M arx o Freud- se disuelve como huella en relación a una topología mas que en relación a una vida concreta. Barthes proclama la muerte del Autor, con mayúscula, pero saluda al mismo tiempo al “escritor moderno” que nace junto con su texto a medida que se es­ cribe. No se trata de un ser previo o extraño a la escritura, sino que se realiza en el “acto por el cual ella misma se profiere”, acto intransitivo que da lugar al texto, “ espacio de múltiples dimensiones”, “ tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura” . El escritor moderno resulta definido como lector/ escritor, “ en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas que cons­ tituyen una escritura” . En la formulación beckettiana retomada por Foucault, “qué importa quién habla, dijo alguien, qué importa quién habla” , la descrip­ ción se ajusta a escrituras que son centro, núcleo duro de un pensamiento al que los autores, según una “ especie de regla inmanente” , se habrían plegado sin escándalo. Foucault usa la proposición de Beckett, que había ganado el Nobel ese año, para desplegar su teoría acerca de la muerte del autor y remar­ car la impronta posmoderna de la indiferencia radical como “principio ético fundamental de la escritura contemporánea” , “ contra el estado burgués” . No se pregunta quién habla, no hay duda sobre la presencia de un sujeto. El punto es que habla, no importa quién. En respuesta a las preocupaciones de Barthes y Foucault, desde un para­ digma de comprensión sociológica, Williams y Pierre Bourdieu reintroducen la noción autor como instancia productiva de asociaciones múltiples o bien marca registrada que hace a la diferenciación. Para revisar la propuesta bourdiana se

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requiere seguir el hilo de un pensamiento que va de “Campo intelectual y cam­ po creador” de 1966 a Las reglas del arte de 1992. En su trabajo de 1966 dice: “ ... nunca se ha precisado por completo todo lo que se implica en el hecho de que un autor escribe para un público” (Bourdieu, 2003: 21-22). Esto determina la posición autor en relación directa con otras posiciones, modos de producción, géneros, tipos, modos de circulación de la escritura, modos de consumo, lecturas y relecturas: lo que llamará el campo intelectual, constituido por los agentes que operan en él convencidos (la ilusio) de que hay algo enjuego que vale la pena ser jugado. Así, un “proyecto creador” se reconfigura a fin de ser reconocido por un sistema institucional. El proyecto será el “sitio donde se entremezclan y a ve­ ces entran en contradicción la necesidad intrínseca de la obra que necesita pro­ seguirse, mejorarse, terminarse, y las restricciones sociales que orientan la obra desde fuera”. En el trabajo específico sobre la noción autor dice en Las reglas del arte (1995: 9) que no se pretende recordar “tétricos tópicos sobre el arte y la vida” sino, dado que la literatura “trata del hombre o la mujer singular, en su singularidad absoluta”, se intenta saltar el cerco de la especificidad para introducir un nuevo espacio en la consideración, el entorno ignorado de los textos, liberados de la sacralización académica o la fetichización (1995: 12). Abierta la literatura a una definición cada vez más porosa, desprejuiciada y ex­ puesta a la circulación de las mercancías, retiene en la idea de autor-escritor un punto diferencial como sostén de una práctica, en un caso todavía artesanal que, en desventaja, negocia con las nuevas lógicas del mercado (multinacional, tecnológico, impersonal). Foucault en 1966 mostró la historia de la disolución de la idea de Autor en la trama armada por los mismos autores a partir de la desconfianza en las posibilidades representativas hasta llegar a la anti-contra-representación. “ ¿Qué es un autor?” es conclusión necesaria a esta historia. En tanto Barthes, para quien en 1968 “el autor nunca es nada más que el que escribe” , asigna al lector la responsabilidad por la unidad del texto, “ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito” . La teoría escribe la tarea de demolición interior de la figura de autor que la literatura misma llevó a cabo y es en ese fondo que, tanto Barthes como Fou­ cault, intentan nuevos caminos. El alza de la categoría escritura como lugar de sustanciación de realidad determinó el borramiento del autor como lugar de origen de alguna escritura. Las propuestas de Williams o Bourdieu, en cambio, que miran la literatu­ ra desde el paradigma sociológico, reponen la noción autor desde una crítica pertinente al paradigma lingüístico utilizado desde los formalistas rusos. Dice Williams, retomando la crítica que Bajtín/Mendeved hiciera a sus amigos, para sumar a estructuralistas y postestructuralistas, que el error está en olvidar que si hay libros, programas o estéticas, es porque hay hombres y mujeres que los llevan adelante (1997). Y es desde aquí donde los conceptos de agente y habitus de Bourdieu y las formas de su recuperación a través de las obras permiten

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reconocer la fuerte presencia de los autores en ellas y, al trasluz, “el entorno ig­ norado de los textos”, un campo intelectual. Lo que Williams podría llamar una “estructura de sentir” .

Puesta en análisis Para ver cómo se hace un autor, nada mejor que verlo en los textos. Un caso límite ocurre en las escrituras de exilio, producidas a partir de la última dictadura argentina cuando numerosos autores debieron migrar, muchas veces a países con otras lenguas, a causa de la violencia impuesta por el Es­ tado, y llevando consigo tan solo escrituras en su lengua. El caso de Tununa Mercado y su En estado de memoria (1991) resulta ejemplar. Allí la reposición de autor/a, manifestándose en nuevas formas de producción, borra fronteras, geográficas y genéricas, y corre los mapas desvirtuando arcaicas definiciones nacionales. En estos relatos se observa que se escribe para o por algo. Y este ca­ rácter de finalidad, además, no se vincula a un afuera sino a una pulsión que sin­ tetizamos como estrategia de sobrevivencia. Se escribe para sobrevivir. En este tipo de escrituras reaparece, reclama sus derechos, la figura de autor/a que el estructuralismo había dejado de lado en los análisis. Si se entiende escritura en términos materiales, la remitencia es lo que permite situar esa escritura, reenviándonos a un contexto de producción a fin de precisar una gramática individual (Derrida, 1967) que permita pensar y decir una interpretación, aunque sea momentánea y transitoria. Otros ejemplos, distanciados en tiem­ po y espacio, nos dejan ver diferentes posicionamientos de autor. Remitimos al “Proemio” de El Decameron de Giovanni Boccaccio, en el que se propone un au­ tor bien particular, sin perder de vista y tratando de imaginar las formas de la distribución de sus historias pre-imprenta. O al “ Prólogo” de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha para preguntamos dónde empieza el texto, quién lo em­ pieza, quién o quiénes lo escriben. También al razonado prólogo de Jean Racine para su Fedra con respecto a la virtud y el acomodo de la historia a las reglas de las tres unidades, en contraposición al prefacio a Cromwell, del romántico Victor Hugo. Pueden rastrearse las poderosas figuras de autor en el inicio de nuestro Matadero, de Esteban Echeverría, o en Recuerdos de provincia junto ai Facundo, de Domingo F. Sarmiento, para observar “actos de presencia” al decir de Silvia Molloy (1996). Incluso en la poesía, en las maldiciones de Charles Baudelaire al “hipócrita lector” en Las flores del mal, o, en los personajes de La educación sen­ timental de Gustav Flaubert o en los de Rojo y Negro de Stendhal, entre otros textos. De una u otra forma, todos llevarán la marca de su o sus autores en un modo, una manera de la escritura, si se quiere lo que la vieja retórica llamaba el estilo, a lo que agregaríamos, de una época.

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Campo literario Pa u l o J a i m e L a m p r e i a C o s t a * T r a d u c c i ó n a l e s p a ñ o l : D a n t e A . J. P e r a l t a * *

El territorio en el que una determinada actividad ocurre o en el que emergen ciertos fenómenos, de naturaleza muy diversa, es nombrado frecuentemente con categorías como contexto (social), background, medio (literario, artístico, etcétera), campo. En un abordaje etimológico convencional, la palabra cam­ po -del latín campus- designaría, en lenguaje común, un espacio geográfico abierto, habitualmente plano, con diversas funcionalidades, entre las que se destacarían la agrícola o la militar. Como veremos, el término campo y, en este caso particular, campo literario, se entiende, según lo conceptualiza Pierre Bourdieu (1991) utilizando una terminología proveniente de la actividad económica e industrial, como un espacio más próximo a la imagen de “cam­ po de fuerzas” . Bourdieu considera que la caracterización de un determinado espacio a partir de lo que serían las “teorías puras” de los intelectuales (que, por ejemplo, ignoran condicionantes materiales o intereses económicos) no puede dejar de lado que esas teorías se vinculan a causas o razones “impuras” , no pocas veces oscuras. Para volver evidente ese contraste, recurre provocati­ vamente a términos como capital, oferta, demanda. Ya antes, Émile Durkheim -aunque situado en un paradigma positivista y con la intención de afirmar la legitimidad de las ciencias humanas y sociales, en particular de la sociología- se refiere a la realidad social como un conjunto de relaciones invisibles que forman un espacio de posiciones relativas, defi­ nidas por la proximidad, la distancia, la vecindad. Pierre Bourdieu concibe la * Universidad de Évora. * * Universidad Nacional de General Sarmiento.

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noción de campo de modo diferente, en buena medida como respuesta a un estructuralismo en el que el aspecto diacrónico está ausente en la explicación de los fenómenos y en el que tampoco la historia de la formación de los “valo­ res constituidos” tiene lugar. Bourdieu no considera el aparato científico del estructuralismo -que tiene apariencia de ciencia literaria, comparable en ese sentido con las llamadas ciencias empíricas-como incompatible con la histo­ ria, pero sí como limitado, volcado al análisis sincrónico, alejado del aspecto diacrónico, por lo cual, ese tipo de análisis no puede explicar la historia de la constitución de sus propios valores. Los factores sociales, políticos y eco­ nómicos no pueden ser desligados del análisis de los fenómenos, aunque no puedan ser considerados como intrínsecamente determinantes. El concepto de campo literario intenta integrar las determinaciones socioló­ gicas del valor de la obra de arte, en función de una dinámica interna del pro­ pio ámbito literario. A l mismo tiempo, busca explicar ese valor, dando cuenta de aquello que se simboliza en su producción y en su creencia. El campo se presenta así como un espacio en el que están en juego tres tipos de capital: económico, cultural y simbólico. Este último, el capital simbólico, deriva de la legitimación que obtengan los otros dos por parte de los agentes sociales y no por imposición. Los mecanismos que determinan la incorporación inconsciente en los agentes de una necesidad social prescripta por el campo, así como de las reglas que producen la estrategia adecuada en cada momento, se denomi­ nan habitus. El juego social por el cual el habitus se establece no evidencia, de forma explícita, las condiciones para que los agentes calculen racionalmente su actuación en cada momento: ellos hacen aquello que se espera que hagan, aquello que, en alguna medida, deben hacer. Ni las reglas ni su racionalidad son cuestionadas. La creencia deriva de una adhesión colectiva al juego, que al mismo tiempo es causa y efecto de la existencia misma del juego. El campo es, así, autónomo en lo que se refiere a las reglas, a la identifi­ cación de los bienes escasos y de los intereses propios definidos por la lógica del juego. Autónomo, el campo se presenta como un espacio en cuyo seno la escasez del tipo de capital en juego es generadora de fuerzas que, a su vez, actuarán sobre sus integrantes, según las posiciones que estos ocupen y se­ gún la forma en que compitan para conseguir ocupar, mantener o transformar esas posiciones. Así, además de autónomo, el campo es dinámico en el plano diacrónico. El campo literario es, en suma, una red de relaciones establecidas entre posiciones definidas por el capital simbólico. En el campo literario podemos encontrar principios internos y externos de jerarquización de las posiciones. Los internos, de naturaleza autónoma, organizan las posiciones en función de aquello que podríamos llamar “ inte­ reses puros” , dado que los criterios de legitimación serían de reconocimiento interno, de pares, es decir, de quienes son del mismo oficio. Así se manifiesta el polo de la producción restringida, caracterizado por un elevado grado de crédito simbólico; tanto los destinatarios como los competidores son sobre

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todo los otros productores, en este caso, los otros escritores. Los principios de jerarquización externa serían, en cambio, de naturaleza heterónoma. Así, el campo tendería a estar organizado en función de intereses análogos a los de los campos político y/o económico, y vigentes en el campo del poder, en sentido más amplio. Cuando estos principios actúan en el campo literario, las posiciones se jerarquizan según factores como el éxito comercial y/o la notoriedad pública. Estaríamos aquí en presencia del polo de la gran produc­ ción, asentado en una lógica de reconocimiento público mensurable a través de índices comerciales u otros que puedan conferir la notoriedad social o pú­ blica. Las posiciones innovadoras, vanguardistas, heterodoxas, emergen en el campo literario de forma desinteresada, en el sentido de desvinculada de cualquier interés o expectativa de ganancia económica. El grado de condicio­ namiento que los campos políticos y económicos ejercen sobre la generalidad de los campos culturales y, en este caso, sobre el artístico, es lo que determina el grado de autonomía de este último. La autonomía del campo literario fluc­ túa así en función del dominio que el principio de jerarquización interna tie­ ne sobre el principio de jerarquización externa. En el campo de la producción cultural podemos considerar que las ganancias económicas crecerán a medida que se pasa del polo autónomo (arte puro) al heterónomo (arte comercial). Para Bourdieu (1991), la lucha por el monopolio del modo de producción legítima asume indefectiblemente la forma de un conflicto de definición de los límites del campo en el que cada uno intenta imponer aquellos más favo­ rables a sus intereses, o sea, se trata de la definición de las condiciones para la verdadera pertenencia al campo. La mediación será el proceso por el cual son afectadas las relaciones de ftierza en el seno del campo. Por ejemplo, el crecimiento del número de productores (escritores) puede ser considerado como una mediación: el simple aumento del numero de los recien llegados, así como su calidad social, provoca grandes alteraciones en el campo por la introducción de innovaciones en diversos planos, como los propios productos y las técnicas de producción.

