Entre caudillos y multitudes. Modernidad estética y esfera pública en Bolivia y Perú, siglos XIX y XX. 9788484897927, 9783954873395, 8484897923

En un proceso histórico que abarca gran parte del siglo XIX y al menos la primera mitad del xx, el caudillismo, las comu

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Spanish; Castilian Pages 180 [189] Year 2014

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Entre caudillos y multitudes. Modernidad estética y esfera pública en Bolivia y Perú, siglos XIX y XX.
 9788484897927, 9783954873395, 8484897923

Table of contents :
ENTRE CAUDILLOS Y MULTITUDES. MODERNIDAD (...)
PÁGINA LEGAL
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN. “HOMBRES REPRESENTATIVOS”: (...)
CAPÍTULO 1 DEL SIGLO XIX AL XX: (...)
CAPÍTULO 2 AISLAMIENTO Y SUBJETIVACIÓN: (...)
CAPÍTULO 3 IDOLATRÍAS POLÍTICAS: ESTÉTICA (...)
CAPÍTULO 4 “UNA MANO ESTOICA Y FRÍA”: DUELO (...)
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE ONOMÁSTICO

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Roberto Pareja

Entre caudillos y multitudes Modernidad estética y esfera pública en Bolivia, siglos XIX y XX

IBEROAMERICANA VERVUERT

BIBLIOTECA DIGITAL TEXTOS SOBRE BOLIVIA TEXTOS SOBRE LA HISTORIA POLÍTICA, TEORÍA POLÍTICA Y GEOPOLÍTICA, RELACIONES EXTERIORES, DE ALGUNOS DE LOS PRESIDENTES DE LA REPÚBLICA DE BOLIVIA, SU GESTIÓN Y ADMINISTRACIÓN, ESTRUCTURA ADMINISTRATIVA DEL ÓRGANO EJECUTIVO, DESCENTRALIZACIÓN, HISTORIA MILITAR Y DE LA POLICÍA, BATALLAS, GUERRAS INTERNACIONALES, LOS PROBLEMAS DEL RÍO LAUCA Y LAS AGUAS DEL SILALA, LA GUERRA CIVIL O FEDERAL Y GUERRILLA LA GUERRA DEL PACÍFICO 1879 - 1884 FICHA DEL TEXTO Número de identificación del texto en clasificación Bolivia: 6370 Número del texto en clasificación por autores: 38109 Título del libro: Entre caudillos y multitudes. Modernidad estética y esfera pública en Bolivia, siglos XIX y XX Autor (es): Roberto Pareja Editor: Iberoamericana – Vervuert Derechos de autor: Depósito Legal: M-28112-2014; ISBN: 978-84-8489-792-7; ISBN: 978-3-95487-339-5 Año: 2014 Ciudad y país: Madrid – España Número total de páginas: 188 Fuente: https://ebiblioteca.org/?/ver/146473 Temática: Entre caudillos y multitudes. Modernidad estética y esfera pública en Bolivia, siglos XIX y XX

Roberto Pareja ENTRE CAUDILLOS Y MULTITUDES Modernidad estética y esfera pública en Bolivia, siglos xix y xx

JUEGO DE DADOS Latinoamérica y su Cultura en el xix 3 De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo “Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los niños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera imagen de América”

CONSEJO EDITORIAL William Acree Washington University in St. Louis Christopher Conway University of Texas at Arlington Pura Fernández Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid Beatriz González Stephan Rice University, Houston Francine Masiello University of California, Berkeley Alejandro Mejías-López University of Indiana, Bloomington Graciela Montaldo Columbia University, New York Andrea Pagni Universitaet Erlangen-Nuernberg Ana Peluffo University of California, Davis

Roberto Pareja

ENTRE CAUDILLOS Y MULTITUDES MODERNIDAD ESTÉTICA Y ESFERA PÚBLICA EN BOLIVIA, SIGLOS XIX Y XX

Iberoamericana – Vervuert – 2014

Derechos reservados © Iberoamericana, 2014 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2014 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-792-7 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-339-5 (Vervuert) Depósito Legal: M-28112-2014 Impreso en España Diseño de cubierta: Marcela López Parada Ilustración de cubierta: Melchor María Mercado, El Mariscal de Ayacucho haciendo nacer las ciencias y las artes de la cabeza de Bolivia, 1841-1869, Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia. Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

Índice

Agradecimientos ................................................................

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Introducción. “Hombres representativos”: sujeto político, caudillos y multitudes ............................................................

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Capítulo 1. Del siglo xix al xx: transformaciones del hombre representativo y del caudillo ....................................................

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Capítulo 2. Aislamiento y subjetivación: el retiro metafórico de la política en La isla de Manuel María Caballero ..............................

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Capítulo 3. Idolatrías políticas: estética del caudillaje y esfera pública en la obra de Rigoberto Paredes .....................................

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Capítulo 4. “Una mano estoica y fría”: duelo simbólico y constitución subjetiva en la obra de Franz Tamayo .......................

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Bibliografía .......................................................................

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Índice onomástico ..............................................................

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Agradecimientos

Agradezco a mi familia, colegas y amigos la generosidad, el tiempo, la paciencia. A Irina Feldman, compañera de ruta y lectora perspicaz. A Soledad y Víctor Inti, por darme energía cuando más la necesitaba. Este libro surgió de la tesis doctoral que defendí en Georgetown University bajo la dirección de Horacio Legrás. Quiero agradecer a Horacio su continuo apoyo y confianza y una máxima ética de nuestra profesión, que reverberó durante la escritura de este libro: que en el campo de la teoría y la crítica uno debe enfrentarse con la historia y, de alguna manera, reescribirla. A Javier Sanjinés, lector de mi tesis, y sin cuyo seminal trabajo sobre el “mestizaje ideal” en Franz Tamayo no habría sido posible plantear algunas preguntas que hace este libro. A Fernando Unzueta y Hernán Pruden les agradezco sus atinados comentarios a versiones preliminares del capítulo 3 de este libro. A Josefa Salmón, por invitarme a presentar una ponencia en la Bolivian Film Festival and Conference realizada en las universidades de Loyola y Tulane en 2012. Esa ponencia se publicó como “‘La luz del conocimiento los hará libres’. Escritura, ideología e interpelación en Juan de la Rosa de Nataniel Aguirre y Juanito sabe leer de Jorge Ruiz” en el número monográfico sobre cine boliviano de la Revista de Investigaciones sobre Bolivia/Bolivian Research Review en abril de 2013. Agradezco a la revista la autorización para reproducir parte de ese material en el capítulo 1 de este libro. A Marcia Stephenson, que me invitó a participar en el panel “La regeneración de la ciencia en Bolivia durante el siglo xix” durante el Congreso de la Asociación de Estudios Bolivianos realizado en Sucre en agosto de 2013, y en el cual pude compartir algunas ideas que aparecen en el capítulo 2 sobre Manuel María Caballero.

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La oportunidad de discutir con otros bolivianistas fue fundamental en esta etapa de la escritura. A Martha E. Mantilla, directora de la Eduardo Lozano Latin American Collection en Pittsburgh University, por su hospitalidad y apoyo el verano de 2013 durante mi investigación sobre folletos bolivianos del siglo xix y principios del siglo xx. A Marcela Inch, directora del Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia durante mi viaje de investigación a Sucre en 2011. A Patricia Alandia, directora de la revista Página y Signos en la Universidad Mayor de San Simón de Cochabamba, por invitarme a disertar el año 2011 sobre lecto-escritura y subjetividad política en Franz Tamayo; parte de ese material aparece en el capítulo 4. Las siguientes instituciones financiaron o apoyaron de diversas maneras la investigación: Middlebury College con su generoso apoyo a mis viajes a Bolivia para presentar en conferencias y visitar archivos; el U. S. Department of Education y el Center for Latin American Studies en Pittsburgh University, que permitieron mi estadía de investigación en la Eduardo Lozano Latin American Collection; la Whiting Foundation por financiar mi viaje de investigación en archivos de Lima y Sucre. A mis colegas del Departamento de Español y Portugués en Middlebury College. A Patricia Saldarriaga y Miguel Fernández, que leyeron el proyecto de este libro y me dieron consejos útiles para guiar la escritura del manuscrito. A los participantes en el Grupo de Lectura sobre Teoría Crítica y la Work-in-Progress Series: Fernando Rocha, Luis H. Castañeda, Judith Sierra-Rivera, Marcos Rohena-Madrazo e Irina Feldman. A los alumnos de mi seminario de pregrado “Cultura nacional y espacio: arte, narrativa y viajes de exploración en Bolivia y Perú durante el siglo xix” del otoño de 2012 por aportar una mirada fresca al siglo xix y sus problemas. Finalmente, y no menos importante, a Simón Bernal en Iberoamericana Editorial Vervuert, por su cuidadoso trabajo de edición.

Introducción “Hombres representativos”: sujeto político, caudillos y multitudes “Ambición miserable, sed de mando

el ánsia de oropeles y de incienso” (Nataniel Aguirre, “A Bolivia”) “El que habita con otros en el mismo barrio, casa, o pueblo. Se llama también al que tiene casa y hogar en un pueblo, y contribuye en él en las cargas y repartimientos, aunque actualmente no viva en él. Significa también el que ha ganado domicilio en un pueblo, por haber habitado en él tiempo determinado por la ley. Cercano, inmediato, próximo”. (Definiciones de “vecino” tomadas del Diccionario de Autoridades, 1739)

Durante visitas de trabajo a Bolivia, cuando comenzaba la investigación preliminar para la tesis de doctorado que dio origen a este libro, algunas personas mostraban sorpresa ante mi interés por los caudillos decimonónicos. En una ocasión le comenté a una de mis amistades que, entre otros temas, quería escribir sobre Mariano Melgarejo (Tarata, 1820-Lima 1871), aquel “tirano romántico”, como lo llamó el novelista franco-argentino Max Daireaux. Añadí enseguida que me interesaba rescatar a este personaje del juicio de los historiadores para cuestionar el “mito” del caudillaje. La perplejidad de mi interlocutor dio paso casi inmediatamente a una sugerencia: “¿Melgarejo?... ¿Por qué no escribes sobre alguien más representativo?”. Evidentemente, la historia de los caudillos militares del siglo xix, muchos de los cuales fueron presidentes de facto o constitucionales, es parte del currículo escolar en Bolivia y ha entrado en la cultura popular gracias a diversas vulgarizaciones de la historiografía nacional. Mi interlocutor era consciente de que, a diferencia de otros caudillos que han sido “rehabilitados” desde una perspectiva historiográfica nacionalista, el caso de Manuel Isidoro Belzu es el más notable (Irurozqui/ Peralta 2000:13-15), Melgarejo permanece marginado al ámbito de la novela histórica o del anecdotario trivial. Había, sin embargo, algo más que un simple escrúpulo intelectual en el rechazo de mi interlo-

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cutor. La repugnancia moral que se asomaba en su sugerencia parecía advertir que no era posible poner a Melgarejo, y en general a los caudillos, junto a los hombres que han alcanzado un estatus “representativo”. Mi interlocutor expresaba con su comentario la extendida opinión de que existe una brecha ética (y, como veremos, estética) insalvable entre el caudillo, indisciplinado, irracional, supuestamente ajeno a las preocupaciones de la res publica, y aquellos individuos que participan legítimamente en la esfera pública a través del debate racional sobre los negocios del Estado. La tensa contradicción entre estos dos dramatis personae, el caudillo bárbaro y el hombre representativo (en sus encarnaciones de industrial, intelectual o estadista), construye una narrativa del desarrollo de la nación que tiene un peso innegable hasta hoy.1 En un proceso histórico que abarca gran parte del siglo xix y al menos la primera mitad del xx, el caudillismo, las comunidades indígenas y las masas de artesanos mestizos de las ciudades, fueron progresivamente imaginados por las élites como un resabio corporativo de la Colonia que la época republicana debía trascender. La constitución del sujeto político en el horizonte nacional imaginado por las élites pasaba por la apropiación de prácticas y técnicas desarrolladas en la Antigüedad estoica y la tradición cristiana que, paradójicamente, en el nuevo contexto de modernización neocolonial e ideología republicana, tenían la función de asegurar la transición desde el régimen colonial a la modernidad política y económica. Al centro de las técnicas de subjetivación aparecen el cuerpo y las percepciones, conformando un campo de prácticas que constituyen lo que Foucault llamó “estética de la existencia” (Foucault 1990: 10-11; 89-93), que, en los textos estudiados, se opone frontalmente a los modos de constitución política de lo que voy a llamar la “estética del caudillaje”. 1 Al analizar problemas específicos de los procesos de modernización en sociedades tradicionales H. C. F. Mansilla repite una argumentación, común desde principios de siglo xx entre los intelectuales bolivianos, que opone un modo de subjetivación colectiva, con raíces en el mundo indígena y en la cultura política colonial, al sujeto individual de la modernidad occidental. Según esta perspectiva, el autoritarismo y el populismo modernos son, al menos en parte, legados de las civilizaciones precolombinas, de la tradición ibero-católica, y de la imitación acrítica de la modernidad occidental. La imagen del caudillo mestizo y bárbaro aparece a cada paso, implícita y explícitamente, en este paso desde la tradición a la modernidad. Véase El desencanto con el desarrollo actual, especialmente su tratamiento de la Revolución Nacional de 1952, y la influencia de la cultura popular y las mentalidades pre-modernas en la democracia contemporánea (2006: 113-134, 137-163, 165-1881).

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Con el objetivo de iluminar la condición imbricada de estas figuras y cuestionar las identidades dicotómicas construidas en el discurso de los intelectuales que se perpetúan en la cultura popular, voy a seguir el hilo de esta narrativa en textos literarios (novela y poesía) e historiográficos, en ensayos sociológicos y pedagógicos, y en documentos oficiales relativos a las condiciones socioeconómicas del país, desde la creación de la república en 1826 hasta la década inmediatamente posterior a la Guerra del Chaco (1932-1935). Este estudio esta dividido en cuatro capítulos. El primero comienza con el Informe sobre Bolivia que el viajero naturalista Joseph Barclay Pentland (Irlanda, 1797-Londres, 1873) envió al gobierno británico en 1826 después de la aprobación del texto constitucional de la nueva república. Considerado un documento fundacional de la historia económica del país, el Informe ha sido pocas veces estudiado desde una perspectiva político-cultural. Enfocándome en el modo en que Pentland presenta la figura del presidente Antonio José de Sucre como un hombre representativo, examino el requisito de “idoneidad” que su informe exige de los funcionarios públicos como modo central en la conformación de la subjetividad política liberal. Pentland revisa la historia de la recientemente creada república y emite juicios relevantes para el desarrollo de la narrativa del hombre representativo y su conflicto con los emergentes caudillos. Sucre, el Mariscal de Ayacucho, fue una figura reverenciada por la élite política e intelectual que se instaló después de la derrota en la Guerra del Pacífico (1879) con un ambicioso proyecto de reorganización político-social. En 1896 el presidente de la república, Mariano Baptista, convocó a un concurso de poesía para honrar el centenario de Sucre y que iba a acompañar un monumento a su memoria. Entre los poemas premiados podemos leer sonetos marmóreos en los que Sucre es la encarnación de la ley y, por ende, el modelo de hombre público en oposición a los otros militares que gobernarán después de él (Certamen nacional 1897). En esa tradición se ubica la escritura poética de Nataniel Aguirre, más conocido como autor de Juan de la Rosa. Memorias del último soldado de la independencia (1885), novela considerada texto fundacional de la literatura nacional. En una serie de textos poéticos el autor de Juan de la Rosa produce imágenes que serán fundamentales en la conformación de la identidad del caudillo como el oponente sensual y demagógico del hombre representativo y, aún más, como el pretendiente que rivaliza por obtener la atención erótica y política de Bolivia, personificación femenina de la nación. Esta galería

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de hombres representativos continúa con la figura del industrial José Avelino Aramayo a través de dos biografías: una escrita en 1891 por Ernesto Rück, la otra en 1941 por Carlos Medinaceli. Analizo las “tecnologías del yo” (Foucault 1988) que el texto biográfico atribuye al personaje biografiado y que lo constituyen como sujeto político capaz de representar la soberanía de la comunidad política, en clara oposición al caudillo pasional e irracional cuya intervención política es causante del caos y la anarquía. Las biografías ubican a Aramayo, en diferentes momentos, en los márgenes de la comunidad, aislándolo de sus semejantes, como el profeta que se retira al desierto antes de regresar a predicar la buena nueva de la modernidad. En el capítulo 2, dedicado a la novela La isla (1864) de Manuel María Caballero, introduzco un rasgo central del mito del hombre representativo: la separación o aislamiento del individuo como momento constitutivo en el proceso de subjetivación. En su exilio isleño del lago Poopó, los personajes de la novela, miembros de una familia del patriciado, se someten a prácticas y técnicas que, en el caso del padre, mantienen una disciplina ya adquirida en años de experiencia y, en el caso de la hija, inician un proceso de subjetivación que, a pesar de enfatizar la solidaridad esencial entre la estética y la moralidad, termina en la catástrofe del suicidio. En los entretelones de esta, en apariencia típica, tragedia romántica se vislumbran las sombras de la política caudillista. Finalmente, en los capítulos 3 y 4 estudio la obra de dos intelectuales esenciales del siglo xx boliviano, Manuel Rigoberto Paredes y Franz Tamayo. La consideración cuidadosa de la obra historiográfica, sociológica y folclorista de Paredes permite extraer una teoría de la transición socio-histórica de la época colonial a la república y la función que el caudillo y el hombre representativo cumplen en esa narrativa. En Política parlamentaria. Estudio de psicología colectiva (1911), en sus ensayos históricos sobre los presidentes-caudillos y en sus estudios folclóricos, este intelectual y político desarrolla una doctrina abarcadora de las causas determinantes de la formación social boliviana. Se le ha dado bastante peso, y con sobrada razón, a la retórica de la degeneración racial en la obra de Paredes; sin embargo, mi estudio, tomando en cuenta los trabajos anteriores y profundizándolos, prefiere indagar en el rol que la narrativa del hombre representativo y su constitución corporal y estética, en constante tensión con las tradiciones representativas del caudillaje, ha tenido en forjar una determinada idea de la nación boliviana.

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Tomo, por ejemplo, el concepto de idolatría, que en el discurso cientificista de Paredes tiene evidentemente un sesgo de atavismo o degeneración racial aplicado a la población indígena y mestiza, y lo analizo a la luz de la genealogía del hombre representativo y el caudillo que he propuesto en las secciones previas. En el caso de Tamayo me detengo en su opera prima, las Odas (1898), además de una serie de textos de polémica social y política, entre los cuales analizo Creación de la pedagogía nacional, colección de artículos de prensa de 1910 sobre las reformas educativas, Crítica del duelo (1912) y Para siempre!, un folleto de 1942 dedicado a refutar ciertos juicios, que él consideraba difamatorios, sobre su vida privada, sus actos políticos y su formación intelectual. En todos estos textos, a pesar de la diferencia de género discursivo y de tema, emerge la narrativa del hombre representativo, sus modos de constitución subjetiva, y el peligro que encarna el caudillaje como subjetividad degradada. Un análisis detallado de los artículos pedagógicos de Tamayo revela cómo la estética sirve de base en la constitución de los sujetos ideales que propone su doctrina. Un ejemplo paradigmático: Aramayo, el apóstol En 1941 Carlos Medinaceli, literato, esteta e influyente intelectual público, ofrecía en una serie de ensayos sobre el arte de la biografía la versión más depurada de la narrativa del hombre representativo y del caudillo. Medinaceli argumentaba que había llegado la hora de escribir la biografía de los hombres que, a la sombra de los caudillos, fueron los apóstoles de la modernidad, los verdaderos próceres de la nación. Contrapone los “caudillos militares o políticos, brillantes y espectaculares, aun por la visualidad del uniforme de parada o el traje de etiqueta” (Medinaceli 1972: 80) a aquellos individuos que “no han figurado en la política, ni desempeñado cargos urbanos, perdidos en las serranías mineras como Avelino Aramayo o en las selvas ignotas como Antonio Vaca Díez”, pero que “iban realizando una tarea más útil y profunda, creando una industria nueva (…) o explorando, descubriendo y civilizando, ganando, incorporando las tierras abscónditas a la nacionalidad y a la economía social” (81). La integración del territorio a través de la creación de industrias y medios de comunicación es la obra de estos “héroes del trabajo y el esfuerzo creador” (82). La economía política del liberalismo, parece implicar

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Medinaceli, solo se pondrá en práctica gracias a estos individuos que contribuyen a la formación de una economía nacional integrada al mercado mundial. Se lamenta el intelectual de que, obstruyendo la acción creadora de los hombres de “anónimo heroísmo silencioso”, se encuentran “nuestros pequeños Juliocésares de aldea o Mirabeaux a domicilio” (82). Como correctivo a la percepción distorsionada que tienen la “chusma” y “el vulgo pretoriano y caudillista” (82), ofrece al público la biografía de un apóstol de la modernidad: José Avelino Aramayo. Rescatando la primera biografía de Aramayo, escrita por Ernesto Rück en 1891, e incluyendo documentos del propio biografiado, el texto de Medinaceli constituye un momento central del mito del caudillaje y del hombre representativo. Si, por una parte, el espectáculo brillante de la política caudillista con su estética de antiguo régimen captura la percepción de la multitud ignorante y manipulable, ¿qué ocurre en el otro polo de la oposición? ¿Qué significa exactamente ser representativo y cómo se llega a serlo? ¿Cómo deviene sujeto político este individuo escondido en la oscuridad de su accionar privado, recluido entre las “serranías mineras” o en las “selvas ignotas”? El caso de Aramayo, personaje de la biografía de Medinaceli, se convierte en un paradigma que voy a usar a lo largo de este estudio. Propongo que el devenir sujeto del individuo aislado de la economía política clásica, a la Robinson Crusoe, se puede entender a través las conceptualizaciones de Michel Foucault sobre el sujeto moderno y los procesos de subjetivación.2 Aramayo, a lo largo de la biografía narrada por Medinaceli, recurre a lo que Foucault llama “tecnologías del yo”. Estas le permiten al individuo “effect by their own mean or with the help of others a certain number of operations on their own bodies and souls, thoughts, conduct, and way of being, so as to transform themselves in order to attain a certain state of happiness, purity, wisdom, perfection, or immortality” (Foucault 1988: 18). Técnicas y prácticas específicas, tales como la meditación, la lectura, un régimen de costumbres cotidianas que subrayan la sobriedad, la práctica de virtudes como la tolerancia, están dirigidas al gobierno o control del propio yo. Foucault resalta que la “gubernamentalidad”, las formas de gobierno de la población, no se puede entender sin tomar en cuenta el íntimo contacto entre las tecnologías del dominio de los otros y las tecnologías del yo entendidas como 2 En esta aproximación teórica mi estudio continúa la línea de investigación abierta por Fernando Unzueta. Véase especialmente su análisis sobre las novelas epistolares de Pablo de Olavide (Unzueta 2002: 185-196).

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autogobierno: “This contact between technologies of domination of others and those of the self I call governmentality” (19). En consecuencia, Aramayo no es simplemente ese individuo aislado que no ha “figurado en la política, ni desempeñado cargos urbanos”, como asegura Medinaceli al inicio de su texto. La pregunta entonces es cómo se articula el nivel del cuidado del yo, de las prácticas de subjetivación, del gobierno de uno mismo, con el nivel de las disciplinas que moldean el cuerpo y gobiernan la conducta de los otros. Aramayo, héroe de la industria nacional, fue también un escritor que trataba temas sociales y políticos; el objetivo inmediato de sus textos consistía en traducir el ideal doctrinario liberal a prácticas concretas, ya sean a nivel del individuo o a escala de la sociedad y el Estado. Su primer biógrafo, Ernesto Rück, cita algunos fragmentos de uno de sus opúsculos sociales, el Informe sobre los asuntos de Bolivia en Europa, de 1877: “El remedio no está en los cambios, sino en el trabajo, en el estudio perseverante, que solo puede enseñarnos la grave y difícil ciencia de gobernarse a sí mismo” (Citado en Rück 1891: 10). Es en este contexto del cuidado del yo y del gobierno de uno mismo donde hay que entender su análisis de la ley electoral, implicando fuertemente que la ciencia de gobernarse a sí mismo lleva al gobierno de los otros: La ley electoral debería ser la primera de las preocupaciones de todo legislador, porque es el punto de partida de toda constitución social y la base sobre la que se asienta. De una buena elección depende la pureza de la autoridad. El derecho electoral es á tal punto elevado, que publicistas eminentes han sostenido con razón que no debería concederse sino á los padres de familia establecidos. Es indispensable que los electores disfruten de cierto grado de bienestar, de independencia y de posición social, que les permita conocer á los hombres distinguidos de su país y que tengan bastante respeto de sí mismo para que su voto no sea venal (en Rück 1891: 10-11).

Para Aramayo “el sufragio universal es un absurdo en todas partes, pero lo es mayor en Bolivia, en donde la anarquía ha borrado completamente la verdad electoral” (11). Para restaurar la “verdad electoral” la ley tiene que limitar el voto a aquellos que han logrado autogobernarse. En el pasaje citado observamos que esta limitación no es únicamente económica (“cierto grado de bienestar”), sino que además se refiere a un estado civil específico (“padre de familia”) y a una relación del yo consigo mismo (“respeto de sí mismo”). En

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una línea complementaria a los estudios sobre legislación y sociedad en la Bolivia del siglo xix (Barragán 1999, 2006), sostengo que la representatividad ético-política del individuo es, en el marco de la biografía de Aramayo, el resultado de la intersección, del “contacto” como dice Foucault, entre las políticas macro de la gubernamentalidad, en este caso los requisitos para votar consagrados en la ley y los reglamentos, y el nivel micro del cuidado del yo, de las prácticas individuales de subjetivación. Es en este nivel micro donde voy a concentrar mi análisis, pero siempre subrayando el “contacto” con el nivel macro, lo que produce el efecto de la gubernamentalidad. El acceso a la esfera pública no está dado solamente por el cumplimiento de ciertas reglas establecidas en la ley, sino que es el efecto de una serie de contactos entre la superestructura jurídico-política y la infraestructura subjetivoeconómica. El sujeto político no expresa el resultado aislado de los discursos y prácticas en cada uno de estos niveles, sino que es el efecto del tenso, a veces azaroso, acoplamiento, entre ambas dimensiones de la gubernamentalidad. En este nivel micro del individuo aislado y de las prácticas de subjetivación, el cuerpo y la experiencia estética surgen como elementos centrales de todo el proceso de devenir sujeto. El individuo se convierte en sujeto político solo a través de una incorporación estética de ciertas virtudes de la doctrina liberal clásica, entre las cuales sobresalen la autonomía y la tolerancia. ¿Cómo se pasa de las ideas abstractas de la doctrina (digamos, el concepto de libertad o el de igualdad) a las prácticas específicas que promueven el funcionamiento de sujetos autónomos? El individuo que, en palabras de Aramayo, tiene “respeto de sí mismo”, que se somete a ciertas prácticas del cuidado del yo, actúa sobre su cuerpo y su aparato perceptivo para interiorizar la exterioridad de la ley. Este proceso de interiorización no se puede dar sin el paso por las percepciones, las sensaciones y el cuerpo; en una palabra, las pasiones. Los biógrafos de Aramayo, tanto Medinaceli como Rück, hacen hincapié en este aspecto. Es relevante en este sentido el “estoicismo” de Aramayo que Rück enfatiza en el siguiente pasaje: Combatida su constitución por una neuralgia persistente, sufrió con resignación y sin quejarse los más agudos dolores y las más crueles operaciones. Modesto en la prosperidad como sufrido en la desgracia, siempre estaba contento con su suerte y su hogar tranquilo y feliz era su consuelo (Rück 1891: 6).

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La “filosofía estoica” de Aramayo (la expresión es de Rück) es una filosofía práctica que se aplica al sensorium del individuo. En el pasaje citado, el objetivo es enmudecer las pasiones del cuerpo y del alma, no darles voz (“sin quejarse”); los sentidos sobre los que el individuo actúa, para evitar que se expresen a través de sonidos o gestos, son la percepción táctil del dolor fisiológico y el sufrimiento mental. En otras ocasiones, de lo que se trata es de expresar visualmente, a través de la vestimenta, por ejemplo, la sobriedad del individuo, el control que ha alcanzado sobre las pasiones: “Sobrio en sus costumbres, como un puritano, vestía con sencillez, pero con extrema limpieza” (5). Estos ejemplos apuntan a la naturaleza estética de la incorporación de las virtudes del liberalismo y del republicanismo, no solo porque involucran intervenciones reguladas en el aparato perceptivo del ser humano, sino porque una virtud no existe socialmente si no se la muestra en un cuerpo, si no está encarnada. Las biografías de Aramayo describen una filosofía moral práctica, o moral en acción, que interpreta doctrinas abstractas (ya sea de la tradición estoico-cristiana o de la tradición ilustrada y liberal) y las traduce a un “manual de vida” (Clifford 2001: 70). Este manual práctico de ética y estética delinea para el individuo valores, estándares, prácticas, de los que se puede apropiar para definir un estilo de existencia y un modo de vida. Como sugiere Clifford en su lectura de On Liberty de J. S. Mill, los textos de la tradición “liberal” proveen marcos para la autoformación y la construcción de identidades, además de inscribir en el campo social líneas de normalidad/anormalidad, de aceptabilidad social, de ciudadanía modélica y comportamiento moral adecuado (70). Sin embargo, en el contexto boliviano poscolonial, los estilos de existencia y modos de vida deben, para concretarse, tener en cuenta, además de la tradición liberal ortodoxa, otros marcos de referencia. Medinaceli, ya lo vimos, opone frontalmente hombre representativo y caudillo como identidades radicalmente antitéticas. De acuerdo a esta narrativa, al enfrentarse al caudillo, llevando la buena nueva del progreso industrial, el apóstol de la modernidad debe operar en un medio y una tradición político-culturales que le son totalmente adversos. Esta tradición, surgida de los cambios que se produjeron hacia finales de la época colonial en los territorios de la monarquía española, se puede entender como una amalgama de la cultura política colonial residual y la modernidad política emergente (Guerra 1992).

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En ese contexto, el hombre representativo y su apostolado moderno no se pueden separar tan claramente de la herencia tardocolonial, como Medinaceli quiere creer, sobre todo en lo que toca a las nociones de ciudadanía y representación política. El caudillismo, sistema político que se afirma en las décadas que siguieron a la independencia, es la expresión de esa amalgama. Un ejemplo en ese sentido es la forma específica en que la Constitución de Cádiz, en vigencia en todos los dominios españoles desde 1812, declaraba ciudadanos a “aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios” (citado en Irurozqui 2000: 142). En esta concepción de ciudadanía el arraigo territorial introducía un elemento corporativo del Antiguo Régimen, la categoría de vecino, en una Constitución fundada en la soberanía popular, fusionando de hecho la noción de vecino y la de ciudadano. Marta Irurozqui indica que “Esta identificación, que hacía de los atributos del ciudadano una generalización y abstracción de los de vecino, referente a un hombre concreto, territorializado y enraizado que poseía un estatuto particular y privilegiado, relativizó el entendimiento del ciudadano como un componente individual de una colectividad abstracta” (Irurozqui 2000: 142-143). En esta pervivencia de una concepción comunitaria de la sociedad, el individuo adquiere su identidad de su integración a un colectivo “de acuerdo a una jerarquía interna y con una función concreta, siendo la familia la unidad básica y el jefe o cabeza de familia el representante natural” (143). Para Irurozqui, “esa herencia representativa del antiguo régimen no trabó el desarrollo de una representación moderna en el ‘nuevo mundo’” (143). La categoría corporativa de vecino habría funcionado más bien como “el comodín que posibilitaba el tránsito de un tipo a otro de representación” (141). Se podría decir, tomando prestado por un momento el análisis que hace Jürgen Habermas de la publicidad representativa del Antiguo Régimen, que el caudillismo, en cuanto sistema político, efectúa dos representaciones: la representación del caudillo ante el pueblo de una soberanía del Antiguo Régimen que integra los distintos grupos corporativos en el cuerpo de la nación y, simultáneamente, representa para el pueblo la soberanía abstracta del Estado. El caudillaje, en tanto ejercicio concreto del mando de un caudillo, despliega una ritualidad del poder, una estética, que choca con el estilo de existencia que el hombre representativo ha forjado para sí mismo al apropi-

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arse de las doctrinas y virtudes de la modernidad y al hacerlas carne en su cuerpo. Sin embargo, este choque o “contacto” no significa que ambas identidades sean antitéticas. Si volvemos a una de las citas anteriores de Aramayo, podemos observar que la forma como la representatividad se construye, al menos en su concepción del derecho electoral como reservado a los “padres de familia establecidos”, no está en contradicción con la gubernamentalidad tardocolonial. El hombre representativo es un vecino: padre de familia afincado en la territorialidad específica de un pueblo. Y, sin embargo, el apóstol de la modernidad inicia una fuga hacia fuera del pueblo territorial, huyendo de la identidad de vecino, ubicándose en un espacio geográfico marginal, en las fronteras del Estado nación todavía por construir. Es un pionero, un explorador que regresa de su retiro para enunciar en la esfera pública la verdad de la modernización socioeconómica y político-cultural. La figura de este apóstol y profeta, refugiado en la salvaje naturaleza americana, al igual que la figura del ranger norteamericano que estudia Michael Clifford “represents a point of intersection between the ideological register of modern political identity and its practical register” (Clifford 2001: 42). Este retiro hacia la naturaleza, o el aislamiento en el seno de la sociedad, donde el individuo adquiere sus técnicas de subjetivación, es un rasgo común en los textos estudiados que me permitirá anclar la subjetividad del hombre representativo en diversos espacios y territorios (el exilio insular, el hogar, el parlamento y los pasillos del poder). El punto focal de la experiencia del desierto metafórico articula el registro práctico de la constitución subjetiva y el llamado interpelador de las ideologías. ¿Modernidad estética versus ascetismo político? ¿Hegemonía versus cuidado del yo? Una perspectiva teórico-metodológica Entre caudillos y multitudes es un estudio que articula dos perspectivas teóricas que normalmente se mantienen separadas. Ofrece un enfoque genealógico que indaga en discursos, instituciones y prácticas que a lo largo del siglo xix y la primera mitad del siglo xx construyen la imagen del hombre representativo en oposición a la del caudillo. Las prácticas de subjetivación del “hombre representativo” se analizan en los textos estudiados desde la perspectiva teórica de las “tecnologías del yo” cuyo objetivo es establecer la regimentación de

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las pasiones, el cultivo de ciertas virtudes, como la disciplina y la moderación, para desarrollar un dominio de sí. Promesa ambigua y cargada de peligros, el gobierno de uno mismo deja eventualmente al sujeto en posición de gobernar a otros. Esta intersección entre las prácticas de subjetivación individual evidenciadas en los textos y los discursos e instituciones dirigidos al conocimiento, registro y regimentación de la población no es mecánica. Ya he mencionado la importancia de la experiencia estética y del cuerpo en general en la traducción de las ideas abstractas de las doctrinas a la práctica cotidiana del individuo. En esta perspectiva el individuo deviene sujeto político como resultado de prácticas de subjetivación específicas dirigidas a su cuerpo (las percepciones) y a su alma (las pasiones) en un contexto de relaciones de poder. ¿Cómo se relaciona esta concepción de la política que Foucault llama “estética de la existencia” con la larga tradición estética en la Ilustración, el Idealismo alemán y el temprano Romanticismo? Al mismo tiempo que desarrolla un análisis de la subjetivación del hombre representativo a través de prácticas dirigidas al cuidado del yo, este estudio introduce una perspectiva teórica que enfatiza la constitución estético-ideológica de los sujetos políticos. En esta perspectiva, el objetivo es producir un sujeto en el cual la ley funciona internamente y sin coerción a través de una analogía con el objeto estético. En la contemplación estética se nos revela un objeto que corporeiza la ley, haciendo sensible lo inteligible y otorgando racionalidad a lo sensible, atenuando de este modo la fuerza de la ley, convirtiéndola en una ley sin ley. Ambas dimensiones teóricas, a pesar de sus diferencias, pueden articularse provechosamente. Además de su común preocupación por entender la emergencia del concepto de libertad autorregulada y la constitución de un sujeto que se gobierna a sí mismo, ambas prestan especial atención a los modos de subjetivación en cuanto que procesos estéticos (Bennett 1996). Las tecnologías del yo en cuanto técnicas ejercidas por el individuo sobre su propio yo actúan a nivel estético en dos niveles: primero, la regulación de las pasiones, la disciplina y la moderación implican necesariamente una regimentación del aparato perceptivo humano; además, la apropiación, a través de prácticas concretas, por parte del individuo de ciertos valores y estándares de conducta le permiten definir un “estilo” de existencia, un modo de vida, que obligatoriamente se hace visible estéticamente en la esfera pública a través de la corporeización de las virtudes adecuadas al sistema de gobierno.

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Como Terry Eagleton (1990: 13) nos recuerda: “Aesthetics is born as a discourse of the body”. En la formulación original de Alexander Baumgarten, en su Aesthetica de 1750, esta disciplina filosófica no se refiere en primera instancia al “arte”, sino a la aísthesis (αἴσθησις), término griego que abarca el mundo concreto de las percepciones y sensaciones, opuesto a la dimensión abstracta y general del pensamiento conceptual. Por lo tanto, la oposición no se da entre arte y vida, sino entre lo material y lo inmaterial, las cosas y los pensamientos, las sensaciones y las ideas. Eagleton añade que lo que emerge en el siglo xviii en el novedoso discurso de la estética es un dilema ideológico inherente al absolutismo y la Ilustración. Los regímenes absolutistas “ilustrados”, como también luego los regímenes liberales, necesitan para sus propios propósitos, y en esto los saberes ilustrados acuden en su ayuda, dar cuenta de la vida “sensible” como requisito para asegurar su dominio (15). El discurso de la estética está imbricado desde sus orígenes al discurso de la política en sus diversos avatares. Eagleton explica que, para Baumgarten, el dominio de la razón soberana sobre los estratos inferiores de lo sensible no debe degenerar en “tiranía”. Acota Eagleton: “It must rather asume the form of what we might now, after Gramsci, term ‘hegemony’, ruling and informing the senses from within while allowing them to thrive in all their relative autonomy” (17). La construcción de esta hegemonía de los sentidos es, para Baumgarten, un imperativo político, como lo va a ser más tarde para Friedrich Schiller, pero a la vez instaura posibilidades no deseadas o ambigüedades subversivas. La formación de sujetos “afectivos”, permeados por la sensibilidad, puede tener éxito en inscribir la ley mucho más efectivamente en el corazón y el cuerpo, pero deja abierta la puerta a un “giro deconstructivo” donde la autoridad se relativiza en la subjetivación. De esta subjetivación de la autoridad surge la visión de un orden universal de sujetos libres, iguales en derechos y, sobre todo, autónomos, que obedecen solo las leyes que se dan a sí mismos. Esta es también la imagen ideal de la esfera pública burguesa que emerge de las entrañas de la sociedad absolutista para romper con los particularismos y privilegios del antiguo régimen. Por lo tanto, lo que está en juego en el discurso de la estética en su imbricación con la política es “the production of an entirely new kind of human subject – one which, like the work of art itself, discovers the law in the depths of its own free identity, rather than in some external oppressive power” (19).

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Durante el proceso de subjetivación se quiebra la exterioridad del poder opresivo de la ley, que J. J. Rousseau tan aptamente expresa con la imagen de las tablas de piedra sobre las que la ley se graba y el corazón del sujeto en el que se reescribe. La subjetivación por lo tanto es un proceso de apropiación e internalización de la ley. ¿Pero cómo se realiza tal proceso en la práctica cotidiana y pormenorizada del individuo? En el Contrato social se afirma que la fuerza aglutinadora del orden social burgués no descansa en un aparato coercitivo, sino en los hábitos, devociones, sentimientos y afectos. Eagleton afirma que esto equivale a decir que el poder en la sociedad burguesa es un fenómeno estético (20). Sin embargo, ¿no era estética también la presentación de la soberanía del rey en la ceremonia barroca que alegorizaba la pertenencia de los distintos estamentos al cuerpo de la monarquía? Ciertamente. La diferencia radica en que para la sociedad burguesa el enfoque está en individuos autónomos, espejos puntuales de la libertad autorregulada del mercado, y no en “corporaciones” que funcionan dentro de una estructura jerárquica. Sin embargo, a diferencia de lo que esta imagen un poco simplista parece sugerir, en las sociedades multiétnicas latinoamericanas salidas de las guerras independentistas estas dos dimensiones estético-políticas no se pueden separar tan fácilmente. Por lo tanto, la pregunta que surge en el contexto poscolonial boliviano es, por un lado, cómo se conforma la autoridad de los individuos que buscan ejercer poder en la esfera pública, y, por otro lado, cómo se constituye una comunidad política y se forman los sujetos políticos colectivos que actúan en las luchas sociales. Estas preguntas me van a llevar a revisar el contexto sociopolítico del caudillismo y el desarrollo del concepto de ciudadanía. Además, el rol de la experiencia estética en la conformación de sujetos políticos requerirá la delimitación teórica del concepto de estética en el contexto histórico boliviano, particularmente en cuanto a la emergencia de formas modernas de representación política y artística. Si el individuo a través de prácticas específicas a nivel del cuerpo y las percepciones produce un sujeto político autónomo que constituye el eje del sistema representativo de la democracia liberal, ¿qué sucede con los sujetos colectivos del caudillismo? ¿Cómo se conforma la multitud caudillista? Antes de responder esta pregunta hay que dilucidar una contradicción que surge del intento de coordinar las dos perspectivas teóricas en juego. Si las tecnologías del yo, a medida que son apropiadas por el cristianismo, el Renacimiento y

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la modernidad, además de una “estética de la existencia” conforman un complejo proceso de ascesis y una hermenéutica del sujeto (Foucault 1990: 11), entonces los individuos capacitados para representar la soberanía popular son los sujetos que se han purgado ellos mismos de la herencia colonial, de las prácticas políticas y culturales del antiguo régimen. ¿Estética y ascesis son entonces incompatibles? Foucault enmarca las condiciones generales de este proceso de ascesis del sujeto y de estetización de la existencia en su detallado análisis del texto Was ist Aufklärung? de Immanuel Kant al inicio de su curso 1982-1983 en el College de France (Foucault 2011: 25-40). Kant responde a esta pregunta por la Ilustración en la primera oración de su texto: “man’s way out of his self-incurred tutelage (Minorité)” (citado en Foucault 2011: 26)3 La interpretación de Foucault, que le va a servir de base a su análisis de las tecnologías del yo y el gobierno de uno mismo, consiste en glosar diversas aproximaciones al significado de la palabra “salida” (Ausgang) en esta primera oración del texto kantiano. Foucault define así el denso significado del término en cuestión: “a movement by which one extricates oneself from something, without saying anything about what one is moving towards” (27). Esta indefinición del contenido del término, pero que, sin embargo, rescata el formalismo del movimiento en sí, es reminiscente de la concepción kantiana del conocimiento puro y de las articulaciones idealistas y románticas de la experiencia estética. Entonces, la salida del tutelaje (“inability to make use of his understanding without direction from another”, según Kant), hacia la cual la Ilustración apunta, sin definirla y sin concretar el destino de la fuga, es, simultáneamente, un proceso de ascesis y una experiencia estética. Para redondear este excurso es necesario añadir que el tutelaje kantiano no es una condición natural de indefensión, ni la infancia de la humanidad en la que la inmadurez fisiológica y mental nos ata a un “andador” (Gängelwagen) para desplazarnos, ni un contrato social originario que nos sujeta a la autoridad, ni siquiera una violencia o engaño que nos despoja de derechos naturales. Foucault hace una conexión explícita entre las prácticas de subjetivación de la Antigüedad y la cristiandad temprana con esta interpelación 3 El texto en alemán dice: “Aufklärung ist der Ausgang des Menschen aus seiner selbstverschuldeten Unmündigkeit” (1994/1783: 9). Eugenio Imaz (1979) traduce: “La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad”; La reciente traducción de Roberto Aramayo (2012) reza: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo”.

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que, según Kant, nos dirige la Ilustración: “Atrévete a pensar por ti mismo”. Esta interpelación es un requerimiento de salir de la tutela de al menos tres tipos de autoridad: la del libro, la del director espiritual o político y la del médico. En el prólogo de 1876 que Gabriel René Moreno escribe para La isla de Manuel María Caballero, el historiador boliviano realiza un análisis de la obra y la personalidad de Caballero en un diálogo a varios niveles con el pensamiento ilustrado. De acuerdo a la interpretación del historiador, la doctrina de Caballero consistía en que los individuos que no pueden extirpar de sí mismos la propensión a creer en los mitos de la religión deben estar sujetos a una autoridad externa. René-Moreno cita a Caballero explicando que “En la república racionalista la administración tendrá cuidado de proveer anticipadamente a la crianza, no sólo de los espósitos, sino también de estos pobres febricitantes de nacimiento, cuya debilidad es menester combatir con jimnástica especial, o ayudar siempre con muletas” (René-Moreno 1983: 261). La propuesta pedagógica de Caballero coincide con la advertencia de Kant en su respuesta al enigma de la Ilustración: es precisamente porque rebasamos los límites de la razón por lo que nos vemos obligados a apelar a una autoridad externa a nosotros mismos, sujetándonos entonces a un tutelaje autoimpuesto. La voluntad de trascender la herencia colonial se puede leer en el marco de este proyecto ilustrado de una ascesis no religiosa o secularizada. El hombre representativo es el resultado de un desenvolvimiento de las facultades humanas que pone en tensión impulsos irreconciliables para efectuar una cancelación de su fuerza; es la cancelación de una estética donde los sentidos son dominados y dirigidos desde afuera y la puesta en marcha de una nueva estética donde los sentidos y el entendimiento entablan un diálogo que supera a cada parte. Es útil tratar de entender estas dos estéticas siguiendo el análisis que Foucault hace de la parresia. Luego de establecer las bases de su estudio con su análisis de Kant, Foucault procede a desarrollar su explicación genealógica de las formas de subjetivación. En la Antigüedad, los individuos, a través de sus prácticas de subjetivación, adquieren parresia, la facultad de “hablar francamente”, de producir un discurso verdadero. Alejada de la retórica, la función parrésica no consiste en convencer o persuadir, sino en establecer un pacto entre el sujeto de la enunciación y la conducta del sujeto. A diferencia de los performativos, los enunciados parrésicos no dependen de un

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entramado institucional o del estatus del emisor para ser efectivos. El efecto que tienen es retroactivo, en el sentido de que estos enunciados abren un riesgo, incluso mortal, para el sujeto de la enunciación y que lo constituye esencialmente. El hombre representativo se ubica en muchos casos en la posición discursiva del parrésico, en tanto que la identidad del caudillo y los individuos que componen los sujetos colectivos del caudillismo funcionan en un contexto performativo. Breve genealogía de los discursos sobre el caudillismo y el hombre representativo Hay excelentes estudios históricos sobre la emergencia del caudillismo y las multitudes de sus seguidores en tanto fenómeno sociopolítico en Bolivia, pero casi nada sobre la construcción del individuo moderno, el otro polo de la oposición binaria establecida por la opinión pública, ni sobre la dimensión estética del caudillaje. A principios del siglo xx, en la historiografía y la literatura bolivianas cristaliza en su forma clásica el “mito negativo” del caudillismo militar decimonónico (Irurozqui 2000: 21). Obras canónicas como la Historia de Bolivia de Alcides Arguedas o, menos conocidas, como El melgarejismo antes y después de Melgarejo de Alberto Gutiérrez renovaron y consolidaron corrientes de opinión sobre el caudillismo que ya habían empezado a circular después de la Guerra del Pacífico (1879) envolviéndolas en una retórica de degeneración racial y psicología colectiva tomada de Gustave Le Bon y otros intelectuales franceses. La recepción y diseminación del darwinismo social en el discurso histórico y literario estuvo determinada por la derrota en la guerra de 1879. Aceptar abiertamente el principio de “la sobrevivencia del más fuerte (o más apto)” minaba los esfuerzos de reorganización de los gobernantes en la inmediata posguerra. Solo a partir de 1899, con la consolidación del sistema de partidos políticos y el establecimiento de la hegemonía del partido liberal en La Paz luego de una guerra civil, retrocedió el fantasma de la “polonización” (repartición entre sus vecinos) de Bolivia. Las clases dominantes y sus élites intelectuales retomaron entonces abiertamente el discurso de jerarquización racial. Si en las dos décadas que siguieron a la guerra la imagen del mestizo letrado era por lo general positiva, a partir del cambio de siglo el mestizo, letrado o no, se transformó en el cholo díscolo y demagogo, prototipo del caudillo y de las masas de seguidores.

