Filosofía. Interrogaciones que a todos conciernen

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GRAN AUSTRAL

Filosofía lnterrogaciones que a todos conciernen Víctor Gómez Pin

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Filosofía Interrogaciones que a todos conciernen Víctor Gómez Pin

© Víctor Gómez Pin, 2008 © Espasa Calpe, S. A., 2008

Derechos cedidos a través de Silvia Bastos, S. L. Agencia literaria Diseño de cubierta: Cristina Vergara Depósito legal: M. 19.487-2008 ISBN 978-84-670-2699-3

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado -electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.-, sin el permiso previo de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual

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Editorial Espasa Calpe, S. A. Vía de las Dos Castillas, 33. Complejo Ática - Edificio 4 28224 Pozuelo de A/arcón (Madrid)

Renérentzat, zeinak «dena hitzaren bidez egina dela» dakien

En el semestre de otoño de 2007, mis alumnos de la Venice lnternational University me siguieron con paciencia en esta reflexión. Mis alumnos de la U.A.B. les precedieron. A. Roger transcribió y discutió las partes técnicas del manuscrito y F.Adell palió mi incompetencia informática.A todos ellos, mi agradecimiento.

Venecia (septiembre de 2007-febrero de 2008) - Ronda (16 de febrero de 2008)

ÍN DIC E

PÓRTICO I N T ERROGACION ES QUEA TODOS CONCI ERN EN l.

Los MEANDROS DE

INTERROGACIÓN ...............................

41

Peso de la interrogación más bien que de la respuesta .....

41

Toda lengua es filosófica ............... ................................ ..

42

El hombre se pregunta por el hombre .............................

44

Tras la física ....................................................................

46

Tras la matemática ..........................................................

49

Cosmos, infinito, tiempo ...............................................

51

La vida y su diversificación .............................................

53

Razones deAristóteles ....................................................

54

Razones de Darwin. . . y de sus hermeneutas ...................

55

Tras la genética y la lingüística ........................................

56

Cultura, éthos y ética .......................................................

58

«Salvar la ciudad» ...........................................................

61

Atenas sin esclavos ..........................................................

62

CONFIGURAR EL MUNDO (1) ..................................

65

El hombre de Herto .......................................................

65

El niño y la geometría- ....................................................

68

Lugar y vacío ..................................................................

70

2. MEDIR

Y

LA

10

ÍNDICE

Entorno animal y entorno humano ................................

71

Cosas a distancia del origen... cosas distanciadas entre sí .

74

A imagen y semejanza de un Dios euclidiano ................

77

.

Digresión: La limitación euclidiana y el mal ................... TRANSICIÓN

....................................................................... .

3. NATURALEZA ELEMENTAL ................................................... De la sombra a la sustancia ........................................... Lo superficial no es substancial .....................................

.

..

..

79 83 85 85 86

Digresión: Un continuo mirífico ....................................

87

Rasgos elementales de lo físico .......................................

89

La mayor subversión en el concepto de ente ................. El fin de una ilusión griega ........................................... 4. NATURALEZA VIVA

.

..

..

...............................................................

El estupor ante la vida

..

.................................................

.

93 97 101 101

El origen de la vida .................................................................. 103 Eide (especies): Clasificación de los seres vivos .............. 1O5 ..

De Linneo a Carl Woese ................................................. 106 Especies y genoma ......................................................... 108 .

Secuencias reguladoras y las diferencias entre chimpancés y humanos ................................................................ 109 .

Diferencia material: Secuencias repetitivas y la distinción entre individuos ......................................................... 112 La cuestión del sentido de la vida .................................. 113 .

Conocimiento animal y conocimiento humano ............. 117 .

Experiencia, t�cnica y ciencia ........................................ 118 .

Conciencia y animalidad: Uso equívoco del término ciencia

.

con-

....................................................................... 121

11

ÍNDICE

Bloques constitutivos de la conciencffi. Homo sapiens, Homo loquens

.

....

5. HOMO SAPIENS, HOMO LOQUENS

............................

......................................

.......................................

124 129 133

Mitocondrial Eva ............................................................ 133 Evolución según el instinto del habla .............................. 135 La singularidad del instinto del lenguaje ......................... 137 Cuando un código de señales trabaja para sí mismo ........ 139 La carne se hizo verbo ................................................... 141 .

Digresión: Peguy tras Darwin ......................................... 143 Lenguaje humano y códigos animales ............................. 144 Arbitrariedad del signo lingüístico y categorización del entorno a través del lenguaje ....................................... 147 Digresión: La derrota de las lenguas ................................ 152 De lo natural de E. coli a lo antinatural del lenguaje (re­ torno a lac operón) ..................................................... 154 .

A ¿ prendió realmente Washoe el lenguaje humano? ......... 159 ¿ Pueden pensar las máquinas ... tal como hacen las personas?

............................................................................

160

Pensamiento maquinal y pensamiento animal ................ 163 Objeciones filosóficas al pensamiento maquinal ............. 166 Una dificultad: inteligencia y redes neuronales ............... 168 6. LIBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

.............................

171

Moralidad y condición animal ........................................ 171 Moralidad como salto cualitativo en la evolución ........... 177 Del éthos que singulariza al ser humano .......................... 179 Moralidad y sometimiento

a

la razón ............................. 181 .

Moralidad y sometimiento a la palabra . .

. .

......

..

...............

185

¿ Moralidad legitimada por la ciencia o ciencia como corolario de la moralidad?

.................................................

189

Lenguaje y promesa de libertad ...................................... 195

12

ÍNDICE

Las condiciones de la libertad ........................................ 199 .

Del uso falaz del lenguaje como universal antropológico

.

205

Apostar al pensamiento... y desesperar del mismo .......... 208 Andreia: Rasgos distintivos del sujeto ético

La cuestión del juicio estético 1



•I

I

.........



............... 21O . . 218

......

. . ..

............

..

............

mag1nac1on y metr1ca ...................................................

7. MEDIR

Y CONFIGURAR

.

228

EL MUNDO (2) .................................. 231

Posición y lugar natural

................................................ 231

..

Localizado... y carente de lugar ....................................... 233 Lugar y materia .............................................................. 234 Búsqueda de la invariancia: La importancia del teorema de Pitágoras ............................................................... 236 .

Invariancia de la rectitud y múltiples tipos de líneas rectas

.

239

Rectitud de los grandes círculos .................................... 241 ..

Espacio e invariancia: La perpendicular

..

........................ 243

Infinitud de ejes de coordinación. . . lnvariancia en la medida

............................................................................

243

Espacio físico: El fantasma de la Tierra plana .................. 248 Espacio físico: Cuando falla la geometría euclidiana

.......

250

«Todo plano es revirado»: La necesidad de trascender la inevitable intuición euclidiana .................................... 251 No cabe recta (clásica) en superficie curva... Ni plano (clásico) en espacio curvo ........................................... 253 La Tierra es, pues, redonda... ¡Y el espacio, curvo! .......... 255 Esfera tetradimensional ¿Fórmula sin forma? El corte euclidiano

..............

........

.

..........

.

257

.

....................... 259

...................................

............

. . . . . ... .. . . . ..

.................

..

..

.

..

..

.

..

.

..

.

..........

261

Corte euclidiano versus adecuación a la curvatura ........... 263 Paradigma cauográfico .................................................. 266 .

Metabolé en los triángulos ............................................... 268

Esferas adyacentes .......................................................... 270

13

ÍNDICE

Digresión: de Dante a Riemann

.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Tiempo: medida del cambio corruptor

.

. . .

274

. . . . . . . . . . . . . . .

.

. . . . . . . . . . . . .

278

. . . . . . . . .

Irrealidad física y peso antropológico de tiempo y espacio absolutos (lo irreductible de Kant)

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

.

283

8. DEL CONTINUO AL INFINITO ............................................... 287 El problema del mal y el problema del continuo ............. 287 La cuestión del infinito cosmológico ............................. 288 .

Un paradigma griego: Universo esférico finito y denso .. 290 .

.

I'.

,

.

E_n expans1on ... ergo i1n1to ............................................ 295 .

La medida del universo .................................................. 299 .

Repudio y reivindicación del infinito matemático

. . . . . . . . . .

301

De lo infinitamente grande a lo infinitesimal .................. 303 EPÍLOGO ................................................................................. 307 .

ANEXOS TÉCNICOS DEL ELECTRÓN AL FOTÓN ....................................................... 313 .

INTERPRETACIÓN CANÓNICA DE LA MECÁNICA CUÁNTICA ........ 321 .

CONCEPTOS CENTRALES EN.GENÉTICA EL MODELO LACTOSA OPERÓN

.

. . . . . .

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

..

. . . . . .

.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

337 347

Los FÓSILES DE HERTO ........................................................... 351 .

UN GEN DETERMINANTE DE LA PALABRA

Y

DEL LENGUAJE

.

. . . . . . .

. .

355

VARIABILIDAD GENÉTICA COMO CRITERIO PARA INTERPRETAR LA EVOLUCIÓN

Y

EL ORIGEN DE NUESTRA ESPECIE

UN SOFISTICADO CÓDIGO DE SEÑALES

..

. . . . . . . .

.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Los INTENTOS DE OTORGAR LA PALABRA A PRIMATES MEMORIA

y

SINAPSIS

..

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y TIEMPO

.

· · · · · · · · · · · · · · · · ·

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¿QUÉ TIPO DE RASGO EMERGENTE SUPONE EL LENGUAJE? LUGAR

.

ARISTOTÉLICOS

.

. . .

.

. . . .

.

359 367 373 381 383 389

14

ÍNDICE

EUCLIDES: DEFINICIONES, POSTULADOS

Y

AXIOMAS

. . . . . . . . . . . . . . . . . .

395

DE LAMBERT A EINSTEIN: PROGRESIÓN EN LA IDEA DE UN ESPACIO NO EUCLIDIANO

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

399

TEORfA DE LA RELATIVIDAD .................................................... 415 .

NÚMEROS INFINITESIMALES ÍNDICE ONOMÁSTICO

Y

NÚMEROS TRANSFINITOS ............ 431 .

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

447

PÓRTICO INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Es una situación embarazosa la de alguien que, al ser pregun­ tado por su profesión, ha de responder «filósofo» o incluso «profesor de filosofía». Y el problema no reside tanto en que el interlocutor no sepa en qué sector del conocimiento o de la técnica encasillar tal res­ puesta, como en el hecho de que, probablemente, el propio filósofo tampoco lo sabe. Un filósofo es desde luego una persona cuya tarea es pensar, pero esto también caracteriza a Ramón y Cajal, Einstein, Gauss . . . , a los que nadie (al menos de entrada) califica de «filósofos». El emba­ razo del profesional de la filosofía se acentuará además por una sos­ pecha de lo que, ante su respuesta, el interlocutor empezará a barrun­ tar. Pues si se hiciera una encuesta en fa calle sobre el tema, la gran mayoría de los interrogados haría suya una opinión del orden si­ guiente: «Los filósofos son tipos que hablan sobre asuntos que sola­ mente a ellos interesan y en una jerga que solo ellos (en el mejor de los casos) entienden». Obviamente el profesional de la filosofía protestará y hasta se sentirá ofendido. Pero tiene en su contra el que esta popular idea de lo que sería la disposición filosófica, encuentra reflejo en el trabajo efectivo de muchos de sus colegas y (lo que es más grave) no forzosa­ mente en el de aquellos que hoy gozan de menor prestigio. De textos escritos generalmente en lenguas que al común le son ajenas, los filó­ sofos extraen material para sutilísimos argumentos a favor de tal o

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FILO SOFÍA. I NTE R ROGACIO NE S QUE A TO DO S CO NCIERNEN

cual posicionamiento respecto a asuntos que suelen tener una de las siguientes características: - La erudición es el soporte del problema mismo. Así es cuando se trata de saber si determinado pensador latino de segunda fila pu­ diera eventualmente haber hecho suya tal o cual tesis estoica. - El problema concierne efectivamente a todo el mundo. Pero a la hora de posicionarse respecto al mismo no se necesita en absoluto recurrir a autoridad más sabia: nadie, por ejemplo, duda de que el aprovechamiento del que está en situación de debilidad convierte al aprovechado en un canalla. Es decir, nadie necesita «profesores de virtud». - El problema concierne asimismo a todos, pero presenta una aporía irreductible que la literatura (la tragedia griega en primer lugar) ha plasmado con toda acuidad: ¿qué hacer, por ejemplo, cuando la ley oscura que vincula por lazos de sangre o amistad, entra en con­ tradicción con las leyes que regulan el orden social en el que uno se reconoce? En este caso, la dificultad no estriba en lo laborioso de la reflexión que conduciría a ver la salida cabal. Hay eventualmente, sin embargo, exigencia de acción, de toma de partido, exigencia que literalmente desgarra al individuo, de ahí la tragedia. Para resumir: el discurso caracterizado como filosófico pecaría de esoterismo terminológico, encubridor de una ausencia de autén­ tica problemática. Esto último, o bien en razón de que lo discutido es contingente respecto de las preocupaciones esenciales de los hu­ manos, o bien en razón de que lo discutido no tiene solución gene­ ral, ni por tanto solución que dependa de la radicalidad reflexiva, menos aún solución que dependa de riqueza informativa. Cabe mencionar, asimismo, una tercera modalidad bajo la cual se presenta la filosofía y que no es menos indigente que las anterio­ res. Se trata de su imagen como consuelo espiritual frente a las vicisi­ tudes negativas. En nuestros tiempos, tal imagen ha dado lugar a la

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aparición de ensayos filosóficos mediáticamente voceados que (con mayor o menor pudor y mayor o menor agudeza) nos ofrecen un equivalente de los antiguos breviarios en los que se refugiaba la sabi­ duría popular. Uno de los más exitosos vinculaba opositivamente (hace ya unos diez años) un conocido medicamento antidepresivo a la filosofía, que, a juicio del autor, debería sustituir al primero. Dado que una de las cualidades de tal droga es la de neutralizar las razones de ansiedad provocadoras de insomnio, su homologación a la filosofía permitiría catalogar a esta última entre las modalidades contemporáneas de la tisana. Propongo, pues, al lector de tal ensayo que, a la hora de apagar la lámpara, enriquezca el cúmulo de rituales encauzadores del sueño con el abordaje del siguiente problema (¡filo­ sófico donde los haya!): ¿Es el mundo realmente finito? Y, en tal caso, suponiendo que responde al modelo de la esfera riemanniana (en lugar de tener forma de esfera simple, como el mundo finito de Aristóteles) . . . , ¿hay ma­ nera de que la imaginación alcance a representar tal mundo?, o, en otros términos, siendo nosotros tridimensionales, ¿hay manera de dar imagen al concepto de un espacio curvado? Tras esforzarse toda la noche en hallar respuesta adecuada a ese problema, el lector de algu­ no de los breviarios aludidos estará en condiciones de discernir si, efectivamente, la imagen de la tisana es válida tratándose de filosofía. Esta alusión a los empleos ilegítimos de la palabra filosofía apunta a poner de relieve que el discurso filosófico· es a menudo vam­ pirizado por una operación que traiciona los orígenes mismos de la ilosofía, operación que tienda más bien a encubrir que a desvelar. Por decirlo llanamente: el lugar de la filosofía habría sido ocupado por usurpadores. Mas en esta hipótesis: ¿cuál sería la característica del discurso que respondería a la exigencia filosófica? Se intenta aquí dar una respuesta de mínimos. La filosofía se enfrenta a interrogantes ue se presentan al espíritu en cuanto este deja de estar distraído. Entendiendo por distraído lo siguiente: ocupado en problemas con-

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FILO SOFÍA. I NTER ROGACIONE S QUE A TO DO S CO NCIERNEN

tingentes, es decir, problemas que (por apremiantes y hasta dramáti­ cos que puedan ser) no son parte de las alforjas elementales de la humanidad, no se presentan necesariamente en toda organización hu­ mana concebible. Difícil es para el filósofo convencer (tanto a los demás como a sí mismo) de que en los ejemplos expuestos hay mucho de burda ca­ ricatura y que, en realidad, filósofo es exclusivamente aquel que habla de cosas q ue a todos conciernen y lo hace en términos, de entrada, ele­ mentales y que solo alcanzan la inevitable complejidad respetando esa absoluta exigencia de transparencia que viene emblemáticamente asociada al nombre de Descartes. Recuperar la disposición filosófica es obviamente tanto más ur­ gente cuanto más alejado se halla uno de ella. Este presupuesto tiene una consecuencia inmediata sobre el instrumento de la filosofía, que no es otro que el lenguaje inmediato e inevitablemente equívoco, del que se nutre la vida cotidiana. En el hablar ajeno a la jerga filosófica ha de encontrar la filosofía no solo arranque, sino tensión e impulso para sus objetivos. Mas precisamente por lo ambicioso de estos, la fi­ losofía acaba exigiendo un grado de tecnicidad y hasta de erudición que incluye, por supuesto, la historia misma de la filosofía. Los filósofos suelen a veces decir que los textos fundamentales· de la líistoria de la filosofía son para ellos el análogo de lo que el la­ boratorio es para el científico. Aunque esto es desde luego exagerado, no hay duda de que en tales textos se fraguan las interrogaciones filo­ sóficas elementales. Cuando las mismas son vivificadas por los ele­ mentos de información que aporta la ciencia contemporánea y por las interrogaciones de los grandes artistas de nuestro tiempo, enton­ ces . . . la reflexión filosófica acerca al ser humano simplemente a lo que Aristóteles definía como su condición, a saber: la de un animal que busca satisfacción en el saber. Pero ha de insistirse en que la complejidad técnica no puede aparecer desde el origen, y menos aún cabe empezar con esos guiños

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que se hacen mutuamente los eruditos. El filósofo arranca hablando en términos profundamente cargados de sentido y lo hace combi­ nándolos de manera simplemente razonable, es decir, evitando en lo posible la niebla conceptual y la interferencia de sentidos. Y aunque toda la historia de la ciencia y toda la carga de espir�tualidad concen­ trada en la historia del arte son instrumentos tan imprescindibles como insuficientes para responder a una sola de las 'elementales in­ terrogaciones abiertas por Aristóteles, cada ingrediente técnico o erudito ha de ser introducido en el momento realmente útil y desple­ gado en términos que solo progresivamente adquieren complejidad. Filósofo es quien, simplemente, ha asignado a su mente el obje­ tivo más ambicioso que cabe esperar. Y se trata esencialmente de no ir de farol. Así, cualesquiera que sean las vicisitudes de su vida labo� ral, económica, afectiva . . . el filósofo ha de encontrar la entereza par� ortearlas, de tal manera que no imposibiliten el esfuerzo en pos de la lucidez, en el que siente que reside su confrontación esencial. Refiriéndose a un proyecto análogo en radicalidad al del filóofo, a saber, el trabajo de la narración literaria, Marcel Proust afir­ maba abrigar la esperanza de llegar a contar entre los afortunados para quienes, precisamente por lo sobrehumano de su esfuerzo, «la hora de la verdad» sonaría antes que «la hora de la muerte». Mas el propio narrador se quejaba de haber perdido largos años en futilidades, de tal manera que se enfrentaba a la tarea «en vísperas de la muerte y sin saer nada de mi oficio». Pues bien, este asunto del oficio no es menos sencial para el filósofo: El filósofo ha de determinar cuál es su obje­ rivo, qué tipo de interrogaciones le caracterizan en el seno de aquellos uya función es plantear interrogaciones. Estas interrogaciones pueden referirse a lo inmediatamente dado (tanto en el entorno natural como n el registro de lo psíquico), o a aspectos más ocultos, eventualmente . 'ª de manera parcial explorados por una indagación anterior. Una vez realizada esta tarea, una vez delimitado el objetivo, el 1lósofo (como toda persona razonable) ha de valorar si se encuentra

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FILO SO FÍA. I NTER ROGACIONES QUE A TO DOS CO NCIER NE N

en condiciones de abordarlo, es decir: si reúne tanto la potencia de pensamiento que el asunto requiere como los instrumentos sin los cuales tal potencia sería inoperante. El filósofo, en suma, como todo aquel que se propone un objetivo, ha de estar provisto de alforjas y ha de revisar periódicamente las mismas, por si algún instrumental exigido por una imprevista tarea ·no estuviese disponible. Decir que un filósofo habla exclusivamente de asuntos que a todos conciernen, decir que si algún asunto no responde a esta exi­ gencia no puede ser filosófico, es acercar la interrogación filosófica a esas preguntas elementales que el ser humano plantea como mero corolario de una suerte de tendencia innata. Tendencia que, desde luego, observamos en los niños y que cuenta entre sus ingredientes con lo que un pensador contemporáneo ha denominado «instinto de lenguaje». Instinto que mueve a intentar que el lenguaje se fertilice, alcance aquello de que es potencialmente capaz, es decir se realice. El lenguaje alcanza su madurez explorando diferentes vías, pero desde luego la vía interrogativa es una de ellas, y la palabra designativa de la situación de estupor que lleva a interrogarse es precisamente filosofla. Corolario inmediato del presupuesto de universalidad de la fi­ losofía es lo siguiente: La única forma de que la filosofía no forme parte de nuestras vidas es que haya sido objeto de repudio. Cabe de­ cir que tal repudio, sustentado en razones sociales relati�amente bien delimitables, se halla en la base de la actitud que, respecto a la vida del espíritu, caracteriza a la inmensa mayoría de los ciudadanos. Dando un paso más, cabe conjeturar que la organización concreta de la vida social efectiva es fruto de ese repudio, lo cual explicaría que sean tan pocos los que se creen concernidos por las interrogaciones filosóficas. Mas si hombre implica filósofo, si (por evocar ya a Aristóteles) hombre implica t�nsión en pos de la lucidez (tensión en pos de que sea desvelado aquello que, de entrada, se oculta a nuestra inteligen­ cia), entonces todo orden social sustentado en el repudio de la filoso-

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fía, o en reducirla a práctica de una elite,"'es intrínsecamente ilegí­ timo, mutilador de la condición humana. Corolario importantísimo del postulado según el cual la filoso­ fía concierne al género humano como tal, es también que la disposi­ ción filosófica ha de ser fomentada desde muy pronto, impidiendo que la educación infantil se traduzca en parcialización del espíritu. Pues un niño es naturalmente rebelde al aprendizaje de disciplinas desprovistas de hilo conductor que las unifique y, en consecuencia, carentes de sentido. Por definición, un niño es alguien en quien la capacidad de ha­ blar se ha actualizado tan solo recientemente. Mas por ello mismo, el niño no se halla aún contaminado por los usos falaces de la palabra, que acaban por ser los que imperan en un universo adulto susten­ tado en ese rechazo de la lucidez antes evocado. Es bien sabido que los niños se caracterizan por una actitud in­ terrogativa que, a menudo, desconcierta y hasta irrita a los mayores. Por supuesto que, muy frecuentemente, tal actitud no refleja sino un interés trivial por asuntos perfectamente contingentes. Pero, ha­ ciendo una criba suficientemente fina, en el discurso del niño cabe percibir el meollo de alguna de las interrogaciones más elementales, y a la vez más radicales, a las que se enfrenta la humanidad. En alguna ocasión he evocado al respecto el caso de una niña parisina que (correteando incesantemente por la casa en una reunión organizada por su madre) se detuvo repentinamente, balanceando su cuerpo, con expresión en la que se mezclaban alborozo e inquietud y, ante la mirada interrogativa de la madre, preguntó: «¿Por qué me si­ gue?». Quien seguía de tal modo a la pequeña era su sombra, cuyo vínculo con su propio ser era descubierto por vez primera, en una disposición de espíritu que cabe, sin exageración alguna, identificar a ese estupor ya aludido en el que Platón y Aristóteles situaban el ori­ gen de la filosofía. Cuando la madre, a la vez tranquilizada e irritada por la interrupción, respondió con un seco «no lo sé», la pequeña

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F I LO SO F ÍA . I NT E R ROGACIONES QUE A TO DOS CO NCI E R N E N

dijo «pues yo quiero saberlo» (maisje veux le savoir) con tono que en­ cerraba todo un desafío. Pues bien: Esta actitud de la pequeña pari­ sina, su desconcierto y rabia ante el frívolo rechazo de su madre a considerar una interrogación de hecho esencial, muestra que el espí­ ritu de un niño no es esa tábula rasa que el pensador Steven Pinker denuncia (suerte de saco de patatas que solo la información llenaría de contenidos), sino que se halla constituido por facultades que la educación debe simplemente potenciar y actualizar. Por decirlo en términos de Platón, la educación debe fertilizar un órgano ya dado, no sustituirse al mismo. Tras muchos años de enseñanza creo estar en condiciones de barruntar qué hace a un joven derivar (normalmente desde la adoles­ cencia y con nula complicidad de su entorno familiar y hasta educa­ tivo) hacia la disciplina universitaria designada mediante la rúbrica filosofia. Se trata sin duda de una aspiración al conocimiento, que ciertamente también tiene el que aspira a ser científico o artista (aun­ que en este último caso la pulsión de conocimiento se subordina a otra inclinación exclusiva de los seres de razón, que más adelante nos ocupará). Pero el ansia por conocer se mezcla aquí con una curiosa expec­ tativa: se atribuye al conocimiento una potencialidad de conferir sig­ nificación, es decir, de arrancar a la in- significancia que supone una vida reducida a la consecución de objetivos predeterminados por el entorno, y en relación con los cuales el saber es reducido a mero ins­ trumento. Se diría que el filósofo en ciernes barrunta la radical ver­ dad, y sobre todo el enorme peso, de la tesis aristotélica que sitúa la esencia del hombre (lo que le singulariza como especie animal y le confiere una naturaleza) en la razón y el lenguaje . . . , barrunta, en consecuencia, que potenciar la vida integral del espíritu es la única forma de responder a la propia condición y reconciliarse con ella. '-

Ciertamente tras todo esto anida también un deseo de escapar a las limitaciones de la vida; deseo de lo que, en otro contexto, se deno-

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minaba salvar el alma. No se trata ciertamente de salvarla a cualquier precio, no se trata desde luego de salvarla atm a costa del buen juicio. Importantísimo matiz que separa radicalmente al joven de referencia de aquel otro que, por decir un ejemplo, canalizara toda la tensión de su espíritu en intentar responder a los imperativos de la catequesis. Ya Kant veía en esta doble pulsión el motor que conduce a la práctica filosófica que él designaba como Metafísica, problemático término que, hasta ulterior precisión, intentaré evitar. Conviene avanzar que uno de los objetivos de Kant es mostrar que, si la filoso­ fía puede realmente llegar a satisfacer (parcialmente al menos) la pri­ mera tendencia, nunca conseguirá hacerlo con la segunda. La filoso­ fía no puede, por así decirlo, competir con la religión. De ahí que el joven que se dedica a la filosofía acabe sacrificando toda inclinación a algún tipo de promesa vana, es decir, promesa que no venga estric­ tamente determinada por aquello que de la razón cabe esperar. Lo bueno del asunto es que el campo de lo que la razón ofrece es enormemente rico y fértil, como no podía ser menos dada nuestra condición de seres racionales. Ni la filosofía salva (concretamente de los efectos termodinámicos en nuestros cuerpos que designamos como huellas del tiempo), ni necesidad alguna hay de que salve. Pues el horizonte de satisfacción que la filosofía ofrece se sitúa más allá de las construcciones imaginarias con las que encubrimos lo real de la condición humana que tantas veces nos negamos a asumir; más allá, desde luego, de esa suprema construcción imaginaria que es la idea de una absoluta salvación. Un profesor de física en una universidad catalana, que tiene la suerte de aunar la condición de científico y la de poeta (realizando así de alguna manera lo que cabría calificar de ideario humanista) se refería hace unos años al privilegio que había supuesto para él argu­ mentar, sorprender, debatir, demostrar, «en un cielo de pizarras y de tiza» y ante la mirada asombrada de quienes parecían ser cíclica re­ creación de la juventud. Estos seres con mirada aún no contaminada,

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F I LO SO F ÍA . I NT E R RO GACIO N ES QUE A TO DO S CO NC I ERNEN

separan de alguna manera la gema del pedrusco y así obligan al que a ellos se dirige a forjarse a sí mismo en un combate continuamente re­ novado. Solo cabe en esta apuesta esperar un triunfo parcial, pues siempre perdura un rescoldo que justifica el sentimiento de impos­ tura, el sentimiento de no responder realmente a la imagen que uno ha configurado para los demás. Dado que esta reflexión sobre las interrogaciones elementales o filosóficas se despliega en forma de escrito, no hay ciertamente mira­ das que sirvan de espejo inmediato (y a veces cruel) de la veracidad o falacia del discurso. Y sin embargo la sombra de la impostura per­ siste, y no solo para el que escribe estas líneas. Pues tan impostura se­ ría el que la recepción de estas reflexiones viniera tan solo a llenar un hueco, una suerte de vacío en el registro de la información cultural, como que su emisión no respondiera a un deseo de aclararse a sí mismo en el acto de intentar que los demás se aclaren. No hay manera de plantear la cuestión del contenido de la filo­ sofía sin referirse a Aristóteles. Y también constituye este autor el re­ ferente principal cuando se trata de apuntar a las causas de que se dé en el ser humano la disposición filosófica. Mas antes de transcribir el texto fundamental de Aristóteles respecto al segundo punto, permí­ taseme evocar archirrepetidos tópicos de la historia de la ciencia y glosar un comentario a los mismos de uno de los más importantes fí­ sicos del siglo veinte: Pese a la evidencia empírica que suponía la circunvalación de la Tierra por navegantes de diferentes países, fue difícil superar argu­ mentos en contra de la esfericidad, que parecían del todo razonables. Así la objeción de que, al alejarse de nuestro horizonte, abandonaría­ mos progresivamente la posición que nos mantiene sobre la superfi­ cie de la Tierra y al llegar a la antípoda, pura y simplemente caeríamos en el vacío. Argumento vinculado a este es que dejaría de haber un «arriba» y un «abajo» propiamente dichos, pues, de mantenerse alguien en el otro extremo, para él nuestra actual posición sería «abajo». ....

27

P ó RT ICO

Había además la confianza en la intuición inmediata, que de ninguna manera abogaba por la esfericidad (aunque repleta de acci­ dentales curvaturas, como las colinas, la superficie de la Tierra se nos antoja de entrada plana). Y desde luego la intuición tampoco abo­ gaba por la tesis de que el Sol era un enorme astro incandescente en torno al cual otros astros (la Tierra entre ellos) girarían. El segundo ejemplo es tanto más interesante, cuanto que no se daba siquiera el análogo empírico de lo que la circunvalación marítima supuso para el primero y que forzó al silencio tantas voces conservadoras. Si a ello añadimos que las doctrinas religiosas imperantes (pero también muchas de las que ya no lo eran) daban en general apoyo a las arraigadas convicciones sobre la centralidad de la Tierra, ¿qué hizo que las nuevas hipótesis astronómicas fueran abriéndose camino? Pues simplemente que, por contrarias que fueran a la intuición y a la fe, poseían gran fuerza explicativa. Ahora bien: lograr aclarar, expli­ car, sustentar en razón el entorno terrestre o celeste, y a poder ser en su totalidad, constituye en palabras de Max Born «el ardiente deseo de toda mente pensante», deseo que no se aminora en absoluto por el hecho de que aquello que se trata de aclarar «sea eventualmente de total irrelevancia para nuestra existencia». Casi cada palabra es importante en estas afirmaciones del nobel de Física e interlocutor mayor de Einstein. Conviene enfatizar el he­ cho de que el apetito de transparencia es propio de todas las mentes pensantes, no meramente de una elite social, religiosa o intelectual. Y estamos con ello en situación de leer o releer el evocado texto de Aristóteles (que presentaré en traducción tan «libre» estilísticamente como rigurosamente fiel al contenido). TODOS los humanos, en razón de su propia naturaleza,

desean

el saber. Indicio de ello es el placer que los sentidos nos procuran; pues incluso cuando su ejercicio no es de utilidad alguna, nos com­ placemos en que estén operativos, y ello es particularmente cierto

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F I LO SO F ÍA . I NT E R ROGACIONES QUE A TO DO S CO NCIERNEN

tratándose de la vista. En efecto, no solo en los casos en que la vista es útil para un objetivo, sino también cuando nada pretendemos ha­

ver

cer, preferimos

a cualquier otra cosa; la razón estriba en que, de

entre todos los sentidos, es la vista la que nos proporciona mayor per­ cepción de diferencias en las cosas que a nosotros se ofrecen. En razón de la naturaleza de los animales, estos nacen con ca­ pacidad de tener sensaciones; en algunos de ellos la sensación llega a generar memoria, mientras que en otros esto no ocurre. Los dotados de memoria son más cautos y prudentes que los incapaces de recor­ dar. Tal prudencia se da incluso entre animales desprovistos de capa­ cidad auditiva, mas cuando esta última se añade, entonces el animal adquiere cierta capacidad de aprendizaje. Así pues, los animales diferentes del hombre viven con imáge­ nes y recuerdos y ello les proporciona ya, en pequeño grado, la capa­ cidad de tener

experiencia.

Pero en el vivir de los humanos cuentan

además como ingredientes el conocimiento técnico y la capacidad de razonar. Tratándose de la vida práctica, la experiencia no tiene menor valor que el conocimiento técnico, y el hombre con experiencia tiene más éxito que el que domina la teoría pero no tiene experiencia. Y sin embargo todos pensamos que el conocimiento y la intelección son cosa más bien del técnico y que este es más sabio que el mero hom­ bre de experiencia, y ello en razón de que conoce la causa, la cual el pnmero ignora.

. . . Y así, cuando las técnicas proliferaron, unas al servicio de las necesidades de la vida, otras con vistas al recreo y ornato de la misma, los inventores de las últimas eran con toda justicia considerados más sabios, dado que su conocer no se subordinaba a la utilidad. Mas solo cuando tanto las primeras técnicas como las segundas estaban ya do­ minadas, surgieron las disciplinas que no tenían como objetivo ni el ornamentar la vida ni el satisfacer sus necesidades. Y ello aconteció en los lugares do¿:de algunos hombres empezaron a gozar de libertad. Razón por la cual las matemáticas fructificaron en Egipto, pues la casta de los sacerdotes no era esclava del trabajo.

Pó RTICO

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Tras el hecho, ya señalado, de que ArJstóteles atribuye la exi­ gencia del pensar a la totalidad de los humanos, cabe enfatizar la afir­ mación de que disciplinas como la matemática, solo son posibles cuando están solventadas, no ya las cuestiones relativas a la necesi­ dad, sino también las relativas a la distracción, el ornato y hasta la belleza. Importantísima es asimismo la declaración de que solo en. condiciones de libertad pueden los humanos acceder a esta última etapa. En fin, es muy significativo el hecho mismo de que el primer ejemplo de ciencia que responde a la exigencia de absoluto desinterés por aspectos ajenos a su propia práctica sea la matemática. De esta independencia del pensamiento matemático, no ya con relación a los intereses de la vida cotidiana, sino incluso a las exigencias de otras disciplinas, cabe dar un ejemplo indiscutible, a saber, la teoría de las secciones cónicas: los matemáticos griegos estudian la elipse, la pará­ bola y la hipérbola, 400 años antes de Cristo, pero su primera aplica­ ción no se encuentra hasta la cosmología de Kepler, con su conjetura de las órbitas elípticas que, en torno al Sol, realizarían los planetas. Hemos de relacionar estos rasgos, en los que se muestra un as­ pecto desprendido y liberador del hecho mismo de pensar, con lo que antes decía sobre la mutilación que para los seres humanos su­ pone vivir en una sociedad que da la espalda a la filosofía, o que incluso se sustenta en su repudio: Para la inmensa mayoría de los hu­ manos la lucha por la subsistencia ocupa la integridad de sus jorna­ das. Y aun ateniéndose a los privilegiados ámbitos en los que esta es­ clavitud inmediata queda atrás, perdura la imposibilidad de vivir en condiciones no ya de ornato y confort, sino incluso de salubridad; es decir, imposibilidad de vivir simplemente con decencia. En lo re­ ferente al ornato, la preocupación por alcanzarlo llega a confundirse con la radical confrontación que supone la aspiración artística, de lo cual es indicio el uso que se hace en nuestra lengua del término diseño. En fin, somos tan poco fieles a la concepción aristotélica del saber como algo en lo que el hombre encuentra su realización (y que

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FILO SOFÍA. INTER RO GACIO N E S QUE A TO DO S CO NCIERNEN

en consecuencia ha de valer por sí mismo), que la matemática es so­ cialmente concebida como mero instrumento para disciplinas con fi­ nalidades prácticas, e incluso instrumentalizada al servicio de la se­ lección social. Asunto este que será recurrente a lo largo de esta reflexión. Finalicemos dejando de nuevo que se exprese el propio Aristóteles, refiriéndose ya explícitamente a la filosofía: . . . Pues los hombres empiezan y empezaron siempre a filosofar movidos por el estupor. Al principio su estupor es relativo a cosas muy sencillas, mas poco a poco el estupor se extiende a más impor­ tantes asuntos, como fenómenos relacionados con la Luna y otros que conciernen al Sol y las estrellas y también al origen del universo.

Y el hombre que experimenta estupefacción se considera a sí mismo ignorante (de ahí que incluso el amor de los mitos sea en cierto sen­ tido amor de la sabiduría, pues el mito está trabado con cosas que de­ jan al que escucha estupefacto). Y puesto que filosofan con vistas a escapar a la ignorancia, evidentemente buscan el saber por el saber y no por un fin utilitario. Y lo que realmente aconteció confirma esta tesis. Pues solo cuando las necesidades de la vida y las exigencias de confort y recreo estaban cubiertas empezó a buscarse un conoci­ miento de este tipo, que nadie debe buscar con vistas a algún prove­ cho. Pues así como llamamos libre a la persona cuya vida no está su­ bordinada a la del otro, así la filosofía constituye la ciencia libre, pues no tiene otro objetivo que sí misma.

Glosando de nuevo al evocado poeta catalán David Jau, se trata de que unos y otros lleguemos a sentirnos henchidos de saberes más ricos que los por uno forjados y ello mediante el procedimiento de que tales saberes lleguen legítimamente a ser vividos como propia riqueza. De pocas cosas en esta vida puedo sentirme más satisfecho que de haber convencido a más de un estudiante «de letras» de que, �

llegando a entender las fórmulas de la relatividad restringida, experimentaría la misma emoción que Einstein.

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Pó RTICO

""

Esta es quizás una buena delimitación del objetivo: sentir que estas fórmulas (en las que se hace inteligible la dura tesis de que el tiempo y el espacio de nuestra intuición inmediata carecen de objeti­ vidad física) tienen su potencia en ellas mismas. Sentir que no son fruto de la subjetividad de Einstein, sino más bien espléndido indicio de que Einstein (y como él cada uno de nosotros) puede dejar de estar encharcado en el cúmulo de preocupaciones, tan legítimas como generalmente estériles, que constituyen precisamente lo esencial de nuestra cambiante subjetividad Sentir, en suma, que las fórmulas de Einstein son en realidad de todo aquel que, literalmente, las recrea. Esta exigencia de llegar a hacer propios saberes que han confi­ gurado otros explica por qué, en un párrafo anterior, insistía en la ne­ cesidad de que el filósofo revise periódicamente sus alforjas, a fin de verificar que dispone de los utensilios necesarios para su tarea. Pues bien: Una actitud habitual en el filósofo es estimar que los instru­ mentos en cuestión son generados por la reflexión misma, la cual, a u vez, no exigiría otra cosa que las estructuras básicas del lenguaje, algo que cabría llamar bagaje elemental de la humanidad. El que así apuesta por la fuerza de la introspección, confía en que el conte­ nido, tanto interrogativo como instrumental, de la filosofía surgiría en cascada a partir de una asunción suficientemente radical de la propia condición del ser lingüístico. Así, por ejemplo, la mera luci­ dez respecto a lo que supone la condición biológica llevaría al pro­ blema de nuestra finitud, de ahí al de la finitud del universo (discuión sobre la entropía incluida) y correlativamente al problema del infinito, en sus múltiples vertientes. Este ultimo problema se concre­ tizaría inevitablemente en forma matemática, pero para alcanzar la disponibilidad de los instrumentos matemáticos necesarios, basta­ ría una inserción en sí mismo apuntando a una suerte de platónica .

.

.

remmzscencza. El diálogo de Platón titulado Menón ha sido siempre conside­ rado un paradigma de este tipo de abordaje. La confianza en que la

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F I LO SO F ÍA . I NT E R RO GACIO N E S QUE A TO DOS CO NC I E R N E N

matemática se halla inscrita en lo que constituye la naturaleza misma del ser humano, en aquello que le diferencia de los demás animales, ha constituido desde Pitágoras una suerte de promesa de plenitud espiri­ tual. Pues además de conjeturar que las estructuras matemáticas serían innatas, el filósofo pitagórico-platónico barrunta que, sin ayuda de la matemática, quedan fuera de él las armas conceptuales que permiten enfrentarse a problemas esenciales de lo que intuye ser su profesión. Mas aquí es donde la tentación de limitarse a un método in­ trospectivo adquiere mayor relieve: Pues aun teniendo clara la exi­ gencia de instrumentos técnicos en el abordaje de su tarea, el refugio en la introspección permite al filósofo soslayar la molesta pregunta sobre la exigencia de informaciones procedentes del exterior, es decir, soslayar la cuestión del aprendizaje, de lo prescindible o imprescindi­ ble de la mediación por la cultura científica o artística. Por decirlo brutalmente: Si al bagaje esencial se accede a través de una suerte de reminiscencia platónica, entonces, a la hora de enfrentarse, por ejem­ plo, al problema del espacio, el filósofo se libra de una incursión en la Teoría de la Relatividad, a través quizás de la convencional inscrip­ ción en un primer curso de Física. O bien, en otro registro: el pro­ blema de la dicción clara, al que se refería Wagner, que puede llegar a sugerir una primacía del lenguaje sobre la música, ¿es o no media­ ción necesaria para el filósofo que se enfrenta a la interrogación sobre el modo originario del lenguaje? Esta confianza en la introspección no es, desde luego, total­ mente gratuita. En última instancia se sustenta en el sentimiento de la capacidad de autofertilización de las facultades con las que -por su propia naturaleza- el hombre se halla provisto. Así, la cuestión relativa a qué ha de saber un filósofo, remite a la interrogación sobre la frontera que separa lo innato y lo cultural; cuestión que se pre­ senta emblemáticamente a la hora de abordar el estatuto del lenguaje humano. Pues siendo obvio que solo habla aquel que se halla innata­ mente facultado para ello, también lo es que sin esta mediación por

Pó RT ICO

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los demás que caracteriza al hecho cultural, el ser potencialmente lin­ güístico no llegará nunca a ser lingüístico en acto: Ciertamente solo los bebés de nuestra especie superan (en ra­ zón de su innata determinación por las estructuras lingüísticas) la condición de seres carentes de habla. Pero solo la inmersión en una u otra lengua materna posibilita que acontezca algo tan admirable. Ello es prueba suficiente del enorme peso de la mediación informa­ tiva a la hora de responder cabalmente a la condición humana, a lo cual aspira siempre el filósofo. En suma, la esperanza de alcanzar elevadas cotas de lucidez sus­ tentdndose solo en sí mismo constituye algo así como una rousseau­ niana inocencia del filósofo. Se objetará que el filósofo, en el sentido convencional de la pa­ labra, no responde a este esquema, que ha realizado mediaciones por la historia del pensamiento y concretamente por la historia de los es­ critos filosóficos. Mas no deja de ser cierto que una vez adquirido ese bagaje, el filósofo a veces se detiene en el esfuerzo, renunciando a ad­ quirir un acervo procedente de otras disciplinas. Tal actitud explica que una gran parte de la filosofía de nuestro tiempo consista en al­ guna varíante de la llamada hermenéutica, es decir: en un retorno a los textos erigidos en referencia última; actitud que no carece de analogías con la propuesta luterana de confrontar directamente a ada siervo de Dios con la palabra a él referida. De ahí que la actitud consistente en erigir los textos filosóficos en laboratorio de la filosofía (y en considerar que la ascesis interpre­ tativa del propio juicio es lo único que, ante tales textos, realmente cuenta) no pueda ser barrida de un plumazo: Es incluso posible que cuando los textos filosóficos remiten indiscutiblemente a tipos de co­ nocimiento que forman parte del acervo científico, técnico o artís­ rico (así, por ejemplo, cuando desde las primeras páginas de la Crí­ tica de la razón pura, Kant remite a la incompletud de las teorías gravitatorias entonces existentes) baste una inmersión introspectiva

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FI LO SO F ÍA . I NT E R ROGACIONES QUE A TO DOS CO NC I E R N E N

en los conceptos que se manejan, para que tales aspectos técnicos surjan en la suerte de reminiscencia platónica ya evocada. Es posible, en suma, que armado con sus textos básicos, el filósofo en su obje­ tivo de alcanzar la lucidez, se baste a sí mismo. Todo ello es posible, pero . . . no es seguro. Y en tal falta de segu­ ridad se sustenta el presente proyecto de articular una suerte de catá­ logo relativo a qué ha de saber un filósofo. Delimitar lo que ha de saber un filósofo, pasa, en primer lugar por el establecimiento de un listado de esas interrogaciones filosóficas elementales a las que he ve­ nido refiriéndome. Tal listado debe incluir cuestiones relativas al es­ pacio, al tiempo, a la condición lingüística, a la diferencia entre lo humano y lo meramente animal, al vínculo entre tiempo y corrup­ ción, al vínculo entre palabra y música, a la función de la represen­ tación plástica, etc. Reflexión para la que será fértil apoyo un saber indiscutible­ mente técnico, es decir, inequívoco y controlable. Tal saber incluye necesariamente aspectos relativos a genética, lingüística, mecánica clásica, mecánica cuántica, Teoría de la Relatividad, Teoría matemá­ tica de Conjuntos, topología algebraica, teoría físico-matemática del campo, teorías ondulatorias de la luz y el sonido, momentos de la historia de la teoría musical, historia conceptual del arte . . . y un no muy largo etcétera. Aun en el caso de que se haya ya pasado por el aprendizaje de alguno de estos puntos, rememorarlos en función de una interroga­ ción filosófica, y siguiendo un estricto hilo conductor, supone no solo actualizarlos, sino darles vida, es decir, librarlos de la esterilidad consistente en no saber a qué responden, esterilidad en la cual son fácil presa del olvido. Nunca se reiterará en exceso que la filosofía, precisamente por constituir una exigencia elemental del ser lingüístico, alcanza un ele,..

vado grado de complejidad. Pues las cuestiones elementales son la auténtica matriz, tanto de la disposición espiritual que conduce a la

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ciencia como de la que conduce a la exigencia artística. La matemá­ tica, la reflexión musical o la física teórica encuentran en la filosofía un auténtico punto de convergencia, una .ii E AN D ROS D E LA INTERROGACI Ó N

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Mas la pólis griega es también emblemáticamente el lugar de la dia . . . y la tragedia solo es fácilmente soportable en representa­

_

es decir, en ausencia. De ahí que, para escapar a la tragedia se

. .

Jncie a la pólis. Renuncia que tiene como corolario la multiplica­ , de las falsas querellas, los problemas sin sentido y los odios cons­ . os, que sirven fundamentalmente para distraernos de lo esen­ . Todo proyecto emancipador, todo proyecto de realización de la pasa por acabar con la situación en la cual el trabajo embruter y el ocio complementario de ese embrutecimiento impiden a

s,

iudadanos un solo instante de veracidad, es decir, de lúcida ex­ ración de su condición indisociablemente exultante y trágica. Ve­ - ·dad de la propia vida a la que han apelado, a lo largo de la histo­ . artistas y poetas, pero, asimismo, simplemente todos los hombres mente sensatos. La sociedad contemporánea tiene su urdimbre en guerras en las les a veces el patriotismo es falso, pero el odio es imprescindible, sin ese odio se abriría una rendija por la que podría penetrar la de un proyecto colectivo. De Bagdad a Haití la tierra está po­ da de conflictos sin solución previsible en el estado actual de las as. Pues bien, cabe decir que en el origen de esos conflictos no se lla la lucha de los seres humanos por alcanzar objetivos esenciales a realización de su naturaleza, sino el esfuerzo nihilista por evitar e el ser humano los delimite claramente. Sarcasmo, o al menos nía, produciría hoy la frase «cada uno según sus posibilidades, a ·da uno según sus necesidades». Y sin embargo, solo en la compren­ n de lo que esta frase significa puede uno pensar que el arte a to­ concierne, que la ciencia no es cosa de elites, que los poetas, pin1res o músicos que aparecían como avanzadilla de tantos proyectos mancipatorios no estaban en realidad motivados por meros intere­ narcisistas. En la parodia de destino común para la humanidad que consti­ ye la llamada «sociedad global», la lucha por la mera subsistencia

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F I LOSOFÍA. I NTERROGACI O N ES QUE A TO DOS CONCIERNE

sigue siendo un ingrediente (una vez más esa imagen de África some­ tida a la rapiña no ya de los recursos naturales, sino de la cultura, los modos de vida y hasta las lenguas de poblaciones enteras) . Mas Aris­ tóteles nos indicaba ya que las cosas que gravemente afectan al ser humano aparecen cuando está resuelto no solo lo relativo a la subsis­ tencia, sino también lo relativo al ornato de la vida. Aristóteles indi­ caba ya que si en Egipto la matemática había podido tomar vuelo era porque había allí un grupo privilegiado de seres en apariencia li­ bres, a saber los sacerdotes, y digo en apariencia porque la libertad es global o es una contradicción en sí. Y la ausencia de libertad efectiva es algo más que un contra­ tiempo para el proyecto que aquí nos ocupa. Es imposible que la filosofía aparezca a los ciudadanos como algo que esencialmente les incumbe, si su existencia cotidiana está marcada por el sello de esa intrínseca indigencia que es la ausencia de libertad. Pero también es cierto que la filosofía siempre se ha ido for­ jando en situación de penuria. Que su proyecto se vincule a un pro­ yecto de emancipación global, no impide que se fragüe el proyecto en toda circunstancia. Sócrates sigue constituyendo a este respec­ to un paradigma: Repudiado por la ciudad (y por un régimen demo­ crático restaurado) ; acusado con razón de pervertir a los jóvenes, ha­ ciendo que perdieran el debido respeto a los valores sobre los que el orden ciudadano concreto se sustentaba . . . Sócrates mostró a elevado precio que la filosofía es una praxis semejante a una suerte de creación permanente. Piénsese también en Descartes, víctima de toda clase de inquisidores y defensores de ortodoxias más o menos veladas, que no abandonó la disposición filosófica hasta esa muerte en el exilio nór­ dico, muerte que acogió con la entereza que reflej a la sobriedad de sus últimas palabras: «il faut partir» .

2.

M E D I R Y C O N F I G U RA R E L M U N D O ( 1 )

HOMBRE DE HERTO

Imaginemos una pareja de primates, macho y hembra, que en Tto (actual Etiopía) patria común de todos los humanos, se rela­ nan entre sí mediante un código de señales. El código se utiliza, primer lugar, para designar todo aquello que tiene propiedades ritivas o carácter instrumental. Obviamente, el código es útil para : ar de una amenaza o de su desaparición. Mas el impulso singular r vincularse entre sí a través de signos les conduce a multiplicar de manera lo abarcado por el código, que incluyen en él signos para : rirse a pluralidad de hierbajos o guij arros carentes de todo inte­ . mas también para referirse a la Luna, las estrellas y hasta conste­ ·ones de las mismas. Utilizan también signos para expresar el estado anímico del que enuncia, o del que los percibe, y hasta signos que no remiten ya a j eto alguno, sino que tienen como única función el servir de nte entre los anteriores. Lo más singular, sin embargo, es que el complejo entramado de cúmulo de signos, en ocasiones, no parece tener más obj etivo ,. . . . el complejo entramado de este cúmulo de signos. El macho se rige a la hembra (o viceversa) sin otra razón que la de obtener esta una respuesta, respuesta que a su vez tendrá relevo en un nuevo ·.

adenamiento de signos por parte del macho, y así sucesivamente,

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F I LOSOFÍA. INTE RROGACI ONES QUE A TODOS CONCIERNEN

no hasta el infinito, mas sin que nada parezca fijar un límite finito e infranqueable. Obviamente, si el sistema de signos estuviera deter­ minado por meras necesidades, esta ilimitación no podría darse. Si llamamos habla al acto individual y concreto de poner en práctica el sistema evocado (reservando la palabra lengua para el sis­ tema mismo) , ento nces los evocados p rimates constituirían una pareja de vocacionales habladores. De hecho, hablando pasan gran parte de su tiempo de vigilia y cuando se hallan en soledad parecen rumiar a solas, como si no pu­ dieran ya prescindir de esto que empezó siendo un instrumento. En efecto, el soporte del habla, la lengua, les acompaña hasta tal extremo que, cuando se hallan dedicados a las tareas cotidianas imprescindi­ bles para la subsistencia y para la seguridad en el entorno, cuando se aplican a horadar o a tallar, su percepción de los objetos a modelar y de los pasos que conducen a la prosecución del fin parece empapada y perturbada por la lengua, de tal manera que no hay forma de esta­ blecer en estos seres la barrera que separa la vida inmediata y la vida empapada por los signos. Signos del habla a los que acompaña otra serie de signos: fune­ rarios, festivos o lúdicos. La pareja forj a herramientas que no tienen función definida, por ejemplo, recipientes que -por hallarse horada­ dos- no sirven para almacenar líquidos, o escudos demasiado frági­ les para servir de protección. La pareja en cuestión tiene progenitura a la que amamanta, cuida, protege, y sobre todo . . . inicia en el j uego de intercambiar palabras, en el j uego de dejarse mecer por ellas, en el j uego de tomarlas como meta. La pareja y su progenitura quizás no viven aisladas. Es posible que otras parej as en análoga situación compartan parcialmente con ellas las tareas necesarias para la vida cotidiana, y realicen, en sus mo­ mentos de exaltación o dolor, ritos análogos a los de nuestros prota­ gonistas. Estos, si¡¿ embargo, por lo que a lo esencial se refiere, cons­ tituyen un grupo cerrado. La alimentación (que con las otras familias

Í ED I R Y CONFIGURAR EL M UN D O ( 1 )

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como mucho objeto de trueque) se distribuye, en el seno de la fa­ 'lli l ia, en función de las necesidades de cada uno, y no de la contri­ ución que se haya aportado. La lengua quizás sea común a todos los grupos vecinos. Y cabe ..:onjeturar que en el uso intergrupal tiene un carácter mucho más ·-uncional y operativo que cuando se usa en familia, es decir: entre '.ll i embros de diferentes familias la lengua es instrumento para el in­ ·ercambio, o para ordenar o suplicar en relaciones de poder, sumiión, etcétera. Tales usos funcionales no están ciertamente ausentes el lenguaje intrafamiliar, pero aquí prima sobre todo el mencionado pecto en el que el habla es un goce que no parece tener más finali­ ad que la perseveración y la recreación de la lengua misma. Si los objetos próximos o lejanos son materia de la que la len­ .::ua se nutre, esta parece tener el don de hacer surgir palabras nuevas a las que es difícil asignar nada que tenga relación con lo dado) y ombinaciones de palabras que dan lugar a nuevas entidades que, . or su decidida ausencia de correlato con un obj eto (tampoco con ..:ircunstancias o vivencias inmediatas) , dan muestras de una capaci­ ad inagotable para realizar síntesis a partir de lo que sí tiene correato; y así se acrecienta la potencia de sintetizar, que ulteriormente rá calificada de imaginación. ·

Conviene enfatizar que la conj etura de que en el entorno de ta familia existen otras familias también dotadas de capacidad lin­

.... üística y don efectivo del habla no es efectivamente más que eso , na conjetura. Es perfectamente plausible que la familia en cuestión a única en el entorno y que la capacidad de hablar afecte exclusiva'.ll ente a sus miembros. Una u otra hipótesis no cambia lo esencial, a aber, que hubo exilio de esta familia, dispersión, y transformación · el habla de los protagonistas. Mutación de la lengua que constituye a

matriz del hecho de que hoy haya en el mundo miles de lenguas,

.... ran parte de ellas amenazadas de desaparición (asunto que en su omento veremos) .