Puesta en análisis Intentaremos ahora presentar algunos ejemplos de cómo las categorías asociadas al tratamiento que hicimos en el parágrafo anterior pueden ser vi­ sibles en situaciones concretas. Tomaremos como ejemplo, en diversos matices el proceso de constitución del canon literario [VER, p. 173], sobre todo en su articulación con la educación institucionalizada / escolarizada. Por un lado, el proceso de constitución del canon es, antes que nada, un proceso de validación, desde alguna instancia, de unos textos en detrimento de otros. Volverse canónico será, en gran medida, el acceso del texto a un determinado valor, a un determinado capital simbólico.

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Así, retomamos la idea de que el campo se presenta como espacio en el cual la escasez del tipo de capital enjuego es generadora de fuerzas que actuarán sobre los agentes y sus posiciones. Harold Bloom (1995), al publicar una de sus obras más discutidas, The Western Canon: The Books and School oftheAges (El canon occidental: los libros y la escuela de todas las épocas), presentando los criterios que justificarían la supervivencia de unos textos y el debilitamiento de otros en la tradición, produce un discurso que legitima el valor de los tex­ tos y que contribuye, en gran medida, al aumento de la autonomía del campo literario, dado que estamos ante principios de jerarquización interna de las posiciones en el seno del campo. Estas posiciones son organizadas en función de criterios de validación en el ámbito del reconocimiento interno; aunque no se trata de un reconocimiento entre pares en sentido estricto, el autor se mueve en el campo de aquellos que no están ligados ni al mercado editorial ni a otras instancias que puedan, en alguna medida, estar vinculadas a cual­ quier interés o expectativa de ganancia económica. El polo de la producción restringida domina, en este caso, el de la gran producción masificada. Dicho de otro modo, el arte comercial no se sobrepone al arte puro. Ese movimiento es reforzado por la publicación de otra obra del mismo autor (Bloom, 2002): Genius - a mosaic ofone hundred exemplary Creative minds (Genios: un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares). El autor se asume como crítico literario y, en esa calidad, explora las relaciones entre la literatura y la cábala, explicitando, en el prefacio, que no lo hace tomando en consideración las determi­ naciones historicistas o las presiones económicas, sociales o culturales. Independientemente de nuestro acuerdo o desacuerdo con el abordaje que Bloom hace del proceso de canonización, nos parece evidente que no estamos en presencia de principios de jerarquización externa, de naturaleza heterónoma, de las posiciones en el campo y, por eso, no estaríamos en el polo de la gran producción, asentada en una lógica de reconocimiento público medible a través de índices comerciales u otros. Ejemplos de esta situación serían, en un plano más restringido, la respuesta del mercado editorial a las determi­ naciones en términos de lectura obligatoria de determinados textos/autores en el seno del sistema escolar y, en una perspectiva más global, la respuesta del mercado editorial a la atribución de determinadas distinciones a ciertos autores, principalmente el Premio Nobel. En el primer caso, es posible percibir que los movimientos en el plano de lo que podríamos llamar “canon literario escolar”, asociados a otras iniciati­ vas, como la validación de listas por parte de planes nacionales de lectura o estructuras similares, pueden funcionar conjuntamente como instancias de validación de textos, que conducen a una radical reducción de la importancia de los principios de jerarquización interna. Esta reducción se da por medio de la escuela. Los equipos que determinan la entrada, salida o permanencia de determinados textos como lecturas obligatorias, facultativas, o los equipos nombrados para elaborar las prescripciones curriculares oficiales, están com­

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puestos por agentes de origen muy dispares; o esta reducción se da por medio de la elaboración de listas extensas de autores / textos que pasan a tener un sello oficial del programa, o de la instancia que sea, en las ediciones realiza­ das a partir de allí. El reconocimiento de un texto por una estructura como un plan nacional de lectura o, en escala planetaria, el reconocimiento por parte de instituciones como la Academia Nobel es una cara visible del polo de la gran producción, asentada en una lógica de reconocimiento público, medible a tra­ vés de índices de éxito comercial que puedan conferir la notoriedad social o pública. Por ejemplo, la atribución del Premio Nobel de Literatura al escritor portugués José Saramago reforzó su posición en el canon literario escolar y, simultáneamente, tuvo un impacto directo en las ventas de las ediciones re­ cientes y en las reediciones de las obras del autor. Estos movimientos ajenos al campo literario restringen severamente su au­ tonomía, dado que los principios de jerarquización interna, autónoma, de las posiciones tienden a ser dominados, de forma violenta, por los principios de jerarquización externa, heterónomos; o, dicho de otra forma: el arte comercial tenderá a imponerse sobre el arte puro. Una nota final para clarificar cómo la misma Academia sueca se coloca explícitamente fuera del campo literario: en la ceremonia de atribución del premio de 2016, el orador, Horace Engdahl, miembro de esa Academia, aludiendo a las reacciones menos consensúales al reconocimiento de la obra de Bob Dylan, declara: “If people in the literary world groan, one must remind them that the gods don’t write, they dance and they sing. The good wishes o f the Swedish Academy follow Mr. Dylan on his way to coming bandstands” (“Si la gente en el mundo literario se queja, hay que recordarles que los dioses no escriben sino que bailan y cantan. Los buenos deseos de la Academia Sueca acompañan al Sr. Dylan en su camino a los próximos escenarios”) .

Bibliografía para ampliar Casanova, P. (2001 [1999]). La República mundial de las Letras. Barcelona: Anagrama. Sapiro, G. (2016 [2014]). La sociología de la literatura. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Canon M a r ía E l e n a Fo n s a l id o *

Habitualmente se considera el canon como una lista de autores u obras que deben ser leídos porque representan lo más elevado de una determinada cultura. La etimología de la palabra, que deriva del vocablo griego k o í v ó v , que significa vara, contribuye a esa concepción, ya que el canon estaría integrado por los textos que pasaran la prueba de ser medidos por esa vara, determi­ nante de su importancia y calidad. De ahí que una de las primeras acepciones del término fuera la ritual: eran canónicos los textos que alguna autoridad re­ ligiosa considerara sagrados y dictados por Dios. Con el paso del tiempo, el agente canonizador no fue la autoridad eclesiástica, sino instituciones como la universidad, la escuela, la crítica literaria o el mercado. En el ámbito de la literatura, lo problemático del concepto reside en que pone en evidencia el carácter conflictivo de los criterios estéticos a partir de los cuales se organizaría la lista de autores o de obras elegidas (Sarlo, 2016). Es decir, no se trata de una categoría que se hereda, sino de un espacio en el cual los agentes canonizadores intervienen desde sus diferentes ópticas e intereses. Harold Bloom, profesor norteamericano de la Universidad de Harvard, pu­ blicó en 1994 su discutido libro El canon occidental. En él, el crítico se propone polemizar con las nuevas corrientes académicas que consideran que el canon es un concepto rígido, autoritario y etnocéntrico. Bloom postula dos criterios que, de acordar con su propuesta, definirían que un texto fuera considerado canónico: la “extrañeza”, a la que define como “una forma de originalidad que, o bien no puede ser asimilada, o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña” (1995:13); y la “fuerza estética” que, según su propues­ * Universidad Nacional de General Sarmiento.

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ta, estaría conformada por “dominio del lenguaje metafórico, originalidad, poder cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción” (39). Teniendo en cuenta estos criterios propone veintiséis autores, a los que considera “autoridades de la cultura” (11). El centro de este canon, la figura alrededor de la cual se organiza, es William Shakespeare, habida cuenta de la pertenencia a la lengua y a la cultura anglosajonas de Bloom. Desde esta concepción, la única lógica posible sería acatar el magisterio de estas “auto­ ridades” de manera reverencial, aceptando la “angustia de las influencias” (Bloom, 1976) que provoca en el escritor novel la obra del maestro insupe­ rable. El crítico afirma: “No puede haber escritura vigorosa y canónica sin el proceso de influencia literaria” (1995: 17). El peso de la palabra “influencia” implica necesariamente la aceptación de un magisterio unidireccional que iría desde el autor canónico al autor contemporáneo. La postura de Bloom deja de lado la clásica descripción que realiza Ray­ mond Williams cuando describe las interrelaciones que se establecen en el ámbito de la cultura. Según Williams (1977), esta dinámica permite reconocer por lo menos tres niveles: el campo de lo dominante, el de lo residual y el de lo emergente. Lo dominante, como su nombre lo indica, es lo que se impone; pero dentro de este dominio luchan también los elementos residuales, todavía activos y portadores de sentido y los elementos emergentes, que luchan por hacer prevalecer nuevos valores, nuevas prácticas y nuevas relaciones. En el caso del canon, se trataría de la pugna por los modos de leer, en la cual tradi­ ciones, instituciones y formaciones culturales residuales y emergentes luchan por poder dictaminar qué es lo canónico [VER “Campo literario” , p. 167]. En el mismo sentido, para Noé Jitrik, la centralidad del canon se ve cons­ tantemente acosada por la marginalidad (1998). Dos ejemplos de la literatura argentina pueden dar cuenta de esto: Jorge Luis Borges, autor que se asume como periférico respecto de la literatura occidental y termina en el centro de este canon; y Juan José Saer, quien escribe desde la zona santafesina, eludien­ do la centralidad de Buenos Aires, y llega a ser uno de los escritores faro de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo xx. Para ambos autores, “el margen es una zona estética, no una zona sociológica” (Sarlo, 2016) y desde ese lugar se imponen. El texto canónico ofrece como valores elementos que permiten decodificar la cultura, un plus estrechamente relacionado con lo artístico, aunque no sea comprendido por las mayorías, no sea bendecido por el mercado o no expre­ se lo políticamente correcto (Sarlo, 2003). Ahora bien, estos valores deben ratificarse en la lectura actualizada. En palabras de Carlos Gamerro: “ El ca­ non no es algo que el pasado nos lega y nos impone, sino todo lo contrario: es lo que nosotros, en el presente, decidimos que vale la pena leer. El canon es, de alguna manera, la memoria de la literatura. Y la memoria, tengamos en cuenta, transcurre en tiempo presente. El acto de recordar es un acto que sucede ahora” (2016:15-16, destacado en el original).

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Como puede verse, habría por lo menos dos maneras de considerar la cate­ goría canon: la que la propone como una lista fija determinada por una autori­ dad y la que la postula como una manera de leer siempre actualizable, acorde con circunstancias históricas, culturales y sociales. En esta oscilación entre la fijación de un pasado valorable y la atención a las variables del presente es que el canon se presenta como un “campo de batalla” (Gamerro, 2003: 18). Frente a estas discusiones que surgen a partir del concepto canon, propo­ nemos la consideración de la categoría de clásico, porque nos parece un con­ cepto aledaño que ofrecería la ventaja de la síntesis: por un lado, conservaría los valores atribuidos a los textos canónicos (alto nivel estético, preocupación por el lenguaje, condensación de significaciones culturales importantes); por el otro, aportaría la flexibilidad de asumir y sumar las diferentes lecturas que lo atravesaron. Para el escritor y crítico Italo Calvino, “los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han pre­ cedido a la nuestra, y tras de sí la huella que ha dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado” (1995: 15). Dado que el clásico se define como el texto capaz de interpelar al lector de cualquier época, estas lecturas nunca están cerradas: “ ... un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir” (15). De este modo, el clásico tendría en cuenta la tradición literaria [VER, p. 207] que permitiría que un texto fuera considerado canóni­ co y, al mismo tiempo, reemplazaría la lista estratificada por la conciencia de un canon variable, acorde con un modo de leer contextualizado.