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Marta Irurozqui traza dos etapas en el cambio de concepciones de la ciudadanía en base a la progresiva estigmatización del mestizo y su conversión en cholo degradado. La primera etapa (1880-1899) corresponde al predominio del partido conservador, ejemplificada por la novela Juan de la Rosa de Nataniel Aguirre y su personaje Juanito, el niño mestizo que encarna el ciudadano del futuro; la segunda etapa es la de hegemonía liberal (1899-1920) y se expresa en una serie de escritores (historiadores, ensayistas, narradores) para quienes los habitantes mestizos de Bolivia son arribistas corruptos que ponen su propio interés por encima de la nación (Irurozqui 2001: 205-209). A partir de 1899, la movilidad social de los estratos mestizos, promovida por el sistema electoral, fue vista como un peligro por la élite y generó una narrativa de exclusión que se expresó en estudios históricos y sociológicos, en novelas y ensayo. Esta narrativa remozó la tradicional discriminación y desprecio racial por medio de la construcción de una autoridad pseudocientífica. Irurozqui formula clara y sucintamente la ambición de esta generación de intelectuales y la función de sus obras: “These studies linked race and geography in a cause-and-effect cycle with the military caudillismo of the Independence wars and the degeneration of the republic and its inhabitants” (Irurozqui 2001: 215). Es decir, solo desde 1899 se generalizó el discurso “científico” (en el sentido amplio de las ciencias sociales de la época) que ligaba la emergencia caudillista decimonónica, las multitudes electorales de finales del xix y principios del xx, y la supuesta degeneración racial de la población. Se ha dado mucha importancia a este hecho, y con toda razón. Por ejemplo, el estudio de Edmundo Paz Soldán sobre Alcides Arguedas analiza la retórica de la degeneración en la obra del escritor paceño de forma coherente y sistemática, dándonos un panorama muy preciso de la forma en que este discurso pseudocientífico permea el andamiaje textual de sus ensayos, novelas y narrativa histórica (Paz Soldán 2003). En este contexto ¿qué significa preguntarse por la especificidad de la construcción de la imagen del caudillo en relación a su antagonista, el hombre representativo, por sus cualidades morales y los regímenes de subjetivación que la hacen posible? En el estudio de Paz Soldán hay atisbos de análisis sobre el régimen moral del sujeto dominante, sobre todo en su examen de la violación de la protagonista indígena en la novela Wata Wuara y la consiguiente falta de “educación del deseo” (el término lo toma Paz Soldán de Race and the Education of Desire de Ann Laura Stoler) en los individuos masculinos de la clase alta, o en su evaluación de los roles de género en Vida criolla,

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novela que condena a la mujer de clase alta por su afición a la “apariencia exterior” y su desinterés por la lectura (Paz Soldán 2003: 109-113). Donde encuentro con mayor claridad un posible camino a seguir es en el análisis que Paz Soldán hace de la obra historiográfica de Arguedas que narra los acontecimientos políticos y juzga las acciones de los gobernantes desde una perspectiva moralizante. Cuando Arguedas describe el aspecto físico y moral de los “caudillos bárbaros” (Belzu y Melgarejo), Paz Soldán pone al descubierto la retórica de la degeneración en el discurso moralizante y didáctico del texto histórico. Sin embargo, en el caso del “dictador” José María Linares Arguedas cambia su discurso y las descripciones del personaje son positivas. Si Linares es un caudillo, porque efectivamente acaudilla las facciones y lidera a la gente en armas4, desde el punto de vista de su origen étnico y social no pertenece al mestizaje que los intelectuales de principios del siglo xx achacan todos los males del país. Arguedas, casi siempre concentrado en mostrar los vicios morales de los caudillos y las masas mestizas, por lo general no se refiere directamente a las características que el individuo representativo debería tener, y solo llega a traslucir estos rasgos positivos in absentia y por contraste con las fallas de los gobernantes. Una excepción es el dictador Linares que, a diferencia de otros caudillos, no cargaba con el estigma del mestizaje. Arguedas lo describe como “hombre tenaz, valeroso, incorruptible”, de “una energía indomable y esa fuerte voluntad individualista que caracteriza a los íberos”. Sin embargo, el componente racial, aunque presente en la mención a la psicología colectiva de los “íberos” heredada por Linares, da paso a una serie de rasgos que tienen que ver con lo que Michel Foucault llama las “tecnologías del yo”: Pero ese hombre austero que desde su juventud se había educado en Europa llevando una vida de meditación y estudio; que en lugar de hacer gala de su fortuna y de sus títulos nobiliarios en la corte de Madrid donde supiera distinguirse, se había entregado con fervor a fuertes disciplinas

4 El Diccionario de Autoridades de 1729 define “caudillo” como “El que guia, manda y rige la gente de guerra, siendo su cabeza, y que como a tal todos le obedecen. Viene del Latino Caput, y arrimándose mas a su origen se llamaba antiguamente Cabdillo. Latín. Dux. GUEV. M. A. lib. 1. cap. 21. Rogándole afectuosamente tuviesse por bien de ordenarles algunas leyes, mediante las quales supiessen elegir Caudillo y Principe. OCAMP. Chron. lib. 1. cap. 36. Las Naciones comarcanas a Tarífa lo recibieron primeramente por Gobernador y Caudillo de su tierra. SOLIS, Hist. de Nuev. Esp. lib. 4. cap. 16. Después se conoció que aquella tíbia [ii.236] continuación de la guerra nacía de la gente popular, que andaba desordenada y sin caudillos”.

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mentales, estaba desvinculado de su país, moralmente, y le faltaba conocer a fondo la psicología de su medio, que él la consideraba poco menos que semejante a la de los pueblos europeos donde se había educado, arrancando de este error las faltas que hubo de cometer y los contratiempos que envenenaron su vida de gobernante (Arguedas 1922: 187).

Como indica Paz Soldán, el caudillo y la masa eran para Arguedas el “antimodelo” de la nación. En la colectividad imaginada por Arguedas, Paz Soldán argumenta, solo tenían cabida “las virtudes masculinas de la clase burguesa a la que pertenecía: sobriedad, frugalidad, dominio de la razón sobre los deseos” (2003: 164). El fracaso de la modernización económica y política era el resultado de “la falta de represión de los impulsos” (164) en los individuos que componen la masa. Arguedas presenta a Linares como un individuo representativo, esto es, un individuo capaz de representar la colectividad imaginada. Pero ¿cómo adquiere el individuo esa facultad? ¿Cómo adquiere las virtudes necesarias? Paz Soldán no entra en este tema, pues su enfoque es la retórica de la degeneración; sin embargo, en el retrato físico y moral de Linares citado por Paz Soldán, podemos entrever una respuesta. El pasaje citado sugiere que el individuo representativo se hace a sí mismo a través de prácticas como la “meditación” y el “estudio”. En lugar de hacer la ostentación exterior de ciertos signos (“galas de la fortuna” y “títulos nobiliarios”) ante un público cortesano, el individuo se somete a “fuertes disciplinas mentales” que forman su interioridad. La “austeridad” de Linares es el símbolo exterior de la represión de las pasiones y los deseos a través de un régimen de autogobierno. Este régimen ascético es necesariamente estético (en el sentido etimológico del término aesthesis: percepción), puesto que actúa sobre la multiplicidad de percepciones que procesa el aparato sensorial humano, a la vez que produce una ascesis cuyo objetivo es purgar al individuo de ciertas costumbres y prácticas que la sociedad le hereda. En el poema “A Bolivia”, Nataniel Aguirre subraya la dimensión sensorial de la representación del caudillo cuando afirma que el comportamiento de “los tiranos” está guiado por “[A]mbición miserable, sed de mando / el ánsia de oropeles y de incienso” (Aguirre 1911: 76-78). El hablante lírico yuxtapone rasgos morales y aspectos sensoriales, haciendo equivaler el deseo de poder a una concupiscencia visual, a vestirse en las galas del poder, en los trajes brillantes de la dramaturgia del poder. Para Aguirre, el caudillo es un individuo sin subjetivizar. Al igual que Rigoberto Paredes, dos décadas des-

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pués, nos muestra al caudillo como ídolo y a sus seguidores como idólatras que no se han purgado de la herencia indígena y colonial. La representatividad moderna del individuo en tanto sujeto político se construye en oposición a la representatividad espectacular de los caudillos, a su particular estética y ritualidad, y a una manera específica de participar en la esfera pública. El presente libro propone una genealogía que va a recorrer los puntos de condensación y conflicto de esta oposición, con el objetivo de mostrar que las identidades del caudillo y del hombre representativo no están dadas de antemano, sino que son el efecto de relaciones de poder. La figura del caudillo sediento de poder y cubierto de galones brillantes es indispensable para entender como se construye la imagen del hombre representativo. Al igual que la figura del bandido, exterior al discurso de la soberanía y de la ley y que sin embargo ayuda decisivamente a fundar la soberanía y la ley (Dabove 2007), el caudillo es el otro monstruoso del hombre representativo. Las representaciones de los caudillos, multitudes y hombres representativos del siglo xix siguen una lógica que se explica articulando las dos perspectivas teóricas que he bosquejado brevemente arriba. En estas representaciones hay una tensión entre la constitución individual del sujeto político, que se piensa esencial para un ordenamiento político republicano, y la formación de los sujetos colectivos del caudillismo que hereda del régimen colonial la representación corporativa. Exploro esta tensión interrogando la emergencia histórica de formaciones subjetivas a caballo entre épocas y espacios. En estas formaciones veremos el encuentro azaroso de materialidades sociales que, en lugar de seguir la narrativa de una transición ordenada desde el régimen colonial a la república, producen subjetividades inesperadas.

Capítulo 1 Del siglo xix al xx: transformaciones del hombre representativo y del caudillo

Partiendo del trabajo de Marta Irurozqui (2001) que explica la transformación del término “mestizo” desde una noción positiva hacia una concepción negativa en relación al ejercicio de la ciudadanía, este capítulo postula la necesidad de leer los textos historiográficos y los literarios simultáneamente. Irurozqui argumenta convincentemente que la Guerra del Pacífico (1879) evitó la generalización de discursos social-darwinistas que estigmatizaban al mestizo como cholo ingobernable. En ese contexto, la novela Juan de la Rosa. Memorias del último soldado de la independencia (1885) de Nataniel Aguirre (Cochabamba, 1843-Montevideo, 1888) hace una clara distinción entre, por una parte, el mestizo letrado, individuo que ha pasado por las prácticas de subjetivación, y, por otra, el cholo urbano o campesino, cuya formación incompleta, sin embargo, no lo condenaba a la des-ciudadanización. Este panorama cambia cuando las heridas de la Guerra del Pacífico empiezan a cicatrizar y un nuevo balance de fuerzas se establece en la política nacional a partir de 1899 luego de la guerra civil entre norte y sur por la hegemonía político-militar. La consolidación de la élite liberal en La Paz luego de vencer a las fuerzas conservadoras del sur asentadas en Sucre permite el uso de la retórica del darwinismo social y de la degeneración como un instrumento de contención social para intentar mantener a los mestizos fuera de la política. De ahí la necesidad de volver al periodo de la posguerra de 1879 como un momento fundacional en el discurso sobre el hombre representativo y el caudillo. En este momento histórico emerge el mito negativo del caudillismo, pero la figura del caudillo no era todavía interpretada mayoritariamente como el síntoma de una supuesta

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degeneración racial de la población. ¿Y qué sucedía antes de 1879? Este capítulo propone cinco calas que exploran cronológicamente la evolución del discurso sobre el individuo liberal y su archienemigo caudillesco desde 1826 hasta mitad del siglo xx. El capítulo empieza su recuento en 1826 con un análisis del Informe sobre Bolivia del viajero irlandés Joseph Barclay Pentland. La figura de Antonio José de Sucre, el Mariscal de Ayacucho, surge del texto de Pentland como el modelo de hombre público que sirve de marco para la construcción de la subjetividad política liberal de los individuos aspirantes a discutir y manejar los negocios públicos. Se rastrea en el texto el origen del mito de los “doctores de dos caras”, personaje conceptual, gemelo del caudillo, que va a tener una extraordinaria progenie en la literatura y la cultura popular. La narrativa histórica culpa a los “doctores de dos caras” del fracaso del gobierno liberal de Sucre (1825-1828) y la consiguiente instalación del caudillismo en la república. A continuación elaboro una interpretación de la novela de Aguirre que la sitúa en la tradición discursiva sobre la subjetivación del individuo representativo y la necesidad de educar a la población mestiza. Al lado de su obra narrativa, analizo los textos poéticos de Aguirre en el contexto de la tradición de la poesía patriótica del siglo xix y el culto a los héroes de la independencia y los padres de la patria. Finalmente, Carlos Medinaceli será uno de los que, a través de su preocupación por la teoría y la práctica del género biográfico, continuará esta tradición del hombre público modélico. 1. Ambigüedad constitutiva del momento fundacional: la virtud de la tolerancia en el Informe sobre Bolivia de 1826 En 1825 se reunió en Chuquisaca, sede de la Audiencia de Charcas, una Asamblea Constituyente para deliberar y aprobar un proyecto de Constitución para el país. El texto aprobado por esa Asamblea y el régimen de Antonio José de Sucre, quien gobernó entre 1825 y febrero de 1828, son considerados un paradigma de liberalismo constitucional comparable a otros regímenes reformistas en el continente durante el mismo periodo. Sucre y su gabinete aplicaron ideas del liberalismo clásico con el fin de crear un orden socioeconómico viable aparejado a un régimen político representativo (Klein 2003: 105). Herbert Klein reconoce que a lo largo del siglo xix las élites tradi-

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cionales de origen colonial pervivieron bajo apariencia republicana, pero considera que esta pervivencia colonial no explica satisfactoriamente el fracaso del gobierno de Sucre. Para explicar el fracaso de las reformas liberales del primer gobierno republicano de Bolivia, Klein se refiere al impacto negativo de un ciclo de crisis económicas. A la crisis ya notoria de la economía minera a finales del siglo xviii y el impacto desastroso de las guerras independentistas se sumó la destrucción del sistema colonial de aduanas que redujo drásticamente los mercados tradicionales del comercio altoperuano, especialmente en el noreste argentino (101-105). Al estancamiento del comercio internacional y la baja en la producción de mineral de plata, Klein añade la incapacidad de la burocracia republicana para recolectar los impuestos de los estratos blancos y mestizos de la población, dejando al gobierno totalmente dependiente del tributo indígena. No fue sino hasta después de 1860 cuando el gobierno central adopta la ideología liberal sobre la tenencia de la tierra y empieza a cuestionar la legalidad de la tenencia colectiva de las tierras de comunidad. El viajero naturalista Joseph Barclay Pentland (Irlanda, 1797-Londres, 1873) redactó en 1826 un Informe sobre Bolivia dirigido al gobierno británico. La perspectiva de Pentland sobre Bolivia es reveladora como manifestación casi en estado puro de la ideología liberal ortodoxa que las élites revolucionarias intentaron poner en práctica en Bolivia y, a la vez, ofrece un diagnóstico de las áreas en las que la doctrina liberal encontraba más escollos para incorporarse en las prácticas de la sociedad y el Estado. El informe es mayormente positivo en su percepción del gobierno de Antonio José de Sucre como “liberal e ilustrado” (Pentland 1975: 97). En una ocasión alaba “el espíritu de liberalidad y de visión iluminada” (143) que demuestra el gobierno de Sucre en cuanto a los asuntos comerciales e industriales; en otra, juzga que “respecto a las relaciones comerciales del estado reina un espíritu de liberalidad y visión iluminada de economía política y de libre comercio” (126). En cuanto a “el estado político” su visión tiende a ser menos positiva cuando afirma que los “sentimientos públicos y políticos” solo se encuentran entre los estratos blancos y criollos de la población, “ya que los aborígenes que apenas han gozado de existencia política en tiempos pasados, no puede suponerse que tengan ningún otro sentimiento más allá del que guardan sus intereses inmediatos” (150151). En la imagen que Pentland construye de Bolivia en sus dos primeros años, la tolerancia aparece como la piedra de toque de la

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doctrina liberal. Por un lado, reconoce la formación liberal y visión ilustrada de las figuras del poder ejecutivo, a la cabeza del cual estaba Sucre. Pentland comenta con aprobación que, “todavía investido de poderes supremos”, Sucre promulgó un decreto “declarando olvido eterno sobre la consideración de principios políticos pasados” (131), dando un ejemplo práctico del principio de la tolerancia política. Sin embargo, por otra parte, critica la formación de la Asamblea Constituyente que, cuando trata explícitamente el tema de la tolerancia, toma decisiones claramente iliberales. De acuerdo a Pentland, el único punto de conflicto en la redacción de la Constitución de 1826 fue el tema de la tolerancia religiosa. Algunos miembros de la Asamblea, a quienes el autor del informe identifica como parte de la clerecía y del gremio de los abogados5, promovieron un artículo “de naturaleza intolerante y antiliberal” (133). Esta propuesta fue combatida por el ejecutivo y “aquella porción iluminada y liberal del Congreso” (133) que era la minoría. Luego de largos debates, el ejecutivo logró sustituir el artículo propuesto por otro que “sólo se refería a la celebración en público de todo culto diferente al católico-romano” (133), que, aunque reconocía al catolicismo como religión estatal, preservaba la inviolabilidad del ámbito privado como espacio donde la práctica de las otras religiones podía realizarse. Pentland añade que, sin embargo, este carácter estatal de la religión católica podría dificultar la obtención y mantenimiento de ciertos empleos del Estado. La “liberalidad” del artículo que finalmente se adoptó fue el resultado de un compromiso entre el ejecutivo, con su visión liberal clásica, y las corporaciones interesadas en la preservación de una religión oficial. El bando liberal logra preservar el ámbito privado como un espacio donde “no hay poder sobre las conciencias” (Título segundo, capítulo único de la Constitución de 1826, citado en Pentland 1975: 133), mientras que los “conservadores” lograban mantener el ritual católico como acompañante de los actos del gobierno, asegurando su exclusividad en la esfera pública. Klein (2011: 109) señala que, para los estándares latinoamericanos, Bolivia muestra en esta época Pentland identifica a los promotores del artículo constitucional como “el Gobernador Eclesiástico de Chuquisaca y un hábil abogado llamado Calvo”. La idea de que “la religión Católica Romana, estaba en peligro” habría desempeñado un rol esencial en presionar a los miembros de la Asamblea, porque “temieron que pudieran resultar consecuencias peligrosas al volver a sus hogares por la influencia del Clero y de las clases baja y fueron obligados a dar su apoyo a la enmienda” (Pentland 1975: 131). 5

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una tolerancia religiosa inusual. El gobierno de Sucre logró destruir el poder económico de la Iglesia a través de una serie de medidas, quizás las más exitosas de su gobierno, que apuntaban al control del diezmo y a la reducción de las órdenes religiosas (107-109), pero no pudo desligar al estado de su conexión con el catolicismo6. La imagen que el viajero británico nos da (un gobierno estableciendo una Constitución y leyes liberales) se relativiza por la irrupción de antiliberalismo en varias instancias de la sociedad y la institucionalidad del Estado. La imagen del Congreso Constituyente debatiendo con “un grado de moderación y de sacrificio digno de imitar, ofreciendo un fuerte contraste con las tumultuosas legislaturas de otras repúblicas recientemente formadas en Sud América” (131) no encaja con la crítica que Pentland hace del clero, que, involucrado en la política republicana, no necesariamente contribuye a la armonía que supuestamente reinaba en esa Asamblea de 1825. Al inicio de su informe, ya Pentland nos da muestra de una posible resistencia a las reformas liberales de los revolucionarios cuando nos dice que “Es bien sabido que el Virreinato del Perú fue la última de las Colonias Sudamericanas de España –que se unieron en la lucha por al Independencia– circunstancia que tiene relación con la baja moral y ciega ignorancia de sus habitantes” (26). Este diagnóstico, en apariencia solo referido al Bajo Perú, termina aplicándose también al Alto Perú; cuando evalúa la función de las órdenes monásticas en la nueva república se queja de “la inmoralidad y vicios que han reinado en todas las órdenes monásticas” (147) y de que Sentimientos fuertes de descontento contra el gobierno pueden sin embargo encontrarse en la clerecía monástica, que ha sufrido por la supresión de sus monasterios y por las ordenanzas con respecto a la secularización de los miembros de sus órdenes; el estado de vicio, flojera e inmoralidad que han deshonrado esas instituciones han motivado que sean despreciadas y sus miembros sean generalmente excluídos de la sociedad de las capas altas de la comunidad, de manera que hace tiempo que han dejado de tener influencia sobre la mentalidad de la gente y sus intrigas o descontento probaría ser inócuos si estuvieran dirigidos contra el presente orden de cosas en la república (151). 6 Pentland incluye una copia de la Constitución de 1825 en su informe. El título que versa sobre la religión tiene un artículo único que dice: “La Relijión Católica, Apostólica, Romana es la de la República, con exclusión de otro culto público. El Gobierno la protejerá, y hará respetar; reconociendo el principio de que no hay poder humano sobre las conciencias” (Pentland 1975: XXX).

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Las órdenes monásticas son, en el texto de Pentland, el último refugio del Antiguo Régimen en la república. En esta visión, la clerecía de la época colonial, ya sea parroquial o monástica, encarna un modo de subjetivación degradado, una forma de cuidado de sí que ha caído en desuso. La reacción monástica que el Informe registra con cierta aprensión se dirige contra la laicización de las funciones que hasta entonces descansaban en las órdenes religiosas, entre las que sobresalía la educación. Este proceso forma parte de la tendencia general de la modernidad, a partir desde el siglo xvi, de incorporar a las nuevas formas de gobierno las prácticas de autogobierno y del gobierno de la grey por el pastor elaboradas a lo largo de siglos por las órdenes religiosas cristianas, desechando o matizando su contenido propiamente religioso (Foucault 1991: 87-88; 102-104). Las órdenes monásticas serán, junto a las comunidades indígenas, símbolos de la colonia que sobrevive enquistada en la sociedad como un organismo parásito. Los miembros de las órdenes monásticas son individuos que no trabajan, cuyas costumbres inmorales desprestigian el valor que alguna vez pudo tener la vida contemplativa del monje. Pentland, sin embargo, cree que la clerecía monástica ya no influye en la “mentalidad de la gente” y juzga que, por lo tanto, las “intrigas” políticas que salen de los monasterios no tendrán asidero en la sociedad. El gremio de los abogados no es objeto de crítica explícita en este texto, aunque se menciona “la corrupción e ignorancia que reinaba antes en los magistrados inferiores serán removidas antes de que pase mucho tiempo” (139). Sin embargo, es importante mencionar la larga tradición discursiva que empieza a partir de este momento y que crea la figura de los “doctores de dos caras”. Charles W. Arnade en su libro de 1957 sobre el proceso revolucionario y la creación de Bolivia caracteriza así al gremio de los abogados de la ciudad de Chuquisaca durante la época: “Era un grupo arrogante, extremadamente conservador y provincial” (Arnade 2004 [1957]: 98). De acuerdo a esto, el pensamiento revolucionario no fue obra de estos abogados afincados en la burocracia de la Audiencia de Charcas, sino de los estudiantes que llegaban a Chuquisaca de todos los rincones del Virreinato. Arnade reproduce la opinión de varios intelectuales bolivianos, desde las apreciaciones racistas de Gabriel René-Moreno en el siglo xix, hasta la perspectiva nacionalista de Carlos Montenegro a mediados del siglo xx, sobre la “mentalidad altoperuana” y la psicología de los doctores de “dos caras”. Apunta que esta mentalidad provinciana, causada por el encierro andino, “dio nacimiento a un

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carácter peculiar, dado a juego flojo de palabras y frases ambiguas en las cuales el individuo rara vez podía pronunciarse por uno u otro bando, sino más bien manejar todas las creencias, sin decidirse jamás por ninguna. La apreciación clásica de René Moreno, llamando a esto ‘dos caras’, tiene mucho de verdad” (99). Este discurso es reproducido por Arnade sin mucha problematización, quien lo toma como un dato sociológico que ayuda a explicar el comportamiento de los actores históricos. Estos míticos abogados de dos caras, entre los que sobresale Casimiro Olañeta, miembro notable de la Asamblea de 1825 que Arnade describe como “asamblea de tránsfugas” (207), son el antimodelo del revolucionario patriota. Solo dos miembros de esta Asamblea eran veteranos de las guerras por la independencia: Miguel Lanza y José Miguel Ballivián, ambos delegados por La Paz (210). Casi la totalidad del resto de los representantes tenía “el grado doctoral de la Universidad en la cual estaban nuevamente sentados, esta vez no para estudiar, sino para decidir la suerte de sus provincias” (210). Arnade argumenta que no existía relación entre “la generación revolucionaria e idealista de 1809”, que inició el proceso independentista, y la “generación dos caras de 1825” que presidió la creación de Bolivia (209). Esta incongruencia se debió a un sistema electoral innecesariamente complejo, redactado probablemente por un miembro del grupo de doctores de dos caras, que reemplazó al decreto original de Sucre, que preveía un sistema sencillo y directo para la elección de representantes (207-208). El resultado de este cambio fue la preponderancia de provincias que eran bastiones del bando realista, como Potosí, y la menor influencia de regiones rurales donde las guerrillas patriotas tenían su base, como era el caso de los valles de Cochabamba. Esto finalmente aseguró que en la Asamblea dominara un contingente de “tránsfugas”, es decir, individuos que hasta último momento eran realistas. El decreto de Sucre que protegía de la intolerancia política a los españoles-europeos, marcados “como objeto de difamación y venganza” (Pentland 1975: 131), tenía la función económica de resguardar la riqueza de estos individuos y asegurar que esos capitales no se fugaran del país, pero como muestra Arnade, el costo político para los liberales reformistas fue alto. Pentland, muy probablemente con la intencionalidad de atraer capitales británicos, pintaba un paisaje sociopolítico extremadamente positivo que, descontando como excepcionales fenómenos mayoritarios, trataba de adecuarse a cierta preconcepción liberal de lo que debía ser una república.

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Si, en cuanto al comercio, los gobiernos, primero de Bolívar y luego de Sucre, redactaron leyes que intentaban crear un ambiente donde el libre comercio imperara, no sucedía lo mismo en el funcionamiento cotidiano de la administración pública y en la deliberación política de los individuos sobre temas sociales, como en el caso de la tolerancia religiosa. Evaluando los datos obtenidos de sus análisis del comercio, Pentland ofrece el siguiente comentario sobre una de las reparticiones del Estado que, históricamente, ha sido un “botín” de los partidos políticos en el poder: “En un país donde el departamento de Aduanas ha sido administrado con tanta falta de cuidado y tanta corrupción y donde el comercio de contrabando ha sido conducido en tan gran escala, sería inútil tener confianza en los resultados oficiales para presentar el verdadero estado del comercio de la República” (125). Sabemos que los cargos públicos durante el régimen colonial eran ‘vendidos’, práctica que siguió haciéndose entrada la época republicana. Durante el gobierno de Antonio José de Sucre y, luego de Andrés de Santa Cruz, se formó una burocracia a la que luego se acusó de “empleomanía” y que, de acuerdo a las circunstancias políticas, formaba la base social del caudillismo (Irurozqui/ Peralta 2000: 33-60; 182-191). Sucre creía que “el retiro de los antiguos empleados realistas y su reemplazo por ciudadanos comprometidos con el nuevo régimen y con aptitudes ‘morales’ para ejercer las funciones burocráticas aceleraría la reforma administrativa” (36-37). Sin embargo, ante el surgimiento del liderazgo de caudillos locales que practicaban “el prebendalismo y el patronazgo regional” (36), el mismo Sucre empezó a nombrar a militares extranjeros para los altos cargos políticos como el de prefecto. Respecto de la administración de justicia, Pentland observa que la corrupción y el desorden eran la norma en la administración judicial “bajo el dominio español”, situación que estaba siendo remediada por el gobierno liberal de Sucre, pero que todavía la estructura del sistema judicial difería muy poco de como funcionaba la institución en la Audiencia de Charcas. Se da la paradójica situación de que el gobierno republicano debe, mientras se redactan las leyes y reglamentos, imponer “los Códigos de leyes ordenados por las Cortes Españolas de 1812”, los cuales “se consideran como de la república” (Pentland 1975: 138-39; Soux 2013: 23-35). Marta Irurozqui y Víctor Peralta explican muy convincentemente estas tensiones al interior del gobierno de Sucre:

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La dificultad del gobierno sucrense para materializar un desempeño administrativo bajo reglas inéditas a las conocidas bajo el sistema colonial mostraba la conflictiva convivencia entre las soluciones liberales, es decir, la protección de la libertad civil, la seguridad individual ante las leyes y la propiedad de los ciudadanos, y el pensamiento señorial de Antiguo Régimen, defensor de una sociedad integrada por “cuerpos”, en la que la desigualdad procedía del respeto a “fueros, franquicias y privilegios” (Irurozqui/Peralta 2000: 38).

Esta “perspectiva orgánica de la sociedad” está ejemplificada por el anónimo escritor conocido como “El Aldeano”, autor de un Bosquejo en que se halla la riqueza nacional de Bolivia con sus resultados, presentado al examen de la nación por un Aldeano hijo de ella. Año de 1930. Irurozqui y Peralta apuntan que, para este intelectual, “Bolivia era una nación que, al modo de un cuerpo viviente, estaba conformada por propietarios territoriales, artesanos e indígenas” (Irurozqui/Peralta 2000: 167-173)7. Lo que me interesa destacar en este contexto es que el informe de Pentland, a pesar de su evaluación optimista del gobierno de Sucre, apunta a que la doctrina liberal solo puede realizarse si el individuo se convierte en sujeto político incorporando en sus prácticas ciertas virtudes, opuestas a la perspectiva orgánica promovida por el anónimo escritor de 1830. En el texto de Pentland la tolerancia, entendida como “libertad negativa”, es la virtud central. Libertad negativa es un concepto que se opone a la libertad positiva de Jean-Jacques Rousseau como proyecto político de liberación colectiva del yugo de la tiranía. La libertad negativa halla su definición clásica en J. S. Mill como la condición de un individuo libre de la interferencia de otros individuos o grupos (Clifford 2001: 73). Pero esta libertad negativa no tiene sentido ni contenido concreto si no se cultiva la virtud de la tolerancia como un modo de subjetivación que se distancia de la acrítica apelación a la tradición y las costumbres. 7 El anónimo escritor construye la imagen del ciudadano como “aldeano”, individuo arraigado en un territorio determinado, depositario de saberes particulares, opuesta en cierto sentido a la identidad de los “sabios filósofos” que, desde la altura de un saber absoluto discuten sobre la administración de los negocios públicos. Al justificar su intervención en el debate público sobre el estado social y económico del país, nos dice: “Creí también que los sabios filósofos se ocupaban de escribir sobre esta misma materia y que no habría necesidad que tomase la palabra un Aldeano como yo” (Lema 1994: 15). La tradición política en la que el Aldeano se mueve, valora el arraigo territorial expresado en la categoría de vecino, fusionando de hecho vecino y ciudadano (Irurozqui 2000: 142-143).

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¿Cómo se forman las personas tolerantes, ecuánimes, respetuosas de la libertad negativa, que una Constitución liberal requiere? El punto de la tolerancia parece ser un punto álgido, problemático, en el análisis de Pentland. Su trabajo de diagnóstico, enfocado en ofrecer un informe útil para los intereses comerciales y políticos de Gran Bretaña y sus clases capitalistas, nos da a los lectores actuales una especie de radiografía de la ideología liberal en acción; o mejor, de su confianza en el progreso a través de la formación de individuos ‘idóneos’, y de ahí también el énfasis que pone en la educación en varios pasajes (Pentland 1975: 147-50). El viajero irlandés, además de realizar un diagnóstico basado en la economía política del libre cambio, ofrece ejemplos de hombres públicos que encarnan los valores de una república. Aunque el suyo fue un texto escrito en inglés y destinado no para el uso de los bolivianos sino para el gobierno británico8, el Informe se puede leer como un “manual” para incorporar en la vida cotidiana los valores de la ideología liberal. Los “retratos morales” de los funcionarios del poder ejecutivo, quienes representaban el bando liberal de la política en oposición a la mayoría de los asambleístas de 1825, nos muestran el punto de inflexión donde el individuo se articula en la organización política través de ciertas prácticas. El comportamiento de los doctores de dos caras, y el modo de subjetivación que lo guía, se expresa en la conducta verbal de los representantes en la Asamblea que Arnade describe como “pomposidad barroca” (2004: 212) en oposición al discurso de Sucre, que es “substancial, […], sincero, maduro y honesto” (213). Desde esta perspectiva, las descripciones que el viajero hace de Sucre, nos lo presentan como el modelo de hombre público que deben seguir todos los funcionarios del Estado: temperamento suave sin poseer esa violencia tan común entre aquellos acostumbrados al mando; poseedor de una mente vigorosa y fuerte y de gran firmeza de carácter es infatigable como hombre de negocios y habiendo recibido una cuidadosa educación en su juventud, tiene gran facilidad como escritor. Su constante atención está dirigida hacia la prosperidad de Bolivia, y su gran ambición, como me lo ha repetido varias veces, dejar esta república, a su partida, libre de enemigos externos en el goce del orden, de la paz y del contento, habiendo establecido las leyes de su Constitución e introducido elementos de armonía entre sus ciudadanos (Pentland 1975: 135). 8 El texto manuscrito de Pentland fue descubierto por R. A. Humphrey en los años cuarenta del siglo xx. Véase la introducción de Lewis Hanke a la edición boliviana de 1975.

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Esta descripción de las cualidades morales de Sucre liga sintéticamente los siguientes aspectos: 1) la necesidad de reprimir las pasiones violentas con ayuda de la disciplina mental a la que se somete el individuo; 2) las capacidades de juicio y raciocinio; 3) la tecnología alfabética de la escritura; y 4) el gobierno del país. En la primera mitad de la cita tenemos las características que se refieren al gobierno de uno mismo (disciplina mental, juicio y raciocinio) y, en la segunda, los rasgos del gobierno de los otros (la escritura como herramienta esencial de la administración del estado). En los apartados que siguen, dedicados a Nataniel Aguirre y a las biografías de José Avelino Aramayo, analizaremos más de cerca cómo el hombre representativo se constituye en sujeto a través de las tecnologías del yo y la producción de un “discurso verdadero”. La retórica barroca del discurso político de los doctores de dos caras, embrión de la estética del caudillaje posterior, entrará en conflicto constante con los modos de subjetivación a que acceden los individuos que buscan instituir una gubernamentalidad que, apropiándose y transformando el poder pastoral cristiano, funda la racionalidad del gobierno en la doctrina del libre cambio. 2. Juan de la Rosa: modos de subjetivación y violencia revolucionaria Juan de la Rosa es un texto en que la narrativa del hombre representativo y del caudillo empieza a cristalizar, a adquirir los contornos que todavía conserva hasta hoy. Para enmarcar mi discusión de la función del hombre representativo a lo largo de varias décadas que atraviesan dos siglos y entender mejor su constitución subjetiva en la “estética de la existencia” y la ascesis política de las tecnologías del yo, y para develar los lazos subterráneos entre este y el caudillo, hay que discutir, aunque sea brevemente, esta novela fundacional de la literatura boliviana. El carácter fundacional de esta novela se puede justificar desde varios ángulos. Desde el punto de vista de la estructura narrativa Juan de la Rosa es un laberinto de voces y tiempos históricos (García 2010: 48; Paz Soldán 1986; García Pabón 2007) que lanza un enigmático mensaje a los lectores futuros9. El narrador de estas “memoHe propuesto en otro lugar que este mensaje es recogido por el cineasta Jorge Ruiz en su docuficción de 1953 Juanito sabe leer La estructura del texto narrativo construye una frontera porosa, permeable, entre los dominios de la historia y la ficción. Esta permeabilidad permite establecer relaciones textuales e ideológicas entre el 9

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rias” del último soldado de la independencia “elige una forma que elude, resume, selecciona, hace digresiones, se lamenta y manipula sus ‘memorias’ y, también, el relato de las otras voces narrativas” (García 2010: 29). El personaje-narrador es doble. Juan de la Rosa, veterano de las guerras de la independencia, narra unas “memorias” que entrega a la sociedad letrada de Cochabamba para “pedir a la juventud de mi querido país que recoja alguna enseñanza provechosa de la historia de mi propia vida” (Aguirre 2010: 65). Al interior de este relato, enmarcado por un prólogo firmado por Juan de la Rosa, el narrador se desdobla en su personaje-narrador Juanito, el niño huérfano que Juan de la Rosa era al inicio de la guerra. Uno de los efectos de esta estructura “laberíntica”, donde el narrador se confunde con el autor real (de hecho, la primera edición se publicó bajo la autoría de “Juan de la Rosa”)10 es “borrar los límites entre la ficción y la historia” (García 2010: 30). El relato novelesco está mediado por varios niveles narrativos subordinados a las “memorias” del veterano de guerra (29). Juanito, como “doble” de Juan de la Rosa, narra el descubrimiento de su híbrida identidad mestiza, a la par que internaliza la práctica de la lecto-escritura y la prédica político-moral de fray Justo, su tío y maestro, acerca de la necesidad de limitar la violencia revolucionaria. Simultáneamente, la voz narrativa de Juan de la Rosa lanza desde el “futuro” de Juanito (es decir, los años previos a 1885, año de la publicación de las “memorias”) una interpelación hacia los destinatarios del discurso narrativo, vale decir hacia el futuro del narrador. El envío narrativo y la interpelación de la ideología son estructuras paralelas e isomorfas en cuanto comparten la configuración del llamado a un destinatario y el destino de una vocación. La novela llama filme de Ruiz y la novela de Aguirre para sugerir que no solo Ruiz pone en escena el texto de Aguirre (en una especie de adaptación no reconocida o inconsciente), sino que, también, escenifica la interpelación que recibe para a su vez interpelar la tradición recibida (Pareja 2013). 10 La exhaustiva investigación de Gustavo V. García ha determinado lo siguiente sobre la edición de 1885: “fue la única que apareció en vida de Nataniel Aguirre y es la más cuidada de su numerosa prole (casi veinte ediciones, una traducción e incontables ‘reimpresiones’). Por razones todavía por develar, esta publicación consigna a Juan de la Rosa y no a Nataniel Aguirre como autor de Memorias del último soldado de la independencia. Un cuarto de siglo más tarde, de manera inexplicable, fue mutilada por los editores de la segunda edición (1909), que la reemplazó como texto-base para ediciones posteriores que repiten sus erratas y omisiones” (2010: 47). La edición de Juan de la Rosa hecha por García vuelve a la edición princeps de 1885 como texto-base.

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a los lectores futuros a descubrir su vocación patriótica a través de la lectura de la historia de Juanito. El lector tiene que hacer la travesía narrativa en tanto práctica social y material, acto que repite el proceso de lecto-escritura que la misma novela presenta a través de la historia de Juanito11. El narrador escenifica la escritura del texto novelístico a través de apartados narrativos donde él mismo detiene el relato de los eventos de Juanito para dirigirse a Mercedes, su mujer. En esas instancias, el narrador usa la pausa en el flujo del relato para comentar el contenido de los enunciados narrativos. Un ejemplo de esta escenificación del proceso de escritura ocurre en un pasaje en que el narrador delinea una clara oposición entre los soldados que lucharon en las batallas de la guerra por la independencia y los generales y coroneles de la república. El narrador interrumpe el flujo a causa del intenso efecto emocional que le causa contar esos eventos, dándole al lector un espacio de reflexión y análisis sobre lo narrado: vestidos de paño fino a la francesa, con guantes blancos y barbas postizas, que dispersan a balazos un congreso, fusilan sin piedad a los pueblos indefensos, entregan la medalla ensangrentada de Bolívar a un estúpido ambicioso, se ríen de las leyes, traicionan y se venden… ¡oh, no puedo!... ¡Mercedes!, ¡me estoy ahogando! (Aguirre 2010: 223-224).

Un rasgo central de la descripción de los caudillos militares en esta cita es la visualidad de la vestimenta y las insignias en directa relación a sus características morales. El consumo suntuario de productos importados, el uso de guantes que separan sépticamente el cuerpo del ambiente y la barba postiza de moda (véase figura 1) se presentan como índices de la falsedad de los gobernantes republicanos, como síntomas del mal moral causado por la ambición y la corrupción. El origen del caudillismo, según el narrador de Juan de la Rosa, se halla en los conflictos regionales desatados por el colapso del régimen colonial y las tensiones propias de la guerra independentista: “las pretensiones de los caudillos, acostumbrados a mandar cada uno por su lado a sus republiquetas o partidas de montoneros, arrojaron entre ellos un semillero fecundo de disputas y rencillas personales” (Aguirre 2010: 327). Como posible cura para esta Para una discusión de la lectura como sociabilidad en el siglo xix latinoamericano, véase los trabajos de Fernando Unzueta (2003) y Juan Poblete (2000). 11

Figura. 1 Antonio Villavicencio, Retrato del Gral. Mariano Melgarejo, presidente de la República de Bolivia, óleo sobre lienzo, 1856, Casa Nacional de Moneda-Fundación Cultural Banco Central de Bolivia.

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enfermedad moral desarrollada en el proceso mismo de la emancipación, la narrativa de Juan de la Rosa ofrece un regreso a los orígenes de la República, al momento supuestamente fundacional en que el sentimiento patrio se empezó a formar en los corazones de los individuos de los distintos estratos sociales. El narrador rastrea ese sentimiento en las expresiones exteriores (gritos, gestos) de los distintos actores sociales y en su propio desarrollo individual como sujeto. La educación política y sentimental de Juanito, a cargo de su tío cura, tiene como meta producir un sujeto en el que la noción y el sentimiento de la patria se adecuan a las acciones exteriores del individuo. Juanito describe en cada una de sus peripecias, desde la muerte de su madre a su vida como niño expósito en casa de los aristocráticos Altamira, la evolución del nombre de la patria en boca de los distintos individuos y grupos. Cuando doña Teresa Altamira envía a Juanito a Las Higueras, una pequeña propiedad en el valle de Cochabamba, el narrador cuenta que, en el camino, Juanito escucha a menudo “el grito de ¡viva la patria!” (199) proveniente de grupos de campesinos ocupados en su labores. Una vez llegado a su destino rural el narrador comenta: “Nunca pasé por las inmediaciones de una era sin oír, en medios de las alegres excitaciones de esa ocupación campestre, los gritos mil veces repetidos de: –¡Viva la patria!” (203). Sin embargo, para el narrador, este entusiasmo patriótico, si bien positivo, lamentablemente apunta al estado todavía confuso del nombre y del concepto de la comunidad política entre la población: “…el nombre mágico de esa patria, que aún no bien comprendida era ya el anhelo principal de mis rudos y sencillos paisanos” (226). El grito de “viva la patria”, acompañado cada vez más a menudo de la violenta exclamación “¡mueran los chapetones!”, degenera en el sonido gutural e inarticulado de la turba contagiada de un “furor salvaje” (345), de la multitud, “ese monstruo de tantos cuerpos” (347). El narrador llega a un clímax emocional cuando intenta describir las revueltas populares protagonizadas por multitudes urbanas y rurales durante el periodo revolucionario: ¿Quién puede explicar de qué modo se mueve y agita, o se aquieta y recoge; de qué modo aúlla y ruge, o enmudece; de qué modo se enfurece hasta el delirio, o se aplaca hasta la humillación ese monstruo de tantos cuerpos llamado multitud? A veces un signo, una palabra bastan para lanzarlo a los más criminales excesos, otras veces una sonrisa, una burla, un sarcasmo lo detienen, desarman y desvanecen… (347).

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La subjetivación política del individuo, su transformación en patriota, está plagada de varios peligros y escollos. Uno de ellos es la subjetivación colectiva de la multitud, que devora al individuo. Otro, la retórica de los doctores de dos caras que ya vimos en Pentland, y que en la novela de Aguirre tiene una encarnación ejemplar en el personaje del licenciado don Sulpicio Burgulla, que abandona el bando realista para pasarse a los patriotas. En uno de los momentos de fervor revolucionario en la ciudad de Cochabamba, un grupo numeroso escuchaba el discurso de los líderes, entre ellos el licenciado Burgulla. El licenciado se puso enseguida en su lugar, estirado sobre las puntas de sus zapatos enhebillados; levantó su bastón con borlas en el aire; tosió para darse mayor importancia, y gritó con voz de falsete: –¡Excelsior! ¡Audite cives! La multitud asombrada de su genio, lo contempló con tamañas bocas abiertas, y concluyó por gritar a su vez –¡Viva don Sulpicio! ¡Viva la patria! (183).

El narrador aprovecha este momento para elaborar uno de sus comentarios destinados al lector virtual de sus memorias. La figura del caudillo, gemelo del doctor de dos caras, aparece claramente en el trasfondo de este pasaje como un ídolo que exige pleitesía. La enunciación narrativa es una especie de profecía que anuncia la emergencia del caudillismo republicano como idolatría política: Más tarde comprendí que tuve en aquel momento ante mis ojos un tipo profético de la especie más dañina para las nuevas nacionalidades que se formaban: esos hombres llamados de ciencia; esos pedantes con canas que han embaucado a las inocentes multitudes, disculpándose de sus infidencias con un latinajo o una frase mal chapurreada en francés y exigido respeto a sus blancos cabellos, cuando inclinaban ellos mismos la cabeza hasta el suelo, ¡para besar los pies de los más despreciables y vulgares tiranuelos! (183-184).