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F I LOSOFÍA . INTERROGACI O N ES QUE A TO DOS CONCIERNE .

EL N IÑO Y LA GEOMETRfA La emergencia del hombre es indisociable de ese radical mo­ mento de discontinuidad en la historia evolutiva que supone la apa­ rición de una especie cuyos miembros se vinculan mediante un sis­ tema de signos que tiene una estructura y una función irreductibles a las de un mero código de señales. Cabe, pues, decir que cada vez que un niño se inscribe en el orden lingüístico (gracias a la actualización por la cultura de sus capacidades innatas) está de alguna manera rehaciendo el proceso que condujo a la aparición de la humanidad. Pero la inmersión en el lenguaje no significa solo añadir a la re­ lación de un ser animado con el entorno natural una relación autó­ noma con el universo de los signos. Significa también que la primera inserción queda radicalmente perturbada por la segunda, es decir que la naturaleza se hace ya indisociable de su simbolización. Muchas son las consecuencias de esta imbricación entre percep­ ción del entorno natural y vivencia simbólica. Sin vincular el pro­ blema explícitamente a la cuestión del lenguaje, la filosofía kantiana enfatizaba el hecho de que la percepción por el sujeto humano de su entorno empírico se halla sometida a una intuición a p riori que determina la naturaleza del propio suj eto. Kant afirmaba que tal marco no era otra cosa que el tiempo y el espacio. No voy a discutir ahora (sí lo haré más adelante, pues el tema es importantísimo) la imparable objeción que para la visión kantiana (y newtoniana) res­ pecto a la estructura de espacio y tiempo supone la Teoría de la Rela­ tividad. Lo que me interesa por el momento es señalar que ese marco del que el hombre sería portador, y al cual todo objeto empírico ha­ bría de plegarse a fin de poder ser percibido, obedece estrictamente a una rigurosa ley interna, y esta ley no es otra que la que mueve lo hilos de la geometría euclidiana. Es un lugar �omún de la divulgación científica contemporánea la afirmación de que la geometría euclidiana ha perdido su prioridad

' EDIR Y CONFIGURA R EL MUNDO ( 1 )

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:a hora de dar cuenta del universo. Ello por la razón evocada de que spacio newtoniano en el cual las leyes de tal geometría se cumpli­ n (a saber, un espacio de curvatura nula) carecería de objetividad

_ :ca. Y sin embargo, la geometría aprendida en la escuela sirve al mbre y ordena su mundo. Sirve la geometría euclidiana, porque la nuestra mirada desde que abrimos unos ojos propiamente hu­ ·nos (es decir, unos ojos exhaustivamente permeables al lenguaje y símbolos) . Por ello, la geometría es enormemente valorada por niños en el aprendizaj e escolar, y toda quiebra en la capacidad de . bolización que representa el aprendizaj e geométrico es vivida mo mutilación dolorosísima. Sí, el niño ama intrínsecamente la geometría, porque ama la in­ ión euclidiana que le sirve de soporte. Y seguirá amándola, a me­ que una educación literalmente mutiladora de su humanidad le ..,a sentir que ese mundo está definitivamente perdido para él, o a lo máximo, queda un simple rescoldo apto para alimentar la _ talgia . . . El niño ama la geometría porque su p ulsión por ubicar osas en el entorno , midiendo y sondeando las distancias entre

es una operación indisociable de su capacidad misma de reconocer , entiflcar tales cosas. Este vínculo entre la identidad misma de las y su caracterización geométrica supone que la debilidad en la . acidad de discernimiento en el registro geométrico se traduzca en ·nia de la capacidad perceptiva general. a

Y así, al igual que se diluye en una niebla la acuidad del hecho ·

en nuestra percepción de las cosas rige el teorema de Pitágoras, misma niebla diluye las diferencias de los colores y las fo rmas . diluye también (en razón de lo indisociable de tiempo y espacio

1 acto perceptivo) la capacidad de ser impactados por las diferen­ cie intensidad o altura de los sonidos configuradores de todo es10

auténticamente humanizado. Por ello ese mismo niño que, en

'.llera aprensión de las cosas, modelaba a la vez el espacio y la ma-

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F I LOSOFÍA . I NTERRO GACI ONES QUE A TODOS CONCIERNE

teria, configurándose como un forjador de formas, es ya ahora tan solo susceptible de captar (en la naturaleza, como en el marco ur­ bano o en las obras artísticas) un mero esqueleto, a lo máximo una s uerte de esquema: esquema en el que Venecia queda red ucida a una impresión y en Alban Berg se percibe tan solo lo que perdura en él de melodía.

LUGAR Y VACÍO

Imaginemos una encuesta relativa a la p regunta siguiente: Cuando no hay cosa alguna, ni árbol, ni tijera, ni casa, ni flor . . . , ni elementos de los cuales estas cosas surgen, ¿cabe sin embargo efec­ tuar alguna distinción? Una respuesta sería que en modo alguno, que distinguir es no confundir cosas, ya sean tan etéreas como la niebla y el aire, y que en ausencia de cosas, esto, lo que se ofrece, el mundo, se ha acabado. Tal parece la respuesta no tanto del sentido común (que ya no se sabe muy bien en qué consiste) como del sentido con­ forme al razonar, digamos, de un campesino. Pues para alguien habi­ tuado a sentirse empapado por la naturaleza, sopesar su densidad y luchar por moldearla, ¿qué sentido puede tener la referencia a un dis­ cernir sin correlato, un discernir que nada identifica? Y sin embargo, no es seguro que de esa hipotética encuesta sa­ liera ganadora esta respuesta. Pues por un cúmulo de circunstancias, en las que se combina el amor por la abstracción y una suerte de es­ píritu religioso, mas también la intuición inmediata, hay lugar para la idea de que allí mismo donde nada se da . . . cabe sin embargo una

distancia, esa distancia a la que más adelante haré referencia, vincu­ lándola a universales antropológicos directamente relacionados con el hecho de que la animalidad en el hombre es tan singular y paradó­ j ica que tiende en'-toda circunstancia a trascenderse, precisamente, entre otras cosas, estableciendo medidas y distancias.

f ED I R Y CONF I G U RAR E L MUNDO ( 1 )

71

Hay aquí como una tesis paradój ica: Por un lado, estoy conven­ . do de que un campesino (hubiera podido decir un escultor) sabe :ue no hay otra base que las cosas mismas, y que la distancia espacial temporal no es sino una relación entre las cosas. Mas, por otro lado, toy asimismo convencido de que ese mismo campesino inscribe las osas en un marco sin otro contenido que la distancia euclidiana; es ; cir, distancia no dependiente de las cosas distanciadas. Muchos son los nombres que desempeñan un papel determi­ ante en el mecanismo mediante el cual, por una clase de inversión e jerarquía, la determinación espacial, que podría ser considerada orno atributo de las cosas, acaba siendo contemplada como el marco '.ll i smo que a las cosas da cabida. El de Isaac Newton es sin duda cru­ �ial, pero también cuentan enormemente los hermeneutas de textos íblicos que, apoyándose en la ausencia en el Génesis de referencia a creación del espacio, coligieron que este solo podía ser algo inma1.ente a la esencia misma del Creador, y por ende previo a la emer­ encia tanto de la naturaleza como del espíritu finito que, en el con­ exto bíblico, el ser humano constituye. El propio Newton cuenta tam b ién entre estos hermeneutas, de­ empeñando así el papel de intersección entre la pasión científica y ·as exigencias del alma que conducen a la fe. Veremos más adelante ue la complicidad de la filosofía, encarnada paradigmáticamente en la evocada figura de Kant, dará a la concepción del espacio-distancia orno marco vacío de los fenómenos ese aspecto de muralla indes­ rructible contra la que embate la ciencia de nuestro tiempo.

ENTORNO ANIMAL Y ENTO RNO HUMANO

En un capítulo posterior citaré al neurofisiólogo y psiquiatra americano J. Allan Hobson, considerando los criterios que utiliza para establecer una frontera entre la conciencia primaria y la con-

72

F I LOSOFÍA. I NTERROGACI ONES QUE A TODOS CONCI ERNEN

ciencia secundaria. Veremos entonces que uno de los rasgos exclusi­ vos de la conciencia secundaria es lo que Hobson designa como

orientación y que incluye las representaciones de lugar y de tiempo. Dado que la conciencia secundaria es presentada como exclusiva del ser humano, la tesis implica que los animales carecerían de represen­ tación de lugar (dejo por el momento lo relativo al tiempo) . Este importantísimo asunto exige obviamente alguna precisión: Todo animal responde a una suerte de instinto que le mueve al control de su entorno y, como reflej o de ello, todo animal es recep­ tivo a las diferencias de distancia. Asimismo, todo animal es receptivo a las relaciones de contigüidad o de consecución entre aquello que percibe, relaciones sin las cuales no podría, por ejemplo, adecuar su comportamiento al hecho de que la potencial presa se encuentre en el agua o en la orilla. Este rasgo puede llegar a ser extremadamente acusado. La agudeza perceptiva actualizada por tal instinto es un componente esencial a la hora de volcarse sobre la presa o librarse de ser apresado: todo animal se halla, en suma, marcado por el lugar. Se designa por lugar la posibilidad de un acomodarse, un envoltorio, una suerte de refugio para la superficie expuesta de cualquier entidad física . . . , en suma, aquello que, de manera ingenua, entiende todo aquel que se refiere a un lugar con expresiones, por ejemplo, relativas al hecho de habitar. La palabra lugar se complementa con espacio (cuya connotación es más bien la de distancia) para traducir el término griego tópos, al que nos referimos cuando decimos, por ejemplo, que tal persona es

topólogo. Topólogos han sido algunos de los grandes pensadores de la historia (matemáticos, físicos, filósofos) , pero topólogo es asimismo .el empleado de la dirección de carreteras que comprueba, a través de mediciones, la viabilidad de un trazado. Pues bien: Por radical que sea el lazo que une al animal con su medio, por indiscernible que pue­ da llegar a ser la frentera entre ambos, por agudo que sea su instinto respecto del espacio-lugar, y efectivo su control del mismo, nunca se

� E D I R Y CONFI GURA R EL MUNDO ( 1 )

73

relacionará con el entorno físico a través de esa fo rma del razonar

que es la medición. . . y por ello nunca llegará a ser topólogo. Cabe,

por el contrario, conjeturar que el lazo propio del hombre con su en­ wrno es siempre topológico y que, por elemental que sea la situación n la que se ve inserto, nunca dej a de proyectar sobre dicho entorno algún tipo de noción resultante de la operación de medir. El hombre efectúa, implícita o explícitamente, mediciones de su ntorno, el hombre se relaciona con el lugar mediante coordinación. esde la escuela elemental nos han iniciado en el explícito conoci­ :niento de la noción de coordenadas, concretamente coordenadas carte­

_·ianas, pero insisto en que la operación de coordinar estaba ya presente n nosotros mucho antes, como universal condición antropológica sin .a cual no cabe imaginar la actualización de la capacidad lingüística ni, n consecuencia, la necesidad de acceso a la escuela 3• Conviene desde ahora señalar que excluir a los animales de la apacidad de vincularse al mundo a través de operaciones de tal com­ lej idad como la medición no supone en absoluto minusvalorar su -apacidad para adecuarse al entorno, regir sobre el mismo y utilizarlo l servicio de la conservación individual y específica. Pues, como en 3

En un capítulo posterior de este libro que lleva el mismo título, se abordan las consecuen­ filosóficas del hecho (corolario de la Teoría de la Relatividad) de que el espacio, concebido mo extensión vacía en el que las cosas se inscribirían, carece de cualquier objetividadfisica. En consecuencia, también carece de objetividad física la geometría que aprendimos en la es­ ela, la geometría en la que la relación entre la circunferencia y el radio es 2n r y los tres ángude un triángulo miden dos rectos. Y sin embargo, hay razones para estimar que tal geometría y tal espacio constituyen efectiva­ ente (como Kant pretendía) una suerte de constructo determinante de nuestra percepción del "ltorno, una intuición a priori a la que nuestra intuición empírica se amolda. En suma: aunque espacio físico no sea euclidiano, nuestra percepción del mundo sí lo es. Tal ausencia de adecuación, tal mediación del lazo con la naturaleza por algo que nada tiene natural, constituye quizás uno de los rasgos clave que nos separa de la condición animal. Si, mo la Teoría de la Relatividad asevera, el espacio objetivo tuviera curvatura, entonces los ani­ ales vivirían insertos en tal objetividad y su experiencia se configuraría en función de la t ma, sin perturbarla a través de esa intrínsica medición que constituye el filtro euclidiano. Cabe decir que en cierto modo un objetivo de la Física del siglo XX ha sido acercarse al undo liberándose de tal filtro. Véase más adelante el anexo titulado «De Lamben a Einstein: •ogresión en la idea de un espacio no euclidiano». as

74

F I LOSOFÍA . I NTERRO GACIONES QUE A TO DOS CONCIERNEN

otro lugar de esta reflexión se intenta poner de relieve, la capacidad de efectuar medidas y en general la capacidad de hacer j uicios y vincularlos en silogismos, la capacidad, en suma, de razonar, no es seguro que estén al servicio de la subsistencia y ni siquiera es seguro que sean siempre beneficiosas al respecto. Ya el gran animalista Aristóteles sugería que, al tener los anima­ les la capacidad de distinguir entre determinaciones meramente indi­ viduales, el hecho de que se hallen privados de acceso a las abstrac­ ciones o generalidades que constituyen los conceptos, no implica para ellos deficiencia alguna a la hora de enfrentarse al entorno natu­ ral. Cabe decir que aquellos etólogos contemporáneos que se esfuer­ zan en atribuir a los animales facultades intelectivas, y hasta lingüísti­ cas, tradicionalmente reservadas al ser humano tienen poca confianza en el peso de la capacidad perceptiva, memorística y hasta cognosci­ tiva de todo ser vivo que no esté dotado de conceptos. No es esta la menor paradoja de ciertas posiciones animalistas. Siendo el espacio-lugar indisociable de su capacidad perceptiva, el hombre intrínsecamente delimita. No hay para el hombre entorno material que no esté sujeto a esta delimitación. Lo más elemental, el agua con la que se desaltera, la madera con la que alimenta el fuego, la piedra con la que forj a un arma, no solo es indisociable de una determinación de magnitud, sino también de una estructura topo­ lógica. Si el agua presenta ondulaciones, la piedra despliega vetas y sinuosidades que, al igual que las aristas, constituyen elementos esen­ ciales de la forma, es decir, de aquello en lo que se concretiza el he­ cho de ser precisamente piedra. El que para el hombre sea consubstancial el vincularse exclusi­ vamente con lo ya formado, supone, en suma, que nunca hay para él materia pura, que todo lo que se ofrece tiene ya una potencialidad

acotada, potencialidad que es precisamente tarea del hombre fertili­ zar, es decir, conseguir que se haga acto. De esta universalidad de la relación a la forma se infiere que el hombre no tiene j amás lazo con

� E D I R Y CONFIG URAR EL MUNDO ( 1 )

75

un mero individuo. Pues mero individuo solo podría ser una presencia que afectaría por su p ura materialidad, afectaría sin comprometer a orma alguna. Ya he indicado (y retomaré en su momento la cosa en detalle) que Aristóteles hacía de esta afección algo que caracterizaba l lazo de los animales con el mundo en el que se hallan insertos, orno simplemente insertos se hallan en el mundo las plantas y tam­ bién los minerales.

COSAS A DISTANCIA DEL ORIGEN . . . COSAS DISTANCIADAS ENTRE SÍ

Desde el origen se ubica cada cosa: todo tiene una posición res­ pecto a uno. Es razonable conj eturar que el centro de coordinación es, al menos en el origen, el propio sujeto que coordina. Mas enton­ ces las cosas se sitúan no solo aquí o allí, sino también antes o des­

pués, a una u otra distancia de uno mismo. Paso suplementario es empezar a considerar que además de distanciarse de uno, las cosas se distancian entre sí. Esto estaba ya quizás implícito en lo anterior, mas cuando la consideración es explícita, entonces, cabe decir, el ser que meramente coordinaba su entorno es ya cabalmente un topólogo (en el sentido de la disciplina matemática llamada topología) ; es decir, alguien que opera en su entorno en conformidad a una métrica, atri­ b uyendo a cada parej a de entidades (eventualmente reducidas a esa entidad imaginaria que es el p unto) un número real que constituye su distancia. Los estudiantes de matemáticas saben que atribuir un número a cada pareja de puntos, por ejemplo, de una superficie plana, es algo que puede hacerse de muchas maneras; es decir, para hacer tal cosa hay muy diferentes criterios, expresados cada uno de ellos en una bien precisa y determinada fórmula. Ahora bien: Entre todas las mé­ tricas posibles, solo una tiene el privilegio de habernos acompañado

76

F I LOSOFÍA . I NTERROGACIONES QUE A TO DOS CONCIERNEN

nuestra entera vida y haber constituido quizás el cimiento de nuestra primera relación con el mundo. Cuando ya algo más mayorcitos acu­ dimos a la escuela, la referencia implícita a tal métrica vino a ser la base de todo nuestro conocimiento de la asignatura denominada geometría. En fin, cuando avanzamos en los estudios, aplicamos ese conocimiento métrico a elevadas conjeturas, relativas al marco en el que se despliegan los fenómenos celestes y en general al marco usual­ mente denominado espacial. Esta métrica euclidiana puede ser aplicada a espacios de dimen­ siones muy complejas, pero conviene ceñirse a algo muy elemental, por ejemplo, una superficie plana. Considerando un origen O de coordenadas XY, tenemos que para cada punto P de la superficie, la ubicación 0-P viene dada por dos posiciones

x

e y situadas respectivamente en X e Y.

X

Ü

Si ahora consideramos un segundo punto pectivamente por

' x

' ey,

y'

y �

-

o

--

-----

---

rp

X

' X

p

'

,

determinado res­

M ED I R

Y

CONFIGURAR EL MUNDO ( 1 )

77

entonces la métrica euclidiana atribuye a la pareja de puntos P, P' la distancia que viene dada por la fórmula:

d (P, P ' )

=

)(x ' - x)2 + (y ' - y)2

Fácil es reconocer en esta fórmula, y la correspondiente figura, una de las cantinelas más repetidas de la escuela elemental. Así pues, el llamado teorema de Pitágoras no es sino un caso particular de la métrica euclidiana, a saber, el caso en el que las dimensiones del es­ pacio se reducen, de hecho, a dos.

:\

IMAGEN Y SEMEJANZA DE UN DIOS EUCLID IANO

He avanzado la conj etura de que es inherente a todo ser hu­ mano el situar un eje que permita coordinar el entorno. La coordina­ ión se traduce en el hecho de que cada entidad (incluso esas entida­ es imaginarias que constituyen los puntos) adquiere posición. Mas otorgar posición no significa todavía espacia/izar, y ni siquiera está laro que signifique ya conferir al entorno una métrica. Lo que sí abe afirmar es que esta métrica se da implícitamente, es decir, que es un atributo analíticamente deducible del hecho de posicionar. Cabe añadir que de todas las métricas que el hombre es susceptible de con­ ebir, solo una es en el origen operativa, a saber, aquella que precisa­ mente hace del hombre una imagen finita del Dios de Newton. Vale ·a pena una consideración sobre este extremo. El Dios de Newton constituye una inteligencia poderosísima, . resente en todas partes, es decir, cubriendo todos los puntos de una istancia a la que nada acota. Tal es la estructura de base que posibi­ :ita el despliegue de la geometría de Euclides. En términos matemá­ ricos, esta infinitud de una distancia tridimensional significa simple­ Tiente que Dios posee entre sus determinaciones esenciales la métrica

78

F I LO S O F ÍA. I NTERROGACI ONES QUE A TO DOS CONCI ERNE .

euclidiana y, en consecuencia, euclidiana es necesariamente su percep­ ción del espacio, o por mejor decir: Euclidiano es el espacio que cons­ tituye su órgano de percepción, eso que en unión al tiempo Newton calificaba de Sensorium Dei.

.

En nuestra esencial complicidad con la métrica euclidiana, cabría ver un indicio de la forj a del ser humano a imagen

y

semej anza de

Dios. Hay sin embargo una diferencia esencial, a saber: lo que en el Dios de Newton es infinitud, en nosotros es limitación. Pues solo la imposibilidad de escapar al cerco de las pequeñas distancias, las peque­ ñas velocidades, y la tridimensionalidad de nuestra intuición, nos con­ vierte en siervos de la métrica euclidiana, y ello desde el origen . . . ori­ gen que tiene otras connotaciones: Desde hace setenta años psiquiatras psicoanalistas, psicólogos, etc. , han enfatizado el peso, en la evolución infantil, del «estadio del espejo». Se denomina así a la primera expe­ riencia que tiene un niño de la conjunción de sus miembros en un todo unificado, en un organismo. El hecho de que tal experiencia, crucial en la formación de la identidad, se fragüe ante el espejo, es decir, a partir de una construcción imaginaria (el yo es en realidad un doble especu­ lar) ha dado pie a considerar que la representación que nos hacemos de nosotros mismos se encuentra desde el inicio marcada por el error, error que se hallaría en la base de todas las tendencias a hacer de la vida un si­ mulacro. Pues bien, cabe la tentación de vincular tal ilusión a la que nos constituye, también desde el origen, como seres euclidianos. El referir los elementos del entorno a una coordinación eucli­ diana y el autoidentificarse en una construcción especular tienen al menos en c9mún el ser universales. ¿Tendrán también en común la coincidencia en el tiempo? De alguna manera unificar las partes dis­ persas del cuerpo propio sería correlativo de la sumisión de lo que nos rodea a una coordinación. Pura conj etura, desde luego , pero que, de tener alguna base, explicaría que las quiebras en la simboliza­ ción geométrica se ha.Uan a menudo vinculadas a sentimientos de desmembración del yo y a la caída de la autoestima.

[ EDIR Y CON F I G U RAR EL MUNDO ( 1 )

79

IGRESIÓN: LA LIMITACIÓN EUCLIDIANA Y EL MAL

En el Discurso del método y en las Meditaciones, Descartes es­ : ma que solo la hipótesis de un Dios tan poderoso como arbitrario, hasta intrínsecamente engañador, podría ofrecer un flanco a la uda sobre la veracidad de las proposiciones geométricas. Solo Dios, suma, podría hacer que la medida de los ángulos de un triángulo fuera igual a dos rectos. Cabría explorar este asunto, efectuando · na revisión de las diatribas sobre la esencia divina que, desde Tomás · Aquino y Guillermo de Occam a Kierkegaard y Leon Chestov, asando por el mismísimo Lutero, no han dejado de alimentar la re. exión implícita o explícitamente teológica: Tomás de Aquino venía a sostener (mediante artilugios para alvaguardar el «atributo» de la omnipotencia divina) que Dios es­ . ba tan comprometido con las tablas de la ley . . . que ni él podía ya acer que fuera legítimo codiciar los bienes ajenos o suspirar por la :nujer del prój imo; Duns Escoto limitaba tal compromiso a los man­ dam ientos de la primera tabla (los tres primeros) que concernían a !1uestra obligación con Dios. Pues bien, Guillermo de Occam daba �.ma clase de salto y venía a decir que la hipótesis de la toda potencia di­ :i na obligaba a liberar a Dios de cualquier atadura, de tal manera ue Él podía hacer que fuera legítimo y hasta moral, no ya matar o :-obar, sino incluso entregarse a la fo rnicación con la mujer ajena en l mismo día del Señor. Vidal Peña, traductor de las Meditaciones de Descartes, ha señalado que es la sombra de este Dios arbitrario y ruel lo que subyace tras la hipótesis cartesiana de un ser supremo que «aplica toda su industria a engañarme», de tal manera que Des­ artes se equivocaría al estimar que, soñando o despierto, dos más rres es igual a cinco y la relación entre la circunferencia y el radio,

2 7t .

Para que el lector ajeno a estas disquisiciones, aprehenda la tras­ endencia del asunto baste citar el siguiente párrafo de Lutero: «Este es el grado más alto de la fe, el creerle clemente, a Él que salva tan pocas

80

F I LOS O F ÍA. I NTERROGACIONES QUE A TO DOS CONCI ERNEN

almas y condena en cambio a tantas . . . puesto que si yo pudiera com­ prender la razón por la que resulta que es misericordioso este Dios que muestra tanta cólera y tanta iniquidad . . . ya no haría falta la fe». Dios, pues, que, por todopoderoso, haría que fuera falaz la geo­ metría euclidiana, de tal manera que Cartesio se vería abocado

a

con­

formarse con la certeza solipsista de ser «una cosa que piensa». Y sin embargo hay otra perspectiva, en la que la geometría eu­ clidiana no es aquello que Dios pueda vencer, sino más bien la expre­ sión de la ley que él nos ha impuesto. En su excelente libro Ideas de

espacio 4 , Jeremy Gray nos recuerda que en boca de !van Karamazov (dirigiéndose a su hermano Alyosha, poco antes de que surja la: figura del Gran Inquisidor) hay un literario eco de estas diatrib á s . Dos­ toievsky escribe en un momento en que, tras los trabajos de Loba­ chevsky, Bolyai y Riemann, se sabía la perfecta consistencia de una geometría en la que los tres ángulos de un triángulo miden otra cosa que dos rectos y, sobre todo, se barruntaba que la misma podía ser la base de esa cosmología que, con la relatividad general, llegaría a sub­ vertir radicalmente los conceptos de tiempo y espacio: Si Dios realmente existe y realmente ha creado el mundo, en­ tonces, como todos sabemos, lo creó de acuerdo con la geometría eu­ clidiana, y creó la mente humana capaz de concebir solo tres dimen­ sion es del espacio. Y s i n embargo ha habido, y h ay todavía, matemáticos y filósofos, algunos de ellos hombres de extraordinario talento, que dudan de que el universo haya sido creado de acuerdo con la geometría euclidiana.

Quizás no sea ocioso señalar que, en el texto , la problemática trasciende lo científico y lo gnoseológico, para adentrarse en el orden de la rebeldía y la aspiración a la libertad:

4

Jeremy Gray, Ideas de espacio, Mondadori, Barcelona, 1 992.

DIR Y CONFIG URAR EL MUNDO ( 1 )

81

. . . n o acepto e l mundo d e Dios . . . estoy tan convencido como un niño de que las heridas curarán y las cicatrices desaparecerán, con­ vencido de que el repugnante y cómico espectáculo de las contradic­ ciones h umanas se desvanecerá como un lastimoso espej ismo, como una horrible y odiosa invención de la débil e infinitamente insignifi­ cante mente euclidiana del hombre.

Dios parece hallarse no solo en todas partes, sino también aga­ ado tras los más dispares problemas. El Dios que aquí irrita a Ka­ �azov es un Dios, por así decirlo, convencional y hasta conserva­ r: el Dios que efectuaría su acto de creación obedeciendo :-- i ncipios lógicos y topológicos inscritos desde la eternidad en su es­ ritu, y de cuya transcripción física Newton sería algo así como el rario. La moraleja de este asunto es que el colapso de las leyes geo­ ' tricas que hemos aprendido en nuestros años escolares ni siquiera ría síntoma de toda la potencia de un Dios amante de las parado­ sino de la insuficiencia de nuestra concepción de su poder. No, al : :..idar de que las leyes topológicas que hasta entonces había asumido _

dieran ser falaces, Descartes no había topado aún con el maligno . . . , re espera quizás en otra parte.

T RAN SI CIÓN

En el apartado que precede se ha abordado el problema de la

dición, intentando poner de relieve que el acceso de cada indivi­ a la condición marcada por la específica naturaleza humana no de realizarse ... sin sumisión del entorno a esa cristalización de la intuitiva de espacio que es la métrica euclidiana. El tema será retomado más adelante, una vez efectuado un re­ rrido por las cuestiones más convencionalmente antropológicas, ·

uladas a la existencia del lenguaje, la ética, la creatividad artís­ etc. Veremos entonces que el problema de la medida conduce, apenas solución de continuidad, no solo a algunas de las interro­

·

-iones clave de la ciencia contemporánea, sino también del arte, y :1cretamente a las obsesiones relativas al espacio de algunos de los ndes escultores del siglo XX. La interrupción ahora de esta reflexión, y la propia división en 1

partes, se debe en cierto grado a motivos de ordenación pedagó­

..:. a: Por un lado, antes de introducirse en problemas. relativos a filo­ fía de la naturaleza (planteados, entre otras cosas, por las geome­ . ías no euclidianas, fertilizadas por la Teoría de la Relatividad) me reda necesario abordar el concepto mismo de naturaleza, y a con­ nuación la singularidad que en el orden natural supone la aparición la vida, y aun de un ser natural lingüístico. Ello es realizado en los 1pítulos que inmediatamente siguen.

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Obviamente, la naturaleza solo es problemática en la medida en que entre los seres vivos hay representantes de una especie cuya esen­ cia pasa por problematizar su entorno. Cuando, probablemente en la localidad etíope de Herto, se dio ese radical momento de ruptura de continuidad en la historia evolutiva que significó la emergencia de un primate dotado de palabra, se abrieron las condiciones de posibi­ lidad y aun de necesidad de ese arranque de todo problema que es el estupor ante la presencia de las cosas naturales. Sin embargo es me­ nos obvio que ese ser dotado de palabra y destinado a la estupefac­ ción estuviera, asimismo, abocado a percibir el mundo por la media­ ción de determinaciones métricas; es decir, que el ser que piensa la Tierra es esencialmente geómetra: De ahí el capítulo que precede.

3. NAT U RA L EZA E L E M EN TA L

DE

LA

SOMBRA A LA SUBSTANCIA

Retomo el caso de la niña que había constatado la presencia de su sombra, que se agita o estabiliza en función de lo que ella misma haga. Solo más adelante la pequeña llegaría a descubrir que la sombra, ade­ más de depender de uno, depende también de otras cosas. Descubriría que, incluso estando ella misma en reposo, a veces la sombra cambia y hasta llega a desaparecer. Descubriría, en suma, que aun siendo propia, la sombra no solo está vinculada a uno mismo, sino también a la rela­

ción que uno tiene con su entorno, y concretamente vinculada a la cambiante ubicación respecto al foco de luz que la genera. Sería ya mucho más adelante cuando la niña se .adentraría en una reflexión explícita sobre los conceptos clave implicados en la simple percepción de un juego de sombras, descubriendo entonces que, de hecho, estos conceptos marcan la cotidiana relación con el entorno, con los demás humanos y con nosotros mismos. Pero la dis­ posición indagadora que le llevó a este saber no hubiera sido posible sin aquel estupor originario y su desafiante actitud para superarlo. Tanto más cuanto que el descubrimiento de la sombra se añadía a lo que la niña podía ya constatar en los espejos. En el espejo están las cosas, y aunque al mirar tras él no se en­ cuentre nada, también lo que se ve en el espejo se mueve, como la sombra, obedeciendo al propio movimiento.

86

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

La mera constatación del carácter aparente, subordinado y rela­ tivo tanto de las imágenes especulares como de las sombras, supone que el espíritu se ha abierto a una diferencia abismal; diferencia que cabe sintetizar en una expresión que suena a obviedad: lo superficial

no es substancial.

Lo SUPERFICIAL NO ES SUBSTANCIAL El asunto que ahora abordo remite a algunas de las páginas más comentadas de la historia del pensamiento. Implícitamente está en juego lo apuntado en el mito platónico de la caverna (la necesidad de no confundir lo real con un reino de sombras) , pero directamente re­ mite a la distinción aristotélica entre aquello que cabalmente es o sub­

siste (designado en griego por la palabra o usía, sustancia) y aquello que solo tiene entidad por una suerte de vampirización de lo anterior. Por ejemplo: La mesa sobre la que escribo es cabalmente, mientras que la superficie de la mesa no puede darse sin la mesa, solo tiene el ser que la mesa le confiere por su condición de atributo de la misma. La cosa parece una obviedad, pero, como ya he indicado, la filoso­ fía se nutre de obviedades que, en algún momento, dejan atónito. De ahí que Aristóteles se volcara en este asunto, intentando encontrar un criterio que le permitiera discernir con claridad entre estas dos modali­ dades: por un lado, lo que cabalmente es; por otro lado, lo que se limita a participar del ser de otro. Y lo extraordinario es que dio con el crite­ rio, criterio tan simple que nunca fue puesto en tela de juicio (aunque fuera desplegado en términos más complejos) a lo largo de la historia del pensamiento. Para ser más precisos, no fue puesto en tela de juicio hasta esa subversión radical en nuestro concepto de lo que es la natura­ leza que supuso la mecánica cuántica. Pero vayamos poco a poco. Que la mesa e�cabalmente, mientras que la superficie de la mesa solo tiene el ser que le confiere la anterior, se muestra en el sim-

ATURALEZA ELEMENTAL

87

le hecho de que la primera puede hallarse en movimiento, mientras que la segunda solo alcanza movimiento cuando la mesa se mueve ... Cabría, sin duda, objetar que esto también le ocurre a la pata de ·a mesa, que esta no se mueve si la mesa misma no lo hace. Nótese, in embargo, que arrancando la pata de la mesa ya cabe moverla por sí misma, mientras que no hay manera de separar la superficie, ni la de la mesa ni la de la pata. En suma, una parte de algo substancial es poubstancial nunca podrá llegar a serlo. Cabe decir que ahí reside la in­ crínseca deficiencia de lo superficial respecto de lo substancial. Aceptando (cosa quizás algo más costosa) que la superficie de la mesa tampoco está nunca realmente por ella misma en reposo, sino que participa del reposo de la mesa, podemos ya ampliar el criterio de la diferencia aristotélica entre lo sustancial y lo superficial en un entido que sonará extraordinariamente familiar a los que hayan te­ nido trato con un libro de física de bachillerato: sustancial es aquello que tiene cantidad de movimiento, es decir, tiene una masa y tiene una velocidad (entendiendo que el reposo constituye el caso límite del movimiento, o sea, velocidad nula). Esto es realmente lo que hay que entender en el complejo deam­ bular de las reflexiones aristotélicas relativas a la sustancia. En el pró­ ximo apartado retomo este punto con cierto detalle, basándome ya en los conceptos clásicos de la mecánica. Antes introduciré una digresión obre las insubstanciales imágenes que pueblan hoy en día nuestra vida cotidiana y lo que, invisible tras ellas, les confiere soporte.

DIGRESIÓN: UN CONTINUO MIRÍFICO

Una imagen fija proyectada sobre una pantalla es percibida por un receptor, el ojo humano, que tiene la facultad de retener la impre­ ión durante una fracción considerable de segundo. Antes de que

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

esta huella desaparezca, el ojo ha registrado una segunda imagen fija, ligeramente diferente de la anterior . . . Retener un tiempo lo ya sustituido (capacidad del ojo humano ya observada en 1824 por el británico Peter Mark Roget) y vincularlo a algo tenuamente diferente, equivale a experimentar ese sentimien­ to de repetición compleja que constituye lo esencial del movimiento continuo. Continuo, de hecho, puramente especular o mirífico, puesto que en realidad se trata de imágenes cabalmente distintas o discretas. Sabido es que tal espejismo se halla en el origen del cinemató­ grafo, pero seguimos esencialmente en lo mismo cuando, en una pantalla fluorescente, partículas de diminuta masa se deslizan de iz­ quierda a derecha, trazando líneas horizontales cuya separación es im­ perceptible y llenando la pantalla de numerosos puntos de brillantez variable. Y como operan a una velocidad vertiginosa, apenas en una trigésima parte de un segundo se configura la imagen programada. Una segunda imagen, tenuamente diferente de la primera, se for­ mará una fracción de segundo más tarde, es decir, cuando aún per­ siste la huella de la imagen anterior. Hace medio siglo esta pantalla fluorescente empezó a tener un papel fundamental en nuestras vidas como equivalente asténico del fuego hogareño, pero su condición esencial de posibilidad se remonta a siglo y medio, surgiendo a partir de fascinantes conjeturas científi­ cas que son las que realmente interesan (pese a las apariencias de lo contrario) a todos esos seres de razón perdidos en la ficción de la ima­ gen. Una vez más, ello solo puede ser afirmado en la medida en que la convicción aristotélica respecto a nuestra condición de seres que as­ piran a la lucidez no peca de optimismo. En el anexo técnico al que remite este epígrafe veremos que tras el ámbito de los efectos miríficos producidos por los rayos catódicos se encuentra algo sub.ilancial, a saber el electrón, susceptible de pro­ ducir tales efectos porque él mismo escapa al simulacro. Y la mera

89

NATURALEZA ELEMENTAL

apariencia de un movimiento continuo no será su único lugar de ex­ presión: en la falsa estabilidad de los gases nobles, en lo ficticio de los «niveles profundos de vacío» y en otras modalidades de simulacro, el electrón representa una suerte de reencuentro con lo substancial, reencuentro con lo real que constituye incluso la condición de posi­ bilidad de los simulacros mismos. Para completar este apartado véase el anexo técnico «Del elec­ trón al fotón».

RASGOS ELEMENTALES DE LO FÍSICO

Utilizamos con frecuencia expresiones vinculadas a la palabra

ente sin saber demasiado lo que queremos decir, y ello en razón misma de la excesiva generalidad. Un periodista puede escribir «el ente autónomo Radio Televisión Española está amenazado por la po­ lítica gubernamental». Y un abogado afirmará que

«X

carece de enti­

dad jurídica para constituirse en parte». En ambos casos hay referen­ cia a abstracciones, entendiendo (en este caso preciso) por tales lo designado por conceptos sin correlato físico. Cuando hacemos referencia a estos últimos creemos tener rela­ rivamente claro lo que tenemos en mente: una entidad física es mate­

rial, diremos de entrada. Mas si se nos pregunta qué quiere decir material, no es seguro que la respuesta sea evidente. El problema es análogo al que se planteaba con relación a lo que merece ser calificado de sustancial: Material es la mesa sobre la que reposan mis cuartillas y desde luego las cuartillas mismas, y el bolígrafo que sobre ellas se desliza. Y también son materiales los rasgos que forman las letras que se van configurando. Mas surge la pregunta ¿es material asimismo la superficie de la mesa, y la de la cuartilla, la del bolígrafo, y hasta si e me apura la superficie de las letras? Entra aquí un embrión de

90

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

duda. Por una parte es evidente que sin materia no hay superficie, de tal manera que, en términos lógicos, cabe decir: Superficie implica

materia. Evidente parece asimismo que toda entidad material pre­ senta una superficie, siendo también válido: Materia implica superfi­

cie. Indisociables, pues, los conceptos de superficie y de materia, pero la cuestión no está zanjada. No nos vinculamos a la superficie de la misma manera que nos vinculamos a la mesa misma. Y sobre todo, no nos conformamos en nuestras vidas con la superficie de las cosas, por mucho que la pri­ mera sea en ellas lo más inmediato, lo más aparente. Queremos, en suma, la sustancia de las cosas materiales, pues, sensibles a la señalada deficiencia de lo superficial respecto a lo substancial, barruntamos que solo en la sustancia de la cosa reside su materia. Mas ¿qué es lo que distingue realmente a lo sustancial y mate­ rial de lo superficial y fenoménico? ¿Cuáles son los rasgos más gene­ rales, los rasgos mínimos que permiten afirmar que lo que se pre­ senta ante nosotros es material? A esta pregunta se confronta Aristóteles en su Física y también se confrontan los clásicos de la física moderna, aquellos a los que de­ bemos las fórmulas elementales que aprendimos quizás en nuestros años escolares (Galileo y Newton en primer lugar), más asimismo los grandes de la física del siglo

XX.

Empecemos por aceptar algo que parece obvio, a saber, que los entes físicos tienen lo que denominamos masa, concepto del que solo recordaré que se mide en unidades denominadas kilogramos. Acep­ . temos (provisionalmente al menos) que la atribución de masa es siempre positiva, o sea que no hay entidad física cuya masa sea nula o negativa (no considero aquí casos como el del fotón) . Sentado lo anterior, aceptemos asimismo que lo que tiene masa es susceptible de tener una posición. Esto no parece comprometernos demasiado. Baste reco¡dar cierta definición según la cual cuerpo, es decir entidad con masa, es lo que «ocupa un lugar en el espacio». El

91

ATURALEZA ELEMENTAL

roblema de esta caracterización es que parece considerar el espacio orno algo no dependiente de esos mismos cuerpos que, según la entencia, vendrían solamente a ocuparlo, de tal manera que, ha­ iendo abstracción de los mismos, tendríamos ni más ni menos que J vacío. Soslayemos por el momento ese berenjenal filosófico, y asimismo 1 correlativo correspondiente al tiempo. En relación con este último

diré tan solo que la posición de un cuerpo es relativa a un tiempo dado. upongamos que tenemos un sistema de coordenadas cartesianas X, · orizontal; Y, perpendicular a la horizontal, y Z, perpendicular a am­

. as. Para mayor sencillez consideremos que los acontecimientos físicos que nos conciernen (por ejemplo, los cambios de posición de un uerpo) ocurren tan solo en uno de los ejes, el X para el caso. Diremos entonces que a todo instante t de la imaginaria línea emporal corresponde una posición x(t) en el eje X de coordenadas. Y enfatizaré el peso del asunto (provisionalmente, pues como vere­

mos la más radical novedad de la física del siglo

XX

será poner en tela

de juicio esta «evidencia») afirmando: Ocupar una posición es una de

las condiciones mínimas e imprescindibles que ha de satisfacer lo que se presenta ante nosotros para que pueda ser tildado de entidad flsica. Tenemos, pues, en un instante dado un cuerpo ocupando una eterminada posición. Obviamente cabe imaginar que el cuerpo en uestión no se desplaza, en cuyo caso diremos que se halla en reposo. \fas cabe imaginar asimismo que se desplaza durante un intervalo de �iempo, mayor o menor. En razón de sencillez supondremos que tal esplazamiento es uniforme, es decir, que a dos subintervalos idéntios de tiempo corresponde un cambio de posición idéntico en mag­ nitud. Diremos en tal caso que la entidad física en cuestión tiene una ·elocidad constante, aceptando la convención de que en los casos de eposo se trata simplemente de velocidad cero. Enunciaré ahora una proposición (ya avanzada en el apartado anterior) que parece perogrullesca, a saber, todo lo que tiene una

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

masa, toda entidad física, o bien se halla en reposo, o bien se halla en

movimiento, es decir, o bien su velocidad es nula, o bien su velocidad es positiva (debe señalarse que también en esto la física del siglo

XX

introdujo una subversión radical, que por el momento solo evoco) . Vinculando el asunto a la noción misma de masa complicaré algo el enunciado diciendo: A toda entidad física corresponde una cifra que relaciona multiplicativamente unidades de masa (kilogramos) y unidades de velocidad (intervalo espacial partido por intervalo temporal) . Por razones derivadas de la historia de la física tal cifra será calificada de momento, concepto designado mediante la letra P, siendo M la letra correspondiente a masa y Vla correspondiente a velocidad.

Sintetizando lo hasta ahora indicado: una entidad ftsica es algo

que, como mínimo, tiene una «posición» y tiene un «momento». Muy probablemente tendrá otros atributos, pero sin los dos mencionados, lo que eventualmente se presente a nosotros no tendrá carácter cor­ poral, sería pura apariencia, literalmente un fantasma. Y estamos ahora en condiciones de responder a la pregunta que

formulaba respecto a «entidades» (las comillas vienen por el hecho de que, en el sentido cabal, «entidades» solo serían las que responden a lo avanzado) del tipo de las superficies. La superficie de la mesa no es una entidad física, simplemente porque si la separamos de la mesa ... ni tiene posición alguna, ni tiene momento (es decir, no se halla en movimiento pero tampoco en reposo) . Tenemos ciertamente la ilusión de lo contrario, en razón de que la superficie se mueve cuando se movía la mesa y se halla en reposo cuando la mesa lo está. Pero ni se mueve sola ni reposa tampoco en sí misma. Carece de mo'fJJ,ento porque carece de masa, pues hemos di­ cho que la masa no puede nunca ser nula o negativa. Y respecto a la

ATURALEZA ELEMENTAL

93

osición es evidente que, privada de la densidad de su sustrato, la surficie deja de ubicarse en sitio alguno. Así las imágenes que percibi­ . os en la pantalla del televisor dejarían de ser tales si las priváramos esas entidades que son los electrones, que sí están provistos de

·

·.asa y a cuyo movimiento las imágenes mismas se reducen. Es necesario señalar desde ahora que posición y momento o can­ .dad de movimiento no tienen intersección. La posición no es el caso articular del momento en el que la velocidad es nula, o sea, el re­ o. Como veremos esto tendrá enorme importancia cuando, con ·

física cuántica, determinar el momento de una entidad implicará ·cluir a esta de toda posición, de tal manera que podrá hallarse en

··poso y no obstante carecer absolutamente de ubicación. Pero esta­ os aún lejos de esto. Se necesitará recorrer varias etapas previas, �pezando por establecer (cosa que haré en el anexo técnico «lnter­ :- ración canónica de la mecánica cuántica») que realmente posición

momento son determinaciones independientes (lo cual no significa n

determinaciones mutuamente excluyentes) .

. MAYOR SUBVERSIÓN EN EL CONCEPTO DE ENTE

Lo esencial de lo hasta ahora enunciado sobre la entidad física resume en lo siguiente: Si algo se muestra, pero revela carecer de

¡1ztidad de movimiento (por consiguiente, de masa) o de posición, mos de considerar que se trata de una falsa apariencia de entidad a, algo así como una fantasmagoría, como máximo se tratará de mera superficie. Obviamente, lo que precede supone que ambas erminaciones (posición y cantidad de movimiento) son suscepti­ . de coincidir y a fortiori son entre sí compatibles. Pues bien, aun­ sea de manera digamos periodística, muchos son los ciudadanos ·

rmados de que algo trascendente ocurrió en un registro que toca

:- ctamente a este problema, aunque no siempre la relación sea

94

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

puesta de relieve. Me estoy refiriendo a lo que casi popularmente se conoce como principio de incertidumbre, que se vincula a nombres de científicos que forman parte de los santones de nuestra cultura. En los enunciados digamos cualitativos (o sea, sin formulación matemá­ tica) se dicen dos cosas cuya conexión no es del todo evidente. Por un lado, el asunto consistiría en que no habría manera de afirmar cuáles son los rasgos que pertenecen a un ente físico en sí mismo, pues resulta que al observarlo es imposible no perturbarlo con los propios instrumentos, perturbación que puede consistir en una mera alteración de sus cualidades, pero que puede también ir más allá, introduciendo un rasgo que no se daba en absoluto antes. Por otro lado, se dice que el principio de incertidumbre consis­ tiría en la imposibilidad de determinar al mismo tiempo la posición que una entidad ocupa y el momento o cantidad de movimiento. Ello en el bien entendido de que tal imposibilidad no remite a una defi­ ciencia, digamos, de los aparatos, sino a que, realmente, cuando el objeto tiene cantidad de movimiento, entonces decididamente carece de posición ... y viceversa. Como decía no es en absoluto transparente la conexión entre ambas maneras de presentar la cosa. De hecho, la evidencia del lazo solo surge cuando el problema se inscribe en una teoría físico-mate­ mática de elevado tecnicismo, conocida como formalismo matemd­

tico de la mecdnica cudntica. No se trata aquí de hablar del tema re­ curriendo a tal formalismo (aunque alguna cosa del mismo se presentará en el anexo técnico antes mencionado) , pero sí de evocar

cualitativamente los grandes rasgos. Antes conviene sintetizar lo que bajo el título «Un sueño griego» se dice, en referencia al físico Erwin Schrodinger, en un apartado ul­ terior: Conocer la naturaleza y dejarla inalterada sería en realidad algo imposible. El hombre que conoce, transforma lo que se da a conocer a la vez que se transforma a sí mismo. Transforma, por ejemplo, la entidad para que tenga cantidad de movimiento, al precio de sacrificar

NATURALEZA ELEMENTAL

95

su posición, su precisa ubicación en el seno d; un universo ordenado, es decir, referido a un sistema de coordenadas. El ente se dice de múltiples modos sentenciaba Aristóteles. Mas el estagirita nunca hubiera podido conjeturar que en el seno mismo del modo primordial del ente, en el seno de la entidad física o sus­ tancia, la pluralidad perduraría . . . Menos aun podría imaginar que la razón de tal dispersión residiría en el hecho mismo de que la entidad s considerada, sondeada y sobre todo matemáticamente medida. Abordemos ahora el principio de incertidumbre. El principio de incertidumbre es en realidad el corolario de un teorema llamado de incompatibilidad. Incompatibilidad, de facto, ntre dos elementos de un conjunto de entidades puramente mate­ :náticas, llamadas operadores del espacio de Hilbert. Sin meterse en muchos berenjenales, acéptese que toda propiedad observable de una ntidad física se halla representada en el espacio de Hilbert por uno e esos operadores y que la representación es tan acaparadora que, de echo, solo a ella podemos referirnos. Caricaturizando un poco digaos que los físicos cuánticos no hablan de lo que tiene la cosa física :iisma, sino de lo que tiene su representante matemático. En la jerga especializada (que ahora mismo abandonaré, deján­ ; la para el anexo) resulta que dos determinaciones físicas son com­ atibles si, y solo si, los operadores que las representan en él espacio Hilbert tienen en común un conjunto de vectores llamados pro­

:os, a los que el operador atribuye un número real llamado valor opio. Ahora bien, resulta que la entidad-operador posición no tiene mismos vectores propios que la entidad-operador momento o can­ Jad de movimiento. Corolario de ello es que, si efectuamos una dida utilizando el operador posición, estamos descartando que la tidad física considerada pueda poseer cantidad de movimiento, y ·

versa. A decir verdad, para que la cosa sea comprensible ha de acep­

:- e el postulado siguiente (que en el anexo presentaré de forma

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

ordenada): Supongamos que un operador interviene sobre un vector del espacio de Hilbert expresivo de una propiedad del sistema, pero que no es un vector propio del operador. Entonces, como resultado de la intervención misma, el vector sufre una radical transformación que lo convierte en uno de sus vectores propios. Este postulado es la clave de las paradojas de la mecánica cuán­ tica. Y ha de notarse que se trata solo de un postulado, es decir, de algo que nada nos obliga a aceptar. Ahora bien, si se introdujo, es porque parecía la única manera de dar a los experimentos de la me­ cánica cuántica algún tipo de armazón teórico. La cosa no es tan grave si se recuerda que las leyes de Newton no son derivaciones de un substrato teórico previo, sino presupuestos sobre los que precisa­ mente la física newtoniana reposa. El hecho de que el operador transforme lo dado en un vector propio explica que si un segundo operador no tiene el que surge como propio sea incompatible con el primero. Y, como decía, esta es exactamente la situación de los operadores que representan esas dos determinaciones de lo que parecía ser el ente inmediato que son la

posición y la cantidad de movimiento. Si me atrevo a titular este apartado «la mayor subversión en el concepto de ente» es porque desde Aristóteles hasta Einstein, pa­ sando por Galileo y Descartes, nadie podía poner en tela de juicio la

trascendentalidad, la omniaplicabilidad si se prefiere, de las dos deter­ minaciones que nos ocupan. Einstein se halla al respecto en la singu­ lar situación de ser a la vez el que abrió la primera puerta a una con­ jetura tan tremenda y sin embargo el que más ha luchado contra ella hasta el fin de sus días. Sabido es que Einstein no obtuvo el premio Nobel por su ar­ tículo sobre la relatividad restringida, sino por el concerniente al «efecto fotoeléctrico» (escritos ambos en el prodigioso 1905). Su conjetura de que la Uiz podía efectivamente (como ya intuía New­ ton) constituir un conjunto de partículas, explicaba el efecto foto-

97

ATURALEZA ELEMENTAL

T

Jéctrico, pero era impotente para dar cuenta de otros fenómenos, cuales sí se explicaban manteniendo la hipótesis del carácter on­ ulatorio de la luz. Se abría así la puerta a algo más que a una duali­ ad. Pues ambos rasgos eran incompatibles: o naturaleza ondulatoria naturaleza corpuscular, pero no ambas cosas a la vez ... Quedaba ·

n por extender esta ausencia de precisa determinación a la genera­ ad de los fenómenos, y sobre todo conferir a la nueva visión una

uuctura teórica consistente. El formalismo matemático de la me­ nica cuántica vino a cumplir tal misión. Einstein reconocía la prodigiosa capacidad descriptiva y previ­ ra de la nueva disciplina, pero se aferraba a la idea de que pudiera �ar a encontrarse una modelización de la misma que permitiera no rificar principios filosóficos tan elementales como el de contigüi­ d. De ahí su conjetura de las «variables ocultas», que tuvo aliento ta que el trabajo combinado de un teórico (John Bell) y de un ex­ ·rimentalista (Alain Aspect) destruyeron, por así decirlo, la ilusión. La modelización ortodoxa de la mecánica cuántica hace hoy posible afirmar que entidad supone al menos tener una posición . allarse en movimiento o reposo. Como máximo cabe afirmar que

da entidad tiene potencialmente una posición y una cantidad de mo-

71ziento. Matización importante, puesto que si dos atributos incom­ �ibles no pueden darse a la vez, sí pueden perfectamente darse su­

ivamente. Vieja intuición aristotélica esta de la polaridad encía-acto, que encuentra aquí quizás un inesperado terreno de :icación.

FIN DE UNA ILUSIÓN GRIEGA

En múltiples foros he tenido ocasión de evocar la reflexión del ·mio Nobel de Física Erwin Schrodinger relativa a la singularida4 'a civilización griega.

