El nuevo breviario del señor Tompkins
 9786071613066

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El nuevo breviario del señor Tompkins George Gamow Traducción de Francisco Rebolledo Revisión de traducción de Juan José Utrilla Revisado y actualizado por Russell Stannard Ilustrado por Michael Edwards

En el país de las maravillas: Primera edición en inglés, 1940 Primera edición en español, 1958 La investigación del átomo: Primera edición en inglés, 1945 Primera edición en español, 1956 El breviario del señor Tompkins (contiene los títulos anteriores): Primera edición en inglés, 1965 Primera edición en español, 1985 Segunda edición revisada y actualizada en inglés, 1999 Segunda edición en español, de la segunda en inglés, 2009 Primera reimpresión, 2012 Primera edición electrónica, 2013 Título original: The New World of Mr. Tompkins © 1999, Cambridge University Press D. R. © 2009, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672 Fax (55) 5227-4649 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor. ISBN 978-607-16-1306-6 Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Prólogo del revisor Prefacio I. Límite de velocidad en la ciudad II. La conferencia del profesor sobre relatividad que provocó el sueño del señor Tompkins III. El señor Tompkins se va de vacaciones IV. Las notas de la conferencia del profesor sobre el espacio curvo V. El señor Tompkins visita un universo cerrado VI. Ópera cósmica VII. Agujeros negros, muerte térmica y el soplete VIII. Snooker cuántico IX. El safari cuántico X. El demonio de Maxwell XI. La alegre tribu de los electrones XI BIS. El resto de la conferencia anterior durante la cual dormitó el señor Tompkins XII. En el interior del núcleo XIII. El tallador de madera XIV. Agujeros en la nada XV. Una visita al “colisionador de átomos” XVI. La última conferencia del profesor XVII. Epílogo Glosario

PRÓLOGO DEL REVISOR

NO puede haber muchos físicos que, en un momento u otro, no hayan leído las aventuras del señor Tompkins. La ya clásica introducción de Gamow a la física moderna, aunque originalmente dirigida a los legos, ha demostrado poseer un atractivo duradero y universal. Yo mismo siempre he considerado con el mayor afecto al señor Tompkins. Por lo tanto, quedé encantado cuando me pidieron poner el libro al día. Hacía ya mucho tiempo que era necesaria una nueva versión, pues en los 30 años transcurridos desde su última edición han ocurrido incontables cosas, especialmente en los ámbitos de la cosmología y de la física nuclear de alta energía. Pero, al releer el libro, me pareció que no sólo la física necesitaba mi atención. Por ejemplo, los nuevos productos de Hollywood difícilmente podrían considerarse como “romances infinitos entre estrellas populares”. Asimismo, dada nuestra actual preocupación por las especies en peligro de extinción, ¿se debe presentar la teoría cuántica haciendo referencias a la cacería de tigres? ¿Y qué decir de Maud, la hija del profesor, “haciendo pucheros” y “enfrascada en la lectura de Vogue”, deseando tener “un abrigo de mink”, y a quien se le dice “vete a correr, chiquilla”, a la sola mención de la física? Esto no parece muy oportuno en un momento en que se están haciendo grandes esfuerzos por convencer a las muchachas de que estudien física. También la trama presentaba dificultades. Aunque se le debe dar crédito a Gamow por la manera innovadora en que presentó la física por medio de un cuento, el argumento siempre ha tenido sus fallas. Por ejemplo, el señor Tompkins repetidas veces aprende en sus sueños la nueva física antes de tener oportunidad alguna de enterarse (así fuera subliminalmente) de tales ideas, por medio de situaciones de la vida real, como las conferencias del profesor o unas conversaciones. O bien tomemos el caso de sus vacaciones en la playa. En el tren se queda dormido y sueña que el profesor lo acompaña en su viaje. Después resulta que en realidad el profesor estaba de vacaciones con él, y el señor Tompkins teme que recuerde cómo él hizo el ridículo en el tren… ¿en su sueño? A veces, las explicaciones de la física no son tan claras como podrían haberlo sido. Por ejemplo, al tratar de la relativista pérdida de simultaneidad de hechos que ocurren en diferentes lugares, se describe una situación en que, desde dos naves espaciales, unos observadores comparan los resultados. Pero en lugar de adoptar el punto de vista de uno de estos dos marcos de referencia, el problema se enfoca desde un tercero, desde un ámbito 5

desconocido en que van ambas naves espaciales. Asimismo, el relato en que tirotean al jefe de la estación mientras el portero al parecer estaba leyendo un periódico en el otro extremo de la plataforma no establece, en realidad, la inocencia de éste… como se afirma. (La descripción necesitaría anular la posibilidad de que el portero disparara el arma antes de sentarse a leer el periódico.) Y también está la cuestión de qué hacer con la “ópera cósmica”. Desde luego, siempre fue un poco forzada la idea de que esa obra se presentara en la ópera de Covent Garden. Pero ahora nos enfrentamos al nuevo problema de que el tema de la ópera —la rivalidad entre la teoría de la Gran Explosión y la teoría del Estado Estacionario— no puede presentarse, hoy, como cuestión candente, pues las pruebas experimentales se han inclinado decisivamente en favor de la primera. Y sin embargo, la exclusión de este ingenioso y alegre intermedio sería una gran pérdida. Hay otra dificultad en las ilustraciones. El breviario del señor Tompkins fue ilustrado, en parte, por John Hookham, y en parte por el propio Gamow. Para describir los últimos avances de la física se requerían nuevas ilustraciones, por lo que fue indispensable recurrir a un tercer artista. ¿Qué era preferible: un insatisfactorio contraste de estilos o un enfoque completamente nuevo? A la luz de estas diversas consideraciones, había que tomar una decisión: podía yo contentarme con una mínima revisión en que simplemente “parchara” las cuestiones de la física e hiciera la vista gorda ante las demás fallas, o bien podía enfrentarme a la dificultad y hacer una reconstrucción minuciosa. Me decidí por esto último. En todos los capítulos había que intervenir. Los capítulos VII, XV, XVI y XVII son enteramente nuevos. También me pareció útil añadir un glosario. Los detallados cambios que propuse recibieron la aprobación de la familia Gamow, de los editores y de todos sus consejeros… con la notable excepción de un asesor, quien opinó que no debía tocarse siquiera el texto. ¡Esta opinión disidente fue clara señal de que no podría yo complacerlos a todos! Sin duda siempre habrá quienes prefieran quedarse con el original… lo que también es justo. Pero en lo tocante a esta versión, va dirigida en primer lugar a quienes no conocen todavía al señor Tompkins. Aunque tratando de conservarse fiel al espíritu y al enfoque del original de Gamow, intenta inspirar y satisfacer las necesidades de la siguiente generación de lectores. Como tal, quiero pensar que ésta es una versión que habría escrito el propio George Gamow si aún estuviese trabajando hoy.

AGRADECIMIENTOS Vaya mi gratitud a Michael Edwards por acompañar el texto con sus graciosas ilustraciones. También estoy en deuda con Matt Lilley por sus comentarios, útiles y constructivos, a una redacción anterior. También tengo en alta estima el aliento y el apoyo que recibí de la familia Gamow. 6

PREFACIO

En el invierno de 1938 escribí un cuento científicamente fantástico (no una historia de ciencia ficción) en el que procuré explicar al lego las ideas fundamentales de la teoría de la curvatura del espacio y el universo en expansión. Decidí hacer esto exagerando los fenómenos relativistas realmente existentes, al grado de que fueran fácilmente observables por el héroe de la historia, C. G. H.[*] Tompkins, empleado bancario interesado en la ciencia moderna. Envié el manuscrito a Harper’s Magazine y, como a todos los autores noveles, me lo rechazaron. Lo mismo pasó con la otra media docena de revistas con las que hice el intento, de modo que metí el manuscrito en un cajón y lo olvidé. En el siguiente verano asistí al Congreso Internacional de Física Teórica organizado por la Sociedad de las Naciones en Varsovia. Junto a un vaso de excelente miód polaco, charlé con mi viejo amigo sir Charles Darwin, nieto del autor de El origen de las especies, y la conversación fue a caer en la popularización de la ciencia. Le conté a Darwin de mi mala suerte por este lado, y me dijo: —Mire, Gamow, cuando regrese usted a los Estados Unidos busque aquel manuscrito y mándeselo al doctor C. P. Snow, que es el redactor de una revista científica popular, Discovery, que edita la Cambridge University Press. Así lo hice, y en una semana llegó un telegrama de Snow: “Su artículo será publicado en el próximo número. Favor de enviar más”. Fue así como en posteriores números de Discovery aparecieron cuentos del señor Tompkins que popularizaban la teoría de la relatividad y la teoría cuántica. Poco después recibí una carta de la Cambridge University Press, donde proponían que fueran publicados en forma de libro aquellos artículos, con unas cuantas historias más para aumentar el número de páginas. El libro Mr. Tompkins in Wonderland fue publicado por la Cambridge University Press en 1940, y desde entonces ha tenido 16 reimpresiones. Fue seguido por Mr. Tompkins Explores the Atom, publicado en 1944, y a estas alturas reimpreso nueve veces. Además, los dos libros han sido traducidos a prácticamente todos los idiomas europeos (con excepción del ruso), y también al chino y al hindi. Recientemente la Cambridge University Press decidió unir los dos volúmenes originales en una sola edición rústica y me pidieron que actualizara aquel viejo material y añadiese alguna historia acerca de los adelantos, en la física y campos afines, habidos desde que los libros aparecieron por primera vez. Añadí las historias de la fisión y la fusión, del universo en estado uniforme y los emocionantes problemas de las partículas elementales. El material resultante constituye el presente libro. 7

Hay que decir unas palabras sobre las ilustraciones. Los artículos de Discovery y el primero de los libros mencionados fueron ilustrados por John Hookham, creador de los rasgos faciales del señor Tompkins. Cuando escribí el segundo volumen, Hookham había dejado de trabajar como ilustrador y decidí ilustrar el libro yo mismo, ateniéndome fielmente al estilo de Hookham. Las ilustraciones nuevas del presente volumen son también mías. Los versos y canciones que figuran en el libro fueron escritos por mi esposa, Barbara. G. GAMOW. Universidad de Colorado Boulder, Colorado

[*] Las iniciales del señor Tompkins proceden de tres constantes físicas fundamentales: la velocidad de la luz, c, la constante gravitacional, G, y la constante cuántica, h, que tienen que ser modificadas en grado superlativo a fin de que haya efectos fáciles de advertir por el hombre común y corriente.

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I. LÍMITE DE VELOCIDAD EN LA CIUDAD

ERA un día festivo y el señor Tompkins, modesto empleado de un gran banco de la ciudad, se levantó tarde y disfrutó de un sabroso y tranquilo desayuno. Al planear qué haría ese día, pensó primero en ir al cine por la tarde. Abrió el diario local y buscó la cartelera cinematográfica, pero ninguna de las películas le interesó. Detestaba la obsesión actual por el sexo y la violencia. Lo demás eran las acostumbradas películas para niños que se exhiben los días feriados. ¡Lástima que no hubiera ni una sola con un poco de aventuras reales, con algo insólito y tal vez inquietante! No, no había ninguna. Inesperadamente su mirada se detuvo en un pequeño anuncio, en la esquina de la página. La universidad de la ciudad anunciaba una serie de conferencias sobre los problemas de la física moderna. El tema de la conferencia de esa tarde sería la teoría de la relatividad de Einstein. ¡Bueno, tal vez eso valdría la pena! Había oído con frecuencia que sólo una docena de personas en el mundo comprendía realmente la teoría de Einstein. ¡Tal vez él podría ser la decimotercera! Decidió ir a la conferencia: a lo mejor era justamente lo que necesitaba. Al llegar al gran auditorio de la universidad vio que la conferencia ya había empezado. El recinto estaba lleno de estudiantes jóvenes, pero también había unas cuantas personas mayores y pensó que tal vez fuesen simples miembros del público, como él. Escuchaban con mucha atención a un hombre alto, de barba blanca, que, de pie junto a un proyector, explicaba a sus oyentes las ideas fundamentales de la teoría de la relatividad. Lo más que logró entender el señor Tompkins fue que todo el meollo de la teoría de Einstein es que existe una velocidad máxima, la de la luz, que no puede ser superada por ningún objeto material. De este hecho se desprenden muchas consecuencias extrañas e insólitas. Por ejemplo, cuando corren a velocidades cercanas a la de la luz, las reglas para medir se contraen y los relojes se retrasan. Sin embargo, el profesor explicó que, como la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo, esos efectos relativistas difícilmente pueden observarse en la vida cotidiana. Al señor Tompkins le pareció que eso iba en contra del sentido común y, mientras se esforzaba por imaginar cómo serían esos efectos, su cabeza fue cayendo lentamente sobre su pecho… Cuando volvió a abrir los ojos se dio cuenta de que ya no estaba sentado en la banca de una sala de conferencias, sino en una de las bancas que las autoridades colocan para 9

comodidad de los pasajeros que esperan el autobús. Se encontraba en una hermosa ciudad antigua, en una calle flanqueada por varios edificios universitarios del estilo medieval. Sospechó que estaba soñando, aunque nada le parecía fuera de lo común en esa escena. Las agujas del gran reloj de la torre universitaria que se alzaba frente a él marcaban las cinco en punto. La calle estaba casi vacía, salvo por un ciclista solitario que avanzaba lentamente hacia él. Cuando lo tuvo cerca, el señor Tompkins abrió desmesuradamente los ojos, asombrado. La bicicleta y el joven que la conducía se habían acortado de manera increíble en la dirección de su propio movimiento, como vistos a través de una lente cilíndrica. En el reloj de la torre sonaban las cinco, y el ciclista, que sin duda tenía prisa, pedaleó con más fuerza. El señor Tompkins no notó que aumentara mucho su velocidad, pero el ciclista se redujo aún más al acelerar y cuando llegó al final de la calle ya se veía sólo como una figura plana recortada de una cartulina. El señor Tompkins entendió al momento lo que le había ocurrido al ciclista: la contracción de los cuerpos en movimiento, de la que acababa de oír. Quedó muy complacido consigo mismo. “El límite de velocidad de la naturaleza debe ser más bajo aquí —concluyó —. La verdad es que no puede ir a mucho más de 30 kilómetros por hora, pero en esta ciudad el efecto se percibe sin necesidad de usar cámaras de alta velocidad.” Tenía razón. Una ambulancia que pasó en ese momento no lo hizo mucho mejor que el ciclista: con las luces parpadeando y la sirena aullando, daba la impresión de que apenas se movía.

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El señor Tompkins sintió deseos de perseguir al ciclista para preguntarle qué sentía al estar aplanado en esa forma. Pero, ¿cómo alcanzarlo? En ese momento, vio que otra bicicleta estaba apoyada contra el muro de la universidad. El señor Tompkins pensó que tal vez era de un estudiante que estaba en clase y no la echaría de menos si la tomaba prestada por un rato. Asegurándose de que nadie lo notara, montó en el vehículo y salió a toda velocidad para alcanzar al otro ciclista. Él esperaba que a causa de su recién adquirido movimiento su figura se acortara de inmediato, lo cual sería bueno porque el crecimiento del volumen de su abdomen le provocaba cierta preocupación. Sin embargo, para su sorpresa, nada sucedió: tanto él como su bicicleta conservaron la misma forma y tamaño. En cambio, el paisaje a su alrededor cambió por completo: las calles se volvieron más cortas, los escaparates de las tiendas se convirtieron en delgadas rendijas y los peatones eran las personas más flacas que hubiera visto. —¡Ah, sí! —exclamó el señor Tompkins, emocionado—, ahora lo entiendo. Aquí es donde entra la palabra relatividad. Todo lo que se mueve en relación conmigo se vuelve más corto, ¡sin importar quién mueva los pedales!

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Él era buen ciclista y se esforzó al máximo para alcanzar al muchacho; sin embargo, descubrió que no era fácil acelerar con esa bicicleta. Aunque hacía girar los pedales con todas sus fuerzas, el aumento de velocidad era casi insignificante. Ya le empezaban a doler las piernas, pero ni así conseguía pasar junto a los postes de las lámparas de las esquinas con mayor rapidez que cuando inició su carrera. Parecía que todos sus esfuerzos por ir más de prisa eran inútiles. Empezó a comprender por qué la ambulancia no lograba hacerlo mucho mejor que el ciclista. Entonces recordó lo que el profesor había dicho sobre la imposibilidad de superar el límite de la velocidad de la luz. Sin embargo, notó que cuanto más se esforzaba, más cortas le parecían las cuadras de esa calle. El ciclista que iba delante de él no parecía estar demasiado lejos, y de hecho, al fin logró alcanzarlo. Pedaleando a su lado, lo miró, y se sorprendió al ver que tanto el ciclista como la bicicleta tenían ahora un aspecto perfectamente normal. “¡Ah!, debe ser porque ya no nos estamos moviendo uno en relación con el otro”, concluyó. —Disculpe —le preguntó—, ¿no le parece fastidioso vivir en una ciudad con un límite de velocidad tan bajo? —¿Límite de velocidad? —contestó el otro, sorprendido—. Aquí no tenemos ningún límite de velocidad. Puedo ir tan rápido como quiera, ¡o al menos como podría ir si tuviera una motocicleta en lugar de esta vieja bicicleta! —Pero iba muy despacio hace poco, cuando lo alcancé —dijo el señor Tompkins. —Yo no diría que vayamos despacio —replicó el joven—. Ya pasamos cinco cuadras desde que empezamos a hablar. ¿No le parece eso bastante rápido? —Sí, claro, pero eso es porque las cuadras y las calles se han vuelto muy cortas — protestó el señor Tompkins. —¿Y cuál es la diferencia? Avanzamos más de prisa o la calle se vuelve más corta: a fin de cuentas, da lo mismo. Tengo que recorrer 10 cuadras para llegar a la oficina de correos. Si pedaleo con más fuerza, las cuadras se vuelven más cortas y llego más pronto. De hecho, ya llegué —dijo el joven, deteniendo su bicicleta y bajando de ella. También el señor Tompkins se detuvo. Miró el reloj de la oficina de correos: marcaba las cinco y media. —¡Ajá! —exclamó en tono triunfal—. ¿Qué le dije? Iba muy despacio: tardó media hora en recorrer esas 10 cuadras. Eran exactamente las cinco en punto en el reloj de la universidad cuando usted pasó junto a mí ¡y ahora son las cinco y media! —¿Notó usted que pasara media hora? —le preguntó el ciclista—. ¿Le pareció que había pasado media hora? El señor Tompkins lo tuvo que reconocer: en realidad no parecía que hubiera pasado tanto tiempo sino apenas unos cuantos minutos. Más aún, al mirar su reloj de pulsera vio que solamente marcaba las cinco con cinco minutos. —¡Oh! —murmuró—. ¿Quiere usted decir que el reloj de la oficina de correos está adelantado? —Se podría decir que sí —respondió el joven—. Pero, por supuesto, también podría ser 14

que su reloj se atrase; ha avanzado en relación con el otro reloj, ¿verdad? ¿Esperaba usted acaso otra cosa? —preguntó, mirando al señor Tompkins con cierta exasperación—. Pero ¿qué le pasa? Habla como si viniera de otro planeta. Y diciendo eso, el joven entró en la oficina de correos. El señor Tompkins lamentó no tener a mano al profesor para que le explicara esos extraños sucesos. Era obvio que el joven era de allí y estaba acostumbrado a ese tipo de cosas desde antes de aprender a caminar. Así pues, el señor Tompkins tendría que explorar por sí mismo ese extraño mundo. Reajustó su reloj a la hora del reloj de la oficina de correos y, para cerciorarse de que todavía funcionaba correctamente, esperó 10 minutos. Ahora, con la misma hora que el reloj de la oficina, todo parecía estar bien. Reanudando su recorrido calle abajo, llegó a la estación del ferrocarril y decidió revisar de nuevo su reloj, comparándolo esta vez con el de la estación. Para su desgracia, el suyo estaba de nuevo un poco atrasado. —¡Vaya, otra vez la dichosa relatividad! —concluyó el señor Tompkins—. Seguramente sucede cada vez que me muevo. ¡Qué incómodo tener que reajustar el reloj cada vez que uno va a otro lugar! En ese momento, un caballero bien vestido salió de la puerta de la estación. Por su apariencia, se trataba de un cuarentón. Miró a su alrededor, reconoció a una anciana que lo esperaba en la acera, y se acercó a saludarla. Para sorpresa del señor Tompkins, ella saludó al caballero diciéndole “querido abuelo”. ¿Cómo era posible tal cosa? ¿Cómo podía él ser abuelo de ella? Dominado por la curiosidad, el señor Tompkins se acercó a la pareja y preguntó tímidamente: —Disculpen, pero, ¿he oído bien? ¿Es usted de verdad su abuelo? Perdónenme, pero yo… —¡Ah, ya veo! —dijo el caballero, sonriendo—. Tal vez le debo una explicación. Es que mis negocios me obligan a viajar mucho. Al ver que el señor Tompkins no salía de su perplejidad, el extraño añadió: —Paso la mayor parte de mi vida en el tren. Por eso, es natural que envejezca mucho más despacio que mis parientes que viven en la ciudad. Siempre es un placer regresar y ver a mi querida nietecita. Ahora tendrá usted que disculparme por favor… Detuvo un taxi y dejó al señor Tompkins solo con sus inquietudes. Se confortó un poco con un par de sándwiches que compró en el café de la estación. —Sí, por supuesto —murmuró, dando un sorbo a su café—. El movimiento hace que el tiempo se vuelva más lento, por eso él envejece menos. Y todo movimiento es relativo —eso fue lo que dijo el profesor—, por eso él parece más joven que sus parientes, así como los parientes le parecen más jóvenes a él. Muy bien. Así se resuelve el asunto. Pero entonces se detuvo; bajó la taza. “¡Un momento, eso no está bien! —pensó—. La nieta no le pudo parecer más joven a ese señor; él también la veía más vieja. ¡Las canas no son relativas! ¿Qué significa eso? ¿Entonces no todo movimiento es relativo?” Decidió hacer un último intento de averiguar cómo son las cosas en realidad y recurrió al único parroquiano que estaba en el café: un hombre solitario con uniforme de ferrocarrilero. —Perdón —comenzó—, ¿sería usted tan amable de decirme quién es responsable de que los pasajeros que viajan en el tren envejezcan mucho más despacio que la gente que se queda 15

en un mismo lugar? —Yo soy responsable de eso —respondió el hombre, con naturalidad. —¡Oh! —exclamó el señor Tompkins—. ¡Cómo… —Yo soy un maquinista del ferrocarril —respondió el hombre como si con eso lo explicara todo. —¿Es maquinista? —repitió el señor Tompkins—. Yo siempre quise ser maquinista… cuando era niño, quiero decir. Pero… ¿eso qué tiene que ver con que las personas se mantengan jóvenes? —agregó, con expresión de creciente desconcierto. —No lo sé con precisión —replicó el maquinista—, pero así es. Así me lo dijo un fulano de la universidad. Estábamos sentados por allá —indicó, señalando hacia una mesa junto a la puerta—. Sólo estábamos pasando el rato, ¿sabe?, y entonces me habló de eso. Son cosas demasiado elevadas para mí, claro. No entendí ni una palabra, pero me dijo que todo se reduce a aceleración y desaceleración. Eso sí lo recuerdo. Lo que afecta al tiempo no es sólo la velocidad —apuntó—, sino también la aceleración. Cada vez que se produce un acelerón o un frenazo en el tren, como cuando entramos a una estación o salimos de ella, eso altera el tiempo para los pasajeros. Alguien que no vaya en el tren no será afectado para nada a causa de esos cambios. Cuando el tren entra al andén, no vemos que la gente que espera allí tenga que sostenerse de barandales o de algún objeto para no irse de bruces, como los pasajeros que van en el tren. En ese hecho está toda la diferencia… de alguna manera… —dijo, encogiéndose de hombros. De pronto una mano pesada sacudió el hombro del señor Tompkins. Entonces se dio cuenta de que no estaba sentado en el café de la estación, sino en una banca del auditorio donde había estado escuchando la conferencia del profesor. Las luces se habían atenuado y el lugar estaba vacío. Era el conserje quien lo despertaba, diciendo: —Lo siento, señor, pero tenemos que cerrar. Si quiere dormir, mejor váyase a su casa. El señor Tompkins se puso de pie tímidamente y caminó hacia la salida.

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II. LA CONFERENCIA DEL PROFESOR SOBRE RELATIVIDAD QUE PROVOCÓ EL SUEÑO DEL SEÑOR TOMPKINS

DAMAS y caballeros: En una etapa muy primitiva del desarrollo de la mente humana se formaron con nitidez las nociones de espacio y tiempo como el marco donde se desarrollan los distintos hechos. Esas ideas se transmitieron sin cambios esenciales de una a otra generación y durante el desarrollo de las ciencias exactas fueron incorporadas a los fundamentos de la descripción matemática del universo. El gran Newton fue tal vez quien planteó la primera formulación clara de las nociones clásicas de espacio y tiempo, tal como lo escribió en sus Principia: El espacio absoluto, por su propia naturaleza y sin relación alguna con lo externo, permanece siempre idéntico e inamovible; […] el tiempo absoluto, real y matemático, por sí mismo y debido a su propia naturaleza, fluye de manera inmutable sin relación alguna con las cosas externas.

La creencia en la verdad absoluta de esas ideas clásicas sobre el espacio y el tiempo es tan firme que éstas han sido utilizadas a menudo por los filósofos como verdades a priori y ningún científico pensó siquiera en la posibilidad de ponerlas en duda. Sin embargo, al inicio del siglo XX fue evidente que ciertos resultados obtenidos con los métodos más refinados de la física experimental conducían a contradicciones patentes cuando se interpretaban dentro del marco clásico de espacio y tiempo. Este hecho hizo concebir a uno de los más grandes físicos del siglo, Albert Einstein, la idea revolucionaria de que no existen razones válidas, salvo la tradición, para considerar que las nociones clásicas de espacio y tiempo son verdades absolutas, y de que podían y debían ser modificadas de acuerdo con nuestra nueva experiencia más depurada. De hecho, en virtud de que las nociones clásicas de espacio y tiempo fueron formuladas a partir de la experiencia humana en la vida ordinaria, no nos debe sorprender que los métodos refinados de observación de hoy, basados en técnicas experimentales sumamente desarrolladas, demuestren que esas antiguas nociones son demasiado burdas e inexactas; si se usaron en la vida ordinaria y en las etapas tempranas del desarrollo de la física fue sólo porque sus desviaciones de las nociones correctas eran demasiado pequeñas para ser percibidas. No debe sorprendernos que la expansión del campo 19

de exploración de la ciencia moderna nos lleve a regiones donde estas desviaciones resultan tan grandes que las nociones clásicas ya no pueden utilizarse en modo alguno. El resultado experimental más importante que dio lugar a la crítica fundamental de nuestras nociones clásicas fue el descubrimiento de que la velocidad de la luz en el vacío es una constante (300 000 kilómetros por segundo) y representa el límite superior de todas las velocidades físicamente posibles. Esta importante e inesperada conclusión fue apoyada plenamente, por ejemplo, por los experimentos de los físicos estadunidenses Michelson y Morley al final del siglo XIX, cuando intentaron observar los efectos del movimiento de la Tierra sobre la velocidad de la luz. Partieron de la opinión entonces prevaleciente de que la luz era una onda que se movía en un medio llamado éter. Por eso esperaban que se comportara en forma muy similar a las ondas de agua que se mueven en la superficie de un estanque. Se esperaba que la Tierra se moviera a través de ese medio etéreo, a semejanza de un barco que se desplaza sobre la superficie del agua. Para un pasajero, las ondas provocadas por el barco parecen alejarse más lentamente en la dirección en la que está avanzando que por la popa. En el primer caso, a la velocidad de las ondas de agua tenemos que restar la velocidad del barco, y en el otro las sumamos. Esto se conoce como la teoría de la suma de velocidades y siempre se ha considerado evidente. Por lo tanto, pensaron que de igual manera se podría esperar que la velocidad de la luz pareciera variar según su dirección con respecto al movimiento de la Tierra a través del éter. En realidad tendría que ser posible determinar la velocidad de la Tierra con respecto al éter midiendo la velocidad de la luz en diferentes direcciones. Para gran sorpresa de Michelson y Morley y para sorpresa de todo el mundo científico, descubrieron que ese efecto no existía; la velocidad de la luz era exactamente la misma en todas direcciones. Este extraño resultado dio lugar a la sugerencia de que, tal vez por una infortunada coincidencia, la Tierra en su órbita alrededor del Sol se encontraba en posición estacionaria en relación con el éter en el momento en que el experimento se llevó a cabo. Para descartar esa posibilidad, el experimento fue repetido seis meses más tarde, cuando la Tierra viajaba en dirección contraria, recorriendo el lado opuesto de su órbita. Una vez más, no fue posible detectar diferencia alguna en la velocidad de la luz. En cuanto quedó establecido que la velocidad de la luz no se comportaba como la de las ondas, la única posibilidad restante era que su comportamiento fuera más bien como el de un proyectil. Si disparamos una bala desde un barco, a los pasajeros les parecerá que el proyectil se aleja del barco a la misma velocidad en cualquier dirección, tal como lo observaron Michelson y Morley en el comportamiento de la luz emitida en todas las direcciones posibles desde la Tierra en movimiento. En cambio, alguien que hubiera visto la escena desde la costa habría descubierto que la bala disparada en la misma dirección del barco viaja más rápidamente que una bala disparada en la dirección opuesta. En el primer caso, la velocidad del barco se suma a la velocidad con la que sale la bala de la boca del arma, y en el segundo caso se resta (nuevamente de acuerdo con el teorema de la suma de velocidades). Por consiguiente, cabría esperar que la luz emitida por una fuente que está en movimiento en relación con nosotros tuviera una velocidad diferente según el ángulo de emisión de la luz con respecto a la dirección del movimiento. Sin embargo, el experimento demuestra que tampoco esto sucede. Consideremos por 20

ejemplo el pión neutro. Se trata de una partícula subatómica muy pequeña que al desintegrarse emite dos impulsos de luz. Se ha descubierto que esos impulsos siempre son emitidos con la misma velocidad, cualquiera que sea su dirección en relación con el movimiento del pión emisor, aunque el pión mismo viaje a una velocidad cercana a la de la luz. Así pues, encontramos que mientras el primer experimento demostró que la velocidad de la luz no se comportaba como la de una onda convencional, el segundo demostró que tampoco se comporta como la de una partícula convencional. En conclusión, encontramos que la velocidad de la luz en el vacío tiene un valor constante, cualquiera que sea el movimiento del observador (como en nuestras observaciones desde la Tierra en movimiento) o el movimiento de la fuente luminosa (como en nuestras observaciones de la luz emitida por el pión en movimiento). ¿Y qué ocurre con la otra propiedad de la luz que mencioné: el límite máximo de velocidad? —Bueno —podrían ustedes decir—, pero ¿no sería posible construir una velocidad superior a la de la luz sumando varias velocidades más pequeñas? Por ejemplo, podríamos imaginar un ferrocarril que avanza muy rápidamente a una velocidad de, digamos, tres cuartas partes de la de la luz, y podríamos hacer que un hombre corriera sobre los techos de los vagones de ese tren, también a una velocidad de tres cuartos de la de la luz. (¡Les ruego que usen su imaginación!) Según el teorema de la suma de velocidades, la velocidad total tendría que ser de una y media veces la de la luz. Eso significaría que el hombre corriendo lograría pasar a un rayo de luz que saliera de una lámpara de señales. Sin embargo, tal parece que como la constancia de la velocidad de la luz es una observación experimental, la velocidad resultante en nuestro caso tendría que ser menor de lo esperada; por lo tanto, el clásico teorema de la suma de velocidades debe ser erróneo. El tratamiento matemático del problema —algo que no se me antoja hacer aquí— nos conduce a una nueva fórmula muy sencilla para calcular la velocidad resultante de dos movimientos sobrepuestos. Si v1 y v2 son dos velocidades que vamos a sumar y c es la velocidad de la luz, la velocidad resultante es

En esta fórmula se ve que si las dos velocidades originales fueran escasas, quiero decir, en comparación con la velocidad de la luz, entonces el segundo término del denominador (la parte inferior) de (1) sería tan pequeño que podríamos desecharlo y así obtendríamos el teorema clásico de la suma de velocidades. En cambio, si v1 y v2 no son pequeñas, el resultado siempre será menor que la suma aritmética. Por ejemplo, en el caso del hombre que corría encima de un tren, v1 = 3/4 c y v2 = 3/4 c y nuestra fórmula nos daría la velocidad resultante V 21

= 24/25 c, un valor aún menor a la velocidad de la luz. Notarán ustedes que en el caso particular en que una de las velocidades es c, la fórmula (1) siempre nos conduce a c como velocidad resultante sin importar cuál sea la segunda velocidad. Así, ni aun sobreponiendo cualquier número de posibilidades podremos llegar a exceder jamás la velocidad de la luz. La fórmula ha sido confirmada experimentalmente: la suma de dos velocidades siempre es un poco menor que la suma aritmética de las mismas. Reconociendo la existencia de la velocidad límite superior, podemos comenzar a criticar las ideas clásicas sobre espacio y tiempo, dirigiendo nuestro primer embate contra la noción de simultaneidad. Cuando le decimos a alguien: “La explosión de las minas cerca de Ciudad del Cabo ocurrió exactamente en el mismo momento en que le servían a usted el jamón con huevos en su apartamento de Londres”, creemos que tienen sentido nuestras palabras. Sin embargo, les voy a demostrar que no es así. En términos estrictos, esta declaración no tiene un significado preciso. Para comprobarlo, consideren ustedes qué método emplearían para verificar si dos hechos ocurridos en dos lugares diferentes fueron simultáneos o no. Se diría que ambos sucesos fueron simultáneos si los relojes colocados en ambos lugares marcaban la misma hora. Sin embargo, ahora surge la duda de cómo podemos ajustar los relojes distantes para saber que muestran la misma hora simultáneamente, lo cual nos lleva de nuevo a la pregunta original. Dado que la independencia de la velocidad de la luz en el vacío con respecto al movimiento de su fuente o del sistema en el cual se mide es uno de los hechos experimentales establecidos con mayor exactitud, el siguiente método para medir las distancias y ajustar los relojes correctamente en diversos puestos de observación debe ser reconocido como el más racional y, después de pensarlo un poco más, ustedes convendrán en que es el único método razonable. Una señal luminosa es enviada desde la estación A y en cuanto es recibida en la estación B, se envía de regreso hasta A. La mitad del tiempo medido en la estación A entre el envío y el retorno de la señal, multiplicada por la velocidad constante de la luz, será definida como la distancia entre A y B. Se dice que los relojes de las estaciones A y B han sido correctamente ajustados si en el momento en que la señal llega a B el reloj local marca el promedio de los dos tiempos registrados en A entre el momento en que se envía la señal y el momento en que se recibe. Al aplicar este método entre distintos puestos de observación instalados sobre un cuerpo rígido (la superficie de la Tierra en este caso) llegamos por fin al marco de referencia deseado. Ahora podemos responder preguntas sobre la simultaneidad, o bien, sobre el intervalo que transcurre entre dos hechos que ocurren en distintos lugares. Pero dado que todos los observadores se valen de este método para establecer sus marcos de referencia, ¿obtendrán los mismos resultados en sus mediciones? ¿Qué ocurre si, por ejemplo, los observadores se están moviendo unos en relación con otros? Para responder a esta pregunta, supongamos que esos marcos de referencia han sido establecidos sobre dos cuerpos rígidos diferentes, por ejemplo dos largos cohetes espaciales que avanzan a velocidad constante en direcciones opuestas. Vamos a comparar las mediciones efectuadas con esos dos marcos de referencia. Supongamos que un observador está colocado 22

al frente y otro en el extremo posterior de cada cohete. Para empezar, cada pareja de observadores tiene que ajustar sus relojes con exactitud. Esta operación la realizan mediante una modificación del método antes mencionado. Con una regla para medir, localizan el centro del cohete. Allí colocan una fuente de luz intermitente. Ajustan ésta de modo que emita un impulso luminoso que se propague hacia ambos extremos del cohete. Convienen en que ajustarán sus relojes a cero en el instante en que en sus respectivas ubicaciones sea recibido el impulso que parte del punto medio. La luz habrá viajado distancias iguales hacia cada extremo, a la misma velocidad c. Así nuestros observadores habrán establecido el criterio de simultaneidad en su propio sistema, de acuerdo con la definición anterior, y habrán ajustado sus relojes “correctamente” desde su punto de vista. Ahora deciden ver si las lecturas de tiempo realizadas en su cohete coinciden con las del otro. Por ejemplo, ¿marcan la misma hora los relojes de los dos observadores que están en el cohete 1 cuando son observados desde el cohete 2? Esto se puede comprobar con el siguiente método: en el punto central de cada cohete (donde están colocadas las fuentes luminosas) se instala un conductor eléctricamente cargado, de tal manera que cuando los cohetes se rebasan uno a otro, en el momento en que sus centros quedan en posiciones directamente opuestas, salta una chispa entre los dos conductores. Esto hace que las dos fuentes de luz emitan simultáneamente un impulso hacia los extremos delantero y trasero de sus respectivos cohetes, tal como se ha ilustrado en la figura a. Poco tiempo después, según los observadores 2A y 2B que viajan en el cohete 2, se presenta la situación que se muestra en la figura b. El cohete 1 se ha movido en relación con el cohete 2. Los rayos de luz han recorrido las mismas distancias en ambas direcciones, pero obsérvese lo que ha ocurrido. Como la observadora 1B avanza hacia el frente en dirección al rayo de luz que viene hacia ella (por supuesto, según los observadores 2A y 2B), el impulso que avanza hacia la parte posterior del cohete 1 ya llegó a la posición de 1B. Según 2A y 2B, esto se debió a que tuvo que recorrer una distancia menor. Por consiguiente, la observadora 1B ha ajustado su reloj en cero ¡antes que los demás! En la figura c los impulsos de luz ya llegaron a los extremos del cohete 2 y fue entonces cuando los observadores 2A y 2B ajustaron sus relojes a cero… simultáneamente. Sólo cuando llegamos a la figura d es cuando el impulso que avanzaba en el cohete 1 hacia el observador 1A alcanza a éste, que ha retrocedido (y entonces es, según él, el momento de ajustar su reloj a cero). De esta manera vemos que, desde el punto de vista de los observadores que viajan en el cohete 2, los observadores del cohete 1 no ajustaron sus relojes correctamente, es decir, sus relojes no marcan la misma hora.

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Por supuesto que mostrar la misma situación desde el punto de vista de los observadores del cohete 1 habría sido igualmente sencillo. Desde su punto de vista, el cohete donde ellos están se considera “estacionario” y el cohete 2 es el que debe estar en movimiento. Entonces el observador 2B será el que se mueva para encontrarse con su impulso de luz y el observador 2A se habrá movido alejándose del suyo. En lo que se refiere a 1A y 1B, pensarán que sus relojes fueron ajustados correctamente y que los observadores 2A y 2B no ajustaron bien los suyos. Las diferencias de opinión se presentan porque esos hechos se produjeron en lugares separados y, por esa razón, los dos pares de observadores tienen que hacer cálculos para decidir si existió simultaneidad o no entre esos acontecimientos separados; ellos tienen que dejar un margen por el tiempo que tardaron las señales luminosas en viajar desde los lugares distantes, y ambos insisten en que la velocidad de la luz es constante en todas las direcciones en relación con ellos mismos. (Solamente cuando los hechos ocurren en la misma ubicación —cuando no es necesario hacer ningún cálculo— es cuando puede haber un acuerdo universal acerca de la simultaneidad de los hechos que ocurren en ese lugar.) Como los dos cohetes son absolutamente similares, este desacuerdo entre los dos pares de observadores sólo se puede resolver diciendo que ambos están en lo correcto desde sus respectivos puntos de vista, pero la pregunta de quién está en lo correcto en términos absolutos no puede tener una sola respuesta. De esta manera vemos que la noción de simultaneidad absoluta se esfuma y dos hechos que ocurren en distintos lugares y se les considera simultáneos desde un sistema de referencia serán considerados como hechos separados por un tiempo definido, desde el punto de vista de otro sistema. Al principio esta proposición parece de lo más insólito. Pero les haré esta pregunta: ¿les parecería insólito si les dijera que cuando almuerzan en un tren es posible que tomen la sopa y el postre en el mismo punto del vagón comedor, pero que si consideramos las vías de tren, veremos que lo hicieron en realidad en dos puntos muy separados? Por supuesto que no, ¿verdad? Esta observación sobre su comida en el tren se puede formular diciendo que dos hechos que ocurren en distintos momentos en el mismo punto del espacio en un sistema de referencia estarán separados por un intervalo de espacio definido desde el punto de vista de otro sistema. Creo que ustedes estarán de acuerdo en que esta proposición es “trivial”, pero ahora compárenla con la anterior que les pareció “paradójica” y verán que son proposiciones absolutamente simétricas. Una de ellas se puede transformar en la otra con sólo intercambiar las palabras “tiempo” y “espacio”. Éste es el meollo de la opinión de Einstein: mientras que en la física clásica de Newton se consideraba que el tiempo era independiente del espacio y del movimiento (“fluyendo por igual sin relación con ninguna cosa externa”), en la nueva física el espacio y el tiempo están estrechamente conectados. Representan sólo dos secciones transversales diferentes cortadas en un “continuo espacio-tiempo” homogéneo en el que se producen todos los hechos observables. No nos dejemos desorientar por las formas tan diferentes en que nosotros 25

percibimos y medimos los dos (uno con una regla y el otro con un reloj). La realidad física no está constituida por un espacio tridimensional además de un tiempo unidimensional separado. Espacio y tiempo están indisolublemente unidos en una realidad continua de cuatro dimensiones a la cual nos referimos como el espacio-tiempo. La división de este continuo espacio-tiempo de cuatro dimensiones en un espacio tridimensional y un tiempo unidimensional es puramente arbitraria y depende del sistema según el cual se realicen las observaciones. Así, dos hechos que, observados en un sistema, aparecen separados en el espacio por la distancia l1 y en el tiempo por el intervalo t1, estarán separados por otra distancia l2 y otro intervalo t2 si son observados según otro sistema. Todo depende de la sección transversal específica que se adopte a través de la realidad de cuatro dimensiones, y, a su vez, eso depende del movimiento relativo del observador con respecto a los hechos observados. En cierto sentido, es válido hablar de la transformación del espacio en tiempo y del tiempo en espacio. Hasta cierto punto, pueden “mezclarse” entre sí. En realidad, la transformación de tiempo en espacio (como en el ejemplo del almuerzo en el tren) es un concepto muy común para nosotros. Por el contrario, la transformación de espacio en tiempo, cuyo resultado es la relatividad de la simultaneidad, nos parece insólita. La razón de esto es que si medimos las distancias en, digamos, “metros”, la unidad correspondiente al tiempo no es en este caso el “segundo” convencional, sino una unidad de tiempo más racional que representa el intervalo necesario para que una señal luminosa recorra la distancia de un metro, es decir, 0.000 000 003 de segundo. Si fuéramos sensibles por naturaleza a intervalos de tan corta duración, la pérdida de simultaneidad siempre habría sido una experiencia obvia y manifiesta para nosotros. El hecho es que, en la esfera de nuestra experiencia cotidiana, la transformación de “intervalos de espacio” en “intervalos de tiempo” da lugar a diferencias de observación que no es posible percibir en la práctica. Esto generó el concepto clásico del tiempo como algo absolutamente independiente e invariable. Sin embargo, al investigar movimientos de muy altas velocidades, como los que encontramos cuando los electrones son expulsados de núcleos atómicos radiactivos —donde las distancias son cubiertas en intervalos del mismo orden de magnitud que el tiempo expresado en unidades racionales—, es inevitable tropezar con los efectos que hemos comentado, por lo cual la teoría de la relatividad adquiere mucha importancia. Los efectos relativistas pueden ser observados incluso en la región de velocidades comparativamente pequeñas, por ejemplo, en el movimiento de los planetas de nuestro sistema solar. Son observables gracias a la extraordinaria precisión de las mediciones astronómicas. La observación de esos efectos relativistas requiere la medición de cambios en el movimiento planetario que equivalen a una fracción de un segundo angular al año. Así pues, como he tratado de explicar, nuestro examen de los conceptos de espacio y tiempo nos lleva a la conclusión de que es posible convertir parcialmente “intervalos de espacio” en “intervalos de tiempo” y viceversa. Esto significa que el valor numérico de una distancia dada o de un periodo determinado puede ser diferente cuando la medición se realiza según distintos sistemas en movimiento. Un análisis matemático relativamente sencillo de este problema —en el que, sin embargo, 26

no deseo entrar en estas conferencias— nos lleva a encontrar una fórmula definida para calcular el cambio de esos valores. Para los interesados en este punto, resulta que cualquier objeto de longitud l0, cuando se mueve en relación con un observador con una velocidad v, parece acortarse en una magnitud que depende de su velocidad. Su longitud medida, l, será

A partir de esto podrá verse que l se vuelve más y más pequeña a medida que v se acerca más a c. Ésta es la famosa contracción relativista de la longitud. Debo apresurarme a decir que ésta es la longitud del objeto sólo en la dirección del movimiento. Sus dimensiones en ángulos rectos de dicha dirección no se alteran. En realidad, el objeto se aplana en la dirección del movimiento. En forma análoga, si cualquier proceso cuya duración sea t0 es observado desde un sistema que se mueve a una velocidad v en relación con dicho proceso, será percibido como si tuviera una duración mayor t, dada por

Obsérvese que, a medida que aumenta v, lo mismo ocurre con t. De hecho, a medida que v se acerca al valor de c, t se vuelve tan grande que el proceso prácticamente se detiene. Esto se conoce como la dilatación relativista del tiempo. De aquí ha surgido la idea de que si unos astronautas viajaran a una velocidad cercana a la de la luz, sus procesos de envejecimiento se retardarían tanto que prácticamente no envejecerían: ¡podrían vivir para siempre! No olvidemos que estos efectos son absolutamente simétricos, como ocurre entre los marcos de referencia en el movimiento relativo uniforme. Así como las personas que están en el andén de la estación consideran que los pasajeros de un tren que avanza con rapidez son muy delgados, se mueven en el tren muy lentamente y llevan en sus muñecas relojes que marchan atrasados, los pasajeros del tren pensarán lo mismo de las personas a las que ven por las ventanillas en el andén: les parecerá que la estación está comprimida y que todo lo que ocurre en ella se mueve en cámara lenta. A primera vista, esto puede parecer paradójico. De hecho, este problema ha llegado a conocerse como la “paradoja de los gemelos”. La idea nos propone que hay dos gemelos: una hermana que se va de viaje y un hermano que se queda en casa. Según la teoría que acabamos de presentar, cada gemelo creerá que el otro es el que envejece menos de prisa, de acuerdo con sus observaciones recíprocas y los cálculos que realizan a partir del tiempo que las 27

señales luminosas que intercambian han tardado en llegar hasta cada uno. La pregunta es qué van a descubrir cuando la gemela viajera regrese y puedan hacer una comparación directa entre ellos; una comparación que ya no requerirá cálculo alguno porque de nuevo estarán en el mismo lugar. (Es obvio que no pueden ser ambos más viejos que el otro.) La solución del problema se basa en el reconocimiento de que los dos gemelos no están en igualdad de condiciones. Para que la gemela viajera regrese, será preciso que se someta a diversas aceleraciones: primero a una disminución de velocidad hasta detenerse y después a una nueva aceleración, pero en dirección opuesta. A diferencia de su hermano gemelo, ella no permaneció en un estado de movimiento uniforme. Sólo el gemelo que se quedó en casa ha cumplido esta condición, por lo cual él es quien ve corroborada su suposición de que su hermana es ahora más joven que él. Un detalle más, antes de terminar. Tal vez se pregunten ustedes qué nos impide acelerar un objeto hasta una velocidad mayor que la de la luz. Seguramente pensarán que si impulso con bastante fuerza y el tiempo suficiente un objeto para que no deje de acelerarse, al final alcanzará cualquier velocidad deseada. Según los fundamentos generales de la mecánica, la masa de un cuerpo determina la oposición que éste presenta para ponerse en movimiento o acelerar el movimiento que ya tiene; cuanto mayor sea la masa, tanto más difícil será incrementar su velocidad en una cantidad determinada. El hecho de que en ningún caso sea posible que un objeto supere la velocidad de la luz nos conduce a una posible interpretación de lo que ocurre en realidad. Según esto, el incremento de la resistencia contra el aumento de aceleración se debe a que la masa del objeto aumenta. En otras palabras, su masa tendrá que incrementarse sin límites cuando su velocidad se acerque a la de la luz. Por medio del análisis matemático llegamos a la fórmula de esta dependencia, que es análoga a las fórmulas (2) y (3). Si m0 es la masa a velocidades muy pequeñas, la masa m a la velocidad v se calcula mediante

A partir de esto podemos ver que la resistencia a seguir acelerando se vuelve infinita cuando v se acerca a c; por lo tanto, c es la velocidad final. Una buena demostración del cambio relativista de la masa se observa experimentalmente en las partículas que avanzan a muy altas velocidades. Pongamos por ejemplo los electrones, esas diminutas partículas que se encuentran dentro de los átomos y se mueven en torno al núcleo central. Es fácil acelerarlos porque son muy livianos. Cuando los electrones son arrancados de sus átomos y sometidos a potentes fuerzas eléctricas en aceleradores especiales de partículas, es posible hacer que alcancen velocidades de sólo una fracción minúscula por debajo de la velocidad de la luz. A esas velocidades, su resistencia a mantener la aceleración puede ser el equivalente a la de una partícula de masa 40 000 veces mayor que la masa normal del electrón, tal como se demostró 28

en un laboratorio de Stanford en California. No sólo eso ha sido demostrado, sino también la dilatación del tiempo. En el laboratorio de física de alta energía llamado CERN, en las afueras de Ginebra, Suiza, se ha descubierto que en la vida de un muón inestable (un tipo de partícula fundamental que normalmente sufre una desintegración radiactiva cada millonésima de segundo) puede prolongarse por un factor de 30 cuando viaja a alta velocidad girando dentro de una máquina que tiene la forma de una gran rosquilla hueca. A la velocidad a la que viajan los muones, un factor de 30 es exactamente el valor esperado de acuerdo con la fórmula anterior para la dilatación del tiempo. Así, para esas velocidades, las aproximaciones mecánicas clásicas son del todo inadecuadas y entramos en un ámbito en que la aplicación de la teoría de la relatividad se vuelve imprescindible.

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III. EL SEÑOR TOMPKINS SE VA DE VACACIONES

VARIOS días después de esa primera conferencia, el señor Tompkins seguía intrigado por su sueño sobre la ciudad relativista. Le desconcertaba en especial el misterio de cómo había logrado el maquinista que los pasajeros no envejecieran. Todas las noches se iba a la cama con la esperanza de soñar otra vez con esa ciudad tan interesante. Pero no ocurría así. Siendo un hombre un tanto tímido y ansioso, la mayoría de sus sueños eran desagradables. La última vez soñó que el gerente del banco lo despedía por no hacer sus cuentas con suficiente rapidez. El señor Tompkins intentó disculparse alegando que se había debido a la dilatación relativista del tiempo, pero no logró engañar a nadie. Entonces decidió que necesitaba unas vacaciones. Por eso, aquel día estaba sentado en un tren, mirando por la ventanilla cómo los techos grises del suburbio de la ciudad eran sustituidos poco a poco por los verdes prados de la campiña, mientras se dirigía hacia el mar para gozar de una semana de vacaciones. Por desgracia, había tenido que perderse la segunda conferencia de la serie, pero se las arregló para que la secretaria del departamento le diera una fotocopia de las notas del profesor. Ya las había leído tratando de entenderlas, pero no avanzó mucho. Como las llevó consigo, las sacó del portafolios y empezó a estudiarlas una vez más. Mientras tanto, el ferrocarril lo arrullaba agradablemente… Cuando apartó la vista de las notas y volvió a mirar por la ventana, el paisaje había cambiado bastante. Los postes de telégrafo estaban tan cerca unos de otros que parecían un seto y los árboles tenían las copas demasiado delgadas, como las de los cipreses italianos. Para mayor alegría suya, la persona que estaba sentada frente a él era ¡el profesor! Seguramente subió al tren cuando el señor Tompkins estaba absorto en su lectura. Armándose de valor, el señor Tompkins decidió aprovechar la ocasión. —Supongo que estamos en la tierra de la relatividad —comentó. —Sí, desde luego —respondió el profesor—. ¿Está usted familiarizado con ella…? —Ya estuve aquí una vez. —¿Es usted físico? ¿Es experto en relatividad? —preguntó el profesor. —¡Oh, no! —protestó el señor Tompkins un tanto confundido—. Apenas estoy empezando a aprender acerca de eso; sólo he escuchado una conferencia. —Bueno, nunca es tarde. Es un tema fascinante. ¿Dónde estudia usted? —En la universidad. La conferencia a la que asistí fue la que ofreció usted. 31

—¿Yo? —exclamó su compañero de viaje. Miró fijamente al señor Tompkins y al fin sonrió al reconocerlo—. ¡Ah, sí!, usted es la persona que se sentó al fondo del salón y llegó tarde. Ahora lo recuerdo. Sí, ya decía yo que su rostro me era familiar. —Espero no haberlo molestado… —murmuró el señor Tompkins en tono de disculpa. Deseó con toda su alma que el observador profesor no hubiera notado que él dormitaba durante su conferencia. —No, no. Está bien —fue la respuesta—. Siempre sucede algo así. El señor Tompkins reflexionó un momento y luego se atrevió a decir: —No quiero abusar, pero me gustaría saber si le puedo hacer una pregunta; una muy pequeña. La última vez que estuve aquí, conocí a un maquinista y él me aseguró que la razón por la cual los pasajeros envejecen menos rápidamente que la gente de la ciudad, y no al revés, se debe a que el tren se detiene y arranca. Eso no lo entendí… El profesor lo miró, pensativo, y en seguida empezó a explicar: —Si dos personas se desplazan con un movimiento relativo uniforme, cada una concluirá que la otra envejece menos rápidamente que ella misma (dilatación relativista del tiempo). Una pasajera del tren pensará que el empleado que vende pasajes en la estación envejece menos aprisa que ella; asimismo, dicho empleado concluirá que es ella la que envejece más despacio que él. —Pero no es posible que los dos tengan razón —replicó el señor Tompkins. —¿Por qué no? Ambos tienen razón… desde sus respectivos puntos de vista. —Sí, ¿pero quién tiene verdaderamente la razón? —insistió el señor Tompkins. —No tiene sentido hacer preguntas generales como ésa. En relatividad, las observaciones siempre deben hacerse con respecto a un observador específico, un observador que tenga un movimiento bien definido en relación con el hecho que está observando. —Pero nosotros sabemos que la pasajera envejece menos que el empleado y no al revés. El señor Tompkins habló entonces de su encuentro con el caballero que viajaba tanto y con su nieta. —¡Sí, sí! —interrumpió el profesor algo impaciente—. Una y otra vez surge la paradoja de los hermanos gemelos. Me referí a ella en mi primera conferencia; tal vez lo recuerde usted. El abuelo está sometido a aceleración y la nieta no; sin embargo, él no permanece en un estado de movimiento uniforme constante. Por eso es ella la que acierta al esperar que su abuelo haya envejecido menos cuando regrese y al fin puedan compararse los dos en un mismo lugar. —Sí, sé que así es —asintió el señor Tompkins—, pero todavía no lo entiendo. La nieta puede considerar la dilatación del tiempo según la relatividad para entender por qué su abuelo ha envejecido menos; eso no es difícil. Pero, ¿cómo se las arreglará el abuelo para comprender por qué su nieta ha envejecido más? ¿Cómo puede él explicarlo? —¡Ah! —exclamó el profesor—. De eso fue de lo que hablé en la segunda conferencia, ¿recuerda? El señor Tompkins tuvo que explicar que no había asistido a ella, pero que trataba de ponerse al corriente leyendo las notas. —¡Ya veo! —prosiguió el profesor—. Bueno, déjeme expresarlo de esta manera: para que el abuelo entienda lo que ha pasado, tiene que tomar en cuenta cuál es la situación de su nieta 32

mientras él experimenta cambios en su movimiento. —¿Y cuál es esa situación? —preguntó el señor Tompkins. —Bueno, mientras él viaja a velocidad uniforme, su nieta envejece menos (la dilatación habitual del tiempo). Pero cuando el maquinista aplica los frenos o cuando vuelve a acelerar en el viaje de regreso, entonces ocurre exactamente lo contrario con el proceso de envejecimiento de ella desde el marco de referencia del abuelo, pues a éste le parece que el envejecimiento de la nieta se acelera. Durante esos breves periodos de movimiento no uniforme es cuando ella deja atrás a su abuelo en la carrera del envejecimiento. Por eso, aunque ella reanuda su ritmo normal de envejecimiento más lento durante el viaje de regreso a velocidad uniforme, el efecto neto que él espera es que la encontrará más envejecida que él; y eso es lo que encuentra. —¡Es extraordinario! —comentó el señor Tompkins—. Pero, ¿tienen los científicos alguna prueba de esto? ¿Hay experimentos que demuestren esa diferencia en el ritmo de envejecimiento? —Claro que sí. En mi primera conferencia hablé de los muones inestables que giran en el interior de la rosquilla hueca del laboratorio CERN en Ginebra. Como viajaban a una velocidad cercana a la de la luz, tardaron 30 veces más en desintegrarse que los muones que permanecieron inmóviles en el laboratorio. Los muones en movimiento son como el abuelo; ellos son los que realizan un viaje redondo y son sometidos a todas las fuerzas necesarias para mantenerlos en su trayectoria y traerlos de regreso al punto de partida. Los muones estacionarios son como la nieta; envejecen al ritmo normal; se desintegran o “mueren” más pronto que los muones en movimiento. “De hecho, hay otra manera de verificar esto; el método indirecto: las condiciones que existen en un sistema de movimiento no uniforme son análogas, o tal vez debería decir idénticas, al resultado de la acción de una fuerza de gravedad intensa. Tal vez haya notado usted que cuando estamos en un ascensor que acelera rápidamente al subir, nos parece que hemos ganado peso; inversamente, si el ascensor baja muy de prisa (esto sería más palpable si el cable se rompiera), sentimos como si hubiéramos perdido peso. La explicación es que el ‘campo gravitacional’ creado por la aceleración se suma a la gravedad de la Tierra, o se resta de ella. Esta equivalencia entre aceleración y gravedad significa que podemos investigar el efecto de la aceleración sobre el tiempo observando los efectos de la gravedad. Se ha descubierto que la gravedad terrestre hace que las vibraciones atómicas sean más rápidas en lo alto de una torre elevada que al pie de ella. Y esto es exactamente lo que Einstein predijo acerca del efecto de la aceleración.” El señor Tompkins frunció el ceño. No acertaba a ver la relación entre la aceleración de las vibraciones atómicas en lo alto de una torre y el envejecimiento supuestamente acelerado de la nieta. Al notar su desconcierto, el profesor prosiguió. —Supongamos que usted está al pie de la torre mirando hacia arriba las vibraciones aceleradas de los átomos que están en la parte alta. Sobre usted actúa una fuerza externa: el piso lo empuja hacia arriba para contrarrestar la gravedad. El hecho de que esta fuerza ascendente haya entrado en juego es lo que incrementa los procesos de tiempo de todo lo que se encuentre en la dirección de dicha fuerza. Cuanto más lejos estén esos átomos de usted, tanto mayor será lo que llamamos la diferencia de potencial gravitacional entre usted y ellos. 33

A su vez, eso significa que esos átomos tendrán mayor velocidad en comparación con los átomos que se encuentran al lado de usted al pie de la torre. “Y en forma similar, si usted está sujeto a una fuerza externa en este tren… —hizo una pausa—. De hecho, ahora estamos perdiendo velocidad; el maquinista ha aplicado los frenos. ¡Excelente! En este preciso momento el respaldo de su asiento está aplicando una fuerza sobre usted que altera su velocidad. Está actuando en dirección a la parte posterior del tren. Mientras esto sucede, los procesos de tiempo de todo lo que esté en esa dirección se acelerarán. Y si allí es donde se encuentra su nieta, eso mismo le pasará a ella. ”—¿Dónde estamos ahora, por cierto? —preguntó, mirando por la ventanilla.” El tren iba pasando muy despacio por una pequeña estación campestre. Nadie esperaba en el andén, excepto el portero, y un joven estaba sentado ante la ventana de la taquilla, leyendo un periódico en el otro extremo del andén. De pronto, el portero agitó las manos en el aire y cayó boca abajo. El señor Tompkins no oyó el sonido de un disparo que probablemente fue encubierto por el ruido del tren, pero el charco de sangre que se formó alrededor del cuerpo del portero mostraba fuera de toda duda lo que había pasado. El profesor accionó de inmediato el cordón de emergencia y el tren se detuvo con una sacudida. Cuando salieron del vagón, el joven empleado de la taquilla corría hacia el portero con una pistola en la mano. En ese momento un policía entró en escena. —Fue un tiro en el corazón —dijo el policía después de examinar el cuerpo. Entonces se dirigió al joven—. Queda usted detenido por el asesinato del portero. Entrégueme el arma. El empleado miró horrorizado la pistola. —¡No es mía! —gritó—. Sólo la recogí. Estaba allí en el suelo. Yo estaba leyendo, oí el tiro y vine corriendo. Y encontré el arma sobre el suelo. El asesino debió de arrojarla allí antes de salir huyendo. —¡Eso es increíble! —dijo el policía. —¡Pero así fue! —insistió el joven—. Yo no lo maté. ¿Por qué le haría algo así a ese pobre hombre…?