Puesta en análisis Las lecturas que ha sufrido el Martín Fierro, el poema gauchesco de José Hernández, son una muestra tanto del valor literario que hace a la permanen­ cia de un texto como de los avatares que sufre el canon nacional en diferentes contextos. La primera parte del poema, El gaucho M artín Fierro, se publicó en 1872. La segunda, La vuelta de Martín Fierro, en 1879. En mayo de 1913, todavía en el ámbito de los festejos por el primer cente­ nario, Leopoldo Lugones, el poeta más prestigioso de su momento, dicta en el teatro Odeón de Buenos Aires diez conferencias con el fin de consagrar el poema como canónico. Hay que considerar el aspecto sociohistórico que en­ marca estas conferencias: el alud inmigratorio que se había producido en las dos décadas anteriores y que seguía vigente había desestabilizado el concepto de identidad nacional. Por lo tanto, el poema es objeto de una lectura litera­ ria, pero también de una lectura sociopolítica. Lugones, representante de la oligarquía terrateniente, y partidario de una concepción de la literatura como portadora de identidad, busca un texto fundacional, que sea paradigmático, que condense los valores de la nacionalidad y lo encuentra en el Martín Fie­ rro. Con este fin, se esfuerza por presentar el poema de Hernández como un

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ejemplo de epopeya [VER, p. 53], ya que, en Europa, los textos fundacionales son poemas épicos. De este modo, el protagonista es leído como un héroe que simboliza la argentinidad, Fierro y Cruz son la pareja épica, al modo de Patroclo y Aquiles o de Alvar Fáñez y el Cid, y el texto es profusamente comparado con La Riada, La Odisea, La Jerusalén liberada y otros textos pertenecientes al género. Esta es la lectura que canoniza el poema de Hernández como epopeya nacional y lo ubica estéticamente por encima de toda la literatura argentina del siglo xix. En 1951, Jorge Luis Borges dicta su crucial conferencia “ El escritor argen­ tino y la tradición”. En ella considera tres posibles tradiciones en las cuales el escritor argentino podría inscribirse: la gauchesca, la española y la occidental. Uno de los objetivos de esta conferencia es deconstruir la lectura lugoniana del Martín Fierro. Borges admira el poema de Hernández, al que considera “la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos” ; sin embargo, respecto de su canonización opina “ creo con la misma intensidad que no podemos su­ poner que el M artín Fierro es, como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia” (1989: 267). A partir de esta postura, se opone a la idea de que un género (la gauchesca) pueda ser el origen de toda la literatura nacional. Desde el punto de vista literario, su lectura le resta rasgos épicos al poema y lo desacraliza. En el libro Martín Fierro, que escribió junto con Margarita Guerrero, llega a afirmar que, “descontando el accidente del verso” , el poema puede leerse como una novela (1953: 40). Desde el punto de vista político, su antiperonis­ mo lo hace recelar del poema por su carácter populista y por el uso que se ha hecho de él. Por esta razón, a pesar de considerar que el texto es una obra de arte, subraya la falta de ética y de ejemplaridad del personaje central, que no llegaría, en su opinión, al nivel heroico y ejemplar. La lectura borgiana se evi­ dencia tanto en la crítica como en la ficción. En 1944 había publicado “ El fin” en su libro Ficciones; en 1949, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” en El aleph. Ambos cuentos completan y pretenden dar un cierre al poema hernadiano. En 1985, Josefina Ludmer publica El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. En este texto fundamental para el estudio de la gauchesca, la autora lee el M artín Fierro en el contexto que le da el género. Lugones había subrayado la preponderancia del poema por sobre los otros textos gauchescos. Ludmer, por el contrario, señala los vínculos que mantiene con el Fausto de Del Campo o “La refalosa” de Ascasubi. Pero además de señalar las relaciones horizonta­ les, también establece las líneas directrices que pueden conectarlo con textos contemporáneos de la literatura argentina: “La fiesta del monstruo” , de Borges y Bioy Casares; “El niño proletario” , de Osvaldo Lamborghini. En su lectura, dos son los organizadores del género gauchesco: el “ uso” que se realiza de la voz de los gauchos y el “don” del autor letrado que fija esas voces por escrito [VER “Autor” , p. 159]. A partir de estos dos elementos, establece un paralelo con el “uso” económico o militar que el Estado nacional realizara del cuerpo del gaucho y propone que detrás del “don” del escritor, está el rostro del patrón

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de la estancia. En este sentido es que ve relaciones entre la gauchesca rioplatense y la literatura indigenista andina o antiesclavista caribeña, ya que en todas ellas la voz del sumergido es apropiada y enunciada por el letrado, que ocupa un estrato superior en lo social, lo económico y lo político (2000). Para Ricardo Piglia, las lecturas del Martín Fierro en particular y de la gauchesca en general, consideradas como representación de lo popular, se relacionan políticamente con el peronismo. Desde su punto de vista, el libro de Ludmer, publicado en una democracia argentina apenas incipiente, es una crítica que realiza la izquierda al peronismo: bajo el uso aparentemente popular del poe­ m a gauchesco, se esconde lo reaccionario (2013). De modo tal que, el mismo texto, en diferentes momentos historíeos, puede ser leído de maneras diversas. Su canonicidad, su deconstrucción o su ubicación dentro del sistema literario tienen relación directa con el modo y la circunstancia de la lectura. Y estos elementos exceden la literatura para incursionar en el ámbito de la cultura y de la política.

Bibliografía para ampliar Celia, S. (comp.) (1998). Dominios de la literatura. Acerca del canon. Buenos Aires: Losada. Lagmanovich, D. (2000). “ Canon y vanguardia. Una perspectiva sudame­ ricana” . En Wentzlaff-Eggebert, C. y Traine, M. Canon y poder en América Latina, pp. 78-103. Colonia: Universidad de Colonia, Centro de Estudios sobre España, Portugal y América Latina. Wentzlaff-Eggebert, C. (2000). “ Canon y poder. Finalidades del canon lite­ rario de Quintiliano a Harold Bloom” . En Wentzlaff-Eggebert, C. y Traine, M. Canon y poder en América Latina, pp. 8-32. Colonia: Universidad de Colonia, Centro de Estudios sobre España, Portugal y América Latina.

Generación M a r t ín So z z i *

“Pertenecemos a la misma generación” o “tu generación es más escéptica que la mía” constituyen expresiones que es posible escuchar de forma coti­ diana, frases casi anquilosadas por el uso y que no suscitan, en principio, nin­ guna duda en cuanto a su significado. Así, la idea de pertenecer a la misma generación -en el primer caso- implica una cercanía etaria entre dos o más individuos, una cierta coincidencia brindada por la proximidad de las fechas de nacimiento. Por el contrario, el hecho de formar parte de generaciones di­ ferentes -com o señala el segundo caso- involucra una discordancia de eda­ des, una separación provocada por el tiempo de vida recorrido. Por otra parte, también resultan habituales, en el ámbito de la historia sin más o de la histo­ ria literaria, sintagmas como Generación del 37 o Generación del 80 referidos a grupos de escritores o dirigentes (o de escritores-dirigentes) consolidados en diferentes momentos de la historia argentina. Algo similar sucede con las locuciones Generación del 27 o Generación del 98 para el campo literario es­ pañol, por mencionar unos pocos ejemplos. Pero al hablar de generación, son varios los sentidos que entran en ju e­ go. El criterio etim ológico nos permite establecer que el origen de la pala­ bra remite al griego y s v c a , que presenta toda una serie de significados en torno a campos semánticos vinculados con la procedencia, la reproducción y las condiciones de conformación de los grupos sociales: nacimiento, ori­ gen, linaje, familia, raza, gente, pueblo, descendencia, prole, posteridad, patria, generación, edad, época... son algunos de los términos que podrían

* Universidad Nacional de General Sarmiento-Universidad Nacional Arturo Jauretche.

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traducir a la palabra griega. De allí deriva la latina generado, inmediato an­ tecedente de generación. El sentido de generación al que nos referiremos aquí es el de una entidad que permite explicar el desarrollo del acontecer histórico. Dejaremos de lado otro sentido: el físico u ontológico que consideraban los filósofos griegos, Pla­ tón o Aristóteles entre otros, quienes pensaban a la generación como el proce­ so que conducía del no ser al ser y que puede ser confrontado con el proceso contrario, inverso: la corrupción, que transita el camino del ser al no ser, el devenir que impulsa hacia la destrucción, hacia la nada. La idea de generación como elemento que permite explicar el acontecer histórico abre el camino a una serie de implicancias: ¿cuándo un grupo de personas forma parte de la misma generación y cuándo pasa a formar parte de otra?, ¿cuántos años marcan el pasaje de una generación a la siguiente?, ¿todos los hombres que conviven en un espacio semejante y cuentan con eda­ des aproximadas forman parte de la misma generación?, ¿qué implicaría el hecho de pertenecer a una generación, simplemente una cercanía temporal o también una vecindad respecto de otros ámbitos: cultural, social, históri­ co...? Preguntas de no fácil respuesta, pero que han sido abordadas, desde diferentes perspectivas, por teóricos de diversas procedencias y pertenecientes a variadas ramas de las humanidades. El filósofo español Julián Marías, un gran sistematizador del tema, afir­ ma, a finales de la década de 1940, que el problema de las generaciones es, al mismo tiempo, muy antiguo y muy moderno. Aqueja a los hombres desde casi siempre, pero solo muy tardíamente, recién en el siglo xix, se convierte en tema científico. Marías retrotrae el tratamiento de la cuestión generacio­ nal al Antiguo Testamento, e incluso señala que en el Evangelio de San Mateo la palabra es pronunciada por Jesús: “En verdad os digo que no pasará esta generación antes que todo esto suceda” (Mateo, xxiv, 34). El filósofo español asevera también, que en textos clásicos como la Ilíada homérica y los Nueve libros de la historia de Heródoto, la historia humana aparece como una suce­ sión de generaciones: “Dicen que en la segunda generación, enterado de es­ tos agravios Alejandro, hijo de Príamo, quiso tener mujer raptada de Grecia” (Heródoto, 2008:82). La importancia de estas ideas radica en que primeros tanteos antiguos presentan una concepción genealógica de la idea de generación, vale decir, se considera la distancia temporal entre las sucesivas generaciones, distan­ cia conferida por el lapso que separa a padres de hijos. Son los efectivos naci­ mientos y muertes los que otorgan a la historia un movimiento determinado, pero, a su vez, variable, dado que ese ritmo depende de fechas verificadas de forma empírica. El tratamiento científico y sistemático del tema, entonces, al menos en ger­ men, recién llega con el francés Augusto Comte y otra serie de teóricos que re­ flexionaron sobre el problema durante el siglo xix y los comienzos del siglo xx.

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Gran parte de ellos (Gustav Rümelin, Wilhelm Dilthey, Alfred Lorenz, el propio Comte), organizan, con diversos matices, esta línea genealógica regida por la duración de la vida de los hombres: es ella, en última instancia - y de acuerdo con esta perspectiva-, la que establece el ritmo histórico. Es decir, continuar esta línea genealógica para establecer el cambio generacional implica que es un criterio biológico, empírico, material, el que rige el cambio histórico. Ma­ rías considera que en el siglo xix no era posible, pese a los diversos atisbos que surgieron, una teoría de las generaciones, debido a que no existía -desde su perspectiva- una teoría general de la vida histórica y social que le diera cabi­ da, que permitiera su desarrollo. De allí que el filósofo español concluya que “solo una indagación histórica muy compleja permitiría averiguar cuáles son las generaciones efectivas” (1949: 89). Esto implica que no es simplemente la sucesión de nacimientos y muertes la que establece el cambio generacional, sino que existe un ritmo histórico que debe ser desentrañado y que constituye una estructura constante del desarrollo humano. Pero luego de los diferentes acercamientos señalados (y de otros en los que no ingresaremos porque constituyen variantes de los anteriores, como los de Leopold Ranke, Frangois Mentré, Wilhelm Pinder...) se va definiendo, ya en el siglo xx, la teoría de José Ortega y Gasset, a la que Marías calificará como “la única teoría de las generaciones existente hasta ahora” (1949:153). El ob­ jetivo que se propone Ortega a la hora de postular su teoría de las generacio­ nes dista mucho de las teorías genealógicas, cuya primacía se encontraba en la sucesión de existencias reales. A contrapelo de estas concepciones, Ortega se propone trascender los hechos que dan lugar al cambio generacional, para postular una teoría que resulte independiente de la experiencia y que presente, a la vez, las condiciones de posibilidad de esa experiencia. Es decir, instituye una teoría analítica de la historia, una construcción a p riori que explique de forma científica el discurrir del tiempo histórico. Y su propuesta va a consis­ tir en formular “ frente a los hechos históricos, lo mismo que Galileo formuló frente a los físicos” (1956: 7): encontrar una estructura esencial, una cadencia que permanezca constante a lo largo del tiempo, será el intento orteguiano. La teoría de Ortega es compleja, pero reducida a su mínima expresión sos­ tiene la convivencia, en cada momento histórico, de dos generaciones ideales: La más plena realidad histórica es llevada por hombres que están en dos etapas distintas de la vida, cada uno de quince años: de treinta a cuarenta y cinco, etapa de gestación o creación y polémica; de cuarenta y cinco a sesenta, etapa de predominio y mando. Estos últimos viven instalados en el mundo que se han hecho; aquellos están haciendo su mundo. No caben dos tareas vitales, dos estructuras de vida más diferentes. Son, pues, dos generaciones (Ortega y Gasset, 1956: 59). Como puede verse, Ortega no considera simplemente una sucesión entre los grupos, sino que sostiene un período de solapamiento en el que se produce