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98

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Schrodinger se encontraba en Dublín ejerciendo la docencia en el Trinity College en un curso de doctorado para físicos. Un día sin embargo interrumpió las clases, sorprendiendo a sus alumnos con la reflexión de que, antes de seguir avanzando en meandros perdidos de la física, había que interrogarse sobre la palabra misma que daba ori­ gen a la disciplina, a saber, physis, que solemos traducir en castellano por naturaleza. A fin de efectuar tal cosa Schrodinger se volcó sobre el pensamiento griego, muy especialmente el presocrático. Resultado de la misma fueron unos apuntes, más tarde ordenados en un libro titulado Nature and the Greeks5• La primera interrogación de Schrodinger concernía a la cuestión del llamado «milagro griego». T ópico tanto más reiterado cuanto que nadie sabe muy bien en qué consiste precisamente. Pues bien, para el eminente físico, el milagro griego residiría fundamentalmente en los dos rasgos siguientes: 1. Grecia sería la primera civilización profundamente marcada por el postulado según el cual la naturaleza es en su esencia transparente a la razón, inteligible, susceptible -en suma- de ser conocida. Ha de señalarse que esta percepción de la singularidad griega no implica en absoluto algún tipo de jerarquización de las civilizaciones. Pues cabe perfectamente que una gran civilización tenga un lazo con la natura­ leza que no privilegia su transparencia al conocimiento; una refina­ dísima civilización puede sentir, por ejemplo, que sobre todo la natu­ raleza es sagrada, misteriosa y objeto de culto.

Obviamente no es solo Schrodinger quien muestra su sorpresa ante la convicción de que la naturaleza es cognoscible. Einstein decía al respecto que «la cosa más incomprensible del universo es precisa-

5 Traducción española bajo el título La naturaleza y los griegos, T usquets, Barcelona, 1997. Yo mismo efectué la traducción, ig norando que veinte años atrás el texto ya había sido traducido por el poeta G abriel Ferrater.



ATURALEZA ELEMENTAL

99

mente que sea comprensible». El estupor ante la inteligibilidad de la aturaleza se acentúa aun si se considera el hecho indiscutible de que .. al comprensión sea de tipo matemático. El propio Schrodinger dice n relación con el pitagorismo que la matemática tiene la virtud de mostrarse presente allí donde no se la espera (por ejemplo, tras las ar­ monías musicales) , y el físico Eugene Wigner llega a hablar de lo oca razonable que sería de hecho la comprobada eficacia de las ma­ :emáticas en las ciencias naturales. 2. El hecho de conocer modifica nuestra relación con la naturaleza, con los demás humanos y con nosotros mismos, pero la natura­ leza misma sería totalmente indiferente a estos cambios. En suma:

la naturaleza es cognoscible, pero el conocimiento por sí mismo no modifica la naturaleza. Nótese que esta tesis implica ya una con­ cepción del conocimiento que abre la puerta a una radical diferen­ cia entre conocimiento y tecnología, pues esencial a la idea de tec­ nología es la potencialidad de modificar todo aquello que se convierte en su objetivo.

No es en absoluto casual que la creencia en la indiferencia de la '.'laturaleza al hecho de ser conocida sorprendiera al hombre al que se ·

allan asociadas algunas de las fórmulas determinantes de la mecá­

'.'lica cuántica, es decir, la disciplina que mostró la imposibilidad de isociar objetividad y conocimiento, a la par que ponía en entredi­ -ho el consenso (mantenido desde Aristóteles hasta Einstein) sobre :os rasgos mínimos a los que habría de responder algo que se pre­ nta para ser considerado natural, para ser tildado de entidad flsica. Para completar este apartado véase el anexo técnico «lnterpre­ ·ación canónica de la mecánica cuántica».

4.

ESTUPOR ANTE

LA

NAT URALE ZA V I VA

VIDA

El ser humano muy pronto se percibe como al go muy d ife­ '.1te d e la mayoría d e cosas d e su contexto. M e estoy refiriend o al ; ya cabalmente humano, es d ecir, al ser y a d otad o d e palabra. n te que tiene en comú n con una parte de su entorno algo que iamente aú n no puede d efi nir, pero que experimenta como l o e posteriormente llamará « vid a» : el perro o el gato d e la casa no n igual que la mesa o la silla. E sta d iferencia produce con certeza ún tipo d e estupor. Recuerdo un niño contempl and o en un esca­ rate un toro o buey d isecado; él se preguntaba por qué no se mo­ . De al guna manera, tenía una intuición mecanicista: si el conn to d e elementos que constituían al animal estaban no solo r

sentes, sino yuxtapuestos, y en l a misma ord enación que él tantas



es los había contemplad o, ¿ por qué aquello no respondía como

:i.

toro o un buey?

M uchas son l as med iaciones necesarias para pod er d ar res­ . esta a esta pregunta infantil. No basta l a presencia d e l os elemen­ constituyentes para que haya vid a. Para ese niño, esta visión d e n toro d isecado en u n escaparate se completaba con l a que suponía l gú n animal que había tenid o l a ocasión d e observar y a muerto. ía la palabra « muerte» , y barruntaba que en este caso se trataba no de algo previo a la vid a, sino de la brutal quiebra de esta. Pero, ¿ qué

102

F I LOSOFÍA . I NTERROGACI ONES QUE A TODOS CONC I E RNE.

o quién hacía que aquel pájaro o aquel conejo estuvieran no vivo . sino muertos? L a vid a es un misterio no sol o para l os niños. Durante sigl os lo pensadores más embl emáticos seguían consid erand o que l a expl ica­ ción d e l a vida era impo$ibl e. E n rel ación con el problema del grado de ·singul aridad d e l a vida. el evocado Erwin S chrodinger usaba l a siguiente anal ogía: I magine­ mos un hombre al tamente especial izad o en máquinas d e vapor, pero que no sabe nada d e motores el éctricos. Un día sitú an frente a él uno de estos motores. Reconoce que el artefacto está construido con l os mismos material es que a él l e son conocid os, in_cl uso ciertas estructu­ ras son anál ogas. . . ; pero se pond rá d e rel ieve una d iferencia fu nda­ mental : poniendo el d edo en l o que parece simpl emente un botón, el aparato se pone en movimiento. Nuestro hombre se qued a sorpren­ d id o pero, como d ice irónicamente S chrod inger, no concl uirá que _ al gú n fantasma es l o que pone l a máquina en acción. L a biol ogía d ifi ere d e l a química general porque a nivel biol ó­ gico emergen nuevas propied ades. De tod os mod os, l os el ementos que componen l as nuevas propied ad es no están fuera de l a tabl a pe­ riódica. Podemos afi rmar q ue en el registro biol ógico l a organización de l os componentes es más compl eja, pero d e tod as maneras l a nueva entid ad sol o pued e entend erse considerand o l os compuestos. E n cierto sentido, ocurre l o mismo en química general , ya que l as mol écul as tienen propied ades que no poseen l os átomos, aunque estas propiedad es aparecen como resul tad o d e l as potencial id ades de l os mismos; l os átomos sufren una cl ase d e transfo rmación al con­ juntarse. El punto d e partid a d e l a idea, tanto tiempo arraigada, d e que sol o variabl es ocul tas serían operativas para expl icar l a vid a (« vita­ l isme» en fr ancés) fu e l a convicción d e que l os compuestos d e car­ bono no pod ían ser tJrod ucid os siguiend o una pauta estrictamente natural. Fácil es, pues, percibirse de l as enormes impl icaciones d el he-

NATU RALEZA VIVA

103

cho de q ue, a mediados del si glo XVIII, c omp uestos orgánicos fueran alc anz ad os a parti r de la q uí mic a ordi nari a. Nací a e ntonce s una n ue va di scip li na, la q uí mica orgánica, q ue llegarí a un d ía a tomar orma de biología. M uchas de las moléculas de la vid a e i nc luso mo­ léculas q ue la naturaleza no p rod uce e sp ontáneame nte serían un dí a inte tiz ad as e n e l laboratorio. Antes de abordar la cue stió n de l ori ge n y

la radical si ngularid ad de la vid a convie ne refrescar algún d ato. - Los organismos vivos son sistemas abiertos sometidos al segundo principio de la termodinámica. - Las reacciones que suponen liberación de energía no ocurren ni espontáneamente ni instantáneamente. De hecho todo acontece en conformidad con las leyes físicas y químicas que determinan el comportamiento de los objetos inanimados. - Los seres inanimados pueden poseer rasgos esenciales de los seres vivos, pero no otros. - Los coches se mueven, mientras que las plantas no lo hacen. Sin embargo, los coches no se reproducen, y aunque ciertos animales compartan esta carencia (las abejas obreras, por ejemplo), cabe considerar que la capacidad de reproducción es un rasgo caracte­ rístico de los seres vivos.

EL ORIGEN DE

LA

VIDA

Durante mucho tie mp o se ha c reído q ue la vid a habí a surgido spontáne ame nte a partir de mate ri a ine rte y, de hec ho, ¿q ué c osa ree r? , ¿q ué otra alte rnati va c abía? De ahí la p arad oja q ue, de e n­ �rada, c onstituye la te si s de L oui s Paste ur, se gú n la c ual la vid a solo adía p rove ni r de vid a p re via. Cie rtamente p arece un círc ulo vici oso, ero de hec ho, la te si s e s muc ho más matiz ad a. L o ú nico q ue sos­ ie ne e s q ue la vid a solo p uede e me rge r de vid a p re via. . . en las cir-

104

F I LOSOFÍA. I NTE RROGACION ES QUE A TODOS CON C I ERNEN

cunstancias ambientales que caracterizan nuestro entorno actual, c ircunstanc ias q ue nad a tie ne n que ve r c on las que impe raban e n la ép oc a p rimige nia. S i hoy e mergie ra alguna fo rma de vid a e n las c ond ic ione s q ue p ode mos c onje turar q ue e me rgió p or vez p rime ra, simp le me nte la cantid ad de oxí ge no ambie ntal harí a q ue ínmed iatame nte fuera des­ truid a. E n la ép oc a p rimige nia no habí a oxí ge no libre e n la atmó s­ fe ra, o lo habí a e n muy peq ue ñas c antid ade s, c on lo c ual las c on­ d ic ione s de p osibil id ad de ap aric ió n de algo c omo l o q ue la vid a constituye sí se daban. Por fo rtuna, la atmó sfe ra e n la ép oc a p rimige nia se hallaba casi desp rovista de oxí ge no libre (e l oxígeno se e nc ontraba tan solo en el agua y e n ó xid os metálicos) y también de microorganismos. La atmó sfera terrestre era p articularmente rica en hid ró geno, car­ bono y nitró gen9, q ue junto a pequeñas cantidades de oxíge no pe rmi­ tían la realizac ió n de l as siguientes síntesis: metano (CH4) , amoniaco (NH3) y vap or de agua (H20) . También N2 y C02, lo cual pl antea, de hecho, un p roblema ( véase nota siguie nte) . Cuand o el vap or de agua atmosféric o c onde nsad o se p recip itaba e n fo rma de lluvia, las roc as eran e rosionad as y los mine rale s (cl oruros y fo sfatos) eran arrastra­ dos hacia el mar. El mar conte ní a así los p rinc ip ales mate riale s de los aminoác id os, q ue a su vez c onstituye n la base de las p roteínas. L as p roteí nas, c omo tod os lo c omp one nte s del c arbono, son llamad as orgánic as e n razó n de q ue tie ne n su matriz e n los organis­ mos vivos. S abe mos q ue la e nergí a utiliz ad a p or los organismos vi­ vos, c omo las pl antas, p ara p rod uc ir c omp uestos orgánic os e s la luz solar. L a hipó te sis es q ue e n la atmó sfe ra p rí stina este p apel lo de sem­ pe ñaban rayos ul travioleta y de sc argas e léc tric as q ue, e n c ombina­ ció n c on c omp one nte s carbó nic os y sustancias nitroge nad as, p rod u­ cían los aminoác id os. La hipó te sis fue sonfi rmad a e n 1953 c on los trabajos de S tanley M ille r, q uien p or medio de una rec onstrucció n de la atmó sfe ra p rís-

NATURALEZA VIVA

105

tina, se halló e n cond iciones de sinte tizar c omp one nte s orgánic os 6• La hipó te sis p uede se r e xte ndid a a la p osibilid ad de q ue las mismas p rote ínas p ud ie ran se r sinte tiz ad as de mane ra abió tic a. Pe ro los vínc ulos p olip ép tidos de aminoácid os no son tod avía la vida. La p ró­ xima etap a es la eme rge ncia de un siste ma d otad o de activid ad e nci­ m átic a y de moléculas de ác id o nuc le ic o suscep tible s de autorrep li­ carse, e n suma, el mec anismo q ue c onoce mos c omo ARN y ADN. Se acep ta ge ne ralme nte q ue e n e l ARN resid ió al p rinc ip io la info r­ m ac ió n ge nétic a y q ue solo más tarde e l ADN le sustituyó c omo rinc ip al p rotagonista de e sta info rmac ió n. Hay ; P ue s, d os cód igos . _enétic os: e l de las c élulas arcaic as y e l de las c élula.s;ligamos « mo­ 'e rnas» . Podemos sinte tizar e l p roce so e n estas ú ltimas e n tre s e tap as: .')info rmac ió n almacenad a e n e l ADN; 2) informac ió n transc rita e n

J ARN , y 3) informac ió n transferid a a la p roteína.

!DE (ESPECIES) : CLASIFICACIÓN DE LOS SERES VIVOS

L a vid a se d ive rsifi c a. M as la vid a no e s unívoc a, sino q ue se · lla d ive rsificada e n p luralid ad de fo rmas. Y aq uí e mp ieza la inte -· - gació n p rop iame nte fi losófica p or e le me ntal q ue se a. ¿Qué hace la ere nc ia e ntre las fo rmas de vid a? E sta p re gunta e stá emblemática-

•1

Tras el experimento de Stanley Miller (en realidad, Miller-Urey) se levantaron objeciones ntadas en la convicción de que la atmósfera primitiva de la Tierra se hallaría dominada por vocados gases N2 y C02• Se pensaba, en efecto, que la acción de descargas eléctricas en ga­ neutros era mucho menos eficaz con vistas a la síntesis de componentes orgánicos. . fas precisamente cuando este epígrafe se estaba cerrando aparece un importante artículo fir­ ·o por un equipo en el que consta el mismo Stanley Miller en el que se muestra que de hecho . nantes cantidades de aminoácidos pueden ser producidos a partir de tales gases: Reassessment of Í?rebiotic Organic Synthesis in Neutral Planetary Atmospheres» (H. JaCleaves. John H. Chalmers. Antonio Lazcano. Stanley L. Miller. Jeffrey L. Bada © Sprin­ ience + Business Medeia B. V. 2007). de señalar que este constituye el último trabajo científico firmado por Stanley Miller, falle­ el 20 de mayo de 2007. ·

·

• .

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F I LOSOF ÍA . I NTERROGACIONES QUE A TODOS CONC I ERNE

mente vinculad a al nombre d e Ari stó teles. E s bi en sabid o que este fu e el p ri mer clasifi cad or de las fo rmas de vid a y q ue, con muy el e­ mentales medi os, consi guió di sti ngui r un gran nú mero d e esp eci es. Ari stó teles cl asifi có los seres vi vos en ni veles jerarquizados, con los humanos en la cumbre. La clasifi cación d e Ari stó teles se mantuvo d urante si gl os, hasta q ue fu e comp letad a y sup erad a p or la d e Carl von Li nné ( 1707-1778) . Li nneo, como es conocido en E sp aña, di vi ­ dió el esp ectro de l a vid a en dos reinos: ani mal y vegetal. El p rimero está fo rmado p or cuerp os orgáni cos q ue, además d e tener cap acid ad sensori al, ti enen cap acid ad d e locomoció n. L os segund os no p oseen ni l ocomoción ni sensació n. El hecho de considerar que las pl antas carecen d e cap acidad sen­ sorial es quizás el argumento p ri ncip al d e los defen sores d e los ani ma­ les, con vistas a establecer una barrera entre el tratami ento que p ueden recibir animales y humanos, p or un lado, y p lantas, p or otro. Aludi ré en otro momento a l as imp licaci ones éti cas d e esta disti nció n. Ani mal es y vegetal es difi eren p or un vari ad o conjunto d e ras­ gos: los ani males no están arrai gados, mientras que las p lantas hun­ den sus raíces en la sup erfi ci e de la Tierra; los ani mal es son impulsados a una acció n (d ebido al h ambre, p or ejemp lo) eventual mente d es­ tructi va p ara las otras vidas, mi entras q ue las pl antas son, en la vi sión algo id íli ca de Li nneo, fu ente d e ilimi tad a i teració n de la vid a me­ di ante di sp ersió n de semillas, etc. Pero p ara las razones de esta refle­ xió n convi ene enfatizar el hecho d e que los ani males estén p ara Li n­ neo moti vados p or afecci ones q ue i mp li can d olor o p lacer, mi entras que las p lantas son ajenas a estos estad os.

DE LINNEO A CARL WOESE

Record emos q u� Li nneo era creaci oni sta y consid eraba q ue el nú mero de esp eci es p ermanecí a i nvari able d esd e la creació n (« hay



ATURALEZA VIVA

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xactame nte tant as e spe cie s como e n su dí a fue ron cre ad as» , afir­ m aba) . S in d ud a, las taxonomías han cambiado de sde L inne o. L a re laió n e volucionista e ntre individ uos de te rmina cl asificaciones q ue tie ­ nen tan solo un valor p rovisional. S in e mbargo, e l crite rio fo rmal p ara p rocede r a e spe cificar no ha cambiado: de scubrire mos una :i.ue va e spe cie como re sultad o de q ue , e n un marco comp artid o, lo ue Aristó te le s de nominaba género, se pe rcibe un rasgo no imp lica­ º

e n e l géne ro mismo ( o sea, no p uede se r analí ticamente deducíd o

e él) y q ue singulariz a e n algo radical (p or e je mp lo, e n la p osibili­ ad de progenitura viable) a los individuos q ue lo p osee n. Y el aristoélico límite del p roce so también pe rsiste: Una vez q ue hemos re co­ n ocid o la e spe cie , te ne mos mucha d ificultad p ara hallar rasgos lasificad ore s de los individ uos. No hay un conjunto de d ife re ncias ue nos pe rmita d ar una clara definició n genética de Pedro fre nte a Pepe, p ue s los ind ivid uos d ifie re n p or rasgos continge nte s, rasgos ue (p or op osició n a los claros y d istintos de la fo rma o espe cie) Aris­ óte le s calificaba de d ifere ncias materiales, rasgos depe nd ie nte s, p or je mp lo, de l llamado junk ADN. E n la historia de las clasificacione s cabe aq uí me ncionar la e R. H. Whittaker, q ue en 1969 convirtió en cinco los dos reinos de Linne o (monera, protista, plantae, fungi y animalia). Pe ro p articular in te rés tiene la clasificació n de Carl Woe se, q ue , e n 1979, d ividió e l registro d e la vida e n tre s amp lios re inos: bacterias, arqueos y eucario­

tes. Los dos p rime ros reinos recubren organismos unicelulare s y e n e l u nive rso d e los e ucariote s hay cinco linaje s, uno d e los cuale s ( uno n tre otros) recubre tre s re gione s q ue son plantae, fungi y animalia. C abe e nfatizar el hecho de q ue, e n confo rmidad a esta clasifica­ ió n, lo más singular son los arqueos, q ue difieren de l as bacterias nada menos q ue p or el 56 p or 100 de la secuencia genética. Estos seres son amantes de l o e xtremo: muy resistentes a los ácidos, solo se desarrollan n

ambientes sin oxíge no, son generadores de me tano y sobreviven a

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F I LOS OFÍA. INTERROGAC I ONES QUE A TOD OS CONC I ERNEN

te mpe raturas e le vadí simas. E l nombre de « arque o» e s una alusió n al hecho de que h acen evocar las condiciones de la atmó sfe ra p rimigenia, en la que, como he mos visto, la vida se desarrolló en ause ncia de oxí­ geno. Desde su descubrimiento h ace tres décadas, el número de varie­ dades c onocido se ha multiplicado, alcanzando ya más de 250.

ESPECIES

Y

G ENOMA

Es bie n conocido que Aristó teles consideraba que las especies son eternas y que, con Darwin, tal tesis h a quedado superada. No obstante, se sigue h oy en día h ablando de especies, aunque se considere que una especie es algo efímero. El pensamiento contemporáneo sigue teniendo entre sus e xigencias la de delimitar, distinguir, clasificar, en suma, espe­ cificar. O bviamente, los criterios que util izamos para esta cl asificació n no se red ucen a los utilizados por Aristó teles (sin que ello signifique que están totalmente excluidos, pues los rasgos anató micos siguen teniendo un gran peso) , ya que, como es bien sabido, la clasificació n de las espe­ cies es h oy fundamental mente un trabajo de genética. Una especie es aquell o que resp onde a e se p rodigioso fe nó me no suste ntad o e n la quí mic a orgánic a, que de nominamos un genoma. Tod os l os ind ivid uos de la e spec ie h umana c ompartimos el ge noma h umano; asimismo, los individ uos de la e spec ie de los gorilas c om­ p arten un ú nic o ge noma. M as aquí surge n obviame nte p roble mas. Por un lad o, p roble mas de de limitació n entre e specie s, p ue s h ay ge­ nomas que prác tic ame nte no tie ne n d ife re nc ia, ni c ualitativa ni cuantitativa. Un e je mp lo rec urre nte: e l ge noma h umano e stá c onsti­ tuid o aproximadame nte por 25. 000 genes, si por gen ente nde mos la parte de l ge noma que c od ifica proteínas ( ve remos e ste punto e n e l ane xo técnico al que remite este epí grafe) . Ah ora bie n, un animal en aparie nc ia tan ale jado de nosotros c omo e l rató n tie ne un nú me ro muy aproximad o de ge ne s c od ificad ore s de proteí nas. E sta c oinc i-

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NATURALEZA VIVA

dencia se hace aú n más sorp rendente si tenemos en cuenta q ue la d i­ ferencia cualitativa entre ambos genomas es, d e existir, muy p eq ueña. Y sin embargo, como bien d ice un conocid o p ensador d e estos asun­ tos, un rató n no es un hombre . . . ¿Dó nde estriba, p ues, la d iferencia? Aquí ap arecen p roblemas en ocasiones artifi ciales, relacionad os con el hecho d e q ue hay un gran equívoco en la utilizació n misma d el término gen. A veces se entiende p or gen todo aquello q ue desemp eña algún p ap el en el genoma, mienras q ue otras veces ( con mayor rigor) se limita el término a elementos el genoma q ue juegan la funció n codificadora ya evocada. S i nos ate­ n emos a la segunda acep ció n, desde luego se hace imposible resp onder a

l a interrogació n clave d e la d iferencia, tanto anató mica como d e omp ortamiento, entre un rató n y u n humano. Por d ecirlo llana­

m ente, si se toma el genoma en un sentido reducido, y si se dogmatiza el pap el d el genoma a la hora de exp licar las diferencias entre esp ecies, es un auténtico misterio que el rató n no sea humano. . . o viceversa. La cosa se hace sin embargo mucho menos confusa y misteriosa i consid eramos q ue aq uellas p artes d el genoma no codifi cad oras d e p roteínas han d e d esemp eñar también u n p ap el relevante, y e n este entido se han canalizado los estud ios de genética contemp oráneos. e acentú a el p ap el d e las llamad as secuencias regulad oras ( véase el anexo técnico) , en las cuales, aunque sea como mera conjetura, ha d e buscarse e l p orq ué d e tales abismales d iferencias. Para completar este apartado véase el anexo técnico «Concep­ tos centrales en genética».

SECUENCIAS REGULADORAS ENTRE CHIMPANCÉS

Y

Y

D IFERENCIAS

HUMANOS

S i comp aramos el genoma d el chimp ancé con el genoma hu­ mano encontramos una gran similitud. El análisis d e las p roteínas ha

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F I LO S O F ÍA. INTERRO GAC I O N E S QUE A TO D O S C O N C I ERNEN

mostrado q ue humanos y chimp ancés comp arten ap roximadamente el 99 p or 100 de las secue ncias dete rminantes. Dado este alto grado de homología genética, ¿có mo e xp licar las e norme s d ife re ncias q ue se d an tanto e n e l re gistro anató mico como e n el de l comp ortamie nto? S i la estructura genética p arece ausp iciar un destino común, ¿p or q ué no es e ste el caso? ¿Por q ué no hay e n el chimp ancé algo análogo a nue stro le nguaje ? Una hipó tesis amp liame nte barajada e s q ue las d ife re ncias e ntre las dos e spe cie s no resultan de la peque ña cantid ad de ge ne s e struc­ turales q ue no están comp artidos, sino más bie n de se cue ncias re gu­ l ad oras tale s como promoters, enhancers y transcription factors e n la terminol ogía anglosajona. Un peq ue ño cambio en una se cue ncia re­ gulad ora (el llamad o C AAT, p or e je mp lo) q ue concie rne a la trans­ crip ció n de l ARN p uede trad ucirse e n la p rolongació n del pe riodo de c�e cimie nto de l ce rebro humano y, e n conse cue ncia, e n un de sa­ rrollo más comp lejo. Inve rsione s y traslocacione s e n la d istribució n cromosó mica p ue de n también se r l a causa de e norme s d ife re ncias. S up ongamos q ue un ge n re gulador e s de sliz ad o de un cromosoma a otro. E sto p uede trad ucirse en un cambio te mp oral, debid o al cual la p rod uc­ ció n de p rote ínas p uede se r facilitad a o difi cul tad a: « one could say that whe n a p rote in is p rod uced, is at le ast as imp ortant e volutiona­ rily as what p rotein is p rod uced qualitatively» 7. S ie mp re se ha sabid o q ue peque ñas d ife re ncias cuantitativas p uede n se r ge ne rad oras de e norme s d ife re ncias cualitativas, y e n nue stros tie mp os q uizás corre sp onda a la ge nética la tare a de p one r de re lie ve e ste aspe cto. Uno de los p roblemas fu ndame ntales de nue s­ tra ép oca a la hora de abord ar la singularid ad humana e s p re cisa7 «Podría decirse que cuan 4_o se produce una proteína, es al menos tan importante a nivel evolutivo como lo que la proteína produce cualitativamente». P. V Volpe y P. A. J3..o sembaum, Understanding Evolution, McGraw-Hill, Boston, 1999, pág. 217.



ATU RALEZA VIVA

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m ente que no se entiend e por qué habríamos d e ser d ife rentes d el himpancé o d el bonobo si compartimos l a estructura genética. Pues i en, parece d e sentid o común el invertir el planteamiento; en lugar e d ecirse: hemos d e ser iguales, puesto que apenas d iferimos en el >.

EVOLUCIÓN SEGÚN EL INSTINTO DEL HABLA

Compartimos con otros animales ciertos órganos que tienen una función biológica bien definida. El tórax, la garganta o los dien­ tes son partes del organismo formados en función de las necesidades fisiológicas, y evolucionaron mejorando la capacidad de adaptación del ser humano. Ciertamente la función principal de los pulmones es transformar el oxígeno en dióxido de carbono, y la de los dientes, masticar, y no facilitar la articulación de sonidos. 16 Erick Trinkaus, «An Early Modern Human from the Pestera Oase», en Proceedings of the NaturalAcademy ofScience, 27 de septiembre de 2003.

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Sin embargo, la forma y la ubicación de algunos órganos no podría explicarse fácilmente si nos remitiéramos tan solo a la evolu­ ción encaminada a la lucha por la supervivencia. Esto ya lo habían notado el psicolingüista Eric Lenneberg y sus colegas hace casi cua­ renta años. Lenneberg mostró que, mientras la mayoría de los órganos se desarrollaron para servir a funciones vitales, como la respiración o la digestión, algunos de ellos empezaron a ejercer otras funciones, y esto fue aumentando progresivamente. Estas funciones estaban rela­ cionadas con la capacidad de articulación del discurso, aunque ello tuviera un cierto grado de incompatibilidad con las primitivas. Los órganos que se desarrollaron para posibilitar la articulación se hicieron anatómicamente muy diferentes, comparados con los mismos órganos de cualquier especie aún estrechamente relacionada con nosotros, como la de los chimpancés. La laringe fue propuesta como un ejemplo magnífico de las transformaciones causadas por este segundo criterio evolutivo. Es sabido que la laringe es un órgano esencial en la articulación del lenguaje aunque esta no fuera su originaria función. Su localización y estructura estaban ya determinadas. En otros animales, la laringe desempeña un papel esencial a la hora de proteger la tráquea y los pulmones de los trozos de alimentos que caen a lo largo del tubo faríngeo. Las cuerdas vocales de la laringe hacen de trampilla, y si ocurriese un accidente, estas controla­ rían el aire en la explosión de los pulmones al toser y expulsar los pe­ dazos de alimentos potencialmente peligrosos. Esta función tan esen­ cial quedó relegada (en el caso humano) a un segundo término, y el órgano evolucionó en su localización y estructura de tal modo que ya no es eficaz ante una eventualidad como la señalada. De hecho, la la­ ringe humana parece formada y localizada para el discurso, y su obje­ tivo original tendría hoy tan solo un papel secundario. La posición de Ja laringe humana es quizás la diferencia más pronunciada en relación con otros mamíferos, chimpancés y gorilas

HüMO SAP IE NS , HOMO LOQUENS

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incluidos. En otros mamíferos, la laringe se localiza en lo alto, justo detrás de la lengua. En nosotros, sin embargo, se ubica más abajo y, por consiguiente, las cuerdas vocales son incapaces de detener los restos de alimento en cuanto dejan la boca. De ahí que seamos los ani­ males mayormente susceptibles de atragantarnos al comer. Dada esta amenaza potencial, la pregunta surge: ¿por qué la naturaleza se desarrolla de un modo tan destructivo para nuestra especie? La res­ puesta se encontraría en la ventaja que la posición inferior implica para la articulación de fonemas. Esta singular ubicación ha permi­ tido la constitución de la faringe, que une la parte posterior de la boca con la apertura de cuerdas vocales, y que favorece el discurso de dos modos: 1) Incrementando la resonancia, la cual en otros animales se debe exclusivamente a las cavidades nasales u orales.

2) Permitiendo la emisión de los sonidos «guturales», muy impor­ tantes en algunas lenguas, como el árabe. «No es exagerado afirmar que la caída de la laringe ha permitido el ascenso de la humanidad», afirma al respecto un lingüista contemporáneo. Para completar este apartado véanse los anexos técnicos «Un gen determinante de la palabra y del lenguaje» y «Variabilidad gené­ tica como criterio para interpretar la evolución y el origen de nuestra especie».

LA S INGULARIDAD DEL INST I NTO DEL LENGUAJE

La cuestión de encontrar una base genética para la lengua hu­ mana seguramente es uno de los mayores desafíos tanto para la cien­ cia como para la filosofía. Antes he relacionado este problema con otro más genérico, a saber, el de encontrar un conjunto de rasgos que

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

fuera especificador, es decir, que confiriera una naturaleza a los seres humanos. Este objetivo a menudo conlleva una tendencia (más o menos oculta) a singularizar verticalmente nuestra especie frente al resto de seres vivos. Y esto podría ser fuente de alguna confusión: Una cosa es afirmar que el género humano tiene rasgos característi­ cos que, de hecho, están implicados en la definición misma de cada espede; otra, es decir que estos rasgos singularizan absolutamente la es­ pecie humana; y una tercera muy distinta es pretender que la singu­ laridad de la especie humana viene de algún diseño trascendente. Si afirmamos que en el periodo Cuaternario reciente, en el fondo común de los Anthropoidea, el mono del viejo mundo (old world

monkey) se diferenciaba del mono del nuevo mundo (por la polaridad A - A') y del simio (por la polaridad B - B'), situamos el problema de la especificación en nivel horizontal. Permanecemos en nivel hori­ zontal si simplemente añadimos por nuestra cuenta las polaridades genéticas que determinan diferencias morfológicas entre el simio

Pongidaey el homínido Homo erectus. ¿Permanecemos en el nivel ho­ rizontal cuando afirmamos que Homo sapiens se diferencia del chim­ pancé por los rasgos genéticos que otorgan al primero un dispositivo de adquisición de lenguaje? Eso dependerá, por supuesto, del con­ cepto que tengamos del lenguaje. Si por lenguaje entendemos algo que nos permite la narración o la lírica, si entendemos un juego finito de elementos fonéticos que, sin embargo, abren la puerta a un juego potencialmente infi­ nito de entidades semánticas, si entendemos una forma modular que cubre todo el ser humano, en suma, si por lenguaje entendemos algo que no es reducible a un mero código de señales ... entonces sí podemos afirmar que la lengua nos diferencia verticalmente de las otras especies. Para mostrar las implicaciones que un Dispositivo de Adquisi­ ción de Lenguaje geñéticamente determinado tiene para el compor­ tamiento humano, Steve Pinker forjó la expresión «instinto de len-

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°'

guaje». Cuando hablamos de instinto de lenguaje no expresamos lo mismo que cuando nos referimos al instinto de conservación, ni individual (alimentación) ni específico (que es la raíz de la sexuali­ dad). El instinto de lenguaje es una tendencia no simplemente a per­ manecer, sino a permanecer loquens; no simplemente a mantener la vida, sino a mantener (de manera individual o específica) una vida impregnada por la palabra. El mito bíblico cuenta que .. el verbo se .

hizo carne. La apuesta para encontrar una base genética del lenguaje mantiene intacta la fuerza del mito, ya que el desafío consiste en encontrar la base científica que permitiría conferir la singularidad vertical a la especie humana.

CUANDO U N CÓDIGO DE SEÑALES TRABAJA PARA SÍ M ISMO

La aparición en un código de señales dotado de la polaridad

significante-significado no puede menos que introducir una radical subversión en la función misma del signo. Mientras nos movemos en el ámbito del mero código, se da tan solo un lazo por así decir hori­ zontal entre la señal y lo por ella designado, un eventual botín por ejemplo. Obviamente, una vez que el botín ha sido alcanzado el fun­ cionamiento del código ya no tiene sentido alguno, pues suprimida la alteridad del objeto simplemente el interés se ha agotado. Mas cuando la señal encierra esa polaridad interna que la convierte en signo lingüístico, entonces la alteridad persiste, y aun no habiendo interés ex­ terior ... se abre la posibilidad de recreación interna. El signo fertiliza la potencialidad interna de crear polaridades sin necesidad alguna de remitirlo al exterior. Mas hacer funcionar el signo lingüístico, aun en ausencia de correlato en el entorno físico e la base misma de lo que denominamos narración. Cuanto más i ndi­ ferente sea el mundo exterior, más exigencias se tienen de fertilizar l interior. Por retomar los términos de Aristóteles: Cuanto más re uelro

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FI LOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

esté lo relativo a la subsistencia y al ornato de la vida, cuanto más sa­ tisfecha esté la necesidad, más se acrecentará el deseo de que surjan nuevos conceptos y nuevos vínculos entre conceptos y hasta nuevas combinaciones (en número potencialmente infinito) de esos víncu­ los entre conceptos. Es así de sencillo: en ese momento del día en que ha cesado la lucha cotidiana por la subsistencia, en torno al fuego, los campesinos bretones narran cuentos a sus hijos, y en torno al fuego Descartes realiza su meditación, solipsista en este caso, pero que responde a la polaridad significante-significado. Y también en torno al fuego cabe imaginar al joven Einstein discutiendo atemporalmente con Newton y John

Bell. ¿Discutiendo de qué? Pues de algo tan alejado de la pre­

ocupación por la subsistencia como el principio de contigüidad, es decir, discutiendo de si cabe o no el vacío y la acción a distancia. En razón de la polaridad interna, los niños alcanzan esa capaci­ dad para formar innumerables conjuntos, tanto de expresiones aisla­ das como de oraciones perfectamente cargadas de sentido. Expresio­ nes que nadie les ha enseñado, simplemente porque se trata de un enumerable no finito, y este es imposible que sea alcanzado mediante acumulación contable de vocablos. Los niños, ciertamente, aprenden una lengua imitando, pero esa condición necesaria no es en absoluto suficiente, como lo mues­ tra el hecho de que determinados pájaros imitan sonidos humanos, sin que se de en ellos el menor atisbo de lo que la condición lingüís­ tica supone. Pues bien, esta versatilidad, flexibilidad y creatividad del _ lenguaje no serían sencillamente posibles si el lenguaje no tuviera en su interna estructura ese doble rasgo generador de libertad que es la dualidad interna y la arbitrariedad del significante. Nunca se insistirá demasiado en que esta arbitrariedad, precisamente por suponer un grado de inadecuación respecto al entorno natural y respecto a la in­ terna vivencia psicológica, abre un horizonte de creativa construc­ ción y, en definitiva, de independencia respecto de lo dado.

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Supongamos, en efecto, que todo en el orden de la designación de las cosas naturales funcionara al modo de las onomatopeyas, ¿cómo podría entonces el lenguaje suponer grado alguno de distan­ cia respecto a la inmediatez del orden natural?; ¿cómo podría darse esa versatilidad que, por ejemplo, en la percepción de un paisaje pone de relieve el narrador? Esta distanciación es tanto más de agradecer cuanto que la auencia de lazo natural no supone en absoluto subjetiva y contingente elección de individuos. Dada la forma, es imposible prever el signifi­ cado y viceversa, mas ello no significa que cualquier forma vale, ni que el capricho (o el intercambio de subjetivas decisiones) impera. Arbitrariedad sin sujeto caprichoso que la impone: tal es el meollo de la cuestión. Decir que Shakespeare denotó convencionalmente tales o tales hechos con tales o tales palabras no significa que se puso de acuerdo con otros individuos para tal denotación. En este sentido, cabe decir que en su tarea fertilizadora y creativa del lenguaje (se sabe que fra­ guó miles de vocablos), Shakespeare estaba más allá de la individuali­ dad y la subjetividad (esta última expresa ese!1cialmente el lazo, de acuerdo o de conflicto, con otros individuos). Shakespeare es como el significante del hecho mismo de que la subjetividad se sacrifica, precisamente como condición de que el lenguaje se despliegue y se exprese libremente, aunque no gratuitamente.

LA CARNE SE HIZO VERBO

En esta reflexión sobre las interrogaciones que, por elementales, conciernen a toda la humanidad, es obviamente clave la cuestión que vincula el origen de la humanidad y el origen del lenguaje. Pues no hay proyecto de mayor dignidad que el consistente en asentar sobre base racional el singularísimo hecho del lenguaje, es decir, tal como

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONC IER NEN

lo he presentado, un conjunto limitado de elementos fonéticos que abren la vía a un conjunto potencialmente infinito de elementos de significación. No hay cuesti6n de mayor dignidad que la del origen de esa suerte de filtro que mediatiza toda presencia exterior e interior y que, en razón de ello, parece realmente tener la dignidad de ese

verbo que, según el mito, un día tomó forma de hombre. No cabe racionalmente discutir sobre si el verbo se hizo carne, pero siendo, como es, indiscutible que nosotros somos carne conver­ tida en verbo, cabe perfectamente preguntarse cómo tal cosa ocurrió. Cabe preguntarse por la razón de que en el registro genético se ope­ rara esa revolución por la cual a los instintos que reflejan simple­ mente la tendencia de la vida a perseverar, se sumó ese «instinto de lenguaje» al que se refiere Steven Pinker, es decir: Tendencia no me­ ramente a perseverar, sino a perseverar loquens; tendencia no tanto a conservar la vida, como a conservar una vida impregnada de palabra. El carácter subversivo de este nuevo instinto se refleja en el hecho de que puede llegar a no ser compatible con los instintos directamente vitales, tal como sucede cuando, bajo amenaza de tortura o muerte, un hombre no traiciona convicciones forjadas a través de una palabra compartida. Apostar por una legitimación genética de la hipótesis según la cual el hombre, y solo el hombre, posee un dispositivo que lo hace vehículo del lenguaje, equivale a apostar por una palabra no hipote­ cada a referencia trascendente. Palabra quizás sin Dios, pero no por ello palabra menos portadora de una promesa de plenitud Fruto de la palabra es el hecho de que, con plena lucidez, repu­ diando toda esperanza incompatible con el buen juicio, podamos sentir que nos motivan objetivos no subordinados al mero hecho de vivir; podamos sentir que la finitud inherente a la materia y por con­ siguiente a la genética, siendo lo inevitable, no es sin embargo lo único que cuenta; seruir que la palabra sin Dios no necesita contar entre sus metas el salvarnos del pecado, porque precisamente restaura

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un mundo libre de pecado; sentir, en suma, lo que en un instante afortunado experimentó Paul Éluard, a saber, que el mundo «es azul como lo es una naranja».

DIGRESIÓN: PEGUY TRAS DARWIN «El verbo se hizo carne» ... prodigiosa metáfora a la que -preci­ samente por tomarla como metáfora- puede permanecer fiel el más intransigente de los darvinianos. Me atrevo a decir que un investigador que apunta a encontrar la base genética del lenguaje humano, y que está plenamente con­ vencido de que este trasciende el estatuto de un código de señales, se siente espiritualmente alejadísimo de sus colegas reduccionistas, y por el contrario se reconocería de inmediato en la actitud del poeta francés Charles Peguy. La recíproca es también cierta, pues Peguy no encuentra en la catedral de Chartres tanto un símbolo del Dios trascendente, como un símbolo de la prodigiosa potencialidad de la palabra. La afinidad espiritual no se da necesariamente entre creacionis­ tas, por un lado, y evolucionistas darvinianos, por otro. El espíritu urge en la veracidad, y tan veraz es el que toma pie en la metáfora de Dios para que se despliegue en plenitud su condición de ser de pala­ bra, como el que busca encontrar la clave de ese momento singularí­ simo de la evolución en el que un código de señales se liberó de su carácter funcional, empezando a tener sus propios objetivos. Lo que precede explica la existencia de curiosos compañeros de viaje: el cristiano Berrianos tomando causa por el pueblo republicano en la España de «Les Grands Cimetieres sous la Lune». Pero explica también la existencia de una suerte de desdoblamiento en la propia personalidad de alguien como José Bergamín, cristiano y comu­ nista ... «hasta la muerte, ni un paso más», según precisaba.

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN La ciencia y la espiritualidad religiosa tienen su condición de

posibilidad en ese hecho prodigi?so de que un día la carne se hiciera verbo. Si la enormidad de lo que esto significa atraviesa el alma, en­ tonces la densidad de la matriz en la que los senderos se bifurcan convierte en irrelevante la elección de uno o de otro. «Si no hay Dios todo está permitido», afirma un atormentado héroe de Dostoievsky. La sentencia hubiera sido más convincente si en ella, en lugar de Dios, figurara el término palabra, esa palabra que Peguy comparte con Neruda o Aragon. Pues como sabe perfecta­ mente toda persona digna del nombre, el respeto a la palabra es a la vez condición necesaria y suficiente de un comportamiento moral, y ello como mero corolario de ser la expresión cabal de un comporta­ miento humano.

LENGUAJE HUMANO Y CÓDIGOS ANIMALES Para determinar si otros animales tienen realmente algo aná­ logo a nuestro lenguaje podemos observar su comportamiento co­ municativo y, comparándolo con el humano, tratar de establecer analogías. Podemos intentar encontrar en su sistema de comuni­ cación los dos rasgos que, desde Ferdinand de Saussure, son consi­ derados los principales distintivos de la lengua: arbitrariedad y dualidad. Sin embargo, la tarea es perturbada por una especie de círculo vicioso: por un lado, queremos descubrir los rasgos lingüísticos del código animal, y no del nuestro; mas por otro lado, cuando descu­ brimos algo realmente interesante, muchas veces se debe a la ope­ ración siguiente: Observamos algo en nuestro propio marco, pro­ yectamos esa cosa significativa en los animales y tratamos de descubrirla en sus gestos. Con ello abolimos la alteridad de los có­ digos animales.

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Podrían objetamos que la situación no es muy diferente de la interpretación de un idioma extranjero humano. Pero, de hecho, ambas situaciones no son comparables: las personas que hablan una lengua diferente son por lo general interactivas cuando nosotros in­ terpretamos sus signos lingüísticos. Pueden preguntarse o implicarse de algún modo a la hora de corroborar la verdad de una hipótesis. Y sobre todo, esas personas son capaces de interpretar tanto nuestro lenguaje como nuestra interpretación del suyo. Nada de esto ocurre cuando intentamos interpretar los códigos de los animales. Reduci­ mos unilateralmente la alteridad de su «lenguaje». Hablamos del sig­ nificado de las sentencias del animal, pero de hecho los animales son dramáticamente silenciosos. Por supuesto, los egipcios también guardaron silencio cuando Champollion trataba de interpretar sus códigos jeroglíficos. Pero este vacío es equilibrado por una gran cantidad de indicios indirectos de su comportamiento lingüístico, por ejemplo, los signos que constitu­ yen las obras arquitectónicas de Egipto. Los egipcios son más bien una comunidad separada de nosotros (por el tiempo, no por el espa­ cio) que una comunidad silenciosa ante nosotros. La radical singularidad del lenguaje humano ha sido puesta en tela de juicio de múltiples maneras. Se ha intentado mostrar que ani­ males diferentes de los humanos tendrían asimismo códigos que les permitirían establecer relaciones simbólicas a la manera en que lo ha­ cemos nosotros. Pues bien, la crítica más devastadora al respecto se encuentra quizás en el impagable artículo d� Emile Benveniste, «Communication anímale et langage humain», publicado en la re­ vista Diogene nada menos que en 1952. El autor empieza por avanzar una posición de principio: hablar de lenguaje animal es algo que solo se sostiene en razón de un equí­ voco terminológico. A su juicio no hay, ni siquiera bajo forma rudi­ mentaria, modalidad de expresión en animal alguno que tenga las características de nuestro lenguaje.

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN La cosa le parece indiscutible si lo que consideramos son ani­

males susceptibles de emisiones vocales: en los comportamientos que acompañan a toda emisión, brillarían totalmente por su ausencia los componentes de lo que cabalmente merecería el nombre de lenguaje. A juicio de Benveniste, la única interrogación al repecto es la que nos plantea la abeja, cuyo mecanismo de transmisión de infor­ mación ha llamado poderosamente la atención. Que la abeja sea la que puede introducir la duda en la convicción de un Benveniste es tanto más significativo cuanto que este insecto se encuentra muy ale­ jado de nosotros en el registro filogenético. Como es sabido, el comportamiento «lingüístico» de la abeja había sido minuciosamente observado por Karl von Frish, profesor de zoología en la Universidad de Munich y premio Nobel de Fisiolo­ gía y Medicina en 1973. A través de experimentos realizados desde 1920, llegó a describir el comportamiento de una abeja que descubre

en cierto lugar alejado de una colmena una solución azucarada y, tras retornar a la colmena, comunica tal descubrimiento a las demás. En el anexo técnico al que remite este epígrafe sintetizaré las observacio­ nes meticulosas d� un Benveniste a la vez fascinado por el asunto y escéptico respecto a que cupiera hablar de lenguaje. Me limitaré aquí a transcribir su conclusión: El conjunto de estas observaciones muestra la diferencia esen­ cial entre los procedimientos de comunicación descubiertos en las abejas y nuestro lenguaje. Esta diferencia se resume en el término que nos parece más apropiado a definirlo: el modo de comunicación utilizado por la abejas no constituye un lenguaje, se trata de un có­ digo de señales. Para completar este apartado véase el anexo técnico «Un sofisti­ cado código de señales».

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ARBITRARIEDAD DEL SIGNO LINGÜÍSTICO Y CATEGORIZACIÓN DEL ENTORNO A TRAVÉS DEL LENGUAJE Recordemos las características que singularizan al lenguaje hu­ mano: a) Polaridad interna: significante-significado. b) El significante es arbitrario. c) El lenguaje a menudo (si no la mayoría de las veces) parece no tener otro objetivo que sí mismo. d) Un conjunto finito de elementos fonéticos abre camino a un con­ junto potencialmente infinito de entidades semánticas.

Consideremos el segundo rasgo, la arbitrariedad del significante respecto a lo designado. Sin duda, el lazo entre la danza de la abeja y lo que tal danza designa (una sustancia azucarada a determinada dis­ tancia y posición) carece asimismo de semejanza. Pero se da en rela­ ción con el caso del lenguaje humano una diferencia importantísima (ver el anexo «Un sofisticado código de señales»): el tipo de símbolo usado por la abeja es constante en su materialidad, mientras que en el caso de los humanos cambia, por ejemplo, cuando se cambia de lengua. La arbitrariedad (ni el sonido perro ni el sonido chien tienen nada que ver con el hoy domesticado mamífero de cuatro patas) se ve así reforzada por la mudanza de una lengua a otra. La arbitrariedad del signo lingüístico hace que relacionándonos con el mundo a través del lenguaje perdamos toda seguridad de un lazo con la inmediatez del orden natural. La categorización correla­ tiva a nuestra aprehensión del entorno (he aquí una cosa, he aquí un acontecimiento, etc.) es algo que solo nos remite con seguridad al fil­ tro mismo que constituye el lenguaje. Conviene detenerse en este extremo. Empecemos por citar unos interesantes textos del lingüista Halliday:

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN La función ideacional del lenguaje da estructura a la experien­ cia y ayuda a determinar nuestra forma de contemplar las cosas, hasta el punto de que requiere cierto esfuerzo intelectual llegar a contem­ plarlas de un modo diferente («in any other way») del que nuestro lenguaje nos sugiere (M. A. K. Halliday, Language Structure and Lan­ guage Function).

En la esfera psicológica se han dado recientemente dos vías al­ ternativas para aproximarse a la cuestión del desarrollo del lenguaje. Estas han sido calificadas como la posición «innatista» (nativist) y la posición «ambientalista» (environmentalist). Unos y otros, sin duda, otorgan que el ser humano se halla biológicamente dotado de la ha­ bilidad de adquirir el lenguaje y que este constituye un ámbito exclu­ sivamente humano. Ninguna otra especie lo poseería, por mucho que un chimpancé o un delfín pueda ser entrenado a operar con pa­ labras y símbolos. El punto de vista «innatista» sostiene que se da una facultad es­ pecífica de aprendizaje del lenguaje, distinta de otras facultades de aprendizaje, y que tal facultad procura al niño un bosquejo ya elabo­ rado y más bien detallado de la estructura del lenguaje. Aprender la lengua niaterna consiste en adaptar los patrones de cualquier lengua que escucha a su alrededor a la estructura o armazón (framework) que ya posee. El punto de vista «ambientalista» considera que aprender una lengua no es algo fundamentalmente distinto a otros tipos de aprendi­ zaje .. . Lo que el niño posee es la habilidad para procesar ciertos tipos de relación cognitiva, de gran grado de abstracción, que subyacen (en­ tre otras cosas) en el sistema lingüístico . . . Las propiedades auténtica­ mente específicas del lenguaje no son innatas y en consecuencia el niño es muy dependiente del entorno, de la lengua que escucha alrededor y del contexto que se da para el correcto aprendizaje de la lengua ma­ terna. En cierto sentido la diferencia entre los dos puntos de vista remi­ tiría a la vieja co�roversia naturaleza-cultura o herencia-ambiente (M. A. K. Halliday, Language as Social Semiotic, págs. 16- 17).

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Estos textos de Halliday tienen la virtud de sintetizar en muy pocas líneas lo esencial del problema al que nos vemos confrontados. El primer texto remite a la cuestión siguiente: ¿Habría manera de te­ ner experiencia, tanto del entorno como de la conciencia externa, que no estuviera mediatizada por la palabra? Hallyday no nos dice que no. Se limita a indicar que ello es difícil, que «requiere cierto esfuerzo intelectual». Es cuanto menos dudoso que se trate de una cuestión de «es­ fuerzo», es decir, de voluntad y tesón. Ahora mismo la mesa que se presenta ante mí está empapada por la distinción entre imagen acús­ tica y concepto, que me permite reconocerla como mesa en cuanto la veo; esta distinción es constitutiva de los contenidos del lenguaje. Y no creo que, empeñándome suficientemente en ello, la mesa vaya a surgir ante mí liberada de tal molde. Cierto es, sin embargo, que hay en la naturaleza pluralidad de objetos cuyo nombre e identidad específica desconozco y no por ello dejan de presentarse ante mí. Así ocurre simplemente con gran canti­ . dad de plantas que puedo contemplar en un jardín. Mas no es menos cierto que, aun careciendo de nombre y de concepto propio para tal planta X, no dejo de reconocerla como «planta», idea correlacionada con la imagen acústica planta. Conviene citar aquí un texto del francés Émile Benveniste. Tras recordar su posición de principio de que «pensar y hablar son dos ac­ tividades distintas por esencia», acaba proclamando que no hay forma de que se dé realmente pensamiento sin el marco del lenguaje: Mas, lo que llamamos de tal manera, lo que queremos expresar o lo que tenemos en mente . . . es un contenido de pensamiento muy difícil de definir en sí mismo, al menos de hacerlo con carácter inten­ cional, como estructura psíquica, etc. Tal contenido recibe forma cuando es enunciado, y solo cuando es enunciado. Recibe forma por la lengua y en el seno de la lengua, la cual constituye el universo de

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN toda expresión posible. El contenido no puede ser disociado de ella, no puede trascenderla . . . El contenido debe pasar por la lengua y adaptarse a los marcos que esta impone. De no ser así, el pensa­ miento se reduce, si no exactamente a nada, en cualquier caso a algo tan vago e indiferenciado que no tenemos forma alguna para apre­ henderlo como un «Contenido» distinto de la forma que la lengua le confiere.