Como veremos en la siguiente sección de este capítulo, y luego en el capítulo 3, la idolatría, la adoración de ídolos, es uno de los modelos a través del cual los intelectuales, reactivando una categoría central del proceso colonizador, intentan comprender el fenómeno del caudillismo. En la novela de Aguirre el concepto de idolatría está relacionado a la negación de “la igualdad de los hombres ante el padre común y la justicia”. Fray Justo, el tío cura de Juanito, en una de sus pláticas le hace estas revelaciones en voz baja, casi en secreto:

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La religión que han dejado oscurecer los mismos sacerdotes –acércame el oído, hijo mío–, no es ya la doctrina de Jesús, ni nada que pudiera moralizar al hombre para conducirlo gloriosamente a su fin eterno. Hacen repetir diariamente el ‘Padre nuestro’ y mantienen la división de las razas y las jerarquías sociales, cuando les era tan fácil mostrar en las palabras de la oración dominical, enseñada por Cristo en persona, la igualdad de los hombres ante el padre común y la justicia. Debieran procurar que los fieles amasen a Dios ‘en espíritu y verdad’; pero fomentan las supersticiones y hasta la idolatría. Veo en los templos –inclínate más–, imágenes contrahechas que reciben mayor veneración que el Sacramento. Me han dicho que en cierta parroquia adoraban al toro de San Lucas o el león de San Marcos ¡y le rezaban con cirios en las manos! Tal vez harán lo mismo en otras con el caballo de Santiago y el perro de San Roque. Para obtener, en fin, bienes temporales multiplican las fiestas, inventan no sé qué devociones, en medio de la crápula, a la luz del sol, de ese antiguo dios padre que el pobre indio adoraba más conscientemente con más pureza quizás (109-110).

Desde la perspectiva del sacerdote patriota fray Justo, lo que se interpone entre el individuo y su subjetivación política es la adoración de imágenes que, en lugar de referir al espíritu y la verdad del cristianismo, precursor de la ideología política republicana, repiten viciosamente las supersticiones indígenas. Al centro de estas prácticas supersticiosas está la celebración de una serie de fiestas patronales en las que la subjetivación política emerge de la performatividad festiva. La moralización del individuo, su subjetivación, ya no puede seguir los cauces de las prácticas religiosas tradicionales, pues estas solo sirven para perpetuar un orden sociopolítico basado en la formación de sujetos políticos corporativos y no en individuos. La fiesta, a través de la devoción, media entre la comunidad y la autoridad y, en ese contexto, el dispendio de recursos y energías en la dramaturgia festiva y el consumo de alcohol constituyen, para el narrador de fray Justo una simple “crápula” sin conciencia. Este modo de subjetivación colectiva de la multitud, eminentemente visual y espectacular, aparece opuesto de forma radical a la “estética de la existencia” del sujeto individual y la emergencia de un “discurso verdadero” en la esfera pública. Este sujeto individual, en su avatar de patriota, debe, sin embargo, humillarse ante la representación de la colectividad. ¿Qué diferencia la humillación positiva del patriota verdadero de la idolatría política del caudillismo? El mismo Nataniel Aguirre parece ofrecer una respuesta en su obra poética.

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3. Apóstrofe: el mito negativo del caudillismo a través de la lírica patriótica “No sufras un momento que tus leyes desconozca el capricho de un tirano; que más valieran los antiguos reyes que los nuevos y estúpidos señores cuyo deseo vano se limita á una faja de colores”. (Nataniel Aguirre, “A Bolivia”) “Ambición miserable, sed de mando el ánsia de oropeles y de incienso”. (Nataniel Aguirre, “A Bolivia”)

Nataniel Aguirre contribuye con su obra poética a la construcción del “mito negativo” del caudillismo que fue promovido por los regímenes conservadores luego de la Guerra del Pacífico (1879-1883) para promover la regeneración nacional ante la derrota bélica. “Caudillismo” y “militarismo” fueron términos “que sintetizaron todo aquello que había impedido al país gozar del progreso y del éxito de las naciones vecinas” (Irurozqui 2000: 21). A principios del siglo xx Alcides Arguedas y otros intelectuales retomaron el mito que culpaba al caudillo militar de la corrupción de los principios democráticos, y lo popularizaron aún más, dándole un contenido enfocado en la degeneración racial. A pesar de los intentos desmitificadores de varios estudios recientes sobre el siglo xix boliviano, todavía percibimos la época de los caudillos (1829-1880) a través de los lentes conceptuales con los que, a partir de 1900, toda una generación de intelectuales interpretó este periodo de la historia del país. Arguedas fue el escritor que elaboró la explicación más conocida de la política boliviana, en una serie de textos de carácter histórico dedicados a analizar y juzgar el comportamiento de los gobernantes del siglo xix. El juicio moral articulado en la narrativa histórica de Arguedas ha ejercido una influencia enorme. A pesar de la rehabilitación ideológica que se ha hecho de algunos de los caudillos individuales, el peso de la narrativa arguediana ha seguido determinando las interpretaciones escolares y académicas sobre el siglo xix. La visión arguediana, influenciada por las corrientes cientificistas de la segunda mitad del siglo xix, ofrece una evaluación de la conducta de los gobernantes marcada por la “biologización” del concepto de sociedad, por el pen-

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samiento de la degeneración y por la antropología criminal italiana (Demélas 1981, Irurozqui 2001.) Como otros han indicado, el deseo de moralizar la historia está al centro del proyecto historiográfico de Arguedas (Paz Soldán 2003: 143-167). Para llevar a cabo una genealogía de la estética de existencia del hombre representativo es necesario situarse en el periodo en que Aguirre redacta sus obras. Nataniel Aguirre no es conocido como poeta; sin embargo, sus textos poéticos, aunque pocos, tienen una densidad e intensidad ético-políticas que los destaca de entre la poesía patriótica del periodo. En el poema “A Bolivia” se pueden apreciar rasgos del género patriótico comunes a toda la poesía de la época, ejemplos de la cual fueron reunidos en los dos tomos de Certamen nacional. Seis de Agosto 1896 (1897), recopilación de textos que salieron de un concurso en honor a la fundación de la república. El concurso de poesía fue convocado pidiendo poemas breves dedicados a Antonio José de Sucre, quien junto a Simón Bolívar ostenta el epíteto de “padre de la patria”. El poema ganador iba a ser colocado al pie de un monumento a Sucre. Este requisito del concurso fue textualizado a la cabeza de algunos de los poemas seleccionados. En uno, el título dice: “Leyenda para el monumento a Sucre”; en otro, el título está precedido por esta indicación entre paréntesis: “Soneto para el monumento á Sucre que estará coronado con la estatua del Héroe” (Certamen 1897: 88). En casi todos los poemas de esa colección es obvio que el hablante lírico apela a un lector que es, a la vez, el potencial espectador del monumento público. La poesía patriótica establece un marco performático en el que se desarrolla su dicción: la celebración patriótica, inscrita en la ritualidad del calendario republicano, requiere de un espacio físico y mental donde el poema se performativiza y el individuo, lector-espectador, actúa su ciudadanía a través del paso por el código de la lecto-escritura y su exteriorización en gestos y movimientos que están previstos en el libreto del poema. “A Bolivia” de Aguirre pertenece a esta tradición poética. El apóstrofe, tropo central de la lírica romántica (Culler 1977), tiene un peso preponderante en la poesía patriótica y en el poema de Aguirre aparece desde el título como una dedicatoria a la figura alegórica de Bolivia, entidad abstracta y concreta a la vez. La densidad ético-política del poema, y su diferencia con otros ejemplos de poesía patriótica, está en que el apóstrofe a “Bolivia” captura en una serie de imágenes la figura del caudillo. La patria, personificada por una figura femenina, es el destinatario más obvio y directo del discurso poético

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que, sin embargo, se dirige también a ese personaje colectivo que el poema denomina “nuevos y estúpidos señores”. Si, por un lado, el hablante lírico del poema le habla a Bolivia para consolarla y darle consejos, por el otro, la acusación de tiranía claramente presupone otro interlocutor, uno que probablemente compite por la atención erótico-política de Bolivia con el hablante, quien tiene la esperanza de establecer un “romance nacional” y una hegemonía política (Sommer 1991). El hablante se posiciona como un pretendiente que le pide a la patria que no escuche los “halagos” de otros pretendientes. En los versos anteriores leemos estos pedidos dirigidos a Bolivia: No escuches más el ambicioso halago de un profeta mentido; no humilles la cerviz, no dés en pago tu santa libertad al que pretenda amarte más ó haber por tí sufrido, cuando necia ambición su pecho encienda.

Marcados por la ilegitimidad, los otros pretendientes no pueden, pero sobre todo no deben, seducir con sus palabras y acciones a Bolivia. Aunque es obvio por el adverbio temporal “más” que la seducción ya ha ocurrido, la competencia por captar la atención de Bolivia no termina ahí. Esta es una referencia clara al periodo del militarismo que va desde el final del gobierno liberal de Antonio José de Sucre (1828) hasta la Guerra del Pacífico (1879) y a la época de la posguerra, marcado por los esfuerzos de reorganización nacional liderados por el partido conservador. El hablante lírico advierte con tono patético que el halago del “tirano”, la seducción del “profeta mentido” tarde o temprano termina en la esclavitud (“No humilles tu cerviz, no des en pago/ tu santa libertad…”). El arbitrario desconocimiento de las leyes de la república (“el capricho de un tirano”) causan sufrimiento a Bolivia, personificación de la comunidad política, y hacen desear al hablante el regreso de un régimen monárquico en el que por lo menos se respetaban las leyes (“más valieran los antiguos reyes”). Para Aguirre, igual que para los poemas de Certamen nacional hay una diferencia radical entre la humillación a la que “Bolivia” se ha sometido en el pasado y el natural reconocimiento que el ciudadano debe ofrecer a los padres fundadores de la nación. En los poemas recopilados en Certamen nacional (1896), la mayoría de ellos sonetos, leemos ejemplos de la humillación positiva a la que el ciu-

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dadano se somete sin comprometer su libertad. Todos los poemas fueron compuestos con vistas a ser grabados al pie de un monumento que iba a ser dedicado al Mariscal de Ayacucho. Muchos de los textos se dirigen directamente al lector que leerá los versos de pie frente al monumento. En uno leemos este imperativo pedido dirigido a los potenciales espectadores del monumento: “Prosternad la frente / ante el sol sin ocaso de su gloria” (Certamen 1897: 89). En otro poema, el hablante lírico es incluso más enérgico en su pedido: “¡¡De rodillas, oh! Pueblo Boliviano / ante el gigante de tu ilustre historia!!” (89). En el terceto final de ese soneto, la voz poética afirma categórica: “Por eso siempre ante la faz austera / de Sucre, el Héroe, el Redentor sublime, / se ha de inclinar la humanidad entera!!!” (90). En el pareado final de otro poema se lee: “¡Aquí está su silueta refulgente… / Inclinad, ciudadanos, vuestra frente!” (93). En el poema “Bolivia a su padre y fundador” Sucre es la encarnación de la ley. A través de la “adoración” de su figura, la ley se inscribe en el corazón del ciudadano. La voz de Bolivia se dirige al lector para afirmar: La gratitud mi Padre lo proclama, Me dio leyes y vida independiente… Le admira el Tiempo, cántale la Fama, Su pedestal es medio continente; El Orbe todo lo bendice y ama… Y yo para adorarle eternamente, Altiva con sus glorias y renombre, Guardo en mi corazón su augusto nombre (Certamen nacional 1896: 95).

La adoración a la que el poema alude (“Y yo para adorarle eternamente”) no puede prescindir de los gestos, de los movimiento físicos del cuerpo (inclinación de la frente, ponerse de rodillas) que aparecen explícitamente en los poemas anteriormente citados, no puede ser un reconocimiento meramente mental. El objeto de adoración, un ser humano de contornos heroicos y míticos, encarna el principio abstracto de la ley, como en otro poema se proclama: “…Bolivia, su hija muy amada, / recibe al héroe, vencedor de reyes, / que deposita brillante espada / sobre el sagrado Libro de las Leyes” (93). Hacia la primera mitad del siglo xix el pintor Melchor María Mercado nos muestra a un Sucre, entre guerrero y jardinero, que, efectivamente, luego de vencer a la monarquía, hace “nacer las artes y ciencias de la

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Figura. 2 Melchor María Mercado, El mariscal de Ayacucho haciendo nacer las ciencias y las artes de la cabeza de Bolivia, 1841-1869, Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia.

cabeza de Bolivia” (Mercado 1991: 76), la cual se representa como una mujer indígena cuyas cadenas han sido rotas (véase figura 2). En estos poemas y en la imagen de Mercado el mito de Sucre es un mito “positivo”, mientras que la imagen del caudillo en el poema “A Bolivia” de Aguirre está cargada de negatividad. Aludiendo quizás a la banda presidencial con los colores nacionales que los gobernantes republicanos se cuelgan alrededor del pecho, o a las condecoraciones y charreteras del uniforme militar, el poema de Aguirre afirma contundentemente que el deseo de los nuevos gobernantes “se limita a una faja de colores”. La presentación de la subjetividad política de los gobernantes como infantil o primitiva será una constante en las caracterizaciones de los caudillos del siglo xix. El deseo del caudillo, situado en un estado prepolítico, anterior a la formación del sujeto político propiamente dicho, es “ambición miserable”, “sed” o “ansia” de poder y de reconocimiento. Los tres términos citados remiten a una situación donde la persona está dominada por sus pasiones y se

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opone claramente al control de los impulsos. ¿Para qué quiere mandar el caudillo? La respuesta del hablante lírico no deja lugar a dudas: para satisfacer su ansia de “oropeles”, es decir, el deseo de apariencia, de aparentar y aparecer en la esfera pública. El oropel, “lámina de latón, muy batida y adelgazada, que imita al oro” (DRAE), adorna a la persona y decora el escenario donde aparece. Forma parte de la teatralidad del poder del régimen colonial que pervive en la república. También el gobernante desea “incienso”, es decir, reconocimiento de su figura como encarnación de un principio divino. El incienso es el humo que se eleva hacia el cielo para alcanzar a la divinidad, es un signo de la adoración que los humanos (las criaturas) hacen al creador; al mismo tiempo, constituye una “alabanza afectada, para ganar la voluntad de alguien” (DRAE). El deseo de incienso del caudillo lo convierte en un ídolo y a aquellos que lo siguen, en idólatras. Ambos elementos, el oropel y el incienso, son en la “publicidad representativa” del Antiguo Régimen “atributos del dominio” y, como tales, son una “representación pública del dominio” (Habermas 1986/1962: 46). El que domina, el que manda, posee un estatus de “señor” que “se presenta como la corporeización de un poder siempre ‘elevado’”. Esta corporeización genera un tipo de “publicidad representativa” que está “adherida a la concreta existencia del señor” y que le da a esa autoridad política su “aura” (46-47). En el apóstrofe poético a Bolivia, el hablante le pide que no sufra a causa del capricho y el autoritarismo de sus gobernantes y el desconocimiento de las leyes de la patria. Al demandar cierto comportamiento estoico de Bolivia (“no sufras”), la voz poética concluye que, a fin de cuentas, el deseo del tirano es “vano”, que “se limita” a lo superficial y accesorio, a la mera apariencia del espectáculo visual (“faja de colores”). Este espectáculo se nos muestra como estético en su sentido más limitado, y degradado, de fenómeno perceptivo que actúa directamente sobre los sentidos sin la mediación de una disciplina o una regimentación. La estrategia del poema consiste en quitar valor representativo a los signos exteriores del poder, aquellos atributos de la persona que, en la publicidad representativa del Antiguo Régimen, le daban cuerpo y visibilidad pública a virtudes “cortesanas” (Habermas 1986/1962: 47). Los signos exteriores de esa representación pública cubrían un amplio espectro de prácticas; Jürgen Habermas, en su repaso de las características de la publicidad representativa, menciona los siguientes aspectos: “insignias (condecoraciones, armas), hábitos (vestimenta, peinado), gestos (modos de

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saludar, ademanes) y retórica (forma de las alocuciones, discursos solemnes)” (47). De estos, el poema claramente se refiere a las “insignias” con su mención a la “franja de colores” y, de forma menos explícita, alude a la retórica con la imagen del “ambicioso halago de un profeta mentido”. Ya sea visual o verbalmente, el espectáculo del caudillismo se opone a los modos de constitución subjetiva del hombre representativo, de los cuales nos ocuparemos en lo que sigue. 4. El apostolado del hombre representativo Carlos Medinaceli (Sucre, 1898-La Paz, 1949), prolífico y multifacético intelectual escribió novelas, poesía y ensayos. Sus esbozos biográficos y sus textos teóricos sobre el arte de la biografía salieron a la luz en diferentes revistas antes de ser reunidos post mortem en libros que añadieron también materiales inéditos. Este conjunto de textos, casi nada estudiado, sigue siendo hasta hoy muy influyente en la formación del público lector boliviano por su apelación a la ejemplaridad de ciertas figuras de la historia. Ya he iniciado en la introducción el análisis de su esbozo biográfico de 1941 sobre el empresario minero José Avelino Ortiz de Aramayo (Moraya, 1809-París, 1882), titulado “José Avelino Aramayo el apóstol”, y ahora nos toca continuar más detalladamente ese análisis. En ese texto Medinaceli se propone criticar los prejuicios que determinan el criterio con que se valoran las figuras públicas. Su crítica enfatiza la “visualidad” del espectáculo que se genera alrededor de los caudillos y ofrece un ejemplo de la oposición entre la “estética del caudillaje” y el hombre representativo: Con nuestra aún corta y aldeana experiencia de la vida democrática se ha creído que sólo las figuras que aparecían en el primer plano del escenario social, sobre todo los caudillos militares o políticos, brillantes y espectaculares, aun por la visualidad del uniforme de parada o el traje de etiqueta, y que por su inmediata influencia en la administración pública y en el reparto de empleos eran los únicos acreedores al homenaje y glorificación de ‘la patria agradecida’ (Medinaceli 1972: 80-81).

El “error de criterio” que permite que se privilegie la figura espectacular del caudillo o del político demagogo por sobre la existencia de hombres menos visibles pero genuinamente representativos tiene su origen, según el biógrafo, en la “aún corta y aldeana experiencia de la vida democrática” de Bolivia. Medinaceli toma la noción “pueblo

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niño” de José Enrique Rodó para expresar esta falta de experiencia histórica (81), oponiéndola implícitamente a la frase pesimista “pueblo enfermo” que da título al libro de Alcides Arguedas de 1911. Como resultado de ese criterio erróneo, las figuras “espectaculares” han acumulado “todos los honores de la biografía apologética, las hipérboles de la Oda ditirámbica y el busto de mármol y la estatua ecuestre” (81). Medinaceli se ve a sí mismo y a los miembros de su generación como llamados a “profesar” un nuevo criterio de valoración y, por lo tanto, atados a la obligación moral de “esclarecer la figura de los héroes del trabajo y del esfuerzo creador” (82). Este nuevo criterio redefine el concepto de héroe, alejándolo de la opinión de las “chusmas” y el “vulgo pretoriano y caudillista” (82). En este nuevo concepto de héroe se valora el silencio, el anonimato y la intimidad de los hombres por sobre la exterioridad espectacular de los hechos de armas o la retórica demagógica. Estos hombres “de anónimo heroísmo silencioso” son portadores de una “invalorada ejemplaridad” que Medinaceli se propone rescatar con la “semblanza biográfica” de Aramayo. El texto de Medinaceli se basa en la brevísima biografía escrita por Ernesto Otto Rück y en el Informe sobre los asuntos de Bolivia en Europa del propio Aramayo, además de otros documentos. Excusándose por no ofrecer al lector una biografía completa y rigurosa, además de referirse a la dificultad de la “exploración bibliográfica” por las consabidas “deficiencias de Archivos y Bibliotecas”, el autor del esbozo confiesa que no dispone en el momento del “sosiego” ni la “sindéresis de juicio” (80) para completar tal proyecto. Medinaceli cita al biógrafo británico Lytton Strachey para resumir su dilema: “It is perhaps as difficult to write a good life as to live one” (80). Este gesto autorreflexivo que hace visible las condiciones de posibilidad del texto biográfico dirige nuestra mirada hacia un aspecto central del proyecto de Medinaceli y, por extensión, de los intelectuales bolivianos que juzgan el pasado decimonónico en busca de respuestas al presente histórico. Efectivamente, para escribir la biografía de los héroes ejemplares del “trabajo y del esfuerzo creador” el escritor debe reproducir, a otro nivel, los mismos movimientos vitales y del espíritu que la figura ejemplar realizó en su existencia. Como veremos a continuación, estos movimientos de la vida orgánica y espiritual consisten en prácticas de subjetivación que permiten adquirir “sindéresis”, es decir, “discreción, capacidad natural para juzgar rectamente” (DRAE). Cuando Medinaceli afirma que en el momento de la escritura no dispone de sindéresis, no debe

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interpretarse como falsa modestia, sino como la confesión de una verdad sobre uno mismo y sobre el entorno. Medinaceli confiesa la dificultad de vivir una vida ética, dificultad que es isomórfica a la de escribir una vida buena. Este gesto confesional tiene la función de generar un discurso verdadero, esto es, un discurso en el cual sujeto y verdad sobre uno mismo están ligados por un pacto. ¿Dónde está la dificultad de vivir una vida buena, dónde el problema de escribir una vida buena? Se trata de una problematización ética y política de la existencia histórica de los sujetos, al mismo tiempo que pone al centro procesos estéticos a través de los cuales los individuos devienen sujetos políticos. La forma, el estilo, no son meros epifenómenos de este proceso. Las prácticas concretas de los individuos, encarnadas en la vida cotidiana, con sus detalles nimios y hasta irrelevantes, son modos, formas, estilos de vida que dirigen la subjetivación. Rück fue testigo contemporáneo de la vida de Aramayo, y por este motivo su biografía es una fuente central en cualquier estudio de este personaje. Medinaceli lo cita extensamente para establecer la “ejemplaridad” de la figura biografiada, especialmente en cuanto a sus costumbres. A contrapelo de las figuras públicas espectaculares, lo más relevante de la vida de Aramayo, según Rück, es “su carácter privado” (citado en Medinaceli 1972: 128). En la biografía de Rück, los detalles de su vida privada aparecen resumidos, como condensados, pero suficientemente individualizados como para extraer de las prácticas cotidianas ejemplos de conducta. En las descripciones de Rück la apariencia exterior, física, del personaje, siguiendo una larga tradición fisiognómica, es expresión simbólica de su interior moral: Hombre de esbelta prestancia y de atrayente fisonomía, era apacible y hospitalario con todos: hacía la caridad curando personalmente a sus peones y a las gentes menesterosas que le debieron mucho alivio, a pesar de que a veces no tenía lo necesario para el sostenimiento de su propia familia (citado en Medinaceli 1972: 128).

La “atrayente fisionomía” de Aramayo se puede observar en la litografía que acompaña la biografía de Rück (véase figura 3). Deborah Poole (1997: 160), al analizar las litografías que acompañan el libro Lima de Manuel Atanasio Fuentes, acota que la popularidad de la fisiognomía, en tanto método, en el siglo xix, se debió en gran parte a que sus afirmaciones cientificistas coincidían con el culto a la individualidad de la burguesía. La disciplina fisiognómica afir-

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Figura. 3 Dujardin, Avelino Aramayo, fotograbado, 1880.

maba que a través del estudio de las reglas del método fisiognómico se podía descubrir el estatus social de una persona y las cualidades morales y espirituales que constituían interiormente, en la intimidad de su ser, el carácter o personalidad del individuo (160). A pesar de apelar al carácter individual, las reglas de este método estaban racial y estéticamente codificadas. Según este método, los cánones europeos de belleza clásica expresaban un carácter e inteligencia “rectos”. Las narices largas y estrechas señalaban un carácter fuerte, en tanto que las anchas y chatas revelaban la tendencia a engañar y la debilidad moral. Una marca de inteligencia era la frente alta y calva (160-161),

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rasgo físico que vemos precisamente en la litografía que retrata a Aramayo. La descripción inicial de Rück es bastante general, pero liga claramente el aspecto externo del cuerpo (esbeltez, atracción) con cualidades morales (caridad). En la descripción verbal se pasa imperceptiblemente desde la prosopografía a la etopeya, reflejándose ambos aspectos como en un juego de espejos. Aunque el régimen visual de la fisiognomía es importante como marcador del carácter individual, este es solo una parte del discurso construido alrededor de la figura de Aramayo. El individuo nunca está dado de antemano, menos aún el sujeto político. El individuo moderno y la subjetividad que lo acompaña son el resultado de prácticas de subjetivación muy concretas. Examinemos algunas de estas en la etopeya que Rück compone para el lector. En primer lugar, a pesar del “espíritu eminentemente religioso” que estaba por detrás de sus actos caritativos, Aramayo practica cotidianamente la tolerancia, virtud cardinal que la doctrina liberal preconiza para el individuo. Rück (1891: 128) apunta que “era tolerante con todas las creencias” y que “le gustaba debatir libremente sobre cuestiones sociales y políticas con los hombres inteligentes que frecuentaban su mesa”. ¿Cómo transita el individuo desde las reglas de conducta abstractas delineadas en códigos legales o tratados filosófico-políticos hacia prácticas de subjetivación específicas? Es difícil articular una práctica directamente sobre el concepto mismo de tolerancia sin hacer un desvío por la noción de libertad. Como he mencionado al analizar el Informe de Pentland, Michael Clifford propone que para el filósofo liberal J. S. Mill la “substancia ética”12 sobre la que se trabaja en el proceso de subjetivación es la libertad entendida como libertad negativa; es decir, como la condición de existir libre de la interferencia de individuos e instituciones. Clifford (2001: 11-12) sugiere que On liberty, leído como “manual de vida” en lugar de tratado filosófico, ofrece “detailed guidelines about how to ‘cultivate’ our own individuality”. En este contexto, la tolerancia, reinterpretada por Mill como libertad negativa, es el rasgo esencial de la subjetividad política, y sirve de norma para determinar como los individuos deben relacionarse entre sí de forma “ética” (12). No es difícil imaginarse a Aramayo leyendo el texto de Pentland como guía para reformar la economía, la sociedad y el Estado, y, 12 En el segundo volumen de Historia de la sexualidad Foucault define la determinación de la substancia ética como “the way in which the individual has to constitute this or that part of himself as the prime material of his moral conduct” (Foucault 1990: 26).

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simultáneamente, como un manual de vida de donde extraer ejemplos y aprender prácticas para la autoformación. A su vez, las biografías de Aramayo pueden servir de manual ético-político para los lectores. El régimen de autoformación que Rück describe, y que es enfatizado por Medinaceli, ofrece un modelo de vida que el lector de la biografía puede apropiarse. La breve pero detallada descripción de la rutina diaria del biografiado es rica en aspectos prácticos. Por ejemplo, el régimen explícitamente excluye “los vicios”, entre los que se mencionan la embriaguez, el fumar y el juego (Rück 1891: 5). El lector puede deducir que la tolerancia, tan elocuentemente pregonada unas líneas antes, encuentra un límite frente a esos vicios y las personas que los practican. Esta rigurosidad “puritana” del régimen de costumbres de Aramayo, según la versión de Rück, se expresa también en la vestimenta y el horario: vestía con sencillez, pero con extrema limpieza; se levantaba de madrugada y trabajaba todo el día, ya en la dirección personal de sus construcciones y trabajos mineros, ya en sus tareas de escritorio ó en sus libros (1891: 5).

El régimen se complementa con ejercicios físicos y mentales que se realizan en soledad o en compañía de otros: “su ejercicio predilecto consistía en labrar su huerta y cultivar sus flores; de noche hacía leer á sus hijos en alta voz ó les hacía estudiar el piano” (5-6). Las tecnologías del yo permean el régimen de costumbres de Aramayo. En primer lugar se puede identificar el retiro estoico (Foucault 2011: 101) a la vida privada del hogar “tranquilo y feliz” donde, en palabras del propio Aramayo, el individuo capea “las borrascas de la vida industrial y sus decepciones”, y que permite “mirar las cosas por su mejor lado, creyendo que el hombre, así como todo lo creado para su servicio, es susceptible de mejoramiento y aun de perfección” (citado en Rück 1891: 6). En ese espacio íntimo creado por el retiro (rural o no)13 el individuo se somete a una serie de prácticas que, a 13 Los estoicos espiritualizaron la noción de anachoresis. Ya no significaba simplemente el retiro de un ejército, el escape de un esclavo que huía de su amo o el retiro en el campo lejos de las ciudades; vino a designar una actitud general y un acto cotidiano. En la anachoresis el individuo se retira a su propio yo para recordar las reglas de conducta. Es un aparato mnemónico para redescubrir las leyes que guían el comportamiento y no, como lo será en el cristianismo, una hermenéutica del sujeto que busca descubrir los errores y los sentimientos más ocultos y profundos del individuo (Foucault 1988: 34).

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través de diversos modos de subjetivación, actúa sobre la substancia ética (la libertad negativa del individuo, la tolerancia hacia los otros) para producir determinados resultados. La escritura está al centro de la rutina diaria de Aramayo. El narrador de la biografía menciona “tareas de escritorio” y “libros”, pero además nos da una larga cita del propio Aramayo reflexionando sobre la escritura y el discurso verdadero (parresia) que el patriota debe realizar en público. Como sabemos, la escritura es fundamental en la cultura del cuidado de uno mismo. En la Antigüedad, las tecnologías del yo incluían un conjunto de prácticas escriturales cuyo fin consistía en ayudar al sujeto a redescubrir ciertas verdades y recordarlas. En la época helenística el cuidado de sí estaba ligado a una constante actividad de escritura, mientras que en el primer y segundo siglo esta preocupación por uno mismo dio paso a una nueva manera de experimentar el yo: la introspección detallada que registra la vida cotidiana en sus prácticas más nimias, que analiza los movimientos del espíritu y desarrolla un autoexamen. Foucault da el ejemplo de las cartas de Marco Aurelio a Frontón, su maestro, en las que se destaca la función del “retiro” rural y la naturaleza en el proceso de ponerse en contacto con uno mismo. Las cartas de Marco Aurelio son, de hecho, la transcripción del examen de conciencia que el discípulo realiza al final del día. En este examen se pone en una balanza las metas que uno se había impuesto y lo que al final del día se logró hacer. Esta práctica involucra la escritura de notas en un cuaderno que sirven como ayuda-memoria en el proceso de examinar la conciencia. Como Foucault demuestra, la práctica de la confesión cristiana se origina en estas prácticas que, modificadas, van a formar la base de un modo de subjetivación diferente. A partir de la confesión cristiana, el examen de conciencia buscará las malas intenciones del sujeto, conformando de este modo un tribunal que va a juzgar los actos pasados del individuo. En la Antigüedad, sin embargo, la función del retiro y del examen de conciencia no es juzgar lo que ha sucedido, sino, fiel al origen militar del término anachoresis, modificar las estrategias para alcanzar el objetivo deseado (Foucault 1988: 27). En los modos de subjetivación que eligen los individuos podemos detectar una compleja y tensa convivencia de prácticas espirituales cristianas (la caridad en el caso de Aramayo), el substrato estoico y cínico de la pragmática del yo, el llamado de la Ilustración a pensar por uno mismo, el individuo aislado y egoísta de la economía polí-

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tica clásica (el industrial, el comerciante), y la figura ético-política del patriota. Alcides Arguedas, en su obra historiográfica, hace un retrato del comerciante Iturri que, en varios aspectos, se asemeja al Aramayo de Rück y Medinaceli: era profundamente creyente; en las prácticas religiosas, que las cumplía estrictamente, encontraba los consuelos que le negaban los hombres en la vida ordinaria. El no pertenecía a ningún bando político. No era ballivianista ni belcista. De los caudillos de ambos grupos estaba desengañado. Su carácter excesivamente severo e independiente incapaz de doblegarse ni entrar en componendas desdorosas, ni transigir con bellaquerías, lo ponía al margen de los partidos. Como Diógenes buscaba a un hombre y ese hombre nunca pudo encontrarlo, y cuando creía haberlo encontrado, le resultó una equivocación. Solitario y sin ser comprendido, atraviesa la vida, cada vez más decepcionado en sus ilusiones de justicia y en sus esperanzas patrióticas (Arguedas 1922: 506).

Las prácticas religiosas y los modos de subjetivación comparten un rigorismo y una estrictez que, como vemos en el ejemplo del comerciante Iturri, amenazan con dejar al individuo aislado, incapaz de influir en la esfera pública. El punto de inflexión aquí es la relación entre el individuo que pugna por ser hombre representativo y el caudillo que gobierna la república. La comparación con Diógenes, el filósofo cínico por excelencia, es sintomática. La religión cristiana y la pragmática filosófica del cinismo contribuyen por igual a la formación de un “carácter excesivamente severo”, cuyo rasgo principal es, al menos en la interpretación de Arguedas, no transigir con la cultura política del caudillismo. El objetivo de Iturri, y como veremos enseguida el de Aramayo, era influir en los gobernantes a través de un “discurso verdadero”. La capacidad de construir un “discurso verdadero” se logra a través de los modos de subjetivación de las tecnologías del yo. En la Antigüedad ciertos individuos, a través de prácticas de subjetivación, adquieren parresia, la facultad de “hablar francamente”, de producir un discurso verdadero y así guiar a otros en sus esfuerzos por establecer una relación consigo mismos (Foucault 2011: 43). Alejada de la retórica, la función parrésica no consiste en convencer o persuadir, sino en establecer un pacto entre el sujeto de la enunciación y la conducta del sujeto. A diferencia de los performativos, los enunciados parrésicos no dependen de un entramado institucional o del estatus del emisor para ser efectivos. El efecto que tienen es retroactivo, en el sentido de que abren un riesgo, incluso mortal, para el

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sujeto de la enunciación y que lo constituye esencialmente (Foucault 2011: 61-73). El hombre representativo se ubica en muchos casos en la posición discursiva del parrésico, en tanto que la identidad del caudillo y de los individuos que componen los sujetos colectivos del caudillismo se constituye en la performance del espectáculo. En el caso de Aramayo, vemos que la posición subjetiva de “el patriota” es uno de sus resultados: “Ardiente patriota é incansable obrero del progreso de su país, jamás desmayó en la tarea de fomentarlo por todos los medios á su alcance, yá como empresario, yá como escritor” (Rück 1891: 6). El estilo de la escritura, al igual que la apariencia exterior revela el interior del individuo, pero lo interesante es que esa interioridad no es espontánea, sino que es el resultado de un trabajo riguroso que requiere constancia: “Su estilo es fluido, conceptuoso y enérgico, aunque revele á veces cierta falta de corrección literaria. Con incontrastable paciencia solía redactar sus escritos, dándoles pulimento á fuerza de revisarlos antes de darlos a la prensa” (6-7). La escritura permite la intersección del cuidado del yo y el gobierno de uno mismo con el gobierno de los otros. Si, por una parte, la escritura es un instrumento de introspección que ayuda al individuo a corregir ciertos errores, por otra, constituye un discurso verdadero que se dirige a los otros para influenciar su conducta: el gobernante, los ciudadanos en general. Aramayo elige la problemática socioeconómica para construir su discurso verdadero: Es preciso escribir constantemente sobre las cuestiones sociales de cada país; cuando no haya nada que decir de sus virtudes, hay que atacar sus vicios y sus defectos para corregirlos. Misión esta poco agradable sin duda y es el desconsuelo que ahora me acompaña, pues como siempre, tócame hoy escribir atacando à los gobiernos, denunciando el despilfarro de la hacienda pública, el abuso, la arbitrariedad, la desmoralización oficial que es la lepra que aniquila al país y lo que hay más necesidad de combatir (citado en Rück 1891: 7-8).

Para luchar contra la inmoralidad que denuncia tan amargamente y reformar la política propone “no los medios estrepitosos de la revolución armada”, sino “los elevados del trabajo, del estudio, del orden y de la paz, que son los resortes dignos del hombre libre y amante de su patria” (8). Aramayo no propone sin embargo una educación “intelectual” como base de su proyecto de reforma. En lugar de educación “enciclopédica”, también criticada por Medinaceli (1942: 3-9) en sus tra-

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tados de pedagogía y estética, el discurso verdadero de Aramayo proclama que lo que falta no es intelectualismo, sino “industria, comercio, caminos, trabajo productivo, franquicias y seguridades que garanticen el libre tráfico de los pueblos, y una reforma radical en las costumbre perturbadas por la guerra civil” (8). Esta reforma no va a realizarse de la noche a la mañana: requiere una transición lenta mediada por “el trabajo pasivo, encaminando a la juventud á una educación más varonil” (8), además de la acción exterior de las influencias extranjeras en cuanto a “educación industrial y capitales bien aceptados y garantidos en el país” (8). Como parte de ese proyecto, en 1878 Aramayo traduce del francés el folleto Estudio sobre el trabajo, con un apéndice de su autoría en el que considera “la falta de educación económica como el defecto capital que ha perturbado el progreso industrial boliviano” (citado en Rück 1891: 9). Ejemplo de la educación económica práctica a la que se refiere son la “cajas de socorro” que el mismo Aramayo había organizado en las minas que regentaba. Estas cajas se formaban con la cuota de los obreros “consistente en un real de cada ciento de salario pagado” (9). El obrero mismo depositaba el monto en la caja, estableciendo así un ahorro que se podía destinar a emergencias. Notemos que esta educación práctica no se ejerce sobre el intelecto, sino sobre las costumbres, los hábitos, de los trabajadores, para dirigir su conducta hacia esquemas establecidos en determinada doctrina socioeconómica. Aquí el hombre representativo emerge de su retiro para influir en la vida pública a través de un discurso verdadero. Aramayo es un apóstol en ese preciso sentido del sujeto parrésico. Su discurso busca influir en las políticas gubernamentales expandiendo el gobierno de uno mismo hacia el gobierno de los otros. No se trata de efectuar cambios en el sistema de gobierno per se, digamos, adoptar un sistema federal en lugar de uno unitario, sino de instituir socialmente el respeto de la ley a través de su interiorización en los individuos concretos. Por eso, ante el debate sobre el federalismo, Aramayo afirma que “el remedio no está en los cambios, sino en el trabajo, en el estudio perseverante, que solo puede enseñarnos la grave y difícil ciencia de gobernarse a sí mismo” (citado en Rück 1891: 10). Ya vimos en la introducción a este libro que, cuando discute la ley electoral, Aramayo claramente liga el gobierno de sí mismo al gobierno de la población a través de la representatividad que adquieren ciertos individuos. Idealmente, pero solo en idea y luego de un largo pro-

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ceso, cada individuo debería gobernarse a sí mismo y, de este modo, sería incorporado a la representación político-social de la nación. Por eso, para Aramayo “el sufragio universal es un absurdo en todas partes, pero lo es mayor en Bolivia, en donde la anarquía ha borrado completamente la verdad electoral” (11). Como precondición casi trascendental de los derechos políticos, Aramayo postula la interiorización de la autoridad de la ley, que se lleva a cabo a través de prácticas de subjetivación específicas. Aramayo ofrece el ejemplo de la incorporación del hábito del ahorro en los obreros mineros a través de instituciones económicas específicas, considerándolo un primer paso para expandir esas prácticas de subjetivación a segmentos de la población que podrían estar en condiciones de apropiarse de ellas. Al igual que en el caso de los reformadores chilenos de la misma época, las propuestas de reforma de Aramayo buscaban canalizar las energías sociales de los grupos subalternos para efectuar una transformación cualitativa del espacio socioeconómico. En general esta visión reformista concebía que los grupos subalternos malgastaban o usaban impropiamente sus energías sociales y proponía diversas “curas” para este problema: la moralización de la “sociabilidad popular” a través del trabajo, el ahorro y la educación (Poblete 2002: 146-147). Es claro que Aramayo tiene en mente los hábitos de consumo de los obreros mineros y la ética alternativa del dispendio de energías y recursos en las fiestas como un lastre. Medinaceli formula muy aptamente el proyecto socioeconómico de Aramayo como una “superación de la rutina tradicional” que, además de “introducir sistemas modernos en las labores de las minas”, se dio a la tarea de “culturizar el ambiente minero” con su “sistema de cajas de ahorro para los trabajadores” y su “pertinaz empeño de traer a Bolivia hombres de ciencia y técnicos especialistas” (Medinaceli 1972: 92-93). El momento parrésico por excelencia en la biografía de Aramayo es su encuentro con Mariano Melgarejo. El apóstol de la modernidad industrial, aun a sabiendas de que en “la época de Melgarejo no era posible ejecutar nada serio en materia de industria, porque su gobierno, esencialmente conspirador y ambulante, no daba lugar a ello” (citado en Medinaceli 1972: 97), se decidió a llevarle a Melgarejo los contratos de “un proyecto de ferrocarril entre Iquique y Oruro, con navegación del Desaguadero” (96) que “revelaba la más patriótica previsión” (Rück citado en Medinaceli 1972: 96) . Era 1864 y Melgarejo acababa de derrocar a José María Achá (Klein 2011: 131-132). Medinaceli comenta que “Aramayo no fue oído. ‘La

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bestia gobernaba Bolivia’, como ha dicho Franz Tamayo de Melgarejo” (Medinaceli 1972: 96). Esta escena parrésica ejemplar nos presenta al individuo que produce un discurso verdadero y al caudillo, tirano que permanece inmune al razonamiento. Aramayo, nos dice Medinaceli, ante la negativa del gobernante, reflexiona estoicamente: “Para persuadir a esta clase de caudillos, en punto a operaciones industriales, es preciso intrigar, halagar su amor propio, engañarles, en fin, cosas que no hace la sana industria” (citado en Medinaceli 1972: 97). Y continúa: Para hacerles aceptar una idea grande (…) no basta el raciocinio, que por lo regular no escuchan; es indispensable la perspectiva de una emoción que sorprenda su vanidad infantil: una condecoración, por ejemplo, como las que le dio el Imperio del Brasil, para hacerle firmar su tratado de límites; un grado de general, como el que le dio Chile para ajustar los suyos, o la perspectiva de una empresa fantástica que halague su propio orgullo… (citado en Medinaceli 1972: 97).

Los hombres de empresa que “comprometen su propio capital y crédito”, añade Aramayo, “empiezan por decir la verdad sin adulaciones diplomáticas ajenas a su misión” (97). Luego argumenta que Ese Melgarejo (…) cuya historia está plagada de atrocidades, no fue un hombre de mal corazón; era torpe por falta de una instrucción adecuada a un mandatario. Siendo valiente como un león y de pasiones muy fuertes, poseía un alma noble y generosa. Era pues (…) un bruto conducible y muy capaz de ejecutar grandes obras si hubiese tenido la fortuna de ser bien aconsejado. En esa sola falta ha consistido su desgracia y la de la nación entera (98).

La relación pedagógica que se establece entre el sujeto del discurso verdadero y su destinatario es aquí finalmente una relación trunca: el consejero del príncipe ha llegado tarde a la escena pedagógica. A pesar de este fracaso pedagógico, Melgarejo se convierte en el símbolo de la posibilidad del cambio, en la metonimia de la nación, de su estado en bruto como potencialidad de conducción. Aramayo, reflexionando en términos generales sobre los efectos económicos del despotismo militar, se queja amargamente: “De esa magnitud son las consecuencias económicas del arbitrario despotismo militar. No hay riqueza, no hay fortuna, no hay oportunidad feliz que no muera ante su fatal política” (104). Hay que matizar, sin embargo, esta afirmación tajante de Aramayo, ya que fueron precisa-

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mente las políticas de Melgarejo las que efectúan la transición desde el proteccionismo mercantilista de los primeros caudillos al libre comercio; como resume sucintamente Herbert Klein: “Yet, despite the term ‘caudillo bárbaro’, as Bolivian historians have labelled him, Melgarejo in many ways represented the coming to full power of the mining elite of the country and the triumph of its policy of free trade” (Klein 2011: 132).

Capítulo 2 Aislamiento y subjetivación: el retiro metafórico de la política en La isla de Manuel María Caballero “Oh! Quien tuviera la pluma de Byron o la del abate de San Pedro para pintar todo ese mundo de dichas que a veces puede encerrar, siquiera por instantes, el [mareado y quizás que] reducido horizonte de una isla! Esos sitios, que las aguas besan con amor i circundan con respeto, se han considerado en todos [los] tiempos, como el asilo predilecto [clásico] de la felicidad” (Caballero 1876: 379)

Breve novela de Manuel María Caballero (Vallegrande, 1819-Sucre, 1866) publicada por primera vez por entregas en la Aurora Literaria de Sucre en 186414, La isla narra los acontecimientos ocurridos en una isleta del lago Poopó adonde la familia Mendoza llega huyendo de las pasiones políticas. El señor Mendoza, un veterano de las guerras de la independencia, su esposa y su hija Filomena escapan de la sociedad en la que hasta entonces han vivido y recrean en el asilamiento isleño una comunidad primigenia. “Asilo clásico de la felicidad”, en palabras de la voz autorial en el prefacio, el espacio de la isla encierra un “mundo de dichas” cuyo paradigma es un tipo de vida que combina perfectamente la contemplación estética y el ejercicio de actividades prácticas centradas en el yo. El narrador en tercera persona nos informa que esta familia llegó a la isla desde “nuestras provincias meridionales” donde un clima “dulce” y una tierra “bella i fecunda” eran el contexto natural de sus Los escasos números de la Aurora Literaria fueron recopilados por Gabriel René-Moreno en un compendio de documentos de 1872. La novela fue publicada nuevamente por el mismo René-Moreno en 1876 en la Revista Chilena de Santiago de Chile. En 1941 la revista Kollasuyo de La Paz la publica en dos entregas como parte de su serie “Los escritores del pasado”. La última edición del texto es de 1996 que se publicó en el Fondo Editorial del Gobierno Municipal de Santa Cruz de la Sierra. Hay variantes textuales entre estas ediciones, la mayor de las cuales consiste en la expurgación del último episodio de la novela en las ediciones de 1876 y 1941, acerca de lo cual hablaré al final de este capítulo. Hay variantes menores que pueden ser de interés. Todas mis citas a la novela son de la edición de 1876, que considero la más cuidada, a pesar de que no tiene el último episodio. Cuando me refiero al último episodio, cito la edición de 1996, que sí lo incluye. Las variantes textuales que considero de interés van entre corchetes en las citas a la edición de 1876. 14

Figura. 4 M. Bonché, mapa del lago Poopó, 1864. En: Neveu-Lemaire, Maurice (1906): Les lacs des hauts plateaux de l’Amérique du Sud.