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Miró hacia todas partes, desesperado. —¡Ustedes! —dijo, señalando al señor Tompkins y al profesor—. Ustedes deben haber visto lo que pasó. Estos caballeros son testigos de que soy inocente. —Sí —confirmó el señor Tompkins—. Yo lo vi todo. Este hombre estaba leyendo su periódico cuando el portero fue baleado. Él no tenía la pistola en la mano en ese momento. —Sí, pero ustedes estaban en el tren —señaló el policía, desestimando la idea—. Ustedes se estaban moviendo, ¿verdad? ¡Se movían! Por eso, lo que ustedes vieron no tiene importancia. No hay ninguna prueba. Visto desde el andén, el hombre pudo haber sacado la pistola y disparado contra la víctima, aunque en el momento de la muerte, a ustedes en el tren les haya parecido que todavía estaba leyendo. La simultaneidad depende del sistema según el cual se observan los hechos, ¿no es así? Sé lo que usted quiere decir, caballero, pero únicamente me está haciendo perder el tiempo. Venga usted conmigo —exigió, dirigiéndose al desafortunado empleado. —¡Eh!, disculpe, oficial —interrumpió el profesor—, pero creo que está cometiendo un error: un grave error. Por supuesto, es cierto que la noción de simultaneidad es muy relativa en este país. También es verdad que dos hechos que ocurren en distintos lugares pueden ser simultáneos o no según el movimiento del observador. Pero ni siquiera en este país es posible que un observador vea la consecuencia antes que la causa. (Supongo que usted nunca ha recibido una carta antes que se la manden ni se ha emborrachado antes de abrir la botella.) El hecho es que vimos al joven tomar la pistola después de que el inspector cayó muerto. Según creo, está usted suponiendo que a causa del movimiento del tren, nosotros pudimos haber visto al inspector caer herido de bala antes que su asesino disparara el arma que causó la muerte. Con el debido respeto, debo decirle que eso es del todo imposible, incluso en su país. Sé que a ustedes en la fuerza policial les enseñan a trabajar con estricto apego a lo que se indica en su manual de instrucción. Sospecho que si usted lo consulta ahora, probablemente hallará algo a este respecto… El tono de autoridad del profesor impresionó mucho al policía. Entonces sacó el manual de instrucciones de su bolsillo y lo hojeó lentamente. Pronto, una mansa sonrisa de vergüenza se dibujó en su gran cara roja. —Sí, señor, creo que usted tiene razón en ese aspecto —reconoció—. Aquí está; lo dice la sección 37, apartado 12, párrafo e: “Si desde un sistema en movimiento cualquiera hace una observación digna de confianza, en el sentido de que el sospechoso estaba a una distancia d de la escena del crimen dentro de un intervalo de tiempo ±cd del instante en el que fue cometido el crimen (siendo c el límite natural de la velocidad), entonces el sospechoso no pudo haber sido el causante del crimen y, por lo tanto, tiene una coartada aceptable”. —Lo siento mucho —le dijo en un murmullo al empleado—. Por lo visto cometí un error. Le ruego me perdone. El joven tenía una expresión de alivio. Volviéndose hacia el profesor, el policía agregó: —Y muchas gracias, señor. Soy nuevo en el servicio, ¿comprende? Aún tengo que aprender muchas de esas reglas. Debo reconocer que usted me ahorró muchas dificultades allá 36

en la oficina. Ahora discúlpenme pero debo hacer el informe del homicidio. Entonces empezó a hablar por su radio. Un minuto más tarde, mientras el señor Tompkins y el profesor volvían a subir al tren después de despedirse del agradecido empleado, el oficial les gritó: —¡Buenas noticias! Parece que ya atraparon al verdadero asesino. Mis compañeros pescaron a un sospechoso que huía de la estación. ¡Gracias, una vez más! De nuevo en sus asientos, preguntó el señor Tompkins: —Supongo que soy muy tonto, pero todavía no creo haber entendido a fondo todo este asunto de la simultaneidad. ¿Estoy en lo cierto si digo que en este país la simultaneidad no tiene sentido? —Eso tiene sentido —fue la respuesta—, pero sólo hasta cierto punto; de no ser así yo no habría podido ayudar al empleado en el andén. Verá usted, la existencia de un límite natural de velocidad para el movimiento de cualquier objeto o para el envío de cualquier señal hace que la simultaneidad, en el sentido común de la palabra, pierda significado. Supongamos que usted tiene un amigo en un país lejano y se comunica con él por correo aéreo. Imaginemos que las cartas tardan tres días en llegar a su destino. Suponga que algo le ocurre a usted el domingo y ese mismo día se entera de que a su amigo le pasará lo mismo. Resulta claro que no podrá comunicárselo antes del miércoles. Por otra parte, si él hubiera sabido con anterioridad lo que le iba a ocurrir a usted, la fecha más reciente en que se lo podía haber comunicado habría sido el jueves anterior. Así, durante los tres días previos, su amigo no tuvo posibilidad alguna de influir en el destino de usted aquel domingo, ni tampoco podría él resultar afectado antes de tres días por lo que a usted le haya pasado el domingo. Desde el punto de vista de la causalidad, él estaba incomunicado con respecto a usted, por así decirlo. —¿Y si le hubiera enviado un mensaje por correo electrónico? —sugirió el señor Tompkins. —Para simplificar la explicación, supuse que la velocidad del avión que transporta el correo era la máxima velocidad posible. De hecho, la velocidad de la luz (o de cualquier otra forma de radiación electromagnética, como las ondas de radio) es la velocidad máxima. No se puede enviar una señal ni tener una influencia causal a mayor velocidad que ésa. —Perdón, pero ya me perdí —dijo el señor Tompkins—. ¿Qué tiene que ver todo eso con la simultaneidad? —Bueno —respondió el profesor—. Hablemos del almuerzo del domingo, por ejemplo. Usted y su amigo lejano almorzaron el domingo. Pero ¿lo hicieron al mismo tiempo, es decir, simultáneamente? Un observador podría decir que sí, pero otros que hayan hecho sus observaciones desde diferentes trenes, por decirlo así, insistirían en que usted almorzó el domingo al tiempo que su amigo almorzaba el viernes o el martes. Sin embargo —y esto es lo importante—, nadie podría haber observado en ninguna circunstancia que usted y su amigo almorzaran simultáneamente con más de tres días de diferencia. Si alguien dijera que los observó, caería en todo tipo de contradicciones. Por ejemplo, supongamos que fuera posible que usted enviara por correo ferroviario los restos de su almuerzo del domingo para que su amigo los saboreara en su almuerzo dominical. En ese caso, ¿cómo podría un observador concluir que ambos comieron el almuerzo del domingo simultáneamente si cuando él recibió el envío usted ya había terminado de almorzar? Y algo más… 37

En este punto fue interrumpida la conversación. Una sacudida repentina despertó al señor Tompkins. El tren se había detenido en su destino. El señor Tompkins recogió apresuradamente sus cosas, descendió del tren y salió en dirección a su hotel. A la mañana siguiente, cuando el señor Tompkins bajó a desayunar en la larga terraza con cristales del hotel, lo esperaba una sorpresa: ¡en la mesa del rincón opuesto estaba sentado el profesor! En realidad no se trataba de una coincidencia tan grande como podría pensarse. Cuando el señor Tompkins fue a la universidad a pedir las notas de la conferencia, la secretaria le mostró un aviso donde decía que la conferencia de la semana siguiente se había cancelado. La misma secretaria le dijo al señor Tompkins que eso se debía a que el profesor se tomaría una semana de vacaciones. Cuando él comentó que esperaba que fuera a un lugar agradable, ella le mencionó el nombre del lugar. Era uno de los sitios favoritos del señor Tompkins, aunque ya hacía años que no lo visitaba. Esto fue lo que le inspiró la idea de seguir el ejemplo del profesor. Por eso acabó allí, en el mismo centro turístico junto al mar. La única sorpresa afortunada para el señor Tompkins fue descubrir que, por casualidad, estaba en el mismo hotel que el profesor. Pero lo que sorprendió al señor Tompkins aún más que la presencia del profesor fue la persona que estaba conversando con el sabio: una mujer con ropa informal, no precisamente bella pero sin duda atractiva, baja de estatura pero elegante y con largas manos que movía de manera expresiva al hablar y reír. El señor Tompkins calculó que tenía poco más de 30 años, tal vez un poco más joven que él. Se preguntó qué podía ver una mujer como ésa en un anciano como el profesor. En ese momento ella miró en dirección a él. Para su vergüenza, sin darle tiempo de apartar la mirada, lo sorprendió observándola y le dirigió una leve sonrisa cortés. Y, de inmediato, volvió a centrar su atención en su acompañante. Entre tanto, el profesor había seguido la mirada de la joven y ahora lo observaba con atención. Cuando se miraron de frente, el profesor hizo un leve gesto de “¿dónde conocí a ese hombre?”

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El señor Tompkins consideró que lo mejor sería ir hacia ellos y presentarse. Le pareció raro hacerlo por segunda vez, pero por supuesto comprendía que el encuentro del día anterior sólo había sido un sueño. El profesor lo invitó cordialmente a cambiar de mesa para compartir la de ellos. —Por cierto, ella es mi hija Maud —explicó. —¡Su hija! —exclamó el señor Tompkins—. ¡Ah! —¿Le parece raro? —preguntó el profesor. —No, no —dijo resueltamente el señor Tompkins—. No. Por supuesto que no. Mucho gusto de conocerla, Maud. Ella sonrió y le extendió la mano. Una vez que estuvieron sentados y pidieron el desayuno, el profesor le preguntó al señor Tompkins: —¿Qué le pareció a usted todo lo que dijimos sobre el espacio curvo en la primera conferencia…? —¡Papá! —le advirtió con amabilidad Maud. Pero él no le hizo caso. Una vez más, en lo que le parecía una repetición de su sueño, el señor Tompkins tuvo que disculparse por no haber asistido a la conferencia. Sin embargo, al profesor le impresionó saber que se había tomado la molestia de buscar las notas de la conferencia y estaba tratando de ponerse al corriente. —Bueno. Es evidente que está interesado —le dijo—. Si nos aburrimos de estar aquí todo el día sin hacer nada, yo podría asesorarlo. 39

—¡Papá! —explotó Maud, indignada—. No hemos venido aquí para eso. Se supone que te alejarías de esas cosas durante una semana. El profesor rió. —Siempre me está regañando —dijo, acariciándole la nuca con afecto—. Venir de vacaciones fue idea suya. —Y de tu médico, no lo olvides —le recordó ella. —Como quiera que sea —repuso el señor Tompkins—, sin duda aprendí mucho en la primera conferencia. Rió y luego les contó sus sueños sobre la tierra de la relatividad: cómo las calles se encogían visiblemente y los efectos de la dilatación del tiempo se presentaban ante él muy amplificados. —Eso es lo que te he dicho —le dijo Maud a su padre—. Si vas a dar conferencias para el público, tienes que presentarlas en términos más concretos. Es preciso que la gente relacione los efectos que describes con cosas de la vida diaria. Creo que esa tierra de la relatividad debería aparecer en tus conferencias; tómalo como una sugerencia del señor Tompkins. Eres demasiado abstracto… demasiado… académico. —Demasiado académico —repitió el profesor con una risita—. Ella siempre dice eso. —Es que lo eres. —¡De acuerdo, de acuerdo! —reconoció él—. Lo pensaré. Por cierto —agregó—, su sueño no es correcto. Aunque el límite de velocidad fuera de 30 kilómetros por hora, la bicicleta no se vería contraída al pasar. —¿Ah, no? —inquirió el señor Tompkins mostrándose confundido. —No sería así, no. La cuestión es que lo que usted ve con los ojos o lo que fotografía con una cámara depende de la luz que llega al ojo o a la lente en el mismo instante. Ahora bien, si la luz que viene de la parte posterior de la bicicleta tiene mayor distancia que recorrer que la que viene del frente, entonces la luz que llega de cada extremo en un punto particular del tiempo partió en diferentes momentos, es decir, cuando la bicicleta estaba en distintas posiciones. La luz que viene de la parte de atrás debió haber salido (y parecerá que proviene) del lugar donde se encontraba la parte posterior cuando la bicicleta ya estaba un poco más adelante en el camino… El señor Tompkins se perdió desde antes de llegar a este punto, de modo que el profesor se interrumpió. Reflexionó un momento y luego se encogió de hombros. —Es un pequeño detalle. Lo que pasa es que el carácter finito de la velocidad de la luz distorsiona lo que vemos. Lo que en realidad vería usted en la tierra de la relatividad sería una bicicleta que parecería estar al revés. —¿Al revés? —exclamó el señor Tompkins. —Sí. Así es como ocurren las cosas. La vería usted al revés, pero no más corta. Sólo cuando se realiza esta observación puntual (con los datos impresos en su fotografía, por ejemplo) y se dejan márgenes apropiados para los diferentes tiempos de viaje de la luz que llegó a cada uno de los puntos de la foto, es cuando se puede calcular (observe que dije calcular y no ver) el fenómeno… Sólo entonces se puede concluir que para aparecer en esa fotografía la bicicleta debió haberse contraído en sentido longitudinal. —Ya estás otra vez con tus detalles académicos —interrumpió Maud. 40

—¿Detalles académicos? —explotó el profesor—. Nada de eso… —Tengo que regresar a mi habitación. Necesito mi cuaderno de dibujo —dijo ella—. Los dejaré solos. Nos veremos a la hora del almuerzo. En cuanto Maud se fue, comentó el señor Tompkins: —Me supongo que a ella le gusta un poco dibujar, ¿verdad? —¿Un poco?… —El profesor le lanzó una mirada de advertencia—. No me gustaría que ella lo oyera decir tal cosa. Maud es una artista, una profesional del arte. Se ha ganado un prestigio por sí misma. No cualquiera tiene una exposición retrospectiva en una galería de Bond Street. Además, su semblanza fue publicada en The Times el mes pasado. —¿De veras? —preguntó el señor Tompkins—. Usted debe estar muy orgulloso de ella. —Lo estoy, sin duda. Al final las cosas salieron muy bien. —¿Al final? ¿Qué quiere usted decir…? —No, nada. Sólo que eso no era exactamente lo que yo esperaba de ella. Tenía dotes para ser una física de primera. Era excelente: fue la mejor de la clase en matemáticas y física, allá en la universidad. Después, intempestivamente lo dejó todo. Sucedió de repente… Su voz se quebró. Luego, recobrando la compostura, continuó: —Pero, como le dije, se ha labrado el éxito por sí misma… y está contenta. ¿Qué más puedo desear? —miró a través de la ventana del comedor—. ¿Le gustaría venir conmigo? Nos podríamos instalar en un par de sillas allá afuera antes que las ocupen todas y… —agregó en tono conspiratorio, asegurándose de que Maud no anduviera cerca—, podríamos hablar de ese asunto. Salieron hacia la playa y se instalaron en un lugar tranquilo. —Bueno —inició el profesor—. Pensemos en el espacio curvo. Lo podremos hacer mejor si imaginamos una superficie, una superficie de dos dimensiones, como la de la Tierra. Imagine que un magnate petrolero decide averiguar si sus gasolineras están distribuidas uniformemente en un país determinado, como por ejemplo los Estados Unidos. Con ese propósito da instrucciones a su oficina en el centro del país (digamos que en la ciudad de Kansas). Sus órdenes son que cuenten el número de gasolineras que hay a cierta distancia de la ciudad, que luego las cuenten en el doble de esa distancia, luego en el triple, y así sucesivamente. El magnate recuerda que en sus años de escuela aprendió que el área de un círculo es proporcional al cuadrado de su radio y espera que, si la distribución es uniforme, el número de gasolineras contadas se incremente de acuerdo con la secuencia de números 1, 4, 9, 16, etc. Cuando llega el informe, le sorprende ver que el verdadero número de gasolineras aumenta un poco más despacio; digamos, según la secuencia 1, 3.9, 8.6, 14.7, etc. “No lo entiendo —exclama—. Parece que mis gerentes no saben hacer su trabajo. ¿A quién se le ocurrió la brillante idea de concentrar más las gasolineras cerca de la ciudad de Kansas?” ¿Es acertada la conclusión del magnate?

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—Me parece que sí —asintió el señor Tompkins. —Pues no lo es —afirmó el profesor—. Se le había olvidado que la superficie de la Tierra no es un plano, sino una esfera. En una esfera, el área dentro de un radio dado crece más lentamente con respecto a éste que en el caso de un plano. Pongamos como ejemplo esa pelota —dijo, señalando la pelota de playa que una niña le arrojaba a su padre—. Suponga que tenemos un globo en el cual se ha marcado el polo norte. Si tomamos ese polo norte como centro, entonces el círculo con radio igual a la mitad de un meridiano será el ecuador y el área comprendida entre él y el polo será el hemisferio norte. Al aumentar el radio al doble abarcaremos toda la superficie del globo (o de la Tierra); en este caso, el área se habrá incrementado sólo al doble y no cuatro veces, como ocurriría en un plano. La diferencia se debe a la curvatura positiva de la superficie. ¿De acuerdo? —Sí, supongo que sí —dijo el señor Tompkins—. ¿Pero por qué dijo usted “positiva”? ¿Acaso existe también una curvatura negativa? —Claro que sí —respondió el profesor, y recorrió con la mirada toda la playa, buscando algo—. ¡Allá está! Tenemos un ejemplo frente a nosotros —dijo, señalando un asno en el que cabalgaba un muchacho—. La silla. La superficie de la silla de montar que lleva el burro es un ejemplo de curvatura negativa. 42

—¿Una silla de montar? —repitió el señor Tompkins. —Sí, o bien, en la superficie de la Tierra, un paso en forma de silla de montar entre montañas. Supongamos que un botánico vive en una cabaña, construida en un paso en forma de silla entre montañas, y desea calcular la densidad del bosque de pinos que rodea su casa. Si cuenta el número de pinos que hay en un radio de 100 metros, 200, etc., de la cabaña, verá que la cantidad aumenta más rápido que el cuadrado de la distancia (lo contrario de lo que ocurría en el globo). En una superficie en forma de silla de montar, el área incluida hasta un radio determinado es mayor que en un plano. Se dice que esas superficies tienen curvatura negativa. Si tratamos de extender sobre un plano una superficie en forma de silla de montar, tendremos que hacerle dobleces, mientras que si intentamos lo mismo con una superficie esférica, es probable que ésta se rompa si no es elástica. —Ya veo —dijo el señor Tompkins. —Hay otro detalle acerca de esas superficies en forma de silla de montar —prosiguió el profesor—. El área de una esfera es finita (4πr 2); la superficie está cerrada sobre sí misma. Pero eso no sucede con una silla de montar. En principio, la superficie de la silla se podría extender indefinidamente en todas las direcciones. Es una superficie “abierta”, no “cerrada”. Claro está que, en mi ejemplo del paso en forma de silla, la superficie deja de tener curvatura negativa en cuanto salimos de las montañas y regresamos a la superficie positivamente curva de la Tierra. Pero, por supuesto, puede imaginar una superficie que conserve su curvatura negativa en todos los puntos.

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—Muy bien —dijo el señor Tompkins—. Pero disculpe si le digo que todo esto me parece muy elemental. ¿Por qué me lo explica…? —Pues bien, la cuestión es que exactamente el mismo tipo de razonamiento se aplica al espacio de TRES dimensiones, no sólo a los “espacios” o las superficies bidimensionales que hemos considerado hasta este momento. El espacio tridimensional puede ser curvo. —¿Pero cómo…? —Por el mismo razonamiento anterior; aplicamos la misma técnica. Supongamos que tenemos objetos distribuidos uniformemente en todo el espacio; ahora se trata de un espacio tridimensional y no de unas gasolineras distribuidas en la superficie bidimensional de la Tierra. En este caso podemos hablar de estrellas, o, mejor aún, de galaxias (grandes conjuntos espirales de estrellas dispersos en todo el espacio) o cúmulos de galaxias. Supongamos que 44

los cúmulos de galaxias están distribuidos de manera más o menos uniforme, es decir, que la distancia entre ellos siempre es más o menos la misma. Bien, entonces podríamos contar el número de cúmulos dentro de diferentes distancias de donde usted se encuentra. Si ese número crece según el cubo de la distancia, el espacio es plano. (Por supuesto, usted sabe que el volumen de una esfera aumenta según el cubo de su radio, de acuerdo con la geometría euclidiana normal.) El señor Tompkins asintió. —Bien —continuó el profesor—. Si el número de cúmulos de galaxias aumenta en esa proporción, entonces diremos que el espacio es “plano”, que es auténticamente euclidiano. Pero si descubrimos que el crecimiento es más lento o más rápido, entonces el espacio posee una curvatura positiva o negativa. —¿Lo que dice usted es que si la curvatura es positiva, el espacio comprendido dentro de una distancia dada tiene menos volumen, pero si la curvatura es negativa, dicho volumen es mayor? —se atrevió a preguntar el señor Tompkins. —Exactamente —sonrió el profesor. —¿Eso significa entonces que, si el espacio tuviera una curvatura positiva (este espacio que nos rodea a todos aquí), el volumen de esa pelota de playa no sería de 3/4 πr 3, sino un poco más pequeño? —Así es. Y si se trata de una curvatura negativa, entonces será mayor. Tome en cuenta — añadió el profesor— que con una esfera tan pequeña, la diferencia sería minúscula; nunca podríamos detectarla. La única esperanza sería realizar mediciones a grandes distancias, como las que se usan en astronomía; por eso le hablo de las distancias entre los cúmulos de galaxias dispersos en todo el universo. —Esto es realmente extraordinario —murmuró el señor Tompkins. —Sí —asintió el profesor—. Pero no sólo es eso. Si la curvatura es negativa, podemos esperar que el espacio tridimensional se extienda indefinidamente en todas direcciones (como la superficie bidimensional de la silla de montar). Por otra parte, una curvatura positiva implicaría que el espacio tridimensional es finito y cerrado. —¿Qué significa eso? —¿Qué significa? —musitó el profesor—. Significaría que si un cohete espacial despegara verticalmente en el polo norte y continuara en línea recta en la misma dirección, finalmente regresaría a la Tierra, llegando desde la dirección opuesta, y aterrizaría en el polo sur. —¡Pero eso es imposible! —exclamó el señor Tompkins. —Tan imposible como que un explorador que supusiera que la Tierra es plana circunnavegara el globo, viajando siempre hacia el oeste, y creyera que al hacerlo se alejaba más y más de su punto de partida, viera que al final había regresado a su punto de partida, llegando a él desde el este. Y hay otra cosa… —¡Ninguna otra! —protestó el señor Tompkins, que ya para entonces estaba confundido. —El universo se expande —continuó el profesor sin inmutarse—. Los cúmulos de galaxias de los que le hablé están yéndose más lejos. Cuanto más se alejan los cúmulos, tanto más aprisa se mueven. Todo eso se debe a la Gran Explosión. ¿Usted ha oído hablar del Big Bang, verdad? 45

El señor Tompkins asintió, tratando de imaginar adónde habría ido Maud. —De acuerdo —prosiguió el sabio—. Ese fue el comienzo del universo. Hubo una Gran Explosión en la que todo surgió inicialmente a partir de un solo punto. Antes de esa explosión no existía nada, ni espacio, ni tiempo, absolutamente nada. Fue entonces cuando todo empezó. Los cúmulos de galaxias todavía se están separando entre sí como consecuencia de aquella explosión gigantesca. Pero su velocidad está disminuyendo a causa de las fuerzas gravitacionales que actúan recíprocamente entre ellos. La pregunta crucial es si los cúmulos se están separando con rapidez suficiente para escapar de la tracción de su gravedad (en cuyo caso el universo se expandirá para siempre) o si un día se detendrán y a partir de entonces volverán a juntarse. Eso daría lugar a un Big Crunch, o Gran Aplastamiento. —¿Qué pasaría entonces, después del Gran Aplastamiento? —preguntó el señor Tompkins volviendo a interesarse en el asunto. —Bueno, podría ser eso: el final. El universo dejaría de existir. Pero también podría rebotar en un Big Bounce o Gran Rebote. Podría tratarse entonces de un universo oscilante: habría una expansión seguida de una contracción, acompañada de otro ciclo de expansión y así sucesivamente, todo el tiempo. —¿Y qué va a pasar? —preguntó el señor Tompkins—. ¿Continuará la expansión para siempre o un día llegará el Gran Aplastamiento? —No se sabe con certeza. Eso depende de cuánta materia haya en el universo, la materia que provoca el refrenamiento de la fuerza gravitacional. Tal parece que las cosas están muy bien equilibradas. La densidad promedio de la materia se aproxima a lo que llamamos el valor crítico, el valor límite que separa los dos programas. Es difícil decir qué pasará porque ahora sabemos que la mayor parte de la materia del universo no es luminosa; no es como la materia de la que están constituidas las estrellas; no tiene brillo. La llamamos materia oscura. Y por ser oscura, su presencia es mucho más difícil de detectar, pero sabemos que representa por lo menos 99% de toda la materia, y así es como hemos calculado una densidad total muy próxima al valor crítico. —¡Qué lástima! —comentó el señor Tompkins—. Me gustaría haber sabido cuál será el destino del universo. ¡Qué mala suerte que eso sea tan difícil de averiguar a causa del valor de la densidad! —Bueno… sí y no. El hecho de que la densidad haya resultado tener un valor tan próximo al crítico (entre todos los valores que concebiblemente pudo haber tenido) despierta la sospecha de que debe haber una profunda razón fundamental para que sea así. Mucha gente sospecha que muy al principio o en la Gran Explosión intervino un mecanismo a causa del cual la densidad adquirió, automáticamente, ese valor especial. En otras palabras, no por coincidencia está la densidad tan cerca del valor crítico; eso no sucede por azar; en realidad, es necesario que tenga el valor crítico. De hecho, creemos saber cuál es ese mecanismo. Todo eso lo estudia la teoría de la inflación… —¡Otro tecnicismo, papá! Los dos se sobresaltaron por la llegada de Maud. Se había acercado por detrás de ellos mientras estaban abstraídos en su conversación. —Déjalo descansar un poco —dijo ella. —Un minuto más —insistió el profesor, y volviéndose hacia su compañero continuó—: le 46

iba a decir, antes de ser tan rudamente interrumpido, que todas las cosas que hemos mencionado están interrelacionadas. Si existe materia suficiente para ocasionar un Gran Aplastamiento, entonces habrá también la suficiente para producir una curvatura positiva, lo cual dará lugar a un universo cerrado con un volumen finito. Por otra parte, si no hay suficiente materia… —hizo una pausa y el ademán de que había llegado el turno del señor Tompkins para proseguir el diálogo. —Este… si, como usted dice, no hay suficiente materia… este… El señor Tompkins estaba en una situación muy embarazosa, no por la posibilidad de parecer tonto frente a su maestro, sino porque la idea de que Maud estuviera escuchando con atención lo hizo sentir peor. —Si, como decía, no hay suficiente materia para alcanzar la densidad crítica, entonces el universo se expandirá para siempre y… y… eh, sólo estoy tratando de adivinar… ¿tendríamos una curvatura negativa…? ¿Y el universo sería infinitamente grande…? —¡Excelente! —exclamó el profesor—. ¡Qué buen discípulo! —Sí, muy bueno —coincidió Maud—. Pero todos sabemos que probablemente la densidad será crítica, y así la expansión terminará por detenerse, pero sólo en un futuro infinito. Ya he oído todo eso anteriormente. ¿Nos metemos al agua ahora? Pasó algún tiempo antes que el señor Tompkins comprendiera que la pregunta iba dirigida a él. —¿Yo? ¿Me pregunta si yo voy a nadar? —No pensará usted que me estoy dirigiendo a él, ¿verdad? —dijo ella, riendo. —Este… pero no estoy preparado. Tendré que ir a ponerme mi traje de baño. —Por supuesto. Supuse que usted se pondría algo —le respondió ella, dirigiéndole una mirada pícara.

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IV. LAS NOTAS DE LA CONFERENCIA DEL PROFESOR SOBRE EL ESPACIO CURVO

DAMAS y caballeros: el tema de hoy es el espacio curvo y su relación con los fenómenos de la gravitación. No tenemos la menor dificultad en imaginar una línea curva o una superficie curva, pero ¿qué puede significar un espacio curvo, un espacio curvo de tres dimensiones? Por supuesto, es imposible formarse una imagen mental de un espacio curvo tridimensional. Para eso, de alguna manera habría que mirarlo desde “afuera”, por así decirlo, desde otra dimensión (del mismo modo que vemos la curvatura de una superficie bidimensional por la forma en que penetra en la tercera dimensión). Sin embargo, hay otra forma de abordar la investigación de la curvatura: consiste en usar un enfoque matemático, en lugar de basarse en la visualización. Consideremos en primer término la curvatura en una superficie de dos dimensiones. Los matemáticos decimos que una superficie es curva si las propiedades de las figuras geométricas que se dibujan en ella son diferentes de las que esas figuras tendrían en un plano. El grado de curvatura se determina midiendo la desviación que muestran dichas figuras con respecto a las reglas clásicas de Euclides. Por ejemplo, si dibujamos un triángulo en un papel plano, la suma de sus ángulos es igual a dos ángulos rectos (como lo aprendió usted en geometría elemental). Podemos manipular ese papel para darle forma cilíndrica, cónica u otra aún más complicada, pero la suma de los ángulos del triángulo dibujado en él seguirá siendo siempre igual a dos ángulos rectos. Vemos que la geometría de la superficie, por lo tanto, no cambia con todas esas deformaciones. Desde el punto de vista de la curvatura “interna” o intrínseca, las superficies resultantes son tan lisas como el plano original (aunque comúnmente se podría decir que son “curvas”). En cambio, no es posible manipular la hoja de papel para hacer que coincida con la superficie de una esfera o una silla de montar (para lograrlo tendríamos que aplastarla o estirarla). La causa de esto es que la geometría de la superficie de un globo, por ejemplo, es fundamentalmente distinta de la geometría de una superficie plana. Veamos por ejemplo un triángulo dibujado en un globo. Para dibujar un triángulo en esa superficie necesitaríamos el equivalente de tres “líneas rectas”. Igual que en una superficie plana, definimos la “recta” sobre la superficie curva como la distancia más corta entre dos puntos. Eso significa que los lados del triángulo serán arcos de círculos máximos. Un círculo máximo es la intersección de 49

una superficie esférica con un plano que pasa por el centro de esa esfera (por ejemplo, los paralelos que marcan la longitud sobre la Tierra son círculos máximos). Si dibujamos un triángulo con esos arcos, encontraremos que los teoremas sencillos de la geometría euclidiana ya no son válidos. De hecho, un triángulo formado por las mitades norte de dos meridianos, por ejemplo, y la sección de ecuador comprendida entre ellas tendrá dos ángulos rectos en su base y un ángulo arbitrario en el vértice superior: resulta claro que la suma de esos ángulos será mayor que dos ángulos rectos. Por otra parte, con un triángulo dibujado en una superficie en forma de silla de montar, encontraríamos que la suma de sus ángulos siempre sería menor que dos ángulos rectos. Así pues, para determinar la curvatura de una superficie es necesario estudiar la geometría sobre dicha superficie. Si nos limitamos a mirarla desde afuera, podemos incurrir en un error. Al mirarla, probablemente pensaríamos que la superficie de un cilindro es de la misma índole que la superficie de un globo. Sin embargo, como hemos comentado, la primera es en realidad igual que la de una superficie plana y sólo la segunda es curva en el sentido de que posee una curvatura intrínseca. En cuanto ustedes se acostumbren a esta estricta noción matemática de curvatura, ya no tendrán dificultad para entender lo que un físico quiere decir cuando discute si el espacio tridimensional donde vivimos es curvo o no. No es necesario “salirse” del espacio 3-D para ver si tiene un “aspecto” curvo. De hecho, nos quedamos dentro del espacio y realizamos experimentos para ver si las leyes comunes de la geometría euclidiana se cumplen en él o no. Tal vez se pregunten ustedes por qué podemos sospechar que en todo caso la geometría del espacio no se ajuste al “sentido común” euclidiano. Para mostrarles que la geometría sí puede depender de las condiciones físicas, imaginemos una gran plataforma redonda que gira a alta velocidad uniforme sobre su eje, como una tornamesa. Supongamos que se han colocado reglas de medir formando una línea recta a lo largo de un radio desde el centro hasta un punto de la periferia. Otras reglas se colocarán en la misma forma alrededor de la periferia para formar un círculo. Según un observador A, estacionario con respecto a la habitación donde está colocada la plataforma, las reglas dispuestas alrededor de la periferia de la misma se mueven en la dirección de su longitud cuando la plataforma gira. Por lo tanto, su longitud se contrae (como aprendimos en la primera conferencia) y, entonces, se requieren más reglas para completar el círculo que cuando la tornamesa está inmóvil. Las reglas colocadas a lo largo del radio, orientadas de manera que estén en dirección perpendicular (en ángulo recto) con respecto al movimiento, no sufren contracción alguna. Por lo tanto, se necesita el mismo número de ellas para cubrir la distancia desde el centro hasta la periferia de la plataforma, independientemente del movimiento de ésta. Así, la distancia medida alrededor de la circunferencia, C (en función del número de reglas utilizadas) será mayor que el valor normal 2πr, siendo r el radio medido. Como hemos visto, todo esto le parece perfectamente sensato al observador A en función de la contracción de la longitud a causa del movimiento de las reglas alrededor de la periferia. Pero, ¿qué opinará una observadora B que está colocada en el centro de la tornamesa y que gira junto con ella? ¿Cómo interpretará ella la situación? La verdad es que verá el mismo número de reglas que el observador A y, por lo tanto, concluirá que la relación 50

de la circunferencia con respecto al radio no se ajusta a la geometría euclidiana. Si la plataforma fuera una habitación cerrada sin ventanas, ella no observaría movimiento alguno, y entonces ¿cómo explicaría esa geometría tan fuera de lo común?

Bueno, tal vez la observadora B no supiera que está en movimiento, pero se daría cuenta de que algo raro estaba sucediendo en su entorno. Notaría que los objetos colocados en distintos lugares de la plataforma no permanecen estacionarios. Su aceleración los aleja del centro y el valor de ésta depende de la distancia a la que se encuentren de dicho centro. En otras palabras, parece que están sujetos a una fuerza (una fuerza centrífuga). Es una fuerza peculiar porque hace que todos los objetos estén sometidos exactamente a la misma aceleración, cualquiera que sea su ubicación, independientemente de su masa. En otras palabras, la “fuerza” parece ajustar automáticamente su intensidad de acuerdo con la masa del objeto, produciendo siempre la aceleración característica del sitio donde están. La observadora B concluye que debe haber alguna relación entre esa “fuerza” y la geometría no euclidiana que ha detectado. Como complemento podemos considerar la trayectoria de un rayo de luz. Para el observador estacionario A, la luz siempre viaja en línea recta. Pero supongamos que un rayo luminoso pasara rasante sobre la superficie de la plataforma giratoria. Aunque seguiría 51

moviéndose en línea recta según A, el trazo de su trayectoria sobre la superficie de la plataforma giratoria no sería recto. Esto se debe a que la luz tarda un tiempo finito en cruzar la plataforma y en ese tiempo ésta gira, describiendo cierto ángulo. (Es como si se hace pasar en línea recta una navaja afilada a través de un disco que gira; el rasguño sobre la superficie sería curvo, no recto.) Por eso la observadora B que está en el centro de la plataforma giratoria vería que el rayo de luz que pasa de un lado a otro de ésta sigue una trayectoria curva en lugar de recta. Este fenómeno, igual que el referente a la circunferencia y el radio, lo atribuiría ella a la misma “fuerza” que determina las condiciones físicas especiales que operan en su entorno. Esa “fuerza” no sólo afecta la geometría, incluidas las trayectorias de los rayos de luz, sino también el paso del tiempo. Esto se puede demostrar colocando un reloj en la periferia de la plataforma giratoria. La observadora B verá que éste funciona más lentamente que otro reloj colocado en el centro de la misma plataforma. Este fenómeno se puede comprender con más facilidad desde el punto de vista del observador estacionario A. Por lo que a él respecta, el reloj colocado en la periferia se mueve a causa de la rotación de la plataforma y por eso su tiempo se dilata en comparación con el del reloj que está en el centro y que permanece en la misma posición. La observadora B, que como suponemos no se percata del movimiento, tendrá que atribuir el retraso del reloj a la presencia de la “fuerza”. Así podemos ver que tanto la geometría como el paso del tiempo pueden variar en función de las circunstancias del entorno físico. Examinemos ahora una situación física diferente: la que existe cerca de la superficie de la Tierra. Todos los objetos son arrastrados hacia el centro del planeta por la fuerza de gravedad. Esto se puede considerar como algo similar a la forma en que todos los objetos colocados en la plataforma giratoria son arrastrados hacia la periferia. La semejanza se fortalece si observamos que la aceleración a la que está sometido el objeto es independiente de su masa y que sólo depende de la ubicación. La correspondencia entre gravedad y movimiento acelerado se verá aún más claramente en el siguiente ejemplo: Supongamos que una nave espacial flota libremente en un punto del espacio tan lejano de cualquier estrella que no existe fuerza de gravedad en su interior. Todos los objetos que están dentro de esa nave, incluidos los astronautas que viajan en ella, no tienen peso y flotan con libertad. Ahora los motores son encendidos y la nave adquiere velocidad. ¿Qué pasará en el interior? Es fácil ver que mientras la nave acelera, todos los objetos que lleva adentro tenderán a moverse hacia la parte posterior de la misma (lo que se podría llamar el “piso”). Para decir lo mismo en otra forma, el piso se moverá hacia esos objetos. Por ejemplo, si nuestra astronauta sostiene una manzana en la mano y luego la suelta, la manzana seguirá moviéndose (en relación con las estrellas circundantes) a velocidad constante (la velocidad a la cual avanzaba la nave en el momento en que la manzana quedó libre). Pero la nave misma se acelera; en consecuencia, el piso se mueve todo el tiempo más y más rápido y acaba por alcanzar a la manzana, golpeándola. A partir de ese momento, la manzana permanecerá permanentemente en contacto con el piso, pues la aceleración constante no dejará de presionarla contra él. Sin embargo, a la astronauta que está adentro le parecerá que la manzana “cae” con cierta aceleración y que después de golpear el suelo permanece presionada contra él por su propio 52

“peso”. Si la astronauta suelta diferentes objetos, notará además que todos caen exactamente con la misma aceleración (sin tomar en cuenta la fricción del aire) y entonces recordará que ésa es exactamente la regla de la caída libre que Galileo Galilei descubrió dejando caer pelotas desde la torre inclinada de Pisa. De hecho, la astronauta no notará diferencia alguna entre los fenómenos que ocurren dentro de la cabina acelerada y los fenómenos de la gravedad que consideramos comunes. Si así lo desea, puede usar un reloj de péndulo, colocar libros en un estante sin peligro de que floten en el aire, y colgar un retrato en la pared con un clavo. El retrato podría ser, de hecho, de Albert Einstein, la persona que señaló por primera vez la equivalencia entre la aceleración de un sistema de referencia y la de un campo de gravedad. Ésta fue la sencilla base a partir de la cual Einstein desarrolló lo que se conoce como la teoría general de la relatividad. Su teoría especial de la relatividad es la que consideramos en el último ejemplo: los efectos que un movimiento constante uniforme produce sobre el espacio y el tiempo. La teoría general añade a esto los efectos de la gravedad sobre el espacio y el tiempo. Y, como he dicho, esto se logra señalando la equivalencia entre la gravedad y el movimiento acelerado. Consideremos por ejemplo el caso de un rayo de luz. Observamos que en las condiciones de aceleración centrífuga sobre la plataforma giratoria, un rayo de luz parecería seguir una trayectoria curva. Lo mismo se aplica a un rayo de luz que atraviesa una nave espacial acelerada. Un observador externo verá que el rayo de luz se mueve en línea recta. El rayo parte de un punto y llega a la pared opuesta en un punto alineado exactamente con el primero. Si la nave estuviera inmóvil, la luz llegaría en efecto a ese punto. Pero a causa de la aceleración de la nave durante el paso del rayo a través de la cabina, la pared opuesta se ha movido. En consecuencia, el rayo llega a un punto que está más atrás del lugar a donde fue dirigido inicialmente, es decir, a un punto más cercano al “piso” de la nave. La astronauta hace una observación similar: el rayo fue apuntado hacia el punto directamente opuesto, pero al final llegó a un punto más cercano al “piso” de la nave. En lo que a ella respecta, el rayo siguió una trayectoria curva y “cayó” sobre el “piso”. Y además de eso, ve que su geometría ha fallado: la suma de los ángulos de un triángulo formado por tres rayos de luz no es igual a dos ángulos rectos y la relación entre la circunferencia de un círculo y su radio no es igual a 2π.

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Ahora llegamos a la cuestión más importante. Acabamos de ver que en un sistema de referencia acelerado no sólo los objetos “caen”, sino también un rayo de luz “cae” hacia el “piso” siguiendo una trayectoria curva. Por lo tanto, preguntaremos si de acuerdo con el principio de equivalencias podría justificarse la conclusión de que los rayos de luz son desviados por la gravedad. Para conocer la medida de la curvatura esperada de un rayo de luz en el campo de gravedad, consideremos cuánta desviación cabe esperar en el caso de la nave espacial acelerada. Si l es la distancia equivalente al ancho de la cabina, entonces el tiempo t que tarda la luz en atravesarla se calcula con

Durante ese tiempo, la nave se mueve con la aceleración g y cubre la distancia l que podemos calcular con la siguiente fórmula de mecánica elemental:

Así, el ángulo que representa el cambio de dirección del rayo de luz es del siguiente orden de magnitud

donde el ángulo ø está expresado en radianes (un radián es aproximadamente 57 grados). Vemos que el valor de ø es mayor cuanto más grande sea la distancia l que la luz ha recorrido en el campo gravitacional. En este caso, por supuesto, la aceleración g de la nave tiene que ser interpretada como la aceleración producida por la gravedad. Si proyecto un rayo de luz a través de esta sala de conferencias, puedo suponer que l será de unos 10 metros. La aceleración de la gravedad g sobre la superficie de la Tierra es de 9.81 m/s2 y

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Así podemos ver que la curvatura de la luz no puede ser observada en ningún caso en esas condiciones. Sin embargo, cerca de la superficie del Sol, g es 270 m/s2 y la trayectoria total recorrida en el campo gravitacional del mismo es muy grande. Los cálculos exactos muestran que el valor de la desviación de un rayo de luz que pasa cerca de la superficie solar es de 1.75 segundos de arco. Éste es, de hecho, el valor que los astrónomos han calculado para el desplazamiento de la posición aparente de las estrellas observadas cerca del limbo solar durante un eclipse total, en comparación con sus posiciones nocturnas en otras épocas del año cuando el Sol está en otra región del cielo. En realidad, desde el advenimiento de la astronomía basada en las emisiones de radio que llegan de galaxias llamadas cuasares, en las que dicha emisión es intensa, ya no es necesario esperar que haya un eclipse porque las ondas de radio que provienen de los cuasares y pasan cerca del limbo del Sol pueden ser detectadas sin dificultad en pleno día. Las observaciones de ese tipo son las que nos han proporcionado las mediciones más precisas de la desviación de la luz. De este modo, hemos concluido que la desviación de la luz que observamos en el sistema acelerado se aplica por igual a un campo gravitacional. ¿Y qué podemos decir del otro efecto extraño que nuestra observadora B detectó en la plataforma giratoria, es decir, que un reloj colocado a cierta distancia de ella en la periferia de la plataforma funcionaba más lentamente? ¿Significa esto que un reloj colocado a cierta distancia de nosotros en un campo gravitacional se comportaría en igual forma? En otras palabras, ¿es posible que los efectos de la aceleración y los efectos de la gravedad no sólo sean muy similares, sino idénticos? Esto sólo se puede responder por medio de experimentos directos. Y en efecto, éstos demuestran que el tiempo resulta afectado en un campo gravitatorio ordinario. Los efectos previstos por medio de la equivalencia entre el movimiento acelerado y los campos gravitacionales son muy pequeños. Por eso no pudieron ser descubiertos sino hasta que los científicos empezaron a buscarlos de manera específica. Recurriendo al mismo ejemplo de la plataforma giratoria que planteamos anteriormente, es fácil estimar el orden de magnitud del cambio esperado en el funcionamiento del reloj. La mecánica elemental nos indica que la fuerza centrífuga que actúa sobre una partícula de masa unitaria, colocada a una distancia r del centro, se puede calcular con la fórmula

donde ω es la velocidad constante de rotación de nuestra plataforma. El trabajo total que 56

realiza esta fuerza para mover la partícula desde el centro hasta la periferia es entonces

donde R es el radio de la plataforma. Según el principio de equivalencia antes enunciado, tenemos que identificar F con la fuerza de gravedad sobre la plataforma y W con la diferencia de potencial gravitacional entre el centro y la periferia. Ahora debemos recordar que, como vimos en la conferencia anterior, el retraso del reloj que se mueve a velocidad v se calcula con el factor

Esto se puede calcular en forma aproximada mediante

Si v es pequeña en comparación con c, podemos omitir otros términos. Según la definición de velocidad angular, tenemos que v = Rω y el “factor de retraso” se convierte en

y calcula el cambio en el ritmo del funcionamiento de los relojes en términos de la diferencia de potencial gravitacional de los lugares donde están colocados. Así, si imaginamos que un reloj se coloca en el suelo y otro en la punta de la torre Eiffel (a unos 300 metros de altura), la diferencia de potencial entre ellos será tan pequeña que el reloj que está en el suelo sólo se retrasará por un factor de 0.999 999 999 999 97 en comparación con el que está en la punta. De hecho, un experimento realizado por R. V. Pound y G. A. Rebka ha demostrado este pequeño efecto, examinando la diferencia en el ritmo de las vibraciones atómicas en la punta y al pie de una torre de 22.5 metros de altura. El mismo efecto se ha percibido también al comparar el ritmo de dos relojes atómicos, uno en un avión en vuelo y el otro en tierra firme. 57

La concordancia con las observaciones sólo se obtiene si, además de la dilatación del tiempo ocasionada por el movimiento del avión (relatividad especial), se toma en cuenta el retraso del reloj que queda en tierra, en comparación con el que vuela en las alturas, a causa de la diferencia de sus potenciales gravitacionales. Sin embargo, nos encontramos con efectos considerablemente mayores cuando entra en juego la gravedad del Sol, que es mucho más intensa. La diferencia de potencial gravitacional entre la superficie de la Tierra y la del Sol es mucho mayor, lo cual provoca un factor de retraso de 0.999 999 5. Éste es mucho más fácil de medir y nos proporcionó la primera confirmación de estas ideas. Por supuesto, nadie puede colocar un reloj ordinario en la superficie del Sol y ver cómo funciona, pero los físicos tienen otros medios mucho más eficaces. Utilizando un espectroscopio podemos observar los periodos de vibración de distintos átomos en la superficie del Sol y los comparamos con los periodos de los átomos de los mismos elementos sometidos a la llama de un mechero Bunsen en el laboratorio. Se puede predecir que las vibraciones de los átomos en la superficie del Sol deberán retrasarse según el factor dado por la ecuación (11) y, en consecuencia, la luz emitida o absorbida por ellos tendrá una frecuencia un poco menor que en el caso de las fuentes terrestres; es decir, las frecuencias deberán desplazarse hacia el extremo rojo del espectro. Este corrimiento gravitacional al rojo ha sido observado en los espectros del Sol y de otras estrellas, y los resultados coinciden con el valor calculado con nuestra fórmula teórica. Esto demuestra que en el Sol los procesos realmente tienen lugar a un ritmo un poco más lento que en la Tierra, debido a la diferencia de potencial gravitacional. Por consiguiente, vemos que estas observaciones han demostrado la equivalencia entre los efectos de la aceleración y los de la gravitación. Teniendo esto presente, permítaseme regresar una vez más al tema de la curvatura del espacio. Recordarán que hemos llegado a la conclusión de que la geometría en sistemas de referencia acelerados es diferente de la euclidiana y que esos espacios tienen que ser considerados como espacios curvos. En virtud de que cualquier campo gravitacional es equivalente a cierta aceleración del sistema de referencia, esto significa también que cualquier espacio donde haya un campo gravitacional es un espacio curvo. O bien, yendo un paso más adelante, podemos afirmar que un campo gravitacional es solamente una manifestación física de la curvatura del espacio. Sabemos que la gravedad se hace sentir en la proximidad de las masas. Así, cabe esperar que la curvatura del espacio en cada punto esté determinada por la distribución de masas en él y que alcance valores máximos cerca de los objetos pesados. No entraré aquí en el muy complejo sistema matemático que permite describir las propiedades del espacio curvo y su dependencia de la distribución de masas. Sólo diré que, en general, esa curvatura no está determinada por uno, sino por 10 números diferentes que conocemos de ordinario como los componentes del potencial gravitacional, g μν, y representan una generalización del potencial gravitacional de la física clásica que anteriormente igualé con W en la ecuación (10). En forma correspondiente, la curvatura en cada punto se describe por medio de 10 radios de curvatura diferentes que solemos denotar como Rμν. La relación entre esos radios de curvatura y la distribución de masas se expresa por medio de la ecuación fundamental de Einstein: 58

donde R es otro tipo de curvatura y el término fuente Tµν (que representa la causa de la curvatura) depende de las densidades, velocidades y otras propiedades del campo gravitacional producido por las masas. G es nuestra muy conocida constante gravitacional. Esta ecuación ha sido comprobada, por ejemplo, estudiando el movimiento del planeta Mercurio, el más cercano al Sol y, por lo tanto, aquél cuya órbita depende en forma más sensible de los detalles de la ecuación de Einstein. Se ha descubierto que el perihelio de su órbita (es decir, el punto donde el planeta está más cerca del Sol al describir su alargada trayectoria elíptica) no permanece fijo en el espacio, sino que con cada vuelta de la órbita cambia sistemáticamente su orientación en relación con el Sol. Parte de esta precesión puede atribuirse a las perturbaciones provocadas por los cambios gravitacionales de los demás planetas, y otra parte se explica en términos del incremento de la masa, según la relatividad especial, a causa del movimiento del planeta. Sin embargo, queda todavía una minúscula cantidad residual de 43 segundos de arco por siglo, que no puede ser explicada a partir de la antigua teoría newtoniana de la gravedad, pero tiene una fácil explicación según los términos de la relatividad general. Esta observación, junto con los demás resultados experimentales que he mencionado en esta conferencia, nos confirman en la opinión de que la relatividad general es la teoría de la gravedad que explica mejor lo que en realidad vemos que sucede en el universo. Antes de terminar esta conferencia, permítaseme señalar otras dos consecuencias interesantes de la ecuación (12). Si consideramos un espacio uniformemente poblado de masas, como ocurre, por ejemplo, con nuestro espacio poblado de estrellas, galaxias y cúmulos de galaxias, debemos concluir que, además de las grandes curvaturas que se localizan cerca de determinadas estrellas o galaxias, el espacio debe tener una curvatura total provocada por el efecto combinado de todas las masas, una tendencia regular a curvarse de manera uniforme sobre grandes distancias. Esto tiene diferentes soluciones matemáticas; algunas de ellas corresponden a un espacio que finalmente se cierra sobre sí mismo y, en consecuencia, tiene un volumen finito, a semejanza del volumen de una esfera. Los otros representan un espacio curvo, pero no en grado suficiente para provocar su cierre, sino un espacio de extensión infinita y sin fronteras, análogo más bien a la superficie de la silla de montar que mencioné al principio de esta conferencia. Una segunda consecuencia importante de la ecuación (12) es que esos espacios curvos deben tener un estado de expansión o contracción continua. Esto significa físicamente que las partículas (los cúmulos de galaxias) que pueblan el espacio deben separarse unas de otras, o bien, por el contrario, aproximarse entre sí. Además, se puede demostrar que para un espacio con volumen finito, a la fase de expansión le seguirá una fase de contracción (y tal vez después habrá otras fases de expansión y contracción, lo cual dará lugar a un universo oscilante). Por otra parte, un espacio infinito en forma de “silla de montar” que se encuentra en expansión seguirá expandiéndose para siempre. 59

La cuestión de a cuál de esas distintas posibilidades matemáticas corresponde el espacio donde vivimos es una pregunta muy acuciante en nuestros días. Sólo podrá resolverse mediante la observación experimental del movimiento de los cúmulos de galaxias (e incluso del ritmo de su retraso); o bien, mediante el recuento de todas las masas presentes en el universo a fin de calcular cuán grande será el efecto de retraso. En el presente, la evidencia astronómica no resulta clara. Aunque es indudable que en el presente estamos en una fase de expansión, todavía no se sabe si ésta se convertirá alguna vez en una contracción (y, en consecuencia, si el tamaño del espacio es finito o infinito).

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V. EL SEÑOR TOMPKINS VISITA UN UNIVERSO CERRADO

ESA noche, en el hotel de la playa, el profesor y su hija se enfrascaron en una conversación. Hablaron largamente de cosmología y de arte. El señor Tompkins intervenía de vez en cuando lo mejor que podía, pero la mayor parte del tiempo se contentaba con observar y escuchar. Quedó fascinado por Maud; nunca había conocido a una persona como ella, pero a cierta hora sintió sueño y, disculpándose, se retiró. Subió la escalera y llegó a su habitación; se puso rápidamente la pijama y se desplomó sobre la cama, cubriéndose la cara con las mantas. Su cansado cerebro estaba hecho un lío. Ahí, en la cama, un pensamiento lo acosaba. La idea que lo intrigaba era la cosmología de un universo cerrado, es decir, de aquél donde si se parte del polo norte en línea recta se termina al final en el polo sur. Por lo menos ese universo tendría un volumen finito (su mente no lograba concebir el volumen infinito de un universo abierto). Todo parecía indicar que el profesor había encontrado motivos para pensar que la densidad de la materia tenía el valor crítico y que, por lo tanto, no era posible hacer un viaje de ese tipo, y la expansión no iría seguida de una contracción y un Gran Aplastamiento. No obstante, ¿qué tal si estuviera equivocado? ¿Y si había mucha más materia oscura de la que se ha tomado en cuenta? ¿Y si…?

