Envites del talante literario en tiempos áureos
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ENVITES DEL TALANTE LITERARIO EN TIEMPOS ÁUREOS Jean-Pierre Étienvre

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ENVITES DEL TALANTE LITERARIO EN TIEMPOS ÁUREOS Jean-Pierre Étienvre

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Para Françoise, por los envites de la vida

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«Io pur travaglio e so che’l tempo gioco. […] Et per tal variar natura è bella». Serafino Aquilano, Sonetti e altre rime

«J’aime le jeu, l’amour, les livres, la musique, La ville et la campagne, enfin tout: il n’est rien Qui ne me soit souverain bien, Jusqu’au simple plaisir d’un cœur mélancolique». Jean de La Fontaine, Amours de Psyché et de Cupidon

«Cuando los jugadores se hayan ido, Cuando el tiempo los haya consumido, Ciertamente no habrá cesado el rito. […] Como el otro, este juego es infinito». Jorge Luis Borges, «Ajedrez», El Hacedor

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Índice

A modo de prólogo «Hacer juego del más encendido fuego»............................. 13 I. Barajas poéticas en la Edad de Oro................................. 21 Naipes moralizados y barajas poéticas.............................. 23 Amor tahúr, amor fullero................................................ 27 Erótica de la baraja......................................................... 33 El naipe en el infierno de la sátira................................... 36 Un lenguaje perdido.......................................................... 40 II. Los pasos perdidos del peregrino en las Soledades........ 45 III. Soledad y melancolía. Perfiles de melancolía en las Soledades............................. 55 IV. Más allá de Mallarmé. El paradigma gongorino en la Francia del siglo xx........... 69 V. Quevedo ludens: la letra del tahúr................................ 93 VI. En los umbrales de los Sueños: entre provocación y juego................................................... 107

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VII. Castigo y venganza en La Dorotea............................... 119 VIII. Lope «fiscal de la lengua» en La Dorotea Fénix.................................................... 141 Un vejamen anticulterano................................................. 142 Una rehabilitación de lo «culto»..................................... 148 Las dos patrias del Fénix.................................................. 155

o las dos patrias del

IX. Más acá de la nada. Huecos y vacíos en la escritura barroca............................. 159 Jugando con la nada......................................................... 162 Huecos y vacíos. La oquedad en el texto literario........... 169 X. Primores de lo jocoserio................................................. 183 XI. La literatura como juego (de Gil de Biedma al Lazarillo)........................................... 203 A modo de epílogo Gentleman Claudio (recordando a Claudio Guillén) ...... 223 Nota de procedencias........................................................... 227 Bibliografía.......................................................................... 231 Índice onomástico................................................................ 259

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A modo de prólogo «Hacer juego del más encendido fuego»

Extremosa es, desde luego, la recomendación de Gracián que me sirve de epígrafe para la ineludible (nunca mejor dicho) prolusión de estos Envites del talante literario. Y más aún, si se tiene en cuenta que el jesuita aragonés la da como «único arbitrio de cordura»1. Sin embargo, el autor de El Discreto, al arrimo de una socorrida paronimia, apunta así con acierto hacia uno de los remedios que proporciona la literatura cuando arde el deseo de vivir, o de escribir, que viene a ser lo mismo para la gran mayoría de quienes aparecen en la serie de capítulos que constituyen el presente volumen. E incluso de los que no aparecen: no pueden estar, por cierto, todos los que son. Garcilaso, por ejemplo, el «dulcísimo Garcilaso», quien escribiera al final de un soneto: «De tan hermoso fuego consumido / nunca fue corazón», haciendo de la sinceridad una «ingeniosa ficción» (Gracián dixit) y la regla más obvia de su juego poético. La literatura como juego es, fundamentalmente, el objeto de esos capítulos, pregonando el último de ellos, desde su título, un programa tan general en su formulación como necesitado de una aclaración previa a la hora de realizarse. No se trata, claro está, del juego, o de los juegos en la literatura. Ese es otro tema, no del todo dispar, puesto que pueden darse casos, y no pocos, de juego literario con los juegos, es decir, de juego en cierta forma redoblado, como consta en el primer capítulo de esta miscelánea. En los otros diez capítulos, los juegos propiamente dichos, o sea, los (a veces mal) 1. Gracián, El Discreto, Realce IX, «No estar siempre de burlas. Sátira» (ed. 1997, p. 233).

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llamados juegos de sociedad, no figuran para nada. Es la práctica literaria, ejemplificada en varios textos, la que está analizada como una actividad “lúdica”, valga ese adjetivo como una concesión al uso común (véase infra, p. 192). Estudiar la literatura como (un) juego no es sino una manera, entre otras, de acercarse a los autores que saben aunar la trama de la ficción con los hilos de la dicción2. Pero aquí, la aclaración debe extenderse mínimamente al método: no puede prescindirse de un escarceo teórico. Desde el famoso ensayo de Johan Huizinga, Homo ludens (1938), se viene considerando que el juego puede servir de modo eficaz como símil hermenéutico al proponer un paradigma para las actividades humanas, en particular aquellas que suelen apreciarse como superiores; y así ha pasado a ser un arquetipo intelectual. En la dimensión paradigmática del concepto de juego, y de propensión al juego (Triebspiel, según Schiller), radican los análisis de una multitud de filósofos, antropólogos y lingüistas que han teorizado el fenómeno lúdico, en la línea de Huizinga, y también de Roger Caillois (Les Jeux et les Hommes, 1958). La literatura y la lectura, tenidas por actividades superiores, se han beneficiado naturalmente de esos sabios análisis, más allá de la simple mención de juegos en textos literarios3. No han faltado las disquisiciones sobre lo que, en dichos textos, participa del ludere o del jocari. Tampoco ha dejado de acudirse a la distinción entre game y play. Y no siempre se ha sabido renunciar al uso de los “ludemas” a efectos demostrativos. De todo aquello, procuro dar honradamente cuenta en mis propias reflexiones (infra, pp. 211-216), huyendo de ponerle flecos y alamares a una problemática de por sí suficientemente aparatosa. Ne sutor ultra crepidam. Sin abusar más de la prolepsis, diré que mi método se inspira en la aventura intelectual de Antoine Compagnon, quien ha llegado a desconfiar del demonio de la teoría («Que reste-t-il de nos 2. Genette, Fiction et diction, 1991 (trad. española, 1993). En este libro, que consta de cuatro estudios concisos, el crítico desiste de formular la famosa pregunta «¿Qué es la literatura?» para procurar contestar a esta otra, más pragmática: «¿Cuándo es (o hay) literatura?». 3. Véase, infra, pp. 203-204, un elenco bibliográfico de trabajos sobre el tema. Merece señalarse al respecto el ensayo de un sutil periodista: De libertades fantasmas o de la literatura como juego (Colina, 2013).

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amours?»), abogando por el sentido común4. Aplicada a mi propia investigación, esa actitud me ha llevado a la conclusión de que podía conformarme con partir del hecho de que el juego, referido a la literatura como a otras actividades, implica a la vez libertad y norma, o fantasía creativa y ejercicio riguroso. El juego de la literatura supone, por tanto, una cierta disposición de ánimo y una determinada manera de pensar y de escribir. Un talante, en fin, que se manifiesta por unos desafíos, unas apuestas, unos envites. De ahí el rótulo de mi empresa, que se presenta como una exploración a través de un espacio ampliamente acotado: la literatura española en sus tiempos áureos. *

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Las once etapas de ese viaje no requieren una cumplida elucidación. Pero merecen, tal vez, una evocación para el lector apresurado. Vamos, pues, a escape. Las barajas poéticas de la Edad de Oro (cap. I) no necesitan que se pongan las cartas boca arriba. El amor tahúr, la erótica fullera, el naipe en el infierno de la sátira se presentan ahí en un lenguaje que conserva su encanto, en gran parte porque lo hemos perdido. Perdido también, el «peregrino» de las Soledades gongorinas, cuyos pasos le llevan desde el principio al destierro y cuya melancolía se perfila, con su sol negro, a lo largo y a lo ancho de la inmensa silva, «suma encarnación» del lenguaje poético, en la que Góngora, según Jorge Guillén, «se ha jugado [la vida] con más fortuna» que nadie, «éxito maravilloso» (caps. II y III). Como un excurso fuera de las tierras de España, se recuerda luego el malentendido de la recepción de Góngora en la Francia del siglo xx a partir de la tramposa comparación con Mallarmé. Pero se insiste sobre todo en los lances de los creadores y críticos admiradores de la osadía propia del poeta cordobés. Y se examina con atención, en sus repetidas partidas, el atrevido juego de los traductores (cap. IV). A Quevedo están dedicados los dos capítulos siguientes. Primero para ilustrar cómo utiliza el material léxico del juego en todas sus 4. Compagnon, Le Démon de la théorie. Littérature et sens commun, 1998 (trad. española, 2015).

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ficciones literarias, hasta el punto de convertirse en un «tahúr de vocablos», con lo cual nos damos cuenta de que el juego era parte integrante y vital de su cultura. Ese Quevedo ludens se manifiesta tanto en sus poesías amorosas como satíricas, y con la misma inventiva en La Hora de todos que en el Buscón (cap. V). En cuanto a los Sueños, si no acogen mucho vocabulario del naipe en los cinco «discursos», ostentan en cambio una extraordinaria armazón lúdica en sus diversos preliminares, donde la provocación corre parejas con el juego (cap. VI). Lope de Vega no juega en absoluto de la misma manera, por lo menos en La Dorotea, esa «acción en prosa» sobre la que me demoro en otros dos capítulos. En su senectud desazonada y con unos visos indudablemente autobiográficos, el Fénix entreteje de modo muy sutil los hilos del castigo y de la venganza en una intensa relación amorosa, sin adoptar de forma continua el tono de la tragedia. Valiéndose con frecuencia de la ironía para distanciarse de los sentimientos de los protagonistas, así como de su lenguaje nutrido de una erudición ridícula, Lope realiza una obra a la vez muy compleja y equilibrada (cap. VII). Hay, además, en un extenso episodio de la misma, un tema que se entrecruza con el del amor/desamor: la rivalidad con los «pájaros nuevos» partidarios de la expresión culterana. En esa polémica en torno a la «nueva religión poética» que practican los secuaces de Góngora, Lope ejerce de «fiscal de la lengua». Pero juega ese papel con buen humor y sin condena radical. Tratando al alimón dos temas, declara simultáneamente su amor a sus dos «patrias»: las mujeres y la lengua, reunidas las dos en una obra maestra, ejemplarmente jocoseria (cap. VIII). Los tres últimos capítulos, más largos que los anteriores, no están dedicados a ningún autor ni texto en particular. Se trata de dos intentos de definición de unos términos cuyo uso resulta a veces problemático, por una parte, y de una recapitulación a trancos de lo expuesto con mayor o menor detenimiento en todo el volumen, por otra parte. De la «nada», poco puede decirse para definirla que no sea redundante. En cambio, los autores barrocos (y, entre ellos, Gracián en particular) no dejaron de jugar con ese concepto, buscándole una eficacia estética o moral. Mucho más complicada es la definición

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respectiva de «hueco» y de «vacío», dos términos que los mismos autores también manejaron con frecuencia, y que conviene distinguir en su aplicación textual, justamente cuando hacen juego. Asimismo, a nivel conceptual, llama la atención el recurso a la oquedad y al vacío en la construcción lúdica de ficciones literarias (cap. IX). El adjetivo «jocoserio», acuñado ya en tiempos de Quevedo, también merece un lugar en mi encuesta. Como palabra compuesta, a veces con una ordenación inversa de los dos términos opuestos, ese adjetivo remite finalmente a un «estilo», en el sentido en que es una manera absoluta de ver y decir las cosas (selon Flaubert). Una manera absoluta, pero no unívoca, siendo la primorosa mezcla de lo trágico con lo cómico, y de las veras con las burlas. Una manera que podría pensarse como una propensión, y quizá como una especificidad de la literatura española (cap. X). Confiando más que nunca en el calado de la aproximación filológica y partiendo de un poema de Gil de Biedma («El juego de hacer versos»), recalco en el último capítulo lo razonado en los capítulos anteriores, que puede cifrarse en esta sobria afirmación de Eugenio Asensio: «El placer del juego es inherente a la tarea literaria»5. Y para terminar, hago hincapié en la alusión como proceder literalmente vinculado con el juego (ad-ludere), hasta el punto de que no permite siempre ganar en lo sugerido tanto como pierde en lo implícito. Pero en esa pérdida, que genera un placer inquieto, radica la mayor virtud de la literatura. De ahí que me atreviera a definirla, en una amplificatio desmesurada, como el mundo de las alusiones perdidas (cap. XI). Esta colectánea se cierra, a modo de epílogo, con una breve semblanza de Claudio Guillén, recordando al entrañable amigo, a ese gentleman erudito, modelo de fair play en el gremio universitario. *

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5. Asensio, 1971, p. 190. El placer del juego es extensivo, por supuesto, a la vida toda, si bien con un interrogante. Cf. Baudelaire: «La vie n’a qu’un charme vrai; c’est le charme du Jeu. Mais s’il nous est indifférent de gagner ou de perdre?» (Fusées, VI, ed. 1961, p. 1252).

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He estado mucho tiempo remiso a reunir en un volumen misceláneo mis trabajos sobre la literatura como juego, en una perspectiva más amplia que la de mis trabajos anteriores sobre el léxico, la semántica y la poética del naipe. Bien es verdad que mi interés por lo lúdico no es de ayer. Se remonta a mis años de aprendizaje como investigador, con la edición crítica de los Días geniales o lúdicros de Rodrigo Caro (1978). Con ese texto del anticuario andaluz, en absoluto «genial» y menos aún «lúdicro» (tampoco –hélas!– «lúbrico», como reza algún que otro catálogo: «Días geniales o [sic] lúbricos»), entré de rondón en la arqueología del tema, descubriendo los extraños encantos de la erudición, así como sus órdagos y sus trampas (se sabe que «no es sordo el mar: la erudición engaña», Soledades I, v. 172). Pero no debí de perder demasiado el tiempo, por lo menos para ir siguiendo con una investigación minuciosa sobre las Figures du jeu. Études léxico-sémantiques sur le jeu de cartes en Espagne (xvie-xviiie siècle), que fue mi tesis doctoral, publicada en 1987. En este primer libro, mi propósito era dar claves útiles para entender la letra de no pocos textos de autores del Siglo de Oro, puesto que sus contemporáneos sabían cosas que los lectores de hoy no alcanzamos sino laboriosamente. En un segundo libro, Márgenes literarios del juego. Una poética del naipe. Siglos xvi-xviii (1990), me interesé por la metáfora naipesca tal y como se aprovechó en una variada cáfila de textos, tanto para evocar amores como para componer sátiras, hablar de Dios y de sus santos (naipes a lo divino), o dar cuenta de la historia (naipes a lo político), acudiendo en este último caso a la retórica del envite y a la simbólica de lo aleatorio. En esta amplia encuesta no dejé de cruzarme con el «floreo de Vilhán» en las Novelas ejemplares y con el «paciencia y barajar» de Durandarte en el Quijote, entre un montón de expresiones naipescas que atestiguan que al Manco de Lepanto, no solo le venía bien confesar su edad con términos de la «primera», sino que era aficionado a las cartas. Y esa propensión al juego la manifestó a otro nivel, en su propia escritura, en la concepción y construcción de sus obras, más allá de la eutrapelia celebrada en la aprobación de las Novelas ejemplares. Dicha propensión puede ilustrarse de muchas maneras, por ejemplo, con el sutil juego del deseo en el Persiles o con la deliberada elusión del apócrifo en la Segunda parte del Quijote. Tanto

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es así que, comentando su lectura de la genial novela, Foucault no dudó en hablar de un «théâtre ludique». Conque el juego del novelista provoca al intérprete e influye sobre su juego lectivo. Estas observaciones dieron lugar, por mi parte, a una serie de trabajos, publicados e inéditos, que me decidí a juntar en un volumen bajo el título de Apuntes y despuntes cervantinos (2016), acrecentando sin rubor la hojarasca de las conmemoraciones. Al lanzarme en la preparación de estos Envites, que se presentan ahora con unas señas de identidad que proceden en parte del título inicial del último de los trabajos aquí reunidos, mi intención era reproducirlos sin refundirlos siquiera. No ha podido ser así, por varias razones que tienen que ver con la irrisoria conjunción de la vanidad profesional y de los escrúpulos intelectuales. Me he visto, por tanto, obligado a intervenir más de lo que pensaba que fuera conveniente al emprender esta recopilación, hace tiempo. No han sido vanas esa demora y esa exigencia. Pero hoy me doy cuenta de que, a pesar de mis esfuerzos, el conjunto de estos once capítulos no deja de ser un volumen cuya evidente heterogeneidad estructural condice difícilmente con una militante coherencia temática. Y me viene entonces a la mente el cruel recuerdo de lo que le dice Cervantes a su «ilustre o quier plebeyo» lector, a raíz del cuento del loco sevillano en el prólogo de la Segunda parte del Quijote: «¿Pensará vuestra merced ahora que es poco trabajo hacer un libro?». A falta, pues, de componer un verdadero libro, he considerado que era imprescindible renovar estos empecatados Envites para una partida a carta cabal, arrogándome –como el coquetón de Montaigne– el derecho de añadirle a esa «marquetería mal unida», cada vez que me pareciera deseable, «alguna incrustación supernumeraria»6. Con lo cual, modestia aparte, espero haberme puesto en condiciones para producir un ensayo honroso, amén de azaroso. Como final del juego. El presente volumen tenía, sin embargo, que cumplir con las normas académicas. Por eso, lleva notas a pie de página con las 6. Essais, III, 9: «Mon livre est tousjours un. Sauf qu’à mesure qu’on se met à le renouveller afin que l’acheteur ne s’en aille les mains du tout vuides, je me donne loy d’y attacher (comme ce n’est qu’une marqueterie mal jointe), quelque embleme supernuméraire» (en la edición de 1958, tomo III, p. 198; en la traducción española de 2007, p. 1436).

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referencias mínimas para el curioso lector, que podrá acudir, si quiere una información cabal, a la «Bibliografía» final (pp. 231-258). Esa bibliografía general, ya bastante abultada, no ha sido actualizada más de la cuenta, es decir, sin abusar de los recursos que prodiga la era digital: tan solo aporta, en ocasiones, los complementos que resultan pertinentes. *

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Para concluir, quiero expresar muy sinceramente mi gratitud a unas cuantas personas. Primero a quienes han autorizado la refundición de esa decena de trabajos ya publicados, en revistas o en obras colectivas (cuya lista consta en una «Nota de procedencias», pp. 227-229). Luego, a quienes han hecho posible –en distintos planos– la realización del presente volumen: Elisa Borsari (otra vez, esta, en San Millán), Christelle Pellier y Ana Cristina Mayorga (en la Casa de Velázquez), Marisol Arredondo (entre Bretteville y Madrid), así como, por supuesto, Simón Bernal (en Iberoamericana Vervuert). No puedo cerrar este preludio sin recordar, justamente, a Klaus Vervuert y su cordial acogida cuando fui a presentarle el proyecto de edición de estos Envites, en el claroscuro de una tarde de otoño. También están presentes en mi memoria las figuras de aquellos amigos y maestros, a quienes debo lo mejor de mis vivencias de hispanista (algunos aparecen aquí nombrados, entre epígrafes y epílogo). Más presente aún –si bien de distinto modo– está el recuerdo de mis padres, igualmente fallecidos. Todos, y cada cual a su manera, me han dejado algo suyo, entre legado y herencia. Herencia sin testamento previo7. Pero legado con sabia generosidad, que ayuda a pensar, a imaginar, a vivir. Bretteville, «Le Clos», septiembre de 2018

7. Cf. René Char: «Notre héritage n’est précédé d’aucun testament» (Feuillets d’Hypnos, ed. 1967, p. 102).

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I. Barajas poéticas en la Edad de Oro

«Avnque en barajas mezcláis todas las cartas, señor, se os ha entendido la flor con que de mano ganáis. A todos las apostáis con poder tan absoluto que, al pagaros el tributo en el Parnaso, guisados con manjares sazonados, hazéis dar a essa flor fruto». Ana Abarca de Bolea1

Asociar la poesía y el juego no es pensar forzosa y exclusivamente en el poeta ludens de marras, aquel autor de disparates y chistes, fatrasies que han ido mereciendo, cada vez más, la atención de los estudiosos2. Esa poesía, deliberadamente “jocosa”, no es en absoluto 1. Esta décima de doña Ana Francisca Abarca de Bolea y Mur, monja del Císter y abadesa del convento de Casbas, figura entre los preliminares del Entretenimiento de las musas en esta baraxa nueva de versos de Francisco de la Torre y Sevil, 1654. En estos preliminares, también puede leerse esta invitación de Francisco Diego de Sayas Ravaneda y Ortubia, cronista del Reino de Aragón: «Generosos taures de las musas / pías, claras, infusas, / venid, venid al juego / de la Baraxa nueva […]» (ed. de 1987, p. 82). 2. Véanse Periñán, 1979 y 2006, así como Navarro Durán, 1989. Merecen mencionarse aquí las «Coplas de disparates» y demás «Rimas del Incógnito» publicadas por Foulché-Delbosc en distintos tomos de la Revue Hispanique (1902, 1903, 1915, 1917), así como el «Supplément aux Coplas de disparates» publicado por Chevalier y Jammes, 1962. Sobre el disparate «considerado como una forma poética del pensamiento», siguen siendo imprescindibles las observaciones de

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la única en merecer el calificativo –harto impreciso– de “lúdica”, porque en cierto modo toda poesía es juego. Ahí importa mucho, desde luego, el punto de vista. Y, por cierto, cabe recordar que, en su pionero e imprescindible ensayo teórico sobre el juego, Homo ludens, Johan Huizinga dedica dos capítulos a la poesía, declarando su carácter fundamentalmente lúdico3. De manera que el poeta, en general y en particular, puede efectivamente definirse como homo ludens. Convendría interrogarse sobre lo “lúdico”, concepto relativamente moderno y del cual se usa y abusa cada día más. No es este el lugar apropiado para tales interrogaciones4. Además no han faltado, principalmente entre los años 1950 y 1980, seguidores y émulos de Huizinga5. Solo me permitiré apuntar lo siguiente: si se admite que el juego, como actitud y como actividad, implica a la vez libertad y regla, siendo paradójicamente anhelo de libertad y pasión de regla, entonces la poesía es naturalmente un juego, y hablar de poesía “lúdica” es, por tanto, incurrir en pleonasmo. Lo “lúdico”, en esta hipótesis, deja de confundirse con lo “jocoso”, quedando descartada la fácil y falsa antítesis juego/seriedad. La poesía es juego, porque la norma del verso se yuxtapone a la fantasía de las imágenes, corriendo parejas la métrica con la semántica. Y en ese juego, todos los envites proceden evidentemente del lenguaje, en el cual confía el poeta para dilucidar la verdad. El poeta, hombre lúcido a la par que lúdico: no en vano, quizá, lo sugiere la paronomasia. Congénita lucidez del juego6.

3.

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Bergamín, quien recoge, entre otras, esta afirmación «insuperable» de Gómez de la Serna, en su Teoría del disparate (1921): «El disparate es la forma más sincera, pues, de la literatura» (Bergamín, 1936; en la ed. de 1981, pp. 29-57). Huizinga [1938], trad. española 1968, cap. 7 («Juego y poesía») y cap. 8 («Papel de la figuración poética»). Puede consultarse también Leide, 1963, 2 vols. (el segundo volumen está dedicado a la descripción de los juegos lingüísticos, con excelente bibliografía; el primero es un ensayo sobre la poesía como juego). Para textos españoles, es de interés la documentación reunida por Infantes, 2014 («El juego como concepto lúdico en la literatura», pp. 23-47). Sobre la palabra “lúdico”, véanse algunas observaciones en el cap. X del presente volumen, «Primores de lo jocoserio», p. 192. Cf. Étienvre, 1990, pp. 276-279 y 292 (n. 43). Para referencias más recientes, véase infra, pp. 203-204 (n. 2). Véanse al respecto los comentarios de Genette, 1982, pp. 452-453.

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I. Barajas poéticas en la Edad de Oro

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Ahora bien, no hablaré aquí del lenguaje como juego, tema por cierto inagotable, hasta el punto de que tal vez sería más rápido buscar primero lo que, en el lenguaje (o, por lo menos, en su modalidad literaria), no es juego. Voy a hablar, al revés y más modestamente, del juego como lenguaje, ciñéndome a un lenguaje histórica y genéricamente determinado: la poesía española de la Edad de Oro, y a un juego que, durante ese par de siglos, vino a ser el juego por antonomasia: los naipes.

Naipes moralizados y barajas poéticas Juego omnipresente en la sociedad española de los siglos xvi y xvii, según numerosísimos testimonios que dan al fenómeno por verdaderamente endémico, los naipes invaden también la literatura, siendo seguramente esta invasión verbal la mejor prueba –aunque en segundo grado– del fenómeno social observado por viajeros y memorialistas. Digo “en segundo grado”, porque los naipes aparecen en la literatura más bien como motivo que como tema. Esta distinción tema/motivo, que es una de las más trilladas del formalismo, resulta socorrida e incluso procedente para conferirle estatuto poético a un material tan humilde. Como se sabe, el tema es aquello de lo que se habla y da unidad al texto; el motivo sirve para la elaboración del tema y contribuye a la expresividad del texto. En la poesía de la Edad de Oro, se habla poquísimas veces, en realidad, de los naipes; se habla muchísimas veces, en cambio, con los naipes; entiéndase por supuesto: en lenguaje naipesco7. De los naipes nos dicen algo Luis de Escobar y Cristóbal Pérez de Herrera, en sus enigmas8. También Juan de la Cueva, en unos insulsos endecasílabos que evocan a Vilhán, supuesto inventor de 7. Para el uso del lenguaje naipesco en el teatro del siglo xvii, pueden consultarse los apuntes sugestivos de Pérez, 1981. Para una época muy posterior (18421918) y en una perspectiva «estructural y funcional», cf. Peláez Pérez, 2005. 8. Escobar, 1545, preguntas 308 (fol. XCVr), 350 (fol. CVIv) y 371 (fol. CIXv); Pérez de Herrera [1618], ed. 1943, enigmas 118 (pp. 31 y 116) y 224 (pp. 52 y 134). Ambas colecciones incluyen igualmente enigmas sobre los dados y el ajedrez. Sobre los naipes, véanse también adivinanzas recogidas por García de Enterría y Hurtado Torres, 1981, pp. 45 y 59.

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ese juego9. También Rosas de Oquendo, en su cartapacio de poemas (y ya no se trata de la península, sino del Perú)10. Pero, aunque añadamos a estos versos un soneto de Bartolomé Leonardo de Argensola, algunos tercetos de Rey de Artieda y un par de composiciones académicas11, solo llegamos a reunir un corpus ridículo. Ridículo y triste a la vez, porque dichos poetas, más que de los naipes, hablan contra los naipes, en una perspectiva moralizadora. Y su lenguaje es exclusivamente referencial: no explota para nada el simbolismo de la baraja. Menudean, sin embargo, los poetas que, moralizando los naipes, se escapan de esa corta referencialidad. Estos poetas no censuran el juego, sino que se aprovechan de él para honrar a Dios y a sus santos. Encontramos, efectivamente, en la poesía de la Edad de Oro, varios ejemplos de naipes a lo divino: desde una muy curiosa «ensalada del juego de la primera aplicada a Nuestra Señora», que descubrimos, a mediados del siglo xvi, en el Cancionero espiritual de Jorge de Montemayor, hasta una abrumadora serie de poemas que glosan en lenguaje naipesco un episodio de la predicación de San Francisco Javier y se editan en Valencia a finales del siglo xvii, pasando por un ingenioso romance de Lope de Vega, titulado «El juego del hombre», e incluido entre las «otras rimas sacras» impresas en 1625 con los Triunfos divinos. No insisto ahora sobre estos naipes 9. Cf. Étienvre, 1987, pp. 30-41. 10. Véanse Reyes, 1917, pp. 358-360, y Lasarte, 1986, pp. 77-93 (el comentario de la dilogía juego de azar/juego de amor, pp. 89-92). 11. Argensola, Rimas [c 1592-1631], «A un caballero muy noble y gran jugador», ed. 1974, I, pp. 173-174; Rey de Artieda, Discursos, epístolas y epigramas de Artemidoro, 1605, fols. 79v-81v. En la Academia pítima contra la ociosidad (Fréscano, verano de 1608), uno de los participantes («Deseoso Caminante») había de escribir un «discurso en verso castellano vituperando el juego»; pero este discurso, varias veces aludido en las actas manuscritas de dicha academia (Biblioteca Nacional de España, ms. 9396, fols. 117v, 202r, 244r-v), no está recogido en las mismas. Puede leerse, en cambio, un soneto «Contra el juego de la polla», de Hernando Pretel, en el Cancionero de la Academia de los Nocturnos de Valencia [1591-1594], ed. 1905-1912, tomo III, pp. 40-41. También para esta academia redactaron Manuel Ledesma y Gaspar Gracián dos discursos (en prosa) «contra el juego» y «de los juegos»: véanse, en las Actas de dicha Academia, las jornadas 37 (4-11-1592) y 76 (19-01-1594), Biblioteca Nacional de España, ms. Res. 33, fols. 31v-34r, y ms. Res. 34, fols. 136v-140r, respectivamente.

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moralizados, habiéndolos recopilado y examinado, junto con el motivo folklórico de la baraja-misal, en un trabajo anterior12. Y, puesto que se trata de hablar con naipes, conviene advertir de antemano que esta es una expresión que, en la poesía cancioneril, se ha tomado al pie de la letra. Pienso en un poema inserto en el Cancionero general (1511) de Hernando del Castillo: un «juego trobado», que es la primera de las obras de Pinar, juego «con el qual se puede jugar como con dados o naypes» y en el cual «las coplas son los naypes, y las quatro cosas que van en cada una dellas han de ser las suertes», según reza el título de dicho poema13. Es un texto que no dista mucho, ni por la fecha, ni por la forma (si bien es mucho más breve), del anónimo Libro del juego de las suertes valenciano (1515) o del Libro de motes de damas y caballeros, intitulado el juego de mandar (1535), de Luys Milán, también valenciano14. Pero hemos de recordar sobre todo, aunque tengamos que remontarnos a mediados del siglo xv, aquel Juego de naypes de Fernando de la Torre («el de Burgos», como se autodenomina), poema extraño que figura en el Cancionero de Estúñiga15. Este Juego de naypes es, a la vez, texto y baraja. O, mejor dicho, baraja antes de ser texto, porque los versos de cada una de las 48 coplas tenían que ir, respectivamente, en cada uno de los 48 naipes de una magnífica baraja preparada, según indicaciones muy puntuales del poeta, por un miniaturista de la corte. Esta baraja no se ha conservado, y cabe preguntarse si realmente se hizo. Pero el texto está ahí: comprobamos que se estructura como una verdadera baraja, y barruntamos que funciona como una gran máquina simbólica. «Máquina de imaginar», dice Alberto Couste desde el título de su ensayo dedicado al tarot16. Es una fórmula que puede aplicarse perfectamente al poema de Fernando de la Torre, contemporáneo (no lo olvidemos) de los 12. Cf. Étienvre, 1990, pp. 55-131. 13. Texto reproducido por Foulché-Delbosc, 1912-1915, II, pp. 559-566, núm. 952. 14. Del Libro de motes de damas y caballeros existe una ed. facsímil, con transcripción al catalán moderno y estudio muy documentado de García Morales, 1951. Para el Libro del juego de las suertes, véase la pulcra ed. de Navarro Durán, 1986. 15. Este Juego de naypes ha sido editado modernamente por Díez Garretas, 1983, pp. 212-232. Sobre naipes que presentan a la vez un texto y las figuras de la baraja, véase infra, p. 39 (n. 48). 16. Couste, 1972.

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tarocchi italianos. El poeta imagina unas rigurosas correspondencias entre los amores, los colores y los palos de la baraja. A los amores de monjas corresponden el rojo (o, más exactamente, el «colorado») y las espadas; a los amores de viudas, el negro y los bastos; a los amores de casadas, el azul y las copas; a los amores de doncellas, el verde y los oros. Nos resulta muy difícil hoy día el análisis de tan extraordinario sistema simbólico; me atrevo a pensar que puede residir su explicación en la heráldica, a través de obras como el Nobiliario de Ferrán Mexía17. Volvamos ahora a la Edad de Oro, en busca de semejantes barajas. No hemos de encontrarlas: el Juego de naypes de Fernando de la Torre es un texto singular (y no existe, que yo sepa, ningún otro comparable en toda la literatura europea). Pero, dos siglos más tarde, un casi homónimo del poeta de Burgos nos propone una baraja de otro tipo, aunque no menos poética. En 1654, efectivamente, Francisco de la Torre y Sevil, aragonés y amigo de Gracián, publica en Zaragoza una colección de poemas titulada Entretenimiento de las musas en esta baraxa nueva de versos, dividida en quatro manjares de asuntos sacros, heroicos, líricos y burlescos18. A cada uno de los «manjares» (i.e. palos)19 de la baraja corresponde una clase de «asuntos». A los oros corresponden los asuntos sacros; a las espadas, los asuntos heroicos; a las copas, los asuntos líricos; a los bastos, los asuntos burlescos. Son unas correspondencias que no han de extrañarnos, si tenemos en cuenta las interpretaciones simbólicas que de los naipes se dieron a lo largo y a lo ancho de ese par de siglos que constituyen el marco de nuestra observación20. Lo que sí, en cambio, debe llamar nuestra atención es que un poeta se valga de los naipes como de unos símbolos para calificar sus propios versos y estructurar su propio libro de poemas. El motivo naipesco se aplica aquí a la misma 17. No resulta convincente el comentario de Díez Garretas, 1983, pp. 58-60. Cf. Infantes, 2014, pp. 21-22. 18. Torre y Sevil [1654]. Ed. moderna por Alvar, 1987 (realización de un proyecto suyo muy antiguo, anunciado ya en 1947), con una amplia introducción. Sobre ese libro de poemas, véanse los trabajos de Fasquel, 2005 y García Aguilar, 2011 y 2012. 19. «Manjares» es la denominación usual de los palos de la baraja hasta muy entrado el siglo xvii (véase Étienvre, 1987, pp. 302-303 y n. 30). 20. Véase Étienvre, 1990, pp. 317-322.

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poesía: es un caso ejemplar, y probablemente un caso límite, que pone de manifiesto la insospechada riqueza de dicho motivo. El motivo naipesco, polisémico y plurifuncional, sirve para la elaboración de varios temas y contribuye a la expresividad de un crecido número de textos poéticos. Necesitaría más espacio para presentar algo que no fuese un catálogo apenas razonado. Por eso, solo daré unos cuantos ejemplos en que dicho motivo está aplicado al tema amoroso y al tema satírico (los cuales, por cierto, aparecen reunidos en no pocos textos), dejando naturalmente aparte los ya aludidos naipes a lo divino.

Amor tahúr, amor fullero La poesía cancioneril, que ya nos ha permitido descubrir la baraja imaginada por Fernando de la Torre y el «juego trovado» de Pinar, nos ofrece otras dos composiciones de tema amoroso naipesco. Se trata de unas coplas de Rodrigo Dávalos, insertas en el Cancionero de Juan Fernández de Costantina («Coplas de Rodrigo Daualos porque dio vnos naypes a su amiga, y ella le dixo que pusiesse el precio de lo que auian de jugar»)21 y de una canción de Garci Sánchez de Badajoz, publicada en el Cancionero general de 1520. Garci Sánchez, conocido por haber enloquecido de amor, escribió los siguientes versos, «porque auia jugado a los naypes con su amiga»: Pues vuestra merced ganó, yo en miraros me perdí; dauerme ganado assí, ¿qué tan contenta quedó? De mí ya es cosa sabida con el plazer que quedé, pues perdí quando jugué la libertad y la vida; pero si se contentó de ganar lo que perdí,

21. Texto reproducido por Foulché-Delbosc, 1914, p. 139, núm. 57.

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con más ganancia salí que vuestra merced quedó22.

Esta canción, que se parece mucho por la inspiración a las coplas de Rodrigo Dávalos, estriba en la antítesis perder/ganar. Es pura casuística amorosa, y prescinde totalmente de los términos propios del juego. A decir verdad, la partida no es metafórica, sino abstracta. Pero no todas las partidas amorosas son así. Otros poetas jugaron también (aunque más tarde) con sus amigas, y en sus versos no usaron de los naipes con tanta parsimonia. Así, por ejemplo, Antonio de Solís, ponderando en un romance las penas «que [le] causava la ausencia de tres Damas»: A Vos la Trinca más bella de la amorosa baraja a cuya brújula todos tienen la vida jugada23.

O Daniel Leví, más conocido bajo su nombre de poeta, Miguel de Barrios, haciendo el retrato de una dama «en metáphora del juego del hombre» y acumulando las imágenes naipescas a lo largo de catorce sextillas de pie quebrado: Con flor de tahúr Cupido te brujulea (Jazinta) la hermosura, aunque le tiene perdido ver que (siendo blanca) pinta tu figura […]24. 22. Ed. Castillo, 1980, p. 89, núm. 19. 23. Solís, Varias poesías sagradas y profanas [a 1686], ed. Sánchez Regueira, 1968, p. 347. Véase esta otra cuarteta del mismo Solís, sacada de un romance «A vna Dama que no respondía a muchas cartas de su Amante» y fundada sobre el equívoco carta misiva / carta de jugar: «¿Por qué baraxáis mis cartas, / si es que no jugáis? y ¿por / qué, si es juego, no me echáis / cartas con que juegue yo?» (ibíd., p. 156). 24. Barrios, Flor de Apolo [s.a., pero a 1664], pp. 123-124. Es la 2.a de una serie de 16 «Pinturas». La 14.a «Pintura» (p. 135) también está hecha «en metáphora de diversos juegos», empezando y terminando igualmente con imágenes naipescas.

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Los poetas, sin embargo, no se valieron del lenguaje del juego tanto para cantar sus amores como para dar rienda suelta a sus rencores. Las plumas tahurescas no suelen petrarquizar: al amor, le satirizan con más o menos acrimonia. Porque en el amor, como en el juego, los tahúres son casi siempre víctimas de los fulleros. O, mejor dicho, de las fulleras. Y puede advertirse, de pasada, que el adverbio «fulleramente» parece no encontrarse fuera de este contexto amoroso25. La afición o pasión, por muy ciega que sea, algún día descubre las trampas. La metáfora naipesca sirve entonces para expresar la desconfianza, el desengaño, la lucidez: metáfora lúdica para un amor lúcido. Véanse, entre muchos ejemplos, estas cuartetas sacadas del Romancero general («Oncena parte», romance que empieza por los versos «No quiero amores tan libres / que me puedan sujetar»): […] Y porque me vio picado, como si entrara a jugar, pensó que por desquitarme me ganara lo demás. Sepa pues, señora mía, que no me suelo picar tanto, que aunque soy tahúr, perdiendo, lo sé dejar. Y vuesa merced bien sabe que no he sido tan azar, que no me han salido encuentros con que podelle topar. […] Si es que me envidó de falso, también, señora, sabrá que siempre juego a primera en el querer y dejar. Y si va a quínola doble, también me sé descartar; que con puntos diferentes nunca echo el resto jamás. Sobre Daniel Leví de Barrios y la afición al juego en Ámsterdam, véase Copello, 2014. 25. «De tus mexillas las rosas […] / tan fulleramente hermosas» (en la 2.a «Pintura» de Miguel de Barrios citada en la nota anterior).

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Y aunque el contrario me envide, y tenga el siete y el as, porque no me acuda el seis, no me tengo que ahorcar. Y así, porque me conozca, la quiero desengañar; que si sabe en juntar mucho, yo sé mucho en barajar. Y que por largo que juegue y sepa más en doblar, también sé jugar doblado, si me quiero aventurar. […] Ya sé que no te da pena, aunque algún tiempo podrá: que las burlas del amor en veras suelen parar. […] Y pues estoy sin pasión, y tú sin pasión estás, retirémonos, señora, antes que perdamos más26.

Como ilustración de estas fullerías de amor27, tan solo citaré otros dos textos: — Un «Romance a la hermosa y taymada Nise», que abre el tercer volumen de la obra poética de Jacinto Alonso Maluenda, titulado Tropezón de la risa (1629): Nise, en donayre es primera, y chilindrón de claveles su boca, y sus blancas manos son garatusas de nieve.

26. Romancero general, ed. González Palencia, 1946, II, p. 48. Texto ya editado (pero con algún que otro error) por Durán en la Biblioteca de Autores Españoles, tomo XVI, p. 553. 27. Las fullerías de amor es el título de una comedia de Gaspar de Ávila, representada en Madrid en 1629 y de la cual solo se ha conservado la tercera jornada (véase la ed. de Wickersham Crawford, 1911).

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El trunfo28 de espadas sale de sus ojos, pues da muerte, y es de oros, quando taymada pide con cara de herege. Muy leída en su provecho, siempre juega al sacanete, y sin ser alguacil, rondas hacer en las bolsas quiere. Sospechóse que jugava al hombre, y vino a saberse, que dio el soplo una hinchazón al cabo de nueve meses. […] Es fullera por extremo, siempre gana y nunca pierde, y es garitera, en su casa procura que todo quede. […] Y hace promesa a su astucia de jugar tanto que llegue a ser la mayor tahúra, la más sutil, la más fértil de pandillas que conoce el interés, y promete que sean sus naypes hechos dos cincos de uñas que tiene. Los quales serán azares del pobre que los encuentre, del rico que los repare, y del bovo que los juegue29.

— Una «Sátira a vna dama mvy interesada» de un tal Luis Antonio, que reproduzco íntegramente, no por su calidad, sino por su pertinaz coherencia: En el garito de amor jugaua con vna niña, y no pienso parar más, 28. Variante de «triunfo» que se documenta en no pocos textos de los siglos xvi y xvii; véanse algunos ejemplos en Étienvre, 1990, p. 62, n. 15. 29. En la ed. de Juliá Martínez, 1951, II, pp. 194-197. Véase también en la ed. de Arellano, 1987, con una útil anotación, pp. 103-106.

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porque me ganó la dicha. Quando la busco por suerte, de tal suerte se desliça, que al conocerla en la cara por los pies se me despinta. Si yo me rindo, ella huye, pierdo quando se desvía, paro corto, y dize que no gusta de niñerías. Dize que su juego es cientos, y es porque tiene dos quintas en las manos, que a qualquiera gana baças, y repica. Siempre que juega a la flor, con declarada malicia busca Reyes, porque dize que las Coronas la obligan. El juego del truque dize que es mucho mejor que pintas, pero si no es con tres oros, nadie ha podido rendilla. Y quando juega al rentoy, no le falta la malilla, con que en echándola el resto, aceta, embida y rebida. Iuega al hombre, y haze bien, porque es tal su fullería, que quando no la dan triunfos, da codillo, y se retira30.

El amor tahúr y el amor fullero aparecen de esta forma en varios poemas más o menos fácilmente asequibles; pero deben de haberse perdido (o estar dispersos en cartapacios manuscritos) muchos versos que sacan su voz y letra, como los anteriores, del «garito del amor».

30. Nuevo plato de varios manjares para divertir el ocio, 1658, pp. 70-72.

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Erótica de la baraja La vena amatoria naipesca es particularmente lozana, porque los naipes pueden dar lugar también a unas metáforas simplemente eróticas. Estas tienen su origen en el significado doble (y, a veces, triple) de unos cuantos términos del juego, como son «bastos», «flux», «tenderete», «atravesar», «picar», etc. Pero es la muy hispánica «sota», sobre todo, la que permite las alusiones más picantes, como en estos versos de Góngora: […] Lo demás, Letrado amigo, que yo os pudiera decir, por mi fe que me ha rogado que lo calle el faldellín; aunque por brújula quiero (si estamos solos aquí) como a la sota de bastos descubriros el botín 31.

La sota es, efectivamente, la carta más ambigua de la baraja. Corresponde teóricamente al soldado de a pie en la jerarquía de las figuras; pero representa con frecuencia, para los españoles de los tiempos áureos, la mujer deshonesta, esa que precisamente deja asomar sus pies (e incluso sus piernas, cuando tiene «faldellín») en actitud provocativa. La erótica de la baraja se documenta en varios textos que pueden leerse en la «floresta» de poemas eróticos reunida y publicada por Alzieu, Jammes y Lissorgues32. En esa curiosa antología está recogido, por supuesto, aquel romance (impreso por primera vez en la «Tercera parte» [1593] de la Flor de varios romances nuevos) que empieza por los versos «Un grande tahúr de amor / y una jugadora tierna». En el comentario que acompaña la edición de este poema en la citada «floresta», se dice con razón que «representa, por su ingeniosidad, el acierto más perfecto de su género, es decir, en la 31. En la ed. de Millé, 1967, p. 111 (romance 32, «Dejad los libros ahora […]»). Véase el agudo comentario de Ynduráin, 1982, que puede completarse con Étienvre, 1990, pp. 305-316. 32. Poesía erótica del Siglo de Oro, 1975.

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transposición en sentido erótico de todas las palabras y expresiones pertenecientes al vocabulario de un juego […], concretamente del juego de la primera»33. Por tratarse de un texto bastante conocido (y de fácil consulta en la edición bien anotada de dicha antología), no lo transcribo aquí. Me parece, en cambio, interesante citar tres textos que no encuentro en ninguna colección de poesías eróticas: — Esta copla real, la cuarta (y última) de una «Réplica» de Sebastián de Horozco, «A el Doctor Pero Vázquez»: Éstos, sí se han engañado, juzgando mi mal ser gota; este juego se ha ganado por haber atravesado el basto contra la sota. pues ello ansí ha de ser, para poder conservallo no entiendo el juego perder, mientras pudiere tener los dos oros y el caballo34.

— Estos versos, sacados de un romance satírico atribuido a Quevedo y titulado «A los devotos de monjas»: […] Dejad el juego de monjas, que es inútil pasatiempo que se pasa en pasar cartas, estándose el basto quedo. No hagáis con ellas envites […]35.

33. Ibíd., p. 294, romance 141. Véanse además los textos núms. 93, 110, 111, 118, 120 y 123. 34. Horozco, Cancionero [a 1580], en la ed. de Weiner, 1975, p. 76 (notas, pp. 267-268). 35. Este romance, que figura en un códice de Poesías varias de la Biblioteca de la Catedral de Córdoba (ms. 196), está publicado por Buendía en su ed. de las Obras en verso de Quevedo, 1960, p. 365. Blecua, en cambio, no lo incluye en su ed. de la Poesía original completa, 1963.

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— Y este soneto, atribuido a Villamediana (y que se quedó inédito): A una señora que se facilitaba por dinero Éntrale el basto siempre a la doncella cuando de oros el hombre no ha fallado; espadas su manjar es descartado, porque lo quiere así la madre della. La malilla, aunque deje de tenella no perderá tanto, es lo que le ha entrado; y si quiere elegir, porque ha robado, él es la copa, y la malilla es ella. Quien entrare a jugar, quien hombre fuere, si de oros a triunfar no se dispone, nunca ganar aquesta polla espere. Carta de más, dinero no se pone en esta mano; antes quien la diere, su basto encima a la malilla pone36.

Observamos en este soneto, verdadera joya de la erótica de la baraja, un derroche de términos del juego de naipes; y he de confesar que no me resulta del todo claro el sentido de algunos versos37. El juego aludido es el juego del hombre, que encontramos, con la misma aplicación erótica, en otras composiciones debidas al propio conde de Villamediana o relacionadas con él. Así, por ejemplo, en un soneto «A la casa de una cortesana donde entró a vivir un pretendiente»: […] Esta trampa inventó su atrevimiento para jugar al hombre con tramoya38.

36. Biblioteca Nacional de España, ms. 5913, fol. 3r. Véase Rozas, 1964, p. 19, núm. 30. 37. Tampoco me parece muy clara (aunque sí probable) la aplicación erótica de las «flores» naipescas enumeradas por Vicente Espinel, en su Sátira a las damas de Sevilla [c 1578], vv. 142-150 (cf. la ed. y el comentario de Lara Garrido, 1979, p. 791 y notas pp. 802-803). 38. Obras, en la ed. de Rozas, 1980, p. 273.

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O en unas décimas anónimas que evocan las visitas nocturnas del conde, mencionando a «La Labradora», a «La Pichona», a «La Coja», así como al «padre de estas doncellas», y concluyendo de esta manera: […] juega con el conde al hombre, y el conde es hombre con ellas39.

Los amores de Villamediana, como se ve, no eran todos «reales». Algunos eran muy plebeyos. Y, si recordamos que fue desterrado de la corte por «grande exceso de juego»40, no debe sorprendernos demasiado que esos amores tuvieran, incidentalmente, expresión naipesca.

El naipe en el infierno de la sátira Sátira o, por lo menos, burla del amor a través del naipe. Pero también sátira del mismo tahúr y/o fullero a través de su propio lenguaje. En la Cozquilla del gusto (1629), de Jacinto Alonso Maluenda, encontramos este epitafio «A la muerte de un fullero»: Aqví vn tahúr singular yaze, de la muerte embargo, que con ser de nariz largo, nunca pudo oler azar. Fue, sin cantar, ruyseñor, y para tener florida la bolsa, toda su vida la passó de flor en flor41. 39. Décimas reproducidas por Rosales, 1969, p. 152. 40. Ibíd., pp. 147-148. 41. En la ed. de Juliá Martínez, I, p. 126. En el Bureo de las musas del Turia del mismo poeta, encontramos cuatro «Décimas a una mano» (se trata, por cierto, de una mano ambigua: mano de mujer y mano-partida de naipes), con el siguiente comentario, que aprovecha la imagen ya usada en la 2.a redondilla del epitafio citado supra: «Acabadas las Décimas referidas, […] se fueron las Musas a Tajo,

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Y, en la Noche de invierno (1662), de Gabriel Fernández de Rozas (el cual, por cierto, califica esa obra –ya en el título– de «Conversación sin naypes»), podemos leer este epigrama «A vno que auía jugado mucha hazienda, y por vna herida quedó tan manco, que no podía jugar»: ¿De qué te quexas, si fue tu mal para que despenes, pues con qué jugar no tienes, quando ya no tienes qué? Mas aguarda a quedar sano, que lo breue yo lo apuesto. ¿No es ella tuya? Pues presto jugarás (Lope) la mano42.

El mismo Fernández de Rozas es autor de una carta en versos, dirigida a don Román Montero, caballero de la Orden de Alcántara, «Estando [este] en Cádiz ausente de Madrid, por vna desgracia sobre el juego»43. Suelen ser anónimos, sin embargo, los jugadores víctimas de la sátira44. Y por ello conviene destacar una excepción, notable desde luego (y, como tal, muy significativa), la de un insigne poeta con fama de tahurazo: Góngora. Han de evocarse aquí, naturalmente, aquellos poemas satíricos escritos contra don Luis, y atribuidos a Quevedo. Son piezas bien conocidas desde que las publicó Miguel Artigas45; pero no resisto a la tentación de transcribir a continuación algunos versos, sacados de un «Epitafio»: Río que está junto a Fuentidueña. Que van de Río en Río como los fulleros, y los Ruyseñores de flor en flor» (ibíd., II, pp. 106-108). 42. Fernández de Rozas, 1662, fol. 122r. 43. Ibíd., fols. 92v-93r. Sobre este personaje y su afición al juego de naipes, véase Serralta, 1984 (en part. pp. 124-125). 44. La sátira del juego es permanente a lo largo y a lo ancho de los siglos xvi y xvii, desde el Tratado muy útil y provechoso en reprobación de los juegos, de Diego del Castillo (1528, reimpreso en 1557 bajo el título de Sátyra e invectiva contra los tahúres), hasta El día de fiesta por la mañana, de Juan de Zabaleta (1654, cap. X «El tahúr»). Véase también El día de la fiesta por la tarde, del mismo autor (1660, cap. III «La casa de juego»). Ambos textos han sido reeditados, en un solo volumen, por Cuevas, 1983 (los capítulos evocados, pp. 168-174 y 339-348). 45. Artigas, 1925, pp. 42 y 377-378.

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[…] Ordenado de quínolas estaba, pues desde prima a nona las rezaba; sacerdote de Venus y de Baco, caca en los versos y en garito Caco. La sotana traía por sota, más que no por clerecía. […] Clérigo, al fin, de devoción tan brava, que, en lugar de rezar, brujuleaba; tan hecho a tablajero el mentecato, que hasta su salvación metió a barato. […] Vivió en la ley del juego, y murió en la del naipe, loco y ciego […]. Y si estuviera en penas, imagino, de su tahúr infame desatino, si se lo preguntaran, que deseara más que le sacaran, cargado de tizones y cadenas, del naipe, que de penas […]46.

Es de recordar asimismo este soneto, cuyo segundo terceto constituye también un cruel epitafio naipesco: Tantos años y tantos todo el día; menos hombre, más Dios, Góngora hermano. No altar, garito sí; poco cristiano, mucho tahúr; no clérigo, sí arpía. Alzar, no a Dios, ¡extraña clerecía!, misal apenas, naipe cotidiano; sacar lengua y barato, viejo y vano, son sus misas, no templo y sacristía. Los que güelen tu musa y tus emplastos cuando en canas y arrugas te amortajas, tal epitafio dan a tu locura: «Yace aquí el capellán del rey de bastos, que en Córdoba nació, murió en Barajas y en las Pintas le dieron sepultura»47.

46. En la ed. de Blecua, 1963, núm. 840, p. 1179. 47. Ibíd., núm. 833, p. 1174. Véase también el poema núm. 841, pp. 1181-1184 (vv. 63-64, 92-94 y 117-118).

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¡Magnífico ejemplo de osmosis del tema y del motivo! En estos versos, los naipes se imponen juntamente como asunto y como lenguaje. Lenguaje del supuesto autor de estos epitafios satíricos; y lenguaje dirigido contra un poeta que lo entendía y manejaba perfectamente, aunque a veces de manera excesivamente ingeniosa, hasta el punto de plantearle problemas de comprensión a Salcedo Coronel, en la «declaración» del soneto «Sentéme a las riberas de un bufete / a jugar con el tiempo a la primera». En efecto, al llegar al primer terceto («Piérdase un vale […]»), el comentarista confiesa sus dudas: «Faltó D. Luis a la continuación de la metáfora en esto, pues auiendo dicho que quiso el embite, no podía perder el vale, que solamente se pierde quando el tercero no quiere al que embida. En esto harán mejor juizio los aficionados a semejante entretenimiento, que yo soy poco tahúr»48. Menudean en la poesía de Góngora las metáforas sacadas del juego de naipes. Y, cuando se hace un recuento sistemático de estas metáforas, aparecen unas cuantas palabras clave: «flux», «primera» 48. Salcedo Coronel, 1644, tomo II, pp. 522-524. Compárese con el soneto «A jugar me senté con la fortuna / el bajo cobre de mis verdes prados» incluido por Lope de Vega en el Acto III de su comedia Con su pan se lo coma (c 16131614; en la ed. nueva de la Real Academia Española, tomo IV, p. 327a). No es improcedente evocar aquí una Baraja Góngora creada por Ángeles Carmona para acompañar un insólito libro suyo titulado Góngora Ya(z), prologado por Fernando Arrabal y publicado en 2009 por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha. Este «ensayo ameno», escrito «sin complejos», propone una lectura de las Soledades a ritmo de jazz (de ahí el título). Las cuarenta cartas de la baraja, «lúdica herramienta adicional», llevan, por un lado, la numeración convencional de cada palo correspondiente y, por otro, las imágenes y los versos de la Soledad primera. Ese raro juego de las Soledades consiste en conseguir el mayor número posible de figuras retóricas según el color de cada verso (la regla, fundada en las combinaciones de color, es harto compleja). De la misma índole, pero con mayor afán y acierto creativo, es el Juego de cartas (1964) de Max Aub, novela cuyo texto se encuentra escrito en dos mazos de naipes, obra del pintor apócrifo Jusep Torres Campalans. Las cartas presentan una epístola por una cara y el dibujo de la baraja al que corresponde por la otra. Unas reglas de juego indican cómo manejarse en este conjunto de cartas que posibilitan múltiples recorridos de lectura de la novela. Véase la muy cuidada edición de ese Juego de cartas por la editorial Iberoamericana Vervuert (2019), con la transcripción del texto íntegro en edición crítica y la reproducción de los dos mazos de naipes en estuche aparte.

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(reunidas estas dos, las más veces, como suele ocurrir cuando se usan en sentido figurado), «sota», «flor», «brújula» y «brujulear», «fallar», etc., que están generalmente al servicio de la burla. Las mismas palabras se encuentran bajo la pluma de Quevedo, en cuya obra (tanto en prosa como en verso) ha sido igualmente rastreado este léxico particular. Sí, pluma tahuresca también, la de Quevedo, aunque con mayor tendencia a la sátira personal. Y cabe preguntarse, por cierto, a quién alude precisamente don Francisco, cuando pasa revista a los «amigos muertos», al principio (en casi todas las versiones) de su «Sátira del Infierno»: Allá queda barajando quien acá supo más cierto a cuántos venía su carta que si fuera del correo49.

Por la dilogía «carta de baraja» / «carta de correo», puede pensarse50 que el aludido es el ya citado conde de Villamediana, correo mayor del Reino y, como queda dicho, tahúr empedernido, que acaba de morir (agosto de 1622) cuando están impresos por primera vez estos versos (en la Primavera y flor de romances de 1623). Góngora, Quevedo, Villamediana: el naipe en el infierno de la sátira. Y la baraja entre manos de los mayores poetas.

Un lenguaje perdido No han de despreciarse, por tanto, los versos naipescos. Aun cuando se deben a más humildes plumas, a ingenios más cortos, 49. Cf. las distintas versiones de esta sátira en la ed. crítica de la Obra poética de Quevedo por Blecua, 1969-1981, tomo III, núm. 786, pp. 154-164. Para ese uso frecuente del léxico naipesco, véase infra el cap. V, «Quevedo ludens: la letra del tahúr» (pp. 93-106). 50. Hipótesis formulada por Fernández-Guerra, 1863, cols. 1305-1306, nota, 1. Hipótesis mejor fundada, desde luego, que esa otra (formulada por el mismo crítico, ibíd.) según la cual Pierres Papin, «señor de las baronías de Utrique» (Quijote, I, 18, ed. 2004, p. 208), es también alusión al conde de Villamediana y a… Utrecht; véase Étienvre, 2016, pp. 30-33.