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“numerosas relaciones sociales” (1876: 380). Los placeres de la vida en sociedad y la “prenda de seguridad” que esas relaciones sociales parecen garantizar se interrumpen con el exilio de la familia. El narrador empieza su narración pasados tres años de la llegada de la familia a “una pequeña isleta del lago Poopó, llamada hoy Filomena” (379) para “escapar a las persecuciones injustas que la guerra civil había provocado contra el jefe de la familia” (380). Antes de empezar de lleno su relato, el narrador comenta reflexivamente la paradójica situación de este exilio: “Cosa estraña! Ya sea simple paz después de la tormenta, sea felicidad esquisita, o bien haya circunstancias en que el alejamiento del mundo sea condición necesaria de bienestar, lo cierto es que aquella familia era [feliz] dichosa” (380). El “alejamiento del mundo” como “condición necesaria de bienestar” transforma el exilio del veterano y su familia en un retiro, una anachoresis (Foucault 1988: 34). El retiro espiritual del monje cristiano, que a su vez desciende del retiro estoico, tiene aquí el sentido de una pausa, una escansión radical del ritmo de la vida política, un evento que interrumpe el funcionamiento del individuo en el seno de la comunidad republicana. En el prefacio, la voz autorial postula la necesidad del aislamiento en una afirmación que es todo un manifiesto: “Es que el mundo, o la sociedad en que vivimos, punza a veces con tanta frecuencia i de una manera tan aguda [molestosa], que suele hacerse [se hace] necesario el aislamiento; i ya que no se pueda en otra parte remota del globo, uno desea que a lo menos sea en un paraje incomunicado [aunque sea en el seno de ese mismo mundo], de esa misma sociedad” (379). En este capítulo voy a explorar diversas escenas de subjetivación que protagonizan los personajes de La isla. Gracias al aislamiento que procura la situación geográfica de una isla desierta, la narrativa presenta a los personajes solos o en grupos, reflexionando acerca de su condición, poniendo en práctica específicas tecnologías del yo. En este retiro, obligado o voluntario, el individuo accede a los medios para ponerse en contacto con su yo. Lejos de la sociedad y de la política el individuo encontrará por primera vez o, si ya es un individuo formado, recordará las reglas de conducta que deben guiar al sujeto en su existencia. En la novela, este proceso de formación subjetiva terminará en el fracaso y la muerte cuando la hija adolescente de Mendoza, debido a una desilusión amorosa, se suicide lanzándose a las aguas del lago. El fin trágico de Filomena ilustra cómo la tensión irresuelta entre sensibilidad y racionalidad al interior del individuo

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durante el proceso de subjetivación puede lanzar al sujeto a un abismo interior. La novela sugiere que esta situación individual es un signo de la disfuncionalidad de la comunidad política, puesto que el fracaso del dominio de sí lleva a un gobierno caótico, cuya ejemplo más acabado es el caudillismo. Este capítulo propone que las escenas de subjetivación individual de la ficción se articulan a un proyecto de reforma sociopolítico general que se hace explícito en el último episodio del texto. A lo largo del texto narrativo el discurso de la estética (ejemplificado por la contemplación de la naturaleza) se entrelaza constantemente con la política y el conocimiento científico (geográfico, económico) apoyándose en una relación intertextual con textos de la tradición occidental como Robinson Crusoe de Daniel Defoe y Emile de Jean-Jacques Rousseau, u otros de la tradición local como las leyendas orales del lago Poopó y las exploraciones del mismo lago hechas por Epifanio Aramayo poco antes de la publicación de La isla. En un seminario sobre las “tecnologías del yo” ofrecido el otoño de 1982 en la Universidad de Vermont, Foucault subrayaba consistentemente la oscilación entre participación y retiro que estas pueden producir. Por ejemplo, en el diálogo platónico Alcibíades I Sócrates propone que el cuidado del yo (la contemplación del principio divino en el alma individual) se refiere a un estado político y erótico activo (Foucault 1988: 24); sin embargo, en otros momentos históricos, el cuidado del yo requiere un retiro de la política. En el periodo helenístico y en el imperial, la pregunta que se hace el individuo es ¿cuándo es el mejor momento de retirarse de la vida política para preocuparse por el propio yo? (Foucault 1988: 26). En este contexto, el cuidado del yo deja de ser exclusivamente una preparación para la vida política, como en el modelo platónico, y se convierte en un principio universal que acompaña al individuo desde la adolescencia hasta la muerte (30-31). El narrador de La isla presenta este retiro como un retroceso filogenético que ubica al individuo en una situación cercana al origen de la especie humana en la naturaleza. La eventualidad de un exilio motivado por la política, o el aislamiento en una isla desierta provocado por un naufragio, nos retrotrae a un espacio y un tiempo primigenios en que nos podemos poner en contacto con nuestro yo. Luego del preámbulo narrativo del primer capítulo, en el que se detallan los antecedentes de la familia, el relato comienza “una templada mañana de abril” (380) en la que la hija de la familia pasea por la isla. La aparición de otro ser humano, un joven, la saca de la contemplación gozosa en la que se hallaba, transmitiéndole una “sensación nueva, vaga e

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indefinible”. No nos vamos a detener ahora en esta escena de contemplación estética que vamos a analizar en detalle un poco más adelante. Lo que me interesa destacar aquí es que la muchacha, sintiendo ya algo del sufrimiento del amor (nos adelanta el narrador), lleva al “náufrago nuevo” a la casa paterna, donde es recibido con hospitalidad y tratado “con la sencillez de los primeros tiempos, i la civilidad de los modernos” (381). La irrupción de un nuevo agente en la micro sociedad de la isla va a crear las condiciones de su desintegración a lo largo de la narrativa, pero por el momento el narrador recalca que los lazos sociales que constituyen la comunidad creada por el exilio o el naufragio emergen de la naturaleza: “La hospitalidad no es [propia] privativa de los árabes, de los antiguos patriarcas, ni de los antiguos griegos, sino que pertenece a todas las situaciones en que el hombre vuelve a entrar en el pensamiento de la naturaleza” (381). Al principio, uno podría imaginarse que el autor pone a sus personajes en esta situación porque luego van a salir de ella renovados y fortalecidos por el retiro rural, imbuidos de las fuentes naturales de la individualidad, preparados para reformar las instituciones de la sociedad y del Estado de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Y el lector se siente justificado de creer que podría ser así, puesto que el padre de familia, Andrés Mendoza, y su hija Filomena son presentados como prototipos del sujeto político. Sin embargo, algo sale mal en el proceso de subjetivación de Filomena. Cuando llega el joven Gabriel a la isla, la hipersensible heroína no puede armonizar las exigencias que el deber moral y los afectos le hacen. Luego del fallido escarceo amoroso en el que parece que van a formar la pareja clásica de un “romance nacional” (Sommer 1991; Unzueta 1996), Filomena se suicida entregándose al abismo de un sumidero que lleva las aguas del lago Poopó hasta el océano Pacífico. El romance de Filomena y Gabriel Pacheco tenía el potencial de suavizar el conflicto entre el republicanismo radical y jacobino del joven y el conservadurismo del viejo con sus ideas de desarrollo progresivo. Luego de una conversación en la que el señor Mendoza le ofrece a Gabriel consejo y guía, el joven comenta: “ya voy viendo que cuando se tiene buena voluntad no está uno distante de llegar a formar una doctrina homogénea de las opiniones que parecen más encontradas” (Caballero 1876: 386). El romance, que podría haber apuntalado esa síntesis de opiniones en conflicto, no llega a concretarse. Sin embargo, el fracaso romántico no es sino un síntoma de una tensión interna en el proceso mismo de subjetivación del individuo y su inserción en el nivel macro de la sociedad y el Estado.

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Sujetos abismales-abismados: escenas ambulatorias de la subjetivación Lo esencial de la narrativa de La isla no es solo la tragedia romántica, sino el contexto pedagógico y ético-político en el que ocurre la historia de amor. En los episodios tercero y cuarto, el narrador hace sendos retratos morales de Andrés Mendoza y su hija Filomena. Primero delinea el carácter del señor Mendoza y nos da información sobre su pasado y las esperanzas que ponía en el porvenir. “Hombre de vasta instrucción” que “había prestado importantes servicios al país” (381), el señor Mendoza era un creyente en el “camino del orden, de la libertad y del progreso” (382). Su credo político consistía en que la figura del presidente era menos importante de lo que se creía y que más pesaba el carácter de los hombres que rodeaban al presidente. Lamentablemente, nos dice el narrador, el señor Mendoza creía que la mayoría de los hombres públicos aún no estaban a la altura de dirigir las acciones del presidente hacia el camino del progreso. A pesar de ver “tan difundido el egoísmo, i tan apagado el espíritu público”, Mendoza “tenía fe en Bolivia” (381). Su optimismo proviene, por una parte, de los recuerdos de su “heroica cooperación en la lucha de la independencia” (381), pero, además, de su creencia, que quizás pueda denominarse “positivista”, en que “todo tenía que andarlo quien nada había andado todavía” (381). Para él, la clave del gobierno estaba en el “carácter i principios” de los individuos que rodean al presidente y pueden influenciar sus decisiones, pero creía que “la oscuridad que cubre todavía la faz de nuestros hombres públicos” hacía difícil “saber lo que son y mucho mas el saber que serán” y obligaba a “dejar mucho a la casualidad” (382). La “oscuridad” del rostro de los funcionarios, metáfora del origen étnico de muchos de ellos, apunta también a la falta de “contacto” entre la constitución subjetiva de esos individuos y el aparato gubernamental. En contraposición a estos oscuros hombres públicos, el narrador describe la ética política de Mendoza: Desconocía, por consiguiente, esas adhesiones personales ciegas i ardientes, que si en las relaciones privadas pueden adornarse con el título de lealtad, traducidas al terreno político no pueden ser sino grandes traiciones que hace el egoísmo al interés general, al bien público, a la patria en fin. Era pues un partidario mui frío, si es que puede darse la denominación de partidario, en medio de nuestras cuestiones puramente personales, al que se había acostumbrado a no mirar en el primer manda-

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tario un hombre, sino un principio, al que quería orden con libertad, i al que, en sus ideas, estaba tan distante de la anarquía que todo lo derriba, como del despotismo que todo lo convierte en silencio, en tumba (382).

De este partidario “flemático” (382), nos dice el narrador, desconfiaban todos los partidos. Andrés Mendoza “se había acostumbrado” a considerar al presidente no un hombre de carne y hueso, sino la encarnación de un principio abstracto. La clave aquí es el verbo “acostumbrarse”. ¿Qué significa este acostumbramiento y cómo se produce? ¿Cómo llega el individuo a ver en el representante no un cuerpo concreto que representa ante los cuerpos colectivos una soberanía, sino una instancia del principio de la soberanía popular que se representa para el pueblo en el individuo? ¿Cómo se conoce lo que es un individuo y se proyecta lo que será? ¿Cómo se despeja la oscuridad que cubre el rostro de los hombres públicos? La narrativa de La isla es en gran parte un relato del proceso de acostumbramiento, de las prácticas y modos de subjetivación que permiten la emergencia de un sujeto que ve los principios abstractos, que es capaz de percibir sensorialmente los conceptos que deben guiar la conducta de los individuos y las sociedades. Mendoza es el prototipo de un sujeto comprometido con ideas republicanas que se sitúan equidistantes de la anarquía y del despotismo, de la irrupción subversiva de las masas y de la tiranía, una forma política que garantiza orden con libertad y libertad con orden. En las primeras líneas del primer capítulo, el narrador nos da una pista cronológica que no hay que desestimar para ubicar aproximadamente el contexto sociopolítico al que la novela parece referirse: “Habrá como unos quince o veinte años que en una pequeña isla del lago Poopó, llamada hoy Filomena, i sin nombre en la época a que nos referimos, habitaba una pequeña familia…” (379). Tomando como punto de partida 1864, año en que se descubrió la isla y se publicó el texto de Caballero, y como duración la cifra de quince años, se puede identificar 1848 como el año en que la familia llega a la isla. La otra cifra nos ubica en el año de 1843. Podemos desechar la segunda opción porque ese año corresponde al gobierno de José Ballivián (1841-1847), “a calm period of rule for Bolivia and is considered the last stable regime of the early caudillo period” (Klein 2011: 118). Durante el régimen de Ballivián, el Congreso funcionó regularmente y los civiles de las clases altas participaron ampliamente en el gobierno. Manuel Isidoro Belzu derroca a Ballivián en diciembre de 1847 y toma el poder formalmente en 1848, hasta su retiro voluntario

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en 1855. “Tata” Belzu, como era conocido por sus seguidores, era abiertamente hostil con la aristocracia de Chuquisaca y las élites de otros centros urbanos, al mismo tiempo que apoyaba la posibilidad de confiscar la riqueza de las clases altas y se declaraba representante de los cholos y las clases bajas urbanas, usando una retórica que apelaba a la imaginería social del cristianismo para atacar la legitimidad de la propiedad privada y la estratificación en clases (Klein 2011: 126; Richard 1997, 2000). Fue el último presidente del siglo xix que apoyó firmemente las doctrinas mercantilistas, a las cuales se oponían los comerciantes en alianza con los empresarios mineros (Klein 2011: 126-127). En marzo de 1849, el intento de derrocar a Belzu por parte de las élites provocó revueltas populares en apoyo del presidente en La Paz y Cochabamba durante las cuales las clases bajas retomaron el control y atacaron sistemáticamente a las élites locales (127). Un contexto de violencia política semejante al del gobierno de Belzu parece ser el telón de fondo de la llegada de la familia Mendoza a la isla del lago Poopó, explicando la referencia a “las persecuciones injustas que la guerra civil había provocado contra el jefe de la familia” (Caballero 1876: 380).15 La tormenta de la guerra civil “lo arrastró i lo maltrató… pero no pudo contrastar su fé” (382), afirma el narrador. El discurso narrativo metaforiza el exilio político usando la imagen del naufragio, cuya importancia analizaremos en detalle más adelante. Aquí me interesa señalar que las circunstancias políticas desfavorables de este exilionaufragio se tornan favorables desde el punto de vista de imaginar el futuro: “Asilado en Filomena, no hacía otra cosa que soñar en el bien futuro de Bolivia, de lo que había hecho su pensamiento continuo, i lo que es mejor, el pensamiento de su corazón” (382). En la isla, Mendoza dedica su tiempo a prácticas de meditación (“pensamiento continuo”) y proyección futura (“soñar…”) y, como vemos en el cuarto episodio de La isla, “además de sus proyectos de política bien entendida, con que Mendoza entretenía habitualmente su patriótica imaginación”, el padre de familia ponía toda su atención en los procesos de subjetivación de su hija Filomena. El narrador describe así la educación de la hija de Mendoza: “Su inteligencia penetrante había facilitado al padre el trabajo que se tomara en comunicarle, por todos los medios, aquella suma de ideas 15 Adolfo Cáceres Romero (2012: 269) menciona en una breve reseña de La isla que la novela transcurre en el “periodo ballivianista, concretamente hacia 1845”, pero no ofrece ningún argumento para apoyar esta afirmación.

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útiles que demanda la condición de la mujer i aún le sobró tiempo para adornar su memoria con lo que ofrecen de bello la ciencia i el arte” (382-383). Gran parte de la educación de Filomena, enfocada en dirigir los “sentimientos morales” a través de poca teoría y muchos ejemplos, “había producido el más ventajoso resultado, creando en la joven el hábito casi innato de practicar lo bueno sin violencia” (383). En el aislamiento de la isla, entre la naturaleza agreste de la altipampa, el señor Mendoza estaba formando al ciudadano perfecto, a aquel sujeto inexistente en la sociedad de la que había escapado, a través de una pedagogía que podríamos concebir como una “hegemonía de los sentidos” (Eagleton 1990). La razón y el deber moral se imponen sobre las otras facultades e impulsos del ser humano (los sentidos, los sentimientos, las pasiones) desde dentro de estos, dulcificando la fuerza de su impacto con el manto placentero de los sentidos. Sin embargo, nos dice el narrador, “hubo una cosa (…) que, o se escapó a la penetración del padre, o fue reconocida por él como un obstáculo invencible” (383). Se trataba del “carácter sobradamente sensible” (383) de la niña. En esta escena pedagógica primigenia, el lado racional de la naturaleza humana se topa con el lado sensible, material, de esa misma naturaleza y conforman la antinomia fundamental del sujeto político y del ciudadano en la ideología ilustrada y liberal. En el retiro isleño la anachoresis pone en escena una serie de prácticas y técnicas del yo. La novela deja entrever que el aislamiento de la familia Mendoza en la isla no era absoluto, ya que los personajes de la novela sostienen esporádica correspondencia con el mundo exterior. Esto les permite ejercitar, a través de la escritura, las técnicas de autoexamen propias del retiro estoico. Por ejemplo, el señor Mendoza podía explayarse comunicando los proyectos que fraguaba su “patriótica imaginación”, confesando sus penas presentes y sus futuras esperanzas. Al examinar su yo y su conciencia respecto de la historia de la patria, al revisar lo que se había hecho hasta entonces en materia de política y lo que se debería hacer en adelante, Mendoza ponía en práctica técnicas fundamentales de la pragmática del yo y las ponía en contacto con aspectos fundamentales del gobierno del país. Pero además de apropiarse de estas técnicas en las que el yo se abre hacia fuera y construye una cierta verdad sobre sí mismo y el mundo, en la tradición estoica y cristiana la anachoresis es el escenario donde el individuo se somete a la askesis, una técnica para recordar las normas que guían la conducta y, en

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la tradición cristiana, para descifrar las profundidades del yo (Foucault 1988: 34-39). En el cristianismo, el ascetismo, la práctica de la askesis, implicaba una cierta renuncia del yo y de la realidad para acceder a otro nivel de esta última. En la tradición filosófica estoica significa el progresivo examen del propio yo y el control sobre uno mismo (35). La askesis está conformada por “exercises in which the subject puts himself in a situation in which he can verify whether he can confront events and use the discourses with which he is armed. It is a question of testing the preparation. Is this truth assimilated enough to become ethics so we can behave as we must when an event present itself?” (35-36). En la tradición estoica estos ejercicios ascéticos tenían dos polos: meleté o meditación y gymnasia o entrenamiento. Meleté es un ejercicio imaginario en que el pensamiento articula eventos hipotéticos para probar cómo reacciona el yo ante ellos. El más conocido de estos es la premeditatio mallorum, en la que uno se imagina lo peor que podría suceder en el futuro sucediendo en el presente (exilio, tortura) para convencerse de que no son males reales. El otro polo, gymnasia, consiste en entrenarse en una situación real, incluso si es artificialmente creada, como si fuera una ficción. Existe una larga tradición de este tipo de entrenamiento en el cristianismo y otras religiones: abstinencia sexual, ayuno y otros rituales de purificación. Pero en la cultura estoica no se trata de purificarse, sino de establecer y poner a prueba la independencia del individuo respecto del mundo exterior. Entre estos dos polos hay varias posibilidades intermedias. Una de ellas se expresa en la metáfora del “guardia nocturno” que vigila el flujo del pensamiento o del “cambista de dinero” que verifica la autenticidad de la moneda que pretende establecer una vigilancia perpetua sobre las representaciones mentales. Lo interesante es que la metáfora del cambista es común al cristianismo y al estoicismo, pero con diferentes significados. Para Juan Casiano significaba que uno tiene que tratar de descifrar si, en la raíz de las representaciones mentales, hay concupiscencia, mientras que para Epicteto no se trata de descifrar deseos inconscientes o escondidos, sino de recordar principios para evaluar, a través de un autoexamen, si estos gobiernan la propia conducta. Epicteto propone dos ejercicios: uno sofístico y escolar en base a juegos de preguntas y respuestas que deben transmitir una enseñanza moral; el otro ejercicio es ético e implica actividades ambulatorias: ir de paseo de mañana y poner a prueba nuestras reacciones durante la

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caminata. En este ejercicio ambulatorio de la tradición estoica se trata de controlar las representaciones, no de descifrar una verdad oculta, como recalca Foucault (1988: 38); sin embargo, y como voy a demostrar, en La isla las prácticas estoicas y cristianas convergen junto a un análisis de la experiencia estética para diagnosticar los modos de constitución del sujeto moderno. La narrativa de La isla textualiza los dos polos de la askesis (la meditación y el entrenamiento) y escenifica algunos de los ejercicios ambulatorios de las practicas de subjetivación. En los paseos sofísticos y éticos de los personajes no vemos una separación clara entre la ascética cristiana y la estoica; la ascética republicana tiende a mezclar la hermenéutica cristiana del sujeto y la pragmática estoica del yo. Filomena está inmersa en los dos tipos de ascetismo. Su padre, como maestro estoico, guía su conducta para que examine su propio yo. Su madre, por otro lado, trata de indagar en sus sentimientos como haría un confesor. Atravesando la ascesis a cada momento, la experiencia estética de Filomena y de Gabriel nos recuerda la dimensión perceptiva y corporal de los procesos de subjetivación. En las siguientes páginas voy a analizar esta conjunción de pragmática del yo, hermenéutica del sujeto y experiencia estética en las escenas en que los personajes meditan mientras vagan solitarios por las praderas de la isla, conversan en grupos de dos mientras pasean por las orillas o cuando navegan por el lago. Escena ambulatoria # 1: subjetividad y contemplación En el episodio segundo el narrador nos presenta a la heroína vagando, confiada i alegre, por una pradera de arbustos diseminados en grupos sobre un suelo al que servía de manto ese musgo propio de las elevadas mesetas. Sus manos recojían de aquí i de acullá raras florecillas, mientras que su pensamiento andaba errando por el laberinto de un mundo desconocido. (…) ¿en qué pensó [pensaba] ella cuando detenía su mirada suave en esa [la] tierra que no desdeñaba, en ese [el] cielo que admiraba sin comprender, i en esa región intermedia que parecía atraerla i fascinarla de un modo singular? (380)

El narrador reconoce que es imposible saber lo que pensaba la joven mientras vagaba por la isla y contemplaba la naturaleza. Aunque nos es vedado conocer el contenido concreto de los pensamien-

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tos de Filomena, el narrador afirma que podemos, sin embargo, atribuir “potestad reveladora” a esos momentos de contemplación y, a la vez, se atreve a especular sobre la forma de esa experiencia. En los momento de contemplación “en que nos quedamos absortos en la naturaleza”, la voz narrativa sugiere “que no sería aventurado sospechar que la criatura humana entrevé su destino allí donde sus miradas se fijan pertinazmente [, cuando no son absorbidas por la individualidad de los seres]” (1876: 380; 1996: 17). El narrador define la representación estética como un tipo de contemplación que no es absorbida por la “individualidad de los seres”. La definición que Johann Gottlieb Fichte da de lo estético no es disímil a la que ofrece el texto de Caballero. Sabemos por su biógrafo, Samuel Velasco Flor, que el autor de La isla se familiarizó con la filosofía francesa y alemana de los siglos xviii y xix, quizás influenciado por el “eclecticismo” de Victor Cousin, para delinear un sistema de pensamiento propio16. Según Fichte, la contemplación estética, a diferencia del impulso de conocimiento científico, construye una representación que “does not derive its value from harmonizing with the object” (Fichte 1984 [1794]: 81) (en este caso, la naturaleza y el paisaje del lago), y que no es un intento de replicar la realidad natural, sino que busca “a free unrestrained form of the image” (81). En esta escena la práctica ambulatoria de Filomena se muestra esquemáticamente como una reflexión sobre las emociones que las impresiones sensoriales desatan en el sujeto. El narrador no puede decirnos exactamente lo que está pensando la joven, pero sí puede delinear en términos generales la forma de su pensamiento. Se trata de una versión de la vigilancia estoica sobre las representaciones mentales, sobre el efecto que tienen las percepciones en la formación de esas imágenes subjetivas. Los sentimientos que se producen son catalogados precisamente como formas del deseo: admiración, fascinación, atracción. En esta escena, la vigilancia del flujo mental de Filomena está mediada por el discurso del narrador en tercera persona, mientras que en las escenas subsiguientes somos testigos de esa tecnología del yo a través de las propias palabras de los personajes.

16 Velasco Flor comenta que Caballero “rebutió su cerebro con la estética de Hegel y los principios de su compañero Schelling”, para lo cual tuvo que pasar por Kant y Fichte “con sus ideas abstractas y puramente objetivas” (Velasco Flor 1944: 205).

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Escena ambulatoria # 2: subjetividad y antagonismo Múltiples discursos convergen en el ejercicio ambulatorio: el discurso corporal del paseo y el discurso verbal del diálogo, pero también el lenguaje, entre verbal y no-verbal, de las percepciones y pasiones del sujeto. El narrador es consciente de la organización ambulatoria que da al movimiento de sus personajes por la isla y del sentido que esta forma le otorga a los contenidos de la conversación: “Unas veces pasean los habitantes de la isla en familia, otras en grupos, otras aisladamente. ¿Veis allá a lo lejos dos hombres que conversan solitarios pero entusiasmados [entusiastas] a orillas del lago? Son don Andrés Mendoza y el joven Gabriel: ‘Atended’, dice el primero al segundo” (384; destacado mío). El capítulo seis se abre en medio de una conversación ya iniciada y que da por supuesto el tema. El personaje de más edad se ubica en la posición discursiva del “maestro” que, abriendo su yo hacia el interlocutor, construyendo un discurso verdadero, espera influir no solo en el pensamiento de su “discípulo”, sino guiar su conducta y cambiar la manera en que la evalúa. Desde el inicio del diálogo, Mendoza subraya el objetivo pragmático y pedagógico, del intercambio discursivo: “a la edad en que os encontráis podrían mis palabras seros de alguna utilidad” (384). Mendoza quiere incidir en el núcleo afectivo de las creencias políticas de Gabriel, muy concretamente en el “ardiente deseo” que parece que Gabriel ha demostrado en la conversación. El lector no llega a percibir directamente las palabras de Gabriel; el diálogo, a la manera estoica, pone énfasis en las palabras del maestro y alienta el silencio y la escucha del discípulo; por lo tanto, en esta escena el deseo de Gabriel está mediado por las palabras de Mendoza. De hecho, se podría afirmar que el discurso del maestro y la escucha del discípulo modelan la forma ideal en que en la pragmática del yo el deseo se somete a los imperativos de la razón. Este “ardiente deseo” por lograr la felicidad de Bolivia hace que Gabriel caiga en la “impaciencia” que, aliada a la inexperiencia, “os induce a exijir lo que no está en la naturaleza de las cosas” (385). Como doctor de almas, el maestro estoico que es Mendoza diagnostica el mal de Gabriel: “Cuando el espíritu se encuentra en semejante disposición es de temer que la fé en el progreso se debilite, i que queden paralizados nobles esfuerzos a que la patria tiene un derecho incontestable” (385). La relación entre la subjetivación individual y la

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formación de la entidad colectiva del Estado y la sociedad está explícitamente tratada por Mendoza: “ El individuo no satisface todos sus deseos, ni labra su felicidad en cuatro días, siendo por consiguiente un absurdo quererlo exijir de una entidad moral tan complicada como es la sociedad, en la que figuran los elementos más heterojéneos, i luchan entre sí las fuerzas más encontradas” (385). Mendoza sugiere que la constitución social depende de cómo se constituyen los individuos, que la hegemonía en el campo sociopolítico depende de la hegemonía de los sentidos al interior de la subjetividad individual. El entusiasmo de Gabriel, su pasión ardiente por el cambio social, se revela en ese contexto como la causa de la violencia político-militar que aquejan el proceso de construcción nacional. La conversación toca también el tema “del gobierno i administración de Estados Unidos” (385) como modelo de resolución de conflictos que evita “los medios violentos, a lo que nosotros llamamos impropiamente una revolución” (386; destacado en el original). Mendoza quita importancia a las etiquetas “radical” o “conservador” que su joven interlocutor parece querer imponer a la conversación, minimizando el antagonismo sociopolítico y enfatizando una perspectiva gradualista del desarrollo basado en una supuesta “naturaleza” humana: Lo substancial es que la naturaleza quiere que los individuos, lo mismo que las sociedades, se desarrollen gradualmente, i conforme a ciertas leyes, cuya realización no se acelera ni se retarda sin graves inconvenientes; i por eso si los retrógrados, o al menos los del status quo, quieren un imposible, no es menos absurdo lo que pretenden aquellos que, en una nación de veinte años de vida, querrían ver cumplidos los deseos de la más avanzada y vieja civilización (386; destacado en el original).

El ámbito sociopolítico donde ese “desarrollo normal” podría ocurrir es, según Mendoza, el municipio. Como ha señalado Rossana Barragán, los cabildos y municipios fueron abolidos por las asambleas constituyentes de 1825 y 1826, aunque reaparecieron intermitentemente en décadas posteriores, y solo empezaron a tener continuidad a partir de la segunda mitad del siglo xix (Barragán 2006: 14-15). Caballero tuvo un rol importante, como diputado al Congreso de 1861 por su provincia natal, Vallegrande, en el restablecimiento de la autonomía de las municipalidades (Velasco Flor 1944: 208). Podemos ver aquí una proyección de la ideología política del autor en la caracterización del personaje de Mendoza. El gradualismo de Men-

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doza concibe la inserción del individuo en la comunidad municipal a través de la práctica de ciertas virtudes que, internalizadas en la subjetivación, luego son garantía de orden y gobierno. El municipio, asociación en medio de la asociación, i las grandes virtudes públicas y privadas, merced al orden i la paz, harán siempre más que lo que pudieran hacer los mejores i más bien intencionados gobiernos, a los cuales muchas veces se exige lo que no está en su capacidad de hacer (386).

Escena ambulatoria # 3: subjetividad y confesión En el paseo durante el cual la madre interroga a Filomena sobre sus sentimientos vemos el ejercicio ambulatorio estoico pero con un contenido y un propósito confesional: “dar espansión (…) a un ajitado corazón” (Caballero 1876: 387). La madre empieza la conversación “clavando en su hija una mirada escrutadora, pero del todo dulcificada por la divina indulgencia materna” (387). Le llama la atención el “aire mui distraído” que tiene su hija, quien niega que esto sea verdad. La madre insiste: –Sí, hija mía, i voi a darte la prueba: en un breve momento de conversación te has equivocado dos veces en tus contestaciones, lo que a decir verdad tampoco es la primera vez que te sucede de un tiempo a esta parte. –¿No podría eso atribuirse a la casualidad? –Querría creerlo, pero no me es dado; porque si he de decirte todo mi pensamiento, desde hace poco advierto, con la ansiedad de una madre, que algo pasa en ti de extraordinario; tan pronto estás triste, como alegre, como desesperada, como indiferente; i esto sin motivo plausible, atendido el pequeño círculo en que vives, en que todo es para ti bondad, dulzura i benevolencia, i a lo que parece que no debía corresponder en tu corazón otro sentimiento constante que el de la gratitud i el amor (387).

Filomena se siente ofendida ante esta primera arremetida que lanza su confesora. La duda sobre el amor que le tiene a su familia exalta aún más sus sentimientos, ya que, como indica el narrador, “está en la naturaleza de los sentimientos que, pulsado uno, vibren algunos de los otros” (387). En el intercambio entre ambas vemos el rol del maestro que usa la parresia para motivar al discípulo a abrir

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su corazón. La madre marca claramente en sus palabras el momento parrésico, en el sentido de “franqueza al hablar” (“porque si he de decirte todo mi pensamiento”), del diálogo. La hija es guiada por la madre a través de una vigilancia externa de los pensamientos internos; las equivocaciones de Filomena al responder son interpretadas como síntoma de un malestar, de un deseo que afecta la conducta del sujeto. Aquí la madre funge por un momento como el guardián nocturno o el cambista de dinero que vigila el flujo interno de los pensamientos para detectar la fuente, el origen, de los cambios súbitos de humor. La madre modela para Filomena una práctica fundamental de las tecnologías del yo desde una perspectiva confesional. La resistencia de Filomena no ha sido vencida todavía, así que la madre vuelve a la carga, esta vez “con acento marcado de ternura” para “apaciguar la susceptibilidad de su hija” (388). –Oh! no hija, querida de mi corazón, no ha entrado en mi pensamiento ni un instante el poner en duda el amor que nos tienes (…); i en cuanto a esas manifestaciones bruscas de tu carácter, solo ha sido mi ánimo el hacerte notar, que sobre ser más frecuentes que antes, tienen ahora un viso mui marcado (…) Esto, desde luego, parece indicar que hubiese entrado en tu alma algún pensamiento nuevo que ha venido a modificar los que te eran habituales. ¿Me engañaré, por ventura al hacer semejante suposición? I si no me engaño ¿cuál puede ser la causa de que no me lo hayas confiado? ¿por qué yo, antes tu única i esclusiva amiga, no he recibido ya el depósito de tu secreto, si es que alguno tienes? (388).

El narrador comenta que “como todas las naturalezas sensibles i jenerosas, conoció que era llegado el momento de decirlo todo” (388). El discurso en el que Filomena intenta explicar sus emociones es un autoanálisis que va a indagar en “lo que en mi pasa, desde hace algún tiempo”, pero que permanece para ella “tan indefinible, que cuando se me ocurría el confiarme a vos, no atinaba con lo que podría deciros…” (388). El discurso confesional consiste en la descripción de una experiencia estética que culmina en la “confesión” del deseo sexual, pero todavía velado por imágenes reproductivas de la naturaleza. Experiencia estética e impulso sexual están ligados narrativamente en el recuento que Filomena da de sus emociones, estableciendo un vínculo cuasi causal entre ambos. En la primera parte de su monólogo, Filomena da cuenta de la parte “positiva” de su estado emocional, de la exaltación casi mística que la sobrecoge, provocándole miedo, pero sin lanzarla todavía al abismo del terror:

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En efecto, mi alegría raya a veces en la locura. ¿De qué procede esto? Lo ignoro. Pero lo que hai de positivo es que algunos días me levanto de mis sueños tan contenta, que mi mismo contento me causa miedo. Veo el cielo más puro i despejado que antes, i me siento inclinada a considerarlo como un manantial inagotable, de donde fluyen torrentes de dicha que se derraman sobre el mundo; el aire, naturalmente frío de estas alturas, me parece tibio, deleitoso, e impregnado de cierto aroma que embriaga; en su atmósfera creo ver revoloteando, en diferentes sentidos, figuras sin formas conocidas que me sonríen amablemente; oigo con delicia el canto de los pajarillos, me complazco sobremanera en observar sus gustos inocentes, i hasta me entrego horas enteras en verlos perseguirse amorosamente de matorral en matorral… En uno de éstos hai un nido, a cuyo alrededor i sin alejarse mucho jiran solícitos padre i madre, ocupados en buscar la pajita que ha de mullir el lecho, o la pequeña simiente que satisfará el apetito de sus hijuelos… Ah! madre mía…” (389).

Luego de una interrupción, causada por “la fuerza de una emoción involuntaria”, el monólogo continúa: Cuando así me siento, me agrada ir a pasearme a orillas del lago: mi vista se avanza i estiende caprichosamente por la vasta superficie de las aguas; creo ver sirenas, i esos hombres de mar de las tradiciones del norte de Europa, con cuyos cuentos suele entretenernos mi padre en algunas veladas; i todo eso lo veo ¡cosa estraña! sin que me cause miedo (…); parece que alguien velara o debiera velar sobre mí, i ¡cosa más estraña todavía! ese alguien … ¿por qué… no os lo he de decir, madre mía? … ese alguien … bien me lo dice mi corazón, no es esclusivamente mi padre, no sois esclusivamente vos… En otro momento creo ver, allá donde el lago forma horizonte, una balsa de totora que nos trae felicidad, buenas nuevas (389).

La conversación ambulatoria entre Filomena y su madre es un ejercicio de control sobre las representaciones mentales que, además, es la confesión de un deseo. Entre ambos aspectos circula la experiencia estética sin reducirse a ninguno de ellos. El proceso de la askesis es una especie de purgación sensorial y emotiva, pero depende de las percepciones y emociones para alcanzar su objetivo de revelar el yo del individuo o recordar las normas de conducta. La experiencia de lo bello es “positiva” porque extiende la experiencia de los fenómenos hacia más allá de ellos. De nuevo, es Fichte el que define la experiencia estética en la modernidad como un ir más allá de los fenómenos (Fichte 1984 [1794]: 86-87). Sin embargo, el peligro del impulso estético consiste en que, para desarrollarse, gracias a la

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contemplación pacífica e inmotivada de los objetos de la realidad, la mente (Geist) deja de observarse a sí misma (87), deja de cumplir la función de ese guardián nocturno de los estoicos. El impulso (Trieb) estético parte de la realidad pero se separa de ella para construir una totalidad bella. Filomena, en su actividad, construye esa totalidad al imaginar la balsa de totora más allá del horizonte. A la madre no la sorprendió “la facilidad con que aquella tierna niña analizaba sus propios sentimientos, cosa explicable para ella que conocía su carácter sensible i meditabundo i la particular educación que había recibido” (389), aunque sí le llamó la atención la por momentos violenta expresión de esos sentimientos. La madre, no contenta con esta explicación de Filomena que se concentraba solo en los sentimientos y sensaciones positivas, insiste en escuchar más sobre esa pena “tan estraña, tan inexplicable” (390) y Filomena continúa la dolorosa búsqueda de una razón, pero insiste que es un malestar sin causa conocida el que se apodera de ella, “sin que lo pueda evitar” (390). La dimensión estética de la melancólica depresión de la protagonista está claramente expresada en el énfasis sobre las percepciones del sujeto: “impresiones tras impresiones que me afectan dolorosamente, hasta sumirme en una melancolía que no me es dado vencer” (390). Y, sin embargo, Filomena, haciendo gala de lógica inferencial, deshecha que las percepciones mismas sean la causa, y ubica el origen del mal en su propia interioridad: “esas impresiones son, lo conozco, insignificantes, cuando me afectan en estado de calma; de donde infiero que la causa que exalta mis sentimientos se halla en mí misma” (390). Filomena, guiada por su padre, practica el autoexamen y la meditación para controlar las pasiones y adecuar la conducta a las normas. Su madre, en cambio, busca indagar en las pasiones para encontrar su fondo libidinal. La heroína es ya perfectamente consciente de su propia subjetividad y, sin embargo, su interioridad se revela con más frecuencia opaca y turbia o lanzada a los arrebatos del entusiasmo: “Aunque inclinada a la meditación, que era su estado habitual, no era estraño verla pasar de súbito, sin motivo manifiesto, de la pena a la alegría, i de ésta al enfado o a la indiferencia” (383). Es muy significativo que el narrador, aunque exprese cierta misoginia en la caracterización de Filomena, tome al personaje como representativo de la especie humana y no de su género sexual. De este modo, el conflicto entre afecto y razón en la constitución del sujeto es universal y, como veremos, se aplica no solo al individuo

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aislado, sino al ciudadano que participa en la esfera pública. El narrador propone la imagen del instrumento musical que vibra al impulso del viento para explicar la naturaleza del entusiasmo de Filomena: Movilidad profunda del corazón era la suya, no movilidad simple de mujer. Su alma era una arpa eólica, como diría un poeta, mientras el lago le envíe a solas el efluvio de sus brisas pasajeras; mas, ¿cómo habrá de vibrar el instrumento cuando venga el hombre a sacudir con ímpetu sus cuerdas? (383).

El narrador nos transmite los recelos de la madre, que vislumbra en el alma de Filomena “un fondo mui impresionable y poco transparente” (384) que, como ya se ha recalcado, no es rasgo de género, sino parte integral de cualquier proceso de subjetivación, pero que es una de las primeras señales premonitorias de la tragedia que devorará a la familia. Escena ambulatoria # 4: subjetividad y naturaleza En el episodio octavo, el narrador encuentra a Gabriel Pacheco paseándose “meditabundo a orillas del lago, según su habitual predilección; mas en esta vez parecía hallarse bajo la influencia de una ajitación estraordinaria” (391). Usando una retórica tomada de la fisiognomía, la escena convierte el cuerpo de Gabriel en objeto de contemplación estética del lector. Los rasgos físicos del personaje, con el telón de fondo del paisaje, son interpretados como signos que apuntan a cualidades psicológicas o morales. La esbeltez de su figura y la prominencia de su frente son el foco de atención narrativa en el siguiente pasaje: A la luz de los últimos rayos moribundos destacábase su esbelta estatura sobre las aguas del lago. Su marcha era desigual e interrumpida, i a instantes se pasaba la mano por la prominencia de su espaciosa frente, asiento de una inteligencia distinguida, convenientemente desarrollada por la educación (391).

El narrador continúa la descripción del personaje y, luego, lo compara con “un actor en la escena” (391). Gabriel, efectivamente, va a poner en escena las tecnologías del yo, va a realizar la performance de la subjetivación mostrando su interioridad a través de señales corporales y discurso verbal. La forma en que camina, yendo y viniendo “sobre una estensión corta del suelo”, tiene la función de “retener el

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pensamiento en un círculo determinado” (391). Al intentar atrapar sus pensamientos, Gabriel, en gesto inconsciente, se atusa el “negro bigote, mientras dejaba a la brisa de la tarde el cuidado de sus largos y ensortijados cabellos” (391). Figura salida de una tragedia romántica, recortada sobre el paisaje de la altipampa andina, el cuerpo de Gabriel emite señales que el narrador descifra para analizar los procesos mentales y su correspondencia con características morales del sujeto y elementos de la naturaleza: Sus ojos negros i sensibles, como los de Filomena, i todas sus nobles y regulares facciones indicaban un conflicto supremo, bien que de vez en cuando se despejase la frente para significar calma, o se insinuase la sonrisa para denotar satisfacción; esto era como cuando en deshecha tempestad una ráfaga de viento abre las nubes, i nos deja ver, por un segundo de tiempo, la faz esplendente del sol (391).

Al igual que el monólogo de Filomena, el fluir de la conciencia de Gabriel (un monólogo interior que no se dirige a ningún interlocutor presente) toma la forma de un autoexamen de los sentimientos. Hablando a veces en voz alta consigo mismo o dirigiéndose a personas ausentes, el discurso verbal del joven héroe se centra en la necesidad urgente de “tomar una resolución” sobre su relación actual con Filomena y su amor de infancia, Margarita: “Examinemos, pues, el estado en que nos hallamos, para ver lo que haya de hacerse…” (391). Gabriel pone en práctica (y en escena) la meleté, el polo meditativo de la askesis. Su meditación toma la forma de una especie de premeditatio mallorum al imaginar cómo podrían desarrollarse sus relaciones amorosas en el futuro cercano: la tragedia o la dicha. Al mismo tiempo, el ejercicio ambulatorio, su ir i venir a orillas del lago mientras medita, le sirve para ejercer control sobre sus pensamientos e indagar en el origen de sus emociones. Sin embargo, al final del episodio, “la lucha que tenía lugar al interior de Gabriel había llegado a su estremo; era inmensa la ajitación de su espíritu” (395). Incapaz de tomar una decisión, “como un frenético, a pasos precipitados, se echó a andar por la estensa llanura hasta mui entrada la noche” (395). En el siguiente episodio el narrador describe el paisaje altiplánico que “los rayos del naciente día” (395) revelan a los ojos de Gabriel. El énfasis de esta descripción no es, sin embargo, el efecto que la naturaleza está teniendo sobre el personaje en ese mismo momento. Al contrario de lo que vimos en los otros episodios de la novela, aquí el narrador se entrega a una larga exégesis de las condiciones

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generales en que la naturaleza puede tener un efecto benéfico sobre el organismo y la constitución subjetiva de los individuos. El argumento consiste en establecer una diferencia entre, por una parte, la naturaleza de los valles, “escondidos entre nuestras sierras”, donde el paso de las estaciones crea variaciones extremas que “derrama sobre los seres todos los estremecimientos, por decirlo así, de la vida”, y, por otra, “las fríjidas alturas”, donde existe una “dulce uniformidad” (395). Al contrario de lo que ocurre en los valles, en el altiplano todo “va escalonado por grados, desde lo habitable hasta esa zona que es eternamente mortal para los seres que alientan; pero cada recinto no ofrece sino transiciones poco sensibles” (395). Esta “dulce uniformidad”, regalo que hace el clima de la puna a las “almas tranquilas”, hace posible “un desarrollo armónico de las fuerzas i las facultades” (395). La experiencia de vivir bajo el clima de la puna produce efectos análogos a los que tiene la experiencia estética definida en la tradición poskantiana, que es precondición de la formación del sujeto político. El narrador metaforiza el efecto del clima, del medio ambiente, como un “beso” que el cielo da a la tierra y, esa mañana era “un beso dulcísimo de bendición en la isla de nuestros queridos amigos” (396). La tragedia consiste en que, después de pasado un tiempo de la llegada de Gabriel, “ya no reinaba la paz de los campos en estos corazones i la naturaleza estaba para ellos muda” (396). La armonía entre la interioridad del individuo y la naturaleza no está dada de antemano; es un hecho que se puede dar al azar, pero que para que produzca frutos constantes requiere de disciplina. La tormenta política que azotó las circunstancias de los personajes, y que los convirtió en “prófugos de la batalla social” (396), también los arrojó a las orillas de la isla desierta donde por momentos encontraron paz. La armonización de las fuerzas y las facultades que, en alianza con las tecnologías del yo, prometía realizar la experiencia estética, ha dejado de ser posible al cesar el influjo de la naturaleza: “la naturaleza estaba para ellos muda”. Como un intento para reactivar el efecto benéfico de la naturaleza, la familia planea una excursión en balsa por el lago. Escena ambulatoria # 5: subjetividad y territorio El episodio décimo de La isla narra un viaje en balsa que la familia Mendoza junto a su huésped Gabriel y el sirviente Pedro realizan por el lago Poopó y el río Desaguadero, llegando hasta más allá de

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Challapata y Pampa Aullagas (véase figura 4). Este episodio se caracteriza por la oscilación entre el discurso ficcional de la leyenda, el discurso científico de la exploración geográfica y el discurso de la técnica y la industria. La intertextualidad entre la narrativa de Caballero (hipertexto) y los diarios de navegación de Epifanio Aramayo (hipotexto), que vamos a analizar más adelante, se hace explícita en este capítulo. La descripción del lago yuxtapone elementos estéticos y científicos y, más importante aún, intercala en la narración propiamente romántica una fantasía técnico-científica, basada en la visión que Aramayo tenía para el desarrollo de la cuenca lacustre y fluvial que hoy se conoce como “sistema endorreico Titicaca-DesaguaderoPoopó-Salar de Coipasa”. La narración evoluciona desde una descripción estética y emotiva del lago hacia una geográfica. Al inicio del episodio, el narrador nos presenta a los personajes a punto de embarcarse “con grandísimo placer” y describe la naturaleza y las percepciones y sensaciones que los personajes experimentan: “el cielo despejado, y el aire con aquella calma, pureza y diafanidad, de que tal vez solo se disfruta en la altillanura de Oruro que reúne éste a otros encantos que la hacen deliciosa para el artista” (43). A medida que los viajeros van alejándose de la isla el lago se convierte en el escenario de sus pasiones, en un reflejo de la vida social a la que aspiran volver: Ya los objetos de la isla se percibían con dificultad, y este incidente producía en D. Andrés y su esposa, en Filomena y Gabriel un efecto incalificable, (…) se separaban de una isla en que tanto se había sufrido secretamente, y luego ese viaje ¿no es cierto que se parece mucho, o mejor dicho, es un preludio de aquel que se hará cuando, variadas las circunstancias, sea lícito volver a los antiguos hogares, a la vida activa, a la patria, a esa sociedad, de la que nos separamos con tanto gusto, y ahora lloramos tanto, aunque sin decirlo? (43).