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Esos pensamientos fueron interrumpidos cuando se dio cuenta de que estaba incómodo. Tuvo la extraña sensación de que, en lugar de estar acostado en un cómodo colchón de resortes, estaba tendido sobre algo duro. Levantó los cobertores y se asomó. Para su asombro, descubrió que yacía sobre una losa de roca a cielo abierto. ¡El hotel había desaparecido! Vio que la roca estaba cubierta de musgo verde y que en algunos lugares, de las grietas de la piedra salían pequeños arbustos. El espacio sobre él estaba iluminado por una luz tenue y vacilante, y había mucho polvo. De hecho, en el aire había más polvo del que nunca hubiera visto, ni siquiera en las películas donde nos presentan tormentas de polvo en el medio oeste norteamericano. Sin levantarse, se ató el pañuelo alrededor de la nariz para no respirar tanto polvo. Pero en el espacio circundante había otras cosas más peligrosas que el polvo. A veces caían a gran velocidad piedras del tamaño de su cabeza o más grandes y golpeaban el suelo en torno de él. Vio también una o dos rocas de unos 10 metros, según calculó, que flotaban en el espacio a cierta distancia. Otra cosa extraña era que, al parecer, no podía distinguir el horizonte lejano aunque estaba acostado en un lugar alto. Decidió que sería mejor explorar los alrededores y empezó a arrastrarse sobre la superficie. Como la roca se encorvaba muy bruscamente hacia abajo, prefirió sujetarse firmemente de los bordes, pues tenía el constante temor de caer al vacío. Entonces empezó a darse cuenta de algo raro: aunque se había arrastrado hasta una parte muy empinada de la superficie de roca, tan empinada que ya no se distinguía el cobertor que había dejado atrás, no tenía la sensación de estar a punto de caer: algo lo seguía reteniendo con seguridad contra la superficie. Envalentonado, siguió reptando. Al cabo del tiempo consideró que seguramente ya había recorrido unos 180˚ —es decir, que debía encontrarse en el punto opuesto debajo de su punto de partida— y aún no tenía la sensación de que pudiera caer hacia las polvorientas profundidades del espacio circundante. Supuso que ya estaba de cabeza, respecto de su posición inicial. Entonces comprendió que la roca en la que se encontraba no tenía ningún soporte visible: ¡era un planeta! Un minúsculo planeta como las otras rocas que había visto flotando. Para su gran sorpresa y alivio, en ese momento casi chocó contra las piernas de un personaje muy familiar: ¡era el profesor! Estaba ahí, muy ocupado, anotando sus observaciones en una libreta. —¡Ah, es usted! —dijo el profesor con indiferencia—. ¿Qué hace ahí a ras del suelo? ¿Se le perdió algo? El señor Tompkins dejó de aferrarse al suelo y resueltamente se puso de pie. Para su gran alivio, no sólo no cayó en el espacio, sino que tampoco percibió ninguna sensación de que pudiera ser arrastrado hacia él. Entonces empezó a comprender lo que ocurría. Recordó que en la escuela le enseñaron que la Tierra es una roca grande que se desplaza libremente en el espacio alrededor del Sol y que todo es arrastrado hacia su centro, por lo cual no hay peligro de “caer”, cualquiera que sea nuestra posición sobre su superficie. Ahora se sentía retenido con suavidad, pero firmemente, hacia el centro de ese nuevo “planeta” de dimensiones tan minúsculas que su población era de sólo dos personas. 63

—Buenas noches —dijo al fin el señor Tompkins—. ¡Qué alivio siento al verlo! El profesor levantó la vista de su libreta. —Aquí no hay noches —le dijo—. No hay ningún sol. —Y dicho eso volvió a sus anotaciones. El señor Tompkins se sintió incómodo: ¡toparse con el único ser viviente de aquel universo y encontrarlo tan ocupado! Inesperadamente, uno de los pequeños meteoritos vino en su ayuda. La piedra golpeó con estrépito la libreta que el profesor tenía en las manos y la lanzó volando por el espacio, alejándose del pequeño planeta. —¡Válgame! —exclamó el señor Tompkins—. Espero que no haya tenido ahí algo importante, pues no creo que nuestra gravedad sea lo bastante fuerte para traerla de regreso. Los dos miraban cómo la libreta continuaba su viaje hacia las profundidades más lejanas del espacio y parecía cada vez más pequeña. —No hay de qué preocuparse —replicó el profesor—. El hecho es que el espacio donde estamos ahora no tiene una extensión infinita. Sé que a usted sin duda le enseñaron en la escuela que el espacio es infinito y que dos rectas paralelas nunca se cruzan. Sin embargo, esto no es válido en el espacio particular donde nos encontramos ahora. Por supuesto, nuestro universo normal es muy grande: en la actualidad mide unos 100 000 000 000 000 000 000 000 en sentido transversal, lo cual, en la práctica, es bastante parecido al infinito. Si mi libreta se hubiera perdido allá, seguramente habría tardado un tiempo increíblemente largo en regresar, aun suponiendo que fuera un universo de tipo cerrado como éste. En cambio, aquí la situación es muy distinta. Un instante antes que la libreta fuera arrebatada de mis manos, calculé que este espacio tiene sólo unos ocho kilómetros de diámetro, aunque se está expandiendo. Espero que la libreta regrese antes de media hora. —¿Quiere usted decir que la libreta va a realizar uno de esos viajes redondos en línea recta? —especuló el señor Tompkins—. Como cuando usted habló de la persona que despegaba en el polo norte… —… ¿y aterrizaba de regreso en el polo sur? Sí —respondió el profesor—. Precisamente. Lo mismo va a pasar con mi libreta, a menos que sea golpeada en el camino por otra piedra que la desvíe de su trayectoria recta. —¿Y en esto no interviene la gravedad de este pequeño planeta que la atrae hacia él? —No, eso nada tiene que ver. En lo que se refiere a la gravedad de este lugar, la libreta ha escapado al espacio. Tome estos binoculares y tal vez logre verla. El señor Tompkins se llevó los binoculares a los ojos y, en medio de aquel polvo que oscurecía un poco toda la imagen, logró vislumbrar la libreta del profesor que viajaba en el espacio allá lejos, muy lejos. Se sorprendió un poco por el tono rosado que tenían todos los objetos, incluso la libreta, a esa distancia. —¡Mírela, ya viene de regreso! —gritó, emocionado—. Sí, sí, sin duda ya se ve más grande. —No, no —dijo el profesor—, todavía debe estarse alejando. Déjeme mirar. —Tomó de nuevo los binoculares y observó con atención—. Sí, como le dije, todavía se está alejando. El hecho de que parezca más grande, como si viniera de regreso, se debe a un efecto peculiar de enfoque sobre los rayos de luz a causa de la naturaleza cerrada y esférica del espacio. Bajó los binoculares y se rascó la cabellera gris. 64

—¿Cómo le explicaré…? Sí. Suponga que estamos de nuevo en la Tierra e imagine que unos rayos horizontales de luz (dirigidos hacia el horizonte) pudieran viajar todo el tiempo sin apartarse de la superficie curva de la Tierra (digamos, a causa de un fenómeno de refracción de la atmósfera). Si en esas circunstancias una atleta corriera alejándose de nosotros, podríamos seguir viéndola con unos binoculares potentes durante todo su recorrido, por muy lejos que llegara. Ahora bien, si consideramos el caso del globo, veremos que las líneas más rectas sobre su superficie, los meridianos, se apartan entre sí a partir de uno de los polos, pero una vez que pasan por el ecuador empiezan a converger hasta llegar al polo opuesto. Si los rayos de luz viajaran a lo largo de los meridianos y usted se encontrara en uno de los polos, por ejemplo, vería que cuando una persona se aleja se vuelve más y más pequeña sólo después de cruzar el ecuador. Después de pasar ese punto la vería cada vez más grande, como si viniera de regreso, pero corriendo de espaldas. Cuando la atleta llegara al polo opuesto la vería usted tan grande como si estuviera a su lado. Por supuesto no podría tocarla, de la misma manera que no es posible tocar una imagen formada por un espejo esférico. “Ahora bien —continuó el profesor—, ese supuesto comportamiento de la luz al viajar sobre la superficie curva bidimensional de la Tierra se puede emplear como una analogía de la forma en que los rayos de luz se comportan en este espacio tridimensional extrañamente curvo en el que ahora nos encontramos. A propósito, creo que la imagen agrandada de la libreta está a punto de llegar a nosotros.” Cuando dijo eso, la imagen de la libreta parecía estar a sólo unos cuantos metros de distancia y acercándose. Ahora era bastante grande y ya no era necesario usar los binoculares para verla. Sin embargo, algo muy extraño era que sus contornos no se veían nítidos, sino deslavados, y apenas era posible reconocer las letras impresas en la cubierta. La libreta parecía una fotografía desafocada y mal revelada. —Ahora puede usted ver que tan sólo es una imagen, no el objeto real —dijo el profesor —. Mire qué distorsionada se muestra. Es porque la luz ha tenido que viajar la mitad de la extensión del universo. Y notará que podemos ver otros pequeños planetas detrás de la libreta, a través de sus páginas. El señor Tompkins alargó la mano y trató de atrapar la “libreta” en cuanto le pareció que la tenía a su alcance, pero su mano sólo atravesó la imagen sin encontrar resistencia alguna. —No, no —le advirtió el profesor—. La verdadera libreta está ahora muy cerca del polo opuesto de este universo. Como dije, lo que vemos aquí es apenas una imagen; de hecho, dos imágenes del objeto. La segunda imagen está exactamente detrás de usted y cuando las dos imágenes coincidieron fue el momento preciso en que la libreta real estaba en el polo opuesto. El señor Tompkins no lo escuchó; estaba demasiado absorto en sus pensamientos, tratando de recordar cómo se forman las imágenes de objetos por medio de espejos y lentes cóncavos y convexos según la óptica elemental. Cuando al fin desistió, las dos imágenes retrocedían en direcciones opuestas. —¿Y todos esos extraños efectos se deben a la materia del universo? —preguntó por fin. —Así es. La materia sobre la que nos encontramos, nuestro diminuto planeta, hace que el espacio se curve en nuestra vecindad inmediata y a eso se debe al hecho de que nos retenga sobre su superficie. Pero, más que eso, la gravedad de este planeta se combina con la de todas las demás masas del universo para producir la curvatura general que da lugar a esos efectos 65

ópticos como de lentes. De hecho, en relatividad no se habla de “fuerzas” gravitacionales como tales, pues sólo se piensa en términos de curvatura. —Pero, dígame, si no hubiera materia, ¿tendríamos el tipo de geometría que me enseñaron en la escuela, y las líneas paralelas nunca se cruzarían? —En efecto —respondió el profesor—, pero tampoco habría criatura material alguna para verificarlo. Mientras tanto, la imagen de la libreta se proyectó otra vez hacia la lejanía en la dirección original e inició su regreso por segunda vez. Ahora la imagen estaba más deformada que antes y apenas era posible reconocerla. Según el profesor, ese efecto se debía a que esta vez los rayos de luz ya habían viajado alrededor de todo el universo. —¿Y si nos asomamos al otro lado de nuestro planeta…? —añadió, tomando al señor Tompkins por el brazo y caminando con él unos cuantos metros para llegar al otro lado—. Ahí está —dijo señalando en dirección opuesta—. Allá. ¿La ve usted? Aquí viene mi libreta. Está a punto de completar su viaje alrededor del universo. Con una sonrisa de triunfo alargó la mano, atrapó la libreta y la guardó en su bolsillo. —El inconveniente de este universo es que con tanto polvo y piedras por todas partes es casi imposible ver alrededor del mundo. ¿Distingue usted estas sombras informes que nos rodean? Lo más probable es que sean imágenes de nosotros mismos y de los objetos circundantes. Lo que pasa es que están tan distorsionadas por el polvo y por las irregularidades de la curvatura del espacio que ni siquiera puedo distinguir cuál es cuál. —¿Se presenta el mismo efecto en nuestro universo normal, en el que siempre habíamos vivido? —preguntó el señor Tompkins. —Probablemente no. No si tenemos razón en cuanto a que la densidad sea un factor crucial. Pero —añadió el profesor guiñando un ojo— reconocerá usted que es bastante divertido pensar en este tipo de posibilidades. ¿No es cierto? Para entonces el cielo había cambiado notablemente. Al parecer había menos polvo y el señor Tompkins pudo retirar el pañuelo con el que se cubría la cara. Las piedrecillas caían mucho menos a menudo y golpeaban la superficie del planeta con una energía mucho menor. Además, para entonces los demás planetas se habían alejado mucho y apenas era posible verlos a lo lejos. —Debo reconocer que la vida se ha vuelto mucho menos amenazadora —comentó—. Aunque ahora hace bastante frío. —Recogió el cobertor y se arropó con él—. ¿Puede usted explicar el cambio que ha ocurrido aquí? —preguntó, volviéndose hacia el profesor. —Es muy sencillo: nuestro pequeño universo se está expandiendo y en el tiempo que hemos pasado aquí su radio ha aumentado de ocho a 160 kilómetros. En cuanto llegué aquí noté esa expansión por el tono rojizo que tienen los objetos distantes. —Ah. Sí noté que todo se vuelve rosado a grandes distancias —dijo el señor Tompkins—, pero, ¿por qué significa eso expansión? —No es muy difícil de entender —dijo el profesor—. Supongo que ha notado usted que cuando se aproxima una ambulancia el tono de la sirena es muy alto, pero después que la ambulancia pasa frente a usted el tono se vuelve mucho más bajo. Esto se conoce como efecto Doppler e indica que el tono (o frecuencia) del sonido depende de la velocidad de la fuente que lo emite. Cuando el espacio entero se expande, todos los objetos ubicados en él se alejan 66

a una velocidad proporcional a su distancia respecto al observador. Por lo tanto, la luz que esos objetos emiten tiene una frecuencia más baja, lo cual corresponde en óptica a una luz más roja. Cuanto más lejos se encuentra el objeto, tanto más rápidamente se mueve y más roja nos parece su luz. En nuestro universo normal, que también se expande, este enrojecimiento —o el corrimiento cosmológico hacia el rojo, como lo llamamos— permite que los astrónomos calculen a qué distancia se encuentran las galaxias muy remotas. Por ejemplo, una de las más cercanas, la galaxia de Andrómeda, muestra un enrojecimiento de 0.05%; esto corresponde a la distancia que recorre la luz en 800 000 años. Pero también hay galaxias en el límite del poder visual de los telescopios actuales que presentan un enrojecimiento de 500% aproximadamente, lo cual corresponde a distancias del orden de 10 000 millones de años luz (como su nombre lo indica, un “año luz” es la distancia que recorre la luz en un año). Esa luz fue emitida cuando el universo tenía menos de la quinta parte de su tamaño actual. El ritmo de expansión en nuestros días es de casi 0.000 000 01% al año. El pequeño universo en el que estamos ahora crece a un ritmo comparativamente mucho más rápido, pues su tamaño aumenta en cerca de 1% cada minuto. —¿Alguna vez terminará la expansión de este universo? —preguntó el señor Tompkins. —Por supuesto que sí —dijo el profesor—. En una de las conferencias dije que, en un universo cerrado de este tipo, la expansión acabaría por detenerse y que entonces empezaría una fase de contracción. Debo admitir que en un universo tan pequeño como éste la fase de expansión no podría durar más de un par de horas. —Un par de horas —repitió el señor Tompkins—. Eso significa que no puede pasar mucho tiempo antes de que… —su voz se quebró y dejó implícito el resto. —Sí —murmuró el profesor—. Creo que estamos observando el estado de máxima expansión. Por eso hace ahora tanto frío. En realidad, la radiación térmica llena el universo y ahora estaba distribuida en un volumen muy grande, por lo cual quedaba muy poco calor para ese planeta y la temperatura se acercaba al punto de congelación. —Tuvimos la suerte de que al principio hubiera radiación suficiente para que en esta etapa de expansión podamos tener siquiera un poco de calor —añadió el profesor—. De lo contrario, podría haber llegado a enfriarse tanto que el aire en torno de nuestra roca se habría condensado en estado líquido y nos congelaríamos hasta morir. Miró de nuevo con atención a través de sus binoculares. —¡Ah, sí! —dijo al cabo de un rato—. La contracción acaba de comenzar. Muy pronto hará calor otra vez. Le ofreció los binoculares al señor Tompkins, quien los aceptó para escudriñar los cielos. Observó que el color de todos los objetos distantes había cambiado, del rosa al azul. Según el profesor, eso se debía a que todos los cuerpos estelares habían iniciado su movimiento de regreso hacia ellos. Recordó también que el profesor hizo la analogía entre ese fenómeno y el tono elevado del silbato de un tren que se aproxima. Frotándose los brazos para calentarse, el señor Tompkins comentó: —Me dará mucho gusto que regrese el calor. Pero entonces un pensamiento lo perturbó. Se volvió ansiosamente hacia el profesor y le dijo: 67

—Si ahora todo se está contrayendo, ¿no existe la posibilidad de que pronto todas las grandes rocas que llenan el universo se reúnan y nos aplasten entre ellas? —Me preguntaba cuánto tiempo tardaría usted en percatarse de eso —respondió el profesor, muy tranquilo—. Pero no se preocupe. Piense solamente que mucho antes que eso ocurra la temperatura será tan alta que nos evaporaremos. Le sugiero que permanezca acostado y observe todo el tiempo que pueda. —¡Válgame! —se lamentó el señor Tompkins—. Ya estoy sintiendo el calor hasta en mi pijama. No pasó mucho tiempo antes que el calor del aire se volviera insoportable. El polvo, que ahora era muy denso, se acumulaba alrededor de él y sintió que se asfixiaba. Luchaba por quitarse el cobertor cuando de repente su cabeza salió al aire fresco. Inspiró una gran bocanada de aire. —¿Qué pasa? —le gritó al profesor, sólo para descubrir que su compañero ya no estaba junto a él. En su lugar, en la tenue luz del amanecer, reconoció su habitación en el hotel. Con un suspiro de alivio se desembarazó del cobertor; había quedado enredado en él después de una noche en la que seguramente estuvo muy inquieto. “¡Gracias a Dios que todavía nos estamos expandiendo! —murmuró cuando se encaminaba al cuarto de baño—. Eso es lo que se llama salvarse por un pelo”, pensó, examinando en el espejo su amplia frente, y empezó a afeitarse.

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VI. ÓPERA CÓSMICA

ERA la última noche de sus vacaciones. El señor Tompkins y Maud disfrutaban de una última caminata por la playa a la orilla del mar. ¿Hacía en verdad sólo una semana que se habían conocido? Aunque al principio él se ponía muy nervioso al hablar con ella, ya que era tímido por naturaleza, ahora ambos ya se conocían bastante bien y su conversación fluía con gran facilidad. A él le parecía extraordinario que una persona tuviera tan variados intereses. Y no sólo eso: también le fascinaba observar que ella parecía sentir tanto agrado al hablar con él como él mismo cuando hablaba con ella. En verdad no se explicaba la razón de eso, salvo que una vez al profesor se le escapó decir que su hija había sufrido un desengaño en el pasado; al parecer, su relación sentimental con un ejecutivo de altos vuelos tuvo un rompimiento súbito. Tal vez por eso se sentía segura con el señor Tompkins, quien llevaba una vida bastante rutinaria, pero tranquilizadoramente segura. Él levantó la vista hacia la Vía Láctea. —Debo reconocer que tu padre ha abierto para mí todo un mundo nuevo. Es triste, pero parece que la mayoría de la gente pasa por la vida sin apreciar jamás lo extraordinario que es este mundo. Recogió un puñado de guijarros y perezosamente empezó a lanzarlos contra una roca que sobresalía del agua. Entonces dirigió una rápida mirada a la joven. —¿Por qué no me muestras tus dibujos? —Ya te lo dije. No son de los que se exhiben; son bosquejos de trabajo; son ideas, sólo ideas. Eso es todo. En ellos he intentado captar la sensación que me provocan esos lugares. Para ti no significarían nada. Sólo cuando regrese al estudio y trabaje más en ellos surgirá algo… o nada, según el caso. —¿Entonces puedo ir a visitar tu estudio algún día, cuando regresemos? —preguntó él. —Por supuesto —respondió Maud—. Me sentiré desilusionada si no lo haces. Ya para entonces habían regresado al hotel. El señor Tompkins pidió unos tragos y se sentaron por última vez en el patio a contemplar el mar. —Tu padre me dijo que en un tiempo estabas en vías de hacer carrera en física —comentó. —¡Oh, yo no diría tanto! —dijo ella, riendo—. Eran sólo buenos deseos. Eso es lo que él soñaba. —Sí, pero tenías facilidad para la física, ¿no es cierto? —insistió él. 69

—Sí. Se podría decir que sí —respondió Maud, encogiéndose de hombros. —Entonces, ¿por qué…? —¿Por qué? —repitió ella con nostalgia—. Oh, no lo sé. Por rebeldía adolescente, supongo. Eso y por el hecho de que en aquella época no era fácil para una chica mostrar interés por la ciencia. Tal vez por la biología, pero no por la física. La presión de los compañeros y todo eso influyó. Ahora es diferente; o bien, por lo menos ya no es tan difícil como antes. —¿Pero cómo es que todavía sabes tanto de física después de todo este tiempo? —En realidad no sé gran cosa. Hace tiempo olvidé casi todo, excepto lo referente a astronomía y cosmología. En eso he tratado de mantenerme al día. Lo cual me recuerda… — dijo, dirigiéndole una mirada graciosa. —¿Qué te recuerda? —preguntó él. —¿Te gustaría llevarme a la ópera? —¡A la ópera! —exclamó—. ¿Qué… qué quieres decir? ¿Qué tiene que ver la ópera con todo esto? —No, no es una ópera de verdad —explicó ella entre risas—. Es una obra de aficionados que escribió hace años una persona que vivía en el apartamento de mi papá. Es acerca de la lucha entre la teoría de la Gran Explosión y la del Estado Estacionario… —¿El Estado Estacionario? ¿Qué es eso? —preguntó él. —La teoría del Estado Estacionario sostiene que el universo no comenzó con una Gran Explosión… —Pero nosotros sabemos que sí empezó de esa manera. Tu padre me explicó cómo fue la expansión del universo, la forma en que todas las galaxias se siguen separando todavía hoy en la secuela de la Gran Explosión —protestó el señor Tompkins. —Sí, pero eso no es una demostración. En realidad hubo físicos como Fred Hoyle, Hermann Bondi y Tommy Gold según los cuales el universo era capaz de renovarse por sí mismo. Con la misma rapidez con que las galaxias se alejaban, en los espacios que dejaban libres se creaba nueva materia. Ésta se aglutinaba entonces y se formaban nuevas estrellas y galaxias que, a su vez, se apartaban también dejando espacio libre para que surgiera más materia nueva, y así sucesivamente. —¿Y cómo empezó todo eso? —preguntó el señor Tompkins claramente intrigado. —No, no comenzó. No hubo en realidad un principio. Siempre ha estado ocurriendo y siempre ocurrirá así. Es un mundo sin principio ni fin. Por eso se llama teoría del Estado Estacionario; según ella, el mundo permanece esencialmente idéntico en todo momento. —¡Vaya, eso me parece bien! —dijo el señor Tompkins con entusiasmo—. Sí, es una afirmación sólida… produce la sensación apropiada. ¿Sabes a qué me refiero? Algo como la Gran Explosión no tiene ese atractivo. Te empiezas a preguntar por qué tuvo que estallar en ese instante preciso en el tiempo y por qué no en otro. Parece muy… muy… arbitraria en cierto modo. En cambio, si no hay comienzo… —¡Espera un momento! —lo interrumpió Maud—. No te emociones tanto. La teoría del Estado Estacionario está muerta. Tan muerta como el dodó. —¡Oooh! —exclamó el señor Tompkins con desaliento—. ¿Y por qué? ¿Cómo pueden estar tan seguros? 70

Pero antes que Maud pudiera replicar, el profesor salió por la puerta del hotel para recordarle a su hija que a la mañana siguiente muy temprano tendrían que partir. Cuando la joven se despidió del señor Tompkins, éste le preguntó con premura: —¿Entonces vamos a la ópera? —¡Sí, claro! —respondió ella—. Será el sábado a las ocho de la noche en el principal salón de conferencias; ahí donde vas a las conferencias de física de papá. El departamento volverá a representar la Ópera cósmica. Sólo lo hacen por diversión. Van a conmemorar los 50 años de la formulación inicial de la teoría del Estado Estacionario; creo que ésa será la excusa del programa. ¡Allá nos vemos! Diciendo eso, siguió a su padre hacia el interior del hotel, pero antes volvió rápidamente la cabeza para mandarle al señor Tompkins un juguetón beso de buenas noches. Concurrió mucha gente a la representación. El teatro estaba casi lleno cuando el señor Tompkins ocupó su asiento, acompañado del profesor y de Maud. —Será mejor que eches un vistazo a tu programa —le aconsejó Maud—. Date prisa antes que apaguen la luz. Si no lo lees no sabrás quiénes son los personajes. Él leyó muy de prisa la hoja mecanografiada que le entregaron a la entrada. Logró leer hasta el final las notas del programa y en ese momento el teatro quedó en completa oscuridad y los seis músicos de la orquesta, apretujados en un pequeño espacio al lado de una plataforma elevada, dieron principio al preludio, precipite volissimevolmente. En medio del aplauso atronador de los estudiantes que constituían la mayor parte del auditorio, se levantaron los telones provisionales instalados alrededor de la plataforma. La iluminación del escenario era tan brillante que todos los espectadores entrecerraron los ojos, deslumbrados. La intensidad de aquellas luces hizo que todo el teatro quedara inundado por un resplandeciente mar de luz. —¡Qué técnico tan torpe! Va a quemar todos los fusibles del edificio —murmuró muy indignado el profesor casi en un suspiro. Pero no ocurrió tal cosa. Poco a poco, el resplandor de la “gran explosión” se disolvió y sólo quedó un espacio en tonos oscuros, iluminado por multitud de rehiletes de fuegos artificiales que giraban rápidamente. Tal vez el público debía suponer que ésas eran las galaxias que se formaron algún tiempo después de la Gran Explosión. —Ahora se han propuesto provocar un incendio —dijo el profesor, irritado—. No debí darles permiso de hacer esta insensatez. Maud se inclinó y le tocó el brazo, indicándole que el “técnico torpe” estaba en realidad discretamente oculto a un lado del escenario, con un extintor de incendios en la mano, preparado para cualquier emergencia. Mientras, los estudiantes lanzaban grandes exclamaciones de asombro, como niños en un festival de fuegos artificiales, hasta que los siseos del público los obligaron a callar. Entonces vieron entrar en escena a un hombre vestido con una sotana negra y un alzacuello de clérigo. Según las notas del programa, ese personaje era el abate Georges Lemaître de Bélgica, la primera persona que propuso la teoría de la Gran Explosión del universo en expansión. Cantando con marcado acento extranjero, el abate entonó su aria: 71

¡Átomo original, Que todo contienes! Diluido en fragmentos diminutos, Galaxias creas Con energía esencial. ¡Átomo radioactivo Que todo incluyes! ¡Gran átomo universal! ¡Átomo, obra de Dios! La gran evolución Nos habla de luces 72

Antes potentes, que ya son cenizas. Estamos aquí, Los soles se oscurecen E intentamos recordar Su original luz. ¡Gran átomo universal! ¡Átomo, obra de Dios!

En cuanto el padre Lemaître terminó su aria, entre los estrepitosos vítores del sector estudiantil del público (cuyos miembros sin duda habían pasado la primera parte de la velada en el bar), se presentó un hombre alto que (según el programa) era el físico George Gamow, quien nació en Rusia pero después se estableció en los Estados Unidos. Llegó al centro del escenario y empezó a cantar:

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Abate, nuestros conceptos Coinciden en lo esencial: Que el universo se expande Es un hecho muy real. Que el universo se expande Es un hecho muy real. Cree usted que hubo un principio Yo lamento diferir. Tampoco acepto su juicio De cómo empezó a existir. Tampoco acepto su juicio De cómo empezó a existir. Hubo un flujo de neutrones, No un átomo primordial; De infinitas dimensiones Es su eterna inmensidad. De infinitas dimensiones Es su eterna inmensidad. Aquellos gases antaños A su mayor densidad Hace mil millones de años Se tuvieron que prensar. Hace mil millones de años Se tuvieron que prensar. En ese momento crucial: Hubo un incendio espacial, Tanto luz y materia eran De importancia similar. Tanto luz y materia eran De importancia similar. 74

Y aquella explosión primera El chorro de luz volvió Lo que sólo era una pizca De materia en expansión. Lo que sólo era una pizca De materia en expansión. La luz ya palidecía Muchos milenios atrás: La materia se imponía Por su abundancia tenaz. La materia se imponía Por su abundancia tenaz. La materia se condensó (Como lo propone Jeans) La protogalaxia formó, Nubes gigantes de gas. La protogalaxia formó, Nubes gigantes de gas. Destrozadas y dispersas Nubes de gas formaron Una cúpula de estrellas Que al cielo iluminaron. Una cúpula de estrellas Que al cielo iluminaron. Las nebulosas viajarán Hasta la hora sombría En que el cosmos se encogerá Sin vida, negra y fría. En que el cosmos se encogerá Sin vida, negra y fría. 75

Entonces llegó el turno de Fred Hoyle. Éste se materializó de pronto, saliendo de algún lugar del espacio en medio de los fulgores de las galaxias. Sacó de su bolsillo un rehilete de fuegos artificiales y lo encendió. Cuando el artefacto empezó a girar, él lo sostuvo en alto con aire de triunfo, como una nueva galaxia recién nacida, y se dispuso a cantar su aria: El universo —dicta el cielo— Nunca inició en realidad. No: siempre ha sido, es; ha sido y será. Gold, Bondi y yo lo decimos.

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¡Permanece Cosmos, quédate igual! ¡Quédate estacionado! ¡Permanece Cosmos, quédate igual! ¡Quédate estacionado! Se alejan las galaxias viejas Al final todas se extinguen Y sin que esto importe, el universo Es, fue, siempre ha sido y será. ¡Permanece Cosmos, quédate igual! ¡Quédate estacionado! Se condensan nuevas galaxias De la nada y como siempre. (Que Gamow y Lemaître perdonen): Todo lo fue y es, será. ¡Permanece Cosmos, quédate igual! ¡Quédate estacionado! Sin embargo, incluso mientras el personaje de Hoyle cantaba, era imposible no notar que, a pesar de tan inspirado himno al carácter inmutable del cosmos, la mayoría de las pequeñas “galaxias” giratorias se estaban apagando. 77

La representación continuó hasta el último acto, cuando todo el elenco se reunió en escena para entonar el magnífico coro final: “Tus años de sacrificio Fueron triste desperdicio”, Le espetó el gran Ryle a Hoyle. “El Estado Estacionario Es falaz y estrafalario. ¡Eso te lo digo yo! ”Mi telescopio burlón Acabó con tu ilusión; Tus principios ha destruido. Y no quiero ser perverso, Pero veo a nuestro universo Cada vez más diluido”. Hoyle le dijo: “Veo que hablas De Lemaître con las palabras Y de Gamow. ¡Basta ya! No debes bailar al son De su ilusoria Explosión. ¡No te dejes embaucar! ”La verdad es que yo pienso Que esto no tuvo comienzo Y fin tampoco tendrá. Esto que te digo yo Y confirman Bondi y Gold Sólo es la pura verdad.” Ryle expresó su protesta Con una actitud molesta: “¡Qué ideas tan disparatadas! Yo te digo sin falacias 78

Que las lejanas galaxias ¡Hoy están más compactadas! ” Entre tantas discusiones, Para zanjar las cuestiones Hoyle les dijo sin ambages: “Nueva materia como ésta A cada instante se gesta Y eso no cambia el paisaje”. “Basta, Hoyle, no digas más, Que cuando yo empiezo a hablar Comienza la diversión Y tan sólo en un instante”, Dijo Ryle muy desafiante: “¡Los haré entrar en razón!” Al final hubo gritos entusiastas, vítores y una estrepitosa ovación digna de rivalizar con las de las noches de los grandes éxitos en el Covent Garden. Por fin el telón provisional descendió tajante, y eso disuadió al público de su afán de volver a llamar a los actores a escena. La audiencia se dispersó y los más jóvenes se encaminaron de nuevo al bar de la asociación de estudiantes. —¿Vas a hacer algo especial mañana, Maud? —le preguntó el señor Tompkins cuando ella estaba a punto de partir. —Nada en particular —respondió ella—. Puedes venir a mi casa a tomar un café si lo deseas. ¿Te parecería bien a las once en punto?

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VII. AGUJEROS NEGROS, MUERTE TÉRMICA Y EL SOPLETE

“SUPONGO que aquí es”, dijo el señor Tompkins en voz baja consultando el mapa que Maud le dibujó. No había un letrero en el portón donde se confirmara que allí era en efecto la Granja Norton. Al final del sendero de entrada vio una enorme casa de granja diseñada en forma irregular. No era lo que él esperaba, pero pensó que sería mejor acercarse y preguntar. Fue entonces cuando vio a Maud que estaba en cuclillas, desyerbando un sembrado de flores. Se saludaron cordialmente. —¡Tienes una gran casa! —dijo él con admiración—. No sabía que la pintura estuviera tan bien pagada. ¿No se suponía que debías morir de hambre en una buhardilla y padecer en aras del arte? Ella se desconcertó al principio, pero de pronto estalló en una carcajada. —¿Crees que todo esto es mío? —dijo—. ¡Qué más quisiera! No, la propiedad fue dividida desde que los Norton se fueron. Ahora son viviendas separadas. Ésta es mi parte — dijo, indicando una extensión añadida en fecha más reciente—. Pasa y recuerda que estás en tu casa. Mientras esperaban que hirviera el agua, lo condujo en breve gira por su casa, pequeña, pero muy acogedora. Luego se instalaron en el sofá de la sala y ahí tomaron café con pastelillos. —Y bien, ¿qué te pareció la ópera de ayer? —preguntó ella. —Creo que fue muy divertida —respondió él—. No entendí todas las alusiones, por supuesto, pero aun así la disfruté. Gracias por sugerirme que fuera. Lo único malo es que… —¿Sí? —Bueno, es que cuando regresé a mi casa no podía dejar de pensar qué rayos pudo haber sucedido con la teoría del Estado Estacionario. Me parecía una teoría tan sensata que… —Que papá no te oiga decir eso —dijo Maud riendo—. Nos costó mucho trabajo convencerlo de que permitiera la representación de esa ópera. Él no quería que los estudiantes se confundieran. Siempre hace hincapié en que la ciencia debe estar basada en experimentos y no en la estética. No importa cuánto te agrade una teoría: si los resultados experimentales la refutan, habrá que arrojarla a la basura. —¿Y en verdad las pruebas contra ella son tan fuertes como pareciste insinuarlo el otro día? —preguntó él. 81

—¡Oh, sí! —respondió Maud—. La evidencia favorece a la Gran Explosión en forma abrumadora. En primer lugar, sabemos que el universo ha cambiado a través del tiempo… Podemos ver que ha cambiado. El señor Tompkins frunció el ceño. —¿Podemos verlo? —Sí. Debes recordar que la velocidad de la luz es finita; tarda algún tiempo en llegar desde un objeto distante hasta nosotros. Cuando miras hacia la lejanía en el espacio, lo que haces en realidad es ver hacia atrás en el tiempo. La luz del Sol, por ejemplo —añadió, mirando por la ventana—, tardó ocho minutos en llegar hasta nosotros, lo cual significa que estamos viendo la luz solar como era hace ocho minutos y no como es en este preciso instante. Lo mismo ocurre con otros objetos más lejanos, como la galaxia en la constelación de Andrómeda. Sin duda habrás visto fotos de ella; está en todos los libros de astronomía. Esa galaxia se localiza a un millón de años luz de distancia, de modo que las fotos muestran cómo era hace un millón de años. —¿Qué quieres decir con eso? —Quiero decir esto —continuó ella—: Martin Ryle observó que el número de galaxias contenidas en un volumen dado aumentaba a medida que sondeaba más profundamente en el espacio; en otras palabras, aumentaba cuanto más atrás miraba en el tiempo. Por supuesto, eso es lo que cabe esperar si en verdad el universo se está volviendo menos denso con el paso del tiempo. Por lo tanto, vemos que era más denso en el pasado. —Dijeron algo de eso hacia el final de la ópera, ¿no es cierto? —preguntó el señor Tompkins. —Así es. Y no sólo eso, sino que ahora sabemos que la naturaleza de las propias galaxias ha cambiado a lo largo del tiempo. Poco después del momento en que se formaron, a raíz de la Gran Explosión, hubo una época en la que brillaban mucho más intensamente que hoy. Cuando se comportan así las llaman cuasares y sólo es posible localizarlas a grandes distancias, lo cual significa que existieron hace mucho tiempo, mas no en épocas recientes. Esa observación tampoco encaja con la idea de un universo que nunca cambia. —Es cierto. Me empiezas a convencer —reconoció él. —Pero no he terminado —insistió ella—. Considera la abundancia nuclear primordial. —La ¿qué ? —La proporción de los distintos tipos de partículas que provienen de la Gran Explosión. Se sabe que en una etapa temprana de la Gran Explosión todo estaba caliente, todo se movía con rapidez y las cosas chocaban unas contra otras. Lo único que existía en esa etapa eran las partículas subnucleares (neutrones y protones), electrones y otras partículas fundamentales. No había núcleos de átomos pesados; en cuanto uno de éstos se formaba (cuando neutrones y protones se fusionaban) era despedazado de nuevo por la siguiente colisión. Sólo más tarde, cuando el universo se expandió y se enfrió, las colisiones se volvieron menos violentas; y entonces fue posible que los núcleos recién formados consiguieran sobrevivir. De esa manera se produjo esa nucleosíntesis primordial, como la llaman.

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“Pero esa situación en la que los núcleos absorbían más y más protones y neutrones, formando así núcleos cada vez más grandes, no podía continuar para siempre —prosiguió Maud—. Era una carrera contra el tiempo. La temperatura seguía bajando, lo cual significaba que al final sería tan baja que las partículas nucleares no tendrían suficiente energía para fusionarse. Y no sólo era eso, sino que la densidad estaba descendiendo también a causa de la expansión, de manera que las colisiones eran cada vez menos frecuentes. Así, por una combinación de esas causas se llegó a un punto en el que las reacciones nucleares concluyeron y la mezcla de núcleos pesados ya no se modificó. Esa situación se conoce como la mezcla de congelación. Y esa mezcla específica de núcleos determina la mezcla de los distintos tipos de átomos que finalmente se formarán. ”Lo interesante es esto —concluyó ella—: que si sabes cuál es la densidad actual de la materia en el universo, podrás calcular cuál debió ser en una etapa anterior y, en particular, cuál era su valor en el momento de la nucleosíntesis primordial. Eso, a su vez, significa que se puede investigar teóricamente cuáles debieron ser los valores de la mezcla de congelación. El resultado obtenido fue que 77% de la masa debió estar constituido por hidrógeno (el elemento más ligero), 23% por helio (el siguiente más ligero) y que sólo había cantidades minúsculas de núcleos pesados. Pues bien, ¡ésos son exactamente los valores que observamos hoy cuando examinamos la abundancia de los distintos átomos en los gases interestelares!” 83

—Muy bien, tú ganas —concedió el señor Tompkins—. La Gran Explosión ha vencido hoy. —Pero no te he dicho aún cuál es la prueba más convincente —añadió Maud, entusiasmándose más a cada instante. —Me parece que empiezas a hablar como tu padre. Pasando por alto el comentario, ella continuó: —La radiación de fondo cósmica. Verás, si la Gran Explosión generó calor, debió ir acompañada de una bola de fuego, del mismo modo que una bomba nuclear al estallar despide un destello de luz cegadora. Ahora bien, la pregunta es qué sucedió con toda la radiación provocada por la Gran Explosión. Debe estar en algún lugar del universo, pues no puede estar en otro sitio. Desde luego, ya no se presenta como una luz cegadora, seguramente ya se enfrió y en esta etapa debe tener longitudes de onda en la región de las microondas. De hecho, Gamow… (¿lo recuerdas de anoche?), bien, él calculó que esa radiación debe tener un espectro de longitudes de onda correspondiente a una temperatura que se ubica en la región de los 7 K, es decir, siete grados sobre el cero absoluto. ¡Y tenía razón!, los restos de la bola de fuego ya fueron encontrados. La radiación fue descubierta en 1965, de modo accidental, por dos científicos en comunicaciones, Penzias y Wilson. Tiene una temperatura de 2.73 K, que como ves está muy cerca de la que predijo Gamow. El señor Tompkins no respondió, perdido en sus pensamientos. Maud lo miró inquisitiva. —¿Te pareció bien…? —le preguntó—. ¿Estás convencido? El señor Tompkins reaccionó, saliendo de sus ensueños: —Sí, sí, está bien. Fue una buena explicación, te lo agradezco, pero… —¿Pero qué? —Lo que pasa es que ahora tengo claro que el hidrógeno, el helio, los electrones y la radiación provienen de la Gran Explosión… pero si eso fue todo, entonces ¿cómo llegó a ser el mundo tal como los vemos ahora? ¿De dónde provienen el Sol y la Tierra? ¿Y qué podemos decir de ti y de mí? ¡No estamos hechos solamente de hidrógeno y helio! —¡Tus preguntas abarcan 12 000 millones de años de historia! ¿Cuánto tiempo me das para responder? —¿Te bastarán tres minutos? —preguntó el señor Tompkins, esperanzado. Ella sonrió. —Lo intentaré. ¿Estás listo? —Un momento —dijo él, mirando su reloj—. De acuerdo, ya puedes empezar. —Muy bien. Unos cuantos minutos después de la Gran Explosión encontramos núcleos de hidrógeno y helio, además de electrones. Al cabo de 300 000 años, las cosas se han enfriado lo suficiente para que los electrones puedan unirse a los núcleos. Así se forman los primeros átomos. Ahora existe un espacio lleno de gas. El gas tiene una densidad muy uniforme, pero hay puntos ligeramente no homogéneos, es decir, sitios donde la densidad es un poco mayor o menor que el promedio. Ahora el gas empieza a acumularse en torno de los puntos más densos porque en ellos la gravedad es mayor. Cuanto más gas se reúne, tanto más intensa se vuelve la gravedad y esos puntos arrastran ahora con mayor eficacia el gas de los alrededores. Con esto se forman nubes de gas que se separan unas de otras. Dentro de cada nube se forman pequeños vórtices o remolinos. Éstos se comprimen y su temperatura se eleva. (Un gas siempre se 84

calienta cuando lo comprimimos a un volumen menor.) Finalmente, la temperatura llega a ser tan alta que pone en marcha los procesos de fusión nuclear… y así es como nacen las estrellas. De esa manera, al cabo de unos mil millones de años aparecen nuestras galaxias de estrellas. (En realidad, también pudo haber ocurrido al revés. Así, en lugar de que la nube de galaxias se formara primero y luego se rompiera en estrellas, éstas pudieron haberse formado primero para después reunirse y formar las galaxias. Eso nadie lo sabe con seguridad en nuestros días.) De una u otra manera, ya tenemos estrellas. La energía que éstas poseen proviene de los procesos de fusión nuclear, los cuales no sólo liberan energía, sino también construyen núcleos de átomos más pesados, esos que más tarde necesitaremos para la formación de la Tierra y el material de nuestros cuerpos. Al final los incendios nucleares de las estrellas consumen todo su combustible. En el caso de una estrella mediana, como el Sol, el proceso tarda unos 10 000 millones de años. En su vejez, esas estrellas se hinchan hasta convertirse en lo que se conoce como una gigante roja. Ésta después se contrae hasta volverse una enana blanca y por último se desinfla hasta convertirse en ceniza fría. En cambio las estrellas más masivas concluyen su vida activa en un final mucho más espectacular: terminan con una explosión… literalmente; una explosión supernova. Esa explosión es la que arroja parte del nuevo material nuclear sintetizado, es decir, los núcleos pesados. Ahora éstos se encuentran mezclados con el gas interestelar y pueden unirse para formar una estrella de segunda generación y además, por primera vez, planetas de roca como la Tierra (los cuales, por supuesto, no existían en la primera generación de estrellas). Es entonces cuando la evolución entra en escena, de acuerdo con la selección natural, y convierte las sustancias químicas de la superficie del planeta en personas como tú y yo. ¡Así es como resulta que en verdad estamos hechos de polvo de estrellas! Maud se interrumpió súbitamente. —¡Listo! ¡Eso es! ¿Cuánto tiempo tardé? El señor Tompkins sonrió. —Tardaste poco más de dos minutos… —Bien —opinó Maud—. Entonces todavía tengo un minuto para hablar de los agujeros negros. —¿Agujeros negros? —Sí. Es lo que queda cuando una de esas estrellas realmente masivas estalla. Se desprende de parte del material, como dije, pero el resto se colapsa en sí mismo y forma un agujero negro. —¿Qué es exactamente un agujero negro? —quiso saber el señor Tompkins—. He oído hablar de ellos, por supuesto… —Un agujero negro es lo que resulta cuando la fuerza de gravedad es tan intensa que nada puede resistirse a ella. Toda la materia de la estrella se colapsa entonces hacia un mismo punto. —¡Un punto! —exclamó el señor Tompkins—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Un punto de verdad? —Exactamente. No tiene volumen —fue la respuesta—. El punto donde toda la materia se concentra está rodeado de una región en la cual el campo gravitacional es increíblemente fuerte. Es tan intenso que a menos de cierta distancia (dentro de su horizonte de hechos) nada 85

puede escapar de su atracción… ni siquiera la luz. Por eso es negro. Todo lo que se encuentra dentro de ese horizonte de hechos es absorbido hacia el punto que se encuentra en el centro. —¡Asombroso! —murmuró el señor Tompkins—. ¿Y qué hay más allá del agujero negro? —¿Más allá? Quién sabe. No tiene por qué haber algo “más allá”. El material que cae en él permanece allí, en el centro. Por supuesto, se ha especulado sobre la posibilidad de que pase por una especie de túnel que enlaza nuestro universo con otro y que, por último, salga en ese otro universo como un “agujero blanco”. Sin embargo, eso es pura especulación. —¿Y estamos seguros de que los agujeros negros realmente existen? —¡Claro que sí! La evidencia es muy convincente. No sólo hay agujeros negros como resultado del colapso de estrellas viejas, sino que también en el centro de las galaxias existen otros, de tamaño masivo, que tal vez han devorado un millón de estrellas o algo así. El señor Tompkins le dirigió a Maud una mirada de admiración. —¿Por qué me miras así? —preguntó ella, con curiosidad. —No, por nada. Sólo me pregunto cómo has hecho para enterarte de todo esto. Ella se encogió de hombros con modestia. —No lo sé. Supongo que la mayor parte de esto la he sacado de ahí —dijo señalando un estante lleno de revistas populares de ciencia. —Una última pregunta, Einstein —agregó él—. ¿Y cómo terminará todo esto? ¿Qué será del universo en el futuro? Tu padre dijo algo así como que ahora la expansión es constante, pero que disminuirá y se detendrá en el futuro infinito. —Así es, en caso de que la teoría de la inflación sea correcta y la densidad de la materia del universo tenga el valor crítico. Para entonces todo el combustible nuclear habrá sido utilizado, todas las estrellas estarán muertas, muchas serán absorbidas por el agujero negro que está en el centro de sus galaxias, y el universo se habrá vuelto terriblemente frío y sin vida. Eso es lo que llaman la muerte térmica del universo. El señor Tompkins sintió un escalofrío. —Eso no será muy agradable que digamos. —No sé, pero creo que eso no debería preocuparte —respondió ella con vivacidad—. Todos estaremos muertos y sepultados mucho antes que eso suceda. Comoquiera que sea, creo que ya fue suficiente. Cambiemos de tema. —Sí, lo siento. ¿Qué vas a pensar de mí? —No tengas cuidado, está bien. Aprovéchame al máximo mientras puedas —dijo Maud, bromeando—. No te seré útil la próxima semana. —¿La próxima semana? ¿Qué va a pasar la próxima semana? —En su próxima conferencia, papá hablará de la teoría cuántica, ¿no es cierto? —Creo que sí. —Bien, pues no tengo ni la más remota idea de qué es la teoría cuántica. Lo único que te puedo decir al respecto es: ¡Que tengas buena suerte! Ahora ocupémonos de mis pinturas. ¿Hablabas en serio cuando me dijiste que querías verlas? —¿Tus pinturas? Por supuesto que sí —respondió él—. ¿Dónde las tienes? ¿Está tu estudio lejos de aquí? —¿Lejos? No. Está al otro lado del patio. He tenido que usar el antiguo granero de enfrente. En realidad por eso decidí mudarme a la Granja Norton. Lo que me interesó no fue la 86

casa, sino el granero. El estudio de Maud era como el país de las maravillas. El señor Tompkins nunca había visto algo semejante. Sus creaciones (les podríamos llamar pinturas) eran extraordinarias. Aunque tenían marcos y se supone que debían colgarse en la pared, estaban hechas con todo tipo de materiales: yeso, madera, tubos de metal, pizarra, guijarros, botes de hojalata, etc. Esos diversos artículos estaban combinados juntos en collages vibrantes y complejos. —Son maravillosas —exclamó él—. No las esperaba así. En verdad son maravillosas, pero… —continuó con vacilación— no podría decir que las entienda. No creo entenderlas en realidad, pero me gustan —añadió en tono categórico. Ella sonrió. —Los cuadros no son teorías de física, ¿sabes? No están hechos para ser entendidos; es necesario sentirlos. Él permaneció un buen rato en silencio contemplando una de esas obras. Después se atrevió a decir: —Creo que es necesario establecer una relación en dos sentidos con el cuadro, entrar en interacción con él. No estará completo mientras uno no ponga algo de sí mismo en el proceso y no logre ver la relación como una experiencia propia. ¿Es eso lo que significa? Ella se encogió de hombros, sin comprometerse. —Es el más reciente —dijo, señalando la pintura aludida—. ¿Qué te parece aquélla? —¿Ésta? Es una playa. Cosas deslavadas en una playa, carcomidas y gastadas por el tiempo; cada una tiene su propia historia que contar; ahora se encuentran juntas, por casualidad, en el mismo lugar y al mismo tiempo. Ella lo miró muy de cerca con una mirada que él no había notado antes y que de inmediato lo hizo sentirse un poco incómodo. —Perdona, estoy diciendo tonterías. Tal vez he leído demasiados catálogos de exposiciones de pintura. Una de las ventajas de trabajar en el centro de la ciudad es que puedo visitar galerías y exposiciones de arte a la hora del almuerzo —explicó él—. Me gusta el arte; por lo menos algunas obras. Y trato de estar informado de las novedades. Ella sonrió. —Dime —prosiguió él—. ¿Cómo pudiste lograr este efecto de deterioro? Es casi como si el objeto hubiera sido rescatado de un incendio —dijo, señalando algunos trozos de madera requemada incrustados en el yeso. Maud le lanzó una mirada traviesa. —Si quieres, te lo mostraré, pero deberás tener cuidado. Dicho esto, tomó un soplete que estaba sobre una mesa y lo encendió. Pasó la llama del instrumento por la superficie de uno de los cuadros. Al poco tiempo, las partes de madera brillaron al rojo vivo. En un instante todo el estudio se llenó de humo. Retrocediendo con cierta alarma, el señor Tompkins llegó hasta la puerta y la abrió para que el humo pudiera salir. Desde ahí miró fascinado. Observó el rostro de Maud. Era la imagen de la concentración total. En ese momento comprendió que estaba enamorado.

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VIII. “SNOOKER” CUÁNTICO

LA SIGUIENTE conferencia del profesor no tuvo tanto público como al principio de la serie; era evidente que algunos no habían logrado perseverar en el curso. Sin embargo, había bastante gente. Cuando el señor Tompkins ocupó su asiento, recordó el comentario de Maud acerca de las dificultades que implica aprender la teoría cuántica; sentía cierta ansiedad al pensar cómo se las arreglaría. Pero estaba decidido a dominar el tema, si tal cosa le era posible. Incluso tenía la esperanza de que, en lo que se refiere a la física cuántica, él pudiera convertirse en el maestro de ella. Entonces entró el profesor… Damas y caballeros: En mis dos conferencias anteriores traté de mostrar cómo el descubrimiento del límite máximo de todas las velocidades en la física nos llevó a una reconstrucción completa de las ideas del siglo XIX sobre el espacio y el tiempo. Sin embargo, el desarrollo del análisis crítico de los fundamentos de la física no se detuvo en esa etapa; aún estaban por llegar más descubrimientos y conclusiones sorprendentes. Me refiero a la rama de la física conocida como teoría cuántica. Ésta no se ocupa tanto de las propiedades del espacio y el tiempo por sí mismas, sino de las interacciones recíprocas y los movimientos de los objetos materiales que tienen lugar en el espacio y el tiempo. En la física clásica siempre se aceptó como un hecho evidente que la interacción entre dos cuerpos físicos cualesquiera podía hacerse tan pequeña como las condiciones del experimento lo requirieran y que era posible reducirlas prácticamente a cero siempre que fuera necesario. Por ejemplo, supongamos que el objetivo es investigar el calor generado en cierto proceso y que nos preocupa que la introducción de un termómetro provoque cierta pérdida de calor y, por lo tanto, introduzca una perturbación. El experimentador confiaba en que si utilizaba un termómetro más pequeño (o un termopar sumamente pequeño), esa perturbación podía reducirse hasta un nivel inferior al de los límites de precisión requeridos. La convicción de que todos los procesos físicos podían ser observados, en principio, con cualquier grado de precisión que fuera necesario, sin que resultaran perturbados por la observación, era tan poderosa que nadie se molestó en formular esa proposición en forma explícita. Sin embargo, nuevos datos empíricos acumulados desde el comienzo del siglo XX llevaron sistemáticamente a los físicos a la conclusión de que la situación es en realidad 89

mucho más complicada. De hecho, existe en la naturaleza un límite inferior de interacción que nunca puede ser reducido. Este límite natural de precisión es tan pequeño que resulta insignificante en la mayoría de los procesos con los que estamos familiarizados en la vida ordinaria. No obstante, su valor resulta muy significativo cuando las interacciones tienen lugar en sistemas mecánicos tan diminutos como los átomos y las moléculas. En el año 1900, el físico alemán Max Planck reflexionaba sobre las condiciones de equilibrio entre materia y radiación. Al final llegó a una conclusión sorprendente: a diferencia de lo que siempre se había supuesto, ningún equilibrio de ese tipo es posible si la interacción entre la materia y la radiación se realiza en forma continua, En lugar de eso, él propuso que en realidad la energía era transferida entre la materia y la radiación en una secuencia de “choques” separados. Una cantidad particular de energía era transferida en cada uno de esos actos elementales de interacción. Para conseguir el equilibrio deseado y no contradecir los hechos experimentales, era necesario introducir una relación matemática sencilla según la cual la cantidad de energía transferida en cada choque era proporcional a la frecuencia de la radiación que dio lugar a dicha transferencia de energía. Así, refiriéndose al coeficiente de proporcionalidad por medio del símbolo “h”, Planck tuvo que aceptar que la porción mínima o quantum de energía transferida podía calcularse con la expresión

donde f representa la frecuencia de la radiación. La constante h tiene el valor numérico 6.6 × 10 –34 joules por segundo y se conoce de ordinario como la constante de Planck. (Supongo que todos ustedes están familiarizados con la notación según la cual 10 –4 significa:

una fracción que, según se supone, tiene 34 ceros en el denominador.) Observen que el valor de la constante de Planck es muy pequeño y ésa es la razón por la cual los fenómenos cuánticos no son observados de ordinario en nuestra vida diaria. Un avance posterior sobre las ideas de Planck fue obra de Einstein. Él concluyó que no sólo la radiación es emitida como “paquetes de energía”, sino que esos paquetes transfieren después energía a la materia en la misma forma localizada que se observa en las partículas. En otras palabras, cada paquete se mantiene intacto: su energía no se dispersa en una región amplia como se suponía con anterioridad. A esos paquetes de energía los llaman “cuantos de luz” o fotones. Por el hecho de que los fotones se mueven, concluimos que, además de su energía hf, deben poseer también cierto momento o cantidad de movimiento. De acuerdo con la mecánica relativista, el momento debe ser igual a su energía dividida entre la velocidad de la luz, c. 90

Recordando que la relación entre la frecuencia de la luz y su longitud de onda, λ, se expresa con la relación f = c/λ, podemos escribir así el momento de un fotón:

Así, el momento de un fotón disminuye con la longitud de onda. Una de las pruebas experimentales más convincentes de la veracidad del concepto de los cuantos de luz y de la energía y el momento asociados a ellos, fue fruto de la investigación del físico estadunidense Arthur Compton. Al estudiar las interacciones de la luz y los electrones, él obtuvo como resultado que los electrones puestos en movimiento por la acción de un rayo de luz se comportan exactamente como si hubieran sido golpeados por una partícula dotada de la energía y el momento cuyos valores se expresan en las ecuaciones (13) y (14). Se observó también que los fotones mismos, después de chocar con los electrones, sufrían ciertos cambios (en sus frecuencias) que coincidieron en forma notable con las predicciones de la teoría. Así, podemos decir que, en lo que se refiere a las interacciones con la materia, la propiedad cuántica de la radiación electromagnética, como la luz, es un hecho experimental bien establecido. El físico danés Niels Bohr aportó un refinamiento posterior de las ideas cuánticas. En 1913, él fue el primero en expresar que el movimiento interno de cualquier sistema mecánico sólo puede poseer un conjunto discreto de valores energéticos posibles. En consecuencia, esto significa que el movimiento interno sólo puede cambiar su estado en pasos finitos, puesto que tal transición va acompañada de la radiación o la absorción de una cantidad discreta de energía (es decir, la diferencia de energía entre los dos estados energéticos permitidos). Esta idea fue sugerida por la observación de que, cuando los electrones atómicos emiten radiación, el espectro resultante no es continuo sino que está formado sólo por ciertas frecuencias: es un “espectro lineal”. En otras palabras, de acuerdo con la ecuación (13), la radiación emitida tiene solamente ciertos valores energéticos. Esto es comprensible si la hipótesis de Bohr sobre los estados energéticos permisibles en el emisor es correcta; en este caso, se trata de los estados energéticos de los electrones en el átomo. Las reglas matemáticas que definen los posibles estados de los sistemas mecánicos son más complicadas que en el caso de la radiación y no entraremos aquí en su formulación. Baste decir que, cuando se describe el movimiento de una partícula, como un electrón, hay circunstancias en las que es necesario hacerlo a partir de las propiedades de las ondas. La necesidad de hacerlo así fue señalada por primera vez por el físico francés Louis de Broglie, tomando como base sus estudios teóricos de la estructura del átomo. Según él, siempre que una onda se encuentra en un espacio confinado, como una onda de sonido dentro de un tubo de órgano o como las vibraciones de una cuerda de violín, sólo le son permitidas ciertas frecuencias o longitudes de onda. La razón de esto es que las ondas tienen que “encajar” en las dimensiones del espacio que las encierra, lo cual da lugar a lo que llamamos “ondas estacionarias”. De Broglie afirmó que si los electrones de un átomo tuvieran una onda asociada a ellos, entonces, como esas ondas estarían confinadas (dentro de cierta proximidad del núcleo atómico), su longitud de onda sólo podría adoptar alguno de los valores discretos 91

permitidos para ondas estacionarias. Más aún, si esa longitud de onda propuesta estuviera relacionada con el momento del electrón mediante alguna relación similar a la ecuación (14) aplicable a la luz, es decir,

entonces eso implicaría que el momento (y por lo tanto la energía) del electrón sólo es capaz de adoptar ciertos valores permitidos. Por supuesto, esto proporcionaría una excelente explicación de los niveles de energía discretos de los electrones que forman los átomos, y de la consiguiente naturaleza del espectro de líneas de la radiación que emiten. En los años siguientes, las propiedades ondulatorias del movimiento de las partículas materiales quedaron firmemente establecidas en muchos experimentos. En ellos se demostró que fenómenos tales como la difracción de un haz de electrones al pasar por una pequeña abertura, y los fenómenos de interferencia, se presentan incluso con partículas relativamente grandes y complejas, como las moléculas. Por supuesto, las propiedades ondulatorias observadas en las partículas materiales eran del todo incomprensibles desde el punto de vista de los conceptos clásicos del movimiento. El propio De Broglie se vio obligado a adoptar un punto de vista muy artificial: que las partículas iban “acompañadas” de ciertas ondas que, por decirlo así, “dirigían” su movimiento. Debido al valor extremadamente pequeño de la constante h, las longitudes de onda de las partículas materiales son también pequeñísimas, incluso para la más ligera de las partículas fundamentales, el electrón. Siempre que la longitud de onda de la radiación es pequeña en comparación con las dimensiones de las aberturas por las que va a pasar, los efectos de difracción son minúsculos y, para todos los fines prácticos, la radiación pasa por ellas sin desviación alguna. Por esa razón un balón de futbol que pasa por el espacio comprendido entre los postes de la portería no presenta ningún cambio de dirección visible que pueda atribuirse a la difracción. La naturaleza ondulatoria de las partículas sólo tiene importancia cuando el movimiento se produce en regiones tan pequeñas como el interior de átomos y moléculas. Entonces desempeña un papel crucial para nuestro conocimiento de la estructura interna de la materia. Una de las pruebas más directas de la existencia de la serie de estados discretos que esos sistemas mecánicos minúsculos adoptan, la proporcionaron los experimentos de James Franck y Gustav Hertz. Ellos bombardearon átomos con electrones de energía variable y observaron que sólo se producían cambios definidos en el estado del átomo cuando la energía de los electrones bombardeados alcanzaba ciertos valores discretos. Si la energía de los electrones descendía por debajo de cierto límite, no se observaba efecto alguno en los átomos. Esto se debía a que la cantidad de energía transportada en cada electrón no bastaba para llevar al átomo del primero al segundo de los estados cuánticos permitidos. ¿Cómo debemos interpretar estas nuevas ideas en relación con la mecánica clásica? El concepto fundamental de la teoría clásica acerca del movimiento es que, en un momento dado, una partícula ocupa cierta posición en el espacio y posee una velocidad definida que 92

define sus cambios de posición a lo largo de su trayectoria con el paso del tiempo. Estas nociones fundamentales de posición, velocidad y trayectoria, sobre las que está construido todo el edificio de la mecánica clásica (igual que todas nuestras demás nociones), han sido fruto de la observación de los fenómenos que nos rodean. Como vimos con anterioridad en el caso de los conceptos clásicos de espacio y tiempo, debemos reconocer la posibilidad de que también sea necesario hacer una modificación radical a ese respecto en cuanto nuestra experiencia se extienda hacia nuevas regiones aún no exploradas. Si les pregunto a ustedes por qué creen que una partícula en movimiento ocupa cierta posición en un momento dado y que al cabo de cierto tiempo habrá descrito una línea definida, conocida como trayectoria, es probable que me respondan: “Porque yo así la veo al observar su movimiento”. Sin embargo, analicemos este método con el cual se formó el concepto clásico de trayectoria y veamos si realmente nos conduce a un resultado definido. Para esto, imaginemos que una científica cuenta con un aparato sensible con el cual intenta seguir el movimiento de un pequeño cuerpo material arrojado desde una pared de su laboratorio. Ella decide hacer sus observaciones “mirando” cómo se mueve el cuerpo. Por supuesto, lo tiene que iluminar para que sea posible verlo. Sabiendo que, en general, la luz ejerce cierta presión sobre los cuerpos y al hacerlo puede alterar su movimiento, decide usar una iluminación a base de breves destellos que sólo se encenderán en los momentos en que ella realice sus observaciones. En el primer ensayo desea observar sólo 10 puntos de la trayectoria, para lo cual elige una fuente luminosa tan débil que el efecto integral de la presión de la luz durante 10 iluminaciones sucesivas se encuentre dentro de la gama de precisión que necesita. De esta manera, haciendo destellar su luz 10 veces durante la caída del cuerpo, obtiene 10 puntos de la trayectoria con la precisión deseada.