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a poetas de tercer o cuarto orden. La verdad es que se trata, por lo general, de versos de poca calidad literaria. Pero, así y todo, no dejan de integrarse en el muy variado corpus poético de la Edad de Oro, ilustrando un motivo que debe tomarse en cuenta, no solo por su aplicación a distintos temas, sino también por su gran expresividad. Podría reunirse, desde luego, un curiosísimo Romancero de la baraja, que incluyera –amén de los poemas citados o simplemente evocados en las páginas anteriores– aquellas coplas que relatan unas partidas metafóricas entre cuantos aspiraron a gobernar España en cierta circunstancia. Estos naipes a lo político merecen, lo mismo que los naipes a lo divino, recogerse y examinarse como pertinentes indicios de una mentalidad e irrebatible testimonio de la vigencia de un lenguaje figurado51. Los juegos de naipes que sirven de fundamento a ese lenguaje figurado ya no forman parte de nuestra experiencia; pero dicho lenguaje aflora por doquier en unos textos que seguimos leyendo, y lo poco que hoy día sabemos de estos juegos procede esencialmente del uso metafórico de lo que fue un lenguaje práctico. Un lenguaje común, por cierto, que ha venido a ser un lenguaje perdido. Ese lenguaje naipesco, en los siglos xvi y xvii, no era ningún idiolecto creado por unos pocos individuos. No puede reducirse a un sociolecto, léxico privativo del marginalismo al uso52. No es propio, para ceñirnos al género que aquí nos interesa, de la poesía germanesca (en la cual, además, tiene principalmente una función referencial), sino que se encuentra en varios tipos de poesía, desde la poesía religiosa hasta la poesía erótica, como se ha visto. Y, ya que íbamos a buscar en la poesía este lenguaje perdido, hemos comprobado que en ella aparece antes que en los demás géneros literarios: el simbólico Juego de naypes de Fernando de la Torre pertenece todavía 51. Véanse varios ejemplos de naipes a lo político recogidos y comentados en Étienvre, 1990, pp. 163-294. Para los naipes a lo divino, véase supra, pp. 24-25. 52. En realidad, pocas palabras del juego merecen incluirse, como tales, en un Léxico del marginalismo del Siglo de Oro. Me refiero por supuesto al trabajo, por otra parte muy útil, de Alonso Hernández, 1977. No está en absoluto probado que «tahúres y fulleros» formen un grupo social aparte (equiparable a las prostitutas y a los rufianes o valentones; véase en la «Introducción» a dicho trabajo, pp. XII-XIII). Para el juego de naipes propiamente dicho en el Siglo de Oro, véase el muy completo Léxico de Chamorro, 2005.

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a la poesía medieval, anticipándose mucho a la Matraca de jugadores de Diego Sánchez de Badajoz (farsa moral que es la primera obra teatral en acoger los naipes) y más aún, por supuesto, a los garitos de la novela picaresca. Se observará, asimismo, que la aplicación del lenguaje naipesco a los temas satíricos y amorosos es también muy anterior a la aparición de barajas caricaturescas y eróticas53, no siendo tan tardías las barajas políticas ni las barajas a lo divino54. En cualquier caso, el pictograma, esa emblemática imagen en la cartulina, tiene al respecto un indudable retraso, faltándole un privilegio que tiene el lenguaje: la metáfora. En la poesía de la Edad de Oro, el motivo del naipe se convierte en un verdadero leitmotiv, casi en un tópico. Porque el naipe es una metáfora trivial, que los poetas encuentran en su camino, cualesquiera que sean sus musas. Metáfora trivial y algo frívola, aunque sirva (recuérdese la lucidez del juego) a la expresión del desengaño, como en el estribillo de cierta letrilla de Quevedo: Este mundo es juego de bazas, que sólo el que roba triunfa y manda55.

La poesía naipesca no pretende ser sabia, y se evade pocas veces del arte menor. El juego como lenguaje no deja de ser juego. Juego con los juegos. Juego reduplicado, por tanto. Pero juego que es, quizá, la imagen más inmediata del lenguaje poético, tal como se ejemplifica en un maestro como Góngora, el cual se sienta con toda naturalidad «a jugar con el tiempo a la primera». Dicho juego está fundado en esa constante «alusión y elusión» que tan sagazmente analizó Dámaso Alonso, poniendo de relieve una función necesariamente lúdica en «toda verdadera poesía», puesto que «ésta no existe sin atraer a nuestro juego (al-ludere) elementos lejanos e impalpables, ni sin burlar o esquivar por 53. Las barajas caricaturescas (sin texto) no son anteriores al siglo xix (cf. Hoffmann, 1972, p. 48; para España, véase Alfaro Fournier, 1982, pp. 58-61). 54. Existen barajas de propaganda política (con texto) desde mediados del siglo xvi (cf. Hoffmann, 1972, p. 44). Francisco de Borja había inventado, ya en 1553, una piadosa baraja para Juana de Austria, princesa de Portugal y hermana de Felipe II (cf. «Naipes a lo divino […]», en Étienvre, 1990, pp. 57-60). 55. Poesía original completa, ed. de Blecua, 1963, núm. 647, pp. 693-695.

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completo (e-ludere) algunos de los que la realidad nos ofrece»56. El poeta juega con las palabras igual que el tahúr con los naipes: hace envites con el lenguaje y brujulea la realidad a través de las metáforas y demás figuras. Este es, por cierto y de manera extrema, el juego de Urganda la Desconocida –poetisa ludens y gran fullera– en aquellos enigmáticos (e irónicos) versos de cabo roto: […] que cuando todo es figucon ruines puntos se envi-57.

56. Alonso, «Alusión y elusión en la poesía de Góngora» [1928], en sus Estudios y ensayos gongorinos, 1960, pp. 92-113 (la frase transcrita, p. 111). Pedro de Valencia, en su famosa carta escrita a Góngora «en censura de sus poesías», refiriéndose a las «alusiones burlescas», evoca las «antiguas [materias] quae ludere solebas» (en la ed. de Millé, 1967, p. 1086). 57. «Al libro de Don Quijote de la Mancha, Urganda la Desconocida» (Quijote, 2004, p. 23). Sabido es (desde que lo demostró Bataillon, 1960) que estos versos aluden a los «indiscretos hieroglí[fícos]» de López de Úbeda, en La Pícara Justina. Esta alusión (desengañada) se hace con términos (parcialmente eludidos) del juego de la «primera».

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«Y es que don Luis se ha constituido un territorio aparte para residencia de su espíritu, al que llama Soledades. Se trata, como es bien sabido, de un texto inacabado, quizá porque el reino que en él describe, el reino de lo humano, es infinito. […] Góngora se ejercita en una peregrinación por su propio mundo, escapando del de todos. En éste, efectivamente, se siente extraño, forastero, y encarna en aquel peregrino que recorre, sin designio, selvas y playas irreales, embelleciéndolo todo, héroe barroco puro, voluntario Segismundo sin peripecia, entre cosas hermoseadas, pasmosamente construidas por palabras deslumbrantes: un paraíso verbal, al que se ha ido con el alma». Fernando Lázaro Carreter, La fuga del mundo como exilio interior, 1985

Obviamente no seré yo el primero (ni el último) en acudir, para glosarlo, al cuarteto inicial de la dedicatoria de las Soledades al duque de Béjar. Una dedicatoria que consta de treinta y siete versos y se presenta como un poema autónomo al frente del díptico constituido por la primera y la segunda Soledad, las cuales forman un conjunto muy complejo de más de dos mil versos. Ese conjunto, unido a la no menos (proporcionadamente) compleja dedicatoria, dio lugar muy pronto a una serie de comentarios polémicos que fundamentan todavía los debates de los críticos. Para examinar un motivo que ha de considerarse como una de las formas del exilio, una de las figuras literarias del exilio, acudiré pues a estos cuatro versos, tan repetidamente evocados:

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Pasos de un peregrino son errante cuantos me dictó versos dulce musa, en soledad confusa perdidos unos, otros inspirados.

Puede proponerse (y de hecho se ha propuesto) la paráfrasis siguiente: «Son pasos de un peregrino errante todos estos versos que me dictó una dulce musa, perdidos en soledad confusa los unos (los pasos), inspirados los otros (los versos)»1. Paráfrasis parcial y controvertible, porque no conviene excluir necesariamente que los «otros» (los versos) hayan sido también inspirados «en soledad confusa». Y además el quiasmo del cuarto verso («perdidos unos, otros inspirados») sugiere un trastrueque, de tal forma que tanto los pasos como los versos pueden haber sido igualmente «perdidos» e «inspirados», unos y otros «en soledad confusa». Esa lectura, que no es desde luego original, no merece que nos demoremos mucho en ella. Lo que sí, en cambio, merece un comentario más detenido es la equivalencia o la equiparación, en absoluto discutible, de los versos del poeta con los pasos del peregrino. Equivalencia o equiparación, que no identidad, porque la formulación «pasos son versos», o mejor dicho «versos son pasos», no deja ni pasa de ser una metáfora. Y esa metáfora es la que me interesa aquí en cuanto figura literaria del exilio, o más exactamente uso propio y original de una figura literaria del exilio2. *

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1. Soledades, 1994, con el comentario del editor, Robert Jammes, pp. 183-185. 2. El presente texto se leyó como conferencia en el congreso internacional Forme dell’esilio organizado por el Departamento de Iberística de la Universidad de Ca’ Foscari en Venecia, a finales de abril de 1995. Ateniéndome al enfoque de dicho congreso, prescindí entonces deliberadamente de la ingeniosa lectura que Maurice Molho había propuesto mucho tiempo antes para las Soledades, y en particular para ese cuarteto (Molho, 1960). Lectura desde luego pionera en muchos aspectos, que he tenido recientemente la oportunidad de analizar desde un punto de vista metodológico (Étienvre, 2018). Sobre el tema general «literatura y exilio», es de imprescindible consulta El sol de los desterrados […] de Claudio Guillén, 1995 (véase infra, en el Epílogo, pp. 225-226).

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II. Los pasos perdidos del peregrino en las Soledades

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La figura del «peregrino» es una de las más clásicas del exilio, sobre todo en su modalidad poético-sentimental: la del «peregrino de amor», que procede de Petrarca y Dante. Se trata de un tópico bien registrado y estudiado hasta su aprovechamiento en las mismas Soledades de Góngora3. En efecto, ya en el verso 9 de la Soledad Primera, el peregrino gongorino aparece como «náufrago y desdeñado, sobre ausente»4, dando al mar «lagrimosas de amor dulces querellas». Y volverá a aparecer en la misma situación, aunque expresándose esta vez (y muy rara vez) en primera persona mediante un «métrico llanto», al principio de la Soledad Segunda (vv. 116-171). Ese «peregrino de amor» es además una figura recurrente bajo la pluma de Góngora, porque lo encontramos ya, por ejemplo, en un soneto anterior, compuesto hacia 1594. Es un soneto que tiene varios títulos según los cartapacios, pero que suele recordarse por su primer verso: «Descaminado, enfermo, peregrino». Nos interesan además sus dos versos finales: «más le valiera [a dicho peregrino] errar en la montaña / que morir de la suerte que yo muero»5, porque ahí Góngora, con su voz y su yo de poeta, refiere la experiencia del «descaminado, enfermo, peregrino» como ajena, lo cual denuncia in fine una deuda con la tradición literaria. Sería fácil aducir más ejemplos que pondrían de manifiesto a la vez la recurrencia del motivo del «peregrino» en la obra de Góngora y la no identificación del mismo poeta con ese «peregrino»6. Ejemplos todos que nos llevarían a contradecir a un maestro tan respetable como Spitzer cuando afirma que «Góngora se pone siempre en escena como peregrino abandonado de todo el mundo»7. Porque no es así. Porque Góngora no se presenta nunca como peregrino, y tampoco presenta (lo cual es fundamental) al peregrino de sus Soledades como un hombre «abandonado de todo el mundo». 3. Cf. Vilanova, 1952 y 1974. 4. El adjetivo «ausente» ha de tomarse en el sentido clásico de «apartado», por cierto el único sentido que registra el Diccionario de Autoridades: «El que está apartado, distante, y no se halla en el lugar donde estaba, o se hace memoria de él». 5. En la ed. de Millé, 1967, p. 462. 6. Cf. Micó, 1990, pp. 99-102. 7. Citado por Carreira, 1986, p. 118 (n. 10).

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¿Quién es, pues, el innominado peregrino de las Soledades? Se nos aparece con pocas señas de identidad, aunque las suficientes para un esbozo de su semblanza. Es un joven aristócrata, hermoso, enamorado de una bellísima dama, cuyo desdén hizo que se exiliara de la corte. Ahí, tenía entrada en los palacios de los próceres, con probable ambición de ascenso, aunque el más ambicioso de sus deseos fue sin duda el objeto de su amor, inalcanzable. Su error –su «culpa», como él mismo confiesa en su «métrico llanto»8– fue ese atrevimiento. Una culpa que es típica y tópicamente la de Ícaro, y que tuvo como consecuencia su deliberado destierro, en el cual llegó a desear la muerte. Para resumirlo con las mismas palabras de Díaz de Rivas, un comentarista contemporáneo de Góngora, el «principal asunto» de las Soledades no es «sino la peregrinación de un Príncipe, persona grande, su ausencia y afectos dolientes en el destierro»9. Aunque el poema, mirándolo bien, es otra cosa. Puede considerarse incluso que ese «principal asunto» es propiamente marginal. Pero bien es verdad, en cualquier caso, que su protagonista es ese «peregrino», el cual de ninguna manera puede ser el trasunto del propio Góngora10. Ese protagonista, además de ser un peregrino y un caminante, es lógicamente un «forastero» o un «extranjero». Góngora utiliza las dos palabras para referirse a él en varias ocasiones. Parece ser, según un lexicógrafo contemporáneo del poeta, que esas dos palabras eran sinónimas11. Debía de tratarse más bien de una parasinonimia por la cual la palabra «extranjero» expresaba mayor alteridad. Esa extranjería, como componente de la personalidad del peregrino, forma también parte íntegra del semantismo del mismo concepto. Y, al 8. Soledad Segunda, vv. 112-171 (cf. la confesión expresa de la «culpa», v. 152). 9. Citado por Martínez Arancón, 1978, p. 141. 10. Muy distinta de la de Spitzer es, en rigor, la apreciación de Lázaro Carreter formulada en el epígrafe del presente capítulo. Ahí, en efecto, si bien apunta que Góngora «se siente extraño, forastero», insiste en que «se ejercita en una peregrinación por su propio mundo, escapando del de todos» y «encarna en aquel peregrino […] un paraíso verbal, al que se ha ido con el alma» (Lázaro Carreter, 1985, p. 15). 11. Cf. Covarrubias, 1611, s.v. forastero: «el que no es del mesmo lugar ni de la mesma tierra, de foras extra, de donde se dixo estrangero, extraneus»; y s.v. estrangero: «el que es estraño de aquella tierra donde está, quasi extraneus».

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margen de las disquisiciones lexicográficas, aduciré una cita sacada de una novela reciente de Umberto Eco, L’isola del giorno prima. Una novela más monstruosamente intertextual (si cabe) que las anteriores; una novela que por cierto habla «Della Malattia d’Amore o Melanconia Erotica» (título del capítulo 30) de un tal Roberto de la Grive, quien es curiosamente víctima, como el peregrino gongorino, de un naufragio; una novela en la cual, entre un sinnúmero de aseveraciones más o menos ingeniosas, se lee lo siguiente a propósito de una impresa (es decir, un emblema): «E ogni buona Impresa doveva esser metaforica, poetica, composta sì di un’anima tutta da disvelare […]. Essa doveva essere (con un termine che allora si usava moltissimo e che abbiamo già usato) peregrina, ma peregrino voleva dire straniero, e straniero voleva dire strano»12. En las Soledades gongorinas, esa extranjería (o «extrañeza») va unida con el hecho de que el peregrino es constantemente (esta es otra de sus denominaciones en el poema) el «huésped»13 de los moradores y vecinos en los distintos lugares que descubre sucesivamente después de su naufragio, a lo largo de los cinco días evocados en el poema. Ese peregrino, forastero, extranjero, huésped (por enumerar los cuatro términos con los cuales el poeta lo llama, sin darle nunca un nombre propio), ese protagonista que viene de fuera y que está acogido generosamente por una gente siempre muy distinta de él, ese joven aristócrata queda pasmado ante los mundos que va descubriendo. Su dolor y el deseo de muerte que expresa muy puntualmente son más bien una concesión, un tributo pagado a la tradición del peregrino de amor. Es inicialmente un peregrino de amor; esta es su condición fundamental; pero su actitud es la de un forastero que se beneficia de la generosidad de los cabreros, de los aldeanos y de los pescadores con quienes se encuentra. Hablo de su «actitud», porque «actuación» no tiene, o apenas. El peregrino de las Soledades es un hombre pasivo, que escucha, mira y admira, come, bebe y duerme. Tan solo interviene personalmente una vez, por una «pía 12. Eco, 1994, p. 322. 13. Para el juego «huésped»/«peregrino» bajo la pluma de Góngora, véase un soneto de 1593 (ed. Millé, 1967, núm. xlviii, p. 533), con el comentario de Micó, 1990, p. 34, y la puntuación (fundamental para el sentido) restaurada por Carreira, 1993, p. 177.

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doliente afinidad», para facilitar la unión de dos parejas y alegrarse de la felicidad ajena14. En resumidas cuentas: un protagonista sin protagonismo. Un huésped agradecido y maravillado. Un protagonista, además, que desaparece en la última cuarta parte de cada una de las dos Soledades, cuando ya no puede servir de hilo conductor para el paso a una nueva unidad escenográfica. Desaparece, sin adherirse de ninguna manera a ninguno de los mundos que, sin embargo, suscitan su admiración. Una admiración de «mirón», por recordar con esa palabra un comentario malévolo de un contemporáneo de Góngora, el mediocre poeta Juan de Jáuregui15. Ese náufrago, mirón y mudo, le sacaba de quicio a Jáuregui porque no admitía que fuera principalmente, sobre la base de la tradición o del mito del peregrino de amor, un artificio para evocar distintos mundos, y mundos distintos todos de la corte; un artificio para hacer que el tópico menosprecio de corte resultara de la muda alabanza de aldea por parte de un «mirón»; un artificio para que evolucionara ese seudoprotagonista en dos ejes. Por una parte, el eje horizontal del plano narrativo de la obra (que va desde el naufragio hasta las escenas de cetrería, pasando por el albergue de los cabreros, la aldea de los labradores y la isla de los pescadores). Y, por otra parte, el eje vertical, contrastivo, entre el mundo natural (campesino y marinero) de que es testigo y el mundo aristocrático del que procede, que implícitamente representa y trae a la imaginación. Pero hay más. El caminar del peregrino, lejos de ser la búsqueda de una solución para sus problemas amorosos (con un muy hipotético desenlace feliz, que nada en realidad permite entrever seriamente)16, y lejos de ser una curiosidad interesada hasta la adhesión ante los mundos que se le presentan, es un caminar inútil para la fábula. Los pasos del peregrino no se invierten (nunca vuelve 14. Soledades, 1994, pp. 509-511 (vv. 635-647). Alegrarse de la felicidad ajena es uno de los temas cardinales de Góngora (véase Micó, 1990, p. 99). 15. Citado por Martínez Arancón, 1978, p. 156: «Este [mancebito] fue al mar y vino de el mar, sin que sepáis cómo ni para qué; él no sirve sino de mirón, y no dice cosa buena ni mala, ni despega su boca». 16. Véanse los comentarios que Jammes dedica, en sendos apartados, al personaje del peregrino y al hipotético desenlace (Soledades, 1994, pp. 47-58).

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II. Los pasos perdidos del peregrino en las Soledades

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atrás); se pierden en la misma construcción del poema. He dicho anteriormente que el peregrino desaparece en la última parte de cada una de las dos Soledades. Sus pasos «perdidos» han servido finalmente para la elaboración y celebración de distintos momentos del poema, cada uno con su tempo propio. Los pasos del peregrino –y al respecto son efectivamente pasos «inspirados»– representan un peregrinaje (término preferible a «peregrinación», que conlleva una connotación religiosa inadecuada para el caminar del peregrino gongorino) a través de distintas tradiciones literarias, algunas poco conocidas e ilustradas en España: los epitalamios, las églogas piscatorias, las escenas olímpicas y de cetrería. La movilidad del peregrino, más que el reflejo, es el resorte de la movilidad literaria del poema. Una movilidad facilitada por la forma métrica adoptada por el poeta: la muy flexible silva, alternancia irregular de heptasílabos y endecasílabos, llegando a ser ahí una forma tan poco estrófica que puede considerarse que cada Soledad es una silva, e incluso que las dos Soledades son una sola silva, sin que haya ni un verso suelto (no falta la rima), con un fluir melódico ininterrumpido a lo largo y a lo ancho de más de dos mil versos17. *

*

*

En 1613, un corresponsal anónimo de Góngora le escribió: «Un cuaderno de versos desiguales y consonancias erráticas se ha aparecido en esta Corte con nombre de Soledades»18. Sí, erráticas, muy erráticas habían de parecerles a ciertos oídos esas consonancias tan nuevas, esos pasos perdidos e inspirados de un errante peregrino, el peregrino errante del primer verso de la dedicatoria, que se antepone al poeta, al poeta inspirado por una dulce musa, a ese poeta que, por única vez, se expresa en primera persona. La imagen de los pasos vuelve a aparecer hacia el final de la misma dedicatoria, cuando el poeta le dice al destinatario, el duque de Béjar: 17. Apunta Jammes que «la rima, para Góngora, aun en una composición tan libre como la silva, tenía una importancia fundamental porque le parecía imprescindible como elemento musical del poema» (Soledades, 1994, p. 144). 18. Citado por Martínez Arancón, 1978, p. 40.

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[…] déjate un rato hallar del pie acertado que sus errantes pasos ha votado a la real cadena de tu escudo (vv. 30-32).

No voy a comentar aquí como merecerían esos versos, ni los que siguen y sirven de conclusión a tan admirablemente densa dedicatoria. Diré simplemente que la voz del poeta se dirige al destinatario con la conciencia de un acierto, la certeza de una obra lograda, la seguridad de un peregrinaje feliz. La «soledad confusa» del tercer verso no es simplemente el lugar solitario apartado de la corte, ni el estado de ánimo del peregrino de amor. Es también el mismo poema: la Soledad Primera, la Soledad Segunda (y parece ser que estaba previsto que fueran cuatro Soledades). A ese poema, el mismo poeta le llama «amiga Soledad» en un famoso y difícil soneto de 1615, que termina con estas palabras de desprecio hacia las críticas ajenas: «tan sorda oreja / tiene la soledad como el desierto»19. Entre esas críticas estaría la de Lope de Vega, quien unos ocho años más tarde, en La Circe, había de recomendarle al príncipe de Esquilache («honor de nuestra lengua siempre llana, como su propio nombre determina») que «sin voz extranjera peregrina / eterniza[ra] la [s]uya soberana»20. Esa voz «extranjera peregrina» (así sin coordinante, yuxtapuestos los dos calificativos) era evidentemente la de Góngora. Esa voz acudió a los pasos del peregrino, porque la relación del poeta con su propio imaginario requería un intermediario, y fue a buscarlo en el náufrago desdeñado y separado de su amada, primo hermano del peregrino de amor de la tradición literaria. El resultado es algo inaudito, extraño, literalmente «peregrino». Lo dice así Jorge Guillén: «El poeta habita su Finisterre, y en él escribe una poesía especial para especializados. Especializados por vía de cultura, de ningún modo iniciados por vía de culto. […] Nuestro español, genio, ingenio, ingeniero, construye su poema –orbe, jardín y máquina– en aquel Finisterre tan admirable, tan desviado, tan peregrino»21. En ese Finisterre, corría el riesgo de que su poesía se quedara «perdida», 19. Soledades, 1994, pp. 638-641 (texto y comentario muy agudo del soneto). 20. Ibíd., pp. 673-674 (n. 95). 21. Guillén, 1962 (en la ed. de 1969, pp. 67-68).

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II. Los pasos perdidos del peregrino en las Soledades

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como lo dice expresamente Lope de Vega en un homenaje irónico en el cual finge lamentar que no se entienda la poesía de Góngora22. Pero en ese Finisterre, en ese singular taller poético, en ese destierro fecundo y absolutamente feliz, Góngora tenía ante todo la certeza de que los pasos perdidos del errante peregrino no habían sido inútiles. Perdidos e inspirados en una «soledad confusa», que también puede ser la metáfora de ese taller poético, los pasos del peregrino salen a nuestro encuentro. Recordemos que al final de la dedicatoria de sus Soledades, Góngora le dice a su primer lector, el duque de Béjar, lector privilegiado en cuanto posible mecenas, pero que no por eso deja de ser metonímico de cualquier futuro lector: «Déjate un rato hallar del pie acertado». El pie –nunca mejor dicho– de la letra.

22. Soledades, 1994, p. 672 (n. 94).

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III. Soledad y melancolía. Perfiles de melancolía en las Soledades

«Este pues Sol que a olvido lo condena, cenizas hizo las que su memoria negras plumas vistió […]». Góngora, Soledades «Ay, in the very temple of Delight Veil’d Melancholy has her sovran shrine». Keats, «Ode on Melancholy» «Je pense à mon grand cygne […]; À quiconque a perdu ce qui ne se retrouve Jamais, jamais!» Baudelaire, «Le Cygne»

Tema escurridizo el de la melancolía en general. Y no menos escurridizo si viene vinculado con el de la soledad, para un examen de su expresión particular o, mejor dicho, un esbozo de sus perfiles –que es lo único que pretendo hacer aquí– en el «portentoso retablo barroco»1 de las dos Soledades de Góngora. Desde que ha dejado de ser un tema reservado a los historiadores de la medicina o del arte, la melancolía se presta cada vez más fácilmente a los escarceos filosóficos y a los alardes bibliográficos, fundamentados unos y otros en una presuntamente tópica melancolía española que corre pareja con cierta enfermedad muy similar 1. La expresión es de García Lorca, 1932 (ed. 1963, p. 85).

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padecida por los paisanos de Shakespeare y anatomizada por Robert Burton en 1625, en un libro que le hace la competencia al Examen de ingenios, publicado por primera vez en 1575, en Baeza, por el doctor Huarte de San Juan. Parece ser que los franceses están aquí fuera de juego, aunque confesara Montaigne que el arranque de sus Essais (1580) está justamente en el humor melancólico y en el «chagrin de la solitude». Pero también hay que tener en cuenta la guerra que se declaró y llevó en la Francia del siglo xvii contra las pasiones tristes y en especial contra el mito de la genialidad melancólica2. De la melancolía en general, como fenómeno antropológico que en realidad carece de definición (pero sí, tiene una historia), naturalmente no voy a hablar aquí. Del vínculo entre melancolía y soledad, en cambio, diré cuatro palabras3. Las mismas palabras de Cervantes en el capítulo 44 de la segunda parte del Quijote, donde se cuenta «cómo Sancho Panza fue llevado al gobierno». Dice ahí Cervantes: Deja, lector amable, ir en paz y enhorabuena al buen Sancho […]. Cuéntase, pues, que apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintió su soledad, y si le fuera posible revocarle la comisión y quitarle el gobierno, lo hiciera. Conoció la duquesa su melancolía, y preguntole que de qué estaba triste, que si era por la ausencia de Sancho, que escuderos, dueñas y doncellas había en su casa que le servirían muy a satisfación de su deseo4.

Las cuatro palabras, en realidad, son cinco (que vienen en cursiva en la cita), siendo la tercera («triste») una variante –y no un simple sustituto5– de «melancólico». No por nada las reúne así Cervantes, anteponiendo la «soledad» a la «melancolía» como concepto etiológico, en una relación de causa a efecto. Y merece la pena recordar, a modo de remisión, el muy documentado comentario que sobre 2. Cf. Fumaroli, 1994, pp. 403-439. 3. Véanse al respecto el libro clásico de Vossler, 1946, pp. 11-31 y 139-144, y las observaciones de Trueblood, 1974, pp. 164-190. 4. Quijote, 2004, p. 1072. 5. Cf. Covarrubias, 1611: «no qualquiera tristeza se puede llamar melancolía» (infra, p. 59, la cita íntegra). Véanse las observaciones de Trueblood, 1974 (p. 180) y Riley, 1986 (ed. 1990, p. 135).

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III. Soledad y melancolía

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el particular expone Rodríguez Marín en su edición de la novela cervantina. Para el erudito, no se trata de «la soledad en que le había dejado Sancho (como malamente entendió Unamuno) sino (de) la soledad de él, la soledad con que le había dejado». En este contexto, la palabra «soledad» no significa por tanto «falta de compañía», sino «pesar que se siente por la ausencia de una persona, y deseo de volverla a ver». Lo que quiere hacer Rodríguez Marín, partiendo de una advertencia de Menéndez Pelayo, es reivindicar la «soledad» castellana frente (o junto) a la «saudade» portuguesa. Este compartido sentimiento se cifra como tal en una definición que se encuentra en una carta del conde de Portalegre, Juan de Silva, a doña Magdalena de Bobadilla (en octubre de 1593): «aquella definición de un enamorado que dixo que la saudade era un mucho hallar menos lo que se amaba»; y añadía el conde: «lo propio digo yo de la soledad»6. Son muy socorridas esta documentación lexicográfica y esta definición («un mucho hallar menos lo que se amaba») porque permiten acercarse a uno de los sentidos que tiene la palabra «soledad» cuando aparece en las Soledades, en el mismo umbral (el tercer verso de la dedicatoria) del poema, un poema en el cual por cierto no vuelve a aparecer. Partiendo de ahí y sin buscar una problemática definición de la melancolía7, podría decirse que la soledad gongorina es principalmente un afecto, lo cual no quita que sea también por metonimia el lugar donde se experimenta ese afecto, un lugar topográfico (el campo como lugar apartado de la corte) y, al mismo tiempo, un lugar retórico (el poema/silva). No alargaré más este preámbulo sobre las relaciones entre dos conceptos afines que encontramos estrechamente unidos en las Soledades. Voy a procurar ceñirme a la melancolía propiamente dicha para observar con atención como ahí se nos presenta8. «Góngora 6. Rodríguez Marín, 1947-1949, t. VI, p. 273, y t. X, pp. 76-89. 7. Problema fácilmente resuelto sin embargo por Alonso de Ledesma en una Definición de la melancolía que propone –en clave burlesca– en sus Conceptos espirituales (1606), poema-definición en el cual no deja de aparecer, junto al sueño y al silencio, la «amiga soledad» (en la ed. de 1969, t. II, pp. 344-348). 8. De poco provecho para mi propósito han resultado los trabajos de Soufas, 1990 (un capítulo dedicado a Góngora en un libro sobre la melancolía en la literatura española del Siglo de Oro) y Dolan, 1990 (un libro entero sobre melancolía y estética en el Polifemo).

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–decía García Lorca– no viene a buscarnos, como otros poetas, para ponernos melancólicos, sino que hay que perseguirlo razonablemente»9. En efecto, si le perseguimos «razonablemente», no nos pondremos melancólicos. Pero no por eso dejaremos de entrever cómo se disimula su propia melancolía, muy distinta de la «espesa y ardiente melancolía de Quevedo»10. Y así veremos cómo se expresa esa melancolía a través de los pasos/versos, perdidos e inspirados en «soledad confusa», de un errante peregrino/poeta singular. *

*

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Conviene por tanto, en una perspectiva «razonablemente» filológica, examinar cómo Góngora escribe la melancolía, cualquiera que sea el grado de identificación de la voz poética con el peregrino. Es una identificación indiscutible, no obstante (y a la vez mediante) el artificio o juego verbal. Podemos recordar al respecto, entre las «máscaras y epifanías burlescas» del yo del poeta11, su autorretrato festivo en un romance de 1587 en el cual dice, hablando de sí mismo en tercera persona: De su condición [«que es tan peregrina»] deciros podría, como quien la tiene tan reconocida, que es el mozo alegre, aunque su alegría paga mil pensiones a la melarquía12. 9. García Lorca, 1932 (ed. 1963, p. 66). 10. Ibíd., p. 77. 11. Cf. Carreira, 1992 («El yo que predomina en Góngora es probablemente el burlesco, autoirrisorio o autoparódico de su oficio poético», p. 108). 12. Es el romance que empieza por «Hanme dicho, hermanas», en la ed. de Millé, 1967, pp. 87 y 89. Puede advertirse de paso que la palabra «melarquía» no es un hápax gongorino (la recoge Covarrubias: «algunos dizen melarchía y melárchico», ref. infra, n. 14); el uso de esa palabra común y vulgar participa de la tonalidad deliberadamente jocosa del romance. Semejante uso hace Góngora de

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Esa melancolía disimulada (la del poeta) no es la que más nos importa. Incluso podemos compartir (más allá de la apreciación de García Lorca y siempre que se trate de la soledad del poeta en cuanto poeta) esta afirmación de Maurice Molho: «¡No hay rastro de melancolía en la soledad de Góngora! La ha elegido y no existe más que para ella: ella es su orgullo y la razón de su vida»13. Pero, «si abandonamos al Poeta para pasar al plano adjunto del Poema» (para seguir citando a Molho), si lo leemos «razonablemente», si consideramos la soledad de las Soledades, encontramos, más que rastros, perfiles de melancolía. Porque, ya desde los primeros versos de la Soledad Primera, se impone el tema de la melancolía. Pie forzado (nunca mejor dicho), tratándose de los pasos perdidos de un peregrino errante, «náufrago y desdeñado», además de «ausente» (aquí en el sentido clásico de «separado de su amada»). Tema recurrente, por ejemplo, al principio de la Soledad Segunda, cuando «nuestro peregrino» encuentra en la «incierta ribera» a otros dos melancólicos: «con remos gemidores / dos pobres se aparecen pescadores» (II, vv. 27-29 y 34-35). Tema recurrente, sí, y sin embargo la palabra «melancolía» no aparece nunca en el poema, en los dos mil versos que lo constituyen (recordemos que la palabra «soledad» aparece por lo menos una vez, aunque no en el mismo poema, sino en el umbral del edificio poético). Esa ausencia de la palabra «melancolía» no ha de extrañarnos demasiado, porque a principios del siglo xvii sigue siendo ante todo un término de medicina, si se utiliza con rigor, como advierte Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española, estrictamente contemporáneo de las Soledades: «Enfermedad conocida y passión mui ordinaria, donde ay poco contento y gusto. […] Suélenla definir en esta forma: Melancholia est mentis alienatio ex atrabile nata cum moestitia metuque coniuncta. Pero no qualquiera tristeza se puede llamar melancolía en este rigor»14. Término de medicina, término por tanto esa palabra en la letrilla que empieza por «Los dineros del sacristán», en la citada ed. de Millé, p. 317. 13. Molho, 1960 (ed. 1977, pp. 78-79). 14. Covarrubias, 1611. En «nuestro peregrino», no hay tanto metus como moestitia: un indicio más (si de patología se trata) de que no es un «enfermo de amor» al uso.

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a-poético. Cuando el mismo Góngora lo utiliza (y lo utiliza varias veces) en su correspondencia, lo hace sin rigor, lato sensu («aunque dezimos –apunta Covarrubias– estar uno melancólico quando está triste y pensativo de alguna cosa que le da pesadumbre»), por ejemplo para evocar la prisión de Rodrigo Calderón15. Presencia evidente del tema de la melancolía en las Soledades, pero ausencia total del término en que se cifra común y prosaicamente a nivel lexicográfico. Esta comprobación nos lleva a preguntarnos, una vez más, cómo procede Góngora para hacer presente lo que no quiere nombrar a secas. La respuesta, ya nos la dio hace tiempo Dámaso Alonso, poniendo de relieve el doble juego de alusión/ elusión en la poética gongorina16. Pero, aplicándola a la melancolía, podemos además hacer hincapié en la afirmación de García Lorca según la cual Góngora «transforma en mito todo cuanto toca»17. De la melancolía, en efecto, Góngora hace un mito en la medida en que la considera como una fábula compleja pero coherente, cuyos protagonistas y motivos contribuyen a explicar y explicitar una situación determinada. En las Soledades, como hemos visto, la situación es ante todo un afecto. Y de ese afecto melancólico (que no es privativo del «errante peregrino»), Góngora hace un mito poético (que se extiende por la «soledad confusa» de los pasos/versos, «perdidos» e «inspirados», a lo largo y a lo ancho de todo el poema). Escuchemos una vez más a García Lorca. Resume en pocas palabras el método de Góngora, al mismo tiempo que nos sugiere el nuestro: «Procede por alusiones. Pone a los mitos de perfil, y a veces sólo da un rasgo oculto entre otras imágenes distintas»18. Nos importa observar, pues, cómo se perfila el mito melancólico en las Soledades, cómo la inmensa fábula de la melancolía asoma en no pocos versos, cómo se refleja y proyecta ahí un saber tradicional elaborado desde antiguo. Para que no se nos escaparan las muchas 15. Véanse ejemplos (del sustantivo o del adjetivo) en el epistolario de Góngora, ed. de Millé, 1967, pp. 921, 922, 949, 950, 968, 994 (alusión a la prisión de Rodrigo Calderón), 997 y 998. 16. Alonso, 1928 (ed. 1960, pp. 92-113). 17. García Lorca, 1932 (ed. 1963, p. 79). 18. Ibíd. (¿Habría leído García Lorca el artículo de Dámaso Alonso, publicado en 1928 en la Revista de Occidente? Recordemos que la conferencia de Lorca es de 1932.)

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figuras de la melancolía que dibuja la «amiga Soledad»19, tendríamos que ir prevenidos de ese saber tradicional, codificado en la segunda mitad del siglo xvi por varios escritos teóricos y difundido como representación mental entre la gente culta. Ese saber supone a nivel antropológico unos cuantos conceptos clave y, a nivel expresivo (tanto en las letras como en las artes), unos cuantos motivos tópicos que son los que Góngora tiene a su disposición en su taller poético cuando se pone a escribir la melancolía. Hacer un inventario de dichos motivos en las Soledades sería, por tanto, el único método recomendable para realizar un estudio riguroso del tema propuesto. No me comprometo a hacerlo en estas páginas, en las que lo que voy buscando son justamente «perfiles», con unas observaciones deliberada y estrictamente prospectivas. *

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Una primera observación, no por elemental menos arriesgada. El poema de Góngora se abre y se cierra con una alusión a unos hijos de Saturno. En efecto, tanto el Júpiter que merecería tener al peregrino en oficio de Ganimedes como la «stigia Deidad» (el innominado Plutón de la mitología) que deja «sin dulce hija» a la «sicana Diosa», son hijos del Dios que dio pronto nombre a un planeta bajo cuyo signo nacen tradicionalmente los melancólicos20. Además me parece interesante apuntar que, entre los muchos dioses que entran y salen en las Soledades con su propio nombre, no figura en absoluto Saturno: es una primera indicación de cómo Góngora escribe la melancolía, prescindiendo de tan explícita referencia. 19. Así («Soledad» con mayúscula) es como llama Góngora a su poema en un soneto de 1615 (véase el comentario de Jammes en Soledades, 1994, pp. 638-641). Esta «amiga Soledad» no puede, desde luego, ponerse en el mismo plano que la «amiga soledad» de Ledesma (véase supra, p. 57, n. 7). 20. El estatuto de Saturno como dios-planeta se remonta a la antigüedad griega (cf. el ineludible trabajo de Klibansky, Panofsky y Saxl, 1964 [trad. francesa 1989, pp. 212-242]). El hecho de que Plutón es nombre de planeta tan solo desde 1930 no interfiere como una burda aporía en la interpretación que me atrevo a proponer.

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Segunda observación, relacionada con la anterior. Sabido es (tanto por la medicina antigua como por el sicoanálisis contemporáneo) que la melancolía radica en un trauma de pérdida, que supone la inconclusión del consabido trabajo de luto21. Pues bien, el poema gongorino se abre y se cierra por una doble pérdida, según la tradición mitológica: el rapto de Europa por Júpiter y el rapto de Proserpina por Plutón. Ese abrir y cerrar el poema con el mismo motivo es para mí un indicio más a favor del carácter conclusivo de los últimos versos de la Soledad Segunda tal como nos ha llegado. Vinculado con el motivo fundamental de la pérdida es el motivo de la ruina, palabra escrita casi siempre con diéresis («rüina») y recurrente en las Soledades, tanto para expresar, in concreto y en plural, unos edificios venidos abajo como, in abstracto y en singular, la muerte. Así, por ejemplo, en el breve discurso del cabrero (I, vv. 212-221) o al final del largo discurso del viejo pescador (II, v. 511). También está evocada, al principio de la Soledad Segunda, la «rüina» de la mariposa que vuela, irresistiblemente atraída por la llama (el «farol de Tetis»), en busca de su propia muerte (II, vv. 5-8). Igualmente vinculado con la pérdida (aunque a contrario) es el motivo de la avaricia, que es atributo tradicional de los melancólicos, que no pueden resignarse a perder nada. Este motivo está ilustrado en la larguísima evocación de la conquista y colonización de América por el «político serrano», quien ha perdido ahí su hacienda (ha perdido también a su hijo, situación análoga a la del peregrino, quien ha perdido a su amada)22. Para seguir con el motivo de la pérdida, puede mencionarse otro motivo correlativo: la ambición. Ambos motivos están ejemplificados en la figura de Ícaro, muy presente con Faetón en las Soledades (aunque están apenas nombrados uno y otro). Figura emblemática de la melancolía la de Ícaro, enriquecida por su conjunción con el motivo del ave Fénix (tampoco nombrada) en el encuentro del peregrino con la novia campesina (I, vv. 732-42) o por la metamorfosis de sus «vestidas plumas» en los «anales diáfanos del viento» (II, 21. Véanse las observaciones de Cordoba, 1986 y Ruiz Pérez, 1996b. 22. Soledad Primera, vv. 366-502. La evocación de la avaricia se plasma especialmente en la repetida mención de la codicia («Cudicia»), vv. 403-412 y 443-452 (imprecación en este segundo caso).

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vv. 142-144). Este es buen ejemplo de cómo sugiere Góngora la melancolía, valiéndose a su manera de un motivo tradicional. Con las plumas de Ícaro, expresa metafóricamente el desvanecimiento del peregrino en el aire. Eterna y diáfana melancolía, que casi le lleva a un tópico suicidio, indicio de la tópica culpabilidad del melancólico: «Muera, enemiga amada, / muera mi culpa […]» (II, vv. 151-152) 23. Difusa e irremediable melancolía, que en una ocasión (I, vv. 748-750) casi le hace prorrumpir en las tópicas lágrimas, anunciadas desde el principio («lagrimosas de amor dulces querellas / da al mar», I, vv. 10-11). Pero en esa ocasión no llora, no consigue llorar, a diferencia del viejo serrano (I, vv. 504-506) o de los melancólicos de la comedia. No consigue llorar porque Góngora hace que las circunstancias exteriores (la llegada de los músicos para la boda) no se lo permiten24. No, el peregrino no llora. El peregrino de amor gongorino no es un melancólico cualquiera. No se complace en extremo en el recuerdo de la amada, a diferencia del melancólico romántico (adicto, según Víctor Hugo, al «bonheur d’être triste»). Tampoco hace muchos esfuerzos por volver a encontrarla. En efecto, tanto al final de la primera como de la segunda Soledad, e incluso bastante antes de que concluyan una y otra, desaparece el peregrino sin que tengamos la menor indicación acerca de su destino e intención. Por eso no me parece muy probable el hipotético desenlace, imaginado por Robert Jammes, según el cual una cuarta Soledad nos hubiera ofrecido el reencuentro de los dos amantes, con el perdón de la «enemiga amada»25. No, «no son dolientes lágrimas suaves / estas mis quejas graves» dice el peregrino; «voces de sangre, y sangre son del alma» (II, vv. 117-119). Es otra manera de llorar. Y otra manera de escribir la melancolía.

23. Cf. esta afirmación en un soneto gongorino de 1623: «Culpa sin duda es ser desdichado» (en la ed. de Millé, 1967, núm. 376, «En la capilla estoy […]», p. 527). 24. Tampoco llora la amada («o por breve, o por tibia, o por cansada, / lágrima antes enjuta que llorada», II, vv. 156-57); pero eso es más conforme con la tópica crueldad de la dama. 25. Soledades, 1994, pp. 50-58.

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Más motivos, muchos más, podrían aducirse, no tratados todos necesariamente con el mismo desvío respecto a la tradición26. Por ejemplo, el motivo tradicional de la queja junto al agua no sufre alteración propiamente gongorina, a pesar de su recurrencia en las dos Soledades, desde las «dulces querellas» dadas al mar junto a un escollo, después del naufragio inicial, hasta el «métrico llanto» de la Soledad Segunda («instrumento el bajel, cuerda los remos» II, v. 113) o las «dulcísimas querellas / de pescadores dos, de dos amantes» (II, vv. 516-517), otro «llanto métrico» (II, v. 554), el canto amebeo de Lícidas y Micón en forma de égloga piscatoria. Pero comprobamos, en cambio, la notable ausencia del motivo más tópico de la melancolía: la figura inclinada con la cabeza reposando pesadamente sobre el brazo y la mejilla en la mano. El motivo de la «mano a la mexiella» se encuentra ya, en la representación de Saturno, viejo triste, en el Libro de axedrez de Alfonso X el Sabio27. En sus Soledades, movido sin duda por el deseo de huir de lo trivial y de lo evidente, Góngora prescinde de esa imagen emblemática, así como de la evocación explícita del mismo Saturno. *

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Pero, antes de terminar con un motivo tradicional que, sí, está tratado muy especialmente por Góngora, quisiera mencionar otro motivo igualmente tradicional en la imaginería de la melancolía: el motivo del cisne, al que Jean Starobinsky ha dedicado una documentada atención en un librito sobre la melancolía en la poesía de Baudelaire28. El cisne está evocado en las Soledades cinco veces (si 26. Por ejemplo: el carbunclo y el perro (que le sirven, uno y otro, de guía al náufrago), el buitre (con la metáfora de la memoria como «bueitre de pesares», I, v. 502), el álamo, la marina o la isla. 27. Cf. Klibansky, Panofsky y Saxl, 1964 (trad. 1989, p. 451). De esa imagen tópica se burla Góngora en un romance de 1582 («En la pedregosa orilla / de el turbio Guadalmellato»), donde vemos «con la mano en la muñeca» (!) al pastor Galayo, «pobre y sin abrigo», «tiesamente enamorado» de la «linda Teresona» y sintiendo no tanto «el desdén / con que de ella era tratado / cuanto la terrible ausencia […]» (en la ed. de Millé, 1967, núm. 10, p. 57). 28. Starobinsky, 1989, pp. 47-78 (análisis del poema «Le Cygne» evocado en el tercer epígrafe del presente capítulo).

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hacemos caso omiso, como es lógico, de una alusión a la constelación del mismo nombre). En una de esas evocaciones quiero detenerme: la evocación del final de la Soledad Primera. Góngora, siguiendo una de las dos tradiciones relacionadas con el carro de Venus, alude al cisne (sin designarlo con su nombre) a través de las «plumas suaves» de unas «blancas aves», que contribuyen a la espléndida formulación del último verso, bimembre y oximorónico: «a batallas de amor campo de pluma». Se recordará que Verlaine puso ese último verso como epígrafe a uno de sus Poèmes Saturniens29, probablemente por esa «pía / doliente afinidad» que el peregrino siente para con los dos hijos del pescador (II, vv. 635-636). Pero quizá convendría advertir también lo que debe ese maravilloso «campo de pluma» a la presencia del cisne en la configuración de estos últimos versos. Se sabe que el cisne (una de las diez figuras emblemáticas de la melancolía según Robert Burton) representa la estrecha proximidad del canto y de la muerte. Aquí, el cisne no canta; pero su «süave» pluma, «bien prevenida» por la «casta» (si vale el calificativo) «hija de la espuma», introduce discretamente una mortal amenaza en las batallas del voluptuoso tálamo. Más punzante será la amenaza de la muerte al final de la Soledad Segunda, quedando Proserpina como «bella esposa» de una deidad infernal, Plutón, por obra y gracia de un búho evocado a través del mito de Ascálafo (el búho es igualmente figura señera del bestiario melancólico). Paradojas, ambigüedades y contradicciones de la melancolía, fundamentalmente afín al oxímoron. Melancolía velada, que tiene su altar soberano en el mismo templo del Deleite, por decirlo, en prosaica traducción, con palabras de Keats30. El motivo más tradicional –el motivo indudablemente más tópico, desde que Dürer lo hiciera emblema de su primer grabado dedicado a la melancolía (1514)– es el emblema del sol negro, el famoso «soleil noir de la Mélancolie» de Nerval (así en la versión de «El Desdichado», publicada en la primera ed. de Les Filles du feu, en 1854). No me demoro en los soles ensombrecidos, los crepúsculos pisados, los claroscuros que menudean en las Soledades, para 29. Es el poema titulado «Lassitude»; otro de sus Poèmes Saturniens se titula, por cierto, «Melancholia». 30. Cf. el segundo epígrafe del presente capítulo. Véase el comentario de esos versos de Keats por Blanco, 1986, pp. 216-217.

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atenerme a un episodio en el cual aparece un sol negro en un contexto de profunda melancolía. Se trata del encuentro del peregrino con la novia campesina y del subsiguiente recuerdo de la dama de la corte, en los tan enigmáticos versos 732-742 de la Soledad Primera. Unos once versos para los cuales Nadine Ly ha propuesto una lectura, literal y polisémica a la vez, que resulta muy interesante, no solo para una teoría de la ambigüedad poética, sino más directamente aquí para una ilustración de la ambigüedad melancólica: […] Digna la juzga esposa de un héroe, si no augusto, esclarecido, el joven, al instante arrebatado a la que, naufragante y desterrado, lo condenó a su olvido. Este pues Sol que a olvido lo condena, cenizas hizo las que su memoria negras plumas vistió, que infelizmente sordo engendran gusano, cuyo diente, minador antes lento de su gloria, inmortal arador fue de su pena31.

«Este pues Sol que a olvido lo condena», este sol con una mayúscula y la rara sintaxis de un «pues» por delante, este sol tan discutido y controvertido (¿remite a la novia campesina, o a la dama de la corte?), este sol, pues, problemático es en realidad –en la realidad que construye el poeta– un sol negro. Pero es una modalidad inédita (que yo sepa) de sol negro. Un sol que se ennegrece haciendo cenizas unas plumas negras, esas plumas negras que vistió la memoria para volar hacia él (otra alusión a Ícaro), unas plumas negras como las del ave fénix (también aludida, no nombrada), que renace a partir de un gusano criado precisamente por esas plumas. Memoria y olvido en estrecha correlación. Memoria que nace del olvido, y viceversa. Porque bien es verdad, según simple paradoja borgesiana, que «el 31. Cf. Ly, 1985a, pp. 447-470. Véase igualmente la lectura de Jammes en Soledades, 1994, pp. 27-28, así como la interpretación de un contemporáneo de Góngora, Pedro Díaz de Rivas (con doble referencia explícita a la melancolía), a la que se atiene el mismo Jammes (ibíd., pp. 344-346).

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olvido / es una de las formas de la memoria, su vago sótano, / la otra cara secreta de la moneda»32. El sol cruel del olvido junto a las negras plumas de la memoria. Melancolía pura. Melancolía gongorina, fuera de los caminos trillados. No podía faltar aquí el «melancólico vacío» del Polifemo, como expresión de esa oquedad que es quizá el motivo fundamental de la melancolía33. Y, en efecto, lo encontramos concretamente en la encina hueca que le sirve de refugio al peregrino para contemplar a las serranas (I, vv. 267-269) o en la evocación del almendro lozano que puede secarse, roído desde dentro por un «breve gusano» (otra vez el gusano), su Parca interior (II, vv. 610-611). Pero esa oquedad, ese «melancólico vacío» se manifiestan también a otro nivel, más abstracto, en aquello que me parece ser la característica principal del peregrino como protagonista: su ausencia. Un errante peregrino, «náufrago y desdeñado, sobre ausente». Sí, ausente, y no solo en cuanto separado de su amada, sino en cuanto no se adhiere al mundo, a los distintos mundos, que atraviesa. No actúa, no interviene, apenas habla. Su casi permanente silencio, su condición de anónimo, su desaparición en la tercera parte de cada una de las dos Soledades, como si quedara al margen del relato de su propia errancia, dan forma a una melancolía que se perfila –y se escribe, literal y figuradamente– como una ausencia.

32. Borges, «Un lector», 1969 (ed. 1987, p. 359). 33. Sobre la oquedad, véase infra el capítulo IX «Más acá de la nada. Huecos y vacíos en la escritura barroca» (pp. 169-181).

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IV. Más allá de Mallarmé. El paradigma gongorino en la Francia del siglo xx

«De la actualidad –o actuación poética– de Góngora, da testimonio, durante tres siglos, como ahora, su presencia, su permanencia; suscitando siempre entusiasmo y hostilidades. Pero Góngora existe, y eso es todo: como Petrarca, Dante, Goethe o Baudelaire; […] fuera, más allá –o más acá– de ataques o defensas conmemorativas». José Bergamín, «Patos del aguachirle castellana (1627-1927)»

Que más allá –quizá mejor que al margen– de Mallarmé, Góngora consiguiera abrirse paso en la Francia del siglo xx a través y a pesar de un malentendido, es lo que quisiera mostrar con unas cuantas observaciones referidas a la recepción de su obra. Ese malentendido ha sido, por supuesto, bien intencionado: se trataba de ensalzar a Góngora como precursor, acercándole a la excelsa figura de Mallarmé, el poeta «absolutamente moderno». La falsedad, la incongruencia y, finalmente, la imposibilidad del paralelismo entre ambos poetas han sido denunciadas, ya en 1927 y con argumentos rotundos, por Dámaso Alonso1. Si todavía puede considerarse más de medio siglo después, en 1983, como «un debate inconcluso»2, es 1. En un artículo («Góngora y la literatura contemporánea») redactado en 1927 para «la vuelta a Góngora» (según expresión del mismo Alonso), publicado en 1932 y reimpreso, con justificación del autor, en 1960. 2. Cf. Sánchez Robayna, «Un debate inconcluso. Notas sobre Góngora y Mallarmé» (1983). Pueden añadirse como contribución a ese debate las páginas que

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desde el punto de vista histórico, no tanto de la recepción de Góngora en Francia como de su recuperación e interpretación en un proceso crítico-creativo no específicamente francés, principalmente por parte de poetas como Guillén y Ungaretti. No quiero entrar en ese debate, que efectivamente queda abierto a las disquisiciones y polémicas, desde luego muy fecundas, en torno o a la coincidencia de la posteridad gongorina con la posteridad mallarmeana. Mi propósito es más modesto, por ser ante todo descriptivo e incluso en ocasiones anecdótico. Si hablo de “paradigma”, no es por dármelas de sabio al uso (un uso, desde luego, algo anticuado ya), sino simplemente porque ese término me permite (según reza un diccionario moderno, también de uso) hablar de don Luis de Góngora a la vez como «ejemplo o modelo arquetípico» y como «esquema flexivo con elementos sustituibles en un contexto dado»3. El contexto va a ser la Francia del siglo xx, un siglo durante el cual vamos a observar las flexiones del modelo que representa Góngora. Paradigma, o referencia variable, pero firme, a lo largo y a lo ancho de ese interminable siglo, en el cual destacaré –para mayor claridad, espero, de esta exposición– cinco momentos, con sus respectivos hitos. Me interesaré, brevemente para empezar, por las primeras menciones del “paradigma” antes de examinar, con más detalle, las primeras manifestaciones en torno al centenario del 27. Luego me demoraré en los casos poco conocidos de Jouve y Cocteau, a mediados de siglo. Por fin, después de evocar la ímproba labor de algunos eruditos y traductores a partir de los años sesenta, comentaré la renovada atención y la curiosidad menos confidencial del último decenio del siglo. También quisiera advertir que procuraré prescindir del gremio, es decir, del hispanismo francés y de su labor en pro del gongorismo (algún colega o, mejor dicho, maestro mío, áspero denunciador de un “retrogongorismo” en cierta ocasión, hablaría más bien de labor en contra). Mi esfuerzo al respecto tendrá que ser mayor en la última sección, para no tomar demasiado en consideración el hecho de que las Soledades han figurado recientemente, y durante dos años le había dedicado anteriormente Friedrich en un trabajo de carácter general (1974, «Mallarmé. Obscuridad. Comparación con Góngora» pp. 156-160). 3. Cf. Diccionario del español actual de Manuel Seco y colaboradores, 1999, s.v. «paradigma».

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consecutivos, en el programa de las oposiciones a cátedra de instituto, a nivel nacional. «Tout finit en Sorbonne», decía Valéry. Sí. Y todo resucita y sobrevive (en este caso, menos mal) en los programas universitarios. Pero, aunque las oposiciones académicas no dejan de ser paradigmáticas, no buscaré en ellas la continuidad del paradigma gongorino tal como me interesa seguirla, hasta encontrarla donde tenía que estar –ya no como continuidad sino como remate– nada menos que en el estuche de la antología bilingüe de la poesía española (desde las jarchas hasta Blanca Andreu) publicada, en 1995, en la prestigiosa «Bibliothèque de la Pléiade». Ahí se ha impuesto el retrato de Góngora, tal como lo inmortalizó Velázquez: imagen insoslayable, que emblematiza en el lujoso ropaje de una publicación francesa harto selecta el estatuto paradigmático del poeta cordobés4. Final de siglo, triunfo tranquilo e indiscutible de Góngora. Lejos, muy lejos, del conmovedor aprecio de un Verlaine, en el siglo anterior. Admirativa simpatía de un proscrito por otro proscrito, que relegaba a Góngora en una situación de poeta maldito. Se le perdonará a Verlaine: se enamoró del último verso de la primera Soledad («a batallas de amor campo de pluma») hasta el punto de ponerlo como epígrafe de uno de sus Poèmes Saturniens (el titulado «Lassitude»), pero desconocía el español. Mallarmé también desconocía el español; y además no sabía nada de la existencia de Góngora. Desde luego, el instinto genial de Verlaine contribuyó a que cundiera la admiración por Góngora entre los simbolistas, haciendo mella en Rubén Darío y pasando de ahí a España. De manera igualmente extraña, la Francia de principios del siglo xx estuvo invitada a descubrir a Góngora por el paralelismo con Mallarmé (muerto en 1898). Pero vamos más allá. 4. En esa Anthologie bilingue de la poésie espagnole (bajo la dirección de Nadine Ly, 1995) figuran naturalmente varios poemas de Góngora, además de extractos del Polifemo y de las Soledades, casi todos traducidos por Robert Jammes (pp. 356-415). En cambio, sus obras teatrales (Las firmezas de Isabela y El doctor Carlino) no figuran en los dos tomos del Théâtre espagnol du xviie siècle de dicha colección (bajo la dirección de Robert Marrast, 1994 y 1999). Parece ser que, a principios de los años sesenta, Roger Caillois le propuso a Alfonso Reyes que se encargara de la edición y traducción de las obras completas de Góngora en esa misma «Bibliothèque de la Pléiade»; pero Reyes, ya muy enfermo, no se atrevió a semejante empresa (noticia recogida por Paulette Patout, 1978, p. 588).