Luego de examinar por unas líneas más la vida sentimental de los personajes, el narrador cambia súbitamente de tono para darnos una descripción geográfica y económica del lago que incluye tanto datos propiamente geográficos de su ubicación, dimensiones y de las características de la cuenca hidrográfica, como una lista de productos de la región y un análisis de sus posibilidades comerciales. Pero, de forma sintomática, la descripción objetiva del lago está intercalada con referencias a lo legendario, a la tradición oral y, de forma menos explícita, a las huellas arqueológicas de las sociedades precolonia-

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les que poblaron el altiplano en esa parte de Bolivia. La excusa que permite al narrador insertar lo mítico en medio de una descripción supuestamente científica es la mención de un hecho al cual no se le da explicación científica: precisamente el carácter endorreico de la cuenca formada por los lagos Titicaca, Poopó y el salar de Coipasa. Al referirse al río Laca-Jahuira, que une el lago con las lagunas de Coipasa y Chipaya, el narrador lo describe como “un canal misterioso” y como aún más misterioso el hecho de que las mencionadas lagunas no tienen “un desagüe conocido, a pesar de que bien le necesitan pues van a parar a ellas casi todas las aguas del departamento de Oruro” (44). A continuación el narrador inserta la leyenda que explica a dónde van las aguas de las lagunas de la altipampa orureña indicando que “la tradición, que no gusta de efectos sin causa, hace que estas lagunas comuniquen con el Pacífico por un subterráneo de más de cien leguas, mansión de la oscuridad y de los genios, teatro de escenas inauditas, y trayecto que hacen las almas de algunos amantes desgraciados” (44). La mención al destino de los amantes desgraciados es una obvia prolepsis que anuncia el fin trágico de Filomena. Simultáneamente, la leyenda de las almas perdidas es una alegoría de lo que a continuación el narrador nos va a contar: una visión técnico-científica del futuro de Bolivia que proyecta el uso de la cuenca endorreica como eje de las comunicaciones del país. Las almas que “penetran el Grande Océano en sus balsas de totora” (44) recobran su cuerpo y vagan por siglos olvidados ya de su dolor pero condenados a no mostrarse “sino una vez (…) a algún pescador solitario, a quien le refieren lo que han visto en el subterráneo…” (44). Efectivamente, el túnel legendario que conecta la cuenca endorreica con el mar es un símbolo del trabajo que la ciencia y la técnica tienen delante suyo. En este punto, de forma abrupta, el narrador cambia de nuevo de registro anunciando que ahora hablará de la importancia del lago “bajo el punto de vista industrial” (44), dándonos más datos geográficos y realizando un análisis de las posibilidades comerciales de la región. El narrador nos informa de que el comercio que se realiza entre las islas y los pueblos ribereños “será siempre poco activo, pues todos ellos producen efectos similares” (45) y que es sólo en relación al “comercio general de la república” como esta cuenca ejercerá su mayor influencia (45). Es aquí donde el narrador nos ofrece su visión del desarrollo de las comunicaciones, imaginando al lago Poopó como “centro de una malla que, en pequeñas embarcaciones movidas por el vapor, nos permitiría recorrer la república en dos o tres días, y cuyos extremos

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nos llevarían al centro de las naciones vecinas y a ese mar, CAMINO REAL DEL MUNDO, como alguien lo ha llamado” (45). Esta malla se conecta hacia el norte, a través del Alto Desaguadero con el lago Titicaca y, potencialmente, con los “manantiales del Beni”, mientras por el sur la malla se conectaría con el río Grande “por medio de un canal” (45). El narrador nos asegura que es posible y necesario implementar esta visión de las comunicaciones, ya que, por una parte, los caminos carreteros encuentran obstáculos insalvables en los Andes, mientras que, por otra, el desarrollo de “las vías de comunicación” hace posible la industria y “las transacciones mercantiles”. Como consecuencia benéfica, este desarrollo removerá la causa de las “revueltas políticas” que no es otra que la falta de industria. En este punto, con un “[V]olvamos ahora en busca de nuestros viajeros” (45), el narrador interrumpe esta larga digresión y por el resto del episodio se dedica a narrar el progreso de la balsa de totora hacia la entrada del canal Laca-Jahuira y su paso por Pampa Aullagas y Quillacas y de regreso a la isla. En las cercanías de estos poblados, el señor Mendoza dice a sus acompañantes, “se encuentra el terrible sumidero, al que suelen lanzarse las almas de algunos amantes infelices” (47). Dándose cuenta de que “había tocado imprudentemente una fibra muy delicada” (47), el padre de Filomena intenta cambiar la conversación argumentando que la existencia de tal sumidero explicaría científicamente el drenaje de las aguas conjuntas del Titicaca y el Poopó. Aquí la trama de la narrativa se concentra en el intercambio entre Filomena y Gabriel, quienes, “solos en la parte posterior de la embarcación”, bajo la luz de la luna, dan rienda suelta a sus emociones. Las mutuas explicaciones que se dan terminan con la desilusión de Filomena al descubrir la verdadera historia de Gabriel y preparan el camino para la tragedia final. Intertextualidad y heterogeneidad formal del discurso literario de La isla La historia textual de La isla nos ofrece pistas sobre la heterogeneidad formal que la constituye como discurso literario. Cuando en 1876 Gabriel René-Moreno publica en la Revista Chilena, con un prólogo suyo, La isla de Manuel María Caballero, no incluye el último episodio del texto, el treceavo, en el que la voz autorial, saliendo de la ficción, dedica el texto a Epifanio Aramayo y da las coordenadas geográficas exactas donde se desarrolla el drama romántico;

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D. Epifanio Aramayo, hacendado de Pazña ha construido, hace poco de dos años, a sus expensas, una barca en la que ha hecho algunas exploraciones en el lago de Poopó, y aún ha navegado el Alto-Desaguadero hasta más allá de Challacollo. Es sensible que los patrióticos esfuerzos de este buen ciudadano, y honrado industrial, no hayan sido suficientemente atendidos por el gobierno, ni aún segundados por los particulares. A él consagramos estas líneas, deseando profundamente que ellas sean tan felices como para provocar alguna simpatía a favor de sus nobles trabajos (1996: 62).

¿Qué razones tuvo este historiador, tan acucioso como prolijo, para expurgar el texto de Caballero? Hay otras tres ediciones de La isla: la primera, que salió por entregas en la Aurora Literaria de Sucre en 1864, contiene el mencionado capítulo trece; la tercera, probablemente basada en la edición de 1876, ya que no incluye el último capítulo, apareció en la revista Kollasuyo en 1941 en tres entregas; la cuarta, una edición de 1996, vuelve a incluir el capítulo en cuestión y acompaña el texto con el prólogo que René-Moreno dedicara a la figura y obra de Caballero en 1876.17 René-Moreno nos advierte en su prólogo que “no sin temor” entrega “un manuscrito ni flamante ni vetusto, reliquia de un respetable maestro de la adolescencia, que años há duerme el sueño de la eternidad” (René-Moreno 1876: 374). Añade además que el texto fue “obsequio casi de la última hora, enviada con cláusula sentida i lisonjera, que escrúpulos de mui favorecido legatario me impiden publicar” (374). Podemos desechar de partida que el historiador no conocía la edición de 1864 porque en 1872 publica una Colección de Documentos Bolivianos en la que incluye los números de Aurora Literaria correspondientes a 1864 (René-Moreno 1872). Muy probablemente accedió a los números de la revista sucrense a través del intercambio que la Biblioteca Nacional de Chile mantenía con la Biblioteca Nacional de Bolivia que él mismo había ayudado a establecer (Bibliotecario 1867: 887).18 Se puede afirmar que, además de conocer el texto de 1864, René-Moreno recibió un manuscrito del mismo Caballero acompañado por una carta del autor poco antes de su muerte en 1866. ¿Por qué cuando publica La isla en la Revista Chilena decide dejar fuera el episodio trece? 17 La edición de 1996, hecha por el Fondo Editorial del Gobierno Municipal de Santa Cruz de la Sierra, no tiene ningún aparato crítico que nos indique en que edición se basa, aunque podemos suponer que vuelve a la de 1864. 18 En la lista de periódicos recibidos encontramos: “Aurora literaria. Periódico mensual 8 nms.; Sucre 1864” (Bibliotecario 1867: 887).

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En el último capítulo de su texto Caballero abandona la ficción romántica y se enfoca en temas más mundanos. Esto refleja la heterogeneidad formal del discurso literario hacia fines del siglo xix. La intención de René-Moreno al dejar fuera ese epílogo extra-literario es purgar, en vano, la heterogeneidad del texto, tratando de dejar solo la forma literaria. Algo común a todos los comentaristas (siempre al paso) del texto que repiten la idea de que La isla es una “novela” típicamente romántica (Coll 1974). La crítica literaria de René-Moreno diagnosticaba que en Bolivia la poesía era deficiente porque la sociedad no ofrecía las condiciones necesarias para el florecimiento de poetas. Su concepción clasicista de la literatura que defendía la forma poética y la forma política (la nación) “como estructuras ideales y como categorías de interpretación tanto de la poesía romántica como de la vida socio-cultural boliviana” (García Pabón 1998: 58) probablemente lo llevó a sacar el último capítulo, tan obviamente extra-literario y heterogéneo al campo de la estética neoclásica. En el relato de La isla hay una oscilación e imbricación entre la historia romántica, con su preocupación por la subjetividad individual, y los argumentos de tipo socioeconómicos, geográficos y políticos, con la concomitante preocupación por la constitución de la sociedad y del Estado. Para entender mejor la antinomia entre sensibilidad e inteligibilidad hay que explorar la intertextualidad que liga La isla con otros textos en los que el aislamiento de una isla permite la emergencia de la subjetividad del individuo. En el prefacio ya nos había informado el narrador que la fama de las islas como lugares idílicos está confirmado por “las relaciones de los viajeros, o bien la tradición, ese libro viviente del pueblo, del que nos hemos permitido extractar el siguiente episodio” (15). De modo que la intertextualidad aparece desde el principio como una referencia general a dos géneros discursivos que habrían generado el texto: por una parte, los relatos de viajes, que pertenecen a la cultura escrita y científica y, por otra, la tradición popular, eminentemente oral, entre cuyas expresiones está la leyenda, que es como se subtituló el relato de Caballero. Más adelante, al inicio del episodio cuatro, cuando el narrador está por transcribir un diálogo entre el señor Mendoza y Gabriel, el joven que llega a la isla, la relación intertextual de la novela con los relatos de viajeros se hace explícita de una manera muy particular. El narrador se dirige a la comunidad de sus potenciales lectores para subrayar el argu-

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mento pedagógico de su novela: “¡Oh qué hermosa está nuestra isla, así, con su soledad, i con su carencia de bienes materiales [casi absoluta de lo que se llama comodidades]. ¿Lo dudáis? Leed el Robinson, i sobre todo leed el corazón humano, cuando se halla animado por la vida del sentimiento” (1876: 384). A través de una interrogación retórica y un apóstrofe el narrador hace una referencia explícita a Robinson Crusoe de Daniel Defoe, texto ficcional que tiene forma de relato de viaje. Pero además, la forma que tiene el narrador de presentar este hipotexto nos revela que el Crusoe al que se hace referencia aquí no es tanto el de Defoe como la interpretación romántica que Jean-Jaques Rousseau hizo de la novela. Como ha señalado Ian Watt en su seminal estudio sobre la figura de Crusoe como mito del individualismo moderno, Rousseau, en su tratado educativo Emile, considera que el texto de Defoe es el mejor tratado sobre educación natural que existe. Pero Rousseau quiere que su Emile estudie y retenga solo la experiencia de aislamiento y soledad del héroe en la isla desierta, obviando el resto del texto en que la religiosidad castigadora del puritanismo es más obvia (Watt 1996: 172-175). Además, Rousseau interviene en el texto original de otra manera, al interpretar la experiencia de la naturaleza como un acto de contemplación estética y no únicamente como fuente de explotación de riquezas, que es el obvio sentido de la historia original de Defoe. Al igual que Rousseau, nuestro autor usa el hipotexto Robinson Crusoe transformándolo. La experiencia de aislamiento en una isla desierta adquiere entonces un valor distinto del mero economicismo del Crusoe puritano de la versión original. Caballero, como Rousseau, interpreta la función de la naturaleza en la isla a partir del aspecto educativo y formador de la contemplación estética de la naturaleza. En el episodio segundo, el narrador nos presenta a la heroína vagando por la isla “mientras que su pensamiento andaba errando por el laberinto de un mundo desconocido” y sus sentidos contemplaban la naturaleza. Eso no significa que Caballero no dé importancia a la actividad manual y casi industrial que Crusoe desarrolla en su isla. Al contrario, como ya hemos adelantado, el texto de Caballero conecta ambas actividades, la utilitaria y la estética, a través de la intertextualidad con el diario de exploración de Epifanio Aramayo. Sin embargo, es preciso seguir ahondando en la función pedagógica del aislamiento en la isla desierta y del acto contemplativo que se produce en tal situación. Rousseau argumenta en Emile que “El medio más cierto de colocarse en esfera superior a las preocupacio-

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nes, y coordinar sus juicios según las verdaderas relaciones de las cosas, es suponerse un hombre aislado y juzgar de todo como debe juzgar este mismo hombre en relación a su propia utilidad” (Rousseau 1895: 236). El proyecto pedagógico de Rousseau contenido en el Emile viene a ser otro de los hipotextos de La isla y la narrativa de viaje de Robinson Crusoe es incorporada solo en tanto es el medio de alcanzar ese aislamiento. Caballero nos dice en la primera página de su texto: ...y preciso es convenir en que, en este punto, la imaginación de los poetas ha estado perfectamente de acuerdo con el instinto universal, porque sea cual fuere la causa, no hay hombre que no haya nacido en tierra firme por cuya mente no haya pasado, alguna vez, el delirio de verse súbitamente trasladado a una isla lejana, solitaria pero pintoresca, donde se pasa la vida entre el farniente, la contemplación y los goces positivos de una actividad egoísta (379).

La inspiración rousseauniana de esta narrativa se hace evidente en el pasaje que viene inmediatamente después de esta celebración de la isla como locus de la felicidad. El narrador explica la necesidad del aislamiento en los siguientes términos: “Es que el mundo, la sociedad en que vivimos, punza a veces con tanta frecuencia y de manera tan molestosa que se hace necesario el aislamiento, ya que no se pueda en otra parte, aunque sea en el seno de ese mismo mundo, de esa misma sociedad” (Caballero 1876). Sin embargo, la narrativa del exilio de la familia Mendoza también se puede interpretar como una narrativa simbólica del desarrollo de la comunidad política en su conjunto. Como ha señalado Rossana Barragán, la diferenciación entre bolivianos y ciudadanos que se hizo desde la primera Constitución de Bolivia refleja la oposición entre ciudadanos pasivos y ciudadanos activos que emergió del pensamiento político ilustrado (2006: 16-17). En el pensamiento de Immanuel Kant, los ciudadanos pasivos son representados por los activos. De ahí se deduce, nos dice Etienne Balibar, un tipo de función puramente negativa del Estado republicano: concretamente, su sistema de representación consiste en el simple equilibrio entre la idealidad del derecho y la realidad de los antagonismos sociales (“las revueltas políticas” mencionadas por el narrador de La isla). Por otra parte, se observa una función positiva en la cual la Constitución republicana, para no ser contradictoria con la libertad de los hombres (en tanto personas jurídicas), se debe limitar a hacer

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prevalecer las ventajas materiales y la comunicación (incluyendo tanto el tráfico de mercancías como la circulación de información) por sobre la guerra. La Constitución republicana sienta las bases de un orden formal donde el reino de la ley sea pensable y, por lo tanto, realizable, pero solo “por aproximación” (Balibar 2000). El ciudadano pasivo, es decir el boliviano sin derechos políticos, podría transformarse en ciudadano activo si estas condiciones se reprodujeran y mantuvieran en el tiempo. En el orden político republicano esta diferenciación tendería a desaparecer a lo largo de un desplazamiento temporal infinito, ahuyentando el fantasma del jacobinismo, de la irrupción de las masas en el desarrollo ordenado de la historia. Propongo que la fantasía técnico-científica que el narrador nos presenta cuando describe el lago Poopó es la condición de posibilidad de la transición aproximativa, nunca completa, desde el ciudadano pasivo al activo. En el aislamiento de la naturaleza el padre de familia intenta establecer un ambiente controlado donde, casi como en un experimento científico, se reproducen las condiciones ideales de aparición del sujeto político. La aparición de Gabriel en la isla radicaliza la sensibilidad de Filomena e interrumpe el experimento. En último término la oposición se da entre, por un lado, la sensibilidad que busca el afecto, la felicidad sensible del individuo, y, por otro, la humillación heroica del individuo que sacrifica su ego material y sensible a la racionalidad encarnada en el concepto de deber. Mendoza intenta consolar a su hija diciéndole: “Hija querida, esta desgracia te será a la larga saludable, porque habrás con ella aprendido la ciencia de la vida. Es en la práctica del bien y en el desarrollo razonable de nuestras facultades, donde debemos hacer consistir nuestra dicha, y no en los afectos ajenos, con cuya sinceridad y duración no podemos contar” (309). Filomena le responde amargamente: “Triste filosofía, padre mío, (…) la que nos prohíbe el desarrollo de la más noble de nuestras facultades, la facultad afectiva” (309). En La isla el dilema de la subjetivación radica en que el aislamiento, si bien necesario para mostrar el origen de la subjetividad en la naturaleza, se convierte en un obstáculo cuando las capacidades del individuo no pueden expresarse en un circuito comunicativo ampliado que vaya más allá de la tríada padre-madre-hija. Caballero parece sugerir que la solución de este impasse consiste en la apertura del espacio a la circulación de mercancías a través de la exploración y acondicionamiento de las vías fluviales y lacustres del territorio nacional. Caballero también predicó en su enseñanza que los sujetos

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del Estado republicano “racionalista”, aún por venir, se autoforman negando tranquilamente las creencias religiosas y, en general sociales, heredadas de la tradición colonial. De acuerdo a esto, tales sujetos serían los hombres representativos adecuados a un sistema republicano de gobierno que sentarían las bases para la conformación de una actitud subjetiva apropiada para el desarrollo del conocimiento científico. Estos hombres, expurgando de sí la sensibilidad morbosa heredada de la cultura religiosa colonial, constituyen los sujetos adecuados de un Estado racionalista y serían capaces de representar la totalidad del pueblo ante ese Estado y de conformar un conocimiento científico de la realidad física y moral de la nación.

Capítulo 3 Idolatrías políticas: estética del caudillaje y esfera pública en la obra de Rigoberto Paredes “Ídolo. Graece ειδωλον, latine idolum, simulacrum, statua, imago; pero está contrahido a sinificar alguna figura, o estatua, la qual se venera por semejança de algún dios falso, como Júpiter, Mercurio y los demás que reverenciavan los gentiles, u otros demonios o criaturas de las que los indios y los demás bárbaros reverencian y adoran, inducidos los unos y los otros por el demonio” (Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española). “Por punto general el cholo boliviano como sus antiguos progenitores los aimaras y khechuas necesitan siempre un ídolo: no importa que éste sea de oro o de barro, de acero o de sangre” (Paredes 1911: 34).

En la Convención de 1938, que fue “una de las respuestas frente a la crisis que desencadenó la guerra del Chaco” (Barragán 2006: 89), la novedosa participación de obreros en esa asamblea fue interpretada como un cambio radical respecto del pasado. El sacerdote Chávez Lobatón, representante por La Paz, defendía la presencia de los trabajadores en esa asamblea constituyente, ya que “Hasta hace poco se pensó que sólo los capitalistas y los doctores eran los únicos que podían ser los mejores defensores de la democracia” (citado en Barragán 2006: 93). Con esas palabras, Chávez Lobatón respondía a los ataques de la prensa conservadora que pintaba al parlamento de 1938 como “taller de sastres y peluqueros” o “reunión de ignorantes y atrasados” (93). El sacerdote representante afirma que la participación obrera en la política parlamentaria haría desaparecer “la creencia que sólo los doctores y los aristócratas eran los únicos capacitados para venir al Parlamento” (94). En la posguerra del Chaco la “creencia” a la que se refiere este parlamentario había empezado a modificarse, pero ¿en qué consistía? ¿A qué tipo de sensibilidad respondía la caracterización del recinto parlamentario, debido a la participación de trabajadores, como “taller de sastres y peluqueros”? ¿Por qué los propietarios ilustrados (“los capitalistas y los doctores”) eran los únicos calificados para ejercer la representación política (como electores y representantes)? La imagen de la asamblea convertida en un taller

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no solo transgrede los límites entre actividad intelectual y manual que demandaba la formación racial boliviana imaginada por los intelectuales de principios de siglo xx, sino que convoca también sensibilidades estéticas y políticas respecto de la forma como deben incorporarse los principios y virtudes republicanas. La imagen del cónclave parlamentario convertido en una reunión de artesanos está calculada para despertar en el lector de la época el miedo frente a las muchedumbres electorales, a cuya irracionalidad y violencia se atribuía la disfuncionalidad del sistema político boliviano. La defensa que hace Chávez Lobatón de la participación obrera en la asamblea de 1938 se enfrenta explícitamente a una visión de la política que se fue decantando en el periodo posterior a la Guerra del Pacífico (1879), con la creación de un sistema de partidos, y que adquiere su forma definitiva después de la guerra civil de 1899. Esta autoconsciente participación obrera en las instituciones políticas desafiaba frontalmente una concepción de la política para la cual el sujeto político se constituía a partir de ciertas técnicas de autoformación que permitían al individuo representar la universalidad. Para los intelectuales de principios de siglo xx el mundo social y la cultura política de los trabajadores mestizos de las ciudades no ofrecían las condiciones para el surgimiento de sujetos políticos adecuados al sistema de gobierno representativo. El estudio de la obra del escritor y político Manuel Rigoberto Paredes (Carabuco, 1870-La Paz, 1950) nos permite analizar la compleja interrelación entre tecnologías del yo, estética y esfera pública que a principios del siglo xx apoyaba el diagnóstico de la degeneración de la población del país y la incapacidad de la mayoría de los individuos para convertirse en sujetos políticos. Los textos de Paredes contribuyen de manera fundamental a la narrativa de la tensa convivencia entre el hombre representativo y su némesis, el caudillo ídolo de multitudes. A través de explicaciones sociológicas, relatos etnográficos y una filosofía del progreso histórico, la obra de Paredes nos presenta la constitución de sujetos políticos a través de prácticas que operan a nivel del cuerpo, las percepciones y los afectos. En tanto que la constitución del sujeto legítimo de la política se daba a través de las tecnologías del yo que regimientan las percepciones y las pasiones a través de una ética y una estética republicanas, el sujeto ilegítimo de la política caudillista surgía de la “sugestión” que ejercía el ídolo sobre la multitud supersticiosa. En el contexto de la “formación racial” y la modernidad neocolonial promovidas por las élites bolivianas a principios del siglo xx

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la obra de Paredes es instrumental en la reorganización que mapeó los límites de la esfera pública y redefinió conceptos de ciudadanía (Larson 2005: 230). La obra historiográfica y sociológica de Paredes se ubica en un contexto de fines de siglo xix y principios del xx en el que discursos social-científicos y literarios se intersectan en una compleja trama. Un ejemplo de esta intersección se da en las novelas de principios de siglo xx19 que ridiculizan los intentos de ascenso social de los sectores mestizos; se ha sugerido que estas novelas ponen en escena los estereotipos sobre las masas electorales y la cultura política del “pueblo” elaborados por los intelectuales del periodo (Irurozqui 2001: 214-224). Sin embargo, antes que una influencia unilateral desde la historia y la sociología hacia las representaciones culturales, propongo que en la obra de Paredes se establece una relación múltiple entre discursos de progreso histórico y degeneración racial, por una parte, y las concepciones sobre la constitución del sujeto político y la función de la estética, por otra. La reorganización del poder que se proponían realizar las élites de principios del siglo xx necesariamente exploraba el vínculo pragmático entre la dimensión estética de la política y las supuestas causas de la degeneración racial del pueblo en la época poscolonial. Este aspecto estético, en apariencia marginal y etéreo, estaba en realidad al centro de los debates. Los intentos de la élite por controlar la esfera pública tenían como base no solo la puesta en marcha de una nueva formación racial como método de control social, sino que ante todo situaban el concepto de raza bajo el régimen representacional de la modernidad al ligar la narrativa de progreso histórico a la mediación de la experiencia estética (Lloyd/Thomas 1985, 1991). En este capítulo voy a ocuparme de Política parlamentaria de Bolivia. Estudio de psicología colectiva (1911) en el contexto de otros aspectos de su obra: sus ensayos históricos sobre los presidentes-caudillos del siglo xix y los estudios folclóricos de las supersticiones populares. A través del análisis del concepto de idolatría, noción de origen colonial reformulada por Paredes como una herramienta para propósitos de reforma moral y política, voy a conectar diferentes dimensiones de su obra que, hasta ahora, no han sido estudiadas en conjunto. La constitución del sujeto político adecuado a una república requiere un proceso de ascesis que purga al individuo de los

Una novela representativa de este periodo es La candidatura de Rojas (1908) de Armando Chiverches. 19

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comportamientos que pertenecen a un régimen político-cultural que se quiere superar. Hay una minoría de individuos que se constituyen en sujetos políticos, mientras que la mayoría ejerce ilegítimamente la representación política porque en lugar de elegir racionalmente a un representante son sugestionados por un caudillo convertido en ídolo. Paredes hace una conexión explícita, que no ha sido suficientemente notada, entre la “idolatría” prehispánica, cuya influencia sigue en la Colonia y la República, y la conducta de las masas de electores en los procesos eleccionarios de principios del siglo xx. A lo largo de su carrera intelectual Paredes construye paralelos y analogías entre las creencias de la población indígena y mestiza en la eficacia de la hechicería, y la sugestión a la que los electores son sometidos por políticos mediocres y “sin valor intrínseco”. A contrapelo de esta sociabilidad dominante, caracterizada por la superstición y la idolatría, ciertos individuos se someten a una disciplina de autogobierno que eventualmente los capacita para gobernar a la población. Paredes, al igual que los extirpadores de idolatría en los primeros siglos de la Colonia, asocia las prácticas religiosas idolátricas y el comportamiento político de los electores de las clases bajas al hábito de consumir bebidas alcohólicas (Saignes 1993). En la orgiástica borrachera que acontece en el espacio público se crean los vínculos entre el caudillo y el cuerpo colectivo de la multitud, monstruoso sujeto colectivo que “devora” a los miembros que forman el conjunto. En clara y frontal oposición al evento festivo y público donde se produce la acumulación política del caudillismo, el sujeto político legítimo emerge del espacio íntimo de la familia donde, a través de prácticas y técnicas específicas dirigidas a la autoformación del yo, adquiere la subjetividad adecuada a la función política del régimen representativo. Ídolos y multitudes La noción de ídolo e idolatría aparece constantemente en los estudios folclóricos de Paredes. En las “Palabras preliminares” de la edición de 1936 de Mitos, supersticiones y supervivencias populares de Bolivia (1920) el autor se posiciona como un antropólogo que por “haber convivido con indios y gentes del pueblo” observando y estudiando “la manera de ser, hábitos y vida íntima de estos componentes sociales” puede “dar alguna luz sobre los pensamientos y motivos que influyen en las costumbres del indio, de sus descendientes y aun de

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los blancos para obrar en tal o cual sentido” (Paredes 1995: 25). El estudio etnográfico de las costumbres de las capas populares de la sociedad, método del folclore como disciplina “científica”, se revela en estas palabras preliminares de Paredes como una herramienta política de gobierno: el conocer las causas que influyen sobre la conducta de la mayoría de la población es esencial para formular las reformas necesarias para reconducir a la población. La principal de las causas que determina la conducta de las clases bajas es analizada por Paredes bajo la etiqueta general de “supersticiones”. El etnógrafo introduce sus observaciones con la afirmación de que los individuos “de escala inferior” en la estratificación social son “orgánicamente supersticiosos” (28). A pesar de siglos de evangelización, el investigador comprueba que entre los elementos étnicos de las clases bajas (indios y mestizos y algunos blancos) las ideas religiosas cristianas o las de la ciencia médica apenas han hecho mella en “los impulsos naturales de su idiosincrasia mediocre” y, al contrario, sirven para “disimular” y “encubrir” las verdaderas creencias de esos estratos (28). Paredes argumenta que el conjunto de creencias animistas expresadas en los antiguos mitos y leyendas que sobreviven en las prácticas religiosas de las capas bajas de la sociedad en el campo y la ciudad tiene “conturbada y esclavizada su alma sencilla” (28). Esta “esclavitud” del alma se origina en la persistente confusión de tres tipos de prácticas heterogéneas que deberían mantenerse separadas: la religión, la medicina y la brujería. Paredes atribuye esta confusión a la enseñanza de los párrocos de los barrios y pueblos con población indígena mayoritaria, cuya predica sobre el origen demoníaco de “las enfermedades, las desgracias y los acontecimientos funestos” o sobre el castigo divino de las malas acciones coincide con las ideas primitivas de las clases populares. La ignorancia y falta de escrúpulos de los sacerdotes promueven la yuxtaposición y/o superposición de elementos icónicos del catolicismo (crucifijos, santos, Vírgenes) y objetos y lugares de culto indígena. Esta “condescendencia” del clero estimula a indígenas y mestizos a “seguir prestando veneración a sus ídolos, mañosamente encubiertos con el nombre de algún santo o patrono de la iglesia de su residencia” (29). La sobrevivencia de estas prácticas “fetichistas” podría ser explicada, según Paredes, por la falta de educación científica de la población que, debido a esto, permanece en un estado mental similar al de las cosmogonías antiguas. Al igual que los antiguos griegos creían que “era facultad privativa de Júpiter lanzar rayos”, el indio o mes-

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tizo contemporáneo cree que “Santiago es el que los forja y envía a la tierra, o él mismo opera convertido en rayo, por eso le llama Apuillapu, o sea señor-rayo” (29). El caso de la adoración de ciertas imágenes de santos católicos es paradigmático del modo en que los informes etnofolclóricos de Paredes se articulan consistentemente con sus estudios socio-políticos sobre la institución parlamentaria y la narrativa histórica del desarrollo de la nacionalidad. Voy a indagar un poco más en el caso de Santiago, de quien Paredes afirma que “Entre los santos del catolicismo, al que de veras adora el indio y a quien tiene plena fe, es en Santiago, porque lo confunde con el rayo; lo toma por su imagen” (29; destacado mío). Y continúa: El indio se extasía al contemplar el santo montado a caballo, con mirada marcial y sañuda de fiero y apuesto capitán, cubierta la testa con sombrero de plata, de ancha falda levantada por la parte delantera, dejando al descubierto su arrogante rostro; manteo encarnado, con fleco de oro sobre la espalda, armada su diestra de flamígera espada, en actitud de descargar el arma cortante sobre infieles que se le han puesto atrevidos al paso, y a quienes los hace triturar con los pesados cascos de su brioso corcel (30; destacado mío).

La experiencia estética de observar la imagen escultórica de Santiago no es simple contemplación estética, sino “éxtasis” que paraliza al individuo dejándolo totalmente absorto en la materia de la contemplación. En la descripción de esta genérica escultura de Santiago se hace hincapié en las galas militares del santo: la colorida vestimenta (plata, oro, carmesí), los gestos “sañudos”, la espada de fuego que no solo representa, sino que es el rayo; todos los elementos contribuyen al efecto de éxtasis que la imagen tiene en este arquetípico observador indígena que imagina Paredes. El culto a Santiago es una idolatría porque, a través de la imagen del santo, no se adora al creador del universo, sino un fenómeno natural divinizado, es decir, un objeto del mundo creado. Además, este ídolo tiene una carga político-militar al ser Santiago, en la tradición cristiana peninsular, el santo que, bajo el apelativo de “matamoros” aparece en la batalla de Clavijo para revertir la inminente victoria de los sarracenos, y que después, en los territorios americanos, será Santiago “mataindios”. La idolatría y la borrachera en este contexto son fenómenos políticos puesto que, a través de la performance festiva, reactivan la memoria de las divinidades prehispánicas y mantienen

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el recuerdo de la violencia colonial, al mismo tiempo que recrean lazos de pertenencia a comunidades. Paredes recoge manifestaciones de la fe en Santiago-Illapu que tienen que ver con las personas y lugares que ha sido alcanzadas por una descarga (30-33). Nos informa, por ejemplo, que si alguien se salva de un relámpago es considerado un “elegido” del santo, destinado a tener entre los suyos un “papel sobrenatural” (30). Llamado laikha en aymara, este “hijo de Santiago” construye su influencia sobre individuos y comunidad a través de la sugestión generada por una cuidadosa puesta en escena, una performance oracular que convoca al espíritu de la divinidad (33-39). Paredes afirma que los individuos de las clases bajas “se encuentran tan dominados por la idea de los sortilegios y maleficios, que todo lo que no pueden explicar o es para ellos misterioso, extraordinario, o sobrenatural, lo tienen por obra de brujos” (39). El hechicero indígena constituye una instancia político-religiosa que ejerce un dominio informal sobre la sociedad. Al igual que el político demagogo y el caudillo militar, el brujo sugestiona a las masas convirtiéndose así en “ídolo de la multitud” (39). El “alma popular” (41) es analizada en la etnografía de Paredes siguiendo la misma metodología que usa para estudiar la cultura política del Parlamento y la dinámica de las multitudes electorales: un estudio de psicología colectiva que aduce una persistencia atávica tanto de la idolatría indígena como de las supersticiones que los españoles trajeron con ellos. Los sacerdotes católicos enseñando a la par de los brujos, que se puede contrariar los fenómenos y leyes naturales con rezos o hechizos, hacen igual propaganda. La diferencia está en que el brujo llama en su auxilio a Santiago cuando no al Diablo, y los sacerdotes a sus divinidades y santos. Ambos lo que persiguen es que se tenga más confianza en lo imprevisto, en lo sobrenatural, en lo maravilloso, antes que en el esfuerzo propio o en el concurso de la ciencia (…) blancos, mestizos e indios se han vuelto tan crédulos y supersticiosos dentro del culto católico que cuando no son atraídos por artes diabólicas, se entregan con frenesí a celebrar fiestas religiosas, abrigando la profunda convicción de que con cualesquiera de estos procedimientos lograrán obtener lo que desean (42).

En Política parlamentaria la participación política de las clases bajas a través de procesos electorales o revueltas es concebida como un tipo de idolatría ya que los individuos que componen las multitudes políticas en lugar de percibir los principios abstractos del repu-

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blicanismo a través de la persona del candidato o representante, son “sugestionados” por la dramaturgia del caudillismo. El caudillo es el ídolo que opera en los individuos un retroceso a un estado primitivo de la evolución social. La psicología colectiva de los representantes parlamentarios los liga a sus orígenes étnicos y regionales. Al analizar la “psiquis” de los habitantes de La Paz, Paredes afirma: Es una lástima que sus masas demuestren aún el egoísmo indígena del aimara, y sean fáciles de ser sugestionados por cualquier agitador, que después les hace obrar como les place y se convierte en su ídolo. Por punto general el cholo boliviano como sus antiguos progenitores los aimaras y khechuas necesitan siempre un ídolo: no importa que éste sea de oro o de barro, de acero o de sangre (Paredes 1911: 34).

La psicología colectiva de Paredes construye unos tipos étnicoregionales (el paceño, el cochabambino, el cruceño, el sucrense, etc.) que explicarían el comportamiento político degradado de los representantes nacionales en el Parlamento. Si en el caso del paceño persisten “las dotes atávicas que caracterizan al indio” (34) como reservado, desconfiado y simulador, en el caso del habitante de los valles de Cochabamba “se nota el domino de un idealismo sentimental por encima de las realidades egoístas de la vida” (36-37). De acuerdo a Paredes, el temperamento del cochabambino es “retórico, palabrero y redundante”, su imaginación discurre de forma poco realista sobre “los grandes ideales de la humanidad” en lugar de ver las “conveniencias de su patria”. Vale la pena citar un largo pasaje donde Paredes analiza este temperamento: Prefiere resolver las cuestiones de trascendencia siguiendo los impulsos de su corazón y excusando guiarse por un frío y reflexivo procedimiento cerebral. Es apasionado en todo, porque posee una naturaleza excitable y propensa a estallar al menor roce de cualquier incidente favorable o desventajoso. En el curso de su desenvolvimiento histórico ha demostrado el cochabambino que sus cariños y sus odios los lleva siempre a la exageración: si es partidario de un hombre público le prodigará alabanzas de manera que se haga suponer que todos los dones se encuentran reunidos en él; si le es opositor, lo execrará y cuantos denuestos se le venga a la mente le lanzará por la prensa. Él es peligroso en política, mientras dura el estallido de sus pasiones y se encuentra encaprichado: pasado ese periodo de crisis es fácil reducirlo; no soporta mucho tiempo a la presión de un trabajo contrario a sus ideas del momento sin ceder. En él las convicciones no tienen raíces en el razonamiento, sino son productos de impresiones pasajeras (37).

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La naturaleza excitable del cochabambino, carente de un régimen que controle las pasiones, ha determinado la historia política de su región y del país, creando las condiciones para la formación de multitudes que idolatran a sus caudillos. Paredes parece sugerir que la raíz de esta excitabilidad está en la falta de un anclaje racional de las percepciones y emociones; o, en términos de Eagleton, en la ausencia de una hegemonía de los sentidos. Los chuquisaqueños son “más retóricos, con mayor brillo y corrección en el lenguaje y mucha prontitud para las réplicas, pero vanos y pedantes en su comportamiento político” (40). El habitante de Sucre, la capital de Chuquisaca, “no ama el trabajo sino la diversión: por un baile se sacrifica, y se desespera por un título o acto que halague su vanidad”. De los cruceños, habitantes del departamento de Santa Cruz, se lamenta que ya no existan entre ellos individuos “de raro y superior talento” (42) como en el pasado. Los representantes de esta región, “si bien joviales y expansivos”, son “pusilánimes y propensos a claudicar de sus convicciones cuando pugnan con sus intereses personales o los de su Departamento” (42). Los acusa de carecer, en su mayoría, de “espíritu nacional” y de ser indiferentes a “los asuntos públicos, cuando no están de por medio intereses cruceños” (43). Desde este punto de vista, el regionalismo es la enfermedad “disociadora” del organismo político: La forma del clan y la tribu, que agrupó en centros sociales y autónomos a nuestros antepasados, perdura aún al través de los siglos. En la guerra de la independencia, lejos de haber concentrado todos nuestros elementos bélicos en un grande y poderoso ejército, preferimos luchar divididos y distribuidos en republiquetas, con jefes independientes unos de otros (44).

La forma política del clan y la tribu se opone a la forma política republicana y la soberanía popular sobre la que se basa la nación. El regionalismo es la base del caudillismo como sistema político que usa las tensiones interregionales como modo de hacer política. A la persistencia de este regionalismo, igual de atávico que los rasgos étnicos (Nye 1975, 62), se añade la cultura jurídica traída por los españoles que produjo “un pueblo de espíritu abogadil latente” (45). Paredes analiza otros aspectos del parlamentarismo boliviano que, según él, contribuyen a deformar esta institución política, entre ellos las regulaciones de la elección de los representantes. Esto lleva a

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la elección de hombres en los que “el cálculo prima sobre todo sentimiento moral” (52). En lugar de “hombres de talento que desean realmente servir a su patria” (53), las cámaras del Congreso nacional se hallan llenas de individuos ansiosos de “figurar en política” y con la necesidad de “representar intereses particulares” (53). Al fondo de esta “vanidad”20 política están, como el mismo Paredes nota, poderosos “clanes familiares” cuya influencia en los diferentes departamentos del país basta para que “cualquiera de sus miembros sea elegido senador o diputado” (55). En ese ambiente socio-político, argumenta el autor, el Parlamento ofrece pocas ventajas. A pesar de ser un foro donde, a través de la lucha, de vez en cuando surgen hombres “de tacto político, de fluida expresión o de noble comportamiento” (59), la mayoría de las personas llegan al puesto de representante buscando “popularidad en las masas” o “adulando al gobernante en palacio” (59). Para alcanzar prestigio popular estos individuos defienden “al artesano petardista, al mercader fraudulento” o fomentan “los vicios de los obreros influyentes”. La popularidad alcanzada a través de esos medios convierte a los candidatos en “ídolos de cieno, creados por la corrupción social” (59-60). Aquí el objeto de la crítica de Paredes es la política como profesión lucrativa basada en el tráfico de influencias, pero su crítica moral tiene la función de mantener fuera de la política a los sectores obreros de las ciudades. El Parlamento en tales condiciones se convierte en una esfera pública distorsionada en la que de la controversia, la discusión y el debate “no brota la luz” (63). En lugar de ser un espacio donde se desarrolla una discusión racional de los problemas nacionales, el Parlamento es un tablado donde se pone en escena de “una comedia mefistofélica” (63). La función parrésica que tiene como fin construir un discurso verdadero da paso a la función performativa donde se representan intereses particulares de grupos y regiones en el escenario del poder. En las conclusiones de Política parlamentaria Paredes se lamenta: “Nos faltan directores que en las vibraciones de su cerebro y en los impulsos de su corazón, se sientan impregnados del deseo de llevar a cabo los principios republicanos: nos faltan poblaciones preparadas para recibir las enseñanzas de los conductores de países avanzados” 20 Paredes cita a Max Nordau para apoyar su análisis del parlamentarismo: “El parlamento es una institución destinada a satisfacer la vanidad y ambición de los diputados, y a servir sus intereses personales” (citado en Paredes 1911: 54).

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(1911: 195). Por lo tanto, la tarea de promover la incorporación de los principios republicanos (la iniciativa individual, la fe en la ciencia y el progreso) se topa con la superstición ya instalada en la sensibilidad de la mayoría de los individuos. Paredes llega a una conclusión pesimista, no muy diferente de la de Alcides Arguedas en Pueblo enfermo: “Todos estos hechos constituyen, desgraciadamente, comprobantes que confirman el postulado que sentamos, de que las razas mestiza e indígena no se han amoldado á las instituciones que se han impuesto, las cuales encuéntranse no aceptadas aún como una necesidad de vida en su mecanismo cerebral” (196). Los individuos que están dominados por la sugestión generada por la superstición construyen un mundo social y político donde priman “la astucia y doblez” en lugar de franqueza y transparencia. Al igual que otros intelectuales del mismo periodo, mira con nostalgia la épica lucha por la independencia y los primeros años de la república como un momento donde ciertos individuos encarnaron transitoriamente las virtudes supremas: “La raza esforzada que fundó la república ha desaparecido, dejando menores bastardos, de los que nada bueno se puede esperar” (198). Luego de casi un siglo de independencia la figura brillante e “inmaculada” de Antonio José de Sucre se ve eclipsada por el desfile de los caudillos que ocuparon ilegítimamente el poder durante gran parte del siglo xix y por las muchedumbres electorales que a principios del siglo xx crean los “ídolos de cieno” de la demagogia. Corporeizar la virtud: el porte y el comportamiento en la política parlamentaria El criterio de Paredes para decidir la legitimidad o ilegitimidad de la representación política no se basaba solamente en nociones del darwinismo social que consideraban el mestizaje un fenómeno degenerativo por su incapacidad de evolucionar (de “amoldarse”), sino que también dependía fuertemente de una idea y una práctica de la presentación estética del ideal político a través del propio cuerpo, de su apariencia sensorial y sus atributos morales. Paredes concibe la presentación estética del ideal político a través del propio cuerpo del representante parlamentario como “el porte honorable exigido por el puesto dignísimo que desempeña” (160). La dignidad de la función implica un molde interior que debe regimentar la sensibilidad para

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armonizarla con la racionalidad política republicana y que se expresa estéticamente en un “porte honorable”.21 En la sección de Política parlamentaria dedicada a los “viáticos y dietas” que el Estado paga a los representantes, Paredes describe detalladamente el modelo de “porte honorable” que los representantes deberían haber interiorizado, en primer lugar, para ejercer su función: Los que se dedican a las tareas legislativas y trabajan con ahínco, son los menos; pero estos pocos constituyen el nervio de las cámaras, con la vida sistemática y laboriosa que llevan, siendo metódicos y parsimoniosos hasta en los gastos personales. Estudian mucho y se familiarizan con las cuestiones del día, y las condensan en proyectos de importancia; ellos son los que salvan el prestigio del parlamento; sus colegas los consideran insociables y misántropos, sin embargo, los respetan. Estos seres extraños, según el concepto mundano, son los que dan vida a las legislaturas y forman el núcleo de donde parten las iniciativas políticas, las reformas judiciales y administrativas, el progreso mismo del país. Espíritus dotados de energía y voluntad, luchan en la vida con rudeza, constituyéndose en obreros esforzados del porvenir de la patria. Mientras los otros se divierten ellos piensan y trabajan. La carga del deber abandonada por el colega a mitad del camino, la recogen silenciosos y la sobrellevan con abnegación (Paredes 1911: 157).

La institución del Parlamento es presentada a través, primero, de una metáfora organicista, implícita, que visualiza la institución como un cuerpo con sus diversos miembros y órganos; y, segundo, a través de una metonimia que presenta una parte (el Parlamento) en lugar del todo (la sociedad, el Estado). De la metáfora implícita en este pasaje (“el Parlamento es un organismo”) se desprenden otras imágenes, esta vez explícitas, que muestran a ciertos individuos cumpliendo la función del cerebro y del sistema nervioso central del cuerpo institucional: “estos pocos constituyen el nervio de las cámaras”. Al igual que el cerebro y su sistema de conexiones nerviosas, estos individuos son el origen de la “energía y voluntad” que ponen en movimiento el cuerpo. Estos individuos poseen una ética estoica que los compele a cumplir el deber en “silencio” y “con abnegación”; llevan una “vida sistemática y laboriosa” que se expresa en el hábito del ahorro de 21 Las definiciones del vocablo “porte” son consistentes desde el siglo xviii hasta nuestros días. Por ejemplo en el Diccionario de Autoridades de 1735 se lo define: “Vale tambien el modo de gobernarse, y portarse en la conducta de su vida y acciones. Latín. Vitae modus vel ratio. SART. P. Suar. lib. 1. cap. 4. Su porte, su professión y su vida, todo hacía admirable consonancia en su entendimiento”.

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recursos económicos y de energías libidinales. La tecnología de la lecto-escritura (que a nivel individual forma la base de técnicas de autocontrol y subjetivación y a nivel estatal constituye técnicas de medición, registro y control) es una de las herramientas que usan para sistematizar la información y presentar propuestas legislativas que, a la postre, ponen en movimiento las otras instituciones del Estado y la sociedad. Evaluados de acuerdo a la sociabilidad imperante, nos advierte Paredes, estos individuos son “insociables y misántropos” ya que practican una especie de aislamiento como condición necesaria del bienestar, tal como vimos en el capítulo anterior cuando analizamos La isla de Manuel María Caballero. Paredes critica la dimensión festiva de la política a lo largo de su texto. “Los otros” a los que se refiere el pasaje citado se caracterizan por participar en una cultura política en la que el individuo no es la célula primordial; la subjetivación política de estos “otros” pertenece a un horizonte sociocultural anclado en prácticas de origen colonial. La sección sobre “viáticos y dietas” de Política parlamentaria ofrece un “análisis del ambiente social de la época” que dictamina que las “clases directoras y la masa del pueblo hállanse dominadas por el vicio de la embriaguez” (153). Sin embargo, a lo que el análisis de Paredes apunta no es simplemente a una condena moral del alcoholismo en sí mismo, sino a la intersección del consumo alcohólico en público y las actividades de proselitismo político, la planificación de estrategias electorales o la forja de alianzas entre grupos (Díez Hurtado 2008). Como Thierry Saignes ha demostrado, al inicio de la conquista y colonización los cronistas españoles usaban el calificativo neutro de “el beber” para referirse al consumo de bebidas alcohólicas entre los amerindios, pero que con el avance del dominio colonial la palabra “borrachera”, de connotaciones negativas, se impuso como palabra única “para calificar el acto de tomar” colectivamente (Saignes 1993: 43). Las autoridades civiles y eclesiásticas de las jurisdicciones coloniales en los Andes intentaron prohibir las “borracheras” por la función que cumplía esta embriaguez colectiva en mantener los lazos sociopolíticos de las comunidades a través de ritos asociados al consumo alcohólico (46-49). La asociación de la embriaguez a ciertas prácticas religiosas idolátricas que recordaban a los indios del orden prehispánico y de la figura benigna y protectora del Inca (Espinosa 1995) era considerada una amenaza para el orden político colonial. Saignes subraya que, desde el punto de vista de las autoridades coloniales, el hecho público de beber era lo más grave de las borracheras,

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ya que se da una oposición entre “las antiguas normas del control estatal [incaico], que requieren transparencia por parte de los sujetos, y los valores humanístico-cristianos, que separan las esferas pública y privada” (48). Las ordenanzas del virrey Toledo (1572) no hacen sino sistematizar los intentos prohibicionistas anteriores y consolidan la percibida asociación entre borracheras e idolatría: “todas las idolatrías se hacen con borracheras y ninguna borrachera se hace sin supersticiones y hechicerías” (citado en Saignes 1993: 48) A principios del siglo xx Paredes reactiva el discurso colonial sobre borrachera e idolatría. El hombre público boliviano, nos dice Paredes, no se distingue por su temperancia. Se le ve en los clubs, alrededor de una mesa, departiendo en amena charla con amigos que le rodean, vaciar copas de licor a menudo y solazarse con el juego de naipes o dados, a la vez que aprovecha esos momentos de intimidad para arreglar asuntos que le interesan (153).

