Ficciones y silencios fundacionales: Literaturas y culturas poscoloniales en América Latina (siglo XIX) 9783865278074

Artículos sobre las ficciones y silencios en el proceso de fundación de las literaturas y culturas nacionales, elementos

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Ficciones y silencios fundacionales: Literaturas y culturas poscoloniales en América Latina (siglo XIX)
 9783865278074

Table of contents :
ÍNDICE
Introducción: Ficciones y silencios fundacionales
I. Proyectos fundacionales, modernidad y poscolonialismo
La poética de la per-versión: Poetisa inubicable devora a su maestro. No se sabe si se trata de aprendizaje o de venganza
El XIX estrecho: leer los proyectos fundacionales
II. Territorios y fronteras de la nación
La nacionalización del pasado. Los orígenes de las “historias patrias” en América Latina
¡Desde Cuba al paraíso! Colonialismo, autonomismo y patriotismo fatalista en la obra teatral de Olallo Díaz González
Fronteras: la conquista del desierto y la economía de la violencia
Discursos de la sospecha. Referentes para evaluar la idea de nación
III. La constitución de sujetos
El pensamiento universitario de Bello: identidad hispanoamericana y sujeto moderno
Entre la masa: dinámica de sujetos en el siglo XIX
IV Género, conciencia nacional y representación del ‚Otro‘
Conciencia nacional y herencia colonial. El orden de los sexos en la literatura patriótica de México
Postcolonialismo en el Brasil: Malinches y contra Malinches
La representación del ‚otro‘: Aves sin nido de Clorinda Matto
Decadentismo y necrofilia: El culto a la amada muerta en la poesía de fin de siglo
V. Fundación de las literaturas y culturas nacionales
Entre el poema épico y la novela: La fundación de la literatura brasileña
Ilustración y Romanticismo en la primera mitad del siglo XIX: ¿opciones contradictorias o complementarias?
Lectura y experiencia de lo nacional: los almanaques en el siglo XIX chileno
VI. Recepción de las culturas europeas y espacios de la traducción
Europa de remate. Experiencia y relato en Viajes y observaciones. Cartas a La Prensa. 1892 de Eduardo Wilde
El liberalismo sentimental hispanoamericano
Traducción del espacio y espacios de la traducción: Les Jardins de Jacques Delille en la versión de Andrés Bello
VII. Repensar la “República de las Letras”: ciudad letrada, cultura material y modernización
El ordenamiento de la cultura nacional: una vitrina para la exportación (la Exposición Venezolana de 1883)
Las autoras/los autores

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FICCIONES Y SILENCIOS FUNDACIONALES Literaturas y culturas poscoloniales en América Latina (siglo XIX) FRIEDHELM SCHMIDT-WELLE (ed.)

COLECCIÓN NEXOS Y DIFERENCIAS, N.º 8

Colección nexos y diferencias Estudios culturales latinoamericanos

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección nexos y diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos. Directores

Consejo asesor

Fernando Ainsa Lucia Costigan Frauke Gewecke Margo Glantz Beatriz González-Stephan Jesús Martín-Barbero Sonia Mattalia Kemy Oyarzún Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz Rizk

Jens Andermann Santiago Castro-Gómez Nuria Girona Esperanza López Parada Kirsten Nigro Sylvia Saítta

FICCIONES Y SILENCIOS FUNDACIONALES Literaturas y culturas poscoloniales en América Latina (siglo XIX)

Friedhelm Schmidt-Welle (ed.)

Iberoamericana · Vervuert · 2003

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ÍNDICE

Friedhelm Schmidt-Welle Introducción: Ficciones y silencios fundacionales ....... ...................... 9 I

Proyectos fundacionales, modernidad y poscolonialismo

Mary Louise Pratt La poética de la per-versión: Poetisa inubicable devora a su maestro. No se sabe si se trata de aprendizaje o de venganza .......... 27 Javier Lasarte Valcárcel El XIX estrecho: leer los proyectos fundacionales ............................ 47 II

Territorios y fronteras de la nación

Alexander Betancourt Mendieta La nacionalización del pasado. Los orígenes de las “historias patrias” en América Latina ............................................................... 81 Janett Reinstädler ¡Desde Cuba al paraíso! Colonialismo, autonomismo y patriotismo fatalista en la obra teatral de Olallo Díaz González ......................................................................................... 101 Jens Andermann Fronteras: la conquista del desierto y la economía de la violencia .......................................................................................... 117 Ana Pizarro Discursos de la sospecha. Referentes para evaluar la idea de nación ......................................................................................... 137

III La constitución de sujetos Grínor Rojo El pensamiento universitario de Bello: identidad hispanoamericana y sujeto moderno ........................................................... 153 Graciela Montaldo Entre la masa: dinámica de sujetos en el siglo XIX ....................... 165 IV Género, conciencia nacional y representación del ‘Otro’ Karl Hölz Conciencia nacional y herencia colonial. El orden de los sexos en la literatura patriótica de México ..................................... 189 Ligia Chiappini Postcolonialismo en el Brasil: Malinches y contra Malinches ........ 211 Sonia Mattalia La representación del ‘otro’: Aves sin nido de Clorinda Matto ............................................................................................... 225 Ana Peluffo Decadentismo y necrofilia: El culto a la amada muerta en la poesía de fin de siglo .................................................................. 239 V

Fundación de las literaturas y culturas nacionales

Horst Nitschack Entre el poema épico y la novela: La fundación de la literatura brasileña .......................................................................... 257 Dieter Janik Ilustración y Romanticismo en la primera mitad del siglo XIX: ¿opciones contradictorias o complementarias? ............. 273

Juan Poblete Lectura y experiencia de lo nacional: los almanaques en el siglo XIX chileno ............................................................................ 285 VI Recepción de las culturas europeas y espacios de la traducción Cristina Iglesia Europa de remate. Experiencia y relato en Viajes y observaciones. Cartas a La Prensa. 1892 de Eduardo Wilde.......... 301 Friedhelm Schmidt-Welle El liberalismo sentimental hispanoamericano.............. ................... 317 Andrea Pagni Traducción del espacio y espacios de la traducción: Les Jardins de Jacques Delille en la versión de Andrés Bello .............. 337 VII Repensar la “República de las Letras”: ciudad letrada, cultura material y modernización Beatriz González-Stephan El ordenamiento de la cultura nacional: una vitrina para la exportación (la Exposición Venzolana de 1883) ............................. 359 Las autoras/los autores .................................................................... 411

Introducción: Ficciones y silencios fundacionales

Este libro es el resultado de un simposio llevado a cabo en el Instituto Ibero-Americano en Berlín, Alemania, del 8 al 10 de noviembre de 2001, bajo el título “Poscolonialismo, nacionalismo y sujeto (construcción de identidades en la literatura y cultura latinoamericanas del siglo XIX)”, y de los debates que surgieron en esa oportunidad. Reúne los textos elaborados por los ponentes, y añade un artículo de una colega que originalmente quería participar en el congreso pero no pudo hacerlo por varias razones. Durante el simposio, no solamente discutimos las agendas actuales de la crítica de las literaturas y culturas latinoamericanas, sino que también nos dimos cuenta de los silencios en y con respecto a estas culturas y su interpretación. Me refiero a silencios tanto en el proceso de la fundación de literaturas y culturas nacionales en el siglo XIX debido a un afán generalizado de homogeneización cultural entre los intelectuales de las elites criollas, como en torno a ciertos aspectos de estas literaturas y culturas en la crítica actual y, en parte, durante el mismo simposio. En este sentido, el presente libro adquiere también, modestamente, la función de romper silencios y dar paso a la introducción de nuevas perspectivas y categorías en la investigación de las literaturas y culturas decimonónicas. Algunos de los silencios del proceso cultural en América Latina en el siglo XIX son bastante obvios, sobre todo porque entran en contradicción directa con el proyecto de los actores y agentes triunfadores de la independencia, es decir, el proyecto de la emancipación política y cultural de la metrópoli, y de la modernización de los sistemas (en el sentido de Luhmann) socio-económicos y culturales en las sociedades latinoamericanas. La relativa apertura de un espacio público más allá del espacio simbólico-representativo de la Colonia corresponde a la des-emancipación de las mujeres y su encarcelamiento en la esfera doméstico-privada y en el “reino de los sentimientos”, exclusión mu-

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chas veces legitimada por un positivismo reinante en la constitución de los espacios discursivos de la ciudad letrada decimonónica. A este positivismo, muchas veces racista, corresponde también el silencio en torno a las condiciones de vida y las culturas de los indígenas “reales” –no de los que simbolizaron el pasado heroico de las llamadas altas culturas prehispánicas–, indígenas que se excluyen de los espacios discursivos y del espacio simbólico del Estado-nación. Como resultado de su marginación social, económica, política y cultural, ellos mismos no se identifican con sus respectivas “patrias” y, por ende, se “excluyen” a sí mismos del proyecto nacional, proyecto que les permanece ajeno incluso en su nivel simbólico. Lo mismo se podría afirmar, aunque con algunas excepciones notables, con respecto a las culturas afro-americanas y las de ciertos grupos de inmigrantes. Pero la crítica literaria y cultural también ha silenciado al menos en parte las literaturas y las culturas fuera del espacio casi sagrado de la ciudad letrada. Aun la crítica cultural sociológica tan en boga en las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado se ha concentrado en el análisis de fenómenos o representaciones de la llamada cultura y literatura “culta”. No fue sino hasta fecha muy reciente, por ejemplo, que las literaturas populares o las indígenas se convirtieron no sólo en objeto de estudio de antropólogos, historiadores y sociólogos, sino también de los críticos literarios y de los estudios culturales. En este sentido, uno de los resultados del debate desarrollado durante el simposio fue, una vez más, la postulación de la necesidad de ampliar los espacios culturales decimonónicos que analizamos más allá de la ciudad letrada. En este contexto, es notable el desplazamiento del interés del análisis de la ciudad letrada y de la literatura “culta” a la cultura material aunque sólo se han dado unos primeros pasos en esta dirección en los últimos años. Para futuras investigaciones sería necesario un descentramiento de lo literario, una recontextualización de su función, pero sin abandonarlo como se ha proclamado en algunos trabajos de los estudios culturales para sobrepasar la concentración anterior y casi exclusiva en la cultura y, sobre todo, en la literatura “culta”. Las “ficciones fundacionales” que mencionamos en el título, se refieren, por supuesto, al concepto de la “comunidad imaginada”, de Benedict Anderson, concepto que, a pesar de algunas dudas sobre su aplicación al contexto latinoamericano, se ha convertido en uno de los

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intentos más fructíferos de la interpretación de los discursos políticos, históricos y culturales del siglo XIX. Se alude también, como se sabe, al libro de Doris Sommer sobre las ficciones fundacionales latinoamericanas. Pero la noción de “ficción” que empleamos en el título de este libro se refiere a algo más que la representación discursiva de ciertas realidades históricas. Contradiciendo la separación rigurosa de ficción y realidad, de fiction y fact que había favorecido el empirismo anglosajón, entendemos por “ficciones” las representaciones simbólicas de una realidad cuya construcción se realiza precisamente a partir de ficciones. Es decir, el énfasis en el análisis de la comunidad imaginada se da en la influencia de lo imaginado sobre las prácticas sociales y, en este sentido, sobre la misma realidad histórica. En este sentido, la misma noción de “nación” –o “patria”, en la terminología del XIX– como espacio discursivo y simbólico es una ficción, sobre todo si consideramos la contradicción entre la supuesta homogeneidad de esta categoría en sus versiones dominantes durante el XIX y la heterogeneidad real de las sociedades latinoamericanas. La referencia a la “construcción” de identidades no representa, en este contexto, un mero reflejo de teorías constructivistas o afines, sino que pone énfasis precisamente en el carácter “ficticio” o “imaginario” de las identidades, sean las “nacionales” –como es el caso de los discursos dominantes del XIX latinoamericano–, sean las de género, las étnicas, etc. en los debates poscoloniales y multiculturales actuales. (Este énfasis en lo “ficticio” de la construcción de las identidades corresponde, dicho sea de paso, con los resultados de las investigaciones recientes de la frenología sobre la “construcción” de la “memoria” en el cerebro humano.) Las catástrofes políticas y sociales en el proceso de la fundación de los Estados nacionales poscoloniales se deben, entonces, no solamente a las contradicciones que emergen de la misma situación poscolonial, sino también a la falsa homogeneización ideal de la cual partieron los proyectos políticos y culturales de las elites criollas. Será necesario, entonces, relativizar las categorías del Estado y de la nación y, al mismo tiempo, repensar la historia cultural del XIX a partir de una reterritorialización que considera las fronteras –en más de un sentido– de la nación y las de sus discursos dominantes o legitimadores. La reconsideración, resemantización y recontextualización de la categoría “nación” se tendría que efectuar, creo yo, a partir de una

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crítica de la situación poscolonial en América Latina, por una parte, y de la categoría de “ciudadanía”, por otra. Voy a comenzar considerando brevemente la primera. Hay diferencias fundamentales entre la situación poscolonial después de la independencia de gran parte de América Latina a comienzos del XIX, la de otros Estados poscoloniales, por ejemplo los del Imperio Británico en Asia y África, y la historia de los Estados modernos europeos decimonónicos. Las relaciones con el pasado –tanto histórico como “ficticio”– se (re-)presentan en Europa occidental durante el siglo XIX en general como tradiciones culturales lineales, no interrumpidas por conquistas o regímenes coloniales. Al mismo tiempo, me parece importante señalar que el primer Estado nacional moderno y quizás con él la primera nación moderna es un Estado poscolonial. En este sentido, la historia del Estado nacional moderno –y con ella las historias y/o las narraciones de la nación, de Nation and Narration– están ligadas desde sus comienzos a la historia de la situación poscolonial. Aunque en las naciones de la Europa occidental reina también una falsa homogeneización del pasado y el presente político y cultural, la falta de las grandes interrupciones facilita la construcción de una continuidad “histórica” que se basa en mitos fundacionales “nacionales”. En cambio, tanto en el caso de las sociedades de América Latina como de las de África y Asia colonializadas por las grandes potencias europeas, se trata de historias interrumpidas por la Colonia, de tradiciones culturales y memorias “rotas” (como podríamos decir parafraseando el título de un libro de Arcadio Díaz Quiñones). A pesar de esta similitud, la situación poscolonial de estas sociedades no se puede reducir a un denominador común más allá de lo poscolonial en sí. Quisiera partir, más bien, del postulado de que la situación o la experiencia poscolonial de América Latina en el siglo XIX es fundamentalmente otra que la de los Estados poscoloniales del Commonwealth o la de las minorías en el debate sobre el multiculturalismo en los Estados Unidos o Inglaterra en el siglo XX. El proyecto de los intelectuales, actores y agentes criollos de la independencia latinoamericana no es un proyecto de los culturalmente “otros” ni de los subalternos. A pesar de su afán por independizarse de la dominación de la metrópoli, ellos no identificaron las nuevas naciones con las culturas autóctonas, como es el caso de otros procesos de descolonización,

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aunque estos últimos sean contradictorios en su construcción de lo “autóctono”, lo “subalterno”, etc. El proyecto de los criollos en América Latina es primordialmente un proyecto de modernización que se basa en los modelos políticos y culturales europeos para la construcción de sus identidades nacionales. El gesto poscolonial, en cambio, es uno de recuperación de la tradición cultural autóctona interrumpida, una diferencia fundamental que con razón han destacado Jorge Klor de Alva, Carlos Alonso y otros. Quizás esta diferencia se basa, en última instancia, en las diferentes características del colonialismo “administrativo”, de “exclusión” del Imperio Británico y del colonialismo de “ocupación”, de “inclusión” de España y Portugal. Sea como fuere, el hecho de que las elites liberales en América Latina no tratan de re-construir una “civilización negada” (en el sentido de Bonfil Batalla), sino que persiguen el fin de instalar una modernidad adherida a los modelos europeos, nos confronta con la necesidad de constituir una mirada poscolonialista independiente de los modelos del poscolonialismo actual. Esta mirada poscolonialista independiente tendría que efectuarse, por una parte, a través de una redefinición de las categorías de “neocolonialismo” e “imperialismo” en el contexto de las teorías del poscolonialismo –en las cuales asombrosamente estas categorías están casi ausentes–. Por otra, tendría que realizarse por medio de un análisis de las relaciones entre colonialismo y modernidad. Por supuesto, la “afinidad” de las elites latinoamericanas al proyecto de la modernidad no significa que no existan, al mismo tiempo, construcciones de diferencia que resultan, al menos en parte, de la heterogeneidad histórica de América Latina y de la experiencia de la Conquista. El proceso de descolonización incluye, necesariamente, un proceso de diferenciación cultural de la metrópoli, de la “madre patria”. Este proceso es, en parte, una característica de todas las ideologías nacionales o nacionalistas del XIX, incluso de las europeas, porque es a partir de esta diferencia cultural que se constituyen las naciones. Por otra parte, este proceso adquiere características especiales, digamos poscoloniales, en América Latina. La diferencia se construye aquí no sólo como una diferencia histórica o de mentalidades, sino también como ruptura con el propio pasado colonial y como diferencia de la “naturaleza americana”. Esta “naturalización” de la diferencia

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como negación del pasado histórico es, quizás, un rasgo específico de las sociedades poscoloniales. Pero una vez más, hay diferencias entre el gesto poscolonial de recuperación de la tradición cultural autóctona interrumpida y el proyecto de las elites criollas en América Latina. Aquí, no sólo se niegan las tradiciones coloniales, sino también las autóctonas. En este contexto, la “naturalización” de la diferencia sirve precisamente para implantar los modelos europeos de la modernidad – aunque ésta sea inconclusa e incompleta. Son estas características de la construcción de la diferencia dentro de la modernidad –periférica, si se quiere– y sus resultados contradictorios que siguen siendo vigentes hasta nuestros días. Las características de la situación poscolonial en América Latina esbozadas brevemente en los párrafos anteriores tienen consecuencias tanto para la constitución de los sujetos como para la de la ciudadanía cultural. Los aparatos y formas de pertenencia de/a la ciudadanía en el siglo XIX latinoamericano son aspectos hasta ahora poco trabajados. La contradicción entre la heterogeneidad real como condición previa de la producción de la pertenencia y la ideología de la homogeneidad del proyecto del Estado-nación de las elites es fundamental para la configuración de las formas de la ciudadanía. Estas últimas se definen, en su mayoría, de acuerdo con la compatibilidad con el proyecto del sujeto liberal masculino. Lo que se tendría que analizar en este contexto –y que de hecho se analiza al menos en parte en este volumen–, es la constitución de los saberes, tanto individuales como colectivos, y no sólo de los dominantes sino también de los alternativos al proyecto liberal triunfador. En otras palabras: lo que hace falta es una arqueología de los saberes del siglo XIX en América Latina. Para ésta, no sólo sería necesaria una historiografía de la institucionalización de los saberes, de su localización y de sus lugares de enunciación, sino también una relectura de los clásicos no (re)canonizante, y una restitución y reconfiguración de los saberes “alternativos”. Si tratamos de ampliar la perspectiva del análisis de la situación poscolonial en América Latina al siglo XX, tendríamos que considerar primero la disminución del poder y de la función socio-cultural del Estado nacional y sus instituciones como fuerza integradora y espacio para la construcción de identidades. Pero la crisis actual del Estadonación no significa un creciente desinterés por la historia del mismo.

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Al contrario, y sobre todo en los países de la llamada “periferia”, ha crecido el interés de los especialistas en ciencias sociales y estudios culturales por interpretar esta crisis mediante un análisis de la creación de los Estados poscoloniales, sus discursos y sus culturas. Lo que sí debemos discutir para el siglo XX (como para el XIX), es la aplicación y ampliación de las categorías del poscolonialismo a y en contextos históricos que difieren sustancialmente de aquellos en que se establecieron estas categorías. La convivencia de los estudios poscoloniales con los estudios culturales, los estudios subalternos y los estudios latinoamericanos sigue siendo una convivencia difícil. Pero quizás el hecho de que la construcción concreta de identidades particulares –culturales, étnicas, de género, etc.– ya no se realiza en el o a partir del territorio de la comunidad imaginada de la nación, indica no solamente la crisis del mismo concepto de nación en las sociedades poscoloniales actuales más allá de los efectos de lo meramente posmoderno, sino que también podría ser una vía para una apertura de los estudios latinoamericanos a las categorías del poscolonialismo con los necesarios cambios de perspectiva y la necesaria contextualización antes mencionados. La necesidad de repensar los procesos de articulación de la diferencia cultural más allá de las narrativas de subjetividades originales o esenciales es una necesidad política y científica, como lo afirma Homi Bhabha en The Location of Culture. Esto es válido, por ejemplo, para el caso de las llamadas “culturas fronterizas” o “de frontera”, y para la interpretación de los aspectos culturales de los procesos migratorios. Además, las categorías interpretativas del poscolonialismo o incluso del posoccidentalismo (tal como lo propuso Walter Mignolo) nos pueden ayudar a recontextualizar y resemantizar nuestros campos de investigación. Y quizás, algunas de estas categorías nos ayudarán a encontrar, pero también a criticar lo que Nestor García Canclini denomina las “estrategias para entrar y salir de la modernidad”. Sin embargo, el posible diálogo con las teorías del poscolonialismo y con los debates internacionales sobre modernidad y posmodernidad no nos libera de la necesidad de emplear una mirada poscolonialista independiente que tome en cuenta las especificidades históricas y culturales de la situación poscolonial en América Latina. Esto, por supuesto, no significa que debamos caer una vez más en provincialismos o que debemos emplear categorías totalizantes que supuestamente

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abarquen la totalidad de una realidad histórica. Lo importante sería, en todo caso, pensar y analizar los procesos históricos y las representaciones culturales en América Latina en términos de complejas relaciones y en categorías referenciales en vez de en categorías fijas. En sus siete apartados, este volumen presenta una serie de aproximaciones críticas a las literaturas y culturas latinoamericanas del XIX. No pretende abarcar toda la realidad cultural decimonónica del subcontinente. Se trata, más bien, de aproximaciones que analizan ciertos aspectos de estas culturas, siempre en vista de una teorización de la situación poscolonial específica de América Latina en el siglo XIX todavía por hacerse. A pesar de que hubo una serie de intentos de aplicar las categorías del poscolonialismo al análisis de las culturas latinoamericanas, su empleo en los estudios que se refieren estrictamente a los procesos históricos y las representaciones discursivas de las culturas latinoamericanas del XIX, no ha sido muy frecuente. Los debates en cuanto a las culturas nacionales del siglo XIX y los debates del poscolonialismo parecen no funcionar, hasta hoy en día, a la manera de los vasos comunicantes. A pesar de que el libro está ordenado en siete apartados, los artículos aquí reunidos muchas veces abarcan problemas que se podrían subsumir bajo varios de ellos. Las contribuciones establecen diálogos entre sí, funcionando como vasos comunicantes, como hilos del tejido complejo de las relaciones entre nación, constitución de sujetos y poscolonialismo. En la primera parte, titulada “Proyectos fundacionales, modernidad y poscolonialismo”, se trata de establecer una crítica de las teorías poscoloniales en el contexto latinoamericano y de revisar los proyectos y silencios fundacionales de las elites criollas. Mary Louise Pratt se ocupa del significado del poscolonialismo para futuras investigaciones en y sobre América Latina: se trataría de una relectura radical del pasado orientada hacia un renovado quehacer crítico anti-imperialista y descolonizador que tomaría en cuenta la primera fase del colonialismo en las Américas y las relaciones entre (neo-)colonialismo y modernidad. En lo que sigue, Pratt enfoca dos de los silencios fundacionales: el silencio sobre el carácter parcial de la descolonización americana y el silencio sobre la subordinación de la mujer en la constitución del Estado-nación. En su análisis de la poesía de Gertrudis Gómez de Avellaneda, muestra que las mujeres escriben desde el es-

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pacio de la in-subordinación, lo que implica una per-versión consciente del modelo patriarcal vertical. Javier Lasarte Valcárcel, por su parte, critica las lecturas ahistóricas y reduccionistas, que tratan de homogeneizar a posteriori los discursos de los intelectuales del XIX mediante la noción de la “ciudad letrada” y de imponerles las categorías actuales del pensamiento crítico. En una especie de “crítica interna del latinoamericanismo”, Lasarte analiza, empleando las categorías de “nacionalismo paradójico” y “latinoamericanismo integracionista”, textos de Simón Rodríguez y de Andrés Bello que contradicen los discursos del liberalismo triunfante. Por una parte, Rodríguez incluye a las masas populares en la noción de “pueblo” y, por otra, Bello reconoce la posibilidad de establecer una tradición cultural nacional en la memoria colectiva del pasado colonial negado por los liberales. En el segundo apartado, se analizan los “Territorios y fronteras de la nación”. Alexander Betancourt Mendieta critica, al igual que Javier Lasarte, la homogeneización de los discursos del XIX y su reforzamiento en la crítica del XX. En su comparación del discurso historiográfico con el literario, destaca que ambos tenían fines educativos y que las letras (en el sentido más amplio de la palabra) fueron instrumentos del accionar político. La Historia, más que una disciplina, fue tarea del “hombre de letras”. Es a partir del triunfo de los liberales en la segunda mitad del siglo que la Independencia se convierte en el origen de la República y la historiografía se vuelve conmemoración de este triunfo. Janett Reinstädler analiza la construcción del discurso nacional cubano en las obras teatrales de Olallo Díaz González. Afirma que los conceptos poscoloniales y posmodernos son aplicables a la interpretación del teatro del siglo XIX en la medida en que descodifican lo codificado, relacionan nación y narración, y hacen transparentes las estrategias de multiplicación de diferentes niveles de significación. La limitación de estas lecturas deconstructivistas consiste, según Reinstädler, en la falta de una perspectiva histórica que trate de contextualizar los discursos teatrales del XIX y sus significaciones en el momento de su producción y recepción. Jens Andermann, por su parte, discute las conquistas violentas (reales y ficcionales) y las limitaciones de los proyectos fundacionales del Estado-nación en Argentina. La literatura de la frontera se presen-

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ta, en este caso, como una ficción anticipada del Estado que reterritorializa el desierto como espacio de la ley. Esta reterritorialización se realiza en diferentes etapas: del plan o proyecto militar, pasando por las crónicas de frontera y las historias de las expediciones, hasta llegar a los mapas que entierran incluso las memorias apologéticas ficcionales. El acto violento de reterritorialización que excluye a los indígenas de la nación también es el tema del artículo de Ana Pizarro que estudia el caso chileno de la comunidad imaginada y la fundación de una nación criolla. Mientras que en el Brasil existe un modelo de incorporación de los ‘Otros’, en Chile ellos son excluidos de la nación. Básicamente, Pizarro demuestra este proceso de exclusión mediante el análisis de dos fotografías etnográficas de Mapuches. Mientras que en la primera, ellos introducen, con su manera de mirarnos, una subversión del acto de convertirlos en meros objetos de estudio, la segunda fotografía ya ha disociado al sujeto múltiple de su imagen. El tercer capítulo está dedicado a “La constitución de sujetos”, un aspecto presente de una manera u otra en casi todas las colaboraciones del libro, pero más explícitamente en los artículos de Grínor Rojo y Graciela Montaldo. En su análisis de la obra de Andrés Bello, Rojo nos invita a una relectura crítica de los escritores canonizados y a una revalorización de la función del intelectual latinoamericano. Destaca que a Bello le interesaba menos la fundación de un Estado nacional que la formación de un sujeto nacional. La identidad nacional se forma, según Bello, mediante la lengua, la cultura y la educación populares, la cultura superior, es decir, la universidad, y la ley. En su concepto, la cultura debe funcionar a la manera de una fuerza unificadora identitaria, y la identidad y cultura nacionales se deben fundar a partir de la fundación de un sujeto moderno. Para este objetivo, se necesita formar ciudadanos, y en este aspecto radica el proyecto en última instancia democratizador de Bello. Graciela Montaldo destaca dos casos extremos en la construcción de los sujetos en el XIX: el intelectual, por una parte, y la masa o la multitud, por otra. En el discurso modernizador de la escritura hegemónica, masa y multitud no hablan, sólo actúan y, por tanto, se “autoexcluyen” del pacto político moderno porque no tienen discurso ni forma de ser representados. Se presentan en la institución letrada como peligro, como amenaza anti o premoderna que representa el pasa-

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do y/o la barbarie, y de esta manera se legitima su represión. A pesar de la construcción de la nación y la modernización del Estado en nombre del pueblo, nación y pueblo se convierten en este contexto en las grandes abstracciones que anulan las fuerzas reactivas y convalidan la represión de la resistencia y/o diferencia. El capítulo siguiente, “Género, conciencia nacional y representación del ‘Otro’”, pone énfasis en las relaciones entre los géneros y las etnias y sus representaciones en los discursos dominantes. Karl Hölz demuestra que los conceptos del anticolonialismo y del patriarcalismo se sobreponen a la filosofía patriótica de la independencia. Aunque el discurso patriótico ha invertido los polos culturales de las atribuciones sexuales del discurso colonial, sigue siendo patriarcal y, lo que es más, excluye al sujeto femenino del proceso histórico del Estado poscolonial. La construcción de lo femenino y la del ‘Otro’ (en este caso, de las culturas autóctonas) obedecen a una misma lógica de pretensión de superioridad del sujeto masculino y blanco. Con una intención similar a la de Hölz, Ligia Chiappini interpreta las representaciones literarias de las relaciones entre los géneros en el Brasil partiendo de la figura de la Malinche, tal como la había descrito Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Chiappini llega a la conclusión de que en la literatura brasileña, las Malinches no aparecen “chingadas” y hasta se aceptan como parte de la tradición cultural nacional. Pero al mismo tiempo, el mestizaje a nivel simbólico se presenta como un proyecto utópico porque ellas no pueden ser reducidas a la función de traductoras y negociadoras de la trans e interculturalidad negando u ocultando la violencia del proceso colonial. Sonia Mattalia analiza la representación del ‘Otro’ en las novelas indigenistas de Clorinda Matto de Turner. Afirma que el proyecto modernizador de las nuevas burguesías identifica alegóricamente la construcción nacional con la familiar y permite, al menos en el caso de su obra narrativa, una mayor fluidez en el trato interétnico a nivel simbólico. Matto de Turner introduce una alianza entre las mujeres de las clases burguesas y las subalternas, que pone en evidencia la falta de una racionalización de las políticas del cuerpo y de la sexualidad en el proyecto nacional patriarcal. Mediante la alianza señalada, la escritora se autoriza a sí misma a unir dos clases de mujeres en un conflicto común.

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Ana Peluffo analiza la función de los cadáveres femeninos en la literatura finisecular. Estas representaciones responden a la amenaza que postula la emergencia de un sujeto femenino “masculinizado”, asociado con la modernidad, e indica la apropiación de los valores sentimentales o espirituales que se asociaron con lo “femenino”. Esta amenaza es reforzada por la marginalidad creciente de los poetas del fin de siglo debido a su profesionalización. La configuración del panteón de amadas muertas responde a la necesidad del sujeto masculino de eliminar simbólicamente a la mujer en su corporalidad para “masculinizar” algunos valores republicanos (la espiritualidad, la delicadeza, la sensibilidad, el esteticismo) asignados tradicionalmente a la esfera femenina. En la quinta parte, “Fundación de las literaturas y culturas nacionales”, se analiza el proceso de configuración y consolidación de las literaturas nacionales y su base material. Horst Nitschack realiza una lectura de las diferentes subjetividades y/o sujetos (sujeto autor, sujeto lector, sujeto protagonista) del proceso literario en el Brasil durante el siglo XIX. Destaca la contradicción entre la tradición retórica del clasicismo y la tradición estética considerando que esta última conduce a una nueva subjetividad autónoma, individualizada. El hecho de que la novela y no el poema épico se impone en el proceso de la fundación de la literatura nacional, significa una ruptura con la tradición estética del pasado colonial y, al mismo tiempo, una reevaluación del sujeto como condición previa para la postulación de una originalidad cultural. En el mismo contexto de las diferencias entre las tradiciones de la Ilustración y del Romanticismo, Dieter Janik sigue de cerca la difusión de la Ilustración en América Latina. El espacio privilegiado para la difusión de los conceptos ilustrados europeos en los primeros decenios del XIX fueron los periódicos y las revistas. Janik llega a la conclusión de que las elites criollas se identificaron con el ideario de la Ilustración en la medida en que apoyaron sus conceptos para legitimar la necesidad de la independencia política y cultural. Más tarde, estas ideas se fusionaron con ciertos elementos del Romanticismo social francés y fueron calificados como liberales. Juan Poblete, por su parte, analiza la literatura no exclusivamente en los aspectos de la producción e institucionalización, sino de la recepción y con ella de la educación del público lector. Su análisis de

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los almanaques en Chile destaca la transición entre dos modelos culturales: el tradicional, fundado en la exclusividad de la cultura clásica sólo accesible a ciertos hombres ilustrados, y el modelo urbano burgués fundado en una esfera pública ampliada que incluye a otros sectores en el consumo cultural. Esta apertura impregnada por un proceso de creciente mercantilización lleva a una mayor participación sobre todo de las lectoras en la vida pública y a una modernización cultural que, a finales del siglo XIX, resulta en que las lectoras se convierten en productoras de literatura. El siguiente capítulo, “Recepción de las culturas europeas y espacios de la traducción”, reúne tres artículos en torno a la percepción y recepción de los modelos culturales europeos en América Latina. Cristina Iglesia interpreta las relaciones de viaje de Eduardo Wilde. Este autor cuestiona las convenciones del género, e insiste en la distancia entre la experiencia del viajero y la escritura de ésta. Para Wilde, Europa no es, como para muchos otros viajeros escritores de América Latina, un modelo cultural que se podría seguir, sino una acumulación intolerable de defectos y errores. Lo que quiere demostrar este autor es que no debería haber límites para el progreso y que el paisaje del futuro debería construirse a expensas del paisaje del pasado. En este contexto, Buenos Aires (y con ella quizás toda América Latina) se convierte en un lugar en que brilla “el arte sin pasado de la modernidad”, es decir, la situación poscolonial sería precisamente el modelo para un progreso sin el peso de tradiciones. Friedhelm Schmidt-Welle se ocupa de la recepción de los romanticismos europeos en la literatura hispanoamericana. Por una parte, las elites criollas emplean el lenguaje y los modelos culturales europeos en la construcción de sus identidades nacionales; por otra, esta construcción de identidad nacional se basa precisamente en la diferenciación respecto a los modelos metropolitanos. Esta ambigüedad entre modernidad y diferencia domina los discursos culturales hispanoamericanos y los procesos de recepción y traducción de las literaturas europeas hasta en la constitución de sujetos y en la construcción de la naturaleza y la historia. Para enfatizar esta ambigüedad y el eclecticismo del proceso de recepción y traducción cultural, propongo emplear la noción de “liberalismo sentimental” en vez de la de “romanticismo” para el caso de la literatura hispanoamericana.

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En un intento similar de mostrar las características de la traducción cultural, Andrea Pagni analiza la traducción de un poema de Jaques Delille por Andrés Bello. La autora muestra que Bello traduce en clave utópica el poema que Delille compuso en clave idílica, y que en el poema de Bello el campo se construye como alternativa a la vida industrial europea. Pagni llega a la conclusión de que la traducción se puede pensar como el lugar de una negociación intercultural, como una práctica de desplazamiento constitutiva a la emergencia de nuevos paradigmas culturales, más que como mera repetición de paradigmas previos. En este contexto, los conceptos poscoloniales del “inbetween” (Homi Bhabha) y de las “teorías viajeras” (James Clifford) podrían ser fructíferos para una reconsideración de las relaciones de traducción literaria y cultural. En el último capítulo, “Repensar la ‘República de las Letras’: ciudad letrada, cultura material y modernización”, Beatriz GonzálezStephan trata una serie de aspectos que se analizan en los demás artículos –los proyectos fundacionales y de modernización cultural, la construcción de la identidad nacional, la constitución de sujetos modernos, la ciudad letrada, la cultura material, la ampliación de los espacios públicos–, y los recontextualiza con respecto a la cultura visual/material de las últimas décadas del siglo XIX. Las grandes exposiciones de finales del siglo crearon en algunos intelectuales una nueva sensibilidad con respecto a fenómenos del intercambio de bienes simbólicos no circunscritos exclusivamente al libro. Ante el peso cultural de la producción material y tecnológica expuesta, ante su carga simbólica y el “sentido social de las cosas”, ante la desaparición del objeto aurático en la era de la reproducción técnica, sintieron la necesidad de repensar la ciudad letrada, sus propios proyectos fundacionales de la nación y su cultura, las relaciones con la metrópoli y las vías de la tan deseada modernización ahora expuesta en toda su materialidad. Es a partir de la presencia de la cultura de masas y de los objetos industrializados que las relaciones y los discursos culturales de las elites criollas en América Latina se vuelven objetos de una radical reconsideración y reconfiguración acompañada por la emergencia de nuevos sujetos y nuevos paradigmas sin que las contradicciones provenientes de la situación poscolonial del subcontinente pierdan su importancia para el desarrollo histórico. Los resultados de la reconsi-

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deración necesaria de la República de las Letras ante estos cambios se mostrarán, a grandes rasgos, a partir y durante todo el siglo XX. El diálogo que iniciamos o reiniciamos en el simposio que ha dado origen a este volumen, no hubiera sido posible sin la cooperación y la paciencia de las y los colegas cuyos textos reunimos aquí. El simposio y el libro tampoco se hubieran realizado sin la ayuda prestada por mis colegas del Instituto Ibero-Americano en la organización del primero y la preparación de este último. A todas ellas y todos ellos mis más sinceros agradecimientos. Last but nost least, quisiera agradecer a la “Fundación Volkswagen” su generoso apoyo financiero para la organización y realización del simposio. Friedhelm Schmidt-Welle

I Proyectos fundacionales, modernidad y poscolonialismo

Mary Louise Pratt New York University

La poética de la per-versión: Poetisa inubicable devora a su maestro. No se sabe si se trata de aprendizaje o de venganza

1. Preámbulo: La Poscolonialidad y las Américas Según la crítica argentina Graciela Montaldo, “En general, el posmodernismo sirve en América Latina principalmente como una manera de pensar el alcance de nuestra modernidad”. El argumento análogo se podría proponer relacionado al llamado “poscolonialismo”. En el contexto latinoamericano, es decir, este término sirve principalmente como una manera de pensar el alcance de nuestra colonialidad. En este caso, el “pos”, sílaba capaz hoy en día de injertarse en casi cualquier sustantivo, refiere no a la idea de que estaríamos viviendo un momento en que los efectos del colonialismo y el euroimperialismo se hubiesen terminado, sino a una idea muy diferente: la “poscolonialidad” refiere al hecho de que esos efectos ahora están al alcance de nuestra reflexión en una medida mucho mayor que antes. Desde esta perspectiva, el “pos” interpela no un sujeto paralizado entre la nostalgia y el cinismo en un “fin de historia” estilo Fukiyama, sino un sujeto nuevamente recapacitado para entender el presente por medio de una relectura radical del pasado, un sujeto orientado no hacia un futuro congelado en una eternidad pos-progreso, sino hacia un renovado quehacer crítico anti-imperialista y descolonizador. El proyecto metropolitano poscolonial ha producido una serie de distorsiones fundamentales con respecto a América Latina, distorsiones innecesarias, aunque sobredeterminadas, y poco propicias al diálogo. Para corregirlas será esencial un aporte latinoamericano al debate. Primero, los estudios poscoloniales se basaron casi exclusivamente en lo que se llama la segunda onda de expansión euroimperial, en África y Asia a fines el siglo XIX y, de una manera que a veces parece obsesiva, se empeñaron en no dirigir el lente sobre la primera onda del

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siglo XV-XVIII en las Américas, a pesar de que es obviamente imposible entender la segunda onda si no se toma en cuenta la primera. La tendencia entre investigadores metropolitanos de no aprender a leer en español seguramente es parte del problema y también síntoma de las dimensiones neocoloniales del proyecto pos-colonial. Segundo, al insistir en el fenómeno específicamente colonial, los estudios poscoloniales eluden el fenómeno intrínsicamente relacionado del neocolonialismo. Es realmente sorprendente el poco interés que ha demostrado la crítica poscolonial por la convergencia evidente entre el proceso colonial en África y Asia y el proceso neocolonial en América Latina. A pesar de los tomos que se han escrito sobre los discursos coloniales, todavia ni siquiera se plantea la idea de catalogar los discursos neocoloniales, tarea interesantísima y clave para el estudio de las modernidades periféricas. Más preocupante, y muy consecuente para las Américas, es la sistemática exclusión en los estudios poscoloniales del término imperialismo, categoría amplia capaz de subsumir el colonialismo, el neocolonialismo, y tantas otras formas de expansión e intervención que siguen constituyendo el mundo contemporáneo. En la metrópoli son pocas y aisladas las figuras, como Edward Said (1995), que insisten en el imperialismo como objeto de estudio y de crítica. El enfoque en un registro limitado de casos históricos, junto con una tendencia a la abstracción, a veces lleva la crítica poscolonial a atribuir a su objeto de estudio una homogeneidad engañosa. Las raras propuestas que distinguen entre tipos y formas de colonialismo son muy importantes. Una distinción muy consecuente, por ejemplo, es la que nota McClintock (1994) entre el colonialismo de ocupación, tal como se estableció en las Américas, y el colonialismo administrativo como el que se estableció en África e India. Entre las muchas diferencias entre estos dos sistemas, se destaca la forma que toma la descolonización. En el caso del colonialismo de ocupación, la descolonización (o la independencia) consiste en que la clase ocupante (criollo) asuma el poder, sustituyendo a las autoridades coloniales. En otros aspectos, sin embargo, las relaciones sociales no se descolonizan, y tampoco las relaciones culturales con la metrópoli. Estas mantienen su carácter colonial: tanto en América del Norte como la del Sur, la descolonización de los imaginarios criollos es un proceso lento, tal vez interminable.

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De allí la muy comentada colonialidad de las modernidades americanas. Los proyectos de independencia, aunque se lleven a cabo dentro ideologías de liberación, consisten en parte en relegitimar y refuncionalizar jerarquías y prácticas coloniales, desde la supremacía blanca hasta la esclavitud, el feudalismo y el genocidio. En América del Sur, se reconoce, la independencia consistió en este proceso de descolonización parcial, y coincidió con la entrada de los proyectos neocoloniales europeos, seguidos por el imperialismo norteamericano a fin del siglo. A los arquitectos de la independencia en las Américas les era casi imposible articular, ni siquiera percibir, que se trataba de una descolonización limitada y de una refuncionalización de las relaciones sociales coloniales. Al lado de los tan brillantemente estudiados discursos fundacionales, es necesario identificar una configuración de silencios fundacionales, silencios que posibilitan en gran medida la narrativa emancipatoria del siglo XIX. En las páginas que siguen me propongo enfocar dos de estos silencios: primero, el silencio sobre el carácter parcial de la descolonización americana, y segundo el silencio sobre el papel de la subordinación de la mujer en la constitución del Estado-nación. 2. Un personaje incómodo Durante más de un siglo, estos dos silencios determinaron en gran medida la recepción de la figura literaria que me interesa abarcar hoy, la poeta, dramaturga, novelista y ensayista cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda. Concretamente propongo examinar una relación contestataria que ella mantuvo a lo largo de su carrera con los escritos de su mentor y ex maestro, el conocidísimo poeta romántico José María Heredia. Nacida en 1814, hija de padre español y madre criolla, Gómez de Avellaneda fue educada en Cuba por tutores que incluyeron al propio Heredia. En 1836, a los 22 años, emigró a España con su madre y su hermano a buscar la protección de la casa paterna.1 En las dos décadas que siguieron, la emigrada, conocida en España como “La Peregrina,” produjo la mayoría de su extraordinaria obra literaria, llegando a ser en los años 40 del siglo XIX una de las figuras literarias 1

Poco después de enviudar, la madre de Gómez de Avellaneda se casó en segundas nupcias contra la voluntad de su familia. Esta ruptura ocasionó su salida a España con sus dos hijos.

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más celebradas de España. Tuvo fama como dramaturga, novelista, poeta, autobiógrafa, ensayista, y periodista. Sus patrocinadores incluyeron las figuras más destacadas del escenario literario español, sobre todo José Zorrilla quien la introdujo en los círculos literarios madrileños en los 40, y en 1853 la propuso como candidata a la Real Academia Española. En 1859 Gómez de Avellaneda regresó a Cuba como esposa de un enviado de la corona, Domingo Verdugo y Massieu. El motivo del retorno no fue el oficio del marido, sin embargo, sino las amenazas que él recibía en Madrid de parte de las enemistades literarias de su esposa, a raíz del gran éxito de su obra teatral Baltasar. Como lo demuestra Carolina Alzate (1999), la circunstancia del retorno de Avellaneda a Cuba determinó la recepción americana de su obra por más de un siglo. No sólo llegaba identificada con la corona y el orden colonial, sino que las autoridades coloniales le programaron una recepción triunfal a gran escala, lo cual le garantizó el odio y el rechazo de la joven generación de independentistas. Alzate cita un soneto satírico que circuló por la isla en la ocasión de la celebrada vuelta. El último terceto aprovecha el apellido del esposo de la poeta: “Hoy vuelve a Cuba, pero a Dios le plugo/ que la ingrata torcas camagueyana/ Tornara esclava, en brazos de un verdugo” (Alzate 1999: 7). A pesar de que, desde el momento del desembarque, Avellaneda entró plenamente en el papel del letrado (proto)nacional, escribiendo poesía cívica cubanísima, fundando una revista (el Album Cubano de lo Bueno y lo Bello), hablando como voz de la patria, nunca fue aceptada. Y ella por su parte, nunca tomó partido en la cuestión independentista. Justamente como sujeto colonial y femenino, parecía no sentir conflicto entre su cubanidad y su lealtad a España. El ser una famosa escritora española no amenazaba la identidad permanentemente cubana que permeaba su producción literaria; no sentía contradicción entre sus vínculos con la corte (los reyes patronizaron su boda) y su compromiso profundo con el futuro de Cuba. Ella no se incomodaba, y por esa misma razón, incomodaba a los independentistas. A la muerte de su marido en 1864, regresó a España donde murió en 1873 a los 59 años. Los independentistas asignaron a Gómez de Avellaneda el lugar de la “otredad constitutiva” de su proyecto descolonizador. Como lo documenta brillantemente Alzate, desde el círculo delmontino en los años 30 hasta Martí en los 70, y hasta Cintio Vitier en los años 50 del

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siglo XX, esa condena y la propia indiferencia de la poeta frente a la cuestión independentista, determinaron en gran medida la recepción de su obra. Nunca se le concedió visa de entrada a la “ciudad letrada” nacional, o protonacional, de Cuba. La otredad de Avellaneda con relación a la ciudad letrada cubana era doble: por un lado, su falta de radicalismo con respecto a la cuestión independentista, y por otro, su exceso de radicalismo sobre las relaciones de género. Esta última, la cuestión de género, constituye sin lugar a duda uno de los silencios fundacionales más contundentes del liberalismo, tanto latinoamericano como europeo, y Gómez de Avellaneda luchó toda la vida con él. Me refiero al pacto sociopolítico que se fue consolidando en Europa y las Américas a través del XIX, y cuyo resultado fue una democratización de la política que se realizó a costo de una nueva subordinación de la mujer (Landes 1988). 3. De la lucha emancipadora a la subordinación civil Como a otras mujeres de su generación –pensemos en Flora Tristán, Juana Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla, Juana Manso– a Gertrudis Gómez de Avellaneda le tocó vivir en las primeras décadas del XIX y las últimas del XVIII una etapa de apertura bastante radical en cuanto a la emancipación femenina, momento defendido a duras penas. Aún en Cuba, Avellaneda leyó las feministas finiseculares – Mary Wollstonecraft, George Sand, Madame de Staël. Irónicamente, como lo señala Kirkpatrick (1989), fue por su estatus colonial, cubano, que Avellaneda tuvo acceso a estas lecturas (y muchas otras). En España, en las décadas 1810-1840 la posibilidad de que una joven tuviera contacto con estas intelectuales era casi nula. No se sabe si fueron sus lecturas las que llevaron a Avellaneda a los 12 años a rehusar un matrimonio propuesto por su familia, lo cual le costó una herencia. A mitad de siglo, tanto en las Américas como en Europa, esta apertura a la emancipación femenina fue cediendo a la imposición de nuevas ideologías de domesticidad y de higiene social. En la segunda mitad del siglo se registra un evidente retroceso con respecto a la igualdad de la mujer. (En Francia y España fue en los años 40 que las mujeres empezaron a adoptar el apellido del marido precedido por el “de” (Kirkpatrick 1989).) La nueva etapa de subordinación femenina se marcó en América Latina, por ejemplo, por la llegada del tratado de

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Aimé Martin titulado De l’education des meres de famille ou de la civilisation du genre humain par les femmes (1834), traducido en Chile en 1840 (Garrels 1989, 1994). La carrera de Gómez de Avellaneda registra el cambio. Durante los años 30 y 40 llegó a integrarse plenamente en la vida literaria española. Fue lanzada por el poeta Zorrilla, quien la nominó para la Real Academia Española en 1853 (de la cual fue excluída sólo a base de su género). Veinte años más tarde, por contraste, Martí la condenaba rotundamente, no sólo por no ser “femenino”, sino por no calificar siquiera de mujer: “Hay un hombre altivo a veces fiero en la poesía de la Avellaneda”, dice, sin propósitos aleatorios. Avellaneda no fue el único blanco del androcentrismo y de la misoginia de Martí. El rechazo sexuado es sintomático del estrechamiento dramático de las ideologías de género en la segunda mitad del siglo, tanto en Europa como en las Américas. Es síntoma también del “pánico sexual” que se le atribuye a Martí y a otros intelectuales finiseculares en América Latina (Molloy 1996, 1998; Ramos 1999; Cruz-Malavé 1998; Lugo-Ortiz 1998), pánico asociado entre otras cosas con las contradicciones entre la independencia y la neocolonialidad. La subordinación de la mujer en el pacto social moderno es uno de los grandes silencios fundacionales del liberalismo. Silencio que la politóloga británica Carol Pateman buscó rectificar en su importante estudio The Sexual Contract (1987). Según Pateman, lo que en la teoría política clásica se denomina el contrato social sólo existe en función de otro contrato hacia el cual las teorías mantienen una ceguera autointeresada: el contrato sexual. Es decir, el contrato social, tal como lo plantean Rousseau y sus seguidores, define las relaciones de conciudadanía fraterna entre hombres, es decir, entre cuerpos varones; el contrato sexual define las relaciones entre hombres y mujeres, es decir, entre cuerpos varones y cuerpos hembras, formalizando la subordinación de éstos a aquellos. Las dos formas más evidentes del contrato sexual, según Pateman, serían el matrimonio y la prostitución. Al entrar en el contrato sexual, las mujeres autorizan a los hombres a hacer uso de sus capacidades laborales, reproductivas y sexuales. Según Pateman, los dos contratos, el sexual y el social, se constituyen mutuamente y es imposible entender el uno sin el otro. El contrato sexual es el instrumento que excluye a los cuerpos hembras del contrato social; el contrato social consiste, entre otras cosas, del dere-

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cho de sexo sobre los cuerpos hembras. No es que las mujeres sean excluídas del orden civil: el matrimonio, por ejemplo, es un contrato que requiere un gesto de consentimiento de ambos sujetos y que impone obligaciones a ambos. El matrimonio es, según Pateman, una forma de “subordinación civil”. Como bien se sabe, la novela decimonónica tiene como preocupación constante el problema de la negociación y la legitimación de esta subordinación civil, tan resistida por los pensadores radicales desde Wollstonecraft hasta John Stuart Mills. En las Américas muchas de nuestras llamadas “novelas fundacionales” giran alrededor del contrato sexual como imagen y motor fundador de las naciones pos- y neo-coloniales. El carácter parcial, limitado de la descolonización americana se traduce en amores racializados y matrimonios imposibles. Según la teoría clásica liberal, el contrato social derroca la autoridad vertical paterna reemplazándola con relaciones horizontales y consensuales de fraternidad entre pares. Esta revolución no elimina el patriarcado, sin embargo, sino que produce una nueva mutación de él, mutación que Pateman denomina “el patriarcado fraterno”. Es decir, la subordinación de las mujeres a los hombres permanece como elemento constitutivo del nuevo orden democrático. Sobre este elemento se mantiene silencio, o se legitima relegando a las mujeres al orden de la naturaleza, o declarándolas intrínsicamente discapacitadas para la ciudadanía. Descartadas las mujeres, el orden fraterno se define y se entiende como autónomo y sui generis, negando su dependencia constitutiva del contrato sexual. Ha sido necesario amplificar el paradigma de Pateman en dos puntos principales. Primero, a pesar de todo, no todas las mujeres entran en el contrato sexual. Su teoría no define los espacios negociados y ocupados por mujeres fuera de ese orden contractual. Ellas permanecen, como indico en mi título, inubicables. Sin embargo es obvio que esos espacios existen y existían, a veces de manera institucionalizada, a veces improvisada. Segundo, la teoría de Pateman no profundiza sobre las dimensiones no contractuales de la ciudadanía, dimensiones a menudo vistas como culturales. La falta de derechos ciudadanos no necesariamente significa la falta de pertenencia. Existen formas y prácticas de pertenencia –ciudadanías culturales– que no dependen necesariamente de los derechos contractuales. Determinan como se vive la subordinación. Estas dimensiones no le interesaban a Pateman,

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cuyo enfoque era el poder y no la pertenencia, pero llegan a ser pertinentes en el momento en que tratamos de entender las posibilidades que tenían las mujeres decimonónicas de dar sentido a sus vidas y de vincularse con la sociedad más amplia. 4. Romanticismo y género Se ha revelado mucho en las últimas tres décadas acerca de las dimensiones culturales de la domesticación de las mujeres en el siglo XIX. La domesticación trajo un nuevo mapa sujetivo, simbólico y epistemológico que concedía a las mujeres un tipo de autoridad basada en su supuesta superioridad en lo que Avellaneda llamaba “el imperio de los sentimientos”. En la casa tienen dominio; tienen responsabilidades reproductivas y educativas; son productoras de ciudadanos sin tener ellas plena ciudadanía. Como lo señala Susan Kirkpatrick en su estudio innovador de las románticas españolas (Kirkpatrick 1989), es importante no descartar el potencial emancipador de esta domesticación femenina. El entregue del imperio de los sentimientos les ofrecía cierta apertura hacia la vida interior. La expansión de la prensa alrededor del consumo y la domesticidad les ofrecía a las mujeres mucho más material de lectura. Su papel educativo favorecía su alfabetización. El romanticismo constituyó una apertura de espacios literarios para las mujeres, elaborando una estética que afirmaba no sólo las pasiones y la emotividad, sino la posibilidad de acceso a las verdades universales por introspección y no erudición, apertura importante dada la falta de acceso a la educación. En una serie de ensayos sobre la mujer escritos después de su regreso a Cuba, Gómez de Avellaneda arguyó que lejos de discapacitar a las mujeres para la autoridad pública, su dominio en el imperio de los sentimientos y su fuerza física (demostrada en los partos) les daba superioridad en ese terreno (Pratt 1993).2 Sería un error grave, sin embargo, sugerir que la nueva domesticidad resultara propicia a la creación literaria femenina. Al contrario, el 2

Para un análisis más extendido de estos ensayos, ver Pratt (1993). Es notable que en estos ensayos, como era común en la ensayística femenina del XIX, los modelos de liderazgo femenino, tanto como las metáforas de ello, suelen ser monárquicos. Es un discurso que seguramente irritaba a los independentistas; por otro lado, es un discurso históricamente sobredeterminado. No es una paradoja que el orden monárquico pareciera ofrecer más posibilidades para el poder femenino que el orden democrático-liberal: era más fácil ser reina que presidenta.

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contrato sexual y la domesticidad se vivían como incompatibles con la creatividad literaria, o por lo menos con el oficio de escritora. Avellaneda fue una de centenares de mujeres decimonónicas (sin hablar del XX) que rechazaron el matrimonio a favor de la carrera literaria. Toda su vida, aunque rodeada de pretendientes y llena de amantes, rechazó rotundamente el estado conyugal: “Mi horror al matrimonio era extremado”, dijo en su autobiografía, narrando su decisión dolorosa de romper un noviazgo que le hubiera garantizado seguridad económica y estatus social. Cuando tardíamente se casó en un momento de vulnerabilidad física, existencial y económica, lo calificó como “un mal necesario”. Para Avellaneda el matrimonio era el opuesto de la libertad, actitud compartida por muchas escritoras antes y después, desde Sor Juana a Gorriti y Matto de Turner, hasta Ocampo, Storni, Mistral, de la Parra, Castellanos, Garro, y tantas más. Aunque el matrimonio fuera incompatible con la vida literaria, la prohibición no se extendía al sexo ni a la maternidad. Muchas de las figuras mencionadas, incluyendo la misma Avellaneda, tuvieron hijos/hijas ilegítimos/ilegítimas. No era la maternidad que subordinaba.3 ¿Por qué esta incompatibilidad entre el matrimonio y la literatura? Un análisis materialista señalaría la subordinación de la fuerza laboral de la mujer en el contrato conyugal. Pero igual de importante es el tipo de poder que se le concedía a la mujer en la esfera doméstica. Era un poder que dependía de la represión voluntaria del deseo, sobre todo del deseo sexual y del erotismo. A la mujer se le asignaba el poder y la responsabilidad de vigilar y restringir el deseo de los sujetos del hogar, represión identificada como el mecanismo de la armonía doméstica. El “dominio” de la mujer en el terreno de los sentimientos era dominio en el sentido no sólo de empatía sino también de represión y autorepresión (el ángel del hogar): el deber conyugal femenino incluía la negación de su propio deseo/placer sexual y el estricto control del cónyugue y de los demás miembros del hogar. Se valorizaba el sentimiento y la ternura, pero no la pasión. Martí afirmó este paradigma en 3

La hija de Gómez de Avellaneda nació en 1845 y murió a los pocos meses. Poco después Avellaneda se casó por primera vez, con un notable madrileño, Pedro Sabater, ya enfermo de cáncer quien la dejó enviudada a los 3 meses. Sobre la maternidad, ver sus poemas “A una joven madre” y “A un niño dormido”, donde Avellaneda rechaza rotundamente no la maternidad sino el culto a ella, y la idealización de la niñez.

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su critica feroz a Avellaneda, donde, contra todo criterio estético, buscaba autorizar una poesía femenina escrita desde esa esfera domésticaconyugal reprimida. En un texto revelador citado por Carolina Alzate, Martí contrapone a Gómez de Avellaneda la poeta cubana Luisa Pérez de Zambrana, “pura criatura a toda pena sensible y habituada a toda delicadeza y generosidad, pudor perpetuo – y además mujer de un hombre ilustre”. Es una propuesta coherente en lo ideológico pero indefensible en términos literarios y estéticos. Como revelan las lecturas recientes del corpus martiano (Molloy 1996; Ramos 1999; CruzMalavé 1998), el radicalismo democratizante de Martí no se extendía al orden de género. Al contrario, el letrado cubano es un ejemplo transparente de la interdependencia entre la ideología democrática, la homosocialidad, la misogínia, y la rígida jerarquización sexual. Observación semejante se ha hecho con relación a Rubén Darío, quien en su correspondencia con la poeta Delmira Agustini le impone a la poeta uruguaya una infantilización claramente incompatible con el atrevimiento y la fuerza de su obra poética (Molloy 1984). Esta configuración de la esfera doméstica-conyugal como espacio de represión tuvo consecuencias para los poetas y artistas de ambos sexos. La domesticidad no constituyó un espacio artísticamente nutritivo para nadie, ni aparece como topos en el arte decimonónico de ninguno de los dos sexos. Resulta incompatible con el performance de la sujetividad y del deseo que es el motor del proyecto literario romántico. Uso performance en el sentido butleriano (me refiero a la teórica y filósofa estadounidense Judith Butler), como un actuar no sólo expresivo sino también constitutivo. El sujeto romántico se constituye por y en sus performances de sujetividad y de deseo; el carácter represivo del orden doméstico-conyugal imposibilita éste como espacio performativo romántico. La inviabilidad del espacio doméstico-conyugal como lugar performativo del deseo y del erotismo tiene consecuencias para ambos géneros, pero no las mismas. Es decir, define dilemas poéticos/estéticos distintos para los dos géneros. Los hombres tienen acceso a un segundo orden paralelo o alternativo al doméstico: el orden fraternocívico definido por el contrato social y por la exclusión de la mujer. Este orden les interpela no sólo como sujetos fraternos sino también como egos supuestamente íntegros, autosuficientes. Para los sujetos masculinos, este segundo orden implica distintas alternativas para la

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construcción de una sujetividad poética y una ciudadanía cultural. El poeta masculino puede escribir desde el espacio sujetivo monosexual que le concede el contrato social, y así lo hicieron. Y las mujeres letradas, ¿desde qué espacios escribían? Las poetas, fuera del contrato social (no son ciudadanas) y sexual (no son esposas), parecen hablar desde un espacio indefinido, un hincapie en los márgenes de la ciudad letrada, que hasta ahora todavía carece de nombre. Es, otra vez, el nolugar de mi título. Gómez de Avellaneda lo llamaba la libertad; pero tal vez acertaríamos más en denominarlo un espacio de in-subordinación, de deseo in-subordinado. 5. El poemario paralelo A través de su obra poética Gómez de Avellaneda interrogó estos dilemas y la problemática del deseo in-subordinado. Uno de los modos principales de este interrogatorio fue una interacción constante y deliberada con los escritos de los árbitros del romanticismo, notablemente el poeta cubano Heredia, el francés Lamartine y el español Espronceda. Gómez de Avellaneda desarrolló su propio proyecto poético y propia sujetividad poética por medio de una constante apropiación y per-versión de los escritos de estas figuras canónicas. La palabra per-versión capta el carácter no-imitativo de su proceder. Se apropia de temas, títulos, imágenes, léxicos, hasta de versos enteros de los maestros para motivar un performance de sujetividad propia. Propongo profundizar sobre su interacción específicamente con la obra de Heredia, tanto por lo que nos revela acerca de la poética avellanedana, como por su capacidad de enajenar la poética herediana, tan normalizada como ejemplar romántico. Se trata de un corpus de poemas paralelos en los cuales Gómez de Avellaneda contesta o reescribe poemas de su ex-maestro, corpus que apenas empieza a ser reconocido (Pratt 1993; Albín 1996). Justamente por su “per-versión” de los textos heredianos, estas composiciones revelan dimensiones profundas de los dilemas masculino y femenino con relación al romanticismo y al performance de la sujetividad. El caso más explícito es bien conocido: dos poemas, uno de cada autor y ambos famosos, sobre la inconstancia. “La inconstancia” de Heredia performa el ego masculino en vías de recuperación de una traición amorosa. El poema, dedicado por Heredia a su amigo Domingo del Monte, ubica al poeta

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en un “pacífico retiro” pastoril donde la amistad fraterna por un lado y el orden vertical patriarcal de la naturaleza (“El almo sol en el sereno cielo… ¡Salud!, oh, padre…”) lo ayudarán a olvidar su decepción. Se constituye un universo fuertemente polarizado por el género, oponiendo el hombre constante a la mujer inconstante: “¡El alma que fina te adoró, falsa te adora!” La mujer carece de voz, de deseo y de vida propios, y hasta de existencia real. Los versos finales, leídos desde la óptica de Pateman, ofrecen una versión imaginaria e idealizada del contrato sexual: ¡Ah, cruel! No te maldigo, Y mi mayor anhelo Es elevarte con mi canto al cielo, Y un eterno laurel partir contigo.

El contratexto de Avellaneda es su muy celebrado “El por qué de la inconstancia”, donde se rechaza la polarización de géneros y la asociación mujer-inconstancia. La poeta insiste en una relación de equivalencia y reciprocidad entre los géneros: “Que son las hijas de Eva/ Como los hijos de Adán”.4 Para ambos sexos, arguye, la inconstancia no es “flaqueza” sino “indicio de altos destinos”. El poema termina insistiendo en una condición humana común a ambos sexos, y regida por el deseo: Y aquí –do todos nos habla De pequeñez y mudanza– Sólo es grande la esperanza Y perenne el desear.

Es un contraste que se repite. La obra de Heredia se articula alrededor de una poética de plenitud y de trascendencia, a la que Avellaneda, en poemas paralelos, sustituye una poética de insuficiencia e invocación. De parte de Avellaneda no se trata, creo, de una protesta, de orden feminista o no, sino más bien de una investigación emprendida a partir de la obra de su antecesor y mentor. Es obvia la imposibilidad de ocupar el lugar de la mujer en el universo poético herediano, el de la compañera virtual imaginada. Una poeta define otros puntos de parti4

Esta equivalencia fue un punto de dogmatismo para Avellaneda. Cita de su diario de amor (p. 79): “Soy libre y lo eres tú; libres debemos ser ambos siempre, y el hombre que adquiere un derecho para humillar a una mujer, el hombre que abusa de su poder, arranca a la mujer esa preciosa libertad; porque no es ya libre quien reconoce un dueño.”

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da. Con relación a la inviabilidad poética de la esfera domésticaconyugal, los dos poetas adoptan estrategias diferentes. Otro par de poemas paralelos nos permite profundizar. Se trata de dos composiciones sobre el sol, “Himno al sol, escrito en el océano” de Heredia, y “Al sol, en un día de diciembre” de Avellaneda. Conforme con las convenciones románticas, el texto herediano parte desde un elemento narrativo, el levantar del sol en el mar (“Las estrellas en torno se apagan/ Se colora de rosa el oriente…”). Otra vez el orden simbólico, la naturaleza, es vertical y patriarcal: “¡Salve, padre de luz y de vida!… De la vida eres padre: tu fuego/ Poderoso renueva este mundo”). Siguiendo la fórmula romántica, el performance de la sujetividad culmina al final del texto en un momento de afirmación y adoración: A su inmensa grandeza me humillo; Sé que vive, que reina y me ama, Y que su aliento divino me inflama De justicia y virtud en amor.

Interesa este cuarteto, el penúltimo, porque Gómez de Avellaneda retoma su dicción en los primeros versos de “Al sol, en un día de diciembre”: Reina en el cielo, ¡Sol!, reina, e inflama Con tu almo fuego mi cansado pecho: Sin luz, sin brío, comprimido, estrecho, Un rayo anhela de tu ardiente llama.

El sol mantiene su carácter monárquico (aunque a primera vista el verso lo califica de reina), pero lejos de celebrar un sol presente, el poema de Avellaneda invoca un sol ausente. El performance es de deseo insatisfecho. Aquí va el resto del soneto: A tu influjo feliz brote la grama; El hielo caiga a tu fulgor deshecho: ¡Sal, del invierno rígido a despecho, Rey de la esfera, sal; mi voz te llama! De los dichosos campos do mi cuna Recibió de tus rayos el tesoro, Me aleja para siempre la fortuna: Bajo otro cielo, en otra tierra lloro, Donde la niebla abrúmame importuna… ¡Sal rompiéndola, Sol; que yo te imploro!

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A contraste con los verbos afirmativos en el texto de Heredia, aquí encontramos imperativos y subjuntivos, es decir estructuras verbales que evocan no la presencia y la plenitud sino posibilidades ausentes. Para quien ha vivido un invierno madrileño, una lectura literal o climatológica del poema parecerá tal vez más que suficiente. Sin embargo, la evocación del texto herediano y del topos romántico en general, exigen una contextualización literaria. Avellaneda reorganiza y resemantiza el orden simbólico herediano, manteniendo su temática y ciertas imágenes y vocablos. La pasión herediana por la presencia, la trascendencia, la absorción en lo infinito, se sustituye en el poema de Avellaneda por una poética de la ausencia, un performance del deseo por la integridad, el sanamiento, la pertenencia.5 No es mi propósito simplemente reivindicar a Avellaneda contra Heredia (aunque sí hay que reivindicarla contra Martí), sino señalar los procesos de resemantización, o la per-versión, de los referentes de Heredia, cuyo resultado es un performance de sujetividad y de deseo necesariamente distintos de la ortodoxia romántica y “masculinista”. Dicho de otra manera, lo que presenciamos es el trabajo de una poderosa fuerza creadora que, enfrentando un repertorio poético que la excluye, se apropia del mismo y lo usa para animar un quehacer artístico in-subordinado. Este proceso de resemantización se observa en otra serie de poemas paralelos, sobre un tema eminentemente caribeño, el huracán. En su famosa oda “En una tempestad”, Heredia parte otra vez de un acto narrativo puesto en marcha por la naturaleza: “Huracán, huracán, venir te siento”. El poema se desarrolla en forma narrativa relatando el oscurecer del cielo, el trueno, el relámpago, la lluvia – otra vez una poética de presencia y de evocación, terminando con el momento vertical de trascendencia y adoración: “Yo en tí me elevo/ Al trono del Señor: oigo en las nubes/ El eco de su voz.” Una

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Mis lecturas de la lírica avellanedana difieren de las que ofrece Susan Kirkpatrick (1989) en su brillante estudio de las románticas españolas. Kirkpatrick lee la lírica de Avellaneda desde una perspectiva expresiva y autobiográfica mientras mi lectura trabaja desde la idea del performance. Según Kirkpatrick, en Avellaneda el deseo mismo se considera como peligroso y amenazante, a contraste de los poetas masculinos. Nuestras lecturas no coinciden en este punto. Por otro lado, su observación de que las románticas demuestran “different and more extreme forms of alienation than male poets” no es incompatible con la lectura de Avellaneda que se propone aquí.

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sintáxis mimética muy comentada por la crítica ayuda a reforzar la poética de presencia y de plenitud. El poema correspondiente de Avellaneda es, como el anterior, un soneto. Formalmente no podría ser más diferente de la oda de Heredia. Pero como en el caso anterior, una serie de correspondencias lexicales y semánticas (ver abajo) llevan a sospechar que se trata otra vez de una reprise directa e intencionada de Heredia. Como en “Al sol en un día de diciembre” no había sol sino deseo de sol, aquí tampoco hay huracán, sino deseo de huracán (se cita el poema entero por ser más corto y menos conocido que el de Heredia): ¡Del huracán espíritu potente, Rudo como la pena que me agita! ¡Ven, con el tuyo mi furor excita! ¡Ven, con tu aliento a enardecer mi mente! ¡Que zumbe el rayo y con fragor reviente, Mientras –cual hoja seca o flor marchita– Tu fuerte soplo al roble precipita Roto y deshecho al bramador torrente! Del alma que te invoca y acompaña Envidiando tu fuerza destructora, Lanza a la par la confusión extraña. ¡Ven…, al dolor que insano la devora Haz suceder tu poderosa saña, Y el llanto seca que cobarde llora!

A contraste de Heredia, no se trata de un yo poético que desee ser absorto por el huracán, sino de un yo que busca absorberlo a él. Otra vez se nota el modo verbal subjuntivo, el acto performativo de invocación, y la estética de insuficiencia. Otra vez lo que se anhela no es la trascendencia, ni la fe, sino algo como el saneamiento, el equilibrio, la integridad sujetiva. Avellaneda subraya el contraste de manera explícita en el desenlace del poema, donde resemantiza el signo del llanto. “En una tempestad” de Heredia termina con un llanto empático, las lágrimas del poeta mezclándose con la lluvia: “Ferviente lloro/ Desciende por mis pálidas mejillas/ Y su alta majestad trémulo adoro.” En contraste marcado y, diría yo, intencionado, Avellaneda llama al huracán para secar su llanto, llanto que no tiene nada de sublime sino que es caracterizado de “cobarde”. Como en los casos anteriores el deseo es horizontal, a contraste con la verticalidad herediana. Mientras el sujeto poético de

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Heredia “se eleva” hacia lo inefable en los versos finales, el de Avellaneda pide un proceso serial (“Haz suceder tu poderosa saña”; “Lanza a la par la confusión extraña”). El lugar de la trascendencia, el deseo es que un estado emotivo suceda a otro. La vívida imagen del roble caído en el poema avellanedano (versos 6-8 arriba) parece retomar una imagen del texto de Heredia, la del toro que aparece como presagio de la tempestad: ¿Al toro no miráis? El suelo escarban, De insoportable ardor sus pies heridos: La frente poderosa levantando, Y en la hinchada nariz fuego aspirando, Llama la tempestad con sus bramidos.

El verbo bramar vincula esta imagen de potencia masculina con el roble en el poema de Avellaneda, precipitado “al bramador torrente”, símbolo obvio de un colapso del poder fálico. Esta imagen me obliga ya a introducir el título del poema de Avellaneda. En la edición de 1841 de su poesía, este texto se titula “En una tarde tempestuosa: Soneto”, pero en la edición más difundida de 1850, aparece con un título muy distinto: “Deseo de venganza”. Se tematiza otra vez un deseo insatisfecho y, más notable aún, de una emoción ausente del repertorio herediano, y poco frecuente en el repertorio romántico en general, una forma de impotencia muy marcada por el género.6 Es un lugar común reconocer la fuerte tendencia territorial de la poesía romántica latinoamericana. El performance de la sujetividad romántica arranca desde la geografía, desde un escenario; el yo poético se ubica en algún lugar (no sólo un espacio, sino un lugar – el Teocalli de Cholula, el mar, el “pacífico retiro”, Niágara). Tal ubicación geográfica suele estar ausente en los poemas de Avellaneda, cuya voz poética habla, como se señaló antes, desde lugares no nombrados, o desde no-lugares, espacios que en el mapa social no tienen nombre. El contraste ilumina la dimensión espacial del contrato social-sexual y de la ciudadanía. La poesía romántica dramatiza entre otras cosas un tipo 6

El espacio no permite abarcar la serie completa de poemas paralelos, que incluye, además de los textos comentados aquí, los pares siguientes (citando primero el texto de Heredia seguido de el de Avellaneda): “En el Teocalli de Cholula” y “El viajero americano”; “La partida” y “Al partir”; “Los placeres de la melancolía” y “Genio y la melancolía”; “Himno del peregrino” y “A Él”. Ambos escribieron poemas titulados “Contemplación” y poemas a Washington.

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de movilidad geográfica que le permite al poeta ubicarse en lugares donde la naturaleza puede actuar sobre él. La soledad es un elemento esencial. Es una convención que presupone formas de agencia pertenecientes a la ciudadanía, y estructuradas por el género. El mismo escenario, el poeta solitario al aire libre en un espacio remoto de la sociedad, resulta inverosímil para un sujeto poético femenino, igual como en la vida social la combinación de movilidad y soledad era un eje de prohibición para las mujeres. 6. La mujer moderna Gertrudis Gómez de Avellaneda fue una de las grandes virtuosas del verso castellano (ver Lazo 1965). Su formalismo y su preferencia por el soneto a veces llevan a los críticos a asociarla con el neoclasicismo, es decir, con la poética pre-romántica. Sería una mujer fuera de su tiempo, más conservadora que su mentor. Pero una lectura más completa de su obra apunta hacia otra asociación: con la poética en desarrollo del simbolismo, con el movimiento decadente protagonizado por Baudelaire y Verlaine. (Les fleurs du mal aparece in 1867; las Poesías de Avellaneda en 1841, 1850 y 1869).7 Hay una lectura de Avellaneda que la ve más moderna que su mentor. En una de sus composiciones tardías, ella asume una posición modernizante de manera explícita, en un poema escrito con referencia directa al poema correspondiente de Heredia. Cierro este ensayo con una reflexión sobre el poco leído y menos apreciado “A vista de Niágara” de 1864. Con la excepción de la elegía que escribió en la ocasión de su muerte, “A vista de Niágara”, es la única composición en que Avellaneda refiere específicamente a Heredia. Para eliminar cualquier duda de que se trate de un poema paralelo al “Niágara” de Heredia, Avella7

Consideren por ejemplo, versos tan antirománticos como estos, de “La Venganza”: /¡Dadle a mis labios, que se agitan ávidos,/ Sangre humeante sin cesar, corred!/ ¡Trague, devore sus raudales rápidos,/ Jamás saciada, mi ferviente sed!// Hagan mis dientes con cruidos ásperos/ Pedazos mil su corazón infiel/ Y dormiré, cual en suntuoso tálamo/ En su caliente, ¡ensangrentada piel!/ ¿El texto evoca “La cautiva” de Echeverría o “La Charogne” de Baudelaire? Se ha especulado sobre una especie de terror frente a la agencia femenina que aparece al fin del siglo XIX hispanoamericano. Tal vez Martí y los demás tuvieron razón en asustarse.

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neda escribe un texto con exactamente el mismo número de versos que su antecedente (140 en ambos poemas), y hasta cita dos versos heredianos. Es un texto torturado. Avellaneda tenía que visitar las cataratas acompañada de su marido, Domingo Verdugo, pero la muerte súbita de éste la obligó a hacer el viaje sin él, acompañada por su hermano. En su epistolario, publicado en 1907, relata su visita al Niágara como “la mujer vestida de negro”. Habla, pues, como esposa enlutada: “Y tú, ¡sublime Niágara!, perdona/ si con un himno triunfal no te saluda/ mi tosca lira.” Si estuviera en estado emotivo para sentir la voz del Niágara, dice, ella sería como “el gran vate de Cuba”: “¡Cómo también mi poderoso canto/ –Rival del suyo– ufana elevaría.” El texto culmina con una dramática ruptura. El “Niágara” de Heredia, conforme a la convención romántica, termina con un tuerce final evocando una amada ausente e hipotética que, si estuviera, lo acompañaría en su contemplación: “Cómo gozara viéndola cubrirse de leve palidez y ser más bella en su dulce terror.” En el mismo punto en su poema (I.: 115), Avellaneda introduce un giro distinto y per-verso. Dejando la catarata “al trovador cubano”, ella “al apartar la vista de tu hermosura” se deja captar por “otro portento del humano poder” – y allí aparece uno de los endecasílabos mas curiosos en la historia de la lengua española: ¡Salve o aereo, indescribible puente Obra del hombre, que emular procuras La obra de Dios, junto a la cual te ostentas! ¡Salve, signo valiente Del progreso industrial, cuyas alturas –a las que suben las naciones lentas– Domina como rey el joven pueblo Que ayer naciente en sus robustos brazos Tomó la libertad…

El poema termina alabando los EE.UU. (sin reconocer, el amor patrio me obliga a decirlo, que está en la frontera con Canadá – ¡ese es el puente!). En la composición de Avellaneda, la catarata, verdadero fetiche del romanticismo hispanoamericano, es sustituida por esta construcción industrial, horizontal, facilitador, mediador, trasnacional pero intranscendente, en fin, un signo que inaugura un orden simbólico distinto del herediano, un orden terrestre, moderno, caído, secular. En la obra poética de Avellaneda, creo que este momento de plenitud, presencia y modernidad en Niágara es casi único. Irónica o trágica-

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mente, estos versos que abren hacia una nueva poética modernizante son los últimos versos de una de sus últimas composiciones poéticas. Desde Niágara, la poeta regresó a España, donde murió en 1873 a los 59 años después de editar sus obras completas (1869), dedicadas a Cuba. Bibliografía Albín, María (1996): “Género, imperio y colonia en la poesía de Gertrudis Gómez de Avellaneda”. En: Romance Languages Annual, 10, 2, pp. 419-425. Alzate, Carolina (1999): Desviación y verdad: la re-escritura en Arenas y la Avellaneda. Boulder (CO): Society of Spanish and Spanish American Studies. Butler, Judith (1999): Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. New York: Routledge. Cruz, Mary (1963): “Los versos de la Avellaneda”. Introducción a Gertrudis Gómez de Avellaneda: Antología poética. La Habana: Editorial Letras Cubanas, pp. 5-28. Cruz-Malavé, Arnaldo (1998): “Lecciones de cubanidad: identidad nacional y errancia sexual en Senel Paz, Martí y Lezama Lima”. En: Cuban Studies, 29, pp. 129154. Garrels, Elizabeth (1989): “La Nueva Heloisa en América o el ideal de la mujer de la Generación de 1837”. En: Nuevo Texto Crítico, 2, 4, pp. 27-38. — (1994): “Sarmiento and the Woman Question: From 1839 to the Facundo”. En: Halperín Donghi, Tulio et al. (eds.): Sarmiento: Author of a Nation. Berkeley (CA)/Los Angeles (CA)/London: University of California Press, pp. 272-293. Gómez de Avellaneda, Gertrudis (1974): Obras. Vol. 1. Estudio preliminar de José Marma Castro y Calvo. Madrid: Ediciones Atlas. Heredia, José María (1993): Obra poética. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Kirkpatrick, Susan (1989): Las románticas: Women Writers and Subjectivity in Spain, 1835-1850. Berkeley (CA): University of California Press. Landes, Joan (1988): Women and the Public Sphere in the Age of the French Revolution. Ithaca (NY): Cornell University Press. Lazo, Raimundo (1965): La literatura cubana. México: Universidad Nacional Autónoma de México. Ledesma, Silvia Casillas (1998): “Los hombres en la vida de Gertrudis Gómez de Avellaneda”. En: Géneros (México) 5, 15, pp. 49-53. Lugo-Ortiz, Agnes (1998): “Nationalism, Male Anxiety and the Lesbian Body in Puerto Rican Narrative”. En: Molloy, Sylvia/Irwin, Robert (eds.): Hispanisms and Homosexualities. Durham (NC): Duke University Press, pp. 76-100. McClintock, Ann (1994): “The Angel of Progress: Pitfalls of the Term Post-colonialism”. En: Hulme, Peter et al. (eds.): Colonial Discourse – Post-colonial Theory, Manchester: Manchester University Press, pp. 253-266.

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Javier Lasarte Valcárcel Universidad Simón Bolívar, Caracas

El XIX estrecho: leer los proyectos fundacionales

Quizás sea obvio decir que el meollo de cómo leer o valorar discursos y proyectos intelectuales del siglo XIX –sobre los que se cierne la imagen del origen de la modernidad latinoamericana como una suerte de mal genésico, radical espejo en negativo–, reside inevitablemente en la posición que se asuma respecto de relatos como el de la tradición latinoamericanista, sometido en el reciente fin de siglo a un intenso proceso crítico desconstructivo. En 1993, antes de que hiciera públicas sus conocidas reservas ante el latinoamericanismo de la academia estadounidense y anunciara “el poco honroso final del hispanoamericanismo”, Antonio Cornejo Polar aún apelaba a una tradición al menos inmediata al señalar enfáticamente cómo el debate que, desde los años 70, hiciera posible la crítica tanto del concepto de literatura como de las construcciones de identidad en América Latina, era “consecuencia del progresivo y orgánico ejercicio del pensamiento crítico latinoamericano y de su fluida relación con la literatura que le es propia” (1993: 5). Veinte años atrás, desde la historia de las ideas, Arturo Andrés Roig podía hablar sin conflictos de América como “la historia trágica de un proceso de humanización al cual debemos sumarnos”, siempre que esa asunción estuviera condicionada a la posibilidad de realizar una “revaloración crítica del proceso de acumulación de memoria organizado a partir de los sucesivos proyectos de unidad” (1981: 30). No obstante, estas ‘adscripciones’ no suponían una relación plácida con la tradición latinoamericanista; por el contrario. El propio Roig, antes de que pudiera pensarse, por ejemplo, en un ‘poslatinoamericanismo’, se preguntaba sobre la viabilidad de pretender hablar en nombre de la totalidad continental, en vista de que ésta no es ni puede ser ajena a la cuestión de quién es el sujeto en nuestra América que puede autodenominarse, de cualquier modo que sea, sin

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Javier Lasarte Valcárcel caer otra vez en proyectos de unidad que concluyan siendo encubridores tanto de nuestras formas de dependencia externa, como de las relaciones de explotación social interna (28).

Con ello, adelantaba una discusión que sólo se impondría quince años más tarde. No parece, pues, que pertenezca sólo al debate más reciente el cuestionamiento de los saberes y los proyectos de identidad heredados de la tradición. Aún más, es probable que el nacimiento de esa crítica haya que ubicarlo en discursos todavía creyentes en un (problematizado) relato integracionista. ¿Qué hacer, entonces, con esa tradición reciente del pensamiento crítico latinoamericano? ¿Quedará obligadamente cancelada por haber llegado demasiado temprano a las nuevas sanciones legitimadoras de ciertas discusiones académicas? ¿Será, en efecto, que incluso el trabajo ‘arqueológico’ de crítica de los monumentos discursivos sólo sea posible a condición de abandonar la posibilidad de nombrar como totalidades las formaciones continentales o nacionales, y de renunciar a la producción de cualquier tipo de formulación identitaria que contenga –así sea de otro modo–, por ser ellas entelequias a punto de ser polvo en el viento posthistórico? ¿Nombrar Latinoamérica o reconocer puntos de contacto con el latinoamericanismo crítico supondrá fatalmente asumir en el lenguaje perspectivas colonialistas, repetir un ejercicio inevitablemente falaz, ajeno y liquidado? 1. Uniformes/heterogéneos 1.1 Si algo predomina en las representaciones académicas sobre la postindependencia es la figuración del letrado del XIX como un sujeto uniforme y, con frecuencia, rígidamente tipificado. La historia es una cada vez más saturada de cómodas reducciones. Las lecturas ‘uniformemente’ épicas de la historiografía moderna respecto de proyectos y discursos fundacionales (pienso, por ejemplo, en Pedro Henríquez Ureña, entre los más emblemáticos y –en más de un sentido– actuales), fueron progresivamente desplazadas desde los años 70 por la acción de un pensamiento que se quería crítico y descolonizador. Esta actitud que ha permitido desestabilizar representaciones ya imposibles de sostener, ha aportado a su vez otro tipo de empobrecimiento.

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Uno de los más conspicuos representantes de la ‘filosofía de la liberación’, el ‘adelantado’1 Leopoldo Zea, centralizaba en los emancipadores mentales de la postindependencia –Sarmiento, Alberdi, Lastarria …– la síntesis del pensamiento del XIX. Aunque se reconociese como heredero de esa tradición emancipadora y postcolonial,2 Zea haría la crítica de las respuestas políticas a lo que entendía fue en ellos dilema genuino y actual: para deshacer el sistema colonial, los emancipadores mentales resolvieron “dejar de ser”, y adoptaron como fórmula liberadora el deseo de ser otro, lo que propició, en última instancia, ingenua y fatalmente, una recolonización del pensamiento; al desear ser ‘otro’ incurrían en una “falsa identificación”, pues a “la enajenación de la colonización ibérica se sumará la de la cultura que termina siendo también expresión de otra forma de dominación” (1974: 25). Con su crítica, Zea se distanciaba de las lecturas celebratorias de los emancipadores, pero también se constituía en ‘adelantado’ de las reducciones. Además de que a lo largo de su obra se empeñó en endosar a cualquier discurso o proyecto individual el envolvente apelativo de “los latinoamericanos”, éstos se limitaban, para la mayor

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Zea daba inicio a su Dependencia y liberación… con la declaración de que “en el terreno de la Historia de las Ideas […] vamos encontrando, queramos o no, el sentido de su historia y, al hacerlo, intentamos su interpretación”. Ello había que agradecerlo a “la formación filosófica de quienes, como en mi caso, han actuado como adelantados en la búsqueda y explicitación de esa historia” (1974: 11). El punto de partida de los ‘emancipadores mentales’ se desliza cómodamente en Zea hasta sus propios días y su propio discurso: “La ‘emancipación mental’, como proyecto latinoamericano, una vez concluida la lucha por la emancipación política, hace expresa la conciencia de una situación de dependencia más arraigada aún que aquella de que se desprendieran los pueblos de esta América en las primeras dos décadas del siglo XIX. Conciencia de la existencia de un aparato de dominio, cuyos lazos serán más difíciles de romper porque están insertos en la mente, en los hábitos y las costumbres de los hombres que formaban los pueblos colonizados. Conciencia de la existencia de lo que en nuestros días llamamos cultura de dominación. De una cultura de dominación de la que habrá necesariamente que desprenderse mediante la adaptación de otra cultura considerada por sus fines, de liberación. Dominación y liberación formarán así la antítesis cultural en que han de debatirse nuestros pueblos” (1974: 19). A pesar de la clara crítica a las soluciones de sus próceres, desde su búsqueda de una cultura descolonizada, solidaria y tercermundista, Zea reconoce –no sin razón– el origen de sus preocupaciones: “El neocolonialismo […] es ahora objeto de nuestra reflexión. Una reflexión que se asemeja en mucho a la de los próceres de nuestra frustrada emancipación mental en el […] siglo XIX” (33).

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parte del XIX, a las fórmulas provistas por los intelectuales sureños, reducidas asimismo a sus más evidentes gestos negadores. Sin embargo otras serían las lecturas ‘exitosas’ en estas últimas décadas. Desde una posición epistemológicamente distinta, emplazada sobre la lectura de la genealogía de Foucault, Ángel Rama, en su póstuma La ciudad letrada (1984), reforzaba no sólo la idea de la condición uniforme del letrado anterior a la etapa de la “modernización internacionalista”, sino que lo presentaba como continuador histórico de la elitesca ciudad escrituraria colonial, hábil y maquiavélicamente adaptado a las “mutaciones revolucionarias” (55). Especialmente desde 1810, la ‘ciudad letrada’ –figura que corresponde casi a la de una corporación– mostraría su capacidad de adaptación al cambio y al mismo tiempo su poder para refrenarlo dentro de los límites previstos, recuperando un movimiento que escapaba de sus manos, no sólo en lo referente a las masas populares desbridadas, sino también respecto a las apetencias desbordadas de su propio sector (56).

Hay que reconocer que Rama señalaba –en espacio destacado– excepciones. Éstas, fijadas en un contraste algo excesivo, recaen sobre esa extraña especie capaz de acometer la crítica del propio sector letrado: Fernández de Lizardi y, sobre todo, Simón Rodríguez. Sin embargo, el texto –¿como para reforzar la imagen del panóptico?– se encargará de marcar la condición excéntrica e inefectiva de tales excepciones. Ya en los 90 y desde un lugar próximo al de una especie de subalternismo –se anuncia gramsciano–, Hernán Vidal centrará también la dinámica de dominación al interior de las sociedades en la gestión de sus intelectuales. Vidal resumía del siguiente modo la postura ‘hegemónica y proimperialista’ del letrado liberal decimonónico, con tintes, si cabe, más gruesos que los de Rama: Durante los movimientos independentistas del siglo XIX, una intelligentsia de base urbana articuló un programa histórico definido por los dogmas de la Ilustración, un libreto que resultó atractivo para algunos sectores de las oligarquías comerciales y terratenientes: la creación de sociedades seculares, con lazos orgánicos con el mercado internacional, Estados-nación en los que las irracionalidades impuestas en las mentes de las masas populares por la visión de mundo religiosa de los antiguos imperios mercantiles de España y Portugal serían erradicadas y reemplazadas por una administración moderna, racional, científica y técnica de la sociedad. A partir de entonces, las diferentes fisuras en el mosaico de

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desarrollo desigual y combinado pasaron a ser discutidas en términos de Civilización versus Barbarie. A nivel material, los liberales proyectaron la síntesis de estos componentes mediante la difusión, desde las ciudades principales, de la civilización que habían importado de los países de capitalismo avanzado. En el campo ideológico, esperaban llegar a una síntesis cultural mediante la creación, la institucionalización y la diseminación de discursos de cohesión nacional articulados por ideologías importadas. En este sentido, el liberalismo intentó una síntesis cultural desde arriba. Los intelectuales liberales siempre han tenido que adoptar la mirada imperialista y contemplar al resto de la cultura nacional como si fuera aquel Otro radicalmente diferente (1992: 52).

Obviamente pueden reseñarse también intentos de mostrar un diseño algo más complejo de la élite letrada de la postindependencia, sólo que han sido menos ‘visibles’. Algunos, fallidos e ingenuos. En La pobreza del progreso, Edward Bradford Burns, partía de un señalamiento similar al de los mencionados: El conflicto cultural caracterizó a la América Latina del siglo XIX. […] las élites, cada vez más enamoradas de la modernización, primero de una Europa en vías de industrializarse y después de Estados Unidos, insistían en imponer esos modelos extraños a sus incipientes naciones (1990: 15).

No obstante, en diversos momentos, Burns rondaba la posibilidad de marcar el carácter heterogéneo de las élites letradas: “[…] es igualmente cierto que grandes capas de las élites también dudaron en abrazar las ideas y costumbres del norte de Europa y de Estados Unidos, adhiriéndose al pasado ibérico y a la experiencia americana” (27). Para ese caso Burns armaba un bazar de nombres: el Alberdi posterior al 53, Daniel Mendoza, Martí, José Hernández y Ramos Mejía. A lo azaroso del corpus ‘disidente’ se une el hecho de que todos son autores o textos que pertenecen a la segunda mitad del siglo, habitantes por tanto de una coyuntura diferente a la de las décadas inmediatamente posteriores a la independencia.3 Por lo demás –¿de nuevo para resaltar los alcances de la depredación letrada?–, el mismo autor advertía que “es(t)os disidentes constituyeron una minoría cuya efectividad en el tiempo y en el espacio fue reducida” (89). En última instancia, Burns optaba por marcar la comunidad de intereses: “Pese a su diversidad, sin embargo, compartían una visión general y ejecutaban 3

Bello es el único –y efímero– ejemplo que, de la primera mitad del XIX, aporta Burns sobre esos sectores de las élites latinoamericanas que “[s]ólo en forma ocasional y poco decidida cuestionaron […] a los maestros europeos y volvieron la vista hacia adentro” (49).

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acciones que en el siglo XIX dañaban al pueblo cada vez más” (15). (“Pueblo” que será finalmente, para él, depositario legítimo de la disidencia en estado de pureza).4 En dirección opuesta a lo registrado hasta aquí, hace ya un par de décadas, Bernardo Subercaseaux, salía al paso de este tipo de acercamientos, y marcaba justamente la reducción que suponía, en casos como los anteriores, el manejo del concepto de “élite ilustrada” como una totalidad indiferenciada: No se trata […] de cuestionar su funcionalidad o la realidad histórica que lo avala; el problema reside […] en la tendencia a usarlo como concepto homogeneizador, como una categoría que simplifica e ignora la variedad de lo real, y que en virtud de cierta similitud de intereses políticoeconómicos desconoce los estratos sociales y las diferencias o matices ideológicos que se dan al interior de la élite (1981: 213). […] las discrepancias entre la postura histórica de Bello y la de Lastarria no son sólo detalles: conllevan una visión del pasado y un proyecto nacional diferentes (215).

En este sentido, un texto que, compartiendo en ciertos aspectos la visión crítica de Rama o Vidal, logra hacer más compleja la lectura o flexibilizar el radical negativismo en la caracterización de los intelectuales de la primera mitad del XIX, es el de Mary Louise Pratt (1992). Lejos de abandonar su posicionamiento ideológico, en vez de sancionar tajantemente discursos y prácticas de la primera mitad del XIX con parámetros actuales, Pratt intentaba ‘imaginar’ y entender lo que ha podido ser la experiencia concreta de ese ‘otro’ histórico, sin por ello construir imágenes heroicas: No es necesario identificarse con los intereses y prejuicios de las élites criollas para reconocer los desafíos que los sudamericanos enfrentaban en el momento de la descolonización. La “independencia” no era un proceso conocido, […] estaba improvisándose al mismo tiempo que los 4

Es en los pasajes referidos a los sectores populares donde mejor se concreta la visión ingenua y voluntarista de Burns: “[…] especialmente las clases populares, reconocieron la amenaza inherente a la importación en gran escala de la modernización y el capitalismo que la acompañaba” (1990: 15); “[…] los valores que las élites concedían a la democracia y a las libertades abstractas entraron en conflicto con los valores y experiencias de amplísimas capas de la población que entendían poco de teorías europeas y nada de la experiencia europea que les dio origen. Con experiencias arraigadas en el Nuevo Mundo, provenían de un pasado de interdependencia, cooperación, solidaridad y armonía opuestas a las teorías del individualismo y la competencia” (21). (Imágenes que guardan correspondencia con las de la ‘oralidad resistente’ de Rama).

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escritores escribían. Las palabras “descolonización” y “neocolonialismo” no existían. En las Américas, del Norte y del Sur, esta primera ola de descolonialización significó, en realidad, embarcarse en un futuro que trascendía la experiencia de las sociedades europeas […]. Después de todo, no fue Europa donde las instituciones “europeas”, como el colonialismo, la esclavitud, el régimen de plantaciones, la mita, el tributo colonial, las misiones de corte feudal, fueron vividas como historia, lengua, cultura y vida cotidiana. En este sentido, Hispanoamérica en el momento de su independencia era por cierto un Nuevo Mundo, porque había iniciado un camino de experimentación social para el cual la metrópoli europea brindaba escasos precedentes. Las élites autorizadas para construir nuevas hegemonías en América se veían forzadas a imaginar muchas cosas que no existían, incluyendo su propia existencia como ciudadanos-súbditos de la América republicana (307).

Sin dejar de ejercer la crítica, su lectura no suponía la demolición de esa tradición cultural y reconocía tanto la plasticidad como la diferencia de esos ejercicios ‘postcoloniales’, aun en lo que pudiera leerse, desde otra perspectiva, como conductas imitativas o serviles apropiaciones mecánicas.5 Creo aún de interés este último tipo de ponderaciones, entre otras cosas, porque se emplazan cognoscitivamente desde un lugar menos tribunalicio y más atento a las diferencias –aun en las aparentes o reales uniformidades–, y, por lo mismo, más ‘democrático’ que las reducciones al borde del estereotipo. Obviamente no es cosa de ocultar ni olvidar que se habla, como señalara ya Roig, “de grupos que organizaron su conducta social y política sobre una relación de dominación respecto de las clases sociales inferiores” (1981: 242). Borrar ese hecho sería propiciar el retorno a las lecturas épicas y enmascaradoras de tensiones realmente existentes en la época. Pero no veo cómo la uniformación, en este caso, la disolución de diferencias entre posiciones y modelos que arman un debate intelectual y político, cuyas resonancias aún persisten, pueda aceptarse como un cambio epistemológico. 5

“En resumen, pese a su muchas veces apasionada anglofilia, cuando las élites cultas hispanoamericanas reflexionaron sobre la naciente sociedad americana en las décadas de 1820, 1830 y 1840, no se limitaron a asumir la visión intervencionista e industrializadora de la vanguardia capitalista” (Pratt 1992: 325). “A diferencia de la apropiación visual de la ciencia y la estética europeas, los escritos sudamericanos proyectaron dramas morales y civiles sobre el paisaje, proyecciones éstas destinadas a legitimar ideológicamente la hegemonía criolla por encima y en contra no sólo de la antigua dominación española sino también del imperialismo francés e inglés” (326).

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(Aquí parece conveniente hacer un pequeño –y sólo aparente– desvío). Una instancia diferente se establece en textos del reciente fin de siglo como Crítica de la razón latinoamericana (1996), de Santiago Castro-Gómez. Su Crítica… se ofrece como un magnífico balance de los vacíos y exclusiones que construyeron no sólo las formulaciones identitarias de la tradición moderna latinoamericanista sino las expresadas –en un segundo grado– por los discursos que hacían de aquélla su objeto de estudio; algo próximo a lo que Moreiras (1999) denominaba respectivamente como ‘primer’ y ‘segundo’ latinoamericanismos. Es una “instancia diferente” porque asume un emplazamiento expresamente diferenciado de la modernidad discursiva, ‘post’. En otro sentido, hay que hacer la salvedad de que el trabajo de CastroGómez no tiene por objetivo la lectura de los discursos fundacionales del XIX, pero en cambio discute los supuestos teóricos de discursos precedentes –aquí mencionados– que sí los incluyen centralmente en sus descripciones, y, sobre todo, sirve de fundamento de algunas lecturas –siempre desde mi punto de vista– reductivas. Quiero registrar en especial el balance que Castro-Gómez hace de lecturas como las de Zea y Roig, considerados unitariamente, y la de Rama (1996: 99-120). Castro-Gómez caracteriza la filosofía de la historia desarrollada por Zea y Roig en el marco de un neohumanismo redentorista, creyente de la autenticidad y diferencia latinoamericanas, cuyo principal empeño será “descubrir el camino de América Latina hacia su verdadera humanización” (109), confiando para ello en las capacidades liberadoras del pensamiento crítico. El humanismo que alienta los discursos de esta filosofía de la historia –“la idea del hombre como un ser dotado de capacidades susceptibles de ser racionalmente dirigidas, ora en el plano de la organización social y política, ora en el plano de la cultura” (114)–, será cuestionado de partida por la idea de “sujeto” como “autoconciencia”: su hablar (en nombre) de un “nosotros”, que actualiza la tradición moderna de los “letrados”, en tanto creen “tener la misión –y la responsabilidad moral– de salvar la circunstancia mediante el pensamiento; de elaborar “proyectos” tendientes a humanizar su propio mundo” (114).6 6

La confianza del latinoamericanismo neohumanista de Zea y Roig residiría justamente, además, en la ausencia de crítica del humanismo moderno: “Al igual

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En cambio, el “soberbio enfoque genealógico del pensamiento latinoamericano” (115) de Rama, “choca frontalmente con los metarelatos [sic] creados por Arturo Roig y Leopoldo Zea” (116), al mostrar cómo los modelos construidos por los letrados absorbían “el mundo pluriforme de las identidades empíricas en los esquemas monolíticos de la escritura ilustrada”, con el fin de imponer “la homogeneización de la vida colectiva” (115). En última instancia, Rama ponía de relieve que “el conocimiento de ‘lo propio’ ha estado ligado siempre a la pasión de los letrados, a sus odios recíprocos, sus discusiones fanáticas y sus ambiciones políticas” (116): […] en lugar de crear narrativamente una serie de continuidades que harían posible reconstruir la evolución del pensamiento latinoamericano, tal como nos propone Zea, la genealogía [de Rama] se ocupa de mostrar las rupturas, los vacíos, las fisuras y las líneas de fuga presentes en la historia. Y esto no lo hace impulsado por algún malvado placer destructivo, sino porque sospecha que es justamente ahí, en el espacio de las discontinuidades, donde se articulan las voces […] de aquellos que habitan la “ciudad real” […]. Detrás de las máscaras totalizantes del “sujeto latinoamericano” (Roig) y del “proyecto asuntivo” (Zea), elaboradas por la filosofía de la historia, se encuentran preocupaciones muchísimo menos heroicas y profanas: las de una multiplicidad de sujetos híbridos que elaboran estrategias orales de resistencia […] (117).