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Más allá de Mallarmé, como anunciado. Es decir, más allá de la primera mención escrita de la comparación con Góngora, en las Promenades littéraires de Rémy de Gourmont, en 1912, así como más allá de un artículo de Francis de Miomandre (seudónimo de François Durand), bajo el título muy sugestivo de «Critique à mi-voix : Góngora et Mallarmé», publicado en 1918 en el primer número de la revista Hispania (de la que volveré a hablar) y reproducido en 1921 en Le Pavillon du mandarin5. Conviene recordar igualmente que, a finales del año anterior, en diciembre de 1920, el filólogo polaco de expresión francesa Zdislas Milner (del cual también volveré a hablar) había tratado el tema en el número 3 de una joven revista parisina, L’Esprit Nouveau, bajo el título muy explícito de «Góngora et Mallarmé: la connaissance de l’absolu par les mots». El tono ya estaba dado. Más acá de Mallarmé, también. Porque, mientras tanto, en un registro muy distinto, Foulché-Delbosc estaba a punto de publicar la primera edición fidedigna de las Obras poéticas del poeta andaluz (que salió a luz, en tres tomos, en 1921). En esa edición, Góngora estaba situado más acá –o, mejor dicho, fuera– de Mallarmé, lo mismo que en los estudios anteriores del gran hispanista belga Lucien-Paul Thomas: Le lyrisme et la préciosité cultistes en Espagne. Étude historique et analytique, del año 1909, y sobre todo Góngora et le gongorisme considérés dans leurs rapports avec le marinisme, del año siguiente (esos dos estudios se publicaron en París, en la editorial Honoré Champion). Puede ser interesante advertir de paso, a nivel léxico, que la palabra gongorisme aparece documentada ya en 1832, según el Trésor de la langue française, y que, entre los adjetivos derivados, el primero parece haber sido gongorique, que se documenta 5. Miomandre había publicado, igualmente en la revista Hispania, la traducción de varios sonetos de Góngora (14 en el núm. de julio de 1918, y otros 10 en el núm. 3 de abril de 1919; estos 24 sonetos fueron reunidos luego en un libro: Góngora, Vingt-quatre sonnets, 1921). Alfonso Reyes se indignó, en privado, de la mala calidad de dichas traducciones (cf. P. Patout, 1978, pp. 206-8); también las criticó Ricardo Güiraldes en una carta a Valery Larbaud (Obras Completas de R. Güiraldes, 1962, p. 778).

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en 1886 en el Journal de los hermanos Goncourt6. Dicho adjetivo es, por cierto, el que emplea siempre Lucien-Paul Thomas, naturalmente sin el menor matiz peyorativo, pero también sin éxito, porque no suelen utilizarlo los gongoristas posteriores, con la singular excepción de Elsa Dehennin, no sé si como homenaje a su sabio compatriota7. A manera de contrapunto, advertiré que gongorique es igualmente el adjetivo del que se vale Lacan, pero estamos ya muy lejos de la filología, con una flexión muy particular del paradigma gongorino. Por cierto, el adjetivo gongorin es el más común, más frecuente en todo caso que gongoresque, también semánticamente neutro8. En cambio, con matiz ya francamente peyorativo, se dan bastante pronto los adjetivos gongoriforme (en Léon Daudet, 1915) y gongorien (en Colette, 1938), aunque de ese último también se vale mucho más tarde Roland Barthes sin la más mínima connotación negativa. A esos usos lacaniano y barthesiano, volveré in fine. Por ahora, estamos en los años veinte. Y quisiera hacer hincapié en la figura de un tal Marius André, «gongorista de corazón» como lo califica con mucho cariño Alfonso Reyes9. Marius André no es un hispanista del gremio, si bien publica con regularidad en Hispania, la revista anteriormente citada, que aparece patrocinada por el Institut d’Études Hispaniques de l’Université de Paris. En realidad, esa revista, que empieza a publicarse en 1918, tiene como objetivo reanudar los contactos intelectuales con España a raíz de la Primera 6. Trésor de la langue française. Dictionnaire de la langue du 19e et du 20e siècle, 1971-1994, tomo IX, s.v. «gongorisme». 7. Constantemente (y con exclusión de cualquier otro adjetivo) en su conocido estudio La résurgence de Góngora et la génération poétique de 1927 (1962). Igualmente en el título (y en el texto) de un ambicioso artículo posterior: «Du baroque espagnol en général et de la “commutatio” gongorique en particulier» (1979). 8. Aunque documentados en textos críticos, gongorin (calco del español) y gongoresque no están registrados en el citado Trésor de la langue française. 9. Cf. una breve nota de Alfonso Reyes («De Góngora y de Mallarmé»), recogida en sus Cuestiones gongorinas (según la ed. de sus Obras Completas, tomo VII [1958], pp. 158-162, la cita p. 162). El mismo Reyes dedicó a su amistad con Marius André varias páginas de Simpatías y diferencias (en la citada ed. de sus Obras Completas, tomo IV [1956], pp. 71-75 y 338). No carece en absoluto de interés la figura de ese hispanófilo francés (discípulo, por cierto, de Charles Maurras).

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Guerra Mundial. Ahí están trabajando con ese fin militante el muy erudito Camille Pitollet y el joven hispanófilo Jean Cassou, entre otros, junto con Ricardo Palma y Vicente García Calderón, secretario general de la revista. Muy presente en los primeros números de la misma, Marius André es ante todo un enamorado loco de España. Un enamorado de la España de los conquistadores y de la Santa Inquisición, como lo apunta Jorge Guillén en un largo artículo que le dedica a ese «curioso hombre» en el número del 19 de febrero de 1922 de La Libertad. En este artículo, redactado sin complacencia y con no poco humor, Guillén rinde un muy sentido homenaje a Marius André, principalmente a causa de su entusiasmo por Góngora y de su gusto por la copla popular. Marius André es, por cierto, autor de unos cantares en el más puro castellano (dice Guillén), unos cantares publicados (dos años antes) en esa misma revista Hispania que da a conocer, en versión francesa, el artículo que estoy comentando10. Guillén, que por esos años estaría pensando en su propia tesis sobre Góngora, subraya el «admirable acuerdo» entre ese entusiasmo por el poeta cordobés y ese gusto por la copla popular. Y no escatima sus elogios a la traducción (en presentación bilingüe) de la Fábula de Polifemo y Galatea, que Marius André había publicado dos años antes en París11, apreciando en particular la literalidad de dicha traducción, que (dice Guillén) «ayuda a comprender el original», lo cual (añade) es un «mérito digno de un elogio superlativo». 10. Los cantares de Marius André se publicaron en el núm. 1 del tercer año, enero-marzo de 1920, de Hispania, pp. 51-52 (con una nota preliminar que empieza así: «Un nouveau poète espagnol est né. C’est notre ami Marius André, l’écrivain français»). La traducción del artículo de Jorge Guillén se publicó en el núm. 1 del quinto año, enero-marzo de 1922, pp. 94-96 (la nota preliminar califica ese artículo de «piquant hommage»). 11. Fable de Polyphème et Galatée. Traduite de l’espagnol et précédée d’une Ode à Góngora par Marius André. Texte espagnol en regard, 1920 (en la contraportada se anuncian como «Du même auteur, en préparation» la traducción de los «Sonnets amoureux, suivis des sonnets funéraires et divers» y un trabajo titulado Góngora et Mallarmé. Étude Littéraire (proyectos que no llegaron a realizarse, por lo menos en letras de molde). El texto de la traducción del Polifemo resulta difícil de localizar: solo me ha sido posible encontrar un ejemplar en la biblioteca de la Universidad de Poitiers (sign.: DL. 46009-in 8o; debo a la diligencia de mi amigo Jean-Marc Pelorson el haber conseguido una fotocopia; desde aquí le doy las gracias).

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Lo que Guillén no comenta ni siquiera menciona en ese artículo, es la oda «A Don Luis de Góngora», una serie de once octavas con las cuales ofrece Marius André su versión francesa del Polifemo a los manes del poeta cordobés. Dicha oda termina así: Voici, Don Luis, ombre errante et subtile, Que de fraîches couronnes tu reçois La fête. Prends! en elles luit et danse, Rythme et couleurs, l’hommage de la France.

Probable caridad, la no-mención por parte de Guillén de esa oda fúnebre. Más concienzuda –y no por eso menos benévola– es la apreciación de Alfonso Reyes en su reseña de la traducción del Polifemo (reseña inmediata, y en francés, en la misma revista Hispania). Reyes apunta lo evidente: la imitación, el remedo. Pero no lo dice así: advierte hasta qué punto se ha familiarizado el traductor con los recursos exteriores del gongorismo: puede efectivamente observarse en los versos citados el encabalgamiento muy abrupto de «La fête» así como la yuxtaposición (¿acertada?) del pronombre «elles» y del verbo «luit». En todo caso, Reyes pone esta oda por encima de la Égloga fúnebre compuesta en 1638 por uno de los discípulos de don Luis (podría decirse que uno de los émulos por anticipación de Marius André): Martín de Ángulo y Pulgar12. Literal, laboriosa y escrupulosamente literal, la traducción de Marius André está efectivamente concebida como «Hommage de la France» al poeta cordobés. En su reseña de la edición de Foulché-Delbosc (una reseña en forma de carta dirigida a Alfonso Reyes y publicada, una vez más, en uno de los últimos números de la revista Hispania, en 1922), Marius André se indigna de que el gran crítico Albert Thibaudet no mencionara a Góngora en su libro La Poésie de Stéphane Mallarmé, publicado diez años antes, en 1912: «Soyez bien sûr que si le poète des Solitudes eût été scandinave ou sarmate, un grand chapitre lui aurait été consacré dans cet ouvrage. Réagissons contre ces oublis injurieux». A ese gran enamorado, le 12. Reyes, 1920 (pp. 362-363). La versión española de esa reseña figura entre las Cuestiones gongorinas de Reyes («Un traductor de Góngora», en la citada ed. de sus Obras Completas, tomo VII [1958], pp. 152-154).

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duele de veras el desprecio de sus compatriotas por el amplio objeto de su pasión: España en general, y Góngora en particular. Parece no habérselo dicho a Thibaudet, pero sí refiere en cambio cómo se dirigió a Valéry, enviándole algunas páginas (son versos de sonetos) de Góngora, traducidas por él, «avec l’espoir qu’elles piqueraient sa curiosité; j’y joignis le texte, car bien que n’ayant pas étudié l’espagnol il est assez érudit et humaniste pour le comprendre à l’aide d’une traduction»13. En esta carta-reseña a Alfonso Reyes, Marius André le propone una versión francesa del soneto «Inscripción para el sepulcro de Dominico Greco», con muchas explicaciones y justificaciones de su labor. Empieza por su traducción de la palabra «peregrino», y así verso por verso, dedicándole a esa reflexión muy interesante nada menos que cinco páginas amplias. Concluye diciendo que le mandó ese soneto a Valéry y evocando la respuesta de este: «Je joignis à l’envoi le sonnet sur le tombeau du Greco. Paul Valéry en fut surpris et charmé. Il me répondit qu’il avait cru jusque-là que les analogies entre la poésie de Mallarmé et celle de Góngora étaient purement superficielles et qu’il venait de se rendre compte, par mes extraits, qu’elles étaient réelles et profondes». Sorpresa y curiosidad de Valéry, aunque no debió de ir a Góngora vía Mallarmé. No he encontrado ninguna alusión al particular, ni en los textos críticos del autor del Cimetière marin, ni en sus extensísimos Cahiers. A quien era adicto Valéry es, como se sabe, a San Juan de la Cruz. Pero parece ser que se acercó a Góngora posteriormente, según testimonio de Mathilde Pomès14, incitado quizá por las muestras que le sometiera Marius André. Este, en cualquier caso, reivindicaba de manera militante el parentesco de su poeta predilecto con Mallarmé, anunciando un trabajo suyo titulado Góngora et Mallarmé. Étude littéraire15. Afortunadamente, no tuvo la posibilidad de ceder a la tentación de realizar ese proyecto, 13. André, 1922 (pp. 41-49; las citas, pp. 49 y 48, respectivamente). 14. Testimonio (inédito) recogido por Patout, 1978, p. 488 (n. 67): «Mathilde Pomès porte témoignage que Paul Valéry la priait souvent de lui lire certains vers de Góngora, de préciser une accentuation, le ou les différents sens d’un terme». 15. Véase supra, nota 11.

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librándose así de participar en un falso debate cuyo mérito único, al arrimo de una obstinación mal fundada, era llamar la atención sobre las desconocidas excelencias de la poesía gongorina. Al estudiar la poesía de Mallarmé, Albert Thibaudet, por su total ignorancia del español, no tenía por qué aludir a Góngora. En su muy agudo Selon Mallarmé (1995), Paul Bénichou, hispanista de alto vuelo y hondo saber, tampoco alude al poeta cordobés, ni siquiera en el apartado «Poésie et solitude» de su magnífico estudio. Ni olvido ni, menos aún, indiferencia. El paralelismo, simplemente, no procede. Debate sordo, casi secular; debate concluso, que el elegante silencio de un auténtico erudito declara –en todo conocimiento de causa y en creux– simplemente inútil. *

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Pero volvamos a los años veinte. Nos acercamos al 27, a la celebración del tercer centenario de la muerte de Góngora. La referencia a Mallarmé era un recurso oportuno, pero algo desesperado, para el deseado reconocimiento europeo de Góngora. Ya en el último número de 1920 de la revista Hispania, Jean Cassou había reproducido, con un prólogo propio, el citado artículo de Zdislas Milner publicado paralelamente en L’Esprit Nouveau y titulado «Góngora y Mallarmé. La connaissance de l’absolu par les mots»16. Y en el número anterior de la misma Hispania, el impetuoso Cassou había declarado: «Enfin Luis de Argote y Góngora [sic] est tout de même un grand poète», citando además a Marius André (por un artículo suyo de La Revue Critique de junio del mismo año): «L’heure des justes réparations et d’un renouveau de gloire est-elle venue pour le poète espagnol Luis de Góngora, et ses œuvres les plus contestées, 16. Hispania, núm. 4, octubre-diciembre de 1920, pp. 351-360. En la última página de dicho número, venía el siguiente anuncio que transcribo como mera anécdota (que no tiene nada que ver con Góngora, pero sí algo con el poeta de Cántico): «Le cours élémentaire de langue espagnole organisé par l’Institut d’Études Hispaniques de l’Université de Paris et confié à M. Jorge Guillén, lecteur d’espagnol à la Sorbonne, aura lieu dans la salle B le vendredi et le samedi à cinq heures de l’après-midi».

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celles qui lui ont valu la plus fâcheuse et la plus imméritée des réputations, vont-elles être remises en honneur, étudiées, admirées?»17. Llega efectivamente la hora de las «justas reparaciones». En el número del 19 de febrero de 1927 de Les Nouvelles littéraires, artistiques et scientifiques. Hebdomadaire d’information, de critique et de bibliographie, Jean Cassou anuncia la celebración del centenario, con la ineludible evocación del paralelismo con Mallarmé18. En la misma revista., unos tres meses después, el 28 de mayo exactamente, Albert Thibaudet se decide, ¡por fin!, a hablar de Góngora. Lo hace en un artículo titulado «En revenant d’Espagne. Le phénomène gongorin». Thibaudet ha sido invitado en España, evidentemente para hablar del famoso paralelismo. Pero, como no conoce a Góngora (y lo confiesa abiertamente), se ha negado a hablar ahí del tema, a pesar de la insistencia de Giménez Caballero, el director de la Gaceta literaria. El artículo que redacta a su vuelta a Francia, Thibaudet no disimula que es el homenaje que los españoles esperan de él, en cuanto autor de un conocido libro sobre la poesía de Mallarmé. Pero Thibaudet, reflexionando sobre el fenómeno gongorino, en realidad abre y ensancha mucho la perspectiva, estableciendo una relación entre la Alexandra de Licofrón, el Polifemo de Góngora y el Cimetière marin de Valéry. No trata específicamente de Mallarmé19. Lo que subraya, en unas frases algo huecas, es la necesidad de la oscuridad para una auténtica poesía, cuyo resorte está en la rapidez de las imágenes con un ritmo amplio y profundo. La explicitación de todo aquello le llevaría (dice) a un largo discurso, que 17. Hispania, núm. 3, julio-septiembre de 1920, pp. 268-269. Góngora no fue, por cierto, el único escritor del Siglo de Oro por el cual se interesó Cassou (véase Zerari, 2018). 18. En su Panorama de la littérature espagnole contemporaine (1929), Jean Cassou alude repetidas veces a Góngora, y comenta así el «phénomène Góngora» en España: «La résurrection de Góngora est peut-être l’événement le plus caractéristique de la vie littéraire actuelle; il s’accroît de toutes les résonances qu’eurent en Espagne nos débats sur la poésie pure et toutes les manifestations par lesquelles se sont affirmés chez nous un certain besoin de dissociation et d’analyse, un certain retour à l’ordre. Jean Cocteau et sa grâce sont passés par là» (p. 186 de la ed. revisada de 1931). 19. Solo observa, para empezar, que «Góngora est remis en honneur, au xxe siècle, presque en même temps, et sans doute pour les mêmes raisons, que Mallarmé».

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deja en el tintero. Tan solo propone aplicar al fenómeno gongorino el análisis de la «marche à l’obscurité» como vector de los progresos literarios, tal como lo formula Bergson en L’Évolution créatrice. Lo más interesante de su breve contribución al centenario de Góngora es, quizá, la mención final –a partir de una reflexión de Valéry sobre Mallarmé– de la «résistance au facile», que Thibaudet cree que se puede extender a Góngora (y, como no, a Cervantes). Concluye así su artículo, con un homenaje lírico que le agradaría indudablemente a Marius André: «Avec Cervantès, l’Espagne a fourni à l’humanité l’idée vivante de la résistance au facile, douée d’une troisième dimension par le génie comique, par la réserve illimitée et la ressource toujours élastique que ce genre implique. La poésie de Góngora, le portrait de Góngora au Prado, deux figures, ou plutôt une grande figure poétique de cette même résistance au facile, jumelle de l’héroïsme quichottesque, vouée aux mêmes échecs, aux mêmes ironies, relevant du même témoignage». Nada menos. Y, por supuesto, nada más. Más allá de Mallarmé. Estamos, desde luego, más allá de Mallarmé. Los artículos de Cassou y de Thibaudet se publican traducidos inmediatamente, en junio de 1927, en La Gaceta literaria, con otras dos contribuciones procedentes de Francia: una «opinión» de Francis de Miomandre y un poema de Valery Larbaud, homenaje (por imitación) a la lengua de Góngora. No parece haber habido más eco del centenario en (o desde) Francia. Pasada la hora de las encantaciones conmemorativas, llega el tiempo de las traducciones. Y ya no sirve para nada la referencia a Mallarmé. En 1928, se publica en París, en las ediciones Cahiers d’Art, una muy cuidada edición de veinte sonetos de Góngora traducidos por Zdislas Milner, e ilustrados por otros tantos grabados de Ismael González de la Serna en papel de lujo. La traducción de Milner, a quien ya hemos encontrado unos ocho años antes como estudioso del paralelismo Mallarmé/Góngora, se presenta muy escuetamente, sin comentario crítico ni comparación adventicia20. El grabado, el texto, en sendas páginas impares, tamaño 4o mayor. La edición, 20. Por esos mismos años Milner estaba preparando un estudio académico sobre «La formation des figures poétiques dans l’œuvre cultiste de Góngora», que llegó a publicarse en 1929-1933.

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harto aparatosa, es muy digna del poeta recién homenajeado en Madrid. Supone un enorme cambio de imagen con respecto a las traducciones anteriores, igualmente parciales, de Francis de Miomandre y Marius André. Pero poca difusión habrá tenido, fuera de un ceñido círculo de amateurs. Muy distinta, desde luego, es la empresa de Lucien-Paul Thomas, ya mencionado, quien publica en 1932 un Don Luis de Góngora y Argote. Introduction, traduction et notes, cuyo propósito puede calificarse de pedagógico o vulgarizador, en el sentido noble de la palabra. El libro, de apariencia muy modesta, sale en la colección «Les cent chefs-d’œuvre étrangers» de una editorial parisina, La Renaissance du Livre (colección que acoge además, por los mismos años, un Roman picaresque presentado por Marcel Bataillon, quien por cierto nunca se interesó por Góngora: nobody is perfect…). Thomas, exigente con su propia lengua, el francés21, no solo propone para el gran público de lengua francesa un excelente resumen, ponderado y completo de re gongorina, sino que le ofrece una selección muy amplia y variada de poemas traducidos, que abarca desde algunas letrillas hasta fragmentos de las Soledades. Por primera vez, ese gran público tenía acceso fácil y seguro al poeta cordobés22. Con este pequeño libro, que entronizaba a su obra entre las cien obras maestras de la ancha y ajena literatura universal, Góngora existía por fin de por sí al norte de los Pirineos. En el paradigma gongorino se había operado una flexión fundamental hacia una nueva línea de lectura, no condicionada ya por la fascinación ante el enigma mallarmeano. *

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21. Así lo proclama un par de años después, en el prólogo que escribe para una antología de Poètes espagnols d’aujourd’hui. Poèmes choisis et traduits par Mathilde Pomès, (1934, pp. II-III). 22. El libro de Thomas mereció elogios sin reserva, tanto de Georges Cirot (Bulletin Hispanique, núm. 34, 1932, pp. 271-272) como de Dámaso Alonso (Revista de Filología Española, XIX, 1932, pp. 196-197), en ambos casos al alimón con la reseña de la traducción inglesa de las Soledades por E. M. Wilson.

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El público de lectores franceses había de esperar más de treinta años para disponer de una nueva introducción válida a la vida y obra de Góngora. Efectivamente, largo tiempo después de una edición bilingüe de la Première solitude (edición lujosa del año 1943, muy poco difundida), Pierre Darmangeat se decide a renovar la empresa de Thomas, poniéndola au goût du jour en la famosa colección de Pierre Seghers («Écrivains d’hier et d’aujourd’hui»)23. La advertencia que Darmangeat pone en el umbral de su libro es muy clara y muy reveladora de la persistencia de los prejuicios en torno a Góngora: «Ce petit livre n’a aucune ambition érudite. II est écrit pour le seul plaisir de qui veut aborder un grand poète sans les préjugés attachés à son nom». Cuando Darmangeat declaraba así su propósito, en 1964, no se estilaba todavía el plaisir du texte barthesiano. Se trataba de no reservar el acceso a Góngora a unos happy Few, yendo en contra de la reputación de poeta difícil de la que, efectivamente, seguía sufriendo el poeta cordobés entre la inmensa minoría de los lectores de poesía en Francia. Se trataba también de ir en contra de la erudición que, como se sabe, engaña… pero esto es otro cantar (o, más bien, contrapunto al «métrico llanto» del peregrino de las Soledades, II, vv. 115-172). Entre Thomas y Darmangeat, es decir, entre 1932 y 1964, no aparece ninguna publicación capaz de suscitar la adhesión o la afición del gran público a Góngora. No cumple esta función la labor del traductor y bibliófilo parisino Guy Lévis Mano, quien publica en 1959 unos Trente sonnets de Góngora, en edición bilingüe. Tampoco la había cumplido la nueva publicación, en 1948, de los veinte sonetos traducidos por Zdislas Milner veinte años antes. Esta nueva publicación era, en realidad, un libro totalmente nuevo titulado Góngora illustré par Picasso. Los veinte grabados de González de la Serna habían sido sustituidos por otros tantos de Picasso. Todos 23. Góngora. Un tableau synoptique de la vie et des œuvres de Góngora et des événements artistiques, littéraires et historiques .de son époque. Une suite iconographique accompagnée d’un commentaire sur Góngora et son temps. Une étude sur l’écrivain par Pierre Darmangeat. Un choix de jugements. Un choix de textes sur Góngora. Une bibliographie (1964). Este libro, fundamental para la difusión de Góngora en Francia, se reimprimió tal cual en 1982 en la misma editorial (pero con un título mucho más breve: Góngora. Les Solitudes et autres poèmes).

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eran retratos de mujeres. Picasso también había realizado un retrato del poeta, a partir del que pintara Velázquez24. Además, había copiado de su puño y letra los propios textos de Góngora, con orlas en torno, y así se reproducían. Con este magnífico libro25 (que presenta, por cierto, todos los visos de un pirateo editorial), el paradigma gongorino torcía el derrotero hacia una entrañable y misteriosa relación personal. Había sido, pocos años antes, al principio de los años cuarenta, el caso muy extraño de Pierre-Jean Jouve, traductor –con un tal Rolland-Simon– de seis sonetos de Góngora (y así mismo de una glosa de Santa Teresa de Ávila). Pero ¿quién era ese Rolland-Simon? y ¿cuál era la participación exacta de Jouve en la traducción propiamente dicha? No lo sé, a pesar de no pocas preguntas e investigaciones por doquier. Lo cierto es que esos seis sonetos tienen todos que ver con lo mismo: la enfermedad, la ausencia, la muerte26. A través de una traducción muy elaborada y la más exacta posible, corresponden evidentemente a uno de los temas clave de la poesía del propio Jouve, la Nada, un tema permanente, explicitado como tal –no la Nada sino le Nada– en su Journal sans date27. También es evidente que le atrajo la dificultad de la versión de Góngora al francés, lo mismo que en el caso de la traducción de los Siete mares de Kipling, de los Poemas de la locura de Hölderlin o de textos poéticos de Montale, siempre con la colaboración de personas que probablemente le facilitarían en cada idioma la comprensión literal. Misteriosa atracción, desde luego; pero indudable reconocimiento personal de la exigente escritura de un dolor fundamental: «la vida es un ciervo herido» había escrito Góngora. El ciervo: otro tema 24. El año siguiente, Picasso hizo un boceto (aguafuerte) para otro retrato (muy distinto) de Góngora, y se lo ofreció a su amigo Paul Éluard («pour un Góngora», con firma del 22 de mayo de 1949; este boceto está reproducido en la portada del núm. de mayo de 1977 de la revista Europe dedicado a Góngora). 25. Magnífico libro (ed. original,1948; reimpreso por Claude Draeger en 1984 con una breve introducción de Pierre Daix («Góngora par Picasso»). 26. La traducción de esos seis sonetos se publicó en Ginebra, en enero de 1943, en las primeras páginas del primer número de la revista Lettres. Volvió a publicarse en París, en 1948, en la revista La Licorne, con el texto español enfrente. Está recogida en Œuvre de Jouve (1987, tomo II, pp. 2053-2057). 27. Cf. Œuvre, 1987, tomo II, pp. 1138-1142 («Le thème Nada»).

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clave de la poesía de Jouve, otra complicidad de poetas. Pero ¿quién había sido el intermediario? Tratándose de Cocteau, la pregunta es inútil. El intermediario, evidentemente, fue Picasso, el pintor desterrado que, en el año 48, había transcrito veinte sonetos de Góngora, ilustrándolos con sendos grabados calcográficos. En el verano del año 53, Cocteau realizó un amplio viaje por España, y lo comentó in situ con muchos detalles interesantes en su diario Le Passé défini. Así nos enteramos de las circunstancias de la composición de un importante conjunto de «Hommages et poèmes espagnols», una amplia serie que se abre con un «Hommage à Gongora», seguido de la traducción del soneto «Al sepulcro de Dominico Greco, excelente pintor»28. El 12 de junio, dice Cocteau haber intentado componer «un poème sur Picasso de la même masse que le sonnet de Gongora sur Greco»29. La elección de ese soneto, traducido sin ninguna preocupación por la exactitud literal, es muy significativa. Bien lo comprendió Gregorio Marañón, y lo explicó en un artículo sobre el viaje de Cocteau a España, en el cual imagina el encuentro de los dos poetas, Góngora y Cocteau, en Toledo, en el jardín del Greco30. Marañón considera que la traducción de Cocteau es admirable, y que Góngora y El Greco están unidos para siempre en ese soneto simbólico que Cocteau supo interpretar como nadie. Solo un gran poeta moderno –y, añade Marañón, probablemente solo un poeta francés– podía sentir el misterio de ese soneto hasta el punto de volverlo a escribir en su propia lengua, lo cual es otra cosa, más importante, que traducirlo. Cocteau, prosigue Marañón, introduce en este momento de su viaje a otro espíritu necesario para 28. La serie «Hommages et poèmes espagnols» (que forma parte del libro Clair-obscur, 1954) está recogida en Œuvres poétiques complètes de Cocteau, 1999, pp. 902-921. 29. Las citas de Le Passé défini se hacen a partir de la ed. de Pierre Chanel (1985, pp. 147-242, passim, según la fecha indicada). 30. El artículo de Marañón («El viaje de Cocteau por España») fue publicado inicialmente en traducción francesa (La Table ronde, núm. 94, oct. de 1955). La versión original salió cuatro meses después en La Nación (Buenos Aires, 29 de enero de 1956); está recogida en las Obras Completas de Marañón (1976, tomo IV, pp. 937-939). Para una referencia a Cocteau en relación con el «phénomène Góngora» en España, véase un comentario de Jean Cassou, supra nota 18.

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interpretar a El Greco: «Góngora comprendía y amaba al Greco por razones opuestas a las que hicieron a Felipe II volver la espalda, con su desdén recatado pero inexorable, al gran pintor» (según Marañón, Felipe II, por ser un puritano, no podía comprender a El Greco, que era un místico). Góngora y Cocteau coinciden pues en su íntima comprensión del pintor toledano. Y expresa así Marañón su asombro: «Para un español de hoy es un gran prodigio ver que la vena que corría por el alma de un poeta cordobés (es decir, supraespañol) del siglo xvii, reaparece en un poeta de Francia del siglo xx». Pero volvamos al diario de Cocteau. Ahí escribe, por ejemplo, el 24 de junio: «Traduction des poèmes. L’obscurité traduite : il reste toujours quelque chose. La trop grande clarté traduite : il ne reste rien». Y el 14 de agosto: «Il semble que la poésie s’épanouisse mieux dans le secret, protégée par ceux qui la dédaignent. Ce phénomène vient de ce que le poète noué donne lieu à des exégèses. Góngora, poète noué, demeure le premier d’Espagne. Pouchkine est intraduisible, ce qui ne gêne pas son prestige». Y, como lema a la serie de los «Hommages et poèmes espagnols», pone la siguiente definición, terrible: «L’art est un attentat contre la pudeur qui s’exerce chez les aveugles». Pero, por el diario, nos enteramos de que esa frase está ahí por sustitución de dos lemas anteriores, que rezaban así: «Le clair est la forme la plus subtile de l’obscur» y «L’obscur, tel que je l’entends, vient d’une extrême rigueur de la syntaxe»31. No cabe la menor duda: Cocteau estaba perfectamente apto y preparado para comprender a Góngora. No es de extrañar, por tanto, que el poema titulado «Hommage à Gongora» resulte muy oscuro, presentándose en sus doce estrofas de cuatro versos como un ejercicio de escritura gongorina sin la más mínima referencia explícita al poeta cordobés, pero con una alusión evidente al Greco, una alusión probable a los conquistadores y una alusión posible a la muerte de Lorca. En cualquier caso, con la insolencia propia de un poeta libre y provocador, Cocteau escribe en su diario, el domingo 21 de junio: «Hommage à Gongora. J’ai dit ce que je voulais dire et, si vous me dites que non, je vous dis merde». Consideraba Robert Desnos, en sus Réflexions sur la poésie, de 1944, que Góngora 31. Œuvres poétiques complètes, 1999, nota p. 1772.

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formaba parte, con Villon y Gérard de Nerval, de los poetas que eran «sujets de réflexion actuelles quant à la technique poétique»32. Para Cocteau, Góngora fue, más que un «sujet de réflexion», un motivo de reacción, pero no en contra, sino por adhesión inmediata, con lo cual el paradigma gongorino se radicaliza y cobra la forma de una referencia absoluta e inexplicable. *

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Todo parecerá soso después de semejante encuentro. Después, vienen, vuelven los traductores y los eruditos, unos y otros con su labor ingrata e imprescindible. Ahí están los esfuerzos muy conscientes, concienzudos y explicitados del taller de traducción reunido por Michel Deguy para elaborar una versión de la primera Soledad que se publica en 1966 en la Revue de Poésie33. También está la gran polémica armada por Robert Jammes a partir del bien intencionado número de la revista Europe dedicado a Góngora, en mayo de 1977. La despiadada crítica del rétrogongorisme contrapone los paradigmas dentro del mismo gremio de los hispanistas34. No son precisamente batallas de amor en ese campo de plumas académicas. ¡Pobre Góngora! Pero él mismo tampoco había sido hombre de compromisos ecuménicos en su propio gremio.

32. Para la cita entera y el contexto, véase en Œuvres de Desnos, 1999, pp. 1203-1205. 33. Una reimpresión de esa versión de la Revue de Poésie (núm. 60, sept. de 1966) se publicó como plaquette (ed. bilingüe) en Bordeaux: Éditions Ducros 1970. También merece señalarse por esos años la traducción de cinco sonetos de Góngora, con texto español enfrente, por Claude Esteban, en la Nouvelle Revue Française, febrero de 1967, pp. 378-384 (reimpr. en Poèmes parallèles. Góngora. Quevedo. Jiménez […] Paris: Ed. Galilée, 1980). 34. En aquel memorable número (núm. 577) de la revista Europe (para el retrato de la portada, véase supra nota 24), venían artículos de José Sanchis-Banus, Pierre Darmangeat, Charles Marcilly, Maurice Molho, James Dauphiné, con una cronología y la traducción de veinte sonetos por Bernard Sesé. También venían unas ininteligibles «Notules de poétique en marge d’un effort de traduction» redactadas por el citado Michel Deguy. Robert Jammes publicó su «Rétrogongorisme» en el primer número de la revista Criticón (1978, pp. 1-82).

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Mejor le tratan los poetas de hoy, cuando se acercan a él para traducirle sin aspavientos. Es lo que hace, de manera magistral, Philippe Jaccottet en dos ocasiones: con las dos Soledades en 1984, y con trece sonetos y un fragmento del Polifemo, el año siguiente35. Jaccottet, igualmente traductor de Hölderlin, como Jouve. Jaccottet, traductor de Ungaretti, como Ungaretti traductor de Góngora36. Traducciones cruzadas; textos por traducir en que se cruzan los buenos poetas. Merece citarse, por lo menos, la muy acertada traducción del final de la primera Soledad por Jaccottet: Vénus la chaste […] fait entrer les époux en tendre lice : l’Amour étant divinité ailée, la Fille de l’écume sait qu’il sied d’offrir aux batailles d’amour un champ de plumes.

Traducción apreciada por el mismo Jammes, severo y exigente con los traductores en un artículo recopilatorio y programático, publicado en 1991. Muy severo e irónico, no sin razón, cuando le administra un varapalo a una muy distinguida colega algo apresurada en su traducción del Polifemo37. 35. Las dos traducciones de Jaccottet eran ediciones bilingües, publicadas en plaquette (1984 y 1985 respectivamente). Con la traducción de los Treize sonnets et un fragment venía, como postface, unas muy originales «Notes à propos de Góngora» que Jaccottet había dado a conocer, unos años antes, en la Nouvelle Revue Française, julio de 1974, pp. 66-71. Algunos sonetos habían sido traducidos anteriormente por el propio Jaccottet para el capítulo «Góngora et nous» del libro de ensayos de Ungaretti titulado Innocence et mémoire (1969). 36. Sobre Ungaretti y Jaccottet traductores de Góngora, véase Violante Picon, 1998, pp. 119-136. 37. Jammes, «Traduire Góngora», 1991. La traducción aludida es la Fable de Polyphème et Galatée, Édition bilingue. Traduction de Michèle Gendreau-Massaloux (Paris: José Corti, 1990). Para completar el panorama de las traducciones posteriores al artículo de Jammes, pueden señalarse las siguientes publicaciones: Trente sonnets trad. por. Frédéric Magne (Paris: La Délirante, 1991) y Sonnets, trad. completa por François Turner (Paris: Imprimerie Nationale, 1998). Una nueva ed. de la Première Solitude ha sido publicada en 1991 (Paris: La Différence, col. «Orphée») por Robert Marteau, uno de los miembros del taller de traducción de Michel Deguy (véase supra, nota 33), con referencia explícita a esa empresa colectiva. Para las traducciones incluidas en la Anthologie bilingue de

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El gremio, siempre el gremio, hélas! Ineludible, por más que se pretenda. A él se le debe –como he dicho– la vuelta a Góngora en el programa de las oposiciones a cátedras de instituto, durante dos años seguidos, a mediados del último decenio del siglo xx38. Al amparo, pues, de un tribunal de oposiciones, Góngora habrá tenido así en Francia más de dos mil lectores más, más de dos mil lectores interesados, muy interesados. En ese bienio, el paradigma gongorino anduvo, bajo batuta profesoral, a pie forzado. *

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Pero no quiero poner fin a ese vuelo panorámico del siglo xx con la evocación de un Góngora galo estrictamente universitario. No quiero, ni debo, terminar con la triste mención de un Góngora para opositores. En ese último decenio, la figura de Góngora llegó a imponerse en Francia (mejor tarde que nunca) como una gran figura del Barroco. De un Barroco por fin aceptado, asimilado y apreciado como edad valiosa y estética coherente. Una prueba de ello, a nivel extra-académico, es el hecho de que, cuando una gran revista de cultura como Le Magazine littéraire publica en 1992 un número especial sobre «L’âge du baroque», Góngora sea el único autor a quien esté dedicado un artículo entero, redactado, no por un hispanista, sino por un buen especialista del Barroco europeo, Gérard de Cortanze. «Góngora: l’exaltation de la réalité» es el título de dicho artículo, explicitado así en los primeros renglones: «Figure exemplaire du baroque, il a édifié un univers poétique qui ignore le pathos pour mieux célébrer la vie»39.

la poésie espagnole de la Bibliothèque de la Pléiade (1995), véase supra p. 71, nota 4. El mismo Jammes ha vuelto posteriormente a proponer más traducciones de Góngora: Comprendre Góngora. Anthologie bilingue traduite et présentée, 2009; y unas espléndidas Soledades / Solitudes. Traduction, version en prose, annotation et postface, 2017. 38. Inclusión de las Soledades (a raíz de la publicación de la ed. de Jammes en Castalia, 1994) en los programas de Agrégation y CAPES para las oposiciones de los años 1995 y 1996. 39. Cortanze, 1992, pp. 48-51.

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Góngora, paradigma del Barroco. El paradigma gongorino roza ya con el tópico. Pero lo trivial no quita lo glorioso. El Barroco queda definitivamente admitido en Francia, entre el público medianamente culto, como una edad y una estética de máximo interés, y Góngora ha vencido por fin los prejuicios, triunfando del lugar común con la aportación de su propio universo. Ese mismo año de 1992, el diario Le Monde no puede menos que celebrar la efeméride en sus páginas dedicadas semanalmente a la actualidad literaria. Le Monde des livres paga por tanto su tributo al 92. ¿Cómo lo hace? Con un largo artículo –que no se ciñe en absoluto a la reseña de algún libro reciente– en la primera página de ese suplemento literario, un largo artículo titulado «Le Nouveau Monde de Góngora» y firmado por el genial e insoportable Philippe Sollers (el auto-seudo-denominado sollers, es decir «hábil», «ingenioso», en latín), Philippe Diamand-Sollers, que es todo menos un hispanista menesteroso. En esta gran página40 está reproducido el soneto «Urnas plebeyas, túmulos reales», tal y como lo dejó copiado Picasso en la citada edición de 1948 (reimpresa en 1984). Partiendo de ese soneto y, más precisamente de lo que para él significa el gesto de Picasso, Sollers –muy amigo, como siempre, de afirmaciones enigmáticas y aproximaciones perentorias– escribe un brillantísimo homenaje a la soledad gongorina: «L’œuvre du plus grand des poètes espagnols était un opéra invisible et muet». Cita muchos versos, los comenta, celebra y exalta: «Pour le Solitaire (aux antipodes, on s’en doute de ceux de Port-Royal), la réalité se déroule selon “la poudre du temps le plus strict”, comme s’il fallait absolument vaincre, ou violer, une surdité de base. Il s’agit de forcer le silence dans ses retranchements, de faire advenir le verbe depuis son envers: “la mer n’est pas sourde, l’érudition trompe” […]. Une solitude, ce sont mille illuminations au sens de Rimbaud». Así hasta el final del artículo, donde proclama que «Góngora-l’absolu, dans son pari sur la langue, devient le poète universel de “l’or intuitif”, consacré par “les annales diaphanes du vent”».

40. Le Monde des livres, 17 de abril de 1992.

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Góngora, «le plus grand des poètes espagnols», poeta universal y referencia absoluta. «Góngora-l’absolu». Puede resultar sospechoso ese derroche de aplomo. Pero Sollers ha leído a Gongora; lo ha leído a su manera, por supuesto, con sus intereses propios, haciendo hincapié por ejemplo en la frecuencia del verbo gozar y del sustantivo gozo. Ha leído a Góngora, y lo ha comprendido. No se ha entusiasmado de oídas, sino guiado por su propia curiosidad e intuición41. Es que, a decir verdad, entre los intelectuales franceses que alumbraron y deslumbraron nuestros años juveniles, pocos habían leído a Góngora. Genette lo conocía a través de Borges; apenas le sirvió para sus propios análisis, y es lástima porque la dedicatoria de las Soledades le hubiera proporcionado un magnífico material para Seuils, su gran encuesta y reflexión sobre los umbrales textuales. Barthes tampoco había leído a Góngora. Barthes confesó su «peu de goût pour les littératures étrangères», pero algo sabía del poeta cordobés, algo quería hacer con sus textos, con su trabajo de poeta en los márgenes, practicando un juego libre con el lenguaje. Con esa referencia gongorina, Barthes ejemplificaba la necesidad de librarse de la doxa verbal, equiparando un «texte gongorien [sic]» con una «sexualité heureuse»42. El mismo rechazo de la doxa ejemplificaba Lacan con la «pointe gongorique» evocada en sus Écrits junto al sueño y al «nonsense»43. Cada cual arrima el ascua gongorina a su sardina conceptual, si bien es evidente que, en la cocina hermenéutica de Barthes y Lacan, el ingrediente del paradigma gongorino se reduce a un lindo adjetivo. Un «texte gongorien» y una «pointe gongorique» son formulaciones abruptas que remiten ambas a la rebeldía del poeta, lo cual corresponde a una imagen trivial (trivializada incluso en el 41. Podría ser que esa curiosidad de Sollers procediera de la participación de Severo Sarduy en los debates de la revista Tel Quel, dirigida por el propio Sollers (el Barroco de Sarduy se había publicado en la editorial de la revista, Paris, Le Seuil, en 1975). También puede señalarse de paso un comentario (publicado en Les Lettres Nouvelles) de Michel Butor a un verso del famoso soneto a Córdoba, coincidiendo con una suposición de Lezama Lima (cf. Sarduy, 1969, p. 73). 42. Barthes, 1975, p. 119 («La langue maternelle», ahí confiesa su «pessimisme constant à l’égard de la traduction») y p. 137 («Actif/passif»), respectivamente. 43. Las citas de Barthes proceden de mis propias lecturas. En cambio, he encontrado la cita de Lacan en Paul Julian Smith, 1986, p. 83.

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hispanismo académico) y constituye un lugar común de fácil acceso. Menos fácil y, desde luego, mejor documentado es el homenaje de Sollers. Por obra y gracia de ese sumo pontífice de la crítica francesa finisecular, el poeta de las Soledades está por fin reconocido y celebrado fuera del gremio, fuera de la universidad, en la prensa destinada a los lectores de literatura sin fronteras. Lejos, muy lejos estamos de los «paseos literarios» de Rémy de Gourmont y de la «crítica a media voz» de Francis de Miomandre, «Critique à mi-voix: Góngora et Mallarmé». Estamos lejos, muy lejos de Mallarmé. Definitivamente más allá de Mallarmé. Con Góngora a solas, sin Mallarmé. Sin la necesidad, ni siquiera la ayuda, de la referencia a Mallarmé. No hay que olvidar, sin embargo, que esa referencia a Mallarmé había facilitado el reconocimiento de Góngora en torno al 27; pero esto ocurrió y funcionó en España durante poco tiempo, porque sin demora ni contemplaciones el maestro Dámaso Alonso demostró que dicha referencia era improcedente44. En Francia, ahí donde precisamente se había iniciado con buena intención y había cobrado fuerza entre los hispanófilos que descubrieron y se aficionaron a Góngora, la referencia a Mallarmé se hizo enseguida y por muchos años contraproducente. Sentó las bases de un malentendido del que fue víctima el poeta cordobés al norte de los Pirineos durante más de medio siglo, a pesar de la muy equilibrada y bien orientada antología que publicó en francés Lucien-Paul Thomas en el año 31. Para disipar ese malentendido, ha sido necesaria la renovada labor de los traductores. Labor ímproba e imprescindible para rendirle a un poeta universal un particular y bien fundado homenaje. Me hubiera gustado, a manera de epílogo, evocar lo que con el «climatérico lustro» del famoso soneto gongorino de 1623 hace Jacques Roubaud, poeta y matemático, a la vuelta del siglo xxi, en la cuarta parte de una autobiografía muy singular titulada Poésie: (récit)45. La 44. Con independencia de la referencia a Mallarmé, el mismo Dámaso Alonso había de mitigar pronto su entusiasmo por Góngora en un texto que Robert Jammes (2017, pp. 355-356) califica de «incroyable palinodie». 45. Así el título, con los dos puntos y con (récit) en cursiva y entre paréntesis, a manera de subtítulo en la portada (Roubaud 2000; la reflexión a partir del soneto gongorino en las pp. 37-42 y 58-72).

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relación de Roubaud con el texto de Góngora es algo impresionante, terrible, esperpéntico. Ahí el paradigma gongorino se convierte en un sintagma radicalmente personal. Pero eso daría pie (indudablemente «acertado») para otra ponencia. Y será mejor, por supuesto, encargársela al propio Roubaud, poeta-peatón por excelencia. «Tant de minutie témoigne, inutilement peut-être, de quelque déférence aux scoliastes futurs». Stéphane Mallarmé (1898)

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A Eugenio Asensio, recordando una visita a su Tebaida navarra (Murieta, enero de 1991). In memoriam

El juego en la literatura. La literatura como juego. Ambos puntos de vista deben adoptarse separadamente a la hora de examinar las obras de los autores clásicos de la Edad de Oro. Voy a proponer aquí, como una muestra que espero sugestiva, unos breves comentarios ceñidos a las obras de un autor. Ceñidos, con mayor restricción todavía, al motivo del juego en dichas obras, que no a la índole lúdica de las mismas, puesto que eso daría para mucho, para demasiado tiempo y espacio. No me impediré, sin embargo, empezar por ahí, con algunas reflexiones previas, un tanto inconexas, acerca de ese autor fundamentalmente ludens llamado don Francisco de Quevedo. No cabe la menor duda de que a Quevedo le gustaba jugar. Jugar con la pluma, se entiende. Jugar con las palabras. Era, evidentemente, un «tahúr de vocablos». Esta expresión no es de mi invención; no procede de mi magín presuntamente obsesionado por el juego. Es una expresión forjada por el mismo Quevedo, no para aplicársela a sí mismo, sino a la «infernal seta [i.e. secta] de hombres condenados a perpetuo concepto, despedazadores y tahúres de vocablos, [que] han pegado la dicha roña de poesía a las mujeres». Esto lo dice en el apartado tercero de las Premáticas del Desengaño contra los poetas güeros, para referirse a los excesos del gongorismo y mandar al diablo

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a las cultas latiniparlas1. Pero el propio Quevedo era igualmente, de manera militante y poco académica, un «despedazador y tahúr de vocablos», «volteador de razones»2 como el que más. Y, si no fuera porque no le gustaba demasiado autodefinirse, no hubiera dudado en suscribir esta afirmación de su heredero y émulo Torres Villarroel: «soy escritor tahúr, que conozco la mano»3. La letra del tahúr, bajo la pluma de Quevedo, puede (podría, debería) leerse en distintos niveles, teniendo en cuenta la irreprimible propensión lúdica del discurso quevedesco, bien apuntada por Eugenio Asensio: «El placer del juego es inherente a la tarea literaria, especialmente la de Quevedo que perseguía la ingeniosidad con tanto celo como la verdad»4. Esa propensión resulta tan fuerte en Quevedo, por lo menos, como en Cervantes o en Góngora, por poner dos casos muy distintos de él y muy distintos entre sí. Pero lo que tienen en común (y comparten con todos los grandes autores, los llamados “clásicos”) es que lo lúdico, en ellos, no reside solo en el enunciado, ni siquiera en la enunciación, sino que estriba en una concepción global de la ficción literaria5. Lo lúdico en literatura abarca desde la alusión (que es la forma más elemental del juego literario, la que solicita una necesaria complicidad: alludere es traer al juego) hasta la construcción de una obra de ficción, a la vez al arrimo y al margen de un código literario, es decir, apurando y superando las reglas del juego de la escritura. 1. Quevedo, Prosa festiva completa, 1993, p. 186. 2. Como se sabe, las Premáticas del Desengaño contra los poetas güeros están reproducidas en el Buscón (lib. II, cap. 3); pero ahí prescinde Quevedo del término «tahúr» (después de «despedazador») y añade, en cambio, la expresión «volteadores de razones» (Buscón, 1993, p. 119). Estos «tahúres de vocablos», por cierto, no han de confundirse con los «fulleros de pluma» evocados por el mismo Quevedo en el mismo capítulo de la misma novela (ed. citada, p. 131), los cuales son unos «hombres de negocios» que se juntan para «poner los precios por donde se gobierna la moneda». Las escrituras de dichos fulleros no tienen nada que ver con las Bellas Letras: no se trata para ellos de jugar con las palabras, sino con las cifras. 3. El gallo español. Respuestas dadas al conde de Meslay [c. 1725], en Obras, 17941799, tomo IV, p. 388. 4. Asensio, 1971, p. 190. Discrepa Asensio de la lectura de Spitzer; véase además, ibíd., su comentario sobre el uso naipesco del vocablo «figura» por Quevedo. 5. Para Cervantes, cf. Étienvre, 2016, passim. Para Góngora, cf. Alonso, 1928.

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Abarca, pues, desde la intertextualidad (que viene a ser el nombre, ya postmoderno, de la alusión) hasta la experimentación, que es el modo propio que tiene el auténtico creador de jugarse la vida. Lo expresó perfectamente Jorge Guillén, refiriéndose al poeta de las Soledades: «Lo que nos conduce a Góngora es, en definitiva, lo que nos separa de él: su terrible pureza, el lenguaje poético. Bien está así. Valía la pena que alguien se jugase la vida a esa carta. Nadie se la ha jugado con más fortuna que Góngora, éxito maravilloso»6. Pero no voy a seguir con esas consideraciones, que pecan de generales. No son en absoluto originales, y huelen mucho a teoría literaria, que además no es mi profesión7. Tan solo he querido evocar, de paso y sin demorarme más, uno de los posibles niveles de reflexión que merece indudablemente la obra literaria de Quevedo. El tema de mi intervención es otro. Se trata de la letra del tahúr. No se trata de cazar “ludemas”, practicando un deporte hermenéutico que no creo pueda ser de provecho para nuestro gremio. Para mi propósito de hoy, desde luego que no. Prescindiré por tanto de los “ludemas”, y solo observaré al «tahúr de vocablos» en su juego con los juegos. Voy a proponer, pues, un análisis documental, una modesta labor filológica, una cala en un léxico particular: el de los naipes. Vocablos de tahúr, por tanto. No sé si dichos vocablos me autorizan para tomar cartas en este evento que reúne a tan expertas y expertos quevedistas8. Me permito sin embargo hacerlo, llevado de la mano del pícaro Pablos, quien, a punto de embarcarse a Indias, da al lector sus avisos de fullero9. Y traído aquí, además, por el secretario de una recién nacida «Revista de investigación quevediana», oportunamente nombrada La Perinola, como homenaje (es de suponer que expreso, puesto que se representa en la portada) a la peonza que sirve para jugar a la suerte, más allá del título de la conocida obrita de Quevedo. Y, de la misma manera que 6. Guillén, 1962 (ed. 1969, p. 93). 7. Me atrevo sin embargo a hilvanar consideraciones de ese tipo en el último capítulo del presente volumen: «La literatura como juego (de Gil de Biedma al Lazarillo)», pp. 203-222. 8. Estas observaciones se presentaron en el coloquio internacional Las fuentes de la invención en Quevedo. Homenaje a don José Manuel Blecua, organizado en la Universidad de Santiago de Compostela en julio de 1998. 9. Buscón, lib. III, cap. 10 (ed. 1993, pp. 220-222).

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la perinola de verdad (la peonza del juego) tiene varias caras ofrecidas al azar, la letra de Quevedo remite a varias plumas y se ofrece a varias lecturas. Propongo, pues, una lectura de mirón, al pie de la letra, sin más pretensión que brujulear los palos y querer los envites que entrañan los vocablos de tahúr del autor de la Perinola. *

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Pero cabe formular ante todo una pregunta: ¿era el «tahúr de vocablos» tahúr a secas? La palabra tahúr, según definición formulada por Zabaleta en El día de fiesta por la mañana (1654), «dice jugador de naipes continuo y desenfrenado»10, lo cual no quita que, lato sensu, pueda haber tahúr de otros juegos: por ejemplo, de pelota (está documentado el sintagma) o (¿por qué no?) de perinola (puesto que también se encuentra algún que otro tahúr de dados). ¿Era, pues, el autor del Buscón lo mismo que Pablos, al llegar a Sevilla, experto en esa «ciencia vilhanesca» que evoca Cervantes al evocar el patio de Monipodio? A esta pregunta, imposible de soslayar, es difícil contestar porque carecemos de pruebas documentales como las tenemos, por ejemplo, para el conde de Villamediana11. Lo único que podemos aducir al respecto procede de su correspondencia, con un par de cartas dirigidas a Sancho de Sandoval, desde La Torre de Juan Abad, a principios del año 1638. En lo que él llama la «parte de gaceta» de dichas cartas, leemos lo siguiente a propósito de tres barajas que le manda a su corresponsal (dos que tenía en Villanueva de los Infantes y una que tenía en La Torre): Aquí no hubo más de una baraja de naipes, que como el caudal es de bostezos y váguidos [sic], gustan pocos, y acógense a la chita y a la taba. Yo tenía esas dos barajas, que son de las finas; con esa que estaba aquí, la [sic] remito a v. m. y ese bolso de arriero, deseando que se llenen [sic] a v. m. de doblones de a ciento cada día diez veces. Y porque se trata de juego, digo que de Madrid han desterrado a don Juan de Gubiría y a 10. Cap. X («El tahúr»), ed. 1983, p. 168. 11. Véase Étienvre, 2016, p. 17, nota 9.

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don Francisco de Lesma y a don Antonio Portocarrero, porque tenían garitos; y porque jugaban, al de Miralles y al de Palacios12.

Cuatro días después, vuelve sobre el tema: Ya yo he perdido con esos naipes, pues por traerlos el criado de Villanueva perdí la ocasión de escrebir a v. m. la gaceta que me vino aquella mañana. […] y guarde [Dios] a v. m., como yo deseo, y dé dicha en pintas con encaje. Al señor don Alonso beso las manos, y que el mismo día que su propio de v. m. se detuvo por los naipes en Villanueva, tuve un propio del duque de Medinaceli desde Siguela13.

Puede sorprendernos encontrar aquí, en la «parte de gaceta», un «propio» (= mensajero) del duque de Medinaceli puesto en el mismo plano que los naipes. Pero no debe extrañarnos: son igualmente realia. En tales realia se sitúa momentáneamente (y es lo que aquí nos importa) el mismo Quevedo, el cual está muy al tanto de lo que son «pintas con encaje»14 y de quién tiene garito en Madrid, o está desterrado por jugador. Y al respecto merece señalarse (si es fidedigna) una advertencia de su primer biógrafo, Paolo Antonio Tarsia, quien nos dice que don Francisco «siempre que residió en la Corte, porque no le embarazasen los cuidados domésticos el ocio fatigoso de sus estudios, vivió las más veces en posada pública»15. Si prescindimos de la pequeña contradicción que hay entre el «siempre» y «las más veces» de la frase citada, podemos imaginar que alternaría Quevedo el «ocio fatigoso de sus estudios» con alguna que otra partida de naipes en dicha «posada pública», como tahúr o, por lo menos, como mirón. Pero todo eso no pasa de ser anécdota, que no carece por cierto de rancio sabor positivista. No hemos de echar de menos que no existan más pruebas documentales de archivo. Porque, en realidad y de veras, donde encontramos la mejor prueba de que don Francisco 12. Epistolario completo, ed. 1946, pp. 406-407 (carta del 30 de enero de 1638). 13. Ibíd., p. 407 (carta del 3 de febrero de 1638). 14. Cf. la definición de «encaje» en el Diccionario de Autoridades: «En el juego de las pintas es la concurrencia del número que se va contando con el de la carta: lo que le quita el ser azar en los puntos que lo es, y se prosigue contando». 15. Tarsia, 1663 (ed. 1997, p. 32).

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de Quevedo era, si no tahúr empedernido, por lo menos entendido en el naipe, es precisamente en sus obras. La complicidad con el lector contemporáneo, pretendida por Quevedo y probablemente conseguida de inmediato en cuestiones de juego, como en las demás realia, tiene a todas luces su origen primero en una experiencia común. Y, si observamos (efectivamente, basta observar, leer) cómo utiliza ese material humilde en sus ficciones literarias, en ese sector no doctrinal de su obra completa, nos damos cuenta de que el juego era parte integrante y vital de su cultura. Observar. Leer. Ahora podría conformarme (lo mejor sería que me conformara) con leer, con citar unos cuantos textos. Desde luego, no faltan. Antes bien, sobran para una exposición académica. Del discurso literario de ese «tahúr de vocablos» y, más concretamente, de sus vocablos de tahúr, he hecho, en un pasado ya no tan reciente, un recuento con miras a la exhaustividad, obra por obra. El léxico naipesco utilizado por Quevedo se extiende a un centenar largo de palabras y expresiones que están recogidas, ordenadas y comentadas. Hecho este recuento, convendría examinar qué tipos de conceptos están ahí reunidos, y cuál es su distribución semántica. Aquí, en el poco tiempo y espacio de que dispongo, solo quisiera, con una selección de citas y con el análisis de un par de ejemplos, dar una idea de cómo Quevedo juega con ese léxico. *

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Naturalmente, no he encontrado huellas de juego con ese léxico en los tratados doctrinales, porque en dichos tratados el juego nunca es objeto de doctrina por parte de Quevedo. Apenas se rastrean dos alusiones referenciales: una, muy diluida, en la traducción de la Introducción a la vida devota de San Francisco de Sales (capítulos XXXI y XXXIII); otra, en Providencia de Dios, donde está evocado de pasada un jugador de manos, con dos naipes. Esta evocación, sin embargo, resulta interesante en sí porque es una de las muy pocas que remiten al tarot, al condenado y perseguido tarot, con la representación de una dama y de una sierpe16. Tampoco he encontrado 16. Obras completas, ed. 1932, Prosa, p. 1062.

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huellas en la poesía metafísica y moral, donde hubiera podido darse a nivel metafórico, como en una de esas sentencias que se le atribuyen a Quevedo17. Tampoco en la poesía amorosa seria, ni en la satírico-amorosa, lo cual resulta aún más curioso. Solo asoma la (por otra parte) muy común erótica de la baraja, con sus inevitables bastos y sotas, en un romance atribuido (y desde luego atribuible), titulado «A los devotos de monjas»: Dejad el juego de monjas, que es inútil pasatiempo que se pasa en pasar cartas, estándose el basto quedo. No hagáis con ellas envites […]18.

La coquetería femenina es igualmente objeto de la tópica evocación satírica de las tapadas, que encontramos bajo la pluma del tahúr, en una romanceada «confisión que hacen los mantos de sus culpas, en la premática de no taparse las mujeres». Escribe así, expresando («exprimiendo» diría el conceptuoso Gracián) la inaudita semejanza entre un manto (que hace trampas con las caras) y un fullero (que hace trampas con los naipes): […] fullerito de facciones, que las retiro y las saco, y muestro como unos oros a quien es como unos bastos. A quien amago con sota, doy coces con un caballo; copas doy a los valientes, y espadas a los borrachos19. 17. Se trata de la sentencia que lleva el núm. 919 en la ed. citada supra (p. 825) y que tiene, por anticipación, un corte casi gracianesco: «Los príncipes no jueguen a juego descubierto, por la regla de la ventaja que lleva el que ve el juego al compañero. Consejo es que arma a cada estado de vida, y aun a cada hombre particular; pues no hay ya, ¿qué digo ya?, pues de los dos primeros hombres al uno le perdió la invidia, pues no hay vivir sin ella, y el remedio para menos daño es esconder cada uno su juego y el resto que posee». 18. Obras en verso, ed. 1961, p. 365. 19. Poesía original completa, ed. 1963, p. 788, núm. 687, vv. 73-80.

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Ya que estamos con la sátira, y subiendo un tanto de tono, merece evocarse un ejemplo de sátira personal, con las dos primeras cuartetas de una «sátira del infierno»: Los que quisieren saber de algunos amigos muertos, yo daré razón de algunos, porque vengo del Infierno. Allá queda barajando aquel que acá supo cierto a cuántos venía su carta cual si fuera del correo20.

Por la dilogía «carta de baraja» / «carta de correo», puede pensarse que el aludido es el ya citado conde de Villamediana (correo mayor del Reino y, como queda dicho, tahúr empedernido, reconocido y condenado como tal), quien acaba de morir, en agosto de 1622, cuando se imprimen por primera vez estos versos en la Primavera y flor de romances de 1623. Han de mencionarse aquí, por supuesto, aquellos poemas satíricos escritos contra Góngora, y atribuidos a Quevedo. Atribuidos, conviene precisarlo, por un préstamo cada vez más discutido21. Pero, por decirlo con una frase francesa, on ne prête qu’aux riches (es decir, “solo se presta a los ricos”). En cualquier caso, son piezas muy quevedescas, y muy conocidas desde que las publicó Miguel Artigas22. No puedo menor que citar (de nuevo) algunos versos sacados de un largo «Epitafio»: […] Ordenado de quínolas estaba, pues desde prima a nona las rezaba; sacerdote de Venus y de Baco, caca en los versos y en garito Caco. 20. Véanse las distintas versiones de esta sátira en la ed. crítica de la Obra poética, 1969-1981, tomo III, pp. 154-164, núm. 786. 21. Cf. Jammes, en su ed. de las Soledades, 1994, pp. 676-677, nota 99, así como Carreira, 1997, p. 237. 22. Artigas, 1925, pp. 42 y 377-378.

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La sotana traía por sota, más que no por clerecía. […] Clérigo, al fin, de devoción tan brava, que, en lugar de rezar, brujuleaba; tan hecho a tablajero el mentecato, que hasta su salvación metió a barato. […] Vivió en la ley del juego, y murió en la del naipe, loco y ciego […]. Y si estuviera en penas, imagino, de su tahúr infame desatino, si se lo preguntaran, que deseara más que le sacaran, cargado de tizones y cadenas, del naipe, que de penas […]23.

También puede citarse este soneto, cuyo final constituye otro cruel epitafio naipesco: Tantos años y tantos todo el día; menos hombre, más Dios, Góngora hermano. No altar, garito sí; poco cristiano, mucho tahúr; no clérigo, sí harpía. Alzar, no a Dios, ¡extraña clerecía!, misal apenas, naipe cotidiano; sacar lengua y barato, viejo y vano, son sus misas, no templo y sacristía. Los que güelen tu musa y tus emplastos cuando en canas y arrugas te amortajas, tal epitafio dan a tu locura: «Yace aquí el capellán del rey de bastos, que en Córdoba nació, murió en Barajas y en las Pintas le dieron sepultura»24. 23. Poesía original completa, ed. 1963, p. 1179, núm. 840. 24. Ibíd., p. 1174, núm. 833. Véase también el poema núm. 841, pp. 1181-84 (vv. 63-64, 92-94 y 117-18).

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Son buenos ejemplos de ósmosis del tema y del motivo. En estos versos, los naipes se imponen conjuntamente como asunto y como lenguaje. Lenguaje del supuesto autor de estos epitafios satíricos; y lenguaje dirigido contra un poeta que lo entendía y manejaba perfectamente, hasta excederse a veces en el virtuosismo de la metáfora tahuresca y plantearle problemas de comprensión al mismo Salcedo Coronel25. Metáfora trivial, desde luego, válida para cualquier invención, no forzosamente mal intencionada o frívola. También puede servir (no ha de olvidarse que lo lúdico no descarta lo lúcido) a la expresión del desengaño, como en el estribillo de cierta letrilla de nuestro amargo don Francisco: Este mundo es juego de bazas, que sólo el que roba triunfa y manda26.

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Estos son unos pocos ejemplos de los muchos que podrían aducirse al margen del conjunto de obras reunidas por el mismo Quevedo en 1631, digamos que en edición “oficial”, bajo el título muy significativo de Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio. Ahí, sí que está muy activa la letra del tahúr, tanto en los opúsculos (y en particular en la Vida de la corte y Capitulaciones matrimoniales, con la mención de las «figuras» y «flores» del juego, así como de los «gariteros», «ciertos», «estafadores» y «entretenidos»27) como en los cinco Sueños, donde no podía faltar, en El sueño del Juicio Final, la evocación de Judas como «apóstol descartado» en un diálogo en el cual se expresa el diablo como «buen jugador»28. Está muy activa también la letra del tahúr en La Hora de todos, con un clímax en el muy densamente naipesco cuadro XXVII, titulado «Fullero y tramposo», en el cual buscaríamos en vano el más 25. Epitafios ya citados supra, en el cap. I «Barajas poéticas en la Edad de Oro», con el comentario de Salcedo Coronel (pp. 37-39). 26. Poesía original completa, ed. 1963, pp. 693-695, núm. 647. 27. Prosa festiva completa, ed. 1993, pp. 236-245. 28. Sueños, ed. 1991, pp. 114-115.

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mínimo elemento documental, puesto que todos son juegos de palabras con palabras del juego. Ese cuadro no nos enseña nada sobre la realidad de los juegos. Antes al contrario, tenemos que saber mucho de los juegos para entender la letra de Quevedo, para alcanzar una comprensión cabal de su escritura metafórica. La referencialidad del juego es la fuente de la invención, como bien lo han demostrado los editores y anotadores de dicho texto29. La fuente está ahí, en los juegos de naipes, de los cuales brota y rebrota el juego verbal. Juego duplicado, por tanto; y reduplicado en ocasiones. El análisis del par de ejemplos que he anunciado me llevará, para terminar, a La vida del Buscón. A una frase no muy larga de dicha novela, por una parte. Al itinerario tahuresco de Pablos, por otra. La frase que me interesa se sitúa en las primeras páginas (lib. I, cap. 1), cuando Pablos habla de su madre. El contexto inmediato, en casi todas las ediciones, es el siguiente: «Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas; otros, juntona; cuál la llamaba enflautadora de miembros y cuál tejedora de carnes, y, por mal nombre, alcagüeta». Y viene luego la frase en cuestión: «Para unos era tercera, primera para otros y flux para los dineros de todos»30. Quevedo apura aquí las posibilidades semánticas de los vocablos, y en particular las del término «flux», que designa la mejor suerte en el juego de la primera. Como ha señalado Germán Colón con mucha sagacidad, en una nota de amena filología31, la polisemia de la frase se articula en tres planos superpuestos: números ordinales («tercera» / «primera»); terminología galante («tercera» = alcahueta / «primera» = prostituta); terminología del juego de naipes (una «tercera» es una serie de tres cartas del mismo palo). Es en este último plano donde aparece y se impone el término «flux» con el sentido que tiene en la expresión común «hacer flux», que significa ganarlo 29. La Hora de todos, ed. 1980, pp. 250-253. Este cuadro XXVII empieza por el fácil juego de palabras «flores» / «mayo», aprovechado ya en el Buscón (lib. III, cap. 7; ed. 1993, p. 196). En el cuadro XXXIX de La Hora de todos, Quevedo se vale también del léxico de los naipes con una larguísima metáfora, a propósito de los «Monopantos», a quienes califica de «gariteros de la tabaola de Europa» (p. 339 de la ed. citada). 30. Buscón, ed. 1993, p. 58. 31. Colón, 1966, pp. 451-457.

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todo. Se trata pues, para la alcahueta, de vaciar las bolsas de todos y de cada uno de sus clientes. Quevedo construye esta metáfora en tres etapas, habiéndola preparado por una doble serie de equívocos en los dos términos anteriores, invirtiendo además el orden lógico de la numeración («tercera» antes de «primera»), como para manifestar más claramente el desbarajuste del «flux». Este proceder es simplemente genial, por escueto, y resulta muy eficaz, por lo menos para los lectores del siglo xvii. Nosotros, desde luego, necesitamos una nota muy documentada, una glosa, que nos permita recuperar (imperfectamente) la natural competencia de los coetáneos. Este es un ejemplo de cómo se vale Quevedo del motivo naipesco. Otro ejemplo es, como he dicho, el itinerario tahuresco de Pablos. Y no va a tratarse ya de motivo, sino de tema. Para ver cuál es, en este caso, el proceder de Quevedo, puede ser interesante compararlo con el de Mateo Alemán en el Guzmán de Alfarache. En esa novela, el tema del juego acompaña el itinerario moral del protagonista, desde el capítulo 2 del libro II de la primera parte hasta el capítulo 9 del libro III de la misma. El episodio más importante al respecto, la partida de naipes en Bolonia, tiene indudable valor documental acerca de la praxis del juego. Pero ha de considerarse también como el lugar retórico de la causa y del efecto, uno de los lugares retóricos de dicha relación causa/efecto, que estructura toda la obra, dándole una significación de ejemplaridad32. Para Mateo Alemán, el juego entra en la estrategia, desde luego muy tradicional, de una escritura didáctica basada en textos doctrinales33. El juego está al servicio de la demostración moralizadora; no constituye en absoluto una fuente de la invención novelesca. El juego es fundamentalmente vicio, y ha de servir como tal en la escritura picaresca. ¿Qué pasa con Quevedo, en el Buscón? Observamos también un itinerario, es decir, una progresión. No por nada estamos en el mismo marco novelesco de la picaresca, donde el protagonista tiene que aprender, escarmentando en cabeza propia. Y así lo hace Pablos, como Guzmán, con lo cual la narración nos ofrece igualmente escenas de juego con valor documental (puede apuntarse de paso que no encontramos, en cambio, ninguna mención expresa de los juegos en 32. Véase Cros, 1967a, pp. 353-355. 33. Véase Cros, 1967b, pp. 89-97.

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el Lazarillo). Pero el narrador no insiste en el proceso de culpa (con unas oportunidades de rescate, desaprovechadas por el protagonista), ni hace hincapié (para ejemplificarla como hace Alemán) en la caída final y fatal en el vicio. Pablos es víctima de las fullerías de un ermitaño, en Cercedilla, cerca de Segovia, en el capítulo 3 del libro II. En el capítulo 6 del mismo libro, se le ve (con otros pícaros) en el papel de mirón y ayudante en una casa de juego de Madrid. En el capítulo 7 del libro III, cuando reaparece Diego Coronel, le vemos muy ducho ya en el juego, afirmando (como el ermitaño, de quien tiene aprendida la lección) que es «entretenimiento y no otra cosa»34. Un poco más tarde, en el último capítulo (III, 10) de la novela, hace alarde de sus «principios de fullero». Ahí da incluso avisos al lector, como ya he dicho; pero se trata principalmente de explicarle unas cuantas tretas del juego, con sus respectivas denominaciones, manifestando una fruición evidente en el manejo de esa jerga; y, por cierto, termina diciendo: «Yo, pues, con este lenguaje y con estas flores, llegué a Sevilla»35. Forzando un poco los conceptos, diría que el juego, en el Buscón, no es vicio sino lenguaje. O, por decirlo de otra forma, desde luego más exacta: el juego no es vicio; es entretenimiento y lenguaje. Volveré, para concluir, al inicio del juego, al iniciador, al ermitaño fullero, quien le abre la carrera tahuresca a Pablos. Refiriéndose a la baraja mediante la tópica metáfora del libro desencuadernado, que le sirve de definición a Covarrubias en su Tesoro, escribe Quevedo: […] y, entre tanto, el ermitaño dijo: –Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios; juguemos avemarías. Y dejó caer de la manga el descuadernado36. 34. Buscón, ed. 1993, p. 197; véase la afirmación anterior del ermitaño, lib. II, cap. 3 (ibíd., p. 129). Estas afirmaciones harto socarronas e interesadas no han de equipararse con el sensato consejo de Lucas Gracián Dantisco en el Galateo español (1593, cap. 7, «De los juegos»): «El juego se ha de tomar por lo que suena, que es juego, y no veras, tan pesadas como se han visto en los que en él solo se exercitan» (ed. 1968, p. 126). 35. Buscón, ed. 1993, pp. 220-222. 36. Buscón, ed. cit., p. 128. La definición de Covarrubias se encuentra en su Tesoro

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Este «descuadernado», que cae de la manga de un ermitaño fullero, acaba de entrar en el discurso picaresco. No ya como tópico con connotación moral (un libro desencuadernado tenía que ser un libro despreciable, que efectivamente «pudiera estar en el catálogo de los reprobados», según dice Covarrubias), sino como sustantivo autónomo, como surgiendo de una rediviva fuente de inspiración naipesca. Aquí la metáfora es terriblemente sobria y eficaz. Por obra y gracia del ermitaño quevedesco, la letra del tahúr va a misa.

(1611), s. v. naipes: «Libro desencuadernado en que se lee comúnmente en todos estados, que pudiera estar en el catálogo de los reprobados».

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VI. En los umbrales de los Sueños : entre provocación y juego

«Más he querido atreverme que engañarme. […] Adiós, mecenas, que me despido de dedicatoria». Quevedo, Juguetes de la niñez

Quizá sea mejor empezar por el final, como por cierto nos invita a hacerlo cualquier prólogo, al presentarse lógicamente y leerse generalmente antes, a pesar de haber sido escrito casi siempre después. Así es como, basándome en esa paradoja evidente y trivial, he decidido examinar la perigrafía de los Sueños a partir de la edición de los Juguetes de la niñez (1631) que, como es sabido, además de reunir los cinco Sueños y discursos de Quevedo, incluye otros textos del mismo autor, unos textos preliminares (dedicatorias y prólogos) que no carecen de interés. Me refiero a la “perigrafía” más bien que al “paratexto”, porque este último concepto, que ha servido y sigue sirviendo para varios usos y abusos, no conviene del todo a mi propósito. En efecto, no considero únicamente los preliminares redactados en cada una de las etapas de elaboración de un texto, los Sueños, sino también otros textos escritos y publicados en tomo a dichos Sueños. En rigor, pues, una “perigrafía”, que puede definirse como una zona intermediaria entre el texto y lo que está fuera de él, pero una zona por la cual es imprescindible pasar para tener acceso al texto1. Se trata, por tanto, de un conjunto (llámese “paratextual”, si se quiere) edificado para una edición global y definitiva, de la cual cabe recordarse que fue asumida como tal por el mismo Quevedo, 1. Véase Compagnon, 1979, p. 328.

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quien (como era de esperar) no dejó de poner al frente de dicho conjunto otros dos textos preliminares. Empezaré, naturalmente, por esos dos textos preliminares (una dedicatoria y un prólogo), redactados ambos en 1629. Una dedicatoria verdaderamente extraordinaria, como se verá, y un prólogo menos brillante pero bastante sutil2. Este prólogo, que la tipología canónica calificaría de «ulterior»3, porque fue producido a posteriori y especialmente para esta edición, viene dirigido aparentemente a un público doble: «A los que han leído y leyeren». Este es el título del prólogo, no desprovisto de ambigüedad a causa de la no repetición del pronombre personal y del relativo. Puede tratarse (o no) de las mismas personas. A esos lectores, presuntamente distintos por la cronología, Quevedo les explica que él ha cambiado y que su texto también ha cambiado. Son Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, como reza el título completo de la obra. El autor ha madurado; se ha hecho más respetuoso; ha expurgado su texto. El prólogo se presenta literalmente como un acto de contrición: «disculpa», «desagravio», «penitencia» son las palabras clave de ese texto en cuyo final Quevedo no se dirige ya a un lector plural y múltiple en el tiempo, sino a un lector singular y único («v. m., señor lector») en un intercambio muy hábil, un verdadero canje de confesiones, para comprometer a dicho lector, obligándole casi a una nueva lectura: «Si v. m., señor lector, que me compró facinoroso [i.e. cuando yo era facinoroso], no me compra modesto [i.e. cuando ahora soy modesto], confesará que solamente le agradan los delitos, y que solo le son gustosos discursos malhechores». Pero, a fin de cuentas, no es probablemente a un público doble al cual está destinado este prólogo, sino más bien a un solo y único público, al cual se le pide que vuelva a leer el texto en una edición completa, corregida y enmendada por el mismo autor. Todo eso a costa de algunas contorsiones en la argumentación y de algunos arreglos con vistas a la Inquisición. Aquí Quevedo inmoviliza su texto para asumirlo en cuanto autor, es decir, como organizador de su discurso, como unidad y origen de sus significados, como foco 2. Esos dos textos se citan infra por la ed. de los Sueños, 1991, pp. 412-413. 3. Véase Genette, 1987, pp. 221-228.

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de su coherencia4. Incluso podría decirse que lo reivindica, lo cual le permite in fine provocar a su lector, denunciando su hipocresía. Pero la provocación, en realidad, se ha manifestado ya anteriormente, en una dedicatoria cuyo título puede sorprender: «A ninguna persona de todas cuantas Dios crió en el mundo». Contrición en el prólogo; desenvoltura, insolencia en la dedicatoria. En esta, declara Quevedo una ruptura, una victoria sobre la hipocresía, una indiferencia procaz con respecto a los mecenas inútiles que son los destinatarios de esa dedicatoria vengativa: Y digan y hagan lo que quisieren los mecenas, que como nunca los he visto andar a cachetes con los murmuradores sobre si dijo o no dijo, y los veo muy pacíficos de amparo, desmentidos de todas las calumnias que hacen a sus encomendados, sin acordarse del libro del duelo, más he querido atreverme que engañarme. Hagan todos lo que quisieren de mi libro, pues yo he dicho lo que he querido de todos. Adiós, mecenas, que me despido de dedicatoria.

Esta dedicatoria nos recuerda otra, redactada por el mismo Quevedo unos treinta años antes5: la dedicatoria de la Vida de la corte y Capitulaciones matrimoniales, que estaba dirigida «A cualquiera título» y en la cual estaba evocada una «vuesa señoría» anónima, a quien el autor joven bien hubiera querido reconocer como mecenas: […] fuera de la obligación y afición que tengo a vuesa señoría (aunque no le conozco ni sé quién es), y advirtiendo su valor, claro ingenio, buen nombre, virtud y letras, en las cuales desde la tierna edad ha resplandecido, fuera yo digno de reprensión y de ser argüido de ingrato si reconociera a otro, fuera de vuesa señoría, por mecenas y defensor de mi curiosidad, que no la quiero llamar obra6.

Dedicatoria de signo inverso, en la cual vemos a un Quevedo «en el discurso de juveniles años» (son palabras textuales del principio de dicha dedicatoria), buscando a un mecenas que ahora (al publicar los Juguetes de la niñez) rechaza. De la humilde disponibilidad de 4. Véase Foucault, 1971, pp. 28-29. 5. Véase Meyer, 1975, pp. 199-204. 6. Prosa festiva completa, ed. 1993, pp. 229-230.

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una dedicatoria «A cualquiera título», hemos pasado al rechazo orgulloso de toda protección («A ninguna persona […]»). Este deseo vehemente de no dejarse engañar es un riesgo perfectamente asumido: «Más he querido atreverme que engañarme». La «vuesa señoría» anónima de la Vida de la corte era un individuo noble a quien Quevedo hubiera querido poder dar un nombre. El mecenas evocado en la dedicatoria de los Juguetes es un plural, reiterado, cuyo anonimato colectivo se mantiene hasta la última línea: «Adiós, mecenas, que me despido de dedicatoria». Ese anonimato deliberado es la muerte del mecenas; y ese adiós con que se cierra la dedicatoria es un palmo de narices al ritual. *

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Pero esta dedicatoria o, mejor dicho, esta negación o rechazo de dedicatoria, también debe compararse con unos preliminares igualmente redactados por el mismo Quevedo para un texto mucho menos alejado en el tiempo y a la vez mucho más próximo a la temática de los Sueños: el Discurso de todos los diablos o infierno enmendado, que es de 1627, y que cambia su título en 1629 por el de El peor escondrijo de la muerte, y en 1631 por el de El entretenido, la dueña y el soplón. Este Discurso, incluido por su autor en el conjunto de los Juguetes, no viene precedido por una dedicatoria propiamente dicha, sino por dos prólogos, pudiendo uno de ellos servir de dedicatoria o de negación de dedicatoria. Se titula: «Delantal del libro, y se hace prólogo o proemio quien quisiere», y empieza por estas palabras: Estos primeros renglones, que suelen, como alabarderos de los discursos, ir delante haciendo lugar con sus letores [sic] al hombro, píos, cándidos, benévolos o benignos, aquí descansan deste trabajo, y dejan de ser lacayos de molde y remudan el apellido, que por lo menos es limpieza7.

7. Obras completas, 1961, tomo I, Prosa, p. 198 («letores» son, por supuesto, «lictores»).

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Aquí se alude al ritual del prólogo, con los calificativos comúnmente aplicados al lector: «pío», «cándido», «benévolo», «benigno», calificativos todos que volveremos a encontrar pronto. Pero estas líneas (estos «primeros renglones») ya no son los alabarderos pasivos de una procesión tranquila, una ceremonia de apertura del impreso. Hay rebeldía por parte de los alabarderos («dejan de ser lacayos de molde»). Para decirlo analógicamente con un refrán, «las cañas se vuelven lanzas». Y es el mismo prólogo el que toma la palabra, para declarar rotundamente la ruptura, el cambio de tono, lo nunca visto ni oído: «Y a Dios y a ventura, sea vuestra merced quien fuere, que soy el primer prólogo sin tú y bien criado, que se ha visto o lea, u oiga leer […]». Siendo el tuteo de rigor en los prólogos Al lector, Quevedo decide naturalmente pasarse al vuestra merced: «Y si fuera título quien leyere estos renglones, tráguese la merced, y haga cuenta que topó con un señor de lugares por madurar, o con un hermano segundo que no pide prestado; que suelen rapar a navaja las señorías». Vuestra merced: así es como suele un autor dirigirse al destinatario de una dedicatoria cuando no es un «título» ni una «excelencia». Este prólogo, por tanto, cobra formalmente aspecto de dedicatoria, pero de una dedicatoria grosera, rústica (dice el redactor ser «un señor de lugares por madurar»), huraña y esquiva («un hermano segundo que no pide prestado»). En fin, por el tono empleado, tenemos aquí todo lo contrario –o, más exactamente, el negativo– de una dedicatoria, en un prólogo de corte inédito. Un «delantal» que no tiene nada de noble, pero que resulta, en su función protectora, de una eficacia muy superior a los mecenas. Este «delantal», solo se pone por delante para insultar a las «señorías». Tiene la rudeza de las plebeyas artes mecánicas a las cuales remite. Quevedo no se para en tan buen camino. Va más lejos. Detrás de ese «delantal», tejido con términos rugosos, viene un segundo texto preliminar autógrafo titulado: «Chiste a los bellacos picaros con quien hablo». Este segundo “prólogo” (lo llamaremos así) se dirige más abiertamente a los lectores. Veamos cómo los trata: «Tacaños, bergantes, embusteros, perversos y abominables: todo lo escrito en este discurso habla con vuestras vidas, muertes, costumbres y memorias: no hay que rempujar hacia los buenos». El autor de este

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Discurso no se hace, desde luego, la más mínima ilusión sobre lo que puede esperar de sus lectores: Lo que han de hacer es no tomarlo ninguno por sí, sino unos por otros; y con esto, ellos quedarán por quien son, y mi libro será bien quisto de los propios que abrasa y persigue; y porque no me antuvie alguno, tomo por mí lo que me toca, que no es poco ni bueno. Dios los confunda, si perseveran.

Una fórmula como «no tomarlo ninguno por sí, sino unos por otros» expresa una idea que volvemos a encontrar con una variante en la dedicatoria de La Hora de todos a don Álvaro de Monsalve, con fecha del 12 de marzo de 1636 en el manuscrito Frías: «Bien sé que le han de leer unos para otros y nadie para sí»8. No hay que esperar nada, por tanto, de los lectores. Tampoco de los mecenas. Quevedo, en los preliminares del Discurso de todos los diablos, ajusta sus cuentas con los unos (los lectores) y con los otros (los mecenas). Como lo dice muy justamente Jorge Guillén, rindiéndole un homenaje de profunda simpatía: «El humor genial atiende al mundo y lanza chacotas a tantos simulacros, mentirosos, hipócritas, farsantes»9. Aquí Quevedo no se contenta con protegerse mediante precauciones retóricas, como en el prólogo de los Juguetes. Ataca, como en la dedicatoria de esos mismos Juguetes. Ataca. Los buenos estrategas saben que atacar es, no pocas veces, la mejor manera de defenderse. Ataca provocando, no solamente al dedicatario potencial y deliberadamente excluido, sino también a la tropa de los lectores a los que interpela directamente («con quien[es] hablo»), para decirles que de ellos mismos se trata, situándose exactamente a un mismo nivel: «y porque no me antuvie [= no se me anticipe] alguno, tomo por mí lo que me toca, que no es poco ni bueno». La provocación, como se ve, puede ir acompañada por una fingida humildad. Pero Quevedo quiere, ante todo, que el lector no deje de tomar para sí lo que tan generosamente, aunque de mala manera, le ofrece y brinda.

8. La Hora de todos y la Fortuna con seso, ed. 1975, p. 227. 9. Guillén, 1973, p. 253.

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Por otra parte, y por el contrario, cabe advertir que, a ese «hermano segundo que no pide prestado», algunos le toman prestados ciertos elementos, precisamente en cuestión de prólogo. Estos elementos, los toman prestados los mismos editores, empezando por Juan Sapera, el librero que publica en Barcelona, en 1627, una edición de los Sueños para la cual redacta él mismo un larguísimo prólogo. En su prólogo, a la vez ficticio y alógrafo (para acudir a la tipología y terminología canónicas), se dirige ese librero-editor «Al ilustre y deseoso lector», tratándole de «vuesa merced», tratamiento que justifica de la siguiente manera: […] me ha parecido tratar a v. m. con este lenguaje y término, bien diferente de cuantos yo he podido ver en todos los prólogos de los libros al lector escritos en romance, donde tratan a v. m. con un tú redondo, que si no arguye mucha amistad y familiaridad, por fuerza ha de ser argumento de que quien habla es superior y mandón, y a quien se habla inferior y criado10.

Vemos, pues, cómo Quevedo tiene pronto discípulos. Sus propios editores (piratas o no) pronto aprenden con él (y de él). El año anterior, ya le había inspirado Quevedo a Roberto Duport, el librero que publicó el Buscón en Zaragoza, un breve prólogo ficticio Al lector, cuyo tono, más que tal o cual detalle, es muy quevedesco. Solo citaré la última frase: «Dios te guarde de mal libro, de Alguaziles, y de muger rubia, pedigueña, y cariredonda [sic]»11. Más quevedesco aún, e incluso «ultraquevedesco» (para emplear el calificativo que le aplica Raimundo Lida), es el prólogo anónimo, alógrafo y ficticio de La Hora de todos en el manuscrito Lista, con un ataque reductor contra los falsos conversos, muy en la línea de los dos primeros «sueños» y de la «Isla de los Monopantos»12. Pero dejemos esta encuesta a través de la muy amplia “perigrafía” de los Sueños, aunque no sin subrayar hasta qué punto el discurso 10. Sueños, ed. 1991, p. 83. 11. Buscón, ed. 1983, p. 76. 12. Lida, 1981, pp. 183-184. Cf. este comentario del mismo crítico: «¡Aquel Yo gigantesco de Quevedo que en la dedicatoria de los Sueños firma precisamente Yo, y que desde ese prólogo ataca con insolencia al lector y destruye hasta la idea misma de prólogo!» (ibíd., p. 39).

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prologal de Quevedo ha llamado la atención de esos lectores privilegiados que son los libreros o editores. Estos debían ver, pues, una gran eficacia en este tipo de discurso, una eficacia basada principalmente en su aspecto insólito e insolente, cuando no francamente provocativo. *

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Volvamos y ciñámonos ya a la “perigrafía” más estricta de los Sueños, a otros textos que van unidos con ellos en la edición de los Juguetes. Tomemos, por ejemplo, el Libro de todas las cosas y otras muchas más, redactado hacia 1630. Está «dirigido a la curiosidad de los entremetidos, a la turbamulta de los habladores y a la sonsaca de las viejecitas», y encontramos en él una Advertencia al lector que empieza así: «Curioso lector, o desaliñado, que no importa lo uno más que lo otro para el efecto de mi obra»13. Tomemos como otro ejemplo La culta latiniparla redactada por los mismos años. Es un texto breve, «compuesto por Aldrobando Anathema Cantacuzano, graduado en tinieblas, docto a escuras, natural de Las Soledades de Abajo» y «dirigido a Doña Escolástica Polyanthea de Calepino, señora de Trilingüe y Babilonia». Este «papel» (así llama Quevedo a ese tipo de texto) viene con una dedicatoria bastante larga a la susodicha doña Escolástica, y un prólogo «al claro, diáfano, chirle, transparente y meridiano lector de lenguaje tapado y a buenas noches»14. Hallamos aquí un gusto obvio, una evidente complacencia por los preliminares, hasta tal punto que, en La culta latiniparla, estos ocupan la cuarta parte del texto en su totalidad. Apenas un poco más, por cierto, que en el Cuento de cuentos, el cual se abre con un interminable prólogo «A Don Alonso Mesía y de Leyva», el fiel amigo que se encargó de la impresión de los Juguetes15. Este prólogo resulta tanto más interminable cuanto que no es burlesco, por una vez; pero no por ello deja de inscribirse en una práctica harto militante del paratexto. Una práctica desde luego fuera de norma, 13. Prosa festiva completa, ed. 1993, pp. 412-413. 14. Ibíd., pp. 443-444 y 446, respectivamente. 15. Ibíd., pp. 389-393.

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desmesurada, que puede llevarle, como ocurre en estos casos, a “textualizar” el paratexto, integrándolo en la propia obra como un elemento fundamental de la misma. Quevedo saca, pues, todo el partido posible del paratexto, sin contemplaciones ni siquiera matices, mientras que Cervantes lo subvierte de manera solapada (acordémonos de los prólogos de la primera parte del Quijote o de las Novelas ejemplares). Para sus obras serias, Quevedo redacta muy concienzudamente unas dedicatorias a los grandes de este mundo y unos prólogos muy comme il faut, que cumplen con las normas. Sin embargo, en alguna que otra ocasión (cuando la rabia es demasiado fuerte), no deja de meter un prólogo mordaz como, por ejemplo, al principio de la primera parte de la muy evangélica Política de Dios (1621): «A los dotores sin luz que dan humo con el pabilo muerto de sus censuras, muerden y no leen»16. Sí, desde luego, don Francisco sabe usar (y abusar) por doquier del paratexto. Pero es en sus obras festivas donde, por supuesto, da más espontáneamente rienda suelta, como hemos visto, a sus facultades inventivas y a su gusto por la provocación. La función de los preliminares, bajo la pluma satírica de Quevedo, va mucho más allá de las funciones clásicas de valorización del texto y de captatio benevolentiae. Mucho más allá, igualmente, de las funciones accesorias de datación y de alusiones recurrentes, que son una bendición para los filólogos. El paratexto asume desde luego una función de contrato, pero no con el texto, sino realmente con el lector. Es un esfuerzo, a veces violento, denodado y un tanto desesperado para hacer desempeñar al prólogo un papel que el escritor considera que debería ser cumplido y asumido de forma diferente. El prólogo y la dedicatoria constituyen, para él, algo como la apertura lúdica de un diálogo, la llamada al desafío de una respuesta, la búsqueda de una réplica. Una apertura, una llamada y una búsqueda jocosas, juguetonas y traviesas (no por nada se decide finalmente por el título de Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio). Por eso interpela, solicita, provoca a su lector. Por eso atropella el prólogo, destruye la dedicatoria, rompe el ritual de los preliminares.

16. Obras completas, 1961, tomo I, Prosa, p. 530b.

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El hombre que ha escrito los Sueños es un iconoclasta hasta en el enmarcamiento de su texto, en sus márgenes, así como en sus umbrales, que son lugares de paso obligado para todo lector, cualquiera que sea. Un lector al que el escritor, sin embargo, no se digna recibir –precisamente– en el umbral del primero de sus Sueños (El sueño del Juicio Final). Pero, en realidad, es para dedicarle más tiempo y mayor atención luego, en la entrada del segundo (El alguacil endemoniado) y, más adelante, del tercero (Sueño del infierno). Veamos el principio del prólogo del segundo sueño: Al pío lector Y si fuéredes cruel, y no pío, perdona, que este epíteto, natural del pollo, has heredado de Eneas. Y en agradecimiento de que te hago cortesía en no llamarte benigno lector, advierte […]17.

Este ataque (en el sentido musical del término), con el juego de palabras en el adjetivo «pío», ha sido aprovechado más tarde por otros autores, entre ellos el de Estebanillo González18. Los editores no han sido los únicos “prestatarios” de Quevedo. Pero pasemos al prólogo del tercer sueño: Prólogo al ingrato y desconocido lector Eres tan perverso que ni te obligué llamándote pío, benévolo ni benigno en los demás discursos porque no me persiguieses; y ya desengañado quiero hablar contigo claramente. […] Solo te pido, lector, y aun te conjuro por todos los prólogos, que no tuerzas las razones ni ofendas con malicia mi buen celo. Pues, lo primero, guardo el decoro a las personas y solo reprehendo los vicios; murmuro los descuidos y demasías de algunos oficiales sin tocar en la pureza de los oficios; y al fin, si te agradare el discurso, tú te holgarás, y si no, poco importa, que a mí de ti ni dél se me da nada. Vale19. 17. Sueños, ed. 1991, p. 137. 18. La vida y hechos de Estebanillo González, ed. 1990, tomo I, p. 17. 19. Sueños, ed. 1991, pp. 170-171.

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VI. En los umbrales de los Sueños

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Aquí, el ataque es más violento, aunque estemos lejos del tono de pulla con que el Gargantúa de Rabelais se dirige «aux buveurs et aux vérolés» (a los bebedores y sifilíticos). Cuando redacta este prólogo, es decir, después de redactado el tercer sueño, Quevedo aparece «desengañado» y ostenta la más absoluta sinceridad («quiero hablar contigo claramente»). Al principio del cuarto sueño (El mundo por de dentro), manifiesta cierto cansancio, expresando de entrada, después de la dedicatoria, la misma indiferencia que al final del prólogo anterior: «Al lector, como Dios me lo deparare, cándido o purpúreo, pío o cruel, benigno o sin sarna». Así es como empieza el prólogo; y concluye con estas palabras: Si te agradare y pareciere bien, agradécelo a lo poco que sabes, pues de tan mala cosa te contentas; y si te pareciere malo, culpa mi ignorancia en escribirlo y la tuya en esperar otra cosa de mí. Dios te libre, lector, de prólogos largos y de malos epítetos20.

Es por ello, con toda probabilidad, por lo que el prólogo del quinto y último sueño es mucho más breve; por ello, también, la invocación carece de todo epíteto, bien o mal intencionado: «A quien leyere», simplemente. Es el prólogo del Sueño de la muerte. Merece citarse por entero, no solo porque es breve, sino sobre todo porque es fascinante: He querido que la muerte acabe mis discursos como las demás cosas; querrá Dios que tenga buena suerte. Este es el quinto tratado al Sueño del Juicio, al Alguacil endemoniado, al Infierno y al Mundo por de dentro, no me queda ya que soñar, y si en la visita de la muerte no despierto, no hay que aguardarme. Si te pareciere que ya es mucho sueño, perdona algo a la modorra que padezco, y si no, guárdame el sueño, que yo seré sietedurmiente de las postrimerías. Vale21.

Cansancio y melancolía («por hacer lisonja a mi melancolía», dice Quevedo poco después, en los primeros renglones del texto). En este prólogo, el autor se despide irónicamente, y dice probablemente 20. Ibíd., pp. 271-273. 21. Ibíd., pp. 308-309.

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mucho más de lo que parece en estas líneas, en las que ha dejado de maltratar a ese lector atento a quien Montaigne (denominado el «señor de la Montaña» por Quevedo) consideraba como un «suffisant lecteur»22. Un lector capaz, ni pío ni cruel, un lector listo. En efecto, yo me pregunto si, por la simple mención de los títulos de los sueños anteriores y con el juego de palabras sobre la ambigüedad semántica de la voz «sueño», Quevedo no deja entrever, precisamente en el umbral, pero como disimulado en la sombra de un peldaño, la clave del conjunto. Porque esas «postrimerías», de las cuales nos dice que pronto será «sietedurmiente», están constituidas –según estricta teología– por cuatro elementos: la Muerte, el Juicio Final, el Infierno, la Gloria (o sea, el Paraíso). La Muerte es justamente el tema de este quinto y último sueño; el Juicio Final es el tema del primero; el Infierno es el tema del tercero. Y ¿la Gloria? Aquí falta la Gloria, nada menos que la Gloria. ¡Menudo hueco! Y, si en la versión revisada (la de los Juguetes), están sustituidas las «postrimerías» por unas «tales figuras», que no se relacionan en absoluto con la religión, sigue estando ausente la Gloria en esa sombría e irónica despedida de la vida23. El drama de Quevedo, según Guillén (pero, esta vez, se trata de Claudio), es «el de una noche oscura terrenal sin aurora, ni esperanza humana»24. Su cielo –o, por lo menos, el cielo que sus «sueños» le inspiran– carece de paraíso. No lo digo yo. Lo dice el paratexto de dichos Sueños. De manera implícita, precisamente in absentia. No sé si lo que más le gustaba a Quevedo era jugar con la autoridad eclesiástica o provocarla. Lo que sí está claro, es que no podía (¿no sabía?) prescindir de esas escaramuzas jocosas con el lector. Por eso el lector, solicitado con tanto placer y vigor, tampoco puede (ni debe) prescindir de ellas.

22. Montaigne, Essais, I, cap. 24 (ed. 1958, tomo I, p. 135). Merece desde luego citarse íntegramente la frase hic et nunc: «Un suffisant lecteur descouvre souvent ès escrits d’autruy des perfections autres que celles que l’autheur y a mises et apperceües, et y preste des sens et des visages plus riches». 23. Para el contexto temático de esa oquedad, véase el cap. IX del presente volumen, «Más acá de la nada. Huecos y vacíos en la escritura barroca», pp. 169-181. 24. Guillén, 1980 (en la ed. de 1988, p. 267).

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VII. Castigo y venganza en La Dorotea

«Quien quiere, puede, si quiere como quiso, aborrecer». El perro del hortelano (vv. 1634-1635)1.

El pie, casi forzado, lo da naturalmente (aunque no a la letra) el título de la tragedia. De la tragedia finalmente titulada El castigo sin venganza por el mismo Lope, quien le pone al manuscrito autógrafo la fecha del primero de agosto de 1631. Da, pues, por terminada esta obra teatral, que él mismo califica de «tragedia», un año apenas antes de publicar esa otra gran obra, no tragedia, ni comedia, ni siquiera novela, sino «acción en prosa», denominación que se inventa el Fénix, probablemente para zafarse de una prohibición administrativa, lo cual por cierto no quita que así consiga además eludir o, mejor dicho, superar las reglas al uso2. La Dorotea pertenece por tanto a la misma etapa que El castigo sin venganza, al mismo ciclo que dejó bien delineado Juan Manuel Rozas, a ese par de años, particularmente fecundos, en que Lope recapitula sus vivencias y reivindica su preeminencia en cuanto auténtico creador, frente a los «pájaros nuevos» que salen a gorjear y chillar en la República de las Letras3. Sobre la coyuntura del ciclo de senectute, no voy a aportar ningún dato nuevo. La proximidad temporal de La Dorotea con la tragedia 1. Sobre el contexto (letra y música) de estos versos, véase una nota curiosa de Asensio, 1989, pp. 15-21. 2. Véase Moll, 1979, pp. 7-11. 3. Véanse los artículos de Rozas recogidos póstumamente en 1990, especialmente pp. 133-168 y 355-383.

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de 1631 tampoco me incita a mayor examen desde el punto de vista estructural o genérico4. Lo que sí me llama la atención y puede resultar sugestivo para un análisis temático es la frecuencia notable (aunque desigual) con que aparecen en la «acción en prosa» los dos términos que hacen juego en el título de la tragedia. El hecho de que el duque de Ferrara haga triunfar, por lo menos en su discurso, el «castigo» sobre y contra la «venganza» ha dado lugar a una amplia glosa, terca y hábilmente ceñida a ese terreno fronterizo entre dos conceptos afines, donde cabe el trastrueque interpretativo5. En la tragedia, el «castigo» se da y se explicita «sin venganza» por unos motivos entre jurídicos y político-morales, en cualquier caso motivos que remiten al espacio público. No es esta, en absoluto, la problemática de la «acción en prosa», obra en la cual las relaciones entre los protagonistas, su estatuto social y su concepto particular de la honra son del todo diferentes. No nos metamos a comparar lo incomparable. La comparación es, desde luego, improcedente. Y, sin embargo, no me parece inadecuada la observación anterior a propósito de la frecuencia con que Lope acude, en La Dorotea, a los dos términos mencionados. A decir verdad, acude con mayor frecuencia (casi cuatro veces más) al término «venganza» que al término «castigo». Son 41 las ocurrencias de «venganza», y 11 las de «castigo». Pero, justamente, ese simple cómputo nos permite poner de manifiesto un fuerte desequilibrio a favor de la venganza, concepto que descartaba Lope en el desenlace y, de antemano, en el enunciado de la llamativa formulación del título de su tragedia. Resulta, pues, privilegiada la venganza en la «acción en prosa», donde además no se da de manera expresa una alternativa con el castigo. El planteamiento es muy distinto. Puede suscitar por lo menos nuestra curiosidad esa modulación conceptual, ese pulsar unas mismas teclas que, en distintas partituras, dan unos sonidos distintos. Es simplemente cuestión de registro, de clave. La Dorotea está escrita en clave sentimental. La «acción en prosa» transcurre, a lo largo y a lo ancho de cinco actos, sin acción apenas. Es toda conversación, las más de las veces erudita, en torno al amor. 4. Sobre estos aspectos, deben consultarse, entre otros, los trabajos de Ly, 2001a, Montero Reguera, 2001, Morros, 2001 y Lasperas, 2003. 5. Véase Bermejo Cabrero, 1995.

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En torno al amor y al desamor. En torno al amor y al aborrecimiento. El odi et amo de Catulo, oportuna y expresamente recordado por Lope al final del acto cuarto6, es el resorte principal de una acción casi inexistente. Ese odi et amo entraña presumiblemente venganza, con la ejecución eventual de un castigo. La venganza con castigo podría ser el título de la obra, si no sonara tan mal y no fuera bastante inexacto. Porque, en La Dorotea, el castigo no recibe un tratamiento particular en la enunciación, si bien se impone bajo las especies del «escarmiento» en la lección final, es decir, fuera de la «fábula» propiamente dicha7. En la «acción en prosa» asistimos a la elaboración y al triunfo de la venganza amorosa. Ha de señalarse, de paso, que no está ausente de esa obra, en la que se sobreponen diversos planos, la venganza personal con raíz profesional. Pueden efectivamente considerarse como inspiradas en un deseo de venganza las repetidas alusiones a Pellicer, en una «burla-pugna»8 contra su erudición hueca y su triunfo en la consecución del cargo de cronista de Castilla. Burla y pugna que se expresan, no solo en dos largas escenas del acto IV, sino ya en el primer romance que se canta en la escena cuarta del acto I, el famoso «A mis soledades voy», que incluye casi treinta versos que aluden a ese «ignorante soberbio» así como dos cuartetas de alcance más general: Mirando estoy los sepulcros cuyos mármoles eternos están diciendo sin lengua que no lo fueron sus dueños. ¡Oh, bien haya quien los hizo!, porque solamente en ellos

6. IV, 8, p. 411 (en la edición de Morby, 1987). En adelante las citas de La Dorotea se harán por referencia al acto y a la escena de la obra, con la simple mención entre paréntesis de la página en dicha edición. 7. Como se sabe, «fábula» es uno de los nombres que da Lope a su «acción en prosa» (Prólogo, pp. 61 y 63). 8. Por decirlo con palabras de Ávila, 1995, p. 22.

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de los poderosos grandes se vengaron los pequeños9.

Pero dejaremos a Lope con sus rencores profesionales y sus inquinas personales, de la misma manera que prescindiremos de las fuentes de su erudición (las cuales, por cierto, también se relacionan estrechamente con su biografía). Dejaremos al Lope cronista de Castilla frustrado, y seguiremos al poeta de la «acción en prosa», una obra que puede leerse –se me perdonará el fácil cliché– como la crónica de una venganza anunciada. De una venganza proclamada, en un momento crucial de la acción, como una ley imparable: «[…] así en el amor lo primero es el deseo, y lo último la venganza»10. Y, a propósito del tema de la venganza amorosa, empezaré por una breve evocación de su presencia en algunas obras anteriores del Fénix, más para ilustrar una continuidad en la expresión literaria que una obsesión vital enraizada en el llamado «asunto Osorio». Pondré tan solo algunos ejemplos, recogidos de segunda mano. *

*

*

Merece recordarse primero la temprana serie de los romances a Filis, verdaderos romances de desamor, con el mea culpa de la amante, como el romance que empieza por «Al pie de un roble escarchado» e incluye estos versos: Desamé a Belardo un tiempo, y el amor para vengarse, quiere que le quiera agora, y que él me olvide y desame11.

9. I, 4, vv. 13-40 (para la alusión a Pellicer) y vv. 85-92 (pp. 97-100). Para la relación de Lope con Pellicer, véase el capítulo siguiente del presente volumen, pp. 145-148. 10. V, 3 (p. 446). Véase infra, p. 135, el contexto propio de esta aserción en el desarrollo de la «acción en prosa». 11. Citado por Trueblood, 1974, p. 77 (para la serie de los romances a Filis, pp. 72-85).

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El primer editor riguroso de La Dorotea, José Manuel Blecua, evoca obras redactadas en distintos momentos de la trayectoria poética de Lope, a más de veinte años de distancia, como son La hermosura de Angélica o La Filomena, en que se expresa la venganza amorosa. Incluso trae el ejemplo de una comedia posterior a nuestro texto, titulada El desprecio agradecido, con versos como estos que podría pronunciar Fernando, desenamorado ya de Dorotea y desde luego buen alumno de Ovidio en sus Remedia amoris: Vuélvese el amor, Octavio, en ira con el agravio, y en la venganza la ira. Pero no hay mayor venganza del agraviado discreto que mudar a otro sujeto el amor y la esperanza12.

Este tema, que aparece pues como una constante en Lope, recibe un tratamiento específico particularmente en dos obras sobre las cuales valdría la pena demorarse. No voy a hacerlo, pero sí quiero por lo menos mencionar La ingratitud vengada, comedia auténtica fechable entre 1585 y 1590, así como La prudente venganza que es, como se sabe, una de las Novelas a Marcia Leonarda (una de las tres que se publican en La Circe en 1624). A propósito de la comedia, por cierto apreciada de Cervantes, baste citar al propio Lope en su dedicatoria de la Parte XIV a don Fernando Bermúdez y Carvajal, en 1620: La ingratitud vengada es el título desta comedia que presentan a v. m. mi amor, mi obligación y mi deseo; dichosa fue Luciana en esta fábula, que en su verdadero original debió de ser historia, pues se vengó de Octavio en la ingratitud que muestra su discurso: que no hay felicidad mayor que tomar venganza de un ingrato, cuando la ofrece él mismo13.

12. Textos evocados (con citas como la que aquí se reproduce) por Blecua en la introducción a su ed. de La Dorotea, 1955, pp. 35-41. 13. Véase Poteet-Bussard, 1980, p. 351.

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Si bien la referencia a la «fábula» que «debió de ser historia» es una afirmación que volveremos a encontrar de manera análoga en el prólogo y en el mismo texto de La Dorotea14, la situación es del todo inversa en cuanto a venganza se refiere, puesto que Fernando no la «ofrece» en ningún momento a Dorotea. Y ¿qué pasa al respecto en la novela mencionada? Ahí se trata de un caso clásico de honra conyugal, con reiterada evocación del castigo; pero el narrador afirma in fine que «no se ha de sufrir ni castigar» y que no hay venganza que sea prudente («si alguna puede tener este nombre»). El mismo narrador, al referir a Marcia las desdichas de Laura, casada por engaño y así «mal vengada» de lo que no fue en realidad olvido de su prometido, advierte lo siguiente: Aunque por el camino que fue la industria, ¿a qué mujer le quedara esperanza, cuando no quisiera vengarse? Cosa que apetecen enamoradas con desatinada ira, tanto, que en viendo cualquiera retrato de mujer, pienso que es la venganza15.

Frase terrible, y que le deja a uno algo perplejo. Pero Laura no se vengará; antes será castigada a puñaladas, como la Casandra de El Castigo sin venganza, y por los mismos motivos. No le ocurre (ni podía ocurrirle) lo mismo a Dorotea. Su situación respecto a Fernando es distinta. Pero tampoco conoce la felicidad de Luciana, la protagonista de La ingratitud vengada. ¡Tanto quisiera! *

*

*

Ya es tiempo de examinar la particular modulación que Lope aplica, en la «acción en prosa», al tema recurrente, al leitmotiv de la venganza amorosa. Me propongo hacerlo de manera muy práctica, casi linealmente, siguiendo la partitura de esa obra (que, por cierto,

14. En el prólogo, después de referirse a las «impertinentes leyes de la fábula», afirma Lope enseguida: «Porque el asunto fue historia» (p. 61). En la escena tercera del acto V, dice Fernando: «Perdone la fábula, pues por su gusto en esta ocasión se casó con la historia» (p. 434). 15. Novelas a Marcia Leonarda, ed. 1968, p. 123.

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presenta no pocos visos de ópera, más allá de los coros que cierran cada acto). La primera ocurrencia de la palabra «venganza» la encontramos ya en la escena tercera del acto I, en el monólogo a través del cual Dorotea, con una buena dosis de mala fe, elabora y justifica su decisión de dejar a Fernando por don Bela. Dice así: «Cuando haya pasado lo mejor de mis años en este laberinto amoroso, ¿qué tengo de hallar en mí sino arrepentimiento para los que me quedaren, cuando a los que desprecio les dé venganza?»16. Se trata, como bien lo explicita Morby con referencias eruditas a Horacio, de la venganza que toman los amantes despreciados cuando han desaparecido en la mujer los encantos de la juventud. No deja de ser sin embargo significativo que, desde esta primera reflexión en voz alta, Dorotea introduzca el concepto de venganza en su relación con los hombres. Bien es verdad que lo hace según una tradición que ilustra así el paso de los años, preocupación desde luego muy suya y por otra parte tema fundamental de la obra. Pero la amante de Fernando aparece, desde un principio, muy decidida a negarse a dar venganza a los hombres, es decir, a permitir que la tomen contra ella. No hemos de olvidar esa actitud inicial cuando, al final de la obra, veamos a Dorotea, víctima ya de la venganza de Fernando, arrepentirse de su ignorancia y expresar en dos ocasiones un desengaño absoluto ante lo irreversible.17 También es, por ahora, Dorotea la que vuelve a acudir al término «venganza»; y lo hace muy pronto, en la escena quinta del mismo acto I. Lo hace en una estructura textual parecida al monólogo anterior, puesto que Lope se vale del artificio de la lectura de una carta suya por Fernando (una carta por cierto anterior al mencionado monólogo), estando además presente en dicha carta el término «castigo», aunque sin expresa contraposición. Se trata del recuerdo de un bofetón. Recuerdo muy vivo en Dorotea, y recurrente en 16. I, 3 (p. 88). 17. V, 9 (p. 480: «La hermosura no vuelve, la edad siempre pasa. Posada es nuestra vida, correo el tiempo, flor la juventud, el nacer deuda») y V, 10 (p. 490: «Ayer fuiste moza, y hoy no te atreves a tomar el espejo por no ser la primera que te aborrezcas. Más justo es agradecer los desengaños que la hermosura. Todo llega, todo cansa, todo se acaba»).

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la escritura de Lope18. Veamos cómo articula Dorotea ese recuerdo con los conceptos de venganza y de castigo: […] Si yo alabé a Alejandro de airoso y gentil hombre, no fue en comparación de tu persona, sino en descuido de mi ignorancia. Pusísteme la mano en el rostro. El agravio consiste en ser por celos, que por amor no importara. Pero dirás tú que dél nacieron ellos, y estaríanos bien el creerlo, a mí y al rostro. Si querías herrarme para que supiesen que era esclava tuya, ¿de dónde has imaginado que yo reparo en que todos lo sepan? Pero puedo asegurarte que, cuando del golpe del rostro sonó el eco en el alma, dijo ella humilde: sufre, Dorotea, que el mismo que te ha ofendido te ha vengado; pues mayor que tu dolor será su sentimiento. Pero entre estas amorosas humildades, advierte que en las mujeres de bien no es burla para tomar ejemplo; que si con esto habemos los dos sabido a lo que llega la llaneza del trato, no hay que aguardar a segunda experiencia. Porque, aunque dicen que la mujer es animal que gusta del castigo, no todas son tan seguras que no derriben al dueño, y se le vayan donde no las alcance. Lo que ahora te pido es que vengas a ver el rostro que ofendiste, para saber cuál está más encendido, o el tuyo con la vergüenza de lo que hiciste, o el mío con las señales que me dejaste19.

Magnífico texto, ante el cual Montesinos se entusiasmó sin reservas («la más pura y verdadera palabra de mujer que haya obtenido jamás la poesía»)20. ¿Qué comentario merece desde nuestro enfoque? Aquí están reunidos los conceptos clave de nuestra problemática: celos, ofensa, agravio, además de venganza y castigo. Solo falta la honra, ausente por improcedente en este discurso de amor absoluto. Dorotea, «mujer de bien», enamoradísima y segurísima del enamoramiento de Fernando, se vale de una retórica de la humildad que sirve para disimular el orgullo. De la ofensa recibida, saca una venganza propia ofrecida por el mismo ofensor. Y del castigo, supuestamente sufrido con gusto por las mujeres, hace una evocación a base de excepciones, entre las cuales naturalmente se incluye a sí misma. Dorotea, prodigiosa maestra de casuística amorosa, le 18. Véase García Santo-Tomás, 1995. 19. I, 5 (pp. 116-117). Las cursivas son mías. 20. Montesinos, 1951, p. 75.

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enmienda la plana a Fernando, acudiendo a él con señales en la cara y aprovechándose incluso, muy oportunamente, de la paronimia «venganza»/«vergüenza». No estará siempre Dorotea tan fuerte, tan protegida del castigo y de la venganza como aparece en esta carta. Una carta que –no lo olvidemos– lee Fernando a posteriori, después de enterado por su misma amante de que le deja por don Bela. Y no será inútil, por cierto, observar cómo reacciona Fernando al terminar la lectura de esa carta de Dorotea: «¡Oh, quién la hubiera muerto [i.e. matado]!». En esta sentida exclamación asoma su deseo de venganza. De ahí arranca. Estamos todavía en el primer acto, el cual se cierra con el deseo de muerte en boca de la propia Dorotea: «¡Qué coléricos son los celos! ¡Muerta soy! ¡Oh qué mal hice! Mi Fernando se va, no quiero vida»21. Pero no muere Dorotea, porque su deseo de suicidio se frustra y porque tiene que seguir viviendo para que Fernando pueda tomar su venganza. Si seguimos rastreando la explicitación de este concepto, hemos de esperar al acto tercero para encontrar un par de ocurrencias significativas. Nada de extraño, si tenemos en cuenta la ausencia de Fernando durante todo el segundo acto (está en Sevilla). Y la hermosa Dorotea, en su coqueteo con don Bela, se olvida de castigos y venganzas. A su vuelta de Sevilla, en la primera escena del tercer acto, Fernando se nos descubre en la tópica situación del amor/ odio, nacida de los celos. Le encontramos con el redivivo (por decirlo así) deseo de que muera Dorotea. Al escuchar la primera de las «barquillas» en que llora Fabio la muerte de Amarilis, dice Fernando: «¡Pluguiera a Dios que yo llorara a Dorotea!». Y, ante la sorpresa de Julio, quien le recuerda la historia de Herodes y Mariamne, comenta Fernando: «¡Oh, si pudiéramos trocar tristezas! Que él llora lo que le falta, y yo lo que tiene otro». De ahí nacen los celos y, como corolario, el amor mezclado con el odio. Todo eso, como queda dicho, es tópico. Pero veamos con qué ingeniosidad, vestida de erudición, lo expresa Lope:

21. I, 8 (p. 137).

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Jul. O quieres o no quieres a Dorotea. Si la quieres, piensa bien de lo que quieres; si no la quieres, no pienses tanto en cosa que no quieres. Fer. Yo la quiero y la aborrezco. Jul. Es imposible. Fer. Aristóteles escribe que la hermosa Hélide tuvo amores con un etíope, y parió una hija blanca; pero que el hijo de la hija nació negro. Y así de la hermosura de Dorotea nace mi amor blanco; pero deste mismo, después, mi aborrecimiento negro. Jul. ¿Da la razón el Filósofo? Fer. No más de que vuelve después de muchos géneros la semejanza. Consúltale en el libro primero de la Generación de los animales. Jul. Pienso que te contradices. Porque si de la hermosura de Dorotea nació tu amor blanco, ¿quién de los dos fue el etíope, para que saliese negro el aborrecimiento? Fer. Los celos, Julio; que nunca amor se engendró sin ellos22.

Ese amor engendrado por los celos se convierte en verdadera rabia en la escena cuarta, y es cuando vuelve a asomar la venganza. Al enterarse de que Ludovico no ha dado la cuchillada que habían previsto darle a Gerarda (la alcahueta), Fernando considera que es mejor así «porque tenga lugar nuestra venganza», directamente contra su amante. Sin embargo, el deseo de venganza no es todavía lo suficientemente fuerte como para hacer triunfar el aborrecimiento sobre el amor. La culpa de ello la tiene la hermosura de Dorotea. Así lo explicita el mismo Fernando, a renglón seguido, cuando Ludovico le incita a tomar venganza de Dorotea: Nunca la podré aborrecer tanto que desee verla fea: tan dulce me será siempre la memoria de su hermosura. Ni sufrirá mi alma que el tiempo saque della una Dorotea tan hermosa y me la ponga tan fea, ni me persuado que los años se atrevan a deslucir tanto milagro de la naturaleza23.

Dicho de otra forma, Fernando no quiere adherirse ni sumarse a la venganza de los años, aludida por Dorotea en su monólogo del acto primero. Pero, poco después, cuando declara Fernando que tiene a 22. III, 1 (pp. 227-228). 23. III, 4 (pp. 251-252).

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Dorotea «en las medulas de los huesos», otra vez interviene Ludovico (con la ayuda de Julio, el ayo) para poner en tela de juicio la realidad o, por lo menos, la fuerza del amor de su amigo: Lud. Yo pienso que esta rabia de Fernando no es amor, ni este contemplar en Dorotea efeto suyo, sino que, como tocando la imán a la aguja de marear, siempre mira al Norte, así la pasada voluntad tocada en los celos deste indiano le fuerza a que con viva imaginación la contemple siempre. Jul. Desa manera le habrá sucedido lo que suele con los espejos cóncavos, que, opuestos al sol, por reflexión arrojan fuego, que abrasa fácilmente la materia dispuesta que se aplica, como cuentan del espejo de Arquímedes, con que abrasó las naves enemigas; porque, reducidos los rayos solares a un punto solo, resulta dellos este ardiente efeto. Lud. De suerte, Julio, que el sol es Dorotea, el espejo el indiano, y don Fernando la materia opuesta. Jul. La hermosura de Dorotea pasa por el cristal de los celos al amor de don Fernando, que no fuera tan ardiente si no pasara por ellos24.

Esta demostración técnica, obviamente inspirada en la tradición emblemática25, sirve aquí para parangonar ese amor celoso con un estado de guerra, mediante la imagen del fuego destructor. No ha cuajado todavía el concepto de venganza. Este tercer acto termina con una escaramuza callejera entre los dos rivales ante la ventana de Dorotea, y se cierra lógicamente con un «Coro de Celos». Para que se afirme el deseo de venganza, tendremos que esperar el acto siguiente. Mientras tanto, Dorotea encuentra motivos para quejarse de la ausencia de Fernando, que ella siente como un castigo y una venganza a la vez. Maneja los dos conceptos, sin oponerlos, en una larguísima carta que le escribe a Fernando, leyéndosela a Felipa antes de mandarla a Sevilla (adonde, por cierto, no la enviará, porque Celia

24. III, 4 (p. 257). 25. Tradición recogida e ilustrada posteriormente por Saavedra Fajardo en sus Empresas políticas (1640), núm. 76: «Llegan de luz y salen de fuego» (ed. 1999, pp. 846-851).

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le anuncia que Fernando ha vuelto a Madrid)26. En dicha carta, considera su ausencia como «el rigor de la venganza» e increpa en cinco ocasiones su crueldad, mayor que la de su propia madre («pues ella me castigaba por ti, y tú a mí por ella»). Crueldad mayor también, desde luego, que la suya propia: «Crueles fuimos entrambos, pero tú más conmigo, como quien tenía más valor y entendimiento». Crueldad de ingrato: «¿Qué corazón de fiera con tan animosa determinación en un instante ejecutara, con cinco años de amor, tan gran castigo? Los antiguos que escribieron ingratitudes de hombres, ¿qué memoria dejaran de tu crueldad si fueras de aquel tiempo?». Dorotea sigue amando a Fernando («yo, con tantas razones para aborrecerte, y con ser mujer, te quiero todavía»). Sigue siendo ajena al odi et amo, no entra aborrecimiento en su sentir, y firma la carta con un sobrio y fuerte «La misma», que impresiona a Felipa: Fel. No has dicho cosa en la carta como la firma. Dor. ¿Qué te parece? Fel. De tu amor y de tu entendimiento27. Dorotea, en efecto, ha entendido que Fernando quiere castigarla y que piensa en vengarse. Sabe que la crueldad puede abrir el paso a la venganza. Con este estado de ánimo, le acoge al final de la primera (y larguísima) escena del acto cuarto: «¿Vives mi bien? Habla, o no me hallarás con vida si te detienes», añadiendo casi enseguida: «Cuando yo te hubiera hecho cuantos agravios has imaginado –que sobre haberte avisado ninguno pudo serlo–, con el susto que me has dado, era mayor la venganza que la ofensa»28. La réplica de Fernando («No he deseado tenerla de ti») es algo insincera, si bien poco antes, en una conversación con Felipa, acaba de explicar que ha procurado olvidar a Dorotea (hasta el punto de enterrar su retrato)

26. A la vista de semejante juego epistolar, algún fundamento tiene la sorna de Gómez de la Serna: «Lo mejor del teatro de Lope es que no tiene teléfono» en Total de greguerías, 1955 (ed. 1962, p. 1571). 27. III, 6 (pp. 280-282). 28. IV, 1 (p. 337).

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«por no darle más venganza»29, es decir, para que el mismo hecho de acordarse de ella no llegara a sentirse como una venganza contra él. *

*

*

Sutil, muy sutil, el juego de la venganza entre los dos amantes. Pero en ese juego, Dorotea lleva las de perder. Estamos, pues, en la primera escena del acto cuarto. Es la escena de la reconciliación; pero ese acto cuarto resulta ser, ya desde esta primera escena, el acto de la preparación de la ruptura, de una ruptura definitiva que ha de intervenir como tal en el acto quinto. El acto cuarto se cierra con un «Coro de venganza» que, conviene advertirlo, no tiene exactamente la misma función que los tres coros anteriores30. Estos se presentan como el resumen temático de los correspondientes actos, mientras que este «Coro de venganza», no solo recoge la materia del acto que cierra, sino que anuncia, de manera programática, el desenlace del acto que sigue y que ha de ser el último. La venganza que pregona aparece como un emblema bifronte, como una bisagra conceptual. Cobra por tanto un valor especial, y no estará de más aquí tener en cuenta una de las aportaciones del manuscrito Daza, por cierto comentada ya por Trueblood. Se trata de un «Coro de amistades», que se presentaba bajo la forma de un soneto y que Lope no llegó a utilizar. Debió de sustituirlo por este «Coro de venganza», que consta de dieciséis endecasílabos «falecios»31. Con esto, se quedaba formalmente en la lógica de los alardes métricos experimentados en los coros anteriores; pero, además y sobre todo, explicitaba a nivel temático un concepto simplemente subyacente en el soneto: el de venganza. En ambos coros, se trata de «amistades sobre celos»; pero dichas amistades, en la versión final, están evocadas así: «[…] que amistades son dulces sobre celos, / pero siempre fingidas sobre agravios» (vv. 15-16), habiéndose advertido de antemano que «el agraviado intenta la venganza» 29. IV, 1 (p. 335). 30. Sobre la «fonction chorale», véanse las observaciones atinadas de Ly, 2001b, pp. 185-193. 31. IV, in fine (pp. 411-412). Sobre estos endecasílabos «falecios» (de los dieciséis, solo dos en rigor lo son), véase la nota correspondiente de Morby.

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(v. 8). La elección de un «Coro de venganza» en vez de un «Coro de amistades» supone un cambio de enfoque y de rumbo que no deja de ser significativo para nuestro análisis32. Pero prestemos precisamente atención al final de la primera escena de este acto cuarto, aquella escena de la reconciliación. Dorotea le pide a Fernando que le dé la mano: Dor. Si Fernando me da la mano, yo iré con él; si no, ten por sin remedio que tengo de dar mil voces y hacer mil locuras en este Prado. Jul. ¡Ea, reyes míos!, que en el Prado y por abril solo tienen licencia los rocines. Fer. ¿Qué tú me escuchabas, Dorotea? Jul. ¡Con qué bostezo tan moscatel despiertas del enojo! Dor. En el alma me imprimías tus razones. ¿Qué dudas de darme la mano? Dámela, y te perdonaré un bofetón que un día me diste con ella porque alabé un caballero mozo, tan bizarro en la plaza como valiente con los toros, que no fue el de Teágenes a Clariquea sin conocerla: agravio que tú lloraste mucho tiempo, y que la misma noche me dabas tu daga para que yo me vengase de la agresora de tan injusto delito33.

Dorotea juega aquí con la mano, con el concepto de mano, con el recuerdo del bofetón y con su posible venganza contra esa mano que le diera aquel bofetón inolvidable e inolvidado, si bien perdonable. Notemos que, por primera y única vez, se habla de perdón en la obra, y que ese verbo tan bello («te perdonaré»), lo oímos en boca de Dorotea. De una Dorotea que, por segunda vez (la primera fue también en relación con el bofetón), evoca la posibilidad de una venganza suya contra Fernando. Venganza no cumplida; es más, venganza olvidada, a través del perdón ofrecido con tal que esa misma mano ofensora se entregue ahora. Perdón inútil, porque en ese juego sutil y cruel, Dorotea no puede ganar. ¿Por qué? Porque Fernando se ha inventado, y tiene expresado ya desde la escena quinta del primer acto, un concepto propio de la honra. En efecto, para justificar su partida a Sevilla, le decía entonces a Julio: 32. Véase Trueblood, 1990, pp. 20-21. 33. IV, 1 (p. 340). Las cursivas son mías.

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Fer. Jul. Fer. Jul. Fer.

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Yo hago lo que me manda mi honra. ¡Qué amor tan honrado, para ser libre! No toda la honra está sujeta a leyes. La que no está sujeta a ellas no es honra. Los hombres hacen honra de lo que quieren34.

Y, en la primera escena de este acto cuarto en que estamos, vuelve a evocar esa partida a Sevilla en un diálogo con Felipa: Fer. […] me partí a Sevilla. Fel. Brava resolución. Fer. De hombre de bien. Fel. Y ¿cómo lo pasastes? Fer. Tristemente. A cada legua que andaba me volvía. Pero pudiendo más la honra que el amor (que la cosa más fuerte siempre fue la honra –perdone aquel antiguo problema del vino, la verdad y la mujer), proseguía mi camino hasta que, cayendo y levantando, llegué a Sevilla35.

Pero, ¿de qué honra se trata? ¿Qué clase de «hombre de bien» es este Fernando que engañó a Marfisa, robándole de alguna manera sus joyas, justamente para huir a Sevilla? Es una honra de uso muy particular, si bien Fernando presenta dicho uso como general («Los hombres hacen honra de lo que quieren»). Es una honra que funciona al revés de la norma vigente en la sociedad de la época, en primer lugar porque no es honra de marido, sino de amante de una mujer casada (y con marido en Indias). No es la clásica honra de valor social y conformista, sino una honra desviada hacia un interés estrictamente individual36. No es la honra de las ataduras comunes, sino una honra liberadora. Esa honra, más fuerte que el amor, es amor propio. Esa honra particular busca y encuentra un más allá de los celos, que es el desamor y la venganza. En la escena tercera del acto quinto, Fernando le dirá a César, el astrólogo:

34. I, 5 (p. 123). 35. IV, 1 (p. 326). 36. Véase Márquez Villanueva, 1988, pp. 221-224.

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Un día, César, estaba mi honra considerando la bajeza de mi pensamiento en hablar y querer a Dorotea, como los hombres viles que, por aprovecharse del interés de las mujeres, sufren la posesión de los otros, ocupando aquel tiempo que las dejan, y guardándose de que no los conozcan. Y fue tanto el corrimiento, que me pareció que todos me miraban, y que todos me tenían en poco; como acontece al que ha hecho algún delito secretamente, que siempre imagina que hablan dél, aunque sea diferente la materia. Y afrentado de mí mismo –que el que es hombre de bien no ha menester que le digan lo que hace mal para que le salgan colores cuando esté más solo–, determiné dos cosas: tomar venganza de la libertad de Dorotea, y curarme en salud para que no hallase el mal desapercibido; todo lo cual ejecuté fácilmente37.

Pero volvamos un breve momento al acto cuarto. Al principio de la primera de las dos escenas de la junta académica (en la cual, por cierto, no participa el amante de Dorotea porque, mientras están sus amigos con las musas, él está con la musa –así lo dice Julio al principio de la escena siguiente–), advierte Ludovico a propósito de Fernando: «Él ha puesto la honra en no rendirse»38. No rendirse, vale librarse. Y, cuando reaparece, al principio de la escena cuarta, Fernando viene muy alegre: «[…] que de un Heráclito venís hecho un Demócrito», le dice César. Un Demócrito «riéndose siempre, ciento y nueve años», recalca el propio Fernando39. ¿Por qué esa risa? ¿Por qué «tanta alegría», que Lope exagera con evidente sorna? Porque se trata de celebrar una «vitoria de amor». Fernando «ha vencido los desdenes de Dorotea»; así lo dice él mismo; y, en la misma tonalidad jocoseria, Ludovico le hace merecedor del nombre de «Fernando el Doroteánico»40. Fernando se ha librado de los celos. Puede pasarse a la etapa siguiente, en la última escena del acto cuarto: Fer. Julio, hago testigo al cielo, a cuanto ha criado, a ti, a mi honra, a ese poco entendimiento mío, de solicitar con todos la venganza de Dorotea, que al fin vino a despedirme, y pagar a Marfisa tan justa deuda. 37. V, 3 (p. 437). 38. IV, 2 (p. 341). 39. IV, 4 (pp. 393-394). 40. IV, 4 (p. 397).

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Jul. Pues, señor, no sea de súbito; que ya te daré la traza con que el amor de Marfisa te vaya quitando el de Dorotea. Fer. Con verla rendida se me ha quitado. Jul. Templado basta. Fer. Quitado digo, Julio41.

El instrumento de la venganza tiene ya un nombre: Marfisa. En ella, como dice luego, ha «topado la rosa de Apuleyo». Marfisa le permite, como al asno de oro comiendo una rosa, recuperar su primitiva forma de hombre. De hombre libre. Libre de Dorotea. Entre la risa de Demócrito y la rosa de Apuleyo, Fernando ha encontrado lo que buscaba: la posibilidad de vengarse a través de su libertad recobrada42. Estamos ya a la altura del acto quinto. Si echamos mano del cómputo anteriormente mencionado, observamos que en este último acto, son 22 las ocurrencias de la palabra «venganza», es decir, un poco más de la mitad de todas las que se dan en la obra (en el acto anterior eran 8, además de las 3 del propio «Coro de venganza»). Las cifras, de por sí, son significativas: la venganza se hace obsesiva. Y Fernando consigue vengarse con bastante facilidad. Dorotea lo intenta, pero no lo consigue. Fernando tiene a Marfisa (y usa de ella) como un instrumento. Además, le ayuda, en la realización técnica, un trastrueque involuntario de cartas, que Fernando comenta de la siguiente manera, en la escena tercera: Aunque confieso el yerro, agradezco a mi fortuna el haber errado. Porque como el corazón es lo primero que vive y lo último que muere, así en el amor lo primero es el deseo y lo último la venganza43.

Otra frase, otra sentencia cruel, que pone la venganza en un extremo en el que Julio, el discreto ayo de Fernando, hubiera preferido que triunfara el olvido. Se lo había advertido, un poco antes, al principio de la misma escena: 41. IV, 8 (p. 410). 42. Sobre este «process of liberation» como remedium amoris, véase Schwartz Lerner, 1995, pp. 18-22. 43. V, 3 (p. 446).

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Jul. Hasta que no digas mal de Dorotea, no tengo de creer que la has olvidado. Fer. Pues digo que es un ángel. Jul. Tampoco. Fer. Pues, ¿cómo ha de ser? Jul. No decir bien ni mal de Dorotea; que el que ha olvidado lo que amaba, no dice mal ni bien de lo que olvida: bien, porque ya no ama, y mal, porque no se venga. Fer. Pues vengarse, ¿es amor? Jul. No, sino desesperación amorosa44.

Excelente definición, pero no del todo válida en el caso de Fernando. Poco después, afirma: «Ya no hay amor de Dorotea»45 y, para ilustrar cómo ha vuelto a ser un «hombre cuerdo y prudente», acude a la muy plástica imagen de los «hierros de un reloj deshecho, que, volviendo a poner cada uno en su lugar, obra concertadamente su armonía»46. La camisa preparada por Marfisa (que, a diferencia del modelo explícito de Deyanira y Alcides, no provoca la muerte) le permite a Fernando rematar su venganza cuando la luce por la calle y se le acerca Dorotea: […] di gracias a mi fortuna, que por tan extraño camino me había dado venganza de Dorotea. […] ¡Oh tiempo! ¡Oh amor vengado! ¡Oh mudanzas de fortuna! ¡Oh condición humana! […] Púseme, en fin, la camisa en el más festivo día que tiene el año. No podía determinar Dorotea, desde una ventana donde estaba, la color de las randas. Y con súbita pasión de celos bajó a la calle, y entre la confusión de la gente que iba mirando las telas e imágenes de que estaba adornada, llegó adonde yo iba con otros amigos, siguiendo a Marfisa y olvidando a Dorotea. Referiros el coloquio era cansaros. Habló con celos, respondí sin amor; fuese corrida y quedé vengado […].

Y ha de advertirse que su venganza se hace extensiva al propio discurso amoroso plagado de tópicos: 44. V, 3 (p. 429). 45. V, 3 (p. 433). 46. V, 3 (p. 435).

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[…] quedé vengado; y más cuando vi las lagrimillas, ya no perlas, que pedían favor a las pestañas para que no las dejasen caer al rostro, ya no jazmines, ya no claveles47.

A través de estas últimas palabras es probable que se exprese la ironía del mismo Lope. En cualquier caso, como veremos, no termina aquí la venganza de Fernando. ¿Y la venganza de Dorotea? ¿Cuándo empieza y cómo se manifiesta en este quinto acto? Una tercera y última vez, en la escena siguiente, a través de una especie de monólogo inspirado en los lamentos de Dido ante la partida de Eneas, le oímos hablar de venganza y de castigo. Pero se dirige al retrato de Fernando: Salid, salid, verdadero traslado del hombre más traidor que tiene el mundo. Salid, que quiero hacer justicia de vos, como el toro que se venga en la capa cuando se le huye el hombre. […] ¿Qué miro, que dilato la venganza justa destos engaños, destas traiciones, destas crueldades, destos dulces venenos de mis sentidos? […] ¡Oh quién pudiera, como romper este retrato, hacer en el del alma el mismo castigo! […] Desta vez lo rompo; quiero volver los ojos a otra parte. Rompíle. ¡Vitoria!48

Este grito de victoria parece ser un eco de la victoriosa alegría de Fernando, que ya hemos comentado49. Pero, en vez de confirmar su triunfo, se demora Dorotea en la quema nostálgica de los papeles de amores. Celia la reprehende: «[…] que no hay cosa que más necia parezca que un papel de amores fuera de la ocasión, o acabado el juego»50. A Dorotea, le cuesta salir del juego, le duele darlo por terminado. Y resulta incapaz de vengarse. Cuando, en la escena siguiente, le dice Gerarda: «Pero si te hallas, hija, en el estado que dices, intenta tu remedio y tu venganza», le responde con esta patética pregunta: «¿Yo cómo puedo?»51. Un poco más tarde, al recapitular los más recientes episodios de su trayectoria amorosa con Fernando, dice así: 47. V, 3 (p. 448). Las cursivas son mías. 48. V, 5 (pp. 457-459). Las cursivas son mías. 49. IV, 4 (pp. 393-397). 50. V, 5 (p. 465). 51. V, 6 (p. 467).

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Mi amor paró en celos, mis celos en furia, mi furia en locura, mi locura en rabia, mi rabia en deseos de venganza, mi venganza en lágrimas y mis lágrimas en arrojar por los ojos el veneno del corazón52.

La venganza de Dorotea no se cumple. Se queda en deseo y en lágrimas. En lágrimas de rabia, de furia, de celos. Lejos, muy lejos estamos de la risa de Fernando. La venganza de Dorotea no se cumple en la «acción en prosa», pero sí se cumple off, fuera y más allá de dicha acción, en el «pronóstico» de César, el astrólogo: «Vos, don Fernando, seréis notablemente perseguido de Dorotea y de su madre en la cárcel, donde os ha de tener preso. El fin desta prisión os promete destierro del reino». Puede observarse que Lope pronostica aquí para el futuro de Fernando unos episodios que pertenecen a su propio pasado. Pero lo que interesa más, desde nuestro enfoque, es lo que sigue diciendo César acerca del futuro de los dos amantes. Los dos han de quedar viudos, y volverán a encontrarse en la corte. Sigue César dirigiéndose a Fernando, y le dice que Dorotea «os solicitará para marido. Pero no saldrá con ello, porque podrá más que su riqueza vuestra honra, y que sus amores y caricias vuestra venganza»53. Honra y venganza de Fernando. Castigo y dolor de Dorotea. Pero dolor también de Fernando. Porque, como lo proclama la Fama en las últimas líneas de esta tragedia irónica, «Lo que resta fueron trabajos de don Fernando»54. Sobre la realidad de estos «trabajos» (en el sentido clásico de “tormentos”), César ya le tenía bien avisado a Fernando en su horóscopo: «Vos tenéis muy desdichada la parte de la fortuna en los amores. Sabed que os esperan inmensos trabajos por su causa»55. Conque Fernando, al porfiar en su venganza, encuentra su propio castigo en el amor. ¿Y Dorotea, figura epónima de la obra, foco de la creación de Lope, «póstuma de [sus] musas / y por dicha […] la más querida» (según confiesa en la Égloga a Claudio)? Dorotea, la coqueta cortesana, no puede ni sabe 52. V, 9 (p. 479). 53. V, 8 (pp. 473-474). 54. V, 12 (pp. 494-495). 55. V, 8 (p. 474; antes de la citada frase de César, cf. esta breve réplica de Fernando: «¡Estraños desatinos!»).

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vengarse. Sabe perdonar, pero recibe finalmente el castigo de un desamor que ella misma ha provocado. A diferencia de Marfisa y de don Bela (que mueren de manera cruel, la una, y absurda, el otro), a diferencia de Gerarda (cuya muerte es un «miserable espectáculo»), Fernando y Dorotea siguen y seguirán viviendo, condenados a sus respectivas soledades. *

*

*

Al final de la «acción en prosa», queda en la escena (por no decir en el escenario) el jarro de Gerarda. Dice Celia: «Nunca creí como agora la santidad de Gerarda. El jarro en que iba por el agua no se ha quebrado»56. El jarro queda, pues, intacto. Milagrosamente intacto y, además, inútil. Inútil, porque vacío. Queda intacto como el destino de los protagonistas, determinado ya por el pronóstico de César. E inútil como el escarmiento pregonado en el último coro, el «Coro del ejemplo»: Este fin a tus desvelos, loca juventud, alcanza, porque amor engendra celos; celos, envidia y venganza: así marchitan los cielos la más florida esperanza. Cuanto el ejemplo es mayor, provoca a más escarmiento. Todo deleite es dolor, y todo placer tormento, que el más verdadero amor se vuelve aborrecimiento.

Lope no ha creado a Fernando y Dorotea para hacer su educación, ni siquiera sentimental. No han aprendido, ni aprenderán nada. De nada sirven en su caso la «corrección de la santa Católica Romana Iglesia» ni la «censura de los mayores», fórmulas que cierran y sellan 56. V, 12 (p. 493).

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ritualmente la obra. Ya es tarde, incluso, para hablar de castigo y de venganza. A esa «loca juventud», Lope, en su senectud desazonada, le da, como se da a sí mismo, un benévolo e implícito perdón de poeta. De poeta y enamorado. Valga la redundancia. «Porque amar y hacer versos, todo es uno», dixit el propio Fénix en boca de Fernando57.

57. IV, 1 (p. 315).

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VIII. Lope «fiscal de la lengua» en La Dorotea o las dos patrias del Fénix

A Xomin, entre Madrid y Úbeda (septiembre de 1995). In memoriam

La fórmula, tal vez enigmática, que figura entre comillas en el encabezamiento de estas páginas no encubre ningún virtuosismo hermenéutico. Es una fórmula lapidaria (e inexacta, además, como procuraré mostrarlo) que tan solo me abre paso para hablar de uno de los aspectos, para mí fundamental, de aquella magnífica e insólita «acción en prosa», que Lope publicó –con esa misma calificación problemática– en 1632, es decir, muy entrado ya en el llamado ciclo de senectute de su larga trayectoria vital y literaria. Esta fórmula es de Juan Pérez de Montalbán, y la encontramos, por los mismos años de la publicación de La Dorotea, en el primer acto de una comedia de aquel su discípulo y admirador incondicional1. Bien es verdad que, ahí, Pérez de Montalbán no se refiere expresamente al texto que me interesa, ni menos aún a las dos escenas 1. Se trata de la comedia A lo hecho no hay remedio y Príncipe de los montes (presumiblemente del año 1633): «Pues decidlo claramente / del mismo modo que suena, / que si lo sabe Belardo [uno de los seudónimos más comunes de Lope], / que es el fiscal de la lengua, / os dará pesadumbre». Véase Parker, 1959, pp. 225-235 (la cita, p. 227). La fórmula «fiscal de la lengua» ha sido recogida por Márquez Villanueva, 1988, p. 211 (sus observaciones generales sobre la lengua en La Dorotea, en pp. 206-218).

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del acto cuarto (las escenas 2 y 3) que merecen particular atención desde mi punto de vista. Estas escenas (que, por cierto, corresponden a más de la octava parte del conjunto de la obra) están construidas a partir de un soneto burlesco y en torno al comentario del mismo. Constituyen, no una pausa, sino, al revés, una aceleración entre bastidores de la historia, o fábula, del amor/desamor entre los protagonistas, Fernando y Dorotea. Es más: este episodio, que puede considerarse y leerse como metapoético, no deja sin embargo de relacionarse de alguna manera con la expresión de los afectos de dichos amantes. Pero vayamos por partes.

Un vejamen anticulterano Ya desde la primera réplica de las dos escenas dedicadas al comentario del soneto burlesco, aparece la palabra «junta». Le dice César a Ludovico: «No vendrá esta mañana a nuestra junta don Fernando»2. Y la misma palabra reaparece, otra vez en boca de César, algunas páginas después, expresamente relacionada con las academias italianas: «Desto quisiera yo que trataran en sus juntas los que en este lugar se llaman ingenios, como lo hacen en Italia en aquellas floridísimas academias»3. No cabe duda, por tanto, de que el contexto es de tipo académico4. Pero se trata de un contexto simplemente aludido, aunque con una crítica clara del ambiente de murmuración o envidia, que se denuncia de paso, a continuación: «[…] juntarse a murmurar los unos de los otros debe de traer gusto; pero parece envidia, y en muchos ignorancia»5. En esta evocación, donde todo es alusión, la academia no tiene la más mínima expresión institucional; carece de la organización formal al uso, faltando entre otros requisitos un presidente y un secretario.

2. IV, 2 (p. 341 en la ed. de Morby, 1987). En adelante las citas de La Dorotea se harán por referencia al acto y a la escena de la obra, con la simple mención entre paréntesis de la página en dicha edición. 3. IV, 2 (p. 358). 4. Véase Foa, 1979. 5. IV, 2 (pp. 358-359).

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VIII. Lope «fiscal de la lengua» en La Dorotea

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Pero, en esa «junta» (que está dedicada, como era costumbre, a la exposición y glosa de una producción literaria), en esa junta (que reúne primero a dos, y luego a tres personas, siendo por tanto un caso o modelo muy reducido de academia), en esa junta en la que no participan las dos «personas» principales de la obra (Fernando, como se ha observado, está ausente, reunido precisamente en otro lugar con Dorotea), en esa junta, pues, sí que aparece y actúa con evidente protagonismo una figura imprescindible en todas las academias: el fiscal. Figura designada como tal, con este título en el reparto de papeles y en las actas de las juntas académicas, desempeñando ahí una función bien definida: dar el ritual y temido vejamen, o sea, la presentación burlesca de uno de los académicos. Aquí, en estas dos escenas larguísimas, el papel (no el título explícito) de fiscal recae principalmente en Ludovico, poeta amigo de Fernando, y en Julio, su ayo, limitándose César, el sabio astrólogo, a unos comentarios menos acerbos y de alcance más general o teórico. Julio solo interviene en la segunda escena “académica” (que es la tercera del acto IV), pero su intervención contribuye no poco a “fiscalizar” más aún la «nueva lengua», como enseguida queda calificada. César llega a la junta con un soneto que le traía a Fernando. Pero, mientras sus amigos “académicos” debaten de poesía y musas, está ocupado él con «la Musa», una musa que (según apunta el mismo César al principio de la escena siguiente) «anda fuera del Parnaso con otros pensamientos»6. «No sea el poema Dorotea» dice casi de entrada, con falsa ingenuidad, el astrólogo; y satisface, después de un comentario previo muy equilibrado (sobre el cual volveré), la curiosidad de Ludovico: Ludovico. César. Ludovico.

[…] Mostradme el soneto que le traíades. Es en la nueva lengua. No importa, yo sé un poco de griego7.

Aquí hace César el comentario previo aludido, que concluye con estas palabras: «El soneto es burlesco y dice:» 6. IV, 3 (p. 362). 7. IV, 2 (p. 341).

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Pululando de culto, Claudio amigo, minotaurista soy desde mañana; derelinquo la frasi castellana, vayan las Solitúdines conmigo. Por precursora, desde hoy más me obligo al aurora llamar Bautista o Juana, chamelote la mar, la ronca rana mosca del agua, y sarna de oro al trigo. Mal afecto de mí, con tedio y murrio, cáligas diré ya, que no griguiescos, como en el tiempo del pastor Bandurrio. Estos versos, ¿son turcos o tudescos? Tú, letor Garibay, si eres bamburrio, apláudelos, que son cultidiablescos.

Enseguida interviene Ludovico con esta pregunta: «¿Queréis que le comentemos, mientras viene Fernando?»8. El comentario del soneto propiamente dicho no se hace inmediatamente, porque César hace derivar pronto la conversación erudita hacia el arte poética en una larga digresión (él mismo emplea la palabra). Pero, antes de lanzarse en esa «digresión» (que no duda en considerar, a posteriori, como «inexcusable»), el bueno de César (no tan bueno, a decir verdad) expresa sin rodeos su opinión acerca de los comentadores: […] no querría que nos dijesen que parecemos a los trastejadores, que desde el tejado ajeno van echando a la calle cuanto hallan: allá va una pelota, allá va una bola, allá unas calzas viejas o algún cadáver gato a quien dieron la muerte los perdigones, y las tejas sepultura. Ludovico. Así son muchos, que cuanto hallan en Estobeo, la Poliantea y Conrado Gisnerio y otros librotes de lugares comunes, todo lo echan abajo, venga o no venga a propósito. César. Sin pasión digo que muchos dellos no son dignos de alabanza, aunque yo lo quiero ser deste soneto. Porque como la invención es la parte principal del poeta, si no el todo, y invención y imitación sean también una misma cosa, ni lo uno ni lo otro se halla en el que 8. IV, 2 (p. 343).

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comenta, antes parecen a los horcones de los árboles, que, aunque están arrimados a las ramas, no tienen hojas ni fruto, sino solo sirven de puntales a la fertilidad ajena. Y como si no lo viésemos, nos están diciendo: «Esta es pera, este es durazno y este es membrillo», como el otro pintor que puso a un león trasquilado: «Este es león rapante». Ludovico. Los que comentan y declaran a los poetas griegos y latinos merecen alabanza y premio, así por las canas de la antigüedad que los ha hecho inacessibles, como porque se muestra mejor la erudición de autores y de varias lenguas. Deseo quien escriba sobre Garcilaso; que hasta ahora no le tenemos.

Lo último que acaba de decir Ludovico (la falta de un comentario de la obra de Garcilaso) es falso, si bien aceptamos el artificio de una referencia temporal de la «acción en prosa» que, por ser muy temprana, no puede ser anterior a los Comentos de Herrera, mencionados en otro lugar por Lope. Conviene advertir que el olvido no es olvido de Garcilaso, sino de sus comentadores (Herrera e incluso Tamayo de Vargas, muy amigo de Lope). Como sugiere Morby, la explicación de ese olvido no puede ser otra que el deseo de excluir, entre los modernos o contemporáneos, no tanto a Góngora como a sus comentadores9. Esos comentadores, así como los malos imitadores de Góngora, son las víctimas de la burla de Lope en estas dos escenas. Todo esto queda bien claro y documentado en los trabajos, clásicos y complementarios, de Dámaso Alonso, Orozco, Morby, Trueblood y Juan Manuel Rozas. A este último debemos en particular el examen de la relación muy conflictiva entre Lope y Pellicer, autor de unas Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Góngora y Argote, recién publicadas (en 1630) cuando Lope está elaborando (o reelaborando) La Dorotea, «póstuma de [sus] musas», experimental «acción en prosa» y probable testamento literario. Está comprobado, pues, que Pellicer es la víctima privilegiada (y no por implícita menos privilegiada) de ese vejamen anticulterano. No es cuestión, por tanto, de que me demore sobre el particular. Lo que sí, quizá, merece atención e insistencia es el aspecto fundamentalmente lúdico de dicho vejamen. En estas dos escenas, a 9. Véase La Dorotea, ed. 1987, p. 345, n. 76.

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lo largo y a lo ancho sobre todo de la segunda (que es la tercera del acto), Lope se entrega a un juego paródico en el que sale ganando. Sale ganando en verso y en prosa. En verso, no solo con el soneto burlesco «Pululando de culto, Claudio amigo» (que compone y retoca finalmente para quitar las alusiones demasiado explícitas a Góngora en los dos últimos versos), no solo pues con ese soneto burlesco más elaborado aún que el soneto titulado «A la nueva lengua», que había insertado dos años antes en el Laurel de Apolo, un soneto dialogado en el que simula la llegada de Boscán y Garcilaso a una posada de Castilla donde no logran entenderse con la criada por la lengua culterana que esta habla10. Sale ganando Lope también porque, además del soneto burlesco con que abre la «junta» de La Dorotea, propone a continuación, en diversos lugares del comentario, versos sueltos igualmente de su composición y atribuidos a una serie impagable de poetas inventados: - Rebotín de Marsella (pp. 366-367); - Cosme Pajarote, «poeta manchego, en su Zarambaina» (p. 368); - Bartolino de Cordellate, que «usaba mucho de esdrújulos» y presunto autor de una Merendona (p. 369); - Zanahorio Caracola, «en un soneto a una dama gruesa de rostro y flaca de piernas», con cita de dos versos y comentario de la metáfora «sarna de oro» para designar el trigo (p. 382); - Trancón Gerundio, posible inspirador del anterior por ser autor de la Sarneida, «en el libro intitulado Pupilaje» (pp. 382-383); - Magalón de Pestinaquis, comentador de la Gaticida de Gusarapo Magurnio y de la comedia La bella Zaragatona (p. 384); - Macario de Verdolaga, a propósito de las «medias calzas» (p. 387); - Serpentonio Proculdubio, autor de un epitafio al enano Bonamí (p. 390). Conque Lope interviene efectivamente aquí como esa «figura del donaire» que acertadamente destacó José F. Montesinos en el quehacer literario del autor de La Dorotea11. Y sale ganando porque, en 10. Orozco, 1973, pp. 367-381. 11. Montesinos, 1925.

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algún momento, manifiesta la necesidad de descansar del comentario con la inclusión de un poema suyo, igualmente burlesco, «una canción que hizo el maestro Burguillos a cierta pulga»12. Se evoca a sí mismo a través de un seudónimo (o heterónimo, según propuesta de Rozas), que solo utilizó a partir de los años 20, mientras en la escena precedente se ha incluido al final de una lista de «graves poetas desta edad» como «este Lope de Vega que comienza agora», es decir, el Lope de los años 80 del siglo anterior13. Juego, doble juego, por una parte con los tiempos (volveré sobre ello), por otra parte mediante la ironía acerca del mismo tema de la pulga: César. Nunca el maestro Burguillos hizo elección para sus musas de más elevados asuntos. Ludovico. Si aquí le tuviéramos, él nos sacara de muchas dudas en la tremenda esfinge deste soneto14.

El soneto burlesco, que se presenta aquí como una «tremenda esfinge» con sus «muchas dudas», lo había calificado César de «inexorable» al pedirle a Julio que leyera esa canción dedicada a tan elevado asunto como una pulga: «Dila por tu vida, Julio, para que nos descanses desde inexorable soneto, pues ya no vendrá Fernando»15. El juego paródico interviene como descanso del comentario igualmente paródico, pero que puede resultar pesado. La variedad, como recurso elemental de la escritura, no había de faltar en La Dorotea: así lo había anunciado el propio Lope en el prólogo «Al teatro», que es un texto fundamental de los preliminares de la «acción en prosa»16. Variedad que contribuye con eficacia a la amenidad de un juego bastante cruel. Inexorable como el mismo soneto. En ese juego, en absoluto gratuito, sale ganando Lope al parodiar igualmente en prosa el estilo culterano. Así, por ejemplo, 12. IV, 3 (p. 377). 13. IV, 2 (pp. 345-351). 14. IV, 3, después de la lectura íntegra de la «canción que hizo el maestro Burguillos a cierta pulga» (p. 381). 15. IV, 3 (p. 377). 16. Prólogo (p. 60): «[…] y porque no le falte a La Dorotea la variedad, con el deseo de que salga hermosa».

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propone (compone) el principio de un papel de una dama, que recuerda –de manera simétrica– el papel de uno de los pretendientes de doña María al principio de La moza de cántaro (comedia de los años 1625-1627). En La Dorotea, a propósito de la palabra «tedio» (que forma parte de las palabras denunciadas como cultas), escribe: Julio. […] Y tedio me ha hecho acordar de un papel de una dama, cuyo principio podré deciros: «Estoy con tan inusitado tedio, que parece que me estrangulan el corazón los anhélitos de carecer de vuestro amabilísimo consorcio y primoroso gusto». Ludovico. Competir podía seguramente con lo que decía un precetor de gramática a un pupilo que azotaba: «Numera, pícaro, los flagelos; que si me provocas a iracundia, reiterando las líneas en el pódex, te las haré solfa de antífonas, aunque esmaltes de púrpura las cáligas».

La última palabra («cáligas») de esta reprensión paródica le permite a Julio reanudar oportunamente con el comentario del «inexorable» soneto (el segundo verso del primer terceto: «Cáligas diré ya, que no griguiescos»). Siguen unas observaciones falsamente serias sobre esos «griguiescos» y unas críticas igualmente irónicas sobre el uso que los «cultos deste tiempo» hacen de la palabra «calzas», así como del verbo «calzar»17. Todo eso, que es resueltamente burlesco, participa a todas luces de un vejamen anticulterano que no está fuera de lugar en una «junta» de poetas o amigos de poetas. Dicho vejamen va dirigido tanto contra los poetas gongorinos como contra los comentadores de Góngora (y en particular uno de ellos). Los «[poetas] cultos deste tiempo» comparten con Pellicer el privilegio de ser el blanco del vejamen lopesco.

Una rehabilitación de lo «culto» Pero en esa «junta», no todo ha de ser vejamen. No todo ha de ser simplemente burlesco, exclusivamente jocoso. Al final de la primera de las dos escenas “académicas”, Ludovico le dice a César: 17. IV, 3 (pp. 385-386).

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Ludovico. Así las musas os favorezcan, César, que no hablemos de veras, pues el soneto es de burlas. Dejad a Columela y los lugares comunes, ¡malditos ellos sean!, que ya no tengo cabeza para sufrirlos. César. Sea como quisiérades. Pero si se ofrece alguna cosa seria o científica, habéisme de perdonar. Y ahora digo que «pulular de culto» es como ser catecúmeno desta secta, y que es hispanismo muy frecuentado de todos, como por ejemplo […]18.

Ahí está César despejando un lugar para lo «serio» (convendría, por cierto, preguntarse qué sentido tenía exactamente la palabra «científico» a estas alturas del siglo xvii). ¿Qué va a poner Lope en ese lugar inesperado? Un arte poética, nada menos que un arte poética. A un «arte poética», desde luego, se refiere literalmente César (como «parte de la filosofía racional»), poco antes de solicitar el perdón de sus compañeros, «si se ofrece alguna cosa seria o científica». La reflexión o propuesta de César, en el diálogo de la «junta», resulta equilibrada, muy a tono con la “seriedad” o “ciencia” que el astrólogo no quiere dejar excluidas del debate. Un debate que, por cierto, él mismo había abierto desde un principio, inmediatamente antes de leer el soneto burlesco, con estas palabras: Algunos grandes ingenios adornan y visten la lengua castellana, hablando y escribiendo, orando y enseñando, de nuevas frases y figuras retóricas que la embellecen y esmaltan con admirable propiedad, a quien como a maestros –y más a alguno que yo conozco– se debe toda veneración. Porque la han honrado, acrecentado, ilustrado y enriquecido con hermosos y no vulgares términos, cuya riqueza, aumento y hermosura reconoce el aplauso de los bien entendidos. Pero la mala imitación de otros, por quererse atrever con desordenada ambición a lo que no les es lícito, pare monstros informes y ridículos19.

Aquí se hace César el portavoz de unas ideas en absoluto nuevas en Lope, quien se había expresado de forma análoga en su Respuesta a un papel que escribió un señor de estos reinos en razón de la nueva poesía, texto más conocido bajo el título de Discurso sobre la nueva 18. IV, 2 (p. 361). Las cursivas son mías. 19. IV, 2 (pp. 341-342).

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poesía, publicado unos diez años antes en La Filomena (1621). Pero es de advertir que, también por esos mismos años en que decía: «[…] hablo de la mala imitación, y […] a su primero dueño reverencio»20, Lope confesaba su perplejidad e incluso su ignorancia o incapacidad ante la nueva lengua. Lo declaraba al principio de La desdicha por la honra, una de las Novelas a Marcia Leonarda publicadas en La Circe en 1624: Confieso a vuestra merced ingenuamente que hallo nueva la lengua de tiempos a esta parte, que no me atrevo a decir aumentada ni enriquecida; y tan embarazado con no saberla que, por no caer en la vergüenza de decir que no la sé, para aprenderla, creo que me ha de suceder lo que a un labrador de muchos años, a quien dijo el cura de su lugar que no le absolvería una cuaresma, porque se le había olvidado el credo, si no se le traía de memoria21.

Este labrador, como dice a continuación, salió con aprender lo que no sabía, como le ocurre al mismo Lope, a juzgar por la facilidad y la fruición que manifiesta en la recurrente parodia de esa «nueva poesía», unos pocos años después. Pero, hablando en serio (como lo hace el imperturbable César), la cuestión es grave: «A mí me parece que el argumento deste soneto (Dios vaya conmigo) es emprender esta nueva religión poética algún ingenio arrepentido de su misma patria»22. Se trata ni más ni menos que de ortodoxia. De ortodoxia religiosa y patriótica. En ese plano y a esas alturas se sitúa el debate; y hemos de recordar que, en el acto anterior (escena cuarta), ya había declarado Ludovico que «cada uno está obligado a honrar su lengua»23. Aquí, César habla de la «secta» de los «cultos»24 y, en la escena siguiente, reincide con el «laberinto de los cultos», aludiendo al «secreto» simbolizado entre los romanos por ese minotauro bajo cuya invocación se coloca 20. Véase una nota bien documentada de Morby, La Dorotea, ed. 1987, p. 342, n. 71. 21. Novelas a Marcia Leonarda, ed. 1968, p. 74. 22. IV, 2 (p. 343). 23. III, 4 (p. 259). 24. IV, 2: «Y ahora digo que pulular de culto es como ser catecúmeno desta secta […]» (p. 361).

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precisamente aquel ingenio «pululando de culto». A Julio, también le parece el secreto característico de «este género de lengua»25. Este «género de lengua» es el que pretende imponerse por los años en que escribe Lope La Dorotea, y mientras él está luchando por guardar la claridad de la lengua española («tanta claridad en tal sujeto»), como lo dice en el mencionado prólogo «Al teatro», entre los preliminares de su «acción en prosa». Ahí, aprovechándose del desfase artificioso entre el tiempo de la acción y el tiempo de la escritura (el desfase ya aludido entre los años 80 del quinientos y los 30 del seiscientos), Lope advierte lo siguiente: Si reparare alguno en las personas que se tocan de paso, sepa que los del tiempo en que se escribió eran aquéllos, y los trajes con tanta diferencia de los de agora que, hasta en mudar la lengua, es otra nación la nuestra de lo que solía ser la española. Aquello se usaba entonces y esto agora, que así lo dijo Horacio […]26.

¿Resignación del Fénix? No. Porque se niega a dejar, justamente a los «cultos deste tiempo», el uso exclusivo (y, según él, abusivo y erróneo) de la palabra «culto». Esta rehabilitación es el momento clave de la primera escena “académica”. Declara Ludovico, saliendo de una digresión para entrar en otra: […] Volviendo a nuestro soneto, de que nos habemos divertido, decid algo deste nombre culto, que yo no entiendo su etimología. César. Con deciros que lo fue Garcilaso, queda entendido. Ludovico. ¿Garcilaso fue culto? César. Aquel poeta es culto que cultiva de suerte su poema que no deja cosa áspera ni escura, como un labrador un campo; que eso es cultura, aunque ellos dirán que lo toman por ornamento27.

Mediante este diálogo, Lope recaba como legítimo (y legítimo por literal, etimológico) el uso de la palabra «culto» para designar el estilo bien trabajado y bien claro, a la vez. Una y otra cosa tiene (o tendría) que ser la poesía auténticamente culta, con la necesidad de 25. IV, 3 (p. 366). 26. Prólogo, p. 62. 27. IV, 2 (pp. 353-354).

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la conveniencia de la metáfora, que no solo ha de ser hermosa para alcanzar la perfección, o para ser por lo menos «plausible», como diría Gracián. Este punto del debate, Lope lo ilustra en la escena siguiente, a partir de una famosa metáfora de Góngora, a la que se había referido por cierto en otro lugar, fuera de La Dorotea. Veamos cómo debaten sobre el particular los tres protagonistas de la «junta»: César. […] muchas cosas de los cultos agradan por la hermosura de las voces, como llamando al ruiseñor cítara de pluma; que por la misma razón se había de llamar la cítara ruiseñor de palo. Pero la bajeza del sonido destas dos voces no sufre que se diga, siendo lo mismo. De suerte que la hermosura de cítara y pluma hace que no se repare en la conveniencia. Julio. ¿Y si tuviera lo uno y lo otro? Ludovico. Fuera perfeto, poseyendo la forma esencial del conceto mejor materia en las voces, como para la perfección de la hermosura es opinión de León Hebreo en sus Diálogos28.

La «cítara de pluma», aunque imperfecta, se salva por la hermosura de la materia de las voces. Pero adolece de una carencia de rigor en la forma del concepto. Y, con un exceso de rigor formal, justamente, al cual añade algo de sorna, es como denuncia Lope la no reversibilidad de la metáfora, con la invención del insufrible «ruiseñor de palo». Reflexionando así, el Fénix se anticipa a Gracián, en su Agudeza y arte de ingenio, donde la distinción entre lo material y lo formal es tema central, y determina la relación entre el ornato y el concepto. Lo que se dice aquí, en el debate “académico” de La Dorotea, Gracián lo radicaliza en su tratado, pero no dice otra cosa. Así, por ejemplo, para dar a entender que las palabras deben estar subordinadas al concepto, propone esta imagen: «Son las voces lo que las hojas en el árbol, y los conceptos, el fruto», imagen que ilustra una afirmación del propio Gracián en el Discurso LX («De la perfección del estilo en común»). Esta afirmación, que parece ser un eco de lo 28. IV, 3 (pp. 371-372). Para el otro lugar –en la comedia Del monte sale quien el monte quema (1627)– en que Lope se había referido ya a esa metáfora gongorina, véase la nota 170 de Morby.

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dicho por Lope, es la siguiente: «Dos cosas hacen perfecto un estilo: lo material de las palabras y lo formal de los pensamientos, que de ambas eminencias se adecúa su perfección»29. Gracián, si bien nunca se refiere expresamente a La Dorotea, cita con frecuencia al «fecundo y facundo Lope»30, a quien incluye entre los poetas (como los Argensola y Hurtado de Mendoza) que se caracterizan por su «estilo natural»31. En la naturalidad del estilo insiste por supuesto Lope. Como «poeta natural» o como «poeta de maravilloso natural», se refiere a sí mismo implícitamente en dos escenas distintas de la «acción en prosa»32. Pero lo hace, en ambos casos, en un contexto en que insiste con la misma fuerza en lo imprescindible de la labor de lima, en la necesidad de la resistencia a lo que Quintiliano llamó la «fuerza del verso» (que viene a ser la fuerza del consonante). Insiste asimismo en la necesidad de la loable práctica del borrar: Ludovico. Ninguna cosa debe disculpar al buen poeta. Piense, borre, advierta, elija y lea mil veces lo que escribe; que rimas se llamaron de rimar, que es inquirir y buscar con diligencia. Así le usó Cicerón, así Estacio. César. De suerte que no es alabanza no borrar. Julio. Oíd lo que respondía en una comedia un poeta a un príncipe que le preguntaba cómo componía, y veréis con qué facilidad lo dijo todo: ¿Cómo compones? Leyendo, y lo que leo imitando; y lo que imito escribiendo; y lo que escribo borrando; de lo borrado, escogiendo33.

Y el pobre don Bela, cuando se meta a componer un epigrama (al principio del acto quinto), se acordará justamente de aquel «poeta de maravilloso natural» que «borraba tanto, que solo él entendía 29. Agudeza y arte de ingenio (1642-1648), ed. 1969, t. II, pp. 228-229. 30. Ibíd., t. I, p. 212 31. Ibíd., t. I, Introducción, p. 25. 32. IV, 3 (p. 375) y V, 1 (p. 414), respectivamente. 33. IV, 3 (pp. 372-373).

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sus escritos, y era imposible copiarlos», con esta advertencia para su criado: «Y ríete, Laurencio, de poeta que no borra»34. La naturalidad del estilo, no solo tiene una necesaria contrapartida que es el arte, el artificio, el trabajo del oficio, la conciencia de una profesión honrada y honrosa, sino que trae consigo una variedad muy deseable por hermosa, tanto en la mezcla de verso y prosa como por la discontinuidad de la conversación entre frívola y erudita. Lo primero (la mezcla de verso y prosa) se cuestiona ya en el prólogo, y se plantea drásticamente en una alternativa («O se escribe verso o prosa») que Felipa le opone a Fernando, el cual le ofrece esta magnífica respuesta: «Sentencia y belleza bien pueden estar juntas, que son como discreción y hermosura»35. Y, no sin coquetería, Lope le delega a Ludovico, en el debate “académico”, la oportunidad de afirmar que, si el «poeta natural» escribiendo prosa mezcla en ella «versos medidos», la causa es simplemente el «uso de escribirlos»36. En cuanto a la discontinuidad del diálogo en la «acción en prosa», participa de un determinado «género de escritura»37 muy libre y muy distinto de aquel «género de lengua» evocado por Julio a propósito de los denominados «cultos», encerrados en la secreta prisión de su laberinto minotaurista38. Y puede evocarse al respecto, como anticipación aplicable a La Dorotea, una declaración que Lope le hacía a Marcia Leonarda cuando le confesaba su perplejidad ante la nueva lengua, como ya hemos visto al principio de La desdichada por la honra. Le decía a continuación: […] en este género de escritura [se refiere por supuesto a las novelas, pero puede aplicarse lo que dice aquí a la escritura o lengua de La Dorotea] ha de haber una oficina de cuanto se viniere a la pluma, sin disgusto de los oídos aunque lo sea de los preceptos. Porque ya de cosas altas, ya de humildes, ya de episodios y paréntesis, ya de historias, ya de fábulas, ya de reprehensiones y ejemplos, ya de versos y lugares de 34. V, 1 (p. 414). 35. III, 8 (p. 303). 36. IV, 3 (p. 375). 37. Véase Lasperas, 2003. 38. IV, 3 (p. 366).

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autores, pienso valerme para que ni sea tan grave el estilo que canse a los que no saben, ni tan desnudo de algún arte que le remitan al polvo los que entienden39.

Las dos patrias del Fénix Lope ¿fiscal de la lengua? Finalmente, no. La fórmula, como anunciado al principio, es inexacta, incompleta, incluso improcedente. Lope escribe. Escribe lo que quiere, y con todo lo que sabe. Escribe, no “fiscaliza”. Lo cual no quita (es más, permite) que le “fiscalicen” su propia lengua. En la dedicatoria de El cordobés valeroso, Pedro Carbonero (comedia de 1620, es decir, doce años antes de la publicación de La Dorotea), escribe lo siguiente: Los filateros me consumen; verbi gratia, el que me reprehendía que avía dicho emperadora, muy vano de que él sabe que avía de dezir emperatriz; y es disparate, porque en Castilla no ay tal voz, sino que la curiosa bachillería ha latinizado con aspereza lo que tiene en su lengua con blandura. […] Las qüestiones de nombre, odiosas siempre, fatigan mucho a los que siempre escriven, y si algo me deve mi lengua, no quiero yo dezirlo si ella no lo dize40.

Lope “fiscalizado”. Lope víctima de los «filateros», siendo la «filatería» (según la definición del Diccionario de Autoridades) la «demasía de palabras para explicar algún concepto con mayor menudencia de lo que necesita». Lope víctima, pues, de los comentadores inútiles, de los congéneres de Pellicer. Pellicer otra vez. Pero olvidémonos de la solemnidad de sus lecciones gongorinas. Olvidémonos de la solemnidad de todas las lecciones. Acordémonos de la jocosidad de 39. Novelas a Marcia Leonarda, ed. 1968, p. 74. 40. El cordobés valeroso […], ed. de 1929, tomo VII, p. 8. Debo la cita a Pedro Álvarez de Miranda, quien me la facilitó, con dos observaciones además. La primera, que Lope no tenía razón (o no tenía toda la razón) porque basta consultar el Diccionario de Autoridades para ver que existen tanto «emperadora» (con texto de Santa Teresa) como «emperatriz» (con textos de Guevara y de Mexía). La segunda, que en el Vocabulario de Fernández Gómez (1971) pueden verse tres ejemplos de «emperadora» por seis de «emperatriz», sacados de las obras del propio Lope…

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Lope en su parodia y comentario del soneto burlesco. Acordémonos también del cansancio de César ante los ripios de los epitafios: […] lo de los antiguos, «séale la tierra leve», me tiene también cansado, pues al difunto no se le puede dar nada de que le echen encima un monte o un necio, que es la cosa más pesada41.

La necedad de los cultos. El peso de los tópicos antiguos, redivivos incluso en la nueva lengua. Y la fatiga que Lope comparte con los protagonistas de La Dorotea («la fatiga de todos en la diversidad de sus pensamientos», dice en el prólogo). Sí, como escribe en la dedicatoria de El cordobés valeroso, «las qüestiones de nombre, odiosas siempre, fatigan mucho a los que siempre escriven». Pero aquí está Lope, más activo que nunca en la oficina de la variedad, escribiendo su «acción en prosa» casi simultáneamente con La Gatomaquia, que ostenta los primores de lo jocoserio42. Jocoseria también es, aunque en menor medida, La Dorotea, especialmente en lo relativo a la lengua literaria de su tiempo. Y merece desde luego aplicarse a su autor lo que dice Gracián a propósito de los «conceptos por diversidad»: Todo gran ingenio es ambidextro, discurre a dos vertientes, y donde la ingeniosa comparación no tuvo lugar, da por lo contrario, y levanta la disparidad conceptuosa43.

Pero, desde otro enfoque igualmente literario, no existe tal disparidad. En Lope, más aún que en cualquier otro autor adicto al neoplatonismo, el amor y la escritura se dan la mano («porque amar y hacer versos, todo es uno», declara Fernando en una réplica famosa de La Dorotea). Y es así hasta tal punto que, a la inversa, cuando ya no hay amor, no hay versos. Lo comprobamos en la ruptura definitiva entre Fernando y Dorotea. Entonces dice a sus compañeros el ex amante, haciendo de ex poeta: 41. IV, 3 (p. 389). 42. Véase en el cap. X del presente volumen, «Primores de lo jocoserio», pp. 200-201. 43. Agudeza y arte de ingenio, ed. 1969, t. I, p. 170.

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Referiros el coloquio era cansaros. Habló con celos, respondí sin amor; fuese corrida y quedé vengado; y más cuando vi las lagrimillas, ya no perlas, que pedían favor a las pestañas para que no las dejasen caer al rostro, ya no jazmines, ya no claveles44.

Es la venganza de la lengua literaria contra el amor ausente45. Es el hueco que la escritura abre ante el desamor. La estrecha relación de la pasión amorosa y de la literatura puede ilustrarse también por dos citas, muy alejadas la una de la otra en La Dorotea. Recordemos que César considera que el argumento del soneto burlesco es «emprender esta nueva religión poética algún ingenio arrepentido de su misma patria»46. Y, si nos remontamos al acto primero (escena quinta), le oímos a Fernando decir a su amante en el trance de la primera ruptura: «[…] nuestra primera patria sois las mujeres, y nunca salimos de vosotras»47. Mujeres y poesía: hemos dado con las dos devociones, las dos patrias de Lope. Y no estará, por cierto, fuera de lugar dejarle la última palabra a Felipa, hija de una lejana heredera de Celestina e interlocutora privilegiada de Fernando en diálogos agudos. En la escena anterior a las dos que han llamado principalmente mi atención aquí, le reprende con la siguiente advertencia: «No me tengáis por tan ignorante que no escuche con tanto gusto la materia de las letras como la de los amores […]»48.

44. V, 3 (p. 448). 45. Véase en el cap. anterior del presente volumen, «Castigo y venganza en La Dorotea», pp. 136-137. 46. IV, 2 (p. 343). 47. I, 5 (p. 110). 48. IV, 1 (p. 315).