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una armonía difícil entre aquellos hombres que están produciendo un nuevo mundo (los comprendidos entre los treinta y los cuarenta y cinco años) y en­ tre los que permanecen en un mundo que ya han contribuido a realizar (los que están entre los cuarenta y cinco y los sesenta). Esos son los grupos clave y constituyen, entonces, dos generaciones. Quienes superan los sesenta, casi no tienen participación en la historia; quienes no han llegado a los treinta no han asumido todavía un papel activo. Este esquema abstracto guía, para el filósofo español, el desarrollo de la vida histórica. Julius Petersen (1930), por su parte, aporta una serie de factores que, a su criterio, constituyen elementos fundantes del vínculo generacional y de las condiciones de existencia de una generación. Menciona, en primer lugar, a la herencia, en cuanto intenta fundar su concepción generacional en esas leyes: el parentesco de sangre permitiría vincular a los grupos humanos. En segun­ do, a la coincidencia exacta o aproximada en las fechas de nacimiento de los integrantes del grupo y la influencia de las fuerzas evolutivas formadoras de cada época que tienden a consolidar a la generación. En tercer lugar, considera el enfoque educativo propio de un período: las cambiantes tendencias educati­ vas, en la sucesión, muestran la conformación de generaciones diferentes. En cuarto lugar, y retomando ideas de Karl Manhheim (1927), establece la idea de comunidad personal. Mannheim presentaba tres etapas de la formación de una generación a las que denominaba “situación de la generación” (el hecho de compartir un espacio y tiempo comunes y participar del mismo trasfondo histórico), “conexión de la generación” (encontrarse aunados por objetivos comunes) y “ unidad de la generación” (a partir de los elementos anteriores, la toma de conciencia de la propia unidad). La comunidad personal de Peter­ sen abreva en estas ideas para referirse a los vínculos establecidos entre los integrantes a partir de la convivencia universitaria, la edición de revistas, las sociedades de poetas, etcétera. En quinto lugar, menciona las experiencias de generación. Denomina de esa manera a un hecho histórico o cultural suma­ mente relevante que actúa a la manera de un rasero que segmenta a las ge­ neraciones. Frente al mismo acontecimiento, las generaciones que conviven adoptan diferentes posturas, lo que crea una diferenciación. En sexto lugar, señala la necesidad de un guía, una personalidad vinculada con el ideal de hombre propio de cada época. El guía puede cumplir una doble función: la de organizador de sus coetáneos o la de faro de los más jóvenes. En séptimo, menciona al lenguaje de la generación. Una generación, para constituirse como tal, tiene que contar con un lenguaje propio: un modo de expresarse que ase­ gure la mutua comprensión y que produzca, en quienes no pertenezcan a ella, un sentimiento de ajenidad. Por último, señala el anquilosamiento de la vieja generación. A medida que van pasando los años, la que en un momen­ to fue joven generación comienza a sufrir los embates de los más jóvenes, y ofrece toda la resistencia que puede. Valgan como ejemplo de la aplicación de estas categorías, las consideraciones de Pedro Salinas (1935) respecto de

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la generación española del 98, ya que a la hora de postular que ese grupo de escritores se constituye efectivamente como una generación, recurre a las propuestas de Petersen. No obstante, no todos los teóricos adoptan el criterio generacional y son muchos quienes se han encargado de señalar sus dificultades teóricas. Filóso­ fos e historiadores tan renombrados como Benedetto Croce y Johann Huizinga reniegan del método. Ambos, sin embargo, parecen cuestionar la concepción genealógica y ni siquiera consideran o niegan de plano, como Huizinga, la posibilidad de una teoría analítica de las generaciones.

Puesta en análisis El concepto de generación contó con diferentes aplicaciones en el espa­ cio de las humanidades. Como ejemplo de aplicación del método al ámbito literario vamos a aportar dos casos de alcance desigual. En primer lugar, Las corrientes literarias en la América Hispánica, de Pedro Henríquez Ureña, obra clásica surgida a partir de una serie de conferencias que el dominicano dictó en la Universidad de Harvard entre los años 1941 y 1942. Apareció en inglés en 1945 y la primera edición en español, postuma, data del año 1949. Historia de la literatura que estudia el período comprendido entre el descubrimien­ to de América y el momento de publicación de la obra, el libro de Henríquez Ureña se divide en ocho capítulos. Luego del primero, destinado a presentar las imágenes que de América se gestaron en territorio europeo, el dominicano presenta otros dos de larga duración: el segundo abarca el período 1492-1600 y está destinado a la gestación de lo que denomina una “sociedad nueva” ; el tercero, al desarrollo del período colonial, entre 1600 y 1800. Pero a partir de allí, la periodización se modifica y abarca lapsos de treinta años: el capítu­ lo iv, “La declaración de la independencia intelectual” , se desarrolla durante los años 1800-1830; el siguiente, “ Romanticismo y anarquía” , ocupa las dé­ cadas comprendidas entre 1860 y 1890; luego, “Literatura pura” , comprende el espacio de 1890 a 1920 y, finalmente, el último, “Problemas de hoy” , ocu­ pa desde allí hasta el presente de enunciación: 1920-1940. Las teorizaciones de Henríquez Ureña en torno al desarrollo de la historia literaria habían sido planteadas unos años antes de la presentación de Las corrientes... En uno de los artículos publicados en Seis ensayos en busca de nuestra expresión, “ El des­ contento y la promesa” , de 1928, el dominicano explícita su idea respecto del acontecer de la historia de la literatura latinoamericana a partir del período postindependentista. Esas generaciones alternan en función de las metafóricas ideas de descontento y promesa. De esa manera, postula de modo explícito un movimiento de alternancia y polémica entre las sucesivas generaciones literarias desde la independencia política, momento de divisoria de aguas, hasta los años 40. La dialéctica entre descontento y promesa será el motor

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que conducirá a la historia literaria de la América Hispánica en la búsqueda de su expresión genuina: “ En cada generación -afirma Henríquez Ureña- se renuevan, desde hace cien años, el descontento y la promesa” . Descontento que acarreará el rastreo de modos de expresión que se transformarán con la promesa de alcanzar la forma de expresión diferenciadora de nuestra América: en esa búsqueda de originalidad habita la utopía americana que planteará el dominicano. Una utopía que, como toda utopía, se encuentra diferida, alejada, inalcanzable, pero, a la vez, en el camino hacia una meta que perseguirán los escritores hispanoamericanos desde el momento de la independencia. Pese a las sucesivas promesas, “ a los pocos años surge otra nueva generación, ol­ vidadiza y descontenta” (1989: 34). Esa alternancia generacional, producto del movimiento entre descontento y promesa, se renovará cada treinta años. Es posible establecer, entonces, un paralelo entre estas categorías y las de gestación y gestión proclamadas por Ortega en su teoría de las generaciones, si bien la distancia de treinta años que fija la alternancia resulta más afín con las concepciones genealógicas. En segundo lugar, consideraremos una obra de crítica literaria de la lite­ ratura argentina reciente: Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura (2011), de Elsa Drucaroff. El propio título del libro alude de forma más que evidente al libro de Ortega y Gasset del año 1933: ... deberíamos representarnos las generaciones no horizontalmente, sino en vertical, unas sobre otras, como los acróbatas del circo cuando hacen la torre humana. Unos sobre los hombres de los otros, el que está en lo alto goza la impresión de dominar a los demás, pero debía adver­ tir, al mismo tiempo, que es su prisionero (Ortega y Gasset, 1956: 53). Drucaroff recurre al método generacional, aunque con muchas salveda­ des. “Soy consciente de los problemas que surgen cuando se intenta precisar un criterio generacional para analizar una producción artística” (2011: 18), señala. Sin embargo, pese a que considera a ese criterio insuficiente como lla­ ve de acceso a una obra de arte, postula que las condiciones sociohistóricas en las que se encuentran inmersos los escritores implican un criterio posible para leer las marcas inscriptas en la vasta textualidad producida, en este caso, por el colectivo al que denomina “ generación de postdictadura” . En ese grupo ingresan los nacidos a partir de 1960, que comienzan a publicar en los 90, y que “cargan con la angustia y con la lucidez de que estar arriba de la torre es estar presos, y desde esa angustia y esa lucidez escriben. Porque además de experimentar intensamente su condición de reclusos, perciben que sus pies se afirman en huesos NN y en hombros de sobrevivientes de la militancia” (2011: 36). Vale decir, que Drucaroff no realiza un estudio diacrónico de la literatura argentina, sino que se detiene en un momento en particular. En la actualidad, el método generacional perdió buena parte de la influen­ cia que tuvo en décadas pasadas, de allí, en cierta medida, las salvedades pre­

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sentadas por Drucaroff. Algo parecido señalan José Luis de Diego y Marcelo Urresti. De Diego considera que los métodos de descripción por generaciones en la historia literaria están “bastante desacreditados en nuestros días” (2007: 65); Urresti, que el criterio generacional “perdió vigencia” (2008: 94). Las diferentes periodizaciones fundadas en el criterio generacional, que segmentaban en épocas a algunas historias de la literatura, han dejado paso a otros criterios. Esa segmentación generacional, que encontramos en las ya mencionada Las corrientes... de Pedro Henríquez Ureña, en la Historia de la literatura hispanoamericana de Enrique Anderson Imbert (1954) o en La nove­ la chilena: los mitos degradados de Cedomil Goic (1968) -p or solo mencionar tres momentos en tres décadas diferentes- fue reemplazada, en fecha más reciente, por el criterio crítico-monográfico adoptado por otras historias. De esa manera, la colección de artículos escritos por diversos autores hace que la historia de la literatura relativice la idea de continuidad, gane en crítica y se torne, en algunos casos, más ensayística. Buenos ejemplos de lo que seña­ lamos son la Historia critica de la literatura argentina dirigida por Noé Jitrik, que comenzó a ser publicada en 1999 y continúa en proceso de edición, y la Historia de la literatura hispanoamericana (1999 en inglés, 2006 en español) dirigida por Roberto González Echevarría y Enrique Pupo-Walker. La empresa de captar el conjunto de una literatura parece haber claudicado ante la enor­ midad del objeto de estudio. Por otro lado, el criterio generacional provoca una serie de conflictos inevitables, que nos hacen regresar a las preguntas antes formuladas. Pero las diversas respuestas esbozadas a lo largo del siglo xx para capturar el fundamento y el suceder de las generaciones provocan, en la actualidad, más dudas que certezas.

Bibliografía para ampliar Cuadros, R. (2005). Contra el método generacional. Disponible en http://www. memoriachilena.cl/602/w3-article-9859.html. Fecha de consulta: 9/9/2016. Ferrater Mora, J. (1964). “Generación” . En Diccionario de Filosofía, 1.1. Buenos Aires: Sudamericana. Henríquez Ureña, P. (1928). Seis ensayos en busca de nuestra expresión. Buenos Aires: Babel. ----- (1989 [1978]). La utopía de América. Prólogo de Rafael Gutiérrez Girardot. Caracas: Biblioteca Ayacucho. Ortega y Gasset, J. (1947 [1938]). El tema de nuestro tiempo. Buenos Aires: Espasa Calpe.

Industria cultural N ic o lás O ls z e v ic k i *

y

Da n t e Pe r a l t a * *

El concepto de industria cultural, de circulación notablemente más restrin­ gida que los pares cultura alta/cultura de masas o cultura alta/cultura popular, suele utilizarse de manera laxa, cotidianamente, para referir ciertas modali­ dades y procesos de producción, comercialización, propaganda y circulación de los bienes culturales (libros, películas, obras de teatro, música, etcétera) en el mercado. Sin embargo, cuando en los estudios literarios se recurre a esta expresión, su connotación más directa es, sin dudas, la insoslayable defini­ ción teórica esbozada por los filósofos alemanes Theodor W. Adorno y Max Horkheimer en su clásico trabajo Dialéctica de la Ilustración (1947). Aunque codificada en ese libro, la idea cuenta con importantes antece­ dentes teóricos. Uno de ellos se encuentra desarrollado en el ensayo “ El orna­ mento de la masa” (1927), del sociólogo alemán Sigfried Kracauer, maestro de Adorno y de gran influencia en toda la Escuela de Frankfurt. En ese texto, Kracauer comparaba la lógica del trabajo mecánico impuesto por las cadenas de montaje de la sociedad capitalista con la danza de las Tiller Girls, un grupo de bailarinas que se presentaban en los cabarets de varias grandes metrópolis en la década del 20. Estas bailarinas, que se movían uniformemente al compás de una música repetitiva, reproducían en su danza el ritmo de la fábrica. Lo que pretendía mostrar Kracauer con este ejemplo era que el ámbito cultural, idealmente separado del mundo del trabajo, se veía colonizado por una lógica mecánica que en principio debería haberle sido ajena, de modo que el traba­ jador no lograba escapar de la opresión ni siquiera en sus breves momentos * Conicet-Universidad Nacional de General Sarmiento-Universidad de Buenos Aires. ** Universidad Nacional de General Sarmiento.