La contundencia de la lectura de Rama permitiría visualizar que tanto Roig como Zea responden, según Castro-Gómez –que también sigue a Foucault–, a los mandatos de una “episteme moderna”: “[e]xiste una ‘lógica’ de la historia, un sujeto trascendental, unos ideales a priori, unas ‘objetivaciones’ de la conciencia, y unos intelectuales críticos que descubren el secreto de ‘lo nuestro’” (119). Así, cuestiona el modo en que Zea, que ve en la historia un proceso “de aprendizaje, de que en el drama de Shakespeare, donde el esclavo Calibán utiliza el lenguaje de su amo Próspero para maldecirle, los dos filósofos articulan su crítica en el mismo lenguaje filosófico de la modernidad […], para criticar a la modernidad misma y superar sus manifestaciones patológicas. Pero, –nos preguntamos– ¿qué pasaría si las “patologías” de la modernidad se encontrasen vinculadas justamente a este tipo de lenguaje? ¿Qué ocurriría si el colonialismo, la racionalización, el autoritarismo, la tecnificación de la vida cotidiana, en suma, todos los elementos “deshumanizantes” de la modernidad, estuviesen relacionados directamente con los ideales humanistas? ¿En dónde quedarían las críticas de Roig y de Zea si lo que se considera el remedio de la enfermedad, fuese en realidad la causa de la enfermedad misma?” (Castro-Gómez 1996: 114). (Quién sabe si más adelante pueda decirse lo mismo de la relación entre el descentralizado y desterritorializado pensamiento postmoderno y la globalización).

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‘toma de conciencia’ y de afirmación de lo ‘propio’”, hace omisión “de las víctimas humanas y del sufrimiento causado por este ‘aprendizaje’” (119). O cuestiona la adhesión de Roig al proyecto integracionista de Bolívar, pues “[n]ada dice de los mecanismos de exclusión que acompañaron el seguimiento de esa utopía” (119). Quizás haya que aceptar que parte de la dinámica inherente al funcionamiento de toda vanguardia –cuya idea en principio es bienvenida– sea la reducción. La vanguardia liberal hizo casi caricatura del sistema colonial y su cultura, como la vanguardia histórica del XX marcó con trazos gruesos su diferencia respecto del modernismo literario. La promoción de las ventajas y superioridad de la radical ‘novedad’, de la ruptura respecto la tradición ha sido en los últimos siglos un mecanismo de abordaje de los espacios públicos, y no hay por qué descartar que la actual vanguardia ‘epistemológica’ de la academia responda también a este –viejo– mecanismo de la modernidad cultural. Ello no quiere decir que, en efecto, no aporten verdaderas novedades; pero, apenas se toma algo de distancia, siempre parece restar la posibilidad de que las novedades y diferencias sean menos rotundas de lo que en un primer momento se pensó. O de que sea susceptible a la crítica… o incluso a la autocrítica. Así, aunque la crítica que Castro-Gómez hace de las lecturas totalizantes de Zea parece inobjetable, la que “necesita” hacer de Roig sobre la idea del sujeto y la ausencia de marcaje de exclusiones no parece ajustarse a varias instancias del texto de Roig (1981). Es cierto que el argentino suscribe el integracionismo bolivariano, pero condiciona esa inscripción del latinoamericanismo crítico de los 60, al despojamiento de “todos aquellos caracteres que hicieron de ella el programa de un grupo social paternalista y autoritario” (44). Por lo que respecta a la idea del sujeto, al comienzo citábamos un pasaje en el que Roig reconocía la dificultad de hablar en nombre de América Latina “sin caer otra vez en proyectos de unidad que concluyan siendo encubridores tanto de nuestras formas de dependencia externa, como de las relaciones de explotación social interna” (28). Probablemente Castro-Gómez “necesita” ‘zeaizar’ a Roig para mejor resaltar la diferencia que fija con la lectura de Rama, cuyas imágenes, en especial respecto del letrado decimonónico, se han impuesto abrumadora y repetitivamente.

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Por otra parte, si bien es cierto que Rama desmonta el valor casi apostólico que la tradición moderna le había atribuido a la función social del intelectual latinoamericano y que coloca en escena la capital visualización de sus escrituras como prácticas del poder, también lo es que en La ciudad letrada construye una suerte de demonización del letrado de la modernidad, en nombre de una ‘resistencia de la oralidad’ que, en su vaga abstracción, no deja de estar exenta de mixtificaciones y uniformidades. Fue sin duda importante hacer la crítica de las pretensiones hegemónicas del letrado moderno, pero ello ha derivado, más allá de Rama, en los espacios académicos, en el previsible señalamiento ad nauseam de las fisuras de la tradición canónica, en el resumen de la historia del ‘letrado’ reconcentrada en la imagen del oprobioso vacío (con lo que –despachado el pasado, sus instituciones, agentes y monumentos– se da carta blanca para que la mayor energía intelectual se centre, como hicieran los jóvenes liberales del XIX, en la construcción para el presente de otras políticas (¿correctas?) adecuadas a las exigencias del mundo finalmente desterritorializado de la globalización). Ante esa posibilidad prefiero jugar, tras la compartida renuncia al redentorismo y a la representatividad de los intelectuales, a la posibilidad simultánea de ejercer la crítica de los discursos e imágenes de la tradición, disfrutando a la vez, en la lectura, de la libertad de elegir o intervenir algunas zonas de los discursos de la historia susceptibles de ser ‘recompuestas’, refuncionalizadas y actualizadas con fines probablemente diversos a los que tuvieron en su origen – entre otros posibles, la difícil fe en el sentido del ejercicio crítico (intelectual) especializado a la hora de impugnar hegemonías y falsificaciones o la no menos difícil de perseguir la idea de una democracia social en cualquier espacio. (Temas sobre los que quizás aún pueda ‘hacerse hablar’, sin la menor nostalgia, a los textos de los viejos letrados modernos). 1.2 Como he querido mostrar, las lecturas reductivas sobre la primera mitad del siglo XIX han venido construyendo un modelo (anti)paradigmático del intelectual de ese período que, además, ha servido para denominar al siglo en su conjunto. Por las razones que sean, quienes

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han recibido el favor de esa construcción de representatividad son mayormente los pensadores de Argentina –generación del 37 y alrededores– y, en menor medida, los equivalentes de Chile: Alberdi, Echeverría, Sarmiento, Lastarria, Bilbao… Se hace de éstos los representantes de un latinoamericanismo o, si se quiere, de un nacionalismo paradójico, mayormente “europeísta”,7 pues en ellos América – como en algunas zonas del discurso de Alberdi: […] es lo puramente negativo, lo que carece de significado dentro de la historia humana, lo que se opone al progreso, a la cultura […], un vacío que debía ser llenado, un continente sin contenido y que si tenía ya alguno, le había venido de afuera, de la Europa latina. Lo demás, lo inconcebible, lo inexplicable, lo ‘fantástico’, no poseía sustantividad alguna, ni menos aún derechos para invocar un americanismo (Roig 1981: 31).8

Estas formas de representación del territorio y la cultura continental, asociadas generalmente con el liberalismo latinoamericano, y guiadas por el deseo de liquidar todo vestigio del sistema colonial, fueron las que sustentaron la idea de trasformar las naciones en replicantes de los considerados como indiscutibles modelos de desarrollo y civilización: Francia, Inglaterra o Estados Unidos, según los casos. Mucho antes de que Sarmiento consagrará la frase “Seamos los Estados Unidos” o de su viaje a ese país, en Venezuela –no siempre asociada a este tipo de soluciones en la primera mitad del siglo–, por ejemplo, la fórmula gozaba ya de notable acogida entre las élites gestoras de los nuevos modelos sociales. Así, Tomás Lander, uno de los que luego, junto a 7

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En “Liberalismo argentino y liberalismo mexicano: dos destinos divergentes” (1998: 141-165), Tulio Halperín Donghi explicaría suficientemente las raíces y los modos de este particular –pero no engañoso– nacionalismo que permiten ‘entender’ las posiciones de intelectuales argentinos ante hechos como la invasión francesa a México, y que, sin conocer esas motivaciones y razones, desde una cierta perspectiva latinoamericanista –calibanesca–, podrían fácilmente ser tildadas de ‘traidoras’. Trabajos como los de Roig (1981) y Terán (1996) también permiten acceder a las claves y la lógica interna de este tipo de nacionalismo, que supone, en términos simplistas, de cara a la comunidad nacional, aspirar al ‘placer de ya no ser’, de ser otro (diría Zea). Felizmente, trabajos poco ganados por la actual ansiedad de la discusión teórica de los grandes problemas del/al día, sin perder de vista los nuevos ‘lugares metodológicos’, han mostrado en estos últimos años incluso la complejidad que oculta la punta del iceberg que es ese modelo. Pienso, entre otros, en lecturas como la que hiciera recientemente Oscar Terán (1996) sobre la compleja trayectoria discursiva de Alberdi, que en su devenir escapa al encierro del diseño rígido de ‘tipos’.

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Antonio Leocadio Guzmán, sería figura principal del Partido Liberal, en 1833, declaraba respecto de los Estados Unidos y sin ningún tipo de reserva: “Imitémoslos y progresaremos, porque la prosperidad y el bienestar es el resultado infalible del trabajo y el cálculo” (Pino Iturrieta 1992: 31). Sin embargo, frente a la primacía de la exclusiva imagen de ese ‘nacionalismo paradójico’, elaborada hasta la saciedad en estos años, prefiero retomar otra lectura, que ha optado por subrayar la idea de los distintos y polémicos proyectos de nación desplegados por la élite criolla. No tendría sentido, por supuesto, rescatar rígidamente la oposición liberal/conservador, pues ya José Luis Romero (1978) se encargó en su momento de demostrar su dificultad y su improductividad. Menos tendría sentido proponer que, ante la ‘ajenidad’ expresada en el nacionalismo paradójico o europeísta, se desarrolló otra postura más ‘genuina’ o plena o legítima, más propiamente ‘latinoamericana’, pues es claro que todas, si es el caso, lo fueron en la misma medida. Pero quizás sí lo tenga retomar la pista de algunos trabajos, no muy lejanos en el tiempo y desarrollados mayormente en el campo de la historia de las ideas, que vendrían a sumarse a otros ya mencionados –Romero, Roig, Subercaseaux, Halperin…–, cada vez más escasamente difundidos en los circuitos académicos internacionales. Pienso en trabajos sugerentes y nada desdeñosos de la relectura crítica de las textualidades, en su mayoría procedentes de la historiografía o la historia de las ideas, de autores como, entre otros posibles, Germán Colmenares (1987), Elías Pino Iturrieta (1992), Oscar Terán (1996)… Este otro tipo de trabajo subraya la heterogeneidad cifrada en los debates escenificados en la primera mitad del siglo XIX sobre los diversos modelos sociales republicanos a implantar en las nuevas naciones; tal vez por habitar la renovada tesitura de una América Latina internamente incomunicada en pleno auge de la globalización y por ser progresivamente desplazado ante agendas más llamativas y exitosas, conocen una casi nula difusión fuera de las fronteras nacionales. Antes que como rescate de una tradición obliterada o ‘minusvalidada’ del siglo XIX, estas páginas quieren colocar el acento en esas otras lecturas que, de forma casi soterrada y precariamente, han seguido elaborándose en ámbitos académicos desplazados y fragmentados, con frecuencia en los márgenes, salvo excepciones, de los circuitos internacionales legitimadores de los saberes sobre Latinoamérica.

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Es en este contexto quiero reponer en escena lo que fue el primer momento del ‘latinoamericanismo integracionista’,9 cada vez más diluido, como pretendí mostrar, en ciertas lecturas. El capítulo inicial de ese relato se definió principalmente por su énfasis en la búsqueda tanto de una solución política integracionista de las antiguas colonias españolas –desde un cierto talante más o menos antiimperialista–, como de un modelo de desarrollo social autónomo. Es espacio de constitución diversa, pues en él coexisten autores y discursos tenidos por republicanos radicales y conservadores más o menos moderados, y sus orígenes relativamente firmes habría que fijarlos en las postrimerías de la Colonia (Miranda y Mier, pero también Viscardo o Torres), aunque exhiba por paradigma y arranque indiscutible la figura de Bolívar.10 9

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Lo que quiero expresar con el término no coincide, por ejemplo, con lo que Moreiras denominara “primer latinoamericanismo” (1999: 41-42); sólo en parte, en cambio, con lo que describe Roig al referirse a los “teóricos” de la “Primera Emancipación”. De hecho, la diferenciación que hace entre la “Primera” y la “Segunda Emancipación” –“ilustrados” y “románticos” respectivamente–, podría sustituir la diferenciación que manejo aquí entre ‘nacionalismo paradójico’ y ‘latinoamericanismo integracionista’, sólo que Roig las dispone en tiempos diferentes, como hiciera Zea en su momento. Aquí prefiero acentuar la simultaneidad temporal y polémica que de hecho tuvieron unos y otros a partir de la postindependencia. Así, Roig propone que “Mientras que la ‘Primera Emancipación’, la de los ‘ilustrados’, tuvo un carácter abiertamente continental y se dio una fórmula propia, hispanoamericana, de lo que fue el cosmopolitismo del siglo XVIII, la ‘Segunda Independencia’ tendió a enclaustrar la problemática en el ámbito más limitado de los estados nacientes” (1984: 18). La diferenciación responde igualmente al seguimiento de las polémicas –implícitas o no– que hace Pino Iturrieta (1992) al mostrar los conflictos internos que se dibujaban a finales de los años 30 en las posiciones de distintas fracciones de las élites criollas venezolanas: las representadas por el citado Lander y Fermín Toro, por ejemplo. Y es así aun si se coincide con las reservas expresadas por Elías Pino Iturrieta (1997) respecto de la coincidencia entre los discursos de Bolívar y el proyecto integracionista y autonomista cuya indiscutida paternidad se le ha atribuido. A propósito de la “Carta de Jamaica”, señala que “el texto admite la eventualidad de la integración, pero inmediatamente la niega. Reconoce que las repúblicas hispanoamericanas pueden juntarse en el futuro por la existencia de factores que las han unido desde antiguo […] pero advierte cómo los adversan unos factores de disgregación […] suficientemente poderosos como para conspirar exitosamente contra un sueño sublime” (38-39). A ello se añade el registro que hace Pino de la convocatoria bolivariana a las potencias extranjeras para concurrir a la empresa emancipadora con el incentivo de abrir con ellas futuros nexos comerciales: “La orientación del discurso no nos permite entender la posesión de riquezas como un medio autónomo para establecer la independencia a través de su utilización, sino

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Es probable que el más importante núcleo de este ‘protolatinoamericanismo’ sea el que mayormente se forjó y expandió (la diáspora fue su condición de existencia y aun de posibilidad) en lo que fuera la Capitanía General de Venezuela. En ese núcleo inicial habría que incluir, por supuesto, además de los nombres de Miranda y Bolívar, los aparentemente antitéticos de Simón Rodríguez y Andrés Bello, activos hasta mediados del XIX – y en los que me centraré de aquí en adelante. Ese núcleo sería continuado en la Venezuela republicana por autores propiamente postindependentistas como Fermín Toro, y en varios aspectos constituiría el piso ineludible para un segundo momento integracionista y autonomista del fin de siglo, que, incorporando claves populistas y democratizadores, tendría por figura principal a José Martí.11 (Por lo demás, si se quisiera complicar esta idea del ‘latinoamericanismo integracionista y autonomista’ –y habría necesariamente que hacerlo–, en él tendría plena cabida un texto como el “Fragmento preliminar al estudio del Derecho” (1837) del primer Alberdi). 2. Un caso. Ante la mundialización Quizás la posibilidad de continuar este otro tipo de lecturas que marcan la diferenciación y complejidad de los discursos en los que se expresaron los proyectos fundacionales pueda ilustrarse con la revisión de un aspecto concreto y nuclear. Pensemos, por ejemplo, en lo que fue la particular situación desde la cual se desplegaron estos discursos (Pratt 1992). No creo que resulte arriesgado a estas alturas pensar la globalización como la fase actual de un proceso de mundialización que, iniciado en las postrimerías del XV, tuvo su primera gran consolidación a lo largo del XIX. Y quizás tampoco lo sea que los intelectuales de aquella época fueron los primeros –incipientes– ‘teóricos’ latinoamericanos de la mundialización, más específicamente, de

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como un vehículo para lograr el cometido gracias a la intervención de capitales foráneos” (42). Secuelas de uno y otro momentos del ‘relato’, serán retomados en los años 20 del XX – Henríquez Ureña, Reyes, Picón Salas…, en los alrededores de la Revolución Cubana –Fernández Retamar– y la escritura del boom, y, a veces desde su crítica, en el discurso académico desde los 70 hasta el más reciente fin de siglo – Rama (a pesar de lo dicho), Candido, Gutiérrez Girardot, Cornejo Polar, García Canclini, Martín-Barbero, Achugar…

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la situación de estos países ante la coyuntura mundial de la época. (¿O no fue entonces cuando se inauguraron las respuestas eufóricas – imitativas– y las ‘resistentes’ –críticas– ante la modernización y sus modelos, articulados directamente a la situación del capitalismo metropolitano en franco proceso de expansión?). Aún más, los debates sobre los modelos sociales a establecer para la nación/continente presuponían, además de la necesidad más o menos perentoria de responder a los intereses y presiones internas de distintos sectores sociales, el procesamiento de las identidades a partir de la situación que imponía el entonces nuevo y avasallante marco de la modernización/civilización. En otras palabras, las respuestas a cuestiones por el estilo de ‘qué somos’ o ‘qué queremos ser como nación/ continente’ pasaban por el condicionante ‘respecto de’ – los paradigmas metropolitanos o el antiparadigma del presente aún leído como penetrado por la cultura colonial. Si bien en los años de la emancipación política se pensaba no sólo en la necesidad de construir una nación moderna en comunidades habituadas a un régimen colonial, sino que su posibilidad pasaba por la ineludible visualización de sus relaciones con las potencias europeas y norteamericanas –Bolívar–, esa conciencia fue aún más intensa y acuciante en los años posteriores. Así, Terán recordaba cómo Alberdi emplazaría su discurso sobre la idea de “pueblo-mundo” (1996: 20). En este caso, como se sabe, el nacionalismo paradójico centró su apuesta por la nación futura en el rechazo de la cultura heredada y en la asunción con frecuencia acrítica de los modelos civilizatorios metropolitanos. Por ese camino se llegaría a construir la imagen del sujeto criollo, identificado en su conciencia con los modelos externos, a partir del reconocimiento de que éste era –y la formación cultural ‘naturalizaba’ ese reconocimiento– parte integrante de ese modelo. Dicha conciencia era tan firme que impregnaba a la nación deseada hasta envolverla con su imagen. Según Terán, años después de sus textos del 37, “Alberdi únicamente observa en el horizonte político de su patria un literal vacío que requiere ser cubierto por una acción externa” (17): […] en países nacidos a la independencia como parte y efecto de la crisis del orden colonial español, es todo el proceso de modernización el que debe plegarse a una lógica “de afuera hacia adentro” que reconozca en influjos exteriores el motor de recomposición del espacio nacional. […]

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Empero, esta anomalía de una modernización sin sujetos modernos se pacifica en la reflexión alberdiana cuando concluye que la revolución americana no es más que una faz de las revoluciones europeas. La Argentina es un fragmento en suma del mundo occidental, y el patriotismo chauvin de orígenes grecorromanos fue afortunadamente herido de muerte el día en que Watt inventó la máquina de vapor y así tornó anacrónicos el color local y el pintoresquismo nacional (18).

En cambio, ante los modelos metropolitanos de modernización, el (primer) ‘latinoamericanismo integracionista’ se recortará justamente sobre la afirmación de una ‘diferencia’, a veces pronunciadamente crítica, aun cuando aspirase también, sin duda, a la pauta común de construir repúblicas modernas. Ambas opciones incidirán, creo, en la lectura de una oposición –no uniforme– de respuestas que las élites criollas ofrecieron tanto en sus políticas de desarrollo interno y en sus estrategias de articulación respecto del orden mundializado, como en el terreno –más eficaz para el futuro desenvolvimiento de la letra– de las imágenes de identidad. Para ello enfocaré la descripción del aspecto elegido en algunos textos de Simón Rodríguez y Andrés Bello.12 2.1 Simón Rodríguez es a la vez la figura de menor resonancia en su época –fuera de su influjo sobre Bolívar– y, desde nuestros días, la más fácilmente asimilable a la idea de un latinoamericanismo progresista; en muchos aspectos, parece el más claro antecedente del ‘nuestroamericanismo’ martiano. De hecho, no sé de otro discurso orgánico de las élites criollas de la época más radical y más olvidado que el suyo. Es, 12

La diversidad que salta a la vista entre estos dos autores hace que insista en el “no uniforme”. No se me escapa la fragilidad de la distinción propuesta entre un ‘nacionalismo paradójico’ y un (primer) ‘latinoamericanismo integracionista’, pues, entre otras cosas, ésta se asienta sobre parámetros parciales que convienen a la presente descripción. Si en vez de asumir como punto de encuentro las políticas de integración nacionales y la posición ante los modelos metropolitanos de modernización, aspectos que comparten Rodríguez y Bello, se pensase en las posiciones respecto de la tradición colonial, la idea de democracia social o la representación de la subalternidad, estos autores no ocuparían el mismo nicho, y volverían a compartirlo si se hablase de la idea de ‘autoridad’… Tal vez por eso, la descripción que sigue, aunque se centrará en las correspondencias, intentará asomar también elementos que permitan construir el deslinde en otro espacio. En todo caso, adoptar cualquiera de esas vías metodológicas mencionadas, en última instancia y aun a riesgo de rizar el rizo, pondrían de relieve la no uniformidad en la lectura de los discursos de las élites criollas de esta primera mitad del XIX.

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por lo demás, uno de los primeros representantes plenos del populismo moderno en América Latina.13 En Rodríguez, la posibilidad de construir efectivamente la sociedad republicana dependía de la previa forja y constitución de un ‘pueblo’ ciudadano: “Nada importa tanto como el tener Pueblo: formarlo debe ser la única ocupación de los que se apersonan por la causa social” (Rodríguez 1990: 33). Lo que diferencia a Rodríguez de la mayor parte de los letrados de su época, es que no sólo no excluye de la idea de ‘pueblo’ a las masas populares, sino que, por el contrario, sin ellas, tanto la idea de pueblo, como la de república, no tendrán existencia más allá de las palabras.14 En la versión limeña de Sociedades americanas (1842), el populismo de Rodríguez permite vislumbrar inclusive la idea germinal de una democracia social, cifrada en la posibilidad del ascenso social por vía educativa: Si la Instrucción se proporciona a TODOS… ¿¡cuántos de los que despreciamos, por Ignorantes, no serían nuestros Consejeros, nuestros Bienhechores o nuestros Amigos?!… ¿¡Cuántos de los que nos obligan a echar cerrojos a nuestras puertas, no serían Depositarios de las llaves?!… ¿¡Cuántos de los que tememos en los caminos no serían nuestros compañeros de viaje?! No echamos de ver que los más de los Malvados, son hombres de talento… ignorantes –que los más de los que nos mueven a risa, con sus despropósitos, serían mejores Maestros que muchos, de los que ocupan las Cátedras– que las más de las mujeres que excluimos de nuestras reuniones, por su mala conducta, las honrarían con su asistencia; en fin, que, entre los que vemos con desdén, hay muchísimos que serían mejor que nosotros, si hubieran tenido Escuela (1990: 73).

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A diferencia del populismo más radical y efímero de Alberdi. Roig destacaba ese aspecto de Alberdi, en textos del 37 como “Fragmento preliminar…” y “Doble armonía…” (1981: 247-248), y lo afiliaba a una suerte de “fraternalismo populista” (294). Por su parte, Halperín Donghi, aunque no recurría al rótulo, marcaba el hecho capital del reconocimiento en el “Fragmento…” de que la legitimidad política dependía en primera instancia de la que concedieran las masas (1998: 158). Terán señalaba el carácter condicionado y limitado del populismo de Alberdi (1996: 16). (Por lo demás, la lectura simultánea del “Fragmento…” y, por ejemplo, sus “Bases…”, hacen pensar obligatoriamente, en lo que respecta a la representación de las “masas”, en la idea de dos ‘autores’ ubicados en lugares opuestos.) Diría Rodríguez en 1928: “…entre tantos… ¡patriotas!… […] no hay uno que ponga los ojos en los niños pobres. No obstante, en éstos está/ la industria que piden…/ la riqueza que desean…/ la milicia que necesitan…/ en una palabra, la… ¡Patria!…” “¿Y con quién se harán las Repúblicas?/ ¿¡Con Doctores!? ¿¡Con Literatos!? ¿¡Con Escritores…!?” (1990: 36).

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Pero no es el populismo de Rodríguez, lo que definirá su inscripción en este relato del ‘latinoamericanismo integracionista’ – aunque permitirá visualizar su costado más radical. Relevante en esta dirección es la respuesta de Rodríguez a la pregunta por el modelo social para las sociedades americanas ante la coyuntura de su eventual modernización. El diagnóstico que hará de los modelos que se manejaban como paradigmas de sociedad civilizada contradecía la especie –mayormente indiscutida entre los jóvenes liberales de Argentina y Chile hasta promediar el XIX– de que en los países más desarrollados de Europa era dado constatar el presente y el futuro inevitable de la civilización. Rodríguez preferirá en cambio poner en entredicho la condición civilizada de los modelos en liza: ¡¡¡El derecho de conquista, de los tiempos bárbaros, es el que hacen valer las naciones cultas!!! ¡¡¡Por el espíritu de dominación, con que se honraban los abuelos, en los tiempos de ignorancia, quieren distinguirse los nietos, en el Siglo de las Luces!!! (19).

Francia será ignorante y pretenciosa promotora de la explotación y la miseria social; y los Estados Unidos, la farsa inaceptable del contraste entre su defensa de la libertad y su sistema esclavista: mostrando con una mano, a los REYES, el gorro de la LIBERTAD, y con la otra, levantando el GARROTE sobre un NEGRO, que tienen arrodillado a sus pies (87).

Aunque en diversos pasajes de sus Sociedades americanas (1828 y 1842), construya una imagen bárbara de la América del presente, cercana a la del vacío cultural (1990: 21, p.e.), determinado en buena parte por el carácter del sector letrado, interesado en mantener en la ignorancia a las masas populares, Simón Rodríguez responderá ante su diagnóstico con un ardoroso voluntarismo utopista: GOBIERNO VERDADERAMENTE REPUBLICANO La América es (en el día) el único lugar donde sea permitido establecerlo (7).

Su idea de nación reproducirá la imagen de un territorio que abarque el sueño continental bolivariano:

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Javier Lasarte Valcárcel Hagan las Repúblicas nacientes de la India Occidental un SINCOLOMBISMO. Borren las divisiones territoriales de la Administración Colonial, y no reconozcan otros límites que los del Océano (43).

Y dado que, por un lado, no era factible pensar en la ‘importación’ de un modelo social modernizado, por el desvío manifiesto en las ‘naciones cultas’ de los ideales republicanos, y que, por otro, América era representable sólo en términos de diferencia y originalidad, el modelo a vivir habría de ser ‘fabricado’ interna e íntegramente: –La América Española es original = ORIGINALES han de ser sus Instituciones y sus Gobiernos = y ORIGINALES los medios de fundar uno y otro. O Inventamos o Erramos (88).

Las directrices de esa ‘invención’ descansarán tanto sobre su capacidad para adecuarse a las costumbres (16) –lo que no deja de ser paradójico respecto de su diagnóstico del ruinoso estado actual de las sociedades americanas–, como sobre la vocación de amplio nacionalismo que por momentos anunciará la apelación reivindicativa martiana del conocimiento de los Incas y de nuestro-vino de plátano: En lugar de pensar {en Medos en Persas en Egipcios} pensemos en los Indios (38).

Aparte de los ‘Indios’ como pauta simbólica que marca origen y camino de la diferencia, y de algunos visionarios de la utopía republicana –él mismo, Bolívar (hijo convertido en padre)… y poco más–, casi únicos elementos aceptados de la tradición, el proyecto de Rodríguez verá la encarnación de su discurso en la masa presente de “niños pobres”, transformables en “nuevos hombres”, en esos ciudadanos republicanos aún inexistentes en el panorama mundial, gracias a la acción eficaz del instrumento/política: la educación (verdaderamente) popular, destinada, por supuesto, incluso en Rodríguez, a crear un orden social, a la vez voluntariamente unificado y jerárquico. El otro aspecto conformador del latinoamericanismo de Rodríguez, tiene que ver con la abierta polémica que establecerá con las fórmulas dominantes, casi siempre identificadas –por las lecturas académicas– como ‘liberales’, que postulaban como solución al dilema de la modernización una apertura irrestricta de puertas al tráfico humano y el comercio con las metrópolis, con el fin de que aquélla penetrara

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ipso facto en las nuevas repúblicas. El rechazo a esas fórmulas se expresaría en Rodríguez tanto en la idea de establecer relaciones con el orden mundial hegemónico centradas en la cautela y la independencia de políticas, como en la de un desarrollo económico “hacia adentro” y un desarrollo cultural autónomo. Por eso, ante la relación con monarquías europeas, afirmará que “[l]o más prudente es no entrar en tratados con los Reyes, y lo más seguro […] no acercárseles” (27); ante las autoridades de la Iglesia, que “los Americanos deben tratarlos con política, esto es, con ciertas precauciones […] El Papa vive junto al Capitolio (…donde Bruto representó su tragedia…) y todo Italiano es (con muchísima razón) entusiasta de sus antigüedades” (28); o ante la “pluralidad de Cultos”, que “es incompatible con el estado político y religioso de las Colonias españolas, y con el carácter de sus gentes” (29). La idea de la libertad de comercio será desmantelada en su discurso, y en cambio se empeñará en mostrar la desigualdad y el doble régimen de explotación –internacional y social– que la implantación de dicha política económica suponía en la práctica: Vuelvan nuestros mercaderes los ojos hacia el interior del país, y verán fuentes de riqueza a su superficie. […] Mucho traen los Europeos a los puertos de América – los retornos no están en proporción. Si hubiera circulación de capitales en todos los puntos donde se compra y se vende, el valor de los cambios haría ver el déficit de las plazas. Los Europeos calculan … sobre su industria, y los americanos … sobre comisiones contra sí mismos. Los indios y los negros no trabajarán siempre, para satisfacer escasamente sus pocas necesidades, y con exceso las muchas de sus amos (32).

Con frecuencia la sátira vino en auxilio de Rodríguez para hacer plástica su defensa del desarrollo económico interno y su advertencia sobre los peligros y perversiones –incluso para el castellano– que acarreaba la implementación de la colonización de inmigrantes europeos como principal solución política a los retos de las naciones: COMERCIO Unas toman por prosperidad el ver sus Puertos llenos de Barcos .............................................. que vienen a traer, sin saber lo que llevarán de retorno.

ajenos

Javier Lasarte Valcárcel

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Sus Casas, convertidas en Almacenes de efectos ..................................................................... ajenos Sus Puertas, colgadas de Trapos ................................. ajenos de venta… sin tener con qué comprarlos, las Calles, obstruidas de Carretas y Cargadores, traspalando géneros de una tienda a otra, a seis meses de plazo, las más veces ............................ nominales y los Campesinos, en el interior ................................... durmiendo, mientras crece el trigo que ya tienen vendido .............. en verde, por menos de los que les costó sembrarlo. Faroles, Lámparas y Reverberos en las tiendas, y en los campos se acuestan ......................................... a oscuras Entre los coches que se cruzan en las Capitales, se ve un hombre cubierto de Andrajos, con una Reja a cuestas, y una campanilla en el tope, anunciando que van a azotarlo en la PLAZA MAYOR, por haber robado… tal vez un PAN… por no acostarse en ayunas. […] ¡Viva el COMERCIO! fuente de toda PROSPERIDAD! (81). COLONIZACION. Que se descarguen barcadas

en que brillan

para enseñarnos

{de pulperos, de mandaderos, de mozos de cordel y de otros oficios

{la Educación! y el Ingenio!, {a regatear, a correr, a pujar, a renegar en varias lenguas y a emborracharnos a la Europea.

no deja de contribuir en algo, a la propagación de las LUCES (90). Colonícese el país con sus propios habitantes […] (148).

Es, sin duda, la parodia de las tesis que sustentaron en diversos momentos autores emblemáticos –y emblematizados por las lecturas dominantes– como Alberdi y Sarmiento, entre muchos otros. Y es

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también, claramente, esta crítica de los proyectos celebratorios tanto de la asunción pasiva de los modelos metropolitanos de modernización como de la inserción desigual de América Latina en el sistema mundial, la base ideológica de las futuras políticas autonomistas de la ‘diferencia’ latinoamericana (cuyas ‘fisuras’ escapaban al horizonte de posibilidades de Rodríguez). Lo curioso es que este delirante “avanzado” sostuvo, en este sentido, posiciones no necesariamente incompatibles con las desarrolladas por algunos conservadores liberales, como Andrés Bello. 2.2 A la distancia, es probable que los discursos de la mayor parte de las élites criollas postindependentistas luzcan como frutos de las “repúblicas aéreas”: los de Rodríguez –a pesar de su petición de un “gobierno etnológico”–, tanto como los de Alberdi y Sarmiento – aunque cuestionasen el “racionalismo abstracto de los unitarios que les había permitido creer que sobre el papel de un cigarrillo les bastaría escribir la ley para constituir al país […]” (Terán 1996: 12). Sin embargo, acaso hay una figura, entre los escritores canónicos de la primera mitad del XIX, cuya imagen ha logrado alejarse de esta suerte de ‘condición aérea’ – al punto de volverse oprobiosa y siniestramente terrenal–: la de Andrés Bello. Ubicado en el extremo opuesto de este diseño, Bello llena la imagen –con o sin justicia– del conservador. En el campo de la historia de las ideas ha funcionado como paradigma de tal línea de pensamiento, en su versión más moderada o, si se quiere, liberal. Roig, por ejemplo, la describió en términos que, cuando menos, deberían inducir a matizar las imágenes unificadoras construidas por los discursos académicos a propósito de las élites criollas de la postindependencia; según él, esa posición expresaba: […] una conciencia histórica que lleva a revalorar el pasado histórico, [y] condiciona la noción misma de oportunidad sobre la base de lo que se entiende como un realismo político. Esta actitud no niega la incorporación de los países latinoamericanos a las estructuras del poder mundial, ni menos aún rechaza los planteos básicos del liberalismo económico, pero lo hace poniendo condiciones que impidan lo que para este mismo discurso es considerado como ‘anarquía’ o ‘demagogia’. Para esta posición, la realidad social hispanoamericana contiene, a pesar de su atraso, un valor de modelo propio, congruente con aspectos que ofrece el modelo de la Europa moderna. El ejemplo más acabado de este discurso es, sin duda, el que elaboró Andrés Bello, quien se esforzó por hacer coincidir las

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Javier Lasarte Valcárcel tradiciones hispánicas heredadas […] con la filosofía liberal del siglo XIX (Roig 1981: 235).

Respecto de Rodríguez, su idea de la educación social –y su consiguiente representación piramidal de la nación–, por ejemplo, es paternalista, jerárquica y excluyente;15 frente al inequívoco rechazo de Rodríguez a cualquier forma de esclavismo o explotación racial, llama la atención la cínica serenidad con la que Bello decreta a futuro –y erradamente– “el fallo de destrucción sobre el tipo nativo” (Bello 1981a: 168). Pero hay otros varios aspectos en sus textos que permiten que Bello comparta (aunque sea promiscuamente) con Rodríguez este nicho de lectura. 15

En “Sobre los fines de la educación y los medios para difundirla” (1836) Bello expone claramente su idea del edificio social y el vislumbre de su futuro: “Más no todos los hombres han de tener igual educación, aunque es preciso que todos tengan alguna, porque cada uno tiene distinto modo de contribuir a la felicidad común. Cualquiera que sea la igualdad que establezcan las instituciones políticas, hay sin embargo en todos los pueblos una desigualdad, no diremos jerárquica (que nunca puede existir entre los republicanos, sobre todo en la participación de los derechos públicos), pero una desigualdad de condición, una desigualdad de necesidades, una desigualdad de método de vida. A estas diferencias, es preciso que se amolde la educación […]” (1981d: 659). Por lo que la “autoridad paternal” (661) fijará en la educación la marca de las fronteras sociales (inmóviles a perpetuidad): “El círculo de conocimientos que se adquieren en estas escuelas erigidas para las clases menesterosas, no debe tener más extensión que la que exigen las necesidades de ellas: lo demás no sólo sería inútil, sino hasta perjudicial, porque, además de no proporcionarse ideas que fuesen de un provecho conocido en el curso de la vida, se alejaría a la juventud demasiado de los trabajos productivos. Las personas acomodadas, que adquieren la instrucción como por una especie de lujo, y las que se dedican a profesiones que exigen más estudio, tienen otros medios para lograr una educación más amplia y esmerada en colegios destinados a este fin” (663). No obstante, su visión paternalista resulta menos reaccionaria o ‘despiadada’ que la de muchos liberales. Por eso insiste en otros pasajes del mismo texto: “Pero es no sólo una injusticia, sino un absurdo, privar de este beneficio a las clases menos acomodadas, si todos los hombres tienen igual derecho a su bienestar, y si todos han de contribuir al bienestar general. Estas clases, como las más numerosas y las más indigentes, son las que exigen la protección de un gobierno para la ilustración de su juventud” (659). “Por numerosa que sea la clase menos acomodada de nuestra población, no es, felizmente, el ilustrarla una obra superior a nuestros esfuerzos” (662). Para ello propone que se instalen escuelas de maestros, reclutados entre las clases más pobres, con el fin de ‘diseminarlos’ por el país, “como tantos otros apóstoles de la civilización” (663). No deja de llamar la atención aquí la correspondencia con la idea de ‘apostolado’ y de los ‘maestros ambulantes’ que se encontrará en Martí.

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Si el discurso americanista de Rodríguez es presidido por un radical utopismo republicano, el de Bello se expresa, aunque asuma como inevitable –y deseable– el destino futuro del modelo republicano, la contención y el recelo. Si ambos piden la confianza de sus destinatarios en “la voz de la experiencia”, Bello no la cifrará en la idea vanguardista, creadora y mesiánica, sino en la crítica y en la base cognoscitiva que proveen, además del pensamiento europeo de su actualidad –que conocía como nadie–,16 la tradición hispánica y la antigüedad clásica.17 Su “reacción” ante la indiscriminada recepción de las ‘nuevas lecturas’ de la filosofía de la historia de la época, está en consonancia con la crítica que despliega ante la discusión de los modelos sociales y su articulación en el sistema mundial, asentando así otros aspectos caracterizadores del latinoamericanismo diferenciador, autonomista. En “Investigaciones sobre la influencia de la conquista y el sistema colonial…” (1844), en respuesta a un discurso del joven Lastarria, Bello sostendrá ante el mundo de la modernización europea una posi16

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Germán Colmenares así lo consignaba al mostrar la extraña paradoja que se ponía en funcionamiento en las polémicas que Bello sostuviera con los jóvenes liberales chilenos –Lastarria, Chacón–: “Resulta curioso que en este debate la posición de avanzada, por lo menos en lo que respecta al método histórico, fuera la defendida por Bello […]. Bello, a diferencia de sus contrincantes, se mostraba familiarizado con la historiografía romántica de la Restauración y esgrimía los argumentos de ésta contra el estilo filosófico ilustrado que desdeñaba la narrativa en aras del comentario o la reflexión del filósofo. Precisamente la innovación de la historiografía romántica había consistido en fundir dentro de la narrativa descripción y comentario, aspectos que la Ilustración había mantenido separados […]. La posición de Bello, aun cuando no fuera sino por un mejor conocimiento de los debates europeos y la lectura de los historiadores liberales e innovadores de la Restauración, resultaba moderna, y la de Lastarria y sus seguidores, sin proponérselo, ingenua y arcaizante. Pero el contexto tan diferente de los dos debates (el europeo y el americano) creaba un equívoco evidente. Aquí, el conflicto cultural profundo que buscaba una solución en la demolición del pasado tendía a adoptar una forma de reflexión antihistórica. Por eso, quienes abrazaban con tanto entusiasmo las virtualidades subversivas inherentes al romanticismo literario seguían apegados a los cánones historiográficos del siglo XVIII” (1987: 66-68). En “Modo de estudiar la historia” aconsejaba: ¡Jóvenes chilenos! Aprended a juzgar por vosotros mismos; aspirad a la independencia del pensamiento. Bebed en las fuentes; a lo menos en los raudales más cercanos a ellas. El lenguaje mismo de los historiadores originales, sus ideas, hasta sus preocupaciones y sus leyendas fabulosas, son una parte de la historia, y no la menos instructiva y verídica” (Bello 1981c: 251).

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Javier Lasarte Valcárcel

ción claramente crítica, próxima a la de Rodríguez y a la que desde Venezuela desarrollara Fermín Toro en “Europa y América” (1839), coincidentes todas en la inversión del espacio definitorio del estado de barbarie: Si comparamos las ideas prácticas de justicia internacional de los tiempos modernos con las de la Edad Media y las de los pueblos antiguos, hallaremos mucha semejanza en el fondo bajo diferencias no muy grandes en los medios y las formas. […] Así en las grandes masas de hombres que llamamos naciones el estado salvaje de fuerza brutal no ha cesado. Tribútase un homenaje aparente a la justicia, recurriendo a los lugares comunes de seguridad, dignidad, protección de intereses nacionales, y otros igualmente vagos; premisas de que con mediana destreza se pueden sacar todas las consecuencias imaginables. Los horrores de la guerra se han mitigado en parte, pero no porque se respeta más a la humanidad, sino porque se calculan mejor los intereses materiales, y por una consecuencia de la perfección misma a que se ha llevado el arte de destruir. Sería demencia esclavizar a los vencidos, si se gana más con hacerlos tributarios y alimentadores forzados de la industria del vencedor. Los salteadores se han convertido en mercaderes, pero mercaderes que tienen sobre el mostrador la balanza de Brenno: Vae victis. No se coloniza, matando a los pobladores indígenas: ¿para qué matarlos, si basta empujarlos de bosque en bosque…? La destitución y el hambre harán a la larga la obra de destrucción, sin ruido y sin escándalo. En el seno de cada familia social las costumbres se regularizan y purifican; la libertad y la justicia, compañeras inseparables, extienden más y más su imperio; pero en las relaciones de raza a raza y de pueblo a pueblo, dura, bajo exterioridades hipócritas con toda su injusticia y su rapacidad primitivas, el estado salvaje (1981a: 163-164).18

Varias de las polémicas en las que disfrutaba incurrir Bello, traslucen la centralidad de la diferencia entre la ‘positividad’ y lo ‘paradójico’ de los americanismos o nacionalismos de la postindependencia. En la misma “Influencia de la conquista…”, Bello saldría al paso de discursos que, como los de Lastarria, construirían la imagen de América como espacio cultural infantil y deficiente; además, sin tradición propia digna de ser historiada. Mientras el gesto de Lastarria (como el de Rodríguez) partía de un manifiesto y radical olvido del pasado colo18

En 1839, desde una perspectiva más abiertamente conservadora que la de Bello, Fermín Toro, en su pequeño tratado sobre los males de la bárbara Europa – valiéndose del inapelable expediente de usar textos y estadísticas procedentes del propio imperio–, optaba incluso por defender su versión dulcificada y caballeresca del “feudalismo territorial” ante la versión “hipócrita” –diría Bello– del “feudalismo industrial”, ejercido en nombre de la libertad y la democracia por Europa y los Estados Unidos (1963: 35 y ss).

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nial, el de Bello invitaba a reconocer en él la posibilidad de establecer las bases de una tradición cultural nacional, de una memoria colectiva.19 La valoración de la Colonia será, en esta dirección, un aspecto de neta distinción respecto de los jóvenes vanguardistas chilenos y argentinos. Donde éstos verían razón para la ruptura, Bello vería la posibilidad de establecer continuidades y motivos de reconocimiento. Así, contra la tesis sobre los “vicios y abusos del régimen colonial”, Bello responderá en términos de reconciliación: “[…] debemos ser justos: no era aquella una tiranía feroz. Encadenaba las artes, cortaba los vuelos al pensamiento, cegaba hasta los veneros de la fertilidad agrícola; pero su política era de trabas y privaciones, no de suplicios ni sangre” (165). Por lo demás, su refutación a la idea de que el pueblo chileno bajo el régimen colonial “se hallase tan profundamente envilecido, reducido a una tan completa anonadación, tan destituido de toda virtud social” –como lo representaba Lastarria– no sólo es impecable en la revelación de paradojas, sino que nos hace pensar en esta época –aquí sin distinciones de tendencias– como la instalación del reino de la crítica (fuera de la cual la cultura de la modernidad resulta impensable): 19

“[…] hay mil objetos parciales, pequeños, si se quiere, […] pero no por ello indignos de fijar la atención, antes por eso mismo susceptibles de aquellos tintes vivos, de aquella delineación individual, que resucitan para el entendimiento de lo pasado, al mismo tiempo que suministran a la imaginación un placer delicioso. […] Las costumbres domésticas de una época dada, la fundación de un pueblo, las vicisitudes, los desastres de otro, la historia de nuestra agricultura, de nuestro comercio, de nuestras minas, la justa apreciación de esa o aquella parte de nuestro sistema colonial, pudiera dar asunto a muchas e interesantes indagaciones. […] La guerra sola entre la colonia española y las tribus indígenas presentaría muchos cuadros, llenos de animación e interés. Ni es sólo útil a la historia por las grandes y comprensivas lecciones de sus resultados sintéticos. Las especialidades, las épocas, los lugares, los individuos, tienen atractivos peculiares, y encierran también provechosas lecciones. […] el que nos da la vida de una ciudad, de un hombre […] nos hace ver el mecanismo de las agencias materiales que determinan sus formas y movimientos, y le estampan la fisonomía, las actitudes que lo distinguen. No puede juzgarse una vasta epopeya sin ver la colocación, la correspondencia de todas sus partes […]” (1981a: 159). Bello esboza aquí un programa que sería concretado varias décadas después por los tradicionistas hispanoamericanos. Colmenares veía en estas proposiciones de objetos ‘menores’ para el relevamiento del trabajo historiográfico la especificación de “un programa de investigaciones que aún hoy sería inobjetable” (1987: 64).

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Javier Lasarte Valcárcel La revolución hispano-americana contradice sus asertos. Jamás un pueblo profundamente envilecido, completamente anonadado, desnudo de todo sentimiento virtuoso, ha sido capaz de ejecutar los grandes hechos que ilustraron las campañas de los patriotas, los actos heroicos de abnegación, los sacrificios de todo género con que Chile y otras secciones americanas conquistaron su emancipación política (169).

Bello coincidiría con pensadores como el Alberdi del Salón Literario en la búsqueda de un pensamiento y una ciencia alentadas por una voluntad nacionalista y diferenciadora. Y sin embargo, en este sentido, se distancia de Alberdi en un par de aspectos centrales: la sistematicidad y consecuencia de su postura20 y el hecho de que la voluntad diferenciadora americanista no responda tanto a un impulso inaugural romántico-nacionalista, sino a un sistemático ejercicio del criterio –la “duda filosófica”– (173) puesto al servicio de la unidad y diferencia hispanoamericanas, por lo que difícilmente se le verá asumir posturas reverentes ante los libros europeos de su tiempo. En textos como “Modos de escribir la historia” (1848), Bello insistiría en la necesidad de producir saberes específicos y autónomos sobre la propia realidad – con inusual humor incluido: ¿De qué hubiera servido toda la ciencia de los europeos para darles a conocer, sin la observación directa, la distribución de nuestros montes, valles y aguas, las formas de la vegetación chilena, las facciones del araucano o del pehuenche? De muy poco, sin duda. Pues otro tanto debemos decir de las leyes generales de la humanidad. Querer deducir de ellas la historia de un pueblo, sería como si el geómetra europeo, con el sólo auxilio de los teoremas de Euclides, quisiese formar desde su gabinete el mapa de Chile (1981b: 38).21 20

21

Si en 1836, en “Repúblicas hispanoamericanas”, Bello hablaba de “la necesidad de conocer a fondo la índole y las necesidades de los pueblos a quienes debe aplicarse la legislación” y aconsejaba “desconfiar de las seducciones de las brillantes teorías” (Roig 1981: 241); aún en 1848, en el “Discurso” pronunciado en la Universidad de Santiago insistía en su peroración: “¿Estaremos condenados todavía a repetir servilmente las lecciones de la ciencia europea, sin atrevernos a discutirlas, a ilustrarlas con aplicaciones locales, a darles una estampa de nacionalidad?” (Zea 1976: 167). No propone, por supuesto, la suspensión de las lecturas, pero sí la posibilidad de una conciencia y una política del conocimiento autónomas: “Suponer que se quiere que cerremos los ojos a la luz que nos viene de Europa, es pura declamación. Nadie ha pensado en eso. Lo que se quiere es que abramos bien los ojos a ella, y que no imaginemos encontrar en ella lo que no hay, ni puede haber. […] Ábranse las obras célebres dictadas por la filosofía de la historia. ¿Nos dan ellas la filosofía de la historia de la humanidad? La nación chilena no es la humanidad

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Que esta relación con el saber y su adecuación con el estado de las sociedades latinoamericanas se compagina puntualmente con el modelo social que Bello propugnaba para estas naciones, de desarrollo “hacia adentro”, diferenciado del modelo industrialista y mercantilista de las potencias europeas y norteamericanas –agrarista, por tanto–, lo ha mostrado ya, por ejemplo, Mary Louise Pratt. A propósito de la silva “A la agricultura de la zona tórrida”, Pratt señalaba: La fantasía de Bello de la nueva América es agraria y no capitalista, y notablemente no industrial, ni urbana ni mercantil. Por ejemplo, en marcado contraste con Cristóbal Colón y la vanguardia capitalista, los minerales están ausentes del inventario de riquezas naturales que hace Bello […]. Tampoco el comercio forma parte de la receta. Dejando de lado a Virgilio, esto no parece ser una decisión puramente literaria. Estas ausencias son notables, teniendo en cuenta el hecho de que para los capitalistas, tanto europeos como americanos, el comercio y los minerales eran los intereses fundamentales en las luchas por la independencia (1992: 310). Entonces, tal vez, el punto de vista no industrial, pastoril de su “Silva” no deba ser entendido como meramente nostálgico o reaccionario, sino como una respuesta dialógica a la mirada mercantilizante, codiciosa, de los ingenieros ingleses (311).

(Sólo habría que añadir, para marcar ¿más? la dinámica de las oposiciones internas, que los discursos del nacionalismo paradójico quisieron con frecuencia hacer suya la imagen de esa “vanguardia capitalista”). No son los pasajes que la crítica post-latinoamericanista recuerda de Bello, ganado más bien allí para la idea del ‘gran disciplinador’. Aunque éstos sean sin duda susceptibles de crítica, creo que piden o posibilitan ubicar estas zonas del discurso bellista –al igual que el de Rodríguez– en otras coordenadas distintas a las ahora habituales. Su negativa a “suspender nuestro juicio sobre toda cuestión debatida, y de no emitir otras ideas que las que llevan el imprimatur de la aprobación universal” (1981c: 248); su empeño de alertar contra “una servilidad excesiva a la ciencia de la civilizada Europa” (250), podrían, al menos también, ofrecerse como punto de partida del latinoamericanismo en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales. […] no olvidemos que el hombre chileno de la Independencia, el hombre que sirve de asunto a nuestra historia y nuestra filosofía peculiar, no es el hombre francés, ni el anglo-sajón, ni el normando, ni el godo, ni el árabe. Tiene su espíritu propio, sus facciones propias, sus instintos peculiares” (1981b: 249).

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martiano o del de sus sucesores: Henríquez Ureña, Reyes, Picón Salas… si no de algunos proyectos más recientes. Y quién sabe si no estaría de más tenerlo presente hoy al armar bibliografías y, sobre todo, a la hora de procesarlas. Bibliografía Bello, Andrés (1981a): “Investigaciones sobre la influencia de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile”. En: Obras completas. Vol. XXIII. 2ª. ed. Caracas: La Casa de Bello, pp. 153-173. — (1981b): “Modos de escribir la historia”. En: Obras completas. Vol. XXIII. 2ª. ed. Caracas: La Casa de Bello, pp. 236-241. — (1981c): “Modos de estudiar la historia”. En: Obras completas. Vol. XXIII. 2ª. ed. Caracas: La Casa de Bello, pp. 242-252. — (1981d): “Sobre los fines de la educación y los medios para difundirla”. En: Obras completas. Vol. XXII. 2ª. ed. Caracas: La Casa de Bello pp. 657-667. Burns, Edward Bradford (1990): La pobreza del progreso. América Latina en el siglo XIX. México: Siglo XXI. Castro-Gómez, Santiago (1996): Crítica de la razón latinoamericana. Barcelona: Puvill Libros. Colmenares, Germán (1987): Las convenciones contra la cultura. Ensayos sobre la historiografía latinoamericana del siglo XIX. Bogotá: Tercer Mundo. Cornejo Polar, Antonio (1993): “Ensayo sobre el sujeto y la representación en la literatura latinaomericana: algunas hipótesis”. En: Hispamérica, 66, pp. 3-15. Halperín Donghi, Tulio (1998): El espejo de la historia. Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas. 2ª ed. Buenos Aires: Sudamericana. Moreiras, Alberto (1999): Tercer espacio: literatura y duelo en América Latina. Santiago (Chile): Lom/Universidad Arcis. Pino Iturrieta, Elías (1992): Las ideas de los primeros venezolanos. Caracas: Monte Ávila. — (1997): “Nueva lectura de la Carta de Jamaica”. En: Revista Nacional de Cultura, LVII, 304-305, pp. 11-53. Pratt, Mary Louise (1992): Ojos imperiales. Literatura de viajes y transculturación. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes. Rama, Ángel (1984): La ciudad letrada. Hanover (NH): Ediciones del Norte. Rodríguez, Simón (1990): Sociedades americanas. Caracas: Biblioteca Ayacucho. Roig, Arturo Andrés (1981): Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano. México: Fondo de Cultura Económica. — (1984): Bolivarismo y filosofía latinoamericana. Quito: FLACSO.

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II Territorios y fronteras de la nación

Alexander Betancourt Mendieta Universidad Nacional Autónoma de México

La nacionalización del pasado. Los orígenes de las “historias patrias” en América Latina

Nuestras historias, la de todo habitante del siglo XXI, son patrias porque son ciegas, son memorias sintetizadas por más o menos la minucia de dos siglos de tratar de fijar el rostro de un héroe, los asegunes de una batalla, la identidad “real” de un pueblo (…) No contamos con otro tipo de historias que las historias nacionales más o menos nacionalistas. Mauricio Tenorio Trillo

La cuestión de las “historias patrias” plantea el enfrentamiento con un problema de profundas consecuencias para las explicaciones e interpretaciones que se han elaborado en América Latina sobre el devenir de sus distintos Estados republicanos. Lo que hoy se nombra peyorativamente como “historia patria” ha carecido de una aproximación mínima a sus referentes teóricos y a sus logros concretos dentro del campo histórico latinoamericano. Especialmente porque las “historias patrias” sufrieron los devastadores efectos del surgimiento del ejercicio de la historia social a mediados de los años sesenta. Esta ruptura en la tradición histórica producida en América Latina puso al descubierto los puntos de desencuentro entre las formas consagradas de escribir la historia nacional y aquellas formas que plantearon explicaciones novedosas a problemas inéditos en las distintas sociedades latinoamericanas. La práctica de una historia distinta no representó el rompimiento de los parámetros nacionales que se mantuvieron incólumes ante tal arremetida. A pesar del remezón, la escritura de la historia en América Latina aprovechó esta irrupción metodológica y temática como un bálsamo renovador y estimulante del quehacer histórico. De esta manera, los relatos de las “historias patrias” se entendieron

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como una escritura de la historia que carecía de la “disciplina académica”; es decir, de las normas críticas aceptadas “internacionalmente” que regulan las actividades de los historiadores. Además se les acusó de cierto acartonamiento, subjetivismo y defensa de ciertos individuos o grupos sociales.1 Los juicios hacia las “historias patrias”, venidos especialmente desde los trabajos de los “nuevos historiadores”, aquellos que emergieron con los relatos de las historias sociales en la década de los sesenta, y de las obras literarias que pretendieron construir una “historia más auténtica”, dejaron de lado la necesidad de explorar las dimensiones y las expectativas dentro de las cuales se elaboraron los escritos de historia nacional en el siglo XIX. Las evaluaciones realizadas en el siglo XX acerca del recorrido y los aportes de la escritura de la historia en los diferentes países latinoamericanos dependió de momentos de coyuntura caracterizados por propuestas de ruptura. La emergencia de la historia social como una nueva forma de escribir sobre el pasado nacional en América Latina implicó la descalificación de la producción anterior. Claro que una buena parte de ese descrédito se hizo como un gesto y no como el producto de un diálogo. Las reprobaciones se hicieron en dos momentos: cuando se planteó una lógica bipolar en la que el acento en uno de los elementos de esta lógica bastaba para construir un relato más “verdadero”. La irrupción de los enfrentamientos históricos en torno al antagonismo entre “el pueblo” y “la oligarquía” fungió como el impulso de la fuerza y el impacto de las posturas revisionistas que se dieron entre los años treinta y sesenta. Un segundo momento, se desprendió de la irrupción de los modelos de interpretación socioeconómicos que adoptó como base de sus investigaciones los referentes del “desarrollo” y “subdesarrollo”, en el que se vislumbraba la presencia de las categorías de la teoría de la dependencia. 1

Germán Carrera Damas esbozó las características recurrentes que se le atribuyen a la “historia tradicional”: relativa pobreza temática, fuerte carga anecdótica, escasa elaboración intelectual e inquietud filosófica, metodología precaria y rudimentaria, tenaz supervivencia de los “nudos historiográficos”, relegación de problemas básicos, poca atención a cuestiones metodológicas estructurales, lento desarrollo de la crítica, estrecha relación con el poder público, desorbitado culto al héroe, fuerte carga literaria y excepcionales realizaciones aisladas (Carrera Damas 1961: XXII-LX; cf. Melo 1969 y Núñez 1996).

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Desde esta perspectiva, los juicios sobre la producción histórica del siglo XIX se hicieron con base en los patrones contemporáneos de la escritura de la historia y no tuvieron en cuenta las condiciones en las que se elaboraron esos trabajos. Como lo indicó Germán Colmenares, el planteamiento de este tipo de juicios hace necesario develar los valores implícitos en los textos históricos del siglo XIX que se expresan en las periodizaciones, las interpretaciones y los acontecimientos que se desenvuelven en estas obras para confrontarlos con nuestras presunciones ideológicas y la inevitabilidad de nuestros valores (Colmenares 1987). 1. La historia en el mundo de las letras En el siglo XIX la historia fue un ejercicio de los “hombres de letras”. En esta época en América Latina no se definió de manera precisa el ejercicio de la historia como un ámbito distinto al de la literatura. Esta problemática compleja plantea una “encrucijada de relaciones” mutuas y cambiantes entre la literatura y la historia que se tocan constantemente en las aspiraciones que ambas tienen de integrar las experiencias vitales individuales o colectivas. En este punto, es importante recalcar que en el mundo cultural latinoamericano la delimitación de los campos de investigación, particularmente en el ámbito de las humanidades, es el resultado de diversos procesos de modernización que se vivieron en el siglo XX, los cuales orientaron la interrelación entre los objetos de estudio y las tradiciones conceptuales. Mientras tanto, la escritura de la historia hizo parte del compromiso de “los hombres de letras” que comprendieron la escritura como “un servicio público” en un momento en el que los “intelectuales” eran al mismo tiempo “luchadores y constructores”, como los calificó Pedro Henríquez Ureña. No era extraño que a mediados del siglo XIX, el ejercicio de escritura de la historia sirviera para tomar partido ante la situación inmediata y, buena parte de los textos tenía como tema los acontecimientos próximos en el tiempo. Por eso, tanto la literatura como la historia tenían fines morales; es decir, pretendían formar y educar, de ahí que predominen en estos textos las acusaciones morales y políticas. La escritura, en general, tenía como misión contribuir al “engrandecimiento” y “civilización” de la patria (Gutiérrez Girardot 1990; Ortiz 1996).

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Las consecuencias para los relatos históricos de este clima de ideas se expresaron fundamentalmente en los modos en los que representaron la realidad. La moralización debía estar acompañada de “una imaginación viva y una ardiente fantasía” para que el historiador pudiera conmover los sentimientos. El relato “fiel de los hechos” debía tener un tono dramático que permitiera despertar interés en el lector y que se grabara con facilidad en su memoria. Al respecto, Andrés Bello afirmaba: […] sólo la generación contemporánea puede dar la vivacidad, el frescor, el movimiento dramático, sin los cuales los trabajos históricos no son más que generalizaciones abstractas o apuntes descoloridos. La historia que embelesa es la historia de los contemporáneos, y más que todas la que ha sido escrita por los actores mismos de los hechos que en ella se narran; y después de todo, ella es (con las rebajas que una crítica severa prescribe, tomando en cuenta las afecciones del historiador) la más auténtica, la más digna de fe (Bello 1844: 160).

En este sentido, las apreciaciones de Bello dejaron de manifiesto uno de los grandes problemas a los que tuvieron que enfrentarse “los hombres de letras” en América Latina durante el sigo XIX: ¿cómo representar la realidad de este mundo a partir de unas categorías claras y precisas en su conceptualización para realizar una adecuada comprensión? Este problema irresuelto aún tuvo en ese tiempo, como ocurrió en el siglo siguiente, la apelación a marcos de comprensión que fueron incapaces de representar los contenidos culturales de esa realidad. Es decir, la materia histórica y cultural americana, fuera hispánica, indígena o criolla escapaba a las formas de representación europeas que servían de modelos a los intelectuales latinoamericanos (Colmenares 1987). En el caso de los escritos de historia, las dificultades para representar el pasado explican los conflictos que tuvieron que enfrentar quienes se aventuraron a hacerlo y la solución que le dieron al problema. Fundamentalmente la tradición de representación de la realidad americana basada en los criterios de la crónica no significaba un modelo adecuado para el clima de profundo rechazo a las tradiciones españolas. De otra parte, como lo indicaría Bello en su discusión con Jacinto Chacón acerca del problema de la filosofía de la historia, era necesario reconocer y describir las peculiaridades del ámbito latinoamericano: Suponer que se quiere que cerremos los ojos a la luz que nos viene de Europa, es pura declamación. Nadie ha pensado en eso. Lo que se quiere

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es que abramos bien los ojos a ella, y que no imaginemos encontrar en ella lo que no hay, ni puede haber. Leamos, estudiemos las historias europeas; contemplemos de hito en hito el espectáculo en particular que cada una de ellas desenvuelve y resume; aceptemos los ejemplos, las lecciones que contienen, que es tal vez en lo que menos se piensa: sírvanos también de modelo y guía para nuestros trabajos históricos. ¿Podemos hallar en ellas a Chile, con sus accidentes, su fisonomía característica? Pues esos accidentes, esa fisonomía es lo que debe retratar el historiador de Chile […] (Bello 1848: 249).2

La postura de la imitación de los modelos de representación fue regularmente seguida como la mejor vía de escribir acerca del pasado. Debido a que existió el convencimiento de que los valores republicanos sólo podían discernirse y establecerse por una minoría educada que contrastaba con la amenaza permanente de “las turbas incontroladas”. Las tradiciones y las costumbres se contraponían a la idea de progreso que estaba implícita en las promesas revolucionarias. Los escritos de los letrados criollos decimonónicos manifestaron una clara hostilidad hacia la generalidad de la población y sus herencias culturales, en las que veían las pruebas concretas del envilecimiento colonial. De allí que las representaciones que se encuentran en los textos históricos se caracterizan por el tono épico de los héroes y las batallas mientras que la literatura que tenían como argumento a las “clases ínfimas” no encontró en ellas “pasiones” sino “vicios”. En los escritos históricos, pues, los “hombres de letras” descubrieron el mundo extraño y abigarrado de su entorno cuando tuvieron que abordar a la provincia y los campos que sirvieron de escenario a los sucesos heroicos, a los que finalmente dejaron en el plano secundario y silencioso de trasfondo de la epopeya independentista o aún de la Conquista. 2. La construcción de un eje articulador A fines del siglo XIX fue evidente que los relatos históricos aspiraban a justificar la existencia de un pasado común con miras a construir la unidad nacional. Sin embargo, la constitución de la historia como una disciplina autónoma en los países latinoamericanos tiene diferentes momentos que explicitan un largo proceso de constitución como disciplina. En la primera mitad del siglo XIX, especialmente después de 2

Una discusión similar se desarrolló en 1844 en México entre José Antonio Lacunza y José Gómez de la Cortina (Gómez de la Cortina/Lacunza 2001).

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terminados los acontecimientos de la Independencia, los discursos históricos trataron de irrumpir como una explicación de los sucesos y la determinación de sus principales actores. En este sentido, la obra del neogranadino José Manuel Restrepo se constituyó en el primer eslabón de un ejercicio que no pudo desarrollarse con firmeza en toda América Latina sino hasta mediados del siglo. Restrepo consideraba que su esfuerzo permitiría que la posteridad pudiera “juzgar imparcialmente sobre los inmensos beneficios que la revolución debe traer a los pueblos de Colombia y para que vea los progresos del espíritu humano en estos países, es necesario fijar el punto donde partió” (Restrepo 1858, vol. I: XII). Es evidente que la obra de Restrepo consideraba que “el origen” de la República de Colombia se remontaba al 17 de diciembre de 1819 –Congreso de Angostura– por “obra del inmortal Bolívar” a quien está dedicado este trabajo. De este modo, Restrepo forjó el gran punto de partida de buena parte de los escritos históricos del siglo XIX: la Independencia. Las discusiones en torno a este comienzo de los Estados republicanos expresó las posturas en competencia por hacerse cargo de los destinos de las nuevas repúblicas. La escritura de la historia a mediados del siglo XIX, aunque fue una constante en todo el siglo, tiene una estrecha ligazón con las condiciones sociales, políticas e institucionales que tuvo la “cultura letrada” en el ámbito de las particulares sociedades latinoamericanas. Con frecuencia, las historias nacionales que se escribieron en esta época fueron elaboradas por hombres que participaron del mundo político y de la conformación de los Estados que le servían de sujeto de estudio. De cierta manera, esto coadyuvó posteriormente a la creciente importancia que se le adjudicó a la difusión de los conocimientos históricos como elementos fundamentales en la creación de una “conciencia nacional” (Buchbinder 1996; Colmenares 1986).3 No obstante, la historia sólo emergió como una preocupación de los grupos dirigentes latinoamericanos a fines del siglo XIX, ya que una mitología histórica no se presentó como un instrumento útil y necesario en los períodos anteriores porque imperó el interés hacia el futuro donde el pasado se 3

El caso argentino es paradigmático en el establecimiento de estas relaciones, por ejemplo en la figura de Bartolomé Mitre, sin olvidar la situación particular de José Manuel Restrepo en el caso colombiano.

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comprendía como algo que debía ser condenado. Por eso se dio el auge de las soluciones educativas, científicas y técnicas más que un interés claro para fijarle usos al pasado (Devoto 1998). Sólo hasta que se establecieron visiblemente proyectos políticos triunfantes se comprendió la necesidad de legitimar la victoria y la hegemonía. Las narraciones sobre los acontecimientos de la Independencia sirvieron para clarificar los distintos proyectos políticos en disputa en el marco de la construcción de los Estados nacionales. A través de las imágenes de la revolución de la Independencia y la participación de los diferentes grupos sociales, políticos e intelectuales contribuyeron a concebir ciertas ideas acerca de las características de la nación. La Independencia fue un momento ideal debido a que no sólo significaba un momento de ruptura sino que se constituyó en un acontecimiento al cual muchos de los que escribieron sobre ellos asistieron como testigos presenciales o fungieron como herederos inmediatos de una revolución. Esta situación privilegiada les hizo aparecer como verdaderos “dueños” de la “verdad histórica” y por lo tanto eran conocedores de la “individualidad” de cada nación y de las características esenciales de esa colectividad. De este modo, los escritos históricos participaron de la creación de una conciencia histórica nacional que en la segunda mitad del siglo XIX actuó como un catalizador de la política y las relaciones sociales. La perspectiva adoptada en los textos históricos planteaba dos posturas acerca del eje primordial de la Independencia: la ruptura absoluta con el pasado colonial o el rescate de esa herencia. Estas actitudes reflejaban las tensiones entre la adopción de las instituciones republicanas y las condiciones en las que se encontraban las sociedades latinoamericanas una vez pasados los sucesos de la Independencia. Con lo cual, se planteaba el problema político que implicaba trazar un proyecto estatal con base en las novedosas “instituciones democráticas”. En este contexto se inscribe la célebre polémica entre Andrés Bello y José Victorino Lastarria en 1844. El joven discípulo de Bello quiso ser el […] historiador de dos civilizaciones, una que caduca i otra que se levanta, porque necesitaba mostrar la deformidad, la incongruencia, la ineptitud de la primera en nuestra época; i debia mostrar la marcha de la segunda, la manera como se realizaba, para adaptarla a nuestra situación. Habia tenido que hacerme literato para ausiliarme en este propósito con todas las formas del arte, i combatir el pasado colonial, hiriéndolo, cho-

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Alexander Betancourt Mendieta cándolo, sublevando contra él las antipatías de la nueva jeneracion, a riesgo de inquietar el sentimiento y de sufrir sus odios. Habia tenido, en fin, que hacerme publicista para trazar la nueva senda, para enseñar i hacer triunfar los principios democráticos en nuestra organización. La tarea era vasta (Lastarria 1868: 7).4

La complejidad de los escritos históricos en el transcurso del siglo XIX se expresa con toda claridad en estas reflexiones del célebre intelectual chileno, que encontró una sesuda respuesta en Andrés Bello que también describió el papel de la historia en ese momento coyuntural: Desarrollándose todavía nuestra revolución, no estamos en el caso de hacer su historia filosófica, sino en el de discutir i acumular datos, para transmitirlos con nuestra opinión i con el resultado de nuestros estudios críticos a otra generación que poseerá el verdadero criterio histórico i la necesaria imparcialidad para apreciarlos […]. No puede juzgarse una vasta epopeya sin ver la colocación, la correspondencia de todas sus partes; pero no es ésa la sola, ni tal vez la más útil ocupación de la historia: la vida de un Bolívar, de un Sucre, es un drama (Bello 1844: 158-159).

Bello a diferencia de su discípulo, consideraba que el pasado había que construirlo pieza por pieza y sólo de esta manera podría hacerse realidad la “ambición interpretativa” que pregonaba Lastarria. Esta postura descansaba en el conocimiento que Bello tenía de los historiadores románticos europeos y de una profunda convicción de que la Independencia constituía sólo una ruptura política pero no una fractura cultural. Una discusión similar sobre el pasado se reprodujo en ámbitos muy distintos a los de la institucionalización de los saberes que representaba la existencia de la Universidad de Chile. El desarrollo de las diferentes tradiciones nacionales de escritura de la historia en los Estados que emergieron en esta época manifiestan un enfrentamiento surgido por el agotamiento de la inspiración heroica dentro de las perspectivas republicanas que manifestaron una profunda desconfianza hacia las aspiraciones y el accionar militarista que ensalzaban las interpretaciones heroicas.5 4

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Esta es una reflexión sobre dos obras históricas: “Investigaciones sobre la influencia social de la conquista i del sistema colonial de los españoles en Chile” y la “Historia constitucional de medio siglo”. Basta comparar las interpretaciones encontradas en casos como los de José María Luis Mora: Méjico y sus revoluciones (1836) y Lucas Alamán: Disertaciones sobre la historia de la República Mejicana (1844), José Antonio de Plaza: Memo-

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La negación de la Colonia significaba la renuncia a toda tradición pese a que la sociedad no había variado sustancialmente con la declaración de la Independencia. Y a pesar de las imágenes diversas sobre ese pasado, en países como México y Perú donde los períodos prerepublicanos habían sido de esplendor, el olvido de esa tradición era muy ambiguo. Las posturas conservadoras veían en el rescate del pasado colonial la forma de apropiarse de un cierto orden aristocrático y ciertos rasgos de grandiosidad que sirvieron para justificar el ascenso social y económico de muchos grupos de comerciantes. Este tipo de fenómenos ha sido poco estudiado por los prejuicios que supuso el triunfo de los proyectos liberales (Romero 1970; Romero/Romero 1978; Cornejo Polar 1989). El triunfo liberal en casi todos los países latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XIX catapultó la declaración de la Independencia como el origen de la República; aunque por otros resquicios, especialmente por los esfuerzos de historia literaria, se coló la necesidad de retomar la herencia colonial como parte de las tradiciones nacionales. De todos modos, la existencia de un proyecto político triunfador llevó a que la historia se convirtiera en el instrumento de conmemoración y celebración de los orígenes republicanos. 3. El paso hacia la institucionalización Para legitimar las interpretaciones adecuadas a los proyectos triunfadores se encontró un medio efectivo en la creación de ciertos tipos de instituciones académicas y políticas. Las instituciones que se crearon para la preservación de la “memoria” nacional y la instauración de ese pasado se fundamentó en la importancia y utilidad que representaba el pasado para “los intereses nacionales”. Instituciones como los museos y las Academias de historia ofrecieron una erudición que fue empleada por el Estado naciente en las querellas sobre los reclamos acerca de los límites territoriales; también como garante y constructora de una tradición nacional donde se fundiera la identidad de las nuevas generaciones; igualmente sirvió para organizar y regular el conocimiento histórico e interpretar oficialmente sucesos y personajes del pasado. La ejecución de esas tareas se realizó con base en el criterio que explirias para la historia de la Nueva Granada (1850) y José Manuel Groot: Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada (1869).

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citaba la incorporación de ciertos relatos y sus autores que aspiraban a justificar la existencia de un pasado común en el que se concentraba la grandeza del pasado y la promesa futura. El establecimiento de las Academias de historia tuvo que ver con la necesidad de crear una tradición nacionalista y republicana. Esta tradición debió construirse con base en la idea de que la historia de la República constituía un proceso exitoso donde también se asentaban las bases de una pedagogía cívica que se unía a la consolidación de la imagen de la nación propuesta desde el diagnóstico hecho por los “hombres de letras” que formaban esa institución o que fueron tomados como bastiones ideológicos de los proyectos triunfantes. La historia llegó a ser así una importante herramienta para crear comportamientos patrióticos y fomentar un sentimiento de lealtad frente al Estado. Esta finalidad presupuso que la historia podía ser un instrumento para “la formación de la conciencia nacional, para la identificación con la patria y el patriotismo” (König 1991: 138). Las Academias de historia como instituciones estatales en América Latina tuvieron como antecedente directo el desenvolvimiento de agremiaciones intelectuales privadas como los Salones Literarios, los Institutos de Geografía e Historia o las Asociaciones Científicas.6 Pese a las vicisitudes de cada una de esas instituciones, en general, el aislamiento y la brevedad de su existencia, crearon condiciones propicias para ocuparse con el pasado. Esto se puso de manifiesto con la creación de las Academias de Historia, las cuales tenían como precedente, generalmente, una asociación privada.7 La producción de aquellas agremiaciones intelectuales estuvo ligada estrechamente a los vínculos privados en los temas que interesaban a sus miembros. Estos lazos fueron la base de la distribución y difusión de los documentos históricos y de los libros de historia. Es decir, la producción de conocimien6

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La fundación del Instituto Histórico y Geográfico de Río de Janeiro se remonta a 1838; el Instituto Histórico y Geográfico de Uruguay fue fundado, a semejanza de aquel en 1843; la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile, donde la historia jugó un papel central, fue inaugurada en 1843; el Instituto Histórico y Geográfico del Río de la Plata fue fundado por Bartolomé Mitre en 1854; la vecina Venezuela creó en 1888 la Academia Nacional de la Historia a través del esfuerzo de Juan Pablo Rojas Paúl. Así fue como en Argentina se abrió paso la Junta de Historia y Numismática (1893) rebautizada en 1938 como Academia Nacional de la Historia, por ejemplo.

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tos sobre el pasado nacional se basó inicialmente en un ejercicio privado cuya circulación difícilmente sobrepasó la esfera de aquellas asociaciones. El carácter utilitario de estos trabajos para las faenas de afianzamiento de los Estados y las naciones a fines del siglo XIX abrieron las posibilidades de expansión, consolidación y establecimiento de la investigación histórica con base en normas comunes de trabajo. En este sentido, se distinguen, sin duda, dos esferas en la constitución del pasado nacional: la de la producción de este conocimiento, inicialmente recluida al ámbito privado de los “primeros historiadores” nacionales, y la pública, asociada a los vínculos entre el poder político y los “historiadores”. El espíritu en el cual surgieron las asociaciones de intelectuales en el siglo XIX, especialmente los salones literarios al igual que los Institutos de Historia y Geografía, marcaba el interés de constituir un lugar de “asociación” diferente al ámbito público. A pesar de este propósito, era inevitable su participación en el mundo de la política debido a la característica misma de la que estaba impregnada la producción intelectual en las nacientes repúblicas latinoamericanas en las que las letras eran un instrumento del accionar político. Buena parte de los escritos de historia decimonónicos pusieron de manifiesto la presencia de la esfera pública y privada de quienes los elaboraron como puede observarse en la organización de entidades tan importantes para el oficio de la historia como las bibliotecas públicas y los archivos.8 8

Las relaciones particulares que sostenían entre sí los miembros de estas asociaciones permiten hablar y detectar redes de historiadores al sur del continente americano, que al mismo tiempo, participaron en la consolidación de los Estados nacionales. Para no reiterar el caso de Mitre, se pueden hacer referencias a “hombres de letras” que no figuraron en cargos decisorios en el ámbito de la política interna, pero que sí participaron en cargos públicos que fueron decisivos en la construcción de instituciones fundamentales para la consolidación de la historia nacional. Es el caso de Vicente Quesada y Paul Groussac en Argentina como directores de la Biblioteca Nacional de Argentina, Barros Arana en la rectoría de la Universidad de Chile y el caso de Genaro García y Jesús Galindo y Villa en el Museo Nacional en México, por ejemplo. La pertenencia a las Academias de Historia suponía una relación estrecha con el Estado; la remuneración de algunos de sus miembros, especialmente de los presidentes de estas instituciones, provenía del tesoro público. Esto indicaba la presencia política y pública de los hombres que accedieron a estos cargos hasta épocas recientes como fue el caso de Ricardo Levene en Argentina, Germán Arciniegas en Colombia o Jorge Salvador Lara en el Ecuador.

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El surgimiento de entidades públicas dedicadas exclusivamente a la práctica histórica es el resultado de la consolidación y modernización de la administración estatal. Esto quiere decir que a pesar de la existencia de las asociaciones privadas ocupadas con el pasado desde el siglo XIX, la escritura de la historia de manera institucional está referida fundamentalmente al siglo XX en toda América Latina. Aquellas agrupaciones de intelectuales en sí mismas no configuraron un “campo autónomo de conocimiento” porque sucumbieron rápidamente a los vaivenes de la política y de los proyectos en disputa. Por eso, cuando ya se consolidó el triunfo sólido de alguno de los proyectos en contienda se creó el clima favorable para que se pudieran fundar instituciones “modernas” encargadas de construir un pasado nacional. El proceso de fortalecimiento de los Estados llevó a desplazar la ingerencia de aquellas asociaciones privadas en un ámbito público como el pasado nacional. La concepción que el Estado tenía del trabajo que le encomendaba a las Academias es explícita en las funciones que se les comisionaron: proteger las reliquias históricas, consignar y preparar los días conmemorativos, promover el respeto de los símbolos patrios, preservar en la memoria popular a “los artífices de la nacionalidad” mediante estatuas y placas conmemorativas (Carrera Damas 1961: 274-275; Rabian 1995).9 A principios del siglo XX el cultivo de la escritura de la historia en América Latina adoptó una tendencia que ya había madurado en Europa y los Estados Unidos. La historia positivista y documentalista consagró unas reglas que debía seguir detalladamente todo historiador para alcanzar un ideal epistemológico lo cual permitió que simultáneamente se conformaran ciertos modos de aproximarse al pasado; estos procesos concluyeron en la coronación de un arquetipo: la objetividad. La consagración de ese “ideal” como la tarea a la que debían dedicarse los historiadores estableció una normatividad que permitió reunir los criterios suficientes para distinguir los textos históricos de otro tipo de aproximaciones al pasado y asentó los fundamentos sobre

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En el artículo 3 de los Estatutos de la Academia Colombiana de Historia se lee: “Será tarea esencial de la Academia […] procurar su creciente conocimiento [el de la historia nacional] y su eficaz enseñanza, y en despertar y avivar el interés por el pasado de la patria, con permanente criterio de imparcialidad y exactitud, honrando y enalteciendo la vida y obras de sus grandes hombres” (Lee 1972: 55).

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los que se constituyeron las “Asociaciones de Historiadores” como verdaderas comunidades científicas.10 Las decisiones que tomaron estas instituciones estatales con respecto al establecimiento del pasado nacional y, por ende, sobre las características de la nación, tuvieron un efecto paralelo: la creación de una tradición cultural, la de la historia nacional. Las obras que adoptaron como canon asentaron, además, el triunfo de ciertos rasgos esenciales para la disciplina: el triunfo de un método –la historia documental– y su carácter acumulativo, al igual que impuso una perspectiva de interpretación que se acomodó perfectamente a los objetivos pedagógicos y moralizantes que se empleó en “la pedagogía de las estatuas” que se usó con prolijidad en el ámbito escolar, el ámbito de la formación de los ciudadanos. Se consolidó entonces una disciplina en torno al documento, al presupuesto de la objetividad que garantizaba ese método, al fomento de la publicación de ciertas colecciones documentales básicas para la instauración del pasado nacional y la formación de los ciudadanos con conciencia patriótica. La metodología que adoptaron los diferentes miembros de las Academias posibilitó la edición y publicación de obras documentales, la elaboración de biografías de hombres ilustres, la exaltación de ciertos acontecimientos políticos y militares y la organización de los Archivos nacionales. Pero: ¿era suficiente esta forma de enunciación de una determinada nacionalidad para que ella existiera? 4. Las historias patrias La perspectiva liberal triunfante en la segunda mitad del siglo XIX consideraba como uno de los rasgos más importantes de una sociedad “civilizada” la implantación de las escuelas y la educación. En este 10

Como constitución de esta corriente de “hacer historia” no se puede olvidar el ejemplar ejercicio reflexivo de Johann G. Droysen, Histórica: lecciones sobre la enciclopedia y metodología de la historia (1983), la primera edición en alemán es de 1858, y el célebre manual de Charles Langlois y Charles Seignobos, Introducción a los estudios históricos (1972), la primera edición es de 1900. Es indispensable indicar que lo que hoy se nombra peyorativamente como “historia tradicional” ha carecido de una aproximación mínima a sus referentes teóricos y a sus logros concretos dentro del campo histórico. Si bien este no es un vacío exclusivo del ámbito latinoamericano, es necesario recordar la aparición de trabajos tan reveladores como el de Peter Novick, Ese noble sueño. La objetividad y la historia profesional norteamericana (1997). La primera edición en inglés es de 1988.

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ámbito se acuñó inicialmente el significado de la “historia patria”. La denotación de esta expresión se reducía al ejercicio pedagógico de enseñanza de la historia. Para los intereses pedagógicos de la época, los escritos de historia no podían ser una herramienta idónea de enseñanza, no sólo por la extensión de esos esfuerzos intelectuales sino porque constituían una “narración de hechos” que trataban de aglomerar una enorme cantidad de acontecimientos, con lo cual una síntesis de ese ejercicio terminaba en una conjunción de “nombres propios y fechas” que hacían de la historia una “fría crónica” inapropiada para el “fin moral y cívico” que debía cumplir la historia en la sociedad. El interés que despertó la enseñanza de la historia en la segunda mitad del siglo XIX se basaba en el convencimiento de que la historia podía formar caracteres morales en la medida que los niños y los jóvenes podían reconocer en ella lo bueno y lo malo. La historia era una magistre vitae que se desplegaba como un tribunal justo de los acontecimientos: En el juicio contradictorio seguido entre el Gobierno legítimo y la Rebelión […] la justicia es clara e incontrovertible. Pero ¿quién la aplica? Los vencedores niegan a los vencidos la facultad de dirimir la competencia. […] Por tanto, en este juicio que dará galardón al justo y derramará el oprobio sobre el culpable, no hay más que dos jueces competentes para fallar en definitiva: Dios en el cielo; la Historia en la tierra. Tenemos, pues, los contemporáneos el deber de ilustrar la Historia con escritos verídicos que le sirvan de derrotero, para que pueda encontrar el rumbo por entre los escollos de la mentira (Posada 1865-1881: 18).

En la historia los hombres podían descubrir los errores que se cometieron en el pasado para no repetirlos, pero especialmente servía como un medio a través del cual podía descubrirse la esencia de la naturaleza humana y el sentido de su devenir. Al respecto, Justo Sierra indicaba a los maestros que el carácter moral de la enseñanza histórica, basado en la imitación de los “hombres célebres”, debía complementarse con el sentido progresivo de la humanidad y la nación. Es decir, que la historia debía enseñarse a los niños y jóvenes mostrando “el progreso” a través de comparaciones entre el presente y el pasado, siguiendo un orden cronológico y organizando el relato en torno a un “gran objeto”

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o una “gran invención”.11 Pero eran mucho más precisas las reflexiones que el mexicano Manuel Larraínzar exponía al respecto: En la narración de los hechos con sus principales circunstancias y fin que se hayan propuesto en ellos, se tendrá un acopio de experiencias morales y sociales, en que aparecieran las diversas combinaciones de acontecimientos con sus causas y consecuencias, desenvueltos a los ojos del observador, descubriéndose todo el mecanismo de la naturaleza humana, sus hábitos, sus costumbres, las opiniones, las leyes y el régimen interior y exterior de cada nación; de todo lo cual pueden deducirse muchas reglas y principios fijos de buena organización y buen gobierno, lográndose la utilidad política antes indicada; de manera que los gobernantes que deseen obrar con acierto descubrirán en ella máximas ilustradas, advertencias oportunas y datos seguros, que los conduzcan al bien […] de manera que en los recuerdos de lo pasado, cuando sean gloriosos y meritorios, y en los actos de virtud, de abnegación y patriotismo, puedan inspirarse todos para desempeñar la misión que a cada uno haya confiado en este mundo la providencia (Larraínzar 1865: 165-167).

De esta manera, el carácter cívico de la enseñanza de la historia pretendía formar ciudadanos en la medida que ese conocimiento permitiera valorar […] lo que significa en el mundo el pedazo de tierra que ocupan; porque sólo así podrán amarlo, explotar e interesarse en su conservación; que sepan el camino que han recorrido nuestros padres para llegar a conquistar la autonomía y las libertades que hoy disfrutamos, pues tal conocimiento no sólo nos hará apreciar los bienes inestimables que poseemos, sino que robustecerá la fe para marchar hacia el porvenir, fortificándonos con el ejemplo de los que nos han precedido y que tuvieron que vencer obstáculos más poderosos que los que hoy se nos presentan (Vigil 1878: 320).

Estos esfuerzos de síntesis de las obras históricas crearon, efectivamente, imágenes perdurables de la nación y recalcaron el carácter excepcional y único de los diversos Estados latinoamericanos. Los relatos escolares mantuvieron un criterio de linealidad donde los héroes eran la parte fundamental de la trama histórica y establecieron una diacronía cuyos cortes temporales se mantuvieron durante todo el siglo XX. Estos relatos establecieron los elementos identitarios de los 11

Sierra indicaba también que los maestros no debían “falsear” los hechos en las narraciones breves que debían elaborar para enseñar las biografías de los hombres célebres. Además, debían reforzar tales narraciones con el uso de estampas y dibujos, elaborar cuestionarios, repetir las lecturas de las biografías para que se grabaran estos acontecimientos en la memoria de los alumnos (Sierra 1888: 199).

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diferentes Estados nacionales (Riekenberg 1991; De Roux 1994; Díaz Castañeda/Ospina Ortiz 1995: 11-45; Torres 1995). Las consecuencias de estas elaboraciones y de las imágenes que difundieron fue la de generalizar la idea de que el pasado nacional era un pasado sin fisuras; de tal manera que se borraron las preocupaciones y las tensiones que dieron lugar a los escritos sobre historia en el siglo XIX. Los relatos escolares simplificaron este contexto de la producción histórica y ritualizaron, a través de los usos cívicos de las imágenes que elaboraron, la construcción del pasado nacional y los orígenes de la nación. 5. Conclusiones El entrabado proceso de elaboración de las tradiciones históricas nacionales permiten vislumbrar que dichas tradiciones reprodujeron las imágenes sobre la nación que tenían cada uno de los sujetos que participaron en su construcción. Por eso, a nivel nacional en América Latina existieron diferentes tradiciones que compitieron y existieron simultáneamente. Además, estas tradiciones hicieron parte del proceso de constitución de los proyectos nacionales porque los ejercicios de la escritura, en este caso la historia, asumieron funciones formativas y de legitimación que le llevaron a plantear dos objetivos finales: la construcción de una imagen de la nación al mismo tiempo que interpretaban el sentido del pasado. De esta manera, el ejercicio de la escritura en el siglo XIX no sólo expresó ciertas ideologías sino que participó en la elaboración de ciertas tradiciones culturales y disciplinarias (Cornejo Polar 1989). La descalificación de los relatos escolares que se hizo en el siglo XX se extendió automáticamente a los escritos históricos en general que se realizaron en el siglo XIX. Por eso, los señalamientos del pasado y de las imágenes de la nación que elaboraron como la fuente de los males presentes de las sociedades latinoamericanas, en la medida que se culpa a los escritos históricos de forzar la realidad e impulsar intereses muy particulares. Tales acusaciones desconocen, sin embargo, que esos fantasmas no están en el pasado como tal sino en las imágenes que tenemos de ese pasado, imágenes que son históricas como elaboraciones intelectuales.

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Los esfuerzos de las “historias patrias” llevaron a la construcción de una conciencia criolla que relativizó la conciencia americana y revalorizó la excepcionalidad nacional. Quizás sea este uno de los grandes retos para enfrentar desde la perspectiva que asume las realidades latinoamericanas como pertenecientes a una gran unidad. Bibliografía Bello, Andrés ([1844] 1957): “Investigaciones sobre la influencia de la Conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile. Memoria presentada a la Universidad en la sesión solemne de 22 de setiembre de 1844 por Don José Victorino Lastarria”. En: Temas de historia y geografía. Caracas: Ediciones del Ministerio de Educación, pp. 153-173. — ([1848] 1957): “Modo de estudiar la historia”. En: Temas de historia y geografía. Caracas: Ediciones del Ministerio de Educación, pp. 243-252. Buchbinder, Pablo (1996): “Vínculos privados, instituciones públicas y reglas profesionales en los orígenes de la historiografía argentina”. En: Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”. 3ª serie, 13, pp. 5982. Carrera Damas, Germán (1961): “Introducción”. En: Historia de la historiografía venezolana. Textos para su estudio. Selección, introducción e índices de Germán Carrera Damas. Caracas: Universidad Central de Venezuela, pp. X-LXXII. Colmenares, Germán (1986): “La Historia de la Revolución por José Manuel Restrepo: una prisión historiográfica”. En: Colmenares, Germán et al.: La Independencia. Ensayos de historia social. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, pp. 723. — (1987): Las convenciones contra la cultura. Ensayos sobre la historiografía hispanoamericana del siglo XIX. Bogotá: Tercer Mundo. Cornejo Polar, Antonio (1989): La formación de la tradición literaria en el Perú. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones. “Decreto disponiendo la creación de la Academia Nacional de la Historia, de fecha 28 de octubre de 1888”. En: Historia de la historiografía venezolana. Textos para su estudio. Selección, introducción e índices de Germán Carrera Damas. Caracas: Universidad Central de Venzuela, 1961, pp. 274-275. De Roux, Rodolfo (1994): “Mémoire patriotique et modélation du futur citoyen. Les manuels scolaires”. En: Guerra, François-Xavier (ed.): Mémoires en devenir. Amérique Latine XVIe-XXe siècle. Bordeaux: Maison des Pays Ibériques, pp. 337-347. Devoto, Fernando (1998): “Relatos históricos, pedagogías cívicas e identidad nacional: el caso argentino en la perspectiva de la primera mitad del siglo XX”. En: Pérez Siller, Javier/Radkau, Verena (coords.): Identidad en el imaginario nacional. Reescritura y enseñanza de la historia. Puebla: Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, pp. 37-59.

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¡Desde Cuba al paraíso! Colonialismo, autonomismo y patriotismo fatalista en la obra teatral de Olallo Díaz González

El debate teórico de los estudios (pos)coloniales (o sea posoccidentales)1 se dedica, dicho brevemente, al análisis de sociedades (pos)coloniales bajo una doble perspectiva: no sólo investiga los discursos hegemónicos, opresores y constituyentes al mismo tiempo, que se refieren a las sociedades colonizadas, sino también hace énfasis analítico en las posibilidades que tienen los subalternos mismos para expresar su resistencia contra el sistema impuesto por la metrópoli. Siendo las artes, por sus procedimientos metafóricos y metonímicos, medios muy apropiados para enmascarar la “voz del Otro” no sorprende que, desde la publicación de Orientalism, de Edward Said (1978), una gran parte de los estudios (pos)coloniales se dedique al análisis de la narrativa literaria y su función en los procesos de construcción, deconstrucción y reconstrucción del mundo colonial (Ashcroft/Griffiths/Tiffin 1989, Bhabha 1990). Especialmente cuando se enfoca el mundo colonial de América Latina, lo que llama la atención es el hecho de que exista un mayor interés en la producción épica y sus admisiones y subversiones de discursos tales como ‘nación’, ‘raza’, ‘género’, mientras que el teatro sea menos investigado. A ello se suma que, los trabajos existentes sobre el género dramático, se dedican al teatro en la primera fase de la colonia y su relación con los esquemas eurocéntricos tanto estético-teatrales como de índole políti-

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En cuanto a la discusión terminológica acerca de (pos)occidentalismo y (pos)colonialismo y su validez para la adaptación a América Latina véase sobre todo Mignolo (1998) y Ashcroft (1999). En este artículo una diferenciación de esta índole no aporta nuevos conocimientos a la interpretación, por esta razón la oprimo.

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ca-religiosa.2 Y aún, caso más frecuente éste, se suelen concentrar en el abundante material que ofrece el teatro latinoamericano del siglo XX con sus programas políticos y nuevas estéticas dramáticas, tales como el teatro do oprimido de Augusto Boal, el teatro revolucionario Escambray, el teatro de resistencia chileno o las abundantes tendencias de dramaturgia posmoderna de los últimos años.3 Como se pone de manifiesto, pues, hay un cierto ‘silencio científico’ sobre la escena dramática del período final de la colonia, caso que asombra, dada la relación estrecha entre los sucesos históricos y el teatro, que, en el transcurso del siglo XIX, gana una gran importancia en muchas sociedades latinoamericanas.4 En este contexto el caso de Cuba ofrece un campo de estudio sumamente interesante. Aquí el teatro experimenta un verdadero boom a partir de 1840 (Casariego 1958), y gozará, con graduaciones, de un extraordinario interés público hasta hoy. Como se ilustrará en este trabajo, hacia el final del siglo, el teatro popular asume cada vez más la difícil tarea de ser mediador en la muy conflictiva situación de un prolongado estatus colonial en el que permanece el país, mientras casi toda América Latina se independiza. Aunque desde la Revolución del 1959, sobre todo los críticos cubanos Rine Leal y Mary Cruz, encausan su labor investigativa hacia este fenómeno, a partir de los años 80 disminuye nuevamente el interés por el tema, por lo que apenas existen estudios actuales que se centren en el teatro cubano decimonónico sobre la base de teorías poscoloniales.5 El siguiente artículo propone volver a la discusión sobre la escena de la colonia cubana decimonónica, enfocando las estrategias subversivas del teatro popular, las que serán discutidas al final del artículo desde la perspectiva de un cuestionamiento poscolonial y posoccidentalista. De ejemplo representativo de procedimientos dramáticos del primer teatro

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Buen ejemplo de esa tendencia es la Revista Iberoamericana con sus dos números en 1995 acerca del tema de “Identidades y conquista en América” y del “Sujeto colonial y discurso barroco”. En la Latinoamericanística alemana destacan las publicaciones de Adler/Röttger y de Alfonso de Toro sobre el teatro actual en América Latina. Suárez Radillo (1993) da una orientación general, aunque superficial, de la evolución del teatro decimonónico en toda América Latina. Una excepción son los recientes trabajos excelentes de Jill Lane (1998 y 2000). Su disertación “Anticolonial Blackface: The Teatro Bufo and the Arts of Racial Impersonation, Cuba 1840-1895”, está todavía inédita.

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propiamente cubano, el teatro bufo, servirán las obras de uno de sus autores más conocidos en su época, Olallo Díaz González. 1. Un teatro en contra de la censura Desde su fundación, en el año 1868, el teatro bufo siempre fue, además de un género de entretenimiento, también un teatro político que utiliza varias estrategias contra la censura colonial. En su primera fase (1868-69) pone en escena un doble juego de apropiación y subversión de los discursos coloniales sobre raza, clase y género con un tono burlesco y con estrategias de hibridación tales como la parodia, la mascarada o el mimetismo.6 Esta estrategia cambia después de la Guerra de los diez años, cuando autores y actores regresan de su largo exilio. En su segunda fase (1878-1902) (Leal 1980) las compañías bufas empezaron a combinar en sus obras el rasgo ‘bufo’ –consistente en su repertorio de personajes caribeños y en acciones cómicas, acompañadas de música y bailes afrocubanos– con declaraciones explícitamente políticas. La alusión a temas tan provocativos como la corrupción de la administración colonial, la explotación económica por parte de la madre patria, o la censura misma, se convierten en un rasgo constitutivo de muchas piezas. En el año 1888, por ejemplo, la representación de la “revista cómico-lírica” ¡Vapor correo!, cuyo autor, Raimundo Cabrera, tuvo que modificar el texto varias veces antes de recibir el placet del censor, presenta al público una gran crítica social sarcástica, un pesimismo político y una propaganda anticolonial abierta. De forma que, aunque la censura sigue existiendo en Cuba aún después de su abolición en España (1881), las obras bufas dan testimonio de que sí se disminuye el rigor de los censores, y en el caso de ¡Vapor correo! cabe suponer que la tenacidad del autor, representante del Partido Autonomista, finalmente cansó al censor.7 Sin embargo, 6

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Es significativo que la estrategia de la mascarada étnica (actores blancos representan en escena a personajes negros que imitan la burguesía blanca) “walks a fine line between a proto-ethnographic social taxonomy of racial types and its caricature” (Lane 1998: 33), v. también Reinstädler (2002). Los llamados autonomistas, miembros del Partido Liberal, utilizan todos los géneros para propagar sus exigencias reformistas que no llegaron a reivindicar la separación radical de España. Sin embargo se encontraban en constante conflicto con la censura (Fornet 1977). Tanto los autonomistas como el público de las representaciones bufas eran reclutados sobre todo de la burguesía pequeña y media y de la capa baja proletarizada, de esta última muchos eran descendientes de an-

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existe otro motivo por el que merece la pena luchar frente a las instituciones de control coloniales: los párrafos censurados pueden ser incluidos en las ediciones impresas si indican alguna referencia a la censura. Es evidente la paradoja del sistema: mientras oficialmente se trata de restringir las voces críticas en la escena pública con el fin de impedir su recepción colectiva, en las versiones impresas (las que, dada la alta cifra de analfabetos, evidentemente llegan al conocimiento de un público minoritario), el potencial crítico es subrayado por la referencia a la censura. Además, en las versiones impresas, que solían hacerse de la mayoría de las obras, los autores se pueden aprovechar de prólogos o epílogos para abundar en sus opiniones. El mismo Cabrera presenta en los anexos de ¡Vapor Correo! la ley española que anula la censura, y añade a ésta una crítica feroz de la arbitrariedad del procedimiento censurador en Cuba. La censura colonial iba a tener durante el curso de la segunda guerra de independencia (1895-1898) un último y amargo auge que paraliza, nuevamente, la producción teatral. Después de 1898 la metrópoli española recién combatida será, por supuesto, tema de burla abiertamente sarcástica. 2. Olallo Díaz González y la política del (auto)reciclaje Olallo Díaz González, autonomista al igual que Cabrera, es un autor dramático que escribe (y, como se verá, reescribe) sus dramas tanto en los años 80 como después de 1898. En 1887 publica, bajo el seudónimo “Un desocupado”, Desde Cuba al paraíso, según la portada de la edición en una “revista cómico-bufa en dos actos, divididos en seis cuadros y en verso. Representada por primera vez con éxito extraordinario en el Teatro de Irijoa el 14 de Mayo de 1887”, según la portada de esta edición. La pieza tematiza la decadencia colonial en Cuba de forma alegórica: La Señora está enferma y sus médicos no saben curarla. Todo lo contrario, los doctores rechazan cualquier queja, insistiendo en la eficiencia de sus medicinas. Un paseo de convalecencia por La Habana da ocasión a la exposición de los malestares de la Ca-

tiguos esclavos. Acerca de todos los datos históricos concernientes al teatro bufo, v. los estudios históricos de Leal (especialmente 1982); en cuanto a las agrupaciones políticas a finales del siglo, v. Zeuske/Zeuske (1998).