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IX. Más acá de la nada . Huecos y vacíos en la escritura barroca

«Erudition: dust shaken out of a book into an empty skull». Ambrose Bierce, The Devil’s Dictionary «No preguntarme nada. He visto que las cosas cuando buscan su curso encuentran su vacío. Hay un dolor de huecos por el aire […]». Federico García Lorca, Poeta en Nueva York

El punto de partida de esta reflexión podría haber sido el primer capítulo de Les mots et les choses de Michel Foucault. Ese primer capítulo en el que, como se recordará, el filósofo nos ofrece, en el umbral de su arqueología de las ciencias humanas, una lectura muy original de Las Meninas, mostrando cómo en el famoso cuadro de Velázquez lo invisible viene a ser uno de los resortes o una de las claves de la representación. Este era el recuerdo grosero, muy grosero, que yo tenía de mi lectura de Foucault. Cuando he vuelto a esa lectura, hace poco, a raíz de un compartido interés por lo invisible (principalmente en la comedia), me he dado cuenta de que ahí estaba también (como tenía que estar de modo correlativo) la base teórica de mis observaciones y preguntas acerca del vacío y de la oquedad. No puede valer esa explicación como discurso del método. Mi método es práctico, lento, experimental. El discurso de mi investigación estriba en una fe inquebrantable en las lecciones de la

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filología. Desde este punto de vista, la nada no plantea problemas. Es un concepto unívoco, y su relación con el vacío y la oquedad tampoco plantea demasiados problemas: en cualquier caso puede considerarse como un más allá conceptual del vacío y de la oquedad. Estos dos últimos términos, en cambio, sí que resultan problemáticos en cuanto a la relación que mantienen entre sí, a causa de la parasinonimia que manifiestan en sus definiciones usuales y que incluso patentizan en alguna que otra frase de Cervantes, Quevedo o Gracián. La diferencia entre vacío y hueco (tiene a priori que haber alguna) le deja a uno perplejo. Esa perplejidad ha sido mi verdadero punto de partida1. He procurado salir de esa perplejidad sin pretender alcanzar ninguna certeza. Pero tenía la intuición, y la esperanza, de que el examen de unos cuantos textos y de un máximo de frases en su contexto me permitiría dilucidar esa parasinonimia, disolverla de alguna manera, lo bastante por lo menos como para que fuera capaz de decir, con un mínimo de rigor, que aquí hay hueco y que ahí hay vacío ante distintos textos que no siempre explicitan literalmente esa oquedad o esa vacuidad. Entre hueco y vacío radicaba mi inconfortable perplejidad léxico-semántica. Pero, como si nada (nunca mejor dicho), mi curiosidad de inquieto lector me llevó a una búsqueda de tipo temático y estructural, rastreando la oquedad y el vacío en la misma escritura de los textos. Y al respecto, para terminar con este largo e ingenuo discurso del método, quisiera evocar un riesgo del cual soy muy consciente desde un principio: el riesgo de una confusión con un fenómeno afín, el riesgo de una intromisión en un territorio lindante. Me refiero naturalmente al silencio, a ese «maravilloso» silencio, que convendría quizá dejar ya «sosegado» (como en La Galatea cervantina) después de tanta visita crítica, tan perspicaz y tan generosa, como se le ha venido haciendo desde hace unos cuantos lustros. No podré dejar 1. Perplejidad ante un tema que, a la hora de proponer un título para la presente circunstancia (una conferencia plenaria ante el XIV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Nueva York, julio de 2001), no me había sugerido nadie. Singular exploración y vital envite, a la hora ya de tratarlo. Divertissement muy socorrido en mala racha personal, al margen de la militancia académica y al arrimo del epígrafe lorquiano.

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de asomarme a ese territorio tan bien cuadriculado; pero procuraré no pisarlo de manera inoportuna, inútil e inelegante. En cuanto a los textos a través de los cuales me ha llevado mi exploración de la oquedad y del vacío, los he elegido según una cronología breve y su pertenencia al canon literario. Prescindiendo del viejo y ocioso debate sobre el arte barroco2, he privilegiado a unos pocos autores que, cada cual con su propia personalidad, se dedican a una escritura que puede calificarse sin embargo, en cada caso, de “barroca”, en cuanto se aprovecha del sincretismo para la invención, y lleva al extremo (amén de unas preocupaciones u obsesiones eternas e igualmente extremadas) unos determinados procedimientos heredados de la mejor tradición literaria. Si la delimitación cronológica3 de este movimiento es más o menos aceptada, sus manifestaciones no son en absoluto propias de España, cuya especificidad es, como se sabe, muy discutida entre los historiadores del Barroco4. Temas como este que es objeto de mi reflexión tienen una dimensión europea, además de barroca. Son temas que sugieren una lectura totalizante del Barroco, a partir de una imagen como, por ejemplo, el «pliegue» de Leibniz glosado por Gilles Deleuze5. Temas e imágenes que se imponen como modalidades de la cultura barroca y como modelos para su interpretación. Mi perplejidad de filólogo procedía de una mirada miope, necesitada naturalmente de una corrección epistemológica. Esa necesidad teórica, que fue para mí un aliciente inicial, vino a constituir progresivamente una rémora hasta que me decidiera –hasta que en realidad me resignara sin tristeza– a hacer lo mío: mi oficio de artesano. Me quedé, pues, con los criterios de elección 2. Me conformaré con recordar la muy sugestiva definición –el barroco como el arte de no renunciar a nada– propuesta en repetidas ocasiones por Montesinos (por ejemplo, 1997, pp. 75 y 151). 3. Esta delimitación cronológica excluye de mi reflexión el corpus místico español (y en primer lugar los escritos de San Juan de la Cruz), que convendría naturalmente tomar en cuenta si la exploración se remontara al siglo xvi. 4. Especificidad no discutida (pero bien documentada como muy relativa, a pesar de una expresa focalización en la «nación española») por Rodríguez de la Flor, 1999. Véase además un libro anterior del mismo autor, 1997, en particular su segunda parte: «Retorica del silencio / Poética del vacío» (pp. 133-239). 5. Deleuze, Le pli. Leibniz et le baroque, 1988 (trad. esp. 1989).

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antes aludidos, los cuales me llevaron a ceñirme a unos pocos autores españoles bien conocidos, con alguna que otra referencia a los minores. Pero esa prudente elección no me pone del todo a salvo: puedo repetir, sin saberlo, lo que otros (u otras) han dicho ya. Pido perdón, de antemano. Propongo una lectura, o una relectura, de la escritura barroca desde un punto de vista singular, con un corpus reducido, por tanto sin pretensión de exhaustividad. También sin crispación erudita. En fin: aquí están muy parcialmente leídos sub specie vacui Cervantes, Quevedo y Gracián, ya mencionados. Aquí está también Góngora. Góngora, con su ineludible «melancólico vacío» y sus recurrentes árboles huecos, cuya concavidad se me antojó algún día que bien podría ser metáfora de algo. En Góngora está, tal vez, el arranque de mi interrogación sobre el vacío y la oquedad.

Jugando con la nada Pero empecemos por la nada. Es un caso raro, insólito, inquietante. La nada no tiene definición ni historia. Carece de límites conceptuales, y es eterna. La nada, simplemente, es la nada. Tenemos que conformarnos con ese pleonasmo radical y absoluto, el único realmente válido como tal en nuestros idiomas. La palabra «nada» no tiene sinónimo; y, en castellano, su aparente antónimo verbal, la «nonada», viene a ser un sinónimo; así lo advierte Covarrubias, en el par de líneas que le dedica a la nada en su Tesoro: «También dezimos nonada, y sinifica lo mesmo». Antónimo conceptual, en cambio, sí que tiene, igualmente radical y absoluto: es el todo. Fascinante por tanto la nada. Fácil y fascinante a la vez. Se impone a la mente y a la pluma, con sus dos sílabas escuetas pero de gran efectismo, cuando se trata de evocar la «última línea de las cosas», paráfrasis de la muerte. En su comentario al soneto de Cervantes «Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla», Francisco Ayala advierte que «muchos son los sonetos de la época barroca que desembocarán significativamente en la palabra nada»6. En realidad, no son tan numerosos, pero todos nos acordamos de algún que otro soneto de 6. Ayala, 1963 (ed. 1989, p. 232).

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Quevedo donde dicha palabra abre y cierra el verso, cuando no sella rotundamente el poema: «Nada, que siendo, es poco, y será nada / en poco tiempo» (al principio del segundo cuarteto del famoso soneto que empieza por «Vivir es caminar breve jornada»)7; «pues es la humana vida larga, y nada» (en el último verso del soneto titulado «Llama a la muerte», en su primera versión)8.

Es indudablemente Góngora quien había dado la pauta con el final de aquel su famoso soneto juvenil sobre el tópico del carpe diem, que empieza por «Mientras por competir con tu cabello» y termina por «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Lucha («competencia») inútil. Lucha vana de la edad dorada con la muerte. Vanidad de la belleza, en ese soneto gongorino9. Y vanidad de la grandeza, en el soneto cervantino, con el vano desafío del soldado, el gesto del valentón y la conclusión abrupta del poeta en el estrambote: Apostaré que el ánima del muerto por gozar este sitio hoy ha dejado la gloria donde vive eternamente. Esto oyó un valentón, y dijo: «Es cierto cuanto dice voacé, señor soldado. Y el que dijere lo contrario, miente». Y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada10.

Pero Cervantes no abusa del recurso a la nada. El tema no forma parte de su temario. La palabra no es de las que maneja con

7. Poesía moral, 1992, p. 248. 8. Ibíd., p. 193. 9. En torno a ese tan recordado último verso, véanse los comentarios de Terracini, 1986 y Senabre, 1994. 10. Cervantes, Poesías completas, ed. 1981, tomo II, pp. 376-378.

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predilección. Cervantes, desde luego, no manifiesta complacencia con la nada11. No es el caso de Quevedo, como hemos visto, en sus meditaciones sobre la muerte. También se regodea con la nada en otras ocasiones. El mejor ejemplo de ese regodeo verbal, me parece que lo encontramos en el prólogo de uno de sus Sueños y discursos, «El mundo por de dentro», prólogo que arranca del Nihil scitur de Francisco Sánchez y se desarrolla así: En el mundo hay algunos que no saben nada y estudian para saber, y estos tienen buenos deseos y vano ejercicio, porque al cabo solo les sirve el estudio de conocer cómo toda la verdad la quedan ignorando. Otros hay que no saben nada y no estudian porque piensan que lo saben todo; son destos muchos irremediables […]. Otros hay que no saben nada y dicen que no saben nada porque piensan que saben algo de verdad, pues lo es que no saben nada, y a estos se les había de castigar la hipocresía con creerles la confesión. Otros hay, y en estos, que son los peores, entro yo, que no saben nada, ni quieren saber nada, ni creen que se sepa nada y dicen de todos que no saben nada y todos dicen dellos lo mismo y nadie miente12.

Aquí apura Quevedo el concepto «nada» en una amplificatio que culmina en un juego con «todos» y «nadie». Se trata, efectivamente, de un juego. Complaciente, pero no inútil; veremos más tarde para qué le sirve al autor del sueño o, mejor dicho, discurso. Puro ejercicio de pluma, en cambio, es un poema a la nada que merece evocarse, como intento extravagante. Se encuentra en el León prodigioso de Gómez Tejada, «Apología moral entretenida y provechosa a las buenas costumbres, trato virtuoso y político», según reza el título completo de ese curioso libro que sale a luz en 1636, con 54 apólogos. A continuación del apólogo 34, están las 11. Para Cervantes, la nada viene a equipararse a veces con la oquedad y el vacío. Véase Rosales, 1970, «De cómo Cervantes pudo hacer milagros de la nada» (ed. 1997, vol. 3, pp. 585-589). Adviértase, además, esta interrogación de Martín-Santos, a los propósitos de Cervantes, en Tiempo de silencio (1961): «¿Qué significa que quien sabía que la locura no es sino la nada, el hueco, lo vacío, afirmara que solamente en la locura reposa el ser-moral del hombre?» (ed. 1974, p. 62). 12. Sueños, ed. 1991, pp. 271-272. Para unas muy amplias variaciones sobre el Nihil scitur de Francisco Sánchez, véase Rodríguez de la Flor, 1997, pp. 241-312.

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135 octavas de «La Nada. Poëma Tropológico»13, que Valdivielso ensalza en su aprobación, calificando ese intento de «osadía feliz». El mismo Gómez Tejada anuncia en su prólogo «Al lector» una continuación lógica de esa hazaña: «Escriviré también un Poema contrapuesto al que te ofrezco de la Nada, que será el Todo». Y, efectivamente, en la segunda parte del León prodigioso que su hermano publica en 1673, en medio de los ocho libros de que consta, damos con «El Todo. Poema philosóphico», algo más breve que el anterior, puesto que consta solamente de 109 octavas, pero igualmente insulso e inacabable14. Podemos hacernos una idea del tono y alcance de esa repetida «osadía» de infeliz retórica con los siguientes versos, sacados de la apertura y del cierre de este segundo poema: Yo que en humilde voz cantando Nada, subí desde el abysmo al firmamento […], canto el Todo, con voz anichilada.

Esto para empezar. Y, para concluir, la última octava: Dos términos distantes infinito toca mi voz cansada, y enmudece. Niega la nada inferior distrito, el todo a cumbre superior no crece. En aquella el ingenio precipito, en este su caudal se desvanece. Nada ofrecí cantar, y assí callando quiero cumplir lo que falté cantando.

Gustaría pensar que hubiera humor en esos versos; pero no es así. Resulta triste e ineficaz la retórica del silencio para poner un punto final a la contraposición de dos poemas que, a lo largo y a lo ancho de cerca de dos mil versos, no dicen absolutamente nada. Juego, 13. Gómez Tejada, 1636, fols. 226v-243r. Como curiosidad del mismo tipo, puede mencionarse una obrita de un tal Vicente Rustant y Campo-Raso, un Elogio de nada dedicado a nadie (1756), posiblemente inspirado en un Éloge de rien dédié à personne, publicado en 1730 como anónimo, pero debido a un tal Louis Coquelet. 14. Gómez Tejada, 1673, pp. 190-216.

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pues, insípido e inútil el de ese capellán de Talavera metido a filósofo en versos tropológicos. Versos de poeta «güero», para aplicarle el calificativo que aplicara Quevedo a los poetastros15, por contaminación con esa palabra que nos interesa: hueco. Podría abrirse aquí, por cierto, un paréntesis sobre el particular; pero sería una digresión harto larga y tal vez pesada. No abro, pues, ese paréntesis de pura erudición. *

*

*

De muy distinta índole es, desde luego, la alegoría de «La cueva de la Nada» en El Criticón de Gracián, si bien participa igualmente del espíritu del juego, pero con otros medios, con otras reglas, con otras tretas. Por ser muy conocido este texto, me conformaré con algunas observaciones, las que me parecen más pertinentes para mi exposición, yendo a lo esencial y prescindiendo de extensas citas. Diré primero que, si nos fijamos bien, tardamos en descubrir esa «cueva de la Nada», anunciada sin embargo desde el título de la crisi octava de la tercera parte (1657). Hay que pasar más allá de la mitad de dicha crisi para alcanzar por fin «aquella tan conocida cuan poco celebrada cueva»16, que tiene la particularidad de quedarse vacía después de entrar en ella un sinfín de gente, «la gran corriente del siglo, el torrente del mundo, ciudades populosas, cortes grandes, reynos enteros»17. Si tardamos tanto tiempo en acercarnos, con Critilo y Andrenio, a esa «tenebrosa gruta, boquerón funesto de una horrible cueva», es porque antes hemos tenido que cruzar con ellos por los «desvanes del mundo» y descubrir ahí a la «Hija sin padre[s]», quien se asoma ya desde el título de la crisi anterior, justamente con aquellos «desvanes del mundo», que constituyen su 15. Quevedo, «Premática del desengaño contra los poetas güeros, chirles y hebenes» en el Buscón, II, 3 (ed. 1993, pp. 118-122); es, como se sabe, una adaptación de un texto anterior: las «Premáticas del desengaño contra los poetas güeros» (en Obras festivas, 1981, pp. 91-98). 16. III, 8 (p. 261). Todas las citas de El Criticón se hacen por la ed. de Romera-Navarro, 1938-1940 (con la referencia, entre paréntesis, a la página en el tomo tercero). 17. III, 8 (p. 262).

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reino18. Aquella «tan nombrada reyna», al ser «hija sin padres» es hija de la nada, y «lo piensa ser todo»19. También aparecen por ahí20 el «nadilla», el «nonadilla» y el «niquilote», hápax este último en el idioma castellano, pero congénere gracianesco de la hija de la nada. El paseo por los «desvanes del mundo» se prolonga en la crisi siguiente, la que se titula precisamente «La cueva de la Nada», por la visita del último y «tan estremado» desván, el de los «fidalgos portugueses», que es un «agregado de todos los otros». Cuando lleguemos, más tarde y siguiendo un eje vertical, a la famosa cueva, no nos sorprenderá que el prodigioso descenso se cifre en una formulación rayana en oxímoron: «¡O quán mucha es la nada!»21. Una formulación que se repite y duplica en la crisi ulterior, la nona: «Verás, finalmente, quán mucha es la nada y que la nada querría serlo todo»22. Como se dice igualmente en dos ocasiones, «mucho ay que dezir de essa nada», y por eso se desborda la cueva, fuera de los límites de la crisi que expresamente (según el título) se le dedica. También se desborda Gracián, al inventar efectivamente un más allá de la nada, puesto que «aun ay menos que nada en el mundo», estando «arrinconados aún en la misma nada […] unos ciertos sujetos […], ruincillos y nonadillas»23. Ahí, desde luego, se sobrepasa Gracián, y se excede su ingenio en un larguísimo párrafo en el que se acumulan decenas de agudezas por paronomasia e innumerables retruécanos. Ahí practica con evidente fruición aquel «jugar del vocablo» que él mismo había comentado en el discurso XXXII de su Agudeza y arte de ingenio, poniendo in fine un ejemplo que no hubiera estado fuera de lugar en esa retahíla de acrobacias verbales «en que todos se rozan antes por lo fácil que por lo sutil». Este ejemplo está sacado de un romance fúnebre de su propio hermano Pedro: Y aunque coronada tumba 18. III, 7 (p. 212). 19. III, 7 (p. 224). 20. III, 7 (pp. 238-239). 21. III, 8 (p. 261). 22. III, 9 (p. 278). 23. III, 9 (pp. 274-276).

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os sea Granada, yo digo que es todo gran nada, rey, monarca, emperador24.

Volviendo, pues, a la crisi nona de la tercera parte del Criticón y como preliminar al descubrimiento de Felisinda, nos despedimos de «aquellos que estavan metidos de medio a medio en la nada» (y no solo, por tanto, en los rincones)25. Aquella cueva, que habíamos visto vaciarse conforme iba entrando la gente, ahora se llena y satura de figuras que ante todo son figuras de retórica, a través de las cuales se denuncian los extremos de la vanidad. Así se cumple la función del oxímoron, reforzada por el quiasmo: «quán mucha es la nada» y «la nada querría serlo todo». Para esa denuncia, Gracián se vale de su ingenio, habiendo condenado antes al olvido de la cueva los malos libros, faltos de gracia26. Denuncia, condena: la intención es de un moralista; pero la expresión es de un artífice de la lengua. La nada, para él, es ante todo (o más que nada, por decirlo así) una palabra que le ofrece unas posibilidades expresivas que no consigue agotar: «Mucho más dixera, que tenía mucho que dezir de la nada, a no interrumpirle el Ocioso»27. Pero no poco nos ha dicho ya, desde la invención de «la hija de la nada» –equiparable, por cierto, con el muy ambiguo Nemo del Licenciado Vidriera28– hasta la explosión verbal de los «menos que nada» en la cueva supuestamente vacía. Bien sabemos cuánto importa y cómo impera el «jugar del vocablo», que no es siempre «triste se[c]ta», mal que le pese al menor de los Argensola, citado por el mismo Gracián en el mencionado discurso de la Agudeza29. Más fácil que sutil quizá, en ocasiones, el juego de Gracián con la nada es, en cualquier caso, un juego con ventaja, la ventaja 24. Agudeza y arte de ingenio, ed. 1969, II, p. 52 (las cursivas son mías). 25. III, 9 (p. 276). 26. III, 9 (p. 269-273). 27. III, 9 (p. 278). 28. Véanse dos artículos de Forcione, 1986 y, centrado sobre Gracián (aunque en una perspectiva muy distinta de la mía), 1999. Sobre «El deseo y la nada del mundo» en Calderón, podrá consultarse Rivera de Rosales, 1998, pp. 50-107. 29. Agudeza y arte de ingenio, ed. 1969, II, pp. 45-46.

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del ingenio que sabe entretenernos con la vanidad de todo. Primores de la nada30. Un ejemplo a contrario podría ser la insulsa «Descripción de la nada» que propone más tarde (a finales de los años ochenta) otro aragonés, Felix de Lucio Espinosa y Malo, en sus Ocios morales. Afortunadamente, esa descripción «simbólica» (así la califica el mismo autor) es breve. Se trata de una serie de sentencias encadenadas, en las cuales predominan la abstracción simple y la pretensión filosófica. Lucio Espinosa no sabe –y apenas intenta, por cierto– jugar con la nada. En la década anterior, en el año 75 exactamente, un místico quietista, el igualmente aragonés Miguel de Molinos, había publicado por primera vez, en Roma, su Guía espiritual. En ese «pequeño libro» (dixit el autor), se atrevía a llevar al alma por el «atajo de la nada» a su «verdadera y perfecta aniquilación»31. Esta propuesta teológica se expresaba en términos que la Inquisición no le perdonó. Tuvo que abjurar, retractarse y llevar continuamente el sambenito. Murió en la cárcel. Conque, en efecto, no es tan fácil jugar con la nada. Y puede resultar peligroso.

Huecos y vacíos. La oquedad en el texto literario Conviene por tanto quedarse más acá de la nada. No dejarse arrojar a la «infeliz cueva», como quería hacer el Ocioso con Andrenio. Consideremos, pues, la oquedad y el vacío desde nuestra curiosidad filológica, desde nuestra perplejidad ante este caso molesto e irritante de parasinonimia32. 30. Muy atinada, por cierto, la observación de Bergamín en su Disparadero Español: «Gracián alcanza […] la perfección paradójica de la nada, la posibilidad disparatada del vacío perfecto» (ed. 1981, p. 48). 31. Véanse los títulos y contenidos de los caps. XIX y XX del lib. III (ed. 1977, pp. 244-249). Como excelente síntesis sobre la Nada en la edad barroca, merece consultarse Ossola, 1983. Pueden, además, leerse unas inesperadas reflexiones de Pierre-Jean Jouve sobre «Le thème Nada» en Góngora (cf. en el cap. IV del presente volumen, «Más allá de Mallarmé …», p. 82). 32. Por lo que a etimología estrictamente se refiere, no queda la menor duda (para el término hueco) desde que Joan Corominas solucionó el problema en dos notas (1941 y 1944), sin aportación posterior en su gran diccionario.

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Hueco/vacío. Hueco y/o vacío. Veamos ejemplos concretos, usos de plumas acreditadas. El primero, de Cervantes, poniendo a don Quijote en la obligación de explicar a Sancho lo que son albogues: «Albogues son –respondió don Quijote– unas chapas a modo de candelero de azófar, que dando una con otra por lo vacío y hueco hace un son […]»33. Bien es cierto que estamos con un escritor adicto a las parejas de sinónimos. Pero justamente por eso, y además por la no repetición de lo («lo vacío y hueco»), la frase llama la atención. Pongamos otro ejemplo, este de Quevedo, en La Hora de todos: «Más valiera que viviera la monarquía muda y sin lengua, que vivir la lengua sin la monarquía. Grecia y Roma quedaron ecos: fórmanse en lo hueco y vacío de su majestad, no voz entera, sino apenas cola de la ausencia de palabra»34. Tenemos aquí, aunque en orden inverso, la misma coordinación problemática con la no repetición del artículo neutro. Venga un tercer ejemplo, este de Gracián, en boca del Descifrador de El Criticón: «Donde pensaréis que ay sustancia, todo es circunstancia, y lo que parece más sólido es más hueco, y toda cosa hueca, vacía»35. Este último ejemplo, en su sentenciosa brevedad, resulta muy sugestivo para un análisis de la parasinonimia, no solo porque ahí están yuxtapuestos sin coordinante los dos términos («y toda cosa hueca, vacía»), sino también porque antes está explicitado un antónimo del término hueco («lo que parece más sólido es más hueco»). Con esta apreciación, Gracián refrenda la definición que propone Covarrubias en la entrada hueco de su imprescindible Tesoro: «Vale tanto como lugar vacío por dedentro y cerrado por defuera […]. Su opuesto es mazizo». Si es «mazizo», para atenernos a la formulación del muy sagaz Covarrubias, el «opuesto» de hueco, no lo es necesariamente de vacío. Su «opuesto» natural y lógico, lo evoca con una imagen muy plástica Pacas Mazo en el penúltimo de los cuadros de la ya citada Hora de todos, hablando en nombre de aquellos Monopantos que saben de sobra cómo enriquecerse:

33. Quijote, II, 67 (ed. 2004, p. 1285). 34. La Hora de todos, XXXV (ed. 1980, p. 284). 35. El Criticón, III, 4 (p. 121).

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[…] lo que aprendimos de la hipocresía de la bomba, que con lo vacío se llena, y con lo que no tiene atrae lo que tienen otros, y sin trabajo sorbe y agota lo lleno con su vacío36.

Observación tan ejemplar, que a uno le sugiere aplicación propia. Pero, echando mano del valor heurístico de la antonimia, que hace de lo lleno el evidente contrario de lo vacío, y volviendo a la definición de Covarrubias ilustrada en la primera parte de la frase de Gracián, damos con un rasgo pertinente de lo hueco: su «oposición» con lo macizo, o con lo sólido. Lo hueco, por tanto, no se opone a lo lleno. Y bien lo sugiere Gracián, de quien sabemos que no escribe al desgaire. Al final de la frase citada, el Descifrador proclama todo lo contrario de una evidencia. En realidad, al revelar que «toda cosa hueca [es] vacía», no equipara lo hueco con lo vacío. Como buen maestro de desengaño, al afirmar que lo hueco es vacío, está vaciando la oquedad. Demos gracias, pues, a Gracián –el bien nombrado– por abrirnos un paso en la reflexión. Cuando los demás (y no los menos expertos: Cervantes, Quevedo) se conforman con la pareja de sinónimos, Gracián juega con la parasinonimia. Los dos términos no son equivalentes, sino permeables. Será quizá rizar mucho el rizo, pero tenemos que salir de la perplejidad y justificar la existencia y permanencia de estos dos términos. Lo vacío no puede estar lleno: dejaría de ser vacío. Lo hueco, en cambio, puede llenarse, sin dejar de ser hueco. Es más, aspira a llenarse, y lo consigue, vana e indebidamente para el Descifrador, que enseguida lo vacía de sus vanidades. Pero lo hueco está siempre dispuesto a llenarse de nuevo. En los «desvanes del mundo» encontramos por doquier la «huequedad» (así la escribe Gracián, siempre con hache y diptongo, en la estricta prolongación del adjetivo, y las más veces en plural). Esa «huequedad» corre siempre parejas (parejas de sinónimos, por supuesto) con la vanidad. Esa «huequedad» se nos presenta hinchada, «inchadíssima» (esta vez sin hache)37. En absoluto vacía. Lo lleno se ha apoderado de lo hueco. 36. La Hora de todos, XXXIX (ed. 1980, p. 322). 37. El Criticón, III, 7 (pp. 224-225).

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Ahora bien, los dos conceptos, no solo son permeables, sino reversibles. También puede haber hueco en lo vacío (aunque no conviene que ocurra). Y es otra vez Gracián quien nos lo enseña, mediante otra sentencia, un aforismo de su Oráculo manual titulado: «Huya de entrar a llenar grandes vacíos»38. Su aplicación práctica apunta a las plazas y a los puestos de mando. Es mejor, muchísimo mejor, dejar la plaza vacante que suceder sin «añadir prendas». Por eso, «si se empeña», ha de ser «con seguridad del exceso». Es decir, que, si se llena el vacío, hay que saturarlo. Si no se puede saturar, no hay que llenarlo, hay que guardar el vacío. Es una modalidad muy política, y por eso no poco enrevesada, del horror vacui. El temor que expresa la sentencia en su principio («Huya de entrar […]») es revelador del horror a un vacío que se llenaría con huecos. Con lo cual queda implícita esa posibilidad. Explícita y efectiva resulta, por cierto, esa misma posibilidad en la «cueva de la Nada», inicialmente vacía y llenándose luego con huecos: las «huequedades» de la vanidad, los «menos que nada». Se llena, pues, la cueva. Incluso, como hemos visto, queda retóricamente saturada, como quedan saturadas aquellas vanidades que, por los mismos años, componen los pintores para representar, por la superabundancia de objetos, la nada de todo, «le rien de tout», como escribe el duque de Saint-Simon en el prefacio de sus Memorias39. Los cuadros de «vanidades» también llenan «con seguridad del exceso» la vacuidad del mundo, con un sinfín de «huequedades» de la vida terrenal: victoria de la pintura sobre la muerte40. Y la «horrible e infeliz» cueva de Gracián es finalmente todo menos vacía: triunfo de la escritura sobre la nada. En ambos casos, desquite de la representación por el complaciente y asegurado juego figurativo. 38. Es el núm. 153 en las (discutibles, por la ordenación) ediciones al uso. 39. Saint-Simon, Mémoires, «Avant-Propos», 1694 (ed. 1970, tomo I, p. 13): «[…] c’est se montrer à soi-même pied à pied le néant du monde, de ses craintes, de ses désirs, de ses espérances, de ses disgrâces, de ses fortunes, de ses travaux; c’est se convaincre du rien de tout par la courte et rapide durée de toutes ces choses et de la vie des hommes» (las cursivas son mías). 40. Sobre los cuadros de «vanidades», es imprescindible la consulta del catálogo Les Vanités dans la peinture au xviie siècle, publicado con motivo de una exposición en el Musée des Beaux-Arts de Caen, 1990 (con una serie de estudios preliminares de sumo interés).

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No sé hasta qué punto habría que tener en cuenta aquí el debate científico que, también por esos años, se inicia sobre la existencia del vacío41. En España, parece ser que dicho debate se zanja tardíamente, correspondiéndole a Feijoo ese mérito42. Lo que sí es cierto, es que el vacío espanta. Recordemos aquella famosa reflexión de Pascal, uno de los más notorios partidarios de la existencia del vacío: «Le silence éternel de ces espaces infinis m’effraie»43. Podría ser que la representación de la vanidad, con todos los huecos que disimula, no fuera sino una manera –un intento vano– de negar el vacío. El vacío, sí, espanta. En la época que nos interesa, tiene, a nivel antropológico, una correlación estrecha con la locura. Lo dice propiamente un loco, al principio de la segunda parte del Quijote: «[…] todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos vacíos y los celebros llenos de aire»44. El horror vacui del hombre barroco le lleva a llenarse los sesos y los ojos de sueños e ilusiones que sustituyen el vacío por la oquedad. Esa oquedad, que en adelante voy a usar (modestia aparte) como un concepto operativo, esa oquedad que, por cierto, desde hace un par de siglos, se escribe como el amor (Jardiel Poncela dixit) sin hache, esa oquedad, pues, se construye, a diferencia del vacío, dentro de unos determinados límites. Acordémonos de la definición de Covarrubias, que nos presenta el hueco como un lugar «cerrado por defuera», cuyo «opuesto es mazizo». Efectivamente, la oquedad supone un cierre, necesita en su inmediato entorno –como para mantenerse en contra– una masa, algo que sea «sólido» (acordémonos también de la frase de Gracián: «[…] lo que parece más sólido es más hueco»). Estos límites pueden ser muy amplios o muy estrechos. Pueden ser los «desvanes del mundo», con su «gran concavidad» y sus bóvedas necias. También puede ser el esqueleto en el que Merlín encierra su espíritu para buscar el remedio al encantamiento 41. Sobre «La querelle du vide entre 1640 et 1650», véase Jullien, 2006, pp. 31-69, mucho más riguroso que la Biografía del vacío de Ribas Massana, 1997. 42. Feijoo, Teatro crítico universal, tomo V (1733), cap. 13 («Existencia del vacío»). Se recordará que el mismo Feijoo dedica el segundo discurso del tomo V (1761) de sus Cartas eruditas al todo y a la nada. 43. Pensées, núm. 392 según la ordenación de Lafuma (ed. 1952, p. 221). 44. Quijote, II, 1 (ed. 2004, p. 688). Cf. el cap. «Figuras del aire en El Quijote» en Étienvre, 2016, pp. 39-54. Véase además supra, p. 164 (nota 11).

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de Dulcinea: «encerrando mi espíritu en el hueco / desta espantosa y fiera notomía»45. En cualquier caso, no hay oquedad sin deslinde. Y la misma «cueva de la Nada», cuando deja de ser vacía, tiene rincones y fondo («fondón» dice incluso Gracián). El vacío no tiene rincones, ni fondo. Es el espacio de la pérdida irremediable y, por tanto, de la melancolía46. El hombre melancólico, en la edad barroca quizá más que en cualquier otra época moderna, vive en ese espacio. Vive, sufre, y se expresa en el «melancólico vacío» cifrado en la cueva de Polifemo e ilustrado en la soledad del peregrino gongorino, «náufrago y desdeñado, sobre ausente», separado de su dama que «a olvido lo condena»47. Ahí el arte de la memoria es inoperante, y habría que aprender a olvidar. Pero, como asevera Gracián en un aforismo de su Oráculo manual, el «saber olvidar, más es dicha que arte»48. No hay arte que valga para manejarse en el vacío. Más vale enmascararlo, procurar negarlo con el lamento de la pérdida y la coartada del olvido. Primores de la melancolía. La obliteración del vacío es un objetivo fundamental de la literatura para el hombre barroco. En el horror vacui estriba gran parte de sus esfuerzos y de sus éxitos de expresión artística49. 45. Quijote, II, 35 (ed. 2004, p. 1007). Menudean los «huecos» más o menos misteriosos en el Persiles, por ejemplo en la historia de Feliciana de la Voz (III, 2 y 4, pp. 450 y 458 en la ed. 2003; véanse también I, 6 y III, 6, pp. 173 y 491). No se evocan aquí las numerosas cuevas cervantinas, por ser una forma de oquedad merecedora de abundante y bien registrada bibliografía. En cuanto al «vacío» en el Quijote o en las Novelas ejemplares, parece haber suscitado en particular la atención de los cervantistas argentinos: véanse Juan Diego Vila, 1997 y 1998, así como Sergio F. Vita, 1999. 46. Véase Ruiz Pérez, 1996b. No he podido leer la tesis doctoral de Valencia, 2013. Es de imprescindible consulta el catálogo de la exposición Tiempos de melancolía. Creación y desengaño en la España del Siglo de Oro, Valladolid, Museo Nacional de Escultura, 2015 (con unos excelentes estudios de contexto). 47. Véase el cap. III del presente volumen, «Soledad y melancolía…», pp. 55-67. Sobre el «olvido imposible» y la «nada indudable» en las Soledades, véase Roses, 2017. 48. Oráculo manual, núm. 262 en las ediciones al uso. Cf. Borges, «1964», en El otro, el mismo: «[…] no basta ser valiente / para aprender el arte del olvido» (ed. de 1987, p. 247) y «Un lector», en Elogio de la sombra: «[…] porque el olvido / es una de las formas de la memoria, su vago sótano, la otra cara secreta de la moneda» (ibíd., p. 359) 49. Sobre ese «horror al vacío», con expresa referencia al Barroco y a Góngora, son agudas las reflexiones de Sarduy, 1969, pp. 52-60. Para la relación entre «Vide

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Pero también puede existir y manifestarse en ese hombre complejo un horror al lleno, que consiste en un juego al revés con el vacío, en un uso discreto de la oquedad. Ya no se trata de jugar con la pérdida, sino con el deseo. O con la ausencia, que no es la pérdida ni menos aún el olvido. Gracián, otra vez: «Usar de la ausencia, o para el respeto, o para la estimación. […] que aun el fénix se vale del retiro para el decoro y del deseo para el aprecio». Esta recomendación encuentra ecos correlativos en varios epígrafes del mismo Oráculo manual (por no acudir a los correspondientes realces de El Discreto): «Saber abstraer», «Nunca apurar ni el mal ni el bien», «Saber entretener la expectación», «Cifrar la voluntad», «Llegar a ser deseado», «Usar del retén en todas las cosas» (aforismo que concluye con la paradoja de Mitelene: «Más es la mitad que el todo»). Esta serie muy incompleta puede cerrarse con el penúltimo epígrafe del tratado: «Dejar con hambre»50. Todos estos aforismos preconizan huecos en el trato mundano y se valen con frecuencia, casi tópicamente, del léxico del juego, con sus artes y tretas. Si «la mejor treta del jugar es saber descartarse», según recomendación de Gracián en El Discreto, «la mayor regla del vivir es el saber abstraer»51. Esa abstracción vital se fundamenta y expresa en discreta oquedad. Oquedad recomendada, pues, en los aforismos. Gracián deja también hueco el espacio cerrado de «las [sic, en femenino] márgenes desembaraçadas» de la tercera parte de su Criticón, para intervención del «sabio letor», como dice en el prólogo. Coquetería paratextual, sí, pero quizá igualmente señal y reclamo de mayor et création», véase Starobinski, 1990, con una sagaz observación de Valéry sobre el horror vacui: «L’esprit a horreur du vide […] et il en est fait». El vacío como estrategia discursiva es objeto de varios trabajos reunidos en la revista xviie siècle, núm. 207, abril-junio 2000, «L’indicible et la vacuité au xviie siècle», pp. 179-314. Sobre la “claridad” de los “clásicos” y su relación con el vacío, es muy fecunda esta reflexión de Barthes, en uno de sus primeros textos críticos («Plaisir aux Classiques», 1944): «[…] les Classiques furent clairs, d’une clarté terrible, mais si clairs que l’on pressent dans cette transparence des vides inquiétants dont on ne sait, à cause de leur habileté, s’ils les y ont mis ou simplement laissés» (ed. 2002, tomo I, p. 59). 50. Oráculo manual, en las ediciones al uso, sucesivamente los núms. 282, 33, 82, 95, 98, 124, 170 y 299. 51. El Discreto, Realce XIX, «Hombre juicioso y notante. Apología» (ed. 1997, p. 317). Véase Étienvre, 1987, pp. 162-165.

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oquedad. Porque, al final de esa misma tercera parte (es decir, al final de su libro), deja un hueco invisible con la ausencia de una crisi decimotercera, que rompe el equilibrio del conjunto. Es más, insiste en que concluye, recopilando los episodios y dando paso a la mansión de la Eternidad. Ahora bien, dicha mansión, en la isla de la Inmortalidad, es un inmenso hueco en la última página del texto. No puede haber margen más desembarazado para un inquieto lector, con la sospecha de que la peregrinación es inacabable. Última treta de Gracián, en su única y singular empresa novelesca52. Hay quien, en el azaroso arte de novelar, señala los huecos, pero no los llena. Así hace Cervantes, en su prólogo a las Novelas ejemplares. Me refiero a la muy conocida frase: «algún misterio tienen escondido que las levanta». La oquedad aquí también es inmensa, y tiene evidentemente como función estimular el interés del «amantísimo» lector. Función perfectamente cumplida, por cierto, a juzgar por las variopintas manifestaciones del deseo interpretativo. Pero, en ese mismo prólogo, Cervantes ofrece otra manera de jugar con la oquedad. Se trata del igualmente conocido juego con la ausencia de su retrato por «el famoso don Juan de Jáurigui», que hubiera satisfecho «el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo». Ese deseo, el escritor procura satisfacerlo con su puño y letra; pero dice a continuación: «yo he quedado en blanco y sin figura», lamentando (o fingiendo lamentar) la ausencia de «figura», o sea, el retrato del pintor53. 52. Sobre la «escritura [que] puede llenar el vacío de la significación» en El Criticón, véase Ruiz Pérez, 1996a, pp. 157-180. Aunque redactadas desde otro punto de vista (el de los «paradigmas éticos»), merecen recordarse aquí las observaciones de Montesinos, al final de su artículo esencial «Gracián o la picaresca pura» (1933): «Desaparece la moral de los hombres que no supieron vivir con desinterés. Los que pasaron por la amargura de sentir su oquedad mientras dejaban el mundo en hueco. Los que proyectaron sobre el mundo su propio vacío […]. Como Guzmán de Alfarache va huyendo hacia adelante de su instinto indomable, Gracián, medroso de su espíritu, huye hacia el cuerpo de guardia a enfrentarse con hipotéticos enemigos de fuera. Moral picaresca: fuga que se disfraza de embestida. Doblemente terrible la menos espontánea, la que ignora el estímulo cordial, la del puro vacío» (en la ed. 1970, p. 158). 53. Novelas ejemplares, ed. 1986, I, pp. 50-53.

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A su manera, Cervantes se anticipa a una reflexión de Pascal, justamente en el epígrafe «Figures» de sus Pensées: «Un portrait porte absence et présence, plaisir et déplaisir. La réalité exclut absence et déplaisir»54. Aquí, en este prólogo sin figura, el placer es patente: el placer de crear un hueco, para llenarlo a su manera, precisamente con ausencia y presencia a la par. Los huecos de este tipo menudean en la novela barroca, pero Cervantes parece haber sido particularmente adicto a esa oquedad que podría calificarse de estructural. Dejo el examen de esa brava cuestión para otra ocasión (si la hay), y para acercarme ya a los árboles huecos de Góngora. Son muchos y varios, entre fresnos, alcornoques y encinas. Acogen abejas, remiten al panal, a su miel y néctar. En un caso, que es el único que citaré, la oquedad acoge a una persona: De una encina embebido en lo cóncavo, el joven mantenía la vista de hermosura, y el oído de métrica armonía55.

Estamos en la primera Soledad. Este joven es el peregrino que, desde ese hueco, contempla la particular belleza de una juventud alegre a tono con una naturaleza cómplice, vale decir, la belleza pura. ¿No será ese árbol hueco la metáfora de una escritura poética, la de las Soledades, de la que el mismo Góngora sabe que la califican, o descalifican, de «inútil» (vale decir “hueca”)56 esos que, según dice en una carta «en respuesta», no tienen «capacidad para quitar la corteza y descubrir lo misterioso que encubren»?57 ¿No será esa 54. Pensées, núm. 494 según la ordenación de Lafuma (ed. 1952, p. 247). 55. Soledades, I, vv. 267-270 (ed. 1994, p. 253; véase la nota de Jammes). Para un comentario de estos versos desde la iconografía eremítica, cf. Huergo Cardoso, 2018. 56. No consta expresamente (que yo sepa) la (des)calificación de “hueca” en los documentos de la polémica en torno a las Soledades; pero se recordará que Cascales consideró la obra como «poesía inútil» (cf. Ly, 1985b). Esa oquedad e inutilidad se relacionan con las distintas modalidades de la ausencia en la poesía del cordobés (cf. Smith, 1988; trad. 1995, pp. 79-87). 57. En la ed. de Carreira, 1986, p. 342.

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corteza como el deslinde de un hueco lleno de riquezas verbales?58 «La corteza de la letra», que decía Bergamín. Aquí, las abejas, la miel y el néctar no remiten, como suele ser, a una imitación compuesta, sino a una poesía propia e insólita, fruto de una extraordinaria búsqueda de la quintaesencia del lenguaje. Poesía pura (valga el anacronismo), poesía depurada, apurada, hasta el punto de que parece que no dice nada. Y al protagonista de las Soledades, en efecto, no le pasa nada. Pero este no pasar nada es, en realidad, la clave de todo. La construcción mental de un refugio, de un hueco, contra la fealdad del mundo, donde tanto sucede. Es muy comprensible la frustración de un lector que tiene la impresión de una ausencia del poeta en su propia poesía, «dejando un hueco, un vacío casi total en las zonas en que querríamos aprehender al hombre»59. Mas no es así. El poeta, en su mismo trabajo de poeta, se dedica –como bien mostró Dámaso Alonso60– a un juego de alusión y elusión que desemboca en una oquedad casi permanente. Lo enigmático, lo inexplicado, incluso lo inacabado participan de esa oquedad creadora. «Caso que fuera error [dice Góngora, en la carta ya citada] me holgara de haber dado principio a algo, pues es mayor gloria empezar una acción que consumarla». Deseo, holgado y glorioso deseo del quehacer poético. *

*

*

Para concluir, volveré –como anunciado– a Quevedo, a su prólogo de El mundo por de dentro. Un «de dentro» que no deja de hacernos pensar en el «dedentro» de la definición de hueco por Covarrubias y que, por tanto, debe de remitir a una oquedad. Como se recordará, ese prólogo arranca del Nihil scitur de Francisco Sánchez y se desarrolla con una amplificatio en la cual el prologuista apura 58. La dialéctica de la plenitud y de la oquedad como resorte de la metáfora barroca ha sido advertida (a partir de la traducción de poemas de Góngora) por Ungaretti, 1974, pp. 529-535 (cf. Violante Picon, 1998, pp. 121-126). Véase, igualmente, Siles, 1976, pp. 146-166. 59. Lázaro Carreter, «Para una etopeya de Góngora» (1962), ed. 1977, p. 129. 60. Alonso, «Alusión y elusión en la poesía de Góngora» (1928), ed. 1960, pp. 92-113.

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el concepto «nada» vinculado con el saber. Ya lo anunciaba desde el principio: «Es cosa averigüada […] que no se sabe nada, y que todos son ignorantes, y aun esto no se sabe de cierto, que a saberse, ya se supiera algo; sospéchase»61. Pero, al final de su juego entre saber y nada, ya no hay sospecha, hemos pasado más allá de la sospecha: queda demostrada, como patrimonio de todos, la ignorancia. Al traer la larga cita de Quevedo, apunté que su juego no era inútil. En efecto, con esa complaciente insistencia, está cavando un hueco: el hueco de la ignorancia universal. ¿Para qué? Lo dice enseguida al iniciar su discurso: «Es nuestro deseo siempre peregrino en las cosas desta vida […]; tiene por ejercicio el apetito, y este nace de la ignorancia de las cosas». El mismo mundo, «que a nuestro deseo sabe la condición, para lisonjearla, pónese delante mudable y vario, porque la novedad y diferencia es el afeite con que más nos atrae»62. Ese mundo de fuera viene, pues, a nuestro encuentro. Está dispuesto a llenar el hueco de nuestra ignorancia para satisfacer, con sus engaños, nuestro deseo peregrino63. Muchísimo más breve es el prólogo del último de los Sueños, el «Sueño de la muerte». Quevedo recapitula ahí los títulos de los cuatro sueños anteriores, y se despide del lector con las siguientes palabras: «Si te pareciere que ya es mucho sueño, perdona algo a la modorra que padezco, y si no, guárdame el sueño, que yo seré sietedurmiente de las postrimerías. Vale»64. Pero la recapitulación de los sueños anteriores merece una observación. El Juicio final, el Infierno, la Muerte (que aparecen respectivamente en los títulos del primer sueño, del tercero y del quinto) son justamente postrimerías. Y esas postrimerías, en buena teología, son cuatro. Aquí falta una: la Gloria (o sea, el Paraíso). Nada menos que la Gloria. ¡Menudo hueco! Y si, en la versión revisada e impresa, están sustituidas esas «postrimerías» por unas «tales figuras» menos comprometidas en cuanto a la religión se refiere, sigue ausente la Gloria en un hueco, no por invisible menos inmenso, de esta breve despedida. 61. Sueños, ed. 1991, p. 271. 62. Ibíd., p. 273. 63. Sobre ese «deseo peregrino» en los Sueños, véase Rabaté, 2007. 64. Sueños, ed. 1991, pp. 308-309.

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El poeta que, al principio de un soneto, exclama: «¡Ah de la vida!» y pregunta: «¿Nadie me responde?», sabe que llama en el vacío y que «es la humana vida larga, y nada». Mientras tanto, se entretiene con la oquedad de todo, que va denunciando y llenando con su pródiga y terrible palabra, con preferencia «por debajo la cuerda», «siendo esta cuerda una línea invisible casi», como dice en el añadido que viene a colmar el hueco del final de «El mundo por de dentro» en su primera versión65. Así es como, en la edad barroca, se juega, no solo con la nada y el vacío, sino también con la oquedad. Con distintas modalidades de la oquedad, propias de la época. No se dan, por supuesto, las dolorosas epifanías del deseo amoroso que expresará Lorca, poeta alucinado en Nueva York, en su «Nocturno del hueco». Tampoco se encuentran el fantasmagórico proyecto del «livre sur rien» flaubertiano o la terca búsqueda del «néant sonore» mallarmeano, «en creusant le vers». Estamos en otra coyuntura, en otra cultura, enteramente adicta al canon clásico. Y justamente por eso, por todo lo que le aporta dicho canon de seguridad en el oficio de escribir, la escritura barroca es tal vez la más propensa al recurso fundamental de la oquedad: la alusión66. La alusión, según dice Gracián en su Agudeza y arte de ingenio, después de relacionarla etimológicamente con el juego, «hace más preñado el concepto y dobla el gusto al que lo entiende». Si, con la alusión, «se habla con preñez»67, el discurso es todo menos vacío, y su enigmática plenitud resulta muy atractiva para el deseoso lector. Ahora bien, en ese juego, naturalmente, se gana y se pierde. No todos los huecos se llenan, o porque no se ven, o porque no se saben llenar. Esa congénita oquedad merece respetarse como tal, como lo que queda siempre por explorar, pero «ahorrando de erudita prolijidad», 65. Ibíd., pp. 499 y 502 (cf. un muy sugestivo comentario de Díaz Migoyo, 1982). 66. Para una reflexión teórica sobre el tema, con algunos análisis textuales, véase el volumen colectivo L’allusion dans la littérature, 2000 (en particular las contribuciones de Compagnon y Pizzorusso). 67. Agudeza y arte de ingenio, Discurso XLIX («De la agudeza por alusión»), ed. 1969, II, pp. 153 y 155. Sobre «L’empire de l’allusion» en Gracián, véase Blanco, 1992, pp. 311-314.

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según discreta advertencia de Gracián68. Porque la erudición, como opina Ambrose Bierce sin rebozo, no es sino polvo que va cayendo de un libro en un cráneo vacío69.

68. El Discreto, Realce XXV, «Culta repartición de la vida de un discreto» (ed. 1997, p. 357). Igualmente libre de erudición y de prolijidad es este voto por la oquedad, de René Char: «Enfonce-toi dans l’inconnu qui creuse. Oblige-toi à tournoyer» (Feuillets d’Hypnos, ed. 1967, p. 142). 69. Cf. el primer epígrafe del presente capítulo, p. 159.

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X. Primores de lo jocoserio

A François Lopez, por nuestras conversaciones chez Velázquez entre 1977 y 2009. In memoriam

Puesto a «pensar la literatura española» –pensarla, de modo transitivo, desde que hace exactamente veinticinco años François Furet, con su Penser la Révolution française, hiciera de ese uso insólito del sintagma verbal un ineludible paradigma para empresas como la que nos reúne en este coloquio1–, cada cual acude e interviene con lo suyo, con lo mucho o poco que sabe, y con el sambenito más o menos llamativo que le han colgado y va llevando por ahí. Es la dura pena del especialista, dura pena a veces honrosamente merecida. Yo no soy especialista en juegos. Bien lo saben los que me han consultado, en vano, sobre el particular. Lo que me interesa es la literatura como juego. Y me es grato recordar hic et nunc, a propósito de ese interés, una conversación con François Lopez, una de las primeras entre las muchas que hemos mantenido durante más de treinta años, justamente en esta Casa de Velázquez. Su opinión era que resultaría mucho más fácil, más rápido, más económico en fin, ocuparse de lo que no es juego en la literatura. Por desgracia, no he seguido ese sensato y saludable consejo. He hecho al revés, buscando albures por doquier, sin terreno acotado. Todo lo contrario, pues, de una investigación de especialista. Sin ponerle, por tanto, puertas al campo, pero siempre al arrimo del juego, me he encontrado con un 1. Pensar la literatura española, coloquio internacional celebrado en Madrid, en la Casa de Velázquez, los días 2, 3 y 4 de junio de 2003.

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concepto o término literario –lo jocoserio– al que creo vale la pena buscarle aquellos primores que Ortega y Gasset, lector crítico de Azorín, le adjudicara a lo vulgar2. Lo jocoserio, como tal, se me aparece como una provincia poco explorada en un amplio territorio donde encontramos otras provincias lindantes mucho más visitadas (e incluso, por decirlo con un anglicismo, revisitadas) como son la burla, lo burlesco o lo satírico-burlesco. Conceptos estos tres últimos, muy frecuentados desde hace varios años en libros, coloquios, tesis y demás ejercicios universitarios. Conceptos todos, muy afines a lo jocoserio, pero conceptos con los cuales no debe confundirse, precisamente por esa afinidad. Lo jocoserio, que yo sepa, no ha merecido atención ni tratamiento particular desde que, en el veterano Diccionario de literatura española, publicado por la Revista de Occidente en 1949, bajo la dirección de Germán Bleiberg y Julián Marías, el mismo Bleiberg le dedicara un artículo. Un artículo, por cierto, bastante largo, tres veces más largo que el que le dedicó a lo jocoso. Un artículo en el cual presentaba lo jocoserio como algo muy castizo, como «una de las notas más acentuadas del humorismo español», con esa «dualidad de enfoque de la vida [que] informa gran parte de la literatura española y le da su calidad más original»3. En el más reciente Diccionario de términos literarios de Demetrio Estébanez Calderón4, no hay entrada propiamente dicha para «jocoserio»; el autor remite al artículo «jocoso», en el cual alude a lo jocoserio resumiendo lo dicho por Bleiberg y añadiendo un breve comentario sobre la práctica de los entreactos (entremeses y bailes) en la comedia y, por supuesto, sobre el papel del gracioso en la misma, pero sin la reivindicación de ningún casticismo. Es, desde luego, un proceder más prudente. Nosotros, sin embargo, metidos en la muy ambiciosa y arriesgada empresa de «pensar la literatura española», no debemos quizá excluir la búsqueda de especificidades. Podemos tener en cuenta al respecto, por ejemplo, la propuesta de Paul Julian Smith, en su Writing in the margin (1988), donde está considerada la «retórica del exceso» como una «diferencia española» (ahí también, «Spain is 2. Ortega y Gasset, «Azorín: primores de lo vulgar», 1913 (ed. 1987, pp. 307-349). 3. Diccionario de literatura española, 1949, p. 333. 4. Diccionario de términos literarios, 1996, p. 587.

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different»)5. Y ¿por qué no acordarnos del «Escila y Caribdis de la literatura española» de Dámaso Alonso (tema de una conferencia de 1927) o de los «Caracteres primordiales de la literatura española», según Ramón Menéndez Pidal (en un ensayo de 1949), aunque duela disentir en ocasiones de semejantes maestros?6 Uno y otro, en cualquier caso, han hecho hincapié en dualismos, polaridades y caracteres contradictorios con bastante saber y convicción como para invitarnos a tener presentes sus reflexiones a la hora de buscar especificidades y abordar así ese objeto raro: lo jocoserio. Un objeto o, por lo menos, un término raro que –conviene advertirlo– no tiene equivalente en cuanto término propio, único y autónomo en los demás idiomas de la antigua Romania, si excluimos el adjetivo «semi-serio» que aparece a principios del siglo xix en italiano7. Y esta peculiaridad terminológica me parece que constituye ya, de por sí, un indicio significativo a la hora de pensar el concepto de “jocoseriedad” en la literatura española. *

*

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Empecemos precisamente por la propia palabra «jocoserio», por algunos datos de los que pueden reunirse sobre su historia. La consulta del CORDE, el corpus diacrónico del español elaborado por la Real Academia Española, resulta decepcionante y –precisamente

5. Escrito al margen. Literatura española del Siglo de Oro, trad. 1995 («La diferencia española», pp. 31-43). 6. La conferencia de Dámaso Alonso fue leída en el Ateneo de Sevilla en 1927 y publicada en la revista Cruz y Raya en 1933 (en la ed. 1960, pp. 11-28). El ensayo de Menéndez Pidal se publicó por primera vez como «Introducción» a la Historia general de las literaturas hispánicas dirigida por Díaz Plaja, 1949; luego fue incluido en Los españoles en la historia y en la literatura, 1951, y publicado posteriormente, bajo el título de Los españoles en la literatura, 1960. 7. El adjetivo «semi-serio» aparece en 1815, según el Grande dizionario della lingua italiana de Battaglia. Es de advertir que el adjetivo «seriogiocoso» está documentado ya en el siglo xvii, según el Dizionario etimologico italiano de Battisti y Alessio. Véase infra, pp. 193-195, la evocación de la variante española «seri- [o serio-] jocoso».

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en lo diacrónico– engañadora, por lo menos en su estado actual8. En efecto, aparece ahí como primera documentación una referencia al limeño Concolorcorvo (o Lazarillo de ciegos caminantes) que es de los años 1770, cuando la palabra se ostenta ya, más de un siglo antes, en títulos o subtítulos de obras publicadas en Madrid. Es verdad que la colección de entremeses de Quiñones de Benavente, impresa en 1645, se titula Joco seria (en dos palabras) y no Jocoseria, como suelen denominarla abusivamente la crítica y la historia literarias9. Pero, ya en 1648, en el subtítulo de Thalía, Musa VI (y última) del Parnaso quevediano publicado por González de Salas, encontramos el adjetivo perfectamente compuesto en una sola palabra, sin vocal de enlace ni coordinante, en femenino y en plural: «poesías jocoserias»10. Y, dos años más tarde, en un certamen publicado en 1650 por un canónigo aragonés, José Félix de Amada y Torregrosa, descubrimos un romance calificado expresamente de «jocoserio» (con más exactitud: «Jocoserio del afectuoso. Romance») y dedicado al «Felipísimo Señor»11. Así que la palabra compuesta está bien lexicalizada ya a mediados del siglo xvii. ¿Con qué significado? Esta es una pregunta –a decir verdad, la única pregunta de interés– a la que voy a intentar contestar en adelante. Pero abramos primero un paréntesis, a modo de excurso que puede resultar instructivo. En 1645, se publica (de modo anónimo y no se sabe exactamente dónde) un libro muy curioso, cuyo título (muy largo) empieza así: Facetiae facetiarum, hoc est, ioco-seriorum fasciculus novus, exhibens varia variorum autorum scripta […]. En la portada de este fasciculus novus (que consta, por cierto, de nada 8. El CORDE ha sido consultado en marzo de 2003 (como se sabe, no deja de enriquecerse, a diario). Mi consulta de ese instrumento informático ha sido afortunadamente completada mediante el acceso al fichero manual (facilitado –como en otros tiempos– por Manuel Seco, a quien doy las gracias por su fiel amistad). 9. Texto que debe consultarse ahora en la muy cuidada edición de los Entremeses completos de Quiñones de Benavente, 2001, tomo I. 10. Obra poética, 1969-1981, tomo I, p. 131. González de Salas vuelve a utilizar el adjetivo en adelante, en su exposición liminar: «estilo donairoso y jocoserio» y «jocoseria mixtura» (p. 134), «estilo jocoserio» (p. 135). 11. Palestra numerosa austriaca. En la victoriosa ciudad de Huesca. Al Augustissimo Consorcio de los Catholicos Reyes de España […], Huesca, 1650, fol. 95 r/v.

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menos que 596 páginas), el sintagma «ioco-seriorum» está impreso en letras capitales que sirven de reclamo para la lectura de esta colección de disputationes redactadas en un latín de universitarios entregados y entrenados a la facecia seudoculta. El lugar de imprenta (Pathopoli) y el nombre del impresor (Gelastinum Severum) son, a todas luces, falsos e igualmente faceciosos. De ese volumen en 8° menor, se conoce una edición anterior, del año 1615 y con pie de imprenta en Fráncfort del Meno12. Pero la edición de 1645, ese «fascículo nuevo» que se conserva en bibliotecas madrileñas (la Biblioteca Nacional de España y la de la Real Academia Española), llama particularmente la atención por la perfecta coincidencia de fecha con la publicación de la llamada Jocoseria de Quiñones de Benavente, cuya portada ostenta asimismo el sintagma «joco seria», no solo en yuxtaposición sino también en letras capitales. Por aquellos años, la formulación de lo jocoserio está adquiriendo carta de naturaleza en castellano, siendo probable calco de un uso neolatino bastante frecuente. En efecto, para cerrar este paréntesis bibliográfico y sentar mejor la base de la concreción en castellano del concepto que nos interesa, pueden aducirse algunos títulos de obras del siglo xvii. Muy próxima por la fecha a una anterior edición del «fascículo» de las Facetiae facetiarum, que acabamos de mencionar, es la antología de textos paradójicos preparada por Gaspard Dornau (Caspar Dornavius): Amphitheatrum sapientiae socraticae joco-seriae (Hannover, 1619)13. Otras dos obras con títulos análogos e iguales características son una colección anónima de Jocorum atque seriorum tum novorum, tum selectorum atque memorabilium centuriae (Núremberg, 1643) y una serie de Joco-seriorum naturae et artis sive magiae naturalis centuriae tres del jesuita Kaspar Schott (1608-1666). Este autor había de ser luego bastante citado por Feijoo (bajo el nombre de Gaspar Schoto), un Feijoo a quien hemos de encontrar, por cierto, en la amplia trayectoria de lo jocoserio.

12. También parece haber habido ediciones ya en 1600 (Lipsia) y 1605 (Fráncfort del Meno), que no he podido consultar. 13. En la línea de las Facetiae facietiarum y recogiendo esa misma idea de (anfi) teatro, cabe mencionar el Theatrum stultorum joco-serium, sive Mundus fatuus emblematice expressus de Jan de Leenheer (Bruxelles, 1669).

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Si, a mediados del siglo xvii, la yuxtaposición de lo jocoso y de lo serio estaba literalmente dans l’air du temps, dicho fenómeno verbal venía traído por aires textuales de alto vuelo, procedentes de la antigüedad latina. La yuxtaposición o contraposición ioca/seria, asindética o con coordinante, está documentada, por ejemplo, en Cicerón (De finibus, II, 26, 85, De officiis, I, 29, 103 y I, 37, 134), en Salustio (De bello Jugurthino, 96), en Tácito (Anales, II, 13), o en Tito Livio (Ab urbe condita, I, 4, 9). Asimismo, en los Dicta Catonis, se recomienda esa conjunción e incluso mezcla; y, en tiempos del Arcipreste de Hita o de Rabelais, se dice del vir discretus: «urbanus jocos miscet seriis». Está bien arraigada, pues, esa pareja de antónimos en la tradición culta; y no se pierde en la Edad Media, como lo recuerda e ilustra Curtius en el cuarto de los excursos de su gran libro14. Una Edad Media que Dámaso Alonso, en su citada conferencia, evoca así: «España no se vuelve de espaldas a su tradición medieval, y esto es lo que la distingue de otros pueblos europeos, el francés por ejemplo»15. Quizá, por ello, afirmó Borges que Rabelais era español. Maxime Chevalier, desde luego, no estaba dispuesto a concedérselo, si bien decía que le parecía entender lo que quiso significar16. Pero, tratándose precisamente de significación, volvamos (como anunciado) al título de la colección de Quiñones de Benavente y al subtítulo de la Thalía quevediana, en la edición de González de Salas. Quiñones de Benavente no es el editor de su colección de entremeses. Y quien le da el título al libro pone, en letras capitales y en sendos renglones: joco seria / burlas veras, con el añadido siguiente, en letras menores: o reprehensión moral y festiva de los desórdenes públicos17. Notemos de paso que el sintagma «joco seria», si bien encabeza el título en la portada del libro, solo figura en una de las tres aprobaciones redactadas en agosto de 1644, y no aparece bajo ninguna forma en los demás textos preliminares (ni siquiera en los 14. Curtius, trad. española, 1955, tomo 2, pp. 594-618 («Bromas y veras en la literatura medieval»). 15. Alonso, «Escila y Caribdis…», 1927 (ed. 1960, p. 23). 16. Chevalier, 1992, p. 245. 17. Portada reproducida en Entremeses completos, ed. 2001, tomo I, p. 100.

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prólogos), donde el título referido es Burlas veras. Lo cual nos puede llevar a pensar que, en 1644, el sintagma «joco seria» todavía no había cuajado definitivamente. Lo que sí, en cambio, había cuajado era la vinculación con las «burlas veras»18. Esa otra pareja había empezado en el siglo anterior su magnífica carrera de intachable solidaridad en realizaciones textuales muy diversas, como bien apuntó Monique Joly en su imprescindible libro sobre la burla19. El subtítulo del libro de Quiñones de Benavente anunciaba una «reprehensión moral» que también había de manifestarse, bajo las especies de unas «censuras satíricas», en la explicitación de González de Salas, al presentar así la Musa VI en su ordenación del Parnaso español de Quevedo (1648): THALIA. Musa VI. Canta poesías jocoserias, que llamó burlescas el autor, esto es, descripciones graciosas, sucesos de donaire y censuras satíricas de culpables costumbres, cuyo estilo es todo templado de burlas y de veras. Precede una disertación aquí necesaria20.

En dicha «disertación», destinada a celebrar el «feliz ingenio de nuestro poeta», González de Salas (reconocido autor, por otra parte, de una Nueva idea de la Tragedia antigua publicada anteriormente, en 1633) dedica un par de párrafos largos a «inquirir ya qué vislumbres han permitido los siglos antecedentes a la edad nuestra de aquellas poesías que de temperamento igual de burlas y veras tuvieron los antiguos». Habla de «jocoseria mixtura» y reincide en la afirmación, ya explícita en el subtítulo, de que lo jocoserio es un estilo: […] el concento festivo de esta Musa, cuyo estilo jocoserio que de sí promete, a dos respectos mira, como lo mismo se verificaba en los poetas referidos mimógrafos, cómicos, epigrammatistas y satíricos. Uno es 18. A la vuelta del siglo xvii, Francisco del Rosal refrendaba ya esa vinculación en su Alfabeto tercero (1601): «Burlas y veras. Del Adagio Latino: Joca seriaque» (ed. 1975, p. 28). 19. Joly, 1982, pp. 77-82. Véanse también las muy documentadas páginas que dedica Pérez Lasheras a ese tema de la correlación burlas/veras en dos libros sucesivos, 1994 (pp. 137-182) y 1995 (pp. 21-35). Para la poética de lo burlesco en Quevedo, véase Fasquel, 2011 (y en particular sobre lo jocoserio como modalidad de lo burlesco, pp. 273-283). 20. Obra poética, 1969-1981, tomo I, p. 131.

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aquella mezcla de las burlas con las veras, que en ingenioso condimento se sazona al sabor y paladar más difícil. El otro respecto a que mira es que, con la parte, conviene a saber, que deleita, también contiene la que es tan estimable de la utilidad, castigando y pretendiendo corregir las costumbres con artificiosa disimulación y mañoso engaño21.

Lo jocoserio es, pues, un estilo. Así es como lo define González de Salas, y esta definición puede considerarse como subyacente todavía en la valoración de Bleiberg, que no duda en apelar al humorismo22. Y, si lo jocoserio es un estilo, hemos de tener en cuenta que, para González de Salas, la mezcla de burlas y veras remite a un temperamento que no se olvida de la «utilidad» cuando «deleita». Es una observación que me parece muy sugestiva, porque nos permite no confundir del todo las cosas. Lo jocoserio tiene que ver con la expresión; las burlas/veras tienen que ver con la persona. Acordémonos de Gracián, exactamente por los mismos años, en El Discreto (1646), capítulo IX titulado «No estar siempre de burlas», donde se lee lo siguiente: «Cosas hay que se han de tomar de burlas, y tal vez las que el otro toma más de veras. Único arbitrio de cordura: hacer juego del más encendido fuego»23. Cordura, juego. Estamos evidentemente con la persona, que no puede expresarse sin su estilo propio. Un estilo que, según Flaubert, es por sí solo una manera absoluta de ver las cosas24. En su «disertación» preliminar, González de Salas evoca dos veces la melancolía de Talía, musa de la comedia. Advierte cómo

21. Ibíd., p. 135 (en esta cita, como en la anterior, las cursivas son del editor). 22. Véase supra, p. 184, la cita de Bleiberg. Por los mismos años, en una perspectiva desde luego muy distinta, encontramos bajo la pluma ágil de Ramón Gómez de la Serna esta afirmación: «Mi humorismo no es esa cosa absurda que se llama lo jocoserio, sino una actitud disparatada» (Automoribundia, 1948, cap. 76, p. 650). Lo jocoserio le parecería absurdo a Gómez de la Serna quizá por la buena dosis de seriedad que supone el término: esta es, como se verá en adelante, mi (hipó)tesis. Es obvia, en cualquier caso, la correlación entre lo jocoserio y el humorismo. 23. Véase el cap. «La seriedad lúdica de Gracián» en el libro de Andreu Celma, 1998, pp. 225-246. 24. Véase infra, p. 221, la nota 40.

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«miente risueña la melancólica […] doctrina»25. Bien supo decir Montaigne, el muy melancólico «señor de la Montaña» (como le llamaba Quevedo), «comme nous pleurons et rions d’une mesme chose» (Essais, I, 38). Estamos aquí, en esa mezcla de risa y lágrimas, con la inevitable (por emblemática) e imprescindible (por ejemplar) pareja de Demócrito y Heráclito, así como con el muy socorrido, aunque inconfortable, marbete de lo tragicómico. Temas abordados con asiduidad y trabajados con acierto por la crítica en los últimos lustros del siglo pasado26. Lo jocoserio es un concepto estrechamente afín a estos temas y territorios cada día mejor cuadriculados. En cuanto concepto, o simple término, no podemos dejar de apuntar que González de Salas lo hace casi sinónimo de «burlesco» (recordemos que escribe en la presentación de la Musa VI: «Canta poesías jocoserias, que llamó burlescas el autor»). Esta parasinonimia, que a priori plantea un problema, en realidad no resulta tan problemática si resistimos al demonio de la teoría, como nos invita a hacerlo Antoine Compagnon en un bienvenido libro, que apela al sentido común27. Lo burlesco no puede reducirse a las burlas. Es de sentido común que, en las mismas burlas, están las veras. Entre las burlas y las veras, no hay nada. Es un espacio vacío, o mejor dicho hueco (cf. el capítulo anterior del presente volumen), que solo puede llenarse por un discurso burlesco, y en absoluto por un discurso que no sé si calificarlo de “veresco” (es, desde luego, incalificable como tal, simplemente por imposible). Las obras burlescas, por su contenido, traen su indisociable lote de veras implícitas. No puede, no debe haber burlas a secas. Lo prohíbe, no solo la norma cortesana, sino el propio decir de la ficción. Y esto, lo sabe cualquier lector de vueltas de la teoría (y preguntándose, como hace Compagnon: «Que reste-t-il de nos amours?»). Entre las burlas y las veras, está –a nivel expresivo, a nivel de estilo– lo jocoserio. Tal evidencia, solo la explicitan los escritores de 25. Obra poética, 1969-1981, tomo I, p. 137 (la primera evocación de la melancolía de Talía es anterior, p. 135). 26. Véanse, entre otras, las aportaciones de García Gómez (1984), Rico (1991) y Egido (1997,1998). 27. Compagnon, Le démon de la théorie. Littérature et sens commun, 1998.

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tercera o cuarta fila, que quieren dar, ya en el título de sus obras u opúsculos, las instrucciones de uso para una buena lectura de sus engendros. Podría aducirse aquí una larga lista de títulos de la segunda mitad del siglo xvii y del amplio siglo xviii (mordiendo en el siguiente). Quedaría así demostrada, creo, la validez de esa observación. Los grandes, los auténticos creadores escriben a menudo entre burlas y veras. Pero no hace falta que lo digan. Lo manifiesta (o, cuando menos, lo sugiere) su tono. O, por hablar como González de Salas, su «estilo», que es «jocoserio». La propensión al juego literario28 que lleva a Cervantes o al anónimo autor del Lazarillo a escribir a dos luces, hace de cada uno –entre otros muchos– auténticos maestros de lo jocoserio. Esta afirmación, la ratifica el hecho de que su manera de expresarse «entre burlas y veras» ha dado lugar a unos estudios literalmente colocados bajo esa rúbrica por parte de especialistas, en trabajos de más o menos extensión, pero de gran difusión y predicamento en la cofradía de los filólogos29. * * * 28. Propensión o práctica que, en demasiadas páginas del presente volumen, me he resignado a calificar de lúdica, como ha impuesto el uso de los psicólogos y antropólogos. El primero en emplear este concepto en Europa parece haber sido el médico ginebrino Théodore Flournoy, en 1911 (cf. Étienvre, 1990, p. 276). En España, el primero en adaptarlo sería (en femenino singular, lúdica, y en masculino plural, lúdicos) José Sarmiento Lasuén, Compendio de paidología (1914), según los ficheros de la RAE, en cuyo diccionario entra en la edición de 1984. Hemos de prescindir de la forma «lúdicro/a» (que entra en el suplemento del DRAE de 1947), etimológica e hipercorrecta, la cual podría tomarse incluso por una errata, una confusión con «lúbrico» (cf. mi ed. de los Días geniales o lúdicros de Rodrigo Caro [a 1632], 1978, tomo I, pp. LXVI-LXXI). Sobre lúdico, «palabra abundantemente utilizada en la literatura y en la prensa nacional» y sus «afinidades fónicas con “lúbrico”, cuya connotación libidinosa no siempre conviene a algo simplemente juguetón», pueden verse las observaciones de Ana María Moix en el suplemento Babelia de El País (13 de octubre de 2001, núm. 516, p.7), en una serie de artículos en que ocho escritores contemporáneos han seleccionado cada uno una palabra y dan sus definiciones, con motivo del II Congreso Internacional de la Lengua Española. 29. Véase Rico, «Entre burlas y veras», último apartado de la introducción a su ed. del Lazarillo de Tormes, 1987, pp. 78-127; la propensión «lúdica» del texto está examinada por el mismo Rico en sus Problemas del «Lazarillo», 1988 (cf. el

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De filología, justamente, quisiera volver a ocuparme ahora. Quisiera volver a la palabra, a la palabra compuesta, a la misma composición de la palabra «jocoserio». Aquí, los lingüistas o gramáticos que se han ocupado del tema de las palabras compuestas formadas por adjetivos pueden prestar alguna ayuda30. Permiten decir (o, mejor dicho, deducir) que estamos ante un caso bastante raro de palabra compuesta. Como, por ejemplo (son pocos los ejemplos), «agridulce» (que, por cierto, es el calificativo que Gracián aplica a su concepto de España en El Criticón, II, 3), «jocoserio» es un adjetivo compuesto de elementos incongruentes, a diferencia (pongo por caso, entre muchos) de «hispanofrancés» (o «hispano-francés») que reúne elementos congruentes, como bien lo prueba el presente coloquio. Sobre la base de esa incongruencia, «jocoserio» propone un significado que resulta de una propiedad intermedia entre dos contrarios. Ahora bien, ¿cuál es la dosis respectiva de uno y otro elemento en esa composición o mixtura? La pregunta cobra particular interés cuando nos damos cuenta de la posibilidad –no teórica, sino realizada en la praxis léxica– de una reversibilidad del orden de los elementos en la letra de la palabra compuesta. En efecto, en 1672, bajo la pluma de José Pérez de Montoro, se publica un Romance serijocoso a la tormenta que padeció la Armada Real de España […] sobre las costas del Algarbe. El mismo Pérez de Montoro reincide, algunos años más tarde (Cádiz, 1685), con otro romance que es una Descripción lírica, serijocosa, de las reales demostraciones fúnebres y festivas que consagró, en la muy noble y más leal ciudad de Cádiz, la esclarecida nación inglesa a la sagrada venerable primer epígrafe, borgiano: «Los naipes del tahúr», pp. 153-180). Para el tema de «burlas y veras» en el Quijote, me conformaré con remitir, entre varios artículos más o menos recientes, a los de Canavaggio, 1979-1980, 2001, 2015. Es muy atinada la observación de Riley (1990, p. 211) según la cual el tono y el enfoque del Quijote son tan singulares, que «nos vemos obligados a leer a Cervantes al mismo tiempo en serio y no en serio». Sobre «Cervantes, poeta serio y burlesco», véase Rivers, 1995. Y, de manera más general, sobre «la dicotomía burlas/ veras como principio estructurante de las novelas cómicas del Siglo de Oro», se consultará un artículo muy agudo de Close, 2006. 30. Cf. la Gramática descriptiva de la lengua española dirigida por Bosque y Demonte, Madrid: Espasa-Calpe, 1999, tomo 3, § 73.6.1 («Compuestos formados por dos adjetivos sin vocal de enlace»), pp. 4808-4812.

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memoria de su serenísimo difunto rey Carlos segundo y a la feliz gloriosa coronación de su invicto sucesor Jacobo Stuardo, también segundo deste nombre31. Por los mismos años, en 1682 exactamente, un oficial mayor de la Secretaría de Lenguas de la Corte, Pedro González de Godoy, publica anónimamente dos discursos calificados uno y otro de «serio-jocoso». Son discursos «sobre la nueva invención de la agua de la vida» (tema que es más bien pretexto), con la explicitación de las burlas/veras y, en el segundo discurso, de las burlas que se hacen veras32. Dos años después, el mismo autor publica otro discurso, igualmente calificado de «serio-jocoso», contra los pronósticos. Y se encuentran todavía un par de textos, igualmente en relación con los pronósticos y con la misma calificación explícita hasta mediados del siglo xviii, bajo la pluma de un tal José Patricio Moraleja y Navarro33. ¿Pura anécdota? Quizá. ¿Puro juego? Tal vez, aunque aprovechable como tal, porque no hay juego del todo gratuito e insignificante. La reversibilidad puede no ser arbitraria. Es de notar que, en esos textos «seri[o serio-] jocosos», la jocosidad es predominante, si bien en la calificación que ostentan aparece literalmente la seriedad en primer lugar. En el juego de burlas y veras que González de Godoy pregona en el subtítulo de sus discursos (porque es tributario de una tradición culta), las veras son lo de menos. Son textos de «buen humor»: así es como los considera, en conocimiento de causa, Edward Wilson, su editor moderno34. Y los pronósticos o piscatores que so31. Sobre lo jocoserio en Pérez de Montoro, véase Bègue, 2007. Del mismo investigador, en una perspectiva harto ambiciosa («lo jocoserio como manifestación del hombre moderno (1651-1750»), podrá consultarse un artículo de 2016. Sobre el mismo concepto en la poesía «bajobarroca», debe consultarse Ruiz Pérez, 2014, pp. 221-223. 32. Discurso seriojocoso sobre la nueva invención del agua de la vida y sus apologías. En que entre burlas y veras, se dizen veras y burlas […]; Segundo discurso serio-jocoso sobre la nueva invención de el agua de la vida, en que respondiendo a una apología, entre veras y burlas se hazen las burlas veras […]. 33. Véanse en la Bibliografía de Aguilar Piñal, 1981-2002, tomo V, los núms. 5770, 5773 y 5779. 34. Wilson, en la introducción de su ed. de 1959: «La mejor calidad de Godoy es el buen humor, y lo que hizo fue contar con gracia cosas graciosas. Merece un buen lugar en la historia del humor español» (p. 28).

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breviven como «serijocosos» hasta mediados del siglo xviii son, más que todo, motivos u ocasiones de risa. Dicho de otro modo, es decir, a modo de hipótesis: la modificación restrictiva que, según los lingüistas consultados, introduce el segundo elemento ¿no sería en fin de cuentas una indicación acerca de cierto desequilibrio a favor, justamente, de ese segundo elemento? Bastante revelador me parece, al respecto, un texto calificado de «joco-serio» por el mismo Pérez de Montoro, aquel pionero de lo «serijocoso». Se trata de un romance Al Rey nuestro señor en la deseada feliz noticia de hallarse ya la Reyna en España (fechable en 1689); en este romance, evidentemente no hay mofa ni siquiera risa a propósito de los reyes. Es, en realidad, un homenaje sin la menor sorna: como lo sugiere el segundo elemento de su calificación ambigua, no cabe dudar de lo serio de su intención, y es la impresión que ha de imponerse. Lo mismo ocurre en dos «máscaras» o mascaradas «joco-serias» realizadas, una en Sevilla en 1742, y otra en Madrid en 1765, para homenajear al príncipe infante y al rey, respectivamente35. En efecto, como expresamente lo declara con alguna ingenuidad el texto sevillano, «no es inusitado prevenir jocosidades decentes, que acompañen a lo serio de tales Funciones, para gustoso recreo». Aquí tampoco cabe la menor duda sobre el carácter (y, más aún, sobre el propósito) fundamentalmente serio de estas mascaradas «joco-serias». Estos ejemplos contrapuestos me llevan a formular la hipótesis de que la mencionada restricción del significado en estas palabras compuestas por elementos incongruentes es más bien, al revés, una 35. Aplauso Real, aclamación afectuosa y obsequio reverente que en lucido festejo de máscara joco-seria consagraron los escolásticos alumnos del Colegio Mayor de Santo Tomás de Aquino […], texto transcrito con un estudio preliminar en Una mascarada joco-seria en la Sevilla de 1742 (1992). El otro texto se titula Joco-seria Máscara que la muy noble […] Villa de Madrid celebra […] manifestando lealtad y gozo a los Reales Pies de su Soberano […] por el casamiento de su amado hijo […]. En esa misma línea de homenajes jocoserios al Rey se situaba ya, en el siglo anterior, un romance de Quevedo publicado en el Anfiteatro de Felipe el Grande, colección de poemas reunidos por Pellicer en 1631, con la particularidad de que dicho romance es el único poema de toda la serie (que incluye además dos sonetos del mismo Quevedo) en no adscribirse a la estricta seriedad servilmente cortesana, si bien no se explicita su “jocoseriedad” en el encabezamiento (fols. 54v-59r en la ed. príncipe, 1631).

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amplificación que puede contribuir a focalizar la atención sobre el elemento añadido, más allá de la impresión sugerida por el primer elemento. En lo jocoserio, el desequilibrio (o falso equilibrio) no suele resolverse a favor de un puro o vano juego. Las cosas, casi siempre, van en serio. *

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Prescindo de varios textos que podrían traer agua a mi molino. Pero no puedo dejar de mencionar el Palacio de Momo. Apología jocoseria por la Historia de la Iglesia y del Mundo, y por su autor D. Gabriel Álvarez de Toledo y Pellicer […], del año 1714. Teniendo en cuenta quién es su verdadero autor, el marqués de San Felipe, y cuál es el objeto de dicha apología (todo muy vinculado con los nombramientos y las elecciones en la fundación de la Real Academia Española), las cosas ahí van muy en serio. Del mismo siglo xviii –bastante adicto, por cierto, a la “jocoseriedad”36– y procediendo de un mundo que se sitúa en distinto orden académico, merece tomarse en consideración la advertencia del censor de un vejamen celebrado en la universidad de Granada en 1742. Dice así: «Yo no sé qué tiene lo jocoso que aún entre lo más serio y circunspecto se halla bien visto». Y, después de unas consideraciones eruditas sobre la concomitancia de lo jocoso y de lo serio, concluye algo desconcertado: «Con que vuelvo a decir que no sé qué se tiene lo jocoso que con todos hace migas […] y ni aun con lo serio y santo está reñido»37. En este texto, no consta la palabra «jocoserio». Como tampoco consta, a estas alturas del siglo xviii, en toda la obra de Feijoo. Pero, gracias a un trabajo renovador sobre las ideas y actitudes del 36. Adicción que se manifiesta en textos muy diversos: desde La Proserpina. Poema heroico jocoserio de Pedro del Campo (1721) hasta un anónimo Ceremonial de Estrados y Crítica de Visitas. Obra útil, curiosa y divertida en que con estilo jocoserio se describe cómo deben hacerse las visitas […] publicado en 1789, pasando por varios textos poéticos –expresamente jocoserios– de los Benegasi y Luján, padre e hijo (véanse en la Bibliografía de Aguilar Piñal, 1981-2002, tomo I, los núms. 4068, 4072, 4074, 4076, 4080, 4095, 4099 y 4100). Sobre la “jocoseriedad” de Torres Villarroel, véase Chavarría Vargas, 2011. 37. Vejamen estudiado por Layna Ranz, 1996 (la cita, p. 30).

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benedictino ante la risa y el humor38, nos enteramos de que la “jocoseriedad” no le era en absoluto ajena. Así, descubrimos en una de sus Cartas eruditas y curiosas, el siguiente comentario del autor sobre sí mismo: Para certificarse el Padre N. de lo que añadió a V.P. de que soy bastantemente jovial en la conversación, era menester más experiencia que la que tuvo en el limitadísimo espacio de dos días; pues podría sucederme lo que a otros, que algunos pocos días del año gozan de una accidental alegría y en todo el resto están dominados de la tristeza. Mas la verdad, si no me engaño, es que mi conversación sigue por lo común la mediocridad [i.e. el justo medio] entre jocosa y seria: lo que proviene también en parte del temperamento y en parte de la reflexión (tomo V [1761], 17, § 9).

Así que, con la mención del «temperamento», no estamos muy lejos de las «burlas y veras» tales como las define González de Salas en la disertación preliminar de su edición de la musa sexta del Parnaso español de Quevedo. Y, con el añadido de la «reflexión», estamos muy cerca de una voluntad de estilo, es decir que volvemos a lo jocoserio. El mismo adjetivo le sirve, por cierto, a un defensor de Feijoo en su polémica con el franciscano Soto y Marne. En efecto, en 1751, fray José Torrubia (por otra parte autor de una Centinela contra franc-masones que tuvo gran difusión) publica en Lisboa bajo un seudónimo unas Observaciones críticas joco-serias sobre ciertos materiales del último Impugnator del Theatro Crítico […], a las cuales Soto y Marne contesta con unas Mañanitas del molar. Diálogo crítico joco-serio sobre las observaciones […], texto impreso en Lyon el mismo año y en Lisboa el año siguiente. Las cosas entre frailes no se arreglan; van muy en serio. Lo jocoserio llega, pues, a servir para todo. Incluso para una polémica sobre una traducción de Horacio publicada en 1778 por Tomás de Iriarte: Donde las dan las toman. Diálogo joco-serio sobre la traducción del Arte poética de Horacio, que dio a luz D. Tomás de Yriarte, y sobre la impugnación que de aquella obra ha publicado D. Juan Joseph de Sedano […]. Llega a ser irreprimible, como un 38. Véase Urzáinqui, 2002.

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carácter congénito (virtud y/o vicio) de la misma lengua española. Esta es la opinión que expresa e ilustra un retórico patriota, a finales del siglo xviii. Me refiero a Antonio de Capmany, autor de una Filosofía de la elocuencia española (1777) así como de un Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, en cinco tomos (1786-1794). En el último tomo, en un muy mesurado examen de El Criticón y a propósito del exceso de metáforas y agudezas nominales, leemos lo siguiente: Al cabo de muchas reflexiones acerca del origen y causa de estos vicios, he venido a sospechar que nuestra lengua, ora sea genio de ella misma, o de la nación, es más ocasionada y apta que las otras vulgares para las chanzas, ironías y lisonjas, que se encierran en palabras de doble sentido, cuyo número es infinito, y por consiguiente muy propensa a tentar a los escritores joco serios [sic, sin guión] con sus mismas riquezas, de que eran muy codiciosos los que escribían en prosa y en verso en el reynado de Felipe IV, cuyo principal arte se cifraba en la agudeza por la contraposición, la paranomasia y el equivoquillo39.

Podríamos seguir el recorrido de lo jocoserio en el siglo xix, en los muy variados textos de combate que, durante la Guerra de la Independencia, se acompañan del calificativo «jocoserio» (las más veces con guión: «joco-serio»). Igualmente en las novelas históricas decimonónicas, que no carecen en ocasiones de “jocoseriedad”. Es el caso de algunos textos publicados por la Sociedad Literaria de Ayguals de Izco: así, por ejemplo, la novela Tirios y Troyanos de Miguel Agustín Príncipe, publicada en varios tomos entre 1845 y 1848, con el subtítulo de Historia tragi-cómico-política de la España del siglo xix, con observaciones tremendas sobre las vidas, hechos y milagros de nuestros hombres y animales públicos; escrita entre agri-dulce y joco-serio. Puede aducirse aquí a Bajtin, con sus reflexiones acerca del papel de la risa en la novelización de los géneros y la vinculación de lo «serio-cómico» [sic en la traducción española] a la

39. Capmany, 1794, tomo V, p. 212. Véase el comentario de Françoise Étienvre, 2001, pp. 245-249.

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contemporaneidad40. Pero es volver a la teoría, con el riesgo de dar la espalda al sentido común. Y, desde luego, el sentido común nos invita a cerrar este catálogo de ocurrencias de lo jocoserio. «Primor de la repetición», decía también Ortega y Gasset a propósito de Azorín, ya merecedor de los aludidos «primores de lo vulgar»41. En realidad, no he hecho más que asomarme al tema, esquivando un laberinto de matices. Ha sido tan solo una exploración que ahora quisiera, brevemente, completar con una propuesta. La propuesta o sugerencia de una lectura, a la luz de lo jocoserio, de algunas obras maestras de la literatura española anteriores a la «disertación» de González de Salas, es decir, cuando todavía no había cuajado el concepto como palabra compuesta y término autónomo. Y cuando no venía necesariamente acompañado por el latiguillo de unas expresas «burlas y veras». *

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Las cosas, pues, sin las palabras. O, mejor dicho y como es lógico e ingenuo advertirlo, las cosas antes de las palabras. Cuando se escribe en clave jocoseria sin necesidad de pregonarlo. Cuando, por ejemplo, Cervantes hace su autorretrato en blanco y sin figura en el prólogo de las Novelas ejemplares, recordando a continuación y discretamente, con términos del juego, su edad, una edad (dice) que «no está ya para burlarse con la otra vida»42. O cuando el mismo Cervantes afirma, en el Viaje del Parnaso, que ha «dado en Don Quijote pasatiempo / al pecho melancólico y mohíno / en cualquiera sazón, en todo tiempo» (IV, vv. 22-24). O cuando Góngora juega 40. Véase Ferraz Martínez, 1995, quien se refiere expresamente a Bajtin (en trad. española, 1989, p. 451). 41. «Primor de la repetición» es uno de los epígrafes del ensayo «Azorín: primores de lo vulgar» (cf. Ortega, ed. 1987, pp. 330-333). 42. No comparto la opinión de Salgado («De lo jocoso a lo joco-serio: el autorretrato en los Siglos de Oro y la Ilustración»), para quien el autorretrato de Cervantes forma parte de los «retratos satíricos» propios del Barroco. Para mí, Cervantes no se expresa ahí en absoluto con los «términos jocosos de la sátira» (Salgado, 1998, p. 214), y lo que considero como su “jocoseriedad” no estriba en un «valor didáctico del retrato» adscrito de manera privativa a la Ilustración (ibíd., p. 216).

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sus envites de poeta culto, buscando «popular aplauso» en la Fábula de Píramo y Tisbe, su poema de mayor empeño (según confesión propia) en el desafío (lanzado unos treinta años antes) de ir así, mezclando burlas y veras, «más a lo moderno»43. O cuando Lope, en un soneto de sus heterónimas Rimas de Tomé de Burguillos, escribe un modelo de agudeza con el epígrafe de «Rasgos y borrajos de la pluma», que es un texto verdaderamente jocoserio. Este soneto tiene la «seriedad de un juego con la propia estética» y pertenece a un libro de versos que ofrece, todo él, «una serie de mediaciones entre parejas de opuestos: una obra jocosa que cuestiona la jerarquía de lo grave y lo burlesco», según observa sagazmente Mercedes Blanco44. Del mismo Lope (y del mismo ciclo de senectute) merece también recordarse aquí La Gatomaquia, calificada de «poema jocoserio» por Rodríguez Marín en la portada de su edición45. Este inmenso poema, como se sabe, cuenta a lo largo y a lo ancho de siete silvas los amores de Marramaquiz, Zapaquilda y Micifuf, que deben de considerarse como parodia de los afectos de Fernando, Dorotea y don Bela, respectivamente, en la «acción en prosa» publicada dos años antes. Y la misma Dorotea puede adscribirse a lo jocoserio por varios aspectos de su escritura, que van desde la relación ambigua con la biografía del propio autor hasta el juego culto con las tradiciones literarias. Acerca de lo primero, dijo con acertada sobriedad Félix Monge que es «una postulación de lo mismo que ironiza»46. Y, para lo segundo, basta recordar la muerte tragicómica de Gerarda, con los donaires de Celia ante el jarro de agua que no se ha roto y se ha quedado vacío. Muerte que nos retrotrae –pasando por encima de 43. Cf. el romance «Noble desengaño» (1584): «Pero ¿quién me mete / en cosas de seso, / y en hablar de veras / en aquestos tiempos, donde el que más trata / de burlas y juegos, / ese es quien se viste / más a lo moderno?» (en la ed. de Millé, 1967, p. 68). Véase el comentario de Pérez Lasheras, 1995, pp. 27-35. 44. Blanco, 2000 (las citas, pp. 236 y 240, respectivamente). 45. La Gatomaquia. Poema jocoserio de Lope de Vega Carpio. Primera edición anotada […], 1935. El mismo editor escribe en su introducción, como justificación implícita de la elección de ese calificativo: «Una de las mayores exquisiteces de La Gatomaquia […] es, sin duda alguna, su claro oscuro: la grande habilidad y el arte finísimo con que están entreverados y combinados con los donaires los bellos y delicados pensamientos que seriamente esmaltan la narración» (p. LX). 46. Monge, 1957 (la cita, p. 123).

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la Celestina– a la ambigüedad del «planto» a la muerte de Trotaconventos en el Libro de buen amor, cuyo autor declara que «De la santidad mucha es bien grand liçionario, / mas de juego e de burla es chico brevïario»47. Rediviva mezcla, pues, en La Dorotea de lo «festivo más plausible» y de lo «sentencioso más grave», reivindicada en el prólogo de esa inagotable «acción en prosa»48. Todo esto es harto conocido. Como harto conocidas –y recordadas, desde luego, por el mismo Lope en el prólogo aludido– son la teoría y la práctica de la variedad, fundamento y resorte de lo jocoserio. Variedad cifrada en un famoso verso de Serafino Aquilano, de cuya letra (frecuentemente alterada, por cierto, en sus traducciones) no quiero acordarme, pero que sí me interesa apuntar que está sacado de un soneto que empieza con estas palabras: «Io pur travaglio, e so che’l tempo gioco»49. Artificioso contrapunto, en el tiempo, del juego y del trabajo. Ya lo había dicho con toda nitidez Nicolás de Cusa, en su De ludo mundi del año 1460, a propósito de la labor del hombre de letras: «serio ludere, et seriosissime jocari». Para concluir, daré un último barquinazo hacia otra obra maestra, La Regenta, donde nos encontramos con una inesperada variante de lo jocoserio. Don Fermín de Pas, director de la Santa Obra del Catecismo de las Niñas, está dando su clase semanal. Ocurre un incidente: la vergüenza y la consecuente huida de una muchacha a la hora de contar, ante sus compañeras, la historia de los Macabeos. Escribe Clarín: «El magistral reanimó el espíritu de la escuela con chascarrillos morales y apólogos joco-místicos. Las muchachas se morían de risa»50. Lo «joco-místico» como más allá de lo jocoserio. 47. «De cómo dize el arçipreste que se ha de entender este su libro» (1632, a/b). Para Bleiberg (1949, p. 333), «la primera aparición de lo jocoserio en las letras españolas se encuentra en el Libro de buen amor»; y trae una cita de Américo Castro, en España en su Historia, para quien «el planto a la muerte de Trotaconventos, con su solemne comicidad, vale como el comienzo de lo que luego se llamaría humorismo español». 48. La Dorotea, ed. 1987, p. 62. 49. Soneto XLVIII en Opere de Serafino Aquilano (Roma, 1502); véanse unos muy documentados comentarios al famoso verso referido a la variedad (v. 11 del soneto: «Et per tal variar natura è bella») en Pérez Lasheras, 1995, pp. 90-95. Sobre el primer verso, véase la ed. de Sonetti e altre rime, 2005 (soneto 47). 50. La Regenta, XXI, ed. 1976, p. 643.

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¡Lástima que sea un hápax! Nos quedaremos, pues, más acá. Con la primorosa mezcla de lo jocoso y de lo serio, con lo jocoserio como una propensión –o siquiera una especificidad– de una literatura española, que sigue por… pensar.

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XI. La literatura como juego (de Gil de Biedma al Lazarillo)

Para Darío, rector, director, e indefectible amigo.

Se trata de una simple evidencia. Es así de evidente que la literatura se puede concebir, y practicar, como (un) juego, que corro el riesgo de hilvanar simplezas a la hora de incidir en la culpable repetición de unas observaciones sobre el particular. Pero no he sabido resistir a la generosa invitación del organizador de este décimo Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada1. Y así, por cumplir lo más adecuadamente posible en tan privilegiada ocasión, me ha parecido necesario hacer un esfuerzo para apartarme en cierto modo de las investigaciones que he ido pergeñando concienzudamente estos últimos años sobre los juegos. No voy, por supuesto, a auparme a teorizar sobre el tema. Otros lo han hecho, desde aquel número especial de los Yale French Studies del año 1968 sobre Game, Play, Literature. Otros lo siguen haciendo, con más o menos acierto2. Aprovechándome, pues, de tan sabias reflexiones 1. Este último capítulo recoge en gran parte el texto de mi conferencia plenaria en aquel Simposio, «Paisaje, juego y multilingüismo», organizado por Darío Villanueva en Santiago de Compostela, los días 18-21 de octubre de 1994. 2. Para la bibliografía anterior a 1985, véase la abrumadora «Annotated Bibliography of Play and Litterature» de Marino (1985, pp. 306-358), que recoge más de 200 entradas. Puede completarse con mis propias indicaciones (Étienvre, 1983, ed. 1990, pp. 276-279). Posteriormente, al margen del imprescindible ensayo de Spariosu (1982), la producción sobre el particular no ha menguado durante unos quince años (luego, el tema parece haber perdido vigencia). Entre una multitud de trabajos, libros o artículos más o menos inspirados en

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y valiéndome de mis propias investigaciones, voy solo a proponer aquí algunas observaciones de las muchas que he podido apuntar al leer, desde mi interés por el juego, unas cuantas obras de la literatura española de los siglos xvi y xvii. Pero, para que no todo se vaya en evocaciones de obras maestras de aquellos Siglos de Oro, quisiera empezar por la paráfrasis de un texto de un poeta contemporáneo, que ha de permitirme una aproximación a dichas obras, no por insólita menos válida, particularmente tratándose de juego(s). De ahí esa cronología à rebours, esa cronología inversa respecto a la común historia literaria, que aparece entre paréntesis en el título de la presente exposición. No es por imitar ese ejercicio singular que consistiría –como recomienda un preclaro editor del Lazarillo3– en redactar un trabajo sobre la influencia de César Vallejo en los sonetos de Quevedo. No, la verdad es que, antes de lanzarme a espigar como perro perdiguero en el ancho campo de las letras auriseculares, quisiera tamizar la tupida evidencia, cerner unas ideas fácilmente recibidas y cribar unos tópicos portadores de malentendidos. Para ello, me parece prudente trabajar con red, pero no forzosamente a la luz de unos escritos teóricos. La verdad, sí, es que, para hablar de la literatura como juego, necesito partir de un poema del entrañable Gil de Biedma. *

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la teoría literaria, merecen señalarse: Fillaudeau (1985), Rath (1986), Picard (1986), el colectivo Auctor ludens. Essays on Play and Literature (1986), López Quintás (1987), Eguren Gutiérrez (1987), Goebel-Schilling (1988), De Ley (1988a, 1988b), Tritsmans (1989), Henriot (1989), Calabrese (1993), el colectivo Désordres du jeu. Poétiques ludiques (1994, con una luminosa contribución de Michel Butor, pp. 247-257) y Duflo (1997a, b). No debe ahorrarse la lectura del ensayo Sobre el juego de Echeverría (1980), libro harto original y sugerente, calificado, por cierto, de «intempestivo» por el mismo autor en su reedición de 1999. Para unas buenas panorámicas sobre el juego en la literatura española en tiempos áureos, se consultarán los trabajos de Ruiz Pérez (2009, 2014) e Infantes (2014). En adelante, tan solo citaré los trabajos directamente relacionados con mi exposición. 3. Cf. Rico («alma naturalmente literaria» según Gil de Biedma), en su Primera cuarentena…, 1982, p. 142.

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El poema de Jaime Gil de Biedma, que es el último de Moralidades (1966), se titula simplemente «El juego de hacer versos»4. Y empieza así: El juego de hacer versos –que no es un juego– es algo parecido en principio, al placer solitario.

En la última estrofa, el «placer» se convierte en «vicio»: El juego de hacer versos, que no es un juego, es algo que acaba pareciéndose al vicio solitario.

No me demoraré, no tengo por qué demorarme, en esa apreciación final; pero sí he de volver sobre la repetida calificación de «solitario». De momento voy a citar más versos de ese poema que pueden, a través de la denostada herejía de la paráfrasis, ayudarnos a aclarar la ambigüedad de la formulación inicial y final: «juego […] / que no es un juego», y comprender quizá cómo, de qué manera expresamente contradictoria, la poesía –y, de forma más amplia, la literatura– es (un) juego. Dice Gil de Biedma, después de la primera estrofa ya citada: Con la primera muda, en los años nostálgicos de nuestra adolescencia, a escribir empezamos. Y son nuestros poemas del todo imaginarios –demasiado inexpertos ni siquiera plagiamos–

4. Gil de Biedma, 1990, pp. 119-121. Sobre «el juego de hacer versos» en una perspectiva teórica, abierta a la mecánica y al azar, véase Ruiz Pérez, 2006.

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porque la Poesía es un ángel abstracto y, como todos ellos, predispuesto a halagarnos. El arte es otra cosa distinta. El resultado de mucha vocación y un poco de trabajo. Aprender a pensar en renglones contados – y no en los sentimientos con que nos exaltábamos–, tratar con el idioma como si fuera mágico es un buen ejercicio, que llega a emborracharnos. Luego está el instrumento en su punto afinado: la mejor poesía es el Verbo hecho tango.

A continuación podemos leer una serie de estrofas que expresan más bien la preocupación político-social del poeta, la preocupación por «la historia / de estos últimos años», al pensar en «esta vida / que nos hace pedazos / de madera podrida, / perdida en un naufragio». Y termina el poema: El juego de hacer versos, que no es un juego, es algo que acaba pareciéndose al vicio solitario.

Ahora viene la paráfrasis, mi paráfrasis. «El juego de hacer versos / que no es un juego»: ¿por qué esa corrección, mediante un cambio de artículo? «Un juego» se refiere a una de las connotaciones más comunes e inmediatas de la palabra: la de actividad frívola, que carece

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de seriedad, la de mero pasatiempo, de pura diversión sin importancia ni consecuencia. No, no es eso la poesía. Dice Gil de Biedma: El arte es otra cosa distinta. El resultado de mucha vocación y un poco de trabajo.

En esta formulación, hay –como suele haberla bajo la pluma de Gil de Biedma– bastante ironía. Debe entenderse: «El resultado / de cierta vocación / y de mucho trabajo». Pero esto, que es mi triste y pobre paráfrasis, lo expresa así a continuación el propio poeta: Aprender a pensar en renglones contados –y no en los sentimientos con que nos exaltábamos–, tratar con el idioma como si fuera mágico es un buen ejercicio […]5.

Estos versos pueden glosarse con esta afirmación del mismo Gil de Biedma, en la «Nota preliminar» de su colectánea de ensayos críticos titulada El pie de la letra: «Ante la página por hacer, siempre he vigilado menos el hilo de la idea que el trabajo de las palabras»6. La poesía como juego remite por tanto a otra concepción del juego. No a la concepción trivial y empobrecedora del juego («un juego») sino a una definición mucho más completa, que no opone en absoluto el juego y la seriedad, una definición que abarca dos aspectos fundamentales del juego: la técnica, el «buen ejercicio», los «renglones contados», the game; y, correlativamente, la fantasía, el «como si» de la magia, the play. Dos aspectos necesariamente vinculados, las dos caras (cara y cruz) del juego: el efecto de la magia en el taller del poeta artesano. Entonces, con ese «buen ejercicio», surge la «mejor poesía». Lo dice así Gil de Biedma como conclusión 5. Las cursivas son mías. 6. Gil de Biedma, 1980, p. 12.

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lógica de lo expresado en las estrofas anteriores, con una definición rayana en lo sacrílego: Luego está el instrumento en su punto afinado: la mejor poesía es el Verbo hecho tango.

Y, ya que sale ahí el tango (de manera no tan arbitraria como parece, porque en el mismo libro de poemas, Moralidades, está incluido uno titulado «Volver»7, que es precisamente el título de un famoso tango de Carlos Gardel), asoma el ineludible Borges. Ineludible, nunca mejor dicho, puesto que el calificativo sugiere por su etimología una estrecha relación con el juego. El juego, como se sabe, está por doquier bajo la pluma de Borges, desde el principio de su temprana dedicación a la literatura, en un ensayo inédito destruido por el mismo autor en 1921 y titulado Los naipes del tahúr8, o en el poema «El truco» publicado en 1923 en Fervor de Buenos Aires: Cuarenta naipes han desplazado la vida. Pintados talismanes de cartón nos hacen olvidar nuestros destinos […]9.

Pero, sin hacer el recuento de los juegos en la obra de Borges, ni demorarme en esa práctica literaria del juego –que un crítico acerbo calificó de «trascendente»10–, me referiré tan solo al prólogo de su libro de poemas titulado El otro, el mismo, que es de 1964, fecha ya no tan temprana en su larga carrera. Ahí define Borges la poesía como un «arte híbrido». Dice: La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico. El danés que articulaba el nombre de Thor o el sajón que articulaba el nombre de Thunor no sabía si esas palabras significaban el dios del trueno o el estrépito que sucede al relámpago. La poesía quiere volver a esa antigua 7. Gil de Biedma, 1990, p. 93. 8. Véase en Œuvres complètes de Borges, 1993 (tomo I, introd., p. L). 9. Borges, ed. 1987, p. 35. 10. Matamoro, 1971.

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magia. Sin prefijadas leyes, obra de un modo vacilante y osado, como si caminara en la oscuridad. Ajedrez misterioso la poesía, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en un sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto11.

Observamos aquí también la reivindicación del carácter mágico de la poesía. Y, al mismo tiempo, la evocación de un tablero y de unas piezas que, si bien «cambian como en un sueño», no dejan de ser tablero y piezas de un ajedrez tan riguroso como «misterioso»12. Evocación de un tablero y de unas piezas que tienen que ver con los «renglones contados» evocados por Gil de Biedma. La magia y las reglas. La fantasía y el ejercicio. El «Verbo hecho tango», al compás de un «instrumento / en su punto afinado», no está tan lejos –sub specie ludi– del «misterioso» ajedrez borgiano. Ajedrez y tango que culminan, además, uno y otro, en la convocatoria ritual de la muerte. Volvamos a Gil de Biedma, a la decente parquedad de su obra poética, a la luz –a veces cruda– de sus comentarios críticos. En el mismo libro de poemas, Moralidades, nos encontramos con una sextina titulada «Apología y petición», con esta primera estrofa: ¿Y qué decir de nuestra madre España, este país de todos los demonios en donde el mal gobierno, la pobreza no son, sin más, pobreza y mal gobierno, sino un estado místico del hombre, la absolución final de nuestra historia?13

La sextina, como se sabe, es una forma poética propiamente medieval, que era un artilugio de los trovadores. Se caracteriza por la repetición escalada, en la rima, de seis palabras, a lo largo de seis 11. Borges, ed. 1987, p. 175. 12. Cf. los dos sonetos de Borges que llevan el título común de «Ajedrez» (El Hacedor, 1960; en la ed. de 1987, pp. 124-125). Para unas «especulaciones sobre el ajedrez» en El Quijote, véase Pope, 1982. Por otra parte, se recordará la famosa comparación del lenguaje con el ajedrez en el Cours de linguistique générale de Saussure, 1915 (en la ed. de 1969, pp. 125-127). 13. Gil de Biedma, 1990, p. 80.

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estrofas de seis versos, así como en el hemistiquio y en la rima de los tres versos del cabo (la «contera»). Gil de Biedma, en un artículo crítico sobre «La imitación como mediación, o de mi Edad Media», se expresa, se explica y se justifica sobre el recurso a esa forma en un poema de inspiración político-social. Escribe: La idea de utilizar una forma rara, artificiosa y difícil, según suelen considerarla los preceptistas –los poetas sabemos que las formas artificiosas son las más agradecidas y las menos difíciles–, para escribir un poema sobre España, un poema social, era ciertamente irónica pero no frívola14.

Lo que conviene subrayar aquí es el recurso deliberado a una forma esencialmente artificiosa –es decir, supuestamente hueca– para la expresión de un tema obviamente serio. La distanciación irónica es lo que hace posible el poema; es lo que permite que un texto militante salga del taller poético. Sin ese juego, fundado en la fecunda contradicción entre artificio y sinceridad, Gil de Biedma hubiera sido probablemente incapaz de escribir ese poema. La ventaja de las formas obligadas (de las cuales volveré a hablar) es que neutralizan hasta cierto punto las incomodidades inevitables en esa relación tan antigua, tan cordial y tan sólidamente fundada en el malentendido que cada lector a su modo postula entre verdad y poesía. Gracias a esas formas obligadas (aquí gracias a la sextina), «puede más lo que el poema es que lo que el poeta dice»15. Y eso, que huele mucho a teoría de la literatura, el mismo Gil de Biedma lo expresa de otro modo, inspirándose en Marianne Moore para afirmar (en la ya citada «Nota preliminar» de El pie de la letra) que «la finalidad práctica de la poesía reside en la creación de jardines imaginarios habitados por sapos de verdad»16. Con esta afirmación, manifiesta de manera evidentemente provocativa la función esencial del juego poético, que es imponer a la mente –de manera simultánea– unas realidades o verdades opuestas. Dicho de otra forma: el juego poético es un prisma a través del cual unas realidades o 14. Ibíd., p. 143. 15. Gil de Biedma, 1985, p. 25. 16. Gil de Biedma, 1980, p. 12.

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verdades incompatibles aparecen como necesariamente solidarias. Y así, por ejemplo, respeto e irrisión son dos componentes indisociables del juego. En el poema que me ha servido de punto de partida, Gil de Biedma termina hablando de un «vicio solitario». Esa soledad, la comentaré luego. Pero del vicio, que no voy a comentar, nos habla el mismo poeta en un coloquio mantenido con Carlos Barral, Beatriz de Moura y Juan Marsé, titulado precisamente: «Sobre el hábito de la literatura como vicio de la mente y otras ociosidades»17. De ese coloquio, muy instructivo para quien lo toma cum grano salis, entresacaré la imagen de un Garcilaso oficial de la RAF durante la Segunda Guerra Mundial, tomando whisky en el bar de la base y contando sus amoríos. Lo cual no quita que Garcilaso siguiera siendo un delicado poeta. El bar de la base y el cuartel de invierno no excluyen ni destruyen las riberas del Tajo y sus correspondientes églogas. Me parece que la problemática relación entre la vida y la literatura se resuelve más fácilmente si se acude al juego –respeto e irrisión a la vez– para enfocarla. Acudir al juego como talante vital y disposición de ánimo, al juego como envite y apuesta. Un envite contra el albur de la vida, y una apuesta por el sentido del mundo, a pesar y más allá de las contradicciones del discurso. Ya lo decía Aristóteles, en la Ética nicomaquea: el juego es frívolo, pero el hecho de jugar es muy serio. Y Nicolás de Cusa, en su De ludo mundi del año 1460, decía a propósito de la labor del hombre de letras: «serio ludere, et seriosissime jocari»18. *

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Ludere. Jocari. Asoman ahí dos modalidades del juego que los antropólogos y los lingüistas examinan en sus análisis, a partir de la distinción establecida en otro tiempo por Santo Tomás de Aquino entre los dos términos que en latín designaban dos maneras de jugar: 17. Ibíd., pp. 240-253. 18. Cf. Calabrese, Serio ludere (sette serissimi scherzi semiotici), 1993, con esta afirmación definitiva… al final del primer scherzo: «[…] perché la letteratura è soltanto un gioco» (las cursivas están el texto).

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ludus y jocus. Con la palabra ludus, se remitía al entrenamiento bajo todas sus formas, el entrenamiento para el estudio o para el combate. Con la palabra jocus, se remitía al entretenimiento, también bajo todas sus formas, siempre que fuera gratuito, por el simple placer de jugar. Es la distinción clásica de la que se vale Émile Benveniste en su sobrio pero muy valioso análisis del juego como estructura19. Igualmente clásica, pero de otra índole, es la distinción entre game (realidad formal) y play (función con sentido) a la que acuden los filósofos. Me parece ocioso meterme en más disquisiciones sobre esas parejas de conceptos. También me parece innecesario convocar aquí los “ludemas” que algunos semiólogos han ido buscando en la creación literaria. Esos “ludemas”, afortunadamente, no acaban de cuajar entre las palabras de la tribu, y su caza no ha llegado a ser un deporte hermenéutico de reconocido beneficio para nuestro gremio. En cambio, creo que es muy fecunda para mi intento otra distinción conceptual, establecida por James P. Carse en un breve libro titulado Finite and Infinite Games20. Me acogeré por tanto a esa distinción entre juegos «finitos» y juegos «infinitos», adaptándola a efectos literarios, con otros términos. Partiendo, pues, del hecho de que el juego, como actitud y como actividad, implica a la vez libertad y norma, o fantasía creativa y ejercicio riguroso, podría decirse que existen dos clases de juegos: los juegos en los cuales predominan la norma, el ejercicio, la repetición aplicada, por una parte; y, por otra parte, los juegos en los cuales predominan una libertad, una fantasía, una invención que superan el ejercicio repetitivo (por muy bien hecho que sea), la norma o la doxa (por muy bien integradas y disimuladas que sean). Los primeros juegos, podrían calificarse de «cerrados»; los otros, naturalmente, de «abiertos»21. Y el que un juego sea cerrado o abierto no depende solo del juego, sino también del jugador. A decir verdad, 19. Benveniste, «Le jeu comme structure», 1947. Véase igualmente Étienvre, 1990, «Simbólica de lo aleatorio y retórica del envite» (pp. 275-280, con tres apostillas, p. 295). 20. Carse, 1986 (existe trad. española, Juegos finitos y juegos infinitos. La apuesta metafísica del jugador, 1989). 21. La distinción entre juegos «cerrados» y juegos «abiertos» (fuera de su aplicación a la literatura) me ha sido sugerida por Serres, 1974, pp. 241-243.

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depende de la manera de jugar, de la intención del jugador, del valor y sentido que le da al juego. A un juego cerrado, se juega para ganar: el juego, en este caso, se reduce a una partida. A un juego abierto, se juega para seguir jugando: el juego no termina con la partida. Antes de aplicar esa distinción a la literatura, quisiera dejar constancia de dos principios que me parecen primordiales en relación con el juego en general. Primer principio: quien debe jugar o juega por fuerza, no puede jugar, no juega. El juego suele ser una necesidad interior, nunca es una obligación exterior. No hay juego si no es elegido. Divertirse no es forzosamente jugar. Jugar es entrar en el juego, supone una adhesión libre, un acto de fe en la virtud de la in-lusio, de la ilusión constitutiva del juego. Segundo principio: no se puede jugar solo. No hay ningún juego auténtico que sea verdaderamente solitario, aunque es irremediable la soledad del jugador en sus decisiones, triunfos y pérdidas. Esta es una de las paradojas o contradicciones inherentes a la definición del juego. El juego radica en una ausencia que anhela una presencia, supone una distancia en la contigüidad. Y, para realizarse, requiere un mínimo de complicidad, una actividad –o, por lo menos, una actitud– compartida. Lo mismo que la distinción juegos cerrados/juegos abiertos, esos dos principios propios del juego pueden fácilmente aplicarse a la literatura, y más aún si se les añade un tercero que corresponde a la función común del juego y de la literatura. ¿Por qué y, sobre todo, para qué juega uno, toma uno la pluma para escribir un poema, una novela o una obra de teatro (aunque esa última modalidad de la creación literaria mantiene con el juego unas relaciones a la vez más evidentes y más complicadas)? Juega o escribe uno para huir del aburrimiento, que no es sino un eufemismo socorrido para designar una congénita angustia. Nadie, nada puede obligarle a uno a que no se aburra. Y nadie puede escaparse solo del aburrimiento. De no aburrirse, pues, es de lo que se trata. Y se comprueba, por cierto, una práctica de la literatura como pura diversión, una práctica –«un juego»– que rechaza precisamente Gil de Biedma. Esa literatura se declara y afirma como tal, tanto por los mismos autores en sus prólogos como por los censores en sus aprobaciones. Menudean, en la producción literaria de los siglos xvi y xvii, las referencias a la necesidad del entretenimiento. Es una necesidad que se manifiesta

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por ejemplo, de manera paradigmática, desde el título de una colección de poemas publicada por un tal Luis Antonio: Nuevo plato de varios manjares para divertir el ocio (Zaragoza, Juan de Ybar, 1658). Y, aunque ninguna de las obras maestras de la literatura del Siglo de Oro pueda reducirse a ser un «libro de burlas», muchas lo son de alguna manera, empezando por el mismo Quijote, de cuyo autor podemos recordar que escribió lo siguiente, en su Viaje del Parnaso (1614, cap. IV, vv. 22-24): Yo he dado en Don Quijote pasatiempo al pecho melancólico y mohíno, en cualquiera sazón, en todo tiempo.

No cree nadie que se tratara para Cervantes de simple «pasatiempo», precisamente porque estaba detrás el «pecho melancólico y mohíno», es decir, lo suficiente como para fabricar y nutrir no poca angustia. Pero no cabe duda de que existen una producciones literarias de pura diversión, como son las del poeta ludens que se expresa a través de disparates, chistes, fatrasies y demás textos simple y deliberadamente jocosos22. Poesía expresamente desprovista de sentido y mensaje. O, mejor dicho, poesía cuyo mensaje está precisamente en la ausencia de mensaje. Juegos, en fin, con la connotación más común e inmediata de la palabra, es decir, ejercicios de puro recreo, formas elementales de la literatura como diversión. Pueden mencionarse aquí también varios ejercicios literarios más o menos «divertidos». Por ejemplo, los lipogramas. Estos textos, en cuya composición el autor prescinde de una o de varias letras del alfabeto (casi siempre se trata de vocales), no escasean en la tradición literaria española, y empiezan a estudiarse23. Pueden igualmente evocarse los enigmas, los centones (versos que se componen de pedazos de otros), los acrósticos (y, más complicados aún, los poemas con palabras que empiezan todas por una misma vocal, como hizo Quevedo con la a en un soneto raro), los jeroglíficos, los laberintos 22. Véase la bibliografía recogida sobre esas producciones en el primer cap. del presente volumen, «Barajas poéticas en la Edad de Oro», supra, p. 21, nota 2. 23. Cf. Beaumatin, 1988. Véase también el número doble de la revista Anthropos dedicado a Georges Pérec (núm. 134-135, julio-agosto 1992).

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de letras, etc. Todas estas composiciones, que participan tanto de la coerción como de la diversión, se presentan como unos Esfuerzos del ingenio literario24 pocas veces acertados. Esa literatura calificada de «incómoda» por el traductor español de los Exercices de style de Queneau, esa literatura «esforzada» que entronca con las nugae difficiles del español Marcial, esa literatura en fin trabajosa «intensifica al máximo su talante lúdico, lo cual significa, como es necesario en todo juego, que éste se lleva a cabo con absoluta seriedad»25. Insólita pero indudablemente lúdica (más por ser la aplicación rígida de unas reglas que por ser jocosa), esa literatura resulta casi siempre insustancial, si se prescinde del ingenioso esfuerzo del compositor, auctor ludens. La cuestión está obviamente en la dificultad por superar, en el reto, en la apuesta. Se trata, en efecto, de un auténtico juego; pero de un juego cerrado, al cual se juega para ganar («a ver si soy / si tú eres / capaz de escribir una novela sin la A»). Reto, apuesta consigo mismo o con los colegas. Sobre la base de estas disposiciones suscritas, de toda una serie de obligaciones e interdicciones perfectamente aceptadas, empieza y termina el juego. La obra (por llamarla así) no pasa de ser una partida más o menos lograda. Juego cerrado también el certamen académico, así como el vejamen universitario26. Juego cerrado, la justa literaria, con la preeminencia de uno de los cuatro elementos que configuran la definición del juego según Roger Caillois: el agón, o competición27. Juego igualmente cerrado –aunque menos evidente a primera vista– la literatura a lo divino. Afirma Dámaso Alonso que esa literatura «forma un inmenso arrastre de dos siglos, y se sitúa, con toda naturalidad, en el

24. Este es el título de un grueso volumen, entre repertorio y antología de ese tipo de composiciones, publicado por Carbonero y Sol y Merás, 1890. Sobre la «literatura como alarde de ingenio» en la España de los siglos xvi y xvii, véase Green, trad. española, 1969, tomo III, pp. 504-508. 25. Fernández Ferrer, 1993, p. 32. La traducción de los Exercices de style de Queneau viene precedida por una amplia introducción, bien documentada (pp. 11-41). 26. Véanse los textos recogidos y comentados por Egido, 1984 y Madroñal, 2005. 27. Caillois, 1958 (en la ed. de 1967, pp. 45-91). Los otros tres elementos son: el alea (azar), el ilinx (vértigo), la mimicry (simulacro). Convendría preguntarse en qué proporción interviene cada cual en los diversos tipos de literatura que pueden concebirse y practicarse.

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centro vital de las letras y del espíritu de España»28. Me parece que no se ha puesto suficientemente de relieve el carácter fundamentalmente lúdico de gran parte de esos contrafacta. Porque, si acaso en quienes los componían y divulgaban había una intención didáctica, es poco probable que esa intención fuera primordial. No aspirarían principalmente a instruir, a catequizar. Un poeta profesional como Alonso de Ledesma compuso parodias a lo divino como un ejercicio poético más, «hablando a fuer de tahúr»29. Al fin y al cabo, esa literatura también fue una moda. Alonso de Bonilla, «la maravilla octava del Parnaso», según Lope de Vega, aspiraba a «juntar devoción y galas». Y a lo mismo aspiraban por supuesto todos aquellos poetas que, en certámenes o en ocasiones menos públicas, atendieron más a las «galas» que a la «devoción», considerando una contrahechura a lo divino como un elegante e inocuo juego de sustituciones. Poesía de disparates, lipogramas, contrafacta y demás ejercicios o esfuerzos del ingenio, estas son formas (a veces extravagantes) de literatura como pasatiempo y, por tanto, como juego de diversión gratuita y hueca. Juego evidentemente cerrado. Juego casi siempre explícito. Pero, en puridad, el juego que resulta más atractivo e interesante es el juego que se disimula como tal. Lo mismo que resulta más atractiva e interesante –y por supuesto menos aburrida– la literatura que no se reduce a la aplicación concienzuda de unas cuantas reglas bien establecidas y aceptadas de antemano. Ya es tiempo de que pasemos a examinar algún que otro juego literario abierto. *

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28. Alonso, 1950 (en la ed. de 1962, p. 227). Véase además Wardropper, 1958, pp. 205-232. 29. Cf. Ledesma, en el «Prólogo al lector» de su Romancero y monstro imaginado, 1616: «Assí que consejos, y donayres te los enquaderno en vn cuerpo, juntando lo dulce con lo prouechoso, a fin de que lo vno te aduierta, y lo otro te diuierta. […] hablando a fuer de tahúr, no me podré quexar del naype, sino de mi descarte, pues diciéndome tan bien a lo Diuino, quise mudar juego» (citado por Pérez Lasheras, 1995, p. 24). Sobre este el carácter jocoso de este Romancero, véase Cazalbou, 1994.

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En rigor, cualquier obra maestra de la literatura merece examinarse, en su concepción y elaboración, como un juego abierto, es decir, como un juego que no se cifra en la consecución de un resultado previsible. Y también puede leerse como un juego evidentemente abierto a diversas interpretaciones. Así, por ejemplo, el Lazarillo de Tormes. Estupendo ejemplo, desde luego, anunciado como tal y como término de la cronología al revés evocada entre paréntesis en el título de esta exposición. Francisco Rico, exigente editor y sagaz exégeta de la primera novela picaresca española, no duda en considerarla como un juego. Un juego analizado como una hábil fullería desde el primer apartado, el primer epígrafe (¿inconscientemente borgiano?) de un estudio fundamental que ha dedicado a dicha novela: «Los naipes del tahúr»30. Esa novela, para Rico (a quien, por cierto, me conformaré con citar), es una invención total sobre la base de una trampa. La trampa consiste en aprovecharse de la insólita verosimilitud del relato (la famosa carta) y ofrecérselo a los lectores como si fuera verdadero: El autor del Lazarillo se propuso precisamente ese objetivo: presentar la novela –cuando menos, presentarla– como si se tratara de la obra auténtica de un auténtico Lázaro de Tormes. No simplemente un relato verosímil, sino verdadero. No realista: real. [Siendo por entonces las cartas] una variedad expresiva reservada para la narración de hechos reales, […] el embozo de carta, por tanto, garantizaba al Lazarillo una inicial presunción de veracidad. Así, provisionalmente, el contexto nos dicta una primera hipótesis cuya validez debemos ir contrastando en el texto; el autor del Lazarillo aspiraba a hacer al lector víctima de una superchería. Una superchería con matices, una superchería irónica y para bien, pero superchería al cabo. Porque a la ficción no se juega sin un pacto previo, sin convenir de antemano en unas reglas. Y, en los preliminares de la partida, nuestro novelista era un tahúr y repartía los naipes tramposamente, sin que se le hubiera admitido la ventaja: recurría al excipiente neutro de la prosa, prestaba a Lázaro un género o vehículo de comunicación habitual en la vida diaria, prescindía de las marcas específicas de la literatura31. 30. Rico, 1987 (en la ed. de 1988, pp. 153-180). Se recordará que Borges había redactado un ensayo titulado Los naipes del tahúr, que destruyó en 1921 (cf. supra, p. 208). 31. Ibíd., pp. 154-155.

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En eso consiste esencialmente el juego del Lazarillo: siendo ficción, infringe por esos visos de realidad las condiciones normales de la ficción. Ya no se trata de un ejercicio de estilo realizado según las reglas al uso. Es un nuevo tipo de ficción: «una ficción que no podía descartarse [¡ineludible, desde luego, el léxico de los naipes!] como simple “mentira”, sino que debía ser abordada como si fuera “verdad”, [proponiendo] el placer de descubrir la experiencia cotidiana en tanto invención». Y, si hay ejercicio, es «diestro ejercicio de ilusionismo», que convierte el como si de la fábula en «clave primaria» de la novela, «mostrando el deleite de reencontrar la vida diaria como artificio». Y, haciendo hincapié en lo fecundo de ese juego (muy abierto, como se verá por sus amplísimas perspectivas), Rico termina con estas observaciones: «En nuestro fin de siglo, en el fin de todos los fines de siglo, descreemos del ideal de la novela realista. Sentimos o dudamos la novela en otros términos; y, sobre todo, recelamos de las certezas y de las recetas del realismo. Quizá por eso, porque la primera historia del historiador es la propia, nos gusta pensar que la novela realista nació, en el Lazarillo de Tormes, como una falsificación, como una paradoja y como un juego»32. Para documentar e ilustrar más envites del talante literario, aunque solo fuera a retazos, podría seguir vendiendo lo que otros me han regalado. Se me perdonará, sin embargo, la reincidencia porque no puedo menos que evocar aquí la lectura que de la gran novela cervantina hace Torrente Ballester en un ensayo que ostenta un título que no puede ser más explícito: El «Quijote» como juego33. Este ensayo ha tenido aparentemente poca aceptación en el gremio de los cervantistas; el mismo autor lo ha sentido amargamente y ha esbozado alguna hipótesis al respecto, que parece verosímil34. La lectura de Torrente Ballester (que no es un amateur, un mirón, como nosotros, sino un profesional, un tahúr, como el autor del Lazarillo o el propio Cervantes) es la siguiente: don Quijote es una representación, un juego de Alonso Quijano, que consiste en hacer como si dejara de ser Alonso Quijano para ser –o hacer de– otro. La lógica 32. Ibíd., pp. 177-180. 33. Torrente Ballester, 1975 (reeditado con «otros ensayos críticos» en 1984 y 2004). 34. Véase el muy esclarecedor artículo-reseña de Castilla del Pino, 1980.

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de la figuración del personaje obliga a que esta sea, por parte de Alonso Quijano, un juego. Y, siendo la lógica del juego una lógica del como si, don Quijote nunca deja de ser Alonso Quijano, pero además hace de don Quijote. Con lo cual se consigue un juego en su doble acepción de juego: unas veces un juego que se toma en serio; otras, un juego-diversión. Cuando se da esta segunda modalidad, el lector tiene la impresión de que el autor juega con él, dejándole entrever que el propio don Quijote juega consigo mismo y con los demás, o sea, que hace efectivamente como si. El análisis de Torrente Ballester no se deja fácilmente resumir. En algunos aspectos, resulta discutible y por tanto puede servir de punto de partida para otros análisis35. Pero pone de relieve que el juego de Cervantes es un juego innovador, que abre enormes perspectivas al arte de novelar (cf. su afirmación en el prólogo del Quijote: «no quiero irme con la corriente al uso» o, en el de las Novelas ejemplares: «yo soy el primero que he novelado en lengua castellana»). Frente al juego sucio de Avellaneda, cerrado sobre sí mismo en una tosca imitación, el juego creativo de Cervantes en la segunda parte de su genial novela es un envite renovado. Y si, en sus novelas cortas, su «intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos [i.e. un juego de billar], donde cada uno pueda llegar a entretenerse», no por eso ha desistido de «decir verdades, que, dichas por señas, suelen ser entendidas» porque «algún misterio tienen escondido que las levanta». El juego creativo de Cervantes genera un abierto juego lectivo. También podría aducirse el juego gongorino de la alusión y elusión, sagazmente analizado por Dámaso Alonso en uno de sus primeros trabajos sobre el poeta cordobés. «Cierto que aludir y eludir –escribía el maestro– son funciones necesarias en toda verdadera poesía: que ésta no existe sin atraer a nuestro juego (al-ludere) elementos lejanos e impalpables, ni sin burlar o esquivar por completo

35. Pueden consultarse, entre otros, los trabajos de Martínez-Bonati, 1978, El Saffar, 1980 y Scham, 2014. Asimismo, eventualmente, Étienvre, 2016, passim. Se recordará que el cap. 6 del famoso libro de Bloom sobre El canon occidental (trad. española, 1995) está dedicado a Cervantes, con el título de «El juego del mundo».

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(e-ludere) algunos de los que la realidad nos ofrece»36. Este juego creativo, que requiere la complicidad y participación de nuestro juego lectivo, es un juego peligroso. Corre el riesgo propio de la novedad y de la experimentación. Juego con suma exigencia por parte del poeta de las Soledades. Reto casi imposible, y triunfo. Hechizo de los versos. Muy acertadamente lo dijo Jorge Guillén, ya citado en el presente volumen: «Lo que nos conduce a Góngora es, en definitiva, lo que nos separa de él: su terrible pureza, el lenguaje poético. Bien está así. Valía la pena que alguien se jugase la vida a esa carta. Nadie se la ha jugado con más fortuna que Góngora, éxito maravilloso»37. Ese «jugarse la vida» está muy presente en los creadores conscientes de los albures del quehacer literario. Pedro Salinas lo puso de relieve en un breve estudio sobre la poesía de Unamuno, con una serie de imágenes sacadas del juego38. Y un malogrado novelista contemporáneo, en una reflexión sobre su propio trabajo, un «Retrato del escritor que se juega la vida», no dudaba en afirmar que el riesgo es «el concepto más significativo en literatura, […] una actitud ética vital e intelectual ante el hecho literario»39. El incógnito autor del Lazarillo, Cervantes, Góngora, cada cual a su manera, se han atrevido al riesgo innovador que un «curioso» lector de hoy privilegia como un criterio fundamental, hasta el punto de no encontrar ninguna obra maestra que escape a ese talante jugador. Pero esa aptitud para el juego, supuestamente invertida en la inmediatez, no excluye una mirada hacia el pasado más o menos reciente. La disposición para el envite supone, además de un buen conocimiento de las reglas, una práctica asidua de los garitos al uso. Vale decir que el juego literario es intertextual. Las nuevas partidas se escriben pensando en las antiguas, más bien para desquitarse que 36. Alonso, 1928 (en la ed. de 1960, pp. 92-113 [la cita, p. 111]; empieza el artículo rotundamente por estas palabras: «Todo el arte de Góngora consiste en un doble juego»). 37. Guillén, 1962 (en la ed. de 1969, p. 93). 38. Salinas, 1958 (en la ed. de 1967, pp. 316-324). 39. Gabriel y Galán, 1990, p. 76. Más sosegada es la relación entre la vida y la literatura, como juego, en Carmen Martín Gaite (cf. Jurado Morales, 2018). Sobre la «dignidad literaria» del juego en Rayuela y, de manera general, en la obra de Julio Cortázar, sobre el juego como «instrumento de creación y exploración artística dúctil y provechoso», véanse unas atinadas reflexiones de Vargas Llosa (2019).

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para repetirlas. La noción de intertextualidad tiene evidentemente mucho que ver con el juego, siempre que se considere como la azarosa e inteligente valoración de lances anteriores. No se trata de fuentes ni de influencias. De la misma manera que el mejor juego es el que se disimula como tal, la mejor literatura es la que se nutre secretamente de lecturas, de muchas lecturas. El juego literario no puede ser, por tanto, un placer solitario. Es un diálogo con los libros leídos anteriormente, y con los futuros lectores. Es un homenaje hacia los primeros, y una apuesta ante los segundos. Y el saber jugar con más o menos acierto este juego arriesgado define una personalidad literaria, un estilo propio. Un estilo entendido como el manejo artificioso de la lengua dentro de una tradición determinada, con las consabidas deudas, con las tomas de distancia más o menos conscientes, con las ironías respecto a los modelos preexistentes. Un estilo propio, sí. Un estilo que, como afirmaba el enterizo Flaubert, es por sí solo una manera absoluta de ver las cosas40. Luego –y por fin– viene el juego de la lectura. «¿Por qué escribí?», se preguntó un día Gil de Biedma, para quien «la vida iba en serio», como sabemos. «Al fin y al cabo, lo normal es leer», contestó con mucha sensatez41. Leer silenciosamente, procurando que no se nos escapen demasiadas cosas. Siempre se nos escapan algunas, y más aún si median siglos entre la época de redacción de lo que leemos y el momento de nuestra lectura. Se nos escapan de manera más subrepticia con textos contemporáneos, aparentemente más asequibles. La literatura –o la lectura literaria que, a estas alturas, viene a ser lo mismo– no proporciona un plaisir du texte que podría reducirse a una ingenua y lega voluptuosidad. La literatura no es en absoluto una actividad solitaria. Supone una sabia y sutil complicidad, un privilegio parcialmente compartido. Quien sabe escribir disimula su arte de escribir. Quien escribe un texto disimula en parte el contexto de su escritura, los instrumentos de su taller personal. Da unas claves, pero esconde otras. Conque me atrevería a proponer, precisamente al arrimo del juego, esta definición provisional –y, 40. Flaubert, Correspondance, carta a Louise Colet, el 16 de enero de 1852: «[…] le style étant à lui tout seul une manière absolue de voir les choses» (en la ed. de 1980, tomo II, p. 31). 41. Gil de Biedma, 1982 (última adición de Las personas del verbo).

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por cierto, intertextual–, entre balzaciana y barthesiana: la literatura es el mundo de las alusiones perdidas42.

42. Definición que me atreví a proponer unos años (1994) antes de leer, bajo la pluma de Compagnon (2000), esta, más radical: «la littérature est le cimetière des allusions perdues» (p. 244).

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A modo de epílogo Gentleman Claudio (recordando a Claudio Guillén)

Universidad Complutense, Facultad de Filología, 8 de mayo de 2007

Entre todos los amigos muertos a quienes nunca acabaremos de echar de menos, Claudio era el que más manifestaba la alegría de vivir. Y, si bien uno de sus primeros artículos (allá por el año 1957, ¡hace medio siglo!) se titulaba «Estilística del silencio», a él le gustaba hablar, conversar, alternar. Compartir, en fin, esa alegría de vivir. Apenas voy a comentar aquí, en este Homenaje a Claudio Guillén. Perspectivas del comparatismo en España y Europa, su inmensa labor académica. Otros lo han hecho y otros lo harán, con más autoridad y pertinencia que yo. Tan solo quisiera, con esta breve intervención preparada en el petit matin de un largo día de despacho y reuniones, evocar, de modo personal e incluso anecdótico, un par de encuentros con nuestro entrañable compañero. La última vez que me encontré con Claudio fue una tarde de marzo de 2003. Un jueves, día de sesión en la Real Academia Española, en la que acababa de ingresar. Estaba yo tomando un té con una amiga en el Palace (una de mis querencias kitsch en Madrid) cuando vi entrar a Claudio, con dos confrères, en el salón –en aquel salón donde naciera, veinte años antes, la amistad de Leonard Cohen y Enrique Morente en torno al «Pequeño vals vienés» lorquiano». Nada más descubrir que yo estaba ahí, Claudio se acercó con la cara descompuesta y abriendo sus inmensos brazos para anunciarme

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la muerte de nuestro común amigo Xomin. Apenas hablamos. El fallecimiento de Domingo Ynduráin nos causaba un dolor punzante, que nos dejaba mudos. ¿Para qué hablar, por cierto? Y ¿cómo hablar de la muerte, entre ajena y propia, sin incurrir en la trivialidad? Estilística, y ética del silencio. Nuestro primer encuentro había sido, afortunadamente, mucho más esperanzador. Fue en la Casa de Velázquez, cuando estaba yo ahí de secretario; consta la fecha de ese encuentro (9-III-1989) en la dedicatoria de un ejemplar de El primer Siglo de Oro que me regaló en su visita. Mi elección como catedrático en la Sorbona era todavía reciente, causando la sorpresa de todos y el sentir de algunos. Además, para mayor revuelo, no iba a incorporarme en la próxima rentrée; era por tanto deseable que hubiera un sustituto para el siguiente año académico. Me hacía ilusión que ese sustituto fuera Claudio. Aquella vez, sí que hablamos. De la universidad, de los colegas, de los seminarios y de las clases. Y de París, por supuesto. De París, su ciudad natal. A él también le hacía ilusión. Pero, luego, por motivos personales, tuvo que declinar la invitación, y renunciar a lo que para él era algo como un sueño: ir como catedrático a la Sorbona, ahí donde su padre había estado como lector durante más de cinco años, entre 1917 y 1923. Tampoco pudieron otros dos colegas, posteriormente solicitados, aceptar dicha invitación. Finalmente quien me sustituyó, yendo y viniendo desde Barcelona, fue Alberto Blecua, cuya cordialidad no había menguado desde nuestros veranos juveniles en Jaca. Volvimos a encontrarnos, Claudio y yo, unos cinco años más tarde, en octubre de 1994, en Santiago de Compostela, con motivo del X Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada. Los temas de aquel simposio eran tres: paisaje, juego y multilingüismo. A Claudio le habían encargado una conferencia plenaria sobre el primer tema, y presentó una espléndida reflexión sobre «El hombre invisible: paisaje y literatura en el siglo xix». Yo diserté sobre el juego, hilvanando observaciones acerca de los «Envites del talante literario», con unas pretensiones teóricas que merecieron el benévolo interés de Claudio. Recuerdo una larga conversación que tuvimos sobre el particular al día siguiente de mi intervención mientras íbamos dando un paseo otoñal por la ciudad. Sus

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preguntas, que en realidad eran discretas objeciones, desembocaban todas en sugerencias, abrían caminos. Así sabía –y solía– estar Claudio con sus interlocutores, manifestando esa congénita generosidad intelectual que le libraba de la más mínima arrogancia académica. Lo que yo siempre admiré, y sigo admirando, en Claudio Guillén es su preocupación natural por las diversas maneras de «pensar la literatura» (la fórmula era suya, con ese verbo «pensar» en transitivo, que después se estiló tanto). Pensar, pues, la literatura, para ser capaces de interrogar los textos, preguntarles sobre nuestro destino y pedirles más que una diversión. Su método era, con el bagaje de una erudición impecable, guardar una inquietud crítica y cultivar una exigencia radical que le permitiera alcanzar, a través de sus lecturas, la dimensión profunda de nuestro vivir. Vivir, siempre vivir. La vida, la literatura. Y viceversa, en la muy variable contigüidad y continuidad entre las dos, pero sin que la una fuera un plagio de la otra. Más bien las dos caras de una misma moneda. La moneda del auténtico humanista. Su «divisa», en los dos sentidos de la palabra. No estará de más recordar que aquel hijo del exilio, cuya madre era francesa de familia judía, se alistó voluntario antes de que por edad le correspondiera para luchar contra Hitler. Lo que ha estado pensando y escribiendo después en sus libros es lo mismo que traducía aquel gesto: no hay salvación si la barbarie se impone. En la reflexión e investigación de Claudio Guillén, nunca faltaba la perspectiva histórica como trasfondo de su exigencia teórica y de su análisis crítico. Este planteamiento, deliberadamente integrador, siguió vigente en sus últimos años, tanto en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, «De la continuidad. Tiempos de historia y cultura» (2003), como en su postrer libro, De leyendas y lecciones (terminado pocos meses antes de su muerte). Para él, la literatura nunca dejó de ser un espacio de convivencia, una morada habitable en cualquier país y nación, según cualquier tradición y cultura. Una morada, por tanto, literalmente múltiple. Me refiero, por supuesto, a esas Múltiples moradas (1998), ese espléndido «Ensayo de literatura comparada», que reúne unos cuantos trabajos anteriores bajo uno de esos títulos que Claudio Guillén sabía inventar como nadie. El trabajo que abre esa enjundiosa miscelánea es El sol de los desterrados, un librito publicado tres años

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antes (1995) y cuya brevedad resultaba tan engañosa como su tamaño. Era desde luego muy oportuna la reedición de ese texto (pulcramente revisado por el mismo autor) porque es, en realidad, a la vez una honda reflexión teórica sobre el exilio en la literatura y una amplísima ilustración del tema a partir de unos muy variados ejemplos, con unos visos de autobiografía en la filigrana de algunas páginas. Pero quiero hacer hincapié, ya que estamos hablando de multiplicidad habitable, en otro trabajo igualmente recogido en dicha miscelánea, al final de la misma. Se trata de un texto de 54 páginas, publicado justamente el año anterior bajo un título que revela de antemano un debate: Europa, ciencia e inconsciencia (1997). Ahí Claudio Guillén presentaba un verdadero manifiesto, llamando a construir «una Europa no simplificada, ni trivializada, ni uniforme, sino compuesta en lo posible de mutuas relaciones cognoscitivas, es decir, de inteligencias reunidas». Casi veinte años antes, en sus Teorías de la historia literaria (1989), había escrito lo siguiente: «No hay más remedio que reconocer que Europa no coincide con Occidente, y que las dimensiones propias de aquella han sido más reducidas y matizadas, por decirlo así, que las de este». En esa confesión radicaba ya su fe en la «inteligencia de la multiplicidad» para reconstruir culturalmente la morada europea, y él mismo obraba en ese sentido desde la literatura comparada –«entre lo uno y lo diverso», según reza el título de su fundamental introducción a dicha disciplina– con un entusiasmo solvente y una lucidez militante. Hoy echamos de menos esa lucidez crítica, siempre presente detrás del entusiasmo. Pero guardamos la imagen de ese caballero singular a quien Xomin, con una expresión muy suya, calificaba de «noble elegantemente desmadejado». No hemos de olvidar la sonrisa ancha e inmediata, la manera de hablar entre suave y presta, ni el talante jocoserio de ese gran intelectual europeo, semicompatriota de un tal Molière que decía: «On ne meurt qu’une fois, / et c’est pour si longtemps». Hasta siempre, gentleman Claudio.

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Nota de procedencias

I. Barajas poéticas en la Edad de Oro Ponencia [«El juego como lenguaje en la poesía de la Edad de Oro»] presentada en el «IV Seminario Edad de Oro» de la Universidad Autónoma de Madrid (mayo de 1984) y publicada en la revista Edad de Oro, IV, 1985, pp. 47-69. Texto recogido, con añadidos, en mis Márgenes… (1990), pp. 13-31.

II. Los pasos perdidos del peregrino en las Soledades Conferencia leída en el coloquio internacional Forme dell’esilio (Venecia, Università Ca’ Foscari, abril de 1995) y publicada en Archipiélago. Cuadernos de Crítica de la Cultura, Barcelona, núms. 26-27, invierno de 1996, pp. 105-110.

III. Soledad y las Soledades

melancolía.

Perfiles

de melancolía en

Ponencia presentada en el coloquio internacional Da Góngora a Góngora (Università degli Studi di Verona, octubre de 1995) y publicada en las actas de dicho coloquio, Pisa, Edizioni ETS, 1997, pp. 193-204.

IV. Más allá de Mallarmé. El paradigma gongorino en la Francia del siglo xx Conferencia leída en el Foro Anual «Góngora y el siglo xx» (Córdoba, noviembre de 2000) y publicada en Góngora Hoy IV-V, Córdoba: Diputación de Córdoba, 2004, pp. 55-71.

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V. Quevedo ludens: la letra del tahúr Ponencia presentada en el coloquio internacional Las fuentes de la invención en Quevedo. Homenaje a don José Manuel Blecua (Universidad de Santiago de Compostela, julio de 1998) y publicada en La Perinola. Revista de Investigación Quevediana, núm. 3, 1999, pp. 121-142.

VI. En

los umbrales de los

Sueños:

entre provocación

y juego

Ponencia [«Le prologue ou la provocation: sur la périgraphie des Sueños de Quevedo»] presentada en el coloquio internacional Le livre et l’édition dans le monde hispanique (xvie-xxe siècles). Pratiques et discours paratextuels (Université Stendhal-Grenoble III, noviembre de 1991) y publicada en las actas de dicho coloquio, ibíd., 1992, pp. 115-127. Texto traducido y refundido en Sobre Quevedo y su época. Homenaje a Jesús Sepúlveda, Ciudad Real: Universidad de Castilla-La Mancha, 2007, pp. 445-456.

VII. Castigo y venganza en La Dorotea Conferencia leída en el «IV Congreso Internacional Lope de Vega. El Lope de senectute (1622-1635)», (Universitat Autònoma de Barcelona-Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona, noviembre de 2002) y publicada en las actas de dicho congreso, Anuario Lope de Vega, VIII, 2002 [2004], pp. 19-34.

VIII. Lope «fiscal de dos patrias del Fénix

la lengua» en

La Dorotea

o las

Ponencia presentada en el «XXIII Seminario Edad de Oro» de la Universidad Autónoma de Madrid (marzo de 2003) y publicada en la revista Edad de Oro, XXIII, 2004, pp. 295-309.

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Nota de procedencias

IX. Más acá de la nada. Huecos y vacíos en la escritura barroca

Conferencia plenaria en el «XIV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas» (Nueva York, julio de 2001), publicada en las actas de dicho congreso, 2 tomos, Newark, Juan de la Cuesta-Hispanic Monographs, 2004, t. II, pp. 11-26.

X. Primores de lo jocoserio Ponencia presentada en el coloquio internacional Pensar la literatura española (Madrid, Casa de Velázquez, junio de 2003) y publicada en las actas de dicho coloquio, Bulletin Hispanique, 106, núm. 1, 2004, pp. 235-252.

XI. La literatura Lazarillo)

como juego

(de Gil

de

Biedma

al

Conferencia plenaria en el «X Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada» (Universidad de Santiago de Compostela, octubre de 1994), publicada en las actas de dicho simposio, Paisaje, juego y multilingüismo, 2 tomos, ibíd., 1996, t. I, pp. 31-47.

A modo de epílogo. Gentleman Claudio (recordando Claudio Guillén)

a

Texto leído en el acto académico Homenaje a Claudio Guillén. Perspectivas del comparatismo en España y Europa, organizado el 8 de mayo de 2007 por la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid y la Sociedad Española de Literatura General y Comparada. Texto inédito.

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Índice onomástico

Abarca de Bolea, Ana: 21, 231. Academia pítima contra la ociosidad: 24 (n. 11). Aguilar Piñal, Francisco: 194 (n. 33), 231. Alas, Leopoldo [«Clarín»]: 201, 231. Alcides: 136. Alemán, Mateo: 104. Alessi, Giovanni: 185 (n. 7). Alfaro Fournier, Félix: 42 (n. 53), 231. Alfonso X el Sabio: 64. Alonso, Dámaso: 42, 43 (n. 56), 60, 69, 80 (n. 22), 90, 94 (n. 5), 145, 178, 185, 188, 215, 219, 231. Alonso Hernández, José Luis: 41 (n. 52), 231. Alonso Maluenda, Jacinto: 30, 36, 231. Alvar, Manuel: 26 (n. 18), 231. Álvarez de Miranda, Pedro: 155 (n. 40), 249. Álvarez de Toledo y Pellicer, Gabriel: 196. Alzieu, Pierre: 33, 232. Amada y Torregrosa, José Félix de: 186. André, Marius: 73-77, 80, 232. Andreu Celma, José María: 190 (n. 23), 232. Ángulo y Pulgar, Martín de: 75.

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Anthologie bilingue de la poésie espagnole: 71 (n. 4), 232. Antonio, Luis: 31, 214, 232. Aquilano, Serafino: 9, 201, 232. Arcipreste de Hita: 188, 201. Arellano, Ignacio: 31 (n. 29), 232, 251. Argensola, Bartolomé Leonardo de: 24, 153, 168, 232. Argensola, Lupercio Leonardo de: 153. Aristóteles: 128, 211. Arquímedes: 129. Arrabal, Fernando: 39 (n. 48). Arredondo, María Soledad: 20. Artigas, Miguel: 37, 100, 232. Ascálafo: 65. Asensio, Eugenio: 17, 93, 94, 119 (n. 1), 232. Astrana Marín, Luis: 251. Aub, Max: 39 (n. 48), 232. Auctor ludens: 204 (n. 2), 233. Austria, Juana de: 42 (n. 54). Avellaneda: véase Fernández de Avellaneda Ávila, Francisco Javier: 121 (n. 8), 233. Ávila, Gaspar de: 30 (n. 27), 233. Ayala, Francisco: 162, 233. Ayguals de Izco, Wenceslao: 198. Azorín [Martínez Ruiz, José]: 184, 199.

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Bajtin, Mijail: 198, 233. Balzac, Honoré de: 222. Barral, Carlos: 211. Barrios, Miguel de: 28, 29 (n. 24 y 25), 233. Barthes, Roland: 73, 89, 175 (n. 49), 222, 233. Bataillon, Marcel: 43 (n. 57), 80, 233. Battaglia, Salvatore: 185 (n. 7). Battisti, Carlo: 185 (n. 7). Baudelaire, Charles: 17 (n. 5), 55, 64, 69, 233. Bayod Brau, Jordi: 248. Beaumatin, Éric: 214 (n. 23), 233. Bègue, Alain: 194 (n. 31), 233. Béjar, duque de: 45, 51, 53. Benegasi y Luján (padre e hijo): 196 (n. 36). Bénichou, Paul: 77. Benveniste, Émile: 212 (n. 19), 233. Berchtold, Jacques: 238. Bergamín, José: 22 (n. 2), 69, 169 (n. 30), 178, 234. Bergson, Henri: 79. Bermejo Cabrero, José Luis: 120 (n. 5), 234. Bermúdez y Carvajal, Fernando: 123. Bernès, Jean-Pierre: 234. Bierce, Ambrose: 159, 181, 234. Blanco, Mercedes: 65 (n. 30), 180 (n. 67), 200 (n. 44), 234, 257. Blecua, Alberto: 224. Blecua, José Manuel: 34 (n. 35), 38 (n. 46), 40 (n. 49), 42 (n. 55), 95 (n. 8), 123, 228, 234, 257. Bleiberg, Germán: 184, 190, 201 (n. 47), 234. Bloom, Harold: 219 (n. 35), 234.

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Bolaños, María: 255. Bolaños Donoso, Piedad: 256. Bonamí: 146. Bobadilla, Magdalena de: 57. Bonilla, Alonso de: 216. Borges, Jorge Luis: 9, 67 (n. 32), 89, 174 (n. 48), 188, 208, 217 (n. 30), 234. Borja, Francisco de: 42 (n. 54). Borsari, Elisa: 20. Boscán, Juan: 146. Bosque, Ignacio: 193 (n. 30). Buendía, Felicidad: 251. Burguillos (Maestro): 147. Burton, Robert: 56, 65. Bussell Thompson, B.: 253. Butor, Michel: 89 (n. 41), 204 (n. 2). Cabo Aseguinolaza, Fernando: 251. Caillois, Roger: 14, 71 (n. 4), 215, 234. Calabrese, Omar: 211 (n. 18), 234. Calderón, Rodrigo: 60. Calderón de la Barca, Pedro: 168 (n. 28). Campo, Pedro del: 196 (n. 36). Canavaggio, Jean: 193 (n. 29), 234, 235. Cancionero de Estúñiga: 25. Cancionero de la Academia de los Nocturnos de Valencia: 24 (n. 11), 235. Cancionero general: 25, 235. Capmany, Antonio de: 198, 235. Carbonero y Sol y Merás, León María: 215 (n. 24), 235. Carmona, Ángeles: 39 (n. 48), 235. Caro, Rodrigo: 18, 192 (n. 28), 235.

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Índice onomástico

Carreira, Antonio: 47 (n. 7), 49 (n. 13), 58 (n. 11), 100 (n. 20), 235, 240. Carse, James P.: 212, 235. Cascales, Francisco: 177 (n. 56). Cassou, Jean: 74, 77, 78, 79, 83, 235. Castilla del Pino, Carlos: 208 (n. 34), 236. Castillo, Diego del: 37 (n. 44), 236. Castillo, Hernando del: 25, 236. Castillo, Julia: 28 (n. 22). Castro, Américo: 201 (n. 47). Catulo: 121. Cazalbou, Renaud: 216 (n. 29), 236. Celestina: 201. Cervantes, Miguel de: 18, 19, 56, 79, 94, 96, 115, 123, 160, 162164, 168, 170, 171, 174 (n. 45), 176, 177, 192, 199, 214, 218220, 236. Chamorro, María Inés: 41 (n. 52), 236. Char, René: 20 (n. 7), 181 (n. 69), 236. Chavarría Vargas, Emilio: 196 (n. 36), 236. Chevalier, Maxime: 21 (n. 2), 188, 236. Cicerón: 153, 188. Cid, Jesús Antonio: 240. Cirot, Georges: 80 (n. 22). Clarín: véase Alas, Leopoldo. Close, Anthony: 193 (n. 29), 237. Cocteau, Jean: 70, 78 (n. 18), 8385, 237. Cohen, Leonard: 233. Colette, Simonie-Gabrielle: 73. Colina, José de la: 14 (n. 3), 237. Colón, Germán: 103, 237.

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Columela: 149. Compagnon, Antoine: 14, 15 (n. 4), 107 (n. 1), 180 (n. 66), 191 (n. 27), 222 (n. 42), 237. Concolorcorvo: 186. Copello, Fernando: 29 (n. 24), 237. Coquelet, Louis: 165 (n. 13). Cordoba, Pedro: 62 (n. 21), 237. Corominas, Joan: 169 (n. 32), 237. Correa Calderón, Evaristo: 243. Cortanze, Gérard de: 87, 237. Cortázar, Julio: 220 (n. 39). Couste, Alberto: 25, 237. Covarrubias, Sebastián de: 48 (n. 11), 56 (n. 5), 58 (n. 12), 59 (n. 14), 60, 105, 162, 170, 171, 173, 178, 237. Cros, Edmond: 104 (n. 32 y 33), 237, 238. Cruz: véase Juan de la Cruz. Cueva, Juan de la: 23. Cuevas, Cristóbal: 258. Curtius, Robert: 188, 238. Cusa, Nicolás de: 201, 211. Daix, Pierre: 82 (n. 25). Dante Alighieri: 47, 69. Darío, Rubén: 71. Darmangeat, Pierre: 81, 85 (n. 34), 238. Daudet, Léon: 73. Dauphiné, James: 85 (n. 34). Dávalos, Rodrigo: 27, 28. Deguy, Michel: 85, 86 (n. 37). Dehennin, Elsa: 73, 238. Deleuze, Gilles: 161, 238. De Ley, Herbert: 204 (n. 2), 238. Demócrito: 134, 135, 191. Demócrito áureo…: 238. Demonte, Violeta: 193 (n. 30).

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Desnos, Robert: 84, 85, 238. Désordes du jeu…: 204 (n. 2), 238. Deyanira: 136. Diccionario de literatura española: 184, 238. Diccionario de términos literarios: 184, 239. Diccionario del español actual: 70 (n. 3), 239. Dicta Catonis: 188. Díaz de Rivas, Pedro: 48, 66 (n. 31). Díaz Migoyo, Gonzalo: 180 (n. 65), 238. Díaz Plaja, Guillermo: 185 (n. 6), 238. Dido: 137. Díez Garretas, María Jesús: 25 (n. 14), 26 (n. 17), 239. Dolan, Kathleen Hunt: 57 (n. 8), 239. Dornau, Gaspard: 187. Duflo, Colas: 204 (n. 2), 239. Duport, Roberto: 113. Durán, Agustín: 30 (n. 26). Durand, François: 72. Dürer, Albert: 65. Echeverría, Javier: 204 (n. 2), 239. Eco, Umberto: 49, 239. Egido, Aurora: 191 (n. 26), 215 (n. 26), 239, 243. Eguren Gutiérrez, Luis Javier: 204 (n. 2), 239. Éloge de rien dédié à personne: 165 (n. 13). El Saffar, Ruth: 219 (n. 35), 239. Eneas: 137. Escobar, Luis de: 23, 239. Escudero, Juan Manuel: 251. Esfuerzos del ingenio literario: 215.

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Espinel, Vicente: 35 (n. 37), 239. Esquilache, príncipe de: 52. Estacio: 153. Esteban, Claude: 85 (n. 33). Estébanez Calderón, Demetrio: 184, 240. Estebanillo González (La vida y hechos de…): 116, 240. Estobeo: 144. Étienvre, Françoise: 198 (n. 39), 240. Europa (diosa): 62. Facetiae facetiarum: 186, 187. Faetón: 62. Fasquel, Samuel: 26 (n. 18), 189 (n. 19), 240. Feijoo, Benito Gerónimo: 173, 187, 196, 197, 240. Felipe II: 42 (n. 54), 84, 162. Felipe IV: 198. Fernández de Avellaneda, Alonso: 219. Fernández de Costantina, Juan: 27, 240. Fernández de Rozas, Gabriel: 37, 240. Fernández Ferrer, Antonio: 215 (n. 25), 241. Fernández Gómez, Carlos: 155 (n. 40), 241. Fernández-Guerra y Orbe, Aureliano: 40 (n. 50), 241. Ferrara, duque de: 120. Ferraz Martínez, Antonio: 199 (n. 40), 241. Fillaudeau, Bertrand: 204 (n. 2), 241. Flaubert, Gustave: 17, 180, 190, 221, 241. Flournoy, Théodore: 192 (n. 28). Foa, Sandra M.: 142 (n. 4), 241.

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Índice onomástico

Forcione, Alban K.: 168 (n. 28), 241. Foucault, Michel: 19, 109 (n. 4), 159, 241. Foulché-Delbosc, Raymond: 21 (n. 2), 25 (n. 13), 27 (n. 21), 72, 75, 241. Francisco Javier, San: 24. Friedrich, Hugo: 70 (n. 2), 241. Fumaroli, Marc: 56 (n. 2), 241. Furet, François: 183. Gabriel y Galán, José Antonio: 220 (n. 39), 242. Ganimedes: 61. Gaos, Vicente: 236. García Aguilar, Ignacio: 26 (n. 18), 242. García de Enterría, María Cruz: 23 (n. 8), 242. García Gómez, Ángel M.: 191 (n. 26), 242. García Lorca, Federico: 55 (n. 1), 58, 59, 60, 84, 159, 180, 223, 242. García Morales, Justo: 25 (n. 14), 242. García Santo-Tomás, Enrique: 126 (n. 18), 242, 253. García Valdés, Celsa Carmen: 251. Garcilaso de la Vega: 13, 145, 146, 151, 211. Gardel, Carlos: 208. Gendreau-Massaloux, Michèle: 86 (n. 37). Genette, Gérard: 14 (n. 2), 22 (n. 6), 89, 108 (n. 3), 242. Gesner, Conrado: 144. Gil de Biedma, Jaime: 17, 204211, 213, 221, 229, 242. Gimbert, Anne: 237. Giménez Caballero, Ernesto: 78.

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Goebel-Schilling, Gerhard: 204 (n. 2), 243. Goethe, Wolfgang: 69. Gómez de la Serna, Ramón: 22 (n. 2), 130 (n. 26), 190 (n. 22), 243. Gómez Tejada de los Reyes, Cosme: 164-165, 243. Goncourt (hermanos): 73. Góngora, Luis de: 15, 16, 33, 37, 39, 40, 42, 43 (n. 56), 4553, 55-67, 69-91, 94, 100, 145, 146, 148, 152, 162, 163, 174 (n. 49), 177, 178, 199-200, 219220, 243. González de Godoy, Pedro: 194, 243. González de la Serna, Ismael: 79, 81. González de Salas, José Antonio: 186, 188-192, 197, 199. González Palencia, Ángel: 30 (n. 26), 253. Gourmont, Rémy de: 72, 90. Gracián, Baltasar: 13, 16, 26, 99, 152-153, 156, 160, 162, 166169, 170-172, 174-175, 181, 190, 193, 198, 243. Gracián, Gaspar: 24 (n. 11). Gracián, Pedro: 167. Gracián Dantisco, Lucas: 105 (n. 34), 243. Greco, El: 83, 84. Green, Otis Howard: 215 (n. 24), 243. Güell, Monique: 249. Guevara, Antonio de: 155 (n. 40). Guillén, Claudio: 17, 46 (n. 2), 118, 223-226, 229, 244. Guillén, Jorge: 15, 52, 70, 74, 75, 77 (n. 16), 95, 112, 220, 224, 244.

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Guinness, Gerald: 233. Güiraldes, Ricardo: 72 (n. 5), 244. Henriot, Jacques: 204 (n. 2), 244. Heráclito: 134, 191. Herrera, Fernando de: 145. Hoffmann, Detlef: 42 (n. 53 y 54), 244. Hölderlin, Friedrich: 82, 86. Horacio: 125, 151, 197. Horozco, Sebastián de: 34, 244. Huarte de San Juan, Juan: 56. Huergo Cardoso, Humberto: 177 (n. 55), 244. Huerta Calvo, Javier: 235. Hugo, Victor: 63. Huizinga, Johann: 14, 22, 244. Hurley, Andrew: 233. Hurtado de Mendoza, Diego: 153. Hurtado Torres, Antonio: 23, 244. Ícaro: 48, 62, 63. Infantes, Víctor: 22 (n. 3), 26 (n. 17), 204 (n. 2), 245. Inman Fox, Edward: 249. Iriarte, Tomás de: 197. Jaccottet, Philippe: 86, 245, 256. Jammes, Robert: 21 (n. 2), 33, 46 (n. 1), 50 (n. 16), 51 (n. 17), 61 (n. 19), 63, 66 (n. 31), 71 (n. 4), 85, 86, 87 (n. 37 y 38), 90 (n. 44), 100 (n. 21), 177 (n. 55), 245. Jardiel Poncela, Enrique: 173. Jauralde, Pablo: 251. Jáuregui, Juan de: 50, 176. Jerez de los Caballeros, marqués de: 250. Joly, Monique: 189, 245.

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Jouve, Pierre-Jean: 70, 82, 83, 169 (n. 31), 245. Juan de la Cruz, San: 76, 161 (n. 3). Juliá Martínez, Eduardo: 31 (n. 29), 36 (n. 41), 231. Jullien, Vincent: 173 (n. 41), 245. Júpiter: 61, 62. Jurado Morales, José: 220 (n. 39), 245. Keats, John: 55, 65. Kipling, Rudyard: 82. Klibansky, Raymond: 61 (n. 20), 64 (n. 27), 245. Lacan, Jacques: 73, 89. La Fontaine, Jean de: 9. Lafuma, Louis: véase Pascal. Lara Garrido, José: 35 (n.37). Larbaud, Valery: 72 (n. 5), 79. Lasarte, Pedro: 24 (n. 10), 246. Lasperas, Jean-Michel: 120 (n. 4), 154 (n. 37), 246. La Tour, Georges de: 6. Layna Ranz, Francisco: 196 (n. 37), 246. Lazarillo de ciegos caminantes: 186. Lazarillo de Tormes: 105, 192, 203, 204, 217-218, 220, 246. Lázaro Carreter, Fernando: 45, 48 (n. 10), 178 (n. 59), 246. Ledesma, Alonso de: 57 (n. 7), 61 (n. 19), 216, 246. Ledesma, Manuel: 24 (n. 11). Leenheer, Jan de: 187 (n. 13). Leibniz, Gottfried W.: 161. Leide, Alfred: 22 (n. 3), 246. León Hebreo: 152. Leví, Daniel: 246 véase Barrios. Levis Mano, Guy: 81. Lezama Lima, José: 89 (n. 41).

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Índice onomástico

Libro de buen amor: 201. Libro del juego de las suertes: 25, 246. Licofrón: 78. Lida, Raimundo: 113, 246. Lissorgues, Yvan: 33, 246. Lope de Vega: véase Vega, Lope de. Lopez, François: 183. López de Úbeda, Francisco: 43 (n. 57). López Grigera, Luisa: 251. López Poza, Sagrario: 253. López Quintas, Alfonso: 204 (n. 2), 247. Lorca: véase García Lorca, Federico Lorenzo Martín, Lorenzo: 237. Lucio Espinosa y Malo, Félix de: 169. Lucken, Christopher: 238. Ly, Nadine: 66, 71 (n. 4), 120 (n. 4), 131 (n. 30), 177 (n. 56), 232, 246, 247. Madroñal, Abraham: 215 (n. 26), 247, 251. Magazine littéraire: 87, 255. Magne, Frédéric: 86 (n. 37). Mallarmé, Stéphane: 15, 69-91, 180, 247. Marañón, Gregorio: 83, 84, 247. Marcial: 215. Marcilly, Charles: 85 (n. 34). Marías, Julián: 184, 247. Marino, James A. G.: 203 (n. 2), 247. Márquez Villanueva, Francisco: 133 (n. 36), 141 (n. 1), 247. Marrast, Robert: 71 (n. 4), 247. Marsé, Juan: 211. Marteau, Robert: 86 (n. 37). Martí Grajales, Francisco: 235.

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Martín Gaite, Carmen: 220 (n. 39). Martín-Santos, Luis: 164 (n. 11), 247. Martínez Arancón, Ana: 48 (n. 9), 50 (n. 15), 51 (n. 18), 247. Martínez-Bonati, Félix: 219 (n. 35), 247, 248. Mascarada joco-seria…: 195 (n. 35), 248. Matamoro, Blas: 208 (n. 10), 248. Maurras, Charles: 73 (n. 9). Mayorga, Ana Cristina: 20. McGaha, Michael: 239. Medinaceli, duque de: 97. Menéndez Pidal, Ramón: 185, 248. Mexía, Ferrán: 26. Mexía, Pedro: 155 (n. 40). Meyer, Doris L.: 109 (n. 5). 248. Micó, José María: 47 (n. 6), 49 (n. 13), 50 (n. 14), 248. Milán, Luys: 25, 248. Millé, Juan: 43 (n. 56), 47 (n. 5), 49 (n. 13), 58-59 (n. 12), 60 (n. 15), 63 (n. 23), 64 (n. 27), 200 (n. 43), 248. Milner, Zdislas: 72, 77, 79, 81, 248. Miomandre, Francis de: 72, 79, 80, 90, 248. Moix, Ana María: 192 (n. 28). Molho, Maurice: 46 (n. 2), 59, 85 (n. 34), 248. Molière: 226. Molinos, Miguel de: 169, 248. Moll, Jaime: 119 (n. 2), 248. Monge, Félix: 200, 248. Montaigne, Michel de: 19, 56, 118, 191, 249. Montale, Eugenio: 82. Montemayor, Jorge: 24.

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Montero de Espinosa, Román: 37. Montero Reguera, José: 120 (n. 4), 249. Montesinos, José F.: 126, 146, 161 (n. 2), 176 (n. 52), 249, 257. Moore, Marianne: 210. Moraleja y Navarro, José Patricio: 194. Morby, Edwin S.: 121 (n. 6), 125, 131 (n. 31), 142 (n. 2), 145, 150 (n. 20), 152 (n. 28), 249, 257. Morente, Enrique: 223. Morreale, Margherita: véase Gracián Dantisco. Morros, Bienvenido: 120 (n. 5), 249. Moura, Beatriz de: 211. Murat, Michel: 245. Navarro Durán, Rosa: 21 (n. 2), 25 (n. 14), 246, 249. Nerval, Gérard de: 65, 85. Nocera, Gigliola: 249. Oleza, Joan: 232. Orozco, Emilio: 145, 146 (n. 10), 249. Ortega y Gasset, José: 184, 199, 249. Osorio, Elena: 122, 242. Ossola, Carlo: 169 (n. 31), 249. Palma, Ricardo: 74. Panofsky, Erwin: 249. Papín, Pierres: 40 (n. 50). Parker, J. H.: 141 (n. 1), 249, 250. Pascal, Blaise: 173, 177, 250. Patout, Paulette: 71 (n. 4), 72 (n. 5), 250. Peláez Pérez, Victor Manuel: 23 (n. 7), 250.

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Pellicer, José: 121, 122 (n. 9), 145, 148, 155, 195 (n. 35), 250. Pellier, Christelle: 20. Pelorson, Jean-Marc: 74 (n. 11). Peral Vega, Emilio: 235. Pérec, Georges: 214 (n. 23) Pérez, Louis C.: 23 (n. 7), 250. Pérez de Herrera, Cristóbal: 23, 250. Pérez de Montalbán, Juan: 141. Pérez de Montoro, José: 193, 194 (n. 31), 195. Pérez Gómez, Antonio: 250. Pérez Lasheras, Antonio: 189 (n. 19), 200 (n. 43), 201 (n. 49), 216 (n. 29), 250. Periñán, Blanca: 21 (n. 2), 250. Petrarca, Francesco: 47, 69. Picard, Michel: 204 (n. 2), 250. Picasso, Pablo: 81, 82, 83, 88. Pitollet, Camille: 74. Pizzorusso, Arnaldo: 180 (n. 66), 250. Plutón: 62, 65. Poesía erótica del Siglo de Oro: 33 (n. 32), 250. Poliantea: 144. Pomès, Mathilde: 76, 80 (n. 21). Ponce Cárdenas, Jesús: 235. Pope, Randolph D.: 209 (n. 12), 251. Portalegre, conde de: 57. Poteet-Bussard, Lavonne C.: 123 (n. 13), 251. Pretel, Hernando: 24 (n. 11). Príncipe, Miguel Agustín: 198. Proserpina: 62, 65. Queneau, Raymond: 215, 251. Quevedo, Francisco de: 15, 16, 17, 34, 37, 40, 42, 93-106, 107118, 160, 162-164, 166, 170,

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Índice onomástico

171, 178-180, 186, 189, 191, 195, 197, 204, 251. Quintiliano: 153. Quiñones de Benavente, Luis: 186, 188, 189, 251. Rabaté, Philippe: 179 (n. 63), 235, 252. Rabelais, François: 117, 188. Rat, Maurice: véase Montaigne. Rath, Sura P.: 204 (n. 2), 252. Rey, Alfonso: véase Quevedo (1992). Rey de Artieda, Andrés: 24, 252. Reyes, Alfonso: 71 (n. 4), 72 (n. 5), 73, 75, 76, 252. Reyes de la Rosa, José: véase Ruiz Pérez (2006). Reyes Peña, Mercedes de los: véase Mascarada joco-seria… Ribas Massana, Albert: 173 (n. 41), 252. Rico, Francisco: 191 (n. 26), 192 (n. 29), 204 (n. 3), 217-218, 236, 252, 257. Riley, Edward C.: 56 (n. 5), 193 (n. 29), 252. Rimbaud, Arthur: 88. Rivera de Rosales, Jacinto: 168 (n. 28), 252. Rivers, Elías L.: 193 (n. 29), 252. Rodríguez de la Flor, Fernando: 161 (n. 4), 164 (n. 12), 252. Rodríguez Marín, Francisco: 57, 200, 253, 257. Rolland-Simon: 82. Romancero general: 29-30, 253. Romera-Navarro, Miguel: 243. Romero, Carlos: 236. Roncero, Victoriano: 253. Rosal, Francisco del: 189 (n. 18), 253.

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Rosales, Luis: 36 (n. 39), 164 (n. 11), 253. Rosas de Oquendo, Mateo: 24. Rosell, María: 232. Roses, Joaquín: 174 (n. 47), 253. Rossi, Aldo: 232. Roubaud, Jacques: 90-91, 253. Rozas, Juan Manuel: 35 (n. 38), 119, 145, 147, 253, 257. Ruiz Pérez, Pedro: 62 (n. 21), 174 (n. 46), 176 (n. 52), 194 (n. 31), 204 (n. 2), 205 (n. 4), 253. Rustant y Campo-Raso, Vicente: 165 (n. 13). Saavedra Fajardo, Diego de: 64 (n. 27), 129 (n. 25), 253. Saint-Simon, duque de: 172, 253. Salcedo Coronel, García de: 39, 102, 254. Salgado, María: 199 (n. 42), 254. Salinas, Pedro: 220, 254. Salustio: 188. Sánchez, Francisco: 164, 178. Sánchez de Badajoz, Diego: 42. Sánchez de Badajoz, Garci: 27, 254. Sánchez Regueira, Manuela: 28 (n. 23). Sánchez Robayna, Andrés: 69 (n. 2), 254. Sanchis-Banus, José: 85 (n. 34). Sandoval, Sancho de: 96. San Felipe, marqués de: 196. Sapera, Juan: 113. Sarduy, Severo: 89 (n. 41), 174 (n. 49), 254. Sarmiento Lasuén, José: 192 (n. 28). Saturno: 61, 64. Saussure, Ferdinand de: 209 (n. 12), 254.

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Saxl, Fritz: 61 (n. 20), 254. Sayas Ravaneda y Ortubia, Diego de: 21 (n. 1). Scham, Michael: 219 (n. 35), 254. Schiller, Friedrich: 14. Schoettke, Stefan: 238. Schott, Kaspar: 187. Schwartz Lerner, Lía: 135 (n. 42), 254. Seco, Manuel: 70 (n. 3), 186 (n. 8), 254. Seghers, Pierre: 81. Senabre, Ricardo: 163 (n. 9), 254. Sepúlveda, Jesús: 228. Serralta, Frédéric: 37 (n. 43), 254. Serres, Michel: 212 (n. 21), 254. Sesé, Bernard: 85 (n. 34). Shakespeare, William: 56. Sieber, Harry: 236. Siles, Jaime: 178 (n. 58), 254. Silva, Juan de: 57. Smith, Paul Julian: 89 (n. 43), 177 (n. 56), 184, 255. Sobejano, Gonzalo: 231. Solís, Antonio de: 28, 255. Sollers, Philippe: 88-90. Soto y Marne, Francisco de: 197. Soufas, Teresa S.: 57 (n. 8), 255. Spariosu, Mihai: 203 (n. 2), 255. Spitzer, Leo: 47, 94 (n. 4). Starobinsky, Jean: 64, 175 (n. 49). 245, 255. Strosetzky, Christoph: 253. Tácito: 188. Tamayo de Vargas, Tomás: 145. Tapié, Alain: 246. Tarsia, Paolo Antonio: 97, 255. Teresa, Santa: 155 (n. 40). Terracini, Lore: 163 (n. 9), 255. Thibaudet, Albert: 75-79.

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Thomas, Lucien-Paul: 72-73, 8081, 90. Tiempos de melancolía…: 174 (n. 46), 255. Tito Livio: 188. Tomás de Aquino, Santo: 211. Torre, Fernando de la: 25, 26, 41. Torre y Sevil, Francisco de la: 21 (n.1), 26, 255. Torrente Ballester, Gonzalo: 218, 256. Torres Campalans, Jusep: 39 (n. 48). Torres Villarroel, Diego de: 94, 196 (n. 36), 256. Torrubia, José: 197. Trésor de la langue française: 72, 73 (n. 6 y 8), 256. Tritsmans, Bruno: 204 (n. 2), 256. Tropé, Hélène: 235. Trueblood, Alan S.: 56 (n. 3 y 5), 122 (n. 11), 131, 132 (n. 32), 145, 256. Turner, François: 86 (n. 37). Unamuno, Miguel de: 220. Ungarretti, Giuseppe: 70, 86, 178, 256. Urzáinqui, Inmaculada: 197 (n. 38), 256. Valdivielso, Josef de: 165. Valencia, Felipe: 174 (n. 6), 256. Valencia, Pedro de: 43 (n. 56). Valéry, Paul: 71, 76, 78, 79, 175 (n. 49), 256. Vallejo, César: 204. Vanités dans la peinture…: 172 (n. 40), 246. Vargas Llosa, Mario: 220 (n. 39), 256.

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Índice onomástico

Vega, Lope de: 16, 24, 39 (n. 48), 52, 53, 119-140, 141-157, 200201, 257. Velázquez, Diego: 82, 159. Verlaine, Paul: 65, 71. Vervuert, Klaus: 20. Vida y hechos de Estebanillo González: 116, 240. Vila, Juan Diego: 174 (n. 45), 257. Vilanova, Antonio: 47 (n. 3), 257. Vilhán: 18, 23. Villamediana, conde de: 35, 36, 40 (n. 50), 96, 100, 257. Villanueva, Darío: 203. Villon, François: 85. Violante Picon, Isabel: 86 (n. 36), 178 (n. 58), 257. Vita, Sergio F.: 174 (n. 45), 258.

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Vossler, Karl: 56 (n. 3), 258. Wardropper, Bruce W.: 216 (n. 28), 258. Weiner, Jack.: 34 (n. 34). Wickersham Crawford, J. P.: 30 (n. 27). Wilson, Edward M.: 80 (n. 22), 194, 258. Ynduráin, Domingo: 33 (n. 31) 224, 226, 251, 258. Zabaleta, Juan de: 37 (n. 44), 96, 258. Zerari, Maria: 78 (n. 17), 257, 258.

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