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de ocio. El baile de las Tiller Girls constituía, para Kracauer, apenas un caso de un proceso general que la cultura industrializada producía: el borramiento de la individualidad, la homogeneización de los sujetos y “la fabricación de masas de trabajadores que se puedan emplear con regularidad en cualquier punto del planeta” . Sin embargo, a diferencia de la propuesta posterior de Adorno y Horkheimer, Kracauer no condenaba totalmente estas formas industrializadas de la cultura. Al admitir como eje estructurante de su lógica interna mecanis­ mos propios de las relaciones capitalistas de producción (la racionalización del trabajo, la funcionalización del trabajador en la cadena de montaje), el arte señalizado era capaz de mostrarles a los trabajadores de manera directa lo que en su trabajo se les ocultaba. En los productos culturales concebidos exclusivamente para la distracción, la audiencia se enfrentaba, como en un espejo, a su propia realidad: esos objetos culturales cumplían, por lo tanto, una función educativa y potencialmente emancipatoria, puesto que conocer la realidad era el primer paso para modificarla. El diagnóstico parcialmente positivo de Kracauer se revierte en el texto de Adorno y Horkheimer, escrito en Estados Unidos en un momento de auge de las industrias culturales (esencialmente, el cine hollywoodense y las grandes cadenas discográficas, con sus inmensos aparatos de propaganda). Para los autores de Dialéctica de la Ilustración, el potencial liberador es una caracte­ rística central del arte autónomo, esto es, del arte independiente, concebido en y para sí mismo, no constreñido por ningún prejuicio moral, económico, político, religioso; y se renuncia a él cuando, en los procesos de creación y recepción artísticas, se impone la estructura de la producción serializada que regula el mundo mercantil. Como consecuencia de la industrialización de la cultura, los productos propios de este campo comienzan a concebirse con el único objetivo de ser vendidos y pasan a ser prácticamente indistinguibles entre sí. El arte adquie­ re, por un lado, carácter de mercancía (se convierte en valor de cambio) pero, además, gana valor de uso: deja de ser un fin en sí mismo y se convierte en útil para algo, en este caso, para satisfacer la necesidad de distracción de las masas. Al aceptar las reglas del juego de un mundo capitalista que mide el valor de las cosas por su utilidad práctica, el arte renuncia a su carácter esencialmen­ te crítico, que proviene en realidad de su falta de función. En su no-ser-útilpara-nada, según Adorno, el arte autónomo denuncia la sociedad utilitarista, racional con arreglo a fines. Convirtiéndose en útil para algo, adoptando las exigencias de la industria, “defrauda por anticipado a los hombres respecto a la liberación que debería procurar en cuanto al principio de utilidad” . El culto a la diversión y a la distracción alentado por los productos de la industria cul­ tural es, por lo tanto, “la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío” . Según Adorno, el arte verdadero se define por un doble carácter: es au­ tónomo (es decir, se rige por reglas propias, está apartado de todas las otras

Industria cultural

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esferas de producción) y es soberano (transgrede la normatividad social y, por lo tanto, la critica). Es, en definitiva, aquella esfera de la producción humana que, si se mantiene fiel a su irreductible diferencia con la realidad social ex­ terna, puede, al mismo tiempo, intensificar la experiencia ordinaria y ejercer una función crítica fundamental contra esa realidad exterior, aunque no se lo proponga explícitamente. Por el contrario, el arte producido desde y para las industrias culturales, pensado únicamente como un medio para alcanzar determinados fines (la risa, la distracción, el baile), renuncia a la negatividad inherente al arte. En la contemplación verdaderamente estética, en la que el sujeto se sumerge en la obra rechazando todos los imperativos de la sociedad capitalista, Adorno ve una alternativa de praxis en la que el sujeto puede trans­ gredir los límites de su propia conciencia alienada y concebir una verdadera crítica al sistema utilitario en que vive. Otro autor ligado a la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse, acuñará el concepto de “carácter afirmativo de la cultura” para implicar que las obras de arte, al ser integradas en ese mundo mercantil del que, por su carácter autó­ nomo, deberían estar apartadas, ofrecen una reconciliación forzada entre el individuo y el mundo. La belleza del arte -a diferencia de la verdad de la teoría- es soportable en un presente sin penurias: aun en él puede proporcionar felicidad [...]. [E]n un mundo desgraciado la felicidad tiene que ser siempre un consuelo: el consuelo del instante bello en la cadena interminable de desgracias [...]. Una de las tareas sociales fundamentales de la cultura afirmativa está basada en esta contradicción entre la transitoriedad desdichada de una existencia deplorable, y la necesidad de la felicidad que hace soportable esta existencia (Marcuse, 1967 [1965]: 67). Es necesario señalar que el concepto frankfurtiano de “ industria cultural” no estuvo exento de críticas por parte de filósofos, historiadores del arte y de la literatura y teóricos literarios. Dos de los casos más emblemáticos son An­ dreas Huyssen (2006) y Umberto Eco (1968). El primero advierte que el hiato teórico que separó de manera tajante las producciones de la alta cultura de las de la cultura de masas (lo que denomina la “ Gran División”) fue un producto del Modernismo, corriente estética que defendió a ultranza la autosuficiencia del arte, y fue cuestionado en dos mo­ mentos particulares del siglo xx: en primer lugar, con las vanguardias históri­ cas y, luego, con los pensadores de la posmodernidad. El discurso adorniano está envejecido porque la cultura contemporánea, para Huyssen, se caracte­ riza por haber borroneado los límites entre arte elevado y cultura de masas, lo que no debería ser lamentado sino celebrado, en cuanto habilita nuevas posibilidades creativas. Una opinión similar ya había sido esbozada por Eco, quien, también con Adorno como antagonista discursivo principal, llamaba “apocalípticos” a to­

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dos aquellos que consideraban a la cultura desde un punto de vista aristocrá­ tico y no podían encontrar ningún elemento positivo en las producciones de la cultura de masas. Simplificando, en parte, los puntos de vista del filósofo alemán y colocándolo en una serie con otros pensadores, el autor de El nombre de la rosa leía sus actitudes como una reacción exageradamente conservadora frente a un contexto histórico en el que “la presencia de las masas en la vida social se convierte en el fenómeno más evidente” . Por su carácter estrecho y su negación inmediata de una significativa parte de las producciones con­ temporáneas, Eco recusaba el concepto de industria cultural aduciendo que se había convertido en un “fetiche” cuyo efecto principal era obstaculizar la circulación de discursos diversos.

Puesta en análisis Eco formula su crítica al concepto de industria cultural no solo desde un punto de vista teórico, sino también con su propio ejercicio de la literatura de ficción. El nombre de la rosa (1980), su novela más conocida, es un claro ejemplo, en tanto híbrida contenidos y formas propios de la alta cultura (como las discusiones filosóficas, teológicas, el conocimiento minucioso del contexto histórico medieval o el uso del latín sin ofrecer traducción) con una estruc­ tura genérica considerada como propia de la cultura de masas: el policial. Además, y en parte por esos rasgos, esta novela fue llevada al cine siguiendo algunos de los preceptos que Adorno consideraría como un disvalor atribuible a las exigencias de la industria cultural, por lo cual ofrece una oportunidad de análisis especial. Más allá de las obvias diferencias de los efectos de sentido que cada len­ guaje produce por sí mismo, la adaptación cinematográfica, a cargo de JeanJacques Annaud, ilustra con bastante claridad la sumisión a reglas mercantiles y la función consolatoria del arte industrialmente concebido, aunque conserva indiscutibles rasgos de calidad. La película es presentada expresamente como un palimpsesto de la novela, término que, si dejamos de lado parte importante de su complejidad concep­ tual, puede ser interpretado como una reescritura. Y lo es en muchos niveles, pero nos interesan como ejemplo algunos de los cambios operados en el plano de la trama que no parecen responder a ninguna necesidad derivada de las diferencias de lenguaje ni a cuestiones formales. Como es sabido, la novela articula al menos tres tramas narrativas y un con­ junto de subtramas. Entre las primeras, una es la referida al debate religioso sobre la pobreza de Cristo y de la Iglesia, que enfrenta las posiciones opuestas sostenidas por los representantes de la orden franciscana y los enviados del papado; la otra, de carácter policial - y trama narrativa principal- consiste en la investigación, encargada por el abad a William de Baskerville, uno de los

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franciscanos que asiste al debate, de una serie de extrañas muertes ocurridas en la abadía que -según se sabrá al cierre- tenían como motivo mantener ocul­ to el libro que Aristóteles había dedicado a la comedia [VER, p. 29], y matar a sus lectores; la tercera -más sutil-, se focaliza en el conocimiento amoroso que adquiere Adso de Melk, responsable del relato mismo. Entre las subtramas relevantes para nuestro objetivo, es necesario recordar, en primer lugar, la relativa a una larga historia de solapadas luchas por el poder en la abadía, aludida brevemente y no narrada, que tensiona la relación entre el abad y el bibliotecario -Jorge-; la de un previo enfrentamiento entre William y el re­ presentante papal, el inquisidor Bernardo Gui, y también la de las acciones de Remigio y Salvatore, dos antiguos herejes, que permitían clandestinamente el ingreso al edificio de una muchacha, cuyo nombre no será conocido, para obtener de ella favores sexuales a cambio de comida. En términos generales, el guión del film conserva esa estructura -excepto la línea de tensión entre el abad y el bibliotecario-, pero realiza cambios no­ torios en cuanto a la secuencia temporal para dar simultaneidad a los respec­ tivos desenlaces de tramas y subtramas, así como en cuanto a los desenlaces mismos. Por un lado, en la novela, Remigio, Salvatore y la muchacha, conde­ nados por herejía y responsabilizados por las extrañas muertes en un juicio presidido por el inquisidor Bernardo Gui en la misma abadía, son llevados a Avignon, por entonces sede del papado, como cierre de una de las historias narradas, temporalmente antes del desenlace de las otras tramas y del fin, por tanto, de la novela; también antes, se van de la abadía los representantes del papado y entre ellos Bernardo Gui, y nada se dice sobre el destino posterior de los tres condenados ni del inquisidor. Cabe señalar, además, que el perso­ naje de Bernardo Gui remite a un inquisidor de existencia histórica, del mis­ mo nombre. En la película, en cambio y en función, por un lado, de lograr un final que condense de manera espectacular toda la tensión narrativa, según los cánones del cine industrial, y por el otro, del interés consolatorio, no solo se hacen coincidir en el tiempo el cierre de las dos tramas, sino que se cam­ bian acciones de la historia, se incorpora un personaje colectivo -el pueblo o \afam ilia de la muchacha-y se traslada el escenario extramuros de la abadía. En las afueras del edificio, se prepara la pila de leña para quemar vivos a los tres condenados y se inicia la ejecución; al mismo tiempo en que comienzan a arder los leños, el inquisidor Bernardo Gui y los representantes papales se van de la abadía. Interviene en ese momento el pueblo y/o familia de la mu­ chacha y la salva, pero no tienen la misma suerte los otros dos condenados. Los mismos hombres sublevados derriban el carromato del inquisidor, quien muere al caer sobre unos restos de metal que le atraviesan el pecho. El Ber­ nardo Gui histórico no tuvo ese destino. Esa sublevación popular se produce cuando, simultáneamente, el guión cierra la historia policial con el incendio de la biblioteca: William por fin ha­ bía descubierto cómo acceder a un espacio secreto del recinto y confirma que

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Jorge, el bibliotecario ciego, era el responsable de los crímenes; en su huida, Jorge inicia el incendio de la biblioteca -presentada como la más importante de la cristiandad-, del cual será víctima. En el film no se explícita nada res­ pecto del destino del abad que, en cambio, según la novela, muere encerrado en un pasadizo secreto, por obra intencional del bibliotecario. La narración fílmica se cierra con la partida de William y Adso; la muchacha aparece en el camino en una actitud amorosa que, implícitamente, es una invitación a que­ darse con ella, pero el novicio opta por continuar su camino y el film presenta un largo plano de las miradas cruzadas. Nada de eso ocurre según la narra­ ción de la novela: toda la abadía resulta destruida por el incendio iniciado en la biblioteca, y William y Adso abandonan el lugar a lomo de unos animales que habían escapado del fuego; muchos años después, Adso -ya adulto- re­ gresaría al lugar y describiría las ruinas. Muy poco es lo que el film recupera, por otra parte, de los diálogos relativos a las motivaciones del bibliotecario para mantener oculto el libro sobre la comedia. Como se puede inferir, el guión del film condensa toda la tensión narrativa en el final, siguiendo así las reglas más habituales del cine -sobre todo- esta­ dounidense, y opera una justicia poética que la novela, en cambio, claramente desprecia: el texto de Eco ahorra la descripción de la hoguera y no hay actos populares heroicos, ni siquiera un pueblo que actúe. William elude, en la no­ vela, enfrentarse abiertamente al inquisidor como sí ocurre, en cambio, en la película, en un gesto que lo acerca al lugar del héroe. En suma, mientras el guión cinematográfico reparte castigos con un criterio más sentimental -cerca­ no al que el film promueve en el ánimo del espectador-, y perdona o premia las conductas presentadas como razonables y conservadoras, la novela ofrece un panorama más bien desolador e impiadoso, más adecuado a los modos en que las distintas fuerzas han operado en los tiempos históricos, y tiende, por tanto, a movilizar potencialmente una mirada crítica de las actitudes individuales, las instituciones y los procesos. El relato de Eco resulta, entonces, muy lejano de los finales felices o tranquilizadores de la ficción cinematográfica exigidos por la industria cultural, en los que prevalecen lo justo y lo bueno. En el texto, los representantes del poder papal, despótico y violento, siguen sus vidas y sus acciones, y la inocente rosa cuyo nombre jamás Adso sabrá, es quemada viva. Con todo, y a pesar de 1ajusticia poética que postula y que no coincide con el espíritu del texto original, el film mantiene muchos rasgos de la novela, in­ cluye algunos niveles de reflexión y sostiene implícitamente algunos valores -com o el de la razón frente al pensamiento mágico- que lo vuelven igualmente interesante, además de ofrecer un excelente tratamiento visual. En definitiva, quisiéramos señalar, para concluir, que los puntos de vista de Eco y Huyssen, que le quitan al concepto de industria cultural su lastre inequí­ vocamente negativo y alientan, por el contrario, a estudiar las hibridaciones entre la cultura alta y la cultura de masas, resultan mucho más productivos para interpretar el escenario artístico de, al menos, la segunda mitad del siglo xx.