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pital, un tema frecuente en los bufos.8 La Higiene, indignada, se queja de la suciedad en los lugares y las mentes. La Moralidad, frustrada, lucha en vano contra el Abuso, quien, en una violación simbólica, abraza a la Señora por la fuerza y le arranca sus valiosas joyas. Cuba pierde el sentido, sus provincias acuden a ofrecer su solidaridad, prestando la ayuda de los Caballeros Ortiz, Castro y Figueroa. Al final del primer acto, estos tres últimos, cuyos nombres hacen alusión tanto a médicos cubanos contemporáneos como a políticos autonomistas,9 viajarán a Europa en busca de una medicina moderna. Al comienzo del segundo acto el pueblo manifiesta mucha alegría ante la vuelta de los caballeros y de las “píldoras con reformas” (Díaz González 1887: 30) importadas por ellos. Estos medicamentos sirven para curar a la Señora, todavía postrada en cama, de forma que en la apoteosis final ésta se presenta bonita y sana, rodeada de una sociedad unificada: “La suerte lo quiso,/ felicidad y á vivir/ que ya se puede decir:/ ¡DESDE CUBA AL PARAISO!” (47). Este breve resumen destaca que, en su macroestructura y mediante alegorizaciones, la obra hace propaganda de la unión armónica entre colonia y metrópoli, pidiendo la confianza del espectador en reformas nuevas y concertadas por España. Aunque esta posición (más bien reformista que autonomista) es todo lo contrario de una postura anticolonial, también de esta obra son censurados algunos párrafos. En ellos se tematizan la política económica explotadora, la censura de prensa y de ideas republicanas, y también se hace alusión a un ‘Camagüey bélico’, que “Se hace guapo por que lleva/ un machete á la cintura” (40), es decir, a los insurrectos de la guerra de los diez años (1868-1878). Irrepresentable es también para el censor el proyecto ‘antirreformador’ de los doctores conservadores, que tratan de impedir una serenata del pueblo y la aplicación de la medicina mediante un levantamiento provocado en un teatro.10 Esa alusión tan directa a los 8 9

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V. las obras de Raimundo Cabrera, A. Caccia, José Guillermo Nuza, Ignacio Sarachaga. De hecho existían en la época en La Habana médicos conocidos con los nombres Castro y Figueroa y los senadores Fernández de Castro y Figueroa, que, en 1886, se habían dirigido en un telegrama a las Cortes españolas exigiendo reformas económicas (Ortiz Coffigny 1886). El párrafo (censurado) es el siguiente: “Doctor segundo: […] Buscamos a un individuo,/ se le pagan unos cuartos/ y cuando estén más tranquilos/ engullendo en el teatro,/ suelta una bomba explosiva/ y apaga el gas en el acto./ Entonces se

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sucesos del Teatro Villanueva en el año 1869, donde durante una función bufa soldados voluntarios abrieron fuego contra un público que vociferaba reclamos libertarios y ocasionaron tres días de enfrentamientos sangrientos en las calles y, como consecuencia, la prohibición de las compañías bufas (Leal 1982), era una provocación demasiado grande para ser tolerada por la censura. Olallo Díaz González reescribe su obra Desde Cuba al paraíso en 1899, es decir, en plena época de la transición Colonia-República y bajo la ocupación militar norteamericana. El autor mantiene estructura y acción dramáticas y la mayoría de los diálogos textualmente, e introduce sólo pocos, pero decisivos cambios. Ya el nuevo título Cubanos y americanos o ¡Viva la independencia! testimonia el lema político de las modificaciones. En cuanto a la acción dramática éstas conciernen a la enfermedad y al tratamiento de la Señora. El diagnóstico actual no es falta de higiene y moral pública o agotamiento económico, sino: “Es una dolencia sola/ la que su existencia ajita [sic]/: tiene una fiebre maldita/ de intransigencia Española!” (Díaz González 1899b: acto 1, escena 3, s.p.). Ya no se critican las recetas colonialistas de la pieza de 1887; en su lugar se encuentra el rechazo del remedio milagroso de antes: “Agua de los Reformistas […]. Píldoras de Autonomía/ de los Doctores Montoro, Govín,/ Labra y Saladrigas.11 […]/ Ya no le hacen efecto” (acto 1, escena 14, s.p.). Los nuevos ingredientes que se proponen ahora se refieren al enfrentamiento militar: “Señora. […] Necesito un jarabe preparado/ en una especial Botica,/ con las ojas de machete,/ estracto de dinamita,/ agua de Máximo Gómez/ y balas de la manigua” (acto 1, escena 13, s.p.) En consecuencia, los “caballeros modernos” mandados por las provincias cubanas al extranjero –ahora estadounidense– se llaman Banderas y Gómez, como los dos generales mambís, y García Menocal, el conocido político del movimiento independentista, que años más tarde sería presidente conservador de Cuba (1913-1921). La experiencia de la confrontación militar estructura

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arma la gorda:/ gritos, confusión, espanto,/ las mujeres se desmayan,/ los hombres vuelcan los platos./ Tropezando unos con otros/ salen a la calle varios/ y los demás por prudencia libre/ nos dejan el campo” (Díaz González 1887: 30-31). Rafael Montoro Valdés, Antonio Govín y Torres, Rafael María de Labra y Cadrana y Carlos Saladrigas Domínguez eran todos políticos muy activos en la lucha por la autonomía de Cuba. En la Biblioteca Nacional cubana José Martí, se encuentran todavía decenas de ensayos y artículos publicados por Govín y Labra.

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también los demás cambios en la obra de Olallo Díaz González. La aceptación de la intervención legislativa y española se convierte en un acuerdo con la intervención militar y norteamericana: el “Bálsamo [español] de abolición/ da la ley del patronato/ y píldoras con reformas/ en azúcar y tabaco” (1887: 30), será en 1899 un “Bálsamo de evacuación/ del territorio Cubano/ de las tropas Españolas,/ y más de un millón de frascos/ de elixir de Cuba libre/ por Mac-Kinley inventado” (1889b: acto 2, escena 14, s.p.). Esas sustituciones no sólo se hacen en cuanto a los personajes y los discursos hablados, sino también al nivel de la asignación visual, verificable en las acotaciones. Al comienzo del segundo acto, el texto de 1887 indica: La CRIADA y los individuos de la serenata en la siguiente forma: Veinte y cuatro niños vestidos decentemente, con un estandarte blanco que diga: Salud a los Doctores. Otros tantos jóvenes elegantes, con la misma enseña que diga: Gloria al talento. Detrás doce personas de color en traje de etiqueta con un estandarte negro que diga el letrero hecho con tinta roja: La raza de color. Todos con hachones, los estandartes y las músicas al centro. Pueblo de ambos sexos que los sigue (1887: 34).

Con esta “serenata”, Díaz es uno de los primeros dramaturgos cubanos en presentar en escena una manifestación popular y política. La impresión de los cuerpos en su dinámica en el espacio de la escena, es ampliada por el valor simbólico de su actuación, es decir, la expresión pública de movimientos políticos. De la acotación se deriva, además, la necesidad de atenuar el poder del “cuerpo” y de la “voz” del pueblo en su movimiento (emancipatorio), tan públicamente expuesto. Tanto los números exactos de personas, la agrupación ordenada de los distintos representantes y el vestuario “decente”, así como la sustitución del lenguaje hablado por los letreros, atenúan la impresión de una masa incontrolable. Los letreros expresan de manera moderada las exigencias de reformas (“Salud a los Doctores”), de superación de la jerarquía social (“Gloria al talento”) y del racismo (“La raza de color”12). Otros efectos mitigantes se derivan de la música y de la luz de los hachones. A esta presentación de informaciones verbales y non verba12

Este letrero alude a la abolición definitiva de la esclavitud en 1886, y afirma el Directorio Central de sociedades de la Raza de color. Esta asociación, fundada en 1887, por Juan Gualberto Gómez, luchaba por la igualdad étnica y el derecho a la educación de la gente de color (Helg 1995).

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les se puede atribuir una doble estrategia: la reducción de la impresión de amenaza que constituye el movimiento de la “raza de color” para el sistema colonial y, a la vez, la invitación a la identificación con el movimiento (‘lindo’), encabezado por la figura más simpática de la obra, la criada mulata y sandunguera.13 Esta estrategia doble de crítica suavizada y afirmación del sistema colonial se repite en los discursos de los personajes. En la obra de 1887, al pararse la serenata, la criada da las gracias a la ‘madre patria’ por la abolición de la esclavitud: Criada. El Gobierno condolido/ de lo que habemos pasado/ generoso nos ha dado/ las gracias que hemos pedido./ Y tenemos el placer/ que anheló nuestro deseo,/ sociedades de recreo/ y escuelas donde aprender./ Dios bendiga la piedad/ de la nación poderosa/ que á nuestra raza, gustosa/ concedió la libertad! (1887: 32-33).

En el manuscrito reescrito en 1899 el tema del movimiento popular político se presenta de forma mucho más diferenciada. La emancipación ya no se reduce a un sólo grupo étnico: Un individuo con un standarte que diga “Junta Patriótica” y detrás de ellos los otros Clubs con sus correspondientes comisiones y orquesta. Los cordones de los estandartes los llevan niñas y Señoritas. Todos con hachones, los estandartes quedan al centro (1899b: acto 2, escena 1, s.p.).

La manifestación de una lucha emancipatoria, esta vez nacional (y no ‘racial’), se realiza en la escena con la presencia del ‘sexo débil’, lo que supuestamente no sólo relativiza la impresión amenazante de las exigencias, sino que, al mismo tiempo, hace alusión al surgiente movimiento sufragista en Cuba.14 Dado que Cuba es alegorizada por una mujer, esto invita a la conclusión contraria, es decir, a igualar el movi13

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El análisis de las obras bajo la perspectiva de los gender studies podría ser tema de otro artículo. Con la alegoría femenina de Cuba, Díaz hace alusión no sólo a la muy frecuente alegorización de naciones por personajes femeninos (estética y estáticamente sanas y bellas) en las bellas artes del siglo XIX. Empleando el personaje de la mujer enferma, Díaz hace referencia a la narrativa occidental de la época y su frecuente presentación de la femme fragil, pasiva y moribunda (Bronfen 1992). Díaz parodia ese motivo con la milagrosa salvación de su personaje femenino al final de la obra, a la que además yuxtapone la mujer cubana ‘moderna’, autónoma, también políticamente muy luchadora, cuya descendencia tanto europea como americana adquiere otro símbolo de una nueva concientización nacional, basada no en la homogeneidad del pueblo, sino en la hibridación de culturas (Pratt 1993). El movimento sufragista de mujeres cubanas, se estudió por primera vez de manera abundante en la disertación de Julio César González Pagés (2000).

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miento de la emancipación femenina con el movimiento de la emancipación del país. Las gracias de la Criada, en la segunda versión de la obra, se dirigen a los Estados Unidos, desde 1898 los nuevos ocupadores del país: “Dios bendiga la piedad, de la nación poderosa/ que obligó á España orgullosa/ á darnos la libertad!” (1899b: acto 2, escena 13, s.p.). Este oportunismo ambiguo de agradecer a los ocupantes por conceder una libertad que históricamente no existía, es repetido en los cartelones que se desenrollan mientras los caballeros administran su medicina a la Señora: donde en la obra de 1887 dice “Reformas”, en 1899 se lee “¡Machete!”; la “Ley electoral” se convierte en “Intervención Americana”; la “Supresión de los derechos de exportación” se llama “Evacuación de las tropas Españolas”, la “Abolición del patronato” es sustituida por un “¡Viva Cuba Libre!”; y la exclamación evasionista “¡DESDE CUBA AL PARAISO!” por un “¡Viva Cuba independiente!” revolucionario (en ambas obras acto 2, última escena). 3. Repeticiones y permutaciones El principio estructural poetológico de las obras mencionadas consiste en un movimiento de repetición y permutación. Este proceso se realiza a múltiples niveles. Primero, se refiere a la situación receptiva: Los espectadores, es decir, los representantes de la sociedad cubana, presencian una obra teatral en la que actúan representantes de la sociedad cubana. Y estos últimos, dentro de la obra llamada “revista”, son contemplados por “Cuba”, una alegoría de la misma sociedad que representan. Segundo, existe una multiplicación al nivel de la acción dramática: los dos actos, algo poco usual en el teatro bufo que suele preferir el acto único, se distinguen poco en sus peripecias que se repiten bastante esquemáticamente, pero mucho en los resultados: en el primer acto, el tratamiento medicinal empeora el estado de la Señora, en el segundo acto, el tratamiento lleva al restablecimiento de la enferma. Tercero, existe una repetición que modifica el reparto de los personajes y los accesorios: Un grupo de médicos es sustituido por un segundo, una medicina por otra. Cuarto, este procedimiento metonímico tiene su continuación dramática aún antes de 1899: En su obra La perla de las Antillas, Olallo Díaz González presenta al público cubano en 1888 una Señora enferma, esta vez amenazada por el Genio del Mal, que se salvará por la unión de las provincias cubanas con las

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españolas. Y, quinto, no sólo Desde Cuba al paraíso, sino también La perla de las Antillas es reescrita y llevada a escena en 1899 con pocos cambios. Las provincias cubanas acaban, esta vez, con el Genio del Mal, no podía ser de otra manera, con la ayuda de Estados Unidos. La obra termina, como sus antecedentes, en una apoteosis de la nación cubana: Sobre un pedestal riquísimo y entre ramos de oro y plata, aparece la misma joven anterior vestida con un lujo inusitado. Á su derecha la Justicia y á su izquierda la Virtud. [Manuscrito de 1899: “Al pie del pedestal un Jefe Americano y otro Cubano con las manos enlazadas. Detrás de la joven las banderas de ambos ejércitos cruzadas”.] Los letreros que forman el círculo donde se ven á estos personajes dicen lo siguiente: Los de la derecha: Luz eléctrica. –Imprenta libre. –Buenas reformas. –Escuelas. ―Religión. –Trabajo. –Artes. –Diplomacia. –Los de izquierda: Cabotaje. –Industria. –Exportación. –Comercio. –Justicia. –Virtud. –Patria. –Moralidad; y los que le sirven de aureola que tendrán caracteres de letras mayores: ¡Viva la Paz. –¡Viva la Unión!– Luz de bengala blanca. […] G. del Bien. Desde hoy por sus maravillas,/ Cuba, la tierra dichosa,/ seguirá siendo orgullosa/ La Perla de las Antillas!/ Gran animación.– Música [Manuscrito de 1899: “Himno Bayamés”] (Díaz González 1888 y 1899a: últimas escenas).

Sería demasiado fácil calificar a Díaz González de autor mediocre y con poca imaginación, cuyas ‘comedias nuevas cubanas’, en la tradición de Lope de Vega, tienen el propósito de gustar tanto al pueblo como a los gobernantes. Desde esta perspectiva las obras mencionadas serían un buen ejemplo de un concepto teatral que, dada la euforia teatral de la sociedad cubana finisecular, aprovecha al máximo una idea,15 y que actúa al margen de valores estéticos y políticos, “siempre en pos del aplauso”, como dijo un crítico contemporáneo.16 De aquí surge un sexto desdoblamiento, descubriéndose un alter ego del autor con Pachín, un personaje oportunista en ¡Cubanos y americanos! que 15

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Según el Diccionario de la Literatura Cubana (1984: 1003), “el teatro es ya un negocio seguro a pesar de las perpetuas crisis económicas y el progresivo aumento del precio de las localidades”. Se trata de una crítica feroz, firmada con el seudónimo de Artañán, y publicada en El mundo, el 2 de mayo de 1902: “Yo le he dado las grandes palizas a Olallo Díaz, porque en todas sus piezas, o en casi todas, se notaba la ausencia de buen gusto. Siempre en pos del aplauso, valíase para obtenerlo, de los peores y más deplorables medios. Cuando no acudía a la patriotería –en tiempos de España, en los días del bloqueo abayuncó en la escena a los americanos– echaba mano de la moral casera […], y de este modo cosechó más palmadas que dislates existen en sus obras” (citado en López 1979: 689).

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después de la guerra intenta hacer fortuna vendiendo, en lugar de artículos españoles, “Banderas […] de todos tamaños […] ¡Del ejercito Cubano y Americanos!” (1899b: acto 2, escena 2, s.p.). En el siglo XX, las lecturas de las piezas de Olallo Díaz suelen cuestionar su potencial crítico. Refiriéndose a las apoteosis finales, Rine Leal, por ejemplo, llama al autor el inventor del camp cubano, cuyas visiones chovinistas, reformistas y conciliadoras son una estrategia de mascarada debida a la situación política. Pero, al mismo tiempo, Leal lo rechaza por ser cobarde “frente a la guerra necesaria, frente a la tea incendiaria propone el idilio de clases y la armonía social […] bajo las capas dominantes” (Leal 1975: 42). Y, cinco años después, en su Breve historia del teatro cubano, Leal reduce su comentario sobre Díaz a los calificativos de “prolífico y oportunista” (Leal 1980: 83). Un análisis más reciente17 proviene del historiador cubano Pablo Riaño, que en 1997 escribe sobre Cubanos y americanos: “La adversidad es una actitud que siempre se guarda para España; la admiración se escuda en una satisfacción con los norteamericanos, pero contiene a la vez la exigencia de que abandonen el país” (Riaño San Marful 1997: 37). Se podría objetar que se trata de una exigencia que ya en el título es combinada con la unión cubano-americana, la que será repetida simbólicamente en la imagen final mediante la presentación de militares de ambas naciones, “las manos enlazadas”. En resumen: Leal, que analiza el texto más profundamente, niega que la argumentación final del mismo transmita una manifestación crítica y anti(neo)colonial; la de Riaño, al revés, la constata sin probarla con ejemplos. No tanto en contra de estas dos opiniones, sino más bien por añadidura, quisiera proponer una tercera línea interpretativa: la que se abre cuando se integra el análisis a teorías posmodernas y poscoloniales.

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Lane, en su disertación sobre el teatro bufo (2000), dedica nada más que una nota a pie de página a las obras de Díaz González, subrayando que sus alegorías políticas profundizan las ideas populares sobre la colonia decadente, “even as the pedantic tone of his work frequently separated it from the comic aesthetic of the teatro bufo” (Lane 2000: 242).

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4. El teatro decimonónico y la crítica poscolonial Teniendo en cuenta que José Martí escribe en 1875: “la independencia del teatro es un paso más en el camino de la independencia de la nación” (citado en Leal 1982: 7), las obras citadas de Olallo Díaz dan testimonio, en una primera lectura, de ‘la dependencia del teatro de la dependencia de la nación’. La creación dramática exitosa y con cierto tono crítico es, en Díaz, una mediación entre la repetición de la ‘voz del pueblo’ o sea entre posiciones autonomistas y separatistas y su adaptación a la política oficial. Su teatro prueba una vez más que, en el siglo XIX, los temas políticos sólo pueden ser tratados bajo el control de la censura y aplicando estrategias dramáticas de alienación y distanciamiento; tal como son la alegorización de hechos reales, la simplificación de acciones, la reducción de lo serio mediante la música, los diálogos cómicos, o un final feliz que borra todos los conflictos. No obstante, de ese final feliz surge la primera irritación: el crítico teatral alemán Gerhard Scheit observó que el final exageradamente feliz de las obras decimonónicas transmitía un “escepticismo puntual” cada vez más grande, que en la modernidad iba a “desenmascarar sistemáticamente el final feliz como forma ficticia” (Scheit 1995: 19, mi traducción). Haciendo alusión a las florecientes apoteosis de Díaz también se puede añadir la consideración de Adorno (1973), que opinó que el Kitsch en el arte es un veneno que parodia la catarsis. Que Díaz integrase un Kitsch patriótico en los finales felices de sus obras provoca dicho escepticismo puntual y una catarsis malograda, una observación que Leal no hace, utilizando el concepto de camp sin aclararlo. Sin llegar plenamente al camp, tal como lo definió Susan Sontag en 1964 en su artículo pionero “Notes on Camp” (faltan en la obra de Díaz las transgresiones en cuanto a los géneros sexuales, p.e.), sí hay no pocos efectos de un Kitsch naïf que se convierte en camp subversivo. Me refiero sobre todo a los finales de las obras con su afinidad con la teatralización extrema, el gusto por el artificio y la exageración de lo serio (“la nación”) hasta frivolizarlo –lo que también se realiza en la forma de alegorizar a Cuba: es necesario imaginarse el efecto de la presentación de la nación cubana como mujer bella que durante casi toda la obra yace enferma en una cama.

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La irritación acerca de la validez de lo representado surge, además, del intercambio de los múltiples estandartes y “cartelones” con consignas constitutivas para la sociedad cubana. Estos últimos, analizados desde una perspectiva posmoderna, hacen referencia a la performatividad del lenguaje y revelan la construcción discursiva de conceptos como ‘nación’ o ‘patria’. Siguiendo, pues, la idea de Homi K. Bhabha, que señala la construcción narrativa de naciones,18 se puede constatar sin dificultad una construcción teatral del discurso nacional cubano en las obras de Olallo Díaz. Mas las infinitas repeticiones, permutaciones y sustituciones que estructuran las obras mencionadas, no sólo imitan el movimiento circular de la propaganda, tal y como la describió Néstor García Canclini refiriéndose a los medios masivos del siglo XX (1992). El movimiento itinerante de los discursos político-nacionales en Díaz también puede llevar la atención del público hacia el proceso mismo de la construcción discursiva de los conceptos de nación y patria. Las alegorías y las apoteosis revelan, por un lado, lo que iba a constatar José Carlos Mariátegui: “La nación […] es una abstracción, una alegoría, un mito que no corresponde a la realidad […]” (citado en Brennan 1990: 49). Y, a la vez, desenmascaran la doble cara de la ideología (Volosinov) y la nación (Tom Nairn, v. Bhabha 1990). Es decir, la retórica teatral de Díaz revela la contradicción entre racionalidad e irracionalidad de la política y entre progreso y retroceso social, siendo la situación de Cuba, a pesar de los finales felices, otra vez gravísima al comienzo de la siguiente obra. Si leemos estas “revistas cómico-bufas” en el marco de las teorías actuales encontraremos paralelos con el Reigen amoroso de Arthur Schnitzler (1912/21). Las obras cubanas presentan, a su vez, una “rueda política” que prueba la caducidad de las medicinas políticas mediante una acción perpetuada pero vana. La propaganda puesta en escena por Olallo Díaz se desenmascara a sí misma. Un propósito del congreso que precedió a esta compilación fue la reflexión acerca de la aplicabilidad del poscolonialismo a la interpretación de culturas latinoamericanas del siglo XIX. Mi relectura del teatro político de Olallo Díaz González, demuestra hasta qué punto las ideas poscoloniales y posmodernas invitan a descodificar lo codifica18

Homi K. Bhabha (1990: 3) habla de “the performativity of language in the narratives of the nation”.

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do a contrapelo y, así mismo, abren nuevas lecturas. Sin embargo, y de ahí mi crítica, se mantiene insoluble la pregunta de si estas lecturas deconstructivas eran o no posibles en el contexto histórico de las representaciones mismas. El público, en su función creadora de productor de significación teatral (Fischer-Lichte/Roselt 2001), ¿se dio cuenta de las repeticiones y perturbaciones que se realizaron (lo que el factor temporal pone en duda: entre la primera y la segunda versión de cada obra pasaron 10 años, históricamente muy agitados)? ¿Existía una sensibilidad, a principios del modernismo, para los mencionados efectos discursivos y teatrales de subversión? Del éxito que tuvieron sus obras sólo podemos deducir que, por las razones que fueran, gustaron. La prensa, por el contrario, no reaccionó ni positivamente ni con interpretaciones ambivalentes frente a la facilidad con la que Díaz intercambió un sistema político por otro: el “oportunismo” del autor fue el blanco de la crítica pública. Su patriotismo fatalista, según el cual el bienestar nacional siempre depende de intervenciones extranjeras, fue criticado desde entonces hasta después de la revolución cubana. Quizás es esta una respuesta a la pregunta acerca de la validez de la teoría poscolonial para el análisis de Ficciones y silencios fundacionales en la literatura y cultura latinoamericanas en el siglo XIX: el logro de la aplicación de ideas posmodernas y poscoloniales consiste obviamente en hacer transparente estrategias de multiplicación de niveles de significación mediante “le travail du texte”, la “actuación del texto (dramático)”. Sin embargo, las interpretaciones están, más que nunca, encerradas en nuestra perspectiva actual. Ellas no contribuyen realmente a la aclaración de significaciones y efectos literarios o dramáticos en el contexto histórico del siglo XIX, ni es ése su objetivo. Para terminar, quisiera volver otra vez a la creación dramática del “desocupado” Olallo Díaz González. En 1908 Díaz daría otra muestra de su opinión política con una nueva obra teatral, en la que –no podía tratarse de otra cosa, dada la república finalmente instalada– argumenta directamente en contra de la política norteamericana frente a Cuba: “Desde que a Cuba ha venido/ la segunda intervención,/ lleva el cubano afligido/ el luto en el corazón./ La vaca del presupuesto no vuelve más a engordar/ pues secaron sus tetas/ de tanto y tanto chupar” (La Nautilus en La Habana, citado en Leal 1975: 42). Por lo menos, en este sentido, las obras invitan sin duda a una interpretación unívoca: son testigos del difícil camino cubano hacia la independencia.

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Jens Andermann Birkbeck College, University of London

Fronteras: la conquista del desierto y la economía de la violencia

On écrit l’histoire, mais on l’a toujours écrite du point de vue des sédentaires, et au nom d’un appareil unitaire d’État, au moins possible même quand on parlait de nomades. Ce qui manque, c´est une Nomadologie, le contraire d’une histoire. (Gilles Deleuze/Félix Guattari: Mille plateaux)

Ir hacia el Sur –escribe Martín Caparrós en un ensayo que acompaña las fotografías impactantes de Dani Yako reunidas en un volumen con el sugestivo título Extinción: últimas imágenes del trabajo en la Argentina– “fue la última forma posible del movimiento que formó la Argentina, la marcha más allá, el viaje que empuja una frontera, la emigración a lo desconocido”; el rumbo, también, que habían tomado “los generales Rosas y Roca cuando hicieron campaña para convertir la tierra india en un desierto” (Caparrós 2001: s.p.). El texto (y la serie de fotos que acompaña) se llama “Televisores” y registra con la mirada del etnógrafo o del naturalista viajero las últimas convulsiones de una especie destinada a la extinción, la planta constructora “AuroraGrundig” en Ushuaia, Tierra del Fuego, autogestionada mediante créditos del propio personal desde 1997 pero cerrada en 2000 dejando cesantes a 400 obreros endeudados. La frase –y el relato que preludia– , al descubrir un segundo sentido subyacente en el eufemismo militar ‘campaña del desierto’, me parecía articular, al leerla después de haber vuelto a estudiar los textos de la conquista del Sur tan conspícuamente ausentes del canon literario argentino, un malestar que desde hacía rato sentía con lecturas excesivamente literales de la formación del Estado argentino como proceso inequívoco de consolidación, proceso que supuestamente culminaba en la coincidencia temporal entre la autonomización de un aparato de Estado y la conquista territorial, o

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sea entre la normalización o estriación, al mismo tiempo, de espacio de poder y espacio físico. Me preocupa, en otras palabras, la debilidad de los relatos ‘foucaultianos’1 a la altura de enfrentar una coyuntura política que parece hoy signada por una suerte de desertificación en segundo grado; una refragmentación del conjunto estatal de aparatos de vigilancia en ‘máquinas de guerra’ y de su unidad territorial en pequeños conglomerados ‘cívicos’ diseminados por junglas y desiertos virtuales fuera del alcance de cualquier violencia supuestamente imparcial, monopolizada por el Estado, como en los mapas arcaicos que adornan a Cruz diablo, el folletín gauchesco-futurista de Eduardo Blaustein (1997). ¿Será, quizás, que las narrativas producidas en los últimos veinte años sobre la formación del Estado disciplinario en la Argentina, hayan caído en un fetichismo que sólo reflejaba aquél de los relatos apologéticos producidos desde adentro de ese Estado, al dejar de lado la separación entre las retóricas y gestos estatales y un conjunto de prácticas nunca meramente contiguas con aquéllas? Más concretamente, me preocupa qué significaría, frente al derrumbe del último espejismo del Estado liberal argentino, pensar el modo en que, a posteriores de 1879, el desierto comenzaba a inhabitar el Estado, no en términos de incrustación de lo que previamente yacía a su exterior y que ahora sobreviviría, como un cuerpo extraño, en las entrañas del organismo nacional, sino como la emergencia simultánea, como dos fenómenos complementarios y radicalmente modernos, del Estado y del desierto (desierto que empezaba a esbozarse en los textos fundacionales de Echeverría y Sarmiento, pero que recién se convirtió en un hecho real a partir del ‘avance sobre la tierra india’ del general Julio Argentino

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Así designa Horacio González, en un reciente y sugerente (si bien altamente problemático) trabajo, a los relatos sobre cultura y Estado en la Argentina surgidos en los ochenta y noventa, y que, según el crítico, corren el riesgo de dejar “toda la materia social, la actividad pública y el espesor histórico en manos de una categoría de poder que alude a las clases dominantes letradas y a su voluntaria capacidad de producir homogeneidades sociales […] Abolir el pensar histórico tiene siempre su precio, y este puede implicar la introducción, como única idea de la historia, una historia de los dispositivos estatales, convertidos en pensamiento inconsciente en el interior de la literatura y de las biografías” (1999: 119). Se verá que mis propias críticas al ‘modelo foucaultiano’ corren más bien por un rumbo inverso.

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Roca). Admito, desde principios, que la pregunta me supera y que apenas podré señalar algunas entradas al problema. Las dos lecturas modernas que trataron de entender la frontera como clave de un diagnóstico cultural y político del Estado y la sociedad argentinos, Muerte y transfiguración de Martín Fierro de Ezequiel Martínez Estrada, e Indios, ejército y frontera de David Viñas, seguían pensando ‘desierto’ y ‘Estado’ en términos de sucesión y contagio, como problema (si bien desde ópticas a veces radicalmente opuestas) de una modernidad inconclusa o fallida. Publicados en 1948 y 1983, respectivamente, y escritos sobre el trasfondo de situaciones políticas traumáticas, los ecos psicoanalíticos en ambos interrogatorios no son casuales. Son legión las frases del voluminoso trabajo de Martínez Estrada que respiran una vocación terapéutica por curar el atavismo político que representa el peronismo, regresando a su vez al texto de Hernández que el crítico lee como el sueño (o la pesadilla) de la sociedad argentina. Sarmiento reencarnado en Freud, el analista termina la sesión recitando (como éste último en Totem y Tabú) la verdad antropológica de los orígenes. La frontera se ha incrustado en el inconsciente nacional, como un contenido latente y desfigurado; es la escena primaria reprimida que retorna de manera siniestra en el presente de la ciudad masificada: Antes, el gaucho sirvió en las filas de la tiranía y en la guerra contra el indio, sin proferir una palabra contra su patrón, el estanciero; ahora sirve a la misma tiranía, combate contra el patrón y está de la parte de lo indígena de una organización militar y gubernamental de caciques. El proletariado campesino vuelve a constituir el fermento de la montonera y la mazorca, y sus lemas de reivindicación tomados de la jerga oficial encuentran en la recíproca adecuación de barbarie americana y fascismo una promesa de feliz regreso a la ‘época del cuero’ (Martínez Estrada 1948: 684).

La Argentina como revenant de lo que ella misma ha pretendido expulsar en su escena fundacional: en muchas zonas de Muerte y transfiguración, esa especie de entonación criolla de la Dialéctica del Iluminismo, están desplegados los materiales para una gran teoría argentina de la transferencia, resultado no de proyecciones al vacío de una exterioridad inabarcable sino, por el contrario, de una alteridad implantada en el acto simultáneo de erradicación de la otredad externa y

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de disciplinamiento de la otredad interna.2 Sin embargo, una vez hechas las debidas condolencias ‘al indio’, Martínez Estrada lo vuelve a desechar como emblema ‘de barbarie americana y fascismo’. Los indios, bien que mal, han quedado en el pasado; hacia ellos no hay vuelta que no sea al mismo tiempo regresión. La frontera, en ese lapso conspícuo, pasa de un borde oblícuo en las entrañas de la tierra a un cerco que rodea la ciudad letrada, y a cuyo otro lado se encuentra nuevamente, como en Sarmiento, una masa anómica e indiferenciada de ‘bárbaros’ que acechan al sujeto de la escritura y del saber. En cambio, para Viñas el espacio fronterizo medido y negociado en el Martín Fierro indica el límite entre lo decible y lo indecible, entre la negación de la ‘barbarie’ y la negatividad del ‘salvajismo’: Ahí residía lo diverso que va de un ‘matrero’ a un ‘bárbaro’ y de un gaucho montonero a un indio infiel: el primero sobrevive en infracción episódica, el segundo vive en la concurrencia de un paralaje de conflicto permanente. […] La palabra clave de Martín Fierro radica en el ‘pero’, la del indio es ‘no’. […] Se trata, bien visto, del espacio que se abre entre el código penal y la guerra: al gaucho jamás se lo conquista, se lo somete a la leva; el indio, en cambio, está condenado al genocidio (Viñas 1983: 159-160).

Tal vez habría que objetar que guerra y genocidio precisamente no son sinónimos hasta la reconceptualización de la primera como ‘experiencia total’, en postrimerías de la primera guerra mundial, por artistas como Marinetti y Jünger, o por militares como el prusiano Ludendorff. Hasta entonces la violencia exterminadora solía permanecer 2

Sobre la transferencia como implantación, véase Laplanche (1999). Aquí hay que reconocer, además, que la importancia del trabajo de Martínez Estrada, más allá de sus reflejos antipopulistas, consiste no sólo en la –a veces bastante metafórica, pero sumamente productiva– apropiación de la terminología freudiana como modelo de ‘análisis’ de la historia argentina, y por lo tanto de una noción de identidad constituida recién por la represión, sino además en la localización histórica de ese momento formativo en la década que precedió a la campaña de 1879. Martín Fierro –y ahí hay un gesto de lectura que intentará imitar la nuestra– sería ejemplar de esta represión doble, no porque la haya denunciado sino, por el contrario, por encarnarla: “El Martín Fierro es un poema evasivo en que la intención de cantar la verdad es reprimida, y en que una censura de magnitud nacional estrangula la voz. […] No habló Martín Fierro de las guerras civiles, ni de los despojos en gran escala que practicaba el gobierno, entreteniéndose en las minucias de la ratería y en algún crimen de boliche. Es claro que esos pequeños males localizados permitían la impunidad a los grandes males generalizados” (Martinez Estrada 1948: 722).

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lejos, en “los lugares oscuros de la tierra”, como bien dice el marinero Marlow en Corazón de las tinieblas, zonas en donde tanto el código de la ley como el de la guerra quedaban suspendidos frente a un “otro” que no era ni un enemigo ni un criminal (es decir: ni siquiera un enemigo o un criminal). En la figura del salvaje se superponían lo delictivo del criminal con la exterioridad del enemigo, resultando en la suspensión de las reglas que legislaban el ejercicio de la violencia en contra de cada uno. Si bien uno de los grandes logros del relato de Viñas consiste precisamente en haber buscado en la fundación genocida del Estado liberal el origen del Estado terrorista y desaparecedor, a menudo corre el peligro de repetir con signos invertidos la generalización de Martínez Estrada y de volver indiferentes los usos de la violencia estatal en contra de indios, gauchos, movimientos obreros y militantes revolucionarios. Lo que se pierde de vista en tales series, es el grado en que el desprecio racial no sólo proporcionó ‘un modelo’ a sucesivas formaciones dictatoriales y terroristas de Estado, sino que sigue permeando como tal, las constelaciones subsiguientes, como si a las palabras del presidente Avellaneda, pronunciadas en 1875, las habría que interpretar menos como diagnóstico coyuntural que como anticipación del futuro al que recién daría lugar la ‘solución final’: “La cuestión fronteras es la primera cuestión de todas, y hablamos incesantemente de ella aunque no la nombremos. Es el principio y el fin, el alfa y el omega” (Avellaneda 1910, t. 5: 181). Decir que el lenguaje de la literatura de frontera es violento, sin embargo, no es del todo correcto: es un lenguaje capaz de la conmoción, y donde caben hasta los colores tiernos. “Tratarlos con dulzura y justicia era indispensable para borrar los sangrientos recuerdos de los horrores pasados”, escribe de los indios el coronel Álvaro Barros en Fronteras y territorios federales de las Pampas del Sur (1872), para proseguir sólo dos páginas más adelante: La resistencia de los indios asilados en el desierto desconocido aún para nosotros: he ahí las dificultades que hay que vencer. Como primer término del plan hay que elegir entre dos que se presentan: 1° Encerrar a los indios en el desierto cortando todas sus comunicaciones al otro lado del Río Negro. 2° Entrar a perseguirlos en el desierto sin dar tregua ni cuartel hasta exterminarlos, rendirlos, u obligarlos a buscar un refugio al sud del Río Negro, y entonces establecer allí la frontera (81-82).

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Y es que esta aceleración brusca, ese avance repentino, por no decir compulsivo, del discurso de la “guerra defensiva” y de la “civilización clemente” al de la “guerra ofensiva” y del exterminio, es tal vez el rasgo más distintivo de esa literatura. Porque si el ciclo de la frontera viene a reemplazar a la literatura del desierto, tópico romántico desde, por lo menos, las Cartas a un amigo de Echeverría, escritas en 1822, lo hace subordinándose por entero a los imperativos de lo militar. Menos de una década media entre los planes y los planos, los proyectos del avance de la frontera y la ratificación cartográfica de sus resultados que son transcriptos a los nuevos mapas nacionales como “accidentes” de una geografía positivizada: “antiguas tolderías” pasará a ser, en las planchas patagónicas del Atlas Geográfico de la República Argentina de Paz Soldán, publicado en 1887, un mero indicador geográfico, un punto de orientación en la inmensidad de una “tierra virgen”. ¿Existen líneas de fuga en este corpus? Borges, desde las orillas de la ciudad cuya mitología inventa en el Evaristo Carriego, cita como “el momento más patético de la historia” dos estrofas al final de La Ida donde Cruz y Fierro, desertores y fugitivos, dejan atrás el campo y se internan en el desierto (Borges 1990: 131). Llama la atención, sin embargo, que un lector de la perspicacia de Borges no haya reparado en la compleja y contradictoria tensión que reina en estas estrofas finales del poema que, al mismo tiempo que narran la infracción absoluta –la deserción de la ciudadanía y del Estado-nación para buscar refugio en la negatividad, en ese exterior llamado “Tierra Adentro” –, ya están, ellas mismas, fuera de la patria en tanto espacio performativo del canto. Porque si, como ha sugerido Josefina Ludmer, la patria está en el canto mismo, en su vocación totalizadora y teatral por abarcar un universo significativo que ya no se contenta apenas con la posición de una poesía menor, ese canto ya ha recorrido su círculo entero y ha llegado a su desenlace final –el silencio, romper la guitarra– cuando aún falta esa última toma de jinetes que se alejan rumbo al horizonte, plano reenfocado obstinadamente, desde entonces, por los intérpretes consagrados del poema desde Quesada y Lugones hasta Borges y Güiraldes (Ludmer 1988: 159; Jitrik 1983). Cuando los subalternos deciden, finalmente, sustraerse de la tutela de las instancias superpuestas de poder que, hasta ese momento, se habían encargado de vigilar y explotar sus cuerpos (el juez, la policía, el ejército), su voz es secues-

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trada por una voz impersonal, una perspectiva elevada que observa esa partida quedándose atrás, en los confines del estado.3 “Un fragmento que tiende hacia La vuelta, un comienzo de otra historia más que un fin”, como observó Martínez Estrada (1948: 183), estas últimas estrofas anuncian la segunda parte porque reescriben como situación irresuelta aquello que la voz (y el silencio) de Fierro había consignado como un final irrevocable. Los siete años que perdurará esta situación, entre La ida y La vuelta, o entre 1872 y 1879, y en los que el cuerpo desmembrado de Fierro (ese cuerpo puro que se aleja al desierto dejando atrás la voz que se le ha arrebatado) encarna la frontera en cuanto estado de tensión, coincide llamativamente con el momento en que culmina la violencia fronteriza. Es el período que media entre la última invasión bajo el cacicazgo de Calfucurá, muerto en 1873, y la puesta en escena de la “solución final” por el ministro Julio Argentino Roca en las orillas del Río Negro. Hay que leer La Vuelta sobre ese fondo de una guerra moderna de exterminio, de quemas de cadáveres, viruela, marchas de hambre y deportaciones en trenes y vapores, para valorizar el esfuerzo mitopoético con que Hernández, al volver a reunir la voz y el cuerpo de su antiguo héroe, reescribe esa violencia sorda y masificada como violencia purificadora e iniciática.4 Porque para poder pasar a la dimen3

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Mi uso del concepto de ‘subalternidad’ remite a la discusión inaugurada por Ranajit Guha en sus ya clásicos trabajos sobre insurrecciones campesinas en la India (Guha et al. 1982); para una revisión sagaz Homi K. Bhabha (1994). El problema señalado por Guha consiste en la incapacidad de una historiografía ‘sujetivista’ por abarcar lo que él llama una ‘conciencia rebelde’, la cual en lugar de una agencia política diferente es representada o bien como irrupción de pura espontaneidad, o bien como instante precoz en una serie acumulativa de conciencia de las clases oprimidas (es decir, como ‘herencia’, ‘patrimonio’). Gayatri Spivak, en un artículo que demasiadas veces ha sido reducido a la pregunta que lleva por título, ha denunciado las reminiscencias esencialistas en el pensamiento de Guha, proponiendo que la negatividad es la condición misma de la subalternidad, eso es, la falta de autoridad para enunciar, o mismo para oponerse a, contenidos positivos (1985). Siguiendo esta última propuesta, podría argüirse que Fierro no es subalterno sino que está en una posición de subalternidad en el instante preciso al que nos referimos arriba: cuando, tras haber destruido su instrumento (o sea, su posición elocutiva de sujeto popular disidente contenida en el formato genérico desafiante), abjura de la patria. El momento de máxima negatividad en el relato coincide con el despojo de la voz: una vez que ésta atraviesa los límites de una alianza, es hablada desde una posición impersonal. Posteriormente a la campaña de 1879, ella misma apenas la terminación de un período de hostigamiento sistemático (de ‘malones blancos’) que ya había empe-

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sión panorámica del genocidio –“Las tribus están deshechas,/ los caciques más altivos,/ privados de toda esperanza,/ y de la chusma y de lanza,/ ya muy pocos quedan vivos” (Hernández 1872-1879: V, 29892994)–, hay que contarla primero en términos de una venganza personal y de un segundo nacimiento, un “despertar moral” del personaje (“viene uno como dormido,/ cuando vuelve del desierto”): matar a un indio es expurgar las propias culpas al restablecer el orden de la familia y del trabajo honrado. Con este nuevo comienzo, las dos partes del poema vienen a componer una suerte de rito de pasaje, esto es, narran como proceso iniciático la transición de la estancia vieja (que La ida recuerda como una Edad Dorada) a la estancia nueva (que La vuelta proyecta en los consejos de Fierro a sus hijos). La frontera, lugar del no-trabajo y de la no-propiedad, añorada en La ida como lugar de máxima libertad y condenada en La vuelta como lugar de monstruosidad moral, como “infierno”, es precisamente el espacio liminal donde esta transición se opera mediante el sacrificio ritual de los “otros” demonizados.5 En Hernández, entonces, la frontera es el escenario de metamorfosis de su personaje, proceso en que le es sustraída su voz que sólo logrará recuperar una vez superado el estado liminal, cuando ha ingresado en la comunidad de los hombres trabajadores. En las antípodas

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zado antes de asumir Roca la cartera de Guerra, a principios de 1881, tres brigadas a las órdenes de los coroneles Villegas, Ortega y Vintter, marchan sobre los últimos araucanos, ranqueles y tehuelches refugiados en las actuales provincias de Neuquén y Río Negro. Una contraofensiva desesperada de los indígenas de Saihueque y Reunque Curá al fuerte General Roca en enero es rechazada y los cadáveres son quemados en pilas. Hacia fines del año, la frontera se ha extendida a todo el Neuquén, con varios centenares de indígenas muertos y más de 1.700 prisioneros. Los caciques acorralados intentan en vano montar una defensa conjunta: el 24 de marzo de 1884, es obligado a rendirse el araucano Namuncurá, inmediatamente después Vintter, designado gobernador de la Patagonia, dispone el ataque final sobre Saihueque e Inacayal, cuya rendición se produce el 1° de enero de 1885. Sus tribus son deportadas a Buenos Aires tras marchas forzadas de los Andes al embarcadero de Carmen de Patagones, muchas veces para permanecer detenidas o sometidas a trabajo forzado (véase Martínez Sarasola 1992). La teoría antropológica del ritual, siguiendo al trabajo clásico de Arnold van Gennep, considera como estado liminal la fase intermedia de los ritos de pasaje, caracterizada muchas veces por la expulsión simbólica de los neófitos de la comunidad a zonas selváticas o desérticas, la privación de bienes y de vestimenta (u otros signos indicativos del sexo), y el sometimiento a pruebas en las cuales, muchas veces, les son revelados los secretos cúlticos (van Gennep 1909); véase, para una versión más contemporánea (Turner 1967, 1969).

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de ese silencio iniciático que vela sobre la conversión del gaucho en peón, se ubica el concierto de voces que componen el más caleidoscópico de los relatos argentinos de viaje, Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla, texto escrito dos años antes de El gaucho Martín Fierro. A diferencia de La vuelta, que cuenta la “solución final” como recuerdo individual de un disidente arrepentido, en Excursión es profetizada por los indios que descreen de las promesas de la civilización que Mansilla pronuncia en el Gran Parlamento, donde negocia con ellos la paz. La violencia es revelada en la voz del otro aún antes de culminar, una voz que llega hasta nosotros desmintiendo el discurso conciliatorio y apostando a una política del recuerdo de algo que ya vislumbra como un pasado futuro. Que sea en Mansilla, precisamente, donde estas voces disidentes se oyen y perduran, no es casual: Excursión es tal vez el texto más radical en construir la frontera como un espacio de saber, un lugar de elocución desde donde observar y juzgar la patria. El hombre observador, punto de vista arquetípico del discurso colonizador que contempla un mundo objetivizado como paso previo a la toma de posesión, al llegar a las tolderías se convierte en un hombre escuchador. Su propia disidencia interna en el espacio del poder pone a Mansilla (como raras veces ha ocurrido en la historia argentina) en condiciones de escuchar la voz del otro: “oyendo a los paisanos referir sus aventuras”, –escribe– “he sabido cómo se administra la justicia, qué piensan nuestros criollos de nuestros mandatarios y de nuestras leyes” (1870: 260; subrayados míos). Esa actitud no se limita a los cristianos refugiados en los toldos, también a los indios Mansilla les presta oídos (algunos se revelan oradores sutiles): la frontera es una posición epistemológica, un punto de vista privilegiado sobre la realidad del país, porque en ella se superponen voces y perspectivas contradictorias. Entre el silencio de Fierro y la polifonía de Mansilla, entonces, textos que también se pueden leer como intentos de captar el momento de suspenso inmediatamente anterior a la clausura violenta, los textos del ciclo de la frontera marcan sobre todo un avance linear, un intento de ocupar y llenar el “vacío”. No obstante, más que una mera extensión, la literatura de frontera es la ficción anticipada del Estado; recién en la reterritorialización del desierto como espacio de la ley emerge un orden disciplinario y “biopolítico” cuya arena son los “teatros naturales” del sur de los que los oficiales vuelven para hacerse cargo del Estado.

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Recapitulemos: la violencia se incrusta en la literatura de frontera no solamente, tal vez ni siquiera en primer lugar, porque ella anticipa, promueve y relata la erradicación de los indios sino más bien porque ratifica, celebra y finalmente “olvida” esta “solución”, erradicando a la violencia. En apenas diez años el escenario militar de los últimos proyectos estratégicos –La guerra contra los indios (1877) de Álvaro Barros y La conquista de quince mil leguas (1878) de Estanislao S. Cevallos– se habrá convertido en el ameno teatro natural de “Nuestra tierra á vuelo de pájaro” (1889) de Eduardo L. Holmberg, un texto que reescribe la visión panóptica de la “fisonomía” nacional del primer capítulo de Facundo a la luz de las últimas campañas militares, desplegando ante sus lectores un inmenso jardín botánico poblado de hombres de la ciencia: […] hay formas humanas que se mueven en aquellas imponentes soledades. No pregunteis quienes son porque las mismas rocas y las montañas, las formas extinguidas y los ventisqueros, las plantas y los ríos, los animales que ahora viven, y las lluvias y los témpanos, los musgos y los volcanes, van á deciros sus nombres. Sus armas son el sextante y el barómetro, el cincel y la brújula, la pólvora y el cuchillo de monte, el cronómetro y la cadena, el termómetro, la sonda, y la corredera (Holmberg 1889: 178).

Las armas no son tales, sino instrumentos de medición de una naturaleza pura cuyos habitantes ‘nativos’ son ahora los científicos: cómo pensar esta violencia, con sus ecos en el cientificismo de las décadas siguientes, más que aquella más obvia y visible de los planes e informes militares, es el desafío crítico que me interesa aquí. El paisaje, registro que predominará en las expediciones a la Patagonia realizadas después de 1880, es un cuadro final, el punto de llegada en una sucesión de géneros que acompaña el avance de las tropas: del plan (o proyecto militar) de los años sesenta y los primeros setenta, pasando por las crónicas de frontera, episodios de la lucha redactados al paso de los eventos, y las historias que empiezan a escribirse inmediatamente después de la expedición al río Negro, comprobando y celebrando el desenlace, hasta llegar a los mapas que entierran incluso a estas memorias apologéticas en una superficie de puro espacio que los paisajes del fin de siglo estetizarán en tonos sublimes. Escrito con un propósito claramente panfletario, Callvucurá y la dinastía de los piedra (1884) de Zeballos, el primero de una serie de “romances indíge-

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nas”, resume en unas pocas frases ese paso del masacre a la fertilización de la tierra: Levalle y Freyre despedazan a Namuncurá y lo arrojan a Chile; Villegas desaloja a los temidos y valerosos indios de Pincén y presenta a éste en Buenos Aires, prisionero, en medio del asombro general; Racedo no deja un salvaje en el país ranquelino, y su mejor trofeo ofrecido al Gobierno es el cacique general de la tribu, Epugner y su familia; y hasta los cráneos de Callvucurá y de Mariano Rosas, los dos grandes generales de Tierra Adentro, exhumados solemnemente por Levalle y Racedo, vienen a formar parte de mi colección histórica […] ¡Viene al fin el cacique a reconocer nuestro dominio sobre las cuarenta mil leguas de su derruido imperio! Territorio fértil y exuberante en los dones de una naturaleza que triunfa con el vigor y con la economía misma de sus especies de la falaz y derrochadora naturaleza de los trópicos […] Territorio que encierra las comarcas más lozanas de cuantas la bandera de la patria sombrea en las regiones meridionales, sustituyendo la sombría toldería del salvaje con sus colores que simbolizan: Virtud, Civilización y Esperanza (Zeballos 1884, II: 90-92).

La de Zeballos, presidente por entonces del Instituto Geográfico Argentino, es la prosa del tecnócrata quien, mientras transcribe al mapa “La última jornada en el avance de la frontera” –título de un ensayo de 1880–, fantasea de “sableadas felices” y “hazañas gallardas” de oficiales con apellido ilustre. Menos romancescos, pero igualmente apurados y sumarios eran los borradores de la década anterior, como aquél donde Barros (en las formas verbales habitualmente utilizadas para caricaturar el habla de los indios) proyectaba el avance final: “dejando el ferro-carril á su espalda y avanzando por la zona exterior, […] ocupando luego los puntos estratégicos que, respondiendo al objeto de reducir el espacio y estrechar al enemigo, fuesen á la vez nuestros centros de operaciones […]” (Barros 1877: 39). Mientras que, tanto en los proyectos como en las historias, la violencia de la “operación” desaparece por debajo de frases hechas y de fórmulas sumarias, es en las crónicas donde ésta se hace visible con sórdida plasticidad. Lo que Mansilla revela en 1870 –el hambre, las levas, la viruela–, en los años del avance final emerge en las páginas escritas por un ingeniero francés, Alfred Ébélot, contratado en 1875 por el ministro Adolfo Alsina para dirigir los trabajos de la zanja limítrofe. Más que un intento, trágicamente fracasado, de pacificación gradual –como

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sugiere, en un ensayo apologético, Juan José Saer6– el proyecto de la zanja apuntaba a una distinción nítida e inequívoca entre ‘civilizados’ y ‘salvajes’ por medio de un borde físico que debería servir, tanto o más que de obstáculo a las ‘invasiones’, para contener las líneas de fuga de una población móvil e inclinada a sustraerse, como lo advierten con voz de alarma las crónicas de la época, de la autoridad del Estado. Como ha demostrado Andrea Pagni, esta doble función de la zanja se repite en el lenguaje de los textos de Ébélot donde se produce una gradación de tipos civilizados y bárbaros, en cuya cima, claro está, queda ubicado el propio francés saintsimoniano (1999). Los indios, en cambio, aparecen vistos de cerca por el lente del fisiologista, visión mediada por un prisma denigrante que traduce de inmediato diferencia en inferioridad: Catriel llegó acompañado de un estado mayor heterogéneo, en las filas del cual se podía hacer un estudio comparado de los matices de la fealdad indígena. A caballo, todo ese mundo hacía buena figura, pues manejaban con habilidad hermosos animales, cuyos arneses estaban adornados de plata. Pero, a pie eran otros hombres. Las piernas arqueadas, hombros caídos, su marcha torpe, trabada por espuelas con grandes rodajas, que arrastraban por el suelo con ruido de hierro viejo, todo en ellos era sin gracia y vulgar (Ébélot 1876: 53).

Lo que, no obstante, distingue esa prosa del laborioso gigantismo de un escritor del Estado como Estanislao Zeballos, es la agudeza del detalle, ese “ruido de hierro viejo” que nos asalta con esa inmediatez que Roland Barthes, en sus meditaciones sobre fotografía, ha descrito como punctum; un pinchazo, un agudo y minúsculo dolor en cuyo lapso fugaz nos alcanza el aliento del instante pasado (Barthes 1980). Curiosamente, además, antes de desensillar, en tanto jinetes, los indios son enfocados por una mirada aventurera en la que hay respeto y hasta 6

Saer lo llega a retratar a Ébélot como un ‘personaje kafkiano’, cuya fe ciega en el progreso lo embarca en un proyecto utópico que queda desmentido por una suerte de fatalidad telúrica: “ineficaz, inacabado, tratando de abrirse paso a duras penas entre ambiciones y violencias, el foso representaba, mejor que las ilusiones positivistas, la verdadera imagen del país por venir” (1997). El error principal de Saer, y que lo lleva a una suerte de ontología sarmientina del ‘mal de la extensión’, a mi entender consiste en suponer que el proyecto de Alsina y Ébélot constituía una alternativa ‘humanitaria’ a la guerra ofensiva propagada por Roca, en lugar de ver en ambas posturas agenciamientos sucesivos y contingentes del aparato de Estado para someter a la máquina de guerra que lo desafiaba desde la frontera.

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envidia, más aún si se la compara con el rencor que le inspira a Ébélot el ruinoso mantenimiento de los caballos estatales. La caballería, y no la “santísima trinidad” de ferrocarril, telégrafo y fusiles Remington, debe resolver la guerra de fronteras: es por eso que, en el momento del combate, de los cercos, persecuciones y rechazos de ataques indígenas, la narrativa de Ébélot adquiere un fervor épico y sencillo, un tono de plenitud, inmediatez, y hasta de goce; una erótica de la violencia en la que, por momentos, civilizados y salvajes se confunden. Aquí conviene recordar el papel clave que Deleuze y Guattari, en Mil mesetas, le adscriben al ingeniero como encargado de ordenar y normalizar la materia fluída en los bordes entre espacios estriados y espacios lisos: su tarea es la de convertir los segundos en vías de comunicación entre los primeros, de canalizar lo fluído en circuitos energéticos productivos. El ingeniero, en otras palabras, es un técnico de fronteras que transforma la exterioridad en un recurso para mantener el régimen atemplado del espacio interior. Para poder lograr su objetivo, tiene que empatizarse en lo posible con la exterioridad, aunque solamente en función de lograr mejor su reconversión (que aquí sigue, en escala menor, el modelo urbanístico-terapéutico practicado por Haussmann después del sometimiento de la Comuna parisina): primero zanjar, después construir “ciudades nuevas, rodeadas de granjas y pequeñas chacras” para asentar allí y someter a una propedéutica civilizatoria, a los aborígenes dominados: “se trata […] de suprimir el comunismo esterilizante en el cual vegetan bajo el despotismo patriarcal de los caciques; en otras palabras, dar a cada uno, con la propiedad de su campo y de su casa, el sentimiento de su independencia como hombre […]” (Ébélot 1876: 31). Esta bella visión, sin embargo, se arruina cuando la violencia (que Ébélot acepta como elemento pedagógico y como concurso caballeresco) la desborda desde adentro, cuando la barbarie estalla desde el seno de la civilización: El último recuerdo que me queda de este día es el de la ejecución de 2 indios que habían sido tomados prisioneros. Los veo aún, pequeños, rechonchos, impasibles, en la torpe actividad del indio a pie, parados delante del estado mayor y respondiendo invariablemente: “Yo no sé,” a todas las preguntas que les dirigía el intérprete […]¡Basta! dijo simplemente el comandante. […] Los dos hombres, las manos atadas sobre la espalda, corrían, tropezaban, gritando a cada golpe: ¡Señor! ¡Señor! Era todo lo que sabían de español. Uno de ellos, viendo ante sí un pozo sin

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“Ya es un rasgo de humanidad fusilarlos”, Ébélot anota más adelante sobre los masacres multitudinarios que, insiste, ejercen una violencia en exceso, extraña a la empresa civilizadora en cuyo nombre es ejecutada. En la ausencia de los fetiches monetarios de reciprocidad, la violencia circula como moneda de intercambio entre Estado y poblaciones fronterizas sosteniendo un poder que, lejos de las metrópolis, ha vuelto a tomar los rasgos de lo que Foucault llamaría soberano.7 En una de sus últimas crónicas de frontera, “El soldado de línea”, Eduardo Gutiérrez escribe: El soldado de línea ingresa á nuestro ejército por dos caminos: enganchado ó condenado al servicio de las armas. […] El cepo y las estacas, el colombiano y los palos han levantado el grito de la venganza en su corazón hidalgo, haciéndole esperar el dia de la batalla para tomar un desquite que lo deje satisfecho. Pero el día de la batalla llega, la bandera azul y blanca flamea entre el humo del combate, y el soldado olvida entonces sus rencores y todas sus venganzas. […] Es que el soldado se ha sobrepuesto al hombre: la voz de la patria habla á su corazón más alto que la de todo otro sentimiento (1896: 281-281).

En una descripción sorprendentemente exacta del proceso de formación de una hegemonía, consentida por aquellos que, ‘objetivamente’, habrían de considerarse sus víctimas, Gutiérrez muestra también la importancia del límite para viabilizar la producción hegemónica. Sólo 7

En una lectura aguda de los relatos y las actas dejadas por la investigación parlamentaria de los masacres cometidos a principios del siglo XX por las compañías caucheras en el Putumayo colombiano, Michael Taussig arguye que en esta frontera selvática del capitalismo expandiente, en ausencia de los poderes coercitivos del fetichismo de la mercancía sobre comunidades que desconocían hasta el concepto de propiedad, la violencia y el terror se convirtieron en instrumentos de comunicación y control, en los lenguajes de un ‘espacio de la muerte’ en el que convivían víctimas y victimarios. Las torturas, los masacres y las violaciones, sostiene, no fueron simples ‘excesos’ disfuncionales de la violencia colonial sino, por el contrario, los contenidos productivos de un relato hegemónico “que tenía la función de crear por medio del realismo mágico una cultura del terror que dominaba tanto a blancos como a indios” (Taussig 1987: 121).

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la certeza de que más allá de los límites del Estado yace una exterioridad cuya amenaza excede la violencia sufrida a su interior, hace que la voz de la patria, en el corazón del gaucho, ahogue el deseo por vengarse violentamente de sus victimarios. Estos, la literatura gauchesca nos enseña, componen una suerte de cadena metonímica de representantes de un Estado portador de rasgos patriarcales totémicos: los jueces de paz (en el Martín Fierro o los tenientes-alcaldes en Juan Moreira donde los jueces de paz son los ‘buenos’ patrones mitristas) y los comandantes de frontera coinciden en una actitud de codicia sexual hacia las mujeres campesinas, y de sometimiento de maridos e hijos a regímenes atroces de trabajo y servicio militar. O sea, el Estado modernizador autoritario es identificado como usurpador de la masculinidad subalterna, porque su nuevo régimen acumulativo destruye los lazos familiares y ‘de honor’ del orden rural tradicional (que también son un orden familiar, de compadres y comadres). Por eso, cuando Ébélot dice que los indios “saben perfectamente […] que los lazos de familia son el verdadero medio de fijarlos [a los cristianos fugitivos] entre ellos; por eso les hacen realizar casamientos brillantes” (1876: 150), está advirtiendo sobre el peligro de un modelo alternativo que, mientras que la frontera permanezca porosa y no se vuelva un límite infranqueable, hasta podría servir de refugio a esa sociabilidad rural tradicional. Y por eso, también, es necesario que el otro, identificado como tal, se convierta en la amenaza más letal para ese mismo orden (cuya crisis la literatura gauchesca identifica con una masculinidad subalterna ofendida): amenaza no sólo de desposeerlo al gaucho de su lugar legítimo sino, además, de destruirlo radicalmente en tanto hombre. El salvaje, por eso, no sólo roba las mujeres sino que también mata a los hijos criollos y los reemplaza por sus propios hijos: así el momento de máximo horror en el género gauchesco, es cuando Martín Fierro encuentra, en el desierto, a una cautiva atada por un indio con las tripas de su hijo recién nacido, que éste acaba de aplastar. Ante esa visión traumática de castración (que será y no será una ‘proyección’ de aquella sufrida en los límites del Estado) el paisano criollo no puede sino combatir la exterioridad a las órdenes de los agentes patriarcales del Estado totémico, de quienes efectivamente recibirá, en retribución, una mujer ‘suplente’ (inferior a la ‘criollita’ codiciada por los tenientes-alcaldes) para dedicarse con ella a la re-

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producción de la subalternidad. Después de enviar a Carhué las sobrevivientes de la masacre de Treycó, cuenta Ébélot, [l]as Divisiones casaron allí sus últimos hombres célibes. Las indias salieron, sin duda, ganando con el cambio. Es más fácil amar y servir a los maridos del segundo matrimonio que a los del primero, y en cuanto a los soldados, no salieron perdiendo: si sus nuevas compañeras tienen la piel algo oscura y la marcha pesada, difícilmente las encuentren más valientes y abnegadas (1876: 207-208).

Reemplazo, pues, de una economía de la violencia por la distribución centralizada de cuerpos serviles (y no cuerpos eróticos como los codiciados por ‘las autoridades’): en otras palabras, la masculinidad ofendida del paisano criollo es vengada sin que el Estado tenga por eso que renunciar a sus poderes ‘totémicos’; de hecho, éstos salen fortalecidos de esta operación cabalmente biopolítica, ya que desde ahora el Estado no será solamente quien da la muerte sino también quien da la vida. La muerte, sin embargo, también requiere ser reproducida y representada. Es por eso que, en Viaje al país de los araucanos (1881), Estanislao Zeballos regresa pocos meses después a los campos de batalla, a disecar los cadáveres aún frescos pero fosilizados ya desde el punto de vista del evolucionista, convertidos precozmente en ‘despojos’ de épocas pasadas. La antropología argentina nace aquí como una ciencia de rapiña, una suerte de confirmación experimental del poder absoluto sobre la vida y la muerte que acaba de atribuirse la nueva élite. Porque la distinción científica de los ejercicios anatómicos de Zeballos, en realidad, proviene exclusivamente del contraste entre su propia actitud altiva y la ‘superstición’ impotente de su baqueano indígena: Era de ver al indio Carriqueo. Me miraba de lejos con ojos de tigra hircana herida en su prole. Hablaba en su lengua rápidamente y casi á gritos, accionaba señalándome con el dedo, parecia desesperado de no poder blandir la lanza y agregar mi cadáver al de sus hermanos; y bajando de repente el tono de sus peroratas, suplicaba con voz de sollozos. Todo lo entendia yo; pero finjia ignorarlo todo (Zeballos 1881: 243).

Ese quiasmo final resume una actitud nueva y comprueba la desaparición de la frontera en tanto desafío: todo se entiende, ha desaparecido el enigma de la otredad, por lo tanto, ya nada de lo que dicen los “otros” importa. Me parece que la escena es emblemática del papel de los saberes modernos en la Argentina (y quizás en Latinoamérica): su

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vínculo con el Estado no consiste (como los estudios poscoloniales han sospechado respecto de la antropología y geografía europeas) en una función de espionaje previo al sometimiento militar, ya que el saber ‘positivo’ se adquiere recién después de éste y lo confirma y reproduce. Es la misma operación que se repetirá en los mapas que inscriben en el espacio los nombres de coroneles y los nombres indígenas que (argumentará el coronel Olascoaga, jefe de la Oficina Topográfica Militar) “son siempre descriptivos de la topografía ú otros accidentes importantes de los lugares á que se apliquen” (Olascoaga 1880), convirtiendo la superficie sincrónica del territorio en un vasto memorial de la conquista y ocupación militar. O en los museos antropológicos como el de La Plata donde la colección anatómica de Zeballos eventualmente llegará a parar, vigilada por prisioneros indígenas de la Campaña del Desierto quienes al morir serán a su vez convertidos en objetos anatómicos de exhibición. La ciencia actúa, pues, como monumentalización de un Estado biopolítico plenipotenciario que se arroja el poder sobre la vida y la muerte gracias a la posesión de un saber (y en esta asociación entre poder y saber –saber cuyo mecanismo mágico de producir objetos miméticos desconocen aquellos que los contemplan, arguye Michael Taussig–, radica precisamente la dimensión fetichista de la forma estatal). Para terminar, sólo quisiera indicar algunas preguntas: ¿es la forma biopolítica que asume en las periferias el saber moderno, con su afán por emancipar la especie humana de las limitaciones impuestas por ‘la naturaleza’, el equivaliente necesario de una ‘acumulación primitiva’ caracterizada por una violencia ‘desbordante’, y que reposa, a su vez, sobre la distinguibilidad mimética entre objetos exteriorizados y sujetos observadores? ¿Y cómo nos articulan aún estos saberes antropológicos, históricos y geográficos que naturalizan y “fetichizan”, en los ‘objetos’ que exponen a nuestra mirada, su propia producción mimética? ¿No sería, finalmente, la denuncia ‘foucaultiana’ de esta violencia inscripta en la mímesis científico-estatal apenas un primer paso, pero que habría que reinstalar en la constelación de una economía de la violencia donde la del otro no fuese apenas una proyección hacia afuera de actos de represión interna, sino una fuerza surgida al mismo tiempo que ésta, y que por tanto origina a, tal y como es originada por, las operaciones de represión –desplazamiento y desfiguración– al interior del Estado-nación? ¿Cómo decir, con las

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Ana Pizarro Universidad de Santiago de Chile

Discursos de la sospecha. Referentes para evaluar la idea de nación

Fueguiros del Canal Beagle en barco francés. Foto: Misión Científica Francesa al Cabo de Hornos, 1882-1883 (Fototeca del Musée de l’Homme).

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I Blanco y negro: nosotros miramos esta fotografía y tenemos la curiosa sensación de ser nosotros los mirados. Esto, en la doble dimensión de nosotros constituir ese “otro” que se está desprendiendo de su contextualidad y de nosotros ser transformados en objetos de atención por las miradas de los fotografiados atravesando la cámara, que aparece aquí como un intermediario y nos trae esta interrogación interesada, ingenuamente perpleja, generosamente atónita, desde otro lado de la cultura y de la historia. La foto como imagen inmóvil, dice Barthes. No sólo los personajes que ella representa no se mueven; ellos no salen: están anestesiados o fichados, como mariposas (Barthes 1980). La fotografía antropológica quiere ser referencial, documento que realiza un acto de conversión, como toda fotografía pero más aún. A través de esa encrucijada de procedimientos de orden químico por un lado y de orden físico por otro, convierte los sujetos en objetos, pero en este caso, más aún, en objetos de estudio. ¿Qué es lo que hace que esta fotografía de hoy me provoque extrañeza, me genere inquietud a la primera mirada? Es su capacidad subversiva, es la operación que produce, es la capacidad de esas miradas, sobre todo las dos de la derecha, que de ser convertidas en objeto han subvertido el orden del poder transformándonos a nosotros en los objetos de interés. Esta subversión sería total si no fuera porque la gestualidad, el movimiento corporal, tiene connotaciones que la sitúan en el lado desprotegido del sistema. Entonces la situación se reestablece en su orden original. El objeto de atención es la cámara, el fotógrafo, su modo de maniobrar ese instrumento de una técnica desconocida para los fotografiados y cuyos efectos también desconocen. Los cuerpos están ligeramente inclinados, seguramente para alcanzar la cercanía que está pidiendo el fotógrafo, pero también por ese gesto primero de observar, de observarnos, que es al mismo tiempo evidencia de una desprotección que hace que el movimiento de las manos apunte a cubrir el sexo. ¿Porqué es la desprotección del sexo lo que expresa la condición de inerme? Curioso gesto de quienes son dueños de su cuerpo, porque normalmente son dueños del espacio en donde este cuerpo se desplaza, en donde encuentra con comodidad su lugar natural. ¿O es una petición del fotógrafo? Poco

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sabemos, nada sabemos casi. Sólo que se trata de una fotografía tomada a un grupo de yámanas o yaganes, que pueblan la región más austral de Chile, por la Misión Científica Francesa al Cabo de Hornos que tiene lugar entre 1882 y 1883. Lo que sí podemos leer en el discurso visual es que ellos están allí y hay dos tiempos de la historia. El tiempo de su cultura y un tiempo tecnológico de modernidad, el de la cubierta del barco, que marca con violencia la ruptura, pero al mismo tiempo el desequilibrio de poder. No solo la violencia de los tiempos da cuenta de ese desequilibrio. Hay algo tiernamente angustiante en la forma en que están situados los pies. No tienen una postura suelta: responden a una petición, a una imposición. Los pies tratan de ser obsecuentes e intentan con dificultad ordenarse, juntarse en una postura adecuada al requerimiento. Y la adecuación es una paradoja cuando observamos a los pies como la culminación de piernas curvadas, seguramente por el raquitismo. Es una paradoja cuando observamos las dos protuberancias en la mano del sujeto de la derecha, síntoma de alguna enfermedad o carencia. Es una paradoja cuando observamos la inadecuación entre la cabeza y los cuerpos, síntoma también de desnutrición histórica. El objeto semi-escondido en la mano de la figura de la izquierda, el collar, funciona tal vez como aquellos elementos innecesarios e imprescindibles al mismo tiempo que despliegan la posibilidad de que este conjunto genere un campo mudo de tensiones. Las que van más allá de su definición como universo. Los rostros no sonríen, no saben que es el protocolo de la fotografía en la entrega a una imagen social. Porque no saben. No saben que la fotografía es el instante irrepetible que se congela, un espacio de muerte que se lleva al futuro, para lo que quisiéramos ver de nosotros en el instante siguiente, para los otros. No saben. Están allí, expectantes, sin evidenciar la mínima conciencia de este acto tecnológico, esta combinación de fluidos y luz que los está convirtiendo en ese instante de sujetos en objetos. Pero doblemente objetos. Las exhibiciones europeas de indígenas americanos tienen una historia antigua y prestigiosa en la historia colonial. Habría que recordar aquel grupo de indígenas brasileños que, conocidos por Montaigne en la corte francesa, le llevan a las famosas reflexiones de sus ensayos “De los caníbales” y “De los vehículos”, en el siglo XVII: “[...] creo que nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones, según lo que

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se me ha referido; lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres” (1962: 217). Si en la Conquista españoles y portugueses, y luego las potencias que competían con ellos, exportaron indígenas como parte de los dominios de ultramar, el desarrollo de la ciencia en el siglo XIX hizo también lo propio. En 1874 se había establecido en Alemania el espectáculo de las “exhibiciones etnográficas”. No sólo desfilaban ante el público serpientes, animales exóticos y todos los ingredientes que construían el cabinet de curiosités propio de los viajeros que salían de Europa hacia continentes remotos, sino también se comenzó a llevar a seres humanos, pertenecientes a las etnias de estos lugares. En el caso de Chile había un antecedente. En 1830 el capitán inglés Robert Fitz Roy, comisionado oficial de su Majestad Británica, llevó a Inglaterra a un grupo de yámanas con el objetivo de “cristianizarlos y civilizarlos”. Se cuenta –al respecto hay una novela en el siglo XX, Jemmy Button de Benjamín Subercaseaux– que más allá de quien murió de viruela, al volverlos a su lugar de origen, luego del éxito de la experiencia, ellos se bajaron del barco, se arrancaron sus vestimentas, se incorporaron a sus pares y nunca más volvieron a hablar el inglés. Sin embargo no es este fenómeno lo que, aunque gratificante, me parece más interesante. Me parece fascinante el problema que Borges suscita en ese relato maravilloso que es El cautivo y que es la historia inversa de un muchachito blanco llevado por los indígenas, criado por ellos, que es recuperado por su familia de origen. En el momento de volver al hogar paterno busca súbitamente un cuchillo escondido en la infancia y finalmente retorna por su voluntad a quienes lo adoptaron. Escribe Borges: Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro los padres y la casa (1974: 788).

Lo interesante para el investigador es ese instante, del que emerge un aura altamente dramática en donde las dos culturas se cruzan, interfieren, generan un campo de tensiones entre sus modulaciones y también en las emociones del sujeto y cuya resolución, aunque la conocemos en términos generales, adquiere en cada caso su propia salida y sus específicas connotaciones.

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Porque el problema está allí, y se enmarca en un ámbito científico, disciplinario, pero también profundamente humano: el desgarramiento de la superposición de culturas. La angustia de ser desplazado de su espacio identitario sin percibir –ni querer hacerlo– que eso puede tener una salida.

En 1881 hubo una gran exposición en el “Jardin d’Acclimatation” del Zoológico de París [fotografía no. 2]. Eran once yámanas, habitantes de una isla cercana a Navarino, en el extremo sur de Chile. Un “agente de animales” llamado Carl Hagenbeck habría recibido a las cuatro familias de manos de un tal Waalen, conocido cazador de indígenas onas, en los tiempos en que los estancieros pagaban por sus orejas, evidencia de su asesinato (Carvajal 2001). La foto, esta vez de Pierre Petit, de septiembre de 1881, muestra a las cuatro parejas y tres niños. Una de las niñas muere a las dos semanas de llegar, dos mujeres se enferman, pronto morirán cinco de ellos, para contratiempo de los espectadores y de la ciencia que los analiza. Waalen habría entregado al gobierno de Chile “de 12.000 a 15.000 francos” en garantía por su repatriación. Efectivamente, los sobrevivientes son devueltos, esta vez a la Misión Anglicana de Ushuaia, no al lugar de origen, y se dice que fueron presa de una gran depresión.

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Observemos la fotografía. No hay necesidad de tener una mirada demasiado aguda para advertir la serie de muertes que ella pone en evidencia. Comencemos tal vez por lo más obvio: la transformación de individuos, de sujetos, en objetos de análisis. Situación que, a diferencia de la fotografía anterior ellos ya han advertido y a la que parecen estar resignados. Ha habido un trayecto y diferentes experiencias. Escribe el antropólogo Manouvrier sobre el trayecto en el barco que los desterraba: Ellos tenían en los brazos sendas pústulas que no los dejaban de inquietar [...]. Toda esta desgracia los tenía tristes, ellos sufrían por sus pústulas y del crecimiento de sus ganglios de las axilas. No era fácil hacerlos reír y Antonio El Feroz nos manifestó también una mañana su mal humor [...]. Los fueguinos estaban totalmente desmoralizados. Los primeros días, que ellos no podían debutar [sic], estaban apoyados contra un muro, sin que por un instante sus piernas dejaran de temblar (Carvajal 2001: 3).

Las miradas ya no escrutan la cámara, ya no somos nosotros su objeto de interés. La mirada, saben, se revierte sobre ellos mismos, pero no hay en ellos interés en postularse como imagen para el futuro. No conocen su valor etnológico, desde luego, ni saben de las carreras científicas que se harán a sus expensas. Ahora ya tienen la conciencia de ser objetos e incluso más, han accedido, quien sabe porqué, a la consumación de su otra forma de muerte: están lejos de su medio, de su naturaleza, de su clima, han tenido por varias semanas contacto con otras formas de moverse, de gesticular, de hablar y de alguna manera ya están contaminados, como nos contamina un lenguaje con el que convivimos durante un tiempo y nos hace tomar conciencia del propio. En esa medida ellos se están imitando a sí mismos, con sus arcos, su lanza, su modo de acomodarse en el marco absurdo de una naturaleza arreglada, ajena, organizada para ellos y para la fotografía. Están siendo tempranamente –están siendo obligados a serlo– un simulacro de ellos mismos. Pero hay en esta fotografía una primera forma de muerte, anterior a las otras dos, que es aquella con la que nosotros comunicamos y entonces decimos “son indígenas: hay hombres, las mujeres están sentadas con los niños en los brazos”. ¿Pero qué sabemos en realidad de cada sujeto como individuo, ser humano aplastado allí en un perfil como mariposa de insectario? La fotografía disocia al sujeto múltiple de su imagen. Soy yo, dice Barthes, que no coincido nunca con mi

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imagen, mi yo disperso que no tiene lugar, que me muevo erráticamente en mi frasco, condenado por la fotografía a no tener sino un perfil (1980). Es el perfil, en nuestro caso, de indígenas de una etnia poco conocida de un lugar remoto de América. II Estas fotografías constituyen un primer discurso que queremos traer a colación para nuestro propósito, al expresar la dislocación de la nación chilena en el siglo XIX. Uso entonces en este caso “discurso” en el sentido de “todas las prácticas –verbales o no– que sustentan una operación comunicativa” (Lienhard 1998: 16). Pero es un discurso de la sospecha porque nos permite sospechar, es decir, caer en cuenta que esa imagen del estado-nación que se construye en Chile, la del país homogéneo y monolítico que proclama el nacionalismo emergente a través de toda la parafernalia simbólica de bandera, escudo, hagiografía militar, himno, fiestas cívicas, etc., esa imagen no responde a la realidad. Anota, a propósito de la imaginería nacionalista, Alfredo Jocelyn-Holt: “[...] este esfuerzo desde arriba resulta en una ‘comunidad imaginada’ que se funda y que es, de hecho, la versión hegemónica del nacionalismo en la historia de Chile desde el siglo XIX hasta hoy” (1997: 42). Para contextualizar estas fotografías que hemos venido observando para adentrarnos en una lectura mayor, habría que apuntar a otros elementos, porque esta disociación de la identidad es un efecto similar a la operación que Chile, como país, ejecuta consigo mismo a partir de la relación con el mundo indígena. El caso de este grupo de yámanas no parece ser un caso aislado. Así lo pone en evidencia un testimonio actual, referido a la época posterior a la llamada Guerra de Pacificación de la Araucanía en contra del pueblo mapuche, que tuvo lugar entre 1867 y 1881. Los tristemente célebres coroneles Saavedra y Urrutia dieron cuenta de la actitud del Estado chileno frente al mundo indígena, luego que la guerra de Conquista aparecía como un episodio lejano. Un tal Ricardo Frezte, de nacionalidad alemana, llevó a un grupo de mapuches para su exhibición en Europa en 1883. Cito el texto, recogido en los años 1980 en Arauco, cerca de Cañete, en donde habla la memoria desde los mismos mapuches:

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Ana Pizarro El abuelito de mi papá anduvo en los países europeos. Anduvo en Francia, alcanzó a España y todos esos países anduvo recorriendo con otros indígenas acompañados por algunas mujeres, que llevaron ese año. Llevaron un conjunto folklórico mapuche totalmente con todo su equipo. Lo llevaron unos gringos; lo llevaron en vapor. Allá presentaban como artístico, como circo. El que ganó fue el que los llevó para allá, no más. Fueron doce mapuches. Anduvieron por esos países con sus chuecas, con todas sus costumbres, con sus oraciones, la manera de preparar la comida, sus telares. Como la mayoría eran mujeres casadas que iban con sus maridos y los barcos demoraban tanto, entonces, un niño mapuche nació en el barco. Ellos anduvieron recorriendo como cuatro o cinco años por allá, porque el que los llevó un buen día se fue, y los dejó solos. Nadie sabía hablar castellano, sólo sabía un poco el abuelito de mi papá, Jerónimo Aclaman, porque los demás nadie sabía. Cuando ellos quedaron botados los llevaron al cónsul chileno, se compadecieron y se encargó de mandarlos de vuelta para Chile (Bengoa 1985: 335).

Es la derrota del pueblo mapuche luego de la guerra que iba a permitir la expansión del capitalismo agrario en territorios al sur entre el río Bío-Bío y el Toltén, a fines del siglo XIX. De guerreros indómitos, de gente que nunca estuvo “a extranjero dominio sometida” como había observado con admiración Ercilla. Los mapuches se transforman en objetos transables, fenómenos de curiosidad científica, animales de feria para la mirada europea. Pero no sólo para la mirada europea. El gran problema de la constitución de la nación en Chile durante el siglo XIX es su contradictoria relación con el mundo indígena. Las guerras de Independencia se desarrollaron en un comienzo fundamentalmente en la zona central del actual territorio geográfico. La ciudad de Concepción marcaba la frontera con el mundo indígena y éstos no se incorporaron a una guerra que les era ajena sino cuando el escenario bélico se trasladó al sur. Existió una gran contradicción entre, por una parte, el discurso de los criollos que luchaban contra España, en cuanto veían el antecedente de sus acciones en las guerras de los indígenas contra el conquistador –es el discurso de la valentía heredada de la “sangre araucana”– y, por otra, la difícil relación que establecían con los grupos indígenas. Estos estaban divididos –como sabemos, no hubo un Estado mapuche– pero mayoritariamente vieron en los realistas a sus aliados y entonces se sumaron a ellos en contra de los criollos. Efectivamente, ellos no formaban parte de la sociedad hispano-criolla como no han formado parte integralmente de la sociedad chilena hasta hoy, y vieron en los crio-

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llos a sus expoliadores inmediatos. Un intento de incorporarlos es el de Bernardo O’Higgins, con su “Proclama a los araucanos”, de 1818: Araucanos, cunchos, huilliches y todas las tribus indígenas australes: ya no os habla un Presidente, que siendo sólo un siervo del rey de España afectaba sobre vosotros una superioridad ilimitada, os habla el jefe de un pueblo libre y soberano que reconoce vuestra independencia (O’Higgins 1977: 202).

Al año siguiente los declara “ciudadanos chilenos”, luego de apuntar sobre su situación histórica: “nacían esclavos, vivían sin participación de los beneficios de la sociedad y morían cubiertos de oprobio y miseria” (Bengoa 1985: 146). La ambigüedad, el doble discurso en torno a los pueblos indígenas define al discurso histórico de la nación en Chile en el siglo XIX, extendiéndose a lo largo de todo el siglo XX y condicionando los problemas que hoy enfrenta el estado con los grupos de lo que ellos llaman hoy “la nación mapuche” y que forma también un conjunto inorgánico con discursos diferentes. Es sabido el peso con que la oligarquía de la zona central quiso construir al país como una nación homogénea y sin fisura. Actualmente, la diferencia entre los historiadores respecto de esto reside tal vez sólo en el sentido de atribuir ese peso al Estado mismo y sus gobiernos o a la densidad de esta oligarquía como clase dominante. Lo cierto es que las alteridades étnicas, que existieron con la fuerza incluso de guerras internas, o la profunda jerarquización social en una organización de castas apareció como inexistente en un sector social cuyo proyecto tuvo una fuerza coercitiva sin par sobre los imaginarios sociales. La organización social tuvo un perfil agrario que paulatinamente, a finales del siglo, se fue orientando hacia otras áreas, como la minería o el sector urbano de servicios en los puertos. Fue un movimiento propio de una economía agro-exportadora, pero sin abandonar su impermeabilidad ni la hegemonía del orden político oligárquico que se mantiene constante (Jocelyn-Holt 1997). La heterogeneidad, que era connatural a una nación periférica hereditaria de estructuras coloniales, se invisibiliza en el discurso constructor de los sectores hegemónicos y la fuerza coercitiva de su proyecto se impone. Es lo que explica el fenómeno que nos interesa y que es el siguiente: en Chile el discurso de la heterogeneidad no está en la construcción ficcional de la nación en el siglo XIX.

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En el discurso ilustrado, esta heterogeneidad se encuentra, como excepción, en la expresión ensayística de Bilbao. La imaginería poética de Darío tiene que ver con la visión fantasiosa y demagógica del orden de la “sangre araucana” de los discursos fundacionales, por ejemplo en la imagen mítica de Caupolicán. El carácter heteróclito de la conformación social no aparece en la novela, su perspectiva concibe al país reducido al valle central, es la de sus sectores dominantes y del proyecto civilizador a la europea. En este sentido, ella cumple cabalmente el papel que le asignó Anderson, pero también es necesario recordar las observaciones de Bernardo Subercaseaux en términos que El predominio casi absoluto de obras europeas, tanto en la literatura de consumo masivo como en la culta, explica los frecuentes llamados que aparecieron en la prensa de la época, invocando la necesidad de una literatura propia que diera cuenta de la realidad y de las costumbres del país (Subercaseaux 1997: 193).

Los discursos de la alteridad están fuera del sistema de la “ciudad letrada”: la heterogeneidad de la sociedad se pone en evidencia en otros discursos. Son los discursos de la sospecha, los que marcan la existencia de la disparidad. Como hemos observado, en ellos no está ajena la mirada antropológica europea, incluso con su carga colonial. Más allá también de la oralidad mapuche, que daba cuenta en forma soterrada de la otra historia, hacia fines del siglo lo hizo la expresión chilena de los pliegos de cordel, llamada aquí la Lira Popular. La emergencia de un imaginario popular consolida así el discurso reivindicativo. Sucedió en Venezuela, con la imagen de Piar, el líder mulato, “ese héroe descentrado y excluido de la hegemonía del discurso bolivarista”, que ha estudiado Yolanda Salas (1994). En este caso, el imaginario plasmó su alternatividad en la forma de folletos de impresión y difusión popular. Relatos de catástrofes, cantos de fusilamiento, temas de la inmigración rural-urbana, diálogos con el demonio y animales terroríficos, actualidad política, versos de literatura, versos por ponderación, versos por astronomía; a partir de 1863, los pliegos de cordel en Chile versifican en un papel de calidad ínfima que se vende en los mercados, en los alrededores de la Estación Central, centro de la vida popular en Santiago en el fin de siglo, el imaginario de los sectores populares (Orellana 1998). Porque se trata de una actividad propia en este país de la urbanización en ciernes y los poetas populares son en un

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comienzo de origen campesino. Son temas que hablan de una alteridad de clase, que critican instituciones como la justicia, pero que no incorporan el tema indígena. El mundo indígena y la Guerra de la Araucanía constituyen de hecho un universo no integrado al país. ¿Porqué me ha interesado anotar esta heterogeneidad no explicitada en la expresión ficcional de la cultura ilustrada del país? Porque me parece altamente significativo de la coerción ejercida por los sectores hegemónicos en la construcción de la nación en Chile, en relación, por ejemplo –y es la otra referencia a la que simplemente quiero hacer mención aquí con el objeto de apuntar a la diferencia– al caso brasileño. Me parece que se trata de dos casos paradigmáticos. En el caso del Brasil, la literatura de cordel incorpora desde luego las alteridades a pesar de diferenciarse de la chilena en el siglo XIX por su carácter eminentemente campesino y sus temas relacionados con el imaginario propio de este sector social. Hasta hoy circula en este ámbito el tema y el personaje de Antonio Conselheiro y la gesta de los Canudos, por ejemplo. Pero lo que me interesa es observar cómo la cultura ilustrada y, dentro de ella, cómo la novela incorpora el discurso de la sospecha. Desde luego, en el caso de Machado de Assis se incorporan relatos sobre la esclavitud pero, más aún, hay una reflexión y un cuestionamiento sobre la normatividad social. Pienso en uno de sus textos más conocidos como O alienista (Machado de Assis 1996) por ejemplo. Allí encontramos a un Foucault avant la lettre: ¿Qué es la normalidad? ¿Quién la establece? ¿Cómo se autoriza la voz de la autoridad? En las determinaciones de quien entra y quien sale de la Casa Verde, la casa de orates adonde finalmente se encierra él mismo, Simón Bacamarte metaforiza y cuestiona las formas y las determinaciones del disciplinamiento social en Itauaí, el disciplinamiento de la nación. Lima Barreto, por su parte, hace de Policarpo Quaresma, en la obra Triste fim de Policarpo Quaresma (Lima Barreto 1989) el adalid de un ufanismo patriótico a ultranza y pone en evidencia, ya en la vuelta del nuevo siglo, una conciencia irónica que problematiza la existencia multicultural, multi-lingüística, así como la pluralidad social del Brasil republicano. Un momento antes había aparecido el discurso épico de la desarticulación del Brasil como país, que encontraría su plena conformación como nación en el primer gobierno de Vargas, en la tercera década del

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siglo XX. Se trata de Os Sertões, de Euclides da Cunha (1985). Antonio Dimas apunta que A força do pensamento euclidiano reside exatamente em sua extraordinária capacidade de perceber um país duplicado e antagônico, no qual litoral e sertão se contradiziam de modo iniludível e feroz. [...] Depois de Euclides, o Brasil já não podia mais se embalar na inocência, alegar ignorância ou revolver-se satisfeito na auto-indulgência (1994: 562-563).

La voz de Euclides ponía en evidencia la punta de un iceberg, con la narrativa tensionada entre la cacería y la admiración por los jagunzos, de uno de los muchos levantamientos que marcaron la consolidación del nuevo régimen y que al mismo tiempo expresaba la difícil conformación nacional de un territorio vasto, de situaciones socio-económicas diversas y de formas culturales diferenciadas. He pensado en estos dos casos como emblemáticos. Por una parte, en la construcción nacional en Chile, presidida por una férrea conducción hegemónica de la oligarquía que instala al país en el valle central e invisibiliza la diferencia hegemonizando al mismo tiempo el imaginario de la ciudad letrada. Por otra parte, la construcción nacional en el Brasil, tardía, dificultosa, con una sociedad más compleja desde un punto de vista étnico, con una estructura socio-económica dislocada entre la apuesta liberal y la existencia de la esclavitud. En esta última observo un imaginario crítico, una relación del escritor con la construcción nacional que implica, en palabras de Antonio Dimas para el caso de Euclides, una búsqueda literaria propia sin huir de su condición de país periférico. Modelo de exclusión y modelo de incorporación, ambos son sin embargo propios de países periféricos, de sociedades herederas de la distorsión propia de la colonización, pero con diferentes respuestas. En el primer caso, el discurso de la sospecha tardará en incorporarse a la ciudad letrada; en el segundo, el discurso ilustrado incorpora y pone en evidencia, ironiza e incluso reflexiona tempranamente sobre su diversidad. Propongo así dos modos emblemáticos de construcción discursiva en el siglo XIX que puedan ayudar a la observación de los discursos narrativos de la nación.

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III La constitución de sujetos

Grínor Rojo Universidad de Chile Universidad de Santiago de Chile

El pensamiento universitario de Bello: identidad hispanoamericana y sujeto moderno1

El “Discurso de instalación …” de Andrés Bello (1885b) contiene un argumento universitario cuyos rasgos modernos a mí me parece conveniente aquilatar con alguna precisión. Ese argumento prevé la posibilidad de la puesta en marcha en Chile y en América Latina de un quehacer humanista y científico de la más alta calidad, que cumpla con su cometido auténtica y eficientemente, a la vez que al margen de supervisiones extrañas a su naturaleza,2 aunque también sea cierto que esta última parte de su raciocinio el rector la introduce y enuncia con toda la delicadeza que las circunstancias requieren. No ignora Bello que los orondos personajes que tiene delante de sí aquella mañana de vísperas de Fiestas Patrias, embriagados en un provinciano derroche de fanfarria académica, que incluyó al “Presidente de la República, acompañado de sus ministros, de las comisiones de ambas Cámaras legislativas, de los tribunales y demás corporaciones civiles y militares” (Lastarria 1967: 189),3 que acabó con un Te Deum y una proce1

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Este artículo forma parte del capítulo segundo, “1843: Bello y la fundación de la Universidad de Chile”, de un libro en preparación: “Clásicos latinoamericanos. Para una relectura del canon. El siglo XIX”. En esto coincide con Manuel Montt: “La intervención [del Consejo Universitario, que tiene ‘jurisdicción’ y ‘facultades coactivas’ sobre el desempeño de los profesores] está contenida a estrechos límites cuando tiene por objeto la instrucción superior; entonces se indican de un modo general los puntos que deben abrazarse en un curso, sin encadenar el genio del profesor obligándole a seguir una marcha determinada, y sin ponerle la menor traba en la exposición libre de sus principios” (Montt 1905: 152-153). Corrobora esto mismo una nota en la “Memoria …” de Montt: “La fiesta de inauguración de la universidad tuvo lugar el 17 de septiembre de este año con asistencia del Presidente de la República, comisiones de ambas cámaras, altos empleados, corporaciones oficiales, y alumnos del Instituto Nacional, vestidos aquéllos, los que no eran militares o eclesiásticos, con el traje de etiqueta que entonces se usaba en asistencias públicas, sombrero negro apuntado con cucarda

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sión de personalidades que trotó por las calles de Santiago a la siga del frac de Su Excelencia y que por lo que se ve, si hemos de dar crédito a las noticias que han llegado hasta nosotros, “no se dispersó hasta dejarlo en su casa” (Encina 1984: 27), si se lo propusieran, podrían dar al traste con su sueño universitario. Por eso es cauteloso, y no porque sus proposiciones acerca del Estado, la sociedad y la misma Universidad de Chile hayan sido incompatibles con las demandas de una conciencia moderna, que es lo que le iban a enrostrar sus detractores liberales de entonces y más tarde, Lastarria el primero de todos. Bello no se conduce pusilánimemente en las páginas del “Discurso de instalación …”, extendiendo su mano a diestra y a siniestra, “sin satisfacer a ninguno de los dos bandos”, como escribió el autor de los Recuerdos literarios (Lastarria 1967: 189). Lo que ocurre es que Bello no quería presentarles a los enemigos de la Universidad de Chile un flanco abierto para que éstos convirtieran sus recelos en acciones, y simplemente porque se daba cuenta de que la casa de estudios cuyo trámite él estaba entonces inaugurando constituía una pieza fundamental para el desarrollo futuro del país, pues iba a aportar un dispositivo que era insustituible para los fines de configuración no tanto de un Estado nacional, que ya existía, que había sido la obra de Portales y que iba a regirnos durante los próximos cien años, sino para la formación de un tricolor, casaca de paño azul con botones de oro, chaleco y calzón corto de ante, espadín, medias de seda, zapatos con hebilla. El rector y los decanos llevaban un traje especialmente decretado para ellos, diferente del anterior en el pantalón largo, plumas negras en el sombrero en vez de escarapela, y en el cuello y bocamangas un bordado de seda verde figurando ojas de oliva y palma. El ministro de instrucción pública, vice patrono de la corporación, presentó al presidente de la República el cuerpo universitario, leyó los nombres de los miembros que lo componían, y recitó la fórmula del juramento que prestaron todos simultáneamente y de pie, levantando el brazo derecho. El rector y los decanos recibieron cada uno de manos de S.E., como insignias de sus respectivos cargos, una medalla que se colgaron al cuello con una cinta de color especial para cada facultad. Se declaró instalada la universidad, y el mismo ministro pronunció un breve discurso en el que manifestaba las causas porque se restablecía sobre nuevas bases y señalaba la influencia moral y política que las ciencias y las letras estaban llamadas a ejercer en el desarrollo del país. A este discurso siguió el del rector don Andrés Bello, pieza verdaderamente magistral por la pureza del estilo y por el entusiasmo elocuente con que ensalza los encantos que el estudio proporciona, entusiasmo elocuente que recuerda algunas de las más hermosas páginas de Mackauley. La fiesta concluyó dirigiéndose el presidente, precedido de toda la comotiva, a la catedral, donde se entonó un solemne Te Deum” (1905: 118-119).

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sujeto nacional. Como dice Clifford Geertz, “no es lo mismo hacer Italia que hacer a los italianos” (1973: 240). Pero este es el punto donde a mí se me hace imperativo introducir una tesis que difiere de las que se escogen a menudo para interpretar los alcances del suceso. Porque yo pienso que Bello funda la Universidad de Chile no con el fin de que ésta se convierta en un apéndice cultural del Estado portaliano, sino para que la Universidad de Chile cumpla, en la esfera de la cultura, que es la de su competencia, a la vez que haciendo uso de aquellos procedimientos que le son privativos, con una tarea que las instituciones pertenecientes a la esfera política no pueden cumplir. Percibo además que Bello concibe este proyecto como parte de un proyecto mayor, el que tiene que ver no sólo con Chile sino con América Latina en su conjunto, o por lo menos con la fracción hispánica de América Latina, y que se configura y completa como la contracara cultural de un fracaso político (o, si no de un fracaso político tout court, de una gestión inconclusa). Me refiero con esta última frase a la doble empresa cuya realización se propuso llevar a cabo Simón Bolívar. Como lo hemos expuesto en otra parte, el segundo gran problema de Bolívar, después del que proviene de su actividad independentista, consiste en empujar esa actividad más allá del trámite meramente bélico por medio de la instalación en el mapa del mundo de un nuevo ámbito societario, el hispanoamericano, que debiera tener la capacidad suficiente como para sostenerse por sus propios pies una vez rotos sus vínculos con la metrópoli española. Es ese el Bolívar desempeñando su papel de “Estadista”, el que sucede al Bolívar desempeñando su papel de prócer, ese que con justeza y justicia (y de manera exclusiva, según afirman los venezolanos) lleva el título de “Libertador”. Consideraciones básicas en el pensamiento bolivariano son la amenaza contemporánea de la Santa Alianza y la comprobación de que hacia el norte, en el mismo espacio geográfico de las Américas, el sector anglosajón está destinado a crecer y a expandirse peligrosamente y, sobre todo, con un altísimo grado de homogeneidad. De manera que a Bolívar le gustaría que hubiese en la América del Sur una sola nación, una nación fuerte y compacta (si no homogénea: “somos un pequeño género humano”, es lo que dejó escrito en la Carta de Jamaica (Bolívar 1947a: 164)), entre otras cosas porque advierte que eso, exactamente, es lo que está sucediendo, y lo que sucederá todavía más en el futuro, en la parte norte del territorio continental.

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Pero como sabemos Bolívar fracasa y muere abrumado por el desengaño, asegurando que “la América es ingobernable”, que “el que sirve a una revolución ara en el mar”, que “la única cosa que se puede hacer en América es emigrar”, que estos territorios caerán irremisiblemente en manos de “la multitud desenfrenada”, que por causa de nuestros “crímenes” y de nuestra “ferocidad” los europeos ni siquiera se van a dar el trabajo de “conquistarnos” y que incluso se encuentra dentro de todo lo posible que esta sección del globo terráqueo retorne más temprano que tarde al “caos primitivo” desde donde alguna vez partió (1947b: 859-860). Es evidente que Bolívar ha dejado atrás, en esa etapa crepuscular de su vida, su antiguo utopismo, su confianza en la regeneración postcolonial de los pueblos por cuya libertad luchó y que duda además de la eficacia inmediata del imperio de la ley, pero tampoco quiere traicionar los ideales de toda su vida haciéndose cómplice en un proyecto restaurador del orden despótico. He ahí su desgarro y he ahí también, para mal de nuestros pesares, la telaraña teórica de la que no pudo salir. Al pesimismo de Bolívar, Bello opone una hipótesis que lo rondaba desde su época londinense, pudiera ser incluso que desde los míticos “‘simposiums’ de Grafton Street”,4 y de la que luego dieron prueba fehaciente las dos revistas que lanzó en la capital británica, la Biblioteca Americana (1823) y El Repertorio Americano (1826), aunque sin presentar todavía, en aquellas publicaciones, la transparencia que ella iba a alcanzar con posterioridad a su desembarco en las costas chilenas. Piensa Bello que bien pudiera ocurrir que lo que entre los hispanoamericanos no llegó a ser posible desde el punto de vista político, llegue a serlo desde el punto de vista cultural. Se suma a eso su recepción de Gibbon, probablemente una de las lecturas que hizo mientras se alojaba en la casa de Miranda, de lo que existen indicios en uno de los párrafos finales del “Discurso …”, y el temor que comparte con Bolívar de que, dadas las características en extremo inestables de nuestra coyuntura postindependentista, pueda desencadenarse algo así como una repetición americana, esto es, en la América Española, de la desintegración del Imperio Romano en la Romania. Aun 4

Trátase, por supuesto, de las reuniones que sostuvieron Bolívar, Bello y Miranda en la casa de este último, en Londres, entre julio y septiembre de 1810, y de la influencia del americanismo mirandino esta vez sobre el pensamiento de Bello.