Pero lo dudoso de la emergencia de cosas y vivencias sin el molde del lenguaje en los seres humanos no es óbice para tomarse muy en serio la cuestión de si en otros animales, que cabe suponer carentes de lenguaje, se da efectivamente una realidad perfectamente ordenada y clasificada. Es evidente que la realidad percibida por los órganos sensoriales sí se da en los animales, que tienen así (como ya anunciaba Aristóte­ les) experiencia, es decir, un conocimiento de lo individual. Pero no tendrían la realidad clasificada y ordenada, precisamente por la ca­ rencia idiomática. Precisemos respecto al artículo de Benveniste que toda inter­ pretación va en el sentido de que las categorías con las cuales clasi­ ficamos la realidad (entidad, cualidad, tiempo, espacio, etc. ) tie­ nen un origen gramatical y, de hecho, en el caso de la enumeración aristotélica de las mismas, se trataría directamente de una proyec­ ción de las estructuras gramaticales de la lengua griega. Ello no excluye que algo de lo que Aristóteles presentó como categoría a partir de su propia lengua griega pueda darse en todas y cada una de las lenguas. Ahora bien, se da a este nivel un fenómeno que complica más las cosas. Pues hay muchos indicios de que la clasificación que hace­ mos en función de categorías lingüísticas no siempre se ajusta a crite­ rio definido, e incluso� veces parece cogida por los pelos. Se diría que a veces el lenguaje clasifica de modo un tanto confuso, aseve-

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rando que tal entidad lingüística es un sustantivo y tal otra, por ejem­ plo, un verbo o un adjetivo 17• Así pues, a la pérdida de la inmediatez que impone la relación con el mundo a través de un sistema de signos marcado por la arbi­ trariedad, se añade la duda sobre la coherencia en la ordenación de lo que se ofrece, dada la ausencia de criterio firme en la clasificación ca­ tegorial de esos mismos signos. ¿Quiere ello decir que vehicular nuestro lazo con el mundo a través del lenguaje es, por así decirlo, un mal negocio? ¿Para qué sirve, pues, el lenguaje? ¿No es la palabra una desgracia de la que debería­ mos liberarnos con vistas a acceder a las cosas en su ser? Tal convicción sostenía a los que apostaban a una ciencia cuya pretensión era aprehender la naturaleza misma. Sabemos hoy que tal pretensión es inútil; lo sabemos por razones lingüísticas, pero nos lo enseña asimismo la mecánica cuántica: no hay objeto sin medida, no hay medida sin instrumento y no hay instrumento sin mente hu­ mana empapada por la palabra. ¿Asunto a lamentar? En modo al­ guno: si todo el orden de la designación de las cosas funcionara al modo de las onomatopeyas a las que antes me refería, entonces nuesii El lingüista B. L. Whorf ya llamó la atención sobre este punto en la lengua inglesa: «En in­ glés dividimos la mayoría de nuestras palabras en dos clases, las cuales tienen propiedades gra­ maticales y lógicas diferentes. La clase 1 es designada como la de los nombres ..., mientras que la 2 es la de los verbos. Nuestra lengua presenta una división bipolar de la naturaleza. Pero la na­ turaleza misma no está polarizada de esta forma. Si se dice strike, run, turn son verbos en razón de que denotan acontecimientos temporales o de corta duración, es decir acciones, ¿por qué en­ tonces first es un nombre? También se trata de un acontecimiento temporal. ¿Por qué lightning, spark, wave, pulsation, flame, store, noise son nombres? Se trata sin embargo de acontecimien­ tos temporales. Si se dice que man y house son nombres en razón de que se trata de aconteci­ mientos duraderos y estables, es decir, cosas, ¿por qué entonces step, adhere... continue, persist, grow. . y así sucesivamente cuentan entre los verbos? Si se afirma que posses, adhere, son verbos en razón de que se trata de relaciones estables ..., ¿por qué entonces, equilibrium, pressure, current, place, group, tribe, sister. . cuentan entre los nombres? »Ha de quedar bien determinado que un acontecimiento significa para nosotros aquello que la lengua clasifica como verbo o algo análogo. Y no es posible definir acontecimientos, cosas, objetos, relaciones, etcétera a partir de la naturaleza: tal definición implica siempre un paso por las categorías gramaticales del lenguaje» (B. L. Whorf, Language, Thought and Reality, John Wi­ ley & Sons and The Technology Press of M. I. T., Nueva York, 1956, pág. 215). . . .

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FILOSOFÍA. INT ERROGACIONES QU E A TODOS CONCIERNEN

tra condición lingüística no supondría distancia alguna respecto a ese auténtico «estado de yecto» que supone el hallarse exclusivamente marcado por la finitud de la naturaleza, sea animada o inanimada. El sentimiento de diferenciación respecto a un perro se vería anulado, mas también se vería anulado ese sentimiento de disparidad que po­ sibilita la percepción poética de un paisaje. Puede que los criterios clasificatorios de ese filtro de nuestra percepción que es el lenguaje permitan la equivocidad. Pero sin esa indeterminación en el aparato categorial, nuestra percepción del mundo, que ganaría en la modalidad de rigor que es la exacti­ tud, perdería sin embargo en otras muchas: concretamente en esa modalidad que supone el uso creativo de la metáfora, aquello a lo que precisamente Marcel Proust se refiere como vida adamantina del trabajo del arte.

DIGRESIÓN:

LA DERROTA DE

LAS LENGUAS

Casi sin solución de continuidad desaparecen del mundo espe­ cies vivas. Obviamente, el pensamiento ecologista se siente concer­ nido por tal hecho, pensando que se trata de algo potencialmente ca­ lamitoso para el equilibrio de nuestro planeta. Por razones éticas se muestran sensibles al problema incluso cuando la desaparición de la especie concernida no afecta negativamente a los intereses de la espe­ cie humana. Mas también continuamente desaparecen lenguas, principal­ mente por razones económicas y políticas. Los lingüistas estiman que una lengua se encuentra en peligro cuando los padres dejan de utili­ zarla con sus hijos, y cuando deja de estar presente en la actividad de la vida cotidiana. Algunos estiman que la mitad de las lenguas de la Tierra desaparecerán en pocos años. Esto no supone una amenaza para la vida del lenguaje en el sentido genérico, puesto que otras len-

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guas persisten. Sin embargo deberíamos sentirnos concernidos al menos tanto como en lo referente a las especies vivas, en razón de que una lengua dada viene asociada a múltiples aspectos etnográficos y culturales que serán arrastrados en su sucumbir. Pero algunas veces las lenguas amenazadas ni siquiera llegan realmente a desaparecer. Simplemente persisten asténicamente, mu­ tiladas, impedidas de actualizar el cúmulo de potencialidades de que son portadoras. Potencialidades que son salva veritate intercambia­ bles con las de las lenguas que gozan de buena salud, es decir, las que determinan los lazos entre humanos de diferentes sociedades y, en consecuencia, determinan el universo de la ciencia, el arte, la tecno­ logía y la reflexión conceptual, o sea, las principales expresiones de la creatividad humana. Sin embargo, ha de enfatizarse que el grado de marginación de las lenguas es muy diferente según se trate de lenguas minoritarias del llamado mundo desarrollado o de lenguas marginadas de los países diezmados por la indigencia política y económica, países que a menudo coinciden con la geografía poscolonial. Una lengua como el euskera, por ejemplo, ha tenido la fortuna de ser objeto de enormes inversiones, tanto políticas como económicas ... y esto en razón sim­ ple de que el País Vasco puede perfectamente permitírselo. Pero en los países hoy sometidos a rapiña económica y cultural, una inverión de este tipo es inconcebible, incluso cuando se trata de lenguas habladas mayoritariamente. Nuestros estudiantes están acostumbrados a escuchar que Gali­ leo y Descartes son héroes respectivamente de las lenguas italiana y francesa, por haber mostrado que la tendencia a reducirlas a usos do­ mésticos era un absurdo que afectaba a la dignidad de todos aquellos que tenían en ellas la lengua materna. Pero Galileo y Descartes po­ dían realizar su tarea de restauración y dignificación de sus lenguas porque las condiciones sociales en las ciudades italianas y en Francia les autorizaban a hacerlo ... La tragedia de las lenguas marginadas en

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

las sociedades poscoloniales es que estas se encuentran en las antípo­ das de las condiciones sociales que permitirían la emergencia de un Galileo local. Múltiples lenguas de los países a los que me refiero su­ fren las consecuencias de la reducción de sus civilizaciones a una suerte de caricatura, a veces sórdida, de la civilización dominante, puesto que los principales rasgos de las estructuras económicas y so­ ciales propias han sido suprimidos. Si hay poca esperanza para las lenguas marginadas por razones internas y externas, por ejemplo en África, el problema concierne asimismo a lenguas que están muy lejos de ser minoritarias: «Üne Dream, One World» podía leerse exclusivamente en inglés en una montaña vecina a la Gran Muralla. Cabe preguntarse si tal sueño de unicidad no se está ya convirtiendo en pesadilla.

DE LO NATURA L DE E. COL! A DEL LENGUAJE (RETORNO A

LO ANTINATURA L

LAC OPERÓN)

Recordemos lo que un capítulo anterior resumía sobre la inves­ tigación de Monod y Jacob conocida como lac operón: la bacteria E.

coli tiene un dispositivo que le permite reconocer cuándo hay lac­

tosa en el entorno, para así enviar una orden al mecanismo sintetiza­ dor de enzimas que permiten descomponer esta lactosa con vistas a obtener energía. Hay que señalar que si no se hubiera dado este reco­ nocimiento de la sustancia (aunque hay lactosa más dulce que otra, hay lactosa más refinada que otra, es decir, que tienen diferencias en­ tre ellas, y aun así el mecanismo las permite reconocerlas como la misma sustancia) no se paralizaría el bloqueo del sintetizador de en­ zimas. Recordemos que la función del bloqueador es evitar el meca­ nismo generador de �-galactosidasa, enzima que desintegra la lactosa. Cuando no hay lactose, el mecanismo productor de la �-galactosi­

dasa no funciona porque el bloqueador opera. Cuando hay lactosa,

HOMO SA PIENS , HOMO LOQ UENS

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el bloqueador se deforma, de tal manera que no encaja en el meca­ msmo. Es ya sorprendente el hecho que permite a E. coli detectar que hay lactosa o que no la hay. No cabe más que conjeturar que se da algo análogo al proceso de sinapsis. Pero volvamos a lo esen­ cial: lo que le interesa a E. coli es que cuando no hay lactosa, no se desencadene la guerra contra la lactosa. Il faut pas enfoncer des por­

tes ouvertes (no hay que derrumbar puertas abiertas) , pues ello equivale a estar gastando la energía en nada. Sin embargo, la es­ tructura orgánica de E. coli espontáneamente crea las fuerzas para ese derrumbe. De hecho, hay un mutante de E. coli que produce todo el tiempo P-galactosidasa aunque no haya lactosa. Y hay otro mu­ tante que, al contrario, aunque haya lactosa no genera P-galactosi­

dasa. El experimento de Monod y Jacob se hace precisamente vin­ culando ambos mutantes y viendo cómo la «progenitura» recupera la capacidad del primero y la restricción del segundo, con vistas a restablecer el orden: De la vinculación de ambos mutantes surge E.

coli estándar. En ausencia de lactosa, E. coli debería limitarse a ser neutra,

cumplir con su naturaleza, pero se diría que tiene la presencia de una ausencia, y entonces surge el mecanismo que tiene la capacidad de deformar el bloqueador. Asumamos que este comportamiento, que respondería a una suerte de instinto de conservación, es el propio del orden natural y concretamente del orden de la vida, por lo que todo mecanismo que entrara en contradicción con él dejaría de ser natural. Pues bien, ¿hay en el mundo mecanismos antinaturales en este sentido? Con más precisión: ¿Hay rasgos definitorios de alguna especie que no respon­ dan a este esquema? Observemos el caso de la especie humana. Aceptamos que el lenguaje es un rasgo definitorio del ser humano no exclusivo, pero sí

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

esencial. Deberíamos suponer que el lenguaje responde (si en él se reflejara el instinto de conservación de la especie) a la economía se­ ñalada, de tal modo que cuando no se diera un correlato interesante para el individuo y la especie humanos se desencadenaría un meca­ nismo que impidiera su funcionamiento. Si el ser humano habla sin correlato, está en situación análoga a la de E. coli produciendo �-ga­

lactosidasa sin lactosa. Al respecto se abren dos posibilidades. No hay de facto caso alguno en el cual el lenguaje no tengo correlato y, por consiguiente, se reduzca a energía funcionando en el vacío, despilfarrada. Simplemente, a veces lo parecería, en razón de que ignoramos variables subyacentes que estarían operando (concep­ ción reduccionista del lenguaje). El lenguaje expresaría en este caso el instinto de conservación del ser humano. La segunda hipótesis es que en ocasiones el lenguaje homologa efectivamente al ser humano a una bacteria E. coli generando la en­ zima, aunque no hubiera nada que desintegrar. Dentro de esta se­ gunda hipótesis, que por olfato todos sospechamos que es la que vale, hay casos y casos. Pues hay usos del lenguaje que, aun inútiles desde el punto de vista de la economía natural, sin embargo, enri­ quecen el universo mismo del lenguaje, mientras que otros usos igualmente estériles para la vida literalmente lo putrefactan. En esta hipótesis, ya antinaturalista, hay aún que matizar, como lo hacíamos en el caso de E. coli, pues una cosa es generar alguna molécula de

�-galactosidasa y otra muy diferente es generarla de manera ultra­ productiva o paranoica. El ser lingüístico tiene a veces el sentimiento de que está quemando la energía que necesita para la supervivencia del propio lenguaje. Tiene el sentimiento de que su palabra es vacua, no ya en el sentido de no tener correlato en el mundo natural, sino vacua en el sentido usual y peyorativo del término. Este funcionamiento del lenguaje, no solo ajeno a la economía natural, sino a veces ajeno incluso a su propia economía, daría una clave de que las producciones en el seno del universo del lenguaje

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sean tan diversas. Pues en él se da la Capilla Sixtina, pero también el discurso encubridor que prácticamente abarca la casi totalidad de lo que se dice. ¿ Discurso encubridor de qué? ¿ Qué es lo se trata de encubrir, de no ver? Quizá simplemente la insumisión a la economía adapta­ tiva, la ruptura con el orden natural, la imposibilidad de armonía sin contradicción, que el lenguaje mismo representa. La asunción de la condición lingüística supone un radical cam­ bio de registro. No se lucha ya en el orden natural, sino que se lucha en el orden político, lucha a veces fructífera y a veces estéril, pero que no es nunca una lucha meramente natural. Así se crean patrias como se destruyen, se entablan guerras en las cuales la referencia a la economía natural es un puro pretexto. La lucha por la ocupación de un territorio produce la ensoñación de que seguimos funcionando como los animales, mas son tantas las ve­ ces en las que el carácter de pretexto se evidencia . . . Me viene a la mente el tragicómico episodio de la isla de Perejil, que estuvo a punto de crear una ruptura entre dos países que (ya sea por su proximidad física) no pueden prescindir uno del otro. Se trataba de un combate, además de simbólico, letal, donde nada había que ganar y sí muchas cosas que perder, empezando por la relación de palabra y cordialidad con un vecmo. La historia humana está llena de casos análogos. Mencionamos las conquistas de Venecia, las de los imperios otomano o británico, la Revolución Francesa, la de Octubre. . . , pero en los intersticios habi­ tan desastres auténticos por causas perfectamente ficticias y a veces ridículas. En los seres humanos incluso la diferencia sexual, cuya asunción por los individuos era condición de la persistencia de la es­ pecie (y digo era, porque ya no lo es, lo cual revela la enorme singu­ laridad del ser humano, que puede determinar en su propia especie las leyes del comportamiento) es pretexto para el funcionamiento de puras querellas entre símbolos.

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FI LOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIER NE N

¿Quién amaba realmente a Helena? ¿Y a Paris? De esa historia de amor, solo persiste la memoria de una traición y de una impos­ tura, memoria fruto de una narración, como casi todo aquello que a los humanos concierne. Hemos dejado a E. coli hace un rato. E. coli, que por sano ins­ tinto ilustrado nos negamos a contemplar introduciendo en su com­ portamiento alguna variable configuradora de sentido. Contradictoria situación, porque estamos inmersos en las fantasmagorías del lenguaje con sus narraciones, entre las cuales la científica es simplemente una más, inmersos en definitiva en el puro dar sentido. Nos repugna, sin embargo, introducir la idea tanto de una trascendencia eficiente como de un reino de fines. Hay como un pudor en considerar siquiera la hi­ pótesis de que la naturaleza pueda tener un demiurgo. Y sin embargo, ¿qué es la naturaleza, si hacemos abstracción de este demiurgo que constituye el que narra, ya sea científicamente, sus contenidos? En otro momento de esta reflexión establecía un vínculo entre el espíritu que mantiene su estricta fidelidad a la herencia darviniana y el espíritu que canta la catedral de Chartres. Bajo el título Peguy

tras Darwin, defendía allí la tesis de que lo que separa al darviniano reduccionista del darviniano que proclama el enorme salto cualita­ tivo que en la evolución supone la emergencia del lenguaje es mucho más fuerte que lo que separa al darviniano del segundo tipo en rela­ ción con el que se muestra «creacionista» (entrecomillando esta pala­ bra en razón de que el Dios creador es solo una metáfora de esa sub­ versión que constituye la aparición de la palabra). Para decirlo claro, Peguy (converso al catolicismo, pero que se negó a bautizar a sus hi­ jos) canta lo mismo que canta Neruda, o que describía emocionado el filósofo marxista Althusser cuando decía que hay disciplinas del espíritu cuyo objetivo es aproximarse a ese momento fronterizo en el cual, como se dice en uno de los subcapítulos de este escrito, los ge­ nes se hicieron signo �ue se quiere a sí mismo, o sea, la carne se hizo

verbo.

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¿ APRENDIÓ REALMENTE WASHOE EL LENGUAJ E HUMANO?

Puesto que estamos condenados a una mirada antropocéntrica ante los gestos lingüísticos del animal, puesto que este reduccio­ nismo parece difícilmente evitable, pareció lógico intentar que los animales hablasen nuestra lengua: en lugar de traducir los códigos de los animales a nuestro lenguaje, tratar de enseñarles este último. Si el intento fuera fructífero, tendríamos la prueba definitiva de que el lenguaje no es específico de nuestra especie. La observación se centró en los animales filogenéticamente más próximos a nosotros, y el primero de ellos el chimpancé (véase el anexo técnico referido más adelante) . El principal obstáculo es fisiológico, ya que los chimpancés no tienen los órganos adecuados para articular fonemas. Afortunada­ mente para el objetivo, hay seres humanos perfectamente lingüísti­ cos que no utilizan órganos vocales. Tal vez los chimpancés (como las personas sordomudas) podrían ser capaces de aprender el denomi­ nado AS L, el lenguaje de signos americano. Uno de ellos, el chim­ pancé llamado Washoe, llegó a poseer un repertorio de ochenta sig­ nos y, lo que es más importante, a combinarlos a fin de construir frases. Sin embargo, hay que observar que ello se logró tras cuatro años de duro trabajo de un equipo de investigadores dedicados ex­ clusivamente a la tarea. Otra chimpancé, llamada Lana, fue adiestrada para manipular de forma coordinada los signos presentes en el teclado de una compu­ tadora. Con el fin de mantener la analogía con el lenguaje humano, esos signos se basaban en el principio de arbitrariedad en relación con el significado. Una vez más, tras mucho tiempo y esfuerzo, se evidenció que el resultado no era enteramente satisfactorio. Es evi­ dente que la enseñanza no se basaba en la disposición natural del animal, sino que la sustituía en pro de un dispositivo psicológico que violentaba sus capacidades genéticas.

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FILOSOFÍA. INTERROGA CIONES Q UE A TODOS CONCIERNEN

Cabe decir que la naturaleza del chimpancé se vio forzada por esa disciplina, mientras que en un niño la misma es fecunda . . . por­ que el lenguaje simplemente es nuestra naturaleza, o una parte muy importante de ella. Y por este motivo las personas tenemos desde la infancia unas características que nos singularizan, determinadas por el lenguaje: la inclinación a la abstracción, y el comportamiento ac­ tivo y recreativo. Para completar este apartado véase el anexo técnico «Los inten­ tos de otorgar la palabra a primates».

¿ PUEDEN PENSAR LAS MÁQUINAS. . . TAL COMO HACEN LAS PERSONAS?

Desde Aristóteles hasta Max Born la mayoría de pensadores han hecho hincapié en la singularidad vertical de los seres humanos por el hecho de tener inteligencia. Pero algunos creen que es perfec­ tamente factible programar seres artificiales que piensen y aprendan del modo en que nosotros lo hacemos. El test de Turing es uno de los orígenes de este proyecto. El test tuvo origen en un juego mundano llamado Imitation

Game. Turing lo presentaba de este modo: «En el juego intervienen tres personas, un hombre (A), una mujer (B) y un interrogador (C), que puede ser de uno u otro sexo. El interrogador se queda en una habitación separada de las otras dos. El objetivo del juego es determi­ nar cuál es el hombre y cuál la mujer. Él los designa por las etiquetas X

e Y, y al final del juego, debe decir que X es A y Y es B, o bien que

Y es A y X es B.

Al interrogador se le permite formular preguntas a

A y B del tipo: "X, por favor, ¿cuál es la longitud de su pelo?"». Posteriormente, Turing propuso reproducir el Imitation Game de otro modo: «Hagálll onos la pregunta, ¿qué ocurriría si una má­ quina hiciese la parte de A en este juego? ¿El interrogador podría lle-

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gar a dar respuestas erróneas tan a menudo como cuando j ugábamos con un hombre y una mujer? Estas interrogaciones sustituyen al ori­ ginal "¿pueden las máquinas pensar?"»

18•

Turing tenía en mente que con el tiempo podrían programarse ordenadores susceptibles de adquirir potencialidades que rivalizasen con la inteligencia humana. En cuanto al test en sí, argumentó que si el interlocutor era incapaz de distinguir entre la máquina y la per­ sona a través del interrogatorio, la computadora debía ser conside­ rada inteligente, puesto que esta es la forma en que juzgamos el pensa­

miento de otra persona. Creo que este es el punto más controvertido del asunto, porque no es cierto que j uzguemos la inteligencia de las personas de este modo. Al contrario, cuando nos encontramos con alguien, ya supo­ nemos que este es intrínsecamente inteligente (puesto que ser inteli­ gente forma parte de la definición del ser humano), y cuando even­ tualmente le formulamos alguna pregunta, entonces, en función de la respuesta, concluiremos que esa persona es lista o estúpida ..., por supuesto, todo ello dentro de la inteligencia, que es una facultad ge­ neral, no una característica de alguien en particular. La inteligencia, como la condición de ser moral, es un punto de partida tratándose de los humanos. Si a alguna pregunta nuestra relativa a los abusos del débil por parte del régimen franquista alguien responde que aquello estaba muy bien porque daba orden y seguridad a los ciudadanos, concluiremos que es un canalla ..., precisamente porque le atribui­ mos una condición moral. A nadie en su sano j uicio se le ocurre til­ dar de canalla a un perro. Con independencia de estas objeciones, cabe señalar que en el texto de Turing se incluyen otros aspectos, algunos de ellos muy inte­ resantes: un modelo de máquina basado en teorías matemáticas, su18 A. M. Turing, «Computing Machinery and Intelligence», en Mind, Psychology and Philosophy, octubre de 1950.

A

Quarterly Review o/

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FILOSOFÍA . INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

gerencias a fin de alcanzar una inteligencia artificial, y, sobre todo, las objeciones a sus propias conjeturas y las respuestas a las mismas. Las consecuencias de la conjetura de Turing son enormes. Algu­ nos hechos apuntan a la idea de una superinteligencia: si una má­ quina llegase a superar el test, podría sobrepasar a los humanos en cuanto a capacidades, excediendo lo que estos puedan realizar. Ob­ viamente, el primer problema es determinar si las máquinas serían capaces de superar la prueba. El mismo Turing fue extraordinaria­ mente optimista. Creía que antes del año 2000, máquinas con una potencia de 199 bits de memoria podrían confundir a los seres huma­ nos, por lo menos durante los primeros cinco minutos de la prueba. Cabe mencionar que Turing era plenamente consciente de que su conjetura entraba en completa contradicción con las hipótesis de la singularidad de los seres humanos, y se refirió a sí mismo como un hereje. Pero, de hecho, estamos en 2008 y ninguna máquina ha lo­ grado superar la prueba de Turing. Y en todos los casos de relativo éxito hay alguna norma (introducida por el propio Turing) que no se ha respetado. Así, en el llamado programa ELIZA, la persona que «habla» con la máquina no tiene ningún motivo para conjeturar que su «in­ terlocutor» es una máquina. Pero esencial en el test de Turing es pre­ cisamente que el interrogador trata de determinar si la máquina ha de ser considerada o no inteligente. Existe un premio Loebner que anualmente se otorga a los me­ jores competidores en el test de Turing, es decir, a la computadora que haya tenido la conversación «más humana». Cada año el premio tiene un ganador. Pero existe un segundo premio que nunca ha sido adjudicado. Las apuestas se multiplican. Hay una apuesta de 10.000 dólares entre Mitch Kapor (no) y Ray Kurzweil (sí) sobre si algún or­ denador pasará el test de Turing en 2029 ... Muy lejos ya de la fecha que dio Turing.

. OMO SA P IENS, HOMO LOQUENS

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E SAMIENTO MAQUINAL Y PENSAMIENTO ANIMAL

Conviene repasar lo que antes vimos respecto del test de Tu­ �i ng: Supongamos que determinada entidad, cuya naturaleza desco­ '."l ocemos, tiene la capacidad de responder a preguntas que le formumos, mediante un teclado ad hoc y en el lenguaje natural que sea el nuestro, español para el caso (tales preguntas pueden ser de lo más va­ riado, como ocurre con las que formulamos habitualmente a nues­ [fOS

amigos o colegas) . Si, en estas circunstancias, transcurrido un

lapso prudente de tiempo, nos es imposible afirmar con certeza que la entidad con la que venimos relacionándonos no es un ser humano, podremos concluir que, lo sea o no lo sea, constituye, en todo caso, un ser inteligente; es decir, un auténtico interlocutor. Pues bien, Christof Koch se inspira en el test de Turing para intentar encontrar un criterio que le permita determinar si a un organismo que no transmite sus experiencias cabría atribuirle la conciencia. El asunto es, más o menos, así: Supóngase que un organismo que funciona i nstintivamente es inhibido en su proceder entre el input sensorial y la ejecución de una acción. Dejemos transcurrir un tiempo (si se trata de la rutina sensomotora basta con unos segundos) . Hay dos posibilidades: a) La demora impide al organismo realizar la tarea que hasta enton­ ces efectuaba. b) Tras el tiempo transcurrido, el organismo cumple con lo esperado 1 9 •

1 9 «Obligue al organismo a escoger, por ejemplo inhibiendo una conducta intuitiva, tras una demora de unos segundos. Si la criatura puede hacerlo sin un aprendizaje largo, tiene que va­ lerse de un módulo de planificación que, al menos en los seres humanos, está íntimamente vinculado a la conciencia. Si los CNC (Correlatos Neuronales de la Conciencia) subyacentes a esta acción son destruidos (o se vuelven inviables durante un tiempo) por determinados medios externos, la respuesta demorada ya no debería producirse», en Christof Koch, La consciencia, trad. de Joan Soler, Ariel, Barcelona, 2005, pág. 333.

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FI LOSOFÍA . INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

En la hipótesis a) podemos decir que la conducta respondía a una naturaleza zombi. En la hipótesis b) diremos que el organismo ha aprovechado el intervalo temporal impuesto para almacenar los datos que desencadenan la reacción; ha operado, por así decirlo, de manera previsora, ha consignado el input recibido y, llegado el mo­

mento en el que se le deje libre, responderá al mismo 20•

Christof Koch explicita sobre su test de conciencia que los perros y probablemente todos los mamíferos lo superan sin dificul­ tad. Ejemplo sencillo sería el de un perro al que escondemos un hueso tras habérselo enseñado, y le obligamos a permanecer inactivo. Obviamente, una vez liberado, el perro se apresurará a intentar en­ contrar el hueso, lo que probaría que ha procedido a ese almacena­ miento o memorización del input, que Koch sitúa como punto de arranque de la conciencia. El autor precisa, sin embargo, que «estos tests están fuera de lugar en la investigación de cuestiones relativas a la consciencia de las máquinas, pues los ordenadores, robots y otros artefactos creados por el hombre están constreñidos por fuerzas radi­

calmente distintas de las de los organismos biológicos» 2 1 •

Más de un partidario de la complicidad cibernético-naturalista quedará decepcionado por esta separación entre naturaleza animal y artificio robótico, lo cual no significa que vaya a renunciar a su idea­ rio unificador, es decir, que vaya a casarse con la posición de Koch (entre otras cosas, porque este no siempre permanece fiel a ella). En20

en la cabeza tenemos una red de agentes Zombis no conscientes ... la complejidad computacional de una tarea sensorimotora puede separar las ideas conscientes de las no cons­ cientes de una manera clara. Los agentes Zombi median en programas motores no triviales, no en meros reflejos. Por ejemplo, imaginemos la red de procesos necesarios para evaluar los patro­ nes de flujo óptico que impactan en los ojos, combinar esto con información procedente del sentido vestibular, y ajustar el sistema esquelético -muscular en consecuencia-, para conser­ var una postura erguida. No obstante, si estos procesos tienen lugar, una y otra vez, la corteza, en convivencia con los ganglios basales, puede aprehenderlos. Cualquier distinción entre proce­ sos conscientes y no conscientes ha de tener en cuenta este aspecto del aprendizaje» (C. Koch, "" ob. cit., pág. 244). 21 Ob. cit., pág. 245. « . • .

Í OM O SAPIE NS, HOMO L OQUENS

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ontrará, desde luego, apoyo además de en Turing en Marvin 1insky, uno de los pioneros de la inteligencia artificial, quien se ·omplace en reducir la conciencia a la interacción de numerosos pero ncillos agentes autónomos, perfectamente pensables en una má­ , uma. El modelo computacional tiene, como es sabido, muchos parti. arios a los cuales es muy difícil hacer una enmienda a la totalidad, si .. or conciencia entendemos lo que tantos (Koch más de una vez en­ �re ellos) entienden, a saber: esencialmente una tarea de procesa­ miento de información, más o menos compleja. En un artículo de hace ya más de veine años 22, P. N . Johnson­ aird hacía de la conciencia un instrumento controlado por un orde­ ador sofisticado, es decir, organizado en paralelo y susceptible, in­ luso, de producir un modelo de su propio funcionamiento (lo que orrespondería a la conciencia de su propia identidad). Koch se queja n una nota del carácter metafórico de todos estos modelos, mas, orno decía, no hay seguridad de que su libro carezca de párrafos que en pie al mismo. En cualquier caso, la conciencia no es desvinculable de la me­ moria (sin que la recíproca sea cierta), concepto cuya significación es todo menos evidente. La memoria era ya un sujeto de interrogación , aun de perplejidad para el pensamiento griego y posiblemente, de manera al menos implícita, lo ha sido para los hombres de todas las épocas. Lo más interesante es que el problema sigue abierto, por mu­ cho que se haya avanzado a la hora de describir (lo cual no equivale a explicar el fenómeno) los mecanismos neuronales a ella subyacentes. Para acercarse al misterio, y decepcionados por los resultados de la mera introspección, los psicofisiólogos del siglo XX hurgaron en el comportamiento animal, forjando sofisticados modelos, que, en oca22 P. N. Johnson-Laird, «A Computational Analysis of Consciousness», en In Cognition and Brain Theory, núm. 6, 1983, págs. 499-508.

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F I LO S O F ÍA. I NT E RROGAC I O N E S QUE A TO D O S C O N C I ERNE '

siones, fueron proyectados sobre el ser humano de manera algo abu­ siva. Pues solo cabía hacerlo haciendo abstracción de que en el ser humano, además de todas las facultades que compartimos con otro animales, están operando la facultad lingüística y la capacidad de pensamiento abstracto. Para completar este apartado véase el anexo técnico «Memoria

y sinapsis».

ÜBJ ECIONES FILOSÓFICAS AL PENSAMIENTO MAQUINAL

Evidentemente, desde el punto de vista filosófico el problema no es si hemo.s alcanzado ya o todavía no una máquina que supere el reto de Turing, sino más bien si es posible construirla. Antes he re­ cordado que el mismo Turing había avanzado una amplia variedad de objeciones al respecto. Algunos pretenden que la lista incluye to­ das las cuestiones que se han planteado desde que el escrito de Tu­ ring apareció . . . y que habrían sido respondidas por el propio Turing. Pero la cosa no está clara. Existen al menos dos argumentos: A) Aunque la máquina haya superado el test de inteligencia de Tu­ ring, esto no prueba que tenga aspectos intencionales ligados a la consciencia. Pero consciencia e intencionalidad son características difícilmente separables de la inteligencia humana.

B) El segundo argumento está vinculado al pensador estadounidense John Searle y esencialmente alega que, si la máquina superase el test, simplemente simuúzría una conversación humana, sin llegar nunca a hablar o pensar realmente. Para hacer esta simulación basta con un ordenador que pueda seguir unas determinadas normas o pautas.

El argumento dt John Searle es ampliamente conocido como

The Chinese Room Argument y fue publicado por primera vez en 1980

HOMO SA PIENS, HOMO LOQUENS

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n un documento titulado «Mentes, cerebros y programas» (Behavo­ rial and Brain Sciences, 3, págs. 4 1 7-424). El argumento se centra en

·a llamada Inteligencia Artificial Fuerte (es decir, aquella que podría er comparada a la inteligencia humana), ya que Searle no hace nin­

una objeción a la posibilidad de una Inteligencia Artificial Débil, ue esencialmente sería un dispositivo auxiliar de los verdaderos sees inteligentes (por ejemplo, con el fin de estudiar la inteligencia

umana). En resumen, de acuerdo con Searle, las máquinas solo pueden :imular pensamiento porque son aptas para la sintaxis pero no para

·a semántica, y sin semántica es imposible entender, lo cual constituye la

·;erdadera inteligencia. Searle pide al lector que imagine un hablante monolingüe del inglés, el mismo Searle, emplazado en una habitaión «y con un gran lote de escritura china». Ahora supongamos que, además del primer lote de escritura china se me da un segundo lote de escritura china, acompañado de un conjunto de normas para establecer una correlación entre el segundo lote y la primera hornada. Las reglas están en inglés, y las entiendo tan bien como cualquier otro hablante nativo del inglés. Así que puedo correlacionar un conjunto de símbolos formales con otro conjunto de símbolos formales, y cuando digo «formales» quiero decir que puedo identificar los símbolos por sus formas. Ahora supongo también que se me da un tercer lote de símbolos chinos junto con algunas instruccio­ nes, también en inglés, que me permiten correlacionar los elementos de este tercer lote con los elementos del segundo y del primero. Aun­ que yo no lo sabía, la gente que me ofrece todos estos símbolos llama al primer lote «script», al segundo «historias» y al tercero «preguntas», y al conjunto de normas en inglés que me dieron, «el programa».

El propio Searle desconoce todo esto. Sin embargo, para las ersonas que están fuera de la habitación, las respuestas de Searle

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FI LOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

«son absolutamente indistinguibles de las de un hablante chino» ... De hecho, Searle se limitó a «manipular símbolos formales» y «actuó como actúa un ordenador», pero a las personas que estaban fuera les parecía que Searle los entendía. Pura simulación, afirma Searle,

«puesto que yo no sé nada de chino. Tengo entradas y salidas que son indistinguibles de las de un hablante nativo de China, y mis instruc­ ciones pueden ser tan precisas como quieras, pero aun así yo no me entero de nada». Los símbolos que Searle procesa carecen de sentido para él, y esta falta de semántica, esta falta de significación, esta re­ ducción de la sintaxis es incompatible con el hecho de tener estados mentales intencionales o significativos.

UNA DIFICULTAD: INTELIGENCIA Y REDES NEURONALES

Para ser honestos, dado que estamos tomando posición a favor de John Searle, y por consiguiente en contra de la hipótesis de una Inteligencia Artificial Fuerte, hay que mencionar la distinción entre los ordenadores convencionales y los dispositivos más sofisticados, llamados Neural Networks. Los ordenadores convencionales siguen un conjunto de instrucciones con el fin de resolver un problema. Pero el programador sabe perfectamente cuáles son los pasos a seguir. Así que podemos decir que el problema está ya resuelto antes de que el ordenador haga su trabajo. Por el contrario, los Neural Networks están en condiciones de realizar un aprendizaje. Esto es muy importante si recordamos que en los sistemas biológicos el aprendizaje implica cambios o ajustes en las conexiones sinápticas de las neuronas. Los Artificial Neural Networks también son capaces de realizar cálculos en paralelo. Esto es un gran avance dado que el cerebro hu­ mano no funciona de ¡nanera lineal, y en consecuencia, no debe es­ perar a finalizar un proceso para empezar con una segunda tarea.

MO SAPIENS , HOMO LOQUENS

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Quizás el hecho más impresionante en estos ordenadores es que acciones son relativamente impredecibles. El éxito de la compu­ ción depende en cierto grado de la propia máquina. Ante un pro­ lema para el que la red de neuronas artificiales no ha sido progra­ 'll ada, eventualmente la máquina puede encontrar una solución. Esto ·

va a algunos a hablar de las neuronas artificiales en términos de inteli­

"' ncia intuitiva, que es una de las características principales de la inte­ . :gencia humana. Sin embargo, no debemos olvidar que incluso esta flexibilidad e las redes neuronales ya se había programado. Parece abusivo com­ ararla con la flexibilidad de los seres vivos y, a fortiori, con la increí­ le flexibilidad del pensamiento humano.

6. LIBE RT AD , M O R ALID AD , JUICIO E ST ÉTICO

. 10RALIDAD Y CONDICIÓN ANIMAL

Al hablar de comportam iento an imal los etólogos d istinguen ntre fun ción y moti va ción. Cuando la araña construye la red en la ue caerá un ins e cto , está cump l ie ndo una fu n ció n genéticamente eterm inada (pern iciosa, en este caso , para el otro) , a l igual que la umple la hembra que cuida su prole. La motivación puede llegar a trascender la función, aunque origi­ nariamente tenga en e lla matriz. Solo si se da tal caso , cabe utilizar para es ignar e l comportam iento objetivo los térm inos egoísta o altruista. En el caso de los humanos es evidente que la motivación p uede ha­ ll arse determ inada por objetivos que trascienden no ya la mera fun ción , ino el p rop io interés. Una cosa es beber espontáneamente agua por objetiva deshidratación y otra cosa es hacerlo motivado por e l hecho de que hay que tomar un medicamento beneficioso. En ambos casos po ­ demos s in embargo hablar de comportamiento egoísta. Muy d ifere n te es el asunto cuando m o t iva , p o r ej emplo , el acompañar con agua la p íldora de cianuro que, privando de la prop ia ida, impedirá que el torturador con s iga arran car los nombres de los compañeros de combate. Este sacrifi cio es el caso extremo de un tipo de comportam iento que , s iendo benefi cioso para los demás , no lo es desde luego para sí m ismo (lo cual , desde el p unto de vista estricta­ mente evolutivo se asemej a a una mala adaptación) . Pues b ien : ¿cabe

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FI LOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

hablar en los animales de compo rtam ientos análogos , es de cir, de motiva ciones no vin culadas al p ropio i n terés ? De la respuesta que demos dependerá si debemos o no abolir otra de las fronteras canó­ n i cas entre lo animal y lo humano. Si hacía la ficción de levantarme, cerrar los ojos y derramar lágri­ mas, inmediatamente interrumpía sus juegos o cualquier otra activi­ dad, rápidamente venía hacia mí en estado de gran excitación desde los más lejanos lugares de la casa, como el tejado del que mis persistentes llamadas y advertencias no habían conseguido hacerle descender. Ahora precipitadamente corría en mi entorno como si buscara a quien hubiera podido ofenderme; contemplaba mi rostro cogiendo tierna­ mente el mentón con la palma de su mano, suavemente recorría mi rostro con su dedo, como intentando explicar qué había sucedido.

El etólogo Franz de Waals cita este párrafo de u n trabaj o de Nadi n e Ladygina-Khots i n tegrado en un vol umen cole ctivo diri ­ gido p o r el p ro p i o de Waals (Infant Chimpamzee and Human

Child). La des crip ción del comportamiento del j oven chimpancé i n ­ tenta ilustrar la tesis general (desde luego d e enorme tras cenden cia) de la existen cia en los animales de una disposi ción que cabr ía tildar de éti ca. Muchos son los e jemplos que Franz de Waa ls avanza en apoyo de su tesis : j óvenes chimpan cés interrumpirían sus j uegos cuando se aproximaba a ellos un compañero que «sabían » enfermo; al percibir que u n páj aro se hallaba herido , u n si mio tras re cogerlo de li cada­ mente , se habría en caramado a la cima de un árbol , desp legando sus alas y lanzándolo con sumo cuidado al aire; una ví ctima de un ata­ que es rodeada p o r varios chi mpan cés que le dan palmadas en el brazo 23• 23 Franz de Waals, «Conmlation, Reconciliation and a Possible Cognitive Difference Bet­ ween Macaque and Chimpanzee», en E. Russon, Kim A. Bard y Sue Taylor Parker, Reaching into Thought. The Minds ofthe Great Apes, Cambridge University Press, Cambridge, 1966.

IBERTAD, MORALI DAD, JUICIO ESTÉTICO

1 73

Si en el segundo ej emplo se trata de u n a ayuda dire cta, en el rimero y el tercero parece tratarse de pura empatía , es de cir, parti ci­ a ción e fectiva de un s uj e to en las vi cisitudes (dolorosas , en este aso) por las que otro suj eto atraviesa . Quizás el caso más interesante e los tres sea el primero (e l del animal enfermo) , p uesto que en él !10

hay ni sombra de connotación prácti ca . Se tendría que de cir que

1 mal del o tro supone p ura y simp lemente mal p rop io , dolorosa ompasió n . Tal empatía no sería exclusiva d e l o s men cionados chimpan cés . Viendo que una hembra murciélago no lograba al canzar la pos i ción acilitadora del parto , una s egunda hembra le p restó ayuda situán ose ella misma en la pos i ción corre cta . Si el peso de este ej emplo puede ser menor en razón de la pertene n cia de ambos animales a la misma esp e cie, tal no es el caso de la perra que , en Tai landia habría protegido las crías de un tigre, o el de otra perra que en el zoo de Pe­ kín sirvió de nurse a pequeños leopardos abandonados por su madre . En ambos casos tendríamos un ejemplo claro de motivación que tras iende la fun ción de la que deriva. Llamada por específi ca naturaleza a cuidar de su progenitura, la i n clinación se libera y en cuentra satis­ factorio el amamantamiento o p rote cci ó n de crías que ni siquiera pe rtenecen a su espe cie y que i n cluso ( caso de los tigres) pueden supo­ ner un eventual peligro . Los hechos des critos son indis cutibles , en los animales «el im­ pulso se eman cipa hasta el extremo de que se hace genuinamente al ­ truista » . ¿Tenemos en e llo el modelo de l comportam iento que, en el caso de los seres humanos , responde al calificativo de ético ? Hay desde luego quien lo cree as í: Reconocemos tales tendencias por el hecho de que se dan con prominencia en nuestra especie. Esto es muy claro cuando personas se introducen en ruinas incendiadas para salvar a otras personas. Dada nuestra capacidad de valoración del riesgo, no puede hablarse

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNE

de inadvertencia relacionada con tal comportamiento. Cuando Lenny Skutnik se sumergía en el hielo del río Potomac en Washing­ ton, para rescatar a la víctima de un aeroplano o cuando civiles pro­ tegían a familias judías durante la Segunda Guerra Mundial, se tomaban riesgos increíbles por ayudar a seres completamente ajenos. Aunque la recompensa venga después en forma de medalla o de apa­ rición en la televisión, esto no constituye sin duda alguna el motivo. Ninguna persona en su juicio arriesgaría su vida voluntariamente por un trozo de metal o cinco minutos de gloria televisiva. La decisión de ayudar es instantánea e impulsiva, sin mucho tiempo para pensarlo. Cuando un fugitivo golpea en la puerta, uno decide al instante darle cobijo» 24.

Se mezclan en este texto demas iadas cosas , algunas pueriles (la pre cis ión de que cin co m in utos de gloria televis iva no pueden ser la expl ica ción de l co mpo rtam ie n to hero ico) y otras desgra ciada­ mente fa lsas (no es cierto que , por ej emplo , al res istente fran cés en apuros las puertas de sus compatriotas se abrieran por impuls iva in­ cl ina ción marcada por la solidaridad) . Pero lo más llamativo es que las referen cias al comportam iento noble de los humanos solo apare­ cen en el contexto de este l ibro , para ilustrar la tes is de que se da tal comportam iento en el reino animal y dando por des contada la tes is de la continuidad entre animales y humanos. La homología de com­ portam iento entre an imales y humanos, en materias vin culadas a la ética se revelaría también en otros aspectos. En 1950, en el zoológico de To kio , los cuidadores habrían ob­ servado a un macho en plena fuerza y j uventud que se alzaba sobre los demás y gozaba de extraordinarios privilegios, un iéndose con to­ das las hembras del entorno . . . excepto con su madre. El caso , al pa­ re cer, no es a islado. De he cho , la re la ción in cestuosa madre -h ij o solo '"

Franz de Waals, The Ape and the Sushi Master: Cultural Reflections by a Primatologist, Basic Books, Nueva York, 2001, pág. 329. 24

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LIBERTA D, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

...

se daría entre los primates (bonobos i n cluidos) en casos rarísimos. Es más , m u chos grupos de primates evitan en general las uniones con

partenaires p róximos , mediante un regulado y original p ro ceso de migra ciones, que alej a sea a los machos sea a las hembras , dej ando paso a la i n migración de o tros grupos , con el res ultado de que las uniones de unos y otros garantizan la diversidad genéti ca. ¿Que probaría todo esto? Fundamentalmente que al interrogar­ nos sobre el origen y el desarrollo de las ideas morales habría (al menos por lo que a este extremo se refiere) que otorgar crédito al libro , un tiempo considerado desfasado , de E. Westmark, que lleva p re cisa­ mente este títu lo 25. Ello en detrimento de las cono cidas tesis de Levi Strauss que , pre cisamente en los años en que se hacían las evo cadas observaciones en To kio , erigían la ley del in cesto en la pri n cipal barrera que distin­ guiría la so ciedad humana de las comunidades animales. De he cho , en la perspectiva que evo camos , la coi n ciden cia entre animales y hu­ manos por lo que a la evitación del i n cesto se refiere no tendría nada de sorprendente , puesto que vendría facilitada por la propia i n clina­ ción sexual , que, en unos y otros , se hallaría generalmente ausente en los casos de cercan ía sangu ínea. De alguna manera la i n cl i n a ci ó n sexual sería (in cluso en los humanos) mera expresión d e l a exigen cia de conservación de la especie , para la cual las uniones consanguíneas se­ rían i n convenientes. Nada que ver, desde luego , con una con cep ción en la que el deseo, indiferente a la convenien cia o la i n convenien cia, se fraguaría como rasgo singular de la condi ción humana, al lí mismo donde los primeros lazos simbóli cos (vin culados a los nombres desig­ nativos del vín culo familiar) se establecen . En una interpretación estructural de la ley del i n cesto , la prohi­ bi ción no resulta de un previo recono cimiento de los lazos de paren -

25

E. Westmark, The Origin and Development ofthe Moral Ideas, Macmillan, Londres,

1912.

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

tes co , sino de alguna manera al revés . La ley mutiladora se establece como marco en el que se forj an las identidades de los protagonistas . El caso límite sería el de aquellas comunidades, más o menos míticas, en las que la relación de sangre no sería lo determinante del parentes co . Así , en un sistema totémi co puro en el q u e la identidad totémica se heredaría po r la madre , no s i e n do el padre b iológi co del m ismo tóte m , nada impediría en prin cipio e l comercio sexual entre padre e hij a . Las pos i ciones d e Westmark van desde luego m u cho m á s allá de la afirmación de la continuidad entre m undo animal y h umano por lo que a comportamiento sexual se refiere . Sus trabajos se inscri ­ ben en el horizonte delimitado por Darwin , pero modi fi cado por la convi cción de que la a critud y dureza del pro ceso evolutivo , tallado por la struggel far existence, no sería óbi ce para que en el reino animal se d iera una suerte de harmónica i n clinación a la empatía; esta em ­ patía, desarro llada y sofisti cada en los seres humanos , constituiría lo que llamamos moral. Y los etó logos citan reiteradamente The Descent

ofMan: Cualquier animal que se halle marcado por instintos sociales, el parental y el filial incluidos, adquiriría inevitablemente una concien­ cia y un sentimiento moral, tan pronto como sus poderes intelectua­ les se hubieran desarrollado tanto, o casi tanto, como se han desarro­ llado en el hombre.

Sin duda, aquellos animales que no alcanzan un nivel de desarro ­ llo intelectual sufi ciente se quedarán a medio camino , no llegarán plenamente a la condi ción de seres morales . Pero , en lo que a la esen ­ cia de la moralidad se refiere , la cosa no cambia m u ch o . La moral

tendr ía base en la inmediata condición de los animales, y de ninguna manera supondr ía un grado cualitati vo en el desarro llo e voluti vo. Ac­ tualizada plenamente por el hombre , la moral no constituiría sin em-

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LIBERTA D, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

bargo la ese n cia o uno de los rasgos esen ciales que p re cisamente sin ­ gularizan ve rti ca lmente al homb re : la empatía con los demás , la ayuda a los otros miem b ros de la espe cie (y no solo de la espe cie) y hasta la in clinación al sacri fi cio se darían en nosotros, en razón sim ­ plemente de n uestra condi ción animal , p uesto que los animales da­ rían inequívo cas muestras de mo ralidad.

MORALIDAD COMO SALTO CUALITATNO EN

LA

EVOLUCIÓN

Antes de p resentar, ya sea b revemente, el polo dialé cti co de esta tesis , conviene enfatizar que la misma de riva directamente de las teo ­ rías , tan pode rosas en n uestros días , que hacen de las des cri p ciones de los científi cos una hermenéuti ca tendiente a aboli r toda dife rencia de g rado entre lo que separa a la espe cie humana de las demás espe­ cies , y lo que separa a las demás esp e cies e n t re s í. Se e m pieza ha­ b lando , como antes hemos visto , de la «co n cien cia» animal; se conti­ núa homologando la no cohabitación de un macho con su mad re a la ley del i n cesto entre humanos; y se acaba p o r hab la r de la «perso­ nalidad » (sic) de los craneados. Todo ello se traduce en una antropo­ logía sustentada en una visión i ntegrado ra que inte rp reta en un sen ­ tido muy redu ccionista l a continuidad darwiniana. Todo lo que en el humanismo clási co fundaba la empatía con los demás m iemb ros de n uest ra esp e cie se extiende , si no a los ani ­ males e n general , s í a l menos a u n subgrupo p rivi legiado d e los mis ­ mos. Sin duda, a los partidarios de dilui r la condi ción humana en el seno de la animalidad les anima el muy loable deseo de funda r una éti ca que vaya más allá de la visión antropo céntri ca, una éti ca benefi ­ ciosa para el ser animado y no para una sola especie de se res anima­ dos. Mas enton ces surge la p regunta: ¿Po r qué limitarse a la defensa de los seres animados? ¿Po r qué no fundamentar la ética en la de fensa de la vida? Cab ría , en efe cto , la tentaci ó n de fij a r una éti ca del tipo s i -

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

guiente ( ca ri catu ra de l impe rativo categó ri co kantiano) : «Si rve a la vida y no la tomes j amás como instrumento , pues se ría como instru ­ mentalizarte a t i mismo , ya que tú e res un ser vivo » . Obviamente , el p roblema de tal éti ca es que haría imposible la supe rviven cia de aquel que se atrevie ra a asumi rla cabalmente y así , de alguna manera, en ­ traría en contradi cción consigo misma. Veamos una perspe ctiva bien distinta. En su libro Evolution ofEthics, publi cado en 1894 y reimp reso en 1989, T. H. Huxley, considerado ferviente defenso r de la o rtodo ­ xia darviniana, so rp rendió a muchos de sus seguido res al p resentar la disposi ci ó n éti ca en los humanos co mo u n a sue rte de supe ra ción cualitativa de lo i nmediatamente dispuesto p o r la natu raleza. En la hipótesis de que, como muchas ve ces se ha hecho , se con ­ side re q u e la m o ralidad e s rasgo esen cial d e la especie humana, esta con cep ción vend ría a suponer que lo que nos constituye no es un re ­ finado momento al que se hab ría llegado a través de la continuidad evolutiva, sino más bien una ruptu ra con esta (o i n cluso algo de o r­ den dife rente , lo que permiti ría hablar de una natura leza dual en el ser humano) . Fo rzando un tanto , la pos i ción equivald ría a sostener que, de segui r la pauta estri ctamente evolutiva, carece ríamos del mí­ nimo bagaj e de altruismo; altruismo sin el cual no es con cebible la sociedad humana. Se ha criti cado a T. H. Huxley por no expli car realmente la ra­ zón que hab ría inducido a los homb res a la revo lución éti co -social. Si p o r natura leza e l senti r de los otros nos es ext raño , ¿po r qué un día empezó a o cu rri r lo contrario? Es como si una banda de p i rañas de ci ­ diera de repente pasarse a l vegeta rianismo , comenta sarcásti camente F ranz de Waals (quien como res u lta obvio es totalmente con t ra rio a la tesis de Huxley) . Es evidente , sin embargo , que hay muchas hipótesis que permi­ ti rían dar respuesta a tal1Jregunta, desde las de insp i ra ción lo renziana (la edu cación , determinada por muchos facto res , vend ría a co rregi r la

LIBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

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fe ro cidad a la que la natu raleza i nmediata nos conduci ría) , hasta las de tipo freudiano (la civilización , la ley y la moral nacen como resul­ tado de una ren u n cia a las tenden cias i nmediatas , de o rden sexual entre otras , las cuales , de segui r su cu rso , harían simplemente invia ­ ble nuestra persisten cia) . Pero volvamos a T. H. Huxley. Siguiendo la vía po r él abie rta , o t ros estudiosos han radi cali ­ zado la posi ción , conside rando que la eme rgen cia de un sentimiento éti co es algo más que una ruptu ra de continuidad en la evolu ción. Se trataría de una auténti ca con t radi cción , puesto que la e conomía na­

tural se negaría a sí misma 26.

ÜEL ÉTHOS QUE SINGURALIZA AL SER HUMANO

Hemos visto que si Rousseau atribuye al homb re en estado de na­ turaleza una condición de ingen ua bondad , Darwin fundamenta tal condición en la p ropia naturaleza animal: los animales poseerían cierta­ mente una agresividad congénita sin la cual no conseguirían sob revivi r, pero tal tendencia se vería complementada po r una suerte de armónica empatía con todo lo que participa de la vida, la cual, en los animales su­ pe rio res , se tradu ci ría en motivaciones alt ruistas liberadas de la p u ra fun ción determinada po r la especie. Un paso más y, sin solución de con ­ tinuidad , tendríamos los rasgos mo rales que constatamos e n los huma­ nos , a veces en forma de tendencia espontánea (ante un niño en peligro, sin necesidad de reflexión experimentamos una empática conmoción) . Sin duda esta optimista visión p resenta nubarrones. Los anima­ les dan en o casiones muestras de fero cidad que no pare cen sustentarse 26 Véase concretamente, G. C. Williams, «Huxley's Evolutionand Ethics in Sociobiological Perspective», en Zygon, núm. 23, 1988, pág. 437. Las posiciones más radicales al respecto son quizás las de Richard Dawkins, concretamente el ya aludido The Seljish Gene. Para Dawkins no­ sotros constituiríamos una clase de autómata egoísta, que solo a través de la educación llegaría a alcanzar algún grado de moralidad.