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Los experimentos con las formas populares o popularizadas por la industria cultural realizados por Borges con el cuento policial y el fantástico, por caso; por Puig, con el folletín y las tramas del cine negro, o por Quentin Tarantmo con géneros como el western, por citar solo algunos ejemplos notables, serian muy mal comprendidos y valorados si el crítico se apegara a una interpreta­ ción estrictamente adorniana del concepto.

Bibliografía para ampliar Benjamín, W. (1989 [1936]). “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” . En Discursos Interrumpidos I. Buenos Aires: Taurus. Jameson, F. (2010 [1990]). Marxismo tardío. Adorno y la persistencia de la dialéctica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Lector A it a n a M ar tos G a r c ía *

El concepto de lector está unido al ámbito de la recepción del texto, por tanto, se vincula en especial a disciplinas como la hermenéutica, la estética de la recepción o la historia de la lectura, y ha ido pasando desde una visión más pasiva y periférica respecto al hecho literario, a ocupar en la actualidad un lugar central gracias, precisamente, a estos paradigmas. La historia de la lectura (Manguel, 2002; Cavallo y Chartier, 1998) demues­ tra con claridad que los marcos culturales predeterminan distintos horizontes de expectativas (Jauss, 1976) de los lectores, quienes son capaces de actuali­ zar el potencial de sentido de un texto en una dirección o en otra y de integrar perspectivas (fusión de horizontes, Gadamer, 2005). Hay casos relevantes al respecto, como la recepción conocida del Quijote: desde una lectura más cómi­ ca y satírica, propia de los siglos xvn y xvm, a (re)lecturas mucho más simbó­ licas y trascendentalistas en la modernidad, como la de Luís Martín-Santos en Tiempo de silencio. Estas mismas dicotomías interpretativas a propósito de los textos (¿Quijo­ te, sería obra seria o cómica?) plantea la necesidad de ir desde el análisis de textos al estudio teórico de los procesos de lectura y de la tipología de lectores. En relación con la formación del lector competente, es su disponibilidad la que pragmatiza la lectura (Mendoza y Cerrillo, 2003). Esto es, el lector actualiza el potencial de sentido de un texto en función de las experiencias y repertorios conocidos (intertexto lector, canon de lecturas). Por otra parte, no se puede hablar del lector al margen de los diferentes ecosistemas de lectura (Vivas y Martos, 2010) en que se halle incardinado en * Universidad de Almería.

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cada momento. Son, en efecto, dominios distintos el mundo de la creación, el de la enseñanza, el de la biblioteca o el de la producción/consumo de libros y otros soportes de lectura. Habría, pues, cuatro sectores principales: creación, educativos (en sentido amplio), clasificadores y productivos-distributivos-consumidores. Lo cierto es que estos ámbitos no funcionan equilibradamente ni de manera armónica siempre: es distinta la contextualización del lector como consumidor, como escolar, como ciudadano o como usuario de una biblioteca y de ahí surgen conflictos y diferentes modos de leer (Barbero, 1992). Así, las zonas de archivos y la producción, esto es, las bibliotecas y lo que se conoce como industria o economía de la lectura, se relacionan más con productos tangibles, mientras que la escuela o las prácticas ciudadanas gestionan intan­ gibles y preconcepciones acerca de la lectura. De este modo, un estudiante no es lo mismo que un cliente de una librería o un usuario de una biblioteca, es un formando, y eso también lo diferencia de un ciudadano a secas, pues es un lector en construcción, pero que tiene que acreditar unas habilidades, un conocimiento del canon de lecturas, etcétera. Desde el punto de vista de la hermenéutica, Walter Mignolo (1978), a tra­ vés de las categorías divisorias lector ingenuo vs. lector experto o lector com­ petente, describe las diferencias sustanciales entre un lector aprendiz y un lector formado. 1) El lector aprendiz empieza por descifrar mecánicamente (lectura silábica), pero no desarrolla aun las habilidades de comprensión. Esta supone un proceso mental complejo: comprender una narración no es comprender palabra a palabra o frase a frase; es imprescindible entonces trabajar con bloques de texto. 2) El lector ingenuo está limitado por el hecho de que lee todo de la mis­ ma manera, desde un diccionario (que requeriría una lectura de hojeo, en diagonal), a una poesía (que necesitaría una lectura concentrada, expresiva). Este lector aplica estrategias de lectura poco eficaces: lee palabra a palabra, en lugar de leer estructuras más amplias. Tampoco aprovecha el entorno externo de la lectura, su propia experiencia y conocimientos: por ejemplo, sigue al pie de la letra el texto, no formula conjeturas o predicciones sobre lo que va a pasar, no practica saltos al leer, no personaliza la lectura con sus propias experiencias... 3) El lector experto sabe leer de muchas maneras, aplica distintas estra­ tegias eficaces según sea la naturaleza del texto que aborda: lectura ve­ loz, lectura por capítulos..., aprovecha el contexto o entorno inmediato de lectura (cuando hay algo difícil no interrumpe la lectura, sino que deduce el significado por el contexto del texto). Aprovecha también el entorno externo de la lectura, su propia experiencia y conocimientos

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(formula conjeturas o predicciones sobre lo que va a ocurrir, relaciona la lectura con sus propias experiencias). En el ámbito de la enseñanza, el objetivo básico debería ser, por tanto, con­ seguir que los lectores ingenuos pasaran a formar parte del grupo de lectores competentes y expertos, y se convirtieran de esta manera en lectores poliva­ lentes, capaces de disfrutar y acceder igualmente a los nuevos alfabetismos. Se trata de una redefinición del perfil del lector. Este lector polivalente estudiado también por Rósing y otros (2002), deberá poseer aptitud para variar los modos de leer: realizar lectura en voz alta, rápida, selectiva, lenta, en profundidad­ es decir, convertirse en un lector que sepa adaptar su modo de leer a su pro­ yecto vital” , a la situación de comunicación y a los textos que confronta. En suma, un lector cuyo perfil sea el de saber apropiarse de los tipos de textos y de escritos más diversos: literarios, científicos, técnicos, utilitarios, sociales... así como de los más variados géneros o soportes. En síntesis, distintas disciplinas y autores se han ocupado sobradamente tanto de los modos de leer desplegados a lo largo de la historia, del papel del libro en el paso de la sociedad medieval a moderna, de las funciones sociales de la lectura y los distintos desempeños y roles del lector (Cavallo y Chartier), como del lector previsto en el texto y del público lector real (Eco, Iser, Jauss). Se vertebra con estas cuestiones la importancia que revisten actualmente las nuevas tecnologías en cuanto a su impacto sobre la actividad de la lectura. Atentos a esto, a continuación enfocaremos algunos de los aspectos que estas tecnologías implican. Los estudios cognitivistas también han reforzado la imagen activa del lector moderno, al subrayar el papel de las inferencias y otros procesos de intercomunicación. Precisamente, la era digital ha puesto en valor la lectura conectada (Cordón, 2015) que acentúa la posibilidad de relacionarse unos lectores con otros. De modo análogo, la convergencia de medios y la participación colectiva que representa Internet (Jenkins, 2006) ha enfatizado la noción de lector polialfabetizado (Piscitelli, 2009), que es, pues, un lector que domina los nuevos alfabetismos, en los que la presencia de la literatura es también intensa (n o­ vela gráfica, cine, anime, ciberliteratura...). Nociones como nativos e inmigrantes digitales (Prensky, 2001) o el omnivorismo cultural (Petersen, 1992) han abierto el campo de análisis de los nuevos lectores, que ya manejan artefactos culturales o adoptan hábitos de consumo distintos a los de los lectores de la cultura letrada clásica (Chartier, 1998). Precisamente, la doble dirección lectura-escritura, que ha populariza­ do nociones como escrilector (Rodríguez, 2005) ofanfiction (ficción-manía), se apoya en el nuevo paradigma abierto por la ciberliteratura, que permite la participación del lector en el proceso creativo y le propone acciones tales como imitar ficciones de éxito a través de Internet por parte de escritores

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amateurs. De esta forma, se conjugan escritura creativa, literatura digital y actualización de los clásicos. Otro efecto de este gran flujo de textos que inunda la cultura actual son los conceptos de Franco Moretti (2013) distant reading (lectura distanciada o lecturas globales, de mapas) / cióse reading (lectura detallada o en profundi­ dad). Estos conceptos se relacionan con el contexto actual del procesamiento masivo de datos y con la necesidad de reubicar el papel de estos lectores, con­ forme a los fenómenos emergentes que describen las humanidades digitales. En el ámbito pedagógico, si la literatura es en gran medida un diálogo en­ tre los textos, la lectura dialógica (Bajtín, 1974) podrá usarse para transformar prácticas y modos de leer, como ocurre con las comunidades de aprendizaje y las tertulias dialógicas. La animación a la lectura en estos nuevos contextos se dirige a aprovecharse de la comunidad como entorno alfabetizado^ orientar itinerarios de lectura y potenciar los talentos individuales ( teoría de las inteli­ gencias múltiples de Gardner, 1994). Ante el relativismo de la posmodernidad o modernidad líquida (Bauman, 2002), se hace preciso instrumentar métodos no solo para comentar o analizar textos literarios, sino para formar lectores que piensen, dentro de una respuesta educativa y social ante los nuevos for­ matos narrativos (López y Jerez, 2010).

Puesta en análisis Debemos a Chartier (2006) un pormenorizado estudio diacrónico que ha analizado las mutaciones de la lectura en la cultura occidental, del códice a las pantallas. Estas sucesivas revoluciones culturales, como el paso del rollo al códice, la invención de la imprenta o la lectura inmersiva y expandida que propicia la cibercultura (Santaella, 2014), en realidad, cada recategorización de la lectura, motivada por los distintos cambios en el orden de los discursos, conlleva cambios en las nociones vinculadas de obra, texto o público. La cultura letrada clásica promovió el objeto-libro como el referente básico de un tipo de lector solitario, meditativo, que leía en su privacidad o intimi­ dad, conectado a las clases alfabetizadas. En la Era Moderna se incorporan nuevos públicos, como las clases populares, la mujer o el público infantil, y ya en la era digital, la convergencia de medios y la participación fomentada desde Internet perfilan un lector “moviente” y ubicuo (Santaella, 2014). Tam­ bién el hipertexto obliga a reconsiderar los formatos, los objetos y los géneros clásicos, porque ahora funcionan como fluidos o textos continuos que el lector procesa o (re)integra a su manera (Martos y Martos, 2014), tal como ocurre con las series y sagas. Todo ello confirma las teorías de la recepción del texto, y del texto litera­ rio en particular, que ponen el énfasis en la recreación activa del lector, capaz de reinterpretar en cada etapa cultural un texto clásico con nuevos matices

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(Genette, 1989), tal como ha venido ocurriendo, desde Homero al Quijote. Así, desde las primeras lecturas y lectores caballerescos del Quijote (Marín, 1993), la recepción del texto ha ido enriqueciendo las interpretaciones, hasta llegar a la lectura subversiva que tenemos, por ejemplo, en Tiempo de silencio de Martín-Santos, propiciada sin duda por la ambigüedad y polifonía dialógica del texto de Cervantes (Bajtín, 1974) [VER “Polifonía” , p. 135]. A este respecto, la customización de textos (personalización, adaptación según los gustos del lector) que gocen del favor o conocimientos del públi­ co, tales como mitos, cuentos infantiles o grandes clásicos de la literatura universal, es una tendencia sintomática pues son versionados una y otra vez para crear producciones de éxito (por ejemplo, Rick Riordan toma el mito de Perseo para construir su personaje Percy Jackson, protagonista de la novela y la película El ladrón del rayo). A un nivel más amplio, las relaciones litera­ rias que se establecen entre mitos grecolatinos y géneros literarios concretos, como la literatura gótica angloamericana, producen encuentros complejos (González-Rivas, 2011). En efecto, macrogéneros como la ficción fantástica podrían considerarse subsistemas marginales en la axiología clásica (Villanueva y Even-Zohar, 1994), pero lo cierto es que se han configurado como parte esencial del consumo literario, tal como se desprende del éxito unlversaliza­ do de El Señor de los Anillos y otras sagas y franquicias de temáticas afines. Roger Chartier (2014) observa con inquietud cómo la lectura hilvanada o sintagmática se ve sustituida cada vez más en el contexto de los big data -por ejemplo, en las compras de libros en Amazon (Moretti, 2013)- por relacio­ nes temáticas o búsquedas basadas en selecciones paradigmáticas efectuadas ya por algoritmos robóticos. Es el caso, por ejemplo, del fenómeno de Tropes TV, un auténtico Accionario que aglutina la cultura literaria clásica y la cul­ tura popular moderna, en todas sus expresiones transmediáticas (Martos y Martos, 2014). El lector posmoderno y postipográfico sería, pues, un lector nómada, errá­ tico, que ya no se mueve dentro de los cánones clásicos que marcaban ciertas contigüidades, sino en un universo mucho más evanescente, diluido o dise­ minado de prácticas textuales.