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constituyéndose o habiéndose constituido ya, a pesar de los deseos de Bolívar, países distanciados nacionalmente también en esta esquina del mundo, Bello apuesta a la posibilidad de dotar a los pueblos que los habitan, a despecho o por encima de sus divisiones políticas, con una identidad cultural compartida. Las áreas prioritarias a partir de las cuales esa identidad tendría que configurarse son, según él, el lenguaje, para cuya preservación escribe la Gramática de la lengua castellana, destinada al uso de los americanos (1847), amén de otros opúsculos previos; la cultura popular, la que promueve por la doble vía del periodismo y la educación básica y media; la cultura superior, que como sabemos pasa a ser el dominio de la Universidad de Chile (1843); y la ley, de donde arrancan el Código Civil (1855) y sus varias anticipaciones, desde el adelanto de 1840. Este es su proyecto maduro y a él se aboca durante los treinta y seis años que van desde el comienzo de su residencia en Chile, el 25 de junio de 1829, y el 15 de octubre de 1865, que es la fecha de su muerte. Entender que con la fundación de la Universidad de Chile Bello “completa” la “obra” política de Portales es pues simplificar las cosas casi hasta el extremo de banalizarlas. Fundando la Universidad de Chile, Bello avanza un tramo más en un camino que es suyo y sólo suyo, y que no es y no debe ser confundido con el del ministro de Prieto. Para Bello, la Universidad de Chile tiene que ser una herramienta (una entre otras, según se explicó, si bien de importancia decisiva) puesta al servicio de un proceso de identificación cultural chilena y latinoamericana. Lo que no pueden ni podrán hacer jamás las constituciones, los caudillos, la Iglesia y menos aún la oligarquía, debiera poder hacerlo la cultura. Para llevar adelante este programa, Bello sabe que será necesario generar las condiciones que tendrían que hacer factible que por primera vez en nuestra región del mundo aparezcan sujetos modernos, es decir, sujetos autónomos pero también capaces de someter su autonomía al control de la agencia racional, y los que por lo tanto no sólo serán responsables por sí mismos y frente a sí mismos sino también por sí mismos y frente a su comunidad. Lo demás vendrá por añadidura, cree él: la metamorfosis de la antigua colonia –esa que ahora es un país independiente– en una nación, el descubrimiento (o la invención) de un mosaico de tradiciones nacionales, la historia de una (también construida y reconstruida en cada etapa) personalidad colectiva, etc.

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De lo que se concluye que en la opinión de Andrés Bello la recién fundada Universidad de Chile está llamada a constituirse en el espacio por excelencia donde, en la América española y en nuestro país primeramente, se formarán seres humanos cuya nota característica ha de ser el saberse dueños de una cultura, una lengua, una memoria y unas expectativas históricas compartidas, reconociéndose por eso habilitados para suscribir un contrato de vida en común y para situarse en una posición de igualdad y de diálogo respecto de o con otros seres humanos que, abastecidos también con tales bienes, existen ya o están en vías de existir en diversas latitudes del planeta. Queda claro por otra parte que, en el texto de semejante programa universitario hablar de “sujetos modernos” no tiene nada que ver con el espíritu de clase, parroquia o partido. No son esos seres humanos que Bello avizora en su proyecto unos personajes que se ajustan a este o a aquel modelo especial de individuos, porque habrán sido provistos por cualesquiera sean los poderes de turno con un haz de convicciones fijas acerca de ciertas materias igualmente fijas, repitiendo el conocimiento del que lograron pertrecharse con una memoria prodigiosa y con un no menos prodigioso fervor, sino hombres y mujeres que, al enfrentarse con la necesidad de adoptar decisiones, lo harán de conformidad con los criterios que les dicta su propia conciencia y haciendo uso de unos saberes que ellos habrán pasado previamente por el tamiz de la razón. Para decirlo con las palabras de un texto célebre de Kant, ésa es una tarea que los involucrados tienen que asumir sin “pereza” y sin “cobardía” y recurriendo sólo a los elementos de juicio que provienen de “su propio entendimiento” (Kant 1958: 57-65).5 Ni qué decirse tiene que todo esto supone un ejercicio efectivo y responsable de la libertad. Aun cuando el ser humano moderno es libre para decidir, en ese su trance de decidir debiera ser capaz también de conocer (de acuerdo al “giro copernicano” que Kant inauguró, debería ser capaz de construir e inclusive de proponerse el objeto de 5

De acuerdo, Kant separa en ese trabajo el campo de acción del intelectual del campo de acción del funcionario y aun del campo de acción del ciudadano común, reservando para el primero un uso de la razón crítica que a los otros no les es permitido o en todo caso que no les es permitido de la misma manera y con la misma amplitud. Es una reticencia (y, en el fondo, una contradicción) que se explica coyunturalmente y que no es poco lo que tiene en común con ciertos aspectos de la política que desarrolló Bello en Chile.

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su conocimiento) y de aprovechar lo que conoce para su beneficio tanto como para el beneficio de los demás. Habiéndose distanciado del “espontaneísmo” de los seguidores ingenuos de Rousseau, y me refiero a los europeos tanto como los latinoamericanos, o sea del “espontaneísmo” de todos aquellos que dieron por supuesto que los seres humanos veníamos al mundo completos desde nuestro nacimiento, de lo que se deducía que a los pobladores del Nuevo Mundo les iba a bastar con escabullirse de las garras del coloniaje español para pedir su inscripción en el club de la cultura moderna, la percepción de Bello es que el disfrute de la modernidad no es un bien que a los habitantes de estas tierras nos haya caído en las manos como un producto automático de la victoria obtenida en las guerras de la independencia sino que él tiene que asegurarse más tarde y con la ayuda de la educación. Esto aproxima su pensamiento al de un cierto Bolívar, al menos al del Bolívar que inventa en Angostura el “poder moral”, ese dispositivo jurídico mediante cuyas actividades reguladoras El Libertador esperaba darle a la gestión educativa una dignidad equivalente a la de una rama soberana del Estado. Con el fin de aclarar un poco más las cosas en este sentido, creo que, aunque sea brevemente, vale la pena que nos detengamos ahora en el reenfoque tripartito que Bello hace de la teoría del cousiniano Theodore Jouffroy acerca de los “estados morales” del hombre. Con un gesto que es en todo conforme con su estilo académico, a través del comentario al que somete los planteamientos éticos de ese discípulo de Cousin, Bello acaba dando forma a una posición filosófica propia, la que, como él mismo advierte, no adhiere a ninguna otra enteramente sino que aspira a delimitar un “rumbo medio”. Al fin, acabará ampliando y convirtiendo los “estados morales” de Jouffroy (estados que él reconoce que no son sólo cronológicos) ni más ni menos que en una teoría del sujeto. Escribe: Para mejor fijar nuestras nociones, podríamos dividir en dos el primero de los estados morales, designados por Mr. Jouffroy. La primera edad moral sería entonces aquella época brevísima en que las tendencias ejercen su imperio sin la menor intervención de la inteligencia; el niño se dirige ciegamente hacia los objetos de sus necesidades sin conocerlos, sin prever el resultado de sus esfuerzos. En la segunda edad moral, el niño sabe por experiencia qué objetos le hacen falta, y qué medios puede poner en acción para obtenerlos; pero se mueve servilmente por la pasión que a cada momento le domina. Síguese a estas dos edades el segundo de los estados descritos por el ilustre profesor. Al principio, hay sólo ten-

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Grínor Rojo dencias, apetitos, pasiones, sin ideas, sin libertad ni elección. Después, hay pasiones e ideas. Luego, pasiones, ideas, libertad y elección. Estos tres períodos morales no se suceden cronológicamente. El segundo principia antes de haber cesado el primero; y ambos reaparecen con más o menos frecuencia durante toda la vida del hombre (1885a: 355).6

Cualquiera puede ver que en este itinerario que Bello discierne para el desarrollo del individuo en su singularidad, en el que se van añadiendo aspectos de formación a partir de la infancia, se aloja una idea del crecimiento del ser humano fundada en un trabajo de perfeccionamiento continuo de su subjetividad y cuya estación de llegada no es otra que la capacidad de escoger. Sin que Bello ignore que también es posible que ese crecimiento se detenga y hasta retroceda, cuando el primero y el segundo de los estados morales “reaparecen” en el ámbito del tercero, es evidente que él piensa que el estadio de máxima madurez es el que distingue el logro de la libertad de elección. Mutatis mutandis, no son menos evidentes las consecuencias que una tesis filosófica como esta tiene con respecto al papel que a su juicio les toca (o les ha tocado ya) desempeñar a esos mismos individuos en los avatares del desenvolvimiento colectivo. Un pueblo adulto es un pueblo de ciudadanos, y los ciudadanos son los hombres y las mujeres que han llegado a ser sujetos enteros, en plena posesión de sus aptitudes respectivas, tanto en el plano individual como en el social. Por lo tanto, las previsiones del rector acerca de las metas de la educación superior en un país como era Chile a mediados del siglo XIX no son ni podían ser enajenantes, según afirmaron algunos de sus críticos del último cuarto del siglo. Como los leales positivistas que eran, esos jueces parricidas le reprocharon a la Universidad de Chile que Bello fundó y dirigió una conducta demasiado obsecuente para con las políticas autoritarias del Estado portaliano. Pero lo cierto es que esta crítica respondía a una elaboración más bien simplona (si no, toscamente sesgada) de los datos hasta entonces disponibles.7 Quiero decir con esto que, aunque tal acatamiento estatal haya existido durante los primeros decenios en la vida de la institución y en algunos pe6

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El artículo al que aquí me refiero, que se titula “Apuntes sobre la teoría de los sentimientos morales de Mr. Jouffroy”, fue publicado por primera vez en tres entregas de El Araucano, 846, 852 y 881 (6 de noviembre de 1846, 11 de diciembre del mismo año y 25 de junio de 1847). Iván Jaksic cita los ejemplos, desde luego que muy respetables, de Barros Arana y Pérez Rosales. Cf. la nota 73 en: Jaksic (1995-96: 112).

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ríodos posteriores también, casi siempre con desenlaces infaustos (el último de tales períodos es el de los rectorados militares durante la dictadura de Augusto Pinochet), ello fue siempre por una fatalidad que se derivaba del hecho de que la Universidad de Chile carece de cualquier otro poder que no sea el que proviene del ejercicio del pensamiento y las virtudes humanizantes del discurso. Ese es el distintivo que la peculiariza, el mismo que Bello le imprimió y que hace que la Universidad sea un ente débil y fuerte a la vez, débil ante la imposición de la violencia armada y fuerte en tanto se manifiesta reacia por principio a cualquier tentativa de transformarla en un instrumento de control y disciplinamiento de la conciencia individual. Basta fijarse en la metodología pedagógica que Andrés Bello empleaba con sus alumnos para descubrir que él ejercía sus labores de maestro partiendo de la premisa de que educar a los jóvenes no era prepararlos para que éstos se transformaran en repetidores mecánicos suyos o, de una manera más general y política, en “súbditos” de quienquiera que estuviese desempeñando a la sazón el papel del “soberano”, sino que, por el contrario, lo que deseaba era dejar a esos muchachos en condiciones de advenir con suficiencia y orgullo al que para él era el más digno y apreciable de los “estados morales”: el de la “libertad” y la “elección”. Basándose en el testimonio del malqueriente Lastarria, observa por eso Amunátegui: Bello lo discutía todo con suma seriedad, y no quedaba satisfecho hasta haber practicado prolijas investigaciones y hasta haberse entregado a largas meditaciones sobre cada uno de los puntos de importancia que le tocaba tratar u oír. […] Bello, en vez de hacer discursos y disertaciones, conversaba con sus alumnos, les llamaba la atención sobre los distintos puntos y dificultades del ramo estudiado, los estimulaba a conocer antes que todo los hechos sin imponerles dogmáticamente ninguna doctrina, trabajaba junto con ellos, registraba en compañía suya los libros de una selecta biblioteca, discutía con ellos los textos que estaba en vías de redactar, y los ponía así en aptitud de llegar por sí mismos a las conclusiones generales, y por lo tanto, les hacía contraer el provechoso hábito de la observación personal y del raciocinio propio, más bien que el de la memoria. ¿Qué método más excelente podría concebirse? El árbol se conoce por sus frutos (1966: 16 y 33).8 8

El estudio de Amunátegui, que apareció en 1893 en sus Ensayos biográficos, es en el fondo una respuesta suya a la visión desdignificada de Bello que entregaban los Recuerdos literarios de Lastarria.

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El hombre cuyo retrato nos entrega Amunátegui en los párrafos que yo acabo de citar, ese que se empeña en que sus alumnos contraigan “el provechoso hábito de la observación personal y el raciocinio propio”, es, sin duda, el Bello universitario, el que coexiste con y orienta al Bello administrador, aquel otro el político diestro, el que si condesciende con los caprichos y las melindradas del poder es sólo para allanar de esa manera el camino a un desenvolvimiento más rico de la actividad intelectual. Para el Bello universitario, si Chile iba a ser no sólo un país bien administrado, con unas instituciones más o menos eficientes, sino una nación, a saber: un conglomerado de individuos que se reconocen como pobladores en y vecinos dentro de un suelo común, que se comunican en una lengua cuyo conocimiento comparten, que convergen en un pasado y un futuro con cuyos grandes logros se identifican por igual, y que a causa de todo lo anterior han acordado libremente integrarse en una sociedad cuyas estructuras políticas los representan, lo que se necesitaba era formar ciudadanos. No súbditos de o para el Estado, sino sujetos de o para ellos mismos y sus semejantes, esto es, seres humanos que, de acuerdo con los principios filosóficos desarrollados por la conciencia moderna, son los depositarios legítimos de una soberanía que ellos utilizan con idoneidad y rigor. Debo advertir que esta relectura mía del “Discurso de instalación …” difiere de la que ha hecho Sol Serrano en su libro de 1993, pues para ella “el objetivo de la Universidad de Chile no era la democratización de la sociedad, sino, como señala, su racionalización a partir del poder transformador del conocimiento. Por eso la universidad era científica y era superintendencia de educación” (1993: 77-78). Respecto de que la Universidad haya sido también una superintendencia de educación, recogiendo en esa forma lo mismo las pretensiones oligárquicas de una enseñanza centralizada que la weberiana función “racionalizadora” con la que tanto ruido hace Serrano, he dicho lo que yo pienso en otro sitio. Esa era a mi juicio una aspiración burocrática antigua, que los administradores de la República heredaron de los administradores coloniales, y para satisfacerla la universidad napoleónica ofrecía un ejemplo que no era de ningún modo despreciable hasta los años cuarenta del siglo XIX. A causa de las carencias del aparato estatal chileno de aquella época, Bello tuvo que incorporar ese elemento aleatorio en su proyecto pero no sin haberse dado cuenta de que su duración sería limitada y como parte de un diseño que era más am-

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bicioso. Respecto de lo de ser la Universidad de Chile una universidad “científica”, a mí no se me ocurre cómo hubiera podido serlo en el sentido moderno sin promover al mismo tiempo un libre ejercicio de la conciencia crítica, es decir, sin promover, velis nollis, el proceso democratizador de la sociedad.

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Salcedo-Bastardo, José Luis (1980): “Bello y los ‘simposiums’ de Grafton Street”. En: Sembrano Urdaneta, Oscar et al.: Bello y Londres. Segundo Congreso del bicentenario. Tomo I, Caracas: Fundación La Casa de Bello, pp. 425-444. Serrano, Sol (1993): Universidad y nación. Chile en el siglo XIX. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.

Graciela Montaldo Universidad Simón Bolívar, Caracas

Entre la masa: dinámica de sujetos en el siglo XIX

1. El monstruo Quisiera presentar algunas ideas que relacionadas con el sujeto, la construcción de sujetos en el siglo XIX latinoamericano. Tomaré, para ello, los dos extremos de un arco de subjetividades problemáticas de la modernidad cultural: el intelectual y la masa o multitud. Estos dos extremos, obviamente, sólo se hacen visibles con las formas de la institucionalidad que la modernidad, especialmente durante el siglo XIX, pone en escena a través de actores muy particulares: el Estado, las instituciones del Saber, los procesos de legitimación de la modernidad y de constitución de (e ingreso en) la esfera pública. Ciertamente, pensar en estos extremos obliga a remitirse a la cantidad de hipótesis y argumentos referidos a la figura de los intelectuales y letrados, entre las que podemos considerar a La ciudad letrada (1983) de Ángel Rama como el intento más importante por darle entidad problemática a una continuidad disciplinaria al reflexionar sobre sus diferentes funciones. La pregunta para la que tenemos, me parece, muy pocas –o casi ninguna– respuestas es ¿desde dónde referirse a la masa, la multitud, sujeto muchas veces tomado como objeto y unas pocas como interlocutor del discurso intelectual, pero que no se expresa ni en sus mismos formatos ni con los mismos protocolos ni tiene las mismas instancias de constitución y articulación? De ser un fenómeno apropiado por el positivismo y condenado como el sujeto peligroso de la modernidad, actualmente las categorías de masa y multitud se presentan como la otra cara del fenómeno penalizable que instituyeron en el siglo XIX: como una alternativa a la categoría de “pueblo”, sujeto liberal, funcional al Estado moderno, y ampliamente tematizado por los intelectuales de toda laya. Actualmente, parecería que las categorías de Masa y Multitud nos permitirían pensar una alternativa a las estructuras básicas del Poder tal como

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las organizó la modernidad y en esa perspectiva querría situarme. Al menos, así lo entiende Toni Negri, uno de los recientes teóricos de la multitud, quien recuerda que El término “multitud” era un término peyorativo, negativo, utilizado por la ciencia política clásica. La multitud era el conjunto de personas que vivían en un mundo pre-social, que se trataba de transformar en una sociedad política, una sociedad, y que se trataba, por tanto, de dominar. La multitud (multitudo) es un término de Hobbes que significa exactamente eso. En toda la ciencia política clásica, moderna y posmoderna, el término “multitud” se transforma luego en plebe, en pueblo, etc. (2000: 52).1

Con esta virtud negativa de la multitud y con su oposición a la categoría de pueblo quisiera quedarme para pensar aspectos de la subjetividad en el siglo XIX. Negri piensa el presente a partir de la idea de multitud pero creo que no sólo puede ayudarnos a explorar fenómenos contemporáneos. En este sentido, quisiera recordar que las doctrinas políticas democráticas –modernas– aparecieron para hablar directamente a y por el pueblo, sujeto socializado; si el pueblo es el gran sujeto de la modernidad, su opuesto, la masa, la multitud, es la gran amenaza de todos los ideales modernos y democráticos, la imposibilidad de concretarlos. Correlativamente, si el Estado representó al Pueblo una y otra vez, inscrito en los discursos de la ley y en los emblemas estéticos y doctrinarios de la Nación, la multitud careció de representación legítima y fue condenada al espacio de un abismo que se abría ante la vida moderna. Mucho antes que Negri, Elías Canetti, en Masa y Poder (1960) había desarrollado, en su ensayo deslumbrante, la idea de la masa como espacio de representación social. Para Canetti la masa no es una categoría sino un acto, es ella misma la representación de lo social. La revisión de estos escritos creo que nos permitiría, a través de las ideas de masa y multitud, reorientar fenómenos culturales y sociales cues1

Y agrega: “Hoy, en la transformación de la modernidad en posmodernidad, el problema vuelve a ser el de la multitud. En la medida en que las clases sociales en cuanto tales se disgregan, el fenómeno de la auto-concentración organizativa de las clases sociales desaparece. Nos vemos, pues, frente a un conjunto de individuos, y sin embargo esa multitud se ha vuelto absolutamente diferente. Es una multitud resultado de una mistificación intelectual; ya no se la puede llamar plebe o pueblo, porque es una multitud rica. He retomado el término de Spinoza, porque Spinoza razonaba en el marco de esa anomalía extraordinaria que era la grandísima República holandesa” (Negri 2000: 52-53).

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tionando las subjetividades tradicionales de la democracia y la modernidad cultural si entendemos a la multitud y la masa como una de las zonas más problemáticas de la conflictividad social pues a través de su aparición podemos detectar, precisamente, la emergencia de los conflictos; de allí que el discurso y la acción políticos y la práctica intelectual apelen permanentemente, durante la modernidad, a la masa y la multitud como otro enemigo, una amenaza, un “monstruo”, adverso a cualquier proyecto modernizador toda vez que aparece la conflictividad social. Masa y multitud se consolidan, en el discurso modernizador, como el rostro condenable de la exclusión, remanente de un pasado bárbaro que persiste “lamentablemente” en tiempos modernizadores y que, como tal, pretende impedir o trabar el avance del progreso. Queda claro que, en tanto fuerza recesiva, no tiene muchas opciones: debe ser aniquilada o institucionalizada. En el discurso modernizador, masa y multitud no hablan, sólo actúan y, por tanto, se autoexcluyen del pacto político moderno actuando, subversivamente, por fuera, sin posibilidad de ingresar a la racionalidad de la política: no tienen lugar porque no tienen discurso ni forma de ser representados. La falta de representación, en todo sentido, será connatural a la masa: no se podrá expresar legítimamente a través de otros ni encontrará formas de manifestarse en el espacio de la política; no habrá para ella ingreso al espacio de la Nación y las relaciones políticas modernas pero tampoco lo habrá en el campo de la estética. La libertad podrá guiar al pueblo, jamás a la masa. El grabado político primero (preferentemente la caricatura) y la fotografía después, recogerán algunas formas de la masa pero en el siglo XIX, el siglo de las masas, su fuerza sigue siendo vectorial y se oculta a la visibilidad moderna. Por todo ello, el discurso hegemónico insiste en la masa como entidad “manipulable” y la necesidad de crear saberes específicos que expliquen y justifiquen su manejo. De ahí también que sea un lugar privilegiado para hacernos preguntas, por ejemplo: ¿cómo estudiar ese sujeto que sólo parece constituido en el discurso hegemónico? Jon Beasley-Murray ha propuesto pensar la multitud –vía Toni Negri y Paolo Virno– desde los estudios subalternos o, como él lo llama, “los estudios culturales impopulares”; en este sentido, propone: La multitud atrae a los estudios culturales, pero en forma clásicamente populista la mirada estudio-culturalista la convierte en el pueblo. Se precisa entonces una reconversión de los estudios culturales, para hacerlos

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Graciela Montaldo nuevamente impopulares. Entiendo los estudios subalternos como un paso hacia estos estudios culturales reformados y no populares, siempre y cuando el concepto de subalternidad pueda servir como puente entre pueblo y multitud (2000: 150).

Definitivamente, estoy de acuerdo con la idea de olvidar la categoría (populista y letrada) de pueblo pero me interesa seguir pensando cómo entender mejor los alcances de la masa o multitud porque, sin duda, se trata del problema de cómo encaramos nuestro saber. Cualquier forma de los “estudios” (culturales, subalternos, poscoloniales, de género) parece colocarnos inevitablemente en el lugar del saber, como ya ha sido visto por Spivak. Entendiendo que no hay muchas posibilidades de salir de la escena del saber, habría que preguntarse entonces por la multitud dentro de la escritura hegemónica, como aquel sujeto creado por la institución letrada como nombre del peligro, la amenaza y la destrucción de, precisamente, su hegemonía. En cierto modo, me interesa leer la constitución de un sujetomonstruo al interior de la comunidad letrada latinoamericana (pero no tan sólo), verdadero fantasma que recorre la escritura del siglo XIX. César Aira ha dado una definición clarísima del monstruo (en literatura): Moby Dick, la ballena blanca, es, quién podría dudarlo, un monstruo, es decir una especie que consiste de un solo individuo. Cuando hay monstruo es infalible que haya un cazador obsesionado con él: su sombra, su gemelo humano, su némesis […]. Por ser único, el monstruo no puede reproducirse, pero compensa su soledad con una diabólica capacidad de reproducirse en un medio ajeno a la naturaleza, como imagen o signo o miniatura. Nadie que lo haya visto, así sea una sola vez, podrá olvidarlo, ni resistirá a la tentación de contarlo o pintarlo (2001).

Masa y multitud funcionan como ese monstruo único (no importa que sean muchos los individuos que la integren porque todos se funden en una sola cosa) que crea instantáneamente su cazador letrado; las reproducciones de la monstruosidad de la masa serán continuas y tendrán en el discurso científico primero y en las ilustraciones y fotografías después, el mejor aliado para mantener la amenaza del monstruo ante la élite. Es allí donde la cultura se pronuncia también en contra de la multitud, primero tomándola como su objeto, luego reproduciéndola. En la línea del monstruo, creo que hay un gran hallazgo en la expresión que Louis Chevalier (1973) hizo visible para estudiar la apari-

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ción de este fenómeno amenazante: “las clases peligrosas”, remitiendo a la concepción del origen –social-delictivo y, por tanto, penalizable– de los que integraban las masas. Frente a un determinado Poder constituido, y más específicamente desde la constitución de los Estados modernos, las multitudes tendrán una presencia pública tanto espontánea como dirigida. Es quizás en el siglo XIX, cuando las multitudes comienzan a tener un ineludible protagonismo político, pero es bajo la consolidación de un Poder unificado y centralista del Estado que la multitud aparece, en Europa, como sujeto peligroso con el que progresivamente habrá que establecer algún tipo de interlocución. La diagnosis del peligro vinculado al origen de clase es clara para el discurso político del siglo XIX, sin embargo, siguiendo a Chevalier, George Rudé, sostiene, después de hacer un estudio estadístico de los delitos y criminales en Londres durante el siglo XIX, que a pesar de todo el aparato institucional para constituir al reo, […] podemos concluir que incluso en Londres, centro de delitos profesionales y de los “distritos peligrosos”, no se ha podido confirmar la existencia de una “clase delictiva”. Había sin duda una minoría de delincuentes serios y de bandas aisladas de “profesionales” e incluso otros profesionales trabajando por su cuenta. Pero en esta mitad de siglo al menos, por su número, no serían suficientes para constituir una “clase de delincuentes” (2000: 258).

Aunque la categoría de clase es sólo una de las varias en que se interpretó a la masa, la idea de clase peligrosa fue muy pregnante en el siglo XIX porque unía dos terrores: primero, el miedo a perder la propiedad en manos de “los de abajo”; en segundo lugar, el terror a que esos mismos grupos “tomen el poder”. A pesar de que no se pudiera comprobar, entonces, la existencia de una “clase peligrosa”, sin embargo, el “monstruo” operaba en cuanta instancia de clasificación social apareciera y, de hecho, aparecían cada vez más. Es la institucionalización progresiva de los diferentes estratos de la vida social la que permite tomar todos los ángulos de la multitud, en general para penalizarla pero también para ordenarla a través, por ejemplo, de la integración nacional.2 Probablemente sea el clásico de Gustave Le Bon, The Crowd de 1895 (Le Bon 1995), el libro que resume la mayor parte de las pers2

Es George Mosse (1975) quien señala que la “nacionalización de las masas” toma la forma de festivales, monumentos y rituales públicos.

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pectivas clasificatorias –y condenatorias– sobre la masa. Todo en el libro de Le Bon tiende a subrayar el carácter caótico de la masa, su falta de orden; también queda claro en su lectura que toda política moderna debe insistir en ordenar ese caos, reprimirlo o, cuando sea posible, institucionalizarlo. Recordemos que estamos hablando de sociedades disciplinarias tal como lo desarrolló Michel Foucault y como hoy lo teorizan Hardt y Negri (2000) (sociedades disciplinarias de la modernidad vs. la sociedad de control en la postmodernidad). La oposición individuo-masa en el libro de Le Bon es correlativa y se calca perfectamente sobre la oposición orden-caos y el estudio se convierte así en una suerte de manual de contención de las fuerzas de oposición, un manual de conducción política para los nuevos tiempos. Leyéndolo, aprenderemos a comportarnos: a sustraernos del peligro de ser masa y a prevenirnos contra ella. No deja de llamar la atención que varios investigadores sobre masas y multitudes acusen al libro y a su autor de ser una mera “divulgación” de argumentos (semi)científicos, que desmerezcan al libro como pobre “best-seller” (Nye 1995) y que a la vez se sorprendan de su “éxito” científico-editorial (éxito de público, en el mercado). Justamente es en ese libro, que habla de la masa como un otro al alcance de todo argumento, que se funda y legitima la teoría sobre el monstruo y que se lo constituye en sujeto que crea su propia disciplina: la psicología social. Le Bon fija las bases de todos los argumentos contra la masa, compendia sus males, la hace visible al discurso intelectual y al más extendido de las clases cultas, convirtiéndose así en un efecto de su propio objeto de estudio. Al descubrirla –para el discurso científico– a fines del siglo XIX, en realidad oculta el fenómeno que es realmente nuevo (tal como él mismo lo reconoce en la introducción al libro): “la entrada de las clases populares en la vida política”. Todos los teóricos de la masa lo señalan: la masa se volvió una fuente de poder político y una fuente legitimadora de ese poder (McClelland 1989). Y de este modo Le Bon cambia los protocolos para abordar el fenómeno de los alcances de la democratización; oponiendo individuo a masa crea al monstruo en su doble sentido: como algo único, excepcional, pero también como algo a lo que hay que temer pues amenaza justamente la identidad de la naciente burguesía. No hay que olvidar que fue un best-seller porque es producto también de la sociedad de masas y está escrito para ella, para resguardarse en su lectura y para

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aprender a no ser ni hacer masa. Su visualización es causa de su peligro también y funciona en una doble dirección. Su contribución a la historia de la masa es fundamental pues como señala McClelland, después de la Revolución Francesa, los miedos hacia la masa son más específicos gracias, precisamente, a la ideología de masas. Masa, monstruo, clases peligrosas; a pesar de su teorización social, el mote de “lo peligroso”, como sabemos, no se trata de un problema de clases sino de los grupos sociales y culturales que, por lo general, han quedado al margen de la modernización. Y son esas sobras de la modernización las que constituyen al monstruo como sujeto peligroso; peligroso para la modernización, precisamente, que lo necesita como confrontación. Y como al peligro hay que enfrentarlo o sucumbir a él, en tanto objeto del discurso letrado, científico, la masa tiene una entidad siempre controlada por el saber; de ahí que sea imposible (e innecesario) definirla, pues basta con nombrarla para convertirla en enemigo y establecer inmediatamente la disimetría y su exclusión de la comunidad política y, naturalmente, de la social. Precisamente de esto se trata, de cómo se ha construido un sujeto –enemigo– a la medida de las necesidades del Estado y de la institucionalidad para contener las amenazas al proyecto homogeneizador de la modernidad. Y la idea de nación (y los procesos de nacionalización) juega un rol fundamental en este diseño; Hardt y Negri señalan que: Entre el fin del siglo XVIII y principios del XIX, el concepto de soberanía nacional surgió finalmente en el pensamiento europeo en su forma completa. En la base de esta figura definitva del concepto hubo un trauma, la Revolución Francesa, y la resolución de ese trauma, la apropiación y celebración reaccionaria del concepto de nación (2000: 101; la traducción me pertenece).

Sostienen también que en su interior es el Pueblo quien actúa y señalan que tanto dentro de los Estados nacionales como en el nivel internacional, esta esfera limitada de “democracia” imperial se configura como Pueblo (una particularidad organizada que defiende privilegios y propiedades establecidas) más que como una multitud (la universalidad de las prácticas libres y productivas). Nación y Pueblo, entonces, serían las grandes abstracciones que anulan las fuerzas reactivas y que convalidan la represión de la resistencia/diferencia. Parto de la base, entonces, de que la masa y la multitud fueron el nombre del fenómeno disolvente de la reacción a la modernización

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institucionalizante y disciplinaria durante todo el siglo XIX; pero ese nombre engloba fenómenos muy diferentes pues es el nombre que otorga la hegemonía. Masa y Multitud no existen, pues, sino como sujetos que crea el saber y que pueden involucrar tanto a los grupos sociales que reclaman mejoras concretas como aquellos que luchan por obtener protagonismo político o que sólo cuestionan los cambios que no los integran y excluyen; masa y multitud serían, entonces, el efecto desterritorializante de que hablan Hardt y Negri o el espacio de representación de lo social que analizó Canetti. Podemos ver, entonces, la literatura latinoamericana del siglo XIX como una de las formas de construcción de ese sujeto peligroso, para darle entidad y controlarlo y leer en su diseño cómo piensan los letrados las diferentes formas de contrahegemonías. Una forma de constitución de este sujeto particular y activo en América Latina es la que me gustaría desarrollar. 2. El monstruo en América Latina Para referirme a un aspecto puntual de la construcción de la multitud como sujeto peligroso en América Latina durante el siglo XIX, quisiera comenzar por el final, por el 1900 y tramar algunos puntos canónicos de la escritura, como Sarmiento y Martí, para quienes la multitud es un problema definitivo de la identidad latinoamericana. Pero para empezar por el final voy a José Enrique Rodó y el Ariel: como todos recuerdan, la escena que cierra el libro-manual de Rodó, libro de cabecera de varias generaciones de intelectuales, es la escena, cándida y autoritaria, en la que se diagraman las distancias, oposiciones, y relaciones de poder entre estos dos sujetos claves de la modernidad: los “estudiantes” por un lado, la “multitud”, por otro; así la escribe el joven Rodó: Cuando el áspero contacto con la muchedumbre les devolvió a la realidad que les rodeaba, era la noche ya. […] Sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud. Un soplo tibio hacía estremecerse el ambiente con lánguido y delicioso abandono, como la copa trémula en la mano de una bacante… Y fue entonces, tras el prolongado silencio, cuando el más joven del grupo, a quien llamaban “Enjolrás” por su ensimismamiento reflexivo, dijo señalando sucesivamente la perezosa ondulación del rebaño humano y la radiante hermosura de la noche: –Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del

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surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador (Rodó 1985: 56).

La escena resulta hoy tan típica que no parece merecer atención: la disimetría, la autoridad, el saber, la dominación, la oposición entre el valioso recogimiento espiritual y la dispersión servil del contacto humano en su costado más peligroso, el cuerpo; tampoco resulta particularmente destacable la forma en que Rodó naturaliza, en el discurso, estas relaciones desiguales aunque complementarias pues es una explícita operación de dominación. Sin embargo, como suele suceder con ese tipo de escenas que siguen produciendo cierta inquietud, hay que leerlas menos en su literalidad que de acuerdo a las preguntas, ansiedades, problemas, que están poniendo en escena; es decir, lo que encontramos como cierre del Ariel es ese tipo de escenas que pueden imaginarse en la escritura sólo cuando aquello que dan por naturalizado y por un hecho cerrado está, por el contrario, generando la mayor irritabilidad. La formulación de la escena de la dominación intelectual es el medio en que va inscrita la propia representación problemática de la subjetividad intelectual. La escena de la multitud es la escena del conflicto posible, inminente, donde se puede representar el caos si no se ejerce el disciplinamiento. Este rito “inocente” que Rodó formula (los espiritualizados estudiantes apeñuscados en torno al maestro pero conservando su individualidad y hasta sus nombres pues son una comunidad, no una multitud; el más joven de todos ellos vislumbrando un plan idealista para el futuro del saber; los emblemas de la cultura clásica custodiando las reflexiones de todos) es la puesta en escena de la gran amenaza que se cierne, precisamente, sobre la cultura letrada. Paralela a la amenaza que el materialismo de Estados Unidos representa para la latinidad (pero sabemos que es una amenaza condenada al fracaso en Rodó pues el espíritu vencerá, con su superioridad natural, a la materia), la multitud que agacha la cabeza en la escena representada es el “enemigo local”, fuente de toda perturbación si no se lo contiene pero que el discurso ya ha definido como un sujeto dócil y gobernable y por el que hay que velar desde el saber. Los ecos de Rubén Darío (y de todos los intelectuales del fin-desiècle) son inequívocos. En este punto, no habría que olvidar la archicitada frase de Rubén Darío, probablemente el primero en plantearse, con absoluta claridad, el problema de la multitud en el interior del arte moderno, el problema de la multitud no sólo como público sino como

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factor de productividad estética. Aunque Rubén Darío fue más allá de la localización de estos sujetos enemigos y colocó el problema –desde el terreno de la industria cultural– en el campo de las radicales transformaciones que se estaban operando en la cultura del fin-de-siècle, sin embargo, deja muy en claro que la pérdida del privilegio intelectual no tendrá marcha atrás. Así en la célebre frase del prólogo de Cantos de Vida y Esperanza (1905), Darío señala: En cuanto al verso libre moderno […], ¿no es verdaderamente singular que en esta tierra de Quevedos y Góngoras los únicos innovadores del instrumento lírico, los únicos libertadores del ritmo, hayan sido los poetas del Madrid Cómico y los libretistas del género chico? […] Hago esta advertencia porque la forma es lo que primeramente toca a las muchedumbres. Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas (Darío 1985: 243).

Es la amenaza que ríe y que poco a poco usurpará todo el campo de la cultura y que atenta contra la –por lo demás, recién formada– aristocracia intelectual, producto de la constitución del Estado moderno y del nuevo campo de autonomía que la industria cultural, con el crecimiento del público, está autorizando. Pero habría que ir más lejos. La multitud amenaza, en Rodó, todo; no sólo la identidad intelectual sino (y por ello es doblemente peligrosa) que amenaza también la identidad de la nación porque la multitud, la masa, excluida de todo pacto social no será sino el reverso siniestro de aquello que la modernidad nunca podrá controlar. Aquí el sujeto letrado no tiene patria, porque su patria es el saber, el conocimiento, el espíritu, pero, por ello mismo, son los dueños naturales de la patria real; la masa es incapaz de una agencia que no sea la de la dispersión y, por ello, pone en peligro la nación (tanto como el imperialismo norteamericano). De aquí que no sea extraño que el Ariel contemple estos dos movimientos: primero, la oposición al materialismo (el enemigo) norteamericano; luego, la oposición a la masa (el otro enemigo) que también amenaza el espíritu libre. Por ello, entonces, habrá que convertirla en sujeto (e impugnarla por sus “malas intenciones”, como lo codificara Le Bon) para luego naturalizar el dominio sobre ella. Para terminar de empezar por el final, se podría recordar el libro de José María Ramos Mejía, Las multitudes argentinas (1899). En el marco del problema “Estado/ nación/ modernidad” en América Latina se hizo un uso cultural y político de la categoría de pueblo

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como emblema de la nación en muchísimos textos claves publicados en el proceso modernizador en América Latina. Se podría decir que en América Latina ambas categorías emergen muy ligadas después de la Independencia. Al aproximarnos a esta emergencia, vemos que Pueblo y letrado son las dos caras de una definición identitaria de la Nación que reconoce su oposición en la Masa, que no admite transiciones sino que se polariza en una tensión bélica que no reconoce tampoco negociación posible. Sarmiento lo vio así en su Facundo en 1845, pero ya lo habían visto así también los primeros letrados fundadores de un orden cultural republicano escribiendo, desde los géneros clásicos, la gran épica de los héroes guerreros seguidos muy atrás por una masa anónima y que se disciplina por el héroe que, además, se pliega a su aura. El orden que esta primera estética de la Independencia impuso a la masa es tematizado como problema en Sarmiento que sufre las consecuencias de las masas insumisas al orden (lo que las define como tal, pues una masa que sí se somete pierde su carácter de masa). Si Sarmiento definió el carácter peligroso de la masa (que es llamada sucesivamente: bárbaros, beduinos americanos, proletarios, salvajes, pueblo, pueblos asiáticos, gauchos y argentinos) como alteridad que sólo se puede dominar, sin embargo, anclará toda la negación que la masa como vector de fuerza es, en el individuo: el caudillo que la representa (Facundo Quiroga, Rosas); ellos son cristalizaciones, encarnaciones, a través de las cuales la masa actúa y también actúan movidas por ellos. La carencia de medios para poner en escena ese sujeto que ha creado para la cultura argentina, obliga a la figuración imaginaria del caudillo como única potencia social que cristaliza el mal, metonimia vectorial de todas las disrupciones de la masa. El caudillo es, para Sarmiento, la versión negativa del “gran hombre” del Romanticismo, esos individuos que la conciencia moderna venera como individualidades que se destacan en el mar indiferenciado de lo que comienza a ser la política de masas. La operación definitiva de Sarmiento, se logra cuando a la masa le sobreimpone otra categoría, la barbarie, que la contiene, resume y pretende debilitar y neutralizar. Pero estas contradicciones no sólo aparecen en la escena puramente letrada; también en la escena de contestación creada por la gauchesca, imaginando el espacio del subalterno, se alternan el individuo y la masa según, como lo señaló Ludmer (1988), quién hable. En la gauchesca, el género que también proble-

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matiza las identidades culturales que tan drásticamente plantea Rodó, encontraremos la ambigüedad entre masa e individuo y representaciones diferenciadas del fenómeno de la masa. Como sabemos, el pueblo es el gran sujeto de la modernidad; en su nombre se construye la nación, se moderniza el Estado. Si los gobiernos liberales apostaban a presentar una multitud elegante en los sitios elegantes, representando sus propias aspiraciones a una modernidad europeizada y sin fisuras; las masas que igualmente los letrados ponen en escena para condenar, invadirán el espacio público para reclamar por una visibilidad protagonista que, también sin fisuras, garantice el acceso a un primer plano de la política nacional. Por ello la imagen de esa masa bastarda estará presente a lo largo de toda la modernidad ocupando sucesivamente el lugar de la nación dentro y fuera del Estado. No hay que olvidar el desarrollo de este fenómeno en Europa; como señala McClelland (1989), antes de la Primera Guerra Mundial las masas y la multitud eran aspectos diferentes de la misma cosa que pedía la atención de los teóricos sociales y los gobernantes. Después de la guerra no hay duda de que la Era de las masas ha llegado y que la forma que su política tomará será la forma de la política de masas. Todos comienzan a prepararse para la política plebeya. Y con ella irrumpe la violencia a gran escala: la masacre como forma de dirimir los conflictos con la multitud. En su estudio de la historia del concepto de masa, McClelland recuerda que la teoría de la masa se volvió teoría de la violencia apenas nacida e integró los argumentos antidemocráticos casi antes de que la democracia fuera un hecho completo. La masa sarmientina “se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual” (Sarmiento 1983: 29). Educación, civilización y cuidado son las virtudes que sacarán a esa masa de su barbarie. Lo interesante en Sarmiento es que esas masas rurales son complementarias también de otro elemento rural: el caudillo, que las domina y por el que son capaces de morir. La contraparte positiva de las masas bárbaras son, en el Facundo, los ciudadanos ordenados que en el campo y la ciudad, “no hagan masa”. Aunque Sarmiento no teoriza sobre la idea de masa, sí describe perfectamente –de acuerdo al adelantado saber de su época– su mecanismo, que es, sencillamente la entrega de los individuos a la

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irracionalidad, al impulso ciego, a la barbarie. La ciudad –espacio racional por excelencia– es el único sitio en donde las pasiones se refrenan, paradójicamente, por el contacto con los otros. Así como en la campaña los bárbaros se contagian unos a otros la barbarie, así en la ciudad se cura la enfermedad bárbara a través de la vacuna –el control– de la civilización que unos individuos se dan a otros. Queda clara detrás la teoría de la civilización-barbarie en Sarmiento la idea de que las masas son siempre un factor negativo, que hay que controlar a través de diferentes formas de disciplinamiento. Las masas son rurales y obedecen a sus instintos y al caudillo. Estas masas pueden estar compuestas por apenas unos pocos gauchos pero esto tampoco es impedimento para que Sarmiento las llame “hordas” porque lo que las define es su funcionamiento: arrasan todo a su paso, actúan sin una única finalidad, obedecen ciegamente a sus impulsos, desordenan y crean el caos allí donde se presentan. Letrado/ masa, letrado/horda son los extremos de las subjetividades en conflicto en el proceso de organización nacional según Sarmiento que, además hace coincidir esos extremos con los escenarios de la civilización y la barbarie: la ciudad y el campo. Ni la ciudad es moderna en Sarmiento ni el campo está lejos de los centros urbanos en su Facundo, por lo que los escenarios de la guerra se mezclan completamente en su versión. Masa es igual a belicosidad, a violencia. Por el contrario, para Martí ese sujeto plural aunque es indiferenciado, debe ser mirado con piedad y no sólo controlado porque el desborde que produce la represión es peor. Sin embargo, esas masas también actúan subterráneamente en la conciencia del letrado de Nuestra América (1891). Las masas ocupan un espacio que sigue siendo en Martí el de objeto de la escritura. Restringidas a ser un sujeto mudo y ciego, están, a la vez, condenadas a actuar –como todo sujeto subalterno– desde una resistencia que socave los cimientos de su enemigo y dominador. La fuerza de la masa, en Martí, no es territorial sino vectorial, oponiendo una y otra vez su fuerza muda e imponiendo, finalmente, no su voluntad sino la desarticulación del poder que la oprime. En Nuestra América parece que la masa es la fuerza de control por excelencia; nunca triunfa pero logra desarmar al enemigo en una guerra sin vencedores ya que ambos bandos se destruyen mutuamente. Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El

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Graciela Montaldo mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. […] Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador (Martí 1985: 28).

3. Más monstruo que el monstruo: “La Refalosa” de Ascasubi Como sabemos, la crisis política posrrevolucionaria en la Argentina, tiene progresivamente al mundo rural como uno de sus principales escenarios; con sus actores, caudillos, gauchos, montoneras.3 Ariel de la Fuente destaca un dato importante de este contexto: […] las movilizaciones encabezadas por los caudillos no eran ni estallidos espontáneos de violencia rural ni hordas descontroladas ni tampoco eran la expresión de una “democracia bárbara” o “inorgánica” ni un movimiento político de carácter igualitarista. Por el contrario, los gauchos y montoneros sabían que era una organización de carácter militar y, por lo tanto, con jerarquías y responsabilidades bien definidas. Es decir, la montonera no había escapado a la militarización que la política y la sociedad habían experimentado desde la independencia (Goldman/Salvatore 1998: 287).

Si, como los nuevos trabajos sobre caudillismo parecen demostrarlo, el caos de la barbarie se fue construyendo en la historiografía y los discursos públicos (y seguramente en los privados) de los letrados, veamos algunas formas de esa construcción y qué tipo de desorden representa la “masa bárbara” de las pampas, desorden contra qué y contra quién. Para la “Generación del 37” los componentes principales del surgimiento de la masa rural que protagoniza las guerras civiles son (Goldman/Salvatore 1998): la ruralización general del poder, la violencia como modo de competencia política y el mito del vacío institucional; Alberdi agregará dos atributos más: el caudillismo era un gobierno sin ley que se daba en un contexto de debilidad del Estado. Frente a esto, donde el enemigo común, la barbarie del caudillismo, no parece tener fisuras, desde el campo enemigo, el Rosismo, las cosas parecen exactamente inversas: 3

En “‘Gauchos’, ‘Montoneros’ y ‘Montoneras’”, Ariel de la Fuente dice que la palabra “montonera” tuvo su origen en la Banda Oriental durante las guerras de la Independencia y deriva de “montón”, “amontonarse” (en: Goldman y Salvatore 1998: 276).

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Éste [el Rosismo] asumió los rasgos plebiscitarios ya conocidos demostrando que para Rosas, el conflicto político, no devenía de una potencial amenaza de la plebe, sino de aquello que fue siempre foco de disturbios en el Río de la Plata: la elite dirigente dividida. Resolver este problema fue para el rosismo tarea fundamental. Por ello dicha tarea no la encaró, como quiso ver la versión canónica, con la sola utilización de la fuerza fundada en milicias de base rural y el carisma que tal condición podía hacer despertar entre habitantes incultos de las pampas. La inició, básicamente, en el interior de un universo político que ya no podía ni quería renegar de ciertas conquistas en el campo de la institucionalización política (Ternavasio en: Goldman/Salvatore 1998: 161).4

Lo que surge de esta versión, es un conjunto de campos enemigos que mutuamente se consolidan como sujetos de la lucha política y cultural y que usan a los que no tienen poder, en la negociación de facciones y alianzas que describió Halperín Donghi (1979) para la política y Ludmer (1988) para la literatura del siglo XIX. La gauchesca es quizás un género privilegiado para ver estos usos y desplazamientos. Hilario Ascasubi (militar, periodista, importador/ exportador, “diplomático”, 1807-1875), en el Paulino Lucero (1846, “trovos” referidos al sitio de Montevideo) creará la escena también privilegiada de constitución de la barbarie como masa pero enunciada desde sí misma, atribuida a la primera persona. No sólo tomemos el juicio de Borges y Bioy Casares sobre la obra: “[…] obra de un proceso paradójico, ya que el poeta, para significar el odio que le inspiran los federales, ha imaginado el odio que él inspira a un federal” (Borges/Bioy Casares 1984: XIV) aunque escenifica bien la constitución de sujetos en la coyuntura de la guerra (Ludmer 1988); pues se trata fundamentalmente del uso de una persona gramatical, la primera, que se desliza del singular al plural en la descripción de la barbarie. Trucos, retrucos, cartas, saludos, partes de guerra, indirectas, diálogos, contestaciones, salutaciones, súplicas, felicitaciones, casi todos los géneros empleados en el Paulino Lucero son formas de intervención de la primera persona, intervención contra el gobierno y la persona de Juan Manuel de Rosas, los federales, el enemigo político. Como lo han visto todos los críticos de la gauchesca, el uso de la primera persona es constitutivo del género; pero me interesa en Ascasubi, el deslizamiento al plural; el proceso de pluralización es el proceso de 4

“Entre la deliberación y la autorización. El régimen rosista frente al dilema de la inestabilidad política” de Marcela Ternavasio.

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“hacer masa” y, naturalmente, tiene que ver con la barbarie. La pluralización de Ascasubi parece una puesta en texto avant la lettre de los postulados de Le Bon en el diálogo de Jacinto Amores con Simón: Bien que los gauchos patriotas peliamos por afición; y en cuanto se arma una guerra, sin más averiguación de si es rigular o injusta, nos prendemos el latón, y dejando las familias a la clemencia de Dios, andamos años enteros encima del mancarrón, cuasi siempre unos con otros matándonos al botón. Así de la paisanada los puebleros con razón suelen reirse, porque saben que los gauchos siempre son los pavos que en las custiones quedan con la panza al sol; y el que por fortuna escapa de cair en el pericón, después de sacrificarse saca un pan como una flor, cuando tiene por desgracia que arrimarse a un figurón de los que al fin se asiguran del mando y del borbollón (Ascasubi 1984: 46).

Lejos de la versión militarizada del gaucho, Ascasubi subraya su inconsciencia y la manipulación de que son víctimas. Aunque el gaucho puede “cantar” sus males y advertir los manejos, el gaucho siempre “hace masa”. De modo que nos precipita, en el comienzo mismo del Paulino Lucero en la pérdida completa de la subjetividad –individual– en la masa. Lo mismo había pasado con la representación del indio en la literatura (basta recordar el clásico de Esteban Echeverría, La Cautiva de 1837) donde “los indios” son todos iguales (clara definición de la alteridad impenetrable). Los gauchos son manipulados entonces y hablan entre sí para quejarse de ello en la escena privilegiada que el letrado registra y que hace suponer que con sólo cambiar de manipu-

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lador, como en el castillo de la maga Felicia, todo se arreglará. Esta versión olvida, como enseñan los historiadores, que en lo que se refiere a los gauchos, su relación con los caudillos tampoco parece ser tan pacífica. Salvatore ha descrito el rosismo como un ritual político que se construía mediante todo tipo de símbolos, emblemas, fiestas públicas (como se construye la nación): Esta evidencia, aunque fragmentaria, refuerza nuestra creencia de que las adhesiones federales de los paisanos pobres no fueron ni “unánimes” ni “entusiastas”. Fueron más bien adhesiones “tibias”, condicionadas al cumplimiento de ciertas promesas por parte del aparato militar-judicial […]. Examinados en su conjunto, estos indicadores sobre donaciones, vestimenta y servicios militares parecen sugerir que si bien el régimen fue apoyado por los sectores subalternos de la campaña, este apoyo no fue todo lo intenso y activo que la historiografía revisionista nos hizo creer (Salvatore en: Goldman/Salvatore 1998: 215).5

Y, seguramente, mucho menos de lo que “hizo creer” la literatura. El intercambio económico por favores de lealtad política parece ser parte también del pacto de la masa gaucha con el caudillo sin que este intercambio aparezca muy tematizado en los discursos de los letrados. Salvatore sugiere que las adhesiones de los gauchos a los caudillos se construían trabajosa y cotidianamente en los rituales de la política. De allí la importancia de enardecer la tibieza a través de la letra. Ludmer dice que el género gauchesco representa la alianza; sobre Ascasubi señala que con él llegamos a la “gauchesca paradojal” con el escándalo del género: que el enemigo sea un gaucho. Y esto sucede en la mayor parte de las composiciones del Paulino Lucero, que refieren los dichos y “pensamientos” de los gauchos patriotas de la Banda Oriental enfrentados al caudillo a través de sus ejércitos. La crítica ha destacado sin embargo, en ese conjunto de textos, uno muy particular, “La Refalosa”, con que se inicia la secuencia de vejámenes en manos del subalterno que desarrollará ampliamente la literatura argentina en la secuencia del “monstruo” (El Matadero de Echeverría, La fiesta del Monstruo de Borges y Bioy Casares, El Fiord de Osvaldo Lamborghini). Estos textos describen la escena del ritual de la violencia política, deteniéndose en cada uno de sus pasos y representando –en los

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“‘Expresiones federales’: formas políticas del federalismo rosista” de Ricardo Salvatore.

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términos en que Canetti usa para describir la masa– lo social, el caos social que en ese momento ocupa la escena política argentina. “La Rafalosa” nos coloca en el origen de la violencia, en el encuentro desigual del individuo con la horda y, por tanto, en la escena del caos. Esto es lo que hacen los gauchos con los opositores en el régimen rosista en “La Refalosa”, la horda contra el hombre individualizado, que se diferencia (aunque sea, para el escándalo, como señala Ludmer, otro gaucho): Mirá, Gaucho salvajón, que no pierdo la esperanza, y no es chanza, de hacerte probar qué cosa es Tin tin y Refalosa. Ahora te diré cómo es: escuchá y no te asustés; que para ustedes es canto más triste que un Viernes Santo. Unitario que agarramos/lo estiramos; o paradito no más, por atrás, lo amarran los compañeros por supuesto, mashorqueros… (Ascasubi 1984: 128).

Se trata sólo del comienzo de la escena de tortura, que seguirá con más sufrimientos del enemigo político y mucho más disfrute de los verdugos; como dije, el texto comienza en primera persona singular y se irá pluralizando. “Desnudito”, el opositor queda expuesto a la mirada perversa de la horda; maniatado, se encuentra a su merced y se convierte en un objeto manipulable con lo que la masa empieza su ritual de anulación de la voluntad del otro y el manejo para sus fines (de diversión en este caso): “lo pinchamos,/ y lo que grita, cantamos”; y “Aquí empieza su aflición”. El ritual se consuma cuando el dolor de uno es el goce de los otros: cuanto más grita el federal, más se ríe y canta la masa porque lo que “más nos divierte” es cuando el torturado se empieza “a revolcar,/ y a llorar”. Lo peculiar de todos los textos de esta serie (que siguen el mismo proceso de pluralización del monstruo y a la que podemos agregar varias escenas del Facundo) es que, en todos, lo que hace monstruo al monstruo es la capacidad de gozar el sufrimiento del enemigo que cae bajo sus manos. Es esa capacidad la que define al monstruo como lo

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opuesto del humanismo liberal y esa capacidad se ejerce en la impunidad del anonimato, en el sujeto pluralizado de la masa bárbara, la multitud que contamina cuanto toca, daña, perjudica e impide, finalmente, la consolidación de la modernidad pues corroe la disciplina. El gozo ante el suplicio ajeno (ya lo mostró Foucault en Vigilar y Castigar) no es nuevo durante la modernidad; sí lo será su penalización en nombre de valores universales y humanos. La masa salta esa diferencia, la multitud –en la representación de la elite– es premoderna y punible por vivir fuera de los valores de su época; representará el pasado, la oscuridad de lo humano, poniendo en peligro todo el sistema. De allí que no haya sino un camino contra ella: su represión. Aquí es donde se debe ejercer en toda su amplitud la función letrada; ellos no se quedarán atrás porque expondrán la masa –como en este texto– a la luz pública, haciéndole decir, de su propia boca, todo lo que se considera atroz, todo lo que atenta contra los nuevos regímenes de conducta ciudadana y denunciándola. La masa, esta masa, no es sólo manipulable: es perversa porque goza con el horror y, por tanto, es doblemente penalizable.6 Los pasos de la tortura se cumplen completamente: a más dolor más goce; el suplicio se acompaña de la burla (lo besan para mejor vejarlo): “¡Qué jarana!/ nos reímos de buena gana/ y muy mucho”. La tortura concluye con la víctima resbalando en su propia sangre y abandonada a las aves carroñeras y la amenaza del mazorquero a cualquiera que luche contra la Federación. El ritual escenifica el poder en la sociedad argentina posrrevolucionaria; masa y violencia forman una pareja que no se puede separar en la representación de la política. Para Ascasubi, bajo el rostro de la multitud se puede hacer todo, incluso aquello que horripila al nuevo orden republicano, moderno, porque la escena de la multitud, la fiesta del monstruo, cubre con un manto ante la vista de la disciplina todo lo prohibido y, por tanto, lo autoriza. La multitud oculta y el letrado hace visible, en la escritura, el horror, lo pone al descubierto y lo denuncia. 6

A diferencia, por ejemplo, de la representación de los indígenas en la literatura argentina, a quienes no se cuestiona por gozar de su barbarie porque son la barbarie. El indio ha dejado de ser un enemigo importante porque está siendo confinado y aunque su exterminio no se ha concretado no importa el mismo peligro que las nuevas clases peligrosas de la Argentina ya que no hay lugar para él en la nueva política republicana (con Sarmiento, Alberdi, incluso con Rosas). Pero las oposiciones al interior de la elite sí son peligrosas y ellas usarán a la multitud en las luchas por el poder.

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El terror que nos produce la escena no es sólo el del relato del dolor físico, la humillación y la tortura, es ante todo la exhibición del goce pecaminoso porque no se sustenta en el placer del otro sino en su sufrimiento. Esa exhibición coloca a la multitud fuera del orden de lo humano, la desintegra como subjetividad y la arroja al mismo sitio en que ella coloca al individuo opositor: el otro lado de la frontera de la vida en común. Los trovos del Paulino Lucero tienen todos una “explicación” inicial, que sitúan la escena y la hacen legible (¿a quién?). La explicación que está a la cabeza de “La Refalosa” relativiza, sin embargo, el ritual de la violencia o lo atenúa en el mundo de lo posible ya que se nos dice que es una “amenaza” de un mazorquero a un soldado de la Legión Argentina durante el sitio de Montevideo; el trovo termina de esta manera: “Con que ya ves, Salvajón;/ nadita te ha de pasar/ después de hacerte gritar:/ ¡Viva la Federación!”. ¿Hemos leído sólo una amenaza? ¿Esto no es lo que pasó sino “lo que puede pasar” si alguien se maloquea frente al poder? ¿La violencia que hemos visto representar es sólo posible y la desata la desobediencia? El marco de la escena se vuelve muy importante. Creo que el matiz que introduce es fundamental pues una vez más es la amenaza lo que la escritura pone en escena, poniendo en escena también sus propios fantasmas. El monstruo, como dice César Aira, necesita un cazador y la letra parece ser la mejor de las tramas para cazar al huidizo y, a la vez, para reproducirlo al infinito en el canto del gaucho. El monstruo temido por la modernidad, la masa, puede venir en cualquier momento y la voz del gaucho se hace portavoz de su amenaza que pervive en el canto. 4. Final Para terminar, sólo quisiera agregar que la masa, la multitud, es un sujeto para las elites políticas de la Argentina, un sujeto que se diseña sobre el fondo de la modernización como su sobra, como el resto. Será el gran sujeto peligroso de la cultura que se expande más allá de los límites de la representación. El monstruo, el fantasma, la amenaza, que diagnostica la imposibilidad de ser modernos y la fatal tendencia a la barbarie pero que también logró constituir un discurso por fuera de la modernización. Y si bien este discurso no es una contestación a la imposición de la modernidad como globalidad y hegemonía, se consti-

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tuye como una diferencia en la que podemos leer otras representaciones de lo social. Bibliografía Aira, César (2001): “Dos notas sobre Moby Dick”. En: Babelia. Suplemento de El País, 12 de mayo de 2001. Edición online: . Ascasubi, Hilario (1984): Paulino Lucero. En: AAVV: Poesía Gauchesca I. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 37-303. Beasley-Murray, Jon (2000): “Hacia unos estudios culturales impopulares: la perspectiva de la multitud”. En: Moraña, Mabel (ed.): Nuevas perspectivas desde/sobre América Latina: El desafío de los estudios culturales. Santiago de Chile: Cuarto Propio, pp. 149-167. Benjamin, Walter (1989): “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. En: Discursos interrumpidos. Buenos Aires: Taurus, pp. 17-57. Borges, Jorge Luis/Bioy Casares, Adolfo (1984): “Prólogo”. En: AAVV: Poesía Gauchesca I. México: Fondo de Cultura Económica, pp. VII-XXII. Buck-Morss, Susan (2000): Dreamworld and Catastrophe. The Passing of Mass Utopia in East and West. Cambridge/London: The MIT Press. Bürger, Christa/Bürger, Peter (2001): La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot. Madrid: Akal. Canetti, Elías ([1960] 2000): Masa y poder. Barcelona: Muchnik Editores. Chevalier, Louis (1973): Laboring Classes and Dangerous Classes in Paris During the First Half of the Nineteenth Century. New York: H. Fertig. Darío, Rubén (1985): Poesías. Caracas: Biblioteca Ayacucho. Goldman, Noemí/Salvatore, Ricardo (comps.) (1998): Caudillismos rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema. Buenos Aires: Eudeba. Halperín Donghi, Tulio (1979): Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla. México: Siglo XXI. Hardt, Michael/Negri, Antonio (2000): Empire. Cambridge/London: Harvard University Press. Le Bon, Gustave ([1895] 1995): The Crowd. New Brunswick (N.J.)/London: Transaction Publishers. Leopoldo Lugones (1972): El Payador. Buenos Aires: Huemul. Ludmer, Josefina (1988): El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. Buenos Aires: Sudamericana. Martí, José ([1891] 1985): Nuestra América. Caracas: Biblioteca Ayacucho. McClelland, J. S. (1989): The Crowd and the Mob. From Plato to Canetti. London: Unwin Hyman. Molloy, Sylvia (1994): “La política de la pose”. En: Ludmer, Josefina (comp.): Las culturas de fin de siglo en América Latina. Rosario: Beatriz Viterbo, pp. 128138.

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IV Género, conciencia nacional y representación del ‘Otro’

Karl Hölz

Universität Trier

Conciencia nacional y herencia colonial. El orden de los sexos en la literatura patriótica de México

1. La mirada doble a la historia y los sexos Es sabido que la literatura del siglo XIX se caracteriza por su objetivo de fundar una identidad cultural, después de haber logrado México y los otros países latinoamericanos la independencia política. La autodefinición literaria, por supuesto, no se articula por medio de una ruptura radical con la tradición colonial. Los pensadores de la independencia mental mexicana defienden una relación conflictiva con la tradición cultural europea y sobre todo española. En los tratados que dan forma al programa de la emancipación literaria destacan dos actitudes complementarias. Por un lado, se trata de buscar una voz propia y de liberarse de la perspectiva del llamado eurocentrismo. Este anhelo de crear por medio de la literatura algo así como una conciencia de identidad y más, de fomentar la certeza de la dignidad de lo americano, une a los literatos, a pesar de las diferencias que existen entre los liberales y los conservadores, los yorquinos republicanos y los escoceses centralistas. Guillermo Prieto, en su retrato de la vida literaria durante las primeras décadas del siglo XIX, resume de manera programática los motivos de las actividades culturales, en la fórmula: “mexicanizar la literatura emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar” (1985: 96).1 Por otro lado, el estudio del fundamento de la literatura nacional, no puede renunciar al análisis de los grandes modelos de la tradición cultural de Europa. No solamente los poetas neoclásicos, sino hasta el mismo Ignacio Altamirano, fundador de una teoría de la literatura nacional, reconocen la necesidad de situar su deseo patrióti-

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La historia de la emancipación cultural se describe en Zea (1949: 55-56); Martínez (1955); Hölz (1990).

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co de originalidad en una continuidad cultural con Europa.2 Corresponde entonces a las metas del programa teórico de la emancipación americana el que la literatura patriótica se abra sobre todo a la cultura francesa con reminiscencias directas a los filósofos de la Ilustración (Folkerts 1969), pero también a las obras de François René de Chateaubriand, Victor Hugo, Alexandre Dumas (padre e hijo), Honoré de Balzac, Alphonse de Lamartine, Eugène Sue o Alphonse Karr (Brushwood 1973: 170). La mirada hacia el Viejo Mundo, por supuesto, no debe poner trabas a una asimilación creadora de conceptos y temas. Así, Altamirano subraya “la gran utilidad de estudiar todas las escuelas literarias del mundo civilizado”, pero previene al mismo tiempo contra el peligro de una “imitación servil” (Altamirano 1949: 14-15). Lo propio y lo ajeno entran en una relación de diálogo, constituyendo un fondo plurivalente. En lo que sigue queremos analizar esta ambivalencia, la que nos parece significativa para los primeros testimonios de la literatura patriótica. Puede ser que la “visión borrosa” a principios del siglo XIX (1832-1854) (Brushwood 1973: 152) se deba a una época de transición y de confusión en la cual el colonialismo y el nacionalismo, el conservadurismo y el liberalismo o el neoclacicismo y la rebelión romántica favorecen precisamente la coexistencia de diferencias ideológicas. La autodefinición de la americanidad se realiza en un contexto en el cual el descubrimiento de la originalidad latinoamericana se asocia a la tradición europea con reminiscencias mentales a la herencia colonial. En 1928, el crítico dominicano Pedro Henríquez Ureña redacta sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión hablando de una situación compleja que obliga a los americanos a vacilar entre el “afán europeizante” (la tradición) y la “rebelión” (Henríquez Ureña 1973: 137-138). No solamente la historiografía3 sino también los mismos autores del siglo XIX reconocen que después de haber logrado la independencia política, los países latinoamericanos siguen padeciendo una continuidad de los hábitos y pensamientos coloniales. Pensadores como el argentino Esteban Echeverría, el chileno José Victorino Lastarria o el venezolano Andrés Bello se quejan de los lastres coloniales, anunciando ahora su lucha contra “el podero2 3

Los lazos de la cultura europea con la conciencia americana en el siglo XIX se discuten en Hölz (1998a). La permanencia de las estructuras coloniales en los países latinoamericanos se describe en König (1998).

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so espíritu que el sistema colonial inspiró a nuestra sociedad [americana]” (Lastarria en: Martínez 1955: 13). Los autores se refieren sobre todo al sistema de la administración social que garantiza fueros a los descendientes españoles, los que están en pugna con sus ideas de igualdad. Pero –y este es el punto central de nuestro estudio– los pensamientos coloniales siguen siendo válidos también dentro de la filosofía americana. La valoración de la cultura americana y la formación de lo que el publicista José Victorino Lastarria llama “la independencia del jenio” (1885: 112) se construyen con ideas europeas y hasta de origen colonial. Como rector de la Universidad de Chile, Andrés Bello pronunció en 1848 un discurso sobre la independencia cultural. La imitación de la ciencia de Europa –dice el erudito– es legítima si las lecciones se ilustran “con aplicaciones locales” y reciben “una estampa de nacionalidad” (Bello 1848: 372). Se trata por lo tanto de esta “asimilación de influencias estranjeras orientadas en un sentido nacional” (Rodó 1928: 347)4 que vamos a elaborar en las autodefiniciones mexicanas. Nos interesa la funcionalización de lo ajeno para lo propio en el proceso de los propósitos nacionales del siglo XIX. Con el regreso histórico a la época de la Conquista queremos dirigir la mirada hacia la problemática del conflicto cultural. Aunque la literatura patriótica del siglo XIX se conciba como antítesis del discurso colonial, sí se vale de estrategias de la subordinación. ¿Cómo se presenta entonces el discurso colonial y cuáles son sus modalidades que le permiten sobrevivir en la literatura patriótica? En otras palabras, ¿cuáles son los axiomas que las actitudes contrarias del colonialismo y del patriotismo americano tienen en común? La hermenéutica colonial funda su idea de cultura dominante en un concepto jerárquico entre el yo y lo otro. En la ética colonial, el Nuevo Mundo no posee, como sabemos, una voz propia. Al concebir los cronistas por ejemplo la diferencia cultural de las Indias conforme a sus esquemas europeos, descubren en lo ajeno una insuficiencia o una imperfección de lo propio. La otredad se define –como lo ha mostrado Tzvetan Todorov en su libro La conquête de l’Amérique. La question de l’autre (París 1982)– por la negación de lo propio. La diferencia cultural no se percibe en sí misma, sino que sirve para afir4

Cf. también Pimentel (1885: 712-713).

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mar la superioridad del sujeto occidental. La desigualdad cultural entre Europa y las Indias se refleja –y esto es lo que nos interesa en adelante– en el orden de los sexos, de manera que se establece un analogismo de atribuciones diferentes: Europa se identifica con valores como civilización, razón, espíritu, orden, actividad, superioridad, finalmente, sujeto masculino. Las Indias se piensan en categorías complementarias como barbaridad, sensualidad, cuerpo, caos, pasividad, inferioridad y lo femenino.5 El discurso colonial extrae su jerarquía de valores de una tradición misógina de la filosofía moral.6 Juan Ginés de Sepúlveda (1491-1571), autor de la ética militante de la Conquista y contratacante de Las Casas en la cuestión del justum bellum contra los bárbaros, discurre sobre cómo la lógica de la misión educativa coincide con la lógica de la sumisión étnica y biológica: Es justo y natural el dominio de los prudentes, buenos y humanos sobre sus contrarios. [...] Con perfecto derecho los españoles ejercen su dominio sobre esos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio y todo género de virtudes y humanos sentimientos son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos, las mujeres a los varones, los exageradamente intemperantes a los continentes y moderados (finalmente cuanto estoy por decir los monos a los hombres) (Sepúlveda 1979: 81).

Las construcciones sexuales del pensamiento colonial se dejan entrever de manera muy intuitiva en un grabado de Jan van der Straet (1523-1605) titulado “Vespucio descubre América”. Este grabado sirvió de ilustración a Quattuor navigationes de Vespucio.7 Vespucio describe sus expediciones, pero previene también contra las barbaridades exorbitantes de la cultura indígena. En el texto de Vespucio así como en el grabado de van der Straet la descalificación moral y cultural se efectúa conforme al orden de prelación de los sexos.

5 6 7

Cf. las lúcidas observaciones de Todorov (1982). La raigambre del discurso colonial con la misoginia de la antigüedad, de la edad media y sobre todo de la tradición bíblica se estudia en Hölz (1998b: 37-79). Una interpretación del grabado de van der Straet se encuentra en Schmidt-Linsenhoff (1999).

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La descripción de la escena no presenta dificultades:8 Américo Vespucio penetra en terreno ajeno. Como navegante italiano al servicio de españoles y portugueses descubre la desembocadura del Amazonas. Vespucio está de pie enfrente de otra persona. Las naves que anclan en la bahía nos indican que los conquistadores acaban de llegar. Al conquistador se le conoce por su vestidura. Va armado y lleva la bandera de la cruz y un astrolabio. Fija su mirada en otra persona, en una mujer desnuda sentada en una hamaca. Ella le tiende la mano en un gesto de invitación. Detrás de su mano izquierda oculta una maza que está afirmada en un árbol. Animales y árboles rodean a la mujer. Al fondo, un grupo de mujeres atraviesa cuerpos humanos con un asador. Un lema en latín, debajo del grabado, comenta la escena: Americen Americus retexit semel vocavit inde semper excitam. (Américo descubre América. La llamó una vez, siempre la llamaré por su nombre.)

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Para una interpretación del grabado cf. Schülting (1997: 13-14).

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El “contacto” de las culturas se puede resumir en algunas observaciones significativas: a) Vespucio ve el Nuevo Mundo representado en la figura de una mujer. La cultura ajena se da a conocer bajo dos facetas: la fascinación que nos produce la belleza de la mujer y el elemento bárbaro que toma forma en la escena de canibalismo al fondo del grabado. La experiencia contradictoria del Nuevo Mundo, fascinante y al mismo tiempo repugnante, coincide con la imagen de la mujer, tal como la concibe el discurso patriarcal. Denis Diderot –más tarde– la sintetiza en la fórmula: “Les femmes sont sujettes à une férocité épidémique. [...] plus civilisées que nous en dehors, elles sont restées de vraies sauvages dedans” (Diderot 1966: 257 y 260). b) Vespucio se impone en el grabado como un individuo civilizado. Lleva consigo las insignias de la cruz y de la ciencia (el instrumento de navegación). Además, lleva una cota de mallas y esconde bajo su vestido la espada, instrumento de la conquista. Vespucio penetra en el Nuevo Mundo con su bagaje cultural y se introduce como representante de la civilización europea. Como sujeto masculino se protege doblemente contra la naturaleza femenina: con su armadura y con la autoridad de su mensaje bíblico y cultural. c) El Nuevo Mundo se presenta en una escena de descanso. La hamaca, la desnudez, la mujer con su mano extendida sugieren imágenes del paraíso. La toma de posesión parece fácil, dado que la mujer recibe al intruso con un gesto de invitación. Pero la escena caníbal al fondo del grabado y la maza de la mujer en el primer plano dejan entrever los peligros manifiestos y latentes de la conquista. La imagen del paraíso no es estable. La corrupción moral de los indios se refleja en la falta civilizadora de la mujer y en su inclinación a defenderse contra las medidas educativas. El colonizador proyecta los peligros que le esperan en la imagen de la ferocidad femenina. d) El grabado se estructura según oposiciones calificadoras. Las oposiciones en el plano visual son:

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hombre lo propio vestido con atributos culturales fuerza/armas estar de pie actividad hablar

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mujer lo ajeno desnudo sin atributos culturales sumisión estar sentado pasividad escuchar

Las oposiciones en el plano simbólico son: Europa centro civilización orden racional y moral superioridad defensa razón control de los afectos colonizador cultura actuante independencia

América periferia naturaleza barbarie inferioridad actitud indefensa sentimiento, afectos sensualidad colonizado cultura sometida dependencia

2. La semántica sexual en el discurso patriótico La argumentación colonial confirma la tesis de que la conquista de Las Indias se relaciona con un deseo masculino de poseer lo femenino o de dominarlo. Esta observación nos lleva al siglo XIX. Parece ser una convicción común de que la herencia colonial del poder viril deja sus huellas en la historia de los latinoamericanos. Por consiguiente, Octavio Paz habla del “malinchismo” y del acto violento de “chingar” cuando explica el nacimiento del ser mexicano por la colonización (Paz 1976: 70-71). Jorge Carrión da una interpretación psicoanalítica de lo mexicano y deja al descubierto un complejo de Edipo. Este se manifiesta en la lucha de la población mestiza contra los descendientes españoles de la conquista. En el movimiento de la independencia, los mexicanos reaccionan contra el “poder paterno [...] que usurpa las dulzuras del seno maternal” (1970: 24). Para Carrión, la política colo-

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nial puso en práctica una diferencia entre los españoles y los indios, siguiendo los paradigmas semánticos de lo masculino y lo femenino: “Para él [el mestizo] España es el engendrador violento, el germen masculino móvil y activo, la autoridad; es el padre. Padre España y madre indio son símbolos que se mezclan en el complejo sicológico del mestizo, del mexicano” (12). La argumentación de la crítica moderna se ve prefigurada en la literatura patriótica dado que ésta se vale precisamente de las atribuciones sexuales para situarse en su contexto histórico de la independencia nacional. Si los autores defienden una actitud anticolonial, continúan refiriéndose a mecanismos sexuales de la valoración. En un cambio de perspectiva, lo propio de la cultura latinoamericana se representa en categorías de lo masculino mientras que lo europeo, aquí la presencia colonial, se convierte esta vez en manifestaciones de lo femenino. Los tópicos patriarcales sobreviven en el discurso nacional del siglo XIX destinados ahora a interpretar las nuevas constelaciones históricas. Según la doble imposición de sus facultades, la mujer puede cumplir la función de ilustrar el estado cultural de dos maneras. En su ser natural e inconsciente y gracias a su virtud, su belleza y su sensibilidad, la mujer apoya el accionismo masculino con su gracia femenina. Con la apariencia de su bella alma, el sujeto femenino desempeñará un papel de idealización en la retórica del patriotismo. Su ser sirve para embellecer las proyecciones masculinas del mundo político. Por otro lado, por su falta de competencia racional y moral, lo femenino sucumbe a la tentación de la corrupción y se ve culpado de impedir el progreso del orden masculino. Con este defecto, lo femenino se asocia a lo ajeno que esta vez se identifica con el poder proscrito de los representantes virreinales, a saber con los partidos opuestos a la emancipación patriótica. En el conflicto de las culturas los roles se reparten según la nueva visión anticolonial, pero la cultura ajena aún se ve reducida a su estado defectuoso. Los conceptos del anticolonialismo y del patriarcalismo se sobreponen y fundan el carácter transdiscursivo de la filosofía patriótica. A continuación queremos analizar la descolonización mental en el limitado campo de la literatura criolla. Por razones históricas y sistemáticas sería necesario estudiar las interferencias sexuales y patrióti-

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cas también para los grupos étnicos de indios y mestizos.9 La diferenciación étnica se hace necesaria dado que, hasta la mitad del siglo XIX, México no dispone de un concepto de nación en el sentido jurídico (Dumas 1982) ni lleva a la práctica la idea de la soberanía del pueblo (López Cámara 1969). Tanto las posiciones opuestas de la política conservadora y liberal como las perspectivas divergentes entre “indianistas” o “criollistas”, interpretan la jerarquía étnica en un sentido cada vez diferente. Así la participación en el desespañolismo se discute entre los criollos y los españoles, los mestizos y los criollos o los indios y los mexicanos de origen europeo. Si la unidad patriótica no existe en los intereses plurivalentes de las diferentes etnias hay, sí, una estrategia común en la oposición a la dependencia colonial. El discurso patriótico se sirve siempre de las distinciones sexuales para expresar las nuevas condiciones de la pretendida autonomía nacional. 2.1 El constructo femenino del mundo colonial La imagen del enemigo colonial es predominante en las obras históricas de la literatura patriótica. Los autores que tratan los asuntos nacionales como la conquista, la inquisición o la guerra de independencia, desechan sistemáticamente la idea colonial de la superioridad moral o cultural de España. Dentro de la novela histórica, ejemplos como Gil Gómez el insurgente o la hija del médico (1859) de Juan Díaz Covarrubias o Sacerdote y caudillo (1869) de Juan Mateos, demuestran que el impulso de renovación pasó de la iniciativa española a la actividad mexicana y americana. La pérdida de la autoridad colonial de los españoles constituye también el fundamento narrativo del cuento La condesa de Peña Aranda (1844) de Ramón Isaac Alcaraz (1823-1886), miembro de la Academia de Letrán y director de la Academia Nacional de Bellas Artes. El autor narra un episodio que sucedió en el año 1807, fecha en la que a causa de la invasión francesa en España se forma la voluntad criolla de independencia. María, huérfana de madre e hija de un partidario criollo de la independencia, es el personaje principal. Con sus modales y su carácter, asume al principio –es decir en la cercanía mo9

Presentamos este análisis más amplio en el estudio “Nationale Besinnung und koloniales Erbe. Patriotische Heldenbilder zwischen Natur und Geschichte” (Hölz 1998b: 80-120).

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ral de los ideales patrióticos– los tópicos de la mujer ideal. Aparece como un ángel. De joven aprende a tocar la guitarra para mejorar la suerte del infeliz padre capturado por los españoles. Conforme al dictado de los papeles sexuales, María se sacrifica “para procurarle su subsistencia y su bienestar” (Alcaraz 1985: 380). Aún después de la muerte de su padre y después de lograr el ascenso social a condesa, el personaje de María presenta rasgos casi divinos: [...] con toda la hermosura de su rostro y la viveza de sus ojos negros, con su blanco ropaje de finísima seda, con su velo trasparente, que ocultaba apenas las formas hechiceras de su seno, con su negro cabello esparcido por la espalda y entretejido con jazmines y violetas, con su guirnalda y con sus joyas ricas y preciosas, parecía una de aquellas visiones celestiales que agitan los ensueños de los amantes afortunados, o más bien una de aquellas imágenes divinas que los pintores o los poetas crean en uno de sus momentos felices de inspiración (376).

No obstante, el afán retórico de sublimación deja entrever un aspecto erótico y a la vez de mal augurio. Con esta disposición María se convierte en una figura alegórica que ilustra la decadencia moral de la sociedad colonial. La entrada de María en la corte virreinal da a conocer no solamente la natural inclinación de la mujer a la corrupción, sino que explica además el estado corrupto de los representantes coloniales. María sufre ya de diferentes maneras las intrigas del viril poder colonial. Como víctima sexual cae en un círculo fatal de relaciones amorosas. El viejo y rico Conde de Peña Aranda la corteja y rescata de su miseria social. Al mismo tiempo, el joven cortesano Alfonso galantea a María. Cuando María le da calabazas, éste se venga. Alfonso le procura otro novio y denuncia al final la relación amorosa de María con el amigo. Finalmente, María expía su infidelidad conyugal con un castigo triple: su marido la repudia, Julián la abandona y Alfonso la compromete de manera ignominiosa. La caída de María en el repudio social sigue un mecanismo simbólico. Como “juguete de hombres perversos” (380), María queda expuesta a los motivos masculinos de opresión e incurre en las correspondientes medidas punitivas de venganza, repudio y orgullo. María experimenta la realidad colonial como un acto viril de posesión y confirma con su historia aquel teorema según el cual la conquista es una conquista de la mujer. Al final, la historia de María se revela en su sentido alegórico en el cual la ideología de la independencia busca dar forma a su propia visión de la realidad política en Nueva España.

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La dimensión alegórica del discurso patriótico no se reduce únicamente a la explotación sexual de la mujer. María no es del todo inocente de su toma de posesión colonial. Busca el matrimonio desigual con el Conde Peña Aranda obedeciendo a impulsos de vanidad y presunción. María persigue con premeditación la subida del “miserable cuarto sucio y oscuro” al “palacio rico y esplendente” (381). Le sirve su acogida a la corte aristócrata para participar del lujo vanidoso de los paseos, teatros y tertulias (381). Junto con su virtud, María traiciona su descendencia familiar en el campo patriótico. Pero es significativo del vigor del pensamiento patriarcal el que María cometa su pecado colonial seducida por sus inclinaciones naturales. Además de la inexperiencia en “las cosas de este mundo” (380), María es víctima de otra construcción de la imagen femenina. Se entrega a los vicios del falso mundo colonial y a las intrigas seductoras de sus rivales por el defecto de su doble naturaleza. El comentario del narrador no deja duda sobre la dimensión alegórica y la construcción tópica de María: ¡Oh! mujer, obra incomprensible de la creación, conjunto de luz y de tinieblas; tú, cuya misión sobre la tierra debería ser de paz y de caridad, de amor y de consuelo, ¿por qué contra las leyes mismas de tu naturaleza, te conviertes a veces en la manzana de la discordia, a veces ocultas bajo el atractivo de tus encantos un veneno corrosivo, y ora con un desprecio das la vida, y ora con una caricia das la muerte sin que nadie alcance a ver en el fondo de tu alma para comprenderte? (379).

El hecho de ser María y Eva, santa y prostituta a la vez –como lo reprochará a María su marido ofendido (386)– señala la inconstancia política y explica los dos roles que María adopta como víctima patriótica y oportunista colonial. Pero con el determinismo biológico todavía no se agota el simbolismo de la mujer que reniega su descendencia mexicana. Le importa mucho al narrador esbozar con el retrato egoísta y materialista de la sociedad colonial un contraste emocionante en favor del movimiento republicano de su tiempo. El narrador dirige la palabra al lector sensato y patriótico que con las ideas de “libertad” y “humanidad” se distancia de los deslices de corrupción y explotación narrados en el cuento (374). Así, el ejemplo de María no solamente ilustra la condición moral y biológica de la mujer, sino que refleja también –en el nivel alegórico– una contradicción colonial. Según la opinión del narrador, la ideología de la conquista con sus anhelos de civilización y evangelización ha fallado. En vez de legitimarse por

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valores como “cultura” o “adelanto civilizador”, la presencia de los españoles en México ha establecido una “farsa de nobleza” fundada sobre una “sacrílega mezcla de impiedad, de religión y de orgullo” (373). El narrador circunscribe su juicio parcial contra la administración colonial con palabras que resumen en una analogía exacta el destino de María. La decadencia moral de la corte virreinal se visualiza en una personificación femenina. Como “hija de las riquezas”, “hija quizá la más ignorante y la más fatua” (373), la corte colonial comparte finalmente con María la natural bipolaridad: “Este era en efecto el carácter distintivo de nuestra sociedad; era ésta una matrona de dos caras, de las que en una se veían las huellas profundas de la más desenfrenada prostitución y en otra la máscara, no de la virtud, sino de la más simulada hipocresía” (373). Se pone de manifiesto la existencia de dos concepciones diferentes con respecto a la historia colonial. La perspectiva española, que el cuento cita y critica, sostiene la idea de su superioridad “masculina” y la lleva a efecto en manifestaciones de una conquista erótica. La mirada patriótica, en cambio, quita a los españoles sus privilegios “masculinos”, calificando la corte por sus falsas y “femeninas” pretensiones de valores civilizadores. En los dos casos, el orden de los sexos se inscribe en la autodefinición de un sujeto que marca su diferencia frente a otro. Si hay persistencia de relaciones jerárquicas que dan contenido a la génesis de la conciencia patriótica, la intención sigue siendo, por supuesto, la mencionada llamada de las aplicaciones americanas. El discurso colonial se ve derogado en la literatura patriótica por sus propios mecanismos de dominación. Por cierto, la imagen femenina resulta para la corte española menos lisonjera que para la protagonista. Sin embargo, la contradicción interior y la debilidad moral constituyen rasgos comunes que ahora indican un dilema de la autodefinición patriótica. El cuento reduce a María de manera esencial a su naturaleza biológica mientras que el narrador imagina el estado femenino de la corte colonial como políticamente superable. María debe sufrir la seducción de la corte como “juguete de la suerte” (388) y como víctima de su naturaleza. Los atributos femeninos de la sociedad colonial, por el contrario, pueden ser destituidos por la voluntad patriótica y además –como se verá en lo que sigue– por la competencia masculina del movimiento de independencia. Las proyecciones femeninas se marcan, en el discurso patrióti-

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co, por una ruptura decisiva. En el plano alegórico, el prejuicio colonial de la inferioridad de lo femenino afecta ahora a la misma autoridad española. La alegoría histórica se piensa como fenómeno procesual y queda absorbida por el optimismo de la emancipación patriótica. El sujeto femenino, en cambio, queda fijado a lo “eterno femenino” y se presume en su esencia estática, antropológica. Marca la distancia al ideal patriótico. Es verdad que por su sufrimiento la mujer puede poner al descubierto los defectos coloniales, pero no es capaz de forjarse su fortuna ni de asumir una responsabilidad política. 2.2 El constructo masculino de la americanidad La falta de patriotismo atribuida a la mujer en el pensamiento de la independencia contrasta con las proyecciones de poder y de capacidad viril. Valores masculinos como “valentía”, “fuerza”, “gloria”, “honor”, que antes acompañaron la presunción colonial, sirven ahora para alzar a los representantes del nuevo orden anticolonial. No es una casualidad que el pensador reformista José Joaquín de Mora se refiera a “una especie de edad viril” (Martínez 1955: 25) para cantar la independencia mental de los países latinoamericanos después de la opresión colonial. Del mismo modo, Félix Frías postula una “tendencia activa, varonil, militante” (Rodó 1928: 327) a la cual le es dado únicamente elaborar una poesía nacional. Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842), traductor de obras grecolatinas, francesas e italianas y partidario del movimiento romántico, ha tematizado el cambio de papeles sexuales en su drama Muñoz, visitador de México (1838). La acción ocurre en 1567 y se centra en el reinado tiránico del oficial colonial Muñoz. Este pretende dominar dictatorialmente a sus súbditos, apoyándose en el poder venal del dinero y las prácticas represivas de la inquisición. Muñoz se sitúa sobre todo, –según su pensamiento colonial– en la tradición de la explotación sexual. Posee a Celestina, esposa del criollo Sotelo, con todos los recursos de la violencia. Como representante del gobierno español se vale de su “poder soberano” especialmente al calificar bajo su mirada colonial a los criollos y naturales como “pueblo débil y humillado” (Rodríguez Galván 1838: 341). Aspectos completamente diferentes se identifican entre los rebeldes criollos que se agrupan alrededor de Sotelo. Su pretendida sumi-

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sión, desde hace mucho tiempo ha dejado paso a la decisión firme de matar al tirano “con valor y constancia” (322-323). En una competencia noble, los criollos rebeldes rivalizan entre sí para “conquistar” laureles y para dar a los mexicanos la certeza “de ser libres y de ser fuertes”. Conscientes de sus valores criollos se acuerdan de sus virtudes guerreras como fuerza, valentía y audacia (370). En su esfuerzo de liberación se cuidan de que su reputación patriótica no se tizne por una acción indigna. Matar a Muñoz no basta como prueba de magnanimidad. El acto libertador se ha de ejecutar según las reglas del “pundonor” en el cual los criollos buscan la afirmación de su masculinidad. Saben que para desestabilizar el poder colonial tienen que invertir también las atribuciones sexuales. La acción política y la ética de la masculinidad se unen para fundar un heroismo verdaderamente ideal y épico. Lo que las protagonistas femeninas solamente vislumbran en sus ideas indefinidas de amor –lamentan la pérdida de las virtudes caballerescas de Amadís, Reinaldo o Bradamante (303-304)– los rebeldes lo cumplen con energía viril: Pues bien, vamos a buscar/ la gloria con el acero./ Venturoso del primero/ que el golpe [a Muñoz] le pueda dar./ Pero vuelvo a repetir:/ aunque es Muñoz un tirano,/ nadie levante la mano/ para en la espalda le herir./ Que es de cobardes acción,/ y siempre infame su nombre,/ aquel que mata algún hombre/ con vil y baja traición./ Y si no, al mayor guerrero/ que el mundo miró asombrado,/ y cuyo nombre ha sonado/ en uno y otro hemisfero,/ al Cid, a ese gran león,/ un rebozado puñal/ pudiera haber hecho igual/ a los Condes de Carrión (325).

La participación en la lucha contra el poder colonial transcurre para hombres y mujeres bajo condiciones diferentes. Los rebeldes masculinos pueden, conscientes de sí mismos, remitirse a sus virtudes patrióticas, mientras que la constancia moral de los sujetos femeninos siempre queda en duda. Aún más, las mujeres –con su natural inclinación a la corrupción– son sospechosas de traición patriótica. Al no querer Celestina revelar a su marido el nombre de su opresor, porque éste amenaza con asesinar a Sotelo, la esposa se ve culpada con el catálogo de los pecados femeninos. Sotelo, como guardián del honor de su esposa, se cree obligado a hacer frente a la sospecha de infidelidad conyugal castigando a Celestina en un acto violento de satisfacción. Cita las reglas rigurosas del código de honor y no olvida referirse a los argumentos conocidos del discurso sexual:

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¡Mujer infame, vil y detestable,/ bajo el velo de cándida inocencia,/ bajo de un exterior puro y risueño/ escondías el alma de una hiena!/ ¿Quién hubiera pensado que una joven,/ que de angel parecía su belleza,/ bajo un seno de nieve ocultaría/ corazón tan malvado, alma tan negra? (318).

También después de ser revelado el error y de ser restituida la integridad moral de la esposa, Celestina no puede participar activamente en el movimiento de resistencia. Funciona como figura complementaria, cuya inactividad patriótica hace destacar aún más el activismo viril. Así, Sotelo pretende liberarse con un “esfuerzo varonil” de la tiranía de Muñoz (336). Celestina debe perseverar en su natural “impotente calma” (341), pero a Sotelo le es dado vencer su “infame calma” (336) y organizar la resistencia patriótica. Con su pasividad femenina, Celestina corresponde al antagonismo que caracteriza las bifurcaciones de las construcciones sexuales y étnicas. Por un lado, Celestina justifica su inactividad con el argumento colonial. Considera que los mexicanos son demasiado débiles y cobardes para enfrentarse al abuso colonial de Muñoz. Celestina está de tal modo impregnada del prejuicio colonial que incluso va a identificar a los mexicanos con “mujeres débiles” (341). La femineidad todavía ha mantenido su afinidad con el concepto colonial de la inferioridad sexual y cultural. Por otra parte, la función idealizante de la mujer se da a conocer en el hecho de que Celestina condena –no activamente en la lucha, pero sí moralmente– las injusticias del reinado colonial. Celestina, aludiendo a su debilidad biológica, condena la sublevación guerrera, optando por el escapismo sentimental. Prefiere soportar con dolor las contrariedades políticas renunciando a la resistencia armada. Tiene confianza en la justicia punitiva de Dios que ayudaría a las demandas criollas. En la perspectiva de los hombres rebeldes, la pasividad emotiva confirma la ley de las divergentes condiciones sexuales. Aún con la conciencia moral de los motivos patrióticos, la mujer no deroga la prioridad masculina en la formación y realización de la ideología criolla. Por su naturaleza Celestina está condenada a sufrir la fuerza colonial en un “dolor sempiterno”. Unicamente el hombre goza del privilegio de poder definirse como sujeto político y de verse ratificado en sus virtudes masculinas. La única posibilidad de Celestina de asumir un papel activo en la lucha por la independencia es negar su sexo (gender), comportándose como ser masculino. De hecho, al final Celestina cambia su opinión y se une al movimiento de la sublevación criolla. Proclama su actuar

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político con palabras que trae lógicamente del discurso viril. Con “entusiasmo varonil” confiesa: “¡Cuando el varón se convierte en héroe temible y fuerte, se vuelve hombre la mujer!” (385).10 Si el “criollismo triunfante” sustituye a la “hispanidad triunfante”, la génesis del ser americano se debe a la ostentación eficaz de los valores masculinos. Tal es la advertencia de la alegoría sexual y nacional formulada, por supuesto, por boca de los hombres: Para llorar el infortunio adverso/ creó el Señor a la mujer sensible,/ y es formado su labio/ para calmar al Dios del universo;/ empero contra un déspota temible/ que agravio sobre agravio/ al mortal infelice hace perverso,/ de fuerza debe armar el hombre su alma/ para adquirir la palma/ a la constancia y al honor debida:/ no consuma su vida/ en impotente y vergonzosa calma (361-362).

3. Alegoría nacional y continuidad cultural Se puede concluir aquí el análisis de las variantes temáticas de la autodefinición patriótica. Se ha revelado que la literatura nacional define sus propósitos emancipatorios en un estrecho diálogo con ideas del discurso colonial. La mirada etnocéntrica se ve descentrada en el discurso patriótico, pero éste continúa fundando la fuerza de lo propio sobre una semantización sexual del conflicto cultural. La unificación de la diferencia sexual y étnica que la ideología colonial propagó, ha dado origen a una polémica discusión en las autodefiniciones criollas. Sin embargo, la negación de las valoraciones coloniales no ha podido desestabilizar el predominio de los valores masculinos. El discurso patriótico ha invertido los polos culturales de las atribuciones sexuales del discurso colonial, pero a su vez ha excluido al sujeto femenino del proceso histórico. Cabe mencionar que esta vez la sexualización de la diferencia cultural se vale de los debates más actuales del patriarcado burgués de los siglos XVIII y XIX. La filosofía de la “mexicanidad” repite y hace suyo argumentos que precisamente en Europa legitiman el progreso de la civilización ilustrada. La época de la Ilustración apartó a la mujer 10

El cambio de sexo, sin embargo, no deroga los privilegios de las proyecciones masculinas. Celestina reprime su “alteridad” sexual para definirse con los valores reinantes del discurso masculino. Como mujer, Celestina no puede imponer su “visión femenina del mundo”. Además se lanza en la lucha patriótica para soportar a Sotela. Celestina pone sus virtudes viriles al servicio del sacrificio del espíritu femenino.

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del programa de emancipación, concibiendo el derecho de igualdad únicamente para el sujeto masculino. El proceso de la civilización está orientado a domar la naturaleza exterior e interior. Por eso, según Horkheimer y Adorno, el proceso logocéntrico otorga a la mujer un papel muy limitado: La mujer no es sujeto. [...] La división del trabajo, lograda e impuesta por el hombre, ha sido poco propicia para la mujer: La ha convertido en encarnación de la función biológica, en imagen de la naturaleza, cuya opresión era el título de gloria de esta civilización [...]. La mujer era más pequeña y más debil; entre ella y el hombre subsistía una diferencia que la mujer no lograba superar y que era impuesta por la naturaleza [...]. Allí donde el dominio de la naturaleza es la verdadera meta, la inferioridad constituye el estigma por excelencia (1947: 298).

Las conexiones mentales que existen entre la idea ilustrada del progreso histórico y la diferencia de los sexos ponen al descubierto el hecho de que en los siglos XVIII y XIX el problema colonial no pudo hallar una solución bien definida. Mientras la discusión de la diferencia cultural se nutra de las imaginaciones sexuales, siguen siendo vigentes conceptos de una dependencia. Como sujeto, la mujer se define siempre en su dependencia de las imágenes, ya sean ideales o bien de miedo, que los hombres proyectan sobre ella. Según los principios que Fichte formuló en su tratado sobre el derecho natural (1796), un axioma biológico determina la relación jerárquica de los sexos: “El segundo sexo está, por orden natural, subordinado al primer sexo. Es el objeto sobre el cual actúa la fuerza del hombre”.11 La ley natural de la sumisión femenina se legitima en una argumentación doble y complementaria: por una disposición biológica de la mujer y por los deseos de poder por parte de los hombres. Rousseau, cuyo pensamiento influyó sobre las leyes del Código de Napoleón (1804) y que además imprime su carácter al fundamento teórico del patriarcado burgués (Dethloff 1988), ha reducido el destino suplementario de la mujer a la función de producir la armonía del lugar doméstico: “La femme est faite spécialement pour plaire à l’homme” (Rousseau 1964: 446). Las consecuencias del orden natural de los sexos se precisan en el catálogo de las leyes naturales: “L’un doit être actif et fort, l’autre passif et 11

“Das zweite Geschlecht steht der Natureinrichtung nach um eine Stufe tiefer als das erste. Es ist Objekt einer Kraft des ersteren” (citado por Stephan 1984: 31; nuestra traducción).

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faible: il faut nécessairement que l’un veuille et puisse, il s’ensuit que l’autre résiste peu. [...] Par la loi même de la nature, les femmes, tant pour elles que pour leurs enfants, sont à la merci des jugements des hommes” (446 y 455). Las construcciones de lo femenino y las construcciones de lo ajeno obedecen a una misma lógica de pretensión de superioridad. Hegel ha dado la argumentación filosófica de esta conexión discursiva. Según la “fenomenología” de Hegel, el “proceso del mundo” está dictado por las leyes del logocentrismo. Lo que no participa en el orden lógico está condenado a permanecer en un estado de pasividad o a perecer. La mujer, para Hegel, se reduce a este principio inconsciente.12 Su ingenuidad le sirve a Hegel para describir el estado moral deficiente del Nuevo Mundo: Léense en las descripciones de viajes relatos que demuestran la sumisión, la humildad, el servilismo que estos indígenas manifiestan frente al criollo y aun más frente al europeo. Mucho tiempo ha de transcurrir todavía antes de que los europeos enciendan en el alma de los indígenas un sentimiento de propia estimación [...]. La inferioridad de estos individuos se manifiesta en todo, incluso en la estatura (Hegel 1980: 265).13

Hegel transfiere la participación desigual en el orden del “logos” del nivel biológico al nivel cosmológico. Por consiguiente, el filósofo del idealismo concede a América únicamente un papel marginado: El mundo se divide en el viejo mundo y el nuevo mundo [...]. Pero no se crea que esta distinción es puramente externa. Aquí la división es esencial. Este mundo es nuevo no sólo relativamente, sino absolutamente; lo es respecto a todos sus caracteres propios, físicos y políticos [...]. La conquista del país señaló la ruina de su cultura, de la cual conservamos noticias; pero se reducen a hacernos saber que se trataba de una cultura natural, que había de perecer tan pronto como el espíritu se acercara a ella (265).

La división del mundo se realiza, otra vez, según las oposiciones como centro – periferia, razón – naturaleza, cultura – barbaridad. Debido a esta visión dualista, la ética colonial puede inscribirse en el discurso patriarcal de los siglos XVIII y XIX. Sobre todo se da a conocer que la diferencia cultural no cesa de pensarse en categorías de la diferencia 12 13

Claudia Honegger analiza la filosofía de los sexos en el pensamiento de Hegel (1991: 190). La contribución de Hegel a las construcciones femeninas se discute en Bovenschen (1979: 35-36).