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en la m e ra l u cha po r la subsiste n ci a , y los h umanos no se quedan co rtos al respe cto : vio len cia, no ya con tra individuos de otra especie, sino de la misma especie , lo que ha llevado a fo rj a r metáfo ras como la de que «el homb re es un lobo para el homb re » . De ah í que pensa­ do res de o riginaria inspi ración darviniana como T. H. Huxley hayan (como hemos vis to) llegado a conside rar que , lej os de se r una ema­ nación del o rden de la natu raleza viviente , la m o ral se fo rj a en una l u cha por t ras ce nde r tal o rden : Llegar a e rigi rse en suj e to m o ral se­ ría una singularísima parti cularidad de los se res humanos , resul tado en exclusiva de una cul tu ra e n tendida como algo compatible con el o rden natural , pero no regido po r las leyes de la struggle far existence. Es de señalar que tal perspe ctiva es anti té ti ca a la de Rousseau , para quien la bondad natu ral se perdería p re cisamente con el adveni­ miento de la cultura («buen salvaj e » , frente a to rvo civilizado) . Ca­ b ría estable ce r el cuadro siguiente : - Tendencias empáticas entre animales prolongadas naturalmente en el hombre (Darwin, Westmarker). - Tendencias empáticas en el hombre primitivo fundadas en la condi­ ción natural o animal, pero perdidas con la civilización (Rousseau). - Agresividad instintiva en la condición natural, y superación de la misma mediante la cultura

(T.

H. Huxley y parcialmente Freud,

pues este también pone el énfasis en el malestar en la cultura).

Co nside ra ré aho ra u n a con cep ci ó n tan clási ca como radi cal , que teniendo afinidad con la última va sin embargo mucho más le­ j o s . Ve íamos en u n cap ítulo an te rio r que desde Ari s tóteles a M ax Bo rn se atribuye al homb re un deseo de hace r i n teligible tan to el en ­ to rno como la rea lidad que nosotros mismos consti tuimos . Jacques Monod dio en cie rta o casión un paso más , sugi riendo que la exigen­ cia m o ral es la disposi ción de esp íritu que se halla en la base del de­ seo de saber. Pues bien , creo que es ta con cep ción del estatuto de la

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mo ralidad t iene su raíz teo rética ú lt ima en e l pensam iento de l fi ló ­ so fo que con mayo r radicalidad h a pensado sob re las condiciones de pos ib ilidad de la exigen cia mo ral. Me refiero a Kant, en cuya vis ión la mo ra l no so lo tras ciende la natura leza, s ino que apare ce como con ­ dición de pos ib ilidad d e una natura leza human izada. Para entender la pos ición kan t iana es n e cesa rio (pe rdónese la ins isten cia) ten e r b ien p resente la con cep ció n antropo lógica según la cual el ser humano intrínsecamente se compo rta racionalmen te . El humano responde a su s ingu la ridad e n el seno de la natu ra leza cuando avanza y se desenvue lve con la razón por delante. Y ya en tér­ m inos kan t iano s : e l compo rtam iento cabalmente h umano con s iste en no instrumen talizar a la razón , en tener a esta como causa final, lo cua l se tradu ce en e l imp e rativo s igu iente : no tratar jamds como un

medio (no instrumentalizar) a ser alguno en quien la razón se encarne, o sea, aque llo que califi camos de ética, p o r sup ues to dando a l té r­ m ino un sentido m uy d ife re nte al que hemos visto cuando es uti li­ zado po r cie rtos he rmeneutas de la e to logía an imal. Ha de es ta r cla ro es te p un to : la no utilización del ser humano (po r ejemp lo , e l no abusar del déb il) apare ce como s im p le co ro lario de que la razón ha s ido convertida en e l objetivo final de n ues tras ac­ ciones; p ropos ición de que , como antes de cía, la razón no se subo r­ dina, la razón va por delante.

M ORALI DAD Y SOMETIMIENTO

A LA

RAZÓN

«Las p res crip ciones que debe segu ir e l méd ico para curar a su homb re , aque llas que debe seguir e l envenenado r para liquidarle con ce rteza, son de idéntico valo r» . No s e trata d e u n a p rovocativa «boutade » , s ino d e un párrafo de la kantiana Metafisica de las costumbres, uno de los textos más impor­ tantes que se hayan n un ca es crito en materia de mo ra l.

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Supongamos que una pe rsona a cu ciada po r una s i tu a ci ó n de penu ria barrunta el resolve rla po r cualquie r med io , l ícito o il ícito , y que t ras sopesa r los i n convenientes adopta la de cis ión de desvalij ar un estab lecimiento , una s u cu rsal ban ca ria, po r ejemplo. A parti r de este momento , tal he cho de li ctivo se rá móvil de su vo luntad , en té r­ m inos de Kant, «máxima subjetiva de acción » . Nat u ra lme n te , hallarse dete rminado po r una máx ima , tener una meta que al canzar, tiene po co sentido si no se está aten to a los instrumentos necesarios para la realización efe ctiva. Si , po r ej emplo , nuestro homb re se dej a llevar po r la abulia, el place r o la pereza, y en lugar de vigilar con cuidado el dispositivo de ala rma, se ded ica a pa­ sear o acude a un museo , difícilmente a lcanzará su p ropós ito. La vi ­ gilan cia de la ala rma , y todas las demás ci rcunstan cias análogas , es algo dete rminado por un fin que se p retende al canzar, y no algo a lo que fo rzosamente lleva la in clinación del sujeto. En tal medida cons­ tituye una sue rte de impos ición o deber (Sollen en el texto de Kant) , una ley o imperativo de la razón . Aunque desvalij ar u n a institu ción ban ca ria sea e n gen e ral con­ s iderado un acto poco edifi cante , cabe imaginar que las razones últi­ mas del su jeto sí ten ían alguna connotación mo ralmente positiva (la p re ca ri a salud de un miemb ro de la fami l i a , p o r ej emp lo) . De ah í que , para ap rehende r la esen cia del impe rativo kantiano sea mej o r conside rar ejemplos indis cutiblemente turb ios: u n i ndividuo obsesi­ vamente atravesado po r una sexual idad no co rrespondida de cide pa­ sar al a cto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto inj us­ tamente envidioso es p resa de un deseo homi cida contra la persona afo rtunada. En uno y otro caso , imperati vo de la razón es bus ca r la o casión y e l instrumento ade cuado. El violador cabal a ctuará al amp a ro de la soledad y e l homi cida ha de elegi r el instrumento opo rtuno , según la implacab le lógi ca que a tribuye idéntico valor a la dis ciplina que sigue el te rapeuta y a la que sigue el asesino.

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¿Idénti co valo r moral ? No cie rtamente , mas e l lo en razón de la dife ren cia de los fi nes a los que tales dis ciplinas se aj ustan , y no en razón de s u condi ción de instrumentos racionales para al canzar los mismos, p ues como tales s u dignidad está garantizada. Si el envene­ nado r p robara con la p rime ra p ó cima a man o , o el violado r a ctuara a plena luz y ante testigos s u s ceptibles de i mpedi r el a cto , cab ría hablar de i mp u lso co n fo rme a una i n cl i n a ci ó n , no de med i a ción -distan cia- inte rp uesta p o r la razón , no de acto cabalmente hu­ mano. Esta dife ren cia (a la que , con buen criterio, tan atenta está la ló ­ gi ca j urídica) es clave respecto al p roblema de determinar si ha habido o no responsabilidad, y la dignidad que la responsabilidad con lleva, en e l compo rtamiento. Hasta para alcanzar fines que atentan a lo que

un orden social racional exige hay que usar la razón, la cual impone una ley a la que se subordinan las inclinaciones del indi viduo: tal es la mo ­ ralej a de esta reflexión kantiana en la que ahondaré algo más . Los ej e mplos h asta aho ra conside rados t i e n e n e n común u n rasgo d e contingen cia. Cabe pasar po r la situación en la q u e la p ropia meta es desvalija r un ban co , pero no o cu rre esto a todos los i ndivi­ duos y ni siquiera a un úni co individuo en todas las ci rcunstan cias de su vida; y lo mismo cabe deci r de la meta subj etiva de p ro cede r a una violación o a un asesinato. Hay cie rtamente metas que no so lo s o n menos tu rb ias , sino más comunes. As í, muchos se p roponen al canza r un o fi cio conven ­ cio nal , tener un hij o o una casa p ropia. Y en la genera lidad de los ca­ sos se subo rdinan a los imp e rativos (de estudios, vestimenta, media­ ción so cial, etc.) sin los cuales la razón indi ca que tales objetivos son inal canzables. Mas tampoco en los últimos casos cabe conside ra r que se trata de fi nes auténti camente unive rsales . Salvo que nos refi ramos a u n eventual deseo i n consciente ( cosa que quizás valdría l a pena conside­ rar) , no cabe decir que tene r un hij o es una finalidad que se p ropone

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todo ind iv iduo , y sobre todo , en cualq u ier t iempo. Y el asunto es aún más claro en lo que se refiere al ofi cio (un «hij o de pap á » puede pe rfectamente estimar que su meta lógica es vivir de rentas) , o a la vi­ vienda. Pues b ie n , s i la meta que se p retende al canzar, la máx ima subjetiva de a cció n , es con t ingen te , ento n ces, cualquiera que sea la con notación moral que le atribuyamo s , el imperativo de adaptar el comportamiento a tal meta no solo es subord inado o hipotético, s ino además contingente o problemático (el fin para el que es instrumento pudiera no darse) . Por el contrario : s i alguna meta fuera tal que nin­

g ún humano en ninguna circunstancia pudiera no hacerla suya, ento n ­ ces e l imperativo (la ley que determina e l ade cuado comportamiento) , aun s iendo hipotético o dependiente , sería inevitable o asertórico. E n t iéndase b ie n que el imperativo es ra cional , y p o r e n de , «ético » , en ambos casos. Pero en el primero lo es en relación con algo que , en s í mismo , puede eventualmente no ser racional , mientras que en el segundo caso lo es respe cto a algo ra cio nal en esen cia , algo que a compaña a la cond ición humana como tal , a saber, la asp ira ­ ción a la fel icidad , la cual no p uede darse s in gozar del respeto de los demás , exige imperativamente el merecer tal respeto. E l se le ccionar cu idadosamente e l veneno al canzaría u n suple ­ mento de legit imidad s i hub iera alguna buena razón para efe ctuar el crimen (¿sería tal la l ibera ción de la t iran ía ?) , mas su cará cter de

deber no depende de esta , s ino de la ade cuació n a la meta que el s u ­ j eto se ha trazado. Pero lo mismo o curre con la ex igen cia de p r u ­ den cia e n l a s re la ciones humanas , s in la cual el resp eto de los de ­ más -co nd ición de la fel icidad - no puede dars e . Ambos casos responden al criterio que permite determinar el carácter hipotét ico del imperat ivo : hay e n perspe ct iva u n fin co n creto (a cció n , esta ­ tuto , poses ión cono cimiento , etc. ) que mot iva a la vo luntad y que , dadas las circunstan cias , lo ex ige. El imperativo mira a un fin y no a la cond ición del fin, rrtira a un objetivo (ne cesario o con t ingente) y no a la objetividad.

IBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

_

f ORALIDAD Y

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SOMETIMIENTO A LA PALABRA

« .. . ¿Ha pedido usted alguna vez dinero prestado sin tener la menor esperanza de que se lo concedan?» (Marmeladov en Crimen y

castigo).

Sintetizaré las exigencias fundamentales de la ética kantiana: - Debes (Sollen hipotético-problemático) dominar la disciplina lla­ mada resistencia de materiales si quieres (condición problemdtica) ser arquitecto.

- Debes (Sollen hipotético asertórico) velar por tu salud, puesto que quieres (condición cierta, asertórica) ser feliz. - «Actúa únicamente en conformidad a una máxima tal que pudie­ ras desear al mismo tiempo que fuera erigida en ley universal». - «Compórtate como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida por tu voluntad en ley universal de la naturaleza».

El complemento de sentido que esta última fórmula procura se exp lica por el hec ho de que Kant define la naturaleza (concretamente en los Prolegómenos de toda metafísica futura, 17) como exis tenc ia de las cosas en tanto determ inadas por leyes un iversales . Así pues , en este texto de la Metaflsica de las costumbres, la ley moral o imperativo categór ico aparece , n i más n i menos , que como condic ión incondi­ cio nada de la n aturaleza. Pero no p uedo ahora focal izarme en este fasc inante aspecto . Kant intenta poner de rel ieve la impos ib il idad de que el orden social pers istiera si las máx imas de acc ión contrarias a la moral idad fueran erigidas en leyes un iversales , a las que se adecuaría necesaria­ mente n uestro comportam iento. Uno de los e jemp los que el pensa­ dor nos ofrece es re lat ivo a la p a labra empeñada, ej emp lo concreti­ zado en la persona que, apurada, sol ic ita una ayuda económica. Esta persona p uede hallarse tentada de p ro meter su devo l u c ió n en un

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plazo determinado , aun a sabiendas de que ello no va a ser posible. Por definició n , la palabra no surtirá efecto más que si el que la enun ­ cia es susceptible de ser cre ído. Si la enunciación de falsas promesas fuera erigida en ley universal determinante del comportamiento , de tal manera que toda promesa tuviera entre sus rasgos esenciales el ser falsa . . . , obviamente nadie avanzaría un penique , pues tendría la cer ­ teza de no recuperarlo. El lector de Kant no dej ará de sorprenderse por el extremado formalismo de la argumentación . Una obj eción inmediata : La con ­ tradicción e ntre la n ecesidad de credibil idad , a fi n d e obtener un préstamo , y la erección de la falsa promesa en ley universal solo sería problemática si la e fectiva mentira conllevara automáticamente la vi ­ gencia de dicha ley. Mas dado que, de facto , no es as í, dado que cabe perfectamente prometer con intención de engaño y ser cre ído , obte ­ niendo el correspondiente provecho , ¿qué interés tengo en proceder solo en conformidad a máximas que p udieran , s i n con tradicción para el orden como tal, ser erigidas en leyes universales ? Desde luego ningún interés , si por tal entiendo seguir garanti ­ zando hábitos de confort, e inclinaciones tomadas por naturales (se ­ xualidad de hecho mediatizada por la publicidad , p o r e jemplo) . Tampoco tendré interés en atenerme a la norma, si me mueven obj e ­ tivos m á s elevados : defensa d e mi patri a , por e jemplo , fren te a las apetencias (siempre contradictorias con las de la propia) de las otras patrias , o aun el contribuir al asentamiento social de mi familia, alen ­ tando quizás la disposición de mis hij os a medrar en el pantano so­ cial (lo que no se consigue sin dej ar rivales en la cuneta) . . . La efectiva legislación del imperativo kantiano carece de interés as í entendido , es deci r, carece de i n terés s ubj etivo y continge n te , aunque n o de interés obj etivo y racional. Hemos visto que incluso el proyecto más innoble (posesión contra voluntad , o crimen por mera envidia de la fo rtuna ajena) exige para su realizac ión la subordina­ ción de las inclinaciones inmediatas a lo que se revela a través de una

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re flexión sobre los medios , y por consiguiente a la razón . . . Todo e l prob lema consiste e n pasar d e esta constatación de l a ine vitabilidad

instrumental de la razón, a la eviden cia de su carácter legislador, es decir, a la certeza de que en la razón está la referen cia ú ltima por la que he­ mos de ser medidos. Atengámonos al evo cado ejemp lo de la falsa pro ­ mesa: Miento porque, d e avanzar la verdad, n o obtendría e l préstamo que so li cito. No lo hago ciertamente ante un prestamista de o fi cio , pues este nun ca se conformaría con mi palabra. Miento ante quien es ­ tima que la palabra tiene valor por sí misma, que la palabra compro ­ mete y que , en consecuencia, no tengo interés en usarla en vano . Si pensara que n ingún s uj eto humano se ha lla en ta l dispos i ­ ció n , me ahorraría e l pro cedimiento ( ¡que n o dej o d e experimentar como vio lento !) de la menti ra. Así pues , la convi cción que tiene mi interlo cutor re lativamente al valor intrínse co , a la dignidad, de la pa­ labra, es abso lutamente impres cindib le para mi obj etivo. Y en térm i ­ n o s kantianos : E l h e cho de que e l otro tenga como máxima d e su acción e l interés racional u objetivo es necesario en mi propia e cono ­ mía, aun en e l caso de que esta se halle motivada por intereses mera­ mente subj etivos. Erij o como regla de condu cta e l aprovecharme de la buena fe del otro . Obviamente , tengo ento n ces que desear que esta buena fe se dé efe ctivamen te , es de cir, que el otro no sea idénti co a mí. En suma, hasta para con d u cir a bue n puerto mis aspiraciones más inmundas , no podría dejar de desear que en el mundo haya seres

moti vados por valores desinteresados y fa vorables a la persistencia de los seres razonables, en lugar de serlo por meros intereses subjeti vos. ¿Respuesta de l cín i co a tal argumenta ción ? Pues la división de los comportamientos : La defensa de los intereses generales de los seres de razón para el otro , y la defensa de los intereses subjetivos para mí. Mas , ¿cabe realmente tal e conomía? ¿Cabe reducir e l lazo entre humanos a comportamiento de «listi llos » frente a comportamiento de ingenuos ? Ciertamente , Kant diría que no; que ni el cíni co lo es total­ mente , ni el ser moral deja, en o casiones , de codi ciar el pan (material

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y esp iritual) del otro . Lo que s í se constata es que el o rden que nos rodea se halla más b ien regido por los intereses subjetivos que por los intereses racionales . Pero a esto el kantiano cree tener respuesta: La máxima es el principio subjetivo de la acción y debe ser dife. renciado del principio objetivo, es decir de la ley práctica (ley por ade­

cuación a la cual se mide el carácter moral de un comportamiento). La máxima determina en base a las condiciones del sujeto (muy a me­ nudo en base a su ignorancia, o bien a sus inclinaciones) y constituye así el principio en conformidad al cual el sujeto procede, mientras que la ley es el principio objetivo, válido para todo ser razonable, el princi­ pio en conformidad al cual debe proceder, o sea un imperativo.

Este texto , s iempre de la kantiana Metaflsica de las costumbres, a partir del cual se articu laba la reflexión que pre cede , nos da la clave de dónde se s itúa el pes im ismo y el optim ismo en materia de com ­ portam iento ético . Kant es optim ista, tiene confianza e n que el hom­ bre , en última instan cia, no puede ser totalmente ajeno a los impera­ t ivos de la razó n , a ct itud que se trad u ce , e ntre o tras cosas , en un comportam iento ético . La d iferen cia j erárqu ica entre l a máx ima y l a ley estribaría e n que l a primera sería subj etiva y contingente, m ientras que l a segunda sería obj et iva y n e cesaria : Todo ser h umano está permanentemente atravesado por asp iracio nes subjetivas , que se traducen en deseo res­ p e cto a determ inado obj eto , circunstan cia , pos ición p erson a l, etc. Y esta capacidad subj etiva de desear es esen cialmente contingente y

mutable , subordinada a la variab ilidad de ind ividuos y peripecias . Por el contrario , sea cual sea su circunstan cia, el ser humano desea

tener razón, cuando menos tener razón instrumental pues de perderla se hallaría en la impos ib il idad de al canzar sus fines , sórdidos o no (para envenenar a alguie R.,hay que poner los medios racionales necesarios) . Pero sobre todo, el ser humano no podría dejar de desear que el otro ser

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humano se halle motivado por objetivos que no se reduzcan a intereses subjetivos y mezquinos. Todo ser humano estaría ob ligado a desear que en el otro se dé una parcela que lo convierte cabalmente en una per­ sona, es decir, que esté motivado por intereses universales de la humani­ dad. Y hasta cabría añadir que, de hecho, está conven cido de que así es e fectivamente , pues de lo contrario , privado de toda confianza, viviría atravesado por el terror y el imperativo de la vigilia permanente. En última instan cia, la base del optimismo en ética consistiría en estimar que todo suj eto humano está obligado a considerar como (b ie n e n te ndido) interés propio e l que se den i n tereses u niversales ( ideales de fratern idad y just icia) , a los cuales los hombres ade cuan su comportamiento. Esto no o currirá en todo t iempo y en todo lu­ gar, e i n cluso es posible que aparentemente no o curra casi n u n ca , mas d e fa cto , en algún registro , en todo hombre perduraría un res­ coldo de esta exigen cia de ade cuar su comportamiento a lo que posi­ b ilita la persisten cia de la razón y de los seres que la en carnan. Es más , confrontado a seres que subsisten embrutecidos por la miseria, seres que os cilan entre la expectativa de la p ura rapiña (gene­ ralmente de alguien aún más débil) y la consolación imaginaria de re cono cerse en el equipo de fútbol triunfan te , ento n ces , para conser­ var un hál ito de confianza, para no caer en el terror, tengo que agarrar­ me a la idea de que en ellos persiste un respeto ante la razón , respeto tradu cido , por ej emplo , en el hecho de que, ya sea para urdir sus ra­ p iñas o trai ciones , dichos seres argumentan.

¿MORALIDAD LEGITIMADA POR LA CIENCIA O CIENCIA COMO COROLARIO DE LA MORALIDAD? Muy antigua es la tradi ción de enfrentarse a los problemas co­ munes a todos los hombres (es de cir, los que con legitimidad p ueden ser tildados de filosófi cos) , ape lando a la modalidad de rigor que ca-

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racteriza al método geométrico. Pues b ien , entre los problemas meta­ fís icos por excelencia está aquel al que alude el Génesis en uno de los relatos mayormente configuradores de n uestra civilizac ió n : la ser­ piente doblega la prudencia de nuestros primeros ancestros con la promesa de plen itud que resultaría de consumir un fruto de un árbo l ubicado j unto al de la vida en el centro del Paraíso. Resulta que la manzana encerraba una p romesa de saber, y la moralej a del castigo y la vergüenza viene a ind icar que saber, e in ­ cluso asp irar a ello , es lo que está esencialmente prohi b ido. Mas he ­ mos visto que Aristóteles , como tantos otros de los grandes del pen ­ sam iento y del verbo , erige la exigencia de saber en marca distintiva de nuestra cond ición. De ah í lo pertinente de recordar (como lo ha­ c ía Javier Echeverría e n un l ibro t itulado p rec isamente Ciencia de

Bien y de Ma/27) que Eva rep resenta el primer arquetipo de quie n «prefirió el conoc im iento a la sumis ió n » , o sea , del filósofo. Cierta ­ mente , desde e l origen de la humanidad ha habido enormes avances en el conocimiento , pero tal progreso se ha ido configurando a partir de una distinción radical. Se computa, describe y prevé el comportamiento del átomo de h idrógeno . . . , pero se desespera de llegar a describir, computar y ha­ cer p revis iones respecto del conj un to de variables que perm i t i r ían emitir un j u icio apodíctico sobre lo moralmente fundado de la deci ­ sión de Tony Bla ir de comprometer a su país en el pantano i raqu í.

27 Publicado por Herder, Barcelona, 2007. El libro de Javier Echeverría nos presenta ni más ni menos que una ciencia del bien y del mal expuesta more geométrico. Todos los conceptos que ope­ ran en el libro son aquí analizados, justificados y, sobre todo, fertilizados, configurando definicio­ nes, axiomas, postulados, teoremas...; en suma: lo que de forma arquetípica, desde Euclides al me­ nos, se articula como texto científico. El autor indica que su exposición more geométrico será posiblemente la parte del libro vivida por el lector como más problemática y hasta «intempes­ tiva». Lo eventualmente problemático de este ambicioso objetivo concierne a la actitud última del autor a la hora de posicionarse ante la cuestión siguiente: el conjunto de proposiciones que forjan la ciencia del bien y del mal ¿tiene, en última instancia, alguna auténtica noción común? Es decir, ¿algo que en todos y cada tino de nosotros tiene la dignidad de incondicionado e incuestio­ nable? Obviamente estoy refiriéndome a la tesis kantiana que ahora se está discutiendo.

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Cabría , en suma, una cien ci a de la naturaleza , pero no cabría una cien cia del bien y del mal , ante lo cual algunos se rebelan , ampliando para ello sufi cientemente el con cepto de cien cia, y dial e ctizando lo que cabe entender por bien y por mal. E l fo rmalismo kan tiano en materia de éti ca ha sido obj eto de roda clase de críti cas . El marxismo ven ía ya a re cordar que la cues­ rión de la realizaci ó n plena de la n aturaleza ra ci o n al del hom b re pasa, en p rimera instancia, por al canzar las condi ciones materiales de la misma. Pero el movimiento so cial que empuj aba a esta a ctitud y le confería fuerza ha sido ven cido. Y, resignados a una situación en la ue no caben m ás l ibertades que las meramente formales , parece que 1 formalismo kantiano en materia de mo ral podría ser fá cilmente

ecuperado. Si tal n o es e l caso es p o rque s igue habiendo e n sus plantea­ mientos algo radicalmente subversivo. Pues la imagen de seres racio­ nales condenados a la alternan cia entre tareas so ciales embrutecedoras : es capatorias lúd i cas o afe ct ivas que son ú ni camen te complemen o y a la vez coartada de las anteriores (esa vida, en suma, que antes designaba mediante el término alienación), no dej a de ser perma ­ nente afrenta para todo aquel que sienta su racionalidad como singu­ laridad absoluta en el seno de lo viviente. De ahí que, en materia de ·ri ca, se abra camino esa actitud antes considerada, que empieza por negar la mayor, postulando que el úni co fundamento de la eti cidad es ·a viven cia de la comunidad de destino con los seres meramente vi­ 'OS,

la empatía co n los seres sus ceptibles de experimentar dolor y

placer. En su h �:rnrado -esfuerzo por hacer de la éti ca ob jeto de cien cia, to mando de la trad i ci ó n fi l os ó fi ca meramente lo que sirve , Javier Echeverría, tras Pierre Aubenque y otros , re cupera el con cepto fun­ damental aristotélico de phrónesis, pruden cia. Pues bie n , no expreso tanto el resultado de un razonamiento como un sentimiento inme­ diato , al atreverme a decir que , en materia de bien y de mal , hay en

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ú lt ima instan cia una a lternativa absoluta; pues además de prudencia se espera del hombre entereza, dispos ición para la cual Ar istóteles te­ n ía tam b ién un térm ino , andre ia, etimológicamente hombr ía, pero que ( como ya he d icho) es atribuible tanto a hombres como a muj e­ res. Determ inar s i en última instan cia, es de cir, cuando lo esen cial se j uega, la d ispos ición ética s igue s iendo con ciliab le con la pruden cia; determ inar hasta dónde la p ruden cia a co mpaña a la e n tereza , es quizás tarea fi losófica pendiente , como lo es la de estable cer el autén­ tico lazo entre cien cia y moral idad. Retomaré los térm inos de l debate p lanteado en un cap ítulo an ­ terior: Cabe , por un lado , cons iderar que el ser humano es una espe ­ cie natural e ntre otras . E s de cir, s in mayor s ingularidad q u e l a que caracteriza a cualquier espe cie an imal de las que difieren de ella. Tam b ién cabe, por el con trario , con s iderar que además de ser una espe cie natural (¿quién negaría esto ?) el ser humano supone un salto cual itativo radical en la h istoria de la evolució n , y que, como re ­ sultado de ello , hay en él un rasgo irreductible a lo determ inab le por la cien cia natural. Sen tadas as í l as cosas , la d is cus ió n podría p rolongarse en un plano meramente teorét ico. Mas aqu í una de las partes t iende a dar un salto problemático. Pues una cosa es con s iderar que hay cien cia del h o m b re , co mo h ay cie n cia de Escher ich ia co li, y otra cosa es p retender que solo el saber veh iculado por tal cie n cia es apto para sustentar en base auténticamente racional otros dis cursos , con creta­ mente el d is curso ético. Caricaturizando apenas , los que efe ctúan tal salto vienen a de cir: Nues tro d is curso sobre los a n imales , los humanos y la rela ­ ción entre ellos s e sostiene a partir d e la certeza científi ca , m ientras que e l d is curso de l con trario se n utre de p rej u icios ideológicos o re­ l ig iosos . En conse cuen cia , solo las deriva cio nes ét icas de n uestro dis curso se hallan ÍUJJ. d adas en razón . Una ética como la kan t iana , que sost iene la irredu ct ible d ign idad del s e r h umano sobre la base

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de su co ndi ci ó n de s uj eto trascendental, se halla vi ciad a , p re ci s a ­ mente p o r re currir a este supuesto : éti ca d e gente pre -científi ca . . . , cuando no éti ca de mal i n te n cionados , que se aferran a p rej ui cios respecto al lazo entre hombre y animal porque tal cosa les conviene. · Y a continuación vienen los con o cidos anatemas : ciudadanos sádi ­ cos , devo rado res de ostras vivas , insensibles al sufrimiento de las gal linas en batería (so pretexto que dan huevos más baratos) , com­ pla cidos en e l s u fr i miento de un an i mal en una p l aza de toros y otras lindezas por el estilo . Desde la otra posi ción cabe obj etar que el hecho mismo de que los animalistas manifiesten es crúpulos éti cos respecto a otras especies naturales , es una prueba de su dimensión singularísima. Pues desde esta perspectiva , el suj eto último de la éti ca no es sus ceptible de con ­ vertirse en obj eto d e l a cien cia natural , y ello p o r l a razón más ge ­ neral de que es imposible su mera redu cción a obj eto. Y desde luego , en tal pos i ción se repudia la p resentación de la éti ca como una suerte de aplicación de la disposi ción cien tífi ca , afirmando con radi calidad que más bien se trata de lo contrario : La ciencia misma es un resul ­

tado de la singularísima disposición que se da en el ser humano 6' solo en el ser humano) que cabe tildar de éti ca , es decir, de subordinación de los lazos con el entorno natural, con los demás humanos y hasta con uno mismo a exigencias que no se hallan determinadas por la dar viniana lu ­ cha por la subsistencia. Y digo que la cien cia misma es una prueba de tal dispos i ción , entendiendo por cien cia esa tarea motivada por puras exige n cias de inteligibilidad que tantas ve ces he reivindi cado en estas páginas . En o casiones , e l ser humano asume la singularidad de su condi ­ ción , situando la inteligibilidad como motor de su comportamiento. Mas si tal comportamiento es un caso específi co de a ctitud éti ca , en ­ ton ces la éti ca no puede ser una conse cuen cia más de que la inteligi ­ bilidad ha sido a lcanzada; la éti ca no puede ser una modalidad entre otras del saber a ctual izado , y en defi n i tiva : La disposi ción que se

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designa como ética no puede ser objeto de ciencia, porque en la misma reside la condición de posibilidad de la ciencia. Hay cien cia como conse cuen cia de que se da esa exigen cia de lucidez que es reflejo de la dispos i ción general del esp íritu que den o ­ minamos ética. Cuando Einstein se esfuerza en arran car a l misterio aquello que se cono cía como efe cto fo toelé ctri co (que al poner e n entredi cho l a teoría ondulatoria d e l a luz, pare cía introdu cir l a con ­ tradi cción en el seno de la físi ca) , está sentando una de las mayores revoluciones con ceptuales en la historia del pensamiento . . . sin que

haya ning ún imperati vo práctico que encuentre solución en dicha teoría. As í, Einstein accede al premio Nobel por haber al canzado a expli car algo (a saber, que la luz en o casiones fun ciona como si fuera un con ­ j unto dis creto de partículas) que n o satisface otra cosa que la exigen ­ cia misma de explicación . Y lo mismo cabe decir de l a otra gran teoría einsteniana, la rela­ tividad : la demoli ción de la tesis del carácter absoluto de tiempo y es ­ p a cio no ven ía a resolver n ingún problema a cu ciante relativo a la subsisten cia de los seres humanos ni al adecentamiento del marco en el que trans curren sus vidas . Ven ía tan solo a dar satisfacción al deseo de transparen cia y de coheren cia, arran cando a la físi ca del abismo en el que la hab ía sometido la constatación de que los hechos , los fe ­ nómenos, no casaban con el armazón teóri co a partir de l cual eran interpretados . Y el argumento se extiende a tantas y tantas teorías científi cas que han enrique cido la historia de la humanidad. Cabría, por ejem ­ plo , decirlo de la teoría cantoriana de los números transfinitos , recor­ dando al respe cto la sente n cia de Hilbert relativa a que en ella se ha­ llar ía e n j uego «la dignidad misma del esp íritu humano » . Esta refere n cia a los valores en un texto cie n t ífi co resulta po co sorpren ­ dente en la perspe ctiva considerada de que la existe n cia misma de la cien cia es m uestra prjvilegiada de que se da en el ser humano una dispos i ción éti ca .

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LENGUAJE Y PROMESA DE LIBERTAD Cuando se habla de la s ingularidad del lenguaj e h umano se hace fundamentalmente referen cia a tres aspe ctos . El signo lingüís ti co es el único en el que . hay una polaridad interna. En efecto , se ha­ lla extendido en tre sign ificante y sign ificado : M ientras que la señal que constituye la danza de la abej a A para la abeja B remite exclus i ­ vamente a l botín , l a materialidad del signo que e l ser humano B re ­ cibe de A remite en primer lugar a algo no material : el signifi cado , y solo por mediación de este, al eventual botín . Es una obviedad en el marco de la lingüísti ca el señalar que tal polaridad hace irrelevante la materialidad misma del sign o , de ahí la arbitrariedad de la imagen acústica. De alguna manera, el signifi cante se permite ser arbitrario, porque lo que cuenta es el significado. Esta polaridad que abre la puerta a la arbitrariedad, obviamente , ha de suponer algún tipo de registro nuevo. Si en el seno de la evolu­ ción ha habido saltos cualitativos de enormes impl i caciones , este ha de ser probablemente uno de ellos . ¿Por qué habría de o currir una cosa as í? ¿ Es que ello ayuda a la operatividad del signo? Sin duda, al­ gunos están tentados de responder afirmativamente , re curriendo al argumento de que gracias al signo lingüísti co ha surgido un tipo de con o cimiento superior que , traducido en té cn i ca, ha sido favorable para los intereses de nuestra espe cie: el con o cimiento sería as í en lo fundamental un instrumento que permitiría a nuestra especie domi ­ nar la naturaleza e imponerse sobre las demás espe cies. Mas los mismos que tal cosa afirman suelen con ceder que este aspe cto se halla compensado por otros más negativos; es un tópi co señalar que la técn i ca contribuye a la destru cción del equilibrio natu­ ral , y en consecuen cia pone e n peligro las condiciones mismas de su­ perviven cia del ser humano. Por otro lado , es difícil negar que múlti ­ ples aspe ctos del signo li n g üís t i co no se hallan can a lizados a u n mayor con trol d e l mundo exterior. Nadie osaría de ci r q u e no hay

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ve ces en las que el signo lingüísti co pare ce no tener suj e ción a dete r­ minación exte rior de ningún tipo. Es usual men cionar al respecto el caso p restigioso de la poes ía, pero ¿qué pasa con las conve rsaciones mundanas de café ? A veces hay una sospecha de que la inmensa mayo ría de las fra­ ses que se p ronun cian pod rían ser obviadas sin que el se r human o , en su animalidad , s e hallara perj ud i cado en modo alguno. Los vita­ listas , es de ci r, aquellos que e rigen la vida en refe ren cia última, tienen a veces la razonable sensación de que, para vivi r, el lenguaje es de ayuda solo relativa. Los psiquiatras co nstatan que m u chos de los atro ces dolo res a los que se hallan sometidos sus p a cientes no tienen base p ropiamente fisiológi ca (o más bien , esta es indi recta, puesto que ob­ viame n te el lenguaj e no se da ría s i n genoma y s i n neu ro nas) . La causa, constatan una y o t ra vez , reside e n una idea, en u n desliza­ miento de un sign o , en una feti chización de un p roblema, es de ci r, en ese signo inte rnamente es cindido entre significante y signi fi cado y que no se reduce a la fun ción de señalar, o sea, de emiti r i n fo rmación sus ceptible de se r re cibida. El lenguaj e humano m u chas ve ces no s i rve para el m e ro vivi r; sirve para esa fo rma de vida perturbada que es la vida del se r de len­ guaj e . El p roblema es dis ce rn i r cuándo el lenguaj e empieza a fun cio­ nar de fo rma autónoma. Un pensado r contempo ráneo ha señalado la imposibilidad de que se den lo que él llama «rasgos eme rgen tes de tipo B» . Huyendo de la j e rga, sintetiza ré en qué consiste la cosa (para detalles véase el anexo té cn i co al que remite este e p íg rafe) . Si A es causa exhaustiva de B, y B es causa exhaustiva de C, ento n ces A es cau­ sa exhaustiva de C. Es de ci r, algo as í como una transitividad de la causalidad. Apl i cado ello al lenguaj e , sign i fi ca ría : nada hay en el le­ guaj e humano que no haya sido p rodu cido p o r el fu n cionamiento neuronal que tiene su base en la genéti ca, la cual a su vez reposa en la q u ím i ca . . . , po r consiguiente , nada hab ría en el lenguaj e humano que t ras cienda las posibilidades que dej a abie rtas la tabla p e riód i ca

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de los elementos; nada hab ría en el lenguaj e h umano que , en última instan cia, no sea reductible a aquello m ismo que perm ite la existen ­ cia de mesa, tij e ra, casa o flo r. Y s in embargo , ¿po r qué los humanos tenemos (al menos en o ca­ s iones) e l sentim iento de que la palab ra tiene algo de irreductible, hasta el punto de conside rar que un homb re que la subo rd ina, un homb re «sin palab ra » , no es un homb re ? ¿Po r qué ha podido fraguarse la frase «el verbo se h izo carne » , inverso ra, al n ivel mítico ciertamente, de la re ­ lación auténticamente causal , puesto que obviamente es la carne la que se h izo verbo? ¿Po r qué un narrado r se desespera si no en cuentra una frase inédita para decir aquello que tantas ve ces se ha d icho, y que es trivial desde el punto de vista del contenido informativo ? ¿Po r qué los pue riles temo res infantiles del narrado r de la p roustiana Recherche se convierten en opo rtun idad de esplendo rosas metáforas que llenan pá­ ginas y páginas , escritas intentando que ni una sola frase haya s ido an ­ tes p ronun ciada? ¿Po r qué este m ismo narrado r tiene el sentim iento de que todos los demás han vivido exclus ivamente para él ? ¿Po r qué en la hecatombe de los tripulantes del Pequod, llamados a inmolarse por el brazo de Ahab, el ún ico superviviente, Ismael, afirma que solo se salvó de las aguas para narrarlo? Es s implemente nega r la eviden cia el afi rm a r que el lenguaj e humano n o tras ciende e l o rden d e l a naturaleza, e s negar l a eviden cia el afi rmar que obede ce a aquello que lo pos ib il itó , es negar la eviden ­ cia e l afi rmar que e l lenguaje está subo rd inado a l a vida. Si as í fuera, no hab ría poetas obviam e n t e , pe ro tampo co hab ría lo co s , ni esos científi cos que , al de cir de Max Bo rn , estarían s implemente motiva ­ dos «po r el a rd iente deseo de cono ce r» , s in que en ello influya el inte­ rés , aunque pueda darse po r añadidura algún tipo de util idad. Y p o r supuesto , si el lenguaj e estuvie ra subord inado a la vida, no hab ría su icidas que mueren exclus ivamente po r causas ind iso cia ­ bles de las p e rturba cio nes de la palab ra , n i h é roes que sopo rtan la to rtura para no traicionar a aquellos que s implemente confían en su

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palabra, ni emo ciones eróti cas (y los des calabros a ellas aso ciados) ; y en lugar de la mesa compartida, solo tendríamos el infame comer de los que creen que su cuerpo simplemente ha de nutrirse (miseria aná­ loga a la de los que p iensan que la vida sexual de los h umanos es fruto de la necesidad y no del deseo) . El físi co Edwin Schrodinger afirmaba que la ·poten cia de la ma­ temáti ca reside en que surge allí donde menos se la espera . Por ejem ­ p lo , en la cuerda que responde a una exigen cia mus i cal . Pero ento n ­ ces , ¿qué de cir del lenguaj e , del cual la matemáti ca e s t a n solo una muestra? No es ya que surj a donde menos se lo espera; es que real ­ mente está en todas partes , p uesto que para el ser del lenguaj e no hay parte alguna en la cual no haya palabra . De todas las revoluciones en el registro genéti co (y las ha habi­ do admirables) , la más esplendorosa , y a la vez repleta de peligros para la superviven cia, es aquel la que convirtió una mera señal en un signo lingüísti co. Los primeros (hasta ento n ces simple comunidad de primates) que un día se recrearon en comun i carse algo que para nada servía, dieron pie a un modo de relación úni ca entre seres vivos y que (desde las conversaciones en torno al fuego hasta la oración compar­ tida) ha acompañado siempre a la humanidad . Todo esto es de poca duda: nadie en el fondo siente lo contrario . La cuestión es por qué en o casiones se niega, por qué se enfatiza el as ­ pecto de código que , indis cutiblemente , el lenguaj e puede presentar. Quizás simplemente porque en la palabra reside la matriz de todo terror, también de todo esplendor, pero el terror a ve ces p uede más . El miedo es libre . Hegel (el perro muerto de la filosofía, al que nadie osa citar) t�vo la valentía de señalar que la condi ción humana solo se adquiere al precio de no preferir la vida a la libertad . Libertad, buen tema filosófico : en esta tentativa de recorrer, de repasar las interroga­ ciones elementales de los humanos , topamos con la palabra j usta.

Para com pletar e.ste apartado véase el anexo técnico «¿Qué tipo de rasgo emergente supone el lenguaje?».

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LAS CONDICIONES DE LA LIBERTAD No hay con cepto abstracto evo cado con mayor fre cuen cia en los d is cursos que este de l ibertad: Liberté, Égalité, Fraternité. «Liber­ tad de mercado , libertad en la circulación de personas y mercan cías , libertad pol ítica. «¡V iva la l ibertad!» , clama don Giovan n i cuando se s iente acorralado por los que le repro chan su ex isten cia l ibertina; co ­ mun ismo . . . l ibertario; «La l iberta p iu non existe » , claman los repre ­ sentantes del o rden e n u n a can ció n de Ivan della Mea; «Más vale vivir de p ie que morir de rod il las »; kantianas cond iciones de pos ibil i­ dad del cono cim iento , y cond iciones de pos ib il idad de la l ibertad . . . Kant es quizás el que plantea e l pro b lema en térm inos con cep ­ tuales más rigurosos. La l ibertad no es un complemento de la condi­ ción humana; la libertad es la expres ión de que esta cond ición se ha efe ct ivamen te a ctual izado. El ser h u mano es es clavo cada vez que está mutilado en una de sus poten cial idades. El problema es determ i­ nar exactamente dónde residen estas poten cial idades . El esto ico bus ­ caba la l ibertad en el seno de sus ·cadenas , y con total despre cio se re ­ fieren Hege l y Marx a esta figura , p resentada como p arad igma de quien renun ciaría a la lucha por la l ibertad con creta, refugiándose en lo imag inario; primera «forma abstracta del hombre al ienado » , ca ­ bría argüir. La libertad no es poten cial, la libertad es en a cto. La libertad no se pred ica, s ino que , como la virtud o la sexual idad, se practica. Hay acuerdo general en este asunto a n ivel con ceptual o teórico , y s in em ­ bargo cabe afirmar que en las cond iciones so ciales imperantes es im ­ pos ib le que se dé un so lo hombre l ibre. En p r imer lugar, porque se constata que la inmensa mayoría de seres humanos están abo cados a una vida en la que , s imp lemente , desp ués de o cho horas de trabaj o e n un supermercado , hab lar d e libertad e s un p uro sarcasmo. Pero atengámonos a las m inorías que efe ctivamente tienen la posib il idad de ej e r cer una a ct ividad que Ar istó teles con s ideraba p ro p ia de los

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hombres libres , es decir, propia de los hombres . . . , simplemente, pues Aristóteles no consideraba h umanos a los esclavos, y curiosamente Marx daba la razón a Aristóteles en este punto , enfatizando aún más la incompatibilidad entre esclavitud y condición humana. Es de señalar que para Aristóteles la condición de esclavo tenía como corolario el hecho de que no podría nunca acceder a la filoso­ fía . . . , disciplina de los hombres libres . Asunto este a mirar muy de cerca, en una reflexión sobre la filosofía como conj unto de interroga­ ciones que a todos conciernen. Ya se ha evocado la tesis aristotélica según la cual , si en Egipto los sacerdotes pudieron elevar a categoría conceptual la disciplina (hasta entonces pragmática) de las matemá­ ticas , fue simplemente porque eran los que gozaban de un grado de distanciamiento en relación con los imperativos de conservació n , e incluso a las exigencias del buen vivir. Estaban , pues , en condiciones de empezar a realizar su h umanidad. Desde Aristóteles hasta Marx, pasando por Kan t , la libertad consiste en que ninguna ci rcunstan­ cia social te impida obviar aquello a lo que has de enfrentarte nece­ sariamen te ; la libertad consiste en no diferir a mej o r situació n tal confrontación . De l o anterior se colige que , en efecto , l a Revolución Francesa era la primera condición de posibilidad de la libertad, p ues liberaba a los ciudadanos no solo de una modalidad de opresión social y econó­ mica, sino de la obligación de pensar en conformidad a algún tipo de ortodoxia. Mas la libertad es efectivamente indisociable de la frater­ n idad y la igualdad , y la Revolución Francesa no se encontraba en condiciones de asegurar ni la una ni la otra. La Revolución Francesa había apuntado a un obj etivo absol uto (puesto que la libertad es efec­ tivamente lo absoluto) sin reflexionar si se daban las condiciones que permitían tal objetivo. La Revolución de Octubre quiso realizar el proyecto de la Re­ volución Francesa. Pr.i.mero , la igualdad; como corolario, la fraterni­ dad , y como expresión . . . , la libertad. Dej emos por un momento de

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lado el hecho de que la Revolución de Octubre ha fracasado tam­ bién. Supongamos que en nuestras sociedades toda persona tuviera unas obligaciones con la comunidad, determinadas en un número de horas, y estuviera en condiciones de dedicar el resto de su tiempo a lo que, en el seno mismo del capitalismo, se llamaba en algún mo­ mento la formación permanente. Para dar un ejemplo: una persona trabajaría tres horas recogiendo escombros y, tras ello, acudiría a cla­ ses de piano, leería a Garcilaso, gozaría de la riqueza de compartir la palabra y reflexionaría sobre su destino. Si este fuera efectivamente el caso de todas y cada una de las personas, socialmente seríamos ciudadanos libres. Socialmente li­ bres, pero obviamente seríamos «esclavos» al menos del segundo principio de la termodinámica. Las exigencias del espíritu seguirían, en un momento u otro, entrando en contradicción con la debilidad del sistema neuronal; la astenia de la vida seguiría haciendo imposi­ ble no ya la emoción, sino el pensar. Habría además inclinaciones subjetivas que supondrían ataduras: afectos, odios. . . Bastaría la per­ sistencia del lazo con una persona solo en otro tiempo amada. para que se crearan esos abismos, bien conocidos, en los cuales la soledad es simplemente compartida. Se ha dicho que solo hay dos cosas que no pueden ser miradas: el Sol y la muerte. Quizás la astenia física es del mismo orden. La lu­ cidez pasa también por asumir que el espíritu reposa en los genes, y en este caso, ¿qué libertad para el espíritu? Si depende de algo que li­ teralmente se corrompe, si las palabras pierden fuerza porque el sis­ tema neuronal se debilita, ¿cómo podría el espíritu ser libre? Es fácil mencionar a Garcilaso y decir que había conseguido forjar una sen­ tencia que nunca antes había sido enunciada . . . En esta posibilidad situaba antes la promesa mayor de libertad: con un conjunto finito de elementos, un conjunto potencialmente infinito de enunciados plenos de significación. Pero una cosa es reflexionar sobre la potencia del «no me podrán quitar el dolorido sentir» («si ya del todo pri-

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mero, no me quitan el sentido») y otra cosa es que las palabras de Garcilaso atraviesen el alma como lo hacían para un niño las palabras con las que su madre le iniciaba en el mundo imaginario. En suma, si las condiciones sociales de posibilidad se dieran, y si el lenguaje fuera efectivamente eso a lo que apostaba Marcel Proust, entonces la libertad es posible. Pero la libertad se pierde si, pese a toda su riqueza, el lenguaje es impotente para arrancar al sen­ timiento de que, en última instancia, la naturaleza la

naturaleza humana,

vence.

No triunfa

en sí misma proyecto de absoluto, sino la na­

turaleza en su inmediatez. Aquí está el problema mismo, al cual no hay respuesta. Kant diría que, si asumimos que el espíritu es lo origi­ nario y fundacional, nos confundimos ya con la libertad, y que todas las consideraciones que preceden son debilidades del sujeto empí­ rico, al que por supuesto trasciende el sujeto configurador del mundo, el sujeto

trascendental.

La libertad, obviamente, residiría tan

solo en este último. Halagüeña perspectiva que no siempre motiva al espíritu. En noviembre de 2007 apareció por vez primera la imagen de Tutankamon, cubierta hasta entonces por una máscara. Los faraones buscaban la libertad exactamente en la resistencia al segundo princi­ pio de la termodinámica; obviamente no sabían que este era el con­ tenido de su quimera. Simplemente intentaban escapar al tiempo, y por ello, se aislaban. Creían que la corrupción viene de fuera, sín­ drome faraónico que está en el origen de todo racismo. En la pirámide ideal no hay vida. Obviamente, una pirámide ideal es tan imposible como el vacío, se trata de un límite. En los en­ tornos de ese límite, en la pirámide real, resulta que el tiempo aún destruye, o más bien, se muestra como aristotélica cifra o medida de destrucción. Y así resulta que el faraón no consiguió nada. Cuál no sería su terror de saber cómo serían las huellas del tiempo en su ros­ tro, mas sobre todo de saber que, miles de años más tarde, el rostro acabaría por ser literalmente

expuesto.

Los turistas se acercarán ahora

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al sarcófago, pero más que verle la cara deberían sobre todo intentar conservar la memoria. La memoria de esta imposibilidad: un sím­ bolo trascendiendo el tiempo. El faraón es el símbolo mismo de la erección de un fruto de lenguaje en algo que trasciende el orden na­ tural. Pero se diría que la naturaleza se venga, y ese rostro del faraón convertido en superficie reducida a poros constituiría la expresión superior de tal venganza. Y sin embargo, ¿por qué la idea de autodeterminarse simple­ mente nos conmueve? ; ¿por qué no nos abandonamos a la pasividad animal? ; ¿por qué tenemos nostalgia de los héroes?; ¿por qué nos re­ pugna el que se arrastra como una larva, y a toda costa quiere subsis­ tir? Quizá porque barruntamos que Kant tiene razón, que los efectos de la termodinámica no dejan de ser algo empírico, dependiente de la objetividad natural, la cual efectivamente tendría sus condiciones de posibilidad en el sujeto. Hacer del ser humano un ser sometido al segundo principio de la termodinámica sería así una clase de inver­ sión de jerarquía. En otro momento de esta reflexión se vincula la idea de la per­ sistencia del espacio euclidiano con la idea de la persistencia del su­ jeto, y se afirma que el espacio euclidiano solo desaparecía en los ca­ sos de esquizofrenia que rayaban lo catatónico o simplemente en la muerte. La teoría de Einstein, negadora de la objetividad física de la métrica euclidiana, da cuenta de los fenómenos, pero tal teoría solo llegó a formularse en razón de que el niño Einstein, al arrancar a hablar, se configura como un sujeto bien kantiano. En el momento álgido de su meditación, Descartes cree haber encontrado un espacio de libertad en la topología. Soñando o des­ pierto, para salir de esta habitación, por ejemplo, en una pesadilla, he de respetar la métrica, determinando tanto la distancia que separa a la puerta de mi yo soñador como la que la separa de los demás obje­ tos. Y asimismo, soñando o despierto, los tres ángulos de un trián­ gulo miden dos rectos. ¿Por qué digo que Descartes ha creído encon-

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trar allí la libertad? Obviamente porque la libertad se vincula a lo in­ condicionado, y Descartes, al no dar con hipótesis alguna que le per­ mita dudar de la métrica euclidiana, y al vincular esta métrica a su yo (soñador o en vigilia) ha hecho de lo incondicionado su ser. Sí, la métrica euclidiana es, a un momento dado, la libertad en el seno del viaje cartesiano. Mas los lectores de Descartes saben que entonces aparece una hipótesis inquietante: hay un genio maligno. No ese buen Dios, cuya justicia es tan infinita como su clemencia, y que no querría sino nuestro bien . . . Voluntad a la cual quizás nosotros no hemos sido capaces de responder. No, el Dios de Descartes «aplica toda su industria a engañarme». Dios cruel, que quiere que Descar­ tes, además de estar sometido a la termodinámica, sea una suerte de cornudo del conocimiento. Y Descartes cede. La matemática, la topología, ya no es apodíctica. Pero, ¿es real­ mente esta la última palabra de la meditación cartesiana? ¿O se trata simplemente de un recurso retórico, a través del cual se permite, sin traicionarse a sí mismo, ir progresivamente reconciliándose con quien realmente manda? A saber, no los representantes del Dios in­ dustrialmente tramposo, sino los representantes de la ortodoxia, ante los cuales acaba haciendo genuflexión en el

Discurso. Pues finalmente

todo es repuesto en su justo sitio. La duda metódica y la sospecha de que no había certeza apodíctica sobre el hecho de que estoy aquí con un vaso a mis manos, etc., todo ello no fue más que descarga imagi­ naria, un puro viaje. «Así si otros han viajado más, nosotros no hemos especulado menos», escribe Galileo para quitar también hierro a sus hipótesis sobre el heliocentrismo. La ortodoxia ha de ser siempre de una u otra manera tranquilizada . . . Pues bien, hay otra lectura del

Discurso del método.