Al calor de las “copas de licor”, en la cantina del “club” o del “hotel”, esos espacios intermedios entre lo público y lo privado, los representantes hacen tratos y alianzas que luego tendrán efecto en la política. Paredes califica al habito de consumir alcohol como “epidemia social” que empuja a la juventud a “derrochar sus energías llevando una vida disipada” (154). Se ve a sí mismo yendo en contra del sentido común, que él atribuye a la mayoría de la población, según el cual el que no bebe alcohol es “un ser incapaz de pertenecer a la sociedad” (154). Afirma Paredes que esta teoría, que supuestamente representa la opinión de la mayoría, “no es aislada ni extravagante, domina en todas las capas sociales y se ha hecho carne dentro del tegumento corporal del ciudadano boliviano” (154). Solo el individuo de “carácter inquebrantable se resiste y subleva en seguir prácticas que denotan el desbordamiento de ideas inmorales” (154); solo aquel parlamentario que se niega a participar del sentido común social puede realmente realizar la función representativa que se le ha encomendado. Este individuo, el hombre representativo, al igual que el asceta o el anacoreta, lucha contra su propio cuerpo y su propia psique. Debe construir vallas que lo aíslen del “contagio corruptor de su tiempo y de su centro” (154). Como el mismo Paredes reconoce, aislarse de su propio tiempo es extremadamente difícil. Además, el cargo mismo de representante nacional ofrece

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ocasiones para lanzarse en báquicos entretenimientos y llevar vida desordenada, malgastando su dinero con loco aturdimiento en satisfacer sensaciones placenteras, ansioso de acrecentar el círculo social de sus amistades, o intimarse en aquellos trances con sus colegas para obtener la promesa de mutuos apoyos en las iniciativas que proyecta (155).

El régimen de costumbres de la mayoría de los parlamentarios más que al del ciudadano virtuoso de una república se asemeja al de un bohemio decadente en búsqueda perpetua de sensaciones placenteras o al de los carnavalescos Gargantúa y Pantagruel de Rabelais: El sistema de vivir observado por muchos diputados y senadores se reduce a levantarse del lecho generalmente a las nueve o diez de la mañana; poco después concurrir a la cantina a vaciar copas de licor; sentarse a almorzar a la una, si no mareado, por lo menos con el cerebro turbado por la bebida; seguir en la mesa apurando tras cada vianda un vaso de vino o cerveza, finalmente, terminado el almuerzo asistir a las sesiones camarales a horas dos o tres de la tarde con el cuerpo laxado, confusa la mente y deprimido el espíritu (155).

Paredes cita al pensador español Miguel de Unamuno para apoyar la tesis de que, en última instancia, la “afición alcohólica” en Bolivia está funcionando como “medio de selección de las razas inferiores” (158). El argumento racista de Unamuno reza que en América Latina el alcohol está “solucionando” un supuesto “problema étnico” al eliminar “la parte del organismo colectivo mal adaptado a la civilización. En una palabra, que la raza aymara, quechua, araucana, etc., se está disolviendo en alcohol” (158). Me interesa, sin embargo, destacar el aspecto estético y psicológico que subyace al argumento racista de Unamuno. Para este, el alcohol sirve como una transitoria válvula de escape para “la sobrecarga nerviosa” que la civilización moderna les causa a los mestizos e indígenas “con su exigencia de un sistema de relación complicada y fina” (158). Lo implícito en este argumento es que el concepto de raza esta sobredeterminado por una narrativa de la representación que muestra la evolución de distintos modos de percibir y procesar los datos de los sentidos. Paredes está básicamente de acuerdo con el diagnóstico de Unamuno, con la diferencia de que él investiga maneras de reformar la conducta de la población para evitar la disolución del pueblo en la alcohólica multitud. La vida disipada que produce la “borrachera” (159) en los individuos tiene un efecto degenerativo en el conjunto que se denomina “pueblo”.

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Paredes concluye esta sección afirmando que el representante nacional, “en razón del honorífico cargo que desempeña, debió ofrecer ejemplo de austeridad en sus costumbres y sobresalir en su actuación política por su religioso apego a la ley” (159-160); la realidad, sin embargo, es otra, por lo cual sugiere que “Al legislador debió estarle prohibida la embriaguez y el juego para que corresponda forzosamente al porte honorable exigido por el puesto dignísimo que desempeña” (160). Esta correspondencia o adecuación está dada por una disciplina que, primero impuesta desde fuera (por la prohibición), se internalizaría después a través de ciertas tecnologías de autoformación, convirtiéndose finalmente en autogobierno y gobierno de los otros. Este parlamentario ideal sería capaz de producir un “discurso verdadero” que, por ejemplo, cuestione “francamente” el poder ejecutivo. Sugestión y contagio: estética del caudillaje y política electoral Política parlamentaria empieza con un capítulo dedicado a “la elección”, el momento en que los ciudadanos eligen a sus representantes. Paredes describe la dinámica electoral como un proceso de acumulación política marcado por las “muchedumbres” y la “sugestión” de caudillos. Este proceso se inicia con la influencia que ejercen el gobierno y la oposición para “sugestionar a algunas personas que se convierten en sus admiradores y panegiristas” (Paredes 1911: 1). Estas personas forman grupos que, unidos a otros, van construyendo las muchedumbres electorales, y “a medida que dan crédito a las promesas seductoras (…) crecen en número y poder” para proclamar candidatos y convertirlos en caudillos (2). El caudillismo, en tanto sistema político, dejó de ser funcional a partir del establecimiento del sistema de partidos después de la Guerra del Pacífico (1879). Sin embargo, de acuerdo a Paredes, la figura del caudillo no desapareció del escenario político, sino que se enquistó en la política electoral de los gobiernos constitucionales y en la institución del Parlamento. Este fenómeno debe llamarse propiamente caudillaje para diferenciarlo del caudillismo como sistema de gobierno durante el siglo xix. Este análisis del proceso de acumulación política en épocas de elección sigue los principios de la psicología colectiva de Gustave

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Le Bon.22 Paredes afirma que “es fácil producir el contagio sugestivo en el pueblo y apoderarse de lo que se ha dado en llamar opinión pública, es decir, el apoyo de la mayoría” (2). Las características “morales” de las multitudes que actúan en el proceso electoral son, para nuestro autor, “resultado del predominio de algunos componentes sociales que, con su mayoría, neutralizan los efectos de los otros, y los ponen en el mismo nivel” (2). El apoliticismo de gran parte de las clases altas es, según Paredes, una de las causas para que en el proceso electoral predominen “los proletarios e inconscientes, los que forman la miseria moral y física de las sociedades” (3). Por esta razón, los pocos individuos ilustrados que participan activamente en la política electoral son “absorvidos por la masa bruta” (4) siguiendo el principio de hidrodinámica de las multitudes de acuerdo al cual “las aptitudes intelectuales y la capacidad crítica disminuye el valor intrínseco en la misma relación que los cuerpos sólidos sumergidos en el agua pierden su peso” (4). Para la mayoría de los individuos que componen la multitud, quienes apenas manejan los rudimentos de la lecto-escritura y no pueden actuar sino bajo el tutelaje de “los fuertes o las autoridades” (5), las nociones de “patria, progreso y libertad” no tienen ningún sentido. El patriotismo de estas personas se expresa performativamente en gestos y acciones inconscientes como el acto de llevar la bandera como un manto y defenderla “frenéticamente”. Paredes, al igual que el narrador de Juan de la Rosa, como propongo en el primer capítulo, considera el grito de “¡viva la patria!” en boca de las clases bajas como un sonido gutural que no comunica ningún significado, sino que expresa pasiones violentas asociadas al deseo de venganza personal o grupal. La violencia política se asocia a esta hidrodinámica de las multitudes cuando se convierten en turbas, turbiones o riadas que arrasan consigo al resto del conjunto; en esos momentos predominan los elementos criminales: “los hombres de mala conducta, las gentes sin profesión; en fin, todos esos componentes que se han sacudido del freno de las leyes y de los sentimientos morales y que forman el fango social, se mezclan en la multitud presidiéndola y haciéndola cometer actos crueles” (5). Muchos de los individuos que componen este electorado de principios de siglo estaban legalmente excluidos del voto, de acuerdo a los requisitos de ley: los analfabetos, 22 Paredes usa la edición española de Psicología de las multitudes de 1903, probablemente publicada en Madrid y traducida por Navarro de Palencia. La edición francesa original de La Psychologie des Foules es de 1895.

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los “vagos” sin domicilio fijo, ni ocupación conocida, ni ingresos económicos (Barragán 2006: 16-17). Sin embargo, la dinámica política de las elecciones dependía de una ampliación del electorado y estimulaba una “democratización del fraude” abriendo las puertas al protagonismo electoral de los estratos marginales de las ciudades (Barragán 2006: 30-31). La multitud en tiempos de elecciones es un conjunto heterogéneo compuesto por “individuos de todas las clases sociales, con variadas aptitudes intelectuales y diversas costumbres y hábitos, cohesionada al calor de intereses pasajeros o por sugestiones exteriores” (6). A pesar de esta heterogeneidad, en ciertos momentos la masa electoral actúa “cual si todos no tuvieran más que una sola idea y una misma voluntad” (6). En los momentos de crisis y conmoción la multitud procede uniforme, asemejándose en sus movimientos á una falanje que obra con la precisión de una máquina, ó á una soberana exigente que se apasiona de los suyos, que diviniza a sus directores y aplasta y tritura a los enemigos. La multitud gusta de los osados ó de los que la adulan, por eso la dominan siempre los fuertes ó los intrigantes. Como las mujeres cede á los que la violan ó la seducen: Melgarejo o Corral son sus favorecidos: cuando se halla conmovida o belicosa su héroe es el hombre audaz, en los tiempos de quietud obtiene sus favores el que se alcoholiza con ella y sirve sus pasiones condescendientes cual una cortesana. Motivado por este impulso, la multitud sufraga en elecciones por candidatos mediocres e insignificantes (6-7).

En esta descripción se despliega una cadena analógica donde la “multitud” se muestra a través de una serie de imágenes imbricadas una en otra. La primera analogía destaca la precisión mecánica del conjunto humano en el que los miembros son engranajes sin volición propia. El espíritu de cuerpo militar, es decir, la moral que cohesiona a los miembros de un grupo de combate, hace de la multitud una formación ofensiva. La subjetivación del soldado y la del miembro de la multitud comparte más de un rasgo, especialmente la idea de la repetición de movimientos que al incorporarse en los reflejos corporales se vuelven mecánicos; sin embargo, como Foucault sugiere, la disciplina militar, a partir de la partición jerarquizada del espacio y la distribución de los cuerpos, permite transformar la multitud peligrosa en una multiplicidad ordenada y administrable (Foucault 1995: 148). Mariano Melgarejo, el soldado “osado” y “fuerte” es el resultado de los modos de subjetivación de la disciplina militar del siglo xix. En su ensayo histórico Melgarejo y su tiempo, Paredes nos da una interpretación de la

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vida del soldado en los cuarteles que sitúa la subjetivación militar entre la disciplina repetitiva y mecánica de los ejercicios tácticos y la falta de moral en las relaciones sociales dentro y fuera del cuartel. En aquellos tiempos dominaba en el cuartel la disciplina más estricta y la moral más baja y relajada. El soldado sabía obedecer ciegamente a sus jefes, desempeñar puntualmente sus servicios, ejecutar sus actos y movimientos tácticos, con la precisión y seguridad de un autómata en los ejercicios militares, en cambio era en sus costumbres íntimas polígamo, brutal, familiarizado con el robo y la embriaguez (Paredes 1997: 398-399).

Paredes usa una imagen similar para describir la dinámica de la multitud: el mecanismo de un autómata que realiza operaciones con “precisión y seguridad”. Esta imagen se opone a las metáforas organicistas que Paredes usa en su descripción de lo que debería ser el funcionamiento del Parlamento como institución. El mecanismo de la multitud funciona por una imposición exterior que hace cohesionar elementos heterogéneos; el organismo político, al igual que el sujeto, es una entidad autotélica que por espontáneo surgimiento desarrolla una actividad “libre”. Hay dos tipos de dominio que se ejerce sobre la multitud. Uno es un acto violento que se figura como violación sexual y que se atribuye a caudillos militares del tipo de Mariano Melgarejo; en tanto que el dominio que ejercen los “intrigantes” (el político civil Casimiro Corral es el ejemplo histórico que da Paredes) se concibe como una seducción. En ambos casos la relación entre la multitud y el caudillo se imagina como una “soberanía” absolutista que impacta violentamente los sentidos y los afectos de los individuos que componen el conjunto multitudinario. Esta densa cadena tropológica que va desde lo militar a lo sexual personifica a la multitud atribuyéndole un género sexual (“Como las mujeres”) haciéndole expresar el deseo de ser seducida. La multitud, al igual que la Bolivia alegórica de Aguirre en el poema que analizo en el capítulo 1, es acechada por “pretendientes” inescrupulosos. Al contrario de la Bolivia que Aguirre imagina resistiendo castamente las seducciones de los “falsos profetas”, la multitud se complace en ser seducida, violada y finalmente sugestionada para cometer crueldades. Para obtener los favores de la multitud en épocas de elecciones el caudillo político tiene que emborracharse con ella y satisfacer sus pasiones “cual una cortesana”. Paredes afirma que la muchedumbre odia “por instinto natural a hombres notables por su talento y honradez que no se mezclan con ella” (7).

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En lugar de deliberación racional de individuos sobre la idoneidad de los candidatos se imponen “los afectos personales, o las pasiones políticas de grupo” (7). Los candidatos sin “ningún valor intrínseco”, que Paredes denomina sintomáticamente “pretendientes”, se ganan la preferencia de la multitud al participar de “vicios y tendencias” que la definen, confundiéndose pretendiente y multitud en una sola entidad. Paredes no oculta su desprecio por la política partidaria: “Desgraciadamente en Bolivia los que llamamos ‘partidos’ no son sino facciones, banderías o parcialidades de carácter marcadamente personal, formadas mecánicamente con fines individuales, y en las cuales las reformas políticas y sociales entran como adorno o pretexto para engañar al pueblo” (8). Los partidos, al final de cuentas, no son sino también “multitudes más o menos crecidas acaudilladas por mangoneadores sin principios ni convicciones políticas arraigadas” (8). Paredes atribuye a la acción de individuos aislados, no a los partidos, la realización de reformas y la presentación de proyectos. Paredes considera que la soberanía popular es, en el ambiente político que describe, una mera “figura retórica sin fondo de verdad” (16). Si soberanía significa autogobierno, entonces, afirma rotundamente, “los pueblos han dado muestras de ser orgánicamente incapaces para gobernarse por sí mismos, asemejándose en su conducta a los rebaños que para estar bien conducidos necesitan del pastor que los dirija” (16). En lugar de subjetivación política de individuos (la producción de sujetos políticos que internalizan el gobierno como autogobierno) el ambiente sociopolítico que describe el autor promueve la “sujeción” de colectivos a “la servidumbre de demagogos” (16). Paredes usa la imagen del “autómata, verdadero tipo del ciudadano deseado por los políticos” (17) para subrayar la constitución mecánica del conglomerado multitudinario, en oposición a la constitución orgánica del sujeto político. Idolatría, cultura barroca y esfera pública Nuestra modernidad sigue segmentando y excluyendo a grandes núcleos de personas de la tierra prometida de la ciudadanía y de la modernidad, y ello ha permitido una larga historia de reconstrucción de una vida ritual que tiene sus orígenes remotos en el barroco colonial (Lomnitz 1996: 48).

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En su estudio sobre la figura del caníbal en América Latina Carlos, Jáuregui señala que en “la cultura del Barroco la presencia de la alteridad étnica o religiosa, como la de la monstruosidad o la transgresión, está vinculada a la incorporación absolutista de todos los particularismos y subversiones” (Jáuregui 2008: 214). Cuando el régimen colonial se desintegró dejando en ruinas sus mecanismos de control social, las nuevas unidades políticas que se iban creando empezaron a reemplazar los residuos del aparato político-cultural del antiguo régimen con la institucionalidad republicana. Sin embargo, y como se ha demostrado, la transición no se dio de la noche a la mañana (Guerra 1992). La capacidad que tenía la cultura barroca para representar los particularismos, a través de la ritualidad de la fiesta cívico-religiosa, por ejemplo, siguió cumpliendo un rol importante en la esfera pública republicana (Guerra 1994; Guerra/Lempérièr 1998; Bridikhina 2010: 236-239). La función representativa monárquica, basada en corporaciones y no en individuos, sobrevive en el contexto ideológico e institucional del republicanismo, como Irurozqui y otros han indicado (Irurozqui 2000, Soux 2006). En el ámbito de las representaciones visuales, el caso de las monedas republicanas que en la recién creada Bolivia eran producidas superponiendo el rostro de Bolívar sobre el de monarcas españoles (Pineda 1983: 37) sugiere que la figura del gobernante republicano no se puede desprender fácilmente del residuo colonial y la cultura barroca de la representación.23 O, en términos más generales, que la representación política moderna no desplaza la representación corporativa monárquica, sino que se entrelaza con aquélla produciendo una forma política sui generis. De esta forma, el caudillo representa ante el pueblo la integración al cuerpo de la nación de ciertos segmentos sociales (artesanos, indígenas) y regiones geográficas marginales, a través de la performance festiva, mientras que simultáneamente representa para el pueblo la soberanía abstracta del Estado. Como ya hemos visto, Paredes crítica el consumo público de alcohol y el comportamiento de las masas electorales. El caudillo construye su representación al calor de las fiestas donde corporaciones de barrios y pueblos postulan alianzas y pactos entre esas pobla23 En el ámbito literario Christopher Conway ha propuesto una línea de análisis similar para el poema épico republicano “La victoria de Junín” (1825) de José Joaquín Olmedo. Conway demuestra cómo en el poema se perpetúa el discurso colonial a través de una tropología heredada de la poesía barroca que honraba las figuras de autoridad del régimen colonial. Véase Conway (2001).

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ciones y un emergente poder. Paredes lee estos eventos festivos desde una perspectiva estético-moral, resemantizando términos coloniales como “idolatría” y “borrachera” para su uso en el contexto de la nueva formación racial boliviana y la modernidad neocolonial. En el diagnóstico de Paredes la democracia se convierte en una mera representación literario-teatral: “Esta manera de surgir, propia de una democracia picaresca, constituye nuestro sistema político” (Paredes 1911: 167). De acuerdo a esto, la teatralidad barroca se adueña del espacio discursivo de la deliberación republicana tanto en la arena electoral como en el recinto parlamentario. Este análisis apunta a que la sugestión sensorial de la multitud es sinónimo de cierta estética barroca del “culto al coraje”, los “áureos galones militares,” (164) y de la retórica “abogadil” (45). No es extraño entonces que Paredes recurra a la imaginería del Barroco para describir la continuidad de la representatividad del Antiguo Régimen y su cultura en la vida política republicana. En su descripción de la “multitud electoral” las características psicológicas de la multitud, tomadas de Le Bon, se transforman en imágenes de linaje barroco que traducen conceptos de psicología colectiva a metáforas de larga tradición en la cultura hispánica. Parafraseando a Le Bon, Paredes explica que una multitud es un conglomerado heterogéneo que, como ya hemos visto, “á pesar de su heterogeneidad, obra en momentos dados uniforme y sin discrepancias, cual si todos no tuvieran más que una sola idea y una misma voluntad” (Paredes 1911: 6). Esta paradoja conceptual de la psicología de las multitudes se expresa en lenguaje figurado por medio de una serie de analogías que ya hemos analizado. Aquí me interesa enfocarme en un aspecto de la cadena analógica que describe la multitud: cuando ella actúa en momentos de conmoción procede uniforme, asemejándose en sus movimientos á una falanje (sic) que obra con la precisión de una máquina, ó á una soberana exigente que se apasiona de los suyos, que diviniza a sus directores y aplasta y tritura a los enemigos (6).

Esquematizando la cadena, tenemos: multitud (heterogeneidad inicial)-momento de conmoción-falange-máquina de guerra (uniformidad militar, espíritu de cuerpo): poder destructivo-soberana exigente (soberanía afectiva y política): divinización del poder. La imagen clave aquí es la de la soberana. La feminización de la multitud es el signo que realiza la conversión metafórica de la multitud heterogénea en soberana divina y divinizadora. La comparación de la amada con una soberana que reina en el corazón del enamorado

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está en la base de esta analogía. La “multitud” aparece a través de la imagen de una máquina de guerra (falange), y de una ambigua imagen de soberanía divina y dominación afectivo-sexual. La multitud es una “soberana” que exige a los individuos que se disuelvan en su cuerpo y adoren a sus líderes. Al mismo tiempo la multitud es dominada por un individuo que opera la sugestión necesaria para generar el espíritu de cuerpo a través de la retórica, las galas, el espectáculo. Esta dominación del caudillo es traducida al lenguaje de la conquista amorosa, la violencia sexual y el intercambio asimétrico de favores: La multitud gusta de los osados ó de los que la adulan, por eso la dominan siempre los fuertes ó los intrigantes. Como las mujeres cede á los que la violan ó la seducen: Melgarejo o Corral son sus favorecidos: cuando se halla conmovida o belicosa su héroe es el hombre audaz, en los tiempos de quietud obtiene sus favores el que se alcoholiza con ella y sirve sus pasiones condescendientes cual una cortesana. Motivado por este impulso, la multitud sufraga en elecciones por candidatos mediocres e insignificantes (6-7).

En la novela Melgarejo, un caudillo romántico (1955) de Max Daireaux24, el presidente ordena a Juana Sánchez, su concubina, la “cortesana”, que se suba desnuda a la mesa donde sesionaba con su gabinete de ministros. Este episodio de la novela de Daireaux, uno entre muchos del anecdotario de Melgarejo, puede ayudar a comprender esta compleja asociación entre imaginería sexual y metáforas militares que, en la obra de Paredes, alude a la política caudillista y que, es dominante en la cultura literaria y popular. El narrador de la novela describe detalladamente esta escena de idolatría: Esta escena fue el preludio de una especie de culto bárbaro que Melgarejo no tardó en instaurar. ¡Cuántas veces, después de aquel episodio, no obligó a sus Ministros a adorar la desnudez de su amante! En la gran sala que le servía de oficina presidencial, obligaba a Juana a mantenerse de pie sobre una mesa, completamente desnuda, y a sus secretarios de Estado, sus Generales, sus altos funcionarios, todos los cuales temblaban a su voz, debían prosternarse ante ella, mientras que el primer Ministro, Maximiliano Emilio Daireaux Molina (1883-1954), novelista, ensayista y crítico literario franco-argentino, publicó Melgarejo, un tyran romantique en Paris en 1945. La traducción al español la hizo el sociólogo cochabambino José Antonio Arze y fue publicada en 1955 por la Imprenta Universitaria de la Universidad de Cochabamba. Hay varias ediciones en Bolivia, Argentina y Chile durante la segunda mitad del siglo xx, lo que señala la popularidad de la novela y del personaje. 24

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nombrado Gran Sacerdote de esta ceremonia pagana, oficiaba gravemente, celebrando las bellezas del ídolo. En seguida todos, en lenta procesión, daban vueltas alrededor de ella como alrededor de una estatua; Melgarejo, en uniforme de gala, con el vaso en la mano, observaba sus actitudes y gozaba con su turbación, espiando sobre la piel morena de su amante el fugitivo color rosa que hacía aparecer a veces en ella una mirada demasiado insistente. ¿A qué sentimientos obedecía entonces? ¿Orgullo, vanidad, alegría pura del artista ante la obra perfecta, placer agudo de los sentidos y del espíritu? (Daireaux 1955: 120-121).

Por otra parte, el espectáculo de los rituales del poder en la Colonia era igualmente ambiguo en términos del estatuto de la imagen del soberano como ídolo. Paredes, como estudioso de las tradiciones indígenas de su región natal, era consciente de que la acusación de idolatría era parte fundamental del paradigma colonial; su obra reactiva el discurso colonial sobre la idolatría indígena para usarlo contra el ascenso político de las clases populares a principios del siglo xx. Este escritor paceño nació en el pueblo de Carabuco, a orillas del lago Titicaca, en el seno de una familia mestiza que venía de un linaje de caciques indígenas, los Siñani (Paredes 1968; Condarco 1997: 9-18). En su pueblo natal se construyó, en el siglo xviii, un baptisterio cubierto de pinturas murales para conmemorar el bautismo del curaca Fernando Siñani y la transmisión de soberanía al rey al momento de la conquista española de esa región de los Andes (Condarco 1997: 15; Gisbert 1993: 54-58; Okada 2011: 98-102). Una de estas pinturas muestra al curaca Siñani recibiendo el bautismo, sacramento que borraba tanto el pecado original como la idolatría indígena. Otras imágenes ilustran la confesión de los pecados de los indígenas, entre los que sobresalen la borrachera en el contexto de las fiestas. La relación entre el discurso de idolatría y las representaciones del pasado indígena que legitimaban el presente colonial era ambigua, ya que el despliegue visual de la figura de autoridad indígena era tanto un recurso legitimador como una peligrosa ventana que permitía el regreso a la idolatría. Este retorno de lo reprimido consistía en una potencial regresión en masa al culto del Inca, a la adoración idolátrica de lo creado y no del creador, tal como señalaba la definición más común de idolatría (Espinosa 1995: 90). Esta regresión a la idolatría se daba en el marco de una cultura colonial barroca con sus extensas dramaturgias y representaciones pictóricas que alegorizaban el evento fundador del orden colonial y cuyo ejemplo mayor era la “fiesta real”. Carlos Espinosa estudia el caso de don Alonso Florencia Inca,

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un mestizo de linaje incaico nombrado corregidor de Ibarra en 1667, y acusado de idolatría por la Audiencia de Quito por usar el ritual barroco de la “fiesta real” para legitimar su propia figura de autoridad sin respetar el orden de precedencia y la estricta jerarquía de castas (Espinosa 1995: 87-88). Este caso ejemplifica la función de la imaginería visual en la legitimación del poder durante el régimen colonial, al mismo tiempo que demuestra cómo esa legitimación solo podía darse en una estricta jerarquía de castas y orden de precedencia. La escenificación en la fiesta real de la transmisión de la soberanía desde las autoridades locales indígenas al rey representaba el evento fundador del orden colonial, el acontecimiento legitimador del régimen político. Esta fiesta y las variadas fiestas cívico-religiosas de la Colonia dejaban abiertos resquicios por donde las autoridades locales podían legitimar su autoridad apelando al pasado precolonial (Dean 2002: 99-100). La “fiesta real” era un tipo de arte público, ampliamente difundido desde las primeras décadas luego de la Conquista hasta el fin del régimen colonial a principios del siglo xix, en el cual las afirmaciones legitimadoras del poder colonial eran puestas en escena en ceremonias públicas y pinturas. La escenificación de las justificaciones jurídicas y teológicas de la conquista y colonización tomaba la forma de representaciones teatrales al aire libre, en las plazas principales de los centros administrativos, y se realizaban para celebrar el nacimiento de un infante o la coronación de un nuevo rey. La ceremonia central de la fiesta era la jura, una declaración de vasallaje de los virreyes en nombre de la administración territorial que dirigían. En ausencia de la persona física del rey en los dominios coloniales la jura escenificaba el vasallaje en frente del retrato del rey. Pero, además de la jura, los diversos grupos corporativos de las ciudades (nobles, gremios, cofradías, comunidades indígenas) organizaban representaciones teatrales que, ya evocaban el pasado indígena y justificaban la conquista por medio de alegorías de sumisión al poder real, o expresaban la lealtad al rey a través del dispendio de recursos económicos y mano de obra. En resumen, la fiesta real escenificaba “the imaginary ideal of the colonial order, a royal body bringing together disparate entities as ‘members’” (Espinosa 1995: 94-95). El “proyecto festivo” de las élites republicanas consistía en desplazar la cultura festiva colonial y reemplazarla por una dramaturgia escueta, ascética, de símbolos patrios (Martínez 2005; Bridikhina 2010; Carvalho [1990] 2012). La festividad cívica republicana fue afianzándose progresivamente sin desplazar las fiestas tradicionales.

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Uno de los ámbitos donde logró adquirir una fisonomía propia fue en las escuelas y el ejército. En Instrucción cívica o libro del patriota: escrito especialmente para las escuelas de la República y el Ejército Nacional (1901), un libro de texto que alcanzó las diez ediciones, se cubren una serie de temas que delinean el conocimiento que un ciudadano normal debería internalizar: la definición de “patria”, los símbolos patrios, el concepto de nación y territorio nacional, los derechos, deberes y libertades del ciudadano. Incluye también poemas, el himno nacional con su partitura musical y mapas del territorio nacional. Los poemas estaban pensados para ser memorizados y recitados. En la sección dedicada a los símbolos patrios hay un poema a la bandera nacional acompañado de las siguientes acotaciones pedagógicas: El maestro, en vista de una bandera nacional, hará que los alumnos aprendan 1ero a describirla; 2ndo a dar el significado a cada una de sus partes; 3ero a comprender el amor, respeto y veneración con que se debe ver ese símbolo sagrado de la Patria; y 4to a leer, recitar y declamar la lectura y los versos anteriores, al final de la descripción (Guzmán 1901: 18).

La declamación del poema es la culminación performática de una serie de actos que van desde lo más abstracto e intelectual (descripción y conceptos) hacia lo más concreto y corpóreo (la recitación y declamación del poema). La incorporación de los valores republicanos en el ritual del saludo a la bandera se da a través de la performance poética que constituye al sujeto político. Al contrario de la “fiesta real”, donde se proclamaba lealtad al monarca, aquí se trata de la constitución de un sujeto individual. La obra de Paredes continúa un proyecto iniciado por las élites de las recientemente creadas repúblicas durante el siglo xix: establecer una religión cívica que reemplazaría el aparato político-cultural del régimen colonial. Esta religión secularizada presuponía un sujeto ascético y disciplinado como eje del sistema político. En fuerte contraste a este sujeto político legítimo los sujetos coloniales fueron caracterizados en referencia a cuerpos y mentes esclavizados por la sensualidad de una cultura despótica, y por lo tanto incapaces de agencia política. Para promover esta nueva concepción del civismo, las élites republicanas latinoamericanas establecieron una serie de políticas culturales: un nuevo calendario de celebraciones republicanas fijas en lugar del calendario religioso de fechas movibles, la promoción de una estética neoclásica en la arquitectura y la retórica, en lugar de la sensibilidad barroca predominante (Zaldívar 2007).

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En el caso particular de Bolivia se ha subrayado la “política festiva” de las élites republicanas, especialmente en cuanto a la celebración de los héroes y batallas de las guerras independentistas (Martínez 2005; Bridikhina 2010). El intento de desplazar la cultura colonial muchas veces terminaba con una sobreimposición que producía una formación subjetiva inesperada, situada entre la publicidad espectacular de las representaciones barrocas de la soberanía y el ascético ideal republicano del gobierno popular. La estética del caudillaje se sitúa en ese lugar intermedio entre la representación de las particularidades ejercida por la representación corporativista y subjetivación individual promovida por las tecnologías del yo. Narrativa del progreso histórico: el caudillaje como (in) mediación Paredes combina la explicación psicológica del fenómeno de sugestión sensorial de las masas electorales de su época con una narrativa histórica que ubica la aparición del caudillo en la transición desde la colonia a la república. Esta narrativa identifica las causas del estado socio-político de las repúblicas latinoamericanas en la debacle institucional del régimen colonial. En su estudio histórico sobre Mariano Melgarejo, presidente militar entre 1864-1871, Paredes afirma que “Melgarejo es, en el desenvolvimiento social y político, el genuino representante de la manera de ser a que había llegado el país en su desarrollo republicano (…) el producto natural y lógico de la serie de factores que lo precedieron” (Paredes 1997: 393). En la visión de Paredes, la historia republicana del siglo xix se caracteriza por las fallas y deficiencias en la “contextura moral” y cívica tanto de los individuos que asumen el gobierno como de las masas ingobernables. Paredes identifica el rasgo clave de esta narrativa de transición de la siguiente manera: Entre esos factores los que más predominan en el organismo nacional y forman la contextura moral de sus hombres públicos, son las deficiencias de virtudes y cultura cívicas en el pueblo, producidas, sin duda alguna, por la inmediata transición que sufrió del régimen colonial, que excusaba educarlo para la vida pública, al democrático que para ser correctamente ejercitado requería una esmerada instrucción y cambio de costumbres (Paredes 1997: 393; énfasis mío).

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Nótese que Paredes usa el adjetivo “inmediata” para caracterizar la transición histórica desde la Colonia a la República. Analicemos más de cerca esta palabra. En su acepción espacial, “inmediato” significa, según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, “contiguo o muy cercano a algo o alguien”, y en su acepción temporal, “que sucede enseguida, sin tardanza”. En ambos casos se trata de una ausencia de “mediación”, la falta de un espacio y un tiempo donde se produzca la evolución desde el estado colonial (que se podría definir como un estado natural que mantiene su dominación por la fuerza) a un estado moral (en que los individuos han internalizado la coerción de la ley). ¿Y cuáles son ese espacio y ese tiempo mediadores ausentes de este proceso histórico? Paredes alude a ello al final de la cita: “una esmerada instrucción y cambio de costumbres”. Desde esta perspectiva, la ausencia de la mediación educativa es el origen de una serie de factores que condujeron “natural y lógicamente” al estado del país en la época de Melgarejo. En esta narrativa el caudillo es la particularidad que apunta a la fallida universalización de la ley. El evento revolucionario al no estar acompañado por mediaciones formativas no produce la transición desde un estado a otro, sino una serie de repeticiones: Los trastornos administrativos, llamados revoluciones en Bolivia, no producen como es consiguiente, la transición de un orden antiguo, que cae en ruinas á un orden nuevo, con ideas más o menos adelantadas, se reduce á la destitución de empleados y nombramientos de otros, sacados del grupo de los victoriosos, los cuales se encuentran saturados de los mismos defectos de sus antecesores (Paredes 1911: 164).

Pero, para entender el argumento de Paredes, sobre la no-mediación del caudillo hay que seguir su argumento histórico. La movilización revolucionaria incesante durante y después de las guerras independentistas, en palabras de Paredes, presenta “el aspecto de una inmensa carnicería humana, en la que toda persona hábil para la lucha toma su fusil, se alista en alguna facción y se lanza á la guerra civil”25 25 Paredes, al igual que el sociólogo venezolano Laureano Vallenilla Sanz en Cesarismo democrático (1919), aunque no tan categóricamente, sugiere que las guerras independentistas constituyeron una guerra civil y no un conflicto entre naciones (los americanos y los españoles): “Y se ha creído siempre un deber patriótico ocultar los verdaderos caracteres de la revolución que fue, sin duda alguna, la primera de esa larga serie de contiendas civiles que han llenado el primer siglo de vida independiente en todas estas naciones, y que dio en la nuestra origen a dos bandos políticos, que con

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(Paredes 1911: 162). En este contexto, el autor explica la movilización continuada de las masas por el aflojamiento de “los resortes administrativos, con los que había mantenido el gobierno colonial el orden y la tranquilidad”26 (163). La República no ofrece un instrumento de control social eficiente, ya que la Constitución republicana precisa para funcionar que una mayoría de la población entienda los principios y actúe de acuerdo a ellos a través de la mediación de individuos previamente capacitados para representar al conjunto del pueblo. En ausencia de la formación adecuada del ciudadano, el caudillo toma el lugar del hombre representativo, y en vez de mediación estética tenemos sugestión sensorial a través de un “culto al coraje” que se expresa en las galas militares y conducta imitativa de las multitudes: Obsecionados (sic) con estos criterios (i.e. el culto al coraje) se dejaron los bolivianos deslumbrar con bandidos y criminales cubiertos de áureos galones militares (…) Ya en la guerra de independencia el jefe valiente y de energía poderosa, aunque fuese un tirano, había sugestionado a las multitudes (Paredes 1911: 164).

De acuerdo a Paredes, y debido precisamente a la ausencia de mediaciones y de control social, “es fácil producir el contagio sugestivo en el pueblo y apoderarse de lo que se ha dado en llamar opinión pública, es decir el apoyo de la mayoría” (Paredes 1911: 2). Para explicar este fenómeno delinea el proceso de acumulación socio-política que lleva desde la sugestión de las masas a la imitación colectiva y a partir de allí a la transmisión generalizada de ciertas imágenes. Las colectividades que se forman a partir de este proceso de sugestión son “muchedumbres heterogéneas” (2) cuyas características, de acuerdo a Le Bon, son “la pobreza de aptitudes para razonar, la falta de espíritu crítico, la irritabilidad, la credulidad y la inocencia” (Le Bon citado en Paredes 1911: 2). El objeto de estudio de Paredes es un proceso circular a través del cual la sugestión crea masas manipulables compuesta por “los proletarios é inconscientes, los que forman la miseria moral y física de las sociedades” (3), y donde a su vez estas mismas masas modelan el comportamiento político de los individuos de las clases altas al despertar “la parte bestial que dormita en la natudiversas denominaciones y proclamando los principios abstractos del jacobinismo, perpetuaban inconscientemente los odios engendrados en aquella lucha sangrienta” (Vallenilla Sanz 1990: 29). 26 Vallenilla Sanz, de forma similar, apunta que fue el quiebre de la “disciplina social de la colonia” la causa principal de los “gérmenes anárquicos” (Vallenilla 1990: 33).

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raleza de cada hombre” (4). Usando un vocabulario tomado de las ciencias físicas, Paredes imagina la dinámica de las multitudes en analogía a la dinámica de los líquidos que absorben a los cuerpos sólidos disminuyendo su peso intrínseco, es decir, eclipsando sus “aptitudes intelectuales” y “capacidad crítica” (4). La movilización social sin precedentes que produjo la revolución independentista no se detuvo luego de que la revolución triunfara. Las mismas energías sociales seguían movilizadas en las revoluciones caudillescas y las rebeliones indígenas del siglo xix, e incluso en la democracia restringida del liberalismo de la época de Paredes. La movilización social revolucionaria en los cuarteles y las comunidades y la movilidad social de los sectores populares mestizos a través de los procesos electorales son, según Paredes, procesos no mediados que “bastardean” la democracia republicana. En este contexto, la constitución del sujeto político, a través de las tecnologías del yo que Paredes observa en una minoría minúscula de individuos, se vuelve difícil. En oposición a la autoformación del hombre representativo, el sujeto político por excelencia, la no-mediación del caudillo multitudinario es entendida a través de dos conceptos que Paredes toma de Gustave Le Bon y Gabriel Tarde: la sugestión y la conducta imitativa. Es irónico que Paredes considere a Melgarejo como caudillo paradigmático, ya que fue precisamente bajo su régimen “despótico” cuando se dio la transición desde la economía mercantilista que protegía los mercados internos heredados del espacio comercial de la Colonia hacia la economía del libre cambio con su irrestricta apertura de mercados (Klein 2011: 134-143, Dunkerley 2003: , Lora 1967, Rodríguez Ostria 1980). El cambio económico fundamental que se da durante los años sesenta del siglo xix no hubiera sido posible sin Melgarejo, solo el poder arbitrario y violento de su régimen pudo empezar a vencer las resistencias corporativas a la expansión del libre comercio. Del otro lado de este poder despótico estaban los empresarios capitalistas como José Avelino Aramayo (cuya figura estudiamos en el capítulo 1) que, como indica Sergio Almaraz, unieron dos sistemas. A pesar de su educación, medio ambiente, hábitos, modos de ser y autoexpresión, saturados de la tradición hispano-católica colonial, lograron que la vieja estructura feudal sirviera a la capitalización y modernización de la minería27 (Almaraz 2010/1969: 301). 27 Rodríguez Ostria señala que “This harmony between large landowners and miners was firmly based upon the fact that rising capitalism had to rely on feudal surpluses when foreign investment became insufficient to meet its needs” (Rodríguez 1980: 55).

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La Aufhebung schilleriana y la reparación del organismo social Al inicio de su ensayo histórico “Mariano Melgarejo y su tiempo” Rigoberto Paredes ofrece la narrativa histórica, predominante hasta ahora, sobre la dinámica sociopolítica del periodo republicano en América Latina. Esta narrativa se basa en una explicación de cómo ocurrió la transición desde el régimen colonial al republicano y de los efectos que tuvo este cambio, entre ellos la emergencia del caudillo como figura central de la vida política. Esta narrativa es imprescindible en cualquier examen crítico de la cultura y la política del siglo xix. John Lynch, en un estudio sobre la relación entre Simón Bolívar y los caudillos, afirma que “The caudillo was essentially a product of the wars of independence, when the colonial state was disrupted, institutions were destroyed, and social groups competed to fill the vacuum” (Lynch 1983: 5). Julio Ramos nos presenta una versión de la misma narrativa transicional, enfocándose en la función de la escritura en ese proceso: After the victory over the ancien régime the chaos had only intensified, as the rigid colonial institutions – and the anti-Spanish consensus – lost their force and legitimacy. Beginning with the 1820s, the activity of writing became a response to the necessity of overcoming the catastrophe of war, the absence of discourse, and the annihilation of established structures in the war’s aftermath (Ramos 2009: 3).

El colapso de las estructuras institucionales del imperio colonial español es percibido como un evento que permite la transición desde un estado a otro, pero que a su vez es un momento de peligro radical. Analizando la retórica de Facundo de Domingo Faustino Sarmiento sugiere Ramos que los intersticios generados por la superimposición de modelos (la civilización urbana sobre el barbarismo rural) y el quiebre institucional causado por la catástrofe de las guerras independentistas son el motor de la escritura sarmientina. En tanto intelectual, Sarmiento se propone a sí mismo como un mediador entre la barbarie y la civilización. Mediación necesaria para reestablecer el desarrollo histórico y culminar la transición comenzada por la revolución independentista. La falta de mediación es lo que caracteriza la “confusa” intervención política tanto del caudillo como de otros actores en el momento posindependentista.

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Sarmiento’s writing would attempt and claim to hear the other, her confused voice, in order to weave a continuity, to take the ‘step from one epoch to another’ in order to fill the gaps in history that obstructed national consolidation. It was precisely this transition that had not yet been achieved in the present catastrophe that writing sought to repair (Ramos 2009: 12).

En efecto, la reparación del organismo social es imposible de realizar sin el apoyo de la transcripción-traducción-inclusión que la dinámica estética parece prometer. En este sentido la evaluación del pensamiento socio-histórico de Paredes no se puede realizar sin tener en cuenta lo que yo llamo “estética del caudillaje”, y que constituye un rasgo central de su obra. Lo que logran el caudillo y el demagogo es articular un tipo de representación política que entrelaza la publicidad barroca del régimen colonial, con su capacidad de ensamblar segmentos heterogéneos a través del ritual y la fiesta, y la promesa igualitaria del evento revolucionario. En sentido contrario, la forma política republicana, equidistante de democracia y despotismo, busca el equilibrio proyectando la igualdad hacia un ideal regulativo solo alcanzable por aproximación. La estética del caudillaje, con su ensamblaje de elementos heterogéneos, tiende hacia el polo democrático o hacia el despótico, evadiendo la captura del aparato representativo. La transición desde la Colonia a la República, tal como es explicada por Paredes, puede ser entendida siguiendo la teoría schilleriana de la transición ideal desde las percepciones al pensamiento, desde la materia a la forma; presupone la mediación de un estado mental en el que lo material de la naturaleza humana es parcialmente destruido por la actividad de la razón, al mismo tiempo que la razón adquiere una dimensión sensual. La impronta histórico-política de esta conceptualización se hace patente cuando Schiller afirma que este estado mental, que él llama estético, es la única mediación posible desde la pura determinación de las percepciones a la pura determinabilidad de la razón y que, por lo tanto, experiencia y representación estéticas son condiciones de posibilidad de un estado político en el que reine la libertad. Schiller, al definir este tipo de mediación, es el primer filósofo en usar el verbo alemán aufheben (y el participio pasado aufgehoben) en el sentido técnico que tiene en el vocabulario del idealismo: superación de dos estados antitéticos a través de su parcial destrucción y conservación (Schiller 2004: 88-89).

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¿Qué sucede cuando las estructuras de un Estado se vienen abajo? Ésta es la pregunta que se plantea el pensamiento de Paredes. Es la misma pregunta que se hizo Friedrich Schiller a finales del siglo xviii con el evento de la Revolución Francesa a las puertas. En sus Cartas sobre la educación estética del hombre, Schiller propuso un modelo para realizar la transición desde el Estado feudal, basado en el despotismo, al Estado liberal. Schiller ilustraba el proceso de transición con la imagen del mecanismo de un reloj. Si un reloj puede detenerse para ser reparado, no podemos hacer lo mismo con el mecanismo vivo de un Estado. Cito de las versiones inglesa y alemana: The great consideration is, therefore, that physical society in time may not cease for an instant while moral society is being form in idea, that for the sake of human dignity its very existence may not be endangered. When the mechanic has the works of a clock to repair, he lets the wheels run down; but the living clockwork of the State must be repaired while it is in motion, a case of changing the wheels as they revolve” (Schiller 2004: 29-30). Das große Bedenken also ist, daß die physische Gesellschaft in der Zeit keinen Augenblick aufhören darf, indem die moralische in der Idee sich bildet, daß um der Würde des Menschen willen seinen Existenz nicht in Gefahr geraten darf. Wenn der Künstler an einem Uhrwerk zu bessern hat, so läßt er die Räder ablaufen; aber das lebendige Uhrwerk des Staats muß gebessert werden, indem es schlägt, und hier gilt es, das rollende Rad während seines Umschwunges auszutauschen (Schiller 1966: 10)

Es significativo que en la traducción inglesa y el original alemán el concepto de reloj (clockwork, Uhrwerk) se exprese con un sustantivo compuesto que contiene la palabra “obra” o “trabajo” (work, Werk). Esto se pierde en las traducciones españolas, que enfatizan el aspecto mecánico (“mecanismo de relojería”)28 por sobre la perspectiva organicista que el concepto de “obra” sugiere. El concepto de Estado como obra de arte es central en estas cartas de Schiller, ya que el Estado es la materialización y síntesis del hombre representativo de la estética. “Así pues, el gran inconveniente es que, mientras la sociedad moral se forma en la idea, la sociedad física no puede detenerse en el tiempo ni por un momento, no puede poner en peligro su existencia en pro de la dignidad humana. Para reparar un mecanismo de relojería, el relojero detiene las ruedas, pero el mecanismo de relojería viviente que es el Estado ha de ser reparado en plena marcha, y eso significa cambiar la rueda mientras está en funcionamiento” (Schiller 2005 125-127). 28

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Para realizar esta reparación, que consiste en sustituir al hombre natural por el hombre moral, Schiller afirma: “We must therefore search for some support for the continuation of society, to make it independent of the actual State which we want to abolish” (30). Y este apoyo lo encuentra en el concepto de cultura estética como la armonización de los dos impulsos básicos del ser humano: el impulso sensorial y el impulso formal. Beauty will reveal herself in two distinct shapes. Firstly, as quiet form, she will soften Savage life and pave the way for the transition from sensations to thoughts; secondly, as living shape, she will furnish abstract form with sensuous power, and lead back conception to contemplation and law to feeling (87).