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sexual. Los testimonios del exotismo literario en Europa, por ejemplo, nos muestran casi de manera programática que la descripción de lo otro se refleja en el modelo interpretativo de las relaciones sexuales, de manera que el amor patriarcal explica las experiencias exóticas. Si también en el discurso de la Ilustración los “salvajes” y las “mujeres” tienen en común el verse apartados de los progresos civilizadores (Weigel 1987), las conotaciones femeninas del exotismo sirven para captar lo ajeno en una historia de la dominación que a la vez permita idealizar lo otro (Bovenschen 1979: 30). Finalmente, al cruzar las imágenes sexuales con las construcciones exóticas, se revela un motivo central en la descripción de lo otro, que es “funcionalizar lo ajeno para la confirmación de lo propio” (Vinken 1995: 71). En tanto que el discurso exótico recurra a lo ajeno, reduciéndolo al orden jerárquico de los sexos, proyecta sus propias visiones de miedo o de deseo sobre los territorios ajenos. La literatura exótica –como se destaca en Francia desde Chateaubriand, Hugo, Mérimée, Flaubert hasta Loti (Hölz 2002)– emplea las estructuras conocidas del patriarcado para valorizar las normas de la cultura dominante. En ella toma forma “une réduction de l’autre au même” (Racault 1988: 34). 4. Conclusión Lo ajeno como naturaleza inconsciente y como proyección de lo femenino cede el paso al sujeto potente que se define por su razón y sus capacidades masculinas. Los prejuicios occidentales y patriarcales no han perdido su fuerza argumentativa en el contexto de la literatura nacional en Latinoamérica, ahora solamente sirven para quitar a los europeos su autoridad civilizadora. Los autores de la literatura nacional en México se aprovechan también de la sexualización de la diferencia cultural para afirmarse en su estado privilegiado frente a una cultura denigrada por su carácter femenino. Con razón, Friedhelm Schmidt arguye que en México las tentativas literarias de crear una cultura nacional, se enlazan íntimamente con la constitución de un “sujeto autónomo y emancipado” (Schmidt 1997: 68). Es posible precisar ahora este resultado histórico. Es sobre todo el sujeto masculino en que se delegan la tarea y la capacidad patriótica de formar una nueva identidad política y cultural. Resulta evidente que el fondo político de la literatura patriótica estriba en el significado alegórico de las ex-

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periencias del amor. En una literatura que se comprende como alegoría nacional (Jameson 1986: 69; Sommer 1991: 41-43) y en la cual la trama histórica se relaciona de manera significativa con una historia de amor, el encuentro de los sexos refleja y explica el encuentro de las oposiciones culturales. La literatura patriótica pone fin al mundo colonial, pero sigue basándose en una estructura jerárquica de diferenciación interior. En nuestros ejemplos, la feminización ha regularizado la nueva relación entre españoles y criollos. Los ejemplos del cuento Netzula (1837) de José María Lacunza o de la novela La Mestiza (1861) de Eligio Ancona, demuestran que la misma feminización acompaña la nueva relación entre indios y españoles o mestizos y criollos. Una y otra vez el conflicto cultural y étnico ha sido enfocado desde modelos representativos de una jerarquía sexual fundada en los axiomas del patriarcado occidental. O en otras palabras, la filosofía de la identidad latinoamericana se articula en un discurso que tiene su raigambre en la cultura europea. La ruptura política de la independencia no puede impedir que haya continuidad cultural en la literatura patriótica de Latinoamérica. Bibliografía Altamirano, Ignacio (1949): La literatura nacional. Tomo 1. México: Porrúa. Bello, Andrés (1848): “Discurso pronunciado por el rector de la Universidad de Chile en el aniversario solemne de 29 de octubre de 1848”. En: Anales de la Universidad. Tomo VIII. Santiago de Chile: Universidad de Chile. Bovenschen, Silvia (1979): Die imaginierte Weiblichkeit. Exemplarische Untersuchungen zu kulturgeschichtlichen und literarischen Präsentationsformen des Weiblichen. Frankfurt am Main: Suhrkamp. Brushwood, John (1973): México en su novela. Una nación en busca de su identidad. México: Fondo de Cultura Económica. Alcaraz, Ramón Isaac (1985): La condesa de Peña Aranda. En: Cárabes, Celia Miranda (ed.): La novela corta en el primer romanticismo mexicano. México: Imprenta Universitaria de la Universidad Autónoma de México, pp. 373-388. Carrión, Jorge (1970): Mito y magia del mexicano. México: Nuestro Tiempo. Dethloff, Uwe (1988): Die literarische Demontage des bürgerlichen Patriarchalismus. Tübingen: Stauffenburg. Díaz Covarrubias, Juan (1859): Gil Gómez el insurgente o la hija del médico. México: Manuel Castro. Diderot, Denis (1966): “Sur les femmes”. En: Œuvres complètes. Tomo 2. Nendeln: Kraus Reprint.

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Ligia Chiappini Freie Universität Berlin

Postcolonialismo en el Brasil: Malinches y contra Malinches1

“América es una mujer [...], por lo menos ella aparece así en la iconografía entre los siglos XVI y XVIII: el vientre opulento, el pelo largo atado con conchas y plumas, las piernas musculosas, los senos desnudos” (Priore 1992: 149).2 Así empieza Mary del Priore su pequeño pero instigante ensayo sobre “Imágenes de la tierra hembra: la América y sus mujeres” para hablar de la representación construida por los europeos, como base del discurso de la dominación: “América, como una bella y peligrosa mujer, tenía que ser vencida y domesticada para ser mejor explotada” (149). El texto prosigue intentando mostrar como el estupro y la disputa de la mujer (por europeos e indios) es parte integral de la disputa territorial. Siguiendo al historiador Magnus Mörner en su estudio Race Mixture in the History of Latin America (1967), advierte que “la conquista de América más que un mero encuentro racial, más que el empeño económico y más que pura explotación racial o fervor misionario, fue la conquista de la mujer” (Priore 1992: 150). Las mujeres no solamente fueron esclavizadas por los blancos, sino fueron también ofrecidas a ellos por los jefes indígenas como regalo, en señal de amistad y como moneda clave en el establecimiento de alianzas con los invasores. Por otra parte, la esclavitud y explotación de las mujeres por los hombres no fue practicada únicamente entre las mujeres indias. Empezando por ellas, fue después desarrollada entre las mujeres negras y las inmigrantes europeas (españolas, en el caso de este artículo, pero lo mismo sucedió con mujeres portuguesas en el Brasil), que pasan a hacer parte de la categoría general de “los excluidos de la historia” (154). 1 2

Revisión de la traducción al español por Anamaría Noormann. Todas las traducciones de textos en portugués son nuestras.

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Pero “si la conquista de América fue escenario de violación de mujeres e historia de estupros (sobre todo de una cultura hacia la otra), fue también el preludio de la occidentalización de un mundo nuevo, cuya construcción motivó hombres y mujeres” (150). De las funciones domésticas al comercio (por ejemplo las panaderías de Guadalajara en el siglo XVIII, un tercio en mano de mujeres), ellas resisten y producen riqueza y cultura. El tono del artículo es así casi optimista. Y en la secuencia, lo que busca demostrar es el variado aporte de las mujeres en la construcción de ese mezclado nuevo mundo. “Con el tiempo, el estupro de la tierra americana y de sus mujeres se convirtió en intercambios, en trueque, en mestizaje” (160). Poniendo énfasis, a pesar de todo, en la importancia de las conquistas, de las desheredadas y violentadas, termina con esta afirmación: “Pero si la América, esta tierra hembra, y sus mujeres, tienen una historia de intensa represión, tienen también una historia que es la expresión de la resistencia, de la revancha y de la capacidad de amoldamiento de la populación femenina al Nuevo Mundo” (161-162). Toda esa problemática se expresa en la literatura en la figura emblemática de la Malinche. Como todos saben, ese es uno de los nombres de una joven que fue traductora y amante de Hernán Cortés y madre de uno de sus hijos: Martín. En el célebre libro de Octavio Paz, El laberinto de la Soledad (1959), ella aparece como la chingada, la madre traidora de los mexicanos: Por contraposición a Guadalupe, que es la Madre virgen, la Chingada es la Madre violada. [...] Guadalupe es la receptividad pura y los beneficios que produce son del mismo orden: consuela, serena, aquieta, enjuga las lágrimas, calma las pasiones. La Chingada es aún más pasiva. Su pasividad es abyecta: no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo. Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina. Si la Chingada es una representación de la madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al Conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Malinche se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españo-

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les. Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche (77-78).

Paz también explica la extensión del término a la época en que escribe, donde se denominan como malinchistas “a todos los contagiados por tendencias extranjerizantes”. Y concluye que renegar a Malinche es renegar el pasado y negar el hibridismo: “El mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción; es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo” (78-79). Los estudios actuales sobre la Malinche en la cultura hispánica demuestran que se evolucionó a partir de esa imagen negativa hasta aceptar a la Malinche positivamente como traductora y negociadora. Lo que vale también para los intelectuales “europeizados”, como dice Paz, que, de malinchistas, pasan a ser concebidos como pensadores de la hibridez, abiertos al intercambio transnacional y transcultural en el mundo globalizado (Glantz 1994; Dröscher/Rincón 2001). De cierto modo es el mismo camino del pensamiento y de los argumentos del artículo de Mary del Priore, citado arriba, aunque ahora en el campo literario. Aceptamos que la figura de la Malinche, con toda su carga simbólica, es estratégica para discutir cuestiones relacionadas con los estudios postcoloniales y principalmente la cuestión “homogenización” versus “hibridización”, “unidad” versus “pluralidad”, desde la perspectiva de la representación de la nación, vinculada como vimos a la cuestión femenina. Entonces cabe preguntar por el destino de esa imagen en la literatura brasileña. ¿Tenemos en el Brasil Malinches? La hipótesis que me gustaría tratar brevemente aquí es: las tenemos, pero se presentan de formas diferentes las Malinches y lo que se podría llamar las contra-Malinches, a veces condensadas en una misma y única figura de mujer.

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1. Paraguaçu/Moema/Lindóia En la literatura del siglo XVIII se destacan dos intentos de poesía épica en el Brasil: O Uraguai (1769) de José Basílio da Gama (1741-1795) y O Caramuru (1781) de Fr. José de Santa Rita Durão (1722-1784).3 Se trata de poemas que tienen como referencia obligatoria el famoso poema épico de Luís Vaz de Camões, Os Lusíadas (1772). O Uraguai narra la guerra de Portugal y España contra los indios de las misiones jesuíticas de la Región Sur – los llamados Siete Pueblos. Tras una lectura superficial, el poema puede parecer una simple exaltación de los portugueses en la época del Marqués de Pombal y de su política de expulsión de los jesuitas de Portugal y de sus colonias. Y de hecho lo es, así como es también la exaltación del comandante portugués en esa lucha, el general Gomes Freire de Andrade. Pero lo que queda en la memoria de quien lee el texto hasta hoy es la simpatía que ahí se expresa para con los indios y la dignidad con que ellos son representados. El poema escenifica el choque de las dos culturas, la europea y la indígena, a través del choque de lo que Antonio Candido llamó “las dos órdenes de razón”: la natural, con la cual argumenta el indio (Sepé Tiaraju) y la razón del Estado, con la cual argumenta Gomes Freire.4 En realidad el poema se presenta hoy para nosotros como la primera narrativa de masacre en el Brasil: la masacre de los indios misioneros, de la cual hay hasta hoy ruinas, vestigios que constituyen un impresionante testimonio concreto y palpable de la brutalidad de los conquistadores, donde no falta la mujer como frágil objeto de la violencia colonial y masculina. En O Uraguai hay una figura femenina, cuya importancia simbólica de lo que yo llamaría la contra-malinche conviene subrayar aquí. Se trata de Lindóia, la novia del indio Cacambo, que es envenenado por un jesuita, Balda, que quiere robar a Lindóia para un protegido (y tal vez hijo) suyo, Baldetta. Al enterarse de la muerte de su amado y 3 4

Sobre el poema O Uraguai, véase Chaves (1997) y Candido (1965, 1970). La disolución de las Misiones fue fruto del Tratado de Madrid, en el que España retomaba la región en trueque por la Colonia del Sacramento (hoy día, parte del extremo sur de Uruguay). Antonio Candido (1970) resalta la razón natural que motiva los argumentos del indio Cacambo cuando, en uno de los puntos altos del texto, éste discute con el portugués. Pueden reconocerse ahí, según el crítico, ecos de la Ilustración para la cual el verdadero orden racional estaría en el orden natural del mundo americano.

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de las intenciones del Jesuita, Lindóia prefiere la muerte, dejándose morder por una serpiente. El episodio es antológico. La muerte de Lindóia puede ser leída como el rechazo de la tesis del mestizaje armónico y al mismo tiempo como la muerte de una verdadera América que ya no volverá. Tal vez por esto la atmósfera de esta parte contrasta tanto el conjunto del texto, pues contiene, como analiza Luiz Roncari (1995: 219-223), una descripción de un paisaje oscuro y lúgubre, mientras que este mismo paisaje, en los episodios anteriores, aparece como luminoso y lleno de sol. El sol de América, que se pone con Lindóia al igual que cuando se completa la conquista con la victoria de los ejércitos portugueses y españoles contra los indios de las misiones. O Caramuru, de Santa Rita Durão –una especie de respuesta a Basílio da Gama–, parte del naufragio de Diogo Alvares Correia (después nombrado por los indios El Caramuru), cuya historia le sirve de pretexto para narrar el descubrimiento de Bahía y, por extensión, del Brasil. Diogo Alvares, figura histórica y legendaria al mismo tiempo, sobrevive entre los indios después de ese naufragio gracias a su astucia. Se casa con la hija de un cacique, Paraguaçu,5 construyendo así un verdadero imperio. Sus descendientes formarán la clase dominante baihana, según nos cuenta y demuestra el libro de Francisco Antonio Doria, Caramuru e Catarina: Lendas e narrativas sobre a Casa da Torre de García d’Avila (2000),6 escrito con ocasión de las conmemoraciones de los 500 años de la llegada de los portugueses a las playas brasileñas. Así resume Doria el mito del Caramuru y Catarina: Diogo Alvares Correa era un hombre de la mejor nobleza de Viana do Castelo, al norte de Portugal. Viniendo al Brasil en 1508 o 1509, naufraga en los bancos de arena de la Mariquita, en Salvador. Lleva consigo un arcabuz que logra mantener seco. Luego es cercado por indios hostiles. Apunta para el alto, da un tiro y asusta a los indios que se alejan. Finalmente es recibido en la tribu como un semidios, y en consecuencia el jefe, Taparica, le entrega en matrimonio a su hija, Paraguaçu, con quien Diogo Alvares, que pasa a tener el nombre Caramuru, debido al incidente con el arcabuz, tendrá muchos hijos que poblarán Bahía (16).

Doria analiza en esa leyenda los contornos arquetípicos: un forastero llega a una tierra hostil. Por medio de un artificio aleja los nativos que 5 6

Bautizada Catarina, en Francia, en 1528. Se trata, según los historiadores, del primer registro de bautismo conocido de alguien nacido en el Brasil. Más de 30 páginas del apéndice del libro son dedicadas a esa genealogía.

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lo amenazan. Se ve reconocido como un semidios, con lo que gana los favores del rey y de la princesa de esa tierra. Pero la historia podría ser diferente: Diogo Alvares era un gallego (del norte de Portugal). No era noble. Caramuru es el nombre (indígena) de una pequeña serpiente venenosa de mar que vive entre las piedras, en los bancos de arena de las playas oceánicas cerca de Salvador. El nombre no tiene nada que ver con palo de fuego. Significaría más bien morena, pez que parece una serpiente. Tal vez el apodo se debe a que, para los indios, apareció entre las piedras. Seguramente se trataba de un enviado de los franceses para ayudarlos a invadir la bahía de todos los santos. Por esta razón Paraguaçu sería después llevada a Francia y bautizada en 1528 en Saint Malo, con el nombre de Catherine du Brésil, teniendo por madrina a Catherine des Granches, mujer del navegante Jacques Cartier, descubridor del Canadá. En el poema se dice que era Catherina de Medizis. El poema opera transformaciones como esta y otras en las figuras históricas. A Diogo Alvares lo eleva e incluso lo purifica, como analizará Antonio Candido en los años 60.7 Recientemente el poema mereció una cuidadosa reedición por Ronaldo Polito, quien señala su importancia hoy en día, si es leído desde la óptica de los estudios postcoloniales (Durão 2001).8 De hecho, yo diría que, quizás más que el poema de Basílio, este es “un plato lleno”, como se dice en portugués, en relación con ese tipo de estudios. Narrando, como ya dije, la historia de Diogo Alvares Correia, el Caramuru, y de su encuentro, amor y matrimonio con Paraguaçu que se vuelve Catarina, después de bautizada, el poema pretende contar la historia 7

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Me refiero al texto clásico del crítico brasileño, titulado “Estructura literaria y función histórica” (Candido 1976; primera edición en la Revista de Assis en 1961). Ahí se dice algo que se refiere directamente al tema de las Malinches brasileñas, comparándolas a las demás latinoamericanas: “Entre las princesas de sangre brasileña fueron complacientemente reputadas las indias María del Espírito Santo en Pernambuco; Catarina Paraguaçu en Bahia; Bartira y Antonia Rodrigues en São Paulo, antepasadas de las estirpes más importantes de esas capitanías, por sus matrimonios respectivos con Jeronimo de Albuquerque, Diogo Alvares, João Ramalho y Antonio Rodrigues. Tal proceso debió ser impulsado por la relativa dignificación del indio por parte de los jesuitas y por la ley pombalina que prohibió su esclavización” (176-177). En esa misma ocasión el crítico llamó la atención sobre la base histórica de una figura como Paraguaçu (cf. además Candido 1970). Véase la reseña de Marcus V. de Freitas (2001).

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del nacimiento de Bahía desde un punto de vista que exalta la obra de la colonización. Para ello describe detalladamente la vida de los indios, considerados salvajes y bárbaros pero pasibles de conversión y civilización. Los portugueses aparecen como cristianos con la noble misión de salvar a los bárbaros por medio de la religión y la civilización.9 Lo que me gustaría subrayar aquí es que, a diferencia del poema de Basílio da Gama, O Caramuru defiende la tesis de la reconciliación de las razas y culturas, para la cual el matrimonio de la india cristianizada y del europeo indianizado sirven como metáfora perfecta.10 9

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Sé que hay toda una discusión entre los estudiosos del postcolonialismo sobre eventuales antecesores de ese tipo de perspectiva teórico-crítica en América Latina. Sin querer reivindicar para Antonio Candido el título de teórico postcolonial, yo diría que no hay mucha diferencia entre las cuestiones que hoy en día se discuten en relación a ese poema (para quedarnos con él) y las que el crítico brasileño formuló ya en 1961, cuando publicó por primera vez el ensayo sobre O Caramuru, titulado “Estrutura Literaria e função histórica” (1976), donde se habla del esfuerzo de los románticos por encontrar un mito nacional de los precursores del siglo XVIII para establecer una tradición en la cual el indio es retomado como héroe. A eso se sumaría la tendencia genealógica que implicaba buscar una tradición respetable, aunque más nueva en relación a la europea. O Caramuru cumpliría ese papel, funcionando estética e ideológicamente para los nacionalistas románticos. Buscando entender en qué consistió la participación del poema de Santa Rita Durão en los movimientos genealógicos de los románticos –cuáles características se ligan a él, por qué, por quién y cómo ha sido utilizado en el sentido ideológico–, concluye Candido, por medio de un análisis al mismo tiempo intrínseco e histórico, que hubo un esfuerzo genealógico también en el siglo XVIII, lo que en el campo literario Durão hubiera subrayado con el intento épico de dar dignidad a la tradición, engrandecer a los pobladores y justificar la política colonial. Pero eso no se hace sin contradicciones ya que se encuentran trazos ambiguos en los personajes: “Cuando buscamos a Diogo, encontramos a Caramuru, cuando buscamos a Caramuru, encontramos a Diogo” (180-181). Lo mismo pasa con Paraguaçu, que sería la mitad americana de Diogo. Este sería el paradigma del encuentro de culturas y de la ambigüedad brasileña, siendo utilizado tanto para simbolizar la lusitanización del país como el nativismo. Pero en un cierto momento la contradicción se instala también en ese poema, como nos muestra Vania Chaves (1997: 105-106) a través de la figura de un indio rebelde: Jararaca, objeto y sujeto de estos versos: “Se o Sacro ardor, que ferve no meu peito,/ Não me deixa enganar, vereis que hum dia/ (Vivendo esse impostor) por seu respeito/ Se encherá de Imboabas a Bahía/ Pagarão aos Tupis o insano feito,/ E vereis entre a belica porfia/ Tomar-lhes esses estranhos já vizinhos,/ Escravas as mulheres c’os filhinhos// Vereis as nossas gentes desterradas/ Entre os Tigres viver no Sertão fundo,/ Cativa a plebe, as Tabas arrombadas;/ Levando para além do mar profundo/ Nossos filhos, e filhas desgraçadas; / Ou

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Paraguaçu es tal vez nuestra primera Malinche, pero una Malinche de la cual los brasileños se deberían sentir orgullosos, como lo hicieron los románticos, por ser civilizada, educada y sobretodo bella como una dama blanca. Leamos su descripción en el Canto II: Paraguaçu gentil (tal nome teve) Bem diversa de gente tão nojosa; De cor tão alva, como a branca neve; E donde não á neve, era de rosa: O nariz natural, boca mui breve, Olhos de bella luz, testa espaçosa: De algodão tudo o mais, com manto espesso. Quanto honesta encobrio, fez ver-lhe o preço (Durão s.d.: 56).

Paraguaçu fue regalada a Diogo y lo aceptó docilmente junto con su religión y su cultura, entregándole su poder y más tarde entregando sus bienes materiales a la iglesia. Paraguaçu era una Malinche india de cara y alma blanca, según la descripción que hace Durão. Pero hay otras indias que se vuelven contra ella. ¿Contra Malinches? No, porque ellas también eran candidatas a ocupar el puesto y esclavizarse por el amor de Diogo. Históricamente parece que Diogo tuvo muchas mujeres indias, pero en el poema, por ser cristiano, sólo puede tener una, entonces rechaza los otros regalos y queda fiel a Catarina-Paraguaçu. Pero las otras no se conforman y, cuando la pareja embarca en el navío que va a llevarlos a Francia, algunas de sus pretendientes lo siguen nadando. La escena es una de las mejores del poema, episodio conocido como “La muerte de Moema”. Moema es el nombre de una de esas indias, la más radical entre ellas, que acusa a Paraguaçu de necia y fea y a Diogo de insensibilidad, lanzando sus maldiciones, vociferando, quejándose y nadando, mientras le quedan fuerzas, para terminar hundiéndose trágicamente en las aguas del océano. É fama então que a multidão formosa Das damas que Diogo pretendiam, Vendo avançar-se a nau na via undosa, E que a esperança de o alcançar perdiam, Entre as ondas com ânsia furiosa Nadando o esposo pelo mar seguiam, quando as deixem cá no nosso mundo,/ Poderemos sofrer Paiaias bravos,/ Ver filho, mães, e pais feitos escravos?” (Cap. IV, est. XXXIV y XXXV, Durão s.d.: 82-83).

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E nem tanta água, que flutua vaga, O ardor que o peito tem, banhando apaga, [...] Uma que às mais precede em gentileza, Não vinha menos bela, do que irada; Era Moema, que de inveja geme, E já vizinha à nau se apega ao leme (86).

Nótese aquí una bella inversión: mientras que para el narrador del poema los indios eran los bárbaros, en el discurso de ella el bárbaro es el europeo: –Bárbaro (a bela diz) tigre e não homem... Porém o tigre, por cruel que brame Acha forças amor, que enfim o domem; Só a ti não domou, por mais que eu te ame (86). Por serva, por escrava, te seguira. Se não temera de chamar senhora A vil Paraguaçu, que, sem que o creia, Sobre ser-me inferior, é néscia e feia (87).

No menos impresionante es el final del episodio, con su muerte, cuando parece volver de las profundidades del mar para asombrar a la joven pareja y a los lectores para siempre: Perde o lume dos olhos, pasma e treme, Pálida a cor, o aspecto moribundo; Com mão já sem vigor, soltando o leme, Entre as salsas, escumas desce ao fundo. Mas na onda do mar, que, irado, freme, Tornando a aparecer desde o profundo, –Ah! Diogo Cruel! –disse com mágoa– E sem mais vista ser, sorveu-se na água (88).

Ese episodio es comparable con el de la muerte de Lindóia, en el poema de Basílio da Gama, pero de forma invertida: allá, la india muere por fidelidad a Cacambo y es el amor entre india e indio que aparece resistiendo a la conquista del blanco hasta el final. Y, al contrario de Moema, Lindóia tiene una muerte tranquila, como quien duerme. Mientras Moema muere debatiéndose porque no la dejan ser la Malinche principal.

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2. Ceci/Iracema/Sonia/Alma Esos dos poemas fueron leídos por los románticos como expresión de una identidad nacional que se formaba en plena colonia. La metáfora de la reconciliación será aparentemente lo que dominará en José de Alencar, el principal heredero de esa tradición para la construcción de lo que se acostumbra llamar el indianismo brasileño en prosa. Acerca de la forma como esa imagen de la nacionalidad pasa por la creación de nuevas Malinches y contra-Malinches, a veces simultáneamente en un sólo personaje, y acerca de como ellas serán destruidas en el siglo XX sólo puedo dar una breve idea en el desarrollo de esta presentación. De José de Alencar, la obra más relacionada con la construcción de imágenes de la identidad nacional en el Brasil, es Iracema. La heroina india podría ser leída aquí como la heredera de Paraguaçu, pues se entrega con docilidad al portugués, abandonando su padre y su tribu para pasarse al lado del enemigo. Al final, cuando muere, deja a Martín un hijo que él llevará a Portugal. El sacrificio de la Malinche es necesario para que el Brasil sea una nación mestiza, civilizada por Portugal.11 Ya es común, desde la lectura de Afranio Peixoto, en 1931, leer en el nombre Iracema un anagrama de América. En un comienzo, escrita como leyenda del Ceará para contar el nacimiento de esa región del Brasil, el libro adquiere una significación más general, no sólo como representante de la brasilianidad, sino también de la americanidad, por lo menos de una cierta América, llamada –no sin contradicción, como sabemos– “Latina”. Pero el precio de ser Malinche aquí es la muerte, como lo había predestinado el padre de Iracema. Ella era una virgen, una especie de sacerdotisa de su tribu. No podía entregarse a un hombre y mucho menos a un extranjero. Lo hizo, y murió. Pero no sin antes dar nacimiento al hijo que va a garantizar el mestizaje. La novedad en relación a Paraguaçu y las Malinches hispanoamericanas en general es que Iracema no fue pasiva, no se dejó seducir, sino fue ella la seductora de Martín, haciendo el amor con él mientras 11

Martim Soares Moreno es la figura histórica en la cual se apoya Alencar para crear a Martín en la novela. En 1613 combatió a los franceses en Maranhão y en 1631, a los holandeses en Pernambuco.

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él dormía. Esto lo consiguió dándole a beber una especie de poción mágica. El estupro aquí fue al revés. Y eso es lo que se oculta en algunas lecturas postcoloniales de Iracema, además del trabajo específicamente literario que hace del libro una pequeña obra maestra, difícil de reducir a lecturas que pretenden ser destructoras y desmitificadoras pero que caen en la trampa de un Alencar sólo aparentemente ingenuo y sencillo. ¿Cómo se puede interpretar ese gesto extremadamente osado de Iracema? Tal vez asociándola a otras mujeres igualmente osadas de Alencar, como la aparentemente tan convencional niña blanca Ceci, que se entrega al indio Peri, en la novela O Guarani, para vivir o morir con él en la floresta, o como las mujeres de sus novelas urbanas: la prostituta Luciola o Senhora, la que compra un marido y dispone de él como le da la gana. Ya tuve oportunidad de escribir sobre la reconciliación imposible en Alencar12 cuando analicé, aunque brevemente y entre otras cosas, esa figura enigmática de Ceci y la ambigüedad del final en que la pareja, Ceci y Peri, desaparece en el horizonte, en la copa de una palmera sobre las aguas. El lector se pregunta cuál sería el futuro de la pareja. ¿Qué significa el horizonte? ¿Será acaso la imagen de una nueva civilización? ¿O tendrían que nacer los dos de nuevo para lavar los pecados de la colonización? Esa sería una interpretación contraria a la optimista que en general se hace de esa novela. Para tal lectura pesimista (Graça 1996: 58), ese final ocultaría cuestiones no resueltas, exponiendo, en la medida misma en que intenta ocultarlas, las fracturas culturales. Peri encarnaría al igual que Iracema las posibilidades y los límites de la vida del indígena en la sociedad brasileña. Su destino es renunciar a su cultura, a su familia y, por fin, lanzarse al sacrificio.13 12

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“O índio na literatura brasileira: de personagem a narrador e autor”. Conferencia en la Universidad Humboldt de Berlín, en el seminario dedicado a los 500 años del descubrimiento del Brasil por los portugueses, junio de 2000. (A salir en las actas del seminario.) En Iracema la unión es posible, al contrario de O Guarani, donde ella sólo se da en la destrucción por el fuego y por el agua y donde, como lo subraya Batista Graça, ni siquiera en el plan imaginario la sociedad brasileña parece dispuesta a construir una nación más plural. Por eso Batista Graça va en contra de quien lee O Guarani como novela fundadora de la patria mestiza a pesar del sacrificio necesario. Lo que él lee ahí es un silencio y una incógnita: “¿Y después del diluvio?” El mismo crítico defiende la tesis de que el indio ofrece su vigor físico y su

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Volviendo a Iracema, es verdad que ella también se sacrifica y se resigna, pero eso se cuenta con un tono velado de acusación al colonizador por esa muerte. La novela llega hasta prever el olvido de Iracema, pues la Jandaia14 que repetía su nombre también acaba muriendo. Pero la tradición literaria la hace renacer aunque sea como parodia. Para seguir los rastros de Iracema y de la Jandaia que renace con ella, contando nuevas historias como la del papagayo de Macunaíma, tendríamos que pasar por lo menos por tres novelas ejemplares de la temática: Macunaíma, de Mario de Andrade (1928), Quarup, de Antonio Callado (1967) y Maíra, de Darcy Ribeiro (1976). Pero aquí sólo puedo llamar la atención sobre las inversiones que se llevan a cabo: en Macunaíma, el héroe nativo –especie de parodia de Peri– intenta casarse con una portuguesa y es castigado por los dioses, transformándose al final en una estrella. En Quarup, Sonia, la muchacha de Río de Janeiro, cansada de los intelectuales con quienes convive y que, de forma oportunista o idealista, quieren salvar a los indios del Xingu en plena década del 60, huye para siempre a la selva virgen con Anta, el indio bonito y malandro, que la había conquistado y robado a los blancos. Su camino en la floresta es como el de Ceci, un misterio para el lector y para el apasionado Dr. Ramiro, que la busca en una fracasada excursión al mismo tiempo trágica y grotesca. Lo que fue espontáneo en Sonia, se vuelve más consciente en Alma, la mujer blanca que abandona su vida de prostituta en Río y se va a vivir como una especie de sacerdotisa (nueva Iracema) en medio de los indios Mairuns. ¿Retorno a Paraguaçu e Iracema? Sí, pero que también lleva a la muerte en ese libro que, como los anteriores de Mario de Andrade y Callado, tematiza la imposible reconciliación sin masacre, en la muerte del pueblo Mairum, la muerte de los indios brasileños, de sus sueños, de sus dioses, de su cultura, dominada por la cultura occidental. Una vez más lo que se tematiza es la ambigüedad y el dilema no resuelto de un mestizaje que se hizo y que se hace a hierro y fuego.

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salud corporal al alma portuguesa, y Peri es castigado por haber traicionado los valores que debía defender: su cultura que abandona cuando se cristianiza. Sería ése el sentido clandestino en la novela: el indígena debe renunciar a su cultura, a su religión no para sobrevivir, sino para merecer el destino sangriento de los mártires. Así, Alencar, inconsciente e involuntariamente, habría dado una forma artística a los fantasmas del imaginario brasileño, por medio de una alegoría cruel (Graça 1996: 58). Periquito.

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De todo eso se puede concluir que, si por una parte las Malinches brasileñas no aparecen chingadas y son hasta aceptadas con cierto orgullo como nuestras madres, por otra parte, su sacrificio y la imposibilidad de la vuelta de Sonias y de Almas, parecen apuntar a otra imposibilidad: la de ocultar la masacre, simplemente relacionando nuestras Malinches con la función de traductoras y negociadoras de la trans e interculturalidad, lo que parece ser una utopía (disfrazada como tal) en nuestros días. Bibliografía Alencar, José de (1979): Iracema. Ed. crítica de Manoel Cavalcanti Proenca. 2ª ed., Rio de Janeiro: Livros Técnicos e Científicos/São Paulo: EDUSP. — (1971): O Guarani. Romance brasileiro. São Paulo: Ed. Saraiva/Rio de Janeiro: Instituto Nacional do Livro. Candido, Antonio (1965): “Estrutura literária e função histórica”. En: Literatura e sociedade. Estudos de teoria e história literaria. São Paulo: Cia. Ed. Nacional, pp. 201-229. — (1970): “A dois séculos d’O Uraguai” y “O Uraguai, Canto IV, Versos 22-109”. En: Vários Escritos. São Paulo: Livraria Duas Cidades, pp. 161-187. — (1976): “Estrutura literária e função histórica”. En: Literatura e Sociedade. São Paulo: Cia. Ed. Nacional, pp. 169-193. Chaves, Vania Pinheiro (1997): O Uraguai e a fundação da literatura brasileira. Campinas: Editora da Univ. Estadual de Campinas-UNICAMP. Doria, Francisco Antonio (2000): Caramuru e Catarina, lendas e narrativas sobre a Casa da Torre de García d’Avila. São Paulo: Editora SENAC. Dröscher, Barbara/Rincón, Carlos (eds.) (2001): La Malinche: Übersetzung, Interkulturalität und Geschlecht. Berlin: Edition Tranvía-Verlag Walter Frey. Durão, Fr. José de Santa Rita (s.d.): O Caramuru. Río de Janeiro: Ed. Agir. Durão, Fr. José de Santa Rita (2001): Caramuru. Introdução, organização e fixação de texto por Ronaldo Polito. São Paulo: Martins Fontes. Freitas, Marcus V. de (2001): “A descoberta da Bahia”. En: Folha de São Paulo, 15.5. 2001. Gama, José Basílio da (1999): O Uraguai. Edição comentada com introdução e notas de Ivan Teixeira. São Paulo: EDUSP. Glantz, Margo (1994): La Malinche, sus padres y sus hijos. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras. Graça, Antonio Paulo Batista (1996): O índio imaginário: percurso do herói indígena no romance brasileiro. Tese de doutoramento. Rio de Janeiro: Universidade Federal do Rio de Janeiro.

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Sonia Mattalia Universitat de València

La representación del ‘otro’: Aves sin nido de Clorinda Matto1

1. La cuestión del ‘otro’ Señala Michel de Certeau en sus Heterologías (1989; cf. 1985) que existen, en la tradición occidental, dos posiciones reductoras ante el ‘otro’: el ‘otro’ es alguien que tiene rasgos semejantes al sí mismo o alguien que todavía no los tiene. Es decir, el ‘otro’ es reconocido por su posible parecido o el ‘otro’ es el que todavía no es parecido. La primera establece un espacio de semejanza reconociendo un cierto estatuto ontológico a la otredad que la acerca al sí mismo, trabaja con la analogía y la identificación parcial; mientras que la segunda desconoce un estatuto ontológico a la otredad, de tal manera que su esfuerzo apunta al señalamiento de la diferencia para su conversión en semejante, o sea, su apropiación. Bartra (1996; 1997) propone que el estatuto del ‘otro’ se articula como una necesidad interna en la estructuración de la cultura europea, que se constituye como tal afirmando su consistencia identitaria a partir de un mito fundador y persistente: el del ‘salvaje’. En el comienzo de su recorrido sobre la construcción del ‘salvaje’, recuerda Bartra un pasaje de Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Aquél donde el popular cronista consigna los festejos, celebrados en México, con motivo de la firma del tratado de paz en 1538 entre Carlos V y Francisco I de Francia. Bernal describe la representación de un bosque artificial, implantado en la plaza central de la antigua y ya conquistada Tenochtitlán, que contenía, además de 1

Recojo en este artículo algunos de los núcleos presentados en el capítulo IV-3: “¿Modernas, transmodernas?. La voz del ‘otro’: Clorinda Matto, Elena Poniatowska, Carmen Boullosa” de mi libro: Máscaras suele vestir. Pasión y revuelta: escritura de mujeres en América Latina (Mattalia 2003).

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Sonia Mattalia venados, conejos y liebres y zorros y muchos géneros de alimañas chicas y dos leoncitos y cuatro tigres pequeños, [...] otras arboledas muy espesas y algo apartadas del bosque, y en cada una un escuadrón de salvajes con sus garrotes anudados y retuertos, y otros salvajes con arcos y flechas (Bartra 1996: 10 y 15).

Este testimonio de Bernal se completa con el de la fachada plateresca de la casa de Montejo en Mérida, Yucatán, en la que se representa a dos de estos exóticos salvajes: hombres barbados, con el cuerpo cubierto de vello y armados de garrotes retorcidos, semejantes a los bastos de naipes, que consigna Bernal. Numerosas crónicas del primer siglo de la colonización americana describen como característica de los indios americanos su profuso vello y vestimentas aleonadas, semejantes a las del homo silvestris medieval. Estos salvajes son representantes de una especie imaginaria, preexistente y persistente en el imaginario europeo, que acompañó y se superpuso como figura desplazada sobre los indios americanos. Bartra recorre la construcción europea desde los faunos, silenos, centauros y agrioi griegos que se enlazan con el homo silvestris medieval y la tradición judeo-cristiana del desierto con las figuras de ermitaños y anacoretas, y llega a las mujeres salvajes del Siglo de Oro español, se verifica que la cultura europea generó una idea del hombre salvaje mucho antes de la gran expansión colonial, idea modelada en forma independiente del contacto con grupos humanos extraños de otros continentes. [...] los hombres salvajes son una invención europea que obedece a la naturaleza interna de la cultura occidental. Dicho en forma abrupta: el salvaje es un hombre europeo, y la noción de salvajismo fue aplicada a pueblos no europeos como una trasposición de un mito perfectamente estructurado cuya naturaleza sólo se puede entender como parte de la cultura occidental. El mito del hombre salvaje es un ingrediente original y fundamental de la cultura europea (Bartra 1996: 16).

La figura del hombre salvaje que atraviesa la cultura griega, encarna en el homo silvestris medieval, florece en el Renacimiento, alentado por el descubrimiento del Nuevo Mundo, y llega hasta nuestros días. En el corazón de la cultura europea, como nódulo fundacional se desarrolla este mito del salvaje que a la vez oculta y revela la naturaleza de esta cultura. El hombre llamado civilizado no ha dado un solo paso sin ir acompañado de su sombra, el salvaje. Es un hecho ampliamente reconocido que la identidad del civilizado ha estado siempre flanqueada por la imagen del

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‘otro’; pero se ha creido que la imaginería del ‘otro’ como ser salvaje y bárbaro –contrapuesto al hombre occidental– ha sido un reflejo –más o menos distorsionado– de las poblaciones no occidentales, una expresión eurocéntrica de la expansión colonial que elaboraba una versión exótica y racista de los hombres que encontraban y sometían los conquistadores y colonizadores (1996: 16).

En cuanto a la investidura de los indios americanos como salvajes, Bartra postula que esos rudos conquistadores habían traído su propio salvaje para evitar que su ego se disolviera en la extraordinaria otredad que estaban descubriendo [...] como si los europeos tuviesen que templar las cuerdas de su identidad al recordar que el ‘otro’ –su ‘alter ego’– siempre ha existido y con ello evitar caer en el remolino de la auténtica otredad que los rodeaba (1996: 16-17).

Pero, a partir del XVIII se produce un giro y emerge el ‘salvaje artificial’: Montaigne y su discurso sobre el canibalismo, Defoe con su Viernes y el ‘buen salvaje’ de Rousseau, son algunos de sus hitos. En las postrimerías del XIX, el mito del salvaje coagula en expresivas metáforas sociales –“la lucha por la vida” o “la ley de la jungla”– que aún perviven en el cercano siglo XX, por lo pronto en algunos superhéroes de la cultura de masas, como el medievalizante Conan, ‘el bárbaro’. Matizo una diferencia entre el concepto de bárbaro y el de salvaje que, a menudo, se utilizan como sinónimos. Si el bárbaro define a los extranjeros que no forman parte de la cultura propia y no poseen su lengua; el salvaje –de selvaticus, silva, selva– se compone de una serie de ingredientes que apuntan a una dualidad natural ‘animal-humano’ y connota vidas primitivas, atrasadas o, simplemente, cercanas a la animalidad. Y esta matización nos permite observar que, a fines del XIX, se produce una internalización del ‘salvaje’ en la cultura europea y aparece en la figura finisecular del ‘doble’, salvaje bifaz que reúne en un mismo personaje al yo civilizado con su ‘otro’ desbridado y monstruoso, expresado en la potente exclamación de Rimbaud: “Je suis l’autre. J’ai fait le bond sourd de la bête féroce” o en la peripecia hacia el corazón de las tinieblas de Conrad. Después de estas reflexiones: una cita abre algunas preguntas sobre este tema que he denominado la “cuestión del otro”:

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Sonia Mattalia Arden ya en medio del campo cuatro extendidas hogueras, cuyas vivas llamaradas irradiando, colorean el tenebroso recinto donde la chusma hormiguea. En torno al fuego sentados unos lo atizan y ceban; otros la jugosa carne al rescoldo o llama tuestan. Aquél come, éste destriza, más allá alguno degüella con afilado cuchillo la yegua al lado sujeta, y a la boca de la herida, por donde ronca y resuella, y a borbollones arroja la caliente sangre fuera, en pie, trémula y convulsa, dos o tres indios se pegan, como sedientos vampiros, sorben, chupan, saborean la sangre, haciendo murmullo, y de sangre se rellenan. Baja el pescuezo, vacila, y se desploma la yegua con aplausos de las indias que a descuartizarla empiezan (Echeverría 1986: 137).

El largo poema de Esteban Echeverría, La cautiva, se publica en 1837 y es considerado uno de los textos fundacionales de la cultura argentina independiente y la primera textualidad moderna, que fusiona el proyecto romántico-liberal de la llamada Generación del 37, con núcleo primero en el Salón Literario y luego en la oposición al gobierno de Juan Manuel de Rosas. La cautiva desarrolla en sus siete cantos una especie de puesta a punto o si se prefiere de aclimatación del romanticismo en el Río de la Plata (Jitrik 1970). La operación ejercida por Echeverría se asienta en la apropiación de la densidad estética del paisaje pampeano, de la cual partirán diversas líneas de la naciente literatura argentina, y en la épica actuación de los héroes –blancos– contra la bestialidad de los indios; ambas apuntan ya la fórmula “civilización vs. barbarie”, que Sarmien-

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to sistematizará en su Facundo (1845),2 fórmula ideológica de alta eficacia, vertebradora de una buena parte del pensamiento de las elites criollas latinoamericanas hasta bien entrado el siglo XX. Se han rastreado las ascendencias diversas de Echeverría, desde los ecos de Schlegel, Byron, Lamartine, el “Prefacio” del Cromwell de Hugo y El arte y lo bello de Lamennais, a más del análisis de la originalidad de la construcción literaria, del posicionamiento del intelectual que delimita el espacio de acción estética y política esbozado por Echeverría y que cala en los llamados “fundadores de la Nación”. Pero, a pesar de montañas de crítica e historiografía, sorprende la escasa atención que se ha brindado a la construcción del ‘salvaje’ en este primer texto. La descripción del ‘festín’ canibalesco de los indios, después del saqueo de yeguas, bastimentos y cautivas blancas, cargada de elementos grotescos, casi expresionistas, adquiere los tonos demoníacos de una zarabanda medieval donde los indios son representados como fieras vampirescas. No deja de sorprender que tal descripción sea presentada por algunos críticos e historiógrafos como veraz e, incluso, se citen experiencias biográficas del propio Echeverría para afirmar la realidad de la ficción. Y sorprende aún más cuando este “Canto II” de La cautiva, avanza los tonos subidos de la novela corta de Echeverría, El matadero, publicada en 1871 pero escrita entre 1839-40.3 Es evidente que en el trecho que va desde el poema La cautiva a la novela El matadero, el salvajismo del festín indio, canibalístico y animalizado, se desplaza hacia la masa urbana suburbial. La ‘chusma’, que participa de la matanza de reses en un matadero de Buenos Aires se compone de negros y criollos, unidos por su carácter incivilizado y 2 3

He desarrollado este tema en Mattalia (1994). Cito una de sus tantas descripciones: “La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y razas distintas. La figura más prominente era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían, caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la fábula, y entremezclados con ella, algunos enormes mastines olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa” (Echeverría 1986: 94).

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por su adscripción política federal de seguidores de Rosas, al que también se describe como partícipe de este festín de sangre. No es mi objetivo extenderme sobre las abundantes y heterogéneas representaciones del ‘otro’ –indio, negro, mestizo, inmigrante o, simplemente, opositor o contrincante ideológico– que se construyeron y representaron, con funcionalidades diversas, en las textualidades decimonónicas latinoamericanas –desde Bolívar a Martí o González Prada, de Sarmiento a José Hernández o Cambaceres– en el amplio abanico de los procesos de construcción y afianzamiento de los Estados nacionales a lo largo del siglo XIX en América Latina. El ejemplo de Echeverría me sirve para situar un problema que quiero reenfocar en las construcciones del ‘otro’, de la mano de la escritura de una mujer, para tomar como núcleo la representación del ‘indio’ que, desde el Diario de Colón, se configura como un ‘otro’ topificado de la cultura latinoamericana. No aspiro a hacer una arqueología de este tópico, ni señalar una genealogía de la ‘diferencia’ femenina en tales representaciones, sino solamente una puntuación a partir de Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner (1889) que muestra una disidencia en la representación del indio en ese fin del siglo XIX, en el que florece un gran impulso modernizador que conlleva el asentamiento de los Estados nacionales. 2. Clorinda Matto: “el descolorido lápiz de una hermana” Si la historia es el espejo donde las generaciones por venir han de contemplar la imagen de las generaciones que fueron, la novela tiene que ser la fotografía que estereotipe los vicios y las virtudes de un pueblo, con la consiguiente moraleja correctiva para aquéllos y el homenaje de admiración para éstas. Es tal, por esto, la importancia de la novela de costumbres, que en sus hojas contiene muchas veces el secreto de la reforma de algunos tipos, cuando no su extinción (Matto de Turner 1889: 3).

Con estas palabras comenzaba Clorinda Matto de Turner su conocido y citado “Proemio” a Aves sin nido (1889). Su publicación le valió una intensa reacción conservadora que logró apartarla de la dirección del importante semanario El Perú ilustrado, revista “excomulgada” por el Arzobispo de Lima en 1889 e inició una serie de agresiones contra la autora que culminaron en 1895 con el saqueo de su casa, la quema de su imprenta, así como su exilio en Buenos Aires, donde residirá hasta su muerte en 1909 (Núñez 1976; Tauro 1976).

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Como señaló Cornejo Polar, la obra de Matto, como una buena parte de la literatura latinoamericana de fines del XIX, puede ser leída como una reflexión sobre la modernidad. Clorinda oscila entre los dos polos liberales que escinden a la nueva burguesía peruana: sus primeros textos, las Tradiciones cuzqueñas (1884-1886) siguen la estela de las de Ricardo Palma, con una visión hispanizante que desproblematiza el pasado colonial e intenta “restaurar los vínculos entre la República y los siglos coloniales, nacionalizando esa experiencia y haciéndola parte del proceso de gestación del país” (Cornejo Polar 1994: XI). Pero, posteriormente, la participación de Matto en el “Círculo literario”, durante su estancia en Lima entre 1886 y 1895, la escora hacia el ideario reformista más radical, con tintes anarquistas, de González Prada que lo dirigía. Aves sin nido nace marcada por dos sucesos diversos: La derrota del Perú en la guerra con Chile que, a más de la derrota militar, produce un creciente malestar contra los terratenientes y oligarcas que la habían sostenido. La publicación, un año antes, del famoso Discurso en el Politeama, en el cual González Prada, afirmaba que el “verdadero Perú” no eran los hijos de extranjeros y mestizos que ocupaban el Perú costeño, sino los indígenas del área andina que debían ser la base de refundación de la nación, influyen claramente en el constructo ideológico de Matto (Cornejo Polar 1977; 1992). Por otra parte, la firme adhesión de Clorinda a las tendencias emancipatorias de la mujer, fraguada en su amistad con Mercedes Cabello de Carbonera y con la argentina Juana Manuela Gorriti –a quien conoció en Lima y en cuyas “Veladas Literarias” participó4– quien luego la acogería en su exilio en Buenos Aires, la posiciona como precursora de los movimientos reformistas y de lucha por los derechos de las mujeres que madurarán en los años 20 (Massiello 1992: Part 1). Volviendo al citado “Proemio”, una torsión lo encabeza: Si la vocación referencialista de la novela realista era ser el espejo de la vida, según el mandato stendhaliano, Matto distribuye las funciones: otorga a la historia la función de conservar la memoria y reserva para la no4

La reconstrucción del Salón ilustrado y del ambiente cultural peruano del momento se sigue con verdadera fruición en la Antología de algunas de las “Veladas Literarias” organizadas por Juana Manuela Gorriti durante su estancia en Lima, en las que participó Clorinda y que Graciela Batticuore recoge al final de su excelente ensayo El taller de la escritora (1999). En cuanto a la amistad e intercambios entre Clorinda y otras escritoras, véase Canepa (1994).

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vela un papel didáctico y reformador. El valor que otorga a la “novela de costumbres” se sustenta en dos elementos ejercitados en la composición de su novela: la introducción de la fidelidad referencial, para la cual reivindica su condición de escritora testigo, y el de la estereotipia para conformar el mundo ficcional. Fórmulas que la autora ejercita jugando entre la novela de tesis y el decálogo de la novela experimental a lo Zola. La figura del escritor que emerge del “Proemio” se autoriza en la convivencia con sus personajes que Clorinda resume en una perfilada síntesis de estereotipos: Amo con amor de ternura a la raza indígena, por lo mismo que he observado de cerca sus costumbres, encantadoras por su sencillez, y la abyección a que someten esa raza los mandones de villorrio que, si varían de nombre, no degeneran el epíteto de tiranos. No otra cosa son, en lo general, los curas, gobernadores, caciques y alcaldes (1889: 3-4).

Es, justamente, esa experiencia de testigo la que autoriza a la voz narrativa a introducir comentarios y juicios morales, políticos y religiosos, a escindir el mundo narrativo en un juego de enfrentamiento de tipos en el espacio de un pueblo de los Andes: los malos –que presiden la sociedad y la política civil, pertenecientes a las castas asociadas a la explotación lanar y agrícola en las zonas interiores y el clero– y los buenos que incluye no sólo a los indios, sino también a los liberales representados por los ingenieros y la burguesía minera, formados en una cultura industrial y urbana, representan el ideal de educación y progreso. Estos últimos, ejemplarizados por dos familias –los Yupanqui y los Marín– encabeza el enfrentamiento contra la arbitrariedad y el abuso de los gamonales. Matto focaliza el enfrentamiento sobre dos protagonistas mujeres, las dos madres de familia: la dulce, inteligente y culta Lucía Marín y la emprendedora india Marcela Yupanqui. Aliadas llevan adelante una acción de denuncia y resistencia en las que enganchan a sus maridos –el ingeniero y el indio agricultor–. Marcela y su marido morirán en el enfrentamiento, y los Marín adoptarán a las hijas de los indios y se los llevarán a la ciudad, donde el relato se desplaza hacia una historia de amor entre Manuel –hijo legítimo de una familia de los Andes– y Margarita –hija de los indios–. Amor imposible en el que despunta el incesto y la bastardía, ambos son hermanos ilegítimos del mismo padre, y esta es la finta folle-

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tinesca: Manuel no es, como se creía, hijo del Gobernador, ni Margarita del indio Juan Yupanqui, sino del párroco de Killac, don Pedro Miranda. Ambos, “dos aves sin nido”, que completan un desdichado círculo. En cuanto a la construcción del ‘otro’, en esta novela Matto se hace cargo de las imágenes tópicas que, a lo largo del XVIII escinden la figura del salvaje: el ‘buen salvaje’ rousseauniano, adscrito a un ideal de comunión con la naturaleza e integración social armónica (los indios) y el salvaje hobbesiano, definido por los códigos de la codicia y la violencia (la “trinidad embrutecedora del indio”, frase de González Prada, de jueces, gobernadores y curas). Tal escisión se adensa con el positivismo, a fines del XIX, como un determinismo social y biológico que Matto explorará de manera crítica en sus dos novelas siguientes, Índole y Herencia. La representación del ‘otro’, entonces, se divide: el ‘otro’ indígena aparece como “inocente”, “de costumbres encantadoras por su sencillez” y los ‘otros’ opresores, definidos como “ignorantes”, “violentos”, “lascivos”, “sucios”, “borrachos”, “codiciosos”. La identificación con el ‘otro’ oprimido y la distancia condenatoria hacia el ‘otro’ opresor abre un espacio de legitimidad al reformador social. La voz narrativa parte de la legitimación de la escritora que, desde el “Proemio”, reivindica su verdad partiendo de la experiencia vivida: “Para manifestar esta esperanza me inspiro en la exactitud con que he tomado los cuadros, del natural, presentando al lector la copia para que él la juzgue y falle” (4). La voz narrativa, entonces, propone un movimiento en el mundo novelesco que parte del denunciar –que construye dos representaciones de la otredad– y apunta al reformar. Surge así, un narrador que asume la voz del testigo testimonial y, al tiempo, se propone como representante de un nosotros político reformador. Pero, a más de esta ubicación que convierte a Aves sin nido en una novela antecesora de las novelas indigenistas y testimoniales posteriores, que juegan con la autorización del letrado para asumir la voz en nombre del ‘otro’ desvalido y saqueado por el poder, señalo dos aspectos que, creo, particularizan la novela de Clorinda: por una parte, su heterogeneidad formal que la desmarca de sus propias propuestas –la novela de costumbres– y, por otra, el escoramiento del punto de vista narrativo hacia el universo femenino que difumina al ‘otro’

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masculino y se focaliza sobre ‘las otras’ mujeres. Ambos transgreden la voluntad de referencialidad y la estereotipia. La heterogeneidad de esta novela fue apuntada ya por Varela Jácome: [...] la novelista parte de unas realidades observadas y de la situación política proyectada sobre el ámbito provinciano. Pero en la exploración de estos contextos se mezclan elementos costumbristas, enfoques realistas, huellas románticas y funciones folletinescas que contrastan radicalmente con ciertos alardes biologistas del naturalismo (1982: 713).

Clorinda misma adelanta en su “Proemio” una intención formal híbrida que, por una parte, afirma: “En los países en que como el nuestro la Literatura aún se halla en su cuna, tiene la novela que ejercer mayor influjo en la morigeración de las costumbres” (Matto de Turner 1889: 4) y, al tiempo, aspira a presentar una “obra con tendencias levantadas a regiones superiores, aquellas en que nace y vive la novela cuya trama es puramente amorosa o recreativa, bien puede implorar la atención de su público para que extendiéndole la mano la entregue al pueblo” (4). Doble filiación entonces: una novela de denuncia, pedagógica, reformista, y una novela de “regiones superiores”, de trama amorosa y recreativa. ¿Una novela sentimental?, ¿una novela que traza el dibujo de afectos y pasiones? A partir de esta matización de su proyecto Matto propone dos preguntas desiderativas que apuntan una denuncia a diferente nivel: ¿Quién sabe si después de doblar la última página de este libro se conocerá la importancia de observar atentamente al personal de las autoridades, eclesiásticas y civiles, que vayan a regir los destinos de los que viven en las apartadas poblaciones del interior del Perú?. ¿Quién sabe si se reconocerá la necesidad del matrimonio de los curas como una exigencia social? (4).

La imbricación de ambas produce un doble fondo de la denuncia: el atraso económico de las provincias andinas frente a las de la costa, la explotación y violencia contra los indios; y, en la trastienda, el exacerbamiento de esa violencia, ejercido sobre los cuerpos de las mujeres indígenas. La primera señaliza la necesidad de una articulación del poder político y de la construcción nacional extendiéndola a las regiones interiores menos integradas en el proceso modernizador del Estado nacional, para la cual provee un modelo civilizatorio de cohesión

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basado en la educación y el acriollamiento, semejante al que propondrán, décadas más tarde, las novelas indigenistas y regionalistas. La segunda, apunta al forzamiento y abuso de las mujeres indígenas y la no institucionalización de sus familias, que se mantienen en el concubinato; y a las consecuencias de la violencia sexual con un llamativo efecto social: la bastardía. Aves sin nido denuncia los abusos de los representantes de la oligarquía rural y sus aliados sobre el cuerpo de las mujeres indias. Así lo explicita de manera expresiva y suscinta la india Marcela: Ahora tengo que entrar en la mita a la casa parroquial, dejando mi choza y mis hijas, y mientras voy ¿quién sabe si Juan delira y muere? ¡Quien sabe también la muerte que a mí me espera, porque las mujeres que entran de mita entran con la cabeza alta y salen [...] mirando al suelo! (1889: 8).

Frase que evidencia la prolongación de una institución colonial –la mita– en el entramado republicano, continuada en la política de abuso sexual sobre las mujeres indígenas que el Estado republicano no ha logrado erradicar. Aves sin nido establece una particular alianza entre Lucía, la mujer ilustrada de la nueva burguesía urbana que reivindica la equiparación de derechos –a la educación, a la participación social– y la india subalterna que padece, entre todos los abusos, además, el sexual: Lucía paga la deuda de la india y con eso la salva de la mita; pero este acto no se presenta como un acto simplemente caritativo, sino como una insubordinación contra los atropellos de las autoridades provinciales. Acto que desencadena la reacción violenta, represiva y mortífera, central de la trama narrativa en las primeras partes de la novela. Si el proyecto modernizador de las nuevas burguesías identifica alegóricamente la construcción nacional con la familiar y, en el caso del Perú, una fluidez mayor en el trato interétnico, metaforizada por la adopción de las hijas de la pareja india asesinada que pasan de apellidarse Yupanqui a Marín (Cornejo Polar 1994: XVIII-XXV); Matto introduce una cuña especial, la de alianza de género que pone en evidencia una falla en dicho proyecto y postula una nueva vertiente del proyecto civilizatorio liberal exigiendo una racionalización de las políticas del cuerpo y de la sexualidad, cuya desarticulación atenta contra el proceso mismo de cohesión nacional. Alianza entre las mujeres de las clases burguesas –críticas con su condición de exclusión

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pública– y las subalternas de los estratos populares –indias, negras o criadas– que la escritura de mujeres posterior escenificará profusamente y que aparece ya consolidada en novelistas en los años 20 y 30 como Teresa de la Parra y María Luisa Bombal, entre otras. Esta alianza señaliza un específico posicionamiento de la letrada frente al imaginario de construcción nacional: la autorización a sí misma para unir a dos clases de mujeres en un conflicto común. Alianza que Clorinda explicita en su “Proemio” y delinea como un especial lugar de enunciación: su denuncia es escrita “por el descolorido lápiz de una hermana” (Matto de Turner 1889: 4). Bibliografía Bartra, Roger (1996): El salvaje en el espejo. Barcelona: Destino. — (1997): El salvaje artificial. Barcelona: Destino. Batticuore, Graciela (1999): El taller de la escritora (Veladas Literarias de Juana Manuela Gorriti: Lima-Buenos Aires 1876/7- 1892). Buenos Aires: Beatriz Viterbo. Canepa, Gina (1994): “Escritoras y vida pública en el siglo XIX. Liberalismo y alegoría nacional”. En: Pizarro, Ana (ed.): América Latina: Palavra, literatura e cultura. Vol. II: Emancipação do discurso. São Paulo: Unicamp, pp. 271-281. Certeau, Michel de (1985): La escritura de la Historia. México: Universidad Iberoamericana. — (1989): Heterologies. Discourse on the Other. Minneapolis (MN): University of Minnesota Press. Cornejo Polar, Antonio (1977): “Aves sin nido: indios, ‘notables’ y forasteros”. En: La novela peruana: siete estudios. Lima: Horizonte, pp. 7-32. — (1992): Clorinda Matto de Turner, novelista. Estudios sobre Aves sin nido, Índole y Herencia. Lima: Lluvia. — (1994): “Introducción: Aves sin nido como alegoría nacional”. En: Matto de Turner, Clorinda: Aves sin nido. Caracas: Biblioteca Ayacucho, pp. VII-XXXV. Echeverría, Esteban (1986): El matadero y La cautiva. Edición de Leonor Fleming. Madrid: Cátedra. Jitrik, Noé (1970): “Soledad y urbanidad. Ensayo de adaptación del Romanticismo en la Argentina”. En: Ensayos y estudios de literatura argentina. Buenos Aires: Galerna, pp. 139-178. Massiello, Francine (1992): Between Civilization and Barbarism. Women, Nation and Literary Culture in Modern Argentina. Lincoln (NE)/London: University of Nebraska Press.

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Mattalia, Sonia (1994): “El texto cautivo: del ‘color local’ al mito”. En: Pizarro, Ana (ed.): América Latina: Palavra, literatura e cultura. Vol. II: Emancipação do discurso. São Paulo: Unicamp, pp. 251-266. — (2003): Máscaras suele vestir. Pasión y revuelta: escritura de mujeres en América Latina. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert. Matto de Turner, Clorinda ([1889] 1994): Aves sin nido. Caracas: Biblioteca Ayacucho. — (1976): Tradiciones cuzqueñas completas. Lima: Peisa. Núñez, Estuardo (1976): “Prólogo”. En: Matto de Turner, Clorinda: Tradiciones cuzqueñas completas. Lima: Peisa, pp. 5-10. Tauro, Alberto (1976): Clorinda Matto de Turner y la novela indigenista. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Varela Jácome, Benito (1982): “Introducción a Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner”. En: La Novela Hispanoamericana. Madrid: Cupsa, pp. 707-719.

Ana Peluffo University of California, Davis

Decadentismo y necrofilia: El culto a la amada muerta en la poesía de fin de siglo

En el imaginario poético del siglo XIX, más que de mujeres que matan (como diría Josefina Ludmer),1 habría que hablar de mujeres que mueren. La figura de la amada desfalleciente, inmóvil o muerta fue metaforizada con tanta frecuencia que para fin de siglo casi se había transformado en un cliché.2 Este trabajo surge como un intento de clasificar y catalogar los cadáveres imaginados que circulan por el corpus de la poesía latinoamericana. En un contexto de anarquía sexual (la frase es de Elaine Showalter (1990)) y cultural, en el que llegan a Latinoamérica, de forma desordenada y a destiempo, no solamente corrientes estéticas antagónicas (decadentismo, sentimentalismo, naturalismo, parnasianismo) sino también nuevas identidades o poses (el flâneur, la new woman, la femme fatale, el dandy),3 trataré de sugerir que el empleo insistente de esta figura poética, de filiación prerrafaelita, les sirvió a los letrados tanto para responder a la amena1

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Me refiero aquí al título del capítulo V, “Mujeres que matan”, publicado en El cuerpo del delito: Un manual de Josefina Ludmer (1999). Se demuestra en este trabajo que el fantasma de la mujer asesina atraviesa “los cuentos de delito” de la cultura latinoamericana desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. El trabajo inaugural que llama la atención sobre este fenómeno en la cultura norteamericana es Over her Dead Body de Elizabeth Bronfen (1992). En este importante estudio se hace un análisis lacaniano-deconstruccionista de la fetichización de la amada muerta en un contexto anglo-americano. Para una perspectiva más socio-histórica sobre las actitudes culturales ante la muerte pueden consultarse los excelentes estudios de Philippe Ariès (1976; 1981). Sobre la importación y transculturación de mitos europeos y máscaras de identidad a Latinoamérica me he beneficiado enormemente de las propuestas de Josefina Ludmer en El cuerpo del delito (1999), en particular de sus reflexiones sobre el dandy y la femme fatale. También me resultaron indispensables las observaciones de Sylvia Molloy (1994) sobre el concepto de la pose en las culturas de fin de siglo y de Sonia Mattalia (1996) en lo que respecta a la yuxtaposición de prácticas discursivas y corrientes estéticas en Hispanoamérica.

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za que postulaba la emergencia de un sujeto femenino “masculinizado”, asociado con la modernidad, como para apropiarse de los valores sentimentales o espirituales que se colocaban culturalmente del lado de la esfera femenina. Las amadas muertas de la poesía latinoamericana tienen una larga genealogía que se remonta a la mitología clásica. La Euridice celebrada por Orfeo se reencarna en el siglo XIX en las amadas de ultratumba de Edgar Allan Poe, en la ojerosa “Dama de las camelias” de Alexandre Dumas o en las bellas durmientes de los cuentos de los hermanos Grimm. Según Bram Dijkstra en Idols of Perversity (1983) fueron los pintores de la cofradía prerrafaelita los encargados de convertir esta imagen en mito dentro del marco de una Inglaterra problematizada por la modernización industrial. Admirados por los poetas latinoamericanos de fin de siglo, los pintores prerrafaelitas estaban a su vez en perpetuo diálogo con la poesía de Tennyson, Keats y Shakespeare. El suicidio por amor de Ophelia en una tumba de agua cubierta de flores fue escenificado una y otra vez en los cuadros de los miembros de esta escuela. La “Ophelia” de Arthur Hughes (1852) estaba pintada en colores ocres y presentaba una versión infantilizada del personaje, tirando pétalos al lago en anticipación de su propia caída (ver Fig. 1). En la “Ophelia” de John Everett Millais (1852) el cadáver aparecía flotando boca arriba, en éxtasis, con los ojos entrecerrados y los brazos en cruz (ver Fig. 2). Se dice que la modelo de esta pintura, Elizabeth Siddall, quien más tarde se casaría con Dante Gabriel Rossetti, posó durante varios días completamente vestida en una tina llena de agua calentada desde abajo por medio de bujías y velas. Compenetrado con la tarea de reproducir el efecto mórbido de la cabellera flotante (fetiche importante de la femineidad prerrafaelita) Millais no se dio cuenta de que las velas se apagaban. Esto contribuyó a que la modelo, demasiado profesional para moverse, sufriera varios enfriamientos y enfermedades pulmonares que le ocasionaron una temprana muerte (Hawksley 2000: 46; Copplestone 1999: 39).

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Fig. 1: Arthur Huges (1830-1915), Ophelia. 1852.

Fig. 2: John Everett Millais (1829-96), Ophelia. 1851-52.

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Fue Gabriela Mistral, en una lúcida lectura de la poesía de Martí, la que se encargó de señalar el asombroso parecido del poema IX, “La niña de Guatemala”, con un friso prerrafaelita (1969: 263).4 La mayor parte de la crítica, sin embargo, prefirió leer este poema como una transposición poética de una anécdota biográfica. Según Ángel Rama, la niña de Guatemala era María García Granados, una niña no tan niña con quien Martí tuvo una relación sentimental en 1876-77 y a la que luego abandonó para casarse con otra (Rama 1973: 64-66). Como justificación de este tipo de lectura Rama cita un fragmento del poema IX de los Versos sencillos: Ella dio al desmemoriado Una almohadilla de olor: El volvió, volvió casado: Ella se murió de amor (Martí 1999: 188).

El tableau más necrofílico del poema ocurre cuando el sujeto lírico masculino, arrodillado frente al cadáver, posa sus labios sobre el cuerpo sin vida de la amada en el cementerio. En una época obsesionada con el voyeurismo y la “lujuria de ver” (Molloy 1994: 130) se exhibe de forma casi morbosa la figura escultórica de un cuerpo inerte: Allí, en la bóveda helada, La pusieron en dos bancos: Besé su mano afilada, Besé sus zapatos blancos (Martí 1999: 189).

El lector, apunta sagazmente Mistral, experimenta una cierta incomodidad por la falta de sentimentalismo de un poema en el que parecen ir a contrapelo el tema trágico de la feminización de la muerte y la tonalidad melódica ligera que “banaliza” y estetiza el trauma de la pérdida (Mistral 1969: 263). Al mismo tiempo, es sólo postmortem que la niña de Guatemala, anteriormente rechazada por el poeta, pasa a ocupar el vértice de su píramide sentimental:

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Dice Mistral en la Antología crítica de José Martí, editada por González: “Llevo, pues, clavado el interrogante de esta composición. Aquella muerte de la muchacha guatemalteca ¿quedó en Martí sólo como la viñeta floral de un cortejo mortuorio que más parece friso prerrafaelista?” (1969: 263).

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Como de bronce candente Al beso de despedida Era su frente ¡la frente Que más he amado en mi vida! (Martí 1999: 188).

Una tensión similar entre forma y contenido se detecta en la “Ophelia” de Millais que también se estructura alrededor del contrapunto visual entre una naturaleza primaveral florida y la tragedia acuática del personaje. Se redefinen así los postulados del tropo horaciano ut pictura poesis (como la pintura, así la poesía), alusivos a la relación de hermandad entre las artes dentro de una tradición mimética.5 Generalmente se tiende a pensar en Martí como un escritor ajeno a la órbita de Edgar A. Poe (Contardi 1995: 108). Sin embargo, en The Philosophy of Composition (1846), éste había anticipado la temática lúgubre del poema IX de Martí cuando afirmaba que el tópico más romántico de la poesía era “incuestionablemente” la muerte de una mujer hermosa.6 Poe mismo había puesto en práctica este precepto en “Annabel Lee” (1849), dedicado a su esposa muerta, y en “The Raven” (1845-49), traducido al español en 1887 por Pérez Bonalde.7 En Latinoamérica, la consagración definitiva de Poe en los círculos letrados ocurre en 1896 cuando Darío lo presenta en su colección de “raros”, como “el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte” (1950: 259). En “El Poeta Pregunta Por Stella” de Prosas profanas Darío convierte a su primera esposa muerta, Rafaela Contreras, en un doble latinoamericano de la Ligeia de Poe, una visión casi tan espiritual y casta como el lirio prerrafaelita al que el sujeto lírico transforma en interlocutor de sus doloridos apóstrofes: “¿Has visto acaso el vuelo del alma de mi Stella,/ la hermana de Ligeia, por quien mi canto a veces es tan triste?” (1953: 804-805). El fantasma de Stella aparece semánticamente encadenado a las amadas de Poe, como cuan5 6

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Sobre los encuentros y desencuentros entre estética y poética desde el punto de vista de la historia del arte puede consultarse el texto de R. W. Lee (1967). Poe empieza hablando de que el tono de la poesía debe ser melancólico y de que la muerte asociada con la belleza es el topos más idóneo para construir un lector sentimental. Dice en el pasaje más necrófilo y misógino del texto “[…] the death, then, of a beautiful woman is, unquestionably, the most poetical topic in the world – and equally is it beyond doubt that the lips best suited for such topic are those of a bereaved lover” (1970: 535). Para más información sobre la recepción de Poe en Latinoamérica y sobre las traducciones de The Raven al castellano se puede consultar Nuñez (1956).

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do Darío lo evoca en sus “flanerías” neoyorquinas por las calles del “hirviente Broadway”: ¿Por qué vino tu imagen a mi memoria, Stella, Alma, dulce reina mía, tan presto ida para siempre […] tú eres hermana de las liliales vírgenes cantadas en brumosa lengua inglesa por el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos. Tú como ellas eres llama del infinito amor (1950: 259260).

En este pasaje se pone en evidencia que el recuerdo poético de la amada muerta no es puro a nivel referencial sino que está contaminado y mediatizado por la lectura. Al mismo tiempo, se puede leer esta idealización de la amada ausente como una respuesta a la intolerable presencia de la mujer viva. En particular, como una forma de contrarrestar, a nivel imaginado, el emergente poder político de las sufragistas a las que Darío caricaturiza en “¡Estas mujeres!” (539).8 Darío se horroriza de que el sufragismo de las inglesas esté siendo irradiado a la “Francia del encanto femenino” y de que allí las mujeres quieran votar e ir al congreso (549). En un momento de la crónica apela a la complicidad de un lector latinoamericano anti-moderno para el que se retrata paródicamente a estas mujeres rebeldes: “Tengo a la vista unas cuantas fotografías de esas políticas. Como lo podréis adivinar, todas son feas; y la mayor parte más que jamonas” (549). Al igual que la amada muerta y aniñada de Martí, la Stella de Darío, demasiado buena para este mundo corrupto, sólo adquiere poder a través de la muerte. Este prestigio sentimental que da el ars morendi en el siglo XIX va a ser invocado por Amado Nervo, en La amada inmóvil, para poetizar la figura de Ana Dillez en México; y por los poetas del parnaso colombiano, para representar el cadáver de Elvira Silva, en múltiples florilegios. En este sentido, dentro del panteón de amadas muertas convertidas en musas (Bronfen 1992) Elvira Silva tuvo la suerte o la desgracia de ser una musa compartida, inmortalizada poéticamente en la obra de Jorge Isaacs, Eduardo Villa Ricaurte, José Asunción Silva y Rafael Pombo. Cuando Jorge Isaacs compuso su elegía in memoriam titulada “Elvira Silva”, se la envió de regalo al autor del “Nocturno III”, afirmando que “todavía le quedaban en [el] corazón muchas lágrimas” (Arci8

Agradezco a Graciela Montaldo el haberme llamado la atención sobre la existencia de este texto.

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niegas 1967: 80). En un proceso de colaboración afectiva que buscaba contrarrestar por medio de la circulación de recuerdos el dolor de la pérdida, Silva le mandó a Isaacs un retrato de su hermana y dos pañuelos perfumados como memento mori (82). El gesto revela que sin duda Silva había leído María (1867) y que sabía cuán importantes eran para Isaacs esos fetiches. Recordaría, seguramente, los mechones de pelo que intercambiaron Efraín y María en la novela y aquel tableau metonímicamente erótico en el que Efraín, en la cama, mojó con sus lágrimas el pañuelo de su amada: “[…] el pañuelo de María, fragante aún con el perfume que siempre usaba ella, ajado por sus manos y humedecido por sus lágrimas, recibía sobre la almohada las que rodaban de mis ojos como de una fuente que jamás debía agotarse” (Isaacs 1867: 272). En la elegía de Isaacs, que a diferencia de la de Martí está escrita siguiendo el metro, la rima y los acentos neoclásicos de la poesía fúnebre, se llora la muerte de Elvira en plural. El sujeto lírico se construye como miembro de una comunidad afectiva imaginada formada por “los que en el mundo mísero quedamos” (1891: 266). Se le da así la voz al cadáver mudo de Elvira, no solamente para crear un doble poético de María, el último éxito literario de Isaacs veinticinco años atrás, sino también para configurar una fraternidad sentimental masculina, cimentada por la retórica de las lágrimas. En El libro de versos de José Asunción Silva, el primer eslabón poético de la cadena de niñas muertas aparece en “Crisálidas”. Aquí, se presenta a una niña enfermiza en el momento de expirar, mientras “[…] todos la veían, con los ojos/ Nublados por las lágrimas” (Silva 1990: 10). En términos alegóricos, el título del poema, crisálidas, remite a un contraste romántico en el que la materialidad física de la amada es la crisálida-cárcel que contiene el eterno femenino, o mariposa dorada, que se quiere liberar. En este poema predomina la modalidad sentimental por encima de la decadentista, pero en “Poeta, di passo”, otro poema regido por la presencia invisible de la amada muerta, la “camita blanca”, o lecho de muerte de “Crisálidas” se transforma en “un ataúd heráldico” (29). En este caso, la piedad sentimental del sujeto poético que busca conmover al lector por “la soledad de las almas de los difuntos” cede paso a una jouissance estética provocada por el espectáculo del cuerpo sin vida convertido en artefacto cultural prestigioso. El tableau mortuorio está ubicado en un recinto

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interior oscuro y lúgubre que contrasta con la luminosidad del poema de Martí. ¡Ah, de la noche trágica me acuerdo todavía! ……………………………………………… Tú mustia yerta y pálida entre la negra seda, La llama de los cirios temblaba y se movía, Perfumaba la atmósfera un olor de reseda, Un crucifijo pálido los brazos extendía Y estaba helada y cárdena tu boca que fue mía! (29).

En este pasaje, es el beso gélido de la muerte lo que pone punto final a un crescendo emocional provocado por el exceso de estímulos visuales. Con pocas variaciones, el cuadro se repite en uno de los poemas más necrofílicos de Julián del Casal titulado “Del libro negro”. Aquí, el féretro se desplaza, sobre los hombros de los adoradores, frente a la mirada a la vez conmovida y embelesada del poeta: En féretro luciente, tachonado de brillantes estrellas de oro y plata, en hombros el cadáver conducían de mi hermosa adorada (1945: 1-4). …………………………………… Por sus vidriosos y entornados ojos, traspasando el festón de sus pestañas, un trémulo fulgor aparecía que me llegó hasta el alma (17-20).

Decorado con joyas, puesto en exhibición sobre un ataúd y envuelto en telas vaporosas, el cadáver se convierte en este poema en uno de esos objetos decorativos caros a la estética parnasiana de la belle époque. En un poema anterior, titulado “Elvira Tracy”, Rafael Pombo había poetizado la misma escena con un entusiasmo perverso de voyeur. Dice: ¡Un féretro en el centro, un paño, un Cristo! ¡Un cadáver! ¡Gran Dios!… ¡Elvira!… ¡Es ella! Alegremente linda ayer la he visto, ¿Y hoy? …Hela allí… ¡solemnemente bella! (en: Charry Lara 1996: 129).

Aunque el poema de Pombo responde más a una estética pastoral bucólica (se escucha cantar a los “pajarillos cariñosos” en el velorio) que decadentista, en ambos casos el ideal de belleza coincide con los rasgos físicos de la muerte. El sujeto masculino disecciona con la mirada el cuerpo femenino llamando la atención sobre sus diferentes “partes”

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o “fragmentos”: las sienes del cadáver son siempre “marmóreas”, los labios pueden ser “cárdenos” o “violetas”, las mejillas “descoloridas”, la piel “mustia” y el aspecto general de la amada, enfermizo o anoréxico. La perversión de este culto radica en que la muerte embellece al objeto de deseo provocando en el espectador reacciones que van desde el miedo a la admiración, pasando por el respeto y el éxtasis místico. En La amada inmóvil de Amado Nervo se contrasta la palidez glacial del cadáver con la negrura del ataúd, al mismo tiempo que se santifica desde un punto de vista religioso la imagen de la muerta: Las manos inmaculadas le cruzaste en su ataúd, y estarán siempre cruzadas: ¡ya es eterna su actitud! (1902: 87).

En este abanico de amadas cadavéricas no es difícil detectar diferencias más o menos sutiles entre los cuerpos imaginados, como las trenzas de Elvira que en la elegía de Isaacs buscan abrigar y arropar al cadáver para protegerlo del frío del sepulcro (Isaacs 1891: 268). Por otro lado, en “¡Cuántos deseos interiores!” de Nervo, el sujeto lírico visualiza su propia muerte, aferrado o abrazado a la trenza de la amada, sinécdoque “De un gran querer, noble y fecundo” (1902: 120) del que “[s]ólo una trenza [le] quedó” (120). En un poema titulado “Su trenza” el poeta le ruega a la muerte que le deje besar, mientras expira, el pelo trenzado de la amada que todavía no ha perdido su olor. ¡La trenza que le corté y que, piadoso guardé (impregnada todavía del sudor de su agonía) la tarde en que se me fué! (61).

Se establece entonces, en esta rima, un símil entre amor y cabellos ya que ambos se resisten a morir. La trenza posee el aura del cuerpo femenino (burdamente descrita como sudor) y de ahí que se busque conservarla como una reliquia sentimental que desafía el poder de la muerte. Hay Ofelias latinoamericanas mejor vestidas que otras pero todas son bellas, jóvenes y mueren felices. La niña de Guatemala de Martí cultiva un estilo pastoral bucólico mientras que la de Isaacs “[…] yace/ lujosa con las galas de la tumba” (1891: 267). De entre todas ellas,

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la amada muerta de Julián del Casal se lleva el premio a la distinción y al buen gusto: Su inanimado cuerpo revestía, de raso y oro espléndida mortaja, cubierta con un velo vaporoso de transparente gasa (1945: 61).

A nivel genealógico, esta técnica pictórica (ekphrasis) tiene raíces en el tableau de María en su lecho de muerte, cuando acostada en el féretro lucía sobre la tez pálida una sonrisa de Mona Lisa: “aquellos labios pálidos parecían haberse helado cuando intentaban sonreír: podía creerse que alentaba aun” (Isaacs 1867: 314). Jorge Isaacs habla de las muertas (Elvira y María) como si estuvieran vivas, algo que también hace Nervo cuando dice que su enamorada lucía sobre la “boca breve/ una sonrisa/enigmática, sutil,/ iluminando indecisa/ la tez color de marfil” (1902: 175). En todas las instancias de esta taxonomía se representa el cadáver en el momento previo a la descomposición de la carne para preservar la memoria de su belleza en un gesto que erotiza la pasividad de la muerte. De ahí que a los prerrafaelitas la muerte de Ofelia, les pareciera más sugerente que la de Julieta, otro personaje del archivo shakespeareano que muere por amor, pero de forma menos estética y más sangrienta. Vale la pena mencionar en este sentido que en varios de estos retratos idealizados ocurre una metamorfosis poética a través de la cual la figura de la amada muerta, aparentemente benigna, se transforma en la temida figura de su doble: una femme fatale que castiga al poeta devenido Orfeo con la indiferencia, el desdén y el silencio. En las últimas estrofas de la elegía de Isaacs, se representa a la angelical e infantil Elvira como vértice emocional de un triángulo amoroso en el que el rival del poeta es el Arcángel de la muerte. Elvira aparece aquí como una rompe-corazones, una mujer fría e insensible, que abandona al morir al yo lírico. Esto genera reproches y recriminaciones por parte del poeta que le dirige al fantasma un resentido apóstrofe: ¡Te vas!… ¡y para siempre! sorda, muda… insensible a gemidos y lamentos de los seres que amaste! ¿Y así pagas la ternura y el amor? ¿Qué su existencia será sin ti, la gala y alborozo en ese hogar de tus encantos nido, donde pasan las horas,

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lentas cual las de dicha voladoras, y en que todo es dolor porque te has ido? (Isaacs 1891: 269-270).

En la obra de José Asunción Silva se elogia la propuesta decadentista de Baudelaire en un proyecto poético que transporta la máscara moderna del dandy-flâneur de Norte a Sur. Sin embargo, su obsesión con la muerte está teñida de un idealismo sentimental que contrasta con el sadismo cruel de la mirada baudelaireana. La visión más idealizada que tiene Silva de la muerte entronca con el concepto de “la belle morte” que Philippe Ariès desarrolla en L’homme devant la morte para historizar la muerte en el siglo XIX. La teoría de Ariès es que a diferencia del siglo XX en el que la muerte es tabú, en el siglo XIX se la celebra y se le rinde culto para aprender a convivir con ella. En el caso de José Asunción Silva, entonces, la tanatofilia es una de las marcas que recorre como un arco todo su universo poético. El “Nocturno III” es en muchos sentidos un poema elegíaco en el que se busca re-vivir el trauma de la muerte para poder superarlo. Este proceso de recordar para poder olvidar es según Freud (1917) lo que distingue el luto de la melancolía. A nivel formal-estructural el poema se elabora en base a una oposición semántica entre dos espacios nocturnos: Una primera noche, en la que la amada está viva; y una segunda noche, en la que el poeta camina solo, atormentado por el recuerdo de la muerte de ella. Para establecer un corte entre estas dos noches se evoca una tercera, ocurrida en un recinto interior, que es la de la muerte de la amada: Sentí frío, era el frío que tenían en la alcoba Tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas, Entre las blancuras níveas De las mortuorias sábanas (Silva 1990: 32-33).

Demás está decir que este pasaje, en el que se hace referencia al contacto físico entre dos cuerpos en una cama (uno vivo y uno muerto) generó múltiples especulaciones críticas sobre la naturaleza necrofílica e incestuosa de la energía libidinal del poema. Pero volviendo a la oposición semántica entre estos dos espacios es interesante notar que aunque se busca sugerir en un principio que la sombra de la amada muerta es virtualmente indistinguible de la de la amada viva, en realidad el aura del espectro tiene una productividad simbólica de la que

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carece su doble vivo. Esto se condensa en la utilización del adjetivo “ágil” para calificar a la sombra del cadáver en un poema en el que predomina la lentitud, así como también en el uso de dos verbos de acción, “Se acercó y marchó con ella,” repetidos anafóricamente tres veces, por oposición al solitario “caminabas” de la primera parte.9 Dentro de este orden de cosas el recuerdo de la amada viva es una sombra de una sombra que coincide con el ideal prerrafaelita que Silva invoca en De Sobremesa a través de dos mujeres fantasmas, Helena y María Bashkirtesff. Esta última, que al morir a los veinte años se convirtió en la musa de Silva y de otros escritores de la belle époque colombiana, visualizaba en De Sobremesa, mientras tocaba el piano, tísica, el destino de muchas de las amadas de la poesía latinoamericana de fin de siglo: […] al vibrar bajo sus dedos nerviosos el teclado de marfil, se extendía en el aire dormido la música de Beethoven, y en la semioscuridad, evocada por las notas dolientes del nocturno y por una lectura de Hamlet, flotaba, pálido y rubio, arrastrado por la melodía como por el agua pérfida del río homicida, el cadáver de Ofelia, Ofelia pálida y rubia, coronada de flores […] el cadáver pálido y rubio coronado de flores, llevado por la corriente mansa […] (242-243).

El catálogo de mujeres que mueren ilustra un descontento y un malestar en la república de las letras. El surgimiento de nuevas identidades femeninas modernas fue vivido como una amenaza por los poetas de fin de siglo que, en parte como consecuencia de la profesionalización de la política y de la falta de público para la poesía, se encontraban ellos mismos en una posición de marginalidad. Tanto la “nueva mujer latinoamericana” que cuestionaba la rígida división de esferas de la ideología liberal, como el ángel del hogar, que ejercía un poder afectivo en el imperio de los sentimientos, fueron blanco de las fantasías misóginas del imaginario poético finisecular. Así como para Darío era preocupante la incursión de las abolicionistas en el terreno de la política, para Martí era igualmente intolerable el excesivo poder que tenía la mujer doméstica en el reino del hogar. Esta fobia se materializa en el Ismaelillo (Martí 1999) donde la muerte simbólica de la madre es la 9

Para una excelente lectura de este poema canónico remito al lector el ensayo de Eduardo Camacho Guizado titulado “Poética y poesía de Silva” (1990). Otro ensayo que llama la atención sobre la fascinación de Silva con las amadas espectrales es el de J. G. Cobo Borda titulado “El primer José Asunción Silva: Intimidades, 1880-1884” (1990).

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condición necesaria para que pueda establecerse una alianza sentimental entre padre e hijo. Detrás de la máscara doméstica o profesional de estas nuevas subjetividades femeninas modernas se encubría una tercera amenaza: la sexualidad de la femme fatale que colocaba al sujeto masculino en una posición de impotencia y debilidad. Así por ejemplo, José Asunción Silva decía que los poetas rendían “culto casi místico al Femenino eterno” porque eran “débiles para la lucha de los sexos que es el amor” (1990: 366). Y José Martí recurría a una terminología bélica en sus poemas sobre la relación entre los géneros cuando decía en el poema XXXV de los Versos sencillos: ¿Qué importa que tu puñal Se me clave en el riñón? ¡tengo mis versos, que son Más fuertes que tu puñal! (1999: 204).

Para ganar esta batalla, los poetas utilizaron la pluma como un arma. De ahí que la muerte simbólica de la musa haya servido no solamente para neutralizar otredades femeninas emergentes, sino también para construir una subjetividad masculina andrógina que les permitiera “feminizarse”. En este sentido, se puede decir, invirtiendo la fórmula de Ludmer, que la configuración de este panteón de amadas muertas, respondió a una necesidad epocal por parte del sujeto masculino de eliminar simbólicamente a la mujer en su corporalidad para “masculinizar” una serie de valores republicanos (la espiritualidad, la delicadeza, la sensibilidad, el esteticismo) asignados tradicionalmente a la esfera femenina. La canibalización de estos valores desprestigiados, desde la perspectiva de la cultura dominante, les sirvió a los letrados para crear un espacio cultural sagrado, la religión del arte, que actuó también como refugio y coraza contra los embates de la modernidad periférica.

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V Fundación de las literaturas y culturas nacionales

Horst Nitschack Humboldt-Universität zu Berlin

Entre el poema épico y la novela: La fundación de la literatura brasileña1

Si propongo desarrollar algunas reflexiones sobre las relaciones conflictivas entre la novela y el poema épico en las décadas fundacionales de la literatura brasileña, es decir, entre los años 40 y 60 del siglo XIX, es porque estoy convencido de que la confrontación entre estos dos géneros literarios, se inscribe precisamente en el marco de este simposio: Poscolonialismo, nacionalismo y sujeto. En los representantes más destacados de la literatura fundacional brasileña, Gonçalves de Magalhães y José de Alencar, el poema épico y la novela se confrontan como dos opciones o modelos literarios, que permiten superar la dependencia cultural colonial y fundar una literatura nacional.2 Esta autoconciencia fundacional es un fenómeno que, por primera vez, lo encontramos en las literaturas europeas del siglo XVIII, las que se refieren a las tradiciones medievales como a sus orígenes. A este respecto, la situación en Brasil es bastante distinta, pues se caracteriza por el hecho de que la formación de una literatura nacional, antes que todo, no es un proyecto histórico o historiográfico, sino un proyecto creativo. Esta manifestación fundacional no se descubre en un pasado remoto, sino tiene que ser escrita, ya sea como literatura del imperio centrado en la corte del Emperador (Gonçalves de Magalhães); o bien como literatura de un público más general, urbano e ilustrado (José de Alencar). En correspondencia con estas dos opciones, se contraponen la edición de lujo del poema épico A Confederação dos Tamoyos (1856) de Gonçalves de Magalhães, promovida por el propio Emperador (Wolf 1863: 149), y la novela 1 2

Agradezco a Rolando Carrasco por la revisión estilística de este artículo. “Escritores de la talla de Magalhães, Gonçalves Dias, Alencar, Távora y Taunay tenían una fuerte noción de que estaban fundando la literatura brasileña. Fundarla en términos de estetización y tematización de las tendencias locales a través de la misión patriótica” (Carrizo 1996: 208).

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O Guarani (1857), publicada en entregas en el periódico de Río de Janeiro. Aprovechando algunas observaciones de Antonio Candido en Formação da literatura brasileira,3 mi argumento es que el poema épico y la novela representan dos modelos en confrontación, en las tres dimensiones aquí señaladas: respecto a una literatura poscolonial, el concepto de nación, como también en relación al sujeto narrador y narrado. Nuestra discusión en torno a la contraposición de dichos géneros literarios, implica la hipótesis –formulada claramente por primera vez en la Estética de Hegel– que esta cuestión no tiene un carácter puramente formal, sino que a través de distintos géneros se manifiestan diferentes visiones del mundo, o según la afirmación de Lukács y más tarde de Lucien Goldmann, el texto literario revela su dimensión social en su forma. En este contexto se nos plantea la cuestión por el sujeto, en la medida en que la elección por el poema épico o la novela, implica diferentes conceptos sobre éste y de su relación con el mundo. Aspecto que permite diferenciar tres ámbitos complementarios en torno a la producción de estos sujetos: 1. El ámbito del ‘sujeto-autor’ que los textos requieren por su propia creación. 2. El ámbito del ‘sujeto-lector’ que ellos producen y que es apropiado para su lectura. 3. El ámbito del ‘sujeto-protagonista’, que cumple con las exigencias de ‘héroe’ para el propio texto.

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“A Independência importa de maneira decisiva no desenvolvimento da idéia romântica, para a qual contribuiu pelo menos com três elementos que se podem considerar como redefinição de posições análogas do Arcadismo: (a) desejo de exprimir uma nova ordem de sentimentos, agora reputados de primeiro plano, como o orgulho patriótico, extensão do antigo nativismo; (b) desejo de criar uma literatura independente, diversa, não apenas uma literatura, de vez que, aparecendo o Classicismos como manifestação do passado colonial, o nacionalismo literário e a busca de modelos novos, nem clássicos nem portuguêses, davam um sentimento de libertação relativamente à mãe-pátria; finalmente (c) a noção já referida de atividade intelectual não mais apenas como prova de valor do brasileiro e esclarecimento mental do país, mas tarefa patriótica na construção nacional” (Candido 1969: 11).

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Quiero esbozar algunas características en que se distinguen estos sujetos con respecto a los dos géneros literarios aquí tratados: 1. El ‘sujeto-autor’, se define en la escritura del poema épico por el respeto y la ejecución de reglas de composición bien estrictas, además de un lenguaje altamente formalizado, siendo su ‘libertad de autor’ bien limitada y restringida por las reglas y exigencias que le impone este lenguaje poético. La novela, en cambio, parece colocar al autor frente a un espacio completamente indefinido y abierto, concediéndole todas las libertades y decisiones de composición. 2. El ‘sujeto-lector’ del poema épico actualiza mediante su lectura las reglas de las cuales este género literario es la concretización, juzga si estas reglas son respetadas por el texto y define el valor literario según estos criterios objetivos. En otros términos, el ‘sujeto-lector’ de la novela juzga el texto según sus criterios y gusto individual, los que no se encuentran objetivados en reglas literarias. La lectura otorga al texto su dimensión universal, gracias a la interpretación adecuada de los momentos y acciones particularizadas. Es como si este universo no existiera antes de su lectura, sino que sería dependiente de ella. 3. Estas diferencias entre el ‘sujeto-autor’ y el ‘sujeto-lector’, según el género donde se concretizan, valen también para el ‘sujeto-protagonista’. El héroe del poema épico –como representante de un mundo objetivo y de reglas definidas y universales– no disfruta de ningún espacio, como tampoco tiene necesidad de desarrollar una subjetividad de alta competencia y creatividad. Por el contrario, el héroe de la novela parece dueño de su propio destino, todo depende de sus cualidades y capacidades individuales, de sus decisiones y esfuerzos. No es él quien cumple una historia, sino el desenlace de la historia parece depender completamente de él. Ello nos lleva a la siguiente tesis: La superioridad de la novela como género fundacional de la literatura brasileña se debe a su capacidad de abrir un espacio literario para la manifestación y realización de un sujeto pleno, el cual se caracterizaría por su alto grado de subjetividad. Este ‘tipo’ de sujeto es el sujeto moderno, del cual la sociedad en un Estado nacional debe disponer para cumplir con sus propias exigencias: un alto grado de desarrollo de las cualidades individuales como

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autorresponsabilidad, interiorización de reglas y leyes, disposición de crear su propia historia. Así se explica que, a pesar del apoyo oficial que recibe la poesía épica por la Corte Imperial, el género que permite fundar una literatura –en la cual la propia nación se considera como sujeto del proceso histórico– es la novela y no la poesía épica. Se tratará entonces, en las páginas siguientes, de analizar la superioridad de la novela como forma literaria en este proceso constitucional. Partimos por un levantamiento de los datos literarios. El fundador poético y teórico del romanticismo brasileño, Gonçalves de Magalhães, (Discurso sôbre a História da Literatura no Brasil, el ‘manifiesto’ del romanticismo en la revista Niterói, París 1836; Suspiros poéticos e Saudades. Poesias, París 1836), publica en 1857 su poema épico en versos A Confederação dos Tamoyos. Este figura en las historias literarias como un texto romántico, a pesar de que el autor dice de sí mismo, que él nunca ha sido más que un clásico entre los románticos (Romero 1980, t. 3: 791). La intención de Gonçalves de Magalhães era dotar a Brasil de un poema épico fundacional, como lo conocen las literaturas nacionales europeas (Canción de los Nibelungos, Canción de Rolando, Beowulf, etc.). José de Alencar entra con sus “Cartas sôbre A Confederação dos Tamoios”, escritas entre el 18 de junio y el 15 de agosto de 1856 (Alencar 1953), en una decidida polémica contra esta empresa de Gonçalves de Magalhães, criticando, entre otros aspectos, la pobreza en la cual se presentan la naturaleza y los hombres (los indios). Pobreza en el sentido de que ni la magnanimidad de los personajes y sus actuaciones, como tampoco la belleza y lo sublime de los paisajes, poseen características individuales convincentes. Sin embargo José de Alencar no sólo interviene con estas cartas críticas, sino que él elabora su propia propuesta: O Guarani, publicada primero como novela de folletín en 1857. Lo que tienen los dos textos en común es, como lo indican los títulos, su indianismo. No obstante, el poema épico de Gonçalves de Magalhães se caracteriza por un héroe colectivo. Las tribus unificadas de los Tamoyos y su figura heroica, Aimbire, carecen casi completamente de las características individuales del héroe. Peri, el protagonista de la novela de José de Alencar, en cambio, está enriquecido con todos los atributos de un héroe individualizado.

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Estos dos textos, clasificados generalmente como románticos, sin embargo pertenecen a tradiciones distintas: el primero es la continuación del neoclasicismo y, el segundo, la primera realización brasileña de una novela romántica de procedencia europea (Nitschack 2002). Gonçalves de Magalhães retoma la tradición épica del siglo XVIII, representada por Uraguai de Basilio da Gama (Lisboa 1769, segunda edición Río de Janeiro 1811 en la Impressão Régia) y Caramuru de Santa Rita Durão (1781).4 A Confederação es un canto heroico sobre una nación indígena extinta, que representa con su valentía –en la tradición de las virtudes romanas– la herencia indígena brasileña. A pesar de que, tanto en sus héroes como en su realidad geográfica tropical, utiliza la misma lengua y tradiciones poéticas, marca una clara diferencia con la metrópolis y el colonizador de antes, Portugal. Gonçalves de Magalhães –aunque es el único que experimenta con éxito este género literario– no sería una figura excepcional durante el siglo XIX. También otro autor romántico de renombre, Gonçalves Dias, escribe en 1859 un poema épico que queda inacabado, Os Timbiras. El mismo destino conocería la labor del propio Alencar, de cuyo poema Os filhos de Tupã (1863) nos queda un fragmento. De todas estas tentativas se puede concluir, que aún no es obvio para dichos autores que el género épico es inapropiado para la fundación de una literatura nacional. La crítica literaria lo constatará solamente en una visión retrospectiva. ¿En qué consisten las diferencias significativas entre el poema épico y la novela? ¿Cuáles son las cualidades y las características de ésta, que la hacen superior al poema épico en el proceso de formación de una literatura nacional? Visto desde una perspectiva teórica, en los dos géneros se oponen lo poético como resultado de la tradición retórica, contra lo poético como producto de una actitud estética. En la literatura europea, la segunda parte del siglo XVIII está marcada por la substitución de la tradición retórica y poética por la estética (Diderot, Kant): ¿Qué significaba esta substitución en el contexto europeo? Principalmente la reevaluación, o mejor dicho, la introducción de la subjetividad en el proceso literario. Tanto nuestro placer por lo be4

En su segunda carta, José de Alencar reprocha además a Gonçalves de Magalhães de haber plagiado el Uraguai, de Basilia da Gama.

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llo como lo sublime –de maneras diferentes, por supuesto– nos ofrecen una certeza de que nuestra subjetividad, nuestro placer subjetivo, está en correspondencia con las leyes objetivas de la naturaleza y la moralidad. El genio no depende de leyes y reglas exteriores, sino que él pone las reglas desde su propia subjetividad (Kant). Siguiendo la argumentación elaborada por Hegel en su Estética, resulta que el género literario en el cual se tematiza de preferencia la relación entre subjetividad y objetividad, en el cual su interdependencia se expone de la manera más evidente, es el género narrativo (el poema épico como la novela). Sin embargo, en la novela se abre un espacio para una subjetividad individualizada y autónoma. En ella lo bello y lo sublime no son justificados por leyes generales, sino por el placer o el goce del héroe. Es el género literario que no se define por reglas exteriores ante las cuales sus figuras se someten, sino por reglas interiores que emanan de la subjetividad literaria de sus protagonistas. Esta reevaluación de la subjetividad –que se manifiesta como derecho en la originalidad– corre el riesgo de entrar en contradicción con las demandas de la comunidad y sus valores de patriotismo e identidad nacional: “Como conciliar a pretensão à objetividade de uma cultura nacional [...] com a aspiração à subjetividade, à manifestação de uma originalidade autoral livre de influências de outros autores, textos, modelos?”, pregunta el crítico brasileño Jobim (1998: 45). La solución del dilema la ofrece la novela. Ningún otro género literario presenta una visión objetiva del mundo como resultado de experiencias y convivencias subjetivas. Por ello la novela vencerá en esta confrontación de géneros, independientemente de los autores que la usan: Gonçalves de Magalhães, quien opta exclusivamente por el poema épico, mantiene un lugar en la historia literaria, pero no abre un nuevo camino como lo hacen José de Alencar o Manuel Antonio de Almeida, con su novela Memorias de um Sargento de Milicias (1853). El poema épico –como ya hemos mencionado– se inscribe en la tradición de una literatura brasileña profundamente marcada por la condición colonial, por ende, no ofrece las opciones de la novela para el proceso de formación de una literatura nacional original. Me parece ilustrativo referir en este contexto a los críticos europeos. El suizo Simonde de Sismondi, el francés Ferdinand Denis y el austríaco Ferdinand Wolf, fueron los primeros en hablar en sus historias literarias de una “literatura brasileña” (independiente de la litera-

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tura portuguesa). Así, Ferdinand Denis, presenta por extenso en su Résumé de l’histoire du Brésil, suivi du Résumé de l’histoire de la Guyane (Paris 1825), las dos epopeyas del siglo XVIII, O Caramuru de Santa Rita Durão y O Uraguai de Basilio da Gama. A pesar de sus críticas con respecto a la primera, él confirma que “reveste caráter nacional, apesar de suas imperfeições, e assinala claramente o objetivo a que deve dirigir-se a poesia americana” (Denis 1968: 62). Ferdinand Wolf se refiere en su Le Brésil littéraire (1863) al poema épico de Gonçalves de Magalhães como texto ejemplar de una literatura nacional y destaca tanto la trama y sus protagonistas como también su tono y versificación.5 Citando al crítico brasileño José Soares d´Azevedo, él concuerda en que “l’épopée de M. de Magalhães [est] ‘un grand cri national sous la forme visible d´une épopée’ (um grande brado nacional sob a forma visível d’uma epopéa)” (1863: 149). Desde la perspectiva de estos críticos europeos, quienes se muestran altamente interesados en el nacimiento de una nueva literatura nacional, el camino que una literatura fundacional tiene que seguir es el del poema épico, es decir, aquel que todas las literaturas nacionales habían tomado en el pasado. La historia literaria brasileña, no obstante, mostrará que la vía es otra. Bajo las condiciones de periferia y poscolonialidad, se produce una transformación del género de la novela, en el sentido de que ésta asume las funciones fundacionales que el poema épico tuvo para las literaturas europeas. Las expectativas de críticos como Denis y Wolf, que recomiendan a esta literatura emergente las recetas de sus propias literaturas nacionales, serán frustradas. Sin embargo este camino –como ya mencionamos– todavía no era tan evidente en aquellas décadas. No solamente debido a que la novela era, según los criterios estéticos comunes, un género inferior en comparación con el poema épico, sino también porque era un género literario importado, de ninguna manera originario del Brasil o Latinoamérica, como tampoco lo era la poesía épica. Un género que tomaba a Chateaubriand, Bernardin de Saint Pierre, Walter Scott, y también al 5

Con respecto a los indígenas, Wolf subraya su sentido de justicia y de libertad contrariamente a los portugueses civilizados que “n’ont pas propagé la culture, mais l’ont exploitée dans un but d’égoisme pur” (1863: 149).