Una lectura

en la cual el Señor nada puede . . . si de la matemática se trata. La to­ pología es más fuerte que toda su voluntad de engaño. Simplemente, su poder no es infinitó", hasta para engañar ha de someterse a las leyes de la topología. Ese Dios de Descartes sería en el fondo el de New-

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ton, con voluntad suplementaria de engañar. En esta lectura de la meditación cartesiana (vinculada estrechamente a la lectura de la

Crí­

tica de la Razón Pura en la cual el sujeto trascendental es efectiva­ mente un sujeto absoluto) la impotencia de Dios es una muestra de lo incondicionado de nuestro ser. Ha de seguir enfatizándose que la lucha por la libertad, incluso para el más metafísico de los seres, sigue vinculada a la lucha por la emancipación social, por la destrucción del sistema de esclavitud, por la destrucción del sistema que nos impide realmente asumirnos, por el desprecio a las prohibiciones de tipo empírico, que, sin em­ bargo, constriñen curiosamente al sujeto no empírico. Una vez más: La libertad del sujeto no es disociable de la dignidad del orden social. Mas si Kant tiene razón, entonces (por mucho que el propio Kant clamara contra la idea del hombre que determina su vivir o no vivir) , la libertad kantiana se traduce también en un segundo registro: El sujeto kantiano se sitúa por encima de las contingencias, por ser la condición de posibilidad de estas. Y así, tras luchar por la igualdad y la fraternidad, y suponiendo que ha logrado algo en esta lucha, el sen­ timiento de libertad del sujeto kantiano emerge en la asunción plena de que todo en última instancia depende del espacio y el tiempo eu­ clidianos,

y que estos son realmente cosa suya.

El ser de lenguaje ha de

decidir si perdura, y con ello, si sigue o no posibilitando el mundo.

DEL USO FALAZ DEL LENGUAJE COMO UNIVERSAL ANTROPOLÓGICO

Un postulado sostiene el conjunto de esta reflexión, a saber: El molde en el que el ser humano se forja no es otro que el lenguaje. Cabe decir que en todos y cada uno de los comportamientos que tienden a realizar plenamente sus potencialidades está presente el res­ peto al lenguaje, el respeto a la palabra dada o el respeto a la máxima de acción (la que da respuesta a la pregunta ¿qué hacer?) que nos

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configura como seres morales. Ello es tanto más de destacar cuanto que el uso falaz de la palabra no solo es frecuente, sino que, en la ge­ neralidad de las situaciones sociales; constituye la regla. Donald E. Brown, investigador del MIT, ha establecido una lista de universales de la condición humana 28 que abarca desde la música hasta la matemática. Se trata de un catálogo de todo aquello que los antropólogos no pueden dejar de constatar sea cual sea la so­ ciedad que observan. Pues bien, en lo que al lenguaje se refiere en­ contramos las rúbricas siguientes:

-Lenguaje. - Lenguaje utilizado para manipular a los demás. -Lenguaje utilizado para desinformar o canalizar hacia el error. -El lenguaje es traducible. -El lenguaje no es un simple reflejo de la realidad. - Prestigio lingüístico como resultado de un eficiente uso de la ley (derechos y obligaciones). Es curioso comprobar que, tras el lenguaje mismo, la primera determinación universal a él vinculada que se menciona es su uso manipulador. Universalidad de tal empleo del lenguaje aun reforzada por el hecho de que se considere también universal lajnstrumentali­ zación para despistar, para dar falsa información o sugerir falsas pis­ tas

(misinform or mislead). Donald E. Brown hace muy bien en distinguir estos dos tipos

de utilización del lenguaje, que difieren por algo más que por una cuestión de grado. Pues el segundo no conlleva (o al menos no con­ lleva necesariamente) la intencionalidad de reducir a mero instru­ mento la persona del otro, no falta por principio a la exigencia moral

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rasa,

Publicada en español con�retamente como apéndice del libro de Steven Pinker La tabla Paidós, Barcelona, 2004.

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de considerar que todo ser humano es merecedor de respeto (o sea, ha de ser como un fin en sí) cosa que parece inherente al primero. Es en cualquier caso significativo que en el listado no figure ninguno de los siguientes aspectos, que en este libro se enfatizan:

1) El lenguaje como instrumento para que las cosas en nuestro en­ torno físico (incluidas aquellas que son evidentemente constituti­ vas o forjadoras de nuestro psiquismo, las neuronas, por ejemplo) se hagan transparentes, hallen reflejo en el conocimiento.

2) El lenguaje como instrumento para el encuentro con otro ser de lenguaje, encuentro que parece la condición de escapar a una suerte de solipsismo; lenguaje, en suma, que busca ese relevo mu­ tuo de la palabra que designamos mediante el término diálogo.

3) El lenguaje tensado al servicio del propio lenguaje, tal como ocurre en el discurso mítico o poético y, en general, en el discurso narrativo. Tenemos en la lista de Brown como un indicio de que las mo­ dalidades digamos no verídicas del lenguaje constituyen algo más que un accidente. Contrariamente a la posición radicalmente afirma­ tiva que aquí he venido manteniendo (según la cual la verdad no solo a todos concierne, sino que de algún modo es inevitable) , se diría que lo auténticamente forjador del orden social, y en consecuencia de los individuos que lo constituyen, es algún tipo de ocultación, para la cual el lenguaje se revelaría ser arma impagable. De lo anterior se infiere que difícilmente cabe un sujeto humano que simplemente no engañe de vez en cuando al hablar, mientras que eventualmente podría pasar su entera vida sin haber jamás proferido una locución que apuntara a lo real, apartando los velos que lo ocultan. Hipótesis dura para los que, sosteniendo la inevitabilidad de la verdad (y en concreto de una verdad de la que el lenguaje sería hori­ zonte), quisieran erigirse no solo en héroes y modelos, sino también en profetas: Al afirmar la inevitabilidad de la confrontación de cada

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

ser humano consigo mismo estarían de alguna manera previendo un destino antitético del que nos espera, estarían literalmente clamando en el desierto.

APOSTAR AL PENSAMIENTO . . . Y DESESPERAR DEL MISMO

La disposición filosófica es quizás la mayor cristalización de una apuesta, simplemente, la apuesta por la riqueza del pensamiento.

Pensar basta, viene a decirse el filósofo.

Pensar es lo que le acom­

paña, es la causa de muchas de sus torturas internas y ha de ser asi­ mismo la causa de una eventual reconciliación. Pero ¿reconciliación con qué? ¿Qué alegría cabe esperar? ¿Qué fiesta en el conocimientq, o aun en la tensión hacia el mismo? El filósofo, como el poeta, parte de un postulado que muchos pensadores contemporáneos niegan, a saber: Que algo pueda tener poderes causales que no son exhaustivamente reductibles a conexio­ nes de elementos a partir de los cuales emerge. Cabe ilustrar el pro­ blema con el ejemplo de la vida. Obviamente, nada hay en la vida que no tenga origen en la tabla periódica de los elementos. No obs­ tante, una vez que la vida emerge, se dan fenómenos que ya es muy difícil reducir a las meras interrelaciones explicativas de los fenóme­ nos pre-vitales. La vida, por así decirlo, tiene su propia economía y apunta a objetivos imprevistos. Pues bien, constatando que la vida, en todas sus epifanías, tiende a instrumentalizar, a reducir y hasta a anular el entorno si este entra en conflicto con ella, ¿cómo podría­ mos esperar menos tratándose de la palabra? Se diría que, hasta en sus manifestaciones más huecas, la palabra consigue rentabilizar lo dado al servicio de sí misma; se diría que la función recuperadora de la palabra se ejerce en cualquier circunstancia, que lo que cuenta es seguir hablando, ya sea-con argumentos masticados, prejuicios y sen­ tencias estereotipadas, pero en todo caso

hablando.

LIBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

209

La disposición poética no es posible si no está interiorizada la premisa de que el lenguaje tiene objetivos que no están subordinados a los de esa vida que, indudablemente, le da soporte, esa vida de la que emerge. Esta confianza en la irreductibilidad de la palabra no significa que el poeta espera que la palabra le saque del mundo. Pero sí significa que no experimenta lo irreversible del devenir del mundo como lo único que nos determina. Pues solo si la palabra tiene efecti­

verbo en el que el peso de la naturaleza se relativiza, solo si la carne (es decir, el orden genético) se ha hecho pa­ labra en el sentido radical del texto bíblico, puede surgir la exigencia vamente la potencia de ese

que se halla en la base de la obra literaria: exigencia de no subordinar la palabra a objetivo alguno, exigencia concretamente de no subordi­ narla a la vida, de la cual los grandes del verbo se han servido siempre para la construcción de los únicos templos posibles para la libertad. Mas la duda se abre . . . y el filósofo se dice a veces (tiene obliga­ ción de hacerlo) que el pensamiento y el lenguaje no alcanzan de verdad autonomía alguna respecto a su matriz en el orden biológico. Muchos son los escritores que han llegado a experimentar que nada cabe esperar de la literatura, simplemente porque el lenguaje no se­ ría otra cosa que un instrumento, ciertamente de gran complejidad, en la lucha por la subsistencia y por el dominio de la naturaleza. Hi­ pótesis esta en la cual, por supuesto, el lenguaje no tiene por sí mismo capacidad liberadora alguna. Pues no habría excepción, a lo que en la jerga filosófica se denomina «carácter transitivo de la cau­ salidad», que aplicado al caso que nos concierne vendría a decir: si las conexiones en el registro de la tabla periódica (con las necesarias condiciones energéticas, etc.) son causa exhaustiva de la vida, y las conexiones neuronales en el seno de esta son causa exhaustiva del lenguaje, entonces este se reduce a las primeras. Retórica pura serían entonces las consideraciones sobre la

vida del lenguaje,

sobre el he­

cho de que una vez surgido, el lenguaje comience a responder a exi.

.

genc1as propias.

210

FILOSOFÍA . INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Mas aun en la hipótesis de que el lenguaje es más que un có­ digo de señales, en la hipótesis de que el lenguaje tiene vida propia, obviamente, el orden biológico arrastra al pensamiento en su astenia y decadencia, y asumir tal cosa es una de las condiciones primeras de la lucidez. Confrontación auténticamente real es, desde luego, asu­ mir lo ineludible del segundo principio de la termodinámica y el consiguiente colapso de todas las facultades creativas y cognoscitivas. No habría otro materialismo lúcido y militante, ante el cual, desde luego, la resistencia es tenaz: perdemos acuidad visual y olfativa, pero nos agarramos a la posibilidad de fraguar una composición, labrar una frase no manida o avanzar un pensamiento que no se reduzca (por archivado y disponible) a prejuicio. Por decirlo claramente: nos anclamos a la vida del espíritu, aun en ausencia de condiciones fisio­ lógicas que constituyen su único soporte. Tenemos quizás aquí uno de los tránsitos privilegiados de la men­ tira. Mentira esencial sería esta idea de que, aunque estemos diezma­ dos por el tiempo, la palabra puede aún perdurar en su agilidad y, lite­ ralmente,

entusiasmarnos.

Pero la ilusión se desvanecerá. La astenia de

la palabra se m�mifiesta en primer lugar al experimentar que toda emo­ ción queda lejos. Ello puede no acarrear consecuencias cuando una es­ pecie de cálido velo cubre la objetividad de la indigencia, es decir, cuando el mero perdurar se asienta en un relativo confort afectivo y social. Mas todo se ensombrece cuando tales circunstancias son pro­ longación y reflejo de la pérdida de tensión, pérdida de la capacidad de pensar, y de gozar, pérdida incluso de la capacidad de sufrimiento.

ÁNDREIA: RASGOS DISTINTIVOS DEL SUJETO ÉTICO

Desde el inicio de estas reflexiones se ha presentado al filósofo como emblema del ser humano que asume con radicalidad su condi­ ción. De alguna manera cabe decir que filósofo es quien no se enmienda

211

LIBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

ante aquello que radicalmente inquieta. Para designar a la persona ue se atreve a mantener la mirada ante lo más temible, y que de tal ntereza extrae una suerte de radical exaltación, los pensadores grie­ gos, y muy especialmente Aristóteles, utilizaban un término especí­ ico, del que es conveniente ocuparse ahora. Todos hemos tenido ocasión de reconocer en una persona aque­ llo que en lengua castellana se designa con la expresión

hombría de

bien, o a veces meramente hombría. Por contraste se reconocen de in­ mediato aquellas otras personas que carecen de tal atributo. Una cosa, in embargo, es tener el sentimiento de hallarnos ante un caso de hombría, o su defecto; otra muy diferente es saber en qué consiste tal atributo. Pues bien, respondiendo a su condición de filósofo (es decir alguien cuya función es poner sobre el tapete, sacar a la luz, clasificar o distinguir lo encubierto o confundido), Aristóteles se plantea tal in­ terrogante en uno de sus más conocidos libros, la La hombría

(andreia o andría en griego)

Ética a Nicómaco.

consiste en generar, en

mantener la entereza ante algo susceptible de provocar miedo

(fobós

en griego). Supongamos que nos vemos enfrentados a la pobreza, a la enfermedad, a la bajeza de nuestros congéneres e incluso a ciertas pulsiones indeseables provenientes de nosotros mismos. Aquel que, en cualquiera de estas circunstancias, consigue no caer en la angustia paralizante (que, en concordancia con la etimología calificamos de fobia) o en la evitación a cualquier precio, es legítimamente califi­

andreios, poseedor de andreia (virtud esta traducible por tér­ minos como valentía u hombría, de la cual es susceptible asimismo una mujer; de ahí la conveniencia de evitar el término virilidad; cado de

abordo el asunto un poco más adelante) . Aristóteles precisa, sin embargo, que en los casos señalados se trata de una hombría por semejanza

(kath' homoióteta) o derivación

(katd metaphordn) y como resultado o corolario de una hombría pri­ mordial. «En primer lugar, debería atribuirse la hombría al que no es presa de miedo ante la hipótesis de una muerte noble».

212

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Breve glosa a este texto, tan elemental como profundo (en reali­ dad, profundo precisámente por elemental) : hay males que, por muy frecuentes que sean, tienen un carácter contingente. Así, la bajeza de nuestros congéneres es constatable por doquier en las sociedades exis­ tentes, pero no puede decirse a priori que sea un ingrediente esencial de toda sociedad humana; tampoco puede decirse, a priori, que no cabe sociedad sin que se dé, por ejemplo, ese abuso del débil que constituye el rasgo universal de los canallas. Con matices, ciertamente, cabría decir algo análogo del dete­ rioro que designamos con el término

enfermedad.

Es muy probable

que nuestra vida se prolongue en una situación de progresiva deca­ dencia biológica, pero tal cosa no es absolutamente segura. Cabe, por ejemplo, morir de accidente puntual, en plena posesión de las fa­ cultades físicas e intelectuales. En fin, por generalizada que sea hoy en día la convicción de que es inevitable la jerarquización de los hu­ manos entre los poseedores de bienes materiales y los condenados a una vida de indigencia, tal convicción no deja de ser un prejuicio, es decir, algo 1:º sometido a cabal crítica. Y hasta cabe arriesgar que se trata de un prejuicio derivado de una suerte de melancólico pesi­ mismo respecto de la condición humana. En suma, puede al menos aventurarse la hipótesis de que (en una sociedad ciertamente ordenada por criterios antitéticos de los que hoy rigen) un ser humano pudiera no verse confrontado a la ruindad moral ajena, a la pobreza, o a la perseverancia en la enferme­ dad, con lo cual el problema de mantener la entereza ante la inmi­ nencia de esos males no se presentaría siquiera. Indiscutiblemente, muy diferente es el caso de la muerte. Esta aparece como algo correlativo de la vida misma, de tal manera que hablar de una vida sin muerte (o viceversa) tiene tan poco sentido como hablar del polo positivo del imán en �usencia del polo negativo; o hablar de un lenguajeJmmano que no estuviera materializado, que no tuviera como soporte y origen el registro genético, un lenguaje

an-

213

LIBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

gélico, un verbo sin carne.

Los que no se aferran a tan fantasiosa pers­

pectiva, los que no se distraen de la verdad, los que asumen las conse­ cuencias de que la existencia biológica se halla afectada por la finitud, responden con entereza

(andreia) ante la inevitable confrontación.

La entereza ante la muerte sería así el indicio mayor de la capaci­ dad de un sujeto para adecuar su comportamiento a lo que exige la reali­ zación cabal de la condición humana. Una vez más es al respecto emble­ mática la figura de Sócrates, puesto que en él la serenidad ante la muerte se halla asociada a la fidelidad ante la exigencia filosófica. Sócrates podía fácilmente ser salvado. Para conmutar su pena al restaurado régimen de­ mocrático de Atenas le bastaría quizás una sola palabra, repudiando la práctica interrogativa que desviaba a los jóvenes de los prejuicios en los que el orden social se sustentaba. Pero tal enmienda supondría abdicar de lo que la razón hace evidente y por ello nunca se produjo. Sócrates no muere en defensa de opinión alguna, ni de causa concreta. Muere de hecho como consecuencia de haberse propuesto desmantelar causas erigidas en opiniones que constituían una viola­ ción de las exigencias del ser de razón, y hay en su operación de desmantelamiento algo análogo al cartesiano propósito de rechazar todo aquello que careciera de certeza apodíctica. ·Sócrates muere en definitiva por llevar la razón por delante y obviamente la actitud de Sócrates no hubiera sido posible de hallarse «preso de miedo ante la hipótesis de una muerte noble». Esta vinculación de la disposición filosófica a la

andreia de los

griegos, entendida como entereza ante lo más temible, presenta un problema hoy delicadísimo: ¿qué pasa pues con las mujeres? Ya he

andreia afecta tanto a hombres como a Citaré al respecto un texto de la Política de Aristóteles:

aludido al hecho de que la mujeres.

Distintas son la templanza (sofrosúne) y la hombría (andría) en el caso del hombre (andrós) y de la mujer (gynaikós). Pusilánime

(deilos) parecería, en efecto, el varón (anér) si mostrara su hombría en

214

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

la forma que la mujer muestra la suya (hosper gyne andreía); y la mu­ jer parecería verbalmente incontinente (ldlos) si mostrara el tipo de recato que es pertinente en el varón cabal (ho anér ho agathós). El término griego

anthropós designa

tanto a los representantes

femeninos como a los masculinos de la especie humana. Para refe­

anér la an­

rirse al varón por oposición a la fémina, se usa el término

gyné. De ahí que la virtud (areté) propia del varón, dreía o andría, en principio no debiera ser confundida con una vir­

apuesto a

tud análoga expresiva de la condición femenina. Las cosas no son, sin embargo, tan claras. Para empezar, no se da en griego un término específico, forjado a partir de gyné para designar la perfección o vir­ tud femenina. Por otro lado, muchas de las características esenciales de la

andría son de tal tipo que la mujer puede perfectamente reco­

nocerse en ellas. De ahí que Aristóteles muestre en este texto una in­

andría, distinguiendo entre una andría propia del hombre y una andría propia de la mujer. Razón aristotélica que mueve a no traducir andría por virilidad, sugiriendo por el contrario lo adecuado de un término como entereza. Andría es aquello que el hombre en general (es decir, dado ese fascinante equívoco, tanto el hombre como la mujer) revela cuando clinación a generalizar el término

deja que su condición se abra camino, cuando asume lo que le deter­ mina y no se encharca en los problemas contingentes en los que de ordinario nos vemos sumergidos. Esta precisión sobre el común destino de hombre y mujer no es superflua, en un momento en el que, con vistas a una pretendida interparidad, se repudia el uso genérico de términos expresivos de un hecho fundamental, a saber: que la división entre hombre y mujer en el seno de la humanidad nada tiene que ver con una polaridad si­ métrica. Es quizás marca, tasgo constitutivo de lo humano, el que a la vez seamos dos subclases y que una de ellas sea designativa de la clase

215

IBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

n general. Seguro que esta equivocidad intrínseca se ha contami­ :lado con otras perfectamente contingentes y que reflejan una subor­ dinación social. Pero conviene hacer la criba. Y precisamente por ha­ erla hemos de negarnos a renunciar a la expresión

hombre para

esignar el género humano, todo el género humano, por oposición a ·as otras especies animales. El hombre . . . cuya

andreia adopta

en el

aso del varón una modalidad y en el caso de la mujer otra modali­ dad. Por supuesto, ambas modalidades suponen lo esencial, entre otras cosas una disposición flsica, una utilización del cuerpo, ani­ mada por el juicio: Y Sócrates respondió: Señores, en muchas otras ocasiones tam­

bién se hace evidente . . . que la naturaleza femenina no es inferior a la de un varón, sin embargo, necesita de juicio (gnómés) y de vigor (is­

chúos) Qenófanes, Banquete, II, 9). Sócrates hace esta afirmación tras contemplar una audaz mu­ chacha que toca la flauta y baila a la vez, haciendo peligrosos equili­ brios entre cuchillos. La precisión «sin embargo, necesita de juicio» alude a algo obvio, a saber: que dado el estatuto de la mujer en la so­ ciedad griega, muy poco se contaba de hecho con su parecer. De ahí la necesidad de un entrenamiento, tanto en la dimensión física como

en la judicativa, lo cual explicita Sócrates en la continuación del texto: «Así que si alguno de vosotros tiene mujer, que se anime a eneñarle lo que quisiera que ella sepa utilizar». Mi amigo el profesor Santiago Escuredo, quien me puso en la pista de estos textos, glosa de esta manera el de Jenófanes:

La capacidad de la mujer se muestra, según esta obra, porque ha llegado a tal grado de autocontrol que coordina rítmicamente to­ dos sus movimientos. Y eso lo ha conseguido con el baile, que es me­ jor entrenamiento que la gimnasia, porque «en la danza ninguna

216

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

parte del cuerpo se mantiene inactiva sino que cuello, piernas y manos se están ejercitando al mismo tiempo» Qenófanes, Banquete, II, 15). (Eso lo demuestra el propio Sócrates que se pone él mismo a bailar al ritmo de la música). Antes de dejar estas consideraciones sobre ese paradigma de ac­ titud heroica que supone la entereza ante la muerte, quisiera poner de relieve un equívoco fundamental al respecto, consecuencia en gran parte del enorme peso que sigue teniendo en nuestra cultura la actitud romántica. Todo ser humano proyecta sobre una u otra persona una plenitud mirífica, de tal manera que esa imagen se convierte en una suerte de ga­ rantía de la riqueza propia. Mas este ideal puede desempeñar un papel muy diferente en función de múltiples variables, la mayoría sometidas a la pura suerte, de las que depende que una persona se configure como alguien que afirma la vida o más bien como alguien que, presa del nihi­ lismo, la repudia. Pues bien: Paradigma del segundo tipo es una cierta versión del «héroe», que podríamos concretizar en el personaje de Wer­ ther. Este, en efecto, no muere por causa alguna cuya realización exija el sacrificio de la propia vida. Por la muerte de Werther nada se fertiliza ni engrandece. Nadie la espera como sacrificio generador de riqueza o li­ bertad, nadie la toma como inevitable momento de duelo liberador. Tal muerte genera en todo caso resentida -y oculta- satisfacción en el ce­ loso marido de Charlotte. Todos los demás experimentarán un senti­ miento de pura desolación por una vida estérilmente segada. «Esclavo es quien prefiere la vida a la libertad» reza una senten­ cia hegeliana ya universalizada o universalizable. Y como la condi­ ción de esclavo es incompatible con la cabalmente humana, puede decirse que entre los rasgos del hombre consta el de no querer vivir a cualquier precio, y desde luego no al precio de la genuflexión. Pero una cosa es

RO

querer vivir a cualquier precio y otra muy

diferente es querer morir literalmente por

nada,

querer morir por

LIBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

217

nihilista sentimiento de que cosa alguna, salvo el evocado ideal que el melancólico siente como intrínsecamente perdido, merece la pena de ser considerado y eventualmente de luchar por ello. Puesto que hacía alusión a un protagonista literario convertido en operístico, evocaré un segundo personaje de este mismo género. El papel de Mario Cavaradosi, en la ópera de Puccini

Tosca,

se

inicia con un aria brillante en la que el protagonista refleja su esplén­ dida fortuna pues, en el vigor de la juventud, a la vez se recrea como artista y es apasionadamente amado por la diva Tosca. De tal sobre­ abundancia surge casi naturalmente su compromiso militante en contra de Scarpia, quien, ajeno al arte y despreciado por Tosca, sirve rastreramente a un régimen tiránico, complaciéndose en el abuso y tortura de ciudadanos indefensos. El compromiso hace caer a Cava­ radosi en manos de Scarpia y, por su fidelidad a la palabra compar­ tida, es brutalmente torturado y finalmente (por complejos derrote­ ros) llevado ante el pelotón. En una hipotética continuación de la trama es de suponer que la muerte de Cavaradosi se traduce para el pueblo de Roma en inelu­ dible exigencia de abandonar la actitud genuflexa y acabar con la ti­ ranía. Pues bien, esta fertilidad de la muerte de Cavaradosi se halla en las antípodas de la muerte melancólica, la muerte como resultado de que el alma propia se apaga y, en consecuencia, el entorno queda para uno privado de luz. Afortunados aquellos que, en plena sobreabundancia y precisa­ mente por sentimiento de la misma, precipitan eventualmente su confrontación con la muerte, sabiendo que de todas maneras esta es algo inevitable. En ellos se realiza plenamente el ideal griego de la

andreia,

es decir, de esa

hombría sin la cual no cabe hablar de autén­

tica asunción de nuestra singular naturaleza. Corolario de lo que precede es que la actitud heroica en nada está reñida con la plena inserción en aquello que constituye la ur­ dimbre de la vida de los hombres. El héroe está sin duda atravesado

218

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

por cierta pulsión a traspasar los límites, una pulsión de infinitud. Pero al decir de Hegel «en el amor del hombre por la naturaleza, por su familia, por su patria hay como una inmanencia de lo infinito en lo finito». Una manera de proclamar que lo que se juega en este tri­ ple registro tiene importancia enorme y, en consecuencia, el triunfo o el fracaso (quizás la suerte o su ausencia) en estos ámbitos, determi­ nan que el espíritu esté o no en condiciones de relativizar el peso de la vida . . . por sobreabundancia. El héroe, en suma, nunca repudia el mundo, sino que por el contrario lo hace suyo plenamente, y solo por tal reconciliación es capaz de distanciarse del mismo y de su pro­ pio ser. De ahí la imposibilidad de un héroe melancólico.

LA CUESTIÓN DEL JUICIO ESTÉTICO

En esta reflexión sobre cuestiones que atraviesan necesaria­ mente el espíritu humano, tiene sin duda un peso mayor lo relativo a qué podemos

conocer.

El conocimiento es por definición algo que

trasciende, si no la subjetividad, sí al menos toda subjetividad que pe­ que de arbitraria, es decir, que no tenga para sus contenidos de pen­ samiento un espacio de confrontación. El conocimiento supone ob­ jetividad, es decir, vérselas con un objeto susceptible de confirmar o mostrar lo inadecuado de aquello que aseveramos. Por esta limitación misma, por esta necesidad de tener un refe­ rente, no todo en la razón humana es conocimiento. Y quiero enfati­ zar el término

razón para

poner de relieve que muchas actividades

del ser humano, aun escapando al conocimiento, siguen siendo acti­ vidades de un ser de razón; tanto como decir que la razón humana es efectivamente múltiple. Cuando afirmamos que el régimen petainista de la Francia ocu­ pada era abominable, podemos ciertamente encontrar justificación empírica en toda clase de hechos, pero esta no es la verdadera base.

219

IBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

un desconociendo la objetividad empírica de los desmanes de tal i tema estaríamos legitimados para afirmar tal cosa . . . legitimados ·e alguna manera a priori. Pues bien, también de juicios que no necesitan legitimidad em­ írica está poblado el universo de lo que designamos por

arte,

enten­

iendo por tal el conjunto de actividades que el espíritu despliega ue no tienen interés para la vida práctica, ni aspiración cognosciiva, pero tampoco responden a un imperativo moral. Vinculado al concepto de arte se halla el concepto de «estética», l cual es, si cabe, más equívoco que el anterior. De entrada cabría ecir que estética es la disciplina que, con mayor o menor carácter de ientificidad, trata de lo bello y de las obras artísticas. Sin embargo este sentido del término ni responde a la etimolo­ cría ni al us� que le daban los antiguos o los renacentistas.

Estética viene del término griego aisthésis,

que significa la capa­

idad de percibir el entorno a través de los sentidos. Hemos visto el énfasis que pone ya Aristóteles en mostrar que esta facultad es co­ mún a los animales, por lo que parece raro que haya podido identifiarse con algo tan espiritual como la matización en materia de be­ lleza. De hecho en griego

aisthésis se

opone precisamente a

nóesis,

como lo sensible se opone a lo inteligible, por lo que la extrañeza so­ bre la estética como un tipo de saber se acentúa todavía. Cabe decir que hasta la época de Kant

estética seguía haciendo re­

ferencia a la sensibilidad. Es cierto que Kant sofistica algo el uso del término cuando en la

Crítica de la razón pura se refiere a una sensibi­

lidad cuyo correlato no serían los objetos de la experiencia sino la con­ dición de posibilidad de tal experiencia, a saber, el tiempo y el espacio.

estética supone ya sea esta empírica o trascendental

Pero lo esencial respecto al uso del término no cambia: referencia a la percepción sensible,

(vocablo kantiano al que me refiero en otros capítulos de este libro). Y sin embargo el propio Kant hace en la misma

zón pura referencia a un teórico del

Crítica de la ra­

arte llamado Baumgarten, que

220

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

usaba ya el término en un sentido cercano al actual: «Los alemanes son los únicos que emplean la palabra estética para lo que otros de­ nominan crítica del gusto. Tal empleo se basa en una equivocada es­ peranza concebida por el relevante crítico Baumgarten». Esta apuesta de Baumgarten era la de alcanzar una reflexión vinculada a la vez a la sensibilidad y a la obra de arte, y sin embargo perfectamente inteligible. Baumgarten creía, en suma, posible un saber propiamente dicho relativo al arte y la belleza. Kant es enton­ ces perfectamente escéptico al respecto. Para referirse a la obra de arte, Kant estaría entonces (felizmente, por lo que veremos, solo entonces) más bien de acuerdo con la perspectiva de los filósofos

(Taste, gout, Gesch­ mack). En 1781, año de la primera edición de la Crítica de la razón pura, Kant seguía fiel a lo que sostuvo en 1764 en un escrito que lleempiristas que nos hablan en general de «gusto»

vaba el título de «Anotaciones sobre lo Bello y lo Sublime», y en el que la percepción de lo bello era relativizada casi en el sentido de «para gustos hay colores». Pues bien, afortunadamente, como ya he dicho, tan solo entre 1781 y 1787, es decir entre la primera y la se­ gunda edición de la

Crítica de la razón pura,

Kant inicia el proceso

que culminaría en 1790 con su tercera obra crítica

cultad de juzgar) dedicada al problema de la

(Crítica de la fa­

determinación del sen­

timiento de lo Bello y lo Sublime. He de reivindicar el hecho de que en la historia del pensamiento no se dé un libro dedicado al tema que haya desempeñado un papel más clave. Auténtico pilar en todo lo que sea un discurso estético ni sumiso ante una imposible cienti­ ficidad, ni resignado ante el relativismo del « . . . hay colores». Kant se abre a la posibilidad de una crítica racional del gusto, y en nues­ tros términos una

estética racional.

Cuando en un apartado anterior abordaba la diferencia aristo­ télica entre

téchne y ciencia,

haciendo hincapié en la equivocidad del

primer concepto, en eltrasfondo se hallaba ya el problema que ahora se plantea. Si traducimos

téchne por técnica,

estamos haciendo refe-

221

IBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

,. ncia a un control de la naturaleza y los materiales que en ella se espliegan que apunta a algún objetivo interesante para nuestra sub­ istencia, o al menos para nuestro comercio con la sociedad y el en­ orno, mientras que nada de ello es esencial cuando el término es traucido por

arte.

Pensemos simplemente en el constructor de guitarras que, an­ tes de entregársela a su cliente, verifica que le da un objeto bien afi­ nado. De alguna manera este hombre aplica el mismo conocimiento que el guitarrista que afina asimismo antes de la interpretación. Ob­ viamente, sin embargo, la disposición de ambos es muy diferente. El músico tiene un conocimiento que se traduce en esa objetividad fí­ sica que constituye el encadenamiento de ondas acústicas que afec­ tan los oídos del oyente. Mas aquí tal objetividad cuenta tan solo como peldaño, para un tipo de vivencia del alma que no tiene entre sus rasgos precisamente el no estar afectado por objeto alguno. El problema es interesante a partir del momento en que el con­ trol de la dificultad digamos técnica es impecable. Empieza entonces todo un

crescendo de matices,

empezando por la

interpretación, es de­

cir, por una reconsideración global de los aspectos objetivables de la obra de arte, la cual supone ya una carencia de unicidad del objeto. Pero el asunto va más allá. Supongamos que se trata de una interpre­ tación pública que deja a los espectadores fríos. Todos reconocen la virtuosidad pero se han aburrido hasta el hastío. ¿En qué se sustenta esta convicción? La respuesta es dificilísima, al igual que en el caso de que la interpretación haya producido delirante entusiasmo. Sin duda, si la nota adecuada no se da, el público reconocerá que se ha fallado en la recreación

objetiva de

la partitura, y así, de alguna manera, el

proceso se ha interrumpido. Aun cuando desde el punto de vista técnico todo es correcto, los oyentes pueden coincidir en la emisión de juicios que van desde «es una birria», hasta «es conmovedor», pasando por «no me ha emo­ cionado», juicios que en ocasiones son unánimemente

compartidos. Pero

222

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

si nos preguntamos por el soporte objetivo de tal comunicación en­ tre sujetos plenamente razonables el silencio literalmente se impone. Cuando mis alumnos y yo compartimos el juicio de que aque­ llo sobre lo que dispongo los objetos es una mesa y no una silla, la base de la concordancia está en el objeto que la mesa misma consti­ tuye. Esta desmentiría a todo aquel que pretendiera que se trata de una silla. En el caso de que, por algún efecto alucinatorio, alguien así la percibiera, el desmentido se traduciría en que sería apartado de la

comunidad que los miembros de la

clase constituimos. Comunidad

consistente precisamente en este tipo de usuales acuerdos sobre el en­ torno y los objetos que lo pueblan. El acuerdo puede ciertamente ser un punto más sofisticado. Supongamos que acabo de mostrar la imposibilidad de que raíz cuadrada de dos constituya un número racional y que, habiendo se­ guido mi demostración, al final mis alumnos llegan a estar de acuerdo conmigo en tal hecho. La base del acuerdo no es en este caso un ob­ jeto empírico como lo era en el caso de la mesa. Los garabatos que cubren la pizarra son solo símbolos gráficos de lo auténticamente ob­ jetivo que, en este caso, es de orden puramente racional. Es una cues­ tión peliaguda la del origen de los entes matemáticos, pero en todo caso no hay dudas sobre la imposibilidad de reducirlos a las imágenes empíricas que los simbolizan. Lo esencial del asunto es que, tanto cuando se trata de algo em­ pírico como en el caso de entidades matemáticas, el acuerdo al res­ pecto entre múltiples personas se sustenta en la

objetividad.

Ahí re­

side tanto la seguridad de la comunión como lo insatisfactorio de la misma. Pues mis alumnos no viven como efeméride singular el que el compañero de pupitre comparta la opinión de que se trata en efecto de un pupitre, ni se exaltan cuando el mismo compañero por qué

entiende

raíz cuadrada de dos es irracional.

¡Qué diferente e� el sentimiento de acuerdo que aúna a los es­ pectadores de un teatro de ópera cuando cae el telón tras una con-

223

L IBERTAD, MORA LIDAD, JUICIO ESTÉTICO

mocionante versión de la

Electra, de Richard Strauss. Al alborozo por

la percepción individual se añade literalmente la alegría por el reco­ nocimiento de tal alborozo en el otro. Kant enfatizó el hecho de que ste tipo de acuerdo, precisamente porque no reposa en ese tercero que constituye el objeto, equivale a directa percepción de la entidad del otro, el otro que emocionándose sin razón

objetiva revela por ello

mismo su pura consistencia de ser de razón. En el acuerdo respecto a lo repugnante, como en el acuerdo respecto a lo sublime, reposa la ver­ dadera apertura a la alteridad, ese

reconocimiento del ser del otro que

j amás se da en el pantano de los tan bienintencionados como estériles discursos samaritanos. Y aquí hay un aspecto sobre el que ponía énfasis en su tesis doctoral mi llorado amigo el filósofo Ferran Lobo: Constituye un tópico de la historiografía filosófica el señalar la dificultad para superar el solipsismo con el que nace el pensamiento moderno, a saber el

cogito cartesiano que no garantiza en absoluto la

existencia de otro sujeto portador de pensamiento. Pues bien, en el jui­ cio estético, arrancando en el sentimiento puramente personal de pla­ cer, o eventualmente de fobia, el sujeto sobrepasa su yo y alcanza a vin­ cularse con otro sujeto. Solo la comunicación vehiculada por este tipo de juicio tiene este privilegio. Para entender bien esto hay que tener en cuenta lo dicho anteriormente sobre la comunicación sustentada en la

objetividad, es decir, comunicación que tiene su base sea en un objeto empírico (el acuerdo con mis alumnos de que aquello donde deposito mis materiales es una mesa) , sea en algo no empírico, pero que res­ ponde a objetivas leyes (el acuerdo con mis alumnos en que raíz

drada de dos es un número irracional).

cua­

En ambos casos, la objetividad

es el criterio de lo bien fundado del juicio, de tal manera que entre los

la comuni­ cación objetiva tiene garantía al precio de sacrificar el lazo directo entre los sujetos que comunican. La comunicación estética carece de tal garantía, ujetos se interpone un tercero, a saber, el objeto. En suma:

mas precisamente por ello se forja como comunicación directa en la que el ser humano se encuentra con otro ser humano sin puente, sin

224

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

intermediarios. Esta ausencia de soporte objetivo constituye a la vez la debilidad y la grandeza de la comunicación estética. Ha de señalarse que también, en Kant, la comunicación moral es indirecta. En tal caso la comunicabilidad no tiene soporte en la objetividad, pero sí lo tiene a través de un «sentido común», vincu­ lado a un imperativo, a un sentimiento de deber, que Kant deno­

categórico.

mina

En síntesis, compartimos sentimientos morales por­

que obedecemos al imperativo categórico que funciona como ley constitutiva; compartimos juicios cognoscitivos porque obedecemos a las condiciones de posibilidad de la experiencia; compartimos jui­ cios relativos al

bel canto sin que haya razón objetiva ni razón impera­

tiva de tal hecho. Un poco más adelante presentaré con cierta precisión los mean­ dros de este asunto en función de la kantiana

juzgar a la que he venido refiriéndome.

Crítica de la facultad de

Quisiera ahora señalar una

consecuencia de todo esto. El lector habrá mil veces constatado que en las críticas respecto al trabajo de los artistas muy a menudo literalmente

nada.

no se entiende

Quede claro que no me estoy refiriendo a profesionales más o

menos pícaros, cínicos o ignorantes de las imprescindibles técnicas del trabajo artístico. Lo que aquí me interesa es, por el contrario, el discurso crítico de personas honradas en su trabajo y en general de aplastante erudición; personas que han recorrido todos los meandros de la historia del arte, que son susceptibles de distinguir (en razón precisamente de las diferencias en la técnica) un trazo sin contexto de Durero de un trazo de Van der Weyden; personas que conocen la entera sintaxis en la que se despliega la música del siglo

XX

y que, en

consecuencia, saben perfectamente cuándo un compositor está ha­ ciendo un guiño a un contemporáneo, guiño que escaparía incluso a los mayores devotos de la obra . . . Estas personas, �n suma, saben todo, o casi todo, respecto a la obra de arte y son excelentes en la descripción de lo que

objetiva-

225

I BERTAD, MO RALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

ente aconteció

en tal concierto sinfónico (ritmo, tempo, adecua­

ón de los instrumentos a los solistas vocales, etc.) . La reflexión que recede explica, sin embargo, que estas personas nada nos dicen de religible (nada nos pueden decir) respecto a lo que, tras la objetivi­ . d y la técnica, se halla realmente en juego y que no es otra cosa que ·

posibilidad de reconocimiento directo y mutuo entre seres racio­

ales, gracias a la emergencia en acto de la obra de arte. Recordaba más arriba que Kant fue evolucionando desde posi­ :ones que no conferían a la percepción estética fundamento racional : guno, hasta hacer de ella la matriz de la comunicación directa entre res racionales. Citaré de nuevo la frase de la

Crítica de la razón pura

lativa a Baumgarten:

Los alemanes son los únicos que emplean hoy la palabra esté­ tica para lo que otros denominan crítica del gusto. Tal empleo se basa en una equivocada esperanza concebida por el acreditado crítico Baumgarten.

Crítica de la razón estética mas que una

Cuando en 1781, en la primera edición de la

'>ura,

escribe este texto, Kant no entiende por

...eflexión sobre el tiempo y el espacio como marcos a priori de los fe­ '1Ómenos y como soporte de esa intuición que hace posible la ciencia 'Tiatemática. Nada desde luego que tenga que ver con lo que noso­ ·rns entendemos por

estética.

Ya he evocado al escepticismo de Kant

�e pecto al proyecto de Baumgarten. Conviene citar al filósofo:

Esta esperanza [de Baumgarten] consistía en reducir la conside­ ración crítica de lo bello a principios racionales y en elevar al rango de ciencia las reglas de dicha consideración política. Pero ese empeño es vano, ya que las mencionadas reglas o criterios son, de acuerdo con sus fuentes, meramente empíricas y por consiguiente jamás pueden servir para establecer leyes a priori.

226

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Este texto constituye una nota en la sección de la

razón pura,

Crítica de la

que lleva el título de «Estética trascendental». Para perci­

bir del fundamento de esta objeción es necesario recordar que, para Kant, solo lo que es a priori posee el rasgo de universalidad y necesi­ dad exigida por la ciencia: así las matemáticas, que, según él, se hallan formadas exclusivamente por juicios sintéticos a priori. Pues bien, la citada nota es ligera pero significativamente modificada en la se­ gunda versión. A la frase «de acuerdo con sus fuentes» se añade entre paréntesis la palabra «principales» y a la frase «jamás pueden servir para establecer leyes a priori», se añade entre paréntesis la palabra «determinadas». Parece que ahora Kant es más comedido en la toma de partido. Pero ¿qué significa esta prudencia? Se diría que Kant oscila, se diría que ya no excluye totalmente la posibilidad de realizar un programa como el de Baumgarten. Kant ya no está tan seguro como lo estaba en 1764, cuando escribió sus «Anotaciones sobre lo Bello y lo Sublime», de que la apreciación de la belleza es solo relativa al carácter y a la formación proporcionada por la cultura y la época. Tal como queda la frase de la segunda edición de la

razón pura («pero este

Crítica de la

empeño es vano ya que las mencionadas reglas

o criterios son, de acuerdo con sus fuentes (principales) meramente empíricas y por consiguiente jamás pueden servir para establecer de­ terminadas reglas a priori») , se diría que hay alguna fuente de las re­ glas de la crítica del gusto que no es empírica, aunque esta no sea la principal. Se diría asimismo que puede haber reglas o criterios de la crítica del gusto que pueden establecer alguna ley a priori, aunque sea una ley no bien determinada. En suma, hay alguna esperanza para el proyecto de una crítica racional del gusto. Esta racionalidad es muy especial, pues ni coincide con las leyes bien determinadas del horizonte físico-matemático, ni coincide con las leyes a priori, asimismo bien determinadas, de la moral. Como antes señalaba, se ini­ cia aquí el proceso que conducirá a la

Crítica de la facultad de juzgar.

227

LIBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO



Esta obra se divide en dos partes, una crítica del juicio estético y una crítica del juicio «teleológico». Esta segunda parte es una especie de reflexión filosófica sobre la finalidad biológica. La pre­ gunta es obvia: ¿ por qué mezclar dos asuntos aparentemente tan dispares? No estoy en condiciones de abordar, ni siquiera somera­ m ente, la cuestión que ha traído de cabeza a los especialistas de Kant. La evocada tesis de Ferran Lobo (desgraciadamente nunca editada) daba una luz sobre el tema. Me limito a señalar que se ha podido ver, en este problema de la unidad de la

Crítica del juicio,

un hilo conductor para plantear la cuestión de la unidad, no solo de esta obra, sino de toda la crítica kantiana. La reflexión sobre el juicio teleológico se divide en dos partes, una «Analítica de lo Bello» y una «Analítica de lo Sublime». Ha de señalarse que lo sublime es algo más que un mero aumentativo o superlativo de lo bello. Es curioso que el planteo por Kant de las reglas de lo bello se haya vinculado a una cuestión lógica. La belleza es definida, en efecto, bajo rúbricas vinculadas a los juicios de la lógica formal. Hay: 1) lo be­ llo según la cualidad; 2) lo bello según la cantidad; 3) lo bello según la relación, y 4) lo bello según la modalidad. Y desde luego la pregunta urge de inmediato: ¿qué tiene que ver esto con la búsqueda de un cri­ terio de la belleza? Pues bien, Kant da la siguiente justificación: «Los momentos a los cuales esa facultad de juzgar atiende a su reflexión los he buscado guiándome en las funciones lógicas del juzgar, pues en los juicios de gusto hay siempre una relación al entendimiento». En síntesis, la cualidad se vincula a la ausencia de interés sub­ jetivo de los juicios estéticos, la cantidad se vincula a la universali­ dad del placer experimentado en ese juicio, la relación se vincula a que en esos juicios se apunta a una finalidad última, y la modali­ dad se vincula a que se da en ellos una satisfacción que, a la vez es absolutamente necesaria y carece de concepto. Desde luego al­ go farragoso, al menos así sintetizado, y que parece cogido por los pelos. Hay sin embargo un aspecto fundamental que el evocado

228

FILOSOFÍA. I NTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Ferran Lobo sintetizaba en la siguiente frase: «Bello es lo que pla­ ce sin interés, solo por l a forma final y de manera universal y nece­ saria». La cabal intelección de la problemática de la

Crítica del juicio

exige, en primer lugar, ser perceptivos a la universalidad de las tres preguntas que Kant se plantea como propedéutica a la cuestión esen­ cial sobre el ser del hombre: ¿qué puedo saber? ; ¿qué debo hacer? ; ¿qué puedo esperar? Todo ello se vincul a a la noción de ideal que para Kant tiene tres modalidades: ideal teórico, ideal práctico e ideal de belleza. Por lo que al ideal de belleza se refiere, digamos que constituye una especie de mediación entre los dos anteriores. Pero lo que más conviene enfatizar aquí es el enorme peso del

desinterés como núcleo

del juicio estético. Problemática que Kant vincula al tema realmente fascinante antes tratado: la comunicabilidad universal, ni más ni me­ nos que la comunicabilidad universal.

IMAGINACIÓN Y MÉTRICA

En páginas anteriores he enfatizado el hecho de que la intui­ ción euclidiana parece tener un peso antropológico universal, de tal manera que la conjetura kantiana de un sujeto intrínsecamente eu­ clidiano, como condición de posibilidad de la experiencia, no será cosa a eliminar de un plumazo en nombre de la ciencia contemporánea. El sujeto es euclidiano mientras sea sujeto, es decir, mientras res­ ponda a la ordenación de facultades en l as cuales hay un entendi­ miento que legisla. Este problema se vincula al asunto kantiano de la función de la imaginación. La imaginación se niega en muchas oca­ siones a subordinarse a un concepto preciso, entre otras razones por­ que tal subordinacióp exige que el concepto de referencia efectiva­ mente

se dé.

IBERTAD, MORALIDAD, JUICIO ESTÉTICO

229

Si a un niño de una civilización en la que no hay relojes mecá­ !1Ícos se le ofrecen por separado todos los elementos que constitu­ . 'en ese reloj y se le anima a hacer algo con ellos, los pondrá juntos e alguna manera, pero tal síntesis (obra, según Kant, de la imaginación) no responderá al concepto de reloj, pues el niño no lo tiene. uponiendo que sí sabe reconocer las agujas, el disco, etc., entonces abe decir que su imaginación en la operación sintética no se subor­ ina al concepto de reloj, pero sí se subordina a otros conceptos más generales. Supongamos ahora que tal persona tampoco sabe lo que es una aguja ni un disco. Podemos conjeturar que ni siquiera tiene el con­ cepto de árbol, de mesa, de tijera, de casa o de flor. Pues bien, para er cabalmente humano, le basta quizás con tener una pareja de con­ eptos, a la cual cierta modalidad de imaginación se subordina. Kant alificaba tal imaginación de «trascendental»: trascendental porque onstituye una síntesis de la intuición que es previa a la experiencia. Tesis kantiana que tenemos todo el derecho a hacer propia. Esa es la ondición de posibilidad del entorno y solo corre peligro en casos en que el alma humana toca realmente sus límites. La gran pintura se ha esforzado en adentrarse en esos horizon­ tes; pienso concretamente en las terribles imágenes de Max Ernst, en el cuadro llamado

El antipapa,

en la Fundación Guggenheim de

Venecia. Max Ernst, como tantos otros grandes de la plástica, se es­ fuerza por sacrifi car los conceptos que de ordinario atenazan las síntesis posibles. Pero Max Ernst no sacrifica el concepto clave: su obra distorsiona las figuras . . , .

pero respeta la métrica.

La métrica

euclidiana es amenazada en los casos de locura extrema, quizás en­ tonces el hombre se confunde con ese espacio de curvatura no nula que es el que tiene objetiva entidad física. En tal confusión no hay posible

yo,

y de esta ausencia hay quizás una prueba radical: Si el

nacimiento cabalmente humano, aquel que sigue al nacimiento me­ ramente natural, es indisociable de la emergencia de la palabra y la

230

FILOSOFÍA . INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIER

E

intuición, entonces la muerte humana coincidiría con el abismar de ambas. Muerte que precede a la muerte animal, quizás simpl mente sería su anuncio. Euclides, que para algunos ha perdido v gencia con la Teoría de la Relatividad, quizás solo pierde auténtica­ mente vigencia con la aniquilación de todo marco y de las co a inscritas en un marco.

7.

M E DI R Y C O NFI G U RA R E L M U N D O ( 2 )

ICIÓN Y LUGAR NATURAL

Repasemos alguna de las ideas expresadas en un capítulo anterior. No hay vida humana sin coordinación del entorno, es decir, sin diación de este por un sistema de coordenadas que, en la situa­ n intuitiva inmediata, son coordenadas cartesianas. Tal coordi­ . ión no tiene por qué ser explícita. De hecho, cabría decir que la ·

ción de la métrica como una disciplina del conocimiento supone a puesta sobre el tapete de algo que estaba ya operando, y que tal licitación eventualmente podría ser obviada. No estoy afirmando para la existencia propiamente humana la geometría sea super­ a, sino que quizás lo sea el reflejo consciente del lazo que tenemos de el origen con ella. Coordinar es ante todo ubicar, entendiendo (algo inadecuada­

. ente como veremos) por tal el hecho de situar cada cosa del en­ rno a una distancia, confiriéndole así una posición. Mas aquí surge na interrogación filosóficamente esencial: Conferir a las cosas una sición, ¿es equivalente a conferirles espacialidad? En esta pregunta se hallan imbricadas algunas de las interroga­ �10nes mayores que, sobre el espacio, han formulado pensadores de ·odas las épocas. Pues si fijar la distancia en relación con el origen del i

tema de coordenadas fuera ya espacializar, entonces el espacio ten­

ría necesariamente las características que Newton o Kant le atri-

232

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNE .

bufan, es decir, sería un marco a priori, a cuya estructura los fenóme­ nos deberían necesariamente amoldarse, pero que no dependería en absoluto de las cosas mismas. Y como solo respecto a las cosas mis­ mas cabe referirse a un lugar, el espacio sería independiente del lugar. Independiente del lugar concebido como algo inherente a las cosas, pero ejerciendo influencia sobre ellas: así, la Tierra al ensan­ charse por el ecuador y achatarse por los polos no haría más que ple­ garse al espacio absoluto, según la interpretación de Newton acerca de las fuerzas centrífugas que provocan tal fenómeno. Hay razones para pensar que esta homologación de posicionar a

espacia/izar es tan inevitable en la filogénesis, si cabe decir, de nuestra erección en sujetos ordenadores del entorno, como carente de obje­ tividad en términos físicos. Para empezar, el origen del sistema de coordinación es i!ltrínsecamente relativo al sujeto, y a la situación en la cual se trata de establecer un orden. Imposible, pues, que al decir de algo que se sitúa entre los puntos 7 y 8 en la coordenada X . . en­ .

tre los puntos 3 y 4 en la coordenada Y, estemos realmente mencio­ nando una propiedad inherente a la propia cosa. Mas aun haciendo abstracción de este aspecto convencional del origen de las coordenadas, aun suponiendo una clase de centro del mundo, los límites designados serían una determinación absoluta del espacio métrico, pero no de lo que en él se ubica, a menos que consideráramos una entidad no susceptible de cambiar de posición y ni siquiera de experimentar perturbaciones cualitativas, pues estas tendrían inevitablemente consecuencias sobre la posición misma.

Tener posición es algo que acontece o no acontece a un ente, en función de si se da o no se da un sujeto que posiciona su entorno, es decir, que lo vincula a un sistema de coorq_enadas. Por el contrario cabe conjeturar que tener un lugar es algo a lo que entidad física al­ guna escapa; el lugar sería un predicado omniaplicable. En la escuela _p.rimaria de mi infancia se nos decía que un cuerpo «es lo que ocupa un lugar en el espacio». Caracterización in-

1EDIR

Y

CONFIGURAR EL MUNDO (2)

233

resante, ya que se muestra bien la diferencia entre el espacio conce­ ido como marco y el lugar indisociable de las cosas. Veamos el unto, con cierto detalle y con ayuda del mero sentido común, de­ ando para más adelante (y en especial para los anexos técnicos) las .ndispensables referencias a la historia del pensamiento, incluidas quellas que implican algún tipo de lenguaje formalizado. Para completar este apartado véase el anexo técnico «Lugar y •

empo aristotélicos».