Bibliografía para ampliar Cassany, D. (2006). Tras las líneas. Sobre la lectura contemporánea. Barcelona: Anagrama. Chartier, R. (1992). El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural. Barcelona: Gedisa. Iser, W. (1987 [1976]). El acto de leer: teoría del efecto estético. Madrid: Taurus.

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Martos Núñez, E. y Campos Fernández-Figares, M. (2012). “La lectura y la escritura en el s. XXI: Cultura letrada y modernidad” . Álabe. Revista de Investigación sobre Lectura y Escritura, n° 5, enero-junio. Pajares Tosca, S. (2004). Literatura digital: El paradigma hipertextual. Cáceres: Universidad de Extremadura.

Literatura y culturas populares G lo r ia C h ic o t e *

En la Europa moderna la mirada hacia lo popular surge durante el Roman­ ticismo como parte de una concepción clave que conecta la contemplación retrospectiva de los hechos hasta la génesis del universo europeo, con la for­ mación de prácticas culturales que se proyectan hasta nuestros días. Para los teóricos románticos, la historia literaria y las clasificaciones de los géneros [VER, p. 21] constituyen la materia prima a través de la cual es posible acceder a la comprensión de la historia, pero también el modo privilegiado de modelar el futuro. Por su inspiración metodológica, la historia literaria llega aún más lejos, ya que encarna el espíritu de la historia (Geistesgeschichte), vinculado con el emergente nacionalismo alemán que formula su objeto de estudio como la búsqueda del espíritu nacional. En este sentido, los ideólogos románticos se consideraron a sí mismos como el eslabón final de un proceso de autonomización y legitimación de los productos literarios que se había iniciado en la Edad Media y, como poseedores del lenguaje, asumieron la responsabili­ dad ante aquellos con quienes lo compartían: los miembros de la nación. Este modelo fue concebido como un engranaje en el que cada manifestación lite­ raria tenía una función, y la literatura popular no escapó de esa maquinaria, ya que el concepto en sí mismo se adscribía a la construcción romántica de la historia literaria en el núcleo de la distinción entre poesía de la naturaleza (Naturpoesie) y poesía de arte (Kunstpoesie). A partir de entonces se intentó definir una serie denominada “popular” , caracterizada como oral, anónima y natural o primitiva, que se oponía a la li­ teratura culta, escrita, de autor, sobre la cual se había cimentado la cultura oc­ * IdIHCS, Universidad Nacional de La Plata-Conicet.

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cidental desde la Antigüedad Clásica. Pero la precisión de la esencia (así como de la existencia) de lo popular no fue tarea menor en el debate planteado por las distintas corrientes teóricas que se sucedieron a partir del Romanticismo. En el transcurso del siglo xx hemos asistido a la explosión multidireccional de los estudios dedicados a la cultura popular/tradicional. En primer lugar, la antropología (Boas, Malinowski) y el folklore (Propp, Dundes) aportaron esquemas válidos para llevar a cabo los procesos de identificación, recolec­ ción y posterior interpretación de las manifestaciones tradicionales; más tarde, diferentes corrientes lingüísticas, desde el estructuralismo (Jakobson, Mukarovsky) hasta la semiótica (Lotman), permitieron la consideración de los artefactos populares / tradicionales a partir de enfoques múltiples aplicables a distintas áreas de las ciencias sociales. Esta otra literatura devino un cam­ po propicio, convertido prontamente en material de laboratorio de variadas perspectivas. La esencia lingüística de las documentaciones, sumada a su rica significación social, convirtió a los textos literarios en unidades decodificables con facilidad en sus diferentes niveles de articulación, que funcionaron como modelo pasible de transportar a otras disciplinas. Entre todos los denomina­ dos géneros tradicionales (Dan Ben-Amos, i x - x l v ) [VER “ Géneros” , p. 21], las especies narrativas sirvieron en especial a los enfoques interdisciplinarios, debido a sus particularidades estructurales y su multiplicidad temática, que permite internarse en los arcanos del mito y el inconsciente colectivo (Segre). Pensemos, por ejemplo, en el desarrollo del pensamiento de Lévi-Strauss, cla­ ramente relacionado con los estudios lingüísticos y literarios, que parte de la identificación de los elementos estructurantes del género narrativo. En este abanico de perspectivas teóricas, el concepto de literatura popular impresa se introduce con rasgos específicos, ya que en su misma formulación incorpora un nuevo factor al proceso de creación y difusión de los productos: la imprenta. Mientras que a partir de los postulados románticos la literatura popular estaba ligada a la difusión oral, la inclusión de formas impresas en este paradigma condujo a la necesidad de nuevas definiciones y precisiones del campo. Por esta razón, la literatura popular impresa siempre tuvo una til­ de de hibridez, hasta de bastardía, que en ocasiones la marginó de uno y otro circuito. En este sentido, podemos decir que existió por parte de los propios defensores de lo popular una gran reticencia a reconocer la disparidad de vías y posibilidades de creación de este fenómeno, y los puntos de intersección en­ tre lo popular y lo culto. Se puede incluso agregar que a veces la mitificación de lo popular fue también una forma sutil de marginación, ya que la distin­ ción entre popular y tradicional nunca había sido tan clara como se preten­ día. La literatura popular impresa da cuenta de un proceso complejo al que se incorpora la formación de un nuevo actor social, un público lector masivo y urbano, que constituirá el fluctuante concepto de pueblo que se va imponien­ do en la historia de la Modernidad a partir de la invención de la imprenta, con diferentes competencias en las capacidades de lectura y de escritura, en

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un sistema de difusión del saber que nos conduce a la cultura de masas. En la cultura argentina de principios del siglo xx adquiere especial relevancia la proliferación de folletos y cuadernillos de génesis y contenidos populares que indundaron el mercado y signaron las tendencias, tanto editoriales como escrituriales, de las décadas siguientes. Adolfo Prieto (1988) ofrece un análisis exhaustivo de las posibilidades de interpretación contextual de la colección de literatura popular impresa reunida por Robert Lehmann-Nitsche en el área rioplatense (García Chicote, 2008).

Puesta en análisis En el contexto de los estudios hispánicos, fue Ramón Menéndez Pidal quien se ocupó tempranamente y con exhaustividad de estos problemas. En el desarrollo de sus teorías sobre los orígenes de la épica medieval y el ro­ mancero, el designado padre de la filología hispánica diferenció dos grados diversos en la divulgación de un canto que denominó popular y tradicional respectivamente. En el marco de la teoría pidaliana, popular se refiere al canto o composición poética de un autor contemporáneo, conocido o anó­ nimo, que es recibido por el público como moda reciente y que se propaga con bastante fidelidad, a través de pocas variantes, con conciencia de la autoría [VER “Autor” , p. 159]. El rótulo tradicional designa, en cambio, al canto considerado patrimonio colectivo, cuyo mérito es la antigüedad, canto de los padres y los abuelos, perteneciente a la comunidad que lo repite re­ creándolo con variantes, sin recordar el nombre del autor primigenio. Con esta distinción, Menéndez Pidal intenta precisar el concepto ecléctico de lo popular que había transmitido el Romanticismo, tomando partido por lo tradicional, como la genuina manifestación del pueblo: Estos dos grados tan diversos se confunden bajo el único nombre de canción popular, término sumamente equívoco, causa de continuas con­ fusiones y yerros, que equiparando lo popular simplemente vulgarizado, o hasta lo callejero del momento, se presta a muy falsas deducciones (Menéndez Pidal, 1953: 44). La denominación poesía popular es considerada por Menéndez Pidal como una supervivencia romántica, ya que, según sus postulados, toda poesía de autor, aunque popular, es poesía de arte en la medida en que es poesía indi­ vidual que se opone a la poesía colectiva, tradicional. Por su parte, la poesía tradicional también habría sido en sus comienzos, poesía popular. El elemen­ to diferenciador sería la antigüedad, el tiempo de vigencia en la transmisión oral y los sistemas de apropiación que determinaron que se olvidara el autor primigenio.

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La distinción pidaliana fue clave para el estudio de la poesía popular his­ pánica y para sistematizar el abordaje del romancero, su género más repre­ sentativo, debido a su dispersión espacial y temporal, que abarca los ámbitos lingüísticos del castellano, portugués, gallego y catalán en la península ibérica, pero también las comunidades diaspóricas sefardíes y toda América Latina, hasta el territorio de nuestro país (Chicote, 2012). A pesar de la preeminen­ cia de esta perspectiva en el ámbito iberoamericano, más adelante se tornó necesario incorporar al debate las búsquedas de lo popular y la pretensión de hallar su autenticidad que impregnaron las diferentes aproximaciones teóricas al tema a lo largo del siglo xx y continúan en la actualidad ofreciendo miradas en tensión desde disciplinas y posturas ideológicas disímiles. Distintas posiciones complejizaron la disputa sobre lo popular. Entre otros, cabe señalar, en primer lugar, los recorridos de historiadores como Peter Burke, Cario Ginsburg y Roger Chartier, que retrotraen la interrogación sobre el tema a la génesis de la Europa moderna, en conexión con el concepto de clase social, la masifícación de la lectura y los mecanismos de apropiación; en segundo lu­ gar, el interés de los postulados de la filosofía política, desde Antonio Gramsci, quien plantea la reflexión en términos de dominación, rescribiendo la dicoto­ mía entre alta cultura y baja cultura con las categorías de clase dominante y clases subalternas, hasta los trazos de la polémica entre los representantes de la Escuela de Frankfurt, especialmente la visión condenatoria de Adorno a la masifícación de la cultura y la relativa simpatía con que Benjamín analiza las modificaciones que se operan en el arte a partir del desarrollo de nuevas tecno­ logías. Finalmente, en una lista que no pretende ser exhaustiva, se añaden los análisis de antropólogos como Clifford Geertz, su definición de cultura desde una postura integradora dentro de la cual pueden describirse los fenómenos que la constituyen; Néstor García Canclini, a partir de su análisis detenido del proceso de encuentro de los Estados con las masas, promovido por las tecno­ logías comunicacionales y la dimensión teatral que está implicada en el pro­ ceso; semiólogos como Umberto Eco, en su caracterización de apocalípticos e integrados, en cuanto a las posibilidades de recepción de la cultura de masas, o la visión de la cultura popular conectada con la parodia [VER, p. 121] y el carnaval, que propone Mijaíl Bajtín. Cada una de estas perspectivas intenta responder los interrogantes básicos referidos a dónde está el pueblo o cuál es el límite entre cultura letrada y cultura popular en una contienda que continúa en nuestros días y que persigue, al decir de Frederick Jameson, el difícil objeti­ vo de definir los productos culturales que hacen felices a las masas. De acuerdo con lo planteado en la mayoría de estos textos, nos enfrentamos a la necesidad de una aproximación dialógica en el sentido de no dogmática, no academicista, en interacción permanente con su objeto, con las diversas disciplinas y con el contexto. Una aproximación en la que al deber ser, que era el punto de partida de los paradigmas modernos, le suceda un punto de mira que parta de lo dado para construir una propuesta superadora.

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La defensa a ultranza de Ramón Menéndez Pidal de las manifestaciones tradicionales ante las populares se evidencia en sus postulados teóricos y en su metodología de encuesta y documentación, ya que sabemos por sus propias afirmaciones que dejó de documentar romances vulgares porque los conside­ raba producto de la “ decadencia del género” . La misma concepción teórica primó en América en la primera mitad del siglo xx, cuando desde las diferen­ tes instituciones educativas desarrolladas en los jóvenes Estados nacionales se propicia una construcción de la identidad basada en lo criollo-hispánico, que se localiza en las comunidades rurales y que se erige como salvaguardia de los auténticos valores culturales frente a la peligrosa invasión de costum­ bres, lenguas y hábitos foráneos que traía la masa inmigratoria procedente de Europa, y las formas de vida preponderantemente urbanas que imponía la so­ ciedad industrial. En Argentina, el proyecto más importante de acercamiento a la cultura popular fue la Colección de Folklore, producto de la Encuesta del magisterio, reunida en 1921 por iniciativa de Ricardo Rojas, que se conserva actualmente en el Instituto Nacional de Antropología.