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estadounidense J. F. Cooper, como modelos. Roberto Schwarz lo constata en la siguiente observación: O romance existiu no Brasil, antes de haver romancistas brasileiros. Quando apareceram, foi natural que estes seguissem os modelos, bons e ruins, que a Europa já havia estabelecido em nossos hábitos de leitura. Observação banal, que no entanto é cheia de conseqüências: a nossa imaginação fixara-se numa forma cujos pressupostos, em razoável parte, não se encontravam no país, ou encontravam-se alterados. Seria a forma que não prestava –a mais ilustre do tempo– ou seria o país? (Schwarz 1992: 29).

El estudioso hace hincapié en el hecho de que esta forma literaria es importada y que los novelistas brasileños tienen dificultades en adaptarla a la realidad del país. Lo que no menciona en este contexto es que, como muestra la historia literaria, esta forma era la más apropiada para la formación de una literatura nacional que contribuyó a la creación de una identidad nacional, como ninguna otra forma artística. Para Gonçalves de Magalhães y José de Alencar, no había duda de que el intento de ‘brasilianizar’ la literatura consistía en tratar los asuntos que eran significativos para el Brasil, y a través de los cuales ésta se destacaba de la tradición europea: la figura del indio y la naturaleza, lo que Wolf destaca como “la tendance nativiste” (Wolf 1863: 148). Echemos una mirada cómo estos dos temas son tratados de manera diferente, ya que estas referencias al indio no son tan parecidas como lo constata Alfred Bosi en Dialéctica da Colonização, donde formula que “[...] uma figura de nítido corte rousseauísta como o bon sauvage acabou compondo o nosse imaginário mais conservador” (Bosi 1992: 177). Gonçalves de Magalhães no era ‘rousseauista’ y tampoco su poema épico A Confederação dos Tamoyos. El bon sauvage para éste nunca había existido, por tanto, la cultura brasileña no puede tener esta base (pre)romántica, que ya es un concepto de alta individualización. Filho da civilização, admirando as suas maravilhas, gozando dos seus dons, nem por pensamento, nem por zombaria pretendo imitar o filósofo de Genebra, nesse seu discurso em favor do estado selvagem, verdadeiro brinco de uma imaginação caprichosa, como o elogio da loucura feito por Erasmo (Gonçalves de Magalhães: Os Indígenas do Brasil, citado en Jobim 1997: 90).

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Gonçalves de Magalhães no acepta esta oposición rousseauista entre individuo y sociedad, en la cual el sujeto individual se convierte en la instancia crítica de la sociedad. Consecuentemente, rechaza a Rousseau y su idea del bon sauvage. Para él, la introducción de la figura del indio no se puede legitimar por su subjetividad individual, por una moralidad intrínseca, sino por su posibilidad de someterse como comunidad étnica a la moral universal. Insiste: Canto por conseguinte virtudes civilizadoras, e não a barbárie. Amar a civilização não consiste em justificar os crimes, e as atrocidades de que ela anda inçada, e mesmo pregar o despotismo da fôrça, a intolerância religiosa, e as vantagens da cobiça; isso é aplaudir a selvageria em homens que se dizem civilizados (Gonçalves de Magalhães 1864, citado en Barros 1978: 179).

Los pueblos indígenas representan para de Magalhães una colectividad étnica, que ofrece las mejores disposiciones para ser civilizada y para formar una cultura, que inclusive permite superar las deficiencias de la misma civilización portuguesa. Así la unión de ambas razas sobre el territorio brasileño posibilita su formación como nación independiente del antiguo poder colonizador. De esta forma, para Gonçalves de Magalhães, el patriotismo se inscribe en el proceso civilizatorio (occidental), que recibe su razón de ser exclusivamente de la condición de haber nacido en este país (el Brasil) y de participar de su comunidad: Nós que somos Brasileiros, porque no Brasil nascemos, qualquer que seja a nossa origem indígena, portuguesa, holandesa ou alemã, fazemos causa comum com os que aqui nasceram antes de nós, e consideramos como estrangeiros os mais homens. [...] A pátria é uma idéia, representada pela terra em que nascemos. Quanto à origem das raças humanas, isso é questão de história, pela qual não se regula o patriotismo (Gonçalves de Magalhães 1864, citado en Barros 1978: 179-180).

Este patriotismo, en el cual todos participan, asimismo implica una igualdad al nivel de las razas, por lo menos entre indígenas y portugueses. Los esclavos negros permanecen excluidos, y se ofrece una conciliación entre la población originaria (representada por el indio) y el conquistador o colonizador blanco, principalmente el portugués (Gonçalves de Magalhães 1860: 60-61, citado en Jobim 1997: 91). Wolf, para el cual el romanticismo de José de Alencar no existía, pudo por ello constatar: “Le romantisme contracta dans ce pays l´union la plus étroite avec le nativisme, devenu une puissance” (1863:

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140). En consecuencia, el héroe del poema épico no es un héroe individual, sino colectivo, como afirma Wolf: “Il contentait ainsi le nativisme en célébrant les Brésiliens devenus libres dans la personne de leurs ancêtres encore indépendants, et en faisant de ces derniers les héros de son poème” (148). Para esta tendencia romántica, el indio como colectividad es indispensable, porque le garantiza su legitimación de literatura nacional, para la cual una fundamentación en la época prehistórica era indispensable: “Il lui fallait [al nativismo] pour se légitimer lui-même, rattacher le présent aux temps antéhistoriques, à l’époque qui avait précédé la conquête et la colonisation” (140). Este indio que “na independência de seu caráter, na força da sua vontade, na altivez do seu espírito, e no garbo do seu porte, conserva todos os belos atributos da espécie humana” (Gonçalves de Magalhães 1860: 64-65, citado en Jobim 1997: 91-92) es –como representante de la raza– la figura indicada como héroe en la poesía épica: “Por isso é que os feitos dos indígenas oferecem argumentos simpáticos à nossa poesia nacional. E como bem notou o Sr. Odorcio Mendes: os selvagens, rudes e de costumes quase homéricos, podem prestar belos quadros à epopéia [...]” (Gonçalves de Magalhães 1860: 62-63, citado en Jobim 1997: 91). Este esfuerzo de inscribir el patriotismo, y con ello implícitamente al indio en un proceso civilizatorio, tiene como consecuencia que en su poema épico el pasado greco-romano de la literatura clásica puede ser substituido por el pasado indígena. De Magalhães no reclama autenticidad étnica, así como tampoco el clasicismo europeo demandaba autenticidad histórica con respecto a Atenas y Roma. Su intención no es presentar ni una verdad histórica, ni étnica, sino una obra literaria que se justifica por sus cualidades retórico-poéticas, logrando marcar la posición del Brasil en el mundo de una épica universal. Su opción de adquirir una identidad cultural consistía entonces en la adaptación consecuente de la tradición occidental a la realidad brasileña, insertando elementos y fragmentos de esta realidad en la continuidad cultural, creando, de este modo, su metamorfosis americana. “De esta manera surgen junto con las alegorías clásicas, indígenas casi blancos e idealizados en un ambiente tropical” (Schwarcz 1998: 142). En consecuencia, lo particular del pasado brasileño, la cultura indígena, está descrita como una variante de una cultura humanista más general.

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Este procedimiento provoca la reacción de José de Alencar, quien se opone a tal actitud ‘civilizatoria’ y universalista. Escribe en la primera carta crítica al poema épico de Gonçalves de Magalhães: Digo-o por mim: se algum dia fosse poeta, o quizesse cantar a minha terra e as suas bellezas, se quizesse compor um poema nacional, pederia a Deus que mi fizesse esquecer por um momento as minhas idéas de homem civilisado. Filho da natureza embrenhar-me-ia por essas matas seculares; contemplaria as maravilhas de Deus, veria o sól erguer-se no seu mar de ouro, a lua deslisar-se no azul do céo; ouviria o murmurio das ondas e o écho profundo e solemne das florestas. E se tudo isto não me inspirasse uma poesia nova, se não desse ao meu pensamento outros vôos que não esses adejos de uma musa classica ou romantica quebraria a minha penna com desespero, mas não a mancharia n’uma poesia menos digna de meu bello e nobre paiz (Alencar 1953: 5).

Así José de Alencar formula sus propias expectativas. Él lo repite en la segunda carta con palabras más precisas: Escreveriamos um poema, mas não um poema epico; um verdadeiro poema nacional, onde tudo fosse novo, desde o pensamento até a fórma, desde a imagem até o verso. A fórma com que Homero cantou os Gregos não serve para cantar os indios; o verso que disse as desgraças de Troya, e os combates mythologicos não póde exprimir as tristes endeixas do Guanabara, e as tradições selvagens da America (1953: 17).

Sabemos que la forma literaria que elige José de Alencar no será tan novedosa como él pretende. O Guarani se inscribe perfectamente en la novela occidental, sin embargo, al comparar dicha obra con la tradición literaria brasileña –los poemas épicos de Basilio da Gama, de Santa Rita Durão y del propio Gonçalves de Magalhães–, ella constituye una respuesta original. Precede a la publicación de la novela esta famosa polémica contra el poema épico A Confederação dos Tamoyos que, sin embargo, todavía no permite suponer que la forma de la novela será el género literario del futuro o, por lo menos, el género literario que permite la formación definitiva de una literatura nacional. José de Alencar se sirve en esta polémica del canon completo de toda la tradición literaria occidental –de Homero hasta Chateaubriand, pasando por Shakespeare y Klopstock– para criticar la obra de Gonçalves de Magalhães y dar respaldo a su propia posición. Su argumento principal contra el poema épico brasileño es la falta de poesía, la que sería la causa de por qué la belleza de la naturaleza brasileña descrita en este

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poema, resulta inferior a la de los Estados Unidos, que encontramos en la novela Natchez de Chateaubriand (1953: 9). La falta de poesía es responsable de que el héroe Aimbiré no puede ser comparado con los héroes de las grandes epopeyas nacionales, desde Aquiles hasta Tasso. Dicha carencia deja a Iguassú inferior a Penélope, Dido, Francesca de Rimini y todas las otras mujeres de los textos que le sirven como modelos, poemas épicos y novelas indistintamente. Criticando más de una vez la falta de sensibilidad poética hacia la naturaleza, José de Alencar constata: Se o astro da noite passou assim desapercebido para o poeta, a mulher, o astro da terra, não lhe inspirou todas as bellas imagens que devia despertar em sua alma um typo novo, um typo ainda não creado pela arte ou pela poesia. Milton creou a sua Eva, Byron a sua Haydéa, Ossian a sua Malvina, Chateaubriand a sua Atala, e Cooper a sua Cora; os Gregos creárão Venus, os Romanos Astartéa; todos os poetas e todos os artistas que inspirárão o seu genio n’esse assumpto divino da mulher se esforçarão por crear alguma cousa (1953: 19).

Lo que importa para nuestra argumentación es la concepción del “poeta” que José de Alencar elabora en estas cartas. Es el poeta genio, el sujeto excepcional, el sujeto creador, un sujeto que se refiere a la ‘realidad’, la naturaleza, el indio, la mujer, pero no como una realidad que debe ser imitada, sino que debe ser idealizada poéticamente. No se trata, como en el caso de Gonçalves de Magalhães, de inscribir la naturaleza y la historia del Brasil en la literatura universal, sino las obras de la literatura universal son tomadas como expresiones destacadas de cada nación, manifestaciones de genios poéticos con carácter excepcional y altamente individualizado. Toda la literatura universal es romantizada, y la nación brasileña debe exigir su lugar, un lugar que le corresponde al lado de estas obras, haciendo hincapié en su excepcionalidad y particularidad. La cuestión del género literario juega en esta cuestión un papel secundario, lo que importa es el poeta, el héroe, la heroína, sus actos excepcionales y su espacio de actuación: la naturaleza y la nación. Sin embargo, sus ejemplos lo dejan bien claro, que en tiempos modernos, el género que cumple con estos requisitos es ante todo la novela. Refiriéndose otra vez a su crítica de A Confederação dos Tamoyos, leemos: Estou bem persuadido que se Walter Scott traduzisse esses versos portuguezes no seu estylo elegante e correcto; se fizesse d’esse poema um ro-

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mance, dar-lhe-ía um encanto e um interesse que obrigarião o leitor que folheasse as primeiras paginas do livro a lêl-o com prazer e curiosidade (1953: 40).

Aquí se perfila otra dimensión de la argumentación de José de Alencar: su interés por el público y la creación de un espacio literario, en el cual participe la mayor parte posible de la clase ilustrada.6 Tanto su decisión de publicar sus cartas de crítica en el periódico Diario do Rio de Janeiro en el transcurso del año 1856, como la publicación de su novela O Guarani como novela de folletín en el año 1857, demuestran que para él la literatura debe participar en la vida pública, debe contribuir a formar un imaginario del país y de la nación con el cual cada uno se identifica espontáneamente. El cultivo del buen gusto permite que el juicio subjetivo de cada lector sea capaz de valorar desde sus propios criterios y no según reglas impuestas, así como el mismo José de Alencar reclama que su crítica del poema de Gonçalves Magalhães es resultado de su gusto literario individual: Eu sou franco, meu amigo, e tenho direito de exigir franqueza: já disse uma vez por todas, não tenho nome, nem reputação de literato: o pouco que escrevi outr’ora já está esquecido; mas tenho o meu gosto litterario, e julgo por elle aquillo que leio: se entenderem que penso mal, emendem-me (1953: 23).

Contra una poética de reglas, de la cual tanto el poeta como su obra y el público se hacen dependientes, José de Alencar se expresa en favor de la subjetividad genial del poeta, de la excepcionalidad del héroe –el que también manifiesta su subjetividad en los actos heroicos–, y del gusto literario del público que otra vez está fundado en el propio sujeto. La forma literaria que satisface estos requisitos –a pesar de que José de Alencar no lo formula directamente, pero las implícitas referencias a Chateaubriand, Scott y Bernhardin de Saint Pierre, lo comprueban– es la novela. En su texto autobiográfico Como e Porque sou Romancista, escrito en 1873, la forma del poema épico parece que nunca hubiera sido una opción para el novelista, entonces ya consagrado. Acepta la influencia de Chateaubriand como modelo, pero insiste:

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El porcentaje de un público ilustrado era todavía bien reducido, entre un dos y tres por ciento de la población que participa en la vida cultural (Haberly 1996: 137).

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Horst Nitschack [...] o mestre que eu tive, foi esta espléndida natureza que me envolve, e particularmente a magnificência dos desertos que eu perlustrei ao entrar na adolescência, e foram o pórtico majestoso por onde minha alma penetrou no passado de sua pátria. Daí, desse livro secular e imenso, é que eu tirei as páginas d’O Guarani, as de Iracema e outras muitas que um vida não bastaria a escrever. Daí e não das obras de Chateaubriand, e menos das de Cooper, que não eram senão a cópia do original sublime, que eu havia lido com o coração (1893: 60).

Según José de Alencar, el poeta genial transforma sus experiencias vividas en literatura, él se considera como el sujeto de este proceso. Pero nosotros preferimos dar una vuelta a este argumento: es la forma literaria de la novela, la que permite tratar los asuntos brasileños de una manera que tanto el narrador, lo narrado (el indio), como la propia nación, pueden ser considerados sujetos del proceso histórico, superando de esta manera la dependencia colonial. Esta forma no servirá solamente para novelas indianistas, sino también para urbanas, el segundo género desarrollado por José de Alencar. No obstante, él no ha sido el primero en el Brasil que utiliza la novela para una temática urbana, sino Manuel Antonio de Almeida con Memorias de um Sargento de Milicias (1853), la cual, como O Guarani, era una novela de folletín. La forma de la novela desarrollada en la Europa postfeudal, donde ya permitía a la burguesía europea interpretarse como sujeto (a veces sujeto problemático y fracasado) del proceso histórico, ofrece la flexibilidad que permite su adaptación a las exigencias de los autores y lectores brasileños: independizarse, por lo menos en su imaginación, de las tradiciones coloniales y definirse como sujetos de su propia historia y espacio cultural. Resumiendo: 1. La confrontación entre poema épico y novela se decide claramente en favor de la novela, a pesar de que esta tendencia todavía no era tan obvia para los contemporáneos. 2. Este conflicto no refleja solamente la recepción de dos tradiciones literarias europeas, sino ante todo, dos alternativas de cómo fundar una literatura nacional y relacionarla con el pasado colonial (la tendencia de continuación en Gonçalves de Magalhães contra la ruptura de José de Alencar).

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3. La alternativa poema épico / novela tiene que ser leída en el horizonte de universalidad contra particularidad y universalidad contra subjetividad. En este contexto, la decisión en favor de la novela es una decisión en favor de la reevaluación del sujeto como condición previa para la postulación de originalidad cultural. 4. En contraste con el discurso político y social (“la realidad” colonial y postcolonial), en el discurso novelístico de José de Alencar el indio como sujeto representa los mismos valores y asume los mismos derechos que posee su contraparte, el colonizador portugués. Ello es la condición previa para la conciliación ficticia de las contradicciones étnicas y culturales en las novelas de José de Alencar.

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Dieter Janik Johannes Gutenberg-Universität Mainz

Ilustración y Romanticismo en la primera mitad del siglo XIX: ¿opciones contradictorias o complementarias?

Para dar mayor claridad a mi exposición voy a comenzar con el resumen de los tres argumentos que me propongo desarrollar después con más detalle. a) El objetivo de mi ponencia es abrir un debate amplio sobre las características del pensamiento ilustrado en las jóvenes sociedades hispanoamericanas y sobre su funcionalidad histórica en la primera mitad del siglo XIX. b) El afirmar el rol dominante del pensamiento ilustrado implica una revisión crítica, desde la perspectiva americana, de los impulsos románticos venidos de Europa. c) Como consecuencia de lo anterior, defenderé –una vez más– la necesidad de introducir la Ilustración como concepto clave en la historiografía literaria decimonónica. 1. La Ilustración en América colonial y en las sociedades nacionales emancipadas En América, las ideas y actitudes que atribuimos a la Ilustración han tenido un desarrollo bastante homogéneo –gracias a su estable base social–, si las comparamos con lo ocurrido en Europa, y especialmente en Francia.1 La Ilustración americana puede identificarse con la parte avanzada de la burguesía criolla que, ya en los últimos decenios del siglo XVIII, se abrió a las nuevas ideas. Después asumió activamente la responsabilidad política en sus respectivas patrias, al organizar la emancipación de España y la constitución democrática de los nuevos 1

Véanse los distintos aspectos tratados en Soto Arango/Puig Samper/Arboleda (1995).

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Estados independientes para, finalmente, realizar grandes esfuerzos a fin de dotar a sus países con las instituciones necesarias para la creación de una sociedad civilizada. Mientras que los portavoces de la Ilustración francesa –Diderot, Voltaire, Rousseau– se destacaron por su antitradicionalismo –arraigado en un racionalismo criticista que hasta cuestionaba la legitimidad de las estructuras de poder de su sociedad–, los criollos ilustrados, en cambio, asumieron el poder con el inicio de la Revolución de la Independencia. Su ideario contiene sólo aquellos elementos juzgados favorables a la construcción de la sociedad civil y a la apropiación de las riquezas materiales y humanas de sus países. Queda excluido todo debate sobre las verdades religiosas enseñadas por la Iglesia. Esta preocupación por la implementación de la Sociedad, de los saberes y de las fuerzas morales que la deban sustentar, ya es visible en los textos aparecidos en los últimos años de la Colonia. Voy a citar el párrafo de un artículo aparecido en el año 1801 en el Correo curioso, erudito, económico, y mercantil de Bogotá. Forma parte de la Exhortación de la Patria que se dirige a sus hijos para representarles los diversos fundamentos de su vida: religión, Estado, Sociedad. Respecto de la Sociedad, dice lo siguiente: Este mutuo enlace de trato, vida, comunicacion, auxilios, alimentos, placéres, trabaxos, idéas, pensamientos, é ilustración; á un mismo tiempo entre las gerarquías de los superiores, é inferiores; de los nobles, y los plebeyos; de los buenos, y los malos; de los sabios, y los ignorantes; de los ricos, y los pobres; de los propietarios, y los menesterosos: con el más hermoso órden de acciones públicas, y privadas [...] de reglamentos economicos, y moráles; y para los mas altos fines de la conservación del público, y de los individuos del equilibrio entre los poderosos, y los debiles [...]. ¿A qué grado de emulacion, pues, no debe elevarse vuestro espiritu para tomar un asiento digno en esta benefica sociedad? El ser los rangos respectivos, nada les deprime la estimación, que se merecen, por el servicio reciproco, que deben hacerse unos á otros los Ciudadanos [...] (Correo curioso 1801: 29).

La felicidad de los miembros de la Sociedad supone y exige su colaboración activa, sea en la agricultura, sea en las artes o ejerciendo otras habilidades. Es evidente que este cuadro de una sociedad armoniosa parte aún de la facticidad de un régimen feudal, sin embargo, superándolo con un idealismo moral. Lo que en este texto aparece como recomendación y visión utópica se transforma, una vez abolida la monarquía española en el suelo americano, en tarea inmediata y urgente. Las jóvenes sociedades se

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encuentran ante la necesidad de conformar, de hecho, sociedades sociables que integren plenamente a sus miembros con sus capacidades respectivas.2 Es interesante la lectura contrastiva de otro texto, publicado en Chile cuarenta años más tarde, con motivo de la fundación de la Sociedad literaria. Es un escrito que refleja las preocupaciones de sus jóvenes miembros: Las lijeras nociones de lejislación teórica, que acabamos de adquirir en el Instituto Nacional, nos han hecho conocer las grandes exijencias de nuestra patria i su posición en la escala de la sociabilidad, la naturaleza de nuestro gobierno, i sus imperiosas necesidades, i tambien el carácter de la mision que estamos llamados a cumplir. Vimos que sin embargo de estar reconocido entre nosotros el principio de la soberanía popular, no es todavía efectivo; que aun cuando la base de nuestro gobierno es la democracia, le falta todavía el apoyo de la ilustración, de las costumbres i de las leyes. Estas ideas produjeron en nosotros un entusiasta deseo de ser útiles a nuestra patria, cooperando con todos nuestros esfuerzos a conseguir el fin de nuestra revolucion. ¿I como conseguirlo? Ilustrándonos para difundir en el pueblo las luces i las sanas ideas morales [...] (Lastarria 1885: 95).

En verdad, aunque la noción de Ilustración aparezca en tantos textos de autores de distintos países hispanoamericanos, se carece de toda precisión filosófica sobre su contenido. Nadie ha reflexionado en profundidad sobre sus aspectos teóricos y prácticos. Todos parecen saber de lo que se trata. A veces se usa, como equivalente semántico, el sencillo término de instrucción. La requerida instrucción se extiende a todos los campos en que el espíritu científico penetró en forma metódica durante el siglo XVIII, desde la astronomía hasta la medicina. Así que el rasgo dominante de la noción de Ilustración en el contexto americano es la propagación del espíritu científico y de sus resultados, en la medida en que sean aplicables a la propia realidad nacional. Esta exigencia implica un programa educativo cuyo destinatario debe ser el pueblo entero. La meta es la transformación del pueblo en sociedad, vale decir, en asociación de ciudadanos conscientes de las obliga-

2

Véanse los artículos “sociabilité”, “sociable”, “société” en: Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné… (1765). De ahí el concepto “sociable” pasó a América y se difundió largamente. José Joaquín Fernández de Lizardi lo discute en el no. 10 del Pensador Mexicano (4 de noviembre de 1813).

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ciones mutuas y frente al bien común.3 El valor supremo que inspira todas las actividades tendientes a la construcción de una verdadera sociedad es la felicidad común. Este concepto, anclado en la Constitución de los Estados Unidos de América, y en la Déclaration des droits de l’homme de 1793, reaparece con todo su peso en la Constitución de Cádiz. Su artículo 13 reza así: “El obgeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bien estar de los individuos, que la componen”.4 Este concepto se ha difundido muy pronto entre los dirigentes políticos americanos y ha ocupado un lugar preeminente en los distintos proyectos constitucionales de los nuevos Estados independientes o por independizarse. Permítanme citar dos ejemplos tempranos. El primero, correspondiente a la Constitución Federal de Venezuela, de 1811, y después, un discurso del mismo año del Dr. Francia, ante el Congreso de Paraguay: El objeto de la sociedad es la felicidad común y los gobiernos han sido instituidos para asegurar al hombre en ella, protegiendo la mejora y perfección de sus facultades físicas y morales, aumentando la esfera de sus goces y procurándole el más justo y honesto ejercicio de sus derechos (Romero/Romero 1977, tomo I: 122). Todos los hombres tienen una inclinación invencible a la solicitud de su felicidad, y la formación de las sociedades y establecimientos de los gobiernos no han sido con otro objeto, que el de conseguirlo mediante la reunión de sus esfuerzos (Romero/ Romero 1977, tomo II: 29).

Un rasgo dominante de todas estas proclamas y programas es su proyección al futuro, proyección tanto más fuerte en la medida en que está acompañada por el repudio vehemente al pasado colonial. Entre tantos ejemplos de esta actitud quisiera citar un artículo aparecido en el Sol de Chile el día 18 de septiembre de 1818: La España estaba interesada en embrutecer nuestros entendimientos, porque careciendo de fuerzas físicas para dominar nuestro dilatado continente, pretendia sujetarnos por la fuerza de las opiniones erróneas. Mas en un gobierno libre, como el que hoy gozamos, la autoridad soberana se funda en el concurso de las fuerzas de la sociedad, reunidas por el con3 4

La noción de asociación estará en el centro de la reflexiones de Esteban Echeverría, José Mármol y Domingo Faustino Sarmiento. El texto francés del artículo primero (en la versión del 25 de junio de 1793) reza así: “Le but de la société est le bonheur commun. Le gouvernement est institué pour garantir à l’homme la jouissance de ses droits naturels et imprescriptibles”.

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vencimiento de la necesidad de aquel concurso según las leyes del orden (Sol de Chile 1818).

La ilustración fue una necesidad de primer orden para las jóvenes naciones emergentes a partir del momento en que sus dirigentes políticos pudieron y debieron echar las bases para una estructura social del todo nueva. Con ello, para cada una de las sociedades nacionales empezó un largo proceso cuyo primer paso consistía en conocerse a sí mismas y todas las condiciones materiales de su existencia. A este fin se habían dedicado ya las primeras Sociedades de los amigos del país, fundadas desde finales del siglo XVIII en distintas ciudades de la América española (Sarrailh 1954: 223 y ss.). Ahora se trataba de ampliar estas actividades, de incentivar a todos los miembros de la sociedad a contribuir al perfeccionamiento y a la difusión de los conocimientos. El nuevo medio llamado a garantizar la comunicación interna de la sociedad y promover esta nueva mentalidad fueron los papeles públicos, los periódicos. Entre 1800 y 1830 los periódicos asumieron la doble función de crear la conciencia de la necesidad de una sociedad civil y de difundir conocimientos empírico-científicos sobre las más variadas áreas de la realidad de los países respectivos. Los periódicos constituyen en esa fase del desarrollo histórico la producción textual más importante en cuanto a cantidad y difusión (Janik 1995; 1998). Los directores de estas publicaciones periódicas invitan encarecidamente a los poetas y literatos a enviarles obras para su inserción en los periódicos, y al mismo tiempo los exhortan a subordinar su voluntad creadora a los fines de una ilustración generalizada y a los imperativos del momento político. En la medida en que los autores responden a este deseo, la literatura de la Independencia cumple una función ancilar. Volveré a este punto con más detalle al final de mi artículo. 2. El ideario romántico europeo y su posible articulación con los desafíos políticos y socioculturales de las jóvenes naciones de Hispanoamérica En el ideario romántico europeo se pueden distinguir dos núcleos generadores de concepciones complejas y ambivalentes. El uno es la subjetividad autónoma del individuo; el otro la visión del pueblo como entelequia histórica. La ambivalencia de la subjetividad se manifiesta

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en actitudes tan opuestas –aparentemente opuestas– como la afirmación de una libertad ilimitada o, por lo menos, no limitada por el reconocimiento de convenciones y reglas legadas por la tradición, y la experiencia de una soledad existencial. La idea del pueblo como entelequia, por su lado, implica en cada caso la búsqueda y determinación de su forma espiritual primordial –la vuelta a los orígenes– y el deseo, proyectado al futuro, de desarrollar plenamente y sin trabas las fuerzas inherentes. No hace falta, en este contexto, explicar en detalle hasta qué punto estas nuevas tendencias deben interpretarse como reacciones, en los países centrales de Europa, contra un racionalismo invasor y una nueva normatividad moral y social. Su expresión institucional más eficaz es el academismo que, a su vez, invoca a su favor un universalismo normativo. Por otro lado, parece existir un lazo secreto entre los dos núcleos de dicha ideología romántica, a saber: su naturalismo no mediatizado. Este supuesto se ha traducido en conceptos de vastas consecuencias, como por ejemplo lo original, lo auténtico. De ahí que en cada pueblo se resalta su carácter original, su peculiaridad frente a los demás, lo que puede dar lugar –y ha dado lugar efectivamente– o bien a una admirable concentración de las fuerzas culturales o a nacionalismos superficiales y nefastos. Ahora bien, consta que de entre los dos núcleos del pensamiento romántico es la idea del pueblo la que parece tener un atractivo mayor para los americanos en el momento de fundar sus Estados y sociedades nacionales. Sabemos que, en el momento de las proclamas de la Independencia, los políticos de la época muchas veces recurrieron al pueblo soberano como concepto del Derecho de Estado, a fin de derivar de él la legitimidad del nuevo gobierno y del nuevo orden de las cosas. En este concepto están presentes formas de pensar del neoescolasticismo de Francisco Suárez y el modelo del contrato social de Rousseau (Stoetzer 1979). Muy pronto, sin embargo, se escucharon voces que defendieron al pueblo, al pueblo real y opaco, contra la usurpación ideológica de su nombre. Quisiera ejemplificar brevemente estos cambios en el uso del concepto de pueblo. Para empezar, debemos recordar el ensayo con el que el chileno Camilo Henríquez abrió el primer número de la Aurora de Chile, primer periódico fundado y escrito por él: “Nociones fundamentales sobre los derechos de los pueblos”. También en otros textos

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publicados por el mismo periódico se considera a los pueblos como los sujetos históricos del proceso de Independencia. “En el momento en que los pueblos declaran y sostienen su independencia, gozan de la libertad social: su libertad civil y política son obra de su constitución y de sus leyes” (Aurora de Chile, 27, 13 de agosto de 1812). Pero ya en el año 1816 se podía leer el siguiente amargo comentario del editor del Censor de Buenos Aires: Observo, además, la profanación arbitraria con que se abusa del nombre respetable del pueblo, acaso por los mismos que menos piensan en su ingenua felicidad. Veo que en todos tiempos se ha puesto al inocente pueblo por garante y objeto de operaciones encontradas [...]. – O pueblo! pueblo noble, desgraciado pueblo! (El Censor 1816: 2).5

En otros textos aparece sin velo la realidad concreta del pueblo –su estupidez o, con otras palabras, menos polémicas: su falta de ilustración– como resultado de una política colonial intencionada que ha dificultado toda tentativa de emancipación. Además, los dirigentes políticos –entre ellos Simón Bolívar– tienen plena conciencia del hecho de que la población de los países hispanoamericanos no la constituyen pueblos homogéneos, sino que se trata en todos los casos de sociedades heterogéneas por su composición étnica.6 Por lo demás, la noción de pueblo en muchas ocasiones tiene valor de categoría sociológica para diferenciar al pueblo inculto de las capas elevadas de la sociedad. Todo esto impidió la interpretación romántica de la idea de pueblo en Hispanoamérica e imposibilitó la exaltación de su rol histórico. Por ello, parece consecuente que la noción de sociedad prevalezca sobre la de pueblo en todas las ocasiones en que se trata de enfocar el porvenir de las naciones hispanoamericanas. Sin embargo, la necesidad de captar y describir las peculiaridades humanas y culturales de los habitantes de cada país –como toma de conciencia de su idiosincrasia histórica– ha llevado a varios escritores a la búsqueda de lo original en sus hombres y tradiciones. El ejemplo más conocido es el retrato del gaucho cantor en el Facundo de Sarmiento. Desde este enfoque el impulso del todo positivo del pensamiento romántico es un 5 6

En cuanto al uso y abuso de la noción de pueblo en la retórica política de la época, véase también Lasarte Valcárcel (1994). Véase la lúcida descripción de Simón Bolívar en su discurso ante el Congreso de Angostura (Arciniegas 1972: 193-194).

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hecho sin controversias. Ahí se cruza la perspectiva romántica con la ilustrada, en la medida en que la penetración espiritual de la propia realidad ha sido formulada como una de las vertientes de la Ilustración. El descubrimiento y la presentación descriptiva y narrativa de los tipos y caracteres originales, a mediados del siglo XIX desembocará en una de las corrientes más poderosas de la literatura hispanoamericana: los artículos costumbristas, cuyo medio de difusión privilegiado eran, una vez más, los periódicos y revistas.7 Otra gran temática de la poesía romántica europea son los conflictos íntimos del sujeto – en roce constante con un medio social hostil o poseído de angustias metafísicas. La expresión literaria de esta subjetividad moderna ha contado con mayores problemas de aceptación en las nuevas sociedades hispanoamericanas. El fallo más decidido es el publicado por Juan Bautista Alberdi en La Moda de 1838. Formula su rechazo del Romanticismo europeo en los siguientes términos: Ni somos ni queremos ser románticos. Ni es gloria para Schlegel ni para nadie el ser romántico; porque el Romanticismo, de origen feudal, de instinto insocial, de sentido absurdo, lunático, misántropo, excéntrico [...] aparecido en Alemania en una época triste, en Francia en época peor, por ningún título es acreedor a las simpatías de los que quieren un arte verdadero [...] (Alberdi 1838).

Quisiera resaltar el atributo insocial en el que está cifrada la razón profunda de la aversión de Alberdi. En otro lugar insiste en la misma idea, vale decir, en su desprecio por el individuo que se aísla. La excentricidad del individuo como actitud se encuentra en el polo opuesto de su inserción orgánica en la sociedad a la que pertenece: es ésta una idea fundamentalmente ilustrada. Es verdad que Alberdi, en su acerba crítica, ha pasado por alto otra conquista expresiva de la poesía romántica que, sí, tenía pleno derecho de arraigarse en la joven literatura americana: a saber, la libertad de expresar la intimidad privada, sus goces y sus estados de infelicidad. En este sentido la poesía romántica en Hispanoamérica contrabalancea la tantas veces reclamada prerrogativa de lo social, de lo patriótico –en el sentido de ‘relativo a la patria entera’– en la literatura por crear.8 La 7 8

Como ejemplo puede servir el periódico colombiano El Trovador: Periódico de Literatura i Costumbres (1850). Un poema emblemático de esta tendencia es “Estar contigo” del colombiano José Eusebio Caro.

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literatura como expresión de la sociedad –fórmula bonaldiana muchas veces repetida por críticos hispanoamericanos en la primera mitad del siglo XIX– se ha visto realizada desde los años 50 con la aparición de la novela nacional en los distintos países. En este tipo de novelas – llamadas por la crítica moderna novelas fundacionales– también se hermanan impulsos ilustrados y románticos (Sommer 1991). 3. Ilustración y neoclasicismo: revisión de su jerarquía en la historiografía literaria del siglo XIX Existe un malentendido prolongado en cuanto al contenido y la funcionalidad del concepto de neoclasicismo. En muchas historias de la literatura hispanoamericana y en numerosos libros y artículos de renombrados críticos literarios, se lo ha elevado a concepto clave para caracterizar las obras más notables de la producción literaria en las tres primeras décadas del siglo XIX.9 Esta actitud tiene un triple inconveniente. Ha llevado a la exclusión de todos los demás formas y géneros de la expresión literaria, vale decir, de los ensayos y múltiples textos en prosa que se publicaron en los periódicos, pero también de géneros poéticos como la letrilla, que, frente al estilo elevado de la mejor poesía neoclásica, obedecían a un registro expresivo y lingüístico menor. Un inconveniente mayor, sin embargo, consiste en la subordinación del plano ideológico –es decir, de la intención política y cultural de los textos– a su forma de expresión. El término neoclasicismo designa, como sabemos, una elaborada técnica expresiva basada en la enseñanza retórica humanista. Como tal fue cultivada por ejemplo en Francia, en el siglo XVIII, para transmitir en forma poética ideas ilustradas y conocimientos considerados útiles para la sociedad (Meyer-Minnemann 2000). En el ámbito hispánico fue el heredero destacado de esta corriente el español Quintana, quien trataba en nobles discursos en verso los temas más variados. Fundamentalmente, al neoclasicismo como estilo le son indiferentes los mensajes que debe o puede transmitir. Si analizamos los poemas neoclásicos antológicos de 9

El tomo II de la Historia de la literatura hispanoamericana (Iñigo Madrigal 1987) lleva el título Del neoclasicismo al modernismo. Últimamente, José Miguel Oviedo en su Historia de la literatura hispanoamericana. 1. De los orígenes a la emancipación (1995) ha caracterizado los comienzos del siglo XIX con el título Entre neoclasicismo y romanticismo, reservando la noción de Ilustración exclusivamente al siglo XVIII (Del barroco a la ilustración).

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Andrés Bello –sus Silvas– y otros poemas de los años 20 y 30, es innegable que se trata de obras inspiradas por las convicciones ilustradas de sus autores. Pero también se nutre de ideas ilustradas una novela como El Periquillo Sarniento de Lizardi que, en el plano de la enunciación, difícilmente puede ser articulada con el neoclasicismo. Para ofrecer otro ejemplo más que hace de la problemática del neoclasicismo una categoría englobante quisiera recordar la disputa entre varios críticos sobre si se debe considerar a José María Heredia como escritor neoclásico o romántico o a mitad de camino entre clasicismo y romanticismo (Carilla 1975: 66; Oviedo 1995: 364). A mi modo de ver, lo que está en tela de juicio es distinguir, por un lado, hasta qué punto Heredia aún está inmerso en el ideario ilustrado y, por otro, cuáles son los motivos genuinamente románticos que se manifiestan en su poesía, escrita en puro estilo neoclásico. El tercer inconveniente del concepto de neoclasicismo consiste en que, en la crítica del siglo XX, tiene muy mala prensa. Es difícil encontrar críticos que reconozcan el valor literario y la concepción estética de esta modalidad expresiva cuya implantación en Hispanoamérica aparece como un hecho cultural atrasado. Creo, personalmente, que la reticencia frente al carácter culto de la poesía neoclásica oscurece su función histórica real para las nacientes letras hispanoamericanas. Trato de resumir: el punto de partida de mis reflexiones ha sido la identificación de la clase dirigente criolla con la Ilustración, en la medida en que suministraba los conceptos para explicar la necesidad histórica de la emancipación y además sentó las bases para un nuevo tipo de organización política: la sociedad democrática. Las dificultades para conseguir estos dos objetivos eran enormes. La empresa de la Independencia exigió la unión de todas las fuerzas espirituales, morales, físicas y materiales. A esta finalidad suprema también tenían que subordinarse los literatos poseedores de capacidades intelectuales destacadas y hábiles en el manejo de la pluma. Su tarea consistió en formar la opinión pública, que nació al ritmo de la consolidación social de la prensa periódica. Los periódicos han constituido en los primeros tres decenios del siglo XIX el espacio privilegiado para la publicación de todo tipo de escritos. Todos estos textos cumplían una función ancilar en el proceso de la independencia y de la formación de los Estados y de las naciones hispanoamericanas. Al respecto no hay una diferencia esencial entre los artículos publicados por el Pensador

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Mexicano en los pocos años de su circulación y las Silvas de Andrés Bello, divulgadas ellas también primero en revistas. Es cierto que a los distintos países de Hispanoamérica han llegado, con ritmo y peso distintos, determinados impulsos del ideario romántico europeo. Sólo algunos pudieron fructificar a causa de la situación específica de las naciones hispanoamericanas (Sasso 1995). Ya se ha estudiado la fusión de ciertas ideas de origen ilustrado con elementos del Romanticismo social francés. También es verdad que lo que durante algún tiempo se llamó Ilustración, se ha transformado después en programas caracterizados como liberales.10 Todo esto no debe oscurecer el hecho de que la Ilustración –con los contornos descritos antes– es la fuente principal del pensamiento en la primera mitad del siglo XIX y que da su sello a las múltiples expresiones literarias de las cuales la poesía neoclásica es sólo una vertiente, de mayor envergadura artística que otras, pero elemento, en definitiva, de un cuadro mucho más amplio. Todo esto debería llevar en la historiografía literaria a destacar la Ilustración como movimiento englobante y especificar su acción y sus formas de expresión en la gran variedad de textos en verso y en prosa que pertenecen a la literatura de la primera mitad del siglo XIX. Bibliografía Alberdi, Juan Bautista (1838): “El anónimo del diario de la tarde”. En: La Moda, 6 de enero de 1838. Arciniegas, Germán (ed.) (1972): Colombia. Itinerario y espíritu de la independencia. Bogotá: Osprey. Aurora de Chile, 27, 13 de agosto de 1812. Santiago de Chile. Edición de Camilo Henríquez. Correo curioso, erudito, económico y mercantil de la ciudad de Santafé de Bogotá ([1801] 1993): Biblioteca Nacional (ed.). Edición facsimilar. Santafé de Bogotá: Colcultura.

10

Para el caso de Chile Bernardo Subercaseaux ha destacado la proveniencia ilustrada de las ideas que fundan el proyecto de regeneración de Lastarria de 1838 y su vínculo con el ideario liberal: “Se trata de un proyecto ilustrado en la medida que es racionalista, que tiene un fin didáctico y que presupone el poder de las ideas y la tendencia natural del hombre a la perfectibilidad. Es también un programa liberal, porque la emancipación de las conciencias es para Lastarria un primer paso, al que debe seguir la modernización –en un sentido liberal– de las instituciones políticas, jurídicas, religiosas y educacionales” (1997: 45).

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Juan Poblete University of California, Santa Cruz

Lectura y experiencia de lo nacional: los almanaques en el siglo XIX chileno

Me interesa la experiencia de lo nacional producida en textos y prácticas de consumo-lectura. La estudio, en el proyecto más amplio del cual este ensayo es parte, en dos frentes relacionados: por un lado, los objetos textuales y las prácticas de lecturas que éstos permiten y a las cuales responden; y, por otro, las formas en que prácticas y objetos se incorporan a instituciones formales como la escuela. En ambos casos persigo la interfase entre prácticas y discursos dominantes o legitimados socialmente y prácticas y discursos emergentes que responden a nuevos actores en busca de legitimación. Busco, entonces, destacar cómo se forma materialmente un imaginario nacional en el esfuerzo combinado, paralelo y/o contradictorio de actores diversos. 1. Nuevos lectores y nuevos discursos El debate sobre la novela nacional supuso en la segunda mitad del siglo XIX una “generificación” de sus términos. La novela nacional misma resultó ser una intermediación entre dos polos, lo masculino y lo femenino, que constituían la cultura nacional. La lectura de novelas, es decir, la lectura por placer, aparecía como femenina mientras que la lectura de los textos clásicos, supuestamente más ardua y selecta, era masculinizada. Se marcaba así genérica y socialmente a la lectura según la naturaleza del material y del sujeto lector: había lecturas populares y lecturas de élite, lecturas para hombres y lecturas de mujeres, legítimas o ilegítimas, productivas o improductivas. Se ligaban por otro lado y de manera más general, la producción cultural y más específicamente la producción textual nacional a un nuevo espacio de circulación de discursos: el mercado. La lectura de periódicos, las lecturas hechas en periódicos y nuevas o recicladas formas de discursividad impresa, vinieron a ocupar progresivamente un lugar intermedio que terminaría por mediar la

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distancia entre aquellas formas de lectura socialmente construidas como “masculinas” y “femeninas”. Por una serie de factores –entre los que cabe mencionar su facilidad de acceso y de compra, la facilidad correlativa de su lectura, la relativa brevedad del tiempo necesario para dar cuenta de la entrega del día, etc.– el periódico, y el folletín que aquel incluía, serían algunas de las formas textuales que harían posible la transición entre lo que se concebía socialmente como una lectura de estudio, masculina y sometida a la racionalidad de la inversión económica; y la lectura de placer, femenina y gobernada por la economía libidinal. Junto al folletín, aparecieron o se refuncionalizaron otros vehículos de la palabra escrita, como la revista, el álbum y el almanaque; y otras formas discursivas, como la poesía, la crónica social, el comentario de modas o de teatro y música, los consejos culinarios o de etiqueta, etc. Todos ellos fueron otros tantos espacios en que se libró la lucha por legitimar una cultura nacional de tendencias mesocráticas con formas intermedias de literacy1 que incorporaban de manera decisiva a las mujeres y a los artesanos al universo de los lectores nacionales. Quiero desarrollar aquí la evolución de una de esas formas a lo largo del siglo XIX. 2. Los Almanaques Tal vez sea en los almanaques en donde mejor se perciba el cambio de época que hacia la segunda mitad del siglo XIX comenzó a producirse en las sociedades nacionales latinoamericanas en general y en la chilena en particular. La cosmovisión religiosa había fundamentado hasta entonces el mundo social y espiritual para la sociedad en su conjunto y muy especialmente para aquellos sectores que accedían al discurso formal a través de su intermediación por la vía de ritos, ceremonias, prédicas y sermones, es decir, las mujeres y los sectores populares. Esta hegemonía cedería gradualmente su lugar dominante al predominio de una racionalidad secular burguesa que, no casualmente,

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He decidido conservar, a lo largo de este trabajo, la palabra inglesa “literacy” para aludir así simultáneamente no sólo a la “alfabetización” que normalmente la traduce en español, sino también a los aspectos de competencia cultural socialmente establecida y variable que integran asimismo el campo semántico de la expresión inglesa.

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se transformaría en el tema obsesivo de muchas de las novelas de la época. Como productos textuales los almanaques no eran, por supuesto, nuevos en la época posterior al medio siglo. Lo novedoso era su transformación tanto gráfica como semántica, las formas de su comercialización y el tipo de lectores implícitos en dicha renovación. Lo que sigue entonces intenta describir este proceso. Entre los almanaques más antiguos conservados en la Biblioteca Nacional de Chile se encuentra el Almanak o Calendario y diario de cuartos de luna según el meridiano de Santiago de Chile para el año de 1815. Este señala ya en su portada: “Los días en que hay precepto de oir Misa y no trabajar tienen esta señal +. Los en que únicamente obligan el oir Misa se señalan con esta †”. Se marca aquí una estricta regulación del tiempo civil por la autoridad eclesiástica. El tiempo sacro, institucionalmente establecido, determina no sólo la asistencia de toda la comunidad al ceremonial que la constituye (Misa = Comunión) sino también los momentos de, por decirlo así, un ocio obligatorio (“no trabajar”). El Almanak u ordenación del año de 1825. Décimo sexto de nuestra libertad, presenta ya dos variaciones significativas apareciendo como lo hace siete años después de la batalla de Maipú que sella la Independencia de la República: constituye la comunidad (“nuestra libertad”) por la vía de un hito secular y patriótico (la declaración de Independencia en 1810) y mide el tiempo transcurrido desde esa fecha. El mojón cronológico de 1810 funciona simultáneamente para conformar la entidad del grupo social y para inaugurar su historia con un grado cero de la temporalidad a la manera en que lo habían hecho, décadas antes, los revolucionarios franceses. No debe creerse, sin embargo, que la ordenación cristiana haya sido aquí completamente desplazada por la secular. Se trataba más bien de una coexistencia de temporalidades. Esta coexistencia se hace más evidente en el Almanak crítico y curioso para el año de 1832 XXIII de nuestra libertad, en donde antes del santoral religioso que pauta el año en los países católicos, se listan tanto los “Primeros Funcionarios de la República” encabezados por el Presidente, como las “Salidas de Correos” que tanta importancia tendrían para la vivencia experiencial de la comunidad nacional republicana (Anderson 1991; Bennington 1990).

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El Almanak chileno útil y curioso. 1843. XXXIV de nuestra libertad, advierte: “Las fiestas de rigoroso precepto impuestas por la Iglesia, se rejistran con letra cursiva, las cívicas que celebra la nación, sin el precepto de la misa, van en letra versalilla” (sin paginación). A estos dos tiempos (eclesiástico y civil) se agrega, por supuesto, el tiempo de la naturaleza. Así, para cada mes se dan los “aspectos lunares” y la entrada y salida del sol, mientras que en mayúsculas se anuncian también los inicios de las estaciones. El Almanaque Chileno para el año 1849, trae junto a la lista de “Autoridades de la República de Chile” un “Resumen de lo que principalmente debe saber el cristiano sobre el ayuno, abstinencia, bulas y privilegios de la cruzada y carne.” El precepto número diez decreta: “Todos los cristianos aunque sean pobres, si quieren gozar de los privilegios de las bulas han de dar las limosnas por ellos” (26-27). La persistencia de las bulas a mediados del siglo XIX en Chile nos habla de la continuidad multisecular de una regimentación estricta y omnicomprensiva (“Todos los cristianos aunque sean pobres…”) del cuerpo y de la vida de los creyentes. Sin embargo, el hecho de que estas disposiciones tengan que ser explícitamente recordadas en este almanaque, indica un cierto cambio de época sobre el que volveré luego. El Almanaque chileno. 1855 muestra junto a las informaciones típicas del almanaque tradicional, un evidente grado de complejización en la organización del espacio civil de la urbe y de la república por parte de las autoridades gubernamentales. Se listan así, además de los diferentes distritos y subdelegaciones en que se organizan legalmente el reticulado urbano de Santiago (cada uno con su respectivo Inspector y subdelegado), y junto a las usuales “Boticas”, “sangradores” y “matronas”, los oficiales del Ejército, los “Ajentes Diplomáticos”, los “Buques mercantes de Chile”, etc. Hay además una sección especial sobre Valparaíso y una lista de las provincias (y ciudades capitales). Se aprecia así el progresivo avance de una lógica de la gubernamentalidad civil que, si no disputa frontalmente la gubernamentalidad religiosa, al menos le reclama punto por punto, el derecho a organizar y regimentar la totalidad de la vida ciudadana en el continuo témporoespacial. El Almanaque del curioso cristiano para el año de gracia de 1865 revisado por la autoridad eclesiástica, propone en vez de la profusión

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de autoridades civiles la apelación a una (“la autoridad eclesiástica”), que aunque manifiesta en varias “autoridades religiosas” cuya lista se incluye, destaca por su singularidad y unicidad de origen. Esta impresión es reforzada con una “Cronolojía de los Sumos Pontífices” y con una detallada descripción de cada celebración religiosa: La Ascensión del Señor [25 de noviembre]. Esta fiesta que es de institución apostólica, es llamada por San Gregorio de Nysa Episomena, esto es, día de salud. Tiene por objeto celebrar la entrada triunfal de Nuestro Señor Jesucristo al cielo. En la misa, a las palabras del evangelio Asumptus in Coelium, fue elevado al cielo, se apaga el cirio pascual, que como sabemos, representa a Jesucristo resucitado (13-14).

Sin embargo, lo que me interesa destacar de esta minuciosa clarificación del significado e historia de celebraciones religiosas varias veces centenarias, es cómo la simple enumeración de su génesis y contenido revela la necesidad de explicitar el código histórico y discursivo que le da sentido. Esta operación metalingüística evidencia en la propia ansiedad de su enunciación (“como sabemos”) la progresiva falta de consenso en el uso del código, la ausencia de una comunicación plenamente transparente, y la exigencia de una operación fática que verifique que los canales y los contenidos del diálogo son los esperados por la Iglesia. Este es uno de los resultados visibles de la multiplicación de discursos que se disputaban la memoria, los intereses y la atención de los fieles-ciudadanos. A partir de este momento, puede decirse con seguridad que los almanaques entran de lleno en esa sui generis modernidad chilena del siglo XIX. Ello se manifiesta en varios procesos discursivos de los cuales queremos destacar tres, dejando momentáneamente de lado un cuarto proceso que concierne más directamente a las mujeres. Me interesa entonces ahora referirme primero, a la irrupción de un espacio social nuevo, el mercado, y los lenguajes que con él se asocian. En segundo lugar, a la multiplicación de códigos para la interpretación del espacio urbano y de las experiencias que éste trae consigo. Finalmente, al proceso de literaturización del espacio-discurso Almanaque. El Almanaque chileno para el año 1875 publicado por Nicasio Ezquerra, trae así dos innovaciones importantes: una franja de publicidad de la Librería Europea y su catálogo en muchas de sus páginas y una detallada descripción de “El Santa Lucía. Guía popular i breve descripción de este paseo para el uso de las personas que lo visiten”

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(18). El paseo del cerro Santa Lucía, inaugurado el 17 de septiembre de 1874 por el Intendente Benjamín Vicuña Mackenna tras “dos años, cuatro meses i cuatro días” de trabajo, marcó en efecto, el comienzo de una época en la modernización urbana de Santiago. La segunda edición de 1876 del Almanaque de Ezquerra fue aumentada con una lista de las “Novenas que se hallan en venta en la misma Librería Europea”. La adición si bien revela el fuerte potencial comercial de las publicaciones religiosas y su atractivo para el público que las compraba, manifiesta también el predominio del espacio discursivo y social del mercado que terminaba por fagocitar así los tres tiempos del almanaque, religioso, civil y natural, de que hemos venido hablando. Otro de los lenguajes que, aparejados al mercado, cambian en los almanaques es el gráfico. Famosas fueron las ilustraciones que, por primera vez en el país, introdujeron las publicaciones de Santos Tornero. Paradigmático es, en este sentido, su justamente célebre Chile Ilustrado. Para nuestros efectos aquí interesan más, sin embargo, sus almanaques. Refiriéndose a ellos y en directa disputa, Nicasio Ezquerra, importante editor de almanaques, señala: De algunos años a esta parte se había publicado un cuaderno con el título de Almanaque Pintoresco [de Tornero], cuaderno que ha llamado la atención del público por sus figuritas más no por su contenido. Lejos de ser una cosa tan insustancial como hasta ahora, me he propuesto dedicar al ilustrado público de Valparaíso […] un Almanaque Ilustrado que, al mismo tiempo de llenar el objeto que otros editores se habían propuesto, encierre algo más de interés general (Almanaque Chile Ilustrado para 1860, sin paginación).

Ezquerra defiende su propio interés comercial por la vía de denigrar el nuevo producto impreso que Tornero había producido (“cuaderno”, “figuritas”, “insustancial”) usando los criterios que la cultura tradicional ponía a su alcance (oponiendo “ilustrado público” al cuaderno ilustrado; y el “interés general” al interés particular “que otros editores se habían propuesto”). Lo hacía, por supuesto, desde el mismo espacio del mercado y de la competencia publicitaria en la búsqueda de una audiencia que claramente valoraba las “figuritas” que tanto Tornero como Ezquerra, al fin y al cabo, incluían. El Almanaque popular chileno para el año bisiesto de 1880, incluye junto a unas instrucciones sobre el “Modo de magnetizar” (“Primero se colocan las manos sobre las sienes…”), “Varias resetas de confi-

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tería”, entre las cuales vale la pena mencionar algunas como “Caricias de damas”, “Suspiros” o “Suspiros de viuda”. “La Rueda del Adivino del Porvenir, Oráculo en verso” formula preguntas tales como: “¿Es mi amor correspondido?, ¿Hallaré con quien casarme? […] ¿Cómo está mi amante? […] ¿Qué debo hacer en la tertulia?” Todas estas referencias, nuevos espacios y nuevas conductas y sus códigos aun inciertos, con sus alusiones directas a la carnalidad del amor, a los placeres de la vida mundana y a las formas de creencias alternativas a la religión, habrían sido inadmisibles en el espacio de los almanaques de sólo unas pocas décadas previas y nos hablan de una multiplicación de los saberes ciudadanos. El Almanaque popular chileno para el año de 1881 arreglado i publicado por la Librería Americana contiene como novedades un “Lenguaje de las flores y hojas de jardín y silvestres con sus significados para la conversación”. Entre los ejemplos: “Azafrán = no abuséis […] Boca de dragón encarnada = reconciliación […] Clavellina blanca = recordad vuestras promesas […] margarita grande amarilla = ¿me amáis? Margarita pequeña amarilla = lo pensaré” (15-19). Los jóvenes chilenos de ambos sexos se lanzaban así a la lidia amorosa en los espacios recientemente abiertos de la sociedad urbana santiaguina tanto pública como privada, con la ayuda de nuevos códigos lingüísticos y sociales, nuevos objetos textuales (publicaciones de todo tipo) cuyo uso y consumo abrían las puertas de la semiosis que la ciudad moderna y la vida que en ella llevaba, hacía posible y requería.2 Paralela a esta multiplicación de los códigos y los lenguajes se va produciendo un proceso en dirección opuesta, se va constituyendo un nuevo género cuyas características irán poco a poco afirmándose. Podemos referirnos al macroproceso hablando de una literaturización de los contenidos del almanaque. Varios de los ejemplos ya aducidos, “suspiros de viuda”, “¿es mi amor correspondido?”, ¿me amáis?”, encerraban una fuerte dosis de narratividad potencial – en todos los cuales, la fuerte conexión entre narrativa y mujeres, merece destacarse. Cada uno de ellos podía pen2

En las escenas iniciales de Martín Rivas de Alberto Blest Gana (1983), por ejemplo, el joven provinciano recién llegado a la capital sufriría muy directamente las consecuencias que en la polis implicaba el desconocimiento de los códigos de vestido, comportamiento y lenguaje que organizaban la vida cotidiana.

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sarse como el comienzo de una historia posible que los lectores, y sobre todo las lectoras, se encargarían de completar y producir de acuerdo a sus propias circunstancias y competencias, usando por ejemplo, los códigos de narrativización y ficcionalización que los folletines y demás publicaciones periódicas hacían cada vez más familiares a los lectores, pero recurriendo también a las múltiples experiencias que la modernidad urbana proporcionaba y sugería. El Almanaque Divertido 1878, nos proporciona tras el santoral o año religioso, una lista de aquellos nuevos códigos y formatos discursivos: “Lectura para todos los gustos. Cuentos, romances, pensamientos, epigramas, charadas, cantares, anécdotas, etc., etc.” (37). Cada uno de ellos representa formas de negociación y transición entre los polos de las literacies masculinas y femeninas dominantes. Cada uno de ellos nos habla, a su manera, de las capacidades y prácticas de lectura de públicos con grados diversos de alfabetización. Aquel proceso de literaturización o ficcionalización será, sin embargo, sólo una de las formas en que el almanaque se especialice discursivamente. Otras formas de singularización y especificidad tendrán que ver con la concentración y el descubrimiento/conformación de públicos más acotados. Es decir, en términos del marketing contemporáneo, dichas especializaciones responderán a la presencia de segmentos de consumidores mejor delineados y producirán, por tanto, productos textuales mejor orientados a su público consumidor. Ejemplo de ello es la aparición de almanaques como el Almanaque de la Compañia de Gas de Santiago para 1886. Prima a los consumidores. Junto a las secciones que era dado esperar en un almanaque tradicional, éste incluye, por ejemplo, una larga lista de los accionistas de la compañía. El tiempo social antaño organizado por tres categorías centrales, tiempo natural, civil y religioso, aparecía así finalmente conquistado por la parcelación y privatización de la experiencia social que el capitalismo como organización de la temporalidad productiva generaba. De este modo, en el Almanaque de la Imprenta Gutemberg para 1887, de un total de 256 páginas, las primeras 84 se hallan organizadas de la siguiente manera: la mitad son avisos comerciales que alternan página por medio con el santoral, el Proyecto de Ley de Régimen Interior, etc. Los anuncios publicitarios ocupan a veces toda la página y a menudo la parte superior e inferior de la plana, mientras

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que el centro lo llena una viñeta, un chiste, una anécdota literaria que actua como el ‘gancho’ que dirige la mirada hacia la publicidad. Un ejemplo análogo de especialización por el mercado es el Almanaque-Guía de obreros de Santiago para 1890 por Juan Crisóstomo Rojas. En él, una “Nota al Público” destaca los aspectos novedosos del almanaque: “Al efecto contendrá este Almanaque un Guía de Obreros de la capital de la República, con su respectiva anotación de profesión i domicilio de cada individuo. Parece que esto no carecerá de algún interés tanto para el obrero que necesita trabajar, cuanto para el que lo solicita” (5).3 Como advertimos, esta renovación de lenguajes, formatos y lógicas textuales junto a la especialización del discuso dirigido a un público mejor determinado, será particularmente evidente con respecto a los textos destinados a las mujeres. Primero como público consumidor y luego, como sujetos productores. Ya el Almamaque Chileno Ilustrado para 1860, trae una anécdota indicativa. La mujer del laborioso abogado lo visita en su despacho: ¿Tú por aquí mujer? ¿qué quieres? Quisiera ser libro respondió ella. ¿Para qué? le preguntó el marido. –Para estar siempre contigo. –Cierto repuso el abogado, yo también lo quisiera, con tal de que fueses almanaque. ¿Y por qué? –Porque se muda todos los años (29).

En efecto, para la mentalidad conservadora de esta época de transición, la mujer se asociaba a la inestabilidad y constante mudanza de los objetos, los sujetos y las experiencias que la modernidad del espacio del mercado imponía. Lo que la anécdota intenta es conquistar y mofarse de esta mujer nueva que sorprende al marido con una visita 3

En cerca de 25 páginas la guía lista alrededor de 43 obreros por página, ordenados alfabéticamente y con profesiones que van desde armero a zapatero, pasando por carpintero, cigarrero, comerciante, ebanista, herrero, pintor, sastre y tapicero. La categoría más abundante es la de tipógrafo, lo que nos da una fuerte indicación del grado de desarrollo que la industria de la impresión tenía ya en la ciudad de Santiago. Junto a una breve “Guía de Obreras de Santiago” (dos páginas), se enumeran los “Directorios de algunas sociedades de esta capital”: Sociedad Unión de Tipógrafos, Sociedad Unión de Artesanos, Sociedad Filarmónica de Obreros, Sociedad de cigarreros “Benjamín Vicuña Mackenna”, Sociedad Colón de zapateros, Sociedad Filarmónica “José Miguel Infante”.

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inesperada. El “¿Tú por aquí, mujer?” revela la ansiedad que este desplazamiento ‘indebido’ del espacio privado al público produce. Una ansiedad que la anécdota intenta, nerviosamente, controlar por la vía de su humor machista. De cualquier modo, las relaciones entre marido y mujer aparecen aquí mediadas por las relaciones de mercado manifiestas en la forma de libros y almanaques. Frente a la exclusividad, escasez y excepcionalidad de los libros como objetos culturales que habían caracterizado a la cultura nacional chilena hasta mediados del siglo, la creciente expansión del mercado de impresos proponía una cultura menos permanente, alojada en objetos más perecibles y baratos que, por eso mismo, democratizaban el acceso a su uso y goce. Frente a la sacralidad aurática del libro tradicional, la anécdota revela y explota la emergencia de un consumo más amplio y menos excluyente. El Almanaque Divertido, 1871, insiste sobre el tema con un texto titulado, “La Moda”: “[…] la moda i el gusto no son palabras sinónimas. El buen gusto es siempre uno i la moda varia i se disfraza i se contradice i se copia. La moda es la negación del gusto i el ideal del capricho” (22). A través del contrapunto entre moda y buen gusto, se superponen algo contradictoriamente aquí, dos temas clásicamente benjaminianos: la ansiedad frente a la pérdida del aura de los objetos culturales en la época de su reproducción masiva y eficiente y la democratización de la experiencia estética.4 Digo que la superposición de estos temas es contradictoria porque, si bien el texto se dirige ideológicamente al lamento de esos procesos culturales (pérdida del aura en la reproducción y democratización de la experiencia estética), lo hace en un discurso que performativamente, por su inclusión en un Almanaque Divertido, contradice esa semántica y afirma lo que condena. En rigor, el comentario sobre “La Moda” revela una situación de transición entre dos modelos culturales. El tradicional, fundado en la exclusividad y rareza de la cultura clásica sólo accesible a ciertos hombres ilustrados, y el modelo urbano burgués fundado en una esfera pública ampliada que incluye, cada vez 4

Walter Benjamin señala: “quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso por medio de la reproducción le gana el terreno a lo irrepetible”. En: Discursos interrumpidos. Vol. I, p. 24. Citado por Martín Barbero (1987: 58).

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más evidentemente, a otros sectores en las dinámicas del consumo cultural. Entre ellos destacan las mujeres. El ya citado Almanaque Divertido, 1871, se pregunta “¿Cuál es mejor?”: Me gusta la mujer que en la lectura/ hora tras hora sin descanso emplea/ I me agrada también no siendo fea, si consagra su vida a la pintura/ Mucho me encanta la que casta i pura/ En su adorno coqueta se recrea/ I la que en su coche su desdén pasea/ O el placer de la danza se procura/ la que el fiero corcel fácil domina/ habla francés i al teatro es abonada/ I con rubis i perlas adornada/ con su hermosura i esplendor fascina/ Pero es más alta i pura la belleza/ De la que surce i plancha, cose y reza (50).

Como muchos de estos textos, “¿Cuál es mejor?” contrapone dos modelos culturales de femineidad. De una parte, el de la mujer urbana moderna que pinta, pasea, baila, habla francés y asiste al teatro. Crucial para nosotros aquí, es que entre estos rasgos de modernización se halle la lectura, en la cual las mujeres consumían no sólo sus horas de ocio sino también esos mismos modelos culturales aludidos. Por otra, el modelo de la mujer tradicional cuya belleza y galas más altas consisten en surcir, planchar y coser. De nuevo, decisivo resulta que el rezo sea parte de esta configuración más antigua. La lectura y todas aquellas actividades mencionadas en el primer caso, coincidían en el empleo del tiempo para solaz del sujeto femenino individual, liberado de aquellas ataduras sociales que la convertían en hija, madre o esposa. Volvemos también al contradictorio juego entre la condena y la afirmación de estos paradigmas de comportamiento. Juego que ofrecía ambiguamente para la (auto)identificación de las mujeres al menos dos posiciones de sujeto-lector. Por supuesto, entre ambas posiciones, se abría una combinatoria que, por ejemplo, los liberales usaron para proponer su modelo intermedio de mujer que rezaba y leía al mismo tiempo. En el Almanaque literario de ‘La Mujer’ para el año 1899, en la sección “Pensamientos traducidos para el Almanaque de ‘La Mujer’” se señalaba: “No hai temor de equivocarse al juzgar el grado de civilización de un país tomando por medida el rango que ocupan las mujeres con respecto a los hombres” (72). El argumento liberal era que si las mujeres tenían como responsabilidad la educación de sus hijos, era crucial para el desarrollo del país que las mujeres fueran debidamente instruidas. Mucho más importante

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que la postura liberal eran, en este caso, otros dos hechos. El almanaque lo publicaba una mujer: Leonor Urzúa Cruzat, Directora Propietaria de la revista La Mujer. En segundo lugar, junto a las quince páginas del santoral característico del almanaque en su forma tradicional, hay ahora ochenta páginas de textos literarios escritos, entre otros autores, por cinco mujeres. El almanaque cerraba así uno de sus círculos evolutivos con lo que era, para todos los fines prácticos, una antología literaria dirigida por mujeres y para un público constituido en grado importante, por mujeres. En tanto forma discursiva bajo las presiones crecientes de una sociedad en rápido proceso de secularización y cambio, el almanaque había de este modo funcionado como un espacio de negociación, expresión y representación de modelos culturales de femineidad y había abierto la puerta de la semiótica impresa a un público de lectoras y escritoras antes difícilmente imaginable. Lo público nacional se diversificaba así, en la medida en que los públicos nacionales heterogenizaban, al constituirse en tales, las formas posibles de ser y experimentar (en) la nación. Bibliografía Almanak chileno útil y curioso. 1843. XXXIV de nuestra libertad. Santiago: Imprenta Liberal. Almanak crítico y curioso para el año de 1832 XXIII de nuestra libertad. Santiago. Almanak o Calendario y diario de cuartos de luna según el meridiano de Santiago de Chile para el año de 1815. Compuesto por don José Camilo Gallardo. Santiago: Imprenta de Gobierno. Almanak u ordenación del año de 1825. Décimo sexto de nuestra libertad. Santiago. Almanaque Chile Ilustrado para 1860. Valparaíso: Nicasio Ezquerra. Almanaque chileno. 1855. Santiago: Imprenta de Julio Belin. Almanaque Chileno Ilustrado para 1860. Valparaíso: Librería Española de Nicasio Ezquerra. Almanaque Chileno para el año 1849. Santiago: Imprenta de la Sociedad. Almanaque chileno para el año 1875 publicado por Nicasio Ezquerra. Santiago: Librería Europea de Nicasio Ezquerra, 1874. Almanaque del curioso cristiano para el año de gracia de 1865 revisado por la autoridad eclesiástica. Santiago. Almanaque de la Compañia de Gas de Santiago para 1886. Prima a los consumidores. Santiago: Oficina Central, 1885. Almanaque de la Imprenta Gutemberg para 1887. Santiago.

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Almanaque Divertido, 1871, publicado por Jacinto Nuñez. Santiago. Almanaque Divertido 1878. Santiago: Jacinto Nuñez. Almanaque-Guía de obreros de Santiago para 1890 por Juan Crisóstomo Rojas. Santiago: Imprenta del Progreso, 1889. Almanaque literario de ‘La Mujer’ para el año 1899. Curicó, Chile: Directora Propietaria Leonor Urzúa Cruzat. Almanaque popular chileno para el año bisiesto de 1880, arreglado y publicado por Federico T. Lathrop. Valparaíso, Librería Americana. Almanaque popular chileno para el año de 1881 arreglado i publicado por la Librería Americana. Valparaíso: Librería Americana. Anderson, Benedict (1991): Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London: Verso. Bennington, Geoffrey (1990): “Postal Politics and the Institution of the Nation”. En: Bhabha, Homi (ed.): Nation and Narration. London: Routldege, pp.121-137. Blest Gana, Alberto (1983): Martín Rivas. Madrid: Cátedra. Martín Barbero, Jesús (1987): De los medios a las mediaciones: comunicación, cultura y hegemonía. México: Gustavo Gili.

VI Recepción de las culturas europeas y espacios de la traducción

Cristina Iglesia Universidad de Buenos Aires

Europa de remate. Experiencia y relato en Viajes y observaciones. Cartas a La Prensa. 1892 de Eduardo Wilde

Desde Roma, mostrando los signos del cansancio que el espectáculo del pasado le produce, Eduardo Wilde anota: “Con esta ciudad no se acaba nunca como decía un paraguayo que encontramos el otro día viajando como por tarea” (1939: 356). En realidad, no sólo el paraguayo viaja de ese modo. El viaje de Wilde se ha convertido en un “viaje por tarea” porque responde a mandatos ajenos y porque en la premura de los preparativos ha contraído la obligación de enviar sus notas al diario La Prensa de Buenos Aires. La decisión de partir, tomada con urgencia por el consejo preocupado de sus allegados, responde al deseo oficial de ausentarlo del escenario político argentino. El viaje, la ausencia, se inicia inmediatamente después que Wilde presenta su renuncia al cargo de Ministro de Juárez Celman, en 1889. Desde 1880, el año en que Roca lo nombra Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Wilde despliega una actividad extraordinariamente intensa y eficaz, que lo convierte en propulsor de emprendimientos urbanos fundamentales como el Hospital de Clínicas, el Teatro Colón, la red cloacal de la ciudad de Buenos Aires. Entre sus iniciativas figuran las dos leyes más urticantes del proyecto modernizador del estado roquista: la ley de enseñanza laica, de 1884, y la ley de matrimonio civil, debatida durante la presidencia de Roca y promulgada recién bajo la presidencia de Juárez Celman, a quien Wilde también acompaña como Ministro desde 1888. La discusión pública sobre estas leyes claves lo coloca en el centro de un debate durísimo frente al cual Wilde no vacila en participar con discursos firmes y agresivos. Su posición de funcionario estatal resulta casi siempre incómoda para los gobiernos de los que forma parte, porque no manifiesta demasiada disposición al consenso con los sectores de la oposición católica y porque no parece preocupado por los

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costos políticos y personales de los ataques. Con la sonrisa siempre puesta, y con su rostro hermoso, este hombre al que hasta sus adversarios consideran “demasiado bello para ser médico” pasea imperturbable por las calles de Buenos Aires y no pierde ocasión de ejercer su profesión de ironista mientras medio país se le viene encima. La renuncia y el viaje son, entonces, claramente, un paso al costado que se le exige después de haber obtenido el triunfo de la aprobación de ambas leyes. A los 45 años Wilde es un hombre maduro que emprende su primer viaje a Europa. Sus “Cartas” a La Prensa de Buenos Aires constituirán una mirada lúcida y distanciada sobre la Europa del fin de siglo. 1. Narrar sin describir Wilde sabe que los contornos del paisaje europeo han sido saturados por otros compatriotas viajeros de escritura exitosa, desde Sarmiento en adelante. Ante la necesidad de escribir crónicas, vivida como un verdadero desafío, las preguntas se agolpan frente a la mesa de hotel. ¿Qué se debe contar y qué no? ¿Cómo violentar las convenciones de un género que le desagrada sin dejar de transitarlo? ¿Cómo impedir que el relato se convierta en una exhibición pretenciosa de la experiencia del viajero? ¿Cómo desmontar la trama de ese saber casi enciclopédico sobre Europa que tiende a convertirse en vulgata? Pero, sobre todo, ¿cómo debe un escritor moderno contar la vieja Europa? En la primera carta, dirigida al director del diario, Wilde despliega la estrategia que ha elegido frente a tantos interrogantes previos: No se asuste, mi estimado Director; no voy a contar cómo era el buque, en qué día y a qué hora llegué a Montevideo, si esa ciudad es bonita o fea, cuándo salimos de su rada y cuánto tardamos en llegar hasta Río de Janeiro ni cosas por el estilo. Guárdeme la Divina Providencia (y será esa una de las obras más atinadas que ella haga) de entrar en descripciones de villas, ciudades o pueblejos. Primero, porque todas esas descripciones están llenas de mentiras, segundo, porque ya otros las han hecho y tercero porque no quiero, que es la principal razón (1939: 10).

El movimiento inicial de la crónica es defensivo y consiste en tomar prevenciones contra las convenciones del género. El segundo movimiento es una maniobra de ofensiva y consiste en desestimar el valor agregado de conocimiento que los libros de viaje deberían asegurar al lector: “El que quiera saber cómo son los países que voy a recorrer,

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que venga a verlos, incomodándose como es debido, mareándose, llenándose de tierra, asoleándose y renegando contra la hora desventurada en que se le ocurrió salir de su casa” (10). Wilde asegura que viajar es una cosa y relatar el viaje es otra muy distinta. La distancia entre la experiencia del viaje y su escritura se convertirá en el gran tema de sus envíos a La Prensa. Para trabajar esa distancia, el viajero instalará en el relato las marcas a menudo abrumadoras del escribir por encargo y remarcará las huellas del delivery: “Ya estoy en Bruselas, señor director y lo que para usted constituye la ocupación de un minuto empleado en leer estas líneas (si las lee), para mi representa un viaje de algunas horas” (18). O también: Nadie se figura cuánto trabajo cuesta verlo todo cuando se tiene el escrúpulo de ser verídico. Cuantas veces he venido cansado después de una larga excursión y, obligado a organizar mis apuntes en vez de dormir, he maldecido la hora en que me comprometí a escribir correspondencias (20).

Y justamente porque se propone convertir en relato esa distancia, Wilde apuesta a una crónica de viajes que eluda la “descripción mentirosa”, es decir la descripción entendida como mimesis vana, como sustituto fallido de la experiencia del viaje. En la declaración de principios es visible la molestia con las trampas del género. Sus crónicas de viaje serán un manifiesto contra el género y dejarán una enseñanza inesperada para el lector: la lectura del relato de viajes no sólo no suplanta la experiencia del viaje, sino que obtura el verdadero conocimiento del viajero futuro, le impide el goce de un placer genuino. El embate contra las “mentiras de la descripción” lo obliga a sostener una alternativa casi imposible para su escritura: si en el relato de viaje tradicional la descripción posibilita la eclosión de un verdadero “espacio literario del viajero”, articulado con las sensaciones de su mirada pero también con el peso de su cultura, Wilde ensayará la estrategia contraria: su “lenguaje de rematador” seco, despojado, posándose sólo en las características imprescindibles para nombrar el objeto, se propondrá nada más y nada menos que inventariar el paisaje de la cultura europea. Este objetivo desmedido, subrayado por la elocuencia de su propio absurdo, parecería condenado al fracaso precisamente por la extensión del viaje y por la extensión de su relato: las Cartas a La Prensa publi-

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cadas por el mismo diario con el título de Viajes y observaciones en 1892, suman, entre los dos volúmenes, más de 800 páginas. Y por cierto no resulta fácil sostener en la escritura 800 páginas de inventario despojado, lanzadas semanalmente sobre los indefensos lectores de La Prensa, a los que Wilde anima de vez en cuando, con frases como ésta: “paciencia, amigo lector y adelante. Cuando se canse, salte diez o doce párrafos o deje de leer” (395). El frenesí del inventario no se deja amedrentar por la abrumadora variedad de los sitios recorridos. El índice de los dos volúmenes registra el itinerario de un verdadero viaje turístico moderno. Un viaje que, en aproximadamente un año, (Wilde parte en 1889 y regresa después de la crisis del 90) cubre las ciudades más importantes del mapa europeo (París, Roma, Milán, Madrid, Bruselas, Berlín, Munich, Viena, Ginebra, Londres, entre otras). Ampliando su recorrido a Escocia e Irlanda y circuitos menos tradicionales como Rusia, Constantinopla, Jerusalén, Egipto, Grecia y los Balcanes, el viajero cruza el océano y llega, por fin, a Estados Unidos, el reino del futuro, el reino de la modernidad. Ante un itinerario tan variado y extenso el desafío de escribir sin descripciones “mentirosas” pero sí con “inventarios útiles” no siempre puede cumplirse. Pero ante cada página, el lector de este nuevo siglo no puede dejar de sentir admiración frente al gesto desafiante de Wilde que convierte en listas heterogéneas y fascinantes el registro de su experiencia de viajero: Estos salones contienen los sombreros más extravagantes y más viejos, bastones, ropa de dama, cofias, gorras antiguas, pianos, guitarras de uno y dos mangos, flautas de marfil, platos, cajas, viñetas, una colección infinita de naipes y otra de sellos y de cuños, el escritorio de Schiller [...] (166).

Desentendiéndose de la intermediación retórica que la descripción elaborada impone al relato de viaje, la escritura de Wilde organiza la rutina de la lista para narrar un itinerario moderno. Este itinerario no responde al modelo de la experiencia reparadora y enriquecedora del viaje a Europa sino que registra, una y otra vez, la desolación de un mundo que pertenece definitivamente al pasado y que vive, en el presente, en estado de agonía perpetua. La “impaciencia ante la realidad” que Pezzoni señaló sagazmente como un rasgo fundante de la escritura

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de Wilde encuentra en la estética del inventario, en el inventario del viejo mundo que acaba de descubrir, su resolución extrema (Pezzoni 1980). 2. La utilidad del inventario: la lógica del defecto y el error Describir, sostiene Philippe Hamon (1991), no es nunca describir lo real, es, por el contrario, probar nuestros conocimientos retóricos, nuestras nociones de los modelos librescos. La descripción es, al mismo tiempo, saber sobre las palabras (competencia léxica), saber sobre el mundo (competencia enciclopédica) y saber sobre esquemas y cuadrículas (competencia taxonómica). El embate que la descripción ha venido sufriendo a lo largo del siglo XVIII y también del XIX tiende a desterrarla de las obras de ficción pero a sostenerla en los relatos de viajes. Hamon observa que las entradas Descriptivo y Descripción del Gran Diccionario Universal del siglo XIX contienen frases como estas: “La descripción a menos que se trate de relatos de viajes, no debe constituir el fondo de una obra” y también “El género descriptivo no debería sobrevivir más que en las obras donde tiene una razón de ser, es decir en los libros de viajes”.1 Wilde rechaza la exhibición de las competencias del descriptor y este rechazo es el más eficaz desestabilizador del género, porque es precisamente en un libro de viajes donde Wilde decide eludir el artefacto de la descripción. Contra la descripción como práctica textual altamente codificada que debería reflejar el punto más alto de la creatividad del escritor de relatos de viajes, Wilde se pronuncia con su estilo de rematador. Toda lista, todo inventario es también una forma de descripción, una forma que, sin embargo, se aleja de la literatura y se aproxima a lo jurídico. Un inventario se lleva a cabo cuando algo termina y antes de que algo comience; cuando se decide una venta, una compra, un alquiler o cuando se enumeran los bienes de una herencia. En estos casos, el inventario exhibe su propia ética, aquello que podríamos denominar la obligación del inventario de nombrar “lo que hay”, y “el cómo hay”. Es decir, nombrar las cosas en su estado “real” sin disimular sus 1

Los subrayados son nuestros.

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faltas, sin apelar a una adjetivación que funcione como mejorador estético: cuadro de paisaje con marco de madera mellado, espejo biselado y rectangular, mesa de roble sin una pata, fuente de plata abollada, colgantes de bronces con defecto. El imperativo de nombrar el defecto, de recalcar la falta, unifica al inventario con el lenguaje del rematador. Por eso, la palabra “defecto” o su mención aparece en ellos con frecuencia. Para Wilde Europa es, como espectáculo del pasado, una acumulación intolerable de defectos y errores: En Europa y en América sienta bien ser admirador de lo antiguo y tomar como maestros de arte acabado a los industriales de los tiempos pasados y, sin embargo, no hay una sola obra de arte antigua que resista una crítica desapasionada, que no muestre algún error de cálculo (1939: 352353).

Ni siquiera Munich, una ciudad que resulta beneficiada por la mirada aprobatoria de Wilde (Munich es la única ciudad europea de la que realmente disfruta) se salva del estilo inventarial de su escritura. Así: El Museo de antigüedades es un lindo edificio como todos los establecimientos públicos de esta capital. Presenta en su vestíbulo unos cañones históricos y, a la izquierda, en una pieza, los instrumentos de tortura antiguos en colección completa. Da horror ver estos aparatos, sillas erizadas de puntas, cilindros con clavos para arrodillarse, bancos para estirar el cuerpo hasta romperlo, cauterios, rompe-dedos, planchas para aplastar la cara y armazones para quebrar los huesos de la cabeza, botines de hierro para oprimir los pies, en fin, todos los instrumentos de un buen inquisidor católico, apostólico, romano, muy religioso y ministro del cielo en la tierra (165).

Un poco más adelante, el recuento se posa en la biblioteca: especie de cementerio donde duermen los antepasados en espíritu, siendo exhumados de tiempo en tiempo por algún loco curioso empeñado en registrar los sepulcros del pensamiento humano. [...] tiene 83 salones grandes (que serían 700 divididos como en los hoteles) y más de un millón de volúmenes todos a la mano y perfectamente cuidados (179).

En el Museo de las Antigüedades, el horror del pasado inquisitorial se produce por la acumulación del nombre del objeto y su función; en la biblioteca, los escasos lectores son imaginados como profanadores de tumbas y el espacio es sometido a la división imaginaria que le otorgaría una virtual función utilitaria. La distancia de la ironía, dosificada a cuentagotas, se instala, definitiva, frente a los reservorios del pasado que, lejos de constituirse en

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ámbitos de veneración, se muestran como espacios a los que se debe mirar desde lejos y por los que hay que pasar de prisa. Sin embargo, Munich reserva nuevos espacios urbanos tan dignos de ocupar las páginas de una crónica de viaje como un museo o una catedral. Lo que Munich ofrece forma parte de un dato cultural nuevo: hacia fines de siglo, no sólo el poder político se ha trasladado claramente de Francia a Alemania sino que numerosos intelectuales extranjeros sienten la atracción del nuevo fenómeno cultural alemán, en el que el sistema universitario ocupa un lugar central. Wilde visita varios hospitales, la Universidad y la Escuela de Medicina: allí, la morosidad de su mirada parece desmentir la impaciencia de otras zonas del texto. Aunque la estética del inventario siga siendo una marca dominante, la búsqueda del detalle no se detiene ante la morbosidad del espectáculo. Este es uno de los pocos tramos en que el texto de Wilde olvida los reparos. En las salas de la Escuela de Medicina no hay error o defecto señalables, sino simple embeleso de la escritura ante la destreza de los artesanos de la muerte: Un armario contiene las secciones de uno o más cadáveres, cortados por láminas en diversas direcciones; este trabajo hecho con admirable habilidad muestra la colocación de los órganos en cada plano del corte y como hay mil cortes se puede seguir la topografía del cuerpo humano desde los pies hasta la cabeza y desde la frente hasta el dorso. Las diversas piezas están colocadas en cajones de vidrio llenos de líquido desinfectante y conservador. Figura entre los cadáveres cortados así, la primera mitad del cuerpo de una joven suicida que se envenenó por haber sido rechazada por sus padres después de un pequeño tributo pagado al amor clandestino, caso no raro en Baviera, no el envenenamiento digo, sino el tributo al amor [...] (172-173).

La novedad de este tramo no consiste solo en la morosidad de la mirada sobre los cuerpos trozados convertidos en extraños objetos de exposición en una crónica que será leída en un periódico, sino en el hecho de que allí y no en otra parte, surjan, incontrolables, pequeños relatos macabros. En la Facultad de Medicina, la mitad del cuerpo de una joven suicida exige la completud en la ficción y en el cementerio, la tumba de una muchacha hace surgir la narración de su muerte por consunción, provocada por el alargarse interminable de unos cabellos que crecen a expensas de su vida. Estos pequeños relatos surgen límpidos entre las tumbas, trozos de cuerpos humanos que se columpian en el interior de los frascos y

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constituyen, así, souvenirs macabros que Wilde ofrece a sus lejanos lectores. Lo macabro del cuerpo o la corporeidad de lo macabro provocan la ficción mientras que el museo, es decir la exposición artística con su criterio selectivo de perfección estética, paraliza el relato, lo convierte en algo imposible de ser construido sino bajo la forma del antirelato, la forma del inventario.2 3. La vieja Europa: vacíos y penumbras La vieja Europa (la que no es Alemania) se mira y se escribe con distancia pesimista. Europa es sólo un gran lugar vetusto con pequeños oasis de interés estético-científico. Por eso, sus capitales simbólicas, París y Roma, serán las más castigadas por la escritura demoledora de Wilde, que ensayará diversas estrategias de destrucción de estos espacios míticos. 3.1 Paris n’existe pas Para Wilde, París es un lugar de paso o más bien un anti-lugar: el lugar del que hay que irse lo antes posible. El capítulo que hace pie en la capital francesa se llama “De París a Bruselas” y el tránsito indicado en el título marca la necesidad de fuga del narrador, el malestar irrefrenable que París le produce. Una de las primeras frases del capítulo expresará el agobio de la saturación literaria previa al viaje: “tengo la cabeza sobrecargada de París”, escribe, y el lector siente que la cabeza de Wilde estalla y que las lecturas adquieren una materialidad que se extiende, como un paisaje superpuesto, sobre el paisaje real. Wilde no será, sin duda, la única víctima del agobio de las lecturas previas de París: Existe una fantasmagórica representación de París (y de modo más general de la gran ciudad) con un poder tan enorme sobre la imaginación que el problema de su exactitud no llega a formularse jamás. Se trata de una 2

La estética del inventario funciona también como efecto de saturación y de nivelización de los interiores domésticos. En un texto ficcional, “Vida moderna”, las habitaciones de la casa, convertidas en bazares abigarrados de bronces, estatuas, cuadros, cortinados, plantas exóticas, se transforman en lugares peligrosos, amenazadores para la vida de sus habitantes: un niño puede, por ejemplo, perderse detrás de los biombos japoneses tal como podría perderse en un parque de diversiones y el dueño de casa puede sufrir heridas y golpes provocados por los bordes de los bronces y las pinchaduras de las plantas (Wilde 1952).

Europa de remate. Experiencia y relato en Viajes y observaciones 309 representación creada totalmente por los libros y sin embargo, tan suficientemente difundida como para formar parte de la atmósfera mental colectiva y poseer, como consecuencia, cierta fuerza coercitiva (Caillois 1998: 169).

escribe Roger Caillois en “Paris, mito moderno”, un ensayo clásico sobre las relecturas parisinas. Pero el “caso Wilde” es extremo porque la angustia de la fantasmagoría provoca, drásticamente, la imposibilidad de ver la ciudad: Versailles, Fontainebleau, Vincennes, La Valliere, Diana de Poitiers, el duque de Buckingham, los tres Mosqueteros, Luis Cualquiera, María Antonieta, Angel Pitou, La Lechuza, el Maestro de Escuela, los Cuarenta y Cinco, Chicot, Robespierre, Dantón, Saint Just, Napoleón, Thiers, Claudio Bernard, Dupuitren, Pipe en Bois, Bambocha y la Convención, eran sitios, escenas y personajes que habían tomado en mi cabeza una forma real de actualidad y en presencia de los cuales esperaba hallarme de un momento a otro (Wilde 1939: 17).

La enumeración, sistemática y caótica, agrupa lugares y personajes de ficción literaria con lugares y personajes de la saga política y de la serie científica. La lista, convertida ahora en inventario de sus sueños sobre París, enhebrados en el momento en que están a punto de desaparecer, irrumpe para dar nombre a verdaderos huecos, a verdaderas ausencias en el espacio real de la ciudad. Wilde busca una explicación a su imposibilidad de hallar algún gozo en París en el hecho de que su viaje es un viaje tardío, en el retraso de su encuentro efectivo con la ciudad. Así, supone, los que viajaron jóvenes, mezclaron las lecturas con el recorrido por las calles: estaban leyendo la ciudad al tiempo que la recorrían mientras que los que viajaron varias veces, los viajeros frecuentes, acompasaron los itinerarios de la literatura con sus propias experiencias turísticas. Pero si se llega tarde a París, si se llega a París por primera vez con una sensación de tardanza irremediable, ya no se podrá separar la ficción de la mirada. “Ya he visto esto y mucho más, incluyendo la colosal obra de Maxime Ducamp”, exclama agotado antes de iniciar su recorrido. La sensación de déjà vu no parece momentánea: al cabo de unos cuantos días Wilde parece estar convencido de que no tiene nada nuevo que mirar. Y la inclusión de la obra de DuCamp entre sus lecturas previas permite intuir el tipo de saber que provoca un déjà vu constante y sólido. Maxime DuCamp, escritor amigo de Flaubert y de Baudelaire, ha decidido documentar su ciudad antes de que las demoliciones

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de Haussman la convirtieran en un espacio desolado para después transformarla en una ciudad completamente diferente. El resultado de esta misión que Ducamp se impone es la monumental obra en seis volúmenes Paris: ses organs, ses fonctiones et sa vie dans la seconde moitié du XIXe siècle, escrita y publicada entre 1869 y 1875. Este libro, inspirado por la nostalgia del presente, se empeña en asumir un compromiso de enorme omnipotencia hacia un futuro al que imagina desprovisto de la verdadera París. Walter Benjamin ha dejado numerosas anotaciones sobre el libro y sobre su autor, el escritor que no impuso ningún límite a su voluntad de inventariar París al compás de su demolición. Cerca de sus notas sobre DuCamp o entremezcladas con ellas, Benjamin anotó: “Las fantasías de la declinación de París son un síntoma de que la tecnología no es aceptada. Esta visión sugiere la oscura conciencia de que las grandes ciudades han desarrollado, pausada y naturalmente, los medios para su propio derrumbe” (1999: 97).3 Wilde no acepta el París de fin de siglo, el “París municipal” marcado por el fastuoso plan de obras públicas de Francynet y los preparativos de la exposición universal en el centenario de la Revolución porque no puede contener su tristeza ante la desaparición del “París de Leyenda”: “He pasado revista a todo lo que la crónica señala como notable; el sedimento de mi corta estadía es una sensación de tristeza. París me ha parecido una ciudad aturdida, que no se da cuenta de lo que está pasando en el mundo” (1939: 18). La París leída tiene tanta fuerza que se impone sobre la París visitada y vivida, y esta imposición es tan brutal que expulsa del viajero toda posibilidad de establecer un pacto de mirada con la ciudad. Esta imposibilidad lo expulsa a su vez, de la ciudad. En menos de tres páginas, Wilde, que no está dispuesto a saber lo que está pasando en París, abandona la escritura, una escritura que en ese paso fugaz deja constancia de la imposibilidad: “No puedo, ni siquiera, intentar un bosquejo” o “yo no me atrevo, por el momento, a hacer su fisiología”. Para poder abarcar París, se disculpa frente al director de La Prensa, necesitará compararla con el resto de Europa: 3

“The fantasies of the decline of Paris are a symptom of the fact that technology was not accepted. These visions bespeak the gloomy awareness that along with the great cities have evolved the means to raze them to the ground” (Benjamin 1999: 97). Traducción nuestra.

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“Fáltame compararlo y no podré establecer con acierto comparación alguna mientras no haya visitado toda Europa” (18). Se abre así un paréntesis enorme, un gran arco de suspenso, un ambiguo puente en busca de certezas que Wilde jamás cerrará. “Todo lo que puede encontrarse en cualquier parte puede encontrarse en París”, escribió Victor Hugo en Les Miserables. Wilde necesita encontrar en el resto del mundo lo que no puede encontrar en París: el placer de mirar con sus propios ojos un paisaje desconocido. Desde Munich, la ciudad que quisiera declarar la capital del siglo, Wilde vuelve a ocuparse, brevemente, de París, se anima a la comparación. Con ironía, construye una situación en la que alguien que desea convertirse en espectador de una obra de teatro, debe sortear en París una serie de quince o veinte ayudantes o intermediarios (abridores de palcos, alquiladores de anteojos) “para llegar a donde podría ir solo”. Cuando el agotado personaje ocupa, finalmente, su butaca puede tener la seguridad de no ver nada. Cada señora distinguida o niña a la moda se encarga de taparle todo el escenario con un enorme sombrero o una gorra piramidal, llena de frutos o legumbres en forma de adorno o con el facsímil de la torre Eiffell, cuya altura es de trescientos metros (154).

En el brevísimo relato las interferencias no dejan ver lo esencial: los veinte ayudantes o la gorra de una señora con el facsímil de la torre Eiffell (cuya altura en esta única mención de Wilde deja de ser un motivo de orgullo para constituirse en un nuevo defecto) impiden la visión del hecho artístico. Wilde ha tomado distancia física de París sólo para reiterar su imagen inicial: París es una ciudad que se puede leer pero que no se puede mirar. 3.2 Roma, el arte como pasado En la crónica de Wilde, Roma es una ciudad sobreescrita no por la fantasmagoría de la ficción sino por la superposición casi infinita de los monumentos y de las obras de arte antiguo que la constituyen. La escena de escritura nos devuelve la imagen de un hombre confundido por la multiplicidad de las interpretaciones posibles de los vericuetos romanos, que mira con desaliento el despliegue de planos en su cuarto de hotel: “Tengo abierto sobre mi mesa un gran plano de la antigua Roma, encima de él uno más pequeño de origen inglés y sobre este, otro más chico aún, muy popular en esta ciudad” (351). Los mapas,

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instrumentos de la ciencia cartográfica, no concuerdan entre sí y, “todos juntos, no concuerdan con la ciudad actual”. Mientras los mapas se superponen como las capas de culturas de épocas diferentes que recubren la ciudad, Wilde levanta la cabeza y mira por la ventana: busca un auxilio imposible en el afuera pero el auxilio no llega porque el paisaje romano segrega, por donde se lo mire, una densidad que le produce agobio. Lo-que-ve por la ventana sólo sirve para subrayar su no-saber-estar en Roma: “He recorrido ya muchas calles y he visto monumentos, museos e iglesias hasta más no poder. Hecho esto le declaro a usted que no me entiendo en Roma” confiesa, públicamente, al director de La Prensa (351). Wilde no sólo superpone planos sino que acopia lecturas antes de emprender su propia versión, pero el movimiento resulta extenuante porque incrementa el estado de desconocimiento: “He leído cinco o seis volúmenes de diferentes autores sobre las diversas épocas de Roma, antes de ponerme a escribir esta carta y esa lectura lejos de aclarar mis ideas, ha servido más bien para confundirlas” (352). El retrato de escritor confundido que Wilde elige para iniciar su crónica, subraya la incidencia de la subjetividad del cronista en la ocasión de proferir el juicio estético. El malestar de la escena inicial se constituirá en una marca visible del texto que abundará en adjetivaciones contundentes al respecto: “otra visita desagradable es la de las Catacumbas” o “la fastidiosa y enlodada Vía Apia”, son algunos pocos ejemplos de su trajinar forzado por una ciudad con la que no se entiende. El rechazo del espectáculo de la antigüedad es profundo y enfático, y el cronista sugerirá las razones de esta posición que el viajero casi nunca abandonará. Sabemos, así, que entre sus lecturas sobre Roma ha habido una, “Paseos en Roma”, de Stendhal, que le ha sido particularmente útil. Sin embargo Wilde percibe en la pasión de Stendhal por el arte antiguo, un énfasis deformante que rechaza de inmediato. Percibe, también, que este gusto por lo antiguo está de moda y es contra esa moda que su escritura se pronuncia: “En Europa y también en América sienta bien ser admirador de lo antiguo y tomar como maestros de arte acabado a los industriales de los tiempos pasados” (352). La moda vuelve uniformes todos los registros e instala la comodidad de repetir lo que otros ya han dicho. La escritura de Wilde pone

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en el centro de su ataque a los “industriales de los tiempos pasados” y señala sin piedad los “errores” y “defectos” de sus obras más apreciadas: “No hay una sola obra de arte antigua que resista a la crítica científica y desapasionada”, nos asegura y para probarlo, desliza su mirada correctiva sobre la Basílica de San Pedro, a la que llega a atribuirle nueve capítulos de errores que incluyen, entre otros detalles, el trazado de los planos, la disposición de los pórticos y el emplazado de las estatuas. Su escritura, convertida en piqueta tiene un efecto literalmente demoledor porque transforma el espacio colosal de la Basílica en un gran espacio vacío para el que propone nuevos usos: “Bajo su cúpula infinita cabría una fábrica a vapor; en cada una de sus capillas podría instalarse un taller y en el recinto donde rezan los canónigos entraría cómodamente una iglesia” (358). Fábrica y taller son signos de la modernidad industriosa que Wilde desea encontrar en su viaje: imaginarlos en el ámbito sacro de la Basílica de San Pedro implica demostrar que no debería haber límites para el progreso y que el paisaje del futuro debería construirse a expensas del paisaje del pasado. El arte antiguo es percibido como la reiteración de representaciones infinitas de los mismos temas. La cantidad se vuelve abrumadora e impide la percepción de su belleza: Por más que digan, aun cuando la pintura sea sublime y uno esté saturado de elogios del autor, presentada en tal cantidad, el cansancio hace lugar al entusiasmo [...]. Por eso me gusta a mi tanto el cuadro de las once mil vírgenes. En el aparecen dos solamente, una rubia y otra morena, las dos muy lindas: respecto a las diez mil novecientas noventa y ocho restantes, el autor, sabiamente, avisa, en un rincón del lienzo que las irá pintando poco a poco (365).

No sólo en Roma sino en todo su recorrido europeo, las elecciones de Wilde insistirán en el carácter extremadamente sugerente de espacios cuasi vacíos, que sólo se valen de su propia extensión para despertar la imaginación del visitante. Así, Waterloo, que es un antiguo campo de batalla, o el hospital de Brujas que no tiene enfermos, atrapan su mirada y su escritura y son señalados como lugares propicios para la ensoñación. Con la elección errática y anticonvencional de estos espacios en los que se impone una belleza sin intencionalidad artística Wilde desestabiliza no sólo la convención del género sino que avanza

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un poco más. Ciudadano de un país reciente y semivacío, Wilde provoca en el lector porteño una señal de alarma: el arte antiguo, separado de la verdad de su contexto, pertenece definitivamente al pasado. Sus crónicas sugieren que, a fines de la década del 80, un nuevo concepto de belleza, libre de justificaciones referenciales, comienza a abrirse paso en los vacíos de representación simbólica que los quiebres de la tradición artística ha producido a lo largo del siglo. Un nuevo concepto de belleza que las grandes capitales de Europa no parecen dispuestas a cobijar. 4. El viajero y la ciudad más grande de la tierra Las ciudades norteamericanas modifican el ánimo del viajero, le infunden un optimismo que el paisaje europeo nunca llega a transmitirle. Y es desde una de las ciudades más modernas, desde Chicago, que el viajero piensa en su ciudad, piensa en Buenos Aires e invita a los porteños a suspender la fantasía del viaje y contemplar, como turistas, su propia ciudad. Siguiendo mis reflexiones me he puesto a enumerar lo que nosotros podríamos mostrar a los extranjeros con tanto o más derecho que aquel con el cual ellos nos muestran sus curiosidades y he formado así, de improviso, una pequeña lista tan numerosa como otra cualquiera de ciudades norteamericanas o europeas. Por ejemplo, yo diría: los sitios y monumentos que ningún viajero debe dejar de ver en Buenos Aires son los siguientes: El museo, rico en ejemplares de animales antediluvianos. Las obras del puerto. La torre de distribución de agua filtrada. El sistema de cloacas y conductos de desagüe, el más perfecto y completo del mundo. La estación del ferrocarril del Sud. El cementerio de la Recoleta con algunos buenos monumentos y otros de valor histórico. El parque de Palermo. Los hipódromos Las estaciones de tranways. Los teatros, más cómodos, más lujosos y más grandes que los de la inmensa mayoría de las ciudades europeas. La penitenciaria, una de las mejores cárceles conocidas. Las plazas, a las que solo les faltan algunos árboles para llamarse parques como en Europa. El hospital de Clínicas.

Europa de remate. Experiencia y relato en Viajes y observaciones 315 El nuevo Hospital de mujeres. Las calles Callao, Florida y Santa Fé (148).4

En la enumeración escueta pero contundente de los lugares, los paseos y las obras de ingeniería urbana que harán de Buenos Aires, salvo que medie la acción destructora de un cataclismo, “la ciudad más grande de la tierra”, surge –como diría Foucault– el “rumor analógico de las cosas”: alineados en la página de Wilde en una línea debajo de otra, la Facultad de Medicina, el parque de Palermo, las redes cloacales de Buenos Aires, los cementerios, las penitenciarías, los teatros y los hospitales, una calle del centro en el momento de la tarde, configuran el nuevo espectáculo despojado, austero, firme, que el viajero moderno debería contemplar con la ayuda de nuevos guías. El guía turístico europeo caracterizado como un fósil en desuso, sólo útil para repetir los relatos de los esplendores del arte del pasado, se perdería en la ciudad moderna que es Buenos Aires. Se necesita entonces un nuevo guía, y Wilde parece ofrecerse con esta crónica en la que recupera “de memoria” su ciudad, la Buenos Aires desde la que ha partido y en la que brilla, como en ninguna otra, el arte sin pasado de la modernidad.