OCALIZADO... Y CARENTE DE LUGAR

Dado un sistema de coordenadas, que podemos suponer en el entro de la Tierra, consideremos un objeto muy alejado de tal cen­ �ro en el espacio infinito de Newton. Si la mediación de tal objeto es

ompleta, es decir, si la métrica (necesariamente euclidiana dado el marco vacío) opera plenamente, si están fijadas las distancias tanto e cada punto respecto al origen como entre toda pareja de pun­ os. . . , entonces el objeto está perfectamente localizado. Suponiendo ue en su entorno no hay ningún cuerpo que tenga en él efectos gra­ ·itatori�s relevantes, podemos afirmar que tal objeto se halla en si­ uación de aislamiento, es decir, subsiste sin relación de contigüidad on cosa alguna y prácticamente sin relación de consecución, dado lo abismal de las distancias a otros cuerpos. De no darse la métrica que lo ubica respecto a un sujeto en la rierra, cabría decir que se trata de una entidad carente de relación. Se uata en todo caso de una entidad carente de lugar, ese envoltorio de la superficie de cualquier substancia, ese habitáculo o refugio al que, en el capítulo anterior que llevaba este mismo título, me refería. En los párrafos de su Física relativos al lugar (tópos), Aristóteles, evocando a Hesíodo indica que lo inevitable del lugar, el hecho de que cosa alguna carezca de él, que toda sustancia lo posea como atri-

234

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

buto, hace del mismo algo prodigioso. Y Aristóteles aprovecha la oportunidad para hacer un canto a su maestro Platón, del que tantas cosas llegaron a separarle, indicando que si bien es cierto que todo el mundo constata la existencia del lugar, solo Platón se preguntó qué es el lugar. Que la respuesta platónica a la pregunta no coincida en abso­ luto con la que ofrecerá el propio Aristóteles es casi lo de menos. Lo importante reside en que ambos pensadores inician una interroga­ ción que aún sigue abierta, como de hecho ocurre con todas y cada una de las cuestiones aristotélicas. Como ya he señalado, el mérito mayor de Aristóteles consistió en abrir un camino de interrogación que parece renovarse cada vez que precisamente, en un momento singular de la historia del pensamiento, se cree haber hallado la res­ puesta. Todos y cada uno de los problemas del abismo interrogador aristotélico son aún ocasión fértil de confrontarse a lo que no se sabe. Ninguna respuesta ha sido decisiva, por supuesto tampoco las dadas por el propio Aristóteles, lo cual no es óbice para que, en lo referente al lugar, el estagirita haya dado muestras de profundísima intuición. ¿ Qué es, pues, el lugar para Aristóteles? Se deja la respuesta para el anexo técnico en el que se resume también la concepción aristotélica del tiempo, confrontando esta visión con la newtoniana y la kan­ tiana de tiempo y espacio, como marcos absolutos en relación con los fenómenos.

LUGAR Y MATERIA Pero volvamos ahora al objeto localizado en un abismo eucli­ diano alejado de toda influencia gravitatoria. La localización solo tiene sentido porque un sujeto se ubica en el centro de coordenadas cartesiano, o se conStituye a sí mismo como tal centro. La localiza­ ción es algo relativo, tal no es el caso del lugar. Una entidad, una sus-

.fEDIR

Y

CONFIGURAR EL MUNDO (2)

235

·ancia, tiene necesariamente lugar y lo seguirá teniendo aunque todo ujeto localizador de tal lugar quede anulado, si lugar es esa superfi­ ·ie del cuerpo que envuelve por doquier, sin la cual la entidad no es . osible. Cabe tener lugar y no inscribirse en métrica alguna. A for­ . ;ori, cabe tener lugar y no tener nada que ver con Euclides. Este asunto tiene enorme importancia a la hora de establecer la rarquía entre topología y métrica. En este libro he enfatizado el eso de la segunda, al defender la tesis de que el establecimiento de una métrica es algo configurador del ser humano. Pero esta relevan­ -ia antropológica no implica primacía ontológica. Y de hecho, la to­ ología como disciplina técnica es previa a la inclusión de considera­ iones métricas. El lugar es la riqueza de la entidad misma, por eso los grandes . cultores exploran ante todo el lugar del material que trabajan, ese mismo material cuyas potencialidades fertilizan. No es posible que el hombre se relacione con el entorno, sin ue se dé en algún registro una determinada percepción del espacio­ lugar, y en tal sentido, aun con independencia de la métrica, una «to­ pología». Esta topología no se halla necesariamente traducida en onceptos, ni menos aún formalizada matemáticamente, pero desde luego opera en cada acción que suponga no confundir, arrancar a la indiferencia, identificar. Lo que estoy intentando poner de relieve es que la métrica con1guradora del mundo a la que me he venido refiriendo, aunque sea de entrada ortodoxamente euclidiana, no puede en ningún caso ser desencarnada, no tener relación con la materia. En el registro en el que ahora nos movemos, ni siquiera vale decir «la materia o el cam­ po» (expresión usual cuando se trata de este problema en el marco de la teoría filosófico-científica contemporánea), sino simplemente la materia, puesto que campo es un concepto científico y a lo que aquí intento aproximarme es a lo elemental u originario de los seres hu­ manos.

236

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Se trata de intentar elucidar cual es la topología que rige la percepción de un niño ya dotado de palabra, o la de la que mar­ caba genéricamente a la comunidad que se iba fraguando desde los tiempos del hombre de Herto. Nos enfrentamos, en suma, al reto de intentar delimitar cuales son los rasgos topológicos que tienen la característica de la invariancia o universalidad antropológica.

Y se trata de llegar a ello sin proyectar de entrada el conocimiento científico actual relativo a la estructura del universo, ni las discu­ siones -a partir de un acervo común- sobre la geometría ade­ cuada a su representación. El proyecto habría de ser más bien el contrario: Partiendo de razonables hipótesis antropológicas, mostrar que el acervo común de la ciencia (y no solo de la ciencia, pues el arte, particularmente la escultura, tiene mu cho que decir al respecto) se halla, bajo forma no conceptual, presente desde el origen. Para de­ cirlo con toda claridad: el espacio intrínsecamente denso y dotado de curvatura era algo a lo que siempre respondió el vínculo real del ser humano con su entorno, lo cual no equivale a decir que se trata de algo a lo que respondía la intuición que tenía del mismo, pues hay más bien razones para estimar que el ser humano intuye de fo rma in­

mediata, de manera que no corresponde al mundo al que se confronta. De esta intuición, concretizada en la métrica euclidiana seguiré ocu­ pándome en el epígrafe siguiente.

BúSQUEDA DE

LA

INVARIANCIA:

LA IMPORTANCIA DEL TEOREMA DE PITÁGORAS

El ser humano se ubica marcando un origen y estableciendo respecto al mismo diversidad de puntos. Los puntos se hallan distan­

ciados del origen, pero también y, sobre todo, distanciados entre sí. ¿Cómo se determina esta distancia?

MEDIR

Y

CONFIGURAR EL MUNDO (2)

237

Recordemos el enunciado: «La suma del cuadrado de los cate­ tos es igual al cuadrado de la hipotenusa». ¿ De dónde viene la trascendencia de este asunto? ¿ Por qué es tan importante el teorema de Pitágoras, hasta el extremo de que la posibilidad de encontrar una relación entre magnitudes que no obe­ deciera al mismo (concretamente la relación entre la diagonal y los catetos de medida uno) provocó una dramática crisis entre los miem­ bros de la escuela pitagórica? Una hipótesis es que tal proposición geométrica despliega, en un registro abstracto, ese algo profundamente anclado en el con­ junto de estructuras que, sencillamente, hacen la vida humana posi­ ble y a lo que venía refiriéndome con la noción de coordinación. El teorema de Pitágoras sería expresión de que nuestra relación con el entorno espacial se halla sometido a ley, elemental ley que permite, por ejemplo, que tengamos el concepto de distancia. Siendo «distan­ cia» un concepto espacial, remite (al menos en el convencional y tra­ dicional significado de la palabra espacio) a una estructura tridimen­ sional. Mas, de hecho, hay múltiples razones para abordar la noción de distancia limitándose de entrada a la consideración de superficies. La primera razón es que las distancias que inmediatamente nos conciernen son relativas a la superficie de la Tierra. Esta superficie se nos muestra plana, aunque ciertamente en esta estructura plana se localizan «curvas», por ejemplo, las curvadas superficies de las mon­ tañas. O bien, considerando el mar como una subrregión de la Tie­ rra, las olas que parecen ser un desplazamiento del agua (sabido es que lo que se desplaza en el oleaje es tan solo la situación misma de moción). Intrínsecamente, las distancias son objeto de medición y, a fin de realizar tal cosa, necesitamos una unidad de medida, la cual en principio es perfectamente convencional, puesto que dada la conti­ nuidad ·de las entidades físicas no hay cosa alguna que posea el rasgo de indivisibilidad al que remite el concepto mismo de unidad.

238

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Una vez que disponemos de un instrumento que desempeña el papel de unidad de medida, podemos desplegarlo reiteradamente en la superficie considerada (la de la Tierra, en el caso aludido) a fin de determinar cuántas unidades caben entre un punto A y un punto B. A

B

Sin duda, podemos eventualmente hallarnos interesados en me­ dir también la distancia entre el punto B y un tercer punto C, y en-· tonces (¿por qué no?), la distancia entre A y C. e

A

B

En este momento puede surgir una nueva interrogación, a sa­ ber, la del posible lazo entre la última distancia considerada AC y las anteriores. Asumiendo que sabemos la distancia AB y la distancia BC (conocimiento que resulta de dos operaciones directas de itera­ ción de la unidad), ¿nos hallamos en condiciones de deducir la dis­ tancia AC? Si, por razones de simplicidad, reducimos el asunto al caso par­ ticular en el que la línea BC forma con la línea AB un ángulo recto, nos hallamos confrontados al teorema de Pitágoras. El teorema de Pitágoras se halla intrínsecamente vinculado a la noción de coordinación que nos ocupa. Introduzcamos un sistema bidimensional de cootdenadas cartesianas, considerando un punto A determinado por los valores x, y.

.\1EDIR

Y

239

CONFIGURAR EL MUNDO (2)

y ________________________________

o

A

X

Es fácil verificar que el problema de encontrar la distancia OA en función de las distancias Ox, Oy es equivalente al problema de encon­ uar OA, sea en función de las distancias Ox, xA, sea en función de las distancias Oy, yA. En resumen, el teorema de Pitágoras es equivalente al hecho de determinar una ley para la medida de distancias en un marco de curvatura nula en el que la coordinación cartesiana está siempre, implícita o explícitamente, desempeñando un papel. El teo­ rema de Pitágoras tiene, pues, de entrada, vigencia en el marco de la geometría euclidiana, de ahí que enfatice su peso antropológico. Pero los físicos relativistas se refieren a una versión generalizada del mismo, que permite su aplicación a espacios de curvatura no nula, por lo que es reflejo de una constante de la actitud del hombre en relación con su entorno, a saber, en el seno de la diversidad, el encontrar la invarian­ cia. Veamos que esta exigencia se muestra en muchos otros aspectos.

lNVARIANCIA DE LA RECTITUD Y MÚLTIPLES TIPOS DE LÍNEAS RECTAS

Para lo que sigue conviene recordar algo que de entrada puede parecer una obviedad, a saber, el concepto de línea recta. De hecho, conviene empezar por la noción misma de línea. Euclides nos dice que una línea es un� magnitud (damos de momento por supuesto que sa­ bemos lo que magnitud significa) sin extensión, como un plano es

240

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

una extensión sin espesor. ¿ Qué caracteriza, pues, a una recta en el seno de las líneas?, ¿ qué añade la rectitud a la linealidad? Útil es quizá pensar en el uso coloquial del término. De una persona que, en su comportamiento, da muestras de no subordinar sus principios a lo más conveniente en tal o tal oportunidad decimos que es recta.

Y correlativamente calificamos de sinuoso a quien en su hablar o en su comportarse muestra signos de no respetar criterio (más bien que de no tenerlo). En suma, allí donde hay rectitud sabemos a qué ate­ nernos: Conociendo la trayectoria de la persona entre dos momen­ tos, podemos prever cuál será en cualquier otro momento. Pues bien, esto es exactamente lo que ocurre cuando de líneas rectas hablamos. Sean a, b dos puntos de una línea y consideremos el trazado ab entre ambos. Iterando en la superficie de inscripción este trazado en igual magnitud, alcanzamos un nuevo trazado be que también perte­ nece a la línea de origen. Cabe así decir que entre a y e la línea se comporta con rectitud. Suponiendo ahora que ello se verifica tam­ bién respecto a sucesivos puntos e, f g, etc., puede ya afirmarse que la línea en cuestión efectivamente es recta. Mas entonces, cabe de manera inmediata objetar, recta será asi­ mismo la línea que desde el Polo Norte alcanza el Polo Sur en el lla­ mado meridiano de Greenwich, y por supuesto lo serán también todas las que comparten con la anterior la condición de meridianos de la es­ fera terrestre. Y efectivamente, rectas serán tales líneas bajo la condi­ ción suficiente de que la superficie de inscripción de la linealidad sea el suelo sobre el que reposamos. Asunto este bien establecido por Eucli­ des en su libro los Elementos (en el que, sin embargo, sentó asimismo las bases de que pudiéramos llegar a considerar recta tan solo la línea de curvatura nula con la que nos familiarizó la geometría escolar). Pues el rasgo de rectitud que he avanzado es tan solo el carácter común, la invariancia a la que obedece una multiplicidad de tipos de rectas determinadas po¡ el contexto en el que se inscriben. Vamos a ver muy pronto que esto que avanzamos de la línea recta se aplica

ÍEDIR

Y

CONFIGURAR EL MUNDO (2)

241

ambién a la superficie plana, pues este concepto tampoco está re­ ñido con la curvatura. Conviene sin embargo precisar desde ahora mismo otro extremo esencial referente a la rectitud.

RECTITUD DE LOS GRANDES CÍRCULOS

Dado un punto de una superficie esférica toda línea que res­ ponda a la definición euclidiana de rectitud alcanzará la antípoda de ral punto para retornar al mismo y, al igual que ocurre en el caso de los meridianos, hay infinitud de líneas que realizan tal cosa. De ahí que, contrariamente a lo que inmediatamente podría pensarse, las lí­ neas paralelas a los grandes círculos (por ejemplo, las paralelas al ecuador de la Tierra) , que no alcanzan su antípoda en la «piel» de la esfera, no respetan la condición de homología de comportamiento entre dos puntos cualesquiera, y por ende no son líneas rectas. ,, Una de las características de la línea recta es la de ser la más corta entre dos puntos del marco en el que se inscribe. Pues bien, si consideramos dos puntos de un paralelo, cabe demostrar que, contra­ riamente a lo que pueda parecer, la manera más corta de unirlos (sin despegarse, por así decirlo, de la superficie de la Tierra) no es a través del propio paralelo. Existe entre ellos un gran círculo que los une más directamente. Un paralelo, de hecho, es el equivalente en super­ ficie curva de lo que es la circunferencia en superficie clásica. Y ob­ viamente la circunferencia solo es trazable sacrificando la rectitud. Conviene un ejemplo. Situándonos en el Polo Norte y haciendo pi­ votar un segmento de meridiano surge el análogo de un círculo cuya circunferencia es el paralelo P. Sea ahora un punto b de este paralelo y hagamos pivotar el segmento de meridiano que lo une al Polo N, de modo que forme un nuevo círculo cuya circunferencia pasa por N. Sea N' el punto simétrico a N en la circunferencia. Es obvio que la línea más corta que une N y N' es el propio meridiano que hemos

242

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

hecho pivotar, y no la nueva circu.qferencia. Pues bien, lo mismo ocurre en el caso de dos puntos simétricos situados en el paralelo P, solo que el gran círculo que une tales puntos no será entonces un meridiano (puesto que solo llamamos tal a un gran círculo que pase por los polos geográficos). En el caso de los puntos no simétricos, el asunto es algo más complicado de ver, pero el resultado final no cam­ bia. En general: Sean p y p' dos puntos de una línea paralela a un gran

círculo. Existe un segundo gran círculo que une ambos puntos, el cual constituye la línea más corta entre ambos. La rectitud consiste de alguna manera en adecuar el comporta­ miento de la línea a la estructura topológica de la propia superficie, en respetar, por así decirlo, su inclinación natural. Las líneas paralelas a los grandes círculos trascienden tal adecuación y, por consiguiente, no pueden ser consideradas rectas y, cabe decir, la homología de com­ portamiento entre sus puntos es meramente aparente. Nótese que los grandes círculos dividen a la esfera en dos partes idénticas en magnitud, con lo cual se realiza aquí también (con el in­ terés suplementario de hallarse circunscrito a un ámbito finito) una importante exigencia relativa a la relación entre la línea recta y su superficie de inscripción. En uno de sus postulados (es decir, en una de las condiciones para poder seguirle en la argumentación que a lo largo de su texto va a desplegar) , Euclides nos pide aceptar que, dado un segmento de una línea recta, siempre es posible la iteración del mismo. Esto está, de alguna manera, implícito en la definición de la línea recta por la homología de comportamiento entre dos puntos cualesquiera, pues la imposibilidad de iteración parecería implicar que no cabe para la recta actualizar su esencia. En el trazado de una recta no hay nueva síntesis, cabría decir en terminología kantiana, no hay creación, no hay novedad respecto a lo dado . . . formas tod.as ellas de expresar el hecho de que con la recta no se da la dificultad que plantea la línea en general, a saber, que el

lEDIR

Y

CONFIGURAR EL MUNDO (2)

243

nocimiento de un fragmento nada nos dice sobre el modo de pro­ guir. Una línea recta tiene la característica de no tener otra limita­ -ión en su magnitud que aquella que viene dada por la de la superficie n que se inscribe. Haciendo abstracción de la segunda dimensión, la '"ecta no puede ser potencialmente menor que, por ejemplo, la super­ �1cie de la Tierra. Y en el caso de que la superficie de trazado carezca e curvatura, entonces, simplemente, el trazado de una recta es inde1.nidamente prolongable. Precisiones estas basadas simplemente en

.

as definiciones, axiomas y postulados de Euclides. Mas otro de los postulados de Euclides estipula que desde un unto cualquiera a un segundo punto, asimismo arbitrario, cabe tra­ zar un segmento de recta. Así pues, se dan líneas rectas (al menos poencialmente) en todas las direcciones de la superficie de inscripción. Pero entonces el anterior postulado (el de la iteración siempre posi­ ble) implica que en todas las direcciones de potencial trazado la su­ perficie es ilimitada, lo cual equivale a decir que es ilimitada pura y implemente. De ello se infiere directamente la condición de que los emiplanos delimitados por la recta son equivalentes o intercambia­ bles salva veritate. Y vemos que, tratándose de una superficie de ins­ cripción esférica, ninguna línea paralela a un gran círculo verifica esta condición, luego no puede ser una recta. Para completar este apartado véase el anexo técnico «Euclides: Definiciones postulados y axiomas».

ESPACIO E INVARIANCIA: LA PERPENDICULAR

Hemos visto que Euclides viene a decirnos que la rectitud es una cuestión de perseverancia en el comportamiento. Conside­ remos el trazado entre dos puntos a, b de la línea; si iterando este trazado obtenemos el trazado total, podemos afirmar que tal línea· es recta.

244

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Veíamos que se trata literalmente de una cuestión de firmeza en el modelo de comportamiento, una cuestión de rectitud. Sentado esto, supongamos que dos personas se hallan situadas en un punto de la Tierra objetivamente coincidente con el Polo Norte. Y digo objetivamente coincidente porque suponemos tam­ bién que dichas personas ignoran el carácter esférico de la superficie de la Tierra y por consiguiente carecen de la noción de Polo Norte . . . , aunque no carecen de la noción de rectitud y hasta podemos supo­ nerlos duchos en el libro de los Elementos de Euclides. Consideramos ahora la eventualidad de que ambos deciden se­ pararse y, careciendo de lugar al que dirigirse, se limitan a avanzar atendiendo a la euclidiana noción de rectitud. Podemos, para mayor sencillez, suponer que ambos se alejan a la misma velocidad y que en ningún momento se detienen. Pues bien, sea cual sea la dirección no coincidente que toman, nuestros protagonistas recorrerán en el mismo tiempo uno de los «grandes círculos» de la Tierra que denomi­ namos meridianos, lo cual no quiere decir que sean conscientes de tal hecho, pues al pensar que la superficie de la Tierra es plana creerán que el tiempo incrementa su grado de alejamiento. De ahí que se vean sorprendidos al encontrase con el otro en el Polo Sur . . . , encuentro que, al seguir indiferentes su camino, les llevará quizás a avanzar con­ jeturas relativas a la auténtica forma de la Tierra y así a sorprenderse menos cuando se encuentren de nuevo, esta vez en el punto de salida. Surge aquí la pregunta inevitable: ¿se han desplazado los prota­ gonistas de la historia en línea recta? Desde luego, si consideramos que la condición dada por Euclides de homología de comporta­ miento entre dos puntos cualesquiera del trazado es suficiente. Otra sería ciertamente la modalidad de recta si la superficie de inscripción de la misma fuera plana (en el sentido usual de la palabra, véase en el anexo la definición por Euclides de «plano»), es decir, si la Tierra no fuera redOnda. Importantísimo asunto: El marco de ins­ cripción es determinante; la forma de la superficie determina la línea

1EDIR

Y

245

CONFIGURAR EL MUNDO (2)

·:aun la línea recta, la forma del espacio (su eventual curvatura y el ipo de la misma) determina la superficie y aun la superficie plana. "ero volviendo a nuestros viajeros, interesa ahora poner de relieve la ituación que se da cuando ambos acceden al gran círculo que consti­ uye el ecuador: ambos confluyen en paralelo formando con el ecua­ or un ángulo de 90 grados, es decir, confluyen perpendicularmente. Quizás no sea esta una situación sin incidencia a la hora de pre­ cruntarnos por el peso de la coordinación cartesiana en nuestro lazo on el entorno y la instauración de medidas que lo estructuran, la onfluencia de dos grandes círculos sobre un tercero no difiere de la confluencia en una superficie convencionalmente plana de dos lí­ neas perpendiculares a una tercera. La diferencia solo se acentúa con el incremento de la distancia. I FINITUD DE EJES DE COORDINACIÓN. ..

lNVARIANCIA EN LA MEDIDA

Modificando el origen O queda automáticamente modificado el eje cartesiano de coordinación (pasando así de un sistema S a un sistema S'). Cabe, por ejemplo, ubicarse en un punto separado de O, mante­ niendo sin embargo las nuevas coordenadas en paralelo a las primeras.

y' y

S' 1

X

s X

246

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Otra forma de modificar la coordinación es hacer girar las coor­ denadas un determinado grado.

y

X

Es fácil ver que con estos sencillos procedimientos se alcanza ya una infinita variabilidad en la coordinación. La cuestión es entonces: ¿ Supone el cambio en las coordenadas un cambio en las medidas efectuadas? Si tal fuera el caso cabría decir que las determinaciones topológicas carecen de valor intrínseco. Tanto la ubicación del origen como la dirección de las coordenadas dependen, en última instancia, de la voluntad (más o menos determinada por la conveniencia) del ser humano que se vincula a su entorno, y esta dependencia de la subjetividad se trasladaría automáticamente a la medida resultante. Parece también ser un universal antropológico la creencia en la independencia del espacio respecto de nuestra voluntad, imagina­ ción o capricho. Y no hay especulación razonable alguna que haya puesto esto en tela de juicio. Así, la teoría kantiana afirma la subjeti­ vidad de tiempo y espacio, pero se trata de una subjetividad (que él llama «trascendental») tan alejada de la arbitrariedad, que se con­ funde con la ley natural, entendida como expresión de radical uni­ versalidad y necesidad. En el espacio de Kant, como en todo espacio digno de tal nombre (el de la Relatividad General incluido), rige la

exigencia de invariancias. Pero la invarianaa no ha de limitarse a superar la contingen­ cia de los ejes de coordinación en reposo. Supongamos que una

MEDIR

Y

247

CONFIGURAR EL MUNDO (2)

persona se halla en situación de movimiento rectilíneo uniforme (aparecerá más adelante el porqué de esta restricción) con relación a otra. Obviamente, aun en la hipótesis de que ambos orienten sus coordenadas en la misma dirección, se dará entre ambos sistemas una diferencia esencial, a saber, que el origen de ambos no solo no es coincidente, sino que la separación entre ellos se modifica per­ manentemente. Pues bien, la exigencia de que el lugar se halle estructurado, de que responda a leyes que permiten efectuar previsiones, la exigencia, en suma, de que el entorno sea habitable, pasa por tener la certeza de que si la distancia entre dos puntos A, B del espacio es determi­ nada cifra para una de las personas, tal será asimismo la cifra para la segunda. Expresar la relación entre los dos ejes que garantiza tal hecho fue una de las tareas del padre de la mecánica, de ahí que las fórmu­ las de tal relación sean conocidas como transformaciones de Galileo. En síntesis, las transformaciones de Galileo vienen a indicar lo siguiente: Sea un observador de la superficie de la Tierra orientado en ella mediante un sistema S de dos direcciones perpendiculares x e y. Sea un segundo observador dotado de un sistema S' con direcciones '

perpendiculares x' y caracterizado por el hecho de x' se desplaza a ve­ locidad uniforme a lo largo de dad, que en el tiempo t

=

x.

Asumiendo, por razón de simplici­

el origen es común, tenemos:

O '

x

=X-V

t ; y'

=J

Lo importante es que las medidas que efectuemos en la superfi­ cie bidimensional del espacio son invariantes respecto a las transfor­ maciones de Galileo y en consecuencia cabe afirmar que para ambos observadores la superficie de la Tierra es una común referencia. De hecho, ampliada a tres dimensiones, la transformación de Galileo garantiza que, para ambos observadores, las leyes de la mecánica se

248

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

verifican idénticamente, lo que permite aseverar que estas personas siguen vinculadas al mismo mundo, ambas se alejan sin perder la co­ mún referencia.

ESPACIO FÍSICO: EL FANTASMA DE

LA

T IE RRA PLANA

En un epígrafe anterior he intentado poner de relieve el peso antropológico del teorema de Pitágoras. El hombre se relaciona cier­ tamente con el todo del espacio en el que se inserta y este todo es, de entrada (y, como veremos, para su mera intuición también de salida), tridimensional. Mas en lo tridimensional, y marcado por sus estruc­ turas, se evidencia lo bidimensional. El espacio presenta por doquier superficies, y la superficie de la Tierra desempeña entre ellas un papel determinante. Sabido es que la superficie de la Tierra fue conside­ rada en muchas culturas y épocas como plana, sin que tal convicción fuera en modo alguno absurda, aunque es más bien un mito que al propio Colón se le hubieran hecho objeciones a su viaje a partir de tal hipótesis (al parecer incluso algunas de las reservas eran dificulta­ des técnicas de navegación resultantes de la hipótesis contraria). En la época de Colón la tesis de la esfericidad de la Tierra no era ya problemática para la gente cultivada. Desde el siglo XIII se ma­ nejaba de nuevo la Geografta de Ptolomeo, el astrónomo griego, en la que se utilizaban métodos geométricos a fin de determinar «la mag­ nitud de la Tierra, así como su forma». Circulaba asimismo el libro del inglés John de Hollywood (apellido latinizado como Sacrobosco) cuyo título era precisamente La Esfera. Y

sin embargo había aún reticencias a la esfericidad, que eran

más bien rescoldos de las creencias de los siglos XI y XII, pero que en­ contraban apoyo en la inmediata intuición, de la cual ya Ptolomeo señalaba que percibía ia Tierra como plana en razón de la magnitud del entorno.

MEDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2)

249

Además de esta percepción había algún argumento. Uno de los más manidos era el de que si la Tierra fuera esférica, entonces, al alcan­ zar las antípodas, el viajero perdería su soporte en la superficie. A favor del argumento cabría simplemente esgrimir una observación empí­ rica. Pues sin llegar al equivalente en distancia de la antípoda, el ser humano suele alejarse en la superficie de la Tierra sin que su equilibrio en la misma se vea alterado (excepto por accidentales causas, como pueda ser un desnivel del terreno por la aparición de una colina). Y

sin embargo nunca habían faltado indicios a favor de la esfe­

ricidad. El Sol desaparece bruscamente en el horizonte, mas si la Tierra fuera plana cabría esperar -aun contando con el efecto óp­ tico del acercamiento en la distancia- que este descenso se prolo­ gara en una asíntota. Cierto es que ello tiene asimismo explicación suponiendo que la Tierra es no solo plana, sino también finita, y que el Sol se precipita más allá de la misma. En el Po'rtugal de la Xunta dos Matemáticos (ante la cual Co­ lón presentó también su proyecto de viaje), los navegantes se veían confrontados a fenómenos inexplicables desde la convicción de que la Tierra es plana. Pues traspasando el llamado cabo Bajador, ni en­ contraban el fin del mundo ni los personajes legendarios y mons­ truosos vinculados a esta idea. Al aproximarse a lo que hoy sabemos que es el ecuador descubrían más bien fenómenos que iban en el sen­ tido de agudas observaciones de Aristóteles, como la de que al viajar hacia el sur la Estrella del Norte (que de hallarnos en el Polo pende­ ría verticalmente sobre nuestras cabezas) parece aproximarse al hori­ zonte, hasta el extremo de que en el ecuador se situaría en la prolon­ gación de este. Otra observación era la de que en la fase parcial de un eclipse de Luna el borde de la sombra de la Tierra es siempre circular (se halle la Luna alta o baja en el horizonte); observaciones inexplica­ bles en la hipótesis de que la Tierra es plana. De hecho, desde el momento en que se trata de dar explicacio­ nes sobre los fenómenos que observamos en el mundo, la hipótesis

250

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

de la nula curvatura de la Tierra se revela muy poco operativa. En realidad, solo parece funcionar, por así decirlo, a corta distancia: a la corta distancia en la que dichos fenómenos se reducen a nuestra in­ tuición inmediata y no afectada por comparaciones. Cojamos el sim­ ple ejemplo de la geometría que aprendimos en la escuela.

ESPACIO FÍSICO: CUANDO FALLA LA GEOMETRfA EUCLIDIANA

Como la etimología indica, la geometría es en su origen una técnica de medidas de la Tierra, medidas (como antes hemos puesto de relieve) tendentes a hacer de esa Tierra un ámbito ordenado y orientado que la convierte en lugar, es decir, en potencial habita­ ción del hombre. Y la geometría así considerada permite formula­ ciones como la de que la relación entre la circunferencia y el radio que al rotar la forja es dos n. Esta aseveración puede ser compro­ bada empíricamente, por medio del trazado de un círculo en la su­ perficie considerada lisa del entorno, la arena de una playa griega eventualmente. Hay desde luego pequeños desajustes, que achaca­ remos a la perturbación del terreno y a lo impreciso de nuestros instrumentos de trazado y medida. Sin embargo, empezaremos a alarmarnos al comprobar que el desajuste se acentúa a medida que el radio se incrementa, y sobre todo que lo hace en la misma direc­ ción: la relación se va haciendo progresivamente mucho menor que

dos n. Siempre sobre la base de que la superficie de inscripción es la de la Tierra, llegaría un momento en que la relación sería de 4 y no, como la proposición reza, 6,2 8 .. Y a partir de ese momento, al se­ .

guir aumentando la magnitud del radio, la reducción se haría ya vertiginosa, hasta alcanzar la nulidad cuando el radio alcanzara una magnitud precisa (la mitad de un gran círculo, si inscribimos la es­ fera en un contexto tricümensional euclidiano, asignándole un cen­ tro en este).

lEDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2)

251

Posiblemente concluiríamos entonces que la Tierra es esférica y no plana. Pero sin necesidad de que nuestro trazado cubriera de esta �orma el mundo, podríamos aseverar tal cosa al comprobar que pese a rodos nuestros esfuerzos por efectuar trazados y medidas rigurosos, el esajuste tenía un sentido preciso y un incremento sometido a regula­ ridad. Pues cabe ya avanzar que cada vez que la geometría aprendida en la escuela no responde, el ámbito de inscripción de las figuras trazadas ha dejado de ser plano. Y lo más importante es que ello se aplica tanto a las figuras bidimensionales como tridimensionales. Plana ha deja­ do de ser para nosotros la superficie de la Tierra, en el caso expuesto, como plano dejaría de ser para nosotros el espacio si las sucesivas áreas de una figura tridimensional se negaran tozuda y sistemáticamente, mas también con regularidad en la divergencia, a plegarse a nuestro recitado sobre su magnitud o sobre una relación de magnitudes . . .

Y sin embargo la geometría aprendida en la escuela sirve y or­ dena un mundo. Sirve, concretamente, para ordenar el mundo de ese Euclides que la concibió y hacer del mismo una ejemplar civiliza­ ción. Sirve la geometría de Euclides en nuestros intuitivos e inme­ diatos lazos con el mundo, que son quizás en suma los más importantes.

«TODO PLANO ES REVIRADO»: LA NECESIDAD DE TRASCENDER LA

INEVITABLE INTUICIÓN EUCLIDIANA

Pongo el énfasis en el peso de la intuición euclidiana, como ca­ bría ponerlo en el peso de las canciones de cuna en la prehistoria del desarrollo musical de un ser humano, o en el de las imágenes de los cuentos en la configuración de la potencialidad imaginativa. Mas al igual que el vínculo del hombre con la narración, la música o la plás­ tica no se limita al imprescindible imaginario infantil, tampoco su relación con el espacio-lugar se agota en la intuición correlativa de su configuración como ser humano.

252

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

No se trata en modo alguno de renunciar a la misma, sino de servirse de ella como un trampolín para alcanzar lo que cabe consi­ derar una visión más profunda, visión que por otra parte no es posi­ ble sin una sólida instalación en el punto de arranque. Lo que estoy indicando es que, de alguna manera, la intuición euclidiana ha de ser a la vez superada y redimida en un movimiento del espíritu análogo al que permite reconocer el trazado elemental en una obra de arte contemporánea. Hay que ir más allá de un pensar reducido a las po­ sibilidades intuitivas de la métrica euclidiana, al igual que fuimos mas allá de una imagen de la Tierra acotada por la inmediata «evi­ dencia» de que su superficie es (aunque con accidentes) plana. Que la superficie de la Tierra tenga curvatura es algo que costó largo tiempo asimilar, pues hubo de alguna manera que vencer cierta inercia que lleva al espíritu a negar su propio impulso, buscando ex­ clusivo arraigo en lo ya dado, lo que en este caso supone generaliza­ ción de esa misma intuición inmediata que, sin embargo, presen­ taba como la base de toda fertilidad en la mirada de un niño. La mirada euclidiana es al niño como el territorio de inscripción y dominio es al animal, o la fijación de la raíz es a la planta. Pero a diferencia de plantas y animales, el arraigo en el ser humano no lo es todo. Cabe decir que incluso para alimentarlo hay que superarlo. De ahí el papel de metáfora de nuestra condición que, a lo largo de la historia, han representado ciertas ciudades emblemáticas donde cada uno radica­ liza su filiación cultural y lingüística en la mayor lejanía del territorio de origen. Mas ya asumida la esfericidad de la superficie de la Tierra, su propia evolución llevó al espíritu a tener que confrontarse a una hipó­ tesis más radical, a saber, que la superficie de la Tierra no hubiera podido jamás ser plana, simplemente porque no hay superficies de tal tipo, al menos si por haber entendemos algo que se da en el mundo físico, pues este �o permite la existencia de superficies caren­ tes de curvatura.

MED I R

Y

CON F I G URA R EL M UN D O (2)

253

Es este un tema recurrente en nuestra ép oca y en miles de libros filosófico-científicos. Aunque haya indicios aplastantes de que la geometría que aprendimos en la escuela solo tiene entidad subjetiva; aunque haya indicios de que, pese a configurar al ser humano, la geometría euclidiana no responde a la configuración del universo, se­ guimos viviendo como si la cosa no fuera así en absoluto, seguimos viviendo en la infancia del espíritu. Mas una cosa es recuperar la in­ fancia siendo adulto y otra cosa muy distinta es no haberse despe­ gado de la misma. Tal despegue significa hoy en día intentar en el or­ den del conocimiento lo que intentan aquellos que son verídicos adultos en el orden del comportamiento social, a saber, enfrentarse a

lo real dejar de mecerse exclusivamente por el tan precioso imagina­ rio infantil. La cuestión, como antes sugería, concierne no solo a la ciencia, sino también al arte, la arquitectura y finalmente al conjunto de acti­ vidades del espíritu. En muchas ocasiones he comentado una frase de Eduardo Chillida, que da título a este apartado, en la que el escultor expresaba su profunda intuición de que, por mucho que pueda pare­ cer lo contrario, no hay plano alguno que no tenga un reviramiento, es decir, no hay plano que no deje de ser tal, si por plano entendemos esa ausencia de curvatura a la que respondían nuestras intuiciones es­ colares. Para abordar el asunto conviene una reflexión en términos elementales sobre la jerarquía entre las dimensiones del espacio.

NI RECTA (CLÁSICA) EN SUPERFICIE CURVA . . . NI PLANO (CLÁSICO) EN ESPACI O CURVO

La aparente obviedad de la frase que da título puede hacer sor­ prendente la prudencia consistente en introducir la precisión «clá­ sica». Entiendo por tal la línea digamos de siempre, aquella que res­ ponde a la concepción anclada de la rectitud, y a la que he presentado

254

F I LO S O FÍA. I NTERRO GACIONES QUE A TO DOS CONCI ERNEN

(en boca del propio Euclides) solo como un caso particular de obe­ diencia a tal concepto. Si la superficie de mi hoja de papel está cur­ vada, es evidente que toda línea inscrita en ella hereda tal curvatura, y no hay pues manera de hacer una línea recta. Concretamente, no hay manera de trazar una línea recta sobre la superficie de la Tierra. Arrancando en esto que parece tan elemental, acéptese por un momento que esto es generalizable a dimensiones superiores. Es de­ cir, si en lugar de tomar como punto de arranque con estructura ya dada (en este caso el ser curva) una base de dos dimensiones, tomára­ mos una de tres dimensiones, entonces la estructura de esta base de­ terminaría de inmediato la de toda entidad de dimensión inferior. Limitando el problema, por el momento, a las tres dimensiones ten­ dríamos lo siguiente: Si el espacio tridimensional es plano (siempre en el sentido convencional del término) , planas serán de inmediato las entidades bidimensionales que lo configuran, mas si tal espacio fuera curvo, tales entidades bidimensionales serían asimismo curvas. Y

una precisión respecto a la primera hipótesis: Que las superficies del espacio plano sean planas, no supone

desde luego que no quepan en tal espacio superficies curvas; cabe de­ cir que las primeras tienen capacidad de ser curvadas . . . , aprove­ chando que se da allí una dimensión suplementaria en la que cur­ varse. Nótese que esto también es aplicable a la línea en una superficie. Si esta es plana, la única forma de obtener una línea curva es aprovechar la segunda dimensión que allí se da. Cabe decir que una línea curva en una superficie plana no es realmente unidimen­ sional, pues tiene necesariamente una co-dimensión . Dicho de otra forma: uno solo puede imaginar la unidimensionalidad subsistiendo por sí misma en el marco de la rectitud. La unidimensionalidad de la curva es parasitaria, dependiente de la dimensión suplementaria que el

contexto ofrece. Pues bien, si en lugar de considerar la hipótesis de la línea en la superficie, �onsideramos la de la superficie en el espacio físico, entonces, suponiendo que el espacio mismo tuviera curvatura,

'vi ED I R Y CON F I GU RAR EL M U N D O (2)

255

ntenderíamos que sería imposible considerar superficies clásicas onstitutivas del mundo físico, entenderíamos que los planos que in­ teresaban a Eduardo Chillida fueran siempre planos «revirados».

LA TIERRA ES, PUES, REDONDA . . . ¡Y EL ESPACIO, CURVO!

Volvamos a la idea expresada en un epígrafe anterior. Ubicados en un punto de la Tierra y estimando (en conformi­ dad con la inmediata percepción) que esta es plana, tomamos una cuerda de un metro de longitud, y fijándola en un extremo con buen cuidado de mantenerla en tensión, la hacemos girar sobre la superfi­ cie del suelo, a fin de configurar un círculo. Al detenernos a medir la relación entre la circunferencia del círculo trazado y el radio, com­ probamos que es aproximadamente 2n y atribuimos la pequeña di­ vergencia que puede darse a imprecisiones debidas a accidentes del terreno o a la dificultad de mantener convenientemente la tensión de la cuerda. Supongamos que repetimos la operación, tomando cada vez una medida mayor de la cuerda (dos metros, tres metros, etc.), verifi­ cando a intervalos, a fin de asegurar que hemos procedido conve­ nientemente, si el lazo entre circunferencia y radio sigue siendo el previsto por la geometría aprendida en la escuela. Al principio, la di­ ferencia respecto a la cifra esperada será mínima y podremos seguir atribuyéndola a causas contingentes. Sin embargo, cuando el radio se hace grande, percibiremos que la razón 2n esperada difiere espec­ tacularmente de la efectivamente encontrada, que se va haciendo cada vez más pequeña . . . Ante la constatación de que no responde a la geometría eucli­ diana, y tras verificar que el eventual grado de incorrección no jus­ tifica la divergencia, no tendremos más remedio que dar cabida a la hipótesis proscrita: la superficie terrestre es esférica y no plana, de

256

F I LO S O FÍA . I NTERRO GACI O N ES QUE A TO DOS CONCI E RNEN

ahí que configurar en ella ámbitos circulares equivalga realmente a configurar ámbitos parabólicos, que se manifestarán tanto más evi­ dentemente como tales a medida que la parcela de superficie delimi­ tada sea más amplia. Basándonos en tal hipótesis, no nos sorprenderá ya que, traspa­ sado el análogo para nuestro punto en la Tierra de lo que el ecuador es para el Polo, la ratio entre circunferencia y radio se invierta . . . hasta aproximarse al infinito cuando el círculo alcanza el entorno del polo antípoda del que nosotros ocupamos. ¡ La Tierra es, pues, redonda! Pero nosotros queríamos trazar círculos planos, círculos propiamente dichos, añadiríamos, recordando nuestro aprendizaje escolar. En consecuencia, no escogeremos la su­ perficie terrestre como base de inscripción de nuestros círculos. Con­ sideraremos, sin ir más lejos, el plano tangencial y perpendicular al punto de la Tierra en el que nos encontramos, aquel que, en defini­ tiva, constituiría la Tierra misma si hubiera sido plana. Procediendo de la misma manera que anteriormente, tendremos con certeza como resultado una sucesión de círculos concéntricos tangenciales a la es­ fera terrestre. Pues bien, supongamos que la operación de medir la circunfe­ rencia de los nuevos círculos nos deparara la misma sorpresa que en el caso anterior. La ratio decrece progresivamente: de la esperada 2n, nos da la cifra 4 para determinada longitud r0 del radio y tiende a in­ finitizarse cuando nos acercamos a 2 r0• ¿Alguien nos ha hecho la jugarreta de poner una invisible su­ perficie esférica en lo que creíamos plano tangente al polo de la Tierra en que nos encontramos ? Hipótesis poco probable que queda descartada cuando, tomando un segundo y un tercer plano tan­ gente, obtenemos exactamente el mismo resultado. Sin duda la magnitud común r0, que en las superficies espacia­ les nos deparaba la rati.o circunferencia = 4 r0, no coincide con 1 /4 del ecuador terrestre, sino que es mucho mayor, pero tal constatación no

D I R Y CONF I GURAR EL M UNDO (2)

257

llevará más que a la siguiente conclusión: El grado de curvatura la superficie terrestre es quizás contingente, pero el grado de esfe­ idad de las superficies constitutivas del espacio es el corolario de la �rvatura inherente a este. La inevitabilidad de plegarse a las condi­ .ones topológicas, a la ley propia del espacio, es lo que hace de nues­ a sucesión de superficies circulares una sucesión de superficies pa-abólicas. Queda en el aire la pregunta relativa a qué puede hacernos pen­ r que el espacio sea efectivamente curvo, pregunta relativa, en urna, al peso ontológico de una u otra geometría; pregunta, en úl­ -ima instancia, sobre la geometría que se adecua mayormente a la ora de dar cuenta del entorno físico.

E FERA TETRADIMENSIONAL

Dado un espacio bidimensional, un sistema de coordenadas artesianas, y considerando magnitudes radiales r, entonces un círculo con centro en el origen viene determinado por el conjunto de los puntos x e y tales que x2

+

y2

=

r2 •

Veamos ahora las características geométricas de una esfera cláica. Siempre en un sistema de coordenadas cartesianas, esta vez tri­ dimensional suponiendo que el centro de la esfera coincide con el origen, la esfera viene determinada por el conjunto de puntos x, y, z que verifican x2

+

y2

+

z2

=

r2 •

Recuérdese que el área del círculo es 1tr2 y la longitud de la cir­ cunferencia es 2nr; asimismo que el volumen de la esfera es (4/3)7tr3 y el área de la superficie 4n r2 • Los estudiantes de matemáticas perciben al ver estas fórmulas que el área del círculo es la integral, respecto a la magnitud del radio, de la longitud de la circunferencia, de tal modo que el círculo puede ser interpretado como un continuo de circunferencias concéntricas

258

F I LO S O FÍA. I NTERROGACI O N ES QUE A TO DOS CONCI E RNEN

en el espacio euclidiano bidimensional. Perciben asimismo que el vo­ lumen de la esfera es la integral del área de su superficie. Esto signi­ fica, simplemente, que la esfera puede ser interpretada como un con­ tinuo de superficies esféricas en el espacio euclidiano tridimensional. Volveré sobre este punto crucial dentro de un momento. Supongamos que en lugar de tres variables se dan cuatro, es de­ cir, consideramos los puntos x, y,

z,

w, tales que x2 + y2 + z2 + w 2

=

r2 •

Tenemos entonces un pariente tetradimensional del círculo (bidi­ mensional) y esfera (tridimensional) , conocido como hiperesfe ra. Desde el punto de vista de la topología matemática, esta entidad no plantea problema de ningún tipo. El espacio cartesiano en que es descrita es de curvatura nula, como lo es el tridimensional en el que surge la esfera. La hiperesfera está perfectamente determinada por lo que a magnitud se refiere. Si el radio mayor es r, el «volumen» tetradimen-

n2 . r 4 . En cuanto a la «piel» tridimensional de la hiperes2 fera (el análogo de la superficie para la esfera) , su valor es 2n 2 • r3•

sional es

Podemos comprobar que también en este caso la «piel» equivale a la derivada del «volumen>>, o sea que la magnitud de la hiperesfera es la integral, respecto a la longitud del radio, del volumen de sus compo­ nentes tridimensionales, los cuales constituyen un continuo 2 9 •

Cuadro de valores correspondientes a círculo, esfera e hiperesfera. Se acepta la convención de llamar volumen, V, tanto al área del círculo como a la integridad de la hiperesfera; asimismo se denomina superficie, 5, tanto a la unidimensional circunferencia como a la tridimensional «piel» de la hiperesfera. 29

Círculo V

s

n · r2

'"'2n ·

r

Esfera

Hiperesfera

· r3 --

--

3

2

4n

4n · r2

n2 .

2 n2

r4

·

r3

f ED I R

Y

CONF I G URAR EL M UN D O (2)

259

; fóRMULA SIN FORMA?

Aunque la hiperesfera no plantee problema alguno para el tra­ amiento topológico-algebraico, sí es problemática cuando queremos ue nuestro concepto tenga correlato representativo. Cuando habla:nos de las relaciones métricas del círculo o de la esfera, tenemos -o odemos tener- la imagen del uno y de la otra, pero no ocurre tal osa cuando hablamos de las relaciones métricas de la hiperesfera. La xplicación obvia es que, siendo nosotros tridimensionales, al intro­ ucir una cuarta dimensión perdemos el horizonte intuitivo. Vemos la restricción que supone el círculo en una superficie plana y la que -upone la esfera en un espacio tridimensional plano, pero no vemos, no hay imagen, para la restricción que supone la hiperesfera en un espacio tetradimensional. Estamos aquí reducidos a funcionar mediante analogías: la hipe­ resfera es al espacio euclidiano tetradimensional como la esfera es al tridimensional. Pero el como es aquí muy diferente del que aparece en el enunciado siguiente: el círculo es a la superficie plana como la esfe­ ra es al espacio tridimensional sin curvatura. El segundo como vincula dos parejas de imágenes, mientras que el primero vincula una pareja de conceptos con imagen a una pareja con vacío representativo. En la hipótesis, ampliamente extendida, de que el espacio físico objetivo responde al modelo de la hiperesfera, nos sería imposible aprehender la forma de nuestro entorno cósmico. Mas entonces, ¿no es lo que realmente percibimos mero simulacro? No se trata tanto de simulacro como de abstracción, es decir, percepción como si subsis­ tiera por sí mismo de algo que se halla inmerso en una estructura más compleja, y que no tiene sentido alguno fuera de la misma. Que tanto en el caso del círculo como en el de la esfera y el de la hiperesfera la «piel» o contorno sea la derivada de lo «envuelto» significa en última instancia lo siguiente: El círculo se interpreta como continuo de circunferencias, y no como pivotar en espacio

260

F I LOSOFÍA. I NTERROGACI ONES QUE A TO DOS CONCIERNEN

euclidiano bidimensional de un radio sin curvatura; la esfera se in­ terpreta como continuo de superficies esféricas, y no como pivotar en espacio euclidiano tridimensional de un círculo máximo sin cur­ vatura; la hiperesfera se interpreta como .continuo de envoltorios tridimensionales curvados, y no como pivotar en espacio euclidiano tetradimensional de una suerte de esfera euclidiana. En otros térmi­ nos: las entidades descritas tienen componentes ca-dimensionados; componentes que reflejan su intrínseca curvatura, por lo que insta­

larse en tales componentes, supone coordinarse de manera curvilí­ nea. A ello me refería más arriba al indicar que no cabe recta sin curvatura en superficie esférica, ni superficie en espacio curvado que no sea «revirado». La inscripción en la hiperesfera de un ser inteligente tridimen­ sional, como lo es el ser humano, supone necesariamente una pér­ dida o abstracción. Tal pérdida puede, sin embargo, ser de dos tipos. El primero es el que acabo de mencionar: acoplamiento al curva­ do espacio tridimensional que constituye la piel. Veamos el segundo tipo. Supongamos que en la fórmula de la esfera x2

r2 nos atenemos al caso particular en que una de las tres variables, z por +

y2

+

z2

=

ejemplo, es igual a cero. Tenemos entonces la fórmula reducida a

x2 + y 2

r2 , o sea, tenemos un círculo. Así pues, el círculo surge como resultado de una suerte de talla en la esfera, una suerte de imagen in­ =

terna, siendo esta adecuación lo que hace que las ecuaciones que dan cuenta del círculo sean respetadas en el seno de las que dan cuenta de la esfera misma. Análogamente, si en la hiperesfera consideramos el caso particu­ lar en que una de las variables,

w por

mos de nuevo reducidos al caso x2

ejemplo, tiene el valor cero, esta­

+

y2

+

z2

=

r2 , es decir: La esfera

surge como una talla en la hiperesfera, al igual que el círculo emerge como una talla en la es�ra. Supongamos un ser inteligente tridimen­ sional habitando el marco que resulta de este seccionar la hiperesfera,

fEDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2)

261

ra abstracción de una de sus dimensiones. Tal ser no solo tendría una rcepción euclidiana (ello también le ocurriría al que se halla aco­ . lado a la piel curvada, pues la ca-dimensión se le escapa), sino que ra percepción correspondería a la objetiva estructura de su mundo.