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Cuando ella deseó mejorar el experimento para obtener un trazo más preciso de la trayectoria, usó 100 puntos de observación. Sabiendo que 100 destellos sucesivos alterarían demasiado el movimiento, al preparar la segunda serie de observaciones eligió una lámpara 10 veces menos intensa. Para la tercera serie de observaciones, en la que se propuso obtener 1 000 puntos, utilizó una lámpara 100 veces más débil que la primera. Procediendo de este modo y reduciendo constantemente la intensidad de la iluminación, ella logró obtener todos los puntos de observación que deseaba, sin incrementar el error posible por encima del límite que eligió al principio. Este procedimiento, muy idealizado pero factible en principio, representa la forma lógica más estricta de construir el movimiento de una trayectoria “observando el cuerpo en movimiento”. Se percatarán ustedes de que, desde el punto de vista de la física clásica, todo esto se encuentra dentro de lo posible. 94

Pero ahora veamos qué sucede si introducimos las limitaciones cuánticas y tomamos en cuenta el hecho de que la acción de cualquier radiación sólo puede ser transferida en forma de fotones. Hemos visto que nuestra observadora ha reducido constantemente la cantidad de luz con la que ilumina el cuerpo en movimiento. Pero ahora debemos reconocer que a ella le será imposible seguir aplicando ese sistema cuando llegue a un nivel de iluminación por debajo del equivalente de un fotón por destello. En ese caso, sobre el cuerpo en movimiento tendrá que incidir el fotón entero o no habrá iluminación, pues no se puede tener una fracción de fotón. Ahora bien, la experimentadora podría argumentar que, de acuerdo con la ecuación (14), el efecto de una colisión con un fotón es menor cuando la longitud de onda es mayor. Por consiguiente, decide aumentar el número de observaciones introduciendo incrementos compensatorios en la longitud de onda de la luz que utiliza. Pero aquí tropieza con otra dificultad: es bien sabido que cuando se usa luz de cierta longitud de onda no es posible ver detalles más pequeños que dicha longitud. (¡No se puede pintar una miniatura persa con una brocha de pintor de paredes!) Así, al usar ondas cada vez más grandes, ella perderá la precisión en cada uno de los puntos observados y pronto llegará a una etapa en la que cada estimación tendrá un grado de incertidumbre tan grande como el tamaño de su laboratorio o incluso más. De esta manera, al final se verá obligada a adoptar una solución de compromiso entre un gran número de puntos observados y un grado de incertidumbre aceptable en cada observación. Por lo tanto, nunca podrá obtener una trayectoria con la exactitud de una línea matemática como la que solían obtener sus colegas con la física clásica. Su mejor resultado posible será una franja bastante ancha y poco definida. El método que hemos analizado es de tipo óptico; podemos ensayar otra posibilidad con un método mecánico. Para este fin, nuestra experimentadora puede idear dispositivos de registro mecánico minúsculos, como unas campanillas colocadas en resortes que registren la presencia de cualquier cuerpo material que pase junto a ellas. Podría colocar un gran número de esas campanillas en todo el espacio por donde se espera que pase el cuerpo en movimiento, sabiendo que el “sonido de las campanillas” indicará sucesivamente la trayectoria de la partícula. En física clásica ella podría hacer que las campanillas fueran tan pequeñas y sensibles como lo deseara, y en el caso límite de un número infinito de campanillas infinitamente pequeñas, la noción de trayectoria podría determinarse también con cualquier grado de precisión deseado. Sin embargo, las limitaciones cuánticas para sistemas mecánicos volverán a estropear la situación. Los badajos de las campanillas están dentro del espacio encerrado en la propia campana. Por lo tanto, sólo tendrán ciertos estados discretos de energía permitidos. Si las campanillas son demasiado pequeñas, la cantidad de impulso que necesitan absorber del cuerpo en movimiento para que el badajo las haga sonar será grande y, en consecuencia, el movimiento de la partícula sufrirá una perturbación proporcionalmente grande. Por otra parte, si las campanillas son grandes habrá poca perturbación, pero la incertidumbre de cada una de las posiciones registrada será grande. La trayectoria final deducida será de nuevo ¡una franja mal definida!

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Estas consideraciones pueden llevarnos a buscar otro método práctico para determinar la trayectoria: tal vez uno más elaborado y complejo. Sin embargo, permítaseme decir que aquí no hemos hablado tanto del análisis de dos técnicas experimentales en particular, sino de una idealización de la cuestión más general del proceso de medición físico. Cualquier sistema de medición podrá reducirse necesariamente a los elementos que hemos descrito en estos dos métodos y que, a la postre, desembocarán en el mismo resultado: la posición precisa y la trayectoria exacta no son determinables en un mundo sometido a las leyes cuánticas… En este punto de la conferencia, el señor Tompkins capituló en su lucha por mantener abiertos sus pesados párpados. Entonces cabeceó, levantó de pronto la cabeza como tratando de obligarse a permanecer despierto; cabeceó una vez más, otra sacudida ligera, otro cabeceo… Después de pedir su bebida en el bar, el señor Tompkins estaba a punto de buscar un lugar donde sentarse cuando el sonido de unas bolas de billar atrajo su atención. Entonces recordó que había una mesa de snooker[*] en el salón posterior de ese bar, así que le pareció buena idea ir a mirar un rato. El salón estaba lleno de hombres en mangas de camisa que bebían y charlaban muy animados mientras esperaban su turno para jugar. El señor Tompkins se acercó a la mesa y empezó a mirar el juego. 96

Notó que allí pasaba algo muy extraño. Un jugador colocó una bola sobre la mesa y la golpeó con el taco. Mirando rodar la bola, el señor Tompkins notó que, para su sorpresa, la bola empezó a “esparcirse”. Ésa fue la única expresión que se le ocurrió para describir el extraño comportamiento de la bola que, al moverse, parecía cada vez más y más imprecisa, perdiendo sus contornos nítidos. Parecía que sobre la mesa no rodaba una bola, sino un gran número de ellas, y que todas se penetraban parcialmente entre sí. El señor Tompkins ya había visto con anterioridad fenómenos análogos, pero nunca con tal intensidad después de beber una sola copa. No acertaba a entender por qué sucedía ahora. “Hum —pensó—. Me pregunto cómo es posible que esa bola ‘borrosa’ vaya a golpear alguna vez a otra.” El jugador que golpeó la bola era evidentemente un experto, pues la envió directamente contra otra, tal como debía ser; se oyó con claridad el sonido del choque como sucede siempre que chocan dos bolas ordinarias. Entonces tanto la que estaba en movimiento como la que estaba inmóvil (el señor Tompkins no sabía con precisión cuál era cuál) salieron despedidas “en diferentes direcciones al mismo tiempo”. Era algo muy peculiar, pero ahora ya no veía dos bolas un poco borrosas, sino que parecía haber multitud de ellas, todas de contornos vagos y turbios, que se precipitaban dentro de un ángulo de 180˚ en torno de la dirección del impacto original. Parecía una onda que se propagara desde el punto del choque, con un flujo máximo de pelotas en la dirección de impacto original. —Estamos viendo un buen ejemplo de ondas de probabilidad —dijo una voz familiar detrás de él. El señor Tompkins volvió la cabeza y vio que el profesor miraba por encima de su hombro. —¡Ah, es usted! ¡Qué bien! Tal vez pueda explicarme qué está sucediendo aquí.

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—Desde luego. Tal parece que el propietario consiguió unas extrañas pelotas que padecen una especie de “elefantiasis cuántica”, si me permite decirlo así. Claro está que todos los objetos de la naturaleza están sometidos a las leyes cuánticas, pero la constante de Planck (la cantidad que rige la escala de los efectos cuánticos) es sumamente pequeña… por lo menos en condiciones normales. Pero en el caso de esas bolas, parece que la constante es mucho mayor: tal vez de uno, supongo. Esto es muy útil porque así podemos ver con nuestros propios ojos lo que sucede. De ordinario sólo podemos inferir este tipo de comportamiento aplicando métodos de observación muy sensibles y refinados. El profesor adquirió un aire reflexivo. —Debo reconocer que en realidad me encantaría saber cómo consiguió esas bolas el propietario. En rigor, es imposible que existan en nuestro mundo. La constante de Planck es la misma para todos los objetos. —Tal vez las importó de otro mundo —sugirió el señor Tompkins—. Pero, dígame, ¿por qué se esparcen las bolas de esa manera? —Bueno, todo está relacionado con el hecho de que su posición sobre la mesa no está bien definida. No es posible indicar con precisión la posición de una bola; lo más que se puede decir es que se encuentra “mayormente aquí”, pero “parcialmente en algún otro lugar”. —¿Pero está en realidad físicamente en todos esos lugares al mismo tiempo? —preguntó el señor Tompkins con incredulidad. El profesor titubeó. —Tal vez sí, tal vez no. Sin duda algunas personas dirían que sí, pero otras afirmarían que tenemos un conocimiento incierto de la posición de la bola. La interpretación de la física cuántica siempre ha sido tema de debate. No hay consenso al respecto ni siquiera en la actualidad. El señor Tompkins siguió observando con asombro las borrosas bolas de billar. —Esto es de lo más insólito —murmuró. —Todo lo contrario —insistió el profesor—: es absolutamente normal en el sentido de que sucede continuamente con todos los objetos materiales del universo. Lo que pasa es que h es muy pequeña. Nuestros métodos de observación ordinarios son demasiado burdos y nos ocultan este tipo de indeterminación fundamental. Todo esto conduce a la gente a la idea errónea de que la posición y la velocidad son cantidades definibles por sí mismas. Ahora los físicos reconocen que, en términos puramente prácticos, nunca es posible determinar a la vez cuáles son los valores de posición y velocidad (al menos, no es posible con una precisión infinita), pero este hecho lo atribuyen a que nuestras técnicas de medición son muy rudimentarias. Sin embargo, la verdad es que, hasta cierto punto, esas dos cantidades son fundamentalmente indefinidas. “En realidad es posible alterar el equilibrio de las incertidumbres. Por ejemplo, tal vez desee usted concentrarse en determinar con mayor precisión la posición. Muy bien, eso sí puede hacerlo, pero el precio que deberá pagar es un incremento en la incertidumbre de la velocidad. En forma alternativa, puede optar por calcular con precisión la velocidad, pero entonces tendrá que sacrificar la precisión al determinar la posición. La constante de Planck 99

gobierna la relación entre esas dos incertidumbres.” —Todavía no estoy seguro de… —empezó a decir el señor Tompkins. —Oh, en realidad es muy sencillo —continuó el profesor—. Mire usted. Le voy a imponer límites definidos a la posición de esta bola.

La bola de aspecto impreciso a la que el profesor se refería rodaba perezosamente sobre la mesa. Él alargó el brazo y la puso dentro del triángulo de madera que los jugadores usan para colocar las bolas al principio del juego. En seguida la bola pareció enloquecer. Todo el interior del triángulo pareció llenarse entonces con un borrón de marfil. —¿Lo ve usted? —dijo el profesor—. Ahora he definido la posición de la bola dentro de la magnitud de las dimensiones de triángulo. Antes sólo podíamos decir con certeza que la bola estaba sobre la mesa… en algún lugar. Bueno, pero mire lo que ha ocurrido con la velocidad. La incertidumbre de la velocidad se ha disparado. —¿No puede hacer que deje de sacudirse así? —preguntó el señor Tompkins. —No, eso es físicamente imposible. Cualquier objeto que está dentro de un espacio cerrado debe tener cierto movimiento; los físicos lo llamamos el movimiento del punto cero. Es imposible que se mantenga inmóvil. Si se detuviera podríamos saber con precisión cuál es su velocidad, pues ésta sería cero. Pero no se nos permite conocer la velocidad si sabemos con seguridad la posición, como sucede aquí con la bola contenida dentro de los límites del triángulo. Mientras el señor Tompkins observaba la bola correr hacia aquí y hacia allá sin cesar dentro de su encierro —como un tigre en su jaula— sucedió algo muy extraño. ¡La bola se salió de su encierro! Ahora estaba fuera del triángulo y rodaba hacia uno de los rincones de la mesa. ¿Cómo ocurrió tal cosa? No es posible que hubiera saltado las paredes del triángulo; 100

más bien, parecía que se había “filtrado” a través de ellas para escapar. —¡Vaya! —exclamó el profesor entusiasmado—. ¿Vio usted eso? Es una de las consecuencias más interesantes de la teoría cuántica: no es posible mantener algo indefinidamente dentro de un espacio cerrado… siempre que haya energía suficiente para que el objeto escape después de haber cruzado la barrera. Tarde o temprano, el objeto se “filtrará” por las paredes y escapará. —¡Válgame Dios! —exclamó el señor Tompkins—. Entonces nunca volveré a ir al zoológico. Su vívida imaginación le inspiró de inmediato la imagen de tigres y leones “filtrándose” para escapar de sus jaulas. De pronto sus pensamientos tomaron un sesgo diferente: ¿y si su automóvil se filtrara así y saliera del garaje? Se formó la imagen mental del auto atravesando la pared de su casa como el fantasma proverbial de la Edad Media y escapando a toda prisa calle abajo. Se preguntó si el seguro de su auto cubría esas eventualidades. Comentó sus pensamientos con el profesor y preguntó: —¿Cuánto tiempo hay que esperar para que eso suceda? Después de hacer algunos rápidos cálculos mentales, el profesor le respondió: —Eso tardará unos 1 000 000 000 … 000 000 años. Aunque el señor Tompkins estaba acostumbrado a manejar grandes números en las operaciones del banco, perdió la cuenta del número de ceros que el profesor mencionó en su respuesta. Sin embargo, se tranquilizó al comprobar que era un espacio de tiempo tan prolongado que no tenía por qué preocuparse. —Pero dígame —añadió—, en el mundo ordinario, donde no existen bolas como éstas, ¿cómo es posible observar esas cosas si tardan tanto tiempo en suceder? —Buena pregunta. Es inútil aguardar con la esperanza de ver que los objetos ordinarios de todos los días realicen tales proezas. No, la verdad es que los efectos de las leyes cuánticas sólo pueden apreciarse cuando tratamos con masas muy pequeñas, como átomos o electrones. En partículas tan minúsculas, los efectos cuánticos son tan grandes que la mecánica ordinaria resulta del todo inaplicable. Por ejemplo, el choque entre dos átomos se vería exactamente como la colisión entre dos de esas “bolas cuánticas con elefantiasis”. Y no sólo eso, sino el movimiento de los electrones dentro de un átomo sería muy parecido al “movimiento del punto cero” de la bola cuando estaba encerrada en el triángulo de madera. —¿Y los electrones escapan de sus átomos muy a menudo? —preguntó el señor Tompkins. —No, no —respondió el profesor de inmediato—. No, eso no sucede en absoluto. Recuerde cuando dije que para eso era necesario que el objeto tuviera suficiente energía para escapar después de haberse filtrado a través de la barrera. El electrón es retenido en el átomo por la fuerza de atracción entre la carga eléctrica negativa que posee y la carga positiva de los protones del núcleo. El electrón no tiene suficiente energía para escapar de esa atracción; por eso no escapa. No, si desea ver esas filtraciones, le sugiero que examine el núcleo del átomo. Hasta cierto punto, el núcleo se puede comportar como si estuviera formado por partículas alfa.

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—¿Partículas alfa? —Ése es el nombre que a lo largo de la historia se ha dado al núcleo del átomo de helio. Consiste en dos neutrones y dos protones y está ligado con excepcional firmeza: las cuatro partículas pueden “ensamblarse” muy bien. En fin, el caso es que como las partículas alfa están unidas muy estrechamente, se dice que los núcleos pesados pueden comportarse en ciertas circunstancias como si estuvieran formados por puras partículas alfa y no por neutrones y protones individuales. Aunque las partículas alfa se mueven dentro del volumen total del núcleo, están obligadas a permanecer dentro del mismo por las fuerzas de atracción de corto alcance que mantienen unidas a las partículas nucleares. Por lo menos permanecen juntas en condiciones normales, pero de vez en cuando una de las alfa escapa. Sale del alcance de la fuerza de atracción nuclear que la había retenido. De hecho, entonces sólo está sujeta a la fuerza de repulsión de largo alcance entre la carga eléctrica positiva y la carga del 102

resto del núcleo que ha dejado atrás. Por eso ahora la partícula alfa se aleja disparada. Es una forma de desintegración nuclear radiactiva. Así pues, como podrá usted ver, eso es bastante análogo al caso de su automóvil en el garaje… ¡sólo que las partículas alfa escapan con más rapidez! En ese momento, el señor Tompkins tuvo una extraña sensación en un brazo y éste empezó a sacudirse. Entonces escuchó una voz de mujer que le decía en un susurro: “¡Shh!” En ese momento despertó y vio que una dama estaba sentada junto a él en la banca del salón de conferencias. Ella tiraba suavemente de su brazo. Le sonrió con gesto comprensivo y dijo en voz baja: —Estaba usted empezando a roncar. El señor Tompkins recobró la compostura y movió los labios para decirle “gracias” sin que se oyera su voz. Se preguntó cuánto de la conferencia se había perdido. Pero tal vez en su sueño había estado sintonizado inconscientemente. Recordó un reportaje sobre un individuo que, según decían, aprendió un idioma extranjero mientras dormía con unos audífonos puestos. Sea como fuere, el profesor seguía hablando con entusiasmo… Volvamos ahora a nuestro experimento y tratemos de obtener la forma matemática que describe las limitaciones impuestas por las condiciones cuánticas. Ya hemos visto que no importa qué método de observación se utilice: siempre hay un conflicto entre el cálculo de la posición y el de la velocidad de un objeto en movimiento. En el método óptico, la colisión entre el objeto y el fotón que proviene de la fuente luminosa introduce en el momento de la partícula una incertidumbre comparable al momento del fotón utilizado, en virtud de la ley de conservación del momento. Así, aplicando la ecuación (15) podemos calcular la incertidumbre del momento de la partícula utilizando esta expresión:

Recordando que la incertidumbre de la posición de una partícula se calcula a partir de la longitud de onda (es decir, Δq ≅ h), deducimos que

En el método mecánico de observación por medio de las “campanillas”, el momento de la partícula en movimiento tendrá un grado de incertidumbre a causa de la cantidad del mismo que es absorbida por el badajo. Como éste está encerrado en la campanillas, el momento debe ser el correspondiente a una longitud de onda comparable a las dimensiones de la campanillas, l. Así, con la ecuación (15), Δppartícula ≅ h/l. Recordando que en este caso la incertidumbre de la posición está dada por el tamaño de las campanillas (es decir, Δq ≅ l), llegamos una vez más a la misma ecuación (17). Esta relación universal entre las dos 103

incertidumbres, en la cual interviene la constante de Planck, fue formulada inicialmente por el físico alemán Werner Heisenberg. Por eso, la ecuación (17) se conoce como la relación de incertidumbre de Heisenberg. A partir de esto, se percibe de inmediato que cuanto mejor definamos la posición, tanto más indefinido se volverá el momento (o la velocidad) y viceversa. Recordando que el momento es la masa de la partícula en movimiento multiplicada por su velocidad, podemos escribir:

Para los objetos que manejamos de ordinario, esas incertidumbres son en verdad minúsculas. Para una pequeña partícula de polvo con una masa de 0.000 000,1 g, tanto la posición como la velocidad pueden ser medidas con una precisión de 0.000 000,01%. En cambio, para un electrón (con una masa de 10 –30 kg), el producto ΔvΔq debe ser del orden de 10 –4 m2/s. Dentro de un átomo, la velocidad de un electrón tiene que ser menor de 106 m/s porque si fuera mayor escaparía. En consecuencia, es necesario definir su velocidad con una precisión que se encuentre dentro de dicha velocidad límite. Mediante la ecuación (17), la incertidumbre de la posición resulta ser de 10 –10 m, es decir, cabría esperar que esto representara las dimensiones totales de un átomo. Y de hecho, eso es lo que encontramos en realidad en la práctica. Aquí es donde empezamos a vislumbrar la potencia y la utilidad de la relación de incertidumbre de Heisenberg. Por el simple conocimiento de la intensidad de las fuerzas que actúan dentro del átomo (y, por ende, de las velocidades máximas permitidas para los electrones), podemos calcular en forma aproximada ¡el tamaño de los átomos! En esta conferencia he tratado de mostrarles la magnitud del cambio radical que nuestra idea clásica del movimiento ha tenido que sufrir. Las nociones clásicas elegantes y nítidamente definidas han desaparecido y es lógico que ustedes se pregunten cómo hacen los físicos para mantenerse a flote en este océano de incertidumbre. A una conferencia introductoria como ésta no le corresponde abordar todo el rigor matemático de la mecánica cuántica, pero trataré de darles una idea de la misma para que las personas interesadas capten su sabor. Está claro que si en términos generales no podemos definir la posición de una partícula material por medio de un punto matemático, ni su trayectoria por una línea matemática, debemos usar otros métodos matemáticos de descripción. De hecho, para eso se requiere el empleo de funciones continuas (como las que se manejan en hidrodinámica). Dichas funciones nos permitirán definir la “densidad de presencia” del objeto cuando se “esparce” en el espacio. Tal vez deba advertirles que existe la idea errónea de que la función empleada para describir la “densidad de presencia” tiene una realidad física en nuestro espacio ordinario tridimensional. En realidad, si describimos el comportamiento de, digamos, dos partículas, debemos responder la pregunta referente a la presencia de nuestra primera partícula en un lugar y la presencia simultánea de la segunda en algún otro sitio. Para eso tenemos que aplicar una función de seis variables (las coordenadas de las dos partículas) y ésas no las podemos 104

“localizar” en el espacio tridimensional. Para sistemas más complejos es preciso utilizar funciones con un número de variables aún mayor. En este sentido, la función de onda de la mecánica cuántica es análoga a la “función de potencial” de un sistema de partículas en la mecánica clásica o a la “entropía” de un sistema en la mecánica estadística. Eso solamente describe el movimiento y nos ayuda a predecir las probabilidades relativas de varios resultados posibles para nuestra próxima observación del objeto. Por ejemplo, supongamos que un haz de electrones se difracta al pasar a través de ranuras practicadas en una barrera y luego incide en una pantalla lejana en la cual queda registrada su llegada. La función de onda de este sistema físico nos permitirá calcular las probabilidades relativas de que los electrones lleguen a diferentes puntos ubicados en la pantalla; su llegada se expresa en forma de partículas o cuantos localizados. El físico austriaco Erwin Schrödinger fue el primero en formular la ecuación para definir el comportamiento de la función de onda, ψ, de una partícula material. No explicaré aquí la derivación matemática de esa ecuación fundamental, pero les diré cuáles eran los requisitos que condujeron a su descubrimiento, el más importante de los cuales es bastante insólito: la ecuación debe formularse de manera que la función que describe el movimiento de las partículas materiales muestre todas las características de una onda. Así, el comportamiento de nuestra función ψ no es análogo al paso del calor a través de una pared calentada por un lado, si me permiten usar este ejemplo, sino más parecido al movimiento de una deformación mecánica (como una onda sonora) a través de la misma pared. En términos matemáticos, para eso se requiere una forma de ecuación definida, no restringida. Con esta condición fundamental, junto con el requisito adicional de que nuestras ecuaciones deben convertirse en las ecuaciones de la mecánica clásica cuando son aplicadas a partículas de mayor masa, para las cuales los efectos cuánticos deben ser insignificantes, el problema de hallar la ecuación se reduce a un ejercicio puramente matemático. Ésta es la ecuación en su forma final para los que estén interesados en conocerla:

En esta ecuación, las partículas tienen masa, m, y la función U representa el potencial de las fuerzas que actúan sobre las partículas. La ecuación nos da la solución para el movimiento de las partículas con una distribución de fuerzas en particular. La aplicación de la ecuación de onda de Schrödinger ha permitido a los físicos desarrollar la imagen más completa y congruente, desde el punto de vista lógico, de todos los fenómenos que tienen lugar en el mundo subatómico. Antes de terminar, supongo que debo decir una o dos palabras acerca de las matrices. Si ustedes han leído un poco sobre física cuántica, ya deben haber conocido esa forma tan diferente de aproximarse a este tema. Debo confesar que, en lo personal, me disgustan esas matrices y prefiero prescindir de ellas. Sin embargo, para presentarles el panorama completo, por lo menos debo mencionarlas. 105

El movimiento de una partícula o de un sistema mecánico complejo siempre se describe, como hemos visto, mediante ciertas funciones continuas de onda. Esas funciones a menudo son bastante complicadas y es posible representarlas como un conjunto de oscilaciones más sencillas que reciben el nombre de “funciones propias”, de la misma manera que un sonido complejo puede estar constituido por varias notas armónicas simples. Es posible describir toda la complejidad de un movimiento señalando las amplitudes de sus distintos componentes. Dado que el número de componentes (sonidos armónicos) es infinito, tenemos que escribir tablas infinitas de amplitudes usando este formato:

Esta tabla, que está sujeta a las reglas relativamente sencillas de las operaciones matemáticas, se conoce como una “matriz”. Algunos físicos teóricos prefieren trabajar con matrices, en lugar de lidiar directamente con las funciones de onda. Así, la “mecánica matricial”, como a veces la llaman, es sólo una modificación matemática de la “mecánica ondulatoria” ordinaria. Lamento en especial que el tiempo no me permita describir los progresos posteriores de la teoría cuántica en relación con la teoría de la relatividad. Este desarrollo, debido en gran parte al trabajo del físico británico Paul Dirac, puso de relieve varios puntos muy interesantes y también ha dado lugar a descubrimientos experimentales de mayor importancia. Tal vez pueda volver a abordar estos problemas en otra ocasión, pero por ahora tengo que concluir.

[*] Un juego de billar en que se utilizan 15 bolas rojas y seis de otro color. [T.]

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IX. EL SAFARI CUÁNTICO

BIP … BIP … BIP El señor Tompkins despertó, sacó el brazo de debajo de los cobertores y descargó un golpe sobre reloj despertador. El pensamiento de que era lunes por la mañana y debía ir a trabajar empezó a penetrar en su conciencia. Acurrucándose de nuevo, inició sus 10 minutos habituales de sueño adicional antes que el insistente ruido sonara otra vez… —¡Hey, vamos! Es hora de levantarse. Recuerde que tenemos que tomar un avión. Era el profesor, que se encontraba de pie junto a la cama, cargando una maleta grande. —¿Qué… qué dijo? —balbuceó, aturdido, el señor Tompkins, al tiempo que se sentaba en la cama, frotándose los ojos. —Nos vamos de safari. ¡No me diga que lo ha olvidado! —¿De safari? —Sí, por supuesto, iremos a la selva cuántica. El dueño del billar fue muy servicial. Me dijo de dónde viene el marfil de las bolas de snooker. —¿Marfil? Pero se supone que en esta época no se debe ir en busca de marfil… Haciendo caso omiso de la protesta del señor Tompkins, el profesor buscó en la bolsa lateral de la maleta. —¡Sí, aquí está! —declaró, sacando un mapa—. Sí, mire. He marcado la región en rojo. ¿La ve? Todo lo que hay dentro de esta área está sujeto a leyes cuánticas con un valor muy grande para la constante de Planck. Iremos allá para investigar. El viaje nada tuvo de interesante, y cuando menos lo esperaba el señor Tompkins el avión llegó a su destino en un país lejano. Según el profesor, era el lugar poblado más próximo a la misteriosa región cuántica. —Vamos a necesitar un guía —dijo. Pero fue difícil hallar uno. Era evidente que los lugareños no querían ir a la selva cuántica y que por lo común nunca se acercaban a ese lugar. Sin embargo, por fin apareció un joven temerario que recriminó a sus amigos su cobardía y se ofreció como voluntario para conducir a los dos visitantes. La primera parada de la gira fue en el mercado, para abastecerse de provisiones. —Tendrán que alquilar un elefante que nos lleve —explicó el muchacho. 107

El señor Tompkins miró al enorme animal y de inmediato se sintió alarmado. ¡No esperarían que él montara en eso! —Escuchen, yo mejor no… —empezó a decir—. Nunca antes he hecho algo semejante. En realidad no podría. En un caballo, tal vez. Pero no en eso. En ese momento vio que otra persona vendía burros. Se le alegró la cara. —¿Qué tal si alquilamos uno de ésos? Creo que van más de acuerdo con mi estatura. El muchacho rió con sorna. —¿Llevar un asno a la selva cuántica? Debe estar bromeando. Sería como montar un caballo salvaje. ¡Saldría disparado por los aires al momento! Suponiendo que el burro no se escurriera a través de sus piernas antes de eso. —Sí, es cierto —murmuró el profesor—. Empiezo a comprender. En realidad lo que dice el muchacho es muy sensato. —¿Lo es? —dijo el señor Tompkins—. Supongo que se ha confabulado con el vendedor de elefantes. Nos quieren estafar obligándonos a comprar algo que no necesitamos. —Es que sí necesitamos un elefante —repuso el profesor—. No podemos cabalgar en un animal que va a esparcirse por todas partes como aquellas bolas de billar. Tenemos que estar bien sujetos a algo pesado. Así, el momento tendrá un alto valor aunque vayamos despacio, y eso, a su vez, significa que la longitud de onda será pequeñísima. Hace algún tiempo le dije que toda la incertidumbre referente a la posición y la velocidad depende de la masa; así, cuanto mayor sea la masa, menor será la incertidumbre. Por eso las leyes cuánticas no han sido observadas en el mundo ordinario, ni siquiera en objetos tan livianos como las partículas de polvo. En los electrones, los átomos y las moléculas observamos sus efectos, pero no en los objetos de tamaño ordinario. En cambio, la constante de Planck es muy grande en la selva cuántica. Sin embargo, ni aun allí es lo bastante grande para producir efectos notables en el comportamiento de un animal tan enorme como un elefante. La incertidumbre de la posición de un elefante cuántico sólo puede percibirse mediante una inspección atenta. Podemos esperar que su contorno parezca un poco borroso, pero nada más. A medida que pase el tiempo, esa incertidumbre aumentará muy lentamente. Tal vez eso explique, en parte, el origen de la leyenda que cuentan en este lugar, según la cual a los elefantes muy viejos de la selva cuántica les crece un largo pelaje. Después de regatear un poco, el profesor accedió a pagar el precio y se montó en el elefante junto con el señor Tompkins, trepando hasta una cesta atada al lomo del animal. Una vez que el joven guía ocupó su sitio en el cuello del elefante, emprendieron la marcha hacia la selva misteriosa. Tardaron cerca de una hora en llegar hasta sus límites. Cuando se internaron en la selva, el señor Tompkins notó que las hojas de los árboles vibraban, aunque al parecer no soplaba el viento. Le preguntó al profesor por qué sucedía eso. —Oh, es porque las estamos mirando —fue la respuesta. —¿Porque las estamos mirando? ¿Eso qué tiene que ver? —replicó el señor Tompkins—. ¿Acaso son tan tímidas? —Yo difícilmente lo explicaría así —dijo, sonriendo, el profesor—. La cuestión es que al hacer cualquier observación es inevitable perturbar el objeto que está siendo observado. Es evidente que aquí los fotones de la luz del Sol producen un impacto mucho más intenso que en 108

nuestro país. Como en este lugar la constante de Planck es aún mayor, podemos prever que todas las actividades serán bastante bruscas. Las acciones suaves no son posibles aquí. Si una persona trata de acariciar a un perro, deberá elegir entre no hacerlo o quizá romperle el cuello al pobre animal con el primer cuanto de caricias. Mientras avanzaban entre los árboles, el señor Tompkins siguió pensando. —¿Y si nadie estuviera mirando? —preguntó—. ¿Todo se comportaría entonces correctamente? Quiero decir, ¿las hojas se comportarían en la forma que ya sabemos? —¿Quién podría decirlo? —repuso el profesor—. Si nadie está mirando, ¿quién puede saber cómo se comportan? —¿Quiere usted decir que esta cuestión es más filosófica que científica? —Si lo desea, puede usted decir que es filosofía, pero en realidad es simplemente una pregunta sin sentido. Si algo está claro, por lo menos en la ciencia, es el principio fundamental según el cual nunca se debe hablar de las cosas que no pueden ser demostradas en forma experimental. Toda la teoría de la física moderna se basa en ese principio. En filosofía podría ser diferente; es posible que algunos filósofos traten de llegar más allá. Por ejemplo, el filósofo alemán Immanuel Kant pasó mucho tiempo reflexionando sobre las propiedades de los objetos, pero no como “aparecen ante nosotros”, sino como “son en realidad”. Para el físico moderno, lo único que tiene significado es lo que se conoce como los “observables”, es decir, los resultados de mediciones, como la posición y el momento. Toda la física moderna está basada en la relación mutua de éstos… En ese momento se oyó un intenso zumbido. Miraron hacia arriba y vieron un gran insecto negro, del doble del tamaño de un moscardón, que parecía muy feroz. El joven guía gritó para pedirles que se agacharan. Sacó un matamoscas y de inmediato empezó a tratar de golpear al insecto atacante. Éste se convirtió en un borrón y, a su vez, el borrón se transformó en una nube informe que envolvió al elefante y a los que lo montaban. El muchacho agitaba vigorosamente el matamoscas en todas direcciones, sobre todo hacia donde la nube parecía ser más densa. ¡Zas! ¡Por fin logró hacer contacto! La nube desapareció al instante y el insecto se desplomó, muerto, describiendo un arco en el aire, para aterrizar en algún lugar entre la densa hierba. —¡Bien hecho! —exclamó el profesor. El muchacho sonrió con aire triunfal. —No estoy muy seguro de haber entendido lo que sucedió… —murmuró el señor Tompkins.

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—Oh, no tuvo nada de especial —explicó el profesor—. El insecto es muy ligero. En cuanto empezamos a mirarlo, su posición pronto se volvió más y más incierta con el paso del tiempo. Al final estábamos rodeados por la “nube de probabilidad del insecto”, en forma muy similar a un núcleo atómico rodeado por la “nube de probabilidad de los electrones”. A esas alturas ya no sabíamos con certeza dónde estaba el insecto. Sólo podíamos decir que en el lugar de mayor densidad de la nube era donde más probablemente se encontraría. ¿Notó usted que el muchacho golpeaba sobre todo en las partes más densas de la nube? Aplicó la estrategia acertada, pues así incrementó la probabilidad de interacción entre el matamoscas y el insecto. Verá usted que en mundo cuántico no es posible apuntar en forma precisa hacia un objetivo con la seguridad de dar en el blanco. Cuando reanudaron la marcha, prosiguió: —Esto es lo mismo que encontramos en nuestro mundo, pero allá en una escala mucho menor. El comportamiento del electrón alrededor del núcleo atómico es, en muchos aspectos, análogo al del insecto que parecía estar en todas partes alrededor del elefante. Cuando se intenta incidir en los electrones atómicos no es posible tener más certidumbre de dar en el blanco que en el caso de nuestro guía tratando de golpear al insecto. Todo es cuestión de manejar las probabilidades, de jugar con ellas. Si un haz de luz es proyectado sobre el átomo, la mayoría de los fotones no logrará incidir en él, sino que pasará de largo sin producir efecto alguno. Sólo cabe esperar que alguno de esos fotones acierte en el blanco. —Eso me recuerda al pobre perro que en el mundo cuántico no puede ser acariciado sin causarle la muerte —concluyó el señor Tompkins. En ese momento salieron de aquel bosque y se encontraron en una alta meseta que dominaba el campo abierto. El llano que veían a sus pies estaba dividido en dos por una densa hilera de árboles que bordeaban el lecho seco de un río y se extendía hasta perderse en la lejanía. —¡Miren, hay muchas gacelas! —dijo el profesor muy animado, señalando una manada de gacelas que pacían con tranquilidad a la derecha. Pero el señor Tompkins se concentraba en un grupo de leonas que estaban al otro lado de la hilera de árboles. Después, un poco más adelante, distinguió otro grupo igual… y otro y otro… Los grupos de leonas estaban dispuestos en una línea recta, paralela a la hilera de árboles. Además, entre todos los grupos había exactamente el mismo espaciamiento. Eso le pareció muy extraño y le recordó la escena que veía todas las mañanas, de lunes a viernes, en el andén de la estación ferroviaria de su pueblo. En virtud de su larga experiencia, los viajeros habituales de las 7:05 a.m. sabían exactamente dónde se abrirían las puertas del tren cuando éste llegara a la estación. En realidad, a menos que uno se colocara justamente frente a la puerta que se abría, no había ninguna posibilidad de conseguir un asiento. Por eso los viajeros expertos, como el señor Tompkins, se agrupaban en pequeños grupos a intervalos regulares a lo largo del andén. Todas las leonas miraban con expectación hacia dos pequeñas brechas donde se interrumpía la hilera de árboles. Pero antes que el señor Tompkins tuviera tiempo de preguntar qué ocurría, hubo una gran conmoción en el extremo derecho de la escena. De repente, una 111

leona solitaria salió de algún escondite y entró en campo abierto. En cuanto las gacelas la vieron, el terror las invadió y huyeron a toda carrera entrando por las dos brechas abiertas en la hilera de árboles. Cuando salieron del otro lado sucedió algo muy extraño: en lugar de mantenerse unidas como manada o dispersarse en todas direcciones, el grupo se dividió en varias columnas separadas y cada columna se lanzó directamente contra alguno de los grupos de leonas que aguardaban. A su llegada a esos grupos, todas las gacelas kamikazes eran capturadas y devoradas. El señor Tompkins estaba desconcertado. —Eso no tiene sentido —exclamó. —Claro que sí lo tiene —murmuró el profesor—. Con toda seguridad lo tiene. Es en verdad fascinante: ¡la doble ranura de Young! —¿La doble qué de quién? —preguntó intrigado el señor Tompkins. —Oh, perdone. Me temo que ahora vienen más tecnicismos. La cuestión es que hay un experimento en el que un haz es disparado contra dos ranuras abiertas en una barrera. Si el haz está formado por partículas (como la pintura de una lata aplicada con un aspersor), podemos esperar que del otro lado salgan dos haces, uno por cada ranura. Pero si el haz está constituido por ondas, cada ranura actuará como una fuente de ondas y éstas se propagarán hacia el otro lado, sobreponiéndose entre sí. Las crestas y valles de los dos conjuntos de ondas se mezclarán unos con otros y provocarán interferencias entre sí. En ciertas direcciones, los trenes de ondas pierden el paso y las crestas de uno coinciden con los valles del otro, de manera que ambos se cancelan y no pueden propagarse en esas direcciones. Eso se conoce como interferencia destructiva. Pero en otras direcciones ocurre lo contrario: los trenes de ondas llevan el mismo paso, de modo que las crestas de uno coinciden con las crestas del otro y también sus valles coinciden, se refuerzan entre sí y el resultado es que en cada una de esas direcciones se transmite una onda sumamente grande. Eso es lo que llamamos interferencia constructiva.

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—¿Dice usted que al otro lado de las ranuras se forman haces separados que corresponden a los lugares donde existe interferencia constructiva, y no se obtiene nada en los lugares donde la interferencia es destructiva? —preguntó el señor Tompkins, —Así es. Y el resultado no se reduce a sólo dos haces. Se puede obtener gran cantidad de ellos, todos separados entre sí por la misma distancia. El ángulo en que salen depende de la longitud de onda del haz inicial y de la separación que exista entre las dos ranuras. El hecho de que puedan obtenerse más de dos haces transmitidos demuestra que estamos tratando con ondas y no con partículas. Esto se conoce como “el experimento de doble ranura de Young” porque así fue como el físico Young logró demostrar que los haces de luz están formados por ondas. Ahora bien, en esta versión —dijo el profesor refiriéndose a la gran matanza que se estaba produciendo a sus pies— tenemos una demostración de que también estas gacelas se comportan como ondas. —Pero eso todavía no lo entiendo —insistió desconcertado el señor Tompkins—. ¿Por qué se suicidan las gacelas de esa manera? —No tienen alternativa. La pauta de interferencia determinó los sitios donde era más probable que terminaran. No había posibilidades de predecir en qué dirección saldría una gacela en particular al pasar por las dos ranuras de la hilera de árboles. Lo único que se puede decir por adelantado es que hay muchas probabilidades de que salga en ciertas direcciones y muy pocas de que salga en otras. Lo único que podían hacer las gacelas era pasar por las brechas y ver qué ocurría. Para su desgracia, esas leonas son cazadoras experimentadas. Saben cuánto pesa la gacela en promedio y lo rápido que puede correr. Así calcularon el momento y, por lo tanto, la longitud de onda del haz de gacelas. También saben cuál es la distancia entre las ranuras de la hilera de árboles y en esa forma pudieron calcular los puntos donde debían esperar la llegada de su alimento. —¿Quiere usted decir que esas leonas son matemáticas hábiles? —dijo el señor Tompkins con incredulidad. El profesor rió. —No, dudo mucho que lo sean. Pero lo mismo hace cualquier niño que calcula con habilidad las trayectorias parabólicas para saber dónde debe colocarse para atrapar una pelota. Lo que hace en realidad es quizá un juicio instintivo. Mientras ellos miraban, la leona que se encargó de hacer que la manada huyera espantada se incorporó a uno de los grupos de leonas y se dispuso a disfrutar su parte en el banquete. —¡Qué buen cálculo! —comentó el profesor—. ¿Notó usted lo lentamente que caminó al pasar por esa brecha entre los árboles? Es obvio que así logró compensar el hecho de tener una masa mayor que la gacela promedio. Al moverse con mayor lentitud, logró alcanzar la misma longitud de onda que las gacelas. Así se aseguró de que saldría difractada en alguna de las direcciones en las que salieron las gacelas y, por lo tanto, llegaría directamente a alguno de los lugares donde está la comida. Un biólogo evolucionista se pondría feliz de poder estudiar el tipo de comportamiento que ha sido favorecido por la selección en este entorno… Un intenso zumbido muy agudo lo interrumpió. —¡Cuidado! —gritó el guía—. Otro insecto está a punto de atacar. 114

El señor Tompkins se agachó apresuradamente y se cubrió la cabeza con el saco para protegerse mejor. Sin embargo, aquello no era su saco sino un cobertor. Y el zumbido no lo emitía un insecto cuántico al ataque, sino la alarma de su reloj despertador.

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X. EL DEMONIO DE MAXWELL

DURANTE los meses siguientes, el señor Tompkins y Maud visitaron juntos galerías de arte y discutieron los méritos o las fallas de las exposiciones que veían. Él se esforzó al máximo por introducirla en los misterios de la física cuántica que había aprendido a últimas fechas. Por su talento para los números, también fue muy valioso para ella pues le echó una mano con la contabilidad del negocio cuando tenía que tratar con representantes y dueños de galerías de arte. A su debido tiempo, se armó de valor para pedirle que fuera su esposa y se sintió feliz cuando ella aceptó. Decidieron establecer su hogar en la Granja Norton para que ella no tuviera que desmantelar su estudio. Un sábado por la mañana esperaban la visita del profesor para el almuerzo. Maud estaba sentada en el sofá, leyendo el último número del New Scientist. El señor Tompkins trataba de llenar los formularios de la declaración de impuestos de ella sobre la mesa del comedor. Hurgando entre varias hileras de recibos de materiales de arte, le comentó: —No creo que vaya a ser posible que me retire pronto y viva de los ingresos de mi esposa… Por lo menos todavía no. —Y no me imagino que los dos podamos vivir sólo con tu salario —contestó ella sin levantar la vista. El señor Tompkins suspiró, recogió los papeles y los guardó de nuevo en una carpeta de cartón. Tomó el periódico y se sentó en el sofá junto a Maud. Cuando hojeaba el suplemento en color, atrajo su atención un artículo acerca de los juegos de azar. —¡Hey! —exclamó al cabo de un momento—. Creo que aquí está la respuesta. Un sistema de apuestas infalible. —Ah, sí —murmuró Maud algo ausente, sin dejar de leer—. ¿Quién lo dice? —Lo dicen aquí. —Sí, claro. Y si está en el periódico tiene que ser verdad —dijo ella en tono escéptico. —No, en serio. Escucha esto. Apuestas a un primer caballo y ganas, por ejemplo, una libra. Si ganas, bien. Guardas esa libra en el banco. —¿Y si pierdes? —Si pierdes, apuestas a un segundo caballo, pero esta vez aumentas la apuesta a fin de que si ganas recuperes lo que perdiste en la primera carrera y ganes una libra. De esa manera vas guardando tus libras en el banco y no sufres pérdida alguna. Si pierdes la segunda vez, 117

entonces en la tercera carrera aumentas la apuesta para recuperar las pérdidas de la primera y la segunda y tener una libra de ganancia. Es muy sencillo. Así no importa que pierdas en muchas ocasiones, porque al final vas a recobrar todo el dinero de las apuestas anteriores (una pérdida que sólo habrá sido temporal) y obtendrás una libra de ganancia como resultado final.

—Pero una libra no es gran cosa —dijo Maud todavía no muy convencida. —Bien, eso es sólo para empezar —dijo el señor Tompkins, entusiasmado—. Aquí dice: una vez que depositas la libra en el banco no la tocas más. En lugar de eso, repites todo el procedimiento desde el principio. Le apuestas a un caballo una libra; si pierdes aumentas la apuesta para cubrir la pérdida y obtener una ganancia de una libra. Continúas en esa forma hasta que al final vuelvas a ganar… y entonces podrás depositar una segunda libra en el banco. Ahora ya tienes dos libras y así sucesivamente, tres libras, cuatro libras, ad infinitum. ¿Qué te parece? —concluyó en tono triunfal. —Pues no lo sé —respondió ella no muy segura—. Mi padre siempre dice que no puede existir un sistema infalible para ganar apuestas. —¿Ah, no? ¿Dónde está la falla de éste? —preguntó él—. ¿Sabes? Te lo demostraré. Lo pondré en práctica ahora mismo. Dicho eso, buscó las páginas del hipódromo en la sección deportiva, cerró los ojos y señaló un caballo con su dedo. 118

—Demon’s Delight a las 2:30 en Haydock. Un caballo es tan bueno como cualquier otro. Iré a la casa de apuestas en este momento. Se levantó, se puso el saco y se dirigió a la puerta, pero antes de llegar a ella sonó el timbre. Era el padre de Maud. —¿Oh, va usted a algún lugar? —preguntó el profesor. El señor Tompkins le explicó lo que pensaba hacer. —Ah, ya veo —comentó el profesor en tono inexpresivo—. Ese cuento es viejo. El profesor pasó de largo ante el señor Tompkins y siguió de frente para saludar a su hija. El día era cálido y decidieron sentarse afuera, en el patio. —¿Un sistema infalible de apuestas? —murmuró—. No sé cuántas veces he oído eso. —Sé que parece improbable —reconoció el señor Tompkins siguiendo los pasos del profesor—, pero éste es diferente: nos garantiza que no habrá pérdidas. Con él es inevitable ganar. En verdad, no puede fallar. —¿Que no puede fallar? —dijo el profesor con una sonrisa—. Bien, veamos si eso es verdad. Después de examinar brevemente el artículo, continuó: —El rasgo distintivo de este sistema es que la regla para calcular la suma por apostar nos obliga a aumentar la apuesta después de cada pérdida. Si usted ganara y perdiera en forma alternativa con absoluta regularidad, su capital se movería de arriba abajo, siendo cada incremento ligeramente mayor que el decremento anterior. Por supuesto, en ese caso su capital aumentaría poco a poco a lo largo del tiempo y tal vez terminaría usted siendo millonario a final de cuentas. —Eso es lo que yo digo. —Sin embargo, sin duda se da cuenta usted de que esa regularidad no se presenta en la realidad —continuó el profesor—. De hecho, la probabilidad de que esa serie de pérdidas y ganancias alternativas sea regular es tan pequeña como la probabilidad de ganar consecutivamente igual número de veces. Así pues, debemos analizar lo que sucede si se presentan muchas ganancias o pérdidas en forma sucesiva. “Si usted logra tener lo que los jugadores llaman una racha de buena suerte, ganará en varias ocasiones consecutivas. Sin embargo, su ganancia total será de una libra cada vez, por lo cual no será muy alta. Por otra parte, una mala racha le causará de inmediato un grave quebranto. Descubrirá que el índice al cual tendrá que incrementar su apuesta para cubrir las pérdidas anteriores lo dejará pronto en la inopia y no podrá seguir jugando. Por ejemplo, si las probabilidades son equilibradas (si apuesta una libra para ganar una libra), después de cinco pérdidas sucesivas tendrá que apostar 32 libras para cubrir las pérdidas y tener una ganancia de una libra; al cabo de 10 pérdidas sucesivas la apuesta se elevará a 024 libras; con 15 pérdidas tendrá usted que apostar 32 768 libras… ¡Y todo para ganar una libra! Una gráfica para representar las variaciones de su capital consistiría en varios tramos que suben lentamente, interrumpidas por caídas muy bruscas. Es probable que al principio del juego se encuentre en la larga porción de la curva que asciende muy despacio y, por un tiempo, tenga usted la agradable sensación de ver cómo crece su dinero, en forma lenta pero segura. Pero, si persiste el tiempo suficiente con la esperanza de obtener ganancias cada vez mayores, llegará de manera inesperada a una caída brusca que será tan profunda que lo obligará a apostar (y 119

perder) hasta el último centavo. ”Lo importante es esto: nadie tiene recursos infinitos. El jugador que aplique este esquema seguramente dispondrá de recursos limitados, pues, aunque pudieran ser cuantiosos, necesariamente serán limitados. Por esta razón tendrá que llegar el momento en que, por la ley de promedios, una mala racha le produzca pérdidas suficientes para agotar todos sus fondos. En términos muy generales, con éste o cualquier otro sistema similar, la probabilidad de duplicar los fondos iniciales a base de ganancias es igual que la de perder hasta la camisa. En otras palabras, las probabilidades de ganar al final son exactamente las mismas que si apostara todo su dinero a una moneda arrojada al aire: doble o nada. Lo único que puede usted lograr con ese sistema es prolongar el juego y obtener más diversión (o tortura) a cambio de su dinero. ”Desde luego, en todo este ejemplo he estado suponiendo que el corredor de apuestas no recibe ninguna comisión, pero eso no es factible, por lo cual las cosas son aún peores de lo que he descrito. No, la verdad es que, en el juego, la única persona que tiene asegurado un final próspero y feliz con su sistema infalible es el corredor de apuestas.” —¿Lo que usted dice es que no puede haber un método para ganar dinero sin arriesgarse a una probabilidad ligeramente mayor de perderlo? —dijo el señor Tompkins, abatido. —Precisamente —respondió el profesor—. Más aún, lo que he dicho no sólo se aplica a problemas de importancia relativamente menor como los juegos de azar, sino a gran variedad de fenómenos físicos que a primera vista parecen no tener relación con las leyes de probabilidades. Por ese concepto, si usted lograra idear un sistema para vencer las leyes del azar, podría hacer con él gran cantidad de cosas mucho más emocionantes que ganar dinero. Podría fabricar automóviles que circularan sin combustible, fábricas capaces de funcionar sin carbón ni petróleo, y muchas otras cosas fantásticas. —¿En serio? —preguntó el señor Tompkins, empezando a interesarse. Ya entonces estaba sentado otra vez en el sofá—. He leído de máquinas de ese tipo. Son las máquinas de movimiento perpetuo, ¿verdad? Pero creí que no era posible lograr tal cosa: máquinas que funcionan sin combustible. No es posible extraer energía a partir de la nada. —Tiene usted razón, estimado muchacho —asintió el profesor, complacido de pensar que había logrado desviar la atención de su yerno de aquellos absurdos sistemas de apuestas para atraerlo de nuevo a su tema favorito: la física—. Este tipo de acción permanente (“las máquinas de movimiento perpetuo del primer tipo”, como las llaman) no puede existir porque iría en contra de la ley de la conservación de la energía. Sin embargo, las máquinas sin combustible en las que he pensado son de un tipo muy distinto. Pertenecen a lo que se conoce de ordinario como “máquinas de movimiento perpetuo del segundo tipo”. Su propósito no es crear energía a partir de la nada, sino extraer la energía que existe en los alrededores, en depósitos de calor ocultos en la tierra, el mar o el aire. Por ejemplo, podemos imaginar un barco de vapor cuyas calderas producen vapor extrayendo el calor del agua circundante, en lugar de quemar carbón o petróleo. Eso dependería de que lográramos obligar al calor a fluir desde algo frío hacia algo más caliente; es decir, que ocurriera lo contrario de lo que sucede normalmente con el calor. —Parece una gran idea —dijo entusiasmado el señor Tompkins—. Podríamos construir un sistema para bombear agua del mar, extraer su contenido de calor, enviar ese calor a las 120

calderas y el resto, es decir, los trozos de hielo… bueno, lo podríamos arrojar al mar. De hecho, recuerdo que en la escuela me enseñaron que cuando un litro de agua fría se congela como hielo, libera suficiente calor para calentar otro litro de agua fría casi hasta el punto de ebullición. ¿No es cierto? Entonces sólo tendríamos que bombear unos cuantos litros de agua de mar por minuto y así reuniríamos con facilidad el calor suficiente para que funcionara un motor de regular tamaño. Sí, reconozco que eso valdría la pena. —La comida ya está servida —dijo Maud desde el comedor. Los dos hombres, que estaban tan absortos en su conversación que ni siquiera notaron cuando Maud se fue a preparar los alimentos, entraron de nuevo a la casa y se presentaron ante ella. —Olvídate del corredor de apuestas, Maud —dijo el señor Tompkins cuando se reunieron alrededor de la mesa—. ¡Tu padre tiene una idea que no puede fallar! Después de servirse las verduras, él hizo una pausa, frunció el ceño y se volvió hacia el profesor: —Sin embargo… si es tan buena idea, ¿por qué no se le había ocurrido a nadie? El profesor sonrió. —Claro que se les ocurrió. Desde cualquier punto de vista práctico, esa máquina de movimiento perpetuo del segundo tipo sería tan deseable como la que querían diseñar para crear energía a partir de la nada. Con motores así para realizar el trabajo nunca tendríamos que preocuparnos por las facturas de combustible o por la conservación de los recursos energéticos. Lo malo es que ese tipo de máquinas son tan imposibles como las del primer tipo. —Pero, ¿por qué? —Por las leyes de probabilidades —respondió el profesor—. Esas mismas leyes que estropearon el sistema infalible de usted para ganar apuestas. —Lo siento, pero no veo la relación. ¿Qué tienen que ver con esto las leyes de probabilidades? —Bien, los propios procesos térmicos están sujetos a las probabilidades; son muy similares a los juegos de azar (como apostar a los caballos, a los dados o a la ruleta), corresponden al mismo tipo de situaciones. Esperar que el calor fluya desde algo frío hacia algo más caliente… bien, sería tanto como esperar que el dinero fluyera de la cuenta bancaria del corredor de apuestas hacia nuestro bolsillo. O como esperar que la sal se sirviera sola en mi plato sin ayuda externa. —¿La sal? ¿Qué…? —Cyril —le reprochó amablemente Maud, señalando en dirección al salero. —¡Oh, perdón! —dijo él en tono de disculpa y se lo pasó a su suegro—. Estaba distraído. —¿Qué les parece si cambiamos de tema? —sugirió Maud—. Por lo menos hasta que terminemos de comer. Después del postre decidieron beber el café en el exterior. El profesor le pidió al señor Tompkins que le sirviera un whisky. —Lo tomo sólo ocasionalmente. No estoy acostumbrado a las grandes comilonas. Me ayuda a asentar el estómago. Una vez que se acomodaron en las sillas de playa, el profesor le dijo en voz baja al señor Tompkins, en tono de conspiración: —¿Cree usted que podamos proseguir desde donde nos quedamos? 121

Maud alcanzó a oír y protestó tímidamente: —¡Hoy es sábado, recuérdenlo! Deberíamos imponer la regla de que nadie hable del trabajo los fines de semana. Pasando por alto su comentario, los hombres retomaron el tema de las probabilidades. —¿Qué sabe usted acerca del calor? —preguntó el profesor. —Un poco, quizá demasiado poco. —Está bien. El calor no es sino el movimiento rápido e irregular de átomos y moléculas. Por supuesto, supongo que usted sabe que todos los objetos materiales están hechos de átomos. Y que algunos átomos se unen para formar moléculas. El señor Tompkins asintió. —Muy bien —continuó el profesor—. Cuanto más violento sea ese movimiento molecular, tanto más caliente estará el objeto. Como ese movimiento molecular es muy irregular, está sujeto a las leyes del azar. Resulta fácil demostrar que el estado más probable de un sistema constituido por un gran número de partículas corresponde a una distribución más o menos uniforme de la energía disponible entre todas ellas. Si una parte específica del objeto es calentada, por cualquier razón; en otras palabras, si las moléculas de esa región son obligadas a moverse más aprisa, cabe esperar que, mediante un gran número de colisiones accidentales, ese exceso de energía se distribuya pronto por igual entre todas las demás partículas. “Sin embargo, como las colisiones son enteramente accidentales, también existe la posibilidad de que, sólo por azar, a cierto grupo de partículas les corresponda la mayor parte de energía disponible, a expensas de las demás.” —¿Quiere decir que la temperatura podría subir? ¿Que sería más alta en un lugar y presumiblemente más fría en otro? —aventuró el señor Tompkins. —Exactamente. Habría una concentración espontánea de energía térmica en una parte determinada del objeto y eso correspondería al flujo de calor contra el gradiente de temperatura: desde lo más frío hacia lo más caliente. Esta posibilidad no está excluida, por lo menos no lo está en principio. Sin embargo, si tratamos de calcular la probabilidad relativa de que ocurra esa concentración espontánea de calor, obtendremos valores numéricos tan pequeños que el fenómeno parece imposible desde cualquier punto de vista práctico. —A ver si lo he entendido bien. Usted dice que es concebible que esas máquinas de movimiento perpetuo del segundo tipo pudieran funcionar. No están absolutamente descartadas. Sin embargo, las probabilidades de que eso suceda son muy escasas, algo así como arrojar un par de dados en 100 ocasiones y obtener doble 6 en todos los tiros. —Sí, sería algo semejante. Salvo que las probabilidades son mucho más pequeñas que eso —explicó el profesor—. De hecho, las probabilidades de apostar con éxito contra la naturaleza son tan remotas que resulta difícil describirlas con palabras. Por ejemplo, puedo calcular las probabilidades de que todo el aire de este comedor se reúna espontáneamente debajo de la mesa y alrededor de ella se haga el vacío. El número de dados que habría que arrojar en cada ocasión sería entonces equivalente al número de moléculas de aire que hubiera en la habitación, así que necesitamos saber cuántas son. Recuerdo que un centímetro cúbico de aire, a la presión atmosférica, contiene unas 1020 moléculas (un 1 seguido de 20 ceros, ¿verdad?). Entonces, las moléculas de aire que hay en esta habitación deben totalizar unas 1027. El espacio debajo de la mesa es de… digamos, el 1% del volumen de este comedor. Eso 122

significa que las probabilidades de que cualquier molécula se encuentre debajo de la mesa y no en otro lugar son de una entre 100. Entonces, para calcular las probabilidades de que todas se reunieran debajo de la mesa en un momento dado tendríamos que multiplicar un centésimo por un centésimo, y así sucesivamente por cada molécula que hay en la habitación. El resultado es de una probabilidad en 1054. —¡Válgame! —exclamó el señor Tompkins—. Habría que ser un jugador empedernido para apostar contra esas probabilidades. —Sí —afirmó el profesor—. Puede aceptar mi palabra de que no es probable que se ahogue porque todo el aire se concentre debajo de la mesa. Por el mismo concepto, tampoco creo que la mitad superior del café que llena su taza vaya a hervir mientras la otra mitad se convierte en un bloque de hielo. Los tres rieron. —Pero a pesar de todo existe una probabilidad de que sucedan esas cosas insólitas — insistió el señor Tompkins—. ¿No es así? —Sí, por supuesto que existe. No está totalmente fuera de los límites de lo posible que ese florero salte de repente por los aires y salga volando al patio porque las vibraciones de todas las moléculas del suelo hayan adquirido accidentalmente velocidades térmicas en la misma dirección ascendente en forma simultánea. —Bueno, eso fue lo que pasó ayer —comentó Maud—. Recuerda, Cyril, que entraste en reversa con el automóvil y la lata de basura fue a estrellarse contra… —De acuerdo, de acuerdo —la interrumpió el señor Tompkins. —¿Qué?… ¿Qué pasó? —preguntó el profesor. —Nada, nada —respondió el señor Tompkins apresuradamente. El profesor rió. —Bueno, cualquiera que haya sido el percance que ocurrió con el bote de basura, dudo que le pueda usted echar la culpa al Demonio de Maxwell. —¿El Demonio de Maxwell? ¿A qué se refiere? —El de Clerk Maxwell, un físico eminente. Él propuso la idea de un demonio estadístico. Claro que sólo lo hizo por diversión. Lo usaba para explicar los conceptos que deseaba exponer. Se supone que el Demonio de Maxwell era un personaje muy hábil, capaz de observar cada molécula y cambiar a su antojo la dirección del movimiento de la misma. Si en realidad existiera tal demonio, él podría desviar el movimiento de todas las moléculas rápidas para que se congregaran en una dirección dada, y a las moléculas lentas las podría desviar en la dirección contraria. De esa manera lograría que el calor fluyera en contra del gradiente de temperatura. Sería una forma de contradecir la segunda ley de la termodinámica, es decir, el principio del incremento de la entropía. —¿Entropía? ¿Qué es eso? —Es el término que se usa para describir el grado de desorden del movimiento molecular en cualquier cuerpo o sistema de cuerpos físicos. Por ejemplo, si todas las moléculas de aire estuvieran debajo de la mesa del comedor y no quedara ninguna en el resto de la habitación, tendríamos una distribución muy ordenada. O bien, pensemos en las moléculas de la superficie del piso de este patio: si todas vibraran hacia arriba al unísono estarían muy ordenadas. Pero cuando todas vibran en diferentes direcciones, están en desorden. Cuando los estados se 123

encuentran ordenados decimos que tienen baja entropía; de los que están en desorden se dice que tienen alta entropía. Y las colisiones entre moléculas, en virtud de su naturaleza misma, tan irregular y poco sistemática, tienden a incrementar la entropía. En consecuencia, el desorden absoluto es el estado más probable de cualquier conjunto estadístico. —Lo que usted dice es, sencillamente, que si dejamos que las cosas sucedan por sí mismas, tenderán a revolverse en lugar de ordenarse, ¿no es cierto? —especuló el señor Tompkins. —Sí, se podría plantear de ese modo —asintió el profesor. —Pero, por supuesto, papá no lo habría expresado así. Él siempre intenta que su lenguaje suene más científico —dijo Maud, estirándose perezosamente en su diván, y mientras se cubría el rostro con el sombrero para proteger sus ojos de los rayos solares, añadió con voz amortiguada—: Pero no dejes que te engañe con sus tecnicismos. Entropía, ¡hazme favor! —Gracias, querida —dijo el profesor en tono indulgente—. Como le decía, si el Demonio de Maxwell pudiera entrar en acción, muy pronto impondría cierto orden en el movimiento de las moléculas, de la misma manera que un buen perro pastor rodea y guía un rebaño de ovejas. Entonces la entropía disminuiría. Permítame decirle que, según el llamado teorema H que propuso Ludwig Boltzmann… Olvidando evidentemente que no estaba dictando una cátedra a un grupo de estudiantes avanzados, el profesor prosiguió su divagación. Empleando términos tan monstruosos como “parámetros generalizados” y “sistemas casi ergódicos”, era obvio que intentaba explicar en términos claros y cristalinos las leyes fundamentales de la termodinámica y su relación con la forma de mecánica estadística propuesta por Gibbs. El señor Tompkins ya estaba acostumbrado a esos lapsos en que su suegro acostumbraba hablar en un nivel para él ininteligible, así que dio un sorbo a su café y se contentó con tratar de parecer inteligente. Pero todo eso ya era demasiado para Maud, a quien cada vez le resultaba más difícil mantener los ojos abiertos. De pronto recordó que todavía era necesario lavar los platos. Entonces se sacudió la pereza y decidió ir a apilarlos, dejándolos listos para que los hombres los lavaran más tarde. —¿Desea algo, madame? —le preguntó un mayordomo alto y elegantemente vestido, haciendo una reverencia cuando ella entró a la cocina. —No, nada, siga usted trabajando —le respondió ella, tratando de averiguar cómo fue que lograron contratar un mayordomo. Después de todo, quizá su esposo sí ganó una fortuna con su sistema de apuestas en el hipódromo o tal vez logró patentar alguna de sus máquinas de movimiento perpetuo. El mayordomo era alto y delgado, tenía la tez cetrina, nariz larga y afilada, y sus ojos verdosos parecían arder con un extraño e intenso fulgor. Ella observó que él estaba terminando de secar los platos y hasta entonces se dio cuenta de que él mismo los había lavado. Maud sintió curiosidad por las dos protuberancias simétricas que el personaje tenía semiocultas bajo su negro cabello. Encontró en él un notable parecido con Mefistófeles. —¿En qué fecha lo contrató mi esposo? —le preguntó sólo por decir algo. —Oh, no, él no me contrató —respondió el desconocido doblando con pulcritud la servilleta del té—. En realidad vine por iniciativa propia. Me agrada mucho hacer las cosas con precisión y cuidado. No soporto el desorden. Decidí venir para mostrarle a su distinguido 124

padre que no soy ese personaje mítico que él supone, pero al pasar frente a la puerta de la cocina me percaté del deplorable estado en que se encontraba el fregadero. No es mi intención ofenderla, desde luego. Estoy seguro de que alguien habría venido a limpiar esto más tarde, pero el hecho es que no pude resistir la tentación. Me fue imposible abstenerme de ordenar un poco las cosas. Ésa es mi naturaleza: mi naturaleza antinatural. Permítame presentarme: soy el Demonio de Maxwell. —¡Ah! —dijo Maud con un suspiro de alivio—. Entonces todo está bien; pensé que usted era… —Sí, ya lo sé. Con frecuencia me confunden con él. Pero no tema, yo soy inofensivo. Soy como una broma pesada, podríamos decir, pero nada más grave que eso. De hecho, estaba a punto de hacerle un favor a su padre. —¿Qué exactamente? —preguntó Maud, llena de incertidumbre—. No estoy muy segura de que mi padre se lo agradezca… —Oh, no se preocupe. Será divertido. Sólo deseo demostrar que la ley del incremento de la entropía puede quebrantarse. Y también convencerla a usted. ¿Por qué no viene conmigo? Sin esperar respuesta, la tomó del brazo. De pronto, todas las cosas enloquecieron en ese lugar. Todos los objetos conocidos de la cocina empezaron a crecer a una velocidad terrorífica. No había otra explicación, a menos que ella y el demonio se estuvieran encogiendo. Maud vislumbró por última vez el respaldo de una silla que ya cubría todo el horizonte. Después, por fin todo quedó quieto. Luego se percató de que estaba flotando en el aire y su único apoyo era la fuerte mano que le sostenía el brazo. Esferas de apariencia brumosa, más o menos del tamaño de pelotas de tenis, pasaron zumbando en parejas. Venían de todas las direcciones. Maud sintió temor de que alguno de esos proyectiles de aspecto amenazador la golpeara. —¿Qué son ésas? —preguntó. —Moléculas de aire —respondió el Demonio de Maxwell—. Aquélla es oxígeno. Y esta otra… ¡Epa!… —con gran habilidad logró esquivar las dos moléculas para evitar la colisión —. La otra era nitrógeno.