Bibliografía Benjamin, Walter (1999): The Arcades Project. Cambridge (MA)/London: The Belknap Press of Harvard University Press. Caillois, Roger (1998): “París, mito moderno”. En: El mito y el hombre. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 166-190. DuCamp, Maxime (1869-1875): Paris: Ses organs, ses fonctions et sa vie dans la seconde moitié du XIXe siècle. Paris: Hachette. Hamon, Philippe (1991): Introducción al análisis de lo descriptivo. Buenos Aires: Edicial. Pezzoni, Enrique (1980): “Eduardo Wilde: lo natural como distancia”. En: Ferrari, Gustavo/Gallo, Ezequiel (comps.): La Argentina del ochenta al Centenario. Buenos Aires: Sudamericana, pp. 707-724. Wilde, Eduardo (1939): Obras Completas. Vol. XII. Viajes y observaciones. Cartas a La Prensa. 1892. Buenos Aires: Imprenta Belmonte. — (1952): “Vida Moderna”. En: Páginas escogidas. Buenos Aires: Estrada, pp. 106-114.

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He operado una selección arbitraria de la extensa enumeración en esta cita.

Friedhelm Schmidt-Welle Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin

El liberalismo sentimental hispanoamericano

Victor Hugo afirma, en su prefacio al drama Hernani, que “le romantisme, n’est, si l’on ne l’envisage que sous son côté militant, que le libéralisme en littérature” (Hugo 1830: 1147). En la equiparación de romanticismo1 y liberalismo que realiza Hugo en esta frase, queda explícita la reducción momentánea del romanticismo a su “lado militante”, su “côté militant”. Por otra parte, es bien sabido que el mismo autor enfatizó los aspectos estético-poéticos del romanticismo, y sobre todo lo que Octavio Paz ha denominado “la tradición de la ruptura” para designar los comienzos de la modernidad estética (Paz 1998). En Hugo, la revolución romántica es una revolución estético-literaria, ideológica y política a la vez. Su aspecto político militante es uno, pero no el único aspecto de su modernidad. En Hispanoamérica, esta formulación programática del romanticismo social francés,2 junto con otro prefacio de Hugo, el de Cromwell (Hugo 1827), ejercía, y sigue ejerciendo, gran influencia en las definiciones y la crítica del llamado romanticismo hispanoamericano. En el subcontinente, los dos textos se editaron bajo el título Manifiesto romántico (Hugo 1971), y en la introducción a este libro, como en obras posteriores de la crítica literaria, las nociones “liberalismo”, “romanticismo”, y “libertad” se emplean como sinónimos. Los escritores liberales hispanoamericanos, por no decir los intelectuales liberales en general, se perciben, entonces, a sí mismos como seguidores del liberalismo y del romanticismo social que se arrebatan por el Pegaso del consagrado escritor francés en su camino hacia la modernidad.

1

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En este artículo siempre escribo “romanticismo” con minúscula, tanto para indicar que no se trata exclusivamente de una época literaria sino de una categoría estética y filosófica, como para poner énfasis en el hecho de que no había un solo “Romanticismo” sino varios “romanticismos” aun en el contexto europeo. Para una interpretación del romanticismo social francés (cf. Picard 1944).

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Friedhelm Schmidt-Welle

“Gran camino de la posteridad”. Litografía en la Calle de Palma. En El Ateneo Mexicano, 1 (1844), p. 140.3

Los poetas hispanoamericanos que se ven a sí mismos como liberales, se empeñan supuestamente en “imitar” el romanticismo social francés, y sobre todo la poesía de Hugo y Lamartine. Abundan las “traducciones” e “imitaciones” de su poesía,4 y con ellas los juicios de la crítica literaria posterior sobre la calidad de la poesía “romántica” hispanoamericana. En 1893, Menéndez y Pelayo acusa a los escritores del llamado romanticismo hispanoamericano de imitar los modelos europeos con incorrección gramatical e incoherentes extravagancias, y califica a este romanticismo de negativo y disolvente; en suma, le niega todo valor literario (1893: CVII-CXI). A lo largo del siglo XX y bajo la influencia de las teorías de la modernización y de la dependen3

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En la litografía, le siguen a Hugo, entre otros, Gautier, Cassagnac, François Wey, Paul Fouche, Eugene Sue, Honoré de Balzac, Alexandre Dumas, Alfred de Vigny. En la segunda parte de la imagen, aparecen autores reconocidos en su época, pero no instalados en el canon de la literatura culta posteriormente, entre ellos Guinot y Paul de Kock. Cf. las traducciones de la poesía de Hugo en Hispanoamérica en la colección Victor Hugo en América 1889.

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cia socio-económica de América Latina, este juicio se traslada en las historias literarias a la noción del “romanticismo tardío” (Bellini 1988: 235-240; Benito Varela Jácome en: Iñigo Madrigal 1987: 93), noción que parte de la dependencia de la literatura hispanoamericana que se basara en los modelos estéticos de las metrópolis. Me parece significativo que en la mayoría de las historias literarias, y hasta en las más recientes, se juzga la literatura hispanoamericana del siglo XIX según el grado en que logra una imitación “fiel” de los modelos metropolitanos sin considerar la recepción concreta del romanticismo europeo5 en Hispanoamérica ni los fines ideológicos de las lecturas hispanoamericanas del mismo (Carilla 1975, t. 1: 71, t. 2: 306; Iñigo Madrigal 1987).6 Por supuesto, la adhesión de muchos escritores hispanoamericanos del siglo XIX al credo liberal y lo que ellos mismos denominan imitaciones de la poesía romántica francesa o inglesa, no facilita una crítica de los modelos de la dependencia cultural y literaria. A pesar de esto, creo que la recepción del romanticismo europeo en Hispanoamérica es mucho más compleja. A mi modo de ver, el eclecticismo de esta recepción es el resultado de fines ideológicos que difieren de los modelos o discursos europeos, y no de una incapacidad de realizar traducciones interlineales o poéticas de los textos. Se trata, más bien, de traducciones de ciertos textos a otros contextos en los que el texto original, entendido como prestigioso modelo discursivo de la modernidad metropolitana, les otorga a los miembros de la ciudad letrada hispanoamericana la autoridad de su propia escritura (Alonso 1998: 21).7 Este “argumento de la autoridad”, como lo denomina Vincent Descombes (1977), no impide, por otra parte, que en Hispanoamérica, los mismos escritores, o quizás los intelectuales liberales en general, contribuyan a mermar la autoridad de los discursos europeos de los cuales hacen uso, y, en este sentido, abuso. Una de las características más importantes del proceso cultural poscolonial en Hispanoamérica 5

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Hablar de “romanticismo europeo” es, sin duda alguna, una generalización. Cuando me refiero al “romanticismo europeo” en este artículo, siempre se deben entender por “europeo” el romanticismo francés, el alemán, el inglés, y, en menor grado, el español y el italiano. Cf., con respecto a los problemas de periodización: Gutiérrez Girardot (1989); Schmidt-Welle (2002). Cf., con respecto a la autoridad de la escritura en la literatura latinoamericana en general, González Echevarría (1985).

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reside en la alternación y con ella la alteración de los paradigmas de la “modernidad” y la “diferencia” en los discursos de las elites criollas (Alonso 1998: 3-49). Esta característica difiere sustancialmente de los discursos del poscolonialismo, uno de cuyos gestos es la recuperación de la historia interrumpida de las culturas autóctonas (Chatterjee 1993: 5-9; Alonso 1998: 13) o de las culturas de los subalternos (Bhabha 1994: 1-2; Klor de Alva 1995). Por una parte, las elites hispanoamericanas del siglo XIX emplean el lenguaje y los modelos culturales europeos en la construcción de sus identidades nacionales (Alonso 1998: 13). Por otra, esta construcción de identidad cultural para el espacio nacional depende precisamente de la diferencia con respecto a estos modelos metropolitanos. En el fondo, esta ambigüedad domina la recepción del romanticismo europeo asociado con los tropos de la libertad y la modernidad en la retórica de las elites criollas. Para ilustrar esta compleja relación entre los discursos de la modernidad y la diferencia, me propongo analizar algunos textos del liberalismo mexicano y argentino del siglo XIX. La figura emblemática en los debates de los intelectuales liberales hispanoamericanos sobre el romanticismo es sin duda Victor Hugo (Janik 1986; Suárez-Murias 1977). En los ensayos programáticos “Carácter y objeto de la literatura”, de José María Lafragua, y “Utilidad de la literatura en México”, de Luis de la Rosa, ambos publicados en la revista El Ateneo Mexicano en 1844,8 la obra de Hugo, y sobre todo los prefacios ya mencionados, se (re)presentan como la encarnación del romanticismo social y las ideas del liberalismo. A pesar de que los dos autores se apoyan en la autoridad del escritor francés, no se convierten en epígonos del mismo. Lo que en Hugo es una militancia política y estética, se reduce en los ensayos de Lafragua y de la Rosa a su aspecto político-cultural, y es complementado al mismo tiempo por una dimensión pedagógica que no es un producto exclusivo de la influencia de la Ilustración europea.9

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Los dos textos fueron recopilados en La misión del escritor, una colección de importantes ensayos mexicanos del siglo XIX, organizada por Jorge Ruedas de la Serna en 1996. Cf., con respecto a las tendencias pedagógicas de la escritura decimonónica en América Latina (Schmidt-Welle 2001).

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Hasta los títulos de los ensayos –se mencionan el “objeto” y la “utilidad”– indican la función pedagógica que debe cumplir la literatura. Según Lafragua, ella “no es mas que la espresión moral del pensamiento de la sociedad” (1844: 9). Luis de la Rosa le otorga incluso la capacidad de liberar a la humanidad de la barbarie en que vive, de mejorar las costumbres y la moral, de promover una especie de educación sentimental. Para él, la literatura representa “el mas poderoso instrumento para propagar la instrucción y la moralidad” (1844: 206). A esta función se subordina la estética, no sólo en los ensayos de Lafragua, de la Rosa o Francisco Zarco, sino también en las novelas canónicas de Ignacio Manuel Altamirano. Tanto Lafragua como de la Rosa se apoyan en la división de la historia literaria en tres grandes fases, tal como las había descrito Hugo en su prefacio a Cromwell que, por su parte, retoma el esquema positivista de Auguste Comte. En los textos de los ensayistas mexicanos, la fase primitiva sería la precolombina, sin que ellos pudieran o quisieran ocuparse realmente de una literatura indígena. Sólo de la Rosa se refiere a la cultura de esta época en términos muy generales, hablando de la “gloria de la nación azteca” (1844: 210). La época colonial sería la era que Hugo describe como clásica. Pero se caracteriza, según Lafragua, más por el desarrollo de las ciencias que por el de la literatura. Como casi todos sus contemporáneos liberales, Lafragua le niega todo valor estético a la literatura de esta época. La época moderna, por último, comienza con la independencia nacional. Ésta, al mismo tiempo, se convierte en el punto de partida no solamente de la literatura nacional, sino también de la tradición literaria mexicana en general. En este esquema ya se notan algunas de las diferencias en la construcción de la tradición cultural si la comparamos con el modelo del romanticismo social francés que sirve como argumento de autoridad. Tanto Lafragua como de la Rosa construyen una historia literaria sin historia y, parcialmente, sin literatura. La época primitiva, es decir, la precolombina, no es la de una epopeya lírica, como en los escritos programáticos de Hugo, sino una época de verdad primitiva, sin literatura alguna. La literatura de la época clásica, es decir la de la Colonia, es una literatura que carece de todo valor estético y que, además, no alcanza a crear una prosa épica que caracterizara esta fase en Europa,

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según Hugo. La época moderna, en fin, es la de una literatura in statu nascendi, una que todavía no existe. El mismo eclecticismo se nota en la construcción de una jerarquía de los géneros literarios. Mientras que en Hugo, el drama es el género moderno, los ensayistas mexicanos (y los hispanoamericanos en general), califican a la novela como el género moderno por excelencia que debe fortalecer la modernización por vía de la instrucción de las masas. Considerando que en esta época, se estima a los posibles lectores de literatura en América Latina en alrededor del 2% de la población, se trata sin duda de “masas” ficticias, y sólo la televisión adquirirá, un siglo después, funciones similares (y parciales) a las soñadas por las elites criollas del siglo XIX. La interpretación del romanticismo por parte de Lafragua y de la Rosa también difiere de la que hace Hugo. Aunque los escritores europeos de la época, quizás con la única excepción de Stendhal, no se veían a sí mismos como románticos, se nota en los textos programáticos de Hugo una identificación con “lo moderno” que posteriormente se asocia con el romanticismo. Mientras que Hugo critica el rígido canon formal clasicista de la Academia Francesa, los mexicanos sólo retoman de esta crítica la polémica implícita contra el absolutismo. Y mientras que el poeta francés ve en la literatura romántica el punto culminante de la “época” moderna, los intelectuales liberales mexicanos advierten contra “aberraciones” del romanticismo sentimental: la representación de protagonistas de las clases bajas, el libertinaje, el escepticismo religioso y la anarquía que el romanticismo supuestamente conlleva. La revolución estética del romanticismo europeo no se efectua en México. La protesta contra el ideal clásico de la belleza que culmina en la frase de Hugo según la cual lo bello tiene una sola cara, lo feo mil, por lo cual es más interesante representar lo feo que lo bello, se reduce en los textos mexicanos a la proclamación “lo feo es lo bello” con que los dos ensayistas acusan a los poetas europeos de destruir la moral y las buenas costumbres. Ellos no están a favor de la protesta del individuo contra las convenciones sociales, protesta que caracteriza a los protagonistas de la literatura romántica europea. Más bien se declaran en favor de la ampliación de estas convenciones a todos los grupos sociales. De la Rosa se queja explícitamente de la representación de las clases bajas en las novelas europeas afirmando que estas

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clases no tienen pasiones ni valores morales. Por eso, “en esa especie de novelas no puede haber ese bello y doloroso combate entre la relijion y la naturaleza, entre la razon y las pasiones, entre la conciencia y los instintos estraviados…” (1844: 208). En consecuencia, el pueblo tiene que ser educado por los miembros de la ciudad letrada para ampliar la base ideológica del discurso dominante del inestable Estado poscolonial. En este contexto, no es extraño que en las novelas del liberalismo mexicano, el patriotismo se convierta en la pasión dominante que a veces hasta reemplaza la trama amorosa, como por ejemplo en la novela Julia, de Ignacio Manuel Altamirano (Schmidt 1997). En otros casos, como en El Zarco del mismo Altamirano, existe una relación íntima entre Eros y Polis, entre amor a la patria y a la mujer, como lo ha destacado Doris Sommer (1991). Pero, a diferencia de lo que afirma Sommer para unos pocos textos canónicos de la literatura hispanoamericana del siglo XIX, esta relación íntima no termina, en la mayoría de las novelas del liberalismo, en un final feliz –incluso cuando se trata de ficciones fundacionales–. Quizás la inestabilidad de las sociedades poscoloniales no permite cubrir las contradicciones internas de sus discursos literarios legitimadores a tanto como lo quería ver Sommer. La consolidación del Estado mexicano, la modernización cultural y la identificación de las masas con la nación y la cultura nacional que los intelectuales liberales se imaginaron –y cuyo instrumento deberían ser las novelas fundacionales del siglo XIX–, sólo se realizan a partir de la Revolución mexicana. Con ella la idea del mestizaje cultural, tan presente y tan utópica en las novelas del XIX, se vuelve ideología oficialista de los programas culturales y educacionales del Estado. Pero no es la novela, calificada por Altamirano como “el libro de las masas” (1988: 231), sino los murales, los corridos de la cultura popular y, más tarde, los medios masivos los que fortalecen la “nacionalización” de la cultura para las masas. Si comparamos la recepción del romanticismo europeo en México con la que se hace en la Argentina y en Chile, podemos establecer algunas diferencias que, al menos en la primera fase, se deben a un mejor conocimiento del romanticismo en estos últimos países. En Argentina la mayor difusión de las ideas románticas se inicia con el

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regreso de Esteban Echeverría después de sus estudios en París entre 1826 y 1830, donde había sido testigo de los debates polémicos entre clasicistas y románticos. Durante su estadía en Londres estudió también la literatura romántica inglesa, y es de suponer que tuvo contacto con el grupo de los intelectuales liberales españoles del exilio.10 Sus conocimientos del romanticismo alemán se limitaron a la lectura del libro De l’Allemagne, de Madame de Staël, a través del cual tomó contacto con las ideas de Herder y August Wilhelm Schlegel, y el prejuicio, en este entonces reinante fuera de Alemania, de que Goethe y Schiller serían los autores ejemplares del romanticismo alemán. Aunque los textos fragmentarios de crítica literaria de Echeverría no se publicaron durante su vida, sino a partir de 1870 bajo el título de “Fondo y forma” (editados por Juan María Gutiérrez), ya se habían discutido durante la década del 30 en el salón literario de Marcos Sastre. Pero la recepción de sus escritos al respecto se redujo a un grupo de estudiantes que retomaron las ideas políticas y literarias del maestro. Aunque Echeverría realiza una presentación más cuidadosa de los textos de Hugo, tampoco se puede hablar de una identificación con las ideas del escritor francés más allá del argumento de la autoridad. Echeverría adopta el esquema de la historia literaria que propone Hugo, pero lo interrumpe reiteradamente cuando se trata de separar la época clásica de la moderna con la mención de la obra de Dante. En su historiografía, hay una laguna que corresponde exactamente a la época colonial. La negación de la tradición española le lleva incluso a juzgar la literatura del Siglo de Oro como trivial, y a constatar la paralización de la historia literaria de España durante la segunda mitad del siglo XVII y todo el XVIII (Echeverría 1951: 479-481). Echeverría equipara la independencia nacional y cultural de los países latinoamericanos a la liberación de las normas y la estética del clasicismo. Ve en la literatura española de su época un mero espejo o una imitación de la francesa. Para las literaturas hispanoamericanas, en cambio, postula un porvenir independiente y nacional, cuyo modelo provisional tiene que ser la literatura francesa porque la hispanoamericana carece de una tradición propia. 10

Cf, con respecto a la recepción de los debates literarios y políticos por parte de Echeverría durante su estancia en Europa (Mercado 1996: 5-34).

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La negación de la tradición cultural de la Colonia en los escritos de Echeverría y su exclusión de la historia cultural mexicana en los ensayos de Lafragua y de la Rosa demuestran el dilema de los mitos o ficciones fundacionales de la tradición literaria y cultural poscolonial en Hispanoamérica. A la negación de la tradición cultural precolombina durante la Colonia se añade ahora la de la Colonia misma. Esta doble negación de las tradiciones culturales se presenta como un proceso de hacer tabla rasa con la historia cultural. La independencia aparece de esta manera como el punto cero de la historia cultural, y la función de los letrados comenzaría con una especie de écriture blanche, aunque quizás no exactamente en el sentido en que la entiende Roland Barthes (1972). En este contexto, los escritores o los letrados en general, serían una especie de huérfanos culturales. El hecho de que los huérfanos, las aves sin nido, sean figuras literarias simbólicas usadas con mucha frecuencia en Hispanoamérica, se debe quizás a esta construcción de la historia cultural a partir de un punto cero. De esta doble negación de las tradiciones culturales resulta también la recepción en sí contradictoria del romanticismo europeo, y sobre todo del romanticismo social francés. Por una parte, funciona como modelo discursivo de la anhelada modernización cultural y como contrapartida de las tradiciones negadas de la Colonia y de las culturas indígenas. Por otra, los intelectuales liberales niegan el carácter modelo del romanticismo para su propia escritura porque algunos de los elementos decisivos del romanticismo son, siguiendo a Herder, la diferencia del carácter y de la cultura nacionales, y el rechazo de la imitatio. El proceso de la recepción del romanticismo se complica, además, si lo relacionamos con el trasfondo socio-económico e histórico en que éste surgió. Cuando el romanticismo surge a comienzos del siglo XIX en los países del oeste de Europa, allí ya entraron en contradicción la modernización socio-económica y tecnológica con la modernidad estética (Calinescu 1987). En parte, el romanticismo se asocia con la rebelión del individuo contra la modernización y/o contra los valores y las normas establecidos de la sociedad de la época. En Hispanoamérica, en cambio, el proceso de la modernización socio-económica y tecnológica no se ha realizado durante la primera mitad del siglo XIX, y las ideas de la modernidad socio-económica y la modernidad estética todavía no entran en contradicción, sino se convierten, en los

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discursos de los intelectuales liberales, en conceptos paralelos que se deben realizar en el futuro. Por esto, el individualismo, la rebelión del individuo contra el status quo y la construcción del sujeto moderno que se representan en el romanticismo, no se realizan en la literatura del liberalismo hispanoamericano. Esto se desprende, por ejemplo, de las llamadas imitaciones y traducciones de la poesía de Alphonse de Lamartine en que se quitan todas las referencias al subjetivismo, a la imaginación artística como idea central de la estética y de la percepción del mundo, y a la Weltabgewandtheit11 del sujeto. Para dar un solo ejemplo, reproduzco el poema “L’Isolement”, del libro Méditations poétiques, de Alphonse de Lamartine, y la traducción del mismo, realizada por el poeta mexicano Fernando Calderón en 1840: “L’ISOLEMENT” Souvent sur la montagne, à l’ombre du vieux chêne, Au coucher du soleil, tristement je m’assieds; Je promène au hasard mes regards sur la plaine, Dont le tableau changeant se déroule à mes pieds. Ici, gronde le fleuve aux vagues écumantes, Il serpente, et s’enfonce en un lointain obscur; Là, le lac immobile étend ses eaux dormantes Où l‘étoile du soir se lève dans l’azur. Au sommet de ces monts couronnés de bois sombres, Le crépuscule encor jette un dernier rayon, Et le char vaporeux de la reine des ombres Monte, et blanchit déjà les bords de l’horizon. Cependant, s’élançant de la flèche gothique, Un son religieux se répand dans les airs, Le voyageur s’arrête, et la cloche rustique Aux derniers bruits du jour mêle de saints concerts. Mais à ces doux tableaux mon âme indifférente N’éprouve devant eux ni charme, ni transports, Je contemple la terre, ainsi qu’une ombre errante: Le soleil des vivants n’échauffe plus les morts.

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La palabra alemana Weltabgewandtheit significa “dar la espalda al mundo real”, y es un gesto característico de protagonistas de la literatura y el arte del romanticismo alemán, como se desprende, por ejemplo, de las figuras representadas en los cuadros de Caspar David Friedrich o de los protagonistas de las novelas del Freiherr Joseph von Eichendorff.

El liberalismo sentimental hispanoamericano De colline en colline en vain portant ma vue, Du sud à l’aquilon, de l’aurore au couchant, Je parcours tous les points de l’immense étendue, Et je dis: Nulle part le bonheur ne m’attend. Que me font ces vallons, ces palais, ces chaumières? Vains objets dont pour moi le charme est envolé; Fleuves, rochers, forêts, solitudes si chères, Unseul être vous manque, et tout est dépquplé. Que le tour du soleil ou commence ou s’achève, D’un œil indifférent je le suis dans son cours; En un ciel sombre ou pur qu’il se couche ou se lève, Qu’importe le soleil? Je n’attends rien des jours. Quand je pourrais le suivre en sa vaste carrière, Mes yeux verraient partout le vide et les déserts; Je ne désire rien de tout ce qu’il éclaire, Je ne demande rien à l’immense univers. Mais peut-être au-delà des bornes de sa sphère, Lieux où le vrai soleil éclaire d’autres cieux, Si je pouvais laisser ma dépouille à la terre, Ce que j’ai tant rêvé paraîtrait à mes yeux? Là, je m’enivrerais à la source où j’aspire, Là, je retrouverais et l’espoir et l’amour, Et ce bien idéal que toute âme désire, Et qui n’a pas de nom au terrestre séjour! Que ne puis-je, porté sur le char de l’aurore, Vague objet de mes vœux, m’élancer juqu’à toi, Sur la terre d’exil pourquoi resté-je encore? Il n’est rien de commun entre la terre et moi. Quand la feuille des bois tombe dans la prairie, Le vent du soir s’élève et l’arrache aux vallons; Et moi, je suis semblable à la feuille flétrie: Emportez-moi comme elle, orageux aquilons! “La soledad” (Traducción de la “Meditación I”, de Alfonso de Lamartine.) ¡Oh!, cuántas veces sobre la montaña, bajo la vieja encina yo me siento cuando se pone el sol, mi vista errante por la inmensa llanura dirigiendo cuyo variado y esplendente cuadro, desenvolverse ante mis plantas veo. Ruge aquí el río en espumosas ondas; serpenteando se oculta allá a lo lejos.

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Friedhelm Schmidt-Welle Más allá se descubre el lago inmóvil, sus dormitantes aguas extendiendo, donde se alza la estrella vespertina, sobre el azul hermoso de los cielos. En la cima elevada de los montes, coronados de bosques verdinegros, el incierto crepúsculo su rayo postrero arroja, en tanto que en silencio, de la callada reina de las sombras, el carro vaporoso va subiendo, del horizonte al borde blanquenado con el pálido albor de sus reflejos. De la gótica torre se alza entonces sonido religioso, y el viajero se detiene: de rústica campana se oye sonar el compasado acento que a los rumores últimos del día, se une formando místicos conciertos. Pero, ¡ay de mí!, que a tan hermosos cuadros es mi alma indiferente; al recorrerlos no experimento encantos ni trasportes; y como una alma errante me contemplo en esta tierra: ¡el sol, ay, de los vivos, no puede, no, recalentar los muertos! De colina en colina, de la aurora hasta do el sol oculta sus reflejos, del Sud al Aquilón, por todas partes, del espacio los puntos recorriendo, llevo en vano mi vista, y triste exclamo: ¡no hay dicha para mí en el universo! ¿Qué me importan las cozas, los palacios, estos valles, en fin?, ¡vanos objetos! Su encanto para mí se ha disipado: ¡oh bosques, rocas, ríos turbulentos, soledades queridas, un ser sólo os falta, y todo para mí está yermo! Que comience o que acabe el sol su curso, con ojo indiferente lo contemplo; que las nubes ofusquen su faz pura, o brille de zafir en claro cielo. ¡Oh! ¿Qué me importa el sol? ¿Alguna cosa ya de los días por acaso espero? Si en su vuelo pudiera yo seguirle, vacío nada más, tristes desiertos

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vieran mis ojos, ay, en todas partes. ¡De cuanto alumbra el sol nada deseo; nada le pido al mundo ni a los hombres; nada le pido, nada, al universo! Del mundo más allá, donde fulgura el verdadero Sol, en otros cielos, a la tierra dejando mis despojos, el objeto encontrara de mis sueños. Yo me embriagara allí en la fuente pura a que aspiro, encontrando al mismo tiempo la esperanza, el amor, aquel bien dulce, aquel bien ideal, que es siempre objeto del ardiente deseo de las almas, y que no tiene nombre en este suelo. ¡Que no pueda, llevado sobre el carro de la aurora, lanzarme en un momento hasta ti, vago objeto de mis votos! Sobre este triste mundo de destierro, ¿por qué vivo yo aún? Entre él, sin duda, y entre mí, nada de común encuentro. Cuando la hoja de los bosques cae por la pradera, se levanta el viento de la noche arrancándola a los valles; y yo, ¡triste de mí!, yo me contemplo semejante a esta hoja ya marchita: arrástrame también, aquilón fiero.12

Mientras que en Lamartine, la naturaleza se convierte en el espejo del estado de ánimo del yo poético, en un reflejo de la imaginación y del inmenso aislamiento y soledad del sujeto, en Calderón, el yo poético admira la grandeza y la hermosura de la inmensa naturaleza americana que le es, en última instancia, exterior. La inseguridad del sujeto moderno, sus crisis existenciales representadas en la poesía del escritor francés, en la vaga atmósfera nocturna, oscura de sus versos, en el sumergimiento indicado desde el título del poema, no se traducen al contexto mexicano. Incluso la inseguridad con respecto a la esperanza en el más allá se convierte en la traducción en una religiosidad literalmente sin interrogación. En suma, Calderón quita precisamente

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Los dos poemas están tomados de Lamartine (1820: 23-25), y Calderón (1844: 367-370). Para un análisis más detallado de la problemática de la traducción cf. el artículo de Andrea Pagni en el presente volumen.

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aquellos elementos del poema que definen la constitución del sujeto moderno y su percepción del mundo en el romanticismo europeo. Pero aún más importantes, me parece, son las diferencias entre el romanticismo y la literatura hispanoamericana con respecto a la construcción de la comunidad imaginada de la nación. Un elemento característico del romanticismo europeo es la construcción de una larga tradición “nacional” que, aunque sea ficcional/ficticia y aunque entre en contradicción con la modernidad del mismo concepto de la nación (Anderson 1983), tiene eficacia en cuanto a la historiografía nacional (el nacimiento del historicismo que se vincula con las ideas románticas), la historia de las mentalidades y la inclusión de los textos de la literatura popular en la tradición oficial o culta. La negación de la tradición y la historia cultural (tanto de la autóctona como de la colonial) en Hispanoamérica, en cambio, impide construir una comunidad imaginada basada en tiempos remotos o en un epos “nacional”. Por eso, las ficciones fundacionales se convierten en ficciones de la contemporaneidad o incluso del futuro como se puede desprender, por ejemplo, de la lectura de las novelas “históricas” del liberalismo. La no integración de las tradiciones indígenas y de la colonial también tiene consecuencias para la representación de la naturaleza. Mientras que en el romanticismo europeo, la naturaleza se convierte en el espacio para la proyección del estado de ánimo y en el espejo del alma del sujeto representado, en el liberalismo hispanoamericano, la naturaleza se convierte en un sucedáneo que sustituye la tradición histórica imaginada. Esto implica una naturalización de la diferencia no sólo en el sentido del reemplazo de la historia por la naturaleza, sino también en el sentido ideológico de una segunda naturaleza. La “nacionalización” o “americanización” de la naturaleza es uno de los puntos clave de la construcción discursiva de la diferencia y de la identidad nacional. La naturaleza aparece como el espacio sin historia, virgen, cuya integridad crece con la distancia de las costas, es decir, con la distancia de la “penetración” por parte de los conquistadores. Por supuesto, son significativas las implicaciones genéricas: la feminización de la naturaleza, la historia como dominio exclusivo de los hombres, pero también la identificación del centro de la identidad cultural con lo femenino en un espacio colonializado. Pero la naturaleza, núcleo de la construcción de la identidad nacional, y supuesta-

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mente no conquistada, se representa al mismo tiempo, desde Sarmiento hasta la novela del regionalismo, como símbolo de la barbarie. Obviamente, en la literatura hispanoamericana, la naturaleza cumple una función distinta a la que cumple en el romanticismo europeo. Su representación marca una operación político-ideológica para construir la diferencia, y a partir de su nacionalización se vuelve la pauta de la definición de la identidad nacional y del idioma “americano”. No es por casualidad, entonces, que Echeverría, basándose en Andrés Bello, postula la armonía entre la grandiosa naturaleza virgen y la creación del idioma “americano” (Echeverría 1951: 511), postulación que va más allá de una simple operación positivista. La creación del idioma, ¿o tendríamos que decir, del habla?, no como un acto histórico, sino como un reflejo de la naturaleza “americana”. Lo mismo es válido para la construcción/constitución de los sujetos y del carácter nacional. Echeverría postula para las Américas a priori “la naturaleza democrática de sus pueblos” (1951: 513), y la creación de la historia nacional como resultado de un carácter nacional natural (1951: 511-513). El problema que surge con esta postulación es que el carácter nacional natural necesita un portador ideal e idealizado como núcleo de la identidad nacional. Este portador del carácter nacional no puede ser, como en el romanticismo europeo, una figura emblemática de la historia o de las leyendas de la tradición popular porque, como ya he afirmado antes, la historia nacional precisamente nace de la negación de esta tradición. Por consiguiente, la literatura nacional en Hispanoamérica tampoco se basa en las tradiciones folklóricas y literarias de los grupos indígenas que viven o vivían en el territorio nacional (Ortega 1994/95: 135; Zemskov 1991: 67-68). En la literatura hispanoamericana se construye, entonces, un héroe, un portador del carácter nacional eminentemente contemporáneo, que además debe representar la cultura popular (Ortega: 135-136; Zemskov: 70). Este héroe, en muchos casos, es el mestizo, como por ejemplo en las novelas Clemencia y El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano. Pero este mestizo sólo lo es en apariencia, en la presentación de su aspecto físico, superficial en el sentido de que el mestizaje no va más allá (o más adentro) de su piel morena. Este portador de la identidad nacional se identifica, en general, con la patria y con la ideología liberal del momento (Schmidt 1999).

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En suma, se puede constatar una recepción conscientemente ecléctica, compleja y contradictoria del romanticismo europeo en la literatura y la historiografía literaria del liberalismo hispanoamericano. Lo decisivo es, como he tratado de mostrar mediante el análisis de algunos ensayos programáticos, la primacía de los aspectos políticoideológicos de la construcción de identidades y de la constitución del sujeto sobre los aspectos estéticos. En este sentido, la literatura es política (Ramos 1989). La adhesión de los intelectuales hispanoamericanos al credo del liberalismo de los escritores del romanticismo social francés no incluye, entonces, la adopción de la revolución estética del romanticismo. El proceso difícil e inestable de la creación del Estado poscolonial y de la identidad nacional, al parecer, no permite un cuestionamiento radical de las relaciones sociales establecidas. La emancipación de las mujeres, los cambios radicales de la organización del espacio público, la rebelión del individuo contra las convenciones sociales, la modernización estética y la del sistema literario, todos ellos asociados con la revolución romántica, no se realizan en Hispanoamérica ni en los discursos liberales, ni en la realidad del siglo XIX. Por esto, y considerando las diferencias entre el liberalismo hispanoamericano y el romanticismo en la representación simbólica de la naturaleza y de la tradición histórica, me parece que el término romanticismo no nos ayuda a entender los procesos culturales y literarios hispanoamericanos del siglo XIX. Teniendo en cuenta, por otra parte, la adhesión de los intelectuales liberales al liberalismo y al romanticismo social francés, quisiera proponer otra categoría empleada hace tiempo por Leslie Fiedler para la interpretación de la literatura estadounidense del siglo XIX en su Love and Death in the American Novel (1960): la del liberalismo sentimental.13 Esta noción fue aplicada parcialmente al contexto latinoamericano por Beatriz González-Stephan (1986, 1987: 138-145)14 quién, después de insistir en la autono13

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Fiedler entiende esta categoría en un sentido estético, psicológico e ideológico a la vez: “White Romanticism is, then, closely related to the genteel Sentimentalism we have already had occasion to notice. Both, certainly, have a peculiar affinity for the middle-class, Anglo-Saxon mind, and both reject tragedy and sexual passion” (1960: 150). Pero al mismo tiempo, en el curso de su libro, predomina la interpretación psicológica del liberalismo sentimental. González-Stephan no habla de liberalismo sentimental, sino de liberalismo literario. Pero como en Fiedler, esta noción implica una resemantización de las nocio-

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mía del proceso literario en el sentido de un sistema discursivo (1987: 145), habla de liberalismo literario –en vez de liberalismo sentimental– para caracterizar la literatura hispanoamericana del siglo XIX. Según esta autora, Lo que se conoce como “Romanticismo”, período que se extiende desde la Emancipación política (aproximadamente 1830) hasta el “Modernismo” (1880), presenta en América Latina un tipo de especificidad, siendo tal vez más adecuado y viable hablar del “período del liberalismo literario” (con sus variables correspondientes), que, aunque corresponda a un criterio de carácter ideológico, permite articular en forma más apropiada aquellas modelizaciones literarias –como el Romanticismo, el Realismo, el Naturalismo– que en la práctica se vieron mezcladas y superpuestas tanto a nivel de las mismas obras como en las tendencias estéticas que, a despecho de la disposición lineal y sucesiva que las historias literarias entregan, mantuvieron una co-existencia durante este lapso (1986: 29).

En comparación con la noción del “liberalismo literario”, el término “liberalismo sentimental” permite destacar mejor, a mi modo de ver, la tensión entre el programa de emancipación político-ideológica de la elite criolla, por una parte, y la subordinación de la revolución estética del romanticismo europeo a los objetivos ideológicos de estas elites, por otra, porque se refiere, aunque sea implícitamente, a modelos literarios sentimentales que deben servir a la manera de una estabilización de las relaciones sociales en sociedades poscoloniales. Al mismo tiempo, quiero enfatizar que lo que entiendo yo por “liberalismo sentimental” no solamente incluye la literatura que tradicionalmente se ha denominada “sentimental”. Creo, más bien, que el liberalismo sentimental se inscribe en una historia mucho más amplia de los sentimientos, tal como la ha planteado Peter Gay (1984-1995) para otro contexto histórico. Para el caso de Hispanoamérica, esta historia de los sentimientos todavía está por escribirse. La ruptura con las tradiciones históricas y culturales de la Colonia en el liberalismo sentimental no significa la creación de una tradición de la ruptura, como la ha denominado Octavio Paz en Los hijos del limo para caracterizar el elemento decisivo de la modernidad estético-literaria, modernidad que, según Paz, comienza con el romanticismo. Por esto, para Hispanoamérica, me parece más adecuada la fórmula: liberalismo sin romanticismo, ruptura con la tradición sin tradición de la ruptura. nes del “romanticismo” o del “romance” en el contexto histórico de sociedades poscoloniales.

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Por supuesto, tengo conciencia de los problemas que surgen con la introducción de la categoría “liberalismo sentimental” en el contexto de la crítica literaria y cultural hispanoamericana. Hasta ahora, el término “liberalismo” se refiere, ante todo, a procesos políticos e ideológicos y no estéticos, y siempre es riesgoso aplicar categorías provenientes de otras disciplinas. Por esto, me parece importante señalar que el uso que hago del término “liberalismo” no coincide exactamente con el uso que se hace de él en las ciencias sociales. La ventaja del término para su aplicación al contexto antes descrito es sin duda la de mostrar los intereses específicos que guían la recepción de modelos europeos tanto estéticos como político-ideológicos por parte de las elites criollas en Hispanoamérica. La desventaja consiste en el riesgo de menospreciar la dimensión estética o más estrictamente literaria en la misma categoría “liberalismo sentimental”. En este sentido, el término “liberalismo” se tendría que reformular y resemantizar para hacer uso de él en el análisis de las representaciones literarias y culturales en el contexto de las situaciones poscoloniales de las sociedades hispanoamericanas del siglo XIX. Bibliografía Alonso, Carlos J. (1998): The Burden of Modernity. The Rhetoric of Cultural Discourse in Spanish America. New York/Oxford: Oxford University Press. Altamirano, Ignacio Manuel (1988): Obras completas. Tomo XII. Escritos de literatura y arte 1. México: Secretaría de Educación Pública. Anderson, Benedict (1983): Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London: Verso. Barthes, Roland (1972): Le degré zéro de l’écriture. Paris: Éditions du Seuil. Bellini, Giuseppe (1988): Historia de la literatura hispanoamericana. 2ª ed. corregida. Madrid: Castalia. Bhabha, Homi K. (1994): The Location of Culture. London/New York: Routledge. Calderón, Fernando ([1844] 1986): Dramas y poesías. México: Porrúa. Calinescu, Matei (1987): Five Faces of Modernity: Modernism, Avant-Garde, Decadence, Kitsch, Postmodernism. Durham: Duke University Press. Carilla, Emilio (1975): El romanticismo en la América Hispánica. 2 tomos. 3a ed. revisada y ampliada. Madrid: Gredos. Chatterjee, Partha (1993): The Nation and Its Fragments. Colonial and Postcolonial Histories. Princeton: Princeton University Press. Descombes, Vincent (1977): L’Inconscient malgré lui. Paris: Minuit.

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Traducción del espacio y espacios de la traducción: Les Jardins de Jacques Delille en la versión de Andrés Bello

1. Traducción y construcción de identidades en la situación poscolonial hispanoamericana En su libro Routes. Travel and Translation (1997) James Clifford, jugando con la homofonía angloamericana de routes/roots, observa que los espacios culturales –las identidades en general– a fines del siglo XX ya no se piensan en término de roots, de raíces, de pertenencia a un lugar definido, sino en término de routes, de itinerarios, desplazamientos, cruces y pasajes, de pertenencias simultáneas a ámbitos diversos. Clifford está pensando sobre todo la circunstancia poscolonial de nuestro tiempo, y si lo tomo aquí como punto de partida, es porque la idea de desplazamiento espacial (travel) y cultural (translation) me lleva a reflexionar acerca de la traducción, no sólo en el sentido amplio en el que Clifford utiliza el término translation, sino en el sentido de traducción de una lengua a otra lengua, y de traducción literaria como parte de ese proceso de desplazamiento cultural y pertenencias simultáneas a ámbitos diversos en el caso de América hispana. Aquí la situación colonial promovió desde el siglo XVI la pertenencia simultánea a ámbitos culturales diferentes y jerarquizados, y el desplazamiento cultural asimétrico desde la metrópolis que se concebía como productora de los originales de la cultura, a la colonia, donde sobre todo en los centros urbanos se promovía la recepción e imitación de los modelos metropolitanos. También los proyectos poscoloniales letrados de construcción de las naciones en el siglo XIX recurrieron a modelos europeos, aunque ahora en un espectro más amplio y con mayor movilidad, y provocaron desplazamientos culturales. Desde los inicios de la independencia y en la medida en que España dejaba de ejercer el control sobre lo que se leía y escribía en las ciuda-

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des americanas, la traducción de textos se convirtió en una de las modalidades claves de recepción, translación y transformación de cultura europea, sobre todo francesa e inglesa, en América hispana. Los letrados del siglo XIX se orientaron hacia espacios lingüísticos y culturales europeos no españoles. Viajaban a Francia (Esteban Echeverría), a Inglaterra (Andrés Bello), a Italia (Juan B. Alberdi), a Alemania (Domingo F. Sarmiento) en busca de modelos políticos, económicos, jurídicos, pedagógicos que pudieran transferirse a América de tal modo que en la transferencia y adecuación fuera elaborándose el perfil identitario nacional y subcontinental. Visto desde esta perspectiva, la idea era que las identidades fueran surgiendo a partir de procesos de traducción. Preguntar, entonces, por los modos de traducción, partiendo de la práctica concreta, puede ser una vía fructífera de acercamiento al tema de la construcción de identidades en Hispanoamérica en la situación poscolonial del siglo XIX. La específica labor de traducción de textos, sobre todo del francés y en menor medida del inglés, fue entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX particularmente intensa (Spell 1969), y su importancia no se limita a la apropiación y adecuación de ideas, sino que tiene que ver también con la reconfiguración de una lengua que difiriera de la española de los colonizadores. Si una lengua supone una visión del mundo, una Weltanschauung, la lengua colonizadora, que ya se había ido transformando en el uso colonial, sigue transformándose en la etapa poscolonial de construcción de las naciones hispanoamericanas. La incidencia de la traducción de textos europeos por parte de letrados hispanoamericanos en este proceso de reconfiguración lingüística es un aspecto insoslayable de este proceso. El hecho de que la intensa actividad de traducción desplegada en América desde finales del siglo XVIII no haya sido un objeto privilegiado de estudio por parte de la crítica literaria salvo escasas excepciones, seguramente tiene que ver con el estatuto subordinado de la traducción frente a los ‘originales’, en los que se ha concentrado tradicionalmente la investigación repitiendo un esquema característico de jerarquización cultural de dos actividades que no están tan tajantemente separadas como esa jerarquización hacía suponer. Hoy sabemos que toda escritura es una reescritura, y en ese sentido también una traducción de otros textos. Se trataría de incorporar, a través de los estudios

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sobre traducción este saber de una manera más explícita a los estudios literarios y culturales. En América Latina, la reflexión sobre los procesos de traducción cultural en un sentido amplio fue consolidándose en diversos modelos explicativos. El más conocido, es sin duda el de transculturación, elaborado por Fernando Ortiz (1940) y adoptado, adaptado, por Ángel Rama (1982), que subraya el momento activo y transformador en la recepción de modelos culturales, y la bidireccionalidad de los desplazamientos culturales también en la situación colonial (Pratt 1992).1 Para el análisis de estas transferencias culturales es también útil la concepción de ideas fuera de lugar, acuñada por Roberto Schwarz (1973): El nuevo contexto provoca inevitablemente una transformación del modelo, produce un desvío del original, que no puede ser leído simplemente como un error o, en el mejor de los casos, como un atentado a la autoridad del centro. En el marco de la descripción de procesos bidireccionales de transculturación en la situación colonial, la idea de zonas de contacto elaborada por Mary Louise Pratt a partir del concepto de „lenguas de contacto“ resulta igualmente muy útil.2 Pratt localiza las zonas de contacto sobre todo en la periferia, en los bordes del imperio colonial, porque las ve como el escenario privilegiado del encuentro cultural en la situación colonial. En rigor, esos encuentros no tienen lugar solamente en la periferia, también ocurren en el centro, en las metrópolis – baste pensar en la actividad desplegada por Andrés Bello en Londres–. La bidireccionalidad de la traducción cultural en la situación colonial y poscolonial a la que refiere Pratt el concepto de “transculturación” no supone ni mucho menos un equilibrio de fuerzas. Los aportes 1

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Esa misma bidireccionalidad que Pratt observa por ejemplo en el caso del romanticismo europeo, cuyos autores –Chateaubriand, Byron– reelaboraron materiales culturales provenientes de los márgenes coloniales, la observa Said (1993) en el surgimiento de la novela europea moderna en el siglo XIX en relación con la práctica colonial anglofrancesa. Y lo mismo puede decirse en relación con el primitivismo de las vanguardias europeas en los años veinte del siglo pasado (Albers/Pagni/Winter 2002). “Zona de contacto” designa la co-presencia espaciotemporal de sujetos que hasta el momento de encontrarse en la situación colonial habían estado geográficae históricamente separados entre sí, y cuyos itinerarios se cruzan en dicha situación y sobre la base de una desigualdad radical y de conflictos insolubles (Pratt 1992: 6-7).

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que se han venido haciendo en los últimos años desde una perspectiva poscolonialista a los translation studies3 se concentran en los procesos de traducción a las culturas centrales, y se ocupan de deconstruir la posición discursiva dominante del traductor. Menos frecuente es el análisis de procesos de traducción de modelos culturales centrales por parte de la periferia. En el caso de América latina –pienso aquí sobre todo en la época de Bello en Londres– traducir de Europa era, en el sentido que le da a estos términos Michel de Certeau (1980), menos una “estrategia” que una “táctica”, en la medida en que los letrados hispanoamericanos carecían de una posición claramente definida y reconocida por la autoridad europea para negociar. Los americanos que llegaban a París, por ejemplo, no eran considerados en París o en Londres como representantes de culturas legitimadas que tuvieran –más allá de determinados productos naturales– también algo que ofrecer a Europa en un proceso de intercambio cultural. No había en América una Grande Nation, desde donde enunciar con autoridad reconocida. Traducir era, en la perspectiva misma de los letrados viajeros de la primera mitad del siglo XIX, parte fundamental del proceso de construcción de identidades culturales nacionales y, por lo menos en los primeros años, también de una identidad subcontinental.4

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Estos estudios (Niranjana 1992; Dingwaney/Maier 1995; Bachmann-Medick 1997; Bassnett/Trivedi 1999) ponen el acento en las modalidades de representación de la alteridad a través de la traducción y en el posicionamiento de la actividad traductora sobre el trasfondo colonial. Las jerarquías de centro y periferia, que ejercieron una influencia tan importante sobre las relaciones interculturales durante la colonia y a lo largo de los siglos XIX y XX, se han venido transformando en la segunda mitad del siglo XX. En el mundo actual de la globalización y las migraciones desde el que nosotros leemos y analizamos fenómenos interculturales como las traducciones de Andrés Bello, esas jerarquías no han perdido su vigencia, aunque la relación entre culturas periféricas y centrales registre importantes transformaciones. Seguramente las teorías poscoloniales pueden ofrecer un marco teórico útil para una reconsideración actualizada de las relaciones de traducción –en el sentido amplio de traducción cultural y en el sentido estricto de traducción literaria– en situaciones coloniales y contextos poscoloniales. Sin embargo habría que acompañar esa reflexión con una consideración de las relaciones económicas generadas en el marco mismo de la globalización (Pagni 2001: 101-102).

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2. Londres 1810-1829, zona de contacto Sobre los años de Andrés Bello en Londres existe una abundante bibliografía.5 Es sabido que residió allí desde 1810 hasta 1829, y que es en Londres donde escribió, en el curso de los años veinte, la “Alocución a la poesía” y la “Silva a la agricultura de la zona tórrida”. De esa misma época datan también las dos revistas que editó conjuntamente con García del Río, la Biblioteca Americana (1823) y El Repertorio Americano (1826/27), donde además de la “Alocución” y la “Silva” publicó una serie de traducciones – de Humboldt, de escritos científicos ingleses y sobre todo franceses, y de poesía francesa. Quiero recuperar aquí una imagen: Andrés Bello en el gabinete de lectura del Museo Británico. Aunque el British Museum no era en los años veinte lo que llegaría a ser durante el apogeo imperial, las salas dedicadas a regiones exóticas, los animales embalsamados, las colecciones arqueológicas y de historia natural ya existían (Miller 1973; Fox 1992: 18), y la biblioteca, en ese centro de lo que se estaba configurando como el archivo imperial (Richards 1993), era una de las más ricas de Europa.6 Buena parte de la Biblioteca Americana y del Repertorio Americano deben haber tenido su origen en ese gabinete de lectura, en el que Bello leía, seleccionaba, traducía – lo imagino como ese cazador furtivo al acecho del que habla de Certeau, lo imagino escabulléndose con su presa bajo el brazo cada noche. Pero volvamos al viaje. Todos nosotros hemos hecho la experiencia: Los viajes, sobre todo si implican largas residencias en ámbitos culturales ajenos, provocan ajustes en la imagen previa que nos habíamos hecho de la cultura que nos acoge y cambios en el modo de

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Grases (1962) observa que el “tornaviaje” (65) de los viajeros que van en dirección contraria a Colón, de América a Europa a partir de 1810 implica una “alteración de la perspectiva en la visión del mundo” (96): “Como consecuencia de la contemplación de América desde Europa se unificaban los problemas americanos y se concatenaban entre sí con poderosa fuerza sintética” (97); véase también Castillo Didier (1996); Bello y Londres. Segundo Congreso del Bicentenario (1980). El Museo Británico había abierto sus puertas al público el 15 de enero de 1757 en Montagu House. Cook le regala al museo el primer canguro; el museo se enriquece con donaciones de antigüedades egipcias, colecciones etnográficas, rocas volcánicas. A comienzos del siglo XIX el patrimonio se reorganiza temáticamente, abandonando el orden que respetaba las donaciones (Miller 1973).

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ver lo propio.7 Un problema de los viajeros sudamericanos en Europa en los años inmediatamente posteriores a la independencia, fue justamente que esa Europa a la que llegaban no era la que esperaban encontrar, no era la Europa de la Revolución Francesa y los Derechos del Hombre, sino la de la Restauración monárquica y reaccionaria que se negaba a reconocer a los nuevos estados hispanoamericanos. Sobre todo entre 1820 y 1830 Londres fue, por eso mismo, en vista del avance de la restauración en España, en Francia y en Prusia, el refugio del liberalismo en Europa. Solamente Inglaterra ofrecía en los años veinte una alternativa aceptable, y fue, por eso mismo, refugio de emigrados españoles e italianos: Blanco White, Ugo Foscolo son los más conocidos. Londres tenía en 1820 más de un millón y medio de habitantes (Llorens 1979: 79). Los emigrados españoles –unas mil familias– se concentraron en Somers Town, el barrio donde también vivió Bello durante algunos años. Vicente Llorens, que estudió a fondo la emigración liberal española en Inglaterra entre 1823 y 1834, llega a la conclusión de que “las circunstancias históricas convirtieron a Londres, entre 1824 y 1829, en centro intelectual de España y aun de Hispanoamérica” (288). Con la Revolución de Julio en 1830, la situación va a cambiar y París vuelve a convertirse en centro ideológico para los americanos que viajaban a Europa en busca de apoyo para las nuevas repúblicas, y también para los emigrados españoles. Aunque 1830 es también el año en que Francia inicia, todavía antes de la Revolución de Julio, la conquista de Argelia que la revolución no interrumpe. A raíz de la independencia hispanoamericana, surgieron a comienzos del siglo XIX en Francia e Inglaterra numerosas empresas editoriales […] que tenían puesta su mira en los recién liberados países americanos de habla española, donde sin cortapisas inquisitoriales ni otras limitaciones se abría un nuevo mercado de libros que a la España absolutista se le iba forzosamente de las manos. Son los años en que la revolución industrial repercute en el libro y la literatura. […] entonces fue cuando la multitud de afrancesados [españoles] que vivían en Francia encontraron ocu7

“Pocos entonces como Bello conocen de primera mano las diferencias entre los dos mundos; se percata de que la cultura occidental no era un todo indivisible y siente la necesidad de establecer grados de discontinuidad con relación a Europa; discontinuidad que contribuiría, finalmente, a definir una identidad particular para el criollo” (Durán Luzio 1999: 74).

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pación como traductores. Entre ellos llegó a ser expresión corriente la de ‘traductor para América’ (156).

Las traducciones eran sin embargo tan malas, que el diplomático chileno Mariano Egaña las consideró, “al parecer seriamente, una prueba más de la malquerencia de los españoles, que no contentos con crear dificultades políticas a los hispanoamericanos se obstinaban en estropearles su lengua” (157). Que los letrados hispanoamericanos en Europa se dedicaran también a traducir –pienso aquí también en Simón Rodríguez, en Fray Servando Teresa de Mier (Pagni 2001)– es sobre ese trasfondo, más que comprensible. 3. La Biblioteca Americana (1823) y El Repertorio Americano (1826/1827), dispositivos de traducción Sabemos que Bello publicó en la primera sección de la Biblioteca Americana, “Humanidades y artes liberales”, en los tomos I y II (1823) su “Alocución a la poesía” como fragmento de un poema inédito titulado “América”. La “Alocución” abre por así decir la Biblioteca Americana, del mismo modo que “La agricultura de la zona tórrida” abre el Repertorio Americano. Bello la presenta, en el volumen inicial de octubre de 1826, como la primera de un conjunto mayor de “Silvas americanas”.8 Hoy sabemos que las otras silvas no existían todavía, y que Bello nunca llegó a escribirlas. El tomo IV, de agosto de 1827, se inicia con el “Fragmento de una traducción del poema de los jardines de Delille” de Andrés Bello bajo la rúbrica: “Poesía inédita”, calificativo que remite a la originalidad de la traducción, puesto que el poema de Delille en su versión francesa había sido impreso varias veces desde la primera edición de 1782. ¿Quién era Jacques Delille? ¿Por qué lo traduce Bello? ¿Por qué sitúa esa traducción en un sitio tan importante del Repertorio, dándole 8

En una nota al pie leemos: “A estas silvas pertenecen los fragmentos impresos en la Biblioteca Americana bajo el título “América”. El autor pensó refundirlas todas en un solo poema: convencido de la imposibilidad las publicará en su forma primitiva, con algunas correcciones i adiciones. En esta primera apénas se hallarán dos o tres versos de aquellos fragmentos” (El Repertorio I, 1: 7). El tomo II del Repertorio (enero 1827) se abre con un poema de José Joaquín de Olmedo: “En el nazimiento de su primogénito”, el tomo III (abril 1827) con el “Canto a la independencia de Guatemala”, de José Vicente García Granados –ambos bajo la rúbrica de “Poesía americana inédita”–.

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un lugar privilegiado al incorporarlo a la serie que inicia la “Alocución” y que continúa y deja explícitamente abierta la “Silva”? Las respuestas de la crítica no resultan convincentes: Rodríguez Monegal le dedica a la traducción de Delille en su monografía El otro Andrés Bello (1969) solamente una página, y concluye que Bello “encuentra un modelo entonces respetado para la descripción nítida y precisa de la naturaleza europea”, que era “esencialmente diferente de la naturaleza americana que, contemporáneamente, describe con entera originalidad en las Silvas. En Delille se trata de una naturaleza domesticada (o pervertida) por el Arte. En vez de una selva virgen se trata de jardines” (108). Esta explicación opone con bastante ingenuidad traducción y naturaleza europea por un lado, y escritura original y naturaleza americana por el otro. Entretanto sabemos que también la “Silva” es producto de traducciones, entre otras, de Humboldt (Durán Luzio 1999), y por supuesto, que Bello no canta la selva virgen, sino la naturaleza de la zona tórrida transformada por el arte de la agricultura. Si su intención hubiese sido cantar la naturaleza intacta, no se habría interesado por Delille, sino más bien por los románticos ingleses, que dominaban la escena literaria en el Londres de aquellos años. Los años de Bello en Londres son, efectivamente, los que marcan el triunfo de la segunda generación romántica inglesa de Wordsworth, Scott, Coleridge, Byron, Shelley, Keats (Rodríguez Monegal 1969: 41), de la pintura paisajística de Constable y Turner. La explicación de Rodríguez Monegal, que ve en esta traducción de Delille meramente un ejercicio de estilo, es insuficiente y no nos permite entender por qué Bello se interesó por este escritor francés de finales del Ancien Régime, hoy olvidado, pero en aquel momento famoso entre otras cosas como traductor de las Geórgicas, a quien, además, Bello menciona una y otra vez en diversos artículos de la Biblioteca y el Repertorio, y de quien tiene en su biblioteca chilena varias ediciones, incluso alguna posterior a su residencia londinense.9 9

El trabajo de Francine Dol sobre Bello traductor de poesía francesa (1978) ayuda poco a responder las preguntas vinculadas a la traducción de Delille, porque Dol se limita a describir aspectos formales sin ir más allá del detalle o cayendo en generalizaciones poco útiles. Véase también Paz Castillo (1981), según quien Delille “escribía acerca de la naturaleza con el alma fatigada por las miserias de la corte, en tanto que [Bello] la contemplaba directamente, rodeado por un paisaje hermoso” (CI).

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4. Andrés Bello, autor de Los Jardines ¿Qué es lo que vincula los tres poemas que publica Bello en Londres en las revistas americanas, además de ese hecho mismo? En un primer acercamiento, podría decirse que los tres textos giran en torno a un imaginario espacial – la nueva residencia americana de la poesía, la zona tórrida y el jardín. La importancia del espacio –naturaleza, territorio, paisaje– para la construcción de una identidad o de identidades diferentes de la española y diferentes entre sí (la zona tórrida vs. la pampa o los llanos) en los comienzos del período poscolonial hispanoamericano es un dato conocido. Al no identificarse con una tradición histórica o cultural específica, al no poder diferenciarse de España o entre sí a través de la lengua, los proyectos de construcción de identidades nacionales hispanoamericanas se asientan en la conciencia de una territorialidad específica; el paisaje es un momento clave de ese proceso. Los jardines que canta Jacques Delille son los llamados jardines ingleses, que a lo largo del siglo XVIII habían reemplazado, también en Francia, a los jardines versaillescos. La teoría del jardín inglés distingue entre la belleza de convención, que responde a la estética clasicista del jardín versaillesco, y la belleza pintoresca del jardín inglés, que se propone como natural y sin artificio, como si no respondiera a reglas. Consecuentemente se percibe una relación entre esta nueva estética del jardín inglés construido al modo del paisaje natural, y la representación literaria de la naturaleza, que abandona la alegoría y crea el género de la poesía descriptiva, uno de cuyos exponentes más exitosos es justamente Jacques Delille. Las reflexiones de Raymond Williams en The Country and the City (1993) permiten entender por qué Bello se siente atraido justamente por la poesía de Delille. En la segunda mitad del siglo XVIII, observa Williams, domina en Inglaterra la sociedad rural a raíz de un doble movimiento: por un lado, un aumento de la superficie cultivada, por otro, una concentración de la propiedad en manos de una minoría a través de los enclosure acts parlamentarios, que producen una redistribución de la tierra. Los landlords, convertidos en grandes propietarios, compensan la reducción de la vida de la corte que tiene lugar con el advenimiento de la dinastía de los Hannover residiendo sobre todo en el campo (Bazin 1999). Este es el transfondo social de la creación

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de los jardines ingleses, construidos como reductos ‘naturales’ de los que se ha eliminado, ocultándolo, el trabajo rural que los hace posibles.10 La nueva clase terrateniente, entonces, dispone la naturaleza según su propio punto de vista. El invento del jardín inglés está basado en la confianza de que la naturaleza responda al diseño. Los nuevos observadores conscientes de sí mismos son al mismo tiempo los propietarios conscientes de su poder. Uno de los usos del campo, de la ‘naturaleza’ que se va perfilando en esta época, lo convierte en retiro y solaz respecto de la vida social y urbana. Paralelamente, la transformación de las relaciones de propiedad de la tierra conduce, en esta misma época, en los comienzos de la Revolución Industrial, a la configuración de una determinada estructura de sentimiento, que se pone de manifiesto sobre todo en la poesía romántica: la nostalgia de una sociedad orgánica y natural perdida, la imagen de una democracia rural destruida fría y legalmente por el nuevo enclosing order.11 Esta melancolía de la pérdida y la disolución típica de finales del siglo XVIII que encontramos por ejemplo en Wordsworth,12 conduce al tour to wild places por parte de viajeros que estaban en condiciones de viajar justamente porque en sus propios países la ‘naturaleza’ no había sido dejada ‘en un estado original’. Los viajes pintorescos, los poemas topográficos, observa Williams (1993: 128) son también resultado de los beneficios de la agricultura y el comercio.

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Los landlords, observa Williams (1993), entran en contacto, en el Grand Tour, con la pintura paisajista de Lorrain y Poussin, aprenden a mirar de otro modo el paisaje y ponen en práctica esa lección –también es este un proceso de traducción–. Williams (1993) analiza aquí los nuevos significados que adquieren determinadas palabras-clave en el pasaje de la sociedad rural a la sociedad industrial, de la ‘industria’ en el sentido antiguo del término a la ‘riqueza’, al nuevo orden de la expropiación del trabajo por el capital. El romanticismo inglés contribuyó a imaginar el British Empire como una totalidad coherente. El impulso hacia lo universal en Shelley, el proyecto de un saber total sobre el universo de Coleridge, la habilidad de las visiones omnicomprensivas de Blake; el sentido de un paisaje absolutamente controlado por parte de Wordsworth fueron continuados por la literatura victoriana del Empire. En ese sentido, el romanticismo constituyó un proyecto de organizar la totalidad de los saberes en un conjunto imperial (Richards 1993: 13).

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Andrés Bello no explota esta vena; no le interesa presentar la naturaleza americana como el refugio intacto para los cansados de la civilización. Bello no puede adscribir a la imagen romántica europea de la Naturaleza, porque la naturaleza no es para él el espacio idílico idealmente intacto de huida y refugio, no es tampoco la naturaleza que en los jardines ingleses se ordena para producir un efecto de naturaleza intacta, sino que es un dato clave en el espacio utópico de la construcción de una sociedad nueva –es lo que hay que transformar mediante el trabajo en riqueza para la felicidad de las nuevas naciones–. Versailles había sido una alegoría del poder de Luis XIV, un espacio teatral para la representación del poder, la naturaleza expresada en categorías de arquitectura. En la época en que Delille (1738-1813) escribe Les jardins (1782) en vísperas de la Revolución Francesa, también en Francia el jardín versaillesco, jardin de l’intelligence, había sido reemplazado por el jardín inglés. La teoría del jardín inglés llega a Francia hacia 1750, y a partir de 1763 se construyen en Francia los primeros jardines ingleses: el Petit Trianon, regalo de Luis XVI a María Antonieta, Monceau, Raincy, todos estos jardines que Delille describe en su poema. La realización de este tipo de jardines en Francia obedece, por cierto, a circunstancias y causas diferentes que en Inglaterra y consiste por lo tanto en una traducción a un contexto social y cultural diferente del inglés. En Francia, los jardines que se apartan de la versión oficial y pública de la representación versaillesca son expresión del deseo de evasión de la aristocracia respecto de las exigencias y el control que impone la vida cortesana, o sea que obedecen a un impulso opuesto al que les había dado origen en Inglaterra. La aristocracia francesa asume así lo que será un rasgo de la burguesía: la concepción de la naturaleza como contraparte del mundo corrupto de la corte. El jardín inglés en su realización francesa responde al gesto aristocrático de finales del Ancien Régime, que concibe el mundo con todas sus variaciones como propio, lo reduce a miniatura, lo rodea de un cerco y se encierra en él. El hortus conclusus es a fines del siglo XVIII en Francia un símbolo del escapismo social, la configuración literaria de una nostalgia aristocrática que íntimamente sabe de la imposibilidad de su realización (Wagner 1985: 39). La importancia que adquieren los jardines a finales del Ancien Régime traduce el reflejo de defensa de una clase virtualmente condenada que prefiere ignorar su situación y que

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se forja un refugio maravilloso donde pueda seguir soñando con la felicidad y la virtud propias mientras que a su alrededor la revolución se hace oir, tanto en las campañas como en las calles. Sin saberlo, Delille canta, en su alabanza de los nuevos jardines franceses a la moda inglesa, el canto de cisne de la monarquía de derecho divino (Guitton 1976: 342). Aunque hay una línea importante de la crítica literaria que ve en la poesía de Bello un momento idílico, no creo que pueda pensarse que la ideología de la aristocracia francesa de 1780 que Delille representa y articula, pudiera interesar seriamente a Bello; a menos que leamos a Bello desde una perspectiva dicotómica simplificada. Por otra parte, importa remarcar que el jardín inglés se convierte en moda francesa en momentos en que la discusión ilustrada se interesa por temas de economía, política y técnica agrarias (Wagner 1985: 76): para los fisiócratas –Quesnay (1694-1774), Turgot (1727-1781)– la riqueza de una nación reside en el inagotable potencial productivo de la agricultura, por lo tanto los campesinos por un lado y los terratenientes por otro son los grupos sociales claves, mientras que los artesanos y comerciantes son considerados una clase estéril que se nutre de las otras dos. Delille sostiene en su prólogo a Les Jardins que los jardines son “le luxe de l’agriculture” (Delille 1824: 6). Es aquí, en todo caso, donde podría tenderse una línea entre el poema de Delille y el interés de Bello por él. Si la alabanza e idealización de la naturaleza aparecía en los románticos ingleses como una reacción a la Revolución Industrial y en la poesía francesa de fines del siglo XVIII como una huida aristocrática frente a los problemas sociales que desembocarían en la Revolución Francesa (y esto vale también para los primeros románticos posrevolucionarios como Chateaubriand), en el caso de Bello su alabanza del campo es parte de un programa político vinculado con la construcción de las nuevas repúblicas, para las que Bello veía –como observa Durán Luzio (1999)– dos alternativas: o bien dependerían de las ciudades, que habían sido los focos de la guerra de independencia, o bien del campo como potencial fuente de riqueza en el marco de la división internacional del trabajo que imponía la Revolución Industrial. Bello considera que en América la riqueza está en el campo y que en el campo está el futuro de las nuevas naciones. Si para los europeos en ese tiempo la naturaleza se connota como refugio, retiro, idilio etc.

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para Bello –leído ahora en el contexto de las ideas europeas con las que está en contacto en sus años londinenses, cuando escribe sus conocidos poemas– se connota como lugar de realización de una utopía política y social. En la traducción de Bello, el jardín aristocrático de Delille, la naturaleza transformada por el arte en un sentido ‘natural’, se lee en clave de campo como fuente de riqueza del individuo y de los nuevos Estados hispanoamericanos. No sólo la lengua, sino todo el contexto de la cultura a la que se traduce funciona como máquina de traducción: Delille escribe en vísperas de la Revolución Francesa, y antes de que la Revolución Industrial sea un hecho, pero Bello lo traduce después de la Revolución Francesa y en medio de la Revolución Industrial, como él la ve cundir desde Londres, que es su centro. Bello escribe animado por la nueva idea de progreso que pone a la naturaleza al servicio del mejoramiento de las condiciones vitales del ciudadano común (Durán Luzio 1999: 71). Para Durán Luzio el énfasis de Bello en la educación agrícola implica un rechazo a la Europa monárquica y sus formas de vida en las cortes virreinales de América, una propuesta a “substituir con éxito la noción de nacionalidad que se había fundado en las armas” (66) y –sobre el trasfondo de las transformaciones de la sociedad inglesa bajo la Revolución Industrial– la “única alternativa racional para que Hispanoamérica erigiera una presencia distinta a la industrial de Europa” (80). Bello sabe que la construcción del Estado requiere un respaldo económico, y ve en la agricultura (y no en la minería) el recurso adecuado para garantizarlo (77). Bello no hace de la naturaleza un tema opuesto sino complementario al de la civilización, y por eso su aliento no es idílico sino utópico. En otras palabras: Bello traduce en clave utópica para el lector americano el poema que Delille compuso en clave idílica.13 La traducción de la primera parte del canto I de Les Jardins (cuya segunda parte, también traducida por Bello, posiblemente estuviera prevista para el siguiente número del Repertorio, que nunca apareció) puede ser leida como parte de la serie inaugurada por la “Alocución” y continuada en la “Silva”: la puesta en literatura de la espacialidad americana y su programa de desarrollo.

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Para la diferencia entre idilio y utopía ver Wagner (1985).

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En lo que sigue, se trata de analizar a partir de algunos ejemplos concretos el funcionamiento de la traducción. Delille propone en los versos iniciales abandonar los temas épicos de la guerra para cantar la naturaleza: Qu’un autre ouvre aux grands noms les fastes de la gloire, Sur son char foudroyant qu’il place la victoire; Que la coupe d’Atrée ensanglante ses mains: Flore a souri; ma voix va chanter les jardins (1824: 31).

Una propuesta similar había sido enunciada por Bello en la “Alocución”, aunque por supuesto en un contexto completamente diferente, porque (como en el caso de Pierre Menard y Cervantes) lo que en Delille es escapismo respecto del tema político, en Bello tiene una dimensión claramente política. El texto de Delille adquiere otras connotaciones cuando la traducción de Bello lo coloca fuera de lugar; escritos para un público lector americano después de la batalla de Ayacucho, que puso fin a las guerras de la independencia, estos versos se leen de otro modo y adquieren otro sentido: […] Cante otro las batallas, I abra al valor los fastos de la gloria: Pinte el fulmíneo carro de Mavorte, O ensangriete sus manos con la copa Del fratricida Atreo; los jardines Prefiero yo, las dádivas de Flora (1827: 1).

Algunas de las libertades que se toma Bello respecto del original tienen que ver con este desplazamiento. Por ejemplo en los versos dedicados a los jardines ingleses de Inglaterra, Delille apostrofa a la floreciente Albion, cuyas manos pusieron en libertad a los jardines y las ciudades: Enfin, je viens à toi, florissante Albion, Au bel art des jardins instruite par Bacon; De Pope, de Milton, les chants le secondèrent; A leurs voix, des vieux parcs les terrasses tombèrent, Le niveau fut brisé, tout fut libre; et tes mains Ont, comme tes cités, affranchi tes jardins. Un goût plus pur orna, dessina les bocages (1824: 41).

En traducción de Bello: Mas ya, Inglaterra, a tus orillas vuelo: A quien Bacon, a quien los dulces cantos De Mílton y de Pope el no sabido

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Arte de los jardines enseñaron. Cayeron a su voz los terraplenes// De viejos parques: del nivel esclavos No fueron ya mas tiempo los jardines: Que como al pueblo, hiziste libre al campo, I con la libertad un nuevo estilo Aparezió en tus bosques i en tus prados (1827: 6-7).

Bello traduce “cités” como “pueblo”; la connotación implícita en “affranchir” (liberar) se vuelve explícita en Bello: “del nivel esclavos/ no fueron ya más tiempo los jardines”; Bello acentúa mediante una acumulación de lexemas la dimensión política de esos versos y convierte así esta parte de su traducción en una alabanza a las libertades inglesas. Y donde Delille escribe que, como consecuencia de la liberación de las convenciones en el arte de los jardines “Un goût plus pur orna, dessina les bocages”, Bello traduce: “I con la libertad un nuevo estilo/ Aparezió en tus bosques i en tus prados”. No se trata ya de que un gusto más puro adorne y diseñe los boscajes, las pequeñas arboledas de los jardines, sino más bien de que la libertad hace posible la aparición de un nuevo estilo (también esto puede leerse en clave americana) en bosques y prados – “bosques” no son “bocages”,14 el diseño, la miniatura desaparecen en la traducción de Bello. Es interesante ver cómo Bello traduce los términos paisajísticos de Delille. Ya en el tercer verso aparece el lexema “selva”, que no tiene equivalente en el original y no remite, para un lector americano, al recinto de un jardín: Le doux printemps revient et ranime à-la-fois Les oiseaux, les zéphyrs, et les fleurs, et ma voix. Pour quel sujet nouveau dois-je montrer ma lyre? (Delille 1824: 31). Ya de la primavera el blando aliento A rejuvenecer el mundo torna, Trayendo alegre música a la selva, Flores al campo i a Favonio aromas ¿A qué nuevo cantar templo la lira? (Bello 1827: 1).

Pájaros, céfiro, flores y la voz del yo lírico coinciden en el texto de Delille en un mismo espacio: el del verso y el de los jardines. Pero 14

El término “boscajes” aparece en la traducción de Bello solamente dos veces, frente a las cinco del original “bocages”.

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Bello, que respeta el topos de la primavera y al mismo tiempo cita la “siempre lozana primavera” en las orillas del Cauca, de la “Alocución”, distingue entre la “selva” y el “campo”, y por cierto que ninguno de estos dos lexemas remite en el comienzo del poema, para un lector americano, al jardín de Delille.15 Otro ejemplo: “Que dans vos frais sentiers doucement on s’égare!” en Delille deviene en la traducción de Bello: “cuan dulzemente/ me pierdo en vuestros verdes laberintos!”: Los senderos se convierten en laberintos – y remiten como un eco nuevamente a la “Alocución”, donde las “Selvas eternas” son apostrofadas con sus “verdes laberintos”. Otro elemento que a Bello le interesa en Delille, y que lo distingue claramente de los románticos ingleses, de Wordsworth, de quien sin embargo es contemporáneo, tiene que ver con la intención de Les Jardins, porque Delille no propone cantar la naturaleza intacta, sino la naturaleza transformada por el arte, por la mano del hombre: Je dirai comment l’art embellit les ombrages, L’eau, les fleurs, les gazons, et les rochers sauvages; Des sites, des aspects sait choisir la beauté, Donne aux scènes la vie et la variété: Enfin l’adroit ciseau, la noble architecture, Des chefs-d’œuvre de l’art vont parer la nature (Delille 1824: 31). Yo diré cómo el arte gracias nuevas Da al césped, a la flor, la áspera roca, El parlero cristal, i en la animada Tabla del suelo luzes mezcla i sombras Sabe sitio elejir, i perspectiva; Uno el designio i varia haze la forma; Llama al hábil cincel, llama a la noble Arquitectura, i con sus bellas obras Decora la mansión del hombre, i haze A la naturaleza mas hermosa (Bello 1827: 1-2).

Para Bello, la naturaleza de la zona tórrida debe ser transformada por el “arte humana” de la agricultura, como observa en la “Silva”; por 15

La fórmula de Delille “les masses de l’ombre” es traducida por Bello como “las sombras de la selva”; “selva” aparece una vez como traducción de “forêt” (en rigor ‘bosque’, si no va acompañado de ‘vièrge’) y otra vez como traducción de “bocage”.

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eso le interesa el poema de Delille. Bello inscribe en la traducción la idea de una naturaleza rescatada del olvido en que las guerras de independencia la tuvieron, y puesta a funcionar en un programa de construcción de las nuevas naciones hispanoamericanas. La traducción de Delille pone en escena el programa que Bello había enunciado en la “Silva”: Del obstruido estanque y del molino recuerden ya las aguas el camino: El intrincado bosque el hacha rompa, consuma el fuego: abrid en luengas calles La oscuridad de su infructuosa pompa (1826: 14).

Sin embargo en la perspectiva de Bello dicho programa adquiere un sesgo político que diverge radicalmente del de Les Jardins de Delille. 5. Usos hispanoamericanos de las teorías poscolonialistas de la traducción La crítica se ha puesto de acuerdo en que las traducciones literarias de Bello son siempre recreaciones en las que el traductor asume, respecto del original, una libertad remarcable. Por ese motivo con frecuencia su autor las denomina “imitaciones”. La traducción de Les Jardins confirma esta apreciación. En el marco de la tradición humanística que le ha dado a la traducción literaria su estatuto, se suele considerar a la traducción como una transferencia lingüística de un texto A, una autoridad que ha de ser respetada (o que no puede ser respetada, aunque debiera), a un texto B que debe mantener la mayor fidelidad posible respecto de A (fidelidad a la letra o al sentido, según las teorías), si bien cabe observar que cada época, cada ámbito cultural tiene su propia idea de lo que es la fidelidad al original. La actividad de traducir es vista en este caso como una especie de prestación de servicio al original, lo que responde a una concepción tradicional de la traducción, basada en una teoría representacional del lenguaje, que en la práctica y en parte también en la teoría todavía tiene vigencia. Según esta concepción, la traducción estaría basada en una especie de mímesis que borra la materialidad del lenguaje, concebido como un mero transmisor de un sentido esencial. Así, pienso, lee Rodríguez Monegal la traducción de Bello, por ejem-

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plo cuando sostiene que Bello se atuvo al original al traducir los versos dedicados a los jardines de Inglaterra. Pero también podemos pensar la traducción como una práctica de desplazamiento constitutiva a la emergencia de nuevos paradigmas culturales, más que como mera repetición –mejor o peor lograda, pero siempre inferior– de paradigmas culturales previos; podemos leer el texto traducido como un ‘texto de contacto’ –en analogía con las “zonas de contacto”– es decir como el lugar de una negociación intercultural, como espacio textual de una copresencia lingüística, en el que se alcanza un grado máximo de dialoguicidad interna. La traducción sería entonces algo así como una “polifonía pluricultural” (Pires Vieira 1997: 109), en la que las distintas voces nunca están a un mismo nivel, nunca son equivalentes, sino que están vinculadas por relaciones de poder en sus diversas variantes. Para el caso de América Latina como espacio de traducciones, las teorías poscoloniales, con sus conceptos de “entrelugar”, “hibridez cultural” (Bhabha), “teorías viajeras” (Clifford) podría ofrecer un marco teórico fructífero para una reconsideración actualizada de las relaciones de traducción, tanto en el sentido amplio de traducción cultural como en el sentido estricto de traducción literaria, sobre todo en situaciones coloniales y contextos poscoloniales, pero sin descuidar la bidireccionalidad, la interrelación cultural, es decir el modo en que América Latina ha traducido y traduce, y el modo en que ha sido y sigue siendo traducida. Bibliografía Albers, Irene/Pagni, Andrea/Winter, Ulrich (eds.) (2002): Blicke auf Afrika nach 1900. Französische Moderne im Zeitalter des Kolonialismus. Tübingen: Stauffenburg. Bachmann-Medick, Doris (ed.) (1997): Übersetzung als Repräsentation fremder Kulturen. Berlin: Erich Schmidt Verlag. Bassnett, Susan/Trivedi, Harish (eds.) (1999): Postcolonial Translation. Theory and Practice. London/New York: Routledge. Bazin, Germain (1999): DuMont’s Geschichte der Gartenbaukunst. Frechen: Komet. Biblioteca Americana o Miscelánea de Literatura, Artes y Ciencias. Vol. I-II (1823). Caracas: Edición de la Presidencia de la República, 1972. Bello y Londres. Segundo Congreso del Bicentenario (1980). 2 tomos. Caracas: Fundación La Casa de Bello.

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VII Repensar la “República de las Letras”: ciudad letrada, cultura material y modernización

Beatriz González-Stephan Rice University

El ordenamiento de la cultura nacional: una vitrina para la exportación (la Exposición Venezolana de 1883)

Ningún libro ni ninguna colección de libros puede enseñar a los maestros de agricultura lo que verán por sus propios ojos en los terrenos de la Exposición [...] Ya las Exposiciones no son lugares de paseo. Son avisos: son lecciones enormes y silenciosas: son escuelas. José Martí Las Exposiciones Universales transfiguran el valor de cambio de las mercancías [...]. Inauguran una fantasmagoría en la que se adentra el hombre para dejarse disipar. Walter Benjamin

1. La educación de la mirada Durante los quince años que José Martí pasó en la América del Norte (1881-1895) desarrolló una entusiasta afición por toda clase de Exposiciones y ferias, desde las grandes internacionales (como las de Nueva Orleans en 1884 y Chigago en 1892) como las modestas destinadas a rubros más específicos (como las dedicadas a la electricidad, máquinas, ferrocarriles, artefactos sanitarios, caballos, productos agrícolas, y algodones), sin olvidar su profundo interés por la Exposición de París de 1889, que no llegó a visitar, pero sí reseñar en una vívida crónica que luego publicara en el no. 3 de su revista mensual La Edad de Oro, que desde Nueva York dedicara a los “niños de América”. Para Martí el espacio de las Exposiciones era el lugar de la quintaesencia de las manifestaciones de la nueva cultura material de la modernidad. Eran literalmente los escenarios donde se congregaban los más recientes

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progresos tecnológicos, la galería de artefactos que permitirían optimizar en algún futuro las condiciones de la vida cotidiana, convocar los bienes naturales y simbólicos (desde la gama infinita e impensada de materias primas hasta objetos de arte) de regiones y lugares del planeta desconocidos. Eran escenarios donde se condensaba el gesto más contundente de la cultura escópica del siglo: las Exposiciones eran espacios que exhibían un universo de cosas para sólo ser vistas, de miles de cosas reales jamás vistas, y que aparecían tangibles delante de los ojos. Eran teatros donde los actores sociales habían desaparecido detrás de un mundo proliferante de cosas, de cosas hechas por otras cosas, de cosas que hablaban por sí mismas, que se presentaban sin mediaciones (Fig. 1).

Fig. 1: Las Exposiciones eran enormes almacenes, sin duda antecedentes de las futuras tiendas por departamento. En otro sentido, compartían la atmósfera de los pasajes y galerías. Pero especialmente, condensaban los logros del progreso material y la audacia de las revoluciones tecnológicas. Las cosas aparecían aureadas bajo una nueva luz, cuyas superficies “iridizadas” oscurecían las condiciones de producción de una mano de obra que probablemente nunca asistió a estos espectáculos. No en vano, y siguiendo a Marx, había una fantasmagoría endemoniada en las mercancías. Sin embargo, este mundo de cosas nuevas educaba los sentidos de las clases medias.

Y las cosas allí expuestas adquirían un aura inusitada –el carácter endemoniadamente fantasmagórico, según Marx–; adquirían el resplandor de objetos deseables, de mercancías, “iridizadas” por la iluminación eléctrica que refrendaba los alcances del progreso material, y que en cierto modo des-ordenaba las categorías duras y mercantiles del valor de los objetos. Así las cosas aparecían bajo otra luz, otra

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óptica, bajo una nueva poética de la transparencia, que obligaría a algunos intelectuales más atentos a reconsiderar otras políticas de las formas culturales no exclusivamente circunscritas al libro, al proceso de alfabetización, o a las manifestaciones de la academia, y a empezar a tener en cuenta otros fenómenos del intercambio de bienes simbólicos que interpelaban a las nuevas mayorías urbanas. Martí, no menos atrapado por ese fascinante espectáculo, pero al tiempo no menos alerta del drama humano que escondía esta fase del capitalismo (su preocupación por los obreros norteamericanos cuyas vidas quedaban cosificadas en este nuevo mundo de cosas), valoró con una sensibilidad abierta y no ortodoxa –“benjamineana” si se quiere– este nuevo orden epistemológico que se abría en las Exposiciones, y que al calor de una sintaxis que articulaba cosas, luces, galerías y multitudes, obligaba a resituar todo el proyecto de la República de las Letras, y repensar vías alternativas y no ilustradas de las equivalencias entre la formación de ciudadanías y el proyecto nacional. En otras palabras –y aunque se seguía apostando a la validez de la razón ilustrada–, lo que Martí cuestionaba era la eficacia –al menos para la América Latina– del proyecto modernizador a través de la difusión de la cultura del libro. Al respecto, su pensamiento fue tajante no sólo en su ya conocido ensayo de “Nuestra América”, sino también en las crónicas que dedicara al tema de las Exposiciones: Se está cometiendo en el sistema de educación en América Latina un error gravísimo: en pueblos que viven casi por completo de los productos del campo, se educa exclusivamente a los hombres para la vida urbana, y no se les prepara para la vida campesina [...] con el actual sistema de educación se está creando un gran ejército de desocupados y desesperados [...] Y cada día, con la educación puramente literaria que se viene dando en nuestros países, se añade a la cabeza, y se quita al cuerpo. Por todas estas razones decimos que, como cuanto se tiene aprendido y se está ensayando en agricultura va a estar expuesto durante tiempo suficiente para estudiarlo en la Exhibición de New Orleans (Martí 1963, VIII: 369).

Entonces, las Exposiciones se tornaban para Martí en verdaderas escuelas, y por tanto, en espacios de una pedagogía que implicaba una política del ojo, la educación de la mirada. Ya no aprender a leer la letra escrita, sino aprender a leer imágenes, signos visuales, toda una semiótica de las cosas; y por inducción, obtener inferencias prácticas y funcionales. Enseñar –como dirá en la misma crónica– “a que los maestros de agricultura vean por sus propios ojos en los terrenos de la

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Exposición” (Martí 1963, VIII: 368. Énfasis nuestro).1 En este sentido, se podía aprovechar la fuerza hegemónica de la cultura dominante –porque las Exposiciones eran espacios donde se densificaba la lógica del capitalismo euroccidental, al tiempo de aparecer bajo reglas que horizontalizaban la jerarquía piramidal del sistema– para rearticular productivamente al nuevo sujeto de la modernidad: las masas de obreros, de campesinos, de indios, de sectores medios urbanos, de mujeres y también de niños. No es casual que el texto paradigmático, en este orden de tópicos, “La Exposición de París”, estuvo dedicado a los niños hispanos, para que a través de su lectura (y esto no deja de ser una irónica contradicción del pensamiento martiano), los pequeños aprendieran a ver: el narrador adulto y especie de flaneur lleva al niño de la mano de un pabellón a otro: Y vamos a ver ahora, como si lo tuviésemos delante de los ojos. Vamos a la Exposición [...] vamos a ver la historia de las casas [...] veremos trabajando a la vez todas las máquinas y ruedas del mundo [...] Hay panoramas de París, y de Nápoles, y de la rada de Río de Janeiro [...] ¡Oh, cuánto hay que ver! (Martí 2001).

Para contrarrestar el efecto hechizante que producían estos festivales de futuras mercancías –porque se veía por primera vez tanto objetos en su materialidad “real” como representaciones que simulaban lo “real”; porque por primera vez el individuo se experimentaba entre una multitud–, Martí, al final del recorrido, invitaba a sus lectores a “pensar”. El impacto de estos eventos en las sensibilidades colectivas actuaba en una doble dirección: cautivaba y alienaba al tiempo; instruía e in-formaba el deseo de posesión. En todo caso, este impacto sin duda podría ser considerado como el antecedente de esas futuras comunidades imaginadas de consumidores donde las identidades no pasarían por las narrativas de la Nación (García Canclini 1995). Pero 1

Martí no tenía una concepción “libresca” (estetizante) de la modernidad. Tenía una visión “pre-post-frankfurteana”, en el sentido de considerar como “cultura” las formas que no sólo radicaban en el libro y las artes. Entre sus crónicas sobre Exposiciones puso especial cuidado en la “Exposición Sanitaria” (1884) y en la “Exposición de Electricidad” (1883). Las revoluciones en la cultura material le permitieron hacer observaciones sobre un nuevo sentido del cuerpo para el obrero y las clases medias, llamando la atención sobre cambios en la higiene, ejercicios, hábitos alimenticios, modo de preparar los alimentos, mecanización del espacio doméstico para la desalienación de la mujer (Martí 1963, VIII). La cultura en estas ferias equivalía a un libro sin letras.

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en esta etapa inicial, en las Exposiciones aún se combinaban los emblemas nacionales (los pabellones), pero traducidos (y simplificados) al lenguaje comercial. La puerta abierta que Martí dejaba para “pensar” sobre estos nuevos fenómenos de la cultura de masas, era quizás un llamado para repensar la agenda del intelectual dentro de las políticas culturales que traía la modernización; para ello sólo iluminaría algunos nudos soslayados por las elites letradas: la carga simbólica de la cultura material o el sentido social de las cosas (por ejemplo, ver la historia del hombre a través de sus casas); el peso cultural de la producción material y tecnológica (ver la sala de máquinas, el palacio de Artes Liberales, los muebles, la locería, subirse a la Torre Eiffel, a los globos aerostáticos); la constatación de un nuevo sujeto moderno multitudinario consumidor de cultura (las Exposiciones permitían calibrar ese “gentío”, “de cien mil visitantes”, que “como abejas”, “como gusanos” “andan asombrados”); la capacidad ilimitada de interpelación de las modalidades de las culturas visuales, y, en este sentido, el carácter restringido y disfuncional de la cultura letrada para llevar a cabo la modernización en América Latina.2 Es notable que, aunque el cubano se afiliaba a los circuitos letrados, no sólo dejaba de inscribirse en la cultura de masas, sino que no la valoraba negativamente como tampoco la consideraba un factor de alienación –como sí sucedería con la Escuela de Frankfurt–; la “barbarización” era una operación racial y clasista del letrado criollo oligárquico, que “calibanizaba” lo que estuviese fuera de la biblioteca opacando los ángulos de visibilidad. Martí empezaría por descontruir y descolonizar este esquema. Curiosamente, su atracción particular por la electricidad y la luz, como su entusiasmo por las vistas desde puntos elevados (los globos y la Torre Eiffel), tenían que ver, por un lado, 2

En la última decada, en el ámbito de los estudios literarios y culturales latinoamericanos, hay cada vez más concierto en las limitaciones de la “ciudad letrada”, y, en particular, de los planteamientos de Benedict Anderson. Las “comunidades imaginadas” se formaron y forman, en el caso latinoamericano, en gran parte a partir de la cultura visual/material y ahora industrial. Los trabajos de García Canclini, Martín Barbero, Vicente Lecuna, Hugo Achugar, Beatriz Sarlo, Nelly Richard, etc., denuncian la estrechez y distorsión de los ámbitos académicos aún atrapados en la cultura de la biblioteca, con el consiguiente riesgo de desactivar al intelectual como sujeto articulado a la cultura como sujeto articulado a la cultura como política.

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con su necesidad más democrática por reestablecer perspectivas más totalizantes e incluyentes (quizás reestablecer una visión más transparente). Y, por el otro, también tenían que ver con una crisis epistemológica más general del campo de visibilidad, crisis de paso de la concepción cartesiana y monocular de la visión (Jay 1988), que afectaba el horizonte del intelectual tradicional que, en su miopía, borraba sujetos y prácticas culturales no inscritos en la letra. Quizás el exceso retórico de la cultura literaria impedía dejar pasar el sentido traslúcido de las palabras, de las imágenes; por ello, Martí propondría “versos sencillos”. Entonces, dentro de esta lógica, no sólo tenía más confianza, al menos para el gran público, en la cultura de la mirada (la luz que se necesitaría para ver mejor), sino que también apostaba a una nueva estética de lo real, estrechamente vinculada con las modalidades visuales de la cultura, las nuevas tecnologías, los espacios de exhibición, y el cambio de los regímenes escópicos (Fig. 2).

Fig. 2: Espectadores sentados ante lunetas para disfrutar del novedoso “Kaiserpanorama” (instalado en Berlín en 1883). Esta variante del panorama ofrecía la ventaja de poder ver una cantidad de vistas estereoscópicas (de paisajes, ciudades y batallas) que rotaban al interior del cilindro, creando la ilusión de movimiento. El siglo estuvo permeado por una serie de inventos para complacer el sentido visual. También las revoluciones tecnológicas como el incremento de teorizaciones sobre la percepción, la anatomía ocular, la luz y la representación de lo real, configuraron un tramado que decidió la dominancia de estéticas hiperrealistas como expresión de la modernidad.

No en balde Martí aprovechó oportunamente las novedades tecnológicas de la imprenta para ilustrar abundantemente con grabados y fotografías La Edad de Oro. Ya se leía hacía rato a partir de la ima-

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gen, y no sólo en los medios impresos que fueron incorporando crecientemente ilustraciones, y, en particular, anuncios publicitarios cada vez más apoyados en el código visual. Estimamos que el disciplinamiento alfabético –la microfísica que imponía la letra y el libro– debía competir contra una tradición anterior, más acendrada de diversas prácticas culturales visuales, que hundía sus raíces en la Colonia, y que los tiempos de la República no hicieron sino actualizar y “complejizar” gracias a las nuevas tecnologías de la modernidad (Hamon 1992a, 1992b; Gruzinski 1994; Martín Barbero 1999). En este sentido, el tramado de esta tradición durante el XIX podía yuxtaponer y mezclar tanto manifestaciones que iban desde los cuadros vivos, dramatizaciones, apoteosis, procesiones, carnavales, inauguración de monumentos; en otro orden, lecturas oralizadas, recitativos, veladas, tertulias, teatros, zarzuelas, óperas; hasta los más variados formatos en que circulaba la imagen, desde impresos de todo tipo (periódicos, pasquines y hojas sueltas), hasta fotos de familia, álbumes, tarjetas de visita, avisos publicitarios, artículos de consumo decorados con etiquetas ilustradas en miniatura, sin descartar una gama de manifestaciones que entrarían en lo que llamaríamos el kitsch estético. Estamos hablando de una cada vez más extendida demanda de una cultura escópica que fue avanzando a contrapelo del proyecto letrado, comprensible y por demás justificada, si no perdemos de vista que el analfabetismo en muchos países latinoamericanos llegaba al 80% o 90% inclusive en el último tercio del siglo. Bajo la afición escópica, de por sí característica del ocularocentrismo de la modernidad occidental, gravitaban algunos problemas de fondo, enfatizados a partir de la Ilustración y que durante el siglo XIX ocuparían gran parte de los escenarios de la producción teórica, científica, tecnológica, artística, e inclusive las nuevas manifestaciones de la cultura visual de entretenimiento (Foster 1988; Crary 1992; Debord 1994; D’Arcy Wood 2001). Se podrían resumir del siguiente modo: Uno: el principio de la mímesis, estrechamente vinculado al problema de la representación; más puntualmente, a la compulsión por re-presentar, por volver a producir con exactitud un simulacro de lo real, por desarrollar los mecanismos y técnicas que permitían reproducir lo real, producir los efectos de una duplicación (fac-similar) satisfactoria de lo real. En este sentido, la trayectoria de inventos y artefactos desde el Renacimiento es abrumadora. Desde la invención de la

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perspectiva, la cámara oscura, el eidophusikon, el caleidoscopio, el estereoscopio, el penakistiscopio, el telescopio, el microscopio, hasta los dioramas, los panoramas, cicloramas, pleoramas, cosmoramas, el daguerotipo, la fotografía, y, finalmente, el fotorama y el cine. Del mismo modo y en esta misma línea, se inscribían los primeros museos y las grandes Exposiciones, que eran espacios performativos de la mirada, donde las cosas (habituales y nuevas) eran vueltas a presentar en un contexto que las desfamiliarizaba de su rutina y las (re)colocaba en una situación “iluminada”. La gramática de la duplicación se sostenía en cualquiera de los casos, así como la microfísica ocular. Interesa traer a colación cómo ya en los tiempos de José Martí todas estas tecnologías habían adquirido tal desarrollo que permitían invertir la ecuación que iba de lo imaginado a su concreción material: ¡A ver quién imagina algo que no se haya visto jamás, y que no se pueda volver a ver! ¡Pues yo imagino, dice uno, hacer un cielo sobre la exposición, de luces eléctricas, de modo que se vean, como están en el cielo, todos los astros de la bóveda, y las masas de estrellas, y cuanto encierra el orbe planetario! ¡Yo imagino, dice otro, una flotilla de palacios [...] como las mansiones bizantinas, y todo fabricado sobre el río y ligado con calzadas, como las ciudades lacustres! (Martí 1964, XII: 319).

Particularmente las Exposiciones eran los espacios idóneos donde los límites entre lo real y la ficción se hacían más porosos, porque eran espectáculos donde precisamente cosas y paisajes imaginados, leídos, referidos, o soñados eran puestos a la vista y cobraban corporeidad.3 Dos: el carácter ocularocéntrico de occidente, si bien llevaba implícita una vocación “pan-óptica” del ojo que veía –recordemos el proyecto carcelario de Jeremías Bentham de 1791– y una perspectiva monocular derivada del racionalismo cartesiano que había impuesto una micropolítica punitiva e imperializante de la mirada (Foucault 1976; Crary 1992; Oettermann 1997), después de la crisis del orden 3

Algunos escritores del XIX repararon en la cultura de la imagen y en las nuevas tecnologías que lidiaban con la representación y la mímesis. El caso de Rubén Darío con su relato “Verónica” (publicado en Buenos Aires, 1896) es uno de los más notorios, donde se pone en juego el poder de la “máquina de fotografiar” para reproducir, como si fuese rayos X, el alma. Otro tanto le ocurrió a Sarmiento en sus viajes a los Estados Unidos, donde le llamó fuertemente la atención la cultura de los anuncios, que apreció como “obras de arte de un país adelantado”. Martí, sin embargo, estuvo más cerca de las modalidades visuales de los panoramas y dioramas, aparte de su interés en la pintura.

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monárquico y el advenimiento de la República, otros dispositivos del ver se abrían paso, disputándose la hegemonía del observatorio censor. Sin que el régimen escópico de naturaleza panóptica perdiese terreno –sabemos que en el XIX fue el modelo más caro para llevar a cabo el disciplinamiento de la sociedad industrial–, coexistieron otras modalidades escópicas también deudoras de la modernidad, que desmontaban la visión monocular, abstracta y universalizante del sujeto cartesiano. Una tradición menos ligada a la rigidez geometrizante que había desarrollado el perspectivismo renacentista, y más ganada a un multifocalismo que le permitía priorizar un acercamiento descriptivo de un universo de cosas, y celebrar la sensualidad visual de la proliferación sin preocuparse por la posición (inmóvil) de un solo punto de vista. Esta tradición –más cercana a una línea baconiana y anticartesiana de la realidad– es la que proporcionó las bases para la “sociedad del espectáculo”. A pesar de introducir una mirada multifocal y, por ende, más democrática porque no privilegiaba una sola perspectiva, no desdecía el principio de la producción material de la sociedad capitalista. Su mayor apego a lo visual, su carácter más detenido en la descripción de los objetos (el microscopio y los binoculares son artefactos adscritos a este régimen), la acercaba más a la cultura de la imagen del XIX, y así, a la cultura de las exhibiciones, de los panoramas, de la fotografía, del cine. Sucintamente, tanto el régimen punitivo –que engendró la sociedad “disciplinaria” (Foucault 1976)–, como el régimen apoyado en una visualidad descriptiva –que alimentó la sociedad “espectacular” (Debord 1994)–, se complementaron. Tanto el modelo panóptico como el panorámico tuvieron sus campos de incidencia, y cada uno desarrolló sus propios dispositivos culturales. Sin embargo, José Martí estuvo sensible y políticamente más ganado por la gramática pedagógica (más flexible, menos aherrojada) que se desplegaba en las Exposiciones. El poder recorrer las galerías sin plan premeditado –derivar de acuerdo con el llamado de los sentidos–, y ver sin la mediación del “ojo maestro”, se tornaba en una experiencia individual que validaba más democráticamente las subjetividades de todos (Comment 2000). Recordemos de nuevo sus palabras: “Ningún libro ni ninguna colección de libros puede enseñar a los maestros de agricultura lo que verán por sus propios ojos” (Martí 1963, VIII: 368).

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Tres: en estos escenarios el ojo del sujeto ejercitaba no sólo puntos de vista móviles y desjerarquizantes –recordemos que Martí invitaba a todos a subirse a la Torre Eiffel o a los globos aerostáticos para tener un panorama de París y experimentar la infinitud del horizonte–, sino también, a partir de las mil cosas exhibidas de cualquier parte del mundo, desarrollar una visión “planetaria” (Fig. 3).

Fig. 3: El primer vuelo en globo se realizó 6 años antes de la Revolución Francesa. Desde aquel momento, no sólo constituyó uno de los eventos más sensacionales y celebrados del gran público, sino también pasó a convertirse en un símbolo político de las demandas y aspiraciones de las clases medias. El viaje en globo rompía las barreras en los modos históricos de ver. Era una especie de “grand tour” que recomponía el mapa, porque desde una altura dominante el ojo descubría los límites de una ciudad que ya empezaba a desconocer, al paso de producirle al individuo sensaciones que ligaban el ojo con una mirada posesiva. Pero también la sensación de horizontes ilimitados iba ligada al sueño de la globalización comercial. Aquí, “Nadar eleva la fotografía a la altura del arte” (1862), grabado de Honoré Daumier.

En este renglón, las Exposiciones eran mapas mundiales que recomponían el imaginario de geografías locales resituándolas en una perspectiva mundializada. Si bien las Exposiciones eran lugares festivos del capitalismo metropolitano y gestos simbólicos de la voluntad imperial, la mirada martiana descolocaba la predominancia occidental, incluyendo en su recorrido ocular las regiones de África, Asia y América Latina: “de paso veremos el pabellón de la República del África del Sur [...] la pagoda de Cambodia [...] el palacio de Anam [...] las arquerías de

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Argel [...] el negro canaco [...] los javaneses [...] el kabila [...] el pabellón de Venezuela, Nicaragua, Salvador, Guatemala” (Martí 2001: 2634). La visión panorámica no necesariamente unidimensionalizaba las diferencias geo-políticas; quizás Martí ejercitaba una novedosa comprensión globalizada de la mirada des-exotizando y des-alterizando las zonas “periféricas”, recolocándolas –sólo en un ejercicio político de la mirada– como regiones igualmente implicadas en un proceso asimétrico de modernización. Desde “el globo que va por el aire” y que le permite “ver por dónde viene el enemigo”, su ojo podía homologar sin marginar tanto los “panoramas de París, de Nápoles con su volcán, el Mont Blanc” como “de la rada de Río Janeiro” (Martí 2001: 32 y 31). Ahora en ese universo móvil y cambiante cualquiera podía tomar el antiguo lugar del rey o del maestro, y “ver con sus propios ojos”, y pensar por su propia cuenta. Una especie de grand tour para las multitudes que crecían en las ciudades. Cuatro: en las Exposiciones regían las reglas de los centros metropolitanos, y con edulcoraciones y políticas exotizantes se reproducían las asimetrías de la modernidad. Las naciones latinoamericanas no dejaban de asistir, pero difícilmente podían competir... Al tiempo de ser intensos escenarios edonistas para el regodeo y educación de la vista, José Martí advertía que eran así mismo lugares cruciales de una nueva fase de la economía mercantil, donde a partir del arte de la exhibición se vendía. Decía a propósito de la Exposición de Nueva Orleans (1883) que “es una Exposición de frutos primos [...] De frutos como los nuestros [...] Y en esto, si nos damos maña para presentar con garbo todo lo que tenemos, de fijo que no hemos de quedar a la zaga de nadie” (Martí 1963, VIII: 365. Énfasis nuestro). Establecía una nueva ecuación igualmente pragmática entre el aprender a ver (que llevaba a una pedagogía inductiva basada en la observación) y aprender a ser visto (que llevaba a ex-ponerse, a colocarse de tal modo para el consumo de los otros); era tomar conciencia –seguramente derivada de la experiencia norteamericana de moverse entre multitudes– de la doble direccionalidad de la mirada: ver y ser visto. La “maña” era aprovechar esa nueva economía política de los espacios escópicos para presentar de modo atractivo (“con garbo”) los productos. Se trataba de “posar”, de fabricar identidades sobre la apariencia (“presentar para”), pero para entrar “sin quedar a la zaga de nadie” en el mercado internacional. Por consiguiente, Martí daba un

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paso más al no quedarse simplemente en un nivel contemplativo de las nuevas estéticas visuales (“las Exposiciones no son lugares de paseo. Son avisos”), y calibrar la oportuna rentabilidad entre la erotización política de los sentidos y sus fines pragmáticos. El espectáculo visual de las Exposiciones velaba el aguerrido clima competitivo entre los países. Será tajante al respecto: ¡Piénsase involuntariamente cuando se ven estas exposiciones de ahora, que no vienen a ser más que muestrarios dignos de la producción y comercio de estos tiempos! [...] Porque el que está interesado en vender, es el que está interesado en enseñar [...] Y el que no anuncia no vende (Martí 1963, VIII: 361 y 363).

Lo que sobraba en América Latina era la cultura retórica; Martí deseaba que nuestros países concurriesen a las Exposiciones, pero como “pueblos fuertes”. Identificaba el ver no sólo con el aprender, sino con el comercio, y con particular énfasis en una economía de exportación. Colocar la producción “dura” (materias primas e incipientes industrias) en el horizonte visual del mundo para que nos vean en trabajos viriles [...] Necesitamos inspirar respeto, necesitamos indicar por la fama de nuestras Exposiciones lo que hemos perdido en la fama de nuestras revoluciones [...] Necesitamos presentarnos como pueblo fuerte, trabajador, inteligente (Martí 1963, VIII: 363-364).4

Crear el homo economicus de las sociedades industriales, pero también de culturas cada vez más urbanas, masivas, donde la circulación de los lenguajes simbólicos debía ser eficiente y útil para una información a gran escala. El cubano intuía una relación concomitante entre el desarrollo tecnológico y el carácter más democrático de los dispositivos visuales para insertar más funcionalmente a los pueblos latinoamericanos en el proyecto de la modernidad.

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Martí en sus comparaciones entre Estados Unidos y América Latina modeló sus valoraciones a través de un eje sexuado (gendered). Su esquema del carácter heroico y viril del hombre de letras lo extendió hacia las modalidades de la producción material. Asociaba las revoluciones tecnológicas, las máquinas, el mundo industrializado, con las “razas viriles, fuertes, inteligentes e intrépidas” como los “hombres del Norte”; mientras que calificaba, con desaliento, que a “nosotros se nos tiene por una especie de hembras de la raza americana, y va siendo urgente que nos vean en trabajos viriles” (Martí 1963, VIII: 364). En este sentido, establecía una equivalencia que no escapaba al pensamiento androcéntrico: civilización e industria=masculino; y naturaleza y agricultura=femenino.

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2. Políticas de la cultura visual José Martí no tuvo la oportunidad de ver con sus propios ojos la Exposición Nacional que el gobierno de Antonio Guzmán Blanco organizara en 1883 en Caracas para conmemorar el Centenario del Natalicio de Simón Bolívar. Sin embargo, desde las páginas de La Opinión Nacional los venezolanos mantenían con el cubano una estrecha relación a través de la lectura de sus crónicas, donde probablemente encontraron insumos acerca de las ventajas de efectuar Exposiciones en los propios países, más si podían atraer los intereses de los centros metropolitanos, más si podían ser lugares de intensa condensación de identidades modernas, más si podían presentar las novedades tecnológicas ante un público que sólo las había apreciado en revistas. Particularmente, la sociedad caraqueña era muy afecta al consumo de modas y bienes noratlánticos ya desde las primeras décadas de la República, tendencia que se profundizaría en los largos años del Guzmanato (de 1870 hasta 1888). Por consiguiente, leía con no poca avidez aquellas crónicas de Martí que desde los Estados Unidos daban cuenta de los más recientes hallazgos del progreso material, y entendía que el lugar de las Exposiciones privilegiaba no sólo la vanguardia de los lenguajes de la modernidad, sino permitía la difusión de las tendencias hegemónicas de la cultura. En su corta estadía en Venezuela (entre 1875 y 1877), Martí llegó a calar con perspicacia en un curioso proceso de modernización que se daba en la sociedad caraqueña: la apreciaba semipatriarcal y semiparisiense a la vez. Aquella sociedad soñaba con recrear para sí un “petit Crystal Palace”5 para culminar, por una parte, con una densa trayectoria de vistosos espectáculos que el Guzmanato había acuñado como estrategia de consolidación estatal, y que ya habían disciplinado las sensibilidades a las lógicas de la escena grandilocuente y al carácter coreográfico de los eventos públicos; aprovechar la Exposición para 5

La primera Exposición Universal fue la celebrada en Londres en 1851. Se construyó el famoso Palacio de Cristal, que combinó un estilo gótico con una estructura de hierro y vidrio. Causó asombro la traslucidez de la edificación al dejar pasar tanta luz. Marcó el estilo de las Exposiciones siguientes. Venezuela asistió a las Exposiciones internacionales de Londres (1862), París (1867), Viena (1873), Bremen (1874), Santiago de Chile (1875), Filadelfia (1876), París (1878), y Buenos Aires (1882), lo que le permitió acumular suficiente experiencia cosmopolita a la hora de celebrar el Centenario.

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clasificar y tabular el patrimonio de recursos naturales y humanos del país para insertarse en mejores condiciones en el mercado internacional, haciendo también más atractivas la inmigración e inversión de capitales; y, finalmente, por otra parte, como estrategia dentro de las políticas simbólicas, cambiar la imagen de país selvátivo –que viajeros extranjeros habían forjado de Venezuela en sus relatos y grabados– por un país civilizado, al menos en su fachada. Y es que a la fecha los venezolanos no andaban muy cómodos con la imagen de país “crudo” y virgen que desde los días de Alejandro de Humboldt se había acuñado a nivel internacional. Insistentemente las crónicas de posteriores viajeros, como las Memorias de un viaje por América (1861) de Pal Rosti, Venezuela: or Sketches of Life in a South American Republic (1864) de Edward Eastwick, Unter den Tropen (1871) de Karl Appun, Aus den Llanos (1878) de Karl Sachs, fueron elaborando una Venezuela preferentemente deshabitada y salvaje. Al carecer de un denso sustrato de culturas indígenas, es decir, de “ruinas” de “antiguas civilizaciones”, fue asimilada al modelo de las regiones sin historicidad pero llenas de recursos naturales. Interesaba más a la imaginación europea proyectar sobre sus territorios las fantasías del “continente vacío” con el consiguiente acicate de ocuparlo; y, por otro lado, complejos deseos eróticos y de afirmación viril que llevaban a repoblar (¿ficcionalmente?) al país de indios caníbales que, en su agresiva desnudez, sacrificaban a hombres blancos (Fig. 4).

Fig. 4: Desde el Conde de Buffon no fueron pocos los europeos y norteamericanos que con sus relaciones de viaje y grabados pusieron en circulación una imagen “salvaje” de las geografías tropicales. La dicotomía del hombre blanco occidental –cuyos

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vestidos decían de su condición civilizada– y los habitantes americanos –cuya desnudez decía de su falta de cultura– aún se mantuvo efectiva hasta finales del siglo XIX. James Mudie Spence y William Eleroy Curtis (quien hizo este grabado en 1888, “Ahumado un tapir”) en su recorrido por Venezuela prefirieron seguir estampando esta narrativa exótica, a despecho de la existencia de un Palacio gótico y un Capitolio neoclásico.

Ante la complejidad histórica que había acumulado Venezuela al haber sido cuna del pensamiento anticolonialista y revolucionario y escenario principal de las guerras independentistas, resultaba casi ofensivo para la élite criolla aparecer sólo como país de naturaleza exhuberante, mosquitos, caimanes, dantas, negros con torsos hercúleos, nativas cual odaliscas, pequeños grupos humanos ociosos... Ese era el saldo de Venezuela en el imaginario europeo a la hora de las grandes Exposiciones Universales. Una Exposición, como las realizadas en Santiago de Chile (1875) y Buenos Aires (1882) podría desmentir contundentemente estas representaciones, y mostrar cómo Caracas, puerto de entrada a la América del Sur, reunía los suficientes hoteles, plazas, fuentes, boulevards, cafés, teatros, hipódromos, estatuas, y hasta arcos de triunfo, para que cualquier vecino se sintiese en casa. Sin descontar que un evento de esta magnitud terminaría por consolidar el aparato estatal venezolano en una doble dirección: internamente, viabilizaría una mayor articulación de las regiones alrededor de un centro imantador de sentido, que sería la producción del patrimonio nacional capitalizando recursos que configurarían el archivo consagrado del país; y, externamente, era poner en circulación una imagen más apropiada para el mercado de la identidad nacional. Después de todo, ya lo sabemos hoy –pero también lo sabía el General Guzmán Blanco– que la nación era una narrativa, era un performance. Era canalizar toda la utilería disponible para crear los efectos de una nación. Además eran los tiempos de fabricación de nacionalismos, y las Exposiciones eran esas ferias ideales donde la razón del progreso hacía competir vertiginosa y desigualmente a las naciones convertidas en sus propios fetiches (Benedict 1991; Dosio 1998). Entonces, la efeméride del Natalicio del Libertador fue una coyuntura altamente favorable para poner en escena –a la vista de locales y foráneos– el espectáculo de una nación ordenada de acuerdo a las exigencias de la modernidad: gozaba de infraestructuras, de intensa y

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sofisticada vida social, amén de tener una memorable historiografía desconocida. Fue el momento culminante en que convergieron orquestadamente una diversidad de narrativas –literarias, plásticas, arquitectónicas, visuales y letradas– que, alrededor de la figura emblemática de Simón Bolívar, configuraron el rostro de una cultura hegemónica de larga duración, al tiempo de satisfacer las expectativas y ansiedades del colectivo al reemplazar las memorias fragmentadas y dispersas por una sola historia contundente y mitologizada (Silva Beauregard 1993). 2.1 Una fachada gótica El 2 de agosto de 1883, bajo las solemnes notas del himno nacional y un torrencial aguacero, se inauguraba la primera Exposición Nacional del país, y la tercera del continente latinoamericano. Se abría el Palacio de la Exposición ante una concurrencia poco usual de una Caracas de apenas 50.000 habitantes, pero con un cuerpo diplomático de todos los confines de la tierra.6 Venezuela se presentaba ante la comunidad internacional con un estilo “probado”: un edificio gótico no sólo acompasaba la tendencia arquitectónica de las grandes Exposiciones, sino que refrendaba las orientaciones políticas en materia de estilos de los centros del poder metropolitano (Fig. 5). La población caraqueña probablemente terminó por sentirse trasladada a Londres o París, más si tenemos presente que entre los invitados se encontraba el Príncipe Henrique de Prusia (Castellanos 1983, I).

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Guzmán Blanco quería atraer la atención del mundo hacia Venezuela. Esto suponía inversiones extractivas y riqueza. Sin agotar la lista, entre los consulados invitados estaban: Hamburgo, Berlín, Estrasburgo, Leipzig, Viena, Amberes, Río de Janeiro, Chile, La Habana, Copenhaguen, Nueva York, Boston, Chicago, Niza, Argel, Marruecos, Casa Blanca etc. Gran parte de la información sobre la Exposición la hemos obtenido del catálogo que Adolfo Ernst hizo a petición oficial del gobierno. Fue publicado en 1884, en dos tomos, en la imprenta de La Opinión Nacional. Sin esta referencia la presente investigación hubiese sido imposible.

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Fig. 5: Los arquitectos e ingenieros Juan Hurtado Manrique y Jesús Muñoz Tébar aprovecharon las antiguas estructuras coloniales del templo de San Francisco para transformarlas en las ojivas góticas que configurarían el Palacio de la Exposición Nacional. El estilo neogótico no sólo revistió la catedral de los nuevos tiempos, sino que sirvió políticamente a la elite criolla para amortiguar los crudos trópicos, y, a la vez, blanquear en lo posible las aspiraciones cosmopolitas de un país “café con leche”.

El Palacio, con sus profusas ojivas cuyos vitrales dejaban colar la luz cromática sobre las galerías repletas de cosas; con sus patios y corredores que adecuaban jerárquicamente el patrimonio; con su torre almenada que permitía calibrar in extenso las transformaciones de la ciudad, se eregía frente al Capitolio como síntesis a golpe de ojo de la historia y geografía nacionales. Una cátedra magistral nunca antes vista para una población mayoritariamente iletrada, pero habituada a los espectáculos públicos del Guzmanato. Sólo que esta vez tendría que pagar para ver el universo de novedades, y pagar el doble para verlas de noche bajo la luz de l4 reflectores y 43 bombillas eléctricas. Se había construido un edificio –quizás el primer esbozo de centro comercial– para ver a modo de enciclopedia visual los bienes materiales del país (Gasparini/Posani 1969). Un Palacio de alta concentración pedagógica: la historia nacional (pasada y presente) se fabricaba en forma esquemática y asequible –quizás era la primera simplificación light de la cultura– para que el gran público pudiese aprehender rápidamente una narrativa ejemplarizante y sin fisuras de la nación. La gramática visual organizaba el ojo para recomponer espacialmente, a partir de la disposición de las cosas, la representación de un país ordenado, con un pasado prestigioso, competente, productivo, con artes y letras, con poder adquisitivo, y, sobre todo, rico en recursos naturales.

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Así, la fachada gótica ordenaba simbólica y políticamente el discurso material de la nación (Pomian 1991; Karp/Lavine 1991). Si la Exposición era el libro visual que contenía a la nación, entonces ¿cómo leerlo? ¿Cuáles eran las claves de lectura que resituaban a Venezuela como país moderno, pacificado, y con posibilidades de inscribirse en la órbita del progreso? Las emergentes capas medias –y la oligarquía guzmancista había salido de las últimas guerras civiles– aprendieron rápidamente que la política de las formas podía garantizar ascensos y distinciones sociales. Re-producción y mímesis eran dispositivos que permitían ubicarse en la escala social y ejercer un no despreciable poder de interpelación. El Palacio de la Exposición en su neogótico victoriano no sólo creaba una imagen “exportable” del país, rentable para la inversión/extracción, sino al reproducir los estilos metropolitanos creaba una plataforma para un diálogo centro-periferia menos desigual. Adoptar (adapar) las maneras arquitectónicas pudo haber sido una estrategia para ser escuchados (Leprun 1986). La apropiación de prácticas culturales estaba lejos de ser una actividad especular. La selección y transculturación de lenguajes artísticos se inscribía en un complejo tramado de debates, y mucho tenía que ver con luchas por el poder interpretativo. Veamos: Sin duda que el estilo gótico creaba un rostro más “civilizado” del país; al menos des-naturalizaba las versiones imperiales invirtiendo algunas de sus premisas: no era de entrada una región desocializada; sino centro neurálgico de la historicidad moderna del continente. El peso de esa historicidad se expresó mediada por los estilos más prestigiados de los centros metropolitanos. De otro modo, se trocó el discurso que nacionalizaba la naturaleza –que ligaba la representación de la nación a los elementos naturales convertidos en mercancías–, por el discurso que nacionalizaba la historia –que ligaba la representación de la nación a los héroes convertidos en mitos y mercancías–. Si Venezuela era identificada con oro, diamantes, petróleo, café, cacao, debía ser desde aquel momento identificada con la patria de Simón Bolívar. Había pues que producir suficientes narrativas con efectos historizantes, es decir, una máquina de dispositivos para crear pasados y geneaologías de todo tipo. Gran parte de las salas principales de la Exposición –sin descontar la misma estructura del edificio que aún hoy perdura– se destinaron a la exhibición de asuntos relativos al Li-

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bertador y a otros próceres, a las guerras de la Independencia, y a mostrar ilustrativamente (con objetos, óleos, retratos, libros) la genealogía de la nación. La compulsión genealógica era doble: por un lado, para contrarrestar el impacto de diversas modernidades había que crear tradiciones; y, por el otro, debían ser en este caso de prestigio. La adopción del gótico victoriano –que recordaba antiguos tiempos medievales, caballerescos y señoriales– se avenía sin disonancias al aire napoleónico que revestían los héroes y el mismo Antonio Guzmán Blanco. Se cuidó mucho en aristocratizar esas genealogías y acercarlas lo más posible a los estilos noratlánticos. El edificio gótico aseguraba el marco de una imagen historiográfica aquilatada, con posibilidades verosímiles de profundidad temporal. Parecía así tener la nación venezolana un origen de larga data, raíces que se hundían en una antigüedad obviamente imaginada, construida como el escenario de un teatro (Almandoz Marte 1997). Pero el efecto de pasado era nuevamente modificado: se trocaba el pasado colonial hispánico por la ficción de un “medioevo” inglés, con lo cual los procesos de europeización ocultaban complejas operaciones de blanqueamiento, que la ascendencia hispana no sólo no resolvía sino que resultaba insuficiente. Recordemos que después de la Independencia la relación con el hispanismo era reñida. La herencia española significaba para los liberales latinoamericanos un lastre que obstaculizaba una modernización plena. Sin duda la impronta estilizada del gótico blanqueaba. Probablemente varios fantasmas atormentaban el inconsciente de estas nuevas elites: uno de ellos, tenía que ver con la limpieza racial, parecer lo menos posible “gente de color”, colocarse máscaras blancas sobre pieles mestizas. El otro de ellos, tenía que ver con la discontinuidad del grupo social tradicionalmente hegemónico; es decir, el reemplazo de los criollos blancos de la colonia que encabezaron la Independencia (los Bolívar, por ejemplo), por nuevos sectores de origen popular, que fueron ascendiendo en el escenario político a raíz de las guerras Emancipadora y Federal (los Páez y Guzmanes, por ejemplo). Con buenas maneras y modales corteses había que aparentar un origen que no se tenía. La retórica de las formas reemplazaba las genealogías familiares. La hipertrofia guzmancista en importar estilos modernos eran máscaras que escondían complejas intrahistorias nacionales. El gótico en este sentido fue una de las modalidades más cosmopolitas para

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situarse en el centro de la occidentalidad blanca, al tiempo que reinscribía a Simón Bolívar en otra línea de prestigio: lo convertía en un lord inglés o en un caballero de la mesa redonda: servía de bisagra emblemática para articular la vieja elite patricia con la nueva oligarquía del dinero. Su origen vasco tendía más fácilmente un puente entre las naciones de la revolución industrial y la nación mestiza. El sustrato hispánico no se descartaba; se retrabajaba: de algún modo servía como nexo (por la sangre, por la lengua) para reestablecer la conexión con Europa. Lo que grotescamente le permitió al Ilustre Americano, Antonio Guzmán Blanco, imponer el francés como lengua de la burocracia estatal, amén de imponerla en su domicilio, hasta entre sus criados (Díaz Sánchez 1950). Sin embargo, la elección de un Palacio gótico en plena zona tórrida se inscribía también en otra agenda más ligada a las políticas de las formas y de los estilos arquitectónicos a la hora de la distribución de las representaciones identitarias de los países latinoamericanos en las Exposiciones Universales. Los estilos tenían una fuerte implicancia ideológica. En el caso de las Exposiciones, los pabellones eran las naciones representadas. El poder de las formas (o fachadas) decidía la circulación de las naciones en una economía ya mundializada. Las formas arquitectónicas simbolizaban la hegemonía o subalternización de los poderes en pugna, estilos imperiales o los colonizados. Por consiguiente, el gótico se emparentaba con el high style de Inglaterra principalmente, que había considerado reestablecer entre 1830 y 1860 un estilo más cristiano y occidental para contrarrestar las modas bizantinas y orientalizantes que habían ganado los gustos a raíz de las conquistas de Turquía y Oriente por parte del imperio inglés. Pero también se sumaban a estas modas, la egiptomanía que se disparó por toda Europa después de las campañas militares de Napoleón. Dentro de este contexto de sensibilidades ganadas para el “orientalismo”, el empresario y viajero inglés William Bullock hacia 1824 organizó una exposición de curiosidades en su concurrido “Salón Egipcio”, donde exhibió antigüedades mexicanas entremezcladas con objetos de Oriente y Egipto (D’Arcy Wood 2001). Así México comenzó a circular en el imaginario europeo ligado, primero, a las ruinas aztecas, y, segundo, emparentado al arte egipcio. Esta identificación que “orientalizaba” a México al tiempo de “aztequizarlo”, se mantuvo hasta las Exposiciones de Nueva Orleans (1884), donde tenía un “Palacio de la Al-

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hambra”, y en la de París (1889), donde fue memorable por su “Palacio Azteca” (Tenorio Trillo 1998). En todo caso, aunque México nunca tuvo el impacto para “aztequizar” los gustos europeos, sí quedó subsumido con la “egiptomanía” y “bizantinomanía” tan en boga en el Viejo Continente. En este contexto, los arquitectos ingleses –especialmente los que integraban la Ecclesiological Society, entre ellos su fundador Beresford Hope– vieron amenazado la respetabilidad del poder inglés, más cuando hasta los edificios oficiales habían adoptado también la manera bizantina. Consideraron que las formas orientalizantes en arquitectura no constituían un verdadero estilo; rezumían aires semiprimitivos que recordaban las tribus nómadas del desierto; y, por ende, Inglaterra, si quería eregirse en capital de la modernidad imperial occidental, debía caracterizarse por imponer sus propias formas, y éstas eran las de la ecumene cristiana. Entonces, ¡qué mejor que el gótico! La expansión de la modernidad y del progreso debían llevar el sello de occidente, y no recordar las zonas periféricas musulmanas. Por consiguiente, el revival del gótico en el XIX tuvo un sentido profundamente moderno, porque ligaba los centros de la revolución industrial y tecnológica a sus propias tradiciones cristianas (Crinson 1996). Y, significar, por tanto, su adopción el deseo de pertenencia a la órbita de la comunidad cristiana. El uso del gótico era la marca de una nueva evangelización, cuyo catecismo tenía que ver con la expansión del liberalismo económico. Por el otro lado, en la trayectoria de las Exposiciones Universales, los países latinoamericanos, como el caso de México que hemos visto, cargaban con el estigma de esa orientalización. Si los pabellones mexicano y chileno se habían presentado bajo el estilo morisco, y otra vez en estilo egipcio, Venezuela probablemente no quería identificarse con esas políticas exotizantes.7 Ya tenía a sus espaldas el peso de un exotismo que ni siquiera pasaba por la orientalización. La cuestión era 7

Desde El Palacio de Cristal (1851) México y Perú estuvieron representados por sus antigüedades prehispánicas. Quedaron así estigmatizados para el resto de las Exposiciones. Chile, por ejemplo, en la de París de 1889 gozó de un pabellón “mezquita”, México tuvo su “Palacio Azteca”, pero los demás países latinoamericanos sólo se les dio espacio para presentar sus materias primas: Argentina quedó reducida a pura carne; Brasil a piedras preciosas, Colombia esmeraldas, Centroamérica bananas...

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inscribirse lo más ortodoxamente posible dentro de las fronteras estilísticas que demarcaban los límites de la civilización europea. Tal vez así con la adopción del gótico se podía atraer por mimetismo los bienes del progreso del norte. Además, no sólo contribuía a un mayor blanqueamiento de los estilos urbanos –y de sus ciudadanos–, sino que escondía con sus aires feudales la sobrevivencia en los trópicos de una mano de obra semiesclava/semifeudal de alta rentabilidad para el capital foráneo. En cierto modo, la elegancia señorial borraba el país indígena y mestizo, porque al blanquear la fachada reintroducía subliminalmente las jerarquías de una sociedad poco democrática. No dejaba de reproducir las contradicciones de la modernización. El Palacio gótico era una caja de promesas: como una catedral, sacralizaba las riquezas naturales del país y oscurecía la enajenación de las mercancías; como una fábrica, apostaba a la nueva economía-mundo aportando un cuerpo laboral despolitizado porque no había conocido la explotación industrial. Era un gótico perverso: en uno de los costados del Palacio, Guzmán Blanco había ordenado la construcción de una “Santa Capilla” –a imitación de la Saint Chapelle de París–, que dotaba mágicamente de plusvalía al valor naturalizado de las cosas. Bajo sus ojivas se desplegaba un reino de mercancías, aún sin precio, pero que de modo demoníaco despertaban el deseo de su futura adquisición. 2.2 Vista desde la torre El numeroso público que concurrió en los quince días que duró la Exposición Nacional, pudo disfrutar de una nueva experiencia visual: subirse a la torre almenada que coronaba el pórtico principal del edificio. En una ciudad que aún conservaba los aires coloniales –a pesar de los enormes esfuerzos del Guzmanato por modernizarla–, no abundaban las edificaciones altas, como tampoco hasta la fecha se conocían los viajes en globo u otros entretenimientos –por decir, las rotundas circulares con panoramas o dioramas– que hubiesen permitido ordenar la experiencia visual de los caraqueños como producto de los artificios tecnológicos. Es decir, esas técnicas ópticas o de la ingeniería que creaban a propósito nuevas percepciones visuales. Caracas estaba lejos de ser esa París soñada; tampoco alcanzaba las dimensiones de

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otras ciudades latinoamericanas, como Buenos Aires, Santiago de Chile, Ciudad de México o Río de Janeiro. Sin embargo, había mucho que descubrir con la mirada (Fig. 6). La torre no dejaba de ser una novedad, más si se podía ver por primera vez desde un punto elevado toda la ciudad, y constatar en una visión de conjunto –panorámica– los descollantes edificios (el Capitolio, el “Teatro Guzmán Blanco”, el Panteón, la Basílica de Santa Ana, el Templo Masónico, el Hospital de Lázaros, la Clínica del doctor Aguerrevere, el “Hotel de France”, la “Camisería de Fermín Cubría”, la “Fábrica de Espejos” de Nemesio Herrera, el gran almacén de modas “Palacio de Cristal”, el restaurante “Louvre”), los monumentos (las estatuas “El Saludante” y “Manganzón” destinadas a Guzmán Blanco, las escuestres de Simón Bolívar, el Arco de la Federación), plazas y avenidas (el Boulevard del Capitolio, la Alameda del Panteón, la Plaza Bolívar, la Plaza de Abril).

Fig. 6: Vista semipanorámica de Caracas, cerca de 1890. En el transcurso del siglo el daguerrotipo cautivó las sensibilidades para el consumo de estéticas realistas, que incluía no sólo la atracción por el retrato, sino la fotografía de paisajes. Este nuevo realismo apostaba a la captura de grandes representaciones espaciales que compensaba de algún modo el deseo de conocer otras geografías. La Exposición Nacional también pudo ofrecer a su público vistas de una ciudad que se expandía. Al fondo el “Teatro Guzmán Blanco”y la Basílica de Santa Ana. Estas tomas favorecían desde “arriba” los alcances del progreso...

Caracas en los trece años que llevaba el Guzmanato no sólo había cambiado de rostro, sino que se había expandido. Después del terre-

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moto de 1812, los caraqueños se habituaron a caminar entre escombros y edificios agrietados, calles enlodadas, y casas arruinadas. En pocos años la ciudad fue higienizada y embellecida, sin descontar la considerable inmigración que aceleró los índices demográficos, aparte de motorizar la vida comercial, gastronómica, de entretenimiento, y, desde luego, la nocturna. Todos estos movimientos y transformaciones se habían vivido desde “abajo”, desde la calle, pero no desde “arriba”. Ahora la torre permitía reconvertir la vivencia que los ciudadanos habían tenido como actores “dentro” del escenario, en una experiencia que los distanciaba de sí mismos en un “afuera”, invitándolos a flaneuar sobre un nuevo paisaje: los transformaba en espectadores del paisaje urbano, y en observadores quietos de un escenario que se desplegaba a sus pies y ante sus ojos. El cambio de punto de vista modificaba la perspectiva. De pronto esa ciudad, aprehendida fragmentariamente en el trajinar diario, se recomponía en su conjunto, y a través de la mirada la ciudad se urbanizaba. Ahora era la ciudad allí abajo quien se convertía en protagonista, en el gran personaje de los tiempos modernos, minimizando, por otro lado, el protagonismo del individuo y su nueva autopercepción más diluida entre la muchedumbre.8 El punto de mira alto y distanciado forjaba la experiencia urbana: se re-conocía una Caracas que se había empezado a desconocer, porque sus límites eran ya inabarcables o intransitables. La vista ampliaba el horizonte permitiendo recuperar –sólo con el ojo– los bordes de la ciudad y sus fronteras con la vida rural. Además, la percepción de la ciudad en sus 360 grados ofrecía al vivo el espectáculo de los panoramas, que sólo los venezolanos habían visto vicariamente a través de fotografías o que habían podido comprar en versiones reducidas en la esquina de Mercaderes. La vista debió ser “espectacular”, y sorprender a más de un conocedor mundano, porque hasta el mismo Adolfo

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A partir de 1883 –salvo el caso de Los Mártires, 1842, de Fermín Toro– comenzaron a escribirse novelas que exploraron el espacio urbano. Se inscribieron en el Modernismo literario y sus epígonos. Casi todas hicieron reflexiones mordaces sobre Caracas y sus habitantes: Julián (1888) de José Gil Fortoul; Felipépolis (1889) de Santiago Pérez Gil; Los abismos de Caracas (1894) de Eduardo O’Brien; Todo un pueblo (1899) de Miguel Eduardo Pardo; Idolos rotos (1901) de Manuel Díaz Rodríguez; El hombre de hierro (1907) de Rufino Blanco Fombona; Villa sana (1914) de Carlos Elías Villanueva; Vida de Caracas (1919) de Emiliano Hernández; hasta Ifigenia (1924) de Teresa de la Parra.

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Ernst tuvo la delicadeza de transcribir en su catálogo el mapa de la ciudad: Preciosa es la vista que allí se presenta al espectador sobre todo el valle de Caracas: aparecen los jardines de la plaza Guzmán Blanco y del Capitolio […] se extiende la capital con la red rectangular de sus calles, sus templos y monumentos notables; hacia el occidente se divisa la estación del ferrocarril de La Guaira [...] en dirección suroeste se pierde la vista en las fértiles campiñas del Guaire hasta Antímano [...] al sur las colinas del Valle, en cuyas faldas se distingue el ferrocarril del Centro; hacia el oriente abarca la mirada una vasta extensión de verdes sementeras [...] y surge la iglesia de Petare en las ligeras brumas del lejano horizonte (Ernst 1983, III: 19-29).

La visión empezaba a ejercitarse en “vastas extensiones”, lo que significaba incorporar la nueva sensación de infinito (“lejano horizonte”) que traía en vivo un nuevo mapa geográfico. Desde un punto elevado, los detalles del paisaje ya no se perdían, sino que se sumaban en una totalidad articulada, lo que ilusoriamente también producía el efecto de superficie compacta, idónea para acompasar la idea de unidad territorial tan cara al proyecto estatal. No en vano, ese ojo que ahora mira el paisaje urbano, extiende y detiene su mirada urbanizada hacia “el occidente” de la ciudad para “divisar” la “estación de ferrocarril” que simbólicamente expandería sus redes hacia todo el territorio nacional. La mirada panorámica coincidía con un ojo posesivo que seleccionaba en su mirar las tecnologías de la comunicación (ferrocarriles, barcos, carruajes, teléfonos, telégrafos) que viabilizarían una política de expansión y control para la extracción. Inscribía históricamente su mirada en la economía de una visión occidental. No es casual, por demás, que al interior del Palacio de la Exposición predominaron las máquinas para la industrialización (molinos, trillas, segadoras, motores hidráulicos, telares, lavadoras, prensas) y novedades en materia de comunicación (coches, rieles, vagones, embarcaciones, teléfonos, timbres eléctricos, máquinas electro-magnéticas), más que artefactos relacionados con los adelantos ópticos (Fig. 7). El carácter difusionista de la modernidad entrañaba un movimiento expansivo: el descubrimiento del horizonte en el XVIII decidía las revoluciones comunicativas para alcanzarlo (Oettermann 1997).

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Fig. 7: El Palacio de la Exposición fue el gran inventario de la cornucopia del progreso material. Desplegaba la gramática de lo que sería una sociedad industrializada, al tiempo de preparar al público para el consumo. Las máquinas se ahistorizaban al quedar desnudas en su autonomía iconográfica. Sin embargo, hablaban a la clase media e incipiente clase obrera de una producción masiva, de los beneficios de la mecanización, pero también de una invisible explotación. Hubo varias marcas de molinos y telares con no poco éxito para una sociedad básicamente agraria y textil.

La vista de la ciudad desde la torre se duplicaría en el salón principal del Palacio: una vista panorámica también de Caracas decoraba uno de los muros de la sala. A pesar de ser un fresco, el público se podía entretener en las nuevas tecnologías de la duplicación serializada, y hacer un seguimiento de los alcances verosímiles de las artes de la reproducción, y comparar el panorama antes visto con la pintura. Pero también comparar la modernidad de su capital con las fotografías de Londres que decoraban las galerías de la Exposición. De otro modo las invenciones ópticas se hacían presentes a través de las ficciones miméticas de lo real. Las fotografías de ciudades, paisajes, ferrocarriles, máquinas en la Exposición documentaban (testificaban) las cosas ausentes; por ello se anulaba la distancia entre realidades y referentes autorizando las técnicas de simulación. Después de todo, lo que se celebraba era la capacidad adaptativa del progreso. Ya no importaba si a vista de Caracas desde la torre era real o una ilusión óptica más, como el piso del Palacio que imitaba los mármoles de colores de Carrara.

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2.3 El Salón Bolívar: el culto a las celebridades Al traspasar el pórtico principal, a mano izquierda, se abría el “Salón Bolívar”. Su paso era obligado. La curiosidad embargaba a la concurrencia. Se cumplían cien años del natalicio del Libertador. Su imagen tenía mil rostros: hasta el Ilustre Americano se le parecía. Eran semblanzas, copias, representaciones... Finalmente se podía ver y palpar el cuerpo del héroe: mudas de ropa interior, hojilla de afeitar, jabonera, lociones, aguamanil, botas de campaña, zapatos, pantalones, camisas, caja de rapé, anillos, alfiler de corbata, medallas, casaca militar, sopera, cubiertos, platos, fragmentos de madera de la urna en que vinieron sus restos a Venezuela, la primera lápida de mármol, y con la ayuda del microscopio hasta una “concreción de fosfato de cal hallada por el doctor Révérend en el pulmón del Libertador” (Ernst 1983, III: 691). Los ojos del público podían incursionar en las entrañas del Padre de la Patria, y, sin ningua retórica aparente, esos objetos íntimos hablaban por él. Producían un chocante efecto de inmediatez humana, de familiaridad, de cuerpo vivo y doloroso, de cercanía, precisamente de efecto “real”, con un poder de legibilidad que confería la materia visible. Entonces, después de estos testimonios, todas las demás narrativas desplegadas dentro y fuera de la Exposición podían quedar autentificadas. Simón Bolívar dejaba de parecer una invención del Guzmanato (o se inventaba de otro modo); dejaba de ser tanto un monumento de bronce, una efigie hierática y distante, como un rostro y nombre que se había multiplicado en todos los registros de la vida cotidiana. Sacralizado y trivializado a la vez, inalcanzable pero maleable, su corporeidad “real” se escurría entre estos extremos sin lograr consolidar la trascendencia como eje imantador de memoria histórica y como ícono celebratorio del progreso nacional. La Exposición recapitulaba de una manera más eficiente y exitosa este “doble cuerpo del rey” (Kantorowicz 1957; Richards 1990), ordenando bajo su emblema tanto las narrativas de la alta cultura como las nuevas formas de la cultura de masas. En todo caso, su cuerpo ahora se des-doblaba tanto para el consumo de la oficialidad estatal, como para el consumo de la inmediatez cotidiana. Cuerpo público y privado a la vez, el culto a la celebridad tenía que atender las necesidades de una iconografía monumentalizante que, al agigantar al personaje (en óleos, odas, himnos, bronces), lo

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convertía en divinidad cívica, en Padre de la Nación; pero también de una iconografía que, al miniaturizar al héroe (serializado como readymade en mercancías), lo domesticaba para consumo diario. Aparte de las estatuas ecuestres, de los bustos en piedra, de las innumerables efemérides celebradas en su honor (Fig. 8), la estampa de Bolívar había sido apropiada desde hacía varios años por el mundo de la publicidad: vinos, licores, perfumes, lencería, cojines, objetos artesanales, adornos, negocios, hoteles, llevaban su nombre. El almacén “Rojas Hermanos” vendía desde 1870 pisapapeles de cristal con las imágenes de los próceres; desde 1876 se pusieron de moda pañuelos con orlas verdes y azules con estampas de los monumentos del Libertador, el Capitolio, el Panteón; desde 1877 la heladería “El Polo Artico”, aparte de ofrecer helados, la esposa de Manuel María Zarzamendi atendía los encargos de su clientela con sus miniaturas de cromofotografía al óleo reproduciendo escenas con héroes nacionales...

Fig. 8: Dentro del estilo hipertrofiado de la cultura del Guzmanato, los cuadros vivos y las alegorías fantásticas tuvieron gran popularidad. Los libretos más favorecidos eran las “Apoteosis del Libertador”. En el año del Centenario la más exitosa fue la realizada por Vicente Micolao Sierra y Felipe Esteves en el Teatro Guzmán Blanco. Estas alegorías facilitaban la actuación pública de las mujeres. Podían en nombre de la Patria subirse a las tablas y entrar en la escena, aunque quedaban petrificadas como satélites alrededor del Padre de la Patria. Era el guión ideal para inhibir su movimiento y expresión; pero a la vez transgredían con licencia pública ciertos límites infranqueables.

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Bolívar era un objeto de consumo, donde la dinámica comercial quería validar la mercancía en un doble valor: el de uso y el simbólico. Tan prestigioso ícono dotaba al producto de valor comercial y garantizaba su consumo; y, por el otro lado, el consumo de la mercancía bajo su rúbrica hacía circular y publicitar la imagen del héroe en un destello de historia nacional fácilmente consumible. Una extendida cultura que había masificado elementos de la historia oficial, y que en su reconversión kitsch garantizaba por partida doble una forma sustitutiva de recreación de la memoria colectiva, aparte de transformar la figura sacralizada en una celebridad del presente, en una especie de movie star o vedette que llenaba las fantasías colectivas (Fig. 9).9

Fig. 9: Sólo por ver en vivo a la “Negra Matea Bolívar” deambulando con sus 108 años por las galerías, merecía pagar la entrada a la Exposición. La vieja nana del Libertador formaba parte del club de celebridades nacionales que tanta fascinación ejercían sobre el público. Casi un fenómeno de la especie, devolvía el universo de ficciones que allí se desplegaba al principio de la verosimilitud. La banalización del espectáculo transformaba las imágenes en roles posibles como una forma de pseudo9

El culto a las celebridades formó parte de la cultura moderna del espectáculo. La vocación escopofílica a finales del XIX cobró visos hipertrofiados. Todo tendía a la representación de roles. No hay que perder de vista que fue el gran momento de la ópera y de las sensibilidades melodramáticas. El primer actor en este género fue el mismo Antonio Guzmán Blanco, que posaba a ser Bolívar o Napoleón; Eduardo Blanco posó como Francisco de Miranda para un óleo de Arturo Michelena; las pinturas eran luego motivo para representaciones dramatizadas: La Firma del Acta de la Independencia de Tovar y Tovar; Arturo Michelena y Teresa Carreño fueron recibidos en el puerto de La Guaira como reyes de Inglaterra.

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gratificación para las ansiedades que producía la sociedad de consumo. Retrato a plumilla hecho por Alberto Urdaneta, y reproducido en El Papel Periódico Ilustrado de Bogotá en 1883. La Negra Matea vivió trece años más.

Sin embargo, aquellas pertenencias del cuerpo real del Libertador operaban de un modo distinto a su habitual figuración. En cierta forma se alejaban tanto de la reificación mercantil como del exceso retórico de las festividades públicas, pero ingresaban en otro reino no menos desconcertante: su simple colocación allí producía el impacto deseado, el efecto de verosimilitud. Este nuevo realismo articulaba en su crudo despojamiento una presentación melodramática de las cosas –sólo imaginemos la impresión que debió causar esa piedra de cal de los pulmones tuberculosos del Libertador–. Es decir, la fuerza dramática que tenía el orden de las cosas para desplegar en su performance un conjunto de narrativas (in)visibles que debían configurar el nudo central del Centenario: hacer converger productivamente –es decir, con impacto doctrinario– la confianza en las nuevas tecnologías del progreso y el ordenamiento de la memoria histórica nacional. Esos objetos de la intimidad de Bolívar decían de un cuerpo ausente; eran los “restos” de un pasado borrado, las “ruinas” de una historia desaparecida; fragmentos cadavéricos de un momento originario muerto. Configuraban una “estética de la desaparición” que en su melodramática paradoja hacían aparecer otra cosa: elaboraban el cuerpo de la memoria, más que el cuerpo en sí (Virilio 1989; Déotte 1998). Tampoco eran dispositivos de sustitución porque no hacían regresar lo mismo. Estaban allí también representando, instituyendo un imaginario, construyendo otra escena. Dialécticamente eran los signos de un no ser (un tiempo imposible, un vacío); pero eran el lugar (el monumento) de la inscripción de la memoria como un constructo del presente (la recuperación del tiempo por la historiografía). Así, no dejaban de ser objetos mágicos –el guión los convertía en reliquias– cuyo realismo tenía el poder de invocar las fantasmagorías de los “efectos de pasado”. Y es que el “Salón Bolívar” ofrecía en su entera decoración una cómoda resolución para llenar la imaginación histórica. Frescos con las batallas de Carabobo, Boyacá y Junin ornamentaban las paredes. En el techo, la figura alegórica de Venezuela, representada por una especie de Atenea, descendía del cielo raso envuelta en la bandera

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tricolor. Guirnaldas, ramajes y columnas pompeyanas enmarcaban todo el conjunto pictórico (Ernst 1983, III: 21). El espacio se llenaba con el panorama de una historiografía épica. Los vacíos de la sala así como los olvidos de la memoria se saturaban con un único acontecer contundente y redundante: escenas a todo color de las guerras independentistas (1811-1824). Los cuerpos viriles representados restituían de vida (ilusoria) a los “restos” de Bolívar, amortiguando las fisuras entre pasados y presentes, entre ruinas y monumentos. Es decir, establecían una potente conexión entre aquella época lejana y los tiempos presentes, borrando otra vez un segmento temporal altamente conflictivo y traumático. El poder de las imágenes sustituía otros actores heróicos más recientes y menos cómodos para la oficialidad, por unos protagonistas distantes que podían ser punto de convergencia para la elaboración de una historia nacional reconciliatoria. Bolívar aparecía lo necesariamente despartidizado para permitir su alta politización como ícono fundador del Estado-nación. De este modo, los restos de una antigua catástrofe (las huellas del héroe) eran las pruebas de una “realidad” que colocaban la lectura de las imágenes dentro de una estética del documento y podían garantizar una interpelación convincente. Ahora, esas siluetas de los frescos como los objetos del Libertador se reflejaban sobre la bruñida superficie de un enorme espejo de la companía “Joaquín é hijo” colocado en un ángulo del salón. Pero... ¡los espejos no eran una novedad!, lo que sí probablemente el efecto multiplicador de las imágenes refractadas que se re-producían en él. La atmósfera épica se expandía más allá de la sala disponiendo en su semiosis ilimitada la gramática de la moderna cultura de la “reproductibilidad técnica”, amén de constituir en sí mismo, el espejo, el punto neurálgico de la estética de la mímesis, de la mecánica de la copia y su duplicación, y de los simulacros de lo real. Establecía una oblicua coherencia con otra serie de artefactos expuestos en las galerías de la Exposición, que por su naturaleza respondían a esa cultura de la serialización: máquinas para fabricar jabón, papel, litografías, imprentas, telares, y hasta una máquina para salchichas; y, en otro renglón, fotografías y máquinas de fotografiar. Tantas máquinas reunidas nunca vistas confirmaban otros registros de distinción de la producción cultural: de la existencia de un público masivo, de otras sensibilidades que no pasaban necesariamente por las “bellas artes y letras”, de la

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urgencia de crear un arte de rápido consumo. La superficie especular no hacía distinciones entre las cosas reflejadas: lo alto y lo bajo se superponían. El espejo también hablaba en clave simbólica del reflejo de un rostro, de la identidad de un país. Implicaba la elaboración de una apariencia para (ex)ponerse delante del espejo para mirarse y ser mirado. La nación se resumía en la Exposición; cartografiaba sus legados y potencialidades en ese rostro gótico para mirarse. Era su tarjeta de presentación para el concierto internacional de naciones como para su propia ciudadanía. En la superficie del espejo se reflejaba una nación maquillada para su publicidad. Pero como todos los reflejos, la cámara oscura invertía la imagen proyectada: si bien en las Exposiciones Universales Venezuela entraba por el orden de sus materias primas, ahora ella se ordenaba a partir de sus productos procesados. La inversión devolvía el país salvaje y “crudo” acuñado en los espacios metropolitanos, en país civilizado y “cocido”. Por ello, las galerías principales del edificio, de paso obligado, fueron destinadas a las artes y letras, priorizando las narrativas históricas como garantes del progreso nacional. La modernización se medía en términos teleológicos; y los discursos historiográficos producían esa ficción. En el juego de espejos se negociaban apariencias: las materias primas –exhibidas en el fondo del Palacio– fueron recubiertas de historiografía. Y fueron precisamente estas ficciones historicistas las que transformaron el valor de uso de las riquezas naturales en valor de cambio, al agregarles ese “plus” ideológico que las encarecía como mercancías. El oro, el caucho, el café, el cacao, el asfalto, las maderas, estaban siendo mediadas por el “Bolívar de plata” –unidad monetaria nacional apenas acuñada cuatro años antes del Centenario– que revertía la naturaleza en bienes de consumo. Así, la construcción del héroe nacional a través de las artes y letras sellaba el cuerpo de una nueva economía ahora basada en la capitalización del “Bolívar”. 2.4 El diorama de la guerra Los artistas venezolanos apuraron sus óleos y esculturas para presentarlas en el “Salón de Bellas Artes” de la Exposición Nacional. La Exposición fue un gran laboratorio que conjugó las gramáticas de la tienda por departamentos, la fábrica, el taller, la farmacia, el zoológi-

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co, y el museo.10 Sin embargo, las obras plásticas allí expuestas funcionaron de manera un tanto divergente que a su posterior consagración en los solemnes espacios del museo. Sobre todo las pinturas y los frescos contribuyeron a consolidar con sus imágenes los trazos de una imaginación colectiva que se había empezado a moldear precariamente en asuntos nacionales a través de la prensa, y particularmente, a través de los espectáculos públicos, pero que a la fecha carecía de una sustantiva coherencia visual en materia de historia patria. Era la primera vez que un evento lograba reunir una colección tan numerosa y variopinta de cuadros realizados por venezolanos y artistas extranjeros. Para la concurrencia se desplegaba un universo de formas y colores que, lejos de haber sido una experiencia “estética” de la alta cultura, concurría antes que nada a in-formar de vivas representaciones a una memoria deshilachada. Poquísimos leían en el país (un 90% era analfabeto); más en Caracas (el 50% manejaba las letras). Por decir, no había bastado una década de fanática lectura oralizada de Venezuela heroica11 de Eduardo Blanco para que los venezolanos pudiesen imaginar las escenas leídas. O, tal vez, la lectura de uno de los textos de mayor impacto, había creado un clima que exigía indirectamente al cuerpo de pintores la visualización urgente de lo que las letras reprimían. El Centenario 10

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En el caso venezolano, falta por sistematizar la historia de las primeras ferias, exhibiciones, colecciones, y constitución de museos. Hay algunos hitos que de momento se podrían trazar: hacia 1844 el Instituto Tovar realizó una “Exposición de Productos Industriales y Artes Liberales y Mecánicas del País”; se conoce por relatos de viajeros que el Colegio de Educandas, hacia 1838, dirigido por Concepción de Luque organizaba exposiciones con las labores textiles de sus alumnas; en 1872 se hizo la primera Exposición de Bellas Artes en el “Café del Avila”, donde participaron los artistas que luego figurarían en el Centenario, y también donde la escultora Dolores Ugarte se presentó por primera vez; la Iglesia de San Francisco en 1872 exhibió los objetos de Simón Bolívar, presentados luego en la Exposición Nacional; en 1874 se creó el Museo Nacional, y tres años más tarde, el Instituto de Bellas Artes. Eduardo Blanco fue uno de los escritores más leídos en su época como después. Se podría decir que constituyó la primera vedette artística, y Venezuela heroica el primer best seller de la literatura nacional. Este texto se leía por entregas desde el periódico La Tertulia, donde periódicamente Blanco, por demandas del público, iba agregando cuadros de batallas. En 1881 recopiló estos capítulos para sacar la primera edición. Fue tan afamado, que sacó una segunda ampliada para el Centenario. La lectura fue organizando y preparando el ojo para hacer visible las imágenes que sugerían las letras.

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coronaba el éxito de Eduardo Blanco con una segunda edición ampliada de esta obra. Sin duda que se había formado un público no precisamente elitesco que, imbuído o no en estas “letras heroicas”, deseaba ahora ver el panorama de esa magna gesta. La literatura era sólo un modesto abreboca de otras formas culturales de mayor alcance. Con ver se podía leer lo fundamental de la historia patria. No dejaba de ser irónico que el pintor Arturo Michelena en una Alegoría representara la figura de Venezuela y su pueblo recibiendo de manos del Presidente de la República el decreto de Instrucción Pública: desde 1870 este decreto no había modificado las estadísticas del analfabetismo. La representación visual no sólo reproducía el gesto, sino indicaba su falacia: los caminos de la instrucción debían tomar otras estrategias más modernas y eficientes. Acreditaba el espacio de la Exposición con la visualización de la cultura como una práctica pedagógica de alta intensidad y medio de control y disciplinamiento de las pulsiones colectivas. Por ello, la galería de óleos cumpliría en aquella oportunidad las veces de un arte de entretenimiento masivo; y lo que habría de ser luego patrimonio prestigiado de la nación, era en esos días un arte de consumo más popular. No en balde con los medios visuales se emprendía una cruzada también épica que demandaba la captura de la atención del público con fines proselitistas. Los óleos seguían siendo arte para un pequeño grupo de entendidos; pero para la mayoría un artificio de las modernas tecnologías del sensacionalismo realista (Oettermann 1997; Comment 2000). Muchas de las extensas telas hacían las veces de aquellos “panoramas” y “dioramas” de otros paisajes y guerras que los venezolanos habían podido adquirir en versiones miniaturizadas, y que ahora esas paredes desplegaban en tamaño natural. La historia nacional se concentraba en una sola instantánea que se amplificaba y redundaba en detalles: el tiempo histórico se resumía en los años de la lucha emancipadora, y comenzaba con La Firma del Acta de la Independencia (el 5 de julio de 1811) (Fig. 10) de Martín Tovar y Tovar: la tela de siete metros de largo desplegaba un cuerpo de virilidades que decidía la independencia política de la nación, pero también en el presente decía del deseo de una sociedad exclusivamente masculina de hombres para el Estado y las letras. Encerrados sobre

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sí mismos más bien firmaban un pacto de lealtades viriles, como acérrimos dueños de las academias, colegios, ateneos, museos y tertulias.

Fig. 10: “La Firma del Acta de la Independencia” recibió el premio principal de la Exposición. Por su enorme tamaño hacía casi las veces de un espectáculo panorámico del 5 de julio. La escena ganó las sensibilidades del gusto popular pasando a convertirse en motivo frecuente de los cuadros vivos. La obra, así como los bocetos previos y sus versiones, siguieron un curso de elitización y museificación progresiva: pasaron a decorar la casa de la familia Carlos Zuloaga, el Museo de la Fundación Boulton, la Galería de Arte Nacional, y el Consejo Municipal de Caracas. Su distanciamiento del gran público parecía corroborar el coro de hombres que cierra sus filas para impedir la entrada a su séquito de cualquier sujeto que no fuese blanco y masculino.

No es de extrañar que en este conexto de predominancia falocrática las obras de las mujeres no tuvieron cabida en el salón de las “Bellas Artes”; se las concentró en espacios donde sólo exhibieron sus labores de mano, conservas, y adornos hechos con materiales perecederos. Sin embargo, constituyeron un punto discreto de contra-memoria (Crary 1989; González-Stephan 2002). Los pintores que se aventuraron a representarlas para salpimentar la tónica épica dominante del salón, decapitaron sus cuerpos al llevar la Cabeza de una madona (de Antonio Herrera Toro) y la Cabeza de una anciana (de Martín Tovar y Tovar); en el mejor de los casos respetaron sus cuerpos enteros, como el desnudo de Bethsabé de Pedro Emilio Rodríguez Flegel, sin descontar su transfiguración en esfinges alegorizadas, como la Alegoría de las cinco naciones independizadas por Bolívar de Manuel Cruz.

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A despecho, en la sala donde ellas expusieron sus obras, expresaron de otro modo sus lealtades patrióticas: esquivaron pícaramente la imagen del Americano Ilustrado; prefirieron a Bolívar, y en particular cultivaron motivos alegóricos relacionados con la masonería. Finalmente, se suscribieron a sus propias memorias: sin palabras, bordaron la imagen de la costurera revolucionaria Policarpa Salavarrieta. Sin embargo, la historia la hacían los hombres. El espectáculo panorámico de la guerra emergía con gran dramatismo: protagonistas, vestuarios, caballerías, campos de batalla, y sobre todo, acción. Todas aquellas imágenes estaban en movimiento: El Desembarco de Bolívar en Ocumare y La Batalla de Carabobo de Juan Antonio Michelena; Entrega de la bandera invencible de Numancia al Batallón sin nombre de Arturo Michelena; El combate en el lago de Maracaibo (de tres metros de largo) de José Manuel Maucó; Incendio provocado por Ricaurte en el Parque de San Mateo de Antonio Herrera Toro; La muerte de Girardot de Cristóbal Rojas; La muerte de Rivas Dávila, y Entrevista de Bolívar y Sucre en el desaguadero de los Andes de Manuel Otero; Fachada de la Casa Natal del Libertador de Néstor Hernández; Una noche en Casacoima de Pedro Jáuregui; y La muerte del Libertador también de Antonio Herrera Toro. La fuerza de las imágenes impregnaba las sensibilidades de ficciones heróicas, de atmósferas marciales, de virilidades superdotadas, que hallaron su paroxismo en el fresco que decoraba la cúpula del Salón Elíptico del Capitolio contiguo al Palacio de la Exposición (Fig. 11), que ilustraba otra vez la Batalla de Carabobo de Martín Tovar y Tovar, pero en una versión “panorámica”. El espacio circular de la cúpula hacía las veces de rotunda y creaba los efectos de una visión panorámica casi cinematográfica de las guerras de Independencia. Los venezolanos no conocían las modas visuales de los “oramas” que colmaban la atención del público europeo y norteamericano; pero sabían de la existencia de estos entretenimientos que causaban una enorme sensación por los efectos de verosimilitud del realismo pictórico, que, gracias a las técnicas del detalle meticuloso, reproducían con precisión fotográfica extensas vistas de paisajes urbanos y, en particular, batallas. El realismo mimético aventuraba los géneros de simulación; y más que la simple versión del “reflejo”, preconizaba con la producción de realidades virtuales toda

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una industria cultural que monopolizaría la escena cultural del siglo XX.

Fig. 11: Detalle de la muerte de Cedeño del mural de la “Batalla de Carabobo” de Martín Tovar y Tovar. La representación de la guerra sobre una superficie circular ofrecía al espectador no sólo puntos de vista policentrados, sino la liberación del marco restringido de la pintura de caballete. La experiencia visual se tornaba democrática en varios sentidos: la multiplicidad de perspectivas permitía la elección de cualquier detalle; el público podía desplazarse; se deshacía la fijeza de la perspectiva renacentista; la yuxtaposición de planos y el hiperrealismo de las imágenes producía efectos empáticos. Estas imágenes dotaban a la ciudadanía venezolana de modernas representaciones de su historia, que permanecerán en el imaginario hasta finales del siglo XX.

Algunos factores a lo largo del siglo condicionaron el desarrollo de formas culturales más proclives a las demandas del gran público: la revolución industrial y tecnológica, el crecimiento poblacional de las ciudades, la cada vez más intensa circulación de impresos, la avidez de las masas por saber más acerca de guerras en lejanas geografías que decidían el destino de las naciones. Preferentemente los panoramas circulares acercaban a los centros urbanos extensas vistas de otras ciudades del continente (Londres, París, Edimburgo, Florencia, Roma, Venecia, Amsterdam, Viena), inclusive de regiones distantes y exóticas (Constantinopla, Jerusalén, Atenas, Nápoles, Palermo, Pompeya, el Cairo, Calcuta, Río de Janeiro); era una manera de satisfacer la curiosidad que habían dejado los souvenirs del grand tour de la aristocracia. Los viajes eran complicados; el turismo impensable; pero no la creación de dispositivos que reemplazaran con la representación vir-

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tual los efectos de estar mirando esos lugares como si estuviesen realmente delante del espectador. El hiperrealismo de este género se convirtió casi en una exigencia para compensar con la resolución de situaciones imaginarias de 360° las ansiedades de un público por querer desplazarse, conocer, escapar, dominar, poseer. El éxito de cualquiera de estos panoramas exhibidos consistía en su perfecta duplicación del original. El impacto de la ficción de la imagen era traer presente lo ausente. Era reponer ante el espectáculo de la vista espacios y tiempos lejanos. Sin duda que la sensación que producían era vicaria. No se trataba de un arte decorativo que llenaba metros de paredes. Se trataba, en el caso específico de las batallas (La Batalla de Waterloo y la Batalla Naval de Navarino gozaron de gran popularidad), de difundir las gestas militares de las naciones, al tiempo de suscitar sentimientos patrióticos. Los panoramas se convirtieron en máquinas de propaganda que viabilizaron las conciencias políticas de las masas hacia los intereses expansivos e intervencionistas de los Estados nacionales. Los ingredientes melodramáticos y la representación del movimiento eran claves para conmover a los espectadores, además de crear una nueva modalidad de diversión que ordenaba “sensacionalmente” la memoria. Organizaban en una narración lineal un relato intensificado de la imaginación histórica. Era una experiencia productiva porque articulaba sincrónicamente un doble movimiento espacio-temporal: el desplazamiento del ojo sobre la superficie circular creaba la sensación de estar mirando una película. El movimiento casi cinemático atrapaba las emociones y producía adhesiones incondicionales. El coup d’œil era la clave del espectáculo y el dispositivo más eficaz para dotar a la imaginación colectiva de estereotipos y clichés. Este sublime efecto de lo natural (Comment 2000), aparte de cumplir con lo que sería un “arte documental”, preparaba la antesala del cine y de la televisión. Y es en este sentido que lo que se conoce como “pintura histórica” de este período debe más su razón de ser a todo el auge que adquirieron los temas históricos en los panoramas, dioramas y cicloramas, particularmente de moda en la segunda mitad del siglo XIX cuando empezaron las grandes Exposiciones Universales. Sin embargo, la relación entre la pintura histórica y los panoramas es delicada, y una modalidad no deriva de la otra. Pero ciertamente hubo un clima propicio para la representación histórica que permeó casi

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todos los géneros culturales altos y bajos en un momento crucial de efervecencia nacionalista, donde la máquina estatal, el capital, y la cultura del espectáculo se dieron la mano. El incremento de las guerras entre 1870 y 1900 activó un nuevo interés por los panoramas históricos oportunamente exhibidos en las Exposiciones. Y fue en este despliegue de tendencias que algunos artistas venezolanos fueron becados por el gobierno para hacer sus carreras en Europa, particularmente en París. No sería incongruente suponer que Martín Tovar y Tovar, Arturo Michelena y Cristóbal Rojas (los más destacados en la temática histórica) se contaminaran con este fervor “panorámico”. Las guerras franco-prusianas eran una rica fuente de inspiración; París era la capital de las rotundas; y solamente entre 1872 y 1883 fueron producidos ocho panoramas sobre este conflicto bélico. Después de todo, los pintores venezolanos traían justo para la fecha del Centenario los últimos gritos de la moda artística: el proyecto de hacer dentro de los recursos disponibles del país algunos panoramas de las guerras nacionales. Pero... ¿de cuáles guerras? ¿cuál pasado? El asunto se tornaba espinoso. El país estaba dividido en fracciones políticas irreconciliables desde los primeros tiempos de la República. Las guerras civiles no sólo habían diezmado la economía, sino alterado la composición tradicional de la contienda política entre liberales y conservadores al introducir en el escenario una revolución popular, que, alrededor de la figura de Ezequiel Zamora, había emprendido una lucha por el derecho a la tierra. Los protagonistas de esta revolución configuraban la población de otra Venezuela, morena, mestiza, esclava, pauperizada, que se asimilaba a otros tantos movimientos populares y milenaristas del continente, que culminarían en Canudos y luego en la Revolución Mexicana. El asesinato de Zamora como el fracaso de esta revolución, constituyó una zona traumática en el reciente horizonte social del Guzmanato. La masa popular traicionada era pasto fértil para cualquier revuelta contra el régimen. La paz había que preservarla a como diera lugar. Se ponía en juego la apuesta de país ordenado para atraer inversiones e inmigrantes. Por consiguiente, hubo que fabricar –y aquí los plásticos fueron hábiles políticos– un tejido de imágenes historiográficas que, por un lado, representaran e interpelaran a estos sectores populares vencidos con imágenes gratificantes, y, por el otro, conciliasen las contradicciones y fisuras en torno a un pasado y a una guerra

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lo suficientemente significativos para contrarrestar la metonimia: la Guerra de la Independencia absorbía la Guerra Federal. La visión estereoscópica de las imágenes heróicas de los frisos y óleos llamaba fuertemente la atención, y podía con su plasticidad trocar los residuos de frustración de una memoria por intensos sentimientos “patrióticos”, que configurarían otra memoria más favorable al proyecto de la oligarquía liberal. El efecto de relieve que producían las pinturas operaba como troqueles en la textura perceptiva dejando fuertes huellas en la memoria residual. Bolívar, en su elegante uniforme napoleónico; Sucre, Páez, Arismendi, Ricaurte, Soublette, Mariño, en sus vistosas casacas prusianas, reemplazaban festiva y suavemente a Zamora: blanqueaban y afinaban el protagonismo social de la historia. Las after-images eran imborrables (Bergson 1988; Dosio 1998). Irónicamente el único cuadro que representaba al “otro” era La muerte de Guaicaipuro de Manuel Cruz. Lo reprimido se reintroducía, pero como “indio muerto” y pasado liquidado: el cuerpo del cacique yacía ensangrentado en medio del incendio del rancho, mientras los españoles huían victoriosos. El cuadro simbólicamente cancelaba varios sujetos y legados culturales; no obstante, la tradición hispánica –aunque mal parada– se quería viva de algún modo. El sustrato indígena –que podía broncear la piel– era heróico y estéticamente sacrificado. Significativamente, las culturas indígenas venezolanas vivas en la Exposición sólo fueron representadas a través de sus manifestaciones artesanales. Así la historia nacional quedó suscintamente concentrada en los años de contienda independentista. La historiografía se abreviaba y magnificaba a la vez entre 1811 y 1824. La conquista y la colonia desaparecían; y después de Carabobo y Boyacá, la República emergía con Guzmán Blanco. El mapa histórico se construía con sustanciales recortes, cuyo precio no sólo fue la higienización de sus actores, sino la borradura de serios conflictos sociales que permanecerían reprimidos en el inconsciente colectivo. En esta disposición del relato el Americano Ilustrado heredaba directamente de Simón Bolívar la patria por él fundada. El poder de las imágenes kinéticas disolvía la percepción pasatista de ese pasado, y lo recreaba con fuerza en el presente (Bergson 1988). La guerra de Independencia ocupó todo el espacio de la imaginación histórica, cancelando contradictoriamente su dimensión temporal. La historia se “deshistorizaba”. En este sentido, la ex-

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hibición visual del “panorama historiográfico” funcionó como correctivo de la memoria, porque la misma dinámica de las imágenes de la guerra movían oscureciendo zonas, introduciendo olvidos, sustituyendo memorias, elaborando mitos originarios en torno al biografismo de una figura que monopolizaría el horizonte de expectativas. El Centenario del Libertador conducía al ejercicio artificial de la re-memoración de un pasado que se estaba creando allí mismo (Hobsbawm/ Ranger 1983; Lowenthal 1985; Fowler 1992). La centralidad del protagonismo Bolívar/Guzmán en la cultura visual de la Exposición (y de la época) producía imágenes rentables: una de ellas asimilaba al país a las naciones metropolitanas al tener Venezuela también “grandes hombres” que irradiaban la autoridad necesaria para el orden cívico moderno. La otra tenía que ver con la inflación de la “metáfora militar” –no sólo en estos óleos, murales, bronces, sino también en odas, himnos, valses, relatos– en tiempos de paz. Aparte de la recreación ilusoria de un cierto pasado para efectos políticos, la hipertrofia épica, al favorecer la metáfora militar, decía de cuerpos colectivos esforzados en un gesto de lucha sincronizado; ejércitos de hombres-soldados, de ciudadanos-soldados compactados bajo una sola voluntad, pero también ordenados para el trabajo sostenido; disciplinados para el máximo rendimiento al servicio de una tarea común. Así, estos ejércitos y estas batallas se distanciaban cada vez más de las guerras de Independencia; preparaban las sensibilidades de la muchedumbre moderna para otras batallas: eran los ejércitos de obreros para el trabajo industrial, la mano de obra barata, “carne de cañón” para la gran explotación que se avecinaba de los recursos naturales a escala mundial. La guerra era una empresa, y las reglas de la producción para el mercado implicaban una considerable energía y sacrificio. Estas masas de soldados-obreros mostrábanse dóciles y obedientes: reconocían la autoridad natural del hombre fuerte y de mando. En este sentido, valió la pena direccionar toda la imaginería de acuerdo a una concepción jerárquica de las relaciones. También metafóricamente el Libertador podía ser en este nuevo escenario el gran empresario o gerente de la futura industria nacional. El orden visual de las cosas en la Exposición maquillaba el lado perverso del discurso historiográfico: después de todo, podía ser un territorio con suficientes masas humanas adiestradas para la explotación desde hacía largo tiempo. Por consiguiente, no fue casual la obli-

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teración de la Conquista y Colonia. Creemos que los intelectuales se hubiesen visto confrontados al tener que hablar de una fuerza laboral esclava aún vigente en la República. El inconsciente de la clase hegemónica prefería esquivar el asunto para hacer menos evidente en su agenda el traspaso de un tipo tradicional de explotación a las nuevas modalidades laborales. El probable malestar de los sectores populares y trabajadores, que tal vez sí tuvieron conciencia de esclavitudes y abusos, fue hábilmente metamorfoseado bajo los modernos lenguajes de la retórica militar. De hecho fue la tendencia oficial la que vio la ventaja del artificio de los medios visuales como un medio de interpelación que podía representarlos como pequeños héroes de la nación. Estas imágenes otra vez edulcoraban y mitigaban conflictos. Luego, las grandes salas donde se expusieron los recursos naturales podían perfectamente ubicarse al fondo del Palacio. Después de todo iban a sobrar muchos brazos... El panorama de la guerra fue la clase magistral de un triple disciplinamiento: la audiencia aprendía a mirar y a memorizar las imágenes sin el dictamen del maestro ni del libro; ordenaba la imaginación histórica y canalizaba las pasiones políticas; y preparaba el contexto de multitudes organizadas y obedientes para una sociedad totalitaria que no contraviniera las tendencias del mercado internacional. 2.5 Aquí los libros sólo se ven La letra impresa tenía muchas décadas circulando básicamente en forma de periódicos, folletos, pasquines, volantes, hojas sueltas... El libro como tal constituía una rareza; un objeto de lujo, una pieza exclusiva, que muy pocos adquirían, que a muy pocos les interesaba adquirir. Se sabía de gente de “apellido” que tenía en su haber grandes bibliotecas heredadas desde los tiempos coloniales. La cosa “libro” no estaba específicamente en el mercado –tampoco existían librerías–, si acaso en alguna quincallería o pulpería había algún que otro ejemplar –tal vez las novelas de Víctor Hugo, Chateaubriand, El contrato social de Rousseau– entremezclado con lociones, licores, sedas, zapatos, relojes, sombreros importados de Francia e Inglaterra. Durante los nuevos tiempos de la República, y para las crecientes capas medias urbanas, el ir disponiendo de un pequeño aparador con unos cuantos volúmenes –los más frecuentes eran los de catecismo, lecciones de

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moral y buena conducta, hagiografías, historia patria– era un signo de acomodo social, que decía de un estado de “decentización” de la familia; de otro modo, la adquisición de las letras a través del libro prometía una mejoría de estatus; la letra tenía el mágico efecto del blanqueamiento. Pero los libros escaseaban: por ejemplo, entre 1830 y 1875 apenas se habían publicado en Venezuela 516 títulos, producción que bajaba notablemente a 30 títulos en aquellos lustros de turbulencia política (Silva Beauregard 1993: 64). Sin embargo, el período del Guzmanato vio una revolución estelar en el ramo editorial. Las dos siguientes salas de la Exposición Nacional fueron destinadas tanto a la maquinaria y tecnología que producía la cultura impresa como sus resultados: montones de libros, grandes y gruesos volúmenes, lujosas encuadernaciones en cuero repujado, con ribetes y lomos dorados, con diferentes clases de papel, todo para mostrar objetivamente el progreso alcanzado por el gobierno del Ilustre Americano. La imprenta de La Opinión Nacional de Fausto Teodoro de Aldrey hacía gala de las nuevas técnicas de encuadernación; la tipografía “El Cojo” de J. M. Herrera Irigoyen había adquirido también nuevas máquinas de impresión, que retarían las bibliotecas de los sectores medios con la futura publicación de El Cojo Ilustrado, revista que ilustraría profusamente sus páginas con fotografías y grabados. Así que los libros allí expuestos eran para ser (ad)mirados: no aparecían de acuerdo a su habitat natural, sólo entre libros, en el silencioso y solemne espacio de la biblioteca, autonomizados de los hombres, fetiches sacralizadores del saber. Ahora aparecían envueltos en un universo de máquinas que los producían (Fig. 12). Eran cosas hechas por otras cosas. Se exhibían entre máquinas: imprentas, litografías, tipografías, máquinas para la fabricación de papel, máquinas y aparatos para la encuadernación, máquinas para la fundición de tipos; estereotipia, impresiones litográficas de toda clase; tintas de imprimir, de escribir, de marcar; papel de escribir, de imprenta, de dibujo, de colores, de envolver, secante; artículos para pintura, dibujo de planos, acuarelas; y libros en blanco, rayados, y de contabilidad comercial. El libro entraba en el reino de la mercancía. Era expulsado de los predios señoriales que celaban su aura; algo se desvanecía.

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Fig. 12: El mundo de los impresos había desarrollado a mediados del XIX nuevas tecnologías –como la imprenta a vapor– que aumentaba la capacidad de producción de toda clase de impresos. Otra de las novedades fue la mecanización de la encuadernación, lo que permitió liberar la fabricación del libro de su condición artesanal, y colocarlo en el mercado como un objeto de consumo más. El libro se democratizaba. No obstante, los libros exhibidos en la Exposición Nacional pasaron a configurar el patrimonio literario de la nación. Algo se sacralizaba: la sociedad Masónica ofrendó un libro hecho de oro y plata.

Ahora las máquinas podían producir miles de ellos; serializarlos; abaratar sus costos; mecanizar la encuadernación, con lo cual los lectores se ahorrarían el trabajo de armar sus propias colecciones en álbumes. La variedad del mercado tipográfico hasta prometía libros a todo color! Con ello tal vez se conseguiría ampliar el universo lector y hacer más atractiva la lectura. Se produciría un cambio sustancial en la aproximación a la cultura del impreso. La tónica dominante hasta la fecha era la manipulación de pliegos sueltos (revistas, periódicos), y a lo más folletos. El objeto libro, con sus tapas duras, abrazaba muchas hojas y un mayor y más continuo horizonte discursivo. Sin duda, la tecnificación del libro democratizaría saberes desacralizando, por un lado, la biblioteca; pero, por el otro, como mercancía serializada, ingresaría en otro orden –el mass mediático– que provocaría a su vez la banalización de la cultura letrada, o al menos versiones trivializadas de la alta cultura impresa. No hay que perder de vista que Guzmán Blanco tuvo un interés primordial, apenas asumido el poder en 1870, en decretar la “Instrucción Primaria Pública” como “Obligatoria” e impulsar la alfabetización: entre la exhibición de libros, no fueron pocas las muestras de textos y útiles escolares. En todo caso, las nove-

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dades tecnológicas en este ramo podían reproducir en las páginas de libros fotografías de las pinturas y de los objetos que se habían visto, por ejemplo, en las salas de la Exposición. De pronto parecía producirse una contigüidad entre la “alta” y “baja” cultura, un aparente impulso de horizontalización entre manifestaciones de la elite, oficiales, “cultas”, y las masivas, cotidianas, “populares”. El espacio y dinámica de la Exposición creaba –y no sin tensiones– ese efecto de convivencia niveladora. Los libros entre las máquinas (sus actuales progenitores), aventuraban, no obstante, la difusión de otras lógicas y anclajes epistémicos en relación con la representación de lo “real”; en relación con el principio de verosimilitud y mímesis. Confirmaban el territorio del lenguaje simbólico como plataforma de saber y de “verdad”, y que lo real no era más que una construcción mediada en y por un sistema de signos que pasaba por la abstracción. Así el mundo moderno era imposible/impensable sin la disposición de la letra, de su abstracción en signos, sin la teoría: es decir, sin la mediación de textualidades simbólicas que representasen y constituyesen lo “real”. Y el libro (real o virtual) era y es la expresión sustancial de ese proceso y de ese capital. En este sentido, el poder de la distinción del saber letrado objetivado en la cosa “libro” volvía a recuperar su prestigio. La democratización era un hecho... ¡ma non troppo! En la Exposición la coexistencia entre “alta” y “baja” cultura no dejaba de ser reñida y pendular. La oficialidad cuidó la selección de libros que debieron configurar el corpus de las letras nacionales. Después de todo era la literatura el lenguaje que confería legitimidad a una nación moderna. Letras eran civilización; libros progreso. Había que armar la representación de la biblioteca, y la biblioteca que representase a la nación. En este punto, el evento de la Exposición constituyó un momento de diseño fundacional en el canon de las letras, y un lugar que posibilitó articular tanto la historiografía literaria como canonizar los textos que pasarían a formar parte del capital de la institución literaria. A pesar de la maquinización que popularizaría los saberes, el poder del libro regulaba los discursos. El fantasma de la vieja tradición bíblica reestablecía el orden y jerarquía de la palabra. A través del libro, hablaba la ley del padre, el Estado. No se incluyeron voces femeninas. Sólo se expresaron los géneros “duros” (memorias, estadísticas, censos, códigos, decretos, anales, discursos, biografías, diccionarios, manuales, historias,

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cuentos, epopeyas, odas, himnos), aquellos que bien podían representar con sus obras el patrimonio nacional. Las letras eran un asunto público, un ejercicio de hombres, del mismo modo que la elaboración de imágenes épicas en óleos y murales. Por consiguiente, sólo algunos libros fueron objetos de exhibición, los libros-monumento, que por su asunto eran representativos de la agenda patriótica. Entre ellos, por ejemplo: los 14 volúmenes de Documentos para la historia de la vida del Libertador de Ramón Azpúrua; o los 18 volúmenes de Memorias de O’Leary; o los 4 volúmenes de Biografías de hombres notables de Hispanoamérica; o los 4 volúmenes de Datos Históricos Sur-Americanos de Antonio Leocadio Guzmán; o los volúmenes de Memorias de los Ministerios y Leyes Nacionales; y finalmente, los volúmenes “literarios”: Venezuela heroica y Zárate de Eduardo Blanco; Orígenes de la Revolución venezolana de Arístides Rojas; la Obra poética de Francisco Guaicaipuro Pardo; las Poesías de Ramón Yépez; los poemas épicos La Bolivíada y La Colombiada, el drama Triunfar con la Patria, y Perfiles venezolanos o Galería de hombres célebres de Venezuela en las letras, ciencias y artes de Felipe Tejera; los 2 volúmenes de Literatura Venezolana de Hortensio; los Ensayos sobre el arte en Venezuela de Ramón de la Plaza; los 3 volúmenes de El Zulia literario; un Diccionario de voces indígenas, ofrenda de la tipografía “El Cojo”; y textos escolares sobre moral e instrucción religiosa, geografía e historia. Los preparativos de la Exposición Nacional en 1883 crearon condiciones favorables para hacer coincidir en la fecha del Centenario manifestaciones culturales que, cobijadas bajo un espíritu enciclopédico y afán coleccionista, arriesgaron un esfuerzo omnicomprensivo de la historia (manifestado en los libros) y de los recursos y potencialidades del país (expresado en el Palacio). Las concurrencias entre el Palacio –con sus pinturas de la épica nacional– y los libros historiográficos mostraban las fronteras dentro de las cuales los intelectuales y artistas del Guzmanato pensaban y resolvían los componentes de una historia homogénea y asimilable. Y en este orden, las fechas de la Exposición catalizaron los primeros esfuerzos en producir un panorama articulado de la literatura nacional. Surgía la crítica e historiografía literarias dentro de una voluntad que ligaba el impulso acumulativo de

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la economía liberal con los índices del progreso (Tenorio Trillo 1998; González-Stephan 2000).12 El Palacio gótico y los libros se complementaban; el edificio era la versión en piedra de Venezuela heroica, Orígenes de la Revolución, Documentos de la vida del Libertador, La Bolivíada, La Colombiada, los Perfiles venezolanos, los Ensayos sobre el arte, o la monumental Literatura Venezolana de Hortensio. El mismo impulso abarcador y totalizante, el mismo principio que procedía por acumulación aditiva, la misma gramática reiterativa, animaba tanto a la Exposición como a los libros. Su voluminosidad escondía la misma operación del museoalmacén diluyendo las temporalidades históricas por el atiborramiento de fechas, de obras, de hombres ilustres. Se desmorfologizaba la historiografía, para construir con el discurso catalográfico –que clasificaba– series análogas crono-lógicas. Las estrategias retóricas –aderezadas con los lenguajes profesionales del positivismo y liberalismo político–, no tuvieron que justificar la obliteración del período colonial, como tampoco las décadas difíciles de la República, porque sustituyeron el efecto temporo-causal de la escritura historiadora –la sucesión en etapas– por una masa destemporalizada de referencias y celebridades. El “biografismo” fue una de las estrategias claves en esta operación, y una de las modalidades más caras de la reflexión crítica. Particularmente la historiografía literaria tuvo en este sentido varias responsabilidades decisivas, al intervenir en el campo político a partir de las ficciones que podía sostener la retórica. El caso de la Literatura Venezolana. Revistas Biliográficas expresamente escritas para La Opinión Nacional. Homenaje a Bolívar en su Centenario fue sin12

Ciertamente el Centenario en 1883 promovió la producción historiográfica. Sin embargo, la historiografía literaria se desarrolló en la segunda mitad del XIX articulada a la consolidación del Estado nacional. Tuvo antecedentes que abonaron el terreno: el trabajo de José A. Pérez Literatura patria (1864); Juan Vicente González con su Revista Literaria (1865); el volumen de José María Rojas Biblioteca de Escritores Venezolanos Contemporáneos (1875); Juan Piñango Ordóñez publicó un ensayo “Literatura patria” (1875) en La Tertulia; los Perfiles venezolanos (1881) de Felipe Tejera; Literatura Venezolana (1883) de José Guel y Mercader; también Literatura venezolana (1883) de D. Ramón Hernández; Julio Calcaño en 1888 con su Reseña histórica de la Literatura Venezolana; el Parnaso Venezolano (1892) de Julio Calcaño; en 1895 el Primer Libro Venezolano de Literatura, Ciencias y Bellas Artes; “La literatura venezolana” (1904) de José Gil Fortoul; y finalmente en 1906 La Literatura Venezolana en el Siglo XIX de Gonzalo Picón Febres.

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tomático. El autor español José Guel y Mercader, bajo el seudónimo de Hortensio, reunió en dos gruesos volúmenes una serie de reseñas de personalidades venezolanas que habían sido publicadas en el periódico del gobierno. Sin embargo, eligió a la figura de Simón Bolívar como eje vertebrador de la identidad de las letras y también como centro originario de la historiografía literaria, alrededor del cual se disponían los demás hombres de letras. La elección de Bolívar parecía casi natural, más en el régimen guzmancista. Pero Guel y Mercader rehizo con Bolívar un nuevo mapa de relaciones internacionales, altamente favorables, por un lado, para la restitución de los lazos con la antigua Madre Patria, y, por el otro, para legitimar a través de la lengua castellana la consaguinidad eurocéntrica de la nacionalidad venezolana. Dentro de una plataforma que caracterizaría las gestiones diplomáticas de la España finisecular en su recuperación de las excolonias, Guel y Mercader decidió “olvidar”, con el mutuo consentimiento de las partes interesadas, la conquista y colonia. Esas etapas pertenecían a la leyenda negra de su país. La historia moderna comenzaría con los tiempos de la República y con su padre gestor, porque básicamente por las venas de Bolívar corría “sangre vasca”; y, por consiguiente, heredaba su alcurnia heroica de la cepa de los caballeros españoles, entre ellos el “Mío Cid Campeador”. El crítico español dotó así al Libertador de una genealogía libresca (“literaria”) que permitió higienizar a la ciudadanía criolla; pero también: uno, legitimar el castellano como la lengua de la literatura nacional, cuidando en reunir aparte los vocablos indígenas en un Diccionario para descontaminar la lengua oficial; y, dos, recuperar los límites del antiguo imperio a través de la hegemonía hispánica. En este sentido, la gestión de la historiografía literaria nació marcada por un liberalismo hispanizante que trató, por razones políticas, de reestablecer los vínculos con España, para, a su vez, garantizar la modernidad euroccidental de la nación venezolana. El hispanismo fortalecía identidades blanqueadas facilitando etnografizar a las culturas indígenas, y, desde luego, hacer desaparecer el legado negro. El diseño gótico del Palacio no hacía sino refrendar también otros prestigios medievales: los de la meseta castellana. Para cerrar las reflexiones de esta visita a la Exposición Nacional, volvamos otra vez a la cultura de los panoramas. Si bien, como acabamos de señalar, la historiografía fue un ejercicio ligado a las esferas de la cultura letrada estatal, la forma monumental en que estructuró

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sus contenidos los debió más a ciertas modalidades de la cultura visual y a la nueva cultura material de los pasajes y galerías. También en este caso las conexiones son delicadas. No se pueden derivar tan simplemente los “panoramas literarios” o las “galerías de hombres celebres” de esa cultura de masas. Pero sí ambas manifestaciones se hermanaban por el mismo espíritu burgués de capitalización de bienes simbólicos. Fueron los tiempos. Para la gran Exposición de París de 1889, se preparó en los jardines de las Tullerías como exclusiva novedad el panorama La Historia del Siglo, donde –conservando las unidades aristotélicas de tiempo, espacio y acción– se representaron las principales personalidades del arte, literatura, teatro y política (Comment 2000). Años más tarde, las observaciones que Walter Benjamin hiciera de sus experiencias en las Exposiciones y pasajes, y el surgimiento de “un nuevo género literario”, llamaron la atención sobre estas relaciones. Señalaba que el fenómeno de esta “literatura panorámica” se debía a que el escritor “había puesto los pies en el mercado” y “miraba el panorama en derredor”: “esos libros consisten en bosquejos, que con ropaje anecdótico imitan el primer término plástico de los panoramas e incluso, con su inventario informativo, su transfondo ancho y tenso” (Benjamin 1993: 49, 176-177). Los panoramas literarios son “fisiologías”, como galerías de retratos de tipos. Se cruzaban aquí varias prácticas de consumo cultural: el inventario informativo, el daguerrotipo, el panorama, el género de tipos, y la cultura del fragmento en el “baratijo callejero”. ¿Cuánto le debe la alta cultura y la historiografía a las formas de la cultura visual y masiva? Con exactitud no lo sabremos; pero de hecho las Exposiciones fueron espacios donde las distancias se pusieron a prueba y las distinciones contaminaron sus diferencias. Bibliografía Almandoz Marte, Arturo (1997): Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940). Caracas: Fundarte y Ediciones Equinoccio. Benedict, Burton (1991): “International Exhibitions and National Identity”. En: Anthropology Today, 6, pp. 5-9. Benjamin, Walter (1993): “El Flaneur”; “Daguerre o los Panoramas”; “Grandville o las Exposiciones Universales”. En: Poesía y capitalismo. Iluminaciones II. Madrid: Alfaguara.

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Las autoras/los autores Jens Andermann es profesor de Estudios Latinoamericanos en Birkbeck College, Universidad de Londres. Es co-editor del Journal of Latin American Cultural Studies y coordinador del Museo Iberoamericano de Cultura Visual en la Red (www.bbk.ac.uk/ ibamuseum), cuya primera exposición, “Relics and Selves: Iconographies of the National in Argentina, Brazil and Chile, 18801890”, ha curado junto con Patience A. Schell. Entre sus publicaciones se destacan: Mapas de poder: una arqueología literaria del espacio argentino (2000) e Images of Power: Iconography, Culture, and the State in Latin America (2002, con William Rowe). Correo electrónico: [email protected] Alexander Betancourt Mendieta es doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Se desempeña como investigador del Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos y profesor de Historiografía de América Latina en el Posgrado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM. Es autor del libro Historia, ciudad e ideas. La obra de José Luis Romero (2001), de varios artículos sobre problemas historiográficos en América Latina y sobre la historia política y cultural de Colombia contemporánea. Correo electrónico: alekosbe @servidor.unam.mx Ligia Chiappini es Profesora Titular de Literatura e Cultura Brasileña en el Instituto Latinoamericano de la Universidad Libre de Berlín. Fue Profesora Titular de Literatura Comparada y Literatura Brasileña de la Universidad de São Paulo. Ganó el Premio Casa de las Américas (ensayo) en 1983. Ha publicado varios libros y ensayos en libros colectivos y revistas especializadas. Últimas publicaciones: Brasil, país do passado? (2000, ed. con Antonio Dimas y Berthold Zilly); Érico Veríssimo: o romance da história (2001, ed. con Sandra Jatahy Pesavento, Jacques Leenhardt y Flávio Aguiar); “Martín Fierro e a cultura gaúcha no Brasil”. En: Hernández, José. Martín Fierro. Ed. crítica (eds. Élida Lois y Ángel Núñez, 2001); Literatura e Cultura no Brasil: identidades e fronteiras (2002). Correo electrónico: [email protected]

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Beatriz González-Stephan (Ph.D. University of Pittsburgh, 1985) ocupa actualmente la Lee Hage Jamail Chair de Literatura Latinoamericana de Rice University (Houston). Ha sido profesora de la Universidad Simón Bolívar (hasta 2000) en teoría literaria y siglo XIX latinoamericano; directora de la revista Estudios (19932001), e investigadora del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos de Caracas (1977-1986). Entre sus libros figuran: La historiografía literaria del liberalismo hispanoamericano del siglo XIX (1987, Premio Ensayo de Casa de las Américas); La Duda del Escorpión (1992); Crítica y descolonización: el sujeto colonial en la cultura latinoamericana (con Lucia Costigan, 1992); Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina (con Javier Lasarte, Graciela Montaldo y María Julia Daroqui, 1995); Cultura y Tercer Mundo (1996); Escribir la historia literaria: capital simbólico y monumento cultural (2001); Fundaciones: canon, historia y cultura nacional (2002); The Body Politic: Writing the Nation in the Nineteenth-Century Venezuela (en prensa). Correo electrónico: [email protected] Karl Hölz, doctor en Filología Románica. Desde 1978 es Catedrático en la Universidad de Tréveris y desde 1988, también en la Universidad de Luxemburgo. Editor de las series: “Trierer Studien zur Literatur”, “Grundlagen der Romanistik”, y “Studienreihe Romania”. Ha realizado investigaciones sobre las literaturas francesa, italiana, española y latinoamericana. Libros publicados: Das Thema der Erinnerung bei Marcel Proust. Strukturelle Analyse der mémoire involontaire in ‘A la recherche du temps perdu’ (1972); Das französische Chanson. Ein Spiegelbild unserer Zeit (1975); Destruktion und Konstruktion. Studien zum Sinnverstehen in der modernen französischen Literatur (1980); Das Fremde, das Eigene, das Andere. Die Inszenierung kultureller und geschlechtlicher Identität in Lateinamerika. (Von der Kolonialzeit bis zur Moderne) (1998); Zigeuner, Wilde und Exoten. Fremdbilder in der französischen Literatur des 19. Jahrhunderts (2002). Campo de investigación actual: diferencia cultural y diferencia sexual, gender studies, interculturalidad. Correo electrónico: [email protected]

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Cristina Iglesia es Profesora Titular Regular de Literatura Argentina I (Colonial y Siglo XIX) en la Universidad de Buenos Aires. Sus investigaciones y sus trabajos críticos abordan las relaciones entre ficción e historia en la literatura colonial rioplatense, en la escritura de mujeres y en la escritura autobiográfica decimonónica. Es autora del capítulo “La mujer cautiva” de la Historia de las mujeres dirigida por George Duby, Michel Perrot y Arlette Farge y del capítulo “Contingencias de la intimidad” en Historia de la vida privada en la Argentina, vol. 1. Ha publicado los siguientes libros: Cautivas y misioneros, mitos blancos de la conquista (1987, en colaboración con Julio Schvartzman); Islas de la memoria. Sobre la Autobiografía de Victoria Ocampo (1996); La violencia del azar. Ensayos sobre literatura argentina (2003). Ha compilado y prologado otros dos: El ajuar de la patria. Ensayos críticos sobre Juana Manuela Gorriti (1993); Letras y divisas. Ensayos sobre literatura y rosismo (1998). Correo electrónico: [email protected] Dieter Janik, Dr. phil. de la Universidad de Tübingen (1966). Desde 1975 es Catedrático de Literaturas Románicas de la Universidad Johannes Gutenberg, Mainz (Alemania). Publicaciones recientes: Stationen der spanischamerikanischen Literatur- und Kulturgeschichte. Der Blick der anderen – der Weg zu sich selbst (1992); ed.: Die langen Folgen der kurzen Conquista. Auswirkungen der spanischen Kolonisierung Amerikas bis heute (1994); Die Anfänge einer nationalen literarischen Kultur in Argentinien und Chile. Eine kontrastive Studie auf der Grundlage der frühen Periodika (1800-1830) (1995); ed.: La literatura en la formación de los Estados hispanoamericanos (1800-1860) (1998). Correo electrónico: [email protected] Javier Lasarte Valcárcel, doctor por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesor Titular de la Universidad Simón Bolívar (Caracas). Profesor invitado en varias universidades de EE.UU., España y Venezuela. Autor de: Sobre literatura venezolana (1992); Juego y nación (1995) y “Al filo de la lectura: usos de la escritura/figuras de escritor en Venezuela” (en prensa). Editor de: Pedro Henríquez Ureña. Del ensayo crítico a la historia literaria (1992); Hetero-

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geneidades del modernismo a la vanguardia en Latinoamérica (1996) y Territorios intelectuales. Cultura y pensamiento en América Latina (2001). Co-editor de Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina (1995). Correo electrónico: [email protected] Sonia Mattalia es Profesora Titular de Literatura Latinoamericana en la Universitat de València, ciudad en la que reside desde 1978. Ha publicado los siguientes libros: La figura en el tapiz: teoría y práctica narrativa en Juan Carlos Onetti (1990); edición crítica de La vida breve (1994); Modernidad y Fin de Siglo en Hispanoamérica (1996); Miradas al Fin de Siglo: lecturas modernistas (1997). Su dedicación a la literatura de mujeres se refleja en la edición crítica de Ifigenia de Teresa de la Parra (1992) y en la coordinación de los siguientes volúmenes: Mujeres: escrituras y lenguajes (1995) y Aún y más allá... Mujeres y discursos (2001). Correo electrónico: sonia. [email protected] Graciela Montaldo es Profesora Titular de la Universidad Simón Bolívar (Caracas). Algunos de sus libros son: De pronto, el campo. Literatura argentina y tradición rural (1993); La sensibilidad amenazada. Fin de Siglo y Modernismo (1995); Ficciones culturales y fábulas de identidad en América Latina (1999); Teoría crítica, teoría cultural (2001). Ha coeditado Esplendores y miserias del Siglo XIX. Cultura y Sociedad en América Latina (1995, con Beatriz González-Stephan, Javier Lasarte y María Julia Daroqui) y The Argentina Reader (2002, con Gabriela Nouzeilles). Colabora en varias revistas especializadas y ha sido profesora visitante en Duke University, University of Maryland, University of Chicago y University of California, Davis. Correo electrónico: montaldo@ cantv.net Horst Nitschack se doctoró en 1975 en la Universidad de Freiburg con una tesis sobre las obras estéticas de Kant y Schiller. Lector del DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico) en Nantes (Francia), Fortaleza (Brasil), Lima (Perú) y en Santiago de Chile. Ha tenido a su cargo la enseñanza de cursos de literatura alemana moderna, literatura comparada y literatura latinoamericana en las Universidades de Freiburg, Köln y Essen. Desde 2001

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es colaborador científico del Instituto Ibero-Americano en Berlín y desde 2003 profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad Humboldt, Berlín. Numerosas publicaciones en revistas y obras colectivas. En preparación: Caminos a la modernidad: Investigaciones sobre la literatura brasileña, y la edición de las actas del simposio: Brasil en el contexto americano al inicio del siglo XX. Correo electrónico: [email protected] Andrea Pagni es Profesora Titular de Literaturas Románicas en la Universidad de Rostock (Alemania). Graduada en Letras por la Universidad de Buenos Aires; Dr. phil. por la Universidad Erlangen-Nürnberg; habilitación por la Universidad Regensburg. Es co-editora de la revista Iberoamericana. Ha publicado recientemente Post/Koloniale Reisen (1999) así como numerosos artículos sobre literaturas y culturas latinoamericanas de los siglos XIX y XX, en especial sobre relaciones interculturales, traducción y literatura de viajes y co-editado los volúmenes colectivos Argentinien Heute (2002), Blicke auf Afrika nach 1900 (2002) y Europäische Regionalkulturen im Vergleich (2002). Correo electrónico: andrea. [email protected] Ana Peluffo es Profesora Asistente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de California, Davis. Realizó estudios de maestría y doctorado en New York University. Ha publicado artículos en diversas revistas de crítica literaria sobre cuestiones de género e identidad nacional en el siglo XIX. Actualmente está terminando un libro sobre la obra de Clorinda Matto de Turner titulado “Indigenismo, caridad y virtud republicana en Clorinda Matto de Turner”. En el 2002 recibió un NEH Summer Stipend Grant para completar la investigación relacionada con un nuevo proyecto sobre genealogías del sentimentalismo en América Latina. El artículo que aparece en este volumen forma parte de este proyecto. Correo electrónico: [email protected] Ana Pizarro, doctora en Letras por la Universidad de París. Actualmente es Profesora Titular del Departamento de Literatura e Investigadora del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Ha sido profesora de la Universidad Simón Bolívar (Caracas) y de la Universidad de Buenos Aires, y profeso-

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ra visitante en la Universidad de Montreal (Canadá), la Universidad de Rio Grande do Sul (Porto Alegre) y en el Wellesley College (EE.UU.), entre otras. Ha publicado los libros Sobre Huidobro y las vanguardias (1994); De ostras y caníbales. Ensayos sobre cultura latinoamericana (1994); Vicente Huidobro en la modernidad (1997), y ha editado los volúmenes América Latina: palavra, literatura e cultura (3 vols., 1993-1995); Modernidad, posmodernidad y vanguardias (1995); Las grietas del proceso civilizatorio. Marta Traba en los sesenta (2002); El archipiélago de fronteras externas. Culturas del Caribe hoy (2002). Correo electrónico: [email protected] Juan Poblete es Profesor Asistente de Literatura y Estudios Culturales Latinoamericanos en la Universidad de California, Santa Cruz. Es autor de Literatura chilena del siglo XIX: entre públicos lectores y figuras autoriales (2003) y editor de Critical Latin American and Latino Studies (2003). Además de artículos en revistas especializadas, ha colaborado con sendos capítulos en los siguientes libros: Ángel Rama y los estudios latinoamericanos (1997), Foucault in Latin America (2002), Latin American Literary Cultures: A Comparative History of Cultural Formations (en prensa), Espacio urbano, comunicación y violencia en América Latina (2002) y Estudios Latinoamericanos sobre cultura y poder (2002). Correo electrónico: [email protected] Mary Louise Pratt es Profesora de Literatura en New York University, donde ocupa la Cátedra Silver en el Departamento de Español y Portugués y el Instituto Hemisférico de Performance y Política. Es doctora en Literatura Comparada de la Universidad de Stanford y licenciada de la Universidad de Toronto. Sus libros incluyen Ojos imperiales: Literatura de viajes y transculturación (en inglés: 1992, en español: 1997); Women, Culture and Politics in Latin America (1990, co-autora); Toward a Speech Act Theory of Literary Discourse (1977). Actualmente prepara una colección de ensayos sobre género y ciudadanía en América Latina, y un proyecto sobre la producción simbólica en la época neoliberal. Correo electrónico: [email protected]

Las autoras/los autores

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Janett Reinstädler fue miembro del colegio de graduados “Geschlechterdifferenz und Literatur” de la Universidad de Múnich (1992-1995), y desde 1995 es Profesora Asociada en el Instituto de Filología Románica de la Universidad Humboldt de Berlín. Ha escrito su tesis doctoral sobre la literatura erótica postfranquista: Stellungsspiele. Geschlechterkonzeptionen in der zeitgenössischen erotischen Prosa Spaniens (1978-1995) (1996). Es co-editora de Todas las islas la isla. Nuevas y novísimas tendencias en la literatura y cultura de Cuba (2000, con Ottmar Ette). Trabaja actualmente en un proyecto de investigación sobre discursos (post)coloniales en el teatro antillano del siglo XIX. Correo electrónico: [email protected] Grínor Rojo ha enseñado en las universidades de Chile, Austral de Chile y en Estados Unidos en las de California y en Ohio State University. Fue profesor visitante en la Universidad Nacional de Mar del Plata (Argentina), en la Universidad Federal de Minas Gerais (Brasil), en Columbia University (EE.UU.), y en las de Concepción y Católica de Chile. Actualmente dirige y enseña en el Programa de Postgrado en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile y es profesor de teoría crítica en el Postgrado en Literatura de la misma universidad. Ha publicado Los orígenes del teatro hispanoamericano contemporáneo (1972); Muerte y resurrección del teatro chileno: 1973-1983 (1985); Crítica del exilio. Ensayos sobre literatura latinoamericana actual (1989); Poesía chilena del fin de la modernidad (1993), Dirán que está en la Gloria… Mistral (1997) y Diez tesis sobre la crítica (2001). Títulos suyos de próxima aparición: Postcolonialidad y nación (2003, con Alicia Salomone y Claudia Zapata), y Clásicos latinoamericanos: para una relectura del canon. Siglo XIX y siglo XX. Vol. I y II (2004). Correo electrónico: [email protected] Friedhelm Schmidt-Welle es investigador del Instituto Ibero-Americano en Berlín, Alemania. Dr. phil. en Literatura Latinoamericana por la Universidad Libre de Berlín. Ha sido docente de la Universidad Libre de Berlín, y profesor visitante de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha trabajado en diversos proyectos de la Casa de las Culturas del Mundo, Berlín. Es autor de Stimmen

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ferner Welten. Realismus und Heterogenität in der Prosa Juan Rulfos und Manuel Scorzas (1996); editor de Wildes Paradies – Rote Hölle. Das Bild Mexikos in Literatur und Film der Moderne (1992), y Antonio Cornejo Polar y los estudios latinoamericanos (2002); co-editor de Grenzgänge. Großstadterfahrungen in Literatur, Film und Musik Lateinamerikas und der USA seit 1960 (1995). Correo electrónico: [email protected]