L CORTE EUCLIDIANO

La consideración que precede resalta la importancia de que la fera corresponda a un valor determinado de una de las cuatro coor­ enadas de la hiperesfera, como el círculo corresponde a un valor de­ . rminado de una de las tres variables de la esfera. El círculo plano es na expresión abstracta o parcial de la esfera, como la esfera eucli­ iana es una visión abstracta o parcial de la hiperesfera. Ciertamente, ...onsiderar meramente la circunferencia del círculo, la superficie de la fera, o la «piel» tridimensional de la hiperesfera también equivale a abstraer, a considerar como separado lo inseparable (significación lite­ ral de abstraer). Mas, como decía, se trata de dos tipos de abstracción iferentes: En esta última la abstracción no evita dimensión alguna. La circunferencia en el plano x, y exige considerar ambas coordinadas . r la superficie en x, y, z exige considerar las tres. Simplemente se res­ uinge el espectro de la aplicación (en el caso de la circunferencia a ada x corresponde un y, siendo cierta la recíproca) y ello se hace de manera que no se evite la ca-dimensión, sino precisamente hacién­ dola resaltar, mostrando su inherencia a todos los componentes. Lo que he denominado talla en la esfera para resaltar el gran írculo (talla en el círculo para resaltar el radio o diámetro; talla en la hiperesfera para resaltar la esfera) constituye un tipo de abstracción particular en la que, de entrada, se sacrifica una de las dimensiones, acrificio que conlleva el de la ca-dimensión. Si la realidad física res­ ponde efectivamente al modelo de la hiperesfera, cabría conjeturar que los diferentes niveles de tal abstracción corresponderían a los di-

262

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

ferentes modos de emergencia de un orden euclidiano. Esta abstrac­ ción no es, sin embargo, deformante: como resultado de ella, en el círculo no se destaca una secante lateral, sino un diámetro; en la es­ fera no se destaca un círculo lateral, sino un gran círculo; en fin, en la hiperesfera no se destaca una arbitraria tridimensionalidad cur­ vada, sino la esfera. Ello implica que estar ubicado en la esfera supone una pérdida de dimensión, pero no un cambio de estructura; supone una percep­ ción parcial, pero no una percepción falsa. Conviene ilustrar esto con un ejemplo. Supongamos que el radio r de la hiperesfera mide 400 km, es decir, coincide con el radio de la Tierra. El valor 2 7t r 25.000 km corresponde entonces al de la circunferencia de un círculo construido a partir de r (y concretamente a la longitud de los llamados «grandes círculos» en la superficie terrestre, tales los meridianos). Recuérdese que al ser un círculo una talla estructural en la esfera, la circunferen­ cia del primero es una línea r�t� en la segunda (pues conforme a la _ definición general de recta dada por Euclides). Análogamente, al ser la esfera una sección de la hiperesfera, la superficie de la primera será una de las secciones planas de la «piel» tridimensional de la segunda, cuya circunvalación -mediante avance en una circunferencia­ equivaldría a circunvalar la hiperesfera. El incremento de dimensión al pasar del círculo a la esfera no supone aumento en la longitud de los grandes círculos respecto a la circunferencia; análogamente, el incremento de dimensión al pasar de la esfera a la hiperesfera no supone aumento de longitud en los «grandes círculos» que contornan. Si la Tierra fuera hiperesférica, dispondríamos de mayor superficie, pero no tardaríamos más en ha­ cer su circunvalación, es decir, en agotar un gran círculo. Pero, dado un punto de una superficie esférica, existe siempre un gran círculo que CQnduce a cualquier otro punto (véase más ade­ lante la evocación del llamado «mapa egocéntrico»). Si ello se verifica =

263

'. EDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2)

la hiperesfera, y si en lugar de la (imaginaria) hiperesfera terrestre nsideramos la (probablemente real) hiperesfera espacial, vemos : ue la mayor complejidad, el incremento en dimensión que supone modelo riemanniano del universo, no implica que los límites del . undo se hayan hecho para nosotros más lejanos. Sintetizaré la idea general. Cuando en la esfera asignamos a la oordenada z el valor O, surge el círculox, y; si el valor O se asigna a el círculo será x, z; en fin, tendremos el círculo y, z, asignando el ·alor O ax. Estos tres círculos son perpendiculares entre sí, y obtene­ mos la entera esfera haciendo pivotar las coordenadas. Aplíquese esto n cuatro dimensiones y obtendremos cuatro esferas perpendicula­ res, cuyo pivotar, como consecuencia de que lo hacen las coordena­ das, nos depara la entera hiperesfera. Una línea recta sobre la «piel» de la hiperesfera es una línea recta sobre la superficie de alguna es­ fera..., y finalmente la circunferencia de algún círculo. _'

CORTE EUCLIDIANO

VERSUS

ADECUACIÓN A

LA

CURVATURA

La consideración separada de lo inmerso que evocaba en el epí­ grafe anterior, esa abstracción literal de toda la complejidad que con­ lleva el que haya una variable suplementaria, ¿constituye nuestra re­ presentación del mundo, eso que el texto de Dostoievsky antes citado califica de «miserablemente euclidiana»? ¿Sería para nosotros el uni­ verso esa sección de la hiperesfera riemanniana que constituye la es­ fera ordinaria? No es seguro. Para un ser inteligente tridimensional hay a priori dos formas de vincularse a un espacio físico tetradimen­ sional, ambas suponiendo una pérdida: a) Pérdida de una de las dimensiones, equivalente a un tallar o seccionar la hiperesfera. Como resultado de esta abstracción la co-dimensión desaparece, surgiendo entonces una esfera

264

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

euclidiana (al igual que al seccionar la esfera siguiendo una de las circunferencias se destaca un círculo, y al seccionar el círculo se destaca una recta). b) Pérdida de densidad, pero mantenimiento de la curvatura. Ello equivaldría a ubicarse en una de las capas del continuo de entidades tridimensionales curvadas que constituyen la hiperesfera. Las cuatro dimensiones siguen operando, aun­ que una de ellas opere como ca-dimensión. La fórmula topológico-algebraica de la hiperesfera pone de re­ lieve que la curvatura no afecta a la hiperesfera como tal, sino al con­ tinuo de sus capas tridimensionales (análogamente a como, en la es­ fera convencional, lo curvado es el continuo de superficies, y en el círculo, el continuo de circunferencias). Veamos de nuevo el círculo. Como figura topológica determi­ nada por los puntos x e y tales que x2 + y2 r 2 exige considerar dos dimensiones. Cuando nos limitamos a su circunferencia, siguen es­ tando operativas las dos dimensiones x, y, pero de una manera restrictiva: en lugar de considerar la fórmula para todos los valores entre O y el radio r, consideramos solo el valor de este último. Como consecuencia de ello, a cada valor de x corresponde solo un valor de y, siendo cierta la recíproca. El resultado final es que las dos dimensiones cooperan en la formación de una entidad topoló­ gica unidimensional, una línea ... dotada -aspecto esencial- de co-dimensión, sin la cual no podría darse la curvatura. Análoga­ mente la superficie de la esfera es el resultado de que las tres di­ mensiones cooperan en la formación de una entidad bidimensio­ nal dotada de co-dimensión. Pues bien, lo mismo ocurre con la hiperesfera: sus sucesivas capas (y concretamente la que constituye su «piel») son el resultado de que las cuatro dimensiones cooperan en la emergencia de una entidad tridimensional dotada de ca-di­ mensión. =

EDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2)

265

� Una línea solo puede curvarse si la suponemos inscrita en una superficie. La entidad de la línea curva es, en este caso, dimensión uno, ca-dimensión uno. - Una superficie solo puede curvarse si la suponemos inscrita en un espacio tridimensional. La entidad de la superficie curva es dimensión dos, ca-dimensión uno. ' Un espacio tridimensional solo puede curvarse si lo supone­ mos inscrito en un espacio tetradimensional. La entidad del espacio tridimensional curvo es dimensión tres, ca-dimen­ sión uno30• Cojamos el caso de la superficie de la esfera. Para ubicar cada unto de la misma, en lugar de considerar un sistema de coordena­ a cartesianas tridimensionales como marco a priori donde tal su­ rficie constituye una doble restricción, podemos considerar coor­ enadas inscritas en la misma superficie, cuyas líneas rectas son los _randes círculos. Obviamente, estas coordenadas pegadas a la super­ ·1cie son curvilíneas, y no serán ya tres sino dos. Contemplada desde a perspectiva de las coordenadas curvilíneas, la superficie de la esfera '.10 es el resultado de una abstracción en la esfera, sino que constituye 1 punto de arranque. Nos situamos en un espacio bidimensional y :legamos a saber que tal espacio tiene curvatura ..., porque compu­ '"ando en él constatamos que no responde la geometría euclidiana. Por otro lado, si a partir de un punto trazamos círculos concén­ rricos, alcanzaremos uno con circunferencia máxima a partir del cual las circunferencias disminuyen hasta alcanzar la magnitud cero ... para empezar de nuevo el incremento. Ello como mero corolario de la curvatura positiva de la superficie. Análogamente, si se trazan esfe­ ras concéntricas en el curvado espacio de la piel de la hiperesfera, se 30 Una línea curva en el espacio supondría dimensión uno, co-dimensión dos; una superficie en el espacio tridimensional será de dimensión dos, co-dimensión dos, etc.

266

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

alcanzará una esfera con superficie exterior máxima a partir de la cual las superficies irán decreciendo, hasta alcanzar la magnitud cero... para empezar de nuevo el incremento. Estoy simplemente indicando que si el marco físico tridimensio­ nal tiene curvatura es imposible que las restricciones esféricas que en el mismo podamos efectuar a fin de formar esferas den como resultado algo que responde objetivamente al modelo euclidiano. En suma, no hay esfera clásica compatible con la ca-dimensión del espacio. Obviamente esto no tiene traducción representativa para seres instalados en lo que antes calificaba de sección o talla en la hiperesfera.

PARADIGMA CARTOGRÁFICO

La esfera terrestre es representada usualmente en las aulas escola­ res mediante yuxtaposición de dos hemisferios, el este y el oeste, o eventualmente, el norte y el sur. ¿Qué ventaja tiene tal duplicidad? Fundamentalmente la de evitar el siguiente escollo: supongamos que queremos representar el mundo desde una ubicación precisa, la ciu­ dad de Barcelona, por ejemplo. Un método será el de ir trazando círculos concéntricos puntualizando las ciudades que se hallan a la misma distancia. Montpellier, Valencia, Palma y Zaragoza constitui­ rán puntos de un primer círculo; Lyon, Alicante, Roma y Valladolid puntos de un segundo círculo, etc. (las ciudades han sido elegidas sin ninguna verificación). Tal proceder permitirá una representación rela­ tivamente correcta hasta un momento preciso, a saber, aquel en que se pasa al otro hemisferio, pues entonces los círculos objetivos son cada vez más pequeños, mientras que los círculos en nuestro mapa son cada vez más grandes. Cuando nos acercamos a las antípodas (Mel­ bourne, más o menos) la incongruencia es ya total, pues las distancias objetivas, y por ende"'los círculos, tienden a cero, mientras que en nuestro mapa siguen incrementándose. ¿Razón de ello? Simplemente

267

iEDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2) ...

imposibilidad de re-presentar («volver a presentan>) en un espacio curvatura nula lo que acontece en un espacio de curvatura positiva. Dado que nos hallamos inmersos en un espacio tridimensional, representación de una superficie esférica en una superficie plana ruralmente puede ser evitada, como lo prueban las esferas en las las escolares. Muy diferente sería la situación si nosotros fuéramos Tes bidimensionales, confundidos con la superficie terrestre. Al no der representar la ca-dimensión, no podríamos representar la cur­ mra. Aun teniendo razones para estimar que nuestro mundo pre­ ·nta curvatura y, por consiguiente, que a las dos dimensiones en que ·irnos ha de añadirse una ca-dimensión, nos sería imposible tener intuición correspondiente al concepto correcto de nuestro en1rno. La cartografía no produciría réplicas a escala de la esfera, sino . 1pas de esta misma, correctos desde el punto de vista de la direc­ n y las distancias en el entorno inmediato, pero absolutamente ..: armados cuando nos alejamos de él. Más importante aún: la percepción directa del mundo no nos ría tampoco nada más que un mapa, mapa cuyo soporte es lo anscrito, pero deformado respecto a él, ya que ha sido percibido sin asgo esencial de su curvatura intrínseca. Pues bien, nosotros no o nos hallamos inmersos en el espacio tridimensional, sino que mos objetivamente tridimensionales, con una facultad representa­ . a ellada por esta condición. De ahí que las razones determinantes para sospechar que el es­ io mismo tiene un grado de curvatura no sean fácilmente traduci­ en el registro representativo. Tal traducción pasaría, en primer ar, por la posibilidad de construir un objeto que tuviera las caracri ricas de una hiperesfera, la cual, en el registro meramente topo­ ico tiene un concepto propio y perfectamente consistente. En a aula escolar hay una pequeña réplica del globo terrestre, pero parece claro que podamos encontrar asimismo una pequeña ré: a del hiperglobo cósmico. ·

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

La cuestión es perfectamente planteable en términos kantianos (sin que ello signifique que se acepte como palabra evangélica la po­ sición del filósofo alemán): Sea cual sea la estructura del mundo ob­ jetivo (formulación que ya supone un distanciamiento respecto a Kant), ¿no hay fundadas razones para estimar que la métrica de cur­ vatura nula es correlativa de la forma misma en que para nosotros se dispone el mundo? Esta forma (a priori, según la jerga kantiana) posibilita la apre­ hensión de superficies curvas en tres dimensiones, pero excluye la aprehensión de espacios tridimensionales curvados en cuatro dimen­ siones. Al igual que un ser bidimensional, al no poder usar una de las dimensiones del espacio como ca-dimensión, solo podría representar la superficie de la esfera terrestre como plana, el ser tridimensional que constituimos solo alcanza a representar una capa tridimensio­ nal de la hiperesfera como esfera estándar. Y si en la superficie bi­ dimensional plana los círculos post-ecuatoriales parecen seguir incre­ mentándose, lo mismo sucedería con las capas post-ecuatoriales (las que se hallan al otro lado en la hiperesfera) cuando lo para nosotros plano es el espacio de tres dimensiones.

METABOLÉ EN LOS TRIÁNGULOS

Si el espacio no es más plano que la Tierra misma, desde luego la kantiana forma de la intuición, que nos mueve a pensar lo con­ trario, sería una sorprendente prueba de lo inadaptado de nuestra condición respecto al entorno físico. Sin duda, no es seguro a priori que la intuición de espacio y tiempo sea necesariamente con­ forme a lo que Kant indica. A priori no es seguro que no se trate de intuición forjada por alguna modalidad de costumbre o prejui­ cio. Y al respecto calft al menos evocar la obra de determinados ar­ tistas, de la que literalmente nada se percibe porque las gafas eucli-

\1EDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2)

269

dianas con las que la contemplamos resultan inadecuadas para su abal aprehensión. No bastaría decir que estos artistas, en lugar de ubicarse tridi­ mensionalmente como resultado de hacer una talla o sección en la hiperesfera lo hicieran en la modalidad de restricción que mantiene la ca-dimensión; no bastaría decir que se hallan instalados en la piel uidimensional de la hiperesfera, en lugar de hallarse instalados en la esfera. Pues concluir que el espacio se halla necesariamente curvado como resultado de que la geometría euclidiana falla en él es lo pro­ pio del físico ... no lo propio del artista. Si en el arte la intuición empírica y la forma que la posibilita tienen el peso que ordinaria­ mente se le otorga, y si se concede que para un ser tridimensional no cabe aprehensión de la ca-dimensión del espacio, ¿cómo enten­ der la frecuente presencia de obsesiones no euclidianas en tantos ar­ tistas? Artistas de obra no solo plástica o escultórica, sino, asimismo, literaria (tal el ejemplo de la esfera de Dante a la que más adelante me refiero). Una conjetura sería que para un ser tridimensional, aun esca­ pándosele la curvatura del espacio, podría percibir la necesaria ca-di­ mensión en las variedades bidimensionales constitutivas del mismo. Se trataría de pasar de la constatación de la curvatura accidental de superficies, al reviramiento de todo plano (por ejemplo, en los ma­ teriales que el artista moldea). Hay aquí quizás un auténtico criterio. El problema trasciende incluso el de superar la identificación del espacio a la curvatura nula. Desde luego para este dar razón, que constituye la exigencia primera de la disposición filosófica, será necesario dejar de considerar axiomático (en el sentido griego de evi­ dente) que los tres ángulos de un triángulo miden dos rectos, cosa que solo ocurre en un espacio de curvatura nula. Mas ello ni siquiera es suficiente, pues ha de considerarse la hipótesis de que la curvatura

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270

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

del espacio dependa de �tras variables -por ejemplo, de un material que constituyera su soporte- de forma tal que la curvatura oscilara. En tal caso, los tres ángulos de un triángulo podrían ahora (o aquí) sumar dos rectos y en otro momento (o allí) sumar más o menos que esa cantidad. Hipótesis, esta de los triángulos sometidos a aristotélica metabolé, escandalosa sin duda para la ortodoxia newtoniano-kan­ tiana, pero no para el propio Aristóteles, quien se refiere explícita­ mente a ella en un texto que constituye una auténtica premonición de las eventualidades no euclidianas: Si se supusiera que el triángulo no está sometido al cambio

(me metabalein) entonces sería imposible pensar que la suma de sus ángulos vale ahora dos rectos y ahora más de dos rectos (Metafísica, 1052ª,

6-7).

Tal suposición era, sin duda, cara a los platónicos. En La Repú­ blica, Platón nos dice que los geómetras se ocupan de triángulos em­ píricos, que son en realidad pseudotriángulos, pero que sus construc­ ciones solo se refieren al triángulo en sí, liberado de las perturbaciones inherentes a la materia. Todo ello, sin embargo, es perfectamente ajeno al espíritu del aristotelismo, donde no caben ni triángulos abso­ lutos, ni humanos desencarnados, y donde, en consecuencia, unos y otros están sometidos necesariamente a cambio, a metabolé.

ESFERAS ADYACENTES

Habíamos visto que la hiperesfera se construye topológicamente en un espacio euclidiano tetradimensional, como la esfera en uno tri­ dimensional, y el círculo en el bidimensional. En cada uno de los tres casos, sin embargo, cab�posicionarse en la «piel» de la entidad topoló­ gica ya generada, y entonces el sistema de coordenadas deja de ser car-

MEDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2)

271

resiano en un espacio sin curvatura para ser curvilíneo en un espacio de curvatura positiva y constante. Al dar este paso, el marco de inscrip­ ción pierde una dimensión ... ganando sin embargo una co-dimenión: Dimensión 1, ca-dimensión 1 en el caso de la circunferencia; di­ mensión 2, ca-dimensión 1 en el caso de la superficie esférica; �n fin, dimensión 3, ca-dimensión 1 en el caso de una capa hiperesférica. Trabajando en la superficie de la esfera y ateniéndose a coorde­ nadas curvilíneas, al fijar un punto y hacer pivotar un segmento de recta, surgirá un círculo cuya circunferencia será siempre menor que 21tr. Cuando el radio se incrementa, la diferencia respecto a la razón esperada es ya espectacular. Para una cierta magnitud del radio la cir­ cunferencia alcanza un límite, a partir del cual empieza a decrecer, hasta el extremo de llegar a ser nula ... momento en que se incre­ menta de nuevo. Para un observador situado en la antípoda el mo­ mento en que las circunferencias vuelven a incrementarse constituirá el punto de partida. Habíamos visto esto en un epígrafe anterior, y lo evoco por­ que será la base del «experimento mental» que ahora sigue, y que no pretende ser otra cosa que una suerte de aproximación metafó­ rica para paliar la dificultad de intuir cómo se presentan.las cosas en la hiperesfera 31• 31 Nótese de entrada la dificultad que tendríamos para construir una esfera ordinaria en es­ tas circunstancias. Tal dificultad sería una prueba más a la hora de desbaratar nuestra eventual ilusión de hallarnos en una superficie de curvatura nula. La esfera puede ser considerada como un sólido generado por un círculo de radio r, en el cual se fija un diámetro y se hace pivotar, en torno a él, un semicírculo. En el pivotar del semicírculo, las perpendiculares al diámetro confi­ guran círculos paralelos entre sí que son constitutivos de la esfera como tal. En la hipótesis de que la superficie de inscripción del círculo tiene curvatura positiva y constante, también la tie­ nen los segmentos de líneas rectas perpendiculares al diámetro por cuyo pivotar surgen los evo­ cados círculos paralelos, y naturalmente también tienen curvatura estos mismos. Si los segmen­ tos paralelos que pivotan son relativamente pequeños en relación con el grado de curvatura, la convexidad apenas será perceptible, y la esfera resultante de hacer girar el semicírculo será prác­ ticamente convencional. Sin embargo, cuando el grado de convexidad se acentúa, la pertur­ bación topológica rápidamente empezará a hacerse perceptible (nótese que la diferencia entre convexidad y concavidad depende simplemente de la posición del observador. Para el que está ubicado en un lugar erigido en polo de una superficie esférica, esta es convexa, mientras que el

272

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Asumamos la hipótesis de que nuestro espacio tridimensional está positiva y monótonamente curvado. Vivimos, pues, en una capa de una hiperesfera. Cabe añadir (aspecto que se tratará más adelante) que tal hiperesfera está en expansión. Mas entonces, dado que noso­ tros vivimos ahora, nos hallamos ubicados en la última capa, en la piel, de la hiperesfera. Al igual que desde un punto de la esfera un ser bidimensional percibe círculos concéntricos que se le antojan sin curvatura, desde nuestro lugar en la piel de la hiperesfera abarcamos un continuo de esferas concéntricas que parecen no tener ca-dimensión. Sin em­ bargo, por analogía con lo que ocurría con los círculos, podem�s su­ poner que la secuencia de esferas alcanza un límite, a partir del cual la superficie esférica decrece, y asimismo que tal decrecer no se detiene hasta alcanzar la magnitud cero ... momento a partir del cual las su­ perficies se incrementan de nuevo. Respecto a este hecho de que la magnitud de las circunferencias de las esferas se aproxime a cero, cabe decir que la curvatura del espacio ha logrado dar cuenta de la distan­ cia producida por la radiación. Pues bien, la neutralización de la dis­ persión radial en razón de la curvatura se completa suponiendo que la expansión misma tiene curvatura. Alcanzamos enton ces no solo una imagen cualitativa de la hipótesis de que una esfera sea límite co­ mún (es decir, marque la continuidad) de dos secuencias de esferas concéntricas, sino de que al alejarnos en el espacio tridimensional to­ pamos con su origen ... encuentro inconcebible sin eso que se lla­ mará más adelante la curvatura del espacio-tiempo. Lo esencial reside

que la contemplara desde el interior la vería cóncava). Supongamos un círculo con un diámetro vertical sobre el cual todo pivota. El hecho de que este diámetro no sea una línea recta, o, al me­ nos, una línea recta estándar, se traduce espectacularmente de la forma siguiente: al proceder a medir la superficie de la esfera en cuestión, no resultará la esperada cifra 47tr2, sino una cifra dis­ tinta, y ello como mera consecuencia de que 47tr2 corresponde a esferas cuyas circunferencias miden 2nr (6,28 r), lo cual, como hemos visto, no se verifica en nuestro caso (distinta, asimismo, que la esperada 4/3(7tr3) será ta'"cifra designativa del volumen). La distorsión será más o menos grande según la magnitud del círculo vertical de arranque.

MEDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2)

273

siempre en la considerada noción de ca-dimensión, o complemento de dimensión, que va unida a la idea de una curvatura. He señalado múltiples veces que si llegamos a tener indicios su­ ficientes de que el espacio está curvado, hemos de concluir necesaria­ mente que el espacio conlleva una ca-dimensión. Ahora bien, tal in­ dicio suficiente lo constituiría simplemente el llegar a constatar que, sea cual sea la superficie de inscripción, la razón entre las circunfe­ rencias y los respectivos radios de los círculos concéntricos trazados en cualquier superficie espacial es menor que 27t r, y ello en razón de que, al incrementar los radios, la dispersión entre ellos se incrementa en menor proporción que en el espacio euclidiano. Indicio asimismo sería el constatar que la sucesión de esferas concéntricas tiene en una esfera que algún autor ha calificado de ecuatorial un límite, a partir del cual el incremento del radio se traduce en reducción de la magni­ tud de las nuevas esferas. En la medida en que la esfera ecuatorial engloba dos secuencias de esferas, entonces, cabría representar lo así concebido mediante yux­ taposición de dos órdenes esféricos y la convención de que la superfi­ cie exterior de ambos es en realidad la misma. En tal caso calificaría­ mos el centro de la primera secuencia de esferas de punto de arranque en el espacio tridimensional (el punto del espacio curvo que por nuestra presencia ha sido erigido en polo), y el centro de la segunda secuencia sería aquel en el que el grado de curvatura ha lle­ gado a neutralizar la separación radial. En el polo opuesto de la Tierra, nuestro antípoda ve los círculos concéntricos incrementarse pero concibe que, sin embargo, están confluyendo a nosotros. Tal álter ego cree, además, que, siendo la Tierra esférica, pero no el espacio, una línea recta estándar lo vincula a nosotros como eje de la Tierra. Análogamente podemos considerar ue, desde el lugar de confluencia de los radios que vemos distan­ iarse entre sí y de nosotros, un álter ego espacial percibe no solo un proceso simétrico, sino también una línea recta.

274

FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

Recordando que (en razón de la finitud de la velocidad de la luz) contemplar la lejanía espacial es contemplar lo alejado en el tiempo, se barruntan razones para aventurar que, si algún prodigioso avance en la acuidad de nuestros instrumentos perceptivos nos per­ mitiera contemplar el lugar de confluencia del espacio, estaríamos pura y simplemente contemplando el origen de nuestro mundo en el tiempo (aquello que míticamente suele designarse por big bang). No obstante, la eventual captación por nuestros instrumentos perceptivos de la radiación originaria (una fotografía de esta, por ejemplo) nos proporcionaría la forma de una esfera que, sin duda, daría testimonio del carácter homogéneo e isótropo (garantizador de la igualdad en todas las direcciones de la velocidad de la luz) de la distribución galáctica, pero que no dejaría de ser una esfera. Y al igual que en el mapa egocéntrico al lugar antípoda un punto en la esfera se traduce en la circunferencia mayor, nuestra percepción euclidiana del origen espacio-temporal se traduciría en la esfera más alejada de nosotros.

DIGRESIÓN: DE DANTE A RlEMANN

Algunos autores que reflexionan sobre el problema de las con­ diciones de posibilidad de que sea para nosotros perceptible la esfera de Riemann, suelen referirse a la Divina Comedia de Dante, y con­ cretamente al libro «El Paraíso», donde se encontraría una premoni­ ción literaria de esta sorprendente entidad topológica. Desgraciada­ mente la mayoría de ellos se limitan a una evocación, y ni siquiera nos ofrecen un comentario sustentado directamente en el texto. Pi­ cado por la curiosidad, he querido yo mismo explorar los pasajes en cuestión. Presento el texto en una excelente versión castellana de Án­ gel Crespo. Veamos el �ontexto. Remontándose por esferas concén­ tricas en torno a la Tierra, tras el cielo de las estrellas fijas, el poeta ha

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ido conducido por Beatriz al cielo del Primer Móvil, del cual la ama afirma que constituye la matriz misma del Tiempo 32 . Desde allí y sin elección de ubicación privilegiada 33, el poeta ontempla el Empíreo, universo adyacente al nuestro por ser común a ambos la esfera del Primer Móvil. Lo que desde allí se ofrece es sin­ retizado en los versos que ahora transcribo: Y, al volverme y [mis ojos] ser tocados

por lo que manifiesta aquella pieza, cuando sus giros son bien observados, vi un punto que irradiaba una clareza tan aguda, que al ojo que la enfoca le obliga a que se cierre su agudeza: [ ... ] de aquel punto distaba un cerco ardiente, girando más veloz que aquel recinto que ciñe al mundo más rápidamente. De aquel cerco un segundo era precinto, de este un tercero, un cuarto del tercero; ceñía el quinto al cuarto, el sexto al quinto, seguía arriba el séptimo; e infiero, dada su anchura, que el nuncio de Juno no bastaría a contenerlo entero. Así el octavo y nono, y cada uno más lento se movía, según era en número distante más del uno; y tenía la llama más sincera

el más vecino de la chispa pura, porque en la verdad de ella más se envera. Mi dama, cuando vio que tal figura me suspendía, dijo: 32

Dante Alighieri, pág. 325. Ibíd.

1977, 33

Divina Comedia,

III, trad. de Ángel Crespo, Seix Barral, Barcelona,

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

depende el cielo y toda la natura. Mira el cerco que de él se halla más junto, y sabe que el girar suyo es más presto por el famoso amor de que es trasunto. Fuese el mundo, dije yo, como están estas ruedas ordenadas, me saciaría lo que me es propuesto; mas las vueltas son más divinizadas en el mundo sensible, en la medida en que del centro se hallan alejadas.

[ . . ]34. .

La paradoja topo-cronológica de la coincidencia de la esfera úl­ tima de nuestra percepción actual con un punto coincidente con el origen del tiempo se complementa con la de que tal esfera es límite común que marca la continuidad entre dos secuencias de esferas con­ céntricas. Ambas quedan analógicamente reflejadas en estos versos del canto XXXVI II del Paraíso de la Divina Comedia, que cabe com­ pletar con estos otros del canto XXVII: que a los vapores vi nevar triunfantes de ��estro lado al círculo superno35.

Versos a los que siguen estos otros: Cuando me vio mi dama remitido de mirar hacia arriba, dijo:

mirando abajo el giro que has cumplido. Y, desde que miré desde allí encima,

Me vi movido por el arco entero que hace, del medio al fin, el primer clima 36. 34 35 36

lbíd., págs. 329-33 1. Ibíd., pág. 32 1. Ibíd., pág. 323.

MEDIR Y CONFIGURAR EL MUNDO (2)

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El Empíreo (universo hacia el cual cae la nieve del Primer Mó­ vil) es un mundo de esferas concéntricas con centro en un punto en cuya proximidad la velocidad de las esferas se acentúa ... Este último aspecto pone de manifiesto su mayor lejanía real con respecto al cen­ tro que constituiría la Tierra. La violación del buen sentido que supone la versión conceptual de lo descrito por Dante queda parcialmente paliada cuando mera­ mente nos abrimos a la hipótesis de que el espacio no responde nece­ sariamente a la percepción inmediata que de él tenemos. Ya sea por lo extremadamente limitado del alcance perceptivo, ya sea porque nuestra intuición a priori obedece efectivamente a la geometría eucli­ diana, lo cierto es que la obediencia a tal percepción no permite for­ jar ni una geometría ni una topología que sirva para dar razón de los fenómenos, terrestres en particular o espaciales en general. Difícil es convencerse de que nuestros instrumentos (de los más sofisticados al mero ojo humano) sean aptos para forjar una imagen correspondiente a la geometría en la cual la paradoja topo-cronoló­ gica antes evocada deje de ser tal. Por decirlo llanamente, difícil es convencerse de que la geometría de Riemann llegue a tener correlato imaginario. Y ello por importante que sea el peso de intuiciones como la de Dante en la descripción de las dos secuencias de esferas ady:;icentes (o unidas por la esfera ecuatorial), que vincula nuestro mundo al del Empíreo. Permita o no ser imaginada (lo cual es clave para determinar si Kant tiene razón, en asignar una condición euclidiana a toda nuestra posible intuición), lo que sí es evidente es que la geometría de la es­ fera ecuatorial sí permite ser concebida y, en tal concepción, salvar la exigencia de que la radiación que procede de la última esfera espacial sea la de un punto en el reverso del tiempo. Si fuéramos seres bidimensionales confundidos con la superfi­ cie terrestre, viviríamos su curvatura pese a la imposibilidad en que nos encontraríamos de contemplar la condición de la misma en la

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNEN

tercera dimensión. Pues el hecho de que las mediciones geodésicas (y no las euclidianas estándar) dieran cuenta de nuestro entorno nos permitiría colegir que una tercera dimensión sirve de marco para que nuestro mundo se pliegue. Cabe decir análogamente que nuestra constitución tridimen­ sional hace imposible tener aprehensión de la cuarta dimensión más que por la vía indirecta del silogismo. Siendo la geometría euclidiana impotente para explicar nuestro entorno, se da necesariamente un marco para la curvatura, del que el grado de esta es cifra. Si en la tentativa de representación de todo esto, introducimos en algún re­ gistro la palabra tiempo, entonces debe precisarse: Tiempo del que dan testimonio conceptual las huellas de curvatura en el espacio, y testimonio representativo la percepción de la lejanía de este, asunto para cuya comprensión resulta útil el tema de cartografía antes evo­ cado. Recuérdese que la última circunferencia en el mapa bidimen­ sional sin curvatura corresponde al punto antídoto en la esfera; aná­ logamente la última esfera que alcanzarían nuestros instrumentos perceptivos correspondería a un punto originario que es el origen del tiempo. Para completar este apartado véase el anexo técnico «Teoría de la Relatividad».

TIEMPO: MEDIDA DEL CAMBIO CORRUPTOR Aristóteles para referirse a imágenes para nosotros vinculadas a la palabra tiempo utilizaba dos términos, krónos y aión. El primero designa el tiempo en el sentido en que nosotros lo entendemos de in­ mediato: a saber, con carácter de irreversibilidad. El estagirita define krónos no ya como cifra del cambio, sino como cifra del cambio des­ tructor. Pues bien, para 4-a comprensión de este tiempo aristotélico es muy útil el hojear en un libro elemental de física el segundo princi-

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pio de la termodinámica. Haré aquí algunas consideraciones genera­ les, remitiendo al anexo técnico «Lugar y tiempo aristotélicos» para una consideración más detallada. En las referencias al tiempo de la física clásica, a ese tiempo al que se enfrenta Einstein, marco newtoniano en el que los fenómenos pasan y que, como atributo de Dios, sería previo a la creación de los mismos, suele pasarse por alto una serie de equívocos. Se acepta que ese tiempo es irreversible y que por consiguiente es irreductible a una de las coordenadas espaciales. Y se dice que el riempo produce efectos, obviamente en los cuerpos, aunque a veces, más o menos metafóricamente, se hable de las huellas del tiempo en entidades abstractas, como cuando nos referimos al inevitable decaer de grupos sociales, sociedades o enteras civilizaciones. ¿Queremos decir que metidos en el tiempo quedamos contami­ nados por el tiempo, que nos contagia su rasgo de irreversibilidad? Parece que algo así es lo que barruntamos cuando nos referimos a los efectos del tiempo sustantivo, aunque esto no deja de ser problemá­ tico: ¿Por qué la irreversibilidad habría de traducirse necesariamente en corrupción?; ¿por qué el efecto del tiempo no podría ser genera­ dor? En el referido anexo se indica que Aristóteles fue el primero en señalar que el ciclo de la generación no es un ciclo temporal, que el paso de la simiente a la planta es otra cosa que tiempo, que el tiempo es medida o· cifra de cambio ... destructor, que del tiempo no cabe es­ perar fertilidad alguna. Mas Aristóteles no habla en absoluto de un tiempo sustantivo, un tiempo que tendría características de irreversi­ bilidad corruptora en sí mismo. Aristóteles habla de los entes que pueblan el mundo, entes físi­ cos a los que acontecen cosas, algunas de ellas buenas para su perdu­ rar y hasta para. su mejoría, y otras no tanto. Algunas de las cosas que afectan a las sustancias físicas son cambios que las quiebran en algún rasgo importante, y para tales cambios reserva Aristóteles el término tiempo.

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Tiempo indisociable de las cosas, del pasar de las cosas, es sin duda el tiempo asociado al segundo principio de la termodinámica. Conviene antes de enunciarlo situarlo en un contexto: el primer principio de la termodinámica nos asegura que la energía ni se crea ni se destruye. Mas entonces, ¿por qué tanta preocupación ecologista sobre el tema? Obviamente en razón de que las formas de distribu­ ción del monto total de energía no son en absoluto indiferentes. Si la energía se distribuyera por igual en el universo, no habría propia­ mente universo, porque este consiste en una pluralidad ordenada, lo cual supone diferencias de concentración energética. Necesitamos crear y mantener disparidades energéticas posibilitadoras de trabajo, y sobre todo posibilitadoras de la generación de nuevas entidades, en particular vivas. Mas aquí es donde el segundo principio de la termo­ dinámica interviene, para recordarnos la imposibilidad de que la ge­ neración perdure, y de hecho recordarnos el precio en corrupción que supone cada acontecimiento constructivo. El segundo principio de la termodinámica se enuncia de dos maneras: 1) Máquina térmica: Es imposible que un artefacto recoja ca­

lor de una fuente, la convierta exhaustivamente en trabajo y empiece de nuevo el ciclo en las mismas condiciones de integridad. 2) Refrigerador: Es imposible que un artefacto extraiga calor de un medio más frío a otro más cálido, sin gasto suplementa­ rio de energía. Cabe demostrar que ambos enunciados se implican mutua­ mente. Obviando explicitaciones relativamente técnicas, que facilitan desde luego la comprensi6n de lo que se halla en juego, me limitaré a extraer alguna consecuencia.

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La referencia en el primer enunciado a la imposibilidad de que la máquina mantenga las condiciones de integridad indica que la única manera posible de convertir exhaustivamente energía en tra­ bajo, es decir, de alcanzar una productividad sin residuos ni contami­ nación, es que la máquina misma pague, por así decirlo, las conse­ cuencias. Si no es el caso, entonces ha de perder parte de la energía calorífica que ha de quedar depositada en algún lado. ¿Puede este monto de calor quedar depositado en un lugar más caliente? Even­ tualmente sí. Pero, en función del segundo enunciado, solo si hay gasto suplementario de energía ... una parte de la cual sería residual, y entraríamos en un ciclo. Para evitar el ciclo conviene que el medio en el que se vierten los residuos sea más frío. De ahí el enunciado global del principio por Sears: No es posible ningún proceso cuyo único resultado sea la ex­ tracción de calor de un recipiente a una cierta temperatura y la absor­ ción de una cantidad igual de calor por un recipiente a temperatura más elevada.

Supongamos que una habitación está a veinte grados y la tem­ peratura exterior es de cuarenta. Al abrir las ventanas una porción de calor penetra. Estamos ahora a veinticinco grados, de nuevo con las ventanas cerradas. Si las volvemos a abrir, ¿podemos confiar en que los molestos cinco grados de calor que han entrado vuelvan a salir? Vana esperanza, mientras en el exterior la temperatura sigua siendo más alta, pues el paso del calor de un recipiente más cálido a uno más frío es un proceso irreversible, irreversible a menos de disponer de un frigorífico, el cual para funcionar debería extraer calor de al­ gún lado exterior al sistema, una parte del cual debería ser remitida a un medio más frío ... Sea un sistema cerrado como por ejemplo dos habitaciones co­ municadas entre sí y herméticamente aisladas del exterior, y supon-

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gamos que hay entre ellas una diferencia de temperatura. Lo máximo que cabe esperar es que no pase nada (que no se abra la puerta her­ mética que las separa, por ejemplo) pues de haber algún aconteci­ miento, este se traducirá en mayor nivelación de la temperatura, es decir, en un proceso irreversible. Un proceso irreversible como el paso del calor del medio más cálido al medio más frío es de hecho un incremento en el nivel de desorden. Tal incremento ha recibido el nombre de entropía. El uni­ verso es obviamente un sistema cerrado y por consiguiente la única manera de que no se incrementara el desorden sería que en él nada ocurriera. Tal no es el caso, y por ello los procesos irreversibles se per­ ciben por doquier. Dicen las convencionales crónicas que Tutankamon, tras haber vivido sus primeros años en Tebas, pasó su adolescencia en Egipto central, en una ciudad entonces llamada Akhetaton, que se había convertido en la sede de la corte. Al parecer su vida transcurría har­ mónicamente, participando en las fiestas populares y haciendo largos paseos con sus tutores en la campiña que circundaba la ciudad. *

*

*

El rostro del faraón ha sido contemplado por vez primera, y después literalmente expuesto ante los ojos del orbe ... para que los mortales usuarios de Internet podamos constatar la inutilidad de la tentativa que la pirámide suponía. Pues el faraón, simbólicamente inmortal, se sabía mortal de facto. Y sabía que la muerte, además de pérdida del alma, significaba intolerable desintegración del cuerpo. El óxido abría poros en los despojos mortales y el óxido era algo que estaba en la atmósfera. Por eso el faraón se protegía de esta. El bál­ samo, y la piedra forjando pirámide, protegerían de ese exterior del que el mal radical pro�nía, pues si el melancólico se siente matriz principal de su herida, nunca el mal es interno para el paranoico. El

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úd del joven faraón se halla escoltado con una imagen de Osiris, íos llamado a volver de entre los muertos. Mas la pirámide que nsiguiera el más radical hermetismo no podría sin embargo esca­ ar al destino de los sistemas aislados. También en la pirámide acaba nciendo el equilibrio térmico y por ello también para Tutankamon 1 óxido sembró cristal y níquel».

I RREALIDAD FÍSICA Y PESO ANTROPOLÓGICO DE TIEMPO Y ESPACIO B OLUTOS (LO IRREDUCTIBLE DE KANT)

Abordar el asunto que aquí meramente evoco exige considerar algunas implicaciones filosóficas de la teoría einsteniana que más adelante se discuten. Asúmase desde ahora que, incluso si las estruc­ ruras espaciales en las que nos insertamos tienen objetivamente cur­ vatura, esta no es apreciada subjetivamente en la escala de las peque­ ñas distancias y pequeñas velocidades, escala que constituye el marco de nuestra cotidianeidad. De entrada, la superficie de la Tierra se muestra plana, aunque rica en singularidades topológicas, como va­ lles y montañas. Descartes atribuía valor de verdad tan solo a lo que trascendía la dicotomía soñando-despierto. En la medida en que en el orden de ueño rigen las proposiciones de la matemática, y concretamente las de la geometría euclidiana, lo onírico se halla sometido a una métrica (lo cual, dicho sea de paso, dificulta el mantenimiento rígido de la polaridad res cogitans-res extensa). Para que la métrica euclidiana deje de contar como verdad a la que obedece tanto la imagen onírica como la imagen empírica, Des­ cartes ha de introducir la hipótesis del genio maligno. Si obviamos tal invitado, entonces es verdad que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Pero verdad ¿en qué sentido? No desde luego en el mismo sentido que se verifica (o no) la presencia de

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Luca Pes en la cafetería. No se trata de una verdad empírica ..., pero tampoco se trata de una ilusión. Quizás se trata realmente de una ver­ dad que es condición de posibilidad de la verificación de las verdade empíricas y así, de alguna manera, verdad como condición de posibili­ dad de la experiencia, es decir, kantiana condición trascendental. Hay dos maneras de intentar decir que la Teoría de la Relativi­ dad no invalida la concepción kantiana del tiempo y el espacio. La primera consiste en aseverar pura y simplemente que Kant Einstein no están hablando de lo mismo. Y ello en razón de que, por hipótesis, la problemática filosófica sería, no solo irreductible a la problemática científica, sino carente de lazo con ella, salvo en un sentido superficial. Desoladora tesis, tanto más cuanto que a veces se escucha de labios que merecen todo respeto. La segunda posición parte de lo siguiente: Al presentar al sujeto trascendental como portador de un tiempo y un espacio que, siendo condiciones de posibilidad de constitución de los objetos, resulta que coinciden en su interna estructura con el tiempo y el espacio eu­ clidiano-newtonianos, el propio Kant estaría escandalizado al oír que su problemática nada tiene que ver con la de Einstein. Pero sin em­ bargo, es cierto que Kant y Einstein no hablan exactamente de lo mismo, que hay una suerte de distinción de aspectos, lo cual permite cierta conciliación. Pues cabe perfectamente aseverar que el tiempo y el espacio de Newton carecen de objetividad física (cosa implicada en la teoría einsteniana) y sin embargo tomar muy en serio la conje­ tura de que tiempo y espacio son condiciones de posibilidad de que se dé un sujeto que configura su entorno remitiendo cada punto a una métrica; y que tal métrica no es otra que la euclidiana, es decir, la que da sentido a la geometría que aprendimos en la escuela. Tal sujeto estaría forjando un mundo en función de algo que carece de realidad física, es decir, realidad experimentable, pero ello no es óbice para que sea.la única forma que tiene de que se dé para él un mundo, o sea de que quepa para él la experiencia. Llámesele o no

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trascendental, a esta doble condición (tiempo y espacio euclidianos),

resulta que, sin caer en el absurdo de repudiar a Einstein ..., no esta­ mos lejos de Kant. Los filósofos que mantienen un respeto casi intuitivo por la teis kantiana relativa al tiempo y al espacio se sienten desmoralizados ante la imposibilidad de refutar la tesis einsteniana que, al relativizar riempo y espacio, niega la objetividad física de las kantianas condi­ ciones de posibilidad de la experiencia. No queriendo repudiar a Einstein, suelen, como decía, refugiarse en la afirmación de que no e trata del mismo problema. Pero falta decir por qué. Pues bien, en última instancia Kant no está planteando un problema físico, sino un problema antropológico. Dice algo que el propio Einstein tam­ bién dice, a saber, que el hombre lleva en su constitución el relacio­ narse con el mundo a través de la métrica euclidiana. El hecho de que esta métrica no tenga objetividad física solo supone que en efecto el ser humano, en su emergencia en el acto de conferir al entorno una distancia, se separa de la naturaleza. Se puede decir muy simple­ mente: La antropología no es la flsica. La razón que da cuenta del ser humano no es la misma razón que da cuenta del universo físico, de lo cual no se infiere en absoluto que entre ambas no haya un vínculo. El tema kantiano de la libertad está en el centro de este asunto. Sí, efectivamente, el ser humano emerge como algo que supone un trascender de la naturaleza. Por ello el ser humano no se halla deter­ minado como se halla determinado el electrón. Remito al capítulo de este libro en que se plantea precisamente la cuestión de la libertad humana en relación con esas modalidades del espíritu que son la ac­ titud ética y la perfección y creación de la obra de arte. Obviamente Kant no podía formular las cosas así, simplemente porque él desconocía que el espacio y el tiempo carecían de objetivi­ dad física. Curiosamente él creía que el ser humano configuraba el mundo físico, o más bien que las estructuras configuradoras de la percepción del hombre eran coincidentes con las del mundo físico.

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Kant podía creerlo porque el objetivismo del espacio en Newton coincidía en su estructura interna con su espacio antropológico, y lo mismo ocurría con el tiempo. Newton, digamos, le servía, al precio de hacer abstracción de que para el físico espacio y tiempo tenían realidad independiente del sujeto. Einstein, en cambio, no le valdría porque su espacio y su tiempo tienen una estructura radicalmente diferente a la estructura del espacio y tiempo del sujeto kantiano. Hay aquí como un equívoco: La tesis de Newton no coincide tampoco con la de Kant, pero hay intersección, a saber, la visión eu­ clidiana de lo fundamental. La operación kantiana consiste en la apropiación por el hombre de lo que Newton atribuía a Dios. Esta operación no tendría sentido en relación con Einstein, porque no hay coincidencia en la estructura de lo que hay que apropiarse. Que la reflexión antropológica no sea una reflexión física solo resulta sorprendente cuando creíamos que la métrica euclidiana era la forma de la physis. Ahora sabemos que no lo es, con lo cual, de al­ guna manera, todo queda en su sitio. Mas que la antropología no sea la física no significa en absoluto que lo concreto, es decir, aquello que colma la aspiración del ser hu­ mano, pueda ser abordado separando ambos problemas. El problema único es que hay dos dimensiones, al menos dos, porque en el seno de la antropología no es lo mismo la problemática cognoscitiva que la problemática estética o la ética. En cualquier caso, el filósofo tiene que estar motivado por todas las dimensiones que provocan de al­ guna manera al espíritu. No hay manera de ser filósofo sin ocuparse de todo, lo cual no quiere decir confundirlo todo.

8. D EL CONT IN UO AL INF IN ITO

PROBLEMA DEL

MAL Y

EL PROBLEMA DEL CONTINUO

Hay dos célebres laberintos en los que a menudo la razón se ex­ travía: el primero concierne a la importantísima cuestión de la liber­ tad y la necesidad, especialmente en lo relativo a la producción y ori­ gen del mal; el segundo consiste en la discusión de la continuidad y de los indivisibles, que parecen constituir los elementos del conti­ nuo, asunto en el que entra la consideración del infinito. El primer laberinto preocupa a todo el género humano; el segundo afecta a los filósofos (Leibniz, Essais sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et

!'origine du mal, Prefacio).

Así pues, por un lado el problema del mal, por otro lado el pro­ ma

del continuo; una cuestión moral y una cuestión filosófico­

'1tífica: tales son los verdaderos problemas. El título mismo en el . . la cita se inscribe muestra que Leibniz consideraba que el filósofo ebería limitarse a la cuestión ontológica del continuo, sino más n enfrentarse asimismo al problema «que preocupa a todo el ndo», del mal. Lo que Leibniz no hubiera podido imaginar es que ría un día en que los filósofos abandonarían prácticamente la se­ .da interrogación (la del continuo) para consagrarse exclusiva­ nte a la primera. No hubiera podido imaginar que la comparti­ . ración de los intereses de la razón y la consiguiente fragmentación

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FILOSOFÍA. INTERROGACIONES QUE A TODOS CONCIERNE '

de las facultades del espíritu alcanzaría, como en nuestro tiempo, tal grado que, bajo el manto de la enseñanza humanística, el filósofo a ve­ ces se convertiría en una especie de propagandista de máximas mora­ les, dejando para otros la tarea de describir y ordenar el continuo. Una ética auténticamente filosófica no separa la cuestión del mal de la cuestión del continuo, porque en esta se halla en juego la inteligi­ bilidad de lo que nos rodea, y aquel que tiene exigencias éticas (el que se preocupa por la r-azón del mal) tiene, implícita o explícitamente exigencias de transparencia y de razón. Leibniz nos dice que en la cuestión del continuo está implicada la cuestión del infinito. Ahora bien: «La cuestión del infinito; lejos de concernir tan solo a los intereses de una disciplina especializada es ne­ cesaria para la dignidad misma del espíritu humano». He evocado va­ rias veces esta frase de Hilbert y el texto de Leibniz nos muestra en qué tradición la bella afirmación del matemático se inscribe. En un texto ri­ gurosamente científico esta referencia a la dignidad solo alcanza sen­ tido si la inscribimos en la misma atmósfera que permite a Max Born sostener que la exigencia de inteligibilidad corresponde al ardiente de­ seo de toda mente pensante, y en suma que nuestra dignidad pasa por la intentar actualizar plenamente nuestra naturaleza de seres racionales.

LA CUESTIÓN DEL INFINITO COSMOLÓGICO

Laberinto, hemos visto, era el infinito para Leibniz, quien, pese a ser cofundador del cálculo llamado infinitesimal sostiene en dife­ rentes ocasiones que desde el punto de vista del rigor filosófico «no creo que existan magnitudes verdaderamente infinitas, ni magnitudes verdaderamente infinitesimales». Delicado laberinto en el que «no me fue dado penetran> se lamenta el poeta Jorge Luis Borges, en relación al infinito cantoriano'° que se había limitado a contemplar «desde las páginas de Russell».

ÜEL CONTINUO AL INF IN ITO

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Laberinto asimismo el infinito para los cosmólogos, hoy con­ frontados a los dilemas de la estructura geométrica, que correspon­ dería al universo objetivo, y que solo es indiscutiblemente finito y cerrado en una hipótesis (la de una densidad objetiva del universo su­ perior a la densidad crítica y una curvatura positiva del espacio). En las demás hipótesis, el universo es cuando menos abierto, aunque para determinar si es o no infinito, sea quizás útil recurrir a la vieja distinción aristotélica entre infinito potencial e infinito actual. Dialéctica sobre la actualidad del infinito cosmológico que tiene precisa concreción en el registro de la historia del pensamiento. Por un lado, el cosmos ha sugerido siempre limitación. El observador de los cielos a ojo desnudo se sintió en el pasado, y se siente hoy, en un lugar privilegiado, protegido por un número de estrellas necesaria­ mente finito, colocadas a unas distancias que deberían ser precisas, pero imposibles de medir. La misma expresión «bóveda celeste» in­ dica que la representación espontánea del cosmos posee cierto sentido arquitectónico de un mundo concebido como un lugar cercenado . . . Y sin embargo se suele presentar la evolución de las ideas del

universo como la historia de la incorporación del infinito al cosmos. La secuencia Aristóteles-Newton aparece como un itinerario casi ine­ vitable. De un universo en el que no cabía otro espacio que el consti­ tuido por la relación de contigüidad de un número finito de elemen­ tos, cada uno de los cuales es a su vez finito en extensión, se pasa a un universo en el que el espacio deja de tener intrínseca correlación con la materia: con Newton no es ya el espacio una propiedad de la mate­ ria, ni tampoco el lazo de contigüidad entre diferentes tipos de ma­ teria; todo lo cual deja abiertas las puertas a la hipótesis del vacío. Para evitar las aporías del vacío, se abre paso la idea de que la materia debía de ocupar el espacio por entero, debía de estar exten­ dida en toda su infinitud. La propiedad de la infinitud en extensión se atribuía así a la materia. Desde la muerte de Newton se polemizó sobre esta convención. La materia cósmica estuvo formada primero

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F ILOSOFÍA. INTERROGA C IONES QUE A TODOS CON C IERNE .

por estrellas, luego por estrellas y nebulosas, más tarde por galaxias

·

finalmente por un conjunto de cuerpos estelares, tan variado como las especies naturales que se desarrollaron en nuestro planeta. La as­ tronomía cabalgó al lado de la física para dar cuenta de la estructura de la materia. El planteamiento de la cuestión del infinito en términos cos­ mológicos hace inviable una transferencia sencilla desde el mundo de la matemática al de la física. El infinito cósmico es mucho más com­ plejo, es el infinito del espacio denso, el de la interpretación del tiempo, el de la reformulación de la causalidad. . . La cuestión del in­ finito es ya indisociable de la interrogación sobre un mundo que se muestra como un complejo inquieto, evolutivo, dinámico, donde aparecen y desaparecen estrellas, donde las galaxias se mueven a velo­ cidades sorprendentes, donde parece no poder verse gran parte del espacio, donde la mirada del observador terrestre está suspendida de un instante del tiempo desde el que puede recorrer toda la historia del universo. Mirar a los cielos sería mirar al pasado si esa palabra tu­ viera el mismo significado que para una biografía personal. Pero no lo tiene, precisamente porque la noción de infinito ha dejado de ser la guía segura de la buena época newtoniana, la noción imaginada, simple, y el receptáculo donde todo sucedía en nuestro mundo, el re­ ferente del espacio y el tiempo. Antes de retomar este tema fascinante vinculado al legado de Edwin Hubble, imprescindible es un recorrido histórico, empe­ zando, una vez más, por los griegos.

UN PARADIGMA GRIEGO: UNIVERSO ESFÉRI CO, F IN ITO

Y

DENSO

La cuestión del infinito es tratada por Aristóteles en términos generales en el Tratado del cielo, por mediación del problema de la perfección. Lo perfecto o acabado (téleion) es determinado como

DEL CONTINUO AL INF IN ITO

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aquello que de nada carece (268 a 31-b 6) y, en consecuencia, aque­ llo que no tiende a transformarse, a cambiar su estatuto. Ahora bien, la imagen que mejor expresa este concepto de perfección es la idea de circularidad. Aristóteles lo indica vinculando lo teléion y la traslación circular del éter (269 a 18-24). Así, mientras el círculo sería algo acabado (puesto que es infinito y cada punto cons­ tituye su telos) y pleno (puesto que no puede ser prolongado), resulta que la línea, a la que le falta límite (péras) y acabamiento (télos) cuando es infinita, no es menos imperfecta cuando es finita, puesto que es prolongable, es decir, incompleta, y puesto que «lo perfecto no podría tener privación». Este auténtico repudio de la hipótesis del infinito se inscribe en un marco teórico general que conviene sintetizar. Aristóteles tiene una caracterización del tiempo y del espacio, respectivamente, como atributos de la substancia y de la relación entre substancias. No hay tiempo ni espacio más allá de las cosas concretas, de las realidades substanciales. En lo referente al tiempo, hemos visto que el segundo principio de la termodinámica sirve para ilustrar la concepción aristotélica; cabe afirmar, en efecto, que lo que hoy se presenta como entropía es ya en Aristóteles un atri­ buto de todo sistema físico. Tal es, asimismo, el caso del volumen: la tridimensionalidad es también para Aristóteles un atributo de toda entidad. Por otra parte, el hecho de que lo intrínsecamente tridimensio­ nal necesite estar forzosamente en contacto, por cualquiera de sus superficies exteriores, con otra superficie equivale a decir que todo tiene lugar. Esto implica ya que no hay vacío posible, ni exterior ni interior (si en el interior de algo hubiera una superficie que no to­ cara nada -tal sería un vacío interior-, ese algo sería una entidad sin lugar). Este hecho de que no haya vacío, ni exterior ni interior, es una manera de decir que la densidad es también un atributo omniapli-

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F ILOSOFÍA. INTERROGA CIONES QUE A TODOS CON C IERNEN

cable: todo sistema físico tendrá como corolario de su localidad la densidad. Aristóteles tiene también una teoría del universo o cosmos como de una totalidad finita con centro en la Tierra. ¿En qué cabe sustentar tal tesis? Pues precisamente en la no separación entre la no­ ción de lugar y la noción de sustancia, unida a la idea de que se dan substancias elementales. La sustancia tierra ha de tener lugar, luego ha de estar delimitada por otra sustancia, es decir: es imposible que la magnitud del elemento tierra se extienda inacabadamente. El ra­ zonamiento vale para todos y cada uno de los demás elementos, agua, aire, fuego, éter. Sabido es que Aristóteles añade a esto una teoría de los lugares absolutos, es decir, hay un arriba coincidente con la periferia y un abajo coincidente con el centro que son referencias en sí: ni hay un más arriba ni un más abajo. Mas en ningún caso estos lugares han de interpretarse como expresión de una topología desencarnada. Si hay un centro absoluto, ese centro es necesariamente el lugar de la tierra, no el centro sin tierra. Y la tierra está en relación de contigüi­ dad con el agua, que está en relación de contigüidad con el aire, que está en relación de contigüidad con el fuego y, aquí ya con mucha mayor prudencia, que está en una eventual relación de contigüidad con el éter, que ya no tendría relación de contigüidad superior, porque el mundo es cerrado. Estoy aventurando que la lectura del Tratado del cielo de Aristó­ teles entreabre la puerta para afirmar que centro y tierra son equiva­ lentes, hasta el extremo de que, si por una extraña conmoción hu­ biera un traslado de los elementos, el centro dejaría de ser lo que ahora es. La teoría de los lugares absolutos es la teoría de la contigüi­ dad en el seno de lo elemental. También los elementos están afecta­ dos por el tópos, y en el seno de lo elemental se configuran relaciones topológicas. Los lugar

D0 la expansión se invertirá y el universo

empezará a contraerse hasta el colapso; si D0 seguirá sin fin; si D0

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