La alegoría schilleriana del Estado estético (Chytry 1989) ofrece un tropo maestro que está subyacente en los diagnósticos de Paredes: la transición ideal. La visión del desarrollo histórico en términos trascendentales que esta alegoría pone en escena es altamente útil para los intelectuales en su trabajo de diagnóstico, pero también se convierte en una herramienta política de contención social. Es así como, ante la violencia de la Revolución en Francia, Schiller propone una revolución interior que desplaza indefinidamente la realización de su propia meta: la igualdad. El hombre representativo de la estética cancela el cumplimiento del telos revolucionario al ubicar el deseo revolucionario en la armonización potencial, pero no realizable en la realidad social, de todas las facultades e impulsos del individuo (Kouvelakis 2003; Legrás 2003, 2008). Del mismo modo, en la Bolivia de principios del siglo xx, la entrada de las masas mestizas a la política electoral reactiva una narrativa de la armonización muy semejante. Según Paredes, una sociedad civil compuesta por hombres representativos podría tener la capacidad de hacer prevalecer el comercio sobre por sobre la política demagógica, estableciendo de esta manera una esfera pública efectiva. La idea regulativa de un intercambio comercial libre (el término que usa Kant es Verkehr, que significa literalmente “tráfico”) es un ideal donde tanto el individuo como las naciones tienden a una homeostasis que armoniza fuerzas y facultades en el intercambio comercial. Este ideal iba en contra de ciertas políticas proteccionistas de caudillos y políticos demagogos. Desgraciadamente en Bolivia los que llamamos ‘partidos’ no son sino facciones, banderías o parcialidades de carácter marcadamente

IDOLATRÍAS POLÍTICAS

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personal, formadas mecánicamente con fines individuales, y en las cuales las reformas políticas y sociales entran como adorno o pretexto para engañar al pueblo. Un partido político, tal como se entiende en los países civilizados, y según el concepto que de él tiene la ciencia, no existe. La falta de corrientes comerciales, de industrias que representen establecimiento poderosos de actividad (sic), de grandes intereses, que persigan en el campo político su solución, influyen en parte para esta carencia (Paredes 1911: 8).

En esas condiciones, el concepto de soberanía popular no es efectivo. En lugar de producir individuos que luego delegan su soberanía libremente, el campo político boliviano está ocupado por monstruosos sujetos colectivos que se forman mecánicamente. La “servidumbre” política y el “imperio” del jefe o caudillo son las características que definen la política electoral y parlamentaria boliviana. Ante la falta de condiciones para asegurar el “dominio” legítimo de los individuos superiores en la esfera pública, lo que predomina es la estética del caudillaje. Es aquí donde la sugestión estética del caudillo se puede interpretar en términos de Schiller como la actualidad no mediada de la materia en los sentidos: “The object of the sense impulse, expressed in a general concept, may be called life in the widest sense of the word; a concept which expresses all material being and all that is inmediately present in the senses” (Schiller 2004: 76). La marca de esa materialidad no mediada (“inmediatamente presente”) define a los caudillos y, por extensión a toda una época histórica, como predominantemente sensoriales, animales, infantiles o primitivos. Es también la característica que permite a Paredes clasificarlos como no modernos, como vestigios vivientes de la Colonia y sus idolatrías, fuera de lugar en lo que debe ser una sociedad moderna y democrática. Y uno de los aspectos de la época colonial que los caudillos perpetúan en la república es la publicidad representativa del Barroco. Este tipo de publicidad, según Jürgen Habermas, se opone a la esfera pública burguesa concebida como “la esfera en que las personas privadas se reúnen en calidad de público” (Habermas 1986: 65). El ritual barroco de la comitiva y el despliegue teatral de la persona del soberano se transforma en uno de los defectos morales del caudillo: la vanidad. En la ceremonia barroca el señor representa públicamente su estatus a través de su propio cuerpo. De acuerdo a Habermas, “lo que pretende esta representación es hacer visible, por medio de la presencia públicamente presente del señor, un ser invisible” (46-47), es decir, el poder divino.

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Por consiguiente, el escándalo que causa la actuación política del caudillo consiste en que representa el poder soberano del pueblo, que es un concepto político moderno, a través de una forma de publicidad del Antiguo Régimen. Se puede hablar aquí de una forma política híbrida. Por un lado, la publicidad representativa barroca que está adherida a la concreta existencia del caudillo y que representa un dominio “ante” el pueblo y, por el otro, la delegación democrática que representa un poder “para” el pueblo (Habermas 1986: 47). Esta hibridez política es reinterpretada como vicio moral por los intelectuales de principios del siglo xx y su expresión concreta es eminentemente estética: el brillo chillón de los galones militares, el gusto por las ceremonias teatrales y la retórica elevada. Al igual que el salvaje o el bárbaro, el caudillo está en un proceso de evolución, y su naturaleza es el resultado de una transición fallida y de la falta de mediaciones formativas que podrían haber conciliado la naturaleza sensual del régimen colonial, basado en la coerción y el impacto inmediato en los sentidos, y el ideal republicano basado en el consenso racional y la igualdad ante la ley. El pensamiento sobre el desarrollo histórico implícito en la obra de Paredes es un pensamiento sobre una transición histórica que nunca ocurrió debido a la ausencia de mediación estética. La movilización de las energías sociales de la guerra independentista y en la república se basaba en la predominancia del impulso sensorial en la estética del caudillo. Esta estética caudillista era el fundamento de una forma política híbrida que no se adecuaba a la narrativa trascendental del Estado estético y la Aufhebung idealista. Y en la historiografía de Paredes, la figura del caudillo Melgarejo se convierte en una suerte de significante vacío que cifra múltiples fallos de la transición deseada desde la colonia a la república ideal.

Capítulo 4 “Una mano estoica y fría”: duelo simbólico y constitución subjetiva en la obra de Franz Tamayo “Allí despierta, al par con el deleite, La ingratitud, el odio, el deshonor; La calumnia, que acíbar siendo aceite, Mata, (eso es malo), y mancha (eso es peor!)”. (Tamayo, “Himno al infortunio”, Odas) “Ya es una mano estoica y fría Que arranca de la mano impía De ese león – la tiranía, A esa virgen – la libertad”. (Tamayo, “El ideal”, Odas)

Franz Tamayo (La Paz, 1879-1956), poeta, ensayista, político, orador y escritor polémico, elabora a lo largo de su obra una explícita teoría sobre la constitución del sujeto en general y del sujeto político en particular. En este capítulo voy a examinar su concepción ética del sujeto en textos de distinto momentos de su trayectoria: desde las Odas (1898), pasando por Creación de la pedagogía nacional (1910) y Crítica del duelo (1912), hasta las polémicas y libelos del final de su vida, especialmente Para siempre! (1942). Aunque Creación de la pedagogía nacional ha recibido atención crítica (Albarracín Millán 1981; Salmón 1997, 2002; Khan 2003: 57-71; Sanjinés 2005; García Pabón 2007: 133-151), los ensayos de 1912 y 1915 apenas han sido estudiados.29 Sin pretender ser exhaustivo, este recuento recoge la gran variedad de géneros discursivos a través de los cuales se expresa la reflexión tamayana sobre la relación entre moralidad y subjetividad: la lírica, el ensayo, la polémica. El objetivo de este capítulo es hacer visible la tensión constitutiva del proceso de subjetivación individual y colectiva poniendo énfasis en el concepto de infamia como mancha o marca que se pega al cuerpo (material y simbólico) del sujeto. La historia del sujeto es por lo tanto el relato de la purgación estoica de Juan Albarracín Millán menciona Crítica del duelo en el contexto de la influencia que tuvo Schopenhauer en la enseñanza jurídica de Tamayo, pero no llega a analizar el texto de estos ensayos, quedándose en un nivel de generalidad muy grande (Albarracín Millán 1981: 113). 29

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Figura. 5 Anónimo, Derrocamiento de Melgarejo, 1871, Colección Museo Nacional de Arte, Bolivia.

la infamia que se adosa al cuerpo del individuo y la nación a través de las acciones de los actores históricos, entre los que sobresalen las figuras del caudillo y del hombre representativo. El análisis genealógico del duelo y del honor como fenómeno ético y social le ayuda a Tamayo a ubicar la emergencia del sujeto en la intersección de diversas fuerzas y poderes. Al criticar la práctica del duelo por honor, Tamayo está hablando de la problemática constitución de su propia subjetividad y del sujeto colectivo de la nación. Su preocupación por el yo y la subjetividad está siempre aparejada a nociones de moralidad y de ética cuyo origen, casi mítico, Tamayo ubica en la filosofía brahmánica de los Upanishad, y su manifestación clásica, en la filosofía moral del estoicismo grecorromano. En Creación de la pedagogía nacional (1910) afirma que en vano pretenderíamos dar una concepción nueva tratándose de moralidad. La última palabra y la más sublime se ha dicho ya hace cinco mil años; el divino evangelismo cristiano es un pálido y lejano reflejo de ella, y Kant y Spinoza son niños balbucientes a su lado. Es el búdhico Tat

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twan asi del Upanishad, presentido por el admirable genio helénico en la doctrina estoica (Tamayo 1998: 115).

Consecuente con esta afirmación, Tamayo define la moralidad como “régimen interior, una sumisión voluntaria a un principio de razón y el acuerdo de actos y pensamientos con él” (Tamayo 1998: 115). Para lograr esta identificación de actos y pensamientos con la razón se requiere una constante vigilancia sobre las representaciones mentales que, para Epicteto y la tradición estoica, no consiste en descifrar deseos inconscientes o escondidos, como en el examen de conciencia cristiano, sino de recordar principios para evaluar, a través de un autoexamen, si estos gobiernan la propia conducta (Foucault 1988: 34-39). Este núcleo del régimen subjetivo tiende a expresarse exteriormente en algo similar a lo que Rigoberto Paredes llama, como vimos en el capítulo anterior, el “porte honorable” (1911: 160) y que Tamayo denomina, inspirándose probablemente en la gravitas latina30, el “gesto de gravedad” que debe acompañar al hombre en “todos los eventos de la existencia” (1998: 115). La moralidad superior como dominio de sí mismo constituye al sujeto y es la expresión del autogobierno que el individuo ejerce sobre su yo. En esta concepción se expresa un egoísmo radical solo temperado por la piedad cristiana: “Ser su propio amo, y sólo salir de sí mismo y de su propio interés, por amor y servicio del prójimo”. Esta moralidad superior es, como afirma Tamayo, el producto de virtudes que se encuentran en “estado puro” solo en el indígena del altiplano andino. Tales virtudes son el trabajo, desde que se puede hasta que no se puede más, la mesura y la regla en las costumbres, y que se traduce luego en una ordenada salud corporal; la ausencia de toda maldad radical, la veracidad, la gravedad, la ausencia de todo espíritu de chacota, la mansedumbre, como condición general, la humanidad y la inocuidad; y al lado de esto como cualidades intelectuales, la simplicidad, la rectitud, la exactitud y la medida: si todo esto es, decimos, es manifestación de una moralidad superior, nadie más que el indio del que hablamos la posee, y esto en condiciones muy superiores a todos los elementos populativos que le rodean; porque aceptamos que tratándose de moralidad pura y en sí, el indio es muy superior al blanco y al mestizo que conviven a su lado (Tamayo 1998: 115-16). 30 Georges Dumézil (1988: 33-46; 47-64) estudia la diferencia en la religión arcaica romana entre la celeritas de la función guerrera, cuyo modelo es Rómulo, y la gravitas de la función sacerdotal ejemplificada por Numa.

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Los textos literarios, filosóficos y polémicos de Tamayo se deben leer en el contexto de esta definición de moralidad. En el “Himno al infortunio” de la colección Odas de 1898, la voz poética abre el poema saludando con un apóstrofe a la entidad abstracta que da título al texto, reverso de la alegórica fortuna: Salve a ti magestad formidable! Tu trono es nuestra alma, tu nombre dolor. Tu poder es sombrío y amable: Tú al malo haces bueno y al bueno mejor! (Tamayo 1898: 150).

El hablante lírico le otorga a “el infortunio” del título una característica de dominio y gobierno sobre “nuestras almas”, un rasgo similar a la maiestas de los dioses lares de la religión romana arcaica (Dumézil 1996: 124). El poder de esta abstracción personificada genera a la vez dolor y satisfacción (“sombrío y amable”) y tiene la capacidad de transformar éticamente al individuo. En versos posteriores la oda advierte sobre los peligros mor(t)ales de la falta del cuidado de sí. Cuando el yo no se gobierna a sí mismo, o como dice el hablante, cuando el espíritu está “en desliz”31, las circunstancias vitales negativas (“ansias negras”) tienden a dañar el alma que no se ha preparado y que permanece “muelle y blanda”: Un tropel de ansias negras se desbanda Sobre nuestro espíritu en desliz. El mal fecunda el alma muelle y blanda; La pereza es su lóbrega matriz (Tamayo 1898: 151).

La imagen de la pereza como madre de todos los vicios cierra la advertencia moral de la estrofa; la pereza es un vicio matricial que genera, casi en sentido matemático, los otros males que aquejan al individuo y la sociedad. Se presenta como un espacio de inacción de donde, acicateadas por la sensualidad (“el deleite”), emergen las acciones viciosas: 31 El DRAE define “desliz” de la siguiente manera: “1.m. Acción y efecto de deslizar o deslizarse.2. m. Desacierto, indiscreción involuntaria, flaqueza en sentido moral, con especial referencia a las relaciones sexuales.3. m. Entre los beneficiadores de metales, porción de azogue que se desliza y escapa al tiempo de la operación y limpia de la plata”.

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Allí despierta, al par con el deleite, La ingratitud, el odio, el deshonor; La calumnia, que acíbar siendo aceite, Mata (eso es malo), y mancha (eso es peor!) (Tamayo 1898: 151).

Salida de la matriz de la pereza, la calumnia es un acto que puede matar; pero aún peor, que “mancha” la honra de las víctimas. Esta imagen poética comunica el sentido eminentemente material de lo ético: la sensación de un fluido de consistencia aceitosa y sabor amargo (“acíbar”) que se pega al cuerpo de la víctima marcándolo permanentemente. Al igual que los individuos, las agrupaciones humanas pueden ser infamadas, ya sea por sus propias acciones o por las calumnias de otros. En la oda titulada “El ideal”, la voz poética reflexiona sobre las distintas formas en que “el espíritu” (Tamayo 1898: 143) se expresa en el mundo histórico y social. En este recuento las figuras del héroe guerrero y del caudillo demagogo están lado a lado del pensador, del orador y del patriota: Ya son los campos de batalla Donde junto con la metralla La voz de la victoria estalla Y hace de un héroe un semidios; Ya son las turbas populares Que alzan sus cívicos altares Y saludan con sus cantares A un hombre que las lleva en pós! Ya es la frente calva y augusta De solitario pensador, Ya la mirada acre y robusta De probo y vencido orador; Ya es una mano estoica y fría Que arranca de la mano impía De ese león – la tiranía, A esa virgen – la libertad (Tamayo 1898: 143-144).

Veamos más de cerca este listado de instancias de aparición histórica del ideal que, como se verá no es azarosa sino providencial. El pasaje está claramente dividido en dos secciones: la primera dedicada al héroe bélico y al caudillo; la segunda a los hombres que, en la arena pública, se oponen a las figuras del militarismo y la demagogia. Tanto

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el pensador, que aparece a través de una metonimia fisiognómica (“frente calva y augusta”), como el orador, caracterizado por otra metonimia (“mirada acre y robusta”), son individuos aislados que libran una guerra solitaria contra la tiranía de las “turbas populares”. Sin embargo, es la metonimia del patriota como “mano estoica y fría” (que tiene su antítesis en la también metonímica “mano impía”) la que finalmente logra la victoria contra el mal encarnado en la tiranía. En esta visión providencial del progreso histórico, las naciones, al igual que los individuos, reciben manchas, marcas infamantes que solo a través de la lucha y del dolor se pueden llegar a borrar. El proyecto de Odas es interpretar la historia de los países latinoamericanos a través de una noción providencial de progreso. Si al inicio de la épica lucha por la independencia, los guerreros patriotas eran semidioses, en el transcurso de la historia republicana emergen caudillos y multitudes que degradan y manchan la integridad de la patria. Como se afirma en “La oda al infortunio”, al igual que los individuos, las naciones sufren manchas infamantes que es necesario purgar: Entonces la hidra atroz de las facciones Que aúlla en medio del lodo popular; Cárceles y cadalsos; proscripciones, Sangre que se derrama sin cesar; Madres, esposas, huérfanos que gimen; Tiranos que se elevan para caer; La libertad vendida, el odio, el crimen. Nunca el derecho, el hecho por doquier; (…) Nadie es puro en la vida; y las naciones Tienen a su vez manchas que borrar Ante el porvenir, que halla esos borrones En la Historia, conciencia popular! (Tamayo 1898: 155-156).

Las imágenes de la “hidra” para referirse a los movimientos populares abundan en la literatura del siglo xix, entre las que sobresalen la “hidra anárquica” de Gabriel René-Moreno en Últimos días coloniales del Alto Perú (René-Moreno 1978) y el “monstruo de tantos cuerpos” de Nataniel Aguirre en Juan de la Rosa (2010: 347). Monstruosidad y bajeza moral se combinan en esta caracterización del

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pueblo en su faceta de multitud heterogénea que, atada al dominio de gobernantes de facto, comete hechos violentos. La “mano estoica y fría” del patriota, la inteligencia del pensador y la retórica del orador son los instrumentos de los que se vale la providencia para borrar del cuerpo de la nación la mancha infamante del despotismo caudillista y de la violencia multitudinaria. En un cuadro de autor anónimo de 1871 se representa el derrocamiento de Melgarejo por un grupo de civiles armados. Vemos la “mano estoica y fría” del patriota empuñando la pistola o el fusil para enfrentarse a las fuerzas del caudillismo (ver figura 5). A nivel individual, la marca de la infamia podía producirse por la visualización en el discurso público del origen étnico y social del sujeto. Un resultado común de los insultos y calumnias proferidos públicamente, especialmente en la prensa, eran los duelos por honor entre hombres32; Tamayo es consciente, por propia experiencia, de que el duelo es una de las vías en que las identidades políticas de los hombres de la élite se negocian en los espacios públicos.33 Al hacer la crítica genealógica del duelo Tamayo estaba explorando la constitución de su propia identidad marcada por el estigma del mestizaje y, a la vez, proponía un régimen de subjetividad en el que el individuo se podía constituir a sí mismo purgando los excesos de la historia y la sociedad. Crítica, sociedad, ley: la modernidad patológica del duelo El proyecto ético-político de las Odas, concebido y realizado cuando el autor tenía menos de veinte años (Albarracín 1981: 27-34), se va a mantener a lo largo de la vida y obra de Tamayo. Muchas de las referencias eruditas al pasado precolombino, la conquista y colonización de América, y la antigüedad grecorromana ya están presentes en forma madura en esos textos poéticos; pero, lo que es más importante, la concepción ética de la constitución del sujeto individual y 32 Laura Gotkowitz (2003) estudia, a través de juicios por injurias y calumnias, los insultos raciales entre las mujeres dedicadas al comercio en Cochabamba a finales del siglo xix y primera mitad del xx. No hay un estudio similar que analice la función del honor, la calumnia y la infamia en la constitución de las identidades masculinas de la élite boliviana en ese periodo. 33 Al estudiar el duelo entre los periodistas y políticos uruguayos a finales del siglo xix y principios del siglo xx, David S. Parker afirma que “the conventions of dueling (…) played a key role in the establishing the norms by which the public sphere operated” (Parker 2007: 115).

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colectivo ya aparece coherentemente formulada, aunque embrionaria, en las odas. Esta concepción ética del sujeto, inspirada en la tradición estoica grecorromana, dialoga continuamente con la filosofía del sujeto y el irracionalismo vitalista de la tradición alemana (Albarracín 1981; Salmón 2002). En Crítica del duelo, conferencia leía en la Universidad Mayor de San Andrés, en la Cátedra de Derecho donde Tamayo enseñaba, el fenómeno del combate entre dos individuos por restituir el honor perdido es interpretado desde un marco conceptual que distingue sistemáticamente nociones de tres esferas que el ensayista separa rigurosamente: el dogma, la ética y la ley. Tamayo analiza el duelo como un síntoma de la modernidad enferma que aqueja a los países no solo periféricos, sino también centrales. Como síntoma, el duelo no es un simple resabio del pasado: es el ejemplo más claro de constitución defectuosa de la subjetividad en la sociedad moderna. Para analizar este complejo que es el duelo, Tamayo se propone deslindar cuidadosamente “el prejuicio religioso, el prejuicio moral, el prejuicio social”. Esto implica dejar el terreno exclusivamente jurídico para llevar a cabo una genealogía34 del concepto del honor, noción que justifica la práctica del duelo. Tamayo delimita rigurosamente los tres prejuicios al inicio del ensayo: He aquí que el Duelo dentro de estos tres círculos religioso, moral y social parece haber sido universalmente condenado. Irreverencia de la divinidad que se supone rectora y dueña de la vida; transgresión de la ley moral; ataque violento a la paz mancomunadamente social, el Duelo se traduciría como falta contra Dios, contra sí mismo y contra el prójimo, y en su calidad de sacrilegio, de pecado y de crimen, tiene en su contra al sacerdote, al moralista y al juez (2000: 14).

La imagen de los tres círculos sugiere que el más amplio y exterior se refiere a la sociedad, mientras que el interior corresponde a la religión, situando en el estadio intermedio a la dimensión ético-moral.

34 Juan Albarracín Millán estudia la apropiación que Tamayo hace del pensamiento de Friedrich Nietzsche; especialmente da cuenta del impacto que tuvo la doctrina de la “voluntad de poder” en la formulación del pensamiento indianista. En 1902 Tamayo traduce La voluntad de poder y publica un resumen del texto en El Comercio de Bolivia “que no dejaba de ser extenso, consignando aquellos aspectos que consideraba fundamentales en la teoría de la voluntad” (Albarracín 1981: 36-37); Albarracín no menciona la posible influencia del método genealógico de Nietzsche, que es fundamental en Crítica del duelo.

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El círculo interior corresponde a la instancia más abstracta y el exterior, a la más concreta.

Social

Moral

Religioso

Podemos construir una tabla para mostrar la conexión de las esferas de acción, las prácticas, las reglas de conducta, las figuras de autoridad y las transgresiones: Esferas

Prácticas

Reglas

Dogma Doctrina

Religión Filosofía

Creencias, credos, sistemas

Círculos

Figuras

Religioso Sacerdote

El duelo es un ataque a Dios, la divinidad –constituye un sacrilegio

Ética

Ascesis – Criterios de Disciplina bien y mal individual – Máximas

Moral

Moralista

Uno mismo y la ley moral – constituye un vicio o pecado

Ley

Instituciones jurídicas – Disciplina social

Social

Juez

El prójimo y la paz social – constituye un crimen, un hecho violento que va contra la seguridad y el orden. La función de la ley es defender la sociedad.

Leyes positivas, códigos, derecho

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Tamayo quiere ubicar el fenómeno del desafío y combate por honor en el ámbito exclusivo del hecho, de una acción no mediada por ninguna de las tres esferas. El Duelo es un hecho, a pesar de las religiones, de las éticas y de las leyes. Se puede condenar el Duelo; no se ha podido suprimirlo. Se le ha expulsado de los credos, de las máximas y de los códigos, pero ha quedado dentro de las costumbres; y puede darse el caso que el legislador que lo prohíbe y el juez que lo castiga saliesen al día siguiente al campo llamado del honor (14).

El duelo se presenta en las costumbres como un remedio para borrar una afrenta, una percibida mancha al honor del individuo, pero desde el punto de vista de la triple esfera es una transgresión a la divinidad, a uno mismo y al prójimo. La dificultad, desde la perspectiva del Derecho, consiste en delimitar el duelo como delito, es decir, como transgresión de una ley. Usando un vocabulario tomado de Kant, Tamayo sugiere que, al igual que no podemos acceder a la esencia de una cosa (noúmeno), tampoco “hay delito en sí” (15). Desde el punto de vista de una doctrina metafísica de la energía universal, heterogénea al terreno jurídico, no hay ninguna diferencia entre el cazador y el asesino. Se pregunta el ensayista: “¿No es la misma aniquilación de la vida? ¿El móvil no es igualmente interesado? ¿La acción de ambos, biológicamente hablando, no es igualmente trascendente?” (15). Efectivamente, la moral del budismo “lleva todo hecho y toda acción sobre un terreno absoluto e incondicionado” (15), “unidad esencial y metafísica de todas las cosas y los seres”. Lo mismo que enseñan y mandan los Upanishad con su máxima “Tat twam asi que significa: esto eres tú” (16), es decir, el reconocimiento que el individuo debe realizar de la identidad de naturaleza entre sí mismo y todo ser. Esta metafísica panteísta y monista es la base de la doctrina cristiana del “padre universal” y de ciertos sistemas filosóficos del racionalismo (Spinoza) y del idealismo (Schelling). Y de ahí se deduce que “La acción mala va en apariencia contra un extraño, pero en definitiva va contra quien la ejecuta, puesto que en el fondo somos la misma materia ofendidos y ofensores, y nos confundimos todos en la grande identidad cósmica. Schelling decía: todo es uno y lo mismo” (16). Pero este monismo corre el riesgo de destruir el objeto específico de la disciplina jurídica. La confusión entre la esfera metafísica-moral y el ámbito jurídico debe ser evitada si se quiere dar

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cuenta del fenómeno, no la cosa en sí. El Derecho penal, es decir, “el derecho de castigar” (17), está inmerso en la relatividad y contingencia de la historia y, en ese contexto, “no hay delito si no en un medio social y dentro de un ambiente jurídico. Los hechos por sí son indiferentes, y sólo el hombre les da sentido” (17). Es la actividad del sujeto la que crea el significado de los acontecimientos. El individuo y la sociedad interpretan los hechos y los traducen en forma de ley escrita, por lo tanto, el Derecho “es el espejo de la vida cuya esencia parece ser lo inestable, lo cambiante, lo fugitivo” (18) y, en este sentido, la ley es “la expresión de una necesidad social traducida por la opinión del legislador” (18). El Derecho, como esfera de acción, debe amoldarse a la vida, debe ser “una armonía de desigualdades, un racional tejido de intereses contrapuestos y hasta enemigos” (18). Esta concepción “eminentemente positiva” del Derecho se puede abrir hacia un análisis genealógico del concepto del honor.35 En ambos casos de lo que se trata es de analizar la constitución conflictiva de un objeto en un campo de fuerzas específico, determinado históricamente. Jurídicamente el duelo se puede remontar al “combate judiciario” como “medio de prueba en el derecho de los grupos primitivos que han formado las modernas naciones europeas” (20). En la época de Tamayo, a pesar de que la legislación ha cambiado, de “que lo que entonces era necesario, razonable y justo, se considera hoy jurídicamente atentatorio”, la práctica del duelo sigue vigente. Desde esta perspectiva, el duelo es un síntoma de la enfermedad de la modernidad. El sentimiento moderno del honor y la práctica contemporánea del duelo son, de acuerdo a Tamayo, el resultado de la reeducación de la sensibilidad llevada a cabo por el cristianismo. Implantada en la sensibilidad de la “raza”, esta noción de honor perdura más allá de la infraestructura legal. Tamayo diferencia entre el ideal de la modernidad (la ley) y la realidad social (las costumbres): 35 En Creación de la pedagogía nacional Tamayo, como ha indicado muy certeramente Josefa Salmón, “mezcla (…) el positivismo de Taine (…) y la conexión de la moral con lo vital de Nietzsche y Schopenhauer”. Salmón se basa en una reflexión de Jorge Aguilar Mora para quien August Comte y Friedrich Nietzsche, a pesar del antipositivismo de este último, compartían una misma “visión perspectivista de la realidad”. Comte limita esta visión a las leyes de la ciencia, mientras que Nietzsche la extiende al conocimiento en general y la moral. Salmón argumenta que Tamayo “aplica este perspectivismo a la raza indígena y crea la imagen de superioridad indígena” (Salmón 2002: 35).

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Dentro de la teoría pura, el Duelo no parece un asunto de difícil solución. Casi todas las legislaciones del mundo civilizado lo condenan de manera más o menos severa. Pero justamente aquí nace una dificultad que viene de una flagrante contradicción entre el ideal razonado de las sociedades modernas y la educación secular de sus pasiones (Tamayo 2000: 21).

Según la “opinión común” (23), el honor es la causa de que ciertos individuos se enfrenten en un combate altamente ritualizado y arriesguen su vida. Para dar cuenta del duelo no queda sino salir del marco limitadamente jurídico y hacer uso de la historia para trazar la genealogía del concepto del honor. Esta investigación genealógica del concepto lleva al crítico a los orígenes del cristianismo: “Este Honor, señores, paréceme a primera vista un extraño y extravagante concepto que ha fatigado a la humanidad desde hace dos mil años más o menos” (24). Sin embargo, Tamayo ve en este origen (Ursprung) de las doctrinas cristianas “del renunciamiento, de la caridad ilimitada” solo la “faz del credo y dogma aparentes” (36). Por sí sola, la doctrina, el sistema de creencias, no puede explicar la proveniencia, ni la emergencia (Herkunft, Entsehung)36 del concepto del honor, menos la práctica del duelo. Siguiendo el pensamiento genealógico de Friedrich Nietzsche propone que lo que explica el duelo por el honor es “la manera espiritual, el régimen consciencial con que la religión ha obrado durante siglos sobre la raza” (36). La cristianización del mundo bárbaro es “la formación de una nueva alma, la modelación de una nueva conciencia humana” (36-37). Esta nueva conciencia se produce a partir del “primitivo espíritu disciplinario” del cristianismo que Tamayo caracteriza como “profundamente turbador (…) soplo ultraterrestre y sobrehumano” (37). Entonces, no son las doctrinas abstractas del renunciamiento y la caridad las que han creado el concepto del honor, sino una serie de prácticas disciplinarias concretas y materiales, aplicadas sistemáticamente al cuerpo y alma de sucesivas generaciones de individuos.

36 Para una explicación de la diferencia entre origen, proveniencia y emergencia en el pensamiento genealógico de Nietzsche, véase el seminal texto de Foucault Nietzsche, Genealogy, History. “In placing present needs at the origin, the metaphysician would convince us of an obscure purpose that seeks its realization at the momento it arises. Genealogy, however, seeks to reestablish the various systems of subjection: not the anticipatory power of meaning, but the hazardous play of dominations” (1998: 376).

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Es ese espíritu religioso absorbente y totalizador, que en nuestro histórico fondo psíquico ha determinado y acentuado, ya que no creado, esa manera exaltiva y desmedida, dentro de la cual huelga tan cabalmente el sentimiento del Honor. Es la religión que al poner en nuestras manos las medidas celestiales con que habían de medirse las cosas y los hechos, nos enseñó a despreciar la modesta realidad terrestre, jamás sublime, jamás divina, jamás celestial (37; énfasis en el original).

Tamayo advierte que el cristianismo “ha desrealizado al hombre” al predicar e inculcar un “absoluto irreal” que trae “una nueva y extraña escala de valores (…) que rige la vida, valores y criterios que no caben ya dentro del humilde criterio de la simple razón” (37). En este sentido, la crítica de Tamayo es kantiana, puesto que, al igual que Kant, concibe todo lo que sobrepasa la razón como necesitado de un tutelaje para existir. Si popularmente el duelo se ha convertido, dice Tamayo, en un “vicio excusable”, “gaje de nobleza”, o “prueba de virtud y superioridad” (21), y la opinión general protege esta costumbre, ¿por qué las sociedades han prohibido en sus leyes el duelo? Esta contradicción apunta, según Tamayo, a una falla en el proceso jurídico-social que hace que un ciudadano se vea en la alternativa de “perecer bajo el poder de (…) la ley, porque se bate, de la sociedad porque no se bate” (22). A diferencia de la enseñanza de los antiguos que recomendaba “la paciencia y la moderación para con las injusticias de los hombres”, el concepto de honor en las sociedades modernas condena como poco honorable al “varón íntegro y probo que sufre en silencio las injurias inmerecidas, los ultrajes gratuitos” (24-25). Esta situación jurídico-legal permite a “un mercader insolvente, un magistrado impuro, un tahúr comprobado, un disoluto de costumbres” ser hombres de honor (25). La sociedad aplaude al “espadachín que mata al marido engañado” o al “libelista bufón que embiste al patricio difamado” (25). Históricamente el concepto del honor, tal como se concibe en la modernidad, no existía entre los griegos ni los romanos. Los combates entre los héroes homéricos se daban “por una razón de supremacía biológica, por el Poder, y no por el Honor” (26). Lo mismo sucedía en la vida de la polis, donde las rivalidades políticas respondían a “toda clase de intereses, los más nobles y los más bajos, todos eternamente humanos y lógicos: no veo el Honor” (26). El ideal heleno expresado en la máxima meden agan, “nada en exceso”, reconocía la

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contingencia de la existencia humana y limitaba los deseos humanos a “la superficie de las cosas”, a “una suave armonía de todas las cosas y sus leyes, de todos los móviles y obstáculos, de todas las pasiones e ideas” (28). Políticamente, esta cultura del cuidado de sí se traducía en gobierno de los otros: “Y esta aspiración de cultura individual se traslada a todo proyecto de vida en común, al grupo social y político, pues naturalmente lo que es del individuo es de la comunidad” (28). La virtus romana, definida como “máximum de esfuerzo unido a un máximum de razón” (30) tampoco es suelo propicio para que germine el honor. Entonces, si no existe el honor en las colectividades de la Antigüedad clásica, ¿de dónde surge? Tamayo nos pide que nos imaginemos a “esos boreales que espoleaba un hambre secular, desnudos bajo un eterno invierno, fuertes como osos, hambrientos como lobos y que presienten en medio de sus brumas y de sus nieves, el divino mediterráneo azul y genial” (31-32).37 A la caída del Imperio Romano, la migración de los “nómadas semiferoces” trae a los centros urbanos meridionales “un vicio ingénito” resultado de las privaciones fisiológicas. La cristianización de ese elemento humano elevó el vicio fisiológico a virtud excelsa, la miseria biológica a sublimidad espiritual. El sentimiento del honor es, en esta interpretación médicopsiquiátrica, “un signo de pobreza fisiológica en la raza” (34). Una sensibilidad extrema, una intolerancia ciega ante cierto género de impresiones, una reactividad morbosa de parte del individuo dentro del organismo social, reactividad tan excesiva y violenta que, que todos los resortes y frenos sociales se rompen a su choque; todos son síntomas tan claros y tan específicos, que indican derechamente una clase de astenia nerviosa de carácter hiperestésico (34).

Como vimos, la influencia de la religión cristiana en la formación del honor no es visible hasta que no se entiende la cristianización como un “régimen de conciencia” que modela un nuevo tipo de alma en base al material humano de las hordas bárbaras. La gravitas o la maiestas romanas que Tamayo reclama como modelos de subjetividad están diametralmente opuestas al “aire de seraficidad y abnegación supraterrestres” del cristianismo (38). Los sujetos que la regimentación cristiana produce son ciudadanos de una ciudad celesVéase la sección 11 del “Tratado primero” de La genealogía de la moral de Nietzsche: “la magnífica bestia rubia que vagabundeaba codiciosa de botín y de victoria” (2002: 43); “the blond beast of prey, the magnificent blond beast avidly prowling round for spoil and victory” (1994: 25-26). 37

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tial de quienes se espera que sufran hasta la santidad o el martirio, renunciando a la propia razón y despreciando la salud del cuerpo. En una apropiación e inversión de la askesis grecolatina el cristianismo mantiene ciertas prácticas heredadas del estoicismo radicalizando su profundidad psicológica, que Tamayo en Crítica del duelo interpreta como “un proceso de enervación corporal, de exasperación sensitiva, de agotamiento nervioso” (38). En oposición a ese “agotamiento” de la raza que el cristianismo produce en Europa y continúa produciendo en América, el amerindio surge como una fuente de energía y un modelo de regimentación estoica paralelo al de la Antigüedad grecolatina. Calumnia y subjetividad en la esfera pública Para Tamayo, la constitución ética del sujeto descansa en un “régimen interior” que se manifiesta en la apariencia exterior a través del “gesto de gravedad” que debe acompañar al hombre en “todos los eventos de la existencia” (Tamayo 1998: 115). A diferencia del concepto de honor, que se expresa en el desmedido uso de la violencia verbal y física, la gravitas tamayana aspira al meden agan griego, el justo medio en todo, y a la virtus romana, máximo de energía y razón. En esta esfera ético-moral del pensamiento de Tamayo predomina un monismo universal de la energía donde lo que hago contra el prójimo lo hago contra mí mismo. Como hemos observado, en la esfera legal moderna, sin embargo, reinan la contingencia y el historicismo. La disfuncionalidad de las leyes, con su ideal moderno de igualdad jurídico-política, respecto de las costumbres, atadas a la herencia colonial de jerarquías de clase y de casta, no solo se manifiesta en el fenómeno del duelo, sino que permea todo el tejido legal republicano. Debido a su condición de mestizo, el individuo nacido “Francisco Tamayo”38 ocupaba una posición específica en el proceso histórico del sujeto jurídico poscolonial. Rossana Barragán demuestra que la infraestructura legal de las leyes y códigos republicanos en Bolivia, como en otros países de América Latina, continuaba basándose en la diferencia y la jerarquía, ya que la modernidad promovida por las Albarracín Millán ubica el cambio de nombre de Francisco a Franz, por influencia de Goethe, en el periodo inmediatamente posterior a la publicación de las Odas en 1898. Ya Odas estaban firmadas por “Franz”, pero el cambio legal ocurre después (Albarracín 1898: 43). 38

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élites criollas distaba mucho de reemplazar los vínculos corporativos del Antiguo Régimen por la asociación libre entre individuos iguales. La modernidad de las élites planteaba “una ciudadanía (…) estamental y de privilegio para hombres con honra y fama en relación a infames, analfabetos, y a mujeres” (Barragán 1999: 56). La transformación del legado colonial bajo el régimen republicano era, de hecho, una reestructuración neocolonial de los grupos sociales: El no reconocimiento de las diferencias étnicas y estamentales implicó que las diferenciaciones se sustentaran en oposiciones menos obvias y por lo tanto, también, más encubiertas. Las constituciones, el Código Penal, el Código Civil y el Código Procedimental, permitieron una discriminación más sutil haciendo de las diferenciaciones sociales que asignaban y que coincidían en gran parte con las antiguas divisiones coloniales, los escenarios de una confrontación. Es decir, que el hecho de que no existieran ni fueros ni situaciones jurídicas diferenciadas, significó un cambio de nivel de los términos de disputa y de las identidades. La lucha consistió, entonces, en que mientras que los grupos dominantes categorizaban y etiquetaban constantemente a los grupos sociales por el poder de su palabra, asociada a su situación socio-económica, los grupos subalternos rechazaban los intentos de exclusión y subordinación (56-57).

La influencia de la tradición medieval de las Siete Partidas de Alfonso X en la legislación colonial y republicana es notable en la continuidad de la patria potestad como concepto rector. Dentro de esta tradición, el acceso de los hombres al cuerpo y sexualidad femenina fuera del matrimonio estaba regulado y garantizado de acuerdo al modelo del concubinato y la procreación de hijos no legítimos. Durante el siglo xix las relaciones prematrimoniales o extramatrimoniales tendían a darse entre hombres de la clase dominante y mujeres de condición inferior; los hijos procreados en esas relaciones eran excluidos de los derechos que tenían los hijos legítimos. La distinción entre hijos ilegítimos (no reconocidos) y naturales (reconocidos) era importante para resolver casos donde la herencia estaba de por medio; pero, como indica Barragán, si la distinción tenía importancia a nivel de la herencia, ilegítimos y naturales fueron despreciados por los grupos dominantes porque constituían la expresión del deshonor, del ‘pecado’, de la vergüenza y de uniones generalmente interclases e interraciales ‘ilícitas’ (…) Hijos naturales e ilegítimos tenían por tanto el carácter de ‘infames’ por las condiciones de su procreación y nacimiento (1999: 42).

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Es en este contexto legal de la infamia, como una falta de fama y honra que limitaba el acceso a los derechos políticos y civiles, donde hay que interpretar la reacción de Tamayo a la publicación de Franz Tamayo. Hechicero del Ande. Retrato al modo fantástico en 1942, biografía escrita por Fernando Díez de Medina. Este texto lanza la sombra de la infamia sobre la vida íntima y pública de Tamayo, al aludir a “las condiciones de su procreación y nacimiento”. El biógrafo da inicio a su obra caracterizando a Isaac Tamayo, padre del biografiado, y el periodo de fines del siglo xix: Isaac Tamayo es un hombre representativo de esa época. Al prestigio de la ascendencia hispana une el brillo del talento. Dueño de extensos latifundios, pasa por uno de los personajes más acomodados de su tiempo, Amigo de Melgarejo, colaborador de Arce, descuella en la política, en la banca y en las letras. Hidalgo en sus actos, a veces su conducta inusitada irrita a las gentes, no siempre dispuestas a tolerar extravagancias, aunque ellas obedezcan a ese desequilibrio social característico de las cabezas fuertes. Estadista y hombre de extraordinaria cultura, estuvo llamado a escalar más altas situaciones, si un extraño episodio no hubiera anclado duramente su conciencia (Díez de Medina 1980: 32-33).

De acuerdo a la biografía de Díez de Medina, sin referencia a fuentes ni documentos y solo aludiendo a anécdotas o chismes (“al decir de muchos”), Isaac Tamayo se casó con “una hermosa niña” de la sociedad paceña, de quien se separó muy pronto. Lo que sucedió luego de la separación es tratado por Díez de Medina como una especie de catástrofe que culmina en la infamia: Sobrevino entonces lo inaudito, algo jamás realizado por un miembro de la alta sociedad paceña. El gran señor cruza sangre con una mujer autóctona, convive con ella y nacen varios hijos. Desertando de su clase, olvidando sus obligaciones sociales; por despecho, misantropía o libre decisión, Isaac Tamayo cava un abismo entre su linaje y la sociedad que no perdonará la ofensa (Díez de Medina 1980: 34).

Isaac Tamayo dejó de frecuentar “los salones” de La Paz “que tampoco se habrían abierto para quien los desdeñaba” (34) y limitó sus intercambios sociales a actos oficiales y la intimidad de algunos amigos. Hasta que, según el biógrafo, finalmente renegó también de la amistad de sus pocos amigos. La anécdota que transcribe la biografía, y que explicaría esta final separación de la sociedad, es sig-

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nificativa de la manera en que Díez de Medina ficcionaliza la vida de Tamayo. La supuesta conversación entre Isaac Tamayo y dos amigos, Federico Díez de Medina (prominente político y abuelo del autor de la biografía) y Carlos Ballivián (un empresario), que termina en una discusión subida de tono, sería el capítulo final de la excomunión social del padre de Tamayo. El tema de la discusión giraba en torno a la necesidad de inmigración europea, argumentada por Ballivián, opuesta a la revaloración del indígena que Isaac Tamayo promovía apasionadamente. El intercambio terminó en una alusión personal dirigida a Tamayo. Federico Díez de Medina intentó mediar entre ambos argumentado que la historia “la construyen blanco, indio y mestizo”, pero no pudo evitar que Ballivián aludiera a la unión de Tamayo y su mujer “indígena”. –Contra el esfuerzo secular del indio, nada vale el parasitismo del blanco. –¡Hola! Es por eso que los decadentes blancos deben buscar en el indio la fuerza que les falta. Ya me explico muchas cosas… –¿Qué quiere usted decir? –Inquirió Tamayo. –Lo que usted quiera comprender –repuso irónicamente Ballivián. Isaac Tamayo se detuvo un instante, contrajo el ceño hirsuto y secamente concluyó: –¡Buenas tardes, caballeros! (Díez de Medina 1980: 37).

La escena termina con Federico Díez de Medina reflexionando luego de la intempestiva salida de Tamayo: “El drama íntimo de don Isaac Tamayo será una tragedia para quienes lleven su nombre. Se ha malogrado ya un gran talento para la patria… ¿Qué será de sus herederos?” (38). A continuación, el narrador especula sobre el origen étnico y social de la madre de Franz Tamayo, preguntándose: “Ella… ¿Quién es Ella? La sociedad la ignora. Su nombre no vive más allá de los labios de sus hijos. –No es una dama –murmuran las gentes, acaso porque no aparece en las reuniones sociales ni se la ve junto a los suyos” (40). Las especulaciones de Díez de Medina sobre la madre del biografiado recorren todas las hipótesis raciales posibles. Descarta su origen criollo debido al “enigma de su evaporación social” (40), dejando solo las opciones del mestizaje o la autoctonía: por una parte “La chola o mestiza, criatura de clase media sin la educación y refinamiento de las clases altas, pero aventajando varios grados a la mujer indígena”; por la otra, el “extraño caso de una india, elevada

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desde la humillación de su raza vencida, por el capricho de un gran señor” (40-41). El misterio que rodea la identidad social y racial de la madre, argumenta el narrador, será la causa de “la desazón infantil que no tardará en convertirse en pasión de resentido”. La biografía presenta la infancia de Tamayo cruzada por la vergüenza de tener origen indígena. En una anécdota, sin referencia ninguna, el narrador nos cuenta un incidente en el que otro niño le grita: “–¡Seré un imbécil, pero no un indio como tú!” (41). La marca infamante de este epíteto es clara, como el mismo narrador sugiere: “¡Indio! ¡Indio! ¿Querían rebajarlo a la condición de ‘pongo’ que barre el zaguán, o del ‘aparapita’ que conduce carga sobre sus mansos hombros?” (41) La biografía retrata muy bien el carácter pigmentocrático (Demélas 1980: 95, 191) de las relaciones sociales en Bolivia, aspecto que el narrador refrenda fuertemente al establecer el grado de aceptación e integración social de acuerdo al pigmento de la piel: En los hermanos la influencia indígena se disimula bajo la apariencia morena; no son más ni menos criollos que los demás. Sus rasgos ni angulosos ni concentrados, les permiten confundirse con otros muchachos sin que el físico destaque diferencias. Pero Franz es otra cosa; otra muy distinta cosa. Absorbe los caracteres kollas con violencia extraordinaria: perfil dominante y agresivo; tez oscura, de un tinte cobrizo indisimulable; hirsuto y corto el cabello; los pómulos mongólicos; duro el corte del rostro; el mirar vago y receloso; torpes los ademanes. Un espanto helado sube por las venas cuando buscando el esplendor de un rostro bello, el espejo devuelve la imagen oscura de la faz sombría. Las primeras lágrimas nadie las ve (…) (41-42).