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Gloria Chicote

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Tradición/tradiciones A n a l ía G e r b a u d o *

Para entrar a este término seguimos dos movimientos: en primer lugar, repasamos algunas de sus definiciones tomadas de diccionarios de ciencias humanas y sociales para luego justificar por qué adoptamos aquí la acepción de Raymond Williams. Tenemos así que en el Diccionario crítico de sociología de Raymond Boudon y Frangois Bourricaud se lee que “ muy lejos de reducirse a un simple abiga­ rramiento de maneras de ser o de hacer que fundarían en el pasado su única garantía de legitimidad, la tradición aparece como un núcleo duro de prefe­ rencias y de prácticas estabilizadas” (1990: 674). Y agregan: “la coherencia de este núcleo no sustrae la tradición a los riesgos de ruptura y de disolu­ ción” (674). Este pasaje revela que, a pesar de que los autores reconocen una operación de recorte (atiéndase a la palabra “ preferencias”) en aquello que se reconoce como tradición, abonan el supuesto de que su persistencia en el tiempo constituye un criterio de legitimidad y presentan su cuestionamiento y/o su abandono como riesgos. Por su lado, en el Diccionario de Teoría y Crítica Literarias John Cuddon circunscribe el término a la práctica de los escritores (es decir, se refiere so­ lamente a las tradiciones literarias): “ ... indica la herencia de que dispone el escritor para estudiar y aprender” (1998: 816). La definición sugiere una re­ serva neutral y aséptica, a pesar también de sus advertencias que, más que sobre la selección de tales o cuales nombres como parte del panteón literario (con la consiguiente exclusión de otros), vuelve sobre la taxonomía en la que se los ubica: “La clasificación arbitraria de los escritores de acuerdo con las * Conicet-Universidad Nacional del Litoral.

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diferentes tradiciones es, obviamente, una empresa peligrosa. Sin embargo, teniendo en mente el significado primario de tradición (lo que pasa de gene­ ración en generación [VER, p. 179] a través de las costumbres y la práctica), es posible distinguir diversas tradiciones” (816). Por contraste con este tipo de definiciones, dominadas por una supuesta imparcialidad tanto en los criterios de selección como en los de transmisión y estabilización de las tradiciones como tales, Raymond Williams inscribe la propia en un terreno complejo: en su Palabras-clave, publicado en 1976 y revisado en 1983, señala que “tradición es una palabra difícil” (318). Una palabra a la que tanto en La larga revolución como especialmente en ese otro poco convencional diccionario que es Marxismo y literatura, no solo le agrega la calificación de “selectiva” , sino que la pone en serie con otros dos términos, además de escribirla en plural: junto a “tradiciones” coloca los conceptos “ins­ tituciones” y “formaciones” . ¿Qué quiere poner de manifiesto Williams cuando insiste en señalar que se trata, cada vez, de “tradiciones” pero “selectivas” ? ¿Y por qué ponerlas en serie con las “instituciones” y las “ formaciones” ? Sobre esta articulación gira nuestro artículo. Para poner en evidencia su conexión remitimos a un conjunto de episodios polémicos alrededor de la enseñanza de la literatura argentina en la universidad pública durante la posdictadura: es decir, toma­ mos situaciones en las que se discuten diferentes aristas de la tradición lite­ raria nacional. Como se verá, la controversia muchas veces se genera desde ciertas “formaciones” , es decir, desde “ movimientos y tendencias efectivos” que “tienen una influencia significativa y a veces decisiva sobre el desarrollo activo de una cultura” (Williams, 1977: 139). Por ejemplo, puede reconocer­ se en el colectivo de intelectuales nucleados alrededor de la revista Punto de Vista una formación que desde 1978 hasta 2008 marcó los debates alrededor de la literatura, las artes y la política en Argentina. El eco de esos debates se escuchará en las aulas universitarias. Así, cuando Beatriz Sarlo, directora de la revista, asuma la titularidad de la cátedra de Literatura Argentina II de la Universidad de Buenos Aires en 1984 junto a María Teresa Gramuglio como profesora adjunta, consolidará una operación de selección realizada por ambas tanto en Punto de Vista como en su antecedente, la también mí­ tica revista Los Libros (cfr. Gramuglio, 1969, 1979; Sarlo, 1976, 1980): los programas de Sarlo (1984-1998) junto a sus clases (1985) y las de Gramu­ glio (1986) refuerzan desde la institución universitaria la colocación de Juan José Saer en el centro de la tradición literaria argentina del siglo xx (cfr. Dalmaroni, 2006a). Ahora bien, para desarrollar la conceptualización de Williams tomamos una cita de La larga revolución que permite entender por qué agrega “selecti­ va” a “tradición” cada vez (es interesante revisar, a partir de esta cita, contra qué batalla esa machacona repetición william siana):

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En cualquier escrito pasado solo es recuperable parte del significado original, porque el significado en su conjunto llega hasta nosotros solo a través de muchas mentes, y aun después de distinguir sus respectivas influencias verificamos que la significación original, con su contexto, todavía se nos niega, en parte (Williams, 1961:19). Este pasaje, extraído de las primeras líneas del libro, arremete contra las pretensiones de interpretación totalizadoras para resaltar las fugas, lo que se pierde, lo que se tergiversa, lo que se modifica en y por toda lectura (aun cuando se quieren objetivas). No obstante esto, no implica tirar por la borda el acto de interpretar: “el proceso de la interpretación” , anota unas páginas más adelante, “ es una función vital central y necesaria, mediante la cual pro­ curamos entender nuestro medio a fin de poder vivir con más provecho en él” (37). En el mismo párrafo apunta: “Aprendemos a ver una cosa al aprender a describirla” (37). Y agrega: “tenemos muchas maneras de describir” (37). Esas maneras son las que el hombre aprende, en parte, vía las tradiciones. Aunque no solamente: Williams llama la atención sobre lo que fue necesa­ rio excluir para que una tradición se consolide como tal. En este sentido, su distinción entre la “ cultura vivida” en un momento y lugar determinados (“solo accesible para quienes viven en ellos” [5 8 ]), la “cultura registrada” en sus documentos y, entre ambas, la “tradición selectiva” , pone en evidencia las grietas (invisibilizadas cuando la tradición dominante se presenta como natural y compacta): “cuando ya no se vive y, en cambio, sobrevive de una manera más restringida en sus documentos, la cultura de un período puede estudiarse con mucho detalle” (58). De cualquier modo, agrega Williams, “la supervivencia no está regida por el período mismo sino por nuevos períodos que gradualmente componen una tradición” (59). Y sigue con un dato más: “Aun la mayoría de los especialistas en un período solo conocen parte de sus documentos” (59). Su ejemplo es claro. Nadie puede decir que conoce com­ pletamente la novela decimonónica: Nadie ha leído ni podría haberlo hecho, todos sus ejemplos, en toda la gama que va de los volúmenes impresos a las novelas por entregas a un penique el ejemplar. El verdadero especialista puede conocer algunos cientos; el especialista corriente, un poco menos; los lectores cultos, una cantidad decreciente; todos, empero tendrán ideas claras sobre el tema. De inmediato se advierte un proceso selectivo de carácter bastante drástico, y lo mismo sucede en todos los campos de actividad (Williams, 1961: 59). Williams precisa cómo funciona una tradición selectiva: empieza por re­ saltar que la “selección comienza dentro del mismo período” (59). Una ope­ ración que realizan, en el caso de la literatura, las editoriales, los críticos, los profesores y que, pasados los años, será objeto de otros procesos selectivos

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(tal como veremos en los ejemplos de la sección siguiente). Selecciones que estarán impulsadas por diversos “intereses especiales, incluidos los de clase” (60). Es en este sentido que Williams resalta el aspecto “más difícil de aceptar y evaluar” de toda tradición selectiva: el que da cuenta del “rechazo de zonas considerables de lo que era antaño una cultura viva” (60). Al respecto, aler­ ta: “solemos subestimar el hecho de que la tradición cultural no solo es una selección sino también una interpretación” (61). Y aquí vienen los dos puntos que contrastan notablemente con las defini­ ciones de los diccionarios citadas al inicio de este artículo: “atribuir al tiempo [...] la responsabilidad por nuestras elecciones activas, es eliminar una parte central de nuestra experiencia” (61). En este sentido, Williams entiende que “lo que el análisis puede hacer no es tanto revertir esta tendencia y devolver una obra a su período, como hacer consciente la interpretación mostrando las alternativas históricas” (61). Este ejercicio de visibilización es el que ensaya­ mos en el brevísimo análisis que continúa alrededor de la tradición literaria argentina.

Puesta en análisis Los episodios que tomamos deliberadamente están elegidos por su carácter controversial: quienes los protagonizan, más allá de los géneros o nombres que pondrán en el centro, discuten el panteón de la literatura nacional con­ sagrado hasta sus operaciones de escritura o enseñanza. El primer episodio está tomado de la cátedra de Literatura Argentina I de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, cuyo titular en 1986 es David Viñas. Recién retornado del exilio, Viñas arma un programa evaluado por sus entonces colegas como un “insulto a la literatura nacional” . ¿Cuáles habían sido las escandalosas decisiones didácticas que habían motivado esta reacción? Lejos de la acostumbrada lista de los clásicos de la literatura ar­ gentina del siglo xix, Viñas centra su programa en Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla; esa crónica ambigua, espantada y fascinada a la vez con el salvaje, símbolo supuesto de la barbarie ante el que sucumbe el militar civilizado. En sus clases, Viñas se detiene en el lugar del indio y de las indias en la literatura argentina del xix pero también en la del xx, mien­ tras realiza un paralelo entre los desaparecidos de la última dictadura y esos “otros” del xix (subrepticio envío a Indios, ejércitos y frontera). Por su parte, Josefina Ludmer lleva a las aulas universitarias el resultado de lo discutido clandestinamente en las formaciones de las catacumbas: en los seminarios (1985a, 1985b, 1985c) que dicta en la misma institución du­ rante 1985 cuenta que durante la dictadura, en sus grupos de estudio algunas jóvenes comentaban que en las escuelas secundarias en las que trabajaban les pedían que no enseñaran la primera parte del Martín Fierro. Como el poeta

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Francisco “Paco” Urondo en su poema “Autocrítica” , reconoce allí uno de los pasajes más anarquistas de la “literatura nacional” : ese en el que Cruz aban­ dona los símbolos militares para pasarse al otro bando, al de los perseguidos, al de los nadies. Es importante destacar en estos episodios dos movimientos de reselección: a los otrora muy enseñados (por tranquilizadores) “consejos” de Martín Fierro a sus hijos, Ludmer opone ese momento subversivo; al hasta entonces usual listado de obras que Viñas compara con la asepsia de una guía telefónica, opone un programa que gira alrededor de un solo texto y clases con decenas de envíos a otros olvidados. Dos episodios que, junto al ya referido de Sarlo, Gramuglio y el grupo de Punto de Vista, dejan entrever mucho más que lo que sucede en la institución universitaria durante esos años de la recuperación de­ mocrática en Argentina: estos episodios desnudan no solo las luchas dentro de las instituciones por el modelado de la cultura, sino también las sostenidas entre instituciones y formaciones, entre discursos hegemónicos y marginales [VER “Canon”, p. 173] y, fundamentalmente, su variación en el tiempo. Para actualizar esta polémica, dos episodios más. El primero, protagoniza­ do por Miguel Dalmaroni cuando, sobre el filo del Bicentenario, presenta otra versión de la tradición literaria nacional. Una república de las letras. Lugones, Rojas, Payró. Escritores argentinos y Estado incluye entre sus primeros párra­ fos una frase incisiva: “la literatura argentina es corta y mala” (2006b: 9). A semejante comentario le sigue otro de igual calibre: Dalmaroni confiesa que, a pesar de su denodado esfuerzo antológico a los fines de “no quedarnos con las manos vacías” (9 ), no rescata más que cinco o seis nombres entre los que desliza los de Sarmiento, Mansilla, Juan L. Ortiz, Saer y Aira. Finalmente, Jorge Fondebrider en “Últimos años de la literatura argentina: una serie de eventos desafortunados”, un texto igualmente inquietante, obser­ va que nuestra universidad focaliza la enseñanza de la literatura, por tomar el caso de la argentina, en la narrativa, excluyendo la poesía, el teatro, el ensayo. Su prevención respecto del carácter acotado de su diagnóstico (más allá de la manifiesta voluntad polemista) no impide señalar, de cualquier manera que, por ejemplo, los programas de Literatura Argentina II y de los seminarios de Martín Prieto (cfr. 1994-2008) dictados en la Universidad Nacional de Rosa­ rio se caracterizan por poner en el centro a la poesía, y los de Marcela Arpes (2011), dictados en la Universidad Nacional de la Patagonia Austral, al teatro (géneros sobre los que además giran sus investigaciones más importantes; cfr. Prieto, 2006; Arpes, 2012). En definitiva: en cada caso se constatan versiones intencionalmente selec­ tivas de un pasado y también de un presente que suponen diferentes configu­ raciones de la tradición (literaria argentina). Como recuerda Williams en La larga revolución: “ ... ser conscientes de una decisión tomada es ser conscientes de la existencia de otras decisiones alternativas” (128). Se sabe, el deseo de totalidad cuando emerge no es más que eso: un sueño, un anhelo, una fantasía.

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Algunos otros conceptos de uso frecuente i

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