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Mirando hacia abajo, Maud vio algo semejante a un barco de pesca. La cubierta parecía temblar pues estaba repleta de peces relucientes. Sin embargo, cuando se acercaron más, resultó que no eran peces en realidad, sino una masa hirviente de esferas borrosas no muy distintas de las que pasaron volando junto a ellos. El Demonio la llevó aún más cerca de aquel sitio con amabilidad y firmeza. Ahora pudo observar que las esferas se movían al azar sin un patrón definido. Algunas emergían flotando hasta la superficie mientras otras se hundían. Ocasionalmente una de ellas salía a la superficie con tal velocidad que lograba escapar de la atracción de las demás y seguía su curso en el espacio. También algunas surcaban el aire, se sumergían en aquella “sopa” y desaparecían bajo millares de otras esferas. Al mirar más de cerca aquella sopa, Maud descubrió que contenía esferas de distintos tipos. Si bien la mayor parte de ellas tenían el aspecto de pelotas de tenis, había otras más grandes y alargadas que guardaban mayor semejanza con un balón de rugby. Todas eran semitransparentes y parecían poseer una complicada estructura interna que ella no logró entender. —¿Dónde estamos? —preguntó Maud con temor—. ¿En el infierno? —Claro que no —dijo irritado el Demonio—. Se lo dije antes: no soy lo que usted imagina. Sólo estamos echando un vistazo de cerca a una porción muy pequeña de la superficie líquida del whisky que su padre está a punto de beber… en cuanto termine con su tema de los sistemas casi ergódicos. Las esferas más pequeñas son moléculas de agua y las muy, muy grandes son moléculas de alcohol. Si averigua cuáles son sus proporciones verá lo fuerte de la bebida que le sirvió su esposo. Entonces Maud vislumbró algo que parecía ser una pareja de ballenas jugueteando en el agua. —¿Ballenas atómicas? —preguntó, señalándolas con un dedo. El Demonio miró hacia donde ella indicaba. —No, no —respondió riendo—. Es cebada. Fragmentos muy finos de cebada quemada, es el ingrediente que le da al whisky su sabor y color peculiares. Cada uno de esos fragmentos está compuesto por millones y millones de moléculas orgánicas complejas; por eso son tan grandes y pesadas en comparación con las moléculas individuales. De hecho, esto es muy interesante. Observe cómo rebotan por todas partes. ¿Las ve? Ella asintió. —Sí. ¿Por qué hacen eso? —Porque son golpeadas por las moléculas que las rodean. Las moléculas obtienen su energía a partir del movimiento térmico y por eso golpean al fragmento de cebada. El impacto de una molécula no produce un efecto muy notable, pero en un momento dado puede haber más impactos de un lado que del otro (simplemente al azar) y entonces los impactos se suman y la cebada es empujada en esa dirección sólo por un momento. Luego es empujada en otra dirección y así sucesivamente. Por eso termina zarandeándose así. “En realidad así fue como los científicos obtuvieron la primera prueba directa de la teoría cinética del calor, según la cual la materia está formada por moléculas en movimiento. Éstas son demasiado pequeñas para ser vistas con el microscopio, pero sí es posible ver partículas 127

de tamaño intermedio como el fragmento de cebada. Y más aún, podemos verlas zarandeándose en esa especie de danza que recibe el nombre de movimiento browniano. Así, midiendo la magnitud de sus trayectorias oscilantes y por medio del análisis estadístico, los físicos lograron obtener información sobre la energía del movimiento molecular sin tener que observar cada una de las moléculas. Muy ingeniosos, ¿verdad?” El Demonio la acercó más a la superficie del líquido. Ahora podía ver un gran bloque transparente constituido por innumerables moléculas ensambladas entre sí con gran precisión, como ladrillos. Sus paredes rectas y lisas se elevaban sobre la superficie del mar de whisky. —¡Qué impresionante! —exclamó Maud—. Parece un bloque de cristal. —No es de cristal, ¡es de hielo! —precisó el Demonio—. Es parte de un cristal de hielo, de uno de los cubos que flotan en el vaso de su padre. Ahora la dejaré un rato sentada aquí — dijo colocándola en el borde del cristal de hielo, del cual quedó colgada Maud como una alpinista en un saliente—. Tengo algo que hacer —dijo él.

Con un instrumento parecido a una raqueta de tenis, el Demonio se zambulló en el mar de whisky. Maud vio cómo empezaba a nadar, golpeando las moléculas a su alrededor. Se lanzaba de un sitio a otro, desviando las trayectorias de algunas moléculas hacia un lado y otras en direcciones diferentes. Al principio, Maud no entendió qué se proponía con esa actividad, pero luego su estrategia resultó clara. Estaba dirigiendo las moléculas de movimiento rápido hacia una parte del vaso y las más lentas al lado opuesto. Maud no pudo 128

dejar de admirar su velocidad y destreza. ¡Qué rapidez mental! ¡Qué habilidad! En comparación con la exhibición que estaba presenciando, los campeones de tenis de Wimbledon tenían mucho que aprender. En unos cuantos minutos, el resultado del trabajo del Demonio fue evidente: la mitad de la superficie de líquido estaba ahora cubierta por moléculas tranquilas que se movían muy despacio, mientras que la otra mitad estaba cada vez más y más furiosamente agitada. El número de moléculas que escapaban de la superficie en el proceso de evaporación se incrementaba con rapidez. Ahora escapaban grupos de millares de moléculas juntas, que rasgaban la superficie como burbujas gigantescas. Había tantas que Maud sólo en ciertos momentos podía vislumbrar el paso raudo de la raqueta o la cola del traje del Demonio entre las masas de moléculas enloquecidas. De pronto vio que aquel Demonio estaba a su lado. —¡Pronto! —dijo él—. ¡Vámonos de aquí antes que nos escaldemos! Dicho eso, la volvió a tomar del brazo con firmeza y la impulsó hacia arriba. Maud se encontró de pronto planeando a gran altura sobre el patio, mirando hacia abajo a su padre y a su esposo. El profesor se levantó de un salto. —¡Santo cielo! —exclamó, mirando asombrado su vaso de whisky—. ¡Está hirviendo! Era evidente que el whisky del vaso estaba cubierto de burbujas que reventaban con violencia, mientras una densa nube de vapor se elevaba por el aire. —¡Mire! —gritó espantado, con voz temblorosa—. Le estaba hablando de las fluctuaciones estadísticas de la ley de la entropía… ¡y ahora podemos ver una de ellas! Por una casualidad increíble, tal vez por primera vez desde que existe la Tierra, todas las moléculas rápidas se agruparon accidentalmente en una parte de la superficie del agua y ésta empezó a hervir espontáneamente. En los próximos miles de millones de años tal vez sigamos siendo nosotros las únicas personas que alguna vez tuvieron oportunidad de observar este fenómeno extraordinario. ¡Qué afortunados somos! Maud seguía mirando desde arriba, pero ahora estaba rodeada por la nube de vapor que salía del vaso. Al poco tiempo ya no pudo seguir mirando. Todo estaba caliente y lleno de vapor. Tenía dificultad para respirar, jadeaba y forcejeaba. —Tranquila, todo está bien, querida —le dijo el señor Tompkins tirándole suavemente del codo—. Parece que te estabas ahogando debajo de eso. Ella se recuperó y retiró el sombrero que tenía frente a la cara. Parpadeó bajo la luz del Sol poniente. —Lo siento —murmuró Maud—. Seguramente resbaló sobre mi cara. Tendida en el diván, recordó que poco antes un amigo le había dicho que las personas casadas tienden a parecerse a su pareja. No estaba segura de que le agradara la idea de tener más o menos el mismo tipo de sueños que su esposo. —Sin embargo —se dijo a sí misma sonriendo con melancolía—, sin duda sería muy conveniente tener un Demonio de Maxwell domesticado que se encargara de ordenar la casa.

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XI. LA ALEGRE TRIBU DE LOS ELECTRONES

UNOS cuantos días después, al final de la cena, el señor Tompkins recordó que esa noche sería la conferencia del profesor sobre la estructura del átomo. Le había prometido a su suegro que asistiría, pero ahora se sentía muy cansado. El tren que esperaba para regresar del trabajo se retrasó a causa de una avería en las vías. Tuvo que esperar más de media hora en la estación para poder tomarlo. El clima era cálido, el vagón estaba repleto y él llegó a su casa exhausto. Pensó que sería mejor prescindir de la conferencia. Esperaba que el profesor no notara su ausencia. Sin embargo, en el momento en que abrió el periódico para ver qué se presentaría por televisión, Maud le cortó la vía de escape pues miró el reloj y le recordó en tono amable, pero firme, que ya casi era la hora de partir. Fue así como se encontró de nuevo en la banca del auditorio de la universidad, junto con la habitual parvada de estudiantes. El profesor comenzó así: Damas y caballeros: La última vez les prometí dar algunos detalles sobre la estructura interna del átomo y la forma en que esas características explican las propiedades físicas y químicas del mismo. Por supuesto, ustedes saben que ya no se considera al átomo como la unidad elemental e indivisible de la cual está constituida la materia. Ese papel se les asigna ahora a otras partículas mucho más pequeñas, como los electrones. La idea de que la materia está formada por partículas constitutivas elementales que representan la última frontera posible en la divisibilidad de los cuerpos materiales data del antiguo filósofo griego Demócrito, quien vivió en el siglo IV a.C. Un día observó que los escalones donde estaba sentado mostraban desgaste. Pensó entonces cuál sería la partícula de desgaste más pequeña. ¿Sería infinitesimalmente pequeña? En esa época se acostumbraba tratar de resolver los problemas por simple razonamiento. En todo caso, la pregunta rebasaba las posibilidades de los métodos experimentales de aquella época. El caso es que Demócrito tuvo que buscar la respuesta correcta en las profundidades de su propia mente. A partir de ciertas consideraciones filosóficas oscuras, llegó por fin a la conclusión de que resulta “impensable” que la materia esté dividida en partes cada vez más pequeñas sin llegar a un límite. Por lo tanto, era preciso suponer la existencia de “las partículas más pequeñas que no es posible seguir dividiendo”. A esas partículas las llamó “átomos”, palabra griega que 131

significa “indivisibles”. Debo señalar que, además de Demócrito y sus seguidores, hubo sin duda otra escuela de filósofos griegos según los cuales el proceso de divisibilidad de la materia sí podía realizarse sin límite alguno. En esa época, y durante varios siglos posteriores, la existencia de porciones indivisibles de materia persistió como hipótesis puramente filosófica. Fue sólo en el siglo XIX cuando los científicos consideraron que por fin habían hallado los indivisibles bloques de construcción de la materia que el viejo filósofo griego había previsto más de 2 000 años antes. En el año 1808, el químico inglés John Dalton demostró que las proporciones relativas… Desde el inicio de la conferencia, el señor Tompkins supo que haber asistido a ella era un error. La urgencia de cerrar los ojos, que siempre se presentaba en él durante las conferencias, era irresistible aquella noche. Para empeorar las cosas, se había sentado al final de la hilera, donde podía apoyarse cómodamente contra la pared del salón. Medio amodorrado y medio alerta, el resto de la conferencia le pareció muy borroso. Con la voz del profesor como vago eco de fondo, el señor Tompkins tuvo la agradable sensación de estar flotando en el aire. Al abrir los ojos se sorprendió al ver que se desplazaba en el espacio a una velocidad que le pareció temeraria. Mirando a su alrededor, vio que no iba solo en ese viaje fantástico. Cerca de él, varias formas vagas y brumosas se precipitaban alrededor de un objeto grande y pesado de aspecto globular. Aquellos extraños seres viajaban en parejas, persiguiéndose alegremente en trayectorias circulares y elípticas. Mientras avanzaban en torno de aquel objeto central, cada uno de ellos giraba como un trompo, pero un miembro de cada pareja giraba en un sentido y su socio giraba en otro. Al ver sus evoluciones, al señor Tompkins le pareció que estaban bailando un vals vienés. Todo eso lo hizo sentir fuera de lugar. Era evidente que él era el único de todo el grupo que no tenía compañía. “¿Por qué no traje a Maud conmigo? —pensó con tristeza—. Nos habríamos divertido en grande en este baile.” La trayectoria en la que él se movía estaba fuera de todas las demás. Tenía grandes deseos de unirse al resto de la fiesta, pero al parecer alguna influencia extraña le impedía acercarse más al grupo. La desagradable sensación de estar excluido se agudizó.

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En ese momento uno de los electrones (porque ahora el señor Tompkins comprendió que, de alguna manera milagrosa, se había unido a la comunidad electrónica de un átomo) pasó muy cerca de él en su órbita alargada. Decidió quejarse de su situación en ese momento. —Disculpe, pero ¿podría decirme por qué yo no tengo compañero, mientras que todos los demás lo tienen? —le gritó. —¿Por qué? ¡Porque éste es un átomo impar y tú eres el electrón de valenciaaa…! —gritó el electrón dando media vuelta, y se volvió a precipitar hacia la multitud que bailaba. —Los electrones de valencia viven solos o encuentran compañero en otro átomo —chilló 133

la aguda voz de soprano de otro electrón que pasó también volando a su lado—. ¿Acaso no sabes nada? —Si quieres un compañero adecuado, salta hacia un átomo de cloro y búscalo allá —le dijo otro en tono de burla. —Supongo que eres nuevo aquí, hijo —dijo una voz amable desde arriba. Levantando la vista, el señor Tompkins vio la robusta figura de un monje que vestía un hábito de color castaño. —Soy el padre Pauli —añadió el monje, desplazándose por la trayectoria del señor Tompkins—. Mi misión en la vida es vigilar la moral y la vida social de los electrones en los átomos y en todas partes. Tengo la obligación de mantener a esos traviesos electrones debidamente distribuidos entre las distintas capas cuánticas de las hermosas estructuras atómicas que ha erigido nuestro gran arquitecto, Niels Bohr. Para mantener el orden (y conservar el decoro), nunca permito que más de dos electrones sigan la misma trayectoria. El ménage à trois siempre causa problemas, ¿no es verdad? Observarás que cada electrón está cuidadosamente emparejado con otro que tiene el “espín” opuesto. Son matrimonios entre opuestos, por decirlo así. En cuanto una capa está ocupada por una pareja, ya no se permiten intrusos. Es una regla muy sabia y permíteme decir que nunca se ha violado. Los electrones entienden que es un acuerdo sensato. —Tal vez sea una buena regla —objetó el señor Tompkins—, pero resulta muy inconveniente para mí en este momento. —Ya veo por qué lo dices —dijo sonriendo el monje—. Pero sólo por tu mala suerte te tocó ser un electrón de valencia en un átomo de sodio. Éste es un átomo impar en realidad. La carga eléctrica de su núcleo (esa gran masa oscura globular que ves allá en el centro) basta para mantener juntos 11 electrones. Y 11 es un número impar. Como la mitad de los números son impares, comprenderás que no es un caso insólito. No veo que en realidad te puedas quejar si te presentas tarde y eres el último en adherirte a un átomo impar. Ahora tendrás que esperar un poco. —¿Quiere usted decir que tengo posibilidades de conseguir compañía después? — preguntó el señor Tompkins, ansioso—. ¿Tendré que desplazar a alguno de los veteranos, por ejemplo? —Un momento —dijo en tono de advertencia el monje, agitando con gravedad su dedo regordete frente a él—. No es así como nos comportamos aquí. Tendrás que aprender a ser paciente. Verás que siempre existe la posibilidad de que alguno de los miembros del círculo interno sea expulsado por una perturbación externa. De esa manera queda disponible un lugar vacío. Sin embargo, yo en tu lugar no contaría con eso como algo seguro.

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—Me dijeron que me iría mejor si me acerco al cloro —dijo el señor Tompkins, desalentado por las palabras del padre Pauli—. ¿Podría usted explicarme cómo podría lograr tal cosa? —¡Vaya pues, joven amigo! —murmuró el monje, compadeciéndolo—. ¿Por qué tanta insistencia en tener compañía? ¿Por qué no aprecias la soledad y esta oportunidad que te ha dado el cielo de contemplar tu propia alma en paz? ¿Por qué ustedes los electrones siempre aspiran a la vida mundana? —Suspiró—. Sin embargo, si insistes en tener compañía te ayudaré a satisfacer tu deseo. Lo miró fijamente. Al cabo de un rato se le alegró la cara y señaló algo. —¡Ah! —exclamó—. Allá está. Un átomo de cloro se está acercando a nosotros. ¡Míralo! Incluso a esta distancia podrás ver que hay un lugar desocupado donde sin duda te darán la bienvenida. El lugar vacío está en el grupo exterior de electrones, lo que se conoce como “la capa M”, la cual se supone que está integrada por ocho electrones agrupados en cuatro pares. Sin embargo, como puedes ver, hay cuatro electrones girando en una dirección y sólo tres en la otra, por lo cual queda un lugar vacante. Las capas interiores (la “K” y la “L”) están completamente llenas. Sí, el átomo se sentirá muy contento de recibirte, pues contigo también su capa externa estará completa. El monje empezó a agitar un brazo para llamar la atención del átomo de cloro con los mismos movimientos que hace la gente para detener un taxi. —Cuando se acerque, salta hacia él —le aconsejó al señor Tompkins—. Ahí es donde suelen estar los electrones de valencia. ¡Y que la paz esté contigo, hijo mío! —Diciendo estas palabras, la paternal figura del sacerdote de los electrones se disolvió de pronto en el aire. En un estado de ánimo mucho más alegre, el señor Tompkins reunió toda su energía para lanzarse en un salto acrobático hacia la órbita del átomo de cloro que pasaba junto a él. Para 135

su sorpresa, saltó con graciosa facilidad y se incorporó de pronto al ambiente acogedor de los miembros de la capa M del cloro. Los demás le dieron una calurosa bienvenida. De inmediato, un seductor electrón del espín opuesto se acercó a él tímidamente. —Me alegra mucho que te unas a nosotros —le dijo, zalamera—. Conviértete en mi pareja y nos divertiremos. El señor Tompkins admitió que planear juntos en la misma trayectoria sería divertido, muy divertido. Pero había un detalle que aún le preocupaba: “¿Cómo le explicaré esto a Maud cuando la vuelva a ver? —pensó, sintiéndose culpable. Pero eso no duró mucho—. Estoy seguro de que esto no le disgustará —decidió—. Después de todo, sólo es un asunto de electrones.” —¿Por qué no se va el átomo que acabas de dejar? —le preguntó su compañera, haciendo pucheros—. Ojalá no esté esperando tu regreso. Y en efecto, el átomo de sodio, habiendo perdido su electrón de valencia, permanecía muy cerca del átomo de cloro. —¿Qué te parece esto? —dijo el señor Tompkins, frunciendo el ceño con disgusto frente al átomo que antes lo había tratado con frialdad, en forma tan poco amistosa. —¡Oh, siempre sucede lo mismo! —dijo una compañera más experimentada de la capa M —. No son tanto los electrones los que quieren tu regreso, sino el núcleo de sodio, pero casi siempre hay cierto desacuerdo entre el núcleo central y su escolta de electrones. El núcleo desea tener el mayor número de electrones que sea capaz de retener a su alrededor con su carga eléctrica, mientras que los electrones prefieren tener sólo los suficientes para que sus capas estén completas. “Sólo hay unas cuantas especies atómicas, los elementos que conocemos como gases raros —o gases nobles, como los llaman los químicos alemanes—, en las que los deseos del núcleo gobernante y de los núcleos subordinados están en completa armonía. El número de electrones que el núcleo puede retener es exactamente igual que el número necesario para que sus capas estén completas. Átomos tales como el helio, el neón y el argón, por ejemplo, son increíblemente presumidos y pagados de sí mismos. No necesitan expulsar electrones sobrantes indeseables ni invitar a otros nuevos para que llenen lugares vacantes. Se mantienen por sí mismos y para sí mismos porque son químicamente inertes. ”Pero en todos los demás átomos —prosiguió la bien informada electrón— las comunidades electrónicas siempre están dispuestas a intercambiar a sus miembros. En el átomo de sodio, tu casa anterior, la carga eléctrica del núcleo basta para mantener un electrón más de los necesarios para que exista armonía en todas las capas. Por otra parte, en nuestro átomo el contingente normal de electrones no es suficiente para tener una armonía completa. Por eso te recibimos con tanto agrado, aunque tu presencia sobrecarga nuestro núcleo. Mientras estés aquí, nuestro átomo ya no será eléctricamente neutro porque tiene tu carga eléctrica negativa adicional. Al átomo de sodio que dejaste le falta ahora un electrón, por lo cual tiene una carga eléctrica general positiva. Por eso sigue unido a nosotros; lo retiene la fuerza de atracción eléctrica entre su carga positiva y nuestra carga negativa. Nuestro gran sacerdote, el padre Pauli, dijo una vez que las comunidades atómicas con electrones de más o de menos se llaman ‘iones’ negativos o positivos. Él emplea también la palabra ‘moléculas’ para referirse a grupos de dos o más átomos que están unidos por esas fuerzas eléctricas. A 136

esta combinación particular de átomos de sodio y de cloro la llama una molécula de ‘sal de mesa’, que por cierto yo no sé qué significa.” —¿Quieres decir que no sabes lo que es la sal de mesa? —dijo el señor Tompkins, olvidando con quién estaba hablando—. Bueno, es lo que se le pone a los huevos revueltos del desayuno. —¿Qué son huevos devueltos y qué es desayuno? —preguntó la electrón. El señor Tompkins no supo cómo explicarlo. Comprendió la inutilidad de esforzarse por describir para sus compañeros hasta los más simples detalles de la vida humana. Por fortuna, a la electrón comunicativa no le interesaba en realidad lo que él pudiera decir acerca de la vida humana, pues estaba demasiado ocupada en alardear de sus grandes conocimientos del mundo de los electrones. —No debes creer —continuó— que la unión de átomos para formar moléculas se logre siempre con un solo electrón de valencia. Algunos átomos, como el oxígeno, necesitan dos electrones más para completar sus capas, no sólo uno como en el caso del cloro. También hay átomos que necesitan tres electrones o incluso más. Por otra parte, en algunos átomos, el núcleo retiene dos o más electrones adicionales (o de valencia). Cuando esos átomos se aproximan hay muchos saltos y enlaces que realizar. El resultado son moléculas muy complejas, constituidas a menudo por miles de átomos. Existe además lo que se conoce como moléculas “homopolares”, es decir, que están formadas por dos átomos idénticos, pero esa situación es muy desagradable. —¿Por qué desagradable? —preguntó el señor Tompkins. —Porque hay que trabajar demasiado —respondió la electrón—. Hay que sudar mucho para mantenerlas unidas. Hace tiempo, yo tuve que hacerlo. No me quedaba ni un momento para mí misma. Es una situación muy distinta de la que tenemos aquí, donde el electrón de valencia puede disfrutar de la situación mientras el átomo abandonado queda en espera. Allá no es así, ¡no, señor! Para mantener juntos dos átomos idénticos es preciso saltar de uno al otro, para adelante y para atrás, de aquí para allá todo el tiempo. Es una situación tan incómoda como la de una pelota de ping-pong. Al señor Tompkins le pareció muy sorprendente que la electrón que no sabía lo que son los huevos revueltos hablara con tanto conocimiento del ping-pong, pero no hizo comentarios. —¡Nunca volveré a aceptar ese trabajo! —dijo, tajante, la electrón—. Estoy muy cómoda donde… —su voz se interrumpió porque algo atrajo entonces su atención—. ¡Hey! ¿Viste eso? ¡Ah! Allá hay un lugar todavía mejor. ¡Hasta la vistaaaa! Sobresaltado, el señor Tompkins observó que la electrón, dando un enorme salto, se precipitaba hacia el interior del átomo. Al parecer, uno de los electrones del círculo interno había sido expulsado del átomo por algún electrón forastero que penetró inesperadamente en su sistema a muy alta velocidad. Ahora estaba abierto de par en par un sitio acogedor en la capa “K”. Reprochándose haber perdido la oportunidad de pertenecer al círculo interior, el señor Tompkins observó con mucho interés la trayectoria del electrón con la que acababa de conversar. Ese electrón feliz se adentraba más y más en el átomo, entre brillantes rayos de luz que acompañaban su vuelo triunfal. Sólo cuando llegó por fin a la órbita interna cesó aquella radiación casi insoportable. —¿Qué fue eso? —preguntó el señor Tompkins todavía deslumbrado—. ¿Qué fue ese 137

destello de luz? ¿Qué pasó? —Oh, sólo fue la emisión de rayos X —explicó su compañera de órbita—. Se produce cada vez que hay una transición. Cuando alguno de nosotros logra descender más profundamente en el interior del átomo, la energía excedente tiene que ser emitida en forma de radiación. Esa afortunada muchacha logró dar el salto grande, lo cual libera mucha energía. Es más frecuente que tengamos que contentarnos con saltos más pequeños, aquí mismo, en los suburbios atómicos, y entonces la radiación emitida se conoce como “luz visible”, o por lo menos así la llama el padre Pauli. —Pero esa luz de rayos X también era visible —protestó el señor Tompkins—. Yo la vi. ¿Por qué no la llama también “visible”? —Somos electrones. Por eso somos susceptibles a cualquier tipo de radiación. Pero el padre Pauli nos explica que existen criaturas gigantescas a las que llama “seres humanos”, que sólo pueden ver la luz cuya longitud de onda se encuentra dentro de un estrecho intervalo. Según nos contó en una ocasión, antes que un ser humano llamado Roentgen los descubriera, ellos ni siquiera sabían de la existencia de los rayos X. No creo que esos humanos sean muy inteligentes. Sin embargo, desde que al fin los descubrieron, tengo entendido que los usan muy a menudo en algo que llaman “medicina”. —¡Oh, sí! Yo sé bastante de eso —dijo el señor Tompkins—. La medicina es lo que usamos para… quiero decir, lo que usan los humanos para curar a… Su compañera bostezó sin miramientos. —No te molestes. En realidad no me interesa. Mejor vamos a bailar. Entonces tomó su mano y ambos empezaron a girar a lo largo de su trayectoria. El señor Tompkins pasó un largo rato muy contento, disfrutando la agradable sensación de zambullirse en el espacio con los demás electrones en un espectáculo idealizado de trapecistas. Después, de repente, sintió que el cabello se le erizaba y vivió una experiencia que sólo había conocido en una ocasión, durante una tormenta en las montañas. Era evidente que una fuerte perturbación eléctrica se acercaba a su átomo y rompía la armonía del movimiento electrónico, obligando a los electrones a desviarse mucho de sus trayectorias normales. Más tarde supo que sólo había sido una oleada de luz ultravioleta que pasó por el punto específico donde se encontraba su átomo, pero para los diminutos electrones fue una terrible tormenta eléctrica. —¡Sujétense bien —gritó alguien—, o serán arrastrados por las fuerzas del efecto fotoeléctrico! Pero ya era demasiado tarde: el señor Tompkins fue separado de sus compañeros y arrojado al espacio con aterradora velocidad. Era como si hubiera sido extraído limpiamente del átomo con unas pinzas. Lleno de asombro, fue arrastrado más y más lejos en el espacio, pasando junto a todo tipo de átomos con tanta velocidad que apenas podía distinguir a los electrones separados. De pronto un átomo enorme apareció frente a sus ojos y él comprendió que la colisión era inevitable. —Perdón, pero fui arrastrado por el efecto fotoeléctrico y no puedo… —empezó a disculparse el señor Tompkins con mucha amabilidad, pero el resto de la frase se perdió en un estallido ensordecedor cuando chocó de cabeza contra uno de los electrones externos. Los dos salieron dando volteretas. El señor Tompkins perdió casi toda su velocidad en el choque y 138

descubrió que ahora estaba atrapado en un nuevo ambiente. Cuando recobró el aliento, examinó su entorno. Ahora estaba unido por todas partes a átomos que eran mucho más grandes de los que hasta entonces había visto. Logró contar hasta 29 electrones en cada uno de ellos. Si hubiera sabido más de física, los habría reconocido como átomos de cobre, pero tan de cerca el grupo no parecía de cobre en absoluto. Observó que los átomos no sólo estaban muy poco espaciados entre sí, sino dispuestos en un patrón regular que se extendía hasta el límite de su visión. Pero lo que más sorprendió al señor Tompkins fue que esos átomos no parecían estar muy interesados en retener su cuota de electrones, en particular los electrones exteriores. De hecho, las órbitas externas estaban vacías en su mayor parte, y multitud de electrones libres deambulaban perezosamente, deteniéndose de vez en cuando, pero nunca por mucho tiempo, en la periferia de uno u otro de los átomos. Al verlos recordó las pandillas de jóvenes que frecuentan las esquinas de la ciudad y vagan al anochecer por las calles sin rumbo fijo y sin tener nada que hacer. Cansado de su vertiginoso vuelo por el espacio, el señor Tompkins trató de descansar un poco primero en una órbita fija de uno de los átomos de cobre. Sin embargo, pronto se contagió del ambiente vagabundo que prevalecía en aquella multitud y se unió a los demás electrones en su movimiento sin rumbo fijo. —Debo reconocer que las cosas no parecen estar muy bien organizadas aquí —comentó para sí—. Hay demasiados electrones que no atienden sus asuntos y llevan una existencia sin rumbo. Me pregunto si el padre Pauli está enterado de esto. —Desde luego que sí —dijo la voz familiar del monje, quien de pronto se materializó, como saliendo de la nada—. No hay problema. Estos electrones no están desobedeciendo ley alguna. De hecho, realizan una labor muy útil. Si todos los átomos fueran como los que se preocupan mucho por conservar sus electrones, no sería posible un fenómeno como la conductividad eléctrica. No habría aparatos electrodomésticos, luz eléctrica, computadoras, televisores y radios. —¿Quiere usted decir que esos electrones, los electrones vagabundos, son responsables de la corriente eléctrica? —preguntó el señor Tompkins—. No veo cómo. No creo que en este momento se estén moviendo en una dirección determinada. —Espera y lo verás —dijo el monje—. Sólo hace falta que alguien oprima el interruptor. Y a propósito, no sé por qué empleas la palabra “ellos”; deberías decir “nosotros”. Al parecer, te has olvidado de que tú también eres un electrón conductor. —Por cierto que ya me estoy cansando de ser un electrón —dijo el señor Tompkins—. Al principio fue divertido, pero la novedad pasa muy pronto. He llegado a la conclusión de que no estoy hecho para obedecer esas reglas y quedar atrapado en este ambiente para siempre. —No necesariamente para siempre —replicó el padre Pauli, como sondeándolo. Resultaba claro que no esperaba tanta “impertinencia” de un simple electrón—. Siempre existe la posibilidad de que seas aniquilado. —¿Aniquilado? —exclamó el señor Tompkins, alarmado—. Pero… yo creía que los electrones eran eternos. —Eso es lo que los físicos solían creer —asintió el padre Pauli—, pero ahora han rectificado. Los electrones nacen y mueren igual que los seres humanos. Desde luego, no es 139

que mueran de viejos. La muerte llega de repente, sin previo aviso, en forma de colisiones. Sonrió al comprobar el desconcierto que sus palabras provocaban en el señor Tompkins. —Yo tuve una colisión hace poco tiempo; y fue bastante intensa —dijo éste, recobrando un poco la confianza—. Pero eso no me puso fuera de combate. ¿No cree usted que está dramatizando un poco? —Eso no depende de la intensidad de la colisión —explicó el padre Pauli—. Todo el asunto es contra qué sea dicha colisión. Si no me equivoco, tu choque reciente fue contra otro electrón negativo muy similar a ti. En ese encuentro no corrías el menor peligro. De hecho, podrían estar chocando uno contra otro como un par de arietes durante años, sin sufrir daño alguno. Pero hay otro tipo de electrón: el que tiene carga positiva. Ésos son los choques de los que debes cuidarte. Los electrones positivos o positrones tienen exactamente el mismo aspecto que tú. Cuando ves que se aproxima uno, piensas que es otro inocente miembro de tu tribu. Por lo tanto, te preparas a recibirlo. Pero entonces descubres que en lugar de que las cargas negativas de ambos los aparten ligeramente para evitar una colisión demasiado brusca, su carga positiva atrae a tu carga negativa y tira de ti. Entonces ya es muy tarde para reaccionar. —¿Por qué? ¿Qué pasa entonces? —quiso saber el señor Tompkins. —Entonces eres devorado. Destruido. —¡Oh! ¿Y a cuántos pobres electrones ordinarios puede devorar un positrón? —Por fortuna, sólo a uno. Al destruir un electrón negativo, el positrón se destruye también a sí mismo. Podrías pensar que tienen algo así como un afán de muerte: siempre andan en busca de un socio con el que puedan concertar un pacto suicida. Los positrones no se dañan entre sí, pero cuando un electrón negativo se cruza en su camino ya no tienen muchas probabilidades de sobrevivir. —Entonces tuve buena suerte de no haberme encontrado aún con alguno de esos monstruos —dijo el señor Tompkins con nerviosismo—. Espero que no sean muy numerosos. ¿Lo son? —No, no. No duran mucho tiempo rondando por allí; siempre se meten en problemas y desaparecen poco después de haber nacido. Si esperas un minuto, tal vez tenga oportunidad de mostrarte uno. El padre Pauli estuvo al acecho varios minutos y finalmente exclamó: —¡Sí, aquí viene! —y señaló hacia un distante núcleo pesado—. ¿Lo ves? Ahí está naciendo un positrón. Era evidente que el átomo hacia el cual señalaba el monje estaba sufriendo una intensa perturbación electromagnética como resultado de una vigorosa radiación que recibía del exterior. La violencia de esa perturbación era mucho mayor que la del sacudimiento que expulsó al señor Tompkins de su átomo de cloro. La familia de electrones del átomo salía despedida como las hojas secas en medio de un huracán. —Observa bien el núcleo —dijo el padre Pauli. Concentrando su atención, el señor Tompkins vio algo insólito: cerca del núcleo, dentro de la capa electrónica más interna, dos sombras vagas cobraban forma con rapidez. Al cabo de un momento, el señor Tompkins vio dos nuevos y relucientes electrones que se alejaron a gran velocidad de su lugar de nacimiento. —Pero veo dos de ellos —exclamó el señor Tompkins, intrigado. 140

—En efecto —asintió el padre Pauli—. Los electrones siempre nacen en pares. Como tienen carga eléctrica, es necesario producir dos al mismo tiempo: uno con carga positiva y otro con carga negativa; si no fuera así, se violaría la ley de la conservación de la carga eléctrica. Por lo tanto, la acción de ese intenso rayo gamma en el núcleo ha producido un electrón negativo ordinario y también un positrón. —Menos mal que sucede así —comentó el señor Tompkins—. Si el nacimiento de cada positrón va acompañado de un electrón negativo adicional, eso significa que cuando el positrón destruye un electrón negativo volvemos a la misma situación que al principio, en lo que se refiere al número total de electrones. Por consiguiente, eso no conduce a la extinción de la tribu de los electrones, y yo… —En tu lugar, yo tendría mucho cuidado con ese positrón —lo interrumpió el monje. —¿Cuál es el positrón? —preguntó el señor Tompkins—. Me parece que ambos son iguales. —No lo sé con seguridad. Sin embargo, uno de ellos viene hacia acá. Apartó de un empujón al señor Tompkins mientras la partícula recién nacida pasaba zumbando junto a ellos. Poco más tarde se estrelló contra otro electrón. De inmediato vieron dos cegadores destellos de luz… y después… ¡nada! —Bueno, creo que eso responde tu pregunta —dijo, sonriendo, el monje. Sin embargo, muy poco duró el alivio que sintió el señor Tompkins al escapar de las garras del positrón asesino. Sin darle tiempo para agradecer al padre Pauli la rapidez de su intervención, sintió de pronto que lo empujaban. Él y todos los demás electrones vagabundos habían sido energizados para entrar en acción y todos eran impulsados en la misma dirección. —¡Eh! ¿Qué sucede ahora? —gritó. —Seguramente alguien accionó el interruptor de la luz. Ahora vas en camino hacia el filamento de la lámpara —le respondió también a gritos el monje antes de desaparecer rápidamente en la lejanía—. ¡Adiós! Fue un placer conversar contigo. Al principio, el viaje fue bastante agradable y sin esfuerzo: como ser transportado en el pasillo movedizo de un aeropuerto. El señor Tompkins y los otros electrones libres entretejían con gracia su ruta en la celosía de los átomos. Se propuso conversar con un electrón vecino. —Esto es bastante tranquilizador, ¿verdad? —comentó. El electrón le lanzó una mirada amenazadora: —¡Vaya! Es obvio que eres nuevo en este circuito. Sólo espera a que lleguemos a los rápidos.

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El señor Tompkins no entendió el significado de esas palabras, pero no le gustó el tono de su interlocutor. No tendría que esperar mucho para averiguarlo. De repente el canal por el cual circulaban se estrechó. Ahora los electrones tenían que apretujarse para poder pasar. El entorno se volvió más y más caliente y cada vez más brillante. —¡Prepárate! —le gritó su compañera, que fue a estrellarse contra él, en un costado. El señor Tompkins despertó y se percató de que la mujer que estaba sentada junto a él en la banca de la sala de conferencias dormía también una siesta, reclinada sobre él, y lo empujaba contra la pared.

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XI BIS. EL RESTO DE LA CONFERENCIA ANTERIOR DURANTE LA CUAL DORMITÓ EL SEÑOR TOMPKINS

… DE HECHO, en el año 1808, el químico inglés John Dalton demostró que la proporción relativa de los elementos químicos necesarios para formar un compuesto químico complicado se expresa siempre como una relación entre números enteros. Según su interpretación, esta regla indicaba que todos los compuestos químicos están construidos con partículas que representan elementos químicos simples. El hecho de que la alquimia medieval haya fracasado en su afán de transmutar un elemento químico en otro fue una prueba más de la evidente indivisibilidad de esas partículas. Por eso, sin muchas dudas, se les asignó el antiguo nombre griego de “átomos”. Aun cuando ahora sabemos que esos “átomos de Dalton” no son indivisibles (en realidad están formados por otras partículas más pequeñas), el nombre átomo prevaleció. Por lo tanto, las entidades que en física moderna se llaman “átomos” no son en absoluto las unidades constitutivas elementales e indivisibles de la materia que Demócrito imaginó, y en realidad sería más correcto aplicar el término “átomo” a otras partículas más pequeñas, como los electrones y los quarks con los que están construidos los “átomos de Dalton”. (Por cierto que los quarks son los componentes fundamentales de los núcleos atómicos; hablaremos más acerca de ellos en otra ocasión.) Hacer un cambio de nombres a estas alturas habría causado mucha confusión. Por eso hoy conservamos el antiguo nombre de “átomos” en el sentido que le dio Dalton y nos referimos a los electrones y los quarks que los constituyen como “partículas elementales”. Este nombre refleja, desde luego, nuestra creencia actual de que esas partículas tan pequeñas son realmente elementales e indivisibles en el sentido que Demócrito le daba a esa palabra. Ustedes pueden preguntar si la historia no volverá a repetirse y si en los avances futuros de la ciencia no se demostrará que las partículas elementales de la física moderna son en realidad muy complejas. Mi respuesta es que, aun cuando no tenemos una garantía absoluta de que esto no vaya a ocurrir, hay muy buenas razones para creer que en esta ocasión sí estamos en lo cierto. Existen 92 tipos diferentes de átomos (que corresponden a 92 elementos químicos diferentes) y cada uno de esos tipos tiene propiedades características muy complicadas. Por sí mismo, esto nos induce a suponer que deben tener estructuras muy complejas, constituidas por otras más elementales. ¿Cómo se forman los átomos de Dalton a partir de las partículas elementales? El primer 143

paso para responder esta pregunta lo dio en 1911 el célebre físico británico Ernest Rutherford (que después sería lord Rutherford de Nelson), quien estudió la estructura de los átomos bombardeándolos con partículas alfa. (Recordarán ustedes que esas partículas son núcleos de átomos de helio.) Estas partículas cargadas positivamente son emitidas en el proceso de desintegración de elementos radiactivos. Rutherford observó la deflexión (es decir, la dispersión) de esos proyectiles después de pasar a través de un trozo de material. Descubrió que mientras la mayoría de los proyectiles lograba pasar por el material con muy poca desviación, unos cuantos se desviaban en ángulos excepcionalmente grandes. Era como si esos proyectiles hubieran logrado incidir en algo muy pequeño y muy concentrado que estuviera en el interior del átomo. Por ello llegó a la conclusión de que todos los átomos deben poseer una porción central muy densa, cargada positivamente, a la cual llamó núcleo. Más tarde imaginó que éste estaba rodeado de una nube muy enrarecida de cargas eléctricas negativas. Más tarde se descubrió que el núcleo atómico está constituido por cierto número de protones con carga positiva y neutrones eléctricamente neutros. Ambos son tan similares entre sí (salvo por su carga), que se les conoce por el nombre colectivo de nucleones. Están unidos firmemente por una poderosa fuerza de cohesión de corto alcance que recibe el nombre de fuerza nuclear fuerte. Se le ha dado ese nombre porque tiene la firmeza suficiente para mantener a los protones unidos dentro del núcleo a pesar de la fuerza de repulsión que actúa entre las cargas positivas de éstos. En cuanto a la nube circundante, está formada de electrones negativos que se congregan en la periferia bajo la influencia restrictiva de la atracción electrostática que ejerce la carga positiva de los protones del núcleo. (Por supuesto, ustedes recordarán que las cargas iguales se repelen y las cargas diferentes se atraen.) El número de los electrones que forman la nube atómica varía de uno a otro tipo de átomo y determina todas las propiedades físicas y químicas de cada uno. El número de electrones varía según la secuencia natural de los elementos químicos, desde uno (para el hidrógeno) hasta 92 (para el elemento natural más pesado que se presenta en la naturaleza: el uranio). A pesar de la aparente sencillez del modelo atómico de Rutherford, su comprensión detallada dista mucho de ser sencilla. Por ejemplo, ¿qué impedía que todos los electrones fueran arrastrados rápidamente hacia el núcleo a causa de la atracción electrostática? Según las ideas clásicas, la única explicación podía ser que los electrones evitan caer al núcleo de la misma manera que los planetas del sistema solar evitan ser arrastrados hasta la superficie del Sol. Esto lo logran moviéndose en órbitas alrededor del centro de atracción (en ese caso, de la atracción gravitacional). Sin embargo, la física clásica nos dice también que cuando un cuerpo que gira en una órbita está eléctricamente cargado, irradia poco a poco su energía en forma de una emisión luminosa. Se calculó que a causa de esas constantes pérdidas de energía, todos los electrones que forman la nube atómica debían colapsar sobre el núcleo en una insignificante fracción de segundo. Esta conclusión, que parece tan sólida y se basa en la teoría clásica, está en clara contradicción con el hecho empírico de que las nubes atómicas son en realidad muy estables. En lugar de colapsar sobre el núcleo, los electrones del átomo siguen girando en torno del cuerpo central por tiempo indefinido. De esta manera podemos ver que surge un profundo conflicto entre las ideas básicas de la mecánica clásica y los datos empíricos sobre el comportamiento mecánico de los átomos. 144

Esta contradicción fue lo que indujo al famoso físico danés Niels Bohr a comprender que la mecánica clásica, que reclamó durante varios siglos un sitio seguro y privilegiado en el sistema de las ciencias naturales, debía ser considerada ahora como una teoría limitada. En realidad sólo es aplicable al mundo macroscópico de nuestra experiencia diaria, pero fracasa rotundamente si se aplica a los movimientos mucho más delicados que tienen lugar dentro de los átomos. En un intento de establecer las bases de un nuevo tipo de mecánica (la cual habría de florecer después en la mecánica cuántica de la que ya hablamos en una conferencia anterior), Bohr propuso que entre la infinita variedad de órbitas teóricamente posibles según la teoría clásica, sólo unas cuantas, seleccionadas de manera especial, están disponibles para los electrones que se mueven alrededor del núcleo de un átomo. Esas órbitas o trayectorias permitidas se seleccionan según ciertas condiciones matemáticas, conocidas con el nombre de condiciones cuánticas de la teoría de Bohr. No explicaré aquí los detalles de esas condiciones cuánticas; sólo diré que han sido elegidas de manera que todas las restricciones impuestas por ellas carezcan de importancia práctica en los casos en que la masa de la partícula en movimiento es mucho mayor que las masas de las estructuras atómicas. Así, cuando la nueva mecánica se aplica a objetos macroscópicos, como los planetas en órbita, se obtienen los mismos resultados que con la antigua teoría clásica. Esto se llama principio de correspondencia y nos garantiza, por ejemplo, que aunque también un planeta sólo dispone de ciertas órbitas alrededor del Sol, éstas son tan numerosas y están tan cerca unas de otras que la restricción no es perceptible. Por eso es tan fácil formarse la impresión de que no hay restricción alguna en cuanto al tipo de órbitas permitidas. Sólo en el caso de mecanismos atómicos minúsculos, la diferencia entre los estados adyacentes permitidos se vuelve tan marcada que no es posible ignorar, como antes, que las restricciones a las trayectorias existen en realidad. Es entonces cuando la discrepancia entre las dos teorías se vuelve notable. Sin entrar en detalles, permítanme explicar el tipo de resultados que se obtienen con la teoría de Bohr. En esta diapositiva he mostrado (con una gran amplificación, por supuesto) el sistema de órbitas circulares y elípticas, representando los únicos tipos de movimiento permitidos por las condiciones cuánticas de Bohr para los electrones de este átomo en particular. La mecánica clásica permitiría que el electrón se moviera a cualquier distancia del núcleo y no impondría restricciones en cuanto a la excentricidad (es decir, el alargamiento) de su órbita. En cambio, las órbitas seleccionadas de la teoría de Bohr forman un conjunto discreto en el que todas las dimensiones características están estrictamente definidas. La combinación de un número y una letra que aparece escrito junto a cada órbita indica el nombre de la misma, utilizando el tipo de sistema de clasificación que ha llegado a ser aceptado. Notarán ustedes, por ejemplo, que los números más grandes corresponden a las órbitas de mayor diámetro. Si bien la teoría de Bohr sobre la estructura atómica resultó ser en extremo útil para explicar diversas propiedades de átomos y moléculas, siguió siendo oscura la noción fundamental de las órbitas cuánticas discretas. Cuanto más se intentaba profundizar en el análisis de esta insólita restricción impuesta a la teoría clásica, tanto más confuso era el panorama general. Resultó claro que el problema fundamental de la teoría de Bohr era que se 145

basaba en restringir los resultados de la física clásica con un sistema de condiciones adicionales que, en principio, eran del todo ajenas a la estructura total de la teoría clásica. Lo que se requería era un replanteamiento total de los fundamentos de la física. La solución correcta llegó 13 años después en lo que se conoce como mecánica cuántica (también llamada mecánica ondulatoria). Esto modificó por completo las bases de la mecánica clásica. A pesar de que el sistema de la mecánica cuántica puede parecer a primera vista aún más disparatado que la vieja teoría de Bohr, esta nueva micromecánica representa una de las partes más consistentes y aceptadas de la física teórica actual. En una conferencia anterior hablamos largo rato de la nueva mecánica; en particular, de las nociones de “indeterminación” y “trayectorias esparcidas”. Por eso no las repetiré ahora. En lugar de eso, examinemos con un poco más de detalle la aplicación de esas ideas al problema de la estructura atómica.

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En esta segunda diapositiva se muestra una visualización del movimiento de los electrones atómicos según la mecánica cuántica, desde el punto de vista de la “dispersión de las trayectorias”. Esta imagen describe los tipos de movimiento que corresponden a las mismas trayectorias cuya representación clásica vimos en el diagrama anterior (además de que, para mayor claridad, estoy representando ahora cada tipo de movimiento con un dibujo por separado). Podrán apreciar que, en lugar de las trayectorias representadas con líneas definidas en la teoría de Bohr, ahora tenemos patrones difusos, congruentes con el principio de incertidumbre fundamental. La notación empleada para los distintos estados de movimiento es la misma que en el diagrama anterior. De hecho, si comparan los dos (y hacen un pequeño esfuerzo de imaginación), observarán que, hasta cierto punto, las formas que aquí representamos como nubes reflejan las características generales de las antiguas órbitas de Bohr. Por ejemplo, los números más grandes corresponden a patrones grandes, las órbitas circulares a formas esféricas, las órbitas elípticas a patrones alargados. Estos diagramas ilustran cómo se transforman las anticuadas trayectorias de la mecánica clásica cuando el concepto del cuanto entra en escena. Aunque en efecto se requiere cierto tiempo para acostumbrarse, los científicos que trabajan en el microcosmos del átomo aceptan sin dificultad alguna esta representación.

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Ya hablamos lo suficiente de los estados de movimiento posibles para la nube electrónica de un átomo. Abordemos ahora el importante problema de la distribución de los electrones entre todos esos estados de movimiento posibles. Una vez más nos encontramos con un nuevo principio que nos resulta muy extraño en el mundo macroscópico. Ese principio fue formulado por primera vez por Wolfgang Pauli. El planteamiento es que dentro de un átomo dado, no es posible que dos partículas tengan simultáneamente el mismo tipo de movimiento. Esta restricción no tendría mucha importancia si hubiera una infinidad de movimientos posibles, como postulaba la mecánica clásica. Pero en esta situación, cuando un electrón muestra un estado de movimiento determinado, el segundo electrón podrá tener un estado de movimiento diferente del primero, pero de tal manera que las diferencias puedan hacerse arbitrariamente pequeñas. Sin embargo, como los estados de movimiento permitidos dentro del átomo han sido reducidos en forma drástica por las leyes cuánticas, el principio de Pauli desempeña un papel muy importante en el micromundo. Implica, por ejemplo, que si los estados de movimiento próximos al núcleo ya están ocupados por electrones, los electrones adicionales tendrán que ocupar estados ubicados notablemente más lejos del núcleo. Esto evita que todos se amontonen en un punto determinado. No obstante, de lo que he dicho hasta ahora no deben ustedes concluir que cada uno de los difusos estados cuánticos de movimiento representados en mi diagrama pueda ser ocupado solamente por un electrón. De hecho, al margen del movimiento que describe en su órbita, cada electrón gira también alrededor de su propio eje, en forma muy similar a la Tierra que gira sobre su eje norte-sur y también se desplaza en su órbita alrededor del Sol. El doctor Pauli no se molestará si los electrones se mueven en la misma órbita, siempre y cuando giren en distintas direcciones. Por otra parte, el estudio detallado del espín del electrón revela que la velocidad a la cual gira alrededor de su propio eje es siempre la misma y que la dirección de dicho eje siempre debe ser perpendicular al plano de la órbita. Esto deja sólo dos posibilidades para dicho giro, las cuales pueden definirse así: “en el sentido de las agujas del reloj” y “en sentido contrario al de las agujas del reloj”. De esta manera, el principio de Pauli puede replantearse en los siguientes términos cuando lo aplicamos a los estados cuánticos de un átomo: cada estado cuántico de movimiento puede ser ocupado por dos electrones como máximo, pero cuando eso sucede los espines de las dos partículas deben tener direcciones opuestas. Por consiguiente, a medida que avanzamos por la secuencia natural de los elementos y llegamos a átomos con un número de electrones cada vez mayor, encontramos que los diferentes estados cuánticos de movimiento van siendo ocupados gradualmente por los electrones; primero por los que se encuentran más cerca del núcleo y luego por los más alejados. A este respecto se debe mencionar que, desde el punto de vista de la fuerza de su enlace, los diferentes estados cuánticos de los electrones de un átomo pueden unirse en grupos separados (o capas) de estados que tienen más o menos la misma fuerza de enlace. Cuando avanzamos por la secuencia natural de los elementos, uno tras otro de los grupos se van llenando y, a consecuencia de la ocupación secuencial de más capas electrónicas, las propiedades de dichos átomos cambian también en forma periódica. Este mecanismo nos permite explicar las muy conocidas propiedades periódicas de los elementos que fueron descubiertas de manera empírica por el químico ruso Dimitri Mendeleiev. 149

XII. EN EL INTERIOR DEL NÚCLEO

LA SIGUIENTE conferencia a la cual asistió el señor Tompkins estuvo dedicada al estudio del núcleo atómico. El profesor comenzó así: Damas y caballeros: Profundizando más y más en la estructura de la materia, hoy trataremos de penetrar con nuestra visión mental en el interior del núcleo atómico: esa región misteriosa que sólo ocupa una mil billonésima parte del volumen total del propio átomo. Sin embargo, a pesar de las dimensiones casi increíblemente pequeñas de nuestro nuevo campo de investigación, veremos que está repleto de actividades fascinantes. Al entrar a la región nuclear, viniendo de la escasamente poblada nube de electrones del átomo, nos sorprende de inmediato el gran hacinamiento en que se halla la población local. El núcleo, a pesar de su tamaño relativamente pequeño, contiene casi 99.97% de la masa total del átomo. Aquí las partículas están hombro con hombro… o al menos lo estarían si tuvieran hombros. A este respecto, la imagen que presenta el interior del núcleo guarda cierta semejanza con la de un líquido, como el agua, salvo que en lugar de moléculas de agua encontramos aquí partículas mucho más pequeñas: los protones y los neutrones. En cuanto a dimensiones geométricas, el diámetro de los nucleones mide aproximadamente 0.000 000 000 000 001 de metro. Los nucleones están empacados muy juntos entre sí a causa de la fuerte interacción nuclear. Ésta funciona en forma similar a las fuerzas que actúan entre las moléculas de un líquido. Como en los líquidos, esas fuerzas impiden que las partículas se separen por completo, pero no entorpecen el desplazamiento de unas en relación con otras. Así, la materia nuclear posee cierto grado de fluidez. Cuando no es perturbada por fuerzas externas, asume la forma de una gota esférica como cualquier gota de agua ordinaria. En el diagrama esquemático que voy a dibujar para ustedes ahora, verán distintos tipos de núcleos formados por protones y neutrones. El núcleo más sencillo es el del hidrógeno, que consiste en un solo protón. En cambio, el núcleo más complicado, el del uranio, consiste en 92 protones y 142 neutrones. Por supuesto, es necesario que ustedes consideren estos dibujos solamente como una presentación muy esquemática de la situación real, ya que en virtud del principio fundamental de la incertidumbre, postulado por la teoría cuántica, la posición de cada nucleón está en realidad “esparcida” sobre toda la región nuclear. 151

Como hemos dicho, las partículas que forman el núcleo de un átomo se mantienen unidas a causa de intensas fuerzas cohesivas. Pero además de esas fuerzas de atracción, también hay otro tipo de fuerzas que actúan en la dirección contraria. Como ustedes saben, todos los protones tienen carga eléctrica positiva y constituyen casi la mitad de la población total del núcleo. Por lo tanto, se repelen entre sí a causa de las fuerzas electrostáticas de Coulomb. Para los núcleos ligeros, en los que la carga eléctrica es relativamente pequeña, esta repulsión de Coulomb tiene poca importancia. Pero en el caso de núcleos más pesados y fuertemente cargados, las fuerzas de Coulomb ofrecen una seria competencia a la atracción de la interacción nuclear fuerte. Esta última es de corto alcance y, por lo tanto, sólo opera entre nucleones vecinos. En cambio, la fuerza electrostática es de largo alcance. Esto significa que un protón de la periferia de un núcleo sólo será atraído por sus vecinos inmediatos, pero será repelido por todos los demás protones del núcleo. Al aumentar el número de protones aumenta gradualmente la fuerza de repulsión, sin un incremento compensatorio en la atracción de la interacción fuerte (hay un límite físico en cuanto al número de “hombros” con los que un protón puede estar en contacto al mismo tiempo). Por encima de cierto tamaño, el núcleo ya no es estable y tiene que expulsar algunas de sus partes constitutivas. Eso es justamente lo que ocurre con varios elementos que se encuentran al final del sistema de clasificación periódica 152

de los elementos desarrollado por Mendeleiev. A ese grupo se le conoce como “los elementos radiactivos”. De todo esto pueden ustedes concluir que esos núcleos inestables deberían emitir protones (puesto que los neutrones no tienen carga eléctrica y, por lo tanto, no están sujetos a las fuerzas de repulsión de Coulomb). Sin embargo, los experimentos demuestran que las partículas emitidas son en realidad partículas alfa. El hecho de que se trate de esta agrupación específica de partes constitutivas del núcleo se explica porque es una combinación particular de dos protones y dos neutrones, especialmente estable, es decir, está ensamblada en forma muy eficiente. Por lo tanto, es más fácil expulsar al grupo entero en lugar de descomponerlo antes en protones y neutrones separados. El fenómeno de la desintegración radiactiva fue descubierto por el físico francés Henri Becquerel. La interpretación de dicho fenómeno como el resultado de la desintegración espontánea de núcleos atómicos fue propuesta por el físico británico lord Rutherford, personaje que ya hemos mencionado en otras referencias. La ciencia tiene una gran deuda de gratitud con Rutherford por sus importantes descubrimientos sobre la física del núcleo atómico. Una de las características peculiares del proceso de desintegración alfa son los periodos, a veces demasiado largos, que se requieren para que las partículas alfa puedan “escapar” del núcleo. En el caso del uranio y el torio, ese periodo se mide en miles de millones de años; el del radio, es de 16 siglos aproximadamente. En algunos elementos la desintegración se produce en una fracción de segundo, pero incluso en esos casos el lapso de vida es muy largo en comparación con la rapidez del movimiento que tiene lugar dentro del núcleo. Por eso tenemos que preguntar qué es lo que obliga a las partículas alfa a permanecer dentro del núcleo, a veces durante muchos miles de millones de años, siendo así que las fuerzas de repulsión tienen sin duda la intensidad suficiente para expulsarlas. Y luego, después de haber permanecido ahí tanto tiempo, ¿cuál es la causa que provoca finalmente su expulsión? Para responder esto, debemos aprender primero un poco más sobre la intensidad comparativa de la fuerza nuclear cohesiva y la fuerza electrostática de repulsión. Rutherford hizo un cuidadoso estudio experimental de estas fuerzas, para lo cual aplicó un método que se conoce como “bombardeo atómico”. En los famosos experimentos que realizó en el laboratorio Cavendish, dirigía Rutherford un haz de partículas alfa de movimiento rápido, emitidas por alguna sustancia radiactiva, y observaba las desviaciones (la dispersión) de esos proyectiles atómicos a causa de su colisión con los núcleos de la sustancia bombardeada. Esos experimentos confirmaron que si bien a grandes distancias del núcleo los proyectiles son repelidos por la fuerza eléctrica de largo alcance del núcleo, esta misma repulsión se convierte en una atracción fuerte cuando el proyectil logra llegar muy cerca de los límites externos de la región nuclear. Se podría decir que el núcleo guarda cierto parecido con una fortaleza rodeada de una fortificación escarpada que impide tanto el ingreso como la salida de partículas. Sin embargo, el resultado más notable de los experimentos de Rutherford fue el descubrimiento de que tanto las partículas alfa que escapan del núcleo en el proceso de desintegración radiactiva como los proyectiles que penetran en el núcleo desde el exterior poseen en realidad menos energía de la que correspondería a la parte más alta de la 153

fortificación, es decir, a la barrera de potencial, como la llamamos de ordinario. Esto contradijo por completo todas las ideas fundamentales de la mecánica clásica. A fin de cuentas, ¿cómo podría alguien esperar que una pelota logre rodar hasta lo alto de una colina si la hemos impulsado con menos energía de la necesaria para que suba hasta esa altura? Según la física clásica, sólo cabía suponer que en los experimentos de Rutherford había algún error. Sin embargo, no había error alguno. La explicación fue encontrada al mismo tiempo por George Gamow y por Ronald Gurney y E. U. Condon. Ellos señalaron que esa situación puede ser explicada sin dificultad cuando se toma en cuenta la teoría cuántica. Como hemos dicho, sabemos que la física cuántica rechaza las trayectorias lineales bien definidas de la teoría clásica y las sustituye por huellas fantasmales difusas. Y así como un simpático fantasma a la antigua puede pasar sin dificultad a través de las gruesas paredes de un viejo castillo, esas trayectorias fantasmales pueden penetrar las barreras de potencial que parecerían impenetrables desde el punto de vista clásico. No crean ni por un momento que estoy bromeando. El hecho de que las partículas puedan penetrar potenciales barreras aunque su propia energía sea insuficiente es una consecuencia matemática directa de las ecuaciones fundamentales de la nueva mecánica cuántica. Representa una de las diferencias más importantes entre las nuevas y las antiguas ideas acerca del movimiento. Sin embargo, si bien es cierto que la nueva mecánica permite esos efectos insólitos, impone también restricciones rigurosas para lograrlos: las más de las veces, las probabilidades de cruzar la barrera son muy pequeñas y, además, la partícula prisionera tiene que lanzarse contra la pared un número casi increíblemente grande de veces antes de lograr sus intentos. La teoría cuántica plantea reglas precisas para calcular la probabilidad de dicha escapatoria y se ha demostrado que los periodos de desintegración alfa observados están en perfecta coincidencia con las expectativas de la teoría. Además, en el caso de proyectiles disparados contra un núcleo desde el exterior, los resultados de los cálculos de la mecánica cuántica concuerdan en muy alto grado con los resultados de los experimentos. Antes de continuar, deseo enseñarles algunas fotografías que muestran el proceso de desintegración de varios núcleos cuando son golpeados por proyectiles atómicos de alta energía. La primera foto fue tomada en una antigua cámara de niebla. Debemos explicar que estas partículas subatómicas, a causa de su extremada pequeñez, no pueden ser vistas directamente, ni siquiera con el más poderoso microscopio. Así pues, no esperen que les muestre fotos directas de esos corpúsculos. No. Para detectarlos hay que usar el ingenio. Consideremos el rastro de vapor que deja un avión cuando vuela a gran altura. El avión mismo vuela tan alto que es difícil verlo; de hecho, tal vez ya no esté en ese sitio, pero sabemos que estuvo ahí por el rastro de vapor que dejó a su paso. C. R. T. Wilson consideró que ese efecto era una forma sencilla de lograr que los núcleos subatómicos fueran “visibles”. Para eso construyó una cámara y la llenó de gas y vapor. Entonces expandió repentinamente el gas por medio de un pistón. Esto provocó una caída inmediata de la temperatura, con lo cual el vapor quedó en un estado supersaturado; todo ese vapor estaba listo para formar una nube. Sin embargo, las nubes no se forman de manera espontánea; necesitan hallar algo en torno de lo cual puedan condensarse (a eso se debe que las gotas se formen en unos lugares y no en otros). Lo que pasa normalmente en la formación de nubes es que las partículas de polvo presentes en la atmósfera se convierten en los centros preferentes en los que puede empezar la 154

condensación. Sin embargo, lo más ingenioso de la cámara de niebla de Wilson es que todo el polvo se excluye de ella. Entonces, ¿dónde se forman las gotas condensadas? El caso es que cuando una partícula cargada pasa a través de un medio, ioniza átomos a su paso (es decir, arranca electrones de sus respectivos átomos). Esos átomos ionizados son centros apropiados para que se formen gotas. Así pues, lo que ocurrió en esa cámara fue que dondequiera que pasaban partículas cargadas (dejando a su paso un rastro de átomos ionizados) se formaba una serie de pequeñas gotas que en una fracción de segundo crecieron hasta volverse visibles, con lo cual pudieron ser fotografiadas. Eso es lo que vemos en esta diapositiva. A partir del lado izquierdo verán muchos rastros de gotas. Cada rastro ha sido producido por una partícula alfa irradiada desde una fuente de rayos alfa muy potente (que no aparece en la foto). La mayoría de esas partículas pasan por el campo de visión sin sufrir colisiones graves, pero una de ellas —véanla poco más abajo del centro de la imagen— logró chocar contra un núcleo de nitrógeno. El rastro de la partícula alfa se detiene en el punto de la colisión y a partir de ahí podemos ver que surgen otros dos rastros. El más largo y delgado, en la parte superior de la imagen, corresponde a un protón expulsado del núcleo de nitrógeno. El rastro corto representa el retroceso del propio núcleo. Sin embargo, ya no se trata de un núcleo de nitrógeno porque ha perdido un protón y, al absorber la partícula alfa incidente, se ha transformado en un núcleo de oxígeno. Así pues, aquí tenemos una transformación alquímica de nitrógeno en oxígeno, con hidrógeno como subproducto. Les muestro esta fotografía porque fue la primera que se obtuvo de una transmutación artificial de elementos. El fotógrafo fue Patrick Blackett, discípulo de lord Rutherford.

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Esta transformación es típica de muchas otras transformaciones nucleares que estudia la física experimental de hoy. En todas las transformaciones de este tipo, la partícula incidente (protón, neutrón o partícula alfa) penetra en el núcleo, expulsa a otras partículas y tal vez se instala en lugar de éstas. En la reacción provocada por todas esas transformaciones se forma un nuevo elemento. En vísperas de la segunda Guerra Mundial los químicos alemanes O. Hahn y F. Strassmann descubrieron un tipo de transformación nuclear diferente: un núcleo pesado se divide en dos partes casi iguales y provoca la liberación de una enorme cantidad de energía. En la próxima diapositiva verán dos fragmentos de uranio que vuelan en direcciones opuestas a partir de un filamento delgado del mismo elemento. Este fenómeno se conoce como fisión nuclear y fue observado por primera vez en una muestra de uranio bombardeada por un haz de neutrones. Sin embargo, pronto se descubrió que otros elementos, ubicados también cerca del final del sistema periódico, tienen propiedades similares. Al parecer, esos núcleos pesados están en el límite mismo de su estabilidad. La menor provocación, por ejemplo una colisión con un neutrón, basta para que se rompan en dos como si fueran gotas de agua demasiado grandes que se bambolean. Esta inestabilidad de los núcleos pesados nos da un indicio para saber por qué sólo existen 92 elementos en la naturaleza. Cualquier núcleo más pesado que el uranio no puede existir durante un periodo apreciable de tiempo sin que se rompa de inmediato en fragmentos mucho más pequeños, lo cual ocurre de manera espontánea sin necesidad de estímulos externos.

El fenómeno de la fisión nuclear es interesante desde un punto de vista práctico: puede ser una fuente de energía nuclear. Cuando los núcleos se rompen, emiten energía en forma de 156

radiación y partículas de movimiento rápido. Entre las partículas expulsadas hay neutrones y éstos pueden provocar la fisión de otros núcleos vecinos. A su vez, esto puede dar lugar a la emisión de un número aún mayor de neutrones, con el aumento correspondiente de las fisiones según lo que se conoce como una reacción en cadena. Si hay suficiente material de uranio — esa cantidad que se conoce como la masa crítica— los neutrones emitidos tienen una probabilidad tan alta de golpear contra otros núcleos y provocar más fisiones que el proceso se perpetúa por sí mismo. En realidad, esto puede disparar una reacción explosiva en la cual la energía almacenada dentro de los núcleos se libera en una fracción de segundo. Éste fue el principio en el que se basaron las primeras bombas nucleares. La reacción en cadena no siempre tiene que desembocar en una explosión. En condiciones cuidadosamente controladas, es posible contener el proceso, lo cual da lugar a una liberación de energía en forma continua y sostenida. Esto es lo que ocurre en las plantas generadoras de energía nuclear. La fisión nuclear de elementos pesados como el uranio no es la única forma de aprovechar la energía del núcleo. Hay otra forma muy diferente de hacerlo. Ésta consiste en fusionar los elementos más ligeros, como el hidrógeno, para producir otros más pesados. Este proceso se conoce como fusión nuclear. Cuando dos núcleos ligeros entran en contacto, se fusionan como dos gotas de agua en un plato. Esto sólo puede suceder a temperaturas muy altas porque los núcleos ligeros que se aproximan entre sí no logran entrar en contacto a causa de la repulsión eléctrica. Sin embargo, cuando la temperatura alcanza decenas de millones de grados, la repulsión eléctrica no basta para impedir el contacto y entonces se inicia el proceso de fusión. Los núcleos más adecuados para el proceso de fusión son los deuterones, es decir, los núcleos de átomos de hidrógeno pesado (el deuterio se puede extraer con facilidad del agua de mar). Acaso se pregunten ustedes ahora cómo es posible que tanto la fisión como la fusión nuclear den lugar a la liberación de energía. Lo importante es captar el hecho de que ciertas combinaciones de neutrones y protones están ligadas más fuertemente que otras. Siempre que se pasa de un entorno más difuso a otro donde los nucleones están ligados con más eficiencia, puede ser liberada la energía excedente. El caso es que los grandes núcleos de uranio están ligados en forma bastante ineficiente y es posible transformarlos en combinaciones más cohesionadas si los dividimos en agrupamientos más pequeños. En el otro extremo de la tabla periódica, las combinaciones más pesadas de nucleones son las que están ligadas con más eficiencia. Por ejemplo, un núcleo de helio que consiste en dos protones y dos neutrones está ligado en forma excepcionalmente cohesiva, como dijimos con anterioridad. Por consiguiente, hay energía disponible que puede ser liberada si se logra que varios nucleones o deuterones separados choquen y luego se mantengan unidos entre sí para formar helio.

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Ahí es donde la bomba de hidrógeno aparece en escena. Está basada en la conversión de hidrógeno en helio mediante reacciones en las que interviene la fusión. Aquí se producen cantidades mucho mayores de energía. Esto explica por qué las bombas de hidrógeno tenían más potencia que la primera generación de armas nucleares basadas en la fisión. Por desgracia ha sido mucho más difícil aprovechar el poder de la bomba de hidrógeno con propósitos pacíficos. Las centrales que producen energía por fusión nuclear tienen todavía un largo camino que recorrer para ser comercialmente factibles. Sin embargo, el Sol no tiene dificultades para lograrlo. La continua conversión de hidrógeno en helio es la principal fuente de energía del Sol y éste ha logrado mantener la 158

reacción a un ritmo uniforme durante los últimos 5 000 millones de años y todavía podrá continuar así 5 000 millones de años más. En estrellas con mayor masa que la del Sol prevalecen temperaturas internas más altas y ocurren muchas adicionales reacciones de fusión. Éstas convierten el helio en carbono, el carbono en oxígeno, etc., y así sucesivamente hasta llegar al hierro. Más allá del hierro ya no es posible ganar más energía por medio de la fusión. En lugar de eso, tal como lo dijimos en el caso de núcleos más pesados, como el uranio, los nucleones están empaquetados en forma más eficiente y, en consecuencia, la liberación de energía se tiene que lograr con el proceso contrario: la fisión.

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XIII. EL TALLADOR DE MADERA

AL REGRESAR a su casa esa noche después de la conferencia, el señor Tompkins encontró a Maud ya acostada y profundamente dormida. Entonces se preparó una taza de chocolate caliente y entró al dormitorio. Se sentó en la cama un rato y reflexionó acerca de la conferencia. Recordó en especial lo referente a las bombas nucleares. La amenaza de la aniquilación nuclear siempre lo había perturbado. “No debo hacer esto —pensó—. Voy a tener pesadillas si no tengo cuidado.” Dejó a un lado la taza vacía, apagó la luz y se acurrucó junto a Maud. Por fortuna, sus sueños no fueron desagradables… El señor Tompkins estaba en un taller. A un lado había una mesa de trabajo alargada, cubierta de sencillas herramientas de carpintería. En los anticuados anaqueles adosados a la pared vio un gran número de tallas de madera con formas extrañas e insólitas. Un anciano de aspecto amigable trabajaba frente a la mesa. Al observar más de cerca sus facciones, el señor Tompkins se sorprendió por el extraño parecido de ese hombre con el anciano Gepetto de la película Pinocho de Walt Disney y con un retrato del difunto lord Rutherford de Nelson que había visto en la pared del laboratorio del profesor. —Disculpe —dijo tímidamente el señor Tompkins—, no pude dejar de notar el gran parecido entre usted y lord Rutherford, el físico nuclear. ¿Por casualidad, no era pariente suyo? —¿Por qué lo pregunta? —respondió el anciano, apartando la pieza de madera que estaba tallando—. No me diga que a usted le interesa la física nuclear. —Pues, en realidad sí —respondió el señor Tompkins y añadió con ciertas reservas—: pero le advierto que no soy un experto… —En ese caso ha venido al lugar correcto. Yo fabrico todo tipo de núcleos. Con mucho gusto le mostraré mi pequeño taller. —¿Dijo usted que los fabrica? —preguntó el señor Tompkins. —Por supuesto. Como es natural, eso requiere cierta habilidad, sobre todo en el caso de los núcleos radiactivos. Éstos tienden a desbaratarse antes que termine de pintarlos. —¿Pintarlos? —Sí, pinto de rojo las partículas cargadas positivamente y de cian (ese azul verdoso como 161

de pavo real) las que tienen carga negativa. El rojo y el cian son colores complementarios; al mezclarse se cancelan recíprocamente, es decir, la mezcla de ambos es incolora, carece de color. —No lo creo —protestó el señor Tompkins, discretamente—. Sin duda no es incolora. Si mezclo pinturas roja y cian obtengo… bien, un color pardo algo sucio. El artesano sonrió. —Bien dicho. Si usted mezcla los pigmentos, el resultado no carece de color, pero si observa una mezcla de luz roja y luz color cian, le producirá la sensación de blancura. El señor Tompkins aún parecía dudar. —Si no me cree —continuó el anciano—, lo único que tiene que hacer es tomar un trompo como el que tengo aquí, pintar de rojo una mitad y de cian la otra… y ponerlo a girar. Mire: se ve blanco, incoloro. En fin, como le decía, pinto de rojo los protones del núcleo atómico porque tienen carga positiva, y los electrones del exterior del núcleo los pinto de cian por su carga negativa. El color resultante corresponde a la cancelación mutua de las cargas eléctricas positivas y negativas. Si el átomo está constituido por el mismo número de cargas positivas y negativas que se mueven con rapidez de un lado para otro, será eléctricamente neutro y usted lo verá blanco. Si hay más cargas positivas o más negativas, todo el sistema adquirirá un tinte rojizo o color cian. Muy sencillo, ¿verdad? El señor Tompkins asintió. —Bien —prosiguió el tallador, mostrándole dos grandes cajas de madera que estaban cerca de la mesa—. Aquí guardo los materiales con los que fabrico diferentes núcleos. La primera caja contiene protones, es decir, esas bolas rojas. Son muy estables y conservan permanentemente su color, a menos que las raspe con un cuchillo o algo así. Los neutrones de la otra caja son mucho más difíciles de manejar. De ordinario son blancos, es decir, eléctricamente neutros, pero tienen una fuerte tendencia a convertirse en protones rojos. Mientras la caja esté bien cerrada no habrá dificultad, pero en cuanto saque uno de ahí… Bien, véalo usted mismo.

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Abriendo la caja, sacó una de las bolas blancas y la colocó sobre la mesa. Nada sucedió al principio. Después, cuando el señor Tompkins ya empezaba a perder la paciencia, de repente la bola cobró vida. Sobre su superficie aparecieron unas franjas rojizas y verduscas irregulares, y por un momento se asemejó a las canicas de vidrios de colores que tanto les gustan a los niños. Después, el tono azul verdoso se concentró en un solo lado y al fin se separó por completo de la bola, formando una brillante gotita de color pavo real, y cayó al piso. En el mismo instante, una minúscula bola blanca se formó y salió disparada a través de la habitación, desapareciendo dentro de la pared. Mientras tanto, la bola original ya se había vuelto completamente roja y no se distinguía de los demás protones rojos de la primera caja. —¿Vio usted eso? —preguntó emocionado el anciano—. El color blanco de neutrón se descompuso en rojo y cian, y luego todo se dividió en tres partículas diferentes: este electrón —dijo, recogiendo la bola del piso—. Mírelo, es un electrón ordinario como cualquier otro. Ahí está también el protón sobre la mesa (de nuevo un protón completamente ordinario) y aquel neutrino. —¿Aquel qué? —preguntó el señor Tompkins muy asombrado—. Perdone, pero… esa última palabra que dijo, ¿la puede repetir? —Neutrino —repitió el artesano—. Se fue por allá —agregó, señalando la pared distante—. ¿No lo notó usted? —Sí, sí. Lo vi —repuso el señor Tompkins de inmediato—. Pero ¿adónde se fue? Ya no lo veo. —Oh, eso pasa siempre con los neutrinos: son muy escurridizos. Pasan a través de cualquier cosa, ya sea puertas cerradas o paredes. Yo podría disparar uno aquí mismo para que atravesara la Tierra y saliera por el otro lado. —¡Qué increíble! —comentó el señor Tompkins—. ¡Y qué extraño! Esto supera sin duda cualquier truco de magia que haya visto hacer con pañuelos. ¿Podría usted cambiar los colores otra vez? —Sí, puedo volver a aplicar la pintura cian en la superficie de la bola roja (introduciendo en ella un electrón) para que vuelva a ser blanca, pero por supuesto eso requeriría cierta energía. Otra forma de lograrlo sería borrar la pintura roja, lo cual también exige un poco de energía. Entonces la pintura raspada de la superficie del protón formaría un positrón rojo, un electrón positivo. ¿Sabe usted qué son los positrones? —Sí, cuando yo mismo era electrón… —empezó a decir el señor Tompkins, pero pronto rectificó—. No, en realidad sólo he oído que los electrones positivos y negativos se aniquilan entre sí cada vez que se encuentran —aclaró—. ¿Puede usted hacer también ese truco? —No hay problema —dijo el anciano—. Pero no me tomaré el trabajo de raspar la pintura de este protón porque tengo un par de positrones que me sobraron del trabajo de esta mañana. Abriendo uno de los cajones, sacó una bolita roja brillante y tomándola con firmeza entre el pulgar y el índice la presionó junto a la bola verde que estaba sobre la mesa. Al momento 164

se produjo un gran estruendo, como la explosión de un cohete, y las dos bolas desaparecieron al mismo tiempo. —¿Lo ve? —dijo el tallador, soplando sobre sus dedos que estaban ligeramente quemados —. Por eso no podemos usar electrones para fabricar núcleos. Lo intenté en una ocasión, pero desistí de inmediato. Ahora solamente utilizo protones y neutrones. —Pero también algunos neutrones son inestables, ¿no es cierto? —preguntó el señor Tompkins, recordando la demostración reciente. —Cuando están solos, sí, pero empacados fuertemente dentro del núcleo y rodeados de otras partículas se vuelven muy estables. A menos —se apresuró a añadir— que haya demasiados neutrones en el núcleo en relación con el número de protones. Entonces se pueden transformar en protones, y la pintura excedente es expulsada del núcleo en forma de un electrón negativo. De igual manera, si hay demasiados protones, éstos se convierten en neutrones y cuando se deshacen de la pintura roja que ya no desean se forma un electrón positivo. A esos ajustes los llamamos transformaciones beta. “Beta” es el antiguo nombre que se daba a los electrones emitidos en las desintegraciones radiactivas de ese tipo. —¿Usa usted algún pegamento para fabricar los núcleos? —preguntó el señor Tompkins muy interesado. —No es necesario —respondió el anciano—. Estas partículas se pegan unas a otras en cuanto entran en contacto. ¿Lo ve? Inténtelo usted mismo si quiere. Accediendo a la sugerencia, el señor Tompkins tomó un protón en una mano y un neutrón en la otra y los aproximó con cuidado. En seguida sintió un intenso tirón y al mirar las partículas notó un fenómeno muy extraño. Las partículas estaban intercambiando colores, volviéndose rojas y blancas en forma alternativa. Era como si la pintura roja “saltara” de la bola de su mano derecha a la que sostenía en la izquierda y luego regresara. El parpadeo de color era tan rápido que las dos bolas parecían estar conectadas por una franja rosada, a lo largo de la cual los colores iban y venían oscilando. —Esto es lo que mis amigos los físicos teóricos llaman el “fenómeno de intercambio” — dijo el viejo artesano, riendo al ver la sorpresa del señor Tompkins—. Las dos bolas quieren ser rojas, o apoderarse de la carga eléctrica si prefiere decirlo así, pero como no la pueden tener ambas al mismo tiempo, tiran de ella de un lado a otro alternativamente. Como ninguna se da por vencida, se mantienen juntas hasta que algo las separa por la fuerza. Ahora le mostraré qué fácil es fabricar el núcleo que desee. ¿De qué quiere que lo hagamos? —De oro —dijo el señor Tompkins, recordando la ambición de los alquimistas medievales. —¿Oro? Veamos —murmuró el artesano, volviéndose hacia un cuadro sinóptico de gran tamaño que colgaba de la pared—. El núcleo del oro pesa 197 unidades y tiene 79 cargas eléctricas positivas. Esto significa que necesito tomar 79 protones y añadirles 118 neutrones para tener la masa correcta. Contó el número adecuado de partículas, las colocó en un recipiente cilíndrico alto y cubrió todo con un pesado pistón de madera. Después, empujó el pistón hacia abajo con todas sus fuerzas. —Tengo que hacer esto —le explicó al señor Tompkins— porque la repulsión eléctrica entre los protones cargados positivamente es muy fuerte. En cuanto esa repulsión es superada 165

por la presión del pistón, los protones y neutrones se unen porque intercambian fuerzas y así se forma el núcleo deseado. Después de hacer que el pistón bajara hasta el límite, lo sacó de nuevo y colocó el recipiente cilíndrico boca abajo. Una brillante bola rosada rodó sobre la mesa. Observando con más cuidado, el señor Tompkins notó que el color rosado se debía a la interacción de unos destellos rojos y blancos surgidos entre las partículas que se movían con rapidez. —¡Qué hermoso! —exclamó—. ¿Así que éste es un átomo de oro? —No es un átomo todavía: es solamente el núcleo del átomo —aclaró el anciano—. Para tener el átomo completo debemos añadir el número adecuado de electrones que neutralicen la carga positiva del núcleo y formen las capas electrónicas de costumbre alrededor de él. Eso es sencillo, ya que el núcleo mismo atrapa los electrones en cuanto los tiene a su alcance. —Es curioso que mi suegro nunca me haya dicho con cuánta facilidad se puede fabricar oro —murmuró el señor Tompkins. —¡Ay, su suegro y todos los demás físicos nucleares…! —murmuró el anciano guiñando un ojo—. Sí, por supuesto que pueden transformar un elemento en otro… hasta cierto punto. Pero las cantidades que obtienen son tan pequeñas que apenas se ven a simple vista. Déjeme mostrarle cómo lo hacen. Dicho eso, tomó un protón y lo arrojó con mucha fuerza contra el núcleo de oro que estaba sobre la mesa. Al acercarse a la parte exterior del núcleo, el protón redujo un poco su velocidad, dudó un momento y luego se precipitó dentro de él. Después de devorar al protón, el núcleo se estremeció unos momentos como si tuviera fiebre alta y luego una parte pequeña del mismo se desprendió produciendo un crujido. —¿Lo ve usted? —dijo el artesano recogiendo el fragmento—. Esto es lo que llaman una partícula alfa. Si la examina más de cerca verá que consta de dos protones y dos neutrones. En general, esas partículas son expulsadas de los núcleos pesados de lo que se conoce como los elementos radiactivos. Pero también es posible arrancarlos de núcleos estables ordinarios, siempre y cuando se les golpee con la fuerza suficiente. Notará que el fragmento más grande que quedó sobre la mesa ya no es un núcleo de oro: ganó una carga positiva, pero perdió dos al emitir la partícula alfa, lo cual significa que perdió una carga positiva en total. Ahora es un núcleo de platino, el elemento anterior al oro en la tabla periódica. Sin embargo, en algunos casos el protón que entra al núcleo no hace que éste se divida en dos partes y, en consecuencia, lo que se obtiene es el núcleo que sigue al oro en la tabla, es decir, un núcleo de mercurio. Combinando éstos y otros procesos similares se puede transformar realmente un elemento dado en otro cualquiera. —Si es así, ¿por qué entonces los físicos no transforman grandes cantidades de elementos comunes, como el plomo, en otros más valiosos, por ejemplo, el oro? —preguntó el señor Tompkins. —Porque disparar proyectiles contra núcleos no es un procedimiento muy eficaz. En primer lugar, ellos no pueden apuntar sus proyectiles como lo hice yo con este pistón. Sólo uno entre varios miles de disparos hace blanco en el núcleo. En segundo lugar, aun en el caso de un blanco directo, es muy probable que el proyectil rebote contra el núcleo en lugar de penetrar en él. ¿Observó usted que el protón vaciló un poco cuando lo lancé contra el núcleo de oro, antes de penetrar en éste? Por un momento pensé que iba a retroceder. Eso sucede con 166

frecuencia. —¿Qué es lo que impide que los proyectiles penetren? —preguntó el señor Tompkins. —No creo que sea necesario explicarle eso —replicó el anciano con un ligero tono de reproche—. ¡Piénselo! Tanto el núcleo como el protón con que lo bombardean tienen cargas positivas. La fuerza de repulsión entre esas cargas forma una especie de barrera y no es fácil que el protón la atraviese. Si el protón lanzado contra la fortaleza nuclear logra penetrarla es sólo porque usa una treta similar a la del caballo de Troya: pasa a través de las murallas nucleares, no encima de ellas. Lo logra porque se comporta como onda, no como partícula. El señor Tompkins estaba a punto de confesar que no entendía de qué diablos estaba hablando el anciano, cuando de pronto… se dio cuenta de que tal vez ¡sí entendía! —Una vez presencié un curioso juego de billar —le dijo—. Al principio, una bola estaba encerrada en el triángulo de madera, pero de repente resultó que ya estaba afuera. Fue como si se hubiera “filtrado” a través de la barrera de madera. Ese día hasta me preocupé por la posibilidad de que los tigres se filtraran así para escapar de sus jaulas. ¿Cree usted que aquí ocurra algo del mismo tipo, sólo que ahora, en lugar de una bola de billar o un tigre que se filtra para salir, tenemos un protón que se filtra para entrar? —Me parece que sí. Pero, en honor a la verdad, la teoría nunca ha sido mi fuerte. Soy un hombre práctico. Sin embargo, me parece bastante obvio que estas partículas nucleares, como están hechas de material cuántico, son capaces de filtrarse a través de obstáculos que normalmente se consideraría impenetrables. Miró con insistencia al señor Tompkins. —Aquellas bolas de billar —añadió—, ¿por casualidad no estaban hechas de marfil cuántico genuino? —Sí —respondió el señor Tompkins—. Tengo entendido que las hicieron con material tomado de los colmillos de elefantes cuánticos. —¡Vaya, así es la vida! —dijo con tristeza el anciano—. ¡Utilizan esos materiales raros para fabricar simples juguetes mientras yo tengo que tallar protones y neutrones, las partículas básicas de todo el universo, con modesta madera de roble cuántico! Sin embargo —continuó, tratando de ocultar su decepción—, mis pobres juguetes de madera son probablemente tan buenos como todas aquellas costosas creaciones de marfil. Permítame mostrarle cómo pueden pasar limpiamente a través de cualquier tipo de barrera. Trepándose en el banco, tomó de la gaveta superior un objeto labrado que el señor Tompkins confundió al principio con un modelo en miniatura de un volcán. —Lo que usted ve aquí —prosiguió el tallador, soplando con suavidad la pieza para quitarle el polvo— es un modelo de la barrera típica de fuerzas de repulsión que rodea al núcleo de un átomo. Las pendientes exteriores corresponden a la repulsión eléctrica entre las cargas, y el cráter representa las fuerzas cohesivas que obligan a las partículas nucleares a permanecer unidas. Si empujo una bola para que suba por la pendiente, pero sin la fuerza suficiente para que llegue hasta la cumbre, es natural suponer que descenderá de nuevo, pero mire lo que sucede en realidad… Le dio a la bola un ligero empujón. Después de ascender hasta casi la mitad de la pendiente, rodó de nuevo hacia abajo hasta la superficie de la mesa. —¿Y bien? —comentó el señor Tompkins un tanto decepcionado. 167

—Espere —dijo el anciano muy tranquilo—. No se puede esperar el éxito en el primer intento. Empujó de nuevo la bola para que subiera la pendiente y otra vez falló. Sólo en el tercer intento tuvo suerte: la bola desapareció de pronto cuando apenas iba a la mitad de su ascenso por la pendiente. —¡Ajá! —exclamó el anciano en tono triunfal con la actitud de un mago—. ¡Abracadabra! El famoso truco de la desaparición. ¿Cómo lo interpreta usted? ¿Dónde está la pelota? —¿Dentro del cráter? —preguntó el señor Tompkins, desconcertado. —Supongo que sí —asintió el anciano—. Veamos… —Se asomó por encima del cráter—. Sí, ahí es justamente donde está —dijo, sacando la bola con los dedos. —Veamos ahora el fenómeno contrario —sugirió—. A ver si la bola es capaz de salir del cráter sin salir rodando por la cumbre. Después de colocar de nuevo la bola cuidadosamente en el hueco, ambos esperaron. Al principio, nada ocurrió. El señor Tompkins oía solamente el ruido de la bola que rodaba de un lado a otro dentro del cráter. Después, como por arte de magia, la bola apareció de pronto en la parte exterior, más o menos a la mitad de la pendiente, y rodó con suavidad hasta la mesa. —Lo que estamos viendo ahora es una representación bastante buena de lo que ocurre en la desintegración alfa radiactiva —explicó el tallador. Volviendo a colocar el modelo en su anaquel, agregó—: A veces las barreras eléctricas son tan “transparentes” que la partícula escapa en una pequeña fracción de segundo; en otras ocasiones son tan “opacas” que la partícula tarda muchos miles de millones de años en escapar. Así sucede, por ejemplo, en el caso del núcleo de uranio.

—¿Pero por qué no todos los núcleos son radiactivos? —preguntó el señor Tompkins. —Porque en la mayoría de los núcleos el piso del cráter está por debajo del nivel exterior y sólo en los núcleos conocidos más pesados el piso está lo bastante elevado para que el 168

escape sea posible. El anciano miró el reloj que estaba en la pared. —¡Santo cielo, qué tarde es ya! Debo cerrar la tienda. Si no le molesta… —Oh, disculpe. No era mi intención quitarle tanto tiempo —dijo el señor Tompkins, apenado—. Pero la sesión resultó muy interesante. ¿Puedo hacerle una última pregunta? —Sí. —Usted dijo que disparar proyectiles contra los núcleos era una forma muy ineficiente de transformar elementos básicos en otros más valiosos… El tallador sonrió: —Todavía no pierde la esperanza de hacer fortuna con la física nuclear, ¿eh? El señor Tompkins se sintió un tanto incómodo, pero continuó: —Y sin embargo, usted no parece tener dificultad para lograrlo con ese dispositivo tan ingenioso. —Señaló el dispositivo del tubo y el pistón—. Eso me hizo pensar… El artesano sonrió: —Esto es muy ingenioso, pero no es real. Ése es el problema. No, tendrá usted que aceptar que la conversión de metales básicos en oro es un sueño de opio desde el punto de vista comercial. Me temo que ya es hora de que despierte. “¡Qué lástima!”, pensó el señor Tompkins, con desconsuelo. —¡He dicho que ya es hora de despertar! En esta ocasión no era el tallador quien hablaba. Era Maud.

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XIV. AGUJEROS EN LA NADA

DAMAS y caballeros: Esta noche nos ocuparemos de un tema particularmente fascinante: la antimateria. El primer ejemplo de una antipartícula fue el positrón, el electrón positivo del cual hablamos en una conferencia anterior. Vale la pena señalar que la existencia de ese nuevo tipo de partícula fue pronosticada a partir de consideraciones puramente teóricas. Eso ocurrió varios años antes que el positrón fuera detectado en realidad. De hecho, el conocimiento previo de las principales propiedades que los científicos debían buscar les fue muy útil para realizar el descubrimiento en forma experimental. El honor de haber hecho esa predicción correspondió al físico británico Paul Dirac. A partir de la teoría de la relatividad de Einstein e incorporando los requisitos de la teoría cuántica, él dedujo una fórmula para la energía, E, de un electrón. Hacia el final de sus cálculos obtuvo una expresión para E 2. Así, el último paso consistió en sacar la raíz cuadrada de esta expresión para hallar la fórmula correspondiente a E. Como de costumbre, cuando se extrae una raíz cuadrada hay dos respuestas posibles: una positiva y otra negativa. (Por ejemplo, el cuadrado de 4 puede ser +2 o –2.) Para resolver problemas físicos, se acostumbra desechar la solución negativa porque se considera que no corresponde al mundo “físico”; en otras palabras, se interpreta como un simple capricho de las matemáticas que carece de significado. En este caso particular, la solución negativa habría correspondido a un electrón dotado de carga negativa. Teniendo presente que, según la teoría de la relatividad, la materia en sí misma es una forma de energía, entonces el hecho de que un electrón tuviera energía negativa significa que también tendría una masa negativa. ¡Eso sí que sería extraño! Traten de arrastrar esa partícula hacia ustedes y sólo lograrán que se retire más; traten de alejarla y se les acercará. Hará justamente lo contrario de lo que se espera de las partículas “sensatas” con masa positiva. Se podría pensar que esto es, sin duda, una razón suficiente para considerar que la solución negativa de la ecuación carece de realidad “física” y hay que desdeñarla. Lo genial de Dirac consistió en no aceptar ese razonamiento. Además del número infinito de estados cuánticos de energía positiva disponibles para un electrón, él consideró que la solución negativa implicaba la existencia de otro número, también infinito, de estados energéticos negativos disponibles. El problema era que en cuanto un electrón se encontrara en alguno de esos últimos estados tendría que exhibir la característica de comportamiento de una 171

masa negativa y, por supuesto, no sería posible observarlo. Entonces, ¿cómo sabremos dónde están esos estrafalarios electrones hipotéticos con masa negativa? Nuestra primera reacción podría consistir en tratar de evadir la cuestión diciendo simplemente que los electrones evitan esos estados particulares, los cuales por alguna razón permanecen siempre vacíos. Sin embargo, eso no basta. Ya sabemos que dentro de los estados cuánticos de energía disponibles para un electrón en un átomo, los electrones tienen la tendencia natural de irradiar su energía para deshacerse de ella y caer al estado energético más bajo disponible (es decir, que no haya sido ocupado todavía por otro electrón, de acuerdo con el principio de exclusión de Pauli). En esas condiciones, cabría esperar que, con el tiempo, todos los electrones cayeran de los estados energéticos positivos más altos hasta los estados energéticos negativos más bajos. Si así fuera, ¡todos se portarían mal! La solución propuesta por Dirac fue la más extraña posible. Afirmó que la razón por la cual los electrones que conocemos no caen hasta los estados energéticos negativos es porque todos éstos ya se encuentran llenos, y añadió que el número infinito de estados energéticos negativos están ocupados por un número igualmente infinito de electrones ¡con masa negativa! Si eso es verdad, ¿por qué no los vemos? Precisamente porque son tan numerosos que forman un continuo perfecto. Los electrones se encuentran allí en el “vacío”, en una distribución completamente regular y uniforme. Un continuo perfecto es imposible de detectar. No lo podemos señalar y decir: “Ahí está”. En realidad está en todas partes y no está “más” presente en una región que en otra. Cuando lo atravesamos, su densidad no se acumula frente a nosotros, dejando un “hueco” a nuestro paso, como sucede cuando un automóvil a través del aire o un pez en el agua. Por lo tanto, no hay resistencia alguna al movimiento… A estas alturas de la conferencia, el señor Tompkins sintió que su cerebro flaqueaba. ¡Un vacío, la vacuidad total porque el entorno está lleno de algo! Te rodea por todas partes y está dentro de ti, ¡pero no lo percibes! Entonces empezó a soñar despierto: qué sentirá un pez que pasa toda su vida en el agua. Sintió la suave y tibia brisa del mar; era un día ideal para una zambullida en las apacibles olas azules y decidió hacerle compañía al pez en su mundo acuático. Aunque era buen nadador, en esta ocasión sintió que se hundía más y más bajo la superficie. Sin embargo, por extraño que parezca no notó la falta de aire y se sintió muy cómodo. Pensó que eso se debía al efecto de alguna mutación recesiva especial. Recordó que, según los paleontólogos, la vida se originó en el océano y el primer pez que se aventuró a incursionar en tierra firme fue similar a lo que se conoce como un pez dipneo. Ese pionero saltó a la playa y caminó sobre sus aletas. Según los biólogos, aquellos peces dipneos aventureros evolucionaron poco a poco hasta convertirse en animales terrestres, como ratones, gatos y seres humanos. Pero algunos de ellos, como las ballenas y los delfines, después de enfrentar todas las dificultades de la vida en tierra firme, decidieron regresar al mar. Sin embargo, pese a que están de nuevo en el agua, conservaron las cualidades adquiridas durante su lucha por sobrevivir en tierra firme y siguieron siendo mamíferos. Por eso las hembras llevan su descendencia dentro del cuerpo, en lugar de poner huevos para que los machos los fertilicen más tarde. 172

Mientras nadaba perezosamente, entretenido con esos pensamientos, llegó a un lugar donde estaba una pareja extraña formada por un hombre increíblemente parecido a Paul Dirac (el señor Tompkins lo reconoció porque el profesor, en una de sus conferencias, había presentado una diapositiva con la foto de ese científico) y por un delfín. Ambos estaban enfrascados en una conversación. Esto no le causó asombro al señor Tompkins, pues recordó que los delfines son muy inteligentes. —Escucha esto, Paul —decía el delfín—, tú afirmas que no estamos en un vacío, sino en un medio material formado por partículas con masa negativa. Por lo que a mí respecta, el agua no es distinta de un espacio vacío: es totalmente uniforme y puedo moverme en ella con plena libertad en cualquier dirección. En nuestra comunidad de delfines existe una leyenda que ha sido transmitida desde nuestros más antiguos antepasados, según la cual la vida en tierra firme es muy diferente. Allá hay montañas y barrancas que no es posible cruzar sin esfuerzo. En cambio aquí, en el agua, nos podemos mover en cualquier dirección sin dificultad.

—Tienes razón, amigo mío —respondió Dirac—. Sin embargo, el agua ejerce fricción sobre toda la superficie de tu cuerpo y eso te ayuda a tener la “sensación” de que estás dentro de ella. Puedes acumular diferencias de presión dentro del agua según la forma en que mueves las aletas y la cola. Esto te ayuda a nadar, a desplazarte. En cambio, si el agua no tuviera 173

fricción y si no hubiera gradientes de presión porque el agua fuera perfectamente uniforme en todas partes, entonces estarías tan indefenso en ella como un astronauta cuando se agota el combustible de su cohete. —Mi “agua”, que está formada de electrones con masa negativa, es muy distinta. Carece por completo de fricción y es uniforme en todos sus puntos, por lo cual no es posible observarla. Otra diferencia es que no se le puede agregar ni un solo electrón. Esto se debe al principio de exclusión de Pauli (que, como recuerdas, prohíbe que más de dos electrones con espines opuestos ocupen el mismo estado cuántico). En mi “agua”, todos los niveles cuánticos posibles ya están ocupados. Por eso cualquier electrón adicional tendrá que quedarse sobre la superficie de ese océano. Esto, a su vez, significa que debe tener una masa positiva normal y que se comporta como un electrón ordinario. —Pero —insistió el delfín—, si tu océano no es observable a causa de su continuidad y por la falta de fricción, ¿qué objeto tiene hablar de él? —Bueno —respondió Dirac—, supongamos que una fuerza externa sacara a uno de los electrones con masa negativa y lo llevara desde el fondo del mar hasta la superficie. En ese caso, el número de electrones observables aumentaría en uno. Y además de eso, también sería observable el hueco que quedaría en el lugar del océano de donde hubiera sido desalojado el electrón. —Sería algo similar a una de las burbujas que tenemos aquí —sugirió el delfín—. Como esa que está allá —prosiguió, señalando una burbuja que acababa de salir perezosamente de las profundidades y ascendía hacia la superficie. —Exactamente —asintió Dirac—. En mi mundo no sólo veríamos el electrón que fue llevado hacia un estado energético positivo, sino también veríamos el agujero que quedó en el vacío. Un agujero indica la ausencia de algo que antes estaba ahí. Por ejemplo, como el electrón original tenía una carga eléctrica negativa, la ausencia de dicha carga en una distribución uniforme se percibirá como la presencia de una cantidad igual de carga positiva. La ausencia de su masa negativa se percibirá también como una masa positiva, es decir, una masa de la misma magnitud que la del electrón original, pero positiva. En otras palabras, el agujero se comportará como una partícula sensata perfectamente normal. Su comportamiento será igual que el de un electrón, salvo que tendrá carga positiva en lugar de la carga negativa usual. Eso es lo que llamamos un positrón. En realidad, de lo único que tenemos que cuidarnos es de la producción de pares, es decir, la aparición simultánea de un electrón y un positrón en el mismo punto del espacio. —Es una teoría muy ingeniosa —comentó el delfín—, pero, ¿es verdadera? —La siguiente transparencia, por favor. La conocida y autoritaria voz del profesor interrumpió las ensoñaciones del señor Tompkins: —Como les decía, el continuo sólo podría ser detectado si fuera posible introducir en él alguna perturbación, pues así ya no sería un continuo perfecto. Si se le hiciera un agujero, entonces podríamos decir: “El continuo está en todas partes, excepto aquí”. Y eso fue precisamente, damas y caballeros, lo que Dirac sugirió: que se haga un agujero en el espacio 174

vacío. ¡En esta fotografía se muestra cómo se logra hacerlo! “La foto fue captada en una cámara de burbujas. Tal vez sea conveniente explicar que la cámara de burbujas es un detector de partículas semejante a la cámara de niebla de Wilson, pero ‘vuelta al revés’. Fue inventada por el físico estadunidense Donald Glaser, quien ganó con ella el premio Nobel en 1960. Según lo narra él mismo, un día estaba sentado en un bar mirando pensativo las burbujas que se elevaban dentro de una botella de cerveza. De pronto se le ocurrió que si Wilson había logrado estudiar gotas de un líquido dentro de un gas, ¿por qué no podría él estudiar burbujas de gas dentro de un líquido? En lugar de expandir un gas para crear un vapor sobresaturado que tiende a condensarse, ¿por qué no liberar la presión de un líquido para que quede sobrecalentado y tienda a hervir? En eso consiste la cámara de burbujas: marca con un rastro de burbujas las huellas de partículas subatómicas cargadas. ”En esta diapositiva vemos el proceso de producción de dos parejas electrón-positrón. Una partícula cargada entra por la parte inferior de la fotografía. La interacción se produce en el punto donde apreciamos esa desviación. A partir de esa interacción surge no sólo la partícula cargada que dejó el rastro que se desvía a la derecha, sino también una partícula neutra que probablemente se transforma en dos rayos gamma de alta energía. No es posible ver esa segunda partícula ni tampoco los rayos gamma que produce, porque son eléctricamente neutros y no dejan ningún rastro de burbujas. Pero luego cada uno de los rayos gamma da lugar a un par electrón-positrón; ésa es la configuración de rastros en forma de V que aparecen en la parte superior de la foto. Observen que las dos “V” apuntan nuevamente hacia la región donde se produjo la interacción original. ”Observen que todos los rastros describen sistemáticamente una curva hacia uno u otro lado. Esto se debe a la presencia de un poderoso campo magnético que opera sobre toda el área de la cámara, dirigido a lo largo de nuestra línea de visión. Esto hace que, en la fotografía, las partículas en movimiento con carga negativa describan una curva en el sentido de las manecillas del reloj, y las partículas con carga positiva describan curvas en sentido contrario. Habiendo dicho eso, ustedes podrán distinguir cuál es el positrón y cuál es el electrón en cada par. Por cierto que la razón por la cual algunas trayectorias son más curvas que otras es que el grado de curvatura depende del momento de la partícula: cuanto más pequeño es el momento, mayor es la curvatura. Como pueden ustedes comprobar ahora, la foto de la cámara de burbujas está llena de pistas sobre lo que ha sucedido dentro de ella. ”Ahora que ya vieron la forma de hacer agujeros en un vacío, sin duda se preguntarán qué pasa después con ellos…” 175

En realidad, no era eso lo que el señor Tompkins se estaba preguntando. Sus pensamientos ya lo habían llevado otra vez a la época en que él mismo era un electrón. Recordó con un escalofrío cuando tuvo que esquivar al positrón depredador. Pero el profesor continuó: —El positrón se sigue comportando como una partícula normal… hasta que se encuentra con un electrón ordinario con carga negativa. Entonces el electrón cae de inmediato en el agujero y lo llena. El continuo se restablece y tanto el electrón como el agujero desaparecen; a esto lo llamamos la aniquilación mutua de un electrón positivo y otro negativo. La energía liberada en la caída se emite en forma de fotones. ”Una observación general que deseo hacer es que hoy me he referido a los electrones negativos como el efecto de un desbordamiento del océano de Dirac y a los positrones como agujeros en el mismo. Sin embargo, podemos invertir ese punto de vista y considerar a los electrones ordinarios como los agujeros y asignar a los positrones el papel de las partículas expulsadas. Los dos panoramas son totalmente equivalentes, ya sea desde el punto de vista de la física o de las matemáticas. ”Por otra parte, los electrones no son los únicos que tienen una antipartícula (para usar el término con el que designamos al positrón). En el caso del protón, existe un antiprotón. Tal como ustedes suponen, éste tiene exactamente la misma masa que el protón, pero su carga eléctrica es la opuesta; en otras palabras, los antiprotones tienen carga negativa. El antiprotón puede ser considerado como un agujero en un tipo de continuo diferente que, en este caso, consiste en un número infinito de protones con masa negativa. En realidad todas las partículas tienen antipartículas. ¡La verdad es que el vacío contiene un montón de cosas! ”Una pregunta que tal vez ya se les ha ocurrido es por qué en el mundo que conocemos predomina en forma tan notable la materia y no la antimateria. Esta pregunta en verdad interesante es muy difícil de responder. De hecho, como los átomos constituidos por electrones positivos en torno de núcleos negativos tendrían exactamente las mismas propiedades ópticas que los átomos ordinarios, no es posible determinar mediante una observación espectroscópica si las estrellas distantes están constituidas por nuestro tipo de materia o por la del tipo opuesto. Por lo que sabemos, es muy posible que el material que forma la gran nebulosa de Andrómeda, por ejemplo, sea de esa índole estrafalaria. La única forma de averiguarlo sería apoderarnos de un trozo de ese material para ver si es aniquilado o no cuando está en contacto con materiales terrestres. (¡Por supuesto, eso produciría una terrible explosión!) ”En realidad no es necesario que emprendamos esa misión tan peligrosa. Es muy común observar choques entre galaxias. Si una estuviera formada por materia y la otra por antimateria, la cantidad de energía liberada cuando los electrones de una de las galaxias aniquilaran a los positrones de la otra sería en verdad espectacular. Las observaciones no muestran indicios de que eso esté ocurriendo. Por eso parece bastante seguro suponer que casi toda la materia del universo pertenece al mismo tipo. No es cierto que la mitad de las galaxias sean de materia y la otra mitad de antimateria. ”A últimas fechas se ha sugerido que cuando el universo empezó a existir pudo haber igual número de uno y otro tipo de materia. Sin embargo, más tarde, durante el desarrollo de la Gran 176

Explosión, las interacciones tendieron a favorecer a un tipo de materia sobre el otro. Ese comportamiento ulterior fue lo que dio lugar al desequilibrio actual. No obstante, por el momento, esto es sólo una especulación provisional.”

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XV. UNA VISITA AL “COLISIONADOR DE ÁTOMOS”

EL SEÑOR Tompkins apenas podía contener su entusiasmo. El profesor reunió a un grupo de estudiantes para visitar uno de los laboratorios de física de alta energía más famosos del mundo. ¡Estaban a punto de ver un colisionador de átomos! En las semanas anteriores, a cada uno se le entregó un folleto, y el señor Tompkins lo leyó con gran atención de principio a fin. En realidad, no entendió gran cosa. Su mente era un embrollo: en ella saltaban ideas sobre quarks, gluones extraños y transformación de energía en materia, junto a grandiosas teorías de unificación que lo explicaban todo… Aunque no para él. A su llegada al Centro de Visitantes, fueron instalados en una sala de espera. No tuvieron que aguardar mucho para que su guía fuera a su encuentro, muy animada. Una muchacha de ojos brillantes y mirada sincera, de unos 25 años de edad, les dio la bienvenida y se presentó como la doctora Hanson, miembro de uno de los equipos de investigación. —Antes de ir al acelerador, me gustaría decir unas cuantas palabras sobre lo que hacemos aquí. Un hombre levantó tímidamente la mano. —¿Sí? —preguntó la doctora Hanson—. ¿Quiere preguntar algo? —Dijo usted “acelerador”. ¿Y qué hay del colisionador de átomos? ¿Acaso no lo vamos a ver también? La guía hizo una leve mueca. —De eso es de lo que les iba a hablar. La máquina, el acelerador, es lo que los periódicos llaman un “colisionador o destructor de átomos”. Pero nosotros no le damos ese nombre porque resulta confuso. Después de todo, si lo único que quisiéramos fuera destrozar un átomo, bastaría con arrancarle algunos electrones. Eso es fácil. Incluso triturar el núcleo del átomo es relativamente fácil; por lo menos si se compara con lo que hacemos aquí. Por eso decimos que es un “acelerador de partículas”… ¿Alguna otra pregunta? No teman preguntar — dijo recorriendo con la vista al grupo. Al ver que no había respuesta, continuó.

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—Muy bien. Nuestro objetivo general es tratar de entender los fragmentos más diminutos de la materia y lo que los mantiene unidos. Como ustedes seguramente saben, la materia está formada por moléculas, las moléculas por átomos, y el átomo se compone de un núcleo y electrones. Se cree que los electrones son elementales; en otras palabras, que no están formados por otros componentes más fundamentales. Sin embargo, no sucede así con el núcleo, el cual está hecho de protones y neutrones. Supongo que todo esto les resulta conocido, ¿verdad? Todos asintieron con la cabeza. —Entonces es bastante obvio cuál será la siguiente pregunta… —¿De qué están hechos los protones y los neutrones? —preguntó una señora. —Exactamente. ¿Y cómo sugieren ustedes que lo averigüemos? —¿Desarmándolos? —se atrevió a proponer la misma señora. —Sí, así es. Ése parece ser el camino correcto. Primero investigamos la estructura de las moléculas, luego la de los átomos y a continuación la de los núcleos, lanzando proyectiles contra ellos para fragmentarlos. Eso es lo que nosotros tratamos de hacer: aceleramos partículas, ya sea protones o electrones, para que adquirieran una gran energía, y los hicimos chocar contra protones. De esa manera esperamos dividir al protón en sus partes constitutivas. 180

“¿Y qué pasó? —continuó la doctora—. ¿El protón se rompe? No. Por mucha energía que tenga el proyectil, el protón nunca se divide. Lo que sucede es otra cosa bastante notable: la colisión provoca la creación de nuevas partículas, es decir, de partículas que al principio no estaban presentes. “Por ejemplo, del choque de dos protones es posible que surjan dos protones y también una partícula adicional que se llama pión o partícula π. Tiene una masa 273.3 veces mayor que la masa del electrón, es decir, de 273.3 me. Esto lo escribimos así…” La doctora Hanson se acercó a un rotafolio y escribió:

Un anciano levantó de inmediato la mano. —Pero eso desde luego no está permitido —dijo, frunciendo el ceño—. Hace muchos años estudié física en la escuela y lo único que recuerdo es que la materia no se crea ni se destruye. —Lamento tener que decirle que lo único que aprendió en la escuela está equivocado —le dijo la doctora Hanson, provocando una oleada de risas. “Bueno, no está del todo equivocado, supongo —añadió ella misma con premura—. No podemos crear materia a partir de la nada. Eso sigue siendo cierto. Pero nosotros creamos materia a partir de la energía. Ésa es una posibilidad permitida por la famosa ecuación de Einstein,

Esta expresión ya la habían visto anteriormente, ¿verdad?” Los estudiantes intercambiaron miradas de absoluto desconcierto. —Estoy seguro de que es algo de lo cual todos hemos oído hablar —dijo al fin el señor Tompkins—. Pero no estoy seguro de que hayamos hablado de ella todavía en nuestras conferencias. —Bien, baste decir que eso es consecuencia de la teoría de la relatividad de Einstein — continuó la doctora Hanson—. Según Einstein, es imposible acelerar una partícula más allá de la velocidad de la luz. Una forma de entender esto consiste en pensar que la masa se incrementa. A medida que la partícula adquiere más velocidad, su masa aumenta y eso hace que sea más difícil seguir incrementando la aceleración. —Eso sí nos lo dijeron —dijo el señor Tompkins, esperanzado. —¡Ah, qué bien! —repuso ella—. Bueno, en ese caso, todos ustedes podrán comprender que una partícula acelerada no sólo se vuelve más masiva sino también más energética. En efecto, la ecuación E = mc 2 significa que la energía, E, tiene una masa, m, asociada a ella (c es la velocidad de la luz y se incluye en la ecuación para que podamos escribir la masa en las mismas unidades que la energía). De esta manera, a medida que la partícula acelera y absorbe 181

más energía, tiene que acumular también toda la masa que corresponde a esa energía. Por eso parece que se vuelve más pesada. La masa adicional se debe a la energía extra que va adquiriendo. —Pero todavía no comprendo —insistió el anciano—. Usted dice que la masa adicional proviene de la energía agregada. Sin embargo, la partícula ya tenía masa cuando estaba inmóvil, es decir, cuando no le habían agregado energía. —¡Buena observación! Lo que debemos recordar es que la energía se presenta en diferentes formas: energía calórica, energía cinética o de movimiento, energía electromagnética, energía potencial gravitacional, etc. El hecho de que una partícula estacionaria tenga masa demuestra que la materia misma es una forma de energía: energía “inmovilizada” o “congelada”. La masa de una partícula estacionaria es la masa de su energía inmovilizada. “Ahora bien, lo que pasa en la colisión de la partícula es que parte de la energía cinética inicial del proyectil se transforma en energía inmovilizada, es decir, en la energía inmovilizada del nuevo pión. Seguimos teniendo exactamente la misma cantidad de energía — y de masa— después de la colisión que antes de ella, pero ahora una parte de la energía se presenta en forma diferente. ¿De acuerdo?” Todos asintieron con la cabeza. —Bien. Así fue como creamos un pión. Repetimos el mismo experimento muchas veces y examinamos una enorme cantidad de colisiones. El resultado fue que no pudimos crear nuevas partículas de ninguna otra masa: de 273.3 me sí, pero nunca de 274 me o 275 me, por ejemplo. Obtuvimos partículas más pesadas, pero sólo pudieron producirse dentro de ciertas masas permitidas. Por ejemplo, hay una partícula K con masa 966 me, lo cual equivale a cerca de la mitad de la masa de un protón. También hay partículas más pesadas que el protón, como la partícula Λ (lambda) con 2 183 me. El hecho es que ahora conocemos más de 200 partículas con sus respectivas antipartículas. Suponemos que su número es ilimitado. Lo que se puede conseguir en cada caso depende de cuánta energía esté disponible en la colisión. Cuanto más energía disponible haya, tanto más pesadas serán las partículas que podamos producir. “Muy bien. Después de haber creado las nuevas partículas les damos un vistazo: examinamos sus propiedades. Esto no significa que hayamos perdido interés en nuestra pregunta inicial: ¿de qué está hecho un protón? ¡Desde luego que no! Pero resulta que la clave para entender la estructura del protón reside en el estudio de esas nuevas partículas, no en el intento de romper el protón para observar sus partes constitutivas. En realidad todas esas nuevas partículas son primas hermanas del protón. Como ustedes saben, a veces es posible averiguar mucho acerca de una persona estudiando sus antecedentes familiares. Lo mismo es aplicable aquí: podemos aprender sobre la estructura de nuestro amigo el protón, y también del neutrón echando un vistazo a sus parientes. ”¿Y qué encontramos? Bueno, como habrán supuesto, las nuevas partículas se caracterizan por las propiedades habituales: masa, momento, energía, momento angular del espín y carga eléctrica. Sin embargo, además de ésas, tienen nuevas propiedades que el protón y el neutrón no poseen. A esas propiedades les han asignado nombres como ‘extrañeza’ y ‘encanto’. Pero les advierto que no deben dejarse engañar por el carácter caprichoso de esos nombres, porque 182

cada propiedad tiene una definición científica rigurosa.” Alguien del grupo levantó la mano: —¿Qué quiere usted decir con “nuevas propiedades”? ¿De qué clase de propiedades habla? ¿Cómo las reconocen? —Buena pregunta —aprobó la doctora Hanson e hizo una pausa momentánea—. Sí, trataré de plantearlo de esta manera. Tomaré como punto de partida una propiedad ya conocida. Echemos un vistazo a la siguiente reacción, en la cual se produce un pión sin carga, es decir, una partícula pi cero:

“En este caso, el superíndice se refiere a la carga eléctrica de la partícula. De ordinario no nos molestamos en escribir un + como superíndice de la p porque todo el mundo sabe que un protón tiene una unidad de carga positiva. Sin embargo, por razones que les aclararé después, he deseado explicarlo. Ahora verán otras dos reacciones, una que produce una partícula pi menos y la otra una pi cero:

donde el símbolo n0 se refiere a un neutrón. Estas tres reacciones se presentan en la realidad, pero la siguiente no:

”Ahora bien, ¿por qué creen ustedes que sucede así? ¿Por qué son posibles las tres primeras reacciones, pero la cuarta nunca se presenta?” —¿Tiene eso algo que ver con que las cargas eléctricas están mal? —preguntó uno de los estudiantes más jóvenes—. En la cuarta reacción tenemos dos cargas positivas a la izquierda y dos positivas y una negativa a la derecha. No están equilibradas. —Exactamente. La carga eléctrica es una propiedad de la materia y tiene que conservarse. La carga neta antes de la reacción debe ser igual a la carga neta después de ella… y en la cuarta reacción eso no se cumple. De acuerdo, eso está muy claro. Pero ahora veamos esta otra reacción. En ella intervienen dos de las nuevas partículas: lambda cero y ka más:

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“Ésa es una reacción que sí ocurre y ha sido observada. Compárenla con la siguiente, una reacción que nunca se presenta:

”Si desean producir esa combinación de partículas resultantes, tendrán que comenzar de otra manera:

”Pero si comenzamos con esa combinación inicial, encontraremos que lo siguiente no pasará:

”Ésa es la realidad a pesar de que, desde el punto de vista energético, debería ser más sencillo producir (Λ0 + K0) que (Λ0 + K0 + n0). Entonces, la pregunta acertada es: ¿a qué se debe que las reacciones (vi) y (viii) no puedan producirse?” Ella estudió los rostros de los estudiantes. —¿Creen que ahora la respuesta tenga algo que ver con la conservación de la carga eléctrica? Todos lo negaron con la cabeza. —En efecto, eso no puede ser —asistió ella—. Las cargas eléctricas están equilibradas. ¿Entonces…? ¿Alguien propone una idea? Todos estaban desconcertados. —Bueno. En ese momento propusimos la idea de que existía una nueva propiedad y decidimos llamarla número bariónico. Ese nombre proviene de una palabra griega que significa “pesado”. La nueva propiedad la designamos con la letra B. Hemos asignado los siguientes valores a las partículas:

“A las partículas del primer grupo las llamamos ‘bariones’ y a las del segundo ‘mesones’, término que corresponde a una palabra griega que significa ‘medio’. (Tal vez deba mencionar que existen también otras partículas, como los electrones, que son ligeras y reciben el nombre de ‘leptones’.) ”Muy bien. Ya hemos asignado los valores B y ahora propondremos que B se conserve: la 184

suma total de los números bariónicos antes y después de la colisión debe ser la misma. Teniendo presente esta condición, les ruego que observen de nuevo esas reacciones. Comprueben cómo las reacciones que ocurren en la realidad son las que conservan B, mientras que las que no pueden ocurrir son las que no conservan B.” Después de un minuto o dos de concentrarse en el cálculo mental de sumas y restas, los estudiantes empezaron a asentir y a expresar que estaban de acuerdo. —Estupendo. La falta de conservación de B es la causa de que esas reacciones sean rechazadas. El hecho de que dichas reacciones no puedan ocurrir en realidad nos revela la existencia de una nueva propiedad, B. Por añadidura, hemos aprendido algo acerca de dicha propiedad, es decir, que también debe conservarse en las colisiones, tal como sucede con la carga eléctrica, la energía, el momento, etcétera. Era claro que los estudiantes estaban felices con esa explicación. Todos, excepto el señor Tompkins, que se quedó sentado, cruzado de brazos y con una mirada escéptica. La doctora Hanson lo notó. —¿Hay algún problema? —preguntó ella—. ¿Tiene alguna pregunta que hacer? —No precisamente una pregunta —respondió él—. Más bien un comentario. La verdad es que no estoy convencido de eso. De hecho, si no le molesta que lo diga, creo que todo esto es un poco tramposo. —¿Tramposo? —preguntó ella, algo confundida—. No creo… perdón, ¿qué ha dicho usted? —Me refiero a los valores de los números bariónicos de esas partículas. ¿De dónde los sacaron? Me parece que los escogieron justamente para obtener los resultados que querían. Los dispusieron a fin de que el equilibrio de esos valores se lograra en las reacciones factibles, pero no en las otras. Los compañeros estudiantes del señor Tompkins lo miraron con sorpresa. ¿Cómo se atrevía…? Pero la tensión pronto se disipó, porque la doctora Hanson empezó a reír de buena gana. —¡Muy bien! —dijo ella—. ¡Perfectamente bien! Así fue como calculamos los números bariónicos que debíamos asignar. Observamos las reacciones que se producían, las que no eran posibles, y entonces hicimos las asignaciones para que todo concordara. “Pero hay algo más que eso. Si no fuera así, habría sido una pérdida de tiempo. La cuestión es ésta: después de usar unas cuantas reacciones para averiguar cuáles debían ser las asignaciones para las partículas, empezamos a hacer predicciones sobre otras reacciones que pueden y que no pueden suceder; hicimos cientos y cientos de predicciones acertadas.” El señor Tompkins no parecía aún muy convencido. —Permítanme expresarlo así —añadió ella—. Un día, un equipo de investigación anuncia un gran descubrimiento:han encontrado una nueva partícula con carga negativa. La llaman X–. La encontraron en la reacción

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“¿Cuál es su B?” Después de hacer unas operaciones apresuradas, los estudiantes empezaron a murmurar: —¿Menos 1? —Correcto. El B total a la izquierda es +2, mientras que a la derecha tenemos dos protones y un neutrón, con lo cual B = +3. Así, para equilibrar los dos lados, X– necesita tener B = –1. Muy bien. Hemos “utilizado” esa reacción para averiguar cuál es el valor de B. Ésa es la parte “tramposa” —dijo ella, mirando significativamente en dirección del señor Tompkins —. Ahora los investigadores pueden declarar que la partícula X–, inmediatamente después de ser producida, dio lugar a la siguiente reacción:

“¿Están de acuerdo con eso?” Los estudiantes asintieron con la cabeza sin reflexionar. Pero luego, después de una breve conversación en voz baja, unos cuantos empezaron a negar con la cabeza en plan de sondeo. —¿Qué pasa? —les preguntó la doctora Hanson—. ¿No creen que esto sea correcto? La discusión continuó. Entonces uno de ellos explicó que si el B de la partícula X– fuera en realidad –1, como se dijo anteriormente, entonces los valores totales de B antes y después de esta nueva reacción no estarían equilibrados. Esto significa que esa reacción no podría haber sucedido. —¡Muy bien, perfectamente! ¡Sólo estaba bromeando! Lo que X– provocó en realidad fue esto:

“Esta reacción sí está equilibrada, como ustedes podrán comprobar. Por lo tanto, esto significa que la idea del número bariónico ha sido aplicada para hacer una predicción, la cual fue que la reacción (x) no puede ocurrir. Ése es el poder de la idea del número bariónico. —Y dirigiéndose hacia el señor Tompkins—: ¿Ahora está de acuerdo?” Él sonrió y asintió con la cabeza. —En realidad —continuó ella—, la X– es un antiprotón y generalmente se representa como p. El antiprotón tiene la misma masa que el protón, pero su carga eléctrica y su B son opuestos a los de aquél. La reacción (xi) es una de las formas típicas en las que un protón y un antiprotón se aniquilan mutuamente. “Muy bien. Ahora que estamos captando la idea, ensayemos con la siguiente reacción que nunca se produce:

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”Si revisamos los totales de carga eléctrica y número B en ambos lados, veremos que todo resulta bien. Sin embargo, como dije, esta reacción nunca se produce. ¿A qué creen ustedes que se deba esa imposibilidad?”

—¿Interviene en eso alguna otra propiedad? —sugirió Maud. —Sí, en efecto. Una propiedad a la cual llamamos extrañeza y cuyo símbolo es s. La K+ tiene los valores s = +1; p+, n0, π–, π0; y π+ tiene s = 0; mientras que Λ0 y K– tienen s = –1. “Observen que la materia normal (protones y neutrones) no tiene extrañeza. Así pues, para crear una partícula que tenga extrañeza, es necesario producir más de una de ellas en cada ocasión: una partícula con s = +1 y la otra con s = –1 [como en las reacciones (v) y (vii)]. De esa manera, sus s combinadas suman el cero original. Cuando los primeros ejemplos de esas nuevas partículas fueron encontrados —antes que supiéramos de la s y su conservación—, el hecho de que siempre se produjeran asociadas entre sí se consideró raro o extraño; por eso se les dio el nombre de ‘extrañas’. De hecho, si no me equivoco, creo que en el folleto que tienen ustedes aparece la foto de un hecho de producción asociada. Tal vez sea conveniente que la examinen. En fin, desde el descubrimiento de la extrañeza (strange), también han sido identificadas otras propiedades: encanto (charm), cima (top) y fondo (bottom). ”De esta manera, encontramos que cada una de las partículas que participan en esas colisiones posee un conjunto característico de etiquetas. Por ejemplo, el protón tiene carga 187

eléctrica, Q = +1, B = +1, s = 0, y el valor de su encanto, cima y fondo es cero. ”Pero, sin duda, pensarán ustedes que todo eso está muy bien, pero ¿qué tiene que ver con nuestro interés por averiguar cuál es la estructura del protón y del neutrón? Después de todo, ya dije con anterioridad que podríamos saber de qué están hechos los protones si examináramos a sus parientes cercanos, es decir, esas nuevas partículas. En esta etapa es en la que emprenderemos una labor de tipo detectivesco. La idea básica es que recolectemos partículas que tengan ciertas propiedades en común: el mismo B, el mismo espín, etc. A continuación, los ordenamos de acuerdo con los valores que posean para otras dos propiedades. Se trata de s, de la cual acabamos de hablar, y de una más llamada espín isotópico, que se simboliza como Iz . Este nombre proviene de la palabra ‘isótopo’, que significa ‘con la misma forma’. Esto obedece al hecho de que ciertas partículas se asemejan tanto entre sí (pues tienen las mismas interacciones fuertes y sus masas son casi idénticas) que la gente tiende a pensar que se trata de distintas manifestaciones de la misma partícula. Por ejemplo, el protón y el neutrón han sido considerados como dos formas de la misma partícula, el nucleón. En una de sus formas, el nucleón tiene carga eléctrica, Q = +1, en la otra Q = 0. En términos de espín isotópico, sus valores son Iz = +1/2 e Iz = – 1/2, respectivamente. (La palabra ‘espín’ forma parte del nombre de esa propiedad porque ésta tiene un comportamiento matemático similar al del espín común.) ”Una de las formas en que podemos definir Iz es por la relación Iz = Q – , donde Q es la carga eléctrica de la partícula y es la carga media del multiplete al cual pertenezca la partícula. Así, por ejemplo, si Q es +1 para el p y 0 para el n, entonces la carga media para el doblete del nucleón es = 1/2(1 + 0) = 1/2. Eso, a su vez, significa que Iz para el p es Iz = 1 – 1/2 = +1/2, y para el n, Iz = 0 – 1/2 = – 1/2. ”Ahora mismo, como he dicho, tomamos partículas que tienen ciertas propiedades en común y las mostramos de acuerdo con sus valores individuales de s y de Iz . Consideremos éstas, por ejemplo…” La doctora Hanson dibujó un conjunto de partículas. —Éste es uno de los patrones que obtenemos. Un agrupamiento de ocho bariones, cada uno de los cuales tiene B = +1 y espín 1/2. Observen la forma hexagonal con dos partículas en medio. Como pueden ver, contiene al neutrón y al protón. Presentados en esta forma, empezamos a reconocer que son sólo dos miembros de una familia de ocho.

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“Ahora observen esto…” Dibujó un segundo patrón. —Ésta es la familia de mesones con B = 0, espín = 0 que contiene a los piones. Tiene exactamente el mismo patrón hexagonal general que el anterior, pues consiste de nuevo en un octeto, pero en esta ocasión hay una partícula singlete adicional en el centro.

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“De acuerdo. ¿Qué conclusión podemos sacar de esto? ¿Sólo por coincidencia se obtiene el mismo patrón repetido? No. Este patrón tiene una significación especial para los matemáticos: proviene de una rama de las matemáticas conocida como ‘teoría de grupos’, un tipo de matemáticas que hasta hace poco tenía pocas aplicaciones en física, más allá de la descripción de la simetría de los cristales. A esto lo llamamos una ‘representación de SU (3)’. ‘SU’ significa unitaria especial y describe la naturaleza de la simetría. El ‘3’ se refiere a la simetría por partida triple. (Observen que obtenemos el mismo patrón cuando los hacemos girar 120°, 240° y 360°.) ”Además de haber obtenido este patrón hexagonal de octetos, la misma teoría SU(3) nos induce a esperar otros patrones con simetría triple. El más sencillo es el singlete. Con los mesones tenemos también el octeto. En seguida hallamos un decuplete que forma un patrón triangular…” En ese momento, la doctora Hanson fue interrumpida por alguien que llamaba a la puerta. Abrió y le entregaron una nota. —¡Válgame! Nuestro minibús ha llegado. Ahora tendremos que terminar en forma intempestiva esta miniconferencia. Lo siento, pero estoy segura de que en sus conferencias tocarán todo este tema de las representaciones SU(3) más adelante. El viaje hasta su destino fue muy largo. Al descender del minibús, caminaron hacia una construcción de apariencia muy modesta. —¿Allí está el acelerador? —preguntó al señor Tompkins a la doctora, sintiéndose un poco decepcionado. Ella rió y lo negó con la cabeza. —No, no. Es allá abajo. 190

La guía señalaba hacia el suelo: —Está como a 100 metros por debajo de la superficie. Ahora verán cómo llegamos hasta allá. Una vez adentro del edificio, bajaron en el ascensor. A su salida, en las profundidades, vieron que habían llegado a la entrada del túnel del acelerador. —Antes de entrar acostumbro hacer una pequeña demostración en este punto. Tal vez no se den cuenta, pero ustedes tienen un acelerador de partículas en su propia casa. Ahí tenemos también uno, por ejemplo —dijo la guía, señalando un monitor tipo CRT de TV de vigilancia que estaba a la entrada—. En un cinescopio de televisión, los electrones son expulsados de un filamento a elevada temperatura y un campo eléctrico los acelera para que choquen contra la pantalla que está al frente. El campo es producido por una caída de voltaje que suele ser de 20 000 voltios. Decimos que los electrones tienen una energía de 20 000 electrón voltios (eV). En realidad, el eV es la unidad básica de energía que usamos aquí. Bien, no precisamente el eV, porque es una unidad demasiado pequeña. Es más conveniente manejar unidades de un millón de eV (llamadas MeV o 109 eV), que simbolizamos con GeV. Les puede servir de referencia saber que la cantidad de energía almacenada en un protón es de 938 MeV, o sea casi 1 GeV. Tal vez debo también mencionar que normalmente nos referimos a las masas de las partículas en términos de sus equivalentes energéticos, y no en función de sus masas electrónicas. Por lo tanto, la masa del protón es de 938 MeV/c 2. “El acelerador de partículas que vamos a ver acelera también electrones, pero a energías mucho más altas que en este monitor, es decir, a energías suficientes para crear las partículas de las que les he hablado. De hecho, para eso necesitamos alcanzar energías de decenas o cientos de GeV. Esto, a su vez, requiere el equivalente de una caída de voltaje de ¡1011 voltios! Sin embargo, no hay forma de generar y sostener semejantes voltajes. Piensen tan sólo en los problemas de aislamiento que tal cosa plantea. Dentro de un minuto les mostraré cómo logramos sortear esa dificultad. Mientras tanto, vamos a echar un vistazo a esto…” La doctora Hanson sacó algo del bolsillo y lo movió frente a la pantalla del monitor de TV. La imagen sufrió de inmediato una fuerte distorsión. —Es un imán —explicó—. Los campos magnéticos pueden servirnos para empujar los haces de partículas. Ésa es otra idea que vamos a utilizar. Por cierto —se apresuró a agregar —, no intenten (repito, no intenten) hacer el experimento del imán con su televisor en casa. Si el receptor es de color, lo estropearán: al final tendrán un registro permanente de lo que los imanes pueden hacer con los haces de electrones. Esto sólo podrán hacerlo con seguridad si se trata de un televisor en blanco y negro como éste. Muy bien. Avancemos.

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Caminaron por un pasadizo que al final se abrió en un túnel cuyas dimensiones eran, poco más o menos, las de los túneles del tren subterráneo. Frente a la salida del pasadizo había un largo tubo de metal. Tendría entre 10 y 20 centímetros de sección transversal y recorría toda la longitud del túnel. Refiriéndose a esa estructura, la doctora Hanson explicó: —Éste es el tubo por el cual pasan las partículas. Como éstas tienen un largo camino que recorrer y no deben chocar con obstáculos, el tubo tiene que estar vacío. De hecho, el grado 192

de vacío que existe dentro de él es mayor del que se encuentra en muchas regiones del espacio exterior. Esto que ven aquí —dijo, señalando una caja enrollada en el tubo— es una cavidad de radiofrecuencias hueca hecha de cobre. Genera el campo eléctrico que se encarga de acelerar las partículas cuando pasan a través de ella. Sin embargo, no tiene una potencia excesiva: es como el campo de aceleración del monitor de televisión que vimos allá. Entonces, ¿cómo hacemos para alcanzar las colosales energías que necesitamos? “Bien, miren con atención el túnel hasta el extremo final. ¿Notan algo peculiar en cuanto a la forma del túnel?” Todos miraron a lo lejos. Luego un hombre joven dijo: —Es curvo, aunque sólo ligeramente. Al principio pensé que era recto, pero no lo es. —En efecto. El túnel y el tubo del acelerador son curvos; de hecho son circulares. Todo el conjunto tiene la forma de una rosquilla hueca. La circunferencia de esta máquina, y de otras como ella, se mide en decenas de kilómetros. Lo que estamos mirando aquí es sólo un pequeño segmento del círculo completo. Los electrones son obligados a transitar por esta pista de carreras circular. Eso significa que al completar el circuito regresan al punto de partida y están listas para pasar de nuevo por las mismas cavidades de radiofrecuencia. Cada vez que pasan por ellas reciben un empujón adicional. En ninguna etapa necesitamos una gran caída de voltaje. Más bien, les damos una serie de empujones (impulsos pequeños) utilizando las mismas cavidades una y otra vez. ¿No les parece un sistema ingenioso? Hubo un murmullo de asentimiento. —Pero esto plantea otro problema. Tenemos que desviar las trayectorias de las partículas para que formen un círculo. ¿Cómo sugieren ustedes que se haga? —Bueno, de acuerdo con lo que hizo usted con la pantalla de televisión, supongo que lo logran por medio de imanes —aventuró el señor Tompkins. —Exactamente. Aquí está uno de ellos —dijo la doctora Hanson, acercándose a un enorme bloque de hierro que rodeaba también al tubo—. Se trata de un electroimán cuyos polos están uno encima del tubo y otro debajo. Esto produce un campo magnético vertical para desviar la trayectoria de las partículas en el plano horizontal. Vean a lo largo del túnel y notarán que hay muchos de ellos, todos iguales, y que rodean al anillo para producir la trayectoria circular requerida. “Otro problema es que la cantidad de desviación que un imán puede producir en la trayectoria de una partícula cargada depende del momento de ésta, es decir, de su masa por su velocidad. Sin embargo, como las partículas están en un proceso de aceleración, su momento aumenta constantemente. Eso significa que cada vez es más difícil desviar sus trayectorias para mantenerlos en la ruta adecuada alrededor del anillo. Lo que hacemos entonces es esto: a medida que las partículas acrecientan su momento, la corriente eléctrica que alimenta a los electroimanes se incrementa sin cesar. Esto, a su vez, intensifica el campo magnético entre sus dos polos. Si el incremento del campo magnético se sincroniza para que coincida con el aumento de momento de las partículas, entonces éstas se mantienen exactamente en la misma trayectoria durante todo su periodo de aceleración.” —¡Ajá! —exclamó el caballero de más edad—. Tal vez por eso lo han llamado “sincrotrón”. Siempre me había preguntado por qué. —Sí, así es. Esto se parece un poco al lanzamiento de martillo en los juegos olímpicos: 193

hay que tomar vuelo con la bola, haciéndola describir un círculo y sujetándola cada vez más fuerte a medida que aumenta su velocidad. —Entonces supongo que esas partículas son liberadas también en cierto momento, ¿o no? ¿Al final las dejan escapar y salen por algún sitio? —En realidad no es así —respondió la doctora Hanson—. Eso es lo que acostumbrábamos hacer. Activábamos un imán o un campo eléctrico impulsor para expulsar las partículas del acelerador en cuanto alcanzaban la máxima energía. Entonces golpeaban objetivos de cobre o tungsteno, donde se producían las nuevas partículas, y éstas eran después seleccionadas y separadas por más campos magnéticos y eléctricos. Al final eran conducidos hacia detectores como las cámaras de burbujas. “La dificultad con los blancos fijos como ésos era que, en términos de la energía útil obtenida, no eran muy eficientes. Comprenderán que, en una colisión, no sólo se debe conservar la energía, sino también el momento o ímpetu. Un proyectil procedente de un acelerador tiene momento, y éste debe ser transmitido a las partículas que salen de la colisión. Sin embargo, las partículas finales no podrían tener momento si no tuvieran también energía cinética. Efectivamente, una parte de la energía del proyectil tiene que permanecer retenida, como reserva, para poder después transmitirla a las partículas finales como la energía cinética que deberá presentarse junto con el momento necesario. ”Lo bueno de esta máquina es que en ella hay dos haces que avanzan en direcciones opuestas. Cuando los choques son de frente, el momento transmitido por una partícula se equilibra con el momento igual y opuesto que transmite la partícula que venía en dirección contraria. Así, toda la energía transmitida por los dos haces queda disponible para la producción de partículas. Esto tiene cierta semejanza con un choque de frente entre automóviles, el cual es mucho más devastador que una colisión en la que uno de los vehículos está estacionado y los dos rebotan después del choque.” —Entonces, ¿hay aquí en realidad dos aceleradores, uno para cada haz? —preguntó Maud. —No, no necesariamente. Una partícula con carga eléctrica negativa es desviada por un mismo campo magnético en sentido contrario del de una partícula cargada positivamente. Así pues, lo que hacemos es enviar las partículas positivas en un sentido y las negativas en otro para que giren, aprovechando los mismos imanes de desviación y las mismas cavidades de aceleración. Por supuesto, para que permanezcan en la misma trayectoria es preciso que siempre tengan el mismo momento. Para lograrlo, es necesario que los dos conjuntos de partículas tengan la misma masa y también la misma velocidad. Por eso introducimos aquí electrones y positrones, para que giren en direcciones contrarias. Otra combinación posible sería de protones y antiprotones. “El caso es que las partículas son aceleradas mientras giran en direcciones opuestas, hasta que alcanzan la máxima energía. Entonces se les reúne en puntos seleccionados a lo largo del anillo para que choquen de frente. En esos puntos de intersección es donde hemos instalado nuestros dispositivos de detección.” —Esta cuestión de los choques de frente parece la forma obvia de hacer las cosas, por las razones que usted ya explicó. Entonces, ¿por qué razón en otros tiempos se tomaban la molestia de usar blancos fijos? —preguntó el anciano. —La dificultad con estos haces en colisión es obtener un haz de positrones o de 194

antiprotones lo bastante intenso —explicó la guía—. Los concentramos en paquetes apretados que tienen el grosor de un lápiz, pero aun así, cuando los haces se reúnen, la mayoría de las partículas pasan por el punto de intersección sin encontrarse con ninguna partícula del otro haz. Es necesario aplicar técnicas sumamente avanzadas para concentrar las partículas a fin de obtener un número de colisiones que valga la pena. Esto se logra por medio de imanes de enfoque como éste que vemos aquí —agregó, señalando otro tipo de imán—. Éste tiene dos pares de polos en lugar del par único habitual. —Lo que no entiendo es por qué tiene que ser tan grande la máquina —preguntó una mujer. —Bueno, debe usted tener presente que estos imanes sólo pueden producir un campo máximo limitado. A medida que la energía de las partículas aumenta, es cada vez más difícil mantenerlas en su debido curso, por lo cual se requiere un número creciente de imanes para cerrar el círculo. Como usted ve, cada imán tiene ciertas dimensiones físicas, unos seis metros. Si consideramos el número de imanes que es necesario colocar alrededor del círculo (cerca de 4 000), para no mencionar los imanes de enfoque y las cavidades de aceleración, con eso queda establecido el tamaño del círculo. Cuanto más alta sea la energía final de las partículas, tanto más grande tendrá que ser el círculo. —¿En este momento hay algunas partículas girando ahí adentro? —preguntó un miembro del grupo. —¡Oh, no, de ninguna manera! —exclamó la doctora Hanson—. Cuando la máquina está funcionando nadie puede entrar a este lugar donde está el túnel del acelerador: el nivel de radiación es entonces demasiado alto. No. Ahora estamos en uno de los periodos en los que el acelerador se apaga para darle mantenimiento. Por eso programamos para hoy la visita de ustedes. Luego de echar un vistazo a su reloj, continuó: —Muy bien, pongámonos en marcha. Síganme, por favor, y los llevaré a uno de los lugares donde se producen las colisiones entre los haces. Ahí tendremos oportunidad de examinar uno de los detectores. Después de caminar una distancia muy considerable junto a lo que parecía ser una serie interminable de imanes, llegaron por fin a una sección donde el túnel se abría hasta convertirse en una amplia caverna subterránea. En el centro, dominaba la escena un objeto tan grande como una casa de dos pisos. —Aquí está el detector —explicó la doctora Hanson—. ¿Qué les parece eso? Todos quedaron sumamente impresionados. —No se separen del grupo —se apresuró a decir la guía a una pareja que parecía dispuesta a mirar más de cerca la estructura—. No debemos estorbar la labor de los físicos y los técnicos. Ellos trabajan con un horario muy riguroso. Todo el mantenimiento debe llevarse a cabo en este breve periodo de inactividad. A continuación, explicó cómo fue colocado el detector alrededor del tubo en uno de los puntos de intersección de los haces. Su propósito era detectar las partículas que salieran de las colisiones. En realidad, no había un detector, sino muchos, cada uno con sus propias características y un trabajo específico que realizar. Por ejemplo, había plásticos transparentes que centelleaban cada vez que una partícula cargada pasaba a través de ellos. Eran materiales que emitían un tipo especial de luz (llamada radiación de Cerenkov) cada vez que pasaba por 195

ellos una partícula a una velocidad mayor que la de la luz en ese mismo medio. —Pero yo tenía entendido que, según la teoría de la relatividad, nada puede moverse a mayor velocidad que la luz, pues ésta es el límite máximo de velocidad —comentó una mujer, interrumpiendo la exposición.

—Sí, eso es cierto, pero sólo si pensamos en la velocidad de la luz en el vacío —explicó la doctora Hanson—. Cuando la luz pasa por un medio como el agua, el vidrio o el plástico, reduce su velocidad. A esto se debe el fenómeno de la refracción (los cambios de dirección), ese principio en el cual se basan los anteojos que usted usa. Nada impide que una partícula pase por ese medio más rápidamente que la luz. Cuando eso sucede, emite una especie de onda de choque electromagnética semejante al estruendo sónico que provoca un avión cuando supera la velocidad del sonido. A continuación, ella explicó que algunos detectores consisten en cámaras de gas que contienen miles de delgados alambres electrificados. Cuando una partícula cargada pasa a través de esas cámaras, arranca electrones de los átomos del gas (es decir, los ioniza). Esos electrones emigran hacia los alambres y en ellos se puede registrar su llegada. De esta manera 196

es posible reconstruir la trayectoria de la partícula a partir del conocimiento de los alambres que han sido afectados por ella a su paso. Si a esto se sobrepone un campo magnético, es posible medir el momento de las partículas en función de la curvatura producida por dicho campo en la trayectoria de cada una de ellas. También se han empleado calorímetros. Su nombre se basa en los calorímetros que se utilizan a menudo en los cursos de ciencias de las escuelas para realizar experimentos a fin de medir la energía del calor. Los calorímetros que usamos aquí miden la energía de partículas individuales, o bien, la energía total de haces apretados de partículas. Una vez que se conoce la energía de una partícula y también el momento calculado a partir de la curvatura magnética de su trayectoria, es posible identificar la masa de la partícula que proviene de la interacción primaria. Por último, en la parte exterior de los calorímetros hay cámaras que actúan como detectores de muones. El muón es una partícula que, como el electrón, no es afectada por la interacción nuclear fuerte. Sin embargo, a diferencia del electrón, no pierde energía con facilidad mediante la emisión de radiación electromagnética (por cuanto es unas 200 veces más pesado que el electrón). Por eso puede abrirse paso a través de la mayoría de los obstáculos sin mucha dificultad. Y ésa es justamente la propiedad que se usa para detectarlo. El detector externo de muones está relleno de material denso, y si algo logra atravesarlo ¡tiene que ser un muón! Todos esos distintos tipos de detectores están dispuestos como las capas de una cebolla cilíndrica que envuelve el segmento del tubo del acelerador donde las interacciones tienen lugar. Es necesario armarlos como un gigantesco rompecabezas de tres dimensiones. En conjunto, la estructura pesa 2 000 toneladas. —Pero todo eso sucede solamente cuando el sincrotrón está encendido, ¿verdad? — preguntó el señor Tompkins. —Por supuesto. —Si nadie puede bajar acá cuando está encendido, ¿cómo saben los científicos lo que sucede ahí adentro? —¡Qué buena observación! —comentó la doctora Hanson—. ¿Ven todo aquello? —dijo, señalando hacia una enmarañada red de cables que salían del detector. Al señor Tompkins le pareció que era como una fábrica de espagueti medio destruida por una bomba. —Ellos reciben las señales electrónicas de cada uno de los detectores y las transmiten a la computadora. Esta última procesa toda la información y reconstruye las trayectorias de las partículas. Entonces éstas pueden ser presentadas para que los físicos las examinen en la sala de control remoto. Ahí pueden ustedes ver el tipo de imágenes con las que trabajamos. La doctora Hanson señaló hacia una fotografía pegada a la pared con cinta adhesiva. —Vengan acá y échenle un vistazo. Luego los llevaré a ver la sala de control. Siguiendo a los demás, el señor Tompkins volvió a mirar por un momento el detector. Al hacerlo no se percató de que uno de los técnicos de mantenimiento había dejado un cable mal puesto sobre el piso. Tropezó con él, cayó y se golpeó la cabeza contra el piso de concreto… —¡Válgame Dios, Watson, éste no es el momento para descansar! ¡Levántese, hombre, y deme 197

la mano!

Un personaje vestido como Sherlock Holmes estaba de pie, mirándolo hacia abajo. El señor Tompkins se disponía a explicarle que no se llamaba Watson, cuando su atención fue desviada hacia el detector. ¡El artefacto lanzaba partículas en todas direcciones! Muy pronto, el piso se cubrió de ellas. —¡Vamos!, ayúdeme a recoger todas las que pueda. El señor Tompkins miró a su alrededor esperando localizar a la doctora Hanson y el resto del grupo. No vio a nadie. Supuso que todos se habían ido sin él a la sala de control. Le pareció extraño, pero pensó que tal vez regresarían a buscarlo en algún momento. Mientras tanto, pensó que lo mejor sería divertirse un poco con aquel loco.

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Recogió en sus brazos muchas partículas y las llevó hasta donde estaba el personaje disfrazado de Holmes, quien examinaba en silencio las pulcras distribuciones de partículas colocadas sobre el suelo. El señor Tompkins reconoció ahí las familiares formas hexagonales de las representaciones SU(3). —Bien, eso cubre las de espín 1/2. Ahora, veamos las partículas con espín 3/2, B = 1 — dijo Holmes extendiendo la mano. —¿De qué habla usted? —De las partículas con espín 3/2 y B = 1. ¡Vamos, mi estimado amigo, ya terminé de colocar las otras! El señor Tompkins estaba confundido. 199

—¿Cómo voy a saber…? —Mire las etiquetas —dijo el gran detective un tanto hastiado. Sólo en ese momento notó el señor Tompkins que cada partícula llevaba adherida una etiqueta muy pequeña con la lista de las propiedades de la partícula. Seleccionó entre ellas y entregó las que correspondían al espín 3/2 y B = 1. Holmes se inclinó y las colocó sobre el piso. Después de reordenarlas un poco, arrastró una silla y se sentó para estudiarlas. —Bueno, Watson —murmuró—. ¿Qué conclusión saca usted de esto? Quiero saber cómo interpreta esta situación. El señor Tompkins observó detenidamente la pauta que estaba frente a él. —Parece un triángulo —se atrevió a decir. —¿Eso es lo que usted opina, verdad? Como hombre de mentalidad científica precisa, ¿encuentra alguna falla en esa conclusión? —Bueno, parece que falta el vértice inferior. —¡Exactamente! Como bien se ha percatado usted, el triángulo está incompleto. Le falta una partícula. ¿Me pasa, por favor, la parte faltante? Sin dejar de examinar la pauta, Holmes volvió a extender la mano. El señor Tompkins buscó entre las partículas una vez más, pero en vano. —Lo siento, Holmes. Parece que no la encuentro. —Mhmmm. Sin embargo, estoy convencido de que la probabilidad favorece la existencia de otra partícula. Así pues, tomando como base nuestra hipótesis de trabajo, ¿qué conclusión saca usted acerca de las propiedades de la partícula que falta? El señor Tompkins pensó un momento: ¿tendrá espín 3/2 y B = 1? —Mi querido Watson, se ha lucido usted —dijo Holmes sarcásticamente y suspiró—. Por supuesto que debe tener esas propiedades. Si no fuera así, no pertenecería a esta familia, ¿verdad? ¡Piénselo bien! ¿Qué otra cosa puede decir acerca de ella? Usted conoce mis métodos. ¡Aplíquelos! El señor Tompkins no sabía qué pensar. Después de una pausa, reconoció: —Temo no tener ninguna pista. —¿De veras? —explotó Holmes—. Debería ser perfectamente obvio para un hombre de ciencia experto que la partícula faltante tiene carga negativa y no posee homólogos positivos o neutros, por lo cual es una partícula muy peculiar. Tiene s = –3 (lo cual es, por cierto, una magnitud de extrañeza sin precedente); y su masa es de 1 680 MeV/c 2, aproximadamente. —¡Qué bárbaro, Holmes, de verdad me asombra usted! —exclamó el señor Tompkins. En ese momento se percató de que, sin darse cuenta, ya había aceptado por completo el papel de Watson. —Como es la última partícula que falta para completar este patrón, la llamaré la “omega menos (Ω –)” —concluyó Holmes. —Pero no lo entiendo. ¿Cómo averiguó usted todo eso? El gran hombre sonrió: —Es muy placentero para mí ejercitar a expensas de usted las modestas facultades que poseo. En primer lugar, ¿cuántos huecos hay en el patrón? —Uno. —Exactamente. Existe, por lo tanto, una sola partícula faltante. Continuemos: ¿qué deduce 200

usted acerca de su extrañeza? —Bueno, el hueco en el patrón está al nivel de s = –3. —Exacto. ¿Y ahora ya es carga eléctrica? —No. Me temo que estoy atorado en ese dato. —Use sus poderes de observación, hombre. ¿Qué nota usted en la carga eléctrica de las partículas que están en el extremo izquierdo de cada hilera? —Todas son negativas. —Así es. Nuestra partícula Ω está en el extremo izquierdo de su hilera, por lo cual también debe ser negativa. —Pero —protestó el señor Tompkins— es la única partícula de esa hilera. Por lo tanto, lo mismo se puede decir que está en el extremo derecho que en el extremo izquierdo. —¿Y eso qué importa? Observe todos los miembros ubicados a la derecha de cada hilera. ¿Qué nota usted? El señor Tompkins los estudió un momento y a continuación dijo: —¡Ah, ya veo a qué se refiere! Cada hilera sucesiva pierde una unidad de carga: Q = +2, +1, 0, por lo cual la última deberá ser Q = –1, es decir, lo que teníamos antes. Pero también dijo usted algo sobre la masa de Ω. ¿Cómo pudo deducir ese dato? —Observe las masas de las demás partículas. —Sí. ¿Y qué? —preguntó el señor Tompkins totalmente desconcertado. —¡Use el cálculo mental! ¿Cuáles son las diferencias de masa entre las sucesivas hileras de partículas? —Este… entre la Δs y la Σ*s hay una diferencia de 152 MeV/c 2. Y entre la Σ*s y la Ξ*s… 149 MeV/c 2. Son casi iguales. —Lo cual me lleva a conjeturar que podría haber la misma diferencia entre el Ξ*s y Ω que estamos tratando de deducir. Nuestra red se cierra. Conociendo ya esas propiedades de la partícula, tal vez pueda usted tener la bondad de buscarla entre las demás. Diciendo eso, Holmes se reclinó en su sillón, unió las puntas de los dedos y cerró los ojos. Aun cuando el señor Tompkins se sentía irritado por la actitud de superioridad de Holmes, le intrigaba averiguar si había algo de verdad en sus deducciones. Por eso se incorporó, con desgano, y se encaminó a buscar entre la multitud de partículas que tapizaban el suelo alrededor del detector. Pero, sin darle tiempo de comenzar, multitud de electrones brotaron de algún sitio, y el señor Tompkins se encontró totalmente rodeado y atrapado en medio de ellos. —¡Todos a bordo! —gritó una voz de mando. Todos los electrones se lanzaron de inmediato hacia el acelerador arrastrando con ellos al señor Tompkins. Se apiñaron dentro del tubo en una aglomeración peor que la del metro en las horas pico. Todos se daban furiosos codazos empujando a los demás para ganar espacio. —Disculpe, pero ¿qué está pasando? —preguntó el señor Tompkins a un electrón vecino. —¿Qué está pasando? ¿Acaso eres un recién llegado o algo así? —Pues, en realidad, sí… —Entonces ¡bienvenido a los kamikazes! —le dijo el electrón en tono amenazador. —Perdón, pero yo no… 201

Sin embargo, ya no había tiempo para explicaciones. Un violento empellón los golpeó por detrás y todos cayeron al interior del tubo. Cuando el señor Tompkins creyó que se iba a estrellar contra la curvatura de la pared, se percató de una fuerza lateral continua que lo separaba de ella. “¡Ah! —pensó—, ése debe ser el efecto de los imanes desviadores.” Otro empujón por detrás. “Eso indica que seguramente hemos pasado por otra cavidad de aceleración”. Mientras se precipitaban entre empellones periódicos, él advirtió que la multitud de electrones tendía a dispersarse un poco. —Supongo que eso se debe a que todos tenemos una carga eléctrica negativa que nos hace repelernos mutuamente. De pronto, todos volvieron a concentrarse. Él supuso que debió ser porque pasaron por un imán de enfoque. El señor Tompkins vio con alarma que de repente salía de la oscuridad un enjambre de partículas volando hacia ellos desde la dirección contraria. Estuvieron a punto de chocar. —¡Auxilio! —gritó el señor Tompkins. Se volvió hacia su compañero y le dijo—: ¿Vio usted? Eso sí que fue peligroso. ¿Quiénes eran esos? —Eres nuevo aquí, ¿verdad? —fue la respuesta burlona—. ¡Son positrones! ¿Qué más podrían ser? La misma pauta de hechos se repitió: se produjo una serie de impulsos de aceleración, intercalados con episodios de enfoque, y los campos magnéticos desviadores se fueron intensificando incesantemente a medida que las partículas adquirían más energía. Y también, por supuesto, los enjambres de positrones siguieron pasando en su vuelo en sentido contrario en el circuito, a intervalos regulares. En verdad, las cosas empezaban a ponerse muy feas. Ahora cada vez que los positrones pasaban junto a ellos les gritaban insultos: —¡Ya lo verán, los vamos a atrapar a todos! —decían con sorna. —Sí, claro. ¿Ustedes y quiénes más? —respondían los electrones del grupo del señor Tompkins. Tanto los electrones como los positrones parecían poseídos por una creciente sensación de expectativa y excitación. Sin embargo, el señor Tompkins estaba dejando de preocuparse. Pero con cada vuelta en el acelerador sentía más y más náusea y mareo. Así fue hasta que, de pronto, una advertencia que murmuró su compañero atrajo su atención: —Muy bien. Prepárate con toda tu energía. Ya está. Te deseo buena suerte, porque vas a necesitarla. El señor Tompkins estaba a punto de preguntarle a qué se refería, pero no fue necesario: los positrones venían contra ellos. Pero ahora apuntaban directamente a los miembros del grupo. El señor Tompkins vio a su alrededor violentas colisiones entre electrones y positrones, cada una de las cuales producía chorros de nuevas partículas que se dispersaban en todas direcciones. En cuanto se creaban nuevas partículas en los choques, se dividían formando otras partículas. Al final todos los fragmentos pasaron a través de las paredes del tubo acelerador y se perdieron de vista. Se hizo el silencio. Todo terminó. Los positrones se habían ido, dejando sólo a los electrones. Mirando a su alrededor, al señor Tompkins le pareció que, a pesar de toda la 202

violencia que había ocurrido, la mayor parte de los electrones, como él mismo, estaban completamente ilesos. —¡Vaya! ¡Sí que tuvimos suerte! —dijo, con un suspiro de alivio—. Me alegra que todo haya pasado. Su compañero le dirigió una mirada de burla: —En verdad me asombras —comentó el electrón—. De veras no sabes nada en absoluto, ¿verdad? En ese momento ¡regresaron los positrones! Toda la terrorífica secuencia se desarrolló una segunda vez, luego una tercera, una cuarta, y así sucesivamente. Hubo periodos de quietud intercalados con otros de pánico. El señor Tompkins se percató poco a poco de que las colisiones siempre tenían lugar en los mismos puntos alrededor del anillo. —Esos deben ser los lugares donde están instalados los detectores —supuso. Durante uno de los encuentros entre los haces opuestos fue cuando ocurrió lo que más temía el señor Tompkins: ¡un impacto directo! De pronto, sin previo aviso, salió disparado. Fue enviado directamente a través de la pared del acelerador donde, tal como lo había sospechado, estaba el detector, esperándolo. Su conciencia de lo que ocurrió después no fue muy clara: una fuerte desviación hacia un lado, una lluvia de chispas, destellos de luz y una serie de choques, para estrellarse luego contra unas placas de metal y quedar, al final, inmóvil sobre una de ellas. Cómo consiguió separarse de la placa es algo que no logró recordar: estaba demasiado aturdido. Sin embargo, de alguna manera se separó y vio que estaba una vez más en el salón del experimento, en medio de una pila de otras partículas que también se habían filtrado, saliendo del detector. Estaba tendido allí, mirando al techo y tratando de ordenar sus ideas cuando una voz le preguntó tímidamente: —¿Me buscabas? Al principio no se percató de que la pregunta había sido dirigida a él. Pero cuando la pregunta seductora se repitió, él hizo un esfuerzo por sentarse. —¿De qué se trata? —inquirió, mirando en derredor. Descubrió que una de las partículas le había hablado, una partícula bastante excepcional y de apariencia sin duda exótica. —No lo creo —murmuró él. —¿Estás seguro? —insistió la partícula. —Totalmente. Se produjo una pausa incómoda. —¡Lástima!, me gustaría tener compañía… estoy sola. Podrías por lo menos mirar mis etiquetas —añadió ella, malhumorada. El señor Tompkins suspiró, pero accedió a la petición. Leyó: “Espín 3/2, B = 1, carga negativa, s = –3, masa 1 672 MeV/c 2”. —¿Bien? —dijo ella a la expectativa. —¿Y qué? —repuso él, tratando de imaginar cuál sería el propósito de su interlocutora. Pero de pronto se dio cuenta—. ¡Por Dios! Usted es… ¡usted es la partícula Ω –! A usted la estaba buscando. Lo olvidé por completo. ¡Qué barbaridad! ¡He encontrado la partícula Ω – que faltaba! 203

Recogió la partícula muy emocionado y corrió hacia Holmes para mostrarle su hallazgo. —¡Excelente! —exclamó Holmes—. Tal como lo supuse. Póngala en el lugar que le corresponde. El señor Tompkins la colocó en el piso para completar el decuplete triangular. Holmes encendió su pipa favorita de barro negro y se arrellanó en su sofá fumando, muy satisfecho. —Elemental, mi querido Watson —dijo—. Elemental. El señor Tompkins observó un momento las pautas que se extendían frente a él, los octetos hexagonales y el decuplete triangular, pero entonces se percató de la acritud del humo que producía el fuerte tabaco de Holmes. Estaban rodeados de humo. Le pareció muy desagradable y se alejó. Vagando sin rumbo, decidió hacer un recorrido alrededor del detector. Cuando llegó al lado opuesto, se sorprendió gratamente al ver a una figura conocida, reclinada sobre un banco de trabajo. ¡Era el tallador de madera! —¿Qué hace usted aquí? —preguntó. El tallador lo miró. Al reconocer al visitante, se dibujó en su rostro una sonrisa. —¡Pero si es usted! Me alegro de verlo otra vez. Se dieron la mano. —Sigue usted ocupado con la pintura, según veo —dijo el señor Tompkins. —Ah, pero he progresado desde la última vez que nos vimos —respondió el artesano—. Es un nuevo empleo. Ya no tengo que pintar protones y neutrones. En la actualidad se trata de quarks. —¿Quarks? —preguntó el señor Tompkins. —Así es. Son los componentes primordiales de la materia nuclear. Es el material del que están hechos los protones y neutrones. El anciano lo miró un momento y le pidió que se aproximara. —Escuché sin querer su conversación con el fanfarrón de la pipa —murmuró en tono de confianza—. “Elemental, mi querido Watson, elemental” —lo imitó en son de burla—. Acepte lo que le digo: él no tiene idea de lo que está hablando. ¡Elementales mis narices! Esas partículas de las que habla pueden ser cualquier cosa, menos elementales. Acepte mi palabra: los quarks lo son todo. —¿Qué es exactamente lo que hace usted aquí? —preguntó el señor Tompkins. —Estoy pintando los quarks —replicó el ebanista—. A medida que salen del acelerador nuevas partículas, yo pinto sus quarks. Tomando con una mano un pincel de fina punta y unos alicates con la otra, prosiguió: —Es un trabajo delicado. Los quarks son muy pequeños. Mire. Esto es un mesón. Vea los quarks que contiene: un quark y un antiquark. Sostengo el quark de esta manera —dijo, hurgando en el interior con los alicates y sujetando con firmeza el quark—. No es posible extraer los quarks: están adheridos con demasiada firmeza. Pero no importa. Los puedo pintar muy bien aunque aún estén adentro. Pinto al quark de rojo, como éste. Luego, con este otro pincel, pinto el antiquark de cian. —Son los mismos colores que usaba usted para el protón y el electrón —recordó el señor Tompkins. —Es verdad. Y como puede usted ver, la combinación hace que el aspecto general del 204

mesón sea blanco. Pero también empleo estas otras combinaciones de colores complementarios: azul con amarillo, y verde con magenta (o morado) —dijo, señalando otras botellas de pintura que tenía sobre el banco. Los bariones, como este protón, están hechos de una combinación de tres quarks. En el caso de los bariones, pinto cada quark con un color primario diferente: rojo, azul y verde. Ésa es la forma alternativa de producir el blanco. Para obtenerlo puede usted usar un color y su complementario, o bien, una mezcla de los tres colores primarios. Los pensamientos del señor Tompkins se remontaron a su primer encuentro con el monje. Imaginó que el padre Pauli habría dado su aprobación a los mesones, es decir, a la unión de los opuestos, ¡pero no estaba muy seguro de lo que habría dicho acerca de la combinación de tres entidades iguales! El tallador de madera prosiguió, en tono grave: —Le debo advertir que este trabajo es de vital importancia. La urdimbre misma del universo depende de lo que estoy haciendo aquí. Pintar protones y electrones sólo servía para que estuvieran bonitos y fuera más fácil distinguirlos en los diagramas de los libros de física popular. En cambio, en este caso el color tiene una función seria. Quiero decir, es algo que los propios físicos mencionan. Eso explica por qué los quarks se mantienen unidos entre sí y por qué no es posible separarlos. Para que una partícula se mantenga por sí misma, como las que están en esa caja, tiene que ser blanca, a semejanza de los protones y neutrones que acabo de pintar. Esas partículas ya están listas para ser enviadas. Por otra parte, los quarks individuales necesitan colores porque siempre deben estar unidos a otros que tengan los colores apropiados. Espero haberlo explicado claramente. El señor Tompkins sintió que algo de la información que había leído en el folleto podía encajar ahora en su sitio. Pero seguía siendo un misterio para él por qué las partículas tenían que ser precisamente blancas. Se acercó a la caja de nucleones y levantó la tapa. Quedó impresionado por su brillante blancura. De hecho, estaba bastante deslumbrado y tuvo que cubrirse los ojos… —Creo que por fin está volviendo en sí —era la voz de Maud—. ¡Retiren esa luz, por favor! Lo están cegando. Querido, querido, ¿estás bien? ¡Qué alivio! Nos tenías muy preocupados. ¡Qué golpazo te diste! ¿Cómo te sientes? —Fue el positrón —murmuró el señor Tompkins—. El positrón me golpeó. —¿Que un positrón lo golpeó? —preguntó alguien—. ¿Eso fue lo que dijo? —Tiene conmoción cerebral —dijo otra voz—. Ha sufrido una conmoción. Desvaría. Debemos llevarlo de inmediato a urgencias. Tendrá que quedarse quieto por un tiempo. Y hay que vendar esa herida que tiene en la frente.

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XVI. LA ÚLTIMA CONFERENCIA DEL PROFESOR

DAMAS y caballeros: Murray Gell-Mann y Yuval Ne’eman fueron quienes en 1962, independientemente uno del otro, reconocieron que es posible reunir las partículas en patrones por familias basadas en el grupo SU(3). Se encontró que no todos los patrones estaban completos, sino que había huecos. A este respecto, la situación guardó cierta semejanza con la que confrontó con anterioridad Mendeleiev cuando compiló su Tabla periódica de los elementos atómicos. También él encontró patrones recurrentes de comportamiento, siempre y cuando dejara huecos para otros elementos entonces todavía no descubiertos. Examinando las propiedades de los elementos adyacentes a los huecos, Mendeleiev logró predecir la existencia y el carácter de los elementos desconocidos. La historia se repitió cuando Gell-Mann y Ne’eman predijeron la existencia y las propiedades detalladas del Ω – a partir de la presencia de un hueco en un decuplete triangular. El notable descubrimiento del Ω – en 1963 sirvió para convencer a la comunidad científica de la validez del grupo de simetría SU(3). Al establecer las relaciones entre los elementos atómicos, la tabla de Mendeleiev sugirió una posible composición interna; era preciso considerar los elementos como diferentes variaciones de un mismo tema. Esta sugerencia habría de aplicarse más tarde a la teoría de la estructura atómica, lo cual llevó a concluir que todos los átomos están formados por un núcleo central rodeado de electrones. En 1964, Gell-Mann y George Zweig sugirieron que las semejanzas y los patrones por familias observados en las partículas eran también un reflejo de cierta estructura interna. Esta propuesta implicó la posibilidad de que las 200 o más partículas que hasta esa época habían sido consideradas como “elementales” fueran en realidad conjuntos integrados por otros componentes aún más fundamentales. Esos componentes habrían de recibir el nombre de quarks. En la actualidad creemos que los quarks son en verdad elementales. Se les considera como puntos, es decir, como entidades puntuales y se supone que no tienen una estructura interna integrada por otros componentes “subquarks”. Sin embargo, ¿quién sabe? Tal vez estemos equivocados… ¡una vez más! El esquema original se basó en que había tres tipos o sabores de quarks: los quarks arriba, abajo y extraño. Los dos primeros recibieron esos nombres porque la dirección de su isoespín es hacia “arriba” y hacia “abajo”. El quark extraño recibió ese nombre porque ostentaba una 207

propiedad entonces recién descubierta de la materia: la extrañeza. Cuando en la década de 1970 se reconoció que las partículas poseían otras dos propiedades (encanto y fondo) y cuando en la década de 1990 se descubrió una propiedad más (cima), fue necesario incluir otros tres sabores de quarks, justamente para los que mostraban esas propiedades adicionales. En el cuadro 1 se presentan las propiedades de los seis quarks. Además de esos seis quarks, hay seis antiquarks que tienen los valores opuestos a todas las cantidades que se muestran en el cuadro. Por ejemplo, el antiquark s del quark s tiene Q = +1/3, B = –1/3 y s = +1.

A partir de estos quarks y antiquarks es posible sintetizar todas las nuevas partículas que se producen en las colisiones de alta energía. Los bariones están constituidos por tres quarks (q,q,q). Así, por ejemplo, el protón es la combinación (u,u,d), el neutrón es (u,d,d) y el Λ0 es (u,d,s). Ustedes pueden comprobar en el cuadro que estas combinaciones proporcionan en realidad las propiedades de las partículas (el protón, por ejemplo, tiene B = +1 y Q = +1). Los antibariones están formados por tres antiquarks: ( , , ). De esto resultan un barión y un antibarión cuyas propiedades son exactamente las opuestas a las anteriores. ¿Qué podemos decir de los mesones, como el pión? Los mesones están constituidos por la combinación de un quark y un antiquark: (q, ). Así, por ejemplo, el π+ consiste en (u, ). 208

Podemos comprobar una vez más que esta combinación nos da las propiedades generales correctas de ese pión: B = 0 y Q = +1. Debo aclarar que no todas las partículas están formadas por quarks. Sólo los bariones y los mesones están construidos de esa manera. En realidad, a esas partículas las llamamos en forma colectiva hadrones, según una palabra que significa “fuerte”. Los hadrones perciben la interacción nuclear fuerte, pero no la perciben otros tipos de partículas, como el electrón, el muón y los neutrinos. Éstos son conocidos en forma colectiva como leptones. De hecho, los nombres “barión” y “mesón” pueden ser engañosos en ciertos casos. Se basan en la idea de que las partículas no son masivas. Sin embargo, ahora sabemos que existe un leptón, el tau, que es dos veces más pesado que el protón… ¡difícil sería decir que es una partícula “ligera”! Por eso es preferible describir a las partículas como hadrones (sujetos a la interacción fuerte) o leptones (no sujetos a la interacción nuclear fuerte). Hasta aquí hemos hablado de los quarks que están unidos para formar hadrones. ¿Qué podemos decir de los quarks libres? Deberían ser fáciles de reconocer porque tienen una carga eléctrica fraccionaria, ya sea de un tercio o dos tercios. No obstante, a pesar de los grandes esfuerzos realizados, no ha sido posible ver ninguno independiente. Incluso en las colisiones de más alta energía, los quarks nunca son expulsados en forma aislada. Esto requiere una explicación. Durante algún tiempo se creyó que los quarks no existían y que eran simples entidades matemáticas, es decir, ficciones útiles. Las partículas se comportaban como si estuvieran constituidos por quarks, pero un quark como entidad real no existía. Sin embargo, después vino una demostración concluyente de su realidad. Fue un ejemplo más de cómo la historia se repite. Recordarán que en 1911 lord Rutherford, para demostrar la existencia del núcleo, lanzó proyectiles (partículas alfa) contra átomos y observó que la desviación de algunos de sus proyectiles después del impacto era mayor. Esto indicaba que esas partículas habían golpeado un blanco pequeño y concentrado (el núcleo) dentro del átomo. En 1968 fue posible lanzar electrones de alta energía hacia el interior del protón. Entonces empezaron a acumularse pruebas de que, en ciertas ocasiones, los electrones sufrían grandes desviaciones laterales, lo cual indicaba que habían rebotado después de chocar con una carga eléctrica pequeña y concentrada que estaba en el interior del protón. Ésta fue la confirmación de la realidad de los quarks. De hecho, a partir de la frecuencia de las desviaciones de las partículas en grandes ángulos fue posible calcular que dentro del protón había tres quarks. Entonces, si en definitiva los quarks existen, ¿por qué nunca se manifiesta uno solo de ellos? También debemos abordar la pregunta de por qué sólo obtenemos combinaciones (q, ) y (q,q,q). ¿Por qué no hallamos otras, como (q, ,q) y (q,q,q,q)? Para averiguarlo volvamos a considerar la naturaleza de la fuerza que existe entre los quarks. Empecemos por recordar que la atracción entre el protón y el electrón del átomo de hidrógeno surge de la fuerza electrostática que opera entre las cargas eléctricas del protón y el electrón. En consecuencia, por analogía, tenemos que introducir un tipo adicional de “carga”. Entonces postulamos que los quarks tienen ese tipo de “carga” (además de la carga eléctrica) y que la interacción fuerte se produce por las interacciones que ocurren entre dichas “cargas”. Por razones que aclararemos más adelante, las llamamos cargas de color. 209

De la misma manera que las cargas eléctricas opuestas se atraen entre sí, también se atraen las cargas de color opuestas, sólo que con una acción mucho más fuerte. Nosotros postulamos que los quarks tienen una carga de color positiva y los antiquarks la tienen negativa. Esto explica la facilidad con la que se presenta la combinación del mesón (q, ). De nuevo por analogía con el caso electrostático, suponemos que las cargas del mismo color se repelen entre sí. Esto explica por qué no existe el (q, ,q). Así como cuando un segundo electrón se acerca a un átomo de hidrógeno no se puede unir a éste porque la atracción que el protón ejerce sobre él se compensa con la repulsión del otro electrón que ya estaba presente, tampoco un segundo quark puede adherirse a un mesón porque la repulsión del otro quark se lo impide. Bueno, se preguntarán ustedes, pero ¿cómo se explica la combinación (q,q,q)? Aquí debemos tomar nota de una diferencia entre la carga eléctrica y la carga de color. Mientras que sólo hay un tipo de carga eléctrica (que puede ser positiva o negativa), existen tres tipos de carga de color (cada una de las cuales puede ser positiva o negativa). Los podemos llamar rojo, verde y azul —o bien r, v y a— por razones que pronto les parecerán claras. (Sin embargo, me apresuro a destacar que esto nada tiene que ver con los colores ordinarios.) El hecho de que haya tres tipos de carga de color suscita esta pregunta: ¿qué tipo de interacción se produce entre los quarks que tienen cargas de color de distintos tipos, por ejemplo, un qr con carga roja y un qa con carga azul? La respuesta es que se atraen entre sí. Esta fuerza de atracción es tal que la combinación (qr ,qv ,qa), en la cual los tres quarks son de colores diferentes —y en consecuencia cada uno de ellos es atraído por los otros dos— tiene una cohesión especialmente fuerte y estable; esto explica la existencia de los bariones. ¿Por qué no obtenemos la combinación (q,q,q,q)? Porque sólo existen tres tipos de carga de color y, por lo tanto, el cuarto quark debe tener la misma carga de color que uno u otro de los tres quarks ya presentes en el barión. Esto hace que sea repelido por esa carga que es igual a la suya. El resultado es que esta fuerza de repulsión cancela exactamente la atracción que el cuarto quark recibe de los otros dos quarks cuyas cargas de color son diferentes. Por eso el quark no se adhiere. En este punto podemos empezar a entender por qué resulta atractivo el nombre carga de “color”. De la misma manera que los átomos en condiciones normales son eléctricamente neutros, decimos que las combinaciones permitidas de quarks tienen que ser neutras en términos de color, es decir, “blancas”. Hay dos maneras de mezclar colores para producir el blanco: uno de los colores se combina con su color complementario (o negativo) o los tres colores primarios se combinan, pues ésas son exactamente las reglas con las que se combinan las cargas de color a fin de producir las combinaciones neutras generales: el mesón y el barión. En síntesis, los quarks poseen una cantidad positiva de r, a o v, mientras que los antiquarks tienen una cantidad negativa o complementaria de , o . Las cargas iguales se repelen; así, por ejemplo, r repele a r, repele a . Las cargas opuestas se atraen, por lo cual r atrae a , etc. Por último, las cargas de distinto tipo se atraen entre sí. Una pregunta que todavía tenemos que plantearnos es la que se refiere a la ausencia de quarks aislados. Para responderla es preciso comprender más a fondo la naturaleza de la 210

fuerza de color y, de hecho, de las fuerzas en general. En el ámbito de la física cuántica, según la cual las interacciones se producen de manera discreta y no continua, consideramos que el mecanismo por el cual una fuerza —cualquier fuerza— es transmitida de una partícula a otra, implica el intercambio de una tercera partícula intermediaria. Básicamente, podemos pensar que la partícula 1 emite a la intermediaria en dirección de la partícula 2, y en el proceso sufre un retroceso muy similar al de un rifle que produce un culatazo en dirección opuesta al movimiento de la bala. Cuando la partícula dos recibe a la intermediaria, absorbe su momento, lo cual hace que se aparte de la partícula uno. El efecto general de este intercambio es que ambas partículas son obligadas a apartarse. El proceso se repite cuando la intermediaria es devuelta, lo cual hace que las partículas se aparten todavía más. El efecto neto es que las dos partículas se repelen entre sí, es decir, experimentan una fuerza de repulsión. ¿Qué podemos decir de las fuerzas de atracción? En esencia, interviene el mismo mecanismo, aunque supongo que en esta ocasión —si hemos de insistir en las analogías— debemos pensar en las partículas como algo similar a un bumerang y no a una bala. La partícula 1 emite a la intermediaria en una dirección que se aleja de la partícula 2, por lo cual experimenta un retroceso hacia esa partícula; la última recibe entonces a la intermediaria que viene en dirección opuesta, por lo cual también es empujada hacia su compañera. En el caso de la fuerza eléctrica entre dos cargas, la partícula intermediaria es el fotón. Las dos cargas son repelidas o atraídas a causa del repetido intercambio de fotones. Esto nos induce a preguntar si la fuerte interacción entre los quarks se presta también a alguna explicación en función del intercambio de algún tipo de partícula intermediaria. La respuesta es sí: los quarks se mantienen unidos en el hadrón en virtud del intercambio de unas partículas llamadas gluones. (Como sabemos, glue significa pegamento, así que no creo necesario explicar el origen de esa palabra.) Hay ocho tipos diferentes de gluones. Se presentan porque, en el proceso de intercambio de un gluón, los quarks conservan su carga eléctrica fraccional y su número bariónico fraccional, pero pueden intercambiar su carga de color. Cuando un gluón es emitido por el primer quark, se lleva consigo la carga de color original de dicho quark. Sin embargo, el quark no puede quedarse sin color, de manera que al mismo tiempo que pierde su color original adquiere el color de un segundo quark. Cuando el gluón llega al segundo quark, cancela la carga de color original de ese quark y le transfiere la carga de color que absorbió del primer quark. El resultado neto es que los quarks han intercambiado sus cargas de color. Para que esas transformaciones ocurran, el gluón debe poseer tanto una carga de color como una carga de color complementaria. Por ejemplo, el gluón, Gra tendrá las cargas r y y puede participar en las siguientes transformaciones:

Con tres cargas de color y tres colores complementarios, existen 3 × 3 = 9 posibles combinaciones diferentes de un color y un color complementario. Éstos se dividen en un 211

octeto y un singulete. [Recuerden el octeto y el singulete que mencionamos cuando asignamos los mesones a las representaciones SU(3).] El estado más sencillo de los gluones correspondería a una mezcla de r , a y v . Por ser neutro en términos de color, no interactuaría con los quarks y, por esa razón, no lo consideramos. Así pues, sólo queda el octeto, es decir, ocho gluones en total. Los gluones, igual que los fotones, carecen de masa. Pero a diferencia de los fotones, que en sí mismos no tienen carga eléctrica, los gluones —como acabamos de señalar— tienen carga de color. Por lo tanto, no sólo interactúan con los quarks, sino también entre ellos mismos. Esto modifica drásticamente el carácter de la fuerza que transmiten. Mientras la fuerza eléctrica se hace más débil a medida que las cargas eléctricas se separan entre sí (una disminución inversamente proporcional al cuadrado de la distancia de esa separación), la fuerza de color tiene el mismo valor sin importar cuál pueda ser la separación (salvo cuando las cargas de color están muy cerca unas de otras, pues entonces la fuerza se vuelve casi inexistente, a semejanza de una banda elástica que pierde la tensión cuando sus extremos se aproximan demasiado). Así pues, cuando los quarks están muy cerca unos de otros, hay muy poca fuerza entre ellos. Pero cuando la separación aumenta, la fuerza alcanza un valor constante. Teniendo esto presente, volvamos a la pregunta de por qué no es posible encontrar un quark aislado. Supongan que tratamos de separar dos quarks. A causa de la fuerza constante que existe entre ellos, se requiere cada vez más energía para aumentar su separación. Al final se llega a un punto en que es necesario utilizar tanta energía para estirar más el enlace que une a los dos quarks, que se acumula lo suficiente para crear una pareja quark-antiquark. Y eso es lo que sucede: se rompe el enlace y se crea una pareja. El antiquark de la nueva pareja se une al quark expulsado para formar un mesón, mientras que el quark de la nueva pareja se queda en el hadrón para ocupar el sitio que dejó vacante el quark original. Esta situación es muy similar a lo que se da cuando tomamos un imán de barra y tratamos de aislar el polo norte y el polo sur. Al cortar el imán a la mitad se generan nuevos polos norte y sur y nos quedan dos imanes de barra, lo cual frustra nuestro objetivo de obtener un polo aislado. En la misma forma, el hecho de romper el enlace entre los quarks no da como resultado un quark aislado. Ya hemos dicho que el protón y el neutrón son neutros en cuestión de color. Y sin embargo existe entre ellos una fuerza de atracción. Esa fuerza es la que contrarresta la repulsión electrostática entre los protones positivamente cargados del núcleo, y es causa de que éste se mantenga unido. Para entender cómo funciona esta fuerte interacción entre los nucleones, recordemos de qué manera los átomos forman moléculas compuestas a pesar de que ellos mismos son eléctricamente neutros. Esto es lo que se conoce como fuerza de Van der Waal y surge a través de los electrones de cada átomo que se reordenan para ser parcialmente atraídos por el núcleo que pertenece al otro átomo. De este modo se genera una fuerza residual externa capaz de mantener unidos a los átomos. De la misma manera, los quarks pueden ajustarse dentro de un nucleón de tal forma que producen una fuerza externa capaz de atraer los componentes del nucleón vecino, lo cual ocurre a pesar de que cada uno de los nucleones carece de una carga de color neta. Así, vemos que la interacción fuerte que opera entre los nucleones puede considerarse como una “fuga” de la fuerza más fundamental de gluones que opera entre los quarks componentes. 212

Por lo tanto, la interacción fuerte, o sea, la fuerza de los gluones, ocupa su sitio como uno de los tipos de las distintas fuerzas que existen en la naturaleza. En virtud de que las fuerzas gravitacional, eléctrica y magnética son de largo alcance, dan lugar a efectos macroscópicos fácilmente observables, como las órbitas de los planetas y la emisión de las ondas de radio, para mencionar sólo dos ejemplos obvios. En cambio, la interacción fuerte es de corto alcance y actúa a distancias de apenas 10 –15 m, las cuales son del mismo orden de magnitud que las dimensiones del núcleo. El hecho de que esta fuerza sea de corto alcance es la razón por la cual su descubrimiento fue mucho más difícil. Ahora permítanme presentarles una fuerza más: la interacción débil. No es débil en el sentido de que su fuerza intrínseca sea menor que la de las fuerzas eléctrica y magnética; si parece débil es porque opera a distancias todavía más cortas que la interacción fuerte: a sólo 10 –17 m. Sin embargo, a pesar de su alcance tan restringido, tiene un papel importante que desempeñar. Por ejemplo, hay una cadena de reacciones nucleares mediante las cuales el hidrógeno, (H), puede convertirse en helio (He), con la consecuente liberación de energía. Esas reacciones ocurren en el Sol y son la fuente de su energía. Pues bien, la interacción débil es responsable de la primera de estas reacciones:

donde γ es un fotón de alta energía que se conoce como rayo gamma, 2H es un deuterón constituido por un protón y un neutrón, y νe es un neutrino. La interacción débil también es responsable de la desintegración del neutrón libre:

donde e es un antineutrino. Por cierto, es probable que ustedes se pregunten qué tiene que ver todo este asunto de las “fuerzas” con el hecho de que las partículas se transformen unas en otras. Tal vez deba yo explicar que siempre que las partículas se afectan unas a otras en cualquier forma, los físicos dicen que eso es resultado de una “fuerza” o “interacción”. Esto no sólo es aplicable a los cambios del movimiento (el contexto diario en que pensamos que las fuerzas operan), sino también a los cambios que se producen en la identidad de las partículas. Como dije antes, a diferencia de los hadrones, ni el electrón ni el neutrino perciben la interacción fuerte. Esto se debe a que no tienen carga de color. El neutrino ni siquiera percibe la fuerza eléctrica puesto que no posee carga eléctrica alguna. Sin embargo, el hecho de que 213

los neutrinos participen, en interacciones con otras partículas demuestra que seguramente estamos tratando con otro tipo de fuerza: la interacción débil. Decimos que e y el νe son “leptones del tipo electrón” porque tienen el número leptónico +1 tipo electrón. Cada una de esas partículas tiene su antipartícula, e+ y e , respectivamente, y estas últimas tienen un número leptónico –1 tipo electrón. Este número cuántico de leptón se conserva en las interacciones, del mismo modo que el número bariónico, B, se conserva en el caso de los hadrones, como ustedes pueden comprobar en las reacciones antes mencionadas. Como comparten el mismo número leptónico, no hay diferencia entre el e y el νe en lo que se refiere a la interacción débil. ¿Por qué hablamos de leptones tipo electrón? Porque hay otros tipos de leptones. Existen el muón, μ, y su neutrino tipo muón, νμ; y el tau, τ, con su neutrino tipo tau, ντ. Éstos tienen su respectivo tipo de número leptónico, el cual también debe conservarse en las reacciones. De esa manera hemos llegado a pensar que los leptones forman tres dobletes. Los quarks también se presentan en dobletes. Así, como antes dijimos, el protón y el neutrón forman un doblete que tiene el mismo espín (estados de la misma partícula, el nucleón, pero con diferente carga), los quarks u y d (de los cuales están compuestos el p y el n) forman un doblete. Lo mismo es aplicable a los demás quarks: s forma un doblete con c, y t se agrupa con b. De hecho, hay un enlace entre los dobletes isoespín de los quarks y los dobletes “isoespín débil” de los leptones. Se presentan juntos en tres generaciones, como se muestra en el cuadro XVI.2.

Igual que en la interacción fuerte, en la interacción débil siempre se conservan cantidades tales como la carga eléctrica, el número bariónico y el número leptónico. Sin embargo, a diferencia de la interacción fuerte, no siempre se tiene que conservar el sabor del quark. Así, 214

por ejemplo, la desintegración del neutrón (u,d,d) que lo convierte en un protón (u,u,d) se debe a que un quark d cambia su sabor y se convierte en el quark u, un poco más ligero (la energía excedente es emitida). Lo mismo es aplicable a los hadrones que poseen propiedades de cima, fondo, encanto y extrañeza. Poco después de su creación como resultado de una colisión de alta energía, su quark t, b, c, o s se transforma en un quark más ligero de sabor diferente. Por ejemplo, la desintegración de la partícula extraño, Λ° (s,u,d):

requiere que el quark s se convierta en un quark u. No es posible acumular reservas de las nuevas partículas porque en cuanto éstas son creadas rápidamente se vuelven a desintegrar hasta quedar reducidas a las partículas más ligeras. A eso se debe que la materia de la cual está constituido nuestro mundo incluya de manera casi exclusiva a los dos quarks más ligeros, el u y el d, junto con el electrón. Para saber más acerca de la interacción débil, tenemos que volver un poco sobre nuestros pasos. La primera vez que les hablé de las diversas fuerzas de la naturaleza, mencioné por separado las fuerzas eléctrica y magnética. En realidad así era como los concebía la gente al principio, como dos tipos distintos de fuerzas. Se requirió el genio de James Clerk Maxwell, quien trabajó en la década de 1860, para combinar todos los fenómenos eléctricos y magnéticos conocidos y percatarse de que todos podían ser explicados en términos de una misma fuerza: la fuerza electromagnética. Sin embargo, el proceso de unificar las fuerzas no terminó ahí. Steven Weinberg (1967) y Abdus Salam (1968), basados en un trabajo anterior de Sheldon Glashow, lograron elaborar una elegante teoría que explica la fuerza electromagnética y la interacción débil, diciendo que sólo son diferentes manifestaciones de una misma fuerza: la fuerza electrodébil. Para que esto fuera posible, la interacción débil, a semejanza de las otras fuerzas que hemos mencionado, seguramente funcionaba mediante el intercambio de partículas de algún tipo. La teoría predijo que en efecto intervenían tres partículas: W+, W– y Z°. Sin embargo, en aquella época aún no habían sido descubiertas dichas partículas. La teoría fue reivindicada triunfalmente en 1983 cuando fueron descubiertas esas partículas. Igual que otras partículas entonces recién descubiertas, aquéllas eran inestables y se desintegraban, por ejemplo, de las siguientes maneras:

Las desintegraciones del Z° resultaron ser de particular interés. Esta partícula no sólo puede desintegrarse en (νe + e ), sino también en (νμ + µ ), (ντ + τ ) o cualquier otro tipo de pareja neutrino/antineutrino que pudiera existir más allá de los tres tipos que conocemos en la actualidad. Cuanto más cauces de desintegración tenga abiertos, tanto más rápidamente se desintegrará el Z°. Así, la duración de la vida del Z° nos proporciona un medio razonable para 215

calcular cuántos tipos de combinaciones neutrino/antineutrino deben existir. La duración medida de esa vida indica que sólo hay tres tipos de neutrinos: los tres que ya hemos descubierto. De esto se deduce que sólo existen tres dobletes de leptones. Además, considerando que los dobletes de leptones se agrupan con los dobletes de quarks para formar generaciones, parece razonable inferir la probabilidad de que sólo existan tres dobletes de quarks; en otras palabras, que el número de sabores de los quarks está limitado a seis. Esto es importante. Una característica perturbadora de los quarks es que cada nuevo tipo de ellos que era descubierto resultaba ser más pesado que sus antecesores: u(5 MeV); d(10 MeV); s(180 MeV); c(1.6 GeV); b(4.5 GeV) y t(180 GeV). Los quarks pesados implican la existencia de hadrones también pesados que los contengan. Y cuanto más pesado es un hadrón tanto más difícil es producirlo. Esto ha despertado la preocupación de que quizá haya sabores que jamás lleguemos a conocer porque no contaremos con recursos físicos suficientes para producirlos. (¿Qué tan grande deberá ser el sincrotrón que podamos construir antes que todo el producto nacional bruto del planeta sea devorado por el presupuesto destinado a la física de alta energía?) Sin embargo, gracias al Z°, esto ya no es un problema porque ahora tenemos buenas razones para creer que los seis sabores que ya conocemos son los únicos que existen. Así pues, éste es el inventario de las partículas elementales: (i) Seis quarks y seis leptones; (ii) doce partículas intermedias constituidas por ocho gluones, el fotón, W ± y Z°. Así llegamos a lo que se conoce como el modelo estándar de la física de partículas: una teoría que resume todo lo que hemos dicho sobre los componentes de la naturaleza y las fuerzas que actúan entre ellos. Éste es un logro supremo. Todos los experimentos realizados hasta la fecha concuerdan con el modelo. ¿Qué podemos decir del futuro? Una línea de investigación importante se refiere a la unificación de las fuerzas. Así como las fuerzas eléctricas y magnéticas se unificaron y la fuerza electromagnética resultante se unió más tarde con la interacción débil, es posible que la fuerza electrodébil y la interacción fuerte sean reconocidas algún día como manifestaciones distintas de una misma interacción. Se ha descubierto que a medida que se avanza hacia energías cada vez más altas, la intensidad de las interacciones fuerte y débil se reduce, al tiempo que la fuerza electromagnética se intensifica; tal parece que convergen. Según la teoría más aceptada en la actualidad, todas esas fuerzas adquieren una intensidad comparable cuando el valor de la energía llega a 1015 GeV aproximadamente. Si esto resulta ser cierto, sabremos que efectivamente se trata de una sola gran fuerza unificada. (Disculpen que use términos tan rimbombantes, pero así es como se llama.) Un problema es que 1015 GeV es una energía que nunca podremos aspirar a producir en el laboratorio (el sincrotrón tendría que ser demasiado grande). En la actualidad, el límite de energía que podremos lograr es de 103 GeV. Sin embargo, no todo está perdido. Si bien esas condiciones de alta energía son inalcanzables, se espera que algunos efectos residuales se manifiesten a niveles de energía ordinarios. 216

Por ejemplo, un mecanismo teórico sugerido permitiría que el protón se desintegrara en un largo periodo, con la modalidad

Se hacen investigaciones, tratando de detectar esos signos de inestabilidad en el protón, pero ninguno ha sido descubierto hasta la fecha. A pesar de todo, se cree que la desintegración del protón es uno de los caminos por los que podríamos explorar ciertos aspectos de la gran unificación sin tener que reproducir condiciones de energía extremadamente altas. No obstante, debo aclarar que, si bien es cierto que no podemos igualar esas condiciones en el laboratorio, hubo una época en la que éstas se manifestaron. Me refiero al estado en que se encontraba el universo inmediatamente después del instante de la Gran Explosión. Entonces el universo era una densa mezcla de partículas fundamentales que se movían al azar y chocaban unas con otras. La temperatura era muy elevada, lo cual significa que las colisiones entre partículas se caracterizaban por niveles de energía excepcionalmente altos, ese tipo de energías de las que hemos estado hablando. De esta manera, hemos imaginado un estado temprano del universo (por “temprano” queremos decir que el tiempo transcurrido era de sólo 10 –32 s) en el cual la temperatura llegó a 1027 K y las energías de las partículas eran de 1015 GeV. En ese instante, la interacción fuerte, la interacción débil y la fuerza electromagnética tenían la misma intensidad. El universo se fue enfriando a medida que se expandía. Ahora había menos energía disponible para las colisiones, y la creación de las partículas más pesadas se volvió más difícil. Esto, a su vez, significó que las diversas fuerzas empezaron a adquirir sus características distintivas. A esto lo llamamos “la ruptura espontánea de la simetría”. Permítanme hacer una analogía. Cuando el agua se enfría más allá del punto de congelación, sufre un cambio de fase puesto que se forman cristales de hielo. A diferencia de la condición líquida, en la cual todas las direcciones son equivalentes, el cristal tiene ejes bien definidos. Esto significa que cuando el agua se cristaliza tiene que escoger ciertas direcciones en el espacio para construir esos ejes. No obstante, ninguna de esas direcciones es especial; la elección es totalmente arbitraria. Un segundo cristal que se forme en cualquier otro lugar dentro del agua adoptará casi con seguridad una orientación diferente. Así, aunque los ejes son una característica muy evidente del cristal, la dirección que adopten no tiene ninguna importancia. Sin embargo, esto oscurece el hecho de que, a nivel fundamental, todas las direcciones son equivalentes, es decir, existe una simetría rotacional completa. Decimos entonces que la simetría original del agua se ha roto en forma aleatoria o “espontánea”, por lo cual ahora permanece oculta. Lo mismo sucede con las fuerzas. Cuando se enfría la mezcla de partículas que interaccionan, sufre también una especie de “cambio de fase”. Las características tan diferentes de la interacción fuerte, la débil y la fuerza electrodébil se vuelven entonces evidentes. Éstas son las diferencias por las cuales dichas fuerzas parecen ser tan distintas en los bajos niveles de energía que caracterizan casi toda nuestra experiencia. Sin embargo, 217

como hemos dicho, esas diferencias no son profundas y no debemos permitir que nos impidan percibir la simetría fundamental que las fuerzas tienen en común: tal es la gran fuerza unificada. Por desgracia, veo que el tiempo se me agota, pero podría decirles muchas cosas más. Por ejemplo, no he abordado la pregunta de por qué tienen las partículas elementales las masas que poseen. Otro tema fascinante es el de los monopolos magnéticos. Como ustedes saben, no es posible crearlos partiendo a la mitad los imanes, pero eso no nos impide tratar de obtenerlos por algún otro medio. Paul Dirac fue el primero que sugirió esta posibilidad, pero ahora la gran teoría de la unificación la predice. En cuanto a las formas de ampliar el alcance del modelo estándar, una teoría que recibe el nombre de supersimetría nos parece prometedora. En ella se plantea la pregunta de si en verdad existe una diferencia tan clara como la que hemos presentado entre las partículas intermedias intercambiadas (como los gluones, los fotones, los W y los Z), por una parte, y las partículas que realizan dicho intercambio (quarks y leptones), por la otra. Por último debo mencionar las supercuerdas. Esto se basa en la idea de que las partículas fundamentales —quarks y leptones—, pese a su apariencia puntual, en realidad no son puntos sino “cuerdas” diminutas. Se supone que son increíblemente pequeñas —de no más de 1034 m de longitud—, pero es importante aclarar que no son simples puntos, cual habíamos supuesto. Como ustedes ven, con estos últimos temas nos hemos aventurado en el dominio de la especulación. Nadie puede decir si alguna de esas ideas, al cabo del tiempo, logrará ser aceptada y estará tan bien establecida como lo está hoy el modelo estándar. Sólo podemos esperar para ver qué sucede.

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XVII. EPÍLOGO

HABÍA sido un día caluroso y soleado, ideal para descansar en el jardín, pero el atardecer se acercaba. Bajo la luz mortecina, el señor Tompkins dejó al lado el libro que estaba leyendo. —¿Qué estás haciendo? ¿Puedo saberlo? —preguntó a Maud, quien estaba sentada a su lado, dibujando. —¿Cuántas veces he de decirte que no me gusta mostrarte mi trabajo hasta que esté terminado? —replicó Maud. —Forzarás tus ojos con esta luz —respondió él. Ella levantó la mirada. —Si tienes que saberlo, estoy buscando ideas para la escultura. —¿Cuál escultura? —Una para el laboratorio. —¿Cuál laboratorio? ¿De qué hablas? —El laboratorio que visitamos… —Maud hizo una pausa—. ¡Oh!, querido, se me olvidó decírtelo. Lo siento. Esto ocurrió cuando la enfermera te estaba vendando. Me puse a charlar con ese señor Richter, el jefe de Relaciones Públicas. Matando el tiempo, mientras tú regresabas. En broma, le dije que necesitaba una escultura para el patio, frente al Centro para Visitantes. Él me dijo que ya lo había pensado, a menudo. Me puse a hablarle de mi trabajo. Pareció muy interesado en la quema con soplete. Pensó que podía ser útil para dar una sensación de altas temperaturas, grandes energías, violentas colisiones… ese tipo de cosas. La escultura tendría que simbolizar el tipo de trabajo que se hace allí; no debería ser ninguna escultura antigua. —¿Me estás diciendo que recibiste una comisión? —preguntó el señor Tompkins, emocionado. —¡Santos cielos, no! —replicó Maud, sonriente—. Nada de eso. Tengo que hacer unos esbozos, proponer ideas y hacer un presupuesto. Ellos podrán recurrir a otras personas. Simplemente, veremos. Le sorprendió mi interés en la física. Pensó que podría ayudarme a conseguir algo apropiado. Y desde luego, sabe quién es mi padre; ¡y también eso puede ayudar! —añadió, riendo. Dejó a un lado su bloc de dibujo. Luego, ambos contemplaron las primeras estrellas. —¿No se te ha ocurrido dudar de si hiciste bien en dejar la física? —preguntó el señor Tompkins. 219

Ella reflexionó un momento. —Una visita como ésa tiene que hacerme pensar. El límite mismo de la ciencia, y todo eso. Pero no. En realidad, no. Oh, estoy segura de que sería formidable trabajar en un lugar como ése: todo muy fascinante y espectacular. Pero… no sé. Trabajar en grandes equipos… en experimentos que hay que idear y efectuar a lo largo de cinco, seis o siete años… Creo que no tengo la paciencia necesaria para esas cosas. —Todavía no puedo imaginarme el tamaño de ese… acelerador —musitó el señor Tompkins—. Es curioso: cuanto más pequeño sea el objeto que quiere uno ver, más grande tiene que ser el aparato. —A mí me parece curioso que para examinar las más pequeñas partículas de materia, tenga que contemplarse a todo el universo. Y a la inversa: la clave para comprender el universo es examinar las propiedades de sus partes más minúsculas. —¿Qué quieres decir, exactamente? —Bueno, todo eso de una simetría espontánea que se introdujo en los comienzos del universo. Todo eso tiene que ver con la teoría inflacionaria: la razón de que la densidad del universo sea casi crítica. Ya sabes, ya te hablé de eso. No me digas que lo has olvidado. —No, no. Recuerdo eso. Pero no estoy seguro de entender la conexión… —dijo el señor Tompkins, desconcertado. Continuó Maud: —Recuerda lo que dijo papá acerca del cambio de fase cuando las fuerzas adoptaron sus características distintivas. Fue algo parecido a la formación de cristales. El señor Tompkins asintió. —Bueno, una de las cosas que suceden cuando se congela el hielo es que se expande. Lo mismo ocurrió al universo; al enfriarse, llegó el cambio de fase, y el universo entró en un estado de expansión velocísima (lo que llamamos “inflación”) antes de establecerse en el tipo de expansión que vemos hoy. El periodo inflacionario sólo duró 10 –32 de segundo, pero fue absolutamente decisivo. Durante ese tiempo fue cuando se formó la mayor parte de la materia que hay en el universo… —Lo siento —la interrumpió el señor Tompkins—. ¿La mayor parte de la materia…? Pues yo creí que toda la materia fue creada en el instante de la Gran Explosión. —No. Desde el principio mismo, sólo existía un poco de materia. En su mayor parte, surgió poco después de ese instante. —Pero, ¿cómo? —Bueno, ya sabes cómo se produce energía cuando el agua se convierte en hielo: el latente calor de la fusión. Y así ocurrió en el cambio de fase inflacionario; también liberó energía, energía que entró en la producción de materia. Y, lo que es más, el mecanismo productor de la materia fue tal que tuvo que producir exactamente la cantidad debida para dar una densidad crítica. Y ya sabes cúal es la significación de la densidad crítica. —Determina el futuro del universo —replicó el señor Tompkins—. Las galaxias irán perdiendo velocidad hasta detenerse, pero tan sólo en el futuro infinito. —Exactamente. Por ello, la clave para comprender tanto los orígenes de la materia del universo cuanto el futuro a largo plazo del universo es comprender la física de las partículas elementales: la física de lo pequeño. Y no sólo eso, sino que sabemos que para que la 220

densidad sea crítica, la mayor parte de la materia del universo tiene que ser materia oscura. En qué consiste eso es algo que aún no sabemos. Es posible que los neutrinos contribuyan, al tener una masa. Podría ser que, en parte, consista en algunas partículas enormes, desconocidas, que interactúen débilmente y que hayan quedado de las interacciones de la Gran Explosión. Nuestra única esperanza para responder a esas preguntas es estudiar la física de alta energía. —Entiendo lo que dices. —Y la fertilización cruzada opera en el otro sentido. El único modo de examinar cómo se comportan las partículas fundamentales en las energías de gran unificación es descubrir lo que estaban haciendo en la temprana Gran Explosión: durante la única vez en la historia del universo en que se alcanzaron, o en que pudieron alcanzarse tales energías. El señor Tompkins reflexionó durante un momento. —Es realmente extraordinario el modo en que todo está unido —murmuró, contento—. Están conectadas todas las cosas que he aprendido durante la serie de lecturas: partículas fundamentales y cosmología; física de alta energía y teoría de la relatividad; partículas fundamentales y teoría cuántica. ¡En qué mundo tan extraordinario vivimos! —Y a tu lista pudiste añadir la cosmología y la física cuántica —dijo Maud—. Recuerda: la física cuántica ejerce su mayor efecto en las escalas más pequeñas, y el universo mismo empezó siendo pequeño. Desde el comienzo, la física cuántica estuvo al frente. “Tomemos, por ejemplo, la radiación cósmica de microondas. A primera vista, parece ser uniforme: la misma en todas direcciones. Pero no es así por completo. Si fuera completamente uniforme, la materia que la emitiera tendría que ser uniforme. Y eso no puede ser. Sin al menos cierto grado de inhomogeneidad en la densidad de distribución de la materia, no habría centros en torno de los cuales pudiesen formarse, después, galaxias y enjambres de galaxias. De hecho, sí hay inhomogeneidades. Ocurren al nivel de una parte en 105. Muy pequeñas, pero vitales. Son ellas las que fijan la pauta para las estructuras en grande escala del universo en términos de racimos y superracimos de galaxias, y las galaxias mismas. ”Ahora bien, la pregunta vital es ésta: ¿qué determinó la distribución de esas inhomogeneidades originales? Bueno, dado el tamaño excesivamente pequeño del universo al empezar, se cree que debieron originarse en fluctuaciones cuánticas. Eso sería en verdad fascinante… si resultara que las pautas de las más minúsculas fluctuaciones cuánticas se reflejaran en la estructura en grande escala de todo el universo…” De pronto, su voz se interrumpió. Unos sonoros ronquidos llegados de la otra tumbona le hicieron ver que no tendría ningún objeto continuar.

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GLOSARIO

acelerador: máquina que utiliza campos eléctricos para acelerar partículas eléctricamente cargadas. Con frecuencia, la trayectoria de las partículas es desviada mediante campos magnéticos para darle la forma de un círculo. Véase sincrotrón. agujero negro: región donde materia altamente condensada ha creado un campo gravitacional tan intenso que ni la luz logra escapar de él. antipartícula: cada tipo de partícula tiene una antipartícula con la misma masa y el mismo espín, pero con valores opuestos para otras propiedades, como la carga eléctrica, el número bariónico, la extrañeza, el número leptónico, etcétera. átomo: núcleo rodeado de una nube de electrones. barión: hadrón constituido por tres quarks. barrera de potencial: partícula cargada positivamente que al aproximarse a un núcleo experimenta primero una fuerza electrostática de repulsión cada vez más intensa debido a las cargas eléctricas positivas de los protones del núcleo. Al aproximarse más se pone al alcance de la fuerza de atracción de la interacción nuclear fuerte, la cual finalmente llega a predominar, con lo cual experimenta una atracción general. De esta manera, la aproximación de la partícula es similar al hecho de chocar contra una barrera y superarla después. campo: cantidad física cuyo valor varía de un punto a otro en el espacio y posiblemente también del tiempo. Dos partículas interaccionan entre sí experimentando, en sus respectivas ubicaciones, el campo generado por la otra. Existen, por ejemplo, campos electromagnéticos, débiles y fuertes (de color). carga: las partículas tienen distintos tipos de cargas (eléctrica, de color, débil), las cuales son responsables de la forma en que la partícula interacciona con otras partículas. carga de color: es la fuente de la fuerza de color entre quarks y gluones. Hay tres tipos de cargas de color y suelen designarse como roja, verde y azul. carga eléctrica: propiedad de las partículas que da lugar a las fuerzas eléctricas existentes entre ellas. Se presenta en dos formas: positiva y negativa. Las cargas iguales se repelen y las cargas diferentes se atraen. Los protones, por ejemplo, tienen una carga positiva igual a una unidad; los electrones tienen una unidad de carga negativa. cima (t): número cuántico que especifica cuántos quarks hay presentes con sabor cima. 223

constante de planck (h): constante fundamental de la física que se presenta, por ejemplo, en la relación de incertidumbre de Heisenberg. Tiene el valor h = 6.626 × 10 –34 joules/segundo. contracción de la longitud: según la teoría de la relatividad especial de Einstein, un objeto que se mueve en relación con un observador se comporta como si su longitud se contrajera en el sentido de la dirección del movimiento. corrimiento al rojo gravitacional: corrimiento de la frecuencia cuando la radiación electromagnética se mueve en contra de un campo gravitacional; por ejemplo, cuando es emitida hacia afuera desde la superficie de una estrella. Cuando la radiación viaja a favor de un campo gravitacional se produce un corrimiento hacia el extremo azul del espectro. cuanto: partícula que, o bien es uno de los componentes fundamentales de la materia (por ejemplo, un quark o un leptón), o una partícula intermediaria (como un gluón o un fotón) responsable de la transmisión de una fuerza. Demonio de Maxwell: criatura hipotética que separa las partículas de movimiento rápido y las de movimiento lento con el propósito de desafiar la segunda ley de la termodinámica, la cual establece que la entropía siempre debe aumentar. densidad crítica: densidad promedio de la materia del universo que marcaría el límite entre los dos futuros programas posibles: una expansión que continuaría para siempre o una expansión que un día se convertiría en una contracción. Si la teoría de la inflación es correcta, la densidad del universo tiene el valor crítico (10 –26 kg m –3). desintegración nuclear radiactiva: transformación espontánea de núcleos pesados en partículas más ligeras. detector: equipo que permite visualizar las trayectorias de partículas cargadas. Las huellas pueden estar marcadas por medio de gotitas en una cámara de niebla, burbujas en una cámara de burbujas, chispas, destellos, etc., dependiendo de la técnica aplicada. Los detectores modernos incluyen una serie de métodos adecuados para identificar diferentes tipos de partículas. deuterón: es el núcleo del deuterio, es decir, de un tipo de hidrógeno cuyo núcleo está formado por un protón y un neutrón, y no por un solo protón como es habitual. difracción: propiedad que distingue el comportamiento de tipo ondulatorio. Al pasar por una abertura en una barrera, las ondas se extienden en derredor y se sobreponen formando una sombra geométrica. efecto fotoeléctrico: proceso por el cual los fotones de luz ultravioleta con alta energía arrancan electrones de una superficie de metal al chocar contra ella. electrón: es el leptón cargado más liviano; es un componente de los átomos. electrón de valencia: electrón débilmente ligado a la periferia de un átomo, que puede ser objeto de una atracción parcial hacia el núcleo de un átomo vecino, con lo cual se produce una fuerza de enlace que mantiene ambos átomos unidos como una molécula. electrón volt (eV): unidad energética que equivale a la energía que adquiere un electrón cuando es acelerado por medio de una diferencia de potencial de un voltio. elementos químicos: hay 92 elementos químicos diferentes que se presentan en forma natural y cada uno de los cuales se caracteriza por su propio tipo de átomo. Esos átomos se 224

diferencian por el número de electrones que poseen y por el número de protones y neutrones que tienen en el núcleo. encanto (c): número cuántico que especifica cuántos quarks con sabor encanto están presentes. energía potencial gravitacional: es el componente de la energía de una partícula que se debe a su posición dentro de un campo gravitacional. energía punto cero: es el nivel de energía más bajo que puede tener un sistema físico. Según la teoría cuántica, esa energía tiene que ser finita y no cero. Por ejemplo, un electrón en un átomo tiene una posición confinada en el espacio. Ese conocimiento parcial de la posición impide la posibilidad de conocer con precisión el momento del electrón (según la relación de incertidumbre de Heisenberg). Esto significa que no es posible saber que el momento del electrón, y por lo tanto su energía, vale exactamente cero. entropía: propiedad que se usa en termodinámica para medir el desorden de un sistema de partículas. espaciotiempo: continuo de cuatro dimensiones en el cual el espacio y el tiempo están incorporados tal como se describe en la teoría de la relatividad especial. espectro: proyección de una radiación electromagnética que revela las longitudes de onda que la constituyen. En virtud de que a los electrones de los átomos sólo se les permiten ciertos valores de energía, la radiación emitida por los electrones al pasar de un nivel de energía a otro presenta espectros que se caracterizan por longitudes de onda discretas, es decir, las que corresponden a las diferencias energéticas entre los estados inicial y final. espectroscopio: dispositivo para mostrar la radiación electromagnética según las longitudes de onda que la constituyen. espín: momento angular intrínseco que poseen ciertas partículas. estados de energía (discretos): según la teoría cuántica, toda partícula tiene una onda asociada y la longitud de onda de ésta determina el momento de la partícula y, por lo tanto, su energía. Cuando esta onda, como otra cualquiera, está encerrada en una región determinada del espacio, sólo puede adoptar ciertos valores de longitud de onda. De esta manera, una partícula confinada (por ejemplo, un electrón en un átomo) sólo puede asumir ciertos valores discretos para su energía. estrella enana blanca: es el centro caliente interno blanco que queda cuando una estrella como el Sol ya concluyó su etapa de desarrollo como gigante roja y se ha desprendido de sus capas exteriores. Con el tiempo se enfría para convertirse en ceniza fría. estrella gigante roja: etapa final del desarrollo de una estrella, como nuestro Sol, cuando aumenta de tamaño y su superficie se vuelve roja. extrañeza (s): número cuántico que especifica cuántos quarks están presentes con sabor extrañeza. física de alta energía: es la física de las partículas elementales y recibe ese nombre porque para su estudio es necesario usar haces de partículas con altos niveles de energía. fisión nuclear: es la ruptura o fisión de núcleos atómicos pesados para dividirlos en otros tipos de núcleos más ligeros. fondo (b): número cuántico que especifica cuántos quarks con sabor de fondo están 225

presentes. fotón: partícula o cuanto de luz y otras formas de radiación electromagnética. Al intercambio de fotones se debe la fuerza electromagnética. frecuencia: número de oscilaciones o ciclos de un movimiento periódico en una unidad de tiempo determinada. fuerza de color: es la fuerza que existe entre quarks y gluones. fuerza electrodébil: ahora se sabe que la fuerza electromagnética y la interacción débil son distintas manifestaciones de una misma cosa: la fuerza electrodébil. fuerza electromagnética: ahora se sabe que las fuerzas eléctricas y magnéticas que actúan sobre las partículas eléctricamente cargadas son distintas manifestaciones de una misma fuerza: la fuerza electromagnética. fuerzas de intercambio: son las fuerzas que surgen entre las partículas elementales mediante el intercambio de partículas intermedias. Así, la fuerza electromagnética es ocasionada por el intercambio de fotones y la fuerza de color entre los quarks se debe al intercambio de gluones. función de onda (ψ): expresión matemática que se emplea en la teoría cuántica para describir el movimiento de una partícula. Se usa para evaluar la probabilidad de encontrar la partícula en una región determinada del espacio en un momento dado, con ciertos valores particulares para sus demás atributos. fusión nuclear: formación de núcleos atómicos más complejos mediante la fusión de núcleos más ligeros. galaxia: conjunto gravitacional formado de ordinario por 100 000 millones de estrellas unidas por la fuerza gravitacional. En el universo observable hay aproximadamente 100 000 millones de galaxias. generación: conjunto de dos quarks asociados a dos leptones. Existen tres generaciones: (u, d, e –, νe), (c, s, μ –, νμ) y (t, b, τ –, ντ). gluón: partícula que transmite la fuerza de color fuerte. Tiene ocho estados de color posibles. gran explosión: teoría generalmente aceptada según la cual el universo se formó hace unos 12 000 millones de años como un punto que tenía una densidad enorme; desde entonces ha estado en un proceso de expansión y enfriamiento. gran unificación: proposición según la cual la fuerza electromagnética y las interacciones débil y fuerte pueden ser distintas manifestaciones de una misma fuerza. hadrón: nombre colectivo que se asigna a las partículas que experimentan la interacción nuclear fuerte; por ejemplo, los protones y los piones. helio: es el segundo elemento químico más ligero; sus átomos tienen dos electrones, y su núcleo recibe el nombre de partícula alfa. hidrógeno: es el más ligero de los elementos químicos, pues sólo tiene un electrón y un núcleo constituido por un solo protón. horizonte de hechos: superficie imaginaria que se dibuja en el espacio alrededor de un agujero negro, de manera que todo lo que está dentro de esa superficie, incluida la luz, no logra escapar jamás. interacción débil: es una de las fuerzas fundamentales de la naturaleza y produce, por 226

ejemplo, ciertos tipos de desintegración nuclear radiactiva. Es transmitida entre hadrones y leptones mediante el intercambio de partículas W y Z. interacción nuclear fuerte: es la fuerza dominante entre los hadrones. Es responsable, por ejemplo, de la unión entre los nucleones en el núcleo. Ahora ha sido considerada como una “fuga” de la fuerza de color más fundamental que opera entre los quarks que constituyen cada uno de los nucleones, en forma muy similar a la fuerza que une a los átomos entre sí en una molécula; es una “fuga” de la fuerza electrostática que opera dentro de cada átomo entre sus electrones y su núcleo. interferencia de ondas: se presenta cuanto las crestas y los valles de más de un haz de ondas se sobreponen en la misma región del espacio, pues entonces las perturbaciones se suman entre sí. Si las crestas de un haz coinciden con las crestas del otro (y también los valles de los dos conjuntos coinciden), el efecto resultante recibe el nombre de interferencia constructiva; si las crestas de uno coinciden con los valles del otro (y viceversa), existe una interferencia destructiva. La interferencia da lugar a patrones distintivos en la intensidad resultante de las ondas, lo cual puede utilizarse como prueba de que algo se comporta como onda y no como partícula. iones: son átomos que han adquirido o han perdido un electrón de su complemento normal y, por lo tanto, poseen una carga eléctrica neta negativa o positiva respectivamente. isoespín (Iz ): número cuántico que poseen las partículas elementales y que se relaciona con su carga eléctrica. Se llama así porque se comporta matemáticamente en forma análoga al espín de la teoría cuántica. leptón: nombre colectivo que se aplica a las partículas que experimentan la interacción débil, pero no la interacción nuclear fuerte. En otras palabras, no tienen carga de color. Entre ellas figuran el electrón, el muón y las partículas tau, con sus neutrinos asociados. leptón tau: leptón cargado que pertenece a la tercera generación. ley de la conservación: ley de la física según la cual el valor total de algo (por ejemplo, carga eléctrica, número bariónico, etc.) se mantiene invariable en las interacciones entre partículas. longitud de onda: distancia entre dos crestas o dos valles adyacentes de un tren de ondas. masa: propiedad intrínseca de las partículas que determina su respuesta ante una fuerza de aceleración. A veces recibe el nombre de masa inercial. materia oscura: término genérico que se aplica a la materia del universo que no es luminosa. Su presencia se puede deducir de un estudio de los movimientos de las galaxias y de los cúmulos de galaxias. mecánica matricial: formulación alternativa de la teoría cuántica. Se basa en el uso de matrices. mesón: hadrón constituido por un quark y un antiquark. mezcla de congelación: abundancia relativa de los distintos tipos de núcleos atómicos que surgieron de la Gran Explosión cuando la densidad y la temperatura disminuyeron hasta el punto en que cesó la nucleosíntesis primordial; a veces nos referimos a ella como “la abundancia nuclear primordial”. modelo estándar (o teoría estándar): teoría general de los quarks y los leptones, y de las 227

fuerzas que actúan entre ellos, tal como se describen en este libro y como se acepta en general de acuerdo con nuestros mejores conocimientos sobre la física de alta energía. molécula: es la unidad más pequeña de una sustancia química y está constituida por varios átomos unidos entre sí. momento: la masa multiplicada por la velocidad. monopolo magnético: partícula que existe según una predicción teórica, aunque todavía no ha sido encontrada, y tiene un solo polo magnético (ya sea el norte o el sur). muerte térmica del universo: idea según la cual todas las estrellas agotarán finalmente el combustible nuclear que las mantiene encendidas, y cuando eso suceda el universo quedará frío e inerte. muón: es un leptón que pertenece a la segunda generación. neutrino: partícula eléctricamente neutra cuya masa es pequeña o posiblemente cero. Se presenta en tres variedades, una para cada tipo de leptón. neutrón: partícula eléctricamente neutra que forma parte de los núcleos atómicos y está constituida por tres quarks. nubes de probabilidad: término vago que se refiere a las distribuciones de probabilidad matemática que especifican la factibilidad de encontrar un electrón atómico en distintas regiones alrededor del núcleo. núcleo: es la parte central de un átomo y está constituido por neutrones y protones. nucleón: término genérico aplicable a los neutrones y los protones, es decir, a las partículas constitutivas de los núcleos atómicos. nucleosíntesis: procesos de fusión nuclear mediante los cuales se formaron los núcleos atómicos de los elementos químicos. La nucleosíntesis primordial tuvo lugar en las condiciones violentas de los primeros minutos de la Gran Explosión; la nucleosíntesis estelar es la fusión actual de núcleos a las elevadas temperaturas del interior de las estrellas; y la nucleosíntesis explosiva se produce brevemente durante la explosión de una supernova. número bariónico (B): número cuántico asignado a las partículas elementales, de manera que los quarks tienen B = +1/3, y los antiquarks, B = –1/3. número cuántico: es una de las propiedades de las partículas elementales, como el número bariónico o el número leptónico. En general, su valor debe conservarse en las reacciones entre partículas. número leptónico: número cuántico que se conserva y está asociado a los leptones. Hay tres números leptónicos y corresponden a los tres tipos de leptones. ondas de probabilidad: nombre que se aplica a las ondas matemáticas utilizadas para determinar la probabilidad de encontrar un cuanto en una región cualquiera del espacio en un momento determinado. partícula: término un tanto vago que se refiere por igual a los hadrones (como los protones y los piones) y a las entidades fundamentales, es decir, los quarks y los leptones. partícula alfa: núcleo de helio constituido por dos neutrones y dos protones ligados entre sí. partículas elementales: son las partículas fundamentales de las que está hecha toda la materia. En rigor, el término se aplica a los quarks y los leptones, pero de manera más 228

informal se emplea en relación con protones, neutrones otros bariones y mesones. partículas w y z (w; z): son las partículas que transmiten la interacción débil entre hadrones y leptones. Las partículas W están eléctricamente cargadas; la Z es eléctricamente neutra. pión: es el mesón más ligero. En su forma cargada se desintegra en un muón y un neutrino; el pión eléctricamente neutro se desintegra en dos fotones. positrón: es la antipartícula del electrón. principio de equivalencia: establece la equivalencia entre la aceleración y la gravitación. Esto conduce, por ejemplo, a la observación de que todos los objetos caen con la misma rapidez a causa de la gravedad. Es una característica prevista en la teoría general de la relatividad de Einstein. principio de exclusión: principio enunciado por Pauli según el cual dos electrones no pueden ocupar el mismo estado. producción de parejas: proceso por el cual un fotón de alta energía produce un electrón y un positrón. Este término se refiere también a la producción simultánea de un quark y un antiquark, de un protón y un antiprotón, etcétera. protón: partícula cargada positivamente que forma parte de los núcleos atómicos y, a su vez, está formada por tres quarks. quark: es el componente fundamental de todos los hadrones. Los hay de seis variedades o sabores, agrupados en pares a lo largo de tres generaciones. quasar: galaxia que tiene un centro sumamente activo y luminoso. Los quasares se formaron en la etapa inicial de la historia del universo y hoy los podemos observar a grandes distancias a causa del tiempo que ha tardado su luz en llegar hasta nosotros. radiación cósmica de fondo: son los residuos fríos de la bola de fuego de la Gran Explosión. Se presenta en forma de radiación térmica, en el rango de longitud de las microondas, y corresponde a una temperatura de 2.7 K. radiación electromagnética: radiación que una partícula cargada emite cuando es acelerada. rayo gamma: forma de radiación electromagnética de muy alta frecuencia. rayos X: radiación electromagnética penetrante de longitud de onda corta. relación de incertidumbre de Heisenberg: establece que no es posible medir con completa precisión y simultáneamente la posición, q, y el momento, p, de una partícula (ni siquiera en principio). El producto de las incertidumbres es una cantidad finita, por lo menos del orden de la constante de Planck, h: Δppartícula × Δqpartícula ≅ h. representación su(3): sistema surgido de la teoría de grupos, es decir, la rama de las matemáticas que se ocupa de la simetría. Se ha descubierto que es importante para la clasificación de los hadrones, pues da lugar a octetos y decupletes de partículas muy relacionadas entre sí. Esas representaciones simétricas reflejan la estructura fundamental de quarks de los hadrones. retraso del tiempo: según la teoría de la relatividad especial de Einstein, cuando un objeto como una nave espacial o una partícula radiactiva se mueve en relación con un observador, se comporta como si sus procesos temporales se hubieran vuelto más lentos. ruptura espontánea de la simetría: situación en la cual la simetría fundamental de un sistema físico se pierde cuando éste pasa a un estado de menor energía. Por ejemplo, el agua 229

líquida es simétrica respecto de la dirección en el espacio, pero cuando se enfría y forma cristales de hielo ciertas direcciones son privilegiadas para la alineación de los ejes cristalinos. Sin embargo, esas direcciones no tienen un significado profundo: son elegidas en forma aleatoria o espontánea. Esto oculta el hecho de que el agua misma es fundamentalmente simétrica. Asimismo, se cree que la fuerza electromagnética y las interacciones fuerte y débil poseen una simetría que sólo se manifiesta en situaciones en las cuales los niveles de energía son más altos que en condiciones normales. sabor: calidad que distingue los distintos tipos de quarks: arriba, abajo, extraño, encanto, cima y fondo. simetría: del mismo modo que un círculo es una figura simétrica porque puede ser sometido a rotación sin que se produzca un cambio, también se dice que una teoría física posee simetría cuando puede ser sometida a ciertas operaciones sin que sufra modificación alguna. sincrotrón: modalidad de acelerador de partículas en el cual las intensidades, tanto de las fuerzas eléctricas de aceleración como de las fuerzas magnéticas de guía, están sincronizadas de acuerdo con las cambiantes características de las partículas aceleradas. supercuerda: idea recién postulada según la cual los quarks y los leptones no son entidades puntuales como se creía de ordinario, sino que están constituidos por cuerdas vibrátiles extremadamente pequeñas. supernova: desintegración explosiva de una estrella muy masiva, que a veces da lugar al colapso de su núcleo interior para formar un agujero negro. supersimetría: según esta idea, las partículas intercambiadas que actúan como transmisores de fuerza (por ejemplo, los gluones y los fotones) y las partículas que realizan el intercambio (por ejemplo, los quarks y los leptones) no son tan diferentes en sus propiedades y funciones como de ordinario se suponía. teoría cuántica: se refiere a nuestro conocimiento moderno del comportamiento de todas las cosas pequeñas, generalmente de dimensiones atómicas o más pequeñas. Se le llama también mecánica cuántica o mecánica ondulatoria e implica la necesidad de describir la radiación en términos de comportamiento ondulatorio cuando se mueve de un lugar a otro, y de hacerlo en función del comportamiento de las partículas cuando interactúa con la materia y se produce el intercambio de energía y momento. teoría de la inflación: teoría según la cual durante el primer 10 –32 de segundo después del momento de la Gran Explosión, el universo pasó por una fase de expansión ultrarrápida antes de estabilizarse en su ritmo de expansión actual. Por muy breve que haya sido el periodo de inflación, en él se aseguró que la densidad del universo asumiría el valor de la densidad crítica y, por lo tanto, se determinó el destino final del universo. teoría de la relatividad especial: teoría de Einstein en la cual el espacio y el tiempo están incorporados en un espaciotiempo de cuatro dimensiones. Cuando se trata de velocidades cercanas a la de la luz, esto da lugar a efectos notablemente distintos de los que se esperarían según la física clásica. teoría de la relatividad general: teoría de Einstein según la cual las fuerzas gravitacionales son consideradas matemáticamente como curvaturas del espaciotiempo. 230

teoría del estado estacionario: durante algún tiempo fue una teoría popular que rivalizó con la Gran Explosión. En ella se sostenía que tan pronto como las galaxias se retiraban de cualquier región del espacio, su sitio era ocupado mediante la formación espontánea de nueva materia. Ésta se reunía para formar nuevas estrellas y galaxias que, a su vez, se retiraban a la lejanía. De esta manera, el universo conservaba las mismas características generales en forma indefinida. Esta teoría ya fue descartada por las abrumadoras evidencias a favor de que en verdad existió una Gran Explosión. teorías unificadas: intentos de explicar varias fuerzas como distintas manifestaciones de una fuerza común. Por ejemplo, las fuerzas electrostática y magnética no son más que distintos aspectos de la fuerza electromagnética,la cual, a su vez, se combina con la interacción débil para producir la fuerza electrodébil. La gran unificación pretende unir la fuerza electrodébil con la interacción fuerte. Lo que se espera finalmente es ampliar la unificación para incluir a la gravedad. universo en expansión: desde la Gran Explosión, el universo se está expandiendo. Los cúmulos de galaxias se separan entre sí de acuerdo con la Ley de Hubble, según la cual cuanto mayor es la distancia al cúmulo tanto mayor es la velocidad del retroceso. velocidad de la luz (c): la luz (y todas las demás partículas sin masa) viajan a una velocidad de 300 000 kilómetros por segundo en el vacío. Según la teoría de la relatividad especial, dicha velocidad es la misma para todos los observadores con un movimiento relativo uniforme. (La velocidad puede variar de este valor en presencia de un campo gravitacional o cuando la luz pasa a través de cualquier material.) Vía Láctea: es el nombre de nuestra galaxia.

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