En el pasaje citado se hace patente el poder discursivo que las élites intelectuales y políticas tenían para categorizar y etiquetar grupos e individuos. Díez de Medina presenta la identidad de su biografiado dividida entre la imagen que el adolescente se ha forjado de sí mismo de acuerdo a modelos europeos y la imagen que el espejo le devuelve: un rostro de indio. En esta escena imaginaria el narcisismo constituye al sujeto racial del mestizaje y, simultáneamente, lo marca con la infamia de “las condiciones de su procreación y nacimiento” (Barragán 1999: 42). La biografía también trata detalladamente la separación no oficial de Franz Tamayo y su esposa legítima, la francesa Blanche Buyon, y la posterior unión de Tamayo y una mujer mestiza de clase media de La Paz, Luisa Galindo. La biografía relata estos dos incidentes como marcas de un trauma social que persigue a la estirpe familiar

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de Tamayo y que, por determinismo fatalista de la mezcla de razas, separa a Tamayo del resto de la sociedad paceña, aislándolo en un exilio interior, signo del repudio de la sociedad. La respuesta de Tamayo enfrenta a la biografía como una calumnia y, por lo tanto, pone en movimiento todo el mecanismo legal que funcionaba en la sociedad prerrevolución de 1952. Recordemos la imagen poética de la calumnia de las Odas: “La calumnia, que acíbar siendo aceite, / Mata (eso es malo), y mancha (eso es peor!)” (Tamayo 1898: 151). Precisamente, la infamia que la biografía de Díez de Medina construye discursivamente, a través de modos estéticos y literarios, alrededor de Tamayo y su familia equivale a una calumnia en ese exacto sentido de “mancha”. Una mancha que puede tener efectos legales. Muy poco después de la publicación de la biografía, Tamayo publicó en el periódico El Diario de La Paz un texto libelístico titulado Para siempre! (que aparece como folleto casi simultáneamente). Tamayo presenta su libelo como la defensa ante el ataque de las calumnias vertidas en el libro de Díez de Medina: “El libro en cuestión es una tentativa de difamación no sólo de mi persona y de mi familia, sino de toda mi raza y de toda mi estirpe” (Tamayo 1987: 47). Empieza recordando que la defensa de la patria no es sino una extensión del culto a los padres (a los ancestros, a los muertos) y que el olvido de este fundamento cultural es sinónimo de “salvajismo”.39 Tamayo acusa entonces a Díez de Medina de calumniar a sus padres muertos (y, por extensión, de ser antipatriótico). El autor de Hechicero del Ande ha olvidado esa ley no escrita de la civilización cristiana occidental, injuriando no solo a los padres muertos del biografiado, sino a toda una “raza”.

El pensamiento de Tamayo está en consonancia en este punto con otros intelectuales andinos de principios del siglo xx. En “El factor religioso” José Carlos Mariátegui revalora la función religiosa desde lo social y político. Para Mariátegui el Estado incaico derivaba su poder político de una organización social que dirigía los cultos religiosos locales hacia la teocracia incaica. En este contexto, el culto de los muertos tenía inmediatamente una función política (Mariátegui 1959: 140-167). Para Hermilio Valdizán, el cristianismo trae una cierta suavización de las costumbres, al igual que, antes, el Estado incaico “reduce” el salvajismo de las tribus a la civilización. La relación sexual es el foco de esta preocupación por la “suavización”: el paulatino establecimiento de la esfera íntima femenina donde, bajo cuidados y supervisión, la madre da a luz, en contraposición a la costumbre de las indias de dar a luz en cualquier lugar y de no “cuidar” del proceso de gestación y parto. Lo mismo dice del culto a los muertos (Valdizán 1917). 39

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La sombra del proceso de mestizaje se proyecta sobre toda la polémica Tamayo-Díez de Medina. Las pasiones encontradas que despierta el tema del mestizaje se muestran en toda la literatura libelística del siglo xix y primera mitad del xx. En novelas, ensayos, folletos, libelos, sátiras, el mestizaje aparece ya sea como el mal fundamental de la sociedad o la panacea para todos los males (Soruco 2011: 81-127; 128-159). Hay que situar el “duelo” entre Tamayo y su biógrafo en esa tradición discursiva. Tanto en el “campo del honor”, como en los juzgados o en la prensa, el “duelo” entre personas estaba cruzado por asimetrías socioeconómicas y diferencias de condición “moral”. Como varios historiadores de la legislación del siglo xix han mostrado, estas diferencias de origen colonial entraron en las Constituciones y los códigos republicanos bajo la forma de diferencias de carácter “moral”.40 De esta manera, el ejercicio de los derechos políticos estaba determinado por la “condición” de la persona, una de cuyas determinaciones jurídicas era la “buena reputación”. ¿En que consiste entonces la calumnia de la biografía escrita por Díez de Medina? Como vimos, Tamayo interpreta la biografía como una calumnia porque pone la marca de la infamia en la frente de su padre y en la de él mismo. Esta marca podía significar la muerte civil del infamado, su expulsión a los márgenes del sistema jurídico-social: El calumniador establece que la sociedad no conoce o ha repudiado para siempre a los miembros de la estirpe de Tamayo. Los Tamayo seríamos una especie de Out-law, como dice el derecho inglés, o una clase de desaforados, como reza el derecho castellano. Espantosa situación semejante a la excomunión religiosa en la Edad Media. El difamador no dice el crimen por qué tan horrendo castigo se habría fulminado (Tamayo 1898: 48).

Rossana Barragán ha estudiado las tortuosas relaciones entre ciudadanía e infamia en la legislación boliviana del siglo xix. En el contexto constitucional de ese periodo, se distinguía entre ciudadanos y bolivianos (es decir, entre ciudadanos activos y pasivos). Aparte de los requisitos para ejercer los derechos políticos y civiles, como saber leer y escribir, tener un inmueble o ingreso mínimo anual y la Rossana Barragán (1999: 31-32) comenta: “Varios testimonio provenientes de juicios civiles y criminales atestiguan las diferenciaciones establecidas en la sociedad boliviana y el poder del sujeto y de la palabra frente a los estrados judiciales; el enfrentamiento en ellos de distintos grupos sociales y la manera en que, frente a la igualdad teórica, se representaban y denegaban a los grupos sociales bajos e intermedios, entre ellos a las mujeres”. 40

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de no ser sirviente o doméstico, estaba el requisito de poseer “buena reputación”. En una sociedad dividida en “castas” o “clases” (término que también designa la jerarquía en el ejército), la pérdida de la ciudadanía por infamia estaba incorporada orgánicamente a las leyes. Por ejemplo, según la Constitución de 1826 “se podía excluir de la ciudadanía a los dementes, deudores fraudulentos, ebrios, jugadores, mendigos, personas con juicio criminal pendiente o que sufrían pena infamatoria o aflictiva” (Barragán 1999: 27). Para siempre! es un libelo en que Tamayo ataca con las mismas armas que han sido usadas contra él. En el texto del libelo, Tamayo construye legalmente un acusación de calumnia contra el autor de su biografía, con plena conciencia de que los que eran acusados y condenados de “calumniadores” perdían el derecho de “acusar” y de ser testigos. De acuerdo a Tamayo, el joven biógrafo (en 1942 Díez de Medina tenía 34 años y Tamayo, 55) cinco años antes de la publicación había iniciado un acercamiento con visitas a su casa y a través de correspondencia. Tamayo cuenta que “A la segunda y tercera visita yo comprendí qué especie de rana se me había resbalado en la casa, y dí orden a mi servidumbre de cerrar para siempre mi puerta a la visita” (1898: 65). Luego de la negativa de Tamayo de seguir entrevistándose, el biógrafo “comenzó a bombardearme con sus cartas”, en las que le pedía documentos para apoyar su trabajo. Tamayo asegura finalmente que, ante su silencio, “el bandido” (65) lo habría amenazado de la siguiente manera: “si Ud. no me manda lo que le pido, le prevengo que quedo en libertad para juzgar a Ud. en lo privado como en lo público” (65). Y concluye que “había arrojado al canasto mucho de esta porquería epistolar, pero no tanto como para no estar hoy perfectamente documentado para entregar a mis abogados la documentación auténtica y suficiente para fundamentar un juicio criminal por dos causas: 1) tentativa de chantaje difamatorio, 2) consumación del mismo con la publicación del libro inmundo” (65-66). Díez de Medina, de manera indirecta, introduce en su biografía la sospecha de que la ilegitimidad, ilegalidad y amoralidad se asoman en los meandros de la vida privada de Tamayo. Debido a que en la estructura legal republicana la moral y la ley estaban vinculadas a través de nociones jurídicas heredadas de la época colonial, la sospecha de ilegitimidad conyugal de Tamayo y su familia implicaba, en teoría, una condición moral inferior y, por lo tanto, en la práctica significaba la potencial exclusión de la sociedad civil y la ciudadanía. Pacheco, jurista español del siglo xix, expresa de forma patética los efectos de la infamia:

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La sociedad separa de sí a los que han corrido ese destino y levanta entre ella y ellos un muro que nunca podrán salvar… aquél (…) a quien se grabó la señal indeleble de la infamia son ya ramas cortadas del árbol de la sociedad que nunca más podrán volver a reunirse en su tronco. La sociedad lo sabe y ellos lo saben también (citado en Barragán 1999: 31).

Dos registros de lo público: ética estoica y ethos barroco El intercambio comunicativo que se produce entre Tamayo y Díez de Medina a raíz de la publicación de Hechicero del Ande es sintomático de la existencia de dos registros al interior de la esfera pública. En un registro se expresa la materialidad ética y social de la constitución subjetiva, mientras que en el otro se manifiesta un sujeto despojado de toda identidad genérico-sexual, étnica o de clase. Díez de Medina, en el prólogo de 1967 a la tercera edición de la biografía, a más de dos décadas de distancia, ubica este intercambio en el espacio de la polémica pública, del ataque verbal, del libelo, del insulto literario, contrastando el contexto latinoamericano y el europeo: La literatura sudamericana está lejos, todavía, del clima templado en que se desenvuelven las controversias europeas: allí existe un dominio de la forma expresiva, un cierto señorío que aún en medio de la mayor explosión revela cultura y dignidad. Aquí el fermento emocional precipita las reacciones personales a grados de primitividad. Hay una regresión evidente en las pasiones (Díez de Medina 1980: 9).

La formación de este tipo de público no se conforma con la definición clásica de esfera pública tal como se formó en los centros metropolitanos europeos y de América del Norte. En The Structural Transformation of the Public Sphere, Habermas define la esfera pública como un espacio neutro de debate racional-comunicativo que suspende las diferencias socioeconómicas, de género y raciales para construir el espacio común de la humanidad como igualdad formal ante la ley. Cualquier apelación a diferencias socioeconómicas, genérico-sexuales o de raza como punto de partida de la participación en la esfera pública es vista como ilegítima. Eso no significa que los argumentos sobre las diferencias socioeconómicas, por ejemplo, estén fuera de lugar; lo que se descarta es cualquier posición subjetiva construida en base a esas diferencias. Esta definición de esfera pública ha sido criticada desde varias perspectivas (Fraser 1990; Warner 2002; Crossley y Roberts 2004). Para

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Michael Gardiner, por ejemplo, en la teoría de la acción comunicativa de Habermas, “both the self and socially binding norms are rationalized through a process of ‘self-revelation’, whereby private needs are brought to consciousness and adjudicated through rational dialogue, and which effects a convergence of individual and collective interests” (Gardiner 2004: 35). Esta dinámica de ‘autorrevelación’ está basada en una idea normativa de comunicación cuya misma idealidad “must bracket off potentially distorting material forces and inequities of power and vouchsafe the transparent nature of communicative action” (35). Gardiner caracteriza al sujeto que emerge de la teoría de Habermas como una entidad insustancial marcada por un cuerpo “minimalista”, intercambiable como la fuerza abstracta de trabajo en la economía capitalista, pero totalmente determinada por una mente racional que entra en diálogo con otras mentes y que es capaz de reflexión moral (31). En oposición a esta entidad insustancial del sujeto de la esfera pública clásica, en Creación de la pedagogía nacional Tamayo visualiza al sujeto de su pedagogía como la interacción de un cuerpo indígena, dotado de voluntad, y una mente mestiza, dotada de visión. Para Tamayo, la relación cuerpo/mente no es unilateral, sino que coexiste en una mutua interdependencia. La voluntad, que es corporal, y la inteligencia, que es una facultad del espíritu, entran en una relación de interdependencia simbiótica que no es igualitaria ni simétrica. La relación entre la voluntad del régimen corporal y la inteligencia de la visión teórica se podría describir como una relación de tipo ética, donde el cuerpo ofrece a la inteligencia su voluntad a cambio de la visión panorámica que la inteligencia construye. Este intercambio es desigual porque no se trata de la transparente comunicación entre mentes racionales, sino que implica la tensa intersección entre lo inteligible y lo sensible, como posibilidad de su constitución, al interior del sujeto mismo.41 Tamayo identifica la inteligencia con la condición del mestizo europeizado y la voluntad con la condición indígena en estado puro. La dicotomía público/privado no se proyecta punto por punto a la distinción entre inteligencia y voluntad. Mientras que la dimensión pública debería ser ocupada por la mente y la inteligencia mestiza, en la privacidad se escondería la corporalidad indígena del sujeto; sin Javier Sanjinés ha analizado la pedagogía de Tamayo en términos semejantes. Véanse especialmente las páginas del capítulo “Resolviendo el problema indio” de su El espejismo del mestizaje dedicadas a analizar la metáfora corporal en Creación de la pedagogía nacional (Sanjinés 2005: 61-70). 41

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embargo, en realidad, ambos aspectos funcionan como dos registros asimétricos de lo público. Inteligencia y voluntad debían permanecer en constante diálogo, pero sin permitir la formación de un estado intermedio. Este estado intermedio, que Tamayo teme y rechaza, es la condición de cholo. Es precisamente en la esfera pública donde el cholo es identificado y estigmatizado por su participación en los circuitos legales y la política electoral de principios de siglo xx. La cholificación crea un espacio “anfibio” situado entre la esfera pública y la intimidad de lo privado, espacio donde el cholo y la birlocha actúan. En Para siempre! tenemos una lucha por el reconocimiento de la privacidad y contra la intrusión en la esfera íntima de la familia de nociones legales que mantienen la jerarquía racial de la colonia. Sin embargo, en el contexto de la modernidad, la estructura legal, que debería ser salvaguardia de la privacidad del ámbito íntimo de la familia, se convierte en una ‘trampa moral’ al mantener nociones corporativistas de origen colonial, limitando de esta manera la expansión de la esfera privada y manteniendo la tutela estatal de sujetos ‘menores’ excluidos de la ciudadanía a partir de nociones de moralidad social. Sin embargo, a pesar de esta conciencia de la colonialidad de la estructura legal, Tamayo se aferra a las nociones morales de ciudadanía, como cuando define el pongueaje o el birlochaje y nociones coloniales de “estirpe”, o como cuando defiende la “nobleza” de su sangre por línea paterna y materna. La acusación implícita de Díez de Medina es que la madre de Tamayo era una “birlocha”. Tamayo sostiene que su madre era “esplendida princesa de sangre india”, pero que lamentablemente no tiene “probanzas” que apoyen su afirmación ya que “la bestia española de la conquista lo destruyó todo, lo asoló todo, lo asesinó todo desde Atahuallpa hasta Guatimozín” y que “ante el silencio de la ciencia y de la historia, no hay más guía que la palabra del evangelio que dice ‘por sus frutos los conoceréis’” (55). Ante la ausencia de las “pruebas” genealógicas Tamayo defiende una estirpe espiritual que se expresa en acciones externas que se conforman a un principio superior y que, por lo tanto, son acciones morales. La diferencia entre la birlocha y la india “espléndida” es una diferencia de moralidad social. En tanto la birlocha es una “mujer pública”, la mujer (india, mestiza o blanca) que sigue una conducta moral no lleva en sí este estigma de la infamia. Para Tamayo, el birlochaje es un proceso que conduce a un mestizaje “anfibio, dudoso y delicuescente”

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(54), pero, y esto es esencial, no a causa de la mezcla de sangres, sino debido al tipo de moralidad social que se produce en este proceso: una situación social en la que el lugar de la mujer no está definido claramente, en la que la mujer atraviesa libremente las fronteras entre lo privado y lo público. La birlocha es la “pulpera”, la mujer que se dedica a actividades comerciales y cuyo espacio esta situado, anfibiamente, entre lo privado de la intimidad del hogar y lo público de la calle y el mercado. Una mujer que no se adecua al rol femenino dentro de una “sociedad civil” de tipo burgués clásico. Para Tamayo, este tipo de moralidad social conforma el tipo “inferior” de toda sociedad. Para su visión fatalista, en todas las sociedades el grupo étnico tiene dos aspectos y dos sentidos, así como tiene dos caras toda medalla: “El grupo étnico apoya su vuelo histórico sobre su factor positivo, enérgico y vital, y tiene que llevar como a rastras al otro elemento inferior y complementario con el que vive fatalmente y en común” (54). Los ejemplos históricos abundan en el texto de Tamayo. En la época clásica “junto a la matrona romana y al équite romano, conviven el romano y la romana de la Suburra”; en el periodo moderno “al lado mismo del alto comercio o industria yankee, convive el gangsterismo de todos conocidos”; y en el contexto latinoamericano poscolonial “en medio de nuestras nobles sociedades americanas, como la que he diseñado al hablar de la paceña, convive aquel elemento inferior que en su aspecto masculino, Baptista llamó Pongueaje en lo social y político, y Finot denominó Birlochaje en su aspecto femenino” (54). El ejemplo paradigmático del pongueaje y el birlochaje, tal como lo entiende Tamayo, lo constituyen Mariano Melgarejo, presidente y caudillo militar, y Juana Sánchez, su concubina. Precisamente, en Para siempre!, al relatar las anécdotas familiares que desmentirían su exilio social y el de su familia, Tamayo recalca que los personajes políticos que han desfilado por su relato distan mucho de ser aquellos “monstruos morales” que han ocupado el sillón presidencial o algún asiento en el Parlamento. He hablado adrede de los Presidentes de Bolivia (…) olvidando altos nombres de la sociedad, y por docenas, en el entendido que esos varones no sólo representan la capacidad política del país, sino que eran también las figuras cimeras de la sociedad civil. Lejos estamos aquí de otros gobernantes a quienes se refirió un caballero boliviano ilustre por su apellido, diciendo que convirtieron el Palacio Quemado en antro de tahúres o mancebía de prostibularios (50).

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En este fragmento, la imagen, implícita, de Melgarejo y Juana Sánchez es evocada con la intención de exorcizar la sombra de la ilegitimidad. Melgarejo abandonó a su mujer legítima y luego se “amancebó” con Juana Sánchez, una mujer de clase media de origen peruano. Es interesante esa referencia porque, en la biografía escrita por Díez de Medina, el padre de Tamayo deja a su mujer legítima y toma como compañera a una campesina aymara. También no deja de ser importante que Isaac Tamayo participara en el gobierno de Melgarejo como oficial mayor de un ministerio (Aranzaes 1915: 732) . La sombra de Melgarejo tiene que ser conjurada y expulsada del imaginario familiar. El mestizaje y la ilegitimidad son las manchas de Melgarejo. Tamayo quiera desmarcarse de la relación de su padre, Isaac, con el dictador Melgarejo y, al mismo tiempo, reivindicar la figura pública de su padre. En un libro titilado Habla Melgarejo, publicado antes de su muerte, Isaac Tamayo afirma que la “sociedad civil” toleró a Melgarejo en lugar de reprobarlo, se agachó ante él para obtener ventajas y prebendas que no habían logrado con los otros caudillos. El personaje de Melgarejo en este texto llega a decir que su gobierno puso las bases de la institucionalidad del país durante los regímenes civiles de fines del xix y principios del xx. Isaac Tamayo no niega la ilegitimidad del caudillo, ni su carácter moral inferior, pero evita hacer de Melgarejo el único responsable de los males nacionales. Claramente, Isaac Tamayo apunta a las élites económicas que se beneficiaron del régimen y, desde el punto de vista histórico, ve en el “feudalismo” de Melgarejo el fundamento de las posteriores reformas liberales.42 El libelo de 1917: duelo discursivo y estructura legal Díez de Medina lamenta no poder ofrecer detalles más precisos en cuanto a las mujeres en la vida del propio Franz Tamayo, pero sí se ocupa del primer matrimonio de Tamayo con Blanche Bouyon y 42 Isaac Tamayo publicó este texto en 1914, antes de morir, bajo el pseudónimo de Thajmara. En el texto, a través de la voz del dictador, convocada en una sesión de espiritismo, hecha la culpa a la élite del país por los seis años del régimen melgarejista. Isaac Tamayo hace decir al caudillo: “…me han representado como a una fiera escapada de su cubil, que viene a instalarse tranquilamente en medio de una fiesta bucólica, en donde reinaban la paz de Dios y la primitiva inocencia del paraíso, y en la que a fuerza de echar dentelladas a un lado y zarpazos a otro, introduce el terror y el espanto, acabando por dispersar y ahuyentar a la grey bendita” (1914: 6).

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su posterior unión con Luisa Galindo. Las menciones de Díez de Medina a las relaciones sentimentales de Tamayo hacen referencia implícita a un episodio de la vida de este. En 1917 Tamayo había publicado un artículo en forma de crónica ficcional en el que respondía a Tomás Elío por haberlo acusado de “abandono de hogar”. La nota escrita por Elío “acusaba a Tamayo, entre otras cosas, de haber repudiado a su primera esposa, la francesa Blanche Bouyon, y dejar en el abandono a sus hijos (de su unión con Luisa Galindo)” (Tamayo/Baptista 1995: 18). La virulenta respuesta de Tamayo provocó que Elío desafiara a duelo a su rival, “quien se negó a ir al campo del honor alegando su condición de caballero y la de ‘gañán’ de su retador” (18). Tamayo, en su libelo contra Tomas Elío, ataca a su enemigo con las mismas armas: la difamación. Si Elio quiso “sacar los trapos al sol” al revelar públicamente aspectos de la vida privada del escritor paceño, este no se queda atrás y hace un recuento de su relación con Elío, sacando a la luz pública detalles íntimos de esta historia en común. Tamayo pinta el retrato de un “arribista” que saca provecho de sus relaciones con el poder político para enriquecerse a costa de los desamparados. La historia de los dos hombres públicos es larga y se remonta a los años de universidad. Al egresar de la universidad y debutar en el foro y la vida política, Tamayo junto a Elío y otros jóvenes aspirantes a políticos crean el Partido Radical, como desprendimiento del liberalismo, y su órgano de prensa El fígaro. A un año de la formación del partido, Elío decide regresar al Partido Liberal llevándose consigo a la mayoría de los miembros del partido recientemente creado. Tamayo alude a esta historia como traición, deslealtad y corrupción económica. No contento con esto, el escritor paceño narra una patética escena en la que la madre de Elío acude a pedir su ayuda para que su hijo, la oveja negra, vuelva al redil. ¿La razón de tal pedido? Tamayo nos cuenta que la madre estaba profundamente preocupada por la pretensión de su hijo de casarse “violentando la voluntad materna, con cierta prostituta pulpera de los barrios plebeyos” (23). Aquí el libelista nos advierte de que sintió “natural pudor por los asuntos privados ajenos”, pero que ante el dolor de una madre decidió hablar con el joven Elío para persuadirlo de que no se casara. El joven estudiante se fugó con la “pulperita alegre” y se casó con ella, a pesar de la “reflexión” de Tamayo. Esta iracunda respuesta de Tamayo a un texto que cuestionaba su “reputación” implica, en primer lugar, que Elío se casó con una

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birlocha, y que como “mujer pública” carecía de la dignidad y honra de la matrona paceña, “reina soberana del hogar”, y cuya “infinita dignidad solo sale de él para la acción social y solidaria de la comunidad” (Tamayo 1980: 51); en segundo lugar, concluye que el carácter del propio Elío se conforma al tipo del “pongo político”. Detrás de la respuesta y contra-acusación de Tamayo hay una muy calculada afirmación del estatus “desconocido” de la mujer de Elío. Este estatus de “gente no conocida” era, según Barragán, uno de los elementos jurídicos para excluir del ejercicio de ciertos derechos civiles y políticos a extensos estratos de la población. Barragán cuenta el caso judicial en el que “se imputó el testimonio de mujeres aduciendo precisamente su rol desconocido” (38). Además de este estatus de “gente no conocida”, Tamayo lanza la sospecha de “mujer pública” cuando define a la mujer de Elío como “pulpera”.43 Si Elío acusa a Tamayo de “repudiar” a su mujer legítima, Tamayo responde que él es “un hombre bastante fuerte y libre para afrontar las mentiras convencionales a que se resignan ciertos maridos, y que en la cobardía y en la impotencia, en pleno siglo veinte, no se atreven a imitar al caballero romano, a quien protege la ley del repudio romano” (Tamayo/Baptista 1995: 21). Ante la acusación de “hijos habidos fuera de matrimonio”, el libelista le dice a su acusador: “habla usted con una audacia que dice bien de la seguridad con se siente usted apoyado por el poderoso, seguridad que le permite saltar sobre las vallas que imponen el decoro, el respeto humano, la dignidad de la gente bien educada” (21). La imagen de “las vallas del decoro” se repetirá en el libelo de 1942. El exilio interior: las letras de molde El texto de Díez de Medina cuenta que Tamayo se encerró en su intimidad luego de la ruptura con Blanche. Había llegado a La Paz, tras una estadía en Europa, casado con una mujer francesa. El biógrafo anota que la vida de Tamayo transcurría tranquila, entre los negocios y las satisfacciones sociales, bordeando “la curva del buen burgués”. El “mozo desengañado” que abandonó La Paz y el homBarragán ejemplifica esta dinámica social en los juzgados con la acusación de una mujer a otra de mantenerse “como muger libre en esta ciudad en tienda pública” y de ser “conosida por muger libre y osada y que no le para onrra ni créditto de todo genero de gentes y aun de sacerdotes” (1999: 38). 43

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bre “adusto” que retorna tres años después no son la misma persona, nos dice Díez de Medina, y atribuye al matrimonio la estabilidad emocional del poeta. Junto a la tez bronceada luce la piel blanca de una gentil francesa. Rubia, de tez limpia y ojos claros, el porte airoso, la muchacha tiene la seducción de las mujeres galas. Sin la cultura del marido, su educación superior y su ingenio suplen diferencias. La sociedad no ve con malos ojos a la recién llegada; aunque no se le abren todos los salones, su presencia agrada. Esta primera victoria, que restaña antiguas heridas, parece influir dichosamente en la intimidad del poeta (1980: 82).

De pronto, luego de cuatro años de tranquilidad, cuenta Diez de Medina, usando el criterio pigmentocrático en su narración anecdótica, Nadie sabe, exactamente, cómo ocurrió el hecho. Se dijo, un día, que la francesita abandonaba a don Franz Tamayo para no volver. “Abandonaba” al marido –subrayaban algunos–; “alejada más bien por éste” – replicaban otros. Celos o desavenencias, la noticia dio pábulo al comentario maligno: “¡Una francesa no podía vivir con un indio!” (86).

A partir de entonces, Tamayo, según esta biografía, renuncia a la sociedad. Díez de Medina atribuye a su biografiado la necesidad de liberarse de la ambición social, de las maneras y la etiqueta que se imponen en los círculos de la sociedad paceña, de la participación en la esfera pública de “las reuniones y las charlas”, de los clubes literarios y políticos: “Muerto el padre, ausente para siempre la mujer legítima, se sueltan las amarras de la vida real. Ha comenzado la vida de leyenda o la leyenda de una vida. Ya nadie penetrará la intimidad del gran mestizo” (87). Tamayo habría renunciado a ser reconocido por la sociedad aristocrática y, repitiendo lo hecho por su padre, se une a una mujer que no pertenece a los círculos de esa aristocracia. Esta renuncia a la “sociedad” constituye el trauma o escena primordial de la biografía de Tamayo tal como la narra Díez de Medina. Se rompe la ilusión de “pertenecer” a la sociedad aristocrática de La Paz y de compartir la vida con una esposa “ideal” que “reclama derechos y exige sacrificios”. El biógrafo reconstruye la escena mental de su personaje, atribuyéndole el deseo de “ordenar su casa” y de imponerse una disciplina vital que incluye la unión con una mujer “humilde”, de clase media, mestiza como él, que “hará todo sin exigir nada de su parte” (87). Si interpretamos este pasaje de la vida de Tamayo a partir de la biografía escrita por Díez de Medina, esta

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renuncia a la sociedad implica una reorganización de la división privado/público al interior mismo de la esfera privada. Tamayo elige una compañera que será una matrona virtuosa y que respetará los límites que delimitan el espacio íntimo de la familia patriarcal. Tamayo, al defender su honor en el duelo discursivo con Díez de Medina, intenta separar rigurosamente al individuo privado y al hombre público. Tamayo denuncia públicamente que la biografía tergiversa su vida y miente sobre sus actos: “Mis palabras que se pueden contar por miles, y mis actos que se pueden señalar por centenas, están todas en letras de molde sin tergiversación posible, o están en la conciencia y testimonio de la nación” (Tamayo/Baptista 1995: 48). Aquí se enuncia el deseo de separar estrictamente la anécdota privada, el rumor o el chisme, de las “letras de molde”, es decir, la escritura en su aspecto de comunicación pública, civil, a través del medio tecnológico de la imprenta. A la vez que defiende su privacidad como un ámbito íntimo e inviolable, afirma que no tiene nada que ocultar porque todos sus actos y palabras han sido públicos, de cara a la nación. Pero para ejercer su defensa frente a la calumnia, el escritor injuriado debe, paradójicamente, transgredir la línea que separa lo privado de lo público tanto al defenderse como al atacar. Al hacer un recuento de la vida de su padre, recordando anécdotas familiares, tales como la que refiere que este fue tomado en brazos por el “héroe de Ingavi”, José Ballivián, Tamayo vincula lo privado y lo público. También reivindica la autoría de la Constitución de 1879 para su progenitor, quien formó parte de la Asamblea Constituyente de ese año y menciona la correspondencia entre su padre y el político Adolfo Ballivián durante las dictaduras militares del siglo xix. Ciertamente, Franz Tamayo no fue nunca un ‘desaforado’ y probablemente su posición social privilegiada distó mucho de peligrar. Sin embargo, la lectura de sus textos libelísticos muestra las tensiones inherentes en la conformación de una identidad a caballo entre una lógica corporativa de origen colonial y el deseo de modernizar la moralidad social reformando la articulación entre lo privado y lo público. Si bien la pertenencia de Tamayo a los rangos de la oligarquía paceña del período liberal no está en duda, su obra y su figura pública se prestan a un análisis de la esfera pública que pone en juego la formación histórica de un público en el cual se va a dramatizar el choque de concepciones divergentes acerca de la sociedad y la cultura. El ‘indianismo’ de Tamayo se puede analizar como germen

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de la formación de un contra-público al interior mismo de la esfera pública burguesa clásica. Este contra-público se conforma a partir de la inclusión políticamente activa de la identidad social, étnica o de género de sus miembros, aspectos que la esfera pública burguesa clásica considera no pertinentes en la discusión y debate racionales de los asuntos del bien común. En primer lugar, el público que emerge a principios de siglo xx en La Paz mantiene elementos de la esfera pública del régimen colonial que desplegaba el poder de manera visible y teatral. Este tipo de publicidad tenía que necesariamente hacerse visible en la imagen del monarca o soberano cuya persona era enteramente pública. Estos rasgos se pueden ver en la pretensión de representatividad de la estirpe que Tamayo se atribuye (“la sociedad soy yo”) y en su necesidad de espiritualizar la “nobleza” de la cual él desciende. Esto ciertamente ocurre igualmente en Europa, donde la burguesía reformula la idea de nobleza volviéndola interior y espiritual. En segundo lugar, el público que se forma en esta época no puede sustraerse a cierta expansión de su radio de acción, incorporando a través de la educación a segmentos marginales de la población. Tamayo ve la incursión de estos segmentos en la política como negativa. Finalmente, el requerimiento de la esfera pública burguesa de poner entre paréntesis el estatus de sus miembros es constantemente subvertido por las estrategias que despliegan los sujetos en las batallas ‘públicas’. La suposición de que el habitus de la interacción del debate crítico-racional es un procedimiento neutral y descorporalizado, mientras que se asume que la vida privada es corporalizada (sexualizada), localizada, y meramente afectiva o expresiva (Warner 2002: 51), no se respeta en las prácticas discursivas de la esfera pública paceña a principios de siglo xx. La calumnia y la difamación, al igual que el insulto y los géneros literarios asociados a estas actitudes como el libelo o la sátira, al contrario, dependen de la explícita puesta en escena de la condición sexual, étnica y socioeconómica de los integrantes del intercambio comunicativo. Aspectos que son considerados por Habermas como exclusivos del ámbito privado y que deben suprimirse en el uso público de la razón dirigido al tratamiento del bien común, aparecen como integrantes esenciales de los debates acerca de la ciudadanía y los derechos políticos. El ‘estilo’ de intervención pública de Tamayo denota dos registros: el primero se identifica con el deseo de mantener una esfera pública restringida, cuyos miembros constituirían una clase de filósofos-

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legisladores, y el segundo, que mezcla constantemente lo privado y lo público y que, estratégicamente, se convierte en un contrapúblico. En el primer registro la comunicación se guía por las normas de la esfera pública clásica burguesa analizada por Habermas y que Michael Warner parafrasea del siguiente modo: “The bourgeois public sphere consists of private persons whose identity is formed in the privacy of the conjugal domestic family and who enter into rational-critical debate around matters common to all by bracketing their embodiement and status” (2002: 57). La práctica discursiva del libelo, la sátira y la crónica, entre otros géneros literarios ‘menores’, no sigue estas normas al tratar temas que tienen que ver con asuntos del bien común como son la pertenencia a la sociedad civil y la definición de identidades y derechos políticos. El paso de un registro a otro puede darse en un mismo texto, en un mismo discurso. El registro clásico dicta la rigurosa separación entre el espacio propiamente público, reservado a los hombres, y el espacio privado reservado a las mujeres, como garantía de la comunicabilidad universal de los conceptos del bien común. Entre tanto y, aunque dependiendo del marco de esta esfera pública, emerge un escenario oposicional que hace visible subjetividades que se encuentran fuera del ámbito de la familia patriarcal. Para el registro clásico el despliegue público de asuntos privados es signo de una narcisismo enfermo, falta de decoro, expresividad descarriada y, por lo tanto, representa la pérdida de toda distinción entre lo privado y lo público. En cambio, el registro opuesto construye un contra-público donde tal despliegue público de la privacidad contribuye al aprendizaje y cultivo de “styles of embodiment” y a la reevaluación de los sentimientos de vergüenza y disgusto que están aparejados a la corporalización de los sujetos de discurso (Warner 2002: 62). En este público oposicional el sentido “privado” y “visceral” es modificado a través de intercambios que van más allá de la expresión pública de la interioridad (como en la poesía lírica) y plantean “a collective scene of disclosure” (Warner 2002: 62-63). La intensidad visceral de los estilos sexuales, de género, étnicos y corporales en general ya no se entiende únicamente como privada. La publicidad ha adquirido una resonancia visceral. Javier Sanjinés, en su estudio sobre políticas estéticas en la Bolivia moderna, define el concepto de visceralidad como un concepto-límite que apunta al quiebre de la dialéctica sujeto-objeto en una situación de violencia colonial en la que el colonizador y el colonizado están

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atrapados en un impasse: “Viscerality, then, is a metaphor that helps explain how indigenous subalternity has resisted giving up its identity to rationalist Western discourse. In this analysis, discourses of race and nation are inseparable from discourses of time and the body, and especially of vision” (2004: 5). Aunque estoy de acuerdo con el valor estratégico de este tipo de esencialismo, no sigo a Sanjinés en sus conclusiones. Este autor ubica la visceralidad en un espacio epistémico exterior a la modernidad conflictiva del “pensamiento mestizo”. En cambio, mis análisis apuntan a la existencia de dos registros simultáneos al interior mismo de la esfera pública moderna que se forma en La Paz a principios del siglo xx. Según Sanjinés, “this exteriority allows dissident voices to arise and uncover the things that modernity marginalizes and hides, while revealing the viscerality of a rebellious movement that was constructed stage by stage throughout the twentieth-century history of Bolivia” (11). En mi opinión, solo una simultaneidad de registros puede hacer justicia a la complejidad de la situación poscolonial. El escenario que la modernidad inicia ciertamente tiende a volver invisibles aspectos de la lucha contra el colonialismo, pero como he intentado demostrar, la formación de la esfera pública moderna en La Paz abre la posibilidad en su interior a escenarios alternativos de enunciación. El indianismo radical es ciertamente un tipo de discurso oposicional que emerge en las condiciones discursivas de la modernidad andina. Antes que una exterioridad irreducible, concibo la visceralidad de los intercambios comunicativos en la esfera pública como una parte integrante de la modernidad y no como algo exterior a ella. Tamayo no hubiera prescrito concientemente el desarrollo de un contra-público de este tipo. Sin embargo, su práctica discursiva abre la posibilidad de tal contra-público, que será apropiado y modificado en contacto con otras tradiciones comunicativas que Marcia Stephenson (2000), siguiendo a varios autores, llama “indigenous counterpublic spehere”. Estos públicos entran en diálogo permanente con la esfera pública moderna y no se pueden entender fuera de ella. El movimiento de caciques apoderados a finales del siglo xix y principios del xx, junto a instituciones de base indígena como la organización República del Collasuyo o los alcaldes mayores en el periodo de la posguerra del Chaco, además de los sindicatos anarquistas de base urbana44, mezclaban una tradición de origen colo44

Véanse Rivera Cusicanqui (1986, 2002), Mamani Condori (1991) y Ari (2004).

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nial y de carácter comunitario con un discurso que se alimentaba del vocabulario del liberalismo más radical. La formación de una esfera pública moderna en La Paz no se puede entender sin la existencia de un doble registro de discurso que conecta el público en su sentido clásico con el contra-público visceral y corporal.

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Índice onomástico

A Achá, José María 66 Aguirre, Nataniel 9, 11, 13, 28, 30, 33, 34, 43, 44, 44 n. 9, 44 n. 10, 45, 48, 49, 50, 51, 52, 54, 117, 140 Albarracín Millán, Juan 135, 135 n. 29, 141, 142, 142 n. 34, 149 n. 38 Aldeano, El 41, 41 n. 7 Almaraz, Sergio 128 Aramayo, Epifanio 72, 90, 92, 93, 95 Aramayo, José Avelino 14, 15, 16, 17, 18, 19, 21, 25, 43, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 128 Aramayo, Roberto 25 n. 3 Aranzaes, Nicanor 161 Arguedas, Alcides 27, 28, 29, 30, 50, 51, 57, 63, 109 Ari, Waskar T. 168 n. 44 Arnade, Charles 38, 39, 42 B Balibar, Etienne 96, 97 Ballivián, Adolfo 165

Ballivián, Carlos 152 Ballivián, José Miguel 39, 75, 76 n. 15, 165 Baptista Gumucio, Mariano 13, 160, 162, 163, 165 Barragán, Rossana 18, 82, 96, 99, 116, 149, 150, 153, 155, 155 n. 40, 156, 157, 163, 163 n. 43 Belzu, Manuel Isidoro 11, 29, 75, 76 Bennett, Jane 22 Bibliotecario, E. 93, 91 n. 18 Bolívar, Simón 40, 45, 51, 119, 129 Bouyon, Blanche 159, 161, 162, 163 Bridikhina, Eugenia 119, 123, 125 C Caballero, Manuel María 9, 14, 26, 69, 73, 75, 76, 80, 80 n. 16, 82, 83, 90, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 111 Cáceres Romero, Adolfo 76 n. 15 Carvalho, José Murilo de 123 Casiano, Juan 78 Certamen Nacional (antología) 13, 51, 52, 53

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Clifford, Michael 19, 21, 41, 60 Coll, Edna 94 Condarco Morales, Ramiro 122 Conway, Christopher 119 n. 23 Covarrubias, Sebastián de 99 Crossley, Nick 157 Culler, Jonathan 51 D Dabove, Pablo 31 Daireaux, Max 11, 121, 121 n. 24, 122 Dean, Carolyn 123 Defoe, Daniel 72, 95 Demélas, Marie-Danielle 51, 153 Diccionario de Autoridades 11, 29 n. 4, 110 n. 21 Díez de Medina, Federico 152 Díez de Medina, Fernando 151, 152, 153, 154, 155, 156, 157, 159, 161, 162, 163, 164, 165 Díez Hurtado 111 Dumézil, Georges 137 n. 30, 138 Dunkerley, James 128 E Eagleton, Terry 23, 24, 77, 107 Elío, Tomás 162, 163 Epicteto 78, 137 Espinosa, Carlos 111, 122, 123 F Fichte, Johann Gottlieb 80, 80 n. 16, 85 Finot, Enrique 160 Foucault, Michel 12, 14, 16, 18, 22, 25, 26, 29, 38, 60 n. 12, 61, 61

n. 13, 62, 63, 64, 71, 72, 78, 79, 116, 137, 146 n. 36 Fraser, Nancy 157 G Galindo, Luisa 153, 162 García, Gustavo V. 43, 44, 44 n. 10 García Pabón, Leonardo 43, 94, 135 Gardiner, Michael E. 158 Gisbert, Teresa 122 Gotkowitz, Laura 141 n. 32 Guerra, François-Xavier 19, 119 Gutiérrez, Alberto 27 Guzmán C., Benjamín 124 H Habermas, Jürgen 20, 55, 133, 134, 157, 158, 166, 167 I Irurozqui Victoriano, Marta 11, 20, 27, 28, 33, 40, 41, 41 n. 7, 50, 51, 101, 119 J Jáuregui, Carlos 119 K Kant, Immanuel 25, 26, 80 n. 16, 96, 132, 136, 144, 147 Khan, Zoya 135 Klein, Herbert 34, 35, 36, 66, 68, 75, 76, 128

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L

P

Lanza, Miguel 39 Larson, Brook 101 Le Bon, Gustave 27, 115, 120, 127, 128 Legrás, Horacio 9 Lema, Ana María 41 n. 7 Lloyd, David 101 Lomnitz, Claudio 118 Lynch, John 129 Lora, Guillermo 128

Paredes, Manuel Rigoberto 14, 15, 30, 99, 100, 101, 102, 103, 104, 105, 106, 107, 108, 108 n. 20, 109, 110, 111, 112, 113, 114, 115, 115 n. 22, 116, 117, 118, 119, 120, 121, 122, 124, 125, 126, 126 n. 25, 127, 128, 129, 130 131, 132, 133, 134, 137 Pareja, Roberto 44 n. 9 Parker, David S. 141 n. 33 Paz Soldán, Edmundo 28, 29, 30, 43, 51 Pentland, Joseph Barclay 13, 34, 35, 36, 36 n. 5, 37, 37 n. 6, 38, 39, 40, 41, 42, 42 n. 8, 48, 60 Pineda, Rafael 119 Poblete, Juan 45 n. 11, 66 Poole, Deborah 58

M Mamani Condori, Carlos 168 n. 44 Mansilla, H. C. F. 12 n. 1 Mariátegui, José Carlos 154 n. 39 Martínez, Françoise 123, 125 Medinaceli, Carlos 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 34, 56, 57, 58, 61, 63, 64, 66, 67 Melgarejo, Mariano 11, 12, 27, 29, 46, 66, 67, 68, 116, 117, 121, 121 n. 24, 122, 125, 126, 128, 129, 134, 136, 141, 151, 160, 161 Mercado, Melchor María 53, 54 Mill, J. S. 19, 41, 60 Millán, Albarracín 135, 135 n. 29, 142 n. 34, 149 n. 38 N Nietzsche, Friedrich 142 n. 34, 145 n. 35, 146, 146 n. 36, 148 n. 37 O Okada, Hiroshige 122 Olañeta, Casimiro 39

R Ramos, Julio 129, 130 René-Moreno, Gabriel 26, 38, 69 n. 14, 92, 93, 94, 140 Richard, Frederic 76 Rivera Cusicanqui, Silvia 168 n. 44 Roberts, John Michael 157 Rodó, José Enrique 57 Rodríguez Ostria, Gustavo 128, 128 n. 27 Rousseau, Jean-Jacques 24, 41, 72, 95, 96 Rück, Ernesto Otto 14, 16, 17, 18, 19, 57, 58, 60, 61, 63, 64, 65, 66 Ruiz, Jorge 9, 43 n. 9

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ROBERTO PAREJA

S Salmón, Josefa 9, 135, 142, 145 n. 35 Saignes, Thierry 102, 111, 112 Sánchez, Juana 121, 160, 161 Sanjinés, Javier 9, 135, 158 n. 41, 167, 168 Santiago (apóstol) 49, 104, 105 Schiller, Friedrich 23, 130, 131, 131 n. 28, 132, 133 Sommer, Doris 52, 73 Soruco, Ximena 155 Soux, María Luisa 40, 119 Stephenson, Marcia 9, 168 Strachey, Lytton 57 Sucre, Antonio José de 13, 34, 35, 36, 37, 39, 40, 41, 42, 43, 51, 52, 53, 54 T Tamayo, Franz 9, 10, 14, 15, 67, 135, 135 n. 29, 136, 137, 138, 139, 140, 141, 142, 142 n. 34, 144, 145, 145 n. 35, 146, 147, 148, 149, 151, 152, 153, 154, 154 n. 39, 155, 156, 157, 158, 158 n. 41, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165, 166, 168

Tamayo, Isaac 151, 152, 161, 161 n. 42 Tarde, Gabriel 128 Toledo, Francisco Álvarez de (virrey) 112 U Unamuno, Miguel de 113 Unzueta, Fernando 9, 16 n. 2, 45 n. 11, 73 Upanishad 136, 137, 144 V Valdizán, Hermilio 154 n. 39 Vallenilla Sanz, Laureano 126 n. 25, 127 n. 26 Velasco Flor, Samuel 80, 80 n. 16, 82 W Warner, Michael 157, 166, 167 Watt, Ian 95 Z Zaldívar, Trinidad 124

E

ntre caudillos y multitudes. Modernidad estética y esfera pública en Bolivia, siglos XIX y XX propone una genealogía de discursos, instituciones y prácticas que, en Bolivia, han construido la imagen del intelectual como “hombre representativo” en oposición a la figura del caudillo irracional y violento. Con el objetivo de iluminar la condición imbricada de estas figuras y cuestionar las identidades dicotómicas construidas en el discurso de los intelectuales, este libro sigue la narrativa del conflicto entre intelectual y caudillo en textos literarios (novela y poesía) e historiográficos, en ensayos sociológicos y pedagógicos, y en documentos sobre las condiciones socioeconómicas del país, desde la creación de la república en 1826 hasta la década inmediatamente posterior a la Guerra del Chaco (1932-1935).

Roberto Pareja es profesor de Español, Historia Intelectual y Estudios Culturales Latinoamericanos en el Departamento de Español y Portugués de Middlebury College.

Ju dados De acuerdo con las

palabras de Alfonso Reyes en su ensayo “Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los niños, “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera imagen de América”.

Se trata de una colección dedicada a las múltiples facetas de la cultura del siglo XIX en América Latina.

IMAGEN DE CUBIERTA

Melchor María Mercado, El Mariscal de Ayacucho haciendo nacer las ciencias y las artes de la cabeza de Bolivia,1841-1